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Por una parte, la música clásica e instrumental sirve para relajar al oyente, dar sensación de
confort y libertad, evocar emociones agradables y crear un apego a la marca. Todo esto
influye en el cliente para que, por ejemplo, camine más lento y pase más tiempo en el punto
de venta. De la misma forma, al estar en un ambiente agradable, es más susceptible a
comprar.
En el opuesto se encuentra la música más rítmica, que pretende motivar o saturar los
sentidos del comprador. Predispone a que se mediten menos las decisiones, limita el
autocontrol e insta a realizar compras de tipo compulsivo.
Quien diga que la música no lo influye cae en un error. Es tanto su poder que puede
intervenir en la decisión del producto a comprar. Un estudio de la Universidad de Leicester
en Inglaterra, comprobó esta afirmación. En un supermercado se dispusieron dos vinos, uno
de origen francés y otro alemán. Los días en que se utilizaba música francesa de fondo, el
80% de los compradores eligió el vino de la misma nacionalidad. La mayoría de los clientes
no asoció su compra al acordeón galo que sonaba por los parlantes. Los días con música
alemana, el vino germano se vio favorecido en una proporción similar. Es decir, en la
investigación aumentaba de 3 a 4 veces las probabilidades de comprar el vino que
combinara con la música del lugar.
Una de las direcciones del llamado marketing sensorial, es generar una experiencia
completa, que más que mensajes directos, actúen en el inconsciente del individuo, para que
éste no perciba los estímulos ni se sienta instado a elegir y comprar.