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C.

Iº REFERENCIAS DEL “ORDEN DE LA TRADICIÓN”

Complejidad de la tradición y desarrollo del dogma.


1. TRADICIÓN Y ESCRITURAS:
1.1 Reconocimiento de las circunstancias históricas en la fórmula de la fe.
1.2. La norma de la doctrina: “el orden de la tradición”.
1.3. Defensa de la norma de la fe.
La heterodoxia precedió a la ortodoxia, la pluralidad a la unidad.
La ortodoxia pertenece a las Escrituras y a la Tradición.
2. ELEMENTOS DE LA TRADICIÓN:
El marco judeo-cristiano:
2.1. La escrituras del Antiguo Testamento:
El canon judío del Antiguo Testamento:
2.1.1. Reacciones del cristianismo primitivo ante el Antiguo Testamento:
1º. Conservación fiel en espíritu y letra: judeo-cristianismo heterodoxo
2º. Adaptación del Antiguo Testamento: la fe de los judeo-cristianos.
3º. Rechazo y creación de uno nuevo:
La cuestión marcionita:
La formación de canon neotestamentario.
2.1.2. La unidad de los dos Testamentos.
2.2. El mantenimiento de la regla de la fe: la sucesión apostólica.
El montanismo:
Tradición y sucesión:
2.3. La enseñanza apostólica o el símbolo de los apóstoles.

El punto de partida de la identidad del cristianismo está en la confesión de fe en Jesús


como Señor e Hijo de Dios. Este punto de partida, como referencia permanente, va a dar
lugar desde muy antiguo el canon, el símbolo y la constitución eclesiástica. Luego vendrán
fórmulas de fe sobre Dios y el Salvador más articuladas, para responder a las nuevas
situaciones que se van creando en la historia de la Iglesia. Este conjunto de referencias,
todavía hoy centrales, tienen un proceso de formación, cuyos rastros se pueden percibir en la
historia.

Este anuncio de salvación inicial se sitúa en la primera época de la historia de los


orígenes del cristianismo ante tres contendientes. El judaísmo, como representante de otras
religiones. El helenismo, en sus diversas expresiones culturarles, como representante de la
razón humana y de la sabiduría pagana. Por fin, están presentes las desviaciones de la fe,
convertidas en “herejía”, que representa el dinamismo de la vida interna del cristianismo.
Este triple debate no se detiene en el umbral de las cuestión de la fe, sino que aborda
cuestiones decisivas para el contenido de la misma: unidad y correspondencia entre los dos
Testamentos, aportaciones de la racionalidad a la fe y, frente a los herejes, se hace la primera
formulación de una metodología de la exposición que pone sobre el tapete las relaciones
entre Tradición y Escrituras.
Durante los tres primeros siglos se pueden observar gran diversidad de doctrinas y
prácticas que coexistían en las comunidades apostólicas sin romper la comunión de la fe.
Remontándose a los primeros tiempos en una misma demarcación geográfica había
comunidades judaizantes y "ebionitas", que apenas si reconocían la filición divina de Jesús;
cristianos paulinos más o menos antilegalistas "marcionitas", que rechazaban el AT;
creyentes formados por los presbíteros ancianos y "gnósticos" de obediencia extranjera;
practicantes más o menos rigoristas y "encratitas" sectarios; carismáticos vagamente
anárquicos y "montanistas" que muy pronto iban a derivar en cismáticos. Las polémicas
doctrinales de mediados del siglo II atestiguan que se practicaba un "discernimiento" en el
que se ejercía una autoridad de palabra. La permanencia de este sistema hasta el siglo IV
prueba que a la fe se le ha dejado un tiempo para hacer el examen de la verdad y para pasar
de la confrontación al consenso.

El cristianismo primitivo era un conglomerado muy diversificado de grupos. Ante un


observador externo se presentaba como un conjunto de comunidades autónomas, esparcidas
por las ciudades más importantes del imperio romano. La exposición de las doctrinas
cristianas en los primeros siglos ha sido objeto de discusión, sobre todo desde que se han
introducido criterios de interpretación rígidos, que no tienen en cuenta la actitud de las
comunidades cristianas y su desarrollo histórico. En el estudio del origen de las doctrinas
cristianas se han seguido pautas diversas, que reflejan las polémicas históricas entre las
diversas confesiones cristianas.

Complejidad de la tradición y desarrollo del dogma:

En los últimos cien años se ha venido haciendo la historia de las doctrinas o de los
dogmas cristianos. La característica principal es que este tipo de manuales asumía un
principio interpretativo que servía para ver el desarrollo completo del dogma y así juzgarlo.
En el desarrollo de las doctrinas cristianas se han usado diversos principios de interpretación,
que terminan por hacer muy personal y subjetiva toda presentación de los hechos eclesiales
en la historia. El protestantismo liberal: A. RITSCHL (1822-2859), discípulo de Baur, A.
HARNACK (1851-1930) y E. TROELTSCH (1886-1890) son representantes del paradigma
liberal de la historia de los dogmas, que nace en este ambiente. Esto dio lugar a los manuales
de F. LOOFS y R. SEEBERG.

1º) Harnark imaginaba tal principio de interpretación en la progresiva helenización del


mensaje cristiano, paralela a una desjudeización. La reconstrucción de la historia del dogma
encontró formulaciones que se impusieron como etiquetas definitivas: “Los dogmas, escribe
Harnack, son el producto de la teología y no al contrario y la teología, en líneas generales,
fue el producto del espíritu del tiempo”.
2º) Después de Harnack la reconstrucción del desarrollo del dogma antiguo también fue
objeto de otra teoría por parte de la obra de M. Werner. Parte de los estudios sobre el
escatologismo de los orígenes del cristianismo de A. Schweitzer. La dogmática de la Iglesia
es fruto de la helenización, pero la helenización no es más que la otra cara o, si se quiere, la
consecuencia de la desescatologización del mansaje evangélico. La frustración de la parusía,
según Werner, habría inducido a los pensadores cristianos a elaborar un sistema de doctrina
que pusiera la Iglesia en condiciones de insertarse en la cultura del tiempo.
3º) En estos esquemas de reconstrucción sistemática del pensamiento cristiano antiguo,
aunque no se presente como historiador de los dogmas, hay que citar a H. A. Wolfson. Para
él el desarrollo de las principales doctrinas cristianas (Trinidad y Encarnación) son un
momento de la evolución de la filosofía antigua mediado por el pensamiento de Filón.
4º) En el campo católico, después de los estudios de L. DUCHESNE y Rh. de RÉGNON,
aparecieron tres volúmenes de J. TIXERONT. Historia de los dogmas ( (1905-1911), para
oponer al paradigma liberal, una comprensión de la historicidad del cristianismo, pero con
categorías católicas (Historia de los dogmas IV, p.306-307). A finales del siglo XX se
publicaron fascículos sobre cristología, bautismo, unción, creación, providencia etc. en
Herder en un sentido más abierto a la historia. Este movimiento se inserta la obra de F.
MARÍN SOLA, La evolución homogénea del dogma católico, Madrid2 1963: se le ha
criticado que acentúa más la homogeneidad que la evolución y, en consecuencia, se diluye el
elemento histórico de los dogmas y de su desarrollo.

Hoy estos intentos de iluminar desde lo alto de una idea o de un principio el entero
desarrollo del pensamiento cristiano antiguo se consideran fallidos, porque no son criterios
históricos y, sobre todo, porque introducen una dogmática en el seno de la misma historia del
dogma. Por eso, tanto en otras iglesias como ortodoxos, católicos y anglicanos, se parte de
una tradición doctrinal de la Iglesia, dogmáticamente establecida para reconocer el camino,
aunque no haya uniformidad de puntos de vista. Donde el principio de la tradición perdura
como norma teológica dogmática es posible reconstruir la historia de las doctrinas cristianas.

Se trata de buscar la mayor objetividad, conscientes de que es una pretensión que no


se puede alcanzar. Porque en el campo de la historia la objetividad es siempre muy subjetiva.
No confesarlo es dar informes falsos. La recepción de un principio de interpretación, además
de ser una especie de cama de Procusto para la historia de los dogmas, da cauce al
subjetivismo enraizado en la cultura en la que se escribe. Este subjetivismo está presente en
las grandes historia de los dogmas y de cualquier intento de escribir las doctrinas cristianas,
pero aunque no se pueda evitarla, está menos acentuado en los manuales que asumen la
tradición aceptada en la Iglesia sin ponerle un principio de interpretación.

Reconocer el cometido de la tradición en el desarrollo de las doctrinas cristianas no es


introducir otro principio interpretativo, como los reseñados, porque no se trata de aplicarlo
retrospectivamente a partir de una cierta situación cultural moderna, sino que es vivo y
operante en la concia misma de quienes fueron protagonistas del desarrollo de estas
doctrinas. No se trata, como entienden algunos protestantes liberales, “de mostrar las
innumerables mutaciones que el elemento teórico de la religión cristiana ha registrado desde
su fundación en adelante” (KELLY, XXII). Antes bien se trata de percibir la continuidad y el
desarrollo orgánico de las doctrina cristianas más que los recambios entre una época y otra.
El reconocimiento de la tradición constituye por sí mismo una toma de posición por relación
a estas cuestiones.

Se trata de reconocer que el amor a la tradición y expresada en la unión a las fórmulas


de la regla de la fe, como se formulaban en la liturgia y en la predicación, liberó a la Iglesia
de peligros como el gnosticismo. La tradición tiene un cometido positivo y ativo en la
historia del dogma. Pero siempre hay que evitar presentar un tradición linear y no ver que
hay otras expresiones laterales legítimas, como sucede en la cuestión del judeocristianismo
(PARADOSI.00).

1. TRADICIÓN Y ESCRITURAS:

Desde siempre se reconocía que Dios era el autor último de la revelación, pero Él
mismo había confiado esta revelación a intérpretes y autores que la habían transmitido a su
pueblo o Iglesia. Por consiguiente, cuando se pregunta por el lugar en el que se encuentra la
fe auténtica, la respuesta es clara e inequívoca: en líneas generales se contiene en la constante
tradición de enseñanza de la Iglesia y, de un modo más concreto en las santas Escrituras. Sin
duda en los primeros momentos la relación con el acontecimiento de Cristo se hizo por la
tradición oral, aunque, en un segundo momento, los escritos apostólicos adquieren el valor de
nuevas Escrituras. Junto a la tradición oral de las palabras de Jesús surgieron las
interpretaciones de los apóstoles sobre su vida, muerte y resurrección. Estas dos autoridades
se sobreponían y complementaban a la hora de confirmar a los cristianos en la verdadera fe.

La tradición era una referencia importante en las doctrinas y prácticas de los judíos.
En el evangelio de Marcos Jesús discute con los fariseos, representantes ilustres de esa
herencia, sobre la “tradición de los antepasados” (Mc 7, 5). El delicado problema de la
tradición también es decisivo para la nueva comunidad surgida de la experiencia pascual de
los apóstoles. Pablo afirma: “Os alabo porque en todas las cosas os acordáis de mí y
conserváis las tradiciones tal como os las he transmitido” (1 Cor 11, 2).

Las Escrituras, que se van configurando en el tiempo, eran usadas


indiscriminadamente por los diversos grupos de inspiración cristiana. Por eso, era necesario
otro criterio, no contrapuesto sino complementario a ellas, para conservar la unidad de la
tradición, que se consideraba como la “regla de la fe católica”. De este modo se podía
concretar el uso legítimo de las Escrituras, pues también los diverso grupos se apelaban a esa
tradición. Así se va a constituir una norma, que no será otra que el Cristo de los apóstoles.

1.1 Reconocimiento de las circunstancias históricas en la fórmula de la fe:

La enseñanza tradicional de la Iglesia establece una distinción dogmática entre la


Tradición y la Escritura, una y otra definidas como “fuentes de la fe”. La teología católica
reconoce que hasta la muerte del último apóstol se enriqueció el depósito de la fe: “el
misterio de Cristo no fue conocido en otras edades por los hijos de los hombres como
claramente ha sido revelado ahora a sus santos apóstoles y profetas” (Ef 3, 4-5). Por eso en la
teología católica existe el teologúmenon según el caul “la revelación se ha cerrado con la
muerte del último apóstol”. Así lo confirma Tertuliano: “desde el momento que nosotros
creemos, no desearíamos creer nada más. Porque el primer artículo de nuestra fe es que no
hay nada más que creer, que lo que ya creemos” (De praescriptione VIII, 13). En el lenguaje
actual “tradición” indica el cuerpo de doctrinas no-escritas, transmitido por la Iglesia, o la
transmisión de tales doctrinas. De este modo se tiende a ponerla en contraste con la Escritura.

Hay que reconocer que ha habido una presentación muy inmovilista de los modelos
de identificación, como si partiera de una idea que se va desarrollando en la historia. Para
presentar el cristianismo se utilizaban criterios muy dogmáticos y se presentaba desde la
ortodoxia entendida por los símbolos de la fe, es decir, las fórmulas más dogmáticas, o los
mandamientos como realidades previamente constituidas. Pero esta perspectiva no da razón
de la riqueza de la tradición y de la diversidad de experiencias cristianas. Pero este depósito
no es ni inerte ni muerto. La patrología es la prueba de su dinamismo: “es semejante a un
tesoro precioso cerrado en un vaso excelente; el Espíritu lo rejuvenece continuamente y
comunica su juventud al vaso que lo contiene” (IRENEO, Adv. her. IV, 24, 1).

El “acontecimiento Cristo” no ha terminado con la muerte y resurrección de Jesús.


Era sólo el comienzo de un movimiento que alcanza a la sucesivas generaciones de cristianos
y que o ha terminado. Por eso, no debe entenderse sólo de forma cronológica, sino sobre todo
como el fundamento vivificante de un proceso que tiene porvenir e historia. La teología de
los discípulos no consistía en deducir lógicamente algunas verdades implícitas en la vida de
Cristo. Los acontecimientos salvíficos continúan y se convierten a su vez en fuente de
reflexión, porque la resurrección no es un punto en el tiempo, sino un acontecimiento
continuo, que alarga el Espíritu y guía la expansión de la palabra del evangelio en la Iglesia.
Los desarrollos de la tradición, que partían de Jesús, mediante recuerdos orales y escritos,
cristalizan en confesiones de fe de los creyentes en Cristo y en otras práctica comunitarias.

Las confesiones de fe sobre la persona y sobre la obra de Cristo, particularmente la


frase “muerto y resucitado por nosotros” se desarrollan según las categorías de los ambientes
bíblico-judíos: “la palabra de fe que nosotros proclamamos. Porque, si confiesas con tu boca
que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás
salvo” (Rom 10, 8-9). Los diversos escritos del Nuevo Testamento desarrollan este germen
inicial en dependencia de la dinámica divina que acompaña la vida de los cristianos. El
contenido específico de su enseñanza era la fe en Jesús como Cristo mediante su resurrección
y la posesión del Espíritu Santo manifestado en Pentecostés, mientras que por lo demás
mantenían los aspectos judíos.

La Iglesia que surge de la revelación del Antiguo y Nuevo Testamento sigue la misma
dinámica de los esquemas advertidos en los libros revelados. Pero esta fidelidad no significa
que la tradición sea una simple corroboración empírica de la revelación, ya que su fuerza y
valor derivan del hecho de ser ella misma revelación alargada en el tiempo. La presencia del
mismo hecho en la tradición no es una prueba más de lo dicho sobre la pluralidad en el
campo de la Revelación, sino la manifestación de un Espíritu superior en la historia. Este
dinamismo hará que la teología no se anquilose. Cuando se dice irónicamente que Cristo
predicó el Reino y le salieron iglesias, sería mejor decir que el mensaje del Reino, si hubiera
sido aceptado por Israel, habría transformado el pueblo de la Antigua Alianza en el pueblo de
la Nueva alianza simbolizado en la elección de los doce. Este es el proceso a seguir.

Los primeros judeo-cristianos no se califican como una nueva religión, sino como el
Israel escatológico herederos de las promesas hechas a los padres. Su contenido específico
era la fe en Jesús como Cristo mediante su resurrección y la posesión del Espíritu Santo
manifestado en Pentecostés, mientras que por lo demás mantenían los aspectos judíos. El
dinamismo de esta fe se manifestará con el ingreso del judaísmo helenista, como se expresa
en el martirio de Esteban (Hech 7). Las cosas empeoran cuando evangelizan a los
samaritanos (Hech 8, 4-25), que significa alejamiento del judaísmo oficial. El ingreso de los
gentiles en la Iglesia y el cumplimiento de las promesas escatológicas hechas a los Padres,
con el descenso del Espíritu sobre los incircuncisos, manifiesta “la revelación del misterio
escondido en los siglos”, ahora revelado por Pablo personalmente (Rom 16, 27-19).

A los judeo-cristianos, que no aceptaban estos acontecimientos, les dirige Lucas sus
Hechos de los apóstoles. Cuando Lucas escribe (Hech 2, 42-48) sobre el ideal de vida
cristiana, la conciencia de la Iglesia esta ya consolidada. Presenta lo que la Iglesia debe ser,
es decir, una koinonia de los que perseveran en su respuesta positiva al kerygma, unidos en la
oración y en la celebración de la eucaristía. El camino era ya largo: conversión del primer
núcleo de hebreos, rechazo de muchos a creer, entrada de los gentiles y la cuestión de la
circuncisión, las persecuciones por parte de Israel y del imperio y, por fin, la excomunión de
los judeo-cristianos por parte de la sinagoga. Para no reducirse a secta judía, la Iglesia
resuelve el problema de la circuncisión, ya que un judío no se podía sentar a la mesa
eucarística con un incircunciso (Hech 10 y 15). Pablo en la carta a los gálatas y a los romanos
ofrece las razones teológicas. Una posición media la mantienen Mateo y Santiago, pero la
extrema son algunos judeo-cristianos, que a finales de siglo terminan en la secta ebionita.

El paso siguiente fue el proceso de Antioquía (Hech 11, 18-26), donde entran en la
Iglesia por primera vez los gentiles: los creyentes ya no se llaman nazarenos, sino cristianos.
El mismo curso histórico abre nuevos horizontes a la reflexión teológica. Junto al
crecimiento de esta autoconciencia, la comunidad ha sentido la necesidad de delimitar su
identidad por relación a otras religiones. Esta teología de la identidad también fue
desarrollada por las persecuciones que venían tanto de la sinagoga como del imperio.

Nuevos desarrollos eclesiológicos se dan con la presencia en la comunidad de


diversidad de carismas del Espíritu Santo (Rom 12 y I Cor 12: el cuerpo orgánico). Luego se
pasará de la imagen cuerpo/cabeza a la de Iglesia como esposa (Ef 5, 21-33). La koinonia no
será una nota o una definición de la Iglesia, sino su mismo misterio. La distinción entre
judíos y cristianos permanece bastante fluida hasta el año 90, cuando tiene lugar la
excomunión de la sinagoga, que refleja Jn 9,22; 16,2.

Pero el hecho histórico que ha tenido mayor influjo en el desarrollo teológico es sin
duda el retraso de la parusía. Fue el factor que más contribuyó al desarrollo de la
eclesiología. La des-escatologización está presente en Lucas, Juan, las Pastorales, pero
especialmente en los Hechos y transforma la comunidad de los últimos tiempos en una iglesia
que se prepara para una larga vida en la historia y se inserta en la sociedad contemporánea. El
kyrios se convierte en Señor de la historia, la “vida eterna” se tiene ya ahora no solamente en
la resurrección, los apóstoles se preparan a difundir el mensaje en el mundo, la comunidad se
organiza jerárquicamente, comienzan los elementos jurídicos y las diversas corrientes
convergen hacia una “catholicitas” con su confluencia en Roma. La parusía no se niega, pero
queda en el horizonte del tiempo y se concentra en el cumplimiento actual de las promesas
“para los últimos días”.

El mismo curso histórico abre nuevos horizontes a la reflexión teológica. Pronto la


comunidad siente la necesidad de delimitar su identidad por relación a otras religiones, l
mismo que lo había hecho con el judaísmo. Esta teología de la identidad también fue
desarrollada por las persecuciones que venían tanto de la sinagoga como del imperio. Para
distanciarse del judaísmo fue necesaria una genialidad teológica, mientras que era más fácil
hacerlo de los paganos. Ya los mismo hebreos lo habían hecho para evitar sincretismos. Para
los cristianos los paganos eran “los otros que no tenían esperanza” (I Tes 4, 13) escatológica.
La resurrección solamente se realiza en Cristo y ellos están fuera, inmersos en sus pecados
(Rom 1, 18-32: descripción típica de un judío).

La separación entre creyentes y no creyentes debe ser neta. El texto de 2 Cor 6, 14-
18, llamado “inserción qumránica” debido a su exclusivismo, porque interrumpe la ilación
del discurso, no podía mantenerse radicalmente. Aunque no sorprende, porque es un toque de
atención contra infiltraciones del paganismo, sin embargo expresaba la precariedad de los
neoconvertidos. Podían dividir la Iglesia y romper la unión con su fundador. Pero esto no
impide los contactos sociales con los paganos, pues “de lo contrario deberíais salir del
mundo” (I Cor 5, 10). El cristianismo se distingue del paganismo por medio de su fe en el
Dios único y en Kyrios Jesús al mismo tiempo que por la moralidad basada en la nueva fe.
Los sincretismos se darán siempre, porque la demarcación entre judaísmo, paganismo y
cristianos, sociológicamente hablando, no es clara, porque constantemente se dan individuos
que no se quieren definir o que pasan de una religión a otra. Esta historia prosigue al
definirse la Iglesia frente a otros grupos internos en concurrencia, que da lugar al discurso
ortodoxia-herejía, que se irá viendo.

1.2. La norma de la doctrina: “el orden de la tradición”:


Desde mediados del siglo II se encuentran, en uso entre los autores cristianos, las
expresiones canon de la verdad y canon de la fe como referencias de la profesión de la fe
cristiana (regula fidei), pero también como “modelo de las doctrinas de fe reconocidas
generalmente en la Iglesia”, designado canon de la Iglesia. Este “modelo de doctrina” (Rom
6, 17), presentado en las cartas apostólicas y en los evangelios o incorporado en la
predicación o en la vida litúrgica de la Iglesia, junto con los principios de interpretación del
Antiguo Testamento, se consideraba “la enseñanza derivada de los apóstoles y de Cristo”
(JUSTINO, I Apol., 53, 3). Ireneo emplea 12 veces en sus obras la expresión “canon tes
alezeias”. En este contexto el término canon posee sentido de referencia fundamental de la
“sana doctrina”, que pronto adquiere un sentido polémico y antiherético. Para expresar una
“fe sana”, expresión usada entonces para referirse a la ortodoxia, se usan métodos y formas
propias para mantener la regla de la fe. Las primeras generaciones cristianas habían
establecido una tradición apostólica basada en el establecimiento del canon de las Escrituras,
la regla de la fe y la sucesión apostólica. Estas referencias se complementan y articulan en los
siglos siguientes. Pronto, en virtud de las circunstancias, esas expresiones adquieren un
sentido polémico contra las herejías.

Para este estudio son interesantes las generaciones que van desde la edad apostólica
hasta la mitad del siglo segundo. Porque en ese tiempo, aunque ya existieran los libros del
Nuevo Testamento, sin embargo todavía no había una sanción oficial del canon. Aunque
aparece la expresión “norma de nuestra tradición” (CLEMENTE, I Clem., 7, 2), sin embargo
la palabra παράδσις no es frecuente en este período. Justino la usó una vez, pero se refiere a
la tradición de los maestros judíos (Diálogo 38, 2). Pero también alude a un nuevo sentido,
caundo dice: “siguiendo a Dios y la enseñanza derivada de Él” (Diálogo, 80, 3), que en
último análisis se remontaban a Cristo mismo. Era más frecuente el verbo παραδιδόvαι, pero
no tenía un significado específico. Policarpo podía hablar de la “palabra transmitida desde el
principio” (Ad phil., 7, 2) y Justino afirma que los apóstoles “consignaron” a los gentiles las
profecías sobre Jesús (I Apol., 49, 5) o “transmitieron” la institución de la eucaristía (I Apol.,
66, 3). En realidad la palabra no tenía nada que ver con el cristianismo y donde se usaba
unas veces se refería a Cristo mismo y otras a la enseñanza contenida en las Escrituras.

Sin duda en los primeros momentos la relación con el acontecimiento de Cristo se


hizo por la tradición oral, aunque en un segundo momento los escritos apostólicos adquieren
el valor de nuevas Escrituras. Por eso, se argüirá que la verdadera tradición y el conjunto
íntegro de las Escrituras se pueden encontrar en las Iglesias fundadas por los apóstoles. La
concreción principal de la regla de fe tradicional es el Credo, cuyas fórmulas se van gestando
paulatinamente hasta convertirse en puntos fundamentales de orientación.

Existe la convicción generalizada de la existencia de la “norma de nuestra tradición”


o que el cristianismo significaba también un conjunto de doctrinas y practicas. Sin duda que
Él era el maestro supremo, pero las autoridades inmediatamente accesibles tanto de los
hechos como de su mensaje eran los profetas, que habían previsto todo detalle de su
ministerio, y los apóstoles, que habían actuado con Él y a quienes había encomendado su
misión. Estas dos referencias son características de esta época.
α) Referencia profética del Antiguo Testamento: la importancia del Antiguo Testamento
como norma doctrinal era muy grande en la Iglesia primitiva. La autoridad doctrinal del
Antigo Testamento derivaba del hecho de que, correctamente interpretado, era un libro
cristiano. La convicción de Justino de que las Escrituras hebreas no pertenecen a los judíos,
sino a los cristianos, era compartida universalmente (I Apol., 32, 2; Diálogo 29, 2). De estos
e hablará más adelante.

β) El testimonio de los apóstoles: la norma doctrinal paralela, el testimonio de los apóstoles,


era igualmente importante en teoría y, naturalmente, más importante en la práctica: “Los
apóstoles, escribe Clemente, recibieron los evangelios para nosotros de Jesucristo el Señor...
Armados por su encargo, plenamente asegurados por la resurrección de nuestro Señor
Jesucristo y confirmados en la palabra por Dios, en la plena convicción del Espíritu Santo,
ellos promulgaron la buena nueva” (I Clem., 42). El testimonio de los apóstoles era decisivo
en la práctica. Ante los apóstoles, sus sucesores, incluso los más grandes, se sienten
insignificantes en relación a ellos: “Pongamos ante los ojos a los santos apóstoles”, afirma
Clemente, y celebra la gloria de Pedro y Pablo (CLEMENTE, Ad cor.V: PA, 182). “No os
doy yo mandatos, dice Ignacio, como Pedro y Pablo. Ellos fueron apóstoles; yo no soy más
que un condenado a muerte” (IGNACIO, Ad rom IV, 3: PA, 477).

La idea de que el mensaje de la Iglesia se apoyaba en el testimonio otorgado a Cristo


por los apóstoles y sobre las instrucciones que Cristo les había dado antes y después de su
resurrección había alcanzado una elaboración completa (JUSTINO, I Apol., 42, 4; 50, 12; 53,
3; 67, 7; Diálogo 53, 1). También Hermas afirmaba que fue mediante los apóstoles como el
Hijo de Dios fue predicado en el mundo (Simil., 9, 17, 1). Para Justino la autoridad de los
evangelios derivaba del hecho de ser “memorias” de los apóstoles (I Apol., 66, 3; Diálogo
103, 8). No debe sorprender que Ignacio proponga como ideal la conformidad con el Señor y
con sus apóstoles. Policarpo pide a los filipenses que acepten el modelo de Cristo junto con
“los apóstoles que nos predicaron el evangelio y los profetas que anunciaron anticipadamente
la venida de nuestro Señor” (Ad Philip., 6, 3).

La expresión práctica de esta actitud era el interés por guardar y encontrar los
recuerdos personales de los apóstoles sobre Cristo. Por eso, algunos, como Papías y
Hegesipo, están interesados en buscar las enseñanzas de Cristo investigando entre los
ancianos. Papías de Hierápolis (+154) con sus cinco libros Explicación de las palabras del
Señor, escritos entre el 120 y el 140, permite extraer alguna interesante conclusión sobre la
existencia de un cierto “material evangélico” relativo a la tradición de Jesús: “No ahorraré
esfuerzos por reunir para ti todo lo que un día aprendí de los ‘ancianos’ y que he retenido de
memoria, junto con las exposiciones, asegurándome de su verdad... si llegaba alguien que
había seguido realmente a los ancianos, yo solía examinar las palabras de aquellos: lo que
Andrés o Pedro dijo o lo que Felipe o Tomás o Santiago o Juan o Mateo o cualquier otro
discípulo del Señor, y Aristión o el anciano Juan, discípulos del Señor dicen. Porque lo que
viene en los libros no es tan provechoso, a mi juicio, como lo que procede de la palabra
viva” (EUSEBIO, HE III, 39, 3s). Hegesipo (+180) de procedencia oriental, de quien se sabe
que estuvo en Roma por cuestiones de "ortodoxia" entre el 154-166, escribió las
Hypomnémata o Memorias, que contienen noticias usadas por Eusebio: “Éste conservó en
cinco libros la tradición pura de la predicación apostólica" (EUSEBIO, HE IV, 8,2) . Estos
autores dependen de la “palabra viva”, según Papías, que usa esta expresión técnica de sus
adversarios gnósticos, e intentan retrotraer sus ideas mediante cadenas transmisoras a los
inicios del cristianismo. Estos autores del siglo II se preocupan por encontrar la tradición
viva, que está a la base de las comunidades cristianas (cf. CANON.FOR, pp. 1-3). Aunque
propongan la tradición oral o la tradición viva, sin embargo con ello no es que menosprecien
las Sagradas Escrituras, que eran objeto de uso ordinario en las comunidades.
γ) Una base común en dependencia de la predicación, liturgia, catequesis etc.: pero no hay
motivo para decir que la Iglesia primitiva considerara el testimonio apostólico limitado a los
documentos escritos por los apóstoles y atribuidos a ellos. De hecho cronológicamente su
testimonio oral era anterior a los documentos y sería más correcto decir que las Escrituras
tenían valor precisamente porque conservaban los testimonios de la Tradición. Hay que
reconocer que no hay pruebas de que las creencias y prácticas comunes en aquel período no
se apoyasen sobre los libros más tarde conocidos como Nuevo Testamento. Pero tampoco
hay nada que sugiera que los maestros cristianos tuvieron en mente estos libros siempre que
se referían al testimonio de los apóstoles. Más bien es probable que tuvieran como referencia
un corpus común de hechos y doctrinas, suficientemente definidas en sus líneas generales
aunque de modo diverso, que encontraban expresión en la predicación actual de la Iglesia, en
la acción litúrgica, en la instrucción catequética, tanto como en sus documentos formales.

Es un lugar común que los escritores del Nuevo Testamento presuponían y, en


ocasiones citaban, resúmenes de este mensaje general o kerygma, que evidentemente existía
en varias formas. Semejantes esquemas estaban a disposición de los escritores y, no habiendo
aún un Credo, reproducen su eco en sus escritos (KELLY, nota 20, p. 49). En este clima se
reflejarse la formación de la vida litúrgica de la Iglesia y su tradición catequística. Este
“modelo de doctrina” (Rom 6, 17), presentado en las cartas apostólicas y en los evangelios o
incorporado en la predicación o en la vida litúrgica de la Iglesia, junto con los principios de
interpretación del Antiguo Testamento, se consideraba “la enseñanza derivada de los
apóstoles y de Cristo” (JUSTINO, I Apol., 53, 3).

Así, pues, la idea de norma o regla está ya asociada a la de tradición. Ésta supone para
él un largo movimiento que tiene su origen en los testimonios de los patriarcas del Antiguo
Testamento y que se remonta incluso a los orígenes de la humanidad. Junto a este dato hay
que mencionar el título de la Didaché o Doctrina de los doce apóstoles. Aunque no sea
apostólico en el sentido estricto, se trata sin embargo de un texto que data de finales del siglo
I o comienzo del II, que pone bajo el patrocinio de su autoridad todo un conjunto catequético,
litúrgico y disciplinar presentado por la tradición eclesial venida de los apóstoles. Estos
testimonios no impiden afirmar, sin embargo, que el uso del término tradición es raro en los
Padres.

En el lenguaje de los Padres, que era ya el del Nuevo Testamento (Lc. 1, 2; 1 Cor 11,
2.23; 15, 3; Jud 3), el término “tradición” contenía evidentemente la idea de transmisión. Su
significado primario y evidente, que permaneció siempre preeminente, (παραδιδόvαι;
tradere) se refiere a la entrega con autoridad. Por Tradición los Padres entendían en efecto
aquella doctrina que el Señor y luego los Apóstoles confiaron a las comunidades por ellos
fundadas, sin considerar si fue transmitida oralmente o en documentos. En los primeros
siglos, en todo caso, prefirieron servirse de otras palabras o expresiones para indicar la
enseñanza tradicional, no escrita de la Iglesia.

Pero la idea estaba presente en embrión, ningún término particular había sido
designado para indicar la tradición, es decir, la transmisión autorizada y acreditada de la
doctrina o la doctrina así transmitida. La idea de tradición es ya firme en Pablo, que recibió
de su formación judía su concepto y su vocabulario. “Hace de los actos de transmitir
(paradounai) y de recibir (paralambanein), o de conservar y mantener (katekhein, kratein),
la trama misma o la ley del régimen de fe por la que se edifican las comunidades” (Y
CONGAR, La tradición y las tradiciones, San Sebastián 1964, 26). Los Padres apostólicos se
sienten ligados por la tradición que viene de los apóstoles, ya que ellos mismos no son los
testigos. Aparece así una articulación nueva con la distinción entre tradición apostólica y
tradición post-apostólica. De una a la otra hay una continuidad concreta y una sucesión.

Junto a la tradición oral de las palabras de Jesús surgieron las interpretaciones de los
apóstoles sobre su vida, muerte y resurrección. Estas interpretaciones comienzan a ser
comunicadas por escrito a las comunidades, que llevaban la nueva fe “hasta los confines del
mundo”. En este ambiente surgen escritos de circunstancia de los apóstoles a las diversas
comunidades, mediante cartas que respondían a temas concretos.

Todo ello hace comprensible la afirmación de que el cristianismo primitivo produjo


gran cantidad de literatura tanto para propagar por diversas vías la fe cristiana como para
defenderse de los ataques heréticos, que parecían tener durante el siglo II a la ortodoxia en
franca minoría. Pero ninguno de estos escritos pretendió ser 'sagrada escritura' de modo
especial o exclusivo (Ap 22, 18s no se atribuye ese carácter, sino que afirma ahí únicamente
la intangibilidad del libro). La literatura de los 27 libros que obtuvieron el rango de
"sagrados" y que pasaron a formar el "canon" tiene su historia.

En el período de la segunda mitad del siglo segundo, la valoración de la Iglesia sobre


sus normas doctrinales estuvo sujeta a algunas adaptaciones. Primera, aunque el Antiguo
Testamento continuó siendo considerado como instrumento de revelación, sin embargo el
testimonio apostólico en cuanto tal fue promovido, en la mente de los cristianos, a una
posición de suprema autoridad. Este paso fue acompañado y hecho posible por el
reconocimiento de la plena canonicidad del Nuevo Testamento y del hecho que se podía
poner en el plano del Antiguo Testamento como Escritura inspirada. Segunda, la distinción
entre Escrituras y Tradición viviente en la Iglesia, como canales coordinados en la
transmisión del testimonio apostólico, asumió un carácter más claro y se comenzó a dar gran
importancia a la Tradición. Este desarrollo fue en gran parte el producto colateral de la gran
lucha entre el cristianismo ortodoxo y las sectas gnósticas, entonces en pleno desarrollo.
Tercera, por entonces comienzan a aparecer las primeras indicaciones de la teoría de los
ministros de la Iglesia que, en virtud de que habían recibido el Espíritu, eran los custodios
divinamente autorizados por la enseñanza de los apóstoles.

Los gnósticos no sólo explotaban la Escritura para sus fines, sino que una de las
técnicas que empleaban era la de poner en defensa de sus especulaciones una pretendida
Tradición apostólica secreta, a la cual pretendían tener acceso (cf. capitulo.1ºB, p. 29). Este
tradicionalismo presenta sorprendentes analogías con el de sus adversarios gnósticos, que
hacen remontar también sus concepciones a la época más antigua a través de una cadena de
tradición. Un ejemplo lo da la famosa carta que el valentiniano Tolomeo escribió a una
catecúmena de nombre Flora (EPIFANIO, Haer., p. 33, 3-7). Tolomeo habla de "la tradición
apostólica que también nosotros hemos recibido en una sucesión ininterrumpida y juntos
confirmamos toda la doctrina con la enseñanza de nuestro Salvador" (Ep ad Floram 6,10:
SIMONETTI, 177). Ireneo fue el primero que planteó claramente esta metodología teológica,
articulando la relación entre la tradición y las escrituras. Ireneo, como hombre de la
tradición, formaliza una práctica que seguirán Tertuliano y Orígenes.

Las ideas sobre la tradición, que fueron apareciendo en este tiempo, se convirtieron
en clásicas en la Iglesia del siglo tercero y cuarto. Pero hay que anotar dos diferencias:
primera, al ceder la amenaza gnóstica desaparece la duda, demostrada a veces por Ireneo y en
medida todavía mayor por Tertuliano, sobre el apelo directo a las Escrituras; segunda, como
resultado del desarrollo de la vida constitucional de la Iglesia, la base de la Tradición se hizo
cada vez más amplia y más explícita. La suprema autoridad doctrinal permanecía
naturalmente la revelación original dada por Cristo y comunicada a la Iglesia por los
apóstoles. Esta era la “Tradición” (παράδσις; traditio) divina o apostólica en el sentido propio
del término, a la que se añaden la tradiciones eclesiásticas.

En este período Escritura y Tradición eran autoridades complementarias:


instrumentos diferentes en la forma, pero coincidentes en el contenido. La cuestión de la
superioridad de una sobre la otra y más todavía su contraposición es anacronística para este
tiempo. Si la Escritura era abundantemente suficiente en línea de principio, sin embargo la
Tradición era reconocida como el medio más seguro de la interpretación, porque en ella la
Iglesia conservaba, como herencia de los apóstoles incorporada en todos los órganos de su
vida institucional, la compresión inerrable de las verdadera bases y del verdadero significado
de la revelación testimoniada de modo semejante por la Escritura y por la Tradición.

1.3. Defensa de la norma de la fe:

La heterodoxia precedió a la ortodoxia, la pluralidad a la unidad:

En el cristianismo primitivo fueron surgiendo una serie de comunidades de


inspiración diversa, que terminó por romper la “tradición apostólica”. Este proceso es poco
conocido. Aunque se vayan descubriendo algunos caminos para el reconocimiento de esa
tradición, sin embargo se puede hablar para este período, y para todos, de doctrinas cristianas
o de comunidades cristianas, en un sentido plural, antes de que se llegue a la católica. Pero
también se debe decir que, aunque no haya una Iglesia oficial, sin embargo existe una
conciencia generalizada de que era una y única.

Es conocida la tesis de Walter Bauer sobre el tema de la relación entre ortodoxia y


herejía. (W.BAUER, Ortodoxy and Heresy in Earliest Christianity, 1971, traducción de la
segunda edición alemana de 1964, aunque publicado en 1934: cf. doc polurali.smo1, p. 21).
Bauer plantea el problema en referencia a la rama del cristianismo antiguo del siglo II, que se
impone en el siglo III y que llega a ser la forma establecida de religión oficial a finales del
imperio romano. Esta rama sería la que representa la línea de Hechos, Ireneo y Eusebio. Para
ello, Bauer parte de un cristianismo plural, una especie de conglomerado de sectas que
competían entre sí desde el principio. En este contexto los términos ortodoxia y herejía no
implican ningún juicio normativo. Se trata simplemente de comprender la razón por la que se
impone una de ellas como oficial. En la Iglesia primitiva la heterodoxia precedió a la
ortodoxia, que fue impuesta por Roma por encima de las divergentes doctrinas de las diversas
iglesias

La tesis puede resultar estimulante en el sentido de que critica posiciones


tradicionales, que veían al cristianismo como un todo uniforme desde el principio. Muchos
los datos aportados son discutibles y los más sorprendente de esta tesis es la presentación de
la extraña argumentación de un mundo cristiano contaminado en su globalidad. Solamente
Roma habría tenido desde el principio una ortodoxia clara, que luego habría de imponerse a
todas las iglesias. Como si Roma no hubiera tenido los problemas internos de otras iglesias.
No obstante, el valor de estos planteamientos estriba en que hay que proponer nuevos
criterios para estudiar la evolución del cristianismo primitivo, que complementen la visión de
Ireneo o Eusebio. Es cierto que conocemos una mínima parte de aquella historia y que las
relaciones de la ortodoxia y la herejía contribuyen a enriquecer esta perspectiva (J. McCUE,
“Ortodoxia y herejía” en la obra de Walter Bauer: Concilium 212 (1987) 43-52).

El intento de desarrollar una ortodoxia a partir de los textos bíblicos ya lo realizó el


judaísmo, pero debe hacerse con algunos criterios. “Evidentemente, nos encontramos frente a
la creencia de que puede existir en la doctrina de la fe y costumbres un "núcleo" que se
mantuvo intacto "en sí mismo" a lo largo de la historia y en la mediación llevada a cabo en
los procesos de inculturación. Se entiende que tal concepción resulte altamente tentadora,
pues garantiza que el predicador y el encargado del magisterio dispongan de terreno seguro,
tanto conceptual como lingüístico, en todas las situaciones imaginables en que la Iglesia
pueda encontrarse. Pero tal situación es mucho más problemática de lo que aparenta pues
concibe ese "núcleo" como las ideas de Platón, y no respeta las características esenciales del
cristianismo ni la historia de los dogmas y su interpretación” (H.VORGRIMLER, La
aventura de un nuevo "catecismo universal": Concilium 212 (1987) 128).

“El problema de la ortodoxia es permanente en la vida del cristianismo y acompaña


toda la vida de la Iglesia, causando con frecuencia contrastes y dramáticas tensiones.
Precisamente por ello es importante darse cuenta de los cambios que se han producido en la
manera de concebir la ortodoxia misma y de realizar su defensa, según los períodos históricos
y las áreas culturales. Los cristianos mismos fueron acusados originariamente de heterodoxia
respecto al sistema religioso vigente en el Imperio romano y sufrieron las consecuencias de
ella hasta la persecución y el martirio. Por este motivo, pero también por la necesidad de
distanciarse de la ortodoxia israelita, las primeras generaciones cristianas afirmaron la
libertad de conciencia y reivindicaron la libertad de culto, rechazando toda forma de coacción
religiosa” (G. ALBERIGO, Instituciones eclesiales para salvaguardar la ortodoxia:
Concilium 212 (1987) 105).

La ortodoxia pertenece a las Escrituras y a la Tradición:

El mismo Nuevo Testamento tiene la idea de que la fe cristiana tiene que permanecer
fiel a sí misma, mantener su autenticidad y no admitir mezcla con doctrinas extrañas aparece
en el Nuevo Testamento. Sin embargo, pertenece en realidad tanto a las Escrituras como a la
Tradición, pues ya se ha visto que son dos referencias coordinadas. La preocupación por la
“ortodoxia”, en el sentido etimológico de la palabra, o sea por el mantenimiento de la
autenticidad de la fe frente a las desviaciones que la acechaban, se expresa ampliamente en
las epístola pastorales (1 Tim 6, 3-6; 2 Tim 4, 1-4; Tit 3, 10-11). Hay maestros que enseñan
doctrinas distintas de la verdadera fe (1 Tim 1, 3; 6, 3: heterodidáscalos). El autor aconseja
evitar “las vanas palabrerías de los impíos y las contradicciones de la falsa ciencia
(pseudognosis)” (1 Tim 6, 20). Estos pseudoprofetas y pseudodidácalos aprecen en 2 Ped 2, 1
como capaces de introducir en el pueblo doctrinas perniciosas. Se emplea ya el término
hairesis, que oscila entre el sentido de escuela, de secta o de facción con el significado cada
vez más peyorativo (1 Cor 11, 19; Gal 5, 20; 2 Pe 2, 1; Tit 3, 10), lo mismo que habían
hecho los judíos a propósito de los cristianos (Hech 24, 5:  τv Ναζαραιv αρεσις).

Se expresa en la polémica emprendida por Pablo contra los gálatas judaizantes,


cuando proclama el anatema contra todo el que anuncia un evangelio diferente del que él
mismo ha proclamado ( Gal 1, 8-9). La encontramos de nuevo en la decisión colegial de los
Hechos de los apóstoles en relación con la negativa a imponer las observancias judías a los
cristianos procedentes del paganismo (Hech 15). La interpretación retrospectiva que ve en
esta reunión el “concilio de Jerusalén” expresa una profunda verdad. La primera decisión (el
término dogma se emplea en Hech 16, 4), que bajo la forma de una norma disciplinar cubría
una afirmación doctrinal de capital importancia para el porvenir del cristianismo, fue tomada
por una asamblea colegial compuesta de “apóstoles y de ancianos” (Hech 15, 6).

Esta asamblea ofrece el modelo simbólico de las futuras reuniones conciliares de los
obispos “sucesores de los apóstoles”. Aunque todavía no existan los instrumentos
institucionales para proponer como oficial una doctrina, como por ejemplo los concilios,
existe sin embargo una conciencia viva de que la fe cristiana supone una normatividad, o una
regla, o también unos artículos de la fe.

En el mundo pagano esta palabra indicaba una actitud, una corriente, una escuela o
secta filosófica. En el mundo judío, Josefo designa con este mismo término los cuatro
movimientos de fariseos, saduceos, esenios y los partidarios de Judas Galileo. Esta
preocupación persiste en los escritos apostólicos. La preocupación por la normatividad de la
fe es una constante desde el principio. Pertenece al discurso cristiano más primitivo. Está
presente en las crisis que acechaban la unidad de las comunidades.

Sin olvidar estas precauciones al hablar de ortodoxia y herejía, también hay que
reconocer que por relación a este período ya hay indicaciones que la aluden a la normatividad
de algunos principios. Así ya la Didaché (11, 3) habla de la “doctrina (δόγμα) del evangelio”
(to dogma tou euaggeliou: 11, 3: PApost 89). Se trataba del Evangelio y de su mensaje, de su
autoridad única en el orden de la fe y de las condiciones de fidelidad a su verdad. En aquella
época el sentido de la palabra dogma oscila entre “decisión” y “doctrina”. En realidad el
término aquí designa algo que ya existía. Por supuesto, hay que evitar todo anacronismo,
pues aquí no tiene el sentido del Vaticano I, para el que es dogma de fe toda verdad revelada
por la Palabra de Dios y propuesta para creerla, en cuanto revelada, por el magisterio de la
Iglesia (Dz 3011).

Clemente de Roma se muestra preocupado sobre todo por restablecer la paz en el


nuevo conflicto que había surgido en Corinto por culpa de los que habían destituido a los
“espíscopos” o “presbíteros” de la comunidad, recuerda sin embargo a los cristianos la
importancia doctrinal de la decisión que han tomado al deponer a sus ministros. Ignacio
también habla contra los judaizantes. También él insiste en la unión de la comunidad en torno
al obispo, su presbiterio y sus diáconos. Exhorta a los Tralianos a “usar sólo del alimento
cristiano” y a “abstenerse de toda hierva ajena, que es la herejía”, es decir, de las opiniones
que “entretejen a Jesucristo con sus propias especulaciones, presentándose como dignos de
todo crédito”, ya que “manteniéndoos inseparables de Jesucristo Dios, de vuestro obispo y de
las ordenaciones de los apóstoles” (Ad Tral VI, 1-2 y VII, 1: PApost 470) es como los
cristianos permanecen “puros” y encuentran la verdad del Evangelio.

Justino, a pesar de ser tan abierto, escribió un Tratado contra todas las herejías y otro
Contra Marción, que se han perdido. Con Justino los dos conceptos de ortodoxia y herejía se
formalizan el uno respecto al otro. Los apologistas, que siguieron a Justino, son testigos de
esta convicción de la incompatibilidad entre “las enseñanzas de la verdad” y las “doctrinas de
extravío, quiero decir, de las herejías” (TEÓFILO DE ANTIOQUIA, Ad Autolycum II, 14:
PApol 804). A esta primera generación de herejías tuvo que hacer frente un nuevo tipo de
discurso, el discurso antiherético. Ireneo se convertirá en el gran defensor de la fe de los
apóstoles contra el conjunto de las doctrinas gnósticas.
Ireneo intenta refutar a los gnósticos en tres tiempos: los dos primeros se sitúan en el
nivel de la razón, el tercero en el de las Escrituras y de la regla de la fe. El primer tiempo
consiste en una larga exposición de las doctrinas gnósticas: el pleroma valentiniano de
Tolomeo, los otros sistemas valentinianos y la genealogía de la gnosis de Simón el Mago. El
segundo tiempo consiste entonces en una refutación por la razón “bajando a su propio
terreno, a fin de poder refutarlos por medio de sus propias enseñanzas” (Ibid. II, 30, 2: 247).
Pero no basta una refutación por la razón. Los gnósticos abusan de las Escrituras y por tanto
hay que responderles en este terreno. Será el tercer tiempo de la refutación. Ireneo emprende
entonces una larga demostración “por las Escrituras” (libro III)-IV). Este paso a las
Escrituras es también un paso a la exposición de la fe en el respeto a su regla tradicional,
resumida bajo la forma de un Credo con dos miembros: “un solo Dios, un solo Cristo”.

La apología contra la gnosis seguirá siendo objeto de un esfuerzo considerable por


parte de los autores cristianos hasta mediados del siglo III, con Clemente de Alejandría y
Orígenes, Hipólito y Tertuliano. Pero este trabajo semántico, ligado a la refutación de las
herejías presentes, no es en primer lugar un acto de exclusión, aun cuando la polémica de la
época se exprese en términos de una radicalidad irreductible entre dos doctrinas, cuyo sentido
parecía vital respecto a la fe recibida de los apóstoles. El mundo doctrinal de la gnosis no
puede conciliarse con el cristianismo.

En este esfuerzo Tertuliano se mostrará un campeón terrible, poniendo al servicio de


la apología todos los recursos de la dialéctica jurídica y de la retórica, de los que era un
especialista. En su Tratado de la prescripción contra los herejes se siente la influencia de la
teología de la tradición y de la sucesión apostólica de Ireneo. Como su predecesor, Tertuliano
opone firmemente a sus adversarios la regla de la fe, bajo la forma de un Credo trinitario.
Opina que esta regla, instituida por Cristo, conserva una prioridad absoluta sobre cualquier
otra consideración. Pero antes de emprender el debate a propósito de las Escrituras, plantea
una cuestión precisa; en término jurídicos opone una “prescripción”, es decir una declaración
de inadmisibilidad que impide entrar en el contenido del debate. Tertuliano opina, en efecto,
que los herejes son los querellantes y que él es el defensor; pretenden argumentar a partir de
las Escrituras, mientras que él intenta cerrarles el paso. No tienen derecho sobre las
Escrituras, dado que éstas no les pertenecen. Hacerles esta concesión es ya reconocerles
como rivales con igualdad de derechos; y no es éste el caso. Para probar esta inadmisibilidad,
Tertuliano demuestra que sólo las Iglesias cristianas se remontan a los apóstoles, mientras
que las herejías se introdujeron más tarde. Es manifiesta la anterioridad de la verdad sobre le
error; la verdad “está en su derecho de posesión”, en el sentido jurídico del término. Ireneo
hacía ya valer la anterioridad de la fe respecto al carácter reciente de las herejías. Pero en él
el debate metodológico se abría sobre la argumentación misma. Tertuliano intenta
“prescribirla”, al menos en esta obra.

El discurso dirigido contra las herejías no ha hecho más que comenzar y en adelante
se irá desarrollando en las sucesivas generaciones. En adelante, las herejías aceptarán
formalmente la regla de la fe, pero darán de ella una interpretación que se considerará
ruinosa. Las primeras nacerán en torno a la Trinidad, a partir del momento en que se plantée
por sí mismo el problema de la unidad y del número en Dios. Pero en todo caso hay que
mantener en todo momento el misterio de la fe. Si la expresión “la norma crea el error”, que
dicen algunos p. 40, encierra su parte de verdad, esta verdad es dialéctica y va ligada a la
verdad recíproca: “el error crea la norma”. Incluso puede decirse que la segunda fórmula
tiene una prioridad cronológica: una serie de desviaciones en el terreno de la fe, que se
manifestaron desde los últimos escritos del Nuevo Testamento y que se extendieron a
continuación, suscitó en la Iglesia otra serie de decisiones y de instituciones ordenadas al
mantenimiento de la autenticidad de la misma fe. En cuanto a la acusación de “exclusión”,
hay que tener presente que el vínculo dialéctico que reúne a la ortodoxia y a la herejía hace
que se determinen la una por la otra.

2. ELEMENTOS DE LA TRADICIÓN:

El contenido del “orden de la tradición”, considerado como regla de fe, se basa en tres
elementos fundamentales y solidarios entre sí: sucesión apostólica, el canon de las Escrituras
y el Símbolo de la fe. Los tres se presuponen y se sostienen mutuamente en el organismo
vivo de la tradición: es imposible que sobreviva uno de ellos sin los otros. Estos elementos de
la tradición no se especifican por su orden cronológico, pues son simultáneos, pero por su
importancia y transcendencia el primero es de las Sagradas Escrituras. El canon es un
elemento primordial del “orden de la tradición”, aunque no sea el primero en el tiempo.

Un elemento del “orden de la tradición”, que merece un capítulo propio, es el canon.


La Sagrada Escritura en un sentido global era para los cristianos del siglo segundo tan sólo
el Antiguo Testamento. Pero como instancia superior estaba Jesús, el Kyrios. De esta
autoridad gozan también, consecuentemente, los apóstoles del Señor y su círculo más
inmediato. En un principio esta autoridad se basaba únicamente en la tradición oral, pero más
tarde también en los escritos que recogían esta tradición. Con el tiempo perdió la primera su
vigor y se apreció cada vez más la fijada por escritos. Con ello se constituyeron una serie de
libros cristianos, que no eran sagrada Escritura, sino la continuación de la voz viva del Señor.
Con la muerte de los apóstoles e inmediatos colaboradores, ya bien entrado el siglo segundo,
esa “voz del Señor” se consideró más como “algo escrito”. Entonces se parangonó como tal
con las obras que componían en Antiguo Testamento.

En el siglo segundo no se crea, por tanto, una canonicidad, sino simplemente la


conciencia refleja del carácter escrito de esa norma superior que era el Kyrios. El canon, por
consiguiente, existía desde el principio entre los cristianos. Sólo como escrito se reconoce
más tarde, y la Iglesia lo constituyó como canon. Para este proceso fueron necesarios los
pasos previos de la reunión de esos escritos en un corpus, la lectura pública litúrgica, etc. En
un estadio posterior, el problema no será ya le canon en sí, sino su exacta delimitación, lo
cual será ya otra cuestión distinta. El proceso es, pues, una línea que va desde la aceptación
canónica de la tradición oral hacia la aceptación refleja, como canónica, de la tradición
escrita. No se excluye que las luchas y polémicas contra los herejes, tales como Marción,
hayan impulsado o acelerado este proceso como circunstancias históricas, pero no como
factores decisivos.

La urgencia de la misión cristiana ante los gentiles provocó en seguida un


discernimiento entre los elementos judíos contingentes y el mensaje evangélico. Existe en
esta cuestión, desde el principio y al mismo tiempo, un problema de herencia, con lo que
implica de asimilación y recepción de una tradición, y un problema de diferenciación, con lo
que implica de discernimiento y novedad. El primero se plantea porque el cristianismo nace
del judaísmo. El cristianismo primitivo tenía sobre sí grandes dosis de cultura judía. Esta
asimilación del judaísmo debe considerarse como un fenómeno espontáneo y natural, pues el
cristianismo deriva genéticamente del judaísmo. Pero la integración de elementos judíos es
una operación delicada, porque es decisiva para el futuro del cristianismo. El tema de la
diferenciación se hace necesario, porque estos procesos tenían sus insidias, como por ejemplo
el riesgo de reducirse a la categoría de exclusivo pueblo elegido. Pero la fuerte conciencia de
la universalidad de la iglesia pudo resistir a diversos peligros de sectarismo y superar la
tentación de la sinagoga.

El marco judeo-cristiano:

La existencia de este judeo-cristianismo primitivo tiene una gran importancia


doctrinal. En efecto, hay que situarlo en la línea de las enseñanzas de Pablo sobre el injerto
de los judíos en el olivo de su propia tradición (Rom 11, 16-24) y sobre el cuerpo de la
Iglesia cristiana, que está constituido por la reconciliación de los paganos y de los judíos (Ef
2, 11-16).

En el marco del mismo judaísmo las enseñanzas de Jesús podían admitir diversas
interpretaciones. Algunos pensaban en el perfeccionamiento del judaísmo en el marco
nacionalista, pero esa vía se manifestó impracticable y, además de ser objeto de tensiones en
la primera comunidad, terminará reduciendo esos grupos a movimientos marginales. Pero
para otros el mensaje de Jesús permitía tomarlo como punto de partida de una religión con
vocación universal. Esta conciencia de la universalidad de su mensaje de salvación hizo a la
Iglesia primitiva más sensible a la empresa de la evangelización del mundo antiguo. Lo que
ahora interesa subrayar es que, la fuerza que guía su difusión en el mundo antiguo, responde
al movimiento natural de una religión que nació con espíritu universal.

Los judeo cristianos, por consiguiente, propusieron a sus hermanos de raza así como a
los paganos los misterios de la fe usando en concreto categorías y estructuras apocalíptica tal
como se había elaborado y cultivado en el judaísmo contemporáneo. Practican una exégesis
del Antiguo Testamento análoga a la de los judíos de la diáspora (Filón y los autores
alejandrinos) y siguen otras interpretaciones de las Escrituras próximas a los escritos
palestinos atribuidos a los autores bíblicos. Con este sistema presentaron por primera vez una
teología razonada de los elementos principales del Nuevo Testamento. Su acción está guiada
por los métodos de esta tradición, que interpretan creativamente los textos, pero haciendo
intervenir ya el argumento profético relativo a Cristo. Contribuyen así a proponer los
fundamentos de la interpretación cristiana de las Escrituras. De esta manera constituyeron un
puente entre exégesis judía y la exégesis cristiana posterior.

En la nueva comunidad se conservan muchos elementos judíos. Es lo que se


denomina judeocristianismo, término que se aplica a realidades muy diversas, incluso en la
perspectiva doctrinal nuestra. Para unos, el término se refiere a una secta cristiana, llamada
en el siglo II ebionitas, cuya rígida observancia judía terminó negando el origen divino de
Cristo. Hubo, sin embargo, otro tipo de judeocristianos, perfectamente ortodoxos en cuanto a
la fe cristiana, que tienen dificultades para definir los límites de la observancia de las
prescripciones rituales de la Ley mosaica. Otros, partiendo de la literatura hoy conocida, dan
un concepto más amplio. Se llama judeo-cristianismo a una forma cristiana de pensamiento,
que no implica la existencia de lazos con la comunidad judía, pero que se expresa en un
cuadro modelado por el judaísmo. La denominación comprende así a unos hombres que han
roto por completo con el ambiente judío, pero que siguen pensando en sus categorías. Este
judeo-cristianismo fue evidentemente el de los cristianos venidos del judaísmo, pero también
el de algunos paganos convertidos. En todo caso lo que interesa reconocer ahora es que
incluye a cristianos perfectamente ortodoxos. El término de judeo-cristianismo se aplica a
realidades muy diversas, incluso en la perspectiva doctrinal nuestra.

- Para unos, el término se refiere a una secta cristiana, llamada en el siglo II ebionitas, cuya
rígida observancia judía terminó negando el origen divino de Cristo. Otro nombre para
denominar estos ambientes Además de este grupo son conocidos también los elkasaítas y
algunas sectas baptistas, de ambientes semejantes, para quienes el cristianismo era un
judaísmo purificado. Se caracteriza este movimiento cristiano por sus doctrinas de
cosmología angélica: teofanías de Dios; las observancias mosaicas: prohibición de comer
carne sofocada, carne inmolada a los ídolos y abstenerse de la ‘porneia’; una cristología de
corte ebionita: consideran a Cristo como un profeta. Este judeocristianismo es ascético e
inspira obras apócrifas, que terminó negando el origen divino de Cristo (H. J. SCHOEPS, El
judeocristianismo, Alcoy 1968). En efecto, hubo judeo-cristianos cuya cristología de tipo
adopcionista reconoce ciertamente en Jesús a un profeta, pero no al Hijo de Dios.

- Pero no se puede reducir el influjo del judaísmo a estos movimientos opuestos al


cristianismo. En efecto, hubo otro tipo de judeocristianos perfectamente ortodoxos en cuanto
a la fe cristiana. Por eso, otros lo refieren a los cristianos que daban valor permanente a la
Ley mosaica, pero tienen dificultades para definir los límites de la observancia de las
prescripciones rituales (M. SIMON, Verus Israël, París 1964). Por eso, hoy se acepta la
existencia de un cristianismo expresado en esas categorías, sin que implique ningún concepto
negativo.

- Otros dan un concepto más amplio. Danielou define así el judeo-cristianismo a partir de la
literatura conocida: “Se puede... llamar judeo-cristianismo a una forma cristiana de
pensamiento cristiano que no implica la existencia de lazos con la comunidad judía, pero que
se expresa en un cuadro modelado por el judaísmo. La palabra tiene entonces un sentido
mucho más amplio.... Comprende también a unos hombres que han roto por completo con el
ambiente judío, pero que siguen pensando en sus categorías... Este judeo-cristianismo fue
evidentemente el de los cristianos venidos del judaísmo, pero también el de algunos paganos
convertidos” (J. DANIELOU, La teologia del giudeo-cristianesimo, Bolonia 1974, 17; M.
SIMON-A. BENOIT, Giudaismo e cristianesimo, Bari 1978. 236-254).(Ib. 17-18). El marco
de este pensamiento judío es el de la apocalíptica: “El elemento específico de semejante
teología consiste en el hecho de que se expresa en el contexto del pensamiento judío, es
decir, el de la apocalíptica. Es una teología visionaria” (Ib. 4). En este sentido todos los
cristianos son judeocristianos.

Los escritos que atestiguan la existencia de un ambiente en el que usando categorías


del Antiguo Testamento expresaban su fe en la vida de Jesús proceden de ambientes muy
variados. Los hay de lugares tan distantes como Siria y Egipto, Asia Menor y Roma o Grecia.
En realidad casi todos proceden el regiones ajenas a Palestina. La historia de la segunda
mitad del siglo primero fue tan agitada en Palestina que muchos tuvieron que emigrar a otros
sitios. Muy pronto la primera comunidad de Jerusalén se dispersó llegando algunos a
Antioquía, donde, hacia el 50, reciben el nombre de cristianos . Dos lustros después la
destrucción del templo por parte de Tito provocó otra segunda oleada de emigraciones. Por
eso esta literatura es la prueba de la expansión del cristianismo por las ciudades del
Mediterráneo de la mano de judíos cristianos.

Esta literatura comprende, en primer lugar, un conjunto de apócrifos del Antiguo


Testamento, de los que son muy conocidos una Ascensión de Isaías y un libro denominado
como II Henoc, que transmiten ese ambiente apocalíptico propio de esas comunidades. Al
lado de estos ha otra serie de apócrifos del Nuevo Testamento, de los que son muy conocidos
un Evangelio de los nazarenos, un Evangelio de los Ebionitas, un Evangelio de los hebreos,
que conserva la tradición evangélica de los judeo-cristianos venidos de Palestina y un
Evangelio de los egipcios. También son importantes otra serie de escritos referidos a
personajes ilustres como Pedro, que comprende un Evangelio, unos Hechos y un Apocalipsis.
Como se puede apreciar es un el ciclo como el canónico de Juan en Asia Menor. El modo de
producción de estos escritos y su contenido tienen semejanza con los escritos canónicos, pero
también diferencias. En todo caso ilustran que la fe en Jesucristo se expresó en un primer
momento con categoría sacadas del fondo de la cultura del Antiguo Testamento. A este
movimiento se le asigna también obras tradicionalmente catalogadas entre los Padres
apostólicos, como la Didaché y por ejemplo la Carta a los corintios de Clemente de Roma, la
Carta de Bernabé, El Pastor de Hermas y hasta en cierta medida las Cartas de Ignacio de
Antioquía. Hay, pues, un amplio campo de expresiones del judeo-cristianismo (J.
DANIELOU, La teologia del giudeo-cristianesimo, Bolonia 1974, 15-78).

2.1. La escrituras del Antiguo Testamento:

La herencia judía se recibe en el cristianismo genéticamente, como un organismo que


deriva de otro. Esto resultó problemático, pero en definitiva por unos motivos o por otros
entran en el cristianismo grandes dosis de judaísmo. Asumen la categoría de "nuevo pueblo
de Dios" y en consecuencia herederos legítimos de las promesas de salvación manifestadas en
Cristo. Pero al mismo tiempo que se asumen elementos substanciales como el sentido
universal de la historia, también permanecen otros restos más contingentes. Las primeras
generaciones de cristianos todavía siguen bajo el influjo judío: la Didaché tiene influjos
legales; el Pastor apocalípticos; Bernabé reacciona contra los judíos.

Desde el principio el cristianismo no careció de sagradas Escrituras, pues Jesús era un


buen judío, que había aceptado la autoridad religiosa de los libros sagrados, como
procedentes de Dios. En realidad las discusiones de Jesús sobre estos libros no era para
negarlos, sino para ofrecer una interpretación más plena y acorde para sus contemporáneos.
La misma actitud tienen sus seguidores, que incluso se consideran el “verdadero Israel”.
Pronto en la Iglesia se difunde la convicción de que la figura y la obra del Señor no era más
que la plasmación histórica de las promesas y de las profecías del Antiguo Testamento.
Desde el comienzo la Iglesia cristiana tiene como autoridad escrita el Antiguo Testamento.

De modo más general, el cristianismo se presenta como el verdadero y nuevo Israel,


heredero de las promesas de la alianza y fruto del progreso natural de la revelación
inmemorial. Los primeros escritores cristianos usan el denominativo “nuevo Israel”, para
referirse a la Iglesia. De modo instintivo la Iglesia proclamaba ser el Nuevo Israel y en
cuanto tal heredera del antiguo Israel. Los Padres usan esta expresión, con el fin de mantener
la continuidad histórica con la revelación del Sinaí y así legitimar el uso de los libros del
Antiguo Testamento.

La Sagrada Escritura en un sentido global era para los cristianos del siglo segundo
tan sólo el Antiguo Testamento. Pero como instancia superior estaba Jesús, el Kyrios. De esta
autoridad gozan también, consecuentemente, los apóstoles del Señor y su círculo más
inmediato. En un principio esta autoridad se basaba únicamente en la tradición oral, pero más
tarde también en los escritos que recogían esta tradición. Con el tiempo perdió la primera su
vigor y se apreció cada vez más la fijada por escritos. Con ello se constituyeron una serie de
libros cristianos, que no eran sagrada Escritura, sino la continuación de la voz viva del Señor.
Con la muerte de los apóstoles e inmediatos colaboradores, ya bien entrado el siglo segundo,
esa “voz del Señor” se consideró más como “algo escrito”. Entonces estos escritos se
equiparan como tales con las obras que componían en Antiguo Testamento.
El canon judío del Antiguo Testamento:

La actitud de los primeros cristianos hacia el canon del Antiguo Testamento refleja la
situación de su carácter no definitivo o cerrado. El judaísmo tenía su colección de libros
sagrados, “santos”, antes de que naciera el cristianismo. El canon judío no estaba cerrado en
tiempos de Jesús. Casi todos reconocían la autoridad de “la Ley y los profetas”. Sin embargo,
los saduceos, conservadores, rechazaban los 'profetas' como escritos sagrados; los
'hagiógrafos' (los escritos, heb. ketubim) gozaban de prestigio y algunos pseudoepígrafos casi
alcanzaban la validez canónica. Pero la lista oficial sólo fue ratificada en el sínodo de rabinos
de Jamnia hacia el 90 d. C. En la práctica el canon judío se cerró con la época apostólica y
era natural que la Iglesia la hiciera suya. Sólo a finales del siglo I o inicios del II se cerró
definitivamente el canon “masorético”, con inclusión de los hagiógrafos y exclusión de los
pseudoepígrafos ‘apócrifos’; así surgió el canon judío tripartito, que constaba de ‘la Ley, los
profetas y los escritos’. La investigación reciente ha concedido demasiada importancia el
papel que tuvo para la determinación del canon la reunión impropiamente llamada “sínodo”
judío de Yabné o Jamnia (entre el 75 y el 117); éste se contentó con zanjar un litigio sobre el
uso del Cantar de los Cantares y sobre la canonicidad del Qohelet. Lo característico de esta
lista es que no recoge más que los libros escritos en hebreo. Son los libros que hoy llamamos
“protocanónicos”, que son recibidos por todos los judíos y todos los cristianos. En el siglo
XVI los reformadores volvieron a este cano palestino estricto.

La Sagrada Escritura del judaísmo de la diáspora, los Setenta, difería en número y


orden de la del judaísmo palestinense. El judaísmo helenista se mostraba más acogedor con
los libros recientes, algunos de los cuales habían sido compuestos directamente en griego. Se
trata de los que el judaísmo palestino llamaba “los libros exteriores” y que hoy se designan
como “déutero-canónicos”: fragmentos griegos de Ester, Judit, Tobías, 1 y 2 Macabeos,
Sabiduría, Ben Sirac (o eclesiástico, libro que pasó de la primera categoría a la segunda),
Baruc, los capítulos 13-14 de Daniel y algunos otros. Esta lista más amplia tiene como base
la traducción griega de los Setenta, es decir la que se hizo en Alejandría a partir del siglo III
a. C.

Una leyenda que recoge la Carta de Aristeo, documento del siglo II a. C., contaba
cómo la “Ley de los judíos había sido traducida del hebreo al griego por 72 sabios judíos de
Jerusalén, llegados expresamente a Alejandría con esta finalidad, a petición del rey Tolomeo,
y que habían acabado su tarea en 72 días”. Esta leyenda conoció un gran éxito primero en
Filón y luego en los autores cristianos, Justino, Ireneo, Clemente de Alejandría, Tertuliano,
Cirilo de Jerusalén, Eusebio, Epifanio, Crisóstomo Jerónimo, Hilario y Ambrosio, que la
ampliaron e hicieron de esta traducción un acontecimiento propiamente milagroso. La Iglesia
cristiana recibió con espontaneidad el texto de los Setenta, como atestigua el hecho de que
los escritos del Nuevo Testamento citan generalmente el Antiguo según esta traducción
griega y reconocen espontáneamente a estos escritos la autoridad de “Escrituras”, es decir, de
testimonio inspirado de la Palabra de Dios. Pero la colección cristiana de los Setenta fue algo
más estricta que la de los Setenta de los judíos (excluye a 3 Esdras, 3 y 4 Macabeos, los
salmos de Salomón...). Sin teorizar nunca sobre ellos, los autores del Nuevo Testamento
suponen adquirida la recepción de este canon de las Escrituras.

Los cristianos citan pasajes de las tres partes, que componía el canon judío, pero
aprecian por igual a los tres. En cambio, el uso sinagogal de la Escritura apreciaba más 'la
Ley' que 'los profetas'. Aducen incluso textos apócrifos como citas de la "Escritura" (I Cor
2,9; Lc 11,49; Jn 7,38; Jud 14s). Citan normalmente los LXX, aunque ésta se desvíe del
hebreo. Parece que el cristianismo primitivo no se preocupó de los límites exactos del canon
judío. Se encuentran reflexiones en este sentido desde la época en que el canon del NT
adquirió unos contornos claros. Melitón de Sardes, hacia el 180, realizó en Palestina
indagaciones sobre el "número y orden de sucesión de los libros antiguos" y ofrece un
catálogo de los escritos del AT, que coincide con el canon masorético (EUSEBIO, HE, IV,
26, 13s). Pero el influjo de los LXX hizo que los cristianos no aceptaran sin más el canon
masorético: hasta el siglo IV no se fijó definitivamente el canon veterotestamentario, pero
esta inseguridad en la extensión y la letra no merma la autoridad del mismo entre ellos.

Sin embargo, el hecho del uso de los libros veterotestamentarios es normal en el


Nuevo Testamento, de modo que los Padres se refieren a aquéllos con la expresión: "está
escrito". Por eso, se puede decir que la nueva comunidad nunca careció de Sagrada Escritura,
incluso antes de que se formara el canon del Nuevo Testamento. Es cierto que algunos
grupos cristianos sentían cierta repugnancia respecto al Antiguo Testamento, pero la
comunidad cristiana no se dejo fascinar por estas ideas.

La reacción de las primeras comunidades cristianas ante este hecho constituye un


momento crucial de la literatura antigua. La lucha entre quienes lo querían eliminar de la
Iglesia, o quienes lo conservaban fielmente en espíritu y letra y quienes lo querían adaptar a
las nuevas exigencias y a la novedad del mensaje cristiano representó un momento
fundamental del cristianismo primitivo. Prevalece la tercera opción, la adaptación a las
nuevas exigencias, de modo que el Antiguo Testamento conserva valor normativo y su
influjo se impone, sobre todo, por la presencia que del mismo hay en el Nuevo Testamento.

2.1.1. Reacciones del cristianismo primitivo ante el Antiguo Testamento:

El joven cristianismo se encontraba con un doble frente, para legitimar y justificar su


existencia. Por una parte, afirmar su autonomía y originalidad por relación a cualquier otra
religión, incluido el judaísmo. Pero, por otra parte, no podía proponerse como algo
desconectado de la historia humana por su misma aspiración universal. La justificación de su
advenimiento y la demostración de su verdad tenía que poner de manifiesto que había sido
prevista y anunciada en el pasado, remontando sus orígenes incluso a los comienzo mismos
de la historia. Para ello la herencia religiosa judía era un elemento fundante del mismo
mensaje cristiano. Por eso, al proponer la cuestión de la originalidad del cristianismo
primitivo hay que distinguir algunas razones apologéticas de otras que, en cambio, son de
contenido substancial.

De modo instintivo la Iglesia proclamaba ser el nuevo Israel y en cuanto tal heredera
tanto de la revelación como de las promesas hechas del antiguo Israel. Los Padres usan esta
expresión, para mantener la continuidad histórica con la revelación del Sinaí y así legitimar
el uso de los libros del Antiguo Testamento. Así escritores como Clemente romano, Bernabé
y Justino se referían a la Escritura: “Está escrito”, casi siempre teniendo presente la Biblia de
los judíos. Otros grupos cristianos en el siglo segundo se sentían incómodos con el Antiguo
Testamento o incluso lo rechazaban como completamente extraño al evangelio de Cristo.

En los dos primeros siglos la Iglesia admitió prácticamente todos estos libros como
inspirados. Las citas que tiene los Padres lo confirman. El recurso a los apócrifos en
Tertuliano, Hipólito, Cipriano y Clemente de Alejandría es frecuente. Hacia finales del siglo
segundo, cuando la controversia con los judíos se aclaró, comenzaron las dudas sobre los
libros déutero-canónicos. El mismo Melitón, hacia el 170, después de una visita a Palestina,
se convenció de que el canon hebreo era el competente. La reacción de las primeras
comunidades cristianas ante este hecho constituye un momento crucial de la literatura
antigua. La lucha entre quienes lo querían eliminar de la Iglesia, o quienes lo conservaban
fielmente en espíritu y letra y quienes lo querían adaptar a las nuevas exigencias y a la
novedad del mensaje cristiano representó un momento fundamental del cristianismo
primitivo.

1º. Conservación fiel en espíritu y letra: judeo-cristianismo heterodoxo:

Los esquemas que partían de la distinción entre cristianos de origen judío y cristianos
de origen pagano para explicar los orígenes del cristianismo resulta arbitraria, pues hoy se
sabe que los segundos tenían también muchas ideas judías y del Antiguo Testamento. El
influjo del judaísmo en el cristianismo e incluso la convivencia en algunos casos se ajusta
más a la historia.

El incidente de Antioquía entre Pedro y Pablo es consecuencia de la ambigüedad de la


conducta del primero, que podía inducir a los paganos a judaizarse (Gal 2, 14). Se trataba, sin
duda, de una comunidad muy identificada con algunos comportamientos judíos. La
superación de este obstáculo significó un paso decisivo en la evangelización. En ese contexto
se detecta que algunos cristianos mantenían formas de vida judía, particularmente la
circuncisión. El problema no era prohibirla a los judíos, sino evitar que se impusiera a los
paganos.

La conservación del Antiguo Testamento en espíritu y letra no era practicable después


de la toma de posición de San Pablo sobre el tema. Los judaizantes meticulosos no forman
parte de la nueva comunidad surgida de la predicación de Jesús, porque han quedado
anclados en el espíritu y letra del Antiguo Testamento. En realidad no se podría hablar de una
religión diversa del judaísmo, si la Iglesia primitiva hubiera tomado esta actitud ante el
Antiguo Testamento.

Algunos judeo-cristianos mantienen una postura rígida, que a finales de siglo termina
en la denominada la secta ebionita. Los ebionitas, cuya apelación se debe no a un personaje,
sino al término hebreo ebión, que significa “pobre”. Su cristología ve en la persona de Jesús
al mayor de los profetas, pero no al Hijo de Dios. Jesús nació de José y de María, fue elegido
por Dios en su bautismo. Rigurosamente monoteístas, los Ebionitas no pueden concebir una
fe en los tres nombres divinos. A su lado hay que mencionar a los Elkasaítas (del nombre de
un personaje, llamado Eljai, o más bien término que procede del hebreo y que significa
“fuerza oculta), conocidos por Orígenes e Hipólito y cuya doctrina es muy parecida a la de
los anteriores. De la misma opinión era Cerinto, Carpócrates y los diversos nombres que
presenta Ireneo como una genealogía de la gnosis. El judeocristianismo es ascético e inspira
obras apócrifas y el mismo milenarismo cristiano.

La integración de cristologías tan divergentes no era cuestión fácil para el


cristianismo naciente. Un primer discernimiento nos permite, según Turner, distinguir “una
tradición de la gran Iglesia, alrededor de la cual pululan las sectas heterodoxas” (resumen en
J. DANIELOU, o.c. 79-131). Por otra parte el judeo-cristianismo heterodoxo es también
prolongación de la heterodoxia judía. Porque el judaísmo encerraba en sí mismo la noción, si
no la palabra, de ortodoxia y heterodoxia. Al lado de la corriente central, conocía algunos
grupos cismáticos. Hegesipo, judío del siglo II llegado a la fe, habla con claridad de las siete
herejías que existían en el pueblo judío y que estaban en la fuente de la heterodoxia cristiana
(EUSEBIO, H.E. IV, 22, 2-3: BAC 1973, 244). El testimonio de Hegesipo invita a situar la
primera heterodoxia cristiana en la frontera del judaísmo heterodoxo samaritano y del
cristianismo (J. DANIELOU, o.c. 101). Este dato establece un vínculo con el hogar original
del gnosticismo “cristiano”, que parece tener su fuente en la gnosis judía pre-cristiana. En
todo caso, el judaísmo rabínico de la época polemizaba con los “herejes”, entre los que se
puede mencionar ciertamente a los judeo-cristianos.

En el siglo segundo todavía hay huellas de la existencia de este judeo-cristianismo


heterodoxo. Ignacio es testigo de una polémica cristiana muy antigua en contra de los
cristianos judaizantes; en unas fórmulas que se han hecho célebres afirma que “absurda cosa
es llevar a Cristo en la boca y judaizar. Porque no fue el cristianismo el que creyó en el
judaísmo, sino el judaísmo en el cristianismo” (Ad Magn X, 2-3: PApos 464 s.). Justino da su
juicio sobre esta comunidad: "Aquellos, en cambio, Trifón, de vuestra raza que dicen creer en
Cristo, pero que pretenden obligar a todo trance a los que han creído en El de todas las
naciones a vivir conforme a la ley de Moisés, o que no se deciden a convivir con éstos; a
éstos, digo, tampoco yo los acepto como cristianos" (Diálogo con Trifón XLVII, 3: ed. D.
Ruiz Bueno, Padres apologistas griegos, Madrid 1954, 380). Este gesto más que ningún otro
señala la ruptura definitiva de la Iglesia con el judaísmo. Pero también cabe decir que los
alejandrinos, con ocasión de la disputa de la pascua a finales del siglo segundo, todavía se
apelan a obispo de Jerusalén.

Una parte notable de la literatura judeo-cristiana es considerada actualmente como


“heterodoxa”. Por eso algunos hablan de la precedencia de la heterodoxia sobre lo que se
convertirá más tarde en la “ortodoxia” cristiana, pero esos planteamientos son más abstractos
que históricos. El punto principal de divergencia se refiere a la divinidad de Cristo, lo cual
significa que esa forma de pensar era anterior a las doctrinas de estos grupos, que van
quedando al margen del cristianismo. La cuestión de la divinidad de Cristo surgirá en nuestra
exposición, pero ahora valga decir que este hecho no fue consecuencia de categorías
mitológicas griegas, sino que ya se encuentra en la fe de los primeros cristianos judíos.

2º. Adaptación del Antiguo Testamento: la fe de los judeo-cristianos:

El diálogo entre cristianos y judíos, iniciado en la época apostólica, continuó


desarrollándose en los tiempos sucesivas. Lo esencial del debate opone a dos sistemas
coherentes de interpretación de las Escrituras: el sistema cristiano ve en Jesús al Cristo como
la clave de interpretación de las Escrituras. Por consiguiente, contradice radicalmente la
interpretación rabínica, para la que el Mesías está aún por venir, un Mesías cuya
manifestación gloriosa es imposible reconocer en la muerte ignominiosa en la cruz de Jesús
de Nazaret. Los cristianos siempre revindicaron como herencia suya las Escrituras del
Antiguo Testamento. Pretendían mantener así una fidelidad a las mismas, pero los judíos,
combatiendo justamente este punto, los acusaban de infidelidad radical a la ley de Moisés.
Las acusaciones judías denunciaban que el Mesías anunciado no podía ser el que había sido
ejecutado vergonzosamente en nombre de la ley. Estas acusaciones tocaban un punto sensible
de la fe cristiana. La separación de la joven Iglesia de la sinagoga incrementa este debate
teológico.

Lo más sorprendente de este proceso es que los cristianos no intentaron complementar


el canon judío de los rabinos, sino que adjuntaron una colección independiente de escritos,
como segunda parte, ciertamente con igual sacralidad y rango. Por eso, el nacimiento del
canon neotestamentario incluye tanto la cuestión del origen de un canon de escritos sagrados
cristianos cuanto la cuestión de su forma autónoma e independiente por relación al AT. No
basta con decir que el cristianismo tenía junto al AT otras autoridades como el Señor y los
apóstoles, pues este hecho sólo explica el desdoblamiento del canon cristiano en A. y NT,
pero deja abierta la pregunta de por qué se llegó tan tarde -y por qué se llegó sin más- a la
formación de un canon neotestamentario. El hecho de que el cristianismo usara el AT ofrece
criterios para el reconocimiento de la canonicidad de un escrito sagrado: un escrito cristiano
solamente posee el rango de ‘sagrada escritura’ y, por tanto, la validez canónica, si recibe el
mismo tratamiento que el AT. Es decir, si es utilizado como “Escritura”, y esto se comprueba
en el modo de citarlo. No basta con la mera citación, sino que sea citado como ‘escritura’, al
igual que el AT -con fórmulas como ‘dice la escritura’ (Gal 4,30), ‘como está escrito’ (I Cor
1,31; Rom 1,17 y passim o ‘dice el espíritu divino’ (Heb 3,7)-, para ser de idéntico rango que
el AT, es decir, es Escritura, es “canónico”.

El Antiguo Testamento es acogido en la Iglesia con valor normativo, pero no en todos


sus aspectos. La razón fundamental de esta acogida hay que verla en la presencia que el
Antiguo tiene ya en el Nuevo. El uso de los libros veterotestamentarios es normal en el
Nuevo Testamento. Por eso, los autores primitivos se refieren a la Biblia de los judíos con la
expresión: Está escrito... (CLEMENTE ROMANO, Ep. I, 23; 34, 6; 46, 2; BERNABÉ, Ep.
4, 7; 4, 11; 5, 4; 6, 12; JUSTINO, Diálogo, 16, 1; 28, 2; 32, 2; 56, 17). Es cierto que en el
siglo segundo hay grupos cristianos que sentían cierta repugnancia hacia el Antiguo
Testamento, por considerarlo extraño al evangelio de Cristo. Sin embargo, el respeto por él
no disminuyó ni siquiera cuando a finales del siglo segundo fueron reconocidos los textos del
Nuevo Testamento como un conjunto propio. Por eso, se puede decir que la nueva
comunidad nunca careció de Sagrada Escritura, incluso antes de que se formara el canon del
Nuevo Testamento.

Para la Iglesia en su conjunto el Antiguo Testamento era un libro que en cada página
hablaba del Salvador. Aristón de Pella es el autor de una Discusión entre Jasón (un judeo-
cristiano) y Papisco (un judío de Alejandría) a propósito de Cristo, escrita hacia el 140. En
polémica con el judaísmo, trata de demostrar el cumplimiento de las profecías del Antiguo
Testamento en Cristo. Pero este diálogo se ha perdido así como las apologías a los judíos de
Apolinar de Hierápolis. Fue conocido por Celso, Orígenes y Jerónimo, pero sólo ha llegado
el prefacio en versión latina. Justino es el primer testigo de una argumentación bíblica
organizada a partir de la relación entre los dos Testamentos. Intenta elaborar un discurso que
justifica la fe cristiana a partir de las Escrituras, es decir, en este caso el Antiguo Testamento,
que presenta como común denominador entre los competidores.

La importancia del Antiguo Testamento como norma doctrinal era muy grande en la
Iglesia primitiva. En primer lugar, la autoridad doctrinal del Antigo Testamento derivaba del
hecho de que, correctamente interpretado, era un libro cristiano. La convicción de Justino de
que las Escrituras hebreas no pertenecen a los judíos, sino a los cristianos, era compartida
universalmente (I Apol., 32, 2; Diálogo 29, 2). Segundo, esto era posible solamente porque
los cristianos se servían de un método exegético, que no está abiertamente contenido o
sugerido en el Antigo Testamento, pero que ellos consciente o inconscientemente creían
posible. Los apologistas, que afirmaban que se habían hecho cristianos estudiado solamente
las Escrituras, es decir el Antiguo Testamento, iban claramente más allá de lo que los hechos
consentían (JUSTINO, Diálogo, 8, 1; TACIANO, Oratio ad graecos 29). Bernabé admite
que esta lectura está iluminada por la revelación cristiana, cuando define su exégesis
cristocéntrica como gnosis (Ep. Barn., 6, 9; 9, 8, 10, 10; 13, 7). En tercer lugar, este
principio de interpretación no era una invención de principios del siglo segundo, sino que los
mismos apóstoles lo habían usado y hay motivos para pensar que el mismo Jesús creó los
precedentes. Justino reconoce este hecho explícitamente (I Apol., 50, 12). En tiempo de los
apologistas esta manera de leer la Biblia era una tradición en la Iglesia, que era deudora de
los apóstoles (JUSTINO, I Apol., 49, 5).

La argumentación será deliberadamente profética e intenta demostrar que el conjunto


de las profecías traza de antemano las características propias del acontecimiento Jesús de
Nazaret; ningún otro personaje bíblico las ha reunido en su persona. A la acusación de
infidelidad a la ley mosaica, Justino entabla un debate sobre la relación existente entre las dos
Alianzas. Porque el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob anunció él mismo una alianza más
perfecta (cf. Is 51, 4-5; 55, 3-5 y Jr 31, 31-32). Esta alianza nueva, eterna y definitiva,
destinada a todas las naciones “abroga” la primera al mismo tiempo que la cumple, ya que la
antigua mantiene toda su identidad espiritual. Esto explica por tanto el carácter provisional y
caduco de muchas instituciones mosaicas, impuestas a los judíos por causa de su dureza de
corazón, con una finalidad pedagógica en tiempos de la espera del Mesías (Diálogo cap. 10-
29). Justino intenta aprovechar los resultados de la demostración mesiánica para el caso en
que Trifón rechazase la de la divinidad y la preexistencia de Cristo (Diálogo cap. 54). Para
ello Justino utiliza dos momentos privilegiados de la existencia de Jesús, remitiendo a dos
grupos de profecías: su nacimiento virginal y su infancia, y luego su pasión y resurrección.

La segunda demostración, relativa a la preexistencia y a la divinidad de Jesús, se


apoyará en las teofanías del Antiguo Testamento que atestiguan que no es “otro Dios”, sino
un “Dios otro” el que se manifiesta y se dirige a los patriarcas. La Escritura, que hasta
entonces había sido apología bíblica, se convierte entonces en materia de demostración para
la fe.

Esta actitud hacia el Antiguo Testamento fue crucial, sin duda, para el cristianismo de
todas las épocas. De este modo salvaba algo fundamental para su fe: la unidad del género
humano y de su destino histórico. Esta relación daba también la posibilidad de manifestar
que, aunque la revelación de Cristo fuera algo reciente y nuevo, no obstante se remontaba a
un largo pasado inmemorial, que tenía tras sí toda una historia continua durante la cual había
sido presentida o anunciada. Ello da lugar a la teología del judeo-cristianismo, que se
desarrolla en comunidades ortodoxas y que permanece en algunos aspectos posteriores. Entre
lo aspectos más externos y vistosos, que acompañan el hecho central, pueden señalarse (cf.
capitulo.IºB, p. 13 s.).

Se pueden señalar algunos, como por ejemplo en el ámbito lingüístico, donde la


traducción de los LXX, usada por los cristianos, conserva pocas palabras hebreas (gehenna,
amen, satán), pero da lugar a que el cristianismo primitivo mantenga expresiones de origen
semita: siglos de los siglos, vanidad de vanidades, hombres de iniquidad, tierra de promisión,
viendo vemos, gozando gozaré. Siguen presentes los géneros literarios como la parábola,
forma narrativa hebrea; apócrifos, escritos no canónicos; apocalíptica, forma literaria
típicamente hebrea. Gran parte de la terminología técnica cristiana usa palabras griegas,
aunque con sentido específicamente cristiano en virtud del contenido hebreo: apóstolos,
baptízein, eucharistía, ekklesía, mysterion. El mismo nombre Christós=ungido se explica en
cuanto traducción griega del hebreo "Mesías", que indicaba el ungido por el Señor.

En el ámbito doctrinal la impronta judía está presente en la reflexión trinitaria, que


intenta explicar el carácter transcendente de Cristo, Hijo de Dios, y del Espíritu Santo
presentándolos en forma de ángeles. También algunos importantes nombres de Cristo:
Nombre, en cuanto que Cristo es revelación de Dios; Ley, en cuanto mandamiento y
prescripción de Dios. Añaden textos del Antiguo al Nuevo Testamento para dar base
escriturística a desarrollos importantes en la doctrina: por ejemplo, la importancia en la
doctrina trinitaria de Prov 8, 22-25 y Ps 109, 3. El influjo del relato de la creación del mundo
y del hombre y del pecado de Adán (Gen 1-3) constituyó el fundamento de la cosmología y
de la antropología patrística. La escatología presenta también influjos judíos en lo relativo a
la resurrección de los muertos y más específicamente en la cuestión milenarista, según la cual
antes de la catástrofe final y del juicio habría mil años de reinado de Cristo en la tierra (Ap
20-21). La liturgia, de carácter más conservador que la teología, presenta más ejemplos de
herencia judía. Las dos acciones fundamentales en la vida de la Iglesia, el bautismo y la
eucaristía, derivan de instituciones judías, aunque con significado radicalmente modificado.

En algunas sectas cristianas el influjo judío es aún más evidente: matriz judía del
gnosticismo; acusación de judaizante al adopcionismo, en virtud de la reducción de la
divinidad de Cristo a nivel meramente humano.

3º. Rechazo y creación de uno nuevo: la cuestión marcionita.

Los autores cristianos habían introducido sobre el Antiguo Testamento una


interpretación profética a la que añadieron la tradición apostólica, pero es cierto que algunos
grupos cristianos sentían hacia el mismo una cierta repugnancia Una excesiva interpretación
alegórica podía terminar en la heterodoxia, pero la comunidad cristiana no se dejo fascinar
por estas ideas. Al lado de la referencia al Antiguo Testamento, como Escrituras, la antigua
comunidad cristiana usaba de modo más o menos espontáneo, pero que servía para
interpretar estas escrituras, la autoridad de Jesús o el Señor.

El período que va desde el año 30 hasta finales del siglo I se pueden señalar tres
etapas diferentes. La etapa oral, que va desde la muerte de Jesús hasta los primeros escritos;
una segunda que se inicia con estos escritos la época de la misión paulina y una tercera etapa
cuando ya han muerto los primeros testigos, Pedro, Pablo y Santiago, el hermano del Señor,
hacia el 60. Esto obliga a los propios cristianos a reformular su propia identidad. Pronto la
expresión α γιαι γραφαί (santas escrituras) y otras semejantes como “sagradas”
comenzaron a atribuirse también a los libros cristianos.

3º.1. La cuestión marcionita:

Otros grupos cristianos, en cambio, se sentían incómodos con el Antiguo Testamento


o incluso lo rechazaban como completamente extraño al evangelio de Jesús. Marción, el
hereje de Sinope sobre el Mar Negro, que se separó de la Iglesia católica de Roma en el 144,
rechazó servirse de los métodos exegéticos corrientes en la Iglesia y encontró en
consecuencia que el Antiguo Testamento no podía conciliarse con el evangelio de Cristo. El
legalismo y la rígida justicia del primero no podía conciliarse con la gracia y el amor
revelado en el segundo. Ambos expresan dos concepciones antitéticas y opuestas de la
religión. Como historia de la humanidad y de la raza hebrea el Antiguo Testamento podría
ser del todo exacto y podría tener una valoración provisional en cuanto código de rígida
justicia, pero su autor es el Demiurgo, no el Dios de amor revelado en Cristo, y ha sido
substituido completamente por la nueva ley proclamada por el Salvador, decía Marción. s.
Los ataques de ciertos gnósticos, particularmente Marción, que rechazaban globalmente el
Antiguo Testamento, ponían en discusión también varios escritos del Nuevo Testamento,
mientras que, por otro lado, se multiplicaban los escritos llamados “apócrifos”.

Aceptando como literalmente verdadero el Antiguo Testamento, concluía que debía


haber dos dioses: un Demiurgo inferior que creó el universo, es decir el Dios del judaísmo, y
el Dios supremo dado a conocer por primera vez por Cristo. En todo caso Marción rechazaba
identificar el Demiurgo como el principio del mal. Pero su dualismo lo condujo a rechazar el
Antiguo Testamento y era natural que buscara canonizar, como alternativa, el grupo de
Escrituras en uso en su iglesia. Así san Pablo, declaradamente hostil a la Ley, era su héroe y
Marción consideraba sospechosos ciertos escritos cristianos que retenía estaban bajo el
influjo de una perspectiva judía. La lista que compiló comprende en efecto el evangelio de
Lucas, del que habían sido quitados todos los pasos de sospechosa fuente judía, y diez
epístolas paulinas, de hecho todas, menos las pastorales, análogamente expurgadas.

En ambientes gnósticos prevalece una actitud menos extremista que la de Marción,


pero igualmente divergente de la oficial. Un ejemplo lo da la famosa carta que el
valentiniano Tolomeo escribió a una catecúmena de nombre Flora (EPIFANIO, Haer., p. 33,
3-7). Ante todo rechaza tanto la tesis ortodoxa de que la ley mosaica sea obra del Dios bueno,
pues sus imperfecciones contradicen suficientemente esa idea, como la tesis contraria según
la cual se deba atribuir a un Demiurgo malvado. Sostiene después que el contenido del
Pentateuco se divide en tras secciones: una derivada efectivamente de Dios, otra de Moisés
en su cualidad de legislador y otra de los ancianos del pueblo. Por fin distingue tres niveles
en la parte que se atribuye a Dios: primero están aquellos preceptos divinos, por ejemplo el
Decálogo, que no implican alguna imperfección y que Cristo ha venido no a abolir, sino a dar
plenitud; segundo, ciertos mandamientos mixtos, en parte buenos y en parte malos, por
ejemplo la lex talionis, que Cristo substituyó definitivamente; por fin, están los que él llama
los mandamientos “típicos”, por ejemplo la leyes que se refieren al sacrifico y a las
ceremonias rituales, que tiene valor a condición de que sean consideradas no desde el punto
de vista literal, sino como tipos o figuras. De todo ello debería derivarse claramente que el
Dios que inspiró tal legislación tripartita no es el absoluto e inengendrado Padre, sino su
imagen, el justo Demiurgo.

Aunque estaba mejor dispuesto que Marción a reconocer el valor espiritual, al menos
de algunas partes del Antiguo Testamento, sin embargo Tolomeo estaba de acuerdo con él en
establecer una divergencia entre la antigua y la nueva ley. Opiniones de este tenor eran
inevitables cuando prevaleció la distinción gnóstica entre el supremo Dios desconocido y el
Demiurgo. Estos factores obligaron a la Iglesia a justificar la propia posición de modo más
explícito. Por eso algunos autores expresan su convicción de que la verdadera batalla del
segundo siglo se desarrolló en torno al valor del Antiguo Testamento. Líneas de esa
apologética las trazó Justino, cuando decía que Lía y Raquel prefiguraban la Sinagoga y la
Iglesia, y que la poligamia de los patriarcas era un “misterio” (oκovμία) (Diálogo 134, 2;
141, 4).

3º.2. La formación de canon neotestamentario:

Jesús no había escrito nada, pero sus palabras se transmitían cuidadosamente


mediante la tradición, en un primer momento oral. Jesús había proclamado su autoridad
situando su enseñanza incluso por encima de los preceptos de las Escrituras antiguas (Mc 10,
2; Mt 5, 21-48). Mientras vivieron los testigos oculares, entre los años 30 y 50, se recordaban
esas palabras del Señor en las reuniones litúrgicas y en múltiples ocasiones de forma oral.
Pero luego se sintió la necesidad de reunirlas en recopilaciones, que adquirieron por sí
mismas una importancia igual o superior a los ley y los profetas. Pronto en la Iglesia se
difunde la convicción de que la figura y la obra del Señor no era más que la plasmación
histórica de las promesas y de las profecías del Antiguo Testamento. De esta autoridad gozan
también, consecuentemente, los apóstoles del Señor y su círculo más inmediato. En un
principio esta autoridad se basaba únicamente en la tradición oral, pero más tarde también en
los escritos que recogían esta tradición. Así se constituyeron una serie de libros cristianos,
que eran ofrecían la voz viva del Señor. Con la muerte de los apóstoles e inmediatos
colaboradores, ya bien entrado el siglo segundo, estos escritos se equiparan como tales con
las obras que componían en Antiguo Testamento. Pronto la expresión α γιαι γραφαί (santas
escrituras) se atribuyen a los libros cristianos.

No se debe minusvalorar el significado de la acción de Marción, pero tampoco


elevarlo a creador del canon neotestamentario sin más. Algo así propuso Harnack para quien
Marción estuvo en el origen del canon católico. Pero este punto de vista es sorprendente,
porque la Iglesia tenía ya su colección más o menos definida, para ser más precisos, algunas
colecciones de libros cristianos que comenzaba a considerar, como se ha dicho antes, como
sagrada Escritura. Los dichos del Señor -lo demuestra el uso que hacen san Pablo y los
Padres más antiguos- habían sido cuidadosamente recogidos desde el principio (KELLY, 76:
textos). Hacia el 150 se encuentra ya que Justino conoce los cuatro evangelios, que él llama
“memorias de los apóstoles” (I Apol 66 y 67; Diálogo 103 y 106), de los cuales recuerda el
uso en los cultos semanales. Sería exagerado afirmar que constituían ya un corpus, pero
estaban en el buen camino para llegar a serlo. Una generación más tarde Ireneo diría que el
“cuádruple evangelio” era la cosa más natural del mundo (Adv. haer. III, 11, 8). Taciano
también había compuesto su Disatesseron, armonía de los cuatro evangelistas.

El primer elenco, o canon, de los escritos del Nuevo Testamento puede datarse hacia
la mitad del siglo segundo. Desde entonces era objetivo de primer plano para la Iglesia que el
Nuevo Testamento, como ya se llamaba entonces, tuviera el justo número de libros o de
libros exactos. La primera lista que poseemos, el llamado Canon de Muratori por el nombre
del erudito que la descubrió en el siglo XVIII, es más tardía. La fecha de este documento de
origen romano sigue siendo aún bastante incierta (entre el 200 y el 300 según los
especialistas). Este texto fue atribuido a Hipólito ya en el pasado. Comprende: los 4
evangelios, 13 epístolas de Pablo (excepto Hebreos), Judas, 1 y 2 de Juan, Apocalipsis.
Además la de la carta a los Hebreos, faltan en él Santiago y 1-2 de Pedro. Por otra parte se
encuentra en él un Apocalipsis de Pedro y El Pastor de Hermas. Se constata, por
consiguiente, una vacilación en algunos libros; esta vacilación tuvo lugar también sobre la
Primera carta de Clemente y de la Didaché, signo de la gran autoridad de que gozaban en las
Iglesias del siglo segundo. Estos acontecimientos urgieron la defensa del principio de
recepción de la totalidad de las Escrituras “sin añadidos ni recortes” por parte de Ireneo y de
Tertuliano.

Tres observaciones merecen hacerse, para concluir. Primera, que el criterio que al
final prevaleció fue la apostolicidad. Si no se podía demostrar que un libro provenía de la
pluma de un apóstol, o al menos que tenía detrás de sí esta autoridad, se rechazaba
perentoriamente, a pesar de que fuera edificante y popular entre los fieles. Segunda, que
ciertos libros permanecen por mucho tiempo al margen del canon, pero tampoco después
consiguieron entrar normalmente en el mismo, porque les faltaba este carácter indispensable.
Entre éstos: Didaché, Pastor de Hermas, Apocalipsis de Pedro. Tercera, que algunos libros,
que más tarde fueron incluidos en el canon, debieron esperar mucho tiempo antes de tener un
reconocimiento universal. Por ejemplo, la carta a los Hebreos, que fue sospechosa por mucho
tiempo en Occidente; el Apocalipsis, que era normalmente excluida en el cuarto y quinto
siglo, cuando estuvo e auge la escuela antioquena. La Iglesia occidental mantuvo un silencio
absoluto sobre Santiago hasta la segunda mita del siglo cuarto y las cuatro breves cartas
católicas (II Pedro, II y III Juan, Judas), ausentes en la mayor parte de las listas, que
continuaron siendo consideradas inciertas en diversos ambientes. Las Iglesias de Oriente y de
Occidente llegaron gradualmente a un opinión común sobre los libros sagrados. El primer
documento oficial que declaraba canónicos los 27 libros de nuestro Nuevo Testamento fue la
carta pascual de Atanasio en el año 367.
2.1.2. La unidad de los dos Testamentos:

Admitida la unidad de la Escritura, la Iglesia debía elaborar los métodos exegéticos


para interpretarla. El problema fundamental era determinar la relación precisa entre los dos
Testamentos. Como en un primer momento no existía el canon específicamente cristiano la
cuestión era la relación del Antiguo con la revelación de la que los apóstoles habían sido
testimonios. El problema se resolvió considerando el Antiguo Testamento como un libro que,
leído con ojos no velados, aparece del todo cristiano. Con esta actitud los teólogos y maestros
cristianos seguían el ejemplo de los apóstoles y de los evangelistas, incluso del mismo Jesús.
De todas las páginas de los evangelios se impone la evidencia de que el Verbo encarnado,
Jesús, tomó y aplicó a sí mismo y asumió, y al hacerlo así reinterpretó, las ideas claves del
Mesías, del Siervo sufriente, del reino de Dios, etc., que él encontró ya presentes en la fe de
Israel. En esta línea la esencia del mensaje apostólico fue la proclamación que en la
manifestación, en el ministerio, en la pasión, en la resurrección, en la ascensión del Señor y
en la sucesiva efusión del Espíritu Santo, las profecías antiguas habían sido cumplidas.

Ejemplos de esta praxis se encuentran ya en la I de Clemente. El punto focal de su


pensamiento es el Antiguo Testamento, que no es sólo la fuente del comportamiento
cristiano, sino que además aporta el prototipo del ministerio y de la liturgia cristiana (I de
Clemente 43). En el siglo segundo Justino declara con convicción al hebreo Trifón que “las
Escrituras son mucho más nuestras que vuestras. Porque nosotros nos dejamos persuadir con
mayor fuerza por ella mientra que vosotros las leéis sin entender su verdadero significado”
(Diálogo 29). Por eso exclama: "¿Cómo podríamos creer que un hombre crucificado sea el
primogénito de Dios engendrado, si no hubiéramos encontrado un testimonio nacido antes de
su venida como hombre, si no hubiésemos visto este testimonio exactamente cumplido? (I
Apol 53; Diálogo 29). El autor de la Predicación de Pedro imaginaba a lo apóstoles hablando
de Cristo y concluía: “Nosotros no decimos nada que sea separado de la Escritura”
(CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Strom., 6, 15, 128).

Otros, sin embargo, siguiendo a Filón, trataron de facilitar la tarea de interpretación


recurriendo a la alegoría. Para Bernabé el error fatal de los judíos fue dejarse engañar por el
sentido literal de la Escritura (Ep., 4, 7). Lo que Dios realmente exigía a su pueblo no eran
sacrificios cruentos, como parecía prescribir la Ley, sino un corazón contrito; no el ayuno del
cuerpo, sino la práctica de las obras buenas; no la abstención de ciertos alimentos, sino evitar
los vicios que simbolizaban (Ibíd., 9 s.). Bernabé dedujo una profecía del nombre del
Salvador y de su crucifixión incluso del número de siervos de Abrahán, 318, ya que las letras
griegas para escribir 18, es decir IH, indicando Jesús, y el 300 la T, significando la cruz
(Ibíd., 9, 7).
El principio ortodoxo de la unidad subyacente a la antigua y nueva alianza era
rechazado por gnósticos y marcionitas. La afirmación más completa de la posición ortodoxa
se encuentra en Ireneo. Uno de sus temas favoritos es que la ley de Moisés y la gracia del
Nuevo Testamento, ambas adaptadas a diferentes categorías de condiciones, fueron dadas por
el único y mismo Dios en favor de la raza humana (Adv. Haer., III, 12, 14; IV passim). La
legislación del Antiguo Testamento aparece menos perfecta que la del Nuevo, porque la
humanidad debía someterse a un progresivo desarrollo y la antigua ley estaba destinada a sus
primeras fases (Adv. Haer., IV, 13; 14; 38). No se debe concluir pues que fuera la obra de un
Demiurgo ciego y que el Dios bueno viniera para abolirla; en el sermón de la montaña Cristo
la cumplió fijando una justicia más íntima y más perfecta (Adv. Haer., IV, 12).

En los pasajes que constituían un escándalo para los marcionitas, como la historia de
Lot y la del botín tomado a los egipcios, era necesario descubrir el significado más profundo
del cual eran figuras y tipos (Adv. Haer., IV, 30-1). De modo análogo los profetas, no sólo
no habían conocido un Dios inferior, sino que habían tenido plena conciencia de todos los
acontecimientos de la Encarnación y podían comprender completamente la enseñanza y la
pasión del Señor (Adv. Haer., I, 10, 1; IV, 33, 12). La única diferencia es que la profecía, por
su misma naturaleza, era obscura y enigmática, ya que indicaba divinamente los
acontecimientos que serían descritos cuidadosamente sólo después de su realización histórica
(Adv. Haer., IV, 26, 1).

A partir de este tiempo se convirtió en un lugar común para los autores cristianos
reconocer la continuidad de los dos Testamentos. Se basaba en el hecho, puesto de relieve
por Teófilo de Antioquía, de que tanto los profetas como los evangelistas estaban inspirados
por el único y mismo Espíritu (Ad Autolicum 3, 12). La afirmación de la unidad de Dios,
puesta en peligro por las especulaciones gnósticas, era una premisa indispensable para refutar
la separación gnóstica de los Testamentos. Demostrar esa unidad fue el objetivo de Ireneo y
sus contemporáneos. Estos planteamientos de Justino (Dial 134, 1 y 141, 4), Ireneo (Ad
haer., IV, 13) y Tertuliano (Adv Marcionem 1, 19; 4, 11) prepararon el terreno para la
doctrina clásica que expresó así Agustín: "En el Antiguo Testamento el Nuevo está
escondido, en el Nuevo el Antiguo está revelado" (Quaestiones in Heptateucum 2, q. 73).

2.2. El mantenimiento de la regla de la fe: la sucesión apostólica:

Al lado de las Escrituras y de la tradición oral, hay todavía otra autoridad a la que se
hace referencia desde el principio: las manifestaciones del Espíritu. La dirección de las
diversas comunidades estaba en manos de los apóstoles y sus colaboradores, pero también se
habla de los maestros y de los profetas. La diversidad de carismas espirituales, le sugiere a
Pablo la idea de Cristo Cuerpo. Todos desempeñan un papel importante por participar del
mismo espíritu de Cristo. En virtud de la fuerza e inspiración de ese Espíritu podían
descubrir la voluntad de Dios para su comunidad. La autoridad de estos “hombres
espirituales” podía no sólo actualizar las palabras de Cristo, sino incluso recrear algunas. En
el siglo segundo el Pastor, una revelación escrita en Roma hacia el 150 por un laico piadoso,
llamado Hermas, demuestra que esta autoridad era viva. Hermas trata de proporcionar los
medios para distinguir la verdadera profecía de la falsa.

El montanismo:

A finales del siglo segundo desde Frigia se extiende por la Iglesia el montanismo, que
predicaba una renovación del cristianismo basada en los oráculos y en la autoridad de
algunos profetas y profetisas. Además de lo que este movimiento pudo influir en la
formación del canon, hay que subrayar había surge también la necesidad de limitar la
actuación del Espíritu. Pero si la conciencia cristiana de la posesión del Espíritu no favorecía
la formación de un canon propio, pues no había razón para otorgar a un determinado número
de escritos un grado superior de sacralidad al de otros y segregarlos como escritos sagrados,
tampoco tenía mucho interés por la sucesión apostólica. Es el fenómeno del montanismo, que
afecta a ambos aspectos.

El montanismo debe su nombre a Montano, sacerdote de ídolos según la tradición en


Frigia, que hacia el 156 comenzó a profetizar entre arrebatos (EUSEBIO, HE V, 16, 7). El
montanismo se denomina”nueva profecía”, por el fundamento de su discurso, y los
adversarios la llamaban “herejía frigia”, por el origen de su mentor Montano. Basa su
existencia en una interpretación muy personal de la revelación. En ella prevalecían las
manifestaciones extáticas y las predicciones proféticas sobre las mismas enseñanzas
apostólicas. Este grupo se refería a la Tradición ininterrumpida, pero prescinden de la
sucesión apostólica. Quedaban así en entredicho los legítimos ministros de las diversas
comunidades. En esta situación se hacía necesario acudir a una referencia no superpuesta a la
Biblia, pero sí que asegurase la trasmisión de la enseñanza revelada en el tiempo.

Algunos movimientos inspirados en el Espíritu derivan en la heterodoxia, como el


montanismo. Ya Hermas se lamentaba de la relajación de la Iglesia (Visión III, 3: D. RUIZ
BUENO, Padres Apostólicos, Madrid 1950, 963). Pero una cosa era lamentarse de la
relajación de la Iglesia, como Hermas, y otra buscar la renovación del cristianismo con
visiones espectaculares, como el montanismo. La doctrina de Montano apenas difería de la
ortodoxa. También ellos se referían a la tradición ininterrumpida. Pero se distinguían, como
se ha dicho, por la importancia que daban a los profetas y por el anuncio inminente de la
parusía que, por otra parte, tampoco eran puntos ajenos a muchos cristianos. Además,
preocupaba la importancia dada a las mujeres por Montano, que estaba contra la tradición
paulina 1 Cor 14, 33.

En Roma no se consideraron, en principio, un peligro para la organización


eclesiástica, pues solo se distinguían del resto de los cristianos por su ascetismo. Pero pronto
la Iglesia expulsará a los seguidores de este movimiento de la comunión. Los obispos se
preocuparán de este movimiento, porque negaba la legítima jerarquía, Zótimo de Coumane y
Julián de Apamea trataron en vano de confrontarse con Maximila. Por eso, tuvieron que
recurrir a los concilios (EUSEBIO, HE V, 16, 10). Este grupo del cristianismo primitivo ha
pasado a la historia, porque Tertuliano (+ 220) adhirió al mismo en los últimos años de su
vida, quien simpatizó con estas profecías. La evolución religiosa del gran teólogo africano es
muy compleja. A mediados del siglo tercero ya existían en Cartago algunos montanistas,
aunque en los escritos de Tertuliano del 197 no se menciona este movimiento. Algunos
estudiosos afirman que no se hizo montanista, sino que fue una acusación de Jerónimo y
Agustín.

El montanismo, el movimiento extático de Frigia, operó también en la dirección de


reforzar las referencias de la tradición. Con la creencia de que era instrumento de una nueva
efusión del Paráclito, se rodeó de algunas mujeres. En los “oráculos” de sus profetas los
montanistas vieron una revelación del Espíritu Santo que podía ser considerada una suerte de
las “antigua escritura”. Con la creencia de que era instrumento de una nueva efusión del
Paráclito, se rodeó de algunas mujeres. Además de lo que este movimiento pudo influir en la
formación del canon, hay que subrayar que surge también la necesidad de concretar y
delimitar la actuación del Espíritu. La conciencia generalizada de los cristianos de poseer del
Espíritu no favorecía tampoco el interés por la sucesión apostólica. Por eso, en la Iglesia se
siente la necesidad de establecer su propio elenco de escritos sagrados y ahora la sucesión
apostólica.

Tradición y sucesión:

En esta situación se hacía necesario acudir a una referencia no superpuesta a la Biblia,


pero sí que asegurase la trasmisión de la enseñanza revelada en el tiempo. La doctrina de
Montano apenas difería de la ortodoxa, pues este grupo también se refería a la Tradición
ininterrumpida, pero prescinden de la sucesión apostólica. Quedaban así en entredicho los
legítimos ministros de las diversas comunidades.

Ya Hermas se lamentaba de la relajación de la Iglesia (Visión III, 3). Pero una cosa
era lamentarse de la relajación de la Iglesia, como Hermas, y otra buscar la renovación del
cristianismo con visiones espectaculares, como el montanismo. En Roma no se consideraron,
en principio, un peligro para la organización eclesiástica, pues solo se distinguían del resto de
los cristianos por su ascetismo. Pero pronto la Iglesia expulsará a los seguidores de este
movimiento de la comunión. Los obispos se preocuparán de este movimiento, porque
negaban la condición de los legítimos ministros de la comunidad. Algunos obispos trataron
en vano de confrontarse con Maximila, una de las profetizas montanistas, pues les
preocupaba la importancia dada a las mujeres en contra de la tradición paulina 1 Cor 14, 33.
Por eso, tuvieron que recurrir a los concilios (EUSEBIO, HE V, 16, 10). Este grupo del
cristianismo primitivo ha pasado a la historia, porque Tertuliano (+ 220) adhirió al mismo en
los últimos años de su vida, quien simpatizó con estas profecías.

Por entonces comienzan a aparecer las primeras indicaciones de la teoría de los


ministros de la Iglesia que, en virtud de que habían recibido el Espíritu, eran los custodios
divinamente autorizados por la enseñanza de los apóstoles. Otra convicción de los Padres de
este período es que hay en la Iglesia encargados de la función eclesial de la enseñanza. Esos
hombres, los obispos, reciben su autoridad de la sucesión legítima que se remonta a aquellos
a los que confiaron los apóstoles las Iglesias. Su sucesión es una garantía de autenticidad de
la tradición recibida y enseñada. Esta convicción se remonta a Clemente de Roma; será
objeto de la verificación de Hegesipo y entrará en la teología por obra de Ireneo y Tertuliano.
Por su parte, Ignacio de Antioquía atribuía ya al obispo la función de velar por la unidad y la
autenticidad de la fe.

La misión recibida del Padre por Cristo en el Espíritu está en el origen de la tradición.
Ésta se expresa en particular en la sucesión apostólica de obispos, cuya finalidad es
precisamente permitir a la Iglesia seguir siendo fiel a una tradición auténtica. Esta instancia
de regulación de la fe aparece muy pronto en la literatura cristiana. De los apóstoles derivan
los ministerios, ya que ellos se encargaron de poner al frente de las comunidades a algunos,
para que los substituyeran. El vocabulario de la sucesión apostólica está ausente en el
Nuevo Testamento, pero está presente la preocupación por el porvenir de las Iglesias y de sus
ministerios. Las epístolas pastorales atestiguan la preocupación por mantener la identidad
cristiana en el futuro de las Iglesias. La imposición de manos simboliza la continuidad y la
autenticidad del ministerio que se origina en el acontecimiento fundador de Jesús y la
transcendencia propia del don de Dios en el hoy de la Iglesia.
El vocabulario de la sucesión (διαδoχή) aparece en Clemente, que distingue dos
momentos en la sucesión: primero el acto por el los apóstoles establecen ellos mismos
diversos ministros y luego asienta la regla de la sucesión futura: el consentimiento de la
Iglesia entera (I Clem ad cor 42, 4 y 44, 1-3: Papost 216 y 218). Clemente, aunque no tiene
afirmaciones explícitas sobre la garantía de autenticidad de la tradición recibida y enseñada,
parece querer decir que la jerarquía que sucedió a los apóstoles heredó el mensaje del
evangelio que habían tenido la misión de predicar La trilogía jerárquica aparece en Ignacio.
En Ignacio de Antioquía la apostolicidad de la trilogía jerarquizada de diáconos, epíscopos y
presbíteros (más exactamente presbyterium) se expresa, no por la idea formal de la sucesión,
sino por la de su conformidad con “los decretos del Señor y de los apóstoles” (Ad Magn XIII,
1: PApost 466). Según una identificación de naturaleza mística, el obispo rodeado de su
rpesbyterium representa simbólicamente a Cristo rodeado de sus apóstoles. Por eso, “ a todo
el que envía el Padre de familias a su propia administración, no de otra manera hemos de
recibirle que al mismo que le envía. Luego cosa evidente es que hemos de mirar al obispo
como al Señor mismo” (Ad Eph VI, 1: PApos 451). El acento de Ignacio en la necesidad de
fidelidad al episcopado encuentra su explicación en el hecho de que consideraba al obispo
como el que garantizaba la pureza de la doctrina. En la II de Clemente 17 se inculca la
estrecha obediencia a los presbíteros sobre la base del hecho de que su deber es el de predicar
la fe y que sus instituciones son idénticas a las del mismo Cristo.

En la segunda mitad del siglo segundo, Hegesipo (113-175), judío convertido al


cristianismo, se muestra muy preocupado por la ortodoxia en las Iglesias. Para verificarla,
hace un viaje por el Mediterráneo y las va visitando. El criterio de la ortodoxia consiste para
él en la posibilidad de establecer una lista de sucesión de los obispos que se remonta a los
apóstoles: “Y la Iglesia de los corintios permaneció en la recta doctrina hasta que Primo fue
obispo de Corinto. Cuando yo navegué hacia Roma, conviví con los corintios y con ellos
pasé bastantes días durante los cuales me reconforté con su recta doctrina, Y llegado a Roma
me hice una sucesión hasta Aniceto, cuyo diácono era Eleuterio. A Aniceto le sucede Sotero
y a éste Eleuterio. En cada lista de sucesión y en cada ciudad las cosas están tal como las
predican la Ley, los Profetas y el Señor” (EUSEBIO, Hist. eccle. IV, 22, 2: trad.Velasco I,
244). Este texto establece un sólido vínculo entre la ortodoxia y la sucesión apostólica. Se
presenta a la segunda como garantía de la primera. Así pues, la sucesión apostólica tiene
como función principal la de mantener a las Iglesias en la verdad fielmente guardada de la fe
apostólica.

Estas ideas las desarrolla Ireneo, que afirmaba la unidad de la fe en todas las iglesias
esparcidas por el mundo. Así Ireneo responde a la cuestión del lugar en donde puede
encontrarse con toda seguridad la verdad del Evangelio. Ese lugar son las Iglesias
apostólicas, marcadas por el sello y la garantía de la sucesión apostólica de sus epíscopos y
presbíteros. En Ireneo no hay todavía una distinción de vocabulario entre epíscopos y
presbíteros, aunque esta distinción ya existe en algunas Iglesias. Se trata de una sucesión
oficial, institucional y verificable, a diferencia de la tradición esotérica de los gnósticos. Esta
sucesión se atribuye a la preocupación que tenían los apóstoles por confiar las Iglesias a una
personas por encima de toda sospecha en cuanto a su enseñanza. Junto a ello afirma también
ahora la unidad de la tradición, que se apoya en la sucesión ininterrumpida de los apóstoles y
que se encuentra en que los apóstoles han elegido legítimamente a sus sucesores. Ireneo lleva
a la práctica esta tradición describiendo la sucesión apostólica de cada Iglesia. Lo hace, sobre
todo, de Roma, porque es el modelo del sistema existente en las demás. Ireneo se contenta
por comodidad con enumerar la sucesión del obispo de Roma desde los apóstoles hasta
Eleuterio, su contemporáneo, evocando con el mismo espíritu las sucesiones de Esmirna y de
Éfeso. Esos obispos son los que garantizan debidamente el “orden de la tradición” venido de
los apóstoles.

Así se conserva para Ireneo la enseñanza de los apóstoles. Articula la apostolicidad de


toda la Iglesia con el ministerio mediante fórmulas en las que menciona a la vez: la
enseñanza de los apóstoles; el organismo original de la Iglesia extendido por todo el mundo;
la marca distintiva del cuerpo de Cristo, que consiste en la sucesión de los obispos, a quienes
los apóstoles entregaron cada una de las Iglesias locales (Adv. Haer IV, 33, 8: SC 519).

En esta concertación está llamada a ejercer una función de “primacía” la Iglesia de


Roma, reconocida por Ignacio como la que está “puesta a la cabeza de la caridad” y la que “a
otros ha enseñado” (Ad Rom saludo y III, 1: PApost 474 y 476). Para Ireneo es aquella que
está fundada sobre los dos apóstoles Pedro y Pablo, cuyas tumbas conserva, y que por este
título está investida de “una autoridad más grande de fundación” (Adv haer III, 3, 2: SC 279).
Desde finales del siglo segundo sus obispos se convierten en miembro participante de la vida
sinodal de todas las Iglesias y convoca él mismo varios sínodos regionales. Su Iglesia se
convierte en la instancia de apelación cuando surgen problemas que no pueden resolverse en
el plano local o regional, Su autoridad no dejará de afianzarse con el tiempo.

2.3. La enseñanza apostólica o el símbolo de los apóstoles:

Desde el principio existe la convicción de que existe una sola fe salvífica, transmitida
por los apóstoles, para todos los pueblos (Mt 28, 19s; I Tes 1, 2-10; Ef 4, 5; I Tim 2, 4). Esta
convicción entra enseguida en las confesiones de fe (Dz 1-12). La universalidad parecía
confirmarse con el progreso espectacular de la evangelización de los diversos pueblos,
aunque esto haya creado un patriotismo romano, que es más ideológico que teológico. El
ideal de la recta doctrina también había dado un impulso notable a la teología, pero sobre
todo había dado impulso al consenso sinodal.

La polémicas de la antigüedad atestiguan que se practicaba un "discernimiento" en el


que se ejercía una autoridad de palabra. Los instrumentos para reforzar la comunión
recíproca son diversos. Lo cierto es que ésta se expresa, entre otras cosas, en la elaboración
de puntos de referencia para determinar conforme a ellos, excluyendo la arbitrariedad, los
límites de la ortodoxia. A este proceso espontáneo pertenecen las formulaciones de los
símbolos bautismales y las profesiones de fe y la determinación del canon del Nuevo
Testamento. El dinamismo de la comunión entre las Iglesias encuentra bastante pronto en los
concilios, pero también en los intercambios ordinarios entre las comunidades (por ejemplo,
las cartas de comunión), momentos importantes para la verificación de la ortodoxia, la
corrección recíproca, la animación en la fe de los apóstoles y en su enseñanza ( διδαχ es la
enseñanza, la instrucción). Lo cierto es que ésta se expresa, entre otras cosas, en la
elaboración de puntos de referencia para determinar los límites de la doctrina cristiana,
excluyendo la arbitrariedad. A este proceso espontáneo pertenecen las formulaciones de los
símbolos bautismales y las profesiones de fe. De ahí deriva que el símbolo entre a formar
parte de la norma de la doctrina. Los símbolos tienen ciertamente una función confesante,
pero también doctrinal.

Desde el principio se confeccionan elaboraciones sintéticas de la fe catecumenal en


orden a esclarecer la identidad. Estas primeras fórmulas se van a convertir en norma
doctrinal, con la que los obispos, como maestros de la fe, contrastan la fe en sus
comunidades. Estos son los primeros Credos, que se convierten en “regla de fe”. Es un lugar
común que los escritores del Nuevo Testamento presuponían y, en ocasiones citaban,
resúmenes de este mensaje general o kerygma, que evidentemente existía en varias formas.
Este conjunto de doctrinas y prácticas apostólicas comienzan a consignarse en los Símbolos,
que son escuetas confesiones de la fe. Para algunos la fórmula más primitiva se conserva en
Hechos 8, 37. Cuando Felipe bautizó al eunuco de Etiopía le propuso esta fórmula de fe: "Yo
creo que Jesucristo es el Hijo de Dios" (J.N.D KELLY, Primitivos credos cristianos,
Salamanca 1980).

Semejantes esquemas estaban a disposición de los escritores y, no habiendo aún un


Credo, Ignacio, Policarpo y Justino reproducen su eco en sus escritos (KELLY, nota 20, p.
49). En este clima se reflejarse la formación de la vida litúrgica de la Iglesia y su tradición
catequística. Este “modelo de doctrina” (Rom 6, 17), presentado en las cartas apostólicas y en
los evangelios o incorporado en la predicación o en la vida litúrgica de la Iglesia, junto con
los principios de interpretación del Antiguo Testamento, se consideraba “la enseñanza
derivada de los apóstoles y de Cristo” (JUSTINO, I Apol., 53, 3). Como ejemplos pueden
mencionarse los dados por Justino, Hipólito e Ireneo (JUSTINO, Apol. I , 6, 1-2; Tradición
apostólica: ed BOTTE, n. 50-51: interpretación bautismal; IRENEO, Adv. haer., I, 10, 2).
Los testimonios antiguos, además de las fórmulas que parecen en el Nuevo Testamento, son
Credos de autores, sobre todo Ireneo. Pero a comienzos del siglo tercero aparecen algunos
Credos de Iglesia, que presenta la cristalización litúrgica oficial de la génesis anterior. La
historia de estos Credos es bastante diferente en Occidente y en Oriente.

En el período primitivo no había todavía formas estereotipadas de Credos, tal como


luego se harán muy comunes. Pero es claro que los temas principales de la predicación de la
Iglesia y la organización de su culto era, como en la edad apostólica, Dios que había mando a
su Hijo, Jesús el Mesías, que murió, resucitó la tercer día, ascendió al cielo y vendrá en la
gloria. Ignacio y Justino dan la impresión de que este anuncio comenzó muy pronto a
estabilizarse en fórmulas todavía no muy rígidas. Con frecuencia se incluía la referencia al
Espíritu Santo, el inspirador de los profetas el Antiguo Testamento y don concedido a los
fieles en los últimos tiempos. Avanzando el siglo segundo se encuentran cada vez citas más
específicas de la “nota de la fe”, es decir, la enseñanza heredada de los apóstoles expresado
en resúmenes formulados libremente. A veces tienen una forma diádica, que afirma la fe en
el Padre creador del universo y en Jesucristo el Señor. Pero cada vez se generaliza más el
esquema triádico, que afirma la fe en el Padre creador del universo, en su Hijo Jesucristo y en
el Espíritu Santo.

La regla de fe, que profesan en la Iglesia incluso los “iletrados” ( (Adv haer IV, 1, 1),
es el fundamento en el que se apoya Ireneo para su refutación de los gnósticos. Un ejemplo
clásico es la referencia de Ireneo sobre la instrucción catequética de este período. Para ello
cita un Símbolo: “Y he aquí la regla de nuestra fe... Dios Padre, increado... Dios único,
creador del universo; éste el primer artículo de nuestra fe. El segundo artículo: el Verbo de
Dios, el Hijo de Dios, Cristo Jesús nuestro Señor, se apareció a los profetas según el género
de su profecía y según el estado de las economías del Padre; por quien fueron hechas todas
las cosas; que además, a final de los tiempos, para recapitular todas las cosas, se hizo
hombre... Y como tercer artículo. El Espíritu Santo, por el que los profetas profetizaron... Por
esto el bautismo, nuestro nuevo nacimiento, tiene lugar por medio de estos tres artículos”
(Demostración 6-7).

La Tradición apostólica de Hipólito de Roma, escrita a comienzo del siglo tercero, es


la primera colección de reglamentos eclesiásticos y litúrgicos desde la Didaché. La
descripción que nos ofrece de la “tradición del santo bautismo” comprende un Símbolo
bautismal en forma interrogativa. Se trata de un texto especialmente venerable, ya que es el
antepasado directo y el más antiguamente atestiguado de lo que la Iglesia de Occidente sigue
llamado todavía el “Símbolo de los apóstoles”. Para obtener el Símbolo apostólico en su
estado antiguo, basta con pasar el texto de la forma interrogativa y dialogada a la forma
declaratoria; se convierte entonces en una larga frase regida por el verbo “creo”. Este
Símbolo es el que se impuso en todo el Occidente. En el siglo VIII se enriquece,
probablemente en la Galia, con algunos añadidos.

Este texto es un resumen de las principales doctrinas cristianas o un compendio de la


regla eclesiástica. Su forma actual, en doce artículos, no es anterior al siglo VI. La atribución
de este Símbolo a los apóstoles fue una leyenda aceptada durante mucho tempo en Occidente,
mientras que parece ser que no se conoció en Oriente. Se remonta a Ambrosio y a Rufino y
se encuentra ingenuamente narrada en un sermón del siglo VII, atribuido a Agustín (Sermo
240: PL 39, 2189). El autor cuenta que los doce apóstoles redactaron el Símbolo que lleva su
nombre el día de Pentecostés entes de separarse. Cada uno de ellos habría pronunciado uno
de los doce artículos, aunque es prácticamente imposible cortar el Símbolo de manera
convincente en doce artículos. En la Edad Media se recibe esta tradición, de modo que es
grande la sorpresa, cuando Marco Eugenio, arzobispo de Efeso, declara en el Concilio de
Ferrara-Florencia (1439) que los orientales no sabían nada de esta tradición. En el siglo XV
el humanista Lorenzo Valla (+1457) denunció el carácter legendario de esta opinión.

Lo cierto es que esta atribución apócrifa encierra un elemento de verdad. Es


ciertamente un error decir que los apóstoles redactaron en Símbolo, que es evidentemente un
documento de la Iglesia post-apostólica y que no pertenece a las Escrituras. Pero es verdad
que hay que atribuir al Símbolo una autoridad apostólica. El desarrollo que acabamos de
trazar es una buena prueba de ello. No solamente la mayor parte de las expresiones del
Símbolo proceden efectivamente del Nuevo Testamento, sino que sobre todo la regla viva de
fe que transmite el Símbolo es la herencia directa de las confesiones de fe de la Iglesia de los
apóstoles. Así pues, el Símbolo constituye una regla apostólica. Está en el corazón de la
tradición de la fe.

Lo que esta tradición enseña es la existencia en las primitivas comunidades de una


norma de la doctrina. Era necesaria, pues, una mínima comunión en la fe en la Iglesia. Los
símbolos catecumenales son la prueba de la doctrina cristiana en aquellos siglos. Cuando los
símbolos catecumenales progresen y se diversifiquen, el tema será resuelto en los concilios
ecuménicos. Siempre quedará la conciencia de que eran elaborados en estrecha colaboración
con la Escritura y los Padres. Atanasio llama al símbolo de Nicea: "La fe profesada por los
Padres según la Escritura" (Ad Epict I: PG 26, 104). Estos Credos son la doctrina cristiana en
aquellos siglos. El trabajo estaba sostenido por la caridad de Cristo, que "nos apremia" (II
Cor 5, 14), para ser testigos fieles y valientes de su palabra.

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