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Jo Beverley

COMPANY OF ROGUES, 08.

La alondra
Dedicada a mis hermanas, Stella, Marian y Eileen,
porque las hermanas tienen un papel en esta novela
y porque las hermanas son especiales.

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ÍNDICE

Capítulo 1.............................................................................5
Capítulo 2...........................................................................11
Capítulo 3...........................................................................16
Capítulo 4...........................................................................22
Capítulo 5...........................................................................27
Capítulo 6...........................................................................34
Capítulo 7...........................................................................40
Capítulo 8...........................................................................46
Capítulo 9...........................................................................49
Capítulo 10.........................................................................54
Capítulo 11.........................................................................59
Capítulo 12.........................................................................67
Capítulo 13.........................................................................72
Capítulo 14.........................................................................79
Capítulo 15.........................................................................82
Capítulo 16.........................................................................90
Capítulo 17.........................................................................95
Capítulo 18.......................................................................100
Capítulo 19.......................................................................105
Capítulo 20.......................................................................111
Capítulo 21.......................................................................116
Capítulo 22.......................................................................122
Capítulo 23.......................................................................126
Capítulo 24.......................................................................131
Capítulo 25.......................................................................137
Capítulo 26.......................................................................140
Capítulo 27.......................................................................147
Capítulo 28.......................................................................154
Capítulo 29.......................................................................159
Capítulo 30.......................................................................168
Capítulo 31.......................................................................176
Capítulo 32.......................................................................185
Capítulo 33.......................................................................191
Capítulo 34.......................................................................195
Capítulo 35.......................................................................204
Capítulo 36.......................................................................209
Capítulo 37.......................................................................216

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Capítulo 38.......................................................................220
Capítulo 39.......................................................................227
Capítulo 40.......................................................................230
Capítulo 41.......................................................................235
Capítulo 42.......................................................................242
Capítulo 43.......................................................................249
Capítulo 44.......................................................................254
Capítulo 45.......................................................................263
Nota de la autora............................................................275
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA...............................................278

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 1

The Berkshire Informer, 7 de octubre de 1816

Celebramos el retorno de Johnny Tring, que se perdió en el mar hace seis años,
dejando desesperados a sus familiares. Gracias al inmenso poderío de la Armada de
Su Majestad y la valentía de los marinos británicos, él, junto con casi dos mil
infelices almas cristianas, ha sido liberado del espantoso cautiverio en manos de los
crueles corsarios mahometanos de Argel. La mayoría de estos desventurados
procedían de cálidos países mediterráneos. Cuán inmensa debe de ser la gratitud de
Tring a Aquel que está en las alturas por haber sido devuelto al fresco y verde Elíseo
de Berkshire.

Más bien una desagradable sacudida para el organismo, pensó Laura


Gardeyne, arrebujándose más el chal de lana. El esquivo sol acababa de esconderse
nuevamente detrás de las nubes y una fresca brisa agitaba las páginas del diario y las
moribundas hojas del roble bajo el cual se encontraba el banco en que estaba sentada.
De todos modos, ser liberado de cautiverio y esclavitud debía alegrar cualquier
corazón.
—Mamá —dijo Harry, su hijo de tres años, corriendo hacia ella—, ¿me das la
pelota?
Tal como un hijo debe alegrar cualquier corazón, pensó. Sonriéndole le pasó la
pelota y una bolsa de lona.
—¿Por qué no le pides a Nan que construya una torre con tus bloques? Así
podrás intentar echarla abajo con la pelota.
Él volvió corriendo hasta su niñera, todo un robusto manojo de energía con sus
pantalones caqui y una chaqueta azul corta. Libre, como son libres siempre los niños
felices; como rara vez lo son los adultos.
Contempló ese pequeño trozo del «Elíseo». El parque de la casa Caldfort, en su
estilo natural, era hermoso incluso en un día nublado. La hierba que cubría todo el
terreno desde la casa hasta el río Cald se mantenía siempre corta, gracias a las ovejas
que pacían allí, y estaba salpicado aquí y allá por majestuosos y viejos árboles.
La casa se erguía en una elevación de terreno, cuadrada, blanca y majestuosa, la
imagen misma de una casa de campo moderna.
¿Cómo era lo que escribió Lovelace?

Los muros de piedra no hacen una prisión,

ni las rejas de hierro una jaula.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Las mentes inocentes y reposadas

toman eso por una ermita.

Podía ser a la inversa también; un paraje idílico puede ser un espantoso


cautiverio. En realidad, recordaba de dónde provenía la expresión «espantoso
cautiverio»; de Robert Burns, el poeta escocés: «Aquí en este espantoso cautiverio
debo despertar y llorar».
La risa de su hijo interrumpió sus pensamientos y la sacó de su melancolía
poética. Esta no estaba en absoluto en su naturaleza y, comparada con la mayoría, era
una mujer afortunada. Estaba viuda, cierto, pero esa tristeza ya tenía casi un año, y
contaba con una muy buena pensión que le permitía no temer nunca la pobreza.
Y tenía a Harry, la alegría de su vida.
Lo observó lanzar otra vez la pelota roja de piel y echar abajo la mitad de los
bloques. Estaba desarrollando buena puntería, para ser un niño de tres años, pero
claro, su padre era sobresaliente en todo tipo de deportes. Harry sólo tenía de ella los
rizos oscuros; en todo lo demás era un Gardeyne puro: mentón cuadrado, ojos
castaños, como el pelo, y todo en él indicaba que sería alto y fornido.
Con el siguiente lanzamiento el pequeño hizo volar el resto de la torre. Laura
dejó a un lado el diario y aplaudió.
—¡Muy bien, Harry! ¡Muy bien!
Él corrió hasta ella para recibir un abrazo y luego volvió a lanzar la pelota a la
torre reconstruida. La pelota sólo golpeó una esquina, pero el sonido que hizo fue
como una explosión. El niño volvió corriendo hacia ella.
—¡Mamá! ¡Mamá!
Laura lo cogió en brazos, pensando «¿Un trueno?».
Pero los grajos habían levantado el vuelo hacia el cielo gris graznando.
¡El sonido fue el de un disparo!
Laura comprendió al instante lo que había ocurrido, pero continuó abrazando a
su hijo:
—No te asustes, Minnow. Sólo es tu tío Jack que anda disfrutando de la caza.
La niñera llegó hasta ellos.
—¿Me llevo a casa al señorito Harry, señora?
—No, no. El reverendo Gardeyne no apuntaría jamás su arma cerca de
nosotros, y Harry lo está pasando muy bien, ¿verdad, cariño?
Pasado un instante de vacilación, Harry asintió, se bajó de su falda y volvió a su
juego.
Con la habilidad conseguida a duras penas, Laura mantuvo una leve sonrisa en
la cara, lo observó un momento y luego dejó vagar la mirada hacia el sotobosque que
se extendía entre la casa y el pueblo Cald de St. Edwin. El disparo había venido de
ahí, pero el bosque no le ofreció más información. Los grajos habían vuelto a posarse
en las ramas y no había nada más que ver.
Sin duda había dicho la verdad; su cuñado no apuntaría despreocupadamente

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su arma. Jack Gardeyne era el cura de dos parroquias, la de St. Edwin y la de St.
Mark, y buen párroco. Pero como para todos los Gardeyne, cazar, disparar y pescar
eran las verdaderas alegrías de la vida.
En sus cinco años de matrimonio, ella se había acostumbrado a vivir entre
perros, caballos y armas de fuego. Las armas no la habían preocupado hasta hacía
muy poco; hasta que comenzó a sospechar que al reverendo Jack Gardeyne le
gustaría ver muerto a Harry.
Sintió bajar unas gotitas de sudor por el espinazo. Intentó, como hacía siempre,
convencerse de que ningún hombre, y mucho menos un cura, le desearía mal a su
inocente sobrino. Ni siquiera en el caso de que el niño se interpusiera entre él y un
título, una fortuna y toda la caza, disparos y pesca que pudiera desear.
Pero no se convencía y no podía dejar de estar atenta a Harry mientras jugaba,
como si vigilándolo pudiera evitar un desastre. Pero nadie puede vigilar a un niño
todo el tiempo, y cuando se hiciera mayor sería imposible. A un niño hay que
permitirle explorar y tener aventuras, pero tal como estaban las cosas en esos
momentos, no sabía si podría soportar tenerlo fuera de su vista.
Observó que lanzaba la pelota de cualquier manera, sin ningún tino, y se sentía
frustrado. Era la hora de su siesta y…
Interrumpiendo sus pensamientos, se levantó de un salto y echó a correr.
Harry había lanzado la pelota de tal forma que Nan no logró cogerla, e iba
rodando hacia el río, y él corriendo detrás. Pero no fue eso lo que la alarmó, sino ver
que del bosque había salido un perro negro con la misma intención.
El perro llegó primero a la pelota y la cogió entre sus afilados dientes. Harry ya
se había dado media vuelta y venía corriendo en busca de seguridad; hacia ella. Lo
cogió en los brazos y lo mantuvo abrazado, susurrándole palabras tranquilizadoras
que casi ni ella oía, por lo retumbante que tenía el corazón.
—¡No seas cobarde, Harry! Bouncer no te hará ningún daño.
Laura miró por encima de la cabeza del niño hacia el lugar de donde provenía
esa sonora voz. Jack Gardeyne venía caminando hacia ellos, con una alegre sonrisa
en la cara.
¿Cómo podría alguien verlo como un monstruo? Era un hombre rollizo, de talle
gordo, pero alto, como todos los Gardeyne, y todo él rezumaba vigor y afabilidad.
Llevaba un arma bajo el brazo, pero apuntada al suelo.
Con su ropa informal de campo se veía todo lo inofensivo que se podría ver,
pero con la mano libre llevaba cogidas las patas de un faisán muerto, con la cabeza
lacia arrastrándose por la hierba. Laura no les tenía asco a los animales muertos, pero
en ese momento ver ese cadáver la hizo estremecerse.
—Tu tío tiene razón, cariño —dijo, disimulando la tensión—. Su perro no te
hará daño.
Eso lo dijo más dirigido a Jack que a su hijo. Cuando llegó Nan corriendo, pasó
ante Harry, caminó hasta el perro y cogió la pelota.
—¡Suéltala, Bouncer!
El perro gruñó.

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Aunque la atenazó el miedo por dentro, Laura no soltó la pelota. Quería que
Jack supiera que no sólo estaba ante un niño pequeño sino también ante ella. Lo
miró, exigiéndole.
A él se le desvaneció un poco la sonrisa.
—¡Bouncer, suéltala! ¡Aquí!
El perro soltó la pelota y fue a ponerse al lado de su amo, jadeante. Tal vez fue
su imaginación, pero le pareció ver una sonrisa burlona en la expresión del animal.
Jack movió la cabeza de un lado a otro.
—Laura, querida mía, ¿me permites sugerir que tal vez eres sobreprotectora con
Harry?
Él había adoptado últimamente esa actitud, tratando de modos sutiles de
separarla de su hijo, y temía que poco a poco estuviera logrando poner a su padre,
lord Caldfort, de su parte.
—Sólo tiene tres años, Jack —dijo, secando la pelota con su pañuelo—. Ya habrá
tiempo para endurecerlo después. —Y le devolvió el ataque—: Me sorprende verte
fuera. Supimos que Emma había comenzado las labores del parto.
—Un hombre no puede hacer nada ahí —dijo él—. De hecho, es un estorbo. Ya
he pasado tres veces por esto, recuerda.
—Pero espero que todo esté yendo bien.
—Eso dijo la comadrona. Esta vez esperamos un niño, lógicamente. Padre
estará complacido. Siempre es bueno tener uno de repuesto además del heredero.
A Laura se le oprimió la garganta, pero lo miró directamente a su alegre cara.
—Sí, eso sin duda, aunque es improbable que le ocurra algo a Harry, ¿verdad?
Ahora los niños no mueren con tanta frecuencia como antes.
—¡Alabado sea Dios! Pero de todos modos, su divina voluntad se lleva a
algunos inocentes. Los hombres sabios rezan por lo mejor pero se preparan para la
desgracia. —Inclinó la cabeza—. Buen día tengas, hermana. Iré a ver cómo está padre
y de ahí me iré a casa.
Ella se quedó mirándolo caminar hacia la casa, con la cabeza del faisán muerto
arrastrándose por la hierba, tratando de convencerse de que la amenaza sólo estaba
en su imaginación.
Jack Gardeyne era un hombre de Dios, y un párroco bastante bueno a su
manera. Celebraba los servicios religiosos con responsabilidad, predicaba excelentes
sermones y organizaba la atención y cuidado de los menos afortunados de las dos
parroquias. Era un buen padre y un marido amable. En realidad, daba la impresión
de que quería más a su Emma de lo que Hal la había querido a ella una vez que se
apagó el primer entusiasmo de su matrimonio.
Miró hacia Harry y vio que estaba fláccido en los brazos de Nan, con la cabeza
apoyada en su hombro.
—Es hora de entrar, Minnow —dijo, como si no hubiera ocurrido nada fuera de
lo común.
Se agachó a recoger los bloques y la pelota, deseando que Jack no fuera
caminando hacia la casa. No deseaba otro encuentro con él.

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Exhaló un suspiro. Jack era considerado al visitar a su achacoso padre con tanta
frecuencia para hablar con él, jugar a las cartas y tal vez reír de chistes picantes
masculinos. Ella hubiera hecho eso mismo, incluido lo de los chistes, pero a lord
Caldfort no le gustaba la conversación de las mujeres. También creía que las mujeres
no deben apostar jamás, y sólo le gustaba jugar a las cartas apostando dinero.
Se enderezó y tiró del cordón para cerrar la bolsa.
Lord Caldfort no era un hombre con el que resultara fácil vivir, pero intentaba
ser comprensiva. Al haber sido un hombre activo la mayor parte de su vida,
convertirse en un inválido lo agrió. Y fue particularmente amargo que la salud se le
estropeara justo cuando cambió su fortuna, al heredar el título y las propiedades de
su hermano.
Eran una familia desafortunada los Gardeyne. Su suegro heredó el título debido
a que el único hijo de su hermano murió ahogado en el Mediterráneo. Y hacía casi un
año murió su propio hijo mayor, Hal, su marido, a los treinta y dos años.
Pero esa mala suerte no continuaría en su hijo; eso ella se lo había jurado a sí
misma.
Recogió el diario, miró alrededor para comprobar que no se dejaba nada y echó
a andar delante de Nan en dirección a la pendiente para subir a la casa.
En otro tiempo había encontrado encantadora la casa Caldfort. No era grande,
lo cual era parte de su encanto para ella, pues se había criado en una casa modesta.
Construida hacía sólo cincuenta años, estaba diseñada a la perfección como casa
particular de una familia, con algunas habitaciones para alojar bien a ocasionales
huéspedes. De proporciones elegantes, tenía muchas ventanas grandes que dejaban
entrar la luz.
Sí, le había gustado esa casa cuando sus ocasionales visitas habían sido un
descanso de la agitada vida en el mundo elegante. Pero estar clavada ahí para
siempre con el amargado lord Caldfort y la extraña lady Caldfort era otra historia
totalmente distinta. Y si a eso le sumaba Jack y sus macabras sospechas respecto a él,
la casa le resultaba tan atractiva como una celda en la Torre de Londres.
Deseosa del consuelo de tener a su hijo en los brazos, le entregó las cosas a Nan
y lo cogió. Harry tenía metido el pulgar en la boca, pero ni siquiera intentó
quitárselo. Él sólo hacía eso cuando estaba perturbado y cansado.
Era un niño dulce, confiado, lo más precioso del mundo. A ella le correspondía
criarlo. A ella le correspondía protegerlo. Aun cuando a veces sus miedos le parecían
insensatos, no podía permitirse desentenderse de ellos. Jamás se perdonaría si a
Harry le ocurría algo que ella podría haber impedido.
Cuanto más se acercaban a la casa, más lentos se le hacían los pasos.
Normalmente no se permitía entregarse a inútiles pesares, pero en ese momento los
tenía instalados en ella. El día de su boda se sintió bendecida por los dioses, pero no
encontró verdadera felicidad en su matrimonio, y ahora veía negro su futuro.
Sólo tenía veinticuatro años, y se sentía tan prisionera como si realmente
estuviera en la Torre.
Lord Caldfort insistió, con cierta justificación, en que su heredero se criara en

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esa casa. Le permitía llevárselo con ella cuando iba a ver a su familia, pero en visitas
muy cortas. A ella no le limitaban las salidas, pero ¿cómo podría dejar ahí a Harry,
aunque sólo fuera unos días, preocupada como estaba por su seguridad?
Enderezó los hombros y entró en la casa; su prisión, hasta que su hijo tuviera
edad para cuidar de sí mismo.

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Capítulo 2

Mientras atravesaban el vestíbulo embaldosado de mármol, Harry emitió un


sonido parecido a un hipo, como si fuera a echarse a llorar. Laura lo cambió
ligeramente de posición para verlo; estaba profundamente dormido. Le rozó
suavemente la frente con los labios.
¿Habría detectado algo malo en Jack? Se decía que los niños y los animales
tienen una sensibilidad especial, y Harry nunca le había tomado simpatía a su tío.
Pero no debía construir monstruos de la nada, se dijo. Un perro gruñendo asustaría a
cualquier niño.
—¿Qué le pasa ahora?
Sobresaltada, Laura levantó la vista y vio a lord Caldfort, todo hinchado,
jadeante, y apoyado en su bastón, en la puerta abierta de su despacho.
—Nada, señor. Sólo está cansado.
—Jack dijo que huyó de su perro, chillando.
—El perro le gruñó, señor.
—¡Lo mimas demasiado! Jack tiene razón. El muchacho debería pasar un
tiempo con él. Para aprender costumbres masculinas.
Laura procuró disimular el miedo para que no se le notara en la cara.
—Excelente idea —dijo alegremente—. Pero aún es muy pequeño, ¿no le
parece? Se beneficiaría mucho de su atención, señor, si usted se sintiera capaz de
dársela. Usted ha criado a dos magníficos hijos, así que sabe cómo hacerlo.
Eso era adulación descarada, pero él asintió, e incluso se pavoneó un poco.
—Podrías tener cierta razón, querida mía. Ahora no estoy en forma para
actividades al aire libre, pero pasaré un poco de tiempo con el muchacho, para
enseñarle cómo son las cosas.
Laura le dio las gracias, le hizo una reverencia y se dirigió a la escalera, con la
esperanza de que su sugerencia hubiera quitado filo a la impresión dada por Jack. El
problema es que era totalmente sensato que un tío ocupara el lugar de su hermano en
la orientación de su hijo. En otras circunstancias ella misma lo habría sugerido.
Subió la escalera rogando que todo fuera bien en el parto de la mujer de Jack.
Ella se había ofrecido para acompañarla, pero Emma rechazó amablemente el
ofrecimiento. Recordando su propia experiencia, a ella no la sorprendió. Entre ella y
Emma había un trato cordial, pero eran muy diferentes para ser amigas. En un
momento como ese, una mujer desea estar acompañada por personas con las que se
sienta a gusto y en armonía.
Sabía que Emma deseaba un hijo varón tanto como Jack, pero cuando entró en
la sala cuna y le pasó el niño dormido a Nan, rogó que Emma diera a luz a otra niña.

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Si había algún fundamento en sus sospechas, que Jack tuviera un hijo podría ser
desastroso.
Esa oración no fue oída. Cuando esa tarde bajó para la cena temprana, encontró
a Jack con su suegro y los dos estaban sonriendo de oreja a oreja.
Jack le puso una copa de clarete en la mano y lord Caldfort levantó la suya.
—¡Un brindis, querida mía! ¡A la salud de Henry Jack Gardeyne!
Laura se quedó inmóvil, paralizada, con la copa en los labios. Era la tradición
familiar llamar Henry a los hijos primogénitos, pero era como si ya estuvieran
preparando a un sustituto para Harry.
Jack le sonrió.
—Si no te opones, Laura, queremos llamarlo Hal.
—No, claro que no —dijo ella, y logró esbozar una sonrisa—. Felicitaciones.
Estaba a punto de preguntar por Emma cuando entró lady Caldfort, flaca y
despistada como siempre. Se quedó mirando el espacio cuando le dieron la noticia,
como si se hubiera olvidado de que su nuera estaba a punto de dar a luz, y luego
dijo:
—Qué comodidad. Un heredero por si el otro se muere.
Incluso los dos hombres se sorprendieron ante esa franca declaración de la
verdad, pero todos estaban acostumbrados al estilo de lady Caldfort; tendía a decir lo
que otros no decían por discreción.
Laura lamentó no haber estado mirando a Jack; podría haberse enterado de algo
por su reacción.
Lady Caldfort era una mujer flaca, angulosa, fría, que tenía muy poco interés en
los demás y ninguna facilidad para tratar con las personas. Al parecer, el
comandante John Gardeyne, lo que era lord Gardeyne en esa época, se casó con ella
por su dinero.
Su único interés en la vida eran los insectos, que coleccionaba y ponía en cajas
con tapas de cristal, como para exhibirlos. Eso no tenía nada de insólito, pero lady
Gardeyne guardaba las cajas en rimeros en un cuarto y jamás los exhibía. A Laura le
preocupaba que algún día su suegra se volviera totalmente loca y a ella le tocara
cuidarla.
—¿No es hora de comer? —preguntó lady Gardeyne y se dirigió al comedor,
aun cuando no habían anunciado la cena.
Mirándose entre ellos, Laura y los dos hombres la siguieron.
Tan pronto como estuvieron sentados, lord Caldfort y Jack comenzaron a hablar
de asuntos de la propiedad. Ella, como madre de Harry, tenía interés en saber cosas
de la propiedad que sería de su hijo en el futuro. Puso atención, como siempre,
reuniendo conocimientos. Finalmente la conversación pasó a detalles de los deportes
favoritos de los hombres de la familia, y entonces desvió la vista.
Vio que lady Caldfort estaba mirando ceñuda la vela más cercana. Podría estar
enfadada porque no tenía la comida delante, pero igual podría estar cavilando sobre
algún problema de entomología. Sabía que cualquier intento de entablar
conversación con ella sería inútil. Ya era una veterana, después de cientos de

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comidas exactamente iguales a esa, con la excepción de que cuando Jack no estaba
ahí, generalmente no había conversación. De todos modos, se esperaba que ella
asistiera.
¿A cuántas cenas de esas había asistido?
Once meses desde la muerte de Hal; eso haría unas trescientas treinta.
Después del nacimiento de Harry había pasado por lo menos la mitad del año
ahí, porque tanto Hal como su padre objetaban que ella lo mantuviera lejos mucho
tiempo, y a ella le gustaba estar con su hijo. Había disfrutado haciendo visitas a
Londres, Brighton y otros lugares de moda, pero sacrificaba feliz su tiempo para
estar con ellos durante las temporadas de caza.
Hal se había quedado allí acompañándola más o menos la mitad de ese tiempo,
una cuarta parte del año; sentado frente a ella, mirándola con esa expresión que decía
que ya estaba pensando en retirarse pronto al dormitorio para dedicarse a su otro
deporte favorito.
Al pensar en ese deporte se le tensó todo el cuerpo, como un estómago
hambriento. Apartó la mente de esos placeres perdidos.
Hacer cálculos; ese era su antídoto para la lujuria.
Dos años y cinco meses desde el nacimiento de Harry hasta la muerte de Hal: 2
por 365, más (alrededor de) 150, igual 880. Había estado ahí sin Hal más o menos un
cuarto de esas veces: 220.
Más las 330 desde la muerte de Hal: 550.
No, más aún, porque Hal la dejó allí sola durante gran parte de su embarazo. Le
tocó justo en la mejor temporada de caza. A ella no le importó. Su hermana Juliet
vino a acompañarla los últimos meses y después llegó su madre. Las Watcombe eran
un potente remedio para la agrura y la tristeza.
Tal vez podría añadir 50 para redondearlo a 600.
Seiscientas de esas cenas, y miles por venir. Tal vez se convertiría en una mujer
tan excéntrica como lady Caldfort, sólo que su excentricidad consistiría en comer en
su habitación con un buen libro o el diario. ¿Qué grado de locura tendría que
aparentar para salirse con la suya en eso?
Lady Caldfort comenzó a golpear la mesa con la cuchara.
—¿Dónde está la comida? ¿Por qué no hay servicio en esta casa? ¡Unos vagos,
eso es lo que son todos!
Entró Thomas, el lacayo, en la sala.
—Ahora viene, milady. Sólo faltan unos minutos —dijo, y salió
precipitadamente.
Lady Caldfort continuó golpeando con la cuchara, con una expresión tan
agresiva que Laura temió que estuviera pensando en algún acto de violencia.
—Quítale esa maldita cuchara —le gruñó lord Caldfort.
Laura alargó la mano para quitársela, agradeciendo que él bramara al mismo
tiempo:
—¡Déjate de tonterías, Cecy!
Lady Caldfort entregó la cuchara, pero continuó ceñuda.

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—Sirve el vino, Jack —le ordenó lord Caldfort.


Jack se levantó a llenar las copas con vino tinto. Lady Caldfort bebió un trago
largo y al parecer eso la apaciguó. Laura trató de sentir compasión por ella, ya que
había soportado a los Gardeyne mucho más tiempo que ella, pero le resultó difícil.
Esa mujer era una absoluta egoísta.
¿De tal madre tal hijo?, pensó, porque Hal había sido muy egoísta en el fondo.
A diferencia de su madre, había tenido buena apariencia y una especie de jovialidad
que podía pasar por generoso encanto, pero por debajo… Afortunadamente, sí había
sido generoso en la cama, porque lo enorgullecía dar placer a una mujer. Ese era el
deber de un caballero, afirmaba, pero ella sospechaba que si hubiera sido difícil de
complacer, él la habría descuidado. Por suerte para su matrimonio, no había sido en
absoluto difícil de complacer.
Lo más extraño es que sólo se hubiera quedado embarazada una vez.
No, no pienses en los placeres del matrimonio. Multiplica el número de copas
por el número de platos. A eso súmale el número de velas que hay en el candelabro.
Afortunadamente, entraron por fin los criados con las fuentes.
—¡Ya era hora! —ladró lady Gardeyne, levantando la tapa de la fuente más
cercana y sirviéndose sopa en su plato.
Laura le sonrió a la criada que le presentó la sopera y le dio las gracias. Era una
verdadera suerte que Caldfort tuviera un ama de llaves competente y paciente en la
señora Moorside, que acudía a ella en lugar de a lady Caldfort cuando surgía algún
problema. La sopa, como siempre, era excelente. Una buena cocinera era otra ventaja
y ella procuraba no olvidar ninguna de las cosas buenas que tenía.
Era partidaria de que la persona se responsabilice de sus actos. Ella se casó con
Hal Gardeyne por su propia voluntad, considerándose la mujer más afortunada de
Dorset. Y durante los primeros años se habría descrito como una esposa feliz.
Ella se había hecho la cama y ahora debía aceptarlo, y así lo haría, con la mejor
voluntad posible. Incluso se sentiría contenta, si pudiera estar segura de que Harry
estaba a salvo.
Una pistola, pensó de repente. Tener un arma le sería muy útil.
Pensando en eso, le resultó grata la pronta y brusca salida de lady Caldfort del
comedor. Salió tras ella, aun cuando nadie pensaría que las damas fueran a reunirse
en el salón a tomar té. Lady Caldfort se dirigió pisando fuerte hacia la escalera para
subir a sus aposentos. Laura cogió una de las velas de recambio, la encendió en el
fuego del hogar del vestíbulo, y se dirigió a la parte de atrás de la casa, a la sala de
armas.
Hal le había enseñado a disparar. Para él eso había sido una diversión mientras
estaban viviendo sosegadamente en esa casa, y ella también se había divertido con
las clases, hasta que él intentó convencerla de que le disparara a un conejo. Ella se
negó, por lo que él, fastidiado, dejó de darle clases.
De todos modos, sabía cargar y cebar un arma de fuego, y las de Hal estaban
guardadas en la sala de armas, esperando el día en que Harry tuviera edad para
usarlas. Espléndidas armas de caza, pistolas de duelo muy ornamentadas, letales y

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prácticas pistolas grandes para jinetes. Pero la que a ella le interesaba era una más
pequeña que él siempre llevaba en el bolsillo cuando salía por la noche.
Cuando entró en la sala no pudo evitar una mueca de disgusto. El anterior lord
Caldfort se había aficionado al nuevo arte de la taxidermia, con el fin de conservar
sus trofeos de caza. Sobre la puerta colgaba la cabeza de un ciervo, y encima de los
armarios había tres zorros, uno con un pollo en el hocico; desde las paredes la
miraban diversas aves de presa. Era de suponer que todos los animales estaban bien
disecados, pero ella siempre tenía la impresión de que la sala olía a pudrición.
Dejó atrás rápidamente los armeros con armas grandes y posó la vela sobre una
superficie para abrir el cajón donde se guardaban las pistolas de Hal.
Estaba vacío.
Con el ceño fruncido abrió el cajón de la izquierda; ahí estaban las pistolas de
lord Caldfort. El de la derecha contenía armas viejas, guardadas solamente por su
valor como curiosidades. Cerró lentamente ese cajón, pensando que ya sabía dónde
estaban las pistolas de Hal.
Jack las había cogido.
Miró a un halcón con ojos de vidrio. Nuevamente, eso no era indiscutiblemente
sospechoso. Las armas de Hal eran las mejores que se podían comprar, y si su
hermano deseaba usarlas hasta que su hijo tuviera la edad, ¿por qué no?
Pero ella lo sintió como una intensificación de la amenaza. Consideró la
posibilidad de coger una de las pistolas de lord Caldfort, pero al final negó con la
cabeza. Si la descubrían, ¿qué explicación daría? En cuanto a la pistola de Hal, su
intención había sido decir que quería que Harry se acostumbrara a ella, descargada,
lógicamente.
Las armas más grandes no serían de ninguna utilidad para ella. Tenía las manos
pequeñas y en realidad nunca fue capaz de manejar las pistolas normales de Hal;
sólo la más pequeña.
Cogió la vela y salió de la sala, tan desarmada como antes.

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Capítulo 3

Esa noche Laura no durmió bien, aún cuando intentó una y otra vez
convencerse de que las amenazas sólo eran un producto de su imaginación. El día
siguiente le trajo una alegría, en la forma de una larga carta de Juliet. Después de
comprobar que Harry estaba seguro en la sala de los niños, se llevó la carta a su salita
de estar, para disfrutarla.
Uno de los beneficios de haberse casado con Hal fue que pudo introducir a su
hermana menor en la sociedad de Londres. Su familia pertenecía a la pequeña
aristocracia rural del condado, de muy poca importancia. Su abuelo había sido
granjero, con una pequeña propiedad, hasta que hizo su transición a granjero
caballero. Hal Gardeyne, heredero de un vizcondado, había sido un excelente
partido.
En Londres, con su belleza y naturaleza afectuosa, su hermana, Juliet, conquistó
también a un hombre de excelente familia. Tuvo que esperar dos años para casarse,
hasta que Robert Fancourt se elevó lo bastante en su trabajo de funcionario del
gobierno para mantener a una esposa, pero a Juliet no le importó. Ese pensamiento
ocupaba la mente de Laura de tanto en tanto, pero ya no servía de nada preocuparse
por cosas del pasado.
Juliet era feliz, sin duda alguna. Adoraba a su Robert y le encantaba vivir la
mayor parte del año en Londres.
Muy pronto se sintió relajada y estuvo sonriendo, con los cotilleos sociales y las
historias de idas y venidas. Ahí en Caldfort era fácil olvidar que en otras partes sigue
la diversión y el regocijo, incluso en octubre.
Los elegantes de Londres estarían sosegados, pero estaba claro que Juliet
encontraba muchas cosas para mantenerse ocupada. La actividad y el bullicio casi
desbordaban la página como un aroma, dejándola sin aliento por el deseo de estar
allí.
Levantó la vista para mirar el apacible campo. Sin duda era frivolidad, pero ah,
estar en la ciudad… Pasear por los parques, ir de compras, al teatro, a exposiciones,
con animada compañía, y el puro placer de estar con su hermana favorita.
Sacudió la cabeza para quitarse esa racha de melancolía, y pasó a la siguiente
página. Juliet nunca intentaba economizar papel escribiendo en los márgenes.

¿Te imaginas a quién trajo Robert a cenar no hace mucho? ¡A sir Stephen Ball!
Preguntó por ti.

¿Ah? Laura sintió una sensación extraña, como si algo le hubiera tironeado las

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entrañas.

Sé que sólo era tu amigo, como un hermano, pero yo pensaba que tú y él


podríais formar pareja. Antes que apareciera Hal, claro.

¿Cuántas otras personas habrían pensado lo mismo?, pensó. A ella no se le pasó


jamás la idea por la cabeza, hasta el día en que Stephen le propuso matrimonio de
forma tan incorrecta; ella ya estaba comprometida con Hal. ¿Qué habría tenido que
hacer?
No debería haberse reído, eso sí.
Volvió la atención a la carta, a la escritura que le pareció ligeramente borrosa.

Yo me enamoré un poco de él. ¿Lo recuerdas como Valancourt, esa vez que
hicisteis una obra de teatro de Udolfo? Rubio y heroico, combustible para sueños
románticos. Él no podía tener más de diecisiete años, pero a los trece, diecisiete es
mucha edad.

Ella había llegado a la fabulosa edad de quince años cuando representaron esa
obra, pero para ella también diecisiete años era mucha edad. Stephen era uno de esos
chicos que maduran pronto, tal vez debido a su seria atención a sus estudios y a los
asuntos de política y leyes. Pero nunca, jamás, había sido aburrido. Recordaba
cuando estuvo trabajando semanas con él, durante sus vacaciones de verano de
Harrow, convirtiendo la novela dramática en una obra de teatro corta. El recuerdo
que tenía en esos momentos era de desafío y de fascinante entusiasmo, y sin embargo
hacía años que no pensaba en eso.
Qué raro. ¿Lo habría borrado intencionadamente de su memoria?
Representar la obra fue una emoción fascinante también, aunque de otro tipo.
Ella tenía el papel de Emily y él el de Valancourt. Osadamente introdujeron un beso,
y ella estuvo a punto de desmayarse de azoramiento cuando se tocaron los labios, los
dos tiesos, delante del público, formado por familiares y amigos de él y de ella.
Ahora se reía al recordarlo, pero ¿qué derecho tenía Stephen a preguntar por
ella? La amistad entre ellos quedó empañada por la proposición de él, y después
acabó del todo cuando él le colgó cruelmente el apodo lady Alondra. En esos seis
años casi no se habían encontrado ni hablado.
Lady Alondra. Seguía sin entender cómo pudo ser tan cruel.
Después de la boda se fueron directamente a Londres, y al instante ella se
convirtió en todo un acontecimiento social. Le encantaba ser la hermosa señora de
Hal Gardeyne, que pronto se convirtió en La Belle Laura. Algo muy embriagador a
los dieciocho años, aunque creía que no se puso insufrible.
Entonces, de pronto alguien, que según el rumor fue el propio Brummell,
convirtió el apodo La Belle Laura en Labellelle; simplemente significaba «la Bella L»,
pero esa palabra única le pareció misteriosa y sofisticada, todo lo que ella ansiaba ser.
Y luego, de la noche a la mañana, se convirtió en lady Alondra.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Todos encontraron encantador el apodo, y perfecto para ella, y por lo tanto, así
quedó.
Ella lo odiaba.
La gente suponía que ella tenía una hermosa voz para cantar, y no la tenía, pero
el verdadero problema era el otro significado. De la noche a la mañana había pasado
de ser la misteriosa y sofisticada Labellelle a ser una chica casquivana e inmadura,
porque en la armada usaban el término coloquial «alondrear», en el sentido de ir de
juerga, para referirse a las peligrosas acrobacias que realizaban los muchachos
temerarios e irresponsables en lo alto de los mástiles, para divertirse.
Cuando oyó el rumor de que Stephen la había apodado así en una reunión de
borrachos, comprendió que era cierto, y que era cruel, porque «alondra» tenía un
significado especial para ellos. Un significado relacionado con esa absurda y
vergonzosa proposición de matrimonio que le hizo él una vez.
En el mismo instante había comprendido que no debería haberse reído de su
proposición, que lo había herido, lo cual no era en absoluto su intención. Él se alejó
bruscamente y se marchó del lugar, y no volvió a verlo hasta después de su boda,
por lo que no tuvo ocasión de pedirle disculpas y hacer las paces. Ella comprendía su
pena, pero de todos modos no fue algo tan grave como para que él se vengara tan
cruelmente.
Todo eso ya era cosa del pasado, todo, pero si Stephen había preguntado por
ella, le gustaría saber por qué motivo. ¿Decía algo Juliet acerca de eso?

Se está labrando un porvenir en el Parlamento, ¿sabes? Es un orador brillante,


dice Robert, aunque yo no le he oído. Estar sentada en la galería para visitantes no
es mi idea de diversión, por muy de moda que esté. Robert dice que podrían
ofrecerle un puesto en el ministerio. Y sólo tiene veintiséis años. Eso causará todo un
revuelo, ¿no crees? Continúa soltero, lo que tal vez no es sorprendente pues todavía
es joven.

Es dos años mayor que yo, pensó Laura, pasando rápidamente la vista por las
alabanzas a las nobles causas y dichos sentenciosos de Stephen, de sus perspectivas
de llegar a ser primer ministro, por el amor de Dios.

¡Imagínate! Claro que Pitt fue miembro del Parlamento a los veintidós y primer
ministro a los veinticuatro, lo cual convierte a Stephen en todo un haragán. Desde
mi punto de vista maduro, no me sorprende que no te casaras con él. Es tan
inteligente que da miedo, por supuesto, y puede ser terriblemente ingenioso, pero lo
encuentro amedrentador. Me sentí casi obligada a mantener la boca cerrada durante
toda la cena. ¡Yo! ¿Te lo imaginas?

No.

Y hablando de las ventajas políticas, que era de lo que estaba hablando,


queridísima, si retrocedes unas cuantas líneas, verás que Robert ha ido a Dinamarca

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en una misión, que según él tendrá ese efecto, por lo tanto iré a pasar unas cuantas
semanas en casa. ¿Sería posible que te reunieras conmigo ahí? Tengo muchísimas
ganas de volver a veros, a ti y al pequeño Harry. Yo iría a verte, pero, con toda
sinceridad, Caldfort me produce repelús.

Laura dejó la carta en la falda.


¿Ir a casa?
¿Por qué no?, pensó al instante.
No veía a Juliet desde la boda, hacía seis meses. Tampoco había estado en casa
desde entonces. Se levantó, doblando la carta. Una sonrisa ya jugueteaba en sus
labios.
¡Una semana lejos de ahí! Sería como estar en un paraíso, y le serviría para
poner las cosas en su sitio. Tal vez comprendería que su miedo por Jack era de
novela gótica y, más importante aún, en la bulliciosa casa de sus padres en otro
condado, Harry estaría totalmente seguro.
Impaciente por dejar eso acordado, bajó a toda prisa y golpeó la puerta del
despacho de su suegro. Silencio. Volvió a golpear, pensando que si comenzaba a
hacer sus preparativos inmediatamente podrían marcharse al día siguiente.
¡Mañana!
No hubo respuesta.
Miró ceñuda los paneles de la puerta. Lord Caldfort vivía entre su despacho y
su dormitorio, que estaba al otro lado del vestíbulo. Prefería estar en su despacho
durante el día, aunque se retiraba a acostarse si le venía alguno de sus ataques de
dolor. No podía ir a molestarlo a su dormitorio.
Se dio media vuelta para alejarse cuando oyó un débil «Adelante».
Se apresuró a entrar, pensando que él podría estar indispuesto. En realidad,
aunque se hallaba sentado ante su escritorio y tenía delante la correspondencia
recibida ese día, se veía más pálido que de costumbre.
—¿Le pasa algo, señor? ¿Necesita su tónico?
—No me pasa nada fuera de lo normal. ¿Qué deseas? Perturbar mi paz.
Siempre está todo el mundo interrumpiendo mi paz.
Laura dejó de lado su preocupación. Él no vacilaría en llamar al médico si se
sentía muy mal. Hizo su petición, deseando que su malhumor no se lo pusiera difícil.
Él la sorprendió.
—Ir a Merrymead, ¿eh? Bien, ¿por qué no? Hace seis meses o más que no has
estado ahí. ¿Cuándo deseas marcharte?
Eso era algo más de entusiasmo de lo que estaba acostumbrada, pero no se
podía quejar, lógicamente.
—No veo ningún motivo para esperar unos días. Parece que estamos en una
racha de tiempo seco. Me gustaría irme mañana, si eso es aceptable.
Nuevamente, él no puso ninguna objeción.
—Por supuesto, querida mía. Y bien que podrías estar un tiempo más largo esta
vez, ¿no te parece? Un mes o algo así, ¿eh?

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Laura lo miró sorprendida y estuvo a punto de protestar por la sorpresa.


Dominando esa locura, asintió al instante.
—Gracias, señor —dijo, hizo su reverencia y se apresuró a salir, no fuera que él
cambiara de opinión.
Cuando llegó al vestíbulo se detuvo, pensando si debería enviar a llamar al
médico de todos modos; lord Caldfort tenía un aspecto que no era el habitual. Pero,
diciéndose que a caballo regalado no se le mira el diente, subió a toda prisa para dar
las órdenes sobre los preparativos para el viaje. Solamente después de haber hecho
eso, se permitió volver la atención al misterio.
Se retiró a su cuarto de estar, con el entrecejo fruncido, asombrada por la
sugerencia de su suegro de que estuvieran ausentes todo un mes.
¿Es que no quería tener nada que ver con Harry ahora que había otro Gardeyne
para heredar? Eso no tenía ningún sentido. Harry también era un Gardeyne. ¿Por
qué lord Caldfort iba a favorecer más a un nieto que a otro? Siempre le había tenido
afecto a Harry, a su manera despreocupada.
¿Sería simplemente que la existencia de un heredero alternativo significaba que
podía tener al otro fuera de su vista? Eso a ella le vendría muy bien, pero no lo
encontraba racional. Los bebés son criaturas delicadas, en especial los primeros días.
Cuantos más días vive un niño, más posibilidades tiene de sobrevivir.
Eso le recordó que aún no había visitado a su cuñada y que debía ir a verla
antes de marcharse. Se puso una chaquetilla de abrigo, y entonces recordó a Harry.
Jack podría entrar a hurtadillas en la casa y…
Vamos, qué tontería. A ese paso acabaría en un asilo. Él estaría a salvo con Nan.
Se puso una papalina, guantes y botas de piel resistentes de media caña, y
emprendió la caminata de una milla hacia el pueblo, disfrutando del ejercicio y el
aire fresco.
Intentó quitarse de la cabeza las preocupaciones, pero una y otra vez volvía a su
mente el extraño comportamiento de lord Caldfort. Se veía decididamente
indispuesto; pero no había hecho llamar al médico.
Estaba leyendo la correspondencia de ese día.
¿Habría recibido una mala noticia?
En el instante mismo en que le pasó esa idea por la cabeza comprendió que así
era. Lord Caldfort tenía el aspecto de haber recibido una muy mala noticia.
Esa explicación debería tranquilizarla, porque no lograba imaginar de qué
manera esa mala noticia podría afectarlos a Harry y a ella. Pero claro, daba la
impresión de que esa mala noticia era la causa de que estuviera impaciente por
alejarlos de Caldfort a ella y a Harry.
¿Alguna enfermedad o peste en la región?
No; esa noticia no llegaría por carta, y la alarma estaría más generalizada.
Cayendo en la cuenta de que se había detenido y estaba mirando sin ver una
enredadera toda llena de rosas rojas, reanudó la marcha. ¿Un pleito? ¿Deudas? ¿Un
escándalo?
Durante los meses siguientes a la muerte de Hal habían llegado cartas molestas.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Habían aparecido acreedores como gusanos, y dos mujeres aseguraron que estaban
embarazadas de él. Tomando en cuenta sus propias dificultades para quedarse
embarazada, ella no se lo creyó, aun cuando no le cabía duda de que Hal se había
acostado con muchas mujeres cuando estaba lejos de ella. Era un hombre lujurioso.
Pero once meses después de su muerte ya era algo tarde para que apareciera
otro hijo, y, en todo caso, otro bastardo Gardeyne no sería causa de trastorno para
lord Caldfort; al parecer él eso lo consideraba una señal de virilidad.
¿Un escándalo o un pleito relacionado con Jack? Aun cuando fuera el tío
villano, eso era improbable.
Sin embargo, algo había ocurrido.
¿Una mala inversión que los dejaba a todos sin un penique?
Por lo poco que sabía de las finanzas Gardeyne, el dinero se administraba con
prudencia. En honor de lord Caldfort se podía decir que estaba satisfecho con la
riqueza que había heredado inesperadamente.
Cuando entró en el pueblo de Cald St. Edwin no había logrado encontrar
ninguna causa de alarma. Eso le aumentó la preocupación, en lugar de calmársela,
porque esa mañana había llegado algo raro en la correspondencia; de eso estaba
segura.
Mientras se acercaba a la puerta verde de la casa parroquial de ladrillo rojo
decidió que tenía que descubrir qué era. No quería marcharse de Caldfort y estar
ausente un mes sin saber si dejaba atrás algún posible peligro.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 4

Laura, subió al dormitorio de su cuñada pensando que no había por qué


sorprenderse de que Jack ambicionara la casa Caldfort. La vivienda parroquial era
pequeña para su familia, que cada vez crecía más, y, además, carecía de encanto. No
fue construida por el lord Caldfort que encargó la construcción de la casa Caldfort
sino por el anterior, que al parecer quiso hacerlo del modo barato.
Emma Gardeyne estaba radiante de felicidad, en especial por la satisfacción de
haber dado a luz por fin a un hijo varón. Laura admiró debidamente al bebé
dormido, tan misterioso y cautivador como todos los recién nacidos, y después se
sentó a tomar té y a escuchar el relato del parto.
Tal vez había sido injusta con Jack en eso. Emma le aseguró que había tenido un
parto fácil y que había obligado a su marido a alejarse de la casa.
—Iba a estar asomándose a cada rato para ver si todo iba bien, y eso es muy
molesto, como sabes, sin duda.
Hal no se había asomado ni una sola vez, pero Laura emitió unos vagos sonidos
manifestando su acuerdo.
Entró la comadrona a comprobar la salud de la madre y del bebé y se quedó a
charlar. La señora Finch era la esposa del herrero del pueblo y también le había
asistido el parto a ella.
Todo parecía estar perfecto, pero Laura creyó detectar cierta tensión en Emma.
¿Serían imaginaciones suyas?
Tenían que serlo. Era algo impensable imaginar que Jack estuviera planeando
un infanticidio, y menos aún que Emma tuviera parte en eso. Muchas veces la afable
bondad de Emma y sus firmes creencias morales la avergonzaban, y eso era parte del
motivo de que no se hubieran hecho amigas íntimas. Ella tenía que morderse la
lengua con mucha frecuencia para no desafiar las creencias tradicionales de Emma,
ya que si se relajaba y hablaba con naturalidad de los temas que le interesaban, su
cuñada se escandalizaba.
Y no vacilaba en hacer un comentario.
Pero Emma era buena, realmente «buena». Jamás la había oído decir una
palabra no amable acerca de nadie, y no era dada al cotilleo. Lo cual era una lástima,
pues circulaba un delicioso rumor acerca del posadero de la Red Hen y el ama de
llaves del doctor Trumper.
Cuando se marchó la señora Finch, Laura le dio la noticia de su viaje, sin poder
evitar observarla atentamente para ver cualquier reacción.
—Y lord Caldfort dice que podemos quedarnos allá un mes.
Emma agrandó los ojos, pero sólo por la sorpresa natural.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Qué fantástico para ti, Laura. Yo me muero de ganas de ir a visitar a mi


familia, pero Durham está tremendamente lejos, y saldría carísimo alquilar un coche.
En todo caso, no me cabe duda de que Jack tiene razón al decir que viajar por los
caminos con niños pequeños sería muy difícil. Además, claro, él tiene sus deberes en
la parroquia.
—Deberías persuadirlo de emplear a un coadjutor.
A Emma se le tensó la cara. ¿Quería decir eso que no todo era perfecto ahí?
—Sería un gasto más, y ya son muchos los que Jack tiene que afrontar.
No los menores los que le ocasionaban sus caballos y perros de caza, pensó
Laura, pero no lo dijo. Jack no era peor que cualquier otro hombre en eso. Tal vez era
injusto pensar que un párroco debería estar dispuesto a economizar en sus placeres
para darle a su mujer la posibilidad de ir a visitar a su familia.
Le interesaba saber si Emma tendría una explicación para el extraño
comportamiento de lord Caldfort, así que dijo:
—Me extraña que me permita llevarme a Harry y tenerlo lejos todo un mes.
—Tal vez padre Caldfort se está volviendo más moderado —dijo Emma; lord
Caldfort detestaba que lo llamaran «padre»—. Al fin y al cabo, es poco lo que Harry
puede aprender aquí siendo tan pequeño. —Entonces la miró fijamente—: Jack tiene
muchos deseos de ocupar el lugar de un padre con Harry, Laura. Le duele que tú no
estés de acuerdo.
Laura sintió reseca la boca y bebió otro poco de té.
—Harry es muy pequeño todavía.
—¿Dirías eso si Hal estuviera vivo?
—Eso sería diferente.
—Es como si no te fiaras de Jack respecto a Harry, Laura, pero debes saber que
él tendría tanto cuidado con Harry como Hal.
¿Qué podía decir?
—Tienes razón, sin duda.
—No hagas caso de su manera de hablar. No dice en serio lo que dice.
Laura la miró fijamente.
—¿Qué quieres decir?
A Emma le subieron los colores a las mejillas. Estaba guapa, con su sedoso pelo
rubio; al verla así, ruborizada, nadie creería que era una señora de treinta años con
cuatro hijos en su haber.
—Sólo es la emoción de tener un hijo. Sabes cómo son los hombres en esas
cosas. Jack ha dicho una o dos veces que si… que si a Harry le ocurriera algo, algún
día el pequeño Hal sería lord Caldfort, pero eso no significa nada.
Laura consiguió emitir una risita alegre.
—Claro que no. Es una simple verdad, como si yo dijera que si lord Caldfort
empeorara, Harry podría acabar siendo un vizconde bebé.
La sonrisa de Emma indicó que se sentía aliviada.
—Sí, eso, exactamente. No significaría que tú desearas su muerte.
Se ruborizó más aún ante la implicación de sus palabras. Laura intentó quitarle

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

importancia y aprovechar el momento.


—Claro que no. A lord Caldfort le deseo una muy larga vida, para que Harry
pueda crecer sin tener que soportar pesadas responsabilidades sobre sus hombros.
Tengo miedo de que no sea así. Esta mañana me pareció particularmente enfermo.
Creo que podría haber recibido una mala noticia en su correspondencia. Jack no ha
mencionado ningún problema respecto a la propiedad, ¿verdad?
La expresión de Emma dejó claro que agradecía el cambio de tema.
—No. Bueno, están los problemas normales debidos a la depresión en la
economía y al mal tiempo. Las cosechas han sido lamentables, y muchos padecerán
privaciones. Queremos hacer una colecta especial para reunir dinero con el que
poder alimentar a los más necesitados en invierno. Supongo que vas a contribuir.
—Sí, por supuesto.
Emma podría estar guardándose secretos de confidencias conyugales, pero a
Laura no se lo pareció. Tal como no era dada al cotilleo, tampoco era dada a mentir.
—¿No crees que podría haber deudas en la propiedad?
—Yo diría que no. Jack lo sabría, ¿verdad? Y seguro que me diría algo así. Pero
si padre está mal, ¿se ha llamado al doctor Trumper?
Laura se levantó. Ahí no había nada de qué enterarse.
—Nunca vacila en llamar al doctor Trumper si siente la necesidad, pero cuando
vuelva a casa iré a ver cómo está.
Se despidió de su cuñada con un beso en la mejilla y salió de la habitación
sintiéndose como se sentía siempre después de pasar un rato con Emma: como una
mujer inferior.
Cuando llegó al vestíbulo se abrió la puerta de la calle y entró Jack, trayendo
con él el aire fresco.
Le escrutó la cara por si veía alguna señal de maldad, pero no vio ninguna.
—Vine a visitar a Emma y al bebé. Felicitaciones, Jack. Es un niño hermoso y
robusto. Un verdadero Gardeyne.
—Sí. No hay nada frágil en él.
Ella mantuvo la sonrisa en la cara.
—Emma se ve bien también.
—El parto no es ningún problema para ella.
—Incluso un parto fácil es un reto considerable, Jack.
Tal vez él se ruborizó.
—Sí, bueno… Padre dice que vas a ir a Merrymead a pasar una o dos semanas.
Ella captó un tono raro y se puso a la defensiva. ¿Intentaría impedírselo?
—Harry debe conocer a su otra familia.
—Cierto.
A Laura no le cupo duda de haber detectado un silencioso «pero». De todos
modos, su atención se centró en que él debió haber visitado a su padre en esa última
hora.
—¿Lord Caldfort ya envió a llamar al doctor Trumper?
Él frunció el ceño.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—No. ¿Por qué?


—Me pareció que tenía una extraña indisposición, pero él lo negó.
Jack arrugó más el entrecejo.
—Me pareció que se veía desmejorado. ¿El corazón?
—No lo sé. —Lo pensó un momento y añadió—: Podría haber tenido algo que
ver con una carta, pues estaba leyendo su correspondencia en ese momento. ¿No te
dijo nada?
Él se puso rígido, sin duda ante la idea de hablar de asuntos de la propiedad
con ella.
—No. Por lo tanto no puede haber sido algo de importancia. Llama al doctor
Trumper de todos modos, Laura.
Ella se tragó un sarcástico «Sí, señor».
—Tengo que irme. Hay muchísimo que hacer, si queremos marcharnos
mañana.
—¿Llevarás a Harry a visitar la tumba de su padre antes de marcharos?
La frase la formuló como pregunta, pero sonó como una orden. Laura estuvo
tentada de decir que no, por ese motivo, pero él tenía razón. Todos los domingos iba
con Harry a visitar la tumba, llevando flores frescas, por lo que deberían hacerlo
antes de marcharse, pues estarían ausentes varias semanas.
—Lo llevaré más tarde en el calesín —dijo, y entonces tomó la decisión—:
¿Tienes las armas de Hal, Jack?
Creyó ver que a él se le intensificaba el color rojo en sus rubicundas mejillas.
—Sí, ¿por qué no? No quiero dejarlas oxidarse ahí.
—No, claro que no, pero estuve pensando en lo que dijiste acerca de las
costumbres masculinas. Si Harry tuviera la pistola pequeña, descargada,
lógicamente, sería un buen recuerdo de su padre y lo encaminaría en esas cosas.
Vio claramente su vacilación, pero finalmente le dijo:
—No es mala idea. Iré a buscarla.
Salió del vestíbulo y al cabo de un rato volvió con la caja. Laura la abrió y,
tratando de que pareciera que sólo la movía el cariño por su difunto marido, miró
atentamente el contenido, para verificar si estaban todos los elementos esenciales.
—Recuerdos tristes —dijo.
Y eso era cierto. El pobre Hal, que tanto disfrutaba de la vida, ya no estaba.
Cerró la caja.
—Gracias, Jack.
—No olvides mantener escondidos la pólvora y las balas. Los niños les cogen el
truco a esas cosas más rápido de lo que te imaginas.
—Sí, por supuesto.
Laura se marchó y tomó el camino de vuelta a Caldfort, pensando en esas
últimas palabras de Jack. Juraría que su preocupación por la seguridad de Harry
había sido auténtica. Gracias a Dios que iría a Merrymead. Eso le enderezaría el
cerebro a una loca de atar.
Tan pronto como llegó a la casa se lanzó de cabeza a los preparativos para el

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

viaje. Envió a un mozo a ordenar que trajeran un coche de postas para el día
siguiente y luego supervisó el arreglo de los baúles, permitiéndole participar en la
tarea al entusiasmado Harry.
—No, Minnow, no puedes llevarle flores a la abuela. Se marchitarán antes que
lleguemos. Ven a mirar mi joyero para elegir algo que llevarle de regalo.
Sus joyas valiosas estaban en la caja fuerte, así que lo dejó hurgar en el joyero, lo
que lo tuvo entretenido un rato mientras ella escribía instrucciones para la señora
Moorside.
Al final él eligió un bonito broche adornado con rosas rosadas, que le gustaría
mucho a su madre. Fue un regalo de Charlotte Ball, recordó, cuando cumplió los
dieciocho años. Stephen le comentó que era extraña la elección de las rosas rosadas.
Del fondo de su memoria salió un claro recuerdo.
Ella le preguntó qué flores consideraba adecuadas para ella.
«Amapolas», dijo él.
«¿Amapolas? ¿Flores silvestres del campo?»
«Vibrantes, hermosas, y muchísimo más resistentes de lo que parecen. Además,
claro, están las del tipo que ofrecen una droga potente que vuelve locos a los
hombres.»
Eso la sorprendió, y no supo decidir si era una broma, un elogio o un insulto. El
regalo de él, recordó, soltando un bufido, fue un ejemplar de la oda de William
Wordsword Insinuaciones de inmortalidad.
—¿Mamá?
Sobresaltada miró la cara preocupada de Harry.
—Sí, cariño. Simplemente estaba recordando el día en que me regalaron ese
broche. A la abuela le va a gustar muchísimo. Ven aquí, que lo vamos a envolver en
un papel bonito y lo ataremos con una cinta.
¿Dónde habría quedado ese delgado librito?, pensó. De todos modos, era un
recordatorio de que Stephen la desaprobaba ya entonces, antes que Hal Gardeyne
llegara a la zona y lo cambiara todo.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 5

Harry no paraba de hablar de sus abuelos, sus tíos, tías y primos. Los recordaba
a todos extraordinariamente bien, y eso que hacía seis meses de la última y corta
visita. Laura no pudo evitar pensar que él podría tener una infancia más feliz y sana
en Merrymead, pero no podía cambiarlo de casa; se veía incapaz de hacerlo.
Incapaz.
En un mundo correcto y justo una madre tendría más poder, pero en este, lord
Caldfort era el tutor de Harry. Y cuando él muriera, ese poder pasaría a Jack.
Se quedó inmóvil, las manos detenidas a mitad del lazo de la cinta rosa. Sí,
realmente le deseaba una muy larga vida a lord Caldfort.
Durante el almuerzo logró comer bastante para que Harry no notara su
preocupación; después lo llevó al jardín, que no estaba muy bien cuidado. Él eligió
margaritas y alhelíes y unas cuantas ramas con delicadas hojas grises para completar
el ramo. Mirando los cuadros que la rodeaban, Laura pensó que tal vez debería
dedicarse a trabajar en el jardín. Pero si esa fuera su vocación seguro que ya la habría
sentido antes.
Su estado de ánimo era muy adecuado para visitar la tumba de su marido, pero
no deseaba entristecer a Harry, así que mientras iban caminando hacia el establo
empezó a entonar una canción que a él le encantaba. Cuando lo cogió en brazos para
sentarlo en el calesín tirado por un caballo, ya sentía el corazón más alegre, lo que le
confirmaba la creencia de que una persona puede ser todo lo feliz que quiera e
intente ser. Tener a Harry para ella sola era decididamente una delicia, y pronto lo
tendría para ella sola durante un mes entero.
Nunca llevaba a Nan a Merrymead. No había mucho espacio libre en la casa, y
siempre había muchísimas personas que se sentían felices de cuidar a un niño.
Tampoco se llevaba a su doncella, por el mismo motivo.
—Solos tú y yo, Harry —dijo, mientras iban traqueteando por el camino hacia el
pueblo, y sonaban las campanillas del arnés de Nutmeg.
—¡Solos tú y yo! —exclamó él, saltando en el asiento.
Iba tan exaltado por el viaje del día siguiente, no por ese, que ella decidió ir
poco a poco. No tenían ninguna prisa, y no quería que él se cayera del coche. En
realidad, habría preferido no estropear el ánimo de su hijo ni el suyo con esa visita a
la tumba de Hal, pero ese era un pensamiento indigno. El pobre Hal se merecía ser
recordado.
Harry iba señalando las vacas, los caballos, las ovejas y los árboles. En la granja
Figgers se detuvieron a mirar unos patos. Cuando llegaron al camposanto y lo cogió
en brazos para bajarlo, él le sonrió encantado. ¿Habría algo más mágico que un niño

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

feliz y entusiasmado? Le dio un fuerte beso en la mejilla y lo dejó en el suelo.


Después de dejar bien amarrado al caballo, le cogió la mano.
—Vamos, Minnow. Sujeta con firmeza esas flores.
Pasaron por la puerta y tomaron el sendero.
—¿La iglesia? —preguntó él, tironeándola hacia el antiquísimo edificio.
—Hoy no, cariño. Hoy vamos a ir a poner las flores junto a la tumba de tu
padre porque no vendremos a la iglesia el próximo domingo. Iremos a la iglesia Saint
Michael, cerca de Merrymead.
—¡Merrymead! —canturreó él.
Eso la hizo reír. Se apresuró a reprimir la risa. No era en absoluto apropiado
que una viuda se riera cuando iba a visitar la tumba de su marido. Decidió comenzar
a hablarle de Hal, como hacía en todas sus visitas, con el fin de conservar vivo su
recuerdo en Harry. Aunque sabía que eso no resultaría. El pobre Hal acabaría siendo
solamente una tumba y un desconocido en los retratos.
Ni siquiera podía decirle toda la verdad a Harry: que Hal Gardeyne no había
sido un hombre particularmente inteligente y que había heredado el egoísmo de su
padre y de su madre. Pero había aspectos positivos también, si no, ella no se habría
casado con él.
—Tu padre era un hombre fuerte, Harry. Era alto, medía más de seis pies, y
tenía los hombros anchos. Creo que algún día tú vas a ser igual. Tenía tanta energía
que parecía chisporrotear alrededor de él, y era generoso.
En la cama era generoso. A juzgar por las quejas de las mujeres que
consideraban una carga las atenciones de sus maridos, suponía que otros hombres no
lo eran. Se daba cuenta también de que si ella hubiera sido muy fértil tal vez habría
recelado de esas atenciones de su marido.
Reprimió una sonrisa. ¿Cómo sería el mundo si los demás oyeran los
pensamientos secretos?
—Hemos llegado.
Se detuvo ante la hermosa lápida de mármol en que se recordaba la existencia
de Hal Gardeyne. Hijo mayor de John, lord Caldfort, de esta parroquia, amado
hermano del reverendo John Gardeyne, párroco de Saint Edwin. Llorado y
recordado por su amante esposa Laura y su hijo Harry.
Debajo estaba grabada la frase que Jack insistió en poner: «Abandonó la vida
saltando».
Ella siempre encontraba ligeramente humorística esa frase, pero sabía que
expresaba la comprensión de un hermano. De verdad Hal estaba a rebosar de
vibrante energía y murió haciendo una de las cosas que más le gustaban: pasar
volando por encima de una valla del campo durante una cacería.
Esperaba que en el cielo hubiera vallas y caballos.
Bajó la vista y vio que Harry ya había quitado las flores marchitas puestas el
domingo pasado y estaba intentando enterrar las frescas. Se agachó a ayudarlo.
—Ahora tenemos que traer agua de la bomba, cariño. Vamos.
Pero Harry se sentó en el suelo y comenzó a recoger ranúnculos para formar

- 28 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

otro ramo, con la típica concentración de un niño de tres años. Moviendo la cabeza,
ella lo dejó entregado a esa ocupación; la bomba estaba cerca de la parcela Gardeyne.
Empezó a bombear agua, con un ojo puesto en el niño, no fuera a alejarse a
vagar. Una débil luz del sol iluminaba la escena, pero los murmullos del viento por
entre los elevados olmos que daban sombra al lugar generaban un ambiente de
tristeza. Daba la impresión de que los árboles estaban más tristes que ella.
Sí que lamentaba la muerte de Hal, por él, y esa pena era generosa. De hecho,
fue arrancado demasiado pronto de su vibrante vida, y eso era trágico.
Tenía plena conciencia de que, por lo que a ella se refería, su pena era
totalmente egoísta. La fastidiaba haber quedado abandonada en esa situación
represiva y tediosa, alejada de su familia y del mundo elegante, que le gustaba y en
el que había disfrutado. Había lamentado, y lamentado durante años, que su
matrimonio no fuera el que había soñado a los dieciocho.
Deslumbrada por un hombre enérgico y mundano, había supuesto que él
continuaría con sus galantes atenciones, pero Hal no había tardado en volver su
atención a su mundo de deportes masculinos. Cuando estaba con ella parecía
disfrutar de su compañía, pero su corazón estaba muy firmemente puesto en otra
parte. Y el tiempo tiende a fluir hacia donde vive el corazón.
Había llegado a comprender que no tenían nada en común, ni siquiera la vida
que compartían en el mundo elegante. A él lo enorgullecía ser el marido de
Labellelle, pero aún le gustaba más ser el marido de lady Alondra; encontraba muy
presuntuoso y sospechoso el apodo Labellelle.
«Brummell —comentó una vez—. Es un tipo raro ese Brummell. No le gusta
cazar porque se mancha de barro la ropa. Lady Alondra, esa eres tú, cariño. Feliz
como una alondra.»
Esa vez estaban en la cama, relajados y sudorosos…
Qué suerte que ningún observador pudiera leerle los pensamientos. Con toda la
compasión por su viudez, nadie hablaba jamás de la cama. Tal vez no se podía hablar
de eso, pero no era de extrañar que hubiera tantas viudas que llevaran una vida
escandalosa.
Ella ni siquiera podía recurrir a ese alivio. No lograba imaginarse tener amantes
eventuales, pero seguro que no podía arriesgarse a causar un escándalo. A una
madre así podían separarla de sus hijos. Y si Jack era tan malo como creía, una mala
conducta por parte suya podría sellar la sentencia de muerte para Harry.
Vio que él seguía sentado junto a la tumba de su padre, rodeado por ranúnculos
cortados. Cogió el balde de madera lleno y echó a andar hacia él, con cuidado para
no salpicarse la falda.
Harry miró algo que tenía en la mano y se lo echó a la boca.
—¡Harry, no!
Apresuró el paso y se le derramó agua. Dejó el balde en el suelo y echó a correr.
Los ranúnculos no son venenosos, pero de todos modos…
Le cogió la mano. La tenía cubierta por algo marrón.
—¡Harry! No te tragues eso. Escúpelo.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Él estaba masticando, con expresión rebelde, así que por lo menos no podía ser
estiércol.
—¡Abre la boca! —le ordenó, con la voz más severa que pudo.
Él obedeció, fastidiado, dejando ver un revoltijo de algo marrón y blanco.
Parecía un pastel con un relleno pegajoso.
—Harry, sabes muy bien que eso no se hace —lo reprendió, sacándole todo lo
que pudo con los dedos—. No se comen las cosas que se encuentran en el suelo.
Escupe el resto. ¡Inmediatamente!
Con la cara arrugada por el fastidio, él obedeció, y ella le limpió la boca con su
pañuelo. Después lo llevó a rastras hasta el pozo, cogiendo el balde al pasar.
—Nunca, nunca, nunca, comas algo que encuentres en el suelo. Podrías
enfermarte. —Comenzó a bombear—. Bebe el agua que sube y luego escúpela. Trata
de no tragártela.
No sabía si él sería capaz de hacer eso, pero lo hizo, aun cuando quedó todo
mojado.
Comenzó a calmársele el corazón aterrado, se sintió mareada y tuvo que
apoyarse en el borde del pozo un momento. Sólo había sido un pastel con algo
pegajoso que alguien había dejado tirado ahí. A su edad, no era probable que Harry
se llevara algo asqueroso a la boca, y si lo hacía lo escupiría.
Se arrodilló y lo cogió en sus brazos, con lo mojado que estaba.
—Perdona si te he asustado, Minnow, pero es que tú me has asustado a mí.
Nunca debes comer nada que encuentres por ahí, por muy sabroso que te parezca.
Parte de lo mojado de su carita eran lágrimas.
—Lo siento, mamá.
Ella le besó la sien.
—Lo sé, cariño, y a buen fin no hay mal principio. Terminemos de arreglar las
flores y nos iremos a casa y te secaré.
Terminaron rápidamente el arreglo.
—Ahora vamos —dijo ella.
Harry le tironeó la manga, así que lo levantó en los brazos nuevamente,
lamentando haberlo asustado y trastornado así. No cabía duda, estaba clarísimo que
necesitaba alejarse de Caldfort y recuperar su naturaleza alegre. Le dio un abrazo
especial antes de ponerlo en el asiento del calesín, y le prometió otro pastel cuando
llegaran a casa.
Ya comenzaba a oscurecer y el aire se había vuelto frío. Le quitó la chaqueta
mojada y lo ayudó a ponerse el abrigo, que había traído por si acaso. Después se
envolvió en un chal y se echó hacia atrás los extremos, atándoselos a la espalda,
como era la costumbre en el campo.
Harry se apoyó en ella, así que continuó rodeándolo con un brazo, pero así no
podía conducir rápido. Deseaba tenerlo en casa y con ropa seca cuanto antes, pero no
podía negarle un abrazo. Ya habían entrado en el parque que rodeaba Caldfort
cuando él gimió:
—Mamá…

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Un instante después, vomitó por el lado del calesín.


Ella detuvo al caballo y le limpió la boca.
—Tiene que haber sido ese pastel, Minnow. Vete a saber desde cuándo estaba
ahí. Te sentirás mejor por haberte librado de él.
Volvió a coger las riendas, pero él iba llorando, apretándose el estómago con las
manos. Repentinamente aterrada, le cogió el abrigo con una mano y con la otra agitó
las riendas, instando al caballo a acelerar el paso.
Sólo tardaron unos minutos en llegar al establo.
Bajó del calesín de un salto, cogió a su lloroso hijo en los brazos y echó a correr
hacia la casa, en dirección a la despensa, donde preparaba y guardaba sus remedios.
El vómito y el dolor de estómago podían deberse solamente a nervios o la
excitación, pero debía sacarle del estómago todo rastro de ese pastel. Lo dejó en el
suelo y cogió la infusión de ipecacuana. Le temblaban tanto las manos que le costó
poner un poco en un vaso y dársela a beber.
Aunque él trató de resistirse, consiguió que se la tragara. Pasado sólo un
momento, el niño arrojó todo el contenido de su pequeño estómago y volvió a
echarse a llorar. Lo abrazó fuertemente, tratando de consolarlo, pero feliz al ver
trocitos de pastel en el vómito.
Ya habían llegado ahí el ama de llaves y una criada.
—¿Qué ha ocurrido, señora? —exclamó la señora Moorside.
—Harry cogió algo del suelo y se lo comió. ¿Me haría el favor de prepararle una
limonada, con mucha miel y un poco de coñac?
Mientras lo llevaba en brazos a su habitación, Harry iba hipando entre sollozos
y chupándose el pulgar. Allí los recibió Nan, lanzando exclamaciones de alarma.
Laura le contó la historia y entre las dos le quitaron la ropa mojada y sucia, lo
lavaron y le pusieron su camisón de dormir. Después lo metieron en la cama, bien
arropado, y Laura se sentó a un lado a observar por si veía señales de más efectos
nocivos.
La señora Moorside en persona subió con la limonada. Laura consiguió que se
la bebiera. Esa era una de sus bebidas favoritas, y pronto desapareció la mitad. El
coñac lo adormiló; le cayeron los párpados y en un momento se quedó
profundamente dormido.
Laura volvió a tocarle la frente y a tomarle el pulso. Tenía la frente fresca y el
pulso normal. El estómago no lo tenía duro ni daba ninguna señal de molestia. Se le
calmó un tanto el terror. Si había habido algún peligro, ya había pasado.
Probablemente. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para salir de la
habitación y dejar a su hijo en manos de Nan, aunque fuera por un rato, pero ella
también estaba mojada y sucia.
Sólo cuando llegó a su habitación sintió con toda su fuerza el peso de su peor
temor. Apoyó la espalda en la pared, y las piernas le temblaban tanto que le cedieron
y se le deslizó el cuerpo hasta el suelo.
Alguien podría haber intentado envenenar a su hijo.
Jack Gardeyne podría haber intentado envenenar a su hijo.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Se arrastró hasta un sillón, se incorporó y se sentó, sucia como estaba.


Un pastel, por muchos días que tuviera, no causaría ese efecto. Aunque, por
otro lado, el vómito y el dolor podrían ser simplemente una reacción nerviosa. Igual
se la había provocado ella.
No logró obligarse a creérselo. No podía permitirse creer eso. Menos mal que se
marcharían al día siguiente; si no, se volvería loca de miedo.
Entró a toda prisa su doncella para ayudarla a cambiarse ropa, por lo que tuvo
que serenarse y simular que sólo era una madre preocupada. Se levantó para
desvestirse, lavarse y ponerse otra ropa. Después se sentó para que la doncella le
arreglara el pelo y restableciera la imagen de la Laura Gardeyne perfecta.
Cuando terminó su arreglo ya había llegado un mensaje de lord Caldfort,
pidiéndole que fuera a informarlo de lo que le había ocurrido a su heredero. Laura
hizo otro esfuerzo por serenarse y bajó a su despacho. Él estaba en su sillón grande
junto a la ventana, con las piernas hinchadas apoyadas en un escabel. Nuevamente lo
vio ojeroso y con aspecto de sentirse mal.
—Harry está bien ahora, señor —se apresuró a decir—. No corre ningún
peligro.
—Pero en qué peligro estuvo, ¿eh? ¿Qué estabas haciendo para no darte cuenta
de que estaba comiendo veneno?
—¿Veneno? —exclamó ella, pensando qué sabría él.
—Supe que lo obligaste a tomar un emético. ¿Eso fue para divertirte, mujer?
Laura se sentó, no fuera que la traicionaran las piernas otra vez.
—No, señor, claro que no. Pero podría no haber sido necesario. No podía
permitirme correr ningún riesgo. Harry comió algo que encontró en el suelo. Un
bollo o pastel, posiblemente.
—¿Con veneno para ratas?
Ella se estremeció. Desgraciadamente eran comunes las muertes por cebos
envenenados.
—¿Quién pondría veneno para ratas en un camposanto, señor? Sin duda
alguien tiró descuidadamente el pastel ahí y no tenía nada malo, hasta que mi miedo
le excitó el estómago.
Él la miró con los ojos entrecerrados.
—Pero no lo crees.
Ella se mojó los labios y repitió lo que había dicho:
—No podía permitirme correr ningún riesgo, señor.
Él tenía el ceño fruncido, lo que le daba el aspecto de un bulldog dispéptico.
—Eres una buena madre. Cuando Hal se casó contigo pensé que no eras otra
cosa que una muchacha casquivana. ¿No te llamaban alondra en la alta sociedad? Y
no por tu canto —bufó—, sino porque andabas de jarana por ahí. Pero has resultado
ser inteligente e ingeniosa. Hal tuvo suerte.
Esa era la primera vez que él le decía algo así.
—Gracias, señor. Lloro su muerte.
—Sí —suspiró él—. Aunque él vivía para cazar.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Él habría elegido esa manera para morir —convino ella.


Sí, Hal no habría deseado seguir viviendo si hubiera perdido su capacidad para
cabalgar y cazar, como le ocurrió a su padre.
—Supongo que desearás retrasar tu partida —dijo él.
Laura sintió un nudo en el estómago.
—No creo que eso sea necesario —dijo, con la mayor despreocupación que
pudo—. Los niños superan con mucha rapidez estas cosas. A menos que me parezca
que Harry ha empeorado, nos marcharemos mañana, tal como habíamos planeado.
Se preparó para hacer frente a su resistencia, pero él dijo:
—Sí, eso será lo mejor.
Ella le hizo su reverencia y salió del despacho, aliviada por un lado pero no por
el otro. ¿Es que lord Caldfort compartía sus sospechas? Su malestar de esa mañana,
¿podría deberse no a una carta sino a algo que hubiera dicho Jack?
Se detuvo en el vestíbulo para analizarlo todo y no logró hacer encajar las cosas.
Estaba casi segura de que Jack no había venido a ver a su padre esa mañana tan
temprano, y todo apuntaba a que lord Caldfort estaba solo y leyendo su
correspondencia cuando le ocurrió la conmoción.
—¿Laura? ¿Te ocurre algo?
Sobresaltada, se giró, con una mano en el pecho, y descubrió que esa voz
característica y que se arrastraba ligeramente no había sido producto de su
imaginación.
—¡Stephen! ¿Qué haces aquí, por el amor de Dios?

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 6

Elegante, rubio, delgado y guasón, sir Stephen Ball estaba realmente en el otro
lado del vestíbulo, frente a ella, aunque su mente obnubilada no lograba imaginarse
cómo. Era como si hubiera aparecido en medio de un humo arrojado en una escena
de teatro.
—¿Qué hago? —preguntó él, avanzando hacia ella—. Mi intención es hablar
con lord Caldfort sobre un asunto de política, pero colijo que hay un problema en la
casa. ¿La cocinera ha quemado la salsa? ¿Una rata ha invadido la despensa?
Stephen, sí, sardónico como siempre. ¿Deseaba hablar con lord Caldfort?
De pronto se le agudizó la mente obnubilada. ¿Estaría relacionada su llegada
con la conmoción de lord Caldfort de esa mañana? ¿La carta anunciaría un escándalo
o desastre político?
—¿Laura?
Ella vio que él había arqueado las cejas y su mirada, normalmente indolente,
era penetrante. Recuperada de la sorpresa, comprendió que él no había aparecido en
una voluta de humo sino sencillamente salido de la sala de recibo.
Juntó los trocitos de información. Él había ido ahí a hablar con lord Caldfort y lo
hicieron pasar a la sala de recibo. El drama de ella había distraído a todos los criados
y lo habían olvidado.
Consiguió emitir una alegre risita.
—Stephen, ¡cuánto lo siento! Como dices, todos hemos estado distraídos por un
asunto doméstico, pero es una vergüenza que te hayan dejado olvidado. ¿Has venido
a ver a mi suegro? Iré a decírselo…
Empezó a girarse pero él le cogió el brazo, sorprendiéndola. Al girarse a mirarlo
comprendió que su conmoción no era por lo escandaloso del acto en sí, sino por el
contacto con él. Hacía mucho tiempo que no sentía un impacto así porque un hombre
la tocara.
Pero ¿de Stephen?
—Tómate un momento para calmar los nervios —dijo él, soltándola—. No
deseo ser entrometido, pero ¿hay algo que pueda hacer yo? Soy bastante experto en
cazar ratas.
Contarle todos los detalles en ese mismo momento fue tal vez la tentación más
fuerte que experimentó Laura en toda su vida, pero se contuvo. En otro tiempo
habían sido tan íntimos como hermanos, pero de eso hacía mucho, y durante seis
años él la había eludido con tanta determinación como ella a él.
—Gracias, pero el drama ya ha pasado. Mi hijo se comió algo tóxico y tuve que
darle un emético. Lord Caldfort está preocupado porque, claro, Harry es su heredero.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—¿Qué se comió?
—Una especie de bollo o pastel que encontró en el suelo en el camposanto.
Logró decirlo despreocupadamente, pero el horrible pensamiento se metió de
todos modos en su mente: «Y posiblemente mezclado adrede con veneno».
Un brazo la rodeó, y descubrió que lo necesitaba, y también necesitó la ayuda
para entrar en la sala de recibo y sentarse en el sofá. No podía permitirse ser tan
débil, pero los músculos y los tendones no siempre obedecen.
—Estoy bien —dijo con una vocecita débil.
—¿Ponerte pálida como un papel y balancear el cuerpo es el último truco
fiestero de lady Alondra? —dijo él, caminando hasta el hogar y tirando del cordón
para llamar.
—Es lo que hace furor en estas tierras —consiguió decir ella alegremente.
Pero la aliviaba estar sentada. Incluso cerró los ojos y apoyó la cabeza en el
respaldo un momento. Como si estuviera lejos oyó entrar a Thomas, pidiendo
disculpas por haber olvidado al visitante.
—No te preocupes por eso —dijo Stephen con tranquila autoridad—. La señora
Gardeyne necesita un reconstituyente. Té dulce y coñac. Inmediatamente.
Thomas salió y Laura abrió los ojos. A pesar de todo, descubrió que estaba
sonriendo.
—Qué típico de ti, Stephen, dar órdenes en la casa de otra persona.
—Actuando como el señor de la creación. ¿Te molesta?
—No, claro que no.
Pero ¿y si él venía a destrozarle su trocito de creación?
¿Un acto de venganza final? No, no podía imaginarse a Stephen cayendo tan
bajo. Habían sido amigos, buenos amigos.
Él fue a sentarse a su lado en el sofá y ella le notó un garbo que no le conocía.
Estaba más alto y más fuerte, pero eso no debería sorprenderla. Se habían visto de
tanto en tanto durante esos seis años.
Llevaba botas y calzas de piel. Ropa de campo, pero hecha en Londres, observó.
Después de todo, lo apodaban el Dandi Político. Sobre una mesa había una fusta de
montar junto a su sombrero y sus guantes.
Había cabalgado hasta allí. ¿Desde dónde? La gente rara vez elegía cabalgar
distancias largas, siempre que no fueran, claro está, en el campo de caza.
Él curvó los labios.
—Tan transparente como siempre, Laura. ¿Qué hago aquí? Pasé a hablar con
lord Caldfort sobre un asunto parlamentario.
Ella se enderezó y se concentró.
—Sí, lo dijiste. Pero ¿pasaste? Berkshire no está precisamente al lado de Devon
ni de Londres.
—Un poco apartado. ¿Soy mal recibido?
Sí, pero no podía decir eso.
—Noo. Lo que pasa es que todavía estoy estremecida por el incidente con
Harry. Pero me temo que has hecho un viaje inútil. Dudo que lord Caldfort se vuelva

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

a presentar en el Parlamento alguna vez. Ni siquiera puede salir de casa. Podría ser
que no durara mucho —añadió en voz bajo.
—Una lástima. Siempre ha sido partidario de la reforma militar, que es el
asunto de que se trata.
Ella intentó leerle la expresión, pero él siempre había sido experto en ocultar
sus pensamientos y sentimientos. ¿Sería tan sencilla la explicación de su presencia
ahí? ¿No estaba relacionada con el malestar de su suegro? Desconfiaba de la
coincidencia, pero era posible que sólo fuera eso, una coincidencia.
Trajeron el té con un decantador de coñac al lado. Stephen quiso servirlo, pero
ella insistió, aun cuando sintió pesada la tetera en la mano todavía temblorosa. Puso
más azúcar en su taza del que acostumbraba a tomar, y dejó que él le añadiera un
poco de coñac. Tan pronto como bebió un trago, se le empezaron a calmar los nervios
y le sonrió.
—Esto era exactamente lo que necesitaba. Debes de haber creído que estaba
demente.
—Sólo afligida. Una amenaza a tu hijo es un buen motivo.
Ella se quedó inmóvil con la taza a medio camino de sus labios.
—¿Amenaza?
Él arqueó las cejas.
—Un posible veneno es una amenaza, ¿no?
Ella forzó una risita.
—Sí, claro. Sólo que la palabra «amenaza» implica que fue algo intencionado, y
no lo fue. Sólo fue un accidente.
Estaba parloteando, así que volvió a taparse la boca con la taza de té.
Al ver que él no decía nada, lo miró haciendo una mueca.
—Este no ha sido un buen día, pero no hay ningún misterio, así que no pongas
a trabajar en eso a tu agudo intelecto.
—¿Sabes de dónde salió ese pastel o bollo?
Ella tendría que haber sabido que no lo iba a distraer del asunto.
Hizo un gesto como para restarle importancia.
—Ah, es posible que no contuviera nada tóxico. A los niños se les altera el
estómago por las cosas más insignificantes, incluso por la excitación o el entusiasmo.
Si estoy afligida se debe a que temo haber obligado a Harry a tragarse el emético sin
ningún motivo, y el pobrecillo vomitó y quedó agotado. Si no, te llevaría arriba a
conocerlo. Así pues —continuó, tratando de redirigir la conversación a los asuntos de
él—, ¿qué viaje te ha traído cerca de Caldfort?
Creyó que iba a rechazar el cambio de tema, pero él se relajó:
—He estado en Oxford, un condado vecino por lo menos, y voy de camino a
casa.
Esa ruta lo trajo cerca. El alivio la desasosegó casi tanto como la había
desasosegado el miedo, pero todavía tenía que vérselas con él.
Incluso en circunstancias normales, la llegada de Stephen le habría causado
tensión. Ese día había sido casi intolerable. ¿Con qué rapidez podría acelerarle la

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

partida? No se marcharía mientras no hablara con lord Caldfort. Se ocuparía de eso


enseguida.
En ese momento el reloj dio las cinco.
—¿Tan tarde es? —se le escapó, por desgracia.
Él dejó la taza en la mesilla y se levantó.
—Te he retenido con esta charla ociosa cuando tienes a tu hijo enfermo.
Perdóname. Me alojaré en la posada del pueblo y mañana volveré para hablar con
Caldfort.
Ella también se levantó y actuó como debía:
—Lógicamente, te quedarás a pasar la noche aquí, y no me cabe duda de que
lord Caldfort estará feliz de hablar contigo ahora si puede. Echa de menos su
participación en los asuntos del mundo. Iré a ver.
Esta vez él no hizo ningún intento de detenerla, así que pudo escapar.
A medio camino por el vestíbulo se detuvo, golpeada por una nueva
comprensión. Stephen no hacía nada sin pensarlo. Llegó a una hora avanzada y
luego, sí, la retuvo ahí hablando cuando ella tenía a su hijo enfermo en la cama en el
cuarto de los niños. Y casi la obligó a invitarlo a alojarse allí.
Se habían eludido mutuamente durante seis años. Él no vendría jamás a su casa
por una finalidad trivial. Pero fuera cual fuera esa finalidad, ella no veía manera de
impedírselo.
Continuó caminando hasta el despacho de lord Caldfort y observó su reacción
ante la noticia de que hubiera un huésped. Absoluto placer. Fue a buscar a Stephen,
lo llevó al despacho, y le habría encantado quedarse para descubrir algo más, pero
lord Caldfort jamás lo hubiera tolerado.
Cuando volvió al vestíbulo, se encogió de hombros. Si iba a caer una espada
sobre la familia Gardeyne, caería. Hizo llamar a la señora Moorside y le ordenó que
se encargara de que prepararan una habitación.
—Y dígale a la cocinera que seremos uno más para la cena. Un caballero que es
probable que coma más que el resto de nosotros juntos. —A pesar de su figura
esbelta, Stephen siempre había tenido un saludable apetito, sobre todo después de
una cabalgada. Recordaba que… Bloqueó ese recuerdo—. Ah, y puesto que no hay
señales de que haya traído un ayuda de cámara, dígale a King que esté preparado
para ayudar a sir Stephen si lo necesita.
King era el ayuda de cámara de lord Caldfort y era posible que disfrutara
atendiendo a un hombre elegante.
Deseaba subir a ver cómo estaba Harry, pero se tomó un momento para hacer
un repaso y asegurarse de que había hecho todo lo necesario. Le faltaba una cosa.
Fue a los aposentos de lady Caldfort a informarla de que tenían un huésped. Ella
había asumido el gobierno de la casa, pero trataba de no dejar de lado a la mujer
mayor.
—¿Es un hombre joven? —le preguntó lady Caldfort, volviéndose a mirarla,
blandiendo un alfiler con un escarabajo clavado en él.
—Sí, supongo que se puede decir que es joven.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Estupendo. Deberías volverte a casar. Alejarte de aquí.


Lady Caldfort volvió a su trabajo y Laura salió, pensando si eso sería un aviso;
pero nadie tenía menos probabilidades que lady Caldfort de conocer los planes
secretos. Al fin y al cabo, estaba claramente ciega a que ella se encontraba ahí clavada
como un escarabajo en una caja.
Bueno, ya se había ocupado de todo, menos mal, y por fin podía subir al cuarto
de los niños. Cuando vio lo recuperado que estaba Harry, se le deshizo gran parte
del nudo de tensión. Acababa de despertarse de la siesta y estaba pidiendo la cena.
Volvió a examinarlo, por si tuviera fiebre o dolor, pero estaba tan bien que nadie
habría imaginado lo mal que se había sentido antes.
—Muy bien, pero solamente sopa con pan remojado dentro. Y luego manzana
asada con nata, si te apetece.
Los brillantes ojos de él dijeron que sí. Se quedó un rato jugando con su hijo,
pero no podía quedarse hasta la noche ahí, habiendo un huésped, y estando el niño
tan bien recuperado. Lo besó en la frente y bajó, pero no pudo dejar de seguir
dándole vueltas en la cabeza a los acontecimientos del día.
¿Se habría imaginado el malestar o preocupación de lord Caldfort?
¿Estaría realmente envenenado el bollo o sólo fue una interpretación
desequilibrada de ella?
Y la llegada de Stephen, ¿sería solamente una coincidencia inocente?
Una conmoción tras otra le habían producido un torbellino interior casi tan
violento como el que le causó ese bollo a Harry. Ya no sabía distinguir entre la
realidad y la ficción.
Entró en su cuarto de estar y apoyó la espalda en la puerta, tratando de quitarse
de encima los miedos razonando.
Probablemente el problema de lord Caldfort no tuviera nada que ver con ella.
Si Jack quería ver muerto a Harry, ¿por qué intentar matarlo de una manera tan
torpe cuando con el tiempo se le presentarían mejores ocasiones? Los niños son
niños, y dentro de unos años Harry estaría trepando a los árboles, llevando una barca
por el río y aprendiendo a montar a caballo, e incluso a saltar vallas. Un accidente
fatal sería ciertamente un juego de niños.
En cuanto a la llegada de Stephen, lo menos que podía significar era que él
había dejado de lado el rencor. Podría ser hora de que ella olvidara y perdonara
también. Ya eran prácticamente unos desconocidos.
En eso irrumpió su doncella.
—Habiendo un invitado para la cena, necesita cambiarse, señora.
—No para sir Stephen, Catherine. Somos viejos… —pensó en la palabra
correcta y finalmente se decidió por—: conocidos.
—¡Y ese vestido es uno de los más viejos, señora! Sólo lo elegí porque pensé que
pasaría más tiempo en la habitación del niño.
Laura se miró y comprobó que era cierto; llevaba uno de sus vestidos más viejos
y sencillos. En otro tiempo había sido su vestido predilecto, y tal vez por eso lo
conservaba, aunque sólo se lo ponía para hacer los quehaceres en que podía

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

ensuciarse.
No era uno que habría elegido para recibir a ningún huésped, y mucho menos a
Stephen. Se levantó y extendió la falda:
—Ahora no se ve, pero antes era muy bonito, a rayas verde hoja y blanco. —Las
rayas verdes ya estaban del color de las hojas marchitas y las blancas se habían
puesto amarillentas—. Creo que lo tengo desde antes de casarme.
Pues, sí, desde antes de su matrimonio.
De hecho, era el vestido que llevaba, el verde claro y el blanco puro, cuando
Stephen le propuso matrimonio.
¿Lo habría reconocido él? ¿Qué habría pensado?

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 7

—Vamos, señora, por favor, que se retrasará.


Laura entró en el dormitorio pero no logró impedir que los recuerdos
continuaran saltando sobre la barrera que ella les había erigido alrededor.
Una merienda campestre en Ancross, ofrecida por los padres de Stephen en la
colina coronada por las ruinas del antiguo castillo de Ancross. Toda su familia estaba
ahí, y la mayor parte de la de Stephen, además de Hal con sus anfitriones, los
Oxholme, y otras familias de la localidad.
Todos los asistentes seguían comiendo en el lugar soleado y protegido del
viento cuando Charlotte, Stephen y ella llevaron a Hal a recorrer las ruinas.
Charlotte le hizo bromas a Hal para que la ayudara a subir la escalera de piedra
medio desmoronada hacia la torre. ¿Tal vez Charlotte le tenía envidia porque ese
caballero tan guapo y buen partido le había pedido la mano? Nunca se le había
ocurrido pensar eso, pero tal vez fuera cierto.
Ella y Stephen se quedaron abajo. Ya conocían las ruinas y no ofrecían mucho
más de interés, y tal vez ella pensó que no quería arriesgarse a estropear el vestido en
la subida.
En todo caso, se quedaron allí abajo mientras los otros dos subían.
¿Por qué?
Pues porque se quedaron cautivados por el canto de una alondra.
Era como si en ese momento pudiera oír la hermosa melodía. En Caldfort no
eran tan comunes las alondras, por lo que el sonido de su canto lo relacionaba con su
casa.
El pájaro había echado a volar no muy lejos de donde estaban ellos, tal vez
porque se habían acercado demasiado a su nido. Como suelen hacer las alondras, se
elevó cantando para distraerles la atención y continuó elevándose y elevándose. Sólo
existe una manera de observar a una alondra, de modo que se tendieron de espaldas
en el suelo, con la vista fija en el limpio cielo azul, mientras el pájaro se fue
convirtiendo en un puntito imposible de distinguir.
Como tenía muy presente en la memoria, fue uno de aquellos momentos
perfectos en que la naturaleza parece celestial, sin ninguna insinuación de
predadores, de nubes ni tormentas.
Una vez que una alondra se pierde de vista, lo único que se puede hacer es
esperar que descienda, en esa bajada en picado que siempre parece suicida y que
nunca lo es.
No alcanzó a ver descender al pájaro.
Stephen se sentó, la tironeó para que se sentara y entonces le pidió que

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cambiara de decisión, que se casara con él, no con Hal; que lo esperara unos pocos
años hasta que él terminara sus estudios de leyes.
Catherine comenzó a desabrocharle los botones, arrancándola del pasado.
Tragó saliva y se las arregló para no estremecerse.
No, no era posible que Stephen pensara que se había puesto ese vestido para
atormentarlo. Esa era otra coincidencia, lo que significaba que la llegada de él lo era y
no tenía ninguna trascendencia especial. Sólo tenía que sobrevivir a la cena. Al día
siguiente se marcharía.
Se lavó y se puso su único vestido de medio luto de seda, de hechura sosa y sin
adornos, como era conveniente, y de un color lila igualmente soso. De pronto se
sintió terriblemente cansada de los colores del luto. Incluso encontraba preferible el
viejo vestido ya desteñido.
Estuvo un momento pensando en todos sus vestidos de colores vivos, pero
desechó la idea; le daría a Hal los doce meses de luto debidos, y de ninguna manera
estimularía la retorcida mente de lady Caldfort presentándose en la cena toda
elegante y frívola. A saber qué diría.
Pero se pondría las perlas en lugar de los azabaches engarzados en acero; y así
lo hizo. Eso le levantó un poco el ánimo, pero la cofia con adornos lila que hacía
juego con el vestido se lo bajó en picado. Los tonos morados jamás le habían sentado
bien, pero hasta esa noche nunca había pensado en eso.
Miró el reloj. Tenía que bajar para comprobar que todo estuviera bien dispuesto
para un invitado. Pero no con demasiada prisa. Siempre calculaba su llegada para
estar en el despacho de lord Caldfort lo menos posible antes que anunciaran la cena.
Por otro lado, pensó repentinamente, si bajaba pronto podría tener la
oportunidad de averiguar la causa de la preocupación de lord Caldfort. Él siempre
hacía el laborioso trayecto a su dormitorio para cambiarse, y esa noche pondría
especial esmero, por tener un huésped. Si se daba prisa en bajar, quizás en el
despacho no hubiera nadie y entonces…
¿Qué?
¿Fisgonear en el escritorio? ¿Leer la correspondencia de lord Caldfort? La sola
idea la amedrentaba, pero se armó de valor. Allanaría la Torre de Londres si era
preciso para proteger a Harry.
Miró nuevamente el reloj y bajó a toda prisa. La puerta del despacho estaba
abierta, como lo estaba siempre desde que lord Caldfort iba a su dormitorio a
cambiarse, y después salía de ahí para entrar en el comedor a cenar. Se preparó,
sintiéndose como si fuera visible en ella su intención; pero se preparó en vano, pues
lord Caldfort estaba ahí, sentado en su sillón junto al hogar.
Él la miró enfurruñado.
—¿No es tiempo ya de que uses ropa de color? Ese viejo vestido que llevabas
antes era mucho más alegre que el que llevas puesto.
Qué curioso que él le dijera lo que ella misma había estado pensando. Pero no
se lo decía por compasión ni por simpatía. Era una queja, como siempre, y ese era el
motivo de que ella tratara de evitar esos momentos.

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—Aún no hace un año, señor.


—Pues falta muy poco. Si a mí no me importa, ¿por qué ha de importarte a ti?
Ella lo miró a los ojos cansados, con bolsas.
—Quiero darle a Hal lo debido. —Antes que él pudiera pincharla con otra cosa,
preguntó—: ¿Cómo se encuentra, señor? Espero que los trastornos del día no le
hayan debilitado.
Él se puso rígido, e hizo ademán de levantarse del sillón.
—¿Los trastornos? ¿Ha habido más de uno? ¿Y nadie me lo ha dicho?
—Ha sido una exageración —se apresuró a decir ella—. La llegada de sir
Stephen no ha sido un trastorno, pero sí algo inesperado.
Él volvió a reclinarse.
—Eso sí. Un montón de problemas, eso es lo que son las visitas, pero es un
hombre sensato, para ser tan joven. Es un viejo amigo de tu familia, entiendo.
A ella le sorprendió que Stephen se lo hubiera dicho.
—La propiedad de su familia está a tres millas de Merrymead, sí. Y, claro,
forma parte de nuestra ciudad, Barham.
Hablaron de la zona donde estaba su casa sin mucho interés por parte de
ninguno de los dos hasta que entraron Stephen y lady Caldfort. No del brazo,
observó ella, aunque no le cabía duda de que Stephen se lo había ofrecido.
Lady Caldfort se detuvo cerca de la puerta, a esperar impaciente con su
habitual silencio, aunque por lo menos daba la impresión de que estaba dispuesta a
esperar. Stephen se encogió ligeramente de hombros y avanzó a conversar con lord
Caldfort.
Dado que se pusieron a hablar de las pensiones para los militares, Laura
aprovechó la oportunidad para dar una vuelta por la modesta sala con las paredes
tapizadas de librerías. Deseaba ver alguna misiva, aunque, lógicamente, suponía que
no habría ninguna a la vista. Le echó una buena mirada al escritorio; se sorprendió a
sí misma al caer en la cuenta de que tenía la intención de registrarlo, para leer las
cartas que hubieran llegado ese día.
El escritorio de nogal taraceado tenía tres cajones en los lados y uno en el
centro, este siguiendo la forma curva convexa de la superficie. Todos tenían una
ornamentada cerradura de latón, y ninguno tenía la llave puesta. Supuso que ese
escritorio seguía la pauta normal y que una llave servía para todos los cajones, pero
sin esa llave no podría hacer nada. No podía forzar las cerraduras; quedarían las
marcas.
Miró despreocupadamente la superficie. Y no vio ninguna llave. Había dos
cajas pequeñas, una de madera taraceada y la otra tallada en ónice, pero no podía
registrarlas, al menos no en ese momento.
Tendría que volver ahí esa noche a investigar, cuando todos estuvieran
durmiendo y la casa se hallara en silencio.
Era posible que lord Caldfort llevara siempre la llave con él, pero con frecuencia
se quejaba de que sacar algo de sus bolsillos con las manos hinchadas era una
«maldita molestia». Caminó lentamente hacia él y una sola mirada le bastó para

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comprobar que no llevaba la faltriquera del reloj ni ninguna cadena o artilugio donde
pudiera colgar una llave.
También podría haberle dado la llave a su ayuda de cámara para que se la
guardara segura, pero ¿para qué? No creía que tuviera nada de valor en su escritorio,
y tener que llamar a cada rato a King para que le abriera y le cerrara los cajones
equivaldría a otra maldita molestia. ¿Dónde podría estar, entonces?
—¿Laura?
Pegó un salto y vio que lord Caldfort estaba de pie, afirmado en el sillón con
una mano y en su bastón con la otra.
—Nos llaman a la mesa —dijo Stephen, ofreciéndole el brazo.
Ella se lo cogió, ruborizada, y siguieron a lord y lady Caldfort. Por una vez,
lady Caldfort iba al lento paso de su marido.
El rubor de Laura no se debía solamente al azoramiento por haber estado
distraída; había visto un interrogante en los ojos de Stephen, y no quería que él
estuviera atento a la posibilidad de que ella ocultara algo. Para distraerlo, dijo:
—He estado tratando de recordar cuándo fue la última vez que nos vimos. En
una reunión social en Londres; una rutilante.
—El baile de bodas Arden.
—¡Ah, sí! —Ella iba de rojo; él se veía espléndido con su traje de gala oscuro—.
El acontecimiento social del año pasado.
—Y muy exitoso. Los Arden ya están bendecidos con un hijo.
—Apareció en todos los diarios. Me imagino que el bautizo sería magnífico
también.
—Por supuesto; es el siguiente heredero de Belcraven. Aunque Beth Arden está
resuelta a criarlo de la manera más normal posible a pesar de ser un futuro duque.
Ella lo miró de reojo, sorprendida de que fuera tan íntimo de una familia
aristocrática cuando él se movía en su círculo de reformadores sociales. Pero
entonces recordó.
—Los Pícaros. Arden es uno de la Compañía de los Pícaros, tu grupo de amigos
de Harrow. ¿Seguís siendo tan íntimos?
Vio el peligro demasiado tarde. Hablar de asuntos de la juventud, del tiempo en
que entre ellos había más amistad, era como acercarse al borde de un acantilado
peligroso.
—¿Tanto te aburría yo contándote historias de ellos? —preguntó él, irónico—.
Pero sí, Arden es un Pícaro, y nos mantenemos en contacto.
—Lord Darius Debenham también lo era, ¿verdad? Lo recordé cuando leí la
noticia de su milagroso regreso. Todos estaríais encantados.
Habían llegado a la mesa. Mientras la ayudaba a sentarse, él simplemente dijo
«Sí» y se fue a ocupar su lugar al otro lado.
—¿Cómo está sir Darius? —preguntó ella, y miró a ambos lados de la mesa,
explicando—: Estamos hablando del hijo menor del duque de Yeovil, el que se creía
que había muerto en Waterloo y que encontraron hace poco, todavía convaleciente
de sus heridas.

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—Mal asunto —masculló lord Caldfort—. ¿Estuvo un año perdido?


—Una lesión en la cabeza, señor —dijo Stephen—. Eso, más el efecto del opio
que le daban para el dolor.
—Está loco, ¿no?
—No, señor.
La expresión y el tono de Stephen fueron afables, pero ella vio que estaba
molesto. Antes que lord Caldfort pudiera decir algo más, él dijo:
—El tratamiento que se les da a los soldados enloquecidos por la guerra es uno
de los asuntos que se están discutiendo…
La conversación se volvió impersonal y segura.
Muy hábil Stephen, pensó Laura, pero eso no la sorprendía. Ya de muy joven
había mostrado mucho tacto y habilidad para manipular a las personas. Y justamente
por eso, su torpe proposición de matrimonio le resultó tan chocante.
Bloqueó ese recuerdo.
De todos modos, la conversación había pasado firmemente al terreno político,
lo que significaba que lord Caldfort había pasado a actuar como si las mujeres
sentadas a la mesa no existieran. Stephen la miró y ella le sonrió, tranquilizadora.
Lady Caldfort estaba ceñuda, pero no golpeaba la mesa con la cuchara ni se
había puesto a chillar para que le trajeran la comida. Y no hubo necesidad, por cierto.
Thomas entró con la sopa, y mientras la servía, ella se permitió observar atentamente
a Stephen.
El Dandi Político. La primera vez que lo oyó llamar así lo encontró divertido,
porque él no le daba ninguna importancia a la ropa cuando era joven. Pero entonces
cayó en la cuenta de que siempre hacía que las ropas más sencillas parecieran
elegantes.
La siguiente vez que le vio en Londres, observó que su ropa era elegante de esa
manera sutil puesta de moda por Brummell. Incluso así, no era exactamente un
dandi, aunque ese fuera el apelativo que se les daba a los hombres que se vestían
bien de esa manera: el Dandi de las Carreras, el Dandi Cazador, el Dandi Dorado.
Se sirvió anguilas estofadas y contempló su actual estilo.
Vestía de colores serios, pero nada en su ropa sugería luto. Su chaqueta y
pantalones eran negros, el chaleco de un hermoso damasco en beis, negro y plata.
Llevaba anudada la corbata con las complicadas vueltas de las que se enorgullecían
los hombres y sujeta con un elegantísimo alfiler adornado con esmeraldas, zafiros y
diamantes, que brillaban a la luz de las velas, dando la nota de color.
De repente recordó ese alfiler. Lo llevaba en el baile de los Arden. Algo lo
bastante grandioso para esa ocasión, pero ¿no estaba fuera de lugar ahí?
Mientras comía, desentendiéndose de la conversación tal como se desentendían
de ella, recordó esa fiesta.
Hal estaba más contento que unas pascuas porque lo hubieran invitado. Se
conocía con Arden, de los campos de caza, pero nada más. Él deseaba lucirla, y le
pidió que se mandara a hacer un vestido nuevo para la ocasión.
Ella eligió uno de atrevido color rojo, que le dejaba los hombros descubiertos y

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era muy escotado por la espalda, que sólo le quedaba algo velada por una rejilla de
cintas. Hal le regaló unos rubíes para que hicieran juego. El vestido fue todo un éxito,
y ella disfrutó de la fiesta hasta que se encontraron con Stephen.
Hal lo llamó, para decirle algo acerca de Melton. A ella la sorprendió que
Stephen le quitara tiempo a la política para hacer deporte.
Stephen, recordaba, se mostró muy educado, pero los trató con esa cortesía que
un caballero reserva para los desconocidos o para las personas que no le caen bien. Se
imaginó que eso iba dirigido a ella, pero entonces se dio cuenta de que Hal se había
olvidado que estaba en un baile en Londres y no en el viejo Club de Melton.
Después de alejarlo de Stephen, lo guió durante todo el resto de la fiesta, de
modo que no provocara ningún desastre. Pero recordaba que deseó no haber
asistido, aun cuando después Hal coronó el acontecimiento haciéndole el amor de un
modo particularmente vigoroso. Esa fue la primera vez que se sintió avergonzada de
él, y que comprendió que eso se debía a ese encuentro con Stephen.
Ese año no volvió a Londres, y después, en noviembre, murió Hal.
Esa simple noche ya empezaba a parecerse a una propiedad plagada de
trampas para coger a los cazadores furtivos. Una pregunta ociosa sobre cuándo fue la
última vez que se vieron la había mordido con dientes de acero.

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Capítulo 8

Al menos se podía confiar en que Stephen intentaría arreglárselas para


generalizar la conversación. Primero intentó incluirla a ella o a lady Caldfort, pero
fue lo bastante realista para renunciar. Ella se encontró ante una chuleta de cerdo sin
el menor apetito, deseando que lady Caldfort hiciera una de sus bruscas retiradas
para poder marcharse también.
—¿Qué opinas de la reforma electoral, Laura? —le preguntó él, de pronto.
O sea, que no había renunciado. Laura le hizo un mal gesto, pero contestó:
—No encuentro bien que a algunos miembros los elijan un puñado de personas
y a otros miles.
—La tradición —ladró lord Caldfort—. No se puede hacer caso omiso de la
tradición.
Laura se sirvió nabos braseados y guardó silencio.
Stephen se sirvió de lo mismo, diciendo:
—La tradición ponía a escolares con el rango de coroneles en el ejército, señor, y
usted aprobó que se reformara eso.
Laura sonrió al ver que lord Caldfort gruñía y atacaba la comida. A él le
gustaba considerarse un reformador, pero frenaba en seco si algo iba contra sus
intereses. En calidad de vizconde Caldfort controlaba un distrito pequeño, en que los
treinta electores votaban por quien él quería.
Stephen hundió su cuchillo en la carne.
—Y la tradición dice que todos los dueños de propiedades deben votar. ¿Y las
mujeres que tienen propiedades?
Laura observó espantada el color que subía a la cara de su suegro.
—¿Mujeres? ¿Votar?
—No grites, John —ladró lady Caldfort—. Sabes que me estropea la digestión.
—Al diablo tu digestión.
—No se altere, señor —dijo Laura, fulminando a Stephen con la mirada.
Lord Caldfort fijó en ella su mirada indignada.
—¿Desearías tener derecho a voto, mujer?
Laura se sintió atrapada como uno de los insectos de lady Caldfort; no quería
mentir, pero tampoco quería decir la verdad y alterar más aún a su suegro.
—¿Lo ves? —dijo él, mirando a Stephen—. Ni siquiera sabe decidir sobre un
asunto tan sencillo. Las mujeres no tienen cabeza para estas cosas, Ball, y si la tienen
son antinaturales. El mundo se iría al garete.
—Es curioso —dijo Stephen, mirándola por debajo de sus párpados entornados
—. Recuerdo que Laura me presentaba batalla en una partida de ajedrez.

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Santo Dios, pensó ella, ¿cuánto tiempo hacía que no jugaba al ajedrez?
—Juegos —dijo lord Caldfort, descartando eso con un gesto de la mano en que
tenía el tenedor—. En todo caso, ¿cuántas mujeres tienen propiedades del tamaño
que justifique un voto? Aparte de las taberneras y mujeres de esa clase.
—Tal vez ese sea otro aspecto de la ley que necesita revisión, señor. El control
de las mujeres sobre sus propiedades.
Aunque la expresión de Stephen era de pura inocencia, ella lo conocía bien y
sabía que estaba intentando crear problemas intencionadamente. Deseó que la mesa
fuera más estrecha para darle una patada.
Lord Caldfort dejó caer su tenedor.
—Maldición, señor, eres un radical.
—Eso me temo —dijo él. Miró a Laura y, tal vez comprendiendo la mirada que
ella le dirigía, añadió—: Pero estoy firmemente a favor de la ley y el orden. ¿No está
de acuerdo, señor, en que el populacho debe ser controlado por los ciudadanos
buenos y sobrios?
Lord Caldfort volvió la atención a su comida.
—Sí, ahí hablas con sensatez. Traed a los militares; que les disparen a unos
cuantos.
Laura dudaba que Stephen hubiera querido decir eso, pero él lo dejó pasar y
muy pronto lord Caldfort volvió a sentirse cómodo, en especial cuando Stephen
dirigió el tema de conversación a asuntos de deporte. Pero eso también tomó un
extraño giro. Pasó de la caza a la equitación y luego a la creencia del viejo rey de que
cabalgar aumentaba el vigor, lo que no lo había mantenido cuerdo, pobre hombre, y
luego a otro tipo de carreras.
—Carreras —dijo Stephen cuando estaban retirando los platos principales y
trayendo los postres.
—Para hombres de a pie —dijo lord Caldfort.
Su atención se centró en un pastel de ciruelas. No debía comer esas cosas, pero
no había manera de impedírselo.
—Y de tanto en tanto para apostar —dijo Stephen—. No hace mucho el teniente
Naismith ganó quinientas guineas en una carrera a pie de más de cinco millas.
Supongo que correr es un ejercicio tan saludable como cabalgar. O nadar —añadió,
mirando a Laura, y luego pasó la atención al pastel que le ofrecían.
A Laura casi se le derramó el vino en el vestido.
Él se enteró de la vez que ella y Charlotte fueron a bañarse en el río, y algo en la
expresión de sus ojos sugería que también se enteró de lo otro.
—¡Nadar! —exclamó lord Caldfort, con un bufido burlón—. Diversión para
muchachos, pero nada más. No soy partidario de bañarse en el mar tampoco. El rey
lo hacía y mirad a lo que le ha llevado. Está totalmente loco. Un caballero debe
atenerse a cabalgar y caminar. Yo sería un hombre feliz si pudiera hacer cualquiera
de esas dos cosas.
Se hizo el silencio. Laura podría haber iniciado otro tema, pero estaba muy
distraída pensando qué sabía Stephen.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Un día de verano particularmente caluroso, Charlotte, ella y otras chicas fueron


a refrescarse al río Bar, cerca de Ancross, en un lugar donde, según Charlotte, los
chicos se bañaban y nadaban. Apostaron a una criada para que vigilara, y aunque
sólo se bañaron en la parte menos honda con sus camisolas, fue maravilloso y
atrevido.
Al día siguiente, Stephen les hizo saber, a modo de una diplomática
advertencia, que ese lugar se veía desde las plantas superiores de Ancross. Sin duda
su intención fue que evitaran ese comportamiento, pero no le resultó. Más aún, las
incitó a hacer algo más pícaro aún.
Ella y Charlotte se mantuvieron vigilantes, ayudadas por el telescopio de sir
Arthur Ball. Tuvo que esforzarse para no sonreír al recordar la deliciosa sorpresa que
se llevaron al descubrir que los chicos se bañaban desnudos, la curiosidad que sintió
al poder observar sus misteriosos cuerpos por el telescopio.
Sintió un vuelco en las entrañas junto con una repentina oleada de vergonzosa
excitación. Mantuvo la cabeza gacha, como si estuviera fascinada por el pastel de
ciruelas, pero incluso la rosca de nata con jugo púrpura que coronaba el pastel le
pareció excitante. Hacía mucho tiempo que no veía un cuerpo masculino desnudo,
desde que no sentía uno apretado contra el suyo en su cama.
El conocido cuerpo de Hal. Muy musculoso, pero delgado de caderas y velludo
en el pecho.
El cuerpo de Stephen era diferente en ese tiempo. Incluso entre otros jóvenes se
veía más delgado, pero rápido como un pez en el agua. La mayor parte del tiempo
estuvo sumergido en el agua, pero por un momento se puso de pie en un lugar no
muy hondo, riendo y quitándose el pelo mojado de la cara, iluminado por un rayo de
sol, y le pareció un joven dios del agua.
Por aquel entonces supuso que su reacción era de escándalo y azoramiento.
Pero en ese momento en que lo estaba recordando reconoció que fue de excitación,
un hormigueo como de calentura por la piel, un hormigueo en sus pechos hinchados,
unas vibraciones parecidas a los latidos del pulso en la entrepierna.
Cogió su copa de vino y bebió un trago, mirando a Stephen por entre las
pestañas. Si él fuera Hal…
Lady Caldfort se levantó, arrancándola de sus escandalosos pensamientos. Sin
decir palabra, su suegra salió del comedor y ella aprovechó la ocasión. Se levantó y,
musitando «Caballeros», escapó.
Subió corriendo la escalera. ¿Tan lastimosa era? ¿Se sentiría avasallada por el
deseo cada vez que un hombre viril se sentara frente a ella en la mesa? Oyó un ruido
abajo y se giró a mirar. Jack iba caminando por el vestíbulo en dirección al comedor.
Había sabido de la visita y venía a gozar de su compañía.
Su llegada le enfrió los impulsos como un chorro de agua fría.
Corrió al cuarto de los niños para ver si Harry estaba bien.

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Capítulo 9

Harry estaba profundamente dormido y no se le veían trazas de los


acontecimientos del día. Pero estaba solo. A ella no se le ocurrió decirle a Nan que no
lo dejara solo. No habría sido justo. Ella también se merecía pasar un tiempo con los
demás criados.
Pero no podía marcharse mientras no volviera Nan, de modo que se sentó junto
a su cama para vigilarlo, sonriéndole.
Estaba tan hermoso dormido que bien podría servir de modelo para un ángel
de rizos oscuros. Pero no era un ángel; con el tiempo sería tan difícil como la mayoría
de los hombres. Lo que la inquietaba era que ya fuera aventurero. Al fin y al cabo era
hijo de Hal Gardeyne y de ella. Y en su juventud ella no había sido precisamente
prudente.
Esa expedición al río para bañarse había sido idea suya, como también la de
observar a los chicos por el telescopio.
No, no debía permitir que su mente volviera a eso. Haría mejor en cultivar los
pensamientos de una monja y concentrarse en mantener a Harry a salvo durante una
juventud normal y aventurera. Pero ¿cómo? Intentar envolverlo en franela y
algodones sería un desastre.
Tal vez cuando estuviera en casa debería hablar de eso con su padre y con su
hermano mayor, Ned. Aunque como ellos eran personas muy campechanas y
honradas, la creerían loca, y, peor aún, irían a tratar el asunto directamente con lord
Caldfort.
Siempre estaba Stephen.
Él tenía una mente compleja, de la que carecían su padre y su hermano. Sabía
de leyes. Arrugó la nariz. Ya había pasado el tiempo en que podría haberle pedido
ayuda a Stephen, pero sí podía ayudarse a sí misma descubriendo qué fue lo que
perturbó a lord Caldfort.
Se abrió la puerta y se asomó Nan.
—Ah, señora, ¿todo está bien?
Laura se levantó y salió al corredor.
—Sí, por supuesto. Subí a ver a Harry y decidí quedarme un rato. Los niños
cuando están dormidos son una delicia, ¿verdad?
—Lo son, señora.
—¿Todo está listo para mi partida mañana?
—Sí, señora.
No sentía deseos de marcharse de la habitación de su hijo, pero eso sería
exagerar las cosas, así que bajó a su dormitorio y le pidió a su doncella que la

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preparara para acostarse. Era temprano, pero los acontecimientos del día y el viaje
del día siguiente la disculpaban. Cuando estuvo preparada, envió a Catherine a
acostarse.
Se quedaría en pie para asegurarse de que Jack no subiera, y, cuando todos
estuvieran durmiendo, bajaría a registrar el despacho. Pasó a su cuarto de estar y
empezó a pasearse, mirando el reloj, pero pasado un rato se obligó a sentarse a leer
los diarios de ese día.
Sus ojos leían las líneas impresas pero su mente no captaba gran cosa del
significado, hasta que le atrajo la atención un reportaje sobre los oficiales del ejército
que habían enloquecido por los horrores de la guerra. Stephen había hablado de eso.
La idea era tratarlos en sus regimientos durante un año antes de enviarlos a un
asilo. Los asilos para los locos eran lugares horrendos, capaces de enloquecer a los
que aún estaban cuerdos.
¿Tal como la casa Caldfort le estaba deteriorando la cabeza a ella?
Miró el reloj. Eran pasadas las nueve y media. Normalmente lord Caldfort se
iba a la cama a las diez. ¿Por qué Jack no se iba a su casa de una vez? Entreabrió un
pelín la puerta y, sí, hasta ahí llegaba el retumbante sonido de su voz.
Volvió a sentarse y se puso a leer un espeluznante reportaje sobre el cautiverio
del cónsul de Inglaterra en Argel durante el enfrentamiento que hubo ahí en agosto.
Al cónsul y a sus familiares, junto con unos oficiales de la armada que intentaron
rescatarlos, los habían encadenado, encerrado en un foso, y obligado a caminar
largas distancias alimentados sólo con pan y agua.
Esa era otra historia de cautiverio, una que la hacía avergonzarse de sus
resentimientos.
La liberación de los prisioneros se debió al buen trabajo diplomático del cónsul
de Estados Unidos, aunque en realidad el gobernador de Argel, al que llamaban
«dey», se había mostrado bastante humano al enviar al hijo del cónsul inglés a un
barco británico para que estuviera protegido.
¿No era acaso una ley universal evitar que se les hiciera daño a los niños?
Solamente si eran ajenos al asunto, pensó. Otros niños no habían tenido esa
suerte: los príncipes prisioneros en la Torre; el pequeño príncipe Arturo, que se
interponía entre el rey Juan y el trono de Inglaterra.
Se obligó a volver la atención al diario. Dos diligencias sufrieron percances
cuando competían entre sí para llegar primero a Brighton. Movió la cabeza. Uno de
los amigos de Hal murió en un accidente similar. Por lo visto los hombres no
necesitaban razonar para matarse unos a otros. Mejoraban los caminos para que
fueran más seguros, y los locos echaban carreras en ellos.
Terminó de leer el diario y volvió a mirar el reloj. Aunque le parecía que hacía
un siglo que había salido del comedor, sólo eran las diez y cuarto.
No tenía ningún sentido continuar sentada mirando las manecillas del reloj, así
que se puso a escribirle una carta a su hermana Olivia, que estaba casada con un
oficial de la armada.
¿Sintió movimiento abajo?

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Fue a entreabrir la puerta y, enhorabuena, oyó a Jack despidiéndose y dando las


buenas noches. Poco después oyó pasos subiendo la escalera. Cerró la puerta y se
quedó ahí atenta a los pasos por el corredor, los de Stephen, seguro, hasta que se
cerró otra puerta más allá, por el corredor.
Por fin.
Lord Caldfort estaría en su dormitorio preparándose para acostarse; los criados
retirarían las cosas del comedor, fregarían los últimos platos y después se irían a
acostar. Lady Caldfort llevaba horas en sus aposentos. Ella no sabía a qué hora se
acostaba ni a qué hora se dormía, pero era sabido que jamás salía, de sus aposentos
después de la cena.
Cuando la casa se quedó en completo silencio, sintió un vehemente deseo de
bajar, pero se contuvo; tenía toda la noche. Paseándose impaciente y nerviosa por la
habitación, esperó hasta que el reloj dio las once y media para disponerse a bajar.
Entonces, llevando una vela y con los oídos aguzados para percibir cualquier signo
de vida, salió al corredor, bajó la escalera y atravesó el vestíbulo en dirección al
despacho de su suegro.
Tenía preparada una historia por si la sorprendían, pero eso no le aminoraba los
latidos del corazón. Lord Caldfort tenía mapas de los caminos en su despacho; su
excusa sería que quería echarle una mirada a la ruta del día siguiente. Era una mala
excusa, porque ella conocía bien el camino, pero serviría.
Al fin y al cabo era una mujer, vale decir, y por lo tanto, una idiota.
Cuando llegó a la puerta, se detuvo una vez más, con los oídos aguzados por si
oía algún sonido, pero enseguida entró en la sala sin vacilar; si alguien la estaba
observando, no debía parecer que se escondía; aun cuando eso es lo que estaba
haciendo; le costaba creer que estuviera entrando en el despacho de otra persona con
el fin de leer su correspondencia privada.
Avanzó sigilosa hasta el escritorio, puso encima la palmatoria con la vela y
volvió a pasear la mirada por la superficie. No había cambiado nada desde antes de
la cena, pero claro, ahora podía abrir las dos cajas pequeñas. La de madera contenía
calderilla; la de ónice estaba vacía.
No había esperado que fuera fácil, pero habría sido una agradable sorpresa.
Consciente de que pasaba de lo excusable a lo inexcusable, rodeó el escritorio y
se sentó en el sillón de su suegro. Si entraba alguien en ese momento, estaría perdida.
Tiró de la manilla del cajón central, y se abrió. Casi se rió ante la sorpresa. Pero
el cajón no contenía cartas sino solamente material para escribirlas. Había papel,
plumas y cajas abiertas con barras de lacre, arenilla, cortaplumas y cosas de esas.
Lo cerró y tiró la manilla del primer cajón de la izquierda.
Cerrado con llave.
Eso era de esperar, pero el cajón del centro le había dado esperanzas.
Rápidamente probó los otros; todos estaban cerrados. Masculló una sarta de
palabrotas que las mujeres no debían ni saber, y volvió a considerar la posibilidad de
forzar las cerraduras. Estas no se veían resistentes, pero no veía cómo hacerlo sin
dejar marcas.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Fastidiada, contempló el escritorio. Suponer que habría dificultades no las hacía


menos decepcionantes. Pero se recuperó y puso a trabajar la cabeza. Si la llave estaba
ahí, ¿dónde se encontraba?
Uno a uno, cogió y examinó todos los objetos de encima del escritorio, e incluso
miró dentro del tintero. Mientras hacía esa tontería se dijo que la llave no podía estar
escondida ahí; sin duda lord Caldfort la usaba todos los días, y no la iba a sacar cada
vez de un tintero.
Palpó por debajo del hueco para introducir las rodillas y por los lados. Estaba a
punto de meterse debajo cuando cayó en la cuenta de que su suegro no era capaz de
hacer eso.
¿Dónde, entonces?
Paseó la vista por la sala, mirando el desalentador surtido de estanterías con
libros y objetos de arte. La llave podía estar en cualquier parte, pero cuanto más lo
pensaba más segura estaba de que lord Caldfort no desearía levantarse de su sillón
cada vez que la necesitaba o quería esconderla.
¿Dónde, entonces?
Aunque lo encontraba un lugar demasiado fácil, volvió a abrir el cajón del
centro y lo exploró con las manos hasta el fondo. Sólo encontró polvo. Pasó los dedos
por la caja con arenilla. Nada. Entonces sacó la caja con barras de lacre y la vació
sobre la falda.
A la luz de la vela brilló una llave pequeña, de estilo vistoso, muy
ornamentada.
Casi sin poder creerlo, la metió en la cerradura del primer cajón de la izquierda.
Giró, haciendo un suave clic. ¿Podía interpretar eso como una aprobación divina?
No. Esa intrusión era una mala acción, pero tenía que hacerla. Devolvió las barras de
lacre a la caja, la puso en su lugar en el cajón del centro y lo cerró.
El primer cajón de la izquierda contenía libros de cuentas y carpetas con
informes de la propiedad. No había cartas. Lo cerró y abrió el siguiente. Más libros
de cuentas. El de abajo estaba vacío. Claro, agacharse tanto sería difícil para su
suegro.
Abrió el primer cajón de la derecha.
¡Cartas!
Todas estaban dobladas pero los sellos se veían rotos; eran cartas recibidas, no
cartas escritas y listas para enviar. Eso era lo que buscaba.
Pero ahí había más cartas que las recibidas ese día. Trató de recordar cuántas
había visto sobre el escritorio esa mañana cuando él le entregó la de Juliet. ¿Seis tal
vez? Las contó rápidamente. Había once.
¿Las guardaría por orden de llegada? Su intención era fisgonear lo menos
posible, pero tal vez tendría que echarles una rápida mirada a todas.
Cogió la de arriba y la desdobló; el ruido que hizo el papel sonó fuerte en el
silencio. Le bastó una rápida mirada para saber que se trataba de la compra de un
toro. No veía cómo eso podía ser causa de alarma.
La siguiente era sobre un pleito ante los tribunales en Londres, pero nada

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

peligroso ni controvertido. Luego venía una carta de Francia, de un viejo amigo; la


leyó entera, pero no vio nada que pudiera ser alarmante.
Continuó abriendo y echándole una rápida mirada a cada carta, tratando de no
leer más de lo que era absolutamente necesario. Llegó a una que estaba escrita en
papel barato, más delgado y menos blanco. La emoción la tensó. A diferencia de las
otras, venía sellada con una pasta parecida a engrudo, no con lacre; estaba dirigida a
lord Caldfort, y lo único que indicaba del remitente era el lugar de donde la envió.
Draycombe, de Dorset.
Eso la sorprendió y sobresaltó. Ella era de Dorset. Draycombe estaba en la costa,
cerca del límite occidental del condado, y aunque ella nunca había estado allí,
¿podría tener algo que ver con lo que había alarmado a su suegro?

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 10

Desdobló la carta con las manos temblorosas, con miedo de romper el papel o
hacerle cualquier otra cosa que revelara que la habían abierto manos intrusas.
Esperaba ver una letra torpe que fuera a juego con la calidad del papel, pero
estaba muy pulcramente escrita, aunque notó algo raro en la letra; tal vez muy
angulosa; un peso en el uso de la pluma.
Miró el final, para ver el nombre del remitente.
Azir Al Farouk.
¿Qué clase de nombre era ese?

Gran Señor:
Poseo información de interés para usted acerca de un cierto HG, relacionado
con Mary Woodside. Habiendo sido durante unos años huésped de Oscar Oris, HG
ha cambiado de rumbo y podría causarle problemas. Adjunto encontrará un objeto
pertinente.
Estaría feliz de ayudarle a evitar este problema por el pago de diez mil guineas.
Puede comunicarse conmigo a través del Capitán Egan Dyer, en Compass Inn,
Draycombe, Dorset. Quedo con la esperanza de ser su más humilde servidor, gran
señor.
Azir Al Farouk

¡Diez mil guineas! Sin duda eso bastaba para producirle una horrible
conmoción a lord Caldfort, pero aparte de la suma, la carta la desconcertaba. Pero
seguro que esa era la carta que andaba buscando.
HG. ¿Henry Gardeyne?
¿Su Harry? No, seguro que no. Él no había estado en ninguna parte durante
«unos años», y mucho menos con Oscar Oris, fuera quien fuera ese personaje. Pero
en el árbol familiar Gardeyne abundaba el nombre Henry, eso sí, acompañado por
uno u otro nombre, antes o después.
Comenzó a repasar mentalmente los últimos, pero se obligó a parar. Después
podría pensar eso, en un lugar más seguro. Temiendo olvidar algún detalle, sacó una
hoja de papel, mojó una pluma en el tintero y copió la carta. Tras comprobar que la
había copiado con exactitud, dobló la original y la guardó donde estaba.
Miró el escritorio y revisó el cajón, buscando el «objeto pertinente». No había
nada, aparte de las cartas, y estaba segura de que no había visto nada insólito en el
cajón del centro.
No podía seguir buscando. En todo caso, no tenía ni idea de qué buscaba.
Podría ser un trozo de tela, un botón, un mechón de pelo, un retrato, un dibujo. No lo

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

sabría ni aunque lo viera. Estaba segura de que había encontrado la carta


problemática, pero, por si acaso, les echó una mirada a las tres que le faltaba mirar.
Las tres eran cartas normales y corrientes.
Una vez que dejó las cartas ordenadas tal como estaban, cerró el cajón con llave
y guardó la llave en su lugar. Comprobó que todo estuviera en orden en el cajón del
centro, lo cerró, con las manos mojadas de sudor, cogió la palmatoria y… se quedó
inmóvil.
¿Había oído un ruido?
Dejó de respirar para escuchar, pero todo era absoluto silencio. Sintió la
tentación de salir y subir corriendo hasta su dormitorio, pero debía parecer inocente
hasta el final.
Fue hasta el estante donde estaban los mapas de carreteras, encontró la que
contenía el camino a Merrymead y metió la copia de la carta dentro. Con esa excusa
en la mano, salió del despacho sintiéndose como si llevara la culpa grabada en la
frente.
Si la llevaba, no había nadie que la viera. Todos dormían en la casa, y los únicos
sonidos que se escuchaban eran los tic tac de los relojes. Incluso sus pasos con
zapatillas sonaban fuerte.
Subió nuevamente al cuarto de los niños, llevada por la apremiante necesidad
de comprobar si Harry seguía sano y salvo. Estaba profundamente dormido, pero
comprobó que su entrada ahí no había despertado a Nan.
Con toda facilidad, Jack podría haber vuelto a la casa, subido sigilosamente la
escalera y ahogado a Harry con la almohada. O podría haberlo arrojado por la
ventana y luego haber argüido que el niño andaba sonámbulo. Había muchísimas
maneras de matar a un niño pequeño sin que pareciera un asesinato.
No quería marcharse de la habitación, pero debía. Pensarían que estaba
desequilibrada si se quedaba a dormir ahí. Además, necesitaba examinar la carta. No
podía dejar de pensar que había una conexión entre la carta y la insistencia de lord
Caldfort de que se llevara a Harry y lo tuviera lejos un mes, y, por lo tanto, una
conexión con la seguridad del niño.
Bajó silenciosamente, y ya estaba en la puerta de su habitación cuando alguien
dijo en voz muy baja:
—¿Pasa algo?
Se giró, con el corazón en la garganta. Stephen estaba ahí, fuera de su
habitación, listo para acostarse, con una bata azul reversible sobre el camisón de
dormir. Pero se veía totalmente despabilado, no como si se acabara de despertar.
Laura tuvo la impresión de que él había visto la carta dentro del mapa que tenía en la
mano.
—Acabo de subir para ver a Harry —dijo en voz baja, y la asombró lo tranquila
que le salió la voz.
—Está bien, supongo.
—Sí, profundamente dormido. Buenas noches.
Se giró hacia su puerta, pero él dijo:

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Antes bajaste. A buscar ese libro que tienes en la mano.


Ella lo miró.
—¿Y qué puede importarte eso a ti? Necesitaba un mapa de carreteras. Mañana
nos marchamos a Merrymead.
Por la cara de él pasó una leve expresión que hablaba de escepticismo.
—¿Y no sabes el camino?
—Quería recordar ciertos detalles para entretener a Harry.
Él se le acercó y ella se obligó a no retroceder como si tuviera miedo. Aunque
no estaba acostumbrada a ver a Stephen como un hombre tan alto, ni tan formidable.
—¿Vas a tu casa? —dijo él—. Ojalá lo hubiera sabido. Te habría acompañado.
Voy de camino hacia allí, pero me comprometí a asistir a una reunión en Winchester
mañana.
—Una lástima —dijo ella, pero pensando «Menos mal».
La tensión que le produciría su compañía durante unos días le resultaría
insoportable. No sabía por qué, pero no lograba pensar con claridad cuando Stephen,
el inteligente Stephen, la estaba observando; como lo estaba haciendo en ese mismo
momento.
—¿Así que no hay nada que ande mal en la casa? ¿No le pasa nada a tu hijo?
Ella contestó con igual calma.
—No, nada. Lamento haberte perturbado el sueño, Stephen. Buenas noches.
Diciendo eso entró en su habitación y cerró la puerta.

Stephen se quedó un momento mirando la puerta cerrada, pensativo, y luego


volvió a su habitación. Era una habitación perfectamente adecuada, con todo lo que
podría necesitar un huésped. Sin embargo, de un modo sutil, daba la impresión de
ser un cuarto poco acostumbrado a albergar visitas.
La casa Caldfort era arquitectónicamente elegante, y estaba bien llevada, pero
no era acogedora. No era un hogar. A él no le gustaría vivir ahí, y no lograba
imaginarse que a Laura sí le gustara. ¿Explicaría eso su tensión, su miedo?
No, el miedo se debía al peligro que percibía con respecto a su hijo. No creía
que ese miedo fuera una reacción exagerada de ella, y el único asesino en que podía
pensar racionalmente era en el tío del niño, el robusto y sanote reverendo Gardeyne.
Por lo tanto, se había pasado la sesión de sobremesa evaluándolo.
Loco por la caza, listo, aunque no de inteligencia brillante, era el tipo de hombre
que daba enorme importancia a engendrar un varón, como si con eso demostrara su
virilidad.
Desear tener un hijo varón tenía sentido cuando estaba en juego un título o una
herencia que debía pasar por ley a un descendiente varón. Pero el reverendo
Gardeyne no estaba en esa situación.
A no ser que muriera su pequeño sobrino.
A pesar de las horas de observación, no obtuvo la certeza de que Gardeyne
fuera un asesino en potencia; aún así, lo aliviaba saber que Laura y su hijo se

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

marcharían de esa casa por la mañana. Aunque eso sólo sería un respiro, en realidad,
por lo que no era de extrañar que ella estuviera hecha un nudo de nervios.
Sonrió irónico. Había elegido un buen momento para venir a cortejarla.
Y lo había planeado con esmero. No podía ser muy pronto en su periodo de
luto, pues eso habría sido indecoroso, pero sí antes que acabara, no fuera a ser que
ella volviera a entrar en la sociedad y los demás hombres corrieran a rodear a lady
Alondra.
Con el fin de dar validez a su excusa, había concertado reuniones con
reformadores de Oxford y Winchester e ideado un motivo serio para llegar a la casa
de visita. Patética cobardía, en realidad. Si ella seguía viéndolo como un hermano, no
tenía por qué enterarse nunca de sus intenciones.
¿Qué debía hacer, entonces?
Ya fuera como hermano, como novio o como amante, no podía abandonarla
estando ella preocupada, tal vez aterrada y, en especial después de que esa noche
había andado fisgoneando sigilosa por la casa con alguna finalidad.
La hospitalidad en esa casa no se extendía a dejar decantadores de licor en las
habitaciones de los huéspedes, pero él llevaba una pequeña botella de coñac en su
bolsa de viaje, así que la sacó y bebió un trago.
Laura.
Había esperado encontrarse con la rutilante y elegantísima señora de Hal
Gardeyne vestida a la moda, y venía preparado para tentarla. O con lady Alondra,
que agradecería el ingenio y el buen humor. Pero sólo se encontró con Laura,
ataviada con un vestido que recordaba muy bien, con el pelo revuelto como el de una
niña y casi a punto de desmayarse de miedo.
Eso casi lo hizo quitarse la máscara. Cualquier cosa que la amenazara a ella o a
lo suyo lo enfurecía. Destrozaría el mundo para arreglarle las cosas, pero…
Volvió a reírse y bebió otro poco de coñac. Le había quedado claro que para ella
él no era otra cosa que un huésped incómodo. Ni siquiera un amigo, maldita fuera.
Simplemente una persona a la que había que atender por hospitalidad. Él captó su
exclamación en el momento y se dio cuenta de que le ofrecía a regañadientes un
alojamiento en la casa Caldfort.
Sintió la tentación, una terrible tentación de estrellar el botellín de coñac contra
la pared, pero el maldito botellín era de metal y ni siquiera se deformaría.
El hecho de que él no la hubiera olvidado, y de que siguiera amándola y
deseándola más tiempo del que recordaba, y que, para su vergüenza, se hubiera
tomado la muerte de su marido como una segunda oportunidad, no quería decir que
ella sintiera lo mismo.
Y estaba claro que no lo sentía.
Deseó huir a lamerse las heridas como hiciera seis años atrás. Zambullirse en el
trabajo, tratar de convencerse de que Laura no era una pérdida; que no necesitaba a
una alondra por esposa, a una mariposa social que lo arrastraría de baile en baile y
de frívolas fiestas en frívolas fiestas.
Encontraba de sentido común escudarse en la realidad. Ella no sentía nada por

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

él, nada en absoluto.


Miró el botellín de coñac, le puso el corcho y lo guardó. Aún cuando Laura ya
no lo considerara su amigo, no podía abandonarla.
Si el reverendo Gardeyne era el malo, encontraría las maneras de mantener
seguro y a salvo a su hijo. Si ella se marchaba para ir a Merrymead, eso le daría
tiempo a él para investigar la situación. Aunque tenía la sensación de que ahí ocurría
algo más.
Pensando en todo eso, una vez que subió a su dormitorio, se quedó de pie y
alerta por si el reverendo Gardeyne volvía a la casa. Pero lo que oyó fue a Laura
saliendo de su habitación. Desde el rellano de la escalera la vio entrar en el despacho
de su suegro. La leve vacilación de ella ante la puerta le indicó que no se sentía
totalmente tranquila.
¿Un mapa de carreteras? Se quedó en el despacho muchísimo tiempo, más del
que habría necesitado para encontrar ese mapa, y tuvo la impresión de que cuando
salió de ahí estaba más nerviosa que cuando entró. Entonces subió a la planta
superior, con la intención de ver a su hijo. Y cuando bajó él decidió hablarle, con la
esperanza de que le contara su problema, como habría hecho, seguro, en otro tiempo.
Pero de nuevo lo había tratado como si él fuera una molestia, un intruso. Aún así,
necesitaba un amigo, necesitaba ayuda. De eso no le cabía la menor duda.
Seis años antes había intentado rescatar a Laura de cometer una locura, y sólo
hizo el tonto. Además, se había equivocado. Creía que iba a cometer un error, pero
ella fue feliz como la esposa de Hal Gardeyne. Feliz como una maldita alondra.
Y ahora iba a volver a hacerlo.
Con la misma asquerosa sensación de que iba a hacer el tonto, y la misma
convicción de que tenía que intentarlo, salió al corredor. Si no veía luz bajo la puerta
de su habitación, se iría a la cama; eso podía esperar hasta la mañana siguiente, por
lo menos.
Pero vio luz bajo la puerta.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 11

Golpeó la puerta, suponiendo que no se abriría al instante, pero se abrió. Laura


lo miró con los ojos agrandados, y al verlo su miedo se convirtió en exasperación.
—¿Pasa algo?
Él no era otra cosa que una molestia, pero puesto que estaba ahí, bien podía
pasar por eso.
—Lo siento. ¿Creíste que tenía algo que ver con tu hijo?
Avanzó y ella retrocedió. Seguía ceñuda, pero por lo menos él no tuvo que
luchar para entrar.
Tal vez porque ese no era el dormitorio de ella sino su salita de estar.
Y eso tal vez era lo mejor, aunque el aire estaba impregnado de su delicado y
sofisticado perfume. No había nada de niña en ese aroma. Había oído decir que los
famosos perfumistas Lascelles y Brun habían creado una fragancia única para
Labellelle. Esos hombres eran unos genios.
—Esto es una intrusión intolerable —dijo él, cerrando la puerta—, pero hemos
sido amigos, y los amigos no se dan la espalda cuando están necesitados. Ocurre
algo, Laura. Algo que te ha hecho bajar al despacho de tu suegro…
—El mapa de carreteras.
Él miró detrás de ella, hacia el escritorio.
—¿Y una carta?
Ella se quedó inmóvil, como si estuviera paralizada, así que él la rodeó por un
lado y miró el papel que estaba desplegado sobre su escritorio, brillante a la luz de la
vela.
—¿Puedo?
Ella no dijo ni sí ni no, por lo que cogió la carta y la leyó, con creciente asombro
y sí, con interés. Le encantaban los rompecabezas.
—Está claro que esta no es una carta normal. —La giró y vio que no tenía
remitente ni sello de lacre—. ¿Es una copia?
—Sí —dijo ella, como si hubiera vuelto a la vida, y su mirada le recordó a la
Laura de antes—. Supongo que necesito ayuda, si me prometes que esto será
confidencial.
—Me ofendes —dijo él, alegremente, pero se sentía herido.
Tal vez ella se ruborizó.
—Lo siento, pero ha pasado mucho tiempo desde que éramos amigos.
Él pensó la respuesta y se decidió por la verdad.
—Nunca he dejado de ser tu amigo.
—¿Lady Alondra?

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

El corazón le dio un vuelco y se saltó un latido. No creía que ella supiera, o le


importara, que él había sugerido ese apodo.
—¿Te ofendió?
Ella se encogió de hombros.
—Prefería Labellelle. Es más interesante.
Había algo más de lo que aparecía en la superficie, pero ese no era el momento
para investigarlo.
—Entonces te pido disculpas. Pero sigo siendo tu amigo, te lo aseguro.
Explícame lo de esta carta.
Pasado un momento, para inmenso alivio de él, ella se sentó ante su escritorio.
Claro que sería mejor si ella hiciera algo que pusiera de manifiesto que se daba
cuenta de que estaban en su sala de estar particular vestidos con la ropa de irse a
dormir. Y sería mejor aún, mucho mejor, si no llevara ese horrible gorro de dormir
sobre su hermoso pelo; bueno, al menos su bata era de un bonito color rosa. Los
colores de luto no le sentaban nada bien.
—Esta mañana hablé con lord Caldfort cuando estaba leyendo su
correspondencia —dijo ella—, y me pareció perturbado, afligido. Dado todo lo
demás que ha ocurrido hoy, y como me marcho mañana, decidí descubrir qué fue lo
que lo perturbó. —Lo miró a los ojos, alzando el mentón, en actitud defensiva—. Los
asuntos importantes para la propiedad son importantes para Harry.
—Muy de acuerdo —dijo él. Cogió una silla, la colocó cerca de la de ella y se
sentó—. ¿Qué has descubierto por esta carta?
Estar tan cerca de ella a la luz de la vela era una migaja para el hambriento.
—Por el momento, muy poco —dijo ella, tocando la carta—. Azir Al Farouk es
un nombre árabe, ¿verdad?
Él volvió a mirar la carta, ordenándole a su cerebro que trabajara por su dama.
—Eso parece. Pero su inglés es muy bueno. ¿Estaba dirigida a lord Caldfort?
Aquí sólo dice «Gran Señor».
Ella hizo un mal gesto.
—Debería haber copiado los dos lados, ¿verdad? Pero estoy segura de que iba
dirigida al Muy Honorable Vizconde Caldfort.
—Un árabe con buena comprensión del protocolo inglés. Muy interesante. —
Como su perfume, que le hacía tremendamente difícil pensar—. Seamos ordenados.
Sí, veamos el orden. Hache Ge. ¿Suponemos que es tu marido, Hal Gardeyne?
Ella negó con la cabeza.
—¿Cómo podría volver de la tumba a causar problemas a nadie? Puede que no
lo sepas, pero en esta familia los hijos primogénitos siempre se llaman Henry, con
alguna variante.
—Ah, entonces, ¿lord Caldfort se llama Henry también?
—No, porque fue el segundo hijo, así que se llama John. Heredó cuando murió
su hermano mayor, Henry. Ese lord Caldfort tenía un hijo, Henry, lógicamente, que
murió en el mar.
—¿Pertenecía a la Armada?

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Era una especie de estudioso. Iba de viaje a Grecia. Pero si miras el árbol
familiar Gardeyne, hay montones de Henry Gardeyne muertos.
—Pero ¿cuántos vivos?
Apareció el miedo en los ojos de ella.
—Sólo los dos bebés. Mi Harry y el hijo recién nacido de Jack, Hal.
Él deseó estrecharla en sus brazos, y sólo para consolarla.
—Hache ge no puede ser ninguno de ellos, ¿verdad? «Habiendo sido durante
unos años huésped de Oscar Oris…» Por lo tanto tiene que ser algo relacionado con
un Henry Gardeyne muerto.
Obtuvo su recompensa, pues ella se relajó e incluso le sonrió levemente.
—¿Viejas deudas? ¿Viejos escándalos?
—Relacionados con una mujer llamada Mary Woodside. ¿Podría esta haber
sido un amante de alguno de esos Henry Gardeyne? ¿Tal vez se ha presentado con
un hijo bastardo?
Había tardado demasiado en pensar que eso podría ser embarazoso. Sabía que
Hal Gardeyne tenía fama de mujeriego, pero, ¿lo sabría Laura?
Ella no pareció darse ni cuenta de que ese fuera un tema delicado.
—Un bastardo no perturbaría así a lord Caldfort. Él los considera pruebas de
virilidad. ¿Sabes de qué nacionalidad podría ser un hombre llamado Oscar Oris?
—¿Español? ¿Portugués? —Volvió a mirar la carta—. ¿Y el capitán Dyer?
—Lord Caldfort tiene muchos amigos militares, pero nunca he oído ese
apellido.
—Si está involucrado un militar, podría ser algo relacionado con la guerra.
Ella se apoyó en el respaldo, negando con la cabeza.
—Lord Caldfort se retiró del ejército hace nueve años, e incluso entonces
llevaba diez años detrás de un escritorio. No ha habido otros militares en la familia
desde hace generaciones. A los Gardeyne les gustan las comodidades de Inglaterra.
Del único que sé que viajó era el hijo del anterior vizconde, y fíjate qué fue de él. Una
tumba en el mar. —Pero entonces se puso alerta, como un pointer al oler una pieza
de caza—. ¿Podría ser? El barco en que iba se hundió en el Mediterráneo, cerca de los
países árabes. Iba en dirección a Grecia. ¿Oscar Oris podría ser un nombre griego?
Y así, de pronto, deliciosamente, ella volvió a ser la Laura de su juventud:
ingeniosa, rápida, brillante, y volando por encima de la realidad.
—No parece evidente.
Pero, como siempre, ella no se amilanó.
—Pero su vuelta causaría una conmoción, ¿verdad? Porque entonces lord
Caldfort dejaría de ser lord Caldfort.
Y, como siempre, su entusiasmo era contagioso.
—Es una idea. Y este Farouk se ofrece para eliminar la molestia. Asombroso.
Entonces, a diferencia de la Laura de antes, ella volvió a la tierra.
—¿No es así? Es asombroso. Increíblemente asombroso. ¿Cómo puede volver
alguien de entre los muertos?
—Lord Darius ha vuelto.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Pero eso ha sido después de un año, no de diez.


—Cierto. —Stephen volvió a mirar la carta para centrar la atención—. ¿Qué
sabes de ese Henry Gardeyne?
—Muy poco. Murió, o lo que sea, mucho antes que yo me casara con Hal.
Su voz ya bastaba para dificultarle los pensamientos. Las voces no cambian, y
era casi como si estuvieran en Ancross tratando de resolver un rompecabezas.
—En la parcela Gardeyne del camposanto hay una lápida en memoria de él —
continuó ella—. Creo que dice que tenía veintiún años. Y en el vestíbulo cuelga un
retrato de él.
—Ah, lo he visto; pensé si sería el párroco cuando era joven, pero me pareció
detectar algo soñador en él.
—En sus ojos, me parece.
Él cometió el error de mirarla y quedó atrapado por sus ojos. No había nada de
soñador en ellos, pero los poetas los habían alabado como los brillantes zafiros de
Laura Gardeyne.
Conocía esos ojos de toda la vida, pero nunca los había visto así, a la íntima luz
de una vela. Ella era una mujer experimentada, y él un hombre deseoso. «Deseoso»,
que palabra tan bonita para expresar un hambre que lo quemaba, que amenazaba su
cordura, su razón, y su control de la situación. Temía que si intentaba mover la mano
le temblaría, y si intentaba hablar diría cualquier tontería.
—Siempre me ha parecido que ese retrato muestra, más que a un soñador, a un
hombre a rebosar de un entusiasmo romántico por la aventura —dijo ella,
aparentemente inconsciente del efecto que tenía en él—. Eso hace aún más dolorosa
su muerte tan prematura. Me gustaría que estuviera vivo, aunque claro, ¿dónde
podría haber estado todos estos años?
Él se cogió a ese simple comentario como a una cuerda salvavidas.
—Con Oscar Oris, al parecer. —Piensa, piensa, se dijo—. Pero, como has dicho,
eso no tiene ningún sentido. ¿Por qué quedarse en el extranjero teniendo un título
esperándolo en Inglaterra? —Buscó una sugerencia como un pájaro en celo podría
buscar un gusano para tentar a su pareja—. ¿Y si Henry hubiera engendrado un hijo
antes de morir? ¿Un hijo legítimo?
Ella entreabrió los labios en una sonrisa encantada.
—¿Y el malvado Farouk se ofrece a matar al chico por dinero? ¡Brillante,
Stephen! —Pero al instante se puso seria—. Tenemos que impedirlo.
«Tenemos». Qué torres de esperanza podría construir un hombre basándose en
esa palabra.
—¿Aun cuando prive de su herencia a tu hijo?
Esos ojos eran capaces de arrojar fuego, como él bien sabía.
—¿Te imaginas que yo cerraría los ojos a la muerte del hijo de otro por esa
causa? ¿Qué tipo de monstruo crees que soy?
Él levantó las manos.
—Perdona. Por supuesto que no lo creo, pero soy un hombre de leyes, Laura.
Estoy acostumbrado a señalar las consecuencias legales de las decisiones. Siempre

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

que lo entiendas.
—Lo entiendo —dijo ella, ya en tono frío, pero con un frío apasionado; todo lo
que hacía lo hacía con pasión—. Así pues, un hijo, y el objeto adjunto tenía que ser
una prueba de su legitimidad. Lo busqué, pero no encontré nada. No era un
documento, seguro. —Lo clavó con su mirada, e incluso el frío lo quemó—. Tenemos
que hacer algo.
Tenemos, otra vez. Si insistes, pensó él, mientras se le desenroscaba una idea,
como un gusano, una idea a la que debía resistirse.
Ella estaba mirando al vacío, no a él.
—Vas a pensar que estoy loca.
Sé que yo lo estoy, pensó él. Se embebió de su visión, de su delicado perfume,
de los movimientos de sus pechos al respirar. Tenía que decir algo.
—¿Por qué?
—Porque contemplo con esperanza la idea de que Harry no sea el heredero de
un título. —Volvió a clavar en él esos ojos—. Stephen, si Henry Gardeyne está vivo, o
está vivo un hijo legítimo suyo, esa es la clave para la seguridad de Harry. —Alargó
la mano y cogió la de él—. Si Harry no es heredero de nada, está a salvo.
Él tuvo que recurrir a la fuerza de un Hércules para mantener quieta la mano en
la de ella, mientras le retumbaba el corazón.
—Muchos pensarían que estás loca.
Ella se rió.
—Así sin título, deberá labrarse su propia fortuna, y no tendrá que criarse en
Caldfort, y vivirá.
Él le giró la mano y se la retuvo entre las suyas, ansiando levantársela y
besársela.
—En calidad de tu asesor legal, y aunque sea de modo informal, tengo que
pedirte que lo pienses antes de actuar.
Ella retiró la mano.
—¿Qué ha sido de Stephen, el guerrero por la justicia? ¿Cómo podría yo
permitir un asesinato, aunque sólo fuera por inacción?
Por un momento él no encontró las palabras, hasta que al fin logró decir:
—No he querido decir eso. Sin embargo, todo esto podría ser una trampa, un
engaño con intento de extorsión. ¿Quieres sucumbir a eso, en beneficio tuyo?
Sí, eso quería, vio. Su ceño de enfado provenía de un sentimiento de
culpabilidad.
—¿Con tantas pruebas? —preguntó ella.
Como todo eso había pasado a ser una especie de asunto legal, él recuperó
cierta cordura. Su asesor legal, que el Señor se apiadara de él.
—¿Cuántas pruebas hay? Alguien sabe que existió un Henry Gardeyne. Podría
ser cualquiera. Envió una supuesta prueba de algo, no sabemos qué. Se nos escapa
Mary Woodside, como también Oscar Oris y una explicación de una ausencia de diez
años.
—Ya has vuelto a ponerte fríamente analítico —se quejó ella, haciendo un

- 63 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

morro.
Sí, decididamente un morro que lo hacía desear abrazarla, que formaba parte de
la juventud de ambos. Tal vez ella se dio cuenta también, porque se le suavizó la
expresión y de pronto desvió la vista.
¿Sería esa la primera señal de que lo veía como a un hombre?
—Mi virtud y mi defecto —concedió—. ¿Quieres que intente impresionarte con
mi inteligencia para compensarlo? Estaría dispuesto a apostar que Mary Woodside es
el nombre del barco en que viajaba Henry Gardeyne. El que se hundió.
Ella lo miró, nuevamente con los ojos iluminados.
—¡Ah, eso sí que es brillante!
—Eso es de dominio público también —señaló él—. Un villano podría haberlo
descubierto.
—Pero un villano no tendría ningún motivo para averiguarlo —afirmó ella,
triunfante—, ni, por lo tanto, para contactar con Henry.
Él tuvo que sonreír; eso seguía la pauta de los muchísimos debates entre ellos
en su juventud.
—Te doy un punto.
Ella le sonrió también, y él habría jurado que fue esa sonrisa espontánea, sin
trabas, la que le habría dirigido en el pasado, antes que Hal Gardeyne hubiera
entrado en su vida. No, antes que él lo estropeara todo aquella vez, mientras cantaba
una alondra.
—Me alegra que la casualidad te haya traído aquí hoy, Stephen, y que hayas
irrumpido en esta habitación. Creo que me volvería loca sin tu sensatez y
ecuanimidad.
¿Ecuanimidad?, pensó él.
—¿Eso lo consideras señal de vejez? —preguntó ella entonces. Condenación,
siempre había sido excelente para leerle los pensamientos—. Los dos hemos dejado
de ser unos jóvenes alocados, creo.
—¿Sí? Sí, por supuesto —se apresuró a añadir él—. Yo soy un responsable
miembro del Parlamento, que apoya causas dignas, y tu eres una respetable señora y
madre. Con gorro de dormir, nada menos.
Deberían ilegalizarse esos malditos gorros, feos, atados bajo el mentón, tan
grandes que no dejaban ver nada del pelo.
Y ella se lo tocó, como si repentinamente hubiera tomado conciencia de que lo
llevaba puesto. Y se ruborizó. ¿Qué diablos tenía ese maldito gorro que la hacía
ruborizarse?
Ella cogió la carta y volvió a leerla, aunque ya la habían exprimido hasta dejarla
seca. Vamos, pardiez, podía decirle que ella era un antídoto para la vejez.
—Perdona. Sigues siendo una mujer joven y hermosa, Laura. Si vuelves a la
sociedad, serás muy celebrada otra vez.
—¿Celebrada? —repitió ella, todavía con la cara roja de rubor—. Gracias, pero
no puedo dejar a Harry mientras haya la más mínima insinuación de peligro.
—Llévalo contigo cuando te cases.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Se le desvaneció el color de la cara.


—Lord Caldfort no me lo permitirá jamás. Dice que su heredero debe criarse
aquí, y tiene razón.
—Ah, pero sólo mientras sea el heredero. Ahora lo entiendo mejor.
—No hago esto por motivos egoístas.
—No, claro que no.
Pero para él sí era un motivo añadido. Si Laura necesitaba encontrarle otro
heredero a Caldfort para poder casarse, él apoyaría esa causa con toda su alma y
corazón. Más aún, eso concordaba con sus planes.
—Lo que necesitamos es la verdad —dijo—. Y esta sólo se puede encontrar en
Draycombe.
Ella le sonrió radiante.
—¿Irías allí por mí a descubrirla?
—No.
A ella le subió un bello rubor a las mejillas.
—Stephen, perdona, lo siento. ¿Cómo he podido suponer que tienes tiempo
para hacer eso? Debes de estar muy ocupado y…
Él la interrumpió, levantando una mano.
—Nunca estoy tan ocupado que no pueda ayudar a un amigo. —No pudo
evitar añadir—: En especial a ti, Laura. Sí que puedo ir y descubrir algunas cosas,
pero una vez que las tengamos habría que tomar decisiones. Decisiones que sólo
puedes tomar tú.
—¿Qué decisiones?
Lo que decía era verdad, comprendió él, lo que le ponía las cosas más fáciles.
—No lo sé, pero puede que surjan problemas. ¿Qué pasaría si Hache ge es el
hijo de Henry Gardeyne pero es un idiota o un corrupto absoluto? ¿Pondremos un
propietario así en Caldfort?
—La ley…
—… siempre debe ser templada por el sentido común.
—¡Stephen, estoy horrorizada! —Él guardó silencio, por lo que añadió—: Eso
no lo puedo decidir yo.
—¿Quién, si no? Tu Harry es un niño pequeño, y los deseos de lord Caldfort
podrían no coincidir con los tuyos. Él bien podría pagar el precio que pide Farouk.
Por eso debes viajar tú a Draycombe, a juzgar por ti misma.
Ella lo miró fijamente a los ojos.
—¿Cómo? Eso es imposible sin dar una explicación, ¿y cómo podría explicarlo?
—Estás a punto de ir a visitar a tu familia, que está a medio camino de ahí.
—Pero no puedo llegar a Merrymead y marcharme inmediatamente.
Ella tenía razón, pero él creyó ver una solución. Tenía que ajustar y perfeccionar
sus planes, pero creía que darían resultado. En más sentidos que en uno.
—Es tarde —dijo, levantándose—, y nos zumba la cabeza por el cansancio y los
enredos. Consultémoslo con la almohada. Mañana yo viajaré contigo una parte del
camino, y eso nos dará tiempo para hablar lejos de los oídos curiosos.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Ella también se levantó.


—Supongo que tendré que hacer algo. Tal vez mi padre o Ned podría ir a
Draycombe.
—Siempre me han parecido algo convencionales. Sal de la tierra y esas cosas,
pero, ¿qué, si los asuntos se vuelven… irregulares?
Ella hizo un mal gesto.
—Tienes razón. Pero no quiero ser una imposición para ti, Stephen.
—Consúltalo con la almohada —dijo él, reprimiendo toda reacción. Pero no
pudo resistirse a cogerle la mano y besársela; un beso muy ligero, pero aún así, eso
era más de lo que había hecho antes—. Sigo siendo tu amigo, Laura, y te ayudaré a
solucionar esto. No será ninguna imposición.
Ella cerró los dedos sobre los de él.
—Entonces creo que el cielo te envió aquí hoy.
—Una filosofía oriental dice que nada ocurre por casualidad; que estamos
regidos por el destino, contra el que no podemos luchar. Buenas noches, Laura.
Se obligó a salir de la habitación. Había encontrado menos de lo que deseaba
pero más de lo que había esperado. Y probablemente muchísimo más de lo que se
merecía.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 12

Laura, observó la puerta hasta que se cerró, y entonces se dejó caer en su silla.
Las últimas palabras de Stephen se cernían en el aire como si tuvieran mucha
importancia, pero tal vez eso se debía a su agotamiento. Necesitaba dormir, pero le
parecía imposible. ¿Cómo iba a poder dormir teniendo la mente y el cuerpo hechos
un torbellino?
Habían estado juntos en su cuarto de estar particular, los dos en camisa de
dormir.
Esa conciencia le había producido hormigueos por todo el cuerpo, una y otra
vez, por lo que era prácticamente un milagro que hubiera logrado decir una sola
palabra con sentido. Y el cuerpo seguía hormigueándole, haciéndole casi
insoportable el roce de la tela de algodón del camisón sobre la piel.
Se levantó, entró en su dormitorio, se desvistió y, mojando un paño en agua
fría, se restregó con fuerza. Asqueroso. Era asqueroso que la lujuria la distrajera de
asuntos de vida o muerte. De vida o muerte para Harry. Se puso el paño empapado
sobre los pechos, y el agua bajó por su cuerpo juntándose entre los muslos.
El primer hombre soltero y viril que entraba en su órbita, y ella se convertía en
una aspirante a puta.
Dejó el inútil paño en la jofaina, aunque la locura ya se estaba enfriando. Se
secó, y cuando volvió a ponerse el camisón, este ya no le atormentaba la piel. Se miró
en el espejo, temiendo ver a una furcia con la boca colgando, pero lo que vio fue a
Laura Gardeyne, una dama.
Con su gorro de dormir. Se puso la mano encima. Ay, Señor, ¡su gorro!
Casi había sido su deshonra.
Hal siempre había jugado con sus gorros de dormir. Le gustaba quitárselos, y
eso era gran parte del motivo de que ella se los pusiera. Él entraba en su habitación
diciendo: «Fuera ese gorro, muchacha».
Se le tensó el cuerpo al recordar esas palabras, al recordar lo que siempre
seguía. Se puso la mano en la boca y se la mordió. Echaba mucho de menos todo
aquello, muchísimo.
Podía aliviarse y lo haría, pero no era lo mismo. Hacía más de un año que un
fuerte cuerpo masculino no le daba placer, y pasarían muchos más hasta que alguno
lo hiciera, y sus lágrimas eran la prueba de una tragedia que bien podía ser griega.
Se metió en la cama, pero tardó muchísimo en conciliar el sueño, y se despertó
dos veces durante la noche. La segunda vez, sin poder calmarse, subió al cuarto de
los niños a ver si Harry continuaba bien. Estaba profundamente dormido pero se
quedó ahí mirándolo, pensando si algún día él la odiaría si lograba librarlo de un

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vizcondado.
Eso, no la lujuria, era lo que la había desvelado, y no veía otra opción. Si existía
un Henry, padre o hijo, al que le correspondía Caldfort, ella no haría nada para
impedirlo.
Pero sería un regocijo que Harry estuviera seguro y ella libre. No podía
mentirse acerca de eso. Deseaba ser libre para marcharse de ahí, para vivir, para
amar.
Volvió a su dormitorio y, al pasar por la puerta de la habitación de Stephen,
sólo se permitió pensar en cosas importantes: el viaje y la carta de Azir Al Farouk.
Estaba tan concentrada en eso que cayó en la cuenta de que podía hacer algo útil;
podía dibujar una copia del retrato de Henry Gardeyne.
Su carpeta de dibujo ya estaba guardada en su bolso de viaje, pero la buscó y la
sacó, y volvió a salir al oscuro corredor con la palmatoria en la mano. ¿Qué pretexto
podía dar si la sorprendían? Ya casi no le importaba. Diría que era tan excéntrica
como lady Caldfort, aunque a ella le daba por hacer retratos por la noche.
Bajó al vestíbulo y copió el retrato lo mejor que pudo a la luz de una sola vela.
Prestó especial atención a la estructura ósea de la cara del joven, los contornos de la
nariz y la forma de su única oreja visible. Esas cosas no cambian mucho con el
tiempo.
Habría hecho un trabajo más preciso, pero el reloj dio las seis y oyó ruido
proveniente de las dependencias de la cocina. El personal se estaba levantando.
Subió a toda prisa a su dormitorio y cerró la puerta, estremecida de alivio. Se sentía
casi como si su vida estuviera en peligro. Y tal vez lo estaba. ¿Qué harían los
Gardeyne si se enteraban de que ella conocía su secreto?
No se sentiría segura hasta que ya se hubiera puesto en marcha con Harry. Con
Stephen por acompañante. Gracias a Dios por eso. Incluso podía imaginarse a Jack
cabalgando detrás para matarlos a los dos. No sabía qué haría lord Caldfort respecto
a la carta, pero estaba segura de que Jack no aceptaría de buen grado el regreso de su
primo.
Cayó en la cuenta de que desde que había recuperado la pequeña pistola de Hal
no había hecho nada con ella. La cogió, la limpió con sumo cuidado y la cargó. Se
quedó un momento inmóvil, pensando que si Hal la estuviera mirando desde el
cielo, lo aprobaría.
—Eres un ángel de la guarda inverosímil, Hal —susurró—, pero mantén a salvo
a nuestro hijo.
Guardó la caja en el baúl, pero la pistola la metió en su bolso de viaje,
sintiéndose considerablemente más segura.
Ya no había ninguna posibilidad de volverse a dormir, pero aún era muy
temprano para llamar para que le trajeran el desayuno. Estuvo un rato trabajando en
el dibujo, pero no tardó en comprender que eso era un error; cualquier cosa que
añadiera podría mejorarlo, pero lo haría menos parecido al original. Lo puso dentro
de la carpeta y la guardó en su bolso de viaje.
Volvió a leer la carta, pero no sacó nada más de ella. Oscar Oris. Entre Stephen

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

y ella habían encontrado explicaciones posibles para todo lo demás, pero no para eso.
Tal vez para lord Caldfort tenía un significado secreto.
¡Santo cielo! ¿Podría ser que lord Caldfort hubiera participado en la
desaparición de su sobrino años atrás? ¿Lo habría dejado apresar por Oscar Oris?
Le haría esa sugerencia a Stephen, pero ya podía oír la principal objeción. Si el
entonces coronel John Gardeyne hubiera decidido librarse de su sobrino lo habría
matado, no encerrado en algún lugar lejano. Y sólo en los cuentos a los asesinos a
sueldo se les ablanda el corazón y dejan libres a sus víctimas.
El reloj dio las seis y media. Ya había salido el sol, así que podía levantarse. Tiró
del cordón para llamar a Catherine, y a las siete ya estaba tomando el desayuno con
el nervioso y exaltado Harry. Seguro que para él sería un tormento esperar hasta las
ocho, hora en que llegaría el coche de postas. Entre ella y Nan lo mantuvieron
ocupado poniendo en el equipaje las cosas de último momento y con la importante
tarea de elegir los juguetes que llevarían en el coche.
Cuando todavía faltaba media hora, Nan dijo:
—¿Lo llevo al establo, señora, a esperar ahí? Los caballos y los gatos lo
distraerán.
Esa era una idea excelente, pero estando tan cerca el momento de su escapada,
ella no se atrevía a tenerlo fuera de su vista. Se sentía como si Jack pudiera estar al
acecho, listo para saltar, y no podía decirle eso a Nan.
—No, lo llevaré a mi dormitorio. Mientras tanto encárgate de que lo bajen todo
para tener las cosas listas para cargarlas, y luego espera ahí para despedirnos.
Su dormitorio y su tocador distrajeron un poco a Harry, en especial un pájaro
enjaulado que trinaba cuando se le daba cuerda, su diversión favorita. Por un
momento pensó llevarlo con ellos, pero a tiempo comprendió que darle cuerda y
jugar con él la cansaría mucho antes de que aburriera al niño.
Además, incluso en ese momento la ponía triste; Hal se lo regaló cuando
cumplió veinte años diciendo que lo había comprado porque ella era lady Alondra. Y
ya en ese momento, cuando todavía encontraba bien todo lo que hacía él, ella vio que
no era apropiado. Nadie mete en una jaula a una alondra. ¿Y qué sentido tenía si sólo
cantaba cuando se le daba cuerda?
—¡Ya ha llegado el coche, señora! —dijo Catherine entrando.
—¡Gracias al cielo! —dijo ella y se miraron sonriendo—. Vamos, Minnow.
Él ya estaba en la puerta y habría bajado corriendo la escalera si se lo hubiera
permitido. Pero no tenía la menor intención de arriesgarse a que se cayera, así que lo
obligó a moderar el paso.
La señora Moorside y Rimmer, el mayordomo, la estaban esperando en el
vestíbulo para despedirse. Ella primero llevó a Harry a despedirse de lord Caldfort.
Si necesitaba alguna prueba de que lord Caldfort no se sentía bien, la encontró.
Estaba más pálido, más ojeroso, y se veía más cansado, como si llevara un peso
encima. O como si no hubiera dormido. Eso no tenía nada de raro si él creía que
estaba a punto de perderlo todo.
«¿O estará hundido por el peso de tener que tomar una decisión? —pensó—.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

¿Estará pensando en pagarle a Farouk para que elimine el problema?»


Besó a Harry en la frente, acercándolo demasiado a él. Harry se revolvió
inquieto, como siempre, y ella lo comprendió muy bien. Su abuelo olía a rapé y a
alcanfor en los mejores momentos, y ese día olía peor aún. Un olor agrio.
Sintió compasión por el anciano. Fuera lo que fuera que pensara de la carta de
Azir, esta debió causarle una fuerte conmoción, y le ponía encima una terrible carga.
—Disfruta de unas buenas y largas vacaciones —le dijo lord Caldfort cuando ya
había dejado escapar a Harry—. No hace falta que te apresures en volver. El
muchacho es aún muy pequeño para aprender lo de la administración de la
propiedad, ya sabes.
¿Hasta dónde se podría estirar eso?
—Mi hermana Juliet está en Merrymead en estos momentos, señor. Tal vez
cuando vuelva a Londres podría irme con ella.
Vio el combate en el interior de él, pero entonces dijo:
—Buena idea, buena idea. Pero sólo por unas semanas.
¿Por qué esa carta había causado ese raro comportamiento? Si lograban
encontrar al hijo legítimo de Henry Gardeyne tal vez sería un amable anciano
también. Acabaría su problema y quizás hasta podría seguir viviendo ahí.
Entonces ella y Harry se despidieron de los jefes del personal y salieron. Laura
inspiró el fresco aire de otoño como si este ya fuera la libertad y le dio permiso a
Harry para que corriera hacia los caballos. Él sabía que no debía acercárseles
demasiado.
Los cuatro caballos se veían descansados y sanos, haciendo tintinear los arreos
al moverse inquietos, listos para partir. Estaban cargando el último baúl en el
maletero y dentro de un momento cerrarían la puerta.
Stephen ya estaba ahí, y cerca de él había un hermoso bayo ensillado
esperándolo. ¿Cómo iban a hablar si él iba fuera del coche cabalgando? Pero claro,
¿cómo iban a hablar junto a un Harry loco de entusiasmo?
Entonces recordó que él aún no conocía a Harry, así que lo llamó:
—Ven a hacerle tu venia a sir Stephen, Harry. Es un viejo amigo mío que va a
viajar con nosotros una parte del camino.
Stephen avanzó a encontrarlos a medio camino.
—Encantado de conocerle, señor —dijo el niño, haciendo su venia
correctamente, pero enseguida añadió—: ¿Puedo cabalgar con usted, señor?
Stephen pareció sorprendido.
—Debe de recordar cuando hacía eso con Hal —explicó Laura—. No, Harry,
hoy no. Cuando lleguemos a Merrymead, tu abuelo y tu tío Ned te llevarán a
cabalgar.
—¿Puedo subir al coche, mamá?
—Por supuesto. Venga, sube.
Él corrió hacia el coche, como si eso fuera a acortar el tiempo que faltaba para
partir.
—Un muchacho encantador —dijo Stephen.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Sí, pero en los dos próximos días necesitaré todas mis fuerzas.
—¿No llevas niñera?
—Nunca la llevo. En Merrymead no me hace ninguna falta. ¿Hasta dónde
puedes ir con nosotros?
Quería decir «¿Cuándo podemos hablar?».
—Hasta Andover.
Unas veinte millas y dos cambios de caballos. Iría bien.
Harry estaba colgando del coche y llamándola para que se diera prisa, así que
se apresuró a subir. Estaba tan impaciente como él por marcharse. Nan se acercó a
despedirse llorosa, Stephen montó, y se pusieron en marcha.
Laura miró hacia la casa Caldfort todo el tiempo que pudo, pero eso sólo lo hizo
por el alivio que sintió cuando por fin se perdió de vista y no vio señales de que Jack
Gardeyne los persiguiera.
Harry ya estaba a salvo.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 13

La novedad del coche y el paisaje que pasaba por la ventanilla mantuvo el


interés de Harry bastante rato, y luego el cambio de caballos en la primera posta lo
fascinó. Laura bajó el cristal de la ventanilla de su lado para que se asomara a mirar.
Stephen se acercó a la ventanilla de ella a charlar, pero esa parada sería muy
breve y no podrían hablar mucho.
—¿Todo fue bien, supongo? —preguntó él.
—Sí, aunque lord Caldfort está decididamente en un estado mental raro. —
Sujetó firme a Harry por la chaqueta, pues estaba con el cuerpo fuera de la ventanilla,
y bajó la voz; los cántaros pequeños tienen las orejas grandes—: Incluso aceptó que
pasáramos un tiempo en Londres si queríamos. ¿Por qué ese asunto de Hache Ge lo
hace comportarse así?
—¿Para asegurarse de que tú no te enteres de nada de lo que él haga al
respecto?
Ella asintió.
—Eso podría ser.
Los caballos nuevos ya estaban enganchados y los postillones en sus sillas.
Laura tironeó a Harry para que metiera el cuerpo y se sentara.
—Ordena que paren en Andover —dijo Stephen— y ahí podremos hablar como
es debido.
Ella asintió y el coche se puso en marcha otra vez, tan pronto que Harry
continuó pegado a la ventanilla. Stephen iba junto al coche al trote, y ella pegada a la
ventanilla observándolo.
Siempre lo había considerado más un intelectual que un deportista. Claro que
nunca había estado tan loco por el deporte como los hermanos de ella ni los demás
jóvenes de la zona. Ni como Hal; pero Hal era un caso extremo. Un galán, un dandi,
un corintio.
Haber estado casada con un corintio la hacía apreciar a un buen jinete y la
sorprendió comprobar que Stephen lo era. Estaba claro que cabalgaba porque lo
disfrutaba, y ella disfrutaba observándolo. Encontraba algo sensual en un buen jinete
sobre un buen caballo. Nunca antes había pensado en eso.
Ni siquiera con Hal.
Algo había cambiado, como si los extraños incidentes del día anterior hubieran
roto un sello. Si Harry no era el heredero de Caldfort, ella podría volverse a casar. Ya
no estaría mal mirar a los hombres como posibles maridos.
¿A hombres como Stephen?
Hizo una mueca. Después del desastre de hacía seis años, él era el último

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

hombre al que le interesaría casarse con ella. Esa noche anterior se lo había
demostrado; no manifestó ni por asomo un interés en algo que no fuera la carta y el
misterio.
Aunque le gustaba cabalgar, estaba claro que seguía siendo un intelectual;
además, recordaba a lady Alondra. Eso demostraba lo que pensaba de ella: que era
una tonta jugando en los mástiles de la vida.
Pero tendría pretendientes. Había sido muy popular y celebrada en Dorset
antes de casarse, y después en Londres también. Ya estaba mayor, pero sería pura
coquetería negar que seguía teniendo encantos suficientes para atraerse a otro
marido.
Todavía no podía entregarse a esos pensamientos. Sería muy decepcionante. De
todos modos se quedaron en su mente como una melodía distante pero agradable.
En Andover le dijo a los postillones que quería bajar a tomar té, y se llevó a
Harry a la posada White Hart. Stephen no tardó en reunírseles, y ella tuvo que
pedirle disculpas con la mirada, porque Harry estaba impaciente por tomar un
refrigerio y deseaba hablar de todo lo que había visto.
Pero como le había traído la bolsa con los animales tallados en madera, después
de beber su té con leche, comerse un pastel y hablar un rato, se bajó de la silla y se
puso a jugar en el suelo.
Eso parecía un pequeño milagro, por lo que Laura lo agradeció al cielo.
Le explicó a Stephen su ocurrencia de que lord Caldfort podría tener algo que
ver en la desaparición de su sobrino.
Él vio todos los problemas que veía ella.
—Supongo que es posible imaginar que Oscar Oris, asesino a sueldo, tuviera
una hija que se las arregló para casarse con Henry antes que su padre pudiera llevar
a cabo su nefasto trabajo. —Con los ojos risueños, negó con la cabeza—. No, no es
posible.
—Pero yo creo que Hache Ge tiene que ser un niño, no un hombre —dijo ella—.
Eso explica el tiempo transcurrido. Es posible que su origen legítimo no haya estado
claro hasta hace poco.
—Si eso es así, podría tenerlo difícil para demostrar sus derechos.
—Hay una prueba, la que sea, que venía con la carta. Ojalá la hubiera
encontrado.
—Caldfort podría haberla destruido.
—Sí, supongo. Pero tengo algo.
Le enseñó su copia del retrato.
—Lista mujer. Yo traté de memorizarlo, pero esto es mucho mejor. Había
olvidado lo hábil que eres para dibujar. Siempre nos estabas dibujando. —La miró—.
¿Qué les ocurrió a esos dibujos? Deben de contar la historia de una juventud
desperdiciada.
Había uno, pensó ella, dibujado de memoria, de aquella vez que los vio
bañándose.
—No lo sé —dijo, sinceramente—, pero deben de estar en alguna parte. Jamás

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

los he tirado.
—Ah, lo dudaba —dijo él. Pasado un momento de silencio, añadió—: O sea,
que si nos encontramos cara a cara con alguien que asegura ser Henry Gardeyne,
podemos cotejar su parecido con esto, pero si el que lo asegura es su hijo, será más
difícil. El parecido con los padres es casual, y muchas mujeres lo agradecen, seguro.
—¡Cínico!
—Realista.
Se miraron sonriendo, pero entonces Laura exhaló un suspiro.
—Sigo sin ver cómo podría ir a Draycombe, Stephen. No lo veo posible, al
menos estos próximos días. No puedo llegar y marcharme inmediatamente.
Harry puso un animal sobre la mesa, junto a Stephen.
—¡Vaca!
—Decididamente —dijo Stephen.
Por suerte esa fue la respuesta adecuada, porque Harry volvió a su lugar a
organizar los animales de su granja.
—Volverá con otro —le advirtió Laura.
—Si lo único que necesita es una respuesta similar, creo que puedo
arreglármelas. Yo te puedo llevar a Draycombe también, si estás dispuesta.
—¿Cómo?
—Decididamente —dijo él, en respuesta a «¡Gallina!», y continuó—: Tenemos
un poco de tiempo de respiro. Caldfort tendrá que investigar a ese Azir Al Farouk.
¿Crees que enviará al párroco? —Miró hacia abajo—. Un cordero, beee,
decididamente, señor.
Esa respuesta algo más complicada hizo fruncir el ceño a Harry, pero volvió a
sus animales y se quedó ahí un rato.
—Siempre sabías hacer los sonidos correctos —comentó Laura, tratando de
mantener la cara seria.
—¿Beee? —dijo Stephen, horrorizado.
Esa expresión era fingida, pensó ella, aunque no estaba segura. Ya no sabía
interpretarlo como antes. Eso no debería sorprenderla, pero la sorprendía.
—Tendría que enviar a Jack —convino—. ¿De qué otra persona podría fiarse? Y
eso nos da un tiempo de respiro.
—¿Por qué?
—Hoy es jueves. El domingo Jack tiene que celebrar dos servicios. Podría ir a
Draycombe y volver a tiempo, pero no tendría tiempo para investigar nada.
—¿El coadjutor?
—No tiene.
—Entonces tienes razón.
Miró al animal que le presentaba Harry, miró a Laura con una expresión
traviesa que ella le conocía, e hizo una muy buena imitación del graznido de un
pavo.
Harry se echó a reír y riendo volvió a sus animales.
—Lo has hecho.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Fue idea tuya.


—No pensé que lo harías.
—Jonc, jonc —dijo él al ver el cerdo, y le cogió la mano a Harry—. Tu madre y
yo necesitamos hablar un rato sin interrupciones. Después jugaré a los animales de
granja contigo. ¿Sí, señor?
Harry frunció el ceño, sublevado, pero si eso fue una batalla de voluntades,
ganó Stephen.
—Sí, señor —dijo Harry y volvió a sus juguetes.
—Bien hecho.
—Un corto respiro, seguro. Ahora bien, respecto a llevarte a Draycombe.
¿Desconfiaría tu familia si le dijeras que tienes amistad con una tal señora Delaney,
que vive cerca de Yeovil en Somerset?
—Tal vez no. No conocen todos los detalles de mi vida. Pero no conozco a esa
señora Delaney.
—Ahora la conoces. Eleanor Delaney es la esposa de un amigo mío…
—Lo sé. ¡El rey Pícaro!
Él hizo una mueca.
—Sí que te aburría contándote historias de los Pícaros, ¿eh?
—Nos fascinaban. Nicholas Delaney, el rey Pícaro. El jefe de vuestra alegre
pandilla. ¿Así que se casó?
—Sí, y muy bien, pero lo principal es que podemos confiar en él en un asunto
como este.
Laura no quería expresar sus dudas, pero debía.
—Esto es un asunto delicado, Stephen. Complejo y secreto. No me parece
apropiado para… tonterías de escolares.
En lugar de ofenderse él pareció estar reprimiendo la risa.
—Ah, te aseguro que todo eso ya es agua pasada. Créeme, Laura, en asuntos
delicados y complejos, los Pícaros son tus hombres, y de maneras totalmente adultas.
—¿Pícaros? ¿En plural? Esto no se puede proclamar a voz en grito por toda
Inglaterra.
Se desvaneció en él la expresión risueña.
—Puedes fiarte de todos los Pícaros, pero si no lo deseas, pues, sea. De todos
modos te recomiendo fiarte de Nicholas. Te garantizo con mi vida que puedes
confiar en él.
¿Cómo podía contestar a eso aparte de aceptar, aun cuando le quedaran ciertas
dudas?
—Su casa está a unas pocas horas de viaje de Draycombe. Más aún, Nicholas y
Eleanor nos aceptarán como huéspedes, mentirán por nuestra causa y en el caso de
que se presente algún problema, serán un útil apoyo.
—¿Problema?
—No sabemos cómo es este Farouk; no sabemos si es violento ni lo desesperado
que podría estar, ni a cuántas personas tiene con él.
Eso cambiaba la situación.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—No se me había ocurrido pensar en eso. Qué tonta soy. Te estoy metiendo en
un peligro.
—¿Me crees demasiado delicado para eso? —le preguntó él.
Lo dijo casi en tono de broma, pero ella detectó que se sentía ofendido. No sabía
por qué se sentía así, pero se apresuró a tranquilizarlo:
—No, claro que no. Pero este problema sólo te ha llegado por casualidad. —Al
parecer eso no sirvió de nada, así que intentó alisarle las plumas erizadas—. No sé
qué habría hecho si no hubieras aparecido tú, Stephen. Y valoro tu ayuda no sólo por
los aspectos prácticos. Sé que me aconsejarás bien. Conoces las leyes y me fío de tu
juicio. Siempre te has regido por los principios más elevados.
—¿Sí? Eso me ha costado muchísimo a veces.
¿Y qué quería dar a entender con ese tono irónico? Stephen era un enigma, pero
ella no tenía tiempo en ese momento para ocuparse de delicados sentimientos
masculinos.
—De todos modos, no puedo marcharme de Merrymead tan pronto como
llegue.
—¿No? ¿Y si recibes una carta de tu amiga explicándote que va a salir de viaje a
alguna parte? Eso significaría ahora o nunca. Puesto que vas a pasar un mes en tu
casa, eso debería servir.
Ella supuso que sí, pero el extraño humor de él la ponía nerviosa.
—Harry tendrá que venir conmigo —observó—. No estaría feliz si lo dejara solo
unos días, y yo no querría dejarlo.
—A los Delaney no les importará. Tienen una hija. Es más pequeña, pero están
acostumbrados a los niños.
—Pareces muy seguro.
—Lo estoy.
Ella se encogió de hombros.
—Muy bien, entonces, necesitamos ponernos en camino. Si viajamos juntos a
casa de los Delaney…
—Daríamos pie a habladurías. Llegaremos por separado.
—Siempre podrías simular que me estás cortejando —se le escapó a ella, y
sintió arder las mejillas—. Perdona.
Él sonrió.
—Eso será un pretexto útil si lo necesitamos.
Ella tuvo la impresión de que él no sentía ninguna incomodidad por eso, y lo
agradeció. Pero su reacción le demostró que ya no sentía nada por ella. Y eso debería
agradecerlo también.
—En todo caso, no haría nada tan despreciable —dijo.
—¡Laura, Laura! Vamos a tener que mentir, y posiblemente embaucar y robar
por esta causa.
Ella lo miró.
—Tienes razón, comenzando por mentirles a mis padres. Me voy a detestar por
eso.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Si insistes en mantenerte virtuosa, nuestra empresa se acaba aquí.


Virtud. Eso la indujo a repensarlo todo.
—Entonces debe acabar aquí. No puedo permitirme un escándalo, Stephen, y
mi estancia en Draycombe contigo desataría uno terrible. Un escándalo así les daría a
los Gardeyne un motivo para separarme de Harry, y si no estoy equivocada respecto
a Jack, eso podría costarle la vida.
Él frunció el ceño, pensativo.
—Disfrázate, entonces. Yo debería ir como yo mismo, eso sí. Mi posición podría
sernos útil si necesitáramos hacer intervenir a las autoridades, y soy bastante
conocido por algunos caballeros de la zona. Pero tú convertirte en una parienta
lejana. Una parienta con mala salud a la que acompaño a probar el aire de mar.
Nicholas lo organizará todo. Es muy bueno para ese tipo de cosas.
Laura se sintió como si la fuera arrastrando al peligro.
—Estás forzando la situación. Si acepto este plan acepto disfrazarme. Pero creo
que debería quedarme en casa de los Delaney. —Vio su resistencia y le puso la mano
en el brazo—. Si sólo está a unas horas de viaje, puedo tomar la decisión ahí. Así
podré quedarme con Harry. No puedo llevarlo a Draycombe si voy disfrazada, y
tampoco puedo dejarlo con unos desconocidos.
Notó que a él se le tensaba el brazo.
—Antes confiabas más en mí, Laura.
—Éramos niños. Las consecuencias eran menos importantes.
—¿Sí? Parece que esas consecuencias nos han traído hasta aquí. Pero vámonos.
Será mejor que reanudes la marcha. Tienes dos días para pensar tu decisión.
Harry percibió la liberación y corrió hacia ellos.
—¡Caballito!
Stephen relinchó, provocándole alegres risitas.
Comprendiendo que no tenía ningún sentido seguir discutiendo, Laura fue a
ayudar a Harry a recoger sus juguetes. Él dejó fuera un pato y fue a presentárselo a
Stephen.
—Cuá cuá —graznó él.
Entonces cogió al niño en brazos y, maravilla de maravillas, este no puso
ninguna objeción ni protestó de que lo sacara en brazos de la posada y lo depositara
en el coche.
Laura los siguió, sintiéndose curiosamente cerca de echarse a llorar por muchas
cosas, entre ellas los sonidos de animales que hacía Stephen y ver a Harry en sus
brazos.
Stephen le ofreció la mano para ayudarla a subir al vehículo.
—Enviaré a un mensajero a Delaney para que esa carta de Eleanor te esté
esperando en Merrymead o llegue muy poco después que tú. También reservaré
habitaciones en la posada Compass para la tarde de pasado mañana.
—¡Stephen, no puedo ir!
—Si se te ocurre un plan mejor, me regocijaré contigo. —Una sonrisa le curvó
los labios—. No hagas morros.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Una expresión de resolución no es un morro. Me estás presionando.


—Porque es necesario. Es probable que Caldfort se tome un tiempo para pensar
lo que va a hacer, pero incluso ahora podría estar enviando a Jack a investigar. Dices
que sus deberes en la iglesia lo detendrán, pero, ¿estás segura de eso ante este
desastre?
—No —reconoció ella—. Debería estar acostumbrada a que me ganes en todas
las discusiones.
—No es así como yo lo recuerdo.
Ella descartó eso.
—Este no es el momento para recordar el pasado. Piensa que Jack podría llegar
antes que yo a la zona de Draycombe. Tendré que parar con frecuencia de camino a
Merrymead para que Harry pueda correr un poco.
Tenía bajado el cristal y la mano apoyada en el marco de la ventanilla. Él se la
cubrió con la suya.
—¿No soy yo el eficiente? Es mi intención volver ahí a observar los
movimientos de Gardeyne. Si sigue en su casa, podemos suponer que tienes por lo
menos la gracia del día que necesitas. Si no, iré directamente a Draycombe. Caramba
—dijo a Harry, que le presentaba un león.
Soltó un feroz rugido, que hizo desternillarse de risa al pequeño, y gritar:
—¡Otra vez, otra vez!
—La próxima vez —dijo él, sonriendo de una manera que parecía abarcar algo
más que juegos de niños.
Después montó en su caballo y se alejó.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 14

Cuando Jack entró en su despacho sin golpear, lord Caldfort se apresuró a


poner una carta encima de la de Azir Al Farouk.
—¿Qué pasa? —gruñó.
Tenía las piernas hinchadas, no había dormido, y casi oía a su cansado corazón
latir con dificultad dentro de su pecho. Y ahí estaba Jack, atormentándolo con su
vitalidad y vigor.
Claro que su hijo no se mostraría tan engreído si supiera lo que pasaba. Sintió la
tentación de decírselo, pero no, todavía no. No, mientras no decidiera qué hacer.
—Sólo he venido a ver cómo estás, padre.
—Fatal, pero eso no es ninguna novedad.
Jack comenzó a pasearse por la sala, como para demostrar que gozaba de buena
salud, quejándose de que le hubiera permitido a Laura llevarse al pequeño Harry y
tenerlo lejos tanto tiempo. Le soltó un maldito sermón, aunque él sabía que su hijo no
era ningún santo.
Sabía que no había sido un padre perfecto, pero siempre había comprendido a
sus hijos porque eran muy parecidos a él. Pero en el carácter de Jack notaba algo frío,
y él nunca había sido un hombre frío. Tampoco Hal.
Probablemente el chico había heredado esa rara frialdad de su madre. Treinta y
cinco años atrás no le pareció importante que Cecily fuera algo rara. Su dote era de
veinte mil libras, y ella lo bastante fea y rara para que su familia agradeciera que un
hijo segundón le pidiera la mano. Debería haber recordado que no es posible
enderezar un árbol torcido.
—A Laura le hará bien pasar un mes en su casa —dijo cuando se acabó el
sermón—. Se veía algo cansada.
—Algo demente, si quieres mi opinión. Va a ahogar al niño con sus mimos.
Tanto alboroto porque cogió algo del suelo y se lo comió. No creo que sea una buena
madre, padre.
Así que por ahí iban los tiros.
—¿Quién cuidaría del muchacho si no estuviera ella?
—Emma y yo —dijo Jack, el caritativo párroco de la cabeza a los pies—. Harry
estaría mucho mejor con una familia, y seguiría estando lo bastante cerca de Caldfort
para conocer el lugar. O nosotros podríamos venirnos a vivir aquí —añadió.
Ah, eso era lo que le gustaría a Jack, pero él no estaba dispuesto a tener una
manada de críos bulliciosos en la casa. Uno, aunque estuviera callado, ya era bastante
incomodidad.
—Sería mejor para Laura también —continuó Jack—. Es joven aún, y debe de

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

estar ardiendo de ganas de volver a casarse. Quedaría libre para tomar residencia en
algún lugar animado. Dios sabe que goza de una muy buena situación, es bastante
rica. Hal debió de haber estado muy enamorado para haberle aumentado así la
pensión.
—Yo lo aprobé —gruñó lord Caldfort.
Jack lo miró duramente, pero no soltó el hueso.
—Entonces deberías permitirle que disfrute de su riqueza. Podría venir a visitar
a Harry aquí siempre que quisiera.
Qué convincente, pensó lord Caldfort. Admiraba la elocuencia de su hijo
menor. Predicaba bien a sus parroquianos también; no se alargaba mucho,
condimentaba el sermón con un poco de humor terrenal, y lo hacía valioso e
interesante. Lo que decía de Laura tenía sentido también. Ella encontraría otro
marido en un instante, pero, típico de Jack, no había pensado en todo.
—Sigue siendo una mujer hermosa, Jack, así que es probable que se case bien. Y
si un hombre poderoso se convierte en padrastro de Harry, nos resultará difícil
retenerlo aquí, que es donde le corresponde estar.
Jack entrecerró los ojos, pero al instante se encogió de hombros.
—Saltaremos esa valla cuando lleguemos a ella.
¿Qué valla? Esa era la pregunta. ¿Tener a Harry ahí o librarse totalmente de él?
Pero seguro que Jack no llegaría tan lejos, no hasta ese punto.
—Esto no es un campo de caza —gruñó—. Existe la ley, y un padrastro
poderoso para Harry sería una maldita molestia. Entonces no habría manera de
impedir que Laura mimara tanto al niño que lo llevase al desastre.
Jack sonrió.
—Es un Gardeyne, padre, y los niños han de ser niños.
Entonces lord Caldfort comprendió y tuvo la certeza. Estaba seguro, tanto como
podía estarlo, de que Jack no pararía hasta el día en que el hijo de Hal yaciera
muerto, muerto a causa de una actividad infantil que salió mal. Pero ¿qué podía
hacer? El doctor Trumper le advertía que podía morirse en cualquier momento, y
entonces Jack sería el tutor y el responsable del niño.
Había tiempo para cambiar eso, pero, ¿a quién podía confiárselo? No se deja a
una mujer como tutora de un par del reino. ¿El padre de Laura? El hombre era poco
más que un granjero y vivía a días de distancia.
—¿Padre? ¿Te sientes mal?
Lord Caldfort miró la cara sanota y rubicunda de Jack. ¿Era un asomo de
expectación lo que veía en ella? Si se moría y luego moría Harry, Jack lo tendría todo.
Sólo que ahora Henry Gardeyne podría estar vivo. Sintió un asomo de alegría, y
ganas de reírse al pensar en los planes de Jack frustrados de esa manera. Pero lo que
más deseaba era que lo dejaran solo.
—Estoy bien. O lo estaba antes que irrumpieras aquí a arengarme. ¡Vete!
Jack puso su cara de santa paciencia y se marchó.
Lord Caldfort sacó la maldita carta. Un maldito fastidio, pero era necesario
arreglar eso. ¿Cómo? ¿Cómo? Si ponía el asunto en manos de Jack, sabía lo que

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ocurriría.
Pero tal vez era lo que debía hacer. Todo quedaría arreglado y él podría tener
una cierta paz.

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Capítulo 15

Cuando el coche entró en Barham, Laura recordó que el viernes era día de
mercado. Las calles estaban llenas de tenderetes y los animales hacían lento el
avance, pero eso la hizo sonreír. A pesar del bullicio y el olor, siempre le había
encantado el alboroto que se armaba en la ciudad el día de mercado, y le gustaba
explorar las mercancías de los mercaderes itinerantes.
Además, no tardarían en llegar a casa, y entonces ella podría actuar respecto a
HG. Había tenido dos días para pensarlo y ver que el razonamiento de Stephen era
impecable. Tenía que ir a Draycombe. Ahora su principal preocupación era llegar ahí
antes que Jack.
Un coche de postas con los cambios normales de caballos viaja tan rápido como
es humanamente posible, pero ella había parado para pasar la noche y sólo había
reanudado la marcha cuando el sol ya estaba alto en el cielo. Una persona en una
misión urgente no debería hacer eso. Cifraba sus esperanzas en la cautela innata de
lord Caldfort y en las responsabilidades de Jack en la parroquia, pero principalmente
en que ninguno de los dos podía suponer que alguien aparte de ellos supiera lo de
Farouk y HG. No tenían ningún motivo para pensar que había una urgencia.
Esperaba que la carta de Redoaks estuviera esperándola en Merrymead, pero
aún así, ya era última hora de la tarde y no podría marcharse hasta el día siguiente.
Más retraso, más peligro para HG.
—¡Un gallo, mamá! ¡Quiquiriquí!
Laura miró. Estaban saliendo de la ciudad, y un gallo se paseaba con masculina
arrogancia por entre su harén de gallinas.
La imitación de voces de animales de Stephen habían causado una impresión
duradera en Harry, lo que no le había hecho más fácil el viaje. Habían pasado cerca
de demasiados animales: vacas, caballos, ovejas y cerdos, por no hablar de patos y
pollos. No vieron ningún león, afortunadamente, pero eso no impidió a Harry
practicar su rugido con bastante frecuencia.
—¿Nos falta mucho para llegar?
—Muy, muy poco, Minnow. Sólo falta pasar por el próximo recodo. ¿Te
acuerdas de los leones que hay a los lados de las puertas de entrada?
Él asintió y pegó la cara al cristal, emitiendo su mejor rugido. Ay, Dios. ¿Se
pasaría haciendo eso durante toda la visita?
Unos leones de piedra guardaban la entrada de la casa Merrymead, y ya en su
anterior visita habían fascinado a Harry. Por eso le compró el león que quedaba tan
mal junto a sus animales de granja.
Los leones fueron el aporte de su padre a la elevación de la familia en la

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

aristocracia rural. La Granja Merrymead, de trescientos años de antigüedad, pasó a


llamarse Casa Merrymead en la época de su abuelo, enmascarada por una nueva
fachada, de la que formaban parte los pilares que flanqueaban la puerta de entrada.
Su padre convirtió en jardín la dehesa que se extendía desde la casa al camino, y
marcó la entrada coronando los pilares bajos de piedra con unas estatuas de dos
leones echados.
Diseñados por su padre, no estaban gruñendo, sino que sonreían alegremente,
dando la bienvenida a todo el mundo. Parecían pensados para que los niños
simularan cabalgar encima. Y probablemente esa fue la intención.
Harry tenía aplastada la nariz contra el cristal de la ventanilla, así que ella lo
bajó para que pudiera asomar un poco la cabeza.
—¿Ves la torre de la iglesia Saint Michael? Merrymead está muy cerca de ahí.
Ella estaba casi tan entusiasmada como él, y sintió la tentación de sacar la mitad
del cuerpo por la ventanilla para ver la casa tan pronto como apareciera a la vista. El
coche dio la vuelta al recodo y Harry apuntó:
—¡Leones felices! ¡Leones felices! ¡Grrr!
Laura se echó a reír, mientras los postillones guiaban con sumo cuidado a los
caballos por entre los sonrientes guardianes y luego por el corto camino hasta la casa.
Su madre y Juliet salieron corriendo a situarse bajo el clásico pórtico, sonriendo
y agitando las manos. Su madre no había cambiado; estaba redonda, canosa y con su
sonrisa de oreja a oreja. Juliet parecía haber rejuvenecido varios años. Llevaba un
sencillo vestido azul y el pelo castaño atado en una coleta, y saltaba de entusiasmo
como una cría. Al verla nadie se imaginaría que era la esposa de un importante
servidor de Su Majestad.
En el instante en que abrieron la puerta del coche, su madre cogió a Harry en
sus brazos. Laura bajó y fue recibida por los brazos de Juliet.
—Uy, qué alegría verte, Laura —exclamó Juliet—. Y todo un mes. No podíamos
creernos el mensaje que nos enviaste. Y Harry, cuánto ha crecido.
Diciendo eso, le cogió la cara al niño y le dio un beso en la nariz.
Harry no se apartó nervioso, pero se veía tan abrumado que Laura lo cogió en
brazos.
—¿Dónde está padre?
—En la ciudad, lógicamente; hoy es día de mercado —contestó su madre,
haciéndolos entrar y llevándolos como a un rebaño hacia el salón.
El denominado salón era una sala grande que formaba parte de una ampliación,
pero a pesar del nombre era tan cómodo e informal como la vieja sala de estar
contigua a la cocina.
—Han ido él y Ned —continuó su madre—. ¡Aggie! Ha llegado Laura a casa.
Ven a recoger los abrigos y esas cosas y busca a George para que se encargue del
equipaje. Y se han llevado a Tom y Arthur —añadió, dirigiéndose a Laura, mientras
la criada de edad madura entraba sonriendo a ocuparse de la ropa de abrigo.
—Eso explica la quietud —comentó Laura, dejando a Harry en el suelo para
quitarse el abrigo.

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Tom y Arthur eran los hijos de siete y diez años de su hermano Ned. Este tenía
otro hijo de trece años, que estaba en el colegio de Winchester. Normalmente la casa
estaba a rebosar de bulliciosa vida, e incluso cuando sólo estaban las mujeres no tenía
en absoluto la escalofriante calma de Caldfort.
Los perros dieron una vuelta en círculo y los dos gatos que estaban echados
delante del hogar se levantaron de un salto, tal vez con la atención puesta en escapar
de Harry. Laura los observó un momento, y le pareció que estaban dispuestos a
dejarse acariciar.
Su madre estaba ordenando que trajeran el té y charlando al mismo tiempo,
como si en un minuto quisiera explicarle todas las novedades de la familia y contarle
todos los cotilleos del condado.
Laura se sentó en el conocido sofá a rayas rojas, sintiéndose muy, muy feliz.
Incluso los olores le resultaban agradablemente conocidos: a humo de leña, a cosas
horneándose, a pétalos de rosa secos, y otros cientos que le decían que estaba en casa.
—¡Laura! —exclamó su cuñada Margaret, entrando sonriente con su bebé en los
brazos.
Su hija de cuatro años, Megsy, venía a su lado, acunando solemnemente a una
muñeca en los brazos tal como hacía su madre con el bebé. Madre e hija eran tan
parecidas que Laura no pudo dejar de sonreír al verlas; las dos eran robustas, de pelo
castaño en desbordantes rizos, y se les formaban hoyuelos en las mejillas al sonreír.
Megsy y Harry se habían llevado muy bien jugando en la visita anterior, y él
hablaba de ella a veces. Suponía que también se llevarían bien ahora.
Megsy avanzó hacia Harry y le ofreció su muñeca.
—Pero sólo te la presto.
Asintiendo solemnemente, Harry la cogió y se la acomodó en los brazos tal
como la había tenido Megsy. Laura agradeció que ahí no estuviera ninguno de los
hombres Gardeyne viendo a Harry acunando a una muñeca. Le había bajado del
coche la bolsa con sus juguetes, y pensó si tal vez tendría que hacerle algún gesto
para indicarle que devolviera el favor ofreciéndole alguno a Megsy.
Pero él se sentó en la alfombra y fue sacando sus animales con una mano.
Pasado un momento de titubeo, eligió el león y se lo ofreció.
—Sólo te lo presto. Es un león, y ruge.
Hizo la demostración, haciendo reír a las adultas.
Terminadas las negociaciones, los dos niños se instalaron a jugar con los
animales, la muñeca y los gatos, cuando estos se lo permitían.
Entonces Laura se volvió hacia Margaret, que estaba sentada a su lado en el
sofá.
—Se está convirtiendo en toda una señorita.
—Sólo cuando le conviene, te lo aseguro. Te veo bien, Laura.
—Es agradable estar en casa.
Y lo era, pero vio pestañear a su madre en actitud alerta cuando oyó la palabra
«casa». Había olvidado qué significaba realmente estar en casa. Todos se inmiscuían
en los asuntos de todos, y su madre conocía muy bien a todos sus hijos. Mentirle

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

sería aún más difícil de lo que se había imaginado. Además, habiendo llegado, lo
último que deseaba era marcharse.
Decidió que por el momento se dedicaría tranquilamente a disfrutar de su
regreso al hogar. Y eso incluía coger en brazos y admirar a la encantadora nenita de
cuatro meses, Ruthie. De pronto sintió el escozor de las lágrimas en los ojos; ¿por qué
no había comprendido cuánto deseaba tener más bebés? Tal vez porque no era dada
a suspirar por cosas imposibles. Cuando Hal estaba vivo eso había quedado en las
manos de Dios, y desde su muerte, le parecía algo imposible. Aunque si HG era el
verdadero vizconde Caldfort, las cosas cambiarían en ese aspecto también.
Escapar de Caldfort.
Tener un nuevo hogar, uno mucho más parecido a Merrymead. Más hijos.
Intentó no hacerse esperanzas, pero estas ideas continuaron girando por su
cabeza mientras se esforzaba en centrar la atención en las noticias de seis meses
enteros.
La nenita se despertó y pidió comida, por lo que Margaret la cogió y se la puso
al pecho.
Entonces Laura se levantó.
—Vamos, Harry. Tienes que ayudarme a sacar las cosas de tu baúl.
Cualquiera habría pensado que le había sugerido un castigo.
—¿No puedo quedarme con Megsy?
—Déjalo aquí —dijo su madre—. Yo no lo perderé de vista.
Juliet se levantó de un salto.
—Yo te ayudaré. Estamos en nuestra vieja habitación.
—Lo van a consentir hasta matarlo —dijo Laura mientras iban subiendo la
escalera.
—Por supuesto. No le hará más daño del que nos hizo a nosotras. No se le
consentirán rabietas ni malos modales.
Laura siguió a Juliet hasta la habitación que compartían cuando eran niñas y
jovencitas. Después que ella se marchó de casa cambiaron el papel por uno con rosas
rojas, pero por lo demás, estaba igual.
—Me sentí muy desgraciada por no poder acompañar a Robert al extranjero —
dijo Juliet—, pero esto casi me lo compensa. ¡Volveremos a ser niñas!
—Aun cuando ahora seamos dos depravadas mujeres de mundo.
Juliet sonrió de oreja a oreja.
—¿Y no es fantástico eso? ¿Te acuerdas de cuando elucubrábamos en susurros
acerca de lo que ocurre entre los maridos y sus mujeres?
Laura le dio la espalda para abrir su baúl.
—Recuerdo ese libro que encontraste.
—Ah, sí. Y nos dejó más perplejas que ilustradas. Ahora le encuentro más
sentido.
Laura sacó un rimero de camisolas bien dobladitas y se lo pasó a su irrefrenable
hermana.
—Sí.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Es bastante maravilloso, ¿verdad?


Laura retuvo el aliento.
—Sí.
—Ay, pobre Laura. Debes de echar terriblemente de menos a Hal.
—¡Jul, francamente! —exclamó Laura riendo, pero sintió subir el rubor a las
mejillas.
—No sólo por la cama —protestó Juliet—. Pero también por eso.
Laura abandonó la simulación de estoicismo.
—Soy muy joven para hacerme monja, desde luego.
—No seas tonta. Te volverás a casar.
Laura sacó un vestido gris y lo colocó en un cajón, pensando qué decir. Por el
momento, bien podía atenerse a la situación tal como estaba.
—Lo dudo. No puedo dejar a Harry, y lord Caldfort no permitirá que lo aleje de
la casa Caldfort.
—Eso es horrorosamente injusto —dijo Juliet, ordenando las medias en un cajón
—. ¿No tienes ninguna bonita?
—No olvides que todavía estoy de luto.
—Ah, sí. Sigo pensando que es injusto que intenten tenerte atrapada en la casa
Caldfort hasta que tengas tantas canas que tu pelo se confunda con tu ropa. ¿Ni
siquiera lila?
—¡He aquí! —exclamó Laura, sacando su vestido lila—. Si lo recuerdas, los
tonos morados nunca me han sentado bien. El negro me queda mejor, pero andar por
ahí de negro doce meses habría sido excesivo.
—Andar por Caldfort durante décadas sería más excesivo aún.
—Jul, no tengo otra opción. Y lord Caldfort tiene razón. Harry debe criarse ahí.
Es posible incluso que sea vizconde muy pronto. Lord Caldfort no está bien de salud.
—Entonces tal vez deberías casarte con un hombre que se sienta feliz de vivir
en Caldfort. Un intelectual o estudioso, o incluso un caballero que no posea una
propiedad importante.
Laura la miró un momento; a Juliet siempre le había gustado encontrarle
solución a todos los problemas.
—Esa es una posibilidad, supongo. No veo qué objeción podrían poner los
Gardeyne. Pero no sé si deseo casarme con un hombre pobre.
Juliet guardó el vestido lila, con aspecto de estar muy complacida consigo
misma.
—No tiene por qué ser pobre, sino simplemente carecer de propiedades. Un
nabab de Oriente, incluso. Ya está, ¿lo ves? Ahora bien, ¿qué otro problema te puedo
eliminar?
Laura le sonrió, casi a punto de echarse a llorar.
—Uy, Jul, no sabes cuánto te he echado de menos. ¿También le solucionas todos
los problemas a Robert?
—Siempre que puedo —repuso Juliet, y ladeó la cabeza—: ¿Qué es? Tengo la
impresión de que llevas un peso encima.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—¿Tanto se me nota? —Mientras cerraba la tapa del baúl vacío, Laura


comprendió que con esas palabras había reconocido que había algo—. No te lo
puedo decir en este momento. Tal vez después.
—¿Es un hombre?
—¡Noo!
—Es una suposición lógica. Los Gardeyne no quieren que te cases pero te has
enamorado. Romeo y Julieta…
—Soy Laura, ¿lo has olvidado? La amada de Petrarca, adorada desde lejos.
Nada de besos en el balcón, nada de muerte tampoco.
—Evitar la muerte es evitar la vida —afirmó Juliet, volviendo al debate de
siempre acerca de sus tocayas literarias.
Sus hermanas Beatrice y Olivia, las dos unos años mayores que ellas, habían
declarado muy engreídas que los suyos eran destinos más normales: Beatrice con su
Benedick de Mucho ruido y pocas nueces, y Olivia con su Orsino de Noche de Epifanía, o
lo que queráis, un duque, nada menos.
Laura no estaba de humor para esos juegos, sobre todo cuando el destino de la
santa Laura parecía encajar muy bien con el suyo en esos momentos.
—Vamos a sacar las cosas de Harry —dijo, para escapar, y salió en dirección al
pequeño dormitorio de los aposentos de los niños que él compartiría con Megsy.
No tardaron mucho en sacar su ropa y ordenarla en el armario; después Laura
fue a buscarlo.
Harry estaba en la cocina con Megsy y su abuela, encantado, todo cubierto de
harina y formando roscos con trozos de masa, y adorado por las criadas que estaban
preparando la cena. Le sonrió al verla, pero no tenía aspecto de haberla echado de
menos ni un poquito.
Eso le dolió.
—No da ningún problema, cariño —le dijo su madre—. Ve al salón a charlar
agradablemente con Juliet.
Eso equivalía a una orden, pero Laura dijo:
—Vamos fuera a caminar, Jul. Estar sentada en un coche dos días ha hecho que
sienta las piernas entumecidas.
Recorrieron el jardín y el huerto y de ahí entraron en lo que era propiamente la
granja.
—Hay gatitos —dijo Juliet mientras iban pasando junto al establo—. A Harry le
van a gustar.
—Le gustaría tener un gato, pero a lord Caldfort no le gustan los gatos.
—Es un viejo agrio y déspota, si quieres mi opinión.
—Es un anciano enfermo y amargado, pero es su hogar.
—Es el tuyo también.
—En realidad no. —Eso le salió porque estaba relajada y también porque estaba
harta de decir siempre lo correcto—. ¿Dónde está tu hogar? —preguntó a Juliet
mientras traspasaban una puerta para caminar por la orilla de un rastrojo.
—Dondequiera que esté Robert —contestó ella al instante, pero enseguida

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

arrugó la nariz—. Bueno, no en Dinamarca. Ni junto al mar, donde es probable que


esté todavía. Pero sí, nuestra casa de Londres es mi hogar. Tal vez porque es nuestra,
no de su padre.
—Eso cambia las cosas. —Laura cogió un escaramujo del seto y lo rompió para
mirar las semillas—. Tal como están las cosas, me siento… de paso. El receptáculo del
próximo lord Caldfort, y no más que eso. Claro que cuando Hal estaba vivo no
pasábamos mucho tiempo en la casa Caldfort. O al menos antes que naciera Harry.
—Se encogió de hombros—. Hal no tenía raíces en ninguna parte. Su hogar era el
lugar donde estaban sus caballos.
Entonces cayó en la cuenta de que lo que acababa de decir daba la impresión de
que él quería más a sus caballos que a ella.
—Siempre pensé que fue un matrimonio por amor —dijo Juliet.
—Lo fue, pero el amor… el amor cambia. —Vio que en los labios de Juliet se
formaba una protesta y luego la reprimía. Se apresuró a añadir—: No para todo el
mundo. Creo que existe el verdadero amor, el amor perdurable. Pero también creo
que es difícil detectarlo al comienzo. Es como distinguir el oro del dorado. Hay que
ponerlo a prueba. Rascarlo…
Un pájaro salió del rastrojo vecino y se elevó en el aire cantando.
—¡Una alondra! —exclamó Juliet, haciéndose visera con una mano para verla
elevarse.
Laura hizo lo mismo.
—No puede haber hecho un nido en esta época del año.
El recuerdo se instaló vivo en su mente a pesar de su intento por evitarlo. Pobre
Stephen, pero por lo menos ya volvían a ser amigos. Los dos se habían tendido en el
suelo a mirar la alondra. Ahí no podían hacerlo.
Aun así Juliet se tendió de espaldas, ahí, sobre el áspero suelo.
—Venga, túmbate. Observémosla cuando vuelva. —La miró—. ¡Venga! Una
ventaja de llevar ropa lúgubre es que no importa si se ensucia.
Riendo, Laura se sentó.
—Nunca se me había ocurrido pensar que la ropa de luto es lúgubre.
Se tendió de espaldas y tuvo que deslizarse a un lado porque unas cañas de
mies se le enterraban en la espalda. El cielo no estaba totalmente azul ese día; había
muchas nubes, pero estas andaban muy altas. El suelo estaba frío, pero seco.
¿Cuándo fue la última vez que estuvo tendida de espaldas para mirar el cielo
infinito? Quizás esa vez, con Stephen. Pues era una lástima. Todo el mundo debería
hacerlo con frecuencia, para tomar conciencia de… lo pensó; para tomar conciencia
de la grandeza del universo en el que se mueven los simples mortales.
—Ese pájaro ve más del mundo de lo que veremos jamás nosotras —dijo—.
Quizá por eso vuela tan alto.
—Yo creo que vuela y canta porque puede. Por la pura alegría de vivir. ¡Ahí
viene!
Primero como un punto, que fue creciendo, el pájaro bajó en picado, con las alas
cerradas, y sólo las abrió al final para planear en círculo. Era como si supiera que lo

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estaban observando.
Laura se sentó y se cogió las rodillas con los brazos.
—¿Te imaginas haciendo eso? ¿Cayendo adrede del cielo, sabiendo que no te
pasará nada?
Juliet también se sentó.
—Hablas como si lo supieras.
—¡Jul!
—O el atractivo del peligro. Las personas corren riesgos simplemente por la
emoción.
—Como la de cazar —dijo Laura en voz baja, y citó—: «Abandonó la vida
saltando».
Tal vez, por primera vez, entendía esas palabras.
Juliet le cogió la mano, pero su expresión triste se debía a otro motivo. La
misma pasión que lleva a los hombres a la batalla y a saltar vallas puede impulsar a
otros a matar.

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Capítulo 16

La carta llegó a la mañana siguiente. El padre de Laura entró en la sala de


desayuno con la correspondencia y repartió las cartas.
—Hay una para ti, Laura, cariño —dijo, mirando atentamente una carta y luego
pasándosela—. De Somerset. No sabía que conocías a alguien en Somerset.
Laura consiguió hacer su papel, aunque se sentía como si tuviera escrita la
palabra «mentirosa» por toda ella.
—Debe de ser de mi amiga Eleanor Delaney. Le escribí con la esperanza de que
pudiéramos vernos mientras yo estaba aquí. No nos hemos visto desde que nos
convertimos en madres.
¿Eso sería explicar demasiado antes de tiempo?
Leyó la carta, suponiendo que tendría que mentir acerca del contenido también,
pero era una ingeniosa imitación de una carta entre viejas amigas, incluso con
comentarios sobre personas que supuestamente conocían las dos, y sobre los hijos de
ambas.
Por lo tanto le resultó más fácil inventar los siguientes parlamentos de la obra.
Sería mejor pensar que estaba representando una obra de teatro que mintiéndole a
sus padres.
—Ay, Dios. Eleanor dice que van a viajar al norte dentro de unos días. —Estuvo
un momento fingiendo que pensaba y luego sugirió—: Si quiero verla, tendré que ir
pronto. ¿Os importará, papá, mamá? Hemos venido para estar un mes.
Su padre arqueó sus tupidas cejas grises, pero dijo:
—No, no, cariño. Si la única posibilidad que tienes de visitar a tu amiga es
ahora, pues ahora debe ser. ¿Pensabas pasar ahí unos cuantos días, entonces?
—Si no os importa. No puedo ir y volver en un día y encima hacer una
verdadera visita.
—Claro que no nos importa, cariño —dijo su madre, pasando una fuente con
huevos e instándolos a todos a servirse más—. Es una alegría tan grande tenerte aquí
durante tanto tiempo que podemos permitirnos compartirte. Pero me parece que
nunca te he oído hablar de esa señora, ¿no?
Temblando por dentro, Laura les explicó la historia que había preparado: era
una amiga de Londres que últimamente se había convertido sobre todo en amiga por
correspondencia.
—Ah, es estupendo, entonces, que os volváis a ver —dijo su madre—. Sin duda
tiene que haber sido aburrido para ti vivir en Caldfort después de la muerte del
querido Hal, así que las cartas habrán sido un consuelo. Pero verse de verdad es
mucho mejor. ¿Y la señora tiene un hijo también, has dicho?

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—Sí, una niña, Arabel. Pero es más de un año menor que Harry.
—De todos modos, tendrá con quién jugar.
—¿Te pido un coche de postas? —le preguntó su padre.
—Sí, papá, gracias.
La conversación cambió en la dirección que más le convenía tomar, y Laura
pensó que ya estaba todo hecho. Esperaba que la expresión dudosa que vio en la cara
de Juliet sólo se la hubiera imaginado.
Terminado el desayuno subió a preparar nuevamente su equipaje, aunque sólo
una maleta, puesto que iban a estar poco tiempo. Cuando llegó el coche de postas de
la posada George de Barham, salió a buscar a Harry. Lo encontró en el establo con su
tío y Megsy.
Le cogió la mano.
—Ven conmigo, Minnow. Vamos a hacer un corto viaje.
Él la miró sorprendido y se soltó la mano.
—No, ¡no voy a ir!
—¡Harry! No seas tonto. Por supuesto que vas a venir. No puedes quedarte
aquí.
—Bueno, sí que puede —dijo Ned—. No es ningún problema.
Laura miró furiosa a su hermano, el muy traidor, hizo una inspiración profunda
y se arrodilló a explicarle a su hijo:
—No será un viaje largo, Minnow, y los Delaney tienen una niñita con la que
podrás jugar.
Harry negó con la cabeza, con expresión sublevada.
—Verás a muchísimos animales por el camino.
Él se limitó a mirarla enfurruñado.
Ella no podía creerlo. Nunca antes se había portado así.
Volvió a mirar a su hermano, pero, como siempre, él se mostró inflexible como
una piedra.
—Déjalo aquí, Laury. El viaje te será más fácil sola y podrás disfrutar de unas
vacaciones.
¡Vacaciones! No necesitaba tomarse vacaciones de su hijo. Pero claro, Ned no
sabía que la vida de Harry estaba en peligro. Se incorporó y cogió al niño por el
brazo.
—Harry, vendrás conmigo. Estaremos de vuelta dentro de unos pocos días.
Él no protestó, pero se convirtió en peso muerto, y ella vio brotar lágrimas de
sus ojos fuertemente cerrados. Le soltó el brazo.
—Harry, ¿qué te pasa?
Si no se llevaba a Harry, no podría ir, y tenía que ir. Tenía que descubrir la
verdad en Draycombe y asegurarse de que todo se hiciera correctamente, pero no
podía explicarle eso a él ni a nadie.
Miró a su hermano.
—Ned —moduló—. Haz algo.
Él se encogió de hombros.

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—Seguro que cree que lo vas a llevar de vuelta a esa casa. Cada vez que ha
venido ha subido en un coche para volver a esa casa. Déjalo. Estamos felices de
tenerlo aquí.
Laura volvió a arrodillarse y logró esbozar una alegre sonrisa.
—Cariño, no vamos a volver a Caldfort. Vamos a ir a otra casa.
Pero Harry ya había llegado al estado de rebeldía en que era impermeable a
cualquier razonamiento.
—Me voy a quedar aquí. Tú te quedas aquí también.
Laura comprendió que ese era un momento crítico. Al margen de la necesidad
de ir, no debía permitir que Harry dictaminara sus actos según le conviniera a él.
Se puso de pie.
—Muy bien, si de verdad no deseas venir conmigo, puedes quedarte aquí.
Él le cogió la falda.
—¡No, tú te quedas!
Incluso golpeó el suelo con el pie.
Dominando el impulso de reaccionar con un estallido de mal genio igual, ella
dijo:
—Eso no puede ser, Harry, pero puedes quedarte aquí.
La expresión de furia con que la miró bien podía haberle roto el corazón, pero
no cedió. Al final él le soltó la falda.
—Quédate aquí. Quédate con Megsy, el tío Ned, la tía Margaret, la abuela y el
abuelo.
Tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le notara lo horriblemente
traicionada que se sentía. Jamás se había imaginado que él preferiría a otros más que
a ella. Cuando la garganta oprimida le permitió hablar, dijo:
—Muy bien, cariño. No estaré ausente mucho tiempo, y te escribiré una carta
cada día.
Tal vez él también había creído que ganaría, porque le temblaron los labios al
decir:
—¿Con dibujos?
Tragándose las lágrimas, ella lo abrazó.
—Con dibujos. Te portarás bien, ¿sí?
Él asintió.
Laura comprendió que seguía esperando que él cambiara de opinión y que,
viendo que ella no cedería, declarara que iría con ella. Pero eso no ocurrió.
—Adiós, mamá —dijo simplemente, y, desprendiéndose de sus brazos, volvió a
entrar corriendo en el establo.
Pasado un momento, su hermano dijo:
—Hay gatitos.
Laura no logró encontrar nada que decirle a ese traidor, por lo tanto se dio
media vuelta y se dirigió a la casa, vacilante, pensando si tal vez no debería ir.
Stephen iría en su lugar, y le enviaría los informes.
Pero las cartas tardarían dos días en ir y venir, y podría presentarse algo

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urgente.
En la puerta la estaban esperando sus padres y Juliet, para despedirse, así que
tuvo que explicarles el cambio de planes.
—Eso no es ningún problema —dijo su padre muy contento y cordial—. En
realidad, es un regalo para nosotros.
Él y Ned se parecían muchísimo.
Su madre la comprendió.
—Todos se van al final, cariño. En especial los niños.
—Pero es muy pequeño.
—Y te echará muchísimo de menos. Pero si se lo permitimos, se convierten en
dictadores, y eso nunca va bien. Tú ve y haz tu visita. Os hará bien a los dos.
Laura abrazó a su madre, que se lo decía con buena intención y seguramente
tenía razón, pero…
¡Santo Dios! Justo en ese momento cayó en la cuenta de que iba a dejar a Harry
desprotegido. Creía que estaría seguro ahí, pero de todos modos, tenía que advertir a
alguien del peligro.
¿A sus padres? ¿A Ned? No. Los conocía muy bien y sabía que con ellos no
resultaría.
Juliet.
—Uy —dijo—, tengo todas las cosas de Harry en la maleta. Tengo que sacarlas.
Ordenó que descargaran la maleta y la entraran en la casa. Entonces sacó la
ropa de Harry. Cuando llegó Juliet a ayudarla, la miró pensando que vería condena
en sus ojos, pero no vio nada de eso.
—Tengo que ir —dijo de todos modos.
—Eso colijo. No te preocupes por Harry. Estará estupendamente.
Tal vez yo no deseo que lo esté, pensó Laura, y eso la avergonzó; pero la
conformidad de él con la separación había sido como si le clavaran un cuchillo en el
corazón. Ni siquiera estaba ahí para despedirse de ella.
Cogió el montón de ropa.
—Subiré esto.
—No es necesario. Yo lo haré.
Laura negó con la cabeza y Juliet captó la indirecta. Cogió la mitad de las cosas
del niño y subieron juntas la escalera. Una vez que entraron en la habitación, Laura
cerró la puerta, dejó la ropa en la cama y le explicó todo lo esencial de la manera más
sucinta que pudo. Sólo deseaba decirle lo de Jack, pero tuvo que decirle algo sobre
Draycombe, para explicar por qué tenía que marcharse.
Juliet escuchó todo con el ceño fruncido.
—¿De verdad crees que el reverendo Gardeyne podría venir aquí a intentar
matar a Harry?
Laura le puso una mano en la boca.
—No. Si lo creyera no me marcharía. Si Jack hace algo más que escribir su
sermón, eso será ir a Draycombe. Por eso tengo que llegar yo ahí primero, pero no
soporto dejar a Harry aquí sin que nadie esté al tanto de que podría haber problemas.

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Supongo que no habrá ninguno, pero necesito que me prometas que si viene aquí
Jack Gardeyne no lo dejarás quedarse solo con Harry ni un solo momento, sea cual
sea el pretexto que él invente.
—Lo prometo —dijo Juliet asintiendo, aunque todavía con expresión escéptica.
—Y no permitas que lleve a Harry a ninguna parte. Ni siquiera a la iglesia.
—Muy bien, pero sabes que en ese caso podría tener que decírselo a padre o a
Ned. —Pasado un momento, preguntó—: ¿No crees que deberías decírselo a ellos
ahora?
—¿Laura? —gritó su padre desde abajo—. ¿Te encuentras bien, cariño? No
dejes a los caballos esperando ahí.
Ella abrió la puerta.
—¡Voy papá! —gritó. A Juliet le susurró—: No. Creerían que estoy loca, y ya
sabes cómo reaccionarían. Querrían ir a los magistrados. No tengo tiempo para eso y
ni siquiera tengo ninguna prueba. Ay, sólo con que Harry viniera conmigo.
—¿Al peligro? —preguntó Juliet.
Eso la hizo recapacitar.
—Cielos, tienes razón. Prefiero dejarlo aquí que no con unos desconocidos en
Redoaks.
—Pero ¿y tú? ¿Vas a ponerte en peligro? ¿Quién es esa señora Delaney?
Laura…
En cualquier momento Juliet decidiría decírselo a sus padres. Tendría que
revelarle algún detalle más de los que se había guardado.
—Stephen me va a ayudar. Stephen Ball. Los Delaney son amigos suyos. Se va
encontrar conmigo ahí, y juntos vamos a ir a investigar esto.
Juliet agrandó los ojos, pero encantada, con una expresión de alegre travesura.
—¡Ya sabía yo que había un hombre metido en esto! Ve, ve, ¡y que te lo pases
maravillosamente bien!

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Capítulo 17

El viaje a Redoaks duró tres horas, y tres horas dan muchísimas oportunidades
para preocuparse, temer y sufrir. Laura temía que Harry ya la estuviera echando de
menos; temía que no estuviera echándola de menos. Seguía doliéndole que él hubiera
sido capaz de decirle adiós con la mayor despreocupación del mundo. La hacía
sufrir, simplemente, que cada vuelta de rueda los fuera separando más y más. Nunca
habían estado separados mucho tiempo.
Tal vez todos tenían razón. Tal vez hasta Jack tenía razón al decir que ella se
aferraba demasiado a su hijo. Intentaría hacerlo mejor, pero sólo cuando Harry
estuviera seguro y a salvo. Rogaba que HG fuera el hijo legítimo de Henry Gardeyne
y que ella y Stephen llegaran a tiempo para salvarlo.
Cuando el coche de postas se detuvo ante la elegante casa de ladrillos llamada
Redoaks, ella ya estaba lista para bajar de un salto y ponerse inmediatamente en
marcha hacia Draycombe. Pero eso no podría ser. Tenían que hacer ciertos planes, y
ella necesitaría un disfraz.
Porque lo que iba a hacer era escandaloso.
Y lo del escándalo iba pesando cada vez más en ella. Entre ella y Stephen había
una vieja amistad; hubo un tiempo en que fueron tan íntimos como hermanos, pero
eso no contaría para nada si los sorprendían juntos en una posada. Eso la
deshonraría.
Valía más que el disfraz fuera excelente.
Se abrió la puerta y salió una pareja. Él llevaba en brazos a una niñita muy
bonita vestida de rosa. Eleanor Delaney, una mujer guapa de pelo castaño rojizo,
avanzó hacia ella.
—¡Laura! ¡Qué alegría volver a verte!
Laura tardó un segundo en captar el motivo de esa familiaridad. Pues sí, tenían
que comenzar a representar sus papeles ya, comprendió, aunque sólo fuera por la
presencia de los indiferentes postillones. Ella se echó en los brazos de la mujer.
—Cuánto tiempo ha pasado —dijo. Se apartó y miró al hombre con la niña—. Y
esta debe de ser Arabel.
Se acercó para besarla, pero la niñita se echó hacia atrás, y arrugó la carita como
si fuera a llorar.
—Es tímida —dijo Nicholas Delaney, sonriendo.
El rey Pícaro. No se veía ni regio ni pícaro, aunque notó algo especial en él, es
decir, algo especial, aparte de que llevara abierto el cuello de la camisa bajo una
chaqueta holgada; informal, por decir lo mínimo. Tal vez la impresión de algo
especial se la daba su coloración, porque, a diferencia de la mayoría de los caballeros

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elegantes, tenía la cara bronceada por el sol, tanto que casi igualaba el color dorado
oscuro de su pelo.
—Es un placer volver a verte, Laura —dijo él—. Yo me encargaré de tu equipaje
y del coche. Tú entra en la casa. Debes de estar deseando tomar un refrigerio.
Laura entró, pero no pudo dejar de encontrar raro que él se quedara con la
niñita en brazos en lugar de entregársela a su mujer.
Pero al parecer eso no le importó a Eleanor Delaney.
—¿No ha venido Harry contigo? —dijo esta, mientras iban subiendo la escalera
—. Arabel se sentirá desilusionada.
—Lo siento. Está muy feliz con sus primos, y hay gatitos en el granero. ¿No está
Stephen?
—Aún no ha llegado, pero llegará en cualquier momento.
Eleanor Delaney la hizo pasar a un ventilado dormitorio con cortinas azul y
blanco en las ventanas y en la cama. La impresión que le daba esa casa era de una
elegancia informal y acogedora que la hacía desear instalarse ahí para disfrutarla.
Pero también le encontraba algo tan insólito como a su dueño.
Tal vez fueran los colores, o incluso los olores. Detectó un olor a una mezcla de
pétalos de rosa, pero tal vez también a incienso. En el rellano había visto una enorme
estatua blanca de un hombre gordo y risueño en la que reconoció una representación
de Buda. Recordaba que una vez Stephen le dijo que el rey Pícaro se había dedicado
a viajar en lugar de ir a la universidad.
Eso parecía.
—Iré a buscarte agua caliente —dijo su anfitriona.
Y salió, lo cual fue muy diplomático, porque ella necesitaba usar el orinal. Pero
no se había imaginado lo raro que sería ser recibida por desconocidos no estando
Stephen ahí. ¿Debería seguir charlando con ella como si fueran viejas amigas? ¿En
qué momento se le permitiría dejar de interpretar su papel?
Se quitó la papalina y los guantes negros y la chaquetilla gris, y orinó. Mientras
esperaba el agua para lavarse, se asomó a la ventana y contempló un simpático jardín
sin pretensiones, un huerto y más allá un apacible paisaje. Era un hermoso lugar,
pero no el encuadre que se esperaría para el temerario Nicholas Delaney.
Stephen tenía mucha fe en él. ¿Sería realmente capaz de ayudarlos? Las
personas cambian. Sí, sí que cambian, se dijo, considerando los últimos días.
Volvió Eleanor, trayendo ella misma la jarra con agua caliente.
—Es una casa muy hermosa —dijo Laura.
—A nosotros nos gusta. ¿Puedo tutearte y llamarte Laura todo el tiempo? Es
mejor representar el mismo papel en todo momento; eso lo he aprendido de un
maestro del engaño. Y tú debes tutearme y llamarme Eleanor.
—Por supuesto —dijo Laura, aunque sabía que eso la haría sentirse violenta.
—Y a Nicholas llámalo Nicholas. Nadie que lo conozca creería que una vieja
amiga mía no lo tutearía.
Eso le resultaría más raro aún, pensó Laura, pero lo aceptó. Vertió agua en la
jofaina, y mientras se lavaba las manos y la cara, preguntó:

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—¿Hay necesidad de simular delante de los criados?


—Es mejor ser meticulosos. ¿Tuviste un buen viaje?
Laura le contestó siguiendo su ejemplo. Al fin y al cabo no estaría ahí mucho
tiempo, pero ojalá supiera cuánto les había dicho Stephen a sus amigos.
—Sé que tú y Stephen tenéis la intención de continuar viaje.
O sea, que eso sí lo había dicho.
—No hay nada indecoroso en eso. Bueno, lo hay, pero sólo lo hacemos por
necesidad.
Eleanor hizo un guiño.
—Una excitante necesidad, sin duda, siendo Stephen un Pícaro.
¿Daba la impresión de que ella iba a hacer eso por diversión?
—Tal vez debería explicar…
Eleanor la interrumpió agitando una mano.
—No, no, será más práctico explicarlo todo de una vez. Ahora bien, ¿te apetece
una taza de té? Cuando llegue Stephen almorzaremos los cuatro.
—Un té me iría muy bien.
Cayó en la cuenta de que lo que realmente deseaba era estar sola, no tener que
fingir que era amiga de nadie y fijarse en lo que decía. Recordó un buen motivo.
—Le prometí a mi hijo que le escribiría. Debería pasar desapercibida, lo sé, pero
si las escribo, ¿se las enviarás cada día?
—Faltaría más —dijo Eleanor, sin un asomo de desaprobación en el tono—. Te
traeré nuestro papel de cartas.
Se marchó y un momento después volvió con un escritorio portátil que contenía
todo lo que Laura necesitaba.
—Te enviaré el té y te avisaré tan pronto como llegue Stephen.
Laura se sentó a la mesa junto a la ventana, consciente de que se sentía
contrariada y de que eso era irracional. Eleanor Delaney era tan absolutamente
amable y de buen carácter que le resultaba irritante. Claro que Eleanor no se había
casado con un hombre como Hal Gardeyne. Era el tipo de mujer que tiene más
sensatez.
Hizo un mal gesto. No quería rebajarse a pensar cosas mezquinas de Hal. Ella lo
eligió y decidió casarse con él, y viviría con eso. Él no cambió; fue ella la que cambió.
O tal vez simplemente llegó a conocerse mejor.
Ni siquiera deseaba una vida como la de Eleanor para ella. Se le antojaba
demasiado plácida.
Le gustaba el bullicio y alboroto de Merrymead, y le encantaba Londres.
Y pensar en eso era una pérdida de tiempo. Quitó la tapa al tintero y eligió una
pluma. Stephen no tardaría en llegar, y debía escribir esas cartas.
Le llevaron el té y lo fue bebiendo mientras escribía. No tardó en tener escritas
cinco cartas, con las fechas de ese día y los siguientes, aunque la primera y la del día
siguiente Henry las recibiría el lunes. Nada, ni personas ni cartas viajaban en
domingo.
El lunes Jack se pondría en marcha hacia Draycombe, pero el viaje le llevaría

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

como mínimo dos días, y cuando llegara, ella y Stephen ya tendrían arreglada la
situación. Tenía tres días y medio. Tres días y medio que podrían resolverle sus
problemas o arrojarla al desastre.
Le gustaba el juego, pero solamente cuando se apostaba cosas triviales.
En algún lugar de la casa, un reloj comenzó a dar la hora con melodiosas
campanadas. Las contó, aunque sabía que tenía que ser mediodía. ¿Dónde estaba
Stephen?
No quería bajar a reunirse con sus anfitriones mientras él no llegara. Entonces
recordó la promesa de ponerle dibujos a las cartas, así que comenzó a ilustrarlas. En
la primera dibujó un coche de postas en el margen superior, con ella asomada a la
ventanilla, agitando la mano. En la siguiente dibujó una iglesia de la que estaban
saliendo ella con los Delaney y la pequeña Arabel.
Qué pena que la niña fuera tan tímida. Agradeció que Harry tuviera un
temperamento tan alegre y enérgico. Aunque eso lo hacía confiado. Demasiado
confiado.
Juliet lo mantendría a salvo.
En la carta que recibiría el martes dibujó la vista desde su ventana; la
imaginación le falló para la última, así que sólo dibujó flores en los márgenes.
Cuando Harry recibiera la carta del miércoles, tal vez ella ya estaría en casa.
Sonó un golpe en la puerta y entró Eleanor.
—Ha llegado Stephen y el almuerzo está listo.
Por fin. Laura dobló rápidamente las cartas y les puso los sellos. Sintió una
punzada de tristeza.
—Normalmente es Harry quien lo hace. Le encanta.
—A Arabel también.
Se miraron sonriendo y Laura se sintió más cómoda. Los niños son niños y las
madres, madres. No pasaría mucho tiempo hasta que Harry volviera a poner el sello
en las cartas. Las ordenó, las golpeó sobre el escritorio para emparejarlas y se las
entregó a Eleanor. Después salieron al corredor y bajaron juntas.
Stephen estaba en el salón, sentado en el sofá, con la pequeña Arabel apoyada
confiadamente en su rodilla, al parecer enseñándole su muñeca. Una muñeca
bastante fea, por cierto, un palo envuelto en trapos. Stephen estaba sonriendo y la
niñita también. A él le gustaban los niños y él les caía bien a ellos, incluso a la
pequeña Arabel.
Sería un buen padre.
Entonces Arabel la vio a ella y corrió hacia su padre.
Él la cogió en brazos como si eso fuera lo más normal del mundo, aunque dijo a
la niña:
—La señora Gardeyne es una amiga del tío Stephen y por lo tanto amiga
nuestra. Hazle una reverencia, hija mía.
Diciendo eso la dejó en el suelo. La expresión de la niñita era tan desconfiada
que Laura pensó que se negaría, pero flexionó la rodilla y le hizo una reverencia, e
inmediatamente después volvió a subir a los brazos de su padre.

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Laura se sintió humillada por inspirarle tanto terror a una niña. ¿Por qué?
Harry una vez sintió terror ante una de sus tías abuelas, que llevaba pintadas las
mejillas con círculos de colorete rojo, al estilo antiguo. Pero ella no llevaba nada de
pintura en la cara y vestía un sencillo vestido gris oscuro y una cofia blanca.
Vio pasar una fugaz expresión de algo en la cara de Eleanor. ¿De vergüenza, tal
vez, por el comportamiento de su hija? ¿O tal vez de infelicidad porque Arabel
prefería tan claramente a su padre? No todo andaba bien en esa familia al fin y al
cabo.
Stephen la saludó de una manera bastante informal.
—¿Todo fue bien?
—Perfectamente. Hasta el momento nuestros planes han ido sobre ruedas.
—Sí, y cuando me marché por segunda vez de los alrededores de Caldfort, el
párroco no había hecho nada insólito.
Laura había pensado que la llegada de Stephen le haría todo más fácil, pero le
ocurría todo lo contrario. Cayó en la cuenta de que había esperado que él se mostrara
más impresionado o contento por ese encuentro.
¿Tal como se sentía ella?
La conversación se hizo general y entonces Stephen le preguntó a Nicholas:
—¿Cómo está Dare?
—Recuperándose.
—¿Lo bastante para recibir visitas?
—Para una tuya, por supuesto. Hablamos de lord Darius Debenham —explicó,
dirigiéndose a Laura—, un amigo nuestro que sigue sufriendo los efectos de una
lesión de guerra.
—Toda Inglaterra habla del milagro. Y, claro, lord Darius es uno de los Pícaros.
Nicholas sonrió de oreja a oreja.
—Ah, lo sabes todo.
—Noo, todo no, pero he oído muchas historias de escolares. ¿Hay esperanzas
de que se recupere del todo?
—Excelentes esperanzas, sí. Veo que el almuerzo está listo. Llevaré a Arabel
arriba y me reuniré con vosotros dentro de un momento.
Por lo menos acercó a la niña para que su madre le diera un beso antes de
llevársela, pensó Laura, pero siguió sintiéndose incómoda por esa situación mientras
caminaba hacia el comedor con Stephen y Eleanor. No era asunto suyo, pero no
podía dejar de pensar que el rey Pícaro consentía demasiado a su hija. Eso resultaría
desastroso al final, igual que si ella se dejara dominar por Harry sometiéndose a sus
dictámenes.

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Capítulo 18

Los criados pusieron las fuentes sobre la mesa y en seguida se retiraron.


Cuando Eleanor estaba terminando de servir la sopa, se les reunió Nicholas.
—Muy bien, ¿quién va a contar la historia? —preguntó.
Laura y Stephen se miraron.
—Tú eres el que tiene el don de la palabra —dijo ella.
Stephen le hizo una mueca pero les explicó sucintamente la situación, y ya
había acabado cuando los Delaney retiraron los platos de sopa y destaparon la fuente
del siguiente plato.
—Me imagino tu preocupación —dijo Eleanor a Laura—. Debió resultarte
terriblemente difícil dejarlo ahí en estas circunstancias.
Laura se estremeció ante ese recordatorio.
—Estoy segura de que Jack Gardeyne no va a ir a Merrymead, y mi hermana
está al tanto del peligro.
Les explicó lo que le había dicho a Juliet.
—Excelente —dijo entonces Stephen—. Juliet siempre ha sido muy inteligente y
tiene un ingenio rápido.
¿Más que ella?, pensó Laura.
Nicholas ni miró su chuleta de cerdo.
—Veamos esa carta.
Laura la sacó del bolsillo y se la pasó.
—No creo que puedas extraerle nada más —dijo Stephen—. Las respuestas
están en Draycombe. Confirmé que el barco que se hundió, supuestamente
llevándose a Henry Gardeyne al fondo del mar, fue el Mary Woodside.
—¡Muy bien! —exclamó Laura.
—Y sólo en un par de días de viaje —añadió Nicholas—. Brillante, como
siempre.
Stephen no pareció particularmente complacido por ese elogio.
—¿No tenéis ninguna pista acerca de Oscar Oris? —preguntó Nicholas—. El
cielo sabe que hay nombres raros en el mundo, pero este no encaja en ninguna
nacionalidad que yo conozca. —Le pasó la carta a Eleanor—. ¿Y cómo pudo tener
prisionero diez años a alguien?
—¿Y si hubiera sido voluntario? —sugirió Eleanor—. ¿Una huida de la
deshonra o el escándalo? O tal vez el padre de Henry lo echó de casa y lo hizo
parecer como si hubiera muerto.
Nicholas arqueó las cejas.
—No sabía que tenías una imaginación tan gótica, cariño. Pero si no fue

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desheredado, ¿por qué no salió de su tumba de agua una vez que murió su padre? La
pregunta es ¿por qué ahora?
Laura había estado intentando comer.
—Se nos ocurrió que este tal Hache Ge podría ser su hijo, criado por Oscar Oris,
y que sólo recientemente se ha descubierto su legitimidad.
—Bueno, eso sí tiene algo de sentido —dijo Nicholas—. A Azir Al Farouk se le
confía la tarea de traer al niño a Inglaterra para reclamar su herencia, tal vez debido a
su excelente dominio del inglés, y entonces el villano ve en esto la oportunidad de
hacer su fortuna.
—¿Confabulado con el capitán Dyer? —sugirió Eleanor—. ¿Podría estar
involucrada una banda de rufianes?
Stephen dejó en la mesa su cuchillo y su tenedor.
—Eso es lo que me preocupa. No quiero poner a Laura en peligro.
—Entonces no debes llevarla —dijo Nicholas—. Siempre que hay villanía hay
posibilidades de peligro. Las personas desesperadas hacen cosas desesperadas.
Esas palabras sonaron como si tuvieran un significado ominoso, que cayó como
una sombra sobre la sala. Fuera cual fuera ese significado, las palabras le despejaron
la cabeza a Laura. No podía enviar a Stephen solo al peligro.
—Yo deseo ir —dijo—, y no me pondré en peligro. Simplemente voy a ir de
visita a un respetable balneario junto al mar. No tengo la menor intención de andar
acechando en la oscuridad ni de hacer nada estúpido.
Stephen la miró significativamente.
—Creo que he oído esas palabras antes.
—Cuando éramos niños —repuso ella, también mirándolo—. Tenías razón
cuando alegaste que cualquier decisión me correspondía tomarla a mí.
Nicholas enterró su cuchillo en la carne.
—Creo que deberíamos buscar la colaboración del capitán Drake.
—Ah, buena idea —convino Eleanor.
Laura miró del uno al otro.
—Quienquiera que sea, no. No podemos involucrar a más personas. De
ninguna manera, pues las cosas podrían pasar a ser ilegales.
—Laura tiene razón, Nick —dijo Stephen—. ¿Y quién diablos es el capitán
Drake, por cierto?
Laura vio la sonrisa traviesa de Nicholas, y la encontró tremendamente
inapropiada.
—Es el jefe de contrabandistas que controla la costa por los alrededores de
Draycombe.
—¡Contrabando! —exclamó Laura.
Stephen emitió un gemido.
—Típico de ti conocer a los delincuentes locales.
—No fui yo, fue Con —repuso enseguida Nicholas—. Con Somerford —explicó
a Laura—, el vizconde Amleigh, que por un periodo muy breve fue el conde de
Wyvern. ¿Habéis oído hablar del asunto?

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—Con heredó el condado a comienzos de este año y entonces otra persona lo


reclamó —dijo Stephen—. El asunto está en los tribunales, ¿no?
—Se ha arreglado amistosamente, pero los timbres y sellos llevan su tiempo.
Crag Wyvern, la sede del conde de Wyvern, está a unas tres millas de Draycombe.
—Pero ¿qué conexión hay entre Con y el contrabandista, ese tal capitán Drake?
—preguntó Stephen.
Nicholas y Eleanor se miraron.
—Se va a enfadar conmigo —dijo él.
—Eso ya lo sabías —contestó ella.
Stephen dejó en la mesa sus cubiertos.
—Otra vez has estado metido en algo ilegal.
Lo dijo en tono tranquilo, pero Laura se tensó. ¿Stephen estaba enfadado?
¿Debido a algo ilegal? ¿Es que intentaba tener metidos en cintura a sus
irresponsables amigos? Y en ese caso, ¿por qué los metía en sus asuntos?
—Yo no —protestó Nicholas.
—Pero, como siempre, me has protegido a mí de la suciedad.
—Stephen —dijo Nicholas, repentinamente serio—, tú eres el arma secreta de
los Pícaros dentro del sistema judicial y político. No podemos permitir que te
manches.
—Por el amor de…
Eleanor lo interrumpió levantando una mano.
—Antes que os enzarcéis en una pelea de Pícaros, vais a tener que decidir si
queréis que se entere Laura. No es educado hablar de asuntos secretos en público.
—Ya me he dado por enterado —dijo Nicholas—. Mis disculpas —dijo a Laura
—. Puesto que tú nos has contado tus secretos, no tengo ningún problema en contarte
los nuestros, pero necesito la certeza de que no dirás nada.
—¿De asuntos ilegales? No lo sé. Si yo los considerara incorrectos, malvados…
no lo sé.
—Excelente. El honor debe reinar. ¿Tienes objeciones serias contra el
contrabando?
—Ninguna. Las tasas son inicuas.
—Entonces no tendrías por qué tener dificultades. Verás, he estado pensando
cómo llegaron Al Farouk y Hache Ge a Inglaterra. Hay formalidades que cumplir en
los puntos oficiales de entrada. Mi suposición es que llegaron a la costa en un barco
de contrabandistas. Si desembarcaron en algún lugar cerca de Draycombe, el capitán
Drake lo sabrá todo al respecto.
—Comprendo, pero ¿podemos obtener esa información sin decirle el motivo?
—Es posible, pero creo que deberíamos involucrarlo más. Es su trabajo estar
informado acerca de cualquier persona desconocida que visite su territorio. Además,
está al mando de la mayoría de los pueblos a lo largo de ese trecho de costa, y puede
incluso reunir un ejército si es necesario. Si Farouk pertenece a una cruel banda de
rufianes, el capitán Drake os puede mantener seguros y a salvo a ti y a Stephen.
Stephen emitió un sonido que pareció una protesta ahogada. Nicholas lo miró.

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—Steve, sabes que no apruebo que se ponga en peligro. Eso ya llega por sí solo
con mucha facilidad.
—A mí no.
—Vamos, eso es una idiotez. Pídeme también que te rompa un hueso.
Laura observó que Eleanor parecía resignada, como si esa fuera una vieja
disputa. ¿Los Pícaros intentaban impedir que Stephen se metiera en actividades
peligrosas porque les era más útil como un ciudadano serio y respetable? Estaba
claro que él tenía sus objeciones a eso.
¿En cuánto peligro podía ponerse normalmente un grupo de caballeros
ingleses?
—Parece ser —dijo entonces Stephen, dirigiéndose a ella—, que este capitán
Drake podría ser útil, aunque comparto tu preocupación. Es un delincuente, después
de todo.
—Y antes de decir más —intervino Nicholas—, necesito tu palabra de que
guardarás el secreto. Te prometo que no hay ningún otro delito que revelar.
—Muy bien —dijo Laura, pasado un momento—. Tienes mi palabra.
—El capitán Drake es también David Kerslake-Somerford, que pronto será el
conde de Wyvern.
Laura notó que le bajaba la mandíbula.
—¡Buen Dios! —exclamó Stephen. Y añadió—: Sí, estoy molesto. Y supongo que
los Pícaros participaron en esa reordenación del condado, y todos lo saben menos yo.
—No. Con lo sabe, por supuesto. Fue cosa suya…
—¡Y su mujer es la hermana de Kerslake! Estuve en la boda. Lo conocí. Es un
caballero.
—Es una historia larga y compleja.
—¿Y qué no lo es?
—Y no te sorprenda que nadie quisiera cargarte innecesariamente la conciencia
con eso, Stephen.
Stephen guardó silencio, pero Laura vio que se tomaba mal eso de que lo
protegieran. Recordó cuando ella le dijo, preocupada, que lo estaba enredando en un
peligro. Con razón se volvió frío como escarcha.
—Miles, Francis, Lee y Luce están tan ignorantes como tú, te lo prometo —
continuó Nicholas—. Y fíjate, te lo he dicho ahora que hay un motivo y una finalidad.
Se detectaba una disculpa en su voz, pero también un tono de tranquila
autoridad. Laura bajó la vista a su plato, pensando que ya nada podría ser sencillo.
Había creído que los Pícaros eran un grupo de amigos muy unidos, que se confiaban
todo y se apoyaban mutuamente sin límites. Lo mismo había creído de su familia,
pero eso no se lo dijo a ellos.
—Volvamos al problema de Laura —dijo Stephen—. Así pues, el capitán Drake
podría saber cuándo llegó Farouk y qué acompañantes trajo; tal vez incluso conozca
sus paraderos. Tienes razón. Eso será útil. Sin embargo, no sé si es conveniente
contactar con él directamente. Los contrabandistas tienen una manera ruda de
guardar sus secretos.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Tú y Laura habéis aceptado guardar el secreto, y David es ahora un Pícaro,


por asociación.
—¿Ah, sí?
—Es demasiado útil para dejarlo de lado.
—Y ahora es propietario de una colección francamente asombrosa de libros y
artefactos extraños —añadió Eleanor, irónica.
—¿Me atribuyes motivos poco honestos, cariño?
—Sólo prácticos —contestó ella sonriendo, y dijo a Laura—: Ya conozco muy
bien a David, y sé que se puede confiar en él. Debido a sus responsabilidades no
siempre actúa legalmente, pero sí de forma honorable. No me cabe duda de que una
vez que comprenda la situación, la considerará igual que tú, y está en una posición
perfecta para rescatar a Hache Ge y encargarse de los problemas.
Laura sintió una extraña sensación de desilusión, como si le hubieran
arrebatado una osada aventura, y entonces comprendió por qué Stephen se había
puesto de ese humor. Qué estupidez. Seguridad y una resolución rápida eran justo lo
que necesitaban.
—Entonces acepto. ¿Cómo se puede hacer?
—Le enviaré una discreta nota —dijo Nicholas—, pidiéndole que contacte con
vosotros en la Compass.
El reloj dio sonoramente la una.
Laura echó ligeramente hacia atrás su silla, avergonzada de lo poco que había
comido, pero impaciente por ponerse en marcha.
—Creo que ya hemos hecho todo lo que podemos aquí —dijo.
Eso era una grosería, cierto, pero habiendo un niño en peligro no podía
continuar quedándose ahí hablando de bandas de rufianes y contrabandistas.
Todos se levantaron.
—Hay una cosa más —dijo entonces Stephen—. No podemos arriesgar la
reputación de Laura. Si allí se encontrara con alguna persona conocida sería un
desastre. Esperaba que le encontrarais algún disfraz.
Nicholas se giró a mirarla.
—¿De qué?
—De prima mayor y achacosa.
Brillaron chispitas de humor en los ojos de Nicholas.
—Será una lástima tapar tanta belleza, pero creo que es posible.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 19

No mucho después, Laura se levantó a mirarse en el espejo, y volvió a sentirse


desconcertada por su apariencia. Necesitaba disfrazarse, sí, pero no se había
imaginado un cambio tan completo.
Nicholas había sacado de alguna parte una peluca rubia, como si fuera el tipo
de cosa que todo el mundo tiene en su casa. Los rizos de pelo duro como alambre, de
un rubio desteñido, parecían desbordarse alrededor de su cara, que llevaba
maquillada con una crema tintada que le daba un color amarillento, cetrino, a su piel,
y bajo los ojos lucía unas ojeras pintadas con una crema más oscura, que le daban un
lúgubre aspecto de enferma. Y como golpe de gracia, le habían puesto un enorme
lunar en el borde del labio superior. Había oído decir que muchas mujeres se ponían
lunares postizos para realzar su belleza, pero ese no tenía nada de bello; incluso
salían unos pocos pelos de él.
Habiendo sido hermosa toda su vida, estaba tan acostumbrada a su belleza que
la desconcertaba verla desaparecer. De todos modos, vio claramente que toda
persona que la conociera sólo vería unos rizos parduzcos, la mala salud y ese horrible
lunar.
Pensaba que sus vestidos de luto eran bastante sencillos y sosos, pero Nicholas
decretó que eran demasiado elegantes, y por eso entre ella y Eleanor les estaban
quitando los adornos, aunque ella consideraba que la mitad del trabajo quedó hecho
cuando se quitó el corsé.
Cayeron en la cuenta de que no podría utilizar los servicios de una doncella o
criada para que la ayudara a desvestirse, porque no había manera de maquillarle o
cambiarle el cuerpo para que estuviera de acuerdo con su cara y su pelo. Así que,
para reemplazar el corsé, Eleanor le prestó una especie de corpiño interior que se
abrochaba por delante. Era decente, pero no le levantaba ni le sostenía los pechos
como estaba acostumbrada.
Una mirada a su anfitriona le dijo que ésta usaba una prenda similar. Era
cómoda, concedió, pero…, bueno, estaba bien para el vestido de Eleanor, que no
pretendía ni por asomo vestir elegante y a la moda.
Todo por la causa, se dijo, y volvió a sentarse para continuar quitándole un fajín
de seda gris plisada a uno de sus vestidos.
—Menos mal que pronto dejaré el luto —comentó—. Podré regalarle estos
vestidos a mi doncella, aunque dudo que ella los quiera.
Eleanor estaba descosiendo un volante de encaje fruncido del cuello de otro
vestido.
—Le darán algo por ellos en tiendas de ropa de segunda mano. —Levantó la

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

cabeza y le sonrió guiñando un ojo—. Volantes fruncidos, qué frivolidad.


—Y yo que creía que me vestía con mucha sencillez.
—Estás acostumbrada a la alta costura. Yo me puse verde de envidia al verte el
vestido que llevabas para la boda de los Arden. Escote bajo en la espalda con cintas
cruzadas. Rubíes, y elegantísimas plumas rojas en el pelo.
A Laura la sorprendió la vergüenza que sintió.
—No recuerdo haberte conocido.
—Ah, no, no nos presentaron. Pero tú eras una de las luces brillantes. No te he
dado mis condolencias por la muerte de tu marido, ¿verdad? Tiene que ser
especialmente terrible que tu marido muera tan joven y tan de repente.
—Sí —dijo Laura, no queriendo ni pensar en sus sentimientos por Hal, cada vez
más confusos—. ¿Vas a Londres con frecuencia? —le preguntó, para llevar la
conversación a terreno más seguro.

A Stephen lo habían dejado solo en el salón. Nicholas decretó que él no debía


presenciar la transformación de Laura, para que luego pudiera dar una sincera
primera impresión.
Tiempo para pensar.
Tiempo para dudar.
Mirando por la ventana el sencillo pero agradable jardín, trató de decidir si sus
últimos actos habían sido heroicos o villanos. No habían sido prudentes, seguro, ni
inevitables. Había otras maneras de hacer frente a ese misterio. Había ideado ese
plan con el fin de llevar a Laura a Draycombe, y allí pasar un tiempo a solas con ella.
Y tal vez, incluso, para comprometerle la reputación.
No ideó el plan pensando en eso, lógicamente, pero no podía desentenderse de
la realidad; si los sorprendían, si el mundo los descubría juntos en Draycombe, no
tendrían muchas opciones aparte de la de casarse. El maldito asunto era que, como
hombre, él no sufriría mucho por el escándalo, pero la reputación de ella quedaría
mancillada para siempre.
Perdió la noción del tiempo, y cuando entró Nicholas no sabía cuánto rato había
pasado. Se apartó de la ventana y se giró a mirarlo.
—¿La beldad transformada?
—Extraordinariamente; la transformación es excelente. La belleza es una
cualidad insustancial ¿verdad?
—No lo creo.
Nicholas sonrió.
—Yo tampoco. Pero supongo que nos referimos a una belleza más profunda.
Una herida de sable en la cara ha estropeado la belleza de muchos hombres. Laura y
Eleanor están atacando sus vestidos.
Nicholas se sentó, por lo tanto Stephen fue a sentarse también.
—Ya son diabólicamente sosos tal como están.
—Pero demasiado elegantes para la señora Priscilla Penfold. La señora de Hal

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Gardeyne siempre ha tenido un instinto infalible para la elegancia.


—No sabía que la conocías.
—No la conocía, pero vamos a Londres. Estuve ahí una buena temporada en el
catorce, por si no lo recuerdas.
—No podría olvidarlo. —Ese fue el año en que Nicholas jugó a un peligroso
juego de contraespionaje, se casó con Eleanor y casi pierde la vida—. Pero Laura no
ha estado ahí con tanta frecuencia desde que nació su hijo.
—No hace falta ver el Olimpo más de una vez. Laura es un espécimen
excepcional. ¿Supongo que deseas adueñarte de ella?
Stephen captó la desaprobación y reaccionó:
—Voy a ayudar a una vieja amiga. —Al ver que Nicholas arqueaba las cejas,
añadió—: El diablo te lleve. Muy bien, la deseo, pero no me gusta la palabra
«adueñarse».
—A mí tampoco, pero creo que ese es el deseo que inspiran las mujeres como
ella en algunos hombres. El deseo de poseer, de disfrutar de una gloria reflejada. No,
ni siquiera eso, demonios, sino de disfrutar del orgullo de la posesión. Hal Gardeyne
era así. Hinchado como un gallo por ser su dueño.
Stephen sintió el extraño impulso de defender a ese hombre.
—¿Qué diferencia hay entre eso y ser un amante marido?
Nicholas lo pensó un momento.
—Lo que se valora, supongo. ¿Qué valoraba realmente Hal Gardeyne?
—A sus caballos de caza.
Nicholas asintió.
—Al final domina nuestro verdadero amor. El de él era el deporte. Estaban
destinados a distanciarse. Un hombre que tiene una ocupación o vocación que lo
apasiona debe fijarse muy bien con quién se casa.
Stephen se tensó.
—¿Te refieres a mí?
—Yo aseguraría que eso es una ley universal, pero sí. Si no estás
apasionadamente consagrado a la vida política y a las causas nobles, simulas
extraordinariamente bien que lo estás.
—¿Debo renunciar a mi vida al casarme, como tú has renunciado a la tuya? —
dijo Stephen, encogiéndose ante la dureza de su ataque, aunque no se retractó.
—No he renunciado a nada. Antes viajaba, pero ya estaba cansado de viajar
cuando las circunstancias me trajeron de vuelta a Inglaterra. No creerás que Londres
me fascinaba, ¿verdad?
De pronto a Stephen lo enfureció que le dieran consejos.
—Tú y Eleanor no sois muy parecidos.
—La cerradura y la llave no tienen por qué ser idénticas. En realidad, eso
frustraría la finalidad. Yo tengo mente de urraca, y a ella le interesan algunos de los
tesoros que traigo al nido. Ella es una campesina práctica, y yo estoy conociendo las
alegrías y la dicha de estar en un mismo lugar. Ella es reposada, sosegada, y eso yo lo
encuentro fantástico. De vez en cuando le gusta que la animen y la estimulen con

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

algo. Podemos estar tan callados como una noche estrellada y nos sentimos felices y
bendecidos por eso.
—¿Quieres decir que yo no debería casarme con una mujer a la que le interesen
la política y las reformas?
—¡Steve! Eres más inteligente que yo, así que no bajes a ese nivel. Deberías
casarte con una mujer que aporte alegría a tu vida de muchas maneras, porque si es
valiosa para ti en un solo sentido, ¿qué ocurrirá cuando eso cambie? ¿Y si la viruela
destrozara la belleza de Laura?
—Está vacunada —dijo Stephen, aunque reconociendo que eso no venía al caso
—. No lo sé.
—Descúbrelo. Y asegúrate de que tú puedes aportarle alegrías a ella, y sin
sacrificio. El sacrificio es una molesta carga.
—Qué poco cristiano.
—No he dicho que no sea bueno para nosotros mortificarnos a veces.
Stephen se levantó y se dirigió a la ventana, tratando de analizarse a la luz de lo
dicho por Nicholas. ¿Desearía simplemente poseer a Laura por su belleza, como si
fuera un jarrón o una pintura?
—¿La conoces? —le preguntó Nicholas.
Se volvió a mirarlo.
—Era la más íntima amiga de mi hermana. Éramos casi como hermanos.
—¿Eres el hombre que eras hace seis años? Si no, ¿por qué suponer que ella es
esa mujer? Mi consejo… Maldición, juré que dejaría de dar consejos.
—Igual podrías decirle a Coleridge que deje el opio.
Eso fue un golpe bajo, pero Nicholas simplemente sonrió.
—Lo haría, si creyera que le iba a hacer algún bien. Ya está demasiado hundido,
pobre hombre.
—¿Y Dare no? —le preguntó Stephen para cambiar de tema.
—No. Nunca dependió del opio para evadirse. —Pero no se desvió del tema—.
He estado pensando qué te pasa, qué va mal en ti. Creo que ahora lo sé, pero las
viejas pasiones pueden resultar venenosas cuando se las despierta. Mi consejo es que
intentes olvidar el pasado y trates de descubrir a Laura como si la acabaras de
conocer. Tal vez su nueva apariencia te será útil. Creo que las oigo venir.
Salieron al vestíbulo, Stephen feliz de que hubiera acabado esa conversación,
aun cuando le pareció que se la llevaba con él, pinchándolo como astillas enterradas
en la piel.
¿No conocía a Laura?
Estimulado a pensarlo, reconoció la verdad.
La vibrante Laura Watcombe. La rutilante señora de Hal Gardeyne. Labellelle,
tan celebrada por la sociedad. Incluso lady Alondra, apodo que ya sabía que no era
correcto ni siquiera cinco años atrás.
Miró hacia la escalera y vio a una mujer de cara cetrina y aspecto enfermizo.
El vestido era el mismo, pensó, aunque le habían hecho algo para dejarlo
desaliñado. Debajo de la sencilla papalina negra llevaba una ceñida cofia atada bajo

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

el mentón por unas cintas tan delgadas que parecían cuerdas. La cofia le ocultaba
toda la peluca de color rubio sucio, sólo dejándole fuera unos rizos apretados que le
enmarcaban la cara y le estrechaban la frente. Un horrible lunar le estropeaba su
hermosa boca. Incluso llevaba unos guantes de redecilla color beis para ocultarle sus
elegantes manos.
El efecto de todo eso lo coronaba un chal horrorosamente feo en matices de
amarillo y marrón que desentonaba incluso con la chaquetilla gris.
—¿Dónde encontraste esas cosas? —preguntó a Nicholas.
—Ah, Nicholas colecciona cosas como una urraca —comentó Eleanor, cuando
ya estaba al pie de la escalera con Laura.
Stephen miró de reojo a su amigo, pero este se limitó a decir:
—Es la virtud de la urraca ser indiscriminada.
—¿Virtud? —preguntó Laura.
Bueno, por lo menos su voz era la misma.
Eleanor se echó a reír.
—No lo animes a perorar sobre las virtudes y peligros de la discriminación.
Dice que nunca se sabe cuándo pueden ser útiles las cosas indiscriminadas que
colecciona. Y, como de costumbre, tiene razón.
Stephen seguía intentando asimilar la apariencia de Laura.
—Ese lunar —dijo—. Qué cosas hacemos por la causa.
Laura se puso rígida.
—¿Crees que no renunciaría a mi buena apariencia por esta causa? ¿Por salvar a
dos Henry Gardeyne niños? —Hizo un mal gesto—. Perdona. Estoy nerviosa.
—Yo también. Pero sólo fue una broma, Laura.
Y podrían haber seguido pidiéndose disculpas si Nicholas no hubiera
intervenido:
—No te olvides de caminar y hablar como una mujer fea, Laura. Habla con voz
insegura, y no esperes que te presten atención. Ponte en un segundo plano, trata de
pasar inadvertida. Será útil, por cierto, que apenas se fijen en ti. Un disfraz tan
superficial es más una ilusión que una verdadera ocultación.
—Jamás se me había ocurrido pensar en esas cosas.
—Piénsalas. Ya le he enviado el mensaje a Kerslake, Steve. Nos vamos a ceñir a
la verdad todo cuanto sea posible, así que si necesitas explicar la conexión, eres
amigo de un amigo. Amigo de Con, por supuesto.
—De acuerdo.
Descubrir a la verdadera Laura, pensó. Nicholas tenía razón. Le ofreció el brazo.
—Vámonos. Esto es un juego, una aventura. ¿No te acuerdas de aquella vez
cuando te pintaste unas rayas azules en la cara y te pusiste plumas en el pelo para ser
una piel roja?
Eso le mereció una sonrisa de la auténtica Laura.
—Con un arco y una flecha. Te hice volar el sombrero con la flecha.
—Casi me mataste. Por suerte ahora no vas armada.
—Ah —dijo ella, mientras estaban saliendo de la casa—. ¿Olvidé mencionarte

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

mi pistola?
Él la miró, a punto de objetar, pero recordó el consejo de Nicholas. Conócela
como es ahora.
—¿Puedo suponer que la señora de Hal Gardeyne sabe usarla?
—Por supuesto.
Mientras la ayudaba a subir al tílburi, Stephen decidió que se merecía una
medalla por su autodominio. Decir el nombre de su difunto marido casi lo atragantó.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 20

Laura estaba pensando que su actitud alegre y animosa se merecía una medalla.
Se veía horrible, pero había esperado que Stephen lograría desentenderse de
eso. Estaba claro que no, pero el dolor que le producía comprobarlo la hacía
comprender, tal como cuando las primeras luces del alba iluminan el cielo oscuro,
que se sentía atraída por él.
Tal vez sólo físicamente.
Tal vez no.
Pero fueran cuales fueren sus sentimientos, estos exigían que él la mirara con
aprecio y admiración.
Eso le producía una nueva inseguridad acerca de esa empresa. No entendía sus
emociones, y no tenía tiempo para reflexionar sobre ellas, pero comprendía que eso
hacía que ese viaje fuera el doble o el triple de peligroso. Sin embargo debía ir, no
sólo para descubrir la verdad y posiblemente rescatar a un niño, sino también para
explorar esos misterios. Su vida estaba oscilando en un punto de precario equilibrio,
y los asuntos que tenía entre manos se extendían más allá del vizcondado de
Caldfort.
Nicholas les había dejado su tílburi, lo que les facilitaría el trayecto a
Draycombe. Cuando el coche se puso en marcha, los dos se giraron agitando las
manos, despidiéndose de los tres Delaney. Había reaparecido la pequeña Arabel, y
nuevamente estaba en los brazos de su padre, observó Laura.
—Es un padre muy cariñoso —comentó.
—Sí.
—Extraordinariamente cariñoso.
Stephen hizo un viraje para entrar en el camino a bastante velocidad,
demostrando una impresionante habilidad.
—¿Lo desapruebas? —le preguntó.
Ella comprendió que había revelado sus pensamientos, e hizo una mueca.
—Lo siento, pero dado que hace muy poco que me he obligado a no aferrarme a
Harry, estoy sensible a esas cosas. No puede ser juicioso animar a una niña a
aferrarse así, en especial a su padre.
—¿De verdad encuentras extraordinario que haya padres cariñosos?
Ella estuvo a punto de decir un brusco «sí», pero consideró la pregunta.
—Hal no era así, pero podría haberlo sido cuando Harry hubiera llegado a una
edad para tener intereses comunes. Supongo que Ned adora a sus hijos, pero deja a
Margaret la mayor parte del cuidado de los pequeños, sobre todo el de las niñas. Eso
es lo normal.

- 111 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

Él maniobró para tomar otra curva y entonces se encontraron en un camino


recto y pudo dar rienda suelta a los caballos.
—Nicholas es extraordinario en casi todo lo que hace, pero en esto hay un
motivo especial. No creo que le importe que te lo diga. Arabel fue secuestrada no
hace mucho.
La conmoción la golpeó como un puño.
—¡No! ¿Por quién?
—Por una mujer que odiaba a Nicholas y que quería dinero. A causa de eso se
muestra tímida y nerviosa, cuando era la niñita más alegre y confiada del mundo.
Ah, debería haberlo comprendido.
—¿El qué?
Él la miró de reojo.
—Siente especial recelo de las mujeres desconocidas con ropa oscura. Seguro
que por eso te tuvo miedo. En cuanto a que se aferre a Nicholas, fue él el que la
rescató. Eso es injusto para Eleanor, por supuesto, pero la visión del mundo de una
niña es simple.
Como era la de Harry. Los coches significan cambio, así que al haber llegado a
un lugar que le gustaba, se negó a subirse a otro. Harry estaba seguro, pero ¿habría
olvidado ella algo de lo que había que protegerlo? ¿Qué podría atraerlo hacia el
peligro? Tenía que preguntar:
—¿Cómo la secuestraron? ¿Una desconocida la tentó ofreciéndole algo?
—La sacó de la cama.
—¿En su casa?
Stephen detuvo los caballos y se giró hacia ella.
—Laura, ¿qué te pasa? La rescataron.
—¡Harry! —exclamó ella, apretándole el brazo—. Lo siento, no puedo hacer
esto, Stephen. Vuelve. Ve tú a Draycombe a rescatar a ese otro niño; yo debo volver a
Merrymead. No se me ocurrió advertir a nadie de esa posibilidad. Que podrían
sacarlo de su cama…
Él se liberó la manga y le cogió las dos manos.
—Laura, lo que le pasó a Arabel no tiene ningún parecido con la situación de
Harry. A ella la secuestraron para tenerla como rehén. Si Jack Gardeyne intenta
hacerle daño a Harry tiene que hacerlo parecer un accidente. ¿Cómo puede parecer
un accidente robar a un niño de su cama?
—¿Diciendo que salió sonámbulo?
Él negó con la cabeza.
—¿En Merrymead, y que nadie lo note?
—Eso es cierto. Las madres tienen un sexto sentido para oír los movimientos de
los niños por la noche.
—Y no olvides: Gardeyne es un lunático. Tiene que saber que habrá mejores
oportunidades.
—Lo intentó con ese bollo. Si es que no son imaginaciones mías.
—Tal vez se aterró cuando se enteró de que estaríais ausentes durante un mes.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Dudo que vuelva a intentar eso mismo.


Laura comenzó a calmarse, consciente del enorme consuelo que le producían
las manos de Stephen alrededor de las suyas y sus ojos tranquilos.
Él le sonrió levemente, lo que le alivió aún más el corazón.
—Y no tendrá la más mínima posibilidad de hacerle daño a Harry estando
Juliet en guardia.
—Con eso da la impresión de que la admiras más a ella que a mí.
Él ensanchó la sonrisa.
—No seas gansa.
Ella se sorprendió riendo.
—¿Jonc?
—Según mi experiencia, sisean y luego atacan. Son unos bichos antipáticos los
gansos.
—Pero acaban sobre nuestras mesas. Tal vez tengan motivos para estar
rabiosas.
—Tal vez la sienten por eso. ¿Estás bien ahora?
Ella asintió y se soltó las manos.
—Lamento haberme aterrado, pero los pobres Delaney. Me dan pena.
—Como a mí —dijo él, poniendo el coche en marcha—. Sobre todo porque no
estuve cerca para ayudarlos o apoyarlos.
Laura pensó que podría aprovechar eso para empezar a hacerle preguntas
acerca del agravio que él tenía con los Pícaros, para hablar del atractivo de la
aventura y de la prudencia de evitarla, pero todavía estaba muy tensa y nerviosa
para sacar un tema serio.
—Cuéntame más historias de los Pícaros, Stephen. Yo suponía que todo se
había acabado cuando terminó el colegio.
Él la entretuvo contándole historias, aunque ella sospechó que la mayoría
estaban cuidadosamente corregidas y expurgadas. Lo de la carrera de caballos en
Melton lo encontró bastante inocuo, pero no la historia de espionaje de 1814. Incluso
cuando no había ninguna necesidad de acción, la Compañía de los Pícaros mantenía
reuniones periódicas, principalmente en Londres y Melton, aunque al parecer, la
vida de casados y los hijos estaban dificultando esas reuniones.
Pasaron junto a una señal que indicaba que faltaba una milla para llegar a
Draycombe.
—Sin duda ya es hora de que me case —dijo Stephen, entonces, con los ojos fijos
en el camino, que a partir de ahí se volvía más estrecho y accidentado.
Esas palabras le llegaron al corazón a ella de una manera que le pareció una
advertencia. Observándolo, dijo:
—Espero que este asunto mío no haya obstaculizado tus planes.
—¿Planes?
—Para casarte.
Le pareció que él sonreía.
—¿De qué manera podría ser un obstáculo? —preguntó él.

- 113 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

Igual podrían estar hablando del tiempo.


—Podrías estar cortejando a alguien en lugar de ir acompañando a una ridícula
parienta a un balneario.
Al parecer él encontró divertido eso.
—No te preocupes. Esto no obstaculiza mis planes.
—¿Y si acabamos metidos en un escándalo? Eso podría causarte dificultades.
—Afírmate bien —dijo él aminorando la marcha de los caballos.
Iniciaron el largo descenso por un camino que discurría casi recto por una
empinada ladera hasta entrar en la pequeña ciudad que se extendía a lo largo de una
bahía.
—Si acabamos metidos en un escándalo, siempre podemos casarnos —dijo él
entonces.
Ella no logró detectar nada en su tono ni en su expresión.
—Tanto mayor razón para darnos prisa y tener cuidado —dijo.
—Como tú digas.
Consciente de que eso le produjo algo que podría ser una molestia, Laura
agradeció ver el primer atisbo del mar y de su objetivo: Draycombe.
Más que ciudad, parecía un pueblo bastante grande extendido a lo largo de una
bahía cerrada por un promontorio a cada lado. Sin duda había sido una sencilla aldea
de pescadores hasta que se pusieron de moda las visitas a lugares junto al mar. Se
veían barcas de pesca sobre la guijarrosa playa y casitas de pescadores agrupadas en
el lugar donde el abrupto camino casi se encontraba con el mar.
Hacia uno y otro lado de estas casas de pescadores se extendían hileras de
viviendas más nuevas. A la izquierda se veía la torre de una iglesia, y a la derecha,
los techos de teja de casas modernas se mezclaban con los de paja de las más
antiguas.
Cuando llegaron a las casitas, el camino se bifurcó. Stephen detuvo el coche
para preguntar por dónde se iba a la posada Compass. Le indicaron el camino de la
derecha. Tomaron por ahí y fueron dejando atrás una hilera de tiendas que debían
servir principalmente a los visitantes, así como una posada cuadrada y moderna, la
King's Arms.
Laura lo iba observando todo atentamente, buscando a alguien que tuviera
aspecto evidente de extranjero, o a un militar o a un niño con aspecto de extraviado
que tuviera los rasgos Gardeyne.
—Parece que hay muchos inválidos, incluso en esta estación, que es la más fría
del año —comentó, al ver a dos ancianos envueltos en mantas empujados en sillas de
ruedas por el paseo marítimo.
—Draycombe tiene fama por su clima templado y su aire sano —dijo Stephen,
mirándola brevemente—. Sí, leí algo acerca de eso. Es mi peor defecto.
—No es un defecto. Mira, dos militares, uno de la armada y otro del ejército. No
sabemos cómo es el capitán Dyer, ¿verdad?
—No sabemos nada aparte de su nombre. ¿No ves ningún turbante?
—¿De verdad crees que Farouk andaría llamando tanto la atención?

- 114 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Por su nombre, dudo que pueda hacerse pasar por un inglés, y no es raro ver
a sirvientes extranjeros, en especial de India.
—¿En Draycombe?
Él le sonrió.
—Sí que parece un lugar atrasado y dormido, ¿verdad? Y hablando de eso, la
Compass se ve antigua. Pero decente.
En la larga fachada de dos plantas de la posada, con manifiestas huellas del
paso del tiempo, sólo se veían ventanas pequeñas; eran muchas y estaban muy
limpias, y una de la planta baja era salediza.
Stephen guió a los caballos por unas puertas abiertas y entraron en un enorme
patio con cocheras. El establo, las cocheras y otras dependencias similares formaban
tres lados del cuadrado, y como en la parte de atrás de la posada se veían pocas
ventanas, Laura dedujo que el establecimiento tenía una sola hilera de habitaciones
en la primera planta, y todas con vistas al mar.
En el patio no había señales de ningún uniforme militar ni de nadie que
pareciera extranjero. Era tremendamente tentador iniciar inmediatamente las
averiguaciones acerca de su presa, pero debían parecer simples huéspedes. Aunque
en una posada tan pequeña, no tardarían mucho en encontrarse con Dyer y Farouk.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 21

Cuando Stephen la estaba ayudando a bajar, le dijo:


—Antídoto fragilidad.
Entonces Laura se acordó de que debía caminar como una mujer con poca salud
que no tenía una elevada opinión de sí misma.
Entraron en la posada y fueron recibidos por el posadero, el señor Topham, que
inmediatamente sacó una carta para Stephen.
—Del señor Kerslake-Somerford de Crag Wyvern, señor, un caballero que ha
llamado mucho la atención por estos lados últimamente.
Era evidente que el hombre estaba a reventar por contar la extraordinaria
historia, pero Stephen le apagó el entusiasmo:
—Sí, estamos al tanto de la situación.
El posadero se desinfló y los condujo a tres habitaciones contiguas de la
primera planta. Eran agradables, aunque pequeñas, por ser ese un edificio viejo, y ya
estaba encendido el fuego en los hogares. Cada habitación sólo tenía una modesta
ventana, pero las tres con vistas a la bahía. Laura eligió la habitación que quedaba a
la izquierda de la sala de estar central, pensando que podría disfrutar de esa visita
desde ahí sin arriesgarse demasiado.
Antes de entrar había intentado contar las puertas, pero sus habitaciones
estaban cerca de la escalera, por lo que no pudo estar segura del número. Ocho
habitaciones, pensó, de modo que si ahí se alojaban Farouk, Dyer y un niño, tenían
que estar cerca.
Cuando el posadero estaba a punto de marcharse, le preguntó, con el tono y la
actitud de una mujer perpetuamente aprensiva:
—¿Hay otros huéspedes aquí, señor? Mis nervios no soportan ningún tipo de
alboroto.
—Sólo uno, señora —la tranquilizó el posadero—. Un caballero militar y su
criado. Los dos son muy callados.
Tan pronto como se cerró la puerta, Laura se volvió hacia Stephen.
—¡Están aquí!
—Eso parece, pero no podemos acribillar a nadie a preguntas inmediatamente,
si no queremos despertar sospechas.
—Tienes razón —suspiró ella—, y no ha dicho nada de un niño. Pero será
sencillo hacerse la encontradiza, y entonces la metomentodo señora Penfold podrá
interrogar a los criados a gusto de su corazón. ¿Qué dice la carta? ¿Cuándo podremos
conocer al contrabandista?
Stephen ya había roto el sello y la estaba leyendo.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Vendrá mañana, a almorzar.


—¡Mañana!
—Un conde contrabandista tiene que ser un hombre muy ocupado.
—Pero puesto que ya estamos aquí, necesito hacer algo. —Se echó a reír—.
Estoy aleteando, ¿no?
—Como una alondra —dijo él.
Lo dijo en tono de broma, por lo que ella no tenía ningún motivo para
ofenderse, pero de todos modos eso la impulsó a decidir mostrarse más calmada.
—En cuanto a hacer algo —continuó él—, sugiero que salgamos a dar una
vuelta, para conocer un poco el pueblo y estirar las piernas.
Los pensamientos de ella habían ido más por ponerse a golpear puertas para
conocer a los otros huéspedes, pero comprendió que él tenía razón.
—Muy bien, pero antes de salir a dar el paseo deberíamos deshacer las maletas.
Salir con tanta precipitación podría parecer raro.
Él le sonrió.
—Tendría que haber sabido que serías una eficaz colega delincuente.
Laura entró en su habitación más contenta por esa respuesta. Alondra, desde
luego. ¿Así era como la veía él, incluso en esos momentos? Eso la pinchaba con
especial agudeza ahora que empezaba a tener sentimientos diferentes por él.
¿Ese revoloteo que sentía por dentro era igual al que sintió la primera vez que
vio a Hal? ¿O sólo se debía a esa arriesgada aventura? ¿O se debería a que había
estado clavada en Caldfort como una monja en un convento y la atolondraba estar
otra vez con un hombre guapo, el que fuera?
¿Sintió algo parecido a atracción por Nicholas Delaney? Creía que no, pero
claro, siempre había tenido una naturaleza disciplinada; no se permitiría sentir algo
por el marido de otra mujer.
—Vamos, porras —masculló, y tiró del cordón para llamar.
Al cabo de un momento llegó una joven de cara angulosa pero sonriente, con el
agua para lavarse. Le hizo una reverencia, le dijo que se llamaba Jean, y al instante se
puso a guardarle la ropa que traía en la maleta. Laura le dio unas cuantas
indicaciones y decidió que podía hacerle algunas preguntas generales sin arriesgarse
demasiado.
—Qué bonito es este lugar —farfulló—. Me han dicho que el aire es muy sano
aquí.
—Muy tónico, señora. Hemos tenido inválidos con nosotros que se han
marchado bailando.
—Extraordinario. Aunque supongo que no viene mucha gente tan avanzado el
año.
La criada estaba poniendo en las perchas sus horribles vestidos y colgándolos
en el ropero.
—Ah, no es tan terrible, señora. Aquí tenemos inviernos bastante templados,
¿sabe?, así que algunos se quedan todo el año.
—¿Sí? ¿Vienen visitantes notables?

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—No de importancia, señora. Creo que todos van a Lyme Regis, ¿sabe?, pues
ahí hay una conexión con la realeza.
Laura le dio las gracias y la propina, aun cuando no le había revelado nada útil.
No se había quitado la ropa de abrigo, así que sólo tuvo que ponerse los
guantes sobre los antipáticos de red, y estuvo lista para salir. Una habitual última
mirada en el espejo casi la hizo chillar de horror. Había olvidado cómo se veía su
antídoto. No podía temer ni de lejos que ocurriera nada romántico mientras tuviera
esa apariencia.
Cuando salió a la sala de estar a reunirse con Stephen, él le preguntó al instante.
—¿Qué te pasa?
Bueno, tendría que tener presente que era un hombre tremendamente
observador. Pero al mismo tiempo la pregunta la hizo reír.
—¿Que qué me pasa? Hasta hace unos días mi principal descontento era el
aburrimiento. Tenía miedo por Harry, pero pensaba que igual ese peligro podía ser
sólo un producto de mi imaginación. Estaba abatida sobre todo porque la casa
Caldfort no presenta un futuro que entusiasme. En cambio, ahora me parece que
estoy oscilando al borde del peligro y el desastre. Incluso resulta que los Delaney no
sólo son aliados sino también toda una lección sobre la vulnerabilidad de los niños. Y
aquí estoy, fingiendo ser otra persona, más bien fea, y con el temor de que si me
reconocen, mi reputación quedará hecha trizas, y podría peligrar mi derecho a estar
con Harry.
—Laura —dijo él, acercándosele.
—¡Y pronto voy a almorzar con un contrabandista!
La ridiculez de la situación la golpeó igual que a él, y se dejó caer en una silla
riéndose. Él le estaba sonriendo, riendo también, muy parecido al Stephen del
pasado. Le tendió las manos, él se las cogió y la levantó.
—Lo siento —dijo ella entonces.
—¿Por reírte? Claro que eso desentona bastante con la prima Priscilla.
¿Se acordaría él de ese momento exacto igual que se había acordado ella?
Tenía que hablar de eso.
—Lamento haberme reído aquella vez hace tantos años, cuando me pediste que
me casara contigo.
A él se le desvaneció la risa, pero tal vez le quedó un poquito en los ojos.
—De eso hace mucho tiempo, Laura, y los dos éramos muy jóvenes.
—Yo tenía edad para casarme.
—Yo no.
Pero Juliet esperó a su Robert.
—Supongo que no, pero, de verdad, no fue mi intención herirte. Nunca… —Se
interrumpió para buscar las palabras correctas—. No encontré ridícula tu
proposición. Quiero que lo sepas.
Seguían con las manos cogidas y mirándose a los ojos.
—No voy a decir que fue agradable —dijo él—. Yo era muy joven, con todas
mis emociones a flor de piel. Pero comprendí que no era tu intención ser cruel. Sabía

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

que era una idiotez hacer eso, incluso cuando me estaba armando de valor para
decirlo.
—No fue una idiotez.
Él le soltó las manos y retrocedió.
—Sí lo fue. Pensé que no sabías lo que querías, pero Gardeyne era exactamente
lo que deseabas.
Ella se atragantó, porque estuvo a punto de negarlo. Bajó los ojos, simulando
estar ocupada en alisarse los guantes.
—Si vamos a salir, salgamos.
—Sí —dijo él, ofreciéndole el brazo.
Ella sintió la tentación de continuar la conversación, pero comprendió que no
sería juicioso. Salieron de la habitación y bajaron la escalera sin ver a ningún otro
huésped. Finalmente salieron de la posada al húmedo aire marino. El cielo se había
nublado y corría un viento frío y cortante.
—Tónico lo llamó la criada —comentó Laura, tiritando.
—Se lleva las telarañas.
—No estoy habitada por arañas. Caminemos, y con paso enérgico.
—Lo olvidas. Eres la frágil y achacosa señora Penfold.
—Bah, el diablo se la lleve.
—Tututut —rió él.
—No me hagas reír. Seguro que la risa no es propia de mi personaje.
Caminaron hasta el lugar donde entraba el camino en pendiente al pueblo y
volvieron. No vieron ningún turbante, y los dos militares habían desaparecido.
Probablemente todo el mundo había regresado a sus casas para cenar.
Aminoraron el paso al pasar junto a los escaparates de las tiendas, porque
Laura no había visto tiendas ni siquiera de tan poca importancia como esas durante
meses. Había una prometedora librería y una botica que anunciaba: «Todas las
comodidades modernas para los frágiles y los inválidos».
—Seguro que eso tendría que interesarme muchísimo, pero esto es mucho más
de mi gusto —dijo ella deteniéndose a mirar los maniquíes vestidos, que parecían
muñecas, en el escaparate de una modista—. ¿Así de cortas se llevan las faldas en
Londres?
—Para el placer de los caballeros, sí.
Ella lo miró enfurruñada.
—Siempre ha habido maneras de enseñar los tobillos, y es mucho más eficaz
cuando van normalmente tapados.
Para demostrarlo, se recogió ligeramente la falda y levantó el pie como para
ponerlo sobre un peldaño.
Él miró hacia abajo y sonrió.
—Comprendo, pero tal vez esa no es la conducta más apropiada para mi
achacosa prima Priscilla, ¿eh?
Ella le hizo una mueca, pero dejó caer la falda.
—¿Tienes una prima llamada Priscilla Penfold?

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—No, pero tu apellido tendría que haber sido otro antes de casarte. Debiste de
haberte casado con uno de los Penfold de Warwickshire. Son un grupo serio, todos
estudiosos.
En otro tiempo ella habría considerado que él encajaba muy bien en un grupo
así, pero en ese momento veía claramente la risa en sus ojos, y eso por no decir nada
de su extraordinaria buena apariencia, ni de su cuerpo, que, como ya había
empezado a fijarse, era fuerte y atlético. Unos días atrás habría dicho que conocía
muy bien a Stephen. Ahora, ya no estaba tan segura.
—No sé si podría representar ese papel —dijo—. Seria y estudiosa.
—Pon cara de distraída y masculla algo acerca del empirismo de Hume.
Estaba claro que él creía que ella no entendería nada de eso, por lo tanto,
cuando reanudaron la marcha hacia la posada le dijo:
—Ah, eso lo puedo hacer, pues he leído ensayos de Hume.
La expresión de sorpresa de él no fue inesperada, pero le dolió. Decidió no
decirle que el aburrimiento la había impulsado a leer casi todo lo que había en la
limitada biblioteca de Caldfort, a excepción de los almanaques de deporte.
—Tengo intereses que van más allá del largo de las faldas, ¿sabes?
—¿Estás de acuerdo con Hume, entonces?
¿Es que quería ponerla a prueba?
—Tiene muchas ideas interesantes, pero no puedo estar de acuerdo con sus
ataques a Dios y a la religión.
—A veces la religión puede ser un vehículo para la maldad. Fíjate en el
reverendo Jack.
—Su maldad, si es real, no tiene nada que ver con que sea cura. La verdadera
religión es virtuosa por definición.
—¿Aunque exija que una viuda se arroje en la pira funeraria de su marido?
Ella lo miró ceñuda.
—No, pero ¿es eso una creencia religiosa o social?
—Pretendes definir la religión para que se adecúe a tus premisas.
Y así continuaron.
Cuando ya estaban muy cerca de la posada, Laura cayó en la cuenta de que le
gustaba muchísimo ese animado debate filosófico. Su primer impulso había sido
agitar las manos protestando que esos temas no tenían ningún interés para ella, pero
era evidente que no le caía mal a Stephen porque le gustaran.
Pero claro, cualquiera podría creer que era una intelectual, una marisabidilla.
Debido a eso, le explicó cómo el aburrimiento la llevó a la biblioteca de
Caldfort.
—No creía que esas obras hubieran hecho tanta impresión en mi mente. Igual
algún día podría unirme al círculo filosófico de tu hermana Fanny.
Lo dijo con el fin de parecer frívola, pero él le contestó:
—¿Por qué no? —pero añadió—: Prima Priscilla.
Tragándose una exclamación, ella recordó que debía parecer aburrida y torpe, a
lo cual tal vez contribuyó su sensación de depresión. ¿Ese era el tipo de mujer que él

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

admiraba, una intelectual, una marisabidilla?


Los únicos dones de lady Alondra eran su entusiasmo y buen ánimo, su belleza
y su encanto.
Tal vez, y la idea era verdaderamente deprimente, ser fea de físico lo cambiaba
todo, incluso la impresión que Stephen tenía de ella. ¿Qué sería peor, que se
supusiera que era una casquivana por ser hermosa, o que sólo la tomaran en serio
por ser fea?
Se detuvo a mirarlo ceñuda.
—No veo por qué el interés por la filosofía tiene que exigir no vestir de forma
elegante.
—Yo tampoco —dijo él arrastrando la voz, guasón.
Ella tuvo que esforzarse por no echarse a reír. Claro que no. Él era el Dandi
Político. Incluso su sencilla ropa de viaje estaba al último grito de la moda y
bellamente confeccionada.
—Bueno, menos mal, porque a mí me gustan los vestidos bonitos.
—No tardarás en vestir así otra vez.
—¿Y hablarás de filosofía conmigo entonces?
Él arqueó las cejas.
—Vamos, ¿qué quieres decir con eso? Hablaré de cualquier cosa contigo, Laura,
lleves el vestido que lleves.
Sin embargo, cuando le abrió la puerta para que entrara, su sonrisa era
simplemente educada. Había desaparecido la conexión que se había formado
durante esa conversación.
Al avanzar para entrar, vio que un hombre estaba a punto de salir. Llevaba una
túnica larga, una especie de abrigo tres cuartos, y un turbante de vivo color azul. Él
retrocedió para dejarla entrar.
Laura pensó que debía esforzarse en no mirarlo, pero entonces comprendió que
sí debía mirarlo, aunque fuera un poco.
Lo miró de reojo al pasar, y observó su extraña ropa, su piel de color caoba, sus
fuertes y severas facciones, y sus ojos castaños impasibles.
Y tuvo la extraña impresión de que él la había observado con la misma atención
con que ella lo observó a él.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 22

Casi tuvo que morderse los labios hasta que se encontraron en su sala de estar
con la puerta cerrada. Entonces pudo exclamar:
—Farouk. Ahora tenemos un pretexto para cotillear.
—Pues, sí —dijo Stephen tirando del cordón para llamar.
Laura tuvo que sentarse, al sentirse repentinamente inquieta.
—Es real. No estaba segura, hasta ahora.
—Yo tampoco —dijo él—. O al menos, no estaba seguro de que Azir Al Farouk
fuera el árabe que parecía ser, y no un ser extraño.
—Y se aloja aquí. No hay muchas habitaciones…
Se interrumpió pues se abrió la puerta, entró Jean e hizo su reverencia.
—Queremos pedir nuestra cena —dijo Stephen, con insólita frialdad.
La criada se inclinó en otra reverencia y enumeró los diversos platos que
podían ofrecerles ese día. Stephen le hizo un gesto a Laura para que ella eligiera. Ella
así lo hizo, pensando si él iba a dejar pasar esa oportunidad para hacer preguntas.
Claro que no.
—Nos encontramos con un caballero extranjero cuando entramos —dijo él—.
¿Es un huésped de esta posada?
Su tono había pasado de frío a glacial, y la expresión de los ojos de la criada se
tornó recelosa.
—Sí, señor, lo es. Pero no da ningún problema. Se llama Farouk. Es de Egipto.
Es el criado y acompañante de un caballero achacoso, el capitán Dyer.
—¿El capitán Dyer tiene muchos criados como ese? —preguntó Stephen, en un
tono de asombrada altivez.
Laura sintió deseos de reírse. Nunca lo había oído hablar con esa intolerable
actitud de superioridad.
—¡Ah, no, señor! —exclamó Jean—. Sólo ese. Farouk atiende en todo a su amo.
Ni siquiera nos permite cambiarle las sábanas ni encender el fuego del hogar.
La exaltación comenzó a sisear en Laura. ¿Porque tenían encerrado a un niño en
sus habitaciones?
—¿Van a quedarse aquí mucho tiempo? —le preguntó Stephen—. No me gusta
nada estar bajo el mismo techo que un pagano.
La criada ya estaba retorciéndose los dedos en el delantal.
—Pues, eso no lo sé, señor. Sólo llevan aquí una semana y no han dado señales
de que se vayan a marchar. El clima de aquí es muy saludable, ¿sabe?
Stephen hizo un gesto como si sorbiera por la nariz. ¿Tratando de sentir olor
pagano? Laura tuvo que fruncir los labios, esforzándose para no reírse. Seguro que

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Priscilla Penfold frunciría los labios ante ese horror.


—¿Las habitaciones de estas personas están muy cerca de las nuestras? —
preguntó Stephen, por fin.
La pobre criada palideció.
—Bueno, señor, la sala de estar del capitán es la habitación contigua a su
habitación, señor, pero no hay puerta de comunicación. No hay otra manera, señor,
porque el capitán Dyer ocupa las habitaciones del centro, ¿sabe?, y sólo tenemos las
ocho de aquí arriba y las dos de abajo, pero una pareja de ancianos ocupa esas,
porque él necesita una silla de ruedas para salir. —Se quedó sin aliento, lo recuperó y
preguntó—: ¿Le digo al señor Topham que suba, señor?
Stephen fingió considerarlo un momento.
—No será necesario por esta vez. Por lo menos asegúreme que no hay niños por
aquí. Mi prima no soporta el bullicio que provocan.
—¡Ah, no, señor! No hay ningún niño aparte del chico limpiabotas.
Laura sintió deseos de decir algo para tranquilizar a la criada, pero comprendió
que la actitud desconfiada y ofendida explicaban mejor la curiosidad. Sintió alivio
cuando Stephen, rezumando desaprobación, despidió a la criada para que fuera a
ocuparse de la cena.
Tan pronto como se cerró la puerta, se echó a reír.
—Has estado insufrible.
—Sí, ¿verdad? —dijo él, haciéndole un guiño—. Pero ahora sabemos que
nuestros hombres están aquí, y muy cerca.
—Pero ¿dónde está el niño?
—Quizá no haya ningún niño, Laura. Eso sólo es una suposición nuestra.
Ella comprendió que se había inventado a un niño Henry Gardeyne en la
imaginación, y que ya se lo había hecho muy real.
—Entonces ¿quién es Hache Ge? Lo sé, lo sé, esto podría ser sólo una trampa,
pero quizá no lo sea.
—Tal vez Hache Ge está oculto en otra parte. Todo esto son elucubraciones.
Nos faltan datos, hechos, y los descubriremos con el tiempo.
¡Tiempo!, estuvo a punto de exclamar ella, pero se contuvo. Al parecer, Stephen
hacía aflorar a la niña que llevaba dentro.
—Así que compartimos una pared —dijo Stephen, girándose a mirar hacia su
habitación.
Eso tenía más posibilidades, pensó Laura, levantándose.
—¿Crees que podríamos oír algo? Intentémoslo.
Pero él levantó una mano.
—Paciencia. No tardarán en traer la cena y no deben encontrarte en mi
dormitorio.
—Podríamos cambiar de habitación. No encuentro justo que tú tengas ésta.
—¿Qué? ¿Permitir que mi frágil prima duerma en la habitación contigua a la de
un pagano salvaje? Yo iré a ver si logro oír algo mientras tú esperas la comida. —Al
ver que ella abría la boca para protestar, añadió—: No tiene ningún sentido todavía,

- 123 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

Laura. Farouk acaba de salir. ¿Con quién podría estar hablando Dyer?
Aceptando eso, ella se limitó a sacarle la lengua a su espalda y entró en su
dormitorio a quitarse las prendas de abrigo. Sí, debía dejar de actuar como una niña,
aunque eso era tan divertido como compartir dormitorio con Juliet y charlar como
hacían en aquella época.
Sonriendo se volvió para echarse su habitual mirada en el espejo, y volvió a la
realidad. Le gruñó a Priscilla Penfold, y regresó a la sala de estar. Stephen ya estaba
ahí.
—Silencio, como era de esperar —dijo, y miró hacia la puerta que daba al
corredor—. Me gustaría saber si tienen cerradas las puertas con llave.
Ella le cogió el brazo.
—Vamos, ¿quién es el que se precipita ahora?
—Simplemente quiero comprobar algo de esos sospechosos personajes, por
temor a que puedan atacar a mi pobre prima durante la noche.
Esbozando su sonrisa de niño, se liberó el brazo y salió de la sala. No tardó en
volver.
—Con llave, lo que es decididamente sospechoso si Farouk sólo es un simple
criado.
Laura frunció el ceño haciendo un gesto hacia las habitaciones contiguas.
—Normalmente no soy impulsiva, pero me gustaría que pudiéramos entrar
furtivamente a registrar esas habitaciones.
—¿Que no eres impulsiva? ¿Acaso has olvidado el combate de boxeo
profesional al que asististe, disfrazada de muchacho?
—Tenía doce años. Y tú me llevaste.
—Da igual. ¿Y esa vez cuando tú y Charlotte os fuisteis a bañar al río sin pensar
que se veía desde Ancross?
—Un caballero no habría mirado. Yo podría echarte a la cara algunas de tus
diabluras de niño, ¿sabes?
Y recordar que también te vi bañándote en el río, pensó.
—Yo nunca me metí en ninguna diablura que igualara a las tuyas —dijo él,
caminando hacia la ventana a asomarse—. ¿Y esa vez que sobornaste a la gitana en la
feria de Barham para ocupar su lugar y poder hacerles las predicciones más raras a
tus amigos y vecinos?
Laura se tapó la boca.
—Creía que eso sólo lo sabíamos Charlotte y yo. ¿Ella te lo dijo?
Él la miró por encima del hombro.
—No, pero cuando oí algunas de las predicciones fui a vigilar, y te vi cuando
saliste furtivamente por la parte de atrás de la tienda. Así que no me digas, Laura
Watcombe, que no eres impulsiva.
—Eso sí que fue un plan bien pensado.
Pero la había llamado por su apellido de soltera, como si él también hubiera
regresado al pasado.
Al parecer él ni se fijó, porque estaba nuevamente mirando por la ventana.

- 124 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

—¡Farouk!
Ella corrió a mirar.
—¿Podemos escuchar ahora? Si traen la cena, podrás ir a ocuparte de eso.
Para mirar a Farouk tuvo que apretarse al cuerpo de Stephen. Un hormigueo la
recorrió toda entera, y casi la hizo soltar una exclamación. Se apartó, tratando de
hacerlo parecer natural.
—Siempre te sales con la tuya —dijo él, pero la voz le sonó rara.
Ella lo miró y vio una expresión tensa en su cara. Desaprobación por su
impulsividad, tal vez. O repugnancia por su apariencia. O las dos cosas. No lo supo
discernir. Le resultaba rarísimo habitar dentro de una piel diferente, producir olas
distintas en el mundo que la rodeaba.
Se giraron al mismo tiempo, entraron a toda prisa en la habitación de él,
pasando junto a su camisola de dormir, que se estaba calentando colgada de una
rejilla junto al hogar. Ella sintió el tenue olor a jabón, y a él.
La pared que separaba esa habitación de la contigua estaba casi totalmente
ocupada por la cabecera de la cama y una cómoda. Él se metió en el espacio que
quedaba entre ambos muebles y le hizo un gesto indicándole que se metiera también.
Ella no podía negarse; o tal vez no quería, aunque tuvo que apretarse a él para caber.
El contacto volvió a marearla, con el añadido de que ahora sentía su aroma.
Lo sabía todo acerca del excitante olor de los hombres, pero el de Stephen era
nuevo y al mismo tiempo conocido. Deseó apoyarse en su pecho para aspirarlo, pero
tuvo la suficiente fuerza de voluntad para pegar la oreja al áspero yeso de la pared.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 23

Stephen apoyó la oreja derecha en la pared, tratando de concentrarse, pero no


podía desviar la mente de Laura. Ella estaba de cara a él, y muy apretados en ese
pequeño espacio, ella de espaldas a la cama, donde él la deseaba.
En sus brazos.
En su cama.
¿La mirada que acababa de dirigirle ella significaba que lo veía como a un
hombre y no sólo como a un viejo amigo? Él estaba acostumbrado a evaluar las
situaciones y a tomar decisiones rápidas, pero en ese momento, en el más importante
de su vida, su cerebro parecía estar convertido en un desastroso pudin.
—¿Oyes algo? —le preguntó ella en voz baja.
La pregunta lo sacó del foso, y se concentró.
—Sólo oigo un débil murmullo.
—Yo también.
Qué difícil no apretar el cuerpo al de ella, qué difícil desviar la vista de sus
pechos, suavemente moldeados bajo su feo vestido de cuello alto. Y ese perfume;
imposible no aspirarlo.
El perfume creado para Labellelle.
Eso fue un descuido. Ese no era el perfume adecuado para Priscilla Penfold,
pero no le pediría que lo cambiara. Trató de recordar qué perfume usaba de pequeña.
Algo ligero y floral, pensó, tal vez hecho con flores del jardín en la despensa para
destilar de Merrymead. El que llevaba en ese momento era una obra maestra.
Como ella.
Nicholas tenía razón.
A todas las otras Lauras que conocía debía añadir la filósofa y la compañera de
ingenio rápido. Eso no debía sorprenderlo; Laura nunca había sido estúpida ni tonta.
Además, su apariencia había producido un cambio mental en él. ¿Le habría
hablado de filosofía si no tuviera la piel de la cara cetrina y el pelo rubio desteñido?
Por otro lado, la reacción que sentía en ese momento no tenía nada que ver con lo
que le hubiera provocado Priscilla Penfold.
Tragando saliva, volvió a centrar la atención en las voces procedentes del otro
lado de la pared. Lo frustrante era que se oían con bastante claridad, por lo que, si
lograba concentrarse, podría distinguir las palabras. O eso o es que él no era capaz de
concentrarse.
—¿Y bien? —preguntó.
Ella negó con la cabeza.
Eso le dio un pretexto para salir del hueco. No lo deseaba, pero debía, si quería

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

conservar la cordura.
Cuando ya estaban los dos seguros en la sala de estar, aunque también les
hubiera resultado posible hacer el amor en una estancia como esa, ella dijo:
—Parecía una conversación normal. ¿A que no se detectaba ni rabia ni miedo? Y
eran voces de adultos.
Él trató de serenarse, pero no pudo. Demonios, habían estado tocándose los
cuerpos en ese hueco y estaba claro que eso no había ejercido ningún efecto en ella.
¿Tendría que verla casarse con otro otra vez?
—¿Stephen?
Él logró recuperar la capacidad de hablar.
—Probablemente —dijo.
Ella se giró y dio una tempestuosa vuelta por la sala.
—Esto es muy frustrante. ¿No hay nada que podamos hacer?
La mente hambrienta de él le dio otra interpretación a sus palabras, y su
bullente energía lo quemó.
Ella se detuvo bruscamente y lo miró con las manos en las caderas.
—¿Stephen? ¿Qué te pasa?
—Estaba pensando. Espera un momento.
Entró casi corriendo en su dormitorio para serenarse, e hizo una respiración
profunda, tratando de concentrarse. Bueno, ahora necesitaba algo para explicar esa
brusca reacción; algún resultado de sus brillantes pensamientos. Acción.
Abrió su maleta, sacó la larga caja de piel y volvió con pasos enérgicos a la sala
de estar a enseñársela.
—Un catalejo. Nicholas me lo prestó. Mañana, si no descubrimos ninguna otra
cosa, observaremos las ventanas desde la playa.
—¡Qué idea más fabulosa! —exclamó ella. Miró hacia la ventana—. Podríamos
hacerlo ahora.
—Impaciente otra vez.
—Deja de arrojarme a la cara mi alocada juventud.
—A mí me gustaba.
Y eso era cierto. Se le ocurrió pensar que su amor estaba arraigado en la Laura
que conocía antes que se casara. No la desaprobaba entonces, aun cuando le hacía
bromas.
Ella frunció ligeramente el ceño.
—¿Te gusto menos ahora?
—Demonios, Laura, no te fijes en cada palabra que digo. Me gustas ahora. Me
gustabas entonces.
«No me gustabas cuando estabas casada con Gardeyne», pensó, pero se las
arregló para no decirlo.
—Me alegra —dijo ella, y añadió—: Y no hay ningún motivo para no salir ahora
a mirar las barcas con el catalejo. La cena puede esperar.
—Ya está casi oscuro.
Ella le sonrió.

- 127 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Qué contramaestres de muralla tan poco prácticos somos. La gente de aquí se


reirá de nosotros.
Él le sonrió también. Eso era exactamente lo que habría dicho la Laura de su
juventud.
—Entonces vamos a divertir a la gente.
Volvieron a salir y sólo se detuvieron para decirle a un criado que volverían
dentro de quince minutos para cenar. Stephen sentía a su lado el burbujeante
entusiasmo de Laura. Por desgracia, su naturaleza más baja trasladó eso a otro
contexto.
Mientras iban caminando hacia la ventosa y guijarrosa playa, él comprendió
que ella debía de ser una magnífica amante. Eso lo mordió como los dientes de un
tiburón, porque le hizo ver que debía de haber sido una magnífica amante para Hal
Gardeyne.
Cuando se acercaban a las olas rompientes, ella se afirmó la papalina y levantó
la cabeza para sentir el viento en la cara y disfrutar de la sensualidad de los
elementos.
—Creo que la prima Priscilla no haría eso —le advirtió él.
—Es lo último en consejos médicos. Inspirar el vigor del aire que sopla del mar.
—Se giró a mirarlo con una vigorizadora sonrisa—. Este lugar es maravilloso,
¿verdad? Sólo he estado junto al mar en Brighton, y hay mucho ajetreo ahí. Aquí
todo es más elemental.
La brisa le aplastaba la ropa al cuerpo. Él no necesitaba eso para saber que era
hermoso. Sus pechos se veían blandos, como si no llevara corsé. La visión no aportó
nada a su cordura. Pero ella tenía la mente puesta en la naturaleza, no en él, así que
sintonizó sus sentidos con los de ella.
—El sonido de las olas al romper en la orilla es una música compleja, ¿verdad?
Ella estaba otra vez inspirando el aire, con los ojos cerrados.
—Exultante y calmante al mismo tiempo. Es como si no pudiera ocurrir nada
terrible junto al sonido del mar.
«Hay gente que muere oyendo el sonido del mar», pensó él, pero no lo dijo,
para no estropearle el placer.
—Sin embargo el mar puede ser brutal —continuó ella—. Golpea y mata. Como
le ocurrió al Mary Woodside. Vete a saber cuántas personas murieron en ese
naufragio.
Era como si él le hubiera transmitido sus pensamientos. O, pensó esperanzado,
como si sus mentes estuvieran más en armonía que lo que él imaginaba.
Ella se giró a mirarlo.
—Estás muy callado, amigo mío.
Amigo.
—Apreciándolo todo.
Ella miró alrededor, sin entender lo que él había querido decir.
—Hay luz en algunas ventanas de la posada. Quizá veamos algo. ¿Dónde está
el catalejo?

- 128 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

Él lo sacó de su funda, pensando si de verdad la muy condenada no sentía nada


aparte de la magia del mar y la intensidad de la cercanía de su objetivo.
—Para tener un pretexto de por qué miramos hacia la posada, será mejor
simular que admiramos esas barcas primero —dijo—. Ten, tú puedes hacer de idiota.
La risa de ella bailó en el viento.
—Muy bien, dámelo. —Obedientemente miró las luces de las barcas que se
mecían en la distancia—. ¿Crees que a la luz del día podríamos ver la costa de
Francia?
—Lo dudo. Ahora me toca a mí.
Cogió el catalejo y lo dirigió hacia la posada.
—Eso no es justo. Creí que íbamos a simular.
—Ya hemos simulado.
—Eso es trampa. —Se le acercó, apoyándose en él como si quisiera mirar
también por la lente—. ¿Qué ves?
Demonios. Si ni siquiera era capaz de sostener firme el catalejo para mirar las
ventanas.
—Esa es una de sus habitaciones, pero la cortina está bajada del todo. —Sentía
su cálido aliento en la mandíbula—. ¡Ah!
—¿Qué?
—La cortina de su sala de estar está abierta.
—¿Qué ves, pues? Habla, Stephen, habla, o déjame a mí el aparato.
Él no pudo evitar sonreír.
—Veo a Farouk con su turbante azul. Está de pie, inclinado ligeramente sobre el
otro hombre, que está sentado.
—Han dicho que Dyer está achacoso. ¿Cómo es?
—Se encuentra de espaldas a la ventana. El pelo es castaño claro.
—Déjame mirar.
Le cogió la muñeca y se la tironeó. Aun cuando tenía la mano enguantada el
contacto le produjo un deseo tan intenso que se quedó inmóvil. O se lo daba, o la
cogería en sus brazos y hasta la tumbaba ahí mismo en la playa.
Condenación, jamás supuso que eso le resultaría tan difícil; nunca se imaginó
que el fuego en él ardiera con tanta ferocidad. Al fin y al cabo era un hombre del
intelecto, ¿no?
Pues, decididamente no, ni una pizca.
Ella le arrebató el catalejo, se apartó y se lo puso ante el ojo. Él la observó. No
debía hacerlo, pero era improbable que en ese momento ella lo sorprendiera.
La tenue luz procedente de la posada y de las otras casas le marcaban el perfil
perfecto, que no podían deformar ni los rizos ni la crema amarillenta. Tenía la nariz
recta, un pelín corta. Los labios carnosos estaban ligeramente entreabiertos, por la
concentración. El mentón bien proporcionado, resuelto.
—Farouk se ha apartado de la silla —dijo ella—. Podría haber un niño ahí, fuera
de la vista. Ay, no, está bajando la cortina. —Se giró a devolverle el catalejo—. He
visto muy bien a Farouk, pero ya lo he hecho antes, así que no hemos conseguido

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

nada.
—Resolverlo todo en unas horas es demasiado pedir.
—Pero podemos tener la esperanza —dijo ella, volviéndose a mirar hacia el
mar.
Él creyó detectar una sonrisa en su tono.
Las emociones más intensas se calman con el tiempo. Mientras estaba metiendo
el catalejo en la funda, se sintió sorprendentemente contento por estar ahí al aire
fresco y limpio, calmado por la música del mar, con Laura a su lado.
—Si Dyer está inválido no podrá oponer resistencia —dijo ella entonces—, así
que sólo tendremos que enfrentarnos con Farouk.
—¿Tendremos?
—Yo participaré en esto —dijo ella, girándose a mirarlo.
—Podría ponerse muy peligroso.
—No te he dado permiso para que me protejas.
—No necesito permiso. Un caballero no permite que una dama se ponga en
peligro.
—¿Así que un caballero toma automáticamente el mando?
—Sí.
Él no la vio pero presintió que arrugaba el ceño.
—Olvidas nuestro pasado.
—Lo recuerdo muy bien. Siempre fuiste temerariamente impulsiva.
—¡Y tú te has vuelto intolerablemente estirado y soso!
—Adulto.
—¡Tímido por la edad!
Algo se resquebrajó en él. La acercó y la besó en la boca, rápido pero fuerte. Y
cuando la soltó, dijo:
—Aun no soy tan viejo.
Ella tenía los ojos muy abiertos, pero no logró ver su reacción con esa luz tan
tenue. Probablemente acababa de destruir cualquier posibilidad que hubiera tenido.
—Ya veo —dijo ella, echando a andar de vuelta a la posada.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 24

La oscuridad, iba pensando Laura, es la amiga de las azoradas y las confusas.


¿Quién podía saber qué vería él a la luz del día? Ella no lo sabía, seguro; ni siquiera
sabía qué sentía.
No sabía si reír o llorar. ¿Qué significaba que un hombre besara a una mujer
estando enfadado? ¿Qué habría ocurrido si ella le hubiera correspondido el beso?
Con la rítmica música de fondo del rumor de las olas al romper en la playa y el
crujido de los guijarros al aplastarlos ellos al caminar, se obligó a aceptar que
corresponderle el beso habría sido desastroso. Ni siquiera lo conocía. Si ni siquiera se
conocía bien a sí misma, por el amor de Dios. Había creído que la joven Laura
alocada era algo del pasado que ya había dejado atrás, pero en ese momento estaba
bailando en su interior como una diablilla que quería apoderarse de ella.
Cuando llegaron al refugio de la posada, ya se sentía capaz de enfrentarse a la
luz. No sabía qué decir, pero tal como había supuesto, Stephen no dijo ni una sola
palabra acerca de lo ocurrido. De todos modos, cuando vio salir a Topham de una
habitación, sintió un inmenso alivio.
—Sir Stephen, señora Penfold, les aseguro que el señor Farouk no ha dado
ningún problema en la semana que ha estado aquí.
—Fue una tremenda conmoción para mi pobre prima —dijo Stephen,
altivamente—. Está algo alterada de los nervios.
Laura trató de parecer frágil y temerosa, cuando en ese momento, después de
aspirar el aire marino y de ese beso no se sentía así en absoluto.
Topham la miró retorciéndose las manos.
—Le aseguro, señora, que no tiene nada de qué preocuparse.
—Es muy alarmante —farfulló ella, y añadió bajando la voz a un susurro—: Al
fin y al cabo, el señor Farouk no puede ser un cristiano.
—Ay de mí, tiene razón, señora, pero le aseguro que se comporta como si lo
fuera.
Puesto que esa era la oportunidad perfecta para hacer más averiguaciones, ella
preguntó:
—¿Y su empleador? ¿Qué clase de hombre es?
—¡Un oficial inglés! —exclamó Topham, triunfante—. Lamentablemente frágil,
pero un inglés de nacimiento y crianza. Estuvo sirviendo en India, colijo.
—¿Frágil, ha dicho? ¿Es muy mayor, entonces?
—Oh, no, señora. Es muy joven. Una terrible lástima. Una herida de guerra,
supongo. Su criado tuvo que subirlo en brazos hasta su habitación, dado que
nuestras habitaciones en la planta baja ya estaban ocupadas.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Ay, pobre hombre. Me imagino que el señor Farouk lo sacará fuera para que
disfrute del aire de mar. Sólo después de dos cortas caminatas yo me siento muy
recuperada.
—Cuánto me alegra eso, señora —dijo Topham, sonriendo de oreja a oreja—.
No me cabe duda de que al señor Dyer le haría muchísimo bien hacer lo mismo, pero
hasta el momento ha permanecido en sus habitaciones.
Laura disimuló su consternación. Eso les dificultaría mucho más las cosas.
—¿Y le ha visitado algún médico? —preguntó, decidiendo que sería muy útil
dejar establecida a la señora Penfold como a una entrometida insoportable—. ¿Ha
consultado ya con alguna eminencia?
—Hasta el momento tampoco, señora.
Laura no pudo evitar echarle una mirada a Stephen. Seguro que un hombre
verdaderamente enfermo consultaría con los médicos.
—Pero si usted necesita consejo médico —dijo el posadero—, permítame que le
recomiende al doctor Nesbitt. Es un excelente profesional y el favorito de las señoras.
—Gracias, muy amable —farfulló ella, y añadió—: ¿Cree usted que al pobre
capitán Dyer le gustaría tener compañía? Mi primo y yo estaríamos encantados de
tomar el té con él.
Topham se inclinó en una reverencia.
—Es usted el alma de la amabilidad, señora Penfold. Se lo sugeriré al señor
Farouk, aunque debo advertirle que el capitán Dyer no ha recibido a nadie desde que
está aquí. La cena está lista, señor, señora, cuando la deseen.
—Que la sirvan, entonces —dijo Stephen, ofreciéndole el brazo a ella.
Laura colocó la mano enguantada sobre su manga y subieron la escalera. Por
primera vez se sintió nerviosa al entrar en una habitación privada con Stephen,
aunque él actuaba como si ese beso no hubiera ocurrido jamás.
Muy bien, si él podía actuar así, ella también.
—Encontrarnos con Dyer podría ser más difícil de lo que creíamos —dijo,
mientras se quitaba los guantes de piel.
—Pero el hecho de que permanezca en sus habitaciones encaja con la idea de
que está prisionero.
—¡O sea, que podría ser Hache Ge! O bien, puede que haya un niño, y que
alguien tenga que quedarse con él.
—Dudo que puedan tener un niño aquí sin que nadie se dé cuenta.
—Supongo que tienes razón.
Él no dijo nada más, así que ella entró en su habitación, y allí se quitó la fea
papalina con cierta rabia. No entendía a Stephen, aunque escasamente se entendía a
sí misma, y ese asunto de HG estaba resultando muchísimo más difícil de lo que
habían imaginado. ¿Qué podían hacer si Dyer continuaba encerrado en sus
aposentos? ¿Cómo lo iban a cotejar con su retrato?
Expulsó el aliento en un resoplido y se ordenó ser sensata. O por lo menos,
paciente. Sólo llevaban unas horas ahí. Se miró en el espejo para revisar su
apariencia.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

¡Porras! Tal vez le convendría dejar de mirarse en los espejos todo el tiempo que
estuviera ahí.
Volvió a la sala de estar y vio que Stephen estaba apoyado en la repisa del
hogar contemplando el fuego; él levantó la vista y le sonrió, con una sonrisa leve,
impersonal. Unas esperanzas de las que no tenía conciencia, afloraron a la superficie
como burbujas de jabón.
—He estado analizando lo que sabemos —dijo él—. La aparente fragilidad de
Dyer podría deberse a que está drogado o atado.
—Pero a menos que esté drogado todo el tiempo, ¿no gritaría pidiendo auxilio?
—Entonces, es posible que lo mantengan drogado todo el tiempo.
Ella lo pensó.
—Eso podría dificultar el rescate. Alguien tendrá que llevarlo a peso.
—Como al parecer Farouk lo llevó hasta su habitación. Yo podría hacerlo. Ese
Farouk y yo somos de una constitución similar, me parece.
Ella contempló su figura, lo que no le supuso ningún esfuerzo.
—Sí, a mí también me lo parece.
Los dos hombres se veían ágiles y fuertes. Tal vez Farouk tenía los hombros
más anchos, pero no mucho más.
Comenzó a pasearse por la sala.
—¿Crees que sería posible que aceptara una invitación para encontrarse con
nosotros? Eso lo resolvería todo. Tal vez no —se contestó a sí misma.
—Y mucho menos —dijo él, irónico— si Dyer es Hache Ge y está atado a una
silla.
La estaba mirando de una manera muy rara.
—¿Ha sido un mala idea? ¿Lo de sugerir invitarlo a tomar el té? No tienen
ningún motivo para sospechar de nosotros.
Él se apartó del hogar.
—Fue una idea excelente. Justo lo que haría una señora de buen corazón, por no
decir una metomentodo. Pero ten cuidado. Ten presente que Dyer podría estar atado
a una silla y ser al mismo tiempo parte de la conspiración, un simple intento de
sacarle dinero a lord Caldfort. —Pasado un momento, añadió—: No quiero que
corras riesgos, Laura, ni que eleves demasiado tus esperanzas.
Ella se tragó una protesta instintiva.
—Lo sé.
Entonces llegó la cena, lo que fue un alivio. Cuando salieron las criadas y se
sentaron a comer, Laura tomó conciencia de una nueva incomodidad.
Una comida para dos, pensó, al tiempo que servía la sopa de rabo de buey. Qué
conyugal, aun cuando no recordaba haberse sentado jamás a tomar una cena así con
Hal. Cuando estaban en Caldfort, comían acompañados por los padres de él y
muchas veces por otras personas también. Y siempre que se encontraban en otra
parte, rara vez comían en casa; solamente cuando tenían invitados y eran los
anfitriones, en realidad. Eso hizo que le resultara violenta esa sencilla comida en esa
pequeña mesa, sobre todo después de ese beso feroz aunque impersonal del que

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

continuaban evitando hablar.


—¿Qué vamos a hacer mañana, entonces? —preguntó, cuando ya había tomado
la mitad de la sopa.
Él sonrió.
—Mañana es domingo, por lo tanto vamos a ir a la iglesia, como un miembro
del Parlamento y una respetable viuda. Siempre es posible que el capitán Dyer sea
temeroso de Dios y asista, pero si no, siempre tendremos la oportunidad de cotillear.
Ella se sorprendió sonriéndole.
—¡Claro! Seguro que los habitantes de Draycombe están agitados por tener a un
pagano entre ellos. Y el contrabandista va a venir a almorzar. Tendrá muchísimo que
decirnos.
La sonrisa se le desvaneció. Él la estaba mirando de una manera que no parecía
tener nada que ver con la iglesia ni con el contrabandista.
—Me sorprendiste con tus conocimientos de filosofía —le dijo él, entonces.
—¿Porque soy una simple mujer?
Él se rió, sarcástico.
—Acuérdate de mi hermana Fanny.
—Entonces, ¿por qué suponer que soy una cabeza hueca? —Pero lo sabía—.
Supongo que porque nunca manifesté interés en esas cosas cuando era joven. Tal vez
eso es más cierto de mí que lo que has sabido hoy. Ya te lo he dicho, no había mucho
para leer en Caldfort.
Él dejó a un lado el plato de sopa y destapó la fuente con pastel de carne.
—Supongo que podrías haber encargado unas novelas si hubieras querido.
—Y lo hice. Pero uno no puede leer novelas todo el tiempo.
—Charlotte lo hace.
Él le sirvió una porción de pastel. Ella le sirvió verduras.
—Charlotte y yo somos muy parecidas.
—Lo erais. Pero tú y yo nos llevábamos bastante bien también, me parece.
Laura cogió su cuchillo y tenedor, pensando en la hermana de él.
—Tal vez ahora Charlotte y yo somos muy diferentes. Tal vez por eso ya no
somos tan íntimas.
—Con el tiempo nos distanciamos de las personas. Eso es una fuerza natural.
—Y nos sentimos atraídas por otras.
—Yo diría que tú te arrojaste hacia Gardeyne.
—Era un hombre muy atractivo.
—Rico y heredero de un título.
Ella enterró el tenedor en un trozo de zanahoria.
—Había más que eso en él.
Y hasta ahí llegó la armonía conyugal, o amistosa. Dejaron la conversación por
mutuo y tácito acuerdo y terminaron rápidamente la comida. Eso fue fácil para ella,
pues se le había esfumado el apetito. Sorprendida, vio que él también comía muy
poco.
Seguro que podían hacer algo mejor. Dejó a un lado el plato con la mayor parte

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

del pastel de pera.


—¿Por qué nos estamos peleando?
—No sabía que nos estuviéramos peleando.
—Sé que Hal nunca te cayó bien.
—Preferiría no hablar de él. Encuentro que es una falta de respeto hacia los
muertos.
—Sólo si dices cosas irrespetuosas.
Él arqueó las cejas de una manera que daba a entender que no había nada
respetuoso que decir.
—No puedes negar que era un excelente jinete.
—Lo son la mayoría de los jinetes de carreras.
Ella echó atrás la silla y se levantó.
—Tienes razón. No debemos hablar acerca de Hal. Deberíamos hablar de
nuestros planes.
—Estamos aquí y hemos reunido cierta información. Hablar más sería
repetirnos.
«Hablemos de ese beso, entonces.»
Casi lo dijo, pero se contuvo, comprendiendo que eso sería desastroso. Si para
él había significado tan poco, ¿qué había que decir? Y si había significado más, ella
no estaba preparada para explorar esas profundidades.
Tiró enérgicamente del cordón para llamar y no tardó en entrar Jean a retirar las
fuentes y los platos. Tal vez el hecho de que hubiera comido tan poco confirmaría su
condición de achacosa. Deseó hacerle más preguntas acerca de Dyer, pero no se le
ocurrió ninguna sensata. Tal vez lo mejor sería tener paciencia, pero ¿qué podían
hacer ahora? Sólo eran las ocho, una hora ridículamente temprana para acostarse, y
no tenía ningún deseo de irse a la cama. Deseaba explorar a Stephen, por
enloquecedor que fuera.
Cuando salió la criada, sugirió:
—¿Cartas?
—Faltaría más. ¿Qué?
—¿Bezique? ¿Piquet? —Adrede enumeró otros juegos de apuestas, y añadió—:
Estuve casada con Hal, ¿lo has olvidado?
A él se le tensaron los labios.
—Piquet, entonces. ¿Tienes una baraja? Si no, seguro que Topham puede
proveernos de una.
—La tengo, da la casualidad. A veces juego a cosas sencillas con Harry. —Fue a
su habitación a buscarla y luego se sentó y abrió la caja—. ¿Eres bueno?
Él se sentó frente a ella.
—Bastante. Me crié con los Pícaros.
—Excelente. —Apartó las cartas inferiores, consciente de una rabia que ardía a
fuego lento y le daba un filo al juego, y disfrutándola—. ¿Jugamos con puntos de
papel?
—Noo, de ninguna manera. Te quiero endeudada conmigo.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

A ella la recorrió un estremecimiento que seguro no fue intención de él


provocarle, pero si se permitía fantasear, podía imaginarse con toda nitidez las
posibilidades.
Le pasó la baraja reducida.
—Supongo que quieres aprovechar mis pobres recursos de viuda para financiar
alguna reforma.
Él barajó las cartas con esas manos de prometedores dedos largos.
—Para producir un cambio importante, sin duda. —Colocó las cartas delante de
ella—. Corta.
Ella cortó, y enseñó un diez. Él cortó y enseñó un seis.
—Tú das —dijo.
Y comenzaron el juego.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 25

El chisporroteo de los cabos de las velas, ya casi totalmente consumidas, los


obligó a poner fin al juego. Cuando terminaron la última partida, Laura se echó atrás,
consciente de que la rabia se le había transformado en una rara e inesperada
sensación de placer. Durante esas horas había desaparecido todo a excepción del
juego. Stephen era simplemente Stephen, el jugador de ingenio agudo al que deseaba
derrotar.
Pero en ese momento él era más que eso, como si las horas de intenso juego se
hubieran llevado la escoria, dejando claridad.
—¿Quién ha ganado? —preguntó, sin mucho interés.
Habían estado bastante parejos, ganando y perdiendo puntos alternativamente.
Él estaba haciendo los cálculos en un trozo de papel.
—Tú —dijo, levantando la cabeza—. Por ciento quince. ¿Guineas?
—Buen Dios, no. Jamás hago valer los puntos por guineas. Chelines.
—Cinco libras quince chelines, entonces. ¿Supongo que aceptas mi palabra?
La conversación era gratamente ociosa, y a ella le pasó por la cabeza la extraña
idea de que era como las palabras que se dicen después de hacer el amor, satisfechas
y adormiladas.
—Por supuesto, y te daré tiempo para pagármelas.
—El juego ha sido excelente —dijo él, pasándole el papel, que ella no se molestó
en mirar.
—Eres muy bueno.
—Como lo eres tú.
Teniendo la mente metida en la cama, eso lo encontró… estimulante.
Él arrugó el papel y lo lanzó, con muy buena puntería, al fuego del hogar.
—Ya es demasiado tarde para continuar, supongo.
Ella se mordió el interior de la mejilla para no sonreír.
—¿Estarías a la altura de la ocasión?
—Son pasadas las diez, pero no estoy cansado. Simplemente creo que
deberíamos levantarnos con las alondras para espiar a nuestros vecinos.
Lo de levantarse a espiar la divirtió, pero lo de «alondras» la puso seria. Estuvo
un momento con los ojos bajos y finalmente volvió a mirarlo a los ojos.
—Te perdono lo de lady Alondra.
Él se quedó inmóvil.
—Nunca pensé que te importaría.
—¿No lo inventaste para que fuera un constante reproche?
—Aah. Tal vez sí. Lo que quise decir es que no creí que te molestara ser lady

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Alondra.
Ella deseaba que él no la hubiera juzgado tan mal, pero se limitó a decir:
—Lo encontraba demasiado frívolo. Pero ya no importa. Gracias por venir,
Stephen. Por ayudarme, por ser tú.
—¿Y quién es ese?
Apagó la consumida vela con los dedos y su cara quedó en la sombra.
Competitiva como una niña, ella se mojó los dedos y apagó la otra igual. La sala sólo
quedó iluminada por la luz del fuego del hogar.
—Stephen el considerado, el solícito —dijo, y vio pasar una fugaz expresión de
disgusto por su cara—. Stephen el luchador por aquellos que no pueden luchar.
Eso sí fue acertado. Él le cogió la mano.
—Lucharé por ti, Laura. Tienes mi palabra.
—Gracias.
El corazón le retumbó, con unos latidos que parecían hacerle vibrar todo el
cuerpo, pensando ¿volverás a besarme también?
Pero él le había cogido la mano izquierda, y el anillo de bodas de Hal brilló a la
luz del fuego. Ya no la ataba, pero eso le dio la fuerza para no decir lo que estaba
pensando.
No quería retirarse a su habitación, no quería poner fin a ese momento, pero se
obligó a liberarse la mano, a levantarse y a darle las buenas noches. Cuando entró en
su dormitorio, cerró la puerta, apoyó la espalda en ella e hizo unas cuantas
respiraciones profundas para calmar su mente calenturienta.
Al darse cuenta de que se estaba manoseando el cuerpo, y palpándose los
pechos, paró, pero no pudo dejar de desear a Stephen de una manera franca y febril.
Si él fuera Hal, podría ir a su habitación, besarlo y obtener lo que deseaba. Pero
si él fuera Hal, no sentiría exactamente lo que estaba sintiendo.
Mientras se quitaba la cofia, intentó encontrarle sentido a eso. Entonces, cuando
se miró en el espejo, se encontró ante la piel cetrina, los horribles rizos parduzcos y el
lunar. Se arrancó la peluca con tanta brusquedad que le dolió, y luego se sentó, con la
cabeza apoyada en las manos. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué le había hecho a su
ordenada vida? Siempre se las había arreglado bien, siempre había encontrado la
manera de sentirse satisfecha y contenta. ¿Por qué ahora estaba en ese torbellino?
Debido a Stephen. Sus sentimientos por él no se parecían en nada a los que
sintiera nunca por Hal, pero Stephen era Stephen. Ella no era una pareja conveniente
para un futuro primer ministro.
Se quitó el resto de las horquillas y sacudió la cabeza, dejando libres sus propios
rizos, y entonces cayó en la cuenta de que tenía que llamar para que le trajeran agua
para lavarse. Tiró del cordón, y volvió a ponerse la peluca, metiéndose todo el pelo
debajo de cualquier manera.
Para poner distancia entre ella y la puerta, fue a asomarse a la ventana y
entonces cayó en la cuenta de que la cortina no estaba bajada. Si alguien hubiera
estado fuera mirando con un catalejo, lo habría visto todo. Tiró el cordón para bajar
el estor de volantes fruncidos y fue a abrir su maleta vacía.

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Cuando la criada golpeó la puerta y entró con el agua caliente, no levantó la


cabeza para mirarla.
—Gracias.
—¿Se le ofrece alguna otra cosa, señora?
—No, gracias. Puedo desvestirme sola.
En cuanto se cerró la puerta, se enderezó y comenzó a desvestirse. El corpiño
interior que reemplazaba al corsé era muy cómodo. Cuando acabara su tiempo de
elegancia, tal vez se mandaría a hacer unos cuantos.
Ropa racional. Actos racionales.
Por ahí en alguna parte de su interior, se rió la antigua Laura.

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Capítulo 26

Laura, despertó de una noche de sueño agitado, atormentada por


inconvenientes deseos y el conocimiento de lo peligrosa que era la situación en que
se encontraba. La urgencia la había llevado a Draycombe, pero ahora le parecía que
se había arrojado temerariamente de cabeza en el peligro y la tentación.
Esa noche se había lavado bien la cara, quitándose todo el maquillaje que la
disfrazaba, dejándose solamente el lunar, que no pudo arrancárselo, pues estaba
pegado tan firme que no sabía cómo se libraría de él al final. Volver a maquillarse y
arreglarse la peluca le resultó laborioso, una lata, pero intentó encontrar seguridad en
su disfraz; Priscilla Penfold no haría jamás algo escandaloso.
Cuando por fin entró en la sala de estar, Stephen ya estaba ahí, desayunando. Él
había pedido comida suficiente para dos, e inmediatamente le sirvió café en su taza.
Laura lo observó disimuladamente, pensando si también él habría pasado una noche
agitada, pero no vio señales de eso.
Abandonando la esperanza de que él también estuviera ardiendo de deseos
turbulentos y confusos, concentró la atención en la comida. El delicioso olor de los
panecillos calientes ya le estaba recordando que en la cena había comido muy poco.
Recordaba por qué, pero de todos modos, una persona debe comer.
Puso mantequilla a un panecillo y el primer delicioso bocado le calmó algo los
nervios.
—¿Sabemos a qué hora es el servicio?
—¿Acaso no soy un modelo de eficiencia? La iglesia se llama Saint Peter y el
servicio es a las diez.
—Bravo, pero supongo que simplemente se lo preguntaste a los criados.
Con una sonrisa lo reconoció.
—Si asiste Dyer, podríamos rescatarlo ahí. Incluso pedir que lo refugien en el
edificio.
—La iglesia sirve para proteger de las autoridades, no de los villanos —dijo él.
Seguía sonriendo. Ella encontró curiosamente consoladora esa vuelta a una
comodidad amistosa.
—Pero en medio de una congregación de incondicionales fieles ingleses, Farouk
no tendría nada que hacer —observó, y entonces exhaló un suspiro—. Lo cual, casi
sin lugar a dudas, significa que Dyer no estará ahí.
—Ten presente que no sabemos si Dyer está prisionero, ni si es Henry
Gardeyne. Necesitamos tener más información antes de actuar.
Él dijo eso en tono pesaroso, como de disculpa, pero mientras comía otro
bocado de pan, ella reconoció que eso la complacía. Estaba mal, pero no quería que

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acabara esa aventura todavía. Era como si hubiera vuelto las primeras páginas de un
libro fascinante, acerca de Stephen y acerca de ella. No soportaría dejarlo.
Cuando terminaron de desayunar, los dos se pusieron la ropa de abrigo
adecuada para el tiempo fresco, salieron y echaron a andar hacia la iglesia, que
estaba en el otro extremo del pueblo. La iglesia era pequeña, sencilla, y estaba
totalmente llena. Tres fieles llegaron en sillas de ruedas empujadas por criados. Pero
ninguno de ellos era joven y, como era de esperar, no vieron ningún turbante.
En el sermón, el párroco predicó sobre el sagrado deber de ser hospitalarios con
los visitantes y de ahí pasó a tratar con más delicadeza el tema de la necesidad de
convertir a los paganos demostrando caridad cristiana.
No se habían equivocado al suponer que algunas personas de la localidad se
sentirían inquietas, o incluso hostiles, respecto a Azir Al Farouk.
Mientras salían de la iglesia, Laura dijo en voz baja:
—Farouk tendría que haber sido más prudente y vestirse con ropa normal.
—Creo que el uso del turbante forma parte de las obligaciones de su religión.
—De todos modos, con chaqueta y pantalones normales no llamaría tanto la
atención.
Tuvieron que interrumpir los comentarios para hablar con el párroco, que les
confirmó que algunos de sus parroquianos sentían rabia contra Farouk, en especial
debido a las noticias aparecidas recientemente en los diarios acerca de los horrores de
la esclavitud en Argel.
—El miedo por el honor de sus mujeres es también un buen pretexto para
emborracharse bebiendo —comentó el mundano párroco—. ¿Puedo invitarles a
usted y a su prima a cenar con nosotros, sir Stephen?
Stephen logró inventarse una disculpa para declinar esa invitación, y luego
tuvo que repetírsela al gordo y mofletudo terrateniente de la localidad, el señor
Bartholomew Ryall, que le conocía de Londres. Después se les acercó un tal señor
Frosbisher, que deseaba estrecharle la mano a Stephen.
Lógicamente, en todos esos encuentros él tuvo que presentar a Laura, un
problema que ella no había previsto. Agradeció llevar su fea y discreta papalina y
aprovechó su condición de vieja achacosa como pretexto para mantener la cabeza
gacha y hablar en voz baja.
De todos modos, tuvo que participar en cada encuentro, y comprendió que eran
muchas las personas de ahí que conocían a Stephen o sabían de él. Claro que era un
miembro del Parlamento por Dorset, pero aun cuando representaba a un distrito del
lado oriental, eso no explicaba toda esa atención. Estaba claro que era un hombre
famoso y muy admirado.
No la sorprendía que Stephen tuviera una floreciente carrera política ni que,
como le escribiera Juliet, se hablara de él como de un posible futuro primer ministro,
pero hasta ese momento no había entendido el alcance de su fama. Para ella había
seguido siendo el amigo de su infancia al que le interesaban demasiado los libros.
El militar del ejército, capitán Trainor, le estrechó la mano y le agradeció que
hubiera apoyado la ley para un mejor trato a los oficiales tullidos. La señora Ryall

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

alabó su trabajo para reformar las Leyes de los Pobres. Un frágil y anciano caballero
sentado en una silla de ruedas resultó ser el doctor Grantleigh, que con su esposa
ocupaban las habitaciones de la planta baja de la posada Compass. Por desgracia,
había sido uno de los profesores de Stephen en Cambridge y peroró largamente
acerca de cómo siempre le había pronosticado un brillante futuro.
—No como a los otros —dijo el anciano—. Arden, Cavanagh, Debenham; esos
usaban ese antiguo colegio como un club para beber, jugar y cosas peores. Usted,
señor, aprovechó la oportunidad para aprender.
Laura tuvo que chuparse las mejillas para no reírse, porque Stephen tenía el
aspecto de sentirse incómodo. Ningún caballero, por inteligente que fuera, deseaba
tener fama de empollón.
Puesto que los Grantleigh estaban alojados en la Compass, no les quedó más
remedio que volver con ellos y con el criado que empujaba la silla de ruedas. La calle
tenía trozos bastante accidentados, por lo que el avance fue lento. Stephen iba junto a
la silla, al parecer entreteniendo al anciano. A Laura le tocó formar pareja con la
señora Grantleigh, que no decía una palabra.
—Espero que el doctor Grantleigh se esté beneficiando del aire de mar —dijo,
para romper el silencio.
—No sé cómo —repuso la señora Grantleigh, suspirando—, ya que por lo
general el tiempo es tan inclemente que no puede salir a disfrutar del aire. Pero
nuestro médico insistió en que viniera, y mi marido siempre opta por hacer lo que le
dice su médico. El doctor Nesbitt de aquí es alentador. Pero claro, el tiempo no se
puede parar ni se puede dar marcha atrás a la edad.
Laura aprobaba el estoicismo, pero sólo hasta cierto punto. Deseó sugerirle que
si no había esperanzas de mejoría, les convenía trasladarse a un lugar que les
ofreciera un ambiente y una compañía más agradables y compatibles con su manera
de ser. Pero en lugar de eso, decidió informarse un poco más acerca de Dyer y
Farouk.
—Es una lástima que haya tan pocos huéspedes en la Compass. Sólo nosotros y
el capitán Dyer, que, según el posadero, no sale nunca de sus habitaciones ni recibe
visitas.
—Es un caso muy triste —convino la señora Grantleigh—. Le vi llegar, ¿sabe?, y
desde entonces ni siquiera lo he divisado. He de decir que no me dio la impresión de
que estuviera tan enfermo que no pudiera salir. No se veía peor que mi marido,
seguro, y sin embargo hoy no asistió al servicio religioso.
La mujer frunció los labios, así que Laura hizo lo mismo.
—Me fijé en eso, señora Grantleigh, y no pude dejar de pensar si ese pagano se
lo habrá impedido de alguna manera.
La señora Grantleigh pareció sorprendida.
—No veo cómo.
—A veces los criados se las arreglan para imponerse a sus empleadores con un
insano poder, mi querida señora.
—Vamos, pues sí. He conocidos casos de esos. Pero, por desgracia, no se puede

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hacer nada.
Sí, decididamente el estoicismo se puede llevar a extremos, pensó Laura,
aunque ya se le había ocurrido una manera para aprovechar esa situación.
—Creo que yo podría comentarle el asunto al párroco la próxima vez que le
vea. Si él fuera a hacerle una visita, no creo que lo rechace.
—Qué buena idea —exclamó la señora Grantleigh, al parecer verdaderamente
admirada, y bastante sorprendida de que alguien, o tal vez una mujer, pudiera tener
una idea.
Seguro que la señora Grantleigh era el tipo de mujer que toda su vida ha
dependido de su marido para guiarse, que es lo que la mayoría de las personas
encuentran correcto y decente. Pero ahí estaba la consecuencia; estando su marido
debilitado de cuerpo y mente, se encontraba a la deriva, incapaz de tomar decisiones
firmes, inepta para considerar lo que realmente era mejor para los dos.
Pensando en eso, no pudo dejar de reconocer que su situación había sido
bastante similar. Después de la muerte de Hal se había sentido perdida, desorientada
e impotente, pero se había recuperado, aun cuando necesitó que la sacudiera una
situación de emergencia. Decidió que cuando estuviera solucionado el problema,
buscaría una manera de ayudar a los Grantleigh. Stephen los conocía, por lo tanto
tenía que ser posible.
—Sir Stephen es un joven admirable —dijo la señora Grantleigh de repente.
Y diciendo eso procedió a contarle historias de sus virtudes cuando era
estudiante. Esos elogios eran también del tipo que seguro lo harían ruborizar, pero la
hicieron ver un aspecto totalmente nuevo de la situación en que se encontraban.
Ella había pensado que si se descubría el engaño, sólo sería desastroso para la
reputación de ella. Pero Stephen también corría ese riesgo. No quedaría deshonrado,
pero perdería parte del respeto de esas personas.
A la mayoría de los hombres elegantes, incluidos los miembros del Parlamento,
no les importaría que los sorprendieran en una aventura amorosa con una viuda,
pero a Stephen podría importarle. Era muy respetado, y la tan elevada estima de que
gozaba no se debía a su rango ni a su riqueza, aun cuando poseía ambas cosas, sino a
lo que era. Buscó la palabra más apropiada y se decidió por una bíblica. Era un
hombre «justo».
Trabajaba muchísimo, y no con fines puramente egoístas. La mayoría de los
hombres que estaban en el Parlamento, lo hacían para aumentar el poder de sus
familias o de su partido. Stephen, por lo visto, trabajaba por mejorarles la vida a
personas de todo tipo, de todas las clases sociales. En otro tiempo podría haber
empleado el calificativo «justo» para bromear acerca de alguien en su círculo social.
Pero ahora la comprensión pesaba sobre ella, haciéndola sentirse inadecuada.
¿Qué lugar tenía lady Alondra en la vida de sir Stephen Ball? Podría ayudarle a
ganar votos en las campañas electorales con su vivaz encanto, pero también a perder
otros tantos de las personas que la desaprobaban. Y él ni siquiera necesitaba ese tipo
de ayuda. Barham no era un distrito despreciable, y los electores de ahí seguirían
llevándolo al Parlamento mientras él estuviera dispuesto a presentarse.

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Ella podría llevarle la casa y ofrecer rutilantes fiestas que podrían inclinar en su
favor a personas en las que él quisiera influir, pero sospechaba que ese no era el estilo
de Stephen. Muy rara vez lo había visto en fiestas o reuniones de la sociedad
elegante.
¿Encajaría ella en el molde de su vida? Llevar una vida tranquila, ayudarlo en
su trabajo de investigación y estudio, y de tanto en tanto organizar cenas para grupos
de hombres serios que considerarían una distracción la presencia de una mujer en la
mesa. Suspirando, pensó que tal vez podría presidir comités de señoras en un trabajo
para apoyar causas dignas.
Había participado en ese tipo de comités; es lo que se esperaba de cualquier
dama elegante, y le había gustado ser útil, pero sabía que no podría dedicar su vida
sólo a eso. Le gustaban las fiestas, los bailes y las veladas musicales. Le gustaba reír,
coquetear y hechizar a los hombres. Le gustaba estar en el centro del mundo
elegante.
Si estaba obligada a vivir discretamente en Caldfort para cuidar de Harry, lo
haría, pero no lograba imaginarse eligiendo llevar una vida seria y sobria en Londres,
ni siquiera con Stephen. Sería como obligar a un gastrónomo a vivir de gachas
teniendo a la vista platos de alta cocina. Eso la convertía en una mujer despreciable,
frívola, superficial, pero valía más saber eso ahora que no cuando fuera demasiado
tarde.
Los Grantleigh los invitaron a almorzar, pero pudieron declinar alegando otro
compromiso, sin mentir.
Cuando entraron en la sala de estar de sus habitaciones, Laura observó a
Stephen, tratando de fusionar al hombre guapo elegante con el hombre justo.
—Tal vez deberías haber venido disfrazado tú también —le dijo.
—No me imaginé que me encontraría con Grantleigh. ¿Te sientes bien?
¿Le hacía esa pregunta porque sabía que había tenido que esforzarse en
representar a su personaje o porque detectaba algo? Le dio la espalda, quitándose los
guantes.
—Sí, por supuesto. Pero no me gusta vivir una mentira.
—A mí tampoco. Deberíamos conseguir acabar con esto pronto.
Parecía impaciente por escapar. Ella también, en cierto modo. Se volvió hacia él
y lo puso al tanto de los comentarios de la señora Grantleigh acerca de Dyer.
—Si no estaba demasiado enfermo, eso da peso a la suposición de que es un
prisionero.
—Sí —dijo él, ceñudo—. Condenación, esto es muy frustrante. Iré a ver si oigo
algo a través de la pared.
Acto seguido entró a largas zancadas en su habitación, y Laura sonrió irónica.
Tenía que estar volviéndose loco con la situación para maldecir delante de ella. O tal
vez simplemente se sentía relajado al haber retomado su amistad con ella. Eso le
gustó más.
Él volvió muy pronto.
—Murmullos, murmullos, murmullos. Si por lo menos se enzarzaran en una

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pelea a gritos podría entender algo.


Desasosegado, fue a asomarse a la ventana. Eso le daba a ella la oportunidad de
observarlo otro poco, pero se le antojó algo estúpido, así que rompió el silencio.
—¿Te pusiste nervioso la primera vez que te levantaste a hablar en la Cámara?
Él giró la cabeza hacia ella.
—No, pero sólo debido a la presuntuosa arrogancia de la juventud. A veces me
pongo más nervioso ahora, porque deseo que mis argumentos sean aceptados por los
demás.
—Seguro que lo consigues.
Él sonrió, irónico.
—Soy buen orador, pero no un pico de oro. Todavía no los he hecho llorar a
todos como hacían Sheridan y Fox. En todo caso, prefiero que mis argumentos
lleguen a la razón, no a las emociones. —Y pasado un momento añadió—: Sin duda
eso me convierte en un tonto.
—La razón es oro, mientras que la emoción es el dorado, se desgasta pronto.
—Extraña observación de Labellelle.
Ella lo miró a los ojos.
—¿La belleza y la razón se oponen?
—Ha sido injusto, ¿verdad? Perdona.
No tuvieron tiempo para decir más a partir de ahí, porque sonó un golpe en la
puerta y apareció Topham.
—Sir Stephen, aquí está su invitado, ¡el señor Kerslake-Somerford!
El posadero dijo eso como si se sintiera enormemente orgulloso de conocer al
personaje recién llegado, y que sin duda este sí fuera alguien por el cual sentirse
honrado. Laura no habría sabido decir qué había esperado ver en un jefe de
contrabandistas, pero ciertamente no era a ese guapísimo joven resplandeciente de
vigor y una sonrisa franca.
Topham volvió a hacer una reverencia.
—Ordenaré que traigan el almuerzo, ¿le parece, sir Stephen?
Stephen le hizo un gesto de asentimiento y el hombre salió, no sin antes hacer
otra reverencia, al parecer dirigida al conde contrabandista.
—Es usted una persona importante, señor —le dijo Stephen, estrechándole la
mano—. Permítame que le presente a la señora Gardeyne, que ha venido disfrazada
como mi prima, la señora Penfold.
—Señora —dijo Kerslake-Somerford, inclinándose ante ella—. Colijo que los
Pícaros están tramando algo otra vez. Debo decir que mi asociación con ellos da
muchísima animación a mi vida.
Más entusiasmo de niño.
—Yo no habría creído que a su vida le faltara animación, señor Kerslake-
Somerford.
—Hay diferentes tipos de animación, señora Gardeyne. La mayor parte de
mi…, de mi actividad profesional no es más emocionante que llevar libros de
cuentas. De lo que se trata, en realidad, es de mantener la animación en un mínimo.

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—Ah, creo que el señor Delaney dijo algo similar. Que el peligro llega solo.
—Exactamente. Son aquellos que llevan vidas aburridas los que lo buscan.
Laura evitó mirar a Stephen. ¿Una vida aburrida? Seguro que no.
—La emoción viene de muchas maneras —dijo—. No me cabe duda de que la
política puede ser arriesgada.
—Ya no —dijo Stephen, irónico, tal vez adivinando la intención de ella de
aplacar sus sentimientos—. Hace muchísimo tiempo, generaciones, que no han
decapitado a nadie por oponerse al monarca.
—Al primer ministro Perceval lo mataron de un balazo —observó Kerslake-
Somerford alegremente.
—Un loco —dijo Stephen—. Ese tipo de cosas puede ocurrirle a cualquiera.
—No a cualquiera. A Perceval le dispararon porque el asesino creía que el
primer ministro era la causa de todos sus problemas. Ese es el peligro de ser un
mascarón de proa.
Era una tontería sentir miedo por Stephen, pero Laura no podía evitarlo.
—¿Es usted un mascarón de proa también, señor Kerslake-Somerford?
—Por mis pecados. Por favor, llámeme señor Kerslake, señora. Así me han
llamado toda mi vida. Sólo he adoptado el otro apellido como parte de mi
reclamación del condado.
Entraron los criados con el almuerzo y distribuyeron las fuentes sobre la mesa.
Cuando salieron, los tres se sentaron e iniciaron la conversación seria.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Kerslake—. ¿Y en qué les puedo ayudar?

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Capítulo 27

Mientras hablaban, Kerslake bebió dos tazas de té, comió pan, jamón, pastel y
fruta, intercalando entre bocado y bocado preguntas pertinentes para dejarlo todo
claro. A ratos Laura había vacilado en decírselo todo, pero finalmente decidió que
Nicholas Delaney les había garantizado que ese hombre era digno de confianza, y
ellos necesitaban ayuda.
—Sé acerca de Azir Al Farouk desde que desembarcó. Drew Chideock lo trajo
de Francia en el Long Jane. Ahora que estamos en paz no tenemos muchos de esos
pasajeros, así que todos sentíamos curiosidad. Pero —añadió, encogiéndose de
hombros—, mientras un hombre pague, no le hacemos preguntas. En realidad, ahora
es más fácil. Durante la guerra tratábamos de no transportar espías.
—¿Sólo trajo a Al Farouk? —preguntó Laura.
—A él y al capitán Dyer.
—¿A ningún niño?
—No se ha hablado de ninguno. ¿Esperaba a uno?
Ella negó con la cabeza.
—Por favor, díganos lo que sabe acerca de su llegada.
Kerslake cogió una ciruela.
—A pesar de su rango, Dyer no lleva uniforme. Es una especie de inválido. Es
capaz de caminar unos cuantos pasos afirmándose en un bastón, pero Farouk tuvo
que transportarlo en brazos desde el barco a la carreta que ya estaba lista para
llevarse la mercancía.
—Aquí parece que lo subió en peso también —dijo Stephen.
—O sea, que no era algo temporal. Chideock los llevó a Lyme Regis, y los dejó
embarcados en la diligencia de Paul Wey, que los trajo aquí. Todo esto estaba
incluido en el precio. ¿Qué es eso del niño?
Laura y Stephen se miraron.
—Podría ser que hubiera llegado por separado —dijo ella—. Un niño, de unos
nueve años.
—No he sabido de ninguno, pero lo averiguaré.
—¿Y sobre un grupo de hombres? —preguntó Stephen—. O no. Nicholas me
arrancaría la piel por suponer que todos los villanos son hombres, sobre todo cuando
está involucrado un niño. Podrían parecer un grupo familiar.
—Sin duda eso haría más difícil detectarlos, pero no recibimos a muchos
visitantes tan avanzado el año. ¿Quiere decir un grupo que llegue normalmente o en
un barco de contrabando? Estoy casi seguro de que no ha llegado ningún niño de esa
manera en este último tiempo.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Laura intercambió otra mirada con Stephen, tratando de hacer encajar esa pieza
en el rompecabezas.
—Si había un motivo para que Farouk y Dyer entraran subrepticiamente —dijo,
pensando en voz alta—, ¿para qué enviar a Hache Ge al descubierto? Supongo que
debo aceptar que no hay ningún niño —añadió. Eso se le antojaba una pérdida, una
muerte—. El niño se me ha hecho tan real en la imaginación que detesto eliminarlo.
Es como si estuviera prisionero sin que nadie lo sepa, y yo debiera liberarlo.
—Haré averiguaciones, señora Gardeyne —dijo Kerslake amablemente—.
Puedo descubrir también si hay niños que nadie conozca en la zona. Me refiero a
niños no emparentados o relacionados con las familias de la localidad. No es
probable que haya muchos en esta época del año, pero me llevará unos días
contabilizarlos.
—Gracias —dijo ella.
Stephen le cogió la mano.
—Es mejor que no haya un niño en peligro, Laura. Más aún, esto significa que si
alguien es Henry Gardeyne, tiene que ser el propio capitán Dyer.
Eso la reanimó.
—Sí, por supuesto. Atado y encerrado en una habitación con llave.
—Todavía tenemos el misterio de los diez años de ausencia —le recordó
Stephen—, y la pregunta de Nicholas, ¿por qué ahora?
—Lo sé, pero si es así, mejor. Si es Henry, podrá demostrar su identidad sin
ninguna dificultad, y tenemos su retrato para cotejarlo. Tengo un dibujo de Henry
Gardeyne —explicó a Kerslake—. ¿Cree que el señor Chideock y sus hombres lo
reconocerían si se tratara del capitán Dyer?
Él hizo un mal gesto.
—Todo ocurrió de noche, y es probable que la atención de ellos estuviera más
centrada en el cargamento. Podría preguntárselo, pero, para ser franco, no sé si eso
sería prudente. Me fío de ellos hasta cierto punto, pero sólo hasta cierto punto.
Podrían irse de la lengua y entonces se correría la voz por la zona hasta llegar a la
gente de aquí. Después de todo, ustedes están alojados en la misma posada, en las
habitaciones contiguas. No tendría por qué ser difícil echarle una mirada.
—Eso creería uno —dijo Stephen—, pero les está resultando difícil a los
ciudadanos respetuosos de la ley.
Kerslake se echó a reír.
—No soy experto en forzar cerraduras ni en allanar moradas, pero si no lo
consiguen legalmente, enviaré a alguien que les eche una mano. Lástima que haya
muerto Elsie Musbury. Ella era la dueña de esta posada antes de Topham y fue uña y
carne con los contrabandistas toda su vida. Topham es un novato, procedente de
Exmouth. Sabe qué es qué, pero no puedo fiarme de él como me hubiera fiado de
Elsie.
Stephen asintió.
—¿Y en el caso de que Farouk tuviera secuaces por ahí? ¿Se enteraría usted si
hubiera matones desconocidos en la zona?

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Seguro, pero ¿parecerían matones? Como ha dicho, podrían ir disfrazados


para parecer un grupo familiar o meros visitantes pacíficos.
—¿Quiere decir que podría ser cualquiera? —preguntó Laura, pensando en las
diversas personas que habían conocido ese día.
—No cualquiera. La mayoría de las personas que están aquí ahora son de la
localidad o visitas que llevan mucho tiempo, pero los villanos sensatos no proclaman
su identidad más de lo que la proclaman los jefes de contrabandistas. En realidad,
encuentro extraño que este Farouk esté causando tanto revuelo.
—Nunca pasaría por un inglés —dijo Stephen.
—Cierto, pero por lo que he oído, prácticamente se esfuerza en parecer raro.
—Eso es digno de tenerlo en cuenta, pero ¿a quién llamaría sospechoso en esta
zona?
—A nadie. Es mi trabajo estar al tanto de la presencia de posibles agentes de
prevención.
—¿Los agentes de las fuerzas de la ley y el orden merodean por aquí a veces
disfrazados? —preguntó Laura.
—Hacen lo que sea que puedan hacer para cogernos.
—Vi a dos militares cuando llegamos —dijo ella—, uno del ejército y otro de la
armada.
—El capitán Sillitoe, de la armada real, primo de una familia de aquí. Y el
capitán Trainor, de los Buffs, que está atendiendo a su abuela. Los vigilamos a los
dos, por si acaso, pero ninguno ha hecho nada que se salga de lo normal.
—Estoy admirado —dijo Stephen.
—Se lo he dicho, saber estas cosas es mi trabajo. Llevo adelante este comercio
ilegal porque es el principal medio de subsistencia para mucha gente a lo largo de la
costa, en especial este año, con la mala cosecha y la depresión de la economía con la
paz. Pero mi principal interés es evitar la violencia y mantener a mi gente fuera de la
cárcel.
Laura ya empezaba a sentir un considerable respeto por el joven capitán Drake.
Kerslake se levantó.
—Tengo que marcharme. Averiguaré lo de los niños y otros desconocidos, pero
me parece que toda la acción está aquí. ¿Tienen algún plan? Si desean liberar al
prisionero ahora, puedo organizarlo.
Stephen sonrió.
—Todavía no. Verá, no sabemos qué debemos hacer. Aun en el caso de que
Dyer sea Henry Gardeyne, tenemos una inexplicada ausencia de diez años. También
tenemos a un inválido. ¿Su discapacitación es sólo física o también mental? Podría no
ser el tipo de hombre al que se le deba dar el dominio de una propiedad inglesa y de
todas las personas que dependen de ella.
—Ah.
Laura lo observó.
—No parece sorprendido, señor Kerslake.
Él la miró.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Mi predecesor como conde de Wyvern estaba loco, señora Gardeyne, pero no
lo suficiente para encerrarlo, lo cual fue desafortunado. Hizo muchísimo daño. Si
alguien le hubiera impedido tomar posesión de su título, habría sido una bendición.
—Entonces comprende por qué debemos intentar saber algo más para poder
actuar. Porque…
—Porque cuando lo libere podría desear encerrarlo en otra parte. Les ofrecería
Crag Wyvern, pero esa casa por sí sola podría llevar a la locura a una mente delicada.
Pero conozco algunos lugares más seguros.
—¿Por qué será que eso no me sorprende? —musitó Stephen.
Kerslake curvó los labios en una sonrisa.
—Hay una granja en el interior, no lejos de aquí, en que las personas son
totalmente dignas de confianza. Si liberan a Gardeyne pero no desean dejarlo suelto,
llévenlo a la Granja Stonewell. Les dibujaré un mapa.
Sacó un bloc, arrancó una hoja y dibujó caminos y señales, añadiendo nombres
de lugares. En la parte de atrás escribió una corta nota de presentación.
—Pasaré por Stonewell de camino a casa para poner sobre aviso a los Huddler.
No les daré ningún detalle; sólo les diré que podría ser necesario que tuvieran
encerrado a un hombre uno o dos días.
Laura nuevamente tuvo la impresión de haber aterrizado en un mundo irreal
en el que esas cosas chocantes se consideraban normales.
Él le entregó el papel a Stephen.
—Estarán felices de que sea algo no relacionado con contrabando —dijo,
guardando el bloc y cogiendo su chaqueta—. Esto se está poniendo arriesgado. Es
uno de los problemas del final de la guerra. Hay demasiados ex oficiales dispuestos a
convertirse en agentes de prevención, y la armada, que no tiene suficiente trabajo, va
causando problemas por todas partes. Ese es el único motivo de que hayan liberado a
los esclavos de Argel, ¿saben? Una armada combatiente sin nada más que hacer.
—Y esa expedición costó un impresionante número de vidas para los escasos
beneficios que obtuvo Gran Bretaña —dijo Stephen.
—Libertad —protestó Laura—. Fueron liberados miles de cristianos, y uno era
de Berkshire.
—Un puñado de ingleses, sí, pero sólo un puñado.
—¿O sea, que los extranjeros tienen que importarnos menos?
—Los recursos no son infinitos, Laura, por lo que deben usarse con
discriminación.
Kerslake se puso la capa.
—Les dejo con el debate ético y me voy a ocuparme de lo práctico —dijo, y
añadió dirigiéndose a Stephen—: Lo esencial para acabar con el contrabando es bajar
los aranceles a un nivel sensato. Es mi intención aplicarme a eso cuando esté en la
Cámara de los Lores. ¿Tendré su apoyo en la de los Comunes?
—Por supuesto. —Se estrecharon las manos—. Y ahora que está asociado con
los Pícaros, habrá otros.
—Eso supongo. La vida da extraños giros, ¿verdad? Hace menos de un año yo

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

era administrador de una propiedad y no tenía ninguna responsabilidad más que


esa.
Le hizo una venia a Laura y entonces a ella se le ocurrió otra cosa.
—¿Podría avisarnos si llega el reverendo Jack Gardeyne a la zona? Es probable
que lord Caldfort lo envíe aquí en algún momento.
—Por supuesto.
Después que Kerslake salió, Laura comentó:
—Un hombre muy impresionante.
—Sí. Me hace muchísima ilusión trabajar con él en Londres. Así pues, ¿qué
hacemos ahora?
—Estaba pensando en algo que me ha extrañado. Algo de Kerslake…
—¿Qué?
Pero justo en ese instante cayó en la cuenta de lo que era, algo de lo que no
quisiera hablar. Lo extraño era que el joven no la había mirado ni una sola vez con el
interés, ni siquiera sólo con el reconocimiento, que despierta la belleza, lo que ella
había llegado a considerar algo que le era debido. Qué terrible estar tan
acostumbrada a eso. Tal vez ese tiempo disfrazada le haría bien a su alma. Como un
ayuno de penitencia.
Pasó a hablar de otra cosa.
—Así que sólo tenemos a Farouk y a Dyer, y nuestra hipótesis de que Dyer es
Henry Gardeyne. Estuve pensando en eso durante el sermón.
—Tututut.
Ella le sonrió.
—Estuve pensando que si Henry está vivo, debe de haber cambiado. Voy a
repetir la copia de su retrato y tratar de avejentarlo.
—Excelente idea.
¿Parecía sorprendido?
Fue a su habitación a buscar su carpeta de dibujo y cuando volvió Stephen no
estaba. Entonces él salió de su habitación.
—He ido a ver si oía algo a través de la pared, pero creo que eso es inútil.
Tendrían que gritar para que oyéramos lo que dicen.
—Podríamos oír más a través de las puertas.
—Yo también lo he pensado, pero, ¿te has fijado cómo crujen los tablones del
corredor? Sería embarazoso si nos pillaran ahí. Y aun más, podría inspirarles
sospechas. No nos conviene que huyan antes que lo hayamos solucionado todo.
Suspirando, ella fue a sentarse en un sillón al que le daba la luz.
—Parece un problema muy sencillo, ¿verdad? Pero nos tiene estancados. —Sacó
un papel limpio y comenzó a trabajar—. Cuando lo haya terminado, de todos modos
nos quedará encontrar la manera de compararlo con Dyer. Tal vez cuando Farouk
salga…
—Puertas cerradas con llave.
—Las llaves podrían estar por dentro.
—¿Por qué?

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—¡Aja! Así que crees que está prisionero. Y, por lo tanto, ¡que es Henry
Gardeyne!
Él se echó a reír.
—Jaque mate. Pero no estoy dispuesto a hacer ninguna suposición.
—Yo tampoco. —Entonces se le ocurrió una idea—. Creo que lo que tengo que
hacer es dejar el retrato, «como por descuido», donde todos puedan verlo. La señora
Grantleigh, Topham, los criados.
—¡Excelente idea! —exclamó él, acercándose a mirar lo que estaba dibujando—.
¿Qué le harían diez años a un hombre? Supongo que no deben de haber sido
agradables. Aventura. ¿Prisión?
Laura levantó la vista del ligero esbozo que había trazado.
—¿No dijo la criada que el capitán Dyer está muy blanco? Algunos ingleses
estuvieron prisioneros en Francia.
—Pero los liberaron el año catorce.
—Tal vez estaba muy mal herido y sólo ahora ha podido viajar aquí.
—¿Con un criado egipcio? Eso es condenadamente raro.
—Todo lo es —se lamentó ella—. Pero no abandonaré la esperanza. Posa para
mí, Stephen. Necesito ver cómo cambia la cara de un hombre.
Él aceptó y puso un sillón enfrente, pero dijo:
—Debo recordarte que no tengo la edad de Gardeyne. Sólo tengo veintiséis
años.
Ella le sonrió, observándolo.
—Te prometo que no te veo viejo. Ni estirado —añadió.
Se miraron a los ojos, en receloso reconocimiento de ese beso, pero aún no
estaban preparados para hablar de eso.
Laura aprovechó la ocasión para hacer un rápido dibujo de Stephen, captando
los contornos de ese cuerpo al que se le daba tan bien la elegancia, con sus largas
manos y su frente ancha, inteligente. Definió sus rasgos con unos pocos trazos, no
queriendo entretenerse en ellos. La nariz larga, recta, los pómulos altos, las cejas en
curva, los labios inteligentes.
No sabía por qué le vino esa palabra a la mente, pero le vino. Él siempre había
tenido unos labios expresivos. Al ver que ella lo estaba observando, los curvó
ligeramente hacia arriba, como en una cautelosa pregunta.
—¿Cómo me ves entonces? —le preguntó.
«Como al hombre al que deseo desnudo en mi cama.»
Ese pensamiento la sorprendió con su brutal sinceridad; pero Stephen, o
cualquier hombre, se merecía algo mejor que ser utilizado para aplacarle el hambre a
una viuda. Volvió la atención al dibujo de Gardeyne y eligió una respuesta sin
riesgos.
—Como a un muy buen amigo.
Cuando volvió a mirarlo le pareció que a él se le habían endurecido los labios.
¿Es que deseaba ser algo más? ¿Tal vez una vida apacible con Stephen no sería tan
aburrida después de todo?

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Después. Ya tendría tiempo después para pensar en todo eso. Se concentró en


crear un retrato de un Henry Gardeyne mayor. Esa redondez juvenil habría
desaparecido. ¿Sería tan delgado como Stephen? Frágil, dijo alguien. Le adelgazó la
cara hasta casi dejársela en los huesos, ensombreció los contornos de los ojos para
hacerlos parecer hundidos, y la sonrisa feliz la convirtió en amargada. ¿El pelo?
En la actualidad los hombres llevaban el pelo más corto, así que le eliminó la
mayor parte de la poética melena. Retocó el dibujo, completándolo, y se lo pasó a
Stephen.
—Creo que me ha quedado demasiado viejo. Todo es pura suposición.
—Muy mayor, pero tal vez no tanto si lo ha pasado mal. Incluso le veo un aire
ligeramente conocido. Creo que le encuentro más parecido con el reverendo
Gardeyne.
Laura cogió un borde del papel para dejar el dibujo a la vista de los dos.
—Yo no lo veo, a no ser en los rasgos generales de Gardeyne. Jack es rollizo,
mofletudo. Tal vez se parece un poco más a Hal. —Arrugó la nariz—. Yo lo
encuentro falto de vida. Nunca había intentado hacer un retrato imaginario. No sé
hacerlo.
—Servirá. Ahora sabemos lo que buscamos, y es posible que sea suficiente verlo
fugazmente por una ventana. Salgamos, para que tomes otra dosis de aire de mar, y
llévate el catalejo. Tarde o temprano, el hombre nos hará el favor de sentarse junto a
su ventana.
—Será más difícil observar la posada a la luz del día.
Él se levantó y fue a tirar del cordón para llamar.
—A los héroes nos gusta el desafío.
—¿Héroes, en plural?
—Somos iguales en esta empresa, creo.
Eso le gustó, le produjo un calorcillo que perduró en ella mientras se ponía la
ropa de abrigo para salir. Iguales. Gran parte de su vida no la habían considerado así.
Había llegado a aceptar que las mujeres, con todas sus cualidades y capacidades, no
eran iguales a los hombres.
¿Cuándo cambió eso? Tal vez en algún momento de ese año pasado, cuando se
quedó sin marido, y comprobó la fragilidad del cuerpo y la mente de su sustituto,
lord Caldfort. Pero tal vez la gota que rebasó el vaso fue Jack.
Jack era el tipo de hombre que considera que tiene el derecho de dominar y dar
órdenes a las mujeres, aunque ella jamás había sentido ninguna inclinación a
someterse. Y cuando comenzó a sospechar que él deseaba hacerle daño a Harry, se
convirtió en su enemigo. Y nadie se subordina a un enemigo.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 28

Cuando salieron de la posada, Stephen llevaba resueltamente la atención


centrada en lo que iban a hacer, en el objetivo común, aunque le costaba su buen
esfuerzo. Laura le estaba destrozando la cordura momento a momento. Incluso
empezaba a ver un interés amoroso en sus amistosas miradas.
—Vamos a situarnos detrás de ese aparejo de madera —propuso—. Es posible
que desde ahí podamos observar la posada sin llamar mucho la atención.
Ella aceptó y bajaron lentamente hacia la playa en esa dirección.
Cuando llegaron al lugar, ella le preguntó:
—¿Qué es esto?
Él contempló los altos maderos.
—¿Tal vez algo para sostener un barco mientras lo están construyendo o
reparando?
Vio chispear esos ojos azules con oscuras ojeras, en esa cara enmarcada por
unos rizos desteñidos y casi oculta por el ala de su fea papalina.
—¿Duele reconocer la ignorancia sobre algo?
Él le sonrió.
—Noo. Hay vastos campos de conocimiento humano que se me han escapado.
—¿Sí? A mí siempre me han impresionado tus conocimientos.
Un hombre racional agradecería ser admirado por su intelecto, pensó él. Se giró
hacia la Compass y enfocó el catalejo.
—Las cortinas están subidas, pero no veo a nadie. —Movió el catalejo hacia el
mar—. Hay muchísimos barcos.
Entonces se lo pasó a ella y Laura contempló las olas. Pasado un momento, lo
fue moviendo poco a poco, deteniéndolo sobre una casa después de otra hasta
enfocarlo en la posada.
—Tienes razón. No hay nada para ver. —Bajó el catalejo y se lo entregó—. No
podemos estar aquí mucho rato haciendo esto sin que nos tomen por unos raros.
—Demos un enérgico paseo por el paseo marítimo —propuso él, guardando el
catalejo—. Eso es de esperar.
—No muy enérgico —le recordó ella, al tiempo que empezaba a subir hacia el
camino—. Soy frágil.
—Tal vez debería alquilar una silla de ruedas. Podría llevarte de aquí para allá
por el paseo.
—Eso sería divertido —dijo ella, sonriéndole.
—A la prima Priscilla no le gusta divertirse —dijo él, mirándola severo.
—Sí que le gusta. Encuentra divertido cotillear y fisgonear.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Laura entendió que le resultaría difícil ser la prima Priscilla caminando al sol
del otoño cogida del brazo de Stephen, sobre todo mientras el murmullo de las olas
parecía susurrarle cosas eróticas escandalosas.
—No me sorprende nada que las visitas a ciudades junto al mar se hayan hecho
tan populares.
—Es vigorizador, ¿no?
«Esa es una manera de expresarlo», pensó ella.
Había supuesto que se sentiría cómoda con él, sobre todo después de haber
hablado de lo embarazosa que fue esa proposición de matrimonio de él y de la
desafortunada reacción de ella. Incluso habían aclarado el resentimiento que todavía
sentía ella por el apodo lady Alondra. Había esperado que hablaran de la época
anterior, de cuando vivieron los restos de su juventud, todavía como hermanos.
Pero en esos momentos, a pesar de las ocasionales bromas, eran un hombre y
una mujer, y eso, un paseo cogidos del brazo, era el tipo de cosas que hacían un
hombre y una mujer, y no un par de amigos jovencitos. Ese paseo estaba teniendo en
ella el mismo efecto que tuvo la cena de la noche anterior, a solas con él.
Pasaron junto a un letrero que anunciaba un baile en la sala de fiestas de la
localidad, y eso le recordó el tiempo en que evitaba bailar con Stephen. No le
disgustaba bailar con él, pero le parecía que era como bailar con un hermano. Todo el
mundo sabía que ninguna damita haría eso si lograba conseguir una verdadera
pareja.
Qué extraño, qué increíblemente extraño.
Cuando llegaron de vuelta a la posada, les salió al paso Topham, con una
invitación a tomar el té con los Grantleigh. Era imposible negarse, pero Laura se
excusó alegando que estaba muy cansada, con lo que prácticamente obligó a Stephen
a ir solo. Todo ese tiempo se lo pasó yendo y viniendo desde la pared para escuchar
y la ventana para mirar fuera, y no logró absolutamente nada aparte de liarse más
con sus pensamientos.
Cuando Stephen volvió ya había renunciado a la vigilancia y estaba leyendo.
—¿Los Grantleigh sabían algo más acerca de los otros huéspedes?
—Nada nuevo —contestó él—. Como has dicho, la señora Grantleigh los vio
llegar. Dyer estaba muy pálido y envuelto en mantas, y Farouk lo subió a peso. —
Miró por encima de su hombro—. Ajá, una novela.
—Nunca he negado que las lea.
—Guy Mannering. Es buena.
Ella lo miró con una exagerada expresión de sorpresa.
—¿Sir Stephen Ball lee novelas?
—Una vez nos turnamos leyendo Los misterios de Udolfo.
—Cuando éramos muy jóvenes —dijo ella, pero sonriendo. Le encantaban esos
retornos al pasado—. Incluso la convertimos en una obra de teatro, ¿lo recuerdas? Tú
hiciste el papel del noble Valancourt y yo el de Emily, porque te negaste a
representar escenas de amor con tu hermana.
—Habría sido de lo más antinatural.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Podrías haberlas representado con Juliet.


—Era muy niña para esas cosas —dijo él, pero estaba sonriendo de una manera
muy interesante—. «Oh, Emily —recitó—. He tenido muy pocos motivos para la
esperanza. Cuando dejasteis de estimarme, dejasteis de amarme.»
—¿Te acuerdas de eso? Espera, espera. —Las palabras aparecieron en su
memoria—. «Y si hubierais valorado mi estimación, no me habríais dado causa para
inquietarme.» Dicho como lo recuerdo, de espaldas a ti, con la blanca y temblorosa
mano hacia atrás para disuadirte de insistir.
Se levantó y adopto la postura.
—Exactamente. «¿Es cierto, entonces, Emily, que he perdido para siempre
vuestro afecto?»
—Yo me giraba, con las manos juntas en mi tembloroso pecho. «Oh, señor,
explicaos.»
—«¿Es necesaria una explicación?», preguntaba yo, imperioso. «Oh, Emily,
¿cómo habéis podido degradarme así en vuestra opinión, aunque sólo sea un
momento?»
—Creo que te has saltado algo —protestó ella—. Ese era un parlamento largo.
—Lo he resumido un poco. Eso era la esencia. Ella tendría que haber confiado.
Si esas heroínas cabeza de chorlito confiaran en sus héroes, todo sería más sencillo.
—Si los hombres no fueran tan pestilentes, a las heroínas les resultaría más fácil
confiar, a pesar de las pruebas.
—Continúa con tu parte, muchacha.
—No sé si la recuerdo. —Pero eso lo dijo sonriendo—. Ah, muy bien.
«¡Valancourt! —recitó, extendiendo las manos hacia él—. Yo ignoraba todas las
circunstancias que habéis mencionado…» Todas, fíjate. —Incluso ella pensó que
había exagerado un poco—. «La emoción que ahora sufro —continuó ella, severa—
os puede asegurar la verdad de esto. Aunque había dejado de estimaros…».
—Veleidosa.
—«No he aprendido a olvidaros del todo.»
—Débil de voluntad.
—Decid vuestro parlamento, señor.
Él se rió.
—«¿Os soy querido, entonces, os sigo siendo querido, mi Emily?»
—Idiota. Ella podría preguntar: «¿Es necesario que os lo diga?». Y entonces ella
decía: «Estos son los primeros momentos de dicha que he experimentado desde
vuestra partida».
Aunque no había ninguna similitud con la calamitosa historia de Emily y su
Valancourt, esas palabras adquirieron un significado especial en ese ambiente.
—Entonces —dijo él en voz baja, cogiéndole la mano—, nos besamos, según
recuerdo.
—Con mucha timidez, como si nuestros labios fueran la llama para la pólvora.
Él la atrajo hacia sí.
—Podríamos hacerlo mejor.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Ella vio todos los peligros, pero dijo:


—Eso espero.
Y colaboró cuando él bajó su boca hacia la suya.
Fue un beso tan casto como el que se atrevieron a darse aquella vez sobre el
escenario, delante de sus familiares y algunos invitados, pero no fue tímido. Los dos
ya sabían de besos, y sus labios se rozaron y se movieron con delicada experiencia.
El efecto pasó haciendo olitas por Laura, como vino caliente, acumulándose
como las aguas del deseo, y luego estallando en una embriagadora fiebre. Aunque
tuvo que recurrir a todas sus fuerzas, no se acercó más a él, no aumentó la presión de
la mano en su brazo, ni abrió la boca para saborearlo totalmente. Pero el corazón le
retumbaba y empezaron a temblarle las piernas.
Él puso fin al beso y retrocedió.
—Oh, juventud. Oh, drama.
Tenía los párpados entornados, ocultando la expresión de sus ojos, pero le
había subido el color a las mejillas. Ella deseó comprobar qué otra cosa podría
haberle subido, pero se giró a mirar hacia el agitado mar.
—Es asombroso lo que acecha en nuestras memorias —dijo él.
—Sí —contestó ella.
Intentó decirlo en un tono tan despreocupado como el de él, pero ¿cómo podría
lograrlo estando tan consciente de su cuerpo, como si no llevara encima nada de
ropa? Le hormigueaban las manos con el deseo de palparle la larga espalda y
explorar sus firmes nalgas, su pecho, su musculoso abdomen, y más.
—Podría ser útil que saliera otra vez —dijo él—, ya que estoy sano e inquieto.
Debería ir a la King's Arms, a ver si saben algo ahí. Podría decirles que estoy
considerando la posibilidad de trasladarme ahí para salir de este nido de paganismo.
A ella le estaba volviendo la cordura y pensó que su ausencia le facilitaría el
autodominio.
—Y ¿qué hago yo? Estoy tentada de echar abajo la puerta de Hache Ge.
«En lugar de entregarme a otras pasiones», pensó.
—Paciencia. Este es sólo nuestro primer día.
Él sólo quería decir que era su primer día de investigación, pero a ella se le
tensó el cuerpo como si hubiera sido una promesa. Tomando en cuenta los cambios
que habían ocurrido en el día que llevaban ahí, ¿qué podría ocurrir en dos o tres que
estaban por venir?
¿Qué debía permitir ella que ocurriera? Acercar la llama a la pólvora, eso podría
destrozarlos a los dos.
Él se dirigió a su dormitorio, pero al llegar a la puerta se detuvo y se giró hacia
ella. Si había habido alguna reacción física, él ya la había dominado.
—Prométeme que no te precipitarás a actuar cuando yo no esté.
—¿Precipitarme a actuar?
—Te conozco. Si Farouk sale, te tentará actuar sola para tratar de ver a Dyer. No
lo hagas. Es muy peligroso.
—Muy bien, señor —suspiró ella—. Intentaré refrenar mis malas pasiones.

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Si él captó el doble sentido de sus palabras, no dio señales. Simplemente se


marchó.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 29

Laura volvió a sentarse con su libro, prometiéndose que sí practicaría el


autodominio. Con los asuntos tan importantes que tenían entre manos no podía
permitirse complacerse en pensamientos lujuriosos. Pero la novela ya no le captaba el
interés, estando su mente obnubilada por Stephen.
Ya se habían besado tres veces. El primer beso, aquella vez en el escenario,
tímido y torpe, el segundo, por enfado, y luego, uno de verdad. Sí, aunque no se
dijeron nada, ese había sido un verdadero beso, un beso que en cualquier otra
circunstancia podría haber llevado a más.
Dejó el libro a un lado dándose cuenta del peligro de continuar ahí sentada
sumida en esos pensamientos. Tenía que ser sensata y dominarse. Tenía que haber
algo útil que hacer, algo que la distrajera. Entró en el dormitorio de Stephen y se
puso a escuchar a través de la pared.
El murmullo de voces revelaba tanto como el murmullo del mar. No se
detectaban señales de miedo, de rabia ni de dolor.
Miró furiosa la pared, e incluso la palpó, por arriba, por abajo, por los lados, por
si descubría alguna grieta. Por desgracia, la posada Compass estaba en muy buen
estado de conservación y mantenimiento. Renunciando, se giró con la intención de
salir, pero en lugar de dirigirse a la puerta, caminó hacia la cama, como atraída por
un imán.
Pasó la mano por la áspera colcha de lanilla azul, aspirando, oliendo a Stephen
en el aire. No pudo resistirse a apartarla de la almohada, para tocar el lugar donde él
había apoyado la cabeza.
Sensiblera idiotez.
De todos modos, cogió la almohada y la aspiró, hundiendo la cara en ella. Hasta
ese momento no se había dado cuenta de que conocía hasta ese punto el olor de
Stephen, pero lo conocía. Era tan distintivo como su firma, y se le metió en el cuerpo,
excitándole todas las partes.
Apretó la almohada con más fuerza, sentándose en la cama, hundiéndose en
ella, ardiendo con el pensamiento de estar ahí con él, de aspirar su piel, de lamerle el
sudor…
Ahogando una exclamación, se bajó de la cama. ¿Qué estaba haciendo? A toda
prisa, desesperada, puso la almohada en su lugar, estiró las mantas, subió la colcha y
lo alisó todo una y otra vez para borrar todo rastro de su idiotez. Después salió
corriendo, pasó como un rayo por la sala de estar y entró en su dormitorio,
pensando, al cerrar la puerta, que dejaba fuera al demonio.
Pasado un minuto más o menos, se apartó de la puerta y fue a mirarse en el

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espejo. No tenía aspecto de enferma mental, pero entonces vio unas zonas oscuras en
las mejillas, más abajo de las ojeras, y comprendió que tenía que haber dejado
manchas del maquillaje oscuro en la funda de la almohada de Stephen.
—¡Porras!
Rápidamente quitó la funda a su almohada, volvió corriendo al dormitorio de
Stephen y se asomó a la ventana para comprobar si venía o no. Ni señales de él. Ay,
Dios, que tarde un poco más.
Tal como temiera, había dejado manchas marrones en la almohada. Con el
corazón retumbándole por la prisa, quitó la funda, puso la suya y volvió a arreglar y
alisar la cama. ¿Notaría él alguna diferencia? Tratándose de cualquier otra persona,
diría que no, pero Stephen era infernalmente perspicaz.
Volvió corriendo a su habitación y le puso la funda a su almohada. Sólo
entonces se sintió segura.
Pero continuaba con aquella febril energía, así que empezó a pasearse por la
habitación multiplicando las millas hasta Redoaks por el año, 1816, por su edad, por
la hora, etcétera.
No le sirvió de nada. Ahora sentía la tentación de coger su almohada y
aspirarla. Se obligó a alejarse de la cama. Pensándolo bien, era el mejor momento
para bajar al salón de la posada a dejarse olvidados sus retratos.
Se envolvió en el horrible chal, cogió su carpeta de dibujo y salió de la
habitación, asumiendo el papel de Priscilla Penfold. En realidad, Priscilla Penfold sí
se aventuraría por el corredor, aunque crujieran los tablones, por si lograba oír algo.
Lo hizo, pero no sacó nada en claro. Por lo que pudo oír, las habitaciones contiguas
igual podían estar deshabitadas.
Se dirigió a la escalera, tratando de parecer tímida, pero cuando había
comenzado a bajarla decidió que Priscilla Penfold no era tímida en absoluto. Era el
tipo de mujer que finge inseguridad para ocultar que es una chismosa. Farfulla y
vacila con el fin de ocultar que es una comadreja en busca de los huevos del cotilleo.
El tipo de mujer que se lamenta en voz alta diciendo que molesta para que todo
el mundo tenga que tranquilizarla asegurándole que no. Afirma tímidamente que es
una tonta para que todo el mundo tenga que prestar atención a lo que dice.
Tuvo que morderse los labios para reprimir la risa. Estaba describiendo a una
determinada persona que conocía, una mujer que la había exasperado durante años.
Atravesó el vestíbulo y entró en el pequeño salón, que era la sala con la ventana
salediza. Las paredes estaban pintadas en un agradable color amarillo, tal vez para
dar la impresión de que estaba iluminado incluso en un día nublado y oscuro, y lo
calentaba un enorme hogar. Y al parecer, no había corrientes de aire. Aún así, sólo
había una persona ahí: un caballero nervudo que estaba sentado en un sillón a la
izquierda del hogar, bebiendo té y leyendo un diario, con unos quevedos prendidos
en el puente de la nariz.
Él se levantó cuando ella entró, pero en seguida volvió a sentarse y reanudó su
lectura.
Fue a sentarse junto a la ventana a mirar hacia fuera. Se estaba levantando

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

viento, por lo que pocas personas se encontraban en el paseo tomando el aire de mar.
Este, de color gris acero, estaba bastante agitado. Se le ocurrió que tal vez se estuviera
preparando una fuerte tormenta. Abrió la carpeta sobre una mesa pequeña y sacó
una hoja limpia, dejando a la vista el retrato del Henry Gardeyne avejentado.
Miró hacia el caballero; este seguía absorto en su diario.
A la espera de que entrara alguien en el salón, comenzó a dibujar, tratando de
captar la textura y el efecto de las nubes que se iban apiñando en el cielo. Entonces
entró un muchacho, que haciendo una ligera y rutinaria venia, se dirigió al hogar a
añadir leña al fuego. El chico apenas levantó la vista y ni siquiera miró hacia su
dibujo.
Dibujó las barcas zarandeadas por las agitadas olas, luego hizo un rápido
esbozo de un hombre que corría detrás de su sombrero, que iba dando tumbos
llevado por el viento. Y musitó un «bravo» para sus adentros cuando lo cogió justo
antes que cayera al agua. Pero se le estaba haciendo evidente que no se iba a
encontrar con nadie ahí, aparte del lector del diario.
Hablarle a un desconocido era bastante indecoroso, pero ella era una viuda fea
y sosa, no una presuntuosa coqueta.
Comenzó aclarándose tímidamente la garganta. Cuando él levantó la vista, dijo,
vacilante, por supuesto:
—Me temo que vamos a tener una tormenta, señor. ¿Usted también está aquí
por motivos de salud?
Él bajó el diario y la miró por encima de los quevedos.
—Sólo por así decirlo, señora. Soy el doctor Nesbitt de esta ciudad, y vengo
aquí a visitar a un paciente.
Ella recordó que Topham había hablado de él. Eso podía ser exactamente lo que
había esperado.
—¿El pobre capitán Dyer?—preguntó.
—No, señora —contestó él, ya con la expresión interesada—. ¿El capitán
necesita atención médica?
Disimulando la decepción, ella farfulló:
—Ah, eso no lo sé, señor. Pero el posadero dijo que está inválido, y parece que
no sale nunca de sus habitaciones. Verá, son las contiguas a las nuestras, las tomadas
por mi primo, sir Stephen Ball.
—Ah, sir Stephen —dijo él sonriendo encantado.
A ella le quedó claro que su categoría se había elevado al instante.
—Qué amable es —dijo, sonriendo como una boba—. Me ha traído aquí por mi
salud, ¿sabe? Pero el capitán Dyer sólo tiene un criado, al parecer, y es extranjero.
Lleva un «turbante» —continuó en voz más baja, en el tono que se emplea
normalmente para criticar—, el criado, señor, y yo me temo que le esté haciendo
tomar remedios «extranjeros» al pobre capitán.
El médico se quitó los quevedos.
—Caramba, sin duda eso es para alarmarse, señora. —Se levantó y dejó el
diario sobre una mesa—. Iré a hablar con Topham a ver si puedo ofrecerle mis

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servicios.
Haciéndole una venia, salió del salón.
Laura pensó que sería demasiado esperar que si subía a atender a Dyer volviera
allí a informarla, pero continuó donde estaba; igual podría enterarse de algo. Miró el
diario, tentada de leerlo, pero eso sería salirse del papel de la señora Penfold. Sabía
por experiencia que a las cotillas fisgonas no les interesan jamás los asuntos serios e
importantes.
Volvió la atención a su dibujo, y cuando oyó pasos que volvían, miró hacia la
puerta, adoptando una expresión de ansiedad, interrogante.
—Es tal como lo ha explicado usted, señora —dijo el doctor Nesbitt, moviendo
la cabeza—. Pero por lo que dice Topham, Dyer padece de una enfermedad crónica,
no de un episodio agudo. Lamentablemente, la medicina suele tener poco que ofrecer
a estos enfermos, aparte de descanso y aire fresco. A veces una sangría y ventosas,
pero no estoy a favor de esos tratamientos cuando el enfermo se ve pálido, que es
como lo describe Topham. De todos modos, le haré llegar un frasco de mi tónico
patentado, que podría servirle para recuperar la salud.
Se había ido acercando y entonces bajó la vista y vio el dibujo que estaba
haciendo.
—Vamos, señora, es usted toda una artista.
Laura cayó en la cuenta de que sus dotes artísticas tampoco casaban bien con la
personalidad de Priscilla Penfold, pero ya no había nada que hacer.
—Qué amable —farfulló con cara de bobalicona—. Es sólo una pequeña afición.
Él estaba mirando el retrato de Henry.
—Vaya, ese sí que es un hombre que necesita mis servicios, señora. ¿Tísico?
Eso pilló a Laura desprevenida, así que su confusión fue totalmente natural.
—Ay, Dios, espero que no, señor. Es mi hermano. Sufrió…, esto…, sufrió un
accidente grave cazando, pero se está recuperando bien.
—Me alegra oír eso, señora Penfold, pero si fuera mi paciente le recomendaría
encarecidamente que tomara mi tónico. Ahora debo marcharme. Me espera otro
paciente.
Diciendo eso, se bebió el resto del té, se metió el diario bajo el brazo, le hizo una
venia y salió. Pasado un momento lo vio caminando por la calle, algo agachado, para
combatir el viento, hasta que entró en una casa cercana.
Esperó. Pasados unos minutos entró una pareja joven a tomar té, con el pelo
revuelto y riéndose. Resultó que venían de Seaton, de donde salieron sin preocuparse
del tiempo. Laura supuso que estaban de luna de miel y que tal vez una ventolera y
un mar agitado eran exactamente lo que necesitaban, lo cual los hacía francamente
irritantes para ella. Cuando se marcharon, mirándose embelesados, pensó que ojalá
el joven lograra arreglárselas para tener la cabeza atenta al camino.
Estaba a punto de renunciar y subir a su habitación cuando entró la señora
Grantleigh. Por suerte, todavía no había guardado el retrato.
La anciana se detuvo.
—Señora Penfold, ¿le importa que la acompañe un rato? Mi marido está

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

durmiendo, y me gusta cambiar de escenario, pero no puedo ir muy lejos.


—No, no, en absoluto —dijo Laura, alentadora, indicándole un sillón cercano, y
recordando que debía ser Priscilla Penfold, aunque habría preferido con mucho
ofrecerle su amistad a esa pobre mujer—. Me temo que se está preparando una
tormenta.
—Yo también —dijo la anciana, sentándose junto al retrato pero mirando hacia
el mar—. Qué tétrico.
A Laura le encantaban las tormentas, pero asintió enérgicamente.
—Acabo de conocer al doctor Nesbitt. Me ha parecido un hombre excelente.
Eso dio pie a la señora Grantleigh para lanzarse a explicar que a pesar del trato
amable del doctor, su tratamiento era ineficaz para su marido, y luego continuó con
los demás médicos a los que habían consultado en Cambridge, donde vivían, y en
Bath.
Cuando terminó, por fin, bajó la vista y exclamó, sorprendida:
—Caramba, es un retrato excelente, señora Penfold. —La miró a ella y luego el
retrato otra vez, sin poder creer lo que veía—. ¿Obra suya?
Laura volvió a farfullar, sonriendo como una boba:
—Es sólo una pequeña afición.
La señora Grantleigh la miró con ojos sagaces, y tal vez con cierta desconfianza.
No era ninguna tonta después de todo.
—Eso es un talento, señora Penfold —dijo firmemente—. No debería esconderlo
debajo de un celemín.
Laura sintió subir el rubor a las mejillas, que sin duda le ocultaba el maquillaje
amarillento. Eso se debió en parte a que la habían pillado en una mentira, pero
también porque no había hecho nada en particular con su talento.
Pero la señora Grantleigh no se fijó; seguía observando el retrato.
—Este hombre tiene algo que me resulta vagamente familiar, y sin embargo, no
sé… ¿Podría haberlo conocido antes que estuviera tan enfermo?
Diciendo eso la miró, pidiendo una respuesta.
Laura tuvo que contarle la misma historia:
—Es mi hermano Reginald —dijo, sintiendo las mejillas tan calientes que temió
que se le derritiera el maquillaje—. Sufrió un accidente cuando estaba cazando.
Pensamos, bueno, esto… temimos perderlo, así que hice este retrato. Ahora está muy
recuperado. Pero creo que nunca ha visitado Cambridge. Vive todo el año en uno de
los condados del centro, por la caza.
La señora Grantleigh empujó hacia un lado el retrato haciendo una mueca de
disgusto.
—Sin duda tiene razón, señora Penfold. No tolero a los hombres que no viven
para otra cosa que para el deporte. Qué estimulante es conocer a un hombre como sir
Stephen.
Laura la dejó cantar las alabanzas de Stephen y guardó el retrato. ¿Cómo debía
interpretar ese momento de reconocimiento? ¿El retrato se parecía a Dyer pero lo
mostraba demasiado frágil? Pasado un momento de reflexión, se puso a ordenar la

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

carpeta y dejó caer al suelo la copia del retrato del Henry joven.
—Oh —exclamó, agachándose a recogerlo. Entonces lo volvió hacia la señora
Grantleigh—. Este es de mi querido hermano Cedric. Es todo un estudioso.
La anciana sonrió.
—Y se le ve más robusto y feliz por eso, señora Penfold. Quiera Dios salvarlo de
la disipación y el vicio. Oh, caramba, mire la hora. —Se levantó—. Ha sido muy
agradable charlar con usted, señora Penfold. Espero que volvamos a encontrarnos
para conversar.
Después que la anciana salió del salón, Laura miró los dos retratos ceñuda. No
había dado señales de reconocer a nadie en el retrato del Henry joven. Ninguna en
absoluto. Ojalá ella hubiera podido preguntarle si lo que le parecía conocido en el del
avejentado tenía algo que ver con el capitán Egan Dyer.
Topham. Él era la otra persona que sin duda había visto a Dyer. Estuvo
pensándolo un rato, descartando un buen número de ingeniosas maneras de hacerlo
venir al salón. Finalmente, encogiéndose de hombros, tiró del cordón para llamar.
Apareció en la puerta una criada, una joven y regordeta a la que no conocía.
—¿Se le ofrece algo, señora?
Laura le ordenó mentalmente que se acercara a la mesa, donde todavía tenía los
retratos, pero la chica se quedó en la puerta.
—Deseo hablar con el señor Topham —dijo.
Pasado un momento, entró el posadero y le hizo una venia. Ella seguía sentada
junto a la ventana, y él se le acercó.
—¿En qué puedo servirla, señora Penfold?
—Ay, Dios, ay, Dios —farfulló, con una mano en el pecho—. He estado viendo
cómo se prepara una tormenta. ¿Estamos seguros, señor? ¿Estamos seguros?
Él sonrió de oreja a oreja.
—¿Seguros? Tan seguros como las casas. —Se rió, celebrando su chiste—. Se
está preparando una pequeña tormenta, cierto, pero la Compass ha resistido a
cientos de ellas.
Ella le sonrió indecisa.
—Si está tan seguro… Estaba pensando que la King's Arms… está construida
de piedra.
Él se erizó.
—No, señora, no es mejor, en absoluto. Sólo tiene diez años. No ha pasado por
las pruebas del tiempo.
—Ah, comprendo. Gracias. Eso me tranquiliza, me hace sentirme más segura.
Tal vez podría ayudarme a recoger mis papeles, señor Topham. Me tiemblan las
manos.
Él se apresuró a ayudarla, y la halagó por sus dotes artísticas, aunque sin dar
señales de reconocer a nadie en sus dibujos. Después la acompañó solícitamente por
la escalera y, tras dejarla en sus habitaciones, bajó a ordenar que le subieran un té
fortalecido con coñac.
Laura se sentó a la mesa y se puso los dos retratos delante.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—¿La señora Grantleigh te reconoció, Henry, o sólo vio un fugaz parecido?


¿Estás muerto o eres Dyer?
Diciendo eso frunció el ceño, pensando sí el apellido Dyer no sería un
complicado juego de palabras con el verbo die1 Aún no habían solucionado el
rompecabezas del nombre Oscar Oris.
Una ráfaga de viento golpeó la ventana, haciendo vibrar los paneles de cristal.
Fue a asomarse, deseando que volviera Stephen. Ya empezaba a oscurecer y deseaba
que él estuviera ahí, seguro. Sonrió irónica al pensar eso, reconociendo que sus
sentimientos se iban haciendo más y más profundos por momentos.
Pegó un salto al oír el golpe en la puerta y gritó «Adelante». Era Jean, que le
traía el té con coñac. Observó atentamente cuando la criada se acercó a la mesa y
colocó la bandeja, cuidando de no ponerla cerca de los dibujos. Entonces Jean se
quedó un momento mirándolos.
Laura tuvo que refrenarse para no correr hasta ella.
—Es mi pequeña afición —farfulló.
—Están muy bien hechos, señora.
Emitió una risita boba.
—Hay personas que dicen que los reconocen, pero son mis hermanos, que
nunca han estado aquí. Sin embargo, he comprobado que a veces personas que nos
son del todo desconocidas se parecen a personas que conocemos.
—Esa es la pura verdad, señora. En Seaton me topé con una mujer que creí que
era la que antes vivía en la casa de al lado. Y debo decir que ese —hizo un gesto hacia
el Henry envejecido—, me hace pensar en alguien.
—¿Un huésped, tal vez?
La criada se encogió de hombros.
—No logro recordarlo, señora. Igual es lo que usted dice y me recuerda a otra
persona. Las personas no son tan diferentes al final, ¿verdad? ¿Quiere que le sirva el
té? Y ¿desea pedir la cena ahora, señora?
Laura exhaló un suspiro.
—No, gracias.
Una vez que se marchó la criada, se sentó y se sirvió té. Ya olía el coñac. En esa
región de contrabandistas tenía que abundar el coñac, pensó. Le puso un poco de
azúcar y bebió, paladeando el fuerte sabor y disfrutando de su calor. Después llevó la
taza a la ventana para mirar la tormenta.
Cuando apuró la taza, fue a buscar un papel limpio e hizo unos rápidos bocetos
tratando de captar los efectos del viento, embelesada por la cruda energía de la
tormenta, manifiesta en los agitados nubarrones, las crestas altas de las olas, y las
personas corriendo agachadas en dirección a sus casas.
Un turbante azul le captó la atención. ¡Farouk! Iba caminando por la calle
alejándose de la posada, con su túnica azotada por el viento, golpeándole las piernas.
¿Adónde podía ir? Puesto que tenía el lápiz en la mano, lo dibujó.

1
Die: morir. (N. de la T.)

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Era un hombre de estupenda figura: alto, derecho y vigoroso. ¿Qué hacía ahí,
escribiendo cartas a un noble inglés, y ofreciéndose a matar por un precio? Dibujó
unas palmeras detrás de él, inclinadas por el viento, tratando de imaginárselo de
camino a Egipto para perpetrar ese crimen. Imposible. En ese rompecabezas había
piezas que ni ella ni Stephen habían visto, pero no lograba imaginarse cuáles eran.
Que Jack deseara matar a Harry, estaba mal, pero entendía el motivo. Pero ¿que
un egipcio viniera a Inglaterra a ofrecerse, así como salido de la nada, a matar a
Henry Gardeyne, un hombre que supuestamente había muerto hace diez años? Eso
era un cuento de hadas.
Entonces vio a Stephen. Estaba saliendo de la King's Arms, y al ver a Farouk
tomó un camino diferente para encontrarse con él. Lo dibujó también. Simplemente
verlo le hizo pasar calor por todo el cuerpo. ¿Cómo se las iba a arreglar con eso?
Los dos hombres se encontraron, se detuvieron a hablar un momento y luego
Stephen continuó su camino hacia la Compass y Farouk en sentido opuesto, dejando
atrás la King's Arms. ¿Adónde diablos iba?
Por lo menos Stephen sabría cómo era el inglés de Farouk. Todo retazo de
información les sería útil. Mientras pensaba eso, dibujó a Stephen caminando hacia la
posada, sujetándose el sombrero. De repente renunció y le vio sonreír cuando se lo
quitó y dejó que el viento le azotara el pelo.
Sonrió comprensiva, deseando salir corriendo, para que ese mismo viento le
alborotara también el pelo y la ropa, y bajar hasta la orilla del agitado mar. Ay, Dios,
qué terrible ser Priscilla Penfold y no lady Alondra.
Entonces él entró, trayendo consigo el aire fresco y salado.
—El viento, supongo —dijo ella, refiriéndose a su pelo revuelto a la moda.
Él sonrió.
—Decididamente.
—Te vi hablando con Farouk. ¿Es bueno su inglés?
—Bastante, aunque con un fuerte acento. Confirma que es de Egipto. Su amo no
está bien pero está mejorando. Piensan continuar aquí indefinidamente. Ya está.
—Probé con los retratos, con el doctor Nesbitt que estaba de visita, con la
señora Grantleigh, Topham y Jean, la criada. A Jean y a la señora Grantleigh les
pareció ver algo vagamente conocido en el retrato avejentado, pero supongo que si se
pareciera a Dyer, al que han visto recientemente, habrían visto algo más. ¿Nada en la
King's Arms, supongo?
—Sólo las esperadas murmuraciones acerca de los paganos.
—Entonces no hay nada que hacer aparte de entrar en la habitación. Farouk ha
salido, aunque, ¿adónde demonios ha ido?
—No muy lejos con este tiempo. Es demasiado arriesgado. Lo de entrar ahí,
quiero decir.
Laura se tironeó el chal para arreglárselo.
—Tonterías. Yo puedo intentarlo como muestra de amabilidad. Priscilla Penfold
haría eso para encubrir su deseo de fisgonear. ¿Le envío un mensaje con un criado?
—Echó a andar hacia la puerta—. No, simplemente voy a llamar.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Laura —dijo él, cogiéndole el brazo antes que llegara a la puerta.


Tal como le ocurrió cuando él hizo eso mismo en Caldfort, sintió chisporrotear
el brazo con el contacto de su mano.
Tal vez la intención de él fue detenerla, pero le soltó el brazo y retrocedió.
—Muy bien, pero ten cuidado. Yo estaré vigilando. No vaciles en gritar.
—Yo soy la más indicada para hacer esto —dijo ella, comprendiendo—. Priscilla
es exactamente el tipo de entrometida curiosa.
—Lo sé.
Ella le dio las gracias con una sonrisa, corrigió la expresión y salió al corredor.
Puesto que al parecer no había más huéspedes en esa planta, no la sorprendió
encontrarlo desierto. De todos modos, continuó con su papel y medio trotó con
pasitos menudos hasta llegar a la puerta contigua al dormitorio de Stephen. Golpeó.
Silencio.
Golpeó más fuerte. Apoyó la oreja en la puerta y creyó oír un débil movimiento.
—¿Capitán Dyer? —llamó, con voz nerviosa—. Soy la señora Penfold, otra
huésped de aquí. Pensé si tal vez le gustaría tener compañía, señor.
Silencio.
Eso ya lo esperaba.
—¿Se encuentra mal, señor?
Habiéndole dado motivo para que se preocupara, giró el pomo.
La puerta estaba cerrada con llave. Decepcionante, pero eso alentaba su
esperanza. Si Farouk cerraba la puerta con llave cuando salía, Dyer era su prisionero.
Y si Dyer era un prisionero, tenía que ser Henry Gardeyne, el salvador de Harry.
Miró hacia un lado y vio a Stephen observándola. Le hizo un gesto con la mano.
Si esa habitación era la sala de estar, la contigua tenía que ser el dormitorio. Caminó
hasta ahí y giró el pomo.
También estaba cerrada con llave.
Volvió a la puerta de la sala de estar y golpeó otra vez, pero no oyó nada que
indicara que había alguien ahí.
Volvió a la puerta de la sala de estar de ellos, donde se encontraba Stephen.
—Hizo un tenue ruido.
—Si deseara ser rescatado, ¿no crees que haría más? Y has vuelto justo a tiempo.
Farouk sólo bajó hasta el mar. Ya está casi de vuelta.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 30

Stephen estaba seguro de que muy pronto se habría convertido en un lunático,


en un loco de atar. Representar ese beso escénico cuando deseaba con pasión tener a
Laura en sus brazos; dejarla ponerse en peligro, por leve que fuera; compartir con
ella esas habitaciones, asaltado por su perfume y por su cuerpo.
Incluso le parecía notar leves trazas de esa fragancia en su dormitorio. Iba a
tener que pasar otra noche en esa cama, rodeado por ese aroma, consciente de que
Laura estaba cerca y que nada se interponía entre ellos, aparte del honor.
Un hombre cuerdo desearía librarse de esa tortura lo más pronto posible, pero
él, en cambio, temía el final de esa breve aventura. Sin embargo, estaba claro que ella
quería desesperadamente acabar con eso.
—Podrían empezar a sospechar —dijo—. Esta es la segunda vez que intentamos
abrir las puertas.
—No saben quién fue la primera vez y puesto que dije mi nombre, parecerá
algo inocente. De todos modos, si Dyer está prisionero es posible que no se lo diga a
Farouk. Pero ¡no hemos logrado nada! Volvamos a salir, con el catalejo.
—¿Salir? Ya está casi oscuro, y creo que se avecina una tormenta.
Vio que ella miraba hacia la ventana, como si dudara de sus palabras, pero,
¿acaso no oía el viento, no lo sentía golpear las ventanas? Se veían los negros
nubarrones encapotando el cielo sobre la bahía, y el viento agitaba el mar, elevando
las crestas de las olas, convirtiéndolas en afiladas hojas blancas. Las barcas
amarradas en el embarcadero se agitaban con tanta fuerza que a algunas podrían
rompérseles las amarras durante la noche.
—Ah, porras —masculló ella, entonces, pero se acercó más a la ventana—. Me
encantan las tormentas.
—Lo recuerdo.
Recordaba su costumbre de salir corriendo a bailar bajo la lluvia torrencial, con
el pelo y la ropa pegados a su cuerpo. Curiosamente, no recordaba haberse excitado
al verla así; sólo lo preocupaba que cogiera un catarro tan grave que se muriera. Tal
vez en esa época fuese un tonto soso.
—Sólo una vez he podido estar cerca del mar durante una tormenta —dijo ella
—. En Brighton. Bailé a la orilla del mar, coqueteando con las olas rompientes.
—Lo sé. Escribieron sobre eso en los diarios.
Qué furioso se puso esa vez. Lo enfureció que ella siguiera siendo tan tonta, que
pudiera haberse puesto en peligro, que tal vez Gardeyne la hubiera incitado a
hacerlo. Que se hubiera divertido bailando ahí, prácticamente desnuda ante el
mundo.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Ella se giró a mirarlo con una sonrisa cuerda y pesarosa.


—Sí. Sin decir mi nombre me llamaron «una Tetis de espíritu aventurero de la
sociedad elegante», añadiendo ladinas insinuaciones sobre cómo la lluvia me pegaba
el vestido al cuerpo. Hal se puso furioso por algo.
Por primera vez sintió cierta camaradería con aquel hombre.
—Tal vez temió que te hubieras puesto en peligro —dijo.
Ella pareció sorprendida.
—Tal vez fue por eso. Por lo menos Tetis tenía fama de buena madre. Metió a
Aquiles en el río Estige para hacerlo inmortal. Claro que la fastidió, dejándole fuera
el talón por el que lo tenía cogido.
¿Estaría pensando en su hijo, sufriendo por no haber hecho todo lo que podía
por mantenerlo a salvo?
—Creo que el oráculo decía que si una parte de ella tocaba el agua, se
ennegrecería y moriría.
—Eso no debería haberle importado. O debería haber usado una cuerda.
—¿Y si la cuerda se disolvía? Los dioses nunca les ponen las cosas fáciles a los
humanos.
—«Los humanos somos para los dioses como las moscas para los niños
traviesos —citó ella—; nos matan para divertirse.» Se supone que el Dios cristiano es
más considerado y bondadoso, sin embargo Shakespeare era cristiano.
—Tal vez todos pasamos por momentos en que dudamos de la benevolencia de
Dios —dijo él—. Como durante cualquier guerra. —Hizo un mal gesto—. Pero este es
un tema muy pesado para una noche de tormenta.
—Sobre todo estando yo deprimida por lo poco que hemos logrado hacer hoy.
Jack podría ponerse en camino mañana.
—Pero no es lo más probable. No olvides que ni él ni lord Caldfort tienen
motivos para pensar que hay urgencia. Es posible que Caldfort aún no se lo haya
dicho; es posible que no se lo diga nunca. Mañana habrá más actividad en la ciudad.
Saldré a caminar por ahí a ver si logro descubrir algo. Y si es necesario, recurriremos
a los contrabandistas para entrar en esa habitación.
Se vio recompensado por una sonrisa, pero en ese momento una fuerte ráfaga
de viento estremeció toda la casa, por lo que Laura paseó la vista por la habitación,
nerviosa.
—No me resultará difícil representar a la nerviosa Priscilla Penfold esta noche.
Me encantan las tormentas, pero no me haría ninguna gracia ver desplomarse un
edificio a mi alrededor.
Él deseó estrecharla en sus brazos, para consolarla y protegerla, pero eso
provocaría otro tipo de tormenta.
—Míralo por el lado positivo. Si caen derribadas las paredes, seguro que
veríamos al capitán Dyer.
—En las puertas del cielo.
Estaba nerviosa y angustiada de verdad, y él podría habérsele acercado a
tranquilizarla, pero sonó un golpe en la puerta y entró la criada con leña para el

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

fuego.
Una vez que añadió leña al fuego y puso el resto en la caja, la tal Jean les
preguntó:
—¿Qué van a querer para cenar, señor? Tenemos una sopa flamenca, una sopa
de puerros con caldo de pollo, un buen lenguado fresco, hervido o frito. Está el capón
con el que se cocieron los puerros, y un estofado de riñones. Para postres, pudin de
mazapán y tarta de ciruelas damascenas.
—Los riñones no, por favor —dijo Laura.
Él recordó que a ella nunca le habían gustado los riñones. También creyó oírle
rugir el estómago. Por lo menos podría alimentar a su dama.
Pidió la sopa de puerros, el lenguado frito, el capón y los dos postres. A ella le
gustaban los dulces.
—Y el mejor clarete de Topham —añadió—, y para después, coñac, oporto y
queso.
Cuando salió, la criada le sonrió a Laura.
—Espero que eso baste.
Ella se echó a reír.
—Oíste los gemidos de mi estómago. Tal vez una tormenta estimule el apetito.
—Lo miró raro y se apresuró a añadir—: ¿Te parece que leamos Guy Mannering en
voz alta? Podemos turnarnos.
—Si quieres.
Ella fue a su dormitorio a buscar el libro.
Una ocupación que impediría una conversación sobre asuntos personales,
pensó él. Estaba claro que ese beso la había alarmado, aun cuando él creía haberse
dominado heroicamente. Si hubiera logrado hacer algún acto verdaderamente
heroico, tal vez ella estaría más impresionada, pero tenía razón, era insignificante lo
que habían conseguido ese día. No se le ocurría cómo mejorar las cosas sin recurrir a
medidas drásticas, como la de echar la puerta abajo. ¿Con el pretexto de la tormenta,
tal vez?

Laura se tomó un momento para serenarse. Sentía apetitos tormentosos, tanto


de comida como de un hombre. El viento hacía ruido al azotar el edificio, pero era el
ronco rugido del mar el que la estremecía, y su fuerte vibración la sentía subir desde
los pies por todo el cuerpo.
Recordó aquella vez en Brighton. Hal salió corriendo a buscarla y la envolvió en
una capa, reprendiéndola. Pero cuando llegaron al dormitorio la relación sexual fue
una de las mejores y más violentas. Casi la sentía en ese momento, un placer feroz,
vibrante, al ritmo del mar.
Tragó saliva, se enderezó y volvió a la sala de estar.
Stephen estaba sentado en uno de los sillones enfrentados que había a cada lado
del hogar. Ella se sentó en el otro.
Como una pareja casada, pensó, pero nuevamente le vino a la cabeza el hecho

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

de que con Hal rara vez, si acaso alguna, habían pasado una apacible velada
doméstica. Si Hal estuviera sentado frente a ella sin nada que hacer, ya tendría esa
expresión en los ojos.
Se apresuró a abrir el libro y comenzó a leer, empeñándose en trasladarse a la
Escocia de sir Walter Scott. Pero la apurada situación de la huérfana Lucy y el
regreso de Guy Mannering de India parecían fundirse con la tormenta, susurrándole
deseos prohibidos.
Después de un rato le pasó el libro a Stephen, con la esperanza de que escuchar
fuera más calmante, pero había olvidado lo bien que leía él. No se daba ningún aire
ni intentaba representar a los personajes como si estuviera en un escenario.
Simplemente leía el texto y los diálogos, haciendo que penetrara en ella el
argumento, aunque muy pronto empezó a oírlo más a él que al drama. Simplemente
a él.
La llegada de la comida fue un alivio, aunque ella no sabía si sería capaz de
comer. Tan pronto como se sentaron a la mesa comprendió que necesitaban un tema
de conversación sin riesgos. Seguro. Pero ¿qué tema podía ser seguro esa noche?
¡Política! Un tema lo bastante árido para un convento.
—Cuéntame tus aventuras en el Parlamento.
—¿Aventuras? —repitió él, sirviéndole la sopa—. No hay nada de eso.
—Pero a veces habrá cosas que te entusiasmen.
—Pero a ti te aburrirían.
Ella dejó detenida la cuchara entre el plato y la boca. Sólo un momento antes
había pensado que el tema era árido, pero eso le dolió.
Tal vez él se ruborizó ligeramente.
—Digamos que no sé convertir nada de eso en historias entretenidas.
Él la consideraba una nada, una «alondra» cabeza hueca.
—¿Por qué no hablamos de la reforma militar? —le propuso enérgicamente—.
Sé que muchos de nuestros valientes soldados han quedado en una penosa situación.
—Sí, pero eso es un problema distinto, a no ser por el asunto de las pensiones.
Las pensiones son inapropiadas y muchas veces difíciles de conseguir.
—¿No se puede cambiar eso?
—Todo está ligado al sistema de compra de…
Cuando pasaron a los platos principales, se encontraron enzarzados en un
verdadero diálogo acerca de temas importantes, y ella ya no intentaba demostrar
nada. Estaba fascinada. De pronto él dijo:
—Tenemos que hacer algo respecto a la situación de los niños en las fábricas y
minas.
Ese «tenemos» ella lo interpretó como el reconocimiento de que estaban
conversando como iguales.
No como amantes, sino como iguales en el intelecto; estaba tan débil que eso le
produjo una punzada.
—Las fábricas son terribles, sin duda.
—Sin embargo, la industria es beneficiosa —dijo él, sirviéndose más carne en el

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

plato—. Crea riqueza y empleo, y eso hace a los trabajadores menos dependientes de
los elementos naturales para subsistir. Piensa en esta tormenta. Un acto tan
caprichoso de la naturaleza arrasa con los cultivos y con el pienso guardado para el
invierno.
Ella puso a un lado su plato, mirándolo ceñuda.
—¿Crees que las fábricas son mejores? La gente trabaja muchísimas horas, y
muchas veces la maquinaria deja a las personas heridas o lesionadas. Incluso a los
niños.
—Estás sorprendentemente bien informada.
Eso fue como un chorro de agua fría.
—¿Sorprendentemente? ¿Por qué insistes en verme como una cabeza hueca? Te
ganaba al ajedrez, recuerda.
Él sonrió.
—Sí, pero ¿puedes afirmar que por entonces fueras una interesada consumidora
de información acerca de los problemas sociales y la legislación?
Ella deseó decir que sí, pero habría sido una mentira.
—Ahora estoy realmente interesada. Ponen a trabajar a niños no mucho
mayores que Harry. Eso no puede estar bien.
Él asintió.
—Por eso necesitamos legislación. Hemos introducido leyes para controlar un
poco las fábricas de algodón. Esas son las peores. Los dedos pequeños, dicen, son
más ágiles. ¿Pudin?
A ella no le interesaba comer más, pero se sirvió un trozo del pudin de
mazapán mientras él se servía tarta de ciruelas con bastante nata.
Tomó una cucharadita, sonriéndole.
—Así que estás batallando con eso, lanza en ristre.
—Espero que no me veas como a un don Quijote atacando molinos de viento.
—Sir Galahad, por lo menos. —Dejó a un lado el pudin—. Así, pues, ¿qué otros
griales buscas?
—Nada tan insustancial, espero. —Él también dejó a un lado su plato—.
¿Oporto? ¿Coñac?
—Oporto, por favor.
Cogió la copa de vino color rubí que él le pasaba, comprendiendo, con un fuerte
latido del corazón, que estaba a punto de hablarle de las cosas que más le
importaban.
Él se sirvió coñac en una copa y cortó un trozo del queso Stilton.
—Mi principal interés —dijo— es la reforma del derecho penal. ¿Sabías que hay
cientos de delitos castigados con la pena capital? Es delito digno de la horca provocar
daños al Puente de Londres o cortar un árbol que no sea tuyo. Hace dos años
ejecutaron a un hombre por hacer esto último.
Ella lo miró horrorizada.
—¿Cómo es posible eso?
—Porque es la ley. Me imagino que el hombre era un delincuente común que

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

llevaba mucho tiempo cometiendo delitos menores y las autoridades no habían


conseguido echarle el guante. Y cuando lo cogieron por este, lo aprovecharon para
librarse de él.
—Buen Dios. Pero ¿soy mala por entender que se sintieran tentados a hacerlo?
Él le hizo una mueca.
—Sincera, como siempre.
—Pero comprendo tu argumento. No debería ser posible usar la ley de esa
manera.
Él asintió.
—Es necesario eliminar del derecho penal las leyes injustas y anticuadas,
porque crean oportunidades para la injusticia; pero aún hay más. También conducen
a falta de respeto. No es obligar a cumplir las leyes lo que nos hace daño, sino la
negligencia a ese respecto. Muchas personas no desean ver a personas colgadas por
delitos menores, por lo tanto los jurados dejan totalmente libres a muchos
delincuentes.
Ella bebió otro trago de oporto, sintiendo cómo el exquisito vino se le iba a la
cabeza ya febril.
—¿Qué castigo ordenarías tú? ¿Azotes?
Incluso eso le hizo pasar un hormigueo por el cuerpo, aun cuando jamás le
había interesado ese vicio.
—Eso es bárbaro —dijo él.
—¿Deportación? Eso me parece bárbaro a mí.
—Pero es que tú llevas una buena vida aquí, Laura, con amistades y una familia
que te quiere. Muchos delincuentes no tienen nada que los retenga en el país y les
gusta la aventura. Eso hace de la deportación un disuasorio bastante débil. —Sonrió
irónico y añadió—: De hecho, en India hay problemas en el ejército con hombres que
se meten adrede en dificultades con la justicia para conseguir que los trasladen gratis
a Australia.
Laura se echó a reír, consciente de que la política no era en absoluto un antídoto
para la excitación. De hecho, esa conversación la había estimulado de una manera
diferente y más intensa. Stephen era realmente un Galahad, un héroe, y su claridad y
firme propósito le producía hambre, el hambre de tenerlo para ella: su brillante
mente, su generoso corazón, su hermoso cuerpo.
Comprendió qué fue lo que se tornó agrio en su matrimonio, lo que le hizo
insatisfactoria la pasión al final. La vida ociosa, comodona y egoísta de Hal le había
agotado el respeto por él.
Aunque sentía la boca reseca, tenía que decir algo.
—¿Qué sugieres, entonces?
Él bebió un trago de coñac, con los ojos fijos en los suyos, en la sombra de la luz
de las velas, como si deseara adivinar qué estaba pensando ella. Esperaba que no lo
descubriera.
—A los delincuentes hay que privarlos de la libertad y no permitirles estar
ociosos.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—¿En cárceles? Abunda la corrupción en ellas, el pecado y el escándalo.


—Cárceles reformadas, donde se los tenga en celdas separadas y se los obligue
a trabajar. En tareas útiles, además, no en esos trabajos sin sentido como recoger
estopa o darle vueltas a una rueda tirando de una cuerda.
Ella apoyó el codo en la mesa y el mentón en la mano.
—Es una lástima tener que encerrar a las personas. ¿No podemos librarnos del
mundo de la delincuencia? Gran parte de la delincuencia está motivada por la
pobreza y el desempleo. Eso lo vemos ahora. El infortunio ha empujado incluso a
personas respetables a la vagancia y al robo.
—Por lo tanto —dijo él, con un brillo de triunfo en los ojos—, necesitamos
industria y prosperidad. Dale a un hombre la esperanza de un futuro mejor para él y
su familia y no se arriesgará a perderlo delinquiendo. Dale propiedad y apoyará las
leyes que protegen la propiedad.
Ella se apoyó en el respaldo, relajada y riendo.
—Debería haber sabido que ganarías el debate al final.
Los cortos cabos de las velas indicaban que llevaban muchísimo rato hablando.
No habían llamado para que vinieran a llevarse las cosas de la mesa, pero Stephen se
había levantado un par de veces a añadir leña al fuego. Laura tenía la sensación de
que esa había sido la velada más perfecta de su vida.
—Esto ha sido maravilloso —dijo.
—¿Hablar de comités parlamentarios y de reforma social?
—Hablar de algo importante. No sé cuándo fue la última vez que lo hice.
—¿Cuándo estabas en Londres no tomabas parte en las reuniones de los salones
femeninos más serios?
Ella sintió subir el rubor a las mejillas, y se rió para disimularlo.
—Cielos, no. Había muchísimas otras cosas que hacer. Ay, Dios. —Cogió su
abandonada copa de oporto y bebió—. Eso ha quedado como si sólo hubiera hablado
de asuntos serios aquí por aburrimiento. Te aseguro que no es así.
—No lo he pensado ni por un momento.
Ella dejó a un lado la copa, deseando hacerse entender por él.
—Lo que quiero decir, Stephen, es que por entonces yo no era seria. De verdad
era lady Alondra. Me sentaba a la perfección la expresión «de vuelo alto». Me
gustaba volar alto. Pero todos cambiamos, y ahora mis intereses y ocupaciones son
diferentes.
—¿Ahora prefieres la quietud del campo?
Ella hizo un mal gesto.
—¿Me interpretas mal a propósito? Fue el aburrimiento del campo el que me
despertó el interés por la política y por los problemas actuales. —Movió la cabeza,
tratando de analizarse con sinceridad, porque de repente se le antojaba que la
sinceridad era lo más importante—. ¿Por qué crecemos como crecemos y cambiamos
como cambiamos? Si no hubiera tenido a Harry, si Hal no hubiera muerto, tal vez
habría seguido por el camino de ser una señora elegante y frívola toda mi vida. Una
patrocinadora de la sala de fiestas Almack incluso, creyendo que lo importante es

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

saber a quien se deja entrar y a quien se excluye. Antes no era desgraciada. Ya sabes
que nunca he sido tan seria como tú.
—Pero acabas de sostener tus argumentos en una conversación compleja —dijo
él, levantándose para tirar del cordón para llamar—. ¿Te apetece café o té?
Lo miró sorprendida por su tono indiferente. Ella había creído que estaban
intercambiando pensamientos e ideales, reuniéndose en un plano mucho más íntimo,
pero estaba claro que para él había sido simplemente pasar el rato.
—Té —logró decir.
Entraron dos criadas a llevarse los platos y fuentes y a limpiar la mesa, y al
poco rato volvió Jean con la bandeja con el té. Stephen le pidió que les trajera un
ajedrez.
—¿Ajedrez? —preguntó Laura, pensando si sería correcto alegar cansancio y
retirarse a su dormitorio para escapar. Sólo eran las ocho y unos minutos.
—No es correcto jugar a las cartas en domingo, ¿no lo sabes?
—No recuerdo que fueras tan observante de la corrección. Creo que deseas
jugar a algo en lo que crees que puedes ganarme.
—¿Puedo?
—Casi seguro. Hace años que no juego. —Recordó la última vez que jugó al
ajedrez y pasado un momento se lo dijo—: La última persona con que jugué fuiste tú.
—En ese caso, la última vez que jugaste ganaste.
Jean volvió con el ajedrez y Stephen cogió una mesa pequeña y fue a ponerla
entre los sillones enfrentados junto al hogar.
Ardiendo de frustración, Laura trató de poner toda su atención para volver a
ganarle a Stephen, pero esta vez fue totalmente derrotada.
Cuando terminó la partida, pudo escapar a su dormitorio, confusa y
atormentada por la violencia de la tempestad y el rugido del hambriento mar, pero
más que nada por esa necesidad y deseo que sentía de Stephen, que jamás había
supuesto que sentiría. El deseo no era puramente físico. Esa noche se había dado
cuenta de que, después de todo, podría disfrutar con una vida de cenas tranquilas y
conversaciones políticas junto al hogar, aunque él no daba señales de sentir lo
mismo.
¿Sería solamente por su fea apariencia? Se quitó el disfraz y contempló a
Labellelle en el espejo. ¿Volvería a desearla Stephen cuando fuera hermosa? ¿Lo
desearía ella en esas condiciones?
Se metió en la cama, todavía atormentada por la violencia del viento que hacía
estremecer las vigas de la vieja casa, y por la funda de su almohada, que le susurraba
cosas acerca de la última cabeza que había reposado en ella: la de Stephen.
Ningún tipo de multiplicación le sirvió de nada, así que rogó que al día
siguiente lograran resolver el misterio de HG para poder escapar de la tortura de esa
recortada intimidad.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 31

Cuando se bajó de la cama a la mañana siguiente, Laura pensaba que no


necesitaría maquillaje para verse cetrina y ojerosa. Pero el espejo le mostró su
conocida cara, aunque con el horrible lunar firmemente pegado. Se pasó un dedo por
los contornos de la frente, nariz y labios, pensando qué es la belleza y qué pasa
cuando falta.
¿Stephen le habría hablado de política si ella hubiera sido Labellelle? Pero si
incluso viéndole la piel cetrina y los rizos parduzcos pensaba que las cosas que lo
entusiasmaban a él la aburrirían a ella.
La primera noche la besó en la oscuridad.
Luego volvió a besarla viendo a la luz la fealdad Penfold, pero sólo después que
representaron esa escena entre Valancourt y Emily. Estaba acostumbrada a ver más
interés por ella en los hombres, y no sabía vivir dentro de una mujer fea.
El reloj de la posada dio la hora y contó nueve campanadas. Aunque lo
detestara, era hora de recuperar su fealdad, antes que llegara Jean con el agua
caliente. Se aplicó la crema amarillenta y luego la más oscura que le formaba las
ojeras. El lunar seguía tan firmemente pegado que ya empezaba a pensar si no le
quedaría permanentemente, como siempre les decía su madre que quedan las caras
agriadas.
Le pareció que fuera estaba muy silencioso, así que se asomó a mirar por el
borde de la cortina. El cielo estaba cubierto de nubes y el mar seguía agitado, con olas
altas, aunque la tormenta ya había pasado. La playa, que estaba despejada el día
anterior, se veía llena de algas y maderos, y cerca de la iglesia había una barca
volcada, arrastrada hasta allí por el mar. Era de esperar que no llevara ningún
tripulante cuando ocurrió eso.
Pero en la calle reinaba una relativa calma; era lunes, y como dijera Stephen,
abrirían las tiendas y la gente saldría a sus trabajos y asuntos. Ese día deberían
solucionar el misterio, y si no, siempre le quedaba la fuerza bruta. Se sentía con
ánimos de dirigir ella misma la intrusión.
Se puso la peluca, encima el gorro de dormir, y tiró del cordón. Jean no tardó en
llegar con el agua caliente.
—¡Qué noche, señora! Ha volado el techo del granero del granjero Tully.
—Creí qué no había peligro.
—Aquí no, señora, pero Joss Tully es un hombre perezoso que no mantiene su
propiedad como debería.
—He visto una barca volcada en la playa.
—Sí, la Cormorant. Se le rompieron las amarras, pero no ha sufrido muchos

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

daños. ¿Alguna otra cosa, señora?


—¿Sir Stephen ya ha desayunado?
—Se sentó a la mesa no hace mucho rato, señora.
—Entonces tráeme mi café y pan, por favor. Y hoy tomaré unos huevos
escalfados también.
—¡Muy bien, así se habla, señora! Le dije que este aire de aquí muy pronto la
pondría tan fuerte como un salvamanteles.
Cuando se cerró la puerta, Laura sonrió. Al parecer, todos los habitantes de la
ciudad se creían médicos. Se lavó y vistió rápidamente y salió a reunirse con Stephen.
Él estaba bebiendo café y mirando ceñudo la carta de Farouk. Ella se sentó y le
explicó lo que se le había ocurrido con el apellido Dyer y el verbo die.
—Interesante —dijo él, mirándola con una breve y despreocupada sonrisa—.
¿Juegos de palabras? —Miró la carta—. ¿Y qué nos da eso para Oscar Oris? Riz es
arroz en francés.
—Y ris es una conjugación del verbo reír. ¿Todo esto es un chiste?
—En latín, os significa boca. ¿Han venido a comernos a todos?
Él le hizo un guiño y ella se lo correspondió.
—Car podría ser caro o cara en italiano. ¿La querida boca come arroz?
Los dos se echaron a reír y de repente Laura tuvo la certeza de que le encantaría
tomarse el desayuno con Stephen todos los días del resto de su vida. Pero eso debía
dejarlo para después, se dijo severamente. Para cuando estuvieran seguros lejos de
ahí.
Se puso en el plato un huevo escalfado y una tostada.
—¿Piensas salir a recorrer la inmensa metrópolis para hacer preguntas? Y
mientras, ¿qué hago yo?
—Como has dado a entender, no me llevará mucho tiempo exprimir
Draycombe y dejarlo seco. Tú podrías estar vigilante por si se presenta alguna
oportunidad de ver a Dyer.
—Dudo que lo logre, a menos que camine por la pared exterior como una araña
y me asome a su ventana. Creo que volveré a instalarme abajo con mis retratos.
—Muy bien —dijo él, levantándose.
Ella comenzó a ponerle mantequilla a la tostada.
—¿Dijiste en serio lo de recurrir a los hombres de Kerslake para entrar por la
fuerza?
Él lo pensó un momento, mirándola.
—Preferiría que eso fuera nuestro último recurso. ¿Cuánto tiempo puedes
continuar aquí?
Ella sintió el impulso de decir «todo el tiempo que quieras», pero contestó:
—Creo que debería volver a Redoaks, mañana, por lo menos, y de ahí regresar
a Merrymead. Si me quedara más tiempo parecería muy raro, y Harry ya debe de
estar echándome de menos. —O eso esperaba, de verdad; no deseaba que él sufriera,
pero seguro que ya la echaba de menos—. Rara vez hemos estado separados —
añadió—, y nunca desde la muerte de Hal.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Él asintió.
—Veamos que nos trae la mañana y entonces haremos nuestros planes.
Diciendo eso se marchó y ella se llevó la tostada a la ventana para verlo alejarse.
El viento seguía soplando fuerte y él tuvo que sujetarse el sombrero, como todos los
demás hombres. Los sombreros y papalinas con cintas de las mujeres eran mucho
más prácticos, y tal vez el motivo se debiera a que muchas veces las mujeres iban
cargadas con cestas y tenían que ocuparse de los niños, por lo que necesitan las dos
manos.
En la playa había un grupo de niños jugando, persiguiéndose por entre las
algas y maderos arrojados por la tormenta. A Harry le encantaría ese lugar; nunca
había estado junto al mar. Una punzada de dolor le dijo lo mucho que lo extrañaba.
Podría escribirle otra carta, enviarle un dibujo con los efectos de la tormenta. Ya
iba a buscar papel para hacerlo cuando comprendió que era imposible. No tenía por
qué estar ahí. Se suponía que estaba en Redoaks, en el interior.
Le brotaron lágrimas, algunas de ellas de vergüenza.
No la avergonzaba estar ahí tratando de resolver el misterio de HG. Tampoco la
avergonzaban sus pasiones, mientras no sucumbiera a ellas. Pero detestaba mentirle
a su hijo.
Se sacudió la pena, fue a dejar la tostada a medio comer en el plato y entró en su
habitación a buscar su carpeta de dibujo. Ya no había muchas esperanzas de que
alguien reconociera los retratos, pero, ¿qué otra cosa podía hacer?
Buena parte de la mañana transcurrió tal como había supuesto. Solamente el
doctor Nesbitt se le reunió en el salón. Conversando con él se enteró de que era
soltero y le gustaba pasar de tanto en tanto por la Compass para tomarse una taza de
té y también para salir un rato de su casa. Él volvió a admirar sus dibujos pero su
única reacción ante el retrato del primo Henry envejecido fue comentar la suerte que
había tenido el caballero de recuperarse de lo que con toda seguridad había sido una
crisis grave.
Laura decidió modificar un poco el retrato, para hacer parecer menos enfermo a
Henry.
Comenzó a trabajar y de pronto se interrumpió, alertada por ese sexto sentido
que nos dice que alguien nos está mirando. Levantó la vista y vio a Farouk detenido
justo fuera de la puerta del salón. Espantada porque tenía el retrato del joven Henry
a la vista sobre la mesita, trató de mirarlo con una expresión fría, severa, que no lo
alentara a entrar.
Tal vez eso le dio resultado, porque él se giró y salió. Pasado un momento lo vio
alejándose por la calle. ¿Por qué se había detenido a mirarla así? ¿Sus intentos por
entrar en sus habitaciones le habrían despertado sospechas?
¿Estaría en peligro? Si Farouk era el villano que parecía ser, posiblemente no
vacilaría en librarse de una mujer entrometida. Cuando vio a Stephen caminando de
vuelta a la posada, sintió una oleada de placer debida a muchos motivos. Recogió sus
papeles y subió a toda prisa a la salita de estar. Sólo había alcanzado a guardar su
carpeta cuando él entró, con una pequeña caja marrón en la mano y con aspecto de

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

sentirse muy complacido consigo mismo.


—¿Qué es eso? —le preguntó.
—Un regalo —contestó él, pero ella captó que era broma, así que no se
sorprendió cuando añadió—: Pero tendrás que esperar.
Puesto que era evidente que él contaba con que se pusiera impaciente, ella se
limitó a decir:
—Muy bien.
Entonces buscó un tema de conversación totalmente diferente. Ah, sí.
Aunque había entrado en su dormitorio a quitarse la ropa de abrigo, dejó
abierta la puerta.
—Ayer cuando me encontré con la señora Grantleigh estuvimos cacareando
sobre la ausencia del capitán Dyer en la iglesia, tal vez impedido por su malvado
criado pagano. Entonces yo sugerí que alguien debería decírselo al párroco. Farouk
no podría negarle la entrada a él en la habitación.
Él salió sonriendo.
—¡Muy bien! Como has sabido ser paciente. —Le entregó la caja—. No es
exactamente un regalo, pero espero que te guste.
Laura abrió la caja y miró el objeto que había dentro. Parecía una copa de metal
con un largo pico, aunque este salía de la base.
Lo sacó y lo miró por el lado ancho de la parte que se parecía a una copa cónica.
Vio el pequeño agujero en el fondo, del pico o tubo, y luego lo miró a él, perpleja.
—¿Un método diferente para espiar? ¿Lo aplicamos al ojo de la cerradura?
—Interesante idea, pero no. Aunque te has acercado bastante. Es al revés.
Ella se puso el extremo del tubo en el ojo y lo miró.
—No me impresiona.
—Póntelo en el oído. Es un aparato auricular, potenciador de la audición.
—Eso lo encuentro indecente.
A él le chispearon los ojos.
—Sólo si yo susurro sugerencias indecentes por el otro lado. Si fueras dura de
oído, podrías ponerte el tubo en la oreja y cuando yo te hablara por el lado ancho,
por una magia de la ciencia que no logré entender del todo, mi voz te llegaría lo
bastante fuerte para que me entendieras.
—Stephen, ¡qué fantástico! ¿Dónde lo encontraste?
—¿Te acuerdas de la botica que ofrecía una selección de útiles dispositivos
modernos para los achaques de la ancianidad? Entré ahí con la esperanza de
encontrar información acerca de algo que hubiera comprado Farouk para Dyer, e
hice todo lo contrario. El boticario me obsequió con un recorrido guiado para ver sus
mercancías. Es admirablemente entusiasta. Este potenciador de la audición es su
última novedad y delicia. Se lo compré…
—No para mí espero. No puedo ser fisgona y sorda al mismo tiempo.
—… para mi abuela.
—¿Te refieres a lady Ball viuda? No estaba sorda la última vez que la vi.
—No te distraigas con los detalles. —Hizo un gesto hacia su habitación—. ¿Lo

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

probamos?
—¡Sí! Ay —añadió haciendo un mal gesto—. Farouk ha salido, así que no habrá
nada de conversación.
—Maldición. Tienes razón. Pero probémoslo de todos modos. Yo entro en mi
dormitorio, cierro la puerta y recito un discurso. Y tú escuchas a través de la pared.
Entró en su dormitorio, y cuando ella tuvo el lado ancho apoyado en la pared,
oyó que estaba recitando un poema:

El último mediodía los vio rebosantes de vigorosa vida,

la última noche, en un bello círculo, orgullosos, animados;

Era una estrofa de lord Byron sobre la batalla de Waterloo, de la última parte
publicada de su extenso poema aún no terminado, Childe Harold's Pilgrimage
[Peregrinaje de Childe Harold].

La medianoche trajo la sonora señal llamando a la lucha,

la mañana trajo la formación a filas, todos armados,

¡magníficamente ordenados para la batalla del día!

Sobre ellos caen las atronadoras nubes, aquellas que cuando se abren,

dejan sobre la tierra una gruesa capa de otra arcilla,

que después esta cubrirá con su propia arcilla,

amontonada, encerrada.

Jinete y caballo, amigo, enemigo,

mezclados en un mismo túmulo de tierra rojo sangre.

Laura continuó apoyada en la pared un momento, recordando a los conocidos


que cayeron en esa terrible victoria, y se apartó cuando él entró en la sala.
—¿Tú también perdiste amigos? —le preguntó.
—Todo el mundo. Pero por lo menos uno volvió de la tumba.
—Lord Darius.
—Sí. ¿Resultó?
Ella se sacudió, para quitarse la solemnidad.
—Fabulosamente, aunque creo que tú has hablado como lo haría un orador. No
sé lo clara que se oiría una conversación normal. Qué lástima que Farouk haya
salido.
—Sólo tenemos que esperar a que vuelva. Entonces por fin podremos descubrir
qué pretenden.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Ella se sentó, sonriéndole.


—Siempre he sabido que eres brillante.
Él se inclinó en una reverencia.
—Gracias, bella dama. —Tiró del cordón para llamar—. Ahora es mi intención
obtener mi recompensa con el almuerzo.
—No soy bella en estos momentos.
—Bella de corazón.
Eso era un elogio admirable pero a ella no la satisfizo.
—¿Te enteraste de algo en la ciudad?
—Todo el mundo se fija en Farouk, lógicamente. No es juicioso por su parte
hacerse tan notorio, pero no he logrado encontrar ningún motivo sensato para que lo
haga. Supongo que simplemente no entiende el efecto que causa en esta pequeña
ciudad inglesa.
—El párroco estaba lo bastante preocupado como para hablar de eso en su
sermón.
—Esperemos que haya hecho algún bien. No nos conviene que nuestro trabajo
se complique por una revuelta.
—Podría darnos un atisbo de Dyer.
Él sonrió, manifestando su acuerdo.
—Los movimientos de Farouk se observan, pero parece que lo único que hace
es dar largos paseos. Las únicas compras que ha hecho son un juego de ajedrez, una
baraja y, lo creas o no, un ejemplar de El corsario de Byron.
—¡Buen Dios! ¿Para comprobar si es exacto a la hora de describir el mundo
árabe?
Stephen se encogió de hombros, y en eso llegó Jean a preguntarles qué
deseaban para el almuerzo.
—¿Y tú que has descubierto? —preguntó él, cuando salió la criada.
—Prácticamente nada, aunque Farouk se detuvo en la puerta del salón a
mirarme. Se me subió el corazón a la boca de terror, no fuera que se acercara y viera
los retratos. Pero claro, probablemente no los reconocería tampoco.
Él la miró compasivo.
—No pierdas la esperanza.
—Necesito con desesperación que Dyer sea el primo Henry. ¡Es muy
importante!
—Hay otras maneras de mantener seguro a Harry, Laura. No puedes creer que
yo permitiré que le ocurra algo.
Ella le tendió una mano y él se la cogió.
—No, pero… Es imposible mantener seguro a un niño, Stephen, mientras
alguien lo desee ver muerto, y lo desee mucho.
Él no se lo discutió, por lo que ella comprendió que él también lo veía así
Entró la criada con el almuerzo, y Stephen fue a asomarse a la ventana mientras
esta distribuía las fuentes sobre la mesa. Tan pronto como se marchó, anunció:
—Ahí viene.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Olvidando la comida, los dos entraron corriendo en el dormitorio de él. Stephen


le pasó el aparato y ella le agradeció con una sonrisa que la dejara oír a ella primero.
Apoyó la parte ancha en la pared y puso la oreja junto al tubo, esperando que llegara
Farouk. Mientras tanto Stephen estaba junto a la puerta que daba al corredor.
—Ahí viene. Oigo los crujidos.
—Funciona —dijo ella—. He oído el sonido de la puerta al abrirse y cerrarse.
«Decid algo, —pensó, concentrándose en escuchar—. Decid algo que deje claro
que el capitán Dyer es Henry Gardeyne.»
Entonces oyó otro clic. Se apartó de la pared.
—No me lo puedo creer. Después de todo esto, Dyer debe de estar en el
dormitorio y Farouk ha entrado ahí.
Stephen se acercó, cogió el aparato y probó, pero no tardó en negar con la
cabeza.
—Es enloquecedor, pero no pueden seguir ahí eternamente. Vamos a comer.
—¿Y si el capitán Dyer ha caído enfermo y tiene que guardar cama?
—Entonces entraremos furtivamente en la habitación del otro lado.
—¡Claro! —exclamó ella, echando a andar hacia la puerta. Él la detuvo.
—Todavía no. Dales un poco de tiempo y sírvete tu almuerzo.
Laura sentía el fuerte deseo de actuar como la chica tempestuosa que había
sido, pero él tenía razón. La sensatez se le daría más fácil si no estaba en el
dormitorio de él, por lo que salió a la sala de estar y se instaló a comer pan con lonjas
de jamón.
Pero los dos comieron poco y rápido. Finalmente, Stephen se levantó.
—Iré a hacer un primer turno en el puesto de escucha.
Sería una locura, pensó ella, además de inútil, ir a meterse en ese hueco con él,
así que empezó a pasearse por la sala, sintiéndose impotente.
—Laura.
Pegó un salto y se giró a mirar. Él estaba en la puerta.
—Están ahí —dijo, tendiéndole el auricular.
—¡Eres un santo! —exclamó ella.
Cogió el aparato y, sin pensar, le dio un rápido beso en la mejilla. Ya iba a
medio camino hacia la pared cuando cayó en la cuenta de lo que había hecho. Pero
continuó caminando. ¿Qué podía decir?
Apoyó el aparato auricular en la pared y aplicó el oído al extremo del tubo.
—¡Los oigo!
Él se acercó, aunque no demasiado, observó ella.
—¿Qué dicen?
—No están declamando. Chss.
Los dos hablaban en susurros, aunque era imposible que nadie los escuchara a
través de la pared.
—¿Ha dicho nueve? —dijo ella—. ¿O nuevo? Hay mucho silencio.
Entonces él se acercó más para hablarle al oído:
—Eso es natural. En todo caso es muy improbable que expongan

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

ordenadamente su historia y sus planes para que los oigamos nosotros. Ya deben
tenerlo todo muy bien pensado.
Ella tragó saliva, combatiendo los efectos de su voz y de su aliento, que casi le
rozaba la piel.
—Con la única salvedad, de que si Dyer es Henry, no sabe que Farouk pretende
cortarle el cuello por dinero.
Se obligó a ser noble y le pasó el aparato. Cuando cambiaron de lugar sus
cuerpos se rozaron un instante. Él pareció no notarlo.
—¿Oyes algo?
—Ruidos.
—¿Ruidos de muerte?
Él sonrió.
—Noo. Parecen ruidos de dados. No, de piezas de ajedrez. Compró el juego,
recuerda. Farouk le dio a elegir el color y Dyer eligió blanco. Han dejado de hablar.
Laura decidió que la situación le daba permiso para apoyarse en él, con una
mano en el hombro. Él estaba tan hermoso así concentrado, con las facciones
inmóviles, como una estatua clásica perfectamente esculpida.
En Londres siempre llevaba el pelo cuidadosamente peinado. En cambio, ahora
lo tenía revuelto por el viento, y no peinado en ese estilo complicado y artificial que
estaba de moda. Deseó peinárselo con los dedos, echarle atrás un mechón ondulado
que le había caído sobre la sien.
Pasar las manos por su pelo.
Enmarcarle la cara.
Besarlo. Besarlo con toda la pasión que ardía dentro de ella.

Stephen continuaba con los ojos cerrados, como si eso le sirviera para oír mejor,
pero la verdad era que no podía permitir que Laura viera sus emociones. Hacía un
momento ella se había apoyado en él, tocándolo con su cuerpo a todo lo largo del
costado, y con una mano reposando ligeramente en su hombro.
No debería ni haber sentido ese ligero contacto de su mano a través de la tela de
la camisa y de la chaqueta, pero lo había sentido, y lo quemó. Ya se había apartado
un poco. Los separaban por lo menos unos cuantos dedos, y ahora percibía el mundo
más frío. La tentación de girarse y estrecharla en sus brazos casi lo quebró.
Se apartó de la pared, dejó el potenciador auricular sobre la cómoda y le hizo
un gesto a ella indicándole que volvieran a la sala de estar.
—Creo que no van a decir mucho por el momento —dijo—. Dan toda la
impresión de conocerse muy bien desde hace mucho tiempo. No necesitan hablar.
Confieso que me siento decepcionado. A pesar de lo que he dicho, sí que esperaba
que inmediatamente revelaran algo que nos aclarara la situación.
—Tenemos que seguir escuchando.
—Sí, supongo. —Él no podría soportarlo—. Tal vez yo debería poner por obra
tu plan también. —Al ver que ella lo miraba perpleja, añadió—: Una visita al párroco.

- 183 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Ah, eso me pareció ingenioso en ese momento, pero ¿es necesario ahora?
Para él lo necesario era escapar. A ese paso tendría que salir corriendo cada
media hora.
—¿Te importa quedarte vigilando un rato? —le preguntó.
—No, claro que no. Dividir nuestras fuerzas.
—Exactamente. —Cogió su sombrero y sus guantes y se dirigió a la puerta—.
Pero, no olvides, oigas lo que oigas no hagas nada precipitado.
—Stephen.
Él se detuvo en la puerta y se giró, alertado por su tono; su tono severo.
—Stephen, ya no soy una niña. Sé que estos días he actuado así a veces, pero
supongo que era… un regreso a lo que éramos antes. Sólo un juego. —Pasado un
momento, añadió—: No quiero que me trates como a una niña.
¿Y qué quería decir con eso?
—Perdona si te he ofendido.
—Noo, claro que no. Somos amigos, no nos ofendemos por cosas triviales.
Amigos.
—Simplemente quiero decir que debo hacer lo que me parezca mejor. Soy una
mujer adulta, y creo que en todos los aspectos prácticos soy igual que un hombre.
—Me dijiste que no eras una intelectual. Y no sabía que fueras tan radical.
—No sé si lo sabía yo en ese momento. Pero estoy aquí, configurando mi
destino y el de mi hijo, y no estoy dispuesta a cederle eso a nadie. Ni siquiera a ti.
Él no se habría esperado eso jamás. Nunca se habría imaginado que descubriría
en Laura a una mujer así. Había pensado que no podría amarla más de lo que la
amaba, pero eso amenazaba con desplomarlo.
Pensó que debería decir algo elocuente, pero simplemente escapó.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 32

Laura se mordió el labio. Probablemente acababa de destrozar cualquier


esperanza de felicidad con Stephen, pero de repente, inesperadamente, había llegado
el momento de la verdad, el momento de tomar una decisión. Se había visto a sí
misma por primera vez en su vida, y había tenido que hablar. Y cada palabra la había
dicho en serio.
Se sentía como si el mundo hubiera cambiado, pero claro, nada había cambiado,
a excepción de ella. Era como si se estuviera instalando en una casa nueva y debiera
ponerla cómoda. Si Stephen iba a formar parte de esa casa o no, estaba por verse.
Pero no llegarían a nada útil en ese invernadero de emociones. Debían resolver ese
misterio y volver a la vida normal, idealmente a una vida en que Harry ya no fuera el
heredero de Caldfort.
Se dirigió a la habitación de Stephen, pero entonces se le ocurrió algo. Fue a
buscar papel y lápiz para escribir lo que oyera y entonces entró en la habitación.
Se detuvo al pie de la cama, pero más en reflexiva contemplación que en un
ataque de turbulenta pasión. Ya sabía quién era ella y lo que deseaba. Como mujer
adulta y responsable de sus actos, debía ser cuidadosa.
Puso una silla adosada a la pared, agradeciendo que cupiera bien en el hueco, y
entonces se instaló en ella lo más cómoda que pudo. Los irritantes hombres seguían
sin decir nada, aparte de uno que otro comentario sobre el juego.
De todos modos comenzó a escribir el diálogo, aunque le resultaba incómodo
teniendo una mano ocupada con el aparato auricular. Era de esperar que lograra
descifrar lo escrito después.

Dyer: ¡Jaque!
Farouk: Debería haber visto eso.

Afortunadamente las voces eran claramente distintas. La de Farouk más ronca y


fuerte, no en volumen sino en carácter. La de HG era más aguda y menos segura.
¿Calzaba eso con Henry Gardeyne?
A eso siguió un silencio, que marcó con una línea. Deseó que hubiera un reloj
en la habitación, para anotar la hora y el largo de los silencios. Inútil, pero eso la
haría sentirse que estaba haciendo algo.

Dyer: ¡Demonio!

Eso lo dijo con admiración, con cariño. Si Dyer era Henry Gardeyne, no tenía la

- 185 -
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menor sospecha de que su cabeza estaba sobre el tajo.


No le gustaba llamarlo Dyer. Deseaba que fuera Henry Gardeyne, la clave para
la seguridad de Harry, pero se conformó con HG, quien, según la carta, se embarcó
en el Mary Woodside y fue huésped de Oscar Oris.
«Boca querida arroz», pensó, frunciendo los labios. Tenía la impresión de estar
atrapada en una telaraña. ¿Qué podía explicar la ausencia del primo Henry durante
diez años?

—¿Sientes nostalgia a veces?

Eso interrumpió bruscamente sus pensamientos. ¿Nostalgia de qué? Cogió el


lápiz y enderezó el papel. Ese había sido HG.

F: Curiosamente, sí, pero la libertad es mejor.

¡Libertad! Laura se sintió como si le hubieran magullado el corazón. ¿Habían


sido convictos?

HG: Sí, pero yo echo de menos el sol.


F: Creo que el sol brilla en Inglaterra.
HG: (Riendo) Creo que eso lo recuerdo. Tenuemente.

Sol. Nueva Gales del Sur,2 la colonia penal, tenía un clima caluroso, ¿no?
Los hombres volvieron la atención al juego y ella dejó pasar los ocasionales
comentarios. Estaba leyendo una y otra vez esas pocas palabras que le destruían la
esperanza.
HG vivió en Inglaterra en otro tiempo, pero ahora estaba más acostumbrado a
un clima caluroso, lo que lo relacionaba con una prisión. Al parecer, habían estado
prisioneros juntos. Ella creía que a Nueva Gales del Sur sólo enviaban a delincuentes
británicos, pero tal vez sólo tuvieran que quebrantar las leyes británicas.
Entonces cayó en la cuenta de una cosa: Farouk habló en un inglés perfecto, sin
el menor acento. Debió educarse en un sitio gobernado por británicos, tal vez en
India, y Stephen le había explicado que en el ejército indio había hombres que
cometían delitos para que los enviaran a Nueva Gales del Sur.
Se llevó la mano a la cabeza. Se le hizo horrorosamente claro que esos dos
hombres eran unos delincuentes que estaban confabulados para realizar una
extorsión, pero ¿cómo se relacionaba eso con Henry Gardeyne? Él no podía haber
acabado prisionero, y no había estado ni cerca de India.
Se quedó inmóvil, con el oído atento. Fue un ruido en la sala de estar lo que
oyó. ¡La sala de estar de ellos!
Se levantó, asustada. ¿Es que Farouk se había dado cuenta de lo que estaba
haciendo y había entrado ahí para atacarla? Y ella, la muy estúpida, se había dejado
2
Nueva Gales del Sur, New South Wales: Australia. (N. de la T.)

- 186 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

la pistola en su dormitorio.
Dejó el auricular en la cómoda y caminó sigilosa, con el corazón retumbante,
hacia la puerta. La abrió.
Sólo era Jean, llenando la caja de leña. Pero la criada la vio y agrandó los ojos.
¡Ay, Dios! Y ella iba saliendo del dormitorio de su primo.
—Sir Stephen ha salido —farfulló, nerviosa—. Le vi, esto… le vi un roto en su
pañuelo y pensé que podía zurcírselo mientras él estaba fuera.
La criada no pareció impresionada, pero tampoco pareció muy interesada. Tal
vez simplemente supuso que la fisgona señora Penfold estaba metiendo la nariz en
las pertenencias de su primo.
Simplemente para seguir manteniéndose fiel a su personaje, le preguntó:
—¿Le llevas leña al capitán Dyer?
—No, señora. Ese Farouk la va a buscar él personalmente, lo cual es una suerte,
porque gastan muchísima.
—Porque vienen de un clima caluroso, supongo.
—No veo qué tiene de malo un poco del fresco y vigorizador clima inglés.
Según me han dicho, esos lugares calurosos incuban enfermedades.
—Eso parece.
—Y es malo que el capitán esté metido todo el tiempo en su mal ventilada
habitación, señora. El aire de mar hace bien. Todo el mundo lo dice. Espero que les
llegue pronto la carta.
—¿Carta? —preguntó Laura, simplemente para continuar la conversación.
—El capitán Dyer espera una carta, señora. Farouk pregunta por ella todos los
días. Nos ha dicho que le avisemos tan pronto como llegue.
—De la familia, supongo.
De Caldfort, en realidad. Era bueno tener la confirmación de que lord Caldfort
aún no había contestado, aunque si Dyer y Farouk eran los villanos que parecían ser,
ella se inclinaba más por dejar que Jack los asesinara.
Jean se encogió de hombros, indicando ignorancia.
—Tal vez están esperando noticias antes de continuar viaje. Siempre es juicioso
hacer eso, señora. Mi tía hizo todo el viaje hasta Nottingham para visitar a su
hermana, y cuando llegó no estaba, pues se había marchado a Gales.
—Qué confusión. Sí, es muy juicioso esperar.
La criada se marchó y Laura volvió a su puesto de escucha, rogando que el
siguiente diálogo demostrara que sus primeras conclusiones estaban equivocadas.
Llegó justo cuando Farouk decía un claro «Sí».
Siseó de fastidio. Ay, si hubiera oído la pregunta. Pero volvían a hablar. Cogió
el papel.

HG: Estoy muy cansado de esto, telo.

¿Telo? ¿Zelo? Eso parecía un nombre. Puso un signo de interrogación al lado.


Tal vez había oído mal.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

F: No falta mucho.
HG: Entonces, ¿París?
F: Ahí no hace más calor, lo sabes.
HG: Entonces Grecia, o Italia. ¿Tú quieres quedarte aquí? Dijiste que era muy
peligroso.
F: Sí, tienes razón, Des. Carolina del Sur, tal vez. O incluso Florida. Me han
dicho que los españoles son acogedores.
HG: ¿Más lejos de la influencia británica?

Bajaron la voz y ya no logró captar las palabras.


¿Des? Subrayó la palabra. ¿Desmond? ¿Un nombre irlandés? No le encontraba
acento irlandés a HG. Despard, Desford, Desalles. De ninguna manera era un
diminutivo de Henry o Gardeyne. Eso era como el último clavo del ataúd, sobre todo
con esa alusión a estar lejos de la influencia británica. No se le habría ocurrido que
los convictos pudieran escapar de Nueva Gales del Sur, pero cualquier cosa era
posible.

HG: Tengo miedo, Telo. Esto no va a resultar.


F: Resultará, nuraní. Créeme.

Nurarí. Una palabra árabe, o… ¿qué idioma hablaban en Egipto? No podría


importarle menos. Estaba claro que esos hombres no eran lo que había esperado. Se
obligó a leer el diálogo como si fuera la conversación de dos delincuentes comunes
empeñados en hacer un timo. Las palabras encajaban, demasiado bien. Sacarle dinero
a lord Caldfort, aun cuando HG pensaba que el plan no resultaría bien, y luego huir
del país porque sería muy peligroso quedarse.
Trató de interpretar la conversación como si HG fuera Henry, pero negó con la
cabeza. A punto de echarse a llorar, dejó a un lado el papel. Fuera lo que fuera lo que
pretendían esos hombres, Henry Gardeyne ya había muerto hacía mucho tiempo,
por lo que el destino de Harry no cambiaría. Si no hacía algo, su hijo pronto estaría
muerto también.
Se levantó, con las manos fuertemente cogidas. Haría algo, aunque no lograba
imaginarse qué. Sabía que Stephen la ayudaría, pero como le dijo ella, ni toda su
inteligencia, influencia y conocimiento de las leyes podrían mantener seguro a un
niño pequeño.
Él buscaría la colaboración de los Pícaros. En el breve rato que estuvo con
Nicholas Delaney este le dijo que apoyaría su causa, y entre los Pícaros había otros
más poderosos aún: lord Arden, heredero de un ducado, y otros caballeros con título.
Pero ni siquiera ellos podrían hacer algo mientras Harry estuviera en poder de
Jack.
Hizo una brusca inspiración.
Tenía que sacar a Harry del la esfera de influencia de Jack, y la única manera de

- 188 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

hacer eso sería casándose, casándose con un hombre lo bastante poderoso para
invalidar la voluntad de lord Caldfort, ya fuera esta su finalidad del momento o la
manifestada en su testamento, cuando hubiera muerto. ¿Por qué no había visto eso
antes? El padrastro correcto para Harry era su mejor protección, y ahora que
entendía la fama de Stephen, la elección estaba clara.
¿Cómo podría lord Caldfort alegar que Harry aprendería menos viviendo con
Stephen que viviendo en Caldfort? Y cuando él muriera, Stephen sabría cómo
trabajar con los fideicomisarios de Harry para sacar a Jack de esa parroquia, y
encontrarle una mejor, pero lejos, muy lejos. En el norte, cerca de la familia de Emma;
ella se merecía esa felicidad.
Sólo así Harry podría visitar su propiedad sin correr peligro. No era una
solución perfecta, pero podría resultar, sobre todo con la colaboración de los Pícaros.
Seguro que cuando Harry estuviera rodeado por esos protectores poderosos, Jack
comprendería que no sobreviviría si lo asesinaba.
Lo único que tenía que hacer era casarse con Stephen.
Empezó a pasearse nerviosa por el dormitorio, temblando de esperanzas y
dudas. No hacía mucho había pensado que volverse a casar sería imposible. Ahora,
en cambio, lo veía como una necesidad, pero también estaba mal; estaba mal hacer
planes para cazar a un hombre sin importarle que él deseara o no casarse con ella.
Podría seducirlo, claro. Sabía que era capaz, y sabía también que una vez que la
comprometiera, se sentiría obligado por el honor a proponerle matrimonio. Sería
fácil. Sintiera lo que sintiera por ella, no era inmune a la lujuria.
Pero seguía dudando de poder ser una buena esposa para él. Deseaba serlo. Lo
intentaría. Pero no siempre basta con intentarlo.
Le había encantado esa conversación de política con él, pero se conocía. Lady
Alondra seguía revoloteando dentro de ella, anhelando ser libre. No sería feliz
encerrada en una jaula de decoro, pero, ¿lograría él arreglárselas con sus vuelos
altos? Se acordó de otro político, William Lamb, que constantemente se veía puesto
en evidencia por su mujer medio loca, Caroline. Ella no se portaría tan mal como esa
mujer, pero podría ser una carga para Stephen. Cuando él la apodó lady Alondra no
fue su intención hacerle un cumplido.
Pensó en el corto período de tiempo que llevaban ahí. A veces él actuaba de
manera parecida a la de un amante, pero en otras ocasiones sólo como un viejo
amigo. De vez en cuando se mostraba distante e incluso desaprobador. Había
esperado poder explorar eso más a fondo cuando se marcharan, descubrir la verdad
de lo que había entre ellos, pero estando en peligro la vida de Harry no debía darle a
Stephen ninguna posibilidad de escapar.
Jamás había tenido que cazar a un hombre, y jamás había tenido que seducir a
uno, a no ser en sus juegos con Hal. Era lo último que desearía hacer, sobre todo con
Stephen, porque…
Porque era un amigo, y la amistad exige confianza, sinceridad. Había ido ahí sin
imaginar que se pondría en peligro porque ella y Stephen eran amigos. No creía que
los hombres se inquietaran por la posibilidad de ser seducidos o violados, pero tal

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vez deberían.
Se apoyó en un poste de la cama de Stephen y la contempló, viéndola de una
manera totalmente nueva.

- 190 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 33

Laura volvió a la sala de estar y cerró la puerta del dormitorio de Stephen para
evitar la tentación. Habiendo aceptado que Henry Gardeyne había muerto no le veía
ningún sentido a continuar escuchando a través de la pared. Intentó distraerse con
Guy Mannering, pero ese drama ya carecía de peso. Le trajeron una carta de Kerslake,
pero ni siquiera la abrió. Estaba dirigida a Stephen, pero ella podría haberla leído si
creyera que traía alguna información importante.
De tanto en tanto se levantaba a añadir leña al fuego del hogar, y cuando
comenzó a oscurecer el día, encendió dos velas. Iba constantemente de la ventana a la
chimenea, tratando de no pensar. Pero se estaba haciendo de noche, la hora más
adecuada para la lujuria.
Entonces llegó Stephen.
—Lamento haber estado tanto tiempo fuera; el reverendo Lawgood quería
hablar sobre el sistema Speenhamland.3 ¿Qué te pasa?
¿Tan visible era su estado de ánimo? Era de esperar que sus pensamientos y
planes no lo fueran.
Con sólo verlo le había dado un vuelco el corazón, y en las entrañas. No supo
discernir si eso se debió a un sentimiento de culpabilidad, deseo o a ambas cosas,
pero la estremeció. Sí que lo deseaba, pero el deseo hacía más malvado su plan, no
menos. Preferiría estar planeando hacer un noble sacrificio por un hombre al que no
deseaba.
Logró esbozar una leve sonrisa e hizo un gesto hacia la mesa, donde estaba el
papel en que había escrito el diálogo.
—Hablaron. Está claro que están juntos en esto y que los dos han sido
convictos, probablemente en Nueva Gales del Sur. Dyer no puede ser Henry
Gardeyne.
Stephen comenzó a leer y ella lo observó, rogando que él lograra encontrar otra
interpretación. Pero cuando terminó, la miró muy serio.
—Eso parece. Lo siento, Laura. —Se le acercó y le cogió la mano—. No temas.
Encontraremos otras maneras de mantener seguro a Harry.
Ella sabía que él no se refería a su plan, pero se sintió como si le hubiera leído
los pensamientos.
—Sí, lo sé.

3
Speenhamland system: Normas para procurar alivio económico a los pobres, de lo que se
encargarían las parroquias, adoptadas en gran parte de Inglaterra a raíz de la decisión acordada por
magistrados locales en la Pelican Inn de Speenhamland, cerca de Newbury, Berkshire, el 6 de mayo de
1795. (N. de la T.)

- 191 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

¿Esta noche?, pensó. Podría ser mi última noche aquí. ¿Qué pretexto tengo para
quedarme más tiempo?
Se liberó suavemente las manos y trató de hablar en tono animado:
—Pero espero saber toda la historia algún día. Esto es exasperante. ¿Con qué fin
se ha inventado esta conspiración ese par? ¿Y por qué «ahora», como preguntó
Nicholas Delaney?
—¿Y quién diablos es Oscar Oris? Eso me corroe. Mi impresión es que todo en
esa carta tiene un significado.
—¿No tiene ninguna relación con convictos ni con las antípodas?
—No, de ninguna manera que yo logre ver, y eso que he estudiado muchísimo
estos asuntos en mis investigaciones sobre el derecho penal. Ah, que se vayan a las
antípodas todos ellos. Ha parado el viento. Salgamos a ver la puesta de sol antes de
cenar. Sin catalejo. Sólo por placer.
A ella le encantó la idea, dado que no había esperado sentirse encantada, y tal
vez podría alentarlo a hacerle una proposición, en lugar de forzarla. Pero una mirada
en el espejo, cuando fue a ponerse la papalina, le produjo grandes dudas. La
seducción tendría que dejarla para la noche, cuando pudiera ser Labellelle.
Aún así, encontró maravilloso estar fuera, inspirar el aire fresco y salino del mar
caminando por la playa, admirando el último retazo de sol poniente, que brillaba
como fuego en lugar de gris. Un sol poniente que daba un color rojo sangre a las
agitadas olas.
Cerró los ojos e inspiró.
—Tal vez el aire de mar es verdaderamente sanador —comentó.
—Ahora que ha pasado la tormenta.
Ella se giró a mirarlo.
—Benigno y destructivo. Dos aspectos de lo mismo.
Como el amor, como el deseo, como dos cuerpos retorciéndose en una cama,
pensó. Intentó interpretar cada una de sus miradas y palabras, tratando de ver sus
verdaderos deseos, y sus puntos vulnerables. Él era un misterio para ella, pero lo
deseaba más y más, momento a momento.
Continuaron caminando por la orilla, simplemente evitando el eterno vaivén
del mar. Como un amante apasionado lamiendo la piel o los lugares secretos. Tragó
saliva, intentando dominar la oleada de conciencia sensual, pero sintiendo subir el
rugido del mar desde sus zapatos, hacia arriba, arriba.
El único contacto entre ellos eran sus brazos cogidos, el único contacto
permitido entre una mujer achacosa y su acompañante. Deseaba girarse y echarse en
sus brazos, imitar al mar besándolo, lamiéndolo, y eso nada tenía que ver con un
deseo maternal.
—Será mejor que volvamos —dijo él, dándose media vuelta, hablando como si
sólo fueran una inválida y su acompañante.
Ya se había ocultado el último trozo de brillante sol, oscureciendo el cielo y
llevándose la pasión del mar, pero eso no sirvió de nada para calmarle lo que sentía.
Aunque él no compartía sus deseos. Eso era evidente.

- 192 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

—¿Qué harás cuando acabe tu periodo de luto? —le preguntó él.


¿Es que había que entablar una conversación práctica?
—Esperaba seguir viviendo en Caldfort.
—Te será más fácil mantener seguro a Harry si vives en otra parte.
—Eso lo sé. —Notó su tono brusco—. No me lo permitirán.
¿Podría exponerle la situación sinceramente y concordar un matrimonio de
conveniencia? Pero si él se negaba, se pondría a la defensiva.
—Es posible hacer valer las influencias —dijo él entonces—. ¿Dónde querrías
vivir?
Ella dejó alargarse el silencio, con la esperanza de que él hiciera una sugerencia,
una proposición. Finalmente dijo:
—En Merrymead, supongo.
—¿No en Londres?
—Mi pensión es generosa, pero no podría estirarla para vivir entre la alta
sociedad, y lady Alondra no puede subsistir en los márgenes.
—Podrías vivir con Juliet hasta que vuelvas a casarte.
Él hablaba como si eso fuera un árido asunto de leyes.
—Podría, sí —dijo, ásperamente—. Una vez que logre marcharme de Caldfort,
encontrar un marido no sería ningún problema.

«Ningún problema.»
Mientras iban subiendo la ligera pendiente hacia el paseo marítimo, Stephen
deseó destrozar algo o besarla violentamente; deseó arrodillarse y suplicarle que se
casara con él, ¡con él! Pero ella no captaba ninguna de las insinuaciones que él le
hacía, y no deseaba insistir en el asunto en ese momento. Ni en ese momento ni en
ese lugar, donde ella estaba confiada a él, a su cuidado. No debía hacerlo ahí, donde
ella no tendría manera de escapar si su proposición nuevamente le causaba
azoramiento.
Quizá le dijera que ya no quería vivir en Londres, donde su trabajo le exigía
vivir la mayor parte del año.
—Tal vez me gustaría volver a vivir en Londres —dijo ella entonces, lo que le
obligó a pensar si no habría expresado en voz alta sus pensamientos—. Si tuviera a
Harry conmigo y una casa elegante.
Él no podía ofrecerle el pináculo de la sociedad ni un título de nobleza, pero sí
una vida elegante. Pero antes que lograra encontrar las palabras para una respuesta
adecuada, ella continuó:
—En cuanto a lo de casarme, me tomo muy en serio el asunto de darle el
padrastro perfecto a Harry.
—¿Y quién sería ese padrastro perfecto?
Ella lo miró, pero en la creciente oscuridad él no logró verle la expresión, ni
siquiera a la tenue luz que arrojaban las ventanas de la posada.
—Lógicamente un hombre que tenga el poder suficiente para desautorizar a

- 193 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

lord Caldfort y evitar cualquier amenaza por parte de Jack. Alguien que sea capaz de
luchar por el bienestar de Harry, pero que también sea capaz de amarlo, de ser un
verdadero padre. Y —añadió, hablando con una extraña rebeldía—, un hombre que
tenga dinero suficiente para apoyar el nuevo vuelo de lady Alondra. Si me voy a
Londres, sólo puede ser para volar.
Él no entendió su tono y eso lo amilanó. ¿Es que había adivinado sus
sentimientos y quería advertirle que no le convenía repetir esa tontería?
—Sólo un tonto desearía enjaular a una alondra —dijo, y abrió la puerta de la
posada para que ella entrara.
Pasado un momento, cuando entró en su dormitorio, Laura cerró las manos en
sendos puños. Stephen se había vuelto frío como el mar al oírla hablar de lady
Alondra. ¿Por qué, por qué había obedecido al impulso de querer ser sincera? ¿Por
qué él no había captado sus insinuaciones con respecto a lo del matrimonio?
Se sentía desgarrada por dentro. Ella era la madre de Harry, y necesitaba a sir
Stephen Ball como un arma, cebada y cargada. Pero al mismo tiempo era su amiga,
una amiga que ahuyentaría a cualquier mujer que deseara utilizarlo como deseaba
utilizarlo ella. Era una mujer mala que lo deseaba, y al cuerno con el honor y la
sensatez.
Y esa noche debía decidirse, y actuar.

- 194 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 34

Se serenó, se enderezó la peluca y volvió a la sala de estar. Stephen estaba


sentado a la mesa escribiendo en un papel. Eso le recordó tantas ocasiones de su
juventud que la invadió un calmante calorcillo de agrado.
Sonriendo fue a mirar por encima de su hombro. Tenía abierta la carta de
Farouk, pero estaba escribiendo en otro papel.
—¿Qué haces?
—Busco un significado oculto —dijo él, tenso, trazando un círculo alrededor del
nombre Oscar Oris—. La boca de Carris. ¿O tal vez, Caris, en mal griego, «la boca del
amor»?
—¿Hache Ge ha sido esclavo de la boca del amor? —Tan pronto lo dijo, pasó
una lujuriosa imagen por su mente. Se apresuró a añadir—: Más o menos al revés
podría ser sir Orasco.
Él le sonrió.
—Ese parece el nombre del villano de una farsa. Con unas cuantas letras más
tendríamos Scarred Boris.4
Ella se sentó a su lado, repentina y sorprendentemente feliz por ese agradable
momento.
—¿Rascal? Me gusta rascal.5
—Te faltan la a y la ele —dijo él—. ¿Osiris? Una conexión con Egipto.
—Te falta una i.
—Tiene que tener un significado, tiene que significar algo —masculló él,
dejando el lápiz en la mesa—. No puedo dejar de pensar que eso es la clave de todo.
Laura cogió el lápiz y escribió: Sir Acoros, Sir Ascoor, Sirra O'Soc.
Él se echó a reír.
—¿Sirra O'Soc? Un bufón de una pantomima.
—Decididamente. —Entonces las letras se reordenaron solas. Le cogió la mano
—. ¡Stephen! ¡Es un anagrama! ¡Corsarios! —Le volvió la esperanza—. ¡Eso explica
los diez años! Explica por qué «ahora». ¡Lo explica todo! Desde que naufragó el Mary
Woodside, Henry Gardeyne ha sido un esclavo de los corsarios en la Costa de
Berbería, uno de los que hace poco liberó la armada en Argel.
Él contempló el papel.
—Buen Dios, y mira. Egan Dyer es un anagrama de Gardeyne. —La miró
ceñudo—. Pero prácticamente no había ningún británico entre esos esclavos. ¿Y un
aristócrata? Lo habrían rescatado hace años. Los corsarios siempre aceptan rescates si

4
Scarred Boris: Boris el de la Cicatriz. (N. de la T.)
5
Rascal: Pillo, pícaro. (N. de la T.)

- 195 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

pueden.
—Pero tiene que ser. No puede ser una coincidencia.
—Por lo menos tiene que haber una historia detrás de esto. La historia con la
que quieren engañar a lord Caldfort.
Ella vio al instante lo que él quería decir, pero no deseaba que fuera cierto.
—Ya vuelves a ser sensato —se quejó—. Es posible, lo concedo, pero es
igualmente posible que Henry Gardeyne haya estado esclavo, ¿verdad? Al fin y al
cabo, ¿para qué Farouk y Dyer, o quien quiera sea, iban a hablar de libertad, sin saber
que alguien los estaba escuchando, a no ser que fuera cierto?
—Como tú dijiste, ¿convictos?
—¿Que se han escapado de Nueva Gales del Sur?
—O cumplieron su condena y han vuelto.
—Me cuesta imaginarme a Farouk como un convicto, pero lo pensaré después.
Por ahora, supongamos que cuando el Mary Woodside se hundió, Henry Gardeyne no
se ahogó, y que fue capturado por los corsarios. Tal vez pidieron un rescate y no se
pagó.
—¿Su amante padre?
Ella frunció el ceño.
—No, eso es imposible. Al parecer quedó tan destrozado por la muerte de su
hijo que eso apresuró su muerte. Pero podría haber alguna explicación.
Él le cogió la mano.
—Sé que deseas creer eso, Laura, pero permíteme que haga de abogado del
diablo. Si, por desgracia, Henry Gardeyne estuvo esclavizado en Argel durante casi
diez años, cuando lo liberaron podría haber exigido todo tipo de servicios y
comodidades a la armada. Lo habrían traído a Inglaterra en el mejor y más rápido de
los barcos y tratado como una celebridad por todo el país.
Ella lo miró arrugando la nariz.
—Y en lugar de eso se embarca furtivamente en un barco de contrabandistas
con sólo un criado árabe. Aunque Farouk podría ser argelino, no egipcio.
—Pero en ese caso, es más probable que Dyer, o Henry o quien sea, haya sido
criado de él. ¿Y por qué un argelino, uno educado, puesto que habla y escribe en
buen inglés, se toma tanto trabajo para traer de vuelta a su esclavo a Inglaterra?
Además, ¿por qué no lo entrega sencillamente a lord Exmouth, como debería hacer?
—El diablo tiene un excelente abogado en ti —suspiró Laura—. No tiene
ninguna lógica. Pero tampoco tiene mucha lógica como engaño. ¿Por qué el educado
Azir Al Farouk entra furtivamente en Inglaterra para intentar una extorsión bastante
débil?
Stephen lo pensó un momento.
—La pérdida de sus esclavos ha sido un fuerte golpe financiero. Conoció a
Henry Gardeyne. Sí, voy a elucubrar con la idea de que Henry sobrevivió al
naufragio el tiempo suficiente para acabar en poder de los corsarios. En realidad,
Farouk lo compró, y estaba a punto de pedir rescate cuando Henry murió. Lo borró
como a una pérdida, pero en su actual situación lo recordó, y recordó también

- 196 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

algunas de sus pertenencias, con las que podía probar su derecho a hacer la
reclamación. Encontró a un hombre parecido a Henry y lo trajo aquí con el fin de
sacarle dinero a lord Caldfort.
—Eso tiene lógica —dijo ella—, pero también la tendría si Hache Ge fuera
Henry, ¿verdad? No, porque entonces habrían pagado rescate por él. Además, todos
dicen que Dyer es muy blanco. ¿Cómo podría estar tan blanco después de diez años
en Argel?
Él le apretó la mano.
—Lo siento, pero creo que lo único que hemos descubierto es la explicación que
se oculta tras la extorsión. Tal vez con la carta venía un mensaje adjunto exponiendo
esto a tu suegro.
—Y si lord Caldfort paga, Farouk le informará que ha cumplido lo que ofrece y
él con su cómplice se irán a Carolina del Sur o donde sea. Ay, Dios, tal vez de verdad
tiene la intención de matar a su víctima y dejar el cadáver para que lord Caldfort lo
encuentre.
—Tal vez ahogado. Eso hace más difícil la identificación.
—Me niego a sentir compasión por el granuja —dijo Laura, aunque sí lo
compadecía; Farouk parecía tan fuerte y Dyer tan débil—. ¿Crees que de verdad es
un inválido?
—¿Qué? ¿Es que quieres rescatarlo? Dudo que colabore.
Laura cayó en la cuenta de que se había dejado llevar a aceptar la peor
posibilidad, no la mejor.
—No renunciaré hasta estar segura. Imagínate que sea Henry y lo dejamos a
merced de Farouk o de Jack. Sí, si Dyer es Henry, debería haberse presentado a lord
Exmouth, etcétera, pero se ha pasado diez años como esclavo. Ha sufrido castigos
horribles, y está herido o lesionado de alguna manera. Tal vez Farouk se ha hecho
amigo de él y lo ha convencido de que regresar de esa manera discreta es mejor que
ser, como has dicho, tratado como una celebridad por todo el país.
Él cogió el papel y lo arrugó entre las manos hasta hacerlo una bola; eso era
algo que hacía siempre cuando tenía dificultad para tomar una decisión.
—Tú quieres que sea así, pero las pruebas no apuntan hacia eso.
—Tengo que estar segura. Puedo permitirme quedarme aquí un día más. En el
caso de que lord Caldfort se lo haya dicho a Jack y este se haya puesto en marcha esta
mañana, no llegará hasta mañana a última hora.
Él asintió y lanzó el papel justo al centro del fuego del hogar.
—Muy bien. De todos modos, seguimos necesitando una manera de comparar a
Hache Ge con ese retrato. Una cosa aparentemente tan sencilla nos frustra.
—Podríamos prenderle fuego a la posada —dijo ella, y al instante levantó una
mano—. Lo sé, ni siquiera lo considero una posibilidad.
—Me estás haciendo considerar la posibilidad de provocar una buena
humareda. Pero no, es muy arriesgado. Podríamos intentar forzar la cerradura.
—¿Sabes hacerlo?
—Sí —sonrió él.

- 197 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

—¡Stephen! ¿Y nunca me lo has dicho? Ni me lo has enseñado a hacer, si es por


eso.
—A saber qué habrías hecho con esa habilidad.
Ella le hizo un gesto travieso, pero por dentro le dolió.
—O podría echar abajo la puerta, con o sin la ayuda de Kerslake o de Topham.
—¡Ah, lo había olvidado! Kerslake ha enviado un mensaje. —Se levantó de un
salto y fue a buscarlo—. Tal vez tiene algo que aportar.
Él rompió el sello, lo leyó y enseguida se lo pasó a ella.
—Sólo confirmaciones.
Muy cierto. Kerslake decía que los detalles del desembarco eran tales como él
les dijo, y que los dos hombres habían llegado solos. Nadie sabía nada acerca de un
niño desconocido en la zona, ni de personas que pudieran estar aliadas con los dos
hombres.
—Reitera el ofrecimiento de ayuda —observó—. Estoy segura de que con eso
podríamos sacar a Hache Ge de esa habitación como una nuez de su cascara.
—Pero una vez que lo hagamos, se habrá acabado el subterfugio. Tenemos que
estar preparados para tomarlos prisioneros, y tal vez opongan resistencia armada.
Podrían resultar heridas algunas personas, y si la fastidiamos de alguna manera
podrían escapar. ¿Qué deseas hacer? Te dije que al final las decisiones habrías de
tomarlas tú.
Eso Laura lo sintió como una carga, pero también se sintió liberada. No
necesitaría seducir a Stephen esa noche, para robarle su libertad. Seguía habiendo
esperanza.
—Procurar tener paciencia un poco más de tiempo —dijo—. Escuchar a través
de la pared, a ver si encontramos claridad. Quizá mañana salga el sol y Hache Ge se
siente junto a una de sus ventanas abiertas. Es posible, ah, es posible que ocurra algo.
Por el momento, esta noche —continuó, cogiéndole la mano—, simplemente
disfrutemos de este tiempo juntos. Hemos estado separados demasiados años.
La mirada de él fue rápida y escrutadora, pero sólo dijo:
—Eso me parece delicioso. ¿Pedimos que nos sirvan la cena ahora?
Ella asintió y guardó silencio mientras él tiraba del cordón y luego hacía el
pedido. Simplemente mirarlo, escucharlo, le producía una inmensa dicha. Y ahora
tenía esperanzas. En el fondo, una intuición le decía que HG era Henry, por lo que
ella y Harry serían libres. Se iría a vivir a Merrymead por un tiempo, y si Stephen no
iba ahí a cortejarla, ella iría a cortejarlo a él.
Nada de forzar, nada de seducción, sólo galanteo, un cortejo, en el que los dos
se conocerían más el uno al otro y tomarían la decisión correcta.
Esperaron la comida en el relajado placer que acompaña a los viejos amigos.
—Dijiste que Farouk compró un ejemplar de El corsario —recordó—. Eso encaja
ahora. Tal vez le gusta porque el poema pinta a los corsarios como héroes.
—Es muy posible. Dicen que Byron se inspiró para escribirlo en sus propias
aventuras, y claro, le gustaba vestirse con esa ropa.
—Que no se parece en nada a la que llevaba Farouk.

- 198 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Apuesto mi dinero a que Farouk es auténtico.


—Yo apuesto el mío también. Ciertamente es auténtico.
Cuando las criadas pusieron las fuentes en la mesa, se sentaron y continuaron
hablando del famoso poeta y de su tormentosa y escandalosa vida.
—«Conectado con una virtud y mil delitos» —citó Stephen—. Muchos creen
que se describía a sí mismo.
El tiempo, la conversación y, tal vez, el vino, habían relajado la tensión.
—¿Siendo su arte su virtud? —preguntó ella, observando los móviles reflejos de
la luz de las velas en su clarete—. ¿No es suficiente un gran don?
Él la observó por encima de los restos de la comida.
—¿Y cuál es tu gran don, Laura?
Ella miró su copa y bebió un poco.
—Harry.
—No creo que un hijo, o hijos, pueda ser la principal finalidad de una vida. Tu
arte supera lo corriente.
—No tengo el menor deseo de ser pintora. —Lo miró a los ojos—. Tal vez mi
arte es ser un pájaro.
No vio ninguna reacción especial en él.
—¿Y volar alto? No hay nada malo en eso. La alondra nos procura muchísimo
placer inocente. —Dejó en la mesa la copa, con la que sólo había estado jugando—.
Lo lamentaré, pero debo decirte una cosa.
—No la digas —dijo ella sin pensarlo, y frunció el ceño tratando de descubrir el
motivo—. Quiero decir, no me digas algo que yo deba guardar en secreto. No sé si
soy digna de confianza en este momento.
—No es un secreto. Quiero que lo sepas. No fui a Caldfort por casualidad.
Ella lo miró sorprendida.
—¿Formas parte de la conspiración de Farouk?
—Infierno y condenación, Laura. Por supuesto que no.
Esas maldiciones no la escandalizaban, pero la sorprendía oírselas a Stephen.
—Perdona. ¿Por qué, entonces?
Él apretó los labios, como si quisiera retener las palabras, pero las dijo:
—Inventé un motivo para visitar Caldfort porque deseaba cortejarte.
Ella notó que la copa se le estaba ladeando y se apresuró a dejarla en la mesa.
Casi preguntó «¿Por qué?», pero eso habría sido tonto.
—Y me encontraste preocupada y nerviosa. Pero después no me dijiste nada.
Debería sentirse aliviada, extasiada. Pero era una sorpresa tan impresionante
que se quedó aturdida. Y él no había dado ninguna señal hasta ese momento. O al
menos ninguna señal clara.
—La preocupación y el nerviosismo continuaron —dijo él—. Creo que tuve la
idea de atraer tu atención haciendo algo heroico, pero parece que no soy de ese tipo
de hombres.
—Qué tontería. No habría deseado tener a ninguna otra persona a mi lado en
esto.

- 199 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

Él sonrió.
—Lo cual no es exactamente lo mismo.
Ella no sabía qué decir. Si podía creérselo, ¿y por qué no?, era todo lo que
necesitaba y deseaba.
Si sólo pudiera estar segura de que sería la esposa adecuada para él. No dudaba
de sus palabras, pero había visto a muchos hombres elegir esposa por el deseo y
luego encontrarse con el desastre.
—A veces no sé si te gusto —le dijo.
—Ya hemos hablado de eso. Me gustas.
—Pero ¿me amas? —Agitó la cabeza—. No debería preguntarte eso.
—No veo por qué no. —Cogió su olvidada copa y bebió un trago—. Estoy
resuelto a ser absolutamente sincero. No sé bien qué es el amor, Laura. Te deseo. A lo
bruto, pero es así.
Tan a lo bruto que a ella le dolió.
—¿Deseas poseer a Labellelle?
Él lo pensó.
—Solamente en cuanto que ella es tu lado externo.
Eso estaba mejor.
—No soy seria en absoluto.
—Creo que puedes ser muy seria. Si no, seguro que yo puedo ser serio por los
dos.
Ella negó con la cabeza.
—No creo que seas serio. Es decir, lo eres, pero no demasiado serio. —Se
levantó y se alejó de la mesa—. No logro encontrar las palabras correctas.
—Sensación con la que estoy muy familiarizado.
Ella notó que él continuaba sentado, lo cual era de mala educación, pero era lo
correcto.
—Podrías decirme lo que piensas de mí, qué soy para ti —dijo él entonces—.
Creo que somos amigos. Creo que nos tenemos confianza, disfrutamos de la mutua
compañía. Pero necesitamos que haya algo más que eso entre nosotros.
¿Absolutamente sincera? Podía decirle que estaba de acuerdo en que eran
amigos. Podía decirle que lo deseaba tanto como él a ella, físicamente, su cuerpo
unido al suyo. Podía decirle que lo deseaba como marido para que protegiera a su
hijo.
Pero presintió que en ese momento no era necesario decir ninguna de esas
cosas. Afortunadamente había esperanzas de que HG fuera Henry Gardeyne, y no
necesitaba traicionar la confianza de él. Tal como estaban las cosas, en ese momento
estaba tan tensa que no fue capaz de aclarar su mezcla de necesidad, deseo y miedo.
Ya había tenido la experiencia de un matrimonio impulsivo, insatisfactorio, y
deseaba más, en especial para Stephen.
Se giró a mirarlo.
—No lo sé. Es más que amistad, créeme. No te veo como a un hermano. Pero…
—extendió las palmas abiertas, sin saber qué decir—. No hay ninguna prisa,

- 200 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

¿verdad? Yo estaré en Merrymead. Podemos…


No logró encontrar la palabra correcta. «Cortejar» no le parecía adecuado.
—Continuar conociéndonos —dijo él—. No, conociendo a las personas que
somos ahora. —Se levantó, caminó hasta a ella y le cogió las manos que todavía tenía
extendidas—. ¿No te molesta que haya ido a Caldfort con esa intención?
—Noo, claro que no. Pero ¿por qué? Habíamos hablado en muy raras ocasiones
durante los últimos seis años. ¿Por qué pensaste que deseabas casarte conmigo?
Él le levantó lentamente las manos y le besó cada una.
—Porque deseaba casarme contigo hace seis años.
—¿Cuando me propusiste matrimonio? Pero yo pensé…
—¿Qué? —preguntó él, sonriendo.
Tenía que decirle la verdad.
—Que era galantería. Lógica, incluso. Pensabas que yo iba a cometer un error y
te ofreciste a rescatarme.
Él ensanchó la sonrisa.
—No andas muy lejos. Entonces yo no sabía cuánto me importabas. Tal vez si lo
hubiera sabido habría sido capaz de convencerte.
—Lo dudo —dijo ella sinceramente—. Hal me deslumbró y, en todo caso, me
habría resistido al escándalo de plantarlo.
—¿Aún si me hubieras amado?
Ella se liberó las manos.
—No sé si habría sido capaz de reconocer otro amor entonces, pero el escándalo
me habría aterrado. Sólo tenía dieciocho años. Además —añadió, a posta—, deseaba
a Hal.
—Lo sé. Y una vez que lo tuviste, fuiste feliz. Yo acepté mi destino. En realidad
no estaba enfadado contigo, no. Mis necesidades eran asunto mío, no tuyo.
—Pero ese es el problema. Yo no te conocía así.
—Lo sé, pero, ¿significa eso que nunca podrás hacerlo? Podríamos probar la
hipótesis…
La atrajo a sus brazos. Ella levantó una mano y la puso entre ellos.
—Stephen. Creo que esto no es prudente.
—Confía en mí.
Se dejó abrazar porque era muchísimo lo que lo deseaba. De buena gana
modeló su cuerpo al suyo para el primer y verdadero beso entre ellos, deslizó la
mano por su cuello, introduciendo los dedos en su sedoso pelo y abrió la boca para
saborearlo bien, y se le escapó un suspiro de placer, de profunda y reveladora
satisfacción.
Era diferente, muy diferente a Hal en todos los sentidos, pero correcto. Esa
parte, por lo menos, estaba bien.
Y por lo tanto era peligroso. Él la estrechó con más fuerza, profundizando el
beso, exigiéndole con la boca. Se aferró a él, ardiendo de deseo y avidez. Haciendo
un esfuerzo, interrumpió el beso, se desprendió de sus brazos y lo miró.
Vio su pena.

- 201 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

—¡No! —exclamó.
Él le puso un dedo sobre los labios, pero ella vio el sufrimiento en sus ojos. Le
cogió la mano y se la besó.
—No, no estoy ofendida —musitó con la boca en su mano—. No, no me ha
disgustado. Me ha gustado demasiado. Como a ti.
—Buen Dios, sí. Ven a mi cama, Laura. Eso me gustaría más aún.
Ella se rió sobre su mano, y apoyó la mejilla en ella.
—No debemos.
—Sabes que deseo casarme contigo.
—Por eso mismo. Si hacemos el amor, quedaremos comprometidos. —Antes
que él pudiera hacer el comentario obvio, dijo—: No puedo creer que sea yo la que
esté predicando moderación, pero lo estoy. El deseo no basta, Stephen, ni siquiera un
deseo tan potente como este. Podría no ser la esposa que necesitas.
—¿No tengo voz ni voto en esto?
—Sólo la mitad. ¿De verdad me conoces?
—Creo que sí.
—Sigo siendo lady Alondra.
—¿Sí?
Curioso que la tristeza pudiera hacerla sonreír, pero sonrió apenada. Volvió a
besarle la mano y se la soltó.
—Necesitamos tiempo. Tenemos tiempo. Podemos besarnos y hacernos
arrumacos de la manera habitual, para estar seguros antes de establecer
compromisos.
Él no dijo nada y se hizo el silencio, sólo roto por el parejo tic tac del reloj y el
inacabable murmullo del mar.
—Tienes razón —dijo él al fin—. No puedo creer que seas tú la que predica
moderación. Probablemente eso significa que tienes razón en otros sentidos; que tus
sentimientos no sean tan profundos, que no estén tan comprometidos como los míos.
Ella podía haber protestado, se sentía como si se le estuviera rompiendo el
corazón, pero sabía a qué llevaría su protesta. Sólo había una manera de poner fin a
eso.
—Buenas noches —dijo, y se retiró a su dormitorio.
Una vez ahí, se sentó a pensar, aunque no le sirvió de nada. A saber a quién
deseaba Stephen cuando fue a Caldfort; pero seguro que ahora deseaba a la mujer
capaz de discutir de filosofía y leyes.
Creía que lady Alondra era una persona del pasado.
Sin embargo, ella no pensaba que eso fuera cierto, ni sabía si deseaba que lo
fuera, por lo tanto, tenía que continuar siendo fuerte.

Stephen miró las fuentes y platos todavía sobre la mesa; sobras, restos de salsas
con la grasa ya fría, blancuzca. Asqueroso; una buena representación de sus
esperanzas. Por un momento, cuando se estaban besando, creyó tener el cielo en sus

- 202 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

brazos, pero se vio arrojado bruscamente a la tierra.


Ella podía azucararlo como quisiera, pero el beso no la había dominado, su
deseo no había sido irresistible, ni había perdido la razón.
Se agarró a un asomo de esperanza. Tal vez la causa fuera esa situación y las
tensiones que provocaba. La cortejaría de la manera correcta en la casa de sus padres,
y tal vez todo resultaría bien al final.
Cogió su copa abandonada y la apuró.
No lo creía.
No se lo creía ni por un maldito momento.

- 203 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 35

La luz del sol despertó a Laura en la última jornada que pasaría en la Compass.
Ocurriera lo que ocurriera ese día, ella debía marcharse a primera hora del siguiente.
Quizá llegara Jack, pero aunque no lo hiciera, debía volver a casa.
No lo deseaba. Ah, sí que quería estar de vuelta con su familia y suspiraba por
Harry, pero no deseaba que acabara ese tiempo especial con Stephen. Aun así tenía
que acabar, si no, se arrojarían de cabeza al desastre. Varias veces durante la noche
había tenido que resistir la tentación de ir a su dormitorio, a saborearlo, acariciarlo,
sentirlo, a arder con él.
Y atarlo.
Se preparó para el día, tratando de armarse contra la locura, ansiando y
temiendo el próximo encuentro entre ellos, pero cuando entró en la sala de estar, él
no estaba. Los restos de su desayuno reemplazaban los restos que dejaron de la cena
la noche anterior, y en el puesto de ella había una nota.

«He salido a caminar. No tardaré en volver. S.»

La cogió, pensando que era la primera carta que recibía de él. Parecería
absurdo, pero él nunca le había escrito desde el colegio ni de la universidad. ¿Para
qué?; le contaba todas las novedades durante las vacaciones y festivos. Cualquier
mensaje que le llegara de Ancross era de Charlotte. Y después de su matrimonio
dejaron de llegarle.
Sostuvo el papel en las manos como si fuera algo precioso, tentada de guardarlo
como un tesoro. Pero simplemente lo arrugó entre las manos y lo lanzó al fuego. Le
elevó el ánimo verlo caer exactamente en medio de las llamas. Sonriendo irónica para
sus adentros, llamó para que le trajeran el café, y se sentó a comer.
Cuando terminó, se acercó a la pared a escuchar. Resolver los anagramas le
había dado motivos para creer que Dyer era Henry Gardeyne, pero necesitaba tener
la certeza; pruebas. ¿Era necesario rescatarlo de Farouk o no? En realidad, le
encantaría oír algo que le aclarara la situación y la orientara respecto a qué debía
hacer.
Al instante comprendió que estar en el dormitorio de Stephen era peligroso. Los
olores de su jabón y de él los sentía con igual intensidad, si no más. El solo hecho de
ver su cepillo y su peine le atizó los deseos, y tocó su libro simplemente porque él
debió de haberlo sostenido entre sus manos esa noche. Pero cuando miró el título
descubrió que era un informe encuadernado de un comité que estaba investigando
las cárceles del país. No debía obviar lo que él era.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

La silla seguía junto a la pared, así que se sentó a escuchar con el auricular.
Estaban hablando. Se sentó más derecha, fastidiada por no haber traído papel y lápiz,
pero entonces se dio cuenta de que sólo se oía una voz, la de HG, y estaba recitando:

Pero de todos modos se abrió paso de cuarto en cuarto;

buscan, encuentran, guardan: con sus vigorosos brazos

cada uno lleva un premio de desatendidos encantos;

Reconoció una estrofa de El corsario. Sin duda estaba leyendo el ejemplar que
compró Farouk, según descubriera Stephen.
Continuó escuchando, disfrutando del relato de la desesperada batalla para
volver a los barcos. No tenía ninguna otra cosa que hacer, y HG leía
sorprendentemente bien.

… El pacha galanteaba como si creyera que la esclava

debía sentirse encantada por sus atenciones amorosas.

El corsario prometía protección, calmaba el miedo,

como si su homenaje fuera el derecho de una mujer.

Sobrecogida por esas palabras, se apartó de la pared. La primera frase describía


a Hal a la perfección. Él suponía que le hacía un gran honor, y ella pensaba lo mismo.
Y era cierto; él podría haber hecho un mejor matrimonio.
¿Era Stephen el corsario, que deseaba protegerla y calmarle el miedo?
Oyó un ruido y un momento después entró él en el dormitorio. Al verla se
detuvo un instante, y luego continuó caminando, quitándose los guantes.
—Pareces divertida —dijo tranquilamente, como si no hubiera nada incómodo
entre ellos—. ¿Están contando chistes?
—Hache Ge está leyendo El corsario. ¿Crees que el homenaje de un hombre es
un derecho de una mujer?
—No. ¿Por qué querría ser venerada una mujer, o un hombre?
Ella cayó en la cuenta de que él acababa de poner el dedo en el problema que
había percibido.
—¿Por qué, en realidad?
Pero tal vez, pensó, ella se había portado tan mal como Hal; se sintió gratificada
por su proposición de matrimonio, pero, ¿acaso no pensó que eso era lo que se
merecía? ¿Ella, la beldad de su región, deseada por todos?
Él la estaba mirando.
—Hay pocas cosas más preocupantes que una mujer pensativa. ¿Estás
preocupada por lo de anoche? No lo estés.
Su tranquila y franca referencia a lo de la noche pasada la exasperó, pero

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

también la conmovió su sinceridad. La pondría a su nivel todo lo que le fuera


posible.
—Estoy preocupada por muchas cosas, Stephen, pero no afligida. ¿Saliste a
hacer algo útil o simplemente a caminar?
—A caminar. —Se apoyó en un poste de la cama, de cara a ella—. ¿Quieres
volver a Redoaks ahora mismo? Quizá sea lo mejor.
Sí que podría, pensó ella, pero dijo:
—No, le daré un día más a esto. Pero si esta noche no hemos logrado aclarar
nada, me gustaría organizar lo de la intrusión. Arreglar el asunto de una vez por
todas.
Él asintió.
—Le enviaré un mensaje a Kerslake. No, será mejor que vaya. No es lejos, y este
no es un asunto para ponerlo francamente en una carta.
¿Era esa otra manera de eludirla?
—¿No hay ningún código ingenioso? —bromeó.
—Tengo unos cuantos, y seguro que él también. Por desgracia, olvidamos
coordinarlos.
No dejaba de sorprenderla.
—¿Eso puede esperar hasta después del almuerzo? Ha salido el sol, y sin
acompañante me veré obligada a estar aquí encerrada. Podríamos caminar un poco y
después te iría bien almorzar también.
—Por supuesto. Podemos llevar el catalejo, por si nuestra esquiva presa se
sienta a tomar el sol junto a la ventana.
El sol era agradable, corría una brisa muy suave y el aire se sentía vigorizador,
como siempre. A Laura ya le encantaba ese aire y le costó hacer su papel de mujer
achacosa. Alargaron el catalejo y disfrutó observando un barco con todas las velas
desplegadas e hinchadas mientras navegaba veloz por el Canal.
—Viene de vuelta, probablemente —comentó—. Pronto llegará a Portsmouth, o
tal vez siga hasta Londres. Ir en un barco como ese debe de ser casi como volar.
—Algunos de los pescadores podría llevarnos a dar un paseo por el mar —dijo
él, y enseguida añadió—: Algún día.
Cuando ya volvían a la posada se encontraron con algunas personas que
conocían. Entonces, después de eludir al capitán Sillitoe, Laura dijo:
—Decididamente es hora de que me marche. Muy pronto algunas de estas
personas me conocerán tan bien la cara que tal vez la recuerden cuando no vaya
disfrazada.
—Cierto.
Mientras estaban sirviéndose un almuerzo liviano, ella pensó si él estaría
pensando, como ella, cuándo sería la próxima vez que harían eso juntos.
Finalmente él se levantó.
—Sólo son tres millas, así que no tendría por qué tardar mucho. Me preocupa
dejarte aquí.
—Tengo mi pistola, ¿recuerdas?

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Y sabes usarla, sí. Pero no hagas nada temerario. —Levantó una mano—. Lo
comprendo. Pero preferiría no encontrarme con tu cadáver cuando vuelva, ¿sabes?
—Y yo preferiría que no me trajeran tu cadáver, así que cabalga con cuidado.
Supongo que la ruta va por los acantilados.
Él apretó los labios y luego los relajó en una sonrisa.
—Muy bien, pero yo no estaré en compañía de villanos.
—Dudo que yo vaya a estarlo, pero si veo una oportunidad de ver a Hache Ge,
la aprovecharé. Pero con cuidado. Con mucho cuidado.
—Como quieras —suspiró él. La atrajo hacia sí y le dio un rápido beso—.
Cuídate.
Acto seguido pasó por su dormitorio y salió por la puerta de ahí. Pasado un
rato ella lo vio alejarse montado en un caballo que debió alquilarle a Topham. El
caballo no era tan magnífico como el que llevaba cuando viajaron juntos al marcharse
de Caldfort, pero de todos modos ella disfrutó observándolo.
Cuando él se perdió de vista, entró en su habitación y sacó su pistola. Su
sencillo vestido tenía unos bolsillos que caían bajo la falda y puso la pistola en uno de
ellos, pero como pesaba mucho, la metió en su ridículo y se lo llevó con ella.
Fue a escuchar a través de la pared, pero sólo oyó silencio. Ya se estaba alejando
cuando sonó un fuerte estampido que la hizo pegar un salto. Miró hacia la pared.
¿Un disparo?
Sólo había disparado al aire libre, por lo que no sabía cómo sonaría un disparo
en una habitación contigua, aunque el sonido no le pareció de disparo. Fue más
parecido al golpe de un mazo sobre una mesa. ¿Un cuchillo sobre un tajo?
No podía desentenderse de eso. Fue a abrir la puerta que daba al corredor,
asomó la cabeza, y se encontró ante los oscuros ojos de Azir Al Farouk. Una rápida
mirada le dijo que no llevaba manchas de sangre.
Consciente de que al verlo había hecho un gesto de sorpresa, lo aprovechó.
—¡Ah, señor Farouk! —exclamó, con una mano en el pecho—. Me pareció oír
un disparo… ¿Todos están bien?
—¿Un disparo, señora? No he oído ningún disparo.
—¿Un ruido fuerte, entonces? ¡Fue muy alarmante! Me pareció que venía de las
habitaciones del capitán Dyer.
—Ah. He matado una cucaracha con una de las botas de mi amo.
Seguro que eso era un cuento.
—Ah, comprendo. Debe disculparme.
—No, señora, usted debe disculparme a mí por haberla perturbado.
Diciendo eso, le hizo una venia, con austera amabilidad, y continuó su camino.
Laura siguió en la puerta, observándolo. Le había hablado con un acento mucho
más marcado que cuando ella lo oyó por la pared. ¿Por qué? ¿Para qué hacer esa
farsa? ¿Para disipar sospechas?; los ingleses se inclinaban a creer que los extranjeros
eran menos inteligentes que ellos. Eso la incitaba más aún a descubrir la verdad.
Echó a andar por los crujientes tablones del corredor y golpeó la primera
puerta. Nada, ni el más mínimo sonido. ¿Sería posible que Farouk hubiera recibido la

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

paga y ese ruido hubiera sido el de la ejecución?


Recordando que debía portarse como la señora Penfold, continuó golpeando.
—¿Hola? ¿Capitán Dyer? ¿Se encuentra mal? ¿Hola? Ay, Dios, ay Dios, ¿qué
hacer?, ¿qué hacer?, Dios mío.
Y así continuó, golpeando y farfullando. Seguro que si estaba ahí, si estaba vivo,
tendría que reaccionar.
Entonces oyó algo. Arañazos. Algo raspando… ¿Alguien arrastrando los pies?
¿Es que el hombre herido venía arrastrándose por el suelo en busca de auxilio?
De repente sonó el pestillo y se entreabrió la puerta.
—¿Qué se le ofrece? —preguntó un hombre de cara blanca y pálida, en un
susurro.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 36

El primer y demoledor pensamiento que pasó por la cabeza de Laura fue que
ese no era, y no podría ser jamás, Henry Gardeyne.
El segundo fue que estaba herido y que se había arrastrado hasta la puerta para
pedir auxilio.
El tercero fue que no, pues no se veía sangre, aunque ese joven era
verdaderamente un inválido que había agotado todas sus fuerzas al caminar hasta la
puerta. Estaba aferrado a ella como un desesperado.
Al instante le pasó un brazo por la espalda, agradeciendo que fuera más bajo
que ella.
—Mi estimado señor, ¡cuánto lo siento! Permítame, por favor, ayudarlo a volver
a su silla.
La silla estaba junto a la mesa, sobre la que había cartas dispuestas para un
solitario.
—Le ruego que me disculpe por haberle hecho levantarse, señor —dijo
sinceramente cuando llegaron a la mesa y él se pudo afirmar—. Simplemente me
preocupé porque oí un ruido muy fuerte.
El joven se sentó haciendo un gesto de dolor.
Demasiado joven. HG no podía tener los treinta años que tendría Henry
Gardeyne. Y por si eso fuera poco, no se parecía a él absolutamente en nada. Las
facciones de Henry Gardeyne a los veinte años eran de fina estructura ósea, pero no
tan delicadas como esas. Tenía el pelo castaño, sí, pero el de HG era más claro, de un
color miel oscuro, y bellamente ondulado.
Lo que hacía todo más imposible aún eran los ojos, de un azul claro como un
cielo de verano. Normalmente los ojos Gardeyne eran castaños, y en el retrato de
Henry aparecían oscuros. Un pintor podía tomarse libertades, pero no hasta ese
extremo.
Él cambió de posición en la silla, haciendo otro gesto de dolor.
—Lamento que el ruido la haya inquietado, señora. Sólo fue Te… Farouk, al
matar una cucaracha. Detesta a esos bichos.
Laura notó que se sentía angustiado y nervioso, y eso le extrañó, ya que estaba
claro que participaba en la conspiración. Al fin y al cabo había podido abrir la puerta,
por lo que no estaba encerrado. ¿Se temería un castigo? La expresión del joven
apelaba a sus instintos protectores.
Rápidamente hizo unos cuantos análisis.
Hablaba bien, pero no con la pronunciación culta de un hombre de alcurnia.
Tenía un ligero acento, pero no logró localizar de qué región. No tenía la apariencia

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

de un oficial del ejército, pero en realidad no debía hacer ese juicio. La guerra podía
volver débiles a hombres fuertes.
De todos modos, fuera quien fuera, no era Henry Gardeyne.
Eso era el fin de sus esperanzas.
—¿Señora? ¿Se siente mal? Siento mucho que se haya alarmado.
Ella pensó que de todos modos debería intentar descubrir qué pasaba, aunque
sólo fuera por lord Caldfort. Y por Harry; si esos delincuentes tenían éxito en lo de la
extorsión, las diez mil guineas saldrían de su herencia. Se sentó, recordando que
debía ser la achacosa señora Penfold, personaje que se le escapó cuando lo ayudó a
caminar hasta la silla.
—No, no, señor. Bueno, sólo un poco. Ahora estoy mucho mejor. Qué triste
estar tan enfermo siendo tan joven, capitán Dyer. ¿Una herida de guerra?
Él pestañeó, nervioso.
—Fiebre. Y un accidente. Me estoy recuperando.
—Veo que está haciendo un solitario. Es un agradable pasatiempo, pero con el
tiempo se hace tedioso. ¿Le apetece jugar a algo? ¿Al casino, tal vez, o al cribbage?
Él miró hacia la puerta y ella comprendió que estaba preocupado por el regreso
de Farouk. No podía hacerle eso.
—Perdone que haya venido a molestar, capitán. ¿Prefiere que me vaya?
Hizo ademán de levantarse, y entonces él dijo, casi tímido:
—No, si no le importa. Sí que es tedioso estar aquí, y querría aprender algo más
de… cosas. He estado muchos años en el extranjero, ¿sabe?
Ella entendió por qué Farouk lo mantenía en sus habitaciones. Era fatal para
mentir. Entonces recordó que podría haber sido un esclavo en Argel, pobre hombre.
¿Y luego llevado hasta allí para simular que era Henry Gardeyne? Al que ni
siquiera se parecía.
Y estaba claro que no había hecho ningún trabajo pesado últimamente ni vivido
bajo un sol abrasador. La piel de su cara era tan blanca y delicada como la de la
beldad más exigente, y la de sus masculinas manos, igual de tersa y suave.
Sencillamente tenía que resolver ese enigma.
Volvió a acomodarse en la silla y puso su pesado ridículo sobre la mesa, cerca.
—El aire suele ser muy insalubre en el extranjero —cacareó—. Pero claro, usted
no puede haber estado en el trópico, señor. —Al ver que él la miraba asustado,
añadió—: No está tostado por el sol, señor. Mis dotes de observación son mi orgullo.
Él sonrió, y a ella le pareció que era para reprimir la risa por su idiotez.
Ocultaba los ojos con los párpados entornados.
—No, nada de sol.
—¡Un clima helado! —exclamó ella—. Es igualmente dañino. El clima de
Inglaterra es ideal porque es «templado», ¿sabe? Evita los extremos tropical y ártico.
¿Recibe buen tratamiento aquí, capitán? Tengo entendido que en Draycombe hay
muchos médicos excelentes.
—Ah, Farouk cuida de mí.
Laura frunció los labios.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Su criado del turbante, sí. Pero, perdóneme, señor, una constitución británica
exige un médico británico. Aquí he conocido a uno muy simpático. Creo que le envió
un tónico.
Haciendo otro leve gesto de humor, él apuntó hacia una botella de vidrio
oscuro que estaba sobre el aparador.
—Farouk no se fía de eso. Yo lo olí, y huele horroroso.
Laura adoptó la expresión severa de la institutriz que tenía en Merrymead
cuando era niña.
—Cuanto mejor es un remedio, peor es su sabor, señor.
—Farouk dice que por eso los médicos los hacen saber tan mal.
Farouk dice, Farouk dice. No, ese joven no había sido jamás un oficial. Daba la
impresión de que acababa de salir del aula, aun cuando parecía tener la misma edad
que ella.
—Además —continuó él—, los médicos dicen que sólo necesito reposo para
reponerme. Es condenadamente aburrido. —Se ruborizó por la palabrota—. Perdone,
señora.
Ella agitó la mano enguantada.
—Oh, soy indulgente con un galante soldado, señor. Me parece que no me he
presentado, ¿a que no? Soy la señora Penfold, viuda, ¿sabe? Estamos en una situación
similar, porque he venido aquí por mi salud, aunque me temo que no tengo ninguna
excusa noble para mis achaques. Desde la muerte de mi amadísimo marido he estado
muy mal de los nervios, así que mi querido primo se ofreció a acompañarme aquí
durante un tiempo corto. Si me va bien, podría tomar habitaciones…
Y así continuó un rato, explicándole planes ficticios para su recuperación, hasta
que vio que él se relajaba.
Era el momento de fisgonear.
—Así, pues, señor, ¿qué me dice del señor Farouk? Qué apariencia tan
interesante. ¿Es indio, ha dicho?
Muchas veces un error consigue una verdad. Resultó.
—No —dijo él. Guardó silencio un momento—. Es… esto… egipcio.
—¡Egipto! El país de moda, señor, está haciendo furor. Pirámides, cocodrilos, y
la esfinge. ¿Estuvo en un puesto en Egipto? ¿Así fue como él entró a su servicio? Ah,
no, ha dicho otro lugar. Rusia.
Esta vez el truco del error no le dio resultado.
—Tal vez podríamos jugar a las cartas, señora Penfold. No conozco los juegos
que mencionó, pero me gustaría aprender.
Era evidente que con eso quería distraerla, pero le brillaban de interés los ojos.
Y eso presentaba un nuevo enigma. ¿No sabía jugar al casino? Se jugaba en todas las
casas, incluso los niños en las escuelas.
Vaciló. Si se quedaba más rato, seguro que Farouk la sorprendería ahí, pero,
¿importaba eso? De todos modos HG le diría que ella había estado ahí, y su pretexto
seguiría siendo válido. En realidad, era menos riesgo que la sorprendieran ahí
jugando inocentemente a las cartas con el inválido, que si se marchaba después de

- 211 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

hacer unas cuantas preguntas.


Juntó las cartas, las barajó, explicándole al mismo tiempo las reglas del juego, y
luego dio. Para evitar sospechas, no le hizo ninguna pregunta mientras jugaban;
simplemente intentó comprender a ese extraño joven. Él aprendió rápidamente el
juego, por lo tanto no era un simplón, y sin embargo su entusiasmo por el juego
parecía infantil.
Pasado un rato le explicó que solía jugar al casino con unos sobrinos y sobrinas
de ficción, y con eso se enteró de que en la familia de él no se jugaba jamás a las
cartas.
—Metodistas —explicó él, curvando los labios, en un gesto que podría ser una
mueca.
Una explicación. En eso, al menos, se había inventado un misterio de la nada.
—Bueno, seguro que eso es una práctica digna —comentó—, pero no veo
ningún daño en un simple juego de cartas. No hay por qué jugar al casino por dinero,
ni siquiera por medio penique.
—De todos modos, las cartas son el primer paso hacia la condenación —dijo él,
sonriendo.
Ella vio la ocasión y la aprovechó.
—¿Tal vez está distanciado de su familia, capitán? ¿A eso se debe que no se esté
recuperando en su casa?
—Sí, por eso —contestó él.
Pero fue demasiado rápido en contestar.
—Es muy triste cuando las familias están divididas. Si ha estado sirviendo en el
ejército fuera, tal vez hace algunos años que no ha visitado su casa. Ahora podrían
ser más tolerantes.
La rápida mirada de él la sorprendió por su travieso cinismo.
—Lo dudo.
Y, ooh, esos ojos pícaros. ¿Qué robusta familia metodista pudo haber producido
a esa criatura mágica? No era de extrañar que se hubiera separado de ellos.
—Qué pena —dijo—. Qué tontería aferrarse a viejos distanciamientos, pero la
pérdida es para ellos, no me cabe duda. Así pues, ¿qué va a hacer cuando se haya
restablecido su salud? ¿Volverá al servicio militar, o ha vendido…?
—¿Vendido? —preguntó él, como si no supiera de qué hablaba.
—Vendido su comisión en el ejército. Retirado.
—¡Ah, claro! Eh… sí.
—Debido a sus heridas —dijo ella, asintiendo compasiva, aunque deseaba
poner los ojos en blanco.
Ejército y un cuerno. No sabía lo de vender la comisión, y los capitanes que se
retiraban del ejército dejaban de usar su rango.
Dio las cartas para otra mano.
—¿Va a irse a vivir a la misma zona, señor? Debe de tener amistades ahí. ¿De
dónde dijo que era? ¿Cheshire?
—Suffolk.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—¿Una propiedad en el campo o en la ciudad? —preguntó, como si toda su


atención estuviera en las cartas que sostenía en abanico.
Él no contestó, así que ella lo miró, sonriéndole amablemente.
—Eeh… Ipswich.
Esto lo dijo casi en un murmullo, y se estaba poniendo nervioso. Ella miró sus
cartas simulando que estaba ocupadísima pensando en su estrategia mientras las
piezas del rompecabezas comenzaban a cobrar forma.
Una ciudad portuaria. ¿Habría sido marinero? ¿Se habría hecho marinero para
huir de una familia severa? Podría haber sido capitán de un navío, y estos no
compraban ni vendían sus comisiones. Pero si era difícil imaginárselo como capitán
en el ejército, imposible hacerlo como amo y señor de un barco. No había ni un
asomo de autoridad en él.
No, si tuviera que apostar dinero, apostaría a que huyó de su casa cuando era
muchacho para ser marinero, y un marinero podría haber sido capturado por piratas
bereberes. Incluso podría haber trabajado en el Mary Woodside, comprendió.
—Debe de haber visitado países fascinantes, señor —dijo, poniendo un tres
sobre un cuatro—. Siete.
—No.
Ella levantó discretamente la vista y lo vio tragar saliva, tratando de pensar qué
decir.
—No los encontré fascinantes.
—Ah, comprendo. Usted, como yo, preferiría vivir en su terruño, en Inglaterra.
—O en Francia.
Ella recordó que el día anterior lo oyó decir eso mismo.
Frunció los labios.
—Ah, es un país fascinante, sin duda, pero no puedo olvidar que hasta hace
muy poco los franceses eran nuestros enemigos, y esa guerra les costó la vida a
muchísimos hombres valientes.
—O Italia —dijo él, ya algo desesperado—. O Estados Unidos. ¡Ah, Azir! Verás,
la señora Penfold me ha estado enseñando a jugar al casino.
La voz se le había elevado a un tono muy agudo.
Laura giró la cabeza y sintió pasar un escalofrío de miedo por toda ella, tal vez
debido a la glacial expresión que vio en la angulosa cara del árabe.
Se levantó por impulso, y no tuvo el menor problema en parecer nerviosa y
tambaleante.
—¡Señor Farouk! Lo he pasado divinamente jugando a las cartas con el capitán
Dyer, y él reconoce que se aburre solo aquí, así que no debe vacilar en solicitar mi
compañía siempre que él la desee.
Cogió su ridículo, encontrando consuelo en el peso de la pistola que llevaba
dentro. Le pareció que el árabe titubeaba, como si no quisiera dejarla salir, pero
entonces él se hizo a un lado.
Echó a andar remilgadamente a pasitos cortos hacia la puerta y cuando ya había
salido al corredor, se giró a mirar. HG tenía la expresión de un cachorrito que espera

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

un castigo; pero un cachorrito amoroso.


—Dígamelo siempre que desee jugar a las cartas otra vez, capitán.
Diciendo eso, trotó a paso menudo hacia la puerta de su sala de estar. Pero tan
pronto como entró, voló al dormitorio de Stephen y apoyó el auricular en la pared.
Farouk estaba hablando en voz baja y en tono enfadado, pero captó algunas
palabras.
—Tontería… peligroso.
La voz de HG se oyó alta y clara:
—Sólo es una mujer tonta, y me aburro tremendamente aquí. ¿Cuándo
podremos marcharnos?
—Pronto tendríamos que saber algo de los Caldfort.
O sea, que todavía no había recibido nada.
—Entonces, ¿podremos irnos a un lugar seguro?
—Sí.
—Estás enfadado conmigo —dijo HG, con una vocecita de niño pequeño.
—No, no. No ha habido ningún perjuicio, nuraní. Sé que esto es difícil para ti.
—Es…
Las voces bajaron a un apagado murmullo. ¿HG estaría llorando? Debería
considerarlo patético, pero sintió el deseo de protegerlo. Era evidente que en cierto
modo estaba esclavizado por Azir. Tal vez sí había sido su esclavo. Haciendo trabajos
de esclavo en algún lugar bajo tierra, lejos del sol.
Entonces se acordó de sus manos.
Emitió un gruñido, harta de intentar hacer calzar las piezas de ese misterio. Las
voces bajas se apagaron más aún y entonces se cerró una puerta. Habían entrado en
el dormitorio. O Farouk había enviado a HG a la cama, como a un niño travieso.
Se enderezó y abandonó su puesto de escucha. Fue a asomarse a la ventana de
la sala de estar a mirar el ondulante mar y el cielo azul despejado, iluminado por el
sol. Esa no era una visión a juego con sus pensamientos. Ya no quedaba ninguna
esperanza de que HG fuera Henry Gardeyne.
Stephen había hecho un viaje inútil, puesto que no era necesario invadir la
habitación. Al momento cambió de opinión. Lo harían, para liberar a HG de Farouk y
darle la oportunidad de vivir su vida como quisiera. Pero tendría que dejar eso en
manos de Stephen; ella tenía que volver a casa.
Entonces la golpeó la comprensión de que Harry seguía siendo tan vulnerable
como antes; que debía volver a su plan anterior. Tal vez ya no fuera tan malvado
después de todo. Stephen le dijo que deseaba casarse con ella, por lo tanto no había
ninguna necesidad de seducirlo. Sólo tenía que decir sí.
En cuanto a la conveniencia, procuraría hacer un trato honrado. Al fin y al cabo,
lo amaba, por lo tanto no le sería tan difícil ser lo que él deseaba y necesitaba: una
mujer bien informada, seria, decorosa, interesada en las cosas importantes. No habría
ni un asomo de la alondra. Había disfrutado muchísimo de ese tiempo tranquilo ahí,
y de sus complejas e interesantes conversaciones.
No estaba prestando atención a lo que estaba mirando, así que le llevó un

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

momento comprender lo que veía.


Jack Gardeyne. ¡Cabalgando hacia la Compass!

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 37

Laura se apresuró a apartarse de la ventana. ¿Cómo había podido Jack llegar


tan rápido? Debía de haber cabalgado como el viento, y hacer la mitad del trayecto
durante la noche. No debería haber infravalorado a un Gardeyne deportista. Claro
que no encontraría nada aparte de un fraude, pero si la veía a ella las consecuencias
serían terribles.
Se acercó nuevamente, lo justo para observarlo por un lado de la ventana. ¿Es
que pensaba tomar habitaciones ahí? ¿Cómo podría evitar encontrarse con él? Seguro
que su disfraz no lo engañaría más que un momento.
Entonces lo vio hacer virar al caballo para volverse, y soltó el aliento en un
fuerte resoplido de alivio. Sólo había venido a observar la posada.
¿Qué haría?
Lo vio alejarse por la calle y entrar en el patio de la posada King's Arms.
Ah, gracias a Dios; ahí venía Stephen. Esperó impaciente, con un ojo puesto en
la calle. Tan pronto como él entró, exclamó:
—¡Jack Gardeyne está aquí!
Al instante él se puso alerta.
—¿En la posada?
—No, pero pasó por aquí, observándola.
Él sonrió.
—Entonces las cosas podrían ponerse interesantes.
—¡Interesantes! —exclamó ella, dejándose caer en un sillón. Pero claro, él no
sabía lo que sabía ella—: Hache Ge no es Henry Gardeyne.
—¿Qué?
Le explicó la historia.
Él estaba junto a la ventana mirando fuera, así que no podía verle la expresión.
—Y no me digas que corrí un riesgo muy grande —le espetó cuando terminó.
—Ni lo soñaría —dijo él, posiblemente sarcástico—. ¿Estás segura? Podría
haber cambiado mucho.
—¿Incluso el color de los ojos? Más importante aún, apostaría todo mi dinero a
que alguna vez fue un vulgar marinero. Se le ve, aun cuando ha recibido educación.
¿Y cómo pudo ocurrir eso si era esclavo en las minas de Argel? Pues porque nunca
estuvo ahí, lógicamente. La piel de sus manos y de su cara es más blanca y delicada
que la mía.
—Imposible —dijo él, sonriendo.
—Espera a verlo.
—¿Te pondrás celosa?

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Ella vio a tiempo adonde podría llevarlos eso.


—Nada de esto tiene sentido. ¡Nada! Pero deseo liberar a Hache Ge de Farouk.
Farouk… lo domina, y estoy segura de que puede ser muy cruel.
—Claro —dijo él, al parecer sumido en sus pensamientos—. Y nos conviene ver
qué hace Jack Gardeyne. Podríamos aprovechar algo de eso. Pero tú tendrás que
permanecer en estas habitaciones. Podría reconocerte.
—Tienes razón. Y justo cuando por fin brilla el sol. En cuanto a Jack, ¿qué crees
que hará?
—Investigar, supongo. Y tener tantos problemas como hemos tenido nosotros
para ver a Hache Ge.
Pero Stephen tenía una expresión que ella le conocía de antes: de pensamiento
profundo.
—¿No podría ser que lord Caldfort sólo le hubiera comunicado su
preocupación y que Jack haya decidido actuar por su cuenta?
Ella se enderezó.
—¿Golpear sin aviso y librarse totalmente del problema? Eso sería propio de él.
Y su principal objetivo sería Hache Ge. Hasta que lo vea. Entonces, supongo que se
marchará a casa riendo.
—De ahí el encierro de Hache Ge. No podían saber cuándo llegaría alguien a
investigar, así que Egan Dyer tenía que estar oculto, fuera de la vista. Es extraño que
Farouk no buscara a alguien más parecido.
—¡Ooh! —exclamó ella, exasperada—. Sigo sin encontrarle lógica. Mi cerebro
está como una olla de grillos. Debería marcharme a Redoaks ahora mismo.
Entonces comprendió que eso dejaría suelto a Stephen.
—¿No quieres estar aquí para pillar a Jack Gardeyne en una maldad? —le
preguntó él—. Podría serte muy útil.
—¿Cómo una espada de Damocles? Eres como la serpiente y la manzana.
—Ssssss.
Ella se rió, agitando la cabeza, pero en su interior sabía que era ella la serpiente,
o Eva, lista para tentarlo, y tal vez arrastrarlo a una vida desgraciada.
—¿Y los hombres de Kerslake? —preguntó.
—Llegué a Crag Wyvern, y no le envidio esa casa a Kerslake. Es como el más
lúgubre castillo medieval; por fuera sólo tiene saeteras. Bueno, allí me enteré de que
estaba en Bridport, así que le dejé un mensaje, insinuándole la situación. Es probable
que cuando lo reciba ya sea demasiado tarde para venir aquí hoy, pero eso ya no
importa.
No, ya no importa nada, pensó ella.
De todos modos, continuó inquieta por HG; se veía tan indefenso.
—¿Y si Jack ha venido preparado para pagar el dinero y Farouk le corta el
cuello a Hache Ge? Que Hache Ge quiera tanto a Farouk como parece, no significa
que este no sea un villano y un monstruo. Y el joven es extrañamente dulce.
Stephen la miró enfurruñado.
—Apruebo un corazón tierno, pero el tuyo se está volviendo sensiblero. ¿Qué

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

quieres que haga?


—Si Farouk vuelve a salir, ¿podrías seguirlo? ¿Asegurarte de que no se
encuentra con Jack?
—Puedo, pero no quiero dejarte sola aquí. Lo sé, lo sé, pero si Jack Gardeyne es
un asesino, agradecerá la oportunidad de poderte matar a ti también. Eso dejaría a
Harry totalmente a su merced.
La recorrió un escalofrío.
—Tienes razón. Tendré cerrada la puerta con llave mientras tú no estés, y tengo
mi pistola.
La sacó del ridículo y él se acercó a mirarla.
—Bonita pistola. ¿Dispara recto?
—Le daba a cosas con ella. Dejé de practicar cuando Hal quiso que le disparara
a un conejo. —Vio pasar un leve mal gesto por su cara—. Stephen, no puedo y no
quiero dejar de hablar de Hal. Fue mi marido cinco años y algunos de esos años
fueron felices. Harry es su hijo, y haré todo lo posible por mantener vivo su recuerdo
en él.
Bueno, ya lo estaba ahuyentando otra vez.
—Simplemente pensé si serías capaz de dispararle a un hombre.
—Ah —dijo ella, desinflada—. ¿Tú le has disparado a un hombre alguna vez?
—Tocado. Pero le he disparado a conejos y a otros diversos animalitos.
Ella guardó la pistola en el ridículo.
—Sólo puedo esperar a ser capaz de hacer lo que tenga que hacer.
Él volvió a la ventana a mirar fuera y ella empezó a pasearse, nerviosa,
preocupada. Aunque sabía que esa aventura era seria, antes no le había parecido
verdaderamente peligrosa. Ni siquiera sabía de dónde venía el peligro, si de Jack, de
Farouk o de los dos, pero sí creía que había peligro.
No deseaba que Stephen saliera a caminar por ahí, aun cuando Jack podría
encontrarse con él y no sospechar nada.
Entró en el dormitorio de Stephen y fue a escuchar a través de la pared.
Silencio.
¿Y con qué fin, por cierto? Ya sabía la verdad, y sabía qué tenía que hacer.
A escondidas de Stephen, se apoyó en un poste de la cama. Lo deseaba tanto,
tanto, de maneras terrenas y de otras, que se sentía débil por esos anhelos. Sólo había
que ver lo tranquilo que estaba él. Tal vez sus advertencias habían arraigado en él y
había recuperado la sensatez. ¿Y cómo podría seducir a su amado así? Olla de grillos,
desde luego.
Un ruido la sobresaltó y al instante supo qué era. Crujidos en el corredor. Entró
a toda prisa en la sala de estar.
—Creo que Farouk se marcha.
Stephen cogió sus guantes y su sombrero y ella fue a ocupar su puesto junto a la
ventana.
Stephen se detuvo en la puerta.
—¿Qué vas a hacer si Farouk ha ido a la botica a comprar emplastos de trigo y

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Jack entra furtivamente aquí?


—Salir corriendo con mi pistola y arrojarme entre Hache Ge y la muerte. No
seas tonto. Creo que chillaré «¡Fuego!».
—De acuerdo. Este no es momento para volar alto. Ten presente que Jack
podría desear matarte. Mañana yo ya lo habría enviado al infierno, pero es posible
que él sólo se enteraría de eso cuando ya fuera demasiado tarde.
La fría expresión de su propósito vibró en ella como deseo. No pudo resistirse.
Se le acercó, le cogió la cara entre las manos y lo besó.
—Cuídate. Yo también valoro tu seguridad.
Se apartó para dejarlo salir, pero él la atrajo hacia sí y la besó, con un beso
profundo, largo, apasionado, más pasmoso que el de antes. Acto seguido, se marchó.
Se tocó los labios, todavía sensibles por el ardiente beso, sonriendo como una
idiota.
Él no era frío, no era frío en absoluto.
¿Qué podía hacer con eso? Si pudiera creer que él sentía verdadero amor, se
sentiría libre como una alondra, pero era posible que él se engañara por su apariencia
sobria. Incluso en Caldfort, él se encontró con una Laura Gardeyne viuda, de luto por
su marido, y madre consagrada a su hijo.
Dentro de unas semanas podría volver a ponerse sus vestidos bonitos y
elegantes y ser nuevamente Labellelle. ¿Era eso lo que él deseaba? ¿Era eso lo que
ella era en esos momentos?
Fue a sentarse junto a la ventana de la sala de estar a observar la calle por si veía
a Jack y a reflexionar sobre la verdadera sinceridad.
Aprovechando el sol de última hora de la tarde había un buen número de
personas caminando por el paseo marítimo. El doctor Grantleigh estaba ahí en su
silla de ruedas, acompañado por su mujer, que le tenía cogida la mano. También
estaba el capitán Sillitoe, conversando con un caballero. Jean venía a toda prisa de
vuelta de algún recado.
Daba la impresión de que todas esas personas vivían relativamente libres de
complicaciones.
Qué estado más bienaventurado.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 38

Sin perder de vista el turbante azul de Farouk, Stephen trató de concentrar la


atención en anticiparse a las posibles distracciones que podrían ofrecerle los
diferentes grupos, para eludirlas, pero su mente parecía estar clavada en ese beso.
Una y otra vez perdía el autodominio, cuando lo que tenía que hacer era conquistar a
Laura con delicadeza y comedimiento. Debía darle tiempo para pensar, no
presionarla. ¡Y menos aún seducirla, por el amor de Dios!
Había ido a Caldfort con el objetivo de quitarle la libertad cortejándola antes
que ningún otro tuviera la posibilidad. Eso era prueba de lo bajo que puede caer un
hombre ante la desesperación. Nicholas tenía razón.
Ni siquiera conocía la naturaleza de la mujer trofeo que deseaba poseer;
simplemente había estado desesperado por enmendar su pérdida de años atrás.
Pero ahora ya la conocía, conocía la extraordinaria complejidad y fuerza de
Laura Gardeyne, y por primera vez comprendía cómo hombres cuerdos e
inteligentes podían verse arrastrados más allá de todos los límites por el deseo y por
la necesidad de tener una mujer así. No se permitiría caer en el deshonor, se
prometió. No haría nada para forzarle a decidirse.
¿Cómo diablos podía esperar que ella tomara una decisión racional en esos
momentos, en medio de los peligros que rodeaban a su precioso hijo?
En ese momento Farouk se estaba acercando a la posada King's Arms. Lo
observó, rogando que no entrara ahí, porque eso significaría que tenía una cita con el
reverendo Gardeyne.
El árabe pasó de largo, y él se detuvo a pensar. Farouk y Gardeyne podrían
haber concertado una cita en otro lugar, aunque ¿cómo, con tan poco tiempo? Si
seguía a Farouk no podría estar vigilante por si salía el infame párroco. Decidió
quedarse cerca de la King's Arms, donde podría vigilar para proteger a Laura.
El infame párroco. Tenía la fría y objetiva seguridad de que Gardeyne era un
villano, y que su plan era matar y marcharse. Le veía la lógica a eso. Por lo que
Gardeyne sabía, nadie, aparte de él y de su padre, tenía la menor idea del asunto. Si
eliminaba el peligro planteado por un Henry Gardeyne resucitado, sólo le quedaría
eliminar a un niño pequeño.
Lo que no sabía era que ese niño pequeño tenía un protector muy resuelto. No,
dos. Estaba seguro de que Jack Gardeyne infravaloraba muchísimo a Laura.
Comenzó a pasearse lentamente cerca de la King's Arms y compró un diario
para tener un pretexto, pero después de un par de encuentros con personas que
deseaban charlar con él, bajó a la playa. Desde allí podría continuar observando.
Tomó conciencia de que su atención se iba con demasiada frecuencia hacia las

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

ventanas de la primera planta de la Compass, no por si veía a Dyer, sino por si veía a
Laura. Incluso deseó tener consigo el catalejo. Una locura, pero, en circunstancias
normales, una locura de lo más deliciosa.
No podía perderla. En un universo bueno y justo, no podía volver a perderla.
Todo en Laura le era precioso. Su manera de girar la mano, el contorno de su
espalda, ese omnipresente perfume, tan sutil y mágico a la vez. Su chispeante risa.
Aunque no se reía bastante, y él no creía que eso se debiera simplemente a esa
situación.
Él podría volverla alegre como una alondra.
Podría seducirla.
A pesar de su resolución, la idea le volvía una y otra vez, envolviéndose en
colores falsos. La salvaría de cometer otro error, con lo que a él se le haría más fácil
proteger a su hijo.
Pese a la fama de mujer algo alocada que tenía lady Alondra, él sabía que ella
no era de las que se tomaban a la ligera una relación íntima; si hacía el amor, pensaría
que debía casarse con el amante. Incluso podría quedar embarazada, lo cual
remacharía y decidiría todo.
Injusto; no ético; vil. Pero ¿qué importancia podía tener eso, en realidad, cuando
estaba claro que ella lo deseaba también? ¿Cuando eran viejos amigos y estaban
encantados en la mutua compañía?
—Ssss —musitó, viendo a la serpiente en sus pensamientos y tratando de
aplastarla para olvidarla.

Laura vio a Stephen detenerse fuera de la posada King's Arms y que Farouk
continuó caminando. Lo vio comprar un diario y leerlo, y luego bajar hasta la playa.
Deseó estar ahí con él, cogida de su brazo, inspirando el aire marino, caminando a su
lado.
Se acordó de desviar la vista de él para mirar el resto del escenario por si veía
alguna amenaza o peligro para ella o para él. No vio a Jack ni a Farouk.
Después se fue a escuchar a través de la pared. Aun cuando eso ya no tenía
ningún sentido, simplemente necesitaba estar en la habitación de Stephen.
De ninguna manera iba a repetir la tontería de antes desordenando la cama,
pero no lograba dominarse del todo. Recorrió la estancia, explorándola con los ojos y
de tanto en tanto con las manos. Su maleta, de sencilla piel, ya desgastada por el uso,
y con una pequeña placa de latón en la que estaba grabado su nombre.
Su abrigo, colgado de un gancho en la pared, áspero al tacto, de un delicioso
olor al aspirarlo, aun cuando olía principalmente a lana.
Ese libro en la mesilla de noche, con la página marcada por una tira de tela cuyo
bordado, estaba claro, lo había hecho una niña. Una de las hijas de Charlotte, sin
duda.
En el lavamanos estaba su cepillo, su peine y sus útiles para afeitarse. Afeitarse
era algo tan masculino que siempre le había encantado. A veces le gustaba mirar

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

cuando afeitaban a Hal, lo que a él le complacía, por encontrarlo algo especial.


Las consecuencias eran muy previsibles, y eso era parte del motivo de que lo
hiciera. Por eso, por lo que otra consecuencia era que el olor del jabón y la vista de
una navaja le resultaban muy estimulantes.
En el cepillo habían quedado unos pelos rubios. Cogió uno y, ruborizándose
por la tontería, se lo metió entre los pechos.
Ay, si hubiera sido más sabia cuando era joven. ¿Habría sido tan terrible seguir
soltera unos cuantos años hasta que Stephen estuviera en situación de tomar esposa?
¿Como hizo Juliet?
Negó con la cabeza. Comprendía muy bien a esa Laura Watcombe, que estaba
fascinada por haber conquistado al soltero más cotizado de la zona y creía que había
encontrado un espíritu afín en Hal Gardeyne. Y sí que fueron felices un tiempo;
nunca se permitiría engañarse simulando que no.
Ella había sido una persona distinta por aquel entonces.
En ese tiempo era realmente lady Alondra, la que se sentía inmediatamente a
sus anchas volando alto. ¿Habría sido capaz esa chica de vivir en un apartamento en
Londres haciendo de anfitriona de otros abogados y políticos que deseaban hablar de
reformas hasta que se consumieran las velas?
Ese tipo de pensamientos parecían ir en contra de cierto ideal, pero las personas
cambian. Tal vez esa fuera la causa de que hubiera muchos matrimonios
desgraciados.
Ah. Fue a asomarse a la ventana de Stephen a mirar la puesta de sol. Si quería
enfrentarse a ciertas verdades duras, bien podría aceptar que al final, ella y Hal se
vieron atrapados en un matrimonio desgraciado.
No desgraciado en el sentido de sufrimiento y tortura, sino en que no les
aportaba nada de la dicha que tenían antes. Después del nacimiento de Harry ella
deseó llevar una vida más doméstica, pero él no. Aunque, en realidad, la vida social
en los salones elegantes ya no lo atraía; estaba claro que él había participado en esa
vida por complacerla a ella, y luego cambió de forma, de modo que se pasaba la
mayor parte del tiempo con su grupo de amigos corintios.
Habían perdido sus puntos de coincidencia.
No, les quedaba uno. Los dos deseaban tener más hijos. Ella no sabía por qué
no volvió a quedarse embarazada. Hal había engendrado bastardos, pero no muchos,
si se tenía todo en cuenta. Lo natural habría sido que un hombre tan vigoroso
hubiera sido muy fértil. Sonriendo irónica, pensó si tal vez una vida pasada como
«jinete veloz», como los llamaban, tendría algún efecto en la fertilidad.
Ay, Dios, no debería pensar esas cosas, porque igual algún día las diría en
público. Eso divertiría a los miembros de la alta sociedad, pero no a los abogados y
reformadores más sobrios.
Atrás, adelante, atrás, adelante, así le oscilaba la mente, como un péndulo. No,
como un peso colgado de una cuerda. Una vez vio una demostración en la Royal
Society. Tenía algo que ver con el movimiento de los planetas, creía, aunque a ella le
pareció simplemente un peso en el extremo de una cuerda a la que ponían a girar en

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

círculo y poco a poco se iba reduciendo el diámetro de giro hasta que el peso se
quedaba quieto en el centro.
Era una fuerza de la naturaleza, muy parecida a la fuerza que la llevó de vuelta
a la cama de Stephen, a tocar la suave madera, la áspera lana, la firme almohada; una
fuerza que le dirigió la mente a pensar en lo que ella y Stephen podrían hacer ahí, y
en las consecuencias…
Cayó en la cuenta de que alguien estaba golpeando a la puerta. ¡La puerta de la
sala de estar!
Entró corriendo en la estancia, pero se detuvo antes de abrir.
—¿Quién es?
—El señor Topham, señora. Ha venido una mujer que desea hablar con sir
Stephen. Una mujer con un niño.
Dado lo que había estado pensando de Hal, al instante pensó que no fuera una
amante de Stephen embarazada. ¡Qué complicación más divertida en esos
momentos! Y la idea le dolió, aun cuando no se imaginaba que él hubiera vivido
como un monje.
Abrió un pelín la puerta. Al menos esa actitud indecisa iba bien con la señora
Penfold.
—¿Quién dice qué es?
—Dice ser la señorita Capuleto, señora —contestó él, con aspecto preocupado
—. No sé si es lo que parece, señora. Llegó en la carreta de Tad Whipple. Y puesto
que sir Stephen salió… Pero insiste mucho, y habla como una dama.
Adinerada, sin duda. ¿Qué hacer?
De pronto tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir una exclamación.
¿Capuleto? ¿Montesco y Capuleto? ¿Juliet?
—¡Ah, sí! —farfulló, abriendo la puerta de par en par—. Sé quién es. Hágala
subir, por favor. Y envíenos té. Seguro que necesita algún refrigerio.
Él enarcó las cejas, pero se marchó. Laura habría bajado corriendo con él, pero
se obligó a esperar. Juliet. ¿Vendría con Harry? ¿Qué habría ocurrido? Jack estaba
ahí, no en Merrymead fraguando asesinatos.
Juliet no tardó en subir, con Harry dormido en los brazos.
Laura lo cogió, y habría llorado de alivio. Por suerte estaba durmiendo, porque
si no, seguro que habría gritado «¡Mamá!».
Juliet se veía agotada, y por un momento la miró atónita al ver su apariencia.
—¡Mi pobrecilla! —farfulló Laura, haciéndola entrar—. ¡Qué viaje habrás
tenido! —Miró hacia Topham, que seguía ahí, tal vez para comprobar que todo
estuviera bien, y le dijo—: Gracias. Té, por favor.
Harry abrió los ojos y, menos mal, esperó hasta que se cerró la puerta para
decir, adormilado:
—¿Mamá?
Laura le dio un largo y apretado abrazo.
—Sí, Minnow, soy yo. Qué maravilloso verte. Como ves, estoy disfrazada de un
personaje para un juego, pero no es nada para tenerle miedo.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Por encima de la cabeza de él miró a Juliet, haciéndole angustiadas preguntas


con los ojos.
Harry se estaba frotando los ojos, así que lo llevó hasta la ventana y lo dejó en el
suelo.
—El mar, Harry. Es precioso, ¿verdad?
—¿Puedo bajar hasta ahí? —preguntó él, ya lo bastante despierto para pegar la
nariz al cristal.
—Tal vez mañana, cariño. Hoy ya es muy tarde.
Ay, Dios, ¿cómo encajar en sus planes a un niño tan curioso e inquieto?
Harry le tironeó la falda.
—Viajamos en una carreta, mamá.
—Ya lo sé. Seguro que fue una aventura espléndida.
—Olía a cerdo.
—Ah. —Lo miró arrugando la nariz—. Creo que tú también hueles un poco a
cerdo. ¿Vamos a mi dormitorio para lavarte un poco?
No vio ninguna maleta, ni siquiera un hatillo. ¿Qué habría ocurrido?
Entró con él en el dormitorio. Juliet los siguió, y después de cerrar la puerta fue
a sentarse cansinamente en una silla.
—Creí que íbamos a tener que caminar las últimas millas, pero nos recogió un
hombre que traía verduras. Un hombre muy amable, aunque algo hediondo.
Laura oyó abrirse la puerta de la sala de estar y le hizo un gesto para que
guardara silencio.
—Deja que la tía Juliet te lave la cara y las manos, Minnow, y después
comeremos pasteles.
Salió a la sala de estar y cerró la puerta.
Jean había entrado sin llamar (la señora Penfold no era la única fisgona) y
estaba distribuyendo teteras, tazas y platos con panecillos y pasteles sobre la mesa.
—Una visita sorpresa, señora —dijo, sonriendo con aire burlón—. Seguro que
sir Stephen estará complacido.
Laura sabía que la criada, y posiblemente todos en la posada, habían llegado a
la misma conclusión que ella: que la visita venía con un hijo, no embarazada.
—Sí, estará muy complacido por la llegada de su hermana —dijo—, aunque fue
mala suerte que al coche se le desprendiera una rueda.
Esa explicación no se la creería nadie, pero fue lo único que se le ocurrió en ese
momento.
Jean salió de la sala haciendo un insolente gesto con la cabeza, y Laura volvió
corriendo al dormitorio. Se detuvo en la puerta, al caer en la cuenta de que eso le
estropeaba todo su perverso plan para aquella noche.
Juliet y Harry tendrían que compartir su cama.
Aunque las consecuencias podrían ser desastrosas, le pareció una salvación.

Stephen se obligó a analizar la forma de pensar de Jack Gardeyne, por si le

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

encontraba una cierta lógica. Era un hombre bastante inteligente y un respetado


párroco. Entonces, ¿cómo podía estar dispuesto a asesinar a un sobrino? ¿Cómo
podía mantenerse tan jovial? ¿Dónde estaba la atormentada cara ojerosa de Macbeth?
¿Cómo se las arreglaba para dar la imagen de un hombre recto?
Tal vez se decía que con eso pretendía cuidar de su familia, sobre todo de su
hijo recién nacido. ¿Cómo iba a condenar al bebé a una vida como hijo de párroco
cuando podía con tanta facilidad ser el heredero de un título?
Tal vez incluso se había convencido de que Harry no era hijo de su hermano. Sí,
eso era lo más probable. Por lo tanto, creía que iba a corregir la maldad de Laura al
encajar a su hijo en la familia Gardeyne, engañando a su pobre padre.
Y eso aún ponía en más peligro a Laura.
Debía volver a toda prisa a la posada.
Pero tal vez la idea se le ocurrió demasiado tarde. El párroco había salido de la
King's Arms e iba caminando resueltamente hacia la Compass. «Resueltamente» era
la palabra exacta, y cayó en la cuenta de que él estaba bastante lejos.
Echó a caminar a toda prisa, pero las botas se le quedaban atascadas en los
guijarros dificultándole el avance, y no podía echar a correr sin causar un alboroto.
De todos modos, ya iba a unos pocas yardas detrás cuando Gardeyne llegó a la
posada; y entonces entró en el patio.
Stephen se detuvo un momento, para desacelerar el corazón, y luego entró
también en el patio de la posada. Si el cura lo veía, pues que lo viera; tenía que saber
qué iba a hacer ahí.
En el patio había dos hombres descargando una carreta, lo cual le permitió
ocultarse, pero también le impidió oír la conversación de Gardeyne con uno de los
mozos del establo. El mozo llevó al cura al establo.
Stephen los siguió y, por lo que oyó, tuvo la impresión de que Gardeyne
simplemente quería hacer una inspección de los servicios. ¿Daría como excusa para
hacer preguntas que estaba considerando la posibilidad de trasladarse ahí, tal como
hiciera él en la King's Arms? ¿Habría venido, entonces, con intenciones honorables?
¿Estaría dispuesto, incluso, a darle la bienvenida a su primo perdido, si de verdad
estaba vivo?
Retrocedió hasta una puerta lateral de la posada y puso a trabajar su mente
objetiva para evaluarlo todo. Podría ser cierto. Era posible que Laura se hubiera
imaginado el peligro para su hijo y Jack Gardeyne fuera un hombre honrado.
Pasado un momento, Gardeyne salió del establo, se dirigió a la puerta del patio
y allí viró a la izquierda.
Stephen fue hasta allí y se quedó un momento observándolo. El párroco no hizo
nada que inspirara sospecha alguna; simplemente volvió a la King's Arms.
Después observó la calle en busca de Farouk, pero no vio el turbante azul. De
pronto algo de color azul le atrajo la atención hacia el promontorio cubierto de hierba
que cerraba la bahía por el otro lado. Deseó tener el catalejo, pero probablemente no
vería nada especial con él. El árabe había llegado a lo alto del promontorio y estaba
mirando hacia el mar, azotado por el viento.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Un hombre activo y vigoroso al que se le estaba haciendo pesada la espera.


Pero seguía esperando. No se quedaría ahí arriba si supiera que Jack Gardeyne
estaba en Draycombe.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 39

Harry y Juliet comieron como si estuvieran muertos de hambre, pero daba la


impresión de que, aparte del hambre, la aventura no les había hecho ningún daño.
Por acuerdo tácito, ni Laura ni Juliet hablaron de nada importante mientras
Harry estuviera con ellas. Finalmente, él dejó abandonados los restos de un pastel y
volvió a asomarse a la ventana. Laura pensó que muy pronto se quedaría dormido
ahí mismo, de pie, pobre corderito, pero su interés inmediato estaba en tener una
explicación completa.
—Tal vez actué con exagerado dramatismo, pero no hubo tiempo para pensar
—dijo Juliet. Miró hacia Harry y continuó en voz más baja—: Lord Caldfort envió a
dos hombres para llevarse a su casa a cierto enfant.
—¿De vuelta a Caldfort? —preguntó Laura, asombrada.
Juliet asintió y cogió otro panecillo.
—Llegaron con una carta, toda llena de autoridad. Suponían que tú estabas ahí,
lógicamente, y que irías con él. Pero tu ausencia no los disuadió. Madre estaba
afligida porque padre no se encontraba en casa, pero yo vi que estaba dispuesta a
ceder. No sabía qué hacer, porque tú no me dijiste que no permitiera que se llevaran
a casa a l'enfant. Decidí que no podía ser eso lo que deseabas, así que lo único que
podía hacer era venir aquí, y marcharme inmediatamente. Cogí el dinero que tenía,
pero no fue suficiente.
—¡Santo cielo! Madre debe de estar desesperada.
—Le dejé una nota, por supuesto, pidiéndole que les dijera a los hombres que
no estábamos en casa, que habíamos salido y que no sabía adónde. Me imagino que
se lo dijo, porque no nos dieron alcance… Ay, Dios.
—¿Qué?
—No le dije a qué lugar venía. Sólo le dije que me llevaba a Harry adonde
estabas tú. Me pareció obvio, pero ellos van a pensar que fui a la casa de la señora
Delaney.
—Señor, qué lío. ¿Qué podría desear lord Caldfort? Jack está aquí, en
Draycombe.
Juliet palideció.
—¿O sea, que he traído a Harry al peligro?
—No particularmente, aunque esto lo complica todo. Pero hiciste lo correcto,
cariño. Gracias. No querría que Harry estuviera en la casa Caldfort sin mí. Pero ahora
tendremos aquí a padre o a Ned muy pronto, y fíjate con lo que se van a encontrar.
Deberíamos marcharnos los tres a Redoaks de inmediato. —Al mirar por la ventana
hacia el sol que se estaba perdiendo en el horizonte comprendió que sería una locura

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

hacer el viaje inmediatamente, sobre todo estando Juliet y Harry tan cansados—. Nos
iremos mañana a primera hora.
A pesar de la siesta que había dormido durante el viaje, a Harry se le caía la
cabeza, así que fue a cogerlo en brazos y lo llevó al dormitorio.
—Vamos, Minnow. Mañana habrá más aventuras.
Le quitó la ropa sucia y le lavó la cara y las manos para limpiarle los restos de
pasteles, sin mucha ayuda por su parte, pobrecillo. Después lo acostó en la inmensa
cama y se quedó a su lado acurrucándolo en sus brazos y cantándole las canciones
que le gustaban.
Él abrió los ojos y frunció el ceño.
—Te ves rara, mamá.
—Lo sé, cariño, pero sólo es un juego.
Él se acurrucó más cerca de ella.
—¿Bajaremos al mar mañana?
Laura estuvo a punto de decir sí, pero nunca hacía promesas que no pudiera
cumplir.
—Podría ser, cariño. Pero si no podemos, volveremos muy pronto para ver el
mar. Y eso sí que es una promesa. —Le acarició la cabeza—. Ahora duérmete, Harry.
Habrá muchas más aventuras.
Y eso también es una promesa, añadió en silencio.
Continuó cantándole hasta que se quedó profundamente dormido, abrigado y
precioso en sus brazos. Le apoyó la cabeza en la almohada pero dejó la mano en su
pelo. No deseaba romper esa conexión; deseaba quedarse ahí con él toda la noche.
Pero no podía. Tenían que hacer planes, en especial, dado que su aventura
había fracasado.
No, decir fracasado era demasiado duro. La suerte estuvo en su contra: Henry
Gardeyne no estaba vivo y Harry seguía siendo el heredero de Caldfort. Aun en el
caso de que nadie intentara obligarlo, tendría que pasar un tiempo en la casa
Caldfort, porque cuando lord Caldfort muriera esa sería su propiedad y su hogar.
Pero aparte de todos los otros problemas, era demasiado pequeño para eso. Si
no lo oprimía, podría hacerle daño, convertirlo en un malcriado.
Ella podría protegerlo, pero Jack seguiría siendo el mayor peligro. Ojalá fuera el
tipo de mujer capaz de dispararle a sangre fría.
No, no, eso no estaría bien, y aún no tenía una prueba clara. Aun en el caso de
que él hubiera venido a Draycombe a matar a HG, eso sólo sería una leve indicación
de que podría matar a Harry. Pero también cabía la posibilidad de que hubiera
venido simplemente a investigar si era cierto lo que decía la carta, y en ese caso
descubriría que HG sólo era un impostor, y todo volvería a ser como era antes.
Aunque ahora ella y Harry tenían a Stephen de su parte, y más aún si éste se
convertía en el padrastro de su hijo.
Sonrió irónica. Después de prepararse tanto para seducirlo y así decidir el
asunto de una vez, ahora ya era demasiado tarde, seguramente por haberlo dejado
siempre para otro momento. ¿Darían algún mérito en el cielo a la virtud obligada?

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Se inclinó a depositar un ligerísimo beso en la frente del protector de su virtud


sin saberlo, y se apartó. Fue a cerrar la puerta que daba al corredor, con llave para
dejarlo lo más seguro posible, y volvió a la sala de estar.
—Muerto para el mundo —dijo, y al instante hizo un mal gesto por haber
empleado esa expresión.
—¿Qué habéis descubierto? —preguntó Juliet—. ¿Está vivo Henry Gardeyne?
—Ay de mí, no —contestó Laura, dejándose caer en el asiento.
Le contó la historia, sin encontrarle más sentido que antes.
—¿Qué vas a hacer, entonces?
Laura sintió la fuerte tentación de exponerle a su hermana las incertidumbres
éticas que la atormentaban respecto a casarse con Stephen, pero estas eran más
complicadas y raras aún que las de la situación con HG y Farouk.
—Stephen me va a ayudar. Tal vez sea posible convencer a Jack de que sería
muy arriesgado intentar algo.
—¿Y tú y Stephen?
—Viviendo en la virtud más perfecta.
—Qué pena.
—¡Jul!
—Lo siento, pero esta es una situación perfecta para… para aventuras.
—Para locuras. Y mírame.
Juliet arrugó la nariz.
—Prefiero no mirarte.
—Exactamente.
—Supongo que te quitas eso por la noche.
—Jul —la reprendió Laura, pero añadió—: A excepción del lunar, que está
pegado como una lapa.
Juliet le cogió la mano y se la apretó.
—Se mostrará más entusiasta cuando vuelvas a ser tu yo normal.
¿Más entusiasta que en ese beso abrasador? Dios la amparara.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 40

Laura, fue a asomarse a la ventana con el fin de ver a Stephen, pero ya estaba
bastante oscuro y no logró vislumbrar si continuaba en la playa. Para evitarla a ella.
—Ojalá vuelva pronto —dijo—. Tenemos que hacer nuestros planes. Las dos
debemos marcharnos con Harry con las primeras luces del alba, pero antes me
gustaría ocuparme de que Hache Ge esté a salvo.
—Ese es el tipo de cosas que se puede dejar en manos de un hombre.
—Pero es que quiero ver el final de esta aventura.
En ese instante se abrió la puerta, entró Stephen, y se detuvo en seco.
—¿Qué diab…? —Cerró la puerta—. ¿Algún problema?
Con el corazón repentinamente desbocado, Laura intentó explicarle la historia,
pero se le enredó la lengua y tuvo que continuar Juliet. La entrada de Stephen había
cambiado la densidad del aire en la sala. O había muy poco o había demasiado.
—¿Caldfort? —dijo él, sentándose a la mesa y cogiendo un panecillo—. No creo
que desee hacerle daño a Harry, pero hiciste bien, Juliet. Aunque claro, esto pone
unos nudos extras en la cuerda.
Laura ya volvía a estar centrada.
—Sobre todo —dijo—, porque sin duda mi padre, mi hermano o los dos ya van
de camino hacia Redoaks, suponiendo que me van a encontrar ahí. Y yo no puedo
llegar antes que ellos.
Stephen pensó un momento y se levantó.
—Le enviaré un mensaje a Nicholas diciéndole que les diga que fuiste de visita
a… a Crag Wyvern, supongo. Y un mensaje a Kerslake para que esté enterado.
Puedes ir allí mañana a primera hora.
—Caramba —exclamó Juliet—. Luminosidad instantánea. Sí que estoy
impresionada.
También lo estaba Laura, pero eso se lo dijo sólo con una sonrisa.
—Y Juliet, ¿qué?
Él fue a buscar su escribanía, la instaló en la mesa y se sentó a escribir.
—No puedo arreglar eso del todo. Tendrás que explicarle tus miedos a tu
padre. Cuando Juliet se presentó en Redoaks, Nicholas la envió… No, creo que será
mejor que, teóricamente, Nicholas haya acompañado a Juliet a Crag Wyvern. Si no él,
la enviará con un mozo. Revisad la idea, a ver si tiene lógica.
Diciendo eso, comenzó a escribir.
—Creo que sí —dijo Laura—. Así yo no habré estado nunca aquí. —Entonces se
le ocurrió algo y preguntó—. ¿Y por qué no me fui sola a Crag Wyvern?
—Porras. De acuerdo —dijo él, arrugó el papel y lo arrojó al fuego—. Nicholas,

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Eleanor y Arabel tendrán que viajar a Crag Wyvern mañana y ordenarles a sus
criados que digan que se han ido hoy. Por lo tanto, tú fuiste con tus anfitriones a
visitar esa casa tan rara. Entonces a Juliet la lleva un mozo a reunirse con vosotros.
—Pero, Stephen —protestó Laura—, eso es una imposición terrible.
Él levantó la cabeza y la miró.
—Son Pícaros.
Laura y Juliet se miraron.
Claro que si los Delaney colaboraban, pensó Laura, el plan podría resultar.
Nadie se enteraría nunca que había pasado unos días ahí como Priscilla Penfold.
Stephen terminó de escribir las cartas y las selló.
—Bajaré a enviarlas con sendos mozos.
Salió y no tardó en volver.
—Eso ya está hecho, y Topham dice que mañana, suponiendo que haga buen
tiempo, la mejor manera de ir a Crag Wyvern será en barca. Es cierto que el camino
por el interior es largo y bastante escabroso al llegar arriba. —Se interrumpió para
soltar el aliento en un soplido—. Muy bien. ¿Ha ocurrido algo ahí al lado?
—Nada —dijo Laura—. Pero claro, Farouk salió, y sería raro que Hache Ge se
estuviera entreteniendo con un soliloquio. «Oh —exclamó, citando a Hamlet—, qué
pícaro, qué abyecto esclavo soy.»
La combinación de «pícaro» y «esclavo» la hizo reír.
—¿De qué hablas? —le preguntó Juliet.
Laura se levantó.
—Ven a ver.
A Juliet le encantó el auricular potenciador de la audición, pero no tardó en
perder el interés pues no se oía nada. Laura la llevó de vuelta a la sala de estar,
asombrada de que ese último giro de los acontecimientos ya le pareciera de lo más
normal.
Juliet bostezó.
—Creo que yo también necesito irme a la cama.
—Podemos compartir la cama con Harry, Jul.
—No —dijo Stephen.
Laura lo miró sorprendida.
—Tú roncas, Juliet —dijo él—, y…
—¿Qué? —exclamó Laura, mirando del uno al otro.
Stephen se echó a reír y pasado un momento Juliet también. Estaba claro que no
habían sido amantes, pero a Laura no le gustaba que se rieran de ella.
—No seas gansa, Laura —dijo Stephen entonces—. Simplemente inventé una
excusa. Juliet ronca y tú, como la señora Penfold, no lo soportas. Por lo tanto, Juliet y
su hijo, que es lo que debe parecer, dormirán en otra habitación.
—Ah, comprendo. Pero Harry ya está durmiendo en la mía.
—Entonces tú puedes trasladarte a la mía, y yo me trasladaré a la habitación de
más allá de nuestros vecinos.
¿Es que quería montar una cita amorosa entre ellos por la noche?, pensó Laura.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Eso la tentaba y la horrorizaba. ¿Hacerlo estando tan cerca su hermana y su hijo?


—Eso —continuó él, sonriendo encantado, con una expresión de picardía en los
ojos— significa que sólo me separará una pared del dormitorio de Hache Ge. Tal vez
así los oiga hablar de sus secretos ahí.
—Ah, ¡qué ingenioso! —dijo Juliet.
Ah, qué condenadamente práctico, pensó Laura.
—¿Y de qué te va a servir escuchar? —preguntó—. Ya sabemos bastante.
—No existe aquello de saber bastante.
El arreglo sólo les llevó unos momentos. Juliet se acostó en la cama de Laura
junto a Harry y se quedó dormida casi al instante. Stephen llamó para pedir que le
llevaran sus cosas a la otra habitación: su ropa, su cepillo y sus implementos para
afeitarse.
Pero en su cama quedó su olor. Laura no quiso ni oír hablar de cambiar las
sábanas. Por lo menos esa noche podría oler y acariciar su almohada sin tener que
dar explicaciones.
Pidieron la cena y se sentaron a la mesa, los dos solos nuevamente. Comieron
en agradable armonía, revisando sus planes.
—Por lo menos resolvimos el misterio de la carta —dijo ella al final, alzando la
copa en un brindis por él.
Él bebió, y añadió:
—Sin encontrar a un nuevo heredero de Caldfort.
—Saber que Hache Ge no es Henry Gardeyne ya es importante.
—Ese trabajo lo hiciste todo tú.
Ella comprendió que él deseaba ser el gallardo héroe.
—Tú encontraste el amplificador.
Él no se hinchó de orgullo.
—Que en realidad nos reveló muy poco que no supiéramos ya.
—Confirmó lo de Argelia.
—Lo que tú ya habías descubierto con el anagrama «corsarios». —Alzó la copa
para brindar por ella—. Tú eres la heroína de esta historia, Laura.
Ella le cogió la mano.
—Héroes. Somos iguales. ¿O exiges llevarte la parte principal por tu arrogante
naturaleza masculina?
Tal como esperaba, eso le puso un brillo de humor en los ojos.
—¿Jaque mate?
—Yo no podría haber hecho nada de esto sin ti. Sin ti probablemente me habría
quedado en Merrymead angustiándome inútilmente.
Él giró la mano para apretarle la suya.
—Sugerí este plan casi totalmente para tenerte aquí a solas conmigo.
Ella lo miró pestañeando.
—Muy ingenioso.
—Soy ingenioso.
—Me gusta el ingenio. Y, ¿sabes?, las comparaciones nunca son justas. Tú estás

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

aquí como sir Stephen Ball, miembro del Parlamento, observado, admirado, invitado
a tomar el té con los Grantleigh y el párroco. Yo soy la infernal señora Penfold, capaz
de fisgonear, entrometerse, espiar y fastidiar. Si hubieras venido aquí como un mozo
de establo y lleno de verrugas sin duda lo habrías pasado muchísimo mejor.
—Me habría gustado ser ese tipo de héroe —dijo él, levantándose y acercándose
al hogar a mirar el fuego—. Eso es irracional. Mis amigos, en particular Nicholas, han
sufrido en sus actos heroicos; a veces eso ha desembocado en daños a sus seres más
queridos, como en el caso de Arabel. Yo no desearía eso jamás.
Ella estaba buscando una contestación adecuada cuando él se giró a mirarla y
continuó:
—Pero me gustaría que no me excluyeran.
Ella comprendió el sentimiento secreto que él le confiaba con eso.
—«También sirven a quienes resisten y esperan» —dijo, citando a Milton.
—Eso, si lo recuerdas, eso fue un amargo comentario acerca de su ceguera.
—Tú eres sir Stephen Ball, miembro del Parlamento. Eso debe de ser una carga
pesada, pero es una noble vocación y los Pícaros lo saben.
Él apretó los labios.
—¿Así es como me ves? ¿Cómo un santo al que hay que proteger de las
calumnias? ¿Actuarías de otro modo si yo fuera el pecador Hal Gardeyne?
—Por supuesto…
—¡Hal Gardeyne! —explotó él, impidiéndole decir el resto—. Uno entre cientos
de dandis deportistas ingleses que tienen tanta utilidad como los zánganos en una
colmena. Crean una nueva generación y luego se matan en una u otra actividad
estúpida.
Laura se quedó sin habla.
Él se giró hacia el hogar cubriéndose la cara con las manos.
—Lo siento.
A ella le vinieron a la mente muchas palabras tranquilizadoras, pero no, debía
recordarle algo:
—Hal fue el padre de Harry, Stephen. Hay que permitirle que se sienta
orgulloso de su padre.
Él bajó las manos, pero continuó mirando el fuego.
—Lo sé. Perdona. Jamás le diría algo así a tu hijo, pero probablemente es bueno
que se haya acabado.
Laura pensó en discutir con él, pero ¿qué podía decir? Retrocediendo, algo
temblorosa, entró en su habitación, la que había sido de él, y cerró la puerta.
La evaluación de Stephen había sido cruelmente acertada, pero ¿en qué la
convertía a ella? ¿En una abeja reina? No, solamente en una alondra, otro animalito
sin otra finalidad que cantar y criar.
¿Y qué había de malo en eso, por cierto? Acicateada por la rabia, estuvo a punto
de abrir la puerta y salir a discutir, pero lo pensó mejor. Él tenía razón. Las personas
no son animales y deben aportar algo más al mundo.
Sabía muy bien que ni siquiera se trataba de eso. El descontrolado estallido de

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Stephen hablaba de sus sentimientos por ella, sentimientos que eran aun más
intensos de lo que ella había supuesto. Estos resonaron en ella como un palillo sobre
un tambor, en especial en esa habitación, todavía impregnada de su presencia. Se
rodeó con los brazos, tratando de encerrar el vibrante deseo, en el que se mezclaban
el deseo físico y la necesidad de todo lo que era Stephen.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 41

Al oír abrirse y cerrarse la puerta, Stephen se giró y comprobó que Laura ya no


estaba.
Eso había puesto fin a todo.
Qué típico de él haber arrojado lejos lo único con que había soñado durante
tantos años. Lo único a cuya conquista había dedicado un año de esmerada reflexión
y preparación. En todo caso, era mejor que su opinión sobre Hal Gardeyne hubiera
salido ya, y no después de haberla llevado al altar con ingeniosos mimos y halagos.
Se echó a reír. Sus amargas palabras habían sido acertadas, pero bastante
injustificadas. Conocía a muchos de esos zánganos y nunca había pensado en ellos
con dureza. Incluso a veces disfrutaba en su compañía.
El pecado de Hal Gardeyne no era su derrochador e inútil estilo de vida, sino
haberse casado con Laura Watcombe.
Puesto que al parecer ya no le quedaba nada más, se decidió por cumplir con su
deber. Llamó a la criada para que retirara los platos y restos de la cena. Después
consideró la posibilidad de quedarse ahí montando guardia, pero comprendió que
eso no era necesario. Jack Gardeyne no sabía que Laura y su sobrino estaban ahí, por
lo tanto no entraría sigilosamente para intentar asesinarlos.
En realidad, su impulso de quedarse ahí estaba motivado por el deseo de estar
cerca de Laura, pero no debía azorarla con su presencia si ella salía del dormitorio.
Apagó las velas, movió los leños del hogar de forma que no hubiera peligro de
incendio y salió. Después de pensarlo un momento, para más seguridad, sacó la llave
y cerró la puerta por fuera, pero luego la metió por la rendija de abajo y la empujó
hacia dentro.
Ya en su nueva habitación, llamó para que le llevaran el agua. Una vez que lo
hicieron, se desvistió y se lavó. Puesto que no había la menor probabilidad de que
alguien entrara ahí esa noche, no se molestó en ponerse el camisón, sólo la bata.
¿Qué hacer?
Sólo le quedaba cumplir con su deber, así que cogió el auricular, aunque
dudaba que los dos extorsionistas fueran a revelar algo nuevo. El aparato iba bien en
esa pared, comprobó; los dos hombres estaban en el dormitorio, pero sus voces
sonaban apagadas. Tal vez tenían corridas las cortinas de la cama.
¿Dormían juntos?
Muchas veces los criados personales dormían con sus amos, aunque él había
supuesto que Farouk dormiría en la carriola. Entonces cayó en la cuenta: lo suponía
sólo porque Farouk era de piel morena y por lo tanto inferior. Esa era una actitud que
él combatía; qué vergüenza haber caído en eso.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Muchas veces las personas revelan más en la oscuridad de la cama que a la luz
del día, pensó, así que se esforzó en escuchar lo que decían.
Sólo captaba palabras sueltas.
—… hermoso…
—… cuando…
—… cuidar de ti, nuraní.
¿Nuraní? Esa tenía que ser una palabra árabe. ¿Un término de respeto? ¿La
manera de llamar un amo a su esclavo?
Vamos, qué más daba.
—… amor…
¿Amor?
Entonces comprendió el sentido de lo que había estado oyendo, y un gritito
sofocado se lo confirmó.
Se apartó de la pared y se la quedó mirando.
¡Grandísimo Zeus! ¿HG era una mujer? Laura le dijo que era de facciones muy
delicadas, pero su representación tenía que ser excelente para haberla convencido,
convencido a todo el mundo, de que era un hombre. Eso explicaba muchísimo; la
ignorancia del capitán Dyer en asuntos militares, por ejemplo, pero hacía más
desconcertantes que nunca otros detalles.
¿Una inglesa que estuvo como esclava en un harén? ¿Y Farouk la habría
rescatado? Eso se parecía demasiado al argumento del Corsario de Byron, pero era
posible.
También explicaría que hubieran evitado acudir a lord Exmouth, el que habría
querido devolver a la dama a su verdadero hogar. Por muy heroico que fuera,
Farouk no sería aceptable ahí como marido. Y mucho menos si en la casa de HG eran
rígidos metodistas.
Se rió al pensar eso.
Tal vez la situación no era tan desconcertante después de todo, aparte del
intento de extorsionar a los Gardeyne.
Mientras guardaba el auricular pensó que eso podría facilitar la situación. Si la
dama deseaba estar con Farouk… aunque, ¿un matrimonio entre una cristiana y un
mahometano?
Dios de los cielos.
¿Y con qué vivirían, sin las diez mil guineas de lord Caldfort?
Eso no era asunto suyo. Lo que debía hacer era intimidar a Jack Gardeyne y
luego proteger a Laura y Harry.
De lejos.
Y después verla casarse con otro.
Había tenido la precaución de pedirle a Topham que le llenara su botellín de
coñac, así que lo sacó y bebió un largo trago. Excelente coñac; eso no era de extrañar,
estando en el centro de la región del contrabando. En el siguiente trago le rindió
homenaje paladeándolo más lento. No podía permitirse una borrachera, pero un
poco de aturdimiento le vendría muy bien.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

No había encendido las velas, pero la luz del fuego del hogar le bastaba para
ahogar sus penas en la bebida. Fue a sentarse en el sillón de cara a la ventana y
mientras bebía a cortos sorbos del botellín, contempló el débil brillo de las olas en su
eterno vaivén para besar la playa.
Besar.
Qué pocos besos se habían dado Laura y él.
Oyó abrirse la puerta y se giró a mirar, maldiciendo la penumbra, el coñac y la
distancia de media habitación que lo separaba de sus pistolas.
¿Laura?
Un sueño de borracho, seguro.
Era Laura, con toda su radiante belleza a la vista, sus oscuros rizos sueltos, y
con esa bata rosa que estuvo a punto de volverlo loco en la casa Caldfort.
Mientras se ponía de pie ella cerró la puerta y caminó hacia él, abriéndose la
bata.
Y entonces se la echó hacia atrás, y esta se deslizó por sus hombros y brazos
hasta dejarla desnuda, tan hermosa como para quitar el aliento.
Los pechos llenos, la curva cóncava de la cintura que volvía a ensancharse en
las caderas y continuaba por sus muslos.
Se apresuró a levantar la vista hasta su cara, en la que no se veía el lunar.
—Has de saber —dijo ella— que no soy nada tímida.
Él abrió la boca pero no le salió ningún sonido.
—Ni vacilante —continuó ella, soltándole uno y dos botones de la bata.
Entonces él encontró la voz.
—Laura —dijo, cogiéndole la mano.
—No seas tonto.
Diciendo eso se soltó la mano, sonriendo de una manera alarmantemente
parecida a la de la Laura que conoció años atrás; la Laura que jamás lo habría
acariciado por encima de la bata de seda reversible como estaba haciendo en ese
momento, ni continuado soltándole los botones hasta abrírsela.
—Claro que si llegamos demasiado lejos —dijo, cerrando la mano sobre su
miembro erecto y vibrante— tendremos que casarnos. Recuerda eso, Stephen.
«Recordar…» Las sienes le latían de tal manera que no sabía si lograría ver.
Sin darse cuenta de cómo, se encontró de nuevo sentado en el sillón y la luz
rojiza del fuego del hogar le iluminaba a ella la cara y el cuerpo perfectos, sentada a
horcajadas sobre su regazo.
—¿Estás escandalizado? Esto es lo que soy, Stephen.
—Tendría que ser capaz de pensar para poder estar escandalizado —logró decir
él en un resuello.
Ella sonrió, le cogió la cabeza entre las manos y lo besó, profundo,
introduciendo expertamente la lengua en su boca, pero cuando apartó la cara, su
expresión era seria.
—Tienes que pensar. Esto es lo que soy. Una mujer exigente. Una mujer que
sabe disfrutar de un hombre y darle placer.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Era como si sus palabras le hubieran llegado directamente al pene. Le cogió las
caderas y levantó el cuerpo para penetrarla, pero ella se deslizó hacia atrás y bajó el
cuerpo hasta quedar de rodillas. Volvió a cerrar la mano en su miembro y se lo cogió
con su ardiente boca.
—Ooh…
Entonces ella empezó a juguetear con la lengua, lamiéndoselo y
succionándoselo. Se lo mordisqueó aquí y allá, sorprendiéndolo, pero muy suave,
como un juego. Vagamente él pensó que debería protestar. ¿Laura haciendo eso?
Pero se limitó a hundir los dedos por entre sus sedosos rizos y cerró los ojos. Jamás
en su vida se habría atrevido a soñar con algo así.
Entonces sintió una especie de resistencia. Miró hacia abajo y le levantó la
cabeza tirándola del pelo.
—Te deseo a ti; dentro de ti.
A ella le brillaron los ojos como si los tuviera llenos de estrellas.
—Si entras en mí nos casamos.
—Condenación. Deseo casarme contigo, ¿no lo recuerdas?
—¿Deseas casarte con esta mujer? Tienes que estar seguro, Stephen.
Él se rió.
—¿Estás loca?
La cogió en los brazos y la llevó a la cama; la depositó en ella y se quitó la bata.
Se arrojó encima suyo, vagamente consciente de que aquella experta mujer había
echado atrás las mantas y estaba tendida sobre la sábana. Encontró la fuerza para
detenerse en el umbral.
—¿Estás segura?
Ella se rió.
—¿Estás loco tú?
Le cogió el miembro, lo guió hasta su cavidad, y él embistió.
Las ideas de elegancia quedaron relegadas en los recónditos márgenes de su
mente; estaba demasiado descontrolado. La penetró con la mayor lentitud que pudo
soportar, con los ojos abiertos, con todos sus sentidos estremecidos, ansiosos por
grabar ese milagro para que nunca le fuera arrebatado.
Laura.
Suya.
Más maravillosa de lo que se podría haber imaginado jamás.
Ella le sonrió, con los labios entreabiertos, claramente en éxtasis.
—Por fin —resolló—. Uy, qué maravilloso eres. Más, Stephen. Más fuerte.
Se lo pedía con las manos, con las uñas, y él obedeció. Sintió las contracciones
de la cima del placer de ella y la mente le estalló en una hoguera de estrellas.
Después rodó hacia un lado, la estrechó en sus brazos, le besó el pelo, el cuello,
el hombro, todas las partes que logró encontrar. Ahuecó la mano en uno de sus
magníficos pechos para asegurarse de que eso era real.
—Chss —musitó ella, acariciándolo con una mano.
Él cayó en la cuenta de que estaba llorando.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Ay, Dios…
—No te atrevas a sentir vergüenza, Stephen. Yo también estoy llorando.
Él le tocó la mejilla y la encontró mojada. Le lamió una deliciosa lágrima salada.
—Hacía mucho tiempo para mí —musitó ella—. Más de un año.
—¿Por qué lloras, entonces?
—De dicha. ¿Tus lágrimas son de pena?
Él la miró a los ojos sonriendo.
—No, pero un hombre debe llorar cuando experimenta un milagro, ¿no?
También hacía mucho tiempo para mí.
Ella lo miró interrogante.
—Desde que me enteré de que eras viuda.
Ella ahuecó una mano en su cara.
—Sin embargo, esperaste.
—¿Tenía que correr a cortejarte en el camposanto?
—¿Y después?
—Mi intención era esperar todo el año. Mi voluntad no fue lo bastante fuerte.
Temía que otro hombre te arrebatara de mí.
—Alguno podría haberlo hecho, y simplemente porque yo no sabía lo que
sentías. Ni qué sentía yo —añadió, siguiendo con un dedo el contorno de su frente y
nariz—. Qué trágico error podría haber cometido.
¿Quería decir con eso que aceptaba que Gardeyne había sido un error?, pensó
él. Eso ya no venía al caso, puesto que ella era suya por fin.
Entonces recordó lo que le había dicho de Gardeyne un rato antes y
comprendió que el hecho de que ella hubiera ido a su habitación era un acto de fe
que lo hacía sentirse humilde.
—¿Por qué has venido? —le preguntó.
Ella se apartó, pero entrelazó una mano con la de él.
—Para conquistarte si podía. Pero con juego limpio.
Ella quería hablar en serio, pero él no pudo resistirse a saborearle un pecho,
succionándole el hinchado y oscuro pezón.
—¿Qué quieres decir?
—Te deseaba, te necesitaba. —Le cogió el pelo y le levantó la cabeza para que la
mirara—. Escúchame, Stephen. Te deseo para mí, pero también para Harry. Casarme
contigo será la mejor manera de tenerlo a salvo.
Él le acarició el pecho con una mano.
—¿Y esperas que yo ponga objeciones a eso? Es cierto.
—Pero quería decírtelo antes que te comprometieras —protestó ella,
deteniéndole la mano—. Deseaba explicarte que sigo siendo lady Alondra. Voy a
desear ropa fina, fiestas y compañía frívola a veces. No seré feliz dedicando todo mi
tiempo a la política, la filosofía…
Él sofocó sus palabras con un beso largo, largo, y apartó la cara.
—Laura, gansa, ¿qué tipo de hombre aburrido y soso piensas que soy?
—No te gustan las fiestas del mundo elegante.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—¿No?
—Rara vez te he visto en una.
—Porque trabajaba como un general neurótico con el fin de eludirte. Deseo
casarme contigo, Laura, contigo. ¿Pretendes dar a entender que no te conozco? ¿Qué
no sé que te gusta la ropa fina, los bailes y las fiestas? ¿Qué eres impetuosa y de
espíritu libre? Que eres hermosa por dentro y por fuera. Y estos últimos días te he
conocido más. Deseo casarme con la Laura alondra a la que le gusta volar alto, la que
entiende de Hume y mucho más aún de derechos y justicia sociales. Y que
posiblemente me puede ganar al ajedrez con un poco de práctica.
De repente se le ocurrió mirarle la mano izquierda y vio que no llevaba el
anillo, aunque sí se veía la marca. Se la tocó.
—Me pareció que no sería correcto llevarlo puesto para venir aquí —explicó
ella—, pero tendré que volver a ponérmelo.
—Hasta que yo lo reemplace por el mío. —La miró a la cara—. ¿Cuándo?
Se dio cuenta de que eso era una proposición tosca, pero los dos ya pasaban de
discursos bonitos.
Ella frunció ligeramente el ceño.
—Faltan tres semanas para el aniversario de la muerte de Hal. Lo siento, pero…
—Pero sería chocante que te casaras al día siguiente. Puedo esperar, cariño.
Hasta que a ti te parezca conveniente.
—No quiero esperar, pero debemos. —Le estaba deslizando las manos por el
cuerpo, tal vez sin darse cuenta, pero con una pericia exquisita—. Podríamos
anunciar nuestro compromiso entonces. Lo he dicho en serio eso de que te voy a
utilizar para proteger a Harry. Lord Caldfort no podrá negarse a nombrarte tutor de
Harry, y entonces podremos tenerlo a nuestro lado.
Parecía sentirse angustiada, o tal vez incluso culpable, así que volvió a besarla.
—Todo lo que soy, todo lo que tengo, es tuyo, para que tú dispongas de ello.
—Encuentro injusto el trueque.
Él volvió a reírse, con la boca en su pecho, inmerso en su agradable y misterioso
perfume.
—Nuestros placeres aquí han sido un poco injustos. Debo corregir eso. En
cuanto a nuestro futuro… —bajó la mano por su cuerpo y la introdujo en su mojada
entrepierna—. He sentido mi vida incompleta durante seis años. No ha sido una
tragedia. La he vivido bien, he disfrutado de su mayor parte, pero siempre he notado
el vacío de la pieza que faltaba. Te necesito. Necesito todo lo que eres. Nicholas habló
de la cerradura y la llave, y eso es —añadió sonriendo, e introduciéndole los dedos—
lejos de cualquier connotación erótica. —Vio y sintió la rápida respuesta de ella—.
¿Qué es una llave sin la cerradura en que encaja? —Hizo rotar los dedos dentro de su
cavidad—. En otro tiempo me habría reído de la idea de la media naranja, pero eso es
lo que somos, Laura. Eso significa que yo puedo completarte tal como tú puedes
completarme a mí. Dime qué te gusta.
—Presiona más fuerte. —Al sentir la presión, hizo una rápida inspiración y
levantó la cabeza para besarlo—. Sí que me completas. He sentido eso desde que

- 240 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

llegamos aquí, Stephen. Mi amor. Es como si me estuviera descubriendo entera a


través de ti. —Bajó los párpados y suspiró—: Ah, sí, sí… Pero tus dedos no son la
verdadera llave, ¿sabes?
Le cogió el miembro erecto y lo llevó hasta su entrepierna.
—Eres una mujer muy exigente.
—Lo has notado —dijo ella, sonriendo seductora, en el instante en que se unían
—. Clic.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 42

Pasado un largo rato, Laura despertó de un sueño liviano y contempló la


agradable oscuridad.
—Por definición, un milagro no puede ser tan substancioso.
—Y si metemos a Kant6 en él no sería tan delicioso —dijo Stephen.
Ella se rió, y volvió al placer de lamerle la salobre piel.
—No quiero pensar en el severo Herr Kant. Qué apropiado es que su apellido
forme el negativo del verbo. Seguro que diría que no podemos hacer esto.
—Eso sería negar totalmente la razón, puesto que lo estamos haciendo.
—Nada de filosofía —protestó ella, haciéndole cosquillas.
—Tú empezaste.
—No, yo… —Se interrumpió y lo apartó—. ¿No hueles a humo?
—¿El fuego? —dijo él, sentándose, aunque sabía que ya se había apagado.
No se veía ni un solo brillo de brasa en el hogar.
—Yo huelo a humo —insistió ella. Se bajó de la cama y a tientas fue hasta la
puerta—. ¡Huele a humo!
Lo oyó rascar una cerilla para encenderla, pero de todos modos abrió la puerta.
En el corredor dejaban lámparas encendidas por la noche y a su luz vio volutas de
humo gris subiendo por las rendijas entre los tablones.
—¡Fuego! —gritó, y ahogó una exclamación—. ¡Harry! Dejé las puertas cerradas
con llave.
Casi salió corriendo tal como estaba, totalmente desnuda. Se tomó un instante
para recoger su bata del suelo y comenzar a ponérsela. En ese momento se encendió
la cerilla, pero ella ya había salido corriendo descalza al corredor, sacando del
bolsillo la llave de su dormitorio.
—¡Fuego! ¡Fuego! —oyó gritar a Stephen pasado un momento, detrás de ella,
golpeando las puertas.
Aun no había llamas. Le costó meter la llave en la cerradura, pero lo consiguió,
la giró y entró corriendo; como una bala atravesó su dormitorio, pasó por la sala de
estar y entró en la habitación donde dormía su hijo.
Juliet se movió, despertando.
—¿Qué…?
—¡Fuego! —exclamó Laura, cogiendo a Harry—. ¡Despierta, Jul!
—Dios nos salve.
Ya despabilada, Juliet no tardó en bajar de la cama y ponerse los zapatos y la

6
Juego de palabras intraducible. Kant suena igual a can't, la abreviatura de can not o cannot,
forma negativa del verbo «poder»: can. (N. de la T.)

- 242 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

capa. Laura ya había girado la llave y abierto la puerta del dormitorio que daba a la
escalera. Gracias a Dios, no se veían llamas en la escalera, aunque sí humo.
Entonces oyó el crepitar del fuego en la distancia.
No era en esa parte de la casa, y ella estaba descalza y medio desnuda. Puso a
Harry, que estaba llorando, en los brazos de su hermana.
—Baja con Harry y sal de la posada.
—¡Mamá!
—¡Tú vienes también! —exclamó Juliet.
—Sólo tardaré un momento. Necesito ponerme los zapatos.
Pareció que Juliet le iba a discutir, pero enseguida corrió escalera abajo y se
perdió de vista.
Lo de los zapatos era cierto, pues podría haber cristales rotos, o cualquier otra
cosa, pero además, no soportaba dejar ahí a Stephen. Él seguía golpeando la puerta
de HG. Entró corriendo en su dormitorio gritándole:
—¡Déjalos! Es posible que ya hayan salido.
Entonces oyó voces. O sea, que los dos hombres se habían despertado y podrían
salir a ponerse a salvo. Desesperada miró alrededor buscando sus zapatos. ¿Dónde?
Comenzó a tañer una campana y se oyeron gritos de personas junto con el
distante crepitar del fuego. Entonces el humo la hizo toser.
—¡Laura! ¿Dónde estás? —gritó Stephen—. Por el amor de Dios, sal de ahí. —
Apareció en la puerta—. Vamos. Todo esto podría estallar en llamas en cualquier
momento.
Ella estaba agachada poniéndose los zapatos.
—Necesito ponerme el camisón y la peluca, si quiero escapar del escándalo.
—Al diablo el escándalo.
La cogió del brazo pero ella se liberó.
—¡No! Sólo es un momento.
Zapatos. Puestos. El camisón estaba en la cama; se quitó la bata y se lo puso.
Stephen le ayudó a ponerse la bata y le plantó la peluca en la cabeza, tosiendo.
Los campanazos eran una llamada a darse prisa.
—¡Vamos! —gritó él—. El humo puede ahogarnos antes que nos alcancen las
llamas.
Fue el peligro que corría él tanto como el que corría ella lo que la impulsó a
precipitarse hacia la puerta. Ya había muchísimo humo, y al final del corredor se veía
un brillo. Las primeras llamas, lamiendo los tablones desde abajo.
Stephen la rodeó con un brazo y estuvieron a punto de chocar con Farouk, que
iba corriendo, con su túnica puesta pero sin el turbante, llevando en brazos a Dyer,
que iba en camisón y aferrado a él. Los dejaron pasar y luego bajaron corriendo la
escalera detrás de ellos.
Se oyó un rugido, y Laura pensó que era la multitud o el ruido del mar, pero
comprendió que no, que era el fuego, rugiendo su triunfo, puesto que comenzaba a
devorar la posada.
Llegaron al vestíbulo y vio la seguridad más allá de la puerta abierta. Farouk

- 243 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

salió corriendo, pero entonces vieron que los Grantleigh estaban saliendo al
vestíbulo, la anciana tratando de sostener al hombre encorvado tosiendo. Stephen
corrió a ayudarlos.
Laura titubeó un momento, pero comprendió que no la necesitaban a ella, así
que salió corriendo al aire limpio y fresco, buscando a Harry y a Juliet.
—¡Mamá!
Entonces los vio, a la luz rojiza que el fuego ya arrojaba sobre la creciente
multitud. Corrió a cogerlo en sus brazos, lo abrazó fuertemente, para calmarlo a él y
tranquilizarse ella, besándole el pelo y la cara, para asegurarse de que todo estaba
bien. Juliet le tironeó la peluca para enderezársela. A saber qué aspecto tendría.
Se giró a mirar atrás, buscando a Stephen, y finalmente se relajó. Él ya estaba
fuera, a salvo, ayudando a los Grantleigh. Había otras personas con ellos, y la gente
del pueblo ya llegaba corriendo para ver qué podían hacer.
Un grupo de personas estaban formando una hilera con baldes para traer agua
de mar y arrojarla al fuego. Deseó correr a ayudar, pero Harry estaba aferrado a ella.
—No pasa nada, Minnow. Todo está bien.
Rogó que todos hubieran salido del viejo edificio, porque las llamas ya estaban
devorando una esquina y la parte de atrás, la del establo. Había hombres subiendo
por escaleras hacia los techos de las casas vecinas, listos para sofocar cualquier fuego
nuevo que prendiera. La tienda del velero a la izquierda tenía el techo de tejas, pero
la casa de la derecha lo tenía de paja, como la posada. Peligroso.
Harry ya parecía más entusiasmado que asustado. Ella supuso que las brillantes
chispas que volaban por el aire le parecían las de una inocente fogata de una fiesta.
Entonces vio que Stephen ya no estaba con los Grantleigh. Otras personas se
habían llevado de allí a los ancianos, probablemente hacia una casa, pero, ¿dónde
estaba él? ¿Encaramado a algún tejado? Volvió a poner a Harry en los brazos de
Juliet.
—Quédate con la tía Jul, Minnow. Tengo que ir a buscar a sir Stephen.
—Podría estar ayudando a sacar a los caballos —dijo Juliet—. Mira.
Laura miró hacia la puerta en arco del patio interior de la posada, que parecía
un marco para llamas, y vio a personas y caballos ahí. Uy, será tonto. No, más bien
un héroe.
Echó a correr hacia allí por entre la gente; vio a unos cuantos caballos a un lado
de las puertas; al parecer la mayoría ya estaban fuera. Pero no lograba ver a Stephen.
Entonces lo vio, a la luz de las llamas y en medio del humo negro; estaba
sacando a dos caballos con los ojos vendados; dos enormes animales que podrían
aplastarlo si querían.
Un grito la indujo a girar la cabeza hacia la fachada de la Compass, y en ese
mismo instante se elevó una exclamación simultánea de la multitud. Alguien estaba
pidiendo auxilio, casi colgando de una de las pequeñas ventanas de la buhardilla que
tocaban el techo de paja; la voz parecía ser de un niño. Quizá fuera una de los
pinches de cocina o el niño limpiabotas.
—¡Jemmy! —gritó una mujer que estaba en medio de la multitud.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Como para enmarcar el momento, la campana dejó de tocar.


Varios hombres corrieron hacia la posada. Uno cogió una escalera que estaba
apoyada en la casa vecina, la llevó a la pared de la Compass y comenzó a subir,
mientras otros la sujetaban, todos indiferentes al creciente peligro. Ya se veía el
resplandor de las llamas por las ventanas más bajas.
Laura se acercó más, como si con eso pudiera ayudar en algo. Desvió la vista
para buscar a Stephen, y lo vio entregando los caballos a otros hombres. Corrió a
cogerle el brazo antes que pudiera volver a entrar.
—¡Ya no se puede hacer nada en los establos! —le gritó.
—Ya están fuera todos los caballos —dijo él.
Los dos volvieron la atención al rescate.
—¡Stephen! —musitó ella, ahogando una exclamación—. ¡Es Jack!
Le reconoció la forma del cuerpo en lo alto de la escalera, alargando las manos
para sacar al niño por la pequeña ventana. Le reconoció la voz cuando le gritó:
—Tranquilo, muchacho, quédate quieto, que me vas a estrangular.
¿Jack un héroe? ¿Es que lo había juzgado mal todo ese tiempo?
El muchacho no se tranquilizó ni se quedó quieto. Se aferraba a su salvador,
gritando, y la escalera comenzó a ladearse.
Todo pareció enlentecerse. Los hombres de abajo intentaron sostener la escalera
en alto, pero esta continuó ladeándose inexorablemente.
Todo el mundo observaba en silencio, por lo que lo único que se oía era el
crepitar de las llamas y luego el grito del niño cuando la escalera cayó al suelo.
Todos avanzaron. Laura también hizo el ademán, pero Stephen la retuvo
cogiéndola del brazo.
—Tienes que mantenerte fuera de su vista. Vuelve con Harry. Yo me ocuparé
de las cosas aquí.
Él tenía razón, claro, pero ella temía que Jack y el niño hubieran muerto.
Mientras se alejaba pasó cerca de ella un hombre llevando al lloroso niño en brazos
para entregárselo a su madre que estaba gritando.
—¡Cuidado, que sale! —gritó alguien, entonces.
Las personas que se habían reunido alrededor de la escalera se apartaron
corriendo, algunos hombres llevando un abultado cuerpo sobre una manta, al tiempo
que las llamaradas empezaban a salir como ríos ardientes por las ventanas de las
habitaciones, aquellas donde habían estado ellos dos. En la parte de atrás el fuego
corría más rápido, por encima del enorme establo, donde el altillo debía estar lleno
de heno.
Rugiendo más fuerte que cualquier león, las llamas se apoderaron del techo de
paja y la posada se convirtió en una inmensa hoguera. Se hizo un consternado
silencio entre la multitud.
Entonces se oyó la voz de Stephen.
—¡Empezad a mover esos baldes! ¡Arrojad el agua a las casas de ambos lados!
Mientras se ponían en acción las personas de la hilera con baldes, se elevó un
grito de entusiasmo para recibir a un grupo de hombres que venían corriendo por la

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

calle con una manguera y una bomba con ruedas. Draycombe disponía de
instrumentos para combatir el fuego, después de todo. Laura supuso que sólo habían
pasado unos minutos desde que comenzó a sonar la campana avisando del incendio.
Pero al parecer nadie estaba al mando aparte de Stephen.
Y él lo hacía muy bien.
Vestido sólo con las calzas y la camisa suelta estaba organizando a las personas
que llevaban los baldes para que mojaran la casa con techo de tejas de la izquierda. A
los que llevaban la bomba con la manguera los dirigió hacia la casa con el techo de
paja de la derecha.
En ese momento Laura reaccionó y se echó a temblar. Los tiritones se debían en
parte al frío aire nocturno, pero también a muchas otras cosas. Se había dejado el
anillo de bodas en su habitación, que ahora ya era un horno, y eso le parecía un
terrible pecado.
Entonces recordó a Jack. ¿Qué había sido de él? Debía mantenerse fuera de su
vista, pero era el hermano de Hal. Avanzó cautelosa hacia el grupo que rodeaba a
una persona que estaba en el suelo.
Logró abrirse paso lo suficiente para ver. Afortunadamente, no había muerto y
estaba balbuceando:
—Lo siento, lo siento. Nunca pensé… ¿Está bien el niño?
—El niño sólo tiene un susto, gracias a usted, señor —le dijo el doctor Nesbitt,
que estaba arrodillado a su lado palpándole la pierna—. Pero usted tiene, cómo
mínimo, una grave fractura en la pierna. Quédese quieto, por favor.
—Lo siento, lo siento —repitió Jack, y entonces lanzó un grito de dolor y perdió
el conocimiento.
—Mejor así —dijo el médico—. Llevémoslo a mi casa, a ver si logro salvarle la
pierna.
Mientras los hombres cogían la manta para llevarse a Jack, Laura se arrebujó
más la bata. Tal vez los demás se habían creído que con sus balbuceos Jack había
querido decir que lamentaba que se hubiera caído de la escalera, pero ella sabía que
no era de eso de lo que hablaba.
Era él el que había iniciado el incendio, tal vez sólo con la intención de producir
humo para hacer salir a las ratas, los hombres que buscaba. De hecho, ese plan se le
había ocurrido a ella también, y lo había descartado justamente porque cabía la
posibilidad de provocar un incendio. No se puede jugar con el fuego, es demasiado
peligroso. Y a Jack se le había descontrolado.
Lamentaba que ahora estuviera sufriendo, pero según ella, era obra de la
justicia divina.
Y hablando de justicia, ¿dónde estaban las ratas?
Ahí.
Miró hacia Juliet y Harry, vio que estaban bien; los dos agitaron las manos hacia
ella, y fue hasta los dos hombres que eran la causa de todos sus problemas. Y de sus
placeres también, debía reconocer.
HG estaba sentado en el suelo y Farouk a su lado, en guardia.

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—Señor Farouk —le dijo—, yo cuidaré del capitán Dyer si usted quiere ir a
ayudar a combatir el fuego.
A la luz de las llamas, que iluminaban bastante, vio claramente el rechazo en los
oscuros ojos de aquel hombre. También vio que sin el turbante se veía diferente.
Llevaba el pelo corto. ¿Acaso los mahometanos no llevaban el pelo largo bajo los
turbantes?
—El capitán Dyer necesita mi sostén, señora.
Nuevamente habló con ese fuerte acento, pero ella ya dudaba de que fuera
árabe. Se volvió hacia una mujer de aspecto respetable.
—¿Vive cerca, señora? ¿Podría dar refugio a este pobre caballero?
—¡Por supuesto! ¡Faltaría más! —exclamó ella, al parecer encantada de poder
hacer algo, y llamó a un hombre que tenía una de las sillas de ruedas para que se
acercara.
Laura vio que Farouk habría querido protestar, pero HG le dijo con
sorprendente dignidad:
—Estaré bien. Ve.
A Laura le extrañó la especie de caricia que intercambiaron. Farouk le puso la
mano en el hombro a Dyer y este le cubrió la mano con la suya. Más aún, juraría que
Farouk le dio las gracias por permitirle ayudar. Sólo por eso ya le cayó mejor.
Él levantó en brazos a HG, lo instaló en la silla de ruedas, lo dejó bien envuelto
en las mantas y se alejó. A pesar de la túnica que llevaba, que era en realidad como
un vestido, subió ágilmente la escalera hasta el techo de paja para unirse a los
hombres que estaban ahí intentando impedir que prendiera fuego. El trabajo más
peligroso.
Otro héroe inesperado.
No la habría sorprendido ver a Stephen haciendo eso mismo, pero él seguía
abajo, organizando. Era muy probable que deseara hacer un trabajo más osado, pero
era sir Stephen Ball, miembro del Parlamento, y por lo tanto se encontraba al mando.
Posiblemente muchos no supieran quién era, y por supuesto no podían deducirlo por
su desastrosa apariencia; pero reconocían su autoridad.
De repente, como si hubiera sentido su mirada sobre él, la miró, desviando la
atención de sus deberes. Ella le hizo un gesto con la mano y vio su aliviada sonrisa,
sus dientes blancos en la cara negra de hollín. Después él volvió a su trabajo y ella
comprendió que ya la había dejado fuera de sus pensamientos, como debía ser,
puesto que sabía que estaba bien.
Volvió a mirar hacia Harry.
Gracias a Dios por Juliet.
Estaba mirando alrededor para ver dónde podía ser más útil cuando la distrajo
un atronador ruido de cascos de caballos. Un grupo de jinetes venían al galope por la
calle, haciendo zarandear sus linternas.
Oyó a algunas personas exclamar «¡El señor Kerslake!», pero también oyó a
otras susurrar «El capitán Drake». En la multitud pareció elevarse una sensación de
ánimo y confianza, como otro incendio. Ya estaba ahí el líder al que conocían y en

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quien confiaban. Qué tremenda carga debía ser eso de tener tanta autoridad siendo
tan joven.
Kerslake desmontó de un salto de su caballo y detrás de él lo hicieron también
sus cinco hombres. Varios hombres del pueblo corrieron a hablar con él, que
enseguida se lanzó a dar órdenes. Stephen se le acercó también, y se estrecharon las
manos, cada uno aceptando y reconociendo la autoridad del otro. Comenzaron a
hablar como los oficiales en la cubierta de un barco de guerra y a dirigir la operación
entre los dos.
Después de pensarlo un momento, Laura fue a reunírseles.
Stephen la miró besándola con los ojos, pero no hizo ni dijo nada revelador.
Kerslake la miró un momento como sin entender, pero recuperándose enseguida
dijo:
—Señora Penfold, espero que no haya sufrido daño alguno.
—Ninguno en absoluto, pero me alegra verle aquí. Es necesario que hablemos
una vez que estén controladas las cosas.
La mirada de él fue de comprensión.
—¿Dónde están nuestros misterios?
—Farouk ahí en el tejado y el otro está en una casa. Pero también están aquí mi
hermana y mi hijo, y Stephen hizo unos complicados arreglos que incluyen a su Crag
Wyvern.
—Recibí el mensaje. Eso puede seguir adelante. Cuando tengamos las cosas
controladas aquí, un velero les llevará a todos hasta allí, junto con los dos hombres
misteriosos. —Le sonrió—. Yo también deseo conocer toda la historia.
Dicho eso volvió la atención al trabajo y ella, sintiéndose repentinamente
agotada, fue a coger a Harry, que lo miraba todo con los ojos muy abiertos.
—Quiere bajar al suelo —dijo Juliet, también con cara de estar agotadísima—,
pero olvidé traer sus zapatos.
—Y tú sólo llevas puestas la enagua y la capa. Me parece que ninguna de las
dos tiene un solo trapo aparte de lo que llevamos puesto. ¿Cómo le vamos a explicar
eso a padre? —Besó en la mejilla a Harry—. Otra aventura, Minnow. Tendrás
muchísimo para contarle a Nan cuando volvamos, porque muy pronto vas a ir en
una barca a un castillo.

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Capítulo 43

Fue pasando el tiempo, y Harry se quedó dormido en los brazos de Laura. Les
ofrecieron mantas, así que ella lo envolvió en una. También un techo, pero ella
argumentó que no tardarían en marcharse a Crag Wyvern. Una señora les llevó sidra
caliente con especias, lo que les sentó muy bien.
¿Cómo podrían explicarle a su padre esa casi total carencia de pertenencias? Tal
vez tendría que decirle la verdad. Lo prefería, y en realidad ya no importaría tanto
puesto que se iba a casar con Stephen.
A pesar del agotamiento y del peso de Harry, sonrió.
La pobre Juliet estaba sentada en el suelo, envuelta en una manta, sosteniendo
en las manos una jarra de cerámica con sidra, por lo que se sintió inmensamente
aliviada cuando llegó Stephen hasta ellas.
Cogió en brazos a Harry, y eso también significó un alivio.
—Ya podemos marcharnos. Han llegado el señor terrateniente Ryall y el capitán
Sillitoe. Hay un barco esperando en el embarcadero. Al parecer es el de Kerslake. Se
llama Buttercup.7
—¿No debería llevar un nombre que inspire más miedo el barco de un jefe de
contrabandistas?
Él ofreció un brazo a Juliet para ayudarla a levantarse.
—Ten presente que de lo que se trata es de no parecer importante. Además,
dudo mucho que lleve cargamentos, igual que Wellington no lucha en primera línea
en las batallas.
Caminaron los tres juntos hasta el embarcadero de madera y encontraron un
quechemarín pesquero con un animoso marinero llamado Ham Pisley, que los ayudó
a subir a bordo. Laura se quedó un momento en la cubierta mirando hacia el
incendio, casi sin poder creer que hubiera transcurrido tan poco tiempo desde que
había estado haciendo el amor con Stephen en esa posada.
La posada era ahora en su mayor parte un esqueleto ennegrecido, con partes
todavía rojas por el fuego y llamas que la seguían lamiendo en busca de algo más
para consumir. Las casas contiguas se habían salvado, gracias a Dios, y, que ella
supiera, no había muerto nadie.
Entraron en un camarote, pequeño pero bien acondicionado. Había una
estrecha litera, en la que Laura animó a Juliet a desmoronarse, acostando a Harry
junto a ella, por el lado de la pared.
Después se echó en los brazos de Stephen y se apoyó en él.
—Debes de estar tan cansado como yo.
7
Buttercup: Ranúnculo. (N. de la T.)

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Él la estrechó en sus fuertes brazos.


—Nos las arreglaremos. Estamos vivos y comprometidos, ¿verdad?
—Sí —musitó ella, mirándolo sonriente.
—Entonces esto es perfecto.
—No —rió ella—, pero irá bien por ahora.
—Has perdido la peluca por ahí.
Ella se tocó la cabeza.
—Porras. Ah, bueno, estoy tan cansada que no soy capaz de inventar una
historia para encubrir todo esto.
—Yo también. —La besó—. Tengo que ir a buscar a Farouk y Hache Ge, y
entonces nos pondremos en marcha.
—Tú eres un héroe. Yo, en cambio, creo que no lograré tener los ojos abiertos.
—Has cedido la litera, lo cual te convierte en heroína —dijo él.
Abrió unos armarios y en uno de ellos encontró un colchón y lo instaló en el
suelo. Era delgado, pero Laura no vaciló en echarse sobre él, agradecida.
—Decididamente un héroe —dijo, ya con los ojos cerrados, mientras él la cubría
con la manta que encontró junto al colchón—. Jack inició el incendio —logró
balbucear.
—Ya lo sospechaba —contestó él—. Estaba aquí con un nombre falso, señor
John Dyer, parece increíble, así que es posible que logremos salir de todo esto sin
meter para nada a los Gardeyne.
Debería hablar de eso, pensó ella, hacer algún plan y considerar lo que
significaba todo aquello para el futuro de Harry, pero se rindió al sueño.
Adormilada, sólo tuvo una vaga conciencia de cuando atracó el barco, la
trasladaron a un vehículo y a eso siguió un movido trayecto. Después volvieron a
transportarla hasta una cama y no supo nada más hasta que abrió los ojos y ya era de
día.
Juliet, Harry y ella estaban en una cama enorme de una habitación inmensa
decorada en colores claros y estilo clásico. Toda una pared estaba ocupada por un
mural de san Jorge y el dragón. Curiosamente, no encontraba tan raro o misterioso el
lugar como le habían hecho temer. En el imponente hogar ardía un fuego, pero aun
así la habitación estaba fría y olía un poco a moho, por lo que daba la impresión de
que llevaba mucho tiempo sin usarse.
Se sentó, con cuidado para no despertar a los otros, y sonrió. ¡Ropa! Había un
bultito con ropa para niño y ropas de mujer colgadas en los respaldos de dos sillas.
Se bajó de la cama a examinar el tesoro. A Juliet no la fascinaría, ya que los dos
vestidos eran de corte muy sencillo y de un severo color gris, y las enaguas, medias y
corsés, aunque blancos, hacían juego con los vestidos por su severidad. ¿Sería la ropa
del ama de llaves? ¿O vivía una puritana en la casa? Pero eso no tenía importancia.
Ya estaba acostumbrada a la fea ropa de luto, y cualquier cosa decente era para ella
un tesoro.
En realidad, la ropa sencilla y fea sería excelente para ese día, en que su padre
llegaría pidiendo explicaciones. ¿Qué podía decirle que lo explicara todo con una

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

cierta lógica?
Entonces recordó que esa noche había decidido decirle la verdad, o al menos
casi toda, y se tranquilizó. Su aversión a mentir la hacía una muy mala conspiradora,
y Stephen había estado de acuerdo.
Se iban a casar.
Fue a asomarse a la ventana y vio un jardín encerrado entre cuatro paredes. Por
la estación, o tal vez por descuido, no era un jardín demasiado bonito, pero podría
llegar a ser agradable. En el centro se alzaba una especie de fuente, sin agua porque
nadie la usaba.
Se iban a casar.
La inundaron los recuerdos de esa noche, de la primera parte de esa noche,
cuando hicieron el amor, haciéndola sonreír y rodearse con los brazos. Se bajó y se
subió las manos por el cuerpo, pues esas horas de intenso placer le habían
estimulado el apetito en lugar de saciarlo.
Fue una especie de locura la que la impulsó a ir a la habitación de él; era
consciente de eso mientras lo hacía. Y una especie de maldad también. Pero ya había
perdido la fuerza de voluntad para resistirse, la voluntad para refrenarse y ser
sensata. Había comprendido que, aparte de necesitar a Stephen por Harry, lo deseaba
para ella, con más desesperación de lo que anhelaba cualquier otra cosa en su vida, y
no pudo soportar la idea de separarse de él, no fuera a perderlo.
Pero tenía que advertirle. Después de ese último beso creyó conocerlo,
comprendió que él era apasionado, pero también sabía que el matrimonio sería
amargo si lo que prefería era recato y modestia en una esposa, incluso en privado.
Ella sencillamente no podría hacer eso. Le gustaba la lujuria en el matrimonio y los
fuegos del deseo ardían fieramente en ella.
Sonrió, y tal vez se ruborizó. Ya no tenía la menor duda de que él era igual de
lujurioso y experto que ella. Más experto que Hal en cierto modo, porque mostraba
más autodominio y paciencia. Tal vez incluso porque era más inteligente. Nunca
antes había apreciado las maravillas de un amante inteligente.
Se dio una sacudida. No podía pasarse el día soñando despierta con Stephen, ya
que si continuaba con esos pensamientos saldría a buscarlo para saltarle encima con
pasión.
Además, no llevarían una vida del todo tranquila; ella aportaba problemas a su
dote. Se giró a mirar a Harry, que estaba durmiendo inocentemente echado de
espaldas. Era mala por desear que Jack muriera de sus lesiones, pero lo deseaba. Eso
lo simplificaría todo muchísimo.
No había reloj en la habitación, y las paredes que encerraban el jardín interior
de Crag Wyvern hacían difícil calcular la hora por la posición del sol, pero estaba
claro que no era muy temprano. Ya era hora de levantarse y salir a ver qué estaba
ocurriendo. La primera necesidad era buscar agua para lavarse. Los tres estaban
sucios y olían ligeramente a humo.
Recorrió la habitación mirándolo todo. En una pared había una puerta, pero
estaba cerrada con llave. Otra daba a un corredor que la sorprendió.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Estaba en penumbra porque sólo lo iluminaba la luz que entraba por las
saeteras de que le hablara Stephen. Las paredes parecían ser de piedra tosca y tenían
manchas verdes que indicaban humedad. Pero cuando tocó una, cayó en la cuenta de
que todo era pintura; pintura para imitar piedra.
Kerslake les dijo que el conde anterior estaba loco. Si eso era obra suya, desde
luego había sido un hombre muy excéntrico. Incluso había armas colgadas en la
pared a intervalos regulares, y no eran trampantojos precisamente.
Volvió a la habitación de estilo clásico. Tendría que estar vigilante con Harry.
Esa casa podría asustarlo: a saber qué otras rarezas contenía.
Encontró el cordón para llamar y le dio un tirón, pensando en los complicados
planes de Stephen. ¿No dijo algo Kerslake dando a entender que se habían llevado a
cabo? ¿Habrían llegado ya los Delaney? Eso significaría que ella podría contarles la
historia que habían preparado.
Desechó la tentación.
Se abrió la puerta y entró una criada flaca, en los huesos, de grandes ojos claros,
cargada con un jarro de humeante agua. Lo fue a dejar sobre el lavamanos y le hizo
una venia, nerviosa.
—¿Va a necesitar alguna otra cosa, señora?
La chica tenía la cara demacrada, y parecía una ovejita asustada.
—¿Sabes qué otros huéspedes están en la casa? —le preguntó—. ¿Y dónde se
servirá el desayuno?
La chica pestañeó.
—Está aquí el señor Kerslake, señora, y el señor Delaney, y un tal sir Stephen
Ball, y otros dos caballeros que no sé cómo se llaman, señora. Y usted, señora, y la
dama y el niño que están ahí en la cama. Creo que eso es todo, y el desayuno será en
la sala de desayuno, señora.
La criada llegó al final del discurso con el aspecto de haber pasado por un difícil
examen. Entonces hizo una rápida inspiración, se metió la mano en un bolsillo y sacó
una hoja de papel doblada.
—El señor Kerslake me dijo que le entregara esto, señora. Es un mapa, porque,
verá, aquí hay caminos cortos y caminos largos, y tal vez sea mejor que no tome los
caminos cortos. Y dijo que le dijera que lo sentía si el esqueleto asustaba a su niñito.
Laura estaba intentando reprimir la risa y ocultar su perplejidad, pero
consiguió decir un «Gracias» con la cara seria, y la criada se marchó.
Moviendo de un lado a otro la cabeza, desdobló el papel y se encontró ante un
plano, dibujado a mano, de las dos plantas de Crag Wyvern. La casa era cuadrada,
con el jardín en el centro. Todas las habitaciones daban al jardín, y junto a las paredes
exteriores discurría el corredor, por los cuatro lados. En la primera planta estaba
marcada con una cruz la habitación Jorge y el dragón. Otra cruz señalaba un salón en
la planta baja. Este daba la impresión de ser agradablemente normal, pero lo creería
cuando lo viera.
No lejos del salón se encontraba la sala de desayuno, que también parecía
normal. Tal vez las rarezas se concentraban en la primera planta, más privada.

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En cada esquina de la casa había escaleras de caracol, pero unas flechas le


indicaban que pasara de largo de una hasta llegar a otra recta y ancha que bajaba al
vestíbulo.
Entonces se despertó lady Alondra e intervino, sugiriendo que la escalera de
caracol desaconsejada podría ser más divertida, pero la Laura responsable la
ahuyentó.
—¿Qué es eso? —preguntó Juliet, adormilada—. ¿Y dónde estamos?
—En Crag Wyvern, y por lo visto necesitamos un plano.
Le pasó el papel.
Juliet se sentó, frotándose los ojos, y lo cogió.
—Extraordinario e interesante —comentó.
—Después podrás explorar. Por ahora, será mejor que nos levantemos y
vistamos, con esa ropa, y bajemos a encontrarnos con los demás para solucionar todo
esto. —La miró a los ojos—. Voy a decir la verdad, Jul.
—Ah, estupendo. Además, no veo que historia podrías contar para encubrir
todo esto sin tropiezos.
Se sonrieron y luego se lavaron y se ayudaron mutuamente a vestirse. Tal como
suponía Laura, Juliet despotricó por los feos vestidos, pero lo decía en broma. Ella
cayó en la cuenta de que si bien nuevamente se vestiría con ropas feas, no tenía por
qué volverse a disfrazar. Fue un placer peinarse ante el espejo viendo su cara y pelo
de nuevo. No habían pensado en dejarles horquillas, por lo que tuvo que dejarse el
pelo suelto, y Juliet también.
—Parecemos niñas otra vez —le comentó su hermana.
—De un colegio muy severo.
Harry se despertó, con los ojos agrandados.
—¿Dónde estamos, mamá?
Ella fue a cogerlo en brazos y lo sacó de la cama.
—En el castillo del que te hablé. Se llama Crag Wyvern, y tiene cosas que
podrían darte un poco de miedo, pero aquí no hay nadie que pueda hacerte daño.
Mientras decía eso recordó las armas. Sí, Harry tendría que estar vigilado por
alguien todo el tiempo.
Cuando lo puso de pie en el suelo, él corrió a mirar el mural de la pared.
—Es un dragón terrible —dijo, sin parecer en absoluto alarmado—. ¡Grrr!
Laura se rió, encantada de que tantas aventuras no lo hubieran asustado ni
puesto nervioso.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 44

De todos modos, una vez que ya estuvo lavado y vestido, y a punto de salir de
la habitación, Laura le cogió la mano.
—Es un castillo, Harry, así que los corredores son algo oscuros y dan un poco
de miedo, pero como vas con nosotras, no pasará nada.
Sorprendida comprobó que él, sintiéndose seguro por estar con ella, estaba
fascinado por la penumbra y las armas. Le gustó especialmente el esqueleto que
colgaba en una esquina, cerca del arco en que comenzaba una de las escaleras
prohibidas.
—Un verdadero Gardeyne —comentó a Juliet—. Nada de venir a vagar por
aquí, Harry. Debes estar con un adulto todo el tiempo.
La ancha escalera de piedra recomendada llevaba a una especie de sala grande
típica de un castillo de barón medieval, llena de muebles de roble oscuro, y de cuyas
paredes colgaban armas medievales como para armar a un pequeño ejército. Harry lo
miraba todo con los ojos muy abiertos, y ella tuvo que llevarlo casi a rastras hasta la
sala de desayuno, que claramente lo decepcionó, aun cuando no tenía nada de estilo
moderno. Las paredes blancas y la larga mesa de roble la hizo pensar en el refectorio
de un monasterio medieval, aunque era de tamaño moderado y no había armas
cortantes, a excepción de los cuchillos de mesa.
Pero la comida sí fue una compensación, porque al instante corrió a la mesa y se
subió a una silla, justo la que había al lado de Stephen, nada menos, y lo miró
diciendo:
—Buenos días, señor. Hay un dragón en mi habitación. ¡Grrr!
Todos le celebraron el rugido riendo, pero Laura se apresuró a decirle:
—No más sonidos de animales en la mesa, Harry.
Tenía para elegir entre la silla al lado de Harry y la del otro lado de Stephen.
Pesarosa eligió sentarse al lado de su hijo, pero la sonrisa que intercambió con
Stephen le bastó por el momento. Tuvo que reprimir otra, porque aunque iba vestido
normal, la ropa no estaba a la altura de lo habitual en él. Ella supuso que se la había
prestado Kerslake, ya que a este le gustaba la ropa de campo. Además, era algo más
corpulento. De todos modos, Stephen le daba a esa vestimenta una elegancia que tal
vez antes no había conocido.
Se concentró en lo que debía hacer y les presentó a los otros hombres, Nicholas
Delaney y David Kerslake, a Juliet y a Harry.
—Mis disculpas por el plano —dijo Kerslake—, pero por el momento hay muy
poco personal aquí, y las criadas no están acostumbradas a servir a huéspedes. Yo
sigo viviendo en Kerslake Manor, la casa de mi tío, que está muy cerca.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Puesto que Stephen era Stephen y Nicholas, Nicholas, no tardaron en llamar


David a Kerslake, incluso Juliet, que parecía encantada con toda esa informalidad. En
realidad parecía estar encantada con todo; además, siempre le había gustado ver a
hombres guapos.
Entonces revisaron las estrategias.
—Eleanor está con Arabel en Kerslake Manor —dijo Nicholas—. Pensamos que
la Crag podría ser demasiado lúgubre para ella. Tal vez a Harry le gustaría bajar ahí.
Laura miró a su hijo, que estaba construyendo una torre con bloques de
tostadas que le iba dando el ingenioso Stephen.
—Tienes razón. No tardará en aburrirse aquí, pero dudo que quiera separarse
de mí.
—Se vendrá conmigo —dijo Juliet, mirándola con una sonrisa irónica—. Sí, me
encantaría quedarme, pero esta es tu aventura, no la mía. ¿Hay animales en la casa?
—preguntó a David.
—Por supuesto. Incluso hay ponis lo bastante pequeños para que él pueda
cabalgar.
—¿Ponis? —preguntó Harry, interesado.
Juliet se levantó y rodeó la mesa.
—Ponis. Vamos, cariño. Mamá no tardará en reunirse con nosotros.
Él miró a Laura dudoso, y ella tuvo que reconocer que la alegraba que esta vez
él se mostrara menos despreocupado por separarse de ella. Lo abrazó.
—No está lejos, Minnow, y yo iré allí muy pronto.
Él la abrazó con fuerza.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo, cariño.
Una vez tranquilizado, se bajó de la silla, le cogió la mano a Juliet y se la llevó,
parloteando ya acerca de los ponis.
Todos se echaron a reír, y Laura descubrió que no la hería la felicidad de su
hijo. Que se sintiera feliz de irse con otros no significaba que la quisiera menos, y,
gracias a Dios, ya no estaba en peligro; Jack Gardeyne no podía estar tramando
ningún plan malvado en esos momentos.
Estaba a punto de preguntar por Jack cuando Stephen dijo:
—Tenemos que suponer que tu padre, y tal vez Ned, llegará aquí pronto. —La
miró a los ojos—. Tal vez sería mejor decirle la verdad.
Ella asintió y vio el alivio en su cara.
—O la mayor parte —enmendó.
Él sonrió de oreja a oreja.
—Desde luego. Los padres son padres.
—¿Y qué se sabe de Jack? —preguntó ella entonces, sin poder expresar con
palabras su esperanza de que hubiera muerto.
—Según los informes llegados de Draycombe, vivirá y probablemente
conservará la pierna, pero no volverá a caminar nunca con la misma facilidad de
antes, y es posible que tenga dificultades para cabalgar.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Oh, pobre Jack —se le escapó a ella. Los miró a todos—. ¿Me convierte esto
en una persona débil o voluble? He estado pensando cuánto más fácil sería todo si se
hubiera muerto.
Nicholas la miró sonriendo.
—Te hace compasiva, pero él se merece ese castigo, en especial porque sin duda
va a escapar de la otra justicia. Sería difícil probar algo, incluso que inició el incendio.
Y a ti no te convendría que un Gardeyne fuera a juicio.
—Eso mataría a su padre, seguro.
—Por eso es mejor que estuviera registrado en Draycombe con el nombre John
Dyer —dijo Stephen—. Ingeniosa jugada, por cierto. Eso podría haberle dado una
posibilidad de conectar con un supuesto pariente, el capitán Egan Dyer.
Laura sintió bajar un escalofrío por la espalda.
—Es muy astuto. No me lo habría imaginado. ¿Cómo, pues, vamos a mantener
seguro a Harry? Quiero a Jack lejos de Caldfort. Muy lejos.
Stephen le cogió la mano.
—Eso lo podemos conseguir, creo. Tal vez no antes de la muerte de lord
Caldfort, pero ahora que estamos comprometidos creo que podré convencer a tu
suegro para que me nombre tutor de Harry.
—Y tal vez me permita quedarme en Merrymead hasta la boda. Me gustaría
saber si sospechaba de Jack o si sólo fue la misteriosa carta la que lo hizo desear
tenerme lejos.
—Tal vez fue una combinación de ambas cosas. Es un hombre indolente, al que
le gusta hacer su voluntad, pero no es estúpido, y no le falta intuición.
—Si Caldfort se pone difícil, hay muchas maneras de ejercer presión —dijo
Nicholas, en un tono agradable reñido con la fría finalidad que se veía en sus ojos—.
¿Cuándo pensáis casaros? Cuanto antes mejor.
Stephen explicó los motivos de decoro que hacían prudente postergar la fecha.
Laura tuvo la impresión de que a Nicholas no le hacía ninguna gracia eso, pero no lo
manifestó.
—Entonces, quédate en Merrymead, Laura. Aun en el caso de que Caldfort
ponga objeciones, cualquier intento de llevarse con él a Harry por mandato judicial
llevará más de un mes, o dos, sobre todo si Stephen se encarga de la parte judicial.
¿Por qué no os casáis el domingo de Gaudete, el tercero de Adviento, dedicado al
regocijo? Un calendario litúrgico nos daría la fecha exacta.
David se levantó con expresión risueña.
—Iré a ver si en la biblioteca está dicho libro religioso.
—Yo te ayudaré —dijo Nicholas, levantándose también.
—Este aprovecha la menor oportunidad para meter las narices en los libros de
aquí otra vez —comentó Stephen sonriendo, y después le dijo a Laura en voz baja—:
Y para, con todo tacto, dejarnos solos un rato.
Se sentó en la silla desocupada por Harry y la cogió en sus brazos. La sensación
para ella fue como la de llegar al hogar. Le besó en la boca y con las manos le exploró
el cuerpo que ya conocía bien y que llegaría a conocer mejor aún, pero, recordando

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

dónde estaban, finalmente se apartó.


—Volverán pronto.
—Lo dudo —dijo él, sonriéndole con los ojos—. Creí oírte decir que no eres
nada tímida.
—¡Hay una diferencia entre timidez y decoro en público! —exclamó ella,
aunque sonriendo también, principalmente por los recuerdos que le traían esas
palabras. Le introdujo los dedos por el pelo, peinándolo hacia atrás—. Aun no he
tenido la oportunidad de decirte lo maravilloso que eres como amante.
A él se le tiñeron las mejillas de un ligero rubor, y los ojos se le oscurecieron.
—Sea yo como sea, tú eres mi igual. Aunque es más que eso…
Ella le deslizó los dedos por los labios.
—Sí, claro que sí, pero eso es un delicioso baño de azúcar glasé sobre el pastel,
¿verdad?
Él se rió y volvieron a besarse. Ella se olvidó del decoro y fue él quien
interrumpió el beso y se apartó.
—Ahí vienen, y haciendo mucho ruido.
Cuando los dos hombres entraron en la sala, Laura estaba intentando reprimir
la risa y controlar el rubor, sabiendo que se notaba que había sido bien besada, y
aunque vio una insinuación de humor en sus caras, ninguno dijo nada.
—El quince de diciembre —declaró Nicholas.
—Y un día de regocijo —dijo Laura—. Me gusta eso. Tenemos mucho de qué
sentirnos jubilosos, y podremos celebrar nuestra primera Navidad en Ancross y en
Merrymead. He echado muchísimo de menos las navidades ahí.
Stephen le sonrió y después miró a Nicholas.
—¿A cuántos Pícaros crees que podríamos reunir para la boda? Yo abriría
Ancross para alojarlos, por supuesto.
—¡Una fiesta con reunión en casa! Espléndida idea —declaró Nicholas—. Y
entiendo tu intención. Si el reverendo Gardeyne sigue aferrado a sus planes, necesita
ver con qué poderosa protección cuenta el pequeño Harry. Yo, por supuesto, aunque
yo soy un simple plebeyo. Luce y Beth podrían estar dispuestos a viajar; el bebé ya
tendrá unos seis meses. En realidad, Luce podría ser tu padrino. No es muy sutil
blandir de esa manera al heredero de un ducado, pero hay ocasiones en que una
afilada hacha de guerra es un disuasorio eficaz. Si no, irá bien un conde, sobre todo si
está respaldado por títulos menos importantes.
—¿Lee? Buena idea —dijo Stephen y se lo explicó a Laura—. Es el conde de
Charrington.
—Caramba.
—Y podríamos persuadir al duque de Saint Raven de honrar el acontecimiento
con su presencia.
—¡Caramba, caramba! La agitación durará semanas en toda la zona de Barham.
—Un casi conde notorio se queda pálido en comparación —dijo Kerslake—,
pero si mi presencia añade peso, estaré feliz de complacer. Tengo una cuenta
personal con ese párroco, por haber hecho daño en mi territorio, y he de reconocer

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

que me muero de curiosidad por conocer a más Pícaros.


Laura ya estaba pensando en otras cosas.
—Además de todo esto —dijo—, sigo deseando que Jack se mantenga lejos de
Caldfort. Harry tendrá que hacer visitas a la propiedad, y con más frecuencia a
medida que crezca, y no toleraré que Jack esté cerca.
Tenía la atención de todos.
—¿Qué tienes pensado? —le preguntó Stephen.
Ella lo miró.
—Una vez que Harry sea el vizconde, él, o mejor dicho su tutor y sus
fideicomisarios, tendrán el control de ese beneficio. Se lo pueden quitar a Jack.
—Eso provocaría habladurías.
—No, si le encontramos uno mejor en otra parte.
—Un ascenso —dijo Stephen—. Muy ingenioso, aunque él no se lo merece. Por
mí que acabe en la parroquia más violenta y difícil de una ciudad grande.
—Lo sé, pero parece que ya tiene suficiente castigo con la vida que lleva, y creo
que de verdad estaba horrorizado por las consecuencias de sus actos. Además, no
sería justo que Emma y sus hijos sufrieran por las acciones de él. Son inocentes. En
realidad, si se le pudiera encontrar una parroquia en el norte, ella sería feliz, porque
estaría cerca de su familia.
—Tienes muy buen corazón —dijo Stephen, y su sonrisa fue como un beso—,
pero sí, creo que eso sería posible.
—Entonces eso ya lo tenemos —dijo Nicholas—. El único hilo que nos queda
por desenredar es el de nuestros misteriosos villanos. No me puedo marchar sin
haber entendido qué se proponían.
—¿Dónde están? —preguntó Laura.
—Anoche los llevaron a una habitación y los dejaron encerrados con llave —
dijo Stephen—. Ninguno de nosotros estaba en forma para enfrentarse a ellos. «Hace
un rato, entre Nicholas y yo les llevamos el desayuno, agua para lavarse y ropa.
Fuimos armados, por si acaso, pero sólo nos dieron las gracias. —La miró—. Había
comenzado a pensar si Hache Ge no sería una mujer disfrazada.
—Ah, no —contestó Laura—. Y si lo es, es una muy masculina. —Lo pensó un
momento—. Eso explicaría muchas cosas, pero de verdad creo que no. Tiene una
estructura ósea muy delicada para ser hombre, y esas manos tersas y suaves, pero,
aun así, son manos de hombre. Son mucho más grandes que las mías.
—Coincido contigo —dijo Stephen, pero ella le vio una expresión extraña en la
cara.
Tal vez había visto lo que vio ella y se fijó, pero no entendía por qué eso lo hacía
parecer casi avergonzado.
—No creo que Farouk sea árabe —dijo—. Anoche, sin su turbante y a la extraña
luz del fuego, me dio la impresión de que podría ser inglés. —Vio que nadie parecía
sorprendido—. Pero ¿por qué ese disfraz? ¿Querían simular que habían sido esclavos
de los corsarios? Y en ese caso, ¿para qué? Si esa parte es cierta, ¿por qué se vestía
como un árabe? ¿Y por qué intentar sacarle dinero a lord Caldfort con extorsión?

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Podrían haber conocido a Henry Gardeyne en el Mediterráneo antes que


muriera —dijo Stephen, pero estaba claro que no le gustaba nada esa hipótesis.
—La única forma de saberlo es preguntárselo a ellos —dijo Nicholas—.
Noblemente decidimos esperar hasta que tú estuvieras dispuesta, Laura.
—Después de todo —añadió Stephen—, cualquier decisión que haya que tomar
te corresponde a ti.
—¿Por qué? —preguntó ella, ceñuda—. Ese asunto ya no le afecta a Harry ni a
Caldfort.
—Tiene que tener algo que ver con Caldfort —dijo Stephen—. Esa carta no
puede haber sido un tiro a ciegas, y contenía algo que convenció a lord Caldfort de
que era cierto lo que aseguraba. —Se levantó y la ayudó a levantarse a ella—. Vamos
a descubrirlo.
Los demás también se pusieron en pie.
—Están en la habitación Jason —dijo David—. Tiene dibujados laberintos por
todas las paredes, y eso nos pareció apropiado. Pero, si no os importa, os dejaré a
vosotros el interrogatorio. Yo debo volver a Draycombe para ofrecer asistencia.
—Si es posible, aleja a Jack Gardeyne de ahí antes que diga demasiado —le dijo
Stephen.
David asintió y se marchó. Los demás subieron la escalera y recorrieron unos
cuantos trechos más del raro corredor.
Stephen se detuvo ante una puerta, sacó una llave del bolsillo, la abrió y
entraron.
Laura tuvo una vaga impresión de las paredes decoradas con laberintos, pero
no les prestó atención porque toda su curiosidad estaba centrada en los
rompecabezas humanos. Farouk se encontraba de pie junto a la cama, en la que
reposaba HG, justo en el borde, reclinado en almohadones. Casi se tocaban, como si
HG no soportara estar apartado. ¿De su protector o su amo?
Sobre una cosa no cabía la menor duda. Con chaqueta, camisa y pantalones,
Farouk se veía exactamente lo que ella creía que era: un inglés que había estado
expuesto mucho tiempo al sol. ¿En Argelia como esclavo? ¿Por qué, entonces, HG era
tan blanco?
HG vestía ropa similar, y a los ojos de ella no había duda de que era hombre.
Pese a la piel blanca y delicada y las manos suaves, se percibía un cuerpo fuerte y se
veían unos hombros bastante anchos. Entonces él le dirigió una de esas encantadoras
sonrisas traviesas y volvió a sentirse desconcertada.
—Es usted muy hermosa, señora Penfold.
—Soy la señora Gardeyne —dijo Laura, y vio que Farouk se sobresaltaba y la
miraba fijamente.
Le sostuvo la mirada, y sus ojos de pintora asimilaron lo que veían. Se había
equivocado totalmente al envejecer el retrato, porque al hacerlo su atención se había
concentrado en la fragilidad de Dyer. Pero en ese hombre no había nada frágil.
—¡Usted es Henry Gardeyne! —exclamó, y oyó las exclamaciones de sorpresa a
su lado.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

El hombre de piel morena no dijo nada.


—Ah, la última pieza del rompecabezas —dijo Stephen—. Por cierto, soy
Stephen Ball, señor. Él es mi amigo, el señor Delaney. ¿Tendría la amabilidad de
presentarnos a su amigo? —Puesto que Henry continuaba inmóvil y callado, añadió
—: Créame, no les deseamos ningún mal. Todo lo contrario, en realidad.
—Me cuesta creerlo —dijo Henry Gardeyne.
Habló en el inglés perfecto de un caballero, tal como aquella vez que ella estaba
escuchando al otro lado de la pared, aunque en ese momento le pareció que
detectaba un ligero acento, o tal vez una leve entonación extranjera, algo que arraigó
en él tal como el sol le tostó la piel.
Durante nueve años, pensó, removiendo de aquí para allá todo lo que sabía con
el fin de hacerse un nuevo cuadro. ¿Por qué Henry Gardeyne se quedó tanto tiempo
en los estados de Berbería cuando podía comprar su liberación en cualquier
momento? Y habiéndolo hecho, como preguntara Nicholas antes, ¿por qué decidió
volver a Inglaterra «ahora»? No tenía ninguna necesidad de ser liberado por la
armada británica.
De todos modos se sentía deslumbrada por la felicidad. Henry Gardeyne estaba
vivo, por lo tanto su hijo ya no era el heredero de Caldfort. ¡Estaba seguro!
—Sin duda ha vivido en un lugar donde la verdad no sirve de nada —dijo
Stephen—, pero aquí es diferente. A no ser que haya cometido un delito grave, tiene
mi palabra de que usted y su compañero estarán a salvo.
—Y puede fiarse de su palabra —añadió Nicholas alegremente—. Puede fiarse
de todos nosotros, pero el honor de Stephen es el más impecable.
Entonces Henry Gardeyne inclinó la cabeza.
—En Draycombe oí hablar con gran respeto de sir Stephen Ball.
Laura miró a Stephen sonriendo, y vio, tal como suponía, azoramiento.
—Pero no podemos ayudarlos sin saber la verdad —continuó Stephen—. ¿Por
qué intentó sacarle dinero a lord Caldfort con extorsión cuando todo lo que él posee
es legítimamente suyo?
HG le cogió la mano a Henry, y Laura observó el contraste entre la mano
blanquísima y la otra morena.
—Eso no me lo dijiste, Telo.
—No tenía importancia, Des —contestó Henry sin mirarlo—. Y sigue no
teniéndola. No deseo el título ni las propiedades, pero necesitamos dinero y no veía
por qué no podía obtener una parte. —Los miró a todos fríamente—. Y sigo sin verlo.
Supongo que lord Caldfort va a pagar para conservar lo que tiene.
—Entonces ¿por qué no se dirigió a él de esa manera? —le preguntó Laura—.
¿Por qué ofrecerse a matar al vizconde legítimo?
Por la cara de Gardeyne pasó una insinuación de sonrisa.
—Tal vez he vivido demasiado tiempo en un país en que se prefiere la manera
indirecta a la directa. Me pareció lo más ingenioso. Una vez hecho, nadie volvería a
saber jamás que Henry Gardeyne estaba vivo.
Pensando si ella sería excepcionalmente lerda, Laura miró a los otros para ver si

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

ellos le encontraban sentido a la situación.


—Daba por segura la falta de honor de sus parientes —dijo Stephen—. Tal vez
con razón, pero los infravaloró. Su primo incendió la posada.
—¿Hal? —preguntó Henry, ceñudo.
—Hal murió. La señora Gardeyne es su viuda.
—¿Jack? Pero si estaba estudiando para cura.
—Y ahora es él párroco de Saint Edwin, pero a pesar de eso se dejó arrastrar por
una ola de maldad —dijo Stephen, y procedió a hacerle un resumen de los últimos
acontecimientos.
—Como les ocurre a muchas de esas personas —añadió Nicholas—, se encontró
en aguas mucho más bravas que las que pretendía agitar. Puede que sea una
preocupación para usted, pero creo que se le han caído los colmillos.
Henry, que se había relajado un poco, volvió a adoptar la actitud fría.
—Él no significa nada para mí. Lo repito, no voy a reclamar el vizcondado. Lo
único que necesito, lo único que necesitamos —enmendó, mirando a su compañero,
cuya mano seguía en la suya—, es dinero suficiente para vivir en paz en alguna parte
de esta Tierra.
Laura contempló las dos manos, y al captar el tono en la voz de Henry, lo
comprendió.
—¡Aah! —se le escapó antes de darse cuenta, y sintió arder las mejillas—. No,
no estoy azorada —protestó—. Sólo sorprendida. —Al oír reír a Stephen, se giró a
mirarlo—. ¿Quieres decir que tú lo sabías?
—No. Bueno, no exactamente. —Torció el gesto y miró a los dos hombres—.
Mis más sinceras disculpas, señores, pero, verán, teníamos el medio para escuchar a
través de las paredes. Y anoche tuve que mudarme a la habitación contigua a su
dormitorio.
Henry pareció ofendido, pero el joven se echó a reír, divertido, con el candoroso
regocijo de un fauno.
—Les aseguro —continuó Stephen—, que dejé de escuchar en el instante mismo
en que comprendí, aunque, de todos modos, pensé que eran hombre y mujer.
Además, aun no le había visto a usted, señor —añadió, dirigiéndose al joven.
—Me alegra que no haya duda —dijo este, con un coqueto pestañeo, hecho
claramente para dar efecto.
El joven era una mezcla tan desconcertante de masculinidad y belleza que
Laura no lograba encajarlo en ninguna parte de su mente. Dejó de intentarlo.
—Me he enterado de muchas cosas —dijo—, pero sigo sin entender nada.
¿Podríamos, tal vez, emplear un nombre? ¿Des, creo?
Él miró interrogante a su amante y luego dijo:
—Si quiere. Aunque es un diminutivo de Desdémona.
Otra pieza encajada en su lugar, pensó Laura.
—Ah, es Otelo, no Telo ni Zelo —exclamó—. El moro y su bella esposa.
Sin saber por qué, eso sí la azoró, sobre todo porque su mente comenzó a llenar
huecos en las conversaciones que había escuchado. Sabía que algunos hombres

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preferían a hombres como amantes. Incluso había conocido a algunos que eran
claramente de ese tipo. Pero nunca se le había ocurrido imaginar esa relación como
otra forma de matrimonio.
Un golpe en la puerta interrumpió el momento. Nicholas fue a abrir.
La criada flaca se inclinó en una reverencia.
—Ha llegado un tal señor Watcombe, señor, y dice que ha venido a buscar a sus
hijas.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Capítulo 45

Repentinamente aterrada, Laura ahogó una exclamación, con el aire atrapado


en la garganta, y miró a Stephen.
—Había olvidado a padre. Ha llegado el momento de explicarlo todo.
—Reconozco que siento curiosidad —dijo Henry, con cierto sarcasmo— por
saber por qué la viuda de mi primo estaba en una posada disfrazada y con un
amante.
Laura le cogió el brazo a Stephen antes que él reaccionara a ese ataque.
—No arroje piedras, señor. Usted depende de nuestra buena voluntad.
—Sin embargo, parece que tengo un arma para enfrentarlos.
—No igual a la nuestra —dijo Stephen, implacable—. Nuestro pecado no es un
delito castigado con la pena capital.
Henry pegó un salto como si lo hubieran golpeado, y Des palideció.
—Comprende, entonces, por qué no puedo convertirme en lord Caldfort. No
me separaré de Des. No me casaré para engendrar un heredero. —Apoyó la mano en
el hombro del joven—. Hemos llegado muy lejos y sufrido demasiado para
separarnos ahora.
—Pero…
—Ahora no, Steve —interrumpió Nicholas—. Tú y Laura tenéis que ir a
apaciguar a su padre y recibir su bendición. Dejaremos al señor Gardeyne y a su
compañero en paz para que hablen las cosas y después reanudaremos esta
conversación. —Dirigiéndose a Henry, añadió—: Le daría más dignidad a su
compañero tener un nombre completo.
La piel morena de Henry lo ocultó, pero Laura sospechó que se había
ruborizado.
—Tiene razón. —Miró al joven rubio—. ¿Qué nombre deseas usar, Des?
—No el que tengo por nacimiento. Me gusta Des.
—Despard —propuso Laura—. Ese fue uno de los nombres posibles que se me
ocurrieron para que encajara con Des. ¿Egan Despard, tal vez? Los anagramas eran
muy ingeniosos.
—Jugábamos con ellos —dijo Des—, Telo y yo. Soy muy bueno en eso.
Draycombe, por ejemplo, nos da «my brocade» y «cream body»,8 que son imágenes
muy placenteras —añadió, con esa expresión traviesa, con los párpados entornados,
tan suya.
Laura no pudo dejar de pensar otra vez que era como un niño travieso, y antes

8
My brocade: mi brocado. Cream body: cuerpo blanco y suave como crema. No podía cambiar
el nombre del pueblo para hacer anagramas en castellano. (N. de la T.)

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de salir con Stephen para bajar a enfrentar a su padre, lo miró moviendo de un lado a
otro la cabeza.
—¿Qué va a ser de él? —preguntó, cuando ya iban por el corredor a toda prisa
—. Lo encuentro pícaro y no mundano al mismo tiempo.
—Gardeyne le cuidará, supongo. ¿No estás muy escandalizada?
Ella se detuvo a mirarlo.
—Creí que anoche te había demostrado que no soy una florecilla delicada.
Nunca he sido descocada, Stephen, y siempre fui fiel a mis promesas de matrimonio,
pero lady Alondra alternaba en círculos en que se hablaba de cosas subidas de tono.
Él sonrió y la atrajo hacia sí para darle un beso ligero.
—No puedo quejarme, pero me llevará un tiempo adaptarme. Ten paciencia.
Para demostrar lo que decía, ella profundizó el beso y lo aplastó contra la
pared, moviendo el cuerpo y apretándose a él, notando su reacción.
Entonces se acordó de su padre.
Se apartó y se arregló el severo vestido.
—Sé que tu padre está esperando —dijo él— y que tal vez no deberíamos
presentarnos ahí con todo el aspecto de habernos besado, pero no me creo capaz de
esperar hasta el domingo de Gaudete para volver a tener un regocijo.
Ella sonrió y supuso que estaba ruborizada, aunque no de azoramiento sino de
deseo.
—Yo tampoco. Encontraremos maneras.
Jadeante de deseo y necesidad, le tironeó la mano y bajaron la escalera.
Su padre estaba esperando en el salón, el cual era sorprendentemente normal,
con las paredes tapizadas en seda, cornisas de yeso y unos cuantos paisajes inocentes
colgados en las paredes.
Mostraba una actitud severa.
—¿De qué va todo esto, Laura?
Ella tragó saliva y se lanzó a explicar la verdad, toda la verdad, a excepción de
la parte en que ella y Stephen se anticiparon a la noche de bodas.
Por suerte, la atención de él se centró en la conducta de Jack.
—¡Qué maldad! ¿Estás segura, Laury?
—Todo lo segura que puedo estar.
—Y casi no hay duda de que fue él quien inició el incendio en Draycombe,
señor —añadió Stephen.
—Qué cosa más terrible —comentó su padre, moviendo la cabeza—. Pero eso
de andar hurgando en el escritorio de otra persona, Laury…
—Si no lo hubiera hecho, a saber qué podría haber ocurrido, padre.
—Pero ¿por qué no nos dijiste nada? Siempre has sido impetuosa.
Laura se las arregló para no mirar a Stephen.
—Verás, no estaba segura. No tenía ninguna prueba. Y te conozco; sé que tu
sentido de la justicia no te habría permitido actuar sin tener pruebas.
Rogó que eso lo apaciguara, y al parecer lo consiguió.
—Bueno, eso es discreción, supongo. Y tuviste la prudencia de disfrazarte. Pero

- 264 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

¡si te hubieran detectado, cariño!


—Tuvimos mucho cuidado, y, verás, esto nos ha reunido a Stephen y a mí.
Espero que nos des tu bendición, padre. Esperamos casarnos en Merrymead en
diciembre.
Eso trasladó la mente de él a temas mucho más felices.
—Será fabuloso tenerte cerca, Laury. ¿Vas a restaurar Ancross, entonces,
Stephen?
Los dos hombres estuvieron un rato hablando de esos asuntos prácticos.
Después su padre la miró a ella.
—Tendrás una vida complicada, Laury, con el trabajo de Stephen y la
supervisión de dos propiedades. Esos hombres que envió lord Caldfort dijeron que él
está gravemente enfermo, en muy mal estado. Si llegan a sus oídos noticias de la
maldad de su hijo, es posible que Harry se convierta en vizconde Caldfort antes de lo
que tú creías.
O tal vez no, pensó Laura. Lograrían convencer a Henry de reclamar el
vizcondado, ¿verdad?
—Juntos, Stephen y yo nos las arreglaremos.
—¿Incluso si acabas como primer ministro, Stephen? Eso es lo que te auguran
algunos.
Stephen negó con la cabeza.
—No tengo el menor deseo de serlo, y ha de pasar muchísimo tiempo para que
un reformador inflexible dirija el país. Si acaso.
A Laura le complació oír eso, no pudo evitarlo. Le gustaría ser la compañera de
Stephen en política, pero ese grado de responsabilidad sería una carga.
Entonces su padre se levantó.
—Bueno, creo que volveré a Kerslake Manor. No me gusta nada esta casa, y sir
Nathaniel Kerslake me estuvo hablando de unos cultivos de legumbres que encontré
interesantes. Será mejor que vengas conmigo, Laury.
Laura se sintió como si estuviera de vuelta en el aula, pero logró decir:
—Iré dentro de un rato, padre. Se lo prometí a Harry. Pero antes tengo que
ocuparme de unas cuantas cosas aquí.
Él abrió la boca para preguntar el qué, pero la volvió a cerrar. Tal vez recordó
que ella ya era una mujer adulta, y tal vez decidió que debía darle un tiempo para el
galanteo. Sin decir nada más, hizo su venia y se marchó.
Entonces Laura exhaló un suspiro.
—Ahora a convencer a Henry de que reclame el vizcondado.
—No sé cómo lo haremos, si está tan resuelto.
Ella lo miró consternada.
—Pero ahora sería incorrecto que se convirtiera en el vizconde, y eso sin contar
con el peligro en que eso lo pone.
Stephen se encogió de hombros.
—Podríamos continuar la conversación aquí. Iré a buscar a los otros. Ten
presente, sin embargo, que los Pícaros podemos quitarle los colmillos a Jack, y

- 265 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

supongo que la conmoción que sufrió en Draycombe podría haberle devuelto la


sensatez.
Mientras esperaba, Laura comenzó a pasearse, y de pronto cayó en la cuenta de
que ese salón sí tenía sus rarezas. Sólo había una ventana pequeña, por lo que era
necesario tener encendidas las lámparas por la mañana. No le envidiaba a David
Kerslake la posesión de esa casa.
Pero debía de haber una manera de convencer a Henry Gardeyne de reclamar el
vizcondado. Claro que su… su relación íntima con ese joven dificultaba las cosas, ya
que, según dijera Stephen, lo que hacían estaba considerado un delito de pena
capital. Recordó el caso de unos hombres de clase alta a los que si bien no enviaron a
la horca los condenaron a prisión; la multitud estaba tan indignada que comenzaron
a arrojar piedras y mataron a uno, hasta que intervinieron los guardias y pusieron fin
a la lapidación.
Pero si fuera discreto…
En ese momento entraron los demás. Henry traía a Des en brazos. Después de
instalarlo en el sofá, dijo, mientras Laura, Stephen y Nicholas se sentaban:
—Dejemos las cosas claras desde el principio. No asumiré el papel de lord
Caldfort.
—Haga el favor de sentarse, Gardeyne —dijo Stephen—. No es un prisionero.
Henry se sentó pero no se relajó. Des sonrió levemente y le cogió la mano,
tratando de aplacarlo.
—Tal vez podría contarnos su historia —propuso Stephen—. Eso nos serviría
para comprender. Así podremos ayudarlos.
—¿Por qué querrían ayudarnos?
—Somos una sociedad filantrópica —terció Nicholas—, dedicada en particular
a socorrer a los esclavos rescatados y a los vizcondes renuentes.
Henry le escrutó la cara.
—¿Por qué?
—Por el bien y la justicia, pero también nos gustaría saber algo más sobre los
usos o costumbres árabes.
Stephen emitió un gemido.
—No le vengas con halagos. Te va a dejar seco a preguntas.
Por lo que fuera, eso pareció aliviar la tensión. Henry se relajó por fin.
—Nuestra historia es algo larga.
—Tenemos tiempo.
Henry se encogió de hombros.
—Supongo que saben que emprendí un viaje por el Mediterráneo, a pesar de las
dificultades para viajar por mar en esa época. Deseaba visitar Grecia y Egipto. Siendo
un Gardeyne raro, me interesaban seriamente las antigüedades. Me embarqué en el
Mary Woodside, cuyo capitán esperaba llegar a los países otomanos para traer un rico
cargamento. Des era el grumete que atendía mi cabina. —Le acarició el brazo a Des,
con la cara suavizada por el amor—. Su verdadero nombre es Isaiah Wisset, por
cierto.

- 266 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

—¿Tenías que decirlo? —dijo Des, haciendo una mueca y riendo.


Henry sonrió y enseguida se puso serio.
—Les aseguro que respeté su juventud. Sólo tenía trece años y era
pasmosamente inocente, aun cuando había huido de su casa. Sabía leer y escribir,
pero nunca había leído nada aparte de la Biblia, y no sabía nada del mundo. Eso lo
encontré aterrador, así que leí otros libros con él y le enseñé geografía, historia y
otras cosas por el estilo. Nunca me había imaginado que me gustaría ser profesor.
Logramos burlar los bloqueos de los británicos y los franceses, pero fuimos
derribados por una tempestad. El barco se hundió, pero unos cuantos nos salvamos
alejándonos en lanchas. Tal vez las otras lanchas llegaron a tierra, pero la nuestra,
después de días a la deriva, cayó en manos de los corsarios. No hace falta que les
aburra con los detalles. Fue lo de siempre, y todo se ha publicado con detalles en los
diarios de aquí.
—Nos extrañó que no se diera a conocer como un caballero y concertara el
rescate —dijo Stephen.
—Llevábamos unos cuantos días en la lancha y yo estaba en camisa de dormir
cuando me subí a ella, así que no había nada de caballero en mí en el momento de la
captura. Con el tiempo podría haber demostrado mi identidad y rango, pero preferí
mantenerme cerca de Des. Siendo tan joven, él estaba muy asustado, y yo supuse que
cuando consiguiera mi libertad podría conseguir la suya también. Por desgracia, yo
no entendí el valor que tenía él por su físico, joven, de piel blanca y hermoso. Al
instante lo compraron para un harén.
Aún cuando no era ingenua, a Laura le llevó un momento comprender lo que
quería decir eso: un harén de hombres.
—Des no fue tranquilamente a su destino. Sólo tenía trece años y gritaba y
lloraba llamándome. Su dueño, Abdul-Alim, lo azotaba, pero cuando vio que eso no
lo calmaba, me compró, para apaciguar a su nueva «perla». Como a un animal
doméstico, como a un perro. Me tenían en el patio, como a un perro, aunque me
daban techo para protegerme del sol, y comida pasable. A Des le daban permiso para
pasar un tiempo conmigo, siempre que no nos tocáramos y nos mantuviéramos
siempre a la vista de los guardias.
—¿No podría haber revelado su identidad, conseguido su rescate y luego
comprado la libertad del niño? —preguntó Stephen.
—Eso habría sido delicioso, pero pronto me enteré de que Abdul-Alim no
permitía que ningún otro poseyera a sus perlas. No los vendía nunca. Cuando
dejaban de complacerlo, ya fuera por mala conducta o por haber perdido la lozanía
por la edad, los mataba. Por lo tanto —se encogió de hombros—, me quedé.
—¿Y su padre? —preguntó Laura, mirándolo fijamente—. Su aparente muerte
le rompió el corazón.
Henry estuvo con los ojos bajos un momento y luego la miró a los ojos.
—Yo se lo habría roto tarde o temprano, prima. No habría podido ocultar mis
gustos mucho tiempo, y él no habría podido aceptar eso. Al fin y al cabo era un
Gardeyne.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Usted también lo es.


—En cualquier familia puede darse una rareza. Por eso me marché al
extranjero, para ahorrarle eso y para intentar encontrar mi lugar en el mundo.
Irónicamente, lo encontré, como si dijéramos.
—Continúe con su historia —dijo Stephen.
—Me permitieron continuar con la educación de Des, y Abdul-Alim no tardó en
darse cuenta de que yo no era un vulgar marinero, aunque suponía que era un
estudioso, escribano o profesor de clase humilde. Lo divertía verme transformar a su
perla inglesa, como llamaba a Des, en un caballero. Incluso le compró ropas de estilo
europeo para que las usara de vez en cuando, aunque no del estilo sobrio que se
prefiere hoy en día. Eso no importaba. Lo único que importaba era que teníamos más
tiempo para estar juntos, e incluso teníamos libros ingleses para leer juntos. Pero
claro —añadió en tono más grave—, también lo educaban en otros aspectos; lo
entrenaban para el harén. Él recurrió a mí en busca de consejo. ¿Qué podía hacer yo?
Le aconsejé que colaborara, que hiciera todo lo que le exigía Abdul-Alim.
—No fue tan terrible —interrumpió Des, claramente con el fin de tranquilizarlo
—. Me gustaba la música y el baile, y ahora echo de menos el estanque con agua tibia
para nadar y el masaje que me daban después. Me hice amigo de otros chicos, y
además —añadió sonriendo de verdad—, nunca tuve que hacer ningún trabajo.
Podía quedarme en la cama todo el tiempo que quisiera, y tenía sirvientes que hacían
todo lo que yo les pedía.
Laura pensó que para un niño de una rígida familia metodista, que prefirió la
ardua vida de un grumete, eso tenía que parecerle un paraíso.
Entonces Des se encogió de hombros.
—O casi todo. No se nos permitía salir del palacio, nunca. Pero había ventanas
con barrotes, así que podíamos mirar fuera.
—Como ven —dijo Henry, sarcástico—, Abdul-Alim nunca era cruel
innecesariamente, y durante nuestros primeros años ahí, Des fue uno de sus
favoritos. Lo adoraba y, por lo tanto, era amable conmigo.
—¿No sospechaba de sus sentimientos? —preguntó Nicholas.
—Es posible que sí, y si los hubiera sospechado, eso lo habría divertido. Estaba
absolutamente seguro de que no podía ocurrir nada. Y eso era cierto. Nunca
estábamos solos y los dos sabíamos que el castigo sería extremo y nada rápido. Una o
dos veces presenciamos un castigo.
Laura observó que Des, aunque tenía los párpados entornados, apretó los labios
en un rictus de amargura, y eso la hizo pensar, horrorizada, cuál sería la causa de su
invalidez.
—Poco a poco me fueron dando mejores alojamientos —continuó Henry—. Al
año de nuestra llegada ya vivía en una pequeña casa cerca del recinto de Abdul-
Alim, con esclava propia. Lo irónico es que era una chica griega que no tenía el
menor conocimiento de los clásicos. Me daban plena libertad para salir a recorrer
Argel y me permitían encontrarme con Des casi con toda la frecuencia que yo
quisiera, pero solamente en el patio del palacio. Así pues, esa era nuestra situación.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Decidí que bien podía aprovechar mi tiempo libre para estudiar el lugar al que me
había llevado el destino. Y el estudio resultó satisfactorio.
—Pero ¿durante nueve años? —dijo Laura.
Henry se encogió de hombros.
—Me las arreglé para llegar a una conveniente aceptación del destino. Aparte
de una cosa, no era una vida desagradable. La cultura, en su mejor aspecto, es
elegante.
—Y entonces llegaron los británicos a liberarlos —dijo Stephen.
La expresión de Henry recobró la frialdad de la de Farouk.
—Y entonces llegaron los malditos británicos a liberarnos. No, no debería sentir
rencor, pero por un momento me enfureció. Sabía que Abdul-Alim preferiría matar a
sus perlas antes que soltarlos. Por lo tanto tendría que intentar sacar a Des de ahí. Y
eso indudablemente nos llevaría a los dos a una muerte lenta y atroz.
Cerró la mano en un puño y Des se la cubrió suavemente.
—Hablábamos de escapar —continuó—, aunque Des dudaba tanto como yo. Lo
fui dejando para después, con la esperanza de que los británicos fracasaran. —
Enseñó las manos abiertas, como si lo hubieran acusado—. No teníamos ninguna
posibilidad de escapar y hacía tiempo que habíamos decidido que la vida que
llevábamos era mejor que nada. Y entonces comenzó el bombardeo y comprendí que
triunfarían los británicos. Los esclavos serían liberados, como habían hecho en otros
estados corsarios. Abdul-Alim comenzó a sacar furtivamente de la ciudad a sus
perlas más preciadas. Des no fue entre los primeros porque era mayor y ya no lo
valoraban tanto, pero sabíamos que se lo llevarían pronto. Seguía siendo hermoso y
hábil en complacer. Desesperado, yo intentaba idear algún plan que tuviera una
mínima posibilidad de éxito, pero cuando vinieron a buscarlo aún no había
encontrado ninguno.
Miró a Des, que había desviado la mirada y estaba con una expresión más bien
sosa, no triste, como si no deseara recordar esa parte.
—Él fue el valiente, el ocurrente. Se escondió. La batalla estaba en su parte más
reñida, por lo que esperaba que Abdul-Alim y sus hombres renunciaran a la
búsqueda y huyeran. Pero lo encontraron. Lo golpearon, lo torturaron, no con los
refinamientos habituales, por falta de tiempo, pero lo habrían matado si en ese
momento no hubiera caído una bomba que echó abajo la pared del harén. Se armó el
alboroto, con el terror, la confusión, los heridos y los muertos, así que aproveché la
oportunidad y entré a buscarlo. Lo que le habían hecho… —Cerró los ojos y los
mantuvo así un momento—. Pero estaba vivo. Mientras me lo llevaba, atacado por
un dolor terrible, no emitió ni un solo gemido.
Al joven le brotaron las lágrimas y repentinamente hundió la cara en el hombro
de Henry, y este lo rodeó con el brazo.
Laura pensó que debería sentirse azorada al ver eso, pero no sintió ni el menor
azoramiento. Era una historia de amor extraordinaria.
—Si estaba tan mal herido —dijo Stephen, con la voz ronca por la emoción—,
¿por qué no lo llevó a la armada?

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

La expresión de Henry era de compasión.


—La batalla continuaba, pero aparte de eso, yo podía encontrar mejor asistencia
médica en Argel, si mis amigos se atrevían a correr el riesgo. Se atrevieron. Nos
escondieron y cuidaron de Des hasta que estuvo lo bastante recuperado para viajar, y
entonces nos encontraron un barco que zarparía rumbo a España y nos llevaron a él.
Cuando saqué a Des de ahí, él todavía llevaba joyas, collar, brazaletes y pulseras de
piedras valiosas, y los del barco nos ayudaron a encontrar un lugar para que
pudiéramos descansar un tiempo. Teníamos por fin la libertad y parecía que Des iba
a vivir y sanar del todo con el tiempo, pero no teníamos de qué vivir. Las joyas no
nos mantendrían eternamente. Así pues, decidí volver a Inglaterra. Mi plan era
encontrarle un lugar a Des para vivir y luego presentarme en Caldfort, como el hijo
pródigo que ha regresado de la tumba. Una vez que estuviera reinstalado allí,
buscaría una manera de vivir junto con Des como amigos. Verán, por aquel entonces
yo no sabía si lo que deseaba Des era lo mismo que deseaba yo o si su
comportamiento conmigo era simplemente producto del entrenamiento de Abdul-
Alim. Se merecía la posibilidad de elegir.
Entonces Des levantó la cabeza y lo miró, negando.
—Dicha sea la verdad, me costó bastante persuadirlo —dijo.
Henry lo miró severo, aunque envolviendo la expresión en una sonrisa.
—Resultó que unas pocas averiguaciones me hicieron comprender que era
demasiado tarde para la vuelta del hijo pródigo. Yo era lord Caldfort por derecho,
pero tendría que pelearme por la propiedad con mi tío. Si quería, que no quería.
Entonces, cuando supe que Des me correspondía totalmente los sentimientos, vi muy
claro que la vida sería una tortura. Viviríamos sometidos a constante vigilancia, y los
aristócratas harían preguntas sobre su origen. A mí me irían detrás jovencitas
ambiciosas y me presionarían sin cesar para que me casara; y todo eso viviendo a la
sombra de la ley. Estaríamos casi tan separados como en Argel. Por lo tanto, decidí
comenzar una nueva vida, pero para eso necesitaba una parte de mi herencia.
—¿Qué envió como prueba? —preguntó Laura, fascinada por la pareja, que
habían vivido un romance más dramático que cualquiera que hubiera escrito Byron.
—Una detallada descripción de la casa, incluidos ciertos lugares que era
improbable que hubieran visto personas ajenas a la familia.
—Qué sencillo. De verdad lamento que haya tenido que sufrir tanto, primo
Henry, pero, ¿está seguro de que no desea el vizcondado?
Él vaciló un brevísimo instante y desvió la mirada, pero enseguida dijo:
—Totalmente seguro.
¿Tal vez una parte de él extrañaba Inglaterra y su casa?, pensó ella. Mantuvo la
esperanza un momento, pero entonces él volvió a ponerse firme.
—He vivido muchísimo tiempo en otro país. Ahora Inglaterra me resulta
desconocida, extraña, y el clima es demasiado frío.
—Estamos en otoño —señaló Stephen—. Podría gustarle más en verano.
—Pero también hay otoño e invierno.
Se estremeció en un gesto teatral, pero una sonrisa le iluminó la cara, y Laura

- 270 -
JO BEVERLEY LA ALONDRA

vio un asomo del Henry Gardeyne del retrato, aunque sólo un leve asomo.
Él tenía razón, pensó. Se había convertido en otra persona.
Ella deseaba que tomara posesión del vizcondado por la seguridad de Harry,
pero no debía intentar imponérselo. Era mucho lo que habían sufrido él y Des, y
arriesgarían muchísimo viviendo ahí.
—¿Adónde irán? —le preguntó.
Él le agradeció la aceptación con una sonrisa.
—A algún lugar de clima cálido. Tal vez viajaremos por regiones tropicales
hasta encontrar un lugar para vivir. Pero necesitamos dinero —añadió.
A ella le correspondía tomar las decisiones, pensó Laura. Miró a los demás y
dijo:
—Mi padre dice que la salud de lord Caldfort ha empeorado mucho, por lo
tanto me parece que no tiene ningún sentido afligirlo ahora. Pronto se enterará de las
lesiones de Jack, pero eso se puede explicar diciendo que fue a Draycombe a
descubrir la verdad, que el incendio fue un accidente y que él actuó como un héroe.
Si usted está resuelto a no reclamar el vizcondado, primo Henry, querría que le
escribiera una carta a lord Caldfort reconociendo que su intención era hacer un
fraude y que renunció a su plan por miedo. Eso le quitará a él un peso de encima y le
permitirá morir en paz, porque creo que será eso lo que pasará.
—Ciertamente, pero de todos modos necesitamos dinero. Ahora Des y yo
somos casi indigentes. El poco dinero que nos quedaba se fue con el incendio. Ni
siquiera tenemos ropa que ponernos.
—Estoy de acuerdo en que tiene todo el derecho a mantenerse con el dinero de
la propiedad, pero no veo cómo arreglar eso ahora. —Miró a Stephen, en busca de
ayuda—. Yo tengo muy poco.
—¿Qué le parece una suma convenida ahora y pagos trimestrales después? —
dijo Stephen—. Entre mis amigos y yo pondremos el dinero hasta que llegue el
momento en que se pueda coger de la propiedad.
Henry miró de él a Nicholas.
—¿Una sociedad filantrópica dedicada al socorro de esclavos rescatados y
vizcondes renuentes?
—Algo así. Tendrá que fiarse de mi palabra.
Después de una silenciosa comunicación con Des, Henry asintió, agradecido.
—¿Estamos libres para irnos?
—Por supuesto.
—Pero —dijo Nicholas—, me harían un inmenso favor si fueran de visita a mi
propiedad de Redoaks. No está lejos de aquí, y, como usted ha dicho, por un tiempo
estará en dificultades económicas. Sólo le pediría información sobre Argelia y los
usos y costumbres árabes.
Henry pareció perplejo un momento y luego dijo:
—Le agradeceríamos muchísimo su hospitalidad, señor.
—La gratitud será totalmente mía. Iré a disponer las cosas.
Diciendo eso, Nicholas se marchó, dejando a Laura y Stephen con Henry y Des.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Daba la impresión de que estaban totalmente liados con los Pícaros, pensó
Laura, pero eso la alegraba.
—Me alegra mucho haberle conocido, primo Henry —dijo—, y me apena que
en el futuro vayamos a verle poco. —Titubeó un instante y continuó—: ¿Le gustaría
visitar la casa Caldfort antes de marcharse de Inglaterra? Yo podría organizar eso
discretamente.
A él se le suavizó la cara.
—Es usted muy amable. Sí, me gustaría. Fui feliz ahí de niño, y me gustaría
enseñarle a Des mi antiguo hogar. Hay unas cuantas cosas que me gustaría llevarme
también, si siguen ahí. Nada particularmente valioso.
—Por supuesto.
—Y me gustaría visitar las tumbas de mis padres.
—Usted tiene una lápida ahí también, ¿sabe?
Él se rió y ella cayó en la cuenta de que era la primera vez que lo veía reír.
—Qué curioso. Decididamente debo verlo.
Entonces Laura miró a Des, que se veía radiante de felicidad, aunque algo
aturdido.
—¿Hay alguna esperanza de que vuelva a caminar, señor?
Él sonrió.
—Ah, sí. Si descanso —añadió, recordándole con una traviesa mirada la
conversación que tuvieron en Draycombe—. Ya puedo caminar un poco, aunque me
causa dolor, y detesto cojear en público; es tan poco garboso. —Ladeó la cabeza—.
¿Cree que en Redoaks habrá alguien que sepa jugar al casino?
—Yo sé jugar al casino, Des —dijo Henry—. ¿A eso estuviste jugando con la
señora Penfold? Puedo enseñarte juegos más complicados también. Piquet, por
ejemplo.
—Eso me encantará. Me encantará explorarlo todo en el mundo más ancho. —
Le sonrió a Laura, de una manera franca, encantadora—. Gracias, Laura Gardeyne.
Fue amable conmigo aun cuando me creía un villano. Tiene un aura legendaria.
—¿Qué? —preguntó ella, mirándolo sorprendida.
—La tiene —dijo Stephen, igualmente perplejo—. La llaman Labellelle.
Laura ya lo había entendido.
—¡Es un anagrama!9

Pasado un rato volvió Nicholas y se marchó con Henry y Des en dirección a la


casa Kerslake, para organizar el transporte a Redoaks. Intercambiando una sonrisa
secreta, Laura y Stephen habían dado un pretexto para quedarse un rato más en Crag
Wyvern y nadie se opuso.
Subieron de vuelta a la habitación Jorge y el dragón.
—Esto es muy escandaloso —dijo ella cuando él cerró la puerta.
9
* Legendary aura: anagrama de Laura Gardeyne; en castellano habría que cambiar la «y» por
«i» y una «a» por «e». (N. de la T.)

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Y todos sabrán por qué nos hemos quedado —convino él—. ¿Te importa?
—No, en absoluto. Pero este vestido se abrocha por la espalda, señor, así que
necesito ayuda.
Él se le acercó y la giró, y ella sintió sus dedos en la espalda soltándole los
botones por primera vez. Otro dulce momento conyugal.
—Y llevas corsé también —dijo él, con la voz ronca, como si tuviera oprimida la
garganta.
A ella se le había acelerado el corazón y tenía dificultad para respirar, como si le
faltara aire.
—Sí —dijo—. Es una incomodidad. Tal vez debería decidirme a usar esa especie
de corpiño suave que prefiere Eleanor.
—Si quieres. —Le abrió el vestido y ella sintió el aire fresco en la espalda, y
luego las uñas de él rascándole el lino del sencillo corsé—. Sin embargo confieso que
cuando me entregaba a mis desmadrados sueños contigo me imaginaba que tus
prendas íntimas eran algo más sofisticadas.
Ella se rió, pero entonces se le fue el cuerpo y sintió sus manos cogiéndola y
sosteniéndola.
—Seda —suspiró—, y encaje. Cintas. —Tragó saliva por si eso le servía para ser
más coherente—. Tengo un corsé de seda roja, muy escotado por la espalda.
Él comenzó a desatarle y soltarle los lazos del corsé, tomándose su tiempo, cada
contacto una dulce tortura.
—¿Para llevar con ese vestido rojo? Espero que todavía lo tengas.
—Sí, pero es muy ampuloso. No es apropiado para una vida tranquila.
—¿Piensas llevar una vida tranquila?
Ella recordó la conversación que habían tenido sobre eso.
—De vez en cuando —contestó.
Él ya le estaba soltando los lazos con más urgencia.
—Y yo espero que de vez en cuando mi mujer ofrezca fiestas brillantes vestida
con fino plumaje, para volar alto.
—¿Lo quiera yo o no? —preguntó ella, sabiendo que lo oiría hacer un puchero
fingido.
—Yo seré el orgulloso dueño de Labellelle, por lo tanto esperaré que tú hagas tu
parte.
—Tirano.
—Amo. Considérate mi esclava, obligada a complacerme de todas las maneras
habidas y por haber.
Se soltó el corsé y la ropa comenzó a deslizarse hacia abajo. Ella se meneó para
acelerar la caída, se giró y quedó ante él con sólo la camisola y las medias. Entonces
comenzó a quitarle la ropa, haciendo volar botones y rompiendo tela.
—¿Ah, sí? O yo podría convertirte en mi esclavo y tenerte a mi servicio.
—¿Eso crees? —dijo él.
Pero ya tenía la respiración agitada y la erección dura y fuerte, así que ella se
rió, quitándose la camisola y retrocediendo hacia la cama.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

—Ven a mí —ordenó, y él obedeció. Cuando tocó el colchón con los muslos se


tiró sobre la cama, quedando tendida de espaldas—. Ahora dame placer, y mucho
placer, señor.
Él se echó encima de ella.
—Tirana.
—Ama —dijo ella, deslizándole suavemente las uñas por los costados.
Él se estremeció y sonrió.
—Bienamada.
Ella le correspondió la sonrisa, repentinamente avasallada por un placer tan
intenso que habría llorado.
—Ven a mí, Stephen. Hazme el amor y déjame amarte. Seamos uno.
Él cerró los ojos y, pasado un momento, los abrió y volvió a mirarla.
—Siempre y para siempre. Lo prometo. Aah, Laura —suspiró, mirándola a la
luz del día mientras se convertían realmente en uno.

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

Nota de la autora

La semilla para esta historia llegó cuando estaba escribiendo Fuego de invierno,
una de mis últimas novelas Malloren, ambientada en 1763. La heroína de Fuego de
invierno es la hija de un capitán de navío que ha pasado un tiempo viajando con él.
De tanto en tanto alguien dice que la señorita Smith «luchó contra piratas bereberes».
Lógicamente hice mis pesquisas acerca de este tema, pero por entonces no tenía
planeado volverlo a usar, hasta que comencé a escribir la novela sobre Stephen y caí
en la cuenta de que ocurría en otoño de 1816.
El artículo del diario que aparece al comienzo de la novela es invento mío, pero
es cierto que en otoño de 1816 hubo entusiasmo y furia a la vez por la noticia de la
liberación de los esclavos cristianos de Berbería. Puesto que mi historia ya exigía el
regreso de un heredero perdido, ¡bingo!
Berbería es el nombre antiguo de la región que comprendía los estados de la
costa norte de África (Marruecos, Argelia, Túnez y Trípoli) y durante siglos fue
notoria por la piratería. Los corsarios, como llamaban a sus piratas marítimos,
asaltaban barcos para hacerse con su carga, pero lo que buscaban principalmente era
esclavos.
Las áridas tierras del norte de África hacían necesaria mucha mano de obra
barata, pero la religión de los corsarios, el Islam, les prohibía el uso de esclavos
musulmanes. Puesto que estaban cerca de la Europa cristiana, la solución se hizo
obvia, por lo que al mismo tiempo que asaltaban barcos, los corsarios hacían
incursiones en las costas en busca de trabajadores jóvenes y sanos.
En los siglos XVI y XVII sus incursiones se extendieron a más territorios,
incluso a las costas de Gran Bretaña, pero las fuerzas navales mejoradas de los países
pusieron fin a esto. A comienzos del siglo XVIII, los estados de Berbería limitaron sus
ataques a los barcos averiados y a las costas de los países mediterráneos más débiles.
En realidad, la mayor parte de su riqueza provenía del dinero que recibían por
rescates y de lo que pagaban los países para asegurarse protección o inmunidad.
La mayoría de los países, entre otros Gran Bretaña y Estados Unidos, pagaban a
los piratas bereberes para que dejaran en paz sus barcos. Por ejemplo, en 1812,
Portugal pagó más de un millón de dólares10 españoles por la liberación de esclavos
portugueses hechos prisioneros por los corsarios, y por la inmunidad; esta última se
10
Dólar español: Durante la colonización española del Nuevo Mundo se usó la expresión «duro
o dólar» español, para denominar a una moneda de plata, el «peso» o «peso duro», moneda de 8
reales, muy extendida en el siglo XVIII. El uso del duro o dólar español, junto con el thaler (tolar) de
María Teresa de Austria, como moneda en los incipientes Estados Unidos es la razón de su nombre
actual. Supongo que aquí la autora se refiere a esta moneda y no al equivalente en dólares de otra
moneda española. (N. de la T.)

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

garantizaba con un pago anual de 24.000 dólares.


En 1815, sin embargo, Estados Unidos, que fue el primer país que vio la
debilidad de los estados de Berbería, volvió las tornas. Se negó a pagar el dinero por
protección y envió una flota con la exigencia de que devolvieran a todos los esclavos
estadounidenses y sus propiedades. La operación tuvo éxito.
En todo caso, no eran muchos los esclavos estadounidenses, y los países que
habían perdido a más gente como esclavos de los corsarios no tenían ningún poder
naval. Fue Gran Bretaña, paladín naval de Europa, la llamada a continuar la lucha.
El Registro Anual de 1816 dice: «Desde hace mucho tiempo ha sido un tema
muy criticado, crítica que los extranjeros esgrimen contra la jactanciosa supremacía
marítima de Inglaterra, que se haya tolerado que los estados piratas de Berbería
lleven a cabo sus feroces saqueos contra las potencias inferiores que navegan por el
mar Mediterráneo, sin que la señora de los mares haya hecho el menor intento por
controlarlos ni por contenerlos dentro de los límites prescritos por las leyes de las
naciones civilizadas».
Es digno de admiración este párrafo tan largo pero coherente, ¿verdad? El
escritor luego pasa a señalar que la competición con el advenedizo Estados Unidos
fue uno de los motivos para actuar. Sin embargo, había otros motivos. Para Gran
Bretaña, el fin de la guerra significó tener tiempo para actuar, una armada entrenada
para la guerra sin mucho que hacer, y una posición de liderazgo que debía fortalecer.
A fines de 1815 Gran Bretaña envió a lord Exmouth a iniciar las negociaciones
respaldado por la amenaza de la fuerza, en bien de algunas de las potencias más
pequeñas y vulnerables, tales como Sicilia y Cerdeña.
A Túnez y a Trípoli se los «persuadió» de abolir la esclavitud de cristianos y de
liberar a todos sus cautivos, pero la diplomacia se esfumó en abril de 1816, cuando
un corsario tunecino entró a saco en Cerdeña. Esto no sólo violó el acuerdo sino que
significó, además, que la princesa de Gales, Carolina, sí, la distanciada esposa del
regente, que estaba ahí por casualidad, escapara por un pelo.
Ante los cañones británicos apuntando a Túnez, el gobernador de ese país firmó
un tratado por el que abolía la esclavitud de cristianos. A Túnez le siguió Trípoli.
Entonces Exmouth y la armada se dirigieron al hueso más duro de roer: Argelia.
El gobernador de Argel se resistió y, como se cuenta en esta novela, trató mal al
cónsul británico y a su familia y a algunos oficiales de la armada enviados a
ayudarlos. Esta afrenta, que no se podía tolerar, fue la razón por la que el 27 de
agosto de 1816 comenzó la batalla.
La ciudad de Argel no logró resistir mucho tiempo, y pronto el gobernador
tuvo que rendirse y firmar un tratado que puso fin a la esclavitud de cristianos,
liberaba a todos los prisioneros y, además, devolvía el dinero de los últimos pagos
por seguridad. Aún había 1.642 esclavos, la mayoría italianos.
El número de esclavos británicos no se conoce de cierto. Algunas fuentes dicen
que no quedaba ninguno, otras, que llegaban a dieciocho. No logré encontrar ningún
relato acerca de la vuelta de un esclavo británico; lo que me hace pensar que el
número correcto es cero, pero para mis fines respecto a esta novela, decidí poner

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

unos pocos, aun cuando esto no afecta la situación en la que se encontró Henry
Gardeyne.
Como dice Stephen, la Batalla de Argel no fue particularmente popular en Gran
Bretaña porque los esclavos eran casi todos campesinos del sur de Europa y católicos
por añadidura, y el precio, sobre todo en muertos y heridos, fue muy elevado. De
todos modos, una victoria es una victoria, y presentándola como a Gran Bretaña
liberando a los oprimidos que habían sido abandonados por todos los demás,
resultaba bastante bien.
¿Es verosímil la historia de Henry y Des?
Es posible, sin duda.
A los cautivos jóvenes los convertían en esclavos sexuales, por lo tanto es
posible que existiera un harén de hombres, y las condiciones de vida en él serían un
lujo para un muchacho campesino inglés.
En cuanto a Henry, los esclavos se utilizaban para todo tipo de trabajos, desde
el más duro en las minas de sal a labores domésticas. A algunos esclavos, por lo
general constreñidos por un anillo de hierro en el tobillo derecho, del que colgaba
una pesada cadena, se les permitía moverse por la ciudad e incluso llevar pequeñas
empresas aparte de su trabajo. Otros llegaron a abrir tabernas también para esclavos,
aun cuando los musulmanes fieles no consumen alcohol.
En cierto modo extraño, era una sociedad tolerante, por lo que hubo esclavos
que aunque ganaban lo suficiente con sus empresas para pagarse la libertad preferían
quedarse. No hay que olvidar que para muchos las condiciones de vida en sus países
eran tan duras, que, como le explica Stephen a Laura, había soldados del ejército en
India que cometían delitos con el fin de que los deportaran a Australia, con la
esperanza de una vida mejor.
Los esclavos cristianos en Berbería tenían su propio hospital e incluso capilla.
No los molestaban por su religión, pero si alguno decidía convertirse al islamismo
quedaba libre automáticamente. Pero era esclavitud. A algunos esclavos los
mantenían en condiciones muy duras y morían a causa del trabajo tan arduo, y los
castigos por desobedecer y en especial por intentar escapar eran muy crueles.
Esta es, pues, la información de fondo que encontré esperándome cuando
comencé a descubrir esta novela, y de la que creé una fascinante historia para Henry
y Des, y también para Stephen y Laura. Espero que la hayas disfrutado.

***

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
JO BEVERLY.
Jo Beverley nació y creció en Inglaterra aunque emigró a
Canadá con su marido donde vive ahora con sus dos hijos.
Comenzó a escribir desde joven y posee un doctorado en
Historia Inglesa por ello, se la considera una de las mejores
escritoras de regencia quien ya posee cinco galardones RITA
además de ser miembro de honor de la RWA.

LA ALONDRA.
Antes era la alegre y divertida lady Alondra, la belleza coqueta que enamoraba a todos
los hombres con su jovialidad y desenfado. Ahora, tras la muerte de su marido, vive
aterrorizada por las sospechas. Su hijo, Harry, se ha convertido en el único heredero de las
posesiones de los Gardeyne y Laura recela los peligros que se ciernen sobre el pequeño.
Aislada en un viejo caserón y prisionera de su familia política, los pensamientos funestos la
atormentan. Para proteger a su hijo, sólo le quedará una salida: recurrir a Stephen, antiguo
amigo de la infancia al que tiempo atrás rechazó en matrimonio. Juntos se embarcarán en una
peligrosa aventura en la que desafiarán convenciones sociales y rescatarán la vieja llama de
una pasión que todavía arde entre ellos.

Para salvar a su hijo…

Hace poco era la señora de Hal Gardeyne, la querida y alegre lady Alondra de la
sociedad londinense que conquistaba los corazones con su jovialidad y desenfado, pero ahora
se ha transformado en una madre aterrorizada. La muerte de Hal convirtió a su hijo Harry en
el único heredero de los títulos y posesiones de su suegro y Laura ahora teme que el tío de
Harry sea capaz de cualquier cosa, incluso del asesinato, para conseguir los bienes familiares.
Aislada y prisionera en un ambiente hostil, para proteger al pequeño, no tendrá otra opción
que recurrir a un hombre de su pasado.

… recurrirá a un amor del pasado.

No ha pasado un día en el que Stephen Ball no haya pensado en la arrebatadora


muchacha que cautivó su corazón y se casó con otro. Ahora ella necesita su ayuda y, aunque
está dispuesto a proteger a su hijo, en sus planes también se incluye rescatar la pasada
atracción que todavía arde entre ellos. Con el peligro siempre acechando, ambos partirán en
un arriesgado viaje hacia sus deseos más secretos y apasionados.
.

SERIE COMPANY OF ROGUES.


1. An Unwilling Bride (1992)
2. Dangerous Joy (1995)

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JO BEVERLEY LA ALONDRA

3. Forbidden (1994)
4. An Arranged Marriage (1991)
5. Christmas Angel (1992)
6. Hazard (2002) - Juego peligroso (2008)
7. St. Raven (2003) - El duque de St. Raven (2009)
8. Skylark (2004) - La alondra (2009)
9. The Rogue's Return (2006) - será publicada en España en febrero de 2010.
10. To Rescue a Rogue (2006)
11. Lady Beware (2007)

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© Título original: Skylark

Editor original: Signet, Nueva York


Traducción de Claudia Viñas Donoso

Copyright © 2004 by Jo Beverley Publications, Inc.


AU Rights Reserved

© 2009 by Ediciones Urano, S.A.

ISBN: 978-84-96711-63-1
Depósito legal: B-17.834-2009

Fotocomposición: Ediciones Urano, S.A.


Impreso en España - Printed in Spain

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