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En los últimos cien años se ha venido haciendo la historia de las doctrinas o de los
dogmas cristianos. La característica principal es que este tipo de manuales asumía un
principio interpretativo que servía para ver el desarrollo completo del dogma y así juzgarlo.
En el desarrollo de las doctrinas cristianas se han usado diversos principios de interpretación,
que terminan por hacer muy personal y subjetiva toda presentación de los hechos eclesiales
en la historia. El protestantismo liberal: A. RITSCHL (1822-2859), discípulo de Baur, A.
HARNACK (1851-1930) y E. TROELTSCH (1886-1890) son representantes del paradigma
liberal de la historia de los dogmas, que nace en este ambiente. Esto dio lugar a los manuales
de F. LOOFS y R. SEEBERG.
Hoy estos intentos de iluminar desde lo alto de una idea o de un principio el entero
desarrollo del pensamiento cristiano antiguo se consideran fallidos, porque no son criterios
históricos y, sobre todo, porque introducen una dogmática en el seno de la misma historia del
dogma. Por eso, tanto en otras iglesias como ortodoxos, católicos y anglicanos, se parte de
una tradición doctrinal de la Iglesia, dogmáticamente establecida para reconocer el camino,
aunque no haya uniformidad de puntos de vista. Donde el principio de la tradición perdura
como norma teológica dogmática es posible reconstruir la historia de las doctrinas cristianas.
1. TRADICIÓN Y ESCRITURAS:
Desde siempre se reconocía que Dios era el autor último de la revelación, pero Él
mismo había confiado esta revelación a intérpretes y autores que la habían transmitido a su
pueblo o Iglesia. Por consiguiente, cuando se pregunta por el lugar en el que se encuentra la
fe auténtica, la respuesta es clara e inequívoca: en líneas generales se contiene en la constante
tradición de enseñanza de la Iglesia y, de un modo más concreto en las santas Escrituras. Sin
duda en los primeros momentos la relación con el acontecimiento de Cristo se hizo por la
tradición oral, aunque, en un segundo momento, los escritos apostólicos adquieren el valor de
nuevas Escrituras. Junto a la tradición oral de las palabras de Jesús surgieron las
interpretaciones de los apóstoles sobre su vida, muerte y resurrección. Estas dos autoridades
se sobreponían y complementaban a la hora de confirmar a los cristianos en la verdadera fe.
La tradición era una referencia importante en las doctrinas y prácticas de los judíos.
En el evangelio de Marcos Jesús discute con los fariseos, representantes ilustres de esa
herencia, sobre la “tradición de los antepasados” (Mc 7, 5). El delicado problema de la
tradición también es decisivo para la nueva comunidad surgida de la experiencia pascual de
los apóstoles. Pablo afirma: “Os alabo porque en todas las cosas os acordáis de mí y
conserváis las tradiciones tal como os las he transmitido” (1 Cor 11, 2).
Hay que reconocer que ha habido una presentación muy inmovilista de los modelos
de identificación, como si partiera de una idea que se va desarrollando en la historia. Para
presentar el cristianismo se utilizaban criterios muy dogmáticos y se presentaba desde la
ortodoxia entendida por los símbolos de la fe, es decir, las fórmulas más dogmáticas, o los
mandamientos como realidades previamente constituidas. Pero esta perspectiva no da razón
de la riqueza de la tradición y de la diversidad de experiencias cristianas. Pero este depósito
no es ni inerte ni muerto. La patrología es la prueba de su dinamismo: “es semejante a un
tesoro precioso cerrado en un vaso excelente; el Espíritu lo rejuvenece continuamente y
comunica su juventud al vaso que lo contiene” (IRENEO, Adv. her. IV, 24, 1).
La Iglesia que surge de la revelación del Antiguo y Nuevo Testamento sigue la misma
dinámica de los esquemas advertidos en los libros revelados. Pero esta fidelidad no significa
que la tradición sea una simple corroboración empírica de la revelación, ya que su fuerza y
valor derivan del hecho de ser ella misma revelación alargada en el tiempo. La presencia del
mismo hecho en la tradición no es una prueba más de lo dicho sobre la pluralidad en el
campo de la Revelación, sino la manifestación de un Espíritu superior en la historia. Este
dinamismo hará que la teología no se anquilose. Cuando se dice irónicamente que Cristo
predicó el Reino y le salieron iglesias, sería mejor decir que el mensaje del Reino, si hubiera
sido aceptado por Israel, habría transformado el pueblo de la Antigua Alianza en el pueblo de
la Nueva alianza simbolizado en la elección de los doce. Este es el proceso a seguir.
Los primeros judeo-cristianos no se califican como una nueva religión, sino como el
Israel escatológico herederos de las promesas hechas a los padres. Su contenido específico
era la fe en Jesús como Cristo mediante su resurrección y la posesión del Espíritu Santo
manifestado en Pentecostés, mientras que por lo demás mantenían los aspectos judíos. El
dinamismo de esta fe se manifestará con el ingreso del judaísmo helenista, como se expresa
en el martirio de Esteban (Hech 7). Las cosas empeoran cuando evangelizan a los
samaritanos (Hech 8, 4-25), que significa alejamiento del judaísmo oficial. El ingreso de los
gentiles en la Iglesia y el cumplimiento de las promesas escatológicas hechas a los Padres,
con el descenso del Espíritu sobre los incircuncisos, manifiesta “la revelación del misterio
escondido en los siglos”, ahora revelado por Pablo personalmente (Rom 16, 27-19).
A los judeo-cristianos, que no aceptaban estos acontecimientos, les dirige Lucas sus
Hechos de los apóstoles. Cuando Lucas escribe (Hech 2, 42-48) sobre el ideal de vida
cristiana, la conciencia de la Iglesia esta ya consolidada. Presenta lo que la Iglesia debe ser,
es decir, una koinonia de los que perseveran en su respuesta positiva al kerygma, unidos en la
oración y en la celebración de la eucaristía. El camino era ya largo: conversión del primer
núcleo de hebreos, rechazo de muchos a creer, entrada de los gentiles y la cuestión de la
circuncisión, las persecuciones por parte de Israel y del imperio y, por fin, la excomunión de
los judeo-cristianos por parte de la sinagoga. Para no reducirse a secta judía, la Iglesia
resuelve el problema de la circuncisión, ya que un judío no se podía sentar a la mesa
eucarística con un incircunciso (Hech 10 y 15). Pablo en la carta a los gálatas y a los romanos
ofrece las razones teológicas. Una posición media la mantienen Mateo y Santiago, pero la
extrema son algunos judeo-cristianos, que a finales de siglo terminan en la secta ebionita.
El paso siguiente fue el proceso de Antioquía (Hech 11, 18-26), donde entran en la
Iglesia por primera vez los gentiles: los creyentes ya no se llaman nazarenos, sino cristianos.
El mismo curso histórico abre nuevos horizontes a la reflexión teológica. Junto al
crecimiento de esta autoconciencia, la comunidad ha sentido la necesidad de delimitar su
identidad por relación a otras religiones. Esta teología de la identidad también fue
desarrollada por las persecuciones que venían tanto de la sinagoga como del imperio.
Pero el hecho histórico que ha tenido mayor influjo en el desarrollo teológico es sin
duda el retraso de la parusía. Fue el factor que más contribuyó al desarrollo de la
eclesiología. La des-escatologización está presente en Lucas, Juan, las Pastorales, pero
especialmente en los Hechos y transforma la comunidad de los últimos tiempos en una iglesia
que se prepara para una larga vida en la historia y se inserta en la sociedad contemporánea. El
kyrios se convierte en Señor de la historia, la “vida eterna” se tiene ya ahora no solamente en
la resurrección, los apóstoles se preparan a difundir el mensaje en el mundo, la comunidad se
organiza jerárquicamente, comienzan los elementos jurídicos y las diversas corrientes
convergen hacia una “catholicitas” con su confluencia en Roma. La parusía no se niega, pero
queda en el horizonte del tiempo y se concentra en el cumplimiento actual de las promesas
“para los últimos días”.
La separación entre creyentes y no creyentes debe ser neta. El texto de 2 Cor 6, 14-
18, llamado “inserción qumránica” debido a su exclusivismo, porque interrumpe la ilación
del discurso, no podía mantenerse radicalmente. Aunque no sorprende, porque es un toque de
atención contra infiltraciones del paganismo, sin embargo expresaba la precariedad de los
neoconvertidos. Podían dividir la Iglesia y romper la unión con su fundador. Pero esto no
impide los contactos sociales con los paganos, pues “de lo contrario deberíais salir del
mundo” (I Cor 5, 10). El cristianismo se distingue del paganismo por medio de su fe en el
Dios único y en Kyrios Jesús al mismo tiempo que por la moralidad basada en la nueva fe.
Los sincretismos se darán siempre, porque la demarcación entre judaísmo, paganismo y
cristianos, sociológicamente hablando, no es clara, porque constantemente se dan individuos
que no se quieren definir o que pasan de una religión a otra. Esta historia prosigue al
definirse la Iglesia frente a otros grupos internos en concurrencia, que da lugar al discurso
ortodoxia-herejía, que se irá viendo.
Para este estudio son interesantes las generaciones que van desde la edad apostólica
hasta la mitad del siglo segundo. Porque en ese tiempo, aunque ya existieran los libros del
Nuevo Testamento, sin embargo todavía no había una sanción oficial del canon. Aunque
aparece la expresión “norma de nuestra tradición” (CLEMENTE, I Clem., 7, 2), sin embargo
la palabra παράδσις no es frecuente en este período. Justino la usó una vez, pero se refiere a
la tradición de los maestros judíos (Diálogo 38, 2). Pero también alude a un nuevo sentido,
caundo dice: “siguiendo a Dios y la enseñanza derivada de Él” (Diálogo, 80, 3), que en
último análisis se remontaban a Cristo mismo. Era más frecuente el verbo παραδιδόvαι, pero
no tenía un significado específico. Policarpo podía hablar de la “palabra transmitida desde el
principio” (Ad phil., 7, 2) y Justino afirma que los apóstoles “consignaron” a los gentiles las
profecías sobre Jesús (I Apol., 49, 5) o “transmitieron” la institución de la eucaristía (I Apol.,
66, 3). En realidad la palabra no tenía nada que ver con el cristianismo y donde se usaba
unas veces se refería a Cristo mismo y otras a la enseñanza contenida en las Escrituras.
La expresión práctica de esta actitud era el interés por guardar y encontrar los
recuerdos personales de los apóstoles sobre Cristo. Por eso, algunos, como Papías y
Hegesipo, están interesados en buscar las enseñanzas de Cristo investigando entre los
ancianos. Papías de Hierápolis (+154) con sus cinco libros Explicación de las palabras del
Señor, escritos entre el 120 y el 140, permite extraer alguna interesante conclusión sobre la
existencia de un cierto “material evangélico” relativo a la tradición de Jesús: “No ahorraré
esfuerzos por reunir para ti todo lo que un día aprendí de los ‘ancianos’ y que he retenido de
memoria, junto con las exposiciones, asegurándome de su verdad... si llegaba alguien que
había seguido realmente a los ancianos, yo solía examinar las palabras de aquellos: lo que
Andrés o Pedro dijo o lo que Felipe o Tomás o Santiago o Juan o Mateo o cualquier otro
discípulo del Señor, y Aristión o el anciano Juan, discípulos del Señor dicen. Porque lo que
viene en los libros no es tan provechoso, a mi juicio, como lo que procede de la palabra
viva” (EUSEBIO, HE III, 39, 3s). Hegesipo (+180) de procedencia oriental, de quien se sabe
que estuvo en Roma por cuestiones de "ortodoxia" entre el 154-166, escribió las
Hypomnémata o Memorias, que contienen noticias usadas por Eusebio: “Éste conservó en
cinco libros la tradición pura de la predicación apostólica" (EUSEBIO, HE IV, 8,2) . Estos
autores dependen de la “palabra viva”, según Papías, que usa esta expresión técnica de sus
adversarios gnósticos, e intentan retrotraer sus ideas mediante cadenas transmisoras a los
inicios del cristianismo. Estos autores del siglo II se preocupan por encontrar la tradición
viva, que está a la base de las comunidades cristianas (cf. CANON.FOR, pp. 1-3). Aunque
propongan la tradición oral o la tradición viva, sin embargo con ello no es que menosprecien
las Sagradas Escrituras, que eran objeto de uso ordinario en las comunidades.
γ) Una base común en dependencia de la predicación, liturgia, catequesis etc.: pero no hay
motivo para decir que la Iglesia primitiva considerara el testimonio apostólico limitado a los
documentos escritos por los apóstoles y atribuidos a ellos. De hecho cronológicamente su
testimonio oral era anterior a los documentos y sería más correcto decir que las Escrituras
tenían valor precisamente porque conservaban los testimonios de la Tradición. Hay que
reconocer que no hay pruebas de que las creencias y prácticas comunes en aquel período no
se apoyasen sobre los libros más tarde conocidos como Nuevo Testamento. Pero tampoco
hay nada que sugiera que los maestros cristianos tuvieron en mente estos libros siempre que
se referían al testimonio de los apóstoles. Más bien es probable que tuvieran como referencia
un corpus común de hechos y doctrinas, suficientemente definidas en sus líneas generales
aunque de modo diverso, que encontraban expresión en la predicación actual de la Iglesia, en
la acción litúrgica, en la instrucción catequética, tanto como en sus documentos formales.
Así, pues, la idea de norma o regla está ya asociada a la de tradición. Ésta supone para
él un largo movimiento que tiene su origen en los testimonios de los patriarcas del Antiguo
Testamento y que se remonta incluso a los orígenes de la humanidad. Junto a este dato hay
que mencionar el título de la Didaché o Doctrina de los doce apóstoles. Aunque no sea
apostólico en el sentido estricto, se trata sin embargo de un texto que data de finales del siglo
I o comienzo del II, que pone bajo el patrocinio de su autoridad todo un conjunto catequético,
litúrgico y disciplinar presentado por la tradición eclesial venida de los apóstoles. Estos
testimonios no impiden afirmar, sin embargo, que el uso del término tradición es raro en los
Padres.
En el lenguaje de los Padres, que era ya el del Nuevo Testamento (Lc. 1, 2; 1 Cor 11,
2.23; 15, 3; Jud 3), el término “tradición” contenía evidentemente la idea de transmisión. Su
significado primario y evidente, que permaneció siempre preeminente, (παραδιδόvαι;
tradere) se refiere a la entrega con autoridad. Por Tradición los Padres entendían en efecto
aquella doctrina que el Señor y luego los Apóstoles confiaron a las comunidades por ellos
fundadas, sin considerar si fue transmitida oralmente o en documentos. En los primeros
siglos, en todo caso, prefirieron servirse de otras palabras o expresiones para indicar la
enseñanza tradicional, no escrita de la Iglesia.
Pero la idea estaba presente en embrión, ningún término particular había sido
designado para indicar la tradición, es decir, la transmisión autorizada y acreditada de la
doctrina o la doctrina así transmitida. La idea de tradición es ya firme en Pablo, que recibió
de su formación judía su concepto y su vocabulario. “Hace de los actos de transmitir
(paradounai) y de recibir (paralambanein), o de conservar y mantener (katekhein, kratein),
la trama misma o la ley del régimen de fe por la que se edifican las comunidades” (Y
CONGAR, La tradición y las tradiciones, San Sebastián 1964, 26). Los Padres apostólicos se
sienten ligados por la tradición que viene de los apóstoles, ya que ellos mismos no son los
testigos. Aparece así una articulación nueva con la distinción entre tradición apostólica y
tradición post-apostólica. De una a la otra hay una continuidad concreta y una sucesión.
Junto a la tradición oral de las palabras de Jesús surgieron las interpretaciones de los
apóstoles sobre su vida, muerte y resurrección. Estas interpretaciones comienzan a ser
comunicadas por escrito a las comunidades, que llevaban la nueva fe “hasta los confines del
mundo”. En este ambiente surgen escritos de circunstancia de los apóstoles a las diversas
comunidades, mediante cartas que respondían a temas concretos.
Los gnósticos no sólo explotaban la Escritura para sus fines, sino que una de las
técnicas que empleaban era la de poner en defensa de sus especulaciones una pretendida
Tradición apostólica secreta, a la cual pretendían tener acceso (cf. capitulo.1ºB, p. 29). Este
tradicionalismo presenta sorprendentes analogías con el de sus adversarios gnósticos, que
hacen remontar también sus concepciones a la época más antigua a través de una cadena de
tradición. Un ejemplo lo da la famosa carta que el valentiniano Tolomeo escribió a una
catecúmena de nombre Flora (EPIFANIO, Haer., p. 33, 3-7). Tolomeo habla de "la tradición
apostólica que también nosotros hemos recibido en una sucesión ininterrumpida y juntos
confirmamos toda la doctrina con la enseñanza de nuestro Salvador" (Ep ad Floram 6,10:
SIMONETTI, 177). Ireneo fue el primero que planteó claramente esta metodología teológica,
articulando la relación entre la tradición y las escrituras. Ireneo, como hombre de la
tradición, formaliza una práctica que seguirán Tertuliano y Orígenes.
Las ideas sobre la tradición, que fueron apareciendo en este tiempo, se convirtieron
en clásicas en la Iglesia del siglo tercero y cuarto. Pero hay que anotar dos diferencias:
primera, al ceder la amenaza gnóstica desaparece la duda, demostrada a veces por Ireneo y en
medida todavía mayor por Tertuliano, sobre el apelo directo a las Escrituras; segunda, como
resultado del desarrollo de la vida constitucional de la Iglesia, la base de la Tradición se hizo
cada vez más amplia y más explícita. La suprema autoridad doctrinal permanecía
naturalmente la revelación original dada por Cristo y comunicada a la Iglesia por los
apóstoles. Esta era la “Tradición” (παράδσις; traditio) divina o apostólica en el sentido propio
del término, a la que se añaden la tradiciones eclesiásticas.
El mismo Nuevo Testamento tiene la idea de que la fe cristiana tiene que permanecer
fiel a sí misma, mantener su autenticidad y no admitir mezcla con doctrinas extrañas aparece
en el Nuevo Testamento. Sin embargo, pertenece en realidad tanto a las Escrituras como a la
Tradición, pues ya se ha visto que son dos referencias coordinadas. La preocupación por la
“ortodoxia”, en el sentido etimológico de la palabra, o sea por el mantenimiento de la
autenticidad de la fe frente a las desviaciones que la acechaban, se expresa ampliamente en
las epístola pastorales (1 Tim 6, 3-6; 2 Tim 4, 1-4; Tit 3, 10-11). Hay maestros que enseñan
doctrinas distintas de la verdadera fe (1 Tim 1, 3; 6, 3: heterodidáscalos). El autor aconseja
evitar “las vanas palabrerías de los impíos y las contradicciones de la falsa ciencia
(pseudognosis)” (1 Tim 6, 20). Estos pseudoprofetas y pseudodidácalos aprecen en 2 Ped 2, 1
como capaces de introducir en el pueblo doctrinas perniciosas. Se emplea ya el término
hairesis, que oscila entre el sentido de escuela, de secta o de facción con el significado cada
vez más peyorativo (1 Cor 11, 19; Gal 5, 20; 2 Pe 2, 1; Tit 3, 10), lo mismo que habían
hecho los judíos a propósito de los cristianos (Hech 24, 5: τv Ναζαραιv αρεσις).
Esta asamblea ofrece el modelo simbólico de las futuras reuniones conciliares de los
obispos “sucesores de los apóstoles”. Aunque todavía no existan los instrumentos
institucionales para proponer como oficial una doctrina, como por ejemplo los concilios,
existe sin embargo una conciencia viva de que la fe cristiana supone una normatividad, o una
regla, o también unos artículos de la fe.
En el mundo pagano esta palabra indicaba una actitud, una corriente, una escuela o
secta filosófica. En el mundo judío, Josefo designa con este mismo término los cuatro
movimientos de fariseos, saduceos, esenios y los partidarios de Judas Galileo. Esta
preocupación persiste en los escritos apostólicos. La preocupación por la normatividad de la
fe es una constante desde el principio. Pertenece al discurso cristiano más primitivo. Está
presente en las crisis que acechaban la unidad de las comunidades.
Sin olvidar estas precauciones al hablar de ortodoxia y herejía, también hay que
reconocer que por relación a este período ya hay indicaciones que la aluden a la normatividad
de algunos principios. Así ya la Didaché (11, 3) habla de la “doctrina (δόγμα) del evangelio”
(to dogma tou euaggeliou: 11, 3: PApost 89). Se trataba del Evangelio y de su mensaje, de su
autoridad única en el orden de la fe y de las condiciones de fidelidad a su verdad. En aquella
época el sentido de la palabra dogma oscila entre “decisión” y “doctrina”. En realidad el
término aquí designa algo que ya existía. Por supuesto, hay que evitar todo anacronismo,
pues aquí no tiene el sentido del Vaticano I, para el que es dogma de fe toda verdad revelada
por la Palabra de Dios y propuesta para creerla, en cuanto revelada, por el magisterio de la
Iglesia (Dz 3011).
Justino, a pesar de ser tan abierto, escribió un Tratado contra todas las herejías y otro
Contra Marción, que se han perdido. Con Justino los dos conceptos de ortodoxia y herejía se
formalizan el uno respecto al otro. Los apologistas, que siguieron a Justino, son testigos de
esta convicción de la incompatibilidad entre “las enseñanzas de la verdad” y las “doctrinas de
extravío, quiero decir, de las herejías” (TEÓFILO DE ANTIOQUIA, Ad Autolycum II, 14:
PApol 804). A esta primera generación de herejías tuvo que hacer frente un nuevo tipo de
discurso, el discurso antiherético. Ireneo se convertirá en el gran defensor de la fe de los
apóstoles contra el conjunto de las doctrinas gnósticas.
Ireneo intenta refutar a los gnósticos en tres tiempos: los dos primeros se sitúan en el
nivel de la razón, el tercero en el de las Escrituras y de la regla de la fe. El primer tiempo
consiste en una larga exposición de las doctrinas gnósticas: el pleroma valentiniano de
Tolomeo, los otros sistemas valentinianos y la genealogía de la gnosis de Simón el Mago. El
segundo tiempo consiste entonces en una refutación por la razón “bajando a su propio
terreno, a fin de poder refutarlos por medio de sus propias enseñanzas” (Ibid. II, 30, 2: 247).
Pero no basta una refutación por la razón. Los gnósticos abusan de las Escrituras y por tanto
hay que responderles en este terreno. Será el tercer tiempo de la refutación. Ireneo emprende
entonces una larga demostración “por las Escrituras” (libro III)-IV). Este paso a las
Escrituras es también un paso a la exposición de la fe en el respeto a su regla tradicional,
resumida bajo la forma de un Credo con dos miembros: “un solo Dios, un solo Cristo”.
El discurso dirigido contra las herejías no ha hecho más que comenzar y en adelante
se irá desarrollando en las sucesivas generaciones. En adelante, las herejías aceptarán
formalmente la regla de la fe, pero darán de ella una interpretación que se considerará
ruinosa. Las primeras nacerán en torno a la Trinidad, a partir del momento en que se plantée
por sí mismo el problema de la unidad y del número en Dios. Pero en todo caso hay que
mantener en todo momento el misterio de la fe. Si la expresión “la norma crea el error”, que
dicen algunos p. 40, encierra su parte de verdad, esta verdad es dialéctica y va ligada a la
verdad recíproca: “el error crea la norma”. Incluso puede decirse que la segunda fórmula
tiene una prioridad cronológica: una serie de desviaciones en el terreno de la fe, que se
manifestaron desde los últimos escritos del Nuevo Testamento y que se extendieron a
continuación, suscitó en la Iglesia otra serie de decisiones y de instituciones ordenadas al
mantenimiento de la autenticidad de la misma fe. En cuanto a la acusación de “exclusión”,
hay que tener presente que el vínculo dialéctico que reúne a la ortodoxia y a la herejía hace
que se determinen la una por la otra.
2. ELEMENTOS DE LA TRADICIÓN:
El contenido del “orden de la tradición”, considerado como regla de fe, se basa en tres
elementos fundamentales y solidarios entre sí: sucesión apostólica, el canon de las Escrituras
y el Símbolo de la fe. Los tres se presuponen y se sostienen mutuamente en el organismo
vivo de la tradición: es imposible que sobreviva uno de ellos sin los otros. Estos elementos de
la tradición no se especifican por su orden cronológico, pues son simultáneos, pero por su
importancia y transcendencia el primero es de las Sagradas Escrituras. El canon es un
elemento primordial del “orden de la tradición”, aunque no sea el primero en el tiempo.
El marco judeo-cristiano:
En el marco del mismo judaísmo las enseñanzas de Jesús podían admitir diversas
interpretaciones. Algunos pensaban en el perfeccionamiento del judaísmo en el marco
nacionalista, pero esa vía se manifestó impracticable y, además de ser objeto de tensiones en
la primera comunidad, terminará reduciendo esos grupos a movimientos marginales. Pero
para otros el mensaje de Jesús permitía tomarlo como punto de partida de una religión con
vocación universal. Esta conciencia de la universalidad de su mensaje de salvación hizo a la
Iglesia primitiva más sensible a la empresa de la evangelización del mundo antiguo. Lo que
ahora interesa subrayar es que, la fuerza que guía su difusión en el mundo antiguo, responde
al movimiento natural de una religión que nació con espíritu universal.
Los judeo cristianos, por consiguiente, propusieron a sus hermanos de raza así como a
los paganos los misterios de la fe usando en concreto categorías y estructuras apocalíptica tal
como se había elaborado y cultivado en el judaísmo contemporáneo. Practican una exégesis
del Antiguo Testamento análoga a la de los judíos de la diáspora (Filón y los autores
alejandrinos) y siguen otras interpretaciones de las Escrituras próximas a los escritos
palestinos atribuidos a los autores bíblicos. Con este sistema presentaron por primera vez una
teología razonada de los elementos principales del Nuevo Testamento. Su acción está guiada
por los métodos de esta tradición, que interpretan creativamente los textos, pero haciendo
intervenir ya el argumento profético relativo a Cristo. Contribuyen así a proponer los
fundamentos de la interpretación cristiana de las Escrituras. De esta manera constituyeron un
puente entre exégesis judía y la exégesis cristiana posterior.
- Para unos, el término se refiere a una secta cristiana, llamada en el siglo II ebionitas, cuya
rígida observancia judía terminó negando el origen divino de Cristo. Otro nombre para
denominar estos ambientes Además de este grupo son conocidos también los elkasaítas y
algunas sectas baptistas, de ambientes semejantes, para quienes el cristianismo era un
judaísmo purificado. Se caracteriza este movimiento cristiano por sus doctrinas de
cosmología angélica: teofanías de Dios; las observancias mosaicas: prohibición de comer
carne sofocada, carne inmolada a los ídolos y abstenerse de la ‘porneia’; una cristología de
corte ebionita: consideran a Cristo como un profeta. Este judeocristianismo es ascético e
inspira obras apócrifas, que terminó negando el origen divino de Cristo (H. J. SCHOEPS, El
judeocristianismo, Alcoy 1968). En efecto, hubo judeo-cristianos cuya cristología de tipo
adopcionista reconoce ciertamente en Jesús a un profeta, pero no al Hijo de Dios.
- Otros dan un concepto más amplio. Danielou define así el judeo-cristianismo a partir de la
literatura conocida: “Se puede... llamar judeo-cristianismo a una forma cristiana de
pensamiento cristiano que no implica la existencia de lazos con la comunidad judía, pero que
se expresa en un cuadro modelado por el judaísmo. La palabra tiene entonces un sentido
mucho más amplio.... Comprende también a unos hombres que han roto por completo con el
ambiente judío, pero que siguen pensando en sus categorías... Este judeo-cristianismo fue
evidentemente el de los cristianos venidos del judaísmo, pero también el de algunos paganos
convertidos” (J. DANIELOU, La teologia del giudeo-cristianesimo, Bolonia 1974, 17; M.
SIMON-A. BENOIT, Giudaismo e cristianesimo, Bari 1978. 236-254).(Ib. 17-18). El marco
de este pensamiento judío es el de la apocalíptica: “El elemento específico de semejante
teología consiste en el hecho de que se expresa en el contexto del pensamiento judío, es
decir, el de la apocalíptica. Es una teología visionaria” (Ib. 4). En este sentido todos los
cristianos son judeocristianos.
La Sagrada Escritura en un sentido global era para los cristianos del siglo segundo
tan sólo el Antiguo Testamento. Pero como instancia superior estaba Jesús, el Kyrios. De esta
autoridad gozan también, consecuentemente, los apóstoles del Señor y su círculo más
inmediato. En un principio esta autoridad se basaba únicamente en la tradición oral, pero más
tarde también en los escritos que recogían esta tradición. Con el tiempo perdió la primera su
vigor y se apreció cada vez más la fijada por escritos. Con ello se constituyeron una serie de
libros cristianos, que no eran sagrada Escritura, sino la continuación de la voz viva del Señor.
Con la muerte de los apóstoles e inmediatos colaboradores, ya bien entrado el siglo segundo,
esa “voz del Señor” se consideró más como “algo escrito”. Entonces estos escritos se
equiparan como tales con las obras que componían en Antiguo Testamento.
El canon judío del Antiguo Testamento:
La actitud de los primeros cristianos hacia el canon del Antiguo Testamento refleja la
situación de su carácter no definitivo o cerrado. El judaísmo tenía su colección de libros
sagrados, “santos”, antes de que naciera el cristianismo. El canon judío no estaba cerrado en
tiempos de Jesús. Casi todos reconocían la autoridad de “la Ley y los profetas”. Sin embargo,
los saduceos, conservadores, rechazaban los 'profetas' como escritos sagrados; los
'hagiógrafos' (los escritos, heb. ketubim) gozaban de prestigio y algunos pseudoepígrafos casi
alcanzaban la validez canónica. Pero la lista oficial sólo fue ratificada en el sínodo de rabinos
de Jamnia hacia el 90 d. C. En la práctica el canon judío se cerró con la época apostólica y
era natural que la Iglesia la hiciera suya. Sólo a finales del siglo I o inicios del II se cerró
definitivamente el canon “masorético”, con inclusión de los hagiógrafos y exclusión de los
pseudoepígrafos ‘apócrifos’; así surgió el canon judío tripartito, que constaba de ‘la Ley, los
profetas y los escritos’. La investigación reciente ha concedido demasiada importancia el
papel que tuvo para la determinación del canon la reunión impropiamente llamada “sínodo”
judío de Yabné o Jamnia (entre el 75 y el 117); éste se contentó con zanjar un litigio sobre el
uso del Cantar de los Cantares y sobre la canonicidad del Qohelet. Lo característico de esta
lista es que no recoge más que los libros escritos en hebreo. Son los libros que hoy llamamos
“protocanónicos”, que son recibidos por todos los judíos y todos los cristianos. En el siglo
XVI los reformadores volvieron a este cano palestino estricto.
Una leyenda que recoge la Carta de Aristeo, documento del siglo II a. C., contaba
cómo la “Ley de los judíos había sido traducida del hebreo al griego por 72 sabios judíos de
Jerusalén, llegados expresamente a Alejandría con esta finalidad, a petición del rey Tolomeo,
y que habían acabado su tarea en 72 días”. Esta leyenda conoció un gran éxito primero en
Filón y luego en los autores cristianos, Justino, Ireneo, Clemente de Alejandría, Tertuliano,
Cirilo de Jerusalén, Eusebio, Epifanio, Crisóstomo Jerónimo, Hilario y Ambrosio, que la
ampliaron e hicieron de esta traducción un acontecimiento propiamente milagroso. La Iglesia
cristiana recibió con espontaneidad el texto de los Setenta, como atestigua el hecho de que
los escritos del Nuevo Testamento citan generalmente el Antiguo según esta traducción
griega y reconocen espontáneamente a estos escritos la autoridad de “Escrituras”, es decir, de
testimonio inspirado de la Palabra de Dios. Pero la colección cristiana de los Setenta fue algo
más estricta que la de los Setenta de los judíos (excluye a 3 Esdras, 3 y 4 Macabeos, los
salmos de Salomón...). Sin teorizar nunca sobre ellos, los autores del Nuevo Testamento
suponen adquirida la recepción de este canon de las Escrituras.
Los cristianos citan pasajes de las tres partes, que componía el canon judío, pero
aprecian por igual a los tres. En cambio, el uso sinagogal de la Escritura apreciaba más 'la
Ley' que 'los profetas'. Aducen incluso textos apócrifos como citas de la "Escritura" (I Cor
2,9; Lc 11,49; Jn 7,38; Jud 14s). Citan normalmente los LXX, aunque ésta se desvíe del
hebreo. Parece que el cristianismo primitivo no se preocupó de los límites exactos del canon
judío. Se encuentran reflexiones en este sentido desde la época en que el canon del NT
adquirió unos contornos claros. Melitón de Sardes, hacia el 180, realizó en Palestina
indagaciones sobre el "número y orden de sucesión de los libros antiguos" y ofrece un
catálogo de los escritos del AT, que coincide con el canon masorético (EUSEBIO, HE, IV,
26, 13s). Pero el influjo de los LXX hizo que los cristianos no aceptaran sin más el canon
masorético: hasta el siglo IV no se fijó definitivamente el canon veterotestamentario, pero
esta inseguridad en la extensión y la letra no merma la autoridad del mismo entre ellos.
De modo instintivo la Iglesia proclamaba ser el nuevo Israel y en cuanto tal heredera
tanto de la revelación como de las promesas hechas del antiguo Israel. Los Padres usan esta
expresión, para mantener la continuidad histórica con la revelación del Sinaí y así legitimar
el uso de los libros del Antiguo Testamento. Así escritores como Clemente romano, Bernabé
y Justino se referían a la Escritura: “Está escrito”, casi siempre teniendo presente la Biblia de
los judíos. Otros grupos cristianos en el siglo segundo se sentían incómodos con el Antiguo
Testamento o incluso lo rechazaban como completamente extraño al evangelio de Cristo.
En los dos primeros siglos la Iglesia admitió prácticamente todos estos libros como
inspirados. Las citas que tiene los Padres lo confirman. El recurso a los apócrifos en
Tertuliano, Hipólito, Cipriano y Clemente de Alejandría es frecuente. Hacia finales del siglo
segundo, cuando la controversia con los judíos se aclaró, comenzaron las dudas sobre los
libros déutero-canónicos. El mismo Melitón, hacia el 170, después de una visita a Palestina,
se convenció de que el canon hebreo era el competente. La reacción de las primeras
comunidades cristianas ante este hecho constituye un momento crucial de la literatura
antigua. La lucha entre quienes lo querían eliminar de la Iglesia, o quienes lo conservaban
fielmente en espíritu y letra y quienes lo querían adaptar a las nuevas exigencias y a la
novedad del mensaje cristiano representó un momento fundamental del cristianismo
primitivo.
Los esquemas que partían de la distinción entre cristianos de origen judío y cristianos
de origen pagano para explicar los orígenes del cristianismo resulta arbitraria, pues hoy se
sabe que los segundos tenían también muchas ideas judías y del Antiguo Testamento. El
influjo del judaísmo en el cristianismo e incluso la convivencia en algunos casos se ajusta
más a la historia.
Algunos judeo-cristianos mantienen una postura rígida, que a finales de siglo termina
en la denominada la secta ebionita. Los ebionitas, cuya apelación se debe no a un personaje,
sino al término hebreo ebión, que significa “pobre”. Su cristología ve en la persona de Jesús
al mayor de los profetas, pero no al Hijo de Dios. Jesús nació de José y de María, fue elegido
por Dios en su bautismo. Rigurosamente monoteístas, los Ebionitas no pueden concebir una
fe en los tres nombres divinos. A su lado hay que mencionar a los Elkasaítas (del nombre de
un personaje, llamado Eljai, o más bien término que procede del hebreo y que significa
“fuerza oculta), conocidos por Orígenes e Hipólito y cuya doctrina es muy parecida a la de
los anteriores. De la misma opinión era Cerinto, Carpócrates y los diversos nombres que
presenta Ireneo como una genealogía de la gnosis. El judeocristianismo es ascético e inspira
obras apócrifas y el mismo milenarismo cristiano.
Para la Iglesia en su conjunto el Antiguo Testamento era un libro que en cada página
hablaba del Salvador. Aristón de Pella es el autor de una Discusión entre Jasón (un judeo-
cristiano) y Papisco (un judío de Alejandría) a propósito de Cristo, escrita hacia el 140. En
polémica con el judaísmo, trata de demostrar el cumplimiento de las profecías del Antiguo
Testamento en Cristo. Pero este diálogo se ha perdido así como las apologías a los judíos de
Apolinar de Hierápolis. Fue conocido por Celso, Orígenes y Jerónimo, pero sólo ha llegado
el prefacio en versión latina. Justino es el primer testigo de una argumentación bíblica
organizada a partir de la relación entre los dos Testamentos. Intenta elaborar un discurso que
justifica la fe cristiana a partir de las Escrituras, es decir, en este caso el Antiguo Testamento,
que presenta como común denominador entre los competidores.
La importancia del Antiguo Testamento como norma doctrinal era muy grande en la
Iglesia primitiva. En primer lugar, la autoridad doctrinal del Antigo Testamento derivaba del
hecho de que, correctamente interpretado, era un libro cristiano. La convicción de Justino de
que las Escrituras hebreas no pertenecen a los judíos, sino a los cristianos, era compartida
universalmente (I Apol., 32, 2; Diálogo 29, 2). Segundo, esto era posible solamente porque
los cristianos se servían de un método exegético, que no está abiertamente contenido o
sugerido en el Antigo Testamento, pero que ellos consciente o inconscientemente creían
posible. Los apologistas, que afirmaban que se habían hecho cristianos estudiado solamente
las Escrituras, es decir el Antiguo Testamento, iban claramente más allá de lo que los hechos
consentían (JUSTINO, Diálogo, 8, 1; TACIANO, Oratio ad graecos 29). Bernabé admite
que esta lectura está iluminada por la revelación cristiana, cuando define su exégesis
cristocéntrica como gnosis (Ep. Barn., 6, 9; 9, 8, 10, 10; 13, 7). En tercer lugar, este
principio de interpretación no era una invención de principios del siglo segundo, sino que los
mismos apóstoles lo habían usado y hay motivos para pensar que el mismo Jesús creó los
precedentes. Justino reconoce este hecho explícitamente (I Apol., 50, 12). En tiempo de los
apologistas esta manera de leer la Biblia era una tradición en la Iglesia, que era deudora de
los apóstoles (JUSTINO, I Apol., 49, 5).
Esta actitud hacia el Antiguo Testamento fue crucial, sin duda, para el cristianismo de
todas las épocas. De este modo salvaba algo fundamental para su fe: la unidad del género
humano y de su destino histórico. Esta relación daba también la posibilidad de manifestar
que, aunque la revelación de Cristo fuera algo reciente y nuevo, no obstante se remontaba a
un largo pasado inmemorial, que tenía tras sí toda una historia continua durante la cual había
sido presentida o anunciada. Ello da lugar a la teología del judeo-cristianismo, que se
desarrolla en comunidades ortodoxas y que permanece en algunos aspectos posteriores. Entre
lo aspectos más externos y vistosos, que acompañan el hecho central, pueden señalarse (cf.
capitulo.IºB, p. 13 s.).
En algunas sectas cristianas el influjo judío es aún más evidente: matriz judía del
gnosticismo; acusación de judaizante al adopcionismo, en virtud de la reducción de la
divinidad de Cristo a nivel meramente humano.
El período que va desde el año 30 hasta finales del siglo I se pueden señalar tres
etapas diferentes. La etapa oral, que va desde la muerte de Jesús hasta los primeros escritos;
una segunda que se inicia con estos escritos la época de la misión paulina y una tercera etapa
cuando ya han muerto los primeros testigos, Pedro, Pablo y Santiago, el hermano del Señor,
hacia el 60. Esto obliga a los propios cristianos a reformular su propia identidad. Pronto la
expresión α γιαι γραφαί (santas escrituras) y otras semejantes como “sagradas”
comenzaron a atribuirse también a los libros cristianos.
Aunque estaba mejor dispuesto que Marción a reconocer el valor espiritual, al menos
de algunas partes del Antiguo Testamento, sin embargo Tolomeo estaba de acuerdo con él en
establecer una divergencia entre la antigua y la nueva ley. Opiniones de este tenor eran
inevitables cuando prevaleció la distinción gnóstica entre el supremo Dios desconocido y el
Demiurgo. Estos factores obligaron a la Iglesia a justificar la propia posición de modo más
explícito. Por eso algunos autores expresan su convicción de que la verdadera batalla del
segundo siglo se desarrolló en torno al valor del Antiguo Testamento. Líneas de esa
apologética las trazó Justino, cuando decía que Lía y Raquel prefiguraban la Sinagoga y la
Iglesia, y que la poligamia de los patriarcas era un “misterio” (oκovμία) (Diálogo 134, 2;
141, 4).
El primer elenco, o canon, de los escritos del Nuevo Testamento puede datarse hacia
la mitad del siglo segundo. Desde entonces era objetivo de primer plano para la Iglesia que el
Nuevo Testamento, como ya se llamaba entonces, tuviera el justo número de libros o de
libros exactos. La primera lista que poseemos, el llamado Canon de Muratori por el nombre
del erudito que la descubrió en el siglo XVIII, es más tardía. La fecha de este documento de
origen romano sigue siendo aún bastante incierta (entre el 200 y el 300 según los
especialistas). Este texto fue atribuido a Hipólito ya en el pasado. Comprende: los 4
evangelios, 13 epístolas de Pablo (excepto Hebreos), Judas, 1 y 2 de Juan, Apocalipsis.
Además la de la carta a los Hebreos, faltan en él Santiago y 1-2 de Pedro. Por otra parte se
encuentra en él un Apocalipsis de Pedro y El Pastor de Hermas. Se constata, por
consiguiente, una vacilación en algunos libros; esta vacilación tuvo lugar también sobre la
Primera carta de Clemente y de la Didaché, signo de la gran autoridad de que gozaban en las
Iglesias del siglo segundo. Estos acontecimientos urgieron la defensa del principio de
recepción de la totalidad de las Escrituras “sin añadidos ni recortes” por parte de Ireneo y de
Tertuliano.
Tres observaciones merecen hacerse, para concluir. Primera, que el criterio que al
final prevaleció fue la apostolicidad. Si no se podía demostrar que un libro provenía de la
pluma de un apóstol, o al menos que tenía detrás de sí esta autoridad, se rechazaba
perentoriamente, a pesar de que fuera edificante y popular entre los fieles. Segunda, que
ciertos libros permanecen por mucho tiempo al margen del canon, pero tampoco después
consiguieron entrar normalmente en el mismo, porque les faltaba este carácter indispensable.
Entre éstos: Didaché, Pastor de Hermas, Apocalipsis de Pedro. Tercera, que algunos libros,
que más tarde fueron incluidos en el canon, debieron esperar mucho tiempo antes de tener un
reconocimiento universal. Por ejemplo, la carta a los Hebreos, que fue sospechosa por mucho
tiempo en Occidente; el Apocalipsis, que era normalmente excluida en el cuarto y quinto
siglo, cuando estuvo e auge la escuela antioquena. La Iglesia occidental mantuvo un silencio
absoluto sobre Santiago hasta la segunda mita del siglo cuarto y las cuatro breves cartas
católicas (II Pedro, II y III Juan, Judas), ausentes en la mayor parte de las listas, que
continuaron siendo consideradas inciertas en diversos ambientes. Las Iglesias de Oriente y de
Occidente llegaron gradualmente a un opinión común sobre los libros sagrados. El primer
documento oficial que declaraba canónicos los 27 libros de nuestro Nuevo Testamento fue la
carta pascual de Atanasio en el año 367.
2.1.2. La unidad de los dos Testamentos:
En los pasajes que constituían un escándalo para los marcionitas, como la historia de
Lot y la del botín tomado a los egipcios, era necesario descubrir el significado más profundo
del cual eran figuras y tipos (Adv. Haer., IV, 30-1). De modo análogo los profetas, no sólo
no habían conocido un Dios inferior, sino que habían tenido plena conciencia de todos los
acontecimientos de la Encarnación y podían comprender completamente la enseñanza y la
pasión del Señor (Adv. Haer., I, 10, 1; IV, 33, 12). La única diferencia es que la profecía, por
su misma naturaleza, era obscura y enigmática, ya que indicaba divinamente los
acontecimientos que serían descritos cuidadosamente sólo después de su realización histórica
(Adv. Haer., IV, 26, 1).
A partir de este tiempo se convirtió en un lugar común para los autores cristianos
reconocer la continuidad de los dos Testamentos. Se basaba en el hecho, puesto de relieve
por Teófilo de Antioquía, de que tanto los profetas como los evangelistas estaban inspirados
por el único y mismo Espíritu (Ad Autolicum 3, 12). La afirmación de la unidad de Dios,
puesta en peligro por las especulaciones gnósticas, era una premisa indispensable para refutar
la separación gnóstica de los Testamentos. Demostrar esa unidad fue el objetivo de Ireneo y
sus contemporáneos. Estos planteamientos de Justino (Dial 134, 1 y 141, 4), Ireneo (Ad
haer., IV, 13) y Tertuliano (Adv Marcionem 1, 19; 4, 11) prepararon el terreno para la
doctrina clásica que expresó así Agustín: "En el Antiguo Testamento el Nuevo está
escondido, en el Nuevo el Antiguo está revelado" (Quaestiones in Heptateucum 2, q. 73).
Al lado de las Escrituras y de la tradición oral, hay todavía otra autoridad a la que se
hace referencia desde el principio: las manifestaciones del Espíritu. La dirección de las
diversas comunidades estaba en manos de los apóstoles y sus colaboradores, pero también se
habla de los maestros y de los profetas. La diversidad de carismas espirituales, le sugiere a
Pablo la idea de Cristo Cuerpo. Todos desempeñan un papel importante por participar del
mismo espíritu de Cristo. En virtud de la fuerza e inspiración de ese Espíritu podían
descubrir la voluntad de Dios para su comunidad. La autoridad de estos “hombres
espirituales” podía no sólo actualizar las palabras de Cristo, sino incluso recrear algunas. En
el siglo segundo el Pastor, una revelación escrita en Roma hacia el 150 por un laico piadoso,
llamado Hermas, demuestra que esta autoridad era viva. Hermas trata de proporcionar los
medios para distinguir la verdadera profecía de la falsa.
El montanismo:
A finales del siglo segundo desde Frigia se extiende por la Iglesia el montanismo, que
predicaba una renovación del cristianismo basada en los oráculos y en la autoridad de
algunos profetas y profetisas. Además de lo que este movimiento pudo influir en la
formación del canon, hay que subrayar había surge también la necesidad de limitar la
actuación del Espíritu. Pero si la conciencia cristiana de la posesión del Espíritu no favorecía
la formación de un canon propio, pues no había razón para otorgar a un determinado número
de escritos un grado superior de sacralidad al de otros y segregarlos como escritos sagrados,
tampoco tenía mucho interés por la sucesión apostólica. Es el fenómeno del montanismo, que
afecta a ambos aspectos.
Tradición y sucesión:
Ya Hermas se lamentaba de la relajación de la Iglesia (Visión III, 3). Pero una cosa
era lamentarse de la relajación de la Iglesia, como Hermas, y otra buscar la renovación del
cristianismo con visiones espectaculares, como el montanismo. En Roma no se consideraron,
en principio, un peligro para la organización eclesiástica, pues solo se distinguían del resto de
los cristianos por su ascetismo. Pero pronto la Iglesia expulsará a los seguidores de este
movimiento de la comunión. Los obispos se preocuparán de este movimiento, porque
negaban la condición de los legítimos ministros de la comunidad. Algunos obispos trataron
en vano de confrontarse con Maximila, una de las profetizas montanistas, pues les
preocupaba la importancia dada a las mujeres en contra de la tradición paulina 1 Cor 14, 33.
Por eso, tuvieron que recurrir a los concilios (EUSEBIO, HE V, 16, 10). Este grupo del
cristianismo primitivo ha pasado a la historia, porque Tertuliano (+ 220) adhirió al mismo en
los últimos años de su vida, quien simpatizó con estas profecías.
La misión recibida del Padre por Cristo en el Espíritu está en el origen de la tradición.
Ésta se expresa en particular en la sucesión apostólica de obispos, cuya finalidad es
precisamente permitir a la Iglesia seguir siendo fiel a una tradición auténtica. Esta instancia
de regulación de la fe aparece muy pronto en la literatura cristiana. De los apóstoles derivan
los ministerios, ya que ellos se encargaron de poner al frente de las comunidades a algunos,
para que los substituyeran. El vocabulario de la sucesión apostólica está ausente en el
Nuevo Testamento, pero está presente la preocupación por el porvenir de las Iglesias y de sus
ministerios. Las epístolas pastorales atestiguan la preocupación por mantener la identidad
cristiana en el futuro de las Iglesias. La imposición de manos simboliza la continuidad y la
autenticidad del ministerio que se origina en el acontecimiento fundador de Jesús y la
transcendencia propia del don de Dios en el hoy de la Iglesia.
El vocabulario de la sucesión (διαδoχή) aparece en Clemente, que distingue dos
momentos en la sucesión: primero el acto por el los apóstoles establecen ellos mismos
diversos ministros y luego asienta la regla de la sucesión futura: el consentimiento de la
Iglesia entera (I Clem ad cor 42, 4 y 44, 1-3: Papost 216 y 218). Clemente, aunque no tiene
afirmaciones explícitas sobre la garantía de autenticidad de la tradición recibida y enseñada,
parece querer decir que la jerarquía que sucedió a los apóstoles heredó el mensaje del
evangelio que habían tenido la misión de predicar La trilogía jerárquica aparece en Ignacio.
En Ignacio de Antioquía la apostolicidad de la trilogía jerarquizada de diáconos, epíscopos y
presbíteros (más exactamente presbyterium) se expresa, no por la idea formal de la sucesión,
sino por la de su conformidad con “los decretos del Señor y de los apóstoles” (Ad Magn XIII,
1: PApost 466). Según una identificación de naturaleza mística, el obispo rodeado de su
rpesbyterium representa simbólicamente a Cristo rodeado de sus apóstoles. Por eso, “ a todo
el que envía el Padre de familias a su propia administración, no de otra manera hemos de
recibirle que al mismo que le envía. Luego cosa evidente es que hemos de mirar al obispo
como al Señor mismo” (Ad Eph VI, 1: PApos 451). El acento de Ignacio en la necesidad de
fidelidad al episcopado encuentra su explicación en el hecho de que consideraba al obispo
como el que garantizaba la pureza de la doctrina. En la II de Clemente 17 se inculca la
estrecha obediencia a los presbíteros sobre la base del hecho de que su deber es el de predicar
la fe y que sus instituciones son idénticas a las del mismo Cristo.
Estas ideas las desarrolla Ireneo, que afirmaba la unidad de la fe en todas las iglesias
esparcidas por el mundo. Así Ireneo responde a la cuestión del lugar en donde puede
encontrarse con toda seguridad la verdad del Evangelio. Ese lugar son las Iglesias
apostólicas, marcadas por el sello y la garantía de la sucesión apostólica de sus epíscopos y
presbíteros. En Ireneo no hay todavía una distinción de vocabulario entre epíscopos y
presbíteros, aunque esta distinción ya existe en algunas Iglesias. Se trata de una sucesión
oficial, institucional y verificable, a diferencia de la tradición esotérica de los gnósticos. Esta
sucesión se atribuye a la preocupación que tenían los apóstoles por confiar las Iglesias a una
personas por encima de toda sospecha en cuanto a su enseñanza. Junto a ello afirma también
ahora la unidad de la tradición, que se apoya en la sucesión ininterrumpida de los apóstoles y
que se encuentra en que los apóstoles han elegido legítimamente a sus sucesores. Ireneo lleva
a la práctica esta tradición describiendo la sucesión apostólica de cada Iglesia. Lo hace, sobre
todo, de Roma, porque es el modelo del sistema existente en las demás. Ireneo se contenta
por comodidad con enumerar la sucesión del obispo de Roma desde los apóstoles hasta
Eleuterio, su contemporáneo, evocando con el mismo espíritu las sucesiones de Esmirna y de
Éfeso. Esos obispos son los que garantizan debidamente el “orden de la tradición” venido de
los apóstoles.
Desde el principio existe la convicción de que existe una sola fe salvífica, transmitida
por los apóstoles, para todos los pueblos (Mt 28, 19s; I Tes 1, 2-10; Ef 4, 5; I Tim 2, 4). Esta
convicción entra enseguida en las confesiones de fe (Dz 1-12). La universalidad parecía
confirmarse con el progreso espectacular de la evangelización de los diversos pueblos,
aunque esto haya creado un patriotismo romano, que es más ideológico que teológico. El
ideal de la recta doctrina también había dado un impulso notable a la teología, pero sobre
todo había dado impulso al consenso sinodal.
La regla de fe, que profesan en la Iglesia incluso los “iletrados” ( (Adv haer IV, 1, 1),
es el fundamento en el que se apoya Ireneo para su refutación de los gnósticos. Un ejemplo
clásico es la referencia de Ireneo sobre la instrucción catequética de este período. Para ello
cita un Símbolo: “Y he aquí la regla de nuestra fe... Dios Padre, increado... Dios único,
creador del universo; éste el primer artículo de nuestra fe. El segundo artículo: el Verbo de
Dios, el Hijo de Dios, Cristo Jesús nuestro Señor, se apareció a los profetas según el género
de su profecía y según el estado de las economías del Padre; por quien fueron hechas todas
las cosas; que además, a final de los tiempos, para recapitular todas las cosas, se hizo
hombre... Y como tercer artículo. El Espíritu Santo, por el que los profetas profetizaron... Por
esto el bautismo, nuestro nuevo nacimiento, tiene lugar por medio de estos tres artículos”
(Demostración 6-7).