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Nadie posa. Los montajes se notan ipso facto y los “travelling” no reparan en espacios.
Retratan la batalla campal. Los acosos (se) cobran vida, igual suspenden transmisiones y
truncan carreras, de por vida. La información termina por ser la verdad o la mentira del
día. Da lo mismo.
Rutinarios recorridos por las zonas devastadas permiten -por vuelo y gracia de los
drones- captar panorama cenital o subterráneo, ambos desoladores. Testimonios,
atestiguaciones, lamentos y heroicidades viralizadas, matizan por igual. Unos días
ánimos esperanzadores, y otros, irremediables fatalidades. Todo junto.
Aturde el silencio de los cuerpos yacientes, todavía sin reposo, envueltos en gruesas
cobijas que los aíslan hasta de nuestras miradas que terminan siendo igual o más frías -
empañadas y apañadas, por la tecnología ídem– que las temperaturas in situ.
En la guerra solo convive el caos generado por el poder de la maldad. Aquello que nació
en el hombre cuando la oscuridad lo asaltó por dentro, llevando a exponer entonces su
temor para producir lo inevitable: destrucción y muerte.
Todo develado, todo expuesto, nada oculto. Lo mediático transmite con supuesta y
calamitosa veracidad la realidad de la guerra. Suma cifras, estadísticas, listados, rostros.
Apunta más declaraciones de guerra, entre avances y amenazas, bravuconerías e
insultos, vaticinios y predicciones, diplomacia falsa y documentos ficticios, promesas y
transgresiones a la orden del día.
Registro en vivo y directo, sin pausa ni tregua. Tampoco los shows que deben continuar,
los que no paran nunca: el showbussiness y el deporte, que fungen como armas
disuasorias, anestesiantes, evasivas. Y entonces la guerra queda en los intermedios
como “espacios comerciales” de una realidad desapercibida.