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Lo que se pretende, al relatar los esfuerzos especulativos de los principales maestros del
pasado y al describir los procesos y desarrollos a través de los cuales la Teología se ha
configurado y evolucionado, no es —sobre todo en un centro de estudios teológicos o en un
libro destinado a la docencia en un centro así— ofrecer datos o descripciones eruditas, sino
mostrar cómo la palabra de Dios —la revelación contenida en la Escritura y trasmitida por
la tradición— ha interpelado a los teólogos de cada época. En otros términos: cómo esos
teólogos se han situado ante la palabra revelada, de qué forma han hecho entrar en diálogo
su razón y su fe, por qué vías han intentado profundizar en las virtualidades contenidas en
la verdad cristiana haciéndolas resonar ante su propia inteligencia y ante la cultura y los
hombres de su tiempo. El análisis del proceso histórico de la Teología cristiana constituye,
por eso, una forma excelente de educar la propia inteligencia al empeño de pensar en la fe y
desde la fe, sirviendo así de base para ulteriores desarrollos.
La Teología en la historia
Los apóstoles, y quienes con ellos vivieron, constituyen, sin embargo, una etapa singular en
la historia de la Iglesia: la etapa fundacional. Y los libros sagrados, escritos bajo la
inspiración del Espíritu Santo, trascienden el ordinario sucederse de los empeños y
reflexiones humanas. De ahí que el inicio de la Historia de la Teología se sitúe más bien a
partir de la generación apostólica, cuando los cristianos, recibiendo el legado de los
apóstoles y dejándose iluminar por él, pusieron en juego todos los recursos de su
Tomado de José Luis Illanes y Josep Ignasi Saranyana. Historia de la Teología. Sapientia Fidei.
Serie de Manuales de Teología. BAC Madrid 1995.
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Para intentar una periodización de la Historia de la Teología vamos a dividir esa historia
atendiendo a las tres etapas que ha recorrido: el período patrístico, el período escolástico y
el período moderno o contemporáneo. Completemos, pues, esta introducción a la Historia
de la Teología marcando los contornos de esas tres etapas y señalando, aunque sea
brevemente, sus rasgos más característicos, no sin antes decir una palabra acerca de los
rasgos teológicos que subyacen en los textos bíblicos.
De este modo la Sagrada Escritura contiene toda la teología en forma elemental, nuclear y
primaria; así en la Escritura se encuentra una teología concentrada, potencial y eminente,
porque las diferentes teologías de los autores inspirados están alimentadas todas ellas por la
única revelación de Dios. Por tanto, como norma non normata, la Biblia contiene
seminalmente toda la teología cristiana, porque surge de la experiencia fontal del Jesús
histórico y del Cristo resucitado, que es la clave de la lectura del pasado, del presente y del
futuro.
Se puede decir que en el Nuevo Testamento hay una pluralidad teológica, lo que quiere
decir que la reflexión sobre la experiencia de fe es experimentada de manera distinta, lo que
significa que hay diversas maneras de elaborar el discurso sobre Dios.
Período patrístico
La época patrística debe su nombre a los Padres de la Iglesia, es decir, al hecho de ser un
tiempo que tuvo por protagonistas a personalidades (San Atanasio, San Basilio, San Cirilo
de Jerusalén, San Juan Crisóstomo, San Ambrosio, San Jerónimo, San Agustín...) a las que,
por la ortodoxia de su doctrina y por la hondura de su santidad, la Iglesia reconoce como
padres en la fe, como eslabones que unen a los cristianos de todos los tiempos con la
generación apostólica y, a través de los apóstoles, con Cristo. Se trata de una época que
tiene una especial significación en la historia de la Iglesia y de la Teología. En primer lugar,
y ante todo, por su proximidad a los años apostólicos. Pero también porque durante ese
período la Iglesia se extendió ampliamente, consolidando su estructura, desarrollando su
liturgia, expresando su fe en fórmulas dogmáticas cuidadosamente elaboradas. Fue también
el momento en el que, trascendiendo el ámbito judío en el que había nacido, la Iglesia se
enfrentó con la cultura grecorromana, cristianizándola desde dentro y confirmando así con
las obras la virtualidad de la fe cristiana para informar toda civilización y toda época
histórica.
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Los textos de los Padres de la Iglesia y de los otros escritores eclesiásticos de este período
responden a los diversos géneros literarios usuales en la cultura grecorromana: cartas,
homilías, tratados, comentarios... Fueron todos ellos obispos, sacerdotes o, en menor
número, seglares que sintieron con profundidad la vida de la Iglesia de su tiempo y
colocaron a su servicio su inteligencia y su cultura. Las obras teológicas del período
patrístico nacieron de las necesidades pastorales y culturales del momento, aunque no
faltaron tampoco intentos de sistematización y exposición de algún modo escolar, que
fueron, no obstante, una minoría. El tono o estilo de teologizar fue profundamente bíblico,
con un frecuente recurso al símbolo y a la alegoría para que en el texto bíblico comentado
reverberase la totalidad del designio salvífico divino. Los Padres dieron pruebas también,
sobre todo en figuras de gran talla intelectual, de capacidad de análisis, de finura en la
conceptualización, de fuerza argumentativa; pero la teología patrística sobresalió,
especialmente, por el sentido de la síntesis, por la conciencia de la unidad de la revelación y
por la fuerza con que esa conciencia de unidad alcanzó a expresarse.
El fin de la época patrística coincidió con el declive de la Edad Antigua. Suele indicarse
como hito último de tal época, por lo que se refiere a la parte oriental del Imperio romano y
en consecuencia a la patrística griega, la figura de San Juan Damasceno (ca.675-749), si
bien debe señalarse que el modo patrístico de teologizar perseveró después durante largo
tiempo en los ambientes greco-bizantinos, aunque con mucha menor creatividad que en los
siglos anteriores. En la parte occidental del Imperio y, por tanto, en relación a la patrística
latina, el corte histórico fue más neto, ya que el hundimiento de la estructura político-social
del Imperio occidental y la implantación de los reinos germánicos marcó, ya en el siglo v,
una innegable ruptura. De todas maneras, la rapidez con que esos reinos asimilaron la
cultura romana, alcanzando la síntesis entre lo germánico y lo latino, nos autoriza a
extender el período patrístico, también en Occidente, hasta el siglo VIII; parece, en efecto,
lícito hablar de una literatura patrística gala y visigótica.
Período escolástico
Sobre la periodización de la Edad Media hay una gran discusión entre los medievalistas,
según que se preste más atención a la historia de las instituciones, de los pueblos o de las
ideas. Sin entrar en polémicas de detalle, digamos que, desde la perspectiva de la Historia
de la Teología, el cambio de edad se produce con los acontecimientos ya señalados al
describir el fin del período patrístico, y la nueva situación se extiende hasta mediada la
Edad Moderna.
Durante los primeros siglos de la Edad Media, es decir, en la primera parte del período
altomedieval, y, más concretamente, entre los años 750 a 1100, domina, por lo que al
teologizar se refiere, la teología monástica: una teología nacida en el seno de las escuelas
monásticas existentes en los monasterios benedictinos, que consistió sobre todo en un
comentario a la Sagrada Escritura; desarrollado al modo de una lectio o lectura meditada de
los textos bíblicos, apoyada en los autores patrísticos. Las escuelas monásticas surgieron en
la época carolingia, como fruto de la reforma de la orden benedictina que tuvo lugar por
entonces, y constituyeron un foco cultural de extraordinaria importancia; Alcuino de York,
Rábano Mauro, San Anselmo de Canterbury pueden ser considerados, con plena justicia,
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En lugar de la pura meditación sobre la Escritura apoyada en los Padres, que había
caracterizado a la teología monástica, la teología escolástica propugnó un método analítico
y discursivo que dio un amplio campo a la especulación racional iluminada por la fe.
Nacido y desarrollado en el interior de instituciones académicas —las escuelas catedralicias
y, posteriormente, las universidades y, en ellas, las Facultades de Teología—, el teologizar
escolástico fue evolucionando, dando origen a desarrollos especulativos cada más amplios
y de mayor profundidad teorética, hasta constituir, en más de un punto, una cumbre en la
historia general del pensamiento. La exposición académica, con sus exigencias no sólo
científicas sino didácticas, impulsó hacia la elaboración de síntesis, provocando la aparición
de las Summae, que son, sin duda alguna, una de las expresiones más características de la
producción teológica de los siglos medios. La Escolástica propiamente dicha tuvo de hecho
una larga historia, dentro de la que pueden distinguirse varias fases o subperíodos:
— la Alta escolástica, que va del 1100 al 1300, período en el que se sitúan las figuras más
importantes y representativas: Pedro Lombardo, Alejandro de Hales, San Buenaventura,
San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino y el Beato Juan Duns Escoto;
— la Baja escolástica, del 1300 al 1500, época en parte creadora y en parte de decadencia,
en el que la reflexión se escinde en disputas entre escuelas y, en ocasiones, se pierde en
disquisiciones alejadas de los núcleos centrales de la fe;
— la Escolástica barroca, que se extiende desde mediados del siglo XVI hasta el siglo
XVII, en el que —después de algunas figuras relevantes, como Domingo Báñez y
Francisco Suárez— se inicia un período de fuerte decadencia.
Los desarrollos especulativos, propios del método escolástico desde sus inicios, constituyen
uno de sus mayores méritos, pero también, cuando se absolutizan, uno de sus riesgos. De
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hecho fueron, con el pasar de los años, no sólo ampliándose, sino complicándose,
precipitando así la crisis que la Escolástica conoció al final del período bajomedieval.
Frente a los abusos de esa escolástica decadente reaccionó la teología renacentista
propugnando una vuelta a las fuentes, que tuvo considerable influjo. El método
especulativo se mantuvo no obstante en primer plano y, en la escolástica barroca, volvió a
ser preponderante, aunque sin olvidar del todo la herencia recibida del humanismo. No
obstante, al avanzar el siglo XVII la Escolástica dio claras señales de haber entrado en un
período de estancamiento. Ese hecho, y sobre todo la profunda crisis espiritual que agitó a
la Europa de esos años, constituye el antecedente de la tercera época que cabe distinguir en
la historia de la Teología.
Se preparó así una ruptura espiritual e intelectual que se hizo patente en el siglo XVII: la
población europea siguió siendo mayoritariamente cristiana, pero en las capas intelectuales
se difundió, hasta predominar, una clara predisposición a la increencia o, aunque no se
llegara a ello, al escepticismo y al indiferentismo religioso. La Iglesia y la Teología se
encontraron así en una situación radicalmente distinta de las conocidas en épocas
anteriores: su contexto cultural no era ya ni una sociedad sustancialmente cristiana, como la
existente en el período final de la Edad Antigua, en la Edad Media y en los inicios de la
Edad Moderna; ni tampoco un paganismo que no había oído hablar de Cristo, como en los
inicios de la era cristiana, cuando la Iglesia comenzó a extenderse a través del Imperio
romano; sino un mundo que, habiendo sido cristiano, dejaba de serlo, y que miraba, por
tanto, al cristianismo como a una realidad superada o, al menos, en curso de superación.
— la plenitud de tal renovación, que cabe situar en torno al Concilio Vaticano II, punto
decisivo de referencia para la valoración del precedente desarrollo de la Teología y para el
juicio sobre la situación actual y su historia futura.
Sin olvidar, de otra parte, que la consolidación de las comunidades cristianas, nacidas por la
expansión misionera de los siglos anteriores, y la facilidad de comunicaciones
internacionales, han ampliado considerablemente el horizonte de la cultura y, por tanto, de
la Teología: en los siglos pasados la Teología era una realidad casi exclusivamente europea;
hoy ya no lo es y las aportaciones teológicas provenientes de América, Asia y África están
destinadas a ser cada vez más importantes y significativas.