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Despacio y con amplio


interés se va desgranando cada
cuento que obliga a valorar los
altos sentimientos humanos y a
estrujar los recónditos lugares
de la mente

LAS TARDES
DEL PELI-CANO
Cuentos cortos del 01 al 20
para entretenerse

Jesús Javier Larrinaga Bilbao


2

Nota del autor:


Varios de los cuentos se encuentran
Amparados por R.P.I. SS-2046
Número de inscripción: 00/1998/29809
Y
Número de asiento registral 00/2003/10073 R.P.I. de Madrid del
13/01/2004
Fechado 19 febrero de 2004 por el Departamento de Cultura del Gobierno
Vasco

Desde aquí quiero agradecer a Ana Merino y a Ane Mayoz, que fueron
mis profesoras en el Taller de Creación Literaria patrocinado por la KUXA
de San Sebastián, por la labor que realizaron, durante el curso, en la
formación del alumnado, entre los que me encontraba yo; quienes, al final del
curso, me otorgaron, en alusión a mis cuentos, el siguiente lema: “Los buenos
relatos mejoran como el vino cada vez que se paladean”.

Por otro lado, también quiero mencionar a mi amiga Sol Miranda,


cooperadora, de su hermana Luz, en la redacción de noticias y relatos del
Diario Vasco de San Sebastián, que, con sus anotaciones a mis cuentos, me
ha animado a componer estos libretos para que los puedan leer otras personas
y ha realzado mi labor dándoles una glosa encomiable.

Cuentos presentados en Internet


He aquí las direcciones:
Mi pasaje por Kirkland (04.09.2006)
http://www.enplenitud.com/nota.asp?articuloID=8875
Paseando por Peñíscola (19.06.2007)
http://www.enplenitud.com/nota.asp?articuloID=9710
Viaje a Ámsterdam (10.10.2007)
http://www.enplenitud.com/nota.asp?articuloid=10057
París bien vale una... (30.09.2008)
http://www.enplenitud.com/nota.asp?notaid=10436
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INDICE

01 MADAME DE MONTMOULIN.......................................... 10
02 DIGESTION PESADA .................................................. 17
03 MONÓLOGO SALPICADO DE GÜISQUI .............................. 19
04 EL VALS DE LOS CABELLOS BLANCOS .............................. 23
05 PARANOIA DE UN SUEÑO EN EL UMBRAL DEL DELIRIO ............ 26
06 LA NOVICIA VALENTINA ............................................ 30
07 LA SORTIJA............................................................ 46
08 UNA SITUACIÓN ETÉREA ............................................ 63
09 CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO ........ 65
10 ATANASITO O EL ANTI-GEN DE LA HERENCIA ................... 97
11 LAMENTO A GRANADA DE BOABDIL EL CHICO ................... 102
12 TRIBULACIONES DEL HERMANO "LITO" .......................... 104
13 PARA MUESTRA BASTA UN BOTÓN ................................ 107
14 EL ENIGMA DEL SOBRE .............................................. 112
15 EL ESCRITOR Y SU PERSONAJE .................................... 119
16 EL JARRÓN DE MI ABUELA .......................................... 122
17 LA ALCOBA DE NUESTRAS ILUSIONES ............................ 125
18 UN DIFUNTO INSÓLITO ............................................ 128
19 LA CASA DE MI ABUELO ............................................. 133
20 VIAJE A MARTÍCULA ................................................ 136
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SINOPSIS

01 MADAME DE MONTMOULIN

Aquella anciana, recluida en su cuarto, había dejado una carta de las


incidencias de su aislamiento. Ángela comprobó que, la solapa de la tela,
endurecida por el pegamento, no llegaba a tocar la pared. Tiró hacia fuera y,
al momento, un manojo de cuartillas cayó al suelo. Intrigada por su contenido,
las cogió con destreza y…

02 DIGESTIÓN PESADA

Aquella suculenta comida complicaría un buen reposo

03 MONÓLOGO SALPICADO DE GÜISQUI

Justo al terminar la fogata, cayó un fuerte chaparrón, llevaba una


toalla grande para sentarse, más bien para no tocar la arena, pues le
molestaba mucho los pequeños granitos cuando llevaba vestimenta de calle.
La lluvia era torrencial y, para protegerla, se acercó y la tapó. Ella agradeció
el gesto. Se cobijaron en un bar cercano al hotel, y entonces…

04 EL VALS DE LOS CABELLOS BLANCOS

El giro de las parejas formaba una especie de gran tarta rodeada de


una aureola de algodón de azúcar, blanqueada por los cabellos canos de los
acompañantes; y, en su centro, la pareja de enamorados: eran mi abuelo y mi
abuela...
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05 PARANOIA DE UN SUEÑO EN EL UMBRAL DEL


DELIRIO

...se arrancó una oreja y no sangraba. Contento como un niño, movía su


brazo, con la oreja, de un lado para otro y oía a derecha e izquierda; de arriba
abajo, hasta que se cansó de ello. Me miró, me hizo una mueca y acto seguido
se fijó en la oreja y, de inmediato, se le convirtió en un auricular

06 LA NOVICIA VALENTINA

Todas se volvieron y miraron a la hermana que estaba en el último


banco. Era la novicia Valentina. Con apenas diecisiete años, era la única que no
había confirmado sus votos, las demás sobrepasaban los cuarenta. Las
miradas, mezcla de cierta envidia por parte de algunas, y de desinterés por
parte de las mayores, se clavaron sobre ella. Para las últimas, aquella joven no
tenía suficiente vida monacal como para erigirse en consejera de ninguna de
ellas y, para las primeras, la idea de que una jovenzuela fuera capaz de
presentar una solución, les causaba desazón por no haber sido ellas las
expositoras.

07 LA SORTIJA

Una sortija, perdida y encontrada en el parque del centro de la ciudad,


haría resurgir situaciones muy embarazosas.

08 UNA SITUACIÓN ETÉREA

Aquella actitud me molestó, así que caminé hacia delante, pero


entonces me di cuenta que no caminaba; no tenía piernas, simplemente me
desplazaba de un lado a otro sólo con desearlo…
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09 CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS


DEL OTOÑO

Su primera noche la había pasado entretenido y arropado por sus


nuevos compañeros. Los hombres le habían dado parte de lo que tenían para
comer. Él repartió una lata de sardinas y una tableta de chocolate que sacó
de su bolsa. Princesa había hecho café para todos: utilizó un cazo que llenó
de agua de un bidón y lo puso a hervir sobre el fuego, después metió una bolsa
algo húmeda que contenía el café molido utilizado en la mañana y le añadió
más achicoria.

10 ATANASITO O EL ANTI-GEN DE LA
HERENCIA

...su hijo lleva los genes de usted y los de su madre. Usted, seguramente
fue un ángel de niño y lo más probable es que la madre haya sido y siga siendo
una buena persona; lo que hace suponer que su hijo tenga un porcentaje muy
elevado de genes angelicales. Debe quitarse su complejo de mal padre, pues
los genes tienen mucha fuerza. La historia nos cuenta que algunos hijos de
hombres malvados se hicieron santos

11 LAMENTO A GRANADA DE BOABDIL EL CHICO

Granada, Granada mía, mis llantos riegan los linderos del Albaicín.
Mis lloros se oyen en la noche, al remanso del río Genil.
Mis recuerdos contigo se extienden por mi mente, como en el anochecer el
rocío. Granada, Granada mía.
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12 TRIBULACIONES DEL HERMANO LITO

Las campanas de "silencio" nos obligaron a dejar la charla. Por la noche


me acosté con muchas dudas, pensando que no había comprendido nada. Así
que recé mis oraciones y me dormí. Pero he aquí, que una vez dormido, soñé
que veía a Ester que se aflojaba la blusa y me dejaba entrever sus senos.
Empecé a notar un calor enorme, como de un volcán, ubicado en mi vientre,
que entrara en ebullición. Ella se abrió toda la blusa y, entonces, quise
besarlos. Mi cuerpo se convulsionó; la actividad volcánica reventó, y

13 PARA MUESTRA BASTA UN BOTÓN

Se acercó al rellano de la escalera y preguntó: "¿Hay alguien ahí?"


Tampoco obtuvo respuesta. Cerró el portalón y puso el gatillo a la puerta para
que ésta, desde fuera, tuviera que abrirse con llave. Se metió en su vivienda
y cerró su puerta con fuerza, con intención, pero se sentó en su silla y abrió
con suavidad la trampilla de la portería. No encendió ninguna luz, pero sí dejo
la del portal. Al poco rato vio, de espaldas, la figura de un hombre vestido con
una capa obscura, y con el cuello levantado. Pensó que era don Antonio, el
abogado

14 EL ENIGMA DEL SOBRE

Días después, vio cómo enfrente de su casa unos operarios de la


compañía de electricidad pretendían mover una rejilla que se presentaba
muy apegada al suelo debido, probablemente, al tiempo que había permanecido
sin abrirse. Tomó su gabán y se acercó al capataz y le contó que “ella” había
perdido, días atrás, una carta que debía entregar a ‘Don Carlos Moreno’ (el
Notario),
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15 EL ESCRITOR Y SU PERSONAJE

La pluma, sostenida por mi mano diestra, quiere volar al viento y expresar,


con ello, mis pensamientos.
¡Oh! Musas de los cuatro vientos, venid a mí y que mis brazos sean
bien diestros, para que pueda expresar aquello y también mis sentimientos.

16 EL JARRÓN DE MI ABUELA

Al mirarlo vino a mi mente el recuerdo de aquel día de lluvia en que mis


hermanos y yo jugábamos al escondite dentro de casa. "Fuera de la cocina,
marchaos a jugar al escondite a otra parte", nos había indicado mi abuela. No
le hicimos caso. En el momento en que Raúl me descubrió, salí corriendo para
tocar la chimenea antes que él. Tropezamos con mamá que se disponía a barrer
la cocina, y ella, con el palo de la escoba, golpeó el jarrón de porcelana y lo
hizo añicos. Mi abuela se disgustó mucho e incluso lloró amargamente
mientras lo pegaba con una cola que ella misma fabricó. Mamá nos regañó y
nos castigó

17 LA ALCOBA DE NUESTRAS ILUSIONES

Era una forma de pasar la tarde de cualquier domingo lluvioso o frío.


En la mitad de una de las paredes de la alcoba había un armario grande y sobre
la puerta un gran espejo. Nos poníamos delante de él y nos subíamos la falda
como si lleváramos minifalda, que entonces se estaba poniendo de moda y que
nuestro padre nos tenía prohibido usar, porque el cura había dicho que las
jóvenes que llevaran minifalda irían derechas al infierno. Nos reíamos de
nuestras figuras; nuestros cuerpos comenzaban a estirarse; éramos
espigadas con piernas de alambre como dos patitos feos.
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18 UN DIFUNTO INSÓLITO

Mr. Hopper, dueño del local, le había dado cobijo con la condición de
limpiarlo de los pétalos de flores esparcidos por el suelo, cada vez que salía
un ataúd…
Robert sabía que su padre era capaz de buscarle durante mucho
tiempo con tal de conseguir el dinero para emborracharse; así que permaneció
sigiloso dentro del ataúd hasta que se durmió.

19 LA CASA DE MI ABUELO

Hasta que un día de primavera mis abuelos y mi madre se despertaron


a las cinco de la mañana presos de pánico debido al ruido que la casa hacía.
Era como si un cuerpo de un monstruo hubiera estado en letargo y de repente
se despertara. Como si sus huesos vegetales crujieran al desperezarse.
Asustados, salieron todos al exterior y pudieron ver que la casa se alzaba del
suelo un par de centímetros. Temerosos de que una fuerza vegetal los
engullera, montaron una tienda de campaña algo alejada y allí durmieron
durante unos días, hasta que...

20 VIAJE A MARTÍCULA

Aquel tipo me había dejado inquieto; yo había oído cosas curiosas de


Marte, pero nunca que las marcianas hicieran el amor con la nariz y menos que
le colocaran a uno un collarín. No obstante, con mi mente alterada y mi
fantasía juvenil, me imaginaba con una argolla tirado de una cadena por un
marciano celoso o sirviendo de mancebo del marido.
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01 MADAME DE MONTMOULIN

quel domingo, atónitos los dos, contemplaban un enorme


cartel, adosado a la pared, que anunciaba la inmediata
remodelación del inmueble. Ella admiraba aquella casa. Todas
las mañanas al ir a su trabajo, en la Avenida de Wagram, se apeaba en la
estación de metro Courcelles, aunque eso suponía caminar una estación de
metro más alejada de su trabajo, para poder contemplarla. Allí en el bulevar,
frente al parque de Monceau, estaba aquella casa señorial, antiguo palacete
que, otrora, había pertenecido a familiares de Napoleón.
Ángela la contemplaba una y otra vez antes de llegar a su trabajo;
permanecía un rato admirando su majestuosa fachada. Dos senderos
adoquinados que en un tiempo permitieron la entrada de carruajes, hoy
quedaban flanqueados por verdes parterres. Rodeando todo el conjunto, una
verja de hierro forjado con alegorías napoleónicas. El edificio estaba
deshabitado. La casa tenía dos alturas con una entrada, a un amplio patio, para
carruajes. En el interior, un conjunto de hermosas habitaciones lo
circundaban. Su marido, Roberto, se lo decía siempre: “No la mires tanto que
no es para nosotros”. “Déjame soñar”, suplicaba ella.
El inmueble iba a ser dividido en varios apartamentos, en régimen de
alquiler, conservándose el exterior. Roberto era el agregado consular español
y Ángela, jefa de departamento en las oficinas de Iberia. Hasta entonces,
habían vivido en los arrabales con la esperanza de encontrar, un día, un bonito
piso de alquiler en el centro de París. Al ver el anuncio, Ángela se puso
nerviosa: el destino le daba la oportunidad de realizar lo que había
considerado un sueño inalcanzable; y no estaba dispuesta a desaprovechar
aquella oportunidad. Roberto ya estaba convencido: estaba acostumbrado a
pasearse por el parque de Monceau y la avenida de Courcelles a insistencia de
su mujer y contemplar el edificio. No obstante, nunca llegaron a sospechar
que el destino les iba a brindar la oportunidad de habitar aquella mansión. Ni
siquiera pudieron imaginar que, en aquella vivienda, iban a conocer la terrible
historia de María Cambarra de Montmoulin
MADAME DE MONTMOULIN 11

Al día siguiente, lunes, a primera hora de la mañana, buscaron al


constructor. Acordaron con él en alquilar una de las viviendas, antes de
remodelarla, pues ellos deseaban decorarla a su gusto. Ángela no cabía en sí
misma del gozo que sentía. Se tomó, con agrado, la preocupación de arreglar
la vivienda. Apenas dormía. Por las noches se acostaba pensando en cómo la
iba a adecentar; las pinturas que iba a elegir para las habitaciones; los
alicatados de los baños; la ornamentación del hall de la entrada; el solado y
los muebles de la cocina o la elección del conjunto de cortinas del salón.
Se acercaba a menudo para inspeccionar los trabajos de los operarios.
“Esta habitación la quiero de color azul celeste, con el techo blanco y un
ribete de escayola de separación entre el techo y las paredes”, les decía un
día. “Este baño lo quiero alicatado de marmolina verde jade, con los servicios
de color rosa palo”, les indicaba otro. Y así, en cada visita, iba poniendo todo
su entusiasmo en los detalles. La vivienda tenía un ancho vestíbulo y tres
hermosas habitaciones, además de un gran salón y un comedor. Se hicieran
cuartos de baños para dos de las habitaciones grandes. La cocina, amplia,
disponía de un cuarto de planchar y una habitación con aseo, para la
servidumbre. Un día, al acercarse a ver la marcha de las obras se encontró
con el capataz que le cuestionó:
Oiga, señora, ¿qué hacemos por fin con la habitación del fondo, la de
invitados? Es una pena quitar el entelado, es antiguo y muy bonito, y aunque
está oscurecido por el tiempo y algo deteriorado, yo puedo encontrar un
especialista que lo retoque y lo deje como nuevo.
Bien, lo comentaré con mi marido, sin embargo, estoy segura de que
lo quitaremos. A él no le gustan las paredes decoradas, aunque sea la
habitación de invitados recalcó Ángela. Lejos de sus sospechas, aquel
entelado no era sólo un decorado banal, guardaba un atesorado secreto de
una desgraciada dama.
Al domingo siguiente, Ángela y Roberto se acercaron al piso para
decidir si se pintaba o no la habitación. Dudaron. Sobre las paredes se
representaba una gira campestre en un claro de un bosque: en una, dos jinetes
paseando por un camino sobre la hierba, mientras, con las cinchas, arrastran
los caballos; en otra, una niña, con sombrero de paja y un vestido blanco de
organdí, incitando, a un cocker spaniel, a buscar la pelota que ella ha lanzado;
MADAME DE MONTMOULIN 12

y en las otras, varias personas sentadas sobre el parterre en actitud de comer


unas viandas sacadas de unos cestillos de mimbre.
Roberto llegó a considerar que, en efecto, bien retocadas las paredes
podían quedar como un cuadro en un museo.
Verdaderamente es precioso, pero no es adecuado para un
dormitorio.
Salvo que hagamos de él una salita de estar añadió de inmediato
Ángela.
Se quedaron absortos bastante tiempo. Roberto no estaba convencido.
Por varios sitios, la tela estaba rasgada. Incluso se notaban, en una de las
paredes, las huellas de una mesilla, las del cabecero de una cama y las marcas
de lo que probablemente fuera un canapé.
Mira cariño dijo Roberto, aquí parece que hubo un canapé. Toda
la tela está desconchada y totalmente rasgada. No creo que se pueda reparar.
Además, tiene unos tonos más claros que el resto.
Sí, pero ya te he dicho que el capataz conoce a un restaurador de
pinturas. Su coste puede hacernos sobrepasar nuestro presupuesto, pero más
tarde no nos penará.
Pero piensa, querida, que nos vamos a gastar mucho dinero en
restaurarlo, y total... ¿para qué?, ¿para que quede en beneficio de los dueños?
No me parece acertado.
Ángela susurró un hálito de aquiescencia: “Lo que tú digas”. Roberto se
inclinó para inspeccionar el desconchado del entelado. Comprobó que, aunque
empujaba sobre la solapa de la tela endurecida por el pegamento, ésta no
llegaba a tocar la pared, como si algo se lo impidiera. Tiró hacia fuera y la
despegó ligeramente. Al momento, un manojo de cuartillas cayó al suelo.
Intrigada por su contenido, Ángela lo cogió con destreza. Las cuartillas
estaban escritas por ambas caras. Se trataba de una carta en buen español
con algunas palabras francesas intercaladas, que decía así:

“Á quien lea esta lettre y pueda interesar. Yo soy María Cambarra de


Montmoulin. Sobrina-nieta, en segundo parentesco, de Napoleón III, por parte de
ma mére que era hija de una hermana de Eugenia de Montijo. Mis dos hijos y sus
esposas sont contra mí. Me tienen encerrada en esta chambra. Dicen que porque soy
loca. Mais c´est ne pas vrai. Como no me dejan salir de casa, la han decorado como
si fuera la campagne. Dicen que para que sea feliz. Lo que sucede es que ellos quieren
MADAME DE MONTMOULIN 13

disfrutar de la herencia antes de ma morte. Ya tengo sesenta años, pero he de vivir


algunos más.
Ma grande mére, que murió á los 86 años, fue la que me enseñó español. Hace
tiempo que no lo hablo ni lo escribo, pero ahora lo hago porque ellas, que me vigilan,
no lo entienden. Aunque soy algo enferma, espero vivir mucho tiempo, sur tout pour
les enmerder. Pero ellos no quieren esperar, ya comenzaron á molestarme con
exigencias a raíz de la morte de mon mari.
Qué recuerdos más entrañables vienen á mi memoria al evocar á () Pierre,
mon cher époux!() Qué caballero y gallardo era! Había llegado á ser general.
Fatalmente para él, y para mí también claro, aquello fue su perdición. Hubo de
participar en la guerre mundial y murió en la contienda, con las botas puestas (se
dice así en español, n´est pas?). Me gustaba que se hubiera quedado de capitaine de
troupe, tal como era en el cuerpo de reclutamiento antes de ser nombrado general.
Mon Pierre era tan conocido y tan renombrado que no pudo librarse de su ascenso.
Sí, sí, á mí me gustaba mucho ver aquellas étoiles sobre la manga. Muy orgullosa iba
yo de su brazo. Pero, si llego á saber que más tarde habría de ir á la guerre, y que
perdería su vida en ella, no le hubiera dejado aceptar el rango. Pero no me voy á
entretener en contar mi vida con mon Pierre. Sólo quiero contar lo que mis hijos
están haciendo conmigo. Ellos dicen que ma santé mental no es buena y que debo
ingresar en un hôpital. Dicen que no lo hacen por causa de mi apellido, mais c´est ne
pas vrai, lo cierto es que, si me llevan al hôpital, los médicos verán que no estoy loca.
Una sör salesianne viene todas las tardes, se llama Marguerite, juntas
rezamos el rosario. Á veces, me hace repetir el rezo porque se van mis pensamientos.
Un día me dolían mucho los dientes, mis hijos hicieron venir á un dentero (se
dice así en español, n´est pas? No me acuerdo). Era más bien un sacamuelas (de esa
palabra sí me acuerdo, pues mi marido me decía que en el cuartel sólo había
sacamuelas). El dentero me dijo que tenía dolores por causa de una muela, al final de
la boca, y para quitar mis dolores lo mejor era sacarla. Sör Marguerite dijo que era
la muela del juicio, y claro no quise que me la quitaran, con ella se marcharía mi saber
y mi sensatez, por lo que me quedaría sin juicio como ellos quieren. No, no, ni hablar,
no lo permití. Sor Marguerite me puso unos emplastes de hierbas que calmaron mis
dolores.
En la ventana han colocado una reja. No me importa. Dicen que lo hacen por
mi sécurité. Serán tontos! Acaso pueden pensar que voy a saltar para romperme las
piernas? No estoy tan loca, ni mucho menos. Si mon Pierre vuelve de su guerra, quizá


En Francés la preposición a se acentúa para evitar confundirla con (il o elle a) del verbo avoir.


Idem, los signos de admiración y de interrogación sólo se colocan al final.
MADAME DE MONTMOULIN 14

me salve. Pero me parece que mon Pierre, con el cuento de la guerra, se ha ido con
una poupée...

—Pero antes ha dicho que su marido murió en la guerra.


—Déjate de hacer comentarios por el momento, Roberto. También ha
dicho que era pariente lejana de Napoleón III, cuando realmente lo era de
María de Montijo.
Roberto siguió leyendo:

...Es cierto que esta chambra me gusta. Pegaron una tela de lienzo blanca en
las paredes y luego vino un pintor de L´École de Penture du Louvre á hacer este
retablo. Según dicen está inspirado en un cuadro de un gran pintor francés, creo que,
de Auguste Renoir, no me acuerdo. Este hombre que se ve aquí, si magnifique, es
Pierre mon mari con su amigo Narcis, y su expléndido cheval. Ahí sobre la hierba
somos mi hermana Brigitte, su marido Antoine, Claudine la esposa de Narcis et moi.
La que hace correr al perro es la hija de mi hermana. Hay días que soy muy, muy feliz
de estar aquí con mis recuerdos, pero otros, lloro mucho. Hoy es un día malo,
Monique, l´epouse de mi hijo mayor, ha dicho cosas malas de mí. Cuando estoy
distraída, entra en la chambra de baño, hace pis en el orinal y luego dice que soy una
sucia. También deja la lumiére y dice que yo he sido. Dice á todos que no tengo bien
la cabeza. Elle est méchante, très méchante. Un día que íbamos á la fiesta de la
condesa de Beaumedien me hizo poner un vestido que me estaba estrecho. Era de
color verde forte. Yo no quería ponérmelo, sabía que llamaría la atención, y además
me apretaba mucho la poitrine y no me permitía respirar bien. Pero ella se empeñó
en ello. ¡Ay!, lo siento se me acaba el papel.

—¡Maldita sea! No puede ser. No puede acabar así. Esta mujer deseaba
contar su historia, Roberto. Tuvo que seguir escribiendo para terminarla.
Además, me ha entrado la curiosidad por conocer la continuación. Busca por
el lienzo, a ver si encuentras más hojas.
Roberto cogió fuertemente la solapa del entelado y lo desgarró con
fuerza. En efecto, al poco caía al suelo la continuación de la carta en un papel
rugoso, muy bien plegado.
Toma, un trozo más.
—Esta parte está más difícil de leer, el papel es absorbente y se ha
emborronado mucho —exclamó Ángela.
Ya te las arreglarás para leerlo.
MADAME DE MONTMOULIN 15

Ángela reinició la lectura:


...Antes se me había acabado el papel, no me dan más. Dicen que escribo
mentiras y no quieren que siga. Pero he cogido un poco de papel del WC, para
continuar... Como decía, aquel día portaba el vestido verde que era muy estrecho, en
el momento que llegamos á la recepción, y al saludar á la condesa hice una pequeña
inclinación y los ojales de la espalda se rasgaron. El vestido se abrió totalmente y
cuando me enderecé, resbaló por todo el corpiño dejándome en enaguas ante todos.
Qué vergüenza? Qué sofoco? Monique me puso verde (se dice así en Español, n´est
pas?) Me llamó stupide por haber querido venir con aquel vestido. Dijo con voz alta
que era la vergüenza de la familia.
Me siento sola, muy sola. Esta chambra da al patio de armas. Cómo recuerdo
la llegada de mon Pierre en la calesa! En cuánto oía el ruido del portalón, al abrirse,
corría á asomarme á esta fenétre, que entonces no tenía rejas. Con su entrada las
herraduras de los caballos golpeaban el pavimento adoquinado. Un soldado le
saludaba en su bajada. Yo le saludaba desde la ventana y él, al mirarme, me mandaba
un beso con un gesto de sus labios. Oh! Il était si gentil. Era muy romántico. Ahora
sólo me quedan sus recuerdos. Ojalá alguien venga á salvarme de este encierro, Dios
lo quiera, porque finalmente voy á hacer una locura. Si un día alguien lee esta lettre,
le ruego me busque en algún hôpital y si estoy muerta ponga una rosa en mi tumba en
señal de que la leyó.
París 7 Mai 1938”.

—¿Ya está? —exclamó Roberto.


—Sí, se acabó. Ya no hay más.
Comprenderás, cariño, que después de esto, ya no quiera el entelado.
No deseo recordar constantemente lo que pudo sufrir la susodicha María
Cambarra de Montmoulin.
Pobre mujer, lo que tuvo que sufrir. Estoy de acuerdo contigo,
querido, yo tampoco quiero recordar su sufrimiento. Mañana indicaré al
capataz de la obra que lo retire.
* * *

Tiempo después, comentaron con el constructor lo que habían


descubierto. Éste, que conocía la historia, les contó que un día en que llegaron
unos invitados, ella se asomó a su ventana pidiendo socorro. Gritaba que
estaba encerrada sin poder salir, que no estaba loca, y que sus hijos estaban
confabulados para que todo el mundo la creyera loca. Pedía a aquella gente
MADAME DE MONTMOULIN 16

que la ayudara, pero no le hicieron caso, pues sus hijos se excusaron ante ellos
y les persuadieron de que, realmente, estaba loca. Cuando ella vio que los
invitados entraban en la casa sin hacerle caso, hizo tal esfuerzo que pasó la
cabeza al otro lado de las rejas y, luego, no pudo deslizarla en sentido
contrario. Se desesperó y le dio un colapso. Dos días después la enterraron
en el cementerio de Montmartre, en el mausoleo de la familia. Gracias a las
influencias de sus allegados, no se dio publicidad al suceso, y sólo apareció la
esquela en los periódicos como fallecida de un ataque de corazón.

Una semana más tarde, Ángela y Roberto dejaban un ramo de flores


sobre la tumba de María Cambarra de Montmoulin.
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02 DIGESTION PESADA

abía comido copiosamente y me sentía abotargado. Me tumbé


en el sofá, con ánimo de echarme la siesta, hasta que
comenzara el partido de fútbol por televisión. Al poco rato
pensé en mi amigo Pedro, que convalecía de una operación de apendicitis. Me
acerqué al Hospital General a visitarle. Entré en la habitación 999 donde se
encontraba con otro paciente en estado catatónico. Después de los
consabidos mutuos saludos, mi amigo Pedro, con voz muy baja, me contó una
historia para no dormir:
—Mira, Pepe, lo que me pasó ayer por la tarde —me dijo—, resulta que
el paciente de la otra cama estaba gimiendo. A duras penas me acerqué a él y
le pregunté: ¿Le pasa a usted algo? ¿Quiere que llame a la enfermera? —
Abrió los ojos, me miró fijamente y con un aire de sorpresa me dijo:
—¡Usted!, ¡es usted! —y los cerró sin añadir palabra...
—Ten en cuenta, Pedro —le dije—, que ese hombre ha recibido un
fuerte golpe en la cabeza, tiene traumatismo craneal y no puede pensar.
—Sí, eso parece —siguió Pedro—, pero por la noche tuve sensaciones
incontrolables: Estaba en una playa, andaba, pero estaba parado; saltaba pero
estaba quieto. La brisa me azotaba la cara y no había brisa. Me encontré de
pronto vestido de hawaiano con el torso desnudo; una ancha corona de flores
sobre mi cuello y una falda compuesta de lianas variopintas. Mientras bailaba
el houlahoup a los sones de unos tambores, el catatónico me miraba y me decía
desde su cama: Baila, baila maldito, que quiero ver tu meneíto. Con el
movimiento del baile se me revolvió el estómago y un conjunto de gases, que
se acumularon en el vientre, me alzaron al espacio. Me fui inflando, poco a
poco, mientras flotaba en el aire. De repente, mi tripa hinchada reventó, mi
cuerpo se hizo mil pedazos. Todas mis partículas de carne caían desde el cielo
como si fueran copos de nieve. A lo lejos vi cómo una manada de patos
voladores se acercaba a mis restos. No lo podía consentir, me iban a comer
y no quedaría nada de mí. Así que grité: "¡Basta, basta ya!”, y todo quedó en
calma.
—Pero, Pedro, supongo que eso lo habrás soñado, ¿nooo?
—No, no, no estaba soñando, yo todavía no dormía. Por eso te he dicho,
al principio, que, aunque saltaba, estaba quieto, y aunque andaba, estaba
DIGESTIÓN PESADA 18

inmóvil. Lo que pasa es que hoy me he dado cuenta que formo parte de los
sueños de alguien y creo que es del catatónico.
No me atreví a contradecirle. Quise decirle algo tranquilizador, pero
Pedro siguió contándome:
—Esta mañana volvió a gemir y le he preguntado lo mismo que ayer, y
ha vuelto a mirarme fijamente y me ha dicho: "Esta noche te espero en la
garganta de la Olla". Como debo de estar en su sueño, mi temor es que me
transforme en alubias y me meta en un puchero, luego, una vez que me haya
digerido, me elimine transformado en un viento cálido como un Siroco.
La ventana de la habitación estaba entreabierta. Yo estaba sentado
en una silla, al borde de la cama de mi amigo. De repente una ráfaga de aire
caluroso entró por la ventana. Las camas se levantaron del suelo hasta el
techo. Pedro asomó su cabeza desde lo alto y me dijo: "Ves como estoy en el
sueño de alguien". Mientras yo constataba que Pedro no se había
transformado en alubias digeridas, una manada de búfalos atravesó la
habitación dejando una colosal polvareda. El tropel, de los astados, me
levantó del suelo y me encontré entre nubes dando vueltas sobre mí mismo.
Por el aro, de una de ellas, apareció mi amigo en su cama y por el aro de otra,
el catatónico. Pedro me miró y chillándome exclamó: "Estoy en tu sueño,
despierta, despierta de una vez y libérame de esta pesadilla".
Me desperté bruscamente, mi esposa me zarandeaba del hombro
diciéndome al mismo tiempo: "Venga Pepe, despierta que va a empezar el
partido en la tele. Ya te vale".
19

03 MONÓLOGO SALPICADO DE GÜISQUI

ola Freddy, hijo mío... Aquí me tienes sentado en el sillón,


hablando ante tu fotografía que, al fin, me has mandado. Ya
era hora. Tenía ganas de recibir noticias tuyas pues hace seis
meses que te fuiste a Australia y te echaba de menos... ¡Mira!, al otro lado
de la repisa está la foto de mamá. ¡Tres años que murió! Sabes, todos los días
hablo con ella. De ahora en adelante tendré la ocasión de hablar también
contigo. Cualquiera que me oyera diría que estoy algo chiflado conversando
con unas fotografías. No me importa... La verdad es que me siento muy solo,
Freddy, y, a menudo, paso las noches bebiendo güisqui para olvidar mis penas.
En la foto tienes una mirada fija y seria, como si me reprocharas algo.
Por cierto, también eres muy escueto en tu carta, justo: “Hola papá, te mando
esta fotografía como recuerdo de mi estancia en Australia. Estoy bien.
Abrazos”. Ni una indicación sobre tu trabajo, sobre tu estancia por esas
tierras de Dios, en fin: nada de nada. Eso me hace pensar que guardas, contra
mí, un cierto resentimiento. Probablemente, por lo que pasó el verano pasado.
Fuimos unos excelentes compañeros hasta que te marchaste deprisa y
corriendo, enfadado porque pensaste que te había quitado tu chica. No fue
así, aunque he de reconocer que lo deseé.
Desde que empezaste la carrera de etnólogo, fraternizamos como no
lo habíamos hecho nunca, y la muerte de tu madre nos unió aún más, hasta el
punto de asistir juntos al cine y a todas las verbenas. Tú me llamabas por mi
nombre, parecíamos dos hermanos. Por otro lado, ya sabes que siempre he
aparentado menos edad de la que tengo y tú, al contrario, siempre has
parecido mayor de lo que eres.
Aquel verano en Marbella conociste a Paula y os hicisteis buenos
amigos. Todo fue bien entre vosotros hasta que, en una noche de fuegos
artificiales, justo al terminar la fogata, cayó un fuerte chaparrón. Los tres
estábamos en la playa. Yo llevaba una toalla grande para sentarme, más bien
para no tocar la arena, pues sabes que me molesta mucho que se me peguen
esos pequeños granitos cuando llevo vestimenta de calle. La lluvia era
MONÓLOGO SALPICADO DE GÜISQUI
20

torrencial y, para protegerla, me acerqué y la tapé. Ella agradeció el gesto.


Escapamos a cobijarnos y entramos en un bar cercano a nuestro hotel. Tú no
nos seguiste, más tarde supe que estabais enfadados. En una esquina de la
barra pedimos al camarero unas bebidas. Ella se empeñó en que tomáramos
unos Sanfranciscos. Me dijo que habíais discutido, que eras un tozudo y que
yo parecía más sensato; me imaginé que quería darte celos, pero al segundo
Sanfrancisco me fui animando. Para serte sincero he de reconocer que, al
principio, sentía cierto remordimiento de estar charlando animadamente con
ella; pues, a pesar de los pocos días que allí llevábamos, ya conocía vuestra
pujante amistad. Poco a poco, me olvidé de que era tu chica. Llegué a pensar
que lo vuestro no era tan sólido y que quizás ella no te consideraba, lo que
vulgarmente se dice, su tipo. Me pareció que a Paula le gustaban los hombres
maduros y, como tú seguías llamándome por mi nombre, creyó que era tu
hermano mayor.
Aparentemente, aunque bebía, mi vaso siempre estaba lleno, sin
embargo, el de ella se consumía poco a poco. Ahora pienso que, de vez en
cuando, me hacía mirar a otro sitio para verter parte de su bebida en mi copa.
Me contó que se hizo entusiasta de las ciencias ocultas desde que
asistió al encuentro de su abuela, en la noche de su funeral, con su abuelo
muerto hacía años. La invité a mi habitación del Hotel a tomar una copa, con
el cuento de que estaba embelesado con su anécdota. Me extrañó que lo
aceptara. Quise tantearla y le comenté que no pretendía hacerte ninguna
faena; que, si lo deseaba, podía irse a su habitación. Ella se enfadó mucho,
mejor dicho, aparentó que se enfadaba pues más tarde me percaté de ello.
Me persuadió de que no estropeara nuestro encuentro: había tomado la
decisión de subir a mi habitación, en plena libertad de sus actos. Se sentó
sobre el sofá-cama suplementaria que había en la habitación; yo me senté al
borde de la cama. Luego estiró su cuerpo y me miró con picardía. Me preguntó
si la encontraba guapa y sugestiva. Me estaba encendiendo de deseo, pero
quería seguir leal contigo, así que le dije que la encontraba muy guapa, nada
más. Entonces me preguntó si me asustaban las mujeres y prefería gozar de
mis solitarios. Te puedes imaginar mi reacción de macho hispano: le conté mil
mentiras. Le conté que había tenido muchos ligues y que más de una vez había
tenido que cambiar de residencia por lo calavera que había sido. Ella aparentó
MONÓLOGO SALPICADO DE GÜISQUI
21

creérselo todo, y fue entonces cuando, sobre el sofá-cama, tomó una pose
más sugestiva.
Según seguíamos hablando, encaminé el tono de la conversación hacia
un final, que poco a poco se estaba generando en mi mente y que debía acabar
entre sábanas. Terminé lo que me quedaba de güisqui y pedí que me trajeran
otra botella. Te puedes imaginar, yo estaba entusiasmado. Recordaba que, al
principio, cuando os conocisteis, Paula no me pareció una chica más allá de lo
normal; pero aquella noche, con el vaso de güisqui en la mano y tumbada en el
sofá-cama, parecía una diosa griega. Su cara alargada, de tez morena; sus
hombros, al descubierto; un vestido, sin mangas, resaltando sus pechos; su
talle menudo, agraciado con unas esbeltas caderas, y, para terminar, dos
preciosas piernas. Miraba su figura una y otra vez. Imaginaba la firmeza de
sus muslos, la suavidad de su vientre. Perfilaba su cavidad pelviana, concebía
el tacto de sus pezones y la sensación de su lengua. Pero ella sólo quería
contarme su extraña visión a la muerte de su abuela. Insistió de tal modo que
tuve que aguantar mi encendida pasión y escuchar su relato. Me contó que
cuando apenas tenía diez años, tuvo que asistir al entierro de su abuela en un
pequeño pueblo cuyo cementerio estaba pegado a un lateral de la Iglesia,
ubicada sobre una pequeña colina.
Yo seguía en otros derroteros. Le ponía güisqui en su vaso. Paula
apenas bebía, pero yo no paraba de hacerlo y, según iban subiendo a mi cabeza
los efluvios alcohólicos del güisqui, una concupiscencia lasciva se iba
apoderando de mí. Ella permanecía obsesionada con su relato. Me hizo
escucharla atentamente. La verdad es que no llego a entender cómo puedo
recordar su historia, teniendo en cuenta que estaba medio borracho y que
además mi mente imaginaba escenas eróticas con ella. Quizá fuera porque
insinuó, al menos así lo creí yo, que posteriormente me complacería en mis
inclinaciones libidinosas. Esa esperanza hacía que me metiera en su historia
para imaginármela según mis deseos carnales. Tu madre hacía más de dos años
que había muerto, y he de reconocer que ya tenía ganas de echar un “quiqui”.
En fin, que no podía desestimar lo que parecía una buena ocasión de pasar un
buen rato.
Mirándome, siempre con una sonrisa maliciosa, siguió con su relato.
Me dijo que aquella noche vio al espíritu de su abuela bailar con el espíritu de
su abuelo en el centro de la iglesia, rodeados de las almas de los otros
MONÓLOGO SALPICADO DE GÜISQUI
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difuntos enterrados en el mismo cementerio. No le hacía apenas caso. Ella


me parecía una preciosa escultura. Hasta concebía que, a medida que contaba
su historia, éramos los dos los que bailábamos juntos, pero no ataviados con
ropas de gala sino totalmente desnudos. Además, según se adentraba la
noche, podría llegar a soñar con verla bailar, para mí, la danza de los siete
velos, al compás de las notas de “Es mi hombre”, en una entonación imaginaria
cantada por Gilda. Todo mi cuerpo asemejaba a un hirco sudoroso de hircina
a modo de reclamo ante una copulación animal exigida por el volcán frenético
de mi pasión. Ella persistió hasta terminar su relato, mientras yo me
emborrachaba.
Te puedes imaginar lo que me podía importar su historia, por muy bonita
que fuera. A su término ya estaba decidido a culminar lo que en mi mente se
fraguaba. Me acerqué a ella y acaricié su cara. Me sonrió maliciosamente y,
cuando pretendí darle un beso, me esquivó. Su rechazo me irritó como león
herido que pretende apresar a la suave gacela y se le escurre por sus patas.
En un arrebato de ofuscación pasional, me abalancé sobre ella en el momento
que, rápida como un alce, saltó del sofá-cama. Ya no recuerdo más. Por mi
borrachera y por el golpe de mi caída, me quedé dormido. Al despertarme, al
día siguiente, pude comprobar que dormía en el sofá; ella no estaba en la
habitación, había conseguido lo que quería, ya que pretendía que yo acabara
agotado y adormecido para no serte infiel. Todo había sido un juego de mujer
en el que caí como un tonto. Me sentí como un imbécil, pues no había
conseguido ligarme a Paula y, sin embargo, tú así lo creíste. Te busqué, pero
tú te habías marchado del hotel enfadado y sin dejarme ni una nota. Me
disgusté conmigo mismo.

Aquella noche..., mientras ella me contaba sus relatos..., yo, además


de escucharla atentamente, bebía güisqui sin parar... Aquella noche..., en la
que pudiste pensar que tu padre se ligaba a tu chica, realmente tu padre se
emborrachó. Con tu marcha, la perdiste por mi culpa.
Cuando vuelvas, quiero pedirte perdón..., no fui noble contigo. Hasta
entonces, buenas noches Freddy... Me voy a dormir, que hoy también he
bebido bastante. Adiós hijo, un abrazo... Un beso para ti también, querida.
23

04 EL VALS DE LOS CABELLOS BLANCOS

sala de la cafetería estaba a rebosar. Sentada junto a


una mesa cercana a la vidriera contemplaba las gotas de
lluvia que resbalaban como si un llanto sordo saliera de las entrañas del
cristal. Anotaba, en mi agenda, el teléfono de un anuncio del periódico. De los
cuatro altavoces, diseminados por la sala, salían los ayes de un grupo de rock
como lamentos del sordo ventanal. Cuando la música terminó, respiré
profundamente; fuera seguía lloviendo. Hubo un rato de silencio y, de repente,
una música de vals inundó el recinto. Aquel vals era muy entrañable para mí;
mi padre lo había compuesto, en honor de mis abuelos, cuando nació mi
hermano, su primer hijo. De inmediato vino a mi mente el recuerdo de aquel
día cuando apenas tenía diecisiete años y mi madre me dijo que teníamos que
ir al pueblo a asistir al entierro de la abuela. A menudo, mi madre y yo solíamos
ir a verla. Se había quedado viuda hacía diez años y llevaba dos, enferma; mi
madre y mi tía se turnaban para cuidarla.
Vivía en un pequeño pueblo de pocos habitantes, con un cementerio en
el que todos los enterrados, excepto dos niños de unos meses, habían muerto
muy mayores; incluso mi bisabuela lo había hecho con noventa y seis años. El
cementerio estaba pegado a un lateral de la iglesia, ubicada a las afueras del
pueblo, sobre una pequeña colina. Los que asistían a la misa del domingo
hacían una visita a las tumbas de sus antepasados. El templo estaba lleno de
recuerdos; la costumbre había hecho que, con el funeral, se entregaran, como
estipendio, los mejores objetos del difunto. Así pues, a lo largo de los
laterales, protegidos por unas cristaleras, pendían bastones, fajines, botas,
chaquetas, faldas, enaguas y otras ropas. En el altar había una vitrina donde
se podían admirar algunas joyas: anillos, medallas, cadenas, relojes de bolsillo,
del tipo saboneta, e incluso algunos brazaletes de oro. El Templo se había
transformado en un verdadero museo.
Aquella noche del día del entierro, no conseguía dormir; me hundía en
un lecho de medio metro de grosor, hecho de lana de oveja mezclada con hojas
de panocha. Cansada de dar vueltas en la cama, me levanté y me asomé por la
ventana para respirar aire fresco. La noche era clara. El cielo estaba
EL VALS DE LOS CABELLOS BLANCOS

estrellado. En la lejanía, allí en el cementerio, parecía como si una nube


danzante y blanquecina lo cubriera y bailara encima. Al principio pensé que
algunos zagales habrían avivado una hoguera con hojas secas y que se estaba
formando una humareda.
Como no tenía sueño sentí curiosidad por saber qué era aquello. Según
iba acercándome al lugar, conseguí vislumbrar un destello de luz en el interior
de la iglesia. Cuando prácticamente llegué, comprendí que aquella nebulosa
era una procesión de las ánimas de los muertos que salían de sus tumbas y
entraban en el templo por el lateral, atravesando el muro. Sin un ápice de
temor, entré con sigilo en el templo. Justo a la entrada, estaban las escaleras
que conducían al coro. Las subí y, pegada a la barandilla, admiré el
espectáculo.
Todos los espíritus fueron sacando sus objetos personales y se
vistieron como si de una gala se tratara. Alguien había abierto una vitrina y
sacado un gramófono por el que se escuchaba la música de un vals. En el centro
vi a una pareja y escuché que el hombre decía a la mujer:
—Hola querida mía, he puesto el “Vals de los cabellos blancos", la música
que compuso nuestro hijo, cuando nos hizo abuelos.
—Tú, tan galante como siempre, cariño.
De inmediato, él la estrechó entre sus brazos y añadió:
—Llevo varios años esperándote, querida. Te he añorado mucho, pero
hoy, por fin, estás ya a mi lado.
—Sí cariño, para siempre.
¡Eran mi abuela y mi abuelo! Los dos se enlazaron con ternura y
danzaron al son de la música. El templo se había transformado en una pista
de baile. El resto de los asistentes hacía corro a la pareja principal danzando
a su alrededor. Todos ellos, ataviados con sus objetos personales que habían
extraído de las vitrinas, tenían un aspecto casi real y bailaban en una armonía
perfecta. Allí, en lo alto, en el coro, permanecí embelesada mirando el
magnífico espectáculo.
¿Cómo está nuestra familia?
—Qué preguntas me haces, querido. Tú lo debes saber, pues estás en
el Paraíso.
EL VALS DE LOS CABELLOS BLANCOS

—No, cariño mío, no. Aquí no nos permiten saber lo que pasa en la tierra.
Piensa que, al saberlo, podríamos apenarnos y entonces no gozaríamos de una
plena felicidad. Sólo los Santos pueden oír las invocaciones de sus devotos.
—Siempre pensé que mis oraciones llegaban hasta ti en bien de tu alma.
—Cuando morimos —replicó mi abuelo—, el Señor imparte, en nuestras
almas, su divina misericordia sin preocuparse demasiado de las plegarias que
puedan provenir de la tierra. Para darte una idea de ello te voy a poner un
ejemplo: Imagina que se muere el Papa. Se celebrarían miles de misas y
asistirían millones de católicos de toda la tierra. Conforme a los ruegos de
esa multitud la gracia divina sería inmensa Ahora pensemos en una buena
mujer que fue simplemente “madre” y murió tan vieja que sus amigos ya
fallecieron y sus hijos, ya mayores, estaban deseando que se muriera porque
cuidarla les suponía una carga. Esta mujer tendría pocas personas que
asistirían a su funeral con lo que alcanzaría poca gracia divina, lo cual no sería
justo. En el Cielo es el Señor el que confiere las prebendas.
—Cuánto me alegro de oírte decir eso, querido, pues yo he fallecido con
más de noventa años. Los dos últimos los he pasado en la cama sin poderme
mover. Mis hijas me cuidaban. Yo agradecía inmensamente sus cuidados, pero
estoy segura de que, a pesar de su gran amor, estaban deseando que me
muriera.
—Bueno y después de esto cuéntame algo de nuestros hijos y nietos.
Tendremos ya biznietos, ¿verdad?
¡Ay, querido! Todo lo que quería decirte se me ha olvidado. ¿Tendrás
razón de que así no podemos apenarnos...?
Mi abuela sonreía. El giro de las parejas con sus cabelleras blancas,
formaba una especie de gran tarta rodeada de una aureola de algodón de
azúcar, blanqueada por los cabellos canos de los acompañantes y, en su centro,
la pareja de enamorados. Al término del baile todo volvió a su ser.

El sonido de aquel vals llegaba a su fin. Fuera, la lluvia también se había


parado, sin embargo, el cristal quedaba rociado de gotas que esta vez
parecían mis lágrimas ante el recuerdo de aquella noche inolvidable en la que
el espíritu de mi abuela se reunió con el de su amado esposo al compás de “El
Vals de los Cabellos Blancos”.
26

05 PARANOIA DE UN SUEÑO en el UMBRAL


del DELIRIO

podía dormir. Me levanté de la cama y, aunque todavía


era medianoche, en cuanto me vestí y salí a la calle ya
era mediodía. Me paseé por las calles sin rumbo fijo. Después de caminar un
rato, acabé en los arcos de la Plaza Mayor. Allí me encontré con un joven
trovador, que se parecía a mí, y que tenía una fantasía inusitada. En cuanto
me vio, se puso a mirar fijamente su mano derecha. De pronto, se arrancó una
oreja y no sangraba. Contento como un niño, movía su brazo, con la oreja, de
un lado para otro y oía a derecha e izquierda; de arriba abajo, hasta que se
cansó de ello. Me miró, me hizo una mueca y acto seguido se fijó en la oreja
y, de inmediato, se le convirtió en un auricular. Escuchó música y canciones
que le gustaban mucho, hasta que se cansó de ello. Después, lo volvió a mirar
y se le transformó en un calcetín, y metió en él sus ilusiones, sus esperanzas,
sus deseos y sus buenos ratos y sus diplomas de Bachiller y FPII. Pero tanto
metió en el calcetín que a éste se le hizo un agujero y por él se fueron sus
ilusiones, sus esperanzas, sus buenos ratos e, incluso, sus diplomas de
Bachiller y FPII.
Se puso triste y volvió a mirarme; me hizo una mueca y miró el calcetín
y se le convirtió en un cornetín. Y se puso a tocarlo, y fue feliz. Pero aquello
le pareció que tenía pocas posibilidades, así que al mirarlo se le transformó
en un saxofón, que le resultaba más divertido. La gente, que le veía al pasar,
comentaba: "¿En qué estará pensando ese joven que sopla sus dedos y tararea
una canción?". Pero el saxo le pesaba mucho y, con sólo mirarlo, se le
transformó de nuevo en el cornetín (su mente estaba cansada). Me miró y me
hizo una seña de desaprobación, no le gustaba. Con la otra mano le dio un
manotazo y el cornetín se le transformó en una moneda reluciente. Y se dijo:
"¡Una moneda de oro! ¡Qué bien! Con ella podré comprar cosas: unos vaqueros,
una mochila, unas botas de montaña..." Y según iba yo pensando, con él, en lo
que podría comprar, la moneda se hacía cada vez más pequeña, hasta que
PARANOIA EN UN SUEÑO EN EL UMBRAL DEL DELIRIO
27

finalmente al verla dijo: "¿Qué voy a hacer con una moneda tan pequeña y
agujereada de sólo veinticinco pesetas?"
Y por más que la miraba, ésta ya no se transformaba en otra cosa. Se
puso tan triste que una lágrima se le deslizó por la mejilla y fue a parar justo
en el hueco de la moneda. La lágrima tenía vida, al encontrarse en el agujero,
empezó a empujar a un lado y a otro, para hacerse hueco, hasta que el metal
de la moneda se transformó en un aro y la lágrima en un grueso cristal. Y al
verlo se dijo: "¡Una lupa! ¡Qué bien! Me gusta". Tomó la lupa y miró por ella y
lo que vio no le gustó. La miró fijamente, pero no se modificaba; me miró
suplicante, para que le ayudara a transformarla, pero yo no conseguía siquiera
articular palabra alguna. Compungido observó a su alrededor y vio a una bonita
joven que se acicalaba. Le pidió el lápiz de labios; y con él embadurnó el cristal
de la lupa. Luego, al devolvérselo, ambos se miraron, tan profundamente que
se vieron sus pensamientos. Volvió a mirar su lupa y ésta se había convertido
en una espléndida rosa de pétalos color carmín. La tomó con cuidado y se la
ofreció a la joven, al tiempo que le decía: "Toma, ahí va mi amor". Y ella dijo:
"Lo quiero, pues yo también noto amor". Ella tomó la rosa, se la llevó a los
labios, la besó con delicadeza y se la puso sobre su mejilla. Tornó su cabeza y
le devolvió una sonrisa, mientras encaminaba sus pasos hacia su casa. El joven
se quedó anonadado y vio cómo ella se alejaba. Noté que su corazón latía con
fuerza; y era muy feliz, aunque había perdido la mano. Y yo también sonreía y
notaba un fuerte dolor en la mía. Seguí mis pasos por el cobertizo de los
arcos hasta llegar a otra esquina. Allí me encontré con un limpiabotas muy
alegre que desde el comienzo de la mañana recorría las calles voceando:
“Limpia, limpia. Doy lustre y esplendor a sus pies por sólo dos pirulís”. Cerca
había una bicicleta, la cogí y me marché pedaleando fuertemente. El
limpiabotas me siguió por el camino diciéndome sin cesar: “Esto no es lo que
tenías que haber cogido. Tienes que reconstruir tus ideas”, hasta que se cansó
de perseguirme y desapareció.
Era ya de noche. Me sentía exhausto, con ganas de sentarme en algún
sitio. Ya no tenía la “bici”, seguramente la había dejado en algún lugar.
Llevaba muchas horas deambulando por entre las calles sombrías y lúgubres
donde los farolillos de gas, apenas iluminaban la calzada. Notaba un
abatimiento que me impedía respirar bien. Por causa de tal estado, un fuerte
dolor en el pecho me había aparecido y me dolía la mano izquierda. En las
PARANOIA EN UN SUEÑO EN EL UMBRAL DEL DELIRIO
28

calles no había bancos para sentarse y además la noche era fría y cerrada.
Por fin, encontré un portalón donde me protegí un rato apoyado en una de sus
paredes. Un pórtico de mármol, tallado con figuras que no pude distinguir,
rodeaba el portalón. Me pareció una iglesia. Empujé la puerta de acceso y
entré. Era una cripta grande con un suelo de mármol gris. Al fondo un
mausoleo con un gran altar. A derecha e izquierda del altar, en lo alto, dos
ángeles custodiaban el recinto. En un lateral, una puerta y en el otro, un
confesionario. Enfrente del mausoleo unos pocos bancos. Me senté en uno de
ellos. Comencé a respirar pausada y largamente con la esperanza de que el
dolor se fuera pasando. En mi jadear, miraba con insistencia la figura del ángel
de la derecha del altar. Su cara era seria, pero con una cierta mueca de
sonrisa socarrona. Con un dedo de la mano izquierda, colocado sobre sus
labios, indicaba silencio. Cerré los ojos un rato, al poco, al momento de
abrirlos y fijar mi mirada en aquel ángel, vi, con asombro, cómo se estaba
transmutando. Sus alas se volvieron negras. Sus manos y sus pies se
transformaron en garras. La cabeza y las orejas se le alargaron, y, de la
frente, le salió un cuerno. También le creció un rabo. Había tomado la figura
de un demonio. Me miró, le miré y esta vez me lanzó una sonrisa sarcástica,
mejor dicho, diabólica. La claridad del recinto se obscureció; apenas había la
iluminación de dos velas situadas en el altar del mausoleo. Me asusté. Mi
corazón comenzó a latir fuertemente. Quería pedir socorro, pero no podía.
La angustia se apoderó de mí. Comencé a jadear. En mi respiración
entrecortada creí, en un momento, que me ahogaba por falta de aire.
Estupefacto, delirante y totalmente anonadado, vi cómo aquel demonio
descendía del altar, como si descabalgara de un penco. Según lo hacía,
meneaba con más garbo su rabo y a cada paso del descenso, un bufido salía
de su boca. De inmediato pensé que aquel monstruo venía a por mí. Necesitaba
reaccionar. En un alarde de valor conseguí despegar mi trasero del asiento
en el que estaba petrificado y, sin que él me viera, pude esconderme en el
confesionario. Mi corazón latía aceleradamente. Sentí un hormigueo enorme
en las piernas que de súbito se me pusieron a temblar. Aferraba al suelo la
punta de los pies, pero mis talones golpeteaban el frío mármol. Agarré con
fuerza mis nalgas para evitar el ruido del taconeo, pero mi cuerpo temblaba
y mis dientes rechinaban al mismo compás. Toda mi ropa estaba empapada de
sudor, la notaba pegada a mi cuerpo atenazando mis entrañas, como garras
PARANOIA EN UN SUEÑO EN EL UMBRAL DEL DELIRIO
29

del propio diablo. Al poco, oí abrir y cerrarse una puerta y el silencio envolvió
la cripta. Poco a poco me fui sosegando. Me preguntaba cómo era posible todo
aquello; o estaba soñando o estaba en el infierno. Yo no había sido tan malo
como para ir al infierno y además, no recordaba cuándo me había muerto; así
que tenía que ser un sueño. Pero ¡maldita sea!, vaya sueño, todo era tan real.
Mientras estaba sentado en el confesionario, mi respiración iba tomando su
pausado equilibrio, al comprobar que no se oía ningún ruido. Pero de repente:
¡Toc! ¡toc!, sonaron unos nudillos sobre la ventanilla de la celosía. Me quedé
perplejo, no quise contestar. Fuera, una voz suave exclamó: “Quiero
confesión”.
Abrí la ventanilla y comencé a susurrar: “Verá usted, es que yo...", no
me dejó seguir. “He pecado contra Dios. Me enfrenté a Él y le desobedecí.
Perdóneme padre porque pequé”. “Es que yo no puedo perdonar los pecados”,
balbuceé. El que estaba al otro lado de la celosía era el propio diablo que soltó
una especie de aullido, cuyo vaho penetró en mi habitáculo, y un fuerte olor a
azufre invadió el recinto. Al mismo tiempo, una voz fuerte, monstruosa, como
salida de ultratumba, vociferaba riéndose: “Ja, ja, ja, ya lo sé. Ya sé que no
me puedes perdonar porque tú no eres sacerdote. ¡Eres una mentira! Pero lo
que debes saber es que yo no tengo perdón de Dios. Ja, ja, ja. Por cierto,
¿qué has hecho con la mano del trovador y la bicicleta del limpiabotas?”. Su
risa me enloquecía, mi cuerpo temblaba, mi alma estaba angustiada. Mientras,
él reía y reía. El confesionario se fue haciendo pequeño y quedó reducido a
una estrecha caseta, donde justo cabía mi ser. El monstruo lo rodeó todo con
sus brazos. Una de las garras entraba por la ventanilla y punzó, con una de
sus uñas, mi sien. Empezó a mover lo que para él era una caja, conmigo dentro.
Yo pegaba contra el techo; la cabeza me dolía enormemente, creí que me iba
a explotar. Al poco cesó el bamboleo, y un fuerte frío invadió mi cuerpo. Me
sentía desnudo y bañado por una masa de agua helada. Incluso notaba, cómo
chocaban contra mí, muchos cubos de hielo que pinchaban mi piel como
bandadas de avispas clavando sus aguijones. No sabía por qué, pero aquella
situación me estaba tranquilizando. Me sentía bien, que me quedé dormido.
Súbitamente me desperté, una luz fuerte me impidió abrir los ojos. Un
señor de bata blanca se inclinó sobre mí y dijo: “Bueno, esto está mejor, el
baño de agua fría te ha sentado bien. La fiebre ha descendido del umbral del
delirio y ya no necesitas cuidados intensivos”.
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06 LA NOVICIA VALENTINA

quel día, la superiora del convento de las Reparadoras estaba


afligida. La carta que había recibido del Señor Obispo era
concisa y contundente. No queriendo demorar más la noticia tomó la decisión
de reunir a las demás monjas.
—Queridas hermanas en Jesús y María, les he reunido para
comunicarles una trascendental noticia. He recibido una carta del señor
Obispo, por la que me hace saber que todos los conventos del tipo
contemplativo no recibirán, en adelante, ninguna subvención del obispado.
—¡Ay Madre! Eso va a ser muy duro para nosotras. ¿De qué vamos a
comer, si no tenemos dinero? —dijo sor Obdulia.
—Ya somos bastante pobres, ahora lo seremos más —añadió con
desconsuelo sor Cornelia.
—El Obispo me indica que son las últimas disposiciones del Papa, quien,
de buenas formas, nos dice que “a Dios rogando y con el mazo dando”. Todos
los conventos se adaptarán a esta nueva normativa de modo que tendremos
que trabajar para poder sobrevivir.
—¿Qué podremos hacer, Madre? Sólo sabemos rezar, oramos para
reparar los pecados de los demás.
—Eso será usted, hermana Gertrudis, que no sabe hacer otra cosa. Yo
hago la comida diaria por lo que puedo cocinar para más gente —dijo sor
Cornelia.
—Está lista, lo que usted cocina es lo mismo que nada, agua coloreada
con un hueso de pollo de sopa y patatas cocidas o puré de patatas con pollo
cocido exclamó sor Eulalia.
—Sin embargo, todas sabemos coser. Podemos hacer remiendos —
añadió sor Obdulia dirigiéndose a la superiora.
—Anda, que, si pretende ganarse la vida como remendona, está apañada.
La gente quiere modistas y sastres. Quizá pueda remendar las ropas de los
pobres, pero éstos no le darán ni un céntimo. Además, usted se ha quedado
casi cegata, no sería bueno que pasara el día cosiendo, acabaría perdiendo la
vista —anotó de nuevo sor Eulalia.
LA NOVICIA VALENTINA
31

¡Hermanas! ¡Hermanas! ¡Silencio! —exclamó la superiora. Es cierto


que entre las actividades que realizamos hay algunas que pueden facilitarnos
un estipendio para sobrevivir. Quizá una solución sea transformarnos en
enfermeras y cobrar por ello, aunque sea poco, en vez de esperar la caridad
de la buena gente.
—Pero Madre, nosotras no hemos estudiado enfermería. Lo que
nosotras hacemos, realmente, es acompañar al enfermo en sus tribulaciones
—apuntó sor Gertrudis.
—Además para poder ejercitar un oficio se requiere un título —añadió
sor Eulalia—, y ninguna lo tenemos, pues, que yo sepa, todas entramos en el
convento siendo muy jóvenes, e incluso nuestros padres sólo nos educaron
para ser esposas o monjas.
—La hermana Gertrudis toca el órgano de la capilla, podría dar clases
de piano —anotó sor Obdulia.
—¡Oh, no! Sólo sé tocar cuatro melodías propias de nuestro culto.
Además, las he aprendido a base de repetirlas una y otra vez. No sabría
enseñar a tocar el piano.
—Madre, podemos aprender a confeccionar pastas y galletas y montar
una chocolatería. En la puerta pondríamos “Chocolatería de las Hermanas
Reparadoras”. Por las mañanas de desayuno y por las tardes de merienda ¿Qué
le parece madre?
—Puede ser una buena idea, hermana Cornelia, pero quisiera encontrar
una solución que no nos obligue a utilizar todo el día para estos menesteres.
Necesitamos conservar una buena parte de nuestro tiempo para seguir con
nuestros rezos por las almas de los pecadores.
Las hermanas dialogaban unas con otras lamentando su situación. La
Madre Superiora, con sus gafas de leer al borde de su nariz, miraba fijamente
la carta del Obispo colocada sobre la mesa. Quería buscar una salida que
fuera factible para todas aquellas mujeres que estaban bajo su amparo.
Podríamos transformar el convento en una Hospedería indicó sor
Gertrudis.
—Mejor una Residencia de la Tercera edad, por ejemplo —replicó sor
Obdulia.
LA NOVICIA VALENTINA
32

—No, por favor, que los mayores son muy exigentes y además vendrían
algunos demasiado viejos, ilusionados al saber que podríamos hacer, también,
de enfermeras con ellos.
—¿Cómo puede usted decir eso, hermana Eulalia? —increpó la
superiora—. ¡Parece mentira! ¿Dónde está su espíritu de mortificación? En
penitencia rezará un rosario en la capilla —hizo una pausa. Además, si
transformamos el convento en hospedería o residencia, nos quedaríamos sin
nuestras propias celdas. ¿Dónde íbamos a dormir nosotras? Tenemos diez y
habríamos de transformarlas en habitaciones. Necesitaríamos mucho dinero
para acomodarlas. Nos ocuparía bastante tiempo hacer las camas, lavar
sábanas y toallas... Además, tendríamos que proporcionar, al menos, los
desayunos a los huéspedes. No, no me gusta la idea. Insisto, quiero una
solución que no nos ocupe excesivo tiempo —exclamó con aire enfadado.
Un silencio se apoderó de la sala. La reprimenda de la superiora a una
de las hermanas turbó a las demás. Estaba claro que no deseaba transformar
el convento en un hotel, ni en una chocolatería. En medio de aquel bullicio, se
oyó, de repente, una voz cantarina, jovial:
Yo... sí tengo una solución.
Todas se volvieron y miraron a la hermana que estaba en el último
banco. Era la novicia Valentina. Con apenas diecisiete años, era la única que no
había confirmado sus votos, las demás sobrepasaban los cuarenta. Las
miradas, mezcla de cierta envidia por parte de algunas, y de desinterés por
parte de las mayores, se clavaron sobre ella. Para las últimas, aquella joven no
tenía suficiente vida monacal como para erigirse en consejera de ninguna de
ellas y, para las primeras, la idea de que una jovenzuela fuera capaz de
presentar una solución, les causaba desazón por no haber sido ellas las
expositoras. La superiora levantó sus ojos y lanzó una interrogante mirada
hacia la novicia, a quien apreciaba mucho. Recordaba su llegada, huérfana a
los dos años, había ingresado con sólo doce traídas por su tío y padrino, quien
había entregado una buena dote que permitió realizar varias mejoras en el
convento.
—¡A ver! Habla, Valentina ¿Qué tienes que proponernos?
—Verá, madre superiora, el convento está situado cerca de varios
colegios, los colegiales necesitan copiar apuntes por lo que propongo que
modifiquemos el refectorio y pongamos un par de máquinas fotocopiadoras.
LA NOVICIA VALENTINA
33

—Ya, y ¿cómo las vamos a comprar? —preguntó sor Eulalia con un aire
irónico, con el deseo de dejar en mal lugar a aquella pipiola. Para eso es
mejor conseguir un contrato con una cadena de grandes almacenes para
confeccionar cosas diversas. —Ella era la mayor, había protestado por la idea
de sor Obdulia en montar una residencia para ancianos, también se había
alegrado de que la madre superiora hubiera rechazado la chocolatería que
proponía sor Cornelia, y no estaba dispuesta a aceptar otra solución que no
fuera la suya.
La superiora le lanzó una mirada cortante. Sor Eulalia bajó la cabeza y
exclamó: “Perdón, madre”, antes de que volviera a reprenderla. Se equivocó,
la superiora le espetó con furia: “Ya me ha hecho pecar, hermana Eulalia. Yo
también tendré que rezar un rosario por haberme encendido de rabia contra
usted. Ha conseguido que me salga de mis casillas. Por favor, déjeme disponer
según mi criterio”. De nuevo se hizo el silencio, nadie se aventuró a insinuar
otra idea, incluso Valentina no se atrevió a proseguir con su exposición. La
superiora respiró profundamente varias veces hasta que consideró que
estaba más serena. Miró a Valentina, le sonrió y dijo: “Puedes continuar”.
—Mi padrino ha comprado muchos objetos para su industria por el
sistema Leassing que consiste en pagar durante un tiempo una cuota de
alquiler, y al final del contrato, normalmente dos o tres años, se compra la
mercancía por un valor residual muy pequeño. Él nos puede asesorar. Además,
en este trabajo, sólo dos hermanas bastarían para atender la tienda. De esa
manera nos podremos turnar.
—Me parece bien —asentó la superiora con el deseo de poner fin a
aquella discusión.
—¡No ganaremos lo suficiente!
—¡Hermana Cornelia! clamó la superiora con aire, de nuevo,
irritado. Si ponemos una chocolatería, como usted propone, tendríamos que
abrir el local todos los días y confeccionar, como complemento, pastas y
pastelitos. Utilizaríamos también la cocina, lo que nos daría mucho trabajo en
limpiarla. Habría más género en el almacén, y los ratones que se albergan en
las despensas mejorarían su alimentación. ¡No y no! Así que aceptemos la idea
de nuestra novicia y pongamos manos a la obra.
De inmediato se levantó un alboroto de voces, la mayoría de ellas
expresaban su desacuerdo con la decisión de la superiora, estaban seguras de
LA NOVICIA VALENTINA
34

que aquello no funcionaría bien; unas pocas acataban sumisamente la


propuesta y pronunciaban su acuerdo.
¡Basta, hermanas! ¡Hermana Eulalia!, vayamos a la capilla a rezar para
que el Señor nos perdone  hizo una pausa. Por cierto, les comunico a todas
que, en adelante y de acuerdo con las nuevas disposiciones, la orden no les
obliga a seguir tratándose de “usted”, por lo que les recomiendo que se tuteen.
Sin embargo, conmigo y por respeto a mi rango, seguirán tratándome de
usted.
* * *

Valentina obtuvo el asesoramiento de su padrino y los permisos


necesarios para la apertura del local. Se modificó el refectorio y se instalaron
dos fotocopiadoras. Añadió la venta de cuadernos, lápices, bolígrafos y toda
clase de accesorios para escolares y consiguió que las demás compañeras
aprendieran a encuadernar. La superiora, satisfecha de la labor de Valentina,
la nombró responsable. Realmente era la única que estaba orgullosa de aquello;
no obstante, los beneficios no cubrían todas las necesidades del convento.
Sor Cornelia insistía en poner una chocolatería, aunque fuera pequeña; sor
Obdulia, en hacer del convento una residencia, donde se podrían fijar los
precios, por otro lado, como usaba unas lentes de muchas dioptrías que le
impedían hacer bien el trabajo de fotocopiado, a veces, colocaba mal el
original y las copias eran inservibles, con lo que se llevaba una reprimenda de
Valentina, hecho que no podía aceptar de aquella mocosa, como ella la llamaba.
Sor Gertrudis estaba contenta, le gustaba sacar fotocopias y atender a los
jóvenes y además no se había transformado el convento en la residencia que
tanto temía. Ella llevaba las cuentas, todos los días anotaba los productos que
salían y el dinero que entraba.
Sor Eulalia estaba disgustada con el obispado porque les había hecho
cambiar de atuendo: ya no llevaban un hábito largo hasta el suelo; se vestían
como las demás mujeres, aunque con un uniforme gris que las distinguía. A ella
le gustaba vestirse con los faldones. Se quejó a la superiora porque
consideraba que el vestido era demasiado corto: había salido a la calle y una
ráfaga de aire le había levantado la falda y dejado entrever su ropa interior.
También protestaba porque por el camino, cuando iba a casa de un enfermo,
LA NOVICIA VALENTINA
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algunos jóvenes, al verla vestida de calle, le habían proferido piropos


deshonestos e incluso el enfermo le había tratado pecaminosamente.
—Vamos a ver hermana Eulalia, ¿qué le ha pasado?
—Pues verá, madre, cuando iba a casa de don Anselmo dos jóvenes me
rodearon y me dijeron que ya no parecía de otra galaxia. Que mi aspecto era
más normal. Que se vislumbraban mis pechos y que por fin me asemejaba a
una mujer. Y que entre mis piernas tendría un apetitoso co... La verdad es
que lo llamaron de varias maneras, madre, y lo han repetido otros días.
—Bueno, pues es lo que se dice “gajes del oficio”. Hace pocos años que
cumplió los cuarenta, por lo que todavía es usted joven. Siempre fue muy
pechugona, y en cuanto a lo otro, es natural, es usted mujer, así que no les
haga caso a esos desvergonzados y ofrezca a los Sagrados Corazones de
Jesús y María estos contratiempos que la mortifican, en bien de los propios
pecadores.
—Sí, madre, pero lo peor de todo es don Anselmo. El hombre está
enfermo de asma y necesito ponerle, cuando tose, la mascarilla de oxígeno, y
cada vez que lo hago, él estira su brazo y me toca la pierna por debajo de la
falda e incluso pretende acariciar toda mi pantorrilla. Y aunque tiene más de
ochenta años me veo y me las deseo para esquivar su esquelética mano.
Además, mientras pretende tocarme, dice que tengo unos buenos jamones por
piernas... y otras cosas más escandalosas, madre.
—Bien, hermana Eulalia, hablaré con él para que rectifique su
compostura. Lo importante es que siga usted fiel a Jesús y a María. Rece para
que no le tiente el demonio y que un día no se deje embaucar por las caricias
de don Anselmo que, aunque viejo, sigue siendo hombre.
—¡Ay madre!, no me diga usted eso que yo soy monja.
—Sí, sí, pero don Anselmo tiene mucho dinero y también nosotras
somos humanas y pasamos privaciones.
—No madre, ya estoy curada de esas frivolidades. Ya tuve una
desagradable experiencia.
—¡Ah, sí! Cuéntelo, hermana.
—Pues verá madre: antes de entrar en el convento conocí a un hombre
a quien quise tanto que con él pequé y quedé embarazada. Cuando él supo que
esperaba un hijo suyo me abandonó y mi padre me echó de casa. Gracias a
Dios que un familiar me cobijó en la suya. Durante el embarazo tuve un mareo
LA NOVICIA VALENTINA
36

y me caí de una silla, mientras limpiaba una lámpara, con tal mala fortuna que
perdí el embrión que había en mí seno. Meses más tarde decidí entrar en este
convento para expiar mi culpa.
—No se preocupe, hermana. Dios, en su infinita misericordia, hace
tiempo que la habrá perdonado.
* * *

Con el tiempo, las monjas acabaron ayudando a Valentina y la alentaban


para que consiguiera ampliar el negocio y terminar, de una vez, con el cuidado
de los enfermos; pero la superiora prefería salvaguardar aquel equilibrio y
mantener el espíritu de sacrificio que caracterizaba a la orden. Un día llamó
a su despacho a Valentina:
—Valentina, el próximo año, Dios mediante y de acuerdo con el
reglamento de nuestra orden, deberás hacer tus votos definitivos de pobreza
y castidad. Quiero que recapacites bien lo que vas a hacer. Estás a tiempo,
puedes rechazar la obediencia a tu padrino.
Gracias, madre superiora ¿Es que usted cree que no tengo vocación?
—Mira Valentina, tu padrino te ingresó muy joven porque eras muy
piadosa, y pensó que era lo mejor para ti, pero no lo hiciste por tu propia
voluntad. Además, desde el primer momento, he comprobado que te has
dedicado en cuerpo y alma a esta nueva actividad, a veces has hecho “novillos”
a nuestros rezos.
—Pero, madre, eso ha sido debido a que he necesitado completar un
pedido de materiales o he tenido que ir a entregar las fotocopias a un colegio
o alguna otra cosa.
—¡Eso! “O alguna otra cosa”, a la que le has dado la prioridad que no
tenía porque esta actividad te gusta mucho. Quizá lleves, en ti, los genes de
tu tío y padrino que es un gran empresario.
Le ruego madre superiora que me permita seguir en el convento y
realizar mis votos.
Vamos a hacer otra cosa para comprobar tu vocación: vas a cuidar a
don Anselmo. Desde mañana substituirás a la hermana Eulalia.
Como usted diga, madre.
Pide ayuda al Espíritu Santo, y que Dios te bendiga.
LA NOVICIA VALENTINA
37

Días después, Valentina comenzaba su andadura en casa de don


Anselmo.
Así que tú te llamas Valentina. ¿Qué edad tienes?
Diecinueve años, señor.
¿Diecinueve años?
Sí, señor.
¡Ah, no, no! Yo no quiero una monja tan joven.
Verá usted, don Anselmo, todavía no he hecho mis votos, no soy
monja.
Peor todavía, mi hijo me llamará infanticida y degenerado. ¡Que
vuelva sor Eulalia!
No puede ser, señor. Así lo ha dispuesto la madre superiora.
Pues tengo que hablar con ella. Quiero que vuelva Eulalia. Prometeré
respetarla y no intentaré, nunca más, escudriñar entre sus faldas. No me
gusta tener una enfermera joven de quien pudiera ser su abuelo. Prefiero una
enfermera rolliza que parezca mi joven mujer y con la que pueda tener mis
ilusiones, aunque sólo sean ilusiones inalcanzables. Y si la superiora no se viene
a razones os quitaré mis estipendios anuales que no son nada desdeñables.
Lo siento, don Anselmo, yo obedezco órdenes. La madre superiora
quiere que todas pasemos algún tiempo en el cuidado de enfermos. Las demás
hermanas ya lo están haciendo y ahora me toca a mí. No se preocupe que
intentaré hacerlo bien.
No se trata de que lo hagas bien o mal, se trata de que eres una
chiquilla, no quiero que me llamen “viejo verde”. Sobre todo, ahora que vais
vestidas de calle. Y además tendré que arrancar de mi mente mis ansias de
seductor, y no me apetece nada.
Aquella decisión de la madre superiora no le agradaba. Toda su vida
había sido un mujeriego y siempre le había gustado vivir sus imaginaciones de
"Casanova"; no le importaba que su compañía fuera una monja, al fin y al cabo,
las monjas también eran mujeres. En adelante ya no podría seguir con sus
escarceos con sor Eulalia. Su cuerpo generó una rabiosa adrenalina que, al
poco, desembocó en un ataque de asma. Valentina le colocó la mascarilla de
oxígeno y le ayudó a sentarse en el sillón. Mientras don Anselmo se calmaba,
ella le pasaba un pañuelo por su frente sudorosa y le atusaba su blanco pelo.
Él, jadeante, la miraba con aire complacido. Al comprobar que aquellas manos
LA NOVICIA VALENTINA
38

parecían angelicales, pensó que ya había llegado la hora de dejar de divertirse


como un “don Juan” y asentar la cabeza; al fin y al cabo ya había pasado de
los ochenta, y en el fondo, también era agradable sentirse favorecido por el
contacto de unas manos candorosas.
Valentina se vio obligada, en ocasiones, a asistir a don Anselmo durante
el día para salir a pasear con él a unos jardines cercanos a su casa. Él,
malhumorado, se quejaba de la suciedad de las calles; de las hojas de los
árboles caídas; de los gritos de los chiquillos y hasta del tiempo. Era la
expresión de su rabieta por verse obligado a abandonar sus calaveradas. No
obstante, fue aceptando su situación y llegó a encariñarse con ella. Al cabo
de pocos meses ya la consideraba como una nieta suya, la nieta que su hijo
Abelardo no había tenido.
Oye, Valentina, ¿quién es tu padre?
Mi padre se llamaba Gerardo Sánchez de Sotomayor.
¿La hija de Gerardo? ¿Entonces tú eres...?  No continuó.
¿Acaso conoció usted a mi padre?
¡Ya lo creo que le conocí! —Hizo una pausa—. Pero sigue contándome
más cosas, por favor.
Cuando tenía dos años mis padres murieron en un accidente de
carretera, y mi padrino, que es a la vez mi tío, se hizo cargo de mí. Estudié en
un colegio de religiosas francesas hasta los doce años, que fue cuando él me
hizo entrar en el convento de las Reparadoras. Me dijo que lo hacía porque se
había muerto en accidente de moto el que iba a ser mi novio, elegido por mi
padre en vida, y porque yo era muy piadosa. Según él, era lo que más me
convenía.
Según él, claro. Y ¿sabes quién era tu novio?
No, no lo sé. Mi padrino me dijo que me lo iba a presentar cuando
cumpliera los catorce años, que ya estaba concertado y que había sido un
pacto de unión entre dos familias aristocráticas.
 Y ¿aceptaste ir al convento sin rechistar?
Sí, he sido siempre muy obediente, y, a decir verdad, no estoy a
disgusto en el convento, además el colegio francés era un internado, ya estaba
acostumbrada. Siempre he sido muy religiosa y me pasaba buenos ratos en la
capilla del colegio.
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Pero, ¿no tienes ganas de conocer la vida de una joven fuera del
convento?
De momento no, aunque parece que la superiora quiere que la conozca.
Vaya, vaya, vaya. Así que tú eres la prometida del malogrado
Bernardino susurró don Anselmo pensativo, sin que pudiera entenderle
Valentina, mientras se separaba de ella.
¿Qué decía usted, don Anselmo?
Nada, nada, chiquilla.
Valentina ayudó a don Anselmo a acostarse, aquella noche, y, cuando
éste estaba ya dormido, su hijo Abelardo apareció en la estancia:
¡Valentina! Ven conmigo, quiero hablarte muy seriamente.
Usted dirá don Abelardo.
Fueron a un despacho.
Quiero que sepas que a mí no me engaña nadie, ni tú ni la madre
abadesa.
No entiendo lo que quiere decir.
Vosotras sois unas lagartas.
¡Dios mío, qué dice usted?
Estáis cuidando a mi padre, que ya es viejo y puede morir cualquier
día, sólo para conseguir parte de su herencia lo que no permitiré. Han pasado
por aquí todas las monjas del convento, pero yo siempre he estado vigilante.
Ninguna me ha preocupado mucho, aunque, en honor a la verdad, sor Eulalia
me inquietaba. Mi padre se entusiasmaba demasiado con ella. Lo permití ya
que, de alguna manera, se enardecía al verla y se le alegraba el ánimo, que no
otra cosa por mucho que él quisiera. Como la superiora no ha conseguido con
ella lo que quería, ahora te ha mandado a ti.
¡Por Dios!, don Abelardo, qué cosas dice. La madre superiora no me
ha encomendado más que el cuidado de su padre don Anselmo y ninguna otra
cosa.
Pobre ingenua, la madre superiora te ha mandado a ti al ver que no
ha conseguido culminar sus planes. He podido comprobar que mi padre ya no
busca en ti fantasías inconfesables, ya se siente viejo y se está encariñando
contigo como si fueras su nieta. Cualquier día pierde la noción de su existencia
y te nombra también heredera. Así su dinero irá a parar al convento y la madre
superiora habrá conseguido lo que pretende. ¡Que a mí no me engañáis! Quizás
LA NOVICIA VALENTINA
40

tú seas peor que las otras pues le has contado una “historia” Abelardo
recalcó la palabra del acuerdo de tu padre con un prometido que murió en
un accidente de moto, para hacerle sentir lástima de ti y engatusarle.
Por favor, don Abelardo, no sea así, no piense usted tan mal.
No soy mal pensado, sólo deductivo. Bien, di lo que quieras, pero yo
estaré alerta por si acaso. He ordenado a Lucio, el amanuense de mi padre,
que, como vea cualquier anomalía que confirme mis sospechas, me lo haga
saber.
Y ¿por qué no trae usted una enfermera para las noches, como lo
hace durante el día?
Porque mi padre, a pesar de sus fantochadas, es creyente y piensa
que si se muere de noche ha de tener a una religiosa a su lado como ayuda a
sus rezos. Pero yo no creo en vuestras mentiras. A mí no me engatusáis.
Rezaré a la Santísima Virgen por usted, don Abelardo.
¡Vete! Haz lo que quieras, no quiero seguir hablando contigo.
A la cabecera de don Anselmo, Valentina sollozó toda la noche hasta
las seis y media de la madrugada en que volvió al convento. Las otras hermanas
estaban levantadas, como de costumbre, y se dirigían a la capilla a rezar.
¿Qué te ha pasado Valentina? ¡Vaya ojos! señaló sor Gertrudis.
Está claro que ha sido don Anselmo, seguro que ese viejo verde se ha
metido con ella exclamó sor Eulalia
Ven conmigo, Valentina le indicó la madre superiora.
Juntas las dos en el despacho de la superiora y tras haberle relatado
Valentina su conversación con don Abelardo, le dijo:
Querida Valentina, no te aflijas. Don Abelardo está inquieto porque
teme por su herencia, pero bien sabe Dios que nosotras no vamos a quitarle
nada. Claro que si don Anselmo quiere donarnos algo en su última voluntad
pues bien venido sea y que Dios le bendiga, al fin y al cabo, el que nos caiga
algo no nos vendría nada mal y tampoco supondría demasiado para su hijo que
ya tiene bastante. No hagas caso y pide, al Sagrado Corazón de Jesús y al de
María, coraje para soportarlo. Hablaré con don Abelardo y procuraré
tranquilizarle.
Abelardo recibió las indicaciones de la madre superiora con suspicacia
y aceptó que Valentina siguiera cuidando a su padre, quien, poco a poco, fue
LA NOVICIA VALENTINA
41

sintiendo la necesidad de regalarle algo, muy estimado, que la joven pudiera


guardar en recuerdo de su dedicación. Al cabo de varios meses:
Mi estimada Valentina, deseo que sepas que ya me siento viejo y
decrépito, cualquier día “la palmo”.
Por Dios, don Anselmo, no diga usted esas cosas.
¿Acaso no soléis decirlo así los jóvenes? He preparado un sobre de
mis últimas voluntades para el notario. Quiero favorecerte con un regalo, y
deseo que se lo lleves en mano tú misma. En la cabecera del sobre he puesto
su nombre y la dirección.
Por favor, don Anselmo, no me comprometa, su hijo se puede enfadar
si sabe esto. Va a pensar que me está favoreciendo y no le va a gustar nada.
No me preocupa, no es lo que él piensa. Es sólo un presente para ti,
un obsequio que estimo mucho, pero en ningún modo mermará su legado. Bueno,
no te preocupes, lo mandaré por medio de un mensajero. ¡Vete tranquila!
Durante aquella madrugada, Valentina acompañó sigilosa el sueño de
don Anselmo. Pretendía rezar sus oraciones, pero su mente pensaba en el
contenido de aquel sobre. Al volver al convento se entrevistó con la superiora
y le contó la última disposición de don Anselmo.
Sí, madre, va a entregar un sobre al notario añadiendo una cláusula
en su testamento. Don Anselmo no ha querido decirme su contenido, pero me
ha dicho que se trata de un obsequio para mí.

Días después, las inquietudes de Valentina se hacían realidad, la


superiora la llevó a su despacho:
Ha llamado don Abelardo y me ha pedido que no vayas más. Quiere
que vuelva sor Eulalia. Puede que se haya enterado de lo del sobre.
¡Vaya por Dios! Esto ya me lo esperaba. Es una pena, pues he llegado
a tomarle cariño a su padre, pero qué le vamos a hacer, que sea lo que Dios
quiera.
Bien, por otro lado, he hablado con tu padrino y quiere verte, así que
debes marcharte a su casa.
* * *

La tienda estaba repleta de muchachos que levantaban una sonora


algarabía. Ante tal bullicio la superiora se presentó en el local.
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42

—¡A ver, ¿qué pasa aquí? ¡Un poco de orden! Ya se nota que no está
Valentina.
—¡Hombre, la vieja!
La superiora se acercó hasta el muchacho que había expresado tal
atributo y clamó:
—Oye jovencito, aunque me veas vieja, has de tener buenos modales y
saludarme de forma correcta, diciendo “buenos días”, por ejemplo.
—Mira, monja, no sé tu nombre, por tanto, te he dicho lo que me ha
salido así de pronto. Conozco a las otras monjas, pero a ti no.
—Soy la superiora del convento y no creo que seamos familiares como
para que me tutees.
—¡Bueno!, nosotros tuteamos a todos, y además tú ya me has tuteado.
Entonces, ¿por qué yo no?
—¡Ay, esta juventud! ¡Descarado! —anotó la superiora y salió del
recinto.
—Os habéis pasado —dijo sor Cornelia—. No digo que no tengáis algo
de razón, yo misma he tuteado a mis abuelos, sin embargo, mis padres no lo
hicieron, pero, a pesar de ello, no deberíais ser tan bruscos ni tan altaneros.
Por la tarde, las monjas se reunieron en la capilla para rezar el rosario.
Esta mañana me han notificado que Dios nuestro Señor ha llamado a
su morada a nuestro protector don Anselmo, así que vamos a rezar por su
alma, para que lo tenga en su gloria y que encontremos pronto otro
benefactor. También vamos a rezar por los jóvenes, para que Él los ilumine —
indicó la superiora.

***

Unos jóvenes asiduos entraron en la tienda:


Mirad, hoy Obdulia, la cegata, está sola. Vamos a pedirle que nos haga
unas fotocopias del “Play Boy”.
—¡Buenos días Obdulia!
—¡Hola majos! ¿Qué queréis?
—Que nos hagas seis fotocopias de la página siete de esta revista,
donde hay un clip. Tú sólo preocúpate de poner bien la página del clip.
LA NOVICIA VALENTINA
43

Mientras la hermana se dirigía hacia la máquina fotocopiadora, los


jóvenes se contemplaron con miradas picaronas al tiempo que algunos de ellos
esbozaban tenues carcajadas. Sor Obdulia no se fijó en la portada, sino en el
encuadre con la pantalla de la fotocopiadora. Colocó la revista en la página
que los chicos habían puesto un clip y anotó en la máquina el número seis. Dejó
que la máquina hiciera su trabajo y se volvió al mostrador para atender a otros
escolares. Uno a uno fueron saliendo los seis ejemplares. Al punto entró por
la puerta trasera la superiora quien, al pasar cerca de la fotocopiadora y ver
lo que estaba saliendo, exclamó:
—Por Dios, hermana, ¿cómo está usted sacando este tipo de copias?
—¿Por qué, madre?
—¿Es que no ve usted lo que es esto?
Sor Obdulia cogió uno de los ejemplares en su mano. “¡Dios mío, qué
desvergüenza, una mujer desnuda!”. La superiora tomó los ejemplares y los
rompió. Luego echó todo, junto con la revista, a la papelera.
—¡Eh, eh! —exclamó uno de los muchachos—. Esa revista es mía y no
tiene derecho a quitármela. Este es un establecimiento. Las denunciaré.
—Bien, pues dile a tu madre que venga a recoger la revista. Así
comprobará cómo se educa su hijo.
— ¡Eh, oiga! Es normal que a mi edad me fije en las mujeres, al fin y al
cabo, es lo que Dios ha puesto, ¿no, señora?
—Claro que Dios ha puesto hombres y mujeres sobre la tierra, pero
para que tengan hijos y no para estas cochinadas. ¡Descarado! Se dio media
vuelta y salió del recinto. Aquella tarde, la superiora determinó que, en
adelante y de por vida, se ofrecería el rosario por los jóvenes.
Durante la cena, sor Cornelia comentó:
—Madre, no creo que hayamos hecho bien en montar este negocio.
Antes vivíamos aisladas del mundo y recluidas para honra del Señor.
—Bien, pues ahora participamos con las otras almas del Señor, ¿qué hay
de malo en ello?
—Lo decía porque ahora vemos parte de lo que pasa “por ahí fuera”, y
puede perturbar nuestras almas.
—No debería, pero si eso sucede acójanse a la oración. Dios, nuestro
Señor, les reconfortará.
LA NOVICIA VALENTINA
44

¡Madre superiora! ¡Madre superiora! gritó sor Eulalia al entrar en


el refectorio.
¿Qué pasa, hermana?
Ha llamado Lucio para contarme que don Abelardo está encarcelado
por haber disparado a un notario. Quería recuperar una carta en la que su
padre hacía una donación a Valentina. Sor Eulalia relató lo que a su vez le
había contado el amanuense del difunto don Anselmo.
Bien, recemos un padrenuestro por don Abelardo, que Dios tenga
piedad de él.
* * *
El encuentro con su padrino fue muy agradable para Valentina:
—Mira Valentina, la madre superiora me ha hablado muy bien de ti y me
ha dicho que tienes buenas facultades para los negocios. Hemos pensado que
ya es hora de relegarte de tu obediencia. Creo que he sido un mal padrino por
haberte obligado a entrar en un convento.
—Siete años he pasado en clausura, padrino, y no me he sentido mal,
pero he de confesar que, a partir del momento en que me ocupé de las
fotocopiadoras, pensé más en el negocio que en los rezos.
—Pues bien, Valentina, la superiora y yo hemos decidido que dejes
temporalmente el convento y vengas a trabajar conmigo durante, al menos, un
año.
Muy bien, padrino, lo que tú digas.
¡Ah, Valentina! Tengo que comunicarte que don Anselmo, a quien tú
cuidabas, murió hace unos días y te ha dejado un legado.
Que Dios lo tenga en su gloria. ¿De qué se trata?
Te ha legado su apreciada colección de sellos. Una colección,
compuesta de diez álbumes, que él estimaba mucho y que además tiene un
valor incalculable. Ha dejado escrito que te lo regala porque le cuidaste bien
y además porque fuiste la prometida de su malogrado nieto Bernardino, hijo
de don Abelardo, que se mató en una moto.
¿Así que mi prometido era el hijo de don Abelardo? Vaya, vaya, vaya,
¿quién lo iba a suponer?

Se instaló en un despacho preparado por su padrino. Allí pasó un año.


Se matriculó en un curso de estudio de mercados. Conoció a clientes. Entabló
LA NOVICIA VALENTINA
45

reuniones comerciales. Asistió a conferencias. Fue a galas y exposiciones.


Aprendió a bailar. Se transformó en una joven empresaria querida por todos.
Descubrió, al lado de su padrino, una vida nueva de deseos desenfrenados, de
envidias perversas, de pasiones incontroladas y de mentiras taimadas. Ella
creía que lo peor de la flaqueza humana era la envidia que tenía la hermana
Obdulia de las demás por ser cegata o la de Eulalia por sentirse superior a
sus compañeras. Esta nueva vida, que al principio le había entusiasmado, poco
a poco la estaba desinteresando. Había comprobado que los jóvenes que le
gustaban, no deseaban casarse, sólo divertirse con ella.
Sentada en un banco de un parque, miraba a los que se paseaban. Cerca
de ella transitó una madre con su hijo lisiado en una silla, los siguió con la
mirada mientras se alejaban, sintió una pena profunda y se preguntó: “¿Qué
pasa con los niños desamparados de los países pobres?”
* * *
El avión remontó el vuelo, un cosquilleo indecible se agitó en su
estómago, no era el miedo a volar, era la ilusión de sentir el comienzo de una
nueva forma de vida, allá en África. Abajo quedaban sus años de orfandad,
sus días y noches de clausura, sus avatares con las fotocopiadoras y sus
denodadas sesiones en la empresa de su padrino. Recordó el día que su padrino
la llamó a su despacho:
—Mira Valentina, he decidido nombrarte subdirectora general y lo voy
a hacer público mañana a todos los empleados.
—Gracias padrino, pero mi destino está en otro sitio. He tomado la
decisión de ir a África con UNICEF. Dios me llama para otros menesteres
había contestado. Era la primera vez que se sentía segura de su decisión.

Valentina, subida en el avión, sonrió a la tierra que se alejaba de su


vista y a las nubes que pasaban raudas por la ventanilla, escapadas, como ella,
de una prisión en la que, habiendo estado retenidas sin sentirse apresadas,
ahora volaban al encuentro de su destino.
46

07 LA SORTIJA

staba alegre, eufórico, se consideraba el amo del mundo: las


discusiones, con su cliente, se habían prolongado por más de
cuatro horas aquella mañana y habían sido draconianas, pero había merecido
la pena. Había tenido que ceder en el precio de venta sin merma de las
calidades técnicas. No obstante, se sentía satisfecho al haber conseguido la
‘intención de pedido’ (en los ámbitos mercantiles: promesa del cliente de
formalizar, más tarde, el contrato). Para celebrarlo (era la norma), había
invitado a su cliente a un buen restaurante del Parque del Retiro de Madrid.
Allí hablaron mientras un camarero les servía los platos con cierta parsimonia
y la pícara intención de que consumieran más de una botella de vino. Utilizando
la amabilidad que le caracterizaba había intentado dar conversación a su
cliente, pero éste, que le dijo ser vegetariano, se sentía algo desganado e
incluso fue muy parco en los diálogos, por lo que no llegaron a consumir la
segunda botella, con el consabido disgusto del camarero. Tras una pausada
comida, lo había despedido a la puerta de un taxi.
Ante un atardecer tan agradable después de dos días de lluvia, Daniel
decidió regresar a los jardines. Quería volver a respirar el aire del paseo,
más puro que el de la ciudad, rodeado de árboles frondosos que expandían su
sombra como un manto sosegador. Era algo tarde para regresar a la oficina
y demasiado pronto para ir a su domicilio. Su mujer, Lucía, no habría llegado
a casa. Radiante, como un luchador que vuelve de una batalla ganada, se sentó
en un banco cercano al estanque. Tomó unas chinas del suelo y las fue
lanzando, una a una, al agua. Unos patos se acercaron. “¡So tontos!, que esto
no es pan”, les dijo. Sonrió. Entornó sus ojos y, mirando al otro extremo, posó
su vista en el vacío. Aspiró con fuerza y dejó vagar su imaginación. Se vio en
el despacho de su jefe recibiendo una apoteósica enhorabuena; llevaba un par
de años esperando tal acontecimiento. Varias veces estuvo a punto de
conseguirlo, pero hasta entonces no lo había logrado. Su jefe prodigaba el
evento sólo cuando el pedido era lo suficientemente importante como para
mantener a un equipo de técnicos ocupados, durante al menos un año, en
estudios de ingeniería. De pronto, sus pensamientos se esfumaron, el contacto
de sus dedos con algo más voluminoso que una simple chinita le obligó a fijar
LA SORTIJA
47

su atención en ello. Para su gran sorpresa, lo que tenía en su mano era una
sortija. Estaba sucia, terrosa, la lluvia de hacía dos días la había embarrado.
Pasó los dedos para quitarle la tierra que la rodeaba. “Será una baratija”, se
dijo. Sin prestarle más atención la metió en el bolsillo de su chaqueta. Miró
su reloj, se despidió de los patos con un signo de adiós y se levantó para irse
a su casa.
Como de costumbre el tráfico era infernal, pero esta vez, eufórico en
sus pensamientos, atravesó la carretera de extra radio sin prestarle
demasiada atención. Al llegar a su domicilio, un adosado en las afueras, ya
anochecía. Aparcó el coche en el garaje. Antes de entrar en la vivienda se
retocó la chaqueta y la corbata; era un acto reflejo ante la presencia de otra
persona, incluso la de su esposa. Con ademán acostumbrado, dejó sus llaves
en la cómoda del vestíbulo, al tiempo que exclamó con voz cantarina:
—Ya estoy aquíii... ¿Dónde está mi mujercita?
Lucía contestaba también con voz cantarina:
—Aquí estoy, para lo que quiera mi maridito.
Se abrazaron, se besaron. Daniel, manteniéndola en su abrazo,
manifestó:
—Tienes ante ti a un excelente comercial. Voy a conseguir el mejor
pedido del año.
—¡Ah!, ¿sí? Que sea enhorabuena, querido. Entonces, el ‘señor’ tendrá
una paga especial por objetivos, ¿verdad? —dijo Lucía y, con cierta malicia,
acercó su cuerpo al de su marido.
—Espero que sí —contestó él mientras notaba que su organismo se
removía y le afloraba una pasión incontrolable. Ella, al notarlo, apretó más su
cuerpo y acercando los labios a los suyos susurró con voz mimosa:
—Y una parte de esa paga, será para comprar a la ‘señora’ un regalito,
¿verdad?”
Daniel, imbuido de deseo, la tomó en sus brazos y la llevó al dormitorio.
En el trayecto prometió: “Claro que sí, cariño”. No le importaba prometerle
parte de su gratificación, al fin y al cabo, era su querida esposa y, por otro
lado, en aquel momento de deseo, no era cuestión de estropear lo que tanto
anhelaba. Cuando llegaron a la alcoba, ella le quitó la chaqueta. Él se deshizo
de sus zapatos y de la corbata. Ella le desabrochó la camisa con vehemencia.
Él, excitado, le abrió la blusa. Se desnudaron con frenesí y se entregaron
LA SORTIJA
48

apasionadamente. Allí en el tálamo del amor se sentía congratulado. Cuántas


veces había deseado terminar su trabajo para volver a casa y abrazar así su
Lucía.
—El cliente ha estado muy duro comentó. Me ha obligado a hacerle
una buena rebaja, pero aun, así y todo, sacaremos un buen margen de
beneficios. Mi jefe se pondrá contento, pues esto supone un contrato de
trabajo para dos años. Luego hemos ido a comer, pero él no ha estado muy
expresivo. —Abrazado a su mujer mantuvo unos minutos de relajación,
después, se metió en la ducha.
Lucía, satisfecha por aquella mutua expresión de amor y encantada
ante la posibilidad de conseguir un buen regalo, entonó una canción: “Manolo
mío, Manolo de mis amores...” Recogió las prendas que estaban tiradas por el
suelo; apartó la ropa interior y la camisa de su marido para lavarlas; tomó el
traje con la idea de llevarlo a la tintorería. Se acercó a la mesilla derecha,
donde su marido tenía sus cosas, y vació los bolsillos del pantalón: sacó un
pañuelo, un mechero y un recibo del restaurante (seguía cantando: “...eres mi
vida, mi dicha y mis amores...”. Lo miró: “Restaurante El Retiro. Dos Menús,
total 5000 Pts.” Silenció su canción, pero siguió tarareándola. De la chaqueta,
sacó el billetero, el monedero, un librito de notas, una estilográfica y, por
último, una sortija algo sucia. Su cara cambió de expresión. Miró con aire
soliviantado aquella pieza. Frunció el ceño. Dejó de tararear. Salió de la
habitación y entró en el otro cuarto de aseo. Con un cepillo de uñas y jabón,
lavó la sortija. A medida que la iba limpiando pudo ver en ella un zafiro
rodeado de pequeños diamantes, una verdadera joya. La miró anonadada, su
corazón se agitó con frenesí. Sus ojos se desorbitaron. De inmediato los
celos le brotaron e invadieron su mente como un efluvio maligno que penetra
por los poros y se asienta con hostilidad en cada minúsculo rincón del cerebro,
a modo de aposento permanente, y que ya sería difícil eliminar por completo.
Le esperó inquieta a que saliera de la ducha. Al verlo se abalanzó sobre
él y con aire acusador le exclamó:
—Y ¿esto?, ¿para quién lo has comprado? Conque comiendo con un
cliente, ¿eh? ¡Me estas engañando con otra! ¿Quién es ella que le haces
semejante regalo? Ya me parecía a mí que la factura del restaurante no era
tan cara, porque, por lo general, ellos siempre son dos personas, y como paga
LA SORTIJA
49

tu empresa, les sueles agasajar bien, sin escatimar y cinco mil pesetas no son
nada para ese restaurante de lujo. Así que ya me contarás.
Las palabras le salían a trompicones. Él tuvo que esperar a que ella
soltara toda su cólera. Con calma, y manteniendo aferrado su deseo de chillar
para clamar que era inocente, le contó que había ido a comer con el ingeniero
de la otra firma; que éste era vegetariano por lo que no comió apenas y que
después, en el parque, había encontrado la sortija. Ella no le creyó. Imaginó a
su marido comiendo con otra mujer; los imaginó en el Parque del Retiro
abrazados; haciéndose carantoñas; amándose con entusiasmo. Seguramente,
después, por algún motivo que no podía descubrir, habrían discutido. La otra,
disgustada, habría tirado la sortija al suelo. Daniel intentó apartarla de sus
pensamientos y le propuso que, al día siguiente, revisara los periódicos para
ver si alguien la reclamaba. La regaló con caricias y besos; ella los rechazó.
Aquella noche no pudo dormir tranquila.
* * *
Unos días antes, Catalina recogía el periódico que había dejado su
marido sobre la mesa del desayuno al momento de marcharse. Hojeó las
páginas, como de costumbre. Al llegar a la zona de los anuncios, su vista se
fijó en uno encuadrado que resaltaba sobre el resto y que decía: “Pérdida de
una sortija de zafiro con diamantes. Recuerdo estimable. Llamar al teléfono...
Se gratificará”. De inmediato su corazón y su semblante se perturbaron
fustigados por el recuerdo de aquel día, hacía ya dos años, cuando unos
ladrones habían entrado en su casa y robado algunas de sus joyas, entre ellas
una sortija, heredada de su abuela Victoria, también de zafiros con
diamantes.
Catalina se había casado con Manuel Muñoz, hijo de una generación
insigne venida a menos. Desde el primer día que lo conoció en el hipódromo,
se prendó de su apuesta figura; de su buen vestir; de sus exquisitos modales
y de su don de gentes. Los que le conocían le tildaban de “cazadotes “, pues
no era la primera joven rica que había cortejado. Varias de las amigas de
Catalina dejaron de serlo porque le habían advertido que su pretendiente era
“un moscón detrás de un rico panal”. Aquello la disgustó mucho; sólo quiso
hacer caso a su corazón de enamorada.
Su marido se sentía fracasado ante la imposibilidad de lograr su
paternidad. Una serie de análisis médicos habían certificado que ella no podía
LA SORTIJA
50

tener descendencia. Él había pretendido la separación matrimonial con una


sustanciosa recompensa. Ella no lo había aceptado con el pretexto de que se
habían casado para lo bueno y para lo malo, hasta que la muerte, de uno de
ellos, los separase. Ya llevaban veinte años de casados y su vida conyugal le
aburría. Para ahogar sus penas, los fines de semana, se gastaba el dinero en
apuestas de carreras de caballos y en borracheras.
Tomó el teléfono. Marcó el número. La voz de una joven contestó al
otro extremo:
¡Diga!, ¿Quién es?
—¡Hola!, buenos días. ¿Es ahí donde han perdido una sortija?
—Sí, aquí es. ¿La ha encontrado usted?
—No, pero sé quién la puede tener. Quisiera verme con usted para
determinar si la sortija que ha perdido es la que yo pienso.
Acordaron verse en la terraza del Café Club XXI. La joven que había
perdido la joya se llamaba Adela, hablaba un léxico vulgar. Estuvieron un buen
rato enumerando las peculiaridades de la sortija. Cuantos más detalles daba
Adela, más se ajustaban éstos a su joya robada. Catalina iba notando el bullir
de su ser, tenía ganas de flagelar a aquella joven por su descuido, pero no era
cuestión de montar un escándalo. Mantuvo su compostura.
Esa jodida sortija me la regaló mi novio Luis. No creo que usted le
conozca. Le llaman 'Troski'. Si se entera que he perdido su regalo, me ‘trinca’.
Es una fiera. Me la regaló el día de San Valentín y en recuerdo de ese día hizo
grabar una “V”.
Un fuerte latigazo azuzó su estómago: la “V” grabada correspondía a la
inicial de su abuela Victoria. No había duda, era su sortija. Respiró varias
veces, hizo una pausa y exclamó:
Lo siento, Adela. Una amiga mía encontró, el otro día, una sortija en
Las Galerías de Serrano, pero, por sus características, ahora sé que no es la
suya. Lo siento, no la puedo ayudar.
—No he estado en esas jodidas galerías desde hace meses. Estoy
segura de que la perdí, hace dos días, en el puto Parque del Retiro donde
estuve con un amigo.
¡Ah!, ¿no ha sido con tu novio?
No, fue con un amigo, y eso es lo malo, porque si se entera Luis, es
capaz de matarme.
LA SORTIJA
51

Conversaron durante un rato. Catalina que, desde el óbito de su padre


siendo ella aún joven, se había visto obligada a dirigir la fábrica de porcelanas,
había adquirido cierto aplomo y sin expresar siquiera su sorpresa, hizo lo
posible por enterarse, al máximo, del tal Troski. Cuando consideró que ya
tenía la información adecuada se despidió de la joven.
En el asiento trasero del taxi, de vuelta a su casa, vinieron a su mente
situaciones de rabia que le hicieron gesticular Aquella sortija extraviada era,
sin duda, la suya, la joya tan querida de su abuela. Tenía que recuperarla. Se
hizo cábalas pensando en cómo podría conseguirlo. “¿Quién será Troski?,
¿quizás un ladrón de joyas? ¿Quién ha encontrado la sortija? No es cuestión
de hacerme amiga de Adela; no es de mi alcurnia”, balbuceó. El taxista le
preguntó un par de veces, sin obtener respuesta: “¿Decía usted algo,
señora?”.
Una vez en su casa no quiso hacer ningún comentario a su marido. Por
la noche le costó mucho conciliar el sueño. Pensamientos de indignación
mortificaban su mente. Aquella joven ordinaria y algo ingenua había perdido
la entrañable joya de su abuela. ¿Pero, ahora, quién la tenía? Quizás una
buena solución fuera poner otro anuncio como lo había hecho Adela, pero la
propuesta no le convencía, ya lo había experimentado cuando se la robaron.
El seguro le había abonado el dinero de acuerdo con el contrato. Recordó cómo
el investigador de la compañía había visitado las casas de empeño y ciertos
garitos sin éxito alguno. Quizás él podía ayudarla.
Al despertarse llamó a la compañía de seguros. Catalina relató al
investigador, con todo detalle, su encuentro con Adela y le aseguró que era
su sortija. El detective conocía a Troski, famoso prestamista, muy
renombrado en el hampa de los negocios sucios. Sabía cómo encontrarlo.
Troski le aseguró que él no había robado la joya y que la había recibido en
pago de unas apuestas. El prestamista, a pesar del poco escrúpulo que tenía
para la extorsión, hacía alarde de proteger a sus clientes. Una contundente
amenaza de denunciarlo a la policía como posible ladrón si no le desvelaba la
procedencia de la sortija fue el detonante de su confesión. Dos días después,
llamaba a Catalina:
—Buenos días doña Catalina, tengo noticias.
—¿Ha encontrado la sortija?
—No, pero he descubierto quién robó sus joyas.
LA SORTIJA
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Ah sí, qué bien. Es usted magnífico. Y ¿quién fue?


Un jugador empedernido que había perdido varias apuestas y debía
mucho dinero.
—¡Troski!
—No señora. Troski es el prestamista. Fue alguien muy allegado a usted.
—¿Alguien muy allegado a mí? No entiendo, ¿cómo puede el ladrón ser
alguien allegado a mí?
Se lo repito, doña Catalina: “Alguien muy allegado”recalcó.
Pues, como no sea mi marido, no veo otro “muy allegado”.
—En efecto, señora. Su marido debía mucho dinero a Troski por
préstamos para apuestas en las carreras de caballos. Un día le entregó esa
sortija y otras joyas en pago de sus deudas. La Compañía ha presentado una
denuncia contra don Manuel. Si usted quiere, puede devolver el dinero de la
indemnización y liberar a su marido de la denuncia.
—Pero, ¿qué dice usted? ¿Que mi marido es el canalla que simuló un
robo y que ahora me quedo sin joyas y sin dinero?
—Así es, doña Catalina. Lo siento.
Y ¿por qué no me lo ha dicho antes de hacer la denuncia? ¡Van a
hablar los periódicos de mí!
Lo siento doña Catalina, es el sistema de la Compañía. No se preocupe
por nosotros que no comentaremos a nadie este caso.
Desgraciadamente una vez hecha la denuncia enseguida se propaga
la noticia.
Un calor sofocante, repleto de rabia agresiva, atravesó su ser; sollozó
con amargura y maldijo el momento en que se le ocurrió mirar el periódico y
contactar con el detective de la compañía aseguradora. Con la entrega del
dinero, levantó la denuncia. "Bien, pronto se sabrá esta historia y como tú
eres el culpable de ella ya puedes ir preparando tus maletas y además sin un
céntimo", pensó reprocharle a su marido llena de ira.
* * *
Al día siguiente del hallazgo de la sortija por Daniel, Lucía buscó en el
periódico el anuncio sobre su pérdida. En la contraportada de la primera
plana, leyó:
Ecos de Sociedad: “En el día de ayer doña Catalina, esposa de don
Manuel Muñoz, ordenó a su abogado la tramitación de su separación
LA SORTIJA
53

matrimonial. Su decisión se ha visto motivada por un anuncio sobre la pérdida


de una sortija, que resultó ser la que le habían robado. Fuentes fidedignas
afirman que su marido había estado implicado en dicho robo. Ante tal
situación doña Catalina se ha visto obligada a devolver la cantidad que, en su
día, la compañía de seguros le resarció...”. Lucía leía atónita la historia. El
redactor había obtenido toda la información del caso a través del pasante del
juzgado, donde se había formulado y anulado la denuncia. Los datos anotados
por el detective de la compañía al formularla y los comentarios de doña
Catalina al solicitar su anulación habían permitido al comentarista conocer
toda la historia. Por ella, se enteró de que la joven que la había perdido se
llamaba Adela, que se había visto con su amante en el Retiro; que la sortija se
la había regalado un conocido corredor de apuestas llamado Troski, quien
había confesado su procedencia ante la presión ejercida por el detective de
la compañía aseguradora.
Pero, ¿quién era el amante?, se preguntó Lucía. Tres veces repasó el
periódico y no encontró, en ningún párrafo, su nombre. ¿Sería su Daniel, a
pesar de que lo había negado? Pero si era él, ¿por qué no había escondido la
sortija en el despacho? Las sospechas, como unas olas que van y vuelven, se
avivaban y apagaban al compás del sentido de sus pensamientos y reforzaban
los celos que había tenido la víspera.
Esperó impaciente el regreso de su marido. Cuando éste llegó, traía un
parche en la ceja izquierda; los labios hinchados y un fuerte moratón en el
pómulo izquierdo de la cara. De inmediato exclamó:
 ¡Oh Dios mío! ¡Tú eres el amante de Adela!
—Pero, ¿qué dices, cariño?
—Sí, seguro que te has visto con “Troski”; él se ha vengado y te ha
partido la cara. Lo he leído en el periódico.
—Pero, cariño, ¿qué dices? Al subir las escaleras de la oficina, iba tan
entusiasmado, para contarle al jefe la reunión de ayer, que he tropezado con
el escalón y me he caído. Me he abierto la ceja. ¿Qué es esa historia de
Troski?
Lucía, acalorada, le mostró el periódico. Daniel, con aire preocupado,
leyó el artículo en voz alta. Al término, exclamó:
LA SORTIJA
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Cariño, aquí dice que ella se entrevistó con su amante y que la sortija
la perdió en el Parque del Retiro. Por otro lado, si yo fuera su amante, ¿para
qué le iba a quitar la sortija y me la iba a traer a casa? No tiene sentido.
—Sí, eso pensé yo, salvo que ella haya mentido.
Él insistió en su inocencia. De pronto sonó el teléfono. Rauda como una
flecha, Lucía lo cogió:
Sí, diga, ¿quién es?... ¡Ah, hola Arturo!... Está bien, ¿quieres que te lo
pase?... Vale, se lo diré... Gracias... Adiós.
—¿Era mi jefe?
—Sí, me ha preguntado por ti. Ha dicho que esta mañana te has caído
por las escaleras de la oficina. Que te ha recomendado que te fueras a casa
y no le has hecho caso. Por la tarde ha tenido que asistir a una reunión y no
te ha podido ver y que si mañana no te encuentras bien que te quedes a
descansar.
—¡Vaya, qué casualidad! Que oportuno mi jefe.
—Eso digo yo. ¡Qué casualidad! ¿No será que tú le has dicho que llame
para tapar tu infidelidad? Porque los hombres siempre os ayudáis en estas
cosas...
—¡Que no, cariño, que no! Y ¿cómo sabía él que tú ibas a coger el
teléfono?
Ante un impulso incontrolable, la acarició y llenó su cuello de besos.
Ella giró su cuerpo y le ofreció sus labios. Él aceptó su oferta: la besó
impetuoso, la tomó en sus brazos y la llevó al dormitorio. Un mar tupido de
cariño levantó embates de pasión que avivados por un huracán de
voluptuosidades los sumió en la vorágine del deseo. Se amaron, con
vehemencia, en un reencuentro de enamorados.
De mañana, Lucía se preparó un par de tostadas con mucha parsimonia.
Mientras tomaba su desayuno se dijo: "No sé qué hacer. La compañía de
seguros ya ha recuperado el dinero. Adela la perdió; no se merece que se la
devuelva porque se estaba dando el ‘lote’ con el querido mientras ponía los
cuernos al prestamista. Lo mejor será que me quede con la sortija. Claro que
para doña Catalina es una pérdida importante ya que fue un recuerdo de su
abuela. Además, estará dispuesta a su recompra. Voy a llamarla... no, mejor
primero me acerco a un joyero para que me tase la sortija, así sabré su
precio".
LA SORTIJA
55

Llegó a la Puerta del Sol y se encaminó por la calle Arenal. Encontró una
joyería, ubicada en el primer piso, que desde la calle anunciaba: “Se compra
oro y toda clase de joyas. Pago al contado”. Este sitio está bien, se dijo. Una
puerta de dos hojas de madera maciza, con incrustaciones alegóricas del
santo patrón de Madrid, San Isidro, adornaba el portal; en mitad de las dos
hojas, unas ventanas de estilo ojival con el vidrio tallado de jóvenes romeras,
vestidas con trajes típicos del siglo pasado. Lucía volteó el picaporte de
entrada. Subió las escaleras. En el primer piso encontró una amplia puerta,
en cuyo dintel un luminoso anuncio reiteraba el pago inmediato de la compra
de objetos de oro y joyas. La puerta estaba entreabierta. Dentro, detrás de
un pequeño mostrador, un señor mayor la saludó:
Buenos días joven, ¿desea una valoración de alguna alhaja?
Sí, así es.
Bien, tenga este número que enseguida le llamarán. Mientras tanto,
puede sentarse en el recibidor.
—Está bien, gracias.
Varias personas llenaban la estancia. Algunos, mayores ya, querían
vender sus joyas para poder realizar el último sueño de su vida o para cubrir
sus mínimas necesidades. Otros, jóvenes, deseaban conseguir un dinero para
sus vicios. Esperó su turno. Según salían los atendidos, el altavoz de la sala
anunciaba el número siguiente. Todos iban entrando a uno de los dos
despachos que había alrededor del recibidor. La mayoría de los jóvenes salían
aprisa guardando algunos billetes en el bolsillo. Los mayores tardaban más y
salían apenados, como si hubieran dejado algo de su ser. A medida que unos
abandonaban el local, otros entraban. Al rato, apareció una joven que, en el
momento de sentarse a la espera de su turno, se echó a llorar. Acercó un
pañuelo a sus ojos y se sonó con estrépito. Lucía, que se encontraba a su lado,
le musitó:
—¿No te encuentras bien?
La joven la miró y, al verla también joven, se acercó a ella y gimió: “Mi
novio me ha dejado. Me tenía como una reina, pero como he perdido una jodida
sortija que me regaló se ha cabreado tanto que me ha dado la ‘patada’ y estoy
aquí para vender algunas joyas que me quedan y poder sobrevivir, mientras
encuentre un puto trabajo”
LA SORTIJA
56

—¡Vaya por Dios! —exclamó Lucía con ánimo de consolarla. Un hálito de


sorpresa la envolvió: aquella joven podría ser Adela, la que, según los
periódicos, había perdido la sortija de su novio. Acercándose a su oído le
preguntó:
¿No te llamarás, por casualidad, Adela?
—Pues sí. ¿Por qué? ¿Es que acaso nos conocemos? Yo no me acuerdo
de ti contestó la joven entre sollozos.
—Creo que he visto tu nombre en el periódico.
—¡Ah, sí, claro! Todo se ha sabido por esa jodida de Catalina. Me vino a
ver con engaños y mi novio ha tenido que declarar en el juzgado de guardia
para asegurar que la recibió en pago de un préstamo. Se ha cabreado mucho.
¡Y yo que creía que la había comprado para mí! Rompió a llorar.
No le cabía la menor duda, el destino pretendía acercarla a aquella
desgraciada muchacha y le daba la ocasión de conocer su historia. Por el
altavoz se oyó un número y de inmediato Lucía exclamó:
Es mi turno. Hasta luego, y que tengas suerte
Gracias, lo mismo digo.
Por cierto, luego nos vemos y tomamos un café juntas. ¿Qué te
parece?
—Vale susurró Adela.
Lucía entró en el despacho que había quedado vacío. “¿Qué quiere
vender?”, le preguntó el tasador, al tiempo que la miraba con un monóculo de
joyero sobre el ojo izquierdo. El hombre, vestido con traje gris oscuro, camisa
gris perla y corbata amarilla chillona, extendió su mano en actitud de recoger
un objeto para valorar. Su pelo, negro brillante, liso y engominado; su aspecto,
más de ligón que de experto comprador. Sobre su cabeza, sujetada en la
pared, una cámara de televisión registraba el encuentro. Lucía, sin
contestarle de inmediato, detuvo su mirada sobre el aparato. “Se registran
todas las ventas —le señaló el tasador— para evitar los atracos o para
descubrir al vendedor de un alijo robado”. Ella sacó su sortija de un judas de
terciopelo y se la entregó. Colocó la lupa sobre su ojo izquierdo, la miró por
todas partes, la puso sobre un tubo alargado cónico, midió su abertura; luego
la puso sobre una balanza, comprobó su peso. Con una boquilla, tipo pera, sopló
sobre el engarce.
—Por esta sortija puedo darte ciento cincuenta mil pesetas.
LA SORTIJA
57

—No me conviene, es un recuerdo muy valioso y eso es poquísimo.


—Verás, hay que eliminar esta uve grabada sin dañar el engarce con el
calor, y va a resultar muy laborioso y delicado.
—No, mire usted, ¡déjelo! Prefiero conservarla, es un recuerdo muy
querido para mí —exclamó Lucía, y con un hábil movimiento recuperó la sortija.
En el momento de levantarse de la silla, el tasador le comunicó:
No corras por favor. Una joven como tú, tan bonita y tan sugestiva,
se merece algo más. Podría subir la oferta en cincuenta mil, y si nos vemos
esta tarde en un café, estaría dispuesto a subir otras veinticinco mil, para
que fueras amable conmigo.
No, gracias. Perdone, tengo prisa. No me interesa.

Lucía escapó del despacho sin darle tiempo al hombre para una nueva
propuesta. Esperó, fuera, a que saliera Adela. Entraron en una cafetería de
la Puerta del Sol. Se sentaron en una mesa y pidieron sendos desayunos.
—¿Qué tal, Adela, has conseguido algún dinero?
—Calla chica, ¡Son unos cabrones! Por cierto, no me has dicho cómo te
llamas.
—¡Ay, es verdad! Me llamo Pilar. Llámame Pili. Lucía no quiso darle su
verdadero nombre hasta conocerla mejor. Por su modo de expresarse, supuso
que aquella joven no era de su mismo nivel social y detestaba los malos
modales.
Mientras ambas extendían la mantequilla por sus rebanadas, Adela
continuó con su relato:
Pues verás Pili, resulta que el muy cabrón me ha dado quince mil
pesetas por una pulsera que a mi novio le costó cien mil. Me la compró en una
joyería de la calle Conde Peñalver. Íbamos ese día muy acaramelados, de esto
hace dos años, era la primera vez que habíamos estado juntos en un hotel, me
acuerdo muy bien.
—Verás, Adela, has de saber que en la recompra, los joyeros sólo pagan
el peso en oro de la pieza. Y suben un poco más si es una joya. Lo normal es
que, con algo de presión, te paguen la cuarta parte de su valor.
—¡No me jodas, Pili! ¡Esto es un escándalo!
—Sí, es un escándalo, pero es así, ‘lo tomas o lo dejas’, es lo que ellos
pregonan.
LA SORTIJA
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—De momento no he vendido nada más. Me gustaría saber cómo puedo


salir de esta jodienda. Mi amigo no quiere saber de mí porque está casado y
dice que, como he salido en los periódicos, puede que algún periodista se me
acerque para conocer mis amoríos, lo que a él le jodería mucho. Y eso que me
decía que me quería mucho y que no podía vivir sin mí, el muy cabrón. Por otro
lado, mi novio Luis, apodado “Troski”, ya no quiere verme y no piensa pagarme,
en adelante, el alquiler del piso. Me veo en la puta calle, Pili, así de claro. Lo
cierto es que sé muchas cosas de ellos y podría joderles.
—No creo que te resulte muy rentable chantajear a ‘Troski’. Al fin y al
cabo, él es un matón y tú acabarías perjudicada. Y tu amigo, ¿cómo de amigo
era?
Qué gilipolleces preguntas, Pili, pues ¿qué va a ser?... Mi amante. Está
claro.
Ya. Quizás si él tiene dinero te podría dar una cantidad por cerrar
‘el pico’.
—Puede que tengas razón.
—Y, ¿quién es?
—¡Joder, Pili! No te puedo dar su nombre, es muy confidencial. Además,
tú y yo no nos conocemos apenas. A lo mejor eres una jodida periodista
camuflada.
—Por favor Adela, no pienses en semejante cosa. Te aseguro que no soy
periodista. Te lo preguntaba porque tengo sospechas de que mi marido tenga
un ligue y, nunca se sabe, podría ser contigo. Verás, mi marido es un comercial
de una empresa de renombre. Es alto, de un metro ochenta; moreno, con ojos
castaños; siempre bien trajeado. No es gordo, pero tampoco delgado.
A medida que Lucía describía a su marido, la cara de Adela iba
turbándose. Apartó la rebanada de pan con mantequilla que acababa de
mordisquear. Quedó con la boca medio abierta, el trozo de pan entre los
dientes y los ojos saltones, la miraba alelada. Cuando Lucía hizo una pausa,
exclamó:
Joder, joder, joder, que tú has venido a por mí. Que tú eres una
maricona y me quieres desgraciar. Por eso me has dicho que te esperara, para
encabronarme el día. ¡Si seré desgraciada! Mi chulo me deja, me abandona mi
querido y ahora su mujer me quiere dar de ‘ostias’. ¡Ay madre!
LA SORTIJA
59

Lucía, manteniendo un aspecto de serenidad, sacó de su cartera una


fotografía de su marido y se la presentó. Adela respiró con brío y exclamó:
¡Ay, menos mal! ¡Uf, qué tranquilidad! Ya me veía en el hospital. No es
él. ¡Qué susto me has dado! Por un momento he creído que tú eras la esposa
de mi ‘ex’. Menudo escalofrío he sentido. ¡Uf!
—Yo también me quedo más tranquila y ahora que todo está aclarado
pienso que, como te has quedado sin nada, deberías conseguir de tu “ex” una
compensación por la sortija. Al fin y al cabo, la perdiste cuando estuviste con
él.
—Es cierto, también me ha abandonado, se lo merece. Aunque no me
gusta jorobar a nadie, pero, en estos momentos, me fascina hacerlo. Eres una
jodida tía lista. Esto me mola. Podríamos llegar a ser unas excelentes
amigas. Excitada como una chiquilla ante la sugerencia de su compañera
daba pequeños saltos sobre la silla diciendo: Qué bueno, qué bueno, esto sí
que mola.
Acabaron sus desayunos y al despedirse se citaron en el mismo café
para la próxima semana. Adela intentaría obtener de su ex amante una
cantidad y comentaría con Lucía (Pili para ella) su resultado.
* * *
Lucía tomó la decisión de devolver la sortija a su primera dueña y
obtener una recompensa. Sabía, de sobra, que la tasación, por la joya, suponía
una cuarta parte de su valor. Mientras se preparaba una frugal comida sonó
el teléfono:
—Luci, esta noche vamos a cenar con los Sánchez
—¡Ah sí! Y, ¿quiénes son esos?
—Froilán y su esposa Elvira. Froilán es el responsable de la sociedad
que nos va a formalizar el pedido. Fui con él, hace unos días, al restaurante El
Retiro. Ya te lo conté.
—¡Ah sí, el vegetariano! ¡Pues vaya plan!
—Bueno, pero esta vez iremos a un local de cena con espectáculo.
—Me parece bien. Así será más entretenido.
Ambos matrimonios disfrutaron de la cena amenizada por el colorido y
la majestuosidad del espectáculo. Hablaron durante la cena y a ratos durante
la función. Entre ellos comenzó a fraguar una incipiente amistad.
De vuelta al domicilio, Lucía anotó:
LA SORTIJA
60

Conque vegetariano, ¿eh? ¡Vaya apetito el de Froilán! No ha dejado


ni las raspas, como se dice vulgarmente.
—Sí, es curioso, el otro día me dijo que no comía mucho porque era
vegetariano, y sin embargo hoy se ha puesto las botas, y además estaba muy
animado. Tanto es así que casi le digo que me quedé un rato en el parque y que
encontré una sortija.
Si se lo llegas a decir te mato. De inmediato su mujer se hubiera
puesto celosa y habrías estropeado la función. A nosotras no nos gusta que
otra mujer haga alarde de una costosa joya comprada y menos encontrada.
Probablemente tengas razón, cariño, menos mal que no lo hice
* * *

Días después se reencontraba con Adela en el mismo café de la Puerta


del Sol.
—¡Hola Adela!
—¡Hola Pili! Tengo que contarte que ya he contactado con mi “ex”. Se
ha cabreado mucho, pero ha aceptado darme un dinero a cambio de que no le
delate ante su esposa. Me ha dicho que, de acuerdo por esta vez, pero que,
como trate de joderle de nuevo, me acordaré de él. Le he citado aquí,
aparecerá de un momento a otro.
Entonces me voy.
No, no te vayas todavía. En cuanto aparezca yo me iré con él a otra
mesa. Además, sólo me tiene que dar un sobre.
Me alegro por ti, Adela, porque vas a conseguir más dinero que
vendiendo tus recuerdos, pero insisto en que no creo conveniente que nos vea
juntas. Podría avergonzarse y se fugaría sin entregarte el dinero. Así que yo
me voy.
Apenas pudo terminar la frase, un joven, colocado a su espalda, se
acercó a la mesa. Al verlo, Lucía se levantó de su asiento y le dio un beso:
“¿Cómo estás Froilán? ¡Qué casualidad!”
Froilán miró a las dos mujeres y exclamó: “¿Acaso os conocéis?”
Sí, Pilar y yo somos amigas precisó Adela.
¿Pilar? objetó Froilán
Lucía notó que su sangre se amontonaba en su cara cual despreciable
traidor. Adela, con una candidez pueril, le contó que había establecido con Pili
LA SORTIJA
61

el paso que iba a dar, que ella le había aconsejado muy bien y que por eso era
su mejor amiga. Froilán, airado, tiró el sobre en la mesa y mirando a Adela
exclamó con rabia: “Pues que os aproveche. Por cierto, tu amiga no se llama
Pili sino Lucía. ¡Adiós!” Lucía, a punto de desmayarse, se disculpó ante Adela
y salió rauda de la cafetería en dirección contraria.
De vuelta a su oficina, colérico y enojado, llamó a Daniel:
Soy Sánchez. Mire usted señor López le llamo para comunicarle que
no vamos a formalizar el pedido con ustedes.
Pero, ¿qué dices, Froilán?
De Froilán nada, soy el señor Sánchez. Su esposa se ha entrometido
en mi vida privada y no acepto que nadie se mezcle en mis asuntos personales.
Así que sepa usted que el pedido lo pasaremos a la competencia.
Un momento por favor, Froilán, bueno señor Sánchez, no entiendo lo
que me quiere usted decir conque mi esposa se ha entrometido en su vida
privada, ¿quiere usted aclarármelo, por favor?
Froilán le contó que, días antes, había estado con su “amiguita” en el
Parque de El Retiro donde ella había perdido una sortija, de modo que el día
de la discusión técnica y económica del pedido, había estado duro como
resultado del disgusto, y a la hora de la comida no había tenido ninguna gana
de almorzar. Para no parecer desagradecido había pasado por vegetariano.
Como la historia apareció en los periódicos había decidido romper con su
“ligue”, pero ésta, a cambio, le había exigido una buena suma de dinero.
—Lo peor de todo, señor López, es que Adela es una buena chica, algo
ingenua. Siempre ha sido muy discreta. Pero hoy me ha extorsionado con el
apoyo de su esposa. Ahora me queda la duda de si no lo volverá a hacer, a
pesar de su promesa. Como comprenderá ya no deseo tener ningún trato con
ustedes, malo sería que su esposa y la mía se hicieran amigas y un día mi mujer
llegara a saber esta historia. No lo puedo aceptar.
De vuelta a su casa, Daniel encontró a su mujer en la cocina con uno
fajo de billetes. Lucía había conseguido una buena recompensa de doña
Catalina y preparaba una estrategia para camelar a su esposo, pues suponía
que Froilán le habría llamado para contarle la incidencia de la cafetería. Al
verlo, le dijo:
¡Mira!, ¡mira, querido! La recompensa por haber encontrado la sortija
LA SORTIJA
62

Daniel, airado, malhumorado y con la rabia a flor de piel, arrastró los


billetes de la mesa con un brusco ademán y los desparramó por el suelo.
Sabes lo que te digo, Luci, que ¡maldita sortija! Esa joya ha hecho
que se divorcien los primitivos dueños, que los segundos se hayan separado y
nosotros, que la encontramos, hayamos caído en desgracia. El amante de Adela
resultó ser mi cliente y nos ha anulado el pedido por intromisión personal. He
tenido que mentir a mi jefe, le he dicho que han encontrado otra sociedad de
ingeniería más económica. Me han anulado la paga extra que me iban a dar y
todo eso por ti, por querer actuar de hada madrina.
Lucía, serena, sin inmutarse, aguantó la trifulca como un gallardo cisne
que se desliza suavemente por el estanque, aunque "llueva a cántaros".
Recogió los billetes del suelo. Esperó a que su marido expulsara su adrenalina.
Después, se le acercó. Le besó con dulzura e hizo ademán de quitarle la
chaqueta: "Lo siento cariño. No pude pensar que Froilán fuera el querido de
Adela. Lo siento... Además, lo tiene bien merecido, ¿qué es eso de ponerle los
cuernos a su encantadora esposa Elvira? Tan simpática y cariñosa como es
ella. Por otro lado, tú eres un buen comercial, ya obtendrás nuevos pedidos
para la empresa. Y, aunque esta vez tu jefe te ha suprimido la extra, yo ya te
la he conseguido".
Daniel la apartó de su lado, esta vez no estaba dispuesto a doblegarse
a sus encantos, pero ella con ademán mimoso, como una gatita zalamera,
insistió con sus besos. Cogió la cabeza de su marido y acercó sus labios a su
boca. Daniel sabía que, si aceptaba aquel derrotero, acabaría perdiendo su
recia postura inapelable.
¡Déjame!, que estoy muy enfadado. Has incitado a una chica ingenua
a ser maliciosa, y eso no es correcto. Tú y yo hemos sido siempre unas
personas comedidas y esto que has hecho raya la deshonestidad.
Ella sabía que, en una pelea con su marido, era cuestión de expresarle
afecto para que el enfado no durara demasiado tiempo. Con voz melosa, le
susurró mientras le colmaba de besos: “Ya sé, cariño, que he metido la pata.
No lo volveré a hacer, te lo prometo”. Para entonces, él se había quitado la
corbata. Ella, de un salto, se sujetó con las piernas a su cintura y con las manos
cruzadas a su cuello lo mordisqueó. Él, notando su enojo arruinado, su cólera
derribada y su mal humor despedazado, se dejó embaucar por las delicias del
deseo.
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08 UNA SITUACIÓN ETÉREA

abía varias filas interminables de gente. Era como si en la


cabecera de todas ellas hubiera una taquilla para la entrada
a unos multicines. Los había vestidos de calle, otros con
harapos, algunos con bata de casa y otros con pijama o camisón.
En una fila se veían seres que portaban con las manos un útil mecánico:
un volante de coche, un asiento de tren, un trozo de vía, un gato hidráulico,
un árbol partido, una navaja, un revolver y otros tipos de elementos. En otra
fila, la mayoría estaba en pijama o camisón, algunos llevaban útiles de
quirófano, otros un crucifijo o un libro de oraciones. En otra, vestían de calle
y portaban jeringuillas y bolsas de estupefacientes. Y así cada fila, como si
en ellas se hubiera hecho una distinción al modo de vida de cada persona. Las
filas se desplazaban muy lentamente como si de una ancha procesión se
tratara. Un payaso lanzaba, constantemente al aire, tres cuchillos y los
recogía sin que ninguno se le cayera, al tiempo que los cambiaba de mano. No
obstante, al poco las manos le sangraban. Un mimo, con la cara pintada de
“Charlot” me sonreía y flexionaba su cintura en señal de saludo. Me acerqué
a una fila y pregunté: “¿Para qué es esta fila?” Los que me escucharon me
miraron con sorpresa. La expresión de sus rostros delataba su conocimiento.
Oí como alguien decía: “¿Quién es éste que pregunta tal cosa?”
Aquella actitud me molestó, así que caminé hacia delante, pero
entonces me di cuenta que no caminaba; no tenía piernas, simplemente me
desplazaba de un lado a otro sólo con desearlo. Una muchacha con la cara
pintada de motas de colores que acompañaba al payaso me dijo: “No te
apresures, aquí nadie se puede colar. Cada uno debe guardar su puesto”. La
miré fijamente y pude comprobar que según ella me decía aquello, sus labios
no se movían, sin embargo, yo la oía. Estaba seguro de ello. Me deslicé hacia
un lado y luego hacia otro. Lo hacía lento o rápido, según mi antojo. Di varias
vueltas observando las filas y sentí la sensación de que yo era viento, a veces
una suave brisa de mar, o un viento huracanado y otras un caprichoso remolino.
Me acerqué de nuevo a la muchacha y le pregunté: ¿Por qué vais todos
tan despacio, si yo puedo deslizarme como yo quiera?  ¿Para qué? dijo
ella y añadió: “... si aquí no hay ni tiempo ni espacio”.
UNA SITUACION ETEREA
64

Me aparté pensativo. Volví por las filas y entonces deduje que aquellos
seres eran espíritus. Que cada fila reunía almas de muertos en situaciones
parecidas: los unos en accidentes, los otros por violencia, aquellos en su cama
o en el hospital, los de allí por las drogas, y así otros. Si allí no había tiempo
ni espacio, pero yo me desplazaba, y si nadie hablaba, pero yo les oía, ¿qué
hacía yo allí? y ¿quién era yo? ¿Por qué estaba allí? Había deducido que ellos
eran las almas de muertos luego yo también debería ser otro difunto. Sin
embargo, no recordaba que hubiera muerto, ni siquiera quién era; si era
hombre o mujer, si estaba casado y tenía hijos; nada de nada.
Entonces el mimo vestido de Charlot me dijo: “No te esfuerces tanto,
piensa que eres capaz de deslizarte sin necesidad de un cuerpo, y que también
puedes deducir quienes componen las filas”. Me quedé pensativo y cavilé
intensamente. Pensé en aquello que me estaba pasando: que, en efecto, no
tenía cuerpo pero que me podía deslizar a mi antojo, que podía oír las
conversaciones sin que los demás articularan palabra alguna, que podía
deducir quienes componían las diversas filas; en todo lo que me había dicho el
mimo. Así pasé un buen rato. Llegué a sentir angustia por no saber quién era
yo. Notaba cómo un sudor frío, sin gotas, totalmente seco, envolvía mi cuerpo
inexistente, hasta que una luz apareció en mis ideas. Por fin encontré la
respuesta a mi situación: “Yo era mi propio pensamiento y mi propia
inteligencia”. Como pensamiento me podía deslizar de un lado a otro y como
inteligencia había deducido el desfile de las ánimas.
Y entonces me dije: ¡Alabado sea Dios!, y me tranquilicé. Comencé a
notar una agradable paz interior y todo el escenario de aquellas filas fueron
desapareciendo de mi vista. Al poco, caí en una profunda penumbra. Poco rato
después, la alarma del reloj me despertaba.
65

09 CONFESIONES FLAMEADAS A LAS


BRASAS DEL OTOÑO

Arnés, siempre quejoso, preparaba el fuego en el hueco de un gran


bidón de lata. Junto a él estaba Abate, el más erudito; al otro lado Grajos, el
más joven pero ya entrado en años y, por último, Princesa, la mayor, que
estaba cerca de los sesenta y conservaba aún retazos atractivos de su
arruinada belleza. A menudo era la que alegraba al grupo con el canturreo de
sus tonadillas; tonadillas que tantas veces había cantado en los escenarios de
su vida de cupletista. Los cuatro harapientos se cobijaban bajo el techo de
Uralita que sirvió para dejar las bicicletas de los obreros, en el lateral de una
fábrica abandonada en el extrarradio. La noche arreciaba ya su manto de
penumbra:
Oye, Arnés, pronto tendrás que encender el fuego más temprano,
pues ya estamos en otoño y comienza a refrescar anotó Abate.
¡Salten truenos, maldita sea! ¡No te jode! Siempre con lo mismo. Ya
os he dicho que no me importa hacerlo, pero no pensaréis que voy a ir a buscar
ramas, hojas secas, ropa vieja o cualquier comestible yo solo.
Se dice consumible, Arnés.
Consumible o comestible, qué más da, Abate. ¡Joder! Total, el fuego
se lo traga todo. Pero repito, no lo voy a hacer solo.
No te preocupes Arnés que yo llenaré mi carrito con papeles y otras
cosas que pueda recoger en el metro anotó Princesa.
Lo que tendríamos que hacer, de una puñetera vez, es perforar un
agujero en esa puta pared, en el lado sur y entrar en la fábrica, al fin y al
cabo está abandonada. Sería bueno para el invierno.
Tú, Grajos, lo arreglas fácilmente. ¿Te has dado cuenta acaso de la
altura que tienen las paredes hasta el primer piso donde hay ventanas? dijo
Abate.
Yo no he dicho nada de ventanas ¡joder! Ya sé que no podemos entrar
por ninguna de ellas porque están demasiado altas, por eso he hablado de la
pared.
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
66

Ya, y, ¿cuánto tiempo tardaríamos en perforarla? Te aseguro que son


paredes gruesas y todos nosotros hemos sobrepasado los cincuenta, ya no
estamos para hacer virguerías.
¡Salten truenos, maldita sea! Os aseguro que si tuviera herramientas
sería capaz de perforar un buen agujero.
Y ¿qué pasa si viene un inspector y nos coge? No es la primera vez
que vienen a revisar si todo permanece correctamente recalcó Abate.
Los dueños ya nos han "echado", un par de veces, a la poli para que nos
alejemos de aquí.
Lo mejor es encontrar unos buenos cartones y tapas de politano.
Poliuretano, ¡so tonta! rectificó Abate.
Politano, poliuretano o napolitano, ¿qué más me da? Tú ya me
entiendes, jodido Abate. Me refiero a ese corcho blanco sintético que
protege del frío.
¿Cuándo fue la última vez que vinieron? cuestionó Grajos.
Hace ya un año, por lo menos respondió Arnés.
Pues eso, hace ya mucho tiempo. Ésta fue una fábrica
siderometalúrgica y ha pasado la época de reabrirla, así que ya no la harán
funcionar hasta que un día la derriben.
Y ¿qué quieres decir con eso, Grajos?
Pues que podemos intentar hacer un hueco para entrar dentro,
Princesa, y... ¡Mirad! Alguien se acerca... No es policía, viene harapiento y
desgreñado..., parece del gremio.
Es mayor..., como nosotros añadió Arnés.
Buenos días a todos dijo el hombre al acercarse, he caminado
por muchos sitios y no he encontrado un lugar para quedarme. Llevo un año
deambulando por todas partes..., solo..., amargado..., estoy destrozado.
Necesito compañía o acabaré loco. Siempre me ha gustado comunicarme con
la gente. Rompió en sollozos.
¡Vamos, hombre! ¡Vamos! ¡Los hombres no lloran! anotó Abate.
¡Déjale que llore! Pobre hombre. Ven aquí ¿Qué te pasa? Cuéntamelo.
Deja tu bolsa a mi lado adujo Princesa con cariño.
Pues sí que estamos buenos. ¡Salten truenos, maldita sea!, ya somos
cuatro y si dejamos que se quede, pronto vendrán otros y luego esto será una
colonia de desheredados.
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
67

¡Arnés! Debemos ser solidarios con nuestro hermano corrigió


Abate.
¡Ven!, ¡Ven! Te haré un hueco cerca de mí y repartiré contigo mis
cajas para el frío de la noche. Toma este taburete, siéntate y cálmate.
¿Quieres un poco de café caliente que tengo en el termo? le preguntó
Princesa.
El hombre movió la cabeza en señal de asentamiento. La mujer le acercó
una taza de café con mucha achicoria para colorearlo. Después de sorber un
par de tragos dijo:
Gracias. Veréis me llamo...
¡Ah no! Aquí nadie sabe el nombre de cada uno. Aquí tenemos un apodo
de acuerdo con lo que hemos sido o hecho en nuestra vida pasada. Así que nos
cuentas la tuya y te lo buscaremos dijo Grajos.
Se sentó en el taburete y mientras tomaba el café contó su historia:
—Soy cirujano, mejor dicho, lo fui, tengo cincuenta años. He pasado
veinte seccionando cuerpos para curar úlceras de estómago, cercenar
apéndices y extirpar vesículas y tumores. Toda mi vida sanando a la gente,
siempre haciéndolo bien, pero llegó un día en que mi querida hija, mi única
hija, necesitaba una intervención quirúrgica... —No pudo seguir, de nuevo se
echó a llorar.
A éste le vamos a apodar "Rascatripas" anotó Arnés.
No, no me gusta, parece un apodo despectivo. Hay que dejarle que se
calme y nos cuente algo más de su historia dijo Princesa.
¡Salten truenos, maldita sea! A mí no me gusta que se quede. Es otro
erudito como Abate, y además ¿quién puede asegurar que será como
nosotros? Un día volverá a su casa donde su familia y rehabilitará su vida.
Nosotros estamos acostumbrados a deambular por las calles y dormimos
entre cartones, él no se adaptará.
¿Qué pasó con nosotros, Arnés? ¡Joder! replicó Grajos. ¡Pues lo
mismo! Hubo un tiempo en que creímos que íbamos a regresar a nuestros
anteriores modos de vida, pero realmente ya no pudimos. Quizás si le dejamos
que nos cuente su jodida desventura puede que encontremos la ocasión de
cobijarle. Además, ha dicho que lleva un año deambulando, por lo que ya es de
los nuestros.
El hombre, algo más calmado, continuó su relato:
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
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―Era el cirujano jefe de una clínica particular, perteneciente al grupo


farmacéutico... ―Fue interrumpido por Abate.
¡Eh, eh! Te hemos dicho que aquí no se dan nombres. Hemos aceptado
vivir el resto de nuestra vida sin ataduras a la existencia pasada y para ello
tenemos el acuerdo de no especificar ningún nombre.
No puedo olvidar lo que he vivido.
Cierto, pero no queremos estar entrelazados. Cuanto menos sepamos
de cada uno, menos sentimientos tendremos entre nosotros. ¡Salten truenos,
maldita sea!
¡Qué duro eres, Arnés!
No, Princesa, no, yo sé lo que me digo, cada uno de nosotros tenemos
nuestra propia supervivencia sin ninguna clase de mutuas ataduras. Si quiero,
mañana me marcho con otro grupo o solo por ahí, y me quedo tan tranquilo.
Así lo acordamos o ¿no?
¡Anda, no seas tan indiferente! Es cierto que acordamos que no
citaríamos ningún nombre para evitar responder a preguntas de la policía,
pero eso no quita que seas más amable.
―Bien, pues como estaba diciendo, yo era el cirujano jefe de la clínica
donde además de curar a los enfermos también hacíamos pruebas con los
nuevos descubrimientos de los laboratorios del grupo empresarial. Había
ingresado recién terminada la carrera y en ella me especialicé como cirujano.
Fui escalando puestos hasta llegar a la jefatura. En cuanto comencé a
trabajar me casé y al año nació mi preciosa hija Linda. No tuvimos más hijos.
Todo fue bien, tanto en la clínica como en mi familia, hasta que Linda cumplió
los quince años; fue entonces cuando mi matrimonio se fue a pique. Mimaba
tanto a mi hija que le consentía todo y su madre se enfadaba constantemente
conmigo...
Esas son las consecuencias de ser padre. Como yo dejé de serlo, hace
algún tiempo, no tengo ese problema intervino Abate.
Porque no has vuelto a quererlo, ¡puñetas! Algunos monjes que han
salido de su 'mazmorra' se han casado y han tenido familia.
No importa que sea un misógamo, tú has sido una vedette y tampoco
tienes familia.
No pude. Ya lo hubiera querido, pero necesitaba tiempo para mis
giras y no podía atarme a otra obligación que no fuera la de mi espectáculo.
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
69

¡Salten truenos, maldita sea! ¿Queréis dejarle al hombre que siga


con su exposición?
Efectuado de nuevo el silencio el hombre prosiguió:
―Discutía con mi mujer por cualquier cosa: por el dinero que le daba a
mi hija para que se divirtiera; por los amigos que frecuentaba y que a mí no
me importaba; por los vestidos que le compraba quizá algo atrevidos; por los
estudios que mal llevaba y que yo no le regañaba..., en fin, por todo. Mi esposa
decía que le consentía demasiado y que acabaría mal por mi culpa. No le hacía
caso. Un día me dijo que se marchaba de casa porque ya no me aguantaba. No
me importó. Arreglamos la separación. Fui muy generoso con ella, ya que Linda
se quedaba conmigo. Con el tiempo mi hija se mezcló con malas amistades:
llegaba, a veces, borracha y con olor de haber fumado 'hierba'. Cada vez me
pedía más dinero. Yo la reñía, pero no lo suficiente. Cuando me enfadaba con
ella, duraba poco tiempo mi enfado, ella, zalamera, me besaba y me decía: 'Ay,
¡cuánto te quiero papaíto! ¡Eres el mejor padre del mundo!' y yo no sabía
permanecer invulnerable. Así pasaron cuatro años. Un día llegó llorando y me
contó que un chico de su pandilla tenía el Sida y la había dejado embarazada
y que no podía aceptar el nacimiento de aquella criatura. Me pidió que la
ayudara a abortar. Ya estaba de más de tres meses. Le hice unas pruebas y
ella también dio positivo. Estaba preocupado, si aquello salía a la luz mi
prestigio se tambalearía, mis amigos y colaboradores me señalarían y
abrumarían mi vergüenza. La idea del aborto comenzó a fraguar en mi
subconsciente, aunque no quería hacerlo. Para mí el aborto es un
quebrantamiento de las leyes de la vida y, además, va contra mis principios
médicos. He sido siempre fiel al 'Juramento Hipocrático' por el que dedicaría
mi existencia a salvar cuerpos y no a destruirlos. De todas maneras, tenía
que tratarla, así que la llevé a la clínica. Una de las enfermeras se alió conmigo
para cuidarla y mantener en secreto su enfermedad. Con el pretexto de que
tenía un tumor en el vientre sustraje un nuevo medicamento que según los del
laboratorio podía servir contra el cáncer e incluso contra el Sida. Como no
estaba experimentado todavía, el gerente de la empresa lo conservaba bajo
llave. No podía esperar a las pruebas, así que lo robé y se lo apliqué... Tuvo
una reacción imprevista, su cuerpo sufrió convulsiones y abortó con una
hemorragia que no pude controlar. Un día después, y a pesar de las
transfusiones de sangre, moría con fuertes dolores. La enfermera que me
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
70

ayudó, al ver la agonía de mi hija, me delató. Alegó que la había engañado. Ella
creía que se trataba de un tumor canceroso... Hizo una pausa ahogado por
la congoja de su desconsuelo. Sacó de su bolsillo un pañuelo viejo y harapiento
y se sonó las narices, cuando se iba a restregar los ojos Princesa le amonestó
cariñosamente:
¡Pero hombre de Dios! Tira ese pañuelo sucio. Toma este paquete de
pañuelos de papel y límpiate con ellos los ojos, no te los vayas a dañar.
El hombre tomó un pañuelo de papel y se limpió los ojos. Después lo
dobló con mimo, miró a la mujer, le sonrió y movió suavemente sus pestañas
en señal de aprecio; luego lo guardó en el bolsillo de su raído abrigo y
prosiguió:
―Me juzgaron por intrusión temeraria. Las autoridades no me
encarcelaron pues pensaron que la pérdida de mi hija ya era suficiente
castigo, pero me despidieron de la clínica y del colegio de médicos. Me
encontré solo con ganas de morir. No podía ejercer mi profesión ni sabía otro
oficio. Me emborrachaba todas las noches para poder dormir. Fui gastando
mis ahorros. Tuve que vender mi casa. Al año, no tenía nada, así que me marché
de mi ciudad y vine a ésta, a muchos kilómetros de la mía. No me he suicidado
porque soy temeroso de Dios. Llevo deambulando por calles, por el metro, por
la ladera del río, durmiendo solo, no puedo más, necesito compañía, si no me
volveré loco.
Pobre hombre. No me diréis que no podemos hacerle un hueco entre
nosotros, ¿verdad? dijo Princesa.
Sí, está bien, yo estoy de acuerdo. ¿Qué decís vosotros? inquirió
Abate a Arnés y Grajos.
Bueno, de acuerdo dijo Grajos, cabizbajo y afectado, con voz
queda.
¡Vale, joder! ¡Salten truenos, maldita sea! Aunque no me gusta lo
acepto, no me queda otro remedio.
Y, ¿qué os parece si le llamamos "Velado" por haber querido ocultar
el problema de su hija? ―Todos asintieron la propuesta de Princesa, incluso
el nuevo inquilino. A partir de entonces Velado sería uno más y compartiría,
con ellos, sus cuitas y sonrisas.
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
71

Su primera noche la había pasado entretenido y arropado por sus


nuevos compañeros. Los hombres le habían dado parte de lo que tenían para
comer. Él repartió una lata de sardinas y una tableta de chocolate que sacó
de su bolsa. Princesa había hecho café para todos: utilizó un cazo que llenó
de agua de un bidón y lo puso a hervir sobre el fuego, después metió una bolsa
algo húmeda que contenía el café molido utilizado en la mañana y le añadió
más achicoria. Velado estaba a gusto con aquel círculo de tres hombres y una
mujer. No cabía la menor duda de que ella, prácticamente, tutelaba al grupo,
no sólo porque fuera la mayor sino porque los hombres aceptaban sus
apropiadas sugerencias. En lo que sí estaban todos de acuerdo era en que ella
quería imponerse a ellos debido a que tenía "mucho mundo", según su
expresión, pero eran demasiados hombres contra ella y a veces la hostigaban.
Allí, en la pared meridional de la fábrica abandonada, cobijados por la
tejavana, cada uno había preparado su espacio a modo de nicho, con cajas de
cartón vacías tan grandes como frigoríficos. Princesa le había proporcionado
unos cartones para cobijarse del fresco de la noche y un cojín que, aunque
algo sobado, le sirvió de almohada.
¡Coño, Velado! Ten cuidado con ese cojín, más vale que le pongas un
papel o parte de tu gabardina le había advertido Grajos.
Y ¿eso por qué?  había protestado Princesa.
¡Joder! Porque seguramente olerá a bacalao. Es el cojín de su asiento
―le había respondido mirando a Velado con malicia.
¡Si serás hijo puta!  había saltado Princesa malhumorada con un
cigarrillo a medio consumir entre sus labios. No le hagas caso Velado que
yo soy muy limpia y me voy a menudo a la casa de baños que tienen los del "cé
eme a" para los pobres. No te daría nunca algo sucio, no soy de 'ésas' que,
para ganarse unas perras, ‘follan' con la tribu del barrio y luego se secan con
un trapo. Yo, no. Además, tienes que saber que a un par de kilómetros de aquí
pasa un pequeño riachuelo donde una se puede lavar. ¡No hagas caso al cabrón
de Grajos!
¡Haya paz! Y no digas tacos, Princesa había reclamado Abate.
¡Joder! ¡Salten truenos, maldita sea! Te aseguro que Princesa es muy
limpia. Yo fui el primero que me puse en esta pared y poco después apareció
ella. Ya llevamos dos años juntos y puedo asegurártelo.
Estoy de acuerdo había corroborado Abate.
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
72

¿Qué es el céemea?. Había desviado la conversación con intención


de evitar seguir con el tema.
El 'ce eme a' es el puto Centro Municipal de Ayuda. Allí te dan ropa
y otras cosas le había respondido Arnés.
Por primera vez, después de un año de ambular solo, encontraba un
lugar de gente con quien hablar. Puso su cara barbuda sobre el cojín sin
preocuparse de lo que había dicho Grajos, al fin y al cabo, su barba de seis
meses también estaría sucia. La noticia de que el 'C.M.A.' tenía baños para
los pobres le alegró el ánimo; hasta ese momento sólo se había lavado en las
fuentes públicas y de mala manera. Al poco se durmió plácidamente y soñó que
dormía en una buena cama y que su hija se le acercaba y le decía: “Ay, ¡cuánto
te quiero papaíto! Eres el mejor padre del mundo". Soñó que vivía feliz, pero
aquel sueño, tan reconfortante, le duró poco. De repente una voz emitida con
fuerza le despertó. Ya despuntaba el alba, los pájaros piaban en las copas de
los árboles. Hacía horas que las brasas del bidón se habían apagado y todos
estaban acurrucados entre sus cartones. Era Abate que recitaba sus
oraciones:
Alabado sea el Señor que hizo el Cielo y la Tierra. Santificado sea tu
nombre. Hágase tu voluntad y danos nuestro pan de cada día. Danos también
algo más para que no desfallezcamos, pues como tu Hijo dijo una vez 'no sólo
de pan vive el hombre'. Te pedimos nos ayudes en nuestras tribulaciones y
perdónanos nuestras ofensas, pero no como nosotros, míseros humanos,
perdonamos a los que nos ofenden sino con tu magnanimidad que es grandiosa,
Señor. Seguidamente bajó la voz y continuó con su oración—: ¡Jesucristo!,
perdona mi gran pecado, ya sé que no merezco tu misericordia, que soy
meritorio del infierno por haberte ultrajado. ¡Gusano de mí! La rabia de aquel
momento ofuscó mi mente y te ultrajé. Quiero creer que podré alcanzar tu
perdón, pues me has dado vida para que pueda purgar mi agravio. Padeceré
hambre, sed, frío, y toda clase de sufrimientos para aplacar tu ira y seré
merecedor de tu perdón. Acto seguido enmudeció. Velado escuchó
atentamente su plegaria. Princesa susurró:
―Menos mal que cada día amanece más tarde y me deja dormir un poco
más.
Grajos se desperezó con parsimonia, estiró los brazos y balbuceó
bostezando:
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
73

―¡Joder! Ya estamos con la monserga de todos los días.


―¡Salten truenos, maldita sea! Ya está el monje éste de las pelotas con
su oración matinal ―farfulló Arnés, y mirando al cielo gritó―: ¡Dios! ¿Por qué
no le dices, de una vez a éste imbécil, que ya le has perdonado? ¡A ver si así
no nos despierta con sus monsergas!
Poco a poco todos fueron desperezándose y acabaron recogiendo sus
pertenencias.
Oye, Velado comentó Princesa, cada uno de nosotros nos
llegamos a una estación de Metro diferente. La primera boca de Metro está
a quince minutos andando, hay que conseguir dinero todos los días para ir y
volver a tu destino. Te puedo prestar para hoy.
No, gracias. Tengo algo. Vio que Princesa cogía una botella de
plástico de litro con agua y se restregaba el cuello y la cara mientras
canturreaba una de sus canciones. Después de secarse con una toalla bastante
correcta se atusó el pelo y se dio coloretes ante un espejo aviejado que había
colgado en la pared. Posteriormente alisó su falda verde botella con las manos
cubiertas por unos mitones de lana marrón. Se puso sus botines negros de
medio tacón que elevaban su pequeña figura. Un largo abrigo marrón recubría
sus delgadas piernas; una bufanda, color café con leche, rodeaba el cuello y,
sobre la cabeza, un gorro chichonero de lana verde tapaba su canoso pelo. Su
talle menudo le proporcionaba, aún, una graciosa figura.
Miró a su alrededor y advirtió que los otros también tomaban agua de
una botella de plástico propia; se lavaban la cara y se peinaban el pelo. Arnés,
de consistencia fuerte, doblaba el cuello cisne de su jersey negro; se colocaba
una visera negra, adornada de una cinta grana avejentada en cuyo centro tenía
un pez con una inscripción circular que justo se podía leer ‘Cofradía de
pescadores del Bacalao'. Se colocó un tabardo negro sobre la espalda; unas
botas gruesas, de cuero con sólida suela de goma, abrigaban sus pies y ceñían
el pliegue de los pantalones beige-amarillos. Tenía la barba afeitada, lo mismo
que Grajo. Éste llevaba un pasamontañas que le tapaba la cabeza y las orejas,
un jersey de cuello cisne de color amarillo ocre, unos pantalones marrones,
unas botas, marrón oscuro, de cuero con punta afilada y un sobretodo de
anchas mangas. Abate, el más delgado y de estatura similar a Princesa, llevaba
una camisa gris clara protegida de un grueso jersey de lana gris oscuro;
pantalones, calcetines y zapatos de suela de goma, todos negros. Sobre su
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
74

cuerpo una gabardina y una bufanda gris. Todos con la vestimenta algo raída
y deslucida por el uso.
Esperó a que Princesa terminara de acicalarse, luego le preguntó:
¿Cuáles son las estaciones que tenéis elegidas?
Abate se coloca en la de la Catedral, Grajos en la del Mercado
Central, Arnés en la zona de los Ministerios y yo en los alrededores del Gran
Teatro.
Yo elegiré la del Hospital General.
¡Qué puñetas! ¡Muy bien! Vas a hacer lo que hemos hecho los demás:
elegir la zona de acuerdo con lo que fuimos. ¡Los recuerdos mandan! Bien,
encaminémonos hacia el Metro. ¡Ven conmigo! Recogió el espejo y otras
cosas, las metió en su carrito y después, arrastrándolo, saludó con un gesto―:
¡Adiós chicos! ―Velado hizo lo mismo y los demás respondieron: "Adiós, hasta
la noche". Esa primera vez, siguió las instrucciones de Princesa. Era lo mejor,
la mujer le había tratado con más indulgencia que los demás.
En el camino hacia la boca del Metro, ella le puso al corriente de sus
costumbres:
Verás, Velado, cada tarde o noche, y uno cada vez, tiene que ir a
buscar agua en dos garrafas de cinco litros a una fuente que está a unos
minutos del campamento ―así llamaban a su lugar en la antigua fábrica
siderúrgica―. Viene de un manantial bajo tierra que los de la fábrica la
aprovechaban para lavar los camiones. Luego, se reparte el agua. Todos
tenemos dos botellas de litro que sirven, una para beber y la otra para lavarse
la cara y las manos. A ti te tocará pasado mañana, así que esta noche vas con
Grajos o mañana con Abate para que aprendas el lugar.
Lo dejaré para pasado mañana.
Como quieras. Yo te buscaré un par de botellas de plástico. ¡Ah!, otra
cosa: tienes que acercarte a las dependencias del 'cé eme a' para que te dejen
tomar una ducha, pues 'cantas mucho'. Has de tener en cuenta que si la gente
se acerca a darte una limosna y hueles tan mal se alejarán de ti. Una cosa es
que vayas con ropa vieja, pero has de ir limpio para que te ayuden. ¿Me
entiendes? Porque no te vas a perfumar como una puta barata, ¿verdad?
No, claro que no. He deambulado por todas partes y sólo he
conseguido comer y dormir en cualquier sitio, creo que necesito incluso
afeitarme.
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
75

No te lo recomiendo. Con barba pareces más viejo y la gente se


compadece más. Si vas bien acicalado pensarán que eres un vago. Hazme caso,
¡puñetas! ¡Ah!, otra cosa, nunca traigas una botella de alcohol al campamento.
De acuerdo Princesa, eres magnífica. ¿Por qué te llaman Princesa?
¡Joder! Pronto quieres saberlo todo. Sólo te diré que fui una vedette;
que vestí como una princesa; que viajé mucho; que tuve muchos amoríos y luego
lo perdí todo y acabé como estoy. Tengo mucho mundo, 'pa' que lo sepas.
Ya, y Abate, ¿qué fue? Hoy le he visto rezar y suplicar a Dios perdón,
pero con sentimiento y angustia al mismo tiempo, ¿no es cierto?
Sí es cierto, sí. Abate fue un monje, por eso le apodamos así. Se
metió en el convento cuando tenía cuarenta años y pasó quince en él.
¿Tan tarde entró en clausura?
Estaba casado y tenía dos hijos, chico y chica. Era un ingeniero. El
jodido de él ganaba bien su vida; pero un día en que su hijo había terminado
los estudios en el instituto, decidió celebrarlo en un hostal cercano a un lago.
Un kilómetro antes de llegar, quiso que su hijo cogiera el coche y lo acercara
al edificio. El chico lo hizo con tan mala fortuna que, al aproximarse a la
entrada, se puso nervioso y se desvió. ¡Qué mala pata! El caso es que se
precipitó por la ladera y cayó en el lago. Todos se ahogaron menos él que
consiguió salvarse. Intentó ayudar a los suyos, pero no lo logró. Gentes del
hostal que vieron la escena se acercaron a salvarlos, pero cuando sacaron a su
esposa y a los hijos ya eran cadáveres. ¡Qué cabronada, tío!
¡Dios mío! ¿Qué desgracia?
Estuvo arrestado y cuando se liberó ingresó en el convento para
expiar su culpa, pero como ya llegamos al Metro, otro día te contaré más.
* * *
¡Vaya!, ¡qué guapo! ¡Cómo ha cambiado este hombre! exclamó
Princesa.
Velado, de vuelta, ya anocheciendo, se encontró con los otros
compañeros. Traía un abrigo azul marino en buenas condiciones; una chaqueta
gris y unos pantalones negros; un jersey de lana verde con cuello vuelto y unos
gruesos zapatos marrones de suela de goma; bien peinado y con la barba
retocada.
He estado en el 'céemea'. Me han obligado a ducharme y me han
embadurnado de un polvo blanco que picaba los ojos.
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
76

¡Coño, a ti también! Eso es polvo contra los piojos y otros parásitos.


¡Ja, ja, ja! bromeó Grajos.
En efecto, en cuanto me vieron no me dejaron salir. Me desnudaron,
tuve que jabonarme con una arpillera tres veces en la ducha. También me han
recortado un poco el pelo y la barba. He comido y tengo nueva ropa. La vieja
la queman. Han confeccionado una ficha con mis datos. Ha sido muy curioso,
porque no quería dar mi nombre y me quería marchar, pero no me han dejado
y al final me han denominado "Juan Sinnombre 718", sin oficio actual, con
domicilio en el albergue de caridad de San Antonio. Me han dicho que puedo
pasar tres noches en dicho albergue sin pagar nada. Tengo un documento de
identidad con una foto instantánea, y me han asegurado que, con él, en caso
de enfermedad, me atenderán gratuitamente en el Hospital Central, en el ala
también llamado de San Antonio. Han sido amables. Me han tratado tan bien
que a punto estuve de decir que fui cirujano.
Veis, ¡joder! ¡Salten truenos, maldita sea! No os lo dije. Ya le están
entrando las ganas de volver a su casa.
No, no es cierto, pues no lo hice, pero recordé, por un momento, lo
que he sido. No pude evitarlo.
¡Déjale, Arnés! No le hagas caso, Velado. Pasa una temporada con
nosotros y si luego te quieres marchar, pues lo haces. No te cortes por ello.
Lo único que te pedimos es que seas solidario mientras estés aquí.
Lo haré, Princesa, lo haré, siempre he sido humanitario con la gente,
mi carrera me obligaba a ello, os lo aseguro. Hizo una pausa y prosiguió—:
Traigo una bolsa, que me han dado, de primeros auxilios.
Es la bolsa de siempre, con una botellita de alcohol, otra de agua
oxigenada, un rollo de algodón y poco más, ¿no?  Especuló Abate.
Sí, y también me han dado algo de dinero. A propósito, cuando he
salido del Metro y me he dirigido hacia aquí no he tomado el camino que me
había enseñado, esta mañana, Princesa. Me he equivocado. He pasado por un
pequeño bosque que linda con la autopista de salida de la ciudad.
¡Anda, que has dado un buen rodeo! ¡Por Dios bendito! dijo Princesa.
Ya, y quería deciros que hay unos tubos grandes de fibrocemento
para el alcantarillado que debieron utilizarlos en la autopista y quedan unos
cuantos sobrantes. Están abandonados.
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
77

¡Salten truenos, maldita sea! ¿Y qué quieres decirnos? ¿A qué viene


eso?
Veréis, he pensado que entre los cuatro hombres podríamos traer
cinco tubos y colocarlos perpendiculares a la pared, de esa forma tendremos
una buena protección para el próximo invierno y además no quedarían tan a la
vista nuestros cartones.
¿De qué medidas son? preguntó Abate.
De unos dos metros de largo por uno de circunferencia.
Yo no podría con ellos. Nunca he hecho ningún esfuerzo.
No te preocupes, ¡joder!, que entre los cuatro lo conseguiremos, pero
antes tenemos que verlos los demás apuntó Grajos.

Al calor de las brasas comentaron las incidencias que habían tenido en


el C.M.A. Recordaron cómo fue cada uno de sus casos. Todos habían sido
parecidos. Poco después Grajos dijo: "Voy a por agua". Cogió las dos garrafas
de cinco litros. Rellenó, con lo que quedaba, una botella de las dos que había
traído Princesa para Velado, y después mirándole le preguntó:
¿Quieres venir para que te enseñe donde cogemos el agua?
Velado prefería esperar al día siguiente para acompañar a Abate de
quien quería oír la versión de su vida, no obstante, pensó que podía enfadar a
Grajos si se negaba, y no debía hacerlo; no era conveniente molestar a ninguno
de ellos, ahora que le habían cobijado como uno más. Se levantó y contestó:
Vamos, será una buena ocasión para aprender el camino.

En el trayecto, Velado comentó con Grajos:


Princesa me ha contado parte de la historia de Abate. No tuvo tiempo
de comentármela entera. Mañana iré con él y le pediré que me la termine.
¡Coño! ¿Pero tú qué te has creído? ¿Que la gente cuenta sus
problemas, así como así? Revivir una mala experiencia duele mucho, ¡joder!
Pues en ese caso o sigues tú o bien espero a que Princesa me cuente
el resto. Sé que su mujer y sus dos hijos se ahogaron por una imprudencia
suya y que luego ingresó en un convento para expiar su culpa.
¡Joder! Está claro que quieres enterarte. ¡Vale!, te lo contaré. En
efecto, ingresó en un convento y allí le sucedió algo peor. ¡Mira!, el jodido de
él se pasó el tiempo haciendo oración, pero al cabo de quince años aquel lugar
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
78

le caía gordo y tenía fuertes discusiones con el superior e incluso con sus
compañeros.
¡Ah, sí! Y eso, ¿por qué?
¡Coño!, pues porque llegó a considerar que Dios le había abandonado
y que no había sido justo que perdiera a su familia. El superior y los puñeteros
monjes intentaron convencerle de que la culpa era suya al haber permitido a
su hijo conducir el coche sin cané. ¡Como si uno supiera lo que iba a pasar! ¡No
te jode! Con el tiempo se le fue poniendo una mala leche del carajo y perdió
su fervor religioso y, en vez de orar, injuriaba a Dios. Pero el jodido de él se
arrepentía, de lo hecho, en el confesionario y días más tarde volvía a repetirlo.
Así pasó varios meses hasta que un puto día apareció la esposa del benefactor
del convento. Ella solía venir acompañada de su esposo, pero aquella vez llegó
sola. Abate, que ya la vio antes y dijo que se parecía mucho a su difunta
esposa, le abrió el portalón de entrada al convento y, con la excusa de que el
superior estaba en el cementerio haciendo oración, el muy jodido, se la llevó
al despacho del registro monacal para trajinársela. La mujer gritó tanto que
unos monjes entraron en la estancia y la liberaron. En penitencia, el superior
le obligó a flagelarse. Pero verás lo que hizo el muy puñetero...: Se colocó en
la capilla de rodillas frente al altar. En la mitad del altar estaba el Santísimo
Sacramente expuesto. Se puso semidesnudo y comenzó a castigarse, pero no
creas que lo hizo con fuerza ¡qué va! El muy jodido lo hizo con suavidad, sin
intención de mortificarse, sólo para disimular frente a un puto monje que le
vigilaba, escondido tras una celosía, por orden del superior. Sus pensamientos,
según nos contó a Princesa y a mí, no eran de arrepentimiento, ¡ni mucho
menos! Poco a poco fue encrespándose y llegó a tomar una actitud blasfema.
Así que cada vez que se flagelaba repudiaba a Dios y le hacía responsable por
haberle creado. Se enfureció tanto que, con el látigo que tenía en la mano y
con una mala leche del carajo, llegó a pegar a la Eucaristía con tal furor que
la tiró y la Hostia rodó por el suelo.
¡Qué fuerte!
Incluso, ofuscado por su ira, la pisó con saña. El que le vigilaba corrió
a buscar al superior y éste, acompañado de varios monjes, contempló
horrorizado la terrible escena. ¡Joder, aquello debió ser impresionante!
Estuvo recluido un mes en una celda. Cuando salió de su mazmorra el puñetero
obispo le impuso penitencia hasta su muerte. Más tarde se salió del convento
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
79

y comenzó a vagar y a mendigar por las calles hasta que un día apareció y se
quedó con nosotros. Cuando nos contó su historia, nos dijo que nunca asumiría
otro sistema de vida porque estaba maldito.
¡Pobre hombre, y pensar que yo creía que a nadie le podía pasar algo
peor que a mí! Diría que en Abate hubo una reacción psicológica,
probablemente afectada por el trauma de haber perdido a su familia. Él
percibía que había sido su culpa, pero fue anidando en su mente la idea de que
Dios le tenía que haber protegido. Esa mezcla psíquica, de culpabilidad y al
mismo tiempo de inculpabilidad por no haber sido protegido, hizo que sus
neuronas no funcionaran bien y, como consecuencia, tuvo un arrebato
seductor hacia la mujer del benefactor del convento, que seguramente no lo
hubiera hecho en su sano juicio, pero que era la expresión de revancha contra
la moral, esencia de Dios. Una vez castigado a flagelarse arremetió contra lo
que representaba a su Creador. Estoy convencido de que el mes de internado
en la celda le sirvió de terapia, aunque no es la mejor; y digo que le sentó bien
porque aceptó la penitencia, otro la habría rechazado y se hubiera hecho
anticlerical. Casos de este tipo hay que tratarlos con un especialista en
psiquiatría y sobre todo con mucho cariño.
¡Joder! Cómo se nota que eres un erudito, Velado.
Más que erudito, médico. Todos los médicos entendemos un poco de
sicología.
Y en ese caso, ¿por qué no has rehecho tu vida?
Porque mi caso no es sólo mental, ya os he dicho que me expulsaron
del colegio de médicos. No puedo ejercer y no sé hacer otra cosa.
Una vez en el 'campamento' se juntaron con los demás alrededor del
bidón donde las llamas mantenían caliente la cacerola de café, con mucha
achicoria, preparado por Princesa.
* * *
A medida que pasaban los días, Velado consolidaba su amistad con los
demás. Alrededor del fuego del bidón, unos y otros comentaban anécdotas
que les habían sucedido en su sitio de mendicidad.
¡Veréis! Resulta que cuando un señor miraba en su jodida
cartera-monedero qué moneda me podía dar, una bendita paloma pasó por
encima y la cagada le cayó en un billete, justo en el momento en que el hombre
miraba también su billetero. Ja, ja, ja reía Grajos estrepitosamente—.
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
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Como le ha dado mucho asco me ha regalado el billete, ja, ja, ja. ¡Bendita
paloma! Ja, ja, ja.
¡Joder! Qué suerte la tuya. ¡Salten truenos, maldita sea! Pues a mí
nadie me ha dado un billete, lo que me han dado han sido picotazos.
Y eso, ¿cómo ha sido, Arnés? preguntó Princesa.
Por un puto loro. Resulta que cuando ya tenía unas cuantas monedas
en la mano apareció el 'tío' ese de la pajarería que está a la vuelta de mi
esquina. Portaba un loro en su hombro atado con una cuerda a su cinturón.
Toda la gente le decía cosas al dichoso pájaro que se paseaba por su espalda
de hombro a hombro. Cuando llegó a mi altura, el 'tío' sacó una moneda de su
bolsillo y la puso en mi mano diciendo: "No tengo mucho, pero quiero
ayudarte". De inmediato el cabrón del loro, ¡salten truenos, maldita sea!, se
lanzó sobre mi mano y me la picoteó mientras decía: "Es mío, es mío".
Muy listo el pájaro anotó Abate.
¡Joder! Pero ahí no se acaba la historia, por los picotazos que me
propinaba el puto loro se me cayeron todas las monedas. El gilipollas del
pajarero quiso ayudarme a recogerlas pero tuvo que marcharse con el maldito
pajarraco porque, a medida que las iba recogiendo, el muy cabrón me
picoteaba repitiendo siempre lo mismo: "Es mío, es mío". Ironizó queriendo
imitar y ridiculizar al loro.
Pues a mí el otro día comentó Abate, un perro me olfateó y luego
se meó en mi pantalón mientras recibía la limosna de su ama. No me di cuenta
hasta que lo hizo. Me debió de tomar por un árbol
Será porque hueles a campo, ¡jodido!, Ja, ja, ja bromeó Arnés.
Sí, sí, a campo se implicó Grajos, a asqueroso estiércol, más bien.
Todos rieron, incluso el mismo Abate. Arnés levantó una pierna
parodiando al perro. Grajos, después, pataleó en el suelo como si a él le
hubiera meado. Carcajearon estrepitosamente. Pasó un buen rato para que
calmaran sus chanzas. Entre risas y carcajadas Princesa pidió la palabra:
Y lo que me pasó el otro día con un chaval, ¿ya os lo he contado?
Cuéntalo, que yo no lo sé indicó Velado.
Pues resulta que pasó delante mía...
Se dice por delante de mí rectificó Abate.
¡Coño, ya está el jodido monje! ¡Déjamelo contar a mi manera!
¡Diantre!
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
81

No se debe decir ‘déjamelo contar', es más correcto 'déjame


contarlo', ¡so zoquete!
¡Pero..., si serás meticón! ¡Lo diré a mi manera o como me dé la gana!
¡Habrase visto con este puñetero monje!
¡Malhablada! Lo hago por tu bien, para que mejores tu dicción.
¡Qué chorrada! Pues ya ves, ahora que soy vieja y además
desheredada, ¿para qué coño me sirve hablar mejor? Ya sé que tú sabes
mucho; yo justo aprendí a leer, a escribir y poco más.
¡Bueno! ¡Vale! exclamó Velado. Se acercó a Abate y tocándole el
hombro le pidió: ¡Haya paz!, como tú dices, por favor.
Princesa no prosiguió. Ciertamente Abate no estaba molesto, procuraba
no enfadarse nunca por mucho que le insultaran. Había tomado la
determinación de adoptar la máxima humildad posible en mortificación de su
pecado. Sin embargo, ella sí lo estaba, se exasperaba cada vez que Abate le
corregía y, sobre todo, lo que más odiaba era tener que confesar que no había
sido educada en un buen colegio. Estaba disgustada. Se sintió acusada;
señalada como inculta ante los demás, aunque no fuera esa la intención de
Abate. Todos estaban callados esperando que continuara con su anécdota,
pero permaneció en silencio. Al poco, unas lágrimas afloraron en sus ojos.
¡Por Dios bendito!, no te enfades por favor le suplicó Velado. Rodeó
sus hombros con su brazo derecho. No lo tomes tan a pecho, Princesa.
Es que me ha dolido mucho. El muy cabrón siempre me lo recalca
delante de todos. Mis padres eran artistas de un circo y lo que sí aprendí bien
fue a cantar y a bailar en un escenario desde los seis años. —Fijó la vista en
Abate y le espetó: Era una niña prodigio, 'pa' que lo sepas y todo el mundo
me aplaudía. Tú, con todo tu saber, no sabes lo agradable y reconfortante
que es ver cómo la gente te aplaude porque le gusta lo que haces.
Se dice reconfortante.
Pero, ¿te vas a callar, cabrón de monje?  replicó Grajos.
¡Por favor, Abate! Un poco de comprensión...  añadió Velado
Princesa se sintió protegida por la réplica de Grajos y por Velado que
le prodigó unas palmadas en su espalda para animarla a seguir con su relato.
Aceptó, finalmente, sus sugerencias y, recordando sus buenos tiempos, hizo
unas cuantas respiraciones profundas. Estaba acostumbrada a ello: cuando
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
82

fue estrella de variedades lo hacía antes de salir al escenario. Sentada en su


taburete estiró su cuerpo. Luego prosiguió:
―Así que pasaron 'delante mía' lo dijo con énfasis una madre con
su hijo de unos cinco años. Una vez que me sobrepasaron, la madre se paró y
sacó su monedero. Le dio al niño una moneda, que lo vi yo, y le dijo: "Dale a
esa mujer", que también lo oí, y siguió andando pausadamente. El niño se me
acercó, me entregó dos caramelos y me dijo: "Toma estos caramelos que yo
me compraré otros, adiós", y se marchó a buscar a su madre.
Vaya con el jodido niño murmuró Grajos.
Un niño muy listo, llegará lejos añadió Arnés.
Los hombres siguieron contándose anécdotas. Princesa, dolida por la
incidencia, se apartó del grupo y se acostó en su hueco. Tomó una vieja revista
que guardaba en el fondo de su carro. Encendió un pitillo y la vela de su vieja
lamparilla. Poco después se le acercó Velado.
¿Qué, recordando viejos tiempos?
Sí, pero ésta que está en la foto no soy yo.
Pues pensé que sí lo eras.
¿Por qué lo dices? ¿Es que acaso me parezco a ella? lo dijo
abriendo la revista y enseñándole la foto de la vedette.
No la había visto, pero lo he dicho porque la revista parece bastante
antigua.
No tan antigua ¡puñetas! Lo que pasa es que la miro muy a menudo y
está algo estropeada.
Entonces, diría que te trae ciertos recuerdos.
Pues sí, es verdad. Esta vedette era una corista cuando me marché,
hace ya diez años. ¡Qué guapa está con ese vestido de lentejuelas que
chispean cada vez que cimbrea su cuerpo bajo los focos! Así lo estuve yo.
¿Qué te pasó, para que lo dejaras?
Podría decirte que la edad, pero no sería cierto, porque cuando eres
buena puedes durar mucho tiempo. Incluso la madurez te da tablas y el público
lo sabe apreciar. ¡Qué tiempos aquellos! Era guapa, y tenía un tipazo como
nadie; muy pechugona y con unos andares graciosos. Me ponía unos zapatos de
tacón alto que hacían resaltar mi figura. Llevaba el pelo teñido de rubia, de
larga melena que, cuando se me ladeaba y tapaba, a medias, mi cara, todos los
hombres se fascinaban de mi encanto. Ellos decían que ponía una pose
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
83

picarona. Era alegre y divertida, siempre estaba de juerga y reía por cualquier
cosa; lo mismo de un chiste bueno que de uno malo. Ganaba montones de dinero
y todo lo gastaba en pasármelo bien. Disfruté mucho, vivía como una
'princesa' resaltó la palabra e hizo una pausa—. Tuve buenos amantes que
me hicieron magníficos regalos. Cada año cambiaba de coche. Conocí los
mejores hoteles y los mejores restaurantes, pero poco a poco fui perdiendo
mi buena imagen. Tú sabes que la segunda función termina a la madrugada,
pues bien, yo disfrutaba de la noche bebiendo y fumando hasta las siete de
la mañana, siempre rodeada de amigos que se aprovechaban de mi esplendidez.
Lo pagaba todo. Así ya podía tener muchos amigos, ¿verdad? Sabía que eran
unos gorrones, pero no me importaba porque ellos me regalaban los oídos con
sus halagos. Te puedes imaginar, después me pasaba el día durmiendo. Lo
peor de todo era que al levantarme, lo primero que hacía era beber un buen
trago de güisqui o ginebra y fumarme un pitillo, y, claro, apenas comía.
Adelgacé mucho. Con el tiempo, llegaba tarde a los ensayos y a veces salía al
escenario casi borracha y además sin fuerzas para sostenerme erguida. El
empresario, cansado de pedir excusas a los espectadores, canceló mi
contrato. Le demandé, pero él tuvo demasiados testigos a su favor. Al
principio le despotriqué al muy cabrón, pero meses después me di cuenta que
me había desmadrado con el alcohol. Hizo otra pausa. Así pues, me
encontré sin trabajo y sin posibilidades de encontrarlo.
Y eso ¿por qué?
Pues porque la noticia de mi juicio había alertado a los demás
empresarios y ya nadie quiso contratarme. Gasté mis ahorros y hallé en la
bebida mi refugio en vez de mi diversión. Vendí mis joyas y me marché a una
habitación de una asquerosa y puñetera pensión de barriada. Es curioso, cómo
tantos que antes chupaban de la teta de mi dinero ninguno apareció después.
¡Cabrones de tíos! —susurró. Acabé tumbada por las calles, totalmente
ebria. Un día me recogieron y me llevaron al Centro Municipal de Alcohólicos
Anónimos, donde pasé varios meses hasta que me recuperé. Desde entonces
sólo bebo agua o bebidas no alcohólicas. Por eso, el otro día, te decía que no
debías traer ninguna bebida alcohólica para evitarme la recaída. Como tú, me
marché de aquella gran ciudad y me vine a ésta donde no me conocían tanto e
incluso ya me tienen olvidada. Ya ves, ¡qué desastre!... Y esa es mi historia.
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
84

Bueno, viviste una etapa agradable, conociste el lujo y la buena vida.


Te mantuviste durante un tiempo en la abundancia y ello, al menos, te
enriqueció con una experiencia que no la olvidarás nunca. Has aprendido que
los que se llaman amigos no siempre lo son, sobre todo cuando uno es generoso,
pero no hiciste mal a nadie, sólo te lo hiciste a ti misma. Te enmendaste,
dejaste el alcohol y sufriste el tormento de tu recuperación. No te aflijas
con el recuerdo de tu desdicha. En tu vida de vedette, seguro que hiciste el
bien a alguien, ¿verdad?
Ya lo creo que lo hice. Lo hice a una corista que se había quedado
embarazada y su novio la había abandonado. Entonces tenía dinero y buena
voluntad.
Pues bien, guarda esos buenos recuerdos y vívelos de vez en cuando.
No te acuerdes de los malos que lo único que hacen es fastidiarte la vida.
Eso se dice fácil, pero tú mismo nos confesaste la pérdida de tu hija
y nunca lo podrás olvidar.
Cierto, pero cuando vine donde vosotros mi preocupación era que
estaba solo, sin ningún amigo, sin nadie con quien hablar. No necesitaba
recordar lo que me pasó sino estar con alguien para tener una vida más
llevadera; eso es lo importante. Y ahora, descansa. Hasta mañana, procura
dormir. —Princesa estrechó su mano al tiempo que le decía:
―Gracias Velado por tus palabras, hasta mañana que descanses tú
también.
* * *
Los cuatro hombres acordaron volver al campamento por el camino
donde Velado había visto los tubos de fibrocemento, allí encontrarían trozos
de ramas de pino, caídas sobre el suelo, para avivar el fuego. El otoño iba
entrando en su punto álgido. Cuando alcanzaron el campamento se encontraron
con un perrillo que les ladraba a rabiar.
¡Coño! ¿Qué hace este chucho aquí?  exclamó Grajos
 Es una perra y es mía, me la han regalado.
¡Salten truenos, maldita sea! ¿Qué gilipollez es ésta, Princesa? Aquí
no hace falta ningún perro. Ladra mucho y además cuando se haga grande,
ocupará otro sitio y nos enredará los cartones.
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
85

¡Gilipollas tú, Arnés! Mi perrita no crecerá porque es una mezcla de


pinscher y terrier enanos, según me han dicho, luego, si los padres son enanos
también ella lo será.
¿Pinscher y terrier enanos? ¡Anda que te lo has creído! En todo caso
un chucho pequeño y callejero. ¡Salten truenos, maldita sea!
Bueno, pues me da lo mismo.
Ya le puedes enseñar a que no nos ladre  dijo Abate.
No lo podrás llevar contigo en el Metro, ¡joder!  exclamó Grajos.
¿Qué no? ¡Ya lo creo que sí! ¡No veis que es muy pequeña! La meteré
en mi carrito respondió al tiempo que cogía al animal y lo estrujaba entre
sus brazos. ¡Calla!, ¡calla de una vez, Guita!
¿Guita? ¿Pero qué nombre es ese?  cuestionó Velado.
Pues, porque es una 'pul-guita'
'Guita' significa dinero en el lenguaje de gitanos y macarras
Bueno, pues la llamaré Rita.
¿Pero a dónde vas tú poniendo a un animal el nombre de una persona?
¡So cenutria!
Oye, Abate, sin faltar, ¡eh! Que tú eres un cabezón y no te has
enterado todavía. Pues que sepas que hay mucha gente que pone a su perro el
nombre de una persona. Y aunque no fuera así yo lo quiero hacer, y ya está
¡qué puñetas!
¡Mujeres!  masculló Abate.
Os tengo que comentar lo que hoy me ha pasado intervino Velado
con intención de que no se reanudara una batalla verbal entre ambos. Todos
le miraron con curiosidad, era la primera vez que iban a escuchar alguna
anécdota de su nuevo inquilino. Veréis, a media mañana ha venido a verme
el jefe de personal del Hospital General, señor Ortega, y me ha preguntado
si hace unos días, cuando el accidente de la autopista, hice un torniquete a un
herido que estaba en una de las ambulancias. Le he dicho que sí, que fui yo.
Entonces me ha preguntado si sabía hacer curas y le he contestado que hubo
un tiempo en que las hacía todos los días, sin confesarle que fui médico.
¿O sea que el otro día ayudaste a los heridos?... ¡Joder!, lo que yo
decía tarde o temprano te irás y nos olvidarás exclamó Grajos.
¿Y qué si lo hace?  anotó Princesa.
Prosigue por favor  suplicó Abate.
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
86

La esquina, donde paso el día, suele estar, a veces, muy agitada. La
otra tarde, un sinfín de ambulancias llegaban y salían del Hospital General por
causa de un camión que había embestido a un autobús lleno de pasajeros. En
un momento había tres ambulancias seguidas para entrar. Las puertas
traseras estaban abiertas y los enfermeros en la entrada solicitando unas
camillas para desalojar a los lesionados y poder volver a por otros heridos.
Me acerqué a la última ambulancia y vi que un hombre tenía la pierna malherida
y le manaba sangre sin parar. Tomé una toalla que vi en el interior y con un
barrote de plástico, de uno de los taburetes plegables, le hice un torniquete.
"Agárrese bien" le dije. Quise hacer más, pero acto seguido apareció un
policía que me echó del lugar de una forma nada cortés.
Bueno, y entonces ¿qué ha pasado con el tal Ortega?  cuestionó
Abate.
Pues me ha dicho que gracias a mi intervención se ha podido salvar al
herido, ya que era tal el caos que se había formado que muchos de ellos no
pudieron ser atendidos de inmediato y aquel hombre se hubiera desangrado.
Resultó que el herido me conocía de haberme dado alguna limosna y lo contó
a los médicos; por eso este hombre vino a verme. Sabía, por tanto, que yo era
un harapiento y, para favorecerme, me ha ofrecido un puesto de ayudante
sanitario. Me ha prometido una habitación en la residencia de enfermeros, en
el ala sur del centro durante unos meses y un sueldo. Mi obligación sería hacer
las guardias de noche.
¡Vaya, vaya, vaya! Así que podrías volver a vivir la vida de un hospital.
El asunto puede ser tentador aseveró Abate.
Supongo que habrás dado tu acuerdo, ¿no?  declaró Princesa,
intentando corresponder a su buen consejero de la noche anterior.
Pues no, no lo he aceptado. La idea de curar a la gente me agrada, al
fin y al cabo, ésa ha sido mi vocación, pero no me gusta estar bajo las órdenes
de inexpertos enfermeros o medicuchos noveles.
¡Vaya con el señor!  anotó Grajos.
Yo lo entiendo, ha sido un buen cirujano y por tanto más de una vez
verá que el médico novato no sabrá hacerlo y lo pasará muy mal  dijo en su
favor Abate.
¡Dejadlo por favor! Ya os he dicho que no lo he aceptado  suplicó
Velado.
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
87

Acordaron no seguir con la conversación. Cada uno se dedicó a sus cosas


o a fumarse un cigarrillo. Poco a poco todos se fueron durmiendo.

Hacia las seis de la mañana se levantó un fuerte viento que hizo que las
brasas que quedaban en el bidón se esparcieran fuera del cuerpo metálico.
Algunas de ellas prendieron varios cartones cercanos al nicho de Arnés, que
se despertó tosiendo por el humo que respiraba.
―¡Salten truenos, maldita sea!― dijo intentando aplastar los trozos
prendidos. Los demás se percataron de la situación y salieron en su ayuda. No
habían terminado de sofocar el pequeño incendio cuando el viento adquirió tal
fuerza que dispersó todos sus enseres―. ¡Salten truenos, maldita sea! ¡Ya
estás aquí, jodido cabrón! estalló enfurecido. Se apartó de los demás y con
ánimo de pelea se encaró al viento. Los pelos revueltos, las ropas sacudidas y
su tabardo tendido por encima de su cintura le daban el aire de un marino
sobre la proa de un barco. El fuerte viento, encaprichado con su silueta,
parecía que fuera a romper su vestimenta y pretendiera abatirlo. De pie, algo
encorvado con los brazos en cruz, hacía frente al soplo huracanado. Su
contextura, aunque fuerte, parecía que fuera a ser abatida fácilmente, sin
embargo, resistía. ¡Ya estás aquí a rememorar mi gran desventura, maldito
hijo de Poseidón! Pues aquí me tienes dispuesto a morir si hace falta. Intuía
que un día vendrías a buscarme. Sí..., sí..., la vela de Sotavento estaba
deteriorada y no era conveniente forzar más la caldera, pero yo insistí en
ello, ya lo sé. De repente toda su bravuconería se transformó en sollozo y
con aire de quien se excusa continuó: Íbamos a pescar bacalao, los otros
estaban mejor preparados, eran balleneros. Mi barco estaba casi vacío,
necesitaba llenarlo para cubrir mis deudas y compromisos. Hizo una pausa.
Quiso erguir su cuerpo, pero el embate del ventarrón le impidió hacerlo.
Respiró con fuerza, con el movimiento de sus brazos mantenía su equilibrio, y
de nuevo, como quien a pesar de saberse culpable quiere expresar que todo
lo hizo porque así lo había querido, repuso su aire bravucón y prosiguió: Sí,
lo sé, me empeñé y ordené al maquinista que forzara la caldera. Él no quiso
hacerlo y pretendió rebatir mis órdenes, pero se lo exigí indicándole que yo,
y no él, era el dueño del barco. Ordené que se avivara la caldera para impulsar
más velocidad y atravesar las olas con rapidez. Se restregó la frente y
volvió a caer en un lamento. ¡Cuán necio fui! Las olas jugueteaban con el
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
88

barco al capricho de Poseidón. ¡Maldita sea mi estampa! gritó con fuerza.


Fue una lucha contra ti. La ofuscación de mi empeño acabó con mi gloria. Tus
olas inundaron todos los compartimentos del barco. Parte de la tripulación se
amotinó en cubierta, iba a prometerles una doble paga por la pesca, pero
entonces la caldera explotó. Calló un momento y volvió a encolerizarse.
¡Maldita tempestad! ¡Salten truenos! Si tú no hubieras estado allí todo habría
salido mejor. Aquella brecha que se abrió en un lateral de la embarcación
acabó con nosotros. El barco se llevó, con él al fondo del mar, a siete de mis
hombres, pero no pudiste llevarme a mí también a pesar de la bravura del
oleaje. Te enfadaste ¡maldito cabrón!, porque uno de los balleneros vino en
nuestra ayuda y, por medio de la grúa, me lanzaron el arnés de amarre de izar
las ballenas; con él pudieron salvarme y a otros cuatro más, ¡jodido cabrón!
La perra, Rita, se había guarecido en las faldas de su ama y no sólo no
había ladrado a los objetos que se esparcían, sino que incluso había aullado
con lamento. Al poco, el viento se calmó como si un intelecto eólico hubiera
quedado satisfecho de oír la confesión de Arnés y, de inmediato, surgió una
lluvia torrencial. Con gran rapidez Velado, Grajos y Abate retocaron el
voladizo cuyas chapas de Uralita habían sido desplazadas. Después, Velado se
acercó a Arnés y arropándolo con una de sus mantas le dijo:
No te aflijas, Arnés, ya pagaste tu error con la pérdida de tu gente
y tomaste tu penitencia al venir a este campamento. No pretendas dar tu vida
a ese maldito Poseidón, como tú le llamas, que no se lo merece. Procura pensar
en ti el resto de tu vida y olvidar tus penas.
Gracias, Velado, gracias.
* * *
¡Oye, Velado!, en vista de que el vendaval destrozó nuestros
cobertizos y no hemos conseguido rehacerlos, podíamos reunirnos esta tarde
para traer unos tubos de fibrocemento, ¿qué te parece? sugirió Abate
cuando ya había pasado una semana.
Sí, sería bueno traer algún tubo sobre todo para mí que soy friolera
y ya se acerca el invierno.
Bien, pero será conveniente que estemos aquí antes de que oscurezca
indicó Velado.
Aquella tarde los hombres cogieron unas arpilleras y trozos viejos de
alfombras, para hacer girar los tubos, tal como había recomendado Velado.
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
89

Anduvieron un buen trecho. Princesa acompañada de su perrilla les siguió,


mientras, canturreaba una de sus tonadillas. Por el camino el animal daba
saltos y corría tras el trozo de palo que ella le lanzaba. En algunos momentos
se acercaba hasta el grupo de los hombres y se colocaba a su lado. Arnés,
varias veces, le quitó el palo de la boca y lo relanzó donde su ama. Llegaron al
lugar y vieron que, en efecto, había unos diez trozos de tubo de fibrocemento.
A pocos metros se oía el ensordecedor ruido de la autopista de circunvalación.
Estaban sobre una pequeña loma en la que había, desperdigados, unos
esqueléticos pinos dañados por los gases de los automóviles. Princesa indicó
que le gustaba la idea de pasar el invierno guarecida en uno de los tubos,
aunque no eran tan largos como había señalado Velado. Aprovisionaron trozos
de ramas duras, que encontraron por el suelo, a modo de palos.
Vamos a ver cuál de ellos se mueve más fácil. Hoy cogeremos uno
para Princesa y otro día vendremos a por más indicó Velado.
Intentaron moverlos, pero estaban muy afianzados al suelo. Cuando ya
habían probado con todos, sin lograr desplazar ninguno de ellos, Arnés se
acercó al tubo que estaba más próximo a la ladera del montículo, era el último
y el único que habían zarandeado un poco, lo suficiente como para pensar que
con un esfuerzo sería posible desplazarlo. Se dirigió con la mirada a Grajos y
le dijo:
¡Salten truenos, maldita sea! ¡Hay que conseguirlo Grajos! ¡Vamos a
ver!, yo intento apalancarlo por un extremo y tú pones un palo perpendicular
a modo de calce. Después hacemos lo mismo en el otro extremo, ¿vale?
Grajos asintió con la cabeza. Velado se unió a Arnés y entre los dos
apalancaron con fuerza. Tuvieron que hacer varios intentos. Princesa y Abate
les animaban. El tubo quedó finalmente despegado del suelo.
¡Joder! ¡Joder! ¡Por fin lo hemos conseguido!  gritó Grajos.
Bueno, ahora con mucho cuidado lo tenemos que voltear un poco, lo
suficiente para sacarlo de su hoyo, pero no más porque hay que girarlo noventa
grados para dirigirlo en el otro sentido puntualizó Velado.
Consiguieron sacarlo del hoyo. El tubo quedó desprendido con unos
calces de palo; Grajos y Arnés se colocaron en el extremo indicado por Velado.
En el momento que Velado se dirigía al otro extremo para apalancar en
sentido contrario y así girar la pieza los noventa grados deseados, Abate,
que estaba en la mitad, resbaló al dejarle pasar. En su caída se apoyó sobre
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
90

el tubo con tan mala fortuna que éste comenzó a girar por el impulso. Atónitos
vieron como rodaba por la loma camino abajo hacia la autovía. Grajos se alteró,
miró a la carretera y exclamó alocado:
¡Los niños, los niños!
Todos dirigieron sus miradas a la ruta, los coches pasaban a gran
velocidad. No se podía distinguir si en uno de ellos había niños, sin embargo,
Grajos chillaba fuera de sí una y otra vez: "¡Los niños! ¡Los niños!". Arnés le
cogió por los hombros y le zarandeó con brusquedad diciéndole: "Grajos,
¡joder! Ya vale, que no es lo que tú piensas, que aquí no hay un puto niño". No
le hacía caso y seguía gritando. En un impulso desatado, le dio un puñetazo
que le tiró al suelo. Princesa se aproximó y, arrodillada, le puso su cabeza en
el regazo. Con un pañuelo de papel, limpió la sangre que manaba por la nariz.
Los demás siguieron con sus miradas el volteo del tubo con el temor de que
cayera a la autovía. La tubería rodó unos metros por la loma y justo antes de
llegar a la carretera chocó contra un pino. Se partió en dos. Una de las partes
se quedó junto al árbol, que se arqueó del impacto; la otra rodó hasta caer en
el hueco entre la loma y la cuneta guardarriel de la carretera.
¡Grajos, que no ha pasado nada! le decía Princesa atusándole el pelo.
¡Cagüen la mar, Se me fue el puto camión! ¡Malditos pajarracos! Los
chicos..., los frenos..., fue terrible... gimió desconsolado.
Ya lo sé, pero eso pasó hace ya diez años. ¡Cálmate!, querido.
Le ayudaron a levantarse. Princesa y Arnés le serenaron de vuelta al
campamento. En el camino Velado se acercó a Abate y le comentó:
¿Qué le ocurrió a Grajos?, ¿lo sabes? ¿Acaso tuvo un accidente con
unos niños?
Sí, en efecto. Él había sido transportista y con el tiempo llegó a
poseer una flota de varios camiones. Cuando se hizo propietario de su segundo
camión dejó de conducir y se dedicó a la gestión de los pedidos. Lo mismo
transportaba balas de papel, bobinas de chapa, armarios de cocina o material
para la construcción. El negocio le iba viento en popa. Un día cargó uno de los
camiones con sacos de cemento. El conductor, que tenía que llevarlo, se puso
malo y, como los otros chóferes ya estaban en ruta, él mismo condujo el
camión. Al lugar, donde debía entregar la mercancía, se llegaba por una calle
cuesta abajo. Él se fijó que la pendiente era importante, así que redujo la
marcha y, justo en el momento en que quiso hacer el cambio, el tubo de escape
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
91

emitió un petardo. Unos grajos, que estaban en un árbol cercano, se


espantaron y comenzaron a revolotear alrededor del camión. Varios de ellos
se metieron por la ventanilla medio abierta y le picotearon la cara. Él se
descontroló. No llegó a embragar y se le quedó la marcha en punto muerto.
—¡Vaya faena! Supongo que entonces el camión tomó carrerilla ¿no?
—En efecto. Dio unos cuantos bandazos y el peso de la carga hizo que
el camión tomara fuerza y se lanzara cuesta abajo. Al darse cuenta del
peligro, quiso frenar, pero los frenos se recalentaron y se quemaron. Mientras
los pajarracos revoloteaban por el interior de la cabina y le picoteaban, él
tocaba la bocina porque veía que al final de la calle pasaba un grupo de niños
de un colegio en fila de a dos. Por el ruido de la bocina, los pájaros se pusieron
más nerviosos y le picaron con más saña. Al final de la cuesta había un cruce,
la calle de la derecha era la más recta, pero era también por donde seguían
los niños. La de la izquierda estaba más ladeada, casi perpendicular. Todo fue
muy rápido, al llegar al cruce dio un volantazo a la izquierda y el camión volcó.
La carga cayó sobre los últimos de la fila. Gracias a Dios que apenas había
gente por el lugar, si no hubiera sido peor. La mayoría de los niños ya habían
corrido despavoridos y se habían puesto a salvo. A pesar de todo no pudo
evitar atropellar a dos de ellos que murieron aplastados.
—¡Qué terrible, Dios mío!  exclamó Velado. Abate se quedó pensativo
y un par de lágrimas resbalaron por sus mejillas. Velado al ver su semblante
permaneció en silencio caminando hacia el campamento. Un rato después
Abate prosiguió:
—Estuvo en prisión varios años. Cuando salió de la cárcel se dio cuenta
de que ya no podía vivir en su pueblo pues todo el mundo le señalaba, y, aunque
el seguro pagó las indemnizaciones, vendió su negocio y lo repartió entre los
padres de los niños, su mujer y su hijo. Lo dejó todo y se vino a esta ciudad,
desde entonces no ha querido rehacer su vida.
¡Qué terrible! ¡Es espantoso! ¡Lo que ha tenido que sufrir ese
hombre! ―replicó Velado. Los dos hombres siguieron su camino en silencio, al
poco señaló: He notado que cuando me estabas contando la historia de
Grajos te has perturbado.
Sí, en efecto, he recordado cómo perdí a mi mujer y mis dos hijos.
Ya me han contado tu historia y también fue terrible.
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
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La vida es un drama creado por nosotros mismos. Las cosas que nos
pasan son porque lo componemos así. Somos los únicos responsables de
nuestros actos.
No estoy del todo de acuerdo, Abate. Muchas veces estamos a
merced de los acontecimientos, si no son guerras, son calamidades o sucesos
bruscos que nos supeditan y nos hacen encontrarnos imbuidos en un destino
fatal.
¡No es verdad!, esa forma de pensar es fatalista, es considerar que
somos marionetas del destino, yo no lo creo así. Lo de Grajos es posible que
el destino le haya jugado una maldita carta, pero lo tuyo y lo mío fueron causas
de nuestras propias decisiones.
¿Hasta qué punto nuestras decisiones fueron realmente propias?
¿No será que las realizamos como consecuencia de unas circunstancias?
Puede, pero las decisiones las tomamos nosotros y nadie más.
Pongamos un ejemplo: Si al salir del portal de casa giro hacia la
derecha y me cae un tiesto que me mata, la caída del tiesto es una
circunstancia, ¿no?
Cierto, pero la decisión de ir hacia la derecha, la tomas tú.
Ya, y si tuerzo a la izquierda no me pasa nada, pero en ningún caso mi
decisión viene determinada por un objetivo a realizar, es sólo el azar o el
destino el que me guía. Ahora bien, si quiero comprar tabaco y el estanco está
a la derecha de mi portal no me queda otro remedio que torcer en esa
dirección, luego mi decisión esta forzada por la ubicación del estanco.
No sé a dónde quieres llegar, Velado. No veo qué tienen que ver
nuestros casos con tu ejemplo.
Pues simplemente a que no siempre somos totalmente responsables
de las cosas malas que hacemos, salvo que seamos unos villanos. A los ojos de
la gente seremos unos imprudentes homicidas, responsables de la muerte de
alguien, yo de mi hija, tú de tu familia o de los niños en el caso de Grajos. Pero
ante los ojos de Dios somos unos pobres desgraciados que las circunstancias
nos llevaron a un fatal destino. No somos malhechores.
Yo lo tengo bien claro, tomé la decisión de dejar a mi hijo llevar el
coche, cuando sabía que todavía no tenía el carné de conducir. Yo y sólo yo.
Cierto, fue un error, pero si tu hijo no hubiera aprobado el curso tú
no habrías dispuesto ir de excursión.
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
93

Eso es verdad. Si no hubiera aprobado me habría enfadado.


Luego la circunstancia de que tu hijo aprobara el curso hizo que tú
te sintieras eufórico y quisiste darle un regalo, mal elegido, pero con buena
intención.
Pero en ese caso y, según tu teoría, nunca somos culpables de
nuestros malos actos.
No, no quiero decir eso. Yo creo que sí somos culpables en la medida
en que hemos tomado una decisión sin analizar las posibles consecuencias,
pero no tanto como que nos castiguemos toda la vida. El hecho de la muerte
de un familiar, como consecuencia de nuestra errónea decisión, ya es
suficiente castigo.
Pero yo blasfemé y pisoteé la Hostia consagrada.
¿Cuál puede ser el grado comparativo entre tú y Dios? ¿La de un niño
frente a un rey o frente al presidente de la nación? O, ¿quizás más?
Yo creo que más.
Bien, imagínate que el niño le llama "mentecato" a ese rey o a ese
presidente, ¿sería el niño merecedor de prisión?
No, claro que no, al fin y al cabo, sólo sería una chiquillada.
Pues eso, lo tuyo fue un arrebato estúpido y, probablemente frente
a Dios una chiquillada.
Una vez en el campamento, todos acordaron no traer ninguna tubería;
realmente estaban muy afianzadas en la tierra y algo alejadas. Grajos se
encontraba ya calmado y todos pudieron reconciliar sus sueños a excepción
de Abate que no pudo dormir como otros días, la conversación mantenida con
Velado le había hecho pensar. A la mañana siguiente sólo rezó su "Padre
nuestro", con voz más suave que de costumbre: "... y perdónanos nuestras
ofensas, pero no como nosotros, sino con tu magnanimidad que es grandiosa,
Señor" y a lo que añadió: "Gracias Dios mío por tu misericordia".
* * *
Velado, agazapado en su esquina, se resguardaba de la persistente
lluvia. Hacía tres días que no lucía el sol y apenas había conseguido dinero
suficiente para comprarse un par de bocadillos.
―¡Por favor una ayuda que llevo dos días sin comer! suplicaba a los
pocos viandantes que pasaban con premura. Alguien con un paraguas se le
acercó y le dijo:
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
94

―Véngase conmigo que le invito a un buen desayuno. ―El acompañante


le llevó a una cafetería y allí, en un sitio discreto fuera de las miradas de los
curiosos, le invitó a desayunar.
Ya le dije señor Ortega que no quiero hacer las guardias que me
propuso.
Ha venido a verme una persona que le estima mucho y me ha dicho
que fue un buen cirujano. Me ha contado su historia, muy lamentable, por
cierto. Si trabaja conmigo podría interceder por usted, tengo buenos
contactos, y conseguiría rehabilitarlo como mucho a los dos años, ¿qué le
parece?
¿Quién le ha hablado de mí?
Lo siento, prefiero no decírselo. Alguien que le estima.
Mire usted, señor Ortega, hace más de un año que dejé de actuar en
un hospital y ahora llevo una vida ambulante, por lo que mis facultades habrán
mermado.
No se preocupe, le utilizaré como enfermero bajo mi responsabilidad,
pero debe empezar en el turno de noche y sólo en el cuidado de los enfermos
estacionarios, en ningún caso en los de urgencias.
¡Ah!, yo creía que era para las urgencias.
No, no puedo.
—Ya, se trata de medicar a los enfermos estacionarios de acuerdo con
las prescripciones médicas. Sólo hay que seguir una pauta establecida, y en
todo caso ayudarles con algún calmante o pastilla para dormir.
—Exacto. Sin embargo, en las urgencias puede haber la necesidad de
efectuar una cura con operación traumática y usted no está autorizado por
el colegio médico, pero tengo la esperanza de que pronto lo pueda realizar.
Debo meditarlo, la idea de volver, un día, a actuar como médico me
fascina, aunque a decir verdad ya lo había descartado. —Se despidieron. En
el momento de decirse adiós Ortega le dijo:
—Bien, señor Velado, espero verle de nuevo muy pronto.
Cuando llegó al campamento no quiso hacer alusión a su encuentro. Se
pasó un buen rato examinando a sus compañeros para deducir quién habría
visitado a Ortega. No le cabía la menor duda ya que éste, al despedirse, le
había saludado por su apodo. De inmediato descartó a Arnés y a Grajos; su
duda estaba entre Abate y Princesa. Consideró mentalmente los lugares por
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
95

donde éstos se desenvolvían y llegó a la conclusión de que tenía que ser


Princesa. Ella siempre le había tratado con cierta deferencia e incluso, la
semana anterior, cuando comentó su actuación con el herido de la ambulancia,
aceptó que volviera a trabajar en el hospital. Se acercó con discreción a su
lado y la miró fijamente.
¿Qué me miras, Velado? Tienes cara de pillo.
¡Ah, sí! ¿Tú crees?
Sí, no sé lo que tramas, pero he de decirte que ya no me gustan los
escarceos amorosos, ya pasó mi edad.
¡Ah, bueno! ¿Crees que mi forma de mirarte te propone un ligue?
Pues sí, ¿por qué no? Eres un hombre maduro, pero todavía en plenas
facultades y yo sé muy bien que vosotros siempre pensáis en lo mismo.
Y ¿qué es "lo mismo"?
Bien lo sabes tú, ¡so truhan! Hay un dicho que dice que el hombre
pierde antes el diente que la simiente.
Ja, ja. No es eso, Princesa. Es que hoy me ha invitado a desayunar un
tal Ortega. La miró fijamente mientras se lo decía y apreció, a pesar del
colorete, su turbación.
Y ¿quién es ese Ortega? preguntó ella con sorna.
Bien que lo sabes, ¡so truhana! —parodió su frase—, pues el otro día
pronuncié su nombre con motivo de mi intervención a un herido.
¡Ah, sí!, el herido de la ambulancia.
No te hagas la 'sueca’ Ya sé que has estado a verle y le has hablado
de mí
Y eso, ¿por qué lo dices?
Porque me ha llamado Velado y me ha dicho que una persona que me
aprecia le ha contado mi historia, por lo que deduzco que fuiste tú.
Pues sí, he sido yo. Creo que deberías volver antes de que sea tarde.
Hace poco más de un año que lo dejaste todo. No quieras estropear tu vida
como lo hemos hecho nosotros. Te aseguro que si yo hubiera tenido una
oportunidad como la tuya no la habría dejado escapar.
¡Vaya, vaya!, lo que estoy oyendo anotó Abate acercándose a ellos,
y prosiguió: Así que dentro de unos días nos dejarás, ¿verdad?
¡No lo sé! Tengo que meditarlo.
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
96

No hay nada que meditar, es lo mejor para ti, te lo aseguro


reafirmó Abate.
¿Qué es eso que oigo?, ¡Joder! ¿Que te vas? ¡Lo que yo decía! Aunque
lo entiendo y creo que haces bien. Si yo hubiera sido tan valiente cuando salí
de la cárcel ahora no estaría viviendo esta vida tan mísera, ¡joder! confesó
Grajos.
Velado reveló su encuentro a los otros compañeros y aquella noche no
pudo conciliar el sueño. A la mañana siguiente les comunicó que había decidido
aceptar la propuesta del jefe de personal del Hospital General y rehacer su
vida. Tal como lo había previsto, telefoneó a Ortega para darle su acuerdo.
Se gastó lo que tenía y celebró con sus compañeros una despedida muy cordial.
Les expresó su inolvidable agradecimiento pues gracias a su compañía había
comprendido que era necesario perdonarse a sí mismo.
* * *
La noche arreciaba ya su manto de penumbra, el otoño alcanzaba su fin,
los cuatro harapientos se cobijaban bajo el techo de Uralita de antaño una
factoría siderometalúrgica: Arnés mantenía el fuego sin protestar; Abate
tampoco se preocupaba de resaltar los errores de Princesa; Grajos había
conseguido recuperar la tranquilidad de su maltrecha confianza; y Princesa,
aunque sentía la ausencia de Velado, canturreaba y acariciaba a su perrita al
compás de sus buenos recuerdos.
97

10 ATANASITO O EL ANTI-GEN DE LA
HERENCIA

atanás deseaba tener un hijo. Como en el averno no podía


engendrar a su vástago, se disfrazó de bello adonis y se
trasladó a la tierra. Se acercó a la gran ciudad. Con unas dotes de gran
casanova, cortejó a varias jóvenes hasta que consiguió seducir a una de ellas.
Al cabo de los nueve meses, cuando el niño nació, Satanás lo raptó y se lo llevó
a los abismos.
Preparó una habitación para el niño. La llenó de sapos y culebras para
que protegieran sus sueños. Hizo colgar en las paredes insectos atravesados
por alfileres. Llenó unos anaqueles de mariposas y moscas con las alas
arrancadas, ranas con una de sus patas cercenadas, gatos con un ojo hundido,
perros con la piel quemada por la lejía, gallinas con el trasero atravesado por
un palo y pájaros con el cráneo perforado por tirachinas. El pequeño Satanás,
o Satanasito, debía aprender todas las posibles artimañas malévolas de los
críos. Su padre se dedicó personalmente a educarlo: quería que su hijo fuera
lo más malo posible.
Cuando cumplió los diez años, Satanás consideró que había llegado el
momento de ponerlo en la tierra para ejercitar sus excelentes actitudes. Se
disfrazó de hombre de negocios y se fue a vivir con él a un piso ubicado en
uno de los barrios más populares. A partir de aquel día, y para evitar
sospechas, su hijo se llamaría Atanasito. Satanás lo inscribió en un colegio
público. Atanasito comenzó a frecuentar a otros seres que ya no tenían el
aspecto de machos cabríos, ni olían a carne quemada. Empezó a curiosearlo
todo. Hizo amistad con los chicos del colegio. Por primera vez no se sentía
solo. Hasta sus compañeros le apodaban Nasio cariñosamente. En su casa, el
infierno, no había niños como él. Todos eran personas mayores y siempre
estaban blasfemando. Aquí, los chicos, a veces decían tacos, pero siempre
estaban bromeando. Allí, sólo conocía los colores rojo y negro, los relámpagos
y los truenos. Ahora había conocido no solamente otros colores, sino también
la luz, el frío, la lluvia, el sol y el arco iris. Aquella situación le entusiasmaba,
se sentía muy feliz, incluso se había inscrito en el equipo de fútbol del colegio.
ATANASITO O EL ANTI-GEN DE LA HERENCIA
98

Esto último entusiasmó a su padre pues pensó que su hijo patearía a sus
compañeros.
Un día Satanás llamó a su hijo:
—Vamos a ver Atanasito, ¿ya incordias a tus compañeros en el cole? Yo
te enseñé a ponerles una chincheta en la silla cuando alguno de tus compañeros
quiera sentarse; a empujar a tus amigos en la fila; a poner zancadilla en los
pasillos; a utilizar un canuto de caña y lanzar granos de arroz a la profesora
en la clase; a echar agua en la sopa de tu compañero o un grillo en su vaso de
bebida. En fin, a ser un incordio.
Pues no, papá. No me gusta nada hacer lo que me has enseñado.
—¿Qué dices? ¿Que no te gusta ser un incordio?
—Pues no, papá, no. Resulta que ahora he conocido la amistad, cosa que
nunca supe lo que era. Allí, en nuestra casa, nadie se quiere. Aquí he
descubierto la labor de equipo; y somos capaces de ganar a nuestros
oponentes algunos partidos de fútbol. Es más interesante.
—Pero ¿cómo es posible que esto me esté pasando a mí? ¡Yo que soy el
demonio! Mi hijo tiene que ser peor que yo. Tú eres mi deshonra.
—Lo siento papá, pero no puedo hacer lo que tú pretendes.
—Esto no puede seguir así. Tengo que hacer algo —pensó Satanás.
Caviló durante toda la noche. Recordó cómo se había preocupado de preparar
su habitación en el infierno y todo lo que le había enseñado en sus primeros
diez años. No llegaba a comprender por qué su vástago no era tan malo como
él.
Al día siguiente, Satanás se vistió de traje oscuro, corbata blanca con
motas negras, sombrero de ala ancha y botines negros punteados. Se acercó
a la consulta de un siquiatra. El doctor le hizo tumbarse en el canapé de su
consulta con la mirada en el techo y las manos cruzadas.
Usted dirá señor. No es necesario que me dé su nombre. Puede
utilizar un apodo.
—Bien. Me llamo Luis Cífer. Soy un hombre que me gano la vida según
mi antojo. No me importa conseguir lo que me proponga, aunque tenga que
pisar, en el camino, al prójimo. Me río de todo el mundo, incluso de mi "Padre"
que me creó. La gente me teme pues puedo mandarlos al infierno. Soy, lo que
se dice, un demonio hizo una pausa y prosiguió. Pues bien, resulta que
tengo un hijo de diez años. Le he enseñado todas las triquiñuelas necesarias
ATANASITO O EL ANTI-GEN DE LA HERENCIA
99

para que el vecino no le pisotee, para que él sea el temido. En una palabra,
para que sea un matón, y no me hace caso. Hace todo lo contrario. Es un
buenazo. Es la deshonra de su padre. Quizá no haya sabido educarlo.
Mientras Satanás hacía sus comentarios, el siquiatra se mantenía
separado. Aquel hombre tumbado en el canapé le había impresionado. Su
vestimenta era similar a la de un gánster y, por lo que comentaba, era capaz
de mandarle al infierno, lo que suponía pegarle un tiro. Había de tener buen
tacto. Respiró con fuerza y dijo:
—Bien. Hay que considerar que su hijo tiene aún diez años, es todavía
pequeño. Seguramente, usted también, en su niñez, se comportaba como un
ángel. Dele tiempo al tiempo. Dentro de unos seis años, sin duda, su hijo
cambiará. Es usted un buen padre, no se acompleje. Lleva sus genes. Ya
cambiará.
Satanás supuso que el doctor tendría razón; había que esperar a que
Atanasito se transformara en un joven indómito. Pasó el tiempo. Un día
Satanás dialogó con su hijo...
—¿Cómo te va, hijo?
—Bien, papá.
—Ya tienes dieciséis años. Supongo que entre otras cosas te dedicarás
a engañar a las chicas. A seducirlas y luego a abandonarlas, ¿verdad?
—Pero, ¿qué dices? Tú, papá, eres un "carca".
—¡Un carca! Y, ¿eso qué es? Siempre he creído que yo era un demonio.
—Un carca es un vejestorio. Alguien que sigue con los mismos sistemas
y costumbres ancestrales.
—Oye, hijo. Has de saber que yo tengo mucha edad. Muchos miles de
años y a mucha honra.
—Pues eso, papá. Eres un carca, y no cambias. Las cosas ya no son así.
Ahora se corteja a una chica, y si te gusta, no necesitas seducirla, te vas a la
cama con ella de mutuo acuerdo.
—Bueno..., pero la dejas embarazada y luego la abandonas.
—Papá, tú no estás enterado de cómo van las cosas. Ahora se utiliza el
preservativo. Ya no hay embarazos; sólo los deseados y controlados. Además,
si dejas embarazada a una chica, ella te puede denunciar. Te hacen la prueba
de paternidad y si te descubren, no te obligan a casarte, pero sí a mantener
a la criatura. ¿Te das cuenta lo que eso supone? ¿Trabajar como un condenado
ATANASITO O EL ANTI-GEN DE LA HERENCIA
100

para mantener a los nacidos por tus calaveradas? ¡No, hombre, no! Es
preferible usar el preservativo. Y, además, en lo que tú dices, el juez te puede
obligar a indemnizar a la chica por violación premeditada o abuso sexual.
—¡Vaya, vaya! En mis tiempos las cosas no se hacían así. Bueno, pero
cuando necesites dinero para ir con tu chica, lo robarás, ¿verdad?
—¡Ni mucho menos! Mis amigos y yo, cuando necesitamos dinero, nos
ponemos a cantar en una esquina de la calle con unas guitarras. La gente
siempre nos da algo. No necesitamos robar.
Satanás quedó asombrado de comprobar que su hijo no seguía el
camino previsto por él. Se volvió a vestir de gánster y fue de nuevo a la visita
del siquiatra.
—Verá usted señor Cífer, su hijo lleva los genes de usted y los de su
madre. Usted, seguramente fue un ángel de niño y lo más probable es que la
madre haya sido y siga siendo una buena persona; lo que hace suponer que su
hijo tenga un porcentaje muy elevado de genes angelicales. Debe quitarse su
complejo de mal padre, pues los genes tienen mucha fuerza. La historia nos
cuenta que algunos hijos de hombres malvados se hicieron santos.
—¡Eso sí que no! ¡Por mi estampa, que no!
El siquiatra llegó a temer por su vida al ver a su cliente tan irritado.
De vuelta a su casa, Satanás pensó que había elegido mal el día en que había
seducido a aquella muchacha tan incauta. La había engañado al verla sin
malicia, demasiado ingenua. Quizás fuera tan cándida que su candor rayara la
inocencia angelical. En su cavilar, llegó a sopesar que nunca conseguiría hacer
de su hijo un excelente demonio. Lo meditó durante algún tiempo y, después
de madurar su idea, decidió eliminar a su hijo de modo que tuviera que
abandonar este mundo y retornar al infierno.
Un día en que Atanasito volvía del colegio en compañía de un amigo,
Satanás hizo que un motorista se precipitara sobre ellos. Atanasito, al verlo,
empujó a su amigo para que no fuera arrollado. Él no pudo esquivar el golpe.
Murió atropellado.
Al día siguiente, Satanás se acercó al infierno para visitar a su hijo
pero éste no estaba allí. No podía pensar que su hijo se hubiera ido al Cielo,
no obstante, se acercó y llamó a la puerta. Salió San Pedro:
—¿Qué quieres Satanás?
ATANASITO O EL ANTI-GEN DE LA HERENCIA
101

—Verás, Pedro, estoy buscando a mi hijo. No estará por casualidad aquí


¿verdad?
—¿Aquí...? ¿Cómo va a estar aquí tu hijo? Estará en el infierno.
―Pues no, allí no está, por eso he venido a preguntártelo. Sus amigos
le llaman Nasio.
―¡Ah, Nasio! Pues sí, si está aquí.
— Y ¿Cómo es que está en el cielo?
—Pues resulta que murió a causa de un atropello por una moto, y en el
momento del impacto empujó a su compañero y le salvó la vida. Murió haciendo
una buena obra. Dios le ha considerado una buena persona y le ha traído al
Cielo.

Satanás retornó al infierno. Allí sentado en el sillón de su despacho se


dijo: ¡Maldita sea mi estampa! Así que para una vez que tengo un hijo, éste me
sale rebelde, se encara contra mí, no sigue mis pasos, y para colmo se lo lleva
su "Abuelo". ¡Maldita sea! ¿Qué he hecho yo para que me salga un hijo así? —
Se quedó un rato absorto y finalmente se dijo—: Aunque..., quizás él aprendió
bien la lección, a ser indómito, rebelde; pues, al fin y al cabo, ha hecho lo
mismo que hice yo: hacer lo contrario que me enseñó mi Padre.
102

11 LAMENTO A GRANADA DE BOABDIL EL


CHICO

Cuán necio he sido,


en mis manos tuve lo más bello, lo más estimado de esta tierra
amada
y no supe conservar lo que hube conseguido.
Granada, Granada mía,
tendida en el tálamo al pie de Sierra Nevada,
cual novia que espera al amado que ya nunca vendría.
Cuán apasionado estuve.
Cuán tanto te amé.
A mi padre y a mi hermano, por no faltar a tu cita, destroné
ilusionado como un inexperto púber.
He luchado por poseerte y he derramado sangre y sudor cual puro
alabastro.
He soñado y recreado en deseos y pasiones, de tanto quererte.
Pero, con todo ello, mi reino ha sido efímero como una siesta en un
camastro.
¡Oh, madre querida!
¿Por qué antes me ayudaste en mis familiares intrigas y ahora
reprochas mi salida?
Pero razón tienes pues ahora me lamento, como mujer, de lo que no
supe, como hombre, poner escudería.
Granada, Granada mía, mis llantos riegan los linderos del Albaicín.
Mis lloros se oyen en la noche, al remanso del río Genil.
Mis recuerdos contigo se extienden por mi mente, como en el
anochecer el rocío.
Efluvios brotados de mi amorío para expresar con ellos, ¡oh,
Granada!, mi pasión ardiente.
Rocío de mis deseos que, con el amanecer de mi desdicha, se secarán
y sólo quedarán en recuerdos.
¡Ay!, triste de mí que ahora quiero permanecer y no puedo.
LAMENTO S GRANADA DE BOADIL EL CHICO
103

Camino, ando, subo las escaleras, mi alma se excita, mis pasos me guían
ante tu alcoba.
Pero todo es ilusión, falacia, anhelo de mi persona que no tendrá lo que
ya añora.
Sin valor y sin suerte, heme aquí derrotado.
La rabia me consume. La ira me acalora.
Tengo deseos de venganza, pero ya no puedo:
mi enemigo es el más fuerte.
Me exilian.
Te dejo Granada mía.
Voy camino de África.
Dicen que aquella es mi patria,
y allí me encaminan.
Pero tú eres mi pueblo, mi tierra y mi estandarte.
Y para mi desdicha... he de dejarte.
Hasta nunca jamás, Granada mía.
104

12 TRIBULACIONES DEL HERMANO "LITO"

penas tenía seis años cuando llegué a este monasterio.


Recuerdo que justo dos primaveras más tarde hice mi
primera Comunión. Y aunque aquí no hay calendarios, ya son ocho cuaresmas
las que he contado desde que vine, por lo que debo tener los catorce años.
Pronto me crecerá la barba, pero no me podré afeitar. Un día, el hermano
"Cacerolo", el cocinero, arregló la barba del hermano Simeón, que es algo
mayor que yo. Cuando terminó, le dijo: "¡Qué guapo te ha quedado!". Al Prior
no le gustó la frase, dijo que era una alusión mundana, y prohibió arreglarnos
la barba. Mi madre me puso de nombre Hipólito; y por no llamarme "Hipo",
para evitar que los chicos se mofaran de mí, acordó apodarme “Lito". Tuvo
que dejarme en el monasterio para irse a trabajar a la capital. Cuando llegué
aquí, el hermano "Sacristán”, me preguntó de quién era hijo, yo le contesté
que de un tal "Sr. Expósito", pero que no le conocía, a lo que él me dijo: "Por
desgracia nunca lo conocerás, hijo mío".
Dentro de dos años, podré hacer mis primeros votos o dejar el
monasterio. Los hermanos me dicen que en el monasterio todo es paz y
sosiego y que fuera los vicios humanos se aferran a las personas y las
arrastran al infierno. Sin embargo, al hermano Simeón se le van los ojos
cuando, en la misa de los domingos, llegan las dos hermanas Linares. Un día
el Prior le preguntó por qué las miraba tanto, a lo que él contestó que le
recordaban a las vírgenes, Justa y Palmira. "¿No será porque hay en ti sangre
lasciva y pecaminosa?", le increpó el Prior. Simeón, agachando la cabeza,
contestó: "No, no, ni mucho menos, Padre Prior". Sin embargo, por la noche,
se propinó veinte azotes con su cinto. Me dijo que era para no caer en el
pecado de la "debilidad de la carne". Yo entendía por debilidad de la carne el
ansia de comer, pues siempre tengo hambre, o dormir un rato más, pues aquí
nos levantamos a las cinco de la mañana. Pero no era eso, y no llegaba a
descifrar el sentido de la frase. Así pasaron los días de mi ignorancia, hasta
que el domingo pasado, cuando fui al altar a encender las velas, vi en la primera
fila a Ester, la sobrina del Prior, que tiene ya trece años. Estaba muy guapa
con su mantilla blanca de encaje y su vestido verde ajustado en el pecho,
LAS TRIBULACIONES DEL HERMANO LITO
105

haciendo vislumbrar el surgimiento de unos senos femeninos. Es la primera


vez en mi vida que me he quedado anonadado ante la presencia de una chica.
Durante la misa, no pude separar la mirada de ella. Derramé el vino fuera del
Cáliz cuando me lo pidió el Prior. Dos veces al menos tropecé con el hábito
del celebrante, al pasar de un lado al otro del altar. Al terminar la misa y
apagar las velas, se me cayeron los candelabros al suelo y toda la tarima
retumbó. En la sacristía, el Prior me regañó:
—Pero Lito ¿qué te pasa que estas en babia?
—Creo que lo mismo que al hermano Simón —contesté compungido.
—¡Vaya por Dios!, ya estamos con la primavera que a los jóvenes la
sangre les altera. Pues reza a la Virgen y no te dejes llevar por la ‘debilidad
de la carne’. Y, sobre todo, tómate una ducha de agua fría.
Busqué al hermano Simeón y cuando lo encontré le dije:
—Ya he descubierto lo que es la debilidad de la carne.
—Sí, y ¿cómo lo sabes, Lito?
—Pues porque me he quedado pasmado mirando a Ester.
—Y ¿qué más?
—Pues eso, que me he quedado pasmado y no he conseguido ayudar
ordenadamente al Prior en la misa.
—¿Nada..., nada más?
—Nada más. ¿Acaso no es suficiente?
—No, no es suficiente. Hace falta algo más, pero no te lo voy a decir,
lo tienes que descubrir tú solo.
Las campanas de "silencio" nos obligaron a dejar la charla. Por la noche
me acosté con muchas dudas, pensando que no había comprendido nada. Así
que recé mis oraciones y me dormí. Pero he aquí, que una vez dormido, soñé
que veía a Ester que se aflojaba la blusa y me dejaba entrever sus senos.
Empecé a notar un calor enorme, como de un volcán, ubicado en mi vientre,
que entrara en ebullición. Ella se abrió toda la blusa y, entonces, quise
besarlos. Mi cuerpo se convulsionó; la actividad volcánica reventó, y por mi
"tubillo", transformado en pistola, salieron, al menos, dos tiros colmados de
germen de mis entrañas. Después, ella desapareció de mi sueño y me encontré
sumido en una somnolencia de paz y sosiego que hasta entonces no había
experimentado. Por la mañana he ido a ver al hermano Simeón y le he contado
mi sueño.
LAS TRIBULACIONES DEL HERMANO LITO
106

—¡Vaya! Ya apareció lo que te faltaba, Lito. Eso que has vivido en


sueños, si lo haces en la vida real, sin casarte, es precisamente el pecado de
la "debilidad de la carne". Ahora ya lo sabes. Y si crees que no vas a ser fuerte
para superarlo, más vale que te vayas. Yo para soportarlo, me azoto y me
ducho con agua fría todas las noches.
He pasado el día pensando mucho en todo esto y, sobre todo, en lo que
me ha dicho el hermano Simeón. Creo que no voy a ser capaz de pasarme todas
las noches con duchas frías y azotes sobre mi cuerpo. Así que después de
mucho cavilar, he decidido dejar el monasterio y buscarme un trabajo en el
pueblo. Considero que me ilusiona demasiado tener la ocasión de besar los
pechos de Ester y ver que no es un sueño.
107

13 PARA MUESTRA BASTA UN BOTÓN

habitación era lúgubre. A una altura de ochenta


centímetros del suelo, un listón de madera clavado en la
pared evitaba las rozaduras de las sillas. Paca, la portera
de la casa, totalmente aturdida y perdida en sus pensamientos, deslizaba su
mirada por el recinto de la alcoba. Veía una cama de matrimonio acompañada
de dos mesillas situadas a cada lado. Sobre la cabecera, a poca altura, pendía
una imagen del Sagrado Corazón de Jesús. En el lateral izquierdo una ventana
que daba a la planta baja del patio interior de la casa. Debajo de ella y sobre
la cómoda, un pequeño florero, que contenía una única rosa, engalanaba una
imagen de la Inmaculada Concepción. La vivienda estaba ubicada en el portal
detrás del ascensor. La puerta de entrada tenía una pequeña ventana, desde
donde, sentada en su silla, podía vigilar las entradas y salidas del portal. Su
mirada, cansada de deambular por la habitación, se posó finalmente en la
imagen de la Virgen; mientras la miraba, unas lágrimas brotaron de sus ojos y
por su mente comenzaron a pasar los acontecimientos:
La víspera, cuando apenas eran las nueve de la noche, ya tenía la cena
preparada y esperaba la llegada de su marido, Pepe. Era guardia municipal,
escolta del alcalde. Los dos habían venido juntos a Madrid con la esperanza
de volver al pueblo y, luego, comprarse allí una casita y montar un pequeño
negocio. A ella le gustaba mucho hacer punto y encajes de bolillos, y a su Pepe,
que era un “manitas”, le encantaba el "bricolaje". La vivienda la tenían gratis,
con lo que ella sacaba de la portería vivían los dos y guardaban en la cartilla
de ahorros lo que él ganaba. Días antes habían tenido una conversación:
—No te preocupes, Paca, que pronto dejaré este oficio y encontraré
otro con el que gane más, y te sacaré de la portería —le había dicho, dos
noches antes, su marido.
—Sí, eso me vienes diciendo desde hace mucho tiempo, pero ese día no
llega. Llevamos cuatro años de casados, no hemos tenido hijos para poder
ahorrar y seguimos siendo pobres. A ver, Pepe, ¿cuánto tenemos ahorrado?
—No sé, mujer, ahora no me acuerdo, tendría que mirar la cartilla.
Quizás tengamos ya cien mil.
PARA MUESTRA BASTA UN BOTÓN
108

—¡Cien mil!, si un piso en el pueblo vale tres cientos mil. Deberíamos


tener algo más. Trae la cartilla, que sepamos lo que tenemos.
—Déjalo mujer, que estoy cansado y ya es tarde, mañana lo miraremos.
De todas formas, no te preocupes, Paca, que dentro de muy poco cambiará
nuestro destino, te lo prometo.
El reloj de pared había sonado las nueve de la noche. Era la hora de
cerrar el portal. Mientras se acercaba al portalón para cerrarlo, oyó ruidos
de pasos en la escalera. "¡Buenas noches!", dijo esperando la respuesta. Pero
no la obtuvo, ni volvió a oír paso alguno. Se acercó al rellano de la escalera y
preguntó: "¿Hay alguien ahí?" Tampoco obtuvo respuesta. Cerró el portalón
y puso el gatillo a la puerta para que ésta, desde fuera, tuviera que abrirse
con llave. Se metió en su vivienda y cerró su puerta con fuerza,
intencionadamente, pero se sentó en su silla y abrió con suavidad la trampilla
de la portería. No encendió ninguna luz, pero sí dejo la del portal. Al poco
rato vio, de espaldas, la figura de un hombre vestido con una capa obscura, y
con el cuello levantado. Pensó que era don Antonio, el abogado, así que asomó
la cabeza por la ventanilla y exclamó: "¡Adiós buenas noches, don Antonio!" Y
para sí se dijo: "¿A dónde irá este solterón, si hoy no es sábado?" Un
"adiós" emitido entre dientes apenas perceptible, es lo que escuchó por
respuesta. El individuo abrió la puerta del portal con tal premura que su
chaqueta rozó el picaporte y a punto estuvo de enganchársele la capa con el
pestillo. "Don Antonio, valiente cascarrabias, casi todos los días con la misma
monserga: 'Paca, haga usted el favor de decir a doña Pura que no haga tanto
ruido que no me deja atender bien a mi clientela y que su perro no mée a la
salida del portal'. Todos los días lo mismo". La vecindad decía que, como
abogado, siempre podría ser un buen partido para cualquier mujer, pero que
no encontraba novia por el mal genio que tenía. Doña Pura era una modista de
cierto renombre. Vivía en el segundo piso. A su casa venían mujeres de postín
que no escatimaban dos duros en la confección de sus vestidos. Para
atenderles con cierto gancho, ella había preparado un saloncito, donde su
criada servía té o vino dulce con pastas. Esto hacía que se formara una fuerte
algarabía, que retumbaba en el piso de abajo. Además del jaleo, a don Antonio
le llegaba el eco del crujir de las tarimas en las idas y venidas de las señoras
al probador. Dos días antes, don Antonio había tenido un altercado con uno de
sus clientes. Los dos chillaban mucho: el cliente porque se sentía estafado y
PARA MUESTRA BASTA UN BOTÓN
109

el abogado por el enfado que tenía añadido al cabreo que estaba cogiendo por
el ruido que se había formado en el "gallinero" del piso de arriba, tal como él
lo llamaba. "Esto no quedará así, don Antonio. Mi hermano se queda con la
heredad y yo en la ruina. Le juro, por la gloria de mi madre, que usted pagará
cara su gestión", se había oído decir al cliente. Incluso un vecino que en ese
momento bajaba por las escaleras pudo ver cómo el hombre ponía el dedo
pulgar de la mano derecha pegado al dedo índice, en forma de cruz, y lo besaba
en señal de juramento. "Váyase usted a la porra", había respondido don
Antonio.
Paca seguía en sus pensamientos, rezaba a la Virgen. El inspector de
policía se le acercó para decirle:
Lo siento señora Paca, ya la tendré informada.
Con los ojos enrojecidos por las lágrimas, totalmente abotargados y
con una voz entrecortada, respondió: "Gracias, don Anselmo". Y continuó
ensimismada en sus recuerdos...
***
—¡Hombre, Pepe! Por fin llegas. Es muy tarde, tendré que calentar de
nuevo la cena. Son casi las once. ¿Qué ha pasado?
—Pues resulta que mañana viene el alcalde de una ciudad extranjera y
el nuestro quiere recibirle con todos los honores. Nos han dado un traje de
gala y guantes y hemos tenido que ensayar, por eso llego tan tarde.
—Bien, vale, vamos a cenar. Mañana por la mañana te repasaré el traje
con la plancha para que no tengas ninguna arruga y seas el más guapo del
cuerpo.
—Mejor será que no lo toques, no se vaya a manchar.
Sus recuerdos le habían traído en definitiva a comienzo del día
siguiente cuando repasó el traje de gala de su marido y vio que en la manga
derecha tenía dos botones dorados, en vez de tres, modificó su distancia para
que no se notara mucho; no era la primera vez que retocaba el uniforme de su
marido. Entre tanto alguien había subido al primer piso a la consulta del
abogado, y había encontrado la puerta abierta, y al no contestar nadie, había
bajado a casa de la portera: "Oiga portera, que la puerta del abogado está
medio abierta y no contesta nadie". Subieron los tres: el individuo, ella y su
marido. Allí encontraron a don Antonio reclinado sobre la mesa con un puñal
PARA MUESTRA BASTA UN BOTÓN
110

en la espalda. Avisaron a la policía. Anselmo, un veterano inspector y muy


sagaz, se había presentado de inmediato.
***
—Que nadie toque nada, y que no se mueva el cadáver hasta que venga
el juez ―había dicho.
Los vecinos se habían agolpado en el umbral de la puerta, todos querían
ver la escena del crimen. El inspector dispuso que dos guardias vigilaran la
entrada del piso. Alguien le comentó que, dos días antes, el abogado había
tenido una fuerte discusión con uno de sus clientes y éste le había amenazado
con una próxima venganza. Sin embargo, el inspector, al verificar el lugar,
había constatado que el crimen era consecuencia de un robo. Claro que el tal
cliente podía haber dejado pistas falsas. Cuestionó a los vecinos e hizo sus
anotaciones. Se dirigió a la portera:
—Veamos señora, Paca, usted dice que anoche a eso de las nueve vio
salir a don Antonio y que éste tropezó con el pestillo de la puerta. —Mientras
exponía su pregunta el inspector miraba detenidamente el picaporte del
portalón.
—Sí señor así fue. Pero no puedo jurar que fuera don Antonio, puesto
que yo le vi de espaldas. Lo cierto es que a mí me pareció él.
—Y ¿sabe cuándo volvió?
—No, no se lo puedo decir, porque cuando vino mi marido, hacia las once,
cenamos y nos fuimos a la cama y todavía no había vuelto.
—Pero su marido es escolta del alcalde ¿no?
—Sí, así es.
—Bien y ¿cómo es que vino tan tarde?
—Pues porque hoy nuestro alcalde recibe a otro alcalde extranjero y
como quiere recibirle con honores, hizo ayer un simulacro de su llegada. Ahora
mismo mi marido se está vistiendo el traje de gala para la recepción. Verá
usted qué guapo está.
Mientras Paca miraba a la puerta de su casa, para ver si salía su marido,
el inspector oteaba el suelo del vestíbulo del portal. En un recodo del zócalo
había algo. Se agachó y lo recogió. Al poco, salió Pepe con su traje de gala.
—Sí que está guapo, sí —apuntó el inspector al mismo tiempo que
miraba a la portera—. Le queda bien el traje —siguió mientras cogía los
PARA MUESTRA BASTA UN BOTÓN
111

brazos del marido y les daba media vuelta—. ¿Cómo es que en la manga
izquierda tiene tres botones y en la derecha dos?
Pepe le dijo que lo había perdido. Después, el inspector exclamó:
Queda usted detenido por asesinato. ¡Guardias! Apresen a este
hombre".
Ante las exclamaciones de inocencia tanto del detenido como de su
mujer, el inspector sacó de su bolsillo lo que guardaba y al enseñarlo vieron
que se trataba de un botón dorado con las iniciales " A M " (Ayuntamiento de
Madrid) idénticos a los del traje de gala.
—¿Por qué, Pepe, por qué?  había preguntado a su marido.
—Porque he perdido todos nuestros ahorros en el juego, y tenía que
reponerlos antes de que tú lo vieras —le había contestado su marido.

Miraba fijamente a la imagen de la Virgen. Sus labios musitaron retazos


de una canción dominical. Su respiración entrecortada no le permitía hilar las
estrofas

.
112

14 EL ENIGMA DEL SOBRE

Olivia Fuentes contemplaba, desde el mirador de su casa, el


pasar de la gente y el correr de los coches. Escribía novelas de intriga, y
había conseguido un cierto renombre. De rato en rato, cuando escribía, se
asomaba a su mirador con el propósito de percibir ideas del exterior. Su casa
estaba situada en el primer piso de una casa elegante de la avenida.
Aquel día, la calle estaba mojada por una ligera llovizna matinal ya
retirada. Pasó un largo rato mirando la vorágine mañanera sin encontrar nada
que le facilitara seguir con su novela. Ya estaba dispuesta a dejar su atalaya
cuando se fijó que, a su derecha y por calzada de enfrente dos ‘manzanas’
más arriba, venía un joven motorista haciendo filigranas para pasar entre los
coches. —“Hay que ver cómo se la juegan estos muchachos”—pensó. Cuando
el muchacho llegaba a la altura de su mirador, Olivia vio cómo de la casa de
enfrente, un ‘Mercedes’ salía por la rampa del garaje y esperaba un hueco en
la calle para salir. Justo, cuando el motorista pasaba por el lugar, se asomó
inoportunamente. Por el golpe, el joven salió despedido de su motocicleta por
encima del capó del coche. Quedó tendido sobre el asfalto. El conductor del
‘Mercedes’ abrió la portezuela de su coche y salió con premura. El muchacho
tendido en el suelo intentaba levantarse. Hacía ademanes de haber perdido
algo. Era un empleado de una empresa de reparto de objetos urgentes por la
ciudad. —“Por favor, que alguien llame a una ambulancia” —gritó el conductor
del coche, al tiempo que rastreaba el suelo, en busca del objeto perdido. Al
poco apareció un agente de policía.
Olivia reconoció al conductor: era don Abelardo, sobrino del Conde
Sotofilo, que vivía dos calles más arriba. Su tío era un aristócrata ya senil y
padecía fuertemente de asma. Se le conocía en el barrio porque en sus paseos
por un parque cercano, protestaba por todo lo que encontraba a su paso: por
lo sucia que estaba la calle, por los gritos de los chiquillos, por el ruido de los
coches, hasta incluso por las hojas que caían de los árboles. Su actitud le
exasperaba tanto que acababa con una fuerte tos. Entonces, su fiel y cariñosa
enfermera Elisa, que le acompañaba todo el día, le colocaba una careta para
su respiración, mientras sostenía con la otra mano una pequeña bombona de
oxígeno, y le transmitía palabras de aliento.
EL ESCRITOR Y SU PERSONAJE
113

Poco después apareció la ambulancia y se llevó al herido. Abelardo


tomó su coche y el agente despejó la zona de curiosos.
Olivia bajó de su piso y se acercó al policía.
—Oiga, señor agente, he visto el accidente por lo que si necesita
puedo hacer de testigo.
—No señora, no hace falta pues el conductor del automóvil ha
aceptado la responsabilidad del hecho. Se ha ofrecido a atender al muchacho,
incluso no va a reclamar daños a la empresa ‘La Veloz’ por el sobre que se ha
perdido.
—Ah, ¿el motorista hacía un recado para él?
—No, era para su tío el Conde. Su tío había solicitado los servicios
de ‘La Veloz’ para enviar un sobre con un sello de su colección a uno de sus
amigos. Don Abelardo piensa que su tío se enfadará, pues es un apasionado
de la filatelia. Seguramente será un sello de cierto valor, pero él le prometerá
compensarle con la compra de otro. A propósito, señora, ¿por casualidad no
ha visto usted dónde ha ido a parar el sobre cuando el muchacho chocó con el
automóvil?
—Pues no señor, no me fijé en lo que llevaba el joven, solo en el
accidente.
—Bueno, no tiene importancia.
—Adiós, buenas señor agente.
—Adiós señora.

A media tarde, Olivia, que ya se había enterado del hospital donde


permanecía el muchacho, decidió acercarse para visitarle. El joven tenía la
cabeza vendada y el brazo derecho en cabestrillo; debía permanecer en
observación durante tres días, después iría a su casa a reposar durante una
temporada. Ya había estado Don Abelardo para interesarse por él y le había
prometido toda clase de atenciones.
Al anochecer, cuando apenas se veía gente por la calle, sólo alguna que
otra para vaciar su basura en los contenedores, Olivia vio cómo don Abelardo
se paseaba por la acera de enfrente. Apagó la luz de su escritorio y se dispuso
a observar a su vecino. Éste iba de un lado a otro de la salida del garaje y
miraba atentamente por todos los rincones como si buscara algo. “Se diría
que don Abelardo está buscando el sobre —pensó Olivia—. ¿No decía que no
EL ESCRITOR Y SU PERSONAJE
114

era tan importante...? ¿Se habrá enfadado su tío...? ¿O quizás, el sobre tiene
más importancia de lo que él quiso indicar, y hay por medio un asunto de
herencias? ¿Pero qué cosas pienso? ¿Cómo va a haber un asunto de herencias,
si don Abelardo es el único familiar que le queda al Conde? Lógicamente él es
el heredero de su tío”. Olivia siguió con sus controvertidos pensamientos con
la pretensión de dar vida a una de sus novelas.
Al día siguiente salió temprano de su casa a tomar un desayuno
en una cafetería cercana en donde pasaba horas escuchando conversaciones
que le dieran ideas para sus escritos. Tomó el periódico. Al llegar al obituario
encontró la esquela del señor conde de Sotofilo, y allí aparecía don Abelardo
como único pariente. “Vaya —pensó—, por fin ha descansado el hombre. Tenía
muchos años y estaba muy enfermo de asma”. Se quedó pensativa. “Vaya con
el señor Conde, antes de morir quiso regalar uno de sus sellos a uno de sus
mejores amigos, por consiguiente, seguro que era un sello muy valioso. Merece
la pena encontrarlo”. Siguió con sus pensamientos: “¿Y si no se trataba de un
sello...? ¡Ay, qué tonta! Ya estoy otra vez con mi mente novelesca”—. Acabó
de tomar su desayuno y decidió visitar de nuevo al joven accidentado. Seguía
hospitalizado.
—Oye muchacho —le preguntó—, ¿te acuerdas de la dirección a la que
tenías que entregar la carta?
—No señora, ya se lo dije también a don Abelardo, fue tan fuerte el
golpe que parece como si hubiera perdido parte de la memoria. Lo siento.
—Bien, no te preocupes, pero te voy a pedir un favor.
—Dígame, ¿cuál es?
—Pues verás, quiero que si te acuerdas de ello me llames por teléfono
y me lo digas, te daré una buena propina.
Así quedaron los dos, y cuan agradable fue la sorpresa de Olivia que
justo cuando entraba en su casa el teléfono sonó, era el joven que le indicaba
la dirección a la que debía entregar el sobre. Acto seguido ella tomó el listín
de teléfonos y vio que la dirección correspondía a la de un Notario.

* * *
Olivia, ante el conocimiento de la dirección del sobre no dudó un
instante y se presentó en el domicilio del destinatario.
EL ESCRITOR Y SU PERSONAJE
115

—Buenos días señor Notario, mire usted soy Olivia Fuentes, la


escritora... —En pocos minutos le contó las incidencias del accidente, así como
que había desaparecido un sobre con un sello, probablemente, muy valioso
para él.
—Mire usted señora mía, yo no hago colección de sellos, y eso lo sabía
muy bien mi amigo Higinio, conde de Sotofilo. Nos conocíamos desde
pequeños y posteriormente, cuando murió su esposa, fui su albacea. No tuvo
hijos y se hizo un hombre taciturno y desagradable a medida que el asma le
atenazaba. Un día que estaba muy enfermo y parecía que iba a morir, su único
sobrino, don Abelardo, me relegó de ser su albacea y pasó todos los
documentos a otro Notario. Mi gran amigo Higinio ha muerto ayer y no he
podido darle mi último adiós, ¡qué pena! —se lamentó.
—Así que usted no colecciona sellos —recalcó Olivia—, por tanto, la
carta contenía otra cosa. ¿No es así?
—Así será. Quizá me escribía una carta de despedida.
—¿Y no piensa usted que deseaba cambiar su testamento y le
comunicaba su última decisión?
—Quizá, ¿quién lo sabe? Ya no se podrá saber salvo que aparezca la
carta.
—Pero si no aparece, su sobrino será su único heredero sin discusión
alguna.
—En efecto, no obstante, ha de pasar un año para ello, pues, que yo
sepa, el Conde nunca nombró heredero a su sobrino. Se notificará en el B.O.E.
su defunción por si hubiera otro familiar que optara por una parte del legado.
Al salir de casa del Notario, Olivia estaba segura de que aquel sobre
no contenía ningún sello de filatelia sino una carta de últimas voluntades y que
no dejaba toda su herencia a su único sobrino. Estaba segura de ello.
Días después, vio cómo enfrente de su casa unos operarios de la
compañía de electricidad pretendían mover una rejilla que se presentaba
muy apegada al suelo debido, probablemente, al tiempo que había permanecido
sin abrirse. Tomó su gabán y se acercó al capataz y le contó que “ella” había
perdido, días atrás, una carta que debía entregar a ‘Don Carlos Moreno’ (el
Notario), y le pedía que al levantar la rejilla se mirase detenidamente si por
casualidad allí estaba. En efecto, cuando los operarios consiguieron abrirla,
por el golpe del viento, la carta que estaba adosada a una pared lateral, se
EL ESCRITOR Y SU PERSONAJE
116

despegó de la misma. Sin duda, con el tropezón del motorista, la carta se


había deslizado por una de las rendijas de la rejilla, y como había quedado
adosada a la pared, su color marrón no había permitido a don Abelardo
distinguirla, cuando quiso encontrarla.

Olivia se fue a su casa y mientras tomaba un ‘sándwich’ miraba la carta


una y otra vez. Finalmente, tomó el teléfono y llamó al Notario.
—Hola buenas tardes Olivia —le saludó— ¿Tiene alguna noticia?
—Así es don Carlos, he conseguido la carta.
—¡Qué me dice! Esa sí que es buena noticia.
Olivia le contó, con todo detalle, cómo lo había conseguido y las ganas
enormes de conocer su contenido, a lo que el Notario le permitió abrir la carta
y leerla para satisfacción mutua. Olivia con un ímpetu apresurado la abrió,
mejor dicho, la desgarró, pues no utilizó ningún estilete sino sus dedos. Leyó
su contenido. Al término de la misma exclamó —: Aquí está la respuesta. No
cabe duda que no se trataba de un sello coleccionable sino de su última
voluntad.
—Bien Olivia, guarde la carta con cariño que mañana mandaré a un
recadero a buscarla.
Olivia, ahora comprendía el interés de don Abelardo por encontrar la
carta, aunque había manifestado que no le importaba. Pensaba en lo que había
sucedido en esos días y llegó a imaginar el contenido de su próxima novela…
Era de noche y se disponía a prepararse algo de cena cuando sonó el
timbre de la puerta. Instintivamente metió el sobre dentro de su ropa
interior. Abrió la puerta. Era el sobrino del Conde, quien dando un empujón
entró en la casa, y cerró la puerta tras de sí.
—¿Usted, don Abelardo?
—Sí señora, soy yo, y vengo a recuperar la carta de mi tío
—Yo no la tengo, y además no era para usted sino para el Sr. Moreno,
el Notario.
—¡Ve como la tiene usted! ¿Cómo sabe que era para el Sr. Moreno?
—Porque ya la tiene él.
—Miente muy mal, Olivia Fuentes, escritora de pacotilla.
Olivia había reculado por el pasillo hacía el comedor ante el
enfrentamiento agresivo de Abelardo, y mientras hablaban, ambos daban la
EL ESCRITOR Y SU PERSONAJE
117

vuelta a la mesa, uno detrás del otro. Sobre el aparador había una pequeña
‘Tele’ en funcionamiento, con la proyección de una película de vaqueros
bastante ruidosa. Abelardo con mucha agilidad subió el volumen de los
altavoces.
—Mire usted, no estoy dispuesto a compartir mi herencia con
esa furcia de enfermera, que durante estos últimos quince años ha
engatusado a mi tío para que la tenga en cuenta. Ya me lo había contado Lucio
el mayordomo. Él me tenía al corriente de los mimos que esa avispa de mujer
prodigaba al enfermo de mi tío. El día del accidente me llamó para anunciarme
que mi tío había enviado una carta de últimas voluntades a su amigo Carlos
Moreno, el Notario, pero que había hecho creer a todo el mundo que le enviaba
un sello de su colección. De inmediato salí de casa y tomé el coche del garaje
y esperé, a la salida, la llegada del motorista con la intención de cortarle el
paso antes de su llegada a mi altura. La fatalidad, debido a unos viandantes
que me estorbaron al salir, hizo que el muchacho chocara conmigo, y, con el
golpe, la carta se perdió. Pero ahora sé que la tiene usted y la voy a recuperar.
—No es cierto, ya le dije antes que la tiene el Notario—espetó Olivia
—Y yo le he dicho que no sabe mentir. El portero de mi casa me ha
contado cómo esta tarde ha conseguido usted la carta y le ha visto entrar en
su casa. Ha estado vigilante hasta que he llegado y él ha constatado que ni
usted ha salido de casa ni persona extraña ha entrado en la suya entre tanto.
Y además, ahí al lado del teléfono hay trozos de sobre, y seguro que
corresponden al de mi tío. ¡Ya estoy harto! ¡Deme de una vez la carta! —
vociferó Abelardo.
En ese momento sacó de su bolsillo una pequeña pistola plateada
y apunto hacía Olivia. Ella se sobresaltó, pero de inmediato pensó en cómo
debería actuar el protagonista de su relato y señaló:
—Si me mata nunca sabrá dónde está la carta, así que más le vale
guardar esa pistola.
—¡No me venga con bravuconadas, Olivia! He llegado hasta aquí y estoy
dispuesto a lo que haga falta por recuperar esa carta.
Inusitadamente el timbre de la puerta sonó en ese momento: Olivia
se dirigió hacía el pasillo.
—Quieta, no se mueva
EL ESCRITOR Y SU PERSONAJE
118

—Oiga que a lo mejor es el vecino que protesta por lo alto que está la
Televisión.
—Bien, la bajaré un poco, pero no se le ocurra abrir la puerta.

A pesar de haber bajado el tono del aparato, el timbre siguió sonando.


Con un brusco movimiento Olivia se acercó a la puerta.
—Quieta o disparo —gritó Abelardo.
Olivia no le hizo caso y abrió rápidamente la puerta de par en par
echándose a un lado. Era el Notario que no había querido esperar al día
siguiente y venía por la carta. Justo le dio tiempo de recular su cuerpo: una
bala rozó su hombro derecho.
Una hora más tarde Abelardo fue apresado. El ruido del disparo hizo
que los vecinos salieran a la escalera y denunciaran el hecho a la policía.
Horas después, Olivia y el Notario salían de la prefectura.
—Ya ve usted don Carlos lo que hace el egoísmo. Abelardo creía que
se quedaba sin herencia y que todo se lo llevaba Adela la enfermera, cuando
en realidad sólo le dejaba su colección de sellos ya que sabía que su sobrino
no lo apreciaba y por el contrario ella estará entusiasmada.
—Así es, pasará un buen tiempo en la cárcel por conducción temeraria
e intento de asesinato. Por otro lado, Adela se queda con una excelente
colección que con el tiempo puede que valga millones.
119

15 EL ESCRITOR Y SU PERSONAJE

staba sentado ante mi máquina de escribir, con una hoja en


blanco, dispuesto a escribir un cuento que se me ocurriera;
y, por más que miraba mi hoja, no sabía cómo empezar; así que comencé a
escribir tal y como afloraban mis pensamientos:
"Voy a inventarme una historia sobre un muchacho de pueblo... o sobre
una linda muchacha... o mejor quizás sobre un hombre maduro metido en
asuntos sucios. Sí, quizás sea mejor eso. Y, ¿cómo lo llamaré?: Pedro, Juan
o Álbert. Claro que, si introduzco también en la historia a una linda muchacha,
tendré que llamarla de alguna manera, quizás, Sonia sea un nombre bonito o
Elena que tampoco está mal. Daba vueltas a mi cabeza, queriendo crear un
personaje, cuando la máquina, aporreando las teclas, se puso a escribir ella
sola:
—Soy el personaje de tu historia, ¿por qué quieres sacarme de mi
letargo?
El personaje, aunque algo irritado aparentemente, había traspasado el
umbral de lo inverosímil y estaba dispuesto a dialogar conmigo. ¡No podía
desperdiciar aquella circunstancia! Así que proseguí escuchándole, mejor
dicho, leyendo lo que escribía el teclado.
—Quiero escribir sobre alguien
—Y ¿por qué quieres escribir sobre mí?
—Mira, sobre ti o sobre cualquiera, tengo que escribir algo, amigo.
—¡Vaya!, ya me consideras un amigo.
―Claro, pienso que me vas a ayudar.
―Ya, y, como se te ha ocurrido darme vida, me veo ahora de frase en
frase y a la espera de un punto y aparte para descansar. ¿Te parece bonito?
—Tiene que ser muy emocionante para ti salir de tu letargo y tomar
vida, ¿no?
—¿Qué dices?, con lo tranquilo que vivía sin existencia: no pensaba, no
necesitaba hacer amistades para luego perderlas y coger un "berrinche", no
me peleaba con nadie, no sabía lo que era gozar, pero tampoco podía sufrir.
—De esta manera no te sentirás solo.
EL ESCRITOR Y SU PERSONAJE
120

—¿Solo? Qué cosas tienes, si yo antes no me enteraba de que estaba


solo. Ahora resulta que vivo un drama o una ardiente pasión o cualquier otra
cosa que se te ocurra, o las paso "canutas", así sin comerlo ni beberlo.
—Bueno, pero no me negarás que esto te agrada; de alguna manera al
cobrar vida, haces algo. Estás activo. Y eso es bueno, ¿no?
—¡Je! Al principio todo parece bonito: me creas, me despiertas, me
activas, me das un nombre... Pero lo peor de todo, es que, cuando quieres
acabar tu relato, me eliminas de un plumazo.
—Verás, no todos los días se siente uno capacitado para escribir varias
páginas sobre un personaje. Muchas veces no consigo inspirarme. Si al menos
todos vosotros, mis personajes, estuvierais en una estantería, con sólo
miraros se me podría ocurrir algo.
—Pues debes prepararte algún artilugio. Unos muñecos, unos soldaditos
de plomo... o cualquier otro señuelo.
—Pero ¿qué te crees tú, que esto es como poner el piloto automático?
Pues no, hay que pensar mucho y coordinar las ideas; no basta con sólo mirar
unos soldaditos de plomo.
—Bueno, pero si empiezas quizás luego no puedas parar, como pasa con
una bola de nieve que comienza pequeña y, según va rodando, se hace más
grande.
—Sí, puede que tengas razón. Pero no es tan fácil. De todas maneras,
tendré en cuenta tus consejos. Gracias y hasta otro día.
—¡Ah, no! ¡Ves cómo eres un caprichoso! ¡Lo ves! Lo mismo decides
escribir, como dejarlo todo.
—No es cierto, yo estaba pensando en escribir algo cuando tú has salido
por las teclas y te has entrometido en mis pensamientos.
—Pero al fin y al cabo soy parte de tu imaginación.
—Lo siento, hoy no estoy para más. Adiós.
—¡No, no y no! No me puedes hacer esto. Ni que fuera yo un trasto
viejo. No lo acepto. Yo soy alguien importante para ti, me necesitas para tus
historias. Tienes que seguir un rato más conmigo.
—¡Está bien! Vivimos en un país democrático y todo el mundo tiene
derecho a comunicarse. ¡Adelante!
—¡Qué país democrático, y qué ocho cuartos! Aquí hacemos lo que tú
quieres. De democracia nada. ¡Tiranía total y absoluta!
EL ESCRITOR Y SU PERSONAJE
121

—No te enfades, por favor. Permaneceré contigo un rato más, ¿vale?


Pero lo que sí es cierto, es que no sé qué historia escribir y no me siento
inspirado. Quizás puedas tú darme una idea.
—¡Yooo! Pero cómo voy a ser yo el que te dé la idea si eres tú el que
escribes. Está claro que hoy no tienes muchas ganas. Lo siento, no te molesto
más, al fin y al cabo, tenemos que ir juntos en el relato y si tú no estás por
"la labor”, más vale que lo dejemos. Así que hasta otro día en que te
encuentres más inspirado.
—Sí, será mejor. Lo dejamos para otro día.
—Vale, pero te voy a traspasar un poema en rima libre. Es casi mío,
teniendo en cuenta que yo, y no otro personaje, fui el que lo recitó en otra
ocasión. Inspírate con él. Dice así: POEMA DE UN ESCRITOR NOVEL

La pluma, sostenida por mi mano diestra, quiere volar al viento


y expresar, con ello, mis pensamientos.
¡Oh! Musas de los cuatro vientos,
venid a mí y que mis brazos sean bien diestros,
para que pueda expresar aquello
y también mis sentimientos.
El ansia de escribir, debe darme fuerza para hacerlo
y con vuestro aliento conseguirlo.
Quiero anotar lo que oigo, lo que veo y lo que siento,
pero necesito vuestro ánimo, vuestro anhelo y vuestro tiento.
¡Oh! Musas de los cuatro vientos, ¡venid a mí!
coged mi mano, para que mi pluma escriba derecho
y pueda, al fin, sentirme satisfecho.
―¡Vale! Me gusta, lo tendré en cuenta. Gracias y hasta otro día.
―¡Adiós!
122

16 EL JARRÓN DE MI ABUELA

obre la mesa, debajo de la ventana, permanecían un par de


revistas llenas de polvo. Estaba visitando aquella habitación
del ático de la casa que fue de mi abuela. Una casa en la montaña del pueblo
de Pomiers a pocos kilómetros de Toulouse. Allí mi abuela había tenido
gallinas, conejos y patos, y también un par de vacas. La ventana, no muy ancha,
ensamblada con el tejado, miraba al sur. ¡Cuántos recuerdos en tropel, como
caballos desbocados! ...Cuando apenas tenía ocho años, mi madre y mis dos
hermanos veníamos aquí a cobijarnos. Mi padre, en aquella época, era
combatiente miliciano de la resistencia y estaba huido de las implacables
garras alemanas. A mis hermanos y a mí nos gustaba venir a la casa de la
abuela porque, en aquella época en que el hambre y el frío imperaban en todas
las casas, allí, al menos, siempre teníamos qué comer. Dormíamos sobre unos
colchones de paja colocados en unos catres de lona dura. A veces, mi abuela
vaciaba la paja de su funda y la reponía con otra nueva; entonces, en los
primeros días, dormir era un suplicio: por todo el colchón sobresalían puntas
de paja que laceraban nuestros cuerpos. Había que esperar unos días en que
la paja estuviera aplastada para poder dormir bien. Yo pedía a mi hermano
Raúl, que era el mayor y estaba gordo, que se echara vestido sobre mi catre
para aplastarla, y así conseguía dormir como un lirón. Los días de lluvia
teníamos que poner unos barreños que, al recoger el agua de las goteras,
emitían unos sonidos que también nos impedían dormir. Yo tenía una marimba
(o xilófono) de diez láminas de metal que golpeaba con dos baquetas; había
aprendido a tocar algunas canciones. Lo que mejor me salía era "Noche de
Paz"; así que, con el ruido de las gotas al caer en los barreños, construía, en
mi mente, una pequeña canción que me iba adormilando suavemente. Al día
siguiente, por más que intentaba componer no lo conseguía. Félix, mi hermano
menor, de apenas cuatro años, decía que el techo lloraba y sentía tanta pena
que acababa llorando él también. La verdad es que el frío y la humedad le
atacaban los oídos y el pobrecillo lloraba a menudo. Mamá le solía poner calor
y unas gotas de manzanilla. Un día, mamá me mandó que se las pusiera. Miré
su pabellón auditivo y le dije: "Esto está tan oscuro que parece la cueva de
EL JARRÓN DE MI ABUELA
123

Alí Babá”, él se echó a reír con tanto ímpetu que no paraba y tuvo que venir
ella a ponérselas. Otra vez le dije que las gotas entraban en su oído como
bolas de nieve rodando por la ladera de un monte y que el impacto con el
tímpano era tan considerable que estallaban en un montón de difusas gotitas.
Se inquietó, creía que se podía ahogar a través del oído, y se echó a llorar.
Mamá y la abuela subieron a ver lo que pasaba. Mamá le cogió en brazos y le
mimó un rato hasta que se calmó y mi abuela me regañó por haberle asustado...
Una de las dos revistas que estaban sobre la mesa era un tebeo y la otra una
revista de tanques y armamento alemán. La primera había sido mía y la
segunda de Raúl. ...Raúl, ¡pobre Raúl! Un par de meses antes de terminar la
guerra, cuando los alemanes se marchaban de Francia, fue a buscar a mi padre
a las montañas, donde se escondían los milicianos. Pisó una granada y... Murió
con doce años. Mamá nunca se repuso de su pérdida y aunque a papá le dieron,
más tarde, una medalla por haber luchado en la resistencia, las lágrimas
afloraron a sus ojos, el día de la onomástica, en recuerdo de Raúl...
Treinta años habían pasado. Ahora vivía en Narbonne (un pueblo muy
bonito del sudeste de Francia) con mi mujer y mis dos hijos. A la muerte de
mi abuela, mi madre se llevó todo lo que consideró interesante para ella, y la
casa había quedado deshabitada con algunos enseres. Ya no vivían mis padres,
y la casa me pertenecía de acuerdo con el testamento. Era la ocasión de
transformarla en nuestra segunda vivienda y, así, disfrutar también de la
montaña. Sin embargo, había que hacer una gran obra. Mi mujer, al verla, se
desilusionó: pensaba que estaba en mejor estado. Le había contado tantas
cosas de mi vida en aquella casa que ella la había magnificado. De todas
formas, la aceptó con agrado. Mis dos hijos estaban encantados y deseaban
revivir las batallitas que les había relatado. El arreglo de la casa iba a suponer
varios miles de francos, pero estaba dispuesto a gastármelos con tal de
recuperarla.
¡Cariño! ¡Baja! Me reclamó mi esposa. Voy a tirar este jarrón que
está sobre la repisa de la chimenea del fogón de la cocina. Está muy
estropeado. Se nota que se rompió y probablemente tu abuela lo pegara con
una cola espesa. Se aprecian todas las marcas de las grietas, incluso tiene
desconchones por varios sitios.
Dejé las revistas sobre la mesa. Bajé a verlo. Al mirarlo vino a mi mente
el recuerdo de aquel día de lluvia en que mis hermanos y yo jugábamos al
EL JARRÓN DE MI ABUELA
124

escondite dentro de casa. "Fuera de la cocina, marchaos a jugar al escondite


a otra parte", nos había indicado mi abuela. No le hicimos caso. En el momento
en que Raúl me descubrió, salí corriendo para tocar la chimenea antes que él.
Tropezamos con mamá que se disponía a barrer la cocina, y ella, con el palo de
la escoba, golpeó el jarrón de porcelana y lo hizo añicos. Mi abuela se disgustó
mucho e incluso lloró amargamente mientras lo pegaba con una cola que ella
misma fabricó. Mamá nos regañó y nos castigó. El jarrón era de porcelana
china comprado por mi abuelo como regalo de un cumpleaños de mi abuela.
Recuerdo bien aquel día porque mi madre también acabó llorando. Estuvimos
castigados sin cenar, y los siguientes días, a trabajar en el corral y en la
cuadra. Hasta entonces, mi abuela lo había utilizado de florero y a partir de
aquel día lo dejó bien a la vista para vergüenza nuestra; todo el mundo que
nos visitaba preguntaba qué le había pasado al jarrón; y siempre la misma
respuesta de mamá: "La culpa la tienen estos hijos míos que son muy
traviesos".
Me acerqué al jarrón, conté la historia a mi esposa y añadí:
El caso es que mi abuela luego lo utilizó para meter pequeñas notas,
por lo general listas de compras que tenía que realizar en el pueblo. Tienes
razón, querida, está demasiado estropeado. Lo voy a quitar de ahí.
Cuál no sería mi sorpresa cuando me percaté de que no lograba levantar
el jarrón de su sitio y exclamé: ¡Será posible! Se ve que mi abuela lo pegó
también a la madera de la repisa para que no lo volviéramos a destrozar.
Pues lo rompo. No lo quiero ahí. Vamos a remodelar toda la cocina y
no me gustaría que el jarrón estuviera a la vista.
Espera, espera cariño, lo intentaré de nuevo.
Rodeé el jarrón con mis dos manos y haciendo palanca con mis brazos
lo despegué de la repisa y lo puse sobre la mesa.
¡Caracoles! ¡Esto pesa como un demonio! protesté. Al tenerlo sobre
la mesa pude mirar el interior y de nuevo exclamé con sorpresa: ¡Está lleno
de monedas!
Volcamos el jarrón y contemplamos boquiabiertos su contenido. Había
una gran cantidad de monedas de plata. No eran de curso legal, pero las
pudimos vender en las tiendas de coleccionistas, lo que nos reportó el dinero
necesario para hacer la reforma de la casa
125

17 LA ALCOBA DE NUESTRAS ILUSIONES

ivíamos en un caserío de una pequeña aldea alejada de la


ciudad; no teníamos coche y el autobús, que nos podía llevar a
la localidad más cercana, pasaba una vez por la mañana y otra
por la tarde. Los domingos, sólo lo hacía por las mañanas, muy temprano, y
volvía para las dos de la tarde, a la hora del almuerzo; algunas personas de la
aldea lo utilizaban para ir a comprar pasteles o por que preferían asistir a los
oficios dominicales de la iglesia de la ciudad. Nuestra madre nos enseñaba a
leer y a escribir. Era la maestra de la escuela estatal de la aldea. Doce
escolares, entre niños y niñas, componían todo su bagaje estudiantil. Mi
hermana Maira y yo dormíamos en una de las alcobas del caserío, sobre una
cama camera de metro diez. En los días festivos de lluvia y frío, aquella
habitación era nuestro mundo; allí dejábamos volar nuestra fantástica
imaginación como pájaros, que, habiendo estado encerrados en jaulas, se les
dotaba de la apreciada libertad para volar.
Nuestras fantasías se almacenaban en las cuatro paredes de nuestra
habitación. Maira y yo éramos. Algunos días de invierno nos apretujábamos
las dos sobre la cama para mitigar su crudeza e imaginábamos que nos íbamos
al supermercado de la ciudad y comprábamos algo para comer. Nuestra
imaginación nos facilitaba la compra de toda clase de golosinas y chucherías
agradables.
Mira, Maira, qué galletas de chocolate tan ricas hay aquí.
Mira, Marta, qué pasteles llenos de nata los de ahí.
Al poco rato acabábamos con más hambre de la que habíamos
comenzado, por lo que teníamos que cambiar de juego. Entonces nos
imaginábamos que comprábamos ropa.
¡Ay!, yo me compro esta blusa.
Y yo esta falda... y aquellos zapatos.
Era una forma de pasar la tarde de cualquier domingo lluvioso o frío.
En la mitad de una de las paredes de la alcoba había un armario grande
y sobre la puerta un gran espejo. Nos poníamos delante de él y nos subíamos
la falda como si lleváramos minifalda, que entonces se estaba poniendo de
moda y que nuestro padre nos tenía prohibido usar, porque el cura había dicho
LA ALCOBA DE NUESTRAS ILUSIONES
126

que las jóvenes que llevaran minifalda irían derechas al infierno. Nos reíamos
de nuestras figuras; nuestros cuerpos comenzaban a estirarse; éramos
espigadas con piernas de alambre como dos patitos feos. Otras veces
nuestras fantasías nos transportaban a una playa de arena fina y blanca donde
el agua, en nuestro paseo, acariciaba nuestros pies. Nos imaginábamos que
andábamos por la orilla y sentíamos que el azote de la brisa, sobre nuestra
cara, nos hacía cerrar los ojos. Ya conocimos esa sensación cuando nuestro
padre nos llevó a visitar a una tía que vivía a orillas del mar, claro que ahora
nuestra arena era el suelo frío de la madera de la alcoba y la brisa fabricada
con nuestros alocados soplos de aire. Otras veces, Maira cogía la escoba y la
colocaba bajo su falda. La primera vez supuse que íbamos a jugar a las brujas,
pero no fue así: consideró que la escoba era una bicicleta y me hizo colocarme
con ella para pedalear juntas. Circulábamos por una carretera ancha por la
que íbamos nosotras solas. Admirábamos y contemplábamos el paisaje que
imaginariamente veíamos por el camino. De vez en cuando levantábamos el
brazo y movíamos nuestra mano en un adiós a la gente que se cruzaba con
nosotras. A veces nos tapábamos la cabeza con cualquier cosa para
resguardarnos de la lluvia. Era tal nuestra sensación de la realidad que una
vez tropezamos por el camino con una liebre que atravesaba la calzada y nos
caímos las dos. Al caer sobre Maira, deslicé mi cabeza hacia un lado y me
hice una brecha en la frente con el borde de la cama que era de hierro
forjado. Durante unos días tuve que llevar un pañuelo enrollado sobre la
cabeza.
Poco a poco fuimos haciéndonos mayores. Nuestros cuerpos se fueron
desarrollando y aquellos juegos, llenos de ilusión, fueron tornando hacia otros
derroteros. Empezamos a interesarnos por los chicos, pero como en la aldea
no había ninguno que nos impresionara, optamos por pegar sobre las paredes
fotos y murales de nuestros artistas preferidos. Nuestro padre nos lo
permitió, pero había sido contundente: "Podéis colocar los murales que
queráis siempre y cuando no tapéis el crucifijo ni los cuadros del sagrado
corazón de Jesús y María que están sobre vuestra cabecera de la cama". Y
además había añadido con voz, si cabe, más grave: "Y no quiero ver ninguno de
ellos con pose deshonesta ni descarada".
Tuvimos mucho cuidado en que así fuera, no sólo porque en aquella
nuestra edad teníamos todavía la libido adormecida, sino porque además
LA ALCOBA DE NUESTRAS ILUSIONES
127

nuestro padre nos hubiera quitado todos nuestros murales y los hubiera
quemado. Nos creció el busto, se nos formaron las caderas, nuestras piernas
se rellenaron. Ya no éramos espigadas con piernas de alambre. Nuestro padre
nos matriculó en una academia de la ciudad. Aprendimos mecanografía. A
partir de entonces, nos turnábamos para tomar las veces de muchacho en
nuestros juegos. Bailábamos, nos besábamos en el carrillo e incluso nos
pegábamos un cachete por "atrevido". Éramos muy puritanas y nuestros
juegos nunca se desmadraron.
Al poco, las dos nos echamos novio. Fuimos quitando todos los posters
que teníamos clavados en la habitación. Nuestro padre la pintó, mandó
construir un gran armario del tipo empotrado y nos colocó dos camas
independientes. La alcoba dejó de ser el cobijo de nuestras anteriores
ilusiones infantiles: en nuestras mesillas, las fotos de nuestros respectivos
novios nos transportaban a otros mundos de ilusiones bien diferentes.
Las dos nos casamos el mismo día y al mismo tiempo abandonamos
nuestro hogar paterno sin que por ello dejáramos en el olvido aquella alcoba
de nuestras queridas ilusiones.
128

18 UN DIFUNTO INSÓLITO

las seis y cuarto de la mañana la comitiva marcaba el paso


fúnebre desde el tanatorio al cementerio. La ciudadanía de
color negro realizaba los óbitos a hora temprana para evitar
faltar al trabajo, no fuera que los dueños blancos los expulsaran. El
cementerio estaba situado en lo alto de la colina y se necesitaba una hora en
llegar. En el camposanto de los habitantes de color abundaban las figuras de
mármol que representaban a ángeles y querubines vigilantes alrededor de
cada sepulcro, lo que daba un aspecto celestial más que lúgubre.
Una comparsa, de músicos vistosamente engalanados, tocaba sus
instrumentos musicales con gran estridencia. Los viandantes, al verlos pasar,
hacían una pausa en su caminar; y mirando a la comitiva, unos se quitaban el
sombrero, otras hacían un movimiento de la cabeza en señal de saludo y varios
se paraban para escuchar la marcha fúnebre que sonaba tan estridente.
Otros hacían comentarios afligidos aludiendo a la pena que supone la pérdida
de un ser querido.
***

—¡Hola Robert!
—¡Hola míster Loging!
—Siempre me he preguntado qué puede hacer un chaval blanco de
once años en un barrio de negros.
—Pues ya ve usted, haciendo recados para toda la gente, como todos
los jueves que usted me pide que lleve la compra del pescado a casa de la
señora Douglas. Y otros días, para otros. ¡Ya lo sabe usted!
—No, no me refería a cómo te ganas la vida, me refiero a qué puedes
aprender con nosotros si tu mundo no es éste; deberías estar con los tuyos
para conseguir un buen trabajo.
—No puedo ir a mi barrio. Mi padre es un borracho y me pega todas
las noches y mi madre, ya sabe, es una prostituta. Si voy allí, nadie me dará
cobijo y buscarán a mi padre para que me recoja.
—¿Cuánto tiempo hace que no ves a tu madre?
—¡Buhh! No lo sé…, casi un año, no me acuerdo.
UN DIFUNTO INSÓLITO
129

—Convendría verla de vez en cuando. Una madre es una madre y te


echará de menos.
—Seguro; quizás un día de estos iré a verla.
Mientras hablaban, Mr. Loging limpiaba el pescado con mucha
delicadeza; todos los jueves y a la misma hora descamaba cuatro salmonetes
y una pescadilla para la señora Douglas. Lo hacía con mucha afectividad pues,
aunque él y ella eran cincuentones, los dos estaban viudos y ella, según él,
seguía siendo muy atractiva. No pensaba lo mismo Robert, pues él los
consideraba gordos y de una piel tan negra que de noche no se les apreciaba
ni los ojos. Él prefería ver a Julieta, la hija del pastelero; una joven de ojos
claros y tez morena pero no negra. Además, desde pequeña, su madre le
estiraba el pelo y había conseguido que le desaparecieran los rizos por lo que
lucía una esplendorosa melena. Cada vez que pasaba por su lado, Robert se
quedaba anonadado mirándola. Julieta tenía trece años y, como ya había
desarrollado, se vestía con falda larga y zapato de tacón mediano, lo que le
daba un porte elegante. La mayoría de los jóvenes e incluso algunos hombres
mayores la silbaban al pasar. Robert contemplaba cómo su admirada se
pavoneaba en el paseo y, al tiempo, escuchaba los piropos de los otros
muchachos. “¿Cuándo seré capaz de piropearla?”, se decía, y seguía mirándola.
—Eres un descarado, Robert, ¿qué me miras tanto?
—Nada, nada —dijo. Cuán a gusto le hubiera dicho algo bonito, pero
no se atrevía—. De todas maneras, no me serviría de nada decírtelo… —
susurró cuando ella ya estaba lejos.
Robert se acercó a la casa de la señora Douglas para entregarle el
envoltorio.
—Buenos días señora Douglas, aquí le traigo su pescado. El señor
Loging me manda decirle que puede pasar cuando quiera a pagarle que ya hace
el mes.
—Y ¿por qué no te ha dicho a ti cuánto es, para que te lo pague?
—Dice que prefiere que vaya usted en persona pues tiene muchas
ganas de cortejarla…, bueno, de saludarla.
—Ese viejo verde siempre anda detrás de mí y no se da cuenta que
soy una impertérrita viuda.… Bueno, vale, ya pasaré a pagarle —dijo al tiempo
que le extendía una buena propina.
UN DIFUNTO INSÓLITO
130

Al llegar la noche, Robert se fue a dormir pensativo. Dormía en un


catre, ubicado en un costado de la entreplanta del tanatorio, tapado por unas
cortinas; Mr. Hopper, dueño del local, le había dado cobijo con la condición de
limpiarlo de los pétalos de flores esparcidos por el suelo, cada vez que salía
un ataúd. El tanatorio era una sala donde cabían una docena de ataúdes. En la
pared principal había un altar a medio metro del suelo donde se ubicaba el
féretro del difunto que había de salir hacia el cementerio. Mr. Hopper se
había gastado mucho dinero en instalar un tanatorio vanguardista de manera
que el altar estaba engalanado por un retablo que representaba la salida del
alma del difunto de la caja mortuoria hacia el cielo de color azul y rodeado de
ángeles; todo ello bien iluminado con la idea de transmitir algo de esperanza
a los allegados del fallecido. Por el contrario, la zona de los féretros estaba
poco iluminada, más bien en penumbra. Los ataúdes estaban cada uno sobre
una base, tapada con una funda hasta el suelo. Estaban articulados, de modo
que por medio de un panel con pulsadores se podía elegir uno de los doce
féretros. El seleccionado descendía por debajo del suelo del piso, para
finalmente salir en el altar.
Mientras dormitaba pensó en su madre, tal como le había sugerido Mr.
Loging. “Este domingo iré a visitarla”, se dijo. Y se durmió pensando en dicho
compromiso. Su madre hacía la calle por la avenida principal, arteria de la
ciudad que separaba de un lado el barrio de los blancos y del otro, el de los
negros; a ella nunca le había dicho dónde se refugiaba, sin embargo, su padre
sí lo sabía pues un día quiso pegarle y, aunque escapó raudo, su padre lo siguió
y descubrió el tanatorio donde se guarecía. No pudo entrar, Mr. Hopper, un
negro grandillón, se lo impidió.
—¡Alguna noche vendré a por ti! ¡Te lo aseguro!
Aquellas palabras no tenían valor para él pues sabía que su padre se
emborrachaba todas las noches.
Al domingo siguiente y cuando la oscuridad de la noche comenzaba a
extender su manto por la ciudad, Robert se acercó a la avenida principal. La
pateó de arriba abajo hasta que encontró a su madre.
—¡Hola, mi chico! ¿Cuánto tiempo sin verte? ¡Cómo has crecido en esta
temporada! ¿Has cenado?
—No.
UN DIFUNTO INSÓLITO
131

—Pues venga, vayamos al bar a que tomes una hamburguesa y hablemos


un rato.
Mientras Robert tomaba la hamburguesa, su madre le besaba y le
achuchaba sin cesar.
—No me dejas comer, mamá.
—¡Ay!, es que quiero hacerlo: hace tanto tiempo que no te veo.

Permanecieron un rato. Le contó cómo se las ingeniaba para vivir sin


su tutela. Entonces ella sacó de su seno un fajo de billetes con la intención de
darle unos cuantos, cuando de imprevisto apareció el padre de Robert.
—¿Qué vas a hacer con ese dinero? Ese dinero es mío —exclamó.
—Ese dinero no es tuyo, lo he ganado yo y quiero dárselo a mi hijo
para que se compre ropa, que va hecho un guiñapo.
—No te lo voy a permitir. Ese dinero es para mí.
—¿Para qué?, ¿para que te emborraches…?
Raudo como una centella, Robert agarró los billetes de la mano de su
madre y se echó a correr; su padre salió tras él. El muchacho llegó jadeando
al tanatorio y se metió en uno de los féretros vacíos. Dejó caer la tapa
suavemente para que no se cerrara.
Su progenitor encontró la puerta bloqueada con llave y el interior en
penumbras, apenas iluminado por las farolas de exterior. Atisbó a través de
las ventanas, pero no pudo saber si su hijo se había guarecido allí. A él no se
le ocurriría meterse en un féretro y suponía que a su hijo, tampoco. No
obstante, dio varias vueltas alrededor del local, hasta que al fin se marchó
sigilosamente y, algo alejado del edificio, observo los alrededores durante un
buen rato.
—Ya te cogeré otro día —susurro con rabia y se alejó.
Robert sabía que su padre era capaz de buscarle durante mucho
tiempo con tal de conseguir el dinero para emborracharse; así que permaneció
sigiloso dentro del ataúd hasta que se durmió.
A las seis de la mañana una orquesta bulliciosa entraba en el local. Mr.
Hopper accionó el pulsador para que el féretro número siete se desplazara al
altar central, pero al hacerlo mecánicamente tocó el pulsador número seis.
Robert se despertó, notó cómo el ataúd donde él estaba se movía. Quiso abrir
la tapa, pero ya era tarde: el accionamiento, que movía el féretro, forzaba el
UN DIFUNTO INSÓLITO
132

pestillo del cierre. Comenzó a chillar, a moverse por dentro, pero era tal el
ruido de la banda que nadie le oía. Durante el camino, se esforzaba en gritar
para que le oyeran, pero la música ahogaba sus lamentos. El ataúd era grande
y se deslizaba en su interior al tiempo que empujaba con los pies la tapa de la
caja mortuoria gritando: “¡Dejadme salir que estoy vivo!”. Su excitación fue
tal que, cuando la comitiva llegó al cementerio, ya no podía zarandearse de lo
extenuado que estaba.
A la llegada al camposanto, la banda acalló la música y el pastor rezó
las preces típicas de un entierro. Después, cuando el enterrador iba a
accionar la plataforma para bajar el féretro dentro del foso, Julieta gimiendo
gritó: “Quiero dar un último abrazo a mi abuela”. El celebrante asintió y
ordenó al enterrador que abriera la caja.
Mientras la tapa de la caja mortuoria se abría, Robert recuperaba su
vitalidad. Con la tapa abierta, movió los brazos con fuerza dispuesto a que
nadie volviera a cerrarla. Fue todo tan rápido que al principio nadie se dio
cuenta de que el difunto no era una abuela sino un mozalbete. Algunos, que
estaban algo alejados y no podían distinguir el interior del féretro, huyeron
despavoridos por la impresión que les causó el ver a un difunto moverse. Sólo
Julieta permaneció quieta. Robert, repuesto del sofoco, saltó con agilidad y
salió del ataúd, motivo suficiente para que otras personas se echaran a
correr. En un arrebato de gratitud, se abalanzó sobre Julieta y le dio un
fuerte abrazo.
133

19 LA CASA DE MI ABUELO

ivo en la antigua casa de mi abuelo. Es una casa de montaña.


Mi padre la ha transformado en restaurante. Los clientes van
más por la expectación que provoca la casa que por tomar su
excelente comida. Según cuenta mi madre, mi abuelo en su juventud compró
el terreno de la ladera del monte cercano al manantial. Durante cinco años
tuvo que pagar la hipoteca del préstamo. Por aquel entonces, mi abuelo y mi
abuela eran novios y pasaban los domingos en el campo. Mi abuela preparaba
una cestita de viandas y pastelitos que eran las delicias de mi abuelo. Allí en
sus charlas de jóvenes enamorados hicieron sus planes. "Aquí pondremos
nuestro dormitorio; allí el salón; aquí un excelente porche para que jueguen
nuestros hijos...", así, disfrutaba mi abuela de la excursión dominical. Sin
embargo, mi abuelo lamentaba: "Sí, sí, pero habrá que esperar a pagar la
hipoteca del terreno y luego meternos en otro préstamo para construir la
casa". "Ya llegará", animaba mi abuela con su característico optimismo.
Un domingo decidieron hacer unos pequeños hoyos para delimitar lo que
sería su nido de amor. Mi abuelo arrancó la maleza en línea recta entre los
hoyos de modo que sobre la hierba se podía adivinar la futura ubicación de lo
que sería la casa. Así, cada domingo que asistieran a disfrutar de su parcela,
discernirían sobre ella. Antes de marcharse, mi abuelo rellenó los hoyos con
arcilla para evitar que se embotasen de maleza. Durante varios domingos no
pudieron ir a la parcela debido a las fuertes lluvias. Un lunes, que ya amainó
el mal tiempo y empezó a salir el sol, mi abuelo sugirió a mi abuela que aquel
domingo festejaran la campada de una forma especial, por lo que ella debía
esmerarse con la comida. Llegó el día y, con gran sorpresa, vieron que
alrededor de cada hoyo habían salido de la tierra unos ladrillos, mezcla de
arcilla y hierbajos. Mi abuelo, encantado por el hallazgo, tomó aquellos
ladrillos y comenzó a construir la base de la casa. Preparó, aparte, otros
hoyos en donde puso nuevamente arcilla, de tal manera que cada domingo se
encontraba con nuevos ladrillos para continuar con la construcción.
Cuando ya tenía hechas todas las paredes del exterior una fuerte
sequía se apoderó del entorno. Los campos se secaron. Con gran estupor,
LA CASA DE MI ABUELO
134

vieron cómo las paredes comenzaron a agrietarse y la casa amenazaba ruina.


Mi abuela sollozaba; si seguía la sequía se iban a estropear todas sus ilusiones.
Felizmente para ella, mi abuelo tenía buenas ideas que casi siempre resolvían
sus problemas. Con mucho ingenio, y por medio de unas cañas huecas y tejas
arabescas, hizo un pequeño canal desde el manantial hasta la casa. De esa
manera el agua mojó las paredes edificadas. A medida que éstas se empapaban
del preciado líquido, el conjunto se iba fortaleciendo y tomando consistencia.
Así, mi abuelo pudo terminar de construir su casa. "Un poco húmeda va a
resultar nuestra casa, querida, pues he de dejar un riego permanente para
que se mantengan lozanos los ladrillos elaborados de mitad arcilla y mitad
vegetal", indicaba mi abuelo a mi abuela. "Y qué más nos da, querido. Lo
importante es que es nuestra", replicaba mi abuela con una sonrisa de
enamorada.
Se casaron. Tuvieron una hija, mi madre, que vivió todas las
metamorfosis de aquella casa. Fue pasando el tiempo, hasta que en una
primavera, cuando ella tenía quince años, comenzaron a salir de cada hoyo, en
que en su día mi abuelo había echado la arcilla, unas ramas que subían por las
paredes. Aquellas ramas, en principio livianas como las de una cepa trepadora,
fueron engordando con los años. Al cabo de otros cinco años, toda la casa
estaba rodeada y prácticamente ceñida por una colosal vegetación de ramas
fuertes que fortalecían las paredes fusionándose con la parte vegetal de los
ladrillos. Mi abuelo tuvo que serrar ramas que impedían abrir las ventanas y
la puerta de entrada a la casa y sellar los cortes con brea. Con el paso de los
años la casa, aunque parecía hecha de madera, no llamaba mucho la atención,
pues en el paraje había otras, rodeadas de cepas o rosales trepadores. Hasta
que un día de primavera mis abuelos y mi madre se despertaron a las cinco de
la mañana presos de pánico debido al ruido que la casa hacía. Era como si un
cuerpo de un monstruo hubiera estado en letargo y de repente se despertara.
Como si sus huesos vegetales crujieran al desperezarse. Asustados, salieron
todos al exterior y pudieron ver que la casa se alzaba del suelo un par de
centímetros. Temerosos de que una fuerza vegetal los engullera, montaron
una tienda de campaña algo alejada y allí durmieron durante unos días, hasta
que mi abuelo les comunicó que todo el bajo de la casa estaba rodeado por un
tronco de árbol que afloraba de dentro de la tierra. Había brotado un árbol
y la casa se encontraba en la copa. Confortados por las explicaciones de mi
LA CASA DE MI ABUELO
135

abuelo, volvieron a entrar en la casa. No obstante, fueron varias veces las que
salieron a dormir en la tienda de campaña ante el pavor que les provocaba
aquel ruido. Durante toda la primavera, y mitad del verano de aquel año, los
ruidos no cesaron y al final del estío la casa había subido del suelo un palmo,
lo que obligó a mi abuelo a añadir un escalón en la bajada del porche. Lo mismo
sucedió en los siguientes años: se podía oír, en la casa, un ruido infernal a
principio de primavera que duraba hasta mitad del verano. Cada año mi abuelo
añadía un escalón a la bajada del porche.
Hoy día la casa de mi abuelo ha sido transformada en un restaurante
ubicado en la copa de un árbol. La escalera compuesta de quince escalones va
dando la vuelta al tronco de árbol que sostiene la casa. Es la admiración de los
visitantes. Mi madre la llama "La casa de los ladrillos vegetales".
136

20 VIAJE A MARTÍCULA

umbado en la cama del hotel, llegaban a mi mente los eventos


de los días anteriores. Me encontraba, por fin, en Martícula.
El viaje superestelar me había cansado. Gracias a un
concurso de televisión había cumplido el sueño de mi vida. En unos
interminables minutos de esfuerzo había conseguido el viaje a Martícula. Una
ciudad de las más importantes de Marte, llena de fantasía y diversión. Aquel
premio fabuloso era lo más grande que yo hubiera podido esperar. El viaje
había sido programado para la segunda quincena de abril; la vuelta, a primeros
de mayo. Me fastidiaba estar ausente en el día de la madre pues, como hijo
único, siempre había permanecido a su lado desde que enviudó. Cuando estaba
preparando la maleta...
—¿A dónde vas, hijo?
—A Marte, mamá. Me ha tocado un viaje en un concurso de la tele.
—¿A Marte? ¡Jesús, qué lejos! Podías habérmelo dicho antes, te
hubiera preparado unos bocadillos.
—No, mamá, no hace falta. Lo tengo todo pagado. Volveré al día
siguiente del día de la madre.
—¡Vaya, qué pena! Va a ser el primer año que lo pase sola.
—Lo siento, mamá, pero es la ocasión de mi vida, no puedo
desaprovecharla.
—Sí, claro, si lo comprendo muy bien, hijo. Además, el día que te eches
una novia te irás con ella, pero desde que murió tu padre no me gusta
encontrarme sola.
Al día siguiente, había cogido el trasbordador espacial Tierra-Marte.
Me había acomodado en el asiento asignado en el billete. Había ido
entusiasmado, mis nervios me habían impedido estar quieto en el asiento. Mi
vecino, que era un señor mayor, me había preguntado:
—¿Qué, a Marte, a buscar un ligue?
—Bueno, si se tercia, ¿por qué no? Aunque sólo tengo interés en ver la
ciudad de Martícula.
—Es la primera vez que vas, ¿vedad, chaval?
VIAJE A MARTÍCULA

—Sí, así es. Me ha tocado el viaje en un concurso de la tele.


—¡Qué suerte! Pues aprovéchalo y ten mucho cuidado con las marcianas
que, aunque de aspecto parecido a las terrícolas, no son iguales.
—Y ¿por qué he de tener cuidado con ellas?
—Porque si vas buscando una relación sexual te vas a encontrar con que
el sexo lo realizan con la nariz.
—¿Con la nariz?
—Eso es, no tienen órganos sexuales y usan la nariz para sus relaciones.
Esto me había sorprendido mucho. No me lo podía creer, pero, como
sólo pretendía ver la ciudad de Martícula, no me importaba que en Marte se
practicara el sexo con la nariz. No obstante, me quedé pensativo, y al poco
rato le había preguntado:
—¿Es verdad que son asexuales?
—¡Vaya, vaya! Conque sólo pretendes visitar la ciudad, ¿eh?
Yo, algo aturdido y fuertemente sonrojado, había contestado:
—Ya le he dicho que si se tercia...
—Pues te voy a dar un consejo: hay bares en los que se camufla alguna
terrícola para mofarse de sus conciudadanos; se pone a tu lado, frota tu nariz
con la suya y mientras, te sujeta los brazos.
—¿Y...?
—Para cuando quieres darte cuenta, el marciano “marcotín” te coloca
un “collarín", ja, ja, ja.
—¡Un collarín? ¿Dónde? —No me hacía caso, reía acalorado. Me
molestó tanto que le espeté—: ¡Eh, oiga! ¿Se burla usted de mí?
—No, chaval, no, lo que pasa es que me hace gracia verte con un collarín,
ja, ja.
Aquel tipo me había dejado inquieto; yo había oído cosas curiosas de
Marte, pero nunca que las marcianas hicieran el amor con la nariz y menos que
le colocaran a uno un collarín. No obstante, con mi mente alterada y mi
fantasía juvenil, me imaginaba con una argolla tirado de una cadena por un
marciano celoso o sirviendo de mancebo del marido.
Al rato me quedé dormido.

En los días siguientes, nos llevaron de visita por la ciudad. Toda ella
estaba sumergida bajo el subsuelo. Las casas eran de tres alturas con el
VIAJE A MARTÍCULA

tejado a dos aguas que llegaba hasta el suelo; los chiquillos lo utilizaban a
modo de tobogán para bajar a la calle. En las fuentes públicas, el agua subía
por el exterior de un tubo largo y al llegar arriba se introducía en la boca del
mismo. Aquello era alucinante, nunca hubiera pensado que el agua pudiera
subir por las paredes de un tubo y luego introducirse por el hueco del mismo.
Cuando llegamos a un parque, bien iluminado, comprobamos que estaba muy
limpio y no había ni un solo papel por el suelo. A lo largo de la ladera de los
jardines había unas curiosas papeleras en forma de trompeta con la boquilla
hundida en el suelo y soldada, según nos dijo el guía, a una tubería de succión,
de modo que, al tirar desperdicios, por su boca ancha, éstos eran aspirados.
La succión hacía que, al pasar el objeto por la parte estrecha, la papelera
sonara como una trompeta. Me entretuve en introducir desperdicios
diferentes y pude conseguir un acorde de sonidos. Por toda la avenida
principal, había luces colgantes que no estaban sujetas a ningún sitio. Los
focos tenían un receptor que transformaba las ondas electromagnéticas en
luz y en la energía necesaria para accionar un pequeño motor de hélices que
los sostenía en el aire. Este tipo de focos tiene la ventaja de que pueden ser
manejados con un mando a distancia para enfocar un objeto deseado.
Así, los días de asueto, los pasé visitando la ciudad, hasta que la víspera
de mi vuelta a la Tierra, cansado de tanto caminar, me metí en un
"Martonals-chaips". Allí me sirvieron una copa de "dairiqui", que era una
mezcla de naranjada con mostaza y tabasco; sabía a rayos, pero me dejó como
nuevo. Yo miraba a todos los lados. Deseaba conocer a una marciana que se
frotara su nariz con la mía. Media hora después, aburrido de que ninguna se
me hubiera acercado, decidí marcharme. No había visto nada de particular en
las chicas que encontré por el camino; las parejas se "achuchaban" como aquí
en la Tierra. Deduje que mi vecino de vuelo me había tomado el pelo. El caso
es que, cuando me levantaba de la mesa, una preciosa joven minifaldera se me
acercó y me dijo:
—¿No te gustaría pasártelo bien y ganarte un collarín?
—¿Un collarín? —pregunté todo inquieto. A mi mente vino raudo, como
un galgo, lo que me había contado mi compañero de viaje.
—Mira, hoy es el día del collarín y para ganarlo sólo tienes que
acercarte al "martingo". Lo único que tienes que procurarte es ropa y enseres,
y te aseguro que te lo pasarás muy bien. —Me lo decía mientras, con su mano
VIAJE A MARTÍCULA

derecha, daba vuelta a su gorra donde estaba estampado, en color amarillo,


el reclamo del local.
—Y ¿qué es el collarín?
—El de hoy es una bonita sorpresa. A veces es una lombriz de mazapán;
otras, un roscón de bizcocho o una tarta; en fin, todo depende del día.
—Luego, no es nada malo, ¿verdad?
—Claro que no, todo lo contrario.
—Oye, y si me toca, ¿se lo podré regalar a mi madre?
—Sin dudarlo, y además le encantará.

Subí a mi cuarto y me metí en el baño para relajarme un poco. El agua


de la ducha salía por abajo y tuve que hacer filigranas para lavarme el cuerpo;
no lo conseguí, pero eso sí, quedé con el bajo vientre tan pasado por agua como
un pingüino bajo una lluvia torrencial. Después bajé al vestíbulo del hotel
donde estaba el "martingo"; una especie de "bingo" con objetos, en vez de
números. No se jugaba dinero, sino ropa. Me había extrañado que, a la
entrada, hubiera un par de jóvenes marcianos vendiendo cajas grandes de
cartón, hábilmente dobladas. Compré una sin saber para qué servía, más que
nada porque lo hacían los demás. Una vez dentro, comprendí el porqué de la
caja y de aquella recomendación de la joven en que llevara enseres.
En casi todas las mesas había gentes medio vestidas: un hombre con
sólo una corbata al cuello; otro con un sombrero, bien metido en la mesa para
guardar sus vergüenzas; una mujer tapándose el pecho con una servilleta de
papel... En el descanso, se oían por los altavoces de la sala:
—¡Participen en el día de hoy tan especial! El ganador se llevará un
collarín, pero no se va a decir de qué es porque se trata de una agradable
sorpresa. Les aseguro que es algo muy bueno. Y además, el que gane hoy
recupera las prendas perdidas. ¡Participen y jueguen, señores!
En el tablero del fondo se indicaba una camisa o una blusa como prenda
de apuesta; yo puse la mía. Al poco se hizo el silencio y comenzó una nueva
sesión: "taza", "lápiz", "bombilla", "ratón", "puchero"... Iba tachando mis
dibujos. Un rato después exclamé:
—¡Ruta! —Hubo exclamaciones.
—A ver, ¿qué tiene el joven? —me preguntó el crupier.
—Perro, gato, ratón y queso.
VIAJE A MARTÍCULA

—La ruta es correcta, ¿alguna ruta más? —Nadie contestó. Ante el


silencio, el crupier exclamó: Este joven ha ganado un magnífico collarín.
Me entregaron la camisa y un paquete del tamaño de una caja de
zapatos. El camarero me dijo:
—Si quieres conservarlo, tienes que irte de aquí, de lo contrario puedes
perderlo en el próximo juego.
Cogí el paquete y me fui a la cama. Tenía curiosidad por abrirlo; pasé
un rato en ello. Decidí dejarlo hasta mi vuelta a casa; no obstante, aquella
noche dormí algo inquieto pues se me antojaba que dentro habría una
serpiente que vendría a por mí, una vez dormido. A la mañana siguiente, antes
de tomar el trasbordador, visité las tiendas de suvenir. Con gran asombro vi
que los escaparates estaban repletos de unos roscones de mazapán en forma
de collarín, así que pensé que lo contenido en el paquete era un collarín de
mazapán.

Retorné a la Tierra y, una vez en casa, lo entregué a mi madre.


—¿Qué es, qué es?
—Creo que es un collarín de mazapán o quizá, una torta de mazapán en
forma de lombriz. No sé.
—¡Ay! Pues habrá que comerlo, no se vaya a quedar duro.
Ella, toda decidida, tomó el paquete y arrancó el envoltorio. Era una
caja de cartón con el anagrama del "martingo", pero dentro de ella había otra
caja y otra y otra, así hasta diez. Mientras extraía las cajas, cada vez más
pequeñas, me dijo: Me parece que te han tomado el pelo, hijo mío.
Finalmente, apareció una cajita de terciopelo. La cogió con mucho
cuidado y la abrió poco a poco. Al abrirla del todo, exclamó: ¡Oh, qué bonito,
hijo mío! ¡Te has acordado del día de la madre!
Me dio dos besos y un fuerte abrazo. Dentro de la cajita, había una
gargantilla de oro, en forma de lombriz, con un corazón por cabeza

F I N

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