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La alondra
Dedicada a mis hermanas, Stella, Marian y Eileen,
porque las hermanas tienen un papel en esta novela
y porque las hermanas son especiales.
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ÍNDICE
Capítulo 1.............................................................................5
Capítulo 2...........................................................................11
Capítulo 3...........................................................................16
Capítulo 4...........................................................................22
Capítulo 5...........................................................................27
Capítulo 6...........................................................................34
Capítulo 7...........................................................................40
Capítulo 8...........................................................................46
Capítulo 9...........................................................................49
Capítulo 10.........................................................................54
Capítulo 11.........................................................................59
Capítulo 12.........................................................................67
Capítulo 13.........................................................................72
Capítulo 14.........................................................................79
Capítulo 15.........................................................................82
Capítulo 16.........................................................................90
Capítulo 17.........................................................................95
Capítulo 18.......................................................................100
Capítulo 19.......................................................................105
Capítulo 20.......................................................................111
Capítulo 21.......................................................................116
Capítulo 22.......................................................................122
Capítulo 23.......................................................................126
Capítulo 24.......................................................................131
Capítulo 25.......................................................................137
Capítulo 26.......................................................................140
Capítulo 27.......................................................................147
Capítulo 28.......................................................................154
Capítulo 29.......................................................................159
Capítulo 30.......................................................................168
Capítulo 31.......................................................................176
Capítulo 32.......................................................................185
Capítulo 33.......................................................................191
Capítulo 34.......................................................................195
Capítulo 35.......................................................................204
Capítulo 36.......................................................................209
Capítulo 37.......................................................................216
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Capítulo 38.......................................................................220
Capítulo 39.......................................................................227
Capítulo 40.......................................................................230
Capítulo 41.......................................................................235
Capítulo 42.......................................................................242
Capítulo 43.......................................................................249
Capítulo 44.......................................................................254
Capítulo 45.......................................................................263
Nota de la autora............................................................275
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA...............................................278
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Capítulo 1
Celebramos el retorno de Johnny Tring, que se perdió en el mar hace seis años,
dejando desesperados a sus familiares. Gracias al inmenso poderío de la Armada de
Su Majestad y la valentía de los marinos británicos, él, junto con casi dos mil
infelices almas cristianas, ha sido liberado del espantoso cautiverio en manos de los
crueles corsarios mahometanos de Argel. La mayoría de estos desventurados
procedían de cálidos países mediterráneos. Cuán inmensa debe de ser la gratitud de
Tring a Aquel que está en las alturas por haber sido devuelto al fresco y verde Elíseo
de Berkshire.
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su arma. Jack Gardeyne era el cura de dos parroquias, la de St. Edwin y la de St.
Mark, y buen párroco. Pero como para todos los Gardeyne, cazar, disparar y pescar
eran las verdaderas alegrías de la vida.
En sus cinco años de matrimonio, ella se había acostumbrado a vivir entre
perros, caballos y armas de fuego. Las armas no la habían preocupado hasta hacía
muy poco; hasta que comenzó a sospechar que al reverendo Jack Gardeyne le
gustaría ver muerto a Harry.
Sintió bajar unas gotitas de sudor por el espinazo. Intentó, como hacía siempre,
convencerse de que ningún hombre, y mucho menos un cura, le desearía mal a su
inocente sobrino. Ni siquiera en el caso de que el niño se interpusiera entre él y un
título, una fortuna y toda la caza, disparos y pesca que pudiera desear.
Pero no se convencía y no podía dejar de estar atenta a Harry mientras jugaba,
como si vigilándolo pudiera evitar un desastre. Pero nadie puede vigilar a un niño
todo el tiempo, y cuando se hiciera mayor sería imposible. A un niño hay que
permitirle explorar y tener aventuras, pero tal como estaban las cosas en esos
momentos, no sabía si podría soportar tenerlo fuera de su vista.
Observó que lanzaba la pelota de cualquier manera, sin ningún tino, y se sentía
frustrado. Era la hora de su siesta y…
Interrumpiendo sus pensamientos, se levantó de un salto y echó a correr.
Harry había lanzado la pelota de tal forma que Nan no logró cogerla, e iba
rodando hacia el río, y él corriendo detrás. Pero no fue eso lo que la alarmó, sino ver
que del bosque había salido un perro negro con la misma intención.
El perro llegó primero a la pelota y la cogió entre sus afilados dientes. Harry ya
se había dado media vuelta y venía corriendo en busca de seguridad; hacia ella. Lo
cogió en los brazos y lo mantuvo abrazado, susurrándole palabras tranquilizadoras
que casi ni ella oía, por lo retumbante que tenía el corazón.
—¡No seas cobarde, Harry! Bouncer no te hará ningún daño.
Laura miró por encima de la cabeza del niño hacia el lugar de donde provenía
esa sonora voz. Jack Gardeyne venía caminando hacia ellos, con una alegre sonrisa
en la cara.
¿Cómo podría alguien verlo como un monstruo? Era un hombre rollizo, de talle
gordo, pero alto, como todos los Gardeyne, y todo él rezumaba vigor y afabilidad.
Llevaba un arma bajo el brazo, pero apuntada al suelo.
Con su ropa informal de campo se veía todo lo inofensivo que se podría ver,
pero con la mano libre llevaba cogidas las patas de un faisán muerto, con la cabeza
lacia arrastrándose por la hierba. Laura no les tenía asco a los animales muertos, pero
en ese momento ver ese cadáver la hizo estremecerse.
—Tu tío tiene razón, cariño —dijo, disimulando la tensión—. Su perro no te
hará daño.
Eso lo dijo más dirigido a Jack que a su hijo. Cuando llegó Nan corriendo, pasó
ante Harry, caminó hasta el perro y cogió la pelota.
—¡Suéltala, Bouncer!
El perro gruñó.
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Aunque la atenazó el miedo por dentro, Laura no soltó la pelota. Quería que
Jack supiera que no sólo estaba ante un niño pequeño sino también ante ella. Lo
miró, exigiéndole.
A él se le desvaneció un poco la sonrisa.
—¡Bouncer, suéltala! ¡Aquí!
El perro soltó la pelota y fue a ponerse al lado de su amo, jadeante. Tal vez fue
su imaginación, pero le pareció ver una sonrisa burlona en la expresión del animal.
Jack movió la cabeza de un lado a otro.
—Laura, querida mía, ¿me permites sugerir que tal vez eres sobreprotectora con
Harry?
Él había adoptado últimamente esa actitud, tratando de modos sutiles de
separarla de su hijo, y temía que poco a poco estuviera logrando poner a su padre,
lord Caldfort, de su parte.
—Sólo tiene tres años, Jack —dijo, secando la pelota con su pañuelo—. Ya habrá
tiempo para endurecerlo después. —Y le devolvió el ataque—: Me sorprende verte
fuera. Supimos que Emma había comenzado las labores del parto.
—Un hombre no puede hacer nada ahí —dijo él—. De hecho, es un estorbo. Ya
he pasado tres veces por esto, recuerda.
—Pero espero que todo esté yendo bien.
—Eso dijo la comadrona. Esta vez esperamos un niño, lógicamente. Padre
estará complacido. Siempre es bueno tener uno de repuesto además del heredero.
A Laura se le oprimió la garganta, pero lo miró directamente a su alegre cara.
—Sí, eso sin duda, aunque es improbable que le ocurra algo a Harry, ¿verdad?
Ahora los niños no mueren con tanta frecuencia como antes.
—¡Alabado sea Dios! Pero de todos modos, su divina voluntad se lleva a
algunos inocentes. Los hombres sabios rezan por lo mejor pero se preparan para la
desgracia. —Inclinó la cabeza—. Buen día tengas, hermana. Iré a ver cómo está padre
y de ahí me iré a casa.
Ella se quedó mirándolo caminar hacia la casa, con la cabeza del faisán muerto
arrastrándose por la hierba, tratando de convencerse de que la amenaza sólo estaba
en su imaginación.
Jack Gardeyne era un hombre de Dios, y un párroco bastante bueno a su
manera. Celebraba los servicios religiosos con responsabilidad, predicaba excelentes
sermones y organizaba la atención y cuidado de los menos afortunados de las dos
parroquias. Era un buen padre y un marido amable. En realidad, daba la impresión
de que quería más a su Emma de lo que Hal la había querido a ella una vez que se
apagó el primer entusiasmo de su matrimonio.
Miró hacia Harry y vio que estaba fláccido en los brazos de Nan, con la cabeza
apoyada en su hombro.
—Es hora de entrar, Minnow —dijo, como si no hubiera ocurrido nada fuera de
lo común.
Se agachó a recoger los bloques y la pelota, deseando que Jack no fuera
caminando hacia la casa. No deseaba otro encuentro con él.
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Exhaló un suspiro. Jack era considerado al visitar a su achacoso padre con tanta
frecuencia para hablar con él, jugar a las cartas y tal vez reír de chistes picantes
masculinos. Ella hubiera hecho eso mismo, incluido lo de los chistes, pero a lord
Caldfort no le gustaba la conversación de las mujeres. También creía que las mujeres
no deben apostar jamás, y sólo le gustaba jugar a las cartas apostando dinero.
Se enderezó y tiró del cordón para cerrar la bolsa.
Lord Caldfort no era un hombre con el que resultara fácil vivir, pero intentaba
ser comprensiva. Al haber sido un hombre activo la mayor parte de su vida,
convertirse en un inválido lo agrió. Y fue particularmente amargo que la salud se le
estropeara justo cuando cambió su fortuna, al heredar el título y las propiedades de
su hermano.
Eran una familia desafortunada los Gardeyne. Su suegro heredó el título debido
a que el único hijo de su hermano murió ahogado en el Mediterráneo. Y hacía casi un
año murió su propio hijo mayor, Hal, su marido, a los treinta y dos años.
Pero esa mala suerte no continuaría en su hijo; eso ella se lo había jurado a sí
misma.
Recogió el diario, miró alrededor para comprobar que no se dejaba nada y echó
a andar delante de Nan en dirección a la pendiente para subir a la casa.
En otro tiempo había encontrado encantadora la casa Caldfort. No era grande,
lo cual era parte de su encanto para ella, pues se había criado en una casa modesta.
Construida hacía sólo cincuenta años, estaba diseñada a la perfección como casa
particular de una familia, con algunas habitaciones para alojar bien a ocasionales
huéspedes. De proporciones elegantes, tenía muchas ventanas grandes que dejaban
entrar la luz.
Sí, le había gustado esa casa cuando sus ocasionales visitas habían sido un
descanso de la agitada vida en el mundo elegante. Pero estar clavada ahí para
siempre con el amargado lord Caldfort y la extraña lady Caldfort era otra historia
totalmente distinta. Y si a eso le sumaba Jack y sus macabras sospechas respecto a él,
la casa le resultaba tan atractiva como una celda en la Torre de Londres.
Deseosa del consuelo de tener a su hijo en los brazos, le entregó las cosas a Nan
y lo cogió. Harry tenía metido el pulgar en la boca, pero ni siquiera intentó
quitárselo. Él sólo hacía eso cuando estaba perturbado y cansado.
Era un niño dulce, confiado, lo más precioso del mundo. A ella le correspondía
criarlo. A ella le correspondía protegerlo. Aun cuando a veces sus miedos le parecían
insensatos, no podía permitirse desentenderse de ellos. Jamás se perdonaría si a
Harry le ocurría algo que ella podría haber impedido.
Cuanto más se acercaban a la casa, más lentos se le hacían los pasos.
Normalmente no se permitía entregarse a inútiles pesares, pero en ese momento los
tenía instalados en ella. El día de su boda se sintió bendecida por los dioses, pero no
encontró verdadera felicidad en su matrimonio, y ahora veía negro su futuro.
Sólo tenía veinticuatro años, y se sentía tan prisionera como si realmente
estuviera en la Torre.
Lord Caldfort insistió, con cierta justificación, en que su heredero se criara en
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esa casa. Le permitía llevárselo con ella cuando iba a ver a su familia, pero en visitas
muy cortas. A ella no le limitaban las salidas, pero ¿cómo podría dejar ahí a Harry,
aunque sólo fuera unos días, preocupada como estaba por su seguridad?
Enderezó los hombros y entró en la casa; su prisión, hasta que su hijo tuviera
edad para cuidar de sí mismo.
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Capítulo 2
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Si había algún fundamento en sus sospechas, que Jack tuviera un hijo podría ser
desastroso.
Esa oración no fue oída. Cuando esa tarde bajó para la cena temprana, encontró
a Jack con su suegro y los dos estaban sonriendo de oreja a oreja.
Jack le puso una copa de clarete en la mano y lord Caldfort levantó la suya.
—¡Un brindis, querida mía! ¡A la salud de Henry Jack Gardeyne!
Laura se quedó inmóvil, paralizada, con la copa en los labios. Era la tradición
familiar llamar Henry a los hijos primogénitos, pero era como si ya estuvieran
preparando a un sustituto para Harry.
Jack le sonrió.
—Si no te opones, Laura, queremos llamarlo Hal.
—No, claro que no —dijo ella, y logró esbozar una sonrisa—. Felicitaciones.
Estaba a punto de preguntar por Emma cuando entró lady Caldfort, flaca y
despistada como siempre. Se quedó mirando el espacio cuando le dieron la noticia,
como si se hubiera olvidado de que su nuera estaba a punto de dar a luz, y luego
dijo:
—Qué comodidad. Un heredero por si el otro se muere.
Incluso los dos hombres se sorprendieron ante esa franca declaración de la
verdad, pero todos estaban acostumbrados al estilo de lady Caldfort; tendía a decir lo
que otros no decían por discreción.
Laura lamentó no haber estado mirando a Jack; podría haberse enterado de algo
por su reacción.
Lady Caldfort era una mujer flaca, angulosa, fría, que tenía muy poco interés en
los demás y ninguna facilidad para tratar con las personas. Al parecer, el
comandante John Gardeyne, lo que era lord Gardeyne en esa época, se casó con ella
por su dinero.
Su único interés en la vida eran los insectos, que coleccionaba y ponía en cajas
con tapas de cristal, como para exhibirlos. Eso no tenía nada de insólito, pero lady
Gardeyne guardaba las cajas en rimeros en un cuarto y jamás los exhibía. A Laura le
preocupaba que algún día su suegra se volviera totalmente loca y a ella le tocara
cuidarla.
—¿No es hora de comer? —preguntó lady Gardeyne y se dirigió al comedor,
aun cuando no habían anunciado la cena.
Mirándose entre ellos, Laura y los dos hombres la siguieron.
Tan pronto como estuvieron sentados, lord Caldfort y Jack comenzaron a hablar
de asuntos de la propiedad. Ella, como madre de Harry, tenía interés en saber cosas
de la propiedad que sería de su hijo en el futuro. Puso atención, como siempre,
reuniendo conocimientos. Finalmente la conversación pasó a detalles de los deportes
favoritos de los hombres de la familia, y entonces desvió la vista.
Vio que lady Caldfort estaba mirando ceñuda la vela más cercana. Podría estar
enfadada porque no tenía la comida delante, pero igual podría estar cavilando sobre
algún problema de entomología. Sabía que cualquier intento de entablar
conversación con ella sería inútil. Ya era una veterana, después de cientos de
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comidas exactamente iguales a esa, con la excepción de que cuando Jack no estaba
ahí, generalmente no había conversación. De todos modos, se esperaba que ella
asistiera.
¿A cuántas cenas de esas había asistido?
Once meses desde la muerte de Hal; eso haría unas trescientas treinta.
Después del nacimiento de Harry había pasado por lo menos la mitad del año
ahí, porque tanto Hal como su padre objetaban que ella lo mantuviera lejos mucho
tiempo, y a ella le gustaba estar con su hijo. Había disfrutado haciendo visitas a
Londres, Brighton y otros lugares de moda, pero sacrificaba feliz su tiempo para
estar con ellos durante las temporadas de caza.
Hal se había quedado allí acompañándola más o menos la mitad de ese tiempo,
una cuarta parte del año; sentado frente a ella, mirándola con esa expresión que decía
que ya estaba pensando en retirarse pronto al dormitorio para dedicarse a su otro
deporte favorito.
Al pensar en ese deporte se le tensó todo el cuerpo, como un estómago
hambriento. Apartó la mente de esos placeres perdidos.
Hacer cálculos; ese era su antídoto para la lujuria.
Dos años y cinco meses desde el nacimiento de Harry hasta la muerte de Hal: 2
por 365, más (alrededor de) 150, igual 880. Había estado ahí sin Hal más o menos un
cuarto de esas veces: 220.
Más las 330 desde la muerte de Hal: 550.
No, más aún, porque Hal la dejó allí sola durante gran parte de su embarazo. Le
tocó justo en la mejor temporada de caza. A ella no le importó. Su hermana Juliet
vino a acompañarla los últimos meses y después llegó su madre. Las Watcombe eran
un potente remedio para la agrura y la tristeza.
Tal vez podría añadir 50 para redondearlo a 600.
Seiscientas de esas cenas, y miles por venir. Tal vez se convertiría en una mujer
tan excéntrica como lady Caldfort, sólo que su excentricidad consistiría en comer en
su habitación con un buen libro o el diario. ¿Qué grado de locura tendría que
aparentar para salirse con la suya en eso?
Lady Caldfort comenzó a golpear la mesa con la cuchara.
—¿Dónde está la comida? ¿Por qué no hay servicio en esta casa? ¡Unos vagos,
eso es lo que son todos!
Entró Thomas, el lacayo, en la sala.
—Ahora viene, milady. Sólo faltan unos minutos —dijo, y salió
precipitadamente.
Lady Caldfort continuó golpeando con la cuchara, con una expresión tan
agresiva que Laura temió que estuviera pensando en algún acto de violencia.
—Quítale esa maldita cuchara —le gruñó lord Caldfort.
Laura alargó la mano para quitársela, agradeciendo que él bramara al mismo
tiempo:
—¡Déjate de tonterías, Cecy!
Lady Caldfort entregó la cuchara, pero continuó ceñuda.
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prácticas pistolas grandes para jinetes. Pero la que a ella le interesaba era una más
pequeña que él siempre llevaba en el bolsillo cuando salía por la noche.
Cuando entró en la sala no pudo evitar una mueca de disgusto. El anterior lord
Caldfort se había aficionado al nuevo arte de la taxidermia, con el fin de conservar
sus trofeos de caza. Sobre la puerta colgaba la cabeza de un ciervo, y encima de los
armarios había tres zorros, uno con un pollo en el hocico; desde las paredes la
miraban diversas aves de presa. Era de suponer que todos los animales estaban bien
disecados, pero ella siempre tenía la impresión de que la sala olía a pudrición.
Dejó atrás rápidamente los armeros con armas grandes y posó la vela sobre una
superficie para abrir el cajón donde se guardaban las pistolas de Hal.
Estaba vacío.
Con el ceño fruncido abrió el cajón de la izquierda; ahí estaban las pistolas de
lord Caldfort. El de la derecha contenía armas viejas, guardadas solamente por su
valor como curiosidades. Cerró lentamente ese cajón, pensando que ya sabía dónde
estaban las pistolas de Hal.
Jack las había cogido.
Miró a un halcón con ojos de vidrio. Nuevamente, eso no era indiscutiblemente
sospechoso. Las armas de Hal eran las mejores que se podían comprar, y si su
hermano deseaba usarlas hasta que su hijo tuviera la edad, ¿por qué no?
Pero ella lo sintió como una intensificación de la amenaza. Consideró la
posibilidad de coger una de las pistolas de lord Caldfort, pero al final negó con la
cabeza. Si la descubrían, ¿qué explicación daría? En cuanto a la pistola de Hal, su
intención había sido decir que quería que Harry se acostumbrara a ella, descargada,
lógicamente.
Las armas más grandes no serían de ninguna utilidad para ella. Tenía las manos
pequeñas y en realidad nunca fue capaz de manejar las pistolas normales de Hal;
sólo la más pequeña.
Cogió la vela y salió de la sala, tan desarmada como antes.
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Capítulo 3
Esa noche Laura no durmió bien, aún cuando intentó una y otra vez
convencerse de que las amenazas sólo eran un producto de su imaginación. El día
siguiente le trajo una alegría, en la forma de una larga carta de Juliet. Después de
comprobar que Harry estaba seguro en la sala de los niños, se llevó la carta a su salita
de estar, para disfrutarla.
Uno de los beneficios de haberse casado con Hal fue que pudo introducir a su
hermana menor en la sociedad de Londres. Su familia pertenecía a la pequeña
aristocracia rural del condado, de muy poca importancia. Su abuelo había sido
granjero, con una pequeña propiedad, hasta que hizo su transición a granjero
caballero. Hal Gardeyne, heredero de un vizcondado, había sido un excelente
partido.
En Londres, con su belleza y naturaleza afectuosa, su hermana, Juliet, conquistó
también a un hombre de excelente familia. Tuvo que esperar dos años para casarse,
hasta que Robert Fancourt se elevó lo bastante en su trabajo de funcionario del
gobierno para mantener a una esposa, pero a Juliet no le importó. Ese pensamiento
ocupaba la mente de Laura de tanto en tanto, pero ya no servía de nada preocuparse
por cosas del pasado.
Juliet era feliz, sin duda alguna. Adoraba a su Robert y le encantaba vivir la
mayor parte del año en Londres.
Muy pronto se sintió relajada y estuvo sonriendo, con los cotilleos sociales y las
historias de idas y venidas. Ahí en Caldfort era fácil olvidar que en otras partes sigue
la diversión y el regocijo, incluso en octubre.
Los elegantes de Londres estarían sosegados, pero estaba claro que Juliet
encontraba muchas cosas para mantenerse ocupada. La actividad y el bullicio casi
desbordaban la página como un aroma, dejándola sin aliento por el deseo de estar
allí.
Levantó la vista para mirar el apacible campo. Sin duda era frivolidad, pero ah,
estar en la ciudad… Pasear por los parques, ir de compras, al teatro, a exposiciones,
con animada compañía, y el puro placer de estar con su hermana favorita.
Sacudió la cabeza para quitarse esa racha de melancolía, y pasó a la siguiente
página. Juliet nunca intentaba economizar papel escribiendo en los márgenes.
¿Te imaginas a quién trajo Robert a cenar no hace mucho? ¡A sir Stephen Ball!
Preguntó por ti.
¿Ah? Laura sintió una sensación extraña, como si algo le hubiera tironeado las
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entrañas.
Yo me enamoré un poco de él. ¿Lo recuerdas como Valancourt, esa vez que
hicisteis una obra de teatro de Udolfo? Rubio y heroico, combustible para sueños
románticos. Él no podía tener más de diecisiete años, pero a los trece, diecisiete es
mucha edad.
Ella había llegado a la fabulosa edad de quince años cuando representaron esa
obra, pero para ella también diecisiete años era mucha edad. Stephen era uno de esos
chicos que maduran pronto, tal vez debido a su seria atención a sus estudios y a los
asuntos de política y leyes. Pero nunca, jamás, había sido aburrido. Recordaba
cuando estuvo trabajando semanas con él, durante sus vacaciones de verano de
Harrow, convirtiendo la novela dramática en una obra de teatro corta. El recuerdo
que tenía en esos momentos era de desafío y de fascinante entusiasmo, y sin embargo
hacía años que no pensaba en eso.
Qué raro. ¿Lo habría borrado intencionadamente de su memoria?
Representar la obra fue una emoción fascinante también, aunque de otro tipo.
Ella tenía el papel de Emily y él el de Valancourt. Osadamente introdujeron un beso,
y ella estuvo a punto de desmayarse de azoramiento cuando se tocaron los labios, los
dos tiesos, delante del público, formado por familiares y amigos de él y de ella.
Ahora se reía al recordarlo, pero ¿qué derecho tenía Stephen a preguntar por
ella? La amistad entre ellos quedó empañada por la proposición de él, y después
acabó del todo cuando él le colgó cruelmente el apodo lady Alondra. En esos seis
años casi no se habían encontrado ni hablado.
Lady Alondra. Seguía sin entender cómo pudo ser tan cruel.
Después de la boda se fueron directamente a Londres, y al instante ella se
convirtió en todo un acontecimiento social. Le encantaba ser la hermosa señora de
Hal Gardeyne, que pronto se convirtió en La Belle Laura. Algo muy embriagador a
los dieciocho años, aunque creía que no se puso insufrible.
Entonces, de pronto alguien, que según el rumor fue el propio Brummell,
convirtió el apodo La Belle Laura en Labellelle; simplemente significaba «la Bella L»,
pero esa palabra única le pareció misteriosa y sofisticada, todo lo que ella ansiaba ser.
Y luego, de la noche a la mañana, se convirtió en lady Alondra.
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Todos encontraron encantador el apodo, y perfecto para ella, y por lo tanto, así
quedó.
Ella lo odiaba.
La gente suponía que ella tenía una hermosa voz para cantar, y no la tenía, pero
el verdadero problema era el otro significado. De la noche a la mañana había pasado
de ser la misteriosa y sofisticada Labellelle a ser una chica casquivana e inmadura,
porque en la armada usaban el término coloquial «alondrear», en el sentido de ir de
juerga, para referirse a las peligrosas acrobacias que realizaban los muchachos
temerarios e irresponsables en lo alto de los mástiles, para divertirse.
Cuando oyó el rumor de que Stephen la había apodado así en una reunión de
borrachos, comprendió que era cierto, y que era cruel, porque «alondra» tenía un
significado especial para ellos. Un significado relacionado con esa absurda y
vergonzosa proposición de matrimonio que le hizo él una vez.
En el mismo instante había comprendido que no debería haberse reído de su
proposición, que lo había herido, lo cual no era en absoluto su intención. Él se alejó
bruscamente y se marchó del lugar, y no volvió a verlo hasta después de su boda,
por lo que no tuvo ocasión de pedirle disculpas y hacer las paces. Ella comprendía su
pena, pero de todos modos no fue algo tan grave como para que él se vengara tan
cruelmente.
Todo eso ya era cosa del pasado, todo, pero si Stephen había preguntado por
ella, le gustaría saber por qué motivo. ¿Decía algo Juliet acerca de eso?
Es dos años mayor que yo, pensó Laura, pasando rápidamente la vista por las
alabanzas a las nobles causas y dichos sentenciosos de Stephen, de sus perspectivas
de llegar a ser primer ministro, por el amor de Dios.
¡Imagínate! Claro que Pitt fue miembro del Parlamento a los veintidós y primer
ministro a los veinticuatro, lo cual convierte a Stephen en todo un haragán. Desde
mi punto de vista maduro, no me sorprende que no te casaras con él. Es tan
inteligente que da miedo, por supuesto, y puede ser terriblemente ingenioso, pero lo
encuentro amedrentador. Me sentí casi obligada a mantener la boca cerrada durante
toda la cena. ¡Yo! ¿Te lo imaginas?
No.
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en una misión, que según él tendrá ese efecto, por lo tanto iré a pasar unas cuantas
semanas en casa. ¿Sería posible que te reunieras conmigo ahí? Tengo muchísimas
ganas de volver a veros, a ti y al pequeño Harry. Yo iría a verte, pero, con toda
sinceridad, Caldfort me produce repelús.
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Habían aparecido acreedores como gusanos, y dos mujeres aseguraron que estaban
embarazadas de él. Tomando en cuenta sus propias dificultades para quedarse
embarazada, ella no se lo creyó, aun cuando no le cabía duda de que Hal se había
acostado con muchas mujeres cuando estaba lejos de ella. Era un hombre lujurioso.
Pero once meses después de su muerte ya era algo tarde para que apareciera
otro hijo, y, en todo caso, otro bastardo Gardeyne no sería causa de trastorno para
lord Caldfort; al parecer él eso lo consideraba una señal de virilidad.
¿Un escándalo o un pleito relacionado con Jack? Aun cuando fuera el tío
villano, eso era improbable.
Sin embargo, algo había ocurrido.
¿Una mala inversión que los dejaba a todos sin un penique?
Por lo poco que sabía de las finanzas Gardeyne, el dinero se administraba con
prudencia. En honor de lord Caldfort se podía decir que estaba satisfecho con la
riqueza que había heredado inesperadamente.
Cuando entró en el pueblo de Cald St. Edwin no había logrado encontrar
ninguna causa de alarma. Eso le aumentó la preocupación, en lugar de calmársela,
porque esa mañana había llegado algo raro en la correspondencia; de eso estaba
segura.
Mientras se acercaba a la puerta verde de la casa parroquial de ladrillo rojo
decidió que tenía que descubrir qué era. No quería marcharse de Caldfort y estar
ausente un mes sin saber si dejaba atrás algún posible peligro.
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Capítulo 4
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viaje. Envió a un mozo a ordenar que trajeran un coche de postas para el día
siguiente y luego supervisó el arreglo de los baúles, permitiéndole participar en la
tarea al entusiasmado Harry.
—No, Minnow, no puedes llevarle flores a la abuela. Se marchitarán antes que
lleguemos. Ven a mirar mi joyero para elegir algo que llevarle de regalo.
Sus joyas valiosas estaban en la caja fuerte, así que lo dejó hurgar en el joyero, lo
que lo tuvo entretenido un rato mientras ella escribía instrucciones para la señora
Moorside.
Al final él eligió un bonito broche adornado con rosas rosadas, que le gustaría
mucho a su madre. Fue un regalo de Charlotte Ball, recordó, cuando cumplió los
dieciocho años. Stephen le comentó que era extraña la elección de las rosas rosadas.
Del fondo de su memoria salió un claro recuerdo.
Ella le preguntó qué flores consideraba adecuadas para ella.
«Amapolas», dijo él.
«¿Amapolas? ¿Flores silvestres del campo?»
«Vibrantes, hermosas, y muchísimo más resistentes de lo que parecen. Además,
claro, están las del tipo que ofrecen una droga potente que vuelve locos a los
hombres.»
Eso la sorprendió, y no supo decidir si era una broma, un elogio o un insulto. El
regalo de él, recordó, soltando un bufido, fue un ejemplar de la oda de William
Wordsword Insinuaciones de inmortalidad.
—¿Mamá?
Sobresaltada miró la cara preocupada de Harry.
—Sí, cariño. Simplemente estaba recordando el día en que me regalaron ese
broche. A la abuela le va a gustar muchísimo. Ven aquí, que lo vamos a envolver en
un papel bonito y lo ataremos con una cinta.
¿Dónde habría quedado ese delgado librito?, pensó. De todos modos, era un
recordatorio de que Stephen la desaprobaba ya entonces, antes que Hal Gardeyne
llegara a la zona y lo cambiara todo.
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Capítulo 5
Harry no paraba de hablar de sus abuelos, sus tíos, tías y primos. Los recordaba
a todos extraordinariamente bien, y eso que hacía seis meses de la última y corta
visita. Laura no pudo evitar pensar que él podría tener una infancia más feliz y sana
en Merrymead, pero no podía cambiarlo de casa; se veía incapaz de hacerlo.
Incapaz.
En un mundo correcto y justo una madre tendría más poder, pero en este, lord
Caldfort era el tutor de Harry. Y cuando él muriera, ese poder pasaría a Jack.
Se quedó inmóvil, las manos detenidas a mitad del lazo de la cinta rosa. Sí,
realmente le deseaba una muy larga vida a lord Caldfort.
Durante el almuerzo logró comer bastante para que Harry no notara su
preocupación; después lo llevó al jardín, que no estaba muy bien cuidado. Él eligió
margaritas y alhelíes y unas cuantas ramas con delicadas hojas grises para completar
el ramo. Mirando los cuadros que la rodeaban, Laura pensó que tal vez debería
dedicarse a trabajar en el jardín. Pero si esa fuera su vocación seguro que ya la habría
sentido antes.
Su estado de ánimo era muy adecuado para visitar la tumba de su marido, pero
no deseaba entristecer a Harry, así que mientras iban caminando hacia el establo
empezó a entonar una canción que a él le encantaba. Cuando lo cogió en brazos para
sentarlo en el calesín tirado por un caballo, ya sentía el corazón más alegre, lo que le
confirmaba la creencia de que una persona puede ser todo lo feliz que quiera e
intente ser. Tener a Harry para ella sola era decididamente una delicia, y pronto lo
tendría para ella sola durante un mes entero.
Nunca llevaba a Nan a Merrymead. No había mucho espacio libre en la casa, y
siempre había muchísimas personas que se sentían felices de cuidar a un niño.
Tampoco se llevaba a su doncella, por el mismo motivo.
—Solos tú y yo, Harry —dijo, mientras iban traqueteando por el camino hacia el
pueblo, y sonaban las campanillas del arnés de Nutmeg.
—¡Solos tú y yo! —exclamó él, saltando en el asiento.
Iba tan exaltado por el viaje del día siguiente, no por ese, que ella decidió ir
poco a poco. No tenían ninguna prisa, y no quería que él se cayera del coche. En
realidad, habría preferido no estropear el ánimo de su hijo ni el suyo con esa visita a
la tumba de Hal, pero ese era un pensamiento indigno. El pobre Hal se merecía ser
recordado.
Harry iba señalando las vacas, los caballos, las ovejas y los árboles. En la granja
Figgers se detuvieron a mirar unos patos. Cuando llegaron al camposanto y lo cogió
en brazos para bajarlo, él le sonrió encantado. ¿Habría algo más mágico que un niño
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otro ramo, con la típica concentración de un niño de tres años. Moviendo la cabeza,
ella lo dejó entregado a esa ocupación; la bomba estaba cerca de la parcela Gardeyne.
Empezó a bombear agua, con un ojo puesto en el niño, no fuera a alejarse a
vagar. Una débil luz del sol iluminaba la escena, pero los murmullos del viento por
entre los elevados olmos que daban sombra al lugar generaban un ambiente de
tristeza. Daba la impresión de que los árboles estaban más tristes que ella.
Sí que lamentaba la muerte de Hal, por él, y esa pena era generosa. De hecho,
fue arrancado demasiado pronto de su vibrante vida, y eso era trágico.
Tenía plena conciencia de que, por lo que a ella se refería, su pena era
totalmente egoísta. La fastidiaba haber quedado abandonada en esa situación
represiva y tediosa, alejada de su familia y del mundo elegante, que le gustaba y en
el que había disfrutado. Había lamentado, y lamentado durante años, que su
matrimonio no fuera el que había soñado a los dieciocho.
Deslumbrada por un hombre enérgico y mundano, había supuesto que él
continuaría con sus galantes atenciones, pero Hal no había tardado en volver su
atención a su mundo de deportes masculinos. Cuando estaba con ella parecía
disfrutar de su compañía, pero su corazón estaba muy firmemente puesto en otra
parte. Y el tiempo tiende a fluir hacia donde vive el corazón.
Había llegado a comprender que no tenían nada en común, ni siquiera la vida
que compartían en el mundo elegante. A él lo enorgullecía ser el marido de
Labellelle, pero aún le gustaba más ser el marido de lady Alondra; encontraba muy
presuntuoso y sospechoso el apodo Labellelle.
«Brummell —comentó una vez—. Es un tipo raro ese Brummell. No le gusta
cazar porque se mancha de barro la ropa. Lady Alondra, esa eres tú, cariño. Feliz
como una alondra.»
Esa vez estaban en la cama, relajados y sudorosos…
Qué suerte que ningún observador pudiera leerle los pensamientos. Con toda la
compasión por su viudez, nadie hablaba jamás de la cama. Tal vez no se podía hablar
de eso, pero no era de extrañar que hubiera tantas viudas que llevaran una vida
escandalosa.
Ella ni siquiera podía recurrir a ese alivio. No lograba imaginarse tener amantes
eventuales, pero seguro que no podía arriesgarse a causar un escándalo. A una
madre así podían separarla de sus hijos. Y si Jack era tan malo como creía, una mala
conducta por parte suya podría sellar la sentencia de muerte para Harry.
Vio que él seguía sentado junto a la tumba de su padre, rodeado por ranúnculos
cortados. Cogió el balde de madera lleno y echó a andar hacia él, con cuidado para
no salpicarse la falda.
Harry miró algo que tenía en la mano y se lo echó a la boca.
—¡Harry, no!
Apresuró el paso y se le derramó agua. Dejó el balde en el suelo y echó a correr.
Los ranúnculos no son venenosos, pero de todos modos…
Le cogió la mano. La tenía cubierta por algo marrón.
—¡Harry! No te tragues eso. Escúpelo.
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Él estaba masticando, con expresión rebelde, así que por lo menos no podía ser
estiércol.
—¡Abre la boca! —le ordenó, con la voz más severa que pudo.
Él obedeció, fastidiado, dejando ver un revoltijo de algo marrón y blanco.
Parecía un pastel con un relleno pegajoso.
—Harry, sabes muy bien que eso no se hace —lo reprendió, sacándole todo lo
que pudo con los dedos—. No se comen las cosas que se encuentran en el suelo.
Escupe el resto. ¡Inmediatamente!
Con la cara arrugada por el fastidio, él obedeció, y ella le limpió la boca con su
pañuelo. Después lo llevó a rastras hasta el pozo, cogiendo el balde al pasar.
—Nunca, nunca, nunca, comas algo que encuentres en el suelo. Podrías
enfermarte. —Comenzó a bombear—. Bebe el agua que sube y luego escúpela. Trata
de no tragártela.
No sabía si él sería capaz de hacer eso, pero lo hizo, aun cuando quedó todo
mojado.
Comenzó a calmársele el corazón aterrado, se sintió mareada y tuvo que
apoyarse en el borde del pozo un momento. Sólo había sido un pastel con algo
pegajoso que alguien había dejado tirado ahí. A su edad, no era probable que Harry
se llevara algo asqueroso a la boca, y si lo hacía lo escupiría.
Se arrodilló y lo cogió en sus brazos, con lo mojado que estaba.
—Perdona si te he asustado, Minnow, pero es que tú me has asustado a mí.
Nunca debes comer nada que encuentres por ahí, por muy sabroso que te parezca.
Parte de lo mojado de su carita eran lágrimas.
—Lo siento, mamá.
Ella le besó la sien.
—Lo sé, cariño, y a buen fin no hay mal principio. Terminemos de arreglar las
flores y nos iremos a casa y te secaré.
Terminaron rápidamente el arreglo.
—Ahora vamos —dijo ella.
Harry le tironeó la manga, así que lo levantó en los brazos nuevamente,
lamentando haberlo asustado y trastornado así. No cabía duda, estaba clarísimo que
necesitaba alejarse de Caldfort y recuperar su naturaleza alegre. Le dio un abrazo
especial antes de ponerlo en el asiento del calesín, y le prometió otro pastel cuando
llegaran a casa.
Ya comenzaba a oscurecer y el aire se había vuelto frío. Le quitó la chaqueta
mojada y lo ayudó a ponerse el abrigo, que había traído por si acaso. Después se
envolvió en un chal y se echó hacia atrás los extremos, atándoselos a la espalda,
como era la costumbre en el campo.
Harry se apoyó en ella, así que continuó rodeándolo con un brazo, pero así no
podía conducir rápido. Deseaba tenerlo en casa y con ropa seca cuanto antes, pero no
podía negarle un abrazo. Ya habían entrado en el parque que rodeaba Caldfort
cuando él gimió:
—Mamá…
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Capítulo 6
Elegante, rubio, delgado y guasón, sir Stephen Ball estaba realmente en el otro
lado del vestíbulo, frente a ella, aunque su mente obnubilada no lograba imaginarse
cómo. Era como si hubiera aparecido en medio de un humo arrojado en una escena
de teatro.
—¿Qué hago? —preguntó él, avanzando hacia ella—. Mi intención es hablar
con lord Caldfort sobre un asunto de política, pero colijo que hay un problema en la
casa. ¿La cocinera ha quemado la salsa? ¿Una rata ha invadido la despensa?
Stephen, sí, sardónico como siempre. ¿Deseaba hablar con lord Caldfort?
De pronto se le agudizó la mente obnubilada. ¿Estaría relacionada su llegada
con la conmoción de lord Caldfort de esa mañana? ¿La carta anunciaría un escándalo
o desastre político?
—¿Laura?
Ella vio que él había arqueado las cejas y su mirada, normalmente indolente,
era penetrante. Recuperada de la sorpresa, comprendió que él no había aparecido en
una voluta de humo sino sencillamente salido de la sala de recibo.
Juntó los trocitos de información. Él había ido ahí a hablar con lord Caldfort y lo
hicieron pasar a la sala de recibo. El drama de ella había distraído a todos los criados
y lo habían olvidado.
Consiguió emitir una alegre risita.
—Stephen, ¡cuánto lo siento! Como dices, todos hemos estado distraídos por un
asunto doméstico, pero es una vergüenza que te hayan dejado olvidado. ¿Has venido
a ver a mi suegro? Iré a decírselo…
Empezó a girarse pero él le cogió el brazo, sorprendiéndola. Al girarse a mirarlo
comprendió que su conmoción no era por lo escandaloso del acto en sí, sino por el
contacto con él. Hacía mucho tiempo que no sentía un impacto así porque un hombre
la tocara.
Pero ¿de Stephen?
—Tómate un momento para calmar los nervios —dijo él, soltándola—. No
deseo ser entrometido, pero ¿hay algo que pueda hacer yo? Soy bastante experto en
cazar ratas.
Contarle todos los detalles en ese mismo momento fue tal vez la tentación más
fuerte que experimentó Laura en toda su vida, pero se contuvo. En otro tiempo
habían sido tan íntimos como hermanos, pero de eso hacía mucho, y durante seis
años él la había eludido con tanta determinación como ella a él.
—Gracias, pero el drama ya ha pasado. Mi hijo se comió algo tóxico y tuve que
darle un emético. Lord Caldfort está preocupado porque, claro, Harry es su heredero.
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—¿Qué se comió?
—Una especie de bollo o pastel que encontró en el suelo en el camposanto.
Logró decirlo despreocupadamente, pero el horrible pensamiento se metió de
todos modos en su mente: «Y posiblemente mezclado adrede con veneno».
Un brazo la rodeó, y descubrió que lo necesitaba, y también necesitó la ayuda
para entrar en la sala de recibo y sentarse en el sofá. No podía permitirse ser tan
débil, pero los músculos y los tendones no siempre obedecen.
—Estoy bien —dijo con una vocecita débil.
—¿Ponerte pálida como un papel y balancear el cuerpo es el último truco
fiestero de lady Alondra? —dijo él, caminando hasta el hogar y tirando del cordón
para llamar.
—Es lo que hace furor en estas tierras —consiguió decir ella alegremente.
Pero la aliviaba estar sentada. Incluso cerró los ojos y apoyó la cabeza en el
respaldo un momento. Como si estuviera lejos oyó entrar a Thomas, pidiendo
disculpas por haber olvidado al visitante.
—No te preocupes por eso —dijo Stephen con tranquila autoridad—. La señora
Gardeyne necesita un reconstituyente. Té dulce y coñac. Inmediatamente.
Thomas salió y Laura abrió los ojos. A pesar de todo, descubrió que estaba
sonriendo.
—Qué típico de ti, Stephen, dar órdenes en la casa de otra persona.
—Actuando como el señor de la creación. ¿Te molesta?
—No, claro que no.
Pero ¿y si él venía a destrozarle su trocito de creación?
¿Un acto de venganza final? No, no podía imaginarse a Stephen cayendo tan
bajo. Habían sido amigos, buenos amigos.
Él fue a sentarse a su lado en el sofá y ella le notó un garbo que no le conocía.
Estaba más alto y más fuerte, pero eso no debería sorprenderla. Se habían visto de
tanto en tanto durante esos seis años.
Llevaba botas y calzas de piel. Ropa de campo, pero hecha en Londres, observó.
Después de todo, lo apodaban el Dandi Político. Sobre una mesa había una fusta de
montar junto a su sombrero y sus guantes.
Había cabalgado hasta allí. ¿Desde dónde? La gente rara vez elegía cabalgar
distancias largas, siempre que no fueran, claro está, en el campo de caza.
Él curvó los labios.
—Tan transparente como siempre, Laura. ¿Qué hago aquí? Pasé a hablar con
lord Caldfort sobre un asunto parlamentario.
Ella se enderezó y se concentró.
—Sí, lo dijiste. Pero ¿pasaste? Berkshire no está precisamente al lado de Devon
ni de Londres.
—Un poco apartado. ¿Soy mal recibido?
Sí, pero no podía decir eso.
—Noo. Lo que pasa es que todavía estoy estremecida por el incidente con
Harry. Pero me temo que has hecho un viaje inútil. Dudo que lord Caldfort se vuelva
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a presentar en el Parlamento alguna vez. Ni siquiera puede salir de casa. Podría ser
que no durara mucho —añadió en voz bajo.
—Una lástima. Siempre ha sido partidario de la reforma militar, que es el
asunto de que se trata.
Ella intentó leerle la expresión, pero él siempre había sido experto en ocultar
sus pensamientos y sentimientos. ¿Sería tan sencilla la explicación de su presencia
ahí? ¿No estaba relacionada con el malestar de su suegro? Desconfiaba de la
coincidencia, pero era posible que sólo fuera eso, una coincidencia.
Trajeron el té con un decantador de coñac al lado. Stephen quiso servirlo, pero
ella insistió, aun cuando sintió pesada la tetera en la mano todavía temblorosa. Puso
más azúcar en su taza del que acostumbraba a tomar, y dejó que él le añadiera un
poco de coñac. Tan pronto como bebió un trago, se le empezaron a calmar los nervios
y le sonrió.
—Esto era exactamente lo que necesitaba. Debes de haber creído que estaba
demente.
—Sólo afligida. Una amenaza a tu hijo es un buen motivo.
Ella se quedó inmóvil con la taza a medio camino de sus labios.
—¿Amenaza?
Él arqueó las cejas.
—Un posible veneno es una amenaza, ¿no?
Ella forzó una risita.
—Sí, claro. Sólo que la palabra «amenaza» implica que fue algo intencionado, y
no lo fue. Sólo fue un accidente.
Estaba parloteando, así que volvió a taparse la boca con la taza de té.
Al ver que él no decía nada, lo miró haciendo una mueca.
—Este no ha sido un buen día, pero no hay ningún misterio, así que no pongas
a trabajar en eso a tu agudo intelecto.
—¿Sabes de dónde salió ese pastel o bollo?
Ella tendría que haber sabido que no lo iba a distraer del asunto.
Hizo un gesto como para restarle importancia.
—Ah, es posible que no contuviera nada tóxico. A los niños se les altera el
estómago por las cosas más insignificantes, incluso por la excitación o el entusiasmo.
Si estoy afligida se debe a que temo haber obligado a Harry a tragarse el emético sin
ningún motivo, y el pobrecillo vomitó y quedó agotado. Si no, te llevaría arriba a
conocerlo. Así pues —continuó, tratando de redirigir la conversación a los asuntos de
él—, ¿qué viaje te ha traído cerca de Caldfort?
Creyó que iba a rechazar el cambio de tema, pero él se relajó:
—He estado en Oxford, un condado vecino por lo menos, y voy de camino a
casa.
Esa ruta lo trajo cerca. El alivio la desasosegó casi tanto como la había
desasosegado el miedo, pero todavía tenía que vérselas con él.
Incluso en circunstancias normales, la llegada de Stephen le habría causado
tensión. Ese día había sido casi intolerable. ¿Con qué rapidez podría acelerarle la
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ensuciarse.
No era uno que habría elegido para recibir a ningún huésped, y mucho menos a
Stephen. Se levantó y extendió la falda:
—Ahora no se ve, pero antes era muy bonito, a rayas verde hoja y blanco. —Las
rayas verdes ya estaban del color de las hojas marchitas y las blancas se habían
puesto amarillentas—. Creo que lo tengo desde antes de casarme.
Pues, sí, desde antes de su matrimonio.
De hecho, era el vestido que llevaba, el verde claro y el blanco puro, cuando
Stephen le propuso matrimonio.
¿Lo habría reconocido él? ¿Qué habría pensado?
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Capítulo 7
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cambiara de decisión, que se casara con él, no con Hal; que lo esperara unos pocos
años hasta que él terminara sus estudios de leyes.
Catherine comenzó a desabrocharle los botones, arrancándola del pasado.
Tragó saliva y se las arregló para no estremecerse.
No, no era posible que Stephen pensara que se había puesto ese vestido para
atormentarlo. Esa era otra coincidencia, lo que significaba que la llegada de él lo era y
no tenía ninguna trascendencia especial. Sólo tenía que sobrevivir a la cena. Al día
siguiente se marcharía.
Se lavó y se puso su único vestido de medio luto de seda, de hechura sosa y sin
adornos, como era conveniente, y de un color lila igualmente soso. De pronto se
sintió terriblemente cansada de los colores del luto. Incluso encontraba preferible el
viejo vestido ya desteñido.
Estuvo un momento pensando en todos sus vestidos de colores vivos, pero
desechó la idea; le daría a Hal los doce meses de luto debidos, y de ninguna manera
estimularía la retorcida mente de lady Caldfort presentándose en la cena toda
elegante y frívola. A saber qué diría.
Pero se pondría las perlas en lugar de los azabaches engarzados en acero; y así
lo hizo. Eso le levantó un poco el ánimo, pero la cofia con adornos lila que hacía
juego con el vestido se lo bajó en picado. Los tonos morados jamás le habían sentado
bien, pero hasta esa noche nunca había pensado en eso.
Miró el reloj. Tenía que bajar para comprobar que todo estuviera bien dispuesto
para un invitado. Pero no con demasiada prisa. Siempre calculaba su llegada para
estar en el despacho de lord Caldfort lo menos posible antes que anunciaran la cena.
Por otro lado, pensó repentinamente, si bajaba pronto podría tener la
oportunidad de averiguar la causa de la preocupación de lord Caldfort. Él siempre
hacía el laborioso trayecto a su dormitorio para cambiarse, y esa noche pondría
especial esmero, por tener un huésped. Si se daba prisa en bajar, quizás en el
despacho no hubiera nadie y entonces…
¿Qué?
¿Fisgonear en el escritorio? ¿Leer la correspondencia de lord Caldfort? La sola
idea la amedrentaba, pero se armó de valor. Allanaría la Torre de Londres si era
preciso para proteger a Harry.
Miró nuevamente el reloj y bajó a toda prisa. La puerta del despacho estaba
abierta, como lo estaba siempre desde que lord Caldfort iba a su dormitorio a
cambiarse, y después salía de ahí para entrar en el comedor a cenar. Se preparó,
sintiéndose como si fuera visible en ella su intención; pero se preparó en vano, pues
lord Caldfort estaba ahí, sentado en su sillón junto al hogar.
Él la miró enfurruñado.
—¿No es tiempo ya de que uses ropa de color? Ese viejo vestido que llevabas
antes era mucho más alegre que el que llevas puesto.
Qué curioso que él le dijera lo que ella misma había estado pensando. Pero no
se lo decía por compasión ni por simpatía. Era una queja, como siempre, y ese era el
motivo de que ella tratara de evitar esos momentos.
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comprobar que no llevaba la faltriquera del reloj ni ninguna cadena o artilugio donde
pudiera colgar una llave.
También podría haberle dado la llave a su ayuda de cámara para que se la
guardara segura, pero ¿para qué? No creía que tuviera nada de valor en su escritorio,
y tener que llamar a cada rato a King para que le abriera y le cerrara los cajones
equivaldría a otra maldita molestia. ¿Dónde podría estar, entonces?
—¿Laura?
Pegó un salto y vio que lord Caldfort estaba de pie, afirmado en el sillón con
una mano y en su bastón con la otra.
—Nos llaman a la mesa —dijo Stephen, ofreciéndole el brazo.
Ella se lo cogió, ruborizada, y siguieron a lord y lady Caldfort. Por una vez,
lady Caldfort iba al lento paso de su marido.
El rubor de Laura no se debía solamente al azoramiento por haber estado
distraída; había visto un interrogante en los ojos de Stephen, y no quería que él
estuviera atento a la posibilidad de que ella ocultara algo. Para distraerlo, dijo:
—He estado tratando de recordar cuándo fue la última vez que nos vimos. En
una reunión social en Londres; una rutilante.
—El baile de bodas Arden.
—¡Ah, sí! —Ella iba de rojo; él se veía espléndido con su traje de gala oscuro—.
El acontecimiento social del año pasado.
—Y muy exitoso. Los Arden ya están bendecidos con un hijo.
—Apareció en todos los diarios. Me imagino que el bautizo sería magnífico
también.
—Por supuesto; es el siguiente heredero de Belcraven. Aunque Beth Arden está
resuelta a criarlo de la manera más normal posible a pesar de ser un futuro duque.
Ella lo miró de reojo, sorprendida de que fuera tan íntimo de una familia
aristocrática cuando él se movía en su círculo de reformadores sociales. Pero
entonces recordó.
—Los Pícaros. Arden es uno de la Compañía de los Pícaros, tu grupo de amigos
de Harrow. ¿Seguís siendo tan íntimos?
Vio el peligro demasiado tarde. Hablar de asuntos de la juventud, del tiempo en
que entre ellos había más amistad, era como acercarse al borde de un acantilado
peligroso.
—¿Tanto te aburría yo contándote historias de ellos? —preguntó él, irónico—.
Pero sí, Arden es un Pícaro, y nos mantenemos en contacto.
—Lord Darius Debenham también lo era, ¿verdad? Lo recordé cuando leí la
noticia de su milagroso regreso. Todos estaríais encantados.
Habían llegado a la mesa. Mientras la ayudaba a sentarse, él simplemente dijo
«Sí» y se fue a ocupar su lugar al otro lado.
—¿Cómo está sir Darius? —preguntó ella, y miró a ambos lados de la mesa,
explicando—: Estamos hablando del hijo menor del duque de Yeovil, el que se creía
que había muerto en Waterloo y que encontraron hace poco, todavía convaleciente
de sus heridas.
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era muy escotado por la espalda, que sólo le quedaba algo velada por una rejilla de
cintas. Hal le regaló unos rubíes para que hicieran juego. El vestido fue todo un éxito,
y ella disfrutó de la fiesta hasta que se encontraron con Stephen.
Hal lo llamó, para decirle algo acerca de Melton. A ella la sorprendió que
Stephen le quitara tiempo a la política para hacer deporte.
Stephen, recordaba, se mostró muy educado, pero los trató con esa cortesía que
un caballero reserva para los desconocidos o para las personas que no le caen bien. Se
imaginó que eso iba dirigido a ella, pero entonces se dio cuenta de que Hal se había
olvidado que estaba en un baile en Londres y no en el viejo Club de Melton.
Después de alejarlo de Stephen, lo guió durante todo el resto de la fiesta, de
modo que no provocara ningún desastre. Pero recordaba que deseó no haber
asistido, aun cuando después Hal coronó el acontecimiento haciéndole el amor de un
modo particularmente vigoroso. Esa fue la primera vez que se sintió avergonzada de
él, y que comprendió que eso se debía a ese encuentro con Stephen.
Ese año no volvió a Londres, y después, en noviembre, murió Hal.
Esa simple noche ya empezaba a parecerse a una propiedad plagada de
trampas para coger a los cazadores furtivos. Una pregunta ociosa sobre cuándo fue la
última vez que se vieron la había mordido con dientes de acero.
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Capítulo 8
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Santo Dios, pensó ella, ¿cuánto tiempo hacía que no jugaba al ajedrez?
—Juegos —dijo lord Caldfort, descartando eso con un gesto de la mano en que
tenía el tenedor—. En todo caso, ¿cuántas mujeres tienen propiedades del tamaño
que justifique un voto? Aparte de las taberneras y mujeres de esa clase.
—Tal vez ese sea otro aspecto de la ley que necesita revisión, señor. El control
de las mujeres sobre sus propiedades.
Aunque la expresión de Stephen era de pura inocencia, ella lo conocía bien y
sabía que estaba intentando crear problemas intencionadamente. Deseó que la mesa
fuera más estrecha para darle una patada.
Lord Caldfort dejó caer su tenedor.
—Maldición, señor, eres un radical.
—Eso me temo —dijo él. Miró a Laura y, tal vez comprendiendo la mirada que
ella le dirigía, añadió—: Pero estoy firmemente a favor de la ley y el orden. ¿No está
de acuerdo, señor, en que el populacho debe ser controlado por los ciudadanos
buenos y sobrios?
Lord Caldfort volvió la atención a su comida.
—Sí, ahí hablas con sensatez. Traed a los militares; que les disparen a unos
cuantos.
Laura dudaba que Stephen hubiera querido decir eso, pero él lo dejó pasar y
muy pronto lord Caldfort volvió a sentirse cómodo, en especial cuando Stephen
dirigió el tema de conversación a asuntos de deporte. Pero eso también tomó un
extraño giro. Pasó de la caza a la equitación y luego a la creencia del viejo rey de que
cabalgar aumentaba el vigor, lo que no lo había mantenido cuerdo, pobre hombre, y
luego a otro tipo de carreras.
—Carreras —dijo Stephen cuando estaban retirando los platos principales y
trayendo los postres.
—Para hombres de a pie —dijo lord Caldfort.
Su atención se centró en un pastel de ciruelas. No debía comer esas cosas, pero
no había manera de impedírselo.
—Y de tanto en tanto para apostar —dijo Stephen—. No hace mucho el teniente
Naismith ganó quinientas guineas en una carrera a pie de más de cinco millas.
Supongo que correr es un ejercicio tan saludable como cabalgar. O nadar —añadió,
mirando a Laura, y luego pasó la atención al pastel que le ofrecían.
A Laura casi se le derramó el vino en el vestido.
Él se enteró de la vez que ella y Charlotte fueron a bañarse en el río, y algo en la
expresión de sus ojos sugería que también se enteró de lo otro.
—¡Nadar! —exclamó lord Caldfort, con un bufido burlón—. Diversión para
muchachos, pero nada más. No soy partidario de bañarse en el mar tampoco. El rey
lo hacía y mirad a lo que le ha llevado. Está totalmente loco. Un caballero debe
atenerse a cabalgar y caminar. Yo sería un hombre feliz si pudiera hacer cualquiera
de esas dos cosas.
Se hizo el silencio. Laura podría haber iniciado otro tema, pero estaba muy
distraída pensando qué sabía Stephen.
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Capítulo 9
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preparara para acostarse. Era temprano, pero los acontecimientos del día y el viaje
del día siguiente la disculpaban. Cuando estuvo preparada, envió a Catherine a
acostarse.
Se quedaría en pie para asegurarse de que Jack no subiera, y, cuando todos
estuvieran durmiendo, bajaría a registrar el despacho. Pasó a su cuarto de estar y
empezó a pasearse, mirando el reloj, pero pasado un rato se obligó a sentarse a leer
los diarios de ese día.
Sus ojos leían las líneas impresas pero su mente no captaba gran cosa del
significado, hasta que le atrajo la atención un reportaje sobre los oficiales del ejército
que habían enloquecido por los horrores de la guerra. Stephen había hablado de eso.
La idea era tratarlos en sus regimientos durante un año antes de enviarlos a un
asilo. Los asilos para los locos eran lugares horrendos, capaces de enloquecer a los
que aún estaban cuerdos.
¿Tal como la casa Caldfort le estaba deteriorando la cabeza a ella?
Miró el reloj. Eran pasadas las nueve y media. Normalmente lord Caldfort se
iba a la cama a las diez. ¿Por qué Jack no se iba a su casa de una vez? Entreabrió un
pelín la puerta y, sí, hasta ahí llegaba el retumbante sonido de su voz.
Volvió a sentarse y se puso a leer un espeluznante reportaje sobre el cautiverio
del cónsul de Inglaterra en Argel durante el enfrentamiento que hubo ahí en agosto.
Al cónsul y a sus familiares, junto con unos oficiales de la armada que intentaron
rescatarlos, los habían encadenado, encerrado en un foso, y obligado a caminar
largas distancias alimentados sólo con pan y agua.
Esa era otra historia de cautiverio, una que la hacía avergonzarse de sus
resentimientos.
La liberación de los prisioneros se debió al buen trabajo diplomático del cónsul
de Estados Unidos, aunque en realidad el gobernador de Argel, al que llamaban
«dey», se había mostrado bastante humano al enviar al hijo del cónsul inglés a un
barco británico para que estuviera protegido.
¿No era acaso una ley universal evitar que se les hiciera daño a los niños?
Solamente si eran ajenos al asunto, pensó. Otros niños no habían tenido esa
suerte: los príncipes prisioneros en la Torre; el pequeño príncipe Arturo, que se
interponía entre el rey Juan y el trono de Inglaterra.
Se obligó a volver la atención al diario. Dos diligencias sufrieron percances
cuando competían entre sí para llegar primero a Brighton. Movió la cabeza. Uno de
los amigos de Hal murió en un accidente similar. Por lo visto los hombres no
necesitaban razonar para matarse unos a otros. Mejoraban los caminos para que
fueran más seguros, y los locos echaban carreras en ellos.
Terminó de leer el diario y volvió a mirar el reloj. Aunque le parecía que hacía
un siglo que había salido del comedor, sólo eran las diez y cuarto.
No tenía ningún sentido continuar sentada mirando las manecillas del reloj, así
que se puso a escribirle una carta a su hermana Olivia, que estaba casada con un
oficial de la armada.
¿Sintió movimiento abajo?
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Capítulo 10
Desdobló la carta con las manos temblorosas, con miedo de romper el papel o
hacerle cualquier otra cosa que revelara que la habían abierto manos intrusas.
Esperaba ver una letra torpe que fuera a juego con la calidad del papel, pero
estaba muy pulcramente escrita, aunque notó algo raro en la letra; tal vez muy
angulosa; un peso en el uso de la pluma.
Miró el final, para ver el nombre del remitente.
Azir Al Farouk.
¿Qué clase de nombre era ese?
Gran Señor:
Poseo información de interés para usted acerca de un cierto HG, relacionado
con Mary Woodside. Habiendo sido durante unos años huésped de Oscar Oris, HG
ha cambiado de rumbo y podría causarle problemas. Adjunto encontrará un objeto
pertinente.
Estaría feliz de ayudarle a evitar este problema por el pago de diez mil guineas.
Puede comunicarse conmigo a través del Capitán Egan Dyer, en Compass Inn,
Draycombe, Dorset. Quedo con la esperanza de ser su más humilde servidor, gran
señor.
Azir Al Farouk
¡Diez mil guineas! Sin duda eso bastaba para producirle una horrible
conmoción a lord Caldfort, pero aparte de la suma, la carta la desconcertaba. Pero
seguro que esa era la carta que andaba buscando.
HG. ¿Henry Gardeyne?
¿Su Harry? No, seguro que no. Él no había estado en ninguna parte durante
«unos años», y mucho menos con Oscar Oris, fuera quien fuera ese personaje. Pero
en el árbol familiar Gardeyne abundaba el nombre Henry, eso sí, acompañado por
uno u otro nombre, antes o después.
Comenzó a repasar mentalmente los últimos, pero se obligó a parar. Después
podría pensar eso, en un lugar más seguro. Temiendo olvidar algún detalle, sacó una
hoja de papel, mojó una pluma en el tintero y copió la carta. Tras comprobar que la
había copiado con exactitud, dobló la original y la guardó donde estaba.
Miró el escritorio y revisó el cajón, buscando el «objeto pertinente». No había
nada, aparte de las cartas, y estaba segura de que no había visto nada insólito en el
cajón del centro.
No podía seguir buscando. En todo caso, no tenía ni idea de qué buscaba.
Podría ser un trozo de tela, un botón, un mechón de pelo, un retrato, un dibujo. No lo
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marcharían de esa casa por la mañana. Aunque eso sólo sería un respiro, en realidad,
por lo que no era de extrañar que ella estuviera hecha un nudo de nervios.
Sonrió irónico. Había elegido un buen momento para venir a cortejarla.
Y lo había planeado con esmero. No podía ser muy pronto en su periodo de
luto, pues eso habría sido indecoroso, pero sí antes que acabara, no fuera a ser que
ella volviera a entrar en la sociedad y los demás hombres corrieran a rodear a lady
Alondra.
Con el fin de dar validez a su excusa, había concertado reuniones con
reformadores de Oxford y Winchester e ideado un motivo serio para llegar a la casa
de visita. Patética cobardía, en realidad. Si ella seguía viéndolo como un hermano, no
tenía por qué enterarse nunca de sus intenciones.
¿Qué debía hacer, entonces?
Ya fuera como hermano, como novio o como amante, no podía abandonarla
estando ella preocupada, tal vez aterrada y, en especial después de que esa noche
había andado fisgoneando sigilosa por la casa con alguna finalidad.
La hospitalidad en esa casa no se extendía a dejar decantadores de licor en las
habitaciones de los huéspedes, pero él llevaba una pequeña botella de coñac en su
bolsa de viaje, así que la sacó y bebió un trago.
Laura.
Había esperado encontrarse con la rutilante y elegantísima señora de Hal
Gardeyne vestida a la moda, y venía preparado para tentarla. O con lady Alondra,
que agradecería el ingenio y el buen humor. Pero sólo se encontró con Laura,
ataviada con un vestido que recordaba muy bien, con el pelo revuelto como el de una
niña y casi a punto de desmayarse de miedo.
Eso casi lo hizo quitarse la máscara. Cualquier cosa que la amenazara a ella o a
lo suyo lo enfurecía. Destrozaría el mundo para arreglarle las cosas, pero…
Volvió a reírse y bebió otro poco de coñac. Le había quedado claro que para ella
él no era otra cosa que un huésped incómodo. Ni siquiera un amigo, maldita fuera.
Simplemente una persona a la que había que atender por hospitalidad. Él captó su
exclamación en el momento y se dio cuenta de que le ofrecía a regañadientes un
alojamiento en la casa Caldfort.
Sintió la tentación, una terrible tentación de estrellar el botellín de coñac contra
la pared, pero el maldito botellín era de metal y ni siquiera se deformaría.
El hecho de que él no la hubiera olvidado, y de que siguiera amándola y
deseándola más tiempo del que recordaba, y que, para su vergüenza, se hubiera
tomado la muerte de su marido como una segunda oportunidad, no quería decir que
ella sintiera lo mismo.
Y estaba claro que no lo sentía.
Deseó huir a lamerse las heridas como hiciera seis años atrás. Zambullirse en el
trabajo, tratar de convencerse de que Laura no era una pérdida; que no necesitaba a
una alondra por esposa, a una mariposa social que lo arrastraría de baile en baile y
de frívolas fiestas en frívolas fiestas.
Encontraba de sentido común escudarse en la realidad. Ella no sentía nada por
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Capítulo 11
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—Era una especie de estudioso. Iba de viaje a Grecia. Pero si miras el árbol
familiar Gardeyne, hay montones de Henry Gardeyne muertos.
—Pero ¿cuántos vivos?
Apareció el miedo en los ojos de ella.
—Sólo los dos bebés. Mi Harry y el hijo recién nacido de Jack, Hal.
Él deseó estrecharla en sus brazos, y sólo para consolarla.
—Hache ge no puede ser ninguno de ellos, ¿verdad? «Habiendo sido durante
unos años huésped de Oscar Oris…» Por lo tanto tiene que ser algo relacionado con
un Henry Gardeyne muerto.
Obtuvo su recompensa, pues ella se relajó e incluso le sonrió levemente.
—¿Viejas deudas? ¿Viejos escándalos?
—Relacionados con una mujer llamada Mary Woodside. ¿Podría esta haber
sido un amante de alguno de esos Henry Gardeyne? ¿Tal vez se ha presentado con
un hijo bastardo?
Había tardado demasiado en pensar que eso podría ser embarazoso. Sabía que
Hal Gardeyne tenía fama de mujeriego, pero, ¿lo sabría Laura?
Ella no pareció darse ni cuenta de que ese fuera un tema delicado.
—Un bastardo no perturbaría así a lord Caldfort. Él los considera pruebas de
virilidad. ¿Sabes de qué nacionalidad podría ser un hombre llamado Oscar Oris?
—¿Español? ¿Portugués? —Volvió a mirar la carta—. ¿Y el capitán Dyer?
—Lord Caldfort tiene muchos amigos militares, pero nunca he oído ese
apellido.
—Si está involucrado un militar, podría ser algo relacionado con la guerra.
Ella se apoyó en el respaldo, negando con la cabeza.
—Lord Caldfort se retiró del ejército hace nueve años, e incluso entonces
llevaba diez años detrás de un escritorio. No ha habido otros militares en la familia
desde hace generaciones. A los Gardeyne les gustan las comodidades de Inglaterra.
Del único que sé que viajó era el hijo del anterior vizconde, y fíjate qué fue de él. Una
tumba en el mar. —Pero entonces se puso alerta, como un pointer al oler una pieza
de caza—. ¿Podría ser? El barco en que iba se hundió en el Mediterráneo, cerca de los
países árabes. Iba en dirección a Grecia. ¿Oscar Oris podría ser un nombre griego?
Y así, de pronto, deliciosamente, ella volvió a ser la Laura de su juventud:
ingeniosa, rápida, brillante, y volando por encima de la realidad.
—No parece evidente.
Pero, como siempre, ella no se amilanó.
—Pero su vuelta causaría una conmoción, ¿verdad? Porque entonces lord
Caldfort dejaría de ser lord Caldfort.
Y, como siempre, su entusiasmo era contagioso.
—Es una idea. Y este Farouk se ofrece para eliminar la molestia. Asombroso.
Entonces, a diferencia de la Laura de antes, ella volvió a la tierra.
—¿No es así? Es asombroso. Increíblemente asombroso. ¿Cómo puede volver
alguien de entre los muertos?
—Lord Darius ha vuelto.
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que lo entiendas.
—Lo entiendo —dijo ella, ya en tono frío, pero con un frío apasionado; todo lo
que hacía lo hacía con pasión—. Así pues, un hijo, y el objeto adjunto tenía que ser
una prueba de su legitimidad. Lo busqué, pero no encontré nada. No era un
documento, seguro. —Lo clavó con su mirada, e incluso el frío lo quemó—. Tenemos
que hacer algo.
Tenemos, otra vez. Si insistes, pensó él, mientras se le desenroscaba una idea,
como un gusano, una idea a la que debía resistirse.
Ella estaba mirando al vacío, no a él.
—Vas a pensar que estoy loca.
Sé que yo lo estoy, pensó él. Se embebió de su visión, de su delicado perfume,
de los movimientos de sus pechos al respirar. Tenía que decir algo.
—¿Por qué?
—Porque contemplo con esperanza la idea de que Harry no sea el heredero de
un título. —Volvió a clavar en él esos ojos—. Stephen, si Henry Gardeyne está vivo, o
está vivo un hijo legítimo suyo, esa es la clave para la seguridad de Harry. —Alargó
la mano y cogió la de él—. Si Harry no es heredero de nada, está a salvo.
Él tuvo que recurrir a la fuerza de un Hércules para mantener quieta la mano en
la de ella, mientras le retumbaba el corazón.
—Muchos pensarían que estás loca.
Ella se rió.
—Así sin título, deberá labrarse su propia fortuna, y no tendrá que criarse en
Caldfort, y vivirá.
Él le giró la mano y se la retuvo entre las suyas, ansiando levantársela y
besársela.
—En calidad de tu asesor legal, y aunque sea de modo informal, tengo que
pedirte que lo pienses antes de actuar.
Ella retiró la mano.
—¿Qué ha sido de Stephen, el guerrero por la justicia? ¿Cómo podría yo
permitir un asesinato, aunque sólo fuera por inacción?
Por un momento él no encontró las palabras, hasta que al fin logró decir:
—No he querido decir eso. Sin embargo, todo esto podría ser una trampa, un
engaño con intento de extorsión. ¿Quieres sucumbir a eso, en beneficio tuyo?
Sí, eso quería, vio. Su ceño de enfado provenía de un sentimiento de
culpabilidad.
—¿Con tantas pruebas? —preguntó ella.
Como todo eso había pasado a ser una especie de asunto legal, él recuperó
cierta cordura. Su asesor legal, que el Señor se apiadara de él.
—¿Cuántas pruebas hay? Alguien sabe que existió un Henry Gardeyne. Podría
ser cualquiera. Envió una supuesta prueba de algo, no sabemos qué. Se nos escapa
Mary Woodside, como también Oscar Oris y una explicación de una ausencia de diez
años.
—Ya has vuelto a ponerte fríamente analítico —se quejó ella, haciendo un
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morro.
Sí, decididamente un morro que lo hacía desear abrazarla, que formaba parte de
la juventud de ambos. Tal vez ella se dio cuenta también, porque se le suavizó la
expresión y de pronto desvió la vista.
¿Sería esa la primera señal de que lo veía como a un hombre?
—Mi virtud y mi defecto —concedió—. ¿Quieres que intente impresionarte con
mi inteligencia para compensarlo? Estaría dispuesto a apostar que Mary Woodside es
el nombre del barco en que viajaba Henry Gardeyne. El que se hundió.
Ella lo miró, nuevamente con los ojos iluminados.
—¡Ah, eso sí que es brillante!
—Eso es de dominio público también —señaló él—. Un villano podría haberlo
descubierto.
—Pero un villano no tendría ningún motivo para averiguarlo —afirmó ella,
triunfante—, ni, por lo tanto, para contactar con Henry.
Él tuvo que sonreír; eso seguía la pauta de los muchísimos debates entre ellos
en su juventud.
—Te doy un punto.
Ella le sonrió también, y él habría jurado que fue esa sonrisa espontánea, sin
trabas, la que le habría dirigido en el pasado, antes que Hal Gardeyne hubiera
entrado en su vida. No, antes que él lo estropeara todo aquella vez, mientras cantaba
una alondra.
—Me alegra que la casualidad te haya traído aquí hoy, Stephen, y que hayas
irrumpido en esta habitación. Creo que me volvería loca sin tu sensatez y
ecuanimidad.
¿Ecuanimidad?, pensó él.
—¿Eso lo consideras señal de vejez? —preguntó ella entonces. Condenación,
siempre había sido excelente para leerle los pensamientos—. Los dos hemos dejado
de ser unos jóvenes alocados, creo.
—¿Sí? Sí, por supuesto —se apresuró a añadir él—. Yo soy un responsable
miembro del Parlamento, que apoya causas dignas, y tu eres una respetable señora y
madre. Con gorro de dormir, nada menos.
Deberían ilegalizarse esos malditos gorros, feos, atados bajo el mentón, tan
grandes que no dejaban ver nada del pelo.
Y ella se lo tocó, como si repentinamente hubiera tomado conciencia de que lo
llevaba puesto. Y se ruborizó. ¿Qué diablos tenía ese maldito gorro que la hacía
ruborizarse?
Ella cogió la carta y volvió a leerla, aunque ya la habían exprimido hasta dejarla
seca. Vamos, pardiez, podía decirle que ella era un antídoto para la vejez.
—Perdona. Sigues siendo una mujer joven y hermosa, Laura. Si vuelves a la
sociedad, serás muy celebrada otra vez.
—¿Celebrada? —repitió ella, todavía con la cara roja de rubor—. Gracias, pero
no puedo dejar a Harry mientras haya la más mínima insinuación de peligro.
—Llévalo contigo cuando te cases.
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Capítulo 12
Laura, observó la puerta hasta que se cerró, y entonces se dejó caer en su silla.
Las últimas palabras de Stephen se cernían en el aire como si tuvieran mucha
importancia, pero tal vez eso se debía a su agotamiento. Necesitaba dormir, pero le
parecía imposible. ¿Cómo iba a poder dormir teniendo la mente y el cuerpo hechos
un torbellino?
Habían estado juntos en su cuarto de estar particular, los dos en camisa de
dormir.
Esa conciencia le había producido hormigueos por todo el cuerpo, una y otra
vez, por lo que era prácticamente un milagro que hubiera logrado decir una sola
palabra con sentido. Y el cuerpo seguía hormigueándole, haciéndole casi
insoportable el roce de la tela de algodón del camisón sobre la piel.
Se levantó, entró en su dormitorio, se desvistió y, mojando un paño en agua
fría, se restregó con fuerza. Asqueroso. Era asqueroso que la lujuria la distrajera de
asuntos de vida o muerte. De vida o muerte para Harry. Se puso el paño empapado
sobre los pechos, y el agua bajó por su cuerpo juntándose entre los muslos.
El primer hombre soltero y viril que entraba en su órbita, y ella se convertía en
una aspirante a puta.
Dejó el inútil paño en la jofaina, aunque la locura ya se estaba enfriando. Se
secó, y cuando volvió a ponerse el camisón, este ya no le atormentaba la piel. Se miró
en el espejo, temiendo ver a una furcia con la boca colgando, pero lo que vio fue a
Laura Gardeyne, una dama.
Con su gorro de dormir. Se puso la mano encima. Ay, Señor, ¡su gorro!
Casi había sido su deshonra.
Hal siempre había jugado con sus gorros de dormir. Le gustaba quitárselos, y
eso era gran parte del motivo de que ella se los pusiera. Él entraba en su habitación
diciendo: «Fuera ese gorro, muchacha».
Se le tensó el cuerpo al recordar esas palabras, al recordar lo que siempre
seguía. Se puso la mano en la boca y se la mordió. Echaba mucho de menos todo
aquello, muchísimo.
Podía aliviarse y lo haría, pero no era lo mismo. Hacía más de un año que un
fuerte cuerpo masculino no le daba placer, y pasarían muchos más hasta que alguno
lo hiciera, y sus lágrimas eran la prueba de una tragedia que bien podía ser griega.
Se metió en la cama, pero tardó muchísimo en conciliar el sueño, y se despertó
dos veces durante la noche. La segunda vez, sin poder calmarse, subió al cuarto de
los niños a ver si Harry continuaba bien. Estaba profundamente dormido pero se
quedó ahí mirándolo, pensando si algún día él la odiaría si lograba librarlo de un
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vizcondado.
Eso, no la lujuria, era lo que la había desvelado, y no veía otra opción. Si existía
un Henry, padre o hijo, al que le correspondía Caldfort, ella no haría nada para
impedirlo.
Pero sería un regocijo que Harry estuviera seguro y ella libre. No podía
mentirse acerca de eso. Deseaba ser libre para marcharse de ahí, para vivir, para
amar.
Volvió a su dormitorio y, al pasar por la puerta de la habitación de Stephen,
sólo se permitió pensar en cosas importantes: el viaje y la carta de Azir Al Farouk.
Estaba tan concentrada en eso que cayó en la cuenta de que podía hacer algo útil;
podía dibujar una copia del retrato de Henry Gardeyne.
Su carpeta de dibujo ya estaba guardada en su bolso de viaje, pero la buscó y la
sacó, y volvió a salir al oscuro corredor con la palmatoria en la mano. ¿Qué pretexto
podía dar si la sorprendían? Ya casi no le importaba. Diría que era tan excéntrica
como lady Caldfort, aunque a ella le daba por hacer retratos por la noche.
Bajó al vestíbulo y copió el retrato lo mejor que pudo a la luz de una sola vela.
Prestó especial atención a la estructura ósea de la cara del joven, los contornos de la
nariz y la forma de su única oreja visible. Esas cosas no cambian mucho con el
tiempo.
Habría hecho un trabajo más preciso, pero el reloj dio las seis y oyó ruido
proveniente de las dependencias de la cocina. El personal se estaba levantando.
Subió a toda prisa a su dormitorio y cerró la puerta, estremecida de alivio. Se sentía
casi como si su vida estuviera en peligro. Y tal vez lo estaba. ¿Qué harían los
Gardeyne si se enteraban de que ella conocía su secreto?
No se sentiría segura hasta que ya se hubiera puesto en marcha con Harry. Con
Stephen por acompañante. Gracias a Dios por eso. Incluso podía imaginarse a Jack
cabalgando detrás para matarlos a los dos. No sabía qué haría lord Caldfort respecto
a la carta, pero estaba segura de que Jack no aceptaría de buen grado el regreso de su
primo.
Cayó en la cuenta de que desde que había recuperado la pequeña pistola de Hal
no había hecho nada con ella. La cogió, la limpió con sumo cuidado y la cargó. Se
quedó un momento inmóvil, pensando que si Hal la estuviera mirando desde el
cielo, lo aprobaría.
—Eres un ángel de la guarda inverosímil, Hal —susurró—, pero mantén a salvo
a nuestro hijo.
Guardó la caja en el baúl, pero la pistola la metió en su bolso de viaje,
sintiéndose considerablemente más segura.
Ya no había ninguna posibilidad de volverse a dormir, pero aún era muy
temprano para llamar para que le trajeran el desayuno. Estuvo un rato trabajando en
el dibujo, pero no tardó en comprender que eso era un error; cualquier cosa que
añadiera podría mejorarlo, pero lo haría menos parecido al original. Lo puso dentro
de la carpeta y la guardó en su bolso de viaje.
Volvió a leer la carta, pero no sacó nada más de ella. Oscar Oris. Entre Stephen
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y ella habían encontrado explicaciones posibles para todo lo demás, pero no para eso.
Tal vez para lord Caldfort tenía un significado secreto.
¡Santo cielo! ¿Podría ser que lord Caldfort hubiera participado en la
desaparición de su sobrino años atrás? ¿Lo habría dejado apresar por Oscar Oris?
Le haría esa sugerencia a Stephen, pero ya podía oír la principal objeción. Si el
entonces coronel John Gardeyne hubiera decidido librarse de su sobrino lo habría
matado, no encerrado en algún lugar lejano. Y sólo en los cuentos a los asesinos a
sueldo se les ablanda el corazón y dejan libres a sus víctimas.
El reloj dio las seis y media. Ya había salido el sol, así que podía levantarse. Tiró
del cordón para llamar a Catherine, y a las siete ya estaba tomando el desayuno con
el nervioso y exaltado Harry. Seguro que para él sería un tormento esperar hasta las
ocho, hora en que llegaría el coche de postas. Entre ella y Nan lo mantuvieron
ocupado poniendo en el equipaje las cosas de último momento y con la importante
tarea de elegir los juguetes que llevarían en el coche.
Cuando todavía faltaba media hora, Nan dijo:
—¿Lo llevo al establo, señora, a esperar ahí? Los caballos y los gatos lo
distraerán.
Esa era una idea excelente, pero estando tan cerca el momento de su escapada,
ella no se atrevía a tenerlo fuera de su vista. Se sentía como si Jack pudiera estar al
acecho, listo para saltar, y no podía decirle eso a Nan.
—No, lo llevaré a mi dormitorio. Mientras tanto encárgate de que lo bajen todo
para tener las cosas listas para cargarlas, y luego espera ahí para despedirnos.
Su dormitorio y su tocador distrajeron un poco a Harry, en especial un pájaro
enjaulado que trinaba cuando se le daba cuerda, su diversión favorita. Por un
momento pensó llevarlo con ellos, pero a tiempo comprendió que darle cuerda y
jugar con él la cansaría mucho antes de que aburriera al niño.
Además, incluso en ese momento la ponía triste; Hal se lo regaló cuando
cumplió veinte años diciendo que lo había comprado porque ella era lady Alondra. Y
ya en ese momento, cuando todavía encontraba bien todo lo que hacía él, ella vio que
no era apropiado. Nadie mete en una jaula a una alondra. ¿Y qué sentido tenía si sólo
cantaba cuando se le daba cuerda?
—¡Ya ha llegado el coche, señora! —dijo Catherine entrando.
—¡Gracias al cielo! —dijo ella y se miraron sonriendo—. Vamos, Minnow.
Él ya estaba en la puerta y habría bajado corriendo la escalera si se lo hubiera
permitido. Pero no tenía la menor intención de arriesgarse a que se cayera, así que lo
obligó a moderar el paso.
La señora Moorside y Rimmer, el mayordomo, la estaban esperando en el
vestíbulo para despedirse. Ella primero llevó a Harry a despedirse de lord Caldfort.
Si necesitaba alguna prueba de que lord Caldfort no se sentía bien, la encontró.
Estaba más pálido, más ojeroso, y se veía más cansado, como si llevara un peso
encima. O como si no hubiera dormido. Eso no tenía nada de raro si él creía que
estaba a punto de perderlo todo.
«¿O estará hundido por el peso de tener que tomar una decisión? —pensó—.
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—Sí, pero en los dos próximos días necesitaré todas mis fuerzas.
—¿No llevas niñera?
—Nunca la llevo. En Merrymead no me hace ninguna falta. ¿Hasta dónde
puedes ir con nosotros?
Quería decir «¿Cuándo podemos hablar?».
—Hasta Andover.
Unas veinte millas y dos cambios de caballos. Iría bien.
Harry estaba colgando del coche y llamándola para que se diera prisa, así que
se apresuró a subir. Estaba tan impaciente como él por marcharse. Nan se acercó a
despedirse llorosa, Stephen montó, y se pusieron en marcha.
Laura miró hacia la casa Caldfort todo el tiempo que pudo, pero eso sólo lo hizo
por el alivio que sintió cuando por fin se perdió de vista y no vio señales de que Jack
Gardeyne los persiguiera.
Harry ya estaba a salvo.
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Capítulo 13
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hombre al que le interesaría casarse con ella. Esa noche anterior se lo había
demostrado; no manifestó ni por asomo un interés en algo que no fuera la carta y el
misterio.
Aunque le gustaba cabalgar, estaba claro que seguía siendo un intelectual;
además, recordaba a lady Alondra. Eso demostraba lo que pensaba de ella: que era
una tonta jugando en los mástiles de la vida.
Pero tendría pretendientes. Había sido muy popular y celebrada en Dorset
antes de casarse, y después en Londres también. Ya estaba mayor, pero sería pura
coquetería negar que seguía teniendo encantos suficientes para atraerse a otro
marido.
Todavía no podía entregarse a esos pensamientos. Sería muy decepcionante. De
todos modos se quedaron en su mente como una melodía distante pero agradable.
En Andover le dijo a los postillones que quería bajar a tomar té, y se llevó a
Harry a la posada White Hart. Stephen no tardó en reunírseles, y ella tuvo que
pedirle disculpas con la mirada, porque Harry estaba impaciente por tomar un
refrigerio y deseaba hablar de todo lo que había visto.
Pero como le había traído la bolsa con los animales tallados en madera, después
de beber su té con leche, comerse un pastel y hablar un rato, se bajó de la silla y se
puso a jugar en el suelo.
Eso parecía un pequeño milagro, por lo que Laura lo agradeció al cielo.
Le explicó a Stephen su ocurrencia de que lord Caldfort podría tener algo que
ver en la desaparición de su sobrino.
Él vio todos los problemas que veía ella.
—Supongo que es posible imaginar que Oscar Oris, asesino a sueldo, tuviera
una hija que se las arregló para casarse con Henry antes que su padre pudiera llevar
a cabo su nefasto trabajo. —Con los ojos risueños, negó con la cabeza—. No, no es
posible.
—Pero yo creo que Hache Ge tiene que ser un niño, no un hombre —dijo ella—.
Eso explica el tiempo transcurrido. Es posible que su origen legítimo no haya estado
claro hasta hace poco.
—Si eso es así, podría tenerlo difícil para demostrar sus derechos.
—Hay una prueba, la que sea, que venía con la carta. Ojalá la hubiera
encontrado.
—Caldfort podría haberla destruido.
—Sí, supongo. Pero tengo algo.
Le enseñó su copia del retrato.
—Lista mujer. Yo traté de memorizarlo, pero esto es mucho mejor. Había
olvidado lo hábil que eres para dibujar. Siempre nos estabas dibujando. —La miró—.
¿Qué les ocurrió a esos dibujos? Deben de contar la historia de una juventud
desperdiciada.
Había uno, pensó ella, dibujado de memoria, de aquella vez que los vio
bañándose.
—No lo sé —dijo, sinceramente—, pero deben de estar en alguna parte. Jamás
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los he tirado.
—Ah, lo dudaba —dijo él. Pasado un momento de silencio, añadió—: O sea,
que si nos encontramos cara a cara con alguien que asegura ser Henry Gardeyne,
podemos cotejar su parecido con esto, pero si el que lo asegura es su hijo, será más
difícil. El parecido con los padres es casual, y muchas mujeres lo agradecen, seguro.
—¡Cínico!
—Realista.
Se miraron sonriendo, pero entonces Laura exhaló un suspiro.
—Sigo sin ver cómo podría ir a Draycombe, Stephen. No lo veo posible, al
menos estos próximos días. No puedo llegar y marcharme inmediatamente.
Harry puso un animal sobre la mesa, junto a Stephen.
—¡Vaca!
—Decididamente —dijo Stephen.
Por suerte esa fue la respuesta adecuada, porque Harry volvió a su lugar a
organizar los animales de su granja.
—Volverá con otro —le advirtió Laura.
—Si lo único que necesita es una respuesta similar, creo que puedo
arreglármelas. Yo te puedo llevar a Draycombe también, si estás dispuesta.
—¿Cómo?
—Decididamente —dijo él, en respuesta a «¡Gallina!», y continuó—: Tenemos
un poco de tiempo de respiro. Caldfort tendrá que investigar a ese Azir Al Farouk.
¿Crees que enviará al párroco? —Miró hacia abajo—. Un cordero, beee,
decididamente, señor.
Esa respuesta algo más complicada hizo fruncir el ceño a Harry, pero volvió a
sus animales y se quedó ahí un rato.
—Siempre sabías hacer los sonidos correctos —comentó Laura, tratando de
mantener la cara seria.
—¿Beee? —dijo Stephen, horrorizado.
Esa expresión era fingida, pensó ella, aunque no estaba segura. Ya no sabía
interpretarlo como antes. Eso no debería sorprenderla, pero la sorprendía.
—Tendría que enviar a Jack —convino—. ¿De qué otra persona podría fiarse? Y
eso nos da un tiempo de respiro.
—¿Por qué?
—Hoy es jueves. El domingo Jack tiene que celebrar dos servicios. Podría ir a
Draycombe y volver a tiempo, pero no tendría tiempo para investigar nada.
—¿El coadjutor?
—No tiene.
—Entonces tienes razón.
Miró al animal que le presentaba Harry, miró a Laura con una expresión
traviesa que ella le conocía, e hizo una muy buena imitación del graznido de un
pavo.
Harry se echó a reír y riendo volvió a sus animales.
—Lo has hecho.
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—No se me había ocurrido pensar en eso. Qué tonta soy. Te estoy metiendo en
un peligro.
—¿Me crees demasiado delicado para eso? —le preguntó él.
Lo dijo casi en tono de broma, pero ella detectó que se sentía ofendido. No sabía
por qué se sentía así, pero se apresuró a tranquilizarlo:
—No, claro que no. Pero este problema sólo te ha llegado por casualidad. —Al
parecer eso no sirvió de nada, así que intentó alisarle las plumas erizadas—. No sé
qué habría hecho si no hubieras aparecido tú, Stephen. Y valoro tu ayuda no sólo por
los aspectos prácticos. Sé que me aconsejarás bien. Conoces las leyes y me fío de tu
juicio. Siempre te has regido por los principios más elevados.
—¿Sí? Eso me ha costado muchísimo a veces.
¿Y qué quería dar a entender con ese tono irónico? Stephen era un enigma, pero
ella no tenía tiempo en ese momento para ocuparse de delicados sentimientos
masculinos.
—De todos modos, no puedo marcharme de Merrymead tan pronto como
llegue.
—¿No? ¿Y si recibes una carta de tu amiga explicándote que va a salir de viaje a
alguna parte? Eso significaría ahora o nunca. Puesto que vas a pasar un mes en tu
casa, eso debería servir.
Ella supuso que sí, pero el extraño humor de él la ponía nerviosa.
—Harry tendrá que venir conmigo —observó—. No estaría feliz si lo dejara solo
unos días, y yo no querría dejarlo.
—A los Delaney no les importará. Tienen una hija. Es más pequeña, pero están
acostumbrados a los niños.
—Pareces muy seguro.
—Lo estoy.
Ella se encogió de hombros.
—Muy bien, entonces, necesitamos ponernos en camino. Si viajamos juntos a
casa de los Delaney…
—Daríamos pie a habladurías. Llegaremos por separado.
—Siempre podrías simular que me estás cortejando —se le escapó a ella, y
sintió arder las mejillas—. Perdona.
Él sonrió.
—Eso será un pretexto útil si lo necesitamos.
Ella tuvo la impresión de que él no sentía ninguna incomodidad por eso, y lo
agradeció. Pero su reacción le demostró que ya no sentía nada por ella. Y eso debería
agradecerlo también.
—En todo caso, no haría nada tan despreciable —dijo.
—¡Laura, Laura! Vamos a tener que mentir, y posiblemente embaucar y robar
por esta causa.
Ella lo miró.
—Tienes razón, comenzando por mentirles a mis padres. Me voy a detestar por
eso.
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Capítulo 14
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estar ardiendo de ganas de volver a casarse. Quedaría libre para tomar residencia en
algún lugar animado. Dios sabe que goza de una muy buena situación, es bastante
rica. Hal debió de haber estado muy enamorado para haberle aumentado así la
pensión.
—Yo lo aprobé —gruñó lord Caldfort.
Jack lo miró duramente, pero no soltó el hueso.
—Entonces deberías permitirle que disfrute de su riqueza. Podría venir a visitar
a Harry aquí siempre que quisiera.
Qué convincente, pensó lord Caldfort. Admiraba la elocuencia de su hijo
menor. Predicaba bien a sus parroquianos también; no se alargaba mucho,
condimentaba el sermón con un poco de humor terrenal, y lo hacía valioso e
interesante. Lo que decía de Laura tenía sentido también. Ella encontraría otro
marido en un instante, pero, típico de Jack, no había pensado en todo.
—Sigue siendo una mujer hermosa, Jack, así que es probable que se case bien. Y
si un hombre poderoso se convierte en padrastro de Harry, nos resultará difícil
retenerlo aquí, que es donde le corresponde estar.
Jack entrecerró los ojos, pero al instante se encogió de hombros.
—Saltaremos esa valla cuando lleguemos a ella.
¿Qué valla? Esa era la pregunta. ¿Tener a Harry ahí o librarse totalmente de él?
Pero seguro que Jack no llegaría tan lejos, no hasta ese punto.
—Esto no es un campo de caza —gruñó—. Existe la ley, y un padrastro
poderoso para Harry sería una maldita molestia. Entonces no habría manera de
impedir que Laura mimara tanto al niño que lo llevase al desastre.
Jack sonrió.
—Es un Gardeyne, padre, y los niños han de ser niños.
Entonces lord Caldfort comprendió y tuvo la certeza. Estaba seguro, tanto como
podía estarlo, de que Jack no pararía hasta el día en que el hijo de Hal yaciera
muerto, muerto a causa de una actividad infantil que salió mal. Pero ¿qué podía
hacer? El doctor Trumper le advertía que podía morirse en cualquier momento, y
entonces Jack sería el tutor y el responsable del niño.
Había tiempo para cambiar eso, pero, ¿a quién podía confiárselo? No se deja a
una mujer como tutora de un par del reino. ¿El padre de Laura? El hombre era poco
más que un granjero y vivía a días de distancia.
—¿Padre? ¿Te sientes mal?
Lord Caldfort miró la cara sanota y rubicunda de Jack. ¿Era un asomo de
expectación lo que veía en ella? Si se moría y luego moría Harry, Jack lo tendría todo.
Sólo que ahora Henry Gardeyne podría estar vivo. Sintió un asomo de alegría, y
ganas de reírse al pensar en los planes de Jack frustrados de esa manera. Pero lo que
más deseaba era que lo dejaran solo.
—Estoy bien. O lo estaba antes que irrumpieras aquí a arengarme. ¡Vete!
Jack puso su cara de santa paciencia y se marchó.
Lord Caldfort sacó la maldita carta. Un maldito fastidio, pero era necesario
arreglar eso. ¿Cómo? ¿Cómo? Si ponía el asunto en manos de Jack, sabía lo que
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ocurriría.
Pero tal vez era lo que debía hacer. Todo quedaría arreglado y él podría tener
una cierta paz.
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Capítulo 15
Cuando el coche entró en Barham, Laura recordó que el viernes era día de
mercado. Las calles estaban llenas de tenderetes y los animales hacían lento el
avance, pero eso la hizo sonreír. A pesar del bullicio y el olor, siempre le había
encantado el alboroto que se armaba en la ciudad el día de mercado, y le gustaba
explorar las mercancías de los mercaderes itinerantes.
Además, no tardarían en llegar a casa, y entonces ella podría actuar respecto a
HG. Había tenido dos días para pensarlo y ver que el razonamiento de Stephen era
impecable. Tenía que ir a Draycombe. Ahora su principal preocupación era llegar ahí
antes que Jack.
Un coche de postas con los cambios normales de caballos viaja tan rápido como
es humanamente posible, pero ella había parado para pasar la noche y sólo había
reanudado la marcha cuando el sol ya estaba alto en el cielo. Una persona en una
misión urgente no debería hacer eso. Cifraba sus esperanzas en la cautela innata de
lord Caldfort y en las responsabilidades de Jack en la parroquia, pero principalmente
en que ninguno de los dos podía suponer que alguien aparte de ellos supiera lo de
Farouk y HG. No tenían ningún motivo para pensar que había una urgencia.
Esperaba que la carta de Redoaks estuviera esperándola en Merrymead, pero
aún así, ya era última hora de la tarde y no podría marcharse hasta el día siguiente.
Más retraso, más peligro para HG.
—¡Un gallo, mamá! ¡Quiquiriquí!
Laura miró. Estaban saliendo de la ciudad, y un gallo se paseaba con masculina
arrogancia por entre su harén de gallinas.
La imitación de voces de animales de Stephen habían causado una impresión
duradera en Harry, lo que no le había hecho más fácil el viaje. Habían pasado cerca
de demasiados animales: vacas, caballos, ovejas y cerdos, por no hablar de patos y
pollos. No vieron ningún león, afortunadamente, pero eso no impidió a Harry
practicar su rugido con bastante frecuencia.
—¿Nos falta mucho para llegar?
—Muy, muy poco, Minnow. Sólo falta pasar por el próximo recodo. ¿Te
acuerdas de los leones que hay a los lados de las puertas de entrada?
Él asintió y pegó la cara al cristal, emitiendo su mejor rugido. Ay, Dios. ¿Se
pasaría haciendo eso durante toda la visita?
Unos leones de piedra guardaban la entrada de la casa Merrymead, y ya en su
anterior visita habían fascinado a Harry. Por eso le compró el león que quedaba tan
mal junto a sus animales de granja.
Los leones fueron el aporte de su padre a la elevación de la familia en la
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Tom y Arthur eran los hijos de siete y diez años de su hermano Ned. Este tenía
otro hijo de trece años, que estaba en el colegio de Winchester. Normalmente la casa
estaba a rebosar de bulliciosa vida, e incluso cuando sólo estaban las mujeres no tenía
en absoluto la escalofriante calma de Caldfort.
Los perros dieron una vuelta en círculo y los dos gatos que estaban echados
delante del hogar se levantaron de un salto, tal vez con la atención puesta en escapar
de Harry. Laura los observó un momento, y le pareció que estaban dispuestos a
dejarse acariciar.
Su madre estaba ordenando que trajeran el té y charlando al mismo tiempo,
como si en un minuto quisiera explicarle todas las novedades de la familia y contarle
todos los cotilleos del condado.
Laura se sentó en el conocido sofá a rayas rojas, sintiéndose muy, muy feliz.
Incluso los olores le resultaban agradablemente conocidos: a humo de leña, a cosas
horneándose, a pétalos de rosa secos, y otros cientos que le decían que estaba en casa.
—¡Laura! —exclamó su cuñada Margaret, entrando sonriente con su bebé en los
brazos.
Su hija de cuatro años, Megsy, venía a su lado, acunando solemnemente a una
muñeca en los brazos tal como hacía su madre con el bebé. Madre e hija eran tan
parecidas que Laura no pudo dejar de sonreír al verlas; las dos eran robustas, de pelo
castaño en desbordantes rizos, y se les formaban hoyuelos en las mejillas al sonreír.
Megsy y Harry se habían llevado muy bien jugando en la visita anterior, y él
hablaba de ella a veces. Suponía que también se llevarían bien ahora.
Megsy avanzó hacia Harry y le ofreció su muñeca.
—Pero sólo te la presto.
Asintiendo solemnemente, Harry la cogió y se la acomodó en los brazos tal
como la había tenido Megsy. Laura agradeció que ahí no estuviera ninguno de los
hombres Gardeyne viendo a Harry acunando a una muñeca. Le había bajado del
coche la bolsa con sus juguetes, y pensó si tal vez tendría que hacerle algún gesto
para indicarle que devolviera el favor ofreciéndole alguno a Megsy.
Pero él se sentó en la alfombra y fue sacando sus animales con una mano.
Pasado un momento de titubeo, eligió el león y se lo ofreció.
—Sólo te lo presto. Es un león, y ruge.
Hizo la demostración, haciendo reír a las adultas.
Terminadas las negociaciones, los dos niños se instalaron a jugar con los
animales, la muñeca y los gatos, cuando estos se lo permitían.
Entonces Laura se volvió hacia Margaret, que estaba sentada a su lado en el
sofá.
—Se está convirtiendo en toda una señorita.
—Sólo cuando le conviene, te lo aseguro. Te veo bien, Laura.
—Es agradable estar en casa.
Y lo era, pero vio pestañear a su madre en actitud alerta cuando oyó la palabra
«casa». Había olvidado qué significaba realmente estar en casa. Todos se inmiscuían
en los asuntos de todos, y su madre conocía muy bien a todos sus hijos. Mentirle
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sería aún más difícil de lo que se había imaginado. Además, habiendo llegado, lo
último que deseaba era marcharse.
Decidió que por el momento se dedicaría tranquilamente a disfrutar de su
regreso al hogar. Y eso incluía coger en brazos y admirar a la encantadora nenita de
cuatro meses, Ruthie. De pronto sintió el escozor de las lágrimas en los ojos; ¿por qué
no había comprendido cuánto deseaba tener más bebés? Tal vez porque no era dada
a suspirar por cosas imposibles. Cuando Hal estaba vivo eso había quedado en las
manos de Dios, y desde su muerte, le parecía algo imposible. Aunque si HG era el
verdadero vizconde Caldfort, las cosas cambiarían en ese aspecto también.
Escapar de Caldfort.
Tener un nuevo hogar, uno mucho más parecido a Merrymead. Más hijos.
Intentó no hacerse esperanzas, pero estas ideas continuaron girando por su
cabeza mientras se esforzaba en centrar la atención en las noticias de seis meses
enteros.
La nenita se despertó y pidió comida, por lo que Margaret la cogió y se la puso
al pecho.
Entonces Laura se levantó.
—Vamos, Harry. Tienes que ayudarme a sacar las cosas de tu baúl.
Cualquiera habría pensado que le había sugerido un castigo.
—¿No puedo quedarme con Megsy?
—Déjalo aquí —dijo su madre—. Yo no lo perderé de vista.
Juliet se levantó de un salto.
—Yo te ayudaré. Estamos en nuestra vieja habitación.
—Lo van a consentir hasta matarlo —dijo Laura mientras iban subiendo la
escalera.
—Por supuesto. No le hará más daño del que nos hizo a nosotras. No se le
consentirán rabietas ni malos modales.
Laura siguió a Juliet hasta la habitación que compartían cuando eran niñas y
jovencitas. Después que ella se marchó de casa cambiaron el papel por uno con rosas
rojas, pero por lo demás, estaba igual.
—Me sentí muy desgraciada por no poder acompañar a Robert al extranjero —
dijo Juliet—, pero esto casi me lo compensa. ¡Volveremos a ser niñas!
—Aun cuando ahora seamos dos depravadas mujeres de mundo.
Juliet sonrió de oreja a oreja.
—¿Y no es fantástico eso? ¿Te acuerdas de cuando elucubrábamos en susurros
acerca de lo que ocurre entre los maridos y sus mujeres?
Laura le dio la espalda para abrir su baúl.
—Recuerdo ese libro que encontraste.
—Ah, sí. Y nos dejó más perplejas que ilustradas. Ahora le encuentro más
sentido.
Laura sacó un rimero de camisolas bien dobladitas y se lo pasó a su irrefrenable
hermana.
—Sí.
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estaban observando.
Laura se sentó y se cogió las rodillas con los brazos.
—¿Te imaginas haciendo eso? ¿Cayendo adrede del cielo, sabiendo que no te
pasará nada?
Juliet también se sentó.
—Hablas como si lo supieras.
—¡Jul!
—O el atractivo del peligro. Las personas corren riesgos simplemente por la
emoción.
—Como la de cazar —dijo Laura en voz baja, y citó—: «Abandonó la vida
saltando».
Tal vez, por primera vez, entendía esas palabras.
Juliet le cogió la mano, pero su expresión triste se debía a otro motivo. La
misma pasión que lleva a los hombres a la batalla y a saltar vallas puede impulsar a
otros a matar.
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Capítulo 16
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—Sí, una niña, Arabel. Pero es más de un año menor que Harry.
—De todos modos, tendrá con quién jugar.
—¿Te pido un coche de postas? —le preguntó su padre.
—Sí, papá, gracias.
La conversación cambió en la dirección que más le convenía tomar, y Laura
pensó que ya estaba todo hecho. Esperaba que la expresión dudosa que vio en la cara
de Juliet sólo se la hubiera imaginado.
Terminado el desayuno subió a preparar nuevamente su equipaje, aunque sólo
una maleta, puesto que iban a estar poco tiempo. Cuando llegó el coche de postas de
la posada George de Barham, salió a buscar a Harry. Lo encontró en el establo con su
tío y Megsy.
Le cogió la mano.
—Ven conmigo, Minnow. Vamos a hacer un corto viaje.
Él la miró sorprendido y se soltó la mano.
—No, ¡no voy a ir!
—¡Harry! No seas tonto. Por supuesto que vas a venir. No puedes quedarte
aquí.
—Bueno, sí que puede —dijo Ned—. No es ningún problema.
Laura miró furiosa a su hermano, el muy traidor, hizo una inspiración profunda
y se arrodilló a explicarle a su hijo:
—No será un viaje largo, Minnow, y los Delaney tienen una niñita con la que
podrás jugar.
Harry negó con la cabeza, con expresión sublevada.
—Verás a muchísimos animales por el camino.
Él se limitó a mirarla enfurruñado.
Ella no podía creerlo. Nunca antes se había portado así.
Volvió a mirar a su hermano, pero, como siempre, él se mostró inflexible como
una piedra.
—Déjalo aquí, Laury. El viaje te será más fácil sola y podrás disfrutar de unas
vacaciones.
¡Vacaciones! No necesitaba tomarse vacaciones de su hijo. Pero claro, Ned no
sabía que la vida de Harry estaba en peligro. Se incorporó y cogió al niño por el
brazo.
—Harry, vendrás conmigo. Estaremos de vuelta dentro de unos pocos días.
Él no protestó, pero se convirtió en peso muerto, y ella vio brotar lágrimas de
sus ojos fuertemente cerrados. Le soltó el brazo.
—Harry, ¿qué te pasa?
Si no se llevaba a Harry, no podría ir, y tenía que ir. Tenía que descubrir la
verdad en Draycombe y asegurarse de que todo se hiciera correctamente, pero no
podía explicarle eso a él ni a nadie.
Miró a su hermano.
—Ned —moduló—. Haz algo.
Él se encogió de hombros.
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—Seguro que cree que lo vas a llevar de vuelta a esa casa. Cada vez que ha
venido ha subido en un coche para volver a esa casa. Déjalo. Estamos felices de
tenerlo aquí.
Laura volvió a arrodillarse y logró esbozar una alegre sonrisa.
—Cariño, no vamos a volver a Caldfort. Vamos a ir a otra casa.
Pero Harry ya había llegado al estado de rebeldía en que era impermeable a
cualquier razonamiento.
—Me voy a quedar aquí. Tú te quedas aquí también.
Laura comprendió que ese era un momento crítico. Al margen de la necesidad
de ir, no debía permitir que Harry dictaminara sus actos según le conviniera a él.
Se puso de pie.
—Muy bien, si de verdad no deseas venir conmigo, puedes quedarte aquí.
Él le cogió la falda.
—¡No, tú te quedas!
Incluso golpeó el suelo con el pie.
Dominando el impulso de reaccionar con un estallido de mal genio igual, ella
dijo:
—Eso no puede ser, Harry, pero puedes quedarte aquí.
La expresión de furia con que la miró bien podía haberle roto el corazón, pero
no cedió. Al final él le soltó la falda.
—Quédate aquí. Quédate con Megsy, el tío Ned, la tía Margaret, la abuela y el
abuelo.
Tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le notara lo horriblemente
traicionada que se sentía. Jamás se había imaginado que él preferiría a otros más que
a ella. Cuando la garganta oprimida le permitió hablar, dijo:
—Muy bien, cariño. No estaré ausente mucho tiempo, y te escribiré una carta
cada día.
Tal vez él también había creído que ganaría, porque le temblaron los labios al
decir:
—¿Con dibujos?
Tragándose las lágrimas, ella lo abrazó.
—Con dibujos. Te portarás bien, ¿sí?
Él asintió.
Laura comprendió que seguía esperando que él cambiara de opinión y que,
viendo que ella no cedería, declarara que iría con ella. Pero eso no ocurrió.
—Adiós, mamá —dijo simplemente, y, desprendiéndose de sus brazos, volvió a
entrar corriendo en el establo.
Pasado un momento, su hermano dijo:
—Hay gatitos.
Laura no logró encontrar nada que decirle a ese traidor, por lo tanto se dio
media vuelta y se dirigió a la casa, vacilante, pensando si tal vez no debería ir.
Stephen iría en su lugar, y le enviaría los informes.
Pero las cartas tardarían dos días en ir y venir, y podría presentarse algo
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urgente.
En la puerta la estaban esperando sus padres y Juliet, para despedirse, así que
tuvo que explicarles el cambio de planes.
—Eso no es ningún problema —dijo su padre muy contento y cordial—. En
realidad, es un regalo para nosotros.
Él y Ned se parecían muchísimo.
Su madre la comprendió.
—Todos se van al final, cariño. En especial los niños.
—Pero es muy pequeño.
—Y te echará muchísimo de menos. Pero si se lo permitimos, se convierten en
dictadores, y eso nunca va bien. Tú ve y haz tu visita. Os hará bien a los dos.
Laura abrazó a su madre, que se lo decía con buena intención y seguramente
tenía razón, pero…
¡Santo Dios! Justo en ese momento cayó en la cuenta de que iba a dejar a Harry
desprotegido. Creía que estaría seguro ahí, pero de todos modos, tenía que advertir a
alguien del peligro.
¿A sus padres? ¿A Ned? No. Los conocía muy bien y sabía que con ellos no
resultaría.
Juliet.
—Uy —dijo—, tengo todas las cosas de Harry en la maleta. Tengo que sacarlas.
Ordenó que descargaran la maleta y la entraran en la casa. Entonces sacó la
ropa de Harry. Cuando llegó Juliet a ayudarla, la miró pensando que vería condena
en sus ojos, pero no vio nada de eso.
—Tengo que ir —dijo de todos modos.
—Eso colijo. No te preocupes por Harry. Estará estupendamente.
Tal vez yo no deseo que lo esté, pensó Laura, y eso la avergonzó; pero la
conformidad de él con la separación había sido como si le clavaran un cuchillo en el
corazón. Ni siquiera estaba ahí para despedirse de ella.
Cogió el montón de ropa.
—Subiré esto.
—No es necesario. Yo lo haré.
Laura negó con la cabeza y Juliet captó la indirecta. Cogió la mitad de las cosas
del niño y subieron juntas la escalera. Una vez que entraron en la habitación, Laura
cerró la puerta, dejó la ropa en la cama y le explicó todo lo esencial de la manera más
sucinta que pudo. Sólo deseaba decirle lo de Jack, pero tuvo que decirle algo sobre
Draycombe, para explicar por qué tenía que marcharse.
Juliet escuchó todo con el ceño fruncido.
—¿De verdad crees que el reverendo Gardeyne podría venir aquí a intentar
matar a Harry?
Laura le puso una mano en la boca.
—No. Si lo creyera no me marcharía. Si Jack hace algo más que escribir su
sermón, eso será ir a Draycombe. Por eso tengo que llegar yo ahí primero, pero no
soporto dejar a Harry aquí sin que nadie esté al tanto de que podría haber problemas.
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Supongo que no habrá ninguno, pero necesito que me prometas que si viene aquí
Jack Gardeyne no lo dejarás quedarse solo con Harry ni un solo momento, sea cual
sea el pretexto que él invente.
—Lo prometo —dijo Juliet asintiendo, aunque todavía con expresión escéptica.
—Y no permitas que lleve a Harry a ninguna parte. Ni siquiera a la iglesia.
—Muy bien, pero sabes que en ese caso podría tener que decírselo a padre o a
Ned. —Pasado un momento, preguntó—: ¿No crees que deberías decírselo a ellos
ahora?
—¿Laura? —gritó su padre desde abajo—. ¿Te encuentras bien, cariño? No
dejes a los caballos esperando ahí.
Ella abrió la puerta.
—¡Voy papá! —gritó. A Juliet le susurró—: No. Creerían que estoy loca, y ya
sabes cómo reaccionarían. Querrían ir a los magistrados. No tengo tiempo para eso y
ni siquiera tengo ninguna prueba. Ay, sólo con que Harry viniera conmigo.
—¿Al peligro? —preguntó Juliet.
Eso la hizo recapacitar.
—Cielos, tienes razón. Prefiero dejarlo aquí que no con unos desconocidos en
Redoaks.
—Pero ¿y tú? ¿Vas a ponerte en peligro? ¿Quién es esa señora Delaney?
Laura…
En cualquier momento Juliet decidiría decírselo a sus padres. Tendría que
revelarle algún detalle más de los que se había guardado.
—Stephen me va a ayudar. Stephen Ball. Los Delaney son amigos suyos. Se va
encontrar conmigo ahí, y juntos vamos a ir a investigar esto.
Juliet agrandó los ojos, pero encantada, con una expresión de alegre travesura.
—¡Ya sabía yo que había un hombre metido en esto! Ve, ve, ¡y que te lo pases
maravillosamente bien!
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Capítulo 17
El viaje a Redoaks duró tres horas, y tres horas dan muchísimas oportunidades
para preocuparse, temer y sufrir. Laura temía que Harry ya la estuviera echando de
menos; temía que no estuviera echándola de menos. Seguía doliéndole que él hubiera
sido capaz de decirle adiós con la mayor despreocupación del mundo. La hacía
sufrir, simplemente, que cada vuelta de rueda los fuera separando más y más. Nunca
habían estado separados mucho tiempo.
Tal vez todos tenían razón. Tal vez hasta Jack tenía razón al decir que ella se
aferraba demasiado a su hijo. Intentaría hacerlo mejor, pero sólo cuando Harry
estuviera seguro y a salvo. Rogaba que HG fuera el hijo legítimo de Henry Gardeyne
y que ella y Stephen llegaran a tiempo para salvarlo.
Cuando el coche de postas se detuvo ante la elegante casa de ladrillos llamada
Redoaks, ella ya estaba lista para bajar de un salto y ponerse inmediatamente en
marcha hacia Draycombe. Pero eso no podría ser. Tenían que hacer ciertos planes, y
ella necesitaría un disfraz.
Porque lo que iba a hacer era escandaloso.
Y lo del escándalo iba pesando cada vez más en ella. Entre ella y Stephen había
una vieja amistad; hubo un tiempo en que fueron tan íntimos como hermanos, pero
eso no contaría para nada si los sorprendían juntos en una posada. Eso la
deshonraría.
Valía más que el disfraz fuera excelente.
Se abrió la puerta y salió una pareja. Él llevaba en brazos a una niñita muy
bonita vestida de rosa. Eleanor Delaney, una mujer guapa de pelo castaño rojizo,
avanzó hacia ella.
—¡Laura! ¡Qué alegría volver a verte!
Laura tardó un segundo en captar el motivo de esa familiaridad. Pues sí, tenían
que comenzar a representar sus papeles ya, comprendió, aunque sólo fuera por la
presencia de los indiferentes postillones. Ella se echó en los brazos de la mujer.
—Cuánto tiempo ha pasado —dijo. Se apartó y miró al hombre con la niña—. Y
esta debe de ser Arabel.
Se acercó para besarla, pero la niñita se echó hacia atrás, y arrugó la carita como
si fuera a llorar.
—Es tímida —dijo Nicholas Delaney, sonriendo.
El rey Pícaro. No se veía ni regio ni pícaro, aunque notó algo especial en él, es
decir, algo especial, aparte de que llevara abierto el cuello de la camisa bajo una
chaqueta holgada; informal, por decir lo mínimo. Tal vez la impresión de algo
especial se la daba su coloración, porque, a diferencia de la mayoría de los caballeros
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elegantes, tenía la cara bronceada por el sol, tanto que casi igualaba el color dorado
oscuro de su pelo.
—Es un placer volver a verte, Laura —dijo él—. Yo me encargaré de tu equipaje
y del coche. Tú entra en la casa. Debes de estar deseando tomar un refrigerio.
Laura entró, pero no pudo dejar de encontrar raro que él se quedara con la
niñita en brazos en lugar de entregársela a su mujer.
Pero al parecer eso no le importó a Eleanor Delaney.
—¿No ha venido Harry contigo? —dijo esta, mientras iban subiendo la escalera
—. Arabel se sentirá desilusionada.
—Lo siento. Está muy feliz con sus primos, y hay gatitos en el granero. ¿No está
Stephen?
—Aún no ha llegado, pero llegará en cualquier momento.
Eleanor Delaney la hizo pasar a un ventilado dormitorio con cortinas azul y
blanco en las ventanas y en la cama. La impresión que le daba esa casa era de una
elegancia informal y acogedora que la hacía desear instalarse ahí para disfrutarla.
Pero también le encontraba algo tan insólito como a su dueño.
Tal vez fueran los colores, o incluso los olores. Detectó un olor a una mezcla de
pétalos de rosa, pero tal vez también a incienso. En el rellano había visto una enorme
estatua blanca de un hombre gordo y risueño en la que reconoció una representación
de Buda. Recordaba que una vez Stephen le dijo que el rey Pícaro se había dedicado
a viajar en lugar de ir a la universidad.
Eso parecía.
—Iré a buscarte agua caliente —dijo su anfitriona.
Y salió, lo cual fue muy diplomático, porque ella necesitaba usar el orinal. Pero
no se había imaginado lo raro que sería ser recibida por desconocidos no estando
Stephen ahí. ¿Debería seguir charlando con ella como si fueran viejas amigas? ¿En
qué momento se le permitiría dejar de interpretar su papel?
Se quitó la papalina y los guantes negros y la chaquetilla gris, y orinó. Mientras
esperaba el agua para lavarse, se asomó a la ventana y contempló un simpático jardín
sin pretensiones, un huerto y más allá un apacible paisaje. Era un hermoso lugar,
pero no el encuadre que se esperaría para el temerario Nicholas Delaney.
Stephen tenía mucha fe en él. ¿Sería realmente capaz de ayudarlos? Las
personas cambian. Sí, sí que cambian, se dijo, considerando los últimos días.
Volvió Eleanor, trayendo ella misma la jarra con agua caliente.
—Es una casa muy hermosa —dijo Laura.
—A nosotros nos gusta. ¿Puedo tutearte y llamarte Laura todo el tiempo? Es
mejor representar el mismo papel en todo momento; eso lo he aprendido de un
maestro del engaño. Y tú debes tutearme y llamarme Eleanor.
—Por supuesto —dijo Laura, aunque sabía que eso la haría sentirse violenta.
—Y a Nicholas llámalo Nicholas. Nadie que lo conozca creería que una vieja
amiga mía no lo tutearía.
Eso le resultaría más raro aún, pensó Laura, pero lo aceptó. Vertió agua en la
jofaina, y mientras se lavaba las manos y la cara, preguntó:
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como mínimo dos días, y cuando llegara, ella y Stephen ya tendrían arreglada la
situación. Tenía tres días y medio. Tres días y medio que podrían resolverle sus
problemas o arrojarla al desastre.
Le gustaba el juego, pero solamente cuando se apostaba cosas triviales.
En algún lugar de la casa, un reloj comenzó a dar la hora con melodiosas
campanadas. Las contó, aunque sabía que tenía que ser mediodía. ¿Dónde estaba
Stephen?
No quería bajar a reunirse con sus anfitriones mientras él no llegara. Entonces
recordó la promesa de ponerle dibujos a las cartas, así que comenzó a ilustrarlas. En
la primera dibujó un coche de postas en el margen superior, con ella asomada a la
ventanilla, agitando la mano. En la siguiente dibujó una iglesia de la que estaban
saliendo ella con los Delaney y la pequeña Arabel.
Qué pena que la niña fuera tan tímida. Agradeció que Harry tuviera un
temperamento tan alegre y enérgico. Aunque eso lo hacía confiado. Demasiado
confiado.
Juliet lo mantendría a salvo.
En la carta que recibiría el martes dibujó la vista desde su ventana; la
imaginación le falló para la última, así que sólo dibujó flores en los márgenes.
Cuando Harry recibiera la carta del miércoles, tal vez ella ya estaría en casa.
Sonó un golpe en la puerta y entró Eleanor.
—Ha llegado Stephen y el almuerzo está listo.
Por fin. Laura dobló rápidamente las cartas y les puso los sellos. Sintió una
punzada de tristeza.
—Normalmente es Harry quien lo hace. Le encanta.
—A Arabel también.
Se miraron sonriendo y Laura se sintió más cómoda. Los niños son niños y las
madres, madres. No pasaría mucho tiempo hasta que Harry volviera a poner el sello
en las cartas. Las ordenó, las golpeó sobre el escritorio para emparejarlas y se las
entregó a Eleanor. Después salieron al corredor y bajaron juntas.
Stephen estaba en el salón, sentado en el sofá, con la pequeña Arabel apoyada
confiadamente en su rodilla, al parecer enseñándole su muñeca. Una muñeca
bastante fea, por cierto, un palo envuelto en trapos. Stephen estaba sonriendo y la
niñita también. A él le gustaban los niños y él les caía bien a ellos, incluso a la
pequeña Arabel.
Sería un buen padre.
Entonces Arabel la vio a ella y corrió hacia su padre.
Él la cogió en brazos como si eso fuera lo más normal del mundo, aunque dijo a
la niña:
—La señora Gardeyne es una amiga del tío Stephen y por lo tanto amiga
nuestra. Hazle una reverencia, hija mía.
Diciendo eso la dejó en el suelo. La expresión de la niñita era tan desconfiada
que Laura pensó que se negaría, pero flexionó la rodilla y le hizo una reverencia, e
inmediatamente después volvió a subir a los brazos de su padre.
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Laura se sintió humillada por inspirarle tanto terror a una niña. ¿Por qué?
Harry una vez sintió terror ante una de sus tías abuelas, que llevaba pintadas las
mejillas con círculos de colorete rojo, al estilo antiguo. Pero ella no llevaba nada de
pintura en la cara y vestía un sencillo vestido gris oscuro y una cofia blanca.
Vio pasar una fugaz expresión de algo en la cara de Eleanor. ¿De vergüenza, tal
vez, por el comportamiento de su hija? ¿O tal vez de infelicidad porque Arabel
prefería tan claramente a su padre? No todo andaba bien en esa familia al fin y al
cabo.
Stephen la saludó de una manera bastante informal.
—¿Todo fue bien?
—Perfectamente. Hasta el momento nuestros planes han ido sobre ruedas.
—Sí, y cuando me marché por segunda vez de los alrededores de Caldfort, el
párroco no había hecho nada insólito.
Laura había pensado que la llegada de Stephen le haría todo más fácil, pero le
ocurría todo lo contrario. Cayó en la cuenta de que había esperado que él se mostrara
más impresionado o contento por ese encuentro.
¿Tal como se sentía ella?
La conversación se hizo general y entonces Stephen le preguntó a Nicholas:
—¿Cómo está Dare?
—Recuperándose.
—¿Lo bastante para recibir visitas?
—Para una tuya, por supuesto. Hablamos de lord Darius Debenham —explicó,
dirigiéndose a Laura—, un amigo nuestro que sigue sufriendo los efectos de una
lesión de guerra.
—Toda Inglaterra habla del milagro. Y, claro, lord Darius es uno de los Pícaros.
Nicholas sonrió de oreja a oreja.
—Ah, lo sabes todo.
—Noo, todo no, pero he oído muchas historias de escolares. ¿Hay esperanzas
de que se recupere del todo?
—Excelentes esperanzas, sí. Veo que el almuerzo está listo. Llevaré a Arabel
arriba y me reuniré con vosotros dentro de un momento.
Por lo menos acercó a la niña para que su madre le diera un beso antes de
llevársela, pensó Laura, pero siguió sintiéndose incómoda por esa situación mientras
caminaba hacia el comedor con Stephen y Eleanor. No era asunto suyo, pero no
podía dejar de pensar que el rey Pícaro consentía demasiado a su hija. Eso resultaría
desastroso al final, igual que si ella se dejara dominar por Harry sometiéndose a sus
dictámenes.
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Capítulo 18
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desheredado, ¿por qué no salió de su tumba de agua una vez que murió su padre? La
pregunta es ¿por qué ahora?
Laura había estado intentando comer.
—Se nos ocurrió que este tal Hache Ge podría ser su hijo, criado por Oscar Oris,
y que sólo recientemente se ha descubierto su legitimidad.
—Bueno, eso sí tiene algo de sentido —dijo Nicholas—. A Azir Al Farouk se le
confía la tarea de traer al niño a Inglaterra para reclamar su herencia, tal vez debido a
su excelente dominio del inglés, y entonces el villano ve en esto la oportunidad de
hacer su fortuna.
—¿Confabulado con el capitán Dyer? —sugirió Eleanor—. ¿Podría estar
involucrada una banda de rufianes?
Stephen dejó en la mesa su cuchillo y su tenedor.
—Eso es lo que me preocupa. No quiero poner a Laura en peligro.
—Entonces no debes llevarla —dijo Nicholas—. Siempre que hay villanía hay
posibilidades de peligro. Las personas desesperadas hacen cosas desesperadas.
Esas palabras sonaron como si tuvieran un significado ominoso, que cayó como
una sombra sobre la sala. Fuera cual fuera ese significado, las palabras le despejaron
la cabeza a Laura. No podía enviar a Stephen solo al peligro.
—Yo deseo ir —dijo—, y no me pondré en peligro. Simplemente voy a ir de
visita a un respetable balneario junto al mar. No tengo la menor intención de andar
acechando en la oscuridad ni de hacer nada estúpido.
Stephen la miró significativamente.
—Creo que he oído esas palabras antes.
—Cuando éramos niños —repuso ella, también mirándolo—. Tenías razón
cuando alegaste que cualquier decisión me correspondía tomarla a mí.
Nicholas enterró su cuchillo en la carne.
—Creo que deberíamos buscar la colaboración del capitán Drake.
—Ah, buena idea —convino Eleanor.
Laura miró del uno al otro.
—Quienquiera que sea, no. No podemos involucrar a más personas. De
ninguna manera, pues las cosas podrían pasar a ser ilegales.
—Laura tiene razón, Nick —dijo Stephen—. ¿Y quién diablos es el capitán
Drake, por cierto?
Laura vio la sonrisa traviesa de Nicholas, y la encontró tremendamente
inapropiada.
—Es el jefe de contrabandistas que controla la costa por los alrededores de
Draycombe.
—¡Contrabando! —exclamó Laura.
Stephen emitió un gemido.
—Típico de ti conocer a los delincuentes locales.
—No fui yo, fue Con —repuso enseguida Nicholas—. Con Somerford —explicó
a Laura—, el vizconde Amleigh, que por un periodo muy breve fue el conde de
Wyvern. ¿Habéis oído hablar del asunto?
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—Steve, sabes que no apruebo que se ponga en peligro. Eso ya llega por sí solo
con mucha facilidad.
—A mí no.
—Vamos, eso es una idiotez. Pídeme también que te rompa un hueso.
Laura observó que Eleanor parecía resignada, como si esa fuera una vieja
disputa. ¿Los Pícaros intentaban impedir que Stephen se metiera en actividades
peligrosas porque les era más útil como un ciudadano serio y respetable? Estaba
claro que él tenía sus objeciones a eso.
¿En cuánto peligro podía ponerse normalmente un grupo de caballeros
ingleses?
—Parece ser —dijo entonces Stephen, dirigiéndose a ella—, que este capitán
Drake podría ser útil, aunque comparto tu preocupación. Es un delincuente, después
de todo.
—Y antes de decir más —intervino Nicholas—, necesito tu palabra de que
guardarás el secreto. Te prometo que no hay ningún otro delito que revelar.
—Muy bien —dijo Laura, pasado un momento—. Tienes mi palabra.
—El capitán Drake es también David Kerslake-Somerford, que pronto será el
conde de Wyvern.
Laura notó que le bajaba la mandíbula.
—¡Buen Dios! —exclamó Stephen. Y añadió—: Sí, estoy molesto. Y supongo que
los Pícaros participaron en esa reordenación del condado, y todos lo saben menos yo.
—No. Con lo sabe, por supuesto. Fue cosa suya…
—¡Y su mujer es la hermana de Kerslake! Estuve en la boda. Lo conocí. Es un
caballero.
—Es una historia larga y compleja.
—¿Y qué no lo es?
—Y no te sorprenda que nadie quisiera cargarte innecesariamente la conciencia
con eso, Stephen.
Stephen guardó silencio, pero Laura vio que se tomaba mal eso de que lo
protegieran. Recordó cuando ella le dijo, preocupada, que lo estaba enredando en un
peligro. Con razón se volvió frío como escarcha.
—Miles, Francis, Lee y Luce están tan ignorantes como tú, te lo prometo —
continuó Nicholas—. Y fíjate, te lo he dicho ahora que hay un motivo y una finalidad.
Se detectaba una disculpa en su voz, pero también un tono de tranquila
autoridad. Laura bajó la vista a su plato, pensando que ya nada podría ser sencillo.
Había creído que los Pícaros eran un grupo de amigos muy unidos, que se confiaban
todo y se apoyaban mutuamente sin límites. Lo mismo había creído de su familia,
pero eso no se lo dijo a ellos.
—Volvamos al problema de Laura —dijo Stephen—. Así pues, el capitán Drake
podría saber cuándo llegó Farouk y qué acompañantes trajo; tal vez incluso conozca
sus paraderos. Tienes razón. Eso será útil. Sin embargo, no sé si es conveniente
contactar con él directamente. Los contrabandistas tienen una manera ruda de
guardar sus secretos.
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Capítulo 19
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algo. Podemos estar tan callados como una noche estrellada y nos sentimos felices y
bendecidos por eso.
—¿Quieres decir que yo no debería casarme con una mujer a la que le interesen
la política y las reformas?
—¡Steve! Eres más inteligente que yo, así que no bajes a ese nivel. Deberías
casarte con una mujer que aporte alegría a tu vida de muchas maneras, porque si es
valiosa para ti en un solo sentido, ¿qué ocurrirá cuando eso cambie? ¿Y si la viruela
destrozara la belleza de Laura?
—Está vacunada —dijo Stephen, aunque reconociendo que eso no venía al caso
—. No lo sé.
—Descúbrelo. Y asegúrate de que tú puedes aportarle alegrías a ella, y sin
sacrificio. El sacrificio es una molesta carga.
—Qué poco cristiano.
—No he dicho que no sea bueno para nosotros mortificarnos a veces.
Stephen se levantó y se dirigió a la ventana, tratando de analizarse a la luz de lo
dicho por Nicholas. ¿Desearía simplemente poseer a Laura por su belleza, como si
fuera un jarrón o una pintura?
—¿La conoces? —le preguntó Nicholas.
Se volvió a mirarlo.
—Era la más íntima amiga de mi hermana. Éramos casi como hermanos.
—¿Eres el hombre que eras hace seis años? Si no, ¿por qué suponer que ella es
esa mujer? Mi consejo… Maldición, juré que dejaría de dar consejos.
—Igual podrías decirle a Coleridge que deje el opio.
Eso fue un golpe bajo, pero Nicholas simplemente sonrió.
—Lo haría, si creyera que le iba a hacer algún bien. Ya está demasiado hundido,
pobre hombre.
—¿Y Dare no? —le preguntó Stephen para cambiar de tema.
—No. Nunca dependió del opio para evadirse. —Pero no se desvió del tema—.
He estado pensando qué te pasa, qué va mal en ti. Creo que ahora lo sé, pero las
viejas pasiones pueden resultar venenosas cuando se las despierta. Mi consejo es que
intentes olvidar el pasado y trates de descubrir a Laura como si la acabaras de
conocer. Tal vez su nueva apariencia te será útil. Creo que las oigo venir.
Salieron al vestíbulo, Stephen feliz de que hubiera acabado esa conversación,
aun cuando le pareció que se la llevaba con él, pinchándolo como astillas enterradas
en la piel.
¿No conocía a Laura?
Estimulado a pensarlo, reconoció la verdad.
La vibrante Laura Watcombe. La rutilante señora de Hal Gardeyne. Labellelle,
tan celebrada por la sociedad. Incluso lady Alondra, apodo que ya sabía que no era
correcto ni siquiera cinco años atrás.
Miró hacia la escalera y vio a una mujer de cara cetrina y aspecto enfermizo.
El vestido era el mismo, pensó, aunque le habían hecho algo para dejarlo
desaliñado. Debajo de la sencilla papalina negra llevaba una ceñida cofia atada bajo
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el mentón por unas cintas tan delgadas que parecían cuerdas. La cofia le ocultaba
toda la peluca de color rubio sucio, sólo dejándole fuera unos rizos apretados que le
enmarcaban la cara y le estrechaban la frente. Un horrible lunar le estropeaba su
hermosa boca. Incluso llevaba unos guantes de redecilla color beis para ocultarle sus
elegantes manos.
El efecto de todo eso lo coronaba un chal horrorosamente feo en matices de
amarillo y marrón que desentonaba incluso con la chaquetilla gris.
—¿Dónde encontraste esas cosas? —preguntó a Nicholas.
—Ah, Nicholas colecciona cosas como una urraca —comentó Eleanor, cuando
ya estaba al pie de la escalera con Laura.
Stephen miró de reojo a su amigo, pero este se limitó a decir:
—Es la virtud de la urraca ser indiscriminada.
—¿Virtud? —preguntó Laura.
Bueno, por lo menos su voz era la misma.
Eleanor se echó a reír.
—No lo animes a perorar sobre las virtudes y peligros de la discriminación.
Dice que nunca se sabe cuándo pueden ser útiles las cosas indiscriminadas que
colecciona. Y, como de costumbre, tiene razón.
Stephen seguía intentando asimilar la apariencia de Laura.
—Ese lunar —dijo—. Qué cosas hacemos por la causa.
Laura se puso rígida.
—¿Crees que no renunciaría a mi buena apariencia por esta causa? ¿Por salvar a
dos Henry Gardeyne niños? —Hizo un mal gesto—. Perdona. Estoy nerviosa.
—Yo también. Pero sólo fue una broma, Laura.
Y podrían haber seguido pidiéndose disculpas si Nicholas no hubiera
intervenido:
—No te olvides de caminar y hablar como una mujer fea, Laura. Habla con voz
insegura, y no esperes que te presten atención. Ponte en un segundo plano, trata de
pasar inadvertida. Será útil, por cierto, que apenas se fijen en ti. Un disfraz tan
superficial es más una ilusión que una verdadera ocultación.
—Jamás se me había ocurrido pensar en esas cosas.
—Piénsalas. Ya le he enviado el mensaje a Kerslake, Steve. Nos vamos a ceñir a
la verdad todo cuanto sea posible, así que si necesitas explicar la conexión, eres
amigo de un amigo. Amigo de Con, por supuesto.
—De acuerdo.
Descubrir a la verdadera Laura, pensó. Nicholas tenía razón. Le ofreció el brazo.
—Vámonos. Esto es un juego, una aventura. ¿No te acuerdas de aquella vez
cuando te pintaste unas rayas azules en la cara y te pusiste plumas en el pelo para ser
una piel roja?
Eso le mereció una sonrisa de la auténtica Laura.
—Con un arco y una flecha. Te hice volar el sombrero con la flecha.
—Casi me mataste. Por suerte ahora no vas armada.
—Ah —dijo ella, mientras estaban saliendo de la casa—. ¿Olvidé mencionarte
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mi pistola?
Él la miró, a punto de objetar, pero recordó el consejo de Nicholas. Conócela
como es ahora.
—¿Puedo suponer que la señora de Hal Gardeyne sabe usarla?
—Por supuesto.
Mientras la ayudaba a subir al tílburi, Stephen decidió que se merecía una
medalla por su autodominio. Decir el nombre de su difunto marido casi lo atragantó.
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Capítulo 20
Laura estaba pensando que su actitud alegre y animosa se merecía una medalla.
Se veía horrible, pero había esperado que Stephen lograría desentenderse de
eso. Estaba claro que no, pero el dolor que le producía comprobarlo la hacía
comprender, tal como cuando las primeras luces del alba iluminan el cielo oscuro,
que se sentía atraída por él.
Tal vez sólo físicamente.
Tal vez no.
Pero fueran cuales fueren sus sentimientos, estos exigían que él la mirara con
aprecio y admiración.
Eso le producía una nueva inseguridad acerca de esa empresa. No entendía sus
emociones, y no tenía tiempo para reflexionar sobre ellas, pero comprendía que eso
hacía que ese viaje fuera el doble o el triple de peligroso. Sin embargo debía ir, no
sólo para descubrir la verdad y posiblemente rescatar a un niño, sino también para
explorar esos misterios. Su vida estaba oscilando en un punto de precario equilibrio,
y los asuntos que tenía entre manos se extendían más allá del vizcondado de
Caldfort.
Nicholas les había dejado su tílburi, lo que les facilitaría el trayecto a
Draycombe. Cuando el coche se puso en marcha, los dos se giraron agitando las
manos, despidiéndose de los tres Delaney. Había reaparecido la pequeña Arabel, y
nuevamente estaba en los brazos de su padre, observó Laura.
—Es un padre muy cariñoso —comentó.
—Sí.
—Extraordinariamente cariñoso.
Stephen hizo un viraje para entrar en el camino a bastante velocidad,
demostrando una impresionante habilidad.
—¿Lo desapruebas? —le preguntó.
Ella comprendió que había revelado sus pensamientos, e hizo una mueca.
—Lo siento, pero dado que hace muy poco que me he obligado a no aferrarme a
Harry, estoy sensible a esas cosas. No puede ser juicioso animar a una niña a
aferrarse así, en especial a su padre.
—¿De verdad encuentras extraordinario que haya padres cariñosos?
Ella estuvo a punto de decir un brusco «sí», pero consideró la pregunta.
—Hal no era así, pero podría haberlo sido cuando Harry hubiera llegado a una
edad para tener intereses comunes. Supongo que Ned adora a sus hijos, pero deja a
Margaret la mayor parte del cuidado de los pequeños, sobre todo el de las niñas. Eso
es lo normal.
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—Por su nombre, dudo que pueda hacerse pasar por un inglés, y no es raro ver
a sirvientes extranjeros, en especial de India.
—¿En Draycombe?
Él le sonrió.
—Sí que parece un lugar atrasado y dormido, ¿verdad? Y hablando de eso, la
Compass se ve antigua. Pero decente.
En la larga fachada de dos plantas de la posada, con manifiestas huellas del
paso del tiempo, sólo se veían ventanas pequeñas; eran muchas y estaban muy
limpias, y una de la planta baja era salediza.
Stephen guió a los caballos por unas puertas abiertas y entraron en un enorme
patio con cocheras. El establo, las cocheras y otras dependencias similares formaban
tres lados del cuadrado, y como en la parte de atrás de la posada se veían pocas
ventanas, Laura dedujo que el establecimiento tenía una sola hilera de habitaciones
en la primera planta, y todas con vistas al mar.
En el patio no había señales de ningún uniforme militar ni de nadie que
pareciera extranjero. Era tremendamente tentador iniciar inmediatamente las
averiguaciones acerca de su presa, pero debían parecer simples huéspedes. Aunque
en una posada tan pequeña, no tardarían mucho en encontrarse con Dyer y Farouk.
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Capítulo 21
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—No de importancia, señora. Creo que todos van a Lyme Regis, ¿sabe?, pues
ahí hay una conexión con la realeza.
Laura le dio las gracias y la propina, aun cuando no le había revelado nada útil.
No se había quitado la ropa de abrigo, así que sólo tuvo que ponerse los
guantes sobre los antipáticos de red, y estuvo lista para salir. Una habitual última
mirada en el espejo casi la hizo chillar de horror. Había olvidado cómo se veía su
antídoto. No podía temer ni de lejos que ocurriera nada romántico mientras tuviera
esa apariencia.
Cuando salió a la sala de estar a reunirse con Stephen, él le preguntó al instante.
—¿Qué te pasa?
Bueno, tendría que tener presente que era un hombre tremendamente
observador. Pero al mismo tiempo la pregunta la hizo reír.
—¿Que qué me pasa? Hasta hace unos días mi principal descontento era el
aburrimiento. Tenía miedo por Harry, pero pensaba que igual ese peligro podía ser
sólo un producto de mi imaginación. Estaba abatida sobre todo porque la casa
Caldfort no presenta un futuro que entusiasme. En cambio, ahora me parece que
estoy oscilando al borde del peligro y el desastre. Incluso resulta que los Delaney no
sólo son aliados sino también toda una lección sobre la vulnerabilidad de los niños. Y
aquí estoy, fingiendo ser otra persona, más bien fea, y con el temor de que si me
reconocen, mi reputación quedará hecha trizas, y podría peligrar mi derecho a estar
con Harry.
—Laura —dijo él, acercándosele.
—¡Y pronto voy a almorzar con un contrabandista!
La ridiculez de la situación la golpeó igual que a él, y se dejó caer en una silla
riéndose. Él le estaba sonriendo, riendo también, muy parecido al Stephen del
pasado. Le tendió las manos, él se las cogió y la levantó.
—Lo siento —dijo ella entonces.
—¿Por reírte? Claro que eso desentona bastante con la prima Priscilla.
¿Se acordaría él de ese momento exacto igual que se había acordado ella?
Tenía que hablar de eso.
—Lamento haberme reído aquella vez hace tantos años, cuando me pediste que
me casara contigo.
A él se le desvaneció la risa, pero tal vez le quedó un poquito en los ojos.
—De eso hace mucho tiempo, Laura, y los dos éramos muy jóvenes.
—Yo tenía edad para casarme.
—Yo no.
Pero Juliet esperó a su Robert.
—Supongo que no, pero, de verdad, no fue mi intención herirte. Nunca… —Se
interrumpió para buscar las palabras correctas—. No encontré ridícula tu
proposición. Quiero que lo sepas.
Seguían con las manos cogidas y mirándose a los ojos.
—No voy a decir que fue agradable —dijo él—. Yo era muy joven, con todas
mis emociones a flor de piel. Pero comprendí que no era tu intención ser cruel. Sabía
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que era una idiotez hacer eso, incluso cuando me estaba armando de valor para
decirlo.
—No fue una idiotez.
Él le soltó las manos y retrocedió.
—Sí lo fue. Pensé que no sabías lo que querías, pero Gardeyne era exactamente
lo que deseabas.
Ella se atragantó, porque estuvo a punto de negarlo. Bajó los ojos, simulando
estar ocupada en alisarse los guantes.
—Si vamos a salir, salgamos.
—Sí —dijo él, ofreciéndole el brazo.
Ella sintió la tentación de continuar la conversación, pero comprendió que no
sería juicioso. Salieron de la habitación y bajaron la escalera sin ver a ningún otro
huésped. Finalmente salieron de la posada al húmedo aire marino. El cielo se había
nublado y corría un viento frío y cortante.
—Tónico lo llamó la criada —comentó Laura, tiritando.
—Se lleva las telarañas.
—No estoy habitada por arañas. Caminemos, y con paso enérgico.
—Lo olvidas. Eres la frágil y achacosa señora Penfold.
—Bah, el diablo se la lleve.
—Tututut —rió él.
—No me hagas reír. Seguro que la risa no es propia de mi personaje.
Caminaron hasta el lugar donde entraba el camino en pendiente al pueblo y
volvieron. No vieron ningún turbante, y los dos militares habían desaparecido.
Probablemente todo el mundo había regresado a sus casas para cenar.
Aminoraron el paso al pasar junto a los escaparates de las tiendas, porque
Laura no había visto tiendas ni siquiera de tan poca importancia como esas durante
meses. Había una prometedora librería y una botica que anunciaba: «Todas las
comodidades modernas para los frágiles y los inválidos».
—Seguro que eso tendría que interesarme muchísimo, pero esto es mucho más
de mi gusto —dijo ella deteniéndose a mirar los maniquíes vestidos, que parecían
muñecas, en el escaparate de una modista—. ¿Así de cortas se llevan las faldas en
Londres?
—Para el placer de los caballeros, sí.
Ella lo miró enfurruñada.
—Siempre ha habido maneras de enseñar los tobillos, y es mucho más eficaz
cuando van normalmente tapados.
Para demostrarlo, se recogió ligeramente la falda y levantó el pie como para
ponerlo sobre un peldaño.
Él miró hacia abajo y sonrió.
—Comprendo, pero tal vez esa no es la conducta más apropiada para mi
achacosa prima Priscilla, ¿eh?
Ella le hizo una mueca, pero dejó caer la falda.
—¿Tienes una prima llamada Priscilla Penfold?
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—No, pero tu apellido tendría que haber sido otro antes de casarte. Debiste de
haberte casado con uno de los Penfold de Warwickshire. Son un grupo serio, todos
estudiosos.
En otro tiempo ella habría considerado que él encajaba muy bien en un grupo
así, pero en ese momento veía claramente la risa en sus ojos, y eso por no decir nada
de su extraordinaria buena apariencia, ni de su cuerpo, que, como ya había
empezado a fijarse, era fuerte y atlético. Unos días atrás habría dicho que conocía
muy bien a Stephen. Ahora, ya no estaba tan segura.
—No sé si podría representar ese papel —dijo—. Seria y estudiosa.
—Pon cara de distraída y masculla algo acerca del empirismo de Hume.
Estaba claro que él creía que ella no entendería nada de eso, por lo tanto,
cuando reanudaron la marcha hacia la posada le dijo:
—Ah, eso lo puedo hacer, pues he leído ensayos de Hume.
La expresión de sorpresa de él no fue inesperada, pero le dolió. Decidió no
decirle que el aburrimiento la había impulsado a leer casi todo lo que había en la
limitada biblioteca de Caldfort, a excepción de los almanaques de deporte.
—Tengo intereses que van más allá del largo de las faldas, ¿sabes?
—¿Estás de acuerdo con Hume, entonces?
¿Es que quería ponerla a prueba?
—Tiene muchas ideas interesantes, pero no puedo estar de acuerdo con sus
ataques a Dios y a la religión.
—A veces la religión puede ser un vehículo para la maldad. Fíjate en el
reverendo Jack.
—Su maldad, si es real, no tiene nada que ver con que sea cura. La verdadera
religión es virtuosa por definición.
—¿Aunque exija que una viuda se arroje en la pira funeraria de su marido?
Ella lo miró ceñuda.
—No, pero ¿es eso una creencia religiosa o social?
—Pretendes definir la religión para que se adecúe a tus premisas.
Y así continuaron.
Cuando ya estaban muy cerca de la posada, Laura cayó en la cuenta de que le
gustaba muchísimo ese animado debate filosófico. Su primer impulso había sido
agitar las manos protestando que esos temas no tenían ningún interés para ella, pero
era evidente que no le caía mal a Stephen porque le gustaran.
Pero claro, cualquiera podría creer que era una intelectual, una marisabidilla.
Debido a eso, le explicó cómo el aburrimiento la llevó a la biblioteca de
Caldfort.
—No creía que esas obras hubieran hecho tanta impresión en mi mente. Igual
algún día podría unirme al círculo filosófico de tu hermana Fanny.
Lo dijo con el fin de parecer frívola, pero él le contestó:
—¿Por qué no? —pero añadió—: Prima Priscilla.
Tragándose una exclamación, ella recordó que debía parecer aburrida y torpe, a
lo cual tal vez contribuyó su sensación de depresión. ¿Ese era el tipo de mujer que él
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Capítulo 22
Casi tuvo que morderse los labios hasta que se encontraron en su sala de estar
con la puerta cerrada. Entonces pudo exclamar:
—Farouk. Ahora tenemos un pretexto para cotillear.
—Pues, sí —dijo Stephen tirando del cordón para llamar.
Laura tuvo que sentarse, al sentirse repentinamente inquieta.
—Es real. No estaba segura, hasta ahora.
—Yo tampoco —dijo él—. O al menos, no estaba seguro de que Azir Al Farouk
fuera el árabe que parecía ser, y no un ser extraño.
—Y se aloja aquí. No hay muchas habitaciones…
Se interrumpió pues se abrió la puerta, entró Jean e hizo su reverencia.
—Queremos pedir nuestra cena —dijo Stephen, con insólita frialdad.
La criada se inclinó en otra reverencia y enumeró los diversos platos que
podían ofrecerles ese día. Stephen le hizo un gesto a Laura para que ella eligiera. Ella
así lo hizo, pensando si él iba a dejar pasar esa oportunidad para hacer preguntas.
Claro que no.
—Nos encontramos con un caballero extranjero cuando entramos —dijo él—.
¿Es un huésped de esta posada?
Su tono había pasado de frío a glacial, y la expresión de los ojos de la criada se
tornó recelosa.
—Sí, señor, lo es. Pero no da ningún problema. Se llama Farouk. Es de Egipto.
Es el criado y acompañante de un caballero achacoso, el capitán Dyer.
—¿El capitán Dyer tiene muchos criados como ese? —preguntó Stephen, en un
tono de asombrada altivez.
Laura sintió deseos de reírse. Nunca lo había oído hablar con esa intolerable
actitud de superioridad.
—¡Ah, no, señor! —exclamó Jean—. Sólo ese. Farouk atiende en todo a su amo.
Ni siquiera nos permite cambiarle las sábanas ni encender el fuego del hogar.
La exaltación comenzó a sisear en Laura. ¿Porque tenían encerrado a un niño en
sus habitaciones?
—¿Van a quedarse aquí mucho tiempo? —le preguntó Stephen—. No me gusta
nada estar bajo el mismo techo que un pagano.
La criada ya estaba retorciéndose los dedos en el delantal.
—Pues, eso no lo sé, señor. Sólo llevan aquí una semana y no han dado señales
de que se vayan a marchar. El clima de aquí es muy saludable, ¿sabe?
Stephen hizo un gesto como si sorbiera por la nariz. ¿Tratando de sentir olor
pagano? Laura tuvo que fruncir los labios, esforzándose para no reírse. Seguro que
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Laura. Farouk acaba de salir. ¿Con quién podría estar hablando Dyer?
Aceptando eso, ella se limitó a sacarle la lengua a su espalda y entró en su
dormitorio a quitarse las prendas de abrigo. Sí, debía dejar de actuar como una niña,
aunque eso era tan divertido como compartir dormitorio con Juliet y charlar como
hacían en aquella época.
Sonriendo se volvió para echarse su habitual mirada en el espejo, y volvió a la
realidad. Le gruñó a Priscilla Penfold, y regresó a la sala de estar. Stephen ya estaba
ahí.
—Silencio, como era de esperar —dijo, y miró hacia la puerta que daba al
corredor—. Me gustaría saber si tienen cerradas las puertas con llave.
Ella le cogió el brazo.
—Vamos, ¿quién es el que se precipita ahora?
—Simplemente quiero comprobar algo de esos sospechosos personajes, por
temor a que puedan atacar a mi pobre prima durante la noche.
Esbozando su sonrisa de niño, se liberó el brazo y salió de la sala. No tardó en
volver.
—Con llave, lo que es decididamente sospechoso si Farouk sólo es un simple
criado.
Laura frunció el ceño haciendo un gesto hacia las habitaciones contiguas.
—Normalmente no soy impulsiva, pero me gustaría que pudiéramos entrar
furtivamente a registrar esas habitaciones.
—¿Que no eres impulsiva? ¿Acaso has olvidado el combate de boxeo
profesional al que asististe, disfrazada de muchacho?
—Tenía doce años. Y tú me llevaste.
—Da igual. ¿Y esa vez cuando tú y Charlotte os fuisteis a bañar al río sin pensar
que se veía desde Ancross?
—Un caballero no habría mirado. Yo podría echarte a la cara algunas de tus
diabluras de niño, ¿sabes?
Y recordar que también te vi bañándote en el río, pensó.
—Yo nunca me metí en ninguna diablura que igualara a las tuyas —dijo él,
caminando hacia la ventana a asomarse—. ¿Y esa vez que sobornaste a la gitana en la
feria de Barham para ocupar su lugar y poder hacerles las predicciones más raras a
tus amigos y vecinos?
Laura se tapó la boca.
—Creía que eso sólo lo sabíamos Charlotte y yo. ¿Ella te lo dijo?
Él la miró por encima del hombro.
—No, pero cuando oí algunas de las predicciones fui a vigilar, y te vi cuando
saliste furtivamente por la parte de atrás de la tienda. Así que no me digas, Laura
Watcombe, que no eres impulsiva.
—Eso sí que fue un plan bien pensado.
Pero la había llamado por su apellido de soltera, como si él también hubiera
regresado al pasado.
Al parecer él ni se fijó, porque estaba nuevamente mirando por la ventana.
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—¡Farouk!
Ella corrió a mirar.
—¿Podemos escuchar ahora? Si traen la cena, podrás ir a ocuparte de eso.
Para mirar a Farouk tuvo que apretarse al cuerpo de Stephen. Un hormigueo la
recorrió toda entera, y casi la hizo soltar una exclamación. Se apartó, tratando de
hacerlo parecer natural.
—Siempre te sales con la tuya —dijo él, pero la voz le sonó rara.
Ella lo miró y vio una expresión tensa en su cara. Desaprobación por su
impulsividad, tal vez. O repugnancia por su apariencia. O las dos cosas. No lo supo
discernir. Le resultaba rarísimo habitar dentro de una piel diferente, producir olas
distintas en el mundo que la rodeaba.
Se giraron al mismo tiempo, entraron a toda prisa en la habitación de él,
pasando junto a su camisola de dormir, que se estaba calentando colgada de una
rejilla junto al hogar. Ella sintió el tenue olor a jabón, y a él.
La pared que separaba esa habitación de la contigua estaba casi totalmente
ocupada por la cabecera de la cama y una cómoda. Él se metió en el espacio que
quedaba entre ambos muebles y le hizo un gesto indicándole que se metiera también.
Ella no podía negarse; o tal vez no quería, aunque tuvo que apretarse a él para caber.
El contacto volvió a marearla, con el añadido de que ahora sentía su aroma.
Lo sabía todo acerca del excitante olor de los hombres, pero el de Stephen era
nuevo y al mismo tiempo conocido. Deseó apoyarse en su pecho para aspirarlo, pero
tuvo la suficiente fuerza de voluntad para pegar la oreja al áspero yeso de la pared.
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Capítulo 23
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conservar la cordura.
Cuando ya estaban los dos seguros en la sala de estar, aunque también les
hubiera resultado posible hacer el amor en una estancia como esa, ella dijo:
—Parecía una conversación normal. ¿A que no se detectaba ni rabia ni miedo? Y
eran voces de adultos.
Él trató de serenarse, pero no pudo. Demonios, habían estado tocándose los
cuerpos en ese hueco y estaba claro que eso no había ejercido ningún efecto en ella.
¿Tendría que verla casarse con otro otra vez?
—¿Stephen?
Él logró recuperar la capacidad de hablar.
—Probablemente —dijo.
Ella se giró y dio una tempestuosa vuelta por la sala.
—Esto es muy frustrante. ¿No hay nada que podamos hacer?
La mente hambrienta de él le dio otra interpretación a sus palabras, y su
bullente energía lo quemó.
Ella se detuvo bruscamente y lo miró con las manos en las caderas.
—¿Stephen? ¿Qué te pasa?
—Estaba pensando. Espera un momento.
Entró casi corriendo en su dormitorio para serenarse, e hizo una respiración
profunda, tratando de concentrarse. Bueno, ahora necesitaba algo para explicar esa
brusca reacción; algún resultado de sus brillantes pensamientos. Acción.
Abrió su maleta, sacó la larga caja de piel y volvió con pasos enérgicos a la sala
de estar a enseñársela.
—Un catalejo. Nicholas me lo prestó. Mañana, si no descubrimos ninguna otra
cosa, observaremos las ventanas desde la playa.
—¡Qué idea más fabulosa! —exclamó ella. Miró hacia la ventana—. Podríamos
hacerlo ahora.
—Impaciente otra vez.
—Deja de arrojarme a la cara mi alocada juventud.
—A mí me gustaba.
Y eso era cierto. Se le ocurrió pensar que su amor estaba arraigado en la Laura
que conocía antes que se casara. No la desaprobaba entonces, aun cuando le hacía
bromas.
Ella frunció ligeramente el ceño.
—¿Te gusto menos ahora?
—Demonios, Laura, no te fijes en cada palabra que digo. Me gustas ahora. Me
gustabas entonces.
«No me gustabas cuando estabas casada con Gardeyne», pensó, pero se las
arregló para no decirlo.
—Me alegra —dijo ella, y añadió—: Y no hay ningún motivo para no salir ahora
a mirar las barcas con el catalejo. La cena puede esperar.
—Ya está casi oscuro.
Ella le sonrió.
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nada.
—Resolverlo todo en unas horas es demasiado pedir.
—Pero podemos tener la esperanza —dijo ella, volviéndose a mirar hacia el
mar.
Él creyó detectar una sonrisa en su tono.
Las emociones más intensas se calman con el tiempo. Mientras estaba metiendo
el catalejo en la funda, se sintió sorprendentemente contento por estar ahí al aire
fresco y limpio, calmado por la música del mar, con Laura a su lado.
—Si Dyer está inválido no podrá oponer resistencia —dijo ella entonces—, así
que sólo tendremos que enfrentarnos con Farouk.
—¿Tendremos?
—Yo participaré en esto —dijo ella, girándose a mirarlo.
—Podría ponerse muy peligroso.
—No te he dado permiso para que me protejas.
—No necesito permiso. Un caballero no permite que una dama se ponga en
peligro.
—¿Así que un caballero toma automáticamente el mando?
—Sí.
Él no la vio pero presintió que arrugaba el ceño.
—Olvidas nuestro pasado.
—Lo recuerdo muy bien. Siempre fuiste temerariamente impulsiva.
—¡Y tú te has vuelto intolerablemente estirado y soso!
—Adulto.
—¡Tímido por la edad!
Algo se resquebrajó en él. La acercó y la besó en la boca, rápido pero fuerte. Y
cuando la soltó, dijo:
—Aun no soy tan viejo.
Ella tenía los ojos muy abiertos, pero no logró ver su reacción con esa luz tan
tenue. Probablemente acababa de destruir cualquier posibilidad que hubiera tenido.
—Ya veo —dijo ella, echando a andar de vuelta a la posada.
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Capítulo 24
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—Ay, pobre hombre. Me imagino que el señor Farouk lo sacará fuera para que
disfrute del aire de mar. Sólo después de dos cortas caminatas yo me siento muy
recuperada.
—Cuánto me alegra eso, señora —dijo Topham, sonriendo de oreja a oreja—.
No me cabe duda de que al señor Dyer le haría muchísimo bien hacer lo mismo, pero
hasta el momento ha permanecido en sus habitaciones.
Laura disimuló su consternación. Eso les dificultaría mucho más las cosas.
—¿Y le ha visitado algún médico? —preguntó, decidiendo que sería muy útil
dejar establecida a la señora Penfold como a una entrometida insoportable—. ¿Ha
consultado ya con alguna eminencia?
—Hasta el momento tampoco, señora.
Laura no pudo evitar echarle una mirada a Stephen. Seguro que un hombre
verdaderamente enfermo consultaría con los médicos.
—Pero si usted necesita consejo médico —dijo el posadero—, permítame que le
recomiende al doctor Nesbitt. Es un excelente profesional y el favorito de las señoras.
—Gracias, muy amable —farfulló ella, y añadió—: ¿Cree usted que al pobre
capitán Dyer le gustaría tener compañía? Mi primo y yo estaríamos encantados de
tomar el té con él.
Topham se inclinó en una reverencia.
—Es usted el alma de la amabilidad, señora Penfold. Se lo sugeriré al señor
Farouk, aunque debo advertirle que el capitán Dyer no ha recibido a nadie desde que
está aquí. La cena está lista, señor, señora, cuando la deseen.
—Que la sirvan, entonces —dijo Stephen, ofreciéndole el brazo a ella.
Laura colocó la mano enguantada sobre su manga y subieron la escalera. Por
primera vez se sintió nerviosa al entrar en una habitación privada con Stephen,
aunque él actuaba como si ese beso no hubiera ocurrido jamás.
Muy bien, si él podía actuar así, ella también.
—Encontrarnos con Dyer podría ser más difícil de lo que creíamos —dijo,
mientras se quitaba los guantes de piel.
—Pero el hecho de que permanezca en sus habitaciones encaja con la idea de
que está prisionero.
—¡O sea, que podría ser Hache Ge! O bien, puede que haya un niño, y que
alguien tenga que quedarse con él.
—Dudo que puedan tener un niño aquí sin que nadie se dé cuenta.
—Supongo que tienes razón.
Él no dijo nada más, así que ella entró en su habitación, y allí se quitó la fea
papalina con cierta rabia. No entendía a Stephen, aunque escasamente se entendía a
sí misma, y ese asunto de HG estaba resultando muchísimo más difícil de lo que
habían imaginado. ¿Qué podían hacer si Dyer continuaba encerrado en sus
aposentos? ¿Cómo lo iban a cotejar con su retrato?
Expulsó el aliento en un resoplido y se ordenó ser sensata. O por lo menos,
paciente. Sólo llevaban unas horas ahí. Se miró en el espejo para revisar su
apariencia.
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¡Porras! Tal vez le convendría dejar de mirarse en los espejos todo el tiempo que
estuviera ahí.
Volvió a la sala de estar y vio que Stephen estaba apoyado en la repisa del
hogar contemplando el fuego; él levantó la vista y le sonrió, con una sonrisa leve,
impersonal. Unas esperanzas de las que no tenía conciencia, afloraron a la superficie
como burbujas de jabón.
—He estado analizando lo que sabemos —dijo él—. La aparente fragilidad de
Dyer podría deberse a que está drogado o atado.
—Pero a menos que esté drogado todo el tiempo, ¿no gritaría pidiendo auxilio?
—Entonces, es posible que lo mantengan drogado todo el tiempo.
Ella lo pensó.
—Eso podría dificultar el rescate. Alguien tendrá que llevarlo a peso.
—Como al parecer Farouk lo llevó hasta su habitación. Yo podría hacerlo. Ese
Farouk y yo somos de una constitución similar, me parece.
Ella contempló su figura, lo que no le supuso ningún esfuerzo.
—Sí, a mí también me lo parece.
Los dos hombres se veían ágiles y fuertes. Tal vez Farouk tenía los hombros
más anchos, pero no mucho más.
Comenzó a pasearse por la sala.
—¿Crees que sería posible que aceptara una invitación para encontrarse con
nosotros? Eso lo resolvería todo. Tal vez no —se contestó a sí misma.
—Y mucho menos —dijo él, irónico— si Dyer es Hache Ge y está atado a una
silla.
La estaba mirando de una manera muy rara.
—¿Ha sido un mala idea? ¿Lo de sugerir invitarlo a tomar el té? No tienen
ningún motivo para sospechar de nosotros.
Él se apartó del hogar.
—Fue una idea excelente. Justo lo que haría una señora de buen corazón, por no
decir una metomentodo. Pero ten cuidado. Ten presente que Dyer podría estar atado
a una silla y ser al mismo tiempo parte de la conspiración, un simple intento de
sacarle dinero a lord Caldfort. —Pasado un momento, añadió—: No quiero que
corras riesgos, Laura, ni que eleves demasiado tus esperanzas.
Ella se tragó una protesta instintiva.
—Lo sé.
Entonces llegó la cena, lo que fue un alivio. Cuando salieron las criadas y se
sentaron a comer, Laura tomó conciencia de una nueva incomodidad.
Una comida para dos, pensó, al tiempo que servía la sopa de rabo de buey. Qué
conyugal, aun cuando no recordaba haberse sentado jamás a tomar una cena así con
Hal. Cuando estaban en Caldfort, comían acompañados por los padres de él y
muchas veces por otras personas también. Y siempre que se encontraban en otra
parte, rara vez comían en casa; solamente cuando tenían invitados y eran los
anfitriones, en realidad. Eso hizo que le resultara violenta esa sencilla comida en esa
pequeña mesa, sobre todo después de ese beso feroz aunque impersonal del que
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Capítulo 25
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Alondra.
Ella deseaba que él no la hubiera juzgado tan mal, pero se limitó a decir:
—Lo encontraba demasiado frívolo. Pero ya no importa. Gracias por venir,
Stephen. Por ayudarme, por ser tú.
—¿Y quién es ese?
Apagó la consumida vela con los dedos y su cara quedó en la sombra.
Competitiva como una niña, ella se mojó los dedos y apagó la otra igual. La sala sólo
quedó iluminada por la luz del fuego del hogar.
—Stephen el considerado, el solícito —dijo, y vio pasar una fugaz expresión de
disgusto por su cara—. Stephen el luchador por aquellos que no pueden luchar.
Eso sí fue acertado. Él le cogió la mano.
—Lucharé por ti, Laura. Tienes mi palabra.
—Gracias.
El corazón le retumbó, con unos latidos que parecían hacerle vibrar todo el
cuerpo, pensando ¿volverás a besarme también?
Pero él le había cogido la mano izquierda, y el anillo de bodas de Hal brilló a la
luz del fuego. Ya no la ataba, pero eso le dio la fuerza para no decir lo que estaba
pensando.
No quería retirarse a su habitación, no quería poner fin a ese momento, pero se
obligó a liberarse la mano, a levantarse y a darle las buenas noches. Cuando entró en
su dormitorio, cerró la puerta, apoyó la espalda en ella e hizo unas cuantas
respiraciones profundas para calmar su mente calenturienta.
Al darse cuenta de que se estaba manoseando el cuerpo, y palpándose los
pechos, paró, pero no pudo dejar de desear a Stephen de una manera franca y febril.
Si él fuera Hal, podría ir a su habitación, besarlo y obtener lo que deseaba. Pero
si él fuera Hal, no sentiría exactamente lo que estaba sintiendo.
Mientras se quitaba la cofia, intentó encontrarle sentido a eso. Entonces, cuando
se miró en el espejo, se encontró ante la piel cetrina, los horribles rizos parduzcos y el
lunar. Se arrancó la peluca con tanta brusquedad que le dolió, y luego se sentó, con la
cabeza apoyada en las manos. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué le había hecho a su
ordenada vida? Siempre se las había arreglado bien, siempre había encontrado la
manera de sentirse satisfecha y contenta. ¿Por qué ahora estaba en ese torbellino?
Debido a Stephen. Sus sentimientos por él no se parecían en nada a los que
sintiera nunca por Hal, pero Stephen era Stephen. Ella no era una pareja conveniente
para un futuro primer ministro.
Se quitó el resto de las horquillas y sacudió la cabeza, dejando libres sus propios
rizos, y entonces cayó en la cuenta de que tenía que llamar para que le trajeran agua
para lavarse. Tiró del cordón, y volvió a ponerse la peluca, metiéndose todo el pelo
debajo de cualquier manera.
Para poner distancia entre ella y la puerta, fue a asomarse a la ventana y
entonces cayó en la cuenta de que la cortina no estaba bajada. Si alguien hubiera
estado fuera mirando con un catalejo, lo habría visto todo. Tiró el cordón para bajar
el estor de volantes fruncidos y fue a abrir su maleta vacía.
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Capítulo 26
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acabara esa aventura todavía. Era como si hubiera vuelto las primeras páginas de un
libro fascinante, acerca de Stephen y acerca de ella. No soportaría dejarlo.
Cuando terminaron de desayunar, los dos se pusieron la ropa de abrigo
adecuada para el tiempo fresco, salieron y echaron a andar hacia la iglesia, que
estaba en el otro extremo del pueblo. La iglesia era pequeña, sencilla, y estaba
totalmente llena. Tres fieles llegaron en sillas de ruedas empujadas por criados. Pero
ninguno de ellos era joven y, como era de esperar, no vieron ningún turbante.
En el sermón, el párroco predicó sobre el sagrado deber de ser hospitalarios con
los visitantes y de ahí pasó a tratar con más delicadeza el tema de la necesidad de
convertir a los paganos demostrando caridad cristiana.
No se habían equivocado al suponer que algunas personas de la localidad se
sentirían inquietas, o incluso hostiles, respecto a Azir Al Farouk.
Mientras salían de la iglesia, Laura dijo en voz baja:
—Farouk tendría que haber sido más prudente y vestirse con ropa normal.
—Creo que el uso del turbante forma parte de las obligaciones de su religión.
—De todos modos, con chaqueta y pantalones normales no llamaría tanto la
atención.
Tuvieron que interrumpir los comentarios para hablar con el párroco, que les
confirmó que algunos de sus parroquianos sentían rabia contra Farouk, en especial
debido a las noticias aparecidas recientemente en los diarios acerca de los horrores de
la esclavitud en Argel.
—El miedo por el honor de sus mujeres es también un buen pretexto para
emborracharse bebiendo —comentó el mundano párroco—. ¿Puedo invitarles a
usted y a su prima a cenar con nosotros, sir Stephen?
Stephen logró inventarse una disculpa para declinar esa invitación, y luego
tuvo que repetírsela al gordo y mofletudo terrateniente de la localidad, el señor
Bartholomew Ryall, que le conocía de Londres. Después se les acercó un tal señor
Frosbisher, que deseaba estrecharle la mano a Stephen.
Lógicamente, en todos esos encuentros él tuvo que presentar a Laura, un
problema que ella no había previsto. Agradeció llevar su fea y discreta papalina y
aprovechó su condición de vieja achacosa como pretexto para mantener la cabeza
gacha y hablar en voz baja.
De todos modos, tuvo que participar en cada encuentro, y comprendió que eran
muchas las personas de ahí que conocían a Stephen o sabían de él. Claro que era un
miembro del Parlamento por Dorset, pero aun cuando representaba a un distrito del
lado oriental, eso no explicaba toda esa atención. Estaba claro que era un hombre
famoso y muy admirado.
No la sorprendía que Stephen tuviera una floreciente carrera política ni que,
como le escribiera Juliet, se hablara de él como de un posible futuro primer ministro,
pero hasta ese momento no había entendido el alcance de su fama. Para ella había
seguido siendo el amigo de su infancia al que le interesaban demasiado los libros.
El militar del ejército, capitán Trainor, le estrechó la mano y le agradeció que
hubiera apoyado la ley para un mejor trato a los oficiales tullidos. La señora Ryall
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alabó su trabajo para reformar las Leyes de los Pobres. Un frágil y anciano caballero
sentado en una silla de ruedas resultó ser el doctor Grantleigh, que con su esposa
ocupaban las habitaciones de la planta baja de la posada Compass. Por desgracia,
había sido uno de los profesores de Stephen en Cambridge y peroró largamente
acerca de cómo siempre le había pronosticado un brillante futuro.
—No como a los otros —dijo el anciano—. Arden, Cavanagh, Debenham; esos
usaban ese antiguo colegio como un club para beber, jugar y cosas peores. Usted,
señor, aprovechó la oportunidad para aprender.
Laura tuvo que chuparse las mejillas para no reírse, porque Stephen tenía el
aspecto de sentirse incómodo. Ningún caballero, por inteligente que fuera, deseaba
tener fama de empollón.
Puesto que los Grantleigh estaban alojados en la Compass, no les quedó más
remedio que volver con ellos y con el criado que empujaba la silla de ruedas. La calle
tenía trozos bastante accidentados, por lo que el avance fue lento. Stephen iba junto a
la silla, al parecer entreteniendo al anciano. A Laura le tocó formar pareja con la
señora Grantleigh, que no decía una palabra.
—Espero que el doctor Grantleigh se esté beneficiando del aire de mar —dijo,
para romper el silencio.
—No sé cómo —repuso la señora Grantleigh, suspirando—, ya que por lo
general el tiempo es tan inclemente que no puede salir a disfrutar del aire. Pero
nuestro médico insistió en que viniera, y mi marido siempre opta por hacer lo que le
dice su médico. El doctor Nesbitt de aquí es alentador. Pero claro, el tiempo no se
puede parar ni se puede dar marcha atrás a la edad.
Laura aprobaba el estoicismo, pero sólo hasta cierto punto. Deseó sugerirle que
si no había esperanzas de mejoría, les convenía trasladarse a un lugar que les
ofreciera un ambiente y una compañía más agradables y compatibles con su manera
de ser. Pero en lugar de eso, decidió informarse un poco más acerca de Dyer y
Farouk.
—Es una lástima que haya tan pocos huéspedes en la Compass. Sólo nosotros y
el capitán Dyer, que, según el posadero, no sale nunca de sus habitaciones ni recibe
visitas.
—Es un caso muy triste —convino la señora Grantleigh—. Le vi llegar, ¿sabe?, y
desde entonces ni siquiera lo he divisado. He de decir que no me dio la impresión de
que estuviera tan enfermo que no pudiera salir. No se veía peor que mi marido,
seguro, y sin embargo hoy no asistió al servicio religioso.
La mujer frunció los labios, así que Laura hizo lo mismo.
—Me fijé en eso, señora Grantleigh, y no pude dejar de pensar si ese pagano se
lo habrá impedido de alguna manera.
La señora Grantleigh pareció sorprendida.
—No veo cómo.
—A veces los criados se las arreglan para imponerse a sus empleadores con un
insano poder, mi querida señora.
—Vamos, pues sí. He conocidos casos de esos. Pero, por desgracia, no se puede
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hacer nada.
Sí, decididamente el estoicismo se puede llevar a extremos, pensó Laura,
aunque ya se le había ocurrido una manera para aprovechar esa situación.
—Creo que yo podría comentarle el asunto al párroco la próxima vez que le
vea. Si él fuera a hacerle una visita, no creo que lo rechace.
—Qué buena idea —exclamó la señora Grantleigh, al parecer verdaderamente
admirada, y bastante sorprendida de que alguien, o tal vez una mujer, pudiera tener
una idea.
Seguro que la señora Grantleigh era el tipo de mujer que toda su vida ha
dependido de su marido para guiarse, que es lo que la mayoría de las personas
encuentran correcto y decente. Pero ahí estaba la consecuencia; estando su marido
debilitado de cuerpo y mente, se encontraba a la deriva, incapaz de tomar decisiones
firmes, inepta para considerar lo que realmente era mejor para los dos.
Pensando en eso, no pudo dejar de reconocer que su situación había sido
bastante similar. Después de la muerte de Hal se había sentido perdida, desorientada
e impotente, pero se había recuperado, aun cuando necesitó que la sacudiera una
situación de emergencia. Decidió que cuando estuviera solucionado el problema,
buscaría una manera de ayudar a los Grantleigh. Stephen los conocía, por lo tanto
tenía que ser posible.
—Sir Stephen es un joven admirable —dijo la señora Grantleigh de repente.
Y diciendo eso procedió a contarle historias de sus virtudes cuando era
estudiante. Esos elogios eran también del tipo que seguro lo harían ruborizar, pero la
hicieron ver un aspecto totalmente nuevo de la situación en que se encontraban.
Ella había pensado que si se descubría el engaño, sólo sería desastroso para la
reputación de ella. Pero Stephen también corría ese riesgo. No quedaría deshonrado,
pero perdería parte del respeto de esas personas.
A la mayoría de los hombres elegantes, incluidos los miembros del Parlamento,
no les importaría que los sorprendieran en una aventura amorosa con una viuda,
pero a Stephen podría importarle. Era muy respetado, y la tan elevada estima de que
gozaba no se debía a su rango ni a su riqueza, aun cuando poseía ambas cosas, sino a
lo que era. Buscó la palabra más apropiada y se decidió por una bíblica. Era un
hombre «justo».
Trabajaba muchísimo, y no con fines puramente egoístas. La mayoría de los
hombres que estaban en el Parlamento, lo hacían para aumentar el poder de sus
familias o de su partido. Stephen, por lo visto, trabajaba por mejorarles la vida a
personas de todo tipo, de todas las clases sociales. En otro tiempo podría haber
empleado el calificativo «justo» para bromear acerca de alguien en su círculo social.
Pero ahora la comprensión pesaba sobre ella, haciéndola sentirse inadecuada.
¿Qué lugar tenía lady Alondra en la vida de sir Stephen Ball? Podría ayudarle a
ganar votos en las campañas electorales con su vivaz encanto, pero también a perder
otros tantos de las personas que la desaprobaban. Y él ni siquiera necesitaba ese tipo
de ayuda. Barham no era un distrito despreciable, y los electores de ahí seguirían
llevándolo al Parlamento mientras él estuviera dispuesto a presentarse.
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Ella podría llevarle la casa y ofrecer rutilantes fiestas que podrían inclinar en su
favor a personas en las que él quisiera influir, pero sospechaba que ese no era el estilo
de Stephen. Muy rara vez lo había visto en fiestas o reuniones de la sociedad
elegante.
¿Encajaría ella en el molde de su vida? Llevar una vida tranquila, ayudarlo en
su trabajo de investigación y estudio, y de tanto en tanto organizar cenas para grupos
de hombres serios que considerarían una distracción la presencia de una mujer en la
mesa. Suspirando, pensó que tal vez podría presidir comités de señoras en un trabajo
para apoyar causas dignas.
Había participado en ese tipo de comités; es lo que se esperaba de cualquier
dama elegante, y le había gustado ser útil, pero sabía que no podría dedicar su vida
sólo a eso. Le gustaban las fiestas, los bailes y las veladas musicales. Le gustaba reír,
coquetear y hechizar a los hombres. Le gustaba estar en el centro del mundo
elegante.
Si estaba obligada a vivir discretamente en Caldfort para cuidar de Harry, lo
haría, pero no lograba imaginarse eligiendo llevar una vida seria y sobria en Londres,
ni siquiera con Stephen. Sería como obligar a un gastrónomo a vivir de gachas
teniendo a la vista platos de alta cocina. Eso la convertía en una mujer despreciable,
frívola, superficial, pero valía más saber eso ahora que no cuando fuera demasiado
tarde.
Los Grantleigh los invitaron a almorzar, pero pudieron declinar alegando otro
compromiso, sin mentir.
Cuando entraron en la sala de estar de sus habitaciones, Laura observó a
Stephen, tratando de fusionar al hombre guapo elegante con el hombre justo.
—Tal vez deberías haber venido disfrazado tú también —le dijo.
—No me imaginé que me encontraría con Grantleigh. ¿Te sientes bien?
¿Le hacía esa pregunta porque sabía que había tenido que esforzarse en
representar a su personaje o porque detectaba algo? Le dio la espalda, quitándose los
guantes.
—Sí, por supuesto. Pero no me gusta vivir una mentira.
—A mí tampoco. Deberíamos conseguir acabar con esto pronto.
Parecía impaciente por escapar. Ella también, en cierto modo. Se volvió hacia él
y lo puso al tanto de los comentarios de la señora Grantleigh acerca de Dyer.
—Si no estaba demasiado enfermo, eso da peso a la suposición de que es un
prisionero.
—Sí —dijo él, ceñudo—. Condenación, esto es muy frustrante. Iré a ver si oigo
algo a través de la pared.
Acto seguido entró a largas zancadas en su habitación, y Laura sonrió irónica.
Tenía que estar volviéndose loco con la situación para maldecir delante de ella. O tal
vez simplemente se sentía relajado al haber retomado su amistad con ella. Eso le
gustó más.
Él volvió muy pronto.
—Murmullos, murmullos, murmullos. Si por lo menos se enzarzaran en una
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—Ah, creo que el señor Delaney dijo algo similar. Que el peligro llega solo.
—Exactamente. Son aquellos que llevan vidas aburridas los que lo buscan.
Laura evitó mirar a Stephen. ¿Una vida aburrida? Seguro que no.
—La emoción viene de muchas maneras —dijo—. No me cabe duda de que la
política puede ser arriesgada.
—Ya no —dijo Stephen, irónico, tal vez adivinando la intención de ella de
aplacar sus sentimientos—. Hace muchísimo tiempo, generaciones, que no han
decapitado a nadie por oponerse al monarca.
—Al primer ministro Perceval lo mataron de un balazo —observó Kerslake-
Somerford alegremente.
—Un loco —dijo Stephen—. Ese tipo de cosas puede ocurrirle a cualquiera.
—No a cualquiera. A Perceval le dispararon porque el asesino creía que el
primer ministro era la causa de todos sus problemas. Ese es el peligro de ser un
mascarón de proa.
Era una tontería sentir miedo por Stephen, pero Laura no podía evitarlo.
—¿Es usted un mascarón de proa también, señor Kerslake-Somerford?
—Por mis pecados. Por favor, llámeme señor Kerslake, señora. Así me han
llamado toda mi vida. Sólo he adoptado el otro apellido como parte de mi
reclamación del condado.
Entraron los criados con el almuerzo y distribuyeron las fuentes sobre la mesa.
Cuando salieron, los tres se sentaron e iniciaron la conversación seria.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Kerslake—. ¿Y en qué les puedo ayudar?
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Capítulo 27
Mientras hablaban, Kerslake bebió dos tazas de té, comió pan, jamón, pastel y
fruta, intercalando entre bocado y bocado preguntas pertinentes para dejarlo todo
claro. A ratos Laura había vacilado en decírselo todo, pero finalmente decidió que
Nicholas Delaney les había garantizado que ese hombre era digno de confianza, y
ellos necesitaban ayuda.
—Sé acerca de Azir Al Farouk desde que desembarcó. Drew Chideock lo trajo
de Francia en el Long Jane. Ahora que estamos en paz no tenemos muchos de esos
pasajeros, así que todos sentíamos curiosidad. Pero —añadió, encogiéndose de
hombros—, mientras un hombre pague, no le hacemos preguntas. En realidad, ahora
es más fácil. Durante la guerra tratábamos de no transportar espías.
—¿Sólo trajo a Al Farouk? —preguntó Laura.
—A él y al capitán Dyer.
—¿A ningún niño?
—No se ha hablado de ninguno. ¿Esperaba a uno?
Ella negó con la cabeza.
—Por favor, díganos lo que sabe acerca de su llegada.
Kerslake cogió una ciruela.
—A pesar de su rango, Dyer no lleva uniforme. Es una especie de inválido. Es
capaz de caminar unos cuantos pasos afirmándose en un bastón, pero Farouk tuvo
que transportarlo en brazos desde el barco a la carreta que ya estaba lista para
llevarse la mercancía.
—Aquí parece que lo subió en peso también —dijo Stephen.
—O sea, que no era algo temporal. Chideock los llevó a Lyme Regis, y los dejó
embarcados en la diligencia de Paul Wey, que los trajo aquí. Todo esto estaba
incluido en el precio. ¿Qué es eso del niño?
Laura y Stephen se miraron.
—Podría ser que hubiera llegado por separado —dijo ella—. Un niño, de unos
nueve años.
—No he sabido de ninguno, pero lo averiguaré.
—¿Y sobre un grupo de hombres? —preguntó Stephen—. O no. Nicholas me
arrancaría la piel por suponer que todos los villanos son hombres, sobre todo cuando
está involucrado un niño. Podrían parecer un grupo familiar.
—Sin duda eso haría más difícil detectarlos, pero no recibimos a muchos
visitantes tan avanzado el año. ¿Quiere decir un grupo que llegue normalmente o en
un barco de contrabando? Estoy casi seguro de que no ha llegado ningún niño de esa
manera en este último tiempo.
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Laura intercambió otra mirada con Stephen, tratando de hacer encajar esa pieza
en el rompecabezas.
—Si había un motivo para que Farouk y Dyer entraran subrepticiamente —dijo,
pensando en voz alta—, ¿para qué enviar a Hache Ge al descubierto? Supongo que
debo aceptar que no hay ningún niño —añadió. Eso se le antojaba una pérdida, una
muerte—. El niño se me ha hecho tan real en la imaginación que detesto eliminarlo.
Es como si estuviera prisionero sin que nadie lo sepa, y yo debiera liberarlo.
—Haré averiguaciones, señora Gardeyne —dijo Kerslake amablemente—.
Puedo descubrir también si hay niños que nadie conozca en la zona. Me refiero a
niños no emparentados o relacionados con las familias de la localidad. No es
probable que haya muchos en esta época del año, pero me llevará unos días
contabilizarlos.
—Gracias —dijo ella.
Stephen le cogió la mano.
—Es mejor que no haya un niño en peligro, Laura. Más aún, esto significa que si
alguien es Henry Gardeyne, tiene que ser el propio capitán Dyer.
Eso la reanimó.
—Sí, por supuesto. Atado y encerrado en una habitación con llave.
—Todavía tenemos el misterio de los diez años de ausencia —le recordó
Stephen—, y la pregunta de Nicholas, ¿por qué ahora?
—Lo sé, pero si es así, mejor. Si es Henry, podrá demostrar su identidad sin
ninguna dificultad, y tenemos su retrato para cotejarlo. Tengo un dibujo de Henry
Gardeyne —explicó a Kerslake—. ¿Cree que el señor Chideock y sus hombres lo
reconocerían si se tratara del capitán Dyer?
Él hizo un mal gesto.
—Todo ocurrió de noche, y es probable que la atención de ellos estuviera más
centrada en el cargamento. Podría preguntárselo, pero, para ser franco, no sé si eso
sería prudente. Me fío de ellos hasta cierto punto, pero sólo hasta cierto punto.
Podrían irse de la lengua y entonces se correría la voz por la zona hasta llegar a la
gente de aquí. Después de todo, ustedes están alojados en la misma posada, en las
habitaciones contiguas. No tendría por qué ser difícil echarle una mirada.
—Eso creería uno —dijo Stephen—, pero les está resultando difícil a los
ciudadanos respetuosos de la ley.
Kerslake se echó a reír.
—No soy experto en forzar cerraduras ni en allanar moradas, pero si no lo
consiguen legalmente, enviaré a alguien que les eche una mano. Lástima que haya
muerto Elsie Musbury. Ella era la dueña de esta posada antes de Topham y fue uña y
carne con los contrabandistas toda su vida. Topham es un novato, procedente de
Exmouth. Sabe qué es qué, pero no puedo fiarme de él como me hubiera fiado de
Elsie.
Stephen asintió.
—¿Y en el caso de que Farouk tuviera secuaces por ahí? ¿Se enteraría usted si
hubiera matones desconocidos en la zona?
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—Mi predecesor como conde de Wyvern estaba loco, señora Gardeyne, pero no
lo suficiente para encerrarlo, lo cual fue desafortunado. Hizo muchísimo daño. Si
alguien le hubiera impedido tomar posesión de su título, habría sido una bendición.
—Entonces comprende por qué debemos intentar saber algo más para poder
actuar. Porque…
—Porque cuando lo libere podría desear encerrarlo en otra parte. Les ofrecería
Crag Wyvern, pero esa casa por sí sola podría llevar a la locura a una mente delicada.
Pero conozco algunos lugares más seguros.
—¿Por qué será que eso no me sorprende? —musitó Stephen.
Kerslake curvó los labios en una sonrisa.
—Hay una granja en el interior, no lejos de aquí, en que las personas son
totalmente dignas de confianza. Si liberan a Gardeyne pero no desean dejarlo suelto,
llévenlo a la Granja Stonewell. Les dibujaré un mapa.
Sacó un bloc, arrancó una hoja y dibujó caminos y señales, añadiendo nombres
de lugares. En la parte de atrás escribió una corta nota de presentación.
—Pasaré por Stonewell de camino a casa para poner sobre aviso a los Huddler.
No les daré ningún detalle; sólo les diré que podría ser necesario que tuvieran
encerrado a un hombre uno o dos días.
Laura nuevamente tuvo la impresión de haber aterrizado en un mundo irreal
en el que esas cosas chocantes se consideraban normales.
Él le entregó el papel a Stephen.
—Estarán felices de que sea algo no relacionado con contrabando —dijo,
guardando el bloc y cogiendo su chaqueta—. Esto se está poniendo arriesgado. Es
uno de los problemas del final de la guerra. Hay demasiados ex oficiales dispuestos a
convertirse en agentes de prevención, y la armada, que no tiene suficiente trabajo, va
causando problemas por todas partes. Ese es el único motivo de que hayan liberado a
los esclavos de Argel, ¿saben? Una armada combatiente sin nada más que hacer.
—Y esa expedición costó un impresionante número de vidas para los escasos
beneficios que obtuvo Gran Bretaña —dijo Stephen.
—Libertad —protestó Laura—. Fueron liberados miles de cristianos, y uno era
de Berkshire.
—Un puñado de ingleses, sí, pero sólo un puñado.
—¿O sea, que los extranjeros tienen que importarnos menos?
—Los recursos no son infinitos, Laura, por lo que deben usarse con
discriminación.
Kerslake se puso la capa.
—Les dejo con el debate ético y me voy a ocuparme de lo práctico —dijo, y
añadió dirigiéndose a Stephen—: Lo esencial para acabar con el contrabando es bajar
los aranceles a un nivel sensato. Es mi intención aplicarme a eso cuando esté en la
Cámara de los Lores. ¿Tendré su apoyo en la de los Comunes?
—Por supuesto. —Se estrecharon las manos—. Y ahora que está asociado con
los Pícaros, habrá otros.
—Eso supongo. La vida da extraños giros, ¿verdad? Hace menos de un año yo
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—¡Aja! Así que crees que está prisionero. Y, por lo tanto, ¡que es Henry
Gardeyne!
Él se echó a reír.
—Jaque mate. Pero no estoy dispuesto a hacer ninguna suposición.
—Yo tampoco. —Entonces se le ocurrió una idea—. Creo que lo que tengo que
hacer es dejar el retrato, «como por descuido», donde todos puedan verlo. La señora
Grantleigh, Topham, los criados.
—¡Excelente idea! —exclamó él, acercándose a mirar lo que estaba dibujando—.
¿Qué le harían diez años a un hombre? Supongo que no deben de haber sido
agradables. Aventura. ¿Prisión?
Laura levantó la vista del ligero esbozo que había trazado.
—¿No dijo la criada que el capitán Dyer está muy blanco? Algunos ingleses
estuvieron prisioneros en Francia.
—Pero los liberaron el año catorce.
—Tal vez estaba muy mal herido y sólo ahora ha podido viajar aquí.
—¿Con un criado egipcio? Eso es condenadamente raro.
—Todo lo es —se lamentó ella—. Pero no abandonaré la esperanza. Posa para
mí, Stephen. Necesito ver cómo cambia la cara de un hombre.
Él aceptó y puso un sillón enfrente, pero dijo:
—Debo recordarte que no tengo la edad de Gardeyne. Sólo tengo veintiséis
años.
Ella le sonrió, observándolo.
—Te prometo que no te veo viejo. Ni estirado —añadió.
Se miraron a los ojos, en receloso reconocimiento de ese beso, pero aún no
estaban preparados para hablar de eso.
Laura aprovechó la ocasión para hacer un rápido dibujo de Stephen, captando
los contornos de ese cuerpo al que se le daba tan bien la elegancia, con sus largas
manos y su frente ancha, inteligente. Definió sus rasgos con unos pocos trazos, no
queriendo entretenerse en ellos. La nariz larga, recta, los pómulos altos, las cejas en
curva, los labios inteligentes.
No sabía por qué le vino esa palabra a la mente, pero le vino. Él siempre había
tenido unos labios expresivos. Al ver que ella lo estaba observando, los curvó
ligeramente hacia arriba, como en una cautelosa pregunta.
—¿Cómo me ves entonces? —le preguntó.
«Como al hombre al que deseo desnudo en mi cama.»
Ese pensamiento la sorprendió con su brutal sinceridad; pero Stephen, o
cualquier hombre, se merecía algo mejor que ser utilizado para aplacarle el hambre a
una viuda. Volvió la atención al dibujo de Gardeyne y eligió una respuesta sin
riesgos.
—Como a un muy buen amigo.
Cuando volvió a mirarlo le pareció que a él se le habían endurecido los labios.
¿Es que deseaba ser algo más? ¿Tal vez una vida apacible con Stephen no sería tan
aburrida después de todo?
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Capítulo 28
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Laura entendió que le resultaría difícil ser la prima Priscilla caminando al sol
del otoño cogida del brazo de Stephen, sobre todo mientras el murmullo de las olas
parecía susurrarle cosas eróticas escandalosas.
—No me sorprende nada que las visitas a ciudades junto al mar se hayan hecho
tan populares.
—Es vigorizador, ¿no?
«Esa es una manera de expresarlo», pensó ella.
Había supuesto que se sentiría cómoda con él, sobre todo después de haber
hablado de lo embarazosa que fue esa proposición de matrimonio de él y de la
desafortunada reacción de ella. Incluso habían aclarado el resentimiento que todavía
sentía ella por el apodo lady Alondra. Había esperado que hablaran de la época
anterior, de cuando vivieron los restos de su juventud, todavía como hermanos.
Pero en esos momentos, a pesar de las ocasionales bromas, eran un hombre y
una mujer, y eso, un paseo cogidos del brazo, era el tipo de cosas que hacían un
hombre y una mujer, y no un par de amigos jovencitos. Ese paseo estaba teniendo en
ella el mismo efecto que tuvo la cena de la noche anterior, a solas con él.
Pasaron junto a un letrero que anunciaba un baile en la sala de fiestas de la
localidad, y eso le recordó el tiempo en que evitaba bailar con Stephen. No le
disgustaba bailar con él, pero le parecía que era como bailar con un hermano. Todo el
mundo sabía que ninguna damita haría eso si lograba conseguir una verdadera
pareja.
Qué extraño, qué increíblemente extraño.
Cuando llegaron de vuelta a la posada, les salió al paso Topham, con una
invitación a tomar el té con los Grantleigh. Era imposible negarse, pero Laura se
excusó alegando que estaba muy cansada, con lo que prácticamente obligó a Stephen
a ir solo. Todo ese tiempo se lo pasó yendo y viniendo desde la pared para escuchar
y la ventana para mirar fuera, y no logró absolutamente nada aparte de liarse más
con sus pensamientos.
Cuando Stephen volvió ya había renunciado a la vigilancia y estaba leyendo.
—¿Los Grantleigh sabían algo más acerca de los otros huéspedes?
—Nada nuevo —contestó él—. Como has dicho, la señora Grantleigh los vio
llegar. Dyer estaba muy pálido y envuelto en mantas, y Farouk lo subió a peso. —
Miró por encima de su hombro—. Ajá, una novela.
—Nunca he negado que las lea.
—Guy Mannering. Es buena.
Ella lo miró con una exagerada expresión de sorpresa.
—¿Sir Stephen Ball lee novelas?
—Una vez nos turnamos leyendo Los misterios de Udolfo.
—Cuando éramos muy jóvenes —dijo ella, pero sonriendo. Le encantaban esos
retornos al pasado—. Incluso la convertimos en una obra de teatro, ¿lo recuerdas? Tú
hiciste el papel del noble Valancourt y yo el de Emily, porque te negaste a
representar escenas de amor con tu hermana.
—Habría sido de lo más antinatural.
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Capítulo 29
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espejo. No tenía aspecto de enferma mental, pero entonces vio unas zonas oscuras en
las mejillas, más abajo de las ojeras, y comprendió que tenía que haber dejado
manchas del maquillaje oscuro en la funda de la almohada de Stephen.
—¡Porras!
Rápidamente quitó la funda a su almohada, volvió corriendo al dormitorio de
Stephen y se asomó a la ventana para comprobar si venía o no. Ni señales de él. Ay,
Dios, que tarde un poco más.
Tal como temiera, había dejado manchas marrones en la almohada. Con el
corazón retumbándole por la prisa, quitó la funda, puso la suya y volvió a arreglar y
alisar la cama. ¿Notaría él alguna diferencia? Tratándose de cualquier otra persona,
diría que no, pero Stephen era infernalmente perspicaz.
Volvió corriendo a su habitación y le puso la funda a su almohada. Sólo
entonces se sintió segura.
Pero continuaba con aquella febril energía, así que empezó a pasearse por la
habitación multiplicando las millas hasta Redoaks por el año, 1816, por su edad, por
la hora, etcétera.
No le sirvió de nada. Ahora sentía la tentación de coger su almohada y
aspirarla. Se obligó a alejarse de la cama. Pensándolo bien, era el mejor momento
para bajar al salón de la posada a dejarse olvidados sus retratos.
Se envolvió en el horrible chal, cogió su carpeta de dibujo y salió de la
habitación, asumiendo el papel de Priscilla Penfold. En realidad, Priscilla Penfold sí
se aventuraría por el corredor, aunque crujieran los tablones, por si lograba oír algo.
Lo hizo, pero no sacó nada en claro. Por lo que pudo oír, las habitaciones contiguas
igual podían estar deshabitadas.
Se dirigió a la escalera, tratando de parecer tímida, pero cuando había
comenzado a bajarla decidió que Priscilla Penfold no era tímida en absoluto. Era el
tipo de mujer que finge inseguridad para ocultar que es una chismosa. Farfulla y
vacila con el fin de ocultar que es una comadreja en busca de los huevos del cotilleo.
El tipo de mujer que se lamenta en voz alta diciendo que molesta para que todo
el mundo tenga que tranquilizarla asegurándole que no. Afirma tímidamente que es
una tonta para que todo el mundo tenga que prestar atención a lo que dice.
Tuvo que morderse los labios para reprimir la risa. Estaba describiendo a una
determinada persona que conocía, una mujer que la había exasperado durante años.
Atravesó el vestíbulo y entró en el pequeño salón, que era la sala con la ventana
salediza. Las paredes estaban pintadas en un agradable color amarillo, tal vez para
dar la impresión de que estaba iluminado incluso en un día nublado y oscuro, y lo
calentaba un enorme hogar. Y al parecer, no había corrientes de aire. Aún así, sólo
había una persona ahí: un caballero nervudo que estaba sentado en un sillón a la
izquierda del hogar, bebiendo té y leyendo un diario, con unos quevedos prendidos
en el puente de la nariz.
Él se levantó cuando ella entró, pero en seguida volvió a sentarse y reanudó su
lectura.
Fue a sentarse junto a la ventana a mirar hacia fuera. Se estaba levantando
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viento, por lo que pocas personas se encontraban en el paseo tomando el aire de mar.
Este, de color gris acero, estaba bastante agitado. Se le ocurrió que tal vez se estuviera
preparando una fuerte tormenta. Abrió la carpeta sobre una mesa pequeña y sacó
una hoja limpia, dejando a la vista el retrato del Henry Gardeyne avejentado.
Miró hacia el caballero; este seguía absorto en su diario.
A la espera de que entrara alguien en el salón, comenzó a dibujar, tratando de
captar la textura y el efecto de las nubes que se iban apiñando en el cielo. Entonces
entró un muchacho, que haciendo una ligera y rutinaria venia, se dirigió al hogar a
añadir leña al fuego. El chico apenas levantó la vista y ni siquiera miró hacia su
dibujo.
Dibujó las barcas zarandeadas por las agitadas olas, luego hizo un rápido
esbozo de un hombre que corría detrás de su sombrero, que iba dando tumbos
llevado por el viento. Y musitó un «bravo» para sus adentros cuando lo cogió justo
antes que cayera al agua. Pero se le estaba haciendo evidente que no se iba a
encontrar con nadie ahí, aparte del lector del diario.
Hablarle a un desconocido era bastante indecoroso, pero ella era una viuda fea
y sosa, no una presuntuosa coqueta.
Comenzó aclarándose tímidamente la garganta. Cuando él levantó la vista, dijo,
vacilante, por supuesto:
—Me temo que vamos a tener una tormenta, señor. ¿Usted también está aquí
por motivos de salud?
Él bajó el diario y la miró por encima de los quevedos.
—Sólo por así decirlo, señora. Soy el doctor Nesbitt de esta ciudad, y vengo
aquí a visitar a un paciente.
Ella recordó que Topham había hablado de él. Eso podía ser exactamente lo que
había esperado.
—¿El pobre capitán Dyer?—preguntó.
—No, señora —contestó él, ya con la expresión interesada—. ¿El capitán
necesita atención médica?
Disimulando la decepción, ella farfulló:
—Ah, eso no lo sé, señor. Pero el posadero dijo que está inválido, y parece que
no sale nunca de sus habitaciones. Verá, son las contiguas a las nuestras, las tomadas
por mi primo, sir Stephen Ball.
—Ah, sir Stephen —dijo él sonriendo encantado.
A ella le quedó claro que su categoría se había elevado al instante.
—Qué amable es —dijo, sonriendo como una boba—. Me ha traído aquí por mi
salud, ¿sabe? Pero el capitán Dyer sólo tiene un criado, al parecer, y es extranjero.
Lleva un «turbante» —continuó en voz más baja, en el tono que se emplea
normalmente para criticar—, el criado, señor, y yo me temo que le esté haciendo
tomar remedios «extranjeros» al pobre capitán.
El médico se quitó los quevedos.
—Caramba, sin duda eso es para alarmarse, señora. —Se levantó y dejó el
diario sobre una mesa—. Iré a hablar con Topham a ver si puedo ofrecerle mis
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servicios.
Haciéndole una venia, salió del salón.
Laura pensó que sería demasiado esperar que si subía a atender a Dyer volviera
allí a informarla, pero continuó donde estaba; igual podría enterarse de algo. Miró el
diario, tentada de leerlo, pero eso sería salirse del papel de la señora Penfold. Sabía
por experiencia que a las cotillas fisgonas no les interesan jamás los asuntos serios e
importantes.
Volvió la atención a su dibujo, y cuando oyó pasos que volvían, miró hacia la
puerta, adoptando una expresión de ansiedad, interrogante.
—Es tal como lo ha explicado usted, señora —dijo el doctor Nesbitt, moviendo
la cabeza—. Pero por lo que dice Topham, Dyer padece de una enfermedad crónica,
no de un episodio agudo. Lamentablemente, la medicina suele tener poco que ofrecer
a estos enfermos, aparte de descanso y aire fresco. A veces una sangría y ventosas,
pero no estoy a favor de esos tratamientos cuando el enfermo se ve pálido, que es
como lo describe Topham. De todos modos, le haré llegar un frasco de mi tónico
patentado, que podría servirle para recuperar la salud.
Se había ido acercando y entonces bajó la vista y vio el dibujo que estaba
haciendo.
—Vamos, señora, es usted toda una artista.
Laura cayó en la cuenta de que sus dotes artísticas tampoco casaban bien con la
personalidad de Priscilla Penfold, pero ya no había nada que hacer.
—Qué amable —farfulló con cara de bobalicona—. Es sólo una pequeña afición.
Él estaba mirando el retrato de Henry.
—Vaya, ese sí que es un hombre que necesita mis servicios, señora. ¿Tísico?
Eso pilló a Laura desprevenida, así que su confusión fue totalmente natural.
—Ay, Dios, espero que no, señor. Es mi hermano. Sufrió…, esto…, sufrió un
accidente grave cazando, pero se está recuperando bien.
—Me alegra oír eso, señora Penfold, pero si fuera mi paciente le recomendaría
encarecidamente que tomara mi tónico. Ahora debo marcharme. Me espera otro
paciente.
Diciendo eso, se bebió el resto del té, se metió el diario bajo el brazo, le hizo una
venia y salió. Pasado un momento lo vio caminando por la calle, algo agachado, para
combatir el viento, hasta que entró en una casa cercana.
Esperó. Pasados unos minutos entró una pareja joven a tomar té, con el pelo
revuelto y riéndose. Resultó que venían de Seaton, de donde salieron sin preocuparse
del tiempo. Laura supuso que estaban de luna de miel y que tal vez una ventolera y
un mar agitado eran exactamente lo que necesitaban, lo cual los hacía francamente
irritantes para ella. Cuando se marcharon, mirándose embelesados, pensó que ojalá
el joven lograra arreglárselas para tener la cabeza atenta al camino.
Estaba a punto de renunciar y subir a su habitación cuando entró la señora
Grantleigh. Por suerte, todavía no había guardado el retrato.
La anciana se detuvo.
—Señora Penfold, ¿le importa que la acompañe un rato? Mi marido está
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carpeta y dejó caer al suelo la copia del retrato del Henry joven.
—Oh —exclamó, agachándose a recogerlo. Entonces lo volvió hacia la señora
Grantleigh—. Este es de mi querido hermano Cedric. Es todo un estudioso.
La anciana sonrió.
—Y se le ve más robusto y feliz por eso, señora Penfold. Quiera Dios salvarlo de
la disipación y el vicio. Oh, caramba, mire la hora. —Se levantó—. Ha sido muy
agradable charlar con usted, señora Penfold. Espero que volvamos a encontrarnos
para conversar.
Después que la anciana salió del salón, Laura miró los dos retratos ceñuda. No
había dado señales de reconocer a nadie en el retrato del Henry joven. Ninguna en
absoluto. Ojalá ella hubiera podido preguntarle si lo que le parecía conocido en el del
avejentado tenía algo que ver con el capitán Egan Dyer.
Topham. Él era la otra persona que sin duda había visto a Dyer. Estuvo
pensándolo un rato, descartando un buen número de ingeniosas maneras de hacerlo
venir al salón. Finalmente, encogiéndose de hombros, tiró del cordón para llamar.
Apareció en la puerta una criada, una joven y regordeta a la que no conocía.
—¿Se le ofrece algo, señora?
Laura le ordenó mentalmente que se acercara a la mesa, donde todavía tenía los
retratos, pero la chica se quedó en la puerta.
—Deseo hablar con el señor Topham —dijo.
Pasado un momento, entró el posadero y le hizo una venia. Ella seguía sentada
junto a la ventana, y él se le acercó.
—¿En qué puedo servirla, señora Penfold?
—Ay, Dios, ay, Dios —farfulló, con una mano en el pecho—. He estado viendo
cómo se prepara una tormenta. ¿Estamos seguros, señor? ¿Estamos seguros?
Él sonrió de oreja a oreja.
—¿Seguros? Tan seguros como las casas. —Se rió, celebrando su chiste—. Se
está preparando una pequeña tormenta, cierto, pero la Compass ha resistido a
cientos de ellas.
Ella le sonrió indecisa.
—Si está tan seguro… Estaba pensando que la King's Arms… está construida
de piedra.
Él se erizó.
—No, señora, no es mejor, en absoluto. Sólo tiene diez años. No ha pasado por
las pruebas del tiempo.
—Ah, comprendo. Gracias. Eso me tranquiliza, me hace sentirme más segura.
Tal vez podría ayudarme a recoger mis papeles, señor Topham. Me tiemblan las
manos.
Él se apresuró a ayudarla, y la halagó por sus dotes artísticas, aunque sin dar
señales de reconocer a nadie en sus dibujos. Después la acompañó solícitamente por
la escalera y, tras dejarla en sus habitaciones, bajó a ordenar que le subieran un té
fortalecido con coñac.
Laura se sentó a la mesa y se puso los dos retratos delante.
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Die: morir. (N. de la T.)
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Era un hombre de estupenda figura: alto, derecho y vigoroso. ¿Qué hacía ahí,
escribiendo cartas a un noble inglés, y ofreciéndose a matar por un precio? Dibujó
unas palmeras detrás de él, inclinadas por el viento, tratando de imaginárselo de
camino a Egipto para perpetrar ese crimen. Imposible. En ese rompecabezas había
piezas que ni ella ni Stephen habían visto, pero no lograba imaginarse cuáles eran.
Que Jack deseara matar a Harry, estaba mal, pero entendía el motivo. Pero ¿que
un egipcio viniera a Inglaterra a ofrecerse, así como salido de la nada, a matar a
Henry Gardeyne, un hombre que supuestamente había muerto hace diez años? Eso
era un cuento de hadas.
Entonces vio a Stephen. Estaba saliendo de la King's Arms, y al ver a Farouk
tomó un camino diferente para encontrarse con él. Lo dibujó también. Simplemente
verlo le hizo pasar calor por todo el cuerpo. ¿Cómo se las iba a arreglar con eso?
Los dos hombres se encontraron, se detuvieron a hablar un momento y luego
Stephen continuó su camino hacia la Compass y Farouk en sentido opuesto, dejando
atrás la King's Arms. ¿Adónde diablos iba?
Por lo menos Stephen sabría cómo era el inglés de Farouk. Todo retazo de
información les sería útil. Mientras pensaba eso, dibujó a Stephen caminando hacia la
posada, sujetándose el sombrero. De repente renunció y le vio sonreír cuando se lo
quitó y dejó que el viento le azotara el pelo.
Sonrió comprensiva, deseando salir corriendo, para que ese mismo viento le
alborotara también el pelo y la ropa, y bajar hasta la orilla del agitado mar. Ay, Dios,
qué terrible ser Priscilla Penfold y no lady Alondra.
Entonces él entró, trayendo consigo el aire fresco y salado.
—El viento, supongo —dijo ella, refiriéndose a su pelo revuelto a la moda.
Él sonrió.
—Decididamente.
—Te vi hablando con Farouk. ¿Es bueno su inglés?
—Bastante, aunque con un fuerte acento. Confirma que es de Egipto. Su amo no
está bien pero está mejorando. Piensan continuar aquí indefinidamente. Ya está.
—Probé con los retratos, con el doctor Nesbitt que estaba de visita, con la
señora Grantleigh, Topham y Jean, la criada. A Jean y a la señora Grantleigh les
pareció ver algo vagamente conocido en el retrato avejentado, pero supongo que si se
pareciera a Dyer, al que han visto recientemente, habrían visto algo más. ¿Nada en la
King's Arms, supongo?
—Sólo las esperadas murmuraciones acerca de los paganos.
—Entonces no hay nada que hacer aparte de entrar en la habitación. Farouk ha
salido, aunque, ¿adónde demonios ha ido?
—No muy lejos con este tiempo. Es demasiado arriesgado. Lo de entrar ahí,
quiero decir.
Laura se tironeó el chal para arreglárselo.
—Tonterías. Yo puedo intentarlo como muestra de amabilidad. Priscilla Penfold
haría eso para encubrir su deseo de fisgonear. ¿Le envío un mensaje con un criado?
—Echó a andar hacia la puerta—. No, simplemente voy a llamar.
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Capítulo 30
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fuego.
Una vez que añadió leña al fuego y puso el resto en la caja, la tal Jean les
preguntó:
—¿Qué van a querer para cenar, señor? Tenemos una sopa flamenca, una sopa
de puerros con caldo de pollo, un buen lenguado fresco, hervido o frito. Está el capón
con el que se cocieron los puerros, y un estofado de riñones. Para postres, pudin de
mazapán y tarta de ciruelas damascenas.
—Los riñones no, por favor —dijo Laura.
Él recordó que a ella nunca le habían gustado los riñones. También creyó oírle
rugir el estómago. Por lo menos podría alimentar a su dama.
Pidió la sopa de puerros, el lenguado frito, el capón y los dos postres. A ella le
gustaban los dulces.
—Y el mejor clarete de Topham —añadió—, y para después, coñac, oporto y
queso.
Cuando salió, la criada le sonrió a Laura.
—Espero que eso baste.
Ella se echó a reír.
—Oíste los gemidos de mi estómago. Tal vez una tormenta estimule el apetito.
—Lo miró raro y se apresuró a añadir—: ¿Te parece que leamos Guy Mannering en
voz alta? Podemos turnarnos.
—Si quieres.
Ella fue a su dormitorio a buscar el libro.
Una ocupación que impediría una conversación sobre asuntos personales,
pensó él. Estaba claro que ese beso la había alarmado, aun cuando él creía haberse
dominado heroicamente. Si hubiera logrado hacer algún acto verdaderamente
heroico, tal vez ella estaría más impresionada, pero tenía razón, era insignificante lo
que habían conseguido ese día. No se le ocurría cómo mejorar las cosas sin recurrir a
medidas drásticas, como la de echar la puerta abajo. ¿Con el pretexto de la tormenta,
tal vez?
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de que con Hal rara vez, si acaso alguna, habían pasado una apacible velada
doméstica. Si Hal estuviera sentado frente a ella sin nada que hacer, ya tendría esa
expresión en los ojos.
Se apresuró a abrir el libro y comenzó a leer, empeñándose en trasladarse a la
Escocia de sir Walter Scott. Pero la apurada situación de la huérfana Lucy y el
regreso de Guy Mannering de India parecían fundirse con la tormenta, susurrándole
deseos prohibidos.
Después de un rato le pasó el libro a Stephen, con la esperanza de que escuchar
fuera más calmante, pero había olvidado lo bien que leía él. No se daba ningún aire
ni intentaba representar a los personajes como si estuviera en un escenario.
Simplemente leía el texto y los diálogos, haciendo que penetrara en ella el
argumento, aunque muy pronto empezó a oírlo más a él que al drama. Simplemente
a él.
La llegada de la comida fue un alivio, aunque ella no sabía si sería capaz de
comer. Tan pronto como se sentaron a la mesa comprendió que necesitaban un tema
de conversación sin riesgos. Seguro. Pero ¿qué tema podía ser seguro esa noche?
¡Política! Un tema lo bastante árido para un convento.
—Cuéntame tus aventuras en el Parlamento.
—¿Aventuras? —repitió él, sirviéndole la sopa—. No hay nada de eso.
—Pero a veces habrá cosas que te entusiasmen.
—Pero a ti te aburrirían.
Ella dejó detenida la cuchara entre el plato y la boca. Sólo un momento antes
había pensado que el tema era árido, pero eso le dolió.
Tal vez él se ruborizó ligeramente.
—Digamos que no sé convertir nada de eso en historias entretenidas.
Él la consideraba una nada, una «alondra» cabeza hueca.
—¿Por qué no hablamos de la reforma militar? —le propuso enérgicamente—.
Sé que muchos de nuestros valientes soldados han quedado en una penosa situación.
—Sí, pero eso es un problema distinto, a no ser por el asunto de las pensiones.
Las pensiones son inapropiadas y muchas veces difíciles de conseguir.
—¿No se puede cambiar eso?
—Todo está ligado al sistema de compra de…
Cuando pasaron a los platos principales, se encontraron enzarzados en un
verdadero diálogo acerca de temas importantes, y ella ya no intentaba demostrar
nada. Estaba fascinada. De pronto él dijo:
—Tenemos que hacer algo respecto a la situación de los niños en las fábricas y
minas.
Ese «tenemos» ella lo interpretó como el reconocimiento de que estaban
conversando como iguales.
No como amantes, sino como iguales en el intelecto; estaba tan débil que eso le
produjo una punzada.
—Las fábricas son terribles, sin duda.
—Sin embargo, la industria es beneficiosa —dijo él, sirviéndose más carne en el
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plato—. Crea riqueza y empleo, y eso hace a los trabajadores menos dependientes de
los elementos naturales para subsistir. Piensa en esta tormenta. Un acto tan
caprichoso de la naturaleza arrasa con los cultivos y con el pienso guardado para el
invierno.
Ella puso a un lado su plato, mirándolo ceñuda.
—¿Crees que las fábricas son mejores? La gente trabaja muchísimas horas, y
muchas veces la maquinaria deja a las personas heridas o lesionadas. Incluso a los
niños.
—Estás sorprendentemente bien informada.
Eso fue como un chorro de agua fría.
—¿Sorprendentemente? ¿Por qué insistes en verme como una cabeza hueca? Te
ganaba al ajedrez, recuerda.
Él sonrió.
—Sí, pero ¿puedes afirmar que por entonces fueras una interesada consumidora
de información acerca de los problemas sociales y la legislación?
Ella deseó decir que sí, pero habría sido una mentira.
—Ahora estoy realmente interesada. Ponen a trabajar a niños no mucho
mayores que Harry. Eso no puede estar bien.
Él asintió.
—Por eso necesitamos legislación. Hemos introducido leyes para controlar un
poco las fábricas de algodón. Esas son las peores. Los dedos pequeños, dicen, son
más ágiles. ¿Pudin?
A ella no le interesaba comer más, pero se sirvió un trozo del pudin de
mazapán mientras él se servía tarta de ciruelas con bastante nata.
Tomó una cucharadita, sonriéndole.
—Así que estás batallando con eso, lanza en ristre.
—Espero que no me veas como a un don Quijote atacando molinos de viento.
—Sir Galahad, por lo menos. —Dejó a un lado el pudin—. Así, pues, ¿qué otros
griales buscas?
—Nada tan insustancial, espero. —Él también dejó a un lado su plato—.
¿Oporto? ¿Coñac?
—Oporto, por favor.
Cogió la copa de vino color rubí que él le pasaba, comprendiendo, con un fuerte
latido del corazón, que estaba a punto de hablarle de las cosas que más le
importaban.
Él se sirvió coñac en una copa y cortó un trozo del queso Stilton.
—Mi principal interés —dijo— es la reforma del derecho penal. ¿Sabías que hay
cientos de delitos castigados con la pena capital? Es delito digno de la horca provocar
daños al Puente de Londres o cortar un árbol que no sea tuyo. Hace dos años
ejecutaron a un hombre por hacer esto último.
Ella lo miró horrorizada.
—¿Cómo es posible eso?
—Porque es la ley. Me imagino que el hombre era un delincuente común que
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saber a quien se deja entrar y a quien se excluye. Antes no era desgraciada. Ya sabes
que nunca he sido tan seria como tú.
—Pero acabas de sostener tus argumentos en una conversación compleja —dijo
él, levantándose para tirar del cordón para llamar—. ¿Te apetece café o té?
Lo miró sorprendida por su tono indiferente. Ella había creído que estaban
intercambiando pensamientos e ideales, reuniéndose en un plano mucho más íntimo,
pero estaba claro que para él había sido simplemente pasar el rato.
—Té —logró decir.
Entraron dos criadas a llevarse los platos y fuentes y a limpiar la mesa, y al
poco rato volvió Jean con la bandeja con el té. Stephen le pidió que les trajera un
ajedrez.
—¿Ajedrez? —preguntó Laura, pensando si sería correcto alegar cansancio y
retirarse a su dormitorio para escapar. Sólo eran las ocho y unos minutos.
—No es correcto jugar a las cartas en domingo, ¿no lo sabes?
—No recuerdo que fueras tan observante de la corrección. Creo que deseas
jugar a algo en lo que crees que puedes ganarme.
—¿Puedo?
—Casi seguro. Hace años que no juego. —Recordó la última vez que jugó al
ajedrez y pasado un momento se lo dijo—: La última persona con que jugué fuiste tú.
—En ese caso, la última vez que jugaste ganaste.
Jean volvió con el ajedrez y Stephen cogió una mesa pequeña y fue a ponerla
entre los sillones enfrentados junto al hogar.
Ardiendo de frustración, Laura trató de poner toda su atención para volver a
ganarle a Stephen, pero esta vez fue totalmente derrotada.
Cuando terminó la partida, pudo escapar a su dormitorio, confusa y
atormentada por la violencia de la tempestad y el rugido del hambriento mar, pero
más que nada por esa necesidad y deseo que sentía de Stephen, que jamás había
supuesto que sentiría. El deseo no era puramente físico. Esa noche se había dado
cuenta de que, después de todo, podría disfrutar con una vida de cenas tranquilas y
conversaciones políticas junto al hogar, aunque él no daba señales de sentir lo
mismo.
¿Sería solamente por su fea apariencia? Se quitó el disfraz y contempló a
Labellelle en el espejo. ¿Volvería a desearla Stephen cuando fuera hermosa? ¿Lo
desearía ella en esas condiciones?
Se metió en la cama, todavía atormentada por la violencia del viento que hacía
estremecer las vigas de la vieja casa, y por la funda de su almohada, que le susurraba
cosas acerca de la última cabeza que había reposado en ella: la de Stephen.
Ningún tipo de multiplicación le sirvió de nada, así que rogó que al día
siguiente lograran resolver el misterio de HG para poder escapar de la tortura de esa
recortada intimidad.
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Capítulo 31
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Él asintió.
—Veamos que nos trae la mañana y entonces haremos nuestros planes.
Diciendo eso se marchó y ella se llevó la tostada a la ventana para verlo alejarse.
El viento seguía soplando fuerte y él tuvo que sujetarse el sombrero, como todos los
demás hombres. Los sombreros y papalinas con cintas de las mujeres eran mucho
más prácticos, y tal vez el motivo se debiera a que muchas veces las mujeres iban
cargadas con cestas y tenían que ocuparse de los niños, por lo que necesitan las dos
manos.
En la playa había un grupo de niños jugando, persiguiéndose por entre las
algas y maderos arrojados por la tormenta. A Harry le encantaría ese lugar; nunca
había estado junto al mar. Una punzada de dolor le dijo lo mucho que lo extrañaba.
Podría escribirle otra carta, enviarle un dibujo con los efectos de la tormenta. Ya
iba a buscar papel para hacerlo cuando comprendió que era imposible. No tenía por
qué estar ahí. Se suponía que estaba en Redoaks, en el interior.
Le brotaron lágrimas, algunas de ellas de vergüenza.
No la avergonzaba estar ahí tratando de resolver el misterio de HG. Tampoco la
avergonzaban sus pasiones, mientras no sucumbiera a ellas. Pero detestaba mentirle
a su hijo.
Se sacudió la pena, fue a dejar la tostada a medio comer en el plato y entró en su
habitación a buscar su carpeta de dibujo. Ya no había muchas esperanzas de que
alguien reconociera los retratos, pero, ¿qué otra cosa podía hacer?
Buena parte de la mañana transcurrió tal como había supuesto. Solamente el
doctor Nesbitt se le reunió en el salón. Conversando con él se enteró de que era
soltero y le gustaba pasar de tanto en tanto por la Compass para tomarse una taza de
té y también para salir un rato de su casa. Él volvió a admirar sus dibujos pero su
única reacción ante el retrato del primo Henry envejecido fue comentar la suerte que
había tenido el caballero de recuperarse de lo que con toda seguridad había sido una
crisis grave.
Laura decidió modificar un poco el retrato, para hacer parecer menos enfermo a
Henry.
Comenzó a trabajar y de pronto se interrumpió, alertada por ese sexto sentido
que nos dice que alguien nos está mirando. Levantó la vista y vio a Farouk detenido
justo fuera de la puerta del salón. Espantada porque tenía el retrato del joven Henry
a la vista sobre la mesita, trató de mirarlo con una expresión fría, severa, que no lo
alentara a entrar.
Tal vez eso le dio resultado, porque él se giró y salió. Pasado un momento lo vio
alejándose por la calle. ¿Por qué se había detenido a mirarla así? ¿Sus intentos por
entrar en sus habitaciones le habrían despertado sospechas?
¿Estaría en peligro? Si Farouk era el villano que parecía ser, posiblemente no
vacilaría en librarse de una mujer entrometida. Cuando vio a Stephen caminando de
vuelta a la posada, sintió una oleada de placer debida a muchos motivos. Recogió sus
papeles y subió a toda prisa a la salita de estar. Sólo había alcanzado a guardar su
carpeta cuando él entró, con una pequeña caja marrón en la mano y con aspecto de
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probamos?
—¡Sí! Ay —añadió haciendo un mal gesto—. Farouk ha salido, así que no habrá
nada de conversación.
—Maldición. Tienes razón. Pero probémoslo de todos modos. Yo entro en mi
dormitorio, cierro la puerta y recito un discurso. Y tú escuchas a través de la pared.
Entró en su dormitorio, y cuando ella tuvo el lado ancho apoyado en la pared,
oyó que estaba recitando un poema:
Era una estrofa de lord Byron sobre la batalla de Waterloo, de la última parte
publicada de su extenso poema aún no terminado, Childe Harold's Pilgrimage
[Peregrinaje de Childe Harold].
Sobre ellos caen las atronadoras nubes, aquellas que cuando se abren,
amontonada, encerrada.
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ordenadamente su historia y sus planes para que los oigamos nosotros. Ya deben
tenerlo todo muy bien pensado.
Ella tragó saliva, combatiendo los efectos de su voz y de su aliento, que casi le
rozaba la piel.
—Con la única salvedad, de que si Dyer es Henry, no sabe que Farouk pretende
cortarle el cuello por dinero.
Se obligó a ser noble y le pasó el aparato. Cuando cambiaron de lugar sus
cuerpos se rozaron un instante. Él pareció no notarlo.
—¿Oyes algo?
—Ruidos.
—¿Ruidos de muerte?
Él sonrió.
—Noo. Parecen ruidos de dados. No, de piezas de ajedrez. Compró el juego,
recuerda. Farouk le dio a elegir el color y Dyer eligió blanco. Han dejado de hablar.
Laura decidió que la situación le daba permiso para apoyarse en él, con una
mano en el hombro. Él estaba tan hermoso así concentrado, con las facciones
inmóviles, como una estatua clásica perfectamente esculpida.
En Londres siempre llevaba el pelo cuidadosamente peinado. En cambio, ahora
lo tenía revuelto por el viento, y no peinado en ese estilo complicado y artificial que
estaba de moda. Deseó peinárselo con los dedos, echarle atrás un mechón ondulado
que le había caído sobre la sien.
Pasar las manos por su pelo.
Enmarcarle la cara.
Besarlo. Besarlo con toda la pasión que ardía dentro de ella.
Stephen continuaba con los ojos cerrados, como si eso le sirviera para oír mejor,
pero la verdad era que no podía permitir que Laura viera sus emociones. Hacía un
momento ella se había apoyado en él, tocándolo con su cuerpo a todo lo largo del
costado, y con una mano reposando ligeramente en su hombro.
No debería ni haber sentido ese ligero contacto de su mano a través de la tela de
la camisa y de la chaqueta, pero lo había sentido, y lo quemó. Ya se había apartado
un poco. Los separaban por lo menos unos cuantos dedos, y ahora percibía el mundo
más frío. La tentación de girarse y estrecharla en sus brazos casi lo quebró.
Se apartó de la pared, dejó el potenciador auricular sobre la cómoda y le hizo
un gesto a ella indicándole que volvieran a la sala de estar.
—Creo que no van a decir mucho por el momento —dijo—. Dan toda la
impresión de conocerse muy bien desde hace mucho tiempo. No necesitan hablar.
Confieso que me siento decepcionado. A pesar de lo que he dicho, sí que esperaba
que inmediatamente revelaran algo que nos aclarara la situación.
—Tenemos que seguir escuchando.
—Sí, supongo. —Él no podría soportarlo—. Tal vez yo debería poner por obra
tu plan también. —Al ver que ella lo miraba perpleja, añadió—: Una visita al párroco.
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—Ah, eso me pareció ingenioso en ese momento, pero ¿es necesario ahora?
Para él lo necesario era escapar. A ese paso tendría que salir corriendo cada
media hora.
—¿Te importa quedarte vigilando un rato? —le preguntó.
—No, claro que no. Dividir nuestras fuerzas.
—Exactamente. —Cogió su sombrero y sus guantes y se dirigió a la puerta—.
Pero, no olvides, oigas lo que oigas no hagas nada precipitado.
—Stephen.
Él se detuvo en la puerta y se giró, alertado por su tono; su tono severo.
—Stephen, ya no soy una niña. Sé que estos días he actuado así a veces, pero
supongo que era… un regreso a lo que éramos antes. Sólo un juego. —Pasado un
momento, añadió—: No quiero que me trates como a una niña.
¿Y qué quería decir con eso?
—Perdona si te he ofendido.
—Noo, claro que no. Somos amigos, no nos ofendemos por cosas triviales.
Amigos.
—Simplemente quiero decir que debo hacer lo que me parezca mejor. Soy una
mujer adulta, y creo que en todos los aspectos prácticos soy igual que un hombre.
—Me dijiste que no eras una intelectual. Y no sabía que fueras tan radical.
—No sé si lo sabía yo en ese momento. Pero estoy aquí, configurando mi
destino y el de mi hijo, y no estoy dispuesta a cederle eso a nadie. Ni siquiera a ti.
Él no se habría esperado eso jamás. Nunca se habría imaginado que descubriría
en Laura a una mujer así. Había pensado que no podría amarla más de lo que la
amaba, pero eso amenazaba con desplomarlo.
Pensó que debería decir algo elocuente, pero simplemente escapó.
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Capítulo 32
Dyer: ¡Jaque!
Farouk: Debería haber visto eso.
Dyer: ¡Demonio!
Eso lo dijo con admiración, con cariño. Si Dyer era Henry Gardeyne, no tenía la
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Sol. Nueva Gales del Sur,2 la colonia penal, tenía un clima caluroso, ¿no?
Los hombres volvieron la atención al juego y ella dejó pasar los ocasionales
comentarios. Estaba leyendo una y otra vez esas pocas palabras que le destruían la
esperanza.
HG vivió en Inglaterra en otro tiempo, pero ahora estaba más acostumbrado a
un clima caluroso, lo que lo relacionaba con una prisión. Al parecer, habían estado
prisioneros juntos. Ella creía que a Nueva Gales del Sur sólo enviaban a delincuentes
británicos, pero tal vez sólo tuvieran que quebrantar las leyes británicas.
Entonces cayó en la cuenta de una cosa: Farouk habló en un inglés perfecto, sin
el menor acento. Debió educarse en un sitio gobernado por británicos, tal vez en
India, y Stephen le había explicado que en el ejército indio había hombres que
cometían delitos para que los enviaran a Nueva Gales del Sur.
Se llevó la mano a la cabeza. Se le hizo horrorosamente claro que esos dos
hombres eran unos delincuentes que estaban confabulados para realizar una
extorsión, pero ¿cómo se relacionaba eso con Henry Gardeyne? Él no podía haber
acabado prisionero, y no había estado ni cerca de India.
Se quedó inmóvil, con el oído atento. Fue un ruido en la sala de estar lo que
oyó. ¡La sala de estar de ellos!
Se levantó, asustada. ¿Es que Farouk se había dado cuenta de lo que estaba
haciendo y había entrado ahí para atacarla? Y ella, la muy estúpida, se había dejado
2
Nueva Gales del Sur, New South Wales: Australia. (N. de la T.)
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la pistola en su dormitorio.
Dejó el auricular en la cómoda y caminó sigilosa, con el corazón retumbante,
hacia la puerta. La abrió.
Sólo era Jean, llenando la caja de leña. Pero la criada la vio y agrandó los ojos.
¡Ay, Dios! Y ella iba saliendo del dormitorio de su primo.
—Sir Stephen ha salido —farfulló, nerviosa—. Le vi, esto… le vi un roto en su
pañuelo y pensé que podía zurcírselo mientras él estaba fuera.
La criada no pareció impresionada, pero tampoco pareció muy interesada. Tal
vez simplemente supuso que la fisgona señora Penfold estaba metiendo la nariz en
las pertenencias de su primo.
Simplemente para seguir manteniéndose fiel a su personaje, le preguntó:
—¿Le llevas leña al capitán Dyer?
—No, señora. Ese Farouk la va a buscar él personalmente, lo cual es una suerte,
porque gastan muchísima.
—Porque vienen de un clima caluroso, supongo.
—No veo qué tiene de malo un poco del fresco y vigorizador clima inglés.
Según me han dicho, esos lugares calurosos incuban enfermedades.
—Eso parece.
—Y es malo que el capitán esté metido todo el tiempo en su mal ventilada
habitación, señora. El aire de mar hace bien. Todo el mundo lo dice. Espero que les
llegue pronto la carta.
—¿Carta? —preguntó Laura, simplemente para continuar la conversación.
—El capitán Dyer espera una carta, señora. Farouk pregunta por ella todos los
días. Nos ha dicho que le avisemos tan pronto como llegue.
—De la familia, supongo.
De Caldfort, en realidad. Era bueno tener la confirmación de que lord Caldfort
aún no había contestado, aunque si Dyer y Farouk eran los villanos que parecían ser,
ella se inclinaba más por dejar que Jack los asesinara.
Jean se encogió de hombros, indicando ignorancia.
—Tal vez están esperando noticias antes de continuar viaje. Siempre es juicioso
hacer eso, señora. Mi tía hizo todo el viaje hasta Nottingham para visitar a su
hermana, y cuando llegó no estaba, pues se había marchado a Gales.
—Qué confusión. Sí, es muy juicioso esperar.
La criada se marchó y Laura volvió a su puesto de escucha, rogando que el
siguiente diálogo demostrara que sus primeras conclusiones estaban equivocadas.
Llegó justo cuando Farouk decía un claro «Sí».
Siseó de fastidio. Ay, si hubiera oído la pregunta. Pero volvían a hablar. Cogió
el papel.
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F: No falta mucho.
HG: Entonces, ¿París?
F: Ahí no hace más calor, lo sabes.
HG: Entonces Grecia, o Italia. ¿Tú quieres quedarte aquí? Dijiste que era muy
peligroso.
F: Sí, tienes razón, Des. Carolina del Sur, tal vez. O incluso Florida. Me han
dicho que los españoles son acogedores.
HG: ¿Más lejos de la influencia británica?
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hacer eso sería casándose, casándose con un hombre lo bastante poderoso para
invalidar la voluntad de lord Caldfort, ya fuera esta su finalidad del momento o la
manifestada en su testamento, cuando hubiera muerto. ¿Por qué no había visto eso
antes? El padrastro correcto para Harry era su mejor protección, y ahora que
entendía la fama de Stephen, la elección estaba clara.
¿Cómo podría lord Caldfort alegar que Harry aprendería menos viviendo con
Stephen que viviendo en Caldfort? Y cuando él muriera, Stephen sabría cómo
trabajar con los fideicomisarios de Harry para sacar a Jack de esa parroquia, y
encontrarle una mejor, pero lejos, muy lejos. En el norte, cerca de la familia de Emma;
ella se merecía esa felicidad.
Sólo así Harry podría visitar su propiedad sin correr peligro. No era una
solución perfecta, pero podría resultar, sobre todo con la colaboración de los Pícaros.
Seguro que cuando Harry estuviera rodeado por esos protectores poderosos, Jack
comprendería que no sobreviviría si lo asesinaba.
Lo único que tenía que hacer era casarse con Stephen.
Empezó a pasearse nerviosa por el dormitorio, temblando de esperanzas y
dudas. No hacía mucho había pensado que volverse a casar sería imposible. Ahora,
en cambio, lo veía como una necesidad, pero también estaba mal; estaba mal hacer
planes para cazar a un hombre sin importarle que él deseara o no casarse con ella.
Podría seducirlo, claro. Sabía que era capaz, y sabía también que una vez que la
comprometiera, se sentiría obligado por el honor a proponerle matrimonio. Sería
fácil. Sintiera lo que sintiera por ella, no era inmune a la lujuria.
Pero seguía dudando de poder ser una buena esposa para él. Deseaba serlo. Lo
intentaría. Pero no siempre basta con intentarlo.
Le había encantado esa conversación de política con él, pero se conocía. Lady
Alondra seguía revoloteando dentro de ella, anhelando ser libre. No sería feliz
encerrada en una jaula de decoro, pero, ¿lograría él arreglárselas con sus vuelos
altos? Se acordó de otro político, William Lamb, que constantemente se veía puesto
en evidencia por su mujer medio loca, Caroline. Ella no se portaría tan mal como esa
mujer, pero podría ser una carga para Stephen. Cuando él la apodó lady Alondra no
fue su intención hacerle un cumplido.
Pensó en el corto período de tiempo que llevaban ahí. A veces él actuaba de
manera parecida a la de un amante, pero en otras ocasiones sólo como un viejo
amigo. De vez en cuando se mostraba distante e incluso desaprobador. Había
esperado poder explorar eso más a fondo cuando se marcharan, descubrir la verdad
de lo que había entre ellos, pero estando en peligro la vida de Harry no debía darle a
Stephen ninguna posibilidad de escapar.
Jamás había tenido que cazar a un hombre, y jamás había tenido que seducir a
uno, a no ser en sus juegos con Hal. Era lo último que desearía hacer, sobre todo con
Stephen, porque…
Porque era un amigo, y la amistad exige confianza, sinceridad. Había ido ahí sin
imaginar que se pondría en peligro porque ella y Stephen eran amigos. No creía que
los hombres se inquietaran por la posibilidad de ser seducidos o violados, pero tal
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vez deberían.
Se apoyó en un poste de la cama de Stephen y la contempló, viéndola de una
manera totalmente nueva.
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Capítulo 33
Laura volvió a la sala de estar y cerró la puerta del dormitorio de Stephen para
evitar la tentación. Habiendo aceptado que Henry Gardeyne había muerto no le veía
ningún sentido a continuar escuchando a través de la pared. Intentó distraerse con
Guy Mannering, pero ese drama ya carecía de peso. Le trajeron una carta de Kerslake,
pero ni siquiera la abrió. Estaba dirigida a Stephen, pero ella podría haberla leído si
creyera que traía alguna información importante.
De tanto en tanto se levantaba a añadir leña al fuego del hogar, y cuando
comenzó a oscurecer el día, encendió dos velas. Iba constantemente de la ventana a la
chimenea, tratando de no pensar. Pero se estaba haciendo de noche, la hora más
adecuada para la lujuria.
Entonces llegó Stephen.
—Lamento haber estado tanto tiempo fuera; el reverendo Lawgood quería
hablar sobre el sistema Speenhamland.3 ¿Qué te pasa?
¿Tan visible era su estado de ánimo? Era de esperar que sus pensamientos y
planes no lo fueran.
Con sólo verlo le había dado un vuelco el corazón, y en las entrañas. No supo
discernir si eso se debió a un sentimiento de culpabilidad, deseo o a ambas cosas,
pero la estremeció. Sí que lo deseaba, pero el deseo hacía más malvado su plan, no
menos. Preferiría estar planeando hacer un noble sacrificio por un hombre al que no
deseaba.
Logró esbozar una leve sonrisa e hizo un gesto hacia la mesa, donde estaba el
papel en que había escrito el diálogo.
—Hablaron. Está claro que están juntos en esto y que los dos han sido
convictos, probablemente en Nueva Gales del Sur. Dyer no puede ser Henry
Gardeyne.
Stephen comenzó a leer y ella lo observó, rogando que él lograra encontrar otra
interpretación. Pero cuando terminó, la miró muy serio.
—Eso parece. Lo siento, Laura. —Se le acercó y le cogió la mano—. No temas.
Encontraremos otras maneras de mantener seguro a Harry.
Ella sabía que él no se refería a su plan, pero se sintió como si le hubiera leído
los pensamientos.
—Sí, lo sé.
3
Speenhamland system: Normas para procurar alivio económico a los pobres, de lo que se
encargarían las parroquias, adoptadas en gran parte de Inglaterra a raíz de la decisión acordada por
magistrados locales en la Pelican Inn de Speenhamland, cerca de Newbury, Berkshire, el 6 de mayo de
1795. (N. de la T.)
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¿Esta noche?, pensó. Podría ser mi última noche aquí. ¿Qué pretexto tengo para
quedarme más tiempo?
Se liberó suavemente las manos y trató de hablar en tono animado:
—Pero espero saber toda la historia algún día. Esto es exasperante. ¿Con qué fin
se ha inventado esta conspiración ese par? ¿Y por qué «ahora», como preguntó
Nicholas Delaney?
—¿Y quién diablos es Oscar Oris? Eso me corroe. Mi impresión es que todo en
esa carta tiene un significado.
—¿No tiene ninguna relación con convictos ni con las antípodas?
—No, de ninguna manera que yo logre ver, y eso que he estudiado muchísimo
estos asuntos en mis investigaciones sobre el derecho penal. Ah, que se vayan a las
antípodas todos ellos. Ha parado el viento. Salgamos a ver la puesta de sol antes de
cenar. Sin catalejo. Sólo por placer.
A ella le encantó la idea, dado que no había esperado sentirse encantada, y tal
vez podría alentarlo a hacerle una proposición, en lugar de forzarla. Pero una mirada
en el espejo, cuando fue a ponerse la papalina, le produjo grandes dudas. La
seducción tendría que dejarla para la noche, cuando pudiera ser Labellelle.
Aún así, encontró maravilloso estar fuera, inspirar el aire fresco y salino del mar
caminando por la playa, admirando el último retazo de sol poniente, que brillaba
como fuego en lugar de gris. Un sol poniente que daba un color rojo sangre a las
agitadas olas.
Cerró los ojos e inspiró.
—Tal vez el aire de mar es verdaderamente sanador —comentó.
—Ahora que ha pasado la tormenta.
Ella se giró a mirarlo.
—Benigno y destructivo. Dos aspectos de lo mismo.
Como el amor, como el deseo, como dos cuerpos retorciéndose en una cama,
pensó. Intentó interpretar cada una de sus miradas y palabras, tratando de ver sus
verdaderos deseos, y sus puntos vulnerables. Él era un misterio para ella, pero lo
deseaba más y más, momento a momento.
Continuaron caminando por la orilla, simplemente evitando el eterno vaivén
del mar. Como un amante apasionado lamiendo la piel o los lugares secretos. Tragó
saliva, intentando dominar la oleada de conciencia sensual, pero sintiendo subir el
rugido del mar desde sus zapatos, hacia arriba, arriba.
El único contacto entre ellos eran sus brazos cogidos, el único contacto
permitido entre una mujer achacosa y su acompañante. Deseaba girarse y echarse en
sus brazos, imitar al mar besándolo, lamiéndolo, y eso nada tenía que ver con un
deseo maternal.
—Será mejor que volvamos —dijo él, dándose media vuelta, hablando como si
sólo fueran una inválida y su acompañante.
Ya se había ocultado el último trozo de brillante sol, oscureciendo el cielo y
llevándose la pasión del mar, pero eso no sirvió de nada para calmarle lo que sentía.
Aunque él no compartía sus deseos. Eso era evidente.
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«Ningún problema.»
Mientras iban subiendo la ligera pendiente hacia el paseo marítimo, Stephen
deseó destrozar algo o besarla violentamente; deseó arrodillarse y suplicarle que se
casara con él, ¡con él! Pero ella no captaba ninguna de las insinuaciones que él le
hacía, y no deseaba insistir en el asunto en ese momento. Ni en ese momento ni en
ese lugar, donde ella estaba confiada a él, a su cuidado. No debía hacerlo ahí, donde
ella no tendría manera de escapar si su proposición nuevamente le causaba
azoramiento.
Quizá le dijera que ya no quería vivir en Londres, donde su trabajo le exigía
vivir la mayor parte del año.
—Tal vez me gustaría volver a vivir en Londres —dijo ella entonces, lo que le
obligó a pensar si no habría expresado en voz alta sus pensamientos—. Si tuviera a
Harry conmigo y una casa elegante.
Él no podía ofrecerle el pináculo de la sociedad ni un título de nobleza, pero sí
una vida elegante. Pero antes que lograra encontrar las palabras para una respuesta
adecuada, ella continuó:
—En cuanto a lo de casarme, me tomo muy en serio el asunto de darle el
padrastro perfecto a Harry.
—¿Y quién sería ese padrastro perfecto?
Ella lo miró, pero en la creciente oscuridad él no logró verle la expresión, ni
siquiera a la tenue luz que arrojaban las ventanas de la posada.
—Lógicamente un hombre que tenga el poder suficiente para desautorizar a
- 193 -
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lord Caldfort y evitar cualquier amenaza por parte de Jack. Alguien que sea capaz de
luchar por el bienestar de Harry, pero que también sea capaz de amarlo, de ser un
verdadero padre. Y —añadió, hablando con una extraña rebeldía—, un hombre que
tenga dinero suficiente para apoyar el nuevo vuelo de lady Alondra. Si me voy a
Londres, sólo puede ser para volar.
Él no entendió su tono y eso lo amilanó. ¿Es que había adivinado sus
sentimientos y quería advertirle que no le convenía repetir esa tontería?
—Sólo un tonto desearía enjaular a una alondra —dijo, y abrió la puerta de la
posada para que ella entrara.
Pasado un momento, cuando entró en su dormitorio, Laura cerró las manos en
sendos puños. Stephen se había vuelto frío como el mar al oírla hablar de lady
Alondra. ¿Por qué, por qué había obedecido al impulso de querer ser sincera? ¿Por
qué él no había captado sus insinuaciones con respecto a lo del matrimonio?
Se sentía desgarrada por dentro. Ella era la madre de Harry, y necesitaba a sir
Stephen Ball como un arma, cebada y cargada. Pero al mismo tiempo era su amiga,
una amiga que ahuyentaría a cualquier mujer que deseara utilizarlo como deseaba
utilizarlo ella. Era una mujer mala que lo deseaba, y al cuerno con el honor y la
sensatez.
Y esa noche debía decidirse, y actuar.
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JO BEVERLEY LA ALONDRA
Capítulo 34
4
Scarred Boris: Boris el de la Cicatriz. (N. de la T.)
5
Rascal: Pillo, pícaro. (N. de la T.)
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JO BEVERLEY LA ALONDRA
pueden.
—Pero tiene que ser. No puede ser una coincidencia.
—Por lo menos tiene que haber una historia detrás de esto. La historia con la
que quieren engañar a lord Caldfort.
Ella vio al instante lo que él quería decir, pero no deseaba que fuera cierto.
—Ya vuelves a ser sensato —se quejó—. Es posible, lo concedo, pero es
igualmente posible que Henry Gardeyne haya estado esclavo, ¿verdad? Al fin y al
cabo, ¿para qué Farouk y Dyer, o quien quiera sea, iban a hablar de libertad, sin saber
que alguien los estaba escuchando, a no ser que fuera cierto?
—Como tú dijiste, ¿convictos?
—¿Que se han escapado de Nueva Gales del Sur?
—O cumplieron su condena y han vuelto.
—Me cuesta imaginarme a Farouk como un convicto, pero lo pensaré después.
Por ahora, supongamos que cuando el Mary Woodside se hundió, Henry Gardeyne no
se ahogó, y que fue capturado por los corsarios. Tal vez pidieron un rescate y no se
pagó.
—¿Su amante padre?
Ella frunció el ceño.
—No, eso es imposible. Al parecer quedó tan destrozado por la muerte de su
hijo que eso apresuró su muerte. Pero podría haber alguna explicación.
Él le cogió la mano.
—Sé que deseas creer eso, Laura, pero permíteme que haga de abogado del
diablo. Si, por desgracia, Henry Gardeyne estuvo esclavizado en Argel durante casi
diez años, cuando lo liberaron podría haber exigido todo tipo de servicios y
comodidades a la armada. Lo habrían traído a Inglaterra en el mejor y más rápido de
los barcos y tratado como una celebridad por todo el país.
Ella lo miró arrugando la nariz.
—Y en lugar de eso se embarca furtivamente en un barco de contrabandistas
con sólo un criado árabe. Aunque Farouk podría ser argelino, no egipcio.
—Pero en ese caso, es más probable que Dyer, o Henry o quien sea, haya sido
criado de él. ¿Y por qué un argelino, uno educado, puesto que habla y escribe en
buen inglés, se toma tanto trabajo para traer de vuelta a su esclavo a Inglaterra?
Además, ¿por qué no lo entrega sencillamente a lord Exmouth, como debería hacer?
—El diablo tiene un excelente abogado en ti —suspiró Laura—. No tiene
ninguna lógica. Pero tampoco tiene mucha lógica como engaño. ¿Por qué el educado
Azir Al Farouk entra furtivamente en Inglaterra para intentar una extorsión bastante
débil?
Stephen lo pensó un momento.
—La pérdida de sus esclavos ha sido un fuerte golpe financiero. Conoció a
Henry Gardeyne. Sí, voy a elucubrar con la idea de que Henry sobrevivió al
naufragio el tiempo suficiente para acabar en poder de los corsarios. En realidad,
Farouk lo compró, y estaba a punto de pedir rescate cuando Henry murió. Lo borró
como a una pérdida, pero en su actual situación lo recordó, y recordó también
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algunas de sus pertenencias, con las que podía probar su derecho a hacer la
reclamación. Encontró a un hombre parecido a Henry y lo trajo aquí con el fin de
sacarle dinero a lord Caldfort.
—Eso tiene lógica —dijo ella—, pero también la tendría si Hache Ge fuera
Henry, ¿verdad? No, porque entonces habrían pagado rescate por él. Además, todos
dicen que Dyer es muy blanco. ¿Cómo podría estar tan blanco después de diez años
en Argel?
Él le apretó la mano.
—Lo siento, pero creo que lo único que hemos descubierto es la explicación que
se oculta tras la extorsión. Tal vez con la carta venía un mensaje adjunto exponiendo
esto a tu suegro.
—Y si lord Caldfort paga, Farouk le informará que ha cumplido lo que ofrece y
él con su cómplice se irán a Carolina del Sur o donde sea. Ay, Dios, tal vez de verdad
tiene la intención de matar a su víctima y dejar el cadáver para que lord Caldfort lo
encuentre.
—Tal vez ahogado. Eso hace más difícil la identificación.
—Me niego a sentir compasión por el granuja —dijo Laura, aunque sí lo
compadecía; Farouk parecía tan fuerte y Dyer tan débil—. ¿Crees que de verdad es
un inválido?
—¿Qué? ¿Es que quieres rescatarlo? Dudo que colabore.
Laura cayó en la cuenta de que se había dejado llevar a aceptar la peor
posibilidad, no la mejor.
—No renunciaré hasta estar segura. Imagínate que sea Henry y lo dejamos a
merced de Farouk o de Jack. Sí, si Dyer es Henry, debería haberse presentado a lord
Exmouth, etcétera, pero se ha pasado diez años como esclavo. Ha sufrido castigos
horribles, y está herido o lesionado de alguna manera. Tal vez Farouk se ha hecho
amigo de él y lo ha convencido de que regresar de esa manera discreta es mejor que
ser, como has dicho, tratado como una celebridad por todo el país.
Él cogió el papel y lo arrugó entre las manos hasta hacerlo una bola; eso era
algo que hacía siempre cuando tenía dificultad para tomar una decisión.
—Tú quieres que sea así, pero las pruebas no apuntan hacia eso.
—Tengo que estar segura. Puedo permitirme quedarme aquí un día más. En el
caso de que lord Caldfort se lo haya dicho a Jack y este se haya puesto en marcha esta
mañana, no llegará hasta mañana a última hora.
Él asintió y lanzó el papel justo al centro del fuego del hogar.
—Muy bien. De todos modos, seguimos necesitando una manera de comparar a
Hache Ge con ese retrato. Una cosa aparentemente tan sencilla nos frustra.
—Podríamos prenderle fuego a la posada —dijo ella, y al instante levantó una
mano—. Lo sé, ni siquiera lo considero una posibilidad.
—Me estás haciendo considerar la posibilidad de provocar una buena
humareda. Pero no, es muy arriesgado. Podríamos intentar forzar la cerradura.
—¿Sabes hacerlo?
—Sí —sonrió él.
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Él sonrió.
—Lo cual no es exactamente lo mismo.
Ella no sabía qué decir. Si podía creérselo, ¿y por qué no?, era todo lo que
necesitaba y deseaba.
Si sólo pudiera estar segura de que sería la esposa adecuada para él. No dudaba
de sus palabras, pero había visto a muchos hombres elegir esposa por el deseo y
luego encontrarse con el desastre.
—A veces no sé si te gusto —le dijo.
—Ya hemos hablado de eso. Me gustas.
—Pero ¿me amas? —Agitó la cabeza—. No debería preguntarte eso.
—No veo por qué no. —Cogió su olvidada copa y bebió un trago—. Estoy
resuelto a ser absolutamente sincero. No sé bien qué es el amor, Laura. Te deseo. A lo
bruto, pero es así.
Tan a lo bruto que a ella le dolió.
—¿Deseas poseer a Labellelle?
Él lo pensó.
—Solamente en cuanto que ella es tu lado externo.
Eso estaba mejor.
—No soy seria en absoluto.
—Creo que puedes ser muy seria. Si no, seguro que yo puedo ser serio por los
dos.
Ella negó con la cabeza.
—No creo que seas serio. Es decir, lo eres, pero no demasiado serio. —Se
levantó y se alejó de la mesa—. No logro encontrar las palabras correctas.
—Sensación con la que estoy muy familiarizado.
Ella notó que él continuaba sentado, lo cual era de mala educación, pero era lo
correcto.
—Podrías decirme lo que piensas de mí, qué soy para ti —dijo él entonces—.
Creo que somos amigos. Creo que nos tenemos confianza, disfrutamos de la mutua
compañía. Pero necesitamos que haya algo más que eso entre nosotros.
¿Absolutamente sincera? Podía decirle que estaba de acuerdo en que eran
amigos. Podía decirle que lo deseaba tanto como él a ella, físicamente, su cuerpo
unido al suyo. Podía decirle que lo deseaba como marido para que protegiera a su
hijo.
Pero presintió que en ese momento no era necesario decir ninguna de esas
cosas. Afortunadamente había esperanzas de que HG fuera Henry Gardeyne, y no
necesitaba traicionar la confianza de él. Tal como estaban las cosas, en ese momento
estaba tan tensa que no fue capaz de aclarar su mezcla de necesidad, deseo y miedo.
Ya había tenido la experiencia de un matrimonio impulsivo, insatisfactorio, y
deseaba más, en especial para Stephen.
Se giró a mirarlo.
—No lo sé. Es más que amistad, créeme. No te veo como a un hermano. Pero…
—extendió las palmas abiertas, sin saber qué decir—. No hay ninguna prisa,
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—¡No! —exclamó.
Él le puso un dedo sobre los labios, pero ella vio el sufrimiento en sus ojos. Le
cogió la mano y se la besó.
—No, no estoy ofendida —musitó con la boca en su mano—. No, no me ha
disgustado. Me ha gustado demasiado. Como a ti.
—Buen Dios, sí. Ven a mi cama, Laura. Eso me gustaría más aún.
Ella se rió sobre su mano, y apoyó la mejilla en ella.
—No debemos.
—Sabes que deseo casarme contigo.
—Por eso mismo. Si hacemos el amor, quedaremos comprometidos. —Antes
que él pudiera hacer el comentario obvio, dijo—: No puedo creer que sea yo la que
esté predicando moderación, pero lo estoy. El deseo no basta, Stephen, ni siquiera un
deseo tan potente como este. Podría no ser la esposa que necesitas.
—¿No tengo voz ni voto en esto?
—Sólo la mitad. ¿De verdad me conoces?
—Creo que sí.
—Sigo siendo lady Alondra.
—¿Sí?
Curioso que la tristeza pudiera hacerla sonreír, pero sonrió apenada. Volvió a
besarle la mano y se la soltó.
—Necesitamos tiempo. Tenemos tiempo. Podemos besarnos y hacernos
arrumacos de la manera habitual, para estar seguros antes de establecer
compromisos.
Él no dijo nada y se hizo el silencio, sólo roto por el parejo tic tac del reloj y el
inacabable murmullo del mar.
—Tienes razón —dijo él al fin—. No puedo creer que seas tú la que predica
moderación. Probablemente eso significa que tienes razón en otros sentidos; que tus
sentimientos no sean tan profundos, que no estén tan comprometidos como los míos.
Ella podía haber protestado, se sentía como si se le estuviera rompiendo el
corazón, pero sabía a qué llevaría su protesta. Sólo había una manera de poner fin a
eso.
—Buenas noches —dijo, y se retiró a su dormitorio.
Una vez ahí, se sentó a pensar, aunque no le sirvió de nada. A saber a quién
deseaba Stephen cuando fue a Caldfort; pero seguro que ahora deseaba a la mujer
capaz de discutir de filosofía y leyes.
Creía que lady Alondra era una persona del pasado.
Sin embargo, ella no pensaba que eso fuera cierto, ni sabía si deseaba que lo
fuera, por lo tanto, tenía que continuar siendo fuerte.
Stephen miró las fuentes y platos todavía sobre la mesa; sobras, restos de salsas
con la grasa ya fría, blancuzca. Asqueroso; una buena representación de sus
esperanzas. Por un momento, cuando se estaban besando, creyó tener el cielo en sus
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Capítulo 35
La luz del sol despertó a Laura en la última jornada que pasaría en la Compass.
Ocurriera lo que ocurriera ese día, ella debía marcharse a primera hora del siguiente.
Quizá llegara Jack, pero aunque no lo hiciera, debía volver a casa.
No lo deseaba. Ah, sí que quería estar de vuelta con su familia y suspiraba por
Harry, pero no deseaba que acabara ese tiempo especial con Stephen. Aun así tenía
que acabar, si no, se arrojarían de cabeza al desastre. Varias veces durante la noche
había tenido que resistir la tentación de ir a su dormitorio, a saborearlo, acariciarlo,
sentirlo, a arder con él.
Y atarlo.
Se preparó para el día, tratando de armarse contra la locura, ansiando y
temiendo el próximo encuentro entre ellos, pero cuando entró en la sala de estar, él
no estaba. Los restos de su desayuno reemplazaban los restos que dejaron de la cena
la noche anterior, y en el puesto de ella había una nota.
La cogió, pensando que era la primera carta que recibía de él. Parecería
absurdo, pero él nunca le había escrito desde el colegio ni de la universidad. ¿Para
qué?; le contaba todas las novedades durante las vacaciones y festivos. Cualquier
mensaje que le llegara de Ancross era de Charlotte. Y después de su matrimonio
dejaron de llegarle.
Sostuvo el papel en las manos como si fuera algo precioso, tentada de guardarlo
como un tesoro. Pero simplemente lo arrugó entre las manos y lo lanzó al fuego. Le
elevó el ánimo verlo caer exactamente en medio de las llamas. Sonriendo irónica para
sus adentros, llamó para que le trajeran el café, y se sentó a comer.
Cuando terminó, se acercó a la pared a escuchar. Resolver los anagramas le
había dado motivos para creer que Dyer era Henry Gardeyne, pero necesitaba tener
la certeza; pruebas. ¿Era necesario rescatarlo de Farouk o no? En realidad, le
encantaría oír algo que le aclarara la situación y la orientara respecto a qué debía
hacer.
Al instante comprendió que estar en el dormitorio de Stephen era peligroso. Los
olores de su jabón y de él los sentía con igual intensidad, si no más. El solo hecho de
ver su cepillo y su peine le atizó los deseos, y tocó su libro simplemente porque él
debió de haberlo sostenido entre sus manos esa noche. Pero cuando miró el título
descubrió que era un informe encuadernado de un comité que estaba investigando
las cárceles del país. No debía obviar lo que él era.
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La silla seguía junto a la pared, así que se sentó a escuchar con el auricular.
Estaban hablando. Se sentó más derecha, fastidiada por no haber traído papel y lápiz,
pero entonces se dio cuenta de que sólo se oía una voz, la de HG, y estaba recitando:
Reconoció una estrofa de El corsario. Sin duda estaba leyendo el ejemplar que
compró Farouk, según descubriera Stephen.
Continuó escuchando, disfrutando del relato de la desesperada batalla para
volver a los barcos. No tenía ninguna otra cosa que hacer, y HG leía
sorprendentemente bien.
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—Y sabes usarla, sí. Pero no hagas nada temerario. —Levantó una mano—. Lo
comprendo. Pero preferiría no encontrarme con tu cadáver cuando vuelva, ¿sabes?
—Y yo preferiría que no me trajeran tu cadáver, así que cabalga con cuidado.
Supongo que la ruta va por los acantilados.
Él apretó los labios y luego los relajó en una sonrisa.
—Muy bien, pero yo no estaré en compañía de villanos.
—Dudo que yo vaya a estarlo, pero si veo una oportunidad de ver a Hache Ge,
la aprovecharé. Pero con cuidado. Con mucho cuidado.
—Como quieras —suspiró él. La atrajo hacia sí y le dio un rápido beso—.
Cuídate.
Acto seguido pasó por su dormitorio y salió por la puerta de ahí. Pasado un
rato ella lo vio alejarse montado en un caballo que debió alquilarle a Topham. El
caballo no era tan magnífico como el que llevaba cuando viajaron juntos al marcharse
de Caldfort, pero de todos modos ella disfrutó observándolo.
Cuando él se perdió de vista, entró en su habitación y sacó su pistola. Su
sencillo vestido tenía unos bolsillos que caían bajo la falda y puso la pistola en uno de
ellos, pero como pesaba mucho, la metió en su ridículo y se lo llevó con ella.
Fue a escuchar a través de la pared, pero sólo oyó silencio. Ya se estaba alejando
cuando sonó un fuerte estampido que la hizo pegar un salto. Miró hacia la pared.
¿Un disparo?
Sólo había disparado al aire libre, por lo que no sabía cómo sonaría un disparo
en una habitación contigua, aunque el sonido no le pareció de disparo. Fue más
parecido al golpe de un mazo sobre una mesa. ¿Un cuchillo sobre un tajo?
No podía desentenderse de eso. Fue a abrir la puerta que daba al corredor,
asomó la cabeza, y se encontró ante los oscuros ojos de Azir Al Farouk. Una rápida
mirada le dijo que no llevaba manchas de sangre.
Consciente de que al verlo había hecho un gesto de sorpresa, lo aprovechó.
—¡Ah, señor Farouk! —exclamó, con una mano en el pecho—. Me pareció oír
un disparo… ¿Todos están bien?
—¿Un disparo, señora? No he oído ningún disparo.
—¿Un ruido fuerte, entonces? ¡Fue muy alarmante! Me pareció que venía de las
habitaciones del capitán Dyer.
—Ah. He matado una cucaracha con una de las botas de mi amo.
Seguro que eso era un cuento.
—Ah, comprendo. Debe disculparme.
—No, señora, usted debe disculparme a mí por haberla perturbado.
Diciendo eso, le hizo una venia, con austera amabilidad, y continuó su camino.
Laura siguió en la puerta, observándolo. Le había hablado con un acento mucho
más marcado que cuando ella lo oyó por la pared. ¿Por qué? ¿Para qué hacer esa
farsa? ¿Para disipar sospechas?; los ingleses se inclinaban a creer que los extranjeros
eran menos inteligentes que ellos. Eso la incitaba más aún a descubrir la verdad.
Echó a andar por los crujientes tablones del corredor y golpeó la primera
puerta. Nada, ni el más mínimo sonido. ¿Sería posible que Farouk hubiera recibido la
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Capítulo 36
El primer y demoledor pensamiento que pasó por la cabeza de Laura fue que
ese no era, y no podría ser jamás, Henry Gardeyne.
El segundo fue que estaba herido y que se había arrastrado hasta la puerta para
pedir auxilio.
El tercero fue que no, pues no se veía sangre, aunque ese joven era
verdaderamente un inválido que había agotado todas sus fuerzas al caminar hasta la
puerta. Estaba aferrado a ella como un desesperado.
Al instante le pasó un brazo por la espalda, agradeciendo que fuera más bajo
que ella.
—Mi estimado señor, ¡cuánto lo siento! Permítame, por favor, ayudarlo a volver
a su silla.
La silla estaba junto a la mesa, sobre la que había cartas dispuestas para un
solitario.
—Le ruego que me disculpe por haberle hecho levantarse, señor —dijo
sinceramente cuando llegaron a la mesa y él se pudo afirmar—. Simplemente me
preocupé porque oí un ruido muy fuerte.
El joven se sentó haciendo un gesto de dolor.
Demasiado joven. HG no podía tener los treinta años que tendría Henry
Gardeyne. Y por si eso fuera poco, no se parecía a él absolutamente en nada. Las
facciones de Henry Gardeyne a los veinte años eran de fina estructura ósea, pero no
tan delicadas como esas. Tenía el pelo castaño, sí, pero el de HG era más claro, de un
color miel oscuro, y bellamente ondulado.
Lo que hacía todo más imposible aún eran los ojos, de un azul claro como un
cielo de verano. Normalmente los ojos Gardeyne eran castaños, y en el retrato de
Henry aparecían oscuros. Un pintor podía tomarse libertades, pero no hasta ese
extremo.
Él cambió de posición en la silla, haciendo otro gesto de dolor.
—Lamento que el ruido la haya inquietado, señora. Sólo fue Te… Farouk, al
matar una cucaracha. Detesta a esos bichos.
Laura notó que se sentía angustiado y nervioso, y eso le extrañó, ya que estaba
claro que participaba en la conspiración. Al fin y al cabo había podido abrir la puerta,
por lo que no estaba encerrado. ¿Se temería un castigo? La expresión del joven
apelaba a sus instintos protectores.
Rápidamente hizo unos cuantos análisis.
Hablaba bien, pero no con la pronunciación culta de un hombre de alcurnia.
Tenía un ligero acento, pero no logró localizar de qué región. No tenía la apariencia
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de un oficial del ejército, pero en realidad no debía hacer ese juicio. La guerra podía
volver débiles a hombres fuertes.
De todos modos, fuera quien fuera, no era Henry Gardeyne.
Eso era el fin de sus esperanzas.
—¿Señora? ¿Se siente mal? Siento mucho que se haya alarmado.
Ella pensó que de todos modos debería intentar descubrir qué pasaba, aunque
sólo fuera por lord Caldfort. Y por Harry; si esos delincuentes tenían éxito en lo de la
extorsión, las diez mil guineas saldrían de su herencia. Se sentó, recordando que
debía ser la achacosa señora Penfold, personaje que se le escapó cuando lo ayudó a
caminar hasta la silla.
—No, no, señor. Bueno, sólo un poco. Ahora estoy mucho mejor. Qué triste
estar tan enfermo siendo tan joven, capitán Dyer. ¿Una herida de guerra?
Él pestañeó, nervioso.
—Fiebre. Y un accidente. Me estoy recuperando.
—Veo que está haciendo un solitario. Es un agradable pasatiempo, pero con el
tiempo se hace tedioso. ¿Le apetece jugar a algo? ¿Al casino, tal vez, o al cribbage?
Él miró hacia la puerta y ella comprendió que estaba preocupado por el regreso
de Farouk. No podía hacerle eso.
—Perdone que haya venido a molestar, capitán. ¿Prefiere que me vaya?
Hizo ademán de levantarse, y entonces él dijo, casi tímido:
—No, si no le importa. Sí que es tedioso estar aquí, y querría aprender algo más
de… cosas. He estado muchos años en el extranjero, ¿sabe?
Ella entendió por qué Farouk lo mantenía en sus habitaciones. Era fatal para
mentir. Entonces recordó que podría haber sido un esclavo en Argel, pobre hombre.
¿Y luego llevado hasta allí para simular que era Henry Gardeyne? Al que ni
siquiera se parecía.
Y estaba claro que no había hecho ningún trabajo pesado últimamente ni vivido
bajo un sol abrasador. La piel de su cara era tan blanca y delicada como la de la
beldad más exigente, y la de sus masculinas manos, igual de tersa y suave.
Sencillamente tenía que resolver ese enigma.
Volvió a acomodarse en la silla y puso su pesado ridículo sobre la mesa, cerca.
—El aire suele ser muy insalubre en el extranjero —cacareó—. Pero claro, usted
no puede haber estado en el trópico, señor. —Al ver que él la miraba asustado,
añadió—: No está tostado por el sol, señor. Mis dotes de observación son mi orgullo.
Él sonrió, y a ella le pareció que era para reprimir la risa por su idiotez.
Ocultaba los ojos con los párpados entornados.
—No, nada de sol.
—¡Un clima helado! —exclamó ella—. Es igualmente dañino. El clima de
Inglaterra es ideal porque es «templado», ¿sabe? Evita los extremos tropical y ártico.
¿Recibe buen tratamiento aquí, capitán? Tengo entendido que en Draycombe hay
muchos médicos excelentes.
—Ah, Farouk cuida de mí.
Laura frunció los labios.
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—Su criado del turbante, sí. Pero, perdóneme, señor, una constitución británica
exige un médico británico. Aquí he conocido a uno muy simpático. Creo que le envió
un tónico.
Haciendo otro leve gesto de humor, él apuntó hacia una botella de vidrio
oscuro que estaba sobre el aparador.
—Farouk no se fía de eso. Yo lo olí, y huele horroroso.
Laura adoptó la expresión severa de la institutriz que tenía en Merrymead
cuando era niña.
—Cuanto mejor es un remedio, peor es su sabor, señor.
—Farouk dice que por eso los médicos los hacen saber tan mal.
Farouk dice, Farouk dice. No, ese joven no había sido jamás un oficial. Daba la
impresión de que acababa de salir del aula, aun cuando parecía tener la misma edad
que ella.
—Además —continuó él—, los médicos dicen que sólo necesito reposo para
reponerme. Es condenadamente aburrido. —Se ruborizó por la palabrota—. Perdone,
señora.
Ella agitó la mano enguantada.
—Oh, soy indulgente con un galante soldado, señor. Me parece que no me he
presentado, ¿a que no? Soy la señora Penfold, viuda, ¿sabe? Estamos en una situación
similar, porque he venido aquí por mi salud, aunque me temo que no tengo ninguna
excusa noble para mis achaques. Desde la muerte de mi amadísimo marido he estado
muy mal de los nervios, así que mi querido primo se ofreció a acompañarme aquí
durante un tiempo corto. Si me va bien, podría tomar habitaciones…
Y así continuó un rato, explicándole planes ficticios para su recuperación, hasta
que vio que él se relajaba.
Era el momento de fisgonear.
—Así, pues, señor, ¿qué me dice del señor Farouk? Qué apariencia tan
interesante. ¿Es indio, ha dicho?
Muchas veces un error consigue una verdad. Resultó.
—No —dijo él. Guardó silencio un momento—. Es… esto… egipcio.
—¡Egipto! El país de moda, señor, está haciendo furor. Pirámides, cocodrilos, y
la esfinge. ¿Estuvo en un puesto en Egipto? ¿Así fue como él entró a su servicio? Ah,
no, ha dicho otro lugar. Rusia.
Esta vez el truco del error no le dio resultado.
—Tal vez podríamos jugar a las cartas, señora Penfold. No conozco los juegos
que mencionó, pero me gustaría aprender.
Era evidente que con eso quería distraerla, pero le brillaban de interés los ojos.
Y eso presentaba un nuevo enigma. ¿No sabía jugar al casino? Se jugaba en todas las
casas, incluso los niños en las escuelas.
Vaciló. Si se quedaba más rato, seguro que Farouk la sorprendería ahí, pero,
¿importaba eso? De todos modos HG le diría que ella había estado ahí, y su pretexto
seguiría siendo válido. En realidad, era menos riesgo que la sorprendieran ahí
jugando inocentemente a las cartas con el inválido, que si se marchaba después de
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Capítulo 38
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ventanas de la primera planta de la Compass, no por si veía a Dyer, sino por si veía a
Laura. Incluso deseó tener consigo el catalejo. Una locura, pero, en circunstancias
normales, una locura de lo más deliciosa.
No podía perderla. En un universo bueno y justo, no podía volver a perderla.
Todo en Laura le era precioso. Su manera de girar la mano, el contorno de su
espalda, ese omnipresente perfume, tan sutil y mágico a la vez. Su chispeante risa.
Aunque no se reía bastante, y él no creía que eso se debiera simplemente a esa
situación.
Él podría volverla alegre como una alondra.
Podría seducirla.
A pesar de su resolución, la idea le volvía una y otra vez, envolviéndose en
colores falsos. La salvaría de cometer otro error, con lo que a él se le haría más fácil
proteger a su hijo.
Pese a la fama de mujer algo alocada que tenía lady Alondra, él sabía que ella
no era de las que se tomaban a la ligera una relación íntima; si hacía el amor, pensaría
que debía casarse con el amante. Incluso podría quedar embarazada, lo cual
remacharía y decidiría todo.
Injusto; no ético; vil. Pero ¿qué importancia podía tener eso, en realidad, cuando
estaba claro que ella lo deseaba también? ¿Cuando eran viejos amigos y estaban
encantados en la mutua compañía?
—Ssss —musitó, viendo a la serpiente en sus pensamientos y tratando de
aplastarla para olvidarla.
Laura vio a Stephen detenerse fuera de la posada King's Arms y que Farouk
continuó caminando. Lo vio comprar un diario y leerlo, y luego bajar hasta la playa.
Deseó estar ahí con él, cogida de su brazo, inspirando el aire marino, caminando a su
lado.
Se acordó de desviar la vista de él para mirar el resto del escenario por si veía
alguna amenaza o peligro para ella o para él. No vio a Jack ni a Farouk.
Después se fue a escuchar a través de la pared. Aun cuando eso ya no tenía
ningún sentido, simplemente necesitaba estar en la habitación de Stephen.
De ninguna manera iba a repetir la tontería de antes desordenando la cama,
pero no lograba dominarse del todo. Recorrió la estancia, explorándola con los ojos y
de tanto en tanto con las manos. Su maleta, de sencilla piel, ya desgastada por el uso,
y con una pequeña placa de latón en la que estaba grabado su nombre.
Su abrigo, colgado de un gancho en la pared, áspero al tacto, de un delicioso
olor al aspirarlo, aun cuando olía principalmente a lana.
Ese libro en la mesilla de noche, con la página marcada por una tira de tela cuyo
bordado, estaba claro, lo había hecho una niña. Una de las hijas de Charlotte, sin
duda.
En el lavamanos estaba su cepillo, su peine y sus útiles para afeitarse. Afeitarse
era algo tan masculino que siempre le había encantado. A veces le gustaba mirar
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círculo y poco a poco se iba reduciendo el diámetro de giro hasta que el peso se
quedaba quieto en el centro.
Era una fuerza de la naturaleza, muy parecida a la fuerza que la llevó de vuelta
a la cama de Stephen, a tocar la suave madera, la áspera lana, la firme almohada; una
fuerza que le dirigió la mente a pensar en lo que ella y Stephen podrían hacer ahí, y
en las consecuencias…
Cayó en la cuenta de que alguien estaba golpeando a la puerta. ¡La puerta de la
sala de estar!
Entró corriendo en la estancia, pero se detuvo antes de abrir.
—¿Quién es?
—El señor Topham, señora. Ha venido una mujer que desea hablar con sir
Stephen. Una mujer con un niño.
Dado lo que había estado pensando de Hal, al instante pensó que no fuera una
amante de Stephen embarazada. ¡Qué complicación más divertida en esos
momentos! Y la idea le dolió, aun cuando no se imaginaba que él hubiera vivido
como un monje.
Abrió un pelín la puerta. Al menos esa actitud indecisa iba bien con la señora
Penfold.
—¿Quién dice qué es?
—Dice ser la señorita Capuleto, señora —contestó él, con aspecto preocupado
—. No sé si es lo que parece, señora. Llegó en la carreta de Tad Whipple. Y puesto
que sir Stephen salió… Pero insiste mucho, y habla como una dama.
Adinerada, sin duda. ¿Qué hacer?
De pronto tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir una exclamación.
¿Capuleto? ¿Montesco y Capuleto? ¿Juliet?
—¡Ah, sí! —farfulló, abriendo la puerta de par en par—. Sé quién es. Hágala
subir, por favor. Y envíenos té. Seguro que necesita algún refrigerio.
Él enarcó las cejas, pero se marchó. Laura habría bajado corriendo con él, pero
se obligó a esperar. Juliet. ¿Vendría con Harry? ¿Qué habría ocurrido? Jack estaba
ahí, no en Merrymead fraguando asesinatos.
Juliet no tardó en subir, con Harry dormido en los brazos.
Laura lo cogió, y habría llorado de alivio. Por suerte estaba durmiendo, porque
si no, seguro que habría gritado «¡Mamá!».
Juliet se veía agotada, y por un momento la miró atónita al ver su apariencia.
—¡Mi pobrecilla! —farfulló Laura, haciéndola entrar—. ¡Qué viaje habrás
tenido! —Miró hacia Topham, que seguía ahí, tal vez para comprobar que todo
estuviera bien, y le dijo—: Gracias. Té, por favor.
Harry abrió los ojos y, menos mal, esperó hasta que se cerró la puerta para
decir, adormilado:
—¿Mamá?
Laura le dio un largo y apretado abrazo.
—Sí, Minnow, soy yo. Qué maravilloso verte. Como ves, estoy disfrazada de un
personaje para un juego, pero no es nada para tenerle miedo.
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Capítulo 39
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hacer el viaje inmediatamente, sobre todo estando Juliet y Harry tan cansados—. Nos
iremos mañana a primera hora.
A pesar de la siesta que había dormido durante el viaje, a Harry se le caía la
cabeza, así que fue a cogerlo en brazos y lo llevó al dormitorio.
—Vamos, Minnow. Mañana habrá más aventuras.
Le quitó la ropa sucia y le lavó la cara y las manos para limpiarle los restos de
pasteles, sin mucha ayuda por su parte, pobrecillo. Después lo acostó en la inmensa
cama y se quedó a su lado acurrucándolo en sus brazos y cantándole las canciones
que le gustaban.
Él abrió los ojos y frunció el ceño.
—Te ves rara, mamá.
—Lo sé, cariño, pero sólo es un juego.
Él se acurrucó más cerca de ella.
—¿Bajaremos al mar mañana?
Laura estuvo a punto de decir sí, pero nunca hacía promesas que no pudiera
cumplir.
—Podría ser, cariño. Pero si no podemos, volveremos muy pronto para ver el
mar. Y eso sí que es una promesa. —Le acarició la cabeza—. Ahora duérmete, Harry.
Habrá muchas más aventuras.
Y eso también es una promesa, añadió en silencio.
Continuó cantándole hasta que se quedó profundamente dormido, abrigado y
precioso en sus brazos. Le apoyó la cabeza en la almohada pero dejó la mano en su
pelo. No deseaba romper esa conexión; deseaba quedarse ahí con él toda la noche.
Pero no podía. Tenían que hacer planes, en especial, dado que su aventura
había fracasado.
No, decir fracasado era demasiado duro. La suerte estuvo en su contra: Henry
Gardeyne no estaba vivo y Harry seguía siendo el heredero de Caldfort. Aun en el
caso de que nadie intentara obligarlo, tendría que pasar un tiempo en la casa
Caldfort, porque cuando lord Caldfort muriera esa sería su propiedad y su hogar.
Pero aparte de todos los otros problemas, era demasiado pequeño para eso. Si
no lo oprimía, podría hacerle daño, convertirlo en un malcriado.
Ella podría protegerlo, pero Jack seguiría siendo el mayor peligro. Ojalá fuera el
tipo de mujer capaz de dispararle a sangre fría.
No, no, eso no estaría bien, y aún no tenía una prueba clara. Aun en el caso de
que él hubiera venido a Draycombe a matar a HG, eso sólo sería una leve indicación
de que podría matar a Harry. Pero también cabía la posibilidad de que hubiera
venido simplemente a investigar si era cierto lo que decía la carta, y en ese caso
descubriría que HG sólo era un impostor, y todo volvería a ser como era antes.
Aunque ahora ella y Harry tenían a Stephen de su parte, y más aún si éste se
convertía en el padrastro de su hijo.
Sonrió irónica. Después de prepararse tanto para seducirlo y así decidir el
asunto de una vez, ahora ya era demasiado tarde, seguramente por haberlo dejado
siempre para otro momento. ¿Darían algún mérito en el cielo a la virtud obligada?
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Capítulo 40
Laura, fue a asomarse a la ventana con el fin de ver a Stephen, pero ya estaba
bastante oscuro y no logró vislumbrar si continuaba en la playa. Para evitarla a ella.
—Ojalá vuelva pronto —dijo—. Tenemos que hacer nuestros planes. Las dos
debemos marcharnos con Harry con las primeras luces del alba, pero antes me
gustaría ocuparme de que Hache Ge esté a salvo.
—Ese es el tipo de cosas que se puede dejar en manos de un hombre.
—Pero es que quiero ver el final de esta aventura.
En ese instante se abrió la puerta, entró Stephen, y se detuvo en seco.
—¿Qué diab…? —Cerró la puerta—. ¿Algún problema?
Con el corazón repentinamente desbocado, Laura intentó explicarle la historia,
pero se le enredó la lengua y tuvo que continuar Juliet. La entrada de Stephen había
cambiado la densidad del aire en la sala. O había muy poco o había demasiado.
—¿Caldfort? —dijo él, sentándose a la mesa y cogiendo un panecillo—. No creo
que desee hacerle daño a Harry, pero hiciste bien, Juliet. Aunque claro, esto pone
unos nudos extras en la cuerda.
Laura ya volvía a estar centrada.
—Sobre todo —dijo—, porque sin duda mi padre, mi hermano o los dos ya van
de camino hacia Redoaks, suponiendo que me van a encontrar ahí. Y yo no puedo
llegar antes que ellos.
Stephen pensó un momento y se levantó.
—Le enviaré un mensaje a Nicholas diciéndole que les diga que fuiste de visita
a… a Crag Wyvern, supongo. Y un mensaje a Kerslake para que esté enterado.
Puedes ir allí mañana a primera hora.
—Caramba —exclamó Juliet—. Luminosidad instantánea. Sí que estoy
impresionada.
También lo estaba Laura, pero eso se lo dijo sólo con una sonrisa.
—Y Juliet, ¿qué?
Él fue a buscar su escribanía, la instaló en la mesa y se sentó a escribir.
—No puedo arreglar eso del todo. Tendrás que explicarle tus miedos a tu
padre. Cuando Juliet se presentó en Redoaks, Nicholas la envió… No, creo que será
mejor que, teóricamente, Nicholas haya acompañado a Juliet a Crag Wyvern. Si no él,
la enviará con un mozo. Revisad la idea, a ver si tiene lógica.
Diciendo eso, comenzó a escribir.
—Creo que sí —dijo Laura—. Así yo no habré estado nunca aquí. —Entonces se
le ocurrió algo y preguntó—. ¿Y por qué no me fui sola a Crag Wyvern?
—Porras. De acuerdo —dijo él, arrugó el papel y lo arrojó al fuego—. Nicholas,
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Eleanor y Arabel tendrán que viajar a Crag Wyvern mañana y ordenarles a sus
criados que digan que se han ido hoy. Por lo tanto, tú fuiste con tus anfitriones a
visitar esa casa tan rara. Entonces a Juliet la lleva un mozo a reunirse con vosotros.
—Pero, Stephen —protestó Laura—, eso es una imposición terrible.
Él levantó la cabeza y la miró.
—Son Pícaros.
Laura y Juliet se miraron.
Claro que si los Delaney colaboraban, pensó Laura, el plan podría resultar.
Nadie se enteraría nunca que había pasado unos días ahí como Priscilla Penfold.
Stephen terminó de escribir las cartas y las selló.
—Bajaré a enviarlas con sendos mozos.
Salió y no tardó en volver.
—Eso ya está hecho, y Topham dice que mañana, suponiendo que haga buen
tiempo, la mejor manera de ir a Crag Wyvern será en barca. Es cierto que el camino
por el interior es largo y bastante escabroso al llegar arriba. —Se interrumpió para
soltar el aliento en un soplido—. Muy bien. ¿Ha ocurrido algo ahí al lado?
—Nada —dijo Laura—. Pero claro, Farouk salió, y sería raro que Hache Ge se
estuviera entreteniendo con un soliloquio. «Oh —exclamó, citando a Hamlet—, qué
pícaro, qué abyecto esclavo soy.»
La combinación de «pícaro» y «esclavo» la hizo reír.
—¿De qué hablas? —le preguntó Juliet.
Laura se levantó.
—Ven a ver.
A Juliet le encantó el auricular potenciador de la audición, pero no tardó en
perder el interés pues no se oía nada. Laura la llevó de vuelta a la sala de estar,
asombrada de que ese último giro de los acontecimientos ya le pareciera de lo más
normal.
Juliet bostezó.
—Creo que yo también necesito irme a la cama.
—Podemos compartir la cama con Harry, Jul.
—No —dijo Stephen.
Laura lo miró sorprendida.
—Tú roncas, Juliet —dijo él—, y…
—¿Qué? —exclamó Laura, mirando del uno al otro.
Stephen se echó a reír y pasado un momento Juliet también. Estaba claro que no
habían sido amantes, pero a Laura no le gustaba que se rieran de ella.
—No seas gansa, Laura —dijo Stephen entonces—. Simplemente inventé una
excusa. Juliet ronca y tú, como la señora Penfold, no lo soportas. Por lo tanto, Juliet y
su hijo, que es lo que debe parecer, dormirán en otra habitación.
—Ah, comprendo. Pero Harry ya está durmiendo en la mía.
—Entonces tú puedes trasladarte a la mía, y yo me trasladaré a la habitación de
más allá de nuestros vecinos.
¿Es que quería montar una cita amorosa entre ellos por la noche?, pensó Laura.
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aquí como sir Stephen Ball, miembro del Parlamento, observado, admirado, invitado
a tomar el té con los Grantleigh y el párroco. Yo soy la infernal señora Penfold, capaz
de fisgonear, entrometerse, espiar y fastidiar. Si hubieras venido aquí como un mozo
de establo y lleno de verrugas sin duda lo habrías pasado muchísimo mejor.
—Me habría gustado ser ese tipo de héroe —dijo él, levantándose y acercándose
al hogar a mirar el fuego—. Eso es irracional. Mis amigos, en particular Nicholas, han
sufrido en sus actos heroicos; a veces eso ha desembocado en daños a sus seres más
queridos, como en el caso de Arabel. Yo no desearía eso jamás.
Ella estaba buscando una contestación adecuada cuando él se giró a mirarla y
continuó:
—Pero me gustaría que no me excluyeran.
Ella comprendió el sentimiento secreto que él le confiaba con eso.
—«También sirven a quienes resisten y esperan» —dijo, citando a Milton.
—Eso, si lo recuerdas, eso fue un amargo comentario acerca de su ceguera.
—Tú eres sir Stephen Ball, miembro del Parlamento. Eso debe de ser una carga
pesada, pero es una noble vocación y los Pícaros lo saben.
Él apretó los labios.
—¿Así es como me ves? ¿Cómo un santo al que hay que proteger de las
calumnias? ¿Actuarías de otro modo si yo fuera el pecador Hal Gardeyne?
—Por supuesto…
—¡Hal Gardeyne! —explotó él, impidiéndole decir el resto—. Uno entre cientos
de dandis deportistas ingleses que tienen tanta utilidad como los zánganos en una
colmena. Crean una nueva generación y luego se matan en una u otra actividad
estúpida.
Laura se quedó sin habla.
Él se giró hacia el hogar cubriéndose la cara con las manos.
—Lo siento.
A ella le vinieron a la mente muchas palabras tranquilizadoras, pero no, debía
recordarle algo:
—Hal fue el padre de Harry, Stephen. Hay que permitirle que se sienta
orgulloso de su padre.
Él bajó las manos, pero continuó mirando el fuego.
—Lo sé. Perdona. Jamás le diría algo así a tu hijo, pero probablemente es bueno
que se haya acabado.
Laura pensó en discutir con él, pero ¿qué podía decir? Retrocediendo, algo
temblorosa, entró en su habitación, la que había sido de él, y cerró la puerta.
La evaluación de Stephen había sido cruelmente acertada, pero ¿en qué la
convertía a ella? ¿En una abeja reina? No, solamente en una alondra, otro animalito
sin otra finalidad que cantar y criar.
¿Y qué había de malo en eso, por cierto? Acicateada por la rabia, estuvo a punto
de abrir la puerta y salir a discutir, pero lo pensó mejor. Él tenía razón. Las personas
no son animales y deben aportar algo más al mundo.
Sabía muy bien que ni siquiera se trataba de eso. El descontrolado estallido de
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Stephen hablaba de sus sentimientos por ella, sentimientos que eran aun más
intensos de lo que ella había supuesto. Estos resonaron en ella como un palillo sobre
un tambor, en especial en esa habitación, todavía impregnada de su presencia. Se
rodeó con los brazos, tratando de encerrar el vibrante deseo, en el que se mezclaban
el deseo físico y la necesidad de todo lo que era Stephen.
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Capítulo 41
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JO BEVERLEY LA ALONDRA
Muchas veces las personas revelan más en la oscuridad de la cama que a la luz
del día, pensó, así que se esforzó en escuchar lo que decían.
Sólo captaba palabras sueltas.
—… hermoso…
—… cuando…
—… cuidar de ti, nuraní.
¿Nuraní? Esa tenía que ser una palabra árabe. ¿Un término de respeto? ¿La
manera de llamar un amo a su esclavo?
Vamos, qué más daba.
—… amor…
¿Amor?
Entonces comprendió el sentido de lo que había estado oyendo, y un gritito
sofocado se lo confirmó.
Se apartó de la pared y se la quedó mirando.
¡Grandísimo Zeus! ¿HG era una mujer? Laura le dijo que era de facciones muy
delicadas, pero su representación tenía que ser excelente para haberla convencido,
convencido a todo el mundo, de que era un hombre. Eso explicaba muchísimo; la
ignorancia del capitán Dyer en asuntos militares, por ejemplo, pero hacía más
desconcertantes que nunca otros detalles.
¿Una inglesa que estuvo como esclava en un harén? ¿Y Farouk la habría
rescatado? Eso se parecía demasiado al argumento del Corsario de Byron, pero era
posible.
También explicaría que hubieran evitado acudir a lord Exmouth, el que habría
querido devolver a la dama a su verdadero hogar. Por muy heroico que fuera,
Farouk no sería aceptable ahí como marido. Y mucho menos si en la casa de HG eran
rígidos metodistas.
Se rió al pensar eso.
Tal vez la situación no era tan desconcertante después de todo, aparte del
intento de extorsionar a los Gardeyne.
Mientras guardaba el auricular pensó que eso podría facilitar la situación. Si la
dama deseaba estar con Farouk… aunque, ¿un matrimonio entre una cristiana y un
mahometano?
Dios de los cielos.
¿Y con qué vivirían, sin las diez mil guineas de lord Caldfort?
Eso no era asunto suyo. Lo que debía hacer era intimidar a Jack Gardeyne y
luego proteger a Laura y Harry.
De lejos.
Y después verla casarse con otro.
Había tenido la precaución de pedirle a Topham que le llenara su botellín de
coñac, así que lo sacó y bebió un largo trago. Excelente coñac; eso no era de extrañar,
estando en el centro de la región del contrabando. En el siguiente trago le rindió
homenaje paladeándolo más lento. No podía permitirse una borrachera, pero un
poco de aturdimiento le vendría muy bien.
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No había encendido las velas, pero la luz del fuego del hogar le bastaba para
ahogar sus penas en la bebida. Fue a sentarse en el sillón de cara a la ventana y
mientras bebía a cortos sorbos del botellín, contempló el débil brillo de las olas en su
eterno vaivén para besar la playa.
Besar.
Qué pocos besos se habían dado Laura y él.
Oyó abrirse la puerta y se giró a mirar, maldiciendo la penumbra, el coñac y la
distancia de media habitación que lo separaba de sus pistolas.
¿Laura?
Un sueño de borracho, seguro.
Era Laura, con toda su radiante belleza a la vista, sus oscuros rizos sueltos, y
con esa bata rosa que estuvo a punto de volverlo loco en la casa Caldfort.
Mientras se ponía de pie ella cerró la puerta y caminó hacia él, abriéndose la
bata.
Y entonces se la echó hacia atrás, y esta se deslizó por sus hombros y brazos
hasta dejarla desnuda, tan hermosa como para quitar el aliento.
Los pechos llenos, la curva cóncava de la cintura que volvía a ensancharse en
las caderas y continuaba por sus muslos.
Se apresuró a levantar la vista hasta su cara, en la que no se veía el lunar.
—Has de saber —dijo ella— que no soy nada tímida.
Él abrió la boca pero no le salió ningún sonido.
—Ni vacilante —continuó ella, soltándole uno y dos botones de la bata.
Entonces él encontró la voz.
—Laura —dijo, cogiéndole la mano.
—No seas tonto.
Diciendo eso se soltó la mano, sonriendo de una manera alarmantemente
parecida a la de la Laura que conoció años atrás; la Laura que jamás lo habría
acariciado por encima de la bata de seda reversible como estaba haciendo en ese
momento, ni continuado soltándole los botones hasta abrírsela.
—Claro que si llegamos demasiado lejos —dijo, cerrando la mano sobre su
miembro erecto y vibrante— tendremos que casarnos. Recuerda eso, Stephen.
«Recordar…» Las sienes le latían de tal manera que no sabía si lograría ver.
Sin darse cuenta de cómo, se encontró de nuevo sentado en el sillón y la luz
rojiza del fuego del hogar le iluminaba a ella la cara y el cuerpo perfectos, sentada a
horcajadas sobre su regazo.
—¿Estás escandalizado? Esto es lo que soy, Stephen.
—Tendría que ser capaz de pensar para poder estar escandalizado —logró decir
él en un resuello.
Ella sonrió, le cogió la cabeza entre las manos y lo besó, profundo,
introduciendo expertamente la lengua en su boca, pero cuando apartó la cara, su
expresión era seria.
—Tienes que pensar. Esto es lo que soy. Una mujer exigente. Una mujer que
sabe disfrutar de un hombre y darle placer.
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JO BEVERLEY LA ALONDRA
Era como si sus palabras le hubieran llegado directamente al pene. Le cogió las
caderas y levantó el cuerpo para penetrarla, pero ella se deslizó hacia atrás y bajó el
cuerpo hasta quedar de rodillas. Volvió a cerrar la mano en su miembro y se lo cogió
con su ardiente boca.
—Ooh…
Entonces ella empezó a juguetear con la lengua, lamiéndoselo y
succionándoselo. Se lo mordisqueó aquí y allá, sorprendiéndolo, pero muy suave,
como un juego. Vagamente él pensó que debería protestar. ¿Laura haciendo eso?
Pero se limitó a hundir los dedos por entre sus sedosos rizos y cerró los ojos. Jamás
en su vida se habría atrevido a soñar con algo así.
Entonces sintió una especie de resistencia. Miró hacia abajo y le levantó la
cabeza tirándola del pelo.
—Te deseo a ti; dentro de ti.
A ella le brillaron los ojos como si los tuviera llenos de estrellas.
—Si entras en mí nos casamos.
—Condenación. Deseo casarme contigo, ¿no lo recuerdas?
—¿Deseas casarte con esta mujer? Tienes que estar seguro, Stephen.
Él se rió.
—¿Estás loca?
La cogió en los brazos y la llevó a la cama; la depositó en ella y se quitó la bata.
Se arrojó encima suyo, vagamente consciente de que aquella experta mujer había
echado atrás las mantas y estaba tendida sobre la sábana. Encontró la fuerza para
detenerse en el umbral.
—¿Estás segura?
Ella se rió.
—¿Estás loco tú?
Le cogió el miembro, lo guió hasta su cavidad, y él embistió.
Las ideas de elegancia quedaron relegadas en los recónditos márgenes de su
mente; estaba demasiado descontrolado. La penetró con la mayor lentitud que pudo
soportar, con los ojos abiertos, con todos sus sentidos estremecidos, ansiosos por
grabar ese milagro para que nunca le fuera arrebatado.
Laura.
Suya.
Más maravillosa de lo que se podría haber imaginado jamás.
Ella le sonrió, con los labios entreabiertos, claramente en éxtasis.
—Por fin —resolló—. Uy, qué maravilloso eres. Más, Stephen. Más fuerte.
Se lo pedía con las manos, con las uñas, y él obedeció. Sintió las contracciones
de la cima del placer de ella y la mente le estalló en una hoguera de estrellas.
Después rodó hacia un lado, la estrechó en sus brazos, le besó el pelo, el cuello,
el hombro, todas las partes que logró encontrar. Ahuecó la mano en uno de sus
magníficos pechos para asegurarse de que eso era real.
—Chss —musitó ella, acariciándolo con una mano.
Él cayó en la cuenta de que estaba llorando.
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JO BEVERLEY LA ALONDRA
—Ay, Dios…
—No te atrevas a sentir vergüenza, Stephen. Yo también estoy llorando.
Él le tocó la mejilla y la encontró mojada. Le lamió una deliciosa lágrima salada.
—Hacía mucho tiempo para mí —musitó ella—. Más de un año.
—¿Por qué lloras, entonces?
—De dicha. ¿Tus lágrimas son de pena?
Él la miró a los ojos sonriendo.
—No, pero un hombre debe llorar cuando experimenta un milagro, ¿no?
También hacía mucho tiempo para mí.
Ella lo miró interrogante.
—Desde que me enteré de que eras viuda.
Ella ahuecó una mano en su cara.
—Sin embargo, esperaste.
—¿Tenía que correr a cortejarte en el camposanto?
—¿Y después?
—Mi intención era esperar todo el año. Mi voluntad no fue lo bastante fuerte.
Temía que otro hombre te arrebatara de mí.
—Alguno podría haberlo hecho, y simplemente porque yo no sabía lo que
sentías. Ni qué sentía yo —añadió, siguiendo con un dedo el contorno de su frente y
nariz—. Qué trágico error podría haber cometido.
¿Quería decir con eso que aceptaba que Gardeyne había sido un error?, pensó
él. Eso ya no venía al caso, puesto que ella era suya por fin.
Entonces recordó lo que le había dicho de Gardeyne un rato antes y
comprendió que el hecho de que ella hubiera ido a su habitación era un acto de fe
que lo hacía sentirse humilde.
—¿Por qué has venido? —le preguntó.
Ella se apartó, pero entrelazó una mano con la de él.
—Para conquistarte si podía. Pero con juego limpio.
Ella quería hablar en serio, pero él no pudo resistirse a saborearle un pecho,
succionándole el hinchado y oscuro pezón.
—¿Qué quieres decir?
—Te deseaba, te necesitaba. —Le cogió el pelo y le levantó la cabeza para que la
mirara—. Escúchame, Stephen. Te deseo para mí, pero también para Harry. Casarme
contigo será la mejor manera de tenerlo a salvo.
Él le acarició el pecho con una mano.
—¿Y esperas que yo ponga objeciones a eso? Es cierto.
—Pero quería decírtelo antes que te comprometieras —protestó ella,
deteniéndole la mano—. Deseaba explicarte que sigo siendo lady Alondra. Voy a
desear ropa fina, fiestas y compañía frívola a veces. No seré feliz dedicando todo mi
tiempo a la política, la filosofía…
Él sofocó sus palabras con un beso largo, largo, y apartó la cara.
—Laura, gansa, ¿qué tipo de hombre aburrido y soso piensas que soy?
—No te gustan las fiestas del mundo elegante.
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—¿No?
—Rara vez te he visto en una.
—Porque trabajaba como un general neurótico con el fin de eludirte. Deseo
casarme contigo, Laura, contigo. ¿Pretendes dar a entender que no te conozco? ¿Qué
no sé que te gusta la ropa fina, los bailes y las fiestas? ¿Qué eres impetuosa y de
espíritu libre? Que eres hermosa por dentro y por fuera. Y estos últimos días te he
conocido más. Deseo casarme con la Laura alondra a la que le gusta volar alto, la que
entiende de Hume y mucho más aún de derechos y justicia sociales. Y que
posiblemente me puede ganar al ajedrez con un poco de práctica.
De repente se le ocurrió mirarle la mano izquierda y vio que no llevaba el
anillo, aunque sí se veía la marca. Se la tocó.
—Me pareció que no sería correcto llevarlo puesto para venir aquí —explicó
ella—, pero tendré que volver a ponérmelo.
—Hasta que yo lo reemplace por el mío. —La miró a la cara—. ¿Cuándo?
Se dio cuenta de que eso era una proposición tosca, pero los dos ya pasaban de
discursos bonitos.
Ella frunció ligeramente el ceño.
—Faltan tres semanas para el aniversario de la muerte de Hal. Lo siento, pero…
—Pero sería chocante que te casaras al día siguiente. Puedo esperar, cariño.
Hasta que a ti te parezca conveniente.
—No quiero esperar, pero debemos. —Le estaba deslizando las manos por el
cuerpo, tal vez sin darse cuenta, pero con una pericia exquisita—. Podríamos
anunciar nuestro compromiso entonces. Lo he dicho en serio eso de que te voy a
utilizar para proteger a Harry. Lord Caldfort no podrá negarse a nombrarte tutor de
Harry, y entonces podremos tenerlo a nuestro lado.
Parecía sentirse angustiada, o tal vez incluso culpable, así que volvió a besarla.
—Todo lo que soy, todo lo que tengo, es tuyo, para que tú dispongas de ello.
—Encuentro injusto el trueque.
Él volvió a reírse, con la boca en su pecho, inmerso en su agradable y misterioso
perfume.
—Nuestros placeres aquí han sido un poco injustos. Debo corregir eso. En
cuanto a nuestro futuro… —bajó la mano por su cuerpo y la introdujo en su mojada
entrepierna—. He sentido mi vida incompleta durante seis años. No ha sido una
tragedia. La he vivido bien, he disfrutado de su mayor parte, pero siempre he notado
el vacío de la pieza que faltaba. Te necesito. Necesito todo lo que eres. Nicholas habló
de la cerradura y la llave, y eso es —añadió sonriendo, e introduciéndole los dedos—
lejos de cualquier connotación erótica. —Vio y sintió la rápida respuesta de ella—.
¿Qué es una llave sin la cerradura en que encaja? —Hizo rotar los dedos dentro de su
cavidad—. En otro tiempo me habría reído de la idea de la media naranja, pero eso es
lo que somos, Laura. Eso significa que yo puedo completarte tal como tú puedes
completarme a mí. Dime qué te gusta.
—Presiona más fuerte. —Al sentir la presión, hizo una rápida inspiración y
levantó la cabeza para besarlo—. Sí que me completas. He sentido eso desde que
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Capítulo 42
6
Juego de palabras intraducible. Kant suena igual a can't, la abreviatura de can not o cannot,
forma negativa del verbo «poder»: can. (N. de la T.)
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capa. Laura ya había girado la llave y abierto la puerta del dormitorio que daba a la
escalera. Gracias a Dios, no se veían llamas en la escalera, aunque sí humo.
Entonces oyó el crepitar del fuego en la distancia.
No era en esa parte de la casa, y ella estaba descalza y medio desnuda. Puso a
Harry, que estaba llorando, en los brazos de su hermana.
—Baja con Harry y sal de la posada.
—¡Mamá!
—¡Tú vienes también! —exclamó Juliet.
—Sólo tardaré un momento. Necesito ponerme los zapatos.
Pareció que Juliet le iba a discutir, pero enseguida corrió escalera abajo y se
perdió de vista.
Lo de los zapatos era cierto, pues podría haber cristales rotos, o cualquier otra
cosa, pero además, no soportaba dejar ahí a Stephen. Él seguía golpeando la puerta
de HG. Entró corriendo en su dormitorio gritándole:
—¡Déjalos! Es posible que ya hayan salido.
Entonces oyó voces. O sea, que los dos hombres se habían despertado y podrían
salir a ponerse a salvo. Desesperada miró alrededor buscando sus zapatos. ¿Dónde?
Comenzó a tañer una campana y se oyeron gritos de personas junto con el
distante crepitar del fuego. Entonces el humo la hizo toser.
—¡Laura! ¿Dónde estás? —gritó Stephen—. Por el amor de Dios, sal de ahí. —
Apareció en la puerta—. Vamos. Todo esto podría estallar en llamas en cualquier
momento.
Ella estaba agachada poniéndose los zapatos.
—Necesito ponerme el camisón y la peluca, si quiero escapar del escándalo.
—Al diablo el escándalo.
La cogió del brazo pero ella se liberó.
—¡No! Sólo es un momento.
Zapatos. Puestos. El camisón estaba en la cama; se quitó la bata y se lo puso.
Stephen le ayudó a ponerse la bata y le plantó la peluca en la cabeza, tosiendo.
Los campanazos eran una llamada a darse prisa.
—¡Vamos! —gritó él—. El humo puede ahogarnos antes que nos alcancen las
llamas.
Fue el peligro que corría él tanto como el que corría ella lo que la impulsó a
precipitarse hacia la puerta. Ya había muchísimo humo, y al final del corredor se veía
un brillo. Las primeras llamas, lamiendo los tablones desde abajo.
Stephen la rodeó con un brazo y estuvieron a punto de chocar con Farouk, que
iba corriendo, con su túnica puesta pero sin el turbante, llevando en brazos a Dyer,
que iba en camisón y aferrado a él. Los dejaron pasar y luego bajaron corriendo la
escalera detrás de ellos.
Se oyó un rugido, y Laura pensó que era la multitud o el ruido del mar, pero
comprendió que no, que era el fuego, rugiendo su triunfo, puesto que comenzaba a
devorar la posada.
Llegaron al vestíbulo y vio la seguridad más allá de la puerta abierta. Farouk
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salió corriendo, pero entonces vieron que los Grantleigh estaban saliendo al
vestíbulo, la anciana tratando de sostener al hombre encorvado tosiendo. Stephen
corrió a ayudarlos.
Laura titubeó un momento, pero comprendió que no la necesitaban a ella, así
que salió corriendo al aire limpio y fresco, buscando a Harry y a Juliet.
—¡Mamá!
Entonces los vio, a la luz rojiza que el fuego ya arrojaba sobre la creciente
multitud. Corrió a cogerlo en sus brazos, lo abrazó fuertemente, para calmarlo a él y
tranquilizarse ella, besándole el pelo y la cara, para asegurarse de que todo estaba
bien. Juliet le tironeó la peluca para enderezársela. A saber qué aspecto tendría.
Se giró a mirar atrás, buscando a Stephen, y finalmente se relajó. Él ya estaba
fuera, a salvo, ayudando a los Grantleigh. Había otras personas con ellos, y la gente
del pueblo ya llegaba corriendo para ver qué podían hacer.
Un grupo de personas estaban formando una hilera con baldes para traer agua
de mar y arrojarla al fuego. Deseó correr a ayudar, pero Harry estaba aferrado a ella.
—No pasa nada, Minnow. Todo está bien.
Rogó que todos hubieran salido del viejo edificio, porque las llamas ya estaban
devorando una esquina y la parte de atrás, la del establo. Había hombres subiendo
por escaleras hacia los techos de las casas vecinas, listos para sofocar cualquier fuego
nuevo que prendiera. La tienda del velero a la izquierda tenía el techo de tejas, pero
la casa de la derecha lo tenía de paja, como la posada. Peligroso.
Harry ya parecía más entusiasmado que asustado. Ella supuso que las brillantes
chispas que volaban por el aire le parecían las de una inocente fogata de una fiesta.
Entonces vio que Stephen ya no estaba con los Grantleigh. Otras personas se
habían llevado de allí a los ancianos, probablemente hacia una casa, pero, ¿dónde
estaba él? ¿Encaramado a algún tejado? Volvió a poner a Harry en los brazos de
Juliet.
—Quédate con la tía Jul, Minnow. Tengo que ir a buscar a sir Stephen.
—Podría estar ayudando a sacar a los caballos —dijo Juliet—. Mira.
Laura miró hacia la puerta en arco del patio interior de la posada, que parecía
un marco para llamas, y vio a personas y caballos ahí. Uy, será tonto. No, más bien
un héroe.
Echó a correr hacia allí por entre la gente; vio a unos cuantos caballos a un lado
de las puertas; al parecer la mayoría ya estaban fuera. Pero no lograba ver a Stephen.
Entonces lo vio, a la luz de las llamas y en medio del humo negro; estaba
sacando a dos caballos con los ojos vendados; dos enormes animales que podrían
aplastarlo si querían.
Un grito la indujo a girar la cabeza hacia la fachada de la Compass, y en ese
mismo instante se elevó una exclamación simultánea de la multitud. Alguien estaba
pidiendo auxilio, casi colgando de una de las pequeñas ventanas de la buhardilla que
tocaban el techo de paja; la voz parecía ser de un niño. Quizá fuera una de los
pinches de cocina o el niño limpiabotas.
—¡Jemmy! —gritó una mujer que estaba en medio de la multitud.
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calle con una manguera y una bomba con ruedas. Draycombe disponía de
instrumentos para combatir el fuego, después de todo. Laura supuso que sólo habían
pasado unos minutos desde que comenzó a sonar la campana avisando del incendio.
Pero al parecer nadie estaba al mando aparte de Stephen.
Y él lo hacía muy bien.
Vestido sólo con las calzas y la camisa suelta estaba organizando a las personas
que llevaban los baldes para que mojaran la casa con techo de tejas de la izquierda. A
los que llevaban la bomba con la manguera los dirigió hacia la casa con el techo de
paja de la derecha.
En ese momento Laura reaccionó y se echó a temblar. Los tiritones se debían en
parte al frío aire nocturno, pero también a muchas otras cosas. Se había dejado el
anillo de bodas en su habitación, que ahora ya era un horno, y eso le parecía un
terrible pecado.
Entonces recordó a Jack. ¿Qué había sido de él? Debía mantenerse fuera de su
vista, pero era el hermano de Hal. Avanzó cautelosa hacia el grupo que rodeaba a
una persona que estaba en el suelo.
Logró abrirse paso lo suficiente para ver. Afortunadamente, no había muerto y
estaba balbuceando:
—Lo siento, lo siento. Nunca pensé… ¿Está bien el niño?
—El niño sólo tiene un susto, gracias a usted, señor —le dijo el doctor Nesbitt,
que estaba arrodillado a su lado palpándole la pierna—. Pero usted tiene, cómo
mínimo, una grave fractura en la pierna. Quédese quieto, por favor.
—Lo siento, lo siento —repitió Jack, y entonces lanzó un grito de dolor y perdió
el conocimiento.
—Mejor así —dijo el médico—. Llevémoslo a mi casa, a ver si logro salvarle la
pierna.
Mientras los hombres cogían la manta para llevarse a Jack, Laura se arrebujó
más la bata. Tal vez los demás se habían creído que con sus balbuceos Jack había
querido decir que lamentaba que se hubiera caído de la escalera, pero ella sabía que
no era de eso de lo que hablaba.
Era él el que había iniciado el incendio, tal vez sólo con la intención de producir
humo para hacer salir a las ratas, los hombres que buscaba. De hecho, ese plan se le
había ocurrido a ella también, y lo había descartado justamente porque cabía la
posibilidad de provocar un incendio. No se puede jugar con el fuego, es demasiado
peligroso. Y a Jack se le había descontrolado.
Lamentaba que ahora estuviera sufriendo, pero según ella, era obra de la
justicia divina.
Y hablando de justicia, ¿dónde estaban las ratas?
Ahí.
Miró hacia Juliet y Harry, vio que estaban bien; los dos agitaron las manos hacia
ella, y fue hasta los dos hombres que eran la causa de todos sus problemas. Y de sus
placeres también, debía reconocer.
HG estaba sentado en el suelo y Farouk a su lado, en guardia.
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—Señor Farouk —le dijo—, yo cuidaré del capitán Dyer si usted quiere ir a
ayudar a combatir el fuego.
A la luz de las llamas, que iluminaban bastante, vio claramente el rechazo en los
oscuros ojos de aquel hombre. También vio que sin el turbante se veía diferente.
Llevaba el pelo corto. ¿Acaso los mahometanos no llevaban el pelo largo bajo los
turbantes?
—El capitán Dyer necesita mi sostén, señora.
Nuevamente habló con ese fuerte acento, pero ella ya dudaba de que fuera
árabe. Se volvió hacia una mujer de aspecto respetable.
—¿Vive cerca, señora? ¿Podría dar refugio a este pobre caballero?
—¡Por supuesto! ¡Faltaría más! —exclamó ella, al parecer encantada de poder
hacer algo, y llamó a un hombre que tenía una de las sillas de ruedas para que se
acercara.
Laura vio que Farouk habría querido protestar, pero HG le dijo con
sorprendente dignidad:
—Estaré bien. Ve.
A Laura le extrañó la especie de caricia que intercambiaron. Farouk le puso la
mano en el hombro a Dyer y este le cubrió la mano con la suya. Más aún, juraría que
Farouk le dio las gracias por permitirle ayudar. Sólo por eso ya le cayó mejor.
Él levantó en brazos a HG, lo instaló en la silla de ruedas, lo dejó bien envuelto
en las mantas y se alejó. A pesar de la túnica que llevaba, que era en realidad como
un vestido, subió ágilmente la escalera hasta el techo de paja para unirse a los
hombres que estaban ahí intentando impedir que prendiera fuego. El trabajo más
peligroso.
Otro héroe inesperado.
No la habría sorprendido ver a Stephen haciendo eso mismo, pero él seguía
abajo, organizando. Era muy probable que deseara hacer un trabajo más osado, pero
era sir Stephen Ball, miembro del Parlamento, y por lo tanto se encontraba al mando.
Posiblemente muchos no supieran quién era, y por supuesto no podían deducirlo por
su desastrosa apariencia; pero reconocían su autoridad.
De repente, como si hubiera sentido su mirada sobre él, la miró, desviando la
atención de sus deberes. Ella le hizo un gesto con la mano y vio su aliviada sonrisa,
sus dientes blancos en la cara negra de hollín. Después él volvió a su trabajo y ella
comprendió que ya la había dejado fuera de sus pensamientos, como debía ser,
puesto que sabía que estaba bien.
Volvió a mirar hacia Harry.
Gracias a Dios por Juliet.
Estaba mirando alrededor para ver dónde podía ser más útil cuando la distrajo
un atronador ruido de cascos de caballos. Un grupo de jinetes venían al galope por la
calle, haciendo zarandear sus linternas.
Oyó a algunas personas exclamar «¡El señor Kerslake!», pero también oyó a
otras susurrar «El capitán Drake». En la multitud pareció elevarse una sensación de
ánimo y confianza, como otro incendio. Ya estaba ahí el líder al que conocían y en
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quien confiaban. Qué tremenda carga debía ser eso de tener tanta autoridad siendo
tan joven.
Kerslake desmontó de un salto de su caballo y detrás de él lo hicieron también
sus cinco hombres. Varios hombres del pueblo corrieron a hablar con él, que
enseguida se lanzó a dar órdenes. Stephen se le acercó también, y se estrecharon las
manos, cada uno aceptando y reconociendo la autoridad del otro. Comenzaron a
hablar como los oficiales en la cubierta de un barco de guerra y a dirigir la operación
entre los dos.
Después de pensarlo un momento, Laura fue a reunírseles.
Stephen la miró besándola con los ojos, pero no hizo ni dijo nada revelador.
Kerslake la miró un momento como sin entender, pero recuperándose enseguida
dijo:
—Señora Penfold, espero que no haya sufrido daño alguno.
—Ninguno en absoluto, pero me alegra verle aquí. Es necesario que hablemos
una vez que estén controladas las cosas.
La mirada de él fue de comprensión.
—¿Dónde están nuestros misterios?
—Farouk ahí en el tejado y el otro está en una casa. Pero también están aquí mi
hermana y mi hijo, y Stephen hizo unos complicados arreglos que incluyen a su Crag
Wyvern.
—Recibí el mensaje. Eso puede seguir adelante. Cuando tengamos las cosas
controladas aquí, un velero les llevará a todos hasta allí, junto con los dos hombres
misteriosos. —Le sonrió—. Yo también deseo conocer toda la historia.
Dicho eso volvió la atención al trabajo y ella, sintiéndose repentinamente
agotada, fue a coger a Harry, que lo miraba todo con los ojos muy abiertos.
—Quiere bajar al suelo —dijo Juliet, también con cara de estar agotadísima—,
pero olvidé traer sus zapatos.
—Y tú sólo llevas puestas la enagua y la capa. Me parece que ninguna de las
dos tiene un solo trapo aparte de lo que llevamos puesto. ¿Cómo le vamos a explicar
eso a padre? —Besó en la mejilla a Harry—. Otra aventura, Minnow. Tendrás
muchísimo para contarle a Nan cuando volvamos, porque muy pronto vas a ir en
una barca a un castillo.
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Capítulo 43
Fue pasando el tiempo, y Harry se quedó dormido en los brazos de Laura. Les
ofrecieron mantas, así que ella lo envolvió en una. También un techo, pero ella
argumentó que no tardarían en marcharse a Crag Wyvern. Una señora les llevó sidra
caliente con especias, lo que les sentó muy bien.
¿Cómo podrían explicarle a su padre esa casi total carencia de pertenencias? Tal
vez tendría que decirle la verdad. Lo prefería, y en realidad ya no importaría tanto
puesto que se iba a casar con Stephen.
A pesar del agotamiento y del peso de Harry, sonrió.
La pobre Juliet estaba sentada en el suelo, envuelta en una manta, sosteniendo
en las manos una jarra de cerámica con sidra, por lo que se sintió inmensamente
aliviada cuando llegó Stephen hasta ellas.
Cogió en brazos a Harry, y eso también significó un alivio.
—Ya podemos marcharnos. Han llegado el señor terrateniente Ryall y el capitán
Sillitoe. Hay un barco esperando en el embarcadero. Al parecer es el de Kerslake. Se
llama Buttercup.7
—¿No debería llevar un nombre que inspire más miedo el barco de un jefe de
contrabandistas?
Él ofreció un brazo a Juliet para ayudarla a levantarse.
—Ten presente que de lo que se trata es de no parecer importante. Además,
dudo mucho que lleve cargamentos, igual que Wellington no lucha en primera línea
en las batallas.
Caminaron los tres juntos hasta el embarcadero de madera y encontraron un
quechemarín pesquero con un animoso marinero llamado Ham Pisley, que los ayudó
a subir a bordo. Laura se quedó un momento en la cubierta mirando hacia el
incendio, casi sin poder creer que hubiera transcurrido tan poco tiempo desde que
había estado haciendo el amor con Stephen en esa posada.
La posada era ahora en su mayor parte un esqueleto ennegrecido, con partes
todavía rojas por el fuego y llamas que la seguían lamiendo en busca de algo más
para consumir. Las casas contiguas se habían salvado, gracias a Dios, y, que ella
supiera, no había muerto nadie.
Entraron en un camarote, pequeño pero bien acondicionado. Había una
estrecha litera, en la que Laura animó a Juliet a desmoronarse, acostando a Harry
junto a ella, por el lado de la pared.
Después se echó en los brazos de Stephen y se apoyó en él.
—Debes de estar tan cansado como yo.
7
Buttercup: Ranúnculo. (N. de la T.)
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cierta lógica?
Entonces recordó que esa noche había decidido decirle la verdad, o al menos
casi toda, y se tranquilizó. Su aversión a mentir la hacía una muy mala conspiradora,
y Stephen había estado de acuerdo.
Se iban a casar.
Fue a asomarse a la ventana y vio un jardín encerrado entre cuatro paredes. Por
la estación, o tal vez por descuido, no era un jardín demasiado bonito, pero podría
llegar a ser agradable. En el centro se alzaba una especie de fuente, sin agua porque
nadie la usaba.
Se iban a casar.
La inundaron los recuerdos de esa noche, de la primera parte de esa noche,
cuando hicieron el amor, haciéndola sonreír y rodearse con los brazos. Se bajó y se
subió las manos por el cuerpo, pues esas horas de intenso placer le habían
estimulado el apetito en lugar de saciarlo.
Fue una especie de locura la que la impulsó a ir a la habitación de él; era
consciente de eso mientras lo hacía. Y una especie de maldad también. Pero ya había
perdido la fuerza de voluntad para resistirse, la voluntad para refrenarse y ser
sensata. Había comprendido que, aparte de necesitar a Stephen por Harry, lo deseaba
para ella, con más desesperación de lo que anhelaba cualquier otra cosa en su vida, y
no pudo soportar la idea de separarse de él, no fuera a perderlo.
Pero tenía que advertirle. Después de ese último beso creyó conocerlo,
comprendió que él era apasionado, pero también sabía que el matrimonio sería
amargo si lo que prefería era recato y modestia en una esposa, incluso en privado.
Ella sencillamente no podría hacer eso. Le gustaba la lujuria en el matrimonio y los
fuegos del deseo ardían fieramente en ella.
Sonrió, y tal vez se ruborizó. Ya no tenía la menor duda de que él era igual de
lujurioso y experto que ella. Más experto que Hal en cierto modo, porque mostraba
más autodominio y paciencia. Tal vez incluso porque era más inteligente. Nunca
antes había apreciado las maravillas de un amante inteligente.
Se dio una sacudida. No podía pasarse el día soñando despierta con Stephen, ya
que si continuaba con esos pensamientos saldría a buscarlo para saltarle encima con
pasión.
Además, no llevarían una vida del todo tranquila; ella aportaba problemas a su
dote. Se giró a mirar a Harry, que estaba durmiendo inocentemente echado de
espaldas. Era mala por desear que Jack muriera de sus lesiones, pero lo deseaba. Eso
lo simplificaría todo muchísimo.
No había reloj en la habitación, y las paredes que encerraban el jardín interior
de Crag Wyvern hacían difícil calcular la hora por la posición del sol, pero estaba
claro que no era muy temprano. Ya era hora de levantarse y salir a ver qué estaba
ocurriendo. La primera necesidad era buscar agua para lavarse. Los tres estaban
sucios y olían ligeramente a humo.
Recorrió la habitación mirándolo todo. En una pared había una puerta, pero
estaba cerrada con llave. Otra daba a un corredor que la sorprendió.
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Estaba en penumbra porque sólo lo iluminaba la luz que entraba por las
saeteras de que le hablara Stephen. Las paredes parecían ser de piedra tosca y tenían
manchas verdes que indicaban humedad. Pero cuando tocó una, cayó en la cuenta de
que todo era pintura; pintura para imitar piedra.
Kerslake les dijo que el conde anterior estaba loco. Si eso era obra suya, desde
luego había sido un hombre muy excéntrico. Incluso había armas colgadas en la
pared a intervalos regulares, y no eran trampantojos precisamente.
Volvió a la habitación de estilo clásico. Tendría que estar vigilante con Harry.
Esa casa podría asustarlo: a saber qué otras rarezas contenía.
Encontró el cordón para llamar y le dio un tirón, pensando en los complicados
planes de Stephen. ¿No dijo algo Kerslake dando a entender que se habían llevado a
cabo? ¿Habrían llegado ya los Delaney? Eso significaría que ella podría contarles la
historia que habían preparado.
Desechó la tentación.
Se abrió la puerta y entró una criada flaca, en los huesos, de grandes ojos claros,
cargada con un jarro de humeante agua. Lo fue a dejar sobre el lavamanos y le hizo
una venia, nerviosa.
—¿Va a necesitar alguna otra cosa, señora?
La chica tenía la cara demacrada, y parecía una ovejita asustada.
—¿Sabes qué otros huéspedes están en la casa? —le preguntó—. ¿Y dónde se
servirá el desayuno?
La chica pestañeó.
—Está aquí el señor Kerslake, señora, y el señor Delaney, y un tal sir Stephen
Ball, y otros dos caballeros que no sé cómo se llaman, señora. Y usted, señora, y la
dama y el niño que están ahí en la cama. Creo que eso es todo, y el desayuno será en
la sala de desayuno, señora.
La criada llegó al final del discurso con el aspecto de haber pasado por un difícil
examen. Entonces hizo una rápida inspiración, se metió la mano en un bolsillo y sacó
una hoja de papel doblada.
—El señor Kerslake me dijo que le entregara esto, señora. Es un mapa, porque,
verá, aquí hay caminos cortos y caminos largos, y tal vez sea mejor que no tome los
caminos cortos. Y dijo que le dijera que lo sentía si el esqueleto asustaba a su niñito.
Laura estaba intentando reprimir la risa y ocultar su perplejidad, pero
consiguió decir un «Gracias» con la cara seria, y la criada se marchó.
Moviendo de un lado a otro la cabeza, desdobló el papel y se encontró ante un
plano, dibujado a mano, de las dos plantas de Crag Wyvern. La casa era cuadrada,
con el jardín en el centro. Todas las habitaciones daban al jardín, y junto a las paredes
exteriores discurría el corredor, por los cuatro lados. En la primera planta estaba
marcada con una cruz la habitación Jorge y el dragón. Otra cruz señalaba un salón en
la planta baja. Este daba la impresión de ser agradablemente normal, pero lo creería
cuando lo viera.
No lejos del salón se encontraba la sala de desayuno, que también parecía
normal. Tal vez las rarezas se concentraban en la primera planta, más privada.
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Capítulo 44
De todos modos, una vez que ya estuvo lavado y vestido, y a punto de salir de
la habitación, Laura le cogió la mano.
—Es un castillo, Harry, así que los corredores son algo oscuros y dan un poco
de miedo, pero como vas con nosotras, no pasará nada.
Sorprendida comprobó que él, sintiéndose seguro por estar con ella, estaba
fascinado por la penumbra y las armas. Le gustó especialmente el esqueleto que
colgaba en una esquina, cerca del arco en que comenzaba una de las escaleras
prohibidas.
—Un verdadero Gardeyne —comentó a Juliet—. Nada de venir a vagar por
aquí, Harry. Debes estar con un adulto todo el tiempo.
La ancha escalera de piedra recomendada llevaba a una especie de sala grande
típica de un castillo de barón medieval, llena de muebles de roble oscuro, y de cuyas
paredes colgaban armas medievales como para armar a un pequeño ejército. Harry lo
miraba todo con los ojos muy abiertos, y ella tuvo que llevarlo casi a rastras hasta la
sala de desayuno, que claramente lo decepcionó, aun cuando no tenía nada de estilo
moderno. Las paredes blancas y la larga mesa de roble la hizo pensar en el refectorio
de un monasterio medieval, aunque era de tamaño moderado y no había armas
cortantes, a excepción de los cuchillos de mesa.
Pero la comida sí fue una compensación, porque al instante corrió a la mesa y se
subió a una silla, justo la que había al lado de Stephen, nada menos, y lo miró
diciendo:
—Buenos días, señor. Hay un dragón en mi habitación. ¡Grrr!
Todos le celebraron el rugido riendo, pero Laura se apresuró a decirle:
—No más sonidos de animales en la mesa, Harry.
Tenía para elegir entre la silla al lado de Harry y la del otro lado de Stephen.
Pesarosa eligió sentarse al lado de su hijo, pero la sonrisa que intercambió con
Stephen le bastó por el momento. Tuvo que reprimir otra, porque aunque iba vestido
normal, la ropa no estaba a la altura de lo habitual en él. Ella supuso que se la había
prestado Kerslake, ya que a este le gustaba la ropa de campo. Además, era algo más
corpulento. De todos modos, Stephen le daba a esa vestimenta una elegancia que tal
vez antes no había conocido.
Se concentró en lo que debía hacer y les presentó a los otros hombres, Nicholas
Delaney y David Kerslake, a Juliet y a Harry.
—Mis disculpas por el plano —dijo Kerslake—, pero por el momento hay muy
poco personal aquí, y las criadas no están acostumbradas a servir a huéspedes. Yo
sigo viviendo en Kerslake Manor, la casa de mi tío, que está muy cerca.
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—Oh, pobre Jack —se le escapó a ella. Los miró a todos—. ¿Me convierte esto
en una persona débil o voluble? He estado pensando cuánto más fácil sería todo si se
hubiera muerto.
Nicholas la miró sonriendo.
—Te hace compasiva, pero él se merece ese castigo, en especial porque sin duda
va a escapar de la otra justicia. Sería difícil probar algo, incluso que inició el incendio.
Y a ti no te convendría que un Gardeyne fuera a juicio.
—Eso mataría a su padre, seguro.
—Por eso es mejor que estuviera registrado en Draycombe con el nombre John
Dyer —dijo Stephen—. Ingeniosa jugada, por cierto. Eso podría haberle dado una
posibilidad de conectar con un supuesto pariente, el capitán Egan Dyer.
Laura sintió bajar un escalofrío por la espalda.
—Es muy astuto. No me lo habría imaginado. ¿Cómo, pues, vamos a mantener
seguro a Harry? Quiero a Jack lejos de Caldfort. Muy lejos.
Stephen le cogió la mano.
—Eso lo podemos conseguir, creo. Tal vez no antes de la muerte de lord
Caldfort, pero ahora que estamos comprometidos creo que podré convencer a tu
suegro para que me nombre tutor de Harry.
—Y tal vez me permita quedarme en Merrymead hasta la boda. Me gustaría
saber si sospechaba de Jack o si sólo fue la misteriosa carta la que lo hizo desear
tenerme lejos.
—Tal vez fue una combinación de ambas cosas. Es un hombre indolente, al que
le gusta hacer su voluntad, pero no es estúpido, y no le falta intuición.
—Si Caldfort se pone difícil, hay muchas maneras de ejercer presión —dijo
Nicholas, en un tono agradable reñido con la fría finalidad que se veía en sus ojos—.
¿Cuándo pensáis casaros? Cuanto antes mejor.
Stephen explicó los motivos de decoro que hacían prudente postergar la fecha.
Laura tuvo la impresión de que a Nicholas no le hacía ninguna gracia eso, pero no lo
manifestó.
—Entonces, quédate en Merrymead, Laura. Aun en el caso de que Caldfort
ponga objeciones, cualquier intento de llevarse con él a Harry por mandato judicial
llevará más de un mes, o dos, sobre todo si Stephen se encarga de la parte judicial.
¿Por qué no os casáis el domingo de Gaudete, el tercero de Adviento, dedicado al
regocijo? Un calendario litúrgico nos daría la fecha exacta.
David se levantó con expresión risueña.
—Iré a ver si en la biblioteca está dicho libro religioso.
—Yo te ayudaré —dijo Nicholas, levantándose también.
—Este aprovecha la menor oportunidad para meter las narices en los libros de
aquí otra vez —comentó Stephen sonriendo, y después le dijo a Laura en voz baja—:
Y para, con todo tacto, dejarnos solos un rato.
Se sentó en la silla desocupada por Harry y la cogió en sus brazos. La sensación
para ella fue como la de llegar al hogar. Le besó en la boca y con las manos le exploró
el cuerpo que ya conocía bien y que llegaría a conocer mejor aún, pero, recordando
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preferían a hombres como amantes. Incluso había conocido a algunos que eran
claramente de ese tipo. Pero nunca se le había ocurrido imaginar esa relación como
otra forma de matrimonio.
Un golpe en la puerta interrumpió el momento. Nicholas fue a abrir.
La criada flaca se inclinó en una reverencia.
—Ha llegado un tal señor Watcombe, señor, y dice que ha venido a buscar a sus
hijas.
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Capítulo 45
8
My brocade: mi brocado. Cream body: cuerpo blanco y suave como crema. No podía cambiar
el nombre del pueblo para hacer anagramas en castellano. (N. de la T.)
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de salir con Stephen para bajar a enfrentar a su padre, lo miró moviendo de un lado a
otro la cabeza.
—¿Qué va a ser de él? —preguntó, cuando ya iban por el corredor a toda prisa
—. Lo encuentro pícaro y no mundano al mismo tiempo.
—Gardeyne le cuidará, supongo. ¿No estás muy escandalizada?
Ella se detuvo a mirarlo.
—Creí que anoche te había demostrado que no soy una florecilla delicada.
Nunca he sido descocada, Stephen, y siempre fui fiel a mis promesas de matrimonio,
pero lady Alondra alternaba en círculos en que se hablaba de cosas subidas de tono.
Él sonrió y la atrajo hacia sí para darle un beso ligero.
—No puedo quejarme, pero me llevará un tiempo adaptarme. Ten paciencia.
Para demostrar lo que decía, ella profundizó el beso y lo aplastó contra la
pared, moviendo el cuerpo y apretándose a él, notando su reacción.
Entonces se acordó de su padre.
Se apartó y se arregló el severo vestido.
—Sé que tu padre está esperando —dijo él— y que tal vez no deberíamos
presentarnos ahí con todo el aspecto de habernos besado, pero no me creo capaz de
esperar hasta el domingo de Gaudete para volver a tener un regocijo.
Ella sonrió y supuso que estaba ruborizada, aunque no de azoramiento sino de
deseo.
—Yo tampoco. Encontraremos maneras.
Jadeante de deseo y necesidad, le tironeó la mano y bajaron la escalera.
Su padre estaba esperando en el salón, el cual era sorprendentemente normal,
con las paredes tapizadas en seda, cornisas de yeso y unos cuantos paisajes inocentes
colgados en las paredes.
Mostraba una actitud severa.
—¿De qué va todo esto, Laura?
Ella tragó saliva y se lanzó a explicar la verdad, toda la verdad, a excepción de
la parte en que ella y Stephen se anticiparon a la noche de bodas.
Por suerte, la atención de él se centró en la conducta de Jack.
—¡Qué maldad! ¿Estás segura, Laury?
—Todo lo segura que puedo estar.
—Y casi no hay duda de que fue él quien inició el incendio en Draycombe,
señor —añadió Stephen.
—Qué cosa más terrible —comentó su padre, moviendo la cabeza—. Pero eso
de andar hurgando en el escritorio de otra persona, Laury…
—Si no lo hubiera hecho, a saber qué podría haber ocurrido, padre.
—Pero ¿por qué no nos dijiste nada? Siempre has sido impetuosa.
Laura se las arregló para no mirar a Stephen.
—Verás, no estaba segura. No tenía ninguna prueba. Y te conozco; sé que tu
sentido de la justicia no te habría permitido actuar sin tener pruebas.
Rogó que eso lo apaciguara, y al parecer lo consiguió.
—Bueno, eso es discreción, supongo. Y tuviste la prudencia de disfrazarte. Pero
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Decidí que bien podía aprovechar mi tiempo libre para estudiar el lugar al que me
había llevado el destino. Y el estudio resultó satisfactorio.
—Pero ¿durante nueve años? —dijo Laura.
Henry se encogió de hombros.
—Me las arreglé para llegar a una conveniente aceptación del destino. Aparte
de una cosa, no era una vida desagradable. La cultura, en su mejor aspecto, es
elegante.
—Y entonces llegaron los británicos a liberarlos —dijo Stephen.
La expresión de Henry recobró la frialdad de la de Farouk.
—Y entonces llegaron los malditos británicos a liberarnos. No, no debería sentir
rencor, pero por un momento me enfureció. Sabía que Abdul-Alim preferiría matar a
sus perlas antes que soltarlos. Por lo tanto tendría que intentar sacar a Des de ahí. Y
eso indudablemente nos llevaría a los dos a una muerte lenta y atroz.
Cerró la mano en un puño y Des se la cubrió suavemente.
—Hablábamos de escapar —continuó—, aunque Des dudaba tanto como yo. Lo
fui dejando para después, con la esperanza de que los británicos fracasaran. —
Enseñó las manos abiertas, como si lo hubieran acusado—. No teníamos ninguna
posibilidad de escapar y hacía tiempo que habíamos decidido que la vida que
llevábamos era mejor que nada. Y entonces comenzó el bombardeo y comprendí que
triunfarían los británicos. Los esclavos serían liberados, como habían hecho en otros
estados corsarios. Abdul-Alim comenzó a sacar furtivamente de la ciudad a sus
perlas más preciadas. Des no fue entre los primeros porque era mayor y ya no lo
valoraban tanto, pero sabíamos que se lo llevarían pronto. Seguía siendo hermoso y
hábil en complacer. Desesperado, yo intentaba idear algún plan que tuviera una
mínima posibilidad de éxito, pero cuando vinieron a buscarlo aún no había
encontrado ninguno.
Miró a Des, que había desviado la mirada y estaba con una expresión más bien
sosa, no triste, como si no deseara recordar esa parte.
—Él fue el valiente, el ocurrente. Se escondió. La batalla estaba en su parte más
reñida, por lo que esperaba que Abdul-Alim y sus hombres renunciaran a la
búsqueda y huyeran. Pero lo encontraron. Lo golpearon, lo torturaron, no con los
refinamientos habituales, por falta de tiempo, pero lo habrían matado si en ese
momento no hubiera caído una bomba que echó abajo la pared del harén. Se armó el
alboroto, con el terror, la confusión, los heridos y los muertos, así que aproveché la
oportunidad y entré a buscarlo. Lo que le habían hecho… —Cerró los ojos y los
mantuvo así un momento—. Pero estaba vivo. Mientras me lo llevaba, atacado por
un dolor terrible, no emitió ni un solo gemido.
Al joven le brotaron las lágrimas y repentinamente hundió la cara en el hombro
de Henry, y este lo rodeó con el brazo.
Laura pensó que debería sentirse azorada al ver eso, pero no sintió ni el menor
azoramiento. Era una historia de amor extraordinaria.
—Si estaba tan mal herido —dijo Stephen, con la voz ronca por la emoción—,
¿por qué no lo llevó a la armada?
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vio un asomo del Henry Gardeyne del retrato, aunque sólo un leve asomo.
Él tenía razón, pensó. Se había convertido en otra persona.
Ella deseaba que tomara posesión del vizcondado por la seguridad de Harry,
pero no debía intentar imponérselo. Era mucho lo que habían sufrido él y Des, y
arriesgarían muchísimo viviendo ahí.
—¿Adónde irán? —le preguntó.
Él le agradeció la aceptación con una sonrisa.
—A algún lugar de clima cálido. Tal vez viajaremos por regiones tropicales
hasta encontrar un lugar para vivir. Pero necesitamos dinero —añadió.
A ella le correspondía tomar las decisiones, pensó Laura. Miró a los demás y
dijo:
—Mi padre dice que la salud de lord Caldfort ha empeorado mucho, por lo
tanto me parece que no tiene ningún sentido afligirlo ahora. Pronto se enterará de las
lesiones de Jack, pero eso se puede explicar diciendo que fue a Draycombe a
descubrir la verdad, que el incendio fue un accidente y que él actuó como un héroe.
Si usted está resuelto a no reclamar el vizcondado, primo Henry, querría que le
escribiera una carta a lord Caldfort reconociendo que su intención era hacer un
fraude y que renunció a su plan por miedo. Eso le quitará a él un peso de encima y le
permitirá morir en paz, porque creo que será eso lo que pasará.
—Ciertamente, pero de todos modos necesitamos dinero. Ahora Des y yo
somos casi indigentes. El poco dinero que nos quedaba se fue con el incendio. Ni
siquiera tenemos ropa que ponernos.
—Estoy de acuerdo en que tiene todo el derecho a mantenerse con el dinero de
la propiedad, pero no veo cómo arreglar eso ahora. —Miró a Stephen, en busca de
ayuda—. Yo tengo muy poco.
—¿Qué le parece una suma convenida ahora y pagos trimestrales después? —
dijo Stephen—. Entre mis amigos y yo pondremos el dinero hasta que llegue el
momento en que se pueda coger de la propiedad.
Henry miró de él a Nicholas.
—¿Una sociedad filantrópica dedicada al socorro de esclavos rescatados y
vizcondes renuentes?
—Algo así. Tendrá que fiarse de mi palabra.
Después de una silenciosa comunicación con Des, Henry asintió, agradecido.
—¿Estamos libres para irnos?
—Por supuesto.
—Pero —dijo Nicholas—, me harían un inmenso favor si fueran de visita a mi
propiedad de Redoaks. No está lejos de aquí, y, como usted ha dicho, por un tiempo
estará en dificultades económicas. Sólo le pediría información sobre Argelia y los
usos y costumbres árabes.
Henry pareció perplejo un momento y luego dijo:
—Le agradeceríamos muchísimo su hospitalidad, señor.
—La gratitud será totalmente mía. Iré a disponer las cosas.
Diciendo eso, Nicholas se marchó, dejando a Laura y Stephen con Henry y Des.
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Daba la impresión de que estaban totalmente liados con los Pícaros, pensó
Laura, pero eso la alegraba.
—Me alegra mucho haberle conocido, primo Henry —dijo—, y me apena que
en el futuro vayamos a verle poco. —Titubeó un instante y continuó—: ¿Le gustaría
visitar la casa Caldfort antes de marcharse de Inglaterra? Yo podría organizar eso
discretamente.
A él se le suavizó la cara.
—Es usted muy amable. Sí, me gustaría. Fui feliz ahí de niño, y me gustaría
enseñarle a Des mi antiguo hogar. Hay unas cuantas cosas que me gustaría llevarme
también, si siguen ahí. Nada particularmente valioso.
—Por supuesto.
—Y me gustaría visitar las tumbas de mis padres.
—Usted tiene una lápida ahí también, ¿sabe?
Él se rió y ella cayó en la cuenta de que era la primera vez que lo veía reír.
—Qué curioso. Decididamente debo verlo.
Entonces Laura miró a Des, que se veía radiante de felicidad, aunque algo
aturdido.
—¿Hay alguna esperanza de que vuelva a caminar, señor?
Él sonrió.
—Ah, sí. Si descanso —añadió, recordándole con una traviesa mirada la
conversación que tuvieron en Draycombe—. Ya puedo caminar un poco, aunque me
causa dolor, y detesto cojear en público; es tan poco garboso. —Ladeó la cabeza—.
¿Cree que en Redoaks habrá alguien que sepa jugar al casino?
—Yo sé jugar al casino, Des —dijo Henry—. ¿A eso estuviste jugando con la
señora Penfold? Puedo enseñarte juegos más complicados también. Piquet, por
ejemplo.
—Eso me encantará. Me encantará explorarlo todo en el mundo más ancho. —
Le sonrió a Laura, de una manera franca, encantadora—. Gracias, Laura Gardeyne.
Fue amable conmigo aun cuando me creía un villano. Tiene un aura legendaria.
—¿Qué? —preguntó ella, mirándolo sorprendida.
—La tiene —dijo Stephen, igualmente perplejo—. La llaman Labellelle.
Laura ya lo había entendido.
—¡Es un anagrama!9
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—Y todos sabrán por qué nos hemos quedado —convino él—. ¿Te importa?
—No, en absoluto. Pero este vestido se abrocha por la espalda, señor, así que
necesito ayuda.
Él se le acercó y la giró, y ella sintió sus dedos en la espalda soltándole los
botones por primera vez. Otro dulce momento conyugal.
—Y llevas corsé también —dijo él, con la voz ronca, como si tuviera oprimida la
garganta.
A ella se le había acelerado el corazón y tenía dificultad para respirar, como si le
faltara aire.
—Sí —dijo—. Es una incomodidad. Tal vez debería decidirme a usar esa especie
de corpiño suave que prefiere Eleanor.
—Si quieres. —Le abrió el vestido y ella sintió el aire fresco en la espalda, y
luego las uñas de él rascándole el lino del sencillo corsé—. Sin embargo confieso que
cuando me entregaba a mis desmadrados sueños contigo me imaginaba que tus
prendas íntimas eran algo más sofisticadas.
Ella se rió, pero entonces se le fue el cuerpo y sintió sus manos cogiéndola y
sosteniéndola.
—Seda —suspiró—, y encaje. Cintas. —Tragó saliva por si eso le servía para ser
más coherente—. Tengo un corsé de seda roja, muy escotado por la espalda.
Él comenzó a desatarle y soltarle los lazos del corsé, tomándose su tiempo, cada
contacto una dulce tortura.
—¿Para llevar con ese vestido rojo? Espero que todavía lo tengas.
—Sí, pero es muy ampuloso. No es apropiado para una vida tranquila.
—¿Piensas llevar una vida tranquila?
Ella recordó la conversación que habían tenido sobre eso.
—De vez en cuando —contestó.
Él ya le estaba soltando los lazos con más urgencia.
—Y yo espero que de vez en cuando mi mujer ofrezca fiestas brillantes vestida
con fino plumaje, para volar alto.
—¿Lo quiera yo o no? —preguntó ella, sabiendo que lo oiría hacer un puchero
fingido.
—Yo seré el orgulloso dueño de Labellelle, por lo tanto esperaré que tú hagas tu
parte.
—Tirano.
—Amo. Considérate mi esclava, obligada a complacerme de todas las maneras
habidas y por haber.
Se soltó el corsé y la ropa comenzó a deslizarse hacia abajo. Ella se meneó para
acelerar la caída, se giró y quedó ante él con sólo la camisola y las medias. Entonces
comenzó a quitarle la ropa, haciendo volar botones y rompiendo tela.
—¿Ah, sí? O yo podría convertirte en mi esclavo y tenerte a mi servicio.
—¿Eso crees? —dijo él.
Pero ya tenía la respiración agitada y la erección dura y fuerte, así que ella se
rió, quitándose la camisola y retrocediendo hacia la cama.
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Nota de la autora
La semilla para esta historia llegó cuando estaba escribiendo Fuego de invierno,
una de mis últimas novelas Malloren, ambientada en 1763. La heroína de Fuego de
invierno es la hija de un capitán de navío que ha pasado un tiempo viajando con él.
De tanto en tanto alguien dice que la señorita Smith «luchó contra piratas bereberes».
Lógicamente hice mis pesquisas acerca de este tema, pero por entonces no tenía
planeado volverlo a usar, hasta que comencé a escribir la novela sobre Stephen y caí
en la cuenta de que ocurría en otoño de 1816.
El artículo del diario que aparece al comienzo de la novela es invento mío, pero
es cierto que en otoño de 1816 hubo entusiasmo y furia a la vez por la noticia de la
liberación de los esclavos cristianos de Berbería. Puesto que mi historia ya exigía el
regreso de un heredero perdido, ¡bingo!
Berbería es el nombre antiguo de la región que comprendía los estados de la
costa norte de África (Marruecos, Argelia, Túnez y Trípoli) y durante siglos fue
notoria por la piratería. Los corsarios, como llamaban a sus piratas marítimos,
asaltaban barcos para hacerse con su carga, pero lo que buscaban principalmente era
esclavos.
Las áridas tierras del norte de África hacían necesaria mucha mano de obra
barata, pero la religión de los corsarios, el Islam, les prohibía el uso de esclavos
musulmanes. Puesto que estaban cerca de la Europa cristiana, la solución se hizo
obvia, por lo que al mismo tiempo que asaltaban barcos, los corsarios hacían
incursiones en las costas en busca de trabajadores jóvenes y sanos.
En los siglos XVI y XVII sus incursiones se extendieron a más territorios,
incluso a las costas de Gran Bretaña, pero las fuerzas navales mejoradas de los países
pusieron fin a esto. A comienzos del siglo XVIII, los estados de Berbería limitaron sus
ataques a los barcos averiados y a las costas de los países mediterráneos más débiles.
En realidad, la mayor parte de su riqueza provenía del dinero que recibían por
rescates y de lo que pagaban los países para asegurarse protección o inmunidad.
La mayoría de los países, entre otros Gran Bretaña y Estados Unidos, pagaban a
los piratas bereberes para que dejaran en paz sus barcos. Por ejemplo, en 1812,
Portugal pagó más de un millón de dólares10 españoles por la liberación de esclavos
portugueses hechos prisioneros por los corsarios, y por la inmunidad; esta última se
10
Dólar español: Durante la colonización española del Nuevo Mundo se usó la expresión «duro
o dólar» español, para denominar a una moneda de plata, el «peso» o «peso duro», moneda de 8
reales, muy extendida en el siglo XVIII. El uso del duro o dólar español, junto con el thaler (tolar) de
María Teresa de Austria, como moneda en los incipientes Estados Unidos es la razón de su nombre
actual. Supongo que aquí la autora se refiere a esta moneda y no al equivalente en dólares de otra
moneda española. (N. de la T.)
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unos pocos, aun cuando esto no afecta la situación en la que se encontró Henry
Gardeyne.
Como dice Stephen, la Batalla de Argel no fue particularmente popular en Gran
Bretaña porque los esclavos eran casi todos campesinos del sur de Europa y católicos
por añadidura, y el precio, sobre todo en muertos y heridos, fue muy elevado. De
todos modos, una victoria es una victoria, y presentándola como a Gran Bretaña
liberando a los oprimidos que habían sido abandonados por todos los demás,
resultaba bastante bien.
¿Es verosímil la historia de Henry y Des?
Es posible, sin duda.
A los cautivos jóvenes los convertían en esclavos sexuales, por lo tanto es
posible que existiera un harén de hombres, y las condiciones de vida en él serían un
lujo para un muchacho campesino inglés.
En cuanto a Henry, los esclavos se utilizaban para todo tipo de trabajos, desde
el más duro en las minas de sal a labores domésticas. A algunos esclavos, por lo
general constreñidos por un anillo de hierro en el tobillo derecho, del que colgaba
una pesada cadena, se les permitía moverse por la ciudad e incluso llevar pequeñas
empresas aparte de su trabajo. Otros llegaron a abrir tabernas también para esclavos,
aun cuando los musulmanes fieles no consumen alcohol.
En cierto modo extraño, era una sociedad tolerante, por lo que hubo esclavos
que aunque ganaban lo suficiente con sus empresas para pagarse la libertad preferían
quedarse. No hay que olvidar que para muchos las condiciones de vida en sus países
eran tan duras, que, como le explica Stephen a Laura, había soldados del ejército en
India que cometían delitos con el fin de que los deportaran a Australia, con la
esperanza de una vida mejor.
Los esclavos cristianos en Berbería tenían su propio hospital e incluso capilla.
No los molestaban por su religión, pero si alguno decidía convertirse al islamismo
quedaba libre automáticamente. Pero era esclavitud. A algunos esclavos los
mantenían en condiciones muy duras y morían a causa del trabajo tan arduo, y los
castigos por desobedecer y en especial por intentar escapar eran muy crueles.
Esta es, pues, la información de fondo que encontré esperándome cuando
comencé a descubrir esta novela, y de la que creé una fascinante historia para Henry
y Des, y también para Stephen y Laura. Espero que la hayas disfrutado.
***
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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
JO BEVERLY.
Jo Beverley nació y creció en Inglaterra aunque emigró a
Canadá con su marido donde vive ahora con sus dos hijos.
Comenzó a escribir desde joven y posee un doctorado en
Historia Inglesa por ello, se la considera una de las mejores
escritoras de regencia quien ya posee cinco galardones RITA
además de ser miembro de honor de la RWA.
LA ALONDRA.
Antes era la alegre y divertida lady Alondra, la belleza coqueta que enamoraba a todos
los hombres con su jovialidad y desenfado. Ahora, tras la muerte de su marido, vive
aterrorizada por las sospechas. Su hijo, Harry, se ha convertido en el único heredero de las
posesiones de los Gardeyne y Laura recela los peligros que se ciernen sobre el pequeño.
Aislada en un viejo caserón y prisionera de su familia política, los pensamientos funestos la
atormentan. Para proteger a su hijo, sólo le quedará una salida: recurrir a Stephen, antiguo
amigo de la infancia al que tiempo atrás rechazó en matrimonio. Juntos se embarcarán en una
peligrosa aventura en la que desafiarán convenciones sociales y rescatarán la vieja llama de
una pasión que todavía arde entre ellos.
Hace poco era la señora de Hal Gardeyne, la querida y alegre lady Alondra de la
sociedad londinense que conquistaba los corazones con su jovialidad y desenfado, pero ahora
se ha transformado en una madre aterrorizada. La muerte de Hal convirtió a su hijo Harry en
el único heredero de los títulos y posesiones de su suegro y Laura ahora teme que el tío de
Harry sea capaz de cualquier cosa, incluso del asesinato, para conseguir los bienes familiares.
Aislada y prisionera en un ambiente hostil, para proteger al pequeño, no tendrá otra opción
que recurrir a un hombre de su pasado.
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JO BEVERLEY LA ALONDRA
3. Forbidden (1994)
4. An Arranged Marriage (1991)
5. Christmas Angel (1992)
6. Hazard (2002) - Juego peligroso (2008)
7. St. Raven (2003) - El duque de St. Raven (2009)
8. Skylark (2004) - La alondra (2009)
9. The Rogue's Return (2006) - será publicada en España en febrero de 2010.
10. To Rescue a Rogue (2006)
11. Lady Beware (2007)
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© Título original: Skylark
ISBN: 978-84-96711-63-1
Depósito legal: B-17.834-2009
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