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Felicidad, dolor autoinfligido, soledad y desolación en el

capitalismo digital y pandémico.

Isaac Enríquez Pérez

El síndrome de la felicidad y el mito del crecimiento económico ilimitado abren


enormes abismos en las sociedades contemporáneas. Sus respectivas
ideologías no solo encubren los efectos negativos del fundamentalismo de
mercado y de las nuevas formas de explotación, sino que vanaglorian sus
falsas virtudes e irradian un falaz confort que ni por asomo considera la
dimensión y los alcances de un sinfín de psicopatologías. Soledad, tristeza,
angustia, ansiedad, depresión, desconfianza en el otro, y una vida sin sentido,
son sólo expresiones de la enfermedad y el dolor social que tienden a
potenciarse con el individualismo hedonista y la trampa de la eficiencia
económica, el productivismo exacerbado y el rendimiento autoimpuesto.

El dolor social y el dolor individual/emocional son consustanciales al mismo


proceso (des)civilizatorio del capitalismo y a la misma falacia de la libertad y la
realización que éste mismo difunde. Y ello se recrudece conforme los
individuos sienten frustración y resentimiento ante la insatisfacción que les
genera esta forma de organización de la sociedad. A su vez, estas
modalidades de dolor se erigen en dispositivos de control social que descargan
la espada de Damocles sobre los cuerpos, las conciencias, la mente y la
intimidad. Con la pandemia, estos dispositivos alcanzaron su más acabada
expresión a través la gran reclusión, el confinamiento global y la emergencia e
instauración del Estado sanitizante (https://bit.ly/3l9rJfX).

La enfermedad de la sociedad contemporánea es tal que son varios sus


síntomas: desde la crisis de opiáceos y de fármacos legales que padecen los
Estados Unidos –una sociedad decadente que mató por esta causa a 400 000
estadounidenses entre 1990 y el 2019– y varias naciones Europeas, hasta el
consumo masivo de ansiolíticos, analgésicos, antidepresivos, alcohol y
oxicodona. El dolor humano es tal que existe toda una industria orientada a su
gestión y a la evasión efímera del individuo desolado que naufraga en una vida
sin sentido. Ello constituye una de las grandes epidemias silenciosas y
soterradas contemporáneas y, sin embargo, no se repara en ella desde los
Estados y desde las organizaciones especializadas.

El fracaso y el miedo a experimentarlo ante las expectativas incumplidas, las


autoexigencias del rendimiento, y las condiciones de exclusión social,
conducen a los individuos –principalmente a los jóvenes– a autolesionarse con
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el fin de evadir sus pobrezas y reivindicar un mínimo resquicio de libertad y de
decisiones sobre sí mismos. Las inseguridades y problemáticas que la misma
familia hereda a estos jóvenes, se potencia con la desigualdad social, la crisis
de desempleo masivo y la pauperización de las clases medias.

Si los jóvenes se infligen dolor a sí mismos a través de la flagelación de su


propio cuerpo, no es por locura ni por simple ocio o gusto desbordado, sino por
el predomino de una estructura de poder, dominación y riqueza que exacerba
el desamparo, la impotencia, la frustración, la soledad y la orfandad emocional.
Entonces ese dolor drenado por el sistema, solo es combatido o evadido por el
daño infligido al propio cuerpo, el borderline personality disorde (trastorno límite
de la personalidad o limítrofe), el trastorno de déficit de atención, la depresión,
la tristeza, la neurosis, la bipolaridad, el síndrome burnout –o síndrome del
desgaste profesional–, o la búsqueda de la autorrealización a través de la
realidad postiza de Instagram y su estercolero que exacerba el narcisismo y la
insatisfacción con el propio cuerpo. Tampoco es que las condiciones de
igualdad social, por sí mismas, contengan estas psicopatologías, pues las
sociedades escandinavas evidencian el drenaje de soledad en medio de la
esquematización y la ficción del bienestar social. Basta con revisar el
documental titulado La teoría sueca del amor (https://bit.ly/3dbu6we).

Millones de jóvenes, enajenados con la falsa ideología de la felicidad


(https://bit.ly/3k9rd1Z), sienten placer, satisfacción y liberación al usar el cutter
o el cuchillo para cortarse la piel o infligirse heridas en el cuerpo; al arrancarse
el cabello; arañarse la cara; fracturarse los huesos; o en caso extremo
emprender el suicidio u otras formas de morir lentamente. Según estudios de
Richard Wilkinson y Kate Pickett, publicados en su ilustradora obra Igualdad,
cómo las sociedades más igualitarias mejoran el bienestar colectivo (2019), se
señala que el 22 % de los jóvenes británicos que rondan los 15 años hacen
daño a su cuerpo cuando menos una vez en su vida; en tanto que de ese
porcentaje, el 43% lo emprenden una vez al mes. Por su parte, en Estados
Unidos, alrededor del 20 % de los jóvenes en edad escolar atentan contra sí
mismos. Con una población total de 25 millones de habitantes, los estudios
arrojan que dos millones de jóvenes atentaron alguna vez en su vida contra su
cuerpo. En varios países, los problemas empiezan desde los siete años de
edad, al momento en que esos niños pierden la confianza en sí mismos,
sienten vergüenza o reconocen que no están a la altura de las expectativas
impuestas en su entorno.

A esta autoflagelación no escapan tampoco los adultos y la sensación de


vergüenza que lacera su autoestima. El túnel sin salida de la ignorancia
tecnologizada (https://bit.ly/2BMr039) anula en esos seres la facultad para
pensar, comprender y autoanalizar, en medio de una conciencia marchita por el
bombardeo publicitario, las cadenas del crédito bancario, el consumismo, la
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super-explotación laboral y la obsolescencia tecnológica programada, que, en
su conjunto, inducen una nueva mutación antropológica (https://bit.ly/3v9Zao9).
La voluntad es medrada, pero también la capacidad para observar, analizar y
discernir. Es el homo sapiens reducido a su mínima expresión y enclaustrado
en las dimensiones propias de un homo digitalis.

La vulnerabilidad de los individuos se ahonda con la crisis pandémica y la


consustancial gran reclusión a medida que se amplían las posibilidades de caer
en las garras del híper-desempleo, la pobreza extrema, las hambrunas, y la
fatiga ante el encierro. Esta vulnerabilidad se acrecienta en sociedades
subdesarrolladas como México que con la violencia criminal
(https://bit.ly/3dfaIhM) y la inseguridad pública, hunde a los individuos en el
miedo perpetuo y en la inmovilidad física, mental y emocional.

A su vez, la depresión se erige como la verdadera pandemia de las sociedades


contemporánea. El individuo se exige a sí mismo y se topa contra el muro de la
impotencia al darse cuenta que no es capaz de cumplir con las expectativas
autoimpuestas. De ahí que se reproche y se agrega a sí mismo, en lo que sería
una cruenta lucha contra su propia persona sin contar con mínimos referentes
emocionales. Conservadoramente se calcula que la depresión enferma a 300
millones de seres humanos en el mundo. Al tiempo que genera
discapacidades, la depresión causa morbilidades, debilita los sistemas
inmunitarios e inmoviliza al cuerpo y a la mente. El sufrimiento que la depresión
conlleva, frustra la vida familiar, escolar y laboral de los individuos que la
padecen; al tiempo que es la gran causa de los 800 000 suicidios que ocurren
mundialmente cada año, y que afectan, particularmente, a población joven de
entre 15 y 29 años.

El dolor y el sufrimiento se ensanchan porque la sociedad no se preocupa más


por la calidad de vida de sus miembros, sino por el simple y efímero instinto de
sobrevivir impuesto por el miedo y sus nuevas significaciones que afianzan
dispositivos de control (https://bit.ly/35KfaRU). Ello magnifica las ansiedades,
socava la dignidad de vivir, y hace de la vulnerabilidad y la fragilidad estados
permanentes asfixiantes. La depresión guarda relación estrecha con esos
cambios y se engarza con la radicación de la era de la incertidumbre. El
distanciamiento social que impuso la pandemia y su gran reclusión, la
depresión puede alcanzar niveles insospechados y generar nuevas
psicopatologías.

El triunfo incuestionable del individualismo hedonista y del fundamentalismo de


mercado (https://bit.ly/2QIhEMG), implantados a sangre, sudor y lágrimas en
las últimas cuatro décadas, radica en succionar y agotar las emociones y la
creatividad de los individuos a través de los dispositivos del productivismo, el
consumismo y el sueño de convertir a todo ser humano en mercader de

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baratijas. El vértigo de la eficiencia se impone como látigo sobre las espaldas y
como rayo sobre el neocórtex (o sistema neocortical) del individuo. De ahí la
relevancia de domesticar y anestesiar su conciencia y su pensamiento crítico.
Esas son las nuevas cárceles derivadas de la ilusión delirante del progreso.

Quienes pilotean el capitalismo digital conscientes están de que el gran campo


de batalla y de apropiación sobre los individuos está en la mente y en las
emociones de éstos. La misma orfandad ideológica de los ciudadanos amplía
los márgenes para esa apropiación y conducción de las emociones; al tiempo
que contribuye a difuminar o a encubrir las causas últimas del dolor y de la
soledad.

Entonces el social-conformismo se apropia de la vida cotidiana de los


individuos que tienden a “normalizar” su dolor y sufrimiento, y a alcanzar el
analgésico en las redes sociodigitales que apelan a su pasividad. Pero el miedo
y el dolor paralizan el cuerpo, la mente y la conciencia, y es allí donde los
ciudadanos se tornan dóciles, sumisos y carentes de inventiva. De ahí que el
progreso tecnológico y el confort que aportan a las sociedades, sea
directamente proporcional al dolor, la soledad, el control político sobre los
individuos y a la pérdida de contacto con la realidad.

Solo el retorno del homo sapiens, el ejercicio del pensamiento crítico y la


domesticación de la falaz cultura de la eficiencia económica, reivindicarán el
sentido perdido en las sociedades contemporáneas. Si ello se acompaña de
una sólida cultura ciudadana que apele a la reflexión y al sentido común, se
encontrarán cauces de salida de cara a los laberintos que impone el
capitalismo digital.

Investigador, escritor y autor del libro La gran reclusión y los vericuetos


sociohistóricos del coronavirus. Miedo, dispositivos de poder, tergiversación
semántica y escenarios prospectivos.

Twitter: @isaacepunam

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