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Nuevo Testamento

Introducción
1. EL MISTERIO DE LO NUEVO
El Nuevo Testamento comprende veintisiete escritos redactados durante los años
posteriores a la Resurrección de Cristo; debemos estos escritos a los apóstoles y a los
evangelistas de la Iglesia primitiva. La Iglesia los reconoció como libros inspirados por Dios,
los unió a los libros sagrados que recibió de la tradición judía, y a partir de esos nuevos
libros innovó su propia interpretación de los antiguos.
Todo el mundo comprende que si la Biblia consta de dos colecciones de libros, de las
cuales una es más antigua que la otra, haya en las Escrituras lo antiguo y lo nuevo.
La palabra testamento es de origen griego, y significa a la vez “alianza” y “testamento”. El
Antiguo Testamento, pues, recoge la historia que procede de la alianza más antigua del
Sinaí, donde Dios hizo un pacto con Israel. Los libros del Nuevo Testamento, por otra
parte, se refieren a una experiencia mas reciente, la alianza entre Dios y su pueblo
renovado por el sacrificio de Jesús.
Ésta no es, sin embargo, la verdadera razón para hablar de algo “nuevo” en la Biblia. La
experiencia del siglo pasado nos ha puesto en guardia contra esta palabra que
frecuentemente hace referencia a la última moda, la última técnica, la ultima teoría... Son
nuevos sólo por un tiempo y se convertirán a su vez en pasados de moda y anticuados.
Este Testamento es Nuevo, no porque sea más reciente, sino porque nos conecta con el
mundo de la Eternidad. La Eternidad no es una duración que se prolonga en forma
indefinida –esto sería muy aburrido– sino lo que no tiene que ver con el tiempo. Lo eterno
es nuevo y no se desgasta; tampoco hay lugar en él para el aburrimiento: era y es y nos
llegará siempre nuevo. Da pena a veces tener que llamarlo “Dios”, siendo la palabra tan
trillada, difamada y desgastada.
Al principio del Antiguo Testamento Dios era: “Yo Soy” o “Él Es”. El Nuevo Testamento
completa y añade: Dios es Amor. La mayúscula aquí es esencial: “Amor” es Dios y no hay
otra eternidad que la suya.
El Nuevo Testamento es una llamada a entrar en el misterio de esta “novedad”. Desde la
Infancia de Nazaret y las parábolas del Reino hasta el Apocalipsis, pasando por los
discursos del Evangelio de Juan y la pasión de Pablo, todo el interés está concentrado en
esta “novedad”: El Amor-Dios no nos promete otra cosa que él mismo, y quiere que,
encontrándolo ya aquí en la tierra, comencemos a probar el gusto y el gozo de la
Eternidad.
Los libros del Nuevo Testamento, uno tras otro, denuncian el vacío de la vida que sólo
quiere gozar de la vida, pero también cuestionan las prácticas religiosas, la sabiduría de los
prudentes, los miedos y la angustia ante el futuro, la buena conciencia de los buenos. El
camino de la pobreza y el desprendimiento al ejemplo de Jesús nos dan acceso a un
universo donde reina la humildad, la esperanza y la alegría. Ahí se esconde, o más bien se
desvela el mundo definitivo.
2. LOS ORÍGENES DEL NUEVO TESTAMENTO
1. El pueblo y su libro
2. Origen y fecha de los cuatro Evangelios
3. Las Cartas de los Apóstoles
4. Los escritos del Nuevo Testamento y la crítica
5. El Nuevo Testamento: el misterio y la fe
1. El Pueblo y su Libro
Los libros del Antiguo Testamento formaban una sola cosa con la historia del pueblo
elegido por Dios. Lo mismo sucede con el Nuevo Testamento: refleja lo que vivieron los
apóstoles y toda la Iglesia primitiva. Siempre es oportuno dar a conocer estos libros, pero
sólo serán entendidos por aquellos que hayan descubierto a la vez el Evangelio y la Iglesia.
Jesús envió a sus apóstoles a evangelizar primero a los Judíos. El fracaso de la
evangelización en Palestina los empujó a que fueran a proclamar el Evangelio fuera de
Palestina, invitándolos a la Iglesia, el “nuevo Israel”. La Iglesia no se consideraba extraña al
pueblo judío, puesto que su primer núcleo lo formaban judíos convertidos. Una mayoría
se había negado a escuchar, pero los convertidos procedentes de otros pueblos iban a
reparar las brechas de este pueblo de Dios. Había una estructura, y la cabeza era el grupo
de los Doce elegidos por Jesús.
En los primeros tiempos después de Pentecostés no hay más regla de fe que el testimonio
de los apóstoles. Predicación, justificación de la fe nueva, todo se hace oralmente (He
4,42). Pero cuando comienza en Jerusalén (He 6) una comunidad de lengua griega que
tiene sus reuniones, vida propia, contactos con los judíos de otros países que acuden en
peregrinación a la ciudad santa, los escritos resultan indispensables tanto para la
catequesis como para la liturgia. Tal vez es redactado en este momento el primer texto
anterior a nuestros evangelios y que les sirvió de base. Porque la tradición más antigua
tuvo conocimiento de un Evangelio de Mateo redactado en hebreo, distinto de nuestro
actual Evangelio de Mateo ya redactado en griego, más amplio y que sólo aparecerá más
tarde. Tuvo que haberse traducido muy pronto al griego para los helenistas o judíos de
lengua griega, pues no se comprende cómo dicha comunidad pudiera prescindir de él.
Uno de los helenistas, Esteban, se granjeó rápidamente el odio de los judíos y fue lapidado
por los fariseos (He 7). Los helenistas entonces se dispersan y llevan el Evangelio a
Samaria. Con mucha probabilidad es el momento en que se añaden algunos discursos de
Jesús sobre el Templo, la verdadera pureza, las tradiciones de los fariseos (el contenido de
Mt 15 y 16 que no encontramos en Lucas) que aunque olvidados anteriormente, para los
helenistas eran importantes.
Unos años más tarde Pedro baja a Cesarea, la capital romana de Palestina, y bautiza al
centurión Cornelio (He 10). Empieza una iglesia en la que participa un cierto número de
no-judíos que habían sido adoradores de Dios, es decir, simpatizantes de la religión judía.
Esta comunidad es, según parece, el lugar donde deberíamos buscar el origen de un
documento ahora perdido, cuyo contenido se encuentra en muchos párrafos comunes a
Mateo y a Lucas. En él se ha-bían consignado palabras de Jesús que no figuraban en el
primer documento (hemos hablado de un Mateo hebreo) traducido posteriormente al
griego. Este segundo documento, mucho más corto que el primero, que debe de haber
sido como la segunda fuente de los evangelios de Mateo y de Lucas, es llamado
habitualmente fuente Q, o Los dichos del Señor.
En el año 40, siguiendo el libro de los Hechos de los Apóstoles, se funda en Antioquía de
Siria (He 11) una comunidad cristiana. Está integrada por primera vez por numerosos
griegos que habían permanecido ajenos al apostolado judío. Pronto Pablo, el perseguidor
convertido, se une a ella; desde ahí partirá para sus viajes misioneros por los países
mediterráneos (He 11,26; He 13,1). Esta comunidad seguramente disponía, no de nuestros
actuales evangelios, sino de los documentos que contenían lo esencial de nuestros
evangelios de Lucas y de Mateo. Es difícil ser más preciso; el estudio comparativo de los
tres primeros evangelios lleva a la conclusión de que el más importante de los
documentos, cuyo contenido se encuentra en los tres primeros evangelios, había sido
traducido dos veces del hebreo al griego: Mateo usó uno de estas traducciones y Lucas la
otra.
2. Origen y fecha de los cuatro evangelios
Dos fechas cabe recordar, ambas importantes para la Iglesia e igualmente decisivas en el
plan de los escritos, porque nos permiten situar los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas.
La primera es el año 62-63. En Palestina el sumo sacerdote Ananías hace lapidar a
Santiago, “hermano del Señor”, obispo de Jerusalén, y nuevamente se enciende la
persecución judía contra los cristianos. Al mismo tiempo en Roma Nerón se separa de sus
preceptores y comienza su tiránico reinado. Hasta entonces las autoridades romanas
veían a los cristianos como una secta judía, y los judíos se beneficiaban de la tolerancia
oficial. Pero ahora Nerón ya no puede equivocarse, porque algunos de sus consejeros son
judíos y su mujer Popea es una “adoradora de Dios”; los cristianos son una secta ilegal, y
desde el año 64 o 65 empieza la gran persecución en la misma Roma con la ejecución de
Pedro y Pablo.
La segunda fecha importante es la de la destrucción de Jerusalén y del Templo en el año
70 tras cuatro años de guerra. Después de un desastre de tal magnitud nadie podrá hablar
de los acontecimientos de Palestina como se hacía antes. Por otra parte, la fuerza de la
Iglesia se encuentra ahora en las iglesias del mundo romano.
Nuestros tres primeros evangelios y las cartas de Pablo desconocen estos acontecimientos
y las consecuencias que traen para la Iglesia, y por consiguiente son anteriores a ellos.
Con mucha probabilidad Lucas, compañero de Pablo en sus viajes, redacta su obra en dos
volúmenes (el Evangelio y los Hechos) en los años 60-63. Termina los Hechos un poco
antes de la muerte de Pablo, que ignora su libro. Escritor y testigo muy notable, retoma el
evangelio griego que ya utilizaba cuando acompañaba a Pablo en sus viajes misioneros,
con o sin el título de evangelista, y lo completa con otros documentos que había
encontrado en las iglesias de Palestina, sobre todo la famosa fuente Q.
Nuestro Evangelio de Mateo tuvo que escribirse un año o dos más tarde. Su autor, tal vez
un desconocido, parece haber sido testigo de las primeras persecuciones. La figura que
traza de Pedro no excluye que conociera su fin. Pero, y esto vale también para Lucas,
parece imposible que escribiera en el modo que lo hizo si hubiera conocido la destrucción
de Jerusalén y del Templo en el año 70. Esta obra se vale del evangelio en griego debido a
los cristianos helenistas y también de otros documentos, entre otros de la fuente Q.
En cuanto a Marcos, secretario de Pedro (1P 5,13) después de haber acompañado a Pablo
(He 12,25), parece que lo escribió algo más tarde, contrariamente a lo que muchos
pensaban en el último siglo. En el 185 el obispo y mártir san Ireneo escribía: “Mateo
publicó un evangelio entre los hebreos y en su lengua, mientras que Pedro y Pablo iban a
Roma para evangelizar y fundar la Iglesia. Después de su partida (¿podríamos entenderlo
como su martirio?), Marcos, discípulo y traductor de Pedro, consignó por escrito lo que
éste predicara”. Una lectura atenta demuestra que Marcos fue testigo de las
persecuciones romanas, pero no de la destrucción de Jerusalén. Su evangelio es más corto
que los de Mateo y Lucas y se limita a reproducir el primer evangelio hebreo, al que
llamamos Mateo hebreo, pero lo hace combinando las dos versiones griegas que se
habían hecho: la de los helenistas, ya utilizada por Mateo, y la otra, ya utilizada por Lucas.
No hemos dicho nada todavía sobre Juan.
Es curioso que el Evangelio de Juan sea al mismo tiempo el texto más reciente del Nuevo
Testamento, publicado hacia el año 95, y la obra de la que se tienen los fragmentos más
antiguos. Algunos papiros encontrados en las arenas de Egipto, que datan de los años 110-
130, contienen párrafos de Juan.
Juan no tenía que componer documentos procedentes de la catequesis apostólica, ya que
los evangelios sinópticos estaban bastante difundidos por aquella época. De ese material
sólo retomó algunas páginas, pues su objetivo era dar su testimonio personal. El modo de
construir los “discursos” de Jesús a partir de palabras auténticas, pero que desarrolló en
base a su larga experiencia y merced a sus dones proféticos, ha hecho pensar a muchos
que sólo hacía teología a distancia, pero Juan afirma y no cesa de repetir que está dando
un testimonio.
En cuanto al autor del Evangelio de Juan, véase la Introducción a ese Evangelio.
3. Cuatro evangelios más bien que uno
Fue en el siglo segundo, en Asia Menor, cuando Marción llevó a cabo la empresa de fundir
los evangelios en uno solo. Marción quería que la Iglesia dejase a los judíos el Antiguo
Testamento y, para dar un carácter más drástico a la revolución del Nuevo Testamento,
sólo conservó una selección de las cartas de Pablo y el Evangelio de Lucas, al que
consideraba como el más ajeno al Antiguo Testamento.
Tener un solo evangelio en vez de cuatro evitaba muchos problemas y además tenía
ventajas prácticas. Marción fortificó la convicción de que en realidad sólo hay un
evangelio. Esa convicción inspiró años más tarde el trabajo de Taciano, que aunque era
discípulo de Justino, el filósofo mártir que elogiaba la diversidad de los cuatro evangelios,
trató de fusionar los cuatro evangelios en uno solo, iniciando así la larga serie de las
ediciones “Los cuatro evangelios en uno solo”. De esa manera abrevió enormemente el
libro en un tiempo en que los manuscritos eran caros, y evitó al lector el fastidio de las
repeticiones.
Pero es fácil ver los aspectos negativos de su trabajo. Aun cuando a primera vista parezca
que muchos relatos son idénticos en Mateo, Marcos y Lucas, una mirada más atenta
descubre que las diferencias son importantes, y nos ayudan a captar el punto de vista del
autor y a revitalizar algunos acentos que quiso introducir en su relato, es decir, su
interpretación personal. Además, el plan que el autor impuso a su relato no es nada
despreciable; las grandes líneas que quiso resaltar desaparecen en esa fusión de los cuatro
en uno, y al final no se obtiene más que un texto didáctico.
Justino consideraba los evangelios como “recuerdos” de los apóstoles. Con esto captaba
un aspecto importante de la lectura bíblica, que no está destinada en primer lugar a
transmitir enseñanzas, sino que nos pone frente a testimonios. La Iglesia, pues, debía
recibir los cuatro evangelios tales como eran, con sus pequeñas contradicciones que
creaban problemas y ofrecían pistas a sus comentaristas. La presencia de tantos relatos
tres veces repetidos aportaba una especie de confirmación de su verdad. Y si Juan daba a
la Iglesia un evangelio espiritual, a menudo muy distante de los sinópticos, se le agradecía
haber enseñado una gnosis (o ciencia) cristiana que no disminuía en nada la realidad
humana de Jesús con su pasión. El evangelio de Juan transmitía lo esencial: que el Verbo
de Dios había cumplido las Escrituras y la profecía de Isaías, aceptando en su carne la
pasión y la muerte por el pecado.
Estos son los cuatro evangelios. Sus autores tienen una personalidad propia y no dudan en
adaptar la lengua a sus lectores. Cada uno organiza su relato según un orden que se ha
propuesto y funde a veces hechos que se han producido en momentos diferentes. En
varios lugares interpretan o aplican en forma diferente las palabras de Jesús, y todo ello
no disminuye el valor de su testimonio. No tendremos una “foto” o una grabación de las
palabras de Jesús, sino más bien cuatro puntos de vista diferentes y que se
complementan.
Las lecturas modernas de la Escritura no han invalidado estos juicios. Muy al contrario, las
di ferencias e incluso las contradicciones entre los evangelios aparecen como una garantía
de su sinceridad: no han buscado conciliar los textos con el fin de imponer una
interpretación convenida.
En los siglos pasados cualquier discrepancia entre los evangelistas inquietaba a los
comentaristas; como se creía que los textos sagrados habían sido dictados por el Espíritu
Santo o por algún ángel del Señor, el ángel debía acordarse de todos los detalles y, a no
ser que el evangelista fuera sordo, la menor diferencia ofendía a la verdad divina. Hoy en
día, con excepción de algunos fundamentalistas, la objeción ha sido superada: si había un
ciego a la salida de Jericó, como dicen Marcos y Lucas, o dos como pretende Mateo, ¿qué
cambio supone?
4. Las Cartas de los Apóstoles
Los apóstoles eran personas itinerantes y se mantenían en comunicación con sus iglesias.
Hemos recibido una veintena de sus cartas, que aunque se encuentran en el Nuevo
Testamento después de los evangelios y de los Hechos, son casi todas anteriores a la
publicación de los evangelios. Así, por ejemplo, la Primera carta a los Tesalonicenses es del
año 50, y el texto relativo a la Eucaristía en la primera carta a los Corintios es más antiguo
que el de los evangelios.
Desde finales del siglo primero el papa san Clemente, así como san Ignacio, obispo de
Antioquía y mártir, citan sin mayores explicaciones las cartas de Pablo: Romanos,
Corintios, Efesios. Parece claro que para ellos tales cartas formaban parte de las Escrituras
y que además eran conocidas por toda la Iglesia. Eso mismo sostenía ya la 2ª carta de
Pedro (3,16).
Se da por seguro que en esa época, y tal vez desde hacía años, existía una colección de las
cartas de Pablo que se usaban tanto en Asia Menor como en Roma; esta colección sólo
ignoraba las cartas a los Hebreos y las Pastorales. Inicialmente las dos cartas a los
Corintios no estaban separadas, como tampoco lo estaban las dos cartas a los
Tesalonicenses. En esa colección las cartas estaban clasificadas según su extensión,
comenzando por la de los Romanos y terminando con la de los Tesalonicenses.
La colección paulina comprende catorce cartas. En realidad la última, llamada Carta a los
Hebreos, no es suya. Nunca se ha puesto en duda la autenticidad de las cuatro primeras
cartas, comúnmente llamadas “las grandes epístolas”, como tampoco las de Filipenses,
Filemón y la 1ª a los Tesalonicenses. Todas ellas fueron escritas entre los años 50 y 60.
En el año 58 Pablo decide abandonar el oriente. Antes de partir para Roma y España se
dirige a Jerusalén, donde es arrestado unos días más tarde y permanecerá dos años
encarcelado en Cesarea. Después seguirá el viaje a Roma y a continuación dos años de
cautividad. Posteriormente sólo sabemos que fue ejecutado, con mucha probabilidad en
la gran persecución de Nerón (64-65).
Contamos con cinco cartas de este tiempo: las cartas a los Efesios y a los Colosences, y las
tres Cartas Pastorales. Por diversas razones muchos historiadores han considerado que la
mayor parte de estas cartas no eran de Pablo, sino que podían haber sido escritas hacia el
final del siglo primero. Puede que Pablo las escribiera en los años 59-60, antes o durante
el tiempo de su detención en la fortaleza de Cesarea. Ver al respecto las introducciones a
las Cartas de la Cautividad y a las Cartas Pastorales.
En el Nuevo Testamento vienen, a continuación siete cartas, atribuidas a Santiago, Pedro,
Juan y Judas. Son llamadas Católicas, porque no van dirigidas a una persona o comunidad,
sino que son destinadas a circular en la Iglesia entera. Lo mismo sucede con el Apocalipsis
de Juan, que es anterior a su evangelio.
5. Los escritos del Nuevo Testamento y la crítica
¿Dónde están los originales?
Ya hemos dicho hasta qué punto estaban ligados estos textos a la historia de la Iglesia
primitiva. La fe descansaba en el testimonio de los Doce que Jesús había elegido, y los
escritos nacieron bajo su control desde el principio. Los libros fueron custodiados después
celosamente. Al final del primer siglo, la mayor parte de los libros del Nuevo Testamento
ya habían sido aceptados de algún modo en todas partes. En el siglo siguiente aparecieron
otros “evangelios”: “el Evangelio de Pedro”, “el Evangelio de Tomás”, “el Evangelio de
Nicodemo”, “el Proto-evangelio de Santiago”... A pesar del título y de las maravillas que
contaban, la Iglesia los descartó, porque la mayoría de las comunidades no los conocían ni
reconocían en ellos la tradición de los apóstoles.
La lista de los libros reconocidos será fijada oficialmente tres siglos más tarde, pero en ese
momento no se hará más que ratificar el uso universal que hacían las Iglesias.
Los manuscritos originales han desaparecido, víctimas del tiempo, salvo algunos rollos
depositados en climas desérticos, pero como todos los libros de la antigüedad, han sido
copiados muchas veces. Han llegado hasta nosotros, entre otros manuscritos del siglo IV,
los tres magníficos ejemplares, probablemente copiados por orden del emperador
Constantino, que contienen el conjunto de la Biblia griega y del Nuevo Testamento. Nos
han llegado también muchos textos o fragmentos de textos en papiros que datan de los
siglos II y III. Recordemos que todos los libros del Nuevo Testamento fueron redactados en
griego, la lengua internacional del imperio romano de entonces.
Estos manuscritos fueron copiados y multiplicados a mano hasta la publicación de la
primera Biblia impresa por Gutenberg en el año 1456. Ciertamente es imposible copiar
manuscritos sin cometer algún error, pero también se habían heredado de los judíos
prácticas de control y de relectura que garantizaban la fidelidad de las copias.
Comparando hoy los diferentes manuscritos agrupados según sus divergencias y orígenes,
los especialistas han detectado muchos errores, pero se refieren simplemente a pequeños
detalles que no cuestionan lo esencial. El texto griego utilizado para la traducción de
nuestras biblias es sin duda alguna casi idéntico al original: sobre este punto no hay
discusión.
Los testimonios ¿son fiables?
Los textos están ahí: unos creen, otros se abstienen de juzgar y otros se burlan. El mismo
evangelio dijo cómo sería acogido (Jn 3,31; 15,20). Periódicamente los medios de
comunicación se hacen eco de discusiones sobre Jesús, su mensaje... pero resulta muy
raro que en ellos se oiga una palabra de fe. Se publican libros, algunas veces firmados por
religiosos, que exponen los pros y contras, y al fin el lector llega a la conclusión de que
todo es posible, pero nada seguro. Parece que la historia de Jesús se pierde en la niebla.
Al leer el Nuevo Testamento, el mismo texto se defiende a sí mismo; el mensaje transmite
su verdad fuera de toda discusión; pero cuando recurrimos a “los que saben”, muchos nos
ponen en guardia. Pareciera que los autores no han afirmado más que a medias lo que se
desprende de los textos, y habría que usar mil filtros para recuperar los elementos de
verdad que han conservado; pareciera que nadie podría hacerse una idea exacta de quién
era Jesús sin haber pasado por el hebreo, el griego y, sobre todo, por la duda ante sus
testigos (Mt 23,13).
Es muy cierto que solamente con el estudio comprenderemos muchos párrafos del Nuevo
Testamento, especialmente en las Cartas, y que un mayor conocimiento de los textos y del
ambiente en que fueron compuestos suscitará numerosas preguntas. Esto nos llevará a
revisar ideas demasiado simples que podríamos tener. Nos daremos cuenta, por ejemplo,
que los evangelios no han mantenido los mismos discursos y palabras de Jesús, sino lo que
los evangelistas nos han transmitido de ellos.
Será una gran alegría descubrir que la Palabra de Dios nos llega tal como la proclamaron
los apóstoles; no nos salvan las palabras exactas que Jesús pudo pronunciar a lo largo de
treinta años, sino lo que los apóstoles quisieron expresar en algunas decenas de páginas.
Cuanto más se profundice el estudio, nuevos interrogantes cuestionarán nuestra fe,
obligándola a madurar; pero siendo Palabra de un Dios que salva, ciertamente habla para
los sencillos, y no son las sabias discusiones las que harán creer o no creer. Habrá que
encontrar una respuesta a las cuestiones que plantean los incrédulos, y la misma Escritura
nos invita a hacerlo: “estén siempre dispuestos para dar una respuesta a quien les pide
cuenta de su esperanza” (1Pe 3,13), pero de entrada hay que tener presente que ni la
historia ni la crítica científica han disminuido la credibilidad de los libros sagrados.
Jesús frente a la historia, la autenticidad de los escritos, su interpretación... son cuestiones
en las que no se obtendrá jamás un consenso entre los expertos, no sólo porque nuestras
informaciones son limitadas, sino también y sobre todo porque nadie es imparcial en este
asunto. Se ha dicho que los hombres pondrían en duda que “dos por dos son cuatro” si les
moviera algún interés. Y nadie puede permanecer indiferente ante el mensaje del
evangelio que nos presenta a Jesús como el Hijo único de Dios, muerto y resucitado,
salvador de todos los hombres, afirmaciones que es imposible aceptar si no se tiene fe.
Por ello todo investigador, cualquiera que sea su grado de honradez, abordará los
testimonios de un modo muy diferente según tenga o no tenga fe.
El creyente preferiría pensar que los evangelios fueron escritos muy pronto y por testigos
directos; pero aunque no fuera así, la fe no se vendría abajo, porque sabe que el libro
sagrado es Palabra de Dios, quienesquiera sean sus autores. Nos sentimos más a gusto
con una fecha precoz para la composición de los evangelios, pero si la investigación induce
fechas más tardías, no por ello nos tenemos que turbar.
No es así para el incrédulo, pues no puede aceptar el testimonio tal como es. No se
atreverá a hablar de una falsificación, pero hará lo imposible para colocar muchos años e
intermediarios entre los testimonios directos de Jesús y los evangelios que poseemos.
Imaginará largas tradiciones orales, relatos anteriores que se copian y se modifican
deformando los datos o adaptándolos según las necesidades del momento. Quien no
tiene fe no encontrará paz hasta que no pueda asegurar que ninguno de los testimonios
sobre la divinidad de Jesús proviene de testigos directos.
Constantemente se ejerció una fuerte presión para retrasar la fecha de composición de los
Evangelios hasta el fin del primer siglo, y esto aunque los expertos reconocían en privado
que no tenían ningún argumento serio para hacerlo y que era sólo su sentir personal.
Nosotros hemos dado para los tres primeros Evangelios las fechas más probables a partir
de la crítica histórica y del análisis literario, pero muchos libros, incluso difundidos entre
los católicos, afirman todavía que los Evangelios fueron escritos cuando los testigos ya
habían desaparecido y para creyentes que se preocupaban poco por los hechos en que se
apoyaba su fe.
6. El Nuevo Testamento y la fe
Tal vez nos hayamos detenido demasiado sobre el origen y la historicidad de los textos
sagrados. Estas cuestiones ciertamente son importantes, pues la revelación cristiana está
ligada a la historia. Si el libro no es histórico, se convierte en sabiduría o religión, pero la fe
cristiana no es principalmente ni sabiduría ni religión. Nosotros no podemos dar
justificaciones más técnicas en esta edición: nos hemos atenido a lo que se puede decir sin
temor de que la historia o la crítica nos contradigan. La historia de Jesús no se pierde en la
niebla, podemos aproximarnos a ella siguiendo las indicaciones que nos proporcionan los
textos con ayuda de la crítica. Pero habrá que afrontar un misterio: el de la revelación y el
del Dios hecho hombre.
Nos hemos formado en una cultura “cientificista” y técnica según la cual sólo es verdadero
lo que entra en el campo de la ciencia experimental. Ha nacido un mundo arropado por
todo género de seguridades, en que se espera muy poco de Dios, y en ese mundo Dios no
multiplica sus milagros. Por esta razón muchos hacen el siguiente razonamiento: si ahora
no puedo ver hechos parecidos a los que relata el evangelio, ¿cómo creer que han
sucedido en otro lugar? Todo sería diferente si formaran parte de una Iglesia ferviente,
cuyos miembros son lo bastante pobres como para sentir necesidad de Dios, lo
suficientemente sencillos para no vivir como ciegos ante él.
Si participamos en la vida de una comunidad cristiana, la experiencia confirmará todo lo
que dicen los libros sagrados. Pero si no cumplimos las condiciones que permiten “ver a
Dios”, nos sentiremos muy molestos hasta que no logremos reducir los testimonios del
evangelio según la medida de lo que para nosotros es razonable. Su testimonio sobre el
Dios hecho hombre, un Dios que resucita a los muertos, nos resultará insoportable.
Así pues, sólo a partir de una experiencia de fe se puede entrar en el Nuevo Testamento, y
se comprende y juzga cuando la historia o la crítica nos obligan a abordar dificultades o
dudas. Y es a partir de la fe y con fe que se debe hacer su lectura. No todo tiene la misma
importancia, ni todos los días se encuentran respuestas, pero lo cierto es que el creyente
descubre la lógica interna de la obra. Aunque el conjunto de los Evangelios y de las Cartas
nos pueda parecer heteróclito, acabaremos reconociendo que los 27 libros forman un solo
monumento.
NUEVO TESTAMENTO
La palabra testamento viene de testamentum, palabra con la cual los escritores
eclesiásticos latinos traducían el griego diatheke. Con los autores profanos este último
término siempre significa, excepto quizás un pasaje de Aristófanes, la disposición legal de
sus bienes que hace una persona para después de su muerte. Sin embargo, en tiempos
primitivos, los traductores alejandrinos de la Escritura, conocidos como los Setenta,
empleaban la palabra como equivalente del hebreo berith, la cual significa un pacto, una
alianza, más específicamente la alianza de Yahveh con Israel. En San Pablo (1 Cor. 11,25)
Jesucristo usa las palabras “nuevo testamento” con el significado de alianza establecida
por Él mismo entre Dios y el mundo, y ésta es llamada “nueva” como opuesta a aquella en
que Moisés era el mediador. Más tarde, el nombre de testamento se le dio a la colección
de textos sagrados que contenían la historia y la doctrina de las dos alianzas, aquí de
nuevo y por la misma razón nos hallamos con la distinción entre el Antiguo y el Nuevo
Testamento. Con este significado la expresión Antiguo Testamento (he palaia diatheke) se
halla por primera vez en San Melitón de Sardes, hacia el año 170. Hay razones para pensar
que en esa fecha la correspondiente palabra “testamentum” ya se usaba entre los latinos.
De cualquier modo era común en tiempos de Tertuliano.

Descripción
El Nuevo Testamento, según lo aceptan las Iglesias cristianas, se compone de veintisiete
libros diferentes atribuidos a ocho autores diferentes, seis de los cuales se cuentan entre
los apóstoles (Mateo, Juan, Pablo, Santiago, Pedro, Judas) y dos entre sus discípulos
inmediatos (Marcos, Lucas). Si consideramos sólo el contenido y forma literaria de estos
escritos, pueden ser divididos en libros históricos (Evangelios y Hechos), libros didácticos
(epístolas) y libro profético (Apocalipsis). Antes que se comenzara a usar el nombre del
Nuevo Testamento, los escritores de la segunda parte del siglo II decían “Evangelio y
escritos apostólicos” o simplemente “el Evangelio y el apóstol”, queriendo decir, el
apóstol San Pablo. Los Evangelios se subdividen en dos grupos: aquéllos comúnmente
llamados sinópticos (Mateo, Marcos, Lucas), porque sus narrativas son paralelas, y el
cuarto Evangelio (el de San Juan), el cual hasta cierto punto completa a los primeros tres.
Todos se relacionan con la vida y enseñanzas personales de Jesucristo.

Los Hechos de los Apóstoles, como indica suficientemente su título, trata sobre las
predicaciones y obras de los apóstoles. Narra la fundación de las Iglesias de Palestina y
Siria solamente; en él se menciona a Pedro, Juan, Santiago, Pablo y Bernabé; luego, el
autor dedica dieciséis capítulos de veintiocho a las misiones de San Pablo a los greco-
romanos. Hay trece epístolas de San Pablo, y quizás catorce, si, con el Concilio de Trento,
lo consideramos autor de la Epístola a los Hebreos. Con la excepción de esta última, ellas
son dirigidas a iglesias particulares (Romanos, 1 y 2 Corintios, Gálatas, Efesios, Filipenses,
Colosenses, 1 y 2 Tesalonicenses) o a individuos (1 y 2 Timoteo; Tito; Filemón). Las siete
epístolas siguientes (Santiago, 1 y 2 Pedro, 1, 2 y 3 Juan; Judas) son llamadas “católicas”
porque la mayoría de ellas son dirigidas a los fieles en general. El Apocalipsis, dirigido a las
siete Iglesias de Asia Menor (Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y
Laodicea) parece de algún modo una carta colectiva. Contiene la visión que Juan tuvo en
Patmos respecto al estado interior de las antedichas comunidades, la lucha de la Iglesia
con la Roma pagana, y el destino final de la nueva Jerusalén.

Origen
El Nuevo Testamento no fue escrito todo de una vez. Los libros que lo componen
aparecieron uno tras otro en un período de cincuenta años, es decir, en la segunda mitad
del siglo I. Escritos en países distantes y diferentes y dirigidos a Iglesias particulares, se
tomaron algún tiempo en difundirse a través de toda la cristiandad, y mucho más tiempo
para ser aceptados. La unificación del canon se logró con mucha controversia (vea Canon
de las Sagradas Escrituras). Aun así se puede decir que desde el siglo III, o quizás antes, ya
se conocía en todas partes la existencia de todos los libros que hoy forman el Nuevo
Testamento, aunque todos no eran universalmente aceptados, por lo menos como
ciertamente canónicos. Sin embargo, en Occidente existía uniformidad desde el siglo IV.
Oriente tuvo que esperar al siglo VII para ver un fin a todas las dudas sobre el asunto. En
los primeros tiempos los asuntos de canonicidad y autenticidad no se discutían separada e
independientemente una de otra, siendo la última aducida como razón para la primera;
pero en el siglo IV, se sostuvo la canonicidad, especialmente San Jerónimo, debido a la
prescripción eclesiástica y, por el hecho, la autenticidad de los libros disputados se volvió
de menor importancia. Tenemos que llegar al siglo XVI para oír repetirse el asunto de si la
Epístola a los Hebreos fue escrita por San Pablo, o si las epístolas llamadas “católicas”
fueron en realidad compuestas por los apóstoles cuyos nombres llevan. Algunos
humanistas como Erasmo y el cardenal Cayetano, revisaron las objeciones mencionadas
por San Jerónimo, y las cuales están basadas en el estilo de dichos escritos. Martín Lutero
añadió a esto la inadmisibilidad de la doctrina en cuanto a la Epístola de Santiago. Sin
embargo, fueron prácticamente los luteranos quienes trataron de disminuir el Canon
tradicional, el cual el Concilio de Trento definiría en 1546.

Estuvo reservado a tiempos modernos, especialmente en el siglo XIX, disputar y negar la


verdad de la opinión recibida desde antiguo respecto al origen de los libros del Nuevo
Testamento. Esta duda y la negación respecto a los autores tuvieron su causa primaria en
la incredulidad religiosa del siglo XVIII. Estos testigos de la verdad de una religión ya no
creída eran inconvenientes, si era cierto que habían visto y oído lo que narraban. Al
analizarlos, se necesitó poco tiempo para hallar indicaciones de un origen posterior. Las
conclusiones de la escuela Tübingen, que trajo al siglo II las composiciones de todo el
Nuevo Testamento excepto cuatro Epístolas de San Pablo (Romanos, Gálatas y 1 y 2
Corintios), fueron muy comunes en el siglo XIX en los círculos críticos (vea Dict. Apolog. de
la foi catholique, I, 771-6). Cuando la crisis de la incredulidad hubo pasado, el problema
del Nuevo Testamento comenzó a examinarse con más calma, y especialmente, más
metódicamente.

De los estudios críticos de los pasados dos siglos se puede concluir lo siguiente, que es
ahora en sus perfiles generales aceptado por todos: fue un error atribuir el origen de la
literatura cristiana a una fecha posterior; estos textos, en conjunto, se remontan a la
segunda mitad del siglo I, en consecuencia son obra de una generación que contó con un
buen número de testigos directos de la vida de Jesucristo. De etapa en etapa, de Strauss a
Renán, de Renán a Reuss, Weizsäcker, Holtzmann, Jülicher, Weiss, y de éstos a Zahn,
Harnack, el criticismo sólo ha vuelto sobre sus pasos por la distancia que había recorrido
tan irreflexivamente bajo la guía de Christian Baur. Hoy día se acepta que los primeros
Evangelios fueron escritos alrededor del año 70. Apenas se puede decir que los Hechos
sean posteriores; incluso Harnack piensa que fueron compuestos cerca del año 60 en lugar
del 70. Las epístolas de San Pablo quedan fuera de toda disputa, excepto la de los Efesios y
la de los Hebreos, y las epístolas pastorales, sobre las cuales todavía existe duda. Del
mismo modo hay muchos que impugnan las Epístolas Católicas; pero incluso si la Segunda
Epístola de Pedro se retrasa hasta cerca del año 120 ó 130, muchos sitúan la Epístola de
Santiago en el mismo comienzo de la literatura cristiana, entre los años 40 y 50, las
primeras epístolas de San Pablo alrededor del 52 hasta el 58.

Al presente el embate de la lucha se centra alrededor de los escritos de San Juan (el
cuarto Evangelio, las tres epístolas de Juan y el Apocalipsis). ¿Fueron estos textos escritos
por el apóstol Juan, hijo de Zebedeo, o por Juan el presbítero de Éfeso que menciona San
Papías? No hay nada que nos obligue a endosar las conclusiones de los críticos radicales
sobre este asunto. Por el contrario, el testimonio sólido de la tradición le atribuye estos
escritos al apóstol San Juan, ni se debilita del todo por criterios internos, siempre que no
perdamos de vista el carácter del cuarto Evangelio---llamado por Clemente de Alejandría
“un evangelio espiritual”, al compararlo con los otros tres, a los que llamó “corporales”.
Teológicamente debemos tomar en cuenta algunos documentos eclesiásticos modernos
(Decreto “Lamentabili”, prop. 17, 18 y la respuesta de la Comisión Romana para Asuntos
Bíblicos, 29 de mayo de 1907). Estas decisiones apoyan el origen juanino y apostólico del
cuarto Evangelio. Sean cuales fueren los puntos de estas controversias, un católico debe
estar, y eso en virtud de sus principios, en circunstancias excepcionalmente favorables por
aceptar las justas exigencias del criticismo. Si se estableciese que 2 Pedro pertenece a una
clase de literatura común en ese entonces, a saber, el pseudo epígrafe, su canonicidad no
se comprometerá debido a eso. La inspiración y la autenticidad son distintas e incluso
separables, cuando no hay una cuestión dogmática envuelta en su unión.

El asunto del origen del Nuevo Testamento envuelve todavía otro problema literario,
especialmente respecto a los Evangelios. ¿Son estos escritos independientes unos de
otros? Si uno de los evangelistas utilizó la obra de sus predecesores, ¿cómo supondremos
que sucedió? ¿Fue Mateo que usó el de Marcos o viceversa? Luego de treinta años de
estudio constante, la pregunta ha sido contestada sólo por conjeturas. Entre éstas se debe
incluir la teoría documental misma, incluso en la forma en que se admite actualmente, la
de las “dos fuentes”. El punto de partida de esta teoría, es decir la prioridad de Marcos y
el uso que Mateo y Lucas hicieron de él, aunque se ha convertido en un dogma en el
criticismo, para muchos se puede decir que no es más que una hipótesis. Por muy
desconcertante que sea, no es menos cierto. Ninguna de las soluciones propuestas ha sido
aprobada por todos los estudiosos que son realmente competentes en la materia, porque
todas estas soluciones, mientras que resuelven algunas de las dificultades, dejan casi otras
tantas irresolutas. Si nos damos por satisfechos con hipótesis, por lo menos debemos
preferir la más satisfactoria. El análisis del texto parece concordar bastante bien con la
hipótesis de las dos fuentes---Marcos y Q (es decir, Quelle, el documento no de Marcos);
pero un crítico conservador lo adoptará sólo hasta donde no sea incompatible con la
información de la tradición respecto al origen de los Evangelios como ciertos o dignos de
respeto.

Esta información puede ser resumida como sigue:

Los Evangelios son realmente obra de aquéllos a quienes se les ha atribuido siempre,
aunque esta adscripción pueda quizás ser explicada por una autoría más o menos
mediata. Así, el apóstol San Mateo, al escribir en arameo, no tradujo al griego él mismo el
Evangelio canónico que nos ha llegado bajo su nombre. Sin embargo, el hecho de que se le
considere el autor de este Evangelio necesariamente supone que entre el texto original
arameo y el texto griego hay, por lo menos, una conformidad substancial. El texto original
de San Mateo ciertamente es anterior a la ruina de Jerusalén, incluso hay razones para
datarlo antes que las epístolas de San Pablo y por consiguiente cerca del año 50. No
sabemos nada definido sobre la fecha en que fue traducido al griego.
Todo parece indicar que la fecha de composición de San Marcos fue cerca de la muerte de
San Pedro, o sea, entre 60 y 70.
San Lucas nos dice claramente que antes que él “muchos intentaron narrar
ordenadamente” el Evangelio. ¿Cuál fue entonces la fecha de su propia obra? Cerca del
año 70. Se debe recordar que no debemos esperar de los antepasados la precisión de
nuestra cronología moderna.
Los escritos de Juan pertenecen al final del siglo I, desde el año 90 al 100
(aproximadamente); excepto quizás el Apocalipsis, que algunos críticos modernos sitúan
alrededor del final del reinado de Nerón, 68 d.C. (Vea Evangelios).
Transmisión del Texto
Ningún libro de los tiempos antiguos nos ha llegado exactamente como salió de las manos
de su autor---todos han sido alterados de una u otra forma. Las condiciones materiales
bajo las cuales se difundió un libro antes de la invención de la imprenta (1440), el poco
cuidado de los copistas, correctores y glosadores para el texto, tan diferente al deseo de
precisión actual, explica bastante las divergencias que encontramos entre los varios
manuscritos de la misma obra. A estas causas se debe añadir, respecto a las Escrituras, las
dificultades exegéticas y las controversias dogmáticas. Para eximir a los escritos sagrados
de las condiciones ordinarias habría sido necesaria una providencia muy especial, y no ha
sido la voluntad de Dios ejercer dicha providencia. En los testimonios más antiguos se han
hallado más de 150,000 diferentes variantes al texto del Nuevo Testamento---el cual es en
sí mismo una prueba de que las Escrituras no son el único, ni el principal, medio de
revelación. En el orden concreto de la presente economía Dios sólo tuvo que prevenir las
alteraciones de los textos sagrados que pondrían a la Iglesia en la necesidad moral de
anunciar con certeza como palabra de Dios lo que en realidad era una declaración
humana. Sin embargo, digamos desde el principio, que el contenido substancial del texto
sagrado no ha sido alterado, a pesar de la incertidumbre que se cierne sobre algunos
pasajes dogmáticos o históricos más o menos largos o importantes. Además---y esto es
muy importante---estas alteraciones no son irremediables; por lo menos a menudo
podemos, al estudiar las variantes en los textos, eliminar las interpretaciones defectuosas
y así reestablecer el texto primitivo. Este es el objeto del criticismo textual.
Breve Historia del Criticismo Textual
Los escritores antiguos estaban conscientes de las variantes en el texto y en las versiones
del Nuevo Testamento; Orígenes, San Jerónimo y San Agustín particularmente insistían en
este estado de cosas. En todas las épocas y en diferentes lugares se hicieron esfuerzos
para remediar el mal; en África en tiempos de San Cipriano de Cartago (250); en Oriente,
por medio de las obras de Orígenes (200-54); luego por las de San Luciano de Antioquía y
Hesiquio de Alejandría, a principios del siglo IV. Luego (383) San Jerónimo revisó la versión
latina con la ayuda de lo que consideró las mejores copias del texto griego. Entre 400-450
Rábulas de Edesa hizo lo mismo con la versión siríaca. En el siglo XIII las universidades, los
dominicos y los franciscanos emprendieron la corrección del texto latino. En el siglo XV la
imprenta aminoró, aunque no suprimió completamente, la diversidad de interpretaciones,
porque publicó el mismo tipo de texto, es decir, el que los helenistas del Renacimiento
obtuvo de los eruditos bizantinos, que vinieron en números de Italia, Alemania y Francia
después de la captura de Constantinopla. Después que Erasmo, Robert Estienne y Teodoro
de Beze revisaron dicho texto, finalmente, en 1633, surgió la edición elzeviriana, que
llevaría el nombre de “texto recibido”. Permaneció como el texto ne varietur del Nuevo
Testamento para los protestantes hasta el siglo XIX. La Sociedad Bíblica Inglesa y
Extranjera continuó publicándola hasta 1904. Todas las versiones protestantes oficiales
dependían de este texto de origen bizantino hasta la revisión de la Versión Autorizada de
la Iglesia Anglicana, la cual se efectuó en 1881.

Los católicos por su parte siguieron la edición oficial de la Vulgata Latina (que es en
substancia la versión revisada de San Jerónimo), publicada en 1592 por orden del Papa
Clemente VIII, y debido a esto se llamó la Biblia Clementina. Así se puede decir que
durante por lo menos dos siglos en Occidente el Nuevo Testamento se leyó en dos formas
diferentes. ¿Cuál de las dos era la más exacta? Según se descubrían y editaban los
antiguos manuscritos del texto, los críticos señalaban y registraban las diferencias
presentadas en estos manuscritos, y también las divergencias entre ellos y el texto griego
comúnmente admitido, así como la Vulgata Latina. Había comenzado el trabajo de
comparación y criticismo más urgente, y por casi dos siglos muchos eruditos lo han
realizado con diligencia y método. Entre éstos merecen mención especial: Mill (1707),
Bentley (1720), Bengel (1734), Wetstein (1751), Semler (1765), Griesbach (1774), Hug
(1809), Scholz (1830), ambos católicos, Lachmann (1842), Tregelles (1857), Tischendorf
(1869), Westcott y Hort, Abbé Martin (1883), y en el siglo XX B. Weiss, H. Von Soden, R.C.
Gregory.

Recursos del Criticismo Textual


Nunca fue tan fácil como al presente el ver, consultar y controlar los más antiguos
documentos del Nuevo Testamento. Reunidos de todas partes, se hallan en las bibliotecas
de nuestras grandes ciudades (Roma, París, Londres, San Petersburgo, Cambridge, etc.)
donde pueden ser vistos y consultados por todos. Estos documentos son los manuscritos
del texto griego, las versiones antiguas y las obras de eclesiásticos y otros escritores que
han citado el Nuevo Testamento. Esta colección de documentos, que aumenta en número
diariamente, ha sido llamada el apparatus criticus. Para facilitar el uso de los códices del
texto y versiones han sido clasificados y denominados por medio de letras de los alfabetos
hebreo, griego y latino. Von Soden introdujo otra notación, que consiste esencialmente en
la distribución de todos los manuscritos en tres grupos designados respectivamente con
las tres letras griegas d (es decir, diatheke, los manuscritos que contienen los Evangelios y
algo más), e (es decir, euaggelia, los manuscritos que contienen los Evangelios solamente),
y a (es decir, apostolos, los manuscritos que contienen los Hechos y las Epístolas. En cada
serie los manuscritos se numeran según su edad.

(1) Manuscritos del Texto: Ya se han catalogado y estudiado parcialmente más de 4,000,
de los cuales sólo pocos contienen el Nuevo Testamento. Veinte de estos textos son
anteriores al siglo VIII, doce son del siglo VI, cinco del V y dos del IV. Debido a la cantidad y
antigüedad de estos documentos el texto del Nuevo Testamento se establece mejor que
el de nuestros clásicos griegos y latinos, excepto Virgilio, el cual, desde un punto de vista
crítico, está casi en las mismas condiciones. Los más famosos de esos manuscritos son:

B: Códice Vaticano d 1, Roma, siglo IV;


Códice Sinaítico d 2, San Petersburgo, siglo IV;
C: Códice Efrén Rescripto, d 3, París, siglo V;
A Códice Alejandrino, d 4, Londres, siglo V;
D Cantabrigiense (o Códice Bezae) d 5, Cambridge, siglo VI;
D 2, Claromontano, a 1026, París, siglo VI;
Laurensis, d 6, Monte Athos, siglos VIII-IX;
E Basilcense, e 55, Bâle, siglo VIII.
A estas copias del texto en pergaminos se debe añadir una docena de fragmentos en
papiro encontrados en Egipto, muchos de los cuales datan del siglo IV, e incluso del III.
(2) Versiones Antiguas: Muchas se derivan de los textos originales previos a los
manuscritos griegos más antiguos. Estas versiones son, siguiendo el orden de edad, latina,
siríaca, egipcia, Armenia, etíope y georgiana. Las primeras tres, especialmente las latina y
siríaca, son de la mayor importancia.

(a) Versión Latina: Hasta cerca de fines del siglo IV, estaba difundida en Occidente (África
Proconsular, Roma, norte de Italia, y especialmente en Milán, en Galia y en España) en
formas levemente diferentes. La más conocida de éstas es la de San Agustín llamada la
“Itala”, cuyas fuentes se remontan tan lejos como el siglo II. En 383 San Jerónimo revisó el
tipo itálico con los manuscritos griegos, los mejores de los cuales no diferían mucho del
texto representado por el Vaticano y el Sinaítico. Fue esta revisión, alterada aquí y allá por
variantes de la versión latina primitiva y otras variantes más recientes, que prevaleció en
Occidente desde el siglo VI bajo el nombre de Vulgata.

(b) Versión Siríaca: El Diatessaron de Tatiano (s. II) representa tres tipos primitivos: el
palimpset de Sinaí, llamado el códice Lewis por el nombre de la dama que lo halló (siglo III,
quizás de fines del II) y el Códice de Cureton (siglo III). La versión siríaca de esta época
primitiva que todavía sobrevive contiene sólo los Evangelios. Más tarde, en el siglo V, fue
revisada con el texto griego. La más difundida de estas revisiones, la cual se convirtió en la
versión oficial, es la llamada “Pesittâ” (Peshitto, simple, Vulgata); las otras son llamadas
filoxenas (siglo VI), heracleanas (siglo VII) y siro-palestina (siglo VI).

(c) Versión Egipcia: El tipo mejor conocido es el llamado Boharico (usado en el Delta
desde Alejandría a Menfis) y también cóptico por el nombre genérico copto, el cual es una
corrupción del griego aiguptos egipcio. Es la versión del Bajo Egipto y data del siglo V. Un
mayor interés se le aplica a la versión del Alto Egipto, llamada la Sahidica, o tebana, la cual
es una obra del siglo III, quizás incluso del II. Desafortunadamente lo que se conoce hasta
ahora está incompleto.

Estas versiones antiguas son consideradas testigos firmes y precisos del texto griego de los
tres primeros siglos sólo cuando tenemos ediciones críticas de ellas; pues ellas mismas
están representadas por copias que difieren entre sí. El trabajo ya se comenzó y está
bastante adelantado. La versión latina primitiva ya había sido reconstruida por el
benedictino D. Sabatier (“Bibliorum Sacorum latinæ versiones antiquæ seu Vetus Italica”,
Reims, 1743, 3 vols.); el trabajo fue emprendido nuevamente y completado en la
colección en inglés “Textos Bíblicos Latinos Antiguos” (1883-1911). La edición crítica de la
Vulgata Latina publicada en Oxford por los anglicanos Wordsworth y White, desde 1889 a
1905, da los Evangelios y los Hechos. En 1907 los benedictinos recibieron del Papa San Pío
X la comisión de preparar una edición crítica de la Biblia Latina de San Jerónimo (Antiguo y
Nuevo Testamento). Conocemos el “Diatessaron” de Tatiano por la versión arábiga
editada en 1888 por Mgr. Ciasea, y por la versión armenia del comentario de San Efrén
(que se halla en el siríaco de Tatiano) traducido al latín en 1876 por los mequitaristas
Auchar y Moesinger. Las publicaciones de H. Von Soden han contribuido a dar a conocer
mejor la obra de Tatiano. La señora A. S. Lewis ha publicado una edición comparativa del
“palimpset” siríaco de Sinaí (1910); F. C. Burkitt ya había hecho esto para el códice
Cureton en 1904. También existe una edición crítica del Peshitto por G. H. Gwilliam (1901).
En cuanto a las versiones egipcias de los Evangelios, la edición de G. Horner (1901-1922, 5
vols.) las ha puesto a la disposición de todos los que leen el cóptico y el sahídico. La
traducción al inglés que los acompaña está destinada a un círculo de lectores más amplio.

(3) Citas de Autores Eclesiásticos: El texto completo del Nuevo Testamento puede ser
constituido poniendo juntas todas las citas de los Padres. Sería particularmente fácil para
los Evangelios y las importantes epístolas de San Pablo. Desde un punto de vista
puramente crítico, el texto de los Padres de los tres primeros siglos es particularmente
importante, esepcialmente San Ireneo, San Justino, Orígenes, Clemente de Alejandría,
Tertuliano, San Cipriano de Cartago y especialmente sobre Efrén, San Cirilo de Alejandría,
San Juan Crisóstomo, San Jerónimo y San Agustín de Hipona. Aquí de nuevo el crítico debe
tomar un paso preliminar. Antes de pronunciar que un Padre leyó y citó el Nuevo
Testamento en éste u otro modo, debemos primero estar seguros de que el texto como
está en su forma presente no había sido armonizado con la variante comúnmente
aceptada en el tiempo y país donde fueron editadas (en imprenta o manuscrito) las obras
de dicho Padre. Las ediciones de Berlín para los Padres griegos y la de Viena para los
Padres Latinos, y especialmente las monografías sobre las citas del Nuevo Testamento en
los Padres Apostólicos (Sociedad de Oxford para la Teología Histórica, 1905), en San
Justino (Bousset, 1891), en Tertuliano (Ronsch, 1871), en Clemente de Alejandría
(Barnard, 1899), en San Cipriano (von Sodon, 1909), en Orígenes (Hautsch, 1909), en San
Efrén (Burkett, 1901), in Marción (Zahn, 1890), son una ayuda valiosa en este trabajo.

Método Utilizado
(1) Primero se anotaron las diferentes interpretaciones que atestiguaban por la misma
palabra, luego fueron clasificadas según sus causas: variantes involuntarias, lapsus,
homoioteleuton, itacismus, scriptio continua, variantes voluntarias, armonización de los
textos, exegesis, controversias dogmáticas, adaptaciones litúrgicas. Esto sin embargo fue
una acumulación de materia para discusiones críticas.
(2) Al principio, el proceso empleado fue el llamado examen individual. Este consiste en
examinar cada caso en sí mismo, y casi siempre tuvo como resultado que la interpretación
hallada en la mayoría de los documentos era considerada la correcta. En unos pocos
casos, sólo la gran antigüedad de ciertas variantes prevaleció sobre la superioridad
numérica. Aun así un testigo puede estar más correcto que cientos otros, quienes a
menudo dependen de fuentes comunes. Aun el texto más antiguo que tenemos, si no es
el original, puede estar corrupto, o derivarse de una reproducción infiel. Para evitar estas
ocasiones de error hasta donde fuera posible, los críticos daban preferencia a la calidad en
vez de al número de documentos. Las garantías de fidelidad de una copia se conocen por
la historia de los intermediarios que la conectan con el original, esto es, por su genealogía.
El proceso genealógico fue puesto en boga especialmente por dos grandes eruditos de
Cambridge, Westcott y Hort. Al dividir los textos, versiones y citas patrísticas por familias,
llegaron a las siguientes conclusiones:

(a) Los documentos del Nuevo Testamento se agrupan en tres familias que pueden ser
llamadas alejandrina, siríaca y occidental. Ninguna de éstas está libre de alteraciones.
El texto llamado occidental, mejor representado por D, es el más alterado aunque se había
propagado ampliamente en los siglos II y III, no sólo en Occidente (versión latina primitiva,
San Ireneo, San Hipólito, Tertuliano, San Cipriano de Cartago) sino también en Oriente
(versión siríaca primitiva, Tatiano, e incluso Clemente de Alejandría). Sin embargo,
hallamos en él cierto número de interpretaciones originales que se han preservado sólo
en él.
El texto alejandrino es el mejor, éste era el texto admitido en Egipto y, hasta cierto grado,
en Palestina. Se halla en C, aunque adulterado (por lo menos en cuanto a los Evangelios).
Es más puro en la versión “bohaïric” y en San Cirilo de Alejandría. El texto alejandrino
actual, sin embargo, no es primitivo. Parece ser un sub-tipo derivado de un texto más
antiguo y mejor preservado que aparece casi puro en B y N. Es el texto que Westcott y
Hort llaman neutral, porque se ha conservado, no absolutamente, pero mucho más que
los otros, libre de influencias deformantes que han creado sistemáticamente los
diferentes tipos de texto. Orígenes da testimonio del texto neutral que es superior a todos
los otros, aunque no perfecto. Antes de él no tenemos testimonio positivo, sino analogías
históricas y especialmente la información del criticismo interno muestra que debe ser
primitivo.
Entre el texto occidental y el alejandrino está el siríaco, que fue el usado en Antioquia de
Capadocia y en Constantinopla en tiempos de San Juan Crisóstomo. Es el resultado de una
“confluencia” metódica del texto occidental con el admitido en Egipto y Palestina hacia
mediados del siglo III. El texto siríaco debió haber sido editado entre los años 250 y 350.
Este tipo no tiene valor para la reconstrucción del texto original, pues todas las
interpretaciones que le son peculiares son simplemente alteraciones. En cuanto a los
Evangelios, el texto siríaco se halla en A y E, F, G, H, K, y también en la mayoría de los
manuscritos Peschitto, versión Armenia y especialmente en San Juan Crisóstomo. El “texto
admitido” es el descendiente moderno de este texto siríaco.
(b) La Vulgata Latina no puede ser clasificada en ninguno de estos grupos. Evidentemente
depende de un texto ecléctico. San Jerónimo revisó un texto occidental con un texto
neutral y otro no determinado todavía. Fue contaminado completo, antes o después de él,
por el texto siríaco. Lo que sí es cierto es que su revisión trajo a la versión latina
perceptiblemente más cerca de un texto neutral, que es decir a lo mejor. En cuanto al
texto admitido que fue compilado sin ningún método realmente científico, debe ser
puesto aparte completamente. Difiere en cerca de 8,000 lugares del texto encontrado en
el Códice Vaticano, que es el mejor texto conocido.

(c) No debemos confundir un texto admitido con el texto tradicional. Un texto admitido es
un tipo determinado de texto usado en algún lugar en particular, pero nunca aceptado
generalmente en toda la Iglesia. El texto tradicional es el que tiene a su favor el testimonio
constante de la tradición cristiana completa. Considerando la substancia del texto, se
puede decir que toda Iglesia tiene el texto tradicional, pues ninguna Iglesia fue alguna vez
privada de la substancia de la Escritura (hasta donde haya preservado la integridad del
Canon); pero, en cuanto al criticismo textual cuyo objeto es recuperar la ipsissima verba
del original, no hay ningún texto existente que pueda ser llamado correctamente
“tradicional”. El texto original está todavía por ser establecido, y eso es lo que las
ediciones llamadas críticas han estado tratando de efectuar por los pasados siglos.

(d) Después de más de dos siglos de trabajo, ¿hay todavía interpretaciones dudosas?
Según Westcott y Hort siete octavos del texto, esto es 7,000 de 8,000 versículos, se
pueden considerar definitivamente establecidos. Aun más, las discusiones críticas incluso
ahora pueden resolver la mayoría de los casos disputados, de modo que no existan dudas
excepto respecto a cerca de un sexto del contenido del Nuevo Testamento. Quizás incluso
no excede de doce el número de pasajes cuya autenticidad no ha tenido una
demostración crítica suficiente, por lo menos en cuanto a alteraciones substanciales. Sin
embargo, no debemos olvidar que los críticos de Cambridge no incluyen en estos cálculos
ciertos pasajes más largos considerados por ellos como no auténticos, es decir, el final de
San Marcos (16,9-20) y el episodio de la mujer adúltera ([[Evangelio de Juan|Juan 8,1-11).

(3) Estas conclusiones de los editores del texto de Cambridge han sido generalmente
aceptadas por la mayoría de los estudiosos. Los que escribieron desde ellos, en el siglo
XIX, B. Weiss, H. Von Soden, R. C. Gregory, ciertamente han propuesto diferentes
clasificaciones; pero en realidad apenas difieren en sus conclusiones; sólo en dos puntos
difieren de Westcott y Hort. Según ellos, estos dos últimos han dado demasiada
importancia al texto del Códice Vaticano y no suficiente al llamado Occidental. En cuanto a
este último, descubrimientos modernos lo han dado a conocer mejor y muestran que no
debe ser menospreciado.

Contenido del Nuevo Testamento


El Nuevo Testamento es la principal y casi única fuente de la historia primitiva del
cristianismo en el siglo I. Todas las “Vidas de Jesucristo” han sido compuestas a partir de
los Evangelios. La historia de los apóstoles, según narrada por Renan, Farrar, Fouard,
Weizsäcker y Le Camus, está basada en los Hechos de los Apóstoles y las epístolas. Las
“Teologías del Nuevo Testamento”, de las cuales se han escrito tantas, son [prueba]] de
que con textos canónicos podemos construir un sistema doctrinal compacto y bastante
completo. ¿Pero cuál es el valor de estas síntesis y narraciones? ¿Hasta qué punto nos
ponen en contacto con los hechos reales? Es el asunto del valor histórico del Nuevo
Testamento lo que todavía preocupa al alto criticismo.

Historia
Todos concuerdan que los primeros tres Evangelios (Sinópticos) reflejan las creencias
comunes respecto a Jesucristo y su obra durante el último cuarto del siglo I, es decir, a una
distancia de cuarenta o cincuenta años de los eventos. Pocos de los primeros
historiadores estaban en tan favorables condiciones. Las biografías de los césares
(Suetonio y Tácito) no estaban en mejor posición de obtener información exacta. Además,
todos están forzados a admitir que en las epístolas de San Pablo entramos en contacto
inmediato con la mente del más influyente propagador del cristianismo, y a un cuarto de
siglo desde la Ascensión. La fe de los apóstoles representa la forma de pensamiento
cristiano más victoriosa y más difundida en el mundo greco-romano. Los escritos de San
Juan nos introducen a los problemas de la Iglesia después de la caída de la sinagoga y del
primer encuentro del cristianismo con la violencia de la Roma pagana; su Evangelio
expresa, por decir lo menos, la actitud cristiana hacia Cristo en esa época. Los Hechos nos
informan, de todos modos, lo que se pensaba en Siria y Palestina hacia el año 65 de la
fundación de la Iglesia; presentan ante nuestros ojos el diario de un viajero que nos
permite seguir a San Pablo día a día durante los diez años de sus misiones.

¿Debe nuestro conocimiento terminar aquí? ¿Pertenecen los primeros monumentos de la


literatura cristiana a la clase de escritos llamados “memorias”, y revelan sólo las
impresiones y juicios de sus autores? Ni un solo crítico (los que son estimados como tales)
se han atrevido a menospreciar el valor histórico del Nuevo Testamento tomado en su
totalidad. Los antiguos ni siquiera esbozaban la pregunta, tan evidente les resultaba que
estos textos narraban fielmente la historia del cristianismo primitivo. Lo que hizo surgir la
desconfianza de los críticos modernos fue el caprichoso descubrimiento de que estos
escritos aunque sinceros eran muy parcializados. Compuestos, como se decía, por
creyentes y para creyentes o, de todos modos, a favor de la fe, ellos se inclinan mucho
más a hacer creíble la vida y enseñanzas de Jesús en lugar de un simple relato de lo que Él
hizo o predicó. Y entonces ellos dicen que estos textos contienen contradicciones
irreconciliables que atestiguan de la incertidumbre y variedad en la tradición expuesta por
ellos en diferentes etapas de su desarrollo.

(1) Todos están de acuerdo que los autores del Nuevo Testamento eran sinceros. ¿Fueron
ellos engañados? Si es así los escritos de la historia verdadera deberían aparentemente ser
abandonados por completo. Ellos estuvieron cerca de los eventos: todos testigos
presenciales o que dependían inmediatamente de testigos presenciales. En su opinión la
primera condición a ser concedida para “atestiguar” sobre la historia del Evangelio es
haber visto al Señor, especialmente al Señor resucitado (Hechos 1,21-22; 1 Cor. 9,11;
11,23; 1 Juan 1,1-4; Lc. 1-1-4). Estos testigos garantizan asuntos fáciles de observar y al
mismo tiempo de suprema importancia para sus lectores. Los últimos deben haber
controlado afirmaciones que reclaman imponer una obligación de fe y atendidos con
consecuencias prácticas considerables; tanto más puesto que este control era fácil, puesto
que los asuntos eran en asuntos que se habían realizado en público y no “en los rincones”,
como dice San Pablo (Hch. 26,26; cf. 2,22; 3,13-14). Además, ¿qué esperanza razonable
había para obtener libros aceptados que contenían una forma alterada de la tradición
familiar desde la enseñanza de las Iglesias por más de treinta años, y queridos con el
mismo afecto que se le tenía a Jesucristo en persona? Es en este sentimiento que
debemos buscar la razón final para la tenacidad de las tradiciones eclesiásticas.
Finalmente, estos textos se controlan entre sí. Escritos en diferentes circunstancias, con
preocupaciones variadas, ¿por qué la concordancia en substancia? Porque la historia sólo
conoce a un Cristo y un Evangelio; y esta historia está basada en el Nuevo Testamento, la
realidad objetiva sola explica este acuerdo.

Es cierto que estos mismos textos presentan un sinnúmero de diferencias en detalles,


pero la variedad y vaguedad a las cuales puede dar origen no debilita la estabilidad del
todo desde un punto de vista histórico. Además, esto es compatible con la inspiración e
inerrancia de la Sagrada Escritura, vea Inspiración de la Biblia. Las causas de estas
aparentes contradicciones han sido señaladas desde hace mucho tiempo; es decir,
narraciones fragmentadas de los mismos eventos abruptamente puestas lado a lado,
diferentes perspectivas del mismo objeto según uno tome una posición de frente o de
lado; diferentes expresiones que significan lo mismo; adaptación, no alteración, del
asunto-materia según las circunstancias que un rasgo trajo al relieve; documentos o
tradiciones que no concuerdan en todos los puntos, y los que sin embargo el autor
sagrado ha relatado, sin reclamar garantizarlos en todo o decidir el asunto de su
divergencia. Estos no son artificios o subterfugios inventados para excusar tanto como sea
posible a nuestros Evangelistas. Observaciones similares se le pueden hacer a los autores
profanos si se ganase algo con eso; por ejemplo tratar de armonizar a Tácito consigo
mismo en “Historiæ”, V, IV, Y V, IX. Pero Herodoto, Polibio, Tácito, Livy no narraron la
historia de un Dios que vino a la tierra a hacer que los hombres sometan toda su vida a su
Palabra. Es bajo la influencia del prejuicio naturalista que alguna gente fácilmente, y como
si fuese a priori, se oponen al testimonio de los autores bíblicos. ¿Acaso no han
demostrado los descubrimientos recientes que San Lucas es un historiador más preciso
que Flavio Josefo? Es cierto que los autores del Nuevo Testamento eran todos cristianos,
pero para ser sinceros, ¿debemos ser indiferentes hacia los hechos que relatamos? El
amor no necesariamente nos hace ciegos o mentirosos, por el contrario, nos puede
permitir penetrar más hondamente en el conocimiento de nuestros temas. En cualquier
caso, el odio expone al historiador a un peligro mayor de parcialidad; ¿y es posible estar
sin amor u odio hacia el cristianismo?

(2) Siendo estas las condiciones, si el Nuevo Testamento nos ha traído una historia
falsificada, la falsificación debe haber venido desde una fecha más temprana, y no debe
ser asignada ni a la insinceridad ni a la incompetencia de sus autores. Es de la tradición
cristiana primitiva de la que depende de la que se sospecha en sus fuentes vitales, como si
hubiese sido formada bajo la influencia de instintos religiosos, que la condenaron
irremediablemente a ser mística, legendaria o, de nuevo, idealista, como los simbolistas la
colocan. Lo que nos trasmitió no fue tanto las figuras históricas de Cristo (en la aceptación
moderna del término), sino su imagen profética. El Jesús del Nuevo Testamento se había
convertido en el que pudo o debió ser imaginado por alguien que veía en Él al Mesías. Es,
sin duda, por el dicho de Isaías, “He aquí que una doncella dará a luz”, que surge la
creencia en la concepción sobrenatural de Jesús---una creencia que es formulada
definitivamente en las narraciones de San Mateo y San Lucas. Tal es la explicación
corriente entre los no creyentes de hoy día, y entre el cada día creciente número de
protestantes liberales, notoriamente la de Harnack.

Reconocidamente o no, este modo de explicar la formación de la tradición evangélica ha


sido expuesto principalmente para explicar el elemento sobrenatural con el cual se
permea el Nuevo Testamento: a la objetividad de este elemento se le niega
reconocimiento por razones de orden filosófico, anteriores a cualquier criticismo del
texto. El punto de partida de esta explicación es meramente un prejuicio especulativo. A la
objeción de que las posiciones de Strauss eran insostenibles el día en que los críticos
comenzaron a admitir que el Nuevo Testamento era obra del siglo I, y por lo tanto, un
testigo que seguía cercanamente los eventos, Harnack contesta que veinte años e incluso
menos son suficientes para la formación de leyendas. En cuanto a la posibilidad abstracta
de que la formación de una leyenda que pueda ser, pero todavía queda por ser probado
que es posible que una leyenda se forme, aun más, que gane aceptación, en las mismas
condiciones concretas que la narrativa evangélica. ¿Cómo es que los apócrifos no lograron
abrirse paso en la poderosa corriente que llevó a los escritos canónicos a todas las Iglesias,
y lograron ser aceptados? ¿Por qué los más antiguos no fueron conocidos por nosotros no
compuestos hasta por lo menos un siglo después de los eventos?

Además, si la narrativa evangélica es realmente una creación exegética basada en las


profecías del Antiguo Testamento ¿cómo vamos a explicar que sea lo que es? No hay
referencia en él a los textos de los cuales la naturaleza mesiánica es patente y aceptada
por las escuelas judías. Es extraño que la “leyenda” de los Reyes Magos que vinieron de
Oriente a adorar al Niño Jesús llamados por una estrella haya dejado completamente
fuera la estrella de Jacob (Nm. 24,17) y el famoso pasaje de Isaías (60,6-8). Por otro lado,
se apela a textos en el que el mesianismo no es obvio, y que no parecen haber sido
interpretados comúnmente (por lo menos entonces) por los judíos del mismo modo que
por los cristianos. Ese es exactamente el caso con San Mateo (2,15-23 y quizás 1,23). Los
evangelistas representan a Jesús como el predicador popular, par excellence, el orador de
la multitud en pueblo y campo; nos lo muestran con el látigo en la mano, y ponen en su
boca palabras aun más punzantes dirigidas a los fariseos. Según San Juan (7,28.37; 12,44),
Él “gritó” incluso en el Templo de JerusalénTemplo. ¿Puede ese rasgo de su fisonomía ser
fácilmente explicado por Isaías 42,2, que había predicho del siervo de Yahveh: “No
vociferará ni alzará el tono, y no hará oír en la calle su voz”? De nuevo, “Serán vecinos el
lobo y el cordero… y en la hura de la víbora el recién destetado meterá la mano.” (Is. 11,6-
8) habría aportado material para un idilio encantador, pero los evangelistas han dejado
ese realismo a los apócrifos y a los milenaristas. ¿Cuál pasaje de los profetas o incluso del
apocalipsis judío inspiró a la primera generación de cristianos con la doctrina fundamental
del carácter transitorio de la Ley; y sobre todo, con la predicción de la destrucción de
Jerusalén y su Templo? Una vez se admite el paso inicial en esta teoría, uno es guiado
lógicamente a no dejar nada establecido en la narrativa evangélica, ni siquiera la
crucifixión de Jesús, ni su existencia misma. Salomón Reinach realmente pretende que la
historia de la Pasión es meramente un comentario sobre el salmo 22(21), mientras que
Arthur Drews niega la misma existencia de Jesucristo.
Otro factor que contribuyó a la alegada distorsión de la historia evangélica fue la
necesidad impuesta sobre el cristianismo primitivo de alterar, si iba a durar, la concepción
del Reino de Dios predicado por Jesús en persona. En sus labios, se dice, el Evangelio era
meramente un grito de “Sauve qui peut” dirigido al mundo, el cual Él creía que estaba
pronto a finalizar. Tal era también la persuasión de la primera generación cristiana. Pero
pronto se percibió que ellos tendrían que bregar con un mundo perecedero, y la
enseñanza del Maestro tenía que ser adaptada a la nueva condición de las cosas. Esta
adaptación no se logró sin mucha violencia, hecha, inconscientemente, es cierto, a la
realidad histórica, pues se sintió la necesidad de derivar del Evangelio todas las
instituciones eclesiásticas de fecha reciente. Tal es la explicación escatológica propagada
particularmente por J. Weiss, Schweitzer, Loisy; y recibida favorablemente por los
pragmáticos.

Es cierto que sólo fue más tarde que los discípulos entendieron el significado de ciertas
palabras y hechos de su Maestro. Pero tratar y explicar toda la historia evangélica con la
retrospección de la segunda generación cristiana es como tratar de balancear una
pirámide sobre su ápice. Realmente la hipótesis, en su aplicación general, implica un
estado de la mente difícil de reconciliar con la calma y serenidad que es fácilmente
admitida en los evangelistas y San Pablo. En cuanto al punto de partida de la teoría, es
decir, que Cristo fue víctima de una ilusión sobre la inminente destrucción del mundo, no
tiene base en el texto, incluso para los que consideran a Cristo un simple hombre, excepto
al distinguir dos clases de discursos (y eso sobre la fuerza de la teoría misma), los que se
remontan a Jesús mismo y los que se le han atribuido luego a Jesús; esto es lo que se
llama un círculo vicioso. Finalmente, es falso que la segunda generación cristiana estaba
imbuida de la idea de remontar todo, per fas et nefas---instituciones y doctrinas---a Jesús
en persona. La primera generación decidió por sí misma más de una vez asuntos de la
mayor importancia al referirse no a Jesús sino al Espíritu Santo y a la autoridad de los
apóstoles. Este fue especialmente el caso con la conferencia apostólica en Jerusalén (Hch.
15), en la cual se decidiría en cuáles observancias concretas el Evangelio reemplazaría a la
Ley. San Pablo distingue claramente las doctrinas o las instituciones que él promulga en
virtud de su autoridad apostólica, desde las enseñanzas que la tradición remontaba a
Cristo (1 Cor. 7,10.12.25).

Además se debe presumir que si la tradición cristiana había sido formada bajo la alegada
influencia, y eso, con tal libertad histórica, hubiera quedado menos contradicciones
aparentes. Son bien conocidos los esfuerzos hechos por los apologistas para armonizar los
textos del Nuevo Testamento. Si el apelativo “Hijo de Dios” señala una nueva actitud de la
conciencia cristiana hacia Jesucristo, ¿por qué la misma simplemente no ha sustituido la
de “Hijo del Hombre”? La supervivencia de esta última expresión en los Evangelios, muy
cercana en los mismos textos a su equivalente (que sola mostraba claramente la fe real de
la Iglesia) sólo podía ser un estorbo; no más, quedó como una indicación indiscreta del
cambio que vino (después). Se puede decir quizás que la evolución de las creencias
populares, que vinieron instintivamente y poco a poco, no tiene nada que ver con las
exigencias de una lógica racional, y por lo tanto, no tiene coherencia. Concedido en su
totalidad, pero no se debe olvidar que, la literatura del Nuevo Testamento es una obra
reflexiva, razonada e incluso apologética. Nuestros adversarios pueden todo lo menos
negar su carácter, que, según ellos, los autores del Nuevo Testamento son “tendenciosos”,
es decir, inclinados más de lo debido a dar un sesgo a las cosas para hacerlas aceptables.

Doctrinas
Éstas son (1) específicamente no cristianas; o (2) específicamente cristianas.

(1) Doctrinas específicamente no cristianas: Al ser el cristianismo la continuación normal


del judaísmo, el Nuevo Testamento necesita heredar del Antiguo cierto número de
doctrinas religiosas respecto a Dios, su culto, los destinos originales del mundo, y
especialmente del hombre, la ley moral, espíritus, etc. Aunque esas creencias no son
específicamente cristianas, el Nuevo Testamento las desarrolla y perfecciona.

Se insiste más plenamente en los atributos de Dios, particularmente su espiritualidad, su


inmensidad, su bondad, y sobre todo su paternidad.
Se restablece la ley moral a su perfección primitiva en lo que respecta a la unidad y
perpetuidad del matrimonio, respeto al nombre de Dios, perdón de las injurias y en
general los deberes hacia el prójimo; se establece claramente la culpabilidad por el simple
deseo de una cosa prohibida por la Ley; las obras externas (oración, donación de limosnas,
ayuno, sacrificio) realmente derivan su valor de las disposiciones del corazón que las
acompañan.
Se purifica la esperanza mesiánica de los elementos temporales y materiales en que se
había envuelto.
Se especifica más claramente las retribuciones del mundo venidero y de la resurrección
del cuerpo.
(2) Doctrinas Específicamente Cristianas: Otras doctrinas, específicamente cristianas, no se
añaden al judaísmo para desarrollarlas, sino más bien para reemplazarlas. En realidad,
entre el Nuevo y el Antiguo Testamento hay una sucesión directa pero no revolucionaria
como estaría inclinado a creer un observador superficial; igual que en los seres vivos, el
estado imperfecto de ayer debe dar paso a la perfección de hoy aunque uno haya
preparado a la otra. Si el misterio de la Santísima Trinidad y el carácter espiritual del Reino
Mesiánico están clasificados entre los dogmas cristianos peculiares es porque el Antiguo
Testamento era en sí mismo insuficiente para establecer la doctrina del Nuevo
Testamento sobre este tema; y aun más porque, en la época de Jesús, las opiniones
corrientes entre los judíos iban decididamente en dirección contraria.

La vida divina común de las Tres Personas (Padre, Hijo y Espíritu Santo) en la Unidad de
una y la misma naturaleza es el misterio de la Trinidad, oscuramente tipificado o esbozado
en el Antiguo Testamento.
El Mesías prometido por los profetas ha venido en la persona de Jesús de Nazaret, que fue
no sólo un hombre poderoso en palabras y obras, sino el verdadero Dios mismo, el Verbo
hecho hombre, nacido de una virgen, crucificado bajo el gobierno de Poncio Pilatos, pero
resucitado de entre los muertos y ahora exaltado a la derecha de su Padre.
Fue con una muerte ignominiosa sobre la Cruz, y no por poder y Gloria, que Jesucristo
redimió al mundo del pecado, muerte y de la ira de Dios; Él es el Redentor de toda la
humanidad (tanto gentiles como judíos) y los unió a todos a sí mismo sin distinción.
La legislación mosaica (ritos y teocracia política) fue dada sólo a los judíos, y con el tiempo
debe desaparecer, como la figura antes de la realidad. Cristo sustituye estas prácticas
ineficaces en sí mismas con ritos realmente santificantes, especialmente el bautismo, la
Eucaristía y el Sacramento de la Penitencia. Sin embargo, la nueva economía es a tal grado
una religión en espíritu y en verdad, que, absolutamente hablando, el hombre se puede
salvar, en ausencia de todos los medios exteriores, al someterse a sí mismo
completamente a Dios por la fe y el amor del Redentor.
Antes de la venida de Cristo, Dios había tratado a los hombres como esclavos o niños
pequeños, pero con el Evangelio comienza una nueva ley de amor y libertad escrita
primero en el corazón; esta ley no consiste meramente en la letra que prohíbe, ordena o
condena; es también, y principalmente, una gracia interior que dispone el corazón a hacer
la voluntad de Dios.
El Reino de Dios predicado y establecido por Jesucristo, aunque existe ya visiblemente en
la Iglesia, no será perfeccionado hasta el fin del mundo (del cual nadie sabe el día ni la
hora), cuando Él venga en poder y majestad a pagar a cada uno según sus obras. Mientras
tanto, la Iglesia asistida por el Espíritu Santo, gobernada por los apóstoles y sus sucesores
bajo la autoridad de Pedro, enseña y propaga el Evangelio hasta los confines de la tierra.
El amor al prójimo se eleva a la altura del amor a Dios, porque el Evangelio nos hace ver a
Dios y a Cristo en todos los hombres pues ellos son, o deben ser, sus miembros místicos.
Cuando es necesario, el amor debe ser llevado hasta el sacrificio de uno mismo, tal es el
mandamiento de Cristo.
La moralidad natural en el Evangelio se eleva a una esfera más alta por los consejos de
perfección (pobreza y castidad), que pueden ser resumidos como la renuncia positiva a los
bienes materiales de esta vida, hasta donde impiden nuestra entrega total al servicio de
Dios.
La vida eterna, la cual no se realizará completamente hasta la resurrección del cuerpo,
consiste en la posesión de Dios, visto cara a cara, y de Jesucristo.
Tales son los puntos fundamentales del dogma cristiano, según enseñados claramente en
el Nuevo Testamento. No se hallan reunidos juntos en ninguno de los libros canónicos,
sino que fueron escritos a través de un período que se extendió desde mediados del siglo I
hasta comienzos del II; y en consecuencia, se puede reconstruir la historia del modo como
fueron expresados. Estos textos nunca pudieron, y nunca fueron destinados, a prescindir
de la tradición oral que los precedió. Sin este comentario perpetuo, ellos nunca hubiesen
sido entendidos y hubiesen sido mal interpretados a menudo.

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