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GANAS

Hoy desperté con ganas de seguir a alguien. Nadie en especial, con que sea alguien es
suficiente.

No es que desee seguir personas con frecuencia, pero hoy es un día particular, lo presentí
desde que abrí los ojos y la persiana estaba torcida. La luz del sol se colaba por los agujeritos
dibujando un triángulo, deforme, en la pared sobre la que apoyo la almohada. No me cegaba y
eso me pareció una buena señal. Es necesario tener los ojos bien abiertos, la mente clara y
energía en las piernas para seguir a alguien.

Si debo ser honesta es la primera vez que tengo un deseo tan claro e ineludible. O no.
Pensándolo bien quizá haya nacido un deseo similar pero que, de inmediato, me ocupé de
enterrar para no despertar la menor sospecha. ¿No te pasa que a veces te sentís vigilado? En
mi casa era así, todo el tiempo.

Ahora, Maxi, no sabe que estar afinando arpas en Francia se ha dado gracias a la ausencia de
una serie de hechos. Por ejemplo, que el 14 de enero de 1994, haya desistido de ese pequeño
proyecto personal, muy íntimo, tan propio que solo se lo confesé al reflejo del botiquín en el
baño. Ni el pobre Sam, que siempre se lamía aburrido en el pretil de la ventana, ni mi diario
íntimo – del que mi madre religiosamente se ocupaba en acomodar las hojas de la misma
manera que las había dejado yo antes de irme al liceo, tras la devoradora lectura en la que
estragaba mi privacidad – fueron testigos de lo que ese día significaría para el amor de mi vida
– sí, Maxi aún no me había dirigido la palabra más que un par de veces y tirado miguitas en el
pelo en un cumple de quince, pero el amor de tu vida no se mide en encuentros ni intercambio
de saliva – y para mí.

Ese sábado iba a dejarme llevar por mis dotes actorales y seduciría al padre – mi suegro, claro,
él aún no está en conocimiento de que en breve llegará el momento de serlo– con el pretexto
de dejar en el cuarto de su hijo un par de cuadernolas y material que debíamos compartir, con
motivo de un trabajo en equipo, en su cuarto. Una vez allí cerraría la puerta y procedería a
incorporar cada átomo que Maxi no pudo aspirar antes de ir al partido de fútbol. Buscaría los
bóxers – siempre le veía el elástico negro escapándole al pantalón del uniforme - en el cajón
del ropero, los olería, quizá me guardaría alguno en el bolsillo del canguro – uno viejito y, en
apariencia, dejado de lado – que me sirviera de amuleto para los exámenes y, por supuesto,
para efectivizar que su padre fuese mi suegro. No me llevaría nada más. Solo eso. Un delito
menor. Es más, quizá ni constituya delito. Menos siendo una chica de catorce años.

Él solía acariciar con el dorso de la mano derecha el ángulo izquierdo del mentón, suavizado
por una incipiente barba dorada que, desprolija, encajaba a la perfección con los rizos
despeinados, toda vez que debía responder una pregunta del profesor o dar un oral frente a la
clase, armándome la idea de que buscaba relajarse ante lo que quizá despertara su
inseguridad, muy bien camuflada, por cierto, en su forma ancha y vigorosa de caminar junto a
sus amigos, o en la manera de acodarse en el banco del patio, allá, bien a lo lejos, donde pocos
los veían, fumando “a escondidas”; llevaba una sola cuadernola, de esquinas gastadas y
dobladas, en una desidia que a mi madre le llevaría incontables horas de terapia escudriñar el
por qué del ruido en las tripas toda vez que un objeto (y sujeto, también, porque nadie escapa
a su incisiva condición) no se presentara perfecto frente a sus ojos, y una lapicera enganchada
en los espirales, la que pocas veces era usada porque una vez le escuché decir, entre risas y
con aire de la tengo re clara, que su fuerte estaba en saber escuchar y no en gastar hojas que
no volvería a leer.

Por estos ínfimos detalles, que hacían único a Maxi, - algo que, para mi sorpresa, nadie más
parecía percatarse – es que tenía la impresión de que su ropero estaría vomitando vaqueros y
remeras arrugadas y, lo que a mí más me interesaba, en el cajón de la ropa interior habría
algún que otro bóxer negro, a lo sumo blanco (ya que la paleta de colores de su vestimenta,
metalera, consistía en el tinte monocromático) pero que el elástico, si o si, indefectiblemente,
eran el reflejo idéntico del iris de mis ojos.

Una vez sumergida en su mundo desordenado sustraería, como un regalo anticipado, el bóxer,
una ofrenda a la atención que le dedicaba a su unicidad. El más gastado, el que tuviera los
rastros de ADN que ni él sabría aún perduraban como en un sarcófago, ahí, escondidos, en una
cadena de vida que si alguien quisiera, tuviera el loco deseo – no digo que fuera yo, pero
tampoco lo descarto - de hacer un clon de él, tan solo debiera rescatar un vello oculto entre el
algodón. Esta sola idea, la fantasía de un día, si ese chico se viera impedido de descubrir y
entregarse a mis encantos, originar un él para mí sola me transportaba a un estado de éxtasis
del cual me rehusaba a salir.

Su olor me acompañaría cada mañana, antes de ir a clases, me recibiría después de un día de


mierda, o cuando me sintiera triste – irremediablemente los domingos a las siete de la tarde,
cuando el día agoniza y te quedás encerrado porque no querés que la noche te mate la sombra
– y en los momentos en que aún pudiera sentirme más sola. Estaba convencida que olería a
Axe y tabaco, porque estas fragancias son como hermanas caníbales que arrasan con todo tipo
de material hasta adherirse a la piel de quien las lleva.

Ese aroma me embriagaba las mañanas que lograba sentarme en la silla tras él. No siempre
podía darme ese lujo puesto que era de los que se sentaban en la última fila, y si era en un
rincón, mejor. Pero en contadas ocasiones se ocupaban esos puestos y no tenía otra que
quedar en la penúltima hilera. Era inconfundible la ráfaga que dejaba tras de sí en el pasillo.
Nunca voy a comprender cómo nadie más parecía percatarse de cómo huele un dios.

Pero el sábado en cuestión desperté con dolor de barriga y cuando me senté en el wáter,
preparada para desprenderme de un pescado asqueroso que mi madre había improvisado la
noche anterior, descubrí que había llegado mi hora. Sí, triste, con catorce, casi quince años y
en vísperas de ser novia del amor de mi vida. Era ineludible, ya lo había dicho. Me estaba
muriendo. Eso también era ineludible. Una diarrea es incómoda, maloliente e indecorosa, pero
sabés que viene y se va, después el estreñimiento compensa tanta flojera. Pero la sangre que
arrojaba mi cuerpo en aquel momento era signo inequívoco de mi, ya aconteciendo, muerte.

No había sido preciso ir al médico, extraerme sangre ni gestionar pases para una resonancia
magnética. La prueba de que el cáncer me estaba comiendo viva, ahí, un sábado cualquiera,
era la evidencia que me rompía los ojos. No puedo negar que una especie de alivio me recorrió
a la vez que anticipaba una angustia feroz ante el momento definitorio que se aproximaba. La
tensión que estaba viviendo desde un mes atrás – atrozmente perdía el pelo, el cansancio se
apoderaba de mí y debía permanecer acostada toda la tarde, faltando a clases de inglés - lo
cual tampoco era un desagrado mayor - no tenía casi apetito, tiraba lo que sobraba en el plato
a escondidas - porque ¿quedó claro que en mi casa se estaba vigilado todo el tiempo, todo, el
tiempo, el tiempo todo, y así, siempre todo el tiempo? - y un nudo en el estómago y la pata de
un elefante en el pecho, que apenas me dejaba respirar – era tan solo mi cáncer queriendo
contarse pero que yo no me animaba a leerlo como tal. Hasta que se escupió solo, irreverente,
cuando me senté ese sábado por la mañana, momento en el que mi padre escuchaba, cada
primer día del fin de semana sin excepción, un cassette de Zitarrosa, entre los mates que, con
obstinación procuraba no se lavara ni en una sola vuelta, y en que mi madre hacía limpieza a
fondo en la casa, y cuando digo a fondo, cualquier fondo que se haya conocido es una mera
superficie.

Recuerdo que en ese instante no tuve recuerdos. Y esto, aunque parezca una redundancia
insignificante, no lo es. ¿Verdad que todos los que han tenido experiencias próximas a la
muerte ven un túnel y luz, pero antes de ello, al sentirse en peligro, una serie de imágenes, de
recuerdos imposibles de evitar, se suceden en una cascada que los ahoga de pasado presente?

Acá estoy yo, que sobreviví, y lo puedo contar. No hay tiempo para tener recuerdos porque te
estás muriendo, es una cuestión de lógica temporal. ¿Cómo la mente va a perder el poco
tiempo que le queda de lucidez y gozo, – sí, mal que bien, sea como sea, gozo – de esta vida,
en recuerdos que son vida irrecuperable? A fin de cuentas, es una simple cuestión de lógica y
hasta matemática.

Esa mancha roja desafiando la pureza del wáter venía a cortarme el anhelo de unirme a Maxi.
No sé si lo que más me dolía era morir, dejar de existir, sino que otras iban a seguir viviendo y
les quedaba un montón de posibilidades junto a él – besarse por primera vez, acostarse por
primera vez, aburrirse por primera vez y dejarse, puteando por haber amado a un pendejo tan
pelotudo, por primera vez – y me las arrebataban sin que yo pudiese defenderme.

Eludí la muerte con un dolor de ovarios que no se le desea ni al peor enemigo, pero claro, a un
enemigo no le va a doler porque no los tiene, en fin, deseo inocuo, pero a una enemiga sí.
Dicen que la menstruación representa la fertilidad y que un río de vida nos corre cada mes
entre las piernas, y toda esa poesía que te ayuda a mentirte mientras sí, o sí, te duelen los
ovarios. Pero ese sábado, 14 de enero, día en que mi bolsillo volvería cargado de un bóxer con
su aroma, asegurándome salvar cada examen que viniera y hacer de su padre mi suegro, la
mancha roja en el blanco impoluto del wáter me mató todo el hilo de vida que iba a compartir
con él. Y es por eso, y no por muchas cosas más, que ahora Maxi, según me han contado, está
afinando arpas en Francia.

Quizá podría haber torcido el giro de los acontecimientos si hubiese gritado, alarmada ante lo
que estaba viviendo en el íntimo silencio del baño, o llamado a mi madre para preguntarle
cómo fue esa primera vez que menstruó, a qué debía estar atenta por el resto de ese día, qué
podía esperar de mi cuerpo o, peor aún, de la maraña de pensamientos y emociones que me
arrebataban la sensatez. No tuve más opción que vivirme en agonía y me recluí bajo el
acolchado. No les dije qué era lo que me pasaba. Tampoco me preguntaron sino que se
formaron, más que rápido, una idea de lo que me ocurría y eso ya fue la verdad para ellos,
poco importaba si encajaba con la dueña de eso que estaba pasando y me dejaba acurrucada
en la cama. Creo haber escuchado en susurros algo de que yo estaría mal porque me habían
prohibido ir al cumple de quince, ya que mi mejor amiga no estaba en la ciudad y sin ella no
tenía autorización para asistir. Cuando te vigilan les encanta sacar conclusiones apresuradas
sobre lo que se piensa que el otro siente y nunca se abre la posibilidad mínima, inteligente y
necesaria de preguntar: ¿cómo estás? ¿qué es lo que te pasa? A los centinelas les desagrada
que se les haga temblar la mira con una respuesta diferente a la ya sentenciada.

“Lucía, ¿cómo es posible que a mí, que soy tu madre, que te parí, que te tuve en mi cuerpo y
que sos parte de mí, que te conozco toda, me venga a enterar un año después, y de casualidad,
por comentarios de tu tía, que ya te enfermás?”

¿Cómo se le ocurre que voy a contarle algo tan íntimo, tan mío, sabiendo que luego lo
desparramaría a todo el mundo, después de, eso sí, un inmediato llanto del tipo “no puedo
creer que mi hija ya sea adolescente, una mujer y yo esté tan vieja, y ahora qué soy yo, para
qué sirvo? No tenía muchas opciones para enfrentar la venida de la menstruación de una
manera más común. ¿Cómo habrá sido para Flor el día que le vino? Tendría que haberle
preguntado pero si lo hacía eso daba la pista de que yo ya estaba menstruando. Mejor cerrar la
boca y permanecer en ese estado infantil perenne que no levanta la menor sospecha. Nadie
sería partícipe de ese acontecimiento: era mío y claro que morí ese día. Una parte se me fue
sin previo aviso.

Nunca pude atar la pérdida de pelo ni falta de apetito a que se me estaba muriendo la infancia.
Se me murió la inocencia, la excusa perfecta para no entender nada y seguir siendo distraída,
ese sábado por la mañana. Si hubiese podido elegir un día para enterrar mi infancia hubiera
sido un viernes, quizá por la noche, a eso de las nueve, cuando no es muy tarde aún, no tenés
tiempo para pensar demasiado y se viene la hora de dormir, momento predilecto para los que
quieren huir de las preguntas. De todas maneras era una muerte destinada a ser vivida en
solitario.

Mi único testigo había sido el reflejo en el botiquín del baño por lo que nadie más supo de mi
deseo truncado. Quizá por ello, por verse abortado de una manera tan simple, acoplado a un
movimiento natural de la vida – la menarca – y no por un accidente, o de esos eventos
espectaculares que luego hace que uno se ría de lo que se proyecta en los cines, es que me
desperté con ganas de seguir a alguien.

Para que esta vez no se vea interrumpido no planifiqué nada. Es que no podría haberlo hecho
porque hasta ayer no sabía que hoy iba a tener ganas de seguir a alguien. Hace cuestión de
minutos que esto me recorre y no tengo posibilidad de negarme ante lo que se me impone.

Eso sí. Debo ser precisa. Ajustada. Realista – como me dice mi madre: ”Lucía, tenés que ser
realista, no podés vivir en las nubes” - y ceñida a este proyecto concreto.

Sería obedecer lo que sostiene a quienes se rehabilitan de una adicción: solo por hoy, un día a
la vez.

Solo por ahora, un minuto a la vez.

No hay nubes. Cielo despejado.


El wáter limpio.

En un franco disimulo me detengo frente al quiosco de la esquina mientras elijo el objeto que
le dará sentido a ese día.

Ahora sí el sol me da por completo en los ojos. No llega a cegarme. Sigue siendo una buena
señal. Logro cerrar los párpados a tiempo para que los rayos no impacten directamente en mis
pupilas. Logro sentir el calor recorriendo la piel que los recubre y recuerdo los agujeritos de
esa mañana, formando un triángulo deforme en la pared. A veces, los triángulos que no
obedecen a una forma perfecta, dan la impresión de querer erradicar el tercer vértice para que
esos dos restantes sean uno. Una línea recta, oscura, como el elástico negro de Maxi.

El reflejo, en el espejo derecho de un auto mal estacionado, dando la impresión de estar


desayunándose la vereda, me convierte en cómplice de un elástico, que percibo nuevo, sin
rastros de deterioro ni color, salvo el que da origen a todos. No se trata de un mecánico, no lo
parece, aunque esté agachado próximo a la rueda trasera del que ahora entiendo debe ser su
auto, enfundado en pantalones de tela gris y camisa verde agua.

Ni un solo transeúnte, imbuidos cada uno en las vueltas cotidianas, parece registrar que este
hombre se encuentra inseguro. O nervioso. Nadie parece registrar que se acaricia con lentitud
rasposa el dorso de la mano derecha en el ángulo izquierdo del mentón.

En un par de semanas me presento a rendir examen para obtener la licencia de conducir.

Necesito un amuleto.

Y estas irrefrenables ganas, sí, ganas, de seguir a alguien.

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