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La Alondra
Serie Bribones 11
La alondra.
Antes era la alegre y divertida lady Alondra,
la belleza coqueta que enamoraba a todos los
hombres con su jovialidad y desenfado. Ahora,
tras la muerte de su marido, vive aterrorizada
por las sospechas. Su hijo, Harry, se ha
convertido en el único heredero de las
posesiones de los Gardeyne y Laura recela los
peligros que se ciernen sobre el pequeño.
Aislada en un viejo caserón y prisionera de su
familia política, los pensamientos funestos la
atormentan. Para proteger a su hijo, sólo le
quedará una salida: recurrir a Stephen, antiguo
amigo de la infancia al que tiempo atrás rechazó
en matrimonio. Juntos se embarcarán en una
peligrosa aventura en la que desafiarán
convenciones sociales y rescatarán la vieja llama
de una pasión que todavía arde entre ellos.
3 Speenhamland system: Normas para procurar alivio económico a los pobres, de lo que se encargarían las
parroquias, adoptadas en gran parte de Inglaterra a raíz de la decisión acordada por magistrados locales en la Pelican
Inn de Speenhamland, cerca de Newbury, Berkshire, el 6 de mayo de 1795. (N. de la T.)
malvado su plan, no menos. Preferiría estar planeando
hacer un noble sacrificio por un hombre al que no deseaba.
Logró esbozar una leve sonrisa e hizo un gesto hacia la
mesa, donde estaba el papel en que había escrito el diálogo.
—Hablaron. Está claro que están juntos en esto y que
los dos han sido convictos, probablemente en Nueva Gales
del Sur. Dyer no puede ser Henry Gardeyne.
Stephen comenzó a leer y ella lo observó, rogando que
él lograra encontrar otra interpretación. Pero cuando
terminó, la miró muy serio.
—Eso parece. Lo siento, Laura. —Se le acercó y le cogió
la mano—. No temas. Encontraremos otras maneras de
mantener seguro a Harry.
Ella sabía que él no se refería a su plan, pero se sintió
como si le hubiera leído los pensamientos.
—Sí, lo sé.
¿Esta noche?, pensó. Podría ser mi última noche aquí.
¿Qué pretexto tengo para quedarme más tiempo?
Se liberó suavemente las manos y trató de hablar en
tono animado:
—Pero espero saber toda la historia algún día. Esto es
exasperante. ¿Con qué fin se ha inventado esta
conspiración ese par? ¿Y por qué «ahora», como preguntó
Nicholas Delaney?
—¿Y quién diablos es Oscar Oris? Eso me corroe. Mi
impresión es que todo en esa carta tiene un significado.
—¿No tiene ninguna relación con convictos ni con las
antípodas?
—No, de ninguna manera que yo logre ver, y eso que
he estudiado muchísimo estos asuntos en mis
investigaciones sobre el derecho penal. Ah, que se vayan a
las antípodas todos ellos. Ha parado el viento. Salgamos a
ver la puesta de sol antes de cenar. Sin catalejo. Sólo por
placer.
A ella le encantó la idea, dado que no había esperado
sentirse encantada, y tal vez podría alentarlo a hacerle una
proposición, en lugar de forzarla. Pero una mirada en el
espejo, cuando fue a ponerse la papalina, le produjo
grandes dudas. La seducción tendría que dejarla para la
noche, cuando pudiera ser Labellelle.
Aún así, encontró maravilloso estar fuera, inspirar el
aire fresco y salino del mar caminando por la playa,
admirando el último retazo de sol poniente, que brillaba
como fuego en lugar de gris. Un sol poniente que daba un
color rojo sangre a las agitadas olas.
Cerró los ojos e inspiró.
—Tal vez el aire de mar es verdaderamente sanador —
comentó.
—Ahora que ha pasado la tormenta.
Ella se giró a mirarlo.
—Benigno y destructivo. Dos aspectos de lo mismo.
Como el amor, como el deseo, como dos cuerpos
retorciéndose en una cama, pensó. Intentó interpretar cada
una de sus miradas y palabras, tratando de ver sus
verdaderos deseos, y sus puntos vulnerables. Él era un
misterio para ella, pero lo deseaba más y más, momento a
momento.
Continuaron caminando por la orilla, simplemente
evitando el eterno vaivén del mar. Como un amante
apasionado lamiendo la piel o los lugares secretos. Tragó
saliva, intentando dominar la oleada de conciencia sensual,
pero sintiendo subir el rugido del mar desde sus zapatos,
hacia arriba, arriba.
El único contacto entre ellos eran sus brazos cogidos, el
único contacto permitido entre una mujer achacosa y su
acompañante. Deseaba girarse y echarse en sus brazos,
imitar al mar besándolo, lamiéndolo, y eso nada tenía que
ver con un deseo maternal.
—Será mejor que volvamos —dijo él, dándose media
vuelta, hablando como si sólo fueran una inválida y su
acompañante.
Ya se había ocultado el último trozo de brillante sol,
oscureciendo el cielo y llevándose la pasión del mar, pero
eso no sirvió de nada para calmarle lo que sentía. Aunque
él no compartía sus deseos. Eso era evidente.
—¿Qué harás cuando acabe tu periodo de luto? —le
preguntó él.
¿Es que había que entablar una conversación práctica?
—Esperaba seguir viviendo en Caldfort.
—Te será más fácil mantener seguro a Harry si vives en
otra parte.
—Eso lo sé. —Notó su tono brusco—. No me lo
permitirán.
¿Podría exponerle la situación sinceramente y
concordar un matrimonio de conveniencia? Pero si él se
negaba, se pondría a la defensiva.
—Es posible hacer valer las influencias —dijo él
entonces—. ¿Dónde querrías vivir?
Ella dejó alargarse el silencio, con la esperanza de que
él hiciera una sugerencia, una proposición. Finalmente
dijo:
—En Merrymead, supongo.
—¿No en Londres?
—Mi pensión es generosa, pero no podría estirarla para
vivir entre la alta sociedad, y lady Alondra no puede
subsistir en los márgenes.
—Podrías vivir con Juliet hasta que vuelvas a casarte.
Él hablaba como si eso fuera un árido asunto de leyes.
—Podría, sí —dijo, ásperamente—. Una vez que logre
marcharme de Caldfort, encontrar un marido no sería
ningún problema.
«Ningún problema.»
8 My brocade: mi brocado. Cream body: cuerpo blanco y suave como crema. No podía cambiar el nombre del
pueblo para hacer anagramas en castellano. (N. de la T.)
escandalizada?
Ella se detuvo a mirarlo.
—Creí que anoche te había demostrado que no soy una
florecilla delicada. Nunca he sido descocada, Stephen, y
siempre fui fiel a mis promesas de matrimonio, pero lady
Alondra alternaba en círculos en que se hablaba de cosas
subidas de tono.
Él sonrió y la atrajo hacia sí para darle un beso ligero.
—No puedo quejarme, pero me llevará un tiempo
adaptarme. Ten paciencia.
Para demostrar lo que decía, ella profundizó el beso y
lo aplastó contra la pared, moviendo el cuerpo y
apretándose a él, notando su reacción.
Entonces se acordó de su padre.
Se apartó y se arregló el severo vestido.
—Sé que tu padre está esperando —dijo él— y que tal
vez no deberíamos presentarnos ahí con todo el aspecto de
habernos besado, pero no me creo capaz de esperar hasta
el domingo de Gaudete para volver a tener un regocijo.
Ella sonrió y supuso que estaba ruborizada, aunque no
de azoramiento sino de deseo.
—Yo tampoco. Encontraremos maneras.
Jadeante de deseo y necesidad, le tironeó la mano y
bajaron la escalera.
Su padre estaba esperando en el salón, el cual era
sorprendentemente normal, con las paredes tapizadas en
seda, cornisas de yeso y unos cuantos paisajes inocentes
colgados en las paredes.
Mostraba una actitud severa.
—¿De qué va todo esto, Laura?
Ella tragó saliva y se lanzó a explicar la verdad, toda la
verdad, a excepción de la parte en que ella y Stephen se
anticiparon a la noche de bodas.
Por suerte, la atención de él se centró en la conducta de
Jack.
—¡Qué maldad! ¿Estás segura, Laury?
—Todo lo segura que puedo estar.
—Y casi no hay duda de que fue él quien inició el
incendio en Draycombe, señor —añadió Stephen.
—Qué cosa más terrible —comentó su padre, moviendo
la cabeza—. Pero eso de andar hurgando en el escritorio de
otra persona, Laury…
—Si no lo hubiera hecho, a saber qué podría haber
ocurrido, padre.
—Pero ¿por qué no nos dijiste nada? Siempre has sido
impetuosa.
Laura se las arregló para no mirar a Stephen.
—Verás, no estaba segura. No tenía ninguna prueba. Y
te conozco; sé que tu sentido de la justicia no te habría
permitido actuar sin tener pruebas.
Rogó que eso lo apaciguara, y al parecer lo consiguió.
—Bueno, eso es discreción, supongo. Y tuviste la
prudencia de disfrazarte. Pero ¡si te hubieran detectado,
cariño!
—Tuvimos mucho cuidado, y, verás, esto nos ha
reunido a Stephen y a mí. Espero que nos des tu bendición,
padre. Esperamos casarnos en Merrymead en diciembre.
Eso trasladó la mente de él a temas mucho más felices.
—Será fabuloso tenerte cerca, Laury. ¿Vas a restaurar
Ancross, entonces, Stephen?
Los dos hombres estuvieron un rato hablando de esos
asuntos prácticos.
Después su padre la miró a ella.
—Tendrás una vida complicada, Laury, con el trabajo
de Stephen y la supervisión de dos propiedades. Esos
hombres que envió lord Caldfort dijeron que él está
gravemente enfermo, en muy mal estado. Si llegan a sus
oídos noticias de la maldad de su hijo, es posible que Harry
se convierta en vizconde Caldfort antes de lo que tú creías.
O tal vez no, pensó Laura. Lograrían convencer a Henry
de reclamar el vizcondado, ¿verdad?
—Juntos, Stephen y yo nos las arreglaremos.
—¿Incluso si acabas como primer ministro, Stephen?
Eso es lo que te auguran algunos.
Stephen negó con la cabeza.
—No tengo el menor deseo de serlo, y ha de pasar
muchísimo tiempo para que un reformador inflexible dirija
el país. Si acaso.
A Laura le complació oír eso, no pudo evitarlo. Le
gustaría ser la compañera de Stephen en política, pero ese
grado de responsabilidad sería una carga.
Entonces su padre se levantó.
—Bueno, creo que volveré a Kerslake Manor. No me
gusta nada esta casa, y sir Nathaniel Kerslake me estuvo
hablando de unos cultivos de legumbres que encontré
interesantes. Será mejor que vengas conmigo, Laury.
Laura se sintió como si estuviera de vuelta en el aula,
pero logró decir:
—Iré dentro de un rato, padre. Se lo prometí a Harry.
Pero antes tengo que ocuparme de unas cuantas cosas aquí.
Él abrió la boca para preguntar el qué, pero la volvió a
cerrar. Tal vez recordó que ella ya era una mujer adulta, y
tal vez decidió que debía darle un tiempo para el galanteo.
Sin decir nada más, hizo su venia y se marchó.
Entonces Laura exhaló un suspiro.
—Ahora a convencer a Henry de que reclame el
vizcondado.
—No sé cómo lo haremos, si está tan resuelto.
Ella lo miró consternada.
—Pero ahora sería incorrecto que se convirtiera en el
vizconde, y eso sin contar con el peligro en que eso lo pone.
Stephen se encogió de hombros.
—Podríamos continuar la conversación aquí. Iré a
buscar a los otros. Ten presente, sin embargo, que los
Pícaros podemos quitarle los colmillos a Jack, y supongo
que la conmoción que sufrió en Draycombe podría haberle
devuelto la sensatez.
Mientras esperaba, Laura comenzó a pasearse, y de
pronto cayó en la cuenta de que ese salón sí tenía sus
rarezas. Sólo había una ventana pequeña, por lo que era
necesario tener encendidas las lámparas por la mañana. No
le envidiaba a David Kerslake la posesión de esa casa.
Pero debía de haber una manera de convencer a Henry
Gardeyne de reclamar el vizcondado. Claro que su… su
relación íntima con ese joven dificultaba las cosas, ya que,
según dijera Stephen, lo que hacían estaba considerado un
delito de pena capital. Recordó el caso de unos hombres de
clase alta a los que si bien no enviaron a la horca los
condenaron a prisión; la multitud estaba tan indignada que
comenzaron a arrojar piedras y mataron a uno, hasta que
intervinieron los guardias y pusieron fin a la lapidación.
Pero si fuera discreto…
En ese momento entraron los demás. Henry traía a Des
en brazos. Después de instalarlo en el sofá, dijo, mientras
Laura, Stephen y Nicholas se sentaban:
—Dejemos las cosas claras desde el principio. No
asumiré el papel de lord Caldfort.
—Haga el favor de sentarse, Gardeyne —dijo
Stephen—. No es un prisionero.
Henry se sentó pero no se relajó. Des sonrió levemente
y le cogió la mano, tratando de aplacarlo.
—Tal vez podría contarnos su historia —propuso
Stephen—. Eso nos serviría para comprender. Así
podremos ayudarlos.
—¿Por qué querrían ayudarnos?
—Somos una sociedad filantrópica —terció Nicholas—
, dedicada en particular a socorrer a los esclavos rescatados
y a los vizcondes renuentes.
Henry le escrutó la cara.
—¿Por qué?
—Por el bien y la justicia, pero también nos gustaría
saber algo más sobre los usos o costumbres árabes.
Stephen emitió un gemido.
—No le vengas con halagos. Te va a dejar seco a
preguntas.
Por lo que fuera, eso pareció aliviar la tensión. Henry se
relajó por fin.
—Nuestra historia es algo larga.
—Tenemos tiempo.
Henry se encogió de hombros.
—Supongo que saben que emprendí un viaje por el
Mediterráneo, a pesar de las dificultades para viajar por
mar en esa época. Deseaba visitar Grecia y Egipto. Siendo
un Gardeyne raro, me interesaban seriamente las
antigüedades. Me embarqué en el Mary Woodside, cuyo
capitán esperaba llegar a los países otomanos para traer un
rico cargamento. Des era el grumete que atendía mi cabina.
—Le acarició el brazo a Des, con la cara suavizada por el
amor—. Su verdadero nombre es Isaiah Wisset, por cierto.
—¿Tenías que decirlo? —dijo Des, haciendo una mueca
y riendo.
Henry sonrió y enseguida se puso serio.
—Les aseguro que respeté su juventud. Sólo tenía trece
años y era pasmosamente inocente, aun cuando había
huido de su casa. Sabía leer y escribir, pero nunca había
leído nada aparte de la Biblia, y no sabía nada del mundo.
Eso lo encontré aterrador, así que leí otros libros con él y le
enseñé geografía, historia y otras cosas por el estilo. Nunca
me había imaginado que me gustaría ser profesor.
Logramos burlar los bloqueos de los británicos y los
franceses, pero fuimos derribados por una tempestad. El
barco se hundió, pero unos cuantos nos salvamos
alejándonos en lanchas. Tal vez las otras lanchas llegaron a
tierra, pero la nuestra, después de días a la deriva, cayó en
manos de los corsarios. No hace falta que les aburra con los
detalles. Fue lo de siempre, y todo se ha publicado con
detalles en los diarios de aquí.
—Nos extrañó que no se diera a conocer como un
caballero y concertara el rescate —dijo Stephen.
—Llevábamos unos cuantos días en la lancha y yo
estaba en camisa de dormir cuando me subí a ella, así que
no había nada de caballero en mí en el momento de la
captura. Con el tiempo podría haber demostrado mi
identidad y rango, pero preferí mantenerme cerca de Des.
Siendo tan joven, él estaba muy asustado, y yo supuse que
cuando consiguiera mi libertad podría conseguir la suya
también. Por desgracia, yo no entendí el valor que tenía él
por su físico, joven, de piel blanca y hermoso. Al instante
lo compraron para un harén.
Aún cuando no era ingenua, a Laura le llevó un
momento comprender lo que quería decir eso: un harén de
hombres.
—Des no fue tranquilamente a su destino. Sólo tenía
trece años y gritaba y lloraba llamándome. Su dueño,
Abdul-Alim, lo azotaba, pero cuando vio que eso no lo
calmaba, me compró, para apaciguar a su nueva «perla».
Como a un animal doméstico, como a un perro. Me tenían
en el patio, como a un perro, aunque me daban techo para
protegerme del sol, y comida pasable. A Des le daban
permiso para pasar un tiempo conmigo, siempre que no
nos tocáramos y nos mantuviéramos siempre a la vista de
los guardias.
—¿No podría haber revelado su identidad, conseguido
su rescate y luego comprado la libertad del niño? —
preguntó Stephen.
—Eso habría sido delicioso, pero pronto me enteré de
que Abdul-Alim no permitía que ningún otro poseyera a
sus perlas. No los vendía nunca. Cuando dejaban de
complacerlo, ya fuera por mala conducta o por haber
perdido la lozanía por la edad, los mataba. Por lo tanto —
se encogió de hombros—, me quedé.
—¿Y su padre? —preguntó Laura, mirándolo
fijamente—. Su aparente muerte le rompió el corazón.
Henry estuvo con los ojos bajos un momento y luego la
miró a los ojos.
—Yo se lo habría roto tarde o temprano, prima. No
habría podido ocultar mis gustos mucho tiempo, y él no
habría podido aceptar eso. Al fin y al cabo era un
Gardeyne.
—Usted también lo es.
—En cualquier familia puede darse una rareza. Por eso
me marché al extranjero, para ahorrarle eso y para intentar
encontrar mi lugar en el mundo. Irónicamente, lo encontré,
como si dijéramos.
—Continúe con su historia —dijo Stephen.
—Me permitieron continuar con la educación de Des, y
Abdul-Alim no tardó en darse cuenta de que yo no era un
vulgar marinero, aunque suponía que era un estudioso,
escribano o profesor de clase humilde. Lo divertía verme
transformar a su perla inglesa, como llamaba a Des, en un
caballero. Incluso le compró ropas de estilo europeo para
que las usara de vez en cuando, aunque no del estilo sobrio
que se prefiere hoy en día. Eso no importaba. Lo único que
importaba era que teníamos más tiempo para estar juntos,
e incluso teníamos libros ingleses para leer juntos. Pero
claro —añadió en tono más grave—, también lo educaban
en otros aspectos; lo entrenaban para el harén. Él recurrió
a mí en busca de consejo. ¿Qué podía hacer yo? Le aconsejé
que colaborara, que hiciera todo lo que le exigía Abdul-
Alim.
—No fue tan terrible —interrumpió Des, claramente
con el fin de tranquilizarlo—. Me gustaba la música y el
baile, y ahora echo de menos el estanque con agua tibia
para nadar y el masaje que me daban después. Me hice
amigo de otros chicos, y además —añadió sonriendo de
verdad—, nunca tuve que hacer ningún trabajo. Podía
quedarme en la cama todo el tiempo que quisiera, y tenía
sirvientes que hacían todo lo que yo les pedía.
Laura pensó que para un niño de una rígida familia
metodista, que prefirió la ardua vida de un grumete, eso
tenía que parecerle un paraíso.
Entonces Des se encogió de hombros.
—O casi todo. No se nos permitía salir del palacio,
nunca. Pero había ventanas con barrotes, así que podíamos
mirar fuera.
—Como ven —dijo Henry, sarcástico—, Abdul-Alim
nunca era cruel innecesariamente, y durante nuestros
primeros años ahí, Des fue uno de sus favoritos. Lo
adoraba y, por lo tanto, era amable conmigo.
—¿No sospechaba de sus sentimientos? —preguntó
Nicholas.
—Es posible que sí, y si los hubiera sospechado, eso lo
habría divertido. Estaba absolutamente seguro de que no
podía ocurrir nada. Y eso era cierto. Nunca estábamos solos
y los dos sabíamos que el castigo sería extremo y nada
rápido. Una o dos veces presenciamos un castigo.
Laura observó que Des, aunque tenía los párpados
entornados, apretó los labios en un rictus de amargura, y
eso la hizo pensar, horrorizada, cuál sería la causa de su
invalidez.
—Poco a poco me fueron dando mejores alojamientos
—continuó Henry—. Al año de nuestra llegada ya vivía en
una pequeña casa cerca del recinto de Abdul-Alim, con
esclava propia. Lo irónico es que era una chica griega que
no tenía el menor conocimiento de los clásicos. Me daban
plena libertad para salir a recorrer Argel y me permitían
encontrarme con Des casi con toda la frecuencia que yo
quisiera, pero solamente en el patio del palacio. Así pues,
esa era nuestra situación. Decidí que bien podía
aprovechar mi tiempo libre para estudiar el lugar al que me
había llevado el destino. Y el estudio resultó satisfactorio.
—Pero ¿durante nueve años? —dijo Laura.
Henry se encogió de hombros.
—Me las arreglé para llegar a una conveniente
aceptación del destino. Aparte de una cosa, no era una vida
desagradable. La cultura, en su mejor aspecto, es elegante.
—Y entonces llegaron los británicos a liberarlos —dijo
Stephen.
La expresión de Henry recobró la frialdad de la de
Farouk.
—Y entonces llegaron los malditos británicos a
liberarnos. No, no debería sentir rencor, pero por un
momento me enfureció. Sabía que Abdul-Alim preferiría
matar a sus perlas antes que soltarlos. Por lo tanto tendría
que intentar sacar a Des de ahí. Y eso indudablemente nos
llevaría a los dos a una muerte lenta y atroz.
Cerró la mano en un puño y Des se la cubrió
suavemente.
—Hablábamos de escapar —continuó—, aunque Des
dudaba tanto como yo. Lo fui dejando para después, con la
esperanza de que los británicos fracasaran. —Enseñó las
manos abiertas, como si lo hubieran acusado—. No
teníamos ninguna posibilidad de escapar y hacía tiempo
que habíamos decidido que la vida que llevábamos era
mejor que nada. Y entonces comenzó el bombardeo y
comprendí que triunfarían los británicos. Los esclavos
serían liberados, como habían hecho en otros estados
corsarios. Abdul-Alim comenzó a sacar furtivamente de la
ciudad a sus perlas más preciadas. Des no fue entre los
primeros porque era mayor y ya no lo valoraban tanto,
pero sabíamos que se lo llevarían pronto. Seguía siendo
hermoso y hábil en complacer. Desesperado, yo intentaba
idear algún plan que tuviera una mínima posibilidad de
éxito, pero cuando vinieron a buscarlo aún no había
encontrado ninguno.
Miró a Des, que había desviado la mirada y estaba con
una expresión más bien sosa, no triste, como si no deseara
recordar esa parte.
—Él fue el valiente, el ocurrente. Se escondió. La batalla
estaba en su parte más reñida, por lo que esperaba que
Abdul-Alim y sus hombres renunciaran a la búsqueda y
huyeran. Pero lo encontraron. Lo golpearon, lo torturaron,
no con los refinamientos habituales, por falta de tiempo,
pero lo habrían matado si en ese momento no hubiera
caído una bomba que echó abajo la pared del harén. Se
armó el alboroto, con el terror, la confusión, los heridos y
los muertos, así que aproveché la oportunidad y entré a
buscarlo. Lo que le habían hecho… —Cerró los ojos y los
mantuvo así un momento—. Pero estaba vivo. Mientras me
lo llevaba, atacado por un dolor terrible, no emitió ni un
solo gemido.
Al joven le brotaron las lágrimas y repentinamente
hundió la cara en el hombro de Henry, y este lo rodeó con
el brazo.
Laura pensó que debería sentirse azorada al ver eso,
pero no sintió ni el menor azoramiento. Era una historia de
amor extraordinaria.
—Si estaba tan mal herido —dijo Stephen, con la voz
ronca por la emoción—, ¿por qué no lo llevó a la armada?
La expresión de Henry era de compasión.
—La batalla continuaba, pero aparte de eso, yo podía
encontrar mejor asistencia médica en Argel, si mis amigos
se atrevían a correr el riesgo. Se atrevieron. Nos
escondieron y cuidaron de Des hasta que estuvo lo
bastante recuperado para viajar, y entonces nos
encontraron un barco que zarparía rumbo a España y nos
llevaron a él. Cuando saqué a Des de ahí, él todavía llevaba
joyas, collar, brazaletes y pulseras de piedras valiosas, y los
del barco nos ayudaron a encontrar un lugar para que
pudiéramos descansar un tiempo. Teníamos por fin la
libertad y parecía que Des iba a vivir y sanar del todo con
el tiempo, pero no teníamos de qué vivir. Las joyas no nos
mantendrían eternamente. Así pues, decidí volver a
Inglaterra. Mi plan era encontrarle un lugar a Des para
vivir y luego presentarme en Caldfort, como el hijo pródigo
que ha regresado de la tumba. Una vez que estuviera
reinstalado allí, buscaría una manera de vivir junto con Des
como amigos. Verán, por aquel entonces yo no sabía si lo
que deseaba Des era lo mismo que deseaba yo o si su
comportamiento conmigo era simplemente producto del
entrenamiento de Abdul-Alim. Se merecía la posibilidad
de elegir.
Entonces Des levantó la cabeza y lo miró, negando.
—Dicha sea la verdad, me costó bastante persuadirlo —
dijo.
Henry lo miró severo, aunque envolviendo la expresión
en una sonrisa.
—Resultó que unas pocas averiguaciones me hicieron
comprender que era demasiado tarde para la vuelta del
hijo pródigo. Yo era lord Caldfort por derecho, pero
tendría que pelearme por la propiedad con mi tío. Si
quería, que no quería. Entonces, cuando supe que Des me
correspondía totalmente los sentimientos, vi muy claro que
la vida sería una tortura. Viviríamos sometidos a constante
vigilancia, y los aristócratas harían preguntas sobre su
origen. A mí me irían detrás jovencitas ambiciosas y me
presionarían sin cesar para que me casara; y todo eso
viviendo a la sombra de la ley. Estaríamos casi tan
separados como en Argel. Por lo tanto, decidí comenzar
una nueva vida, pero para eso necesitaba una parte de mi
herencia.
—¿Qué envió como prueba? —preguntó Laura,
fascinada por la pareja, que habían vivido un romance más
dramático que cualquiera que hubiera escrito Byron.
—Una detallada descripción de la casa, incluidos ciertos
lugares que era improbable que hubieran visto personas
ajenas a la familia.
—Qué sencillo. De verdad lamento que haya tenido que
sufrir tanto, primo Henry, pero, ¿está seguro de que no
desea el vizcondado?
Él vaciló un brevísimo instante y desvió la mirada, pero
enseguida dijo:
—Totalmente seguro.
¿Tal vez una parte de él extrañaba Inglaterra y su casa?,
pensó ella. Mantuvo la esperanza un momento, pero
entonces él volvió a ponerse firme.
—He vivido muchísimo tiempo en otro país. Ahora
Inglaterra me resulta desconocida, extraña, y el clima es
demasiado frío.
—Estamos en otoño —señaló Stephen—. Podría
gustarle más en verano.
—Pero también hay otoño e invierno.
Se estremeció en un gesto teatral, pero una sonrisa le
iluminó la cara, y Laura vio un asomo del Henry Gardeyne
del retrato, aunque sólo un leve asomo.
Él tenía razón, pensó. Se había convertido en otra
persona.
Ella deseaba que tomara posesión del vizcondado por
la seguridad de Harry, pero no debía intentar imponérselo.
Era mucho lo que habían sufrido él y Des, y arriesgarían
muchísimo viviendo ahí.
—¿Adónde irán? —le preguntó.
Él le agradeció la aceptación con una sonrisa.
—A algún lugar de clima cálido. Tal vez viajaremos por
regiones tropicales hasta encontrar un lugar para vivir.
Pero necesitamos dinero —añadió.
A ella le correspondía tomar las decisiones, pensó
Laura. Miró a los demás y dijo:
—Mi padre dice que la salud de lord Caldfort ha
empeorado mucho, por lo tanto me parece que no tiene
ningún sentido afligirlo ahora. Pronto se enterará de las
lesiones de Jack, pero eso se puede explicar diciendo que
fue a Draycombe a descubrir la verdad, que el incendio fue
un accidente y que él actuó como un héroe. Si usted está
resuelto a no reclamar el vizcondado, primo Henry,
querría que le escribiera una carta a lord Caldfort
reconociendo que su intención era hacer un fraude y que
renunció a su plan por miedo. Eso le quitará a él un peso
de encima y le permitirá morir en paz, porque creo que será
eso lo que pasará.
—Ciertamente, pero de todos modos necesitamos
dinero. Ahora Des y yo somos casi indigentes. El poco
dinero que nos quedaba se fue con el incendio. Ni siquiera
tenemos ropa que ponernos.
—Estoy de acuerdo en que tiene todo el derecho a
mantenerse con el dinero de la propiedad, pero no veo
cómo arreglar eso ahora. —Miró a Stephen, en busca de
ayuda—. Yo tengo muy poco.
—¿Qué le parece una suma convenida ahora y pagos
trimestrales después? —dijo Stephen—. Entre mis amigos
y yo pondremos el dinero hasta que llegue el momento en
que se pueda coger de la propiedad.
Henry miró de él a Nicholas.
—¿Una sociedad filantrópica dedicada al socorro de
esclavos rescatados y vizcondes renuentes?
—Algo así. Tendrá que fiarse de mi palabra.
Después de una silenciosa comunicación con Des,
Henry asintió, agradecido.
—¿Estamos libres para irnos?
—Por supuesto.
—Pero —dijo Nicholas—, me harían un inmenso favor
si fueran de visita a mi propiedad de Redoaks. No está lejos
de aquí, y, como usted ha dicho, por un tiempo estará en
dificultades económicas. Sólo le pediría información sobre
Argelia y los usos y costumbres árabes.
Henry pareció perplejo un momento y luego dijo:
—Le agradeceríamos muchísimo su hospitalidad,
señor.
—La gratitud será totalmente mía. Iré a disponer las
cosas.
Diciendo eso, Nicholas se marchó, dejando a Laura y
Stephen con Henry y Des.
Daba la impresión de que estaban totalmente liados con
los Pícaros, pensó Laura, pero eso la alegraba.
—Me alegra mucho haberle conocido, primo Henry —
dijo—, y me apena que en el futuro vayamos a verle poco.
—Titubeó un instante y continuó—: ¿Le gustaría visitar la
casa Caldfort antes de marcharse de Inglaterra? Yo podría
organizar eso discretamente.
A él se le suavizó la cara.
—Es usted muy amable. Sí, me gustaría. Fui feliz ahí de
niño, y me gustaría enseñarle a Des mi antiguo hogar. Hay
unas cuantas cosas que me gustaría llevarme también, si
siguen ahí. Nada particularmente valioso.
—Por supuesto.
—Y me gustaría visitar las tumbas de mis padres.
—Usted tiene una lápida ahí también, ¿sabe?
Él se rió y ella cayó en la cuenta de que era la primera
vez que lo veía reír.
—Qué curioso. Decididamente debo verlo.
Entonces Laura miró a Des, que se veía radiante de
felicidad, aunque algo aturdido.
—¿Hay alguna esperanza de que vuelva a caminar,
señor?
Él sonrió.
—Ah, sí. Si descanso —añadió, recordándole con una
traviesa mirada la conversación que tuvieron en
Draycombe—. Ya puedo caminar un poco, aunque me
causa dolor, y detesto cojear en público; es tan poco
garboso. —Ladeó la cabeza—. ¿Cree que en Redoaks habrá
alguien que sepa jugar al casino?
—Yo sé jugar al casino, Des —dijo Henry—. ¿A eso
estuviste jugando con la señora Penfold? Puedo enseñarte
juegos más complicados también. Piquet, por ejemplo.
—Eso me encantará. Me encantará explorarlo todo en el
mundo más ancho. —Le sonrió a Laura, de una manera
franca, encantadora—. Gracias, Laura Gardeyne. Fue
amable conmigo aun cuando me creía un villano. Tiene un
aura legendaria.
—¿Qué? —preguntó ella, mirándolo sorprendida.
—La tiene —dijo Stephen, igualmente perplejo—. La
llaman Labellelle.
Laura ya lo había entendido.
—¡Es un anagrama!9
Fin
***
Nota de la autora
El artículo del diario que aparece al comienzo de la
novela es invento mío, pero es cierto que en otoño de 1816
hubo entusiasmo y furia a la vez por la noticia de la
liberación de los esclavos cristianos de Berbería. Puesto que
mi historia ya exigía el regreso de un heredero perdido,
¡bingo!
Berbería es el nombre antiguo de la región que
comprendía los estados de la costa norte de África
(Marruecos, Argelia, Túnez y Trípoli) y durante siglos fue
notoria por la piratería. Los corsarios, como llamaban a sus
piratas marítimos, asaltaban barcos para hacerse con su
carga, pero lo que buscaban principalmente era esclavos.
Las áridas tierras del norte de África hacían necesaria
mucha mano de obra barata, pero la religión de los
corsarios, el Islam, les prohibía el uso de esclavos
musulmanes. Puesto que estaban cerca de la Europa
cristiana, la solución se hizo obvia, por lo que al mismo
tiempo que asaltaban barcos, los corsarios hacían
incursiones en las costas en busca de trabajadores jóvenes
y sanos.
En los siglos XVI y XVII sus incursiones se extendieron
a más territorios, incluso a las costas de Gran Bretaña, pero
las fuerzas navales mejoradas de los países pusieron fin a
esto. A comienzos del siglo XVIII, los estados de Berbería
limitaron sus ataques a los barcos averiados y a las costas
de los países mediterráneos más débiles. En realidad, la
mayor parte de su riqueza provenía del dinero que recibían
por rescates y de lo que pagaban los países para asegurarse
protección o inmunidad.
La mayoría de los países, entre otros Gran Bretaña y
Estados Unidos, pagaban a los piratas bereberes para que
dejaran en paz sus barcos. Por ejemplo, en 1812, Portugal
pagó más de un millón de dólares10 españoles por la
liberación de esclavos portugueses hechos prisioneros por
los corsarios, y por la inmunidad; esta última se
garantizaba con un pago anual de 24.000 dólares.
En 1815, sin embargo, Estados Unidos, que fue el
primer país que vio la debilidad de los estados de Berbería,
volvió las tornas. Se negó a pagar el dinero por protección
y envió una flota con la exigencia de que devolvieran a
todos los esclavos estadounidenses y sus propiedades. La
operación tuvo éxito.
En todo caso, no eran muchos los esclavos
estadounidenses, y los países que habían perdido a más
gente como esclavos de los corsarios no tenían ningún
poder naval. Fue Gran Bretaña, paladín naval de Europa,
la llamada a continuar la lucha.
El Registro Anual de 1816 dice: «Desde hace mucho
tiempo ha sido un tema muy criticado, crítica que los
extranjeros esgrimen contra la jactanciosa supremacía
marítima de Inglaterra, que se haya tolerado que los
estados piratas de Berbería lleven a cabo sus feroces
saqueos contra las potencias inferiores que navegan por el
10 Dólar español: Durante la colonización española del Nuevo Mundo se usó la expresión «duro o dólar»
español, para denominar a una moneda de plata, el «peso» o «peso duro», moneda de 8 reales, muy extendida en el
siglo XVIII. El uso del duro o dólar español, junto con el thaler (tolar) de María Teresa de Austria, como moneda en
los incipientes Estados Unidos es la razón de su nombre actual. Supongo que aquí la autora se refiere a esta moneda
y no al equivalente en dólares de otra moneda española. (N. de la T.)
mar Mediterráneo, sin que la señora de los mares haya
hecho el menor intento por controlarlos ni por contenerlos
dentro de los límites prescritos por las leyes de las naciones
civilizadas».
Es digno de admiración este párrafo tan largo pero
coherente, ¿verdad? El escritor luego pasa a señalar que la
competición con el advenedizo Estados Unidos fue uno de
los motivos para actuar. Sin embargo, había otros motivos.
Para Gran Bretaña, el fin de la guerra significó tener tiempo
para actuar, una armada entrenada para la guerra sin
mucho que hacer, y una posición de liderazgo que debía
fortalecer.
A fines de 1815 Gran Bretaña envió a lord Exmouth a
iniciar las negociaciones respaldado por la amenaza de la
fuerza, en bien de algunas de las potencias más pequeñas
y vulnerables, tales como Sicilia y Cerdeña.
A Túnez y a Trípoli se los «persuadió» de abolir la
esclavitud de cristianos y de liberar a todos sus cautivos,
pero la diplomacia se esfumó en abril de 1816, cuando un
corsario tunecino entró a saco en Cerdeña. Esto no sólo
violó el acuerdo sino que significó, además, que la princesa
de Gales, Carolina, sí, la distanciada esposa del regente,
que estaba ahí por casualidad, escapara por un pelo.
Ante los cañones británicos apuntando a Túnez, el
gobernador de ese país firmó un tratado por el que abolía
la esclavitud de cristianos. A Túnez le siguió Trípoli.
Entonces Exmouth y la armada se dirigieron al hueso más
duro de roer: Argelia.
El gobernador de Argel se resistió y, como se cuenta en
esta novela, trató mal al cónsul británico y a su familia y a
algunos oficiales de la armada enviados a ayudarlos. Esta
afrenta, que no se podía tolerar, fue la razón por la que el
27 de agosto de 1816 comenzó la batalla.
La ciudad de Argel no logró resistir mucho tiempo, y
pronto el gobernador tuvo que rendirse y firmar un tratado
que puso fin a la esclavitud de cristianos, liberaba a todos
los prisioneros y, además, devolvía el dinero de los últimos
pagos por seguridad. Aún había 1.642 esclavos, la mayoría
italianos.
El número de esclavos británicos no se conoce de cierto.
Algunas fuentes dicen que no quedaba ninguno, otras, que
llegaban a dieciocho. No logré encontrar ningún relato
acerca de la vuelta de un esclavo británico; lo que me hace
pensar que el número correcto es cero, pero para mis fines
respecto a esta novela, decidí poner unos pocos, aun
cuando esto no afecta la situación en la que se encontró
Henry Gardeyne.
Como dice Stephen, la Batalla de Argel no fue
particularmente popular en Gran Bretaña porque los
esclavos eran casi todos campesinos del sur de Europa y
católicos por añadidura, y el precio, sobre todo en muertos
y heridos, fue muy elevado. De todos modos, una victoria
es una victoria, y presentándola como a Gran Bretaña
liberando a los oprimidos que habían sido abandonados
por todos los demás, resultaba bastante bien.
A los cautivos jóvenes los convertían en esclavos
sexuales, por lo tanto es posible que existiera un harén de
hombres, y las condiciones de vida en él serían un lujo para
un muchacho campesino inglés.
En cuanto a Henry, los esclavos se utilizaban para todo
tipo de trabajos, desde el más duro en las minas de sal a
labores domésticas. A algunos esclavos, por lo general
constreñidos por un anillo de hierro en el tobillo derecho,
del que colgaba una pesada cadena, se les permitía
moverse por la ciudad e incluso llevar pequeñas empresas
aparte de su trabajo. Otros llegaron a abrir tabernas
también para esclavos, aun cuando los musulmanes fieles
no consumen alcohol.
En cierto modo extraño, era una sociedad tolerante, por
lo que hubo esclavos que aunque ganaban lo suficiente con
sus empresas para pagarse la libertad preferían quedarse.
No hay que olvidar que para muchos las condiciones de
vida en sus países eran tan duras, que, como le explica
Stephen a Laura, había soldados del ejército en India que
cometían delitos con el fin de que los deportaran a
Australia, con la esperanza de una vida mejor.
Los esclavos cristianos en Berbería tenían su propio
hospital e incluso capilla. No los molestaban por su
religión, pero si alguno decidía convertirse al islamismo
quedaba libre automáticamente. Pero era esclavitud. A
algunos esclavos los mantenían en condiciones muy duras
y morían a causa del trabajo tan arduo, y los castigos por
desobedecer y en especial por intentar escapar eran muy
crueles.
***