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PERIODIZACIÓN DE LA HISTORIA DE LA TEOLOGÍA 

Ciertamente, al esbozar la historia del pensamiento teológico es necesario narrar sucesos y


acontecimientos, precisar fechas y datos, analizar las afirmaciones concretas de autores del
pasado. Pero, si se quiere alcanzar una verdadera comprensión de aquello que en una
Historia de la Teología se narra —es decir, de la doctrina de los diversos autores y del
tránsito de unos a otros—, la intención última debe ser teológica. La pura sucesión de
acontecimientos o la simple descripción del parecer de unos u otros autores, aislada del
movimiento de fondo que explica y sostiene a la Teología, serían, por sí mismas, muy poco
relevantes, especialmente en el contexto de una Facultad o Instituto teológicos. Tomás de
Aquino dijo que el estudio de lo que han dicho los antiguos debía tener por fin no tanto
conocer lo que han afirmado cuanto dialogar con ellos a fin de profundizar en la percepción
de la verdad de las cosas. El Aquinate hizo esta afirmación tratando de la Historia de la
Filosofía, pero sus palabras se pueden trasladar a la Historia de la Teología, con la misma
fuerza y claridad.

Lo que se pretende, al relatar los esfuerzos especulativos de los principales maestros del
pasado y al describir los procesos y desarrollos a través de los cuales la Teología se ha
configurado y evolucionado, no es —sobre todo en un centro de estudios teológicos o en un
libro destinado a la docencia en un centro así— ofrecer datos o descripciones eruditas, sino
mostrar cómo la palabra de Dios —la revelación contenida en la Escritura y trasmitida por
la tradición— ha interpelado a los teólogos de cada época. En otros términos: cómo esos
teólogos se han situado ante la palabra revelada, de qué forma han hecho entrar en diálogo
su razón y su fe, por qué vías han intentado profundizar en las virtualidades contenidas en
la verdad cristiana haciéndolas resonar ante su propia inteligencia y ante la cultura y los
hombres de su tiempo. El análisis del proceso histórico de la Teología cristiana constituye,
por eso, una forma excelente de educar la propia inteligencia al empeño de pensar en la fe y
desde la fe, sirviendo así de base para ulteriores desarrollos.

La Teología en la historia

La Teología es tan antigua como la fe cristiana, hundiendo sus raíces en la misma


generación apostólica. De ahí que pueda hablarse, y se hable con frecuencia, de «teología
bíblica», de «teología neotestamentaria», de «teología paulina», etc., indicando así que en
los libros que componen la Sagrada Escritura, sea en el conjunto de todos ellos, sea en
algunos tomados singularmente, se contiene una doctrina que puede ser sintetizada y
expuesta de modo estructurado y armónico.

Los apóstoles, y quienes con ellos vivieron, constituyen, sin embargo, una etapa singular en
la historia de la Iglesia: la etapa fundacional. Y los libros sagrados, escritos bajo la
inspiración del Espíritu Santo, trascienden el ordinario sucederse de los empeños y
reflexiones humanas. De ahí que el inicio de la Historia de la Teología se sitúe más bien a
partir de la generación apostólica, cuando los cristianos, recibiendo el legado de los
apóstoles y dejándose iluminar por él, pusieron en juego todos los recursos de su


Tomado de José Luis Illanes y Josep Ignasi Saranyana. Historia de la Teología. Sapientia Fidei.
Serie de Manuales de Teología. BAC Madrid 1995.
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inteligencia para profundizar en ese depósito, con el deseo de asimilarlo plenamente, de


defenderlo frente a críticas o equívocos, de plasmarlo en obras y de trasmitirlo eficazmente
a las generaciones sucesivas.

Para intentar una periodización de la Historia de la Teología vamos a dividir esa historia
atendiendo a las tres etapas que ha recorrido: el período patrístico, el período escolástico y
el período moderno o contemporáneo. Completemos, pues, esta introducción a la Historia
de la Teología marcando los contornos de esas tres etapas y señalando, aunque sea
brevemente, sus rasgos más característicos, no sin antes decir una palabra acerca de los
rasgos teológicos que subyacen en los textos bíblicos.

MODELOS HISTÓRICOS DEL QUEHACER TEOLÓGICO

Estos modelos o maneras de hacer teología a lo largo del recorrido histórico de la fe


cristiana reflejan la vida misma de la Iglesia que avanza al ritmo de la humanidad. La
teología muestra frecuentemente la polémica de la Iglesia frente al mundo y en ocasiones se
muestra como portavoz de la polémica del mundo frente a la Iglesia. De ello dan cuenta
estos modelos de la manera en cómo se ha hecho teología.

Teología en la Sagrada Escritura

Si bien es cierto que la Teología es la reflexión creyente basada en la revelación de Dios al


hombre comunicada en Jesucristo, el Señor, esa reflexión tiene como fuente la Palabra de
Dios testimoniada en la Biblia. En ella no existe obviamente una teología en forma
científica, pero se puede afirmar que la Biblia es verdaderamente “teo-logía”, pues es por
excelencia la “palabra” sobre “Dios”. Las teologías de los hagiógrafos, especialmente del
Nuevo Testamento, no son una teología entre otras, sino que son originarias, normativas y
constitutivas. Desde el punto de vista literario, se trata de un género de teología de tipo
histórico – descriptivo, ético – prescriptivo y doxológico – profético; es una teología más
práctica que teórica. Así es la teología de Pablo, de Juan, de Pedro y del mismo Jesús,
verdadero rabbí, maestro y revelador del Padre (cf. Jn 1, 18).

De este modo la Sagrada Escritura contiene toda la teología en forma elemental, nuclear y
primaria; así en la Escritura se encuentra una teología concentrada, potencial y eminente,
porque las diferentes teologías de los autores inspirados están alimentadas todas ellas por la
única revelación de Dios. Por tanto, como norma non normata, la Biblia contiene
seminalmente toda la teología cristiana, porque surge de la experiencia fontal del Jesús
histórico y del Cristo resucitado, que es la clave de la lectura del pasado, del presente y del
futuro.

En el Nuevo Testamento, Jesús es el teólogo, el exégeta de Dios y lo hace desde dos


criterios fundamentales que marcan toda su actividad; 1) el reinado de Dios; 2) el Abbá, es
decir la condición de Hijo predilecto del Padre. Desde estos dos criterios fundamentales
Jesús interpreta para Israel la promesa de Dios que se encuentra en todo el Antiguo
Testamento. Posteriormente la Teología de Jesús se convierte en Teología sobre Jesús.
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Se puede decir que en el Nuevo Testamento hay una pluralidad teológica, lo que quiere
decir que la reflexión sobre la experiencia de fe es experimentada de manera distinta, lo que
significa que hay diversas maneras de elaborar el discurso sobre Dios.

Período patrístico

Los primeros autores cristianos, designados ordinariamente con el nombre de Padres


apostólicos por su cercanía cronológica a los apóstoles, se expresaron mediante cartas u
homilías, de tono familiar, muy unidas a la vivencia concreta de la Iglesia. A mediados del
siglo II surgió, en cambio, lo que puede ya considerarse como primera manifestación de
una obra teológica en sentido estricto. Las críticas dirigidas a la fe cristiana por parte de
autores paganos provocaron la aparición de una literatura apologética o de defensa, que
desembocó en un vibrante diálogo entre fe y razón; más concretamente, entre fe cristiana y
cultura pagana; se inició así un proceso de cristianización del mundo helenístico y romano
que se extendió a lo largo de varios siglos, hasta culminar, en los siglos III a V, en una
síntesis lograda. El desarrollo de las comunidades cristianas, la conversión de personas
profundamente conocedoras de la filosofía y de la retórica grecorromanas y la aparición de
sectas y herejías que ponían en discusión el contenido de la fe, fueron otros de los factores
que contribuyeron a ese proceso de progresiva profundización en la fe a fin de manifestar
su unidad, vitalidad y coherencia al que designamos como Teología.

En el período patrístico así iniciado, cabe distinguir tres etapas fundamentales:

— la etapa primera, de iniciación o formación de la teología patrística, que se extiende


desde fines del siglo I hasta comienzos del siglo IV: es la época de los Padres apostólicos,
de los Padres apologistas, de los primeros escritos antiheréticos y de los primeros intentos
de tratados o exposiciones teológicas ya relativamente cuajadas;
— los siglos IV y V, verdadera edad de oro de la Patrística, hecha posible por la conjunción
de dos factores: la paz de que se disfruta desde principios del siglo IV, al cesar las
persecuciones, y la maduración ya alcanzada por el pensar cristiano;
— la etapa final, que se extiende hasta el siglo VIII, en el período de transición entre la
Antigüedad tardía y la Edad Media.

La época patrística debe su nombre a los Padres de la Iglesia, es decir, al hecho de ser un
tiempo que tuvo por protagonistas a personalidades (San Atanasio, San Basilio, San Cirilo
de Jerusalén, San Juan Crisóstomo, San Ambrosio, San Jerónimo, San Agustín...) a las que,
por la ortodoxia de su doctrina y por la hondura de su santidad, la Iglesia reconoce como
padres en la fe, como eslabones que unen a los cristianos de todos los tiempos con la
generación apostólica y, a través de los apóstoles, con Cristo. Se trata de una época que
tiene una especial significación en la historia de la Iglesia y de la Teología. En primer lugar,
y ante todo, por su proximidad a los años apostólicos. Pero también porque durante ese
período la Iglesia se extendió ampliamente, consolidando su estructura, desarrollando su
liturgia, expresando su fe en fórmulas dogmáticas cuidadosamente elaboradas. Fue también
el momento en el que, trascendiendo el ámbito judío en el que había nacido, la Iglesia se
enfrentó con la cultura grecorromana, cristianizándola desde dentro y confirmando así con
las obras la virtualidad de la fe cristiana para informar toda civilización y toda época
histórica.
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Los textos de los Padres de la Iglesia y de los otros escritores eclesiásticos de este período
responden a los diversos géneros literarios usuales en la cultura grecorromana: cartas,
homilías, tratados, comentarios... Fueron todos ellos obispos, sacerdotes o, en menor
número, seglares que sintieron con profundidad la vida de la Iglesia de su tiempo y
colocaron a su servicio su inteligencia y su cultura. Las obras teológicas del período
patrístico nacieron de las necesidades pastorales y culturales del momento, aunque no
faltaron tampoco intentos de sistematización y exposición de algún modo escolar, que
fueron, no obstante, una minoría. El tono o estilo de teologizar fue profundamente bíblico,
con un frecuente recurso al símbolo y a la alegoría para que en el texto bíblico comentado
reverberase la totalidad del designio salvífico divino. Los Padres dieron pruebas también,
sobre todo en figuras de gran talla intelectual, de capacidad de análisis, de finura en la
conceptualización, de fuerza argumentativa; pero la teología patrística sobresalió,
especialmente, por el sentido de la síntesis, por la conciencia de la unidad de la revelación y
por la fuerza con que esa conciencia de unidad alcanzó a expresarse.

El fin de la época patrística coincidió con el declive de la Edad Antigua. Suele indicarse
como hito último de tal época, por lo que se refiere a la parte oriental del Imperio romano y
en consecuencia a la patrística griega, la figura de San Juan Damasceno (ca.675-749), si
bien debe señalarse que el modo patrístico de teologizar perseveró después durante largo
tiempo en los ambientes greco-bizantinos, aunque con mucha menor creatividad que en los
siglos anteriores. En la parte occidental del Imperio y, por tanto, en relación a la patrística
latina, el corte histórico fue más neto, ya que el hundimiento de la estructura político-social
del Imperio occidental y la implantación de los reinos germánicos marcó, ya en el siglo v,
una innegable ruptura. De todas maneras, la rapidez con que esos reinos asimilaron la
cultura romana, alcanzando la síntesis entre lo germánico y lo latino, nos autoriza a
extender el período patrístico, también en Occidente, hasta el siglo VIII; parece, en efecto,
lícito hablar de una literatura patrística gala y visigótica.

Período escolástico

Sobre la periodización de la Edad Media hay una gran discusión entre los medievalistas,
según que se preste más atención a la historia de las instituciones, de los pueblos o de las
ideas. Sin entrar en polémicas de detalle, digamos que, desde la perspectiva de la Historia
de la Teología, el cambio de edad se produce con los acontecimientos ya señalados al
describir el fin del período patrístico, y la nueva situación se extiende hasta mediada la
Edad Moderna.

Durante los primeros siglos de la Edad Media, es decir, en la primera parte del período
altomedieval, y, más concretamente, entre los años 750 a 1100, domina, por lo que al
teologizar se refiere, la teología monástica: una teología nacida en el seno de las escuelas
monásticas existentes en los monasterios benedictinos, que consistió sobre todo en un
comentario a la Sagrada Escritura; desarrollado al modo de una lectio o lectura meditada de
los textos bíblicos, apoyada en los autores patrísticos. Las escuelas monásticas surgieron en
la época carolingia, como fruto de la reforma de la orden benedictina que tuvo lugar por
entonces, y constituyeron un foco cultural de extraordinaria importancia; Alcuino de York,
Rábano Mauro, San Anselmo de Canterbury pueden ser considerados, con plena justicia,
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los iniciadores de la teología medieval, porque pusieron las bases metodológicas de la


teología escolástica propiamente dicha.

Hacia el 1100 aparecieron en los burgos o ciudades de Occidente escuelas catedralicias, es


decir, nacidas y desarrolladas en torno a las catedrales. La teología que se comenzó a
practicar en tales escuelas —de la que son representantes Anselmo de Laon y Pedro
Abelardo— significó la introducción de un nuevo estilo teológico, que dio origen a lo que,
de modo preciso, designamos como teología escolástica. Confluyeron en la nueva etapa
histórica una amplia gama de factores, como el desarrollo de la sociedad medieval, el
aumento del nivel cultural del clero secular, la aparición de órdenes religiosas dotadas de
mayor movilidad apostólica que la benedictina —es decir, las órdenes mendicantes— y la
llegada al occidente europeo, a través de los pensadores árabes, de la filosofía aristotélica,
que, uniéndose a la tradición patrística y a la platónica, hizo posible una nueva y original
síntesis.

En lugar de la pura meditación sobre la Escritura apoyada en los Padres, que había
caracterizado a la teología monástica, la teología escolástica propugnó un método analítico
y discursivo que dio un amplio campo a la especulación racional iluminada por la fe.
Nacido y desarrollado en el interior de instituciones académicas —las escuelas catedralicias
y, posteriormente, las universidades y, en ellas, las Facultades de Teología—, el teologizar
escolástico fue evolucionando, dando origen a desarrollos especulativos cada más amplios
y de mayor profundidad teorética, hasta constituir, en más de un punto, una cumbre en la
historia general del pensamiento. La exposición académica, con sus exigencias no sólo
científicas sino didácticas, impulsó hacia la elaboración de síntesis, provocando la aparición
de las Summae, que son, sin duda alguna, una de las expresiones más características de la
producción teológica de los siglos medios. La Escolástica propiamente dicha tuvo de hecho
una larga historia, dentro de la que pueden distinguirse varias fases o subperíodos:

— la Alta escolástica, que va del 1100 al 1300, período en el que se sitúan las figuras más
importantes y representativas: Pedro Lombardo, Alejandro de Hales, San Buenaventura,
San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino y el Beato Juan Duns Escoto;

— la Baja escolástica, del 1300 al 1500, época en parte creadora y en parte de decadencia,
en el que la reflexión se escinde en disputas entre escuelas y, en ocasiones, se pierde en
disquisiciones alejadas de los núcleos centrales de la fe;

— la Escolástica renacentista, de comienzos a mediados del siglo XVI, caracterizada por la


incorporación al método escolástico de las preocupaciones literarias e históricas
provenientes del humanismo renacentista, tal y como lo testimonian la obra, entre otros, de
los dominicos Tomás de Vio y Melchor Cano;

— la Escolástica barroca, que se extiende desde mediados del siglo XVI hasta el siglo
XVII, en el que —después de algunas figuras relevantes, como Domingo Báñez y
Francisco Suárez— se inicia un período de fuerte decadencia.

Los desarrollos especulativos, propios del método escolástico desde sus inicios, constituyen
uno de sus mayores méritos, pero también, cuando se absolutizan, uno de sus riesgos. De
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hecho fueron, con el pasar de los años, no sólo ampliándose, sino complicándose,
precipitando así la crisis que la Escolástica conoció al final del período bajomedieval.
Frente a los abusos de esa escolástica decadente reaccionó la teología renacentista
propugnando una vuelta a las fuentes, que tuvo considerable influjo. El método
especulativo se mantuvo no obstante en primer plano y, en la escolástica barroca, volvió a
ser preponderante, aunque sin olvidar del todo la herencia recibida del humanismo. No
obstante, al avanzar el siglo XVII la Escolástica dio claras señales de haber entrado en un
período de estancamiento. Ese hecho, y sobre todo la profunda crisis espiritual que agitó a
la Europa de esos años, constituye el antecedente de la tercera época que cabe distinguir en
la historia de la Teología.

Período moderno y contemporáneo

El siglo XVII representa, en muchos aspectos, un momento de fuertes cambios, tanto en lo


político como en lo cultural. Señala, de una parte, con la paz de Westfalia (1648), la
desaparición definitiva de la relativa unidad política que había existido durante los siglos
medievales y consagra, en su lugar, la figura de los estados nacionales; al mismo tiempo, el
eje del poder político y de la influencia cultural pasa de España e Italia, es decir, de la zona
mediterránea a la centroeuropea. La escena intelectual, ocupada hasta entonces sobre todo
por la tradición escolástica, empieza a ser dominada por otras líneas de pensamiento,
particularmente el racionalismo de origen francés y el empirismo de proveniencia
anglosajona. Las tendencias escépticas o naturalistas, aparecidas en épocas pasadas pero
hasta este momento muy minoritarias, se hacen más fuertes, favorecidas por la crisis de
conciencia nacida de la dura experiencia representada por las guerras de religión que
agitaron la Europa de esos años.

Se preparó así una ruptura espiritual e intelectual que se hizo patente en el siglo XVII: la
población europea siguió siendo mayoritariamente cristiana, pero en las capas intelectuales
se difundió, hasta predominar, una clara predisposición a la increencia o, aunque no se
llegara a ello, al escepticismo y al indiferentismo religioso. La Iglesia y la Teología se
encontraron así en una situación radicalmente distinta de las conocidas en épocas
anteriores: su contexto cultural no era ya ni una sociedad sustancialmente cristiana, como la
existente en el período final de la Edad Antigua, en la Edad Media y en los inicios de la
Edad Moderna; ni tampoco un paganismo que no había oído hablar de Cristo, como en los
inicios de la era cristiana, cuando la Iglesia comenzó a extenderse a través del Imperio
romano; sino un mundo que, habiendo sido cristiano, dejaba de serlo, y que miraba, por
tanto, al cristianismo como a una realidad superada o, al menos, en curso de superación.

A la Teología se le planteaba, en consecuencia, un considerable reto, que reclamaba, en


primer lugar, salir de la decadencia en que, como ya hemos dicho, se encontraba en
aquellos momentos, y, después, ir a la raíz de la fe para conseguir mostrar, con fuerza
nueva, su vitalidad y su verdad. De ahí una historia aún no concluida, porque nos
encontramos todavía en esa coyuntura histórica en la que cabe distinguir las siguientes
etapas:

— la continuación del proceso de decadencia del pensar teológico, que se extiende a lo


largo de todo el siglo XVIII;
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— el inicio de un proceso de renovación en el siglo XIX, que procede, no sin polémicas y


tensiones, a través de tres líneas fundamentales: la vuelta a las fuentes bíblicas y patrísticas,
la recuperación de la tradición escolástica tal y como se había manifestado en su momento
de esplendor —es decir, en los grandes maestros plenomedievales—, y el diálogo con
algunas corrientes del pensamiento moderno, particularmente en su versión idealista y
romántica;

— la plenitud de tal renovación, que cabe situar en torno al Concilio Vaticano II, punto
decisivo de referencia para la valoración del precedente desarrollo de la Teología y para el
juicio sobre la situación actual y su historia futura.

Sin olvidar, de otra parte, que la consolidación de las comunidades cristianas, nacidas por la
expansión misionera de los siglos anteriores, y la facilidad de comunicaciones
internacionales, han ampliado considerablemente el horizonte de la cultura y, por tanto, de
la Teología: en los siglos pasados la Teología era una realidad casi exclusivamente europea;
hoy ya no lo es y las aportaciones teológicas provenientes de América, Asia y África están
destinadas a ser cada vez más importantes y significativas.

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