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LAS TARDES
DEL PELI-CANO
Cuentos cortos del 01 al 20
para entretenerse
Desde aquí quiero agradecer a Ana Merino y a Ane Mayoz, que fueron
mis profesoras en el Taller de Creación Literaria patrocinado por la KUXA
de San Sebastián, por la labor que realizaron, durante el curso, en la
formación del alumnado, entre los que me encontraba yo; quienes, al final del
curso, me otorgaron, en alusión a mis cuentos, el siguiente lema: “Los buenos
relatos mejoran como el vino cada vez que se paladean”.
INDICE
01 MADAME DE MONTMOULIN.......................................... 10
02 DIGESTION PESADA .................................................. 17
03 MONÓLOGO SALPICADO DE GÜISQUI .............................. 19
04 EL VALS DE LOS CABELLOS BLANCOS .............................. 23
05 PARANOIA DE UN SUEÑO EN EL UMBRAL DEL DELIRIO ............ 26
06 LA NOVICIA VALENTINA ............................................ 30
07 LA SORTIJA............................................................ 46
08 UNA SITUACIÓN ETÉREA ............................................ 63
09 CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO ........ 65
10 ATANASITO O EL ANTI-GEN DE LA HERENCIA ................... 97
11 LAMENTO A GRANADA DE BOABDIL EL CHICO ................... 102
12 TRIBULACIONES DEL HERMANO "LITO" .......................... 104
13 PARA MUESTRA BASTA UN BOTÓN ................................ 107
14 EL ENIGMA DEL SOBRE .............................................. 112
15 EL ESCRITOR Y SU PERSONAJE .................................... 119
16 EL JARRÓN DE MI ABUELA .......................................... 122
17 LA ALCOBA DE NUESTRAS ILUSIONES ............................ 125
18 UN DIFUNTO INSÓLITO ............................................ 128
19 LA CASA DE MI ABUELO ............................................. 133
20 VIAJE A MARTÍCULA ................................................ 136
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SINOPSIS
01 MADAME DE MONTMOULIN
02 DIGESTIÓN PESADA
06 LA NOVICIA VALENTINA
07 LA SORTIJA
10 ATANASITO O EL ANTI-GEN DE LA
HERENCIA
...su hijo lleva los genes de usted y los de su madre. Usted, seguramente
fue un ángel de niño y lo más probable es que la madre haya sido y siga siendo
una buena persona; lo que hace suponer que su hijo tenga un porcentaje muy
elevado de genes angelicales. Debe quitarse su complejo de mal padre, pues
los genes tienen mucha fuerza. La historia nos cuenta que algunos hijos de
hombres malvados se hicieron santos
Granada, Granada mía, mis llantos riegan los linderos del Albaicín.
Mis lloros se oyen en la noche, al remanso del río Genil.
Mis recuerdos contigo se extienden por mi mente, como en el anochecer el
rocío. Granada, Granada mía.
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15 EL ESCRITOR Y SU PERSONAJE
16 EL JARRÓN DE MI ABUELA
18 UN DIFUNTO INSÓLITO
Mr. Hopper, dueño del local, le había dado cobijo con la condición de
limpiarlo de los pétalos de flores esparcidos por el suelo, cada vez que salía
un ataúd…
Robert sabía que su padre era capaz de buscarle durante mucho
tiempo con tal de conseguir el dinero para emborracharse; así que permaneció
sigiloso dentro del ataúd hasta que se durmió.
19 LA CASA DE MI ABUELO
20 VIAJE A MARTÍCULA
01 MADAME DE MONTMOULIN
En Francés la preposición a se acentúa para evitar confundirla con (il o elle a) del verbo avoir.
Idem, los signos de admiración y de interrogación sólo se colocan al final.
MADAME DE MONTMOULIN 14
me salve. Pero me parece que mon Pierre, con el cuento de la guerra, se ha ido con
una poupée...
...Es cierto que esta chambra me gusta. Pegaron una tela de lienzo blanca en
las paredes y luego vino un pintor de L´École de Penture du Louvre á hacer este
retablo. Según dicen está inspirado en un cuadro de un gran pintor francés, creo que,
de Auguste Renoir, no me acuerdo. Este hombre que se ve aquí, si magnifique, es
Pierre mon mari con su amigo Narcis, y su expléndido cheval. Ahí sobre la hierba
somos mi hermana Brigitte, su marido Antoine, Claudine la esposa de Narcis et moi.
La que hace correr al perro es la hija de mi hermana. Hay días que soy muy, muy feliz
de estar aquí con mis recuerdos, pero otros, lloro mucho. Hoy es un día malo,
Monique, l´epouse de mi hijo mayor, ha dicho cosas malas de mí. Cuando estoy
distraída, entra en la chambra de baño, hace pis en el orinal y luego dice que soy una
sucia. También deja la lumiére y dice que yo he sido. Dice á todos que no tengo bien
la cabeza. Elle est méchante, très méchante. Un día que íbamos á la fiesta de la
condesa de Beaumedien me hizo poner un vestido que me estaba estrecho. Era de
color verde forte. Yo no quería ponérmelo, sabía que llamaría la atención, y además
me apretaba mucho la poitrine y no me permitía respirar bien. Pero ella se empeñó
en ello. ¡Ay!, lo siento se me acaba el papel.
—¡Maldita sea! No puede ser. No puede acabar así. Esta mujer deseaba
contar su historia, Roberto. Tuvo que seguir escribiendo para terminarla.
Además, me ha entrado la curiosidad por conocer la continuación. Busca por
el lienzo, a ver si encuentras más hojas.
Roberto cogió fuertemente la solapa del entelado y lo desgarró con
fuerza. En efecto, al poco caía al suelo la continuación de la carta en un papel
rugoso, muy bien plegado.
Toma, un trozo más.
—Esta parte está más difícil de leer, el papel es absorbente y se ha
emborronado mucho —exclamó Ángela.
Ya te las arreglarás para leerlo.
MADAME DE MONTMOULIN 15
que la ayudara, pero no le hicieron caso, pues sus hijos se excusaron ante ellos
y les persuadieron de que, realmente, estaba loca. Cuando ella vio que los
invitados entraban en la casa sin hacerle caso, hizo tal esfuerzo que pasó la
cabeza al otro lado de las rejas y, luego, no pudo deslizarla en sentido
contrario. Se desesperó y le dio un colapso. Dos días después la enterraron
en el cementerio de Montmartre, en el mausoleo de la familia. Gracias a las
influencias de sus allegados, no se dio publicidad al suceso, y sólo apareció la
esquela en los periódicos como fallecida de un ataque de corazón.
02 DIGESTION PESADA
inmóvil. Lo que pasa es que hoy me he dado cuenta que formo parte de los
sueños de alguien y creo que es del catatónico.
No me atreví a contradecirle. Quise decirle algo tranquilizador, pero
Pedro siguió contándome:
—Esta mañana volvió a gemir y le he preguntado lo mismo que ayer, y
ha vuelto a mirarme fijamente y me ha dicho: "Esta noche te espero en la
garganta de la Olla". Como debo de estar en su sueño, mi temor es que me
transforme en alubias y me meta en un puchero, luego, una vez que me haya
digerido, me elimine transformado en un viento cálido como un Siroco.
La ventana de la habitación estaba entreabierta. Yo estaba sentado
en una silla, al borde de la cama de mi amigo. De repente una ráfaga de aire
caluroso entró por la ventana. Las camas se levantaron del suelo hasta el
techo. Pedro asomó su cabeza desde lo alto y me dijo: "Ves como estoy en el
sueño de alguien". Mientras yo constataba que Pedro no se había
transformado en alubias digeridas, una manada de búfalos atravesó la
habitación dejando una colosal polvareda. El tropel, de los astados, me
levantó del suelo y me encontré entre nubes dando vueltas sobre mí mismo.
Por el aro, de una de ellas, apareció mi amigo en su cama y por el aro de otra,
el catatónico. Pedro me miró y chillándome exclamó: "Estoy en tu sueño,
despierta, despierta de una vez y libérame de esta pesadilla".
Me desperté bruscamente, mi esposa me zarandeaba del hombro
diciéndome al mismo tiempo: "Venga Pepe, despierta que va a empezar el
partido en la tele. Ya te vale".
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creérselo todo, y fue entonces cuando, sobre el sofá-cama, tomó una pose
más sugestiva.
Según seguíamos hablando, encaminé el tono de la conversación hacia
un final, que poco a poco se estaba generando en mi mente y que debía acabar
entre sábanas. Terminé lo que me quedaba de güisqui y pedí que me trajeran
otra botella. Te puedes imaginar, yo estaba entusiasmado. Recordaba que, al
principio, cuando os conocisteis, Paula no me pareció una chica más allá de lo
normal; pero aquella noche, con el vaso de güisqui en la mano y tumbada en el
sofá-cama, parecía una diosa griega. Su cara alargada, de tez morena; sus
hombros, al descubierto; un vestido, sin mangas, resaltando sus pechos; su
talle menudo, agraciado con unas esbeltas caderas, y, para terminar, dos
preciosas piernas. Miraba su figura una y otra vez. Imaginaba la firmeza de
sus muslos, la suavidad de su vientre. Perfilaba su cavidad pelviana, concebía
el tacto de sus pezones y la sensación de su lengua. Pero ella sólo quería
contarme su extraña visión a la muerte de su abuela. Insistió de tal modo que
tuve que aguantar mi encendida pasión y escuchar su relato. Me contó que
cuando apenas tenía diez años, tuvo que asistir al entierro de su abuela en un
pequeño pueblo cuyo cementerio estaba pegado a un lateral de la Iglesia,
ubicada sobre una pequeña colina.
Yo seguía en otros derroteros. Le ponía güisqui en su vaso. Paula
apenas bebía, pero yo no paraba de hacerlo y, según iban subiendo a mi cabeza
los efluvios alcohólicos del güisqui, una concupiscencia lasciva se iba
apoderando de mí. Ella permanecía obsesionada con su relato. Me hizo
escucharla atentamente. La verdad es que no llego a entender cómo puedo
recordar su historia, teniendo en cuenta que estaba medio borracho y que
además mi mente imaginaba escenas eróticas con ella. Quizá fuera porque
insinuó, al menos así lo creí yo, que posteriormente me complacería en mis
inclinaciones libidinosas. Esa esperanza hacía que me metiera en su historia
para imaginármela según mis deseos carnales. Tu madre hacía más de dos años
que había muerto, y he de reconocer que ya tenía ganas de echar un “quiqui”.
En fin, que no podía desestimar lo que parecía una buena ocasión de pasar un
buen rato.
Mirándome, siempre con una sonrisa maliciosa, siguió con su relato.
Me dijo que aquella noche vio al espíritu de su abuela bailar con el espíritu de
su abuelo en el centro de la iglesia, rodeados de las almas de los otros
MONÓLOGO SALPICADO DE GÜISQUI
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—No, cariño mío, no. Aquí no nos permiten saber lo que pasa en la tierra.
Piensa que, al saberlo, podríamos apenarnos y entonces no gozaríamos de una
plena felicidad. Sólo los Santos pueden oír las invocaciones de sus devotos.
—Siempre pensé que mis oraciones llegaban hasta ti en bien de tu alma.
—Cuando morimos —replicó mi abuelo—, el Señor imparte, en nuestras
almas, su divina misericordia sin preocuparse demasiado de las plegarias que
puedan provenir de la tierra. Para darte una idea de ello te voy a poner un
ejemplo: Imagina que se muere el Papa. Se celebrarían miles de misas y
asistirían millones de católicos de toda la tierra. Conforme a los ruegos de
esa multitud la gracia divina sería inmensa Ahora pensemos en una buena
mujer que fue simplemente “madre” y murió tan vieja que sus amigos ya
fallecieron y sus hijos, ya mayores, estaban deseando que se muriera porque
cuidarla les suponía una carga. Esta mujer tendría pocas personas que
asistirían a su funeral con lo que alcanzaría poca gracia divina, lo cual no sería
justo. En el Cielo es el Señor el que confiere las prebendas.
—Cuánto me alegro de oírte decir eso, querido, pues yo he fallecido con
más de noventa años. Los dos últimos los he pasado en la cama sin poderme
mover. Mis hijas me cuidaban. Yo agradecía inmensamente sus cuidados, pero
estoy segura de que, a pesar de su gran amor, estaban deseando que me
muriera.
—Bueno y después de esto cuéntame algo de nuestros hijos y nietos.
Tendremos ya biznietos, ¿verdad?
¡Ay, querido! Todo lo que quería decirte se me ha olvidado. ¿Tendrás
razón de que así no podemos apenarnos...?
Mi abuela sonreía. El giro de las parejas con sus cabelleras blancas,
formaba una especie de gran tarta rodeada de una aureola de algodón de
azúcar, blanqueada por los cabellos canos de los acompañantes y, en su centro,
la pareja de enamorados. Al término del baile todo volvió a su ser.
finalmente al verla dijo: "¿Qué voy a hacer con una moneda tan pequeña y
agujereada de sólo veinticinco pesetas?"
Y por más que la miraba, ésta ya no se transformaba en otra cosa. Se
puso tan triste que una lágrima se le deslizó por la mejilla y fue a parar justo
en el hueco de la moneda. La lágrima tenía vida, al encontrarse en el agujero,
empezó a empujar a un lado y a otro, para hacerse hueco, hasta que el metal
de la moneda se transformó en un aro y la lágrima en un grueso cristal. Y al
verlo se dijo: "¡Una lupa! ¡Qué bien! Me gusta". Tomó la lupa y miró por ella y
lo que vio no le gustó. La miró fijamente, pero no se modificaba; me miró
suplicante, para que le ayudara a transformarla, pero yo no conseguía siquiera
articular palabra alguna. Compungido observó a su alrededor y vio a una bonita
joven que se acicalaba. Le pidió el lápiz de labios; y con él embadurnó el cristal
de la lupa. Luego, al devolvérselo, ambos se miraron, tan profundamente que
se vieron sus pensamientos. Volvió a mirar su lupa y ésta se había convertido
en una espléndida rosa de pétalos color carmín. La tomó con cuidado y se la
ofreció a la joven, al tiempo que le decía: "Toma, ahí va mi amor". Y ella dijo:
"Lo quiero, pues yo también noto amor". Ella tomó la rosa, se la llevó a los
labios, la besó con delicadeza y se la puso sobre su mejilla. Tornó su cabeza y
le devolvió una sonrisa, mientras encaminaba sus pasos hacia su casa. El joven
se quedó anonadado y vio cómo ella se alejaba. Noté que su corazón latía con
fuerza; y era muy feliz, aunque había perdido la mano. Y yo también sonreía y
notaba un fuerte dolor en la mía. Seguí mis pasos por el cobertizo de los
arcos hasta llegar a otra esquina. Allí me encontré con un limpiabotas muy
alegre que desde el comienzo de la mañana recorría las calles voceando:
“Limpia, limpia. Doy lustre y esplendor a sus pies por sólo dos pirulís”. Cerca
había una bicicleta, la cogí y me marché pedaleando fuertemente. El
limpiabotas me siguió por el camino diciéndome sin cesar: “Esto no es lo que
tenías que haber cogido. Tienes que reconstruir tus ideas”, hasta que se cansó
de perseguirme y desapareció.
Era ya de noche. Me sentía exhausto, con ganas de sentarme en algún
sitio. Ya no tenía la “bici”, seguramente la había dejado en algún lugar.
Llevaba muchas horas deambulando por entre las calles sombrías y lúgubres
donde los farolillos de gas, apenas iluminaban la calzada. Notaba un
abatimiento que me impedía respirar bien. Por causa de tal estado, un fuerte
dolor en el pecho me había aparecido y me dolía la mano izquierda. En las
PARANOIA EN UN SUEÑO EN EL UMBRAL DEL DELIRIO
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calles no había bancos para sentarse y además la noche era fría y cerrada.
Por fin, encontré un portalón donde me protegí un rato apoyado en una de sus
paredes. Un pórtico de mármol, tallado con figuras que no pude distinguir,
rodeaba el portalón. Me pareció una iglesia. Empujé la puerta de acceso y
entré. Era una cripta grande con un suelo de mármol gris. Al fondo un
mausoleo con un gran altar. A derecha e izquierda del altar, en lo alto, dos
ángeles custodiaban el recinto. En un lateral, una puerta y en el otro, un
confesionario. Enfrente del mausoleo unos pocos bancos. Me senté en uno de
ellos. Comencé a respirar pausada y largamente con la esperanza de que el
dolor se fuera pasando. En mi jadear, miraba con insistencia la figura del ángel
de la derecha del altar. Su cara era seria, pero con una cierta mueca de
sonrisa socarrona. Con un dedo de la mano izquierda, colocado sobre sus
labios, indicaba silencio. Cerré los ojos un rato, al poco, al momento de
abrirlos y fijar mi mirada en aquel ángel, vi, con asombro, cómo se estaba
transmutando. Sus alas se volvieron negras. Sus manos y sus pies se
transformaron en garras. La cabeza y las orejas se le alargaron, y, de la
frente, le salió un cuerno. También le creció un rabo. Había tomado la figura
de un demonio. Me miró, le miré y esta vez me lanzó una sonrisa sarcástica,
mejor dicho, diabólica. La claridad del recinto se obscureció; apenas había la
iluminación de dos velas situadas en el altar del mausoleo. Me asusté. Mi
corazón comenzó a latir fuertemente. Quería pedir socorro, pero no podía.
La angustia se apoderó de mí. Comencé a jadear. En mi respiración
entrecortada creí, en un momento, que me ahogaba por falta de aire.
Estupefacto, delirante y totalmente anonadado, vi cómo aquel demonio
descendía del altar, como si descabalgara de un penco. Según lo hacía,
meneaba con más garbo su rabo y a cada paso del descenso, un bufido salía
de su boca. De inmediato pensé que aquel monstruo venía a por mí. Necesitaba
reaccionar. En un alarde de valor conseguí despegar mi trasero del asiento
en el que estaba petrificado y, sin que él me viera, pude esconderme en el
confesionario. Mi corazón latía aceleradamente. Sentí un hormigueo enorme
en las piernas que de súbito se me pusieron a temblar. Aferraba al suelo la
punta de los pies, pero mis talones golpeteaban el frío mármol. Agarré con
fuerza mis nalgas para evitar el ruido del taconeo, pero mi cuerpo temblaba
y mis dientes rechinaban al mismo compás. Toda mi ropa estaba empapada de
sudor, la notaba pegada a mi cuerpo atenazando mis entrañas, como garras
PARANOIA EN UN SUEÑO EN EL UMBRAL DEL DELIRIO
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del propio diablo. Al poco, oí abrir y cerrarse una puerta y el silencio envolvió
la cripta. Poco a poco me fui sosegando. Me preguntaba cómo era posible todo
aquello; o estaba soñando o estaba en el infierno. Yo no había sido tan malo
como para ir al infierno y además, no recordaba cuándo me había muerto; así
que tenía que ser un sueño. Pero ¡maldita sea!, vaya sueño, todo era tan real.
Mientras estaba sentado en el confesionario, mi respiración iba tomando su
pausado equilibrio, al comprobar que no se oía ningún ruido. Pero de repente:
¡Toc! ¡toc!, sonaron unos nudillos sobre la ventanilla de la celosía. Me quedé
perplejo, no quise contestar. Fuera, una voz suave exclamó: “Quiero
confesión”.
Abrí la ventanilla y comencé a susurrar: “Verá usted, es que yo...", no
me dejó seguir. “He pecado contra Dios. Me enfrenté a Él y le desobedecí.
Perdóneme padre porque pequé”. “Es que yo no puedo perdonar los pecados”,
balbuceé. El que estaba al otro lado de la celosía era el propio diablo que soltó
una especie de aullido, cuyo vaho penetró en mi habitáculo, y un fuerte olor a
azufre invadió el recinto. Al mismo tiempo, una voz fuerte, monstruosa, como
salida de ultratumba, vociferaba riéndose: “Ja, ja, ja, ya lo sé. Ya sé que no
me puedes perdonar porque tú no eres sacerdote. ¡Eres una mentira! Pero lo
que debes saber es que yo no tengo perdón de Dios. Ja, ja, ja. Por cierto,
¿qué has hecho con la mano del trovador y la bicicleta del limpiabotas?”. Su
risa me enloquecía, mi cuerpo temblaba, mi alma estaba angustiada. Mientras,
él reía y reía. El confesionario se fue haciendo pequeño y quedó reducido a
una estrecha caseta, donde justo cabía mi ser. El monstruo lo rodeó todo con
sus brazos. Una de las garras entraba por la ventanilla y punzó, con una de
sus uñas, mi sien. Empezó a mover lo que para él era una caja, conmigo dentro.
Yo pegaba contra el techo; la cabeza me dolía enormemente, creí que me iba
a explotar. Al poco cesó el bamboleo, y un fuerte frío invadió mi cuerpo. Me
sentía desnudo y bañado por una masa de agua helada. Incluso notaba, cómo
chocaban contra mí, muchos cubos de hielo que pinchaban mi piel como
bandadas de avispas clavando sus aguijones. No sabía por qué, pero aquella
situación me estaba tranquilizando. Me sentía bien, que me quedé dormido.
Súbitamente me desperté, una luz fuerte me impidió abrir los ojos. Un
señor de bata blanca se inclinó sobre mí y dijo: “Bueno, esto está mejor, el
baño de agua fría te ha sentado bien. La fiebre ha descendido del umbral del
delirio y ya no necesitas cuidados intensivos”.
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06 LA NOVICIA VALENTINA
—No, por favor, que los mayores son muy exigentes y además vendrían
algunos demasiado viejos, ilusionados al saber que podríamos hacer, también,
de enfermeras con ellos.
—¿Cómo puede usted decir eso, hermana Eulalia? —increpó la
superiora—. ¡Parece mentira! ¿Dónde está su espíritu de mortificación? En
penitencia rezará un rosario en la capilla —hizo una pausa. Además, si
transformamos el convento en hospedería o residencia, nos quedaríamos sin
nuestras propias celdas. ¿Dónde íbamos a dormir nosotras? Tenemos diez y
habríamos de transformarlas en habitaciones. Necesitaríamos mucho dinero
para acomodarlas. Nos ocuparía bastante tiempo hacer las camas, lavar
sábanas y toallas... Además, tendríamos que proporcionar, al menos, los
desayunos a los huéspedes. No, no me gusta la idea. Insisto, quiero una
solución que no nos ocupe excesivo tiempo —exclamó con aire enfadado.
Un silencio se apoderó de la sala. La reprimenda de la superiora a una
de las hermanas turbó a las demás. Estaba claro que no deseaba transformar
el convento en un hotel, ni en una chocolatería. En medio de aquel bullicio, se
oyó, de repente, una voz cantarina, jovial:
Yo... sí tengo una solución.
Todas se volvieron y miraron a la hermana que estaba en el último
banco. Era la novicia Valentina. Con apenas diecisiete años, era la única que no
había confirmado sus votos, las demás sobrepasaban los cuarenta. Las
miradas, mezcla de cierta envidia por parte de algunas, y de desinterés por
parte de las mayores, se clavaron sobre ella. Para las últimas, aquella joven no
tenía suficiente vida monacal como para erigirse en consejera de ninguna de
ellas y, para las primeras, la idea de que una jovenzuela fuera capaz de
presentar una solución, les causaba desazón por no haber sido ellas las
expositoras. La superiora levantó sus ojos y lanzó una interrogante mirada
hacia la novicia, a quien apreciaba mucho. Recordaba su llegada, huérfana a
los dos años, había ingresado con sólo doce traídas por su tío y padrino, quien
había entregado una buena dote que permitió realizar varias mejoras en el
convento.
—¡A ver! Habla, Valentina ¿Qué tienes que proponernos?
—Verá, madre superiora, el convento está situado cerca de varios
colegios, los colegiales necesitan copiar apuntes por lo que propongo que
modifiquemos el refectorio y pongamos un par de máquinas fotocopiadoras.
LA NOVICIA VALENTINA
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—Ya, y ¿cómo las vamos a comprar? —preguntó sor Eulalia con un aire
irónico, con el deseo de dejar en mal lugar a aquella pipiola. Para eso es
mejor conseguir un contrato con una cadena de grandes almacenes para
confeccionar cosas diversas. —Ella era la mayor, había protestado por la idea
de sor Obdulia en montar una residencia para ancianos, también se había
alegrado de que la madre superiora hubiera rechazado la chocolatería que
proponía sor Cornelia, y no estaba dispuesta a aceptar otra solución que no
fuera la suya.
La superiora le lanzó una mirada cortante. Sor Eulalia bajó la cabeza y
exclamó: “Perdón, madre”, antes de que volviera a reprenderla. Se equivocó,
la superiora le espetó con furia: “Ya me ha hecho pecar, hermana Eulalia. Yo
también tendré que rezar un rosario por haberme encendido de rabia contra
usted. Ha conseguido que me salga de mis casillas. Por favor, déjeme disponer
según mi criterio”. De nuevo se hizo el silencio, nadie se aventuró a insinuar
otra idea, incluso Valentina no se atrevió a proseguir con su exposición. La
superiora respiró profundamente varias veces hasta que consideró que
estaba más serena. Miró a Valentina, le sonrió y dijo: “Puedes continuar”.
—Mi padrino ha comprado muchos objetos para su industria por el
sistema Leassing que consiste en pagar durante un tiempo una cuota de
alquiler, y al final del contrato, normalmente dos o tres años, se compra la
mercancía por un valor residual muy pequeño. Él nos puede asesorar. Además,
en este trabajo, sólo dos hermanas bastarían para atender la tienda. De esa
manera nos podremos turnar.
—Me parece bien —asentó la superiora con el deseo de poner fin a
aquella discusión.
—¡No ganaremos lo suficiente!
—¡Hermana Cornelia! clamó la superiora con aire, de nuevo,
irritado. Si ponemos una chocolatería, como usted propone, tendríamos que
abrir el local todos los días y confeccionar, como complemento, pastas y
pastelitos. Utilizaríamos también la cocina, lo que nos daría mucho trabajo en
limpiarla. Habría más género en el almacén, y los ratones que se albergan en
las despensas mejorarían su alimentación. ¡No y no! Así que aceptemos la idea
de nuestra novicia y pongamos manos a la obra.
De inmediato se levantó un alboroto de voces, la mayoría de ellas
expresaban su desacuerdo con la decisión de la superiora, estaban seguras de
LA NOVICIA VALENTINA
34
y me caí de una silla, mientras limpiaba una lámpara, con tal mala fortuna que
perdí el embrión que había en mí seno. Meses más tarde decidí entrar en este
convento para expiar mi culpa.
—No se preocupe, hermana. Dios, en su infinita misericordia, hace
tiempo que la habrá perdonado.
* * *
Pero, ¿no tienes ganas de conocer la vida de una joven fuera del
convento?
De momento no, aunque parece que la superiora quiere que la conozca.
Vaya, vaya, vaya. Así que tú eres la prometida del malogrado
Bernardino susurró don Anselmo pensativo, sin que pudiera entenderle
Valentina, mientras se separaba de ella.
¿Qué decía usted, don Anselmo?
Nada, nada, chiquilla.
Valentina ayudó a don Anselmo a acostarse, aquella noche, y, cuando
éste estaba ya dormido, su hijo Abelardo apareció en la estancia:
¡Valentina! Ven conmigo, quiero hablarte muy seriamente.
Usted dirá don Abelardo.
Fueron a un despacho.
Quiero que sepas que a mí no me engaña nadie, ni tú ni la madre
abadesa.
No entiendo lo que quiere decir.
Vosotras sois unas lagartas.
¡Dios mío, qué dice usted?
Estáis cuidando a mi padre, que ya es viejo y puede morir cualquier
día, sólo para conseguir parte de su herencia lo que no permitiré. Han pasado
por aquí todas las monjas del convento, pero yo siempre he estado vigilante.
Ninguna me ha preocupado mucho, aunque, en honor a la verdad, sor Eulalia
me inquietaba. Mi padre se entusiasmaba demasiado con ella. Lo permití ya
que, de alguna manera, se enardecía al verla y se le alegraba el ánimo, que no
otra cosa por mucho que él quisiera. Como la superiora no ha conseguido con
ella lo que quería, ahora te ha mandado a ti.
¡Por Dios!, don Abelardo, qué cosas dice. La madre superiora no me
ha encomendado más que el cuidado de su padre don Anselmo y ninguna otra
cosa.
Pobre ingenua, la madre superiora te ha mandado a ti al ver que no
ha conseguido culminar sus planes. He podido comprobar que mi padre ya no
busca en ti fantasías inconfesables, ya se siente viejo y se está encariñando
contigo como si fueras su nieta. Cualquier día pierde la noción de su existencia
y te nombra también heredera. Así su dinero irá a parar al convento y la madre
superiora habrá conseguido lo que pretende. ¡Que a mí no me engañáis! Quizás
LA NOVICIA VALENTINA
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tú seas peor que las otras pues le has contado una “historia” Abelardo
recalcó la palabra del acuerdo de tu padre con un prometido que murió en
un accidente de moto, para hacerle sentir lástima de ti y engatusarle.
Por favor, don Abelardo, no sea así, no piense usted tan mal.
No soy mal pensado, sólo deductivo. Bien, di lo que quieras, pero yo
estaré alerta por si acaso. He ordenado a Lucio, el amanuense de mi padre,
que, como vea cualquier anomalía que confirme mis sospechas, me lo haga
saber.
Y ¿por qué no trae usted una enfermera para las noches, como lo
hace durante el día?
Porque mi padre, a pesar de sus fantochadas, es creyente y piensa
que si se muere de noche ha de tener a una religiosa a su lado como ayuda a
sus rezos. Pero yo no creo en vuestras mentiras. A mí no me engatusáis.
Rezaré a la Santísima Virgen por usted, don Abelardo.
¡Vete! Haz lo que quieras, no quiero seguir hablando contigo.
A la cabecera de don Anselmo, Valentina sollozó toda la noche hasta
las seis y media de la madrugada en que volvió al convento. Las otras hermanas
estaban levantadas, como de costumbre, y se dirigían a la capilla a rezar.
¿Qué te ha pasado Valentina? ¡Vaya ojos! señaló sor Gertrudis.
Está claro que ha sido don Anselmo, seguro que ese viejo verde se ha
metido con ella exclamó sor Eulalia
Ven conmigo, Valentina le indicó la madre superiora.
Juntas las dos en el despacho de la superiora y tras haberle relatado
Valentina su conversación con don Abelardo, le dijo:
Querida Valentina, no te aflijas. Don Abelardo está inquieto porque
teme por su herencia, pero bien sabe Dios que nosotras no vamos a quitarle
nada. Claro que si don Anselmo quiere donarnos algo en su última voluntad
pues bien venido sea y que Dios le bendiga, al fin y al cabo, el que nos caiga
algo no nos vendría nada mal y tampoco supondría demasiado para su hijo que
ya tiene bastante. No hagas caso y pide, al Sagrado Corazón de Jesús y al de
María, coraje para soportarlo. Hablaré con don Abelardo y procuraré
tranquilizarle.
Abelardo recibió las indicaciones de la madre superiora con suspicacia
y aceptó que Valentina siguiera cuidando a su padre, quien, poco a poco, fue
LA NOVICIA VALENTINA
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—¡A ver, ¿qué pasa aquí? ¡Un poco de orden! Ya se nota que no está
Valentina.
—¡Hombre, la vieja!
La superiora se acercó hasta el muchacho que había expresado tal
atributo y clamó:
—Oye jovencito, aunque me veas vieja, has de tener buenos modales y
saludarme de forma correcta, diciendo “buenos días”, por ejemplo.
—Mira, monja, no sé tu nombre, por tanto, te he dicho lo que me ha
salido así de pronto. Conozco a las otras monjas, pero a ti no.
—Soy la superiora del convento y no creo que seamos familiares como
para que me tutees.
—¡Bueno!, nosotros tuteamos a todos, y además tú ya me has tuteado.
Entonces, ¿por qué yo no?
—¡Ay, esta juventud! ¡Descarado! —anotó la superiora y salió del
recinto.
—Os habéis pasado —dijo sor Cornelia—. No digo que no tengáis algo
de razón, yo misma he tuteado a mis abuelos, sin embargo, mis padres no lo
hicieron, pero, a pesar de ello, no deberíais ser tan bruscos ni tan altaneros.
Por la tarde, las monjas se reunieron en la capilla para rezar el rosario.
Esta mañana me han notificado que Dios nuestro Señor ha llamado a
su morada a nuestro protector don Anselmo, así que vamos a rezar por su
alma, para que lo tenga en su gloria y que encontremos pronto otro
benefactor. También vamos a rezar por los jóvenes, para que Él los ilumine —
indicó la superiora.
***
07 LA SORTIJA
su atención en ello. Para su gran sorpresa, lo que tenía en su mano era una
sortija. Estaba sucia, terrosa, la lluvia de hacía dos días la había embarrado.
Pasó los dedos para quitarle la tierra que la rodeaba. “Será una baratija”, se
dijo. Sin prestarle más atención la metió en el bolsillo de su chaqueta. Miró
su reloj, se despidió de los patos con un signo de adiós y se levantó para irse
a su casa.
Como de costumbre el tráfico era infernal, pero esta vez, eufórico en
sus pensamientos, atravesó la carretera de extra radio sin prestarle
demasiada atención. Al llegar a su domicilio, un adosado en las afueras, ya
anochecía. Aparcó el coche en el garaje. Antes de entrar en la vivienda se
retocó la chaqueta y la corbata; era un acto reflejo ante la presencia de otra
persona, incluso la de su esposa. Con ademán acostumbrado, dejó sus llaves
en la cómoda del vestíbulo, al tiempo que exclamó con voz cantarina:
—Ya estoy aquíii... ¿Dónde está mi mujercita?
Lucía contestaba también con voz cantarina:
—Aquí estoy, para lo que quiera mi maridito.
Se abrazaron, se besaron. Daniel, manteniéndola en su abrazo,
manifestó:
—Tienes ante ti a un excelente comercial. Voy a conseguir el mejor
pedido del año.
—¡Ah!, ¿sí? Que sea enhorabuena, querido. Entonces, el ‘señor’ tendrá
una paga especial por objetivos, ¿verdad? —dijo Lucía y, con cierta malicia,
acercó su cuerpo al de su marido.
—Espero que sí —contestó él mientras notaba que su organismo se
removía y le afloraba una pasión incontrolable. Ella, al notarlo, apretó más su
cuerpo y acercando los labios a los suyos susurró con voz mimosa:
—Y una parte de esa paga, será para comprar a la ‘señora’ un regalito,
¿verdad?”
Daniel, imbuido de deseo, la tomó en sus brazos y la llevó al dormitorio.
En el trayecto prometió: “Claro que sí, cariño”. No le importaba prometerle
parte de su gratificación, al fin y al cabo, era su querida esposa y, por otro
lado, en aquel momento de deseo, no era cuestión de estropear lo que tanto
anhelaba. Cuando llegaron a la alcoba, ella le quitó la chaqueta. Él se deshizo
de sus zapatos y de la corbata. Ella le desabrochó la camisa con vehemencia.
Él, excitado, le abrió la blusa. Se desnudaron con frenesí y se entregaron
LA SORTIJA
48
tu empresa, les sueles agasajar bien, sin escatimar y cinco mil pesetas no son
nada para ese restaurante de lujo. Así que ya me contarás.
Las palabras le salían a trompicones. Él tuvo que esperar a que ella
soltara toda su cólera. Con calma, y manteniendo aferrado su deseo de chillar
para clamar que era inocente, le contó que había ido a comer con el ingeniero
de la otra firma; que éste era vegetariano por lo que no comió apenas y que
después, en el parque, había encontrado la sortija. Ella no le creyó. Imaginó a
su marido comiendo con otra mujer; los imaginó en el Parque del Retiro
abrazados; haciéndose carantoñas; amándose con entusiasmo. Seguramente,
después, por algún motivo que no podía descubrir, habrían discutido. La otra,
disgustada, habría tirado la sortija al suelo. Daniel intentó apartarla de sus
pensamientos y le propuso que, al día siguiente, revisara los periódicos para
ver si alguien la reclamaba. La regaló con caricias y besos; ella los rechazó.
Aquella noche no pudo dormir tranquila.
* * *
Unos días antes, Catalina recogía el periódico que había dejado su
marido sobre la mesa del desayuno al momento de marcharse. Hojeó las
páginas, como de costumbre. Al llegar a la zona de los anuncios, su vista se
fijó en uno encuadrado que resaltaba sobre el resto y que decía: “Pérdida de
una sortija de zafiro con diamantes. Recuerdo estimable. Llamar al teléfono...
Se gratificará”. De inmediato su corazón y su semblante se perturbaron
fustigados por el recuerdo de aquel día, hacía ya dos años, cuando unos
ladrones habían entrado en su casa y robado algunas de sus joyas, entre ellas
una sortija, heredada de su abuela Victoria, también de zafiros con
diamantes.
Catalina se había casado con Manuel Muñoz, hijo de una generación
insigne venida a menos. Desde el primer día que lo conoció en el hipódromo,
se prendó de su apuesta figura; de su buen vestir; de sus exquisitos modales
y de su don de gentes. Los que le conocían le tildaban de “cazadotes “, pues
no era la primera joven rica que había cortejado. Varias de las amigas de
Catalina dejaron de serlo porque le habían advertido que su pretendiente era
“un moscón detrás de un rico panal”. Aquello la disgustó mucho; sólo quiso
hacer caso a su corazón de enamorada.
Su marido se sentía fracasado ante la imposibilidad de lograr su
paternidad. Una serie de análisis médicos habían certificado que ella no podía
LA SORTIJA
50
Cariño, aquí dice que ella se entrevistó con su amante y que la sortija
la perdió en el Parque del Retiro. Por otro lado, si yo fuera su amante, ¿para
qué le iba a quitar la sortija y me la iba a traer a casa? No tiene sentido.
—Sí, eso pensé yo, salvo que ella haya mentido.
Él insistió en su inocencia. De pronto sonó el teléfono. Rauda como una
flecha, Lucía lo cogió:
Sí, diga, ¿quién es?... ¡Ah, hola Arturo!... Está bien, ¿quieres que te lo
pase?... Vale, se lo diré... Gracias... Adiós.
—¿Era mi jefe?
—Sí, me ha preguntado por ti. Ha dicho que esta mañana te has caído
por las escaleras de la oficina. Que te ha recomendado que te fueras a casa
y no le has hecho caso. Por la tarde ha tenido que asistir a una reunión y no
te ha podido ver y que si mañana no te encuentras bien que te quedes a
descansar.
—¡Vaya, qué casualidad! Que oportuno mi jefe.
—Eso digo yo. ¡Qué casualidad! ¿No será que tú le has dicho que llame
para tapar tu infidelidad? Porque los hombres siempre os ayudáis en estas
cosas...
—¡Que no, cariño, que no! Y ¿cómo sabía él que tú ibas a coger el
teléfono?
Ante un impulso incontrolable, la acarició y llenó su cuello de besos.
Ella giró su cuerpo y le ofreció sus labios. Él aceptó su oferta: la besó
impetuoso, la tomó en sus brazos y la llevó al dormitorio. Un mar tupido de
cariño levantó embates de pasión que avivados por un huracán de
voluptuosidades los sumió en la vorágine del deseo. Se amaron, con
vehemencia, en un reencuentro de enamorados.
De mañana, Lucía se preparó un par de tostadas con mucha parsimonia.
Mientras tomaba su desayuno se dijo: "No sé qué hacer. La compañía de
seguros ya ha recuperado el dinero. Adela la perdió; no se merece que se la
devuelva porque se estaba dando el ‘lote’ con el querido mientras ponía los
cuernos al prestamista. Lo mejor será que me quede con la sortija. Claro que
para doña Catalina es una pérdida importante ya que fue un recuerdo de su
abuela. Además, estará dispuesta a su recompra. Voy a llamarla... no, mejor
primero me acerco a un joyero para que me tase la sortija, así sabré su
precio".
LA SORTIJA
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Llegó a la Puerta del Sol y se encaminó por la calle Arenal. Encontró una
joyería, ubicada en el primer piso, que desde la calle anunciaba: “Se compra
oro y toda clase de joyas. Pago al contado”. Este sitio está bien, se dijo. Una
puerta de dos hojas de madera maciza, con incrustaciones alegóricas del
santo patrón de Madrid, San Isidro, adornaba el portal; en mitad de las dos
hojas, unas ventanas de estilo ojival con el vidrio tallado de jóvenes romeras,
vestidas con trajes típicos del siglo pasado. Lucía volteó el picaporte de
entrada. Subió las escaleras. En el primer piso encontró una amplia puerta,
en cuyo dintel un luminoso anuncio reiteraba el pago inmediato de la compra
de objetos de oro y joyas. La puerta estaba entreabierta. Dentro, detrás de
un pequeño mostrador, un señor mayor la saludó:
Buenos días joven, ¿desea una valoración de alguna alhaja?
Sí, así es.
Bien, tenga este número que enseguida le llamarán. Mientras tanto,
puede sentarse en el recibidor.
—Está bien, gracias.
Varias personas llenaban la estancia. Algunos, mayores ya, querían
vender sus joyas para poder realizar el último sueño de su vida o para cubrir
sus mínimas necesidades. Otros, jóvenes, deseaban conseguir un dinero para
sus vicios. Esperó su turno. Según salían los atendidos, el altavoz de la sala
anunciaba el número siguiente. Todos iban entrando a uno de los dos
despachos que había alrededor del recibidor. La mayoría de los jóvenes salían
aprisa guardando algunos billetes en el bolsillo. Los mayores tardaban más y
salían apenados, como si hubieran dejado algo de su ser. A medida que unos
abandonaban el local, otros entraban. Al rato, apareció una joven que, en el
momento de sentarse a la espera de su turno, se echó a llorar. Acercó un
pañuelo a sus ojos y se sonó con estrépito. Lucía, que se encontraba a su lado,
le musitó:
—¿No te encuentras bien?
La joven la miró y, al verla también joven, se acercó a ella y gimió: “Mi
novio me ha dejado. Me tenía como una reina, pero como he perdido una jodida
sortija que me regaló se ha cabreado tanto que me ha dado la ‘patada’ y estoy
aquí para vender algunas joyas que me quedan y poder sobrevivir, mientras
encuentre un puto trabajo”
LA SORTIJA
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Lucía escapó del despacho sin darle tiempo al hombre para una nueva
propuesta. Esperó, fuera, a que saliera Adela. Entraron en una cafetería de
la Puerta del Sol. Se sentaron en una mesa y pidieron sendos desayunos.
—¿Qué tal, Adela, has conseguido algún dinero?
—Calla chica, ¡Son unos cabrones! Por cierto, no me has dicho cómo te
llamas.
—¡Ay, es verdad! Me llamo Pilar. Llámame Pili. Lucía no quiso darle su
verdadero nombre hasta conocerla mejor. Por su modo de expresarse, supuso
que aquella joven no era de su mismo nivel social y detestaba los malos
modales.
Mientras ambas extendían la mantequilla por sus rebanadas, Adela
continuó con su relato:
Pues verás Pili, resulta que el muy cabrón me ha dado quince mil
pesetas por una pulsera que a mi novio le costó cien mil. Me la compró en una
joyería de la calle Conde Peñalver. Íbamos ese día muy acaramelados, de esto
hace dos años, era la primera vez que habíamos estado juntos en un hotel, me
acuerdo muy bien.
—Verás, Adela, has de saber que en la recompra, los joyeros sólo pagan
el peso en oro de la pieza. Y suben un poco más si es una joya. Lo normal es
que, con algo de presión, te paguen la cuarta parte de su valor.
—¡No me jodas, Pili! ¡Esto es un escándalo!
—Sí, es un escándalo, pero es así, ‘lo tomas o lo dejas’, es lo que ellos
pregonan.
LA SORTIJA
58
el paso que iba a dar, que ella le había aconsejado muy bien y que por eso era
su mejor amiga. Froilán, airado, tiró el sobre en la mesa y mirando a Adela
exclamó con rabia: “Pues que os aproveche. Por cierto, tu amiga no se llama
Pili sino Lucía. ¡Adiós!” Lucía, a punto de desmayarse, se disculpó ante Adela
y salió rauda de la cafetería en dirección contraria.
De vuelta a su oficina, colérico y enojado, llamó a Daniel:
Soy Sánchez. Mire usted señor López le llamo para comunicarle que
no vamos a formalizar el pedido con ustedes.
Pero, ¿qué dices, Froilán?
De Froilán nada, soy el señor Sánchez. Su esposa se ha entrometido
en mi vida privada y no acepto que nadie se mezcle en mis asuntos personales.
Así que sepa usted que el pedido lo pasaremos a la competencia.
Un momento por favor, Froilán, bueno señor Sánchez, no entiendo lo
que me quiere usted decir conque mi esposa se ha entrometido en su vida
privada, ¿quiere usted aclarármelo, por favor?
Froilán le contó que, días antes, había estado con su “amiguita” en el
Parque de El Retiro donde ella había perdido una sortija, de modo que el día
de la discusión técnica y económica del pedido, había estado duro como
resultado del disgusto, y a la hora de la comida no había tenido ninguna gana
de almorzar. Para no parecer desagradecido había pasado por vegetariano.
Como la historia apareció en los periódicos había decidido romper con su
“ligue”, pero ésta, a cambio, le había exigido una buena suma de dinero.
—Lo peor de todo, señor López, es que Adela es una buena chica, algo
ingenua. Siempre ha sido muy discreta. Pero hoy me ha extorsionado con el
apoyo de su esposa. Ahora me queda la duda de si no lo volverá a hacer, a
pesar de su promesa. Como comprenderá ya no deseo tener ningún trato con
ustedes, malo sería que su esposa y la mía se hicieran amigas y un día mi mujer
llegara a saber esta historia. No lo puedo aceptar.
De vuelta a su casa, Daniel encontró a su mujer en la cocina con uno
fajo de billetes. Lucía había conseguido una buena recompensa de doña
Catalina y preparaba una estrategia para camelar a su esposo, pues suponía
que Froilán le habría llamado para contarle la incidencia de la cafetería. Al
verlo, le dijo:
¡Mira!, ¡mira, querido! La recompensa por haber encontrado la sortija
LA SORTIJA
62
Me aparté pensativo. Volví por las filas y entonces deduje que aquellos
seres eran espíritus. Que cada fila reunía almas de muertos en situaciones
parecidas: los unos en accidentes, los otros por violencia, aquellos en su cama
o en el hospital, los de allí por las drogas, y así otros. Si allí no había tiempo
ni espacio, pero yo me desplazaba, y si nadie hablaba, pero yo les oía, ¿qué
hacía yo allí? y ¿quién era yo? ¿Por qué estaba allí? Había deducido que ellos
eran las almas de muertos luego yo también debería ser otro difunto. Sin
embargo, no recordaba que hubiera muerto, ni siquiera quién era; si era
hombre o mujer, si estaba casado y tenía hijos; nada de nada.
Entonces el mimo vestido de Charlot me dijo: “No te esfuerces tanto,
piensa que eres capaz de deslizarte sin necesidad de un cuerpo, y que también
puedes deducir quienes componen las filas”. Me quedé pensativo y cavilé
intensamente. Pensé en aquello que me estaba pasando: que, en efecto, no
tenía cuerpo pero que me podía deslizar a mi antojo, que podía oír las
conversaciones sin que los demás articularan palabra alguna, que podía
deducir quienes componían las diversas filas; en todo lo que me había dicho el
mimo. Así pasé un buen rato. Llegué a sentir angustia por no saber quién era
yo. Notaba cómo un sudor frío, sin gotas, totalmente seco, envolvía mi cuerpo
inexistente, hasta que una luz apareció en mis ideas. Por fin encontré la
respuesta a mi situación: “Yo era mi propio pensamiento y mi propia
inteligencia”. Como pensamiento me podía deslizar de un lado a otro y como
inteligencia había deducido el desfile de las ánimas.
Y entonces me dije: ¡Alabado sea Dios!, y me tranquilicé. Comencé a
notar una agradable paz interior y todo el escenario de aquellas filas fueron
desapareciendo de mi vista. Al poco, caí en una profunda penumbra. Poco rato
después, la alarma del reloj me despertaba.
65
ayudó, al ver la agonía de mi hija, me delató. Alegó que la había engañado. Ella
creía que se trataba de un tumor canceroso... Hizo una pausa ahogado por
la congoja de su desconsuelo. Sacó de su bolsillo un pañuelo viejo y harapiento
y se sonó las narices, cuando se iba a restregar los ojos Princesa le amonestó
cariñosamente:
¡Pero hombre de Dios! Tira ese pañuelo sucio. Toma este paquete de
pañuelos de papel y límpiate con ellos los ojos, no te los vayas a dañar.
El hombre tomó un pañuelo de papel y se limpió los ojos. Después lo
dobló con mimo, miró a la mujer, le sonrió y movió suavemente sus pestañas
en señal de aprecio; luego lo guardó en el bolsillo de su raído abrigo y
prosiguió:
―Me juzgaron por intrusión temeraria. Las autoridades no me
encarcelaron pues pensaron que la pérdida de mi hija ya era suficiente
castigo, pero me despidieron de la clínica y del colegio de médicos. Me
encontré solo con ganas de morir. No podía ejercer mi profesión ni sabía otro
oficio. Me emborrachaba todas las noches para poder dormir. Fui gastando
mis ahorros. Tuve que vender mi casa. Al año, no tenía nada, así que me marché
de mi ciudad y vine a ésta, a muchos kilómetros de la mía. No me he suicidado
porque soy temeroso de Dios. Llevo deambulando por calles, por el metro, por
la ladera del río, durmiendo solo, no puedo más, necesito compañía, si no me
volveré loco.
Pobre hombre. No me diréis que no podemos hacerle un hueco entre
nosotros, ¿verdad? dijo Princesa.
Sí, está bien, yo estoy de acuerdo. ¿Qué decís vosotros? inquirió
Abate a Arnés y Grajos.
Bueno, de acuerdo dijo Grajos, cabizbajo y afectado, con voz
queda.
¡Vale, joder! ¡Salten truenos, maldita sea! Aunque no me gusta lo
acepto, no me queda otro remedio.
Y, ¿qué os parece si le llamamos "Velado" por haber querido ocultar
el problema de su hija? ―Todos asintieron la propuesta de Princesa, incluso
el nuevo inquilino. A partir de entonces Velado sería uno más y compartiría,
con ellos, sus cuitas y sonrisas.
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
71
cuerpo una gabardina y una bufanda gris. Todos con la vestimenta algo raída
y deslucida por el uso.
Esperó a que Princesa terminara de acicalarse, luego le preguntó:
¿Cuáles son las estaciones que tenéis elegidas?
Abate se coloca en la de la Catedral, Grajos en la del Mercado
Central, Arnés en la zona de los Ministerios y yo en los alrededores del Gran
Teatro.
Yo elegiré la del Hospital General.
¡Qué puñetas! ¡Muy bien! Vas a hacer lo que hemos hecho los demás:
elegir la zona de acuerdo con lo que fuimos. ¡Los recuerdos mandan! Bien,
encaminémonos hacia el Metro. ¡Ven conmigo! Recogió el espejo y otras
cosas, las metió en su carrito y después, arrastrándolo, saludó con un gesto―:
¡Adiós chicos! ―Velado hizo lo mismo y los demás respondieron: "Adiós, hasta
la noche". Esa primera vez, siguió las instrucciones de Princesa. Era lo mejor,
la mujer le había tratado con más indulgencia que los demás.
En el camino hacia la boca del Metro, ella le puso al corriente de sus
costumbres:
Verás, Velado, cada tarde o noche, y uno cada vez, tiene que ir a
buscar agua en dos garrafas de cinco litros a una fuente que está a unos
minutos del campamento ―así llamaban a su lugar en la antigua fábrica
siderúrgica―. Viene de un manantial bajo tierra que los de la fábrica la
aprovechaban para lavar los camiones. Luego, se reparte el agua. Todos
tenemos dos botellas de litro que sirven, una para beber y la otra para lavarse
la cara y las manos. A ti te tocará pasado mañana, así que esta noche vas con
Grajos o mañana con Abate para que aprendas el lugar.
Lo dejaré para pasado mañana.
Como quieras. Yo te buscaré un par de botellas de plástico. ¡Ah!, otra
cosa: tienes que acercarte a las dependencias del 'cé eme a' para que te dejen
tomar una ducha, pues 'cantas mucho'. Has de tener en cuenta que si la gente
se acerca a darte una limosna y hueles tan mal se alejarán de ti. Una cosa es
que vayas con ropa vieja, pero has de ir limpio para que te ayuden. ¿Me
entiendes? Porque no te vas a perfumar como una puta barata, ¿verdad?
No, claro que no. He deambulado por todas partes y sólo he
conseguido comer y dormir en cualquier sitio, creo que necesito incluso
afeitarme.
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
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le caía gordo y tenía fuertes discusiones con el superior e incluso con sus
compañeros.
¡Ah, sí! Y eso, ¿por qué?
¡Coño!, pues porque llegó a considerar que Dios le había abandonado
y que no había sido justo que perdiera a su familia. El superior y los puñeteros
monjes intentaron convencerle de que la culpa era suya al haber permitido a
su hijo conducir el coche sin cané. ¡Como si uno supiera lo que iba a pasar! ¡No
te jode! Con el tiempo se le fue poniendo una mala leche del carajo y perdió
su fervor religioso y, en vez de orar, injuriaba a Dios. Pero el jodido de él se
arrepentía, de lo hecho, en el confesionario y días más tarde volvía a repetirlo.
Así pasó varios meses hasta que un puto día apareció la esposa del benefactor
del convento. Ella solía venir acompañada de su esposo, pero aquella vez llegó
sola. Abate, que ya la vio antes y dijo que se parecía mucho a su difunta
esposa, le abrió el portalón de entrada al convento y, con la excusa de que el
superior estaba en el cementerio haciendo oración, el muy jodido, se la llevó
al despacho del registro monacal para trajinársela. La mujer gritó tanto que
unos monjes entraron en la estancia y la liberaron. En penitencia, el superior
le obligó a flagelarse. Pero verás lo que hizo el muy puñetero...: Se colocó en
la capilla de rodillas frente al altar. En la mitad del altar estaba el Santísimo
Sacramente expuesto. Se puso semidesnudo y comenzó a castigarse, pero no
creas que lo hizo con fuerza ¡qué va! El muy jodido lo hizo con suavidad, sin
intención de mortificarse, sólo para disimular frente a un puto monje que le
vigilaba, escondido tras una celosía, por orden del superior. Sus pensamientos,
según nos contó a Princesa y a mí, no eran de arrepentimiento, ¡ni mucho
menos! Poco a poco fue encrespándose y llegó a tomar una actitud blasfema.
Así que cada vez que se flagelaba repudiaba a Dios y le hacía responsable por
haberle creado. Se enfureció tanto que, con el látigo que tenía en la mano y
con una mala leche del carajo, llegó a pegar a la Eucaristía con tal furor que
la tiró y la Hostia rodó por el suelo.
¡Qué fuerte!
Incluso, ofuscado por su ira, la pisó con saña. El que le vigilaba corrió
a buscar al superior y éste, acompañado de varios monjes, contempló
horrorizado la terrible escena. ¡Joder, aquello debió ser impresionante!
Estuvo recluido un mes en una celda. Cuando salió de su mazmorra el puñetero
obispo le impuso penitencia hasta su muerte. Más tarde se salió del convento
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
79
y comenzó a vagar y a mendigar por las calles hasta que un día apareció y se
quedó con nosotros. Cuando nos contó su historia, nos dijo que nunca asumiría
otro sistema de vida porque estaba maldito.
¡Pobre hombre, y pensar que yo creía que a nadie le podía pasar algo
peor que a mí! Diría que en Abate hubo una reacción psicológica,
probablemente afectada por el trauma de haber perdido a su familia. Él
percibía que había sido su culpa, pero fue anidando en su mente la idea de que
Dios le tenía que haber protegido. Esa mezcla psíquica, de culpabilidad y al
mismo tiempo de inculpabilidad por no haber sido protegido, hizo que sus
neuronas no funcionaran bien y, como consecuencia, tuvo un arrebato
seductor hacia la mujer del benefactor del convento, que seguramente no lo
hubiera hecho en su sano juicio, pero que era la expresión de revancha contra
la moral, esencia de Dios. Una vez castigado a flagelarse arremetió contra lo
que representaba a su Creador. Estoy convencido de que el mes de internado
en la celda le sirvió de terapia, aunque no es la mejor; y digo que le sentó bien
porque aceptó la penitencia, otro la habría rechazado y se hubiera hecho
anticlerical. Casos de este tipo hay que tratarlos con un especialista en
psiquiatría y sobre todo con mucho cariño.
¡Joder! Cómo se nota que eres un erudito, Velado.
Más que erudito, médico. Todos los médicos entendemos un poco de
sicología.
Y en ese caso, ¿por qué no has rehecho tu vida?
Porque mi caso no es sólo mental, ya os he dicho que me expulsaron
del colegio de médicos. No puedo ejercer y no sé hacer otra cosa.
Una vez en el 'campamento' se juntaron con los demás alrededor del
bidón donde las llamas mantenían caliente la cacerola de café, con mucha
achicoria, preparado por Princesa.
* * *
A medida que pasaban los días, Velado consolidaba su amistad con los
demás. Alrededor del fuego del bidón, unos y otros comentaban anécdotas
que les habían sucedido en su sitio de mendicidad.
¡Veréis! Resulta que cuando un señor miraba en su jodida
cartera-monedero qué moneda me podía dar, una bendita paloma pasó por
encima y la cagada le cayó en un billete, justo en el momento en que el hombre
miraba también su billetero. Ja, ja, ja reía Grajos estrepitosamente—.
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
80
Como le ha dado mucho asco me ha regalado el billete, ja, ja, ja. ¡Bendita
paloma! Ja, ja, ja.
¡Joder! Qué suerte la tuya. ¡Salten truenos, maldita sea! Pues a mí
nadie me ha dado un billete, lo que me han dado han sido picotazos.
Y eso, ¿cómo ha sido, Arnés? preguntó Princesa.
Por un puto loro. Resulta que cuando ya tenía unas cuantas monedas
en la mano apareció el 'tío' ese de la pajarería que está a la vuelta de mi
esquina. Portaba un loro en su hombro atado con una cuerda a su cinturón.
Toda la gente le decía cosas al dichoso pájaro que se paseaba por su espalda
de hombro a hombro. Cuando llegó a mi altura, el 'tío' sacó una moneda de su
bolsillo y la puso en mi mano diciendo: "No tengo mucho, pero quiero
ayudarte". De inmediato el cabrón del loro, ¡salten truenos, maldita sea!, se
lanzó sobre mi mano y me la picoteó mientras decía: "Es mío, es mío".
Muy listo el pájaro anotó Abate.
¡Joder! Pero ahí no se acaba la historia, por los picotazos que me
propinaba el puto loro se me cayeron todas las monedas. El gilipollas del
pajarero quiso ayudarme a recogerlas pero tuvo que marcharse con el maldito
pajarraco porque, a medida que las iba recogiendo, el muy cabrón me
picoteaba repitiendo siempre lo mismo: "Es mío, es mío". Ironizó queriendo
imitar y ridiculizar al loro.
Pues a mí el otro día comentó Abate, un perro me olfateó y luego
se meó en mi pantalón mientras recibía la limosna de su ama. No me di cuenta
hasta que lo hizo. Me debió de tomar por un árbol
Será porque hueles a campo, ¡jodido!, Ja, ja, ja bromeó Arnés.
Sí, sí, a campo se implicó Grajos, a asqueroso estiércol, más bien.
Todos rieron, incluso el mismo Abate. Arnés levantó una pierna
parodiando al perro. Grajos, después, pataleó en el suelo como si a él le
hubiera meado. Carcajearon estrepitosamente. Pasó un buen rato para que
calmaran sus chanzas. Entre risas y carcajadas Princesa pidió la palabra:
Y lo que me pasó el otro día con un chaval, ¿ya os lo he contado?
Cuéntalo, que yo no lo sé indicó Velado.
Pues resulta que pasó delante mía...
Se dice por delante de mí rectificó Abate.
¡Coño, ya está el jodido monje! ¡Déjamelo contar a mi manera!
¡Diantre!
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
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picarona. Era alegre y divertida, siempre estaba de juerga y reía por cualquier
cosa; lo mismo de un chiste bueno que de uno malo. Ganaba montones de dinero
y todo lo gastaba en pasármelo bien. Disfruté mucho, vivía como una
'princesa' resaltó la palabra e hizo una pausa—. Tuve buenos amantes que
me hicieron magníficos regalos. Cada año cambiaba de coche. Conocí los
mejores hoteles y los mejores restaurantes, pero poco a poco fui perdiendo
mi buena imagen. Tú sabes que la segunda función termina a la madrugada,
pues bien, yo disfrutaba de la noche bebiendo y fumando hasta las siete de
la mañana, siempre rodeada de amigos que se aprovechaban de mi esplendidez.
Lo pagaba todo. Así ya podía tener muchos amigos, ¿verdad? Sabía que eran
unos gorrones, pero no me importaba porque ellos me regalaban los oídos con
sus halagos. Te puedes imaginar, después me pasaba el día durmiendo. Lo
peor de todo era que al levantarme, lo primero que hacía era beber un buen
trago de güisqui o ginebra y fumarme un pitillo, y, claro, apenas comía.
Adelgacé mucho. Con el tiempo, llegaba tarde a los ensayos y a veces salía al
escenario casi borracha y además sin fuerzas para sostenerme erguida. El
empresario, cansado de pedir excusas a los espectadores, canceló mi
contrato. Le demandé, pero él tuvo demasiados testigos a su favor. Al
principio le despotriqué al muy cabrón, pero meses después me di cuenta que
me había desmadrado con el alcohol. Hizo otra pausa. Así pues, me
encontré sin trabajo y sin posibilidades de encontrarlo.
Y eso ¿por qué?
Pues porque la noticia de mi juicio había alertado a los demás
empresarios y ya nadie quiso contratarme. Gasté mis ahorros y hallé en la
bebida mi refugio en vez de mi diversión. Vendí mis joyas y me marché a una
habitación de una asquerosa y puñetera pensión de barriada. Es curioso, cómo
tantos que antes chupaban de la teta de mi dinero ninguno apareció después.
¡Cabrones de tíos! —susurró. Acabé tumbada por las calles, totalmente
ebria. Un día me recogieron y me llevaron al Centro Municipal de Alcohólicos
Anónimos, donde pasé varios meses hasta que me recuperé. Desde entonces
sólo bebo agua o bebidas no alcohólicas. Por eso, el otro día, te decía que no
debías traer ninguna bebida alcohólica para evitarme la recaída. Como tú, me
marché de aquella gran ciudad y me vine a ésta donde no me conocían tanto e
incluso ya me tienen olvidada. Ya ves, ¡qué desastre!... Y esa es mi historia.
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
84
La esquina, donde paso el día, suele estar, a veces, muy agitada. La
otra tarde, un sinfín de ambulancias llegaban y salían del Hospital General por
causa de un camión que había embestido a un autobús lleno de pasajeros. En
un momento había tres ambulancias seguidas para entrar. Las puertas
traseras estaban abiertas y los enfermeros en la entrada solicitando unas
camillas para desalojar a los lesionados y poder volver a por otros heridos.
Me acerqué a la última ambulancia y vi que un hombre tenía la pierna malherida
y le manaba sangre sin parar. Tomé una toalla que vi en el interior y con un
barrote de plástico, de uno de los taburetes plegables, le hice un torniquete.
"Agárrese bien" le dije. Quise hacer más, pero acto seguido apareció un
policía que me echó del lugar de una forma nada cortés.
Bueno, y entonces ¿qué ha pasado con el tal Ortega? cuestionó
Abate.
Pues me ha dicho que gracias a mi intervención se ha podido salvar al
herido, ya que era tal el caos que se había formado que muchos de ellos no
pudieron ser atendidos de inmediato y aquel hombre se hubiera desangrado.
Resultó que el herido me conocía de haberme dado alguna limosna y lo contó
a los médicos; por eso este hombre vino a verme. Sabía, por tanto, que yo era
un harapiento y, para favorecerme, me ha ofrecido un puesto de ayudante
sanitario. Me ha prometido una habitación en la residencia de enfermeros, en
el ala sur del centro durante unos meses y un sueldo. Mi obligación sería hacer
las guardias de noche.
¡Vaya, vaya, vaya! Así que podrías volver a vivir la vida de un hospital.
El asunto puede ser tentador aseveró Abate.
Supongo que habrás dado tu acuerdo, ¿no? declaró Princesa,
intentando corresponder a su buen consejero de la noche anterior.
Pues no, no lo he aceptado. La idea de curar a la gente me agrada, al
fin y al cabo, ésa ha sido mi vocación, pero no me gusta estar bajo las órdenes
de inexpertos enfermeros o medicuchos noveles.
¡Vaya con el señor! anotó Grajos.
Yo lo entiendo, ha sido un buen cirujano y por tanto más de una vez
verá que el médico novato no sabrá hacerlo y lo pasará muy mal dijo en su
favor Abate.
¡Dejadlo por favor! Ya os he dicho que no lo he aceptado suplicó
Velado.
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
87
Hacia las seis de la mañana se levantó un fuerte viento que hizo que las
brasas que quedaban en el bidón se esparcieran fuera del cuerpo metálico.
Algunas de ellas prendieron varios cartones cercanos al nicho de Arnés, que
se despertó tosiendo por el humo que respiraba.
―¡Salten truenos, maldita sea!― dijo intentando aplastar los trozos
prendidos. Los demás se percataron de la situación y salieron en su ayuda. No
habían terminado de sofocar el pequeño incendio cuando el viento adquirió tal
fuerza que dispersó todos sus enseres―. ¡Salten truenos, maldita sea! ¡Ya
estás aquí, jodido cabrón! estalló enfurecido. Se apartó de los demás y con
ánimo de pelea se encaró al viento. Los pelos revueltos, las ropas sacudidas y
su tabardo tendido por encima de su cintura le daban el aire de un marino
sobre la proa de un barco. El fuerte viento, encaprichado con su silueta,
parecía que fuera a romper su vestimenta y pretendiera abatirlo. De pie, algo
encorvado con los brazos en cruz, hacía frente al soplo huracanado. Su
contextura, aunque fuerte, parecía que fuera a ser abatida fácilmente, sin
embargo, resistía. ¡Ya estás aquí a rememorar mi gran desventura, maldito
hijo de Poseidón! Pues aquí me tienes dispuesto a morir si hace falta. Intuía
que un día vendrías a buscarme. Sí..., sí..., la vela de Sotavento estaba
deteriorada y no era conveniente forzar más la caldera, pero yo insistí en
ello, ya lo sé. De repente toda su bravuconería se transformó en sollozo y
con aire de quien se excusa continuó: Íbamos a pescar bacalao, los otros
estaban mejor preparados, eran balleneros. Mi barco estaba casi vacío,
necesitaba llenarlo para cubrir mis deudas y compromisos. Hizo una pausa.
Quiso erguir su cuerpo, pero el embate del ventarrón le impidió hacerlo.
Respiró con fuerza, con el movimiento de sus brazos mantenía su equilibrio, y
de nuevo, como quien a pesar de saberse culpable quiere expresar que todo
lo hizo porque así lo había querido, repuso su aire bravucón y prosiguió: Sí,
lo sé, me empeñé y ordené al maquinista que forzara la caldera. Él no quiso
hacerlo y pretendió rebatir mis órdenes, pero se lo exigí indicándole que yo,
y no él, era el dueño del barco. Ordené que se avivara la caldera para impulsar
más velocidad y atravesar las olas con rapidez. Se restregó la frente y
volvió a caer en un lamento. ¡Cuán necio fui! Las olas jugueteaban con el
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
88
el tubo con tan mala fortuna que éste comenzó a girar por el impulso. Atónitos
vieron como rodaba por la loma camino abajo hacia la autovía. Grajos se alteró,
miró a la carretera y exclamó alocado:
¡Los niños, los niños!
Todos dirigieron sus miradas a la ruta, los coches pasaban a gran
velocidad. No se podía distinguir si en uno de ellos había niños, sin embargo,
Grajos chillaba fuera de sí una y otra vez: "¡Los niños! ¡Los niños!". Arnés le
cogió por los hombros y le zarandeó con brusquedad diciéndole: "Grajos,
¡joder! Ya vale, que no es lo que tú piensas, que aquí no hay un puto niño". No
le hacía caso y seguía gritando. En un impulso desatado, le dio un puñetazo
que le tiró al suelo. Princesa se aproximó y, arrodillada, le puso su cabeza en
el regazo. Con un pañuelo de papel, limpió la sangre que manaba por la nariz.
Los demás siguieron con sus miradas el volteo del tubo con el temor de que
cayera a la autovía. La tubería rodó unos metros por la loma y justo antes de
llegar a la carretera chocó contra un pino. Se partió en dos. Una de las partes
se quedó junto al árbol, que se arqueó del impacto; la otra rodó hasta caer en
el hueco entre la loma y la cuneta guardarriel de la carretera.
¡Grajos, que no ha pasado nada! le decía Princesa atusándole el pelo.
¡Cagüen la mar, Se me fue el puto camión! ¡Malditos pajarracos! Los
chicos..., los frenos..., fue terrible... gimió desconsolado.
Ya lo sé, pero eso pasó hace ya diez años. ¡Cálmate!, querido.
Le ayudaron a levantarse. Princesa y Arnés le serenaron de vuelta al
campamento. En el camino Velado se acercó a Abate y le comentó:
¿Qué le ocurrió a Grajos?, ¿lo sabes? ¿Acaso tuvo un accidente con
unos niños?
Sí, en efecto. Él había sido transportista y con el tiempo llegó a
poseer una flota de varios camiones. Cuando se hizo propietario de su segundo
camión dejó de conducir y se dedicó a la gestión de los pedidos. Lo mismo
transportaba balas de papel, bobinas de chapa, armarios de cocina o material
para la construcción. El negocio le iba viento en popa. Un día cargó uno de los
camiones con sacos de cemento. El conductor, que tenía que llevarlo, se puso
malo y, como los otros chóferes ya estaban en ruta, él mismo condujo el
camión. Al lugar, donde debía entregar la mercancía, se llegaba por una calle
cuesta abajo. Él se fijó que la pendiente era importante, así que redujo la
marcha y, justo en el momento en que quiso hacer el cambio, el tubo de escape
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
91
La vida es un drama creado por nosotros mismos. Las cosas que nos
pasan son porque lo componemos así. Somos los únicos responsables de
nuestros actos.
No estoy del todo de acuerdo, Abate. Muchas veces estamos a
merced de los acontecimientos, si no son guerras, son calamidades o sucesos
bruscos que nos supeditan y nos hacen encontrarnos imbuidos en un destino
fatal.
¡No es verdad!, esa forma de pensar es fatalista, es considerar que
somos marionetas del destino, yo no lo creo así. Lo de Grajos es posible que
el destino le haya jugado una maldita carta, pero lo tuyo y lo mío fueron causas
de nuestras propias decisiones.
¿Hasta qué punto nuestras decisiones fueron realmente propias?
¿No será que las realizamos como consecuencia de unas circunstancias?
Puede, pero las decisiones las tomamos nosotros y nadie más.
Pongamos un ejemplo: Si al salir del portal de casa giro hacia la
derecha y me cae un tiesto que me mata, la caída del tiesto es una
circunstancia, ¿no?
Cierto, pero la decisión de ir hacia la derecha, la tomas tú.
Ya, y si tuerzo a la izquierda no me pasa nada, pero en ningún caso mi
decisión viene determinada por un objetivo a realizar, es sólo el azar o el
destino el que me guía. Ahora bien, si quiero comprar tabaco y el estanco está
a la derecha de mi portal no me queda otro remedio que torcer en esa
dirección, luego mi decisión esta forzada por la ubicación del estanco.
No sé a dónde quieres llegar, Velado. No veo qué tienen que ver
nuestros casos con tu ejemplo.
Pues simplemente a que no siempre somos totalmente responsables
de las cosas malas que hacemos, salvo que seamos unos villanos. A los ojos de
la gente seremos unos imprudentes homicidas, responsables de la muerte de
alguien, yo de mi hija, tú de tu familia o de los niños en el caso de Grajos. Pero
ante los ojos de Dios somos unos pobres desgraciados que las circunstancias
nos llevaron a un fatal destino. No somos malhechores.
Yo lo tengo bien claro, tomé la decisión de dejar a mi hijo llevar el
coche, cuando sabía que todavía no tenía el carné de conducir. Yo y sólo yo.
Cierto, fue un error, pero si tu hijo no hubiera aprobado el curso tú
no habrías dispuesto ir de excursión.
CONFESIONES FLAMEADAS A LAS BRASAS DEL OTOÑO
93
10 ATANASITO O EL ANTI-GEN DE LA
HERENCIA
Esto último entusiasmó a su padre pues pensó que su hijo patearía a sus
compañeros.
Un día Satanás llamó a su hijo:
—Vamos a ver Atanasito, ¿ya incordias a tus compañeros en el cole? Yo
te enseñé a ponerles una chincheta en la silla cuando alguno de tus compañeros
quiera sentarse; a empujar a tus amigos en la fila; a poner zancadilla en los
pasillos; a utilizar un canuto de caña y lanzar granos de arroz a la profesora
en la clase; a echar agua en la sopa de tu compañero o un grillo en su vaso de
bebida. En fin, a ser un incordio.
Pues no, papá. No me gusta nada hacer lo que me has enseñado.
—¿Qué dices? ¿Que no te gusta ser un incordio?
—Pues no, papá, no. Resulta que ahora he conocido la amistad, cosa que
nunca supe lo que era. Allí, en nuestra casa, nadie se quiere. Aquí he
descubierto la labor de equipo; y somos capaces de ganar a nuestros
oponentes algunos partidos de fútbol. Es más interesante.
—Pero ¿cómo es posible que esto me esté pasando a mí? ¡Yo que soy el
demonio! Mi hijo tiene que ser peor que yo. Tú eres mi deshonra.
—Lo siento papá, pero no puedo hacer lo que tú pretendes.
—Esto no puede seguir así. Tengo que hacer algo —pensó Satanás.
Caviló durante toda la noche. Recordó cómo se había preocupado de preparar
su habitación en el infierno y todo lo que le había enseñado en sus primeros
diez años. No llegaba a comprender por qué su vástago no era tan malo como
él.
Al día siguiente, Satanás se vistió de traje oscuro, corbata blanca con
motas negras, sombrero de ala ancha y botines negros punteados. Se acercó
a la consulta de un siquiatra. El doctor le hizo tumbarse en el canapé de su
consulta con la mirada en el techo y las manos cruzadas.
Usted dirá señor. No es necesario que me dé su nombre. Puede
utilizar un apodo.
—Bien. Me llamo Luis Cífer. Soy un hombre que me gano la vida según
mi antojo. No me importa conseguir lo que me proponga, aunque tenga que
pisar, en el camino, al prójimo. Me río de todo el mundo, incluso de mi "Padre"
que me creó. La gente me teme pues puedo mandarlos al infierno. Soy, lo que
se dice, un demonio hizo una pausa y prosiguió. Pues bien, resulta que
tengo un hijo de diez años. Le he enseñado todas las triquiñuelas necesarias
ATANASITO O EL ANTI-GEN DE LA HERENCIA
99
para que el vecino no le pisotee, para que él sea el temido. En una palabra,
para que sea un matón, y no me hace caso. Hace todo lo contrario. Es un
buenazo. Es la deshonra de su padre. Quizá no haya sabido educarlo.
Mientras Satanás hacía sus comentarios, el siquiatra se mantenía
separado. Aquel hombre tumbado en el canapé le había impresionado. Su
vestimenta era similar a la de un gánster y, por lo que comentaba, era capaz
de mandarle al infierno, lo que suponía pegarle un tiro. Había de tener buen
tacto. Respiró con fuerza y dijo:
—Bien. Hay que considerar que su hijo tiene aún diez años, es todavía
pequeño. Seguramente, usted también, en su niñez, se comportaba como un
ángel. Dele tiempo al tiempo. Dentro de unos seis años, sin duda, su hijo
cambiará. Es usted un buen padre, no se acompleje. Lleva sus genes. Ya
cambiará.
Satanás supuso que el doctor tendría razón; había que esperar a que
Atanasito se transformara en un joven indómito. Pasó el tiempo. Un día
Satanás dialogó con su hijo...
—¿Cómo te va, hijo?
—Bien, papá.
—Ya tienes dieciséis años. Supongo que entre otras cosas te dedicarás
a engañar a las chicas. A seducirlas y luego a abandonarlas, ¿verdad?
—Pero, ¿qué dices? Tú, papá, eres un "carca".
—¡Un carca! Y, ¿eso qué es? Siempre he creído que yo era un demonio.
—Un carca es un vejestorio. Alguien que sigue con los mismos sistemas
y costumbres ancestrales.
—Oye, hijo. Has de saber que yo tengo mucha edad. Muchos miles de
años y a mucha honra.
—Pues eso, papá. Eres un carca, y no cambias. Las cosas ya no son así.
Ahora se corteja a una chica, y si te gusta, no necesitas seducirla, te vas a la
cama con ella de mutuo acuerdo.
—Bueno..., pero la dejas embarazada y luego la abandonas.
—Papá, tú no estás enterado de cómo van las cosas. Ahora se utiliza el
preservativo. Ya no hay embarazos; sólo los deseados y controlados. Además,
si dejas embarazada a una chica, ella te puede denunciar. Te hacen la prueba
de paternidad y si te descubren, no te obligan a casarte, pero sí a mantener
a la criatura. ¿Te das cuenta lo que eso supone? ¿Trabajar como un condenado
ATANASITO O EL ANTI-GEN DE LA HERENCIA
100
para mantener a los nacidos por tus calaveradas? ¡No, hombre, no! Es
preferible usar el preservativo. Y, además, en lo que tú dices, el juez te puede
obligar a indemnizar a la chica por violación premeditada o abuso sexual.
—¡Vaya, vaya! En mis tiempos las cosas no se hacían así. Bueno, pero
cuando necesites dinero para ir con tu chica, lo robarás, ¿verdad?
—¡Ni mucho menos! Mis amigos y yo, cuando necesitamos dinero, nos
ponemos a cantar en una esquina de la calle con unas guitarras. La gente
siempre nos da algo. No necesitamos robar.
Satanás quedó asombrado de comprobar que su hijo no seguía el
camino previsto por él. Se volvió a vestir de gánster y fue de nuevo a la visita
del siquiatra.
—Verá usted señor Cífer, su hijo lleva los genes de usted y los de su
madre. Usted, seguramente fue un ángel de niño y lo más probable es que la
madre haya sido y siga siendo una buena persona; lo que hace suponer que su
hijo tenga un porcentaje muy elevado de genes angelicales. Debe quitarse su
complejo de mal padre, pues los genes tienen mucha fuerza. La historia nos
cuenta que algunos hijos de hombres malvados se hicieron santos.
—¡Eso sí que no! ¡Por mi estampa, que no!
El siquiatra llegó a temer por su vida al ver a su cliente tan irritado.
De vuelta a su casa, Satanás pensó que había elegido mal el día en que había
seducido a aquella muchacha tan incauta. La había engañado al verla sin
malicia, demasiado ingenua. Quizás fuera tan cándida que su candor rayara la
inocencia angelical. En su cavilar, llegó a sopesar que nunca conseguiría hacer
de su hijo un excelente demonio. Lo meditó durante algún tiempo y, después
de madurar su idea, decidió eliminar a su hijo de modo que tuviera que
abandonar este mundo y retornar al infierno.
Un día en que Atanasito volvía del colegio en compañía de un amigo,
Satanás hizo que un motorista se precipitara sobre ellos. Atanasito, al verlo,
empujó a su amigo para que no fuera arrollado. Él no pudo esquivar el golpe.
Murió atropellado.
Al día siguiente, Satanás se acercó al infierno para visitar a su hijo
pero éste no estaba allí. No podía pensar que su hijo se hubiera ido al Cielo,
no obstante, se acercó y llamó a la puerta. Salió San Pedro:
—¿Qué quieres Satanás?
ATANASITO O EL ANTI-GEN DE LA HERENCIA
101
Camino, ando, subo las escaleras, mi alma se excita, mis pasos me guían
ante tu alcoba.
Pero todo es ilusión, falacia, anhelo de mi persona que no tendrá lo que
ya añora.
Sin valor y sin suerte, heme aquí derrotado.
La rabia me consume. La ira me acalora.
Tengo deseos de venganza, pero ya no puedo:
mi enemigo es el más fuerte.
Me exilian.
Te dejo Granada mía.
Voy camino de África.
Dicen que aquella es mi patria,
y allí me encaminan.
Pero tú eres mi pueblo, mi tierra y mi estandarte.
Y para mi desdicha... he de dejarte.
Hasta nunca jamás, Granada mía.
104
el abogado por el enfado que tenía añadido al cabreo que estaba cogiendo por
el ruido que se había formado en el "gallinero" del piso de arriba, tal como él
lo llamaba. "Esto no quedará así, don Antonio. Mi hermano se queda con la
heredad y yo en la ruina. Le juro, por la gloria de mi madre, que usted pagará
cara su gestión", se había oído decir al cliente. Incluso un vecino que en ese
momento bajaba por las escaleras pudo ver cómo el hombre ponía el dedo
pulgar de la mano derecha pegado al dedo índice, en forma de cruz, y lo besaba
en señal de juramento. "Váyase usted a la porra", había respondido don
Antonio.
Paca seguía en sus pensamientos, rezaba a la Virgen. El inspector de
policía se le acercó para decirle:
Lo siento señora Paca, ya la tendré informada.
Con los ojos enrojecidos por las lágrimas, totalmente abotargados y
con una voz entrecortada, respondió: "Gracias, don Anselmo". Y continuó
ensimismada en sus recuerdos...
***
—¡Hombre, Pepe! Por fin llegas. Es muy tarde, tendré que calentar de
nuevo la cena. Son casi las once. ¿Qué ha pasado?
—Pues resulta que mañana viene el alcalde de una ciudad extranjera y
el nuestro quiere recibirle con todos los honores. Nos han dado un traje de
gala y guantes y hemos tenido que ensayar, por eso llego tan tarde.
—Bien, vale, vamos a cenar. Mañana por la mañana te repasaré el traje
con la plancha para que no tengas ninguna arruga y seas el más guapo del
cuerpo.
—Mejor será que no lo toques, no se vaya a manchar.
Sus recuerdos le habían traído en definitiva a comienzo del día
siguiente cuando repasó el traje de gala de su marido y vio que en la manga
derecha tenía dos botones dorados, en vez de tres, modificó su distancia para
que no se notara mucho; no era la primera vez que retocaba el uniforme de su
marido. Entre tanto alguien había subido al primer piso a la consulta del
abogado, y había encontrado la puerta abierta, y al no contestar nadie, había
bajado a casa de la portera: "Oiga portera, que la puerta del abogado está
medio abierta y no contesta nadie". Subieron los tres: el individuo, ella y su
marido. Allí encontraron a don Antonio reclinado sobre la mesa con un puñal
PARA MUESTRA BASTA UN BOTÓN
110
brazos del marido y les daba media vuelta—. ¿Cómo es que en la manga
izquierda tiene tres botones y en la derecha dos?
Pepe le dijo que lo había perdido. Después, el inspector exclamó:
Queda usted detenido por asesinato. ¡Guardias! Apresen a este
hombre".
Ante las exclamaciones de inocencia tanto del detenido como de su
mujer, el inspector sacó de su bolsillo lo que guardaba y al enseñarlo vieron
que se trataba de un botón dorado con las iniciales " A M " (Ayuntamiento de
Madrid) idénticos a los del traje de gala.
—¿Por qué, Pepe, por qué? había preguntado a su marido.
—Porque he perdido todos nuestros ahorros en el juego, y tenía que
reponerlos antes de que tú lo vieras —le había contestado su marido.
.
112
era tan importante...? ¿Se habrá enfadado su tío...? ¿O quizás, el sobre tiene
más importancia de lo que él quiso indicar, y hay por medio un asunto de
herencias? ¿Pero qué cosas pienso? ¿Cómo va a haber un asunto de herencias,
si don Abelardo es el único familiar que le queda al Conde? Lógicamente él es
el heredero de su tío”. Olivia siguió con sus controvertidos pensamientos con
la pretensión de dar vida a una de sus novelas.
Al día siguiente salió temprano de su casa a tomar un desayuno
en una cafetería cercana en donde pasaba horas escuchando conversaciones
que le dieran ideas para sus escritos. Tomó el periódico. Al llegar al obituario
encontró la esquela del señor conde de Sotofilo, y allí aparecía don Abelardo
como único pariente. “Vaya —pensó—, por fin ha descansado el hombre. Tenía
muchos años y estaba muy enfermo de asma”. Se quedó pensativa. “Vaya con
el señor Conde, antes de morir quiso regalar uno de sus sellos a uno de sus
mejores amigos, por consiguiente, seguro que era un sello muy valioso. Merece
la pena encontrarlo”. Siguió con sus pensamientos: “¿Y si no se trataba de un
sello...? ¡Ay, qué tonta! Ya estoy otra vez con mi mente novelesca”—. Acabó
de tomar su desayuno y decidió visitar de nuevo al joven accidentado. Seguía
hospitalizado.
—Oye muchacho —le preguntó—, ¿te acuerdas de la dirección a la que
tenías que entregar la carta?
—No señora, ya se lo dije también a don Abelardo, fue tan fuerte el
golpe que parece como si hubiera perdido parte de la memoria. Lo siento.
—Bien, no te preocupes, pero te voy a pedir un favor.
—Dígame, ¿cuál es?
—Pues verás, quiero que si te acuerdas de ello me llames por teléfono
y me lo digas, te daré una buena propina.
Así quedaron los dos, y cuan agradable fue la sorpresa de Olivia que
justo cuando entraba en su casa el teléfono sonó, era el joven que le indicaba
la dirección a la que debía entregar el sobre. Acto seguido ella tomó el listín
de teléfonos y vio que la dirección correspondía a la de un Notario.
* * *
Olivia, ante el conocimiento de la dirección del sobre no dudó un
instante y se presentó en el domicilio del destinatario.
EL ESCRITOR Y SU PERSONAJE
115
vuelta a la mesa, uno detrás del otro. Sobre el aparador había una pequeña
‘Tele’ en funcionamiento, con la proyección de una película de vaqueros
bastante ruidosa. Abelardo con mucha agilidad subió el volumen de los
altavoces.
—Mire usted, no estoy dispuesto a compartir mi herencia con
esa furcia de enfermera, que durante estos últimos quince años ha
engatusado a mi tío para que la tenga en cuenta. Ya me lo había contado Lucio
el mayordomo. Él me tenía al corriente de los mimos que esa avispa de mujer
prodigaba al enfermo de mi tío. El día del accidente me llamó para anunciarme
que mi tío había enviado una carta de últimas voluntades a su amigo Carlos
Moreno, el Notario, pero que había hecho creer a todo el mundo que le enviaba
un sello de su colección. De inmediato salí de casa y tomé el coche del garaje
y esperé, a la salida, la llegada del motorista con la intención de cortarle el
paso antes de su llegada a mi altura. La fatalidad, debido a unos viandantes
que me estorbaron al salir, hizo que el muchacho chocara conmigo, y, con el
golpe, la carta se perdió. Pero ahora sé que la tiene usted y la voy a recuperar.
—No es cierto, ya le dije antes que la tiene el Notario—espetó Olivia
—Y yo le he dicho que no sabe mentir. El portero de mi casa me ha
contado cómo esta tarde ha conseguido usted la carta y le ha visto entrar en
su casa. Ha estado vigilante hasta que he llegado y él ha constatado que ni
usted ha salido de casa ni persona extraña ha entrado en la suya entre tanto.
Y además, ahí al lado del teléfono hay trozos de sobre, y seguro que
corresponden al de mi tío. ¡Ya estoy harto! ¡Deme de una vez la carta! —
vociferó Abelardo.
En ese momento sacó de su bolsillo una pequeña pistola plateada
y apunto hacía Olivia. Ella se sobresaltó, pero de inmediato pensó en cómo
debería actuar el protagonista de su relato y señaló:
—Si me mata nunca sabrá dónde está la carta, así que más le vale
guardar esa pistola.
—¡No me venga con bravuconadas, Olivia! He llegado hasta aquí y estoy
dispuesto a lo que haga falta por recuperar esa carta.
Inusitadamente el timbre de la puerta sonó en ese momento: Olivia
se dirigió hacía el pasillo.
—Quieta, no se mueva
EL ESCRITOR Y SU PERSONAJE
118
—Oiga que a lo mejor es el vecino que protesta por lo alto que está la
Televisión.
—Bien, la bajaré un poco, pero no se le ocurra abrir la puerta.
15 EL ESCRITOR Y SU PERSONAJE
16 EL JARRÓN DE MI ABUELA
Alí Babá”, él se echó a reír con tanto ímpetu que no paraba y tuvo que venir
ella a ponérselas. Otra vez le dije que las gotas entraban en su oído como
bolas de nieve rodando por la ladera de un monte y que el impacto con el
tímpano era tan considerable que estallaban en un montón de difusas gotitas.
Se inquietó, creía que se podía ahogar a través del oído, y se echó a llorar.
Mamá y la abuela subieron a ver lo que pasaba. Mamá le cogió en brazos y le
mimó un rato hasta que se calmó y mi abuela me regañó por haberle asustado...
Una de las dos revistas que estaban sobre la mesa era un tebeo y la otra una
revista de tanques y armamento alemán. La primera había sido mía y la
segunda de Raúl. ...Raúl, ¡pobre Raúl! Un par de meses antes de terminar la
guerra, cuando los alemanes se marchaban de Francia, fue a buscar a mi padre
a las montañas, donde se escondían los milicianos. Pisó una granada y... Murió
con doce años. Mamá nunca se repuso de su pérdida y aunque a papá le dieron,
más tarde, una medalla por haber luchado en la resistencia, las lágrimas
afloraron a sus ojos, el día de la onomástica, en recuerdo de Raúl...
Treinta años habían pasado. Ahora vivía en Narbonne (un pueblo muy
bonito del sudeste de Francia) con mi mujer y mis dos hijos. A la muerte de
mi abuela, mi madre se llevó todo lo que consideró interesante para ella, y la
casa había quedado deshabitada con algunos enseres. Ya no vivían mis padres,
y la casa me pertenecía de acuerdo con el testamento. Era la ocasión de
transformarla en nuestra segunda vivienda y, así, disfrutar también de la
montaña. Sin embargo, había que hacer una gran obra. Mi mujer, al verla, se
desilusionó: pensaba que estaba en mejor estado. Le había contado tantas
cosas de mi vida en aquella casa que ella la había magnificado. De todas
formas, la aceptó con agrado. Mis dos hijos estaban encantados y deseaban
revivir las batallitas que les había relatado. El arreglo de la casa iba a suponer
varios miles de francos, pero estaba dispuesto a gastármelos con tal de
recuperarla.
¡Cariño! ¡Baja! Me reclamó mi esposa. Voy a tirar este jarrón que
está sobre la repisa de la chimenea del fogón de la cocina. Está muy
estropeado. Se nota que se rompió y probablemente tu abuela lo pegara con
una cola espesa. Se aprecian todas las marcas de las grietas, incluso tiene
desconchones por varios sitios.
Dejé las revistas sobre la mesa. Bajé a verlo. Al mirarlo vino a mi mente
el recuerdo de aquel día de lluvia en que mis hermanos y yo jugábamos al
EL JARRÓN DE MI ABUELA
124
que las jóvenes que llevaran minifalda irían derechas al infierno. Nos reíamos
de nuestras figuras; nuestros cuerpos comenzaban a estirarse; éramos
espigadas con piernas de alambre como dos patitos feos. Otras veces
nuestras fantasías nos transportaban a una playa de arena fina y blanca donde
el agua, en nuestro paseo, acariciaba nuestros pies. Nos imaginábamos que
andábamos por la orilla y sentíamos que el azote de la brisa, sobre nuestra
cara, nos hacía cerrar los ojos. Ya conocimos esa sensación cuando nuestro
padre nos llevó a visitar a una tía que vivía a orillas del mar, claro que ahora
nuestra arena era el suelo frío de la madera de la alcoba y la brisa fabricada
con nuestros alocados soplos de aire. Otras veces, Maira cogía la escoba y la
colocaba bajo su falda. La primera vez supuse que íbamos a jugar a las brujas,
pero no fue así: consideró que la escoba era una bicicleta y me hizo colocarme
con ella para pedalear juntas. Circulábamos por una carretera ancha por la
que íbamos nosotras solas. Admirábamos y contemplábamos el paisaje que
imaginariamente veíamos por el camino. De vez en cuando levantábamos el
brazo y movíamos nuestra mano en un adiós a la gente que se cruzaba con
nosotras. A veces nos tapábamos la cabeza con cualquier cosa para
resguardarnos de la lluvia. Era tal nuestra sensación de la realidad que una
vez tropezamos por el camino con una liebre que atravesaba la calzada y nos
caímos las dos. Al caer sobre Maira, deslicé mi cabeza hacia un lado y me
hice una brecha en la frente con el borde de la cama que era de hierro
forjado. Durante unos días tuve que llevar un pañuelo enrollado sobre la
cabeza.
Poco a poco fuimos haciéndonos mayores. Nuestros cuerpos se fueron
desarrollando y aquellos juegos, llenos de ilusión, fueron tornando hacia otros
derroteros. Empezamos a interesarnos por los chicos, pero como en la aldea
no había ninguno que nos impresionara, optamos por pegar sobre las paredes
fotos y murales de nuestros artistas preferidos. Nuestro padre nos lo
permitió, pero había sido contundente: "Podéis colocar los murales que
queráis siempre y cuando no tapéis el crucifijo ni los cuadros del sagrado
corazón de Jesús y María que están sobre vuestra cabecera de la cama". Y
además había añadido con voz, si cabe, más grave: "Y no quiero ver ninguno de
ellos con pose deshonesta ni descarada".
Tuvimos mucho cuidado en que así fuera, no sólo porque en aquella
nuestra edad teníamos todavía la libido adormecida, sino porque además
LA ALCOBA DE NUESTRAS ILUSIONES
127
nuestro padre nos hubiera quitado todos nuestros murales y los hubiera
quemado. Nos creció el busto, se nos formaron las caderas, nuestras piernas
se rellenaron. Ya no éramos espigadas con piernas de alambre. Nuestro padre
nos matriculó en una academia de la ciudad. Aprendimos mecanografía. A
partir de entonces, nos turnábamos para tomar las veces de muchacho en
nuestros juegos. Bailábamos, nos besábamos en el carrillo e incluso nos
pegábamos un cachete por "atrevido". Éramos muy puritanas y nuestros
juegos nunca se desmadraron.
Al poco, las dos nos echamos novio. Fuimos quitando todos los posters
que teníamos clavados en la habitación. Nuestro padre la pintó, mandó
construir un gran armario del tipo empotrado y nos colocó dos camas
independientes. La alcoba dejó de ser el cobijo de nuestras anteriores
ilusiones infantiles: en nuestras mesillas, las fotos de nuestros respectivos
novios nos transportaban a otros mundos de ilusiones bien diferentes.
Las dos nos casamos el mismo día y al mismo tiempo abandonamos
nuestro hogar paterno sin que por ello dejáramos en el olvido aquella alcoba
de nuestras queridas ilusiones.
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18 UN DIFUNTO INSÓLITO
—¡Hola Robert!
—¡Hola míster Loging!
—Siempre me he preguntado qué puede hacer un chaval blanco de
once años en un barrio de negros.
—Pues ya ve usted, haciendo recados para toda la gente, como todos
los jueves que usted me pide que lleve la compra del pescado a casa de la
señora Douglas. Y otros días, para otros. ¡Ya lo sabe usted!
—No, no me refería a cómo te ganas la vida, me refiero a qué puedes
aprender con nosotros si tu mundo no es éste; deberías estar con los tuyos
para conseguir un buen trabajo.
—No puedo ir a mi barrio. Mi padre es un borracho y me pega todas
las noches y mi madre, ya sabe, es una prostituta. Si voy allí, nadie me dará
cobijo y buscarán a mi padre para que me recoja.
—¿Cuánto tiempo hace que no ves a tu madre?
—¡Buhh! No lo sé…, casi un año, no me acuerdo.
UN DIFUNTO INSÓLITO
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pestillo del cierre. Comenzó a chillar, a moverse por dentro, pero era tal el
ruido de la banda que nadie le oía. Durante el camino, se esforzaba en gritar
para que le oyeran, pero la música ahogaba sus lamentos. El ataúd era grande
y se deslizaba en su interior al tiempo que empujaba con los pies la tapa de la
caja mortuoria gritando: “¡Dejadme salir que estoy vivo!”. Su excitación fue
tal que, cuando la comitiva llegó al cementerio, ya no podía zarandearse de lo
extenuado que estaba.
A la llegada al camposanto, la banda acalló la música y el pastor rezó
las preces típicas de un entierro. Después, cuando el enterrador iba a
accionar la plataforma para bajar el féretro dentro del foso, Julieta gimiendo
gritó: “Quiero dar un último abrazo a mi abuela”. El celebrante asintió y
ordenó al enterrador que abriera la caja.
Mientras la tapa de la caja mortuoria se abría, Robert recuperaba su
vitalidad. Con la tapa abierta, movió los brazos con fuerza dispuesto a que
nadie volviera a cerrarla. Fue todo tan rápido que al principio nadie se dio
cuenta de que el difunto no era una abuela sino un mozalbete. Algunos, que
estaban algo alejados y no podían distinguir el interior del féretro, huyeron
despavoridos por la impresión que les causó el ver a un difunto moverse. Sólo
Julieta permaneció quieta. Robert, repuesto del sofoco, saltó con agilidad y
salió del ataúd, motivo suficiente para que otras personas se echaran a
correr. En un arrebato de gratitud, se abalanzó sobre Julieta y le dio un
fuerte abrazo.
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19 LA CASA DE MI ABUELO
abuelo, volvieron a entrar en la casa. No obstante, fueron varias veces las que
salieron a dormir en la tienda de campaña ante el pavor que les provocaba
aquel ruido. Durante toda la primavera, y mitad del verano de aquel año, los
ruidos no cesaron y al final del estío la casa había subido del suelo un palmo,
lo que obligó a mi abuelo a añadir un escalón en la bajada del porche. Lo mismo
sucedió en los siguientes años: se podía oír, en la casa, un ruido infernal a
principio de primavera que duraba hasta mitad del verano. Cada año mi abuelo
añadía un escalón a la bajada del porche.
Hoy día la casa de mi abuelo ha sido transformada en un restaurante
ubicado en la copa de un árbol. La escalera compuesta de quince escalones va
dando la vuelta al tronco de árbol que sostiene la casa. Es la admiración de los
visitantes. Mi madre la llama "La casa de los ladrillos vegetales".
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20 VIAJE A MARTÍCULA
En los días siguientes, nos llevaron de visita por la ciudad. Toda ella
estaba sumergida bajo el subsuelo. Las casas eran de tres alturas con el
VIAJE A MARTÍCULA
tejado a dos aguas que llegaba hasta el suelo; los chiquillos lo utilizaban a
modo de tobogán para bajar a la calle. En las fuentes públicas, el agua subía
por el exterior de un tubo largo y al llegar arriba se introducía en la boca del
mismo. Aquello era alucinante, nunca hubiera pensado que el agua pudiera
subir por las paredes de un tubo y luego introducirse por el hueco del mismo.
Cuando llegamos a un parque, bien iluminado, comprobamos que estaba muy
limpio y no había ni un solo papel por el suelo. A lo largo de la ladera de los
jardines había unas curiosas papeleras en forma de trompeta con la boquilla
hundida en el suelo y soldada, según nos dijo el guía, a una tubería de succión,
de modo que, al tirar desperdicios, por su boca ancha, éstos eran aspirados.
La succión hacía que, al pasar el objeto por la parte estrecha, la papelera
sonara como una trompeta. Me entretuve en introducir desperdicios
diferentes y pude conseguir un acorde de sonidos. Por toda la avenida
principal, había luces colgantes que no estaban sujetas a ningún sitio. Los
focos tenían un receptor que transformaba las ondas electromagnéticas en
luz y en la energía necesaria para accionar un pequeño motor de hélices que
los sostenía en el aire. Este tipo de focos tiene la ventaja de que pueden ser
manejados con un mando a distancia para enfocar un objeto deseado.
Así, los días de asueto, los pasé visitando la ciudad, hasta que la víspera
de mi vuelta a la Tierra, cansado de tanto caminar, me metí en un
"Martonals-chaips". Allí me sirvieron una copa de "dairiqui", que era una
mezcla de naranjada con mostaza y tabasco; sabía a rayos, pero me dejó como
nuevo. Yo miraba a todos los lados. Deseaba conocer a una marciana que se
frotara su nariz con la mía. Media hora después, aburrido de que ninguna se
me hubiera acercado, decidí marcharme. No había visto nada de particular en
las chicas que encontré por el camino; las parejas se "achuchaban" como aquí
en la Tierra. Deduje que mi vecino de vuelo me había tomado el pelo. El caso
es que, cuando me levantaba de la mesa, una preciosa joven minifaldera se me
acercó y me dijo:
—¿No te gustaría pasártelo bien y ganarte un collarín?
—¿Un collarín? —pregunté todo inquieto. A mi mente vino raudo, como
un galgo, lo que me había contado mi compañero de viaje.
—Mira, hoy es el día del collarín y para ganarlo sólo tienes que
acercarte al "martingo". Lo único que tienes que procurarte es ropa y enseres,
y te aseguro que te lo pasarás muy bien. —Me lo decía mientras, con su mano
VIAJE A MARTÍCULA
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