Está en la página 1de 482

Jo Beverley

La Alondra
Serie Bribones 11
La alondra.
Antes era la alegre y divertida lady Alondra,
la belleza coqueta que enamoraba a todos los
hombres con su jovialidad y desenfado. Ahora,
tras la muerte de su marido, vive aterrorizada
por las sospechas. Su hijo, Harry, se ha
convertido en el único heredero de las
posesiones de los Gardeyne y Laura recela los
peligros que se ciernen sobre el pequeño.
Aislada en un viejo caserón y prisionera de su
familia política, los pensamientos funestos la
atormentan. Para proteger a su hijo, sólo le
quedará una salida: recurrir a Stephen, antiguo
amigo de la infancia al que tiempo atrás rechazó
en matrimonio. Juntos se embarcarán en una
peligrosa aventura en la que desafiarán
convenciones sociales y rescatarán la vieja llama
de una pasión que todavía arde entre ellos.

Para salvar a su hijo…


Hace poco era la señora de Hal Gardeyne, la
querida y alegre lady Alondra de la sociedad
londinense que conquistaba los corazones con su
jovialidad y desenfado, pero ahora se ha
transformado en una madre aterrorizada. La
muerte de Hal convirtió a su hijo Harry en el
único heredero de los títulos y posesiones de su
suegro y Laura ahora teme que el tío de Harry
sea capaz de cualquier cosa, incluso del
asesinato, para conseguir los bienes familiares.
Aislada y prisionera en un ambiente hostil, para
proteger al pequeño, no tendrá otra opción que
recurrir a un hombre de su pasado.

… recurrirá a un amor del pasado.


No ha pasado un día en el que Stephen Ball
no haya pensado en la arrebatadora muchacha
que cautivó su corazón y se casó con otro. Ahora
ella necesita su ayuda y, aunque está dispuesto
a proteger a su hijo, en sus planes también se
incluye rescatar la pasada atracción que todavía
arde entre ellos. Con el peligro siempre
acechando, ambos partirán en un arriesgado
viaje hacia sus deseos más secretos y
apasionados.
Capítulo 1
The Berkshire Informer, 7 de octubre de 1816
Celebramos el retorno de Johnny Tring, que se perdió
en el mar hace seis años, dejando desesperados a sus
familiares. Gracias al inmenso poderío de la Armada de Su
Majestad y la valentía de los marinos británicos, él, junto
con casi dos mil infelices almas cristianas, ha sido liberado
del espantoso cautiverio en manos de los crueles corsarios
mahometanos de Argel. La mayoría de estos
desventurados procedían de cálidos países mediterráneos.
Cuán inmensa debe de ser la gratitud de Tring a Aquel que
está en las alturas por haber sido devuelto al fresco y verde
Elíseo de Berkshire.
Más bien una desagradable sacudida para el
organismo, pensó Laura Gardeyne, arrebujándose más el
chal de lana. El esquivo sol acababa de esconderse
nuevamente detrás de las nubes y una fresca brisa agitaba
las páginas del diario y las moribundas hojas del roble bajo
el cual se encontraba el banco en que estaba sentada.
De todos modos, ser liberado de cautiverio y esclavitud
debía alegrar cualquier corazón.
—Mamá —dijo Harry, su hijo de tres años, corriendo
hacia ella—, ¿me das la pelota?
Tal como un hijo debe alegrar cualquier corazón, pensó.
Sonriéndole le pasó la pelota y una bolsa de lona.
—¿Por qué no le pides a Nan que construya una torre
con tus bloques? Así podrás intentar echarla abajo con la
pelota.
Él volvió corriendo hasta su niñera, todo un robusto
manojo de energía con su pantalón caqui y una chaqueta
azul corta. Libre, como son libres siempre los niños felices;
como rara vez lo son los adultos.
Contempló ese pequeño trozo del «Elíseo». El parque
de la casa Caldfort, en su estilo natural, era hermoso
incluso en un día nublado. La hierba que cubría todo el
terreno desde la casa hasta el río Cald se mantenía siempre
corta, gracias a las ovejas que pacían allí, y estaba salpicado
aquí y allá por majestuosos y viejos árboles.
La casa se erguía en una elevación de terreno, cuadrada,
blanca y majestuosa, la imagen misma de una casa de
campo moderna.
¿Cómo era lo que escribió Lovelace?
Los muros de piedra no hacen una prisión,
ni las rejas de hierro una jaula.
Las mentes inocentes y reposadas
toman eso por una ermita.
Podía ser a la inversa también; un paraje idílico puede
ser un espantoso cautiverio. En realidad, recordaba de
dónde provenía la expresión «espantoso cautiverio»; de
Robert Burns, el poeta escocés: «Aquí en este espantoso
cautiverio debo despertar y llorar».
La risa de su hijo interrumpió sus pensamientos y la
sacó de su melancolía poética. Esta no estaba en absoluto
en su naturaleza y, comparada con la mayoría, era una
mujer afortunada. Estaba viuda, cierto, pero esa tristeza ya
tenía casi un año, y contaba con una muy buena pensión
que le permitía no temer nunca la pobreza.
Y tenía a Harry, la alegría de su vida.
Lo observó lanzar otra vez la pelota roja de piel y echar
abajo la mitad de los bloques. Estaba desarrollando buena
puntería, para ser un niño de tres años, pero claro, su padre
era sobresaliente en todo tipo de deportes. Harry sólo tenía
de ella los rizos oscuros; en todo lo demás era un Gardeyne
puro: mentón cuadrado, ojos castaños, como el pelo, y todo
en él indicaba que sería alto y fornido.
Con el siguiente lanzamiento el pequeño hizo volar el
resto de la torre. Laura dejó a un lado el diario y aplaudió.
—¡Muy bien, Harry! ¡Muy bien!
Él corrió hasta ella para recibir un abrazo y luego volvió
a lanzar la pelota a la torre reconstruida. La pelota sólo
golpeó una esquina, pero el sonido que hizo fue como una
explosión. El niño volvió corriendo hacia ella.
—¡Mamá! ¡Mamá!
Laura lo cogió en brazos, pensando «¿Un trueno?».
Pero los grajos habían levantado el vuelo hacia el cielo
gris graznando.
¡El sonido fue el de un disparo!
Laura comprendió al instante lo que había ocurrido,
pero continuó abrazando a su hijo:
—No te asustes, Minnow. Sólo es tu tío Jack que anda
disfrutando de la caza.
La niñera llegó hasta ellos.
—¿Me llevo a casa al señorito Harry, señora?
—No, no. El reverendo Gardeyne no apuntaría jamás su
arma cerca de nosotros, y Harry lo está pasando muy bien,
¿verdad, cariño?
Pasado un instante de vacilación, Harry asintió, se bajó
de su falda y volvió a su juego.
Con la habilidad conseguida a duras penas, Laura
mantuvo una leve sonrisa en la cara, lo observó un
momento y luego dejó vagar la mirada hacia el sotobosque
que se extendía entre la casa y el pueblo Cald de St. Edwin.
El disparo había venido de ahí, pero el bosque no le ofreció
más información. Los grajos habían vuelto a posarse en las
ramas y no había nada más que ver.
Sin duda había dicho la verdad; su cuñado no apuntaría
despreocupadamente su arma. Jack Gardeyne era el cura
de dos parroquias, la de St. Edwin y la de St. Mark, y buen
párroco. Pero como para todos los Gardeyne, cazar,
disparar y pescar eran las verdaderas alegrías de la vida.
En sus cinco años de matrimonio, ella se había
acostumbrado a vivir entre perros, caballos y armas de
fuego. Las armas no la habían preocupado hasta hacía muy
poco; hasta que comenzó a sospechar que al reverendo Jack
Gardeyne le gustaría ver muerto a Harry.
Sintió bajar unas gotitas de sudor por el espinazo.
Intentó, como hacía siempre, convencerse de que ningún
hombre, y mucho menos un cura, le desearía mal a su
inocente sobrino. Ni siquiera en el caso de que el niño se
interpusiera entre él y un título, una fortuna y toda la caza,
disparos y pesca que pudiera desear.
Pero no se convencía y no podía dejar de estar atenta a
Harry mientras jugaba, como si vigilándolo pudiera evitar
un desastre. Pero nadie puede vigilar a un niño todo el
tiempo, y cuando se hiciera mayor sería imposible. A un
niño hay que permitirle explorar y tener aventuras, pero tal
como estaban las cosas en esos momentos, no sabía si
podría soportar tenerlo fuera de su vista.
Observó que lanzaba la pelota de cualquier manera, sin
ningún tino, y se sentía frustrado. Era la hora de su siesta
y…
Interrumpiendo sus pensamientos, se levantó de un
salto y echó a correr.
Harry había lanzado la pelota de tal forma que Nan no
logró cogerla, e iba rodando hacia el río, y él corriendo
detrás. Pero no fue eso lo que la alarmó, sino ver que del
bosque había salido un perro negro con la misma
intención.
El perro llegó primero a la pelota y la cogió entre sus
afilados dientes. Harry ya se había dado media vuelta y
venía corriendo en busca de seguridad; hacia ella. Lo cogió
en los brazos y lo mantuvo abrazado, susurrándole
palabras tranquilizadoras que casi ni ella oía, por lo
retumbante que tenía el corazón.
—¡No seas cobarde, Harry! Bouncer no te hará ningún
daño.
Laura miró por encima de la cabeza del niño hacia el
lugar de donde provenía esa sonora voz. Jack Gardeyne
venía caminando hacia ellos, con una alegre sonrisa en la
cara.
¿Cómo podría alguien verlo como un monstruo? Era un
hombre rollizo, de talle gordo, pero alto, como todos los
Gardeyne, y todo él rezumaba vigor y afabilidad. Llevaba
un arma bajo el brazo, pero apuntada al suelo.
Con su ropa informal de campo se veía todo lo
inofensivo que se podría ver, pero con la mano libre llevaba
cogidas las patas de un faisán muerto, con la cabeza lacia
arrastrándose por la hierba. Laura no les tenía asco a los
animales muertos, pero en ese momento ver ese cadáver la
hizo estremecerse.
—Tu tío tiene razón, cariño —dijo, disimulando la
tensión—. Su perro no te hará daño.
Eso lo dijo más dirigido a Jack que a su hijo. Cuando
llegó Nan corriendo, pasó ante Harry, caminó hasta el
perro y cogió la pelota.
—¡Suéltala, Bouncer!
El perro gruñó.
Aunque la atenazó el miedo por dentro, Laura no soltó
la pelota. Quería que Jack supiera que no sólo estaba ante
un niño pequeño sino también ante ella. Lo miró,
exigiéndole.
A él se le desvaneció un poco la sonrisa.
—¡Bouncer, suéltala! ¡Aquí!
El perro soltó la pelota y fue a ponerse al lado de su
amo, jadeante. Tal vez fue su imaginación, pero le pareció
ver una sonrisa burlona en la expresión del animal.
Jack movió la cabeza de un lado a otro.
—Laura, querida mía, ¿me permites sugerir que tal vez
eres sobreprotectora con Harry?
Él había adoptado últimamente esa actitud, tratando de
modos sutiles de separarla de su hijo, y temía que poco a
poco estuviera logrando poner a su padre, lord Caldfort,
de su parte.
—Sólo tiene tres años, Jack —dijo, secando la pelota con
su pañuelo—. Ya habrá tiempo para endurecerlo después.
—Y le devolvió el ataque—: Me sorprende verte fuera.
Supimos que Emma había comenzado las labores del
parto.
—Un hombre no puede hacer nada ahí —dijo él—. De
hecho, es un estorbo. Ya he pasado tres veces por esto,
recuerda.
—Pero espero que todo esté yendo bien.
—Eso dijo la comadrona. Esta vez esperamos un niño,
lógicamente. Padre estará complacido. Siempre es bueno
tener uno de repuesto además del heredero.
A Laura se le oprimió la garganta, pero lo miró
directamente a su alegre cara.
—Sí, eso sin duda, aunque es improbable que le ocurra
algo a Harry, ¿verdad? Ahora los niños no mueren con
tanta frecuencia como antes.
—¡Alabado sea Dios! Pero de todos modos, su divina
voluntad se lleva a algunos inocentes. Los hombres sabios
rezan por lo mejor pero se preparan para la desgracia. —
Inclinó la cabeza—. Buen día tengas, hermana. Iré a ver
cómo está padre y de ahí me iré a casa.
Ella se quedó mirándolo caminar hacia la casa, con la
cabeza del faisán muerto arrastrándose por la hierba,
tratando de convencerse de que la amenaza sólo estaba en
su imaginación.
Jack Gardeyne era un hombre de Dios, y un párroco
bastante bueno a su manera. Celebraba los servicios
religiosos con responsabilidad, predicaba excelentes
sermones y organizaba la atención y cuidado de los menos
afortunados de las dos parroquias. Era un buen padre y un
marido amable. En realidad, daba la impresión de que
quería más a su Emma de lo que Hal la había querido a ella
una vez que se apagó el primer entusiasmo de su
matrimonio.
Miró hacia Harry y vio que estaba fláccido en los brazos
de Nan, con la cabeza apoyada en su hombro.
—Es hora de entrar, Minnow —dijo, como si no hubiera
ocurrido nada fuera de lo común.
Se agachó a recoger los bloques y la pelota, deseando
que Jack no fuera caminando hacia la casa. No deseaba otro
encuentro con él.
Exhaló un suspiro. Jack era considerado al visitar a su
achacoso padre con tanta frecuencia para hablar con él,
jugar a las cartas y tal vez reír de chistes picantes
masculinos. Ella hubiera hecho eso mismo, incluido lo de
los chistes, pero a lord Caldfort no le gustaba la
conversación de las mujeres. También creía que las mujeres
no deben apostar jamás, y sólo le gustaba jugar a las cartas
apostando dinero.
Se enderezó y tiró del cordón para cerrar la bolsa.
Lord Caldfort no era un hombre con el que resultara
fácil vivir, pero intentaba ser comprensiva. Al haber sido
un hombre activo la mayor parte de su vida, convertirse en
un inválido lo agrió. Y fue particularmente amargo que la
salud se le estropeara justo cuando cambió su fortuna, al
heredar el título y las propiedades de su hermano.
Eran una familia desafortunada los Gardeyne. Su
suegro heredó el título debido a que el único hijo de su
hermano murió ahogado en el Mediterráneo. Y hacía casi
un año murió su propio hijo mayor, Hal, su marido, a los
treinta y dos años.
Pero esa mala suerte no continuaría en su hijo; eso ella
se lo había jurado a sí misma.
Recogió el diario, miró alrededor para comprobar que
no se dejaba nada y echó a andar delante de Nan en
dirección a la pendiente para subir a la casa.
En otro tiempo había encontrado encantadora la casa
Caldfort. No era grande, lo cual era parte de su encanto
para ella, pues se había criado en una casa modesta.
Construida hacía sólo cincuenta años, estaba diseñada a la
perfección como casa particular de una familia, con
algunas habitaciones para alojar bien a ocasionales
huéspedes. De proporciones elegantes, tenía muchas
ventanas grandes que dejaban entrar la luz.
Sí, le había gustado esa casa cuando sus ocasionales
visitas habían sido un descanso de la agitada vida en el
mundo elegante. Pero estar clavada ahí para siempre con
el amargado lord Caldfort y la extraña lady Caldfort era
otra historia totalmente distinta. Y si a eso le sumaba Jack
y sus macabras sospechas respecto a él, la casa le resultaba
tan atractiva como una celda en la Torre de Londres.
Deseosa del consuelo de tener a su hijo en los brazos, le
entregó las cosas a Nan y lo cogió. Harry tenía metido el
pulgar en la boca, pero ni siquiera intentó quitárselo. Él
sólo hacía eso cuando estaba perturbado y cansado.
Era un niño dulce, confiado, lo más precioso del
mundo. A ella le correspondía criarlo. A ella le
correspondía protegerlo. Aun cuando a veces sus miedos
le parecían insensatos, no podía permitirse desentenderse
de ellos. Jamás se perdonaría si a Harry le ocurría algo que
ella podría haber impedido.
Cuanto más se acercaban a la casa, más lentos se le
hacían los pasos. Normalmente no se permitía entregarse a
inútiles pesares, pero en ese momento los tenía instalados
en ella. El día de su boda se sintió bendecida por los dioses,
pero no encontró verdadera felicidad en su matrimonio, y
ahora veía negro su futuro.
Sólo tenía veinticuatro años, y se sentía tan prisionera
como si realmente estuviera en la Torre.
Lord Caldfort insistió, con cierta justificación, en que su
heredero se criara en esa casa. Le permitía llevárselo con
ella cuando iba a ver a su familia, pero en visitas muy
cortas. A ella no le limitaban las salidas, pero ¿cómo podría
dejar ahí a Harry, aunque sólo fuera unos días, preocupada
como estaba por su seguridad?
Enderezó los hombros y entró en la casa; su prisión,
hasta que su hijo tuviera edad para cuidar de sí mismo.
Capítulo 2
Mientras atravesaban el vestíbulo embaldosado de
mármol, Harry emitió un sonido parecido a un hipo, como
si fuera a echarse a llorar. Laura lo cambió ligeramente de
posición para verlo; estaba profundamente dormido. Le
rozó suavemente la frente con los labios.
¿Habría detectado algo malo en Jack? Se decía que los
niños y los animales tienen una sensibilidad especial, y
Harry nunca le había tomado simpatía a su tío. Pero no
debía construir monstruos de la nada, se dijo. Un perro
gruñendo asustaría a cualquier niño.
—¿Qué le pasa ahora?
Sobresaltada, Laura levantó la vista y vio a lord
Caldfort, todo hinchado, jadeante, y apoyado en su bastón,
en la puerta abierta de su despacho.
—Nada, señor. Sólo está cansado.
—Jack dijo que huyó de su perro, chillando.
—El perro le gruñó, señor.
—¡Lo mimas demasiado! Jack tiene razón. El muchacho
debería pasar un tiempo con él. Para aprender costumbres
masculinas.
Laura procuró disimular el miedo para que no se le
notara en la cara.
—Excelente idea —dijo alegremente—. Pero aún es
muy pequeño, ¿no le parece? Se beneficiaría mucho de su
atención, señor, si usted se sintiera capaz de dársela. Usted
ha criado a dos magníficos hijos, así que sabe cómo hacerlo.
Eso era adulación descarada, pero él asintió, e incluso
se pavoneó un poco.
—Podrías tener cierta razón, querida mía. Ahora no
estoy en forma para actividades al aire libre, pero pasaré
un poco de tiempo con el muchacho, para enseñarle cómo
son las cosas.
Laura le dio las gracias, le hizo una reverencia y se
dirigió a la escalera, con la esperanza de que su sugerencia
hubiera quitado filo a la impresión dada por Jack. El
problema es que era totalmente sensato que un tío ocupara
el lugar de su hermano en la orientación de su hijo. En otras
circunstancias ella misma lo habría sugerido.
Subió la escalera rogando que todo fuera bien en el
parto de la mujer de Jack. Ella se había ofrecido para
acompañarla, pero Emma rechazó amablemente el
ofrecimiento. Recordando su propia experiencia, a ella no
la sorprendió. Entre ella y Emma había un trato cordial,
pero eran muy diferentes para ser amigas. En un momento
como ese, una mujer desea estar acompañada por personas
con las que se sienta a gusto y en armonía.
Sabía que Emma deseaba un hijo varón tanto como Jack,
pero cuando entró en la sala cuna y le pasó el niño dormido
a Nan, rogó que Emma diera a luz a otra niña. Si había
algún fundamento en sus sospechas, que Jack tuviera un
hijo podría ser desastroso.
Esa oración no fue oída. Cuando esa tarde bajó para la
cena temprana, encontró a Jack con su suegro y los dos
estaban sonriendo de oreja a oreja.
Jack le puso una copa de clarete en la mano y lord
Caldfort levantó la suya.
—¡Un brindis, querida mía! ¡A la salud de Henry Jack
Gardeyne!
Laura se quedó inmóvil, paralizada, con la copa en los
labios. Era la tradición familiar llamar Henry a los hijos
primogénitos, pero era como si ya estuvieran preparando
a un sustituto para Harry.
Jack le sonrió.
—Si no te opones, Laura, queremos llamarlo Hal.
—No, claro que no —dijo ella, y logró esbozar una
sonrisa—. Felicitaciones.
Estaba a punto de preguntar por Emma cuando entró
lady Caldfort, flaca y despistada como siempre. Se quedó
mirando el espacio cuando le dieron la noticia, como si se
hubiera olvidado de que su nuera estaba a punto de dar a
luz, y luego dijo:
—Qué comodidad. Un heredero por si el otro se muere.
Incluso los dos hombres se sorprendieron ante esa
franca declaración de la verdad, pero todos estaban
acostumbrados al estilo de lady Caldfort; tendía a decir lo
que otros no decían por discreción.
Laura lamentó no haber estado mirando a Jack; podría
haberse enterado de algo por su reacción.
Lady Caldfort era una mujer flaca, angulosa, fría, que
tenía muy poco interés en los demás y ninguna facilidad
para tratar con las personas. Al parecer, el comandante
John Gardeyne, lo que era lord Gardeyne en esa época, se
casó con ella por su dinero.
Su único interés en la vida eran los insectos, que
coleccionaba y ponía en cajas con tapas de cristal, como
para exhibirlos. Eso no tenía nada de insólito, pero lady
Gardeyne guardaba las cajas en rimeros en un cuarto y
jamás los exhibía. A Laura le preocupaba que algún día su
suegra se volviera totalmente loca y a ella le tocara
cuidarla.
—¿No es hora de comer? —preguntó lady Gardeyne y
se dirigió al comedor, aun cuando no habían anunciado la
cena.
Mirándose entre ellos, Laura y los dos hombres la
siguieron.
Tan pronto como estuvieron sentados, lord Caldfort y
Jack comenzaron a hablar de asuntos de la propiedad. Ella,
como madre de Harry, tenía interés en saber cosas de la
propiedad que sería de su hijo en el futuro. Puso atención,
como siempre, reuniendo conocimientos. Finalmente la
conversación pasó a detalles de los deportes favoritos de
los hombres de la familia, y entonces desvió la vista.
Vio que lady Caldfort estaba mirando ceñuda la vela
más cercana. Podría estar enfadada porque no tenía la
comida delante, pero igual podría estar cavilando sobre
algún problema de entomología. Sabía que cualquier
intento de entablar conversación con ella sería inútil. Ya era
una veterana, después de cientos de comidas exactamente
iguales a esa, con la excepción de que cuando Jack no
estaba ahí, generalmente no había conversación. De todos
modos, se esperaba que ella asistiera.
¿A cuántas cenas de esas había asistido?
Once meses desde la muerte de Hal; eso haría unas
trescientas treinta.
Después del nacimiento de Harry había pasado por lo
menos la mitad del año ahí, porque tanto Hal como su
padre objetaban que ella lo mantuviera lejos mucho
tiempo, y a ella le gustaba estar con su hijo. Había
disfrutado haciendo visitas a Londres, Brighton y otros
lugares de moda, pero sacrificaba feliz su tiempo para estar
con ellos durante las temporadas de caza.
Hal se había quedado allí acompañándola más o menos
la mitad de ese tiempo, una cuarta parte del año; sentado
frente a ella, mirándola con esa expresión que decía que ya
estaba pensando en retirarse pronto al dormitorio para
dedicarse a su otro deporte favorito.
Al pensar en ese deporte se le tensó todo el cuerpo,
como un estómago hambriento. Apartó la mente de esos
placeres perdidos.
Hacer cálculos; ese era su antídoto para la lujuria.
Dos años y cinco meses desde el nacimiento de Harry
hasta la muerte de Hal: 2 por 365, más (alrededor de) 150,
igual 880. Había estado ahí sin Hal más o menos un cuarto
de esas veces: 220.
Más las 330 desde la muerte de Hal: 550.
No, más aún, porque Hal la dejó allí sola durante gran
parte de su embarazo. Le tocó justo en la mejor temporada
de caza. A ella no le importó. Su hermana Juliet vino a
acompañarla los últimos meses y después llegó su madre.
Las Watcombe eran un potente remedio para la agrura y la
tristeza.
Tal vez podría añadir 50 para redondearlo a 600.
Seiscientas de esas cenas, y miles por venir. Tal vez se
convertiría en una mujer tan excéntrica como lady
Caldfort, sólo que su excentricidad consistiría en comer en
su habitación con un buen libro o el diario. ¿Qué grado de
locura tendría que aparentar para salirse con la suya en
eso?
Lady Caldfort comenzó a golpear la mesa con la
cuchara.
—¿Dónde está la comida? ¿Por qué no hay servicio en
esta casa? ¡Unos vagos, eso es lo que son todos!
Entró Thomas, el lacayo, en la sala.
—Ahora viene, milady. Sólo faltan unos minutos —dijo,
y salió precipitadamente.
Lady Caldfort continuó golpeando con la cuchara, con
una expresión tan agresiva que Laura temió que estuviera
pensando en algún acto de violencia.
—Quítale esa maldita cuchara —le gruñó lord Caldfort.
Laura alargó la mano para quitársela, agradeciendo que
él bramara al mismo tiempo:
—¡Déjate de tonterías, Cecy!
Lady Caldfort entregó la cuchara, pero continuó
ceñuda.
—Sirve el vino, Jack —le ordenó lord Caldfort.
Jack se levantó a llenar las copas con vino tinto. Lady
Caldfort bebió un trago largo y al parecer eso la apaciguó.
Laura trató de sentir compasión por ella, ya que había
soportado a los Gardeyne mucho más tiempo que ella, pero
le resultó difícil. Esa mujer era una absoluta egoísta.
¿De tal madre tal hijo?, pensó, porque Hal había sido
muy egoísta en el fondo. A diferencia de su madre, había
tenido buena apariencia y una especie de jovialidad que
podía pasar por generoso encanto, pero por debajo…
Afortunadamente, sí había sido generoso en la cama,
porque lo enorgullecía dar placer a una mujer. Ese era el
deber de un caballero, afirmaba, pero ella sospechaba que
si hubiera sido difícil de complacer, él la habría
descuidado. Por suerte para su matrimonio, no había sido
en absoluto difícil de complacer.
Lo más extraño es que sólo se hubiera quedado
embarazada una vez.
No, no pienses en los placeres del matrimonio.
Multiplica el número de copas por el número de platos. A
eso súmale el número de velas que hay en el candelabro.
Afortunadamente, entraron por fin los criados con las
fuentes.
—¡Ya era hora! —ladró lady Gardeyne, levantando la
tapa de la fuente más cercana y sirviéndose sopa en su
plato.
Laura le sonrió a la criada que le presentó la sopera y le
dio las gracias. Era una verdadera suerte que Caldfort
tuviera un ama de llaves competente y paciente en la
señora Moorside, que acudía a ella en lugar de a lady
Caldfort cuando surgía algún problema. La sopa, como
siempre, era excelente. Una buena cocinera era otra ventaja
y ella procuraba no olvidar ninguna de las cosas buenas
que tenía.
Era partidaria de que la persona se responsabilice de
sus actos. Ella se casó con Hal Gardeyne por su propia
voluntad, considerándose la mujer más afortunada de
Dorset. Y durante los primeros años se habría descrito
como una esposa feliz. Ella se había hecho la cama y ahora
debía aceptarlo, y así lo haría, con la mejor voluntad
posible. Incluso se sentiría contenta, si pudiera estar segura
de que Harry estaba a salvo.
Una pistola, pensó de repente. Tener un arma le sería
muy útil.
Pensando en eso, le resultó grata la pronta y brusca
salida de lady Caldfort del comedor. Salió tras ella, aun
cuando nadie pensaría que las damas fueran a reunirse en
el salón a tomar té. Lady Caldfort se dirigió pisando fuerte
hacia la escalera para subir a sus aposentos. Laura cogió
una de las velas de recambio, la encendió en el fuego del
hogar del vestíbulo, y se dirigió a la parte de atrás de la
casa, a la sala de armas.
Hal le había enseñado a disparar. Para él eso había sido
una diversión mientras estaban viviendo sosegadamente
en esa casa, y ella también se había divertido con las clases,
hasta que él intentó convencerla de que le disparara a un
conejo. Ella se negó, por lo que él, fastidiado, dejó de darle
clases.
De todos modos, sabía cargar y cebar un arma de fuego,
y las de Hal estaban guardadas en la sala de armas,
esperando el día en que Harry tuviera edad para usarlas.
Espléndidas armas de caza, pistolas de duelo muy
ornamentadas, letales y prácticas pistolas grandes para
jinetes. Pero la que a ella le interesaba era una más pequeña
que él siempre llevaba en el bolsillo cuando salía por la
noche.
Cuando entró en la sala no pudo evitar una mueca de
disgusto. El anterior lord Caldfort se había aficionado al
nuevo arte de la taxidermia, con el fin de conservar sus
trofeos de caza. Sobre la puerta colgaba la cabeza de un
ciervo, y encima de los armarios había tres zorros, uno con
un pollo en el hocico; desde las paredes la miraban diversas
aves de presa. Era de suponer que todos los animales
estaban bien disecados, pero ella siempre tenía la
impresión de que la sala olía a pudrición.
Dejó atrás rápidamente los armeros con armas grandes
y posó la vela sobre una superficie para abrir el cajón
donde se guardaban las pistolas de Hal.
Estaba vacío.
Con el ceño fruncido abrió el cajón de la izquierda; ahí
estaban las pistolas de lord Caldfort. El de la derecha
contenía armas viejas, guardadas solamente por su valor
como curiosidades. Cerró lentamente ese cajón, pensando
que ya sabía dónde estaban las pistolas de Hal.
Jack las había cogido.
Miró a un halcón con ojos de vidrio. Nuevamente, eso
no era indiscutiblemente sospechoso. Las armas de Hal
eran las mejores que se podían comprar, y si su hermano
deseaba usarlas hasta que su hijo tuviera la edad, ¿por qué
no?
Pero ella lo sintió como una intensificación de la
amenaza. Consideró la posibilidad de coger una de las
pistolas de lord Caldfort, pero al final negó con la cabeza.
Si la descubrían, ¿qué explicación daría? En cuanto a la
pistola de Hal, su intención había sido decir que quería que
Harry se acostumbrara a ella, descargada, lógicamente.
Las armas más grandes no serían de ninguna utilidad
para ella. Tenía las manos pequeñas y en realidad nunca
fue capaz de manejar las pistolas normales de Hal; sólo la
más pequeña.
Cogió la vela y salió de la sala, tan desarmada como
antes.
Capítulo 3
Esa noche Laura no durmió bien, aún cuando intentó
una y otra vez convencerse de que las amenazas sólo eran
un producto de su imaginación. El día siguiente le trajo una
alegría, en la forma de una larga carta de Juliet. Después de
comprobar que Harry estaba seguro en la sala de los niños,
se llevó la carta a su salita de estar, para disfrutarla.
Uno de los beneficios de haberse casado con Hal fue que
pudo introducir a su hermana menor en la sociedad de
Londres. Su familia pertenecía a la pequeña aristocracia
rural del condado, de muy poca importancia. Su abuelo
había sido granjero, con una pequeña propiedad, hasta que
hizo su transición a granjero caballero. Hal Gardeyne,
heredero de un vizcondado, había sido un excelente
partido.
En Londres, con su belleza y naturaleza afectuosa, su
hermana, Juliet, conquistó también a un hombre de
excelente familia. Tuvo que esperar dos años para casarse,
hasta que Robert Fancourt se elevó lo bastante en su trabajo
de funcionario del gobierno para mantener a una esposa,
pero a Juliet no le importó. Ese pensamiento ocupaba la
mente de Laura de tanto en tanto, pero ya no servía de
nada preocuparse por cosas del pasado.
Juliet era feliz, sin duda alguna. Adoraba a su Robert y
le encantaba vivir la mayor parte del año en Londres.
Muy pronto se sintió relajada y estuvo sonriendo, con
los cotilleos sociales y las historias de idas y venidas. Ahí
en Caldfort era fácil olvidar que en otras partes sigue la
diversión y el regocijo, incluso en octubre.
Los elegantes de Londres estarían sosegados, pero
estaba claro que Juliet encontraba muchas cosas para
mantenerse ocupada. La actividad y el bullicio casi
desbordaban la página como un aroma, dejándola sin
aliento por el deseo de estar allí.
Levantó la vista para mirar el apacible campo. Sin duda
era frivolidad, pero ah, estar en la ciudad… Pasear por los
parques, ir de compras, al teatro, a exposiciones, con
animada compañía, y el puro placer de estar con su
hermana favorita.
Sacudió la cabeza para quitarse esa racha de melancolía,
y pasó a la siguiente página. Juliet nunca intentaba
economizar papel escribiendo en los márgenes.
¿Te imaginas a quién trajo Robert a cenar no hace
mucho? ¡A sir Stephen Ball! Preguntó por ti.
¿Ah? Laura sintió una sensación extraña, como si
algo le hubiera tironeado las entrañas.
Sé que sólo era tu amigo, como un hermano, pero yo
pensaba que tú y él podríais formar pareja. Antes que
apareciera Hal, claro.
¿Cuántas otras personas habrían pensado lo mismo?,
pensó. A ella no se le pasó jamás la idea por la cabeza, hasta
el día en que Stephen le propuso matrimonio de forma tan
incorrecta; ella ya estaba comprometida con Hal. ¿Qué
habría tenido que hacer?
No debería haberse reído, eso sí.
Volvió la atención a la carta, a la escritura que le pareció
ligeramente borrosa.
Yo me enamoré un poco de él. ¿Lo recuerdas como
Valancourt, esa vez que hicisteis una obra de teatro de
Udolfo? Rubio y heroico, combustible para sueños
románticos. Él no podía tener más de diecisiete años, pero
a los trece, diecisiete es mucha edad.
Ella había llegado a la fabulosa edad de quince años
cuando representaron esa obra, pero para ella también
diecisiete años era mucha edad. Stephen era uno de esos
chicos que maduran pronto, tal vez debido a su seria
atención a sus estudios y a los asuntos de política y leyes.
Pero nunca, jamás, había sido aburrido. Recordaba cuando
estuvo trabajando semanas con él, durante sus vacaciones
de verano de Harrow, convirtiendo la novela dramática en
una obra de teatro corta. El recuerdo que tenía en esos
momentos era de desafío y de fascinante entusiasmo, y sin
embargo hacía años que no pensaba en eso.
Qué raro. ¿Lo habría borrado intencionadamente de su
memoria?
Representar la obra fue una emoción fascinante
también, aunque de otro tipo. Ella tenía el papel de Emily
y él el de Valancourt. Osadamente introdujeron un beso, y
ella estuvo a punto de desmayarse de azoramiento cuando
se tocaron los labios, los dos tiesos, delante del público,
formado por familiares y amigos de él y de ella.
Ahora se reía al recordarlo, pero ¿qué derecho tenía
Stephen a preguntar por ella? La amistad entre ellos quedó
empañada por la proposición de él, y después acabó del
todo cuando él le colgó cruelmente el apodo lady Alondra.
En esos seis años casi no se habían encontrado ni hablado.
Lady Alondra. Seguía sin entender cómo pudo ser tan
cruel.
Después de la boda se fueron directamente a Londres,
y al instante ella se convirtió en todo un acontecimiento
social. Le encantaba ser la hermosa señora de Hal
Gardeyne, que pronto se convirtió en La Belle Laura. Algo
muy embriagador a los dieciocho años, aunque creía que
no se puso insufrible.
Entonces, de pronto alguien, que según el rumor fue el
propio Brummell, convirtió el apodo La Belle Laura en
Labellelle; simplemente significaba «la Bella L», pero esa
palabra única le pareció misteriosa y sofisticada, todo lo
que ella ansiaba ser.
Y luego, de la noche a la mañana, se convirtió en lady
Alondra.
Todos encontraron encantador el apodo, y perfecto para
ella, y por lo tanto, así quedó.
Ella lo odiaba.
La gente suponía que ella tenía una hermosa voz para
cantar, y no la tenía, pero el verdadero problema era el otro
significado. De la noche a la mañana había pasado de ser
la misteriosa y sofisticada Labellelle a ser una chica
casquivana e inmadura, porque en la armada usaban el
término coloquial «alondrear», en el sentido de ir de juerga,
para referirse a las peligrosas acrobacias que realizaban los
muchachos temerarios e irresponsables en lo alto de los
mástiles, para divertirse.
Cuando oyó el rumor de que Stephen la había apodado
así en una reunión de borrachos, comprendió que era
cierto, y que era cruel, porque «alondra» tenía un
significado especial para ellos. Un significado relacionado
con esa absurda y vergonzosa proposición de matrimonio
que le hizo él una vez.
En el mismo instante había comprendido que no
debería haberse reído de su proposición, que lo había
herido, lo cual no era en absoluto su intención. Él se alejó
bruscamente y se marchó del lugar, y no volvió a verlo
hasta después de su boda, por lo que no tuvo ocasión de
pedirle disculpas y hacer las paces. Ella comprendía su
pena, pero de todos modos no fue algo tan grave como
para que él se vengara tan cruelmente.
Todo eso ya era cosa del pasado, todo, pero si Stephen
había preguntado por ella, le gustaría saber por qué
motivo. ¿Decía algo Juliet acerca de eso?
Se está labrando un porvenir en el Parlamento,
¿sabes? Es un orador brillante, dice Robert, aunque yo no
le he oído. Estar sentada en la galería para visitantes no
es mi idea de diversión, por muy de moda que esté. Robert
dice que podrían ofrecerle un puesto en el ministerio. Y
sólo tiene veintiséis años. Eso causará todo un revuelo,
¿no crees? Continúa soltero, lo que tal vez no es
sorprendente pues todavía es joven.
Es dos años mayor que yo, pensó Laura, pasando
rápidamente la vista por las alabanzas a las nobles causas
y dichos sentenciosos de Stephen, de sus perspectivas de
llegar a ser primer ministro, por el amor de Dios.
¡Imagínate! Claro que Pitt fue miembro del
Parlamento a los veintidós y primer ministro a los
veinticuatro, lo cual convierte a Stephen en todo un
haragán. Desde mi punto de vista maduro, no me
sorprende que no te casaras con él. Es tan inteligente que
da miedo, por supuesto, y puede ser terriblemente
ingenioso, pero lo encuentro amedrentador. Me sentí casi
obligada a mantener la boca cerrada durante toda la cena.
¡Yo! ¿Te lo imaginas?
No.
Y hablando de las ventajas políticas, que era de lo que
estaba hablando, queridísima, si retrocedes unas cuantas
líneas, verás que Robert ha ido a Dinamarca en una
misión, que según él tendrá ese efecto, por lo tanto iré a
pasar unas cuantas semanas en casa. ¿Sería posible que
te reunieras conmigo ahí? Tengo muchísimas ganas de
volver a veros, a ti y al pequeño Harry. Yo iría a verte,
pero, con toda sinceridad, Caldfort me produce repelús.
Laura dejó la carta en la falda.
¿Ir a casa?
¿Por qué no?, pensó al instante.
No veía a Juliet desde la boda, hacía seis meses.
Tampoco había estado en casa desde entonces. Se levantó,
doblando la carta. Una sonrisa ya jugueteaba en sus labios.
¡Una semana lejos de ahí! Sería como estar en un
paraíso, y le serviría para poner las cosas en su sitio. Tal
vez comprendería que su miedo por Jack era de novela
gótica y, más importante aún, en la bulliciosa casa de sus
padres en otro condado, Harry estaría totalmente seguro.
Impaciente por dejar eso acordado, bajó a toda prisa y
golpeó la puerta del despacho de su suegro. Silencio.
Volvió a golpear, pensando que si comenzaba a hacer sus
preparativos inmediatamente podrían marcharse al día
siguiente.
¡Mañana!
No hubo respuesta.
Miró ceñuda los paneles de la puerta. Lord Caldfort
vivía entre su despacho y su dormitorio, que estaba al otro
lado del vestíbulo. Prefería estar en su despacho durante el
día, aunque se retiraba a acostarse si le venía alguno de sus
ataques de dolor. No podía ir a molestarlo a su dormitorio.
Se dio media vuelta para alejarse cuando oyó un débil
«Adelante».
Se apresuró a entrar, pensando que él podría estar
indispuesto. En realidad, aunque se hallaba sentado ante
su escritorio y tenía delante la correspondencia recibida ese
día, se veía más pálido que de costumbre.
—¿Le pasa algo, señor? ¿Necesita su tónico?
—No me pasa nada fuera de lo normal. ¿Qué deseas?
Perturbar mi paz. Siempre está todo el mundo
interrumpiendo mi paz.
Laura dejó de lado su preocupación. Él no vacilaría en
llamar al médico si se sentía muy mal. Hizo su petición,
deseando que su malhumor no se lo pusiera difícil.
Él la sorprendió.
—Ir a Merrymead, ¿eh? Bien, ¿por qué no? Hace seis
meses o más que no has estado ahí. ¿Cuándo deseas
marcharte?
Eso era algo más de entusiasmo de lo que estaba
acostumbrada, pero no se podía quejar, lógicamente.
—No veo ningún motivo para esperar unos días. Parece
que estamos en una racha de tiempo seco. Me gustaría irme
mañana, si eso es aceptable.
Nuevamente, él no puso ninguna objeción.
—Por supuesto, querida mía. Y bien que podrías estar
un tiempo más largo esta vez, ¿no te parece? Un mes o algo
así, ¿eh?
Laura lo miró sorprendida y estuvo a punto de
protestar por la sorpresa. Dominando esa locura, asintió al
instante.
—Gracias, señor —dijo, hizo su reverencia y se
apresuró a salir, no fuera que él cambiara de opinión.
Cuando llegó al vestíbulo se detuvo, pensando si
debería enviar a llamar al médico de todos modos; lord
Caldfort tenía un aspecto que no era el habitual. Pero,
diciéndose que a caballo regalado no se le mira el diente,
subió a toda prisa para dar las órdenes sobre los
preparativos para el viaje. Solamente después de haber
hecho eso, se permitió volver la atención al misterio.
Se retiró a su cuarto de estar, con el entrecejo fruncido,
asombrada por la sugerencia de su suegro de que
estuvieran ausentes todo un mes.
¿Es que no quería tener nada que ver con Harry ahora
que había otro Gardeyne para heredar? Eso no tenía
ningún sentido. Harry también era un Gardeyne. ¿Por qué
lord Caldfort iba a favorecer más a un nieto que a otro?
Siempre le había tenido afecto a Harry, a su manera
despreocupada.
¿Sería simplemente que la existencia de un heredero
alternativo significaba que podía tener al otro fuera de su
vista? Eso a ella le vendría muy bien, pero no lo encontraba
racional. Los bebés son criaturas delicadas, en especial los
primeros días. Cuantos más días vive un niño, más
posibilidades tiene de sobrevivir.
Eso le recordó que aún no había visitado a su cuñada y
que debía ir a verla antes de marcharse. Se puso una
chaquetilla de abrigo, y entonces recordó a Harry.
Jack podría entrar a hurtadillas en la casa y…
Vamos, qué tontería. A ese paso acabaría en un asilo. Él
estaría a salvo con Nan.
Se puso una papalina, guantes y botas de piel
resistentes de media caña, y emprendió la caminata de una
milla hacia el pueblo, disfrutando del ejercicio y el aire
fresco.
Intentó quitarse de la cabeza las preocupaciones, pero
una y otra vez volvía a su mente el extraño
comportamiento de lord Caldfort. Se veía decididamente
indispuesto; pero no había hecho llamar al médico.
Estaba leyendo la correspondencia de ese día.
¿Habría recibido una mala noticia?
En el instante mismo en que le pasó esa idea por la
cabeza comprendió que así era. Lord Caldfort tenía el
aspecto de haber recibido una muy mala noticia.
Esa explicación debería tranquilizarla, porque no
lograba imaginar de qué manera esa mala noticia podría
afectarlos a Harry y a ella. Pero claro, daba la impresión de
que esa mala noticia era la causa de que estuviera
impaciente por alejarlos de Caldfort a ella y a Harry.
¿Alguna enfermedad o peste en la región?
No; esa noticia no llegaría por carta, y la alarma estaría
más generalizada.
Cayendo en la cuenta de que se había detenido y estaba
mirando sin ver una enredadera toda llena de rosas rojas,
reanudó la marcha. ¿Un pleito? ¿Deudas? ¿Un escándalo?
Durante los meses siguientes a la muerte de Hal habían
llegado cartas molestas. Habían aparecido acreedores
como gusanos, y dos mujeres aseguraron que estaban
embarazadas de él. Tomando en cuenta sus propias
dificultades para quedarse embarazada, ella no se lo creyó,
aun cuando no le cabía duda de que Hal se había acostado
con muchas mujeres cuando estaba lejos de ella. Era un
hombre lujurioso.
Pero once meses después de su muerte ya era algo tarde
para que apareciera otro hijo, y, en todo caso, otro bastardo
Gardeyne no sería causa de trastorno para lord Caldfort; al
parecer él eso lo consideraba una señal de virilidad.
¿Un escándalo o un pleito relacionado con Jack? Aun
cuando fuera el tío villano, eso era improbable.
Sin embargo, algo había ocurrido.
¿Una mala inversión que los dejaba a todos sin un
penique?
Por lo poco que sabía de las finanzas Gardeyne, el
dinero se administraba con prudencia. En honor de lord
Caldfort se podía decir que estaba satisfecho con la riqueza
que había heredado inesperadamente.
Cuando entró en el pueblo de Cald St. Edwin no había
logrado encontrar ninguna causa de alarma. Eso le
aumentó la preocupación, en lugar de calmársela, porque
esa mañana había llegado algo raro en la correspondencia;
de eso estaba segura.
Mientras se acercaba a la puerta verde de la casa
parroquial de ladrillo rojo decidió que tenía que descubrir
qué era. No quería marcharse de Caldfort y estar ausente
un mes sin saber si dejaba atrás algún posible peligro.
Capítulo 4
Laura, subió al dormitorio de su cuñada pensando que
no había por qué sorprenderse de que Jack ambicionara la
casa Caldfort. La vivienda parroquial era pequeña para su
familia, que cada vez crecía más, y, además, carecía de
encanto. No fue construida por el lord Caldfort que
encargó la construcción de la casa Caldfort sino por el
anterior, que al parecer quiso hacerlo del modo barato.
Emma Gardeyne estaba radiante de felicidad, en
especial por la satisfacción de haber dado a luz por fin a un
hijo varón. Laura admiró debidamente al bebé dormido,
tan misterioso y cautivador como todos los recién nacidos,
y después se sentó a tomar té y a escuchar el relato del
parto.
Tal vez había sido injusta con Jack en eso. Emma le
aseguró que había tenido un parto fácil y que había
obligado a su marido a alejarse de la casa.
—Iba a estar asomándose a cada rato para ver si todo
iba bien, y eso es muy molesto, como sabes, sin duda.
Hal no se había asomado ni una sola vez, pero Laura
emitió unos vagos sonidos manifestando su acuerdo.
Entró la comadrona a comprobar la salud de la madre y
del bebé y se quedó a charlar. La señora Finch era la esposa
del herrero del pueblo y también le había asistido el parto
a ella.
Todo parecía estar perfecto, pero Laura creyó detectar
cierta tensión en Emma. ¿Serían imaginaciones suyas?
Tenían que serlo. Era algo impensable imaginar que
Jack estuviera planeando un infanticidio, y menos aún que
Emma tuviera parte en eso. Muchas veces la afable bondad
de Emma y sus firmes creencias morales la avergonzaban,
y eso era parte del motivo de que no se hubieran hecho
amigas íntimas. Ella tenía que morderse la lengua con
mucha frecuencia para no desafiar las creencias
tradicionales de Emma, ya que si se relajaba y hablaba con
naturalidad de los temas que le interesaban, su cuñada se
escandalizaba.
Y no vacilaba en hacer un comentario.
Pero Emma era buena, realmente «buena». Jamás la
había oído decir una palabra no amable acerca de nadie, y
no era dada al cotilleo. Lo cual era una lástima, pues
circulaba un delicioso rumor acerca del posadero de la Red
Hen y el ama de llaves del doctor Trumper.
Cuando se marchó la señora Finch, Laura le dio la
noticia de su viaje, sin poder evitar observarla atentamente
para ver cualquier reacción.
—Y lord Caldfort dice que podemos quedarnos allá un
mes.
Emma agrandó los ojos, pero sólo por la sorpresa
natural.
—Qué fantástico para ti, Laura. Yo me muero de ganas
de ir a visitar a mi familia, pero Durham está
tremendamente lejos, y saldría carísimo alquilar un coche.
En todo caso, no me cabe duda de que Jack tiene razón al
decir que viajar por los caminos con niños pequeños sería
muy difícil. Además, claro, él tiene sus deberes en la
parroquia.
—Deberías persuadirlo de emplear a un coadjutor.
A Emma se le tensó la cara. ¿Quería decir eso que no
todo era perfecto ahí?
—Sería un gasto más, y ya son muchos los que Jack
tiene que afrontar.
No los menores los que le ocasionaban sus caballos y
perros de caza, pensó Laura, pero no lo dijo. Jack no era
peor que cualquier otro hombre en eso. Tal vez era injusto
pensar que un párroco debería estar dispuesto a
economizar en sus placeres para darle a su mujer la
posibilidad de ir a visitar a su familia.
Le interesaba saber si Emma tendría una explicación
para el extraño comportamiento de lord Caldfort, así que
dijo:
—Me extraña que me permita llevarme a Harry y
tenerlo lejos todo un mes.
—Tal vez padre Caldfort se está volviendo más
moderado —dijo Emma; lord Caldfort detestaba que lo
llamaran «padre»—. Al fin y al cabo, es poco lo que Harry
puede aprender aquí siendo tan pequeño. —Entonces la
miró fijamente—: Jack tiene muchos deseos de ocupar el
lugar de un padre con Harry, Laura. Le duele que tú no
estés de acuerdo.
Laura sintió reseca la boca y bebió otro poco de té.
—Harry es muy pequeño todavía.
—¿Dirías eso si Hal estuviera vivo?
—Eso sería diferente.
—Es como si no te fiaras de Jack respecto a Harry,
Laura, pero debes saber que él tendría tanto cuidado con
Harry como Hal.
¿Qué podía decir?
—Tienes razón, sin duda.
—No hagas caso de su manera de hablar. No dice en
serio lo que dice.
Laura la miró fijamente.
—¿Qué quieres decir?
A Emma le subieron los colores a las mejillas. Estaba
guapa, con su sedoso pelo rubio; al verla así, ruborizada,
nadie creería que era una señora de treinta años con cuatro
hijos en su haber.
—Sólo es la emoción de tener un hijo. Sabes cómo son
los hombres en esas cosas. Jack ha dicho una o dos veces
que si… que si a Harry le ocurriera algo, algún día el
pequeño Hal sería lord Caldfort, pero eso no significa
nada.
Laura consiguió emitir una risita alegre.
—Claro que no. Es una simple verdad, como si yo dijera
que si lord Caldfort empeorara, Harry podría acabar
siendo un vizconde bebé.
La sonrisa de Emma indicó que se sentía aliviada.
—Sí, eso, exactamente. No significaría que tú desearas
su muerte.
Se ruborizó más aún ante la implicación de sus
palabras. Laura intentó quitarle importancia y aprovechar
el momento.
—Claro que no. A lord Caldfort le deseo una muy larga
vida, para que Harry pueda crecer sin tener que soportar
pesadas responsabilidades sobre sus hombros. Tengo
miedo de que no sea así. Esta mañana me pareció
particularmente enfermo. Creo que podría haber recibido
una mala noticia en su correspondencia. Jack no ha
mencionado ningún problema respecto a la propiedad,
¿verdad?
La expresión de Emma dejó claro que agradecía el
cambio de tema.
—No. Bueno, están los problemas normales debidos a
la depresión en la economía y al mal tiempo. Las cosechas
han sido lamentables, y muchos padecerán privaciones.
Queremos hacer una colecta especial para reunir dinero
con el que poder alimentar a los más necesitados en
invierno. Supongo que vas a contribuir.
—Sí, por supuesto.
Emma podría estar guardándose secretos de
confidencias conyugales, pero a Laura no se lo pareció. Tal
como no era dada al cotilleo, tampoco era dada a mentir.
—¿No crees que podría haber deudas en la propiedad?
—Yo diría que no. Jack lo sabría, ¿verdad? Y seguro que
me diría algo así. Pero si padre está mal, ¿se ha llamado al
doctor Trumper?
Laura se levantó. Ahí no había nada de qué enterarse.
—Nunca vacila en llamar al doctor Trumper si siente la
necesidad, pero cuando vuelva a casa iré a ver cómo está.
Se despidió de su cuñada con un beso en la mejilla y
salió de la habitación sintiéndose como se sentía siempre
después de pasar un rato con Emma: como una mujer
inferior.
Cuando llegó al vestíbulo se abrió la puerta de la calle y
entró Jack, trayendo con él el aire fresco.
Le escrutó la cara por si veía alguna señal de maldad,
pero no vio ninguna.
—Vine a visitar a Emma y al bebé. Felicitaciones, Jack.
Es un niño hermoso y robusto. Un verdadero Gardeyne.
—Sí. No hay nada frágil en él.
Ella mantuvo la sonrisa en la cara.
—Emma se ve bien también.
—El parto no es ningún problema para ella.
—Incluso un parto fácil es un reto considerable, Jack.
Tal vez él se ruborizó.
—Sí, bueno… Padre dice que vas a ir a Merrymead a
pasar una o dos semanas.
Ella captó un tono raro y se puso a la defensiva.
¿Intentaría impedírselo?
—Harry debe conocer a su otra familia.
—Cierto.
A Laura no le cupo duda de haber detectado un
silencioso «pero». De todos modos, su atención se centró
en que él debió haber visitado a su padre en esa última
hora.
—¿Lord Caldfort ya envió a llamar al doctor Trumper?
Él frunció el ceño.
—No. ¿Por qué?
—Me pareció que tenía una extraña indisposición, pero
él lo negó.
Jack arrugó más el entrecejo.
—Me pareció que se veía desmejorado. ¿El corazón?
—No lo sé. —Lo pensó un momento y añadió—: Podría
haber tenido algo que ver con una carta, pues estaba
leyendo su correspondencia en ese momento. ¿No te dijo
nada?
Él se puso rígido, sin duda ante la idea de hablar de
asuntos de la propiedad con ella.
—No. Por lo tanto no puede haber sido algo de
importancia. Llama al doctor Trumper de todos modos,
Laura.
Ella se tragó un sarcástico «Sí, señor».
—Tengo que irme. Hay muchísimo que hacer, si
queremos marcharnos mañana.
—¿Llevarás a Harry a visitar la tumba de su padre antes
de marcharos?
La frase la formuló como pregunta, pero sonó como una
orden. Laura estuvo tentada de decir que no, por ese
motivo, pero él tenía razón. Todos los domingos iba con
Harry a visitar la tumba, llevando flores frescas, por lo que
deberían hacerlo antes de marcharse, pues estarían
ausentes varias semanas.
—Lo llevaré más tarde en el calesín —dijo, y entonces
tomó la decisión—: ¿Tienes las armas de Hal, Jack?
Creyó ver que a él se le intensificaba el color rojo en sus
rubicundas mejillas.
—Sí, ¿por qué no? No quiero dejarlas oxidarse ahí.
—No, claro que no, pero estuve pensando en lo que
dijiste acerca de las costumbres masculinas. Si Harry
tuviera la pistola pequeña, descargada, lógicamente, sería
un buen recuerdo de su padre y lo encaminaría en esas
cosas.
Vio claramente su vacilación, pero finalmente le dijo:
—No es mala idea. Iré a buscarla.
Salió del vestíbulo y al cabo de un rato volvió con la
caja. Laura la abrió y, tratando de que pareciera que sólo la
movía el cariño por su difunto marido, miró atentamente
el contenido, para verificar si estaban todos los elementos
esenciales.
—Recuerdos tristes —dijo.
Y eso era cierto. El pobre Hal, que tanto disfrutaba de la
vida, ya no estaba.
Cerró la caja.
—Gracias, Jack.
—No olvides mantener escondidos la pólvora y las
balas. Los niños les cogen el truco a esas cosas más rápido
de lo que te imaginas.
—Sí, por supuesto.
Laura se marchó y tomó el camino de vuelta a Caldfort,
pensando en esas últimas palabras de Jack. Juraría que su
preocupación por la seguridad de Harry había sido
auténtica. Gracias a Dios que iría a Merrymead. Eso le
enderezaría el cerebro a una loca de atar.
Tan pronto como llegó a la casa se lanzó de cabeza a los
preparativos para el viaje. Envió a un mozo a ordenar que
trajeran un coche de postas para el día siguiente y luego
supervisó el arreglo de los baúles, permitiéndole participar
en la tarea al entusiasmado Harry.
—No, Minnow, no puedes llevarle flores a la abuela. Se
marchitarán antes que lleguemos. Ven a mirar mi joyero
para elegir algo que llevarle de regalo.
Sus joyas valiosas estaban en la caja fuerte, así que lo
dejó hurgar en el joyero, lo que lo tuvo entretenido un rato
mientras ella escribía instrucciones para la señora
Moorside.
Al final él eligió un bonito broche adornado con rosas
rosadas, que le gustaría mucho a su madre. Fue un regalo
de Charlotte Ball, recordó, cuando cumplió los dieciocho
años. Stephen le comentó que era extraña la elección de las
rosas rosadas.
Del fondo de su memoria salió un claro recuerdo.
Ella le preguntó qué flores consideraba adecuadas para
ella.
«Amapolas», dijo él.
«¿Amapolas? ¿Flores silvestres del campo?»
«Vibrantes, hermosas, y muchísimo más resistentes de
lo que parecen. Además, claro, están las del tipo que
ofrecen una droga potente que vuelve locos a los
hombres.»
Eso la sorprendió, y no supo decidir si era una broma,
un elogio o un insulto. El regalo de él, recordó, soltando un
bufido, fue un ejemplar de la oda de William Wordsword
Insinuaciones de inmortalidad.
—¿Mamá?
Sobresaltada miró la cara preocupada de Harry.
—Sí, cariño. Simplemente estaba recordando el día en
que me regalaron ese broche. A la abuela le va a gustar
muchísimo. Ven aquí, que lo vamos a envolver en un papel
bonito y lo ataremos con una cinta.
¿Dónde habría quedado ese delgado librito?, pensó. De
todos modos, era un recordatorio de que Stephen la
desaprobaba ya entonces, antes que Hal Gardeyne llegara
a la zona y lo cambiara todo.
Capítulo 5
Harry no paraba de hablar de sus abuelos, sus tíos, tías
y primos. Los recordaba a todos extraordinariamente bien,
y eso que hacía seis meses de la última y corta visita. Laura
no pudo evitar pensar que él podría tener una infancia más
feliz y sana en Merrymead, pero no podía cambiarlo de
casa; se veía incapaz de hacerlo.
Incapaz.
En un mundo correcto y justo una madre tendría más
poder, pero en este, lord Caldfort era el tutor de Harry. Y
cuando él muriera, ese poder pasaría a Jack.
Se quedó inmóvil, las manos detenidas a mitad del lazo
de la cinta rosa. Sí, realmente le deseaba una muy larga
vida a lord Caldfort.
Durante el almuerzo logró comer bastante para que
Harry no notara su preocupación; después lo llevó al
jardín, que no estaba muy bien cuidado. Él eligió
margaritas y alhelíes y unas cuantas ramas con delicadas
hojas grises para completar el ramo. Mirando los cuadros
que la rodeaban, Laura pensó que tal vez debería dedicarse
a trabajar en el jardín. Pero si esa fuera su vocación seguro
que ya la habría sentido antes.
Su estado de ánimo era muy adecuado para visitar la
tumba de su marido, pero no deseaba entristecer a Harry,
así que mientras iban caminando hacia el establo empezó a
entonar una canción que a él le encantaba. Cuando lo cogió
en brazos para sentarlo en el calesín tirado por un caballo,
ya sentía el corazón más alegre, lo que le confirmaba la
creencia de que una persona puede ser todo lo feliz que
quiera e intente ser. Tener a Harry para ella sola era
decididamente una delicia, y pronto lo tendría para ella
sola durante un mes entero.
Nunca llevaba a Nan a Merrymead. No había mucho
espacio libre en la casa, y siempre había muchísimas
personas que se sentían felices de cuidar a un niño.
Tampoco se llevaba a su doncella, por el mismo motivo.
—Solos tú y yo, Harry —dijo, mientras iban
traqueteando por el camino hacia el pueblo, y sonaban las
campanillas del arnés de Nutmeg.
—¡Solos tú y yo! —exclamó él, saltando en el asiento.
Iba tan exaltado por el viaje del día siguiente, no por
ese, que ella decidió ir poco a poco. No tenían ninguna
prisa, y no quería que él se cayera del coche. En realidad,
habría preferido no estropear el ánimo de su hijo ni el suyo
con esa visita a la tumba de Hal, pero ese era un
pensamiento indigno. El pobre Hal se merecía ser
recordado.
Harry iba señalando las vacas, los caballos, las ovejas y
los árboles. En la granja Figgers se detuvieron a mirar unos
patos. Cuando llegaron al camposanto y lo cogió en brazos
para bajarlo, él le sonrió encantado. ¿Habría algo más
mágico que un niño feliz y entusiasmado? Le dio un fuerte
beso en la mejilla y lo dejó en el suelo.
Después de dejar bien amarrado al caballo, le cogió la
mano.
—Vamos, Minnow. Sujeta con firmeza esas flores.
Pasaron por la puerta y tomaron el sendero.
—¿La iglesia? —preguntó él, tironeándola hacia el
antiquísimo edificio.
—Hoy no, cariño. Hoy vamos a ir a poner las flores
junto a la tumba de tu padre porque no vendremos a la
iglesia el próximo domingo. Iremos a la iglesia Saint
Michael, cerca de Merrymead.
—¡Merrymead! —canturreó él.
Eso la hizo reír. Se apresuró a reprimir la risa. No era en
absoluto apropiado que una viuda se riera cuando iba a
visitar la tumba de su marido. Decidió comenzar a hablarle
de Hal, como hacía en todas sus visitas, con el fin de
conservar vivo su recuerdo en Harry. Aunque sabía que
eso no resultaría. El pobre Hal acabaría siendo solamente
una tumba y un desconocido en los retratos.
Ni siquiera podía decirle toda la verdad a Harry: que
Hal Gardeyne no había sido un hombre particularmente
inteligente y que había heredado el egoísmo de su padre y
de su madre. Pero había aspectos positivos también, si no,
ella no se habría casado con él.
—Tu padre era un hombre fuerte, Harry. Era alto,
medía más de seis pies, y tenía los hombros anchos. Creo
que algún día tú vas a ser igual. Tenía tanta energía que
parecía chisporrotear alrededor de él, y era generoso.
En la cama era generoso. A juzgar por las quejas de las
mujeres que consideraban una carga las atenciones de sus
maridos, suponía que otros hombres no lo eran. Se daba
cuenta también de que si ella hubiera sido muy fértil tal vez
habría recelado de esas atenciones de su marido.
Reprimió una sonrisa. ¿Cómo sería el mundo si los
demás oyeran los pensamientos secretos?
—Hemos llegado.
Se detuvo ante la hermosa lápida de mármol en que se
recordaba la existencia de Hal Gardeyne. Hijo mayor de
John, lord Caldfort, de esta parroquia, amado hermano del
reverendo John Gardeyne, párroco de Saint Edwin.
Llorado y recordado por su amante esposa Laura y su hijo
Harry.
Debajo estaba grabada la frase que Jack insistió en
poner: «Abandonó la vida saltando».
Ella siempre encontraba ligeramente humorística esa
frase, pero sabía que expresaba la comprensión de un
hermano. De verdad Hal estaba a rebosar de vibrante
energía y murió haciendo una de las cosas que más le
gustaban: pasar volando por encima de una valla del
campo durante una cacería.
Esperaba que en el cielo hubiera vallas y caballos.
Bajó la vista y vio que Harry ya había quitado las flores
marchitas puestas el domingo pasado y estaba intentando
enterrar las frescas. Se agachó a ayudarlo.
—Ahora tenemos que traer agua de la bomba, cariño.
Vamos.
Pero Harry se sentó en el suelo y comenzó a recoger
ranúnculos para formar otro ramo, con la típica
concentración de un niño de tres años. Moviendo la cabeza,
ella lo dejó entregado a esa ocupación; la bomba estaba
cerca de la parcela Gardeyne.
Empezó a bombear agua, con un ojo puesto en el niño,
no fuera a alejarse a vagar. Una débil luz del sol iluminaba
la escena, pero los murmullos del viento por entre los
elevados olmos que daban sombra al lugar generaban un
ambiente de tristeza. Daba la impresión de que los árboles
estaban más tristes que ella.
Sí que lamentaba la muerte de Hal, por él, y esa pena
era generosa. De hecho, fue arrancado demasiado pronto
de su vibrante vida, y eso era trágico.
Tenía plena conciencia de que, por lo que a ella se
refería, su pena era totalmente egoísta. La fastidiaba haber
quedado abandonada en esa situación represiva y tediosa,
alejada de su familia y del mundo elegante, que le gustaba
y en el que había disfrutado. Había lamentado, y
lamentado durante años, que su matrimonio no fuera el
que había soñado a los dieciocho.
Deslumbrada por un hombre enérgico y mundano,
había supuesto que él continuaría con sus galantes
atenciones, pero Hal no había tardado en volver su
atención a su mundo de deportes masculinos. Cuando
estaba con ella parecía disfrutar de su compañía, pero su
corazón estaba muy firmemente puesto en otra parte. Y el
tiempo tiende a fluir hacia donde vive el corazón.
Había llegado a comprender que no tenían nada en
común, ni siquiera la vida que compartían en el mundo
elegante. A él lo enorgullecía ser el marido de Labellelle,
pero aún le gustaba más ser el marido de lady Alondra;
encontraba muy presuntuoso y sospechoso el apodo
Labellelle.
«Brummell —comentó una vez—. Es un tipo raro ese
Brummell. No le gusta cazar porque se mancha de barro la
ropa. Lady Alondra, esa eres tú, cariño. Feliz como una
alondra.»
Esa vez estaban en la cama, relajados y sudorosos…
Qué suerte que ningún observador pudiera leerle los
pensamientos. Con toda la compasión por su viudez, nadie
hablaba jamás de la cama. Tal vez no se podía hablar de
eso, pero no era de extrañar que hubiera tantas viudas que
llevaran una vida escandalosa.
Ella ni siquiera podía recurrir a ese alivio. No lograba
imaginarse tener amantes eventuales, pero seguro que no
podía arriesgarse a causar un escándalo. A una madre así
podían separarla de sus hijos. Y si Jack era tan malo como
creía, una mala conducta por parte suya podría sellar la
sentencia de muerte para Harry.
Vio que él seguía sentado junto a la tumba de su padre,
rodeado por ranúnculos cortados. Cogió el balde de
madera lleno y echó a andar hacia él, con cuidado para no
salpicarse la falda.
Harry miró algo que tenía en la mano y se lo echó a la
boca.
—¡Harry, no!
Apresuró el paso y se le derramó agua. Dejó el balde en
el suelo y echó a correr. Los ranúnculos no son venenosos,
pero de todos modos…
Le cogió la mano. La tenía cubierta por algo marrón.
—¡Harry! No te tragues eso. Escúpelo.
Él estaba masticando, con expresión rebelde, así que por
lo menos no podía ser estiércol.
—¡Abre la boca! —le ordenó, con la voz más severa que
pudo.
Él obedeció, fastidiado, dejando ver un revoltijo de algo
marrón y blanco. Parecía un pastel con un relleno pegajoso.
—Harry, sabes muy bien que eso no se hace —lo
reprendió, sacándole todo lo que pudo con los dedos—. No
se comen las cosas que se encuentran en el suelo. Escupe el
resto. ¡Inmediatamente!
Con la cara arrugada por el fastidio, él obedeció, y ella
le limpió la boca con su pañuelo. Después lo llevó a rastras
hasta el pozo, cogiendo el balde al pasar.
—Nunca, nunca, nunca, comas algo que encuentres en
el suelo. Podrías enfermarte. —Comenzó a bombear—.
Bebe el agua que sube y luego escúpela. Trata de no
tragártela.
No sabía si él sería capaz de hacer eso, pero lo hizo, aun
cuando quedó todo mojado.
Comenzó a calmársele el corazón aterrado, se sintió
mareada y tuvo que apoyarse en el borde del pozo un
momento. Sólo había sido un pastel con algo pegajoso que
alguien había dejado tirado ahí. A su edad, no era probable
que Harry se llevara algo asqueroso a la boca, y si lo hacía
lo escupiría.
Se arrodilló y lo cogió en sus brazos, con lo mojado que
estaba.
—Perdona si te he asustado, Minnow, pero es que tú me
has asustado a mí. Nunca debes comer nada que
encuentres por ahí, por muy sabroso que te parezca.
Parte de lo mojado de su carita eran lágrimas.
—Lo siento, mamá.
Ella le besó la sien.
—Lo sé, cariño, y a buen fin no hay mal principio.
Terminemos de arreglar las flores y nos iremos a casa y te
secaré.
Terminaron rápidamente el arreglo.
—Ahora vamos —dijo ella.
Harry le tironeó la manga, así que lo levantó en los
brazos nuevamente, lamentando haberlo asustado y
trastornado así. No cabía duda, estaba clarísimo que
necesitaba alejarse de Caldfort y recuperar su naturaleza
alegre. Le dio un abrazo especial antes de ponerlo en el
asiento del calesín, y le prometió otro pastel cuando
llegaran a casa.
Ya comenzaba a oscurecer y el aire se había vuelto frío.
Le quitó la chaqueta mojada y lo ayudó a ponerse el abrigo,
que había traído por si acaso. Después se envolvió en un
chal y se echó hacia atrás los extremos, atándoselos a la
espalda, como era la costumbre en el campo.
Harry se apoyó en ella, así que continuó rodeándolo con
un brazo, pero así no podía conducir rápido. Deseaba
tenerlo en casa y con ropa seca cuanto antes, pero no podía
negarle un abrazo. Ya habían entrado en el parque que
rodeaba Caldfort cuando él gimió:
—Mamá…
Un instante después, vomitó por el lado del calesín.
Ella detuvo al caballo y le limpió la boca.
—Tiene que haber sido ese pastel, Minnow. Vete a saber
desde cuándo estaba ahí. Te sentirás mejor por haberte
librado de él.
Volvió a coger las riendas, pero él iba llorando,
apretándose el estómago con las manos. Repentinamente
aterrada, le cogió el abrigo con una mano y con la otra agitó
las riendas, instando al caballo a acelerar el paso.
Sólo tardaron unos minutos en llegar al establo.
Bajó del calesín de un salto, cogió a su lloroso hijo en los
brazos y echó a correr hacia la casa, en dirección a la
despensa, donde preparaba y guardaba sus remedios.
El vómito y el dolor de estómago podían deberse
solamente a nervios o la excitación, pero debía sacarle del
estómago todo rastro de ese pastel. Lo dejó en el suelo y
cogió la infusión de ipecacuana. Le temblaban tanto las
manos que le costó poner un poco en un vaso y dársela a
beber.
Aunque él trató de resistirse, consiguió que se la
tragara. Pasado sólo un momento, el niño arrojó todo el
contenido de su pequeño estómago y volvió a echarse a
llorar. Lo abrazó fuertemente, tratando de consolarlo, pero
feliz al ver trocitos de pastel en el vómito.
Ya habían llegado ahí el ama de llaves y una criada.
—¿Qué ha ocurrido, señora? —exclamó la señora
Moorside.
—Harry cogió algo del suelo y se lo comió. ¿Me haría el
favor de prepararle una limonada, con mucha miel y un
poco de coñac?
Mientras lo llevaba en brazos a su habitación, Harry iba
hipando entre sollozos y chupándose el pulgar. Allí los
recibió Nan, lanzando exclamaciones de alarma. Laura le
contó la historia y entre las dos le quitaron la ropa mojada
y sucia, lo lavaron y le pusieron su camisón de dormir.
Después lo metieron en la cama, bien arropado, y Laura se
sentó a un lado a observar por si veía señales de más efectos
nocivos.
La señora Moorside en persona subió con la limonada.
Laura consiguió que se la bebiera. Esa era una de sus
bebidas favoritas, y pronto desapareció la mitad. El coñac
lo adormiló; le cayeron los párpados y en un momento se
quedó profundamente dormido.
Laura volvió a tocarle la frente y a tomarle el pulso.
Tenía la frente fresca y el pulso normal. El estómago no lo
tenía duro ni daba ninguna señal de molestia. Se le calmó
un tanto el terror. Si había habido algún peligro, ya había
pasado. Probablemente. Tuvo que recurrir a toda su fuerza
de voluntad para salir de la habitación y dejar a su hijo en
manos de Nan, aunque fuera por un rato, pero ella también
estaba mojada y sucia.
Sólo cuando llegó a su habitación sintió con toda su
fuerza el peso de su peor temor. Apoyó la espalda en la
pared, y las piernas le temblaban tanto que le cedieron y se
le deslizó el cuerpo hasta el suelo.
Alguien podría haber intentado envenenar a su hijo.
Jack Gardeyne podría haber intentado envenenar a su
hijo.
Se arrastró hasta un sillón, se incorporó y se sentó, sucia
como estaba.
Un pastel, por muchos días que tuviera, no causaría ese
efecto. Aunque, por otro lado, el vómito y el dolor podrían
ser simplemente una reacción nerviosa. Igual se la había
provocado ella.
No logró obligarse a creérselo. No podía permitirse
creer eso. Menos mal que se marcharían al día siguiente; si
no, se volvería loca de miedo.
Entró a toda prisa su doncella para ayudarla a
cambiarse ropa, por lo que tuvo que serenarse y simular
que sólo era una madre preocupada. Se levantó para
desvestirse, lavarse y ponerse otra ropa. Después se sentó
para que la doncella le arreglara el pelo y restableciera la
imagen de la Laura Gardeyne perfecta.
Cuando terminó su arreglo ya había llegado un mensaje
de lord Caldfort, pidiéndole que fuera a informarlo de lo
que le había ocurrido a su heredero. Laura hizo otro
esfuerzo por serenarse y bajó a su despacho. Él estaba en
su sillón grande junto a la ventana, con las piernas
hinchadas apoyadas en un escabel. Nuevamente lo vio
ojeroso y con aspecto de sentirse mal.
—Harry está bien ahora, señor —se apresuró a decir—.
No corre ningún peligro.
—Pero en qué peligro estuvo, ¿eh? ¿Qué estabas
haciendo para no darte cuenta de que estaba comiendo
veneno?
—¿Veneno? —exclamó ella, pensando qué sabría él.
—Supe que lo obligaste a tomar un emético. ¿Eso fue
para divertirte, mujer?
Laura se sentó, no fuera que la traicionaran las piernas
otra vez.
—No, señor, claro que no. Pero podría no haber sido
necesario. No podía permitirme correr ningún riesgo.
Harry comió algo que encontró en el suelo. Un bollo o
pastel, posiblemente.
—¿Con veneno para ratas?
Ella se estremeció. Desgraciadamente eran comunes las
muertes por cebos envenenados.
—¿Quién pondría veneno para ratas en un camposanto,
señor? Sin duda alguien tiró descuidadamente el pastel ahí
y no tenía nada malo, hasta que mi miedo le excitó el
estómago.
Él la miró con los ojos entrecerrados.
—Pero no lo crees.
Ella se mojó los labios y repitió lo que había dicho:
—No podía permitirme correr ningún riesgo, señor.
Él tenía el ceño fruncido, lo que le daba el aspecto de un
bulldog dispéptico.
—Eres una buena madre. Cuando Hal se casó contigo
pensé que no eras otra cosa que una muchacha casquivana.
¿No te llamaban alondra en la alta sociedad? Y no por tu
canto —bufó—, sino porque andabas de jarana por ahí.
Pero has resultado ser inteligente e ingeniosa. Hal tuvo
suerte.
Esa era la primera vez que él le decía algo así.
—Gracias, señor. Lloro su muerte.
—Sí —suspiró él—. Aunque él vivía para cazar.
—Él habría elegido esa manera para morir —convino
ella.
Sí, Hal no habría deseado seguir viviendo si hubiera
perdido su capacidad para cabalgar y cazar, como le
ocurrió a su padre.
—Supongo que desearás retrasar tu partida —dijo él.
Laura sintió un nudo en el estómago.
—No creo que eso sea necesario —dijo, con la mayor
despreocupación que pudo—. Los niños superan con
mucha rapidez estas cosas. A menos que me parezca que
Harry ha empeorado, nos marcharemos mañana, tal como
habíamos planeado.
Se preparó para hacer frente a su resistencia, pero él
dijo:
—Sí, eso será lo mejor.
Ella le hizo su reverencia y salió del despacho, aliviada
por un lado pero no por el otro. ¿Es que lord Caldfort
compartía sus sospechas? Su malestar de esa mañana,
¿podría deberse no a una carta sino a algo que hubiera
dicho Jack?
Se detuvo en el vestíbulo para analizarlo todo y no logró
hacer encajar las cosas. Estaba casi segura de que Jack no
había venido a ver a su padre esa mañana tan temprano, y
todo apuntaba a que lord Caldfort estaba solo y leyendo su
correspondencia cuando le ocurrió la conmoción.
—¿Laura? ¿Te ocurre algo?
Sobresaltada, se giró, con una mano en el pecho, y
descubrió que esa voz característica y que se arrastraba
ligeramente no había sido producto de su imaginación.
—¡Stephen! ¿Qué haces aquí, por el amor de Dios?
Capítulo 6
Elegante, rubio, delgado y guasón, sir Stephen Ball
estaba realmente en el otro lado del vestíbulo, frente a ella,
aunque su mente obnubilada no lograba imaginarse cómo.
Era como si hubiera aparecido en medio de un humo
arrojado en una escena de teatro.
—¿Qué hago? —preguntó él, avanzando hacia ella—.
Mi intención es hablar con lord Caldfort sobre un asunto
de política, pero colijo que hay un problema en la casa. ¿La
cocinera ha quemado la salsa? ¿Una rata ha invadido la
despensa?
Stephen, sí, sardónico como siempre. ¿Deseaba hablar
con lord Caldfort?
De pronto se le agudizó la mente obnubilada. ¿Estaría
relacionada su llegada con la conmoción de lord Caldfort
de esa mañana? ¿La carta anunciaría un escándalo o
desastre político?
—¿Laura?
Ella vio que él había arqueado las cejas y su mirada,
normalmente indolente, era penetrante. Recuperada de la
sorpresa, comprendió que él no había aparecido en una
voluta de humo sino sencillamente salido de la sala de
recibo.
Juntó los trocitos de información. Él había ido ahí a
hablar con lord Caldfort y lo hicieron pasar a la sala de
recibo. El drama de ella había distraído a todos los criados
y lo habían olvidado.
Consiguió emitir una alegre risita.
—Stephen, ¡cuánto lo siento! Como dices, todos hemos
estado distraídos por un asunto doméstico, pero es una
vergüenza que te hayan dejado olvidado. ¿Has venido a
ver a mi suegro? Iré a decírselo…
Empezó a girarse pero él le cogió el brazo,
sorprendiéndola. Al girarse a mirarlo comprendió que su
conmoción no era por lo escandaloso del acto en sí, sino
por el contacto con él. Hacía mucho tiempo que no sentía
un impacto así porque un hombre la tocara.
Pero ¿de Stephen?
—Tómate un momento para calmar los nervios —dijo
él, soltándola—. No deseo ser entrometido, pero ¿hay algo
que pueda hacer yo? Soy bastante experto en cazar ratas.
Contarle todos los detalles en ese mismo momento fue
tal vez la tentación más fuerte que experimentó Laura en
toda su vida, pero se contuvo. En otro tiempo habían sido
tan íntimos como hermanos, pero de eso hacía mucho, y
durante seis años él la había eludido con tanta
determinación como ella a él.
—Gracias, pero el drama ya ha pasado. Mi hijo se comió
algo tóxico y tuve que darle un emético. Lord Caldfort está
preocupado porque, claro, Harry es su heredero.
—¿Qué se comió?
—Una especie de bollo o pastel que encontró en el suelo
en el camposanto.
Logró decirlo despreocupadamente, pero el horrible
pensamiento se metió de todos modos en su mente: «Y
posiblemente mezclado adrede con veneno».
Un brazo la rodeó, y descubrió que lo necesitaba, y
también necesitó la ayuda para entrar en la sala de recibo
y sentarse en el sofá. No podía permitirse ser tan débil,
pero los músculos y los tendones no siempre obedecen.
—Estoy bien —dijo con una vocecita débil.
—¿Ponerte pálida como un papel y balancear el cuerpo
es el último truco fiestero de lady Alondra? —dijo él,
caminando hasta el hogar y tirando del cordón para llamar.
—Es lo que hace furor en estas tierras —consiguió decir
ella alegremente.
Pero la aliviaba estar sentada. Incluso cerró los ojos y
apoyó la cabeza en el respaldo un momento. Como si
estuviera lejos oyó entrar a Thomas, pidiendo disculpas
por haber olvidado al visitante.
—No te preocupes por eso —dijo Stephen con tranquila
autoridad—. La señora Gardeyne necesita un
reconstituyente. Té dulce y coñac. Inmediatamente.
Thomas salió y Laura abrió los ojos. A pesar de todo,
descubrió que estaba sonriendo.
—Qué típico de ti, Stephen, dar órdenes en la casa de
otra persona.
—Actuando como el señor de la creación. ¿Te molesta?
—No, claro que no.
Pero ¿y si él venía a destrozarle su trocito de creación?
¿Un acto de venganza final? No, no podía imaginarse a
Stephen cayendo tan bajo. Habían sido amigos, buenos
amigos.
Él fue a sentarse a su lado en el sofá y ella le notó un
garbo que no le conocía. Estaba más alto y más fuerte, pero
eso no debería sorprenderla. Se habían visto de tanto en
tanto durante esos seis años.
Llevaba botas y calzas de piel. Ropa de campo, pero
hecha en Londres, observó. Después de todo, lo apodaban
el Dandi Político. Sobre una mesa había una fusta de
montar junto a su sombrero y sus guantes.
Había cabalgado hasta allí. ¿Desde dónde? La gente
rara vez elegía cabalgar distancias largas, siempre que no
fueran, claro está, en el campo de caza.
Él curvó los labios.
—Tan transparente como siempre, Laura. ¿Qué hago
aquí? Pasé a hablar con lord Caldfort sobre un asunto
parlamentario.
Ella se enderezó y se concentró.
—Sí, lo dijiste. Pero ¿pasaste? Berkshire no está
precisamente al lado de Devon ni de Londres.
—Un poco apartado. ¿Soy mal recibido?
Sí, pero no podía decir eso.
—Noo. Lo que pasa es que todavía estoy estremecida
por el incidente con Harry. Pero me temo que has hecho un
viaje inútil. Dudo que lord Caldfort se vuelva a presentar
en el Parlamento alguna vez. Ni siquiera puede salir de
casa. Podría ser que no durara mucho —añadió en voz
bajo.
—Una lástima. Siempre ha sido partidario de la reforma
militar, que es el asunto de que se trata.
Ella intentó leerle la expresión, pero él siempre había
sido experto en ocultar sus pensamientos y sentimientos.
¿Sería tan sencilla la explicación de su presencia ahí? ¿No
estaba relacionada con el malestar de su suegro?
Desconfiaba de la coincidencia, pero era posible que sólo
fuera eso, una coincidencia.
Trajeron el té con un decantador de coñac al lado.
Stephen quiso servirlo, pero ella insistió, aun cuando sintió
pesada la tetera en la mano todavía temblorosa. Puso más
azúcar en su taza del que acostumbraba a tomar, y dejó que
él le añadiera un poco de coñac. Tan pronto como bebió un
trago, se le empezaron a calmar los nervios y le sonrió.
—Esto era exactamente lo que necesitaba. Debes de
haber creído que estaba demente.
—Sólo afligida. Una amenaza a tu hijo es un buen
motivo.
Ella se quedó inmóvil con la taza a medio camino de sus
labios.
—¿Amenaza?
Él arqueó las cejas.
—Un posible veneno es una amenaza, ¿no?
Ella forzó una risita.
—Sí, claro. Sólo que la palabra «amenaza» implica que
fue algo intencionado, y no lo fue. Sólo fue un accidente.
Estaba parloteando, así que volvió a taparse la boca con
la taza de té.
Al ver que él no decía nada, lo miró haciendo una
mueca.
—Este no ha sido un buen día, pero no hay ningún
misterio, así que no pongas a trabajar en eso a tu agudo
intelecto.
—¿Sabes de dónde salió ese pastel o bollo?
Ella tendría que haber sabido que no lo iba a distraer del
asunto.
Hizo un gesto como para restarle importancia.
—Ah, es posible que no contuviera nada tóxico. A los
niños se les altera el estómago por las cosas más
insignificantes, incluso por la excitación o el entusiasmo. Si
estoy afligida se debe a que temo haber obligado a Harry a
tragarse el emético sin ningún motivo, y el pobrecillo
vomitó y quedó agotado. Si no, te llevaría arriba a
conocerlo. Así pues —continuó, tratando de redirigir la
conversación a los asuntos de él—, ¿qué viaje te ha traído
cerca de Caldfort?
Creyó que iba a rechazar el cambio de tema, pero él se
relajó:
—He estado en Oxford, un condado vecino por lo
menos, y voy de camino a casa.
Esa ruta lo trajo cerca. El alivio la desasosegó casi tanto
como la había desasosegado el miedo, pero todavía tenía
que vérselas con él.
Incluso en circunstancias normales, la llegada de
Stephen le habría causado tensión. Ese día había sido casi
intolerable. ¿Con qué rapidez podría acelerarle la partida?
No se marcharía mientras no hablara con lord Caldfort. Se
ocuparía de eso enseguida.
En ese momento el reloj dio las cinco.
—¿Tan tarde es? —se le escapó, por desgracia.
Él dejó la taza en la mesilla y se levantó.
—Te he retenido con esta charla ociosa cuando tienes a
tu hijo enfermo. Perdóname. Me alojaré en la posada del
pueblo y mañana volveré para hablar con Caldfort.
Ella también se levantó y actuó como debía:
—Lógicamente, te quedarás a pasar la noche aquí, y no
me cabe duda de que lord Caldfort estará feliz de hablar
contigo ahora si puede. Echa de menos su participación en
los asuntos del mundo. Iré a ver.
Esta vez él no hizo ningún intento de detenerla, así que
pudo escapar.
A medio camino por el vestíbulo se detuvo, golpeada
por una nueva comprensión. Stephen no hacía nada sin
pensarlo. Llegó a una hora avanzada y luego, sí, la retuvo
ahí hablando cuando ella tenía a su hijo enfermo en la cama
en el cuarto de los niños. Y casi la obligó a invitarlo a
alojarse allí.
Se habían eludido mutuamente durante seis años. Él no
vendría jamás a su casa por una finalidad trivial. Pero fuera
cual fuera esa finalidad, ella no veía manera de
impedírselo.
Continuó caminando hasta el despacho de lord Caldfort
y observó su reacción ante la noticia de que hubiera un
huésped. Absoluto placer. Fue a buscar a Stephen, lo llevó
al despacho, y le habría encantado quedarse para descubrir
algo más, pero lord Caldfort jamás lo hubiera tolerado.
Cuando volvió al vestíbulo, se encogió de hombros. Si
iba a caer una espada sobre la familia Gardeyne, caería.
Hizo llamar a la señora Moorside y le ordenó que se
encargara de que prepararan una habitación.
—Y dígale a la cocinera que seremos uno más para la
cena. Un caballero que es probable que coma más que el
resto de nosotros juntos. —A pesar de su figura esbelta,
Stephen siempre había tenido un saludable apetito, sobre
todo después de una cabalgada. Recordaba que… Bloqueó
ese recuerdo—. Ah, y puesto que no hay señales de que
haya traído un ayuda de cámara, dígale a King que esté
preparado para ayudar a sir Stephen si lo necesita.
King era el ayuda de cámara de lord Caldfort y era
posible que disfrutara atendiendo a un hombre elegante.
Deseaba subir a ver cómo estaba Harry, pero se tomó
un momento para hacer un repaso y asegurarse de que
había hecho todo lo necesario. Le faltaba una cosa. Fue a
los aposentos de lady Caldfort a informarla de que tenían
un huésped. Ella había asumido el gobierno de la casa,
pero trataba de no dejar de lado a la mujer mayor.
—¿Es un hombre joven? —le preguntó lady Caldfort,
volviéndose a mirarla, blandiendo un alfiler con un
escarabajo clavado en él.
—Sí, supongo que se puede decir que es joven.
—Estupendo. Deberías volverte a casar. Alejarte de
aquí.
Lady Caldfort volvió a su trabajo y Laura salió,
pensando si eso sería un aviso; pero nadie tenía menos
probabilidades que lady Caldfort de conocer los planes
secretos. Al fin y al cabo, estaba claramente ciega a que ella
se encontraba ahí clavada como un escarabajo en una caja.
Bueno, ya se había ocupado de todo, menos mal, y por
fin podía subir al cuarto de los niños. Cuando vio lo
recuperado que estaba Harry, se le deshizo gran parte del
nudo de tensión. Acababa de despertarse de la siesta y
estaba pidiendo la cena. Volvió a examinarlo, por si tuviera
fiebre o dolor, pero estaba tan bien que nadie habría
imaginado lo mal que se había sentido antes.
—Muy bien, pero solamente sopa con pan remojado
dentro. Y luego manzana asada con nata, si te apetece.
Los brillantes ojos de él dijeron que sí. Se quedó un rato
jugando con su hijo, pero no podía quedarse hasta la noche
ahí, habiendo un huésped, y estando el niño tan bien
recuperado. Lo besó en la frente y bajó, pero no pudo dejar
de seguir dándole vueltas en la cabeza a los
acontecimientos del día.
¿Se habría imaginado el malestar o preocupación de
lord Caldfort?
¿Estaría realmente envenenado el bollo o sólo fue una
interpretación desequilibrada de ella?
Y la llegada de Stephen, ¿sería solamente una
coincidencia inocente?
Una conmoción tras otra le habían producido un
torbellino interior casi tan violento como el que le causó ese
bollo a Harry. Ya no sabía distinguir entre la realidad y la
ficción.
Entró en su cuarto de estar y apoyó la espalda en la
puerta, tratando de quitarse de encima los miedos
razonando.
Probablemente el problema de lord Caldfort no tuviera
nada que ver con ella.
Si Jack quería ver muerto a Harry, ¿por qué intentar
matarlo de una manera tan torpe cuando con el tiempo se
le presentarían mejores ocasiones? Los niños son niños, y
dentro de unos años Harry estaría trepando a los árboles,
llevando una barca por el río y aprendiendo a montar a
caballo, e incluso a saltar vallas. Un accidente fatal sería
ciertamente un juego de niños.
En cuanto a la llegada de Stephen, lo menos que podía
significar era que él había dejado de lado el rencor. Podría
ser hora de que ella olvidara y perdonara también. Ya eran
prácticamente unos desconocidos.
En eso irrumpió su doncella.
—Habiendo un invitado para la cena, necesita
cambiarse, señora.
—No para sir Stephen, Catherine. Somos viejos… —
pensó en la palabra correcta y finalmente se decidió por—:
conocidos.
—¡Y ese vestido es uno de los más viejos, señora! Sólo
lo elegí porque pensé que pasaría más tiempo en la
habitación del niño.
Laura se miró y comprobó que era cierto; llevaba uno
de sus vestidos más viejos y sencillos. En otro tiempo había
sido su vestido predilecto, y tal vez por eso lo conservaba,
aunque sólo se lo ponía para hacer los quehaceres en que
podía ensuciarse.
No era uno que habría elegido para recibir a ningún
huésped, y mucho menos a Stephen. Se levantó y extendió
la falda:
—Ahora no se ve, pero antes era muy bonito, a rayas
verde hoja y blanco. —Las rayas verdes ya estaban del
color de las hojas marchitas y las blancas se habían puesto
amarillentas—. Creo que lo tengo desde antes de casarme.
Pues, sí, desde antes de su matrimonio.
De hecho, era el vestido que llevaba, el verde claro y el
blanco puro, cuando Stephen le propuso matrimonio.
¿Lo habría reconocido él? ¿Qué habría pensado?
Capítulo 7
—Vamos, señora, por favor, que se retrasará.
Laura entró en el dormitorio pero no logró impedir que
los recuerdos continuaran saltando sobre la barrera que
ella les había erigido alrededor.
Una merienda campestre en Ancross, ofrecida por los
padres de Stephen en la colina coronada por las ruinas del
antiguo castillo de Ancross. Toda su familia estaba ahí, y la
mayor parte de la de Stephen, además de Hal con sus
anfitriones, los Oxholme, y otras familias de la localidad.
Todos los asistentes seguían comiendo en el lugar
soleado y protegido del viento cuando Charlotte, Stephen
y ella llevaron a Hal a recorrer las ruinas.
Charlotte le hizo bromas a Hal para que la ayudara a
subir la escalera de piedra medio desmoronada hacia la
torre. ¿Tal vez Charlotte le tenía envidia porque ese
caballero tan guapo y buen partido le había pedido la
mano? Nunca se le había ocurrido pensar eso, pero tal vez
fuera cierto.
Ella y Stephen se quedaron abajo. Ya conocían las
ruinas y no ofrecían mucho más de interés, y tal vez ella
pensó que no quería arriesgarse a estropear el vestido en la
subida.
En todo caso, se quedaron allí abajo mientras los otros
dos subían.
¿Por qué?
Pues porque se quedaron cautivados por el canto de
una alondra.
Era como si en ese momento pudiera oír la hermosa
melodía. En Caldfort no eran tan comunes las alondras, por
lo que el sonido de su canto lo relacionaba con su casa.
El pájaro había echado a volar no muy lejos de donde
estaban ellos, tal vez porque se habían acercado demasiado
a su nido. Como suelen hacer las alondras, se elevó
cantando para distraerles la atención y continuó
elevándose y elevándose. Sólo existe una manera de
observar a una alondra, de modo que se tendieron de
espaldas en el suelo, con la vista fija en el limpio cielo azul,
mientras el pájaro se fue convirtiendo en un puntito
imposible de distinguir.
Como tenía muy presente en la memoria, fue uno de
aquellos momentos perfectos en que la naturaleza parece
celestial, sin ninguna insinuación de predadores, de nubes
ni tormentas.
Una vez que una alondra se pierde de vista, lo único
que se puede hacer es esperar que descienda, en esa bajada
en picado que siempre parece suicida y que nunca lo es.
No alcanzó a ver descender al pájaro.
Stephen se sentó, la tironeó para que se sentara y
entonces le pidió que cambiara de decisión, que se casara
con él, no con Hal; que lo esperara unos pocos años hasta
que él terminara sus estudios de leyes.
Catherine comenzó a desabrocharle los botones,
arrancándola del pasado. Tragó saliva y se las arregló para
no estremecerse.
No, no era posible que Stephen pensara que se había
puesto ese vestido para atormentarlo. Esa era otra
coincidencia, lo que significaba que la llegada de él lo era y
no tenía ninguna trascendencia especial. Sólo tenía que
sobrevivir a la cena. Al día siguiente se marcharía.
Se lavó y se puso su único vestido de medio luto de
seda, de hechura sosa y sin adornos, como era conveniente,
y de un color lila igualmente soso. De pronto se sintió
terriblemente cansada de los colores del luto. Incluso
encontraba preferible el viejo vestido ya desteñido.
Estuvo un momento pensando en todos sus vestidos de
colores vivos, pero desechó la idea; le daría a Hal los doce
meses de luto debidos, y de ninguna manera estimularía la
retorcida mente de lady Caldfort presentándose en la cena
toda elegante y frívola. A saber qué diría.
Pero se pondría las perlas en lugar de los azabaches
engarzados en acero; y así lo hizo. Eso le levantó un poco
el ánimo, pero la cofia con adornos lila que hacía juego con
el vestido se lo bajó en picado. Los tonos morados jamás le
habían sentado bien, pero hasta esa noche nunca había
pensado en eso.
Miró el reloj. Tenía que bajar para comprobar que todo
estuviera bien dispuesto para un invitado. Pero no con
demasiada prisa. Siempre calculaba su llegada para estar
en el despacho de lord Caldfort lo menos posible antes que
anunciaran la cena.
Por otro lado, pensó repentinamente, si bajaba pronto
podría tener la oportunidad de averiguar la causa de la
preocupación de lord Caldfort. Él siempre hacía el
laborioso trayecto a su dormitorio para cambiarse, y esa
noche pondría especial esmero, por tener un huésped. Si se
daba prisa en bajar, quizás en el despacho no hubiera nadie
y entonces…
¿Qué?
¿Fisgonear en el escritorio? ¿Leer la correspondencia de
lord Caldfort? La sola idea la amedrentaba, pero se armó
de valor. Allanaría la Torre de Londres si era preciso para
proteger a Harry.
Miró nuevamente el reloj y bajó a toda prisa. La puerta
del despacho estaba abierta, como lo estaba siempre desde
que lord Caldfort iba a su dormitorio a cambiarse, y
después salía de ahí para entrar en el comedor a cenar. Se
preparó, sintiéndose como si fuera visible en ella su
intención; pero se preparó en vano, pues lord Caldfort
estaba ahí, sentado en su sillón junto al hogar.
Él la miró enfurruñado.
—¿No es tiempo ya de que uses ropa de color? Ese viejo
vestido que llevabas antes era mucho más alegre que el que
llevas puesto.
Qué curioso que él le dijera lo que ella misma había
estado pensando. Pero no se lo decía por compasión ni por
simpatía. Era una queja, como siempre, y ese era el motivo
de que ella tratara de evitar esos momentos.
—Aún no hace un año, señor.
—Pues falta muy poco. Si a mí no me importa, ¿por qué
ha de importarte a ti?
Ella lo miró a los ojos cansados, con bolsas.
—Quiero darle a Hal lo debido. —Antes que él pudiera
pincharla con otra cosa, preguntó—: ¿Cómo se encuentra,
señor? Espero que los trastornos del día no le hayan
debilitado.
Él se puso rígido, e hizo ademán de levantarse del
sillón.
—¿Los trastornos? ¿Ha habido más de uno? ¿Y nadie
me lo ha dicho?
—Ha sido una exageración —se apresuró a decir ella—
. La llegada de sir Stephen no ha sido un trastorno, pero sí
algo inesperado.
Él volvió a reclinarse.
—Eso sí. Un montón de problemas, eso es lo que son las
visitas, pero es un hombre sensato, para ser tan joven. Es
un viejo amigo de tu familia, entiendo.
A ella le sorprendió que Stephen se lo hubiera dicho.
—La propiedad de su familia está a tres millas de
Merrymead, sí. Y, claro, forma parte de nuestra ciudad,
Barham.
Hablaron de la zona donde estaba su casa sin mucho
interés por parte de ninguno de los dos hasta que entraron
Stephen y lady Caldfort. No del brazo, observó ella,
aunque no le cabía duda de que Stephen se lo había
ofrecido.
Lady Caldfort se detuvo cerca de la puerta, a esperar
impaciente con su habitual silencio, aunque por lo menos
daba la impresión de que estaba dispuesta a esperar.
Stephen se encogió ligeramente de hombros y avanzó a
conversar con lord Caldfort.
Dado que se pusieron a hablar de las pensiones para los
militares, Laura aprovechó la oportunidad para dar una
vuelta por la modesta sala con las paredes tapizadas de
librerías. Deseaba ver alguna misiva, aunque, lógicamente,
suponía que no habría ninguna a la vista. Le echó una
buena mirada al escritorio; se sorprendió a sí misma al caer
en la cuenta de que tenía la intención de registrarlo, para
leer las cartas que hubieran llegado ese día.
El escritorio de nogal taraceado tenía tres cajones en los
lados y uno en el centro, este siguiendo la forma curva
convexa de la superficie. Todos tenían una ornamentada
cerradura de latón, y ninguno tenía la llave puesta. Supuso
que ese escritorio seguía la pauta normal y que una llave
servía para todos los cajones, pero sin esa llave no podría
hacer nada. No podía forzar las cerraduras; quedarían las
marcas.
Miró despreocupadamente la superficie. Y no vio
ninguna llave. Había dos cajas pequeñas, una de madera
taraceada y la otra tallada en ónice, pero no podía
registrarlas, al menos no en ese momento.
Tendría que volver ahí esa noche a investigar, cuando
todos estuvieran durmiendo y la casa se hallara en silencio.
Era posible que lord Caldfort llevara siempre la llave
con él, pero con frecuencia se quejaba de que sacar algo de
sus bolsillos con las manos hinchadas era una «maldita
molestia». Caminó lentamente hacia él y una sola mirada
le bastó para comprobar que no llevaba la faltriquera del
reloj ni ninguna cadena o artilugio donde pudiera colgar
una llave.
También podría haberle dado la llave a su ayuda de
cámara para que se la guardara segura, pero ¿para qué? No
creía que tuviera nada de valor en su escritorio, y tener que
llamar a cada rato a King para que le abriera y le cerrara los
cajones equivaldría a otra maldita molestia. ¿Dónde podría
estar, entonces?
—¿Laura?
Pegó un salto y vio que lord Caldfort estaba de pie,
afirmado en el sillón con una mano y en su bastón con la
otra.
—Nos llaman a la mesa —dijo Stephen, ofreciéndole el
brazo.
Ella se lo cogió, ruborizada, y siguieron a lord y lady
Caldfort. Por una vez, lady Caldfort iba al lento paso de su
marido.
El rubor de Laura no se debía solamente al azoramiento
por haber estado distraída; había visto un interrogante en
los ojos de Stephen, y no quería que él estuviera atento a la
posibilidad de que ella ocultara algo. Para distraerlo, dijo:
—He estado tratando de recordar cuándo fue la última
vez que nos vimos. En una reunión social en Londres; una
rutilante.
—El baile de bodas Arden.
—¡Ah, sí! —Ella iba de rojo; él se veía espléndido con su
traje de gala oscuro—. El acontecimiento social del año
pasado.
—Y muy exitoso. Los Arden ya están bendecidos con
un hijo.
—Apareció en todos los diarios. Me imagino que el
bautizo sería magnífico también.
—Por supuesto; es el siguiente heredero de Belcraven.
Aunque Beth Arden está resuelta a criarlo de la manera
más normal posible a pesar de ser un futuro duque.
Ella lo miró de reojo, sorprendida de que fuera tan
íntimo de una familia aristocrática cuando él se movía en
su círculo de reformadores sociales. Pero entonces recordó.
—Los Pícaros. Arden es uno de la Compañía de los
Pícaros, tu grupo de amigos de Harrow. ¿Seguís siendo tan
íntimos?
Vio el peligro demasiado tarde. Hablar de asuntos de la
juventud, del tiempo en que entre ellos había más amistad,
era como acercarse al borde de un acantilado peligroso.
—¿Tanto te aburría yo contándote historias de ellos? —
preguntó él, irónico—. Pero sí, Arden es un Pícaro, y nos
mantenemos en contacto.
—Lord Darius Debenham también lo era, ¿verdad? Lo
recordé cuando leí la noticia de su milagroso regreso.
Todos estaríais encantados.
Habían llegado a la mesa. Mientras la ayudaba a
sentarse, él simplemente dijo «Sí» y se fue a ocupar su lugar
al otro lado.
—¿Cómo está sir Darius? —preguntó ella, y miró a
ambos lados de la mesa, explicando—: Estamos hablando
del hijo menor del duque de Yeovil, el que se creía que
había muerto en Waterloo y que encontraron hace poco,
todavía convaleciente de sus heridas.
—Mal asunto —masculló lord Caldfort—. ¿Estuvo un
año perdido?
—Una lesión en la cabeza, señor —dijo Stephen—. Eso,
más el efecto del opio que le daban para el dolor.
—Está loco, ¿no?
—No, señor.
La expresión y el tono de Stephen fueron afables, pero
ella vio que estaba molesto. Antes que lord Caldfort
pudiera decir algo más, él dijo:
—El tratamiento que se les da a los soldados
enloquecidos por la guerra es uno de los asuntos que se
están discutiendo…
La conversación se volvió impersonal y segura.
Muy hábil Stephen, pensó Laura, pero eso no la
sorprendía. Ya de muy joven había mostrado mucho tacto
y habilidad para manipular a las personas. Y justamente
por eso, su torpe proposición de matrimonio le resultó tan
chocante.
Bloqueó ese recuerdo.
De todos modos, la conversación había pasado
firmemente al terreno político, lo que significaba que lord
Caldfort había pasado a actuar como si las mujeres
sentadas a la mesa no existieran. Stephen la miró y ella le
sonrió, tranquilizadora.
Lady Caldfort estaba ceñuda, pero no golpeaba la mesa
con la cuchara ni se había puesto a chillar para que le
trajeran la comida. Y no hubo necesidad, por cierto.
Thomas entró con la sopa, y mientras la servía, ella se
permitió observar atentamente a Stephen.
El Dandi Político. La primera vez que lo oyó llamar así
lo encontró divertido, porque él no le daba ninguna
importancia a la ropa cuando era joven. Pero entonces cayó
en la cuenta de que siempre hacía que las ropas más
sencillas parecieran elegantes.
La siguiente vez que le vio en Londres, observó que su
ropa era elegante de esa manera sutil puesta de moda por
Brummell. Incluso así, no era exactamente un dandi,
aunque ese fuera el apelativo que se les daba a los hombres
que se vestían bien de esa manera: el Dandi de las Carreras,
el Dandi Cazador, el Dandi Dorado.
Se sirvió anguilas estofadas y contempló su actual
estilo.
Vestía de colores serios, pero nada en su ropa sugería
luto. Su chaqueta y pantalones eran negros, el chaleco de
un hermoso damasco en beis, negro y plata. Llevaba
anudada la corbata con las complicadas vueltas de las que
se enorgullecían los hombres y sujeta con un elegantísimo
alfiler adornado con esmeraldas, zafiros y diamantes, que
brillaban a la luz de las velas, dando la nota de color.
De repente recordó ese alfiler. Lo llevaba en el baile de
los Arden. Algo lo bastante grandioso para esa ocasión,
pero ¿no estaba fuera de lugar ahí?
Mientras comía, desentendiéndose de la conversación
tal como se desentendían de ella, recordó esa fiesta.
Hal estaba más contento que unas pascuas porque lo
hubieran invitado. Se conocía con Arden, de los campos de
caza, pero nada más. Él deseaba lucirla, y le pidió que se
mandara a hacer un vestido nuevo para la ocasión.
Ella eligió uno de atrevido color rojo, que le dejaba los
hombros descubiertos y era muy escotado por la espalda,
que sólo le quedaba algo velada por una rejilla de cintas.
Hal le regaló unos rubíes para que hicieran juego. El
vestido fue todo un éxito, y ella disfrutó de la fiesta hasta
que se encontraron con Stephen.
Hal lo llamó, para decirle algo acerca de Melton. A ella
la sorprendió que Stephen le quitara tiempo a la política
para hacer deporte.
Stephen, recordaba, se mostró muy educado, pero los
trató con esa cortesía que un caballero reserva para los
desconocidos o para las personas que no le caen bien. Se
imaginó que eso iba dirigido a ella, pero entonces se dio
cuenta de que Hal se había olvidado que estaba en un baile
en Londres y no en el viejo Club de Melton.
Después de alejarlo de Stephen, lo guió durante todo el
resto de la fiesta, de modo que no provocara ningún
desastre. Pero recordaba que deseó no haber asistido, aun
cuando después Hal coronó el acontecimiento haciéndole
el amor de un modo particularmente vigoroso. Esa fue la
primera vez que se sintió avergonzada de él, y que
comprendió que eso se debía a ese encuentro con Stephen.
Ese año no volvió a Londres, y después, en noviembre,
murió Hal.
Esa simple noche ya empezaba a parecerse a una
propiedad plagada de trampas para coger a los cazadores
furtivos. Una pregunta ociosa sobre cuándo fue la última
vez que se vieron la había mordido con dientes de acero.
Capítulo 8
Al menos se podía confiar en que Stephen intentaría
arreglárselas para generalizar la conversación. Primero
intentó incluirla a ella o a lady Caldfort, pero fue lo
bastante realista para renunciar. Ella se encontró ante una
chuleta de cerdo sin el menor apetito, deseando que lady
Caldfort hiciera una de sus bruscas retiradas para poder
marcharse también.
—¿Qué opinas de la reforma electoral, Laura? —le
preguntó él, de pronto.
O sea, que no había renunciado. Laura le hizo un mal
gesto, pero contestó:
—No encuentro bien que a algunos miembros los elijan
un puñado de personas y a otros miles.
—La tradición —ladró lord Caldfort—. No se puede
hacer caso omiso de la tradición.
Laura se sirvió nabos braseados y guardó silencio.
Stephen se sirvió de lo mismo, diciendo:
—La tradición ponía a escolares con el rango de
coroneles en el ejército, señor, y usted aprobó que se
reformara eso.
Laura sonrió al ver que lord Caldfort gruñía y atacaba
la comida. A él le gustaba considerarse un reformador,
pero frenaba en seco si algo iba contra sus intereses. En
calidad de vizconde Caldfort controlaba un distrito
pequeño, en que los treinta electores votaban por quien él
quería.
Stephen hundió su cuchillo en la carne.
—Y la tradición dice que todos los dueños de
propiedades deben votar. ¿Y las mujeres que tienen
propiedades?
Laura observó espantada el color que subía a la cara de
su suegro.
—¿Mujeres? ¿Votar?
—No grites, John —ladró lady Caldfort—. Sabes que
me estropea la digestión.
—Al diablo tu digestión.
—No se altere, señor —dijo Laura, fulminando a
Stephen con la mirada.
Lord Caldfort fijó en ella su mirada indignada.
—¿Desearías tener derecho a voto, mujer?
Laura se sintió atrapada como uno de los insectos de
lady Caldfort; no quería mentir, pero tampoco quería decir
la verdad y alterar más aún a su suegro.
—¿Lo ves? —dijo él, mirando a Stephen—. Ni siquiera
sabe decidir sobre un asunto tan sencillo. Las mujeres no
tienen cabeza para estas cosas, Ball, y si la tienen son
antinaturales. El mundo se iría al garete.
—Es curioso —dijo Stephen, mirándola por debajo de
sus párpados entornados—. Recuerdo que Laura me
presentaba batalla en una partida de ajedrez.
Santo Dios, pensó ella, ¿cuánto tiempo hacía que no
jugaba al ajedrez?
—Juegos —dijo lord Caldfort, descartando eso con un
gesto de la mano en que tenía el tenedor—. En todo caso,
¿cuántas mujeres tienen propiedades del tamaño que
justifique un voto? Aparte de las taberneras y mujeres de
esa clase.
—Tal vez ese sea otro aspecto de la ley que necesita
revisión, señor. El control de las mujeres sobre sus
propiedades.
Aunque la expresión de Stephen era de pura inocencia,
ella lo conocía bien y sabía que estaba intentando crear
problemas intencionadamente. Deseó que la mesa fuera
más estrecha para darle una patada.
Lord Caldfort dejó caer su tenedor.
—Maldición, señor, eres un radical.
—Eso me temo —dijo él. Miró a Laura y, tal vez
comprendiendo la mirada que ella le dirigía, añadió—:
Pero estoy firmemente a favor de la ley y el orden. ¿No está
de acuerdo, señor, en que el populacho debe ser controlado
por los ciudadanos buenos y sobrios?
Lord Caldfort volvió la atención a su comida.
—Sí, ahí hablas con sensatez. Traed a los militares; que
les disparen a unos cuantos.
Laura dudaba que Stephen hubiera querido decir eso,
pero él lo dejó pasar y muy pronto lord Caldfort volvió a
sentirse cómodo, en especial cuando Stephen dirigió el
tema de conversación a asuntos de deporte. Pero eso
también tomó un extraño giro. Pasó de la caza a la
equitación y luego a la creencia del viejo rey de que
cabalgar aumentaba el vigor, lo que no lo había mantenido
cuerdo, pobre hombre, y luego a otro tipo de carreras.
—Carreras —dijo Stephen cuando estaban retirando los
platos principales y trayendo los postres.
—Para hombres de a pie —dijo lord Caldfort.
Su atención se centró en un pastel de ciruelas. No debía
comer esas cosas, pero no había manera de impedírselo.
—Y de tanto en tanto para apostar —dijo Stephen—. No
hace mucho el teniente Naismith ganó quinientas guineas
en una carrera a pie de más de cinco millas. Supongo que
correr es un ejercicio tan saludable como cabalgar. O nadar
—añadió, mirando a Laura, y luego pasó la atención al
pastel que le ofrecían.
A Laura casi se le derramó el vino en el vestido.
Él se enteró de la vez que ella y Charlotte fueron a
bañarse en el río, y algo en la expresión de sus ojos sugería
que también se enteró de lo otro.
—¡Nadar! —exclamó lord Caldfort, con un bufido
burlón—. Diversión para muchachos, pero nada más. No
soy partidario de bañarse en el mar tampoco. El rey lo hacía
y mirad a lo que le ha llevado. Está totalmente loco. Un
caballero debe atenerse a cabalgar y caminar. Yo sería un
hombre feliz si pudiera hacer cualquiera de esas dos cosas.
Se hizo el silencio. Laura podría haber iniciado otro
tema, pero estaba muy distraída pensando qué sabía
Stephen.
Un día de verano particularmente caluroso, Charlotte,
ella y otras chicas fueron a refrescarse al río Bar, cerca de
Ancross, en un lugar donde, según Charlotte, los chicos se
bañaban y nadaban. Apostaron a una criada para que
vigilara, y aunque sólo se bañaron en la parte menos honda
con sus camisolas, fue maravilloso y atrevido.
Al día siguiente, Stephen les hizo saber, a modo de una
diplomática advertencia, que ese lugar se veía desde las
plantas superiores de Ancross. Sin duda su intención fue
que evitaran ese comportamiento, pero no le resultó. Más
aún, las incitó a hacer algo más pícaro aún.
Ella y Charlotte se mantuvieron vigilantes, ayudadas
por el telescopio de sir Arthur Ball. Tuvo que esforzarse
para no sonreír al recordar la deliciosa sorpresa que se
llevaron al descubrir que los chicos se bañaban desnudos,
la curiosidad que sintió al poder observar sus misteriosos
cuerpos por el telescopio.
Sintió un vuelco en las entrañas junto con una repentina
oleada de vergonzosa excitación. Mantuvo la cabeza gacha,
como si estuviera fascinada por el pastel de ciruelas, pero
incluso la rosca de nata con jugo púrpura que coronaba el
pastel le pareció excitante. Hacía mucho tiempo que no
veía un cuerpo masculino desnudo, desde que no sentía
uno apretado contra el suyo en su cama.
El conocido cuerpo de Hal. Muy musculoso, pero
delgado de caderas y velludo en el pecho.
El cuerpo de Stephen era diferente en ese tiempo.
Incluso entre otros jóvenes se veía más delgado, pero
rápido como un pez en el agua. La mayor parte del tiempo
estuvo sumergido en el agua, pero por un momento se
puso de pie en un lugar no muy hondo, riendo y
quitándose el pelo mojado de la cara, iluminado por un
rayo de sol, y le pareció un joven dios del agua.
Por aquel entonces supuso que su reacción era de
escándalo y azoramiento. Pero en ese momento en que lo
estaba recordando reconoció que fue de excitación, un
hormigueo como de calentura por la piel, un hormigueo en
sus pechos hinchados, unas vibraciones parecidas a los
latidos del pulso en la entrepierna.
Cogió su copa de vino y bebió un trago, mirando a
Stephen por entre las pestañas. Si él fuera Hal…
Lady Caldfort se levantó, arrancándola de sus
escandalosos pensamientos. Sin decir palabra, su suegra
salió del comedor y ella aprovechó la ocasión. Se levantó y,
musitando «Caballeros», escapó.
Subió corriendo la escalera. ¿Tan lastimosa era? ¿Se
sentiría avasallada por el deseo cada vez que un hombre
viril se sentara frente a ella en la mesa? Oyó un ruido abajo
y se giró a mirar. Jack iba caminando por el vestíbulo en
dirección al comedor. Había sabido de la visita y venía a
gozar de su compañía.
Su llegada le enfrió los impulsos como un chorro de
agua fría.
Corrió al cuarto de los niños para ver si Harry estaba
bien.
Capítulo 9
Harry estaba profundamente dormido y no se le veían
trazas de los acontecimientos del día. Pero estaba solo. A
ella no se le ocurrió decirle a Nan que no lo dejara solo. No
habría sido justo. Ella también se merecía pasar un tiempo
con los demás criados.
Pero no podía marcharse mientras no volviera Nan, de
modo que se sentó junto a su cama para vigilarlo,
sonriéndole.
Estaba tan hermoso dormido que bien podría servir de
modelo para un ángel de rizos oscuros. Pero no era un
ángel; con el tiempo sería tan difícil como la mayoría de los
hombres. Lo que la inquietaba era que ya fuera aventurero.
Al fin y al cabo era hijo de Hal Gardeyne y de ella. Y en su
juventud ella no había sido precisamente prudente.
Esa expedición al río para bañarse había sido idea suya,
como también la de observar a los chicos por el telescopio.
No, no debía permitir que su mente volviera a eso.
Haría mejor en cultivar los pensamientos de una monja y
concentrarse en mantener a Harry a salvo durante una
juventud normal y aventurera. Pero ¿cómo? Intentar
envolverlo en franela y algodones sería un desastre.
Tal vez cuando estuviera en casa debería hablar de eso
con su padre y con su hermano mayor, Ned. Aunque como
ellos eran personas muy campechanas y honradas, la
creerían loca, y, peor aún, irían a tratar el asunto
directamente con lord Caldfort.
Siempre estaba Stephen.
Él tenía una mente compleja, de la que carecían su
padre y su hermano. Sabía de leyes. Arrugó la nariz. Ya
había pasado el tiempo en que podría haberle pedido
ayuda a Stephen, pero sí podía ayudarse a sí misma
descubriendo qué fue lo que perturbó a lord Caldfort.
Se abrió la puerta y se asomó Nan.
—Ah, señora, ¿todo está bien?
Laura se levantó y salió al corredor.
—Sí, por supuesto. Subí a ver a Harry y decidí
quedarme un rato. Los niños cuando están dormidos son
una delicia, ¿verdad?
—Lo son, señora.
—¿Todo está listo para mi partida mañana?
—Sí, señora.
No sentía deseos de marcharse de la habitación de su
hijo, pero eso sería exagerar las cosas, así que bajó a su
dormitorio y le pidió a su doncella que la preparara para
acostarse. Era temprano, pero los acontecimientos del día
y el viaje del día siguiente la disculpaban. Cuando estuvo
preparada, envió a Catherine a acostarse.
Se quedaría en pie para asegurarse de que Jack no
subiera, y, cuando todos estuvieran durmiendo, bajaría a
registrar el despacho. Pasó a su cuarto de estar y empezó a
pasearse, mirando el reloj, pero pasado un rato se obligó a
sentarse a leer los diarios de ese día.
Sus ojos leían las líneas impresas pero su mente no
captaba gran cosa del significado, hasta que le atrajo la
atención un reportaje sobre los oficiales del ejército que
habían enloquecido por los horrores de la guerra. Stephen
había hablado de eso.
La idea era tratarlos en sus regimientos durante un año
antes de enviarlos a un asilo. Los asilos para los locos eran
lugares horrendos, capaces de enloquecer a los que aún
estaban cuerdos.
¿Tal como la casa Caldfort le estaba deteriorando la
cabeza a ella?
Miró el reloj. Eran pasadas las nueve y media.
Normalmente lord Caldfort se iba a la cama a las diez. ¿Por
qué Jack no se iba a su casa de una vez? Entreabrió un pelín
la puerta y, sí, hasta ahí llegaba el retumbante sonido de su
voz.
Volvió a sentarse y se puso a leer un espeluznante
reportaje sobre el cautiverio del cónsul de Inglaterra en
Argel durante el enfrentamiento que hubo ahí en agosto.
Al cónsul y a sus familiares, junto con unos oficiales de la
armada que intentaron rescatarlos, los habían encadenado,
encerrado en un foso, y obligado a caminar largas
distancias alimentados sólo con pan y agua.
Esa era otra historia de cautiverio, una que la hacía
avergonzarse de sus resentimientos.
La liberación de los prisioneros se debió al buen trabajo
diplomático del cónsul de Estados Unidos, aunque en
realidad el gobernador de Argel, al que llamaban «dey», se
había mostrado bastante humano al enviar al hijo del
cónsul inglés a un barco británico para que estuviera
protegido.
¿No era acaso una ley universal evitar que se les hiciera
daño a los niños?
Solamente si eran ajenos al asunto, pensó. Otros niños
no habían tenido esa suerte: los príncipes prisioneros en la
Torre; el pequeño príncipe Arturo, que se interponía entre
el rey Juan y el trono de Inglaterra.
Se obligó a volver la atención al diario. Dos diligencias
sufrieron percances cuando competían entre sí para llegar
primero a Brighton. Movió la cabeza. Uno de los amigos de
Hal murió en un accidente similar. Por lo visto los hombres
no necesitaban razonar para matarse unos a otros.
Mejoraban los caminos para que fueran más seguros, y los
locos echaban carreras en ellos.
Terminó de leer el diario y volvió a mirar el reloj.
Aunque le parecía que hacía un siglo que había salido del
comedor, sólo eran las diez y cuarto.
No tenía ningún sentido continuar sentada mirando las
manecillas del reloj, así que se puso a escribirle una carta a
su hermana Olivia, que estaba casada con un oficial de la
armada.
¿Sintió movimiento abajo?
Fue a entreabrir la puerta y, enhorabuena, oyó a Jack
despidiéndose y dando las buenas noches. Poco después
oyó pasos subiendo la escalera. Cerró la puerta y se quedó
ahí atenta a los pasos por el corredor, los de Stephen,
seguro, hasta que se cerró otra puerta más allá, por el
corredor.
Por fin.
Lord Caldfort estaría en su dormitorio preparándose
para acostarse; los criados retirarían las cosas del comedor,
fregarían los últimos platos y después se irían a acostar.
Lady Caldfort llevaba horas en sus aposentos. Ella no sabía
a qué hora se acostaba ni a qué hora se dormía, pero era
sabido que jamás salía, de sus aposentos después de la
cena.
Cuando la casa se quedó en completo silencio, sintió un
vehemente deseo de bajar, pero se contuvo; tenía toda la
noche. Paseándose impaciente y nerviosa por la habitación,
esperó hasta que el reloj dio las once y media para
disponerse a bajar. Entonces, llevando una vela y con los
oídos aguzados para percibir cualquier signo de vida, salió
al corredor, bajó la escalera y atravesó el vestíbulo en
dirección al despacho de su suegro.
Tenía preparada una historia por si la sorprendían, pero
eso no le aminoraba los latidos del corazón. Lord Caldfort
tenía mapas de los caminos en su despacho; su excusa sería
que quería echarle una mirada a la ruta del día siguiente.
Era una mala excusa, porque ella conocía bien el camino,
pero serviría.
Al fin y al cabo era una mujer, vale decir, y por lo tanto,
una idiota.
Cuando llegó a la puerta, se detuvo una vez más, con
los oídos aguzados por si oía algún sonido, pero enseguida
entró en la sala sin vacilar; si alguien la estaba observando,
no debía parecer que se escondía; aun cuando eso es lo que
estaba haciendo; le costaba creer que estuviera entrando en
el despacho de otra persona con el fin de leer su
correspondencia privada.
Avanzó sigilosa hasta el escritorio, puso encima la
palmatoria con la vela y volvió a pasear la mirada por la
superficie. No había cambiado nada desde antes de la cena,
pero claro, ahora podía abrir las dos cajas pequeñas. La de
madera contenía calderilla; la de ónice estaba vacía.
No había esperado que fuera fácil, pero habría sido una
agradable sorpresa.
Consciente de que pasaba de lo excusable a lo
inexcusable, rodeó el escritorio y se sentó en el sillón de su
suegro. Si entraba alguien en ese momento, estaría perdida.
Tiró de la manilla del cajón central, y se abrió. Casi se
rió ante la sorpresa. Pero el cajón no contenía cartas sino
solamente material para escribirlas. Había papel, plumas y
cajas abiertas con barras de lacre, arenilla, cortaplumas y
cosas de esas.
Lo cerró y tiró la manilla del primer cajón de la
izquierda.
Cerrado con llave.
Eso era de esperar, pero el cajón del centro le había dado
esperanzas. Rápidamente probó los otros; todos estaban
cerrados. Masculló una sarta de palabrotas que las mujeres
no debían ni saber, y volvió a considerar la posibilidad de
forzar las cerraduras. Estas no se veían resistentes, pero no
veía cómo hacerlo sin dejar marcas.
Fastidiada, contempló el escritorio. Suponer que habría
dificultades no las hacía menos decepcionantes. Pero se
recuperó y puso a trabajar la cabeza. Si la llave estaba ahí,
¿dónde se encontraba?
Uno a uno, cogió y examinó todos los objetos de encima
del escritorio, e incluso miró dentro del tintero. Mientras
hacía esa tontería se dijo que la llave no podía estar
escondida ahí; sin duda lord Caldfort la usaba todos los
días, y no la iba a sacar cada vez de un tintero.
Palpó por debajo del hueco para introducir las rodillas
y por los lados. Estaba a punto de meterse debajo cuando
cayó en la cuenta de que su suegro no era capaz de hacer
eso.
¿Dónde, entonces?
Paseó la vista por la sala, mirando el desalentador
surtido de estanterías con libros y objetos de arte. La llave
podía estar en cualquier parte, pero cuanto más lo pensaba
más segura estaba de que lord Caldfort no desearía
levantarse de su sillón cada vez que la necesitaba o quería
esconderla.
¿Dónde, entonces?
Aunque lo encontraba un lugar demasiado fácil, volvió
a abrir el cajón del centro y lo exploró con las manos hasta
el fondo. Sólo encontró polvo. Pasó los dedos por la caja
con arenilla. Nada. Entonces sacó la caja con barras de lacre
y la vació sobre la falda.
A la luz de la vela brilló una llave pequeña, de estilo
vistoso, muy ornamentada.
Casi sin poder creerlo, la metió en la cerradura del
primer cajón de la izquierda. Giró, haciendo un suave clic.
¿Podía interpretar eso como una aprobación divina? No.
Esa intrusión era una mala acción, pero tenía que hacerla.
Devolvió las barras de lacre a la caja, la puso en su lugar en
el cajón del centro y lo cerró.
El primer cajón de la izquierda contenía libros de
cuentas y carpetas con informes de la propiedad. No había
cartas. Lo cerró y abrió el siguiente. Más libros de cuentas.
El de abajo estaba vacío. Claro, agacharse tanto sería difícil
para su suegro.
Abrió el primer cajón de la derecha. ¡Cartas!
Todas estaban dobladas pero los sellos se veían rotos;
eran cartas recibidas, no cartas escritas y listas para enviar.
Eso era lo que buscaba.
Pero ahí había más cartas que las recibidas ese día. Trató
de recordar cuántas había visto sobre el escritorio esa
mañana cuando él le entregó la de Juliet. ¿Seis tal vez? Las
contó rápidamente. Había once.
¿Las guardaría por orden de llegada? Su intención era
fisgonear lo menos posible, pero tal vez tendría que
echarles una rápida mirada a todas.
Cogió la de arriba y la desdobló; el ruido que hizo el
papel sonó fuerte en el silencio. Le bastó una rápida mirada
para saber que se trataba de la compra de un toro. No veía
cómo eso podía ser causa de alarma.
La siguiente era sobre un pleito ante los tribunales en
Londres, pero nada peligroso ni controvertido. Luego
venía una carta de Francia, de un viejo amigo; la leyó
entera, pero no vio nada que pudiera ser alarmante.
Continuó abriendo y echándole una rápida mirada a
cada carta, tratando de no leer más de lo que era
absolutamente necesario. Llegó a una que estaba escrita en
papel barato, más delgado y menos blanco. La emoción la
tensó. A diferencia de las otras, venía sellada con una pasta
parecida a engrudo, no con lacre; estaba dirigida a lord
Caldfort, y lo único que indicaba del remitente era el lugar
de donde la envió.
Draycombe, de Dorset.
Eso la sorprendió y sobresaltó. Ella era de Dorset.
Draycombe estaba en la costa, cerca del límite occidental
del condado, y aunque ella nunca había estado allí, ¿podría
tener algo que ver con lo que había alarmado a su suegro?
Capítulo 10
Desdobló la carta con las manos temblorosas, con
miedo de romper el papel o hacerle cualquier otra cosa que
revelara que la habían abierto manos intrusas.
Esperaba ver una letra torpe que fuera a juego con la
calidad del papel, pero estaba muy pulcramente escrita,
aunque notó algo raro en la letra; tal vez muy angulosa; un
peso en el uso de la pluma.
Miró el final, para ver el nombre del remitente.
Azir Al Farouk.
¿Qué clase de nombre era ese?
Gran Señor:
Poseo información de interés para usted acerca de un
cierto HG, relacionado con Mary Woodside. Habiendo
sido durante unos años huésped de Oscar Oris, HG ha
cambiado de rumbo y podría causarle problemas. Adjunto
encontrará un objeto pertinente.
Estaría feliz de ayudarle a evitar este problema por el
pago de diez mil guineas.
Puede comunicarse conmigo a través del Capitán
Egan Dyer, en Compass Inn, Draycombe, Dorset. Quedo
con la esperanza de ser su más humilde servidor, gran
señor.
Azir Al Farouk
¡Diez mil guineas! Sin duda eso bastaba para producirle
una horrible conmoción a lord Caldfort, pero aparte de la
suma, la carta la desconcertaba. Pero seguro que esa era la
carta que andaba buscando.
HG. ¿Henry Gardeyne?
¿Su Harry? No, seguro que no. Él no había estado en
ninguna parte durante «unos años», y mucho menos con
Oscar Oris, fuera quien fuera ese personaje. Pero en el árbol
familiar Gardeyne abundaba el nombre Henry, eso sí,
acompañado por uno u otro nombre, antes o después.
Comenzó a repasar mentalmente los últimos, pero se
obligó a parar. Después podría pensar eso, en un lugar más
seguro. Temiendo olvidar algún detalle, sacó una hoja de
papel, mojó una pluma en el tintero y copió la carta. Tras
comprobar que la había copiado con exactitud, dobló la
original y la guardó donde estaba.
Miró el escritorio y revisó el cajón, buscando el «objeto
pertinente». No había nada, aparte de las cartas, y estaba
segura de que no había visto nada insólito en el cajón del
centro.
No podía seguir buscando. En todo caso, no tenía ni
idea de qué buscaba. Podría ser un trozo de tela, un botón,
un mechón de pelo, un retrato, un dibujo. No lo sabría ni
aunque lo viera. Estaba segura de que había encontrado la
carta problemática, pero, por si acaso, les echó una mirada
a las tres que le faltaba mirar. Las tres eran cartas normales
y corrientes.
Una vez que dejó las cartas ordenadas tal como estaban,
cerró el cajón con llave y guardó la llave en su lugar.
Comprobó que todo estuviera en orden en el cajón del
centro, lo cerró, con las manos mojadas de sudor, cogió la
palmatoria y… se quedó inmóvil.
¿Había oído un ruido?
Dejó de respirar para escuchar, pero todo era absoluto
silencio. Sintió la tentación de salir y subir corriendo hasta
su dormitorio, pero debía parecer inocente hasta el final.
Fue hasta el estante donde estaban los mapas de
carreteras, encontró la que contenía el camino a
Merrymead y metió la copia de la carta dentro. Con esa
excusa en la mano, salió del despacho sintiéndose como si
llevara la culpa grabada en la frente.
Si la llevaba, no había nadie que la viera. Todos
dormían en la casa, y los únicos sonidos que se escuchaban
eran los tic tac de los relojes. Incluso sus pasos con
zapatillas sonaban fuerte.
Subió nuevamente al cuarto de los niños, llevada por la
apremiante necesidad de comprobar si Harry seguía sano
y salvo. Estaba profundamente dormido, pero comprobó
que su entrada ahí no había despertado a Nan.
Con toda facilidad, Jack podría haber vuelto a la casa,
subido sigilosamente la escalera y ahogado a Harry con la
almohada. O podría haberlo arrojado por la ventana y
luego haber argüido que el niño andaba sonámbulo. Había
muchísimas maneras de matar a un niño pequeño sin que
pareciera un asesinato.
No quería marcharse de la habitación, pero debía.
Pensarían que estaba desequilibrada si se quedaba a
dormir ahí. Además, necesitaba examinar la carta. No
podía dejar de pensar que había una conexión entre la carta
y la insistencia de lord Caldfort de que se llevara a Harry y
lo tuviera lejos un mes, y, por lo tanto, una conexión con la
seguridad del niño.
Bajó silenciosamente, y ya estaba en la puerta de su
habitación cuando alguien dijo en voz muy baja:
—¿Pasa algo?
Se giró, con el corazón en la garganta. Stephen estaba
ahí, fuera de su habitación, listo para acostarse, con una
bata azul reversible sobre el camisón de dormir. Pero se
veía totalmente despabilado, no como si se acabara de
despertar. Laura tuvo la impresión de que él había visto la
carta dentro del mapa que tenía en la mano.
—Acabo de subir para ver a Harry —dijo en voz baja, y
la asombró lo tranquila que le salió la voz.
—Está bien, supongo.
—Sí, profundamente dormido. Buenas noches.
Se giró hacia su puerta, pero él dijo:
—Antes bajaste. A buscar ese libro que tienes en la
mano.
Ella lo miró.
—¿Y qué puede importarte eso a ti? Necesitaba un
mapa de carreteras. Mañana nos marchamos a Merrymead.
Por la cara de él pasó una leve expresión que hablaba
de escepticismo.
—¿Y no sabes el camino?
—Quería recordar ciertos detalles para entretener a
Harry.
Él se le acercó y ella se obligó a no retroceder como si
tuviera miedo. Aunque no estaba acostumbrada a ver a
Stephen como un hombre tan alto, ni tan formidable.
—¿Vas a tu casa? —dijo él—. Ojalá lo hubiera sabido. Te
habría acompañado. Voy de camino hacia allí, pero me
comprometí a asistir a una reunión en Winchester mañana.
—Una lástima —dijo ella, pero pensando «Menos mal».
La tensión que le produciría su compañía durante unos
días le resultaría insoportable. No sabía por qué, pero no
lograba pensar con claridad cuando Stephen, el inteligente
Stephen, la estaba observando; como lo estaba haciendo en
ese mismo momento.
—¿Así que no hay nada que ande mal en la casa? ¿No
le pasa nada a tu hijo?
Ella contestó con igual calma.
—No, nada. Lamento haberte perturbado el sueño,
Stephen. Buenas noches.
Diciendo eso entró en su habitación y cerró la puerta.

Stephen se quedó un momento mirando la puerta


cerrada, pensativo, y luego volvió a su habitación. Era una
habitación perfectamente adecuada, con todo lo que podría
necesitar un huésped. Sin embargo, de un modo sutil, daba
la impresión de ser un cuarto poco acostumbrado a
albergar visitas.
La casa Caldfort era arquitectónicamente elegante, y
estaba bien llevada, pero no era acogedora. No era un
hogar. A él no le gustaría vivir ahí, y no lograba imaginarse
que a Laura sí le gustara. ¿Explicaría eso su tensión, su
miedo?
No, el miedo se debía al peligro que percibía con
respecto a su hijo. No creía que ese miedo fuera una
reacción exagerada de ella, y el único asesino en que podía
pensar racionalmente era en el tío del niño, el robusto y
sanote reverendo Gardeyne. Por lo tanto, se había pasado
la sesión de sobremesa evaluándolo.
Loco por la caza, listo, aunque no de inteligencia
brillante, era el tipo de hombre que daba enorme
importancia a engendrar un varón, como si con eso
demostrara su virilidad.
Desear tener un hijo varón tenía sentido cuando estaba
en juego un título o una herencia que debía pasar por ley a
un descendiente varón. Pero el reverendo Gardeyne no
estaba en esa situación.
A no ser que muriera su pequeño sobrino.
A pesar de las horas de observación, no obtuvo la
certeza de que Gardeyne fuera un asesino en potencia; aún
así, lo aliviaba saber que Laura y su hijo se marcharían de
esa casa por la mañana. Aunque eso sólo sería un respiro,
en realidad, por lo que no era de extrañar que ella estuviera
hecha un nudo de nervios.
Sonrió irónico. Había elegido un buen momento para
venir a cortejarla.
Y lo había planeado con esmero. No podía ser muy
pronto en su periodo de luto, pues eso habría sido
indecoroso, pero sí antes que acabara, no fuera a ser que
ella volviera a entrar en la sociedad y los demás hombres
corrieran a rodear a lady Alondra.
Con el fin de dar validez a su excusa, había concertado
reuniones con reformadores de Oxford y Winchester e
ideado un motivo serio para llegar a la casa de visita.
Patética cobardía, en realidad. Si ella seguía viéndolo como
un hermano, no tenía por qué enterarse nunca de sus
intenciones.
¿Qué debía hacer, entonces?
Ya fuera como hermano, como novio o como amante,
no podía abandonarla estando ella preocupada, tal vez
aterrada y, en especial después de que esa noche había
andado fisgoneando sigilosa por la casa con alguna
finalidad.
La hospitalidad en esa casa no se extendía a dejar
decantadores de licor en las habitaciones de los huéspedes,
pero él llevaba una pequeña botella de coñac en su bolsa
de viaje, así que la sacó y bebió un trago.
Laura.
Había esperado encontrarse con la rutilante y
elegantísima señora de Hal Gardeyne vestida a la moda, y
venía preparado para tentarla. O con lady Alondra, que
agradecería el ingenio y el buen humor. Pero sólo se
encontró con Laura, ataviada con un vestido que recordaba
muy bien, con el pelo revuelto como el de una niña y casi a
punto de desmayarse de miedo.
Eso casi lo hizo quitarse la máscara. Cualquier cosa que
la amenazara a ella o a lo suyo lo enfurecía. Destrozaría el
mundo para arreglarle las cosas, pero…
Volvió a reírse y bebió otro poco de coñac. Le había
quedado claro que para ella él no era otra cosa que un
huésped incómodo. Ni siquiera un amigo, maldita fuera.
Simplemente una persona a la que había que atender por
hospitalidad. Él captó su exclamación en el momento y se
dio cuenta de que le ofrecía a regañadientes un alojamiento
en la casa Caldfort.
Sintió la tentación, una terrible tentación de estrellar el
botellín de coñac contra la pared, pero el maldito botellín
era de metal y ni siquiera se deformaría.
El hecho de que él no la hubiera olvidado, y de que
siguiera amándola y deseándola más tiempo del que
recordaba, y que, para su vergüenza, se hubiera tomado la
muerte de su marido como una segunda oportunidad, no
quería decir que ella sintiera lo mismo.
Y estaba claro que no lo sentía.
Deseó huir a lamerse las heridas como hiciera seis años
atrás. Zambullirse en el trabajo, tratar de convencerse de
que Laura no era una pérdida; que no necesitaba a una
alondra por esposa, a una mariposa social que lo arrastraría
de baile en baile y de frívolas fiestas en frívolas fiestas.
Encontraba de sentido común escudarse en la realidad.
Ella no sentía nada por él, nada en absoluto.
Miró el botellín de coñac, le puso el corcho y lo guardó.
Aún cuando Laura ya no lo considerara su amigo, no podía
abandonarla.
Si el reverendo Gardeyne era el malo, encontraría las
maneras de mantener seguro y a salvo a su hijo. Si ella se
marchaba para ir a Merrymead, eso le daría tiempo a él
para investigar la situación. Aunque tenía la sensación de
que ahí ocurría algo más.
Pensando en todo eso, una vez que subió a su
dormitorio, se quedó de pie y alerta por si el reverendo
Gardeyne volvía a la casa. Pero lo que oyó fue a Laura
saliendo de su habitación. Desde el rellano de la escalera la
vio entrar en el despacho de su suegro. La leve vacilación
de ella ante la puerta le indicó que no se sentía totalmente
tranquila.
¿Un mapa de carreteras? Se quedó en el despacho
muchísimo tiempo, más del que habría necesitado para
encontrar ese mapa, y tuvo la impresión de que cuando
salió de ahí estaba más nerviosa que cuando entró.
Entonces subió a la planta superior, con la intención de ver
a su hijo. Y cuando bajó él decidió hablarle, con la
esperanza de que le contara su problema, como habría
hecho, seguro, en otro tiempo. Pero de nuevo lo había
tratado como si él fuera una molestia, un intruso. Aún así,
necesitaba un amigo, necesitaba ayuda. De eso no le cabía
la menor duda.
Seis años antes había intentado rescatar a Laura de
cometer una locura, y sólo hizo el tonto. Además, se había
equivocado. Creía que iba a cometer un error, pero ella fue
feliz como la esposa de Hal Gardeyne. Feliz como una
maldita alondra.
Y ahora iba a volver a hacerlo.
Con la misma asquerosa sensación de que iba a hacer el
tonto, y la misma convicción de que tenía que intentarlo,
salió al corredor. Si no veía luz bajo la puerta de su
habitación, se iría a la cama; eso podía esperar hasta la
mañana siguiente, por lo menos.
Pero vio luz bajo la puerta.
Capítulo 11
Golpeó la puerta, suponiendo que no se abriría al
instante, pero se abrió. Laura lo miró con los ojos
agrandados, y al verlo su miedo se convirtió en
exasperación.
—¿Pasa algo?
Él no era otra cosa que una molestia, pero puesto que
estaba ahí, bien podía pasar por eso.
—Lo siento. ¿Creíste que tenía algo que ver con tu hijo?
Avanzó y ella retrocedió. Seguía ceñuda, pero por lo
menos él no tuvo que luchar para entrar.
Tal vez porque ese no era el dormitorio de ella sino su
salita de estar.
Y eso tal vez era lo mejor, aunque el aire estaba
impregnado de su delicado y sofisticado perfume. No
había nada de niña en ese aroma. Había oído decir que los
famosos perfumistas Lascelles y Brun habían creado una
fragancia única para Labellelle. Esos hombres eran unos
genios.
—Esto es una intrusión intolerable —dijo él, cerrando la
puerta—, pero hemos sido amigos, y los amigos no se dan
la espalda cuando están necesitados. Ocurre algo, Laura.
Algo que te ha hecho bajar al despacho de tu suegro…
—El mapa de carreteras.
Él miró detrás de ella, hacia el escritorio.
—¿Y una carta?
Ella se quedó inmóvil, como si estuviera paralizada, así
que él la rodeó por un lado y miró el papel que estaba
desplegado sobre su escritorio, brillante a la luz de la vela.
—¿Puedo?
Ella no dijo ni sí ni no, por lo que cogió la carta y la leyó,
con creciente asombro y sí, con interés. Le encantaban los
rompecabezas.
—Está claro que esta no es una carta normal. —La giró
y vio que no tenía remitente ni sello de lacre—. ¿Es una
copia?
—Sí —dijo ella, como si hubiera vuelto a la vida, y su
mirada le recordó a la Laura de antes—. Supongo que
necesito ayuda, si me prometes que esto será confidencial.
—Me ofendes —dijo él, alegremente, pero se sentía
herido.
Tal vez ella se ruborizó.
—Lo siento, pero ha pasado mucho tiempo desde que
éramos amigos.
Él pensó la respuesta y se decidió por la verdad.
—Nunca he dejado de ser tu amigo.
—¿Lady Alondra?
El corazón le dio un vuelco y se saltó un latido. No creía
que ella supiera, o le importara, que él había sugerido ese
apodo.
—¿Te ofendió?
Ella se encogió de hombros.
—Prefería Labellelle. Es más interesante.
Había algo más de lo que aparecía en la superficie, pero
ese no era el momento para investigarlo.
—Entonces te pido disculpas. Pero sigo siendo tu
amigo, te lo aseguro. Explícame lo de esta carta.
Pasado un momento, para inmenso alivio de él, ella se
sentó ante su escritorio.
Claro que sería mejor si ella hiciera algo que pusiera de
manifiesto que se daba cuenta de que estaban en su sala de
estar particular vestidos con la ropa de irse a dormir. Y
sería mejor aún, mucho mejor, si no llevara ese horrible
gorro de dormir sobre su hermoso pelo; bueno, al menos
su bata era de un bonito color rosa. Los colores de luto no
le sentaban nada bien.
—Esta mañana hablé con lord Caldfort cuando estaba
leyendo su correspondencia —dijo ella—, y me pareció
perturbado, afligido. Dado todo lo demás que ha ocurrido
hoy, y como me marcho mañana, decidí descubrir qué fue
lo que lo perturbó. —Lo miró a los ojos, alzando el mentón,
en actitud defensiva—. Los asuntos importantes para la
propiedad son importantes para Harry.
—Muy de acuerdo —dijo él. Cogió una silla, la colocó
cerca de la de ella y se sentó—. ¿Qué has descubierto por
esta carta?
Estar tan cerca de ella a la luz de la vela era una migaja
para el hambriento.
—Por el momento, muy poco —dijo ella, tocando la
carta—. Azir Al Farouk es un nombre árabe, ¿verdad?
Él volvió a mirar la carta, ordenándole a su cerebro que
trabajara por su dama.
—Eso parece. Pero su inglés es muy bueno. ¿Estaba
dirigida a lord Caldfort? Aquí sólo dice «Gran Señor».
Ella hizo un mal gesto.
—Debería haber copiado los dos lados, ¿verdad? Pero
estoy segura de que iba dirigida al Muy Honorable
Vizconde Caldfort.
—Un árabe con buena comprensión del protocolo
inglés. Muy interesante. —Como su perfume, que le hacía
tremendamente difícil pensar—. Seamos ordenados. Sí,
veamos el orden. Hache Ge. ¿Suponemos que es tu marido,
Hal Gardeyne?
Ella negó con la cabeza.
—¿Cómo podría volver de la tumba a causar problemas
a nadie? Puede que no lo sepas, pero en esta familia los
hijos primogénitos siempre se llaman Henry, con alguna
variante.
—Ah, entonces, ¿lord Caldfort se llama Henry también?
—No, porque fue el segundo hijo, así que se llama John.
Heredó cuando murió su hermano mayor, Henry. Ese lord
Caldfort tenía un hijo, Henry, lógicamente, que murió en el
mar.
—¿Pertenecía a la Armada?
—Era una especie de estudioso. Iba de viaje a Grecia.
Pero si miras el árbol familiar Gardeyne, hay montones de
Henry Gardeyne muertos.
—Pero ¿cuántos vivos?
Apareció el miedo en los ojos de ella.
—Sólo los dos bebés. Mi Harry y el hijo recién nacido
de Jack, Hal.
Él deseó estrecharla en sus brazos, y sólo para
consolarla.
—Hache ge no puede ser ninguno de ellos, ¿verdad?
«Habiendo sido durante unos años huésped de Oscar
Oris…» Por lo tanto tiene que ser algo relacionado con un
Henry Gardeyne muerto.
Obtuvo su recompensa, pues ella se relajó e incluso le
sonrió levemente.
—¿Viejas deudas? ¿Viejos escándalos?
—Relacionados con una mujer llamada Mary
Woodside. ¿Podría esta haber sido un amante de alguno de
esos Henry Gardeyne? ¿Tal vez se ha presentado con un
hijo bastardo?
Había tardado demasiado en pensar que eso podría ser
embarazoso. Sabía que Hal Gardeyne tenía fama de
mujeriego, pero, ¿lo sabría Laura?
Ella no pareció darse ni cuenta de que ese fuera un tema
delicado.
—Un bastardo no perturbaría así a lord Caldfort. Él los
considera pruebas de virilidad. ¿Sabes de qué nacionalidad
podría ser un hombre llamado Oscar Oris?
—¿Español? ¿Portugués? —Volvió a mirar la carta—.
¿Y el capitán Dyer?
—Lord Caldfort tiene muchos amigos militares, pero
nunca he oído ese apellido.
—Si está involucrado un militar, podría ser algo
relacionado con la guerra.
Ella se apoyó en el respaldo, negando con la cabeza.
—Lord Caldfort se retiró del ejército hace nueve años, e
incluso entonces llevaba diez años detrás de un escritorio.
No ha habido otros militares en la familia desde hace
generaciones. A los Gardeyne les gustan las comodidades
de Inglaterra. Del único que sé que viajó era el hijo del
anterior vizconde, y fíjate qué fue de él. Una tumba en el
mar. —Pero entonces se puso alerta, como un pointer al
oler una pieza de caza—. ¿Podría ser? El barco en que iba
se hundió en el Mediterráneo, cerca de los países árabes.
Iba en dirección a Grecia. ¿Oscar Oris podría ser un nombre
griego?
Y así, de pronto, deliciosamente, ella volvió a ser la
Laura de su juventud: ingeniosa, rápida, brillante, y
volando por encima de la realidad.
—No parece evidente.
Pero, como siempre, ella no se amilanó.
—Pero su vuelta causaría una conmoción, ¿verdad?
Porque entonces lord Caldfort dejaría de ser lord Caldfort.
Y, como siempre, su entusiasmo era contagioso.
—Es una idea. Y este Farouk se ofrece para eliminar la
molestia. Asombroso.
Entonces, a diferencia de la Laura de antes, ella volvió
a la tierra.
—¿No es así? Es asombroso. Increíblemente asombroso.
¿Cómo puede volver alguien de entre los muertos?
—Lord Darius ha vuelto.
—Pero eso ha sido después de un año, no de diez.
—Cierto. —Stephen volvió a mirar la carta para centrar
la atención—. ¿Qué sabes de ese Henry Gardeyne?
—Muy poco. Murió, o lo que sea, mucho antes que yo
me casara con Hal.
Su voz ya bastaba para dificultarle los pensamientos.
Las voces no cambian, y era casi como si estuvieran en
Ancross tratando de resolver un rompecabezas.
—En la parcela Gardeyne del camposanto hay una
lápida en memoria de él —continuó ella—. Creo que dice
que tenía veintiún años. Y en el vestíbulo cuelga un retrato
de él.
—Ah, lo he visto; pensé si sería el párroco cuando era
joven, pero me pareció detectar algo soñador en él.
—En sus ojos, me parece.
Él cometió el error de mirarla y quedó atrapado por sus
ojos. No había nada de soñador en ellos, pero los poetas los
habían alabado como los brillantes zafiros de Laura
Gardeyne.
Conocía esos ojos de toda la vida, pero nunca los había
visto así, a la íntima luz de una vela. Ella era una mujer
experimentada, y él un hombre deseoso. «Deseoso», que
palabra tan bonita para expresar un hambre que lo
quemaba, que amenazaba su cordura, su razón, y su
control de la situación. Temía que si intentaba mover la
mano le temblaría, y si intentaba hablar diría cualquier
tontería.
—Siempre me ha parecido que ese retrato muestra, más
que a un soñador, a un hombre a rebosar de un entusiasmo
romántico por la aventura —dijo ella, aparentemente
inconsciente del efecto que tenía en él—. Eso hace aún más
dolorosa su muerte tan prematura. Me gustaría que
estuviera vivo, aunque claro, ¿dónde podría haber estado
todos estos años?
Él se cogió a ese simple comentario como a una cuerda
salvavidas.
—Con Oscar Oris, al parecer. —Piensa, piensa, se dijo—
. Pero, como has dicho, eso no tiene ningún sentido. ¿Por
qué quedarse en el extranjero teniendo un título
esperándolo en Inglaterra? —Buscó una sugerencia como
un pájaro en celo podría buscar un gusano para tentar a su
pareja—. ¿Y si Henry hubiera engendrado un hijo antes de
morir? ¿Un hijo legítimo?
Ella entreabrió los labios en una sonrisa encantada.
—¿Y el malvado Farouk se ofrece a matar al chico por
dinero? ¡Brillante, Stephen! —Pero al instante se puso
seria—. Tenemos que impedirlo.
«Tenemos». Qué torres de esperanza podría construir
un hombre basándose en esa palabra.
—¿Aun cuando prive de su herencia a tu hijo?
Esos ojos eran capaces de arrojar fuego, como él bien
sabía.
—¿Te imaginas que yo cerraría los ojos a la muerte del
hijo de otro por esa causa? ¿Qué tipo de monstruo crees
que soy?
Él levantó las manos.
—Perdona. Por supuesto que no lo creo, pero soy un
hombre de leyes, Laura. Estoy acostumbrado a señalar las
consecuencias legales de las decisiones. Siempre que lo
entiendas.
—Lo entiendo —dijo ella, ya en tono frío, pero con un
frío apasionado; todo lo que hacía lo hacía con pasión—.
Así pues, un hijo, y el objeto adjunto tenía que ser una
prueba de su legitimidad. Lo busqué, pero no encontré
nada. No era un documento, seguro. —Lo clavó con su
mirada, e incluso el frío lo quemó—. Tenemos que hacer
algo.
Tenemos, otra vez. Si insistes, pensó él, mientras se le
desenroscaba una idea, como un gusano, una idea a la que
debía resistirse.
Ella estaba mirando al vacío, no a él.
—Vas a pensar que estoy loca.
Sé que yo lo estoy, pensó él. Se embebió de su visión, de
su delicado perfume, de los movimientos de sus pechos al
respirar. Tenía que decir algo.
—¿Por qué?
—Porque contemplo con esperanza la idea de que
Harry no sea el heredero de un título. —Volvió a clavar en
él esos ojos—. Stephen, si Henry Gardeyne está vivo, o está
vivo un hijo legítimo suyo, esa es la clave para la seguridad
de Harry. —Alargó la mano y cogió la de él—. Si Harry no
es heredero de nada, está a salvo.
Él tuvo que recurrir a la fuerza de un Hércules para
mantener quieta la mano en la de ella, mientras le
retumbaba el corazón.
—Muchos pensarían que estás loca.
Ella se rió.
—Así sin título, deberá labrarse su propia fortuna, y no
tendrá que criarse en Caldfort, y vivirá.
Él le giró la mano y se la retuvo entre las suyas,
ansiando levantársela y besársela.
—En calidad de tu asesor legal, y aunque sea de modo
informal, tengo que pedirte que lo pienses antes de actuar.
Ella retiró la mano.
—¿Qué ha sido de Stephen, el guerrero por la justicia?
¿Cómo podría yo permitir un asesinato, aunque sólo fuera
por inacción?
Por un momento él no encontró las palabras, hasta que
al fin logró decir:
—No he querido decir eso. Sin embargo, todo esto
podría ser una trampa, un engaño con intento de extorsión.
¿Quieres sucumbir a eso, en beneficio tuyo?
Sí, eso quería, vio. Su ceño de enfado provenía de un
sentimiento de culpabilidad.
—¿Con tantas pruebas? —preguntó ella.
Como todo eso había pasado a ser una especie de
asunto legal, él recuperó cierta cordura. Su asesor legal,
que el Señor se apiadara de él.
—¿Cuántas pruebas hay? Alguien sabe que existió un
Henry Gardeyne. Podría ser cualquiera. Envió una
supuesta prueba de algo, no sabemos qué. Se nos escapa
Mary Woodside, como también Oscar Oris y una
explicación de una ausencia de diez años.
—Ya has vuelto a ponerte fríamente analítico —se quejó
ella, haciendo un morro.
Sí, decididamente un morro que lo hacía desear
abrazarla, que formaba parte de la juventud de ambos. Tal
vez ella se dio cuenta también, porque se le suavizó la
expresión y de pronto desvió la vista.
¿Sería esa la primera señal de que lo veía como a un
hombre?
—Mi virtud y mi defecto —concedió—. ¿Quieres que
intente impresionarte con mi inteligencia para
compensarlo? Estaría dispuesto a apostar que Mary
Woodside es el nombre del barco en que viajaba Henry
Gardeyne. El que se hundió.
Ella lo miró, nuevamente con los ojos iluminados.
—¡Ah, eso sí que es brillante!
—Eso es de dominio público también —señaló él—. Un
villano podría haberlo descubierto.
—Pero un villano no tendría ningún motivo para
averiguarlo —afirmó ella, triunfante—, ni, por lo tanto,
para contactar con Henry.
Él tuvo que sonreír; eso seguía la pauta de los
muchísimos debates entre ellos en su juventud.
—Te doy un punto.
Ella le sonrió también, y él habría jurado que fue esa
sonrisa espontánea, sin trabas, la que le habría dirigido en
el pasado, antes que Hal Gardeyne hubiera entrado en su
vida. No, antes que él lo estropeara todo aquella vez,
mientras cantaba una alondra.
—Me alegra que la casualidad te haya traído aquí hoy,
Stephen, y que hayas irrumpido en esta habitación. Creo
que me volvería loca sin tu sensatez y ecuanimidad.
¿Ecuanimidad?, pensó él.
—¿Eso lo consideras señal de vejez? —preguntó ella
entonces. Condenación, siempre había sido excelente para
leerle los pensamientos—. Los dos hemos dejado de ser
unos jóvenes alocados, creo.
—¿Sí? Sí, por supuesto —se apresuró a añadir él—. Yo
soy un responsable miembro del Parlamento, que apoya
causas dignas, y tu eres una respetable señora y madre.
Con gorro de dormir, nada menos.
Deberían ilegalizarse esos malditos gorros, feos, atados
bajo el mentón, tan grandes que no dejaban ver nada del
pelo.
Y ella se lo tocó, como si repentinamente hubiera
tomado conciencia de que lo llevaba puesto. Y se ruborizó.
¿Qué diablos tenía ese maldito gorro que la hacía
ruborizarse?
Ella cogió la carta y volvió a leerla, aunque ya la habían
exprimido hasta dejarla seca. Vamos, pardiez, podía
decirle que ella era un antídoto para la vejez.
—Perdona. Sigues siendo una mujer joven y hermosa,
Laura. Si vuelves a la sociedad, serás muy celebrada otra
vez.
—¿Celebrada? —repitió ella, todavía con la cara roja de
rubor—. Gracias, pero no puedo dejar a Harry mientras
haya la más mínima insinuación de peligro.
—Llévalo contigo cuando te cases.
Se le desvaneció el color de la cara.
—Lord Caldfort no me lo permitirá jamás. Dice que su
heredero debe criarse aquí, y tiene razón.
—Ah, pero sólo mientras sea el heredero. Ahora lo
entiendo mejor.
—No hago esto por motivos egoístas.
—No, claro que no.
Pero para él sí era un motivo añadido. Si Laura
necesitaba encontrarle otro heredero a Caldfort para poder
casarse, él apoyaría esa causa con toda su alma y corazón.
Más aún, eso concordaba con sus planes.
—Lo que necesitamos es la verdad —dijo—. Y esta sólo
se puede encontrar en Draycombe.
Ella le sonrió radiante.
—¿Irías allí por mí a descubrirla?
—No.
A ella le subió un bello rubor a las mejillas.
—Stephen, perdona, lo siento. ¿Cómo he podido
suponer que tienes tiempo para hacer eso? Debes de estar
muy ocupado y…
Él la interrumpió, levantando una mano.
—Nunca estoy tan ocupado que no pueda ayudar a un
amigo. —No pudo evitar añadir—: En especial a ti, Laura.
Sí que puedo ir y descubrir algunas cosas, pero una vez que
las tengamos habría que tomar decisiones. Decisiones que
sólo puedes tomar tú.
—¿Qué decisiones?
Lo que decía era verdad, comprendió él, lo que le ponía
las cosas más fáciles.
—No lo sé, pero puede que surjan problemas. ¿Qué
pasaría si Hache ge es el hijo de Henry Gardeyne pero es
un idiota o un corrupto absoluto? ¿Pondremos un
propietario así en Caldfort?
—La ley…
—… siempre debe ser templada por el sentido común.
—¡Stephen, estoy horrorizada! —Él guardó silencio, por
lo que añadió—: Eso no lo puedo decidir yo.
—¿Quién, si no? Tu Harry es un niño pequeño, y los
deseos de lord Caldfort podrían no coincidir con los tuyos.
Él bien podría pagar el precio que pide Farouk. Por eso
debes viajar tú a Draycombe, a juzgar por ti misma.
Ella lo miró fijamente a los ojos.
—¿Cómo? Eso es imposible sin dar una explicación, ¿y
cómo podría explicarlo?
—Estás a punto de ir a visitar a tu familia, que está a
medio camino de ahí.
—Pero no puedo llegar a Merrymead y marcharme
inmediatamente.
Ella tenía razón, pero él creyó ver una solución. Tenía
que ajustar y perfeccionar sus planes, pero creía que darían
resultado. En más sentidos que en uno.
—Es tarde —dijo, levantándose—, y nos zumba la
cabeza por el cansancio y los enredos. Consultémoslo con
la almohada. Mañana yo viajaré contigo una parte del
camino, y eso nos dará tiempo para hablar lejos de los
oídos curiosos.
Ella también se levantó.
—Supongo que tendré que hacer algo. Tal vez mi padre
o Ned podría ir a Draycombe.
—Siempre me han parecido algo convencionales. Sal de
la tierra y esas cosas, pero, ¿qué, si los asuntos se vuelven…
irregulares?
Ella hizo un mal gesto.
—Tienes razón. Pero no quiero ser una imposición para
ti, Stephen.
—Consúltalo con la almohada —dijo él, reprimiendo
toda reacción. Pero no pudo resistirse a cogerle la mano y
besársela; un beso muy ligero, pero aún así, eso era más de
lo que había hecho antes—. Sigo siendo tu amigo, Laura, y
te ayudaré a solucionar esto. No será ninguna imposición.
Ella cerró los dedos sobre los de él.
—Entonces creo que el cielo te envió aquí hoy.
—Una filosofía oriental dice que nada ocurre por
casualidad; que estamos regidos por el destino, contra el
que no podemos luchar. Buenas noches, Laura.
Se obligó a salir de la habitación. Había encontrado
menos de lo que deseaba pero más de lo que había
esperado. Y probablemente muchísimo más de lo que se
merecía.
Capítulo 12
Laura, observó la puerta hasta que se cerró, y entonces
se dejó caer en su silla. Las últimas palabras de Stephen se
cernían en el aire como si tuvieran mucha importancia,
pero tal vez eso se debía a su agotamiento. Necesitaba
dormir, pero le parecía imposible. ¿Cómo iba a poder
dormir teniendo la mente y el cuerpo hechos un torbellino?
Habían estado juntos en su cuarto de estar particular,
los dos en camisa de dormir.
Esa conciencia le había producido hormigueos por todo
el cuerpo, una y otra vez, por lo que era prácticamente un
milagro que hubiera logrado decir una sola palabra con
sentido. Y el cuerpo seguía hormigueándole, haciéndole
casi insoportable el roce de la tela de algodón del camisón
sobre la piel.
Se levantó, entró en su dormitorio, se desvistió y,
mojando un paño en agua fría, se restregó con fuerza.
Asqueroso. Era asqueroso que la lujuria la distrajera de
asuntos de vida o muerte. De vida o muerte para Harry. Se
puso el paño empapado sobre los pechos, y el agua bajó
por su cuerpo juntándose entre los muslos.
El primer hombre soltero y viril que entraba en su
órbita, y ella se convertía en una aspirante a puta.
Dejó el inútil paño en la jofaina, aunque la locura ya se
estaba enfriando. Se secó, y cuando volvió a ponerse el
camisón, este ya no le atormentaba la piel. Se miró en el
espejo, temiendo ver a una furcia con la boca colgando,
pero lo que vio fue a Laura Gardeyne, una dama.
Con su gorro de dormir. Se puso la mano encima. Ay,
Señor, ¡su gorro!
Casi había sido su deshonra.
Hal siempre había jugado con sus gorros de dormir. Le
gustaba quitárselos, y eso era gran parte del motivo de que
ella se los pusiera. Él entraba en su habitación diciendo:
«Fuera ese gorro, muchacha».
Se le tensó el cuerpo al recordar esas palabras, al
recordar lo que siempre seguía. Se puso la mano en la boca
y se la mordió. Echaba mucho de menos todo aquello,
muchísimo.
Podía aliviarse y lo haría, pero no era lo mismo. Hacía
más de un año que un fuerte cuerpo masculino no le daba
placer, y pasarían muchos más hasta que alguno lo hiciera,
y sus lágrimas eran la prueba de una tragedia que bien
podía ser griega.
Se metió en la cama, pero tardó muchísimo en conciliar
el sueño, y se despertó dos veces durante la noche. La
segunda vez, sin poder calmarse, subió al cuarto de los
niños a ver si Harry continuaba bien. Estaba
profundamente dormido pero se quedó ahí mirándolo,
pensando si algún día él la odiaría si lograba librarlo de un
vizcondado.
Eso, no la lujuria, era lo que la había desvelado, y no
veía otra opción. Si existía un Henry, padre o hijo, al que le
correspondía Caldfort, ella no haría nada para impedirlo.
Pero sería un regocijo que Harry estuviera seguro y ella
libre. No podía mentirse acerca de eso. Deseaba ser libre
para marcharse de ahí, para vivir, para amar.
Volvió a su dormitorio y, al pasar por la puerta de la
habitación de Stephen, sólo se permitió pensar en cosas
importantes: el viaje y la carta de Azir Al Farouk. Estaba
tan concentrada en eso que cayó en la cuenta de que podía
hacer algo útil; podía dibujar una copia del retrato de
Henry Gardeyne.
Su carpeta de dibujo ya estaba guardada en su bolso de
viaje, pero la buscó y la sacó, y volvió a salir al oscuro
corredor con la palmatoria en la mano. ¿Qué pretexto
podía dar si la sorprendían? Ya casi no le importaba. Diría
que era tan excéntrica como lady Caldfort, aunque a ella le
daba por hacer retratos por la noche.
Bajó al vestíbulo y copió el retrato lo mejor que pudo a
la luz de una sola vela. Prestó especial atención a la
estructura ósea de la cara del joven, los contornos de la
nariz y la forma de su única oreja visible. Esas cosas no
cambian mucho con el tiempo.
Habría hecho un trabajo más preciso, pero el reloj dio
las seis y oyó ruido proveniente de las dependencias de la
cocina. El personal se estaba levantando. Subió a toda prisa
a su dormitorio y cerró la puerta, estremecida de alivio. Se
sentía casi como si su vida estuviera en peligro. Y tal vez lo
estaba. ¿Qué harían los Gardeyne si se enteraban de que
ella conocía su secreto?
No se sentiría segura hasta que ya se hubiera puesto en
marcha con Harry. Con Stephen por acompañante. Gracias
a Dios por eso. Incluso podía imaginarse a Jack cabalgando
detrás para matarlos a los dos. No sabía qué haría lord
Caldfort respecto a la carta, pero estaba segura de que Jack
no aceptaría de buen grado el regreso de su primo.
Cayó en la cuenta de que desde que había recuperado
la pequeña pistola de Hal no había hecho nada con ella. La
cogió, la limpió con sumo cuidado y la cargó. Se quedó un
momento inmóvil, pensando que si Hal la estuviera
mirando desde el cielo, lo aprobaría.
—Eres un ángel de la guarda inverosímil, Hal —
susurró—, pero mantén a salvo a nuestro hijo.
Guardó la caja en el baúl, pero la pistola la metió en su
bolso de viaje, sintiéndose considerablemente más segura.
Ya no había ninguna posibilidad de volverse a dormir,
pero aún era muy temprano para llamar para que le
trajeran el desayuno. Estuvo un rato trabajando en el
dibujo, pero no tardó en comprender que eso era un error;
cualquier cosa que añadiera podría mejorarlo, pero lo haría
menos parecido al original. Lo puso dentro de la carpeta y
la guardó en su bolso de viaje.
Volvió a leer la carta, pero no sacó nada más de ella.
Oscar Oris. Entre Stephen y ella habían encontrado
explicaciones posibles para todo lo demás, pero no para
eso. Tal vez para lord Caldfort tenía un significado secreto.
¡Santo cielo! ¿Podría ser que lord Caldfort hubiera
participado en la desaparición de su sobrino años atrás?
¿Lo habría dejado apresar por Oscar Oris?
Le haría esa sugerencia a Stephen, pero ya podía oír la
principal objeción. Si el entonces coronel John Gardeyne
hubiera decidido librarse de su sobrino lo habría matado,
no encerrado en algún lugar lejano. Y sólo en los cuentos a
los asesinos a sueldo se les ablanda el corazón y dejan libres
a sus víctimas.
El reloj dio las seis y media. Ya había salido el sol, así
que podía levantarse. Tiró del cordón para llamar a
Catherine, y a las siete ya estaba tomando el desayuno con
el nervioso y exaltado Harry. Seguro que para él sería un
tormento esperar hasta las ocho, hora en que llegaría el
coche de postas. Entre ella y Nan lo mantuvieron ocupado
poniendo en el equipaje las cosas de último momento y con
la importante tarea de elegir los juguetes que llevarían en
el coche.
Cuando todavía faltaba media hora, Nan dijo:
—¿Lo llevo al establo, señora, a esperar ahí? Los
caballos y los gatos lo distraerán.
Esa era una idea excelente, pero estando tan cerca el
momento de su escapada, ella no se atrevía a tenerlo fuera
de su vista. Se sentía como si Jack pudiera estar al acecho,
listo para saltar, y no podía decirle eso a Nan.
—No, lo llevaré a mi dormitorio. Mientras tanto
encárgate de que lo bajen todo para tener las cosas listas
para cargarlas, y luego espera ahí para despedirnos.
Su dormitorio y su tocador distrajeron un poco a Harry,
en especial un pájaro enjaulado que trinaba cuando se le
daba cuerda, su diversión favorita. Por un momento pensó
llevarlo con ellos, pero a tiempo comprendió que darle
cuerda y jugar con él la cansaría mucho antes de que
aburriera al niño.
Además, incluso en ese momento la ponía triste; Hal se
lo regaló cuando cumplió veinte años diciendo que lo había
comprado porque ella era lady Alondra. Y ya en ese
momento, cuando todavía encontraba bien todo lo que
hacía él, ella vio que no era apropiado. Nadie mete en una
jaula a una alondra. ¿Y qué sentido tenía si sólo cantaba
cuando se le daba cuerda?
—¡Ya ha llegado el coche, señora! —dijo Catherine
entrando.
—¡Gracias al cielo! —dijo ella y se miraron sonriendo—
. Vamos, Minnow.
Él ya estaba en la puerta y habría bajado corriendo la
escalera si se lo hubiera permitido. Pero no tenía la menor
intención de arriesgarse a que se cayera, así que lo obligó a
moderar el paso.
La señora Moorside y Rimmer, el mayordomo, la
estaban esperando en el vestíbulo para despedirse. Ella
primero llevó a Harry a despedirse de lord Caldfort.
Si necesitaba alguna prueba de que lord Caldfort no se
sentía bien, la encontró. Estaba más pálido, más ojeroso, y
se veía más cansado, como si llevara un peso encima. O
como si no hubiera dormido. Eso no tenía nada de raro si
él creía que estaba a punto de perderlo todo.
«¿O estará hundido por el peso de tener que tomar una
decisión? —pensó—. ¿Estará pensando en pagarle a
Farouk para que elimine el problema?»
Besó a Harry en la frente, acercándolo demasiado a él.
Harry se revolvió inquieto, como siempre, y ella lo
comprendió muy bien. Su abuelo olía a rapé y a alcanfor en
los mejores momentos, y ese día olía peor aún. Un olor
agrio.
Sintió compasión por el anciano. Fuera lo que fuera que
pensara de la carta de Azir, esta debió causarle una fuerte
conmoción, y le ponía encima una terrible carga.
—Disfruta de unas buenas y largas vacaciones —le dijo
lord Caldfort cuando ya había dejado escapar a Harry—.
No hace falta que te apresures en volver. El muchacho es
aún muy pequeño para aprender lo de la administración
de la propiedad, ya sabes.
¿Hasta dónde se podría estirar eso?
—Mi hermana Juliet está en Merrymead en estos
momentos, señor. Tal vez cuando vuelva a Londres podría
irme con ella.
Vio el combate en el interior de él, pero entonces dijo:
—Buena idea, buena idea. Pero sólo por unas semanas.
¿Por qué esa carta había causado ese raro
comportamiento? Si lograban encontrar al hijo legítimo de
Henry Gardeyne tal vez sería un amable anciano también.
Acabaría su problema y quizás hasta podría seguir
viviendo ahí.
Entonces ella y Harry se despidieron de los jefes del
personal y salieron. Laura inspiró el fresco aire de otoño
como si este ya fuera la libertad y le dio permiso a Harry
para que corriera hacia los caballos. Él sabía que no debía
acercárseles demasiado.
Los cuatro caballos se veían descansados y sanos,
haciendo tintinear los arreos al moverse inquietos, listos
para partir. Estaban cargando el último baúl en el maletero
y dentro de un momento cerrarían la puerta.
Stephen ya estaba ahí, y cerca de él había un hermoso
bayo ensillado esperándolo. ¿Cómo iban a hablar si él iba
fuera del coche cabalgando? Pero claro, ¿cómo iban a
hablar junto a un Harry loco de entusiasmo?
Entonces recordó que él aún no conocía a Harry, así que
lo llamó:
—Ven a hacerle tu venia a sir Stephen, Harry. Es un
viejo amigo mío que va a viajar con nosotros una parte del
camino.
Stephen avanzó a encontrarlos a medio camino.
—Encantado de conocerle, señor —dijo el niño,
haciendo su venia correctamente, pero enseguida añadió—
: ¿Puedo cabalgar con usted, señor?
Stephen pareció sorprendido.
—Debe de recordar cuando hacía eso con Hal —explicó
Laura—. No, Harry, hoy no. Cuando lleguemos a
Merrymead, tu abuelo y tu tío Ned te llevarán a cabalgar.
—¿Puedo subir al coche, mamá?
—Por supuesto. Venga, sube.
Él corrió hacia el coche, como si eso fuera a acortar el
tiempo que faltaba para partir.
—Un muchacho encantador —dijo Stephen.
—Sí, pero en los dos próximos días necesitaré todas mis
fuerzas.
—¿No llevas niñera?
—Nunca la llevo. En Merrymead no me hace ninguna
falta. ¿Hasta dónde puedes ir con nosotros?
Quería decir «¿Cuándo podemos hablar?».
—Hasta Andover.
Unas veinte millas y dos cambios de caballos. Iría bien.
Harry estaba colgando del coche y llamándola para que
se diera prisa, así que se apresuró a subir. Estaba tan
impaciente como él por marcharse. Nan se acercó a
despedirse llorosa, Stephen montó, y se pusieron en
marcha.
Laura miró hacia la casa Caldfort todo el tiempo que
pudo, pero eso sólo lo hizo por el alivio que sintió cuando
por fin se perdió de vista y no vio señales de que Jack
Gardeyne los persiguiera.
Harry ya estaba a salvo.
Capítulo 13
La novedad del coche y el paisaje que pasaba por la
ventanilla mantuvo el interés de Harry bastante rato, y
luego el cambio de caballos en la primera posta lo fascinó.
Laura bajó el cristal de la ventanilla de su lado para que se
asomara a mirar.
Stephen se acercó a la ventanilla de ella a charlar, pero
esa parada sería muy breve y no podrían hablar mucho.
—¿Todo fue bien, supongo? —preguntó él.
—Sí, aunque lord Caldfort está decididamente en un
estado mental raro. —Sujetó firme a Harry por la chaqueta,
pues estaba con el cuerpo fuera de la ventanilla, y bajó la
voz; los cántaros pequeños tienen las orejas grandes—:
Incluso aceptó que pasáramos un tiempo en Londres si
queríamos. ¿Por qué ese asunto de Hache Ge lo hace
comportarse así?
—¿Para asegurarse de que tú no te enteres de nada de
lo que él haga al respecto?
Ella asintió.
—Eso podría ser.
Los caballos nuevos ya estaban enganchados y los
postillones en sus sillas. Laura tironeó a Harry para que
metiera el cuerpo y se sentara.
—Ordena que paren en Andover —dijo Stephen— y ahí
podremos hablar como es debido.
Ella asintió y el coche se puso en marcha otra vez, tan
pronto que Harry continuó pegado a la ventanilla. Stephen
iba junto al coche al trote, y ella pegada a la ventanilla
observándolo.
Siempre lo había considerado más un intelectual que un
deportista. Claro que nunca había estado tan loco por el
deporte como los hermanos de ella ni los demás jóvenes de
la zona. Ni como Hal; pero Hal era un caso extremo. Un
galán, un dandi, un corintio.
Haber estado casada con un corintio la hacía apreciar a
un buen jinete y la sorprendió comprobar que Stephen lo
era. Estaba claro que cabalgaba porque lo disfrutaba, y ella
disfrutaba observándolo. Encontraba algo sensual en un
buen jinete sobre un buen caballo. Nunca antes había
pensado en eso.
Ni siquiera con Hal.
Algo había cambiado, como si los extraños incidentes
del día anterior hubieran roto un sello. Si Harry no era el
heredero de Caldfort, ella podría volverse a casar. Ya no
estaría mal mirar a los hombres como posibles maridos.
¿A hombres como Stephen?
Hizo una mueca. Después del desastre de hacía seis
años, él era el último hombre al que le interesaría casarse
con ella. Esa noche anterior se lo había demostrado; no
manifestó ni por asomo un interés en algo que no fuera la
carta y el misterio.
Aunque le gustaba cabalgar, estaba claro que seguía
siendo un intelectual; además, recordaba a lady Alondra.
Eso demostraba lo que pensaba de ella: que era una tonta
jugando en los mástiles de la vida.
Pero tendría pretendientes. Había sido muy popular y
celebrada en Dorset antes de casarse, y después en Londres
también. Ya estaba mayor, pero sería pura coquetería negar
que seguía teniendo encantos suficientes para atraerse a
otro marido.
Todavía no podía entregarse a esos pensamientos. Sería
muy decepcionante. De todos modos se quedaron en su
mente como una melodía distante pero agradable.
En Andover le dijo a los postillones que quería bajar a
tomar té, y se llevó a Harry a la posada White Hart. Stephen
no tardó en reunírseles, y ella tuvo que pedirle disculpas
con la mirada, porque Harry estaba impaciente por tomar
un refrigerio y deseaba hablar de todo lo que había visto.
Pero como le había traído la bolsa con los animales
tallados en madera, después de beber su té con leche,
comerse un pastel y hablar un rato, se bajó de la silla y se
puso a jugar en el suelo.
Eso parecía un pequeño milagro, por lo que Laura lo
agradeció al cielo.
Le explicó a Stephen su ocurrencia de que lord Caldfort
podría tener algo que ver en la desaparición de su sobrino.
Él vio todos los problemas que veía ella.
—Supongo que es posible imaginar que Oscar Oris,
asesino a sueldo, tuviera una hija que se las arregló para
casarse con Henry antes que su padre pudiera llevar a cabo
su nefasto trabajo. —Con los ojos risueños, negó con la
cabeza—. No, no es posible.
—Pero yo creo que Hache Ge tiene que ser un niño, no
un hombre —dijo ella—. Eso explica el tiempo
transcurrido. Es posible que su origen legítimo no haya
estado claro hasta hace poco.
—Si eso es así, podría tenerlo difícil para demostrar sus
derechos.
—Hay una prueba, la que sea, que venía con la carta.
Ojalá la hubiera encontrado.
—Caldfort podría haberla destruido.
—Sí, supongo. Pero tengo algo.
Le enseñó su copia del retrato.
—Lista mujer. Yo traté de memorizarlo, pero esto es
mucho mejor. Había olvidado lo hábil que eres para
dibujar. Siempre nos estabas dibujando. —La miró—. ¿Qué
les ocurrió a esos dibujos? Deben de contar la historia de
una juventud desperdiciada.
Había uno, pensó ella, dibujado de memoria, de aquella
vez que los vio bañándose.
—No lo sé —dijo, sinceramente—, pero deben de estar
en alguna parte. Jamás los he tirado.
—Ah, lo dudaba —dijo él. Pasado un momento de
silencio, añadió—: O sea, que si nos encontramos cara a
cara con alguien que asegura ser Henry Gardeyne,
podemos cotejar su parecido con esto, pero si el que lo
asegura es su hijo, será más difícil. El parecido con los
padres es casual, y muchas mujeres lo agradecen, seguro.
—¡Cínico!
—Realista.
Se miraron sonriendo, pero entonces Laura exhaló un
suspiro.
—Sigo sin ver cómo podría ir a Draycombe, Stephen.
No lo veo posible, al menos estos próximos días. No puedo
llegar y marcharme inmediatamente.
Harry puso un animal sobre la mesa, junto a Stephen.
—¡Vaca!
—Decididamente —dijo Stephen.
Por suerte esa fue la respuesta adecuada, porque Harry
volvió a su lugar a organizar los animales de su granja.
—Volverá con otro —le advirtió Laura.
—Si lo único que necesita es una respuesta similar, creo
que puedo arreglármelas. Yo te puedo llevar a Draycombe
también, si estás dispuesta.
—¿Cómo?
—Decididamente —dijo él, en respuesta a «¡Gallina!», y
continuó—: Tenemos un poco de tiempo de respiro.
Caldfort tendrá que investigar a ese Azir Al Farouk. ¿Crees
que enviará al párroco? —Miró hacia abajo—. Un cordero,
beee, decididamente, señor.
Esa respuesta algo más complicada hizo fruncir el ceño
a Harry, pero volvió a sus animales y se quedó ahí un rato.
—Siempre sabías hacer los sonidos correctos —comentó
Laura, tratando de mantener la cara seria.
—¿Beee? —dijo Stephen, horrorizado.
Esa expresión era fingida, pensó ella, aunque no estaba
segura. Ya no sabía interpretarlo como antes. Eso no
debería sorprenderla, pero la sorprendía.
—Tendría que enviar a Jack —convino—. ¿De qué otra
persona podría fiarse? Y eso nos da un tiempo de respiro.
—¿Por qué?
—Hoy es jueves. El domingo Jack tiene que celebrar dos
servicios. Podría ir a Draycombe y volver a tiempo, pero
no tendría tiempo para investigar nada.
—¿El coadjutor?
—No tiene.
—Entonces tienes razón.
Miró al animal que le presentaba Harry, miró a Laura
con una expresión traviesa que ella le conocía, e hizo una
muy buena imitación del graznido de un pavo.
Harry se echó a reír y riendo volvió a sus animales.
—Lo has hecho.
—Fue idea tuya.
—No pensé que lo harías.
—Jonc, jonc —dijo él al ver el cerdo, y le cogió la mano
a Harry—. Tu madre y yo necesitamos hablar un rato sin
interrupciones. Después jugaré a los animales de granja
contigo. ¿Sí, señor?
Harry frunció el ceño, sublevado, pero si eso fue una
batalla de voluntades, ganó Stephen.
—Sí, señor —dijo Harry y volvió a sus juguetes.
—Bien hecho.
—Un corto respiro, seguro. Ahora bien, respecto a
llevarte a Draycombe. ¿Desconfiaría tu familia si le dijeras
que tienes amistad con una tal señora Delaney, que vive
cerca de Yeovil en Somerset?
—Tal vez no. No conocen todos los detalles de mi vida.
Pero no conozco a esa señora Delaney.
—Ahora la conoces. Eleanor Delaney es la esposa de un
amigo mío…
—Lo sé. ¡El rey Pícaro!
Él hizo una mueca.
—Sí que te aburría contándote historias de los Pícaros,
¿eh?
—Nos fascinaban. Nicholas Delaney, el rey Pícaro. El
jefe de vuestra alegre pandilla. ¿Así que se casó?
—Sí, y muy bien, pero lo principal es que podemos
confiar en él en un asunto como este.
Laura no quería expresar sus dudas, pero debía.
—Esto es un asunto delicado, Stephen. Complejo y
secreto. No me parece apropiado para… tonterías de
escolares.
En lugar de ofenderse él pareció estar reprimiendo la
risa.
—Ah, te aseguro que todo eso ya es agua pasada.
Créeme, Laura, en asuntos delicados y complejos, los
Pícaros son tus hombres, y de maneras totalmente adultas.
—¿Pícaros? ¿En plural? Esto no se puede proclamar a
voz en grito por toda Inglaterra.
Se desvaneció en él la expresión risueña.
—Puedes fiarte de todos los Pícaros, pero si no lo
deseas, pues, sea. De todos modos te recomiendo fiarte de
Nicholas. Te garantizo con mi vida que puedes confiar en
él.
¿Cómo podía contestar a eso aparte de aceptar, aun
cuando le quedaran ciertas dudas?
—Su casa está a unas pocas horas de viaje de
Draycombe. Más aún, Nicholas y Eleanor nos aceptarán
como huéspedes, mentirán por nuestra causa y en el caso
de que se presente algún problema, serán un útil apoyo.
—¿Problema?
—No sabemos cómo es este Farouk; no sabemos si es
violento ni lo desesperado que podría estar, ni a cuántas
personas tiene con él.
Eso cambiaba la situación.
—No se me había ocurrido pensar en eso. Qué tonta
soy. Te estoy metiendo en un peligro.
—¿Me crees demasiado delicado para eso? —le
preguntó él.
Lo dijo casi en tono de broma, pero ella detectó que se
sentía ofendido. No sabía por qué se sentía así, pero se
apresuró a tranquilizarlo:
—No, claro que no. Pero este problema sólo te ha
llegado por casualidad. —Al parecer eso no sirvió de nada,
así que intentó alisarle las plumas erizadas—. No sé qué
habría hecho si no hubieras aparecido tú, Stephen. Y valoro
tu ayuda no sólo por los aspectos prácticos. Sé que me
aconsejarás bien. Conoces las leyes y me fío de tu juicio.
Siempre te has regido por los principios más elevados.
—¿Sí? Eso me ha costado muchísimo a veces.
¿Y qué quería dar a entender con ese tono irónico?
Stephen era un enigma, pero ella no tenía tiempo en ese
momento para ocuparse de delicados sentimientos
masculinos.
—De todos modos, no puedo marcharme de
Merrymead tan pronto como llegue.
—¿No? ¿Y si recibes una carta de tu amiga explicándote
que va a salir de viaje a alguna parte? Eso significaría ahora
o nunca. Puesto que vas a pasar un mes en tu casa, eso
debería servir.
Ella supuso que sí, pero el extraño humor de él la ponía
nerviosa.
—Harry tendrá que venir conmigo —observó—. No
estaría feliz si lo dejara solo unos días, y yo no querría
dejarlo.
—A los Delaney no les importará. Tienen una hija. Es
más pequeña, pero están acostumbrados a los niños.
—Pareces muy seguro.
—Lo estoy.
Ella se encogió de hombros.
—Muy bien, entonces, necesitamos ponernos en
camino. Si viajamos juntos a casa de los Delaney…
—Daríamos pie a habladurías. Llegaremos por
separado.
—Siempre podrías simular que me estás cortejando —
se le escapó a ella, y sintió arder las mejillas—. Perdona.
Él sonrió.
—Eso será un pretexto útil si lo necesitamos.
Ella tuvo la impresión de que él no sentía ninguna
incomodidad por eso, y lo agradeció. Pero su reacción le
demostró que ya no sentía nada por ella. Y eso debería
agradecerlo también.
—En todo caso, no haría nada tan despreciable —dijo.
—¡Laura, Laura! Vamos a tener que mentir, y
posiblemente embaucar y robar por esta causa.
Ella lo miró.
—Tienes razón, comenzando por mentirles a mis
padres. Me voy a detestar por eso.
—Si insistes en mantenerte virtuosa, nuestra empresa se
acaba aquí.
Virtud. Eso la indujo a repensarlo todo.
—Entonces debe acabar aquí. No puedo permitirme un
escándalo, Stephen, y mi estancia en Draycombe contigo
desataría uno terrible. Un escándalo así les daría a los
Gardeyne un motivo para separarme de Harry, y si no
estoy equivocada respecto a Jack, eso podría costarle la
vida.
Él frunció el ceño, pensativo.
—Disfrázate, entonces. Yo debería ir como yo mismo,
eso sí. Mi posición podría sernos útil si necesitáramos hacer
intervenir a las autoridades, y soy bastante conocido por
algunos caballeros de la zona. Pero tú convertirte en una
parienta lejana. Una parienta con mala salud a la que
acompaño a probar el aire de mar. Nicholas lo organizará
todo. Es muy bueno para ese tipo de cosas.
Laura se sintió como si la fuera arrastrando al peligro.
—Estás forzando la situación. Si acepto este plan acepto
disfrazarme. Pero creo que debería quedarme en casa de
los Delaney. —Vio su resistencia y le puso la mano en el
brazo—. Si sólo está a unas horas de viaje, puedo tomar la
decisión ahí. Así podré quedarme con Harry. No puedo
llevarlo a Draycombe si voy disfrazada, y tampoco puedo
dejarlo con unos desconocidos.
Notó que a él se le tensaba el brazo.
—Antes confiabas más en mí, Laura.
—Éramos niños. Las consecuencias eran menos
importantes.
—¿Sí? Parece que esas consecuencias nos han traído
hasta aquí. Pero vámonos. Será mejor que reanudes la
marcha. Tienes dos días para pensar tu decisión.
Harry percibió la liberación y corrió hacia ellos.
—¡Caballito!
Stephen relinchó, provocándole alegres risitas.
Comprendiendo que no tenía ningún sentido seguir
discutiendo, Laura fue a ayudar a Harry a recoger sus
juguetes. Él dejó fuera un pato y fue a presentárselo a
Stephen.
—Cuá cuá —graznó él.
Entonces cogió al niño en brazos y, maravilla de
maravillas, este no puso ninguna objeción ni protestó de
que lo sacara en brazos de la posada y lo depositara en el
coche.
Laura los siguió, sintiéndose curiosamente cerca de
echarse a llorar por muchas cosas, entre ellas los sonidos
de animales que hacía Stephen y ver a Harry en sus brazos.
Stephen le ofreció la mano para ayudarla a subir al
vehículo.
—Enviaré a un mensajero a Delaney para que esa carta
de Eleanor te esté esperando en Merrymead o llegue muy
poco después que tú. También reservaré habitaciones en la
posada Compass para la tarde de pasado mañana.
—¡Stephen, no puedo ir!
—Si se te ocurre un plan mejor, me regocijaré contigo.
—Una sonrisa le curvó los labios—. No hagas morros.
—Una expresión de resolución no es un morro. Me estás
presionando.
—Porque es necesario. Es probable que Caldfort se
tome un tiempo para pensar lo que va a hacer, pero incluso
ahora podría estar enviando a Jack a investigar. Dices que
sus deberes en la iglesia lo detendrán, pero, ¿estás segura
de eso ante este desastre?
—No —reconoció ella—. Debería estar acostumbrada a
que me ganes en todas las discusiones.
—No es así como yo lo recuerdo.
Ella descartó eso.
—Este no es el momento para recordar el pasado.
Piensa que Jack podría llegar antes que yo a la zona de
Draycombe. Tendré que parar con frecuencia de camino a
Merrymead para que Harry pueda correr un poco.
Tenía bajado el cristal y la mano apoyada en el marco
de la ventanilla. Él se la cubrió con la suya.
—¿No soy yo el eficiente? Es mi intención volver ahí a
observar los movimientos de Gardeyne. Si sigue en su casa,
podemos suponer que tienes por lo menos la gracia del día
que necesitas. Si no, iré directamente a Draycombe.
Caramba —dijo a Harry, que le presentaba un león.
Soltó un feroz rugido, que hizo desternillarse de risa al
pequeño, y gritar:
—¡Otra vez, otra vez!
—La próxima vez —dijo él, sonriendo de una manera
que parecía abarcar algo más que juegos de niños.
Después montó en su caballo y se alejó.
Capítulo 14
Cuando Jack entró en su despacho sin golpear, lord
Caldfort se apresuró a poner una carta encima de la de Azir
Al Farouk.
—¿Qué pasa? —gruñó.
Tenía las piernas hinchadas, no había dormido, y casi
oía a su cansado corazón latir con dificultad dentro de su
pecho. Y ahí estaba Jack, atormentándolo con su vitalidad
y vigor.
Claro que su hijo no se mostraría tan engreído si supiera
lo que pasaba. Sintió la tentación de decírselo, pero no,
todavía no. No, mientras no decidiera qué hacer.
—Sólo he venido a ver cómo estás, padre.
—Fatal, pero eso no es ninguna novedad.
Jack comenzó a pasearse por la sala, como para
demostrar que gozaba de buena salud, quejándose de que
le hubiera permitido a Laura llevarse al pequeño Harry y
tenerlo lejos tanto tiempo. Le soltó un maldito sermón,
aunque él sabía que su hijo no era ningún santo.
Sabía que no había sido un padre perfecto, pero siempre
había comprendido a sus hijos porque eran muy parecidos
a él. Pero en el carácter de Jack notaba algo frío, y él nunca
había sido un hombre frío. Tampoco Hal.
Probablemente el chico había heredado esa rara
frialdad de su madre. Treinta y cinco años atrás no le
pareció importante que Cecily fuera algo rara. Su dote era
de veinte mil libras, y ella lo bastante fea y rara para que su
familia agradeciera que un hijo segundón le pidiera la
mano. Debería haber recordado que no es posible
enderezar un árbol torcido.
—A Laura le hará bien pasar un mes en su casa —dijo
cuando se acabó el sermón—. Se veía algo cansada.
—Algo demente, si quieres mi opinión. Va a ahogar al
niño con sus mimos. Tanto alboroto porque cogió algo del
suelo y se lo comió. No creo que sea una buena madre,
padre.
Así que por ahí iban los tiros.
—¿Quién cuidaría del muchacho si no estuviera ella?
—Emma y yo —dijo Jack, el caritativo párroco de la
cabeza a los pies—. Harry estaría mucho mejor con una
familia, y seguiría estando lo bastante cerca de Caldfort
para conocer el lugar. O nosotros podríamos venirnos a
vivir aquí —añadió.
Ah, eso era lo que le gustaría a Jack, pero él no estaba
dispuesto a tener una manada de críos bulliciosos en la
casa. Uno, aunque estuviera callado, ya era bastante
incomodidad.
—Sería mejor para Laura también —continuó Jack—. Es
joven aún, y debe de estar ardiendo de ganas de volver a
casarse. Quedaría libre para tomar residencia en algún
lugar animado. Dios sabe que goza de una muy buena
situación, es bastante rica. Hal debió de haber estado muy
enamorado para haberle aumentado así la pensión.
—Yo lo aprobé —gruñó lord Caldfort.
Jack lo miró duramente, pero no soltó el hueso.
—Entonces deberías permitirle que disfrute de su
riqueza. Podría venir a visitar a Harry aquí siempre que
quisiera.
Qué convincente, pensó lord Caldfort. Admiraba la
elocuencia de su hijo menor. Predicaba bien a sus
parroquianos también; no se alargaba mucho,
condimentaba el sermón con un poco de humor terrenal, y
lo hacía valioso e interesante. Lo que decía de Laura tenía
sentido también. Ella encontraría otro marido en un
instante, pero, típico de Jack, no había pensado en todo.
—Sigue siendo una mujer hermosa, Jack, así que es
probable que se case bien. Y si un hombre poderoso se
convierte en padrastro de Harry, nos resultará difícil
retenerlo aquí, que es donde le corresponde estar.
Jack entrecerró los ojos, pero al instante se encogió de
hombros.
—Saltaremos esa valla cuando lleguemos a ella.
¿Qué valla? Esa era la pregunta. ¿Tener a Harry ahí o
librarse totalmente de él? Pero seguro que Jack no llegaría
tan lejos, no hasta ese punto.
—Esto no es un campo de caza —gruñó—. Existe la ley,
y un padrastro poderoso para Harry sería una maldita
molestia. Entonces no habría manera de impedir que Laura
mimara tanto al niño que lo llevase al desastre.
Jack sonrió.
—Es un Gardeyne, padre, y los niños han de ser niños.
Entonces lord Caldfort comprendió y tuvo la certeza.
Estaba seguro, tanto como podía estarlo, de que Jack no
pararía hasta el día en que el hijo de Hal yaciera muerto,
muerto a causa de una actividad infantil que salió mal.
Pero ¿qué podía hacer? El doctor Trumper le advertía que
podía morirse en cualquier momento, y entonces Jack sería
el tutor y el responsable del niño.
Había tiempo para cambiar eso, pero, ¿a quién podía
confiárselo? No se deja a una mujer como tutora de un par
del reino. ¿El padre de Laura? El hombre era poco más que
un granjero y vivía a días de distancia.
—¿Padre? ¿Te sientes mal?
Lord Caldfort miró la cara sanota y rubicunda de Jack.
¿Era un asomo de expectación lo que veía en ella? Si se
moría y luego moría Harry, Jack lo tendría todo. Sólo que
ahora Henry Gardeyne podría estar vivo. Sintió un asomo
de alegría, y ganas de reírse al pensar en los planes de Jack
frustrados de esa manera. Pero lo que más deseaba era que
lo dejaran solo.
—Estoy bien. O lo estaba antes que irrumpieras aquí a
arengarme. ¡Vete!
Jack puso su cara de santa paciencia y se marchó.
Lord Caldfort sacó la maldita carta. Un maldito fastidio,
pero era necesario arreglar eso. ¿Cómo? ¿Cómo? Si ponía
el asunto en manos de Jack, sabía lo que ocurriría.
Pero tal vez era lo que debía hacer. Todo quedaría
arreglado y él podría tener una cierta paz.
Capítulo 15
Cuando el coche entró en Barham, Laura recordó que el
viernes era día de mercado. Las calles estaban llenas de
tenderetes y los animales hacían lento el avance, pero eso
la hizo sonreír. A pesar del bullicio y el olor, siempre le
había encantado el alboroto que se armaba en la ciudad el
día de mercado, y le gustaba explorar las mercancías de los
mercaderes itinerantes.
Además, no tardarían en llegar a casa, y entonces ella
podría actuar respecto a HG. Había tenido dos días para
pensarlo y ver que el razonamiento de Stephen era
impecable. Tenía que ir a Draycombe. Ahora su principal
preocupación era llegar ahí antes que Jack.
Un coche de postas con los cambios normales de
caballos viaja tan rápido como es humanamente posible,
pero ella había parado para pasar la noche y sólo había
reanudado la marcha cuando el sol ya estaba alto en el
cielo. Una persona en una misión urgente no debería hacer
eso. Cifraba sus esperanzas en la cautela innata de lord
Caldfort y en las responsabilidades de Jack en la parroquia,
pero principalmente en que ninguno de los dos podía
suponer que alguien aparte de ellos supiera lo de Farouk y
HG. No tenían ningún motivo para pensar que había una
urgencia.
Esperaba que la carta de Redoaks estuviera esperándola
en Merrymead, pero aún así, ya era última hora de la tarde
y no podría marcharse hasta el día siguiente. Más retraso,
más peligro para HG.
—¡Un gallo, mamá! ¡Quiquiriquí!
Laura miró. Estaban saliendo de la ciudad, y un gallo se
paseaba con masculina arrogancia por entre su harén de
gallinas.
La imitación de voces de animales de Stephen habían
causado una impresión duradera en Harry, lo que no le
había hecho más fácil el viaje. Habían pasado cerca de
demasiados animales: vacas, caballos, ovejas y cerdos, por
no hablar de patos y pollos. No vieron ningún león,
afortunadamente, pero eso no impidió a Harry practicar su
rugido con bastante frecuencia.
—¿Nos falta mucho para llegar?
—Muy, muy poco, Minnow. Sólo falta pasar por el
próximo recodo. ¿Te acuerdas de los leones que hay a los
lados de las puertas de entrada?
Él asintió y pegó la cara al cristal, emitiendo su mejor
rugido. Ay, Dios. ¿Se pasaría haciendo eso durante toda la
visita?
Unos leones de piedra guardaban la entrada de la casa
Merrymead, y ya en su anterior visita habían fascinado a
Harry. Por eso le compró el león que quedaba tan mal junto
a sus animales de granja.
Los leones fueron el aporte de su padre a la elevación
de la familia en la aristocracia rural. La Granja Merrymead,
de trescientos años de antigüedad, pasó a llamarse Casa
Merrymead en la época de su abuelo, enmascarada por una
nueva fachada, de la que formaban parte los pilares que
flanqueaban la puerta de entrada. Su padre convirtió en
jardín la dehesa que se extendía desde la casa al camino, y
marcó la entrada coronando los pilares bajos de piedra con
unas estatuas de dos leones echados.
Diseñados por su padre, no estaban gruñendo, sino que
sonreían alegremente, dando la bienvenida a todo el
mundo. Parecían pensados para que los niños simularan
cabalgar encima. Y probablemente esa fue la intención.
Harry tenía aplastada la nariz contra el cristal de la
ventanilla, así que ella lo bajó para que pudiera asomar un
poco la cabeza.
—¿Ves la torre de la iglesia Saint Michael? Merrymead
está muy cerca de ahí.
Ella estaba casi tan entusiasmada como él, y sintió la
tentación de sacar la mitad del cuerpo por la ventanilla
para ver la casa tan pronto como apareciera a la vista. El
coche dio la vuelta al recodo y Harry apuntó:
—¡Leones felices! ¡Leones felices! ¡Grrr!
Laura se echó a reír, mientras los postillones guiaban
con sumo cuidado a los caballos por entre los sonrientes
guardianes y luego por el corto camino hasta la casa.
Su madre y Juliet salieron corriendo a situarse bajo el
clásico pórtico, sonriendo y agitando las manos. Su madre
no había cambiado; estaba redonda, canosa y con su
sonrisa de oreja a oreja. Juliet parecía haber rejuvenecido
varios años. Llevaba un sencillo vestido azul y el pelo
castaño atado en una coleta, y saltaba de entusiasmo como
una cría. Al verla nadie se imaginaría que era la esposa de
un importante servidor de Su Majestad.
En el instante en que abrieron la puerta del coche, su
madre cogió a Harry en sus brazos. Laura bajó y fue
recibida por los brazos de Juliet.
—Uy, qué alegría verte, Laura —exclamó Juliet—. Y
todo un mes. No podíamos creernos el mensaje que nos
enviaste. Y Harry, cuánto ha crecido.
Diciendo eso, le cogió la cara al niño y le dio un beso en
la nariz.
Harry no se apartó nervioso, pero se veía tan abrumado
que Laura lo cogió en brazos.
—¿Dónde está padre?
—En la ciudad, lógicamente; hoy es día de mercado —
contestó su madre, haciéndolos entrar y llevándolos como
a un rebaño hacia el salón.
El denominado salón era una sala grande que formaba
parte de una ampliación, pero a pesar del nombre era tan
cómodo e informal como la vieja sala de estar contigua a la
cocina.
—Han ido él y Ned —continuó su madre—. ¡Aggie! Ha
llegado Laura a casa. Ven a recoger los abrigos y esas cosas
y busca a George para que se encargue del equipaje. Y se
han llevado a Tom y Arthur —añadió, dirigiéndose a
Laura, mientras la criada de edad madura entraba
sonriendo a ocuparse de la ropa de abrigo.
—Eso explica la quietud —comentó Laura, dejando a
Harry en el suelo para quitarse el abrigo.
Tom y Arthur eran los hijos de siete y diez años de su
hermano Ned. Este tenía otro hijo de trece años, que estaba
en el colegio de Winchester. Normalmente la casa estaba a
rebosar de bulliciosa vida, e incluso cuando sólo estaban
las mujeres no tenía en absoluto la escalofriante calma de
Caldfort.
Los perros dieron una vuelta en círculo y los dos gatos
que estaban echados delante del hogar se levantaron de un
salto, tal vez con la atención puesta en escapar de Harry.
Laura los observó un momento, y le pareció que estaban
dispuestos a dejarse acariciar.
Su madre estaba ordenando que trajeran el té y
charlando al mismo tiempo, como si en un minuto quisiera
explicarle todas las novedades de la familia y contarle
todos los cotilleos del condado.
Laura se sentó en el conocido sofá a rayas rojas,
sintiéndose muy, muy feliz. Incluso los olores le resultaban
agradablemente conocidos: a humo de leña, a cosas
horneándose, a pétalos de rosa secos, y otros cientos que le
decían que estaba en casa.
—¡Laura! —exclamó su cuñada Margaret, entrando
sonriente con su bebé en los brazos.
Su hija de cuatro años, Megsy, venía a su lado,
acunando solemnemente a una muñeca en los brazos tal
como hacía su madre con el bebé. Madre e hija eran tan
parecidas que Laura no pudo dejar de sonreír al verlas; las
dos eran robustas, de pelo castaño en desbordantes rizos,
y se les formaban hoyuelos en las mejillas al sonreír.
Megsy y Harry se habían llevado muy bien jugando en
la visita anterior, y él hablaba de ella a veces. Suponía que
también se llevarían bien ahora.
Megsy avanzó hacia Harry y le ofreció su muñeca.
—Pero sólo te la presto.
Asintiendo solemnemente, Harry la cogió y se la
acomodó en los brazos tal como la había tenido Megsy.
Laura agradeció que ahí no estuviera ninguno de los
hombres Gardeyne viendo a Harry acunando a una
muñeca. Le había bajado del coche la bolsa con sus
juguetes, y pensó si tal vez tendría que hacerle algún gesto
para indicarle que devolviera el favor ofreciéndole alguno
a Megsy.
Pero él se sentó en la alfombra y fue sacando sus
animales con una mano. Pasado un momento de titubeo,
eligió el león y se lo ofreció.
—Sólo te lo presto. Es un león, y ruge.
Hizo la demostración, haciendo reír a las adultas.
Terminadas las negociaciones, los dos niños se
instalaron a jugar con los animales, la muñeca y los gatos,
cuando estos se lo permitían.
Entonces Laura se volvió hacia Margaret, que estaba
sentada a su lado en el sofá.
—Se está convirtiendo en toda una señorita.
—Sólo cuando le conviene, te lo aseguro. Te veo bien,
Laura.
—Es agradable estar en casa.
Y lo era, pero vio pestañear a su madre en actitud alerta
cuando oyó la palabra «casa». Había olvidado qué
significaba realmente estar en casa. Todos se inmiscuían en
los asuntos de todos, y su madre conocía muy bien a todos
sus hijos. Mentirle sería aún más difícil de lo que se había
imaginado. Además, habiendo llegado, lo último que
deseaba era marcharse.
Decidió que por el momento se dedicaría
tranquilamente a disfrutar de su regreso al hogar. Y eso
incluía coger en brazos y admirar a la encantadora nenita
de cuatro meses, Ruthie. De pronto sintió el escozor de las
lágrimas en los ojos; ¿por qué no había comprendido
cuánto deseaba tener más bebés? Tal vez porque no era
dada a suspirar por cosas imposibles. Cuando Hal estaba
vivo eso había quedado en las manos de Dios, y desde su
muerte, le parecía algo imposible. Aunque si HG era el
verdadero vizconde Caldfort, las cosas cambiarían en ese
aspecto también.
Escapar de Caldfort.
Tener un nuevo hogar, uno mucho más parecido a
Merrymead. Más hijos.
Intentó no hacerse esperanzas, pero estas ideas
continuaron girando por su cabeza mientras se esforzaba
en centrar la atención en las noticias de seis meses enteros.
La nenita se despertó y pidió comida, por lo que
Margaret la cogió y se la puso al pecho.
Entonces Laura se levantó.
—Vamos, Harry. Tienes que ayudarme a sacar las cosas
de tu baúl.
Cualquiera habría pensado que le había sugerido un
castigo.
—¿No puedo quedarme con Megsy?
—Déjalo aquí —dijo su madre—. Yo no lo perderé de
vista.
Juliet se levantó de un salto.
—Yo te ayudaré. Estamos en nuestra vieja habitación.
—Lo van a consentir hasta matarlo —dijo Laura
mientras iban subiendo la escalera.
—Por supuesto. No le hará más daño del que nos hizo
a nosotras. No se le consentirán rabietas ni malos modales.
Laura siguió a Juliet hasta la habitación que compartían
cuando eran niñas y jovencitas. Después que ella se marchó
de casa cambiaron el papel por uno con rosas rojas, pero
por lo demás, estaba igual.
—Me sentí muy desgraciada por no poder acompañar a
Robert al extranjero —dijo Juliet—, pero esto casi me lo
compensa. ¡Volveremos a ser niñas!
—Aun cuando ahora seamos dos depravadas mujeres
de mundo.
Juliet sonrió de oreja a oreja.
—¿Y no es fantástico eso? ¿Te acuerdas de cuando
elucubrábamos en susurros acerca de lo que ocurre entre
los maridos y sus mujeres?
Laura le dio la espalda para abrir su baúl.
—Recuerdo ese libro que encontraste.
—Ah, sí. Y nos dejó más perplejas que ilustradas. Ahora
le encuentro más sentido.
Laura sacó un rimero de camisolas bien dobladitas y se
lo pasó a su irrefrenable hermana.
—Sí.
—Es bastante maravilloso, ¿verdad?
Laura retuvo el aliento.
—Sí.
—Ay, pobre Laura. Debes de echar terriblemente de
menos a Hal.
—¡Jul, francamente! —exclamó Laura riendo, pero
sintió subir el rubor a las mejillas.
—No sólo por la cama —protestó Juliet—. Pero también
por eso.
Laura abandonó la simulación de estoicismo.
—Soy muy joven para hacerme monja, desde luego.
—No seas tonta. Te volverás a casar.
Laura sacó un vestido gris y lo colocó en un cajón,
pensando qué decir. Por el momento, bien podía atenerse
a la situación tal como estaba.
—Lo dudo. No puedo dejar a Harry, y lord Caldfort no
permitirá que lo aleje de la casa Caldfort.
—Eso es horrorosamente injusto —dijo Juliet,
ordenando las medias en un cajón—. ¿No tienes ninguna
bonita?
—No olvides que todavía estoy de luto.
—Ah, sí. Sigo pensando que es injusto que intenten
tenerte atrapada en la casa Caldfort hasta que tengas tantas
canas que tu pelo se confunda con tu ropa. ¿Ni siquiera
lila?
—¡He aquí! —exclamó Laura, sacando su vestido lila—
. Si lo recuerdas, los tonos morados nunca me han sentado
bien. El negro me queda mejor, pero andar por ahí de negro
doce meses habría sido excesivo.
—Andar por Caldfort durante décadas sería más
excesivo aún.
—Jul, no tengo otra opción. Y lord Caldfort tiene razón.
Harry debe criarse ahí. Es posible incluso que sea vizconde
muy pronto. Lord Caldfort no está bien de salud.
—Entonces tal vez deberías casarte con un hombre que
se sienta feliz de vivir en Caldfort. Un intelectual o
estudioso, o incluso un caballero que no posea una
propiedad importante.
Laura la miró un momento; a Juliet siempre le había
gustado encontrarle solución a todos los problemas.
—Esa es una posibilidad, supongo. No veo qué objeción
podrían poner los Gardeyne. Pero no sé si deseo casarme
con un hombre pobre.
Juliet guardó el vestido lila, con aspecto de estar muy
complacida consigo misma.
—No tiene por qué ser pobre, sino simplemente carecer
de propiedades. Un nabab de Oriente, incluso. Ya está, ¿lo
ves? Ahora bien, ¿qué otro problema te puedo eliminar?
Laura le sonrió, casi a punto de echarse a llorar.
—Uy, Jul, no sabes cuánto te he echado de menos.
¿También le solucionas todos los problemas a Robert?
—Siempre que puedo —repuso Juliet, y ladeó la
cabeza—: ¿Qué es? Tengo la impresión de que llevas un
peso encima.
—¿Tanto se me nota? —Mientras cerraba la tapa del
baúl vacío, Laura comprendió que con esas palabras había
reconocido que había algo—. No te lo puedo decir en este
momento. Tal vez después.
—¿Es un hombre?
—¡Noo!
—Es una suposición lógica. Los Gardeyne no quieren
que te cases pero te has enamorado. Romeo y Julieta…
—Soy Laura, ¿lo has olvidado? La amada de Petrarca,
adorada desde lejos. Nada de besos en el balcón, nada de
muerte tampoco.
—Evitar la muerte es evitar la vida —afirmó Juliet,
volviendo al debate de siempre acerca de sus tocayas
literarias.
Sus hermanas Beatrice y Olivia, las dos unos años
mayores que ellas, habían declarado muy engreídas que
los suyos eran destinos más normales: Beatrice con su
Benedick de Mucho ruido y pocas nueces, y Olivia con su
Orsino de Noche de Epifanía, o lo que queráis, un duque, nada
menos.
Laura no estaba de humor para esos juegos, sobre todo
cuando el destino de la santa Laura parecía encajar muy
bien con el suyo en esos momentos.
—Vamos a sacar las cosas de Harry —dijo, para escapar,
y salió en dirección al pequeño dormitorio de los aposentos
de los niños que él compartiría con Megsy.
No tardaron mucho en sacar su ropa y ordenarla en el
armario; después Laura fue a buscarlo.
Harry estaba en la cocina con Megsy y su abuela,
encantado, todo cubierto de harina y formando roscos con
trozos de masa, y adorado por las criadas que estaban
preparando la cena. Le sonrió al verla, pero no tenía
aspecto de haberla echado de menos ni un poquito.
Eso le dolió.
—No da ningún problema, cariño —le dijo su madre—
. Ve al salón a charlar agradablemente con Juliet.
Eso equivalía a una orden, pero Laura dijo:
—Vamos fuera a caminar, Jul. Estar sentada en un coche
dos días ha hecho que sienta las piernas entumecidas.
Recorrieron el jardín y el huerto y de ahí entraron en lo
que era propiamente la granja.
—Hay gatitos —dijo Juliet mientras iban pasando junto
al establo—. A Harry le van a gustar.
—Le gustaría tener un gato, pero a lord Caldfort no le
gustan los gatos.
—Es un viejo agrio y déspota, si quieres mi opinión.
—Es un anciano enfermo y amargado, pero es su hogar.
—Es el tuyo también.
—En realidad no. —Eso le salió porque estaba relajada
y también porque estaba harta de decir siempre lo
correcto—. ¿Dónde está tu hogar? —preguntó a Juliet
mientras traspasaban una puerta para caminar por la orilla
de un rastrojo.
—Dondequiera que esté Robert —contestó ella al
instante, pero enseguida arrugó la nariz—. Bueno, no en
Dinamarca. Ni junto al mar, donde es probable que esté
todavía. Pero sí, nuestra casa de Londres es mi hogar. Tal
vez porque es nuestra, no de su padre.
—Eso cambia las cosas. —Laura cogió un escaramujo
del seto y lo rompió para mirar las semillas—. Tal como
están las cosas, me siento… de paso. El receptáculo del
próximo lord Caldfort, y no más que eso. Claro que cuando
Hal estaba vivo no pasábamos mucho tiempo en la casa
Caldfort. O al menos antes que naciera Harry. —Se encogió
de hombros—. Hal no tenía raíces en ninguna parte. Su
hogar era el lugar donde estaban sus caballos.
Entonces cayó en la cuenta de que lo que acababa de
decir daba la impresión de que él quería más a sus caballos
que a ella.
—Siempre pensé que fue un matrimonio por amor —
dijo Juliet.
—Lo fue, pero el amor… el amor cambia. —Vio que en
los labios de Juliet se formaba una protesta y luego la
reprimía. Se apresuró a añadir—: No para todo el mundo.
Creo que existe el verdadero amor, el amor perdurable.
Pero también creo que es difícil detectarlo al comienzo. Es
como distinguir el oro del dorado. Hay que ponerlo a
prueba. Rascarlo…
Un pájaro salió del rastrojo vecino y se elevó en el aire
cantando.
—¡Una alondra! —exclamó Juliet, haciéndose visera con
una mano para verla elevarse.
Laura hizo lo mismo.
—No puede haber hecho un nido en esta época del año.
El recuerdo se instaló vivo en su mente a pesar de su
intento por evitarlo. Pobre Stephen, pero por lo menos ya
volvían a ser amigos. Los dos se habían tendido en el suelo
a mirar la alondra. Ahí no podían hacerlo.
Aun así Juliet se tendió de espaldas, ahí, sobre el áspero
suelo.
—Venga, túmbate. Observémosla cuando vuelva. —La
miró—. ¡Venga! Una ventaja de llevar ropa lúgubre es que
no importa si se ensucia.
Riendo, Laura se sentó.
—Nunca se me había ocurrido pensar que la ropa de
luto es lúgubre.
Se tendió de espaldas y tuvo que deslizarse a un lado
porque unas cañas de mies se le enterraban en la espalda.
El cielo no estaba totalmente azul ese día; había muchas
nubes, pero estas andaban muy altas. El suelo estaba frío,
pero seco.
¿Cuándo fue la última vez que estuvo tendida de
espaldas para mirar el cielo infinito? Quizás esa vez, con
Stephen. Pues era una lástima. Todo el mundo debería
hacerlo con frecuencia, para tomar conciencia de… lo
pensó; para tomar conciencia de la grandeza del universo
en el que se mueven los simples mortales.
—Ese pájaro ve más del mundo de lo que veremos
jamás nosotras —dijo—. Quizá por eso vuela tan alto.
—Yo creo que vuela y canta porque puede. Por la pura
alegría de vivir. ¡Ahí viene!
Primero como un punto, que fue creciendo, el pájaro
bajó en picado, con las alas cerradas, y sólo las abrió al final
para planear en círculo. Era como si supiera que lo estaban
observando.
Laura se sentó y se cogió las rodillas con los brazos.
—¿Te imaginas haciendo eso? ¿Cayendo adrede del
cielo, sabiendo que no te pasará nada?
Juliet también se sentó.
—Hablas como si lo supieras.
—¡Jul!
—O el atractivo del peligro. Las personas corren riesgos
simplemente por la emoción.
—Como la de cazar —dijo Laura en voz baja, y citó—:
«Abandonó la vida saltando».
Tal vez, por primera vez, entendía esas palabras.
Juliet le cogió la mano, pero su expresión triste se debía
a otro motivo. La misma pasión que lleva a los hombres a
la batalla y a saltar vallas puede impulsar a otros a matar.
Capítulo 16
La carta llegó a la mañana siguiente. El padre de Laura
entró en la sala de desayuno con la correspondencia y
repartió las cartas.
—Hay una para ti, Laura, cariño —dijo, mirando
atentamente una carta y luego pasándosela—. De
Somerset. No sabía que conocías a alguien en Somerset.
Laura consiguió hacer su papel, aunque se sentía como
si tuviera escrita la palabra «mentirosa» por toda ella.
—Debe de ser de mi amiga Eleanor Delaney. Le escribí
con la esperanza de que pudiéramos vernos mientras yo
estaba aquí. No nos hemos visto desde que nos
convertimos en madres.
¿Eso sería explicar demasiado antes de tiempo?
Leyó la carta, suponiendo que tendría que mentir acerca
del contenido también, pero era una ingeniosa imitación de
una carta entre viejas amigas, incluso con comentarios
sobre personas que supuestamente conocían las dos, y
sobre los hijos de ambas.
Por lo tanto le resultó más fácil inventar los siguientes
parlamentos de la obra. Sería mejor pensar que estaba
representando una obra de teatro que mintiéndole a sus
padres.
—Ay, Dios. Eleanor dice que van a viajar al norte dentro
de unos días. —Estuvo un momento fingiendo que
pensaba y luego sugirió—: Si quiero verla, tendré que ir
pronto. ¿Os importará, papá, mamá? Hemos venido para
estar un mes.
Su padre arqueó sus tupidas cejas grises, pero dijo:
—No, no, cariño. Si la única posibilidad que tienes de
visitar a tu amiga es ahora, pues ahora debe ser. ¿Pensabas
pasar ahí unos cuantos días, entonces?
—Si no os importa. No puedo ir y volver en un día y
encima hacer una verdadera visita.
—Claro que no nos importa, cariño —dijo su madre,
pasando una fuente con huevos e instándolos a todos a
servirse más—. Es una alegría tan grande tenerte aquí
durante tanto tiempo que podemos permitirnos
compartirte. Pero me parece que nunca te he oído hablar
de esa señora, ¿no?
Temblando por dentro, Laura les explicó la historia que
había preparado: era una amiga de Londres que
últimamente se había convertido sobre todo en amiga por
correspondencia.
—Ah, es estupendo, entonces, que os volváis a ver —
dijo su madre—. Sin duda tiene que haber sido aburrido
para ti vivir en Caldfort después de la muerte del querido
Hal, así que las cartas habrán sido un consuelo. Pero verse
de verdad es mucho mejor. ¿Y la señora tiene un hijo
también, has dicho?
—Sí, una niña, Arabel. Pero es más de un año menor
que Harry.
—De todos modos, tendrá con quién jugar.
—¿Te pido un coche de postas? —le preguntó su padre.
—Sí, papá, gracias.
La conversación cambió en la dirección que más le
convenía tomar, y Laura pensó que ya estaba todo hecho.
Esperaba que la expresión dudosa que vio en la cara de
Juliet sólo se la hubiera imaginado.
Terminado el desayuno subió a preparar nuevamente
su equipaje, aunque sólo una maleta, puesto que iban a
estar poco tiempo. Cuando llegó el coche de postas de la
posada George de Barham, salió a buscar a Harry. Lo
encontró en el establo con su tío y Megsy.
Le cogió la mano.
—Ven conmigo, Minnow. Vamos a hacer un corto viaje.
Él la miró sorprendido y se soltó la mano.
—No, ¡no voy a ir!
—¡Harry! No seas tonto. Por supuesto que vas a venir.
No puedes quedarte aquí.
—Bueno, sí que puede —dijo Ned—. No es ningún
problema.
Laura miró furiosa a su hermano, el muy traidor, hizo
una inspiración profunda y se arrodilló a explicarle a su
hijo:
—No será un viaje largo, Minnow, y los Delaney tienen
una niñita con la que podrás jugar.
Harry negó con la cabeza, con expresión sublevada.
—Verás a muchísimos animales por el camino.
Él se limitó a mirarla enfurruñado.
Ella no podía creerlo. Nunca antes se había portado así.
Volvió a mirar a su hermano, pero, como siempre, él se
mostró inflexible como una piedra.
—Déjalo aquí, Laury. El viaje te será más fácil sola y
podrás disfrutar de unas vacaciones.
¡Vacaciones! No necesitaba tomarse vacaciones de su
hijo. Pero claro, Ned no sabía que la vida de Harry estaba
en peligro. Se incorporó y cogió al niño por el brazo.
—Harry, vendrás conmigo. Estaremos de vuelta dentro
de unos pocos días.
Él no protestó, pero se convirtió en peso muerto, y ella
vio brotar lágrimas de sus ojos fuertemente cerrados. Le
soltó el brazo.
—Harry, ¿qué te pasa?
Si no se llevaba a Harry, no podría ir, y tenía que ir.
Tenía que descubrir la verdad en Draycombe y asegurarse
de que todo se hiciera correctamente, pero no podía
explicarle eso a él ni a nadie.
Miró a su hermano.
—Ned —moduló—. Haz algo.
Él se encogió de hombros.
—Seguro que cree que lo vas a llevar de vuelta a esa
casa. Cada vez que ha venido ha subido en un coche para
volver a esa casa. Déjalo. Estamos felices de tenerlo aquí.
Laura volvió a arrodillarse y logró esbozar una alegre
sonrisa.
—Cariño, no vamos a volver a Caldfort. Vamos a ir a
otra casa.
Pero Harry ya había llegado al estado de rebeldía en
que era impermeable a cualquier razonamiento.
—Me voy a quedar aquí. Tú te quedas aquí también.
Laura comprendió que ese era un momento crítico. Al
margen de la necesidad de ir, no debía permitir que Harry
dictaminara sus actos según le conviniera a él.
Se puso de pie.
—Muy bien, si de verdad no deseas venir conmigo,
puedes quedarte aquí.
Él le cogió la falda.
—¡No, tú te quedas!
Incluso golpeó el suelo con el pie.
Dominando el impulso de reaccionar con un estallido
de mal genio igual, ella dijo:
—Eso no puede ser, Harry, pero puedes quedarte aquí.
La expresión de furia con que la miró bien podía haberle
roto el corazón, pero no cedió. Al final él le soltó la falda.
—Quédate aquí. Quédate con Megsy, el tío Ned, la tía
Margaret, la abuela y el abuelo.
Tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le notara lo
horriblemente traicionada que se sentía. Jamás se había
imaginado que él preferiría a otros más que a ella. Cuando
la garganta oprimida le permitió hablar, dijo:
—Muy bien, cariño. No estaré ausente mucho tiempo, y
te escribiré una carta cada día.
Tal vez él también había creído que ganaría, porque le
temblaron los labios al decir:
—¿Con dibujos?
Tragándose las lágrimas, ella lo abrazó.
—Con dibujos. Te portarás bien, ¿sí?
Él asintió.
Laura comprendió que seguía esperando que él
cambiara de opinión y que, viendo que ella no cedería,
declarara que iría con ella. Pero eso no ocurrió.
—Adiós, mamá —dijo simplemente, y,
desprendiéndose de sus brazos, volvió a entrar corriendo
en el establo.
Pasado un momento, su hermano dijo:
—Hay gatitos.
Laura no logró encontrar nada que decirle a ese traidor,
por lo tanto se dio media vuelta y se dirigió a la casa,
vacilante, pensando si tal vez no debería ir. Stephen iría en
su lugar, y le enviaría los informes.
Pero las cartas tardarían dos días en ir y venir, y podría
presentarse algo urgente.
En la puerta la estaban esperando sus padres y Juliet,
para despedirse, así que tuvo que explicarles el cambio de
planes.
—Eso no es ningún problema —dijo su padre muy
contento y cordial—. En realidad, es un regalo para
nosotros.
Él y Ned se parecían muchísimo.
Su madre la comprendió.
—Todos se van al final, cariño. En especial los niños.
—Pero es muy pequeño.
—Y te echará muchísimo de menos. Pero si se lo
permitimos, se convierten en dictadores, y eso nunca va
bien. Tú ve y haz tu visita. Os hará bien a los dos.
Laura abrazó a su madre, que se lo decía con buena
intención y seguramente tenía razón, pero…
¡Santo Dios! Justo en ese momento cayó en la cuenta de
que iba a dejar a Harry desprotegido. Creía que estaría
seguro ahí, pero de todos modos, tenía que advertir a
alguien del peligro.
¿A sus padres? ¿A Ned? No. Los conocía muy bien y
sabía que con ellos no resultaría.
Juliet.
—Uy —dijo—, tengo todas las cosas de Harry en la
maleta. Tengo que sacarlas.
Ordenó que descargaran la maleta y la entraran en la
casa. Entonces sacó la ropa de Harry. Cuando llegó Juliet a
ayudarla, la miró pensando que vería condena en sus ojos,
pero no vio nada de eso.
—Tengo que ir —dijo de todos modos.
—Eso colijo. No te preocupes por Harry. Estará
estupendamente.
Tal vez yo no deseo que lo esté, pensó Laura, y eso la
avergonzó; pero la conformidad de él con la separación
había sido como si le clavaran un cuchillo en el corazón. Ni
siquiera estaba ahí para despedirse de ella.
Cogió el montón de ropa.
—Subiré esto.
—No es necesario. Yo lo haré.
Laura negó con la cabeza y Juliet captó la indirecta.
Cogió la mitad de las cosas del niño y subieron juntas la
escalera. Una vez que entraron en la habitación, Laura
cerró la puerta, dejó la ropa en la cama y le explicó todo lo
esencial de la manera más sucinta que pudo. Sólo deseaba
decirle lo de Jack, pero tuvo que decirle algo sobre
Draycombe, para explicar por qué tenía que marcharse.
Juliet escuchó todo con el ceño fruncido.
—¿De verdad crees que el reverendo Gardeyne podría
venir aquí a intentar matar a Harry?
Laura le puso una mano en la boca.
—No. Si lo creyera no me marcharía. Si Jack hace algo
más que escribir su sermón, eso será ir a Draycombe. Por
eso tengo que llegar yo ahí primero, pero no soporto dejar
a Harry aquí sin que nadie esté al tanto de que podría haber
problemas. Supongo que no habrá ninguno, pero necesito
que me prometas que si viene aquí Jack Gardeyne no lo
dejarás quedarse solo con Harry ni un solo momento, sea
cual sea el pretexto que él invente.
—Lo prometo —dijo Juliet asintiendo, aunque todavía
con expresión escéptica.
—Y no permitas que lleve a Harry a ninguna parte. Ni
siquiera a la iglesia.
—Muy bien, pero sabes que en ese caso podría tener
que decírselo a padre o a Ned. —Pasado un momento,
preguntó—: ¿No crees que deberías decírselo a ellos ahora?
—¿Laura? —gritó su padre desde abajo—. ¿Te
encuentras bien, cariño? No dejes a los caballos esperando
ahí.
Ella abrió la puerta.
—¡Voy papá! —gritó. A Juliet le susurró—: No.
Creerían que estoy loca, y ya sabes cómo reaccionarían.
Querrían ir a los magistrados. No tengo tiempo para eso y
ni siquiera tengo ninguna prueba. Ay, sólo con que Harry
viniera conmigo.
—¿Al peligro? —preguntó Juliet.
Eso la hizo recapacitar.
—Cielos, tienes razón. Prefiero dejarlo aquí que no con
unos desconocidos en Redoaks.
—Pero ¿y tú? ¿Vas a ponerte en peligro? ¿Quién es esa
señora Delaney? Laura…
En cualquier momento Juliet decidiría decírselo a sus
padres. Tendría que revelarle algún detalle más de los que
se había guardado.
—Stephen me va a ayudar. Stephen Ball. Los Delaney
son amigos suyos. Se va encontrar conmigo ahí, y juntos
vamos a ir a investigar esto.
Juliet agrandó los ojos, pero encantada, con una
expresión de alegre travesura.
—¡Ya sabía yo que había un hombre metido en esto! Ve,
ve, ¡y que te lo pases maravillosamente bien!
Capítulo 17
El viaje a Redoaks duró tres horas, y tres horas dan
muchísimas oportunidades para preocuparse, temer y
sufrir. Laura temía que Harry ya la estuviera echando de
menos; temía que no estuviera echándola de menos. Seguía
doliéndole que él hubiera sido capaz de decirle adiós con
la mayor despreocupación del mundo. La hacía sufrir,
simplemente, que cada vuelta de rueda los fuera
separando más y más. Nunca habían estado separados
mucho tiempo.
Tal vez todos tenían razón. Tal vez hasta Jack tenía
razón al decir que ella se aferraba demasiado a su hijo.
Intentaría hacerlo mejor, pero sólo cuando Harry estuviera
seguro y a salvo. Rogaba que HG fuera el hijo legítimo de
Henry Gardeyne y que ella y Stephen llegaran a tiempo
para salvarlo.
Cuando el coche de postas se detuvo ante la elegante
casa de ladrillos llamada Redoaks, ella ya estaba lista para
bajar de un salto y ponerse inmediatamente en marcha
hacia Draycombe. Pero eso no podría ser. Tenían que hacer
ciertos planes, y ella necesitaría un disfraz.
Porque lo que iba a hacer era escandaloso.
Y lo del escándalo iba pesando cada vez más en ella.
Entre ella y Stephen había una vieja amistad; hubo un
tiempo en que fueron tan íntimos como hermanos, pero eso
no contaría para nada si los sorprendían juntos en una
posada. Eso la deshonraría.
Valía más que el disfraz fuera excelente.
Se abrió la puerta y salió una pareja. Él llevaba en brazos
a una niñita muy bonita vestida de rosa. Eleanor Delaney,
una mujer guapa de pelo castaño rojizo, avanzó hacia ella.
—¡Laura! ¡Qué alegría volver a verte!
Laura tardó un segundo en captar el motivo de esa
familiaridad. Pues sí, tenían que comenzar a representar
sus papeles ya, comprendió, aunque sólo fuera por la
presencia de los indiferentes postillones. Ella se echó en los
brazos de la mujer.
—Cuánto tiempo ha pasado —dijo. Se apartó y miró al
hombre con la niña—. Y esta debe de ser Arabel.
Se acercó para besarla, pero la niñita se echó hacia atrás,
y arrugó la carita como si fuera a llorar.
—Es tímida —dijo Nicholas Delaney, sonriendo.
El rey Pícaro. No se veía ni regio ni pícaro, aunque notó
algo especial en él, es decir, algo especial, aparte de que
llevara abierto el cuello de la camisa bajo una chaqueta
holgada; informal, por decir lo mínimo. Tal vez la
impresión de algo especial se la daba su coloración,
porque, a diferencia de la mayoría de los caballeros
elegantes, tenía la cara bronceada por el sol, tanto que casi
igualaba el color dorado oscuro de su pelo.
—Es un placer volver a verte, Laura —dijo él—. Yo me
encargaré de tu equipaje y del coche. Tú entra en la casa.
Debes de estar deseando tomar un refrigerio.
Laura entró, pero no pudo dejar de encontrar raro que
él se quedara con la niñita en brazos en lugar de
entregársela a su mujer.
Pero al parecer eso no le importó a Eleanor Delaney.
—¿No ha venido Harry contigo? —dijo esta, mientras
iban subiendo la escalera—. Arabel se sentirá
desilusionada.
—Lo siento. Está muy feliz con sus primos, y hay gatitos
en el granero. ¿No está Stephen?
—Aún no ha llegado, pero llegará en cualquier
momento.
Eleanor Delaney la hizo pasar a un ventilado
dormitorio con cortinas azul y blanco en las ventanas y en
la cama. La impresión que le daba esa casa era de una
elegancia informal y acogedora que la hacía desear
instalarse ahí para disfrutarla. Pero también le encontraba
algo tan insólito como a su dueño.
Tal vez fueran los colores, o incluso los olores. Detectó
un olor a una mezcla de pétalos de rosa, pero tal vez
también a incienso. En el rellano había visto una enorme
estatua blanca de un hombre gordo y risueño en la que
reconoció una representación de Buda. Recordaba que una
vez Stephen le dijo que el rey Pícaro se había dedicado a
viajar en lugar de ir a la universidad.
Eso parecía.
—Iré a buscarte agua caliente —dijo su anfitriona.
Y salió, lo cual fue muy diplomático, porque ella
necesitaba usar el orinal. Pero no se había imaginado lo
raro que sería ser recibida por desconocidos no estando
Stephen ahí. ¿Debería seguir charlando con ella como si
fueran viejas amigas? ¿En qué momento se le permitiría
dejar de interpretar su papel?
Se quitó la papalina y los guantes negros y la chaquetilla
gris, y orinó. Mientras esperaba el agua para lavarse, se
asomó a la ventana y contempló un simpático jardín sin
pretensiones, un huerto y más allá un apacible paisaje. Era
un hermoso lugar, pero no el encuadre que se esperaría
para el temerario Nicholas Delaney.
Stephen tenía mucha fe en él. ¿Sería realmente capaz de
ayudarlos? Las personas cambian. Sí, sí que cambian, se
dijo, considerando los últimos días.
Volvió Eleanor, trayendo ella misma la jarra con agua
caliente.
—Es una casa muy hermosa —dijo Laura.
—A nosotros nos gusta. ¿Puedo tutearte y llamarte
Laura todo el tiempo? Es mejor representar el mismo papel
en todo momento; eso lo he aprendido de un maestro del
engaño. Y tú debes tutearme y llamarme Eleanor.
—Por supuesto —dijo Laura, aunque sabía que eso la
haría sentirse violenta.
—Y a Nicholas llámalo Nicholas. Nadie que lo conozca
creería que una vieja amiga mía no lo tutearía.
Eso le resultaría más raro aún, pensó Laura, pero lo
aceptó. Vertió agua en la jofaina, y mientras se lavaba las
manos y la cara, preguntó:
—¿Hay necesidad de simular delante de los criados?
—Es mejor ser meticulosos. ¿Tuviste un buen viaje?
Laura le contestó siguiendo su ejemplo. Al fin y al cabo
no estaría ahí mucho tiempo, pero ojalá supiera cuánto les
había dicho Stephen a sus amigos.
—Sé que tú y Stephen tenéis la intención de continuar
viaje.
O sea, que eso sí lo había dicho.
—No hay nada indecoroso en eso. Bueno, lo hay, pero
sólo lo hacemos por necesidad.
Eleanor hizo un guiño.
—Una excitante necesidad, sin duda, siendo Stephen un
Pícaro.
¿Daba la impresión de que ella iba a hacer eso por
diversión?
—Tal vez debería explicar…
Eleanor la interrumpió agitando una mano.
—No, no, será más práctico explicarlo todo de una vez.
Ahora bien, ¿te apetece una taza de té? Cuando llegue
Stephen almorzaremos los cuatro.
—Un té me iría muy bien.
Cayó en la cuenta de que lo que realmente deseaba era
estar sola, no tener que fingir que era amiga de nadie y
fijarse en lo que decía. Recordó un buen motivo.
—Le prometí a mi hijo que le escribiría. Debería pasar
desapercibida, lo sé, pero si las escribo, ¿se las enviarás
cada día?
—Faltaría más —dijo Eleanor, sin un asomo de
desaprobación en el tono—. Te traeré nuestro papel de
cartas.
Se marchó y un momento después volvió con un
escritorio portátil que contenía todo lo que Laura
necesitaba.
—Te enviaré el té y te avisaré tan pronto como llegue
Stephen.
Laura se sentó a la mesa junto a la ventana, consciente
de que se sentía contrariada y de que eso era irracional.
Eleanor Delaney era tan absolutamente amable y de buen
carácter que le resultaba irritante. Claro que Eleanor no se
había casado con un hombre como Hal Gardeyne. Era el
tipo de mujer que tiene más sensatez.
Hizo un mal gesto. No quería rebajarse a pensar cosas
mezquinas de Hal. Ella lo eligió y decidió casarse con él, y
viviría con eso. Él no cambió; fue ella la que cambió. O tal
vez simplemente llegó a conocerse mejor.
Ni siquiera deseaba una vida como la de Eleanor para
ella. Se le antojaba demasiado plácida.
Le gustaba el bullicio y alboroto de Merrymead, y le
encantaba Londres.
Y pensar en eso era una pérdida de tiempo. Quitó la
tapa al tintero y eligió una pluma. Stephen no tardaría en
llegar, y debía escribir esas cartas.
Le llevaron el té y lo fue bebiendo mientras escribía. No
tardó en tener escritas cinco cartas, con las fechas de ese día
y los siguientes, aunque la primera y la del día siguiente
Henry las recibiría el lunes. Nada, ni personas ni cartas
viajaban en domingo.
El lunes Jack se pondría en marcha hacia Draycombe,
pero el viaje le llevaría como mínimo dos días, y cuando
llegara, ella y Stephen ya tendrían arreglada la situación.
Tenía tres días y medio. Tres días y medio que podrían
resolverle sus problemas o arrojarla al desastre.
Le gustaba el juego, pero solamente cuando se apostaba
cosas triviales.
En algún lugar de la casa, un reloj comenzó a dar la hora
con melodiosas campanadas. Las contó, aunque sabía que
tenía que ser mediodía. ¿Dónde estaba Stephen?
No quería bajar a reunirse con sus anfitriones mientras
él no llegara. Entonces recordó la promesa de ponerle
dibujos a las cartas, así que comenzó a ilustrarlas. En la
primera dibujó un coche de postas en el margen superior,
con ella asomada a la ventanilla, agitando la mano. En la
siguiente dibujó una iglesia de la que estaban saliendo ella
con los Delaney y la pequeña Arabel.
Qué pena que la niña fuera tan tímida. Agradeció que
Harry tuviera un temperamento tan alegre y enérgico.
Aunque eso lo hacía confiado. Demasiado confiado.
Juliet lo mantendría a salvo.
En la carta que recibiría el martes dibujó la vista desde
su ventana; la imaginación le falló para la última, así que
sólo dibujó flores en los márgenes. Cuando Harry recibiera
la carta del miércoles, tal vez ella ya estaría en casa.
Sonó un golpe en la puerta y entró Eleanor.
—Ha llegado Stephen y el almuerzo está listo.
Por fin. Laura dobló rápidamente las cartas y les puso
los sellos. Sintió una punzada de tristeza.
—Normalmente es Harry quien lo hace. Le encanta.
—A Arabel también.
Se miraron sonriendo y Laura se sintió más cómoda.
Los niños son niños y las madres, madres. No pasaría
mucho tiempo hasta que Harry volviera a poner el sello en
las cartas. Las ordenó, las golpeó sobre el escritorio para
emparejarlas y se las entregó a Eleanor. Después salieron
al corredor y bajaron juntas.
Stephen estaba en el salón, sentado en el sofá, con la
pequeña Arabel apoyada confiadamente en su rodilla, al
parecer enseñándole su muñeca. Una muñeca bastante fea,
por cierto, un palo envuelto en trapos. Stephen estaba
sonriendo y la niñita también. A él le gustaban los niños y
él les caía bien a ellos, incluso a la pequeña Arabel.
Sería un buen padre.
Entonces Arabel la vio a ella y corrió hacia su padre.
Él la cogió en brazos como si eso fuera lo más normal
del mundo, aunque dijo a la niña:
—La señora Gardeyne es una amiga del tío Stephen y
por lo tanto amiga nuestra. Hazle una reverencia, hija mía.
Diciendo eso la dejó en el suelo. La expresión de la
niñita era tan desconfiada que Laura pensó que se negaría,
pero flexionó la rodilla y le hizo una reverencia, e
inmediatamente después volvió a subir a los brazos de su
padre. Laura se sintió humillada por inspirarle tanto terror
a una niña. ¿Por qué? Harry una vez sintió terror ante una
de sus tías abuelas, que llevaba pintadas las mejillas con
círculos de colorete rojo, al estilo antiguo. Pero ella no
llevaba nada de pintura en la cara y vestía un sencillo
vestido gris oscuro y una cofia blanca.
Vio pasar una fugaz expresión de algo en la cara de
Eleanor. ¿De vergüenza, tal vez, por el comportamiento de
su hija? ¿O tal vez de infelicidad porque Arabel prefería tan
claramente a su padre? No todo andaba bien en esa familia
al fin y al cabo.
Stephen la saludó de una manera bastante informal.
—¿Todo fue bien?
—Perfectamente. Hasta el momento nuestros planes
han ido sobre ruedas.
—Sí, y cuando me marché por segunda vez de los
alrededores de Caldfort, el párroco no había hecho nada
insólito.
Laura había pensado que la llegada de Stephen le haría
todo más fácil, pero le ocurría todo lo contrario. Cayó en la
cuenta de que había esperado que él se mostrara más
impresionado o contento por ese encuentro.
¿Tal como se sentía ella?
La conversación se hizo general y entonces Stephen le
preguntó a Nicholas:
—¿Cómo está Dare?
—Recuperándose.
—¿Lo bastante para recibir visitas?
—Para una tuya, por supuesto. Hablamos de lord
Darius Debenham —explicó, dirigiéndose a Laura—, un
amigo nuestro que sigue sufriendo los efectos de una lesión
de guerra.
—Toda Inglaterra habla del milagro. Y, claro, lord
Darius es uno de los Pícaros.
Nicholas sonrió de oreja a oreja.
—Ah, lo sabes todo.
—Noo, todo no, pero he oído muchas historias de
escolares. ¿Hay esperanzas de que se recupere del todo?
—Excelentes esperanzas, sí. Veo que el almuerzo está
listo. Llevaré a Arabel arriba y me reuniré con vosotros
dentro de un momento.
Por lo menos acercó a la niña para que su madre le diera
un beso antes de llevársela, pensó Laura, pero siguió
sintiéndose incómoda por esa situación mientras caminaba
hacia el comedor con Stephen y Eleanor. No era asunto
suyo, pero no podía dejar de pensar que el rey Pícaro
consentía demasiado a su hija. Eso resultaría desastroso al
final, igual que si ella se dejara dominar por Harry
sometiéndose a sus dictámenes.
Capítulo 18
Los criados pusieron las fuentes sobre la mesa y en
seguida se retiraron. Cuando Eleanor estaba terminando
de servir la sopa, se les reunió Nicholas.
—Muy bien, ¿quién va a contar la historia? —preguntó.
Laura y Stephen se miraron.
—Tú eres el que tiene el don de la palabra —dijo ella.
Stephen le hizo una mueca pero les explicó
sucintamente la situación, y ya había acabado cuando los
Delaney retiraron los platos de sopa y destaparon la fuente
del siguiente plato.
—Me imagino tu preocupación —dijo Eleanor a
Laura—. Debió resultarte terriblemente difícil dejarlo ahí
en estas circunstancias.
Laura se estremeció ante ese recordatorio.
—Estoy segura de que Jack Gardeyne no va a ir a
Merrymead, y mi hermana está al tanto del peligro.
Les explicó lo que le había dicho a Juliet.
—Excelente —dijo entonces Stephen—. Juliet siempre
ha sido muy inteligente y tiene un ingenio rápido.
¿Más que ella?, pensó Laura.
Nicholas ni miró su chuleta de cerdo.
—Veamos esa carta.
Laura la sacó del bolsillo y se la pasó.
—No creo que puedas extraerle nada más —dijo
Stephen—. Las respuestas están en Draycombe. Confirmé
que el barco que se hundió, supuestamente llevándose a
Henry Gardeyne al fondo del mar, fue el Mary Woodside.
—¡Muy bien! —exclamó Laura.
—Y sólo en un par de días de viaje —añadió Nicholas—
. Brillante, como siempre.
Stephen no pareció particularmente complacido por ese
elogio.
—¿No tenéis ninguna pista acerca de Oscar Oris? —
preguntó Nicholas—. El cielo sabe que hay nombres raros
en el mundo, pero este no encaja en ninguna nacionalidad
que yo conozca. —Le pasó la carta a Eleanor—. ¿Y cómo
pudo tener prisionero diez años a alguien?
—¿Y si hubiera sido voluntario? —sugirió Eleanor—.
¿Una huida de la deshonra o el escándalo? O tal vez el
padre de Henry lo echó de casa y lo hizo parecer como si
hubiera muerto.
Nicholas arqueó las cejas.
—No sabía que tenías una imaginación tan gótica,
cariño. Pero si no fue desheredado, ¿por qué no salió de su
tumba de agua una vez que murió su padre? La pregunta
es ¿por qué ahora?
Laura había estado intentando comer.
—Se nos ocurrió que este tal Hache Ge podría ser su
hijo, criado por Oscar Oris, y que sólo recientemente se ha
descubierto su legitimidad.
—Bueno, eso sí tiene algo de sentido —dijo Nicholas—
. A Azir Al Farouk se le confía la tarea de traer al niño a
Inglaterra para reclamar su herencia, tal vez debido a su
excelente dominio del inglés, y entonces el villano ve en
esto la oportunidad de hacer su fortuna.
—¿Confabulado con el capitán Dyer? —sugirió
Eleanor—. ¿Podría estar involucrada una banda de
rufianes?
Stephen dejó en la mesa su cuchillo y su tenedor.
—Eso es lo que me preocupa. No quiero poner a Laura
en peligro.
—Entonces no debes llevarla —dijo Nicholas—.
Siempre que hay villanía hay posibilidades de peligro. Las
personas desesperadas hacen cosas desesperadas.
Esas palabras sonaron como si tuvieran un significado
ominoso, que cayó como una sombra sobre la sala. Fuera
cual fuera ese significado, las palabras le despejaron la
cabeza a Laura. No podía enviar a Stephen solo al peligro.
—Yo deseo ir —dijo—, y no me pondré en peligro.
Simplemente voy a ir de visita a un respetable balneario
junto al mar. No tengo la menor intención de andar
acechando en la oscuridad ni de hacer nada estúpido.
Stephen la miró significativamente.
—Creo que he oído esas palabras antes.
—Cuando éramos niños —repuso ella, también
mirándolo—. Tenías razón cuando alegaste que cualquier
decisión me correspondía tomarla a mí.
Nicholas enterró su cuchillo en la carne.
—Creo que deberíamos buscar la colaboración del
capitán Drake.
—Ah, buena idea —convino Eleanor.
Laura miró del uno al otro.
—Quienquiera que sea, no. No podemos involucrar a
más personas. De ninguna manera, pues las cosas podrían
pasar a ser ilegales.
—Laura tiene razón, Nick —dijo Stephen—. ¿Y quién
diablos es el capitán Drake, por cierto?
Laura vio la sonrisa traviesa de Nicholas, y la encontró
tremendamente inapropiada.
—Es el jefe de contrabandistas que controla la costa por
los alrededores de Draycombe.
—¡Contrabando! —exclamó Laura.
Stephen emitió un gemido.
—Típico de ti conocer a los delincuentes locales.
—No fui yo, fue Con —repuso enseguida Nicholas—.
Con Somerford —explicó a Laura—, el vizconde Amleigh,
que por un periodo muy breve fue el conde de Wyvern.
¿Habéis oído hablar del asunto?
—Con heredó el condado a comienzos de este año y
entonces otra persona lo reclamó —dijo Stephen—. El
asunto está en los tribunales, ¿no?
—Se ha arreglado amistosamente, pero los timbres y
sellos llevan su tiempo. Crag Wyvern, la sede del conde de
Wyvern, está a unas tres millas de Draycombe.
—Pero ¿qué conexión hay entre Con y el
contrabandista, ese tal capitán Drake? —preguntó Stephen.
Nicholas y Eleanor se miraron.
—Se va a enfadar conmigo —dijo él.
—Eso ya lo sabías —contestó ella.
Stephen dejó en la mesa sus cubiertos.
—Otra vez has estado metido en algo ilegal.
Lo dijo en tono tranquilo, pero Laura se tensó. ¿Stephen
estaba enfadado? ¿Debido a algo ilegal? ¿Es que intentaba
tener metidos en cintura a sus irresponsables amigos? Y en
ese caso, ¿por qué los metía en sus asuntos?
—Yo no —protestó Nicholas.
—Pero, como siempre, me has protegido a mí de la
suciedad.
—Stephen —dijo Nicholas, repentinamente serio—, tú
eres el arma secreta de los Pícaros dentro del sistema
judicial y político. No podemos permitir que te manches.
—Por el amor de…
Eleanor lo interrumpió levantando una mano.
—Antes que os enzarcéis en una pelea de Pícaros, vais
a tener que decidir si queréis que se entere Laura. No es
educado hablar de asuntos secretos en público.
—Ya me he dado por enterado —dijo Nicholas—. Mis
disculpas —dijo a Laura—. Puesto que tú nos has contado
tus secretos, no tengo ningún problema en contarte los
nuestros, pero necesito la certeza de que no dirás nada.
—¿De asuntos ilegales? No lo sé. Si yo los considerara
incorrectos, malvados… no lo sé.
—Excelente. El honor debe reinar. ¿Tienes objeciones
serias contra el contrabando?
—Ninguna. Las tasas son inicuas.
—Entonces no tendrías por qué tener dificultades.
Verás, he estado pensando cómo llegaron Al Farouk y
Hache Ge a Inglaterra. Hay formalidades que cumplir en
los puntos oficiales de entrada. Mi suposición es que
llegaron a la costa en un barco de contrabandistas. Si
desembarcaron en algún lugar cerca de Draycombe, el
capitán Drake lo sabrá todo al respecto.
—Comprendo, pero ¿podemos obtener esa información
sin decirle el motivo?
—Es posible, pero creo que deberíamos involucrarlo
más. Es su trabajo estar informado acerca de cualquier
persona desconocida que visite su territorio. Además, está
al mando de la mayoría de los pueblos a lo largo de ese
trecho de costa, y puede incluso reunir un ejército si es
necesario. Si Farouk pertenece a una cruel banda de
rufianes, el capitán Drake os puede mantener seguros y a
salvo a ti y a Stephen.
Stephen emitió un sonido que pareció una protesta
ahogada. Nicholas lo miró.
—Steve, sabes que no apruebo que se ponga en peligro.
Eso ya llega por sí solo con mucha facilidad.
—A mí no.
—Vamos, eso es una idiotez. Pídeme también que te
rompa un hueso.
Laura observó que Eleanor parecía resignada, como si
esa fuera una vieja disputa. ¿Los Pícaros intentaban
impedir que Stephen se metiera en actividades peligrosas
porque les era más útil como un ciudadano serio y
respetable? Estaba claro que él tenía sus objeciones a eso.
¿En cuánto peligro podía ponerse normalmente un
grupo de caballeros ingleses?
—Parece ser —dijo entonces Stephen, dirigiéndose a
ella—, que este capitán Drake podría ser útil, aunque
comparto tu preocupación. Es un delincuente, después de
todo.
—Y antes de decir más —intervino Nicholas—, necesito
tu palabra de que guardarás el secreto. Te prometo que no
hay ningún otro delito que revelar.
—Muy bien —dijo Laura, pasado un momento—.
Tienes mi palabra.
—El capitán Drake es también David Kerslake-
Somerford, que pronto será el conde de Wyvern.
Laura notó que le bajaba la mandíbula.
—¡Buen Dios! —exclamó Stephen. Y añadió—: Sí, estoy
molesto. Y supongo que los Pícaros participaron en esa
reordenación del condado, y todos lo saben menos yo.
—No. Con lo sabe, por supuesto. Fue cosa suya…
—¡Y su mujer es la hermana de Kerslake! Estuve en la
boda. Lo conocí. Es un caballero.
—Es una historia larga y compleja.
—¿Y qué no lo es?
—Y no te sorprenda que nadie quisiera cargarte
innecesariamente la conciencia con eso, Stephen.
Stephen guardó silencio, pero Laura vio que se tomaba
mal eso de que lo protegieran. Recordó cuando ella le dijo,
preocupada, que lo estaba enredando en un peligro. Con
razón se volvió frío como escarcha.
—Miles, Francis, Lee y Luce están tan ignorantes como
tú, te lo prometo —continuó Nicholas—. Y fíjate, te lo he
dicho ahora que hay un motivo y una finalidad.
Se detectaba una disculpa en su voz, pero también un
tono de tranquila autoridad. Laura bajó la vista a su plato,
pensando que ya nada podría ser sencillo. Había creído
que los Pícaros eran un grupo de amigos muy unidos, que
se confiaban todo y se apoyaban mutuamente sin límites.
Lo mismo había creído de su familia, pero eso no se lo dijo
a ellos.
—Volvamos al problema de Laura —dijo Stephen—.
Así pues, el capitán Drake podría saber cuándo llegó
Farouk y qué acompañantes trajo; tal vez incluso conozca
sus paraderos. Tienes razón. Eso será útil. Sin embargo, no
sé si es conveniente contactar con él directamente. Los
contrabandistas tienen una manera ruda de guardar sus
secretos.
—Tú y Laura habéis aceptado guardar el secreto, y
David es ahora un Pícaro, por asociación.
—¿Ah, sí?
—Es demasiado útil para dejarlo de lado.
—Y ahora es propietario de una colección francamente
asombrosa de libros y artefactos extraños —añadió
Eleanor, irónica.
—¿Me atribuyes motivos poco honestos, cariño?
—Sólo prácticos —contestó ella sonriendo, y dijo a
Laura—: Ya conozco muy bien a David, y sé que se puede
confiar en él. Debido a sus responsabilidades no siempre
actúa legalmente, pero sí de forma honorable. No me cabe
duda de que una vez que comprenda la situación, la
considerará igual que tú, y está en una posición perfecta
para rescatar a Hache Ge y encargarse de los problemas.
Laura sintió una extraña sensación de desilusión, como
si le hubieran arrebatado una osada aventura, y entonces
comprendió por qué Stephen se había puesto de ese
humor. Qué estupidez. Seguridad y una resolución rápida
eran justo lo que necesitaban.
—Entonces acepto. ¿Cómo se puede hacer?
—Le enviaré una discreta nota —dijo Nicholas—,
pidiéndole que contacte con vosotros en la Compass.
El reloj dio sonoramente la una.
Laura echó ligeramente hacia atrás su silla,
avergonzada de lo poco que había comido, pero
impaciente por ponerse en marcha.
—Creo que ya hemos hecho todo lo que podemos aquí
—dijo.
Eso era una grosería, cierto, pero habiendo un niño en
peligro no podía continuar quedándose ahí hablando de
bandas de rufianes y contrabandistas.
Todos se levantaron.
—Hay una cosa más —dijo entonces Stephen—. No
podemos arriesgar la reputación de Laura. Si allí se
encontrara con alguna persona conocida sería un desastre.
Esperaba que le encontrarais algún disfraz.
Nicholas se giró a mirarla.
—¿De qué?
—De prima mayor y achacosa.
Brillaron chispitas de humor en los ojos de Nicholas.
—Será una lástima tapar tanta belleza, pero creo que es
posible.
Capítulo 19
No mucho después, Laura se levantó a mirarse en el
espejo, y volvió a sentirse desconcertada por su apariencia.
Necesitaba disfrazarse, sí, pero no se había imaginado un
cambio tan completo.
Nicholas había sacado de alguna parte una peluca
rubia, como si fuera el tipo de cosa que todo el mundo tiene
en su casa. Los rizos de pelo duro como alambre, de un
rubio desteñido, parecían desbordarse alrededor de su
cara, que llevaba maquillada con una crema tintada que le
daba un color amarillento, cetrino, a su piel, y bajo los ojos
lucía unas ojeras pintadas con una crema más oscura, que
le daban un lúgubre aspecto de enferma. Y como golpe de
gracia, le habían puesto un enorme lunar en el borde del
labio superior. Había oído decir que muchas mujeres se
ponían lunares postizos para realzar su belleza, pero ese no
tenía nada de bello; incluso salían unos pocos pelos de él.
Habiendo sido hermosa toda su vida, estaba tan
acostumbrada a su belleza que la desconcertaba verla
desaparecer. De todos modos, vio claramente que toda
persona que la conociera sólo vería unos rizos parduzcos,
la mala salud y ese horrible lunar.
Pensaba que sus vestidos de luto eran bastante sencillos
y sosos, pero Nicholas decretó que eran demasiado
elegantes, y por eso entre ella y Eleanor les estaban
quitando los adornos, aunque ella consideraba que la
mitad del trabajo quedó hecho cuando se quitó el corsé.
Cayeron en la cuenta de que no podría utilizar los
servicios de una doncella o criada para que la ayudara a
desvestirse, porque no había manera de maquillarle o
cambiarle el cuerpo para que estuviera de acuerdo con su
cara y su pelo. Así que, para reemplazar el corsé, Eleanor
le prestó una especie de corpiño interior que se abrochaba
por delante. Era decente, pero no le levantaba ni le sostenía
los pechos como estaba acostumbrada.
Una mirada a su anfitriona le dijo que ésta usaba una
prenda similar. Era cómoda, concedió, pero…, bueno,
estaba bien para el vestido de Eleanor, que no pretendía ni
por asomo vestir elegante y a la moda.
Todo por la causa, se dijo, y volvió a sentarse para
continuar quitándole un fajín de seda gris plisada a uno de
sus vestidos.
—Menos mal que pronto dejaré el luto —comentó—.
Podré regalarle estos vestidos a mi doncella, aunque dudo
que ella los quiera.
Eleanor estaba descosiendo un volante de encaje
fruncido del cuello de otro vestido.
—Le darán algo por ellos en tiendas de ropa de segunda
mano. —Levantó la cabeza y le sonrió guiñando un ojo—.
Volantes fruncidos, qué frivolidad.
—Y yo que creía que me vestía con mucha sencillez.
—Estás acostumbrada a la alta costura. Yo me puse
verde de envidia al verte el vestido que llevabas para la
boda de los Arden. Escote bajo en la espalda con cintas
cruzadas. Rubíes, y elegantísimas plumas rojas en el pelo.
A Laura la sorprendió la vergüenza que sintió.
—No recuerdo haberte conocido.
—Ah, no, no nos presentaron. Pero tú eras una de las
luces brillantes. No te he dado mis condolencias por la
muerte de tu marido, ¿verdad? Tiene que ser
especialmente terrible que tu marido muera tan joven y tan
de repente.
—Sí —dijo Laura, no queriendo ni pensar en sus
sentimientos por Hal, cada vez más confusos—. ¿Vas a
Londres con frecuencia? —le preguntó, para llevar la
conversación a terreno más seguro.

A Stephen lo habían dejado solo en el salón. Nicholas


decretó que él no debía presenciar la transformación de
Laura, para que luego pudiera dar una sincera primera
impresión.
Tiempo para pensar.
Tiempo para dudar.
Mirando por la ventana el sencillo pero agradable
jardín, trató de decidir si sus últimos actos habían sido
heroicos o villanos. No habían sido prudentes, seguro, ni
inevitables. Había otras maneras de hacer frente a ese
misterio. Había ideado ese plan con el fin de llevar a Laura
a Draycombe, y allí pasar un tiempo a solas con ella. Y tal
vez, incluso, para comprometerle la reputación.
No ideó el plan pensando en eso, lógicamente, pero no
podía desentenderse de la realidad; si los sorprendían, si el
mundo los descubría juntos en Draycombe, no tendrían
muchas opciones aparte de la de casarse. El maldito asunto
era que, como hombre, él no sufriría mucho por el
escándalo, pero la reputación de ella quedaría mancillada
para siempre.
Perdió la noción del tiempo, y cuando entró Nicholas
no sabía cuánto rato había pasado. Se apartó de la ventana
y se giró a mirarlo.
—¿La beldad transformada?
—Extraordinariamente; la transformación es excelente.
La belleza es una cualidad insustancial ¿verdad?
—No lo creo.
Nicholas sonrió.
—Yo tampoco. Pero supongo que nos referimos a una
belleza más profunda. Una herida de sable en la cara ha
estropeado la belleza de muchos hombres. Laura y Eleanor
están atacando sus vestidos.
Nicholas se sentó, por lo tanto Stephen fue a sentarse
también.
—Ya son diabólicamente sosos tal como están.
—Pero demasiado elegantes para la señora Priscilla
Penfold. La señora de Hal Gardeyne siempre ha tenido un
instinto infalible para la elegancia.
—No sabía que la conocías.
—No la conocía, pero vamos a Londres. Estuve ahí una
buena temporada en el catorce, por si no lo recuerdas.
—No podría olvidarlo. —Ese fue el año en que Nicholas
jugó a un peligroso juego de contraespionaje, se casó con
Eleanor y casi pierde la vida—. Pero Laura no ha estado ahí
con tanta frecuencia desde que nació su hijo.
—No hace falta ver el Olimpo más de una vez. Laura es
un espécimen excepcional. ¿Supongo que deseas
adueñarte de ella?
Stephen captó la desaprobación y reaccionó:
—Voy a ayudar a una vieja amiga. —Al ver que
Nicholas arqueaba las cejas, añadió—: El diablo te lleve.
Muy bien, la deseo, pero no me gusta la palabra
«adueñarse».
—A mí tampoco, pero creo que ese es el deseo que
inspiran las mujeres como ella en algunos hombres. El
deseo de poseer, de disfrutar de una gloria reflejada. No, ni
siquiera eso, demonios, sino de disfrutar del orgullo de la
posesión. Hal Gardeyne era así. Hinchado como un gallo
por ser su dueño.
Stephen sintió el extraño impulso de defender a ese
hombre.
—¿Qué diferencia hay entre eso y ser un amante
marido?
Nicholas lo pensó un momento.
—Lo que se valora, supongo. ¿Qué valoraba realmente
Hal Gardeyne?
—A sus caballos de caza.
Nicholas asintió.
—Al final domina nuestro verdadero amor. El de él era
el deporte. Estaban destinados a distanciarse. Un hombre
que tiene una ocupación o vocación que lo apasiona debe
fijarse muy bien con quién se casa.
Stephen se tensó.
—¿Te refieres a mí?
—Yo aseguraría que eso es una ley universal, pero sí. Si
no estás apasionadamente consagrado a la vida política y a
las causas nobles, simulas extraordinariamente bien que lo
estás.
—¿Debo renunciar a mi vida al casarme, como tú has
renunciado a la tuya? —dijo Stephen, encogiéndose ante la
dureza de su ataque, aunque no se retractó.
—No he renunciado a nada. Antes viajaba, pero ya
estaba cansado de viajar cuando las circunstancias me
trajeron de vuelta a Inglaterra. No creerás que Londres me
fascinaba, ¿verdad?
De pronto a Stephen lo enfureció que le dieran consejos.
—Tú y Eleanor no sois muy parecidos.
—La cerradura y la llave no tienen por qué ser idénticas.
En realidad, eso frustraría la finalidad. Yo tengo mente de
urraca, y a ella le interesan algunos de los tesoros que
traigo al nido. Ella es una campesina práctica, y yo estoy
conociendo las alegrías y la dicha de estar en un mismo
lugar. Ella es reposada, sosegada, y eso yo lo encuentro
fantástico. De vez en cuando le gusta que la animen y la
estimulen con algo. Podemos estar tan callados como una
noche estrellada y nos sentimos felices y bendecidos por
eso.
—¿Quieres decir que yo no debería casarme con una
mujer a la que le interesen la política y las reformas?
—¡Steve! Eres más inteligente que yo, así que no bajes a
ese nivel. Deberías casarte con una mujer que aporte
alegría a tu vida de muchas maneras, porque si es valiosa
para ti en un solo sentido, ¿qué ocurrirá cuando eso
cambie? ¿Y si la viruela destrozara la belleza de Laura?
—Está vacunada —dijo Stephen, aunque reconociendo
que eso no venía al caso—. No lo sé.
—Descúbrelo. Y asegúrate de que tú puedes aportarle
alegrías a ella, y sin sacrificio. El sacrificio es una molesta
carga.
—Qué poco cristiano.
—No he dicho que no sea bueno para nosotros
mortificarnos a veces.
Stephen se levantó y se dirigió a la ventana, tratando de
analizarse a la luz de lo dicho por Nicholas. ¿Desearía
simplemente poseer a Laura por su belleza, como si fuera
un jarrón o una pintura?
—¿La conoces? —le preguntó Nicholas.
Se volvió a mirarlo.
—Era la más íntima amiga de mi hermana. Éramos casi
como hermanos.
—¿Eres el hombre que eras hace seis años? Si no, ¿por
qué suponer que ella es esa mujer? Mi consejo… Maldición,
juré que dejaría de dar consejos.
—Igual podrías decirle a Coleridge que deje el opio.
Eso fue un golpe bajo, pero Nicholas simplemente
sonrió.
—Lo haría, si creyera que le iba a hacer algún bien. Ya
está demasiado hundido, pobre hombre.
—¿Y Dare no? —le preguntó Stephen para cambiar de
tema.
—No. Nunca dependió del opio para evadirse. —Pero
no se desvió del tema—. He estado pensando qué te pasa,
qué va mal en ti. Creo que ahora lo sé, pero las viejas
pasiones pueden resultar venenosas cuando se las
despierta. Mi consejo es que intentes olvidar el pasado y
trates de descubrir a Laura como si la acabaras de conocer.
Tal vez su nueva apariencia te será útil. Creo que las oigo
venir.
Salieron al vestíbulo, Stephen feliz de que hubiera
acabado esa conversación, aun cuando le pareció que se la
llevaba con él, pinchándolo como astillas enterradas en la
piel.
¿No conocía a Laura?
Estimulado a pensarlo, reconoció la verdad.
La vibrante Laura Watcombe. La rutilante señora de
Hal Gardeyne. Labellelle, tan celebrada por la sociedad.
Incluso lady Alondra, apodo que ya sabía que no era
correcto ni siquiera cinco años atrás.
Miró hacia la escalera y vio a una mujer de cara cetrina
y aspecto enfermizo.
El vestido era el mismo, pensó, aunque le habían hecho
algo para dejarlo desaliñado. Debajo de la sencilla papalina
negra llevaba una ceñida cofia atada bajo el mentón por
unas cintas tan delgadas que parecían cuerdas. La cofia le
ocultaba toda la peluca de color rubio sucio, sólo dejándole
fuera unos rizos apretados que le enmarcaban la cara y le
estrechaban la frente. Un horrible lunar le estropeaba su
hermosa boca. Incluso llevaba unos guantes de redecilla
color beis para ocultarle sus elegantes manos.
El efecto de todo eso lo coronaba un chal
horrorosamente feo en matices de amarillo y marrón que
desentonaba incluso con la chaquetilla gris.
—¿Dónde encontraste esas cosas? —preguntó a
Nicholas.
—Ah, Nicholas colecciona cosas como una urraca —
comentó Eleanor, cuando ya estaba al pie de la escalera con
Laura.
Stephen miró de reojo a su amigo, pero este se limitó a
decir:
—Es la virtud de la urraca ser indiscriminada.
—¿Virtud? —preguntó Laura.
Bueno, por lo menos su voz era la misma.
Eleanor se echó a reír.
—No lo animes a perorar sobre las virtudes y peligros
de la discriminación. Dice que nunca se sabe cuándo
pueden ser útiles las cosas indiscriminadas que colecciona.
Y, como de costumbre, tiene razón.
Stephen seguía intentando asimilar la apariencia de
Laura.
—Ese lunar —dijo—. Qué cosas hacemos por la causa.
Laura se puso rígida.
—¿Crees que no renunciaría a mi buena apariencia por
esta causa? ¿Por salvar a dos Henry Gardeyne niños? —
Hizo un mal gesto—. Perdona. Estoy nerviosa.
—Yo también. Pero sólo fue una broma, Laura.
Y podrían haber seguido pidiéndose disculpas si
Nicholas no hubiera intervenido:
—No te olvides de caminar y hablar como una mujer
fea, Laura. Habla con voz insegura, y no esperes que te
presten atención. Ponte en un segundo plano, trata de
pasar inadvertida. Será útil, por cierto, que apenas se fijen
en ti. Un disfraz tan superficial es más una ilusión que una
verdadera ocultación.
—Jamás se me había ocurrido pensar en esas cosas.
—Piénsalas. Ya le he enviado el mensaje a Kerslake,
Steve. Nos vamos a ceñir a la verdad todo cuanto sea
posible, así que si necesitas explicar la conexión, eres amigo
de un amigo. Amigo de Con, por supuesto.
—De acuerdo.
Descubrir a la verdadera Laura, pensó. Nicholas tenía
razón. Le ofreció el brazo.
—Vámonos. Esto es un juego, una aventura. ¿No te
acuerdas de aquella vez cuando te pintaste unas rayas
azules en la cara y te pusiste plumas en el pelo para ser una
piel roja?
Eso le mereció una sonrisa de la auténtica Laura.
—Con un arco y una flecha. Te hice volar el sombrero
con la flecha.
—Casi me mataste. Por suerte ahora no vas armada.
—Ah —dijo ella, mientras estaban saliendo de la casa—
. ¿Olvidé mencionarte mi pistola?
Él la miró, a punto de objetar, pero recordó el consejo
de Nicholas. Conócela como es ahora.
—¿Puedo suponer que la señora de Hal Gardeyne sabe
usarla?
—Por supuesto.
Mientras la ayudaba a subir al tílburi, Stephen decidió
que se merecía una medalla por su autodominio. Decir el
nombre de su difunto marido casi lo atragantó.
Capítulo 20
Laura estaba pensando que su actitud alegre y animosa
se merecía una medalla.
Se veía horrible, pero había esperado que Stephen
lograría desentenderse de eso. Estaba claro que no, pero el
dolor que le producía comprobarlo la hacía comprender,
tal como cuando las primeras luces del alba iluminan el
cielo oscuro, que se sentía atraída por él.
Tal vez sólo físicamente.
Tal vez no.
Pero fueran cuales fueren sus sentimientos, estos
exigían que él la mirara con aprecio y admiración.
Eso le producía una nueva inseguridad acerca de esa
empresa. No entendía sus emociones, y no tenía tiempo
para reflexionar sobre ellas, pero comprendía que eso hacía
que ese viaje fuera el doble o el triple de peligroso. Sin
embargo debía ir, no sólo para descubrir la verdad y
posiblemente rescatar a un niño, sino también para
explorar esos misterios. Su vida estaba oscilando en un
punto de precario equilibrio, y los asuntos que tenía entre
manos se extendían más allá del vizcondado de Caldfort.
Nicholas les había dejado su tílburi, lo que les facilitaría
el trayecto a Draycombe. Cuando el coche se puso en
marcha, los dos se giraron agitando las manos,
despidiéndose de los tres Delaney. Había reaparecido la
pequeña Arabel, y nuevamente estaba en los brazos de su
padre, observó Laura.
—Es un padre muy cariñoso —comentó.
—Sí.
—Extraordinariamente cariñoso.
Stephen hizo un viraje para entrar en el camino a
bastante velocidad, demostrando una impresionante
habilidad.
—¿Lo desapruebas? —le preguntó.
Ella comprendió que había revelado sus pensamientos,
e hizo una mueca.
—Lo siento, pero dado que hace muy poco que me he
obligado a no aferrarme a Harry, estoy sensible a esas
cosas. No puede ser juicioso animar a una niña a aferrarse
así, en especial a su padre.
—¿De verdad encuentras extraordinario que haya
padres cariñosos?
Ella estuvo a punto de decir un brusco «sí», pero
consideró la pregunta.
—Hal no era así, pero podría haberlo sido cuando
Harry hubiera llegado a una edad para tener intereses
comunes. Supongo que Ned adora a sus hijos, pero deja a
Margaret la mayor parte del cuidado de los pequeños,
sobre todo el de las niñas. Eso es lo normal.
Él maniobró para tomar otra curva y entonces se
encontraron en un camino recto y pudo dar rienda suelta a
los caballos.
—Nicholas es extraordinario en casi todo lo que hace,
pero en esto hay un motivo especial. No creo que le
importe que te lo diga. Arabel fue secuestrada no hace
mucho.
La conmoción la golpeó como un puño.
—¡No! ¿Por quién?
—Por una mujer que odiaba a Nicholas y que quería
dinero. A causa de eso se muestra tímida y nerviosa,
cuando era la niñita más alegre y confiada del mundo. Ah,
debería haberlo comprendido.
—¿El qué?
Él la miró de reojo.
—Siente especial recelo de las mujeres desconocidas
con ropa oscura. Seguro que por eso te tuvo miedo. En
cuanto a que se aferre a Nicholas, fue él el que la rescató.
Eso es injusto para Eleanor, por supuesto, pero la visión del
mundo de una niña es simple.
Como era la de Harry. Los coches significan cambio, así
que al haber llegado a un lugar que le gustaba, se negó a
subirse a otro. Harry estaba seguro, pero ¿habría olvidado
ella algo de lo que había que protegerlo? ¿Qué podría
atraerlo hacia el peligro? Tenía que preguntar:
—¿Cómo la secuestraron? ¿Una desconocida la tentó
ofreciéndole algo?
—La sacó de la cama.
—¿En su casa?
Stephen detuvo los caballos y se giró hacia ella.
—Laura, ¿qué te pasa? La rescataron.
—¡Harry! —exclamó ella, apretándole el brazo—. Lo
siento, no puedo hacer esto, Stephen. Vuelve. Ve tú a
Draycombe a rescatar a ese otro niño; yo debo volver a
Merrymead. No se me ocurrió advertir a nadie de esa
posibilidad. Que podrían sacarlo de su cama…
Él se liberó la manga y le cogió las dos manos.
—Laura, lo que le pasó a Arabel no tiene ningún
parecido con la situación de Harry. A ella la secuestraron
para tenerla como rehén. Si Jack Gardeyne intenta hacerle
daño a Harry tiene que hacerlo parecer un accidente.
¿Cómo puede parecer un accidente robar a un niño de su
cama?
—¿Diciendo que salió sonámbulo?
Él negó con la cabeza.
—¿En Merrymead, y que nadie lo note?
—Eso es cierto. Las madres tienen un sexto sentido para
oír los movimientos de los niños por la noche.
—Y no olvides: Gardeyne es un lunático. Tiene que
saber que habrá mejores oportunidades.
—Lo intentó con ese bollo. Si es que no son
imaginaciones mías.
—Tal vez se aterró cuando se enteró de que estaríais
ausentes durante un mes. Dudo que vuelva a intentar eso
mismo.
Laura comenzó a calmarse, consciente del enorme
consuelo que le producían las manos de Stephen alrededor
de las suyas y sus ojos tranquilos.
Él le sonrió levemente, lo que le alivió aún más el
corazón.
—Y no tendrá la más mínima posibilidad de hacerle
daño a Harry estando Juliet en guardia.
—Con eso da la impresión de que la admiras más a ella
que a mí.
Él ensanchó la sonrisa.
—No seas gansa.
Ella se sorprendió riendo.
—¿Jonc?
—Según mi experiencia, sisean y luego atacan. Son unos
bichos antipáticos los gansos.
—Pero acaban sobre nuestras mesas. Tal vez tengan
motivos para estar rabiosas.
—Tal vez la sienten por eso. ¿Estás bien ahora?
Ella asintió y se soltó las manos.
—Lamento haberme aterrado, pero los pobres Delaney.
Me dan pena.
—Como a mí —dijo él, poniendo el coche en marcha—.
Sobre todo porque no estuve cerca para ayudarlos o
apoyarlos.
Laura pensó que podría aprovechar eso para empezar a
hacerle preguntas acerca del agravio que él tenía con los
Pícaros, para hablar del atractivo de la aventura y de la
prudencia de evitarla, pero todavía estaba muy tensa y
nerviosa para sacar un tema serio.
—Cuéntame más historias de los Pícaros, Stephen. Yo
suponía que todo se había acabado cuando terminó el
colegio.
Él la entretuvo contándole historias, aunque ella
sospechó que la mayoría estaban cuidadosamente
corregidas y expurgadas. Lo de la carrera de caballos en
Melton lo encontró bastante inocuo, pero no la historia de
espionaje de 1814. Incluso cuando no había ninguna
necesidad de acción, la Compañía de los Pícaros mantenía
reuniones periódicas, principalmente en Londres y Melton,
aunque al parecer, la vida de casados y los hijos estaban
dificultando esas reuniones.
Pasaron junto a una señal que indicaba que faltaba una
milla para llegar a Draycombe.
—Sin duda ya es hora de que me case —dijo Stephen,
entonces, con los ojos fijos en el camino, que a partir de ahí
se volvía más estrecho y accidentado.
Esas palabras le llegaron al corazón a ella de una
manera que le pareció una advertencia. Observándolo,
dijo:
—Espero que este asunto mío no haya obstaculizado tus
planes.
—¿Planes?
—Para casarte.
Le pareció que él sonreía.
—¿De qué manera podría ser un obstáculo? —preguntó
él.
Igual podrían estar hablando del tiempo.
—Podrías estar cortejando a alguien en lugar de ir
acompañando a una ridícula parienta a un balneario.
Al parecer él encontró divertido eso.
—No te preocupes. Esto no obstaculiza mis planes.
—¿Y si acabamos metidos en un escándalo? Eso podría
causarte dificultades.
—Afírmate bien —dijo él aminorando la marcha de los
caballos.
Iniciaron el largo descenso por un camino que discurría
casi recto por una empinada ladera hasta entrar en la
pequeña ciudad que se extendía a lo largo de una bahía.
—Si acabamos metidos en un escándalo, siempre
podemos casarnos —dijo él entonces.
Ella no logró detectar nada en su tono ni en su
expresión.
—Tanto mayor razón para darnos prisa y tener cuidado
—dijo.
—Como tú digas.
Consciente de que eso le produjo algo que podría ser
una molestia, Laura agradeció ver el primer atisbo del mar
y de su objetivo: Draycombe.
Más que ciudad, parecía un pueblo bastante grande
extendido a lo largo de una bahía cerrada por un
promontorio a cada lado. Sin duda había sido una sencilla
aldea de pescadores hasta que se pusieron de moda las
visitas a lugares junto al mar. Se veían barcas de pesca
sobre la guijarrosa playa y casitas de pescadores agrupadas
en el lugar donde el abrupto camino casi se encontraba con
el mar.
Hacia uno y otro lado de estas casas de pescadores se
extendían hileras de viviendas más nuevas. A la izquierda
se veía la torre de una iglesia, y a la derecha, los techos de
teja de casas modernas se mezclaban con los de paja de las
más antiguas.
Cuando llegaron a las casitas, el camino se bifurcó.
Stephen detuvo el coche para preguntar por dónde se iba a
la posada Compass. Le indicaron el camino de la derecha.
Tomaron por ahí y fueron dejando atrás una hilera de
tiendas que debían servir principalmente a los visitantes,
así como una posada cuadrada y moderna, la King's Arms.
Laura lo iba observando todo atentamente, buscando a
alguien que tuviera aspecto evidente de extranjero, o a un
militar o a un niño con aspecto de extraviado que tuviera
los rasgos Gardeyne.
—Parece que hay muchos inválidos, incluso en esta
estación, que es la más fría del año —comentó, al ver a dos
ancianos envueltos en mantas empujados en sillas de
ruedas por el paseo marítimo.
—Draycombe tiene fama por su clima templado y su
aire sano —dijo Stephen, mirándola brevemente—. Sí, leí
algo acerca de eso. Es mi peor defecto.
—No es un defecto. Mira, dos militares, uno de la
armada y otro del ejército. No sabemos cómo es el capitán
Dyer, ¿verdad?
—No sabemos nada aparte de su nombre. ¿No ves
ningún turbante?
—¿De verdad crees que Farouk andaría llamando tanto
la atención?
—Por su nombre, dudo que pueda hacerse pasar por un
inglés, y no es raro ver a sirvientes extranjeros, en especial
de India.
—¿En Draycombe?
Él le sonrió.
—Sí que parece un lugar atrasado y dormido, ¿verdad?
Y hablando de eso, la Compass se ve antigua. Pero decente.
En la larga fachada de dos plantas de la posada, con
manifiestas huellas del paso del tiempo, sólo se veían
ventanas pequeñas; eran muchas y estaban muy limpias, y
una de la planta baja era salediza.
Stephen guió a los caballos por unas puertas abiertas y
entraron en un enorme patio con cocheras. El establo, las
cocheras y otras dependencias similares formaban tres
lados del cuadrado, y como en la parte de atrás de la
posada se veían pocas ventanas, Laura dedujo que el
establecimiento tenía una sola hilera de habitaciones en la
primera planta, y todas con vistas al mar.
En el patio no había señales de ningún uniforme militar
ni de nadie que pareciera extranjero. Era tremendamente
tentador iniciar inmediatamente las averiguaciones acerca
de su presa, pero debían parecer simples huéspedes.
Aunque en una posada tan pequeña, no tardarían mucho
en encontrarse con Dyer y Farouk.
Capítulo 21
Cuando Stephen la estaba ayudando a bajar, le dijo:
—Antídoto fragilidad.
Entonces Laura se acordó de que debía caminar como
una mujer con poca salud que no tenía una elevada opinión
de sí misma.
Entraron en la posada y fueron recibidos por el
posadero, el señor Topham, que inmediatamente sacó una
carta para Stephen.
—Del señor Kerslake-Somerford de Crag Wyvern,
señor, un caballero que ha llamado mucho la atención por
estos lados últimamente.
Era evidente que el hombre estaba a reventar por contar
la extraordinaria historia, pero Stephen le apagó el
entusiasmo:
—Sí, estamos al tanto de la situación.
El posadero se desinfló y los condujo a tres habitaciones
contiguas de la primera planta. Eran agradables, aunque
pequeñas, por ser ese un edificio viejo, y ya estaba
encendido el fuego en los hogares. Cada habitación sólo
tenía una modesta ventana, pero las tres con vistas a la
bahía. Laura eligió la habitación que quedaba a la
izquierda de la sala de estar central, pensando que podría
disfrutar de esa visita desde ahí sin arriesgarse demasiado.
Antes de entrar había intentado contar las puertas, pero
sus habitaciones estaban cerca de la escalera, por lo que no
pudo estar segura del número. Ocho habitaciones, pensó,
de modo que si ahí se alojaban Farouk, Dyer y un niño,
tenían que estar cerca.
Cuando el posadero estaba a punto de marcharse, le
preguntó, con el tono y la actitud de una mujer
perpetuamente aprensiva:
—¿Hay otros huéspedes aquí, señor? Mis nervios no
soportan ningún tipo de alboroto.
—Sólo uno, señora —la tranquilizó el posadero—. Un
caballero militar y su criado. Los dos son muy callados.
Tan pronto como se cerró la puerta, Laura se volvió
hacia Stephen.
—¡Están aquí!
—Eso parece, pero no podemos acribillar a nadie a
preguntas inmediatamente, si no queremos despertar
sospechas.
—Tienes razón —suspiró ella—, y no ha dicho nada de
un niño. Pero será sencillo hacerse la encontradiza, y
entonces la metomentodo señora Penfold podrá interrogar
a los criados a gusto de su corazón. ¿Qué dice la carta?
¿Cuándo podremos conocer al contrabandista?
Stephen ya había roto el sello y la estaba leyendo.
—Vendrá mañana, a almorzar.
—¡Mañana!
—Un conde contrabandista tiene que ser un hombre
muy ocupado.
—Pero puesto que ya estamos aquí, necesito hacer algo.
—Se echó a reír—. Estoy aleteando, ¿no?
—Como una alondra —dijo él.
Lo dijo en tono de broma, por lo que ella no tenía
ningún motivo para ofenderse, pero de todos modos eso la
impulsó a decidir mostrarse más calmada.
—En cuanto a hacer algo —continuó él—, sugiero que
salgamos a dar una vuelta, para conocer un poco el pueblo
y estirar las piernas.
Los pensamientos de ella habían ido más por ponerse a
golpear puertas para conocer a los otros huéspedes, pero
comprendió que él tenía razón.
—Muy bien, pero antes de salir a dar el paseo
deberíamos deshacer las maletas. Salir con tanta
precipitación podría parecer raro.
Él le sonrió.
—Tendría que haber sabido que serías una eficaz colega
delincuente.
Laura entró en su habitación más contenta por esa
respuesta. Alondra, desde luego. ¿Así era como la veía él,
incluso en esos momentos? Eso la pinchaba con especial
agudeza ahora que empezaba a tener sentimientos
diferentes por él.
¿Ese revoloteo que sentía por dentro era igual al que
sintió la primera vez que vio a Hal? ¿O sólo se debía a esa
arriesgada aventura? ¿O se debería a que había estado
clavada en Caldfort como una monja en un convento y la
atolondraba estar otra vez con un hombre guapo, el que
fuera?
¿Sintió algo parecido a atracción por Nicholas Delaney?
Creía que no, pero claro, siempre había tenido una
naturaleza disciplinada; no se permitiría sentir algo por el
marido de otra mujer.
—Vamos, porras —masculló, y tiró del cordón para
llamar.
Al cabo de un momento llegó una joven de cara
angulosa pero sonriente, con el agua para lavarse. Le hizo
una reverencia, le dijo que se llamaba Jean, y al instante se
puso a guardarle la ropa que traía en la maleta. Laura le
dio unas cuantas indicaciones y decidió que podía hacerle
algunas preguntas generales sin arriesgarse demasiado.
—Qué bonito es este lugar —farfulló—. Me han dicho
que el aire es muy sano aquí.
—Muy tónico, señora. Hemos tenido inválidos con
nosotros que se han marchado bailando.
—Extraordinario. Aunque supongo que no viene
mucha gente tan avanzado el año.
La criada estaba poniendo en las perchas sus horribles
vestidos y colgándolos en el ropero.
—Ah, no es tan terrible, señora. Aquí tenemos inviernos
bastante templados, ¿sabe?, así que algunos se quedan
todo el año.
—¿Sí? ¿Vienen visitantes notables?
—No de importancia, señora. Creo que todos van a
Lyme Regis, ¿sabe?, pues ahí hay una conexión con la
realeza.
Laura le dio las gracias y la propina, aun cuando no le
había revelado nada útil.
No se había quitado la ropa de abrigo, así que sólo tuvo
que ponerse los guantes sobre los antipáticos de red, y
estuvo lista para salir. Una habitual última mirada en el
espejo casi la hizo chillar de horror. Había olvidado cómo
se veía su antídoto. No podía temer ni de lejos que
ocurriera nada romántico mientras tuviera esa apariencia.
Cuando salió a la sala de estar a reunirse con Stephen,
él le preguntó al instante.
—¿Qué te pasa?
Bueno, tendría que tener presente que era un hombre
tremendamente observador. Pero al mismo tiempo la
pregunta la hizo reír.
—¿Que qué me pasa? Hasta hace unos días mi principal
descontento era el aburrimiento. Tenía miedo por Harry,
pero pensaba que igual ese peligro podía ser sólo un
producto de mi imaginación. Estaba abatida sobre todo
porque la casa Caldfort no presenta un futuro que
entusiasme. En cambio, ahora me parece que estoy
oscilando al borde del peligro y el desastre. Incluso resulta
que los Delaney no sólo son aliados sino también toda una
lección sobre la vulnerabilidad de los niños. Y aquí estoy,
fingiendo ser otra persona, más bien fea, y con el temor de
que si me reconocen, mi reputación quedará hecha trizas,
y podría peligrar mi derecho a estar con Harry.
—Laura —dijo él, acercándosele.
—¡Y pronto voy a almorzar con un contrabandista!
La ridiculez de la situación la golpeó igual que a él, y se
dejó caer en una silla riéndose. Él le estaba sonriendo,
riendo también, muy parecido al Stephen del pasado. Le
tendió las manos, él se las cogió y la levantó.
—Lo siento —dijo ella entonces.
—¿Por reírte? Claro que eso desentona bastante con la
prima Priscilla.
¿Se acordaría él de ese momento exacto igual que se
había acordado ella?
Tenía que hablar de eso.
—Lamento haberme reído aquella vez hace tantos años,
cuando me pediste que me casara contigo.
A él se le desvaneció la risa, pero tal vez le quedó un
poquito en los ojos.
—De eso hace mucho tiempo, Laura, y los dos éramos
muy jóvenes.
—Yo tenía edad para casarme.
—Yo no.
Pero Juliet esperó a su Robert.
—Supongo que no, pero, de verdad, no fue mi intención
herirte. Nunca… —Se interrumpió para buscar las palabras
correctas—. No encontré ridícula tu proposición. Quiero
que lo sepas.
Seguían con las manos cogidas y mirándose a los ojos.
—No voy a decir que fue agradable —dijo él—. Yo era
muy joven, con todas mis emociones a flor de piel. Pero
comprendí que no era tu intención ser cruel. Sabía que era
una idiotez hacer eso, incluso cuando me estaba armando
de valor para decirlo.
—No fue una idiotez.
Él le soltó las manos y retrocedió.
—Sí lo fue. Pensé que no sabías lo que querías, pero
Gardeyne era exactamente lo que deseabas.
Ella se atragantó, porque estuvo a punto de negarlo.
Bajó los ojos, simulando estar ocupada en alisarse los
guantes.
—Si vamos a salir, salgamos.
—Sí —dijo él, ofreciéndole el brazo.
Ella sintió la tentación de continuar la conversación,
pero comprendió que no sería juicioso. Salieron de la
habitación y bajaron la escalera sin ver a ningún otro
huésped. Finalmente salieron de la posada al húmedo aire
marino. El cielo se había nublado y corría un viento frío y
cortante.
—Tónico lo llamó la criada —comentó Laura, tiritando.
—Se lleva las telarañas.
—No estoy habitada por arañas. Caminemos, y con
paso enérgico.
—Lo olvidas. Eres la frágil y achacosa señora Penfold.
—Bah, el diablo se la lleve.
—Tututut —rió él.
—No me hagas reír. Seguro que la risa no es propia de
mi personaje.
Caminaron hasta el lugar donde entraba el camino en
pendiente al pueblo y volvieron. No vieron ningún
turbante, y los dos militares habían desaparecido.
Probablemente todo el mundo había regresado a sus casas
para cenar.
Aminoraron el paso al pasar junto a los escaparates de
las tiendas, porque Laura no había visto tiendas ni siquiera
de tan poca importancia como esas durante meses. Había
una prometedora librería y una botica que anunciaba:
«Todas las comodidades modernas para los frágiles y los
inválidos».
—Seguro que eso tendría que interesarme muchísimo,
pero esto es mucho más de mi gusto —dijo ella
deteniéndose a mirar los maniquíes vestidos, que parecían
muñecas, en el escaparate de una modista—. ¿Así de cortas
se llevan las faldas en Londres?
—Para el placer de los caballeros, sí.
Ella lo miró enfurruñada.
—Siempre ha habido maneras de enseñar los tobillos, y
es mucho más eficaz cuando van normalmente tapados.
Para demostrarlo, se recogió ligeramente la falda y
levantó el pie como para ponerlo sobre un peldaño.
Él miró hacia abajo y sonrió.
—Comprendo, pero tal vez esa no es la conducta más
apropiada para mi achacosa prima Priscilla, ¿eh?
Ella le hizo una mueca, pero dejó caer la falda.
—¿Tienes una prima llamada Priscilla Penfold?
—No, pero tu apellido tendría que haber sido otro antes
de casarte. Debiste de haberte casado con uno de los
Penfold de Warwickshire. Son un grupo serio, todos
estudiosos.
En otro tiempo ella habría considerado que él encajaba
muy bien en un grupo así, pero en ese momento veía
claramente la risa en sus ojos, y eso por no decir nada de
su extraordinaria buena apariencia, ni de su cuerpo, que,
como ya había empezado a fijarse, era fuerte y atlético.
Unos días atrás habría dicho que conocía muy bien a
Stephen. Ahora, ya no estaba tan segura.
—No sé si podría representar ese papel —dijo—. Seria
y estudiosa.
—Pon cara de distraída y masculla algo acerca del
empirismo de Hume.
Estaba claro que él creía que ella no entendería nada de
eso, por lo tanto, cuando reanudaron la marcha hacia la
posada le dijo:
—Ah, eso lo puedo hacer, pues he leído ensayos de
Hume.
La expresión de sorpresa de él no fue inesperada, pero
le dolió. Decidió no decirle que el aburrimiento la había
impulsado a leer casi todo lo que había en la limitada
biblioteca de Caldfort, a excepción de los almanaques de
deporte.
—Tengo intereses que van más allá del largo de las
faldas, ¿sabes?
—¿Estás de acuerdo con Hume, entonces?
¿Es que quería ponerla a prueba?
—Tiene muchas ideas interesantes, pero no puedo estar
de acuerdo con sus ataques a Dios y a la religión.
—A veces la religión puede ser un vehículo para la
maldad. Fíjate en el reverendo Jack.
—Su maldad, si es real, no tiene nada que ver con que
sea cura. La verdadera religión es virtuosa por definición.
—¿Aunque exija que una viuda se arroje en la pira
funeraria de su marido?
Ella lo miró ceñuda.
—No, pero ¿es eso una creencia religiosa o social?
—Pretendes definir la religión para que se adecúe a tus
premisas.
Y así continuaron.
Cuando ya estaban muy cerca de la posada, Laura cayó
en la cuenta de que le gustaba muchísimo ese animado
debate filosófico. Su primer impulso había sido agitar las
manos protestando que esos temas no tenían ningún
interés para ella, pero era evidente que no le caía mal a
Stephen porque le gustaran.
Pero claro, cualquiera podría creer que era una
intelectual, una marisabidilla.
Debido a eso, le explicó cómo el aburrimiento la llevó a
la biblioteca de Caldfort.
—No creía que esas obras hubieran hecho tanta
impresión en mi mente. Igual algún día podría unirme al
círculo filosófico de tu hermana Fanny.
Lo dijo con el fin de parecer frívola, pero él le contestó:
—¿Por qué no? —pero añadió—: Prima Priscilla.
Tragándose una exclamación, ella recordó que debía
parecer aburrida y torpe, a lo cual tal vez contribuyó su
sensación de depresión. ¿Ese era el tipo de mujer que él
admiraba, una intelectual, una marisabidilla?
Los únicos dones de lady Alondra eran su entusiasmo
y buen ánimo, su belleza y su encanto.
Tal vez, y la idea era verdaderamente deprimente, ser
fea de físico lo cambiaba todo, incluso la impresión que
Stephen tenía de ella. ¿Qué sería peor, que se supusiera que
era una casquivana por ser hermosa, o que sólo la tomaran
en serio por ser fea?
Se detuvo a mirarlo ceñuda.
—No veo por qué el interés por la filosofía tiene que
exigir no vestir de forma elegante.
—Yo tampoco —dijo él arrastrando la voz, guasón.
Ella tuvo que esforzarse por no echarse a reír. Claro que
no. Él era el Dandi Político. Incluso su sencilla ropa de viaje
estaba al último grito de la moda y bellamente
confeccionada.
—Bueno, menos mal, porque a mí me gustan los
vestidos bonitos.
—No tardarás en vestir así otra vez.
—¿Y hablarás de filosofía conmigo entonces?
Él arqueó las cejas.
—Vamos, ¿qué quieres decir con eso? Hablaré de
cualquier cosa contigo, Laura, lleves el vestido que lleves.
Sin embargo, cuando le abrió la puerta para que entrara,
su sonrisa era simplemente educada. Había desaparecido
la conexión que se había formado durante esa
conversación.
Al avanzar para entrar, vio que un hombre estaba a
punto de salir. Llevaba una túnica larga, una especie de
abrigo tres cuartos, y un turbante de vivo color azul. Él
retrocedió para dejarla entrar.
Laura pensó que debía esforzarse en no mirarlo, pero
entonces comprendió que sí debía mirarlo, aunque fuera
un poco.
Lo miró de reojo al pasar, y observó su extraña ropa, su
piel de color caoba, sus fuertes y severas facciones, y sus
ojos castaños impasibles.
Y tuvo la extraña impresión de que él la había
observado con la misma atención con que ella lo observó a
él.
Capítulo 22
Casi tuvo que morderse los labios hasta que se
encontraron en su sala de estar con la puerta cerrada.
Entonces pudo exclamar:
—Farouk. Ahora tenemos un pretexto para cotillear.
—Pues, sí —dijo Stephen tirando del cordón para
llamar.
Laura tuvo que sentarse, al sentirse repentinamente
inquieta.
—Es real. No estaba segura, hasta ahora.
—Yo tampoco —dijo él—. O al menos, no estaba seguro
de que Azir Al Farouk fuera el árabe que parecía ser, y no
un ser extraño.
—Y se aloja aquí. No hay muchas habitaciones…
Se interrumpió pues se abrió la puerta, entró Jean e hizo
su reverencia.
—Queremos pedir nuestra cena —dijo Stephen, con
insólita frialdad.
La criada se inclinó en otra reverencia y enumeró los
diversos platos que podían ofrecerles ese día. Stephen le
hizo un gesto a Laura para que ella eligiera. Ella así lo hizo,
pensando si él iba a dejar pasar esa oportunidad para hacer
preguntas.
Claro que no.
—Nos encontramos con un caballero extranjero cuando
entramos —dijo él—. ¿Es un huésped de esta posada?
Su tono había pasado de frío a glacial, y la expresión de
los ojos de la criada se tornó recelosa.
—Sí, señor, lo es. Pero no da ningún problema. Se llama
Farouk. Es de Egipto. Es el criado y acompañante de un
caballero achacoso, el capitán Dyer.
—¿El capitán Dyer tiene muchos criados como ese? —
preguntó Stephen, en un tono de asombrada altivez.
Laura sintió deseos de reírse. Nunca lo había oído
hablar con esa intolerable actitud de superioridad.
—¡Ah, no, señor! —exclamó Jean—. Sólo ese. Farouk
atiende en todo a su amo. Ni siquiera nos permite
cambiarle las sábanas ni encender el fuego del hogar.
La exaltación comenzó a sisear en Laura. ¿Porque
tenían encerrado a un niño en sus habitaciones?
—¿Van a quedarse aquí mucho tiempo? —le preguntó
Stephen—. No me gusta nada estar bajo el mismo techo
que un pagano.
La criada ya estaba retorciéndose los dedos en el
delantal.
—Pues, eso no lo sé, señor. Sólo llevan aquí una semana
y no han dado señales de que se vayan a marchar. El clima
de aquí es muy saludable, ¿sabe?
Stephen hizo un gesto como si sorbiera por la nariz.
¿Tratando de sentir olor pagano? Laura tuvo que fruncir
los labios, esforzándose para no reírse. Seguro que Priscilla
Penfold frunciría los labios ante ese horror.
—¿Las habitaciones de estas personas están muy cerca
de las nuestras? —preguntó Stephen, por fin.
La pobre criada palideció.
—Bueno, señor, la sala de estar del capitán es la
habitación contigua a su habitación, señor, pero no hay
puerta de comunicación. No hay otra manera, señor,
porque el capitán Dyer ocupa las habitaciones del centro,
¿sabe?, y sólo tenemos las ocho de aquí arriba y las dos de
abajo, pero una pareja de ancianos ocupa esas, porque él
necesita una silla de ruedas para salir. —Se quedó sin
aliento, lo recuperó y preguntó—: ¿Le digo al señor
Topham que suba, señor?
Stephen fingió considerarlo un momento.
—No será necesario por esta vez. Por lo menos
asegúreme que no hay niños por aquí. Mi prima no soporta
el bullicio que provocan.
—¡Ah, no, señor! No hay ningún niño aparte del chico
limpiabotas.
Laura sintió deseos de decir algo para tranquilizar a la
criada, pero comprendió que la actitud desconfiada y
ofendida explicaban mejor la curiosidad. Sintió alivio
cuando Stephen, rezumando desaprobación, despidió a la
criada para que fuera a ocuparse de la cena.
Tan pronto como se cerró la puerta, se echó a reír.
—Has estado insufrible.
—Sí, ¿verdad? —dijo él, haciéndole un guiño—. Pero
ahora sabemos que nuestros hombres están aquí, y muy
cerca.
—Pero ¿dónde está el niño?
—Quizá no haya ningún niño, Laura. Eso sólo es una
suposición nuestra.
Ella comprendió que se había inventado a un niño
Henry Gardeyne en la imaginación, y que ya se lo había
hecho muy real.
—Entonces ¿quién es Hache Ge? Lo sé, lo sé, esto podría
ser sólo una trampa, pero quizá no lo sea.
—Tal vez Hache Ge está oculto en otra parte. Todo esto
son elucubraciones. Nos faltan datos, hechos, y los
descubriremos con el tiempo.
¡Tiempo!, estuvo a punto de exclamar ella, pero se
contuvo. Al parecer, Stephen hacía aflorar a la niña que
llevaba dentro.
—Así que compartimos una pared —dijo Stephen,
girándose a mirar hacia su habitación.
Eso tenía más posibilidades, pensó Laura,
levantándose.
—¿Crees que podríamos oír algo? Intentémoslo.
Pero él levantó una mano.
—Paciencia. No tardarán en traer la cena y no deben
encontrarte en mi dormitorio.
—Podríamos cambiar de habitación. No encuentro
justo que tú tengas ésta.
—¿Qué? ¿Permitir que mi frágil prima duerma en la
habitación contigua a la de un pagano salvaje? Yo iré a ver
si logro oír algo mientras tú esperas la comida. —Al ver
que ella abría la boca para protestar, añadió—: No tiene
ningún sentido todavía, Laura. Farouk acaba de salir. ¿Con
quién podría estar hablando Dyer?
Aceptando eso, ella se limitó a sacarle la lengua a su
espalda y entró en su dormitorio a quitarse las prendas de
abrigo. Sí, debía dejar de actuar como una niña, aunque eso
era tan divertido como compartir dormitorio con Juliet y
charlar como hacían en aquella época.
Sonriendo se volvió para echarse su habitual mirada en
el espejo, y volvió a la realidad. Le gruñó a Priscilla
Penfold, y regresó a la sala de estar. Stephen ya estaba ahí.
—Silencio, como era de esperar —dijo, y miró hacia la
puerta que daba al corredor—. Me gustaría saber si tienen
cerradas las puertas con llave.
Ella le cogió el brazo.
—Vamos, ¿quién es el que se precipita ahora?
—Simplemente quiero comprobar algo de esos
sospechosos personajes, por temor a que puedan atacar a
mi pobre prima durante la noche.
Esbozando su sonrisa de niño, se liberó el brazo y salió
de la sala. No tardó en volver.
—Con llave, lo que es decididamente sospechoso si
Farouk sólo es un simple criado.
Laura frunció el ceño haciendo un gesto hacia las
habitaciones contiguas.
—Normalmente no soy impulsiva, pero me gustaría
que pudiéramos entrar furtivamente a registrar esas
habitaciones.
—¿Que no eres impulsiva? ¿Acaso has olvidado el
combate de boxeo profesional al que asististe, disfrazada
de muchacho?
—Tenía doce años. Y tú me llevaste.
—Da igual. ¿Y esa vez cuando tú y Charlotte os fuisteis
a bañar al río sin pensar que se veía desde Ancross?
—Un caballero no habría mirado. Yo podría echarte a la
cara algunas de tus diabluras de niño, ¿sabes?
Y recordar que también te vi bañándote en el río, pensó.
—Yo nunca me metí en ninguna diablura que igualara
a las tuyas —dijo él, caminando hacia la ventana a
asomarse—. ¿Y esa vez que sobornaste a la gitana en la
feria de Barham para ocupar su lugar y poder hacerles las
predicciones más raras a tus amigos y vecinos?
Laura se tapó la boca.
—Creía que eso sólo lo sabíamos Charlotte y yo. ¿Ella te
lo dijo?
Él la miró por encima del hombro.
—No, pero cuando oí algunas de las predicciones fui a
vigilar, y te vi cuando saliste furtivamente por la parte de
atrás de la tienda. Así que no me digas, Laura Watcombe,
que no eres impulsiva.
—Eso sí que fue un plan bien pensado.
Pero la había llamado por su apellido de soltera, como
si él también hubiera regresado al pasado.
Al parecer él ni se fijó, porque estaba nuevamente
mirando por la ventana.
—¡Farouk!
Ella corrió a mirar.
—¿Podemos escuchar ahora? Si traen la cena, podrás ir
a ocuparte de eso.
Para mirar a Farouk tuvo que apretarse al cuerpo de
Stephen. Un hormigueo la recorrió toda entera, y casi la
hizo soltar una exclamación. Se apartó, tratando de hacerlo
parecer natural.
—Siempre te sales con la tuya —dijo él, pero la voz le
sonó rara.
Ella lo miró y vio una expresión tensa en su cara.
Desaprobación por su impulsividad, tal vez. O
repugnancia por su apariencia. O las dos cosas. No lo supo
discernir. Le resultaba rarísimo habitar dentro de una piel
diferente, producir olas distintas en el mundo que la
rodeaba.
Se giraron al mismo tiempo, entraron a toda prisa en la
habitación de él, pasando junto a su camisola de dormir,
que se estaba calentando colgada de una rejilla junto al
hogar. Ella sintió el tenue olor a jabón, y a él.
La pared que separaba esa habitación de la contigua
estaba casi totalmente ocupada por la cabecera de la cama
y una cómoda. Él se metió en el espacio que quedaba entre
ambos muebles y le hizo un gesto indicándole que se
metiera también. Ella no podía negarse; o tal vez no quería,
aunque tuvo que apretarse a él para caber. El contacto
volvió a marearla, con el añadido de que ahora sentía su
aroma.
Lo sabía todo acerca del excitante olor de los hombres,
pero el de Stephen era nuevo y al mismo tiempo conocido.
Deseó apoyarse en su pecho para aspirarlo, pero tuvo la
suficiente fuerza de voluntad para pegar la oreja al áspero
yeso de la pared.
Capítulo 23
Stephen apoyó la oreja derecha en la pared, tratando de
concentrarse, pero no podía desviar la mente de Laura. Ella
estaba de cara a él, y muy apretados en ese pequeño
espacio, ella de espaldas a la cama, donde él la deseaba.
En sus brazos.
En su cama.
¿La mirada que acababa de dirigirle ella significaba que
lo veía como a un hombre y no sólo como a un viejo amigo?
Él estaba acostumbrado a evaluar las situaciones y a tomar
decisiones rápidas, pero en ese momento, en el más
importante de su vida, su cerebro parecía estar convertido
en un desastroso pudin.
—¿Oyes algo? —le preguntó ella en voz baja.
La pregunta lo sacó del foso, y se concentró.
—Sólo oigo un débil murmullo.
—Yo también.
Qué difícil no apretar el cuerpo al de ella, qué difícil
desviar la vista de sus pechos, suavemente moldeados bajo
su feo vestido de cuello alto. Y ese perfume; imposible no
aspirarlo.
El perfume creado para Labellelle.
Eso fue un descuido. Ese no era el perfume adecuado
para Priscilla Penfold, pero no le pediría que lo cambiara.
Trató de recordar qué perfume usaba de pequeña. Algo
ligero y floral, pensó, tal vez hecho con flores del jardín en
la despensa para destilar de Merrymead. El que llevaba en
ese momento era una obra maestra.
Como ella.
Nicholas tenía razón.
A todas las otras Lauras que conocía debía añadir la
filósofa y la compañera de ingenio rápido. Eso no debía
sorprenderlo; Laura nunca había sido estúpida ni tonta.
Además, su apariencia había producido un cambio
mental en él. ¿Le habría hablado de filosofía si no tuviera
la piel de la cara cetrina y el pelo rubio desteñido? Por otro
lado, la reacción que sentía en ese momento no tenía nada
que ver con lo que le hubiera provocado Priscilla Penfold.
Tragando saliva, volvió a centrar la atención en las
voces procedentes del otro lado de la pared. Lo frustrante
era que se oían con bastante claridad, por lo que, si lograba
concentrarse, podría distinguir las palabras. O eso o es que
él no era capaz de concentrarse.
—¿Y bien? —preguntó.
Ella negó con la cabeza.
Eso le dio un pretexto para salir del hueco. No lo
deseaba, pero debía, si quería conservar la cordura.
Cuando ya estaban los dos seguros en la sala de estar,
aunque también les hubiera resultado posible hacer el
amor en una estancia como esa, ella dijo:
—Parecía una conversación normal. ¿A que no se
detectaba ni rabia ni miedo? Y eran voces de adultos.
Él trató de serenarse, pero no pudo. Demonios, habían
estado tocándose los cuerpos en ese hueco y estaba claro
que eso no había ejercido ningún efecto en ella. ¿Tendría
que verla casarse con otro otra vez?
—¿Stephen?
Él logró recuperar la capacidad de hablar.
—Probablemente —dijo.
Ella se giró y dio una tempestuosa vuelta por la sala.
—Esto es muy frustrante. ¿No hay nada que podamos
hacer?
La mente hambrienta de él le dio otra interpretación a
sus palabras, y su bullente energía lo quemó.
Ella se detuvo bruscamente y lo miró con las manos en
las caderas.
—¿Stephen? ¿Qué te pasa?
—Estaba pensando. Espera un momento.
Entró casi corriendo en su dormitorio para serenarse, e
hizo una respiración profunda, tratando de concentrarse.
Bueno, ahora necesitaba algo para explicar esa brusca
reacción; algún resultado de sus brillantes pensamientos.
Acción.
Abrió su maleta, sacó la larga caja de piel y volvió con
pasos enérgicos a la sala de estar a enseñársela.
—Un catalejo. Nicholas me lo prestó. Mañana, si no
descubrimos ninguna otra cosa, observaremos las ventanas
desde la playa.
—¡Qué idea más fabulosa! —exclamó ella. Miró hacia la
ventana—. Podríamos hacerlo ahora.
—Impaciente otra vez.
—Deja de arrojarme a la cara mi alocada juventud.
—A mí me gustaba.
Y eso era cierto. Se le ocurrió pensar que su amor estaba
arraigado en la Laura que conocía antes que se casara. No
la desaprobaba entonces, aun cuando le hacía bromas.
Ella frunció ligeramente el ceño.
—¿Te gusto menos ahora?
—Demonios, Laura, no te fijes en cada palabra que digo.
Me gustas ahora. Me gustabas entonces.
«No me gustabas cuando estabas casada con
Gardeyne», pensó, pero se las arregló para no decirlo.
—Me alegra —dijo ella, y añadió—: Y no hay ningún
motivo para no salir ahora a mirar las barcas con el catalejo.
La cena puede esperar.
—Ya está casi oscuro.
Ella le sonrió.
—Qué contramaestres de muralla tan poco prácticos
somos. La gente de aquí se reirá de nosotros.
Él le sonrió también. Eso era exactamente lo que habría
dicho la Laura de su juventud.
—Entonces vamos a divertir a la gente.
Volvieron a salir y sólo se detuvieron para decirle a un
criado que volverían dentro de quince minutos para cenar.
Stephen sentía a su lado el burbujeante entusiasmo de
Laura. Por desgracia, su naturaleza más baja trasladó eso a
otro contexto.
Mientras iban caminando hacia la ventosa y guijarrosa
playa, él comprendió que ella debía de ser una magnífica
amante. Eso lo mordió como los dientes de un tiburón,
porque le hizo ver que debía de haber sido una magnífica
amante para Hal Gardeyne.
Cuando se acercaban a las olas rompientes, ella se
afirmó la papalina y levantó la cabeza para sentir el viento
en la cara y disfrutar de la sensualidad de los elementos.
—Creo que la prima Priscilla no haría eso —le advirtió
él.
—Es lo último en consejos médicos. Inspirar el vigor del
aire que sopla del mar. —Se giró a mirarlo con una
vigorizadora sonrisa—. Este lugar es maravilloso,
¿verdad? Sólo he estado junto al mar en Brighton, y hay
mucho ajetreo ahí. Aquí todo es más elemental.
La brisa le aplastaba la ropa al cuerpo. Él no necesitaba
eso para saber que era hermoso. Sus pechos se veían
blandos, como si no llevara corsé. La visión no aportó nada
a su cordura. Pero ella tenía la mente puesta en la
naturaleza, no en él, así que sintonizó sus sentidos con los
de ella.
—El sonido de las olas al romper en la orilla es una
música compleja, ¿verdad?
Ella estaba otra vez inspirando el aire, con los ojos
cerrados.
—Exultante y calmante al mismo tiempo. Es como si no
pudiera ocurrir nada terrible junto al sonido del mar.
«Hay gente que muere oyendo el sonido del mar»,
pensó él, pero no lo dijo, para no estropearle el placer.
—Sin embargo el mar puede ser brutal —continuó
ella—. Golpea y mata. Como le ocurrió al Mary Woodside.
Vete a saber cuántas personas murieron en ese naufragio.
Era como si él le hubiera transmitido sus pensamientos.
O, pensó esperanzado, como si sus mentes estuvieran más
en armonía que lo que él imaginaba.
Ella se giró a mirarlo.
—Estás muy callado, amigo mío.
Amigo.
—Apreciándolo todo.
Ella miró alrededor, sin entender lo que él había
querido decir.
—Hay luz en algunas ventanas de la posada. Quizá
veamos algo. ¿Dónde está el catalejo?
Él lo sacó de su funda, pensando si de verdad la muy
condenada no sentía nada aparte de la magia del mar y la
intensidad de la cercanía de su objetivo.
—Para tener un pretexto de por qué miramos hacia la
posada, será mejor simular que admiramos esas barcas
primero —dijo—. Ten, tú puedes hacer de idiota.
La risa de ella bailó en el viento.
—Muy bien, dámelo. —Obedientemente miró las luces
de las barcas que se mecían en la distancia—. ¿Crees que a
la luz del día podríamos ver la costa de Francia?
—Lo dudo. Ahora me toca a mí.
Cogió el catalejo y lo dirigió hacia la posada.
—Eso no es justo. Creí que íbamos a simular.
—Ya hemos simulado.
—Eso es trampa. —Se le acercó, apoyándose en él como
si quisiera mirar también por la lente—. ¿Qué ves?
Demonios. Si ni siquiera era capaz de sostener firme el
catalejo para mirar las ventanas.
—Esa es una de sus habitaciones, pero la cortina está
bajada del todo. —Sentía su cálido aliento en la
mandíbula—. ¡Ah!
—¿Qué?
—La cortina de su sala de estar está abierta.
—¿Qué ves, pues? Habla, Stephen, habla, o déjame a mí
el aparato.
Él no pudo evitar sonreír.
—Veo a Farouk con su turbante azul. Está de pie,
inclinado ligeramente sobre el otro hombre, que está
sentado.
—Han dicho que Dyer está achacoso. ¿Cómo es?
—Se encuentra de espaldas a la ventana. El pelo es
castaño claro.
—Déjame mirar.
Le cogió la muñeca y se la tironeó. Aun cuando tenía la
mano enguantada el contacto le produjo un deseo tan
intenso que se quedó inmóvil. O se lo daba, o la cogería en
sus brazos y hasta la tumbaba ahí mismo en la playa.
Condenación, jamás supuso que eso le resultaría tan
difícil; nunca se imaginó que el fuego en él ardiera con
tanta ferocidad. Al fin y al cabo era un hombre del
intelecto, ¿no?
Pues, decididamente no, ni una pizca.
Ella le arrebató el catalejo, se apartó y se lo puso ante el
ojo. Él la observó. No debía hacerlo, pero era improbable
que en ese momento ella lo sorprendiera.
La tenue luz procedente de la posada y de las otras
casas le marcaban el perfil perfecto, que no podían
deformar ni los rizos ni la crema amarillenta. Tenía la nariz
recta, un pelín corta. Los labios carnosos estaban
ligeramente entreabiertos, por la concentración. El mentón
bien proporcionado, resuelto.
—Farouk se ha apartado de la silla —dijo ella—. Podría
haber un niño ahí, fuera de la vista. Ay, no, está bajando la
cortina. —Se giró a devolverle el catalejo—. He visto muy
bien a Farouk, pero ya lo he hecho antes, así que no hemos
conseguido nada.
—Resolverlo todo en unas horas es demasiado pedir.
—Pero podemos tener la esperanza —dijo ella,
volviéndose a mirar hacia el mar.
Él creyó detectar una sonrisa en su tono.
Las emociones más intensas se calman con el tiempo.
Mientras estaba metiendo el catalejo en la funda, se sintió
sorprendentemente contento por estar ahí al aire fresco y
limpio, calmado por la música del mar, con Laura a su lado.
—Si Dyer está inválido no podrá oponer resistencia —
dijo ella entonces—, así que sólo tendremos que
enfrentarnos con Farouk.
—¿Tendremos?
—Yo participaré en esto —dijo ella, girándose a mirarlo.
—Podría ponerse muy peligroso.
—No te he dado permiso para que me protejas.
—No necesito permiso. Un caballero no permite que
una dama se ponga en peligro.
—¿Así que un caballero toma automáticamente el
mando?
—Sí.
Él no la vio pero presintió que arrugaba el ceño.
—Olvidas nuestro pasado.
—Lo recuerdo muy bien. Siempre fuiste
temerariamente impulsiva.
—¡Y tú te has vuelto intolerablemente estirado y soso!
—Adulto.
—¡Tímido por la edad!
Algo se resquebrajó en él. La acercó y la besó en la boca,
rápido pero fuerte. Y cuando la soltó, dijo:
—Aun no soy tan viejo.
Ella tenía los ojos muy abiertos, pero no logró ver su
reacción con esa luz tan tenue. Probablemente acababa de
destruir cualquier posibilidad que hubiera tenido.
—Ya veo —dijo ella, echando a andar de vuelta a la
posada.
Capítulo 24
La oscuridad, iba pensando Laura, es la amiga de las
azoradas y las confusas. ¿Quién podía saber qué vería él a
la luz del día? Ella no lo sabía, seguro; ni siquiera sabía qué
sentía.
No sabía si reír o llorar. ¿Qué significaba que un hombre
besara a una mujer estando enfadado? ¿Qué habría
ocurrido si ella le hubiera correspondido el beso?
Con la rítmica música de fondo del rumor de las olas al
romper en la playa y el crujido de los guijarros al
aplastarlos ellos al caminar, se obligó a aceptar que
corresponderle el beso habría sido desastroso. Ni siquiera
lo conocía. Si ni siquiera se conocía bien a sí misma, por el
amor de Dios. Había creído que la joven Laura alocada era
algo del pasado que ya había dejado atrás, pero en ese
momento estaba bailando en su interior como una diablilla
que quería apoderarse de ella.
Cuando llegaron al refugio de la posada, ya se sentía
capaz de enfrentarse a la luz. No sabía qué decir, pero tal
como había supuesto, Stephen no dijo ni una sola palabra
acerca de lo ocurrido. De todos modos, cuando vio salir a
Topham de una habitación, sintió un inmenso alivio.
—Sir Stephen, señora Penfold, les aseguro que el señor
Farouk no ha dado ningún problema en la semana que ha
estado aquí.
—Fue una tremenda conmoción para mi pobre prima
—dijo Stephen, altivamente—. Está algo alterada de los
nervios.
Laura trató de parecer frágil y temerosa, cuando en ese
momento, después de aspirar el aire marino y de ese beso
no se sentía así en absoluto.
Topham la miró retorciéndose las manos.
—Le aseguro, señora, que no tiene nada de qué
preocuparse.
—Es muy alarmante —farfulló ella, y añadió bajando la
voz a un susurro—: Al fin y al cabo, el señor Farouk no
puede ser un cristiano.
—Ay de mí, tiene razón, señora, pero le aseguro que se
comporta como si lo fuera.
Puesto que esa era la oportunidad perfecta para hacer
más averiguaciones, ella preguntó:
—¿Y su empleador? ¿Qué clase de hombre es?
—¡Un oficial inglés! —exclamó Topham, triunfante—.
Lamentablemente frágil, pero un inglés de nacimiento y
crianza. Estuvo sirviendo en India, colijo.
—¿Frágil, ha dicho? ¿Es muy mayor, entonces?
—Oh, no, señora. Es muy joven. Una terrible lástima.
Una herida de guerra, supongo. Su criado tuvo que subirlo
en brazos hasta su habitación, dado que nuestras
habitaciones en la planta baja ya estaban ocupadas.
—Ay, pobre hombre. Me imagino que el señor Farouk
lo sacará fuera para que disfrute del aire de mar. Sólo
después de dos cortas caminatas yo me siento muy
recuperada.
—Cuánto me alegra eso, señora —dijo Topham,
sonriendo de oreja a oreja—. No me cabe duda de que al
señor Dyer le haría muchísimo bien hacer lo mismo, pero
hasta el momento ha permanecido en sus habitaciones.
Laura disimuló su consternación. Eso les dificultaría
mucho más las cosas.
—¿Y le ha visitado algún médico? —preguntó,
decidiendo que sería muy útil dejar establecida a la señora
Penfold como a una entrometida insoportable—. ¿Ha
consultado ya con alguna eminencia?
—Hasta el momento tampoco, señora.
Laura no pudo evitar echarle una mirada a Stephen.
Seguro que un hombre verdaderamente enfermo
consultaría con los médicos.
—Pero si usted necesita consejo médico —dijo el
posadero—, permítame que le recomiende al doctor
Nesbitt. Es un excelente profesional y el favorito de las
señoras.
—Gracias, muy amable —farfulló ella, y añadió—:
¿Cree usted que al pobre capitán Dyer le gustaría tener
compañía? Mi primo y yo estaríamos encantados de tomar
el té con él.
Topham se inclinó en una reverencia.
—Es usted el alma de la amabilidad, señora Penfold. Se
lo sugeriré al señor Farouk, aunque debo advertirle que el
capitán Dyer no ha recibido a nadie desde que está aquí. La
cena está lista, señor, señora, cuando la deseen.
—Que la sirvan, entonces —dijo Stephen, ofreciéndole
el brazo a ella.
Laura colocó la mano enguantada sobre su manga y
subieron la escalera. Por primera vez se sintió nerviosa al
entrar en una habitación privada con Stephen, aunque él
actuaba como si ese beso no hubiera ocurrido jamás.
Muy bien, si él podía actuar así, ella también.
—Encontrarnos con Dyer podría ser más difícil de lo
que creíamos —dijo, mientras se quitaba los guantes de
piel.
—Pero el hecho de que permanezca en sus habitaciones
encaja con la idea de que está prisionero.
—¡O sea, que podría ser Hache Ge! O bien, puede que
haya un niño, y que alguien tenga que quedarse con él.
—Dudo que puedan tener un niño aquí sin que nadie se
dé cuenta.
—Supongo que tienes razón.
Él no dijo nada más, así que ella entró en su habitación,
y allí se quitó la fea papalina con cierta rabia. No entendía
a Stephen, aunque escasamente se entendía a sí misma, y
ese asunto de HG estaba resultando muchísimo más difícil
de lo que habían imaginado. ¿Qué podían hacer si Dyer
continuaba encerrado en sus aposentos? ¿Cómo lo iban a
cotejar con su retrato?
Expulsó el aliento en un resoplido y se ordenó ser
sensata. O por lo menos, paciente. Sólo llevaban unas horas
ahí. Se miró en el espejo para revisar su apariencia.
¡Porras! Tal vez le convendría dejar de mirarse en los
espejos todo el tiempo que estuviera ahí.
Volvió a la sala de estar y vio que Stephen estaba
apoyado en la repisa del hogar contemplando el fuego; él
levantó la vista y le sonrió, con una sonrisa leve,
impersonal. Unas esperanzas de las que no tenía
conciencia, afloraron a la superficie como burbujas de
jabón.
—He estado analizando lo que sabemos —dijo él—. La
aparente fragilidad de Dyer podría deberse a que está
drogado o atado.
—Pero a menos que esté drogado todo el tiempo, ¿no
gritaría pidiendo auxilio?
—Entonces, es posible que lo mantengan drogado todo
el tiempo.
Ella lo pensó.
—Eso podría dificultar el rescate. Alguien tendrá que
llevarlo a peso.
—Como al parecer Farouk lo llevó hasta su habitación.
Yo podría hacerlo. Ese Farouk y yo somos de una
constitución similar, me parece.
Ella contempló su figura, lo que no le supuso ningún
esfuerzo.
—Sí, a mí también me lo parece.
Los dos hombres se veían ágiles y fuertes. Tal vez
Farouk tenía los hombros más anchos, pero no mucho más.
Comenzó a pasearse por la sala.
—¿Crees que sería posible que aceptara una invitación
para encontrarse con nosotros? Eso lo resolvería todo. Tal
vez no —se contestó a sí misma.
—Y mucho menos —dijo él, irónico— si Dyer es Hache
Ge y está atado a una silla.
La estaba mirando de una manera muy rara.
—¿Ha sido un mala idea? ¿Lo de sugerir invitarlo a
tomar el té? No tienen ningún motivo para sospechar de
nosotros.
Él se apartó del hogar.
—Fue una idea excelente. Justo lo que haría una señora
de buen corazón, por no decir una metomentodo. Pero ten
cuidado. Ten presente que Dyer podría estar atado a una
silla y ser al mismo tiempo parte de la conspiración, un
simple intento de sacarle dinero a lord Caldfort. —Pasado
un momento, añadió—: No quiero que corras riesgos,
Laura, ni que eleves demasiado tus esperanzas.
Ella se tragó una protesta instintiva.
—Lo sé.
Entonces llegó la cena, lo que fue un alivio. Cuando
salieron las criadas y se sentaron a comer, Laura tomó
conciencia de una nueva incomodidad.
Una comida para dos, pensó, al tiempo que servía la
sopa de rabo de buey. Qué conyugal, aun cuando no
recordaba haberse sentado jamás a tomar una cena así con
Hal. Cuando estaban en Caldfort, comían acompañados
por los padres de él y muchas veces por otras personas
también. Y siempre que se encontraban en otra parte, rara
vez comían en casa; solamente cuando tenían invitados y
eran los anfitriones, en realidad. Eso hizo que le resultara
violenta esa sencilla comida en esa pequeña mesa, sobre
todo después de ese beso feroz aunque impersonal del que
continuaban evitando hablar.
—¿Qué vamos a hacer mañana, entonces? —preguntó,
cuando ya había tomado la mitad de la sopa.
Él sonrió.
—Mañana es domingo, por lo tanto vamos a ir a la
iglesia, como un miembro del Parlamento y una respetable
viuda. Siempre es posible que el capitán Dyer sea temeroso
de Dios y asista, pero si no, siempre tendremos la
oportunidad de cotillear.
Ella se sorprendió sonriéndole.
—¡Claro! Seguro que los habitantes de Draycombe
están agitados por tener a un pagano entre ellos. Y el
contrabandista va a venir a almorzar. Tendrá muchísimo
que decirnos.
La sonrisa se le desvaneció. Él la estaba mirando de una
manera que no parecía tener nada que ver con la iglesia ni
con el contrabandista.
—Me sorprendiste con tus conocimientos de filosofía —
le dijo él, entonces.
—¿Porque soy una simple mujer?
Él se rió, sarcástico.
—Acuérdate de mi hermana Fanny.
—Entonces, ¿por qué suponer que soy una cabeza
hueca? —Pero lo sabía—. Supongo que porque nunca
manifesté interés en esas cosas cuando era joven. Tal vez
eso es más cierto de mí que lo que has sabido hoy. Ya te lo
he dicho, no había mucho para leer en Caldfort.
Él dejó a un lado el plato de sopa y destapó la fuente
con pastel de carne.
—Supongo que podrías haber encargado unas novelas
si hubieras querido.
—Y lo hice. Pero uno no puede leer novelas todo el
tiempo.
—Charlotte lo hace.
Él le sirvió una porción de pastel. Ella le sirvió verduras.
—Charlotte y yo somos muy parecidas.
—Lo erais. Pero tú y yo nos llevábamos bastante bien
también, me parece.
Laura cogió su cuchillo y tenedor, pensando en la
hermana de él.
—Tal vez ahora Charlotte y yo somos muy diferentes.
Tal vez por eso ya no somos tan íntimas.
—Con el tiempo nos distanciamos de las personas. Eso
es una fuerza natural.
—Y nos sentimos atraídas por otras.
—Yo diría que tú te arrojaste hacia Gardeyne.
—Era un hombre muy atractivo.
—Rico y heredero de un título.
Ella enterró el tenedor en un trozo de zanahoria.
—Había más que eso en él.
Y hasta ahí llegó la armonía conyugal, o amistosa.
Dejaron la conversación por mutuo y tácito acuerdo y
terminaron rápidamente la comida. Eso fue fácil para ella,
pues se le había esfumado el apetito. Sorprendida, vio que
él también comía muy poco.
Seguro que podían hacer algo mejor. Dejó a un lado el
plato con la mayor parte del pastel de pera.
—¿Por qué nos estamos peleando?
—No sabía que nos estuviéramos peleando.
—Sé que Hal nunca te cayó bien.
—Preferiría no hablar de él. Encuentro que es una falta
de respeto hacia los muertos.
—Sólo si dices cosas irrespetuosas.
Él arqueó las cejas de una manera que daba a entender
que no había nada respetuoso que decir.
—No puedes negar que era un excelente jinete.
—Lo son la mayoría de los jinetes de carreras.
Ella echó atrás la silla y se levantó.
—Tienes razón. No debemos hablar acerca de Hal.
Deberíamos hablar de nuestros planes.
—Estamos aquí y hemos reunido cierta información.
Hablar más sería repetirnos.
«Hablemos de ese beso, entonces.»
Casi lo dijo, pero se contuvo, comprendiendo que eso
sería desastroso. Si para él había significado tan poco, ¿qué
había que decir? Y si había significado más, ella no estaba
preparada para explorar esas profundidades.
Tiró enérgicamente del cordón para llamar y no tardó
en entrar Jean a retirar las fuentes y los platos. Tal vez el
hecho de que hubiera comido tan poco confirmaría su
condición de achacosa. Deseó hacerle más preguntas
acerca de Dyer, pero no se le ocurrió ninguna sensata. Tal
vez lo mejor sería tener paciencia, pero ¿qué podían hacer
ahora? Sólo eran las ocho, una hora ridículamente
temprana para acostarse, y no tenía ningún deseo de irse a
la cama. Deseaba explorar a Stephen, por enloquecedor
que fuera.
Cuando salió la criada, sugirió:
—¿Cartas?
—Faltaría más. ¿Qué?
—¿Bezique? ¿Piquet? —Adrede enumeró otros juegos
de apuestas, y añadió—: Estuve casada con Hal, ¿lo has
olvidado?
A él se le tensaron los labios.
—Piquet, entonces. ¿Tienes una baraja? Si no, seguro
que Topham puede proveernos de una.
—La tengo, da la casualidad. A veces juego a cosas
sencillas con Harry. —Fue a su habitación a buscarla y
luego se sentó y abrió la caja—. ¿Eres bueno?
Él se sentó frente a ella.
—Bastante. Me crié con los Pícaros.
—Excelente. —Apartó las cartas inferiores, consciente
de una rabia que ardía a fuego lento y le daba un filo al
juego, y disfrutándola—. ¿Jugamos con puntos de papel?
—Noo, de ninguna manera. Te quiero endeudada
conmigo.
A ella la recorrió un estremecimiento que seguro no fue
intención de él provocarle, pero si se permitía fantasear,
podía imaginarse con toda nitidez las posibilidades.
Le pasó la baraja reducida.
—Supongo que quieres aprovechar mis pobres recursos
de viuda para financiar alguna reforma.
Él barajó las cartas con esas manos de prometedores
dedos largos.
—Para producir un cambio importante, sin duda. —
Colocó las cartas delante de ella—. Corta.
Ella cortó, y enseñó un diez. Él cortó y enseñó un seis.
—Tú das —dijo.
Y comenzaron el juego.
Capítulo 25
El chisporroteo de los cabos de las velas, ya casi
totalmente consumidas, los obligó a poner fin al juego.
Cuando terminaron la última partida, Laura se echó atrás,
consciente de que la rabia se le había transformado en una
rara e inesperada sensación de placer. Durante esas horas
había desaparecido todo a excepción del juego. Stephen era
simplemente Stephen, el jugador de ingenio agudo al que
deseaba derrotar.
Pero en ese momento él era más que eso, como si las
horas de intenso juego se hubieran llevado la escoria,
dejando claridad.
—¿Quién ha ganado? —preguntó, sin mucho interés.
Habían estado bastante parejos, ganando y perdiendo
puntos alternativamente. Él estaba haciendo los cálculos en
un trozo de papel.
—Tú —dijo, levantando la cabeza—. Por ciento quince.
¿Guineas?
—Buen Dios, no. Jamás hago valer los puntos por
guineas. Chelines.
—Cinco libras quince chelines, entonces. ¿Supongo que
aceptas mi palabra?
La conversación era gratamente ociosa, y a ella le pasó
por la cabeza la extraña idea de que era como las palabras
que se dicen después de hacer el amor, satisfechas y
adormiladas.
—Por supuesto, y te daré tiempo para pagármelas.
—El juego ha sido excelente —dijo él, pasándole el
papel, que ella no se molestó en mirar.
—Eres muy bueno.
—Como lo eres tú.
Teniendo la mente metida en la cama, eso lo encontró…
estimulante.
Él arrugó el papel y lo lanzó, con muy buena puntería,
al fuego del hogar.
—Ya es demasiado tarde para continuar, supongo.
Ella se mordió el interior de la mejilla para no sonreír.
—¿Estarías a la altura de la ocasión?
—Son pasadas las diez, pero no estoy cansado.
Simplemente creo que deberíamos levantarnos con las
alondras para espiar a nuestros vecinos.
Lo de levantarse a espiar la divirtió, pero lo de
«alondras» la puso seria. Estuvo un momento con los ojos
bajos y finalmente volvió a mirarlo a los ojos.
—Te perdono lo de lady Alondra.
Él se quedó inmóvil.
—Nunca pensé que te importaría.
—¿No lo inventaste para que fuera un constante
reproche?
—Aah. Tal vez sí. Lo que quise decir es que no creí que
te molestara ser lady Alondra.
Ella deseaba que él no la hubiera juzgado tan mal, pero
se limitó a decir:
—Lo encontraba demasiado frívolo. Pero ya no
importa. Gracias por venir, Stephen. Por ayudarme, por ser
tú.
—¿Y quién es ese?
Apagó la consumida vela con los dedos y su cara quedó
en la sombra. Competitiva como una niña, ella se mojó los
dedos y apagó la otra igual. La sala sólo quedó iluminada
por la luz del fuego del hogar.
—Stephen el considerado, el solícito —dijo, y vio pasar
una fugaz expresión de disgusto por su cara—. Stephen el
luchador por aquellos que no pueden luchar.
Eso sí fue acertado. Él le cogió la mano.
—Lucharé por ti, Laura. Tienes mi palabra.
—Gracias.
El corazón le retumbó, con unos latidos que parecían
hacerle vibrar todo el cuerpo, pensando ¿volverás a
besarme también?
Pero él le había cogido la mano izquierda, y el anillo de
bodas de Hal brilló a la luz del fuego. Ya no la ataba, pero
eso le dio la fuerza para no decir lo que estaba pensando.
No quería retirarse a su habitación, no quería poner fin
a ese momento, pero se obligó a liberarse la mano, a
levantarse y a darle las buenas noches. Cuando entró en su
dormitorio, cerró la puerta, apoyó la espalda en ella e hizo
unas cuantas respiraciones profundas para calmar su
mente calenturienta.
Al darse cuenta de que se estaba manoseando el cuerpo,
y palpándose los pechos, paró, pero no pudo dejar de
desear a Stephen de una manera franca y febril.
Si él fuera Hal, podría ir a su habitación, besarlo y
obtener lo que deseaba. Pero si él fuera Hal, no sentiría
exactamente lo que estaba sintiendo.
Mientras se quitaba la cofia, intentó encontrarle sentido
a eso. Entonces, cuando se miró en el espejo, se encontró
ante la piel cetrina, los horribles rizos parduzcos y el lunar.
Se arrancó la peluca con tanta brusquedad que le dolió, y
luego se sentó, con la cabeza apoyada en las manos. ¿Qué
estaba haciendo? ¿Qué le había hecho a su ordenada vida?
Siempre se las había arreglado bien, siempre había
encontrado la manera de sentirse satisfecha y contenta.
¿Por qué ahora estaba en ese torbellino?
Debido a Stephen. Sus sentimientos por él no se
parecían en nada a los que sintiera nunca por Hal, pero
Stephen era Stephen. Ella no era una pareja conveniente
para un futuro primer ministro.
Se quitó el resto de las horquillas y sacudió la cabeza,
dejando libres sus propios rizos, y entonces cayó en la
cuenta de que tenía que llamar para que le trajeran agua
para lavarse. Tiró del cordón, y volvió a ponerse la peluca,
metiéndose todo el pelo debajo de cualquier manera.
Para poner distancia entre ella y la puerta, fue a
asomarse a la ventana y entonces cayó en la cuenta de que
la cortina no estaba bajada. Si alguien hubiera estado fuera
mirando con un catalejo, lo habría visto todo. Tiró el
cordón para bajar el estor de volantes fruncidos y fue a
abrir su maleta vacía.
Cuando la criada golpeó la puerta y entró con el agua
caliente, no levantó la cabeza para mirarla.
—Gracias.
—¿Se le ofrece alguna otra cosa, señora?
—No, gracias. Puedo desvestirme sola.
En cuanto se cerró la puerta, se enderezó y comenzó a
desvestirse. El corpiño interior que reemplazaba al corsé
era muy cómodo. Cuando acabara su tiempo de elegancia,
tal vez se mandaría a hacer unos cuantos.
Ropa racional. Actos racionales.
Por ahí en alguna parte de su interior, se rió la antigua
Laura.
Capítulo 26
Laura, despertó de una noche de sueño agitado,
atormentada por inconvenientes deseos y el conocimiento
de lo peligrosa que era la situación en que se encontraba.
La urgencia la había llevado a Draycombe, pero ahora le
parecía que se había arrojado temerariamente de cabeza en
el peligro y la tentación.
Esa noche se había lavado bien la cara, quitándose todo
el maquillaje que la disfrazaba, dejándose solamente el
lunar, que no pudo arrancárselo, pues estaba pegado tan
firme que no sabía cómo se libraría de él al final. Volver a
maquillarse y arreglarse la peluca le resultó laborioso, una
lata, pero intentó encontrar seguridad en su disfraz;
Priscilla Penfold no haría jamás algo escandaloso.
Cuando por fin entró en la sala de estar, Stephen ya
estaba ahí, desayunando. Él había pedido comida
suficiente para dos, e inmediatamente le sirvió café en su
taza. Laura lo observó disimuladamente, pensando si
también él habría pasado una noche agitada, pero no vio
señales de eso.
Abandonando la esperanza de que él también estuviera
ardiendo de deseos turbulentos y confusos, concentró la
atención en la comida. El delicioso olor de los panecillos
calientes ya le estaba recordando que en la cena había
comido muy poco. Recordaba por qué, pero de todos
modos, una persona debe comer.
Puso mantequilla a un panecillo y el primer delicioso
bocado le calmó algo los nervios.
—¿Sabemos a qué hora es el servicio?
—¿Acaso no soy un modelo de eficiencia? La iglesia se
llama Saint Peter y el servicio es a las diez.
—Bravo, pero supongo que simplemente se lo
preguntaste a los criados.
Con una sonrisa lo reconoció.
—Si asiste Dyer, podríamos rescatarlo ahí. Incluso pedir
que lo refugien en el edificio.
—La iglesia sirve para proteger de las autoridades, no
de los villanos —dijo él.
Seguía sonriendo. Ella encontró curiosamente
consoladora esa vuelta a una comodidad amistosa.
—Pero en medio de una congregación de
incondicionales fieles ingleses, Farouk no tendría nada que
hacer —observó, y entonces exhaló un suspiro—. Lo cual,
casi sin lugar a dudas, significa que Dyer no estará ahí.
—Ten presente que no sabemos si Dyer está prisionero,
ni si es Henry Gardeyne. Necesitamos tener más
información antes de actuar.
Él dijo eso en tono pesaroso, como de disculpa, pero
mientras comía otro bocado de pan, ella reconoció que eso
la complacía. Estaba mal, pero no quería que acabara esa
aventura todavía. Era como si hubiera vuelto las primeras
páginas de un libro fascinante, acerca de Stephen y acerca
de ella. No soportaría dejarlo.
Cuando terminaron de desayunar, los dos se pusieron
la ropa de abrigo adecuada para el tiempo fresco, salieron
y echaron a andar hacia la iglesia, que estaba en el otro
extremo del pueblo. La iglesia era pequeña, sencilla, y
estaba totalmente llena. Tres fieles llegaron en sillas de
ruedas empujadas por criados. Pero ninguno de ellos era
joven y, como era de esperar, no vieron ningún turbante.
En el sermón, el párroco predicó sobre el sagrado deber
de ser hospitalarios con los visitantes y de ahí pasó a tratar
con más delicadeza el tema de la necesidad de convertir a
los paganos demostrando caridad cristiana.
No se habían equivocado al suponer que algunas
personas de la localidad se sentirían inquietas, o incluso
hostiles, respecto a Azir Al Farouk.
Mientras salían de la iglesia, Laura dijo en voz baja:
—Farouk tendría que haber sido más prudente y
vestirse con ropa normal.
—Creo que el uso del turbante forma parte de las
obligaciones de su religión.
—De todos modos, con chaqueta y pantalones normales
no llamaría tanto la atención.
Tuvieron que interrumpir los comentarios para hablar
con el párroco, que les confirmó que algunos de sus
parroquianos sentían rabia contra Farouk, en especial
debido a las noticias aparecidas recientemente en los
diarios acerca de los horrores de la esclavitud en Argel.
—El miedo por el honor de sus mujeres es también un
buen pretexto para emborracharse bebiendo —comentó el
mundano párroco—. ¿Puedo invitarles a usted y a su
prima a cenar con nosotros, sir Stephen?
Stephen logró inventarse una disculpa para declinar esa
invitación, y luego tuvo que repetírsela al gordo y
mofletudo terrateniente de la localidad, el señor
Bartholomew Ryall, que le conocía de Londres. Después se
les acercó un tal señor Frosbisher, que deseaba estrecharle
la mano a Stephen.
Lógicamente, en todos esos encuentros él tuvo que
presentar a Laura, un problema que ella no había previsto.
Agradeció llevar su fea y discreta papalina y aprovechó su
condición de vieja achacosa como pretexto para mantener
la cabeza gacha y hablar en voz baja.
De todos modos, tuvo que participar en cada encuentro,
y comprendió que eran muchas las personas de ahí que
conocían a Stephen o sabían de él. Claro que era un
miembro del Parlamento por Dorset, pero aun cuando
representaba a un distrito del lado oriental, eso no
explicaba toda esa atención. Estaba claro que era un
hombre famoso y muy admirado.
No la sorprendía que Stephen tuviera una floreciente
carrera política ni que, como le escribiera Juliet, se hablara
de él como de un posible futuro primer ministro, pero
hasta ese momento no había entendido el alcance de su
fama. Para ella había seguido siendo el amigo de su
infancia al que le interesaban demasiado los libros.
El militar del ejército, capitán Trainor, le estrechó la
mano y le agradeció que hubiera apoyado la ley para un
mejor trato a los oficiales tullidos. La señora Ryall alabó su
trabajo para reformar las Leyes de los Pobres. Un frágil y
anciano caballero sentado en una silla de ruedas resultó ser
el doctor Grantleigh, que con su esposa ocupaban las
habitaciones de la planta baja de la posada Compass. Por
desgracia, había sido uno de los profesores de Stephen en
Cambridge y peroró largamente acerca de cómo siempre le
había pronosticado un brillante futuro.
—No como a los otros —dijo el anciano—. Arden,
Cavanagh, Debenham; esos usaban ese antiguo colegio
como un club para beber, jugar y cosas peores. Usted,
señor, aprovechó la oportunidad para aprender.
Laura tuvo que chuparse las mejillas para no reírse,
porque Stephen tenía el aspecto de sentirse incómodo.
Ningún caballero, por inteligente que fuera, deseaba tener
fama de empollón.
Puesto que los Grantleigh estaban alojados en la
Compass, no les quedó más remedio que volver con ellos
y con el criado que empujaba la silla de ruedas. La calle
tenía trozos bastante accidentados, por lo que el avance fue
lento. Stephen iba junto a la silla, al parecer entreteniendo
al anciano. A Laura le tocó formar pareja con la señora
Grantleigh, que no decía una palabra.
—Espero que el doctor Grantleigh se esté beneficiando
del aire de mar —dijo, para romper el silencio.
—No sé cómo —repuso la señora Grantleigh,
suspirando—, ya que por lo general el tiempo es tan
inclemente que no puede salir a disfrutar del aire. Pero
nuestro médico insistió en que viniera, y mi marido
siempre opta por hacer lo que le dice su médico. El doctor
Nesbitt de aquí es alentador. Pero claro, el tiempo no se
puede parar ni se puede dar marcha atrás a la edad.
Laura aprobaba el estoicismo, pero sólo hasta cierto
punto. Deseó sugerirle que si no había esperanzas de
mejoría, les convenía trasladarse a un lugar que les
ofreciera un ambiente y una compañía más agradables y
compatibles con su manera de ser. Pero en lugar de eso,
decidió informarse un poco más acerca de Dyer y Farouk.
—Es una lástima que haya tan pocos huéspedes en la
Compass. Sólo nosotros y el capitán Dyer, que, según el
posadero, no sale nunca de sus habitaciones ni recibe
visitas.
—Es un caso muy triste —convino la señora
Grantleigh—. Le vi llegar, ¿sabe?, y desde entonces ni
siquiera lo he divisado. He de decir que no me dio la
impresión de que estuviera tan enfermo que no pudiera
salir. No se veía peor que mi marido, seguro, y sin embargo
hoy no asistió al servicio religioso.
La mujer frunció los labios, así que Laura hizo lo
mismo.
—Me fijé en eso, señora Grantleigh, y no pude dejar de
pensar si ese pagano se lo habrá impedido de alguna
manera.
La señora Grantleigh pareció sorprendida.
—No veo cómo.
—A veces los criados se las arreglan para imponerse a
sus empleadores con un insano poder, mi querida señora.
—Vamos, pues sí. He conocidos casos de esos. Pero, por
desgracia, no se puede hacer nada.
Sí, decididamente el estoicismo se puede llevar a
extremos, pensó Laura, aunque ya se le había ocurrido una
manera para aprovechar esa situación.
—Creo que yo podría comentarle el asunto al párroco la
próxima vez que le vea. Si él fuera a hacerle una visita, no
creo que lo rechace.
—Qué buena idea —exclamó la señora Grantleigh, al
parecer verdaderamente admirada, y bastante sorprendida
de que alguien, o tal vez una mujer, pudiera tener una idea.
Seguro que la señora Grantleigh era el tipo de mujer que
toda su vida ha dependido de su marido para guiarse, que
es lo que la mayoría de las personas encuentran correcto y
decente. Pero ahí estaba la consecuencia; estando su
marido debilitado de cuerpo y mente, se encontraba a la
deriva, incapaz de tomar decisiones firmes, inepta para
considerar lo que realmente era mejor para los dos.
Pensando en eso, no pudo dejar de reconocer que su
situación había sido bastante similar. Después de la muerte
de Hal se había sentido perdida, desorientada e impotente,
pero se había recuperado, aun cuando necesitó que la
sacudiera una situación de emergencia. Decidió que
cuando estuviera solucionado el problema, buscaría una
manera de ayudar a los Grantleigh. Stephen los conocía,
por lo tanto tenía que ser posible.
—Sir Stephen es un joven admirable —dijo la señora
Grantleigh de repente.
Y diciendo eso procedió a contarle historias de sus
virtudes cuando era estudiante. Esos elogios eran también
del tipo que seguro lo harían ruborizar, pero la hicieron ver
un aspecto totalmente nuevo de la situación en que se
encontraban.
Ella había pensado que si se descubría el engaño, sólo
sería desastroso para la reputación de ella. Pero Stephen
también corría ese riesgo. No quedaría deshonrado, pero
perdería parte del respeto de esas personas.
A la mayoría de los hombres elegantes, incluidos los
miembros del Parlamento, no les importaría que los
sorprendieran en una aventura amorosa con una viuda,
pero a Stephen podría importarle. Era muy respetado, y la
tan elevada estima de que gozaba no se debía a su rango ni
a su riqueza, aun cuando poseía ambas cosas, sino a lo que
era. Buscó la palabra más apropiada y se decidió por una
bíblica. Era un hombre «justo».
Trabajaba muchísimo, y no con fines puramente
egoístas. La mayoría de los hombres que estaban en el
Parlamento, lo hacían para aumentar el poder de sus
familias o de su partido. Stephen, por lo visto, trabajaba por
mejorarles la vida a personas de todo tipo, de todas las
clases sociales. En otro tiempo podría haber empleado el
calificativo «justo» para bromear acerca de alguien en su
círculo social. Pero ahora la comprensión pesaba sobre ella,
haciéndola sentirse inadecuada.
¿Qué lugar tenía lady Alondra en la vida de sir Stephen
Ball? Podría ayudarle a ganar votos en las campañas
electorales con su vivaz encanto, pero también a perder
otros tantos de las personas que la desaprobaban. Y él ni
siquiera necesitaba ese tipo de ayuda. Barham no era un
distrito despreciable, y los electores de ahí seguirían
llevándolo al Parlamento mientras él estuviera dispuesto a
presentarse.
Ella podría llevarle la casa y ofrecer rutilantes fiestas
que podrían inclinar en su favor a personas en las que él
quisiera influir, pero sospechaba que ese no era el estilo de
Stephen. Muy rara vez lo había visto en fiestas o reuniones
de la sociedad elegante.
¿Encajaría ella en el molde de su vida? Llevar una vida
tranquila, ayudarlo en su trabajo de investigación y
estudio, y de tanto en tanto organizar cenas para grupos de
hombres serios que considerarían una distracción la
presencia de una mujer en la mesa. Suspirando, pensó que
tal vez podría presidir comités de señoras en un trabajo
para apoyar causas dignas.
Había participado en ese tipo de comités; es lo que se
esperaba de cualquier dama elegante, y le había gustado
ser útil, pero sabía que no podría dedicar su vida sólo a eso.
Le gustaban las fiestas, los bailes y las veladas musicales.
Le gustaba reír, coquetear y hechizar a los hombres. Le
gustaba estar en el centro del mundo elegante.
Si estaba obligada a vivir discretamente en Caldfort
para cuidar de Harry, lo haría, pero no lograba imaginarse
eligiendo llevar una vida seria y sobria en Londres, ni
siquiera con Stephen. Sería como obligar a un gastrónomo
a vivir de gachas teniendo a la vista platos de alta cocina.
Eso la convertía en una mujer despreciable, frívola,
superficial, pero valía más saber eso ahora que no cuando
fuera demasiado tarde.
Los Grantleigh los invitaron a almorzar, pero pudieron
declinar alegando otro compromiso, sin mentir.
Cuando entraron en la sala de estar de sus habitaciones,
Laura observó a Stephen, tratando de fusionar al hombre
guapo elegante con el hombre justo.
—Tal vez deberías haber venido disfrazado tú también
—le dijo.
—No me imaginé que me encontraría con Grantleigh.
¿Te sientes bien?
¿Le hacía esa pregunta porque sabía que había tenido
que esforzarse en representar a su personaje o porque
detectaba algo? Le dio la espalda, quitándose los guantes.
—Sí, por supuesto. Pero no me gusta vivir una mentira.
—A mí tampoco. Deberíamos conseguir acabar con esto
pronto.
Parecía impaciente por escapar. Ella también, en cierto
modo. Se volvió hacia él y lo puso al tanto de los
comentarios de la señora Grantleigh acerca de Dyer.
—Si no estaba demasiado enfermo, eso da peso a la
suposición de que es un prisionero.
—Sí —dijo él, ceñudo—. Condenación, esto es muy
frustrante. Iré a ver si oigo algo a través de la pared.
Acto seguido entró a largas zancadas en su habitación,
y Laura sonrió irónica. Tenía que estar volviéndose loco
con la situación para maldecir delante de ella. O tal vez
simplemente se sentía relajado al haber retomado su
amistad con ella. Eso le gustó más.
Él volvió muy pronto.
—Murmullos, murmullos, murmullos. Si por lo menos
se enzarzaran en una pelea a gritos podría entender algo.
Desasosegado, fue a asomarse a la ventana. Eso le daba
a ella la oportunidad de observarlo otro poco, pero se le
antojó algo estúpido, así que rompió el silencio.
—¿Te pusiste nervioso la primera vez que te levantaste
a hablar en la Cámara?
Él giró la cabeza hacia ella.
—No, pero sólo debido a la presuntuosa arrogancia de
la juventud. A veces me pongo más nervioso ahora, porque
deseo que mis argumentos sean aceptados por los demás.
—Seguro que lo consigues.
Él sonrió, irónico.
—Soy buen orador, pero no un pico de oro. Todavía no
los he hecho llorar a todos como hacían Sheridan y Fox. En
todo caso, prefiero que mis argumentos lleguen a la razón,
no a las emociones. —Y pasado un momento añadió—: Sin
duda eso me convierte en un tonto.
—La razón es oro, mientras que la emoción es el dorado,
se desgasta pronto.
—Extraña observación de Labellelle.
Ella lo miró a los ojos.
—¿La belleza y la razón se oponen?
—Ha sido injusto, ¿verdad? Perdona.
No tuvieron tiempo para decir más a partir de ahí,
porque sonó un golpe en la puerta y apareció Topham.
—Sir Stephen, aquí está su invitado, ¡el señor Kerslake-
Somerford!
El posadero dijo eso como si se sintiera enormemente
orgulloso de conocer al personaje recién llegado, y que sin
duda este sí fuera alguien por el cual sentirse honrado.
Laura no habría sabido decir qué había esperado ver en un
jefe de contrabandistas, pero ciertamente no era a ese
guapísimo joven resplandeciente de vigor y una sonrisa
franca.
Topham volvió a hacer una reverencia.
—Ordenaré que traigan el almuerzo, ¿le parece, sir
Stephen?
Stephen le hizo un gesto de asentimiento y el hombre
salió, no sin antes hacer otra reverencia, al parecer dirigida
al conde contrabandista.
—Es usted una persona importante, señor —le dijo
Stephen, estrechándole la mano—. Permítame que le
presente a la señora Gardeyne, que ha venido disfrazada
como mi prima, la señora Penfold.
—Señora —dijo Kerslake-Somerford, inclinándose ante
ella—. Colijo que los Pícaros están tramando algo otra vez.
Debo decir que mi asociación con ellos da muchísima
animación a mi vida.
Más entusiasmo de niño.
—Yo no habría creído que a su vida le faltara
animación, señor Kerslake-Somerford.
—Hay diferentes tipos de animación, señora Gardeyne.
La mayor parte de mi…, de mi actividad profesional no es
más emocionante que llevar libros de cuentas. De lo que se
trata, en realidad, es de mantener la animación en un
mínimo.
—Ah, creo que el señor Delaney dijo algo similar. Que
el peligro llega solo.
—Exactamente. Son aquellos que llevan vidas
aburridas los que lo buscan.
Laura evitó mirar a Stephen. ¿Una vida aburrida?
Seguro que no.
—La emoción viene de muchas maneras —dijo—. No
me cabe duda de que la política puede ser arriesgada.
—Ya no —dijo Stephen, irónico, tal vez adivinando la
intención de ella de aplacar sus sentimientos—. Hace
muchísimo tiempo, generaciones, que no han decapitado a
nadie por oponerse al monarca.
—Al primer ministro Perceval lo mataron de un balazo
—observó Kerslake-Somerford alegremente.
—Un loco —dijo Stephen—. Ese tipo de cosas puede
ocurrirle a cualquiera.
—No a cualquiera. A Perceval le dispararon porque el
asesino creía que el primer ministro era la causa de todos
sus problemas. Ese es el peligro de ser un mascarón de
proa.
Era una tontería sentir miedo por Stephen, pero Laura
no podía evitarlo.
—¿Es usted un mascarón de proa también, señor
Kerslake-Somerford?
—Por mis pecados. Por favor, llámeme señor Kerslake,
señora. Así me han llamado toda mi vida. Sólo he adoptado
el otro apellido como parte de mi reclamación del condado.
Entraron los criados con el almuerzo y distribuyeron las
fuentes sobre la mesa. Cuando salieron, los tres se sentaron
e iniciaron la conversación seria.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Kerslake—. ¿Y en qué
les puedo ayudar?
Capítulo 27
Mientras hablaban, Kerslake bebió dos tazas de té,
comió pan, jamón, pastel y fruta, intercalando entre bocado
y bocado preguntas pertinentes para dejarlo todo claro. A
ratos Laura había vacilado en decírselo todo, pero
finalmente decidió que Nicholas Delaney les había
garantizado que ese hombre era digno de confianza, y ellos
necesitaban ayuda.
—Sé acerca de Azir Al Farouk desde que desembarcó.
Drew Chideock lo trajo de Francia en el Long Jane. Ahora
que estamos en paz no tenemos muchos de esos pasajeros,
así que todos sentíamos curiosidad. Pero —añadió,
encogiéndose de hombros—, mientras un hombre pague,
no le hacemos preguntas. En realidad, ahora es más fácil.
Durante la guerra tratábamos de no transportar espías.
—¿Sólo trajo a Al Farouk? —preguntó Laura.
—A él y al capitán Dyer.
—¿A ningún niño?
—No se ha hablado de ninguno. ¿Esperaba a uno?
Ella negó con la cabeza.
—Por favor, díganos lo que sabe acerca de su llegada.
Kerslake cogió una ciruela.
—A pesar de su rango, Dyer no lleva uniforme. Es una
especie de inválido. Es capaz de caminar unos cuantos
pasos afirmándose en un bastón, pero Farouk tuvo que
transportarlo en brazos desde el barco a la carreta que ya
estaba lista para llevarse la mercancía.
—Aquí parece que lo subió en peso también —dijo
Stephen.
—O sea, que no era algo temporal. Chideock los llevó a
Lyme Regis, y los dejó embarcados en la diligencia de Paul
Wey, que los trajo aquí. Todo esto estaba incluido en el
precio. ¿Qué es eso del niño?
Laura y Stephen se miraron.
—Podría ser que hubiera llegado por separado —dijo
ella—. Un niño, de unos nueve años.
—No he sabido de ninguno, pero lo averiguaré.
—¿Y sobre un grupo de hombres? —preguntó
Stephen—. O no. Nicholas me arrancaría la piel por
suponer que todos los villanos son hombres, sobre todo
cuando está involucrado un niño. Podrían parecer un
grupo familiar.
—Sin duda eso haría más difícil detectarlos, pero no
recibimos a muchos visitantes tan avanzado el año.
¿Quiere decir un grupo que llegue normalmente o en un
barco de contrabando? Estoy casi seguro de que no ha
llegado ningún niño de esa manera en este último tiempo.
Laura intercambió otra mirada con Stephen, tratando
de hacer encajar esa pieza en el rompecabezas.
—Si había un motivo para que Farouk y Dyer entraran
subrepticiamente —dijo, pensando en voz alta—, ¿para
qué enviar a Hache Ge al descubierto? Supongo que debo
aceptar que no hay ningún niño —añadió. Eso se le
antojaba una pérdida, una muerte—. El niño se me ha
hecho tan real en la imaginación que detesto eliminarlo. Es
como si estuviera prisionero sin que nadie lo sepa, y yo
debiera liberarlo.
—Haré averiguaciones, señora Gardeyne —dijo
Kerslake amablemente—. Puedo descubrir también si hay
niños que nadie conozca en la zona. Me refiero a niños no
emparentados o relacionados con las familias de la
localidad. No es probable que haya muchos en esta época
del año, pero me llevará unos días contabilizarlos.
—Gracias —dijo ella.
Stephen le cogió la mano.
—Es mejor que no haya un niño en peligro, Laura. Más
aún, esto significa que si alguien es Henry Gardeyne, tiene
que ser el propio capitán Dyer.
Eso la reanimó.
—Sí, por supuesto. Atado y encerrado en una
habitación con llave.
—Todavía tenemos el misterio de los diez años de
ausencia —le recordó Stephen—, y la pregunta de
Nicholas, ¿por qué ahora?
—Lo sé, pero si es así, mejor. Si es Henry, podrá
demostrar su identidad sin ninguna dificultad, y tenemos
su retrato para cotejarlo. Tengo un dibujo de Henry
Gardeyne —explicó a Kerslake—. ¿Cree que el señor
Chideock y sus hombres lo reconocerían si se tratara del
capitán Dyer?
Él hizo un mal gesto.
—Todo ocurrió de noche, y es probable que la atención
de ellos estuviera más centrada en el cargamento. Podría
preguntárselo, pero, para ser franco, no sé si eso sería
prudente. Me fío de ellos hasta cierto punto, pero sólo hasta
cierto punto. Podrían irse de la lengua y entonces se
correría la voz por la zona hasta llegar a la gente de aquí.
Después de todo, ustedes están alojados en la misma
posada, en las habitaciones contiguas. No tendría por qué
ser difícil echarle una mirada.
—Eso creería uno —dijo Stephen—, pero les está
resultando difícil a los ciudadanos respetuosos de la ley.
Kerslake se echó a reír.
—No soy experto en forzar cerraduras ni en allanar
moradas, pero si no lo consiguen legalmente, enviaré a
alguien que les eche una mano. Lástima que haya muerto
Elsie Musbury. Ella era la dueña de esta posada antes de
Topham y fue uña y carne con los contrabandistas toda su
vida. Topham es un novato, procedente de Exmouth. Sabe
qué es qué, pero no puedo fiarme de él como me hubiera
fiado de Elsie.
Stephen asintió.
—¿Y en el caso de que Farouk tuviera secuaces por ahí?
¿Se enteraría usted si hubiera matones desconocidos en la
zona?
—Seguro, pero ¿parecerían matones? Como ha dicho,
podrían ir disfrazados para parecer un grupo familiar o
meros visitantes pacíficos.
—¿Quiere decir que podría ser cualquiera? —preguntó
Laura, pensando en las diversas personas que habían
conocido ese día.
—No cualquiera. La mayoría de las personas que están
aquí ahora son de la localidad o visitas que llevan mucho
tiempo, pero los villanos sensatos no proclaman su
identidad más de lo que la proclaman los jefes de
contrabandistas. En realidad, encuentro extraño que este
Farouk esté causando tanto revuelo.
—Nunca pasaría por un inglés —dijo Stephen.
—Cierto, pero por lo que he oído, prácticamente se
esfuerza en parecer raro.
—Eso es digno de tenerlo en cuenta, pero ¿a quién
llamaría sospechoso en esta zona?
—A nadie. Es mi trabajo estar al tanto de la presencia
de posibles agentes de prevención.
—¿Los agentes de las fuerzas de la ley y el orden
merodean por aquí a veces disfrazados? —preguntó Laura.
—Hacen lo que sea que puedan hacer para cogernos.
—Vi a dos militares cuando llegamos —dijo ella—, uno
del ejército y otro de la armada.
—El capitán Sillitoe, de la armada real, primo de una
familia de aquí. Y el capitán Trainor, de los Buffs, que está
atendiendo a su abuela. Los vigilamos a los dos, por si
acaso, pero ninguno ha hecho nada que se salga de lo
normal.
—Estoy admirado —dijo Stephen.
—Se lo he dicho, saber estas cosas es mi trabajo. Llevo
adelante este comercio ilegal porque es el principal medio
de subsistencia para mucha gente a lo largo de la costa, en
especial este año, con la mala cosecha y la depresión de la
economía con la paz. Pero mi principal interés es evitar la
violencia y mantener a mi gente fuera de la cárcel.
Laura ya empezaba a sentir un considerable respeto por
el joven capitán Drake.
Kerslake se levantó.
—Tengo que marcharme. Averiguaré lo de los niños y
otros desconocidos, pero me parece que toda la acción está
aquí. ¿Tienen algún plan? Si desean liberar al prisionero
ahora, puedo organizarlo.
Stephen sonrió.
—Todavía no. Verá, no sabemos qué debemos hacer.
Aun en el caso de que Dyer sea Henry Gardeyne, tenemos
una inexplicada ausencia de diez años. También tenemos a
un inválido. ¿Su discapacitación es sólo física o también
mental? Podría no ser el tipo de hombre al que se le deba
dar el dominio de una propiedad inglesa y de todas las
personas que dependen de ella.
—Ah.
Laura lo observó.
—No parece sorprendido, señor Kerslake.
Él la miró.
—Mi predecesor como conde de Wyvern estaba loco,
señora Gardeyne, pero no lo suficiente para encerrarlo, lo
cual fue desafortunado. Hizo muchísimo daño. Si alguien
le hubiera impedido tomar posesión de su título, habría
sido una bendición.
—Entonces comprende por qué debemos intentar saber
algo más para poder actuar. Porque…
—Porque cuando lo libere podría desear encerrarlo en
otra parte. Les ofrecería Crag Wyvern, pero esa casa por sí
sola podría llevar a la locura a una mente delicada. Pero
conozco algunos lugares más seguros.
—¿Por qué será que eso no me sorprende? —musitó
Stephen.
Kerslake curvó los labios en una sonrisa.
—Hay una granja en el interior, no lejos de aquí, en que
las personas son totalmente dignas de confianza. Si liberan
a Gardeyne pero no desean dejarlo suelto, llévenlo a la
Granja Stonewell. Les dibujaré un mapa.
Sacó un bloc, arrancó una hoja y dibujó caminos y
señales, añadiendo nombres de lugares. En la parte de atrás
escribió una corta nota de presentación.
—Pasaré por Stonewell de camino a casa para poner
sobre aviso a los Huddler. No les daré ningún detalle; sólo
les diré que podría ser necesario que tuvieran encerrado a
un hombre uno o dos días.
Laura nuevamente tuvo la impresión de haber
aterrizado en un mundo irreal en el que esas cosas
chocantes se consideraban normales.
Él le entregó el papel a Stephen.
—Estarán felices de que sea algo no relacionado con
contrabando —dijo, guardando el bloc y cogiendo su
chaqueta—. Esto se está poniendo arriesgado. Es uno de los
problemas del final de la guerra. Hay demasiados ex
oficiales dispuestos a convertirse en agentes de prevención,
y la armada, que no tiene suficiente trabajo, va causando
problemas por todas partes. Ese es el único motivo de que
hayan liberado a los esclavos de Argel, ¿saben? Una
armada combatiente sin nada más que hacer.
—Y esa expedición costó un impresionante número de
vidas para los escasos beneficios que obtuvo Gran Bretaña
—dijo Stephen.
—Libertad —protestó Laura—. Fueron liberados miles
de cristianos, y uno era de Berkshire.
—Un puñado de ingleses, sí, pero sólo un puñado.
—¿O sea, que los extranjeros tienen que importarnos
menos?
—Los recursos no son infinitos, Laura, por lo que deben
usarse con discriminación.
Kerslake se puso la capa.
—Les dejo con el debate ético y me voy a ocuparme de
lo práctico —dijo, y añadió dirigiéndose a Stephen—: Lo
esencial para acabar con el contrabando es bajar los
aranceles a un nivel sensato. Es mi intención aplicarme a
eso cuando esté en la Cámara de los Lores. ¿Tendré su
apoyo en la de los Comunes?
—Por supuesto. —Se estrecharon las manos—. Y ahora
que está asociado con los Pícaros, habrá otros.
—Eso supongo. La vida da extraños giros, ¿verdad?
Hace menos de un año yo era administrador de una
propiedad y no tenía ninguna responsabilidad más que
esa.
Le hizo una venia a Laura y entonces a ella se le ocurrió
otra cosa.
—¿Podría avisarnos si llega el reverendo Jack Gardeyne
a la zona? Es probable que lord Caldfort lo envíe aquí en
algún momento.
—Por supuesto.
Después que Kerslake salió, Laura comentó:
—Un hombre muy impresionante.
—Sí. Me hace muchísima ilusión trabajar con él en
Londres. Así pues, ¿qué hacemos ahora?
—Estaba pensando en algo que me ha extrañado. Algo
de Kerslake…
—¿Qué?
Pero justo en ese instante cayó en la cuenta de lo que
era, algo de lo que no quisiera hablar. Lo extraño era que el
joven no la había mirado ni una sola vez con el interés, ni
siquiera sólo con el reconocimiento, que despierta la
belleza, lo que ella había llegado a considerar algo que le
era debido. Qué terrible estar tan acostumbrada a eso. Tal
vez ese tiempo disfrazada le haría bien a su alma. Como un
ayuno de penitencia.
Pasó a hablar de otra cosa.
—Así que sólo tenemos a Farouk y a Dyer, y nuestra
hipótesis de que Dyer es Henry Gardeyne. Estuve
pensando en eso durante el sermón.
—Tututut.
Ella le sonrió.
—Estuve pensando que si Henry está vivo, debe de
haber cambiado. Voy a repetir la copia de su retrato y tratar
de avejentarlo.
—Excelente idea.
¿Parecía sorprendido?
Fue a su habitación a buscar su carpeta de dibujo y
cuando volvió Stephen no estaba. Entonces él salió de su
habitación.
—He ido a ver si oía algo a través de la pared, pero creo
que eso es inútil. Tendrían que gritar para que oyéramos lo
que dicen.
—Podríamos oír más a través de las puertas.
—Yo también lo he pensado, pero, ¿te has fijado cómo
crujen los tablones del corredor? Sería embarazoso si nos
pillaran ahí. Y aun más, podría inspirarles sospechas. No
nos conviene que huyan antes que lo hayamos solucionado
todo.
Suspirando, ella fue a sentarse en un sillón al que le
daba la luz.
—Parece un problema muy sencillo, ¿verdad? Pero nos
tiene estancados. —Sacó un papel limpio y comenzó a
trabajar—. Cuando lo haya terminado, de todos modos nos
quedará encontrar la manera de compararlo con Dyer. Tal
vez cuando Farouk salga…
—Puertas cerradas con llave.
—Las llaves podrían estar por dentro.
—¿Por qué?
—¡Aja! Así que crees que está prisionero. Y, por lo tanto,
¡que es Henry Gardeyne!
Él se echó a reír.
—Jaque mate. Pero no estoy dispuesto a hacer ninguna
suposición.
—Yo tampoco. —Entonces se le ocurrió una idea—.
Creo que lo que tengo que hacer es dejar el retrato, «como
por descuido», donde todos puedan verlo. La señora
Grantleigh, Topham, los criados.
—¡Excelente idea! —exclamó él, acercándose a mirar lo
que estaba dibujando—. ¿Qué le harían diez años a un
hombre? Supongo que no deben de haber sido agradables.
Aventura. ¿Prisión?
Laura levantó la vista del ligero esbozo que había
trazado.
—¿No dijo la criada que el capitán Dyer está muy
blanco? Algunos ingleses estuvieron prisioneros en
Francia.
—Pero los liberaron el año catorce.
—Tal vez estaba muy mal herido y sólo ahora ha
podido viajar aquí.
—¿Con un criado egipcio? Eso es condenadamente
raro.
—Todo lo es —se lamentó ella—. Pero no abandonaré
la esperanza. Posa para mí, Stephen. Necesito ver cómo
cambia la cara de un hombre.
Él aceptó y puso un sillón enfrente, pero dijo:
—Debo recordarte que no tengo la edad de Gardeyne.
Sólo tengo veintiséis años.
Ella le sonrió, observándolo.
—Te prometo que no te veo viejo. Ni estirado —añadió.
Se miraron a los ojos, en receloso reconocimiento de ese
beso, pero aún no estaban preparados para hablar de eso.
Laura aprovechó la ocasión para hacer un rápido dibujo
de Stephen, captando los contornos de ese cuerpo al que se
le daba tan bien la elegancia, con sus largas manos y su
frente ancha, inteligente. Definió sus rasgos con unos pocos
trazos, no queriendo entretenerse en ellos. La nariz larga,
recta, los pómulos altos, las cejas en curva, los labios
inteligentes.
No sabía por qué le vino esa palabra a la mente, pero le
vino. Él siempre había tenido unos labios expresivos. Al
ver que ella lo estaba observando, los curvó ligeramente
hacia arriba, como en una cautelosa pregunta.
—¿Cómo me ves entonces? —le preguntó.
«Como al hombre al que deseo desnudo en mi cama.»
Ese pensamiento la sorprendió con su brutal sinceridad;
pero Stephen, o cualquier hombre, se merecía algo mejor
que ser utilizado para aplacarle el hambre a una viuda.
Volvió la atención al dibujo de Gardeyne y eligió una
respuesta sin riesgos.
—Como a un muy buen amigo.
Cuando volvió a mirarlo le pareció que a él se le habían
endurecido los labios. ¿Es que deseaba ser algo más? ¿Tal
vez una vida apacible con Stephen no sería tan aburrida
después de todo?
Después. Ya tendría tiempo después para pensar en
todo eso. Se concentró en crear un retrato de un Henry
Gardeyne mayor. Esa redondez juvenil habría
desaparecido. ¿Sería tan delgado como Stephen? Frágil,
dijo alguien. Le adelgazó la cara hasta casi dejársela en los
huesos, ensombreció los contornos de los ojos para
hacerlos parecer hundidos, y la sonrisa feliz la convirtió en
amargada. ¿El pelo?
En la actualidad los hombres llevaban el pelo más corto,
así que le eliminó la mayor parte de la poética melena.
Retocó el dibujo, completándolo, y se lo pasó a Stephen.
—Creo que me ha quedado demasiado viejo. Todo es
pura suposición.
—Muy mayor, pero tal vez no tanto si lo ha pasado mal.
Incluso le veo un aire ligeramente conocido. Creo que le
encuentro más parecido con el reverendo Gardeyne.
Laura cogió un borde del papel para dejar el dibujo a la
vista de los dos.
—Yo no lo veo, a no ser en los rasgos generales de
Gardeyne. Jack es rollizo, mofletudo. Tal vez se parece un
poco más a Hal. —Arrugó la nariz—. Yo lo encuentro falto
de vida. Nunca había intentado hacer un retrato
imaginario. No sé hacerlo.
—Servirá. Ahora sabemos lo que buscamos, y es posible
que sea suficiente verlo fugazmente por una ventana.
Salgamos, para que tomes otra dosis de aire de mar, y
llévate el catalejo. Tarde o temprano, el hombre nos hará el
favor de sentarse junto a su ventana.
—Será más difícil observar la posada a la luz del día.
Él se levantó y fue a tirar del cordón para llamar.
—A los héroes nos gusta el desafío.
—¿Héroes, en plural?
—Somos iguales en esta empresa, creo.
Eso le gustó, le produjo un calorcillo que perduró en ella
mientras se ponía la ropa de abrigo para salir. Iguales. Gran
parte de su vida no la habían considerado así. Había
llegado a aceptar que las mujeres, con todas sus cualidades
y capacidades, no eran iguales a los hombres.
¿Cuándo cambió eso? Tal vez en algún momento de ese
año pasado, cuando se quedó sin marido, y comprobó la
fragilidad del cuerpo y la mente de su sustituto, lord
Caldfort. Pero tal vez la gota que rebasó el vaso fue Jack.
Jack era el tipo de hombre que considera que tiene el
derecho de dominar y dar órdenes a las mujeres, aunque
ella jamás había sentido ninguna inclinación a someterse.
Y cuando comenzó a sospechar que él deseaba hacerle
daño a Harry, se convirtió en su enemigo. Y nadie se
subordina a un enemigo.
Capítulo 28
Cuando salieron de la posada, Stephen llevaba
resueltamente la atención centrada en lo que iban a hacer,
en el objetivo común, aunque le costaba su buen esfuerzo.
Laura le estaba destrozando la cordura momento a
momento. Incluso empezaba a ver un interés amoroso en
sus amistosas miradas.
—Vamos a situarnos detrás de ese aparejo de madera
—propuso—. Es posible que desde ahí podamos observar
la posada sin llamar mucho la atención.
Ella aceptó y bajaron lentamente hacia la playa en esa
dirección.
Cuando llegaron al lugar, ella le preguntó:
—¿Qué es esto?
Él contempló los altos maderos.
—¿Tal vez algo para sostener un barco mientras lo están
construyendo o reparando?
Vio chispear esos ojos azules con oscuras ojeras, en esa
cara enmarcada por unos rizos desteñidos y casi oculta por
el ala de su fea papalina.
—¿Duele reconocer la ignorancia sobre algo?
Él le sonrió.
—Noo. Hay vastos campos de conocimiento humano
que se me han escapado.
—¿Sí? A mí siempre me han impresionado tus
conocimientos.
Un hombre racional agradecería ser admirado por su
intelecto, pensó él. Se giró hacia la Compass y enfocó el
catalejo.
—Las cortinas están subidas, pero no veo a nadie. —
Movió el catalejo hacia el mar—. Hay muchísimos barcos.
Entonces se lo pasó a ella y Laura contempló las olas.
Pasado un momento, lo fue moviendo poco a poco,
deteniéndolo sobre una casa después de otra hasta
enfocarlo en la posada.
—Tienes razón. No hay nada para ver. —Bajó el catalejo
y se lo entregó—. No podemos estar aquí mucho rato
haciendo esto sin que nos tomen por unos raros.
—Demos un enérgico paseo por el paseo marítimo —
propuso él, guardando el catalejo—. Eso es de esperar.
—No muy enérgico —le recordó ella, al tiempo que
empezaba a subir hacia el camino—. Soy frágil.
—Tal vez debería alquilar una silla de ruedas. Podría
llevarte de aquí para allá por el paseo.
—Eso sería divertido —dijo ella, sonriéndole.
—A la prima Priscilla no le gusta divertirse —dijo él,
mirándola severo.
—Sí que le gusta. Encuentra divertido cotillear y
fisgonear.
Laura entendió que le resultaría difícil ser la prima
Priscilla caminando al sol del otoño cogida del brazo de
Stephen, sobre todo mientras el murmullo de las olas
parecía susurrarle cosas eróticas escandalosas.
—No me sorprende nada que las visitas a ciudades
junto al mar se hayan hecho tan populares.
—Es vigorizador, ¿no?
«Esa es una manera de expresarlo», pensó ella.
Había supuesto que se sentiría cómoda con él, sobre
todo después de haber hablado de lo embarazosa que fue
esa proposición de matrimonio de él y de la desafortunada
reacción de ella. Incluso habían aclarado el resentimiento
que todavía sentía ella por el apodo lady Alondra. Había
esperado que hablaran de la época anterior, de cuando
vivieron los restos de su juventud, todavía como
hermanos.
Pero en esos momentos, a pesar de las ocasionales
bromas, eran un hombre y una mujer, y eso, un paseo
cogidos del brazo, era el tipo de cosas que hacían un
hombre y una mujer, y no un par de amigos jovencitos. Ese
paseo estaba teniendo en ella el mismo efecto que tuvo la
cena de la noche anterior, a solas con él.
Pasaron junto a un letrero que anunciaba un baile en la
sala de fiestas de la localidad, y eso le recordó el tiempo en
que evitaba bailar con Stephen. No le disgustaba bailar con
él, pero le parecía que era como bailar con un hermano.
Todo el mundo sabía que ninguna damita haría eso si
lograba conseguir una verdadera pareja.
Qué extraño, qué increíblemente extraño.
Cuando llegaron de vuelta a la posada, les salió al paso
Topham, con una invitación a tomar el té con los
Grantleigh. Era imposible negarse, pero Laura se excusó
alegando que estaba muy cansada, con lo que
prácticamente obligó a Stephen a ir solo. Todo ese tiempo
se lo pasó yendo y viniendo desde la pared para escuchar
y la ventana para mirar fuera, y no logró absolutamente
nada aparte de liarse más con sus pensamientos.
Cuando Stephen volvió ya había renunciado a la
vigilancia y estaba leyendo.
—¿Los Grantleigh sabían algo más acerca de los otros
huéspedes?
—Nada nuevo —contestó él—. Como has dicho, la
señora Grantleigh los vio llegar. Dyer estaba muy pálido y
envuelto en mantas, y Farouk lo subió a peso. —Miró por
encima de su hombro—. Ajá, una novela.
—Nunca he negado que las lea.
—Guy Mannering. Es buena.
Ella lo miró con una exagerada expresión de sorpresa.
—¿Sir Stephen Ball lee novelas?
—Una vez nos turnamos leyendo Los misterios de Udolfo.
—Cuando éramos muy jóvenes —dijo ella, pero
sonriendo. Le encantaban esos retornos al pasado—.
Incluso la convertimos en una obra de teatro, ¿lo
recuerdas? Tú hiciste el papel del noble Valancourt y yo el
de Emily, porque te negaste a representar escenas de amor
con tu hermana.
—Habría sido de lo más antinatural.
—Podrías haberlas representado con Juliet.
—Era muy niña para esas cosas —dijo él, pero estaba
sonriendo de una manera muy interesante—. «Oh, Emily
—recitó—. He tenido muy pocos motivos para la
esperanza. Cuando dejasteis de estimarme, dejasteis de
amarme.»
—¿Te acuerdas de eso? Espera, espera. —Las palabras
aparecieron en su memoria—. «Y si hubierais valorado mi
estimación, no me habríais dado causa para inquietarme.»
Dicho como lo recuerdo, de espaldas a ti, con la blanca y
temblorosa mano hacia atrás para disuadirte de insistir.
Se levantó y adopto la postura.
—Exactamente. «¿Es cierto, entonces, Emily, que he
perdido para siempre vuestro afecto?»
—Yo me giraba, con las manos juntas en mi tembloroso
pecho. «Oh, señor, explicaos.»
—«¿Es necesaria una explicación?», preguntaba yo,
imperioso. «Oh, Emily, ¿cómo habéis podido degradarme
así en vuestra opinión, aunque sólo sea un momento?»
—Creo que te has saltado algo —protestó ella—. Ese era
un parlamento largo.
—Lo he resumido un poco. Eso era la esencia. Ella
tendría que haber confiado. Si esas heroínas cabeza de
chorlito confiaran en sus héroes, todo sería más sencillo.
—Si los hombres no fueran tan pestilentes, a las
heroínas les resultaría más fácil confiar, a pesar de las
pruebas.
—Continúa con tu parte, muchacha.
—No sé si la recuerdo. —Pero eso lo dijo sonriendo—.
Ah, muy bien. «¡Valancourt! —recitó, extendiendo las
manos hacia él—. Yo ignoraba todas las circunstancias que
habéis mencionado…» Todas, fíjate. —Incluso ella pensó
que había exagerado un poco—. «La emoción que ahora
sufro —continuó ella, severa— os puede asegurar la
verdad de esto. Aunque había dejado de estimaros…».
—Veleidosa.
—«No he aprendido a olvidaros del todo.»
—Débil de voluntad.
—Decid vuestro parlamento, señor.
Él se rió.
—«¿Os soy querido, entonces, os sigo siendo querido,
mi Emily?»
—Idiota. Ella podría preguntar: «¿Es necesario que os lo
diga?». Y entonces ella decía: «Estos son los primeros
momentos de dicha que he experimentado desde vuestra
partida».
Aunque no había ninguna similitud con la calamitosa
historia de Emily y su Valancourt, esas palabras
adquirieron un significado especial en ese ambiente.
—Entonces —dijo él en voz baja, cogiéndole la mano—
, nos besamos, según recuerdo.
—Con mucha timidez, como si nuestros labios fueran la
llama para la pólvora.
Él la atrajo hacia sí.
—Podríamos hacerlo mejor.
Ella vio todos los peligros, pero dijo:
—Eso espero.
Y colaboró cuando él bajó su boca hacia la suya.
Fue un beso tan casto como el que se atrevieron a darse
aquella vez sobre el escenario, delante de sus familiares y
algunos invitados, pero no fue tímido. Los dos ya sabían
de besos, y sus labios se rozaron y se movieron con
delicada experiencia.
El efecto pasó haciendo olitas por Laura, como vino
caliente, acumulándose como las aguas del deseo, y luego
estallando en una embriagadora fiebre. Aunque tuvo que
recurrir a todas sus fuerzas, no se acercó más a él, no
aumentó la presión de la mano en su brazo, ni abrió la boca
para saborearlo totalmente. Pero el corazón le retumbaba y
empezaron a temblarle las piernas.
Él puso fin al beso y retrocedió.
—Oh, juventud. Oh, drama.
Tenía los párpados entornados, ocultando la expresión
de sus ojos, pero le había subido el color a las mejillas. Ella
deseó comprobar qué otra cosa podría haberle subido, pero
se giró a mirar hacia el agitado mar.
—Es asombroso lo que acecha en nuestras memorias —
dijo él.
—Sí —contestó ella.
Intentó decirlo en un tono tan despreocupado como el
de él, pero ¿cómo podría lograrlo estando tan consciente de
su cuerpo, como si no llevara encima nada de ropa? Le
hormigueaban las manos con el deseo de palparle la larga
espalda y explorar sus firmes nalgas, su pecho, su
musculoso abdomen, y más.
—Podría ser útil que saliera otra vez —dijo él—, ya que
estoy sano e inquieto. Debería ir a la King's Arms, a ver si
saben algo ahí. Podría decirles que estoy considerando la
posibilidad de trasladarme ahí para salir de este nido de
paganismo.
A ella le estaba volviendo la cordura y pensó que su
ausencia le facilitaría el autodominio.
—Y ¿qué hago yo? Estoy tentada de echar abajo la
puerta de Hache Ge.
«En lugar de entregarme a otras pasiones», pensó.
—Paciencia. Este es sólo nuestro primer día.
Él sólo quería decir que era su primer día de
investigación, pero a ella se le tensó el cuerpo como si
hubiera sido una promesa. Tomando en cuenta los cambios
que habían ocurrido en el día que llevaban ahí, ¿qué podría
ocurrir en dos o tres que estaban por venir?
¿Qué debía permitir ella que ocurriera? Acercar la llama
a la pólvora, eso podría destrozarlos a los dos.
Él se dirigió a su dormitorio, pero al llegar a la puerta
se detuvo y se giró hacia ella. Si había habido alguna
reacción física, él ya la había dominado.
—Prométeme que no te precipitarás a actuar cuando yo
no esté.
—¿Precipitarme a actuar?
—Te conozco. Si Farouk sale, te tentará actuar sola para
tratar de ver a Dyer. No lo hagas. Es muy peligroso.
—Muy bien, señor —suspiró ella—. Intentaré refrenar
mis malas pasiones.
Si él captó el doble sentido de sus palabras, no dio
señales. Simplemente se marchó.
Capítulo 29
Laura volvió a sentarse con su libro, prometiéndose que
sí practicaría el autodominio. Con los asuntos tan
importantes que tenían entre manos no podía permitirse
complacerse en pensamientos lujuriosos. Pero la novela ya
no le captaba el interés, estando su mente obnubilada por
Stephen.
Ya se habían besado tres veces. El primer beso, aquella
vez en el escenario, tímido y torpe, el segundo, por enfado,
y luego, uno de verdad. Sí, aunque no se dijeron nada, ese
había sido un verdadero beso, un beso que en cualquier
otra circunstancia podría haber llevado a más.
Dejó el libro a un lado dándose cuenta del peligro de
continuar ahí sentada sumida en esos pensamientos. Tenía
que ser sensata y dominarse. Tenía que haber algo útil que
hacer, algo que la distrajera. Entró en el dormitorio de
Stephen y se puso a escuchar a través de la pared.
El murmullo de voces revelaba tanto como el murmullo
del mar. No se detectaban señales de miedo, de rabia ni de
dolor.
Miró furiosa la pared, e incluso la palpó, por arriba, por
abajo, por los lados, por si descubría alguna grieta. Por
desgracia, la posada Compass estaba en muy buen estado
de conservación y mantenimiento. Renunciando, se giró
con la intención de salir, pero en lugar de dirigirse a la
puerta, caminó hacia la cama, como atraída por un imán.
Pasó la mano por la áspera colcha de lanilla azul,
aspirando, oliendo a Stephen en el aire. No pudo resistirse
a apartarla de la almohada, para tocar el lugar donde él
había apoyado la cabeza.
Sensiblera idiotez.
De todos modos, cogió la almohada y la aspiró,
hundiendo la cara en ella. Hasta ese momento no se había
dado cuenta de que conocía hasta ese punto el olor de
Stephen, pero lo conocía. Era tan distintivo como su firma,
y se le metió en el cuerpo, excitándole todas las partes.
Apretó la almohada con más fuerza, sentándose en la
cama, hundiéndose en ella, ardiendo con el pensamiento
de estar ahí con él, de aspirar su piel, de lamerle el sudor…
Ahogando una exclamación, se bajó de la cama. ¿Qué
estaba haciendo? A toda prisa, desesperada, puso la
almohada en su lugar, estiró las mantas, subió la colcha y
lo alisó todo una y otra vez para borrar todo rastro de su
idiotez. Después salió corriendo, pasó como un rayo por la
sala de estar y entró en su dormitorio, pensando, al cerrar
la puerta, que dejaba fuera al demonio.
Pasado un minuto más o menos, se apartó de la puerta
y fue a mirarse en el espejo. No tenía aspecto de enferma
mental, pero entonces vio unas zonas oscuras en las
mejillas, más abajo de las ojeras, y comprendió que tenía
que haber dejado manchas del maquillaje oscuro en la
funda de la almohada de Stephen.
—¡Porras!
Rápidamente quitó la funda a su almohada, volvió
corriendo al dormitorio de Stephen y se asomó a la ventana
para comprobar si venía o no. Ni señales de él. Ay, Dios,
que tarde un poco más.
Tal como temiera, había dejado manchas marrones en
la almohada. Con el corazón retumbándole por la prisa,
quitó la funda, puso la suya y volvió a arreglar y alisar la
cama. ¿Notaría él alguna diferencia? Tratándose de
cualquier otra persona, diría que no, pero Stephen era
infernalmente perspicaz.
Volvió corriendo a su habitación y le puso la funda a su
almohada. Sólo entonces se sintió segura.
Pero continuaba con aquella febril energía, así que
empezó a pasearse por la habitación multiplicando las
millas hasta Redoaks por el año, 1816, por su edad, por la
hora, etcétera.
No le sirvió de nada. Ahora sentía la tentación de coger
su almohada y aspirarla. Se obligó a alejarse de la cama.
Pensándolo bien, era el mejor momento para bajar al salón
de la posada a dejarse olvidados sus retratos.
Se envolvió en el horrible chal, cogió su carpeta de
dibujo y salió de la habitación, asumiendo el papel de
Priscilla Penfold. En realidad, Priscilla Penfold sí se
aventuraría por el corredor, aunque crujieran los tablones,
por si lograba oír algo. Lo hizo, pero no sacó nada en claro.
Por lo que pudo oír, las habitaciones contiguas igual
podían estar deshabitadas.
Se dirigió a la escalera, tratando de parecer tímida, pero
cuando había comenzado a bajarla decidió que Priscilla
Penfold no era tímida en absoluto. Era el tipo de mujer que
finge inseguridad para ocultar que es una chismosa.
Farfulla y vacila con el fin de ocultar que es una comadreja
en busca de los huevos del cotilleo.
El tipo de mujer que se lamenta en voz alta diciendo que
molesta para que todo el mundo tenga que tranquilizarla
asegurándole que no. Afirma tímidamente que es una
tonta para que todo el mundo tenga que prestar atención a
lo que dice.
Tuvo que morderse los labios para reprimir la risa.
Estaba describiendo a una determinada persona que
conocía, una mujer que la había exasperado durante años.
Atravesó el vestíbulo y entró en el pequeño salón, que
era la sala con la ventana salediza. Las paredes estaban
pintadas en un agradable color amarillo, tal vez para dar la
impresión de que estaba iluminado incluso en un día
nublado y oscuro, y lo calentaba un enorme hogar. Y al
parecer, no había corrientes de aire. Aún así, sólo había una
persona ahí: un caballero nervudo que estaba sentado en
un sillón a la izquierda del hogar, bebiendo té y leyendo un
diario, con unos quevedos prendidos en el puente de la
nariz.
Él se levantó cuando ella entró, pero en seguida volvió
a sentarse y reanudó su lectura.
Fue a sentarse junto a la ventana a mirar hacia fuera. Se
estaba levantando viento, por lo que pocas personas se
encontraban en el paseo tomando el aire de mar. Este, de
color gris acero, estaba bastante agitado. Se le ocurrió que
tal vez se estuviera preparando una fuerte tormenta. Abrió
la carpeta sobre una mesa pequeña y sacó una hoja limpia,
dejando a la vista el retrato del Henry Gardeyne
avejentado.
Miró hacia el caballero; este seguía absorto en su diario.
A la espera de que entrara alguien en el salón, comenzó
a dibujar, tratando de captar la textura y el efecto de las
nubes que se iban apiñando en el cielo. Entonces entró un
muchacho, que haciendo una ligera y rutinaria venia, se
dirigió al hogar a añadir leña al fuego. El chico apenas
levantó la vista y ni siquiera miró hacia su dibujo.
Dibujó las barcas zarandeadas por las agitadas olas,
luego hizo un rápido esbozo de un hombre que corría
detrás de su sombrero, que iba dando tumbos llevado por
el viento. Y musitó un «bravo» para sus adentros cuando
lo cogió justo antes que cayera al agua. Pero se le estaba
haciendo evidente que no se iba a encontrar con nadie ahí,
aparte del lector del diario.
Hablarle a un desconocido era bastante indecoroso,
pero ella era una viuda fea y sosa, no una presuntuosa
coqueta.
Comenzó aclarándose tímidamente la garganta.
Cuando él levantó la vista, dijo, vacilante, por supuesto:
—Me temo que vamos a tener una tormenta, señor.
¿Usted también está aquí por motivos de salud?
Él bajó el diario y la miró por encima de los quevedos.
—Sólo por así decirlo, señora. Soy el doctor Nesbitt de
esta ciudad, y vengo aquí a visitar a un paciente.
Ella recordó que Topham había hablado de él. Eso
podía ser exactamente lo que había esperado.
—¿El pobre capitán Dyer?—preguntó.
—No, señora —contestó él, ya con la expresión
interesada—. ¿El capitán necesita atención médica?
Disimulando la decepción, ella farfulló:
—Ah, eso no lo sé, señor. Pero el posadero dijo que está
inválido, y parece que no sale nunca de sus habitaciones.
Verá, son las contiguas a las nuestras, las tomadas por mi
primo, sir Stephen Ball.
—Ah, sir Stephen —dijo él sonriendo encantado.
A ella le quedó claro que su categoría se había elevado
al instante.
—Qué amable es —dijo, sonriendo como una boba—.
Me ha traído aquí por mi salud, ¿sabe? Pero el capitán Dyer
sólo tiene un criado, al parecer, y es extranjero. Lleva un
«turbante» —continuó en voz más baja, en el tono que se
emplea normalmente para criticar—, el criado, señor, y yo
me temo que le esté haciendo tomar remedios
«extranjeros» al pobre capitán.
El médico se quitó los quevedos.
—Caramba, sin duda eso es para alarmarse, señora. —
Se levantó y dejó el diario sobre una mesa—. Iré a hablar
con Topham a ver si puedo ofrecerle mis servicios.
Haciéndole una venia, salió del salón.
Laura pensó que sería demasiado esperar que si subía a
atender a Dyer volviera allí a informarla, pero continuó
donde estaba; igual podría enterarse de algo. Miró el
diario, tentada de leerlo, pero eso sería salirse del papel de
la señora Penfold. Sabía por experiencia que a las cotillas
fisgonas no les interesan jamás los asuntos serios e
importantes.
Volvió la atención a su dibujo, y cuando oyó pasos que
volvían, miró hacia la puerta, adoptando una expresión de
ansiedad, interrogante.
—Es tal como lo ha explicado usted, señora —dijo el
doctor Nesbitt, moviendo la cabeza—. Pero por lo que dice
Topham, Dyer padece de una enfermedad crónica, no de
un episodio agudo. Lamentablemente, la medicina suele
tener poco que ofrecer a estos enfermos, aparte de descanso
y aire fresco. A veces una sangría y ventosas, pero no estoy
a favor de esos tratamientos cuando el enfermo se ve
pálido, que es como lo describe Topham. De todos modos,
le haré llegar un frasco de mi tónico patentado, que podría
servirle para recuperar la salud.
Se había ido acercando y entonces bajó la vista y vio el
dibujo que estaba haciendo.
—Vamos, señora, es usted toda una artista.
Laura cayó en la cuenta de que sus dotes artísticas
tampoco casaban bien con la personalidad de Priscilla
Penfold, pero ya no había nada que hacer.
—Qué amable —farfulló con cara de bobalicona—. Es
sólo una pequeña afición.
Él estaba mirando el retrato de Henry.
—Vaya, ese sí que es un hombre que necesita mis
servicios, señora. ¿Tísico?
Eso pilló a Laura desprevenida, así que su confusión fue
totalmente natural.
—Ay, Dios, espero que no, señor. Es mi hermano.
Sufrió…, esto…, sufrió un accidente grave cazando, pero
se está recuperando bien.
—Me alegra oír eso, señora Penfold, pero si fuera mi
paciente le recomendaría encarecidamente que tomara mi
tónico. Ahora debo marcharme. Me espera otro paciente.
Diciendo eso, se bebió el resto del té, se metió el diario
bajo el brazo, le hizo una venia y salió. Pasado un momento
lo vio caminando por la calle, algo agachado, para combatir
el viento, hasta que entró en una casa cercana.
Esperó. Pasados unos minutos entró una pareja joven a
tomar té, con el pelo revuelto y riéndose. Resultó que
venían de Seaton, de donde salieron sin preocuparse del
tiempo. Laura supuso que estaban de luna de miel y que
tal vez una ventolera y un mar agitado eran exactamente lo
que necesitaban, lo cual los hacía francamente irritantes
para ella. Cuando se marcharon, mirándose embelesados,
pensó que ojalá el joven lograra arreglárselas para tener la
cabeza atenta al camino.
Estaba a punto de renunciar y subir a su habitación
cuando entró la señora Grantleigh. Por suerte, todavía no
había guardado el retrato.
La anciana se detuvo.
—Señora Penfold, ¿le importa que la acompañe un rato?
Mi marido está durmiendo, y me gusta cambiar de
escenario, pero no puedo ir muy lejos.
—No, no, en absoluto —dijo Laura, alentadora,
indicándole un sillón cercano, y recordando que debía ser
Priscilla Penfold, aunque habría preferido con mucho
ofrecerle su amistad a esa pobre mujer—. Me temo que se
está preparando una tormenta.
—Yo también —dijo la anciana, sentándose junto al
retrato pero mirando hacia el mar—. Qué tétrico.
A Laura le encantaban las tormentas, pero asintió
enérgicamente.
—Acabo de conocer al doctor Nesbitt. Me ha parecido
un hombre excelente.
Eso dio pie a la señora Grantleigh para lanzarse a
explicar que a pesar del trato amable del doctor, su
tratamiento era ineficaz para su marido, y luego continuó
con los demás médicos a los que habían consultado en
Cambridge, donde vivían, y en Bath.
Cuando terminó, por fin, bajó la vista y exclamó,
sorprendida:
—Caramba, es un retrato excelente, señora Penfold. —
La miró a ella y luego el retrato otra vez, sin poder creer lo
que veía—. ¿Obra suya?
Laura volvió a farfullar, sonriendo como una boba:
—Es sólo una pequeña afición.
La señora Grantleigh la miró con ojos sagaces, y tal vez
con cierta desconfianza. No era ninguna tonta después de
todo.
—Eso es un talento, señora Penfold —dijo
firmemente—. No debería esconderlo debajo de un
celemín.
Laura sintió subir el rubor a las mejillas, que sin duda le
ocultaba el maquillaje amarillento. Eso se debió en parte a
que la habían pillado en una mentira, pero también porque
no había hecho nada en particular con su talento.
Pero la señora Grantleigh no se fijó; seguía observando
el retrato.
—Este hombre tiene algo que me resulta vagamente
familiar, y sin embargo, no sé… ¿Podría haberlo conocido
antes que estuviera tan enfermo?
Diciendo eso la miró, pidiendo una respuesta.
Laura tuvo que contarle la misma historia:
—Es mi hermano Reginald —dijo, sintiendo las mejillas
tan calientes que temió que se le derritiera el maquillaje—.
Sufrió un accidente cuando estaba cazando. Pensamos,
bueno, esto… temimos perderlo, así que hice este retrato.
Ahora está muy recuperado. Pero creo que nunca ha
visitado Cambridge. Vive todo el año en uno de los
condados del centro, por la caza.
La señora Grantleigh empujó hacia un lado el retrato
haciendo una mueca de disgusto.
—Sin duda tiene razón, señora Penfold. No tolero a los
hombres que no viven para otra cosa que para el deporte.
Qué estimulante es conocer a un hombre como sir Stephen.
Laura la dejó cantar las alabanzas de Stephen y guardó
el retrato. ¿Cómo debía interpretar ese momento de
reconocimiento? ¿El retrato se parecía a Dyer pero lo
mostraba demasiado frágil? Pasado un momento de
reflexión, se puso a ordenar la carpeta y dejó caer al suelo
la copia del retrato del Henry joven.
—Oh —exclamó, agachándose a recogerlo. Entonces lo
volvió hacia la señora Grantleigh—. Este es de mi querido
hermano Cedric. Es todo un estudioso.
La anciana sonrió.
—Y se le ve más robusto y feliz por eso, señora Penfold.
Quiera Dios salvarlo de la disipación y el vicio. Oh,
caramba, mire la hora. —Se levantó—. Ha sido muy
agradable charlar con usted, señora Penfold. Espero que
volvamos a encontrarnos para conversar.
Después que la anciana salió del salón, Laura miró los
dos retratos ceñuda. No había dado señales de reconocer a
nadie en el retrato del Henry joven. Ninguna en absoluto.
Ojalá ella hubiera podido preguntarle si lo que le parecía
conocido en el del avejentado tenía algo que ver con el
capitán Egan Dyer.
Topham. Él era la otra persona que sin duda había visto
a Dyer. Estuvo pensándolo un rato, descartando un buen
número de ingeniosas maneras de hacerlo venir al salón.
Finalmente, encogiéndose de hombros, tiró del cordón
para llamar. Apareció en la puerta una criada, una joven y
regordeta a la que no conocía.
—¿Se le ofrece algo, señora?
Laura le ordenó mentalmente que se acercara a la mesa,
donde todavía tenía los retratos, pero la chica se quedó en
la puerta.
—Deseo hablar con el señor Topham —dijo.
Pasado un momento, entró el posadero y le hizo una
venia. Ella seguía sentada junto a la ventana, y él se le
acercó.
—¿En qué puedo servirla, señora Penfold?
—Ay, Dios, ay, Dios —farfulló, con una mano en el
pecho—. He estado viendo cómo se prepara una tormenta.
¿Estamos seguros, señor? ¿Estamos seguros?
Él sonrió de oreja a oreja.
—¿Seguros? Tan seguros como las casas. —Se rió,
celebrando su chiste—. Se está preparando una pequeña
tormenta, cierto, pero la Compass ha resistido a cientos de
ellas.
Ella le sonrió indecisa.
—Si está tan seguro… Estaba pensando que la King's
Arms… está construida de piedra.
Él se erizó.
—No, señora, no es mejor, en absoluto. Sólo tiene diez
años. No ha pasado por las pruebas del tiempo.
—Ah, comprendo. Gracias. Eso me tranquiliza, me hace
sentirme más segura. Tal vez podría ayudarme a recoger
mis papeles, señor Topham. Me tiemblan las manos.
Él se apresuró a ayudarla, y la halagó por sus dotes
artísticas, aunque sin dar señales de reconocer a nadie en
sus dibujos. Después la acompañó solícitamente por la
escalera y, tras dejarla en sus habitaciones, bajó a ordenar
que le subieran un té fortalecido con coñac.
Laura se sentó a la mesa y se puso los dos retratos
delante.
—¿La señora Grantleigh te reconoció, Henry, o sólo vio
un fugaz parecido? ¿Estás muerto o eres Dyer?
Diciendo eso frunció el ceño, pensando sí el apellido
Dyer no sería un complicado juego de palabras con el verbo
die1 Aún no habían solucionado el rompecabezas del
nombre Oscar Oris.
Una ráfaga de viento golpeó la ventana, haciendo vibrar
los paneles de cristal. Fue a asomarse, deseando que
volviera Stephen. Ya empezaba a oscurecer y deseaba que
él estuviera ahí, seguro. Sonrió irónica al pensar eso,
reconociendo que sus sentimientos se iban haciendo más y
más profundos por momentos.
Pegó un salto al oír el golpe en la puerta y gritó
«Adelante». Era Jean, que le traía el té con coñac. Observó
atentamente cuando la criada se acercó a la mesa y colocó
la bandeja, cuidando de no ponerla cerca de los dibujos.
Entonces Jean se quedó un momento mirándolos.
Laura tuvo que refrenarse para no correr hasta ella.
—Es mi pequeña afición —farfulló.
—Están muy bien hechos, señora.
Emitió una risita boba.
—Hay personas que dicen que los reconocen, pero son

1 Die: morir. (N. de la T.)


mis hermanos, que nunca han estado aquí. Sin embargo, he
comprobado que a veces personas que nos son del todo
desconocidas se parecen a personas que conocemos.
—Esa es la pura verdad, señora. En Seaton me topé con
una mujer que creí que era la que antes vivía en la casa de
al lado. Y debo decir que ese —hizo un gesto hacia el Henry
envejecido—, me hace pensar en alguien.
—¿Un huésped, tal vez?
La criada se encogió de hombros.
—No logro recordarlo, señora. Igual es lo que usted dice
y me recuerda a otra persona. Las personas no son tan
diferentes al final, ¿verdad? ¿Quiere que le sirva el té? Y
¿desea pedir la cena ahora, señora?
Laura exhaló un suspiro.
—No, gracias.
Una vez que se marchó la criada, se sentó y se sirvió té.
Ya olía el coñac. En esa región de contrabandistas tenía que
abundar el coñac, pensó. Le puso un poco de azúcar y
bebió, paladeando el fuerte sabor y disfrutando de su calor.
Después llevó la taza a la ventana para mirar la tormenta.
Cuando apuró la taza, fue a buscar un papel limpio e
hizo unos rápidos bocetos tratando de captar los efectos del
viento, embelesada por la cruda energía de la tormenta,
manifiesta en los agitados nubarrones, las crestas altas de
las olas, y las personas corriendo agachadas en dirección a
sus casas.
Un turbante azul le captó la atención. ¡Farouk! Iba
caminando por la calle alejándose de la posada, con su
túnica azotada por el viento, golpeándole las piernas.
¿Adónde podía ir? Puesto que tenía el lápiz en la mano, lo
dibujó.
Era un hombre de estupenda figura: alto, derecho y
vigoroso. ¿Qué hacía ahí, escribiendo cartas a un noble
inglés, y ofreciéndose a matar por un precio? Dibujó unas
palmeras detrás de él, inclinadas por el viento, tratando de
imaginárselo de camino a Egipto para perpetrar ese
crimen. Imposible. En ese rompecabezas había piezas que
ni ella ni Stephen habían visto, pero no lograba imaginarse
cuáles eran.
Que Jack deseara matar a Harry, estaba mal, pero
entendía el motivo. Pero ¿que un egipcio viniera a
Inglaterra a ofrecerse, así como salido de la nada, a matar a
Henry Gardeyne, un hombre que supuestamente había
muerto hace diez años? Eso era un cuento de hadas.
Entonces vio a Stephen. Estaba saliendo de la King's
Arms, y al ver a Farouk tomó un camino diferente para
encontrarse con él. Lo dibujó también. Simplemente verlo
le hizo pasar calor por todo el cuerpo. ¿Cómo se las iba a
arreglar con eso?
Los dos hombres se encontraron, se detuvieron a hablar
un momento y luego Stephen continuó su camino hacia la
Compass y Farouk en sentido opuesto, dejando atrás la
King's Arms. ¿Adónde diablos iba?
Por lo menos Stephen sabría cómo era el inglés de
Farouk. Todo retazo de información les sería útil. Mientras
pensaba eso, dibujó a Stephen caminando hacia la posada,
sujetándose el sombrero. De repente renunció y le vio
sonreír cuando se lo quitó y dejó que el viento le azotara el
pelo.
Sonrió comprensiva, deseando salir corriendo, para que
ese mismo viento le alborotara también el pelo y la ropa, y
bajar hasta la orilla del agitado mar. Ay, Dios, qué terrible
ser Priscilla Penfold y no lady Alondra.
Entonces él entró, trayendo consigo el aire fresco y
salado.
—El viento, supongo —dijo ella, refiriéndose a su pelo
revuelto a la moda.
Él sonrió.
—Decididamente.
—Te vi hablando con Farouk. ¿Es bueno su inglés?
—Bastante, aunque con un fuerte acento. Confirma que
es de Egipto. Su amo no está bien pero está mejorando.
Piensan continuar aquí indefinidamente. Ya está.
—Probé con los retratos, con el doctor Nesbitt que
estaba de visita, con la señora Grantleigh, Topham y Jean,
la criada. A Jean y a la señora Grantleigh les pareció ver
algo vagamente conocido en el retrato avejentado, pero
supongo que si se pareciera a Dyer, al que han visto
recientemente, habrían visto algo más. ¿Nada en la King's
Arms, supongo?
—Sólo las esperadas murmuraciones acerca de los
paganos.
—Entonces no hay nada que hacer aparte de entrar en
la habitación. Farouk ha salido, aunque, ¿adónde
demonios ha ido?
—No muy lejos con este tiempo. Es demasiado
arriesgado. Lo de entrar ahí, quiero decir.
Laura se tironeó el chal para arreglárselo.
—Tonterías. Yo puedo intentarlo como muestra de
amabilidad. Priscilla Penfold haría eso para encubrir su
deseo de fisgonear. ¿Le envío un mensaje con un criado? —
Echó a andar hacia la puerta—. No, simplemente voy a
llamar.
—Laura —dijo él, cogiéndole el brazo antes que llegara
a la puerta.
Tal como le ocurrió cuando él hizo eso mismo en
Caldfort, sintió chisporrotear el brazo con el contacto de su
mano.
Tal vez la intención de él fue detenerla, pero le soltó el
brazo y retrocedió.
—Muy bien, pero ten cuidado. Yo estaré vigilando. No
vaciles en gritar.
—Yo soy la más indicada para hacer esto —dijo ella,
comprendiendo—. Priscilla es exactamente el tipo de
entrometida curiosa.
—Lo sé.
Ella le dio las gracias con una sonrisa, corrigió la
expresión y salió al corredor. Puesto que al parecer no
había más huéspedes en esa planta, no la sorprendió
encontrarlo desierto. De todos modos, continuó con su
papel y medio trotó con pasitos menudos hasta llegar a la
puerta contigua al dormitorio de Stephen. Golpeó.
Silencio.
Golpeó más fuerte. Apoyó la oreja en la puerta y creyó
oír un débil movimiento.
—¿Capitán Dyer? —llamó, con voz nerviosa—. Soy la
señora Penfold, otra huésped de aquí. Pensé si tal vez le
gustaría tener compañía, señor.
Silencio.
Eso ya lo esperaba.
—¿Se encuentra mal, señor?
Habiéndole dado motivo para que se preocupara, giró
el pomo.
La puerta estaba cerrada con llave. Decepcionante, pero
eso alentaba su esperanza. Si Farouk cerraba la puerta con
llave cuando salía, Dyer era su prisionero. Y si Dyer era un
prisionero, tenía que ser Henry Gardeyne, el salvador de
Harry.
Miró hacia un lado y vio a Stephen observándola. Le
hizo un gesto con la mano. Si esa habitación era la sala de
estar, la contigua tenía que ser el dormitorio. Caminó hasta
ahí y giró el pomo.
También estaba cerrada con llave.
Volvió a la puerta de la sala de estar y golpeó otra vez,
pero no oyó nada que indicara que había alguien ahí.
Volvió a la puerta de la sala de estar de ellos, donde se
encontraba Stephen.
—Hizo un tenue ruido.
—Si deseara ser rescatado, ¿no crees que haría más? Y
has vuelto justo a tiempo. Farouk sólo bajó hasta el mar. Ya
está casi de vuelta.
Capítulo 30
Stephen estaba seguro de que muy pronto se habría
convertido en un lunático, en un loco de atar. Representar
ese beso escénico cuando deseaba con pasión tener a Laura
en sus brazos; dejarla ponerse en peligro, por leve que
fuera; compartir con ella esas habitaciones, asaltado por su
perfume y por su cuerpo.
Incluso le parecía notar leves trazas de esa fragancia en
su dormitorio. Iba a tener que pasar otra noche en esa
cama, rodeado por ese aroma, consciente de que Laura
estaba cerca y que nada se interponía entre ellos, aparte del
honor.
Un hombre cuerdo desearía librarse de esa tortura lo
más pronto posible, pero él, en cambio, temía el final de esa
breve aventura. Sin embargo, estaba claro que ella quería
desesperadamente acabar con eso.
—Podrían empezar a sospechar —dijo—. Esta es la
segunda vez que intentamos abrir las puertas.
—No saben quién fue la primera vez y puesto que dije
mi nombre, parecerá algo inocente. De todos modos, si
Dyer está prisionero es posible que no se lo diga a Farouk.
Pero ¡no hemos logrado nada! Volvamos a salir, con el
catalejo.
—¿Salir? Ya está casi oscuro, y creo que se avecina una
tormenta.
Vio que ella miraba hacia la ventana, como si dudara de
sus palabras, pero, ¿acaso no oía el viento, no lo sentía
golpear las ventanas? Se veían los negros nubarrones
encapotando el cielo sobre la bahía, y el viento agitaba el
mar, elevando las crestas de las olas, convirtiéndolas en
afiladas hojas blancas. Las barcas amarradas en el
embarcadero se agitaban con tanta fuerza que a algunas
podrían rompérseles las amarras durante la noche.
—Ah, porras —masculló ella, entonces, pero se acercó
más a la ventana—. Me encantan las tormentas.
—Lo recuerdo.
Recordaba su costumbre de salir corriendo a bailar bajo
la lluvia torrencial, con el pelo y la ropa pegados a su
cuerpo. Curiosamente, no recordaba haberse excitado al
verla así; sólo lo preocupaba que cogiera un catarro tan
grave que se muriera. Tal vez en esa época fuese un tonto
soso.
—Sólo una vez he podido estar cerca del mar durante
una tormenta —dijo ella—. En Brighton. Bailé a la orilla del
mar, coqueteando con las olas rompientes.
—Lo sé. Escribieron sobre eso en los diarios.
Qué furioso se puso esa vez. Lo enfureció que ella
siguiera siendo tan tonta, que pudiera haberse puesto en
peligro, que tal vez Gardeyne la hubiera incitado a hacerlo.
Que se hubiera divertido bailando ahí, prácticamente
desnuda ante el mundo.
Ella se giró a mirarlo con una sonrisa cuerda y pesarosa.
—Sí. Sin decir mi nombre me llamaron «una Tetis de
espíritu aventurero de la sociedad elegante», añadiendo
ladinas insinuaciones sobre cómo la lluvia me pegaba el
vestido al cuerpo. Hal se puso furioso por algo.
Por primera vez sintió cierta camaradería con aquel
hombre.
—Tal vez temió que te hubieras puesto en peligro —
dijo.
Ella pareció sorprendida.
—Tal vez fue por eso. Por lo menos Tetis tenía fama de
buena madre. Metió a Aquiles en el río Estige para hacerlo
inmortal. Claro que la fastidió, dejándole fuera el talón por
el que lo tenía cogido.
¿Estaría pensando en su hijo, sufriendo por no haber
hecho todo lo que podía por mantenerlo a salvo?
—Creo que el oráculo decía que si una parte de ella
tocaba el agua, se ennegrecería y moriría.
—Eso no debería haberle importado. O debería haber
usado una cuerda.
—¿Y si la cuerda se disolvía? Los dioses nunca les
ponen las cosas fáciles a los humanos.
—«Los humanos somos para los dioses como las
moscas para los niños traviesos —citó ella—; nos matan
para divertirse.» Se supone que el Dios cristiano es más
considerado y bondadoso, sin embargo Shakespeare era
cristiano.
—Tal vez todos pasamos por momentos en que
dudamos de la benevolencia de Dios —dijo él—. Como
durante cualquier guerra. —Hizo un mal gesto—. Pero este
es un tema muy pesado para una noche de tormenta.
—Sobre todo estando yo deprimida por lo poco que
hemos logrado hacer hoy. Jack podría ponerse en camino
mañana.
—Pero no es lo más probable. No olvides que ni él ni
lord Caldfort tienen motivos para pensar que hay urgencia.
Es posible que Caldfort aún no se lo haya dicho; es posible
que no se lo diga nunca. Mañana habrá más actividad en la
ciudad. Saldré a caminar por ahí a ver si logro descubrir
algo. Y si es necesario, recurriremos a los contrabandistas
para entrar en esa habitación.
Se vio recompensado por una sonrisa, pero en ese
momento una fuerte ráfaga de viento estremeció toda la
casa, por lo que Laura paseó la vista por la habitación,
nerviosa.
—No me resultará difícil representar a la nerviosa
Priscilla Penfold esta noche. Me encantan las tormentas,
pero no me haría ninguna gracia ver desplomarse un
edificio a mi alrededor.
Él deseó estrecharla en sus brazos, para consolarla y
protegerla, pero eso provocaría otro tipo de tormenta.
—Míralo por el lado positivo. Si caen derribadas las
paredes, seguro que veríamos al capitán Dyer.
—En las puertas del cielo.
Estaba nerviosa y angustiada de verdad, y él podría
habérsele acercado a tranquilizarla, pero sonó un golpe en
la puerta y entró la criada con leña para el fuego.
Una vez que añadió leña al fuego y puso el resto en la
caja, la tal Jean les preguntó:
—¿Qué van a querer para cenar, señor? Tenemos una
sopa flamenca, una sopa de puerros con caldo de pollo, un
buen lenguado fresco, hervido o frito. Está el capón con el
que se cocieron los puerros, y un estofado de riñones. Para
postres, pudin de mazapán y tarta de ciruelas damascenas.
—Los riñones no, por favor —dijo Laura.
Él recordó que a ella nunca le habían gustado los
riñones. También creyó oírle rugir el estómago. Por lo
menos podría alimentar a su dama.
Pidió la sopa de puerros, el lenguado frito, el capón y
los dos postres. A ella le gustaban los dulces.
—Y el mejor clarete de Topham —añadió—, y para
después, coñac, oporto y queso.
Cuando salió, la criada le sonrió a Laura.
—Espero que eso baste.
Ella se echó a reír.
—Oíste los gemidos de mi estómago. Tal vez una
tormenta estimule el apetito. —Lo miró raro y se apresuró
a añadir—: ¿Te parece que leamos Guy Mannering en voz
alta? Podemos turnarnos.
—Si quieres.
Ella fue a su dormitorio a buscar el libro.
Una ocupación que impediría una conversación sobre
asuntos personales, pensó él. Estaba claro que ese beso la
había alarmado, aun cuando él creía haberse dominado
heroicamente. Si hubiera logrado hacer algún acto
verdaderamente heroico, tal vez ella estaría más
impresionada, pero tenía razón, era insignificante lo que
habían conseguido ese día. No se le ocurría cómo mejorar
las cosas sin recurrir a medidas drásticas, como la de echar
la puerta abajo. ¿Con el pretexto de la tormenta, tal vez?

Laura se tomó un momento para serenarse. Sentía


apetitos tormentosos, tanto de comida como de un hombre.
El viento hacía ruido al azotar el edificio, pero era el ronco
rugido del mar el que la estremecía, y su fuerte vibración
la sentía subir desde los pies por todo el cuerpo.
Recordó aquella vez en Brighton. Hal salió corriendo a
buscarla y la envolvió en una capa, reprendiéndola. Pero
cuando llegaron al dormitorio la relación sexual fue una de
las mejores y más violentas. Casi la sentía en ese momento,
un placer feroz, vibrante, al ritmo del mar.
Tragó saliva, se enderezó y volvió a la sala de estar.
Stephen estaba sentado en uno de los sillones
enfrentados que había a cada lado del hogar. Ella se sentó
en el otro.
Como una pareja casada, pensó, pero nuevamente le
vino a la cabeza el hecho de que con Hal rara vez, si acaso
alguna, habían pasado una apacible velada doméstica. Si
Hal estuviera sentado frente a ella sin nada que hacer, ya
tendría esa expresión en los ojos.
Se apresuró a abrir el libro y comenzó a leer,
empeñándose en trasladarse a la Escocia de sir Walter
Scott. Pero la apurada situación de la huérfana Lucy y el
regreso de Guy Mannering de India parecían fundirse con
la tormenta, susurrándole deseos prohibidos.
Después de un rato le pasó el libro a Stephen, con la
esperanza de que escuchar fuera más calmante, pero había
olvidado lo bien que leía él. No se daba ningún aire ni
intentaba representar a los personajes como si estuviera en
un escenario. Simplemente leía el texto y los diálogos,
haciendo que penetrara en ella el argumento, aunque muy
pronto empezó a oírlo más a él que al drama. Simplemente
a él.
La llegada de la comida fue un alivio, aunque ella no
sabía si sería capaz de comer. Tan pronto como se sentaron
a la mesa comprendió que necesitaban un tema de
conversación sin riesgos. Seguro. Pero ¿qué tema podía ser
seguro esa noche? ¡Política! Un tema lo bastante árido para
un convento.
—Cuéntame tus aventuras en el Parlamento.
—¿Aventuras? —repitió él, sirviéndole la sopa—. No
hay nada de eso.
—Pero a veces habrá cosas que te entusiasmen.
—Pero a ti te aburrirían.
Ella dejó detenida la cuchara entre el plato y la boca.
Sólo un momento antes había pensado que el tema era
árido, pero eso le dolió.
Tal vez él se ruborizó ligeramente.
—Digamos que no sé convertir nada de eso en historias
entretenidas.
Él la consideraba una nada, una «alondra» cabeza
hueca.
—¿Por qué no hablamos de la reforma militar? —le
propuso enérgicamente—. Sé que muchos de nuestros
valientes soldados han quedado en una penosa situación.
—Sí, pero eso es un problema distinto, a no ser por el
asunto de las pensiones. Las pensiones son inapropiadas y
muchas veces difíciles de conseguir.
—¿No se puede cambiar eso?
—Todo está ligado al sistema de compra de…
Cuando pasaron a los platos principales, se encontraron
enzarzados en un verdadero diálogo acerca de temas
importantes, y ella ya no intentaba demostrar nada. Estaba
fascinada. De pronto él dijo:
—Tenemos que hacer algo respecto a la situación de los
niños en las fábricas y minas.
Ese «tenemos» ella lo interpretó como el
reconocimiento de que estaban conversando como iguales.
No como amantes, sino como iguales en el intelecto;
estaba tan débil que eso le produjo una punzada.
—Las fábricas son terribles, sin duda.
—Sin embargo, la industria es beneficiosa —dijo él,
sirviéndose más carne en el plato—. Crea riqueza y
empleo, y eso hace a los trabajadores menos dependientes
de los elementos naturales para subsistir. Piensa en esta
tormenta. Un acto tan caprichoso de la naturaleza arrasa
con los cultivos y con el pienso guardado para el invierno.
Ella puso a un lado su plato, mirándolo ceñuda.
—¿Crees que las fábricas son mejores? La gente trabaja
muchísimas horas, y muchas veces la maquinaria deja a las
personas heridas o lesionadas. Incluso a los niños.
—Estás sorprendentemente bien informada.
Eso fue como un chorro de agua fría.
—¿Sorprendentemente? ¿Por qué insistes en verme
como una cabeza hueca? Te ganaba al ajedrez, recuerda.
Él sonrió.
—Sí, pero ¿puedes afirmar que por entonces fueras una
interesada consumidora de información acerca de los
problemas sociales y la legislación?
Ella deseó decir que sí, pero habría sido una mentira.
—Ahora estoy realmente interesada. Ponen a trabajar a
niños no mucho mayores que Harry. Eso no puede estar
bien.
Él asintió.
—Por eso necesitamos legislación. Hemos introducido
leyes para controlar un poco las fábricas de algodón. Esas
son las peores. Los dedos pequeños, dicen, son más ágiles.
¿Pudin?
A ella no le interesaba comer más, pero se sirvió un
trozo del pudin de mazapán mientras él se servía tarta de
ciruelas con bastante nata.
Tomó una cucharadita, sonriéndole.
—Así que estás batallando con eso, lanza en ristre.
—Espero que no me veas como a un don Quijote
atacando molinos de viento.
—Sir Galahad, por lo menos. —Dejó a un lado el
pudin—. Así, pues, ¿qué otros griales buscas?
—Nada tan insustancial, espero. —Él también dejó a un
lado su plato—. ¿Oporto? ¿Coñac?
—Oporto, por favor.
Cogió la copa de vino color rubí que él le pasaba,
comprendiendo, con un fuerte latido del corazón, que
estaba a punto de hablarle de las cosas que más le
importaban.
Él se sirvió coñac en una copa y cortó un trozo del queso
Stilton.
—Mi principal interés —dijo— es la reforma del
derecho penal. ¿Sabías que hay cientos de delitos
castigados con la pena capital? Es delito digno de la horca
provocar daños al Puente de Londres o cortar un árbol que
no sea tuyo. Hace dos años ejecutaron a un hombre por
hacer esto último.
Ella lo miró horrorizada.
—¿Cómo es posible eso?
—Porque es la ley. Me imagino que el hombre era un
delincuente común que llevaba mucho tiempo cometiendo
delitos menores y las autoridades no habían conseguido
echarle el guante. Y cuando lo cogieron por este, lo
aprovecharon para librarse de él.
—Buen Dios. Pero ¿soy mala por entender que se
sintieran tentados a hacerlo?
Él le hizo una mueca.
—Sincera, como siempre.
—Pero comprendo tu argumento. No debería ser
posible usar la ley de esa manera.
Él asintió.
—Es necesario eliminar del derecho penal las leyes
injustas y anticuadas, porque crean oportunidades para la
injusticia; pero aún hay más. También conducen a falta de
respeto. No es obligar a cumplir las leyes lo que nos hace
daño, sino la negligencia a ese respecto. Muchas personas
no desean ver a personas colgadas por delitos menores, por
lo tanto los jurados dejan totalmente libres a muchos
delincuentes.
Ella bebió otro trago de oporto, sintiendo cómo el
exquisito vino se le iba a la cabeza ya febril.
—¿Qué castigo ordenarías tú? ¿Azotes?
Incluso eso le hizo pasar un hormigueo por el cuerpo,
aun cuando jamás le había interesado ese vicio.
—Eso es bárbaro —dijo él.
—¿Deportación? Eso me parece bárbaro a mí.
—Pero es que tú llevas una buena vida aquí, Laura, con
amistades y una familia que te quiere. Muchos
delincuentes no tienen nada que los retenga en el país y les
gusta la aventura. Eso hace de la deportación un disuasorio
bastante débil. —Sonrió irónico y añadió—: De hecho, en
India hay problemas en el ejército con hombres que se
meten adrede en dificultades con la justicia para conseguir
que los trasladen gratis a Australia.
Laura se echó a reír, consciente de que la política no era
en absoluto un antídoto para la excitación. De hecho, esa
conversación la había estimulado de una manera diferente
y más intensa. Stephen era realmente un Galahad, un
héroe, y su claridad y firme propósito le producía hambre,
el hambre de tenerlo para ella: su brillante mente, su
generoso corazón, su hermoso cuerpo.
Comprendió qué fue lo que se tornó agrio en su
matrimonio, lo que le hizo insatisfactoria la pasión al final.
La vida ociosa, comodona y egoísta de Hal le había agotado
el respeto por él.
Aunque sentía la boca reseca, tenía que decir algo.
—¿Qué sugieres, entonces?
Él bebió un trago de coñac, con los ojos fijos en los
suyos, en la sombra de la luz de las velas, como si deseara
adivinar qué estaba pensando ella. Esperaba que no lo
descubriera.
—A los delincuentes hay que privarlos de la libertad y
no permitirles estar ociosos.
—¿En cárceles? Abunda la corrupción en ellas, el
pecado y el escándalo.
—Cárceles reformadas, donde se los tenga en celdas
separadas y se los obligue a trabajar. En tareas útiles,
además, no en esos trabajos sin sentido como recoger
estopa o darle vueltas a una rueda tirando de una cuerda.
Ella apoyó el codo en la mesa y el mentón en la mano.
—Es una lástima tener que encerrar a las personas. ¿No
podemos librarnos del mundo de la delincuencia? Gran
parte de la delincuencia está motivada por la pobreza y el
desempleo. Eso lo vemos ahora. El infortunio ha empujado
incluso a personas respetables a la vagancia y al robo.
—Por lo tanto —dijo él, con un brillo de triunfo en los
ojos—, necesitamos industria y prosperidad. Dale a un
hombre la esperanza de un futuro mejor para él y su
familia y no se arriesgará a perderlo delinquiendo. Dale
propiedad y apoyará las leyes que protegen la propiedad.
Ella se apoyó en el respaldo, relajada y riendo.
—Debería haber sabido que ganarías el debate al final.
Los cortos cabos de las velas indicaban que llevaban
muchísimo rato hablando. No habían llamado para que
vinieran a llevarse las cosas de la mesa, pero Stephen se
había levantado un par de veces a añadir leña al fuego.
Laura tenía la sensación de que esa había sido la velada
más perfecta de su vida.
—Esto ha sido maravilloso —dijo.
—¿Hablar de comités parlamentarios y de reforma
social?
—Hablar de algo importante. No sé cuándo fue la
última vez que lo hice.
—¿Cuándo estabas en Londres no tomabas parte en las
reuniones de los salones femeninos más serios?
Ella sintió subir el rubor a las mejillas, y se rió para
disimularlo.
—Cielos, no. Había muchísimas otras cosas que hacer.
Ay, Dios. —Cogió su abandonada copa de oporto y
bebió—. Eso ha quedado como si sólo hubiera hablado de
asuntos serios aquí por aburrimiento. Te aseguro que no es
así.
—No lo he pensado ni por un momento.
Ella dejó a un lado la copa, deseando hacerse entender
por él.
—Lo que quiero decir, Stephen, es que por entonces yo
no era seria. De verdad era lady Alondra. Me sentaba a la
perfección la expresión «de vuelo alto». Me gustaba volar
alto. Pero todos cambiamos, y ahora mis intereses y
ocupaciones son diferentes.
—¿Ahora prefieres la quietud del campo?
Ella hizo un mal gesto.
—¿Me interpretas mal a propósito? Fue el aburrimiento
del campo el que me despertó el interés por la política y
por los problemas actuales. —Movió la cabeza, tratando de
analizarse con sinceridad, porque de repente se le antojaba
que la sinceridad era lo más importante—. ¿Por qué
crecemos como crecemos y cambiamos como cambiamos?
Si no hubiera tenido a Harry, si Hal no hubiera muerto, tal
vez habría seguido por el camino de ser una señora
elegante y frívola toda mi vida. Una patrocinadora de la
sala de fiestas Almack incluso, creyendo que lo importante
es saber a quien se deja entrar y a quien se excluye. Antes
no era desgraciada. Ya sabes que nunca he sido tan seria
como tú.
—Pero acabas de sostener tus argumentos en una
conversación compleja —dijo él, levantándose para tirar
del cordón para llamar—. ¿Te apetece café o té?
Lo miró sorprendida por su tono indiferente. Ella había
creído que estaban intercambiando pensamientos e
ideales, reuniéndose en un plano mucho más íntimo, pero
estaba claro que para él había sido simplemente pasar el
rato.
—Té —logró decir.
Entraron dos criadas a llevarse los platos y fuentes y a
limpiar la mesa, y al poco rato volvió Jean con la bandeja
con el té. Stephen le pidió que les trajera un ajedrez.
—¿Ajedrez? —preguntó Laura, pensando si sería
correcto alegar cansancio y retirarse a su dormitorio para
escapar. Sólo eran las ocho y unos minutos.
—No es correcto jugar a las cartas en domingo, ¿no lo
sabes?
—No recuerdo que fueras tan observante de la
corrección. Creo que deseas jugar a algo en lo que crees que
puedes ganarme.
—¿Puedo?
—Casi seguro. Hace años que no juego. —Recordó la
última vez que jugó al ajedrez y pasado un momento se lo
dijo—: La última persona con que jugué fuiste tú.
—En ese caso, la última vez que jugaste ganaste.
Jean volvió con el ajedrez y Stephen cogió una mesa
pequeña y fue a ponerla entre los sillones enfrentados junto
al hogar.
Ardiendo de frustración, Laura trató de poner toda su
atención para volver a ganarle a Stephen, pero esta vez fue
totalmente derrotada.
Cuando terminó la partida, pudo escapar a su
dormitorio, confusa y atormentada por la violencia de la
tempestad y el rugido del hambriento mar, pero más que
nada por esa necesidad y deseo que sentía de Stephen, que
jamás había supuesto que sentiría. El deseo no era
puramente físico. Esa noche se había dado cuenta de que,
después de todo, podría disfrutar con una vida de cenas
tranquilas y conversaciones políticas junto al hogar,
aunque él no daba señales de sentir lo mismo.
¿Sería solamente por su fea apariencia? Se quitó el
disfraz y contempló a Labellelle en el espejo. ¿Volvería a
desearla Stephen cuando fuera hermosa? ¿Lo desearía ella
en esas condiciones?
Se metió en la cama, todavía atormentada por la
violencia del viento que hacía estremecer las vigas de la
vieja casa, y por la funda de su almohada, que le susurraba
cosas acerca de la última cabeza que había reposado en ella:
la de Stephen.
Ningún tipo de multiplicación le sirvió de nada, así que
rogó que al día siguiente lograran resolver el misterio de
HG para poder escapar de la tortura de esa recortada
intimidad.
Capítulo 31
Cuando se bajó de la cama a la mañana siguiente, Laura
pensaba que no necesitaría maquillaje para verse cetrina y
ojerosa. Pero el espejo le mostró su conocida cara, aunque
con el horrible lunar firmemente pegado. Se pasó un dedo
por los contornos de la frente, nariz y labios, pensando qué
es la belleza y qué pasa cuando falta.
¿Stephen le habría hablado de política si ella hubiera
sido Labellelle? Pero si incluso viéndole la piel cetrina y los
rizos parduzcos pensaba que las cosas que lo
entusiasmaban a él la aburrirían a ella.
La primera noche la besó en la oscuridad.
Luego volvió a besarla viendo a la luz la fealdad
Penfold, pero sólo después que representaron esa escena
entre Valancourt y Emily. Estaba acostumbrada a ver más
interés por ella en los hombres, y no sabía vivir dentro de
una mujer fea.
El reloj de la posada dio la hora y contó nueve
campanadas. Aunque lo detestara, era hora de recuperar
su fealdad, antes que llegara Jean con el agua caliente. Se
aplicó la crema amarillenta y luego la más oscura que le
formaba las ojeras. El lunar seguía tan firmemente pegado
que ya empezaba a pensar si no le quedaría
permanentemente, como siempre les decía su madre que
quedan las caras agriadas.
Le pareció que fuera estaba muy silencioso, así que se
asomó a mirar por el borde de la cortina. El cielo estaba
cubierto de nubes y el mar seguía agitado, con olas altas,
aunque la tormenta ya había pasado. La playa, que estaba
despejada el día anterior, se veía llena de algas y maderos,
y cerca de la iglesia había una barca volcada, arrastrada
hasta allí por el mar. Era de esperar que no llevara ningún
tripulante cuando ocurrió eso.
Pero en la calle reinaba una relativa calma; era lunes, y
como dijera Stephen, abrirían las tiendas y la gente saldría
a sus trabajos y asuntos. Ese día deberían solucionar el
misterio, y si no, siempre le quedaba la fuerza bruta. Se
sentía con ánimos de dirigir ella misma la intrusión.
Se puso la peluca, encima el gorro de dormir, y tiró del
cordón. Jean no tardó en llegar con el agua caliente.
—¡Qué noche, señora! Ha volado el techo del granero
del granjero Tully.
—Creí qué no había peligro.
—Aquí no, señora, pero Joss Tully es un hombre
perezoso que no mantiene su propiedad como debería.
—He visto una barca volcada en la playa.
—Sí, la Cormorant. Se le rompieron las amarras, pero no
ha sufrido muchos daños. ¿Alguna otra cosa, señora?
—¿Sir Stephen ya ha desayunado?
—Se sentó a la mesa no hace mucho rato, señora.
—Entonces tráeme mi café y pan, por favor. Y hoy
tomaré unos huevos escalfados también.
—¡Muy bien, así se habla, señora! Le dije que este aire
de aquí muy pronto la pondría tan fuerte como un
salvamanteles.
Cuando se cerró la puerta, Laura sonrió. Al parecer,
todos los habitantes de la ciudad se creían médicos. Se lavó
y vistió rápidamente y salió a reunirse con Stephen. Él
estaba bebiendo café y mirando ceñudo la carta de Farouk.
Ella se sentó y le explicó lo que se le había ocurrido con el
apellido Dyer y el verbo die.
—Interesante —dijo él, mirándola con una breve y
despreocupada sonrisa—. ¿Juegos de palabras? —Miró la
carta—. ¿Y qué nos da eso para Oscar Oris? Riz es arroz en
francés.
—Y ris es una conjugación del verbo reír. ¿Todo esto es
un chiste?
—En latín, os significa boca. ¿Han venido a comernos a
todos?
Él le hizo un guiño y ella se lo correspondió.
—Car podría ser caro o cara en italiano. ¿La querida boca
come arroz?
Los dos se echaron a reír y de repente Laura tuvo la
certeza de que le encantaría tomarse el desayuno con
Stephen todos los días del resto de su vida. Pero eso debía
dejarlo para después, se dijo severamente. Para cuando
estuvieran seguros lejos de ahí.
Se puso en el plato un huevo escalfado y una tostada.
—¿Piensas salir a recorrer la inmensa metrópolis para
hacer preguntas? Y mientras, ¿qué hago yo?
—Como has dado a entender, no me llevará mucho
tiempo exprimir Draycombe y dejarlo seco. Tú podrías
estar vigilante por si se presenta alguna oportunidad de
ver a Dyer.
—Dudo que lo logre, a menos que camine por la pared
exterior como una araña y me asome a su ventana. Creo
que volveré a instalarme abajo con mis retratos.
—Muy bien —dijo él, levantándose.
Ella comenzó a ponerle mantequilla a la tostada.
—¿Dijiste en serio lo de recurrir a los hombres de
Kerslake para entrar por la fuerza?
Él lo pensó un momento, mirándola.
—Preferiría que eso fuera nuestro último recurso.
¿Cuánto tiempo puedes continuar aquí?
Ella sintió el impulso de decir «todo el tiempo que
quieras», pero contestó:
—Creo que debería volver a Redoaks, mañana, por lo
menos, y de ahí regresar a Merrymead. Si me quedara más
tiempo parecería muy raro, y Harry ya debe de estar
echándome de menos. —O eso esperaba, de verdad; no
deseaba que él sufriera, pero seguro que ya la echaba de
menos—. Rara vez hemos estado separados —añadió—, y
nunca desde la muerte de Hal.
Él asintió.
—Veamos que nos trae la mañana y entonces haremos
nuestros planes.
Diciendo eso se marchó y ella se llevó la tostada a la
ventana para verlo alejarse. El viento seguía soplando
fuerte y él tuvo que sujetarse el sombrero, como todos los
demás hombres. Los sombreros y papalinas con cintas de
las mujeres eran mucho más prácticos, y tal vez el motivo
se debiera a que muchas veces las mujeres iban cargadas
con cestas y tenían que ocuparse de los niños, por lo que
necesitan las dos manos.
En la playa había un grupo de niños jugando,
persiguiéndose por entre las algas y maderos arrojados por
la tormenta. A Harry le encantaría ese lugar; nunca había
estado junto al mar. Una punzada de dolor le dijo lo mucho
que lo extrañaba.
Podría escribirle otra carta, enviarle un dibujo con los
efectos de la tormenta. Ya iba a buscar papel para hacerlo
cuando comprendió que era imposible. No tenía por qué
estar ahí. Se suponía que estaba en Redoaks, en el interior.
Le brotaron lágrimas, algunas de ellas de vergüenza.
No la avergonzaba estar ahí tratando de resolver el
misterio de HG. Tampoco la avergonzaban sus pasiones,
mientras no sucumbiera a ellas. Pero detestaba mentirle a
su hijo.
Se sacudió la pena, fue a dejar la tostada a medio comer
en el plato y entró en su habitación a buscar su carpeta de
dibujo. Ya no había muchas esperanzas de que alguien
reconociera los retratos, pero, ¿qué otra cosa podía hacer?
Buena parte de la mañana transcurrió tal como había
supuesto. Solamente el doctor Nesbitt se le reunió en el
salón. Conversando con él se enteró de que era soltero y le
gustaba pasar de tanto en tanto por la Compass para
tomarse una taza de té y también para salir un rato de su
casa. Él volvió a admirar sus dibujos pero su única reacción
ante el retrato del primo Henry envejecido fue comentar la
suerte que había tenido el caballero de recuperarse de lo
que con toda seguridad había sido una crisis grave.
Laura decidió modificar un poco el retrato, para hacer
parecer menos enfermo a Henry.
Comenzó a trabajar y de pronto se interrumpió,
alertada por ese sexto sentido que nos dice que alguien nos
está mirando. Levantó la vista y vio a Farouk detenido
justo fuera de la puerta del salón. Espantada porque tenía
el retrato del joven Henry a la vista sobre la mesita, trató
de mirarlo con una expresión fría, severa, que no lo
alentara a entrar.
Tal vez eso le dio resultado, porque él se giró y salió.
Pasado un momento lo vio alejándose por la calle. ¿Por qué
se había detenido a mirarla así? ¿Sus intentos por entrar en
sus habitaciones le habrían despertado sospechas?
¿Estaría en peligro? Si Farouk era el villano que parecía
ser, posiblemente no vacilaría en librarse de una mujer
entrometida. Cuando vio a Stephen caminando de vuelta a
la posada, sintió una oleada de placer debida a muchos
motivos. Recogió sus papeles y subió a toda prisa a la salita
de estar. Sólo había alcanzado a guardar su carpeta cuando
él entró, con una pequeña caja marrón en la mano y con
aspecto de sentirse muy complacido consigo mismo.
—¿Qué es eso? —le preguntó.
—Un regalo —contestó él, pero ella captó que era
broma, así que no se sorprendió cuando añadió—: Pero
tendrás que esperar.
Puesto que era evidente que él contaba con que se
pusiera impaciente, ella se limitó a decir:
—Muy bien.
Entonces buscó un tema de conversación totalmente
diferente. Ah, sí.
Aunque había entrado en su dormitorio a quitarse la
ropa de abrigo, dejó abierta la puerta.
—Ayer cuando me encontré con la señora Grantleigh
estuvimos cacareando sobre la ausencia del capitán Dyer
en la iglesia, tal vez impedido por su malvado criado
pagano. Entonces yo sugerí que alguien debería decírselo
al párroco. Farouk no podría negarle la entrada a él en la
habitación.
Él salió sonriendo.
—¡Muy bien! Como has sabido ser paciente. —Le
entregó la caja—. No es exactamente un regalo, pero espero
que te guste.
Laura abrió la caja y miró el objeto que había dentro.
Parecía una copa de metal con un largo pico, aunque este
salía de la base.
Lo sacó y lo miró por el lado ancho de la parte que se
parecía a una copa cónica. Vio el pequeño agujero en el
fondo, del pico o tubo, y luego lo miró a él, perpleja.
—¿Un método diferente para espiar? ¿Lo aplicamos al
ojo de la cerradura?
—Interesante idea, pero no. Aunque te has acercado
bastante. Es al revés.
Ella se puso el extremo del tubo en el ojo y lo miró.
—No me impresiona.
—Póntelo en el oído. Es un aparato auricular,
potenciador de la audición.
—Eso lo encuentro indecente.
A él le chispearon los ojos.
—Sólo si yo susurro sugerencias indecentes por el otro
lado. Si fueras dura de oído, podrías ponerte el tubo en la
oreja y cuando yo te hablara por el lado ancho, por una
magia de la ciencia que no logré entender del todo, mi voz
te llegaría lo bastante fuerte para que me entendieras.
—Stephen, ¡qué fantástico! ¿Dónde lo encontraste?
—¿Te acuerdas de la botica que ofrecía una selección de
útiles dispositivos modernos para los achaques de la
ancianidad? Entré ahí con la esperanza de encontrar
información acerca de algo que hubiera comprado Farouk
para Dyer, e hice todo lo contrario. El boticario me
obsequió con un recorrido guiado para ver sus mercancías.
Es admirablemente entusiasta. Este potenciador de la
audición es su última novedad y delicia. Se lo compré…
—No para mí espero. No puedo ser fisgona y sorda al
mismo tiempo.
—… para mi abuela.
—¿Te refieres a lady Ball viuda? No estaba sorda la
última vez que la vi.
—No te distraigas con los detalles. —Hizo un gesto
hacia su habitación—. ¿Lo probamos?
—¡Sí! Ay —añadió haciendo un mal gesto—. Farouk ha
salido, así que no habrá nada de conversación.
—Maldición. Tienes razón. Pero probémoslo de todos
modos. Yo entro en mi dormitorio, cierro la puerta y recito
un discurso. Y tú escuchas a través de la pared.
Entró en su dormitorio, y cuando ella tuvo el lado ancho
apoyado en la pared, oyó que estaba recitando un poema:
El último mediodía los vio rebosantes de vigorosa vida,
la última noche, en un bello círculo, orgullosos,
animados;
Era una estrofa de lord Byron sobre la batalla de
Waterloo, de la última parte publicada de su extenso
poema aún no terminado, Childe Harold's Pilgrimage
[Peregrinaje de Childe Harold].
La medianoche trajo la sonora señal llamando a la
lucha,
la mañana trajo la formación a filas, todos armados,
¡magníficamente ordenados para la batalla del día!
Sobre ellos caen las atronadoras nubes, aquellas que
cuando se abren,
dejan sobre la tierra una gruesa capa de otra arcilla,
que después esta cubrirá con su propia arcilla,
amontonada, encerrada.
Jinete y caballo, amigo, enemigo,
mezclados en un mismo túmulo de tierra rojo sangre.
Laura continuó apoyada en la pared un momento,
recordando a los conocidos que cayeron en esa terrible
victoria, y se apartó cuando él entró en la sala.
—¿Tú también perdiste amigos? —le preguntó.
—Todo el mundo. Pero por lo menos uno volvió de la
tumba.
—Lord Darius.
—Sí. ¿Resultó?
Ella se sacudió, para quitarse la solemnidad.
—Fabulosamente, aunque creo que tú has hablado
como lo haría un orador. No sé lo clara que se oiría una
conversación normal. Qué lástima que Farouk haya salido.
—Sólo tenemos que esperar a que vuelva. Entonces por
fin podremos descubrir qué pretenden.
Ella se sentó, sonriéndole.
—Siempre he sabido que eres brillante.
Él se inclinó en una reverencia.
—Gracias, bella dama. —Tiró del cordón para llamar—
. Ahora es mi intención obtener mi recompensa con el
almuerzo.
—No soy bella en estos momentos.
—Bella de corazón.
Eso era un elogio admirable pero a ella no la satisfizo.
—¿Te enteraste de algo en la ciudad?
—Todo el mundo se fija en Farouk, lógicamente. No es
juicioso por su parte hacerse tan notorio, pero no he
logrado encontrar ningún motivo sensato para que lo haga.
Supongo que simplemente no entiende el efecto que causa
en esta pequeña ciudad inglesa.
—El párroco estaba lo bastante preocupado como para
hablar de eso en su sermón.
—Esperemos que haya hecho algún bien. No nos
conviene que nuestro trabajo se complique por una
revuelta.
—Podría darnos un atisbo de Dyer.
Él sonrió, manifestando su acuerdo.
—Los movimientos de Farouk se observan, pero parece
que lo único que hace es dar largos paseos. Las únicas
compras que ha hecho son un juego de ajedrez, una baraja
y, lo creas o no, un ejemplar de El corsario de Byron.
—¡Buen Dios! ¿Para comprobar si es exacto a la hora de
describir el mundo árabe?
Stephen se encogió de hombros, y en eso llegó Jean a
preguntarles qué deseaban para el almuerzo.
—¿Y tú que has descubierto? —preguntó él, cuando
salió la criada.
—Prácticamente nada, aunque Farouk se detuvo en la
puerta del salón a mirarme. Se me subió el corazón a la
boca de terror, no fuera que se acercara y viera los retratos.
Pero claro, probablemente no los reconocería tampoco.
Él la miró compasivo.
—No pierdas la esperanza.
—Necesito con desesperación que Dyer sea el primo
Henry. ¡Es muy importante!
—Hay otras maneras de mantener seguro a Harry,
Laura. No puedes creer que yo permitiré que le ocurra
algo.
Ella le tendió una mano y él se la cogió.
—No, pero… Es imposible mantener seguro a un niño,
Stephen, mientras alguien lo desee ver muerto, y lo desee
mucho.
Él no se lo discutió, por lo que ella comprendió que él
también lo veía así
Entró la criada con el almuerzo, y Stephen fue a
asomarse a la ventana mientras esta distribuía las fuentes
sobre la mesa. Tan pronto como se marchó, anunció:
—Ahí viene.
Olvidando la comida, los dos entraron corriendo en el
dormitorio de él. Stephen le pasó el aparato y ella le
agradeció con una sonrisa que la dejara oír a ella primero.
Apoyó la parte ancha en la pared y puso la oreja junto al
tubo, esperando que llegara Farouk. Mientras tanto
Stephen estaba junto a la puerta que daba al corredor.
—Ahí viene. Oigo los crujidos.
—Funciona —dijo ella—. He oído el sonido de la puerta
al abrirse y cerrarse.
«Decid algo, —pensó, concentrándose en escuchar—.
Decid algo que deje claro que el capitán Dyer es Henry
Gardeyne.»
Entonces oyó otro clic. Se apartó de la pared.
—No me lo puedo creer. Después de todo esto, Dyer
debe de estar en el dormitorio y Farouk ha entrado ahí.
Stephen se acercó, cogió el aparato y probó, pero no
tardó en negar con la cabeza.
—Es enloquecedor, pero no pueden seguir ahí
eternamente. Vamos a comer.
—¿Y si el capitán Dyer ha caído enfermo y tiene que
guardar cama?
—Entonces entraremos furtivamente en la habitación
del otro lado.
—¡Claro! —exclamó ella, echando a andar hacia la
puerta. Él la detuvo.
—Todavía no. Dales un poco de tiempo y sírvete tu
almuerzo.
Laura sentía el fuerte deseo de actuar como la chica
tempestuosa que había sido, pero él tenía razón. La
sensatez se le daría más fácil si no estaba en el dormitorio
de él, por lo que salió a la sala de estar y se instaló a comer
pan con lonjas de jamón.
Pero los dos comieron poco y rápido. Finalmente,
Stephen se levantó.
—Iré a hacer un primer turno en el puesto de escucha.
Sería una locura, pensó ella, además de inútil, ir a
meterse en ese hueco con él, así que empezó a pasearse por
la sala, sintiéndose impotente.
—Laura.
Pegó un salto y se giró a mirar. Él estaba en la puerta.
—Están ahí —dijo, tendiéndole el auricular.
—¡Eres un santo! —exclamó ella.
Cogió el aparato y, sin pensar, le dio un rápido beso en
la mejilla. Ya iba a medio camino hacia la pared cuando
cayó en la cuenta de lo que había hecho. Pero continuó
caminando. ¿Qué podía decir?
Apoyó el aparato auricular en la pared y aplicó el oído
al extremo del tubo.
—¡Los oigo!
Él se acercó, aunque no demasiado, observó ella.
—¿Qué dicen?
—No están declamando. Chss.
Los dos hablaban en susurros, aunque era imposible
que nadie los escuchara a través de la pared.
—¿Ha dicho nueve? —dijo ella—. ¿O nuevo? Hay
mucho silencio.
Entonces él se acercó más para hablarle al oído:
—Eso es natural. En todo caso es muy improbable que
expongan ordenadamente su historia y sus planes para que
los oigamos nosotros. Ya deben tenerlo todo muy bien
pensado.
Ella tragó saliva, combatiendo los efectos de su voz y de
su aliento, que casi le rozaba la piel.
—Con la única salvedad, de que si Dyer es Henry, no
sabe que Farouk pretende cortarle el cuello por dinero.
Se obligó a ser noble y le pasó el aparato. Cuando
cambiaron de lugar sus cuerpos se rozaron un instante. Él
pareció no notarlo.
—¿Oyes algo?
—Ruidos.
—¿Ruidos de muerte?
Él sonrió.
—Noo. Parecen ruidos de dados. No, de piezas de
ajedrez. Compró el juego, recuerda. Farouk le dio a elegir
el color y Dyer eligió blanco. Han dejado de hablar.
Laura decidió que la situación le daba permiso para
apoyarse en él, con una mano en el hombro. Él estaba tan
hermoso así concentrado, con las facciones inmóviles,
como una estatua clásica perfectamente esculpida.
En Londres siempre llevaba el pelo cuidadosamente
peinado. En cambio, ahora lo tenía revuelto por el viento,
y no peinado en ese estilo complicado y artificial que estaba
de moda. Deseó peinárselo con los dedos, echarle atrás un
mechón ondulado que le había caído sobre la sien.
Pasar las manos por su pelo.
Enmarcarle la cara.
Besarlo. Besarlo con toda la pasión que ardía dentro de
ella.

Stephen continuaba con los ojos cerrados, como si eso le


sirviera para oír mejor, pero la verdad era que no podía
permitir que Laura viera sus emociones. Hacía un
momento ella se había apoyado en él, tocándolo con su
cuerpo a todo lo largo del costado, y con una mano
reposando ligeramente en su hombro.
No debería ni haber sentido ese ligero contacto de su
mano a través de la tela de la camisa y de la chaqueta, pero
lo había sentido, y lo quemó. Ya se había apartado un poco.
Los separaban por lo menos unos cuantos dedos, y ahora
percibía el mundo más frío. La tentación de girarse y
estrecharla en sus brazos casi lo quebró.
Se apartó de la pared, dejó el potenciador auricular
sobre la cómoda y le hizo un gesto a ella indicándole que
volvieran a la sala de estar.
—Creo que no van a decir mucho por el momento —
dijo—. Dan toda la impresión de conocerse muy bien desde
hace mucho tiempo. No necesitan hablar. Confieso que me
siento decepcionado. A pesar de lo que he dicho, sí que
esperaba que inmediatamente revelaran algo que nos
aclarara la situación.
—Tenemos que seguir escuchando.
—Sí, supongo. —Él no podría soportarlo—. Tal vez yo
debería poner por obra tu plan también. —Al ver que ella
lo miraba perpleja, añadió—: Una visita al párroco.
—Ah, eso me pareció ingenioso en ese momento, pero
¿es necesario ahora?
Para él lo necesario era escapar. A ese paso tendría que
salir corriendo cada media hora.
—¿Te importa quedarte vigilando un rato? —le
preguntó.
—No, claro que no. Dividir nuestras fuerzas.
—Exactamente. —Cogió su sombrero y sus guantes y se
dirigió a la puerta—. Pero, no olvides, oigas lo que oigas no
hagas nada precipitado.
—Stephen.
Él se detuvo en la puerta y se giró, alertado por su tono;
su tono severo.
—Stephen, ya no soy una niña. Sé que estos días he
actuado así a veces, pero supongo que era… un regreso a
lo que éramos antes. Sólo un juego. —Pasado un momento,
añadió—: No quiero que me trates como a una niña.
¿Y qué quería decir con eso?
—Perdona si te he ofendido.
—Noo, claro que no. Somos amigos, no nos ofendemos
por cosas triviales.
Amigos.
—Simplemente quiero decir que debo hacer lo que me
parezca mejor. Soy una mujer adulta, y creo que en todos
los aspectos prácticos soy igual que un hombre.
—Me dijiste que no eras una intelectual. Y no sabía que
fueras tan radical.
—No sé si lo sabía yo en ese momento. Pero estoy aquí,
configurando mi destino y el de mi hijo, y no estoy
dispuesta a cederle eso a nadie. Ni siquiera a ti.
Él no se habría esperado eso jamás. Nunca se habría
imaginado que descubriría en Laura a una mujer así. Había
pensado que no podría amarla más de lo que la amaba,
pero eso amenazaba con desplomarlo.
Pensó que debería decir algo elocuente, pero
simplemente escapó.
Capítulo 32
Laura se mordió el labio. Probablemente acababa de
destrozar cualquier esperanza de felicidad con Stephen,
pero de repente, inesperadamente, había llegado el
momento de la verdad, el momento de tomar una decisión.
Se había visto a sí misma por primera vez en su vida, y
había tenido que hablar. Y cada palabra la había dicho en
serio.
Se sentía como si el mundo hubiera cambiado, pero
claro, nada había cambiado, a excepción de ella. Era como
si se estuviera instalando en una casa nueva y debiera
ponerla cómoda. Si Stephen iba a formar parte de esa casa
o no, estaba por verse. Pero no llegarían a nada útil en ese
invernadero de emociones. Debían resolver ese misterio y
volver a la vida normal, idealmente a una vida en que
Harry ya no fuera el heredero de Caldfort.
Se dirigió a la habitación de Stephen, pero entonces se
le ocurrió algo. Fue a buscar papel y lápiz para escribir lo
que oyera y entonces entró en la habitación.
Se detuvo al pie de la cama, pero más en reflexiva
contemplación que en un ataque de turbulenta pasión. Ya
sabía quién era ella y lo que deseaba. Como mujer adulta y
responsable de sus actos, debía ser cuidadosa.
Puso una silla adosada a la pared, agradeciendo que
cupiera bien en el hueco, y entonces se instaló en ella lo más
cómoda que pudo. Los irritantes hombres seguían sin decir
nada, aparte de uno que otro comentario sobre el juego.
De todos modos comenzó a escribir el diálogo, aunque
le resultaba incómodo teniendo una mano ocupada con el
aparato auricular. Era de esperar que lograra descifrar lo
escrito después.
Dyer: ¡Jaque!
Farouk: Debería haber visto eso.
Afortunadamente las voces eran claramente distintas.
La de Farouk más ronca y fuerte, no en volumen sino en
carácter. La de HG era más aguda y menos segura.
¿Calzaba eso con Henry Gardeyne?
A eso siguió un silencio, que marcó con una línea. Deseó
que hubiera un reloj en la habitación, para anotar la hora y
el largo de los silencios. Inútil, pero eso la haría sentirse que
estaba haciendo algo.
Dyer: ¡Demonio!
Eso lo dijo con admiración, con cariño. Si Dyer era
Henry Gardeyne, no tenía la menor sospecha de que su
cabeza estaba sobre el tajo.
No le gustaba llamarlo Dyer. Deseaba que fuera Henry
Gardeyne, la clave para la seguridad de Harry, pero se
conformó con HG, quien, según la carta, se embarcó en el
Mary Woodside y fue huésped de Oscar Oris.
«Boca querida arroz», pensó, frunciendo los labios.
Tenía la impresión de estar atrapada en una telaraña. ¿Qué
podía explicar la ausencia del primo Henry durante diez
años?
—¿Sientes nostalgia a veces?
Eso interrumpió bruscamente sus pensamientos.
¿Nostalgia de qué? Cogió el lápiz y enderezó el papel. Ese
había sido HG.
F: Curiosamente, sí, pero la libertad es mejor.
¡Libertad! Laura se sintió como si le hubieran
magullado el corazón. ¿Habían sido convictos?
HG: Sí, pero yo echo de menos el sol.
F: Creo que el sol brilla en Inglaterra.
HG: (Riendo) Creo que eso lo recuerdo. Tenuemente.
Sol. Nueva Gales del Sur,2 la colonia penal, tenía un
clima caluroso, ¿no?
Los hombres volvieron la atención al juego y ella dejó
pasar los ocasionales comentarios. Estaba leyendo una y
otra vez esas pocas palabras que le destruían la esperanza.
HG vivió en Inglaterra en otro tiempo, pero ahora
estaba más acostumbrado a un clima caluroso, lo que lo
relacionaba con una prisión. Al parecer, habían estado
prisioneros juntos. Ella creía que a Nueva Gales del Sur
sólo enviaban a delincuentes británicos, pero tal vez sólo
tuvieran que quebrantar las leyes británicas.
Entonces cayó en la cuenta de una cosa: Farouk habló
en un inglés perfecto, sin el menor acento. Debió educarse
en un sitio gobernado por británicos, tal vez en India, y
Stephen le había explicado que en el ejército indio había
hombres que cometían delitos para que los enviaran a
Nueva Gales del Sur.
Se llevó la mano a la cabeza. Se le hizo horrorosamente
claro que esos dos hombres eran unos delincuentes que
estaban confabulados para realizar una extorsión, pero
¿cómo se relacionaba eso con Henry Gardeyne? Él no podía
2 Nueva Gales del Sur, New South Wales: Australia. (N. de la T.)
haber acabado prisionero, y no había estado ni cerca de
India.
Se quedó inmóvil, con el oído atento. Fue un ruido en la
sala de estar lo que oyó. ¡La sala de estar de ellos!
Se levantó, asustada. ¿Es que Farouk se había dado
cuenta de lo que estaba haciendo y había entrado ahí para
atacarla? Y ella, la muy estúpida, se había dejado la pistola
en su dormitorio.
Dejó el auricular en la cómoda y caminó sigilosa, con el
corazón retumbante, hacia la puerta. La abrió.
Sólo era Jean, llenando la caja de leña. Pero la criada la
vio y agrandó los ojos.
¡Ay, Dios! Y ella iba saliendo del dormitorio de su
primo.
—Sir Stephen ha salido —farfulló, nerviosa—. Le vi,
esto… le vi un roto en su pañuelo y pensé que podía
zurcírselo mientras él estaba fuera.
La criada no pareció impresionada, pero tampoco
pareció muy interesada. Tal vez simplemente supuso que
la fisgona señora Penfold estaba metiendo la nariz en las
pertenencias de su primo.
Simplemente para seguir manteniéndose fiel a su
personaje, le preguntó:
—¿Le llevas leña al capitán Dyer?
—No, señora. Ese Farouk la va a buscar él
personalmente, lo cual es una suerte, porque gastan
muchísima.
—Porque vienen de un clima caluroso, supongo.
—No veo qué tiene de malo un poco del fresco y
vigorizador clima inglés. Según me han dicho, esos lugares
calurosos incuban enfermedades.
—Eso parece.
—Y es malo que el capitán esté metido todo el tiempo
en su mal ventilada habitación, señora. El aire de mar hace
bien. Todo el mundo lo dice. Espero que les llegue pronto
la carta.
—¿Carta? —preguntó Laura, simplemente para
continuar la conversación.
—El capitán Dyer espera una carta, señora. Farouk
pregunta por ella todos los días. Nos ha dicho que le
avisemos tan pronto como llegue.
—De la familia, supongo.
De Caldfort, en realidad. Era bueno tener la
confirmación de que lord Caldfort aún no había
contestado, aunque si Dyer y Farouk eran los villanos que
parecían ser, ella se inclinaba más por dejar que Jack los
asesinara.
Jean se encogió de hombros, indicando ignorancia.
—Tal vez están esperando noticias antes de continuar
viaje. Siempre es juicioso hacer eso, señora. Mi tía hizo todo
el viaje hasta Nottingham para visitar a su hermana, y
cuando llegó no estaba, pues se había marchado a Gales.
—Qué confusión. Sí, es muy juicioso esperar.
La criada se marchó y Laura volvió a su puesto de
escucha, rogando que el siguiente diálogo demostrara que
sus primeras conclusiones estaban equivocadas. Llegó
justo cuando Farouk decía un claro «Sí».
Siseó de fastidio. Ay, si hubiera oído la pregunta. Pero
volvían a hablar. Cogió el papel.
HG: Estoy muy cansado de esto, telo.
¿Telo? ¿Zelo? Eso parecía un nombre. Puso un signo de
interrogación al lado. Tal vez había oído mal.
F: No falta mucho.
HG: Entonces, ¿París?
F: Ahí no hace más calor, lo sabes.
HG: Entonces Grecia, o Italia. ¿Tú quieres quedarte aquí?
Dijiste que era muy peligroso.
F: Sí, tienes razón, Des. Carolina del Sur, tal vez. O incluso
Florida. Me han dicho que los españoles son acogedores.
HG: ¿Más lejos de la influencia británica?
Bajaron la voz y ya no logró captar las palabras.
¿Des? Subrayó la palabra. ¿Desmond? ¿Un nombre
irlandés? No le encontraba acento irlandés a HG. Despard,
Desford, Desalles. De ninguna manera era un diminutivo
de Henry o Gardeyne. Eso era como el último clavo del
ataúd, sobre todo con esa alusión a estar lejos de la
influencia británica. No se le habría ocurrido que los
convictos pudieran escapar de Nueva Gales del Sur, pero
cualquier cosa era posible.
HG: Tengo miedo, Telo. Esto no va a resultar.
F: Resultará, nuraní. Créeme.
Nurarí. Una palabra árabe, o… ¿qué idioma hablaban
en Egipto? No podría importarle menos. Estaba claro que
esos hombres no eran lo que había esperado. Se obligó a
leer el diálogo como si fuera la conversación de dos
delincuentes comunes empeñados en hacer un timo. Las
palabras encajaban, demasiado bien. Sacarle dinero a lord
Caldfort, aun cuando HG pensaba que el plan no resultaría
bien, y luego huir del país porque sería muy peligroso
quedarse.
Trató de interpretar la conversación como si HG fuera
Henry, pero negó con la cabeza. A punto de echarse a
llorar, dejó a un lado el papel. Fuera lo que fuera lo que
pretendían esos hombres, Henry Gardeyne ya había
muerto hacía mucho tiempo, por lo que el destino de Harry
no cambiaría. Si no hacía algo, su hijo pronto estaría
muerto también.
Se levantó, con las manos fuertemente cogidas. Haría
algo, aunque no lograba imaginarse qué. Sabía que
Stephen la ayudaría, pero como le dijo ella, ni toda su
inteligencia, influencia y conocimiento de las leyes podrían
mantener seguro a un niño pequeño.
Él buscaría la colaboración de los Pícaros. En el breve
rato que estuvo con Nicholas Delaney este le dijo que
apoyaría su causa, y entre los Pícaros había otros más
poderosos aún: lord Arden, heredero de un ducado, y otros
caballeros con título.
Pero ni siquiera ellos podrían hacer algo mientras Harry
estuviera en poder de Jack.
Hizo una brusca inspiración.
Tenía que sacar a Harry del la esfera de influencia de
Jack, y la única manera de hacer eso sería casándose,
casándose con un hombre lo bastante poderoso para
invalidar la voluntad de lord Caldfort, ya fuera esta su
finalidad del momento o la manifestada en su testamento,
cuando hubiera muerto. ¿Por qué no había visto eso antes?
El padrastro correcto para Harry era su mejor protección,
y ahora que entendía la fama de Stephen, la elección estaba
clara.
¿Cómo podría lord Caldfort alegar que Harry
aprendería menos viviendo con Stephen que viviendo en
Caldfort? Y cuando él muriera, Stephen sabría cómo
trabajar con los fideicomisarios de Harry para sacar a Jack
de esa parroquia, y encontrarle una mejor, pero lejos, muy
lejos. En el norte, cerca de la familia de Emma; ella se
merecía esa felicidad.
Sólo así Harry podría visitar su propiedad sin correr
peligro. No era una solución perfecta, pero podría resultar,
sobre todo con la colaboración de los Pícaros. Seguro que
cuando Harry estuviera rodeado por esos protectores
poderosos, Jack comprendería que no sobreviviría si lo
asesinaba.
Lo único que tenía que hacer era casarse con Stephen.
Empezó a pasearse nerviosa por el dormitorio,
temblando de esperanzas y dudas. No hacía mucho había
pensado que volverse a casar sería imposible. Ahora, en
cambio, lo veía como una necesidad, pero también estaba
mal; estaba mal hacer planes para cazar a un hombre sin
importarle que él deseara o no casarse con ella.
Podría seducirlo, claro. Sabía que era capaz, y sabía
también que una vez que la comprometiera, se sentiría
obligado por el honor a proponerle matrimonio. Sería fácil.
Sintiera lo que sintiera por ella, no era inmune a la lujuria.
Pero seguía dudando de poder ser una buena esposa
para él. Deseaba serlo. Lo intentaría. Pero no siempre basta
con intentarlo.
Le había encantado esa conversación de política con él,
pero se conocía. Lady Alondra seguía revoloteando dentro
de ella, anhelando ser libre. No sería feliz encerrada en una
jaula de decoro, pero, ¿lograría él arreglárselas con sus
vuelos altos? Se acordó de otro político, William Lamb, que
constantemente se veía puesto en evidencia por su mujer
medio loca, Caroline. Ella no se portaría tan mal como esa
mujer, pero podría ser una carga para Stephen. Cuando él
la apodó lady Alondra no fue su intención hacerle un
cumplido.
Pensó en el corto período de tiempo que llevaban ahí. A
veces él actuaba de manera parecida a la de un amante,
pero en otras ocasiones sólo como un viejo amigo. De vez
en cuando se mostraba distante e incluso desaprobador.
Había esperado poder explorar eso más a fondo cuando se
marcharan, descubrir la verdad de lo que había entre ellos,
pero estando en peligro la vida de Harry no debía darle a
Stephen ninguna posibilidad de escapar.
Jamás había tenido que cazar a un hombre, y jamás
había tenido que seducir a uno, a no ser en sus juegos con
Hal. Era lo último que desearía hacer, sobre todo con
Stephen, porque…
Porque era un amigo, y la amistad exige confianza,
sinceridad. Había ido ahí sin imaginar que se pondría en
peligro porque ella y Stephen eran amigos. No creía que los
hombres se inquietaran por la posibilidad de ser seducidos
o violados, pero tal vez deberían.
Se apoyó en un poste de la cama de Stephen y la
contempló, viéndola de una manera totalmente nueva.
Capítulo 33
Laura volvió a la sala de estar y cerró la puerta del
dormitorio de Stephen para evitar la tentación. Habiendo
aceptado que Henry Gardeyne había muerto no le veía
ningún sentido a continuar escuchando a través de la
pared. Intentó distraerse con Guy Mannering, pero ese
drama ya carecía de peso. Le trajeron una carta de
Kerslake, pero ni siquiera la abrió. Estaba dirigida a
Stephen, pero ella podría haberla leído si creyera que traía
alguna información importante.
De tanto en tanto se levantaba a añadir leña al fuego del
hogar, y cuando comenzó a oscurecer el día, encendió dos
velas. Iba constantemente de la ventana a la chimenea,
tratando de no pensar. Pero se estaba haciendo de noche,
la hora más adecuada para la lujuria.
Entonces llegó Stephen.
—Lamento haber estado tanto tiempo fuera; el
reverendo Lawgood quería hablar sobre el sistema
Speenhamland.3 ¿Qué te pasa?
¿Tan visible era su estado de ánimo? Era de esperar que
sus pensamientos y planes no lo fueran.
Con sólo verlo le había dado un vuelco el corazón, y en
las entrañas. No supo discernir si eso se debió a un
sentimiento de culpabilidad, deseo o a ambas cosas, pero
la estremeció. Sí que lo deseaba, pero el deseo hacía más

3 Speenhamland system: Normas para procurar alivio económico a los pobres, de lo que se encargarían las
parroquias, adoptadas en gran parte de Inglaterra a raíz de la decisión acordada por magistrados locales en la Pelican
Inn de Speenhamland, cerca de Newbury, Berkshire, el 6 de mayo de 1795. (N. de la T.)
malvado su plan, no menos. Preferiría estar planeando
hacer un noble sacrificio por un hombre al que no deseaba.
Logró esbozar una leve sonrisa e hizo un gesto hacia la
mesa, donde estaba el papel en que había escrito el diálogo.
—Hablaron. Está claro que están juntos en esto y que
los dos han sido convictos, probablemente en Nueva Gales
del Sur. Dyer no puede ser Henry Gardeyne.
Stephen comenzó a leer y ella lo observó, rogando que
él lograra encontrar otra interpretación. Pero cuando
terminó, la miró muy serio.
—Eso parece. Lo siento, Laura. —Se le acercó y le cogió
la mano—. No temas. Encontraremos otras maneras de
mantener seguro a Harry.
Ella sabía que él no se refería a su plan, pero se sintió
como si le hubiera leído los pensamientos.
—Sí, lo sé.
¿Esta noche?, pensó. Podría ser mi última noche aquí.
¿Qué pretexto tengo para quedarme más tiempo?
Se liberó suavemente las manos y trató de hablar en
tono animado:
—Pero espero saber toda la historia algún día. Esto es
exasperante. ¿Con qué fin se ha inventado esta
conspiración ese par? ¿Y por qué «ahora», como preguntó
Nicholas Delaney?
—¿Y quién diablos es Oscar Oris? Eso me corroe. Mi
impresión es que todo en esa carta tiene un significado.
—¿No tiene ninguna relación con convictos ni con las
antípodas?
—No, de ninguna manera que yo logre ver, y eso que
he estudiado muchísimo estos asuntos en mis
investigaciones sobre el derecho penal. Ah, que se vayan a
las antípodas todos ellos. Ha parado el viento. Salgamos a
ver la puesta de sol antes de cenar. Sin catalejo. Sólo por
placer.
A ella le encantó la idea, dado que no había esperado
sentirse encantada, y tal vez podría alentarlo a hacerle una
proposición, en lugar de forzarla. Pero una mirada en el
espejo, cuando fue a ponerse la papalina, le produjo
grandes dudas. La seducción tendría que dejarla para la
noche, cuando pudiera ser Labellelle.
Aún así, encontró maravilloso estar fuera, inspirar el
aire fresco y salino del mar caminando por la playa,
admirando el último retazo de sol poniente, que brillaba
como fuego en lugar de gris. Un sol poniente que daba un
color rojo sangre a las agitadas olas.
Cerró los ojos e inspiró.
—Tal vez el aire de mar es verdaderamente sanador —
comentó.
—Ahora que ha pasado la tormenta.
Ella se giró a mirarlo.
—Benigno y destructivo. Dos aspectos de lo mismo.
Como el amor, como el deseo, como dos cuerpos
retorciéndose en una cama, pensó. Intentó interpretar cada
una de sus miradas y palabras, tratando de ver sus
verdaderos deseos, y sus puntos vulnerables. Él era un
misterio para ella, pero lo deseaba más y más, momento a
momento.
Continuaron caminando por la orilla, simplemente
evitando el eterno vaivén del mar. Como un amante
apasionado lamiendo la piel o los lugares secretos. Tragó
saliva, intentando dominar la oleada de conciencia sensual,
pero sintiendo subir el rugido del mar desde sus zapatos,
hacia arriba, arriba.
El único contacto entre ellos eran sus brazos cogidos, el
único contacto permitido entre una mujer achacosa y su
acompañante. Deseaba girarse y echarse en sus brazos,
imitar al mar besándolo, lamiéndolo, y eso nada tenía que
ver con un deseo maternal.
—Será mejor que volvamos —dijo él, dándose media
vuelta, hablando como si sólo fueran una inválida y su
acompañante.
Ya se había ocultado el último trozo de brillante sol,
oscureciendo el cielo y llevándose la pasión del mar, pero
eso no sirvió de nada para calmarle lo que sentía. Aunque
él no compartía sus deseos. Eso era evidente.
—¿Qué harás cuando acabe tu periodo de luto? —le
preguntó él.
¿Es que había que entablar una conversación práctica?
—Esperaba seguir viviendo en Caldfort.
—Te será más fácil mantener seguro a Harry si vives en
otra parte.
—Eso lo sé. —Notó su tono brusco—. No me lo
permitirán.
¿Podría exponerle la situación sinceramente y
concordar un matrimonio de conveniencia? Pero si él se
negaba, se pondría a la defensiva.
—Es posible hacer valer las influencias —dijo él
entonces—. ¿Dónde querrías vivir?
Ella dejó alargarse el silencio, con la esperanza de que
él hiciera una sugerencia, una proposición. Finalmente
dijo:
—En Merrymead, supongo.
—¿No en Londres?
—Mi pensión es generosa, pero no podría estirarla para
vivir entre la alta sociedad, y lady Alondra no puede
subsistir en los márgenes.
—Podrías vivir con Juliet hasta que vuelvas a casarte.
Él hablaba como si eso fuera un árido asunto de leyes.
—Podría, sí —dijo, ásperamente—. Una vez que logre
marcharme de Caldfort, encontrar un marido no sería
ningún problema.
«Ningún problema.»

Mientras iban subiendo la ligera pendiente hacia el


paseo marítimo, Stephen deseó destrozar algo o besarla
violentamente; deseó arrodillarse y suplicarle que se casara
con él, ¡con él! Pero ella no captaba ninguna de las
insinuaciones que él le hacía, y no deseaba insistir en el
asunto en ese momento. Ni en ese momento ni en ese lugar,
donde ella estaba confiada a él, a su cuidado. No debía
hacerlo ahí, donde ella no tendría manera de escapar si su
proposición nuevamente le causaba azoramiento.
Quizá le dijera que ya no quería vivir en Londres,
donde su trabajo le exigía vivir la mayor parte del año.
—Tal vez me gustaría volver a vivir en Londres —dijo
ella entonces, lo que le obligó a pensar si no habría
expresado en voz alta sus pensamientos—. Si tuviera a
Harry conmigo y una casa elegante.
Él no podía ofrecerle el pináculo de la sociedad ni un
título de nobleza, pero sí una vida elegante. Pero antes que
lograra encontrar las palabras para una respuesta
adecuada, ella continuó:
—En cuanto a lo de casarme, me tomo muy en serio el
asunto de darle el padrastro perfecto a Harry.
—¿Y quién sería ese padrastro perfecto?
Ella lo miró, pero en la creciente oscuridad él no logró
verle la expresión, ni siquiera a la tenue luz que arrojaban
las ventanas de la posada.
—Lógicamente un hombre que tenga el poder suficiente
para desautorizar a lord Caldfort y evitar cualquier
amenaza por parte de Jack. Alguien que sea capaz de
luchar por el bienestar de Harry, pero que también sea
capaz de amarlo, de ser un verdadero padre. Y —añadió,
hablando con una extraña rebeldía—, un hombre que tenga
dinero suficiente para apoyar el nuevo vuelo de lady
Alondra. Si me voy a Londres, sólo puede ser para volar.
Él no entendió su tono y eso lo amilanó. ¿Es que había
adivinado sus sentimientos y quería advertirle que no le
convenía repetir esa tontería?
—Sólo un tonto desearía enjaular a una alondra —dijo,
y abrió la puerta de la posada para que ella entrara.
Pasado un momento, cuando entró en su dormitorio,
Laura cerró las manos en sendos puños. Stephen se había
vuelto frío como el mar al oírla hablar de lady Alondra.
¿Por qué, por qué había obedecido al impulso de querer ser
sincera? ¿Por qué él no había captado sus insinuaciones con
respecto a lo del matrimonio?
Se sentía desgarrada por dentro. Ella era la madre de
Harry, y necesitaba a sir Stephen Ball como un arma,
cebada y cargada. Pero al mismo tiempo era su amiga, una
amiga que ahuyentaría a cualquier mujer que deseara
utilizarlo como deseaba utilizarlo ella. Era una mujer mala
que lo deseaba, y al cuerno con el honor y la sensatez.
Y esa noche debía decidirse, y actuar.
Capítulo 34
Se serenó, se enderezó la peluca y volvió a la sala de
estar. Stephen estaba sentado a la mesa escribiendo en un
papel. Eso le recordó tantas ocasiones de su juventud que
la invadió un calmante calorcillo de agrado.
Sonriendo fue a mirar por encima de su hombro. Tenía
abierta la carta de Farouk, pero estaba escribiendo en otro
papel.
—¿Qué haces?
—Busco un significado oculto —dijo él, tenso, trazando
un círculo alrededor del nombre Oscar Oris—. La boca de
Carris. ¿O tal vez, Caris, en mal griego, «la boca del amor»?
—¿Hache Ge ha sido esclavo de la boca del amor? —
Tan pronto lo dijo, pasó una lujuriosa imagen por su
mente. Se apresuró a añadir—: Más o menos al revés
podría ser sir Orasco.
Él le sonrió.
—Ese parece el nombre del villano de una farsa. Con
unas cuantas letras más tendríamos Scarred Boris.4
Ella se sentó a su lado, repentina y sorprendentemente
feliz por ese agradable momento.
—¿Rascal? Me gusta rascal.5
—Te faltan la a y la ele —dijo él—. ¿Osiris? Una
conexión con Egipto.
—Te falta una i.
—Tiene que tener un significado, tiene que significar
4 Scarred Boris: Boris el de la Cicatriz. (N. de la T.)
5 Rascal: Pillo, pícaro. (N. de la T.)
algo —masculló él, dejando el lápiz en la mesa—. No
puedo dejar de pensar que eso es la clave de todo.
Laura cogió el lápiz y escribió: Sir Acoros, Sir Ascoor,
Sirra O'Soc.
Él se echó a reír.
—¿Sirra O'Soc? Un bufón de una pantomima.
—Decididamente. —Entonces las letras se reordenaron
solas. Le cogió la mano—. ¡Stephen! ¡Es un anagrama!
¡Corsarios! —Le volvió la esperanza—. ¡Eso explica los
diez años! Explica por qué «ahora». ¡Lo explica todo! Desde
que naufragó el Mary Woodside, Henry Gardeyne ha sido
un esclavo de los corsarios en la Costa de Berbería, uno de
los que hace poco liberó la armada en Argel.
Él contempló el papel.
—Buen Dios, y mira. Egan Dyer es un anagrama de
Gardeyne. —La miró ceñudo—. Pero prácticamente no
había ningún británico entre esos esclavos. ¿Y un
aristócrata? Lo habrían rescatado hace años. Los corsarios
siempre aceptan rescates si pueden.
—Pero tiene que ser. No puede ser una coincidencia.
—Por lo menos tiene que haber una historia detrás de
esto. La historia con la que quieren engañar a lord Caldfort.
Ella vio al instante lo que él quería decir, pero no
deseaba que fuera cierto.
—Ya vuelves a ser sensato —se quejó—. Es posible, lo
concedo, pero es igualmente posible que Henry Gardeyne
haya estado esclavo, ¿verdad? Al fin y al cabo, ¿para qué
Farouk y Dyer, o quien quiera sea, iban a hablar de
libertad, sin saber que alguien los estaba escuchando, a no
ser que fuera cierto?
—Como tú dijiste, ¿convictos?
—¿Que se han escapado de Nueva Gales del Sur?
—O cumplieron su condena y han vuelto.
—Me cuesta imaginarme a Farouk como un convicto,
pero lo pensaré después. Por ahora, supongamos que
cuando el Mary Woodside se hundió, Henry Gardeyne no se
ahogó, y que fue capturado por los corsarios. Tal vez
pidieron un rescate y no se pagó.
—¿Su amante padre?
Ella frunció el ceño.
—No, eso es imposible. Al parecer quedó tan
destrozado por la muerte de su hijo que eso apresuró su
muerte. Pero podría haber alguna explicación.
Él le cogió la mano.
—Sé que deseas creer eso, Laura, pero permíteme que
haga de abogado del diablo. Si, por desgracia, Henry
Gardeyne estuvo esclavizado en Argel durante casi diez
años, cuando lo liberaron podría haber exigido todo tipo
de servicios y comodidades a la armada. Lo habrían traído
a Inglaterra en el mejor y más rápido de los barcos y tratado
como una celebridad por todo el país.
Ella lo miró arrugando la nariz.
—Y en lugar de eso se embarca furtivamente en un
barco de contrabandistas con sólo un criado árabe. Aunque
Farouk podría ser argelino, no egipcio.
—Pero en ese caso, es más probable que Dyer, o Henry
o quien sea, haya sido criado de él. ¿Y por qué un argelino,
uno educado, puesto que habla y escribe en buen inglés, se
toma tanto trabajo para traer de vuelta a su esclavo a
Inglaterra? Además, ¿por qué no lo entrega sencillamente
a lord Exmouth, como debería hacer?
—El diablo tiene un excelente abogado en ti —suspiró
Laura—. No tiene ninguna lógica. Pero tampoco tiene
mucha lógica como engaño. ¿Por qué el educado Azir Al
Farouk entra furtivamente en Inglaterra para intentar una
extorsión bastante débil?
Stephen lo pensó un momento.
—La pérdida de sus esclavos ha sido un fuerte golpe
financiero. Conoció a Henry Gardeyne. Sí, voy a elucubrar
con la idea de que Henry sobrevivió al naufragio el tiempo
suficiente para acabar en poder de los corsarios. En
realidad, Farouk lo compró, y estaba a punto de pedir
rescate cuando Henry murió. Lo borró como a una pérdida,
pero en su actual situación lo recordó, y recordó también
algunas de sus pertenencias, con las que podía probar su
derecho a hacer la reclamación. Encontró a un hombre
parecido a Henry y lo trajo aquí con el fin de sacarle dinero
a lord Caldfort.
—Eso tiene lógica —dijo ella—, pero también la tendría
si Hache Ge fuera Henry, ¿verdad? No, porque entonces
habrían pagado rescate por él. Además, todos dicen que
Dyer es muy blanco. ¿Cómo podría estar tan blanco
después de diez años en Argel?
Él le apretó la mano.
—Lo siento, pero creo que lo único que hemos
descubierto es la explicación que se oculta tras la extorsión.
Tal vez con la carta venía un mensaje adjunto exponiendo
esto a tu suegro.
—Y si lord Caldfort paga, Farouk le informará que ha
cumplido lo que ofrece y él con su cómplice se irán a
Carolina del Sur o donde sea. Ay, Dios, tal vez de verdad
tiene la intención de matar a su víctima y dejar el cadáver
para que lord Caldfort lo encuentre.
—Tal vez ahogado. Eso hace más difícil la
identificación.
—Me niego a sentir compasión por el granuja —dijo
Laura, aunque sí lo compadecía; Farouk parecía tan fuerte
y Dyer tan débil—. ¿Crees que de verdad es un inválido?
—¿Qué? ¿Es que quieres rescatarlo? Dudo que colabore.
Laura cayó en la cuenta de que se había dejado llevar a
aceptar la peor posibilidad, no la mejor.
—No renunciaré hasta estar segura. Imagínate que sea
Henry y lo dejamos a merced de Farouk o de Jack. Sí, si
Dyer es Henry, debería haberse presentado a lord
Exmouth, etcétera, pero se ha pasado diez años como
esclavo. Ha sufrido castigos horribles, y está herido o
lesionado de alguna manera. Tal vez Farouk se ha hecho
amigo de él y lo ha convencido de que regresar de esa
manera discreta es mejor que ser, como has dicho, tratado
como una celebridad por todo el país.
Él cogió el papel y lo arrugó entre las manos hasta
hacerlo una bola; eso era algo que hacía siempre cuando
tenía dificultad para tomar una decisión.
—Tú quieres que sea así, pero las pruebas no apuntan
hacia eso.
—Tengo que estar segura. Puedo permitirme quedarme
aquí un día más. En el caso de que lord Caldfort se lo haya
dicho a Jack y este se haya puesto en marcha esta mañana,
no llegará hasta mañana a última hora.
Él asintió y lanzó el papel justo al centro del fuego del
hogar.
—Muy bien. De todos modos, seguimos necesitando
una manera de comparar a Hache Ge con ese retrato. Una
cosa aparentemente tan sencilla nos frustra.
—Podríamos prenderle fuego a la posada —dijo ella, y
al instante levantó una mano—. Lo sé, ni siquiera lo
considero una posibilidad.
—Me estás haciendo considerar la posibilidad de
provocar una buena humareda. Pero no, es muy
arriesgado. Podríamos intentar forzar la cerradura.
—¿Sabes hacerlo?
—Sí —sonrió él.
—¡Stephen! ¿Y nunca me lo has dicho? Ni me lo has
enseñado a hacer, si es por eso.
—A saber qué habrías hecho con esa habilidad.
Ella le hizo un gesto travieso, pero por dentro le dolió.
—O podría echar abajo la puerta, con o sin la ayuda de
Kerslake o de Topham.
—¡Ah, lo había olvidado! Kerslake ha enviado un
mensaje. —Se levantó de un salto y fue a buscarlo—. Tal
vez tiene algo que aportar.
Él rompió el sello, lo leyó y enseguida se lo pasó a ella.
—Sólo confirmaciones.
Muy cierto. Kerslake decía que los detalles del
desembarco eran tales como él les dijo, y que los dos
hombres habían llegado solos. Nadie sabía nada acerca de
un niño desconocido en la zona, ni de personas que
pudieran estar aliadas con los dos hombres.
—Reitera el ofrecimiento de ayuda —observó—. Estoy
segura de que con eso podríamos sacar a Hache Ge de esa
habitación como una nuez de su cascara.
—Pero una vez que lo hagamos, se habrá acabado el
subterfugio. Tenemos que estar preparados para tomarlos
prisioneros, y tal vez opongan resistencia armada. Podrían
resultar heridas algunas personas, y si la fastidiamos de
alguna manera podrían escapar. ¿Qué deseas hacer? Te dije
que al final las decisiones habrías de tomarlas tú.
Eso Laura lo sintió como una carga, pero también se
sintió liberada. No necesitaría seducir a Stephen esa noche,
para robarle su libertad. Seguía habiendo esperanza.
—Procurar tener paciencia un poco más de tiempo —
dijo—. Escuchar a través de la pared, a ver si encontramos
claridad. Quizá mañana salga el sol y Hache Ge se siente
junto a una de sus ventanas abiertas. Es posible, ah, es
posible que ocurra algo. Por el momento, esta noche —
continuó, cogiéndole la mano—, simplemente disfrutemos
de este tiempo juntos. Hemos estado separados
demasiados años.
La mirada de él fue rápida y escrutadora, pero sólo dijo:
—Eso me parece delicioso. ¿Pedimos que nos sirvan la
cena ahora?
Ella asintió y guardó silencio mientras él tiraba del
cordón y luego hacía el pedido. Simplemente mirarlo,
escucharlo, le producía una inmensa dicha. Y ahora tenía
esperanzas. En el fondo, una intuición le decía que HG era
Henry, por lo que ella y Harry serían libres. Se iría a vivir
a Merrymead por un tiempo, y si Stephen no iba ahí a
cortejarla, ella iría a cortejarlo a él.
Nada de forzar, nada de seducción, sólo galanteo, un
cortejo, en el que los dos se conocerían más el uno al otro y
tomarían la decisión correcta.
Esperaron la comida en el relajado placer que
acompaña a los viejos amigos.
—Dijiste que Farouk compró un ejemplar de El corsario
—recordó—. Eso encaja ahora. Tal vez le gusta porque el
poema pinta a los corsarios como héroes.
—Es muy posible. Dicen que Byron se inspiró para
escribirlo en sus propias aventuras, y claro, le gustaba
vestirse con esa ropa.
—Que no se parece en nada a la que llevaba Farouk.
—Apuesto mi dinero a que Farouk es auténtico.
—Yo apuesto el mío también. Ciertamente es auténtico.
Cuando las criadas pusieron las fuentes en la mesa, se
sentaron y continuaron hablando del famoso poeta y de su
tormentosa y escandalosa vida.
—«Conectado con una virtud y mil delitos» —citó
Stephen—. Muchos creen que se describía a sí mismo.
El tiempo, la conversación y, tal vez, el vino, habían
relajado la tensión.
—¿Siendo su arte su virtud? —preguntó ella,
observando los móviles reflejos de la luz de las velas en su
clarete—. ¿No es suficiente un gran don?
Él la observó por encima de los restos de la comida.
—¿Y cuál es tu gran don, Laura?
Ella miró su copa y bebió un poco.
—Harry.
—No creo que un hijo, o hijos, pueda ser la principal
finalidad de una vida. Tu arte supera lo corriente.
—No tengo el menor deseo de ser pintora. —Lo miró a
los ojos—. Tal vez mi arte es ser un pájaro.
No vio ninguna reacción especial en él.
—¿Y volar alto? No hay nada malo en eso. La alondra
nos procura muchísimo placer inocente. —Dejó en la mesa
la copa, con la que sólo había estado jugando—. Lo
lamentaré, pero debo decirte una cosa.
—No la digas —dijo ella sin pensarlo, y frunció el ceño
tratando de descubrir el motivo—. Quiero decir, no me
digas algo que yo deba guardar en secreto. No sé si soy
digna de confianza en este momento.
—No es un secreto. Quiero que lo sepas. No fui a
Caldfort por casualidad.
Ella lo miró sorprendida.
—¿Formas parte de la conspiración de Farouk?
—Infierno y condenación, Laura. Por supuesto que no.
Esas maldiciones no la escandalizaban, pero la
sorprendía oírselas a Stephen.
—Perdona. ¿Por qué, entonces?
Él apretó los labios, como si quisiera retener las
palabras, pero las dijo:
—Inventé un motivo para visitar Caldfort porque
deseaba cortejarte.
Ella notó que la copa se le estaba ladeando y se apresuró
a dejarla en la mesa. Casi preguntó «¿Por qué?», pero eso
habría sido tonto.
—Y me encontraste preocupada y nerviosa. Pero
después no me dijiste nada.
Debería sentirse aliviada, extasiada. Pero era una
sorpresa tan impresionante que se quedó aturdida. Y él no
había dado ninguna señal hasta ese momento. O al menos
ninguna señal clara.
—La preocupación y el nerviosismo continuaron —dijo
él—. Creo que tuve la idea de atraer tu atención haciendo
algo heroico, pero parece que no soy de ese tipo de
hombres.
—Qué tontería. No habría deseado tener a ninguna otra
persona a mi lado en esto.
Él sonrió.
—Lo cual no es exactamente lo mismo.
Ella no sabía qué decir. Si podía creérselo, ¿y por qué
no?, era todo lo que necesitaba y deseaba.
Si sólo pudiera estar segura de que sería la esposa
adecuada para él. No dudaba de sus palabras, pero había
visto a muchos hombres elegir esposa por el deseo y luego
encontrarse con el desastre.
—A veces no sé si te gusto —le dijo.
—Ya hemos hablado de eso. Me gustas.
—Pero ¿me amas? —Agitó la cabeza—. No debería
preguntarte eso.
—No veo por qué no. —Cogió su olvidada copa y bebió
un trago—. Estoy resuelto a ser absolutamente sincero. No
sé bien qué es el amor, Laura. Te deseo. A lo bruto, pero es
así.
Tan a lo bruto que a ella le dolió.
—¿Deseas poseer a Labellelle?
Él lo pensó.
—Solamente en cuanto que ella es tu lado externo.
Eso estaba mejor.
—No soy seria en absoluto.
—Creo que puedes ser muy seria. Si no, seguro que yo
puedo ser serio por los dos.
Ella negó con la cabeza.
—No creo que seas serio. Es decir, lo eres, pero no
demasiado serio. —Se levantó y se alejó de la mesa—. No
logro encontrar las palabras correctas.
—Sensación con la que estoy muy familiarizado.
Ella notó que él continuaba sentado, lo cual era de mala
educación, pero era lo correcto.
—Podrías decirme lo que piensas de mí, qué soy para ti
—dijo él entonces—. Creo que somos amigos. Creo que nos
tenemos confianza, disfrutamos de la mutua compañía.
Pero necesitamos que haya algo más que eso entre
nosotros.
¿Absolutamente sincera? Podía decirle que estaba de
acuerdo en que eran amigos. Podía decirle que lo deseaba
tanto como él a ella, físicamente, su cuerpo unido al suyo.
Podía decirle que lo deseaba como marido para que
protegiera a su hijo.
Pero presintió que en ese momento no era necesario
decir ninguna de esas cosas. Afortunadamente había
esperanzas de que HG fuera Henry Gardeyne, y no
necesitaba traicionar la confianza de él. Tal como estaban
las cosas, en ese momento estaba tan tensa que no fue capaz
de aclarar su mezcla de necesidad, deseo y miedo. Ya había
tenido la experiencia de un matrimonio impulsivo,
insatisfactorio, y deseaba más, en especial para Stephen.
Se giró a mirarlo.
—No lo sé. Es más que amistad, créeme. No te veo como
a un hermano. Pero… —extendió las palmas abiertas, sin
saber qué decir—. No hay ninguna prisa, ¿verdad? Yo
estaré en Merrymead. Podemos…
No logró encontrar la palabra correcta. «Cortejar» no le
parecía adecuado.
—Continuar conociéndonos —dijo él—. No,
conociendo a las personas que somos ahora. —Se levantó,
caminó hasta a ella y le cogió las manos que todavía tenía
extendidas—. ¿No te molesta que haya ido a Caldfort con
esa intención?
—Noo, claro que no. Pero ¿por qué? Habíamos hablado
en muy raras ocasiones durante los últimos seis años. ¿Por
qué pensaste que deseabas casarte conmigo?
Él le levantó lentamente las manos y le besó cada una.
—Porque deseaba casarme contigo hace seis años.
—¿Cuando me propusiste matrimonio? Pero yo
pensé…
—¿Qué? —preguntó él, sonriendo.
Tenía que decirle la verdad.
—Que era galantería. Lógica, incluso. Pensabas que yo
iba a cometer un error y te ofreciste a rescatarme.
Él ensanchó la sonrisa.
—No andas muy lejos. Entonces yo no sabía cuánto me
importabas. Tal vez si lo hubiera sabido habría sido capaz
de convencerte.
—Lo dudo —dijo ella sinceramente—. Hal me
deslumbró y, en todo caso, me habría resistido al escándalo
de plantarlo.
—¿Aún si me hubieras amado?
Ella se liberó las manos.
—No sé si habría sido capaz de reconocer otro amor
entonces, pero el escándalo me habría aterrado. Sólo tenía
dieciocho años. Además —añadió, a posta—, deseaba a
Hal.
—Lo sé. Y una vez que lo tuviste, fuiste feliz. Yo acepté
mi destino. En realidad no estaba enfadado contigo, no.
Mis necesidades eran asunto mío, no tuyo.
—Pero ese es el problema. Yo no te conocía así.
—Lo sé, pero, ¿significa eso que nunca podrás hacerlo?
Podríamos probar la hipótesis…
La atrajo a sus brazos. Ella levantó una mano y la puso
entre ellos.
—Stephen. Creo que esto no es prudente.
—Confía en mí.
Se dejó abrazar porque era muchísimo lo que lo
deseaba. De buena gana modeló su cuerpo al suyo para el
primer y verdadero beso entre ellos, deslizó la mano por su
cuello, introduciendo los dedos en su sedoso pelo y abrió
la boca para saborearlo bien, y se le escapó un suspiro de
placer, de profunda y reveladora satisfacción.
Era diferente, muy diferente a Hal en todos los sentidos,
pero correcto. Esa parte, por lo menos, estaba bien.
Y por lo tanto era peligroso. Él la estrechó con más
fuerza, profundizando el beso, exigiéndole con la boca. Se
aferró a él, ardiendo de deseo y avidez. Haciendo un
esfuerzo, interrumpió el beso, se desprendió de sus brazos
y lo miró.
Vio su pena.
—¡No! —exclamó.
Él le puso un dedo sobre los labios, pero ella vio el
sufrimiento en sus ojos. Le cogió la mano y se la besó.
—No, no estoy ofendida —musitó con la boca en su
mano—. No, no me ha disgustado. Me ha gustado
demasiado. Como a ti.
—Buen Dios, sí. Ven a mi cama, Laura. Eso me gustaría
más aún.
Ella se rió sobre su mano, y apoyó la mejilla en ella.
—No debemos.
—Sabes que deseo casarme contigo.
—Por eso mismo. Si hacemos el amor, quedaremos
comprometidos. —Antes que él pudiera hacer el
comentario obvio, dijo—: No puedo creer que sea yo la que
esté predicando moderación, pero lo estoy. El deseo no
basta, Stephen, ni siquiera un deseo tan potente como este.
Podría no ser la esposa que necesitas.
—¿No tengo voz ni voto en esto?
—Sólo la mitad. ¿De verdad me conoces?
—Creo que sí.
—Sigo siendo lady Alondra.
—¿Sí?
Curioso que la tristeza pudiera hacerla sonreír, pero
sonrió apenada. Volvió a besarle la mano y se la soltó.
—Necesitamos tiempo. Tenemos tiempo. Podemos
besarnos y hacernos arrumacos de la manera habitual, para
estar seguros antes de establecer compromisos.
Él no dijo nada y se hizo el silencio, sólo roto por el
parejo tic tac del reloj y el inacabable murmullo del mar.
—Tienes razón —dijo él al fin—. No puedo creer que
seas tú la que predica moderación. Probablemente eso
significa que tienes razón en otros sentidos; que tus
sentimientos no sean tan profundos, que no estén tan
comprometidos como los míos.
Ella podía haber protestado, se sentía como si se le
estuviera rompiendo el corazón, pero sabía a qué llevaría
su protesta. Sólo había una manera de poner fin a eso.
—Buenas noches —dijo, y se retiró a su dormitorio.
Una vez ahí, se sentó a pensar, aunque no le sirvió de
nada. A saber a quién deseaba Stephen cuando fue a
Caldfort; pero seguro que ahora deseaba a la mujer capaz
de discutir de filosofía y leyes.
Creía que lady Alondra era una persona del pasado.
Sin embargo, ella no pensaba que eso fuera cierto, ni
sabía si deseaba que lo fuera, por lo tanto, tenía que
continuar siendo fuerte.

Stephen miró las fuentes y platos todavía sobre la mesa;


sobras, restos de salsas con la grasa ya fría, blancuzca.
Asqueroso; una buena representación de sus esperanzas.
Por un momento, cuando se estaban besando, creyó tener
el cielo en sus brazos, pero se vio arrojado bruscamente a
la tierra.
Ella podía azucararlo como quisiera, pero el beso no la
había dominado, su deseo no había sido irresistible, ni
había perdido la razón.
Se agarró a un asomo de esperanza. Tal vez la causa
fuera esa situación y las tensiones que provocaba. La
cortejaría de la manera correcta en la casa de sus padres, y
tal vez todo resultaría bien al final.
Cogió su copa abandonada y la apuró.
No lo creía.
No se lo creía ni por un maldito momento.
Capítulo 35
La luz del sol despertó a Laura en la última jornada que
pasaría en la Compass. Ocurriera lo que ocurriera ese día,
ella debía marcharse a primera hora del siguiente. Quizá
llegara Jack, pero aunque no lo hiciera, debía volver a casa.
No lo deseaba. Ah, sí que quería estar de vuelta con su
familia y suspiraba por Harry, pero no deseaba que
acabara ese tiempo especial con Stephen. Aun así tenía que
acabar, si no, se arrojarían de cabeza al desastre. Varias
veces durante la noche había tenido que resistir la tentación
de ir a su dormitorio, a saborearlo, acariciarlo, sentirlo, a
arder con él.
Y atarlo.
Se preparó para el día, tratando de armarse contra la
locura, ansiando y temiendo el próximo encuentro entre
ellos, pero cuando entró en la sala de estar, él no estaba.
Los restos de su desayuno reemplazaban los restos que
dejaron de la cena la noche anterior, y en el puesto de ella
había una nota.
«He salido a caminar. No tardaré en volver. S.»
La cogió, pensando que era la primera carta que recibía
de él. Parecería absurdo, pero él nunca le había escrito
desde el colegio ni de la universidad. ¿Para qué?; le contaba
todas las novedades durante las vacaciones y festivos.
Cualquier mensaje que le llegara de Ancross era de
Charlotte. Y después de su matrimonio dejaron de llegarle.
Sostuvo el papel en las manos como si fuera algo
precioso, tentada de guardarlo como un tesoro. Pero
simplemente lo arrugó entre las manos y lo lanzó al fuego.
Le elevó el ánimo verlo caer exactamente en medio de las
llamas. Sonriendo irónica para sus adentros, llamó para
que le trajeran el café, y se sentó a comer.
Cuando terminó, se acercó a la pared a escuchar.
Resolver los anagramas le había dado motivos para creer
que Dyer era Henry Gardeyne, pero necesitaba tener la
certeza; pruebas. ¿Era necesario rescatarlo de Farouk o no?
En realidad, le encantaría oír algo que le aclarara la
situación y la orientara respecto a qué debía hacer.
Al instante comprendió que estar en el dormitorio de
Stephen era peligroso. Los olores de su jabón y de él los
sentía con igual intensidad, si no más. El solo hecho de ver
su cepillo y su peine le atizó los deseos, y tocó su libro
simplemente porque él debió de haberlo sostenido entre
sus manos esa noche. Pero cuando miró el título descubrió
que era un informe encuadernado de un comité que estaba
investigando las cárceles del país. No debía obviar lo que
él era.
La silla seguía junto a la pared, así que se sentó a
escuchar con el auricular. Estaban hablando. Se sentó más
derecha, fastidiada por no haber traído papel y lápiz, pero
entonces se dio cuenta de que sólo se oía una voz, la de HG,
y estaba recitando:
Pero de todos modos se abrió paso de cuarto en cuarto;
buscan, encuentran, guardan: con sus vigorosos brazos
cada uno lleva un premio de desatendidos encantos;
Reconoció una estrofa de El corsario. Sin duda estaba
leyendo el ejemplar que compró Farouk, según descubriera
Stephen.
Continuó escuchando, disfrutando del relato de la
desesperada batalla para volver a los barcos. No tenía
ninguna otra cosa que hacer, y HG leía sorprendentemente
bien.
… El pacha galanteaba como si creyera que la esclava
debía sentirse encantada por sus atenciones amorosas.
El corsario prometía protección, calmaba el miedo,
como si su homenaje fuera el derecho de una mujer.
Sobrecogida por esas palabras, se apartó de la pared. La
primera frase describía a Hal a la perfección. Él suponía
que le hacía un gran honor, y ella pensaba lo mismo.
Y era cierto; él podría haber hecho un mejor
matrimonio.
¿Era Stephen el corsario, que deseaba protegerla y
calmarle el miedo?
Oyó un ruido y un momento después entró él en el
dormitorio. Al verla se detuvo un instante, y luego
continuó caminando, quitándose los guantes.
—Pareces divertida —dijo tranquilamente, como si no
hubiera nada incómodo entre ellos—. ¿Están contando
chistes?
—Hache Ge está leyendo El corsario. ¿Crees que el
homenaje de un hombre es un derecho de una mujer?
—No. ¿Por qué querría ser venerada una mujer, o un
hombre?
Ella cayó en la cuenta de que él acababa de poner el
dedo en el problema que había percibido.
—¿Por qué, en realidad?
Pero tal vez, pensó, ella se había portado tan mal como
Hal; se sintió gratificada por su proposición de
matrimonio, pero, ¿acaso no pensó que eso era lo que se
merecía? ¿Ella, la beldad de su región, deseada por todos?
Él la estaba mirando.
—Hay pocas cosas más preocupantes que una mujer
pensativa. ¿Estás preocupada por lo de anoche? No lo
estés.
Su tranquila y franca referencia a lo de la noche pasada
la exasperó, pero también la conmovió su sinceridad. La
pondría a su nivel todo lo que le fuera posible.
—Estoy preocupada por muchas cosas, Stephen, pero
no afligida. ¿Saliste a hacer algo útil o simplemente a
caminar?
—A caminar. —Se apoyó en un poste de la cama, de
cara a ella—. ¿Quieres volver a Redoaks ahora mismo?
Quizá sea lo mejor.
Sí que podría, pensó ella, pero dijo:
—No, le daré un día más a esto. Pero si esta noche no
hemos logrado aclarar nada, me gustaría organizar lo de la
intrusión. Arreglar el asunto de una vez por todas.
Él asintió.
—Le enviaré un mensaje a Kerslake. No, será mejor que
vaya. No es lejos, y este no es un asunto para ponerlo
francamente en una carta.
¿Era esa otra manera de eludirla?
—¿No hay ningún código ingenioso? —bromeó.
—Tengo unos cuantos, y seguro que él también. Por
desgracia, olvidamos coordinarlos.
No dejaba de sorprenderla.
—¿Eso puede esperar hasta después del almuerzo? Ha
salido el sol, y sin acompañante me veré obligada a estar
aquí encerrada. Podríamos caminar un poco y después te
iría bien almorzar también.
—Por supuesto. Podemos llevar el catalejo, por si
nuestra esquiva presa se sienta a tomar el sol junto a la
ventana.
El sol era agradable, corría una brisa muy suave y el aire
se sentía vigorizador, como siempre. A Laura ya le
encantaba ese aire y le costó hacer su papel de mujer
achacosa. Alargaron el catalejo y disfrutó observando un
barco con todas las velas desplegadas e hinchadas mientras
navegaba veloz por el Canal.
—Viene de vuelta, probablemente —comentó—. Pronto
llegará a Portsmouth, o tal vez siga hasta Londres. Ir en un
barco como ese debe de ser casi como volar.
—Algunos de los pescadores podría llevarnos a dar un
paseo por el mar —dijo él, y enseguida añadió—: Algún
día.
Cuando ya volvían a la posada se encontraron con
algunas personas que conocían. Entonces, después de
eludir al capitán Sillitoe, Laura dijo:
—Decididamente es hora de que me marche. Muy
pronto algunas de estas personas me conocerán tan bien la
cara que tal vez la recuerden cuando no vaya disfrazada.
—Cierto.
Mientras estaban sirviéndose un almuerzo liviano, ella
pensó si él estaría pensando, como ella, cuándo sería la
próxima vez que harían eso juntos.
Finalmente él se levantó.
—Sólo son tres millas, así que no tendría por qué tardar
mucho. Me preocupa dejarte aquí.
—Tengo mi pistola, ¿recuerdas?
—Y sabes usarla, sí. Pero no hagas nada temerario. —
Levantó una mano—. Lo comprendo. Pero preferiría no
encontrarme con tu cadáver cuando vuelva, ¿sabes?
—Y yo preferiría que no me trajeran tu cadáver, así que
cabalga con cuidado. Supongo que la ruta va por los
acantilados.
Él apretó los labios y luego los relajó en una sonrisa.
—Muy bien, pero yo no estaré en compañía de villanos.
—Dudo que yo vaya a estarlo, pero si veo una
oportunidad de ver a Hache Ge, la aprovecharé. Pero con
cuidado. Con mucho cuidado.
—Como quieras —suspiró él. La atrajo hacia sí y le dio
un rápido beso—. Cuídate.
Acto seguido pasó por su dormitorio y salió por la
puerta de ahí. Pasado un rato ella lo vio alejarse montado
en un caballo que debió alquilarle a Topham. El caballo no
era tan magnífico como el que llevaba cuando viajaron
juntos al marcharse de Caldfort, pero de todos modos ella
disfrutó observándolo.
Cuando él se perdió de vista, entró en su habitación y
sacó su pistola. Su sencillo vestido tenía unos bolsillos que
caían bajo la falda y puso la pistola en uno de ellos, pero
como pesaba mucho, la metió en su ridículo y se lo llevó
con ella.
Fue a escuchar a través de la pared, pero sólo oyó
silencio. Ya se estaba alejando cuando sonó un fuerte
estampido que la hizo pegar un salto. Miró hacia la pared.
¿Un disparo?
Sólo había disparado al aire libre, por lo que no sabía
cómo sonaría un disparo en una habitación contigua,
aunque el sonido no le pareció de disparo. Fue más
parecido al golpe de un mazo sobre una mesa. ¿Un cuchillo
sobre un tajo?
No podía desentenderse de eso. Fue a abrir la puerta
que daba al corredor, asomó la cabeza, y se encontró ante
los oscuros ojos de Azir Al Farouk. Una rápida mirada le
dijo que no llevaba manchas de sangre.
Consciente de que al verlo había hecho un gesto de
sorpresa, lo aprovechó.
—¡Ah, señor Farouk! —exclamó, con una mano en el
pecho—. Me pareció oír un disparo… ¿Todos están bien?
—¿Un disparo, señora? No he oído ningún disparo.
—¿Un ruido fuerte, entonces? ¡Fue muy alarmante! Me
pareció que venía de las habitaciones del capitán Dyer.
—Ah. He matado una cucaracha con una de las botas
de mi amo.
Seguro que eso era un cuento.
—Ah, comprendo. Debe disculparme.
—No, señora, usted debe disculparme a mí por haberla
perturbado.
Diciendo eso, le hizo una venia, con austera amabilidad,
y continuó su camino.
Laura siguió en la puerta, observándolo. Le había
hablado con un acento mucho más marcado que cuando
ella lo oyó por la pared. ¿Por qué? ¿Para qué hacer esa
farsa? ¿Para disipar sospechas?; los ingleses se inclinaban
a creer que los extranjeros eran menos inteligentes que
ellos. Eso la incitaba más aún a descubrir la verdad.
Echó a andar por los crujientes tablones del corredor y
golpeó la primera puerta. Nada, ni el más mínimo sonido.
¿Sería posible que Farouk hubiera recibido la paga y ese
ruido hubiera sido el de la ejecución?
Recordando que debía portarse como la señora Penfold,
continuó golpeando.
—¿Hola? ¿Capitán Dyer? ¿Se encuentra mal? ¿Hola?
Ay, Dios, ay Dios, ¿qué hacer?, ¿qué hacer?, Dios mío.
Y así continuó, golpeando y farfullando. Seguro que si
estaba ahí, si estaba vivo, tendría que reaccionar.
Entonces oyó algo. Arañazos. Algo raspando…
¿Alguien arrastrando los pies? ¿Es que el hombre herido
venía arrastrándose por el suelo en busca de auxilio?
De repente sonó el pestillo y se entreabrió la puerta.
—¿Qué se le ofrece? —preguntó un hombre de cara
blanca y pálida, en un susurro.
Capítulo 36
El primer y demoledor pensamiento que pasó por la
cabeza de Laura fue que ese no era, y no podría ser jamás,
Henry Gardeyne.
El segundo fue que estaba herido y que se había
arrastrado hasta la puerta para pedir auxilio.
El tercero fue que no, pues no se veía sangre, aunque
ese joven era verdaderamente un inválido que había
agotado todas sus fuerzas al caminar hasta la puerta.
Estaba aferrado a ella como un desesperado.
Al instante le pasó un brazo por la espalda,
agradeciendo que fuera más bajo que ella.
—Mi estimado señor, ¡cuánto lo siento! Permítame, por
favor, ayudarlo a volver a su silla.
La silla estaba junto a la mesa, sobre la que había cartas
dispuestas para un solitario.
—Le ruego que me disculpe por haberle hecho
levantarse, señor —dijo sinceramente cuando llegaron a la
mesa y él se pudo afirmar—. Simplemente me preocupé
porque oí un ruido muy fuerte.
El joven se sentó haciendo un gesto de dolor.
Demasiado joven. HG no podía tener los treinta años
que tendría Henry Gardeyne. Y por si eso fuera poco, no se
parecía a él absolutamente en nada. Las facciones de Henry
Gardeyne a los veinte años eran de fina estructura ósea,
pero no tan delicadas como esas. Tenía el pelo castaño, sí,
pero el de HG era más claro, de un color miel oscuro, y
bellamente ondulado.
Lo que hacía todo más imposible aún eran los ojos, de
un azul claro como un cielo de verano. Normalmente los
ojos Gardeyne eran castaños, y en el retrato de Henry
aparecían oscuros. Un pintor podía tomarse libertades,
pero no hasta ese extremo.
Él cambió de posición en la silla, haciendo otro gesto de
dolor.
—Lamento que el ruido la haya inquietado, señora. Sólo
fue Te… Farouk, al matar una cucaracha. Detesta a esos
bichos.
Laura notó que se sentía angustiado y nervioso, y eso le
extrañó, ya que estaba claro que participaba en la
conspiración. Al fin y al cabo había podido abrir la puerta,
por lo que no estaba encerrado. ¿Se temería un castigo? La
expresión del joven apelaba a sus instintos protectores.
Rápidamente hizo unos cuantos análisis.
Hablaba bien, pero no con la pronunciación culta de un
hombre de alcurnia. Tenía un ligero acento, pero no logró
localizar de qué región. No tenía la apariencia de un oficial
del ejército, pero en realidad no debía hacer ese juicio. La
guerra podía volver débiles a hombres fuertes.
De todos modos, fuera quien fuera, no era Henry
Gardeyne.
Eso era el fin de sus esperanzas.
—¿Señora? ¿Se siente mal? Siento mucho que se haya
alarmado.
Ella pensó que de todos modos debería intentar
descubrir qué pasaba, aunque sólo fuera por lord Caldfort.
Y por Harry; si esos delincuentes tenían éxito en lo de la
extorsión, las diez mil guineas saldrían de su herencia. Se
sentó, recordando que debía ser la achacosa señora
Penfold, personaje que se le escapó cuando lo ayudó a
caminar hasta la silla.
—No, no, señor. Bueno, sólo un poco. Ahora estoy
mucho mejor. Qué triste estar tan enfermo siendo tan
joven, capitán Dyer. ¿Una herida de guerra?
Él pestañeó, nervioso.
—Fiebre. Y un accidente. Me estoy recuperando.
—Veo que está haciendo un solitario. Es un agradable
pasatiempo, pero con el tiempo se hace tedioso. ¿Le
apetece jugar a algo? ¿Al casino, tal vez, o al cribbage?
Él miró hacia la puerta y ella comprendió que estaba
preocupado por el regreso de Farouk. No podía hacerle
eso.
—Perdone que haya venido a molestar, capitán.
¿Prefiere que me vaya?
Hizo ademán de levantarse, y entonces él dijo, casi
tímido:
—No, si no le importa. Sí que es tedioso estar aquí, y
querría aprender algo más de… cosas. He estado muchos
años en el extranjero, ¿sabe?
Ella entendió por qué Farouk lo mantenía en sus
habitaciones. Era fatal para mentir. Entonces recordó que
podría haber sido un esclavo en Argel, pobre hombre.
¿Y luego llevado hasta allí para simular que era Henry
Gardeyne? Al que ni siquiera se parecía.
Y estaba claro que no había hecho ningún trabajo
pesado últimamente ni vivido bajo un sol abrasador. La
piel de su cara era tan blanca y delicada como la de la
beldad más exigente, y la de sus masculinas manos, igual
de tersa y suave.
Sencillamente tenía que resolver ese enigma.
Volvió a acomodarse en la silla y puso su pesado
ridículo sobre la mesa, cerca.
—El aire suele ser muy insalubre en el extranjero —
cacareó—. Pero claro, usted no puede haber estado en el
trópico, señor. —Al ver que él la miraba asustado,
añadió—: No está tostado por el sol, señor. Mis dotes de
observación son mi orgullo.
Él sonrió, y a ella le pareció que era para reprimir la risa
por su idiotez. Ocultaba los ojos con los párpados
entornados.
—No, nada de sol.
—¡Un clima helado! —exclamó ella—. Es igualmente
dañino. El clima de Inglaterra es ideal porque es
«templado», ¿sabe? Evita los extremos tropical y ártico.
¿Recibe buen tratamiento aquí, capitán? Tengo entendido
que en Draycombe hay muchos médicos excelentes.
—Ah, Farouk cuida de mí.
Laura frunció los labios.
—Su criado del turbante, sí. Pero, perdóneme, señor,
una constitución británica exige un médico británico. Aquí
he conocido a uno muy simpático. Creo que le envió un
tónico.
Haciendo otro leve gesto de humor, él apuntó hacia una
botella de vidrio oscuro que estaba sobre el aparador.
—Farouk no se fía de eso. Yo lo olí, y huele horroroso.
Laura adoptó la expresión severa de la institutriz que
tenía en Merrymead cuando era niña.
—Cuanto mejor es un remedio, peor es su sabor, señor.
—Farouk dice que por eso los médicos los hacen saber
tan mal.
Farouk dice, Farouk dice. No, ese joven no había sido
jamás un oficial. Daba la impresión de que acababa de salir
del aula, aun cuando parecía tener la misma edad que ella.
—Además —continuó él—, los médicos dicen que sólo
necesito reposo para reponerme. Es condenadamente
aburrido. —Se ruborizó por la palabrota—. Perdone,
señora.
Ella agitó la mano enguantada.
—Oh, soy indulgente con un galante soldado, señor. Me
parece que no me he presentado, ¿a que no? Soy la señora
Penfold, viuda, ¿sabe? Estamos en una situación similar,
porque he venido aquí por mi salud, aunque me temo que
no tengo ninguna excusa noble para mis achaques. Desde
la muerte de mi amadísimo marido he estado muy mal de
los nervios, así que mi querido primo se ofreció a
acompañarme aquí durante un tiempo corto. Si me va bien,
podría tomar habitaciones…
Y así continuó un rato, explicándole planes ficticios
para su recuperación, hasta que vio que él se relajaba.
Era el momento de fisgonear.
—Así, pues, señor, ¿qué me dice del señor Farouk? Qué
apariencia tan interesante. ¿Es indio, ha dicho?
Muchas veces un error consigue una verdad. Resultó.
—No —dijo él. Guardó silencio un momento—. Es…
esto… egipcio.
—¡Egipto! El país de moda, señor, está haciendo furor.
Pirámides, cocodrilos, y la esfinge. ¿Estuvo en un puesto
en Egipto? ¿Así fue como él entró a su servicio? Ah, no, ha
dicho otro lugar. Rusia.
Esta vez el truco del error no le dio resultado.
—Tal vez podríamos jugar a las cartas, señora Penfold.
No conozco los juegos que mencionó, pero me gustaría
aprender.
Era evidente que con eso quería distraerla, pero le
brillaban de interés los ojos. Y eso presentaba un nuevo
enigma. ¿No sabía jugar al casino? Se jugaba en todas las
casas, incluso los niños en las escuelas.
Vaciló. Si se quedaba más rato, seguro que Farouk la
sorprendería ahí, pero, ¿importaba eso? De todos modos
HG le diría que ella había estado ahí, y su pretexto seguiría
siendo válido. En realidad, era menos riesgo que la
sorprendieran ahí jugando inocentemente a las cartas con
el inválido, que si se marchaba después de hacer unas
cuantas preguntas.
Juntó las cartas, las barajó, explicándole al mismo
tiempo las reglas del juego, y luego dio. Para evitar
sospechas, no le hizo ninguna pregunta mientras jugaban;
simplemente intentó comprender a ese extraño joven. Él
aprendió rápidamente el juego, por lo tanto no era un
simplón, y sin embargo su entusiasmo por el juego parecía
infantil.
Pasado un rato le explicó que solía jugar al casino con
unos sobrinos y sobrinas de ficción, y con eso se enteró de
que en la familia de él no se jugaba jamás a las cartas.
—Metodistas —explicó él, curvando los labios, en un
gesto que podría ser una mueca.
Una explicación. En eso, al menos, se había inventado
un misterio de la nada.
—Bueno, seguro que eso es una práctica digna —
comentó—, pero no veo ningún daño en un simple juego
de cartas. No hay por qué jugar al casino por dinero, ni
siquiera por medio penique.
—De todos modos, las cartas son el primer paso hacia
la condenación —dijo él, sonriendo.
Ella vio la ocasión y la aprovechó.
—¿Tal vez está distanciado de su familia, capitán? ¿A
eso se debe que no se esté recuperando en su casa?
—Sí, por eso —contestó él.
Pero fue demasiado rápido en contestar.
—Es muy triste cuando las familias están divididas. Si
ha estado sirviendo en el ejército fuera, tal vez hace algunos
años que no ha visitado su casa. Ahora podrían ser más
tolerantes.
La rápida mirada de él la sorprendió por su travieso
cinismo.
—Lo dudo.
Y, ooh, esos ojos pícaros. ¿Qué robusta familia
metodista pudo haber producido a esa criatura mágica? No
era de extrañar que se hubiera separado de ellos.
—Qué pena —dijo—. Qué tontería aferrarse a viejos
distanciamientos, pero la pérdida es para ellos, no me cabe
duda. Así pues, ¿qué va a hacer cuando se haya
restablecido su salud? ¿Volverá al servicio militar, o ha
vendido…?
—¿Vendido? —preguntó él, como si no supiera de qué
hablaba.
—Vendido su comisión en el ejército. Retirado.
—¡Ah, claro! Eh… sí.
—Debido a sus heridas —dijo ella, asintiendo
compasiva, aunque deseaba poner los ojos en blanco.
Ejército y un cuerno. No sabía lo de vender la comisión,
y los capitanes que se retiraban del ejército dejaban de usar
su rango.
Dio las cartas para otra mano.
—¿Va a irse a vivir a la misma zona, señor? Debe de
tener amistades ahí. ¿De dónde dijo que era? ¿Cheshire?
—Suffolk.
—¿Una propiedad en el campo o en la ciudad? —
preguntó, como si toda su atención estuviera en las cartas
que sostenía en abanico.
Él no contestó, así que ella lo miró, sonriéndole
amablemente.
—Eeh… Ipswich.
Esto lo dijo casi en un murmullo, y se estaba poniendo
nervioso. Ella miró sus cartas simulando que estaba
ocupadísima pensando en su estrategia mientras las piezas
del rompecabezas comenzaban a cobrar forma.
Una ciudad portuaria. ¿Habría sido marinero? ¿Se
habría hecho marinero para huir de una familia severa?
Podría haber sido capitán de un navío, y estos no
compraban ni vendían sus comisiones. Pero si era difícil
imaginárselo como capitán en el ejército, imposible hacerlo
como amo y señor de un barco. No había ni un asomo de
autoridad en él.
No, si tuviera que apostar dinero, apostaría a que huyó
de su casa cuando era muchacho para ser marinero, y un
marinero podría haber sido capturado por piratas
bereberes. Incluso podría haber trabajado en el Mary
Woodside, comprendió.
—Debe de haber visitado países fascinantes, señor —
dijo, poniendo un tres sobre un cuatro—. Siete.
—No.
Ella levantó discretamente la vista y lo vio tragar saliva,
tratando de pensar qué decir.
—No los encontré fascinantes.
—Ah, comprendo. Usted, como yo, preferiría vivir en
su terruño, en Inglaterra.
—O en Francia.
Ella recordó que el día anterior lo oyó decir eso mismo.
Frunció los labios.
—Ah, es un país fascinante, sin duda, pero no puedo
olvidar que hasta hace muy poco los franceses eran
nuestros enemigos, y esa guerra les costó la vida a
muchísimos hombres valientes.
—O Italia —dijo él, ya algo desesperado—. O Estados
Unidos. ¡Ah, Azir! Verás, la señora Penfold me ha estado
enseñando a jugar al casino.
La voz se le había elevado a un tono muy agudo.
Laura giró la cabeza y sintió pasar un escalofrío de
miedo por toda ella, tal vez debido a la glacial expresión
que vio en la angulosa cara del árabe.
Se levantó por impulso, y no tuvo el menor problema
en parecer nerviosa y tambaleante.
—¡Señor Farouk! Lo he pasado divinamente jugando a
las cartas con el capitán Dyer, y él reconoce que se aburre
solo aquí, así que no debe vacilar en solicitar mi compañía
siempre que él la desee.
Cogió su ridículo, encontrando consuelo en el peso de
la pistola que llevaba dentro. Le pareció que el árabe
titubeaba, como si no quisiera dejarla salir, pero entonces
él se hizo a un lado.
Echó a andar remilgadamente a pasitos cortos hacia la
puerta y cuando ya había salido al corredor, se giró a mirar.
HG tenía la expresión de un cachorrito que espera un
castigo; pero un cachorrito amoroso.
—Dígamelo siempre que desee jugar a las cartas otra
vez, capitán.
Diciendo eso, trotó a paso menudo hacia la puerta de su
sala de estar. Pero tan pronto como entró, voló al
dormitorio de Stephen y apoyó el auricular en la pared.
Farouk estaba hablando en voz baja y en tono enfadado,
pero captó algunas palabras.
—Tontería… peligroso.
La voz de HG se oyó alta y clara:
—Sólo es una mujer tonta, y me aburro tremendamente
aquí. ¿Cuándo podremos marcharnos?
—Pronto tendríamos que saber algo de los Caldfort.
O sea, que todavía no había recibido nada.
—Entonces, ¿podremos irnos a un lugar seguro?
—Sí.
—Estás enfadado conmigo —dijo HG, con una vocecita
de niño pequeño.
—No, no. No ha habido ningún perjuicio, nuraní. Sé
que esto es difícil para ti.
—Es…
Las voces bajaron a un apagado murmullo. ¿HG estaría
llorando? Debería considerarlo patético, pero sintió el
deseo de protegerlo. Era evidente que en cierto modo
estaba esclavizado por Azir. Tal vez sí había sido su
esclavo. Haciendo trabajos de esclavo en algún lugar bajo
tierra, lejos del sol.
Entonces se acordó de sus manos.
Emitió un gruñido, harta de intentar hacer calzar las
piezas de ese misterio. Las voces bajas se apagaron más
aún y entonces se cerró una puerta. Habían entrado en el
dormitorio. O Farouk había enviado a HG a la cama, como
a un niño travieso.
Se enderezó y abandonó su puesto de escucha. Fue a
asomarse a la ventana de la sala de estar a mirar el
ondulante mar y el cielo azul despejado, iluminado por el
sol. Esa no era una visión a juego con sus pensamientos. Ya
no quedaba ninguna esperanza de que HG fuera Henry
Gardeyne.
Stephen había hecho un viaje inútil, puesto que no era
necesario invadir la habitación. Al momento cambió de
opinión. Lo harían, para liberar a HG de Farouk y darle la
oportunidad de vivir su vida como quisiera. Pero tendría
que dejar eso en manos de Stephen; ella tenía que volver a
casa.
Entonces la golpeó la comprensión de que Harry seguía
siendo tan vulnerable como antes; que debía volver a su
plan anterior. Tal vez ya no fuera tan malvado después de
todo. Stephen le dijo que deseaba casarse con ella, por lo
tanto no había ninguna necesidad de seducirlo. Sólo tenía
que decir sí.
En cuanto a la conveniencia, procuraría hacer un trato
honrado. Al fin y al cabo, lo amaba, por lo tanto no le sería
tan difícil ser lo que él deseaba y necesitaba: una mujer bien
informada, seria, decorosa, interesada en las cosas
importantes. No habría ni un asomo de la alondra. Había
disfrutado muchísimo de ese tiempo tranquilo ahí, y de sus
complejas e interesantes conversaciones.
No estaba prestando atención a lo que estaba mirando,
así que le llevó un momento comprender lo que veía.
Jack Gardeyne. ¡Cabalgando hacia la Compass!
Capítulo 37
Laura se apresuró a apartarse de la ventana. ¿Cómo
había podido Jack llegar tan rápido? Debía de haber
cabalgado como el viento, y hacer la mitad del trayecto
durante la noche. No debería haber infravalorado a un
Gardeyne deportista. Claro que no encontraría nada aparte
de un fraude, pero si la veía a ella las consecuencias serían
terribles.
Se acercó nuevamente, lo justo para observarlo por un
lado de la ventana. ¿Es que pensaba tomar habitaciones
ahí? ¿Cómo podría evitar encontrarse con él? Seguro que
su disfraz no lo engañaría más que un momento.
Entonces lo vio hacer virar al caballo para volverse, y
soltó el aliento en un fuerte resoplido de alivio. Sólo había
venido a observar la posada.
¿Qué haría?
Lo vio alejarse por la calle y entrar en el patio de la
posada King's Arms.
Ah, gracias a Dios; ahí venía Stephen. Esperó
impaciente, con un ojo puesto en la calle. Tan pronto como
él entró, exclamó:
—¡Jack Gardeyne está aquí!
Al instante él se puso alerta.
—¿En la posada?
—No, pero pasó por aquí, observándola.
Él sonrió.
—Entonces las cosas podrían ponerse interesantes.
—¡Interesantes! —exclamó ella, dejándose caer en un
sillón. Pero claro, él no sabía lo que sabía ella—: Hache Ge
no es Henry Gardeyne.
—¿Qué?
Le explicó la historia.
Él estaba junto a la ventana mirando fuera, así que no
podía verle la expresión.
—Y no me digas que corrí un riesgo muy grande —le
espetó cuando terminó.
—Ni lo soñaría —dijo él, posiblemente sarcástico—.
¿Estás segura? Podría haber cambiado mucho.
—¿Incluso el color de los ojos? Más importante aún,
apostaría todo mi dinero a que alguna vez fue un vulgar
marinero. Se le ve, aun cuando ha recibido educación. ¿Y
cómo pudo ocurrir eso si era esclavo en las minas de Argel?
Pues porque nunca estuvo ahí, lógicamente. La piel de sus
manos y de su cara es más blanca y delicada que la mía.
—Imposible —dijo él, sonriendo.
—Espera a verlo.
—¿Te pondrás celosa?
Ella vio a tiempo adonde podría llevarlos eso.
—Nada de esto tiene sentido. ¡Nada! Pero deseo liberar
a Hache Ge de Farouk. Farouk… lo domina, y estoy segura
de que puede ser muy cruel.
—Claro —dijo él, al parecer sumido en sus
pensamientos—. Y nos conviene ver qué hace Jack
Gardeyne. Podríamos aprovechar algo de eso. Pero tú
tendrás que permanecer en estas habitaciones. Podría
reconocerte.
—Tienes razón. Y justo cuando por fin brilla el sol. En
cuanto a Jack, ¿qué crees que hará?
—Investigar, supongo. Y tener tantos problemas como
hemos tenido nosotros para ver a Hache Ge.
Pero Stephen tenía una expresión que ella le conocía de
antes: de pensamiento profundo.
—¿No podría ser que lord Caldfort sólo le hubiera
comunicado su preocupación y que Jack haya decidido
actuar por su cuenta?
Ella se enderezó.
—¿Golpear sin aviso y librarse totalmente del
problema? Eso sería propio de él. Y su principal objetivo
sería Hache Ge. Hasta que lo vea. Entonces, supongo que
se marchará a casa riendo.
—De ahí el encierro de Hache Ge. No podían saber
cuándo llegaría alguien a investigar, así que Egan Dyer
tenía que estar oculto, fuera de la vista. Es extraño que
Farouk no buscara a alguien más parecido.
—¡Ooh! —exclamó ella, exasperada—. Sigo sin
encontrarle lógica. Mi cerebro está como una olla de grillos.
Debería marcharme a Redoaks ahora mismo.
Entonces comprendió que eso dejaría suelto a Stephen.
—¿No quieres estar aquí para pillar a Jack Gardeyne en
una maldad? —le preguntó él—. Podría serte muy útil.
—¿Cómo una espada de Damocles? Eres como la
serpiente y la manzana.
—Ssssss.
Ella se rió, agitando la cabeza, pero en su interior sabía
que era ella la serpiente, o Eva, lista para tentarlo, y tal vez
arrastrarlo a una vida desgraciada.
—¿Y los hombres de Kerslake? —preguntó.
—Llegué a Crag Wyvern, y no le envidio esa casa a
Kerslake. Es como el más lúgubre castillo medieval; por
fuera sólo tiene saeteras. Bueno, allí me enteré de que
estaba en Bridport, así que le dejé un mensaje, insinuándole
la situación. Es probable que cuando lo reciba ya sea
demasiado tarde para venir aquí hoy, pero eso ya no
importa.
No, ya no importa nada, pensó ella.
De todos modos, continuó inquieta por HG; se veía tan
indefenso.
—¿Y si Jack ha venido preparado para pagar el dinero
y Farouk le corta el cuello a Hache Ge? Que Hache Ge
quiera tanto a Farouk como parece, no significa que este no
sea un villano y un monstruo. Y el joven es extrañamente
dulce.
Stephen la miró enfurruñado.
—Apruebo un corazón tierno, pero el tuyo se está
volviendo sensiblero. ¿Qué quieres que haga?
—Si Farouk vuelve a salir, ¿podrías seguirlo?
¿Asegurarte de que no se encuentra con Jack?
—Puedo, pero no quiero dejarte sola aquí. Lo sé, lo sé,
pero si Jack Gardeyne es un asesino, agradecerá la
oportunidad de poderte matar a ti también. Eso dejaría a
Harry totalmente a su merced.
La recorrió un escalofrío.
—Tienes razón. Tendré cerrada la puerta con llave
mientras tú no estés, y tengo mi pistola.
La sacó del ridículo y él se acercó a mirarla.
—Bonita pistola. ¿Dispara recto?
—Le daba a cosas con ella. Dejé de practicar cuando Hal
quiso que le disparara a un conejo. —Vio pasar un leve mal
gesto por su cara—. Stephen, no puedo y no quiero dejar
de hablar de Hal. Fue mi marido cinco años y algunos de
esos años fueron felices. Harry es su hijo, y haré todo lo
posible por mantener vivo su recuerdo en él.
Bueno, ya lo estaba ahuyentando otra vez.
—Simplemente pensé si serías capaz de dispararle a un
hombre.
—Ah —dijo ella, desinflada—. ¿Tú le has disparado a
un hombre alguna vez?
—Tocado. Pero le he disparado a conejos y a otros
diversos animalitos.
Ella guardó la pistola en el ridículo.
—Sólo puedo esperar a ser capaz de hacer lo que tenga
que hacer.
Él volvió a la ventana a mirar fuera y ella empezó a
pasearse, nerviosa, preocupada. Aunque sabía que esa
aventura era seria, antes no le había parecido
verdaderamente peligrosa. Ni siquiera sabía de dónde
venía el peligro, si de Jack, de Farouk o de los dos, pero sí
creía que había peligro.
No deseaba que Stephen saliera a caminar por ahí, aun
cuando Jack podría encontrarse con él y no sospechar nada.
Entró en el dormitorio de Stephen y fue a escuchar a
través de la pared.
Silencio.
¿Y con qué fin, por cierto? Ya sabía la verdad, y sabía
qué tenía que hacer.
A escondidas de Stephen, se apoyó en un poste de la
cama. Lo deseaba tanto, tanto, de maneras terrenas y de
otras, que se sentía débil por esos anhelos. Sólo había que
ver lo tranquilo que estaba él. Tal vez sus advertencias
habían arraigado en él y había recuperado la sensatez. ¿Y
cómo podría seducir a su amado así? Olla de grillos, desde
luego.
Un ruido la sobresaltó y al instante supo qué era.
Crujidos en el corredor. Entró a toda prisa en la sala de
estar.
—Creo que Farouk se marcha.
Stephen cogió sus guantes y su sombrero y ella fue a
ocupar su puesto junto a la ventana.
Stephen se detuvo en la puerta.
—¿Qué vas a hacer si Farouk ha ido a la botica a
comprar emplastos de trigo y Jack entra furtivamente aquí?
—Salir corriendo con mi pistola y arrojarme entre
Hache Ge y la muerte. No seas tonto. Creo que chillaré
«¡Fuego!».
—De acuerdo. Este no es momento para volar alto. Ten
presente que Jack podría desear matarte. Mañana yo ya lo
habría enviado al infierno, pero es posible que él sólo se
enteraría de eso cuando ya fuera demasiado tarde.
La fría expresión de su propósito vibró en ella como
deseo. No pudo resistirse. Se le acercó, le cogió la cara entre
las manos y lo besó.
—Cuídate. Yo también valoro tu seguridad.
Se apartó para dejarlo salir, pero él la atrajo hacia sí y la
besó, con un beso profundo, largo, apasionado, más
pasmoso que el de antes. Acto seguido, se marchó.
Se tocó los labios, todavía sensibles por el ardiente beso,
sonriendo como una idiota.
Él no era frío, no era frío en absoluto.
¿Qué podía hacer con eso? Si pudiera creer que él sentía
verdadero amor, se sentiría libre como una alondra, pero
era posible que él se engañara por su apariencia sobria.
Incluso en Caldfort, él se encontró con una Laura Gardeyne
viuda, de luto por su marido, y madre consagrada a su hijo.
Dentro de unas semanas podría volver a ponerse sus
vestidos bonitos y elegantes y ser nuevamente Labellelle.
¿Era eso lo que él deseaba? ¿Era eso lo que ella era en esos
momentos?
Fue a sentarse junto a la ventana de la sala de estar a
observar la calle por si veía a Jack y a reflexionar sobre la
verdadera sinceridad.
Aprovechando el sol de última hora de la tarde había
un buen número de personas caminando por el paseo
marítimo. El doctor Grantleigh estaba ahí en su silla de
ruedas, acompañado por su mujer, que le tenía cogida la
mano. También estaba el capitán Sillitoe, conversando con
un caballero. Jean venía a toda prisa de vuelta de algún
recado.
Daba la impresión de que todas esas personas vivían
relativamente libres de complicaciones.
Qué estado más bienaventurado.
Capítulo 38
Sin perder de vista el turbante azul de Farouk, Stephen
trató de concentrar la atención en anticiparse a las posibles
distracciones que podrían ofrecerle los diferentes grupos,
para eludirlas, pero su mente parecía estar clavada en ese
beso. Una y otra vez perdía el autodominio, cuando lo que
tenía que hacer era conquistar a Laura con delicadeza y
comedimiento. Debía darle tiempo para pensar, no
presionarla. ¡Y menos aún seducirla, por el amor de Dios!
Había ido a Caldfort con el objetivo de quitarle la
libertad cortejándola antes que ningún otro tuviera la
posibilidad. Eso era prueba de lo bajo que puede caer un
hombre ante la desesperación. Nicholas tenía razón.
Ni siquiera conocía la naturaleza de la mujer trofeo que
deseaba poseer; simplemente había estado desesperado
por enmendar su pérdida de años atrás.
Pero ahora ya la conocía, conocía la extraordinaria
complejidad y fuerza de Laura Gardeyne, y por primera
vez comprendía cómo hombres cuerdos e inteligentes
podían verse arrastrados más allá de todos los límites por
el deseo y por la necesidad de tener una mujer así. No se
permitiría caer en el deshonor, se prometió. No haría nada
para forzarle a decidirse.
¿Cómo diablos podía esperar que ella tomara una
decisión racional en esos momentos, en medio de los
peligros que rodeaban a su precioso hijo?
En ese momento Farouk se estaba acercando a la posada
King's Arms. Lo observó, rogando que no entrara ahí,
porque eso significaría que tenía una cita con el reverendo
Gardeyne.
El árabe pasó de largo, y él se detuvo a pensar. Farouk
y Gardeyne podrían haber concertado una cita en otro
lugar, aunque ¿cómo, con tan poco tiempo? Si seguía a
Farouk no podría estar vigilante por si salía el infame
párroco. Decidió quedarse cerca de la King's Arms, donde
podría vigilar para proteger a Laura.
El infame párroco. Tenía la fría y objetiva seguridad de
que Gardeyne era un villano, y que su plan era matar y
marcharse. Le veía la lógica a eso. Por lo que Gardeyne
sabía, nadie, aparte de él y de su padre, tenía la menor idea
del asunto. Si eliminaba el peligro planteado por un Henry
Gardeyne resucitado, sólo le quedaría eliminar a un niño
pequeño.
Lo que no sabía era que ese niño pequeño tenía un
protector muy resuelto. No, dos. Estaba seguro de que Jack
Gardeyne infravaloraba muchísimo a Laura.
Comenzó a pasearse lentamente cerca de la King's
Arms y compró un diario para tener un pretexto, pero
después de un par de encuentros con personas que
deseaban charlar con él, bajó a la playa. Desde allí podría
continuar observando.
Tomó conciencia de que su atención se iba con
demasiada frecuencia hacia las ventanas de la primera
planta de la Compass, no por si veía a Dyer, sino por si veía
a Laura. Incluso deseó tener consigo el catalejo. Una locura,
pero, en circunstancias normales, una locura de lo más
deliciosa.
No podía perderla. En un universo bueno y justo, no
podía volver a perderla. Todo en Laura le era precioso. Su
manera de girar la mano, el contorno de su espalda, ese
omnipresente perfume, tan sutil y mágico a la vez. Su
chispeante risa.
Aunque no se reía bastante, y él no creía que eso se
debiera simplemente a esa situación.
Él podría volverla alegre como una alondra.
Podría seducirla.
A pesar de su resolución, la idea le volvía una y otra
vez, envolviéndose en colores falsos. La salvaría de
cometer otro error, con lo que a él se le haría más fácil
proteger a su hijo.
Pese a la fama de mujer algo alocada que tenía lady
Alondra, él sabía que ella no era de las que se tomaban a la
ligera una relación íntima; si hacía el amor, pensaría que
debía casarse con el amante. Incluso podría quedar
embarazada, lo cual remacharía y decidiría todo.
Injusto; no ético; vil. Pero ¿qué importancia podía tener
eso, en realidad, cuando estaba claro que ella lo deseaba
también? ¿Cuando eran viejos amigos y estaban
encantados en la mutua compañía?
—Ssss —musitó, viendo a la serpiente en sus
pensamientos y tratando de aplastarla para olvidarla.

Laura vio a Stephen detenerse fuera de la posada King's


Arms y que Farouk continuó caminando. Lo vio comprar
un diario y leerlo, y luego bajar hasta la playa. Deseó estar
ahí con él, cogida de su brazo, inspirando el aire marino,
caminando a su lado.
Se acordó de desviar la vista de él para mirar el resto del
escenario por si veía alguna amenaza o peligro para ella o
para él. No vio a Jack ni a Farouk.
Después se fue a escuchar a través de la pared. Aun
cuando eso ya no tenía ningún sentido, simplemente
necesitaba estar en la habitación de Stephen.
De ninguna manera iba a repetir la tontería de antes
desordenando la cama, pero no lograba dominarse del
todo. Recorrió la estancia, explorándola con los ojos y de
tanto en tanto con las manos. Su maleta, de sencilla piel, ya
desgastada por el uso, y con una pequeña placa de latón en
la que estaba grabado su nombre.
Su abrigo, colgado de un gancho en la pared, áspero al
tacto, de un delicioso olor al aspirarlo, aun cuando olía
principalmente a lana.
Ese libro en la mesilla de noche, con la página marcada
por una tira de tela cuyo bordado, estaba claro, lo había
hecho una niña. Una de las hijas de Charlotte, sin duda.
En el lavamanos estaba su cepillo, su peine y sus útiles
para afeitarse. Afeitarse era algo tan masculino que
siempre le había encantado. A veces le gustaba mirar
cuando afeitaban a Hal, lo que a él le complacía, por
encontrarlo algo especial.
Las consecuencias eran muy previsibles, y eso era parte
del motivo de que lo hiciera. Por eso, por lo que otra
consecuencia era que el olor del jabón y la vista de una
navaja le resultaban muy estimulantes.
En el cepillo habían quedado unos pelos rubios. Cogió
uno y, ruborizándose por la tontería, se lo metió entre los
pechos.
Ay, si hubiera sido más sabia cuando era joven. ¿Habría
sido tan terrible seguir soltera unos cuantos años hasta que
Stephen estuviera en situación de tomar esposa? ¿Como
hizo Juliet?
Negó con la cabeza. Comprendía muy bien a esa Laura
Watcombe, que estaba fascinada por haber conquistado al
soltero más cotizado de la zona y creía que había
encontrado un espíritu afín en Hal Gardeyne. Y sí que
fueron felices un tiempo; nunca se permitiría engañarse
simulando que no.
Ella había sido una persona distinta por aquel entonces.
En ese tiempo era realmente lady Alondra, la que se
sentía inmediatamente a sus anchas volando alto. ¿Habría
sido capaz esa chica de vivir en un apartamento en Londres
haciendo de anfitriona de otros abogados y políticos que
deseaban hablar de reformas hasta que se consumieran las
velas?
Ese tipo de pensamientos parecían ir en contra de cierto
ideal, pero las personas cambian. Tal vez esa fuera la causa
de que hubiera muchos matrimonios desgraciados.
Ah. Fue a asomarse a la ventana de Stephen a mirar la
puesta de sol. Si quería enfrentarse a ciertas verdades
duras, bien podría aceptar que al final, ella y Hal se vieron
atrapados en un matrimonio desgraciado.
No desgraciado en el sentido de sufrimiento y tortura,
sino en que no les aportaba nada de la dicha que tenían
antes. Después del nacimiento de Harry ella deseó llevar
una vida más doméstica, pero él no. Aunque, en realidad,
la vida social en los salones elegantes ya no lo atraía; estaba
claro que él había participado en esa vida por complacerla
a ella, y luego cambió de forma, de modo que se pasaba la
mayor parte del tiempo con su grupo de amigos corintios.
Habían perdido sus puntos de coincidencia.
No, les quedaba uno. Los dos deseaban tener más hijos.
Ella no sabía por qué no volvió a quedarse embarazada.
Hal había engendrado bastardos, pero no muchos, si se
tenía todo en cuenta. Lo natural habría sido que un hombre
tan vigoroso hubiera sido muy fértil. Sonriendo irónica,
pensó si tal vez una vida pasada como «jinete veloz», como
los llamaban, tendría algún efecto en la fertilidad.
Ay, Dios, no debería pensar esas cosas, porque igual
algún día las diría en público. Eso divertiría a los miembros
de la alta sociedad, pero no a los abogados y reformadores
más sobrios.
Atrás, adelante, atrás, adelante, así le oscilaba la mente,
como un péndulo. No, como un peso colgado de una
cuerda. Una vez vio una demostración en la Royal Society.
Tenía algo que ver con el movimiento de los planetas, creía,
aunque a ella le pareció simplemente un peso en el extremo
de una cuerda a la que ponían a girar en círculo y poco a
poco se iba reduciendo el diámetro de giro hasta que el
peso se quedaba quieto en el centro.
Era una fuerza de la naturaleza, muy parecida a la
fuerza que la llevó de vuelta a la cama de Stephen, a tocar
la suave madera, la áspera lana, la firme almohada; una
fuerza que le dirigió la mente a pensar en lo que ella y
Stephen podrían hacer ahí, y en las consecuencias…
Cayó en la cuenta de que alguien estaba golpeando a la
puerta. ¡La puerta de la sala de estar!
Entró corriendo en la estancia, pero se detuvo antes de
abrir.
—¿Quién es?
—El señor Topham, señora. Ha venido una mujer que
desea hablar con sir Stephen. Una mujer con un niño.
Dado lo que había estado pensando de Hal, al instante
pensó que no fuera una amante de Stephen embarazada.
¡Qué complicación más divertida en esos momentos! Y la
idea le dolió, aun cuando no se imaginaba que él hubiera
vivido como un monje.
Abrió un pelín la puerta. Al menos esa actitud indecisa
iba bien con la señora Penfold.
—¿Quién dice qué es?
—Dice ser la señorita Capuleto, señora —contestó él,
con aspecto preocupado—. No sé si es lo que parece,
señora. Llegó en la carreta de Tad Whipple. Y puesto que
sir Stephen salió… Pero insiste mucho, y habla como una
dama.
Adinerada, sin duda. ¿Qué hacer?
De pronto tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir una
exclamación. ¿Capuleto? ¿Montesco y Capuleto? ¿Juliet?
—¡Ah, sí! —farfulló, abriendo la puerta de par en par—
. Sé quién es. Hágala subir, por favor. Y envíenos té. Seguro
que necesita algún refrigerio.
Él enarcó las cejas, pero se marchó. Laura habría bajado
corriendo con él, pero se obligó a esperar. Juliet. ¿Vendría
con Harry? ¿Qué habría ocurrido? Jack estaba ahí, no en
Merrymead fraguando asesinatos.
Juliet no tardó en subir, con Harry dormido en los
brazos.
Laura lo cogió, y habría llorado de alivio. Por suerte
estaba durmiendo, porque si no, seguro que habría gritado
«¡Mamá!».
Juliet se veía agotada, y por un momento la miró atónita
al ver su apariencia.
—¡Mi pobrecilla! —farfulló Laura, haciéndola entrar—.
¡Qué viaje habrás tenido! —Miró hacia Topham, que seguía
ahí, tal vez para comprobar que todo estuviera bien, y le
dijo—: Gracias. Té, por favor.
Harry abrió los ojos y, menos mal, esperó hasta que se
cerró la puerta para decir, adormilado:
—¿Mamá?
Laura le dio un largo y apretado abrazo.
—Sí, Minnow, soy yo. Qué maravilloso verte. Como
ves, estoy disfrazada de un personaje para un juego, pero
no es nada para tenerle miedo.
Por encima de la cabeza de él miró a Juliet, haciéndole
angustiadas preguntas con los ojos.
Harry se estaba frotando los ojos, así que lo llevó hasta
la ventana y lo dejó en el suelo.
—El mar, Harry. Es precioso, ¿verdad?
—¿Puedo bajar hasta ahí? —preguntó él, ya lo bastante
despierto para pegar la nariz al cristal.
—Tal vez mañana, cariño. Hoy ya es muy tarde.
Ay, Dios, ¿cómo encajar en sus planes a un niño tan
curioso e inquieto?
Harry le tironeó la falda.
—Viajamos en una carreta, mamá.
—Ya lo sé. Seguro que fue una aventura espléndida.
—Olía a cerdo.
—Ah. —Lo miró arrugando la nariz—. Creo que tú
también hueles un poco a cerdo. ¿Vamos a mi dormitorio
para lavarte un poco?
No vio ninguna maleta, ni siquiera un hatillo. ¿Qué
habría ocurrido?
Entró con él en el dormitorio. Juliet los siguió, y después
de cerrar la puerta fue a sentarse cansinamente en una silla.
—Creí que íbamos a tener que caminar las últimas
millas, pero nos recogió un hombre que traía verduras. Un
hombre muy amable, aunque algo hediondo.
Laura oyó abrirse la puerta de la sala de estar y le hizo
un gesto para que guardara silencio.
—Deja que la tía Juliet te lave la cara y las manos,
Minnow, y después comeremos pasteles.
Salió a la sala de estar y cerró la puerta.
Jean había entrado sin llamar (la señora Penfold no era
la única fisgona) y estaba distribuyendo teteras, tazas y
platos con panecillos y pasteles sobre la mesa.
—Una visita sorpresa, señora —dijo, sonriendo con aire
burlón—. Seguro que sir Stephen estará complacido.
Laura sabía que la criada, y posiblemente todos en la
posada, habían llegado a la misma conclusión que ella: que
la visita venía con un hijo, no embarazada.
—Sí, estará muy complacido por la llegada de su
hermana —dijo—, aunque fue mala suerte que al coche se
le desprendiera una rueda.
Esa explicación no se la creería nadie, pero fue lo único
que se le ocurrió en ese momento.
Jean salió de la sala haciendo un insolente gesto con la
cabeza, y Laura volvió corriendo al dormitorio. Se detuvo
en la puerta, al caer en la cuenta de que eso le estropeaba
todo su perverso plan para aquella noche.
Juliet y Harry tendrían que compartir su cama.
Aunque las consecuencias podrían ser desastrosas, le
pareció una salvación.

Stephen se obligó a analizar la forma de pensar de Jack


Gardeyne, por si le encontraba una cierta lógica. Era un
hombre bastante inteligente y un respetado párroco.
Entonces, ¿cómo podía estar dispuesto a asesinar a un
sobrino? ¿Cómo podía mantenerse tan jovial? ¿Dónde
estaba la atormentada cara ojerosa de Macbeth? ¿Cómo se
las arreglaba para dar la imagen de un hombre recto?
Tal vez se decía que con eso pretendía cuidar de su
familia, sobre todo de su hijo recién nacido. ¿Cómo iba a
condenar al bebé a una vida como hijo de párroco cuando
podía con tanta facilidad ser el heredero de un título?
Tal vez incluso se había convencido de que Harry no era
hijo de su hermano. Sí, eso era lo más probable. Por lo
tanto, creía que iba a corregir la maldad de Laura al encajar
a su hijo en la familia Gardeyne, engañando a su pobre
padre.
Y eso aún ponía en más peligro a Laura.
Debía volver a toda prisa a la posada.
Pero tal vez la idea se le ocurrió demasiado tarde. El
párroco había salido de la King's Arms e iba caminando
resueltamente hacia la Compass. «Resueltamente» era la
palabra exacta, y cayó en la cuenta de que él estaba bastante
lejos.
Echó a caminar a toda prisa, pero las botas se le
quedaban atascadas en los guijarros dificultándole el
avance, y no podía echar a correr sin causar un alboroto.
De todos modos, ya iba a unos pocas yardas detrás cuando
Gardeyne llegó a la posada; y entonces entró en el patio.
Stephen se detuvo un momento, para desacelerar el
corazón, y luego entró también en el patio de la posada. Si
el cura lo veía, pues que lo viera; tenía que saber qué iba a
hacer ahí.
En el patio había dos hombres descargando una carreta,
lo cual le permitió ocultarse, pero también le impidió oír la
conversación de Gardeyne con uno de los mozos del
establo. El mozo llevó al cura al establo.
Stephen los siguió y, por lo que oyó, tuvo la impresión
de que Gardeyne simplemente quería hacer una inspección
de los servicios. ¿Daría como excusa para hacer preguntas
que estaba considerando la posibilidad de trasladarse ahí,
tal como hiciera él en la King's Arms? ¿Habría venido,
entonces, con intenciones honorables? ¿Estaría dispuesto,
incluso, a darle la bienvenida a su primo perdido, si de
verdad estaba vivo?
Retrocedió hasta una puerta lateral de la posada y puso
a trabajar su mente objetiva para evaluarlo todo. Podría ser
cierto. Era posible que Laura se hubiera imaginado el
peligro para su hijo y Jack Gardeyne fuera un hombre
honrado.
Pasado un momento, Gardeyne salió del establo, se
dirigió a la puerta del patio y allí viró a la izquierda.
Stephen fue hasta allí y se quedó un momento
observándolo. El párroco no hizo nada que inspirara
sospecha alguna; simplemente volvió a la King's Arms.
Después observó la calle en busca de Farouk, pero no
vio el turbante azul. De pronto algo de color azul le atrajo
la atención hacia el promontorio cubierto de hierba que
cerraba la bahía por el otro lado. Deseó tener el catalejo,
pero probablemente no vería nada especial con él. El árabe
había llegado a lo alto del promontorio y estaba mirando
hacia el mar, azotado por el viento.
Un hombre activo y vigoroso al que se le estaba
haciendo pesada la espera.
Pero seguía esperando. No se quedaría ahí arriba si
supiera que Jack Gardeyne estaba en Draycombe.
Capítulo 39
Harry y Juliet comieron como si estuvieran muertos de
hambre, pero daba la impresión de que, aparte del hambre,
la aventura no les había hecho ningún daño.
Por acuerdo tácito, ni Laura ni Juliet hablaron de nada
importante mientras Harry estuviera con ellas. Finalmente,
él dejó abandonados los restos de un pastel y volvió a
asomarse a la ventana. Laura pensó que muy pronto se
quedaría dormido ahí mismo, de pie, pobre corderito, pero
su interés inmediato estaba en tener una explicación
completa.
—Tal vez actué con exagerado dramatismo, pero no
hubo tiempo para pensar —dijo Juliet. Miró hacia Harry y
continuó en voz más baja—: Lord Caldfort envió a dos
hombres para llevarse a su casa a cierto enfant.
—¿De vuelta a Caldfort? —preguntó Laura, asombrada.
Juliet asintió y cogió otro panecillo.
—Llegaron con una carta, toda llena de autoridad.
Suponían que tú estabas ahí, lógicamente, y que irías con
él. Pero tu ausencia no los disuadió. Madre estaba afligida
porque padre no se encontraba en casa, pero yo vi que
estaba dispuesta a ceder. No sabía qué hacer, porque tú no
me dijiste que no permitiera que se llevaran a casa a
l'enfant. Decidí que no podía ser eso lo que deseabas, así
que lo único que podía hacer era venir aquí, y marcharme
inmediatamente. Cogí el dinero que tenía, pero no fue
suficiente.
—¡Santo cielo! Madre debe de estar desesperada.
—Le dejé una nota, por supuesto, pidiéndole que les
dijera a los hombres que no estábamos en casa, que
habíamos salido y que no sabía adónde. Me imagino que
se lo dijo, porque no nos dieron alcance… Ay, Dios.
—¿Qué?
—No le dije a qué lugar venía. Sólo le dije que me
llevaba a Harry adonde estabas tú. Me pareció obvio, pero
ellos van a pensar que fui a la casa de la señora Delaney.
—Señor, qué lío. ¿Qué podría desear lord Caldfort? Jack
está aquí, en Draycombe.
Juliet palideció.
—¿O sea, que he traído a Harry al peligro?
—No particularmente, aunque esto lo complica todo.
Pero hiciste lo correcto, cariño. Gracias. No querría que
Harry estuviera en la casa Caldfort sin mí. Pero ahora
tendremos aquí a padre o a Ned muy pronto, y fíjate con lo
que se van a encontrar. Deberíamos marcharnos los tres a
Redoaks de inmediato. —Al mirar por la ventana hacia el
sol que se estaba perdiendo en el horizonte comprendió
que sería una locura hacer el viaje inmediatamente, sobre
todo estando Juliet y Harry tan cansados—. Nos iremos
mañana a primera hora.
A pesar de la siesta que había dormido durante el viaje,
a Harry se le caía la cabeza, así que fue a cogerlo en brazos
y lo llevó al dormitorio.
—Vamos, Minnow. Mañana habrá más aventuras.
Le quitó la ropa sucia y le lavó la cara y las manos para
limpiarle los restos de pasteles, sin mucha ayuda por su
parte, pobrecillo. Después lo acostó en la inmensa cama y
se quedó a su lado acurrucándolo en sus brazos y
cantándole las canciones que le gustaban.
Él abrió los ojos y frunció el ceño.
—Te ves rara, mamá.
—Lo sé, cariño, pero sólo es un juego.
Él se acurrucó más cerca de ella.
—¿Bajaremos al mar mañana?
Laura estuvo a punto de decir sí, pero nunca hacía
promesas que no pudiera cumplir.
—Podría ser, cariño. Pero si no podemos, volveremos
muy pronto para ver el mar. Y eso sí que es una promesa.
—Le acarició la cabeza—. Ahora duérmete, Harry. Habrá
muchas más aventuras.
Y eso también es una promesa, añadió en silencio.
Continuó cantándole hasta que se quedó
profundamente dormido, abrigado y precioso en sus
brazos. Le apoyó la cabeza en la almohada pero dejó la
mano en su pelo. No deseaba romper esa conexión;
deseaba quedarse ahí con él toda la noche.
Pero no podía. Tenían que hacer planes, en especial,
dado que su aventura había fracasado.
No, decir fracasado era demasiado duro. La suerte
estuvo en su contra: Henry Gardeyne no estaba vivo y
Harry seguía siendo el heredero de Caldfort. Aun en el
caso de que nadie intentara obligarlo, tendría que pasar un
tiempo en la casa Caldfort, porque cuando lord Caldfort
muriera esa sería su propiedad y su hogar.
Pero aparte de todos los otros problemas, era
demasiado pequeño para eso. Si no lo oprimía, podría
hacerle daño, convertirlo en un malcriado.
Ella podría protegerlo, pero Jack seguiría siendo el
mayor peligro. Ojalá fuera el tipo de mujer capaz de
dispararle a sangre fría.
No, no, eso no estaría bien, y aún no tenía una prueba
clara. Aun en el caso de que él hubiera venido a Draycombe
a matar a HG, eso sólo sería una leve indicación de que
podría matar a Harry. Pero también cabía la posibilidad de
que hubiera venido simplemente a investigar si era cierto
lo que decía la carta, y en ese caso descubriría que HG sólo
era un impostor, y todo volvería a ser como era antes.
Aunque ahora ella y Harry tenían a Stephen de su parte,
y más aún si éste se convertía en el padrastro de su hijo.
Sonrió irónica. Después de prepararse tanto para
seducirlo y así decidir el asunto de una vez, ahora ya era
demasiado tarde, seguramente por haberlo dejado siempre
para otro momento. ¿Darían algún mérito en el cielo a la
virtud obligada?
Se inclinó a depositar un ligerísimo beso en la frente del
protector de su virtud sin saberlo, y se apartó. Fue a cerrar
la puerta que daba al corredor, con llave para dejarlo lo
más seguro posible, y volvió a la sala de estar.
—Muerto para el mundo —dijo, y al instante hizo un
mal gesto por haber empleado esa expresión.
—¿Qué habéis descubierto? —preguntó Juliet—. ¿Está
vivo Henry Gardeyne?
—Ay de mí, no —contestó Laura, dejándose caer en el
asiento.
Le contó la historia, sin encontrarle más sentido que
antes.
—¿Qué vas a hacer, entonces?
Laura sintió la fuerte tentación de exponerle a su
hermana las incertidumbres éticas que la atormentaban
respecto a casarse con Stephen, pero estas eran más
complicadas y raras aún que las de la situación con HG y
Farouk.
—Stephen me va a ayudar. Tal vez sea posible
convencer a Jack de que sería muy arriesgado intentar algo.
—¿Y tú y Stephen?
—Viviendo en la virtud más perfecta.
—Qué pena.
—¡Jul!
—Lo siento, pero esta es una situación perfecta para…
para aventuras.
—Para locuras. Y mírame.
Juliet arrugó la nariz.
—Prefiero no mirarte.
—Exactamente.
—Supongo que te quitas eso por la noche.
—Jul —la reprendió Laura, pero añadió—: A excepción
del lunar, que está pegado como una lapa.
Juliet le cogió la mano y se la apretó.
—Se mostrará más entusiasta cuando vuelvas a ser tu
yo normal.
¿Más entusiasta que en ese beso abrasador? Dios la
amparara.
Capítulo 40
Laura, fue a asomarse a la ventana con el fin de ver a
Stephen, pero ya estaba bastante oscuro y no logró
vislumbrar si continuaba en la playa. Para evitarla a ella.
—Ojalá vuelva pronto —dijo—. Tenemos que hacer
nuestros planes. Las dos debemos marcharnos con Harry
con las primeras luces del alba, pero antes me gustaría
ocuparme de que Hache Ge esté a salvo.
—Ese es el tipo de cosas que se puede dejar en manos
de un hombre.
—Pero es que quiero ver el final de esta aventura.
En ese instante se abrió la puerta, entró Stephen, y se
detuvo en seco.
—¿Qué diab…? —Cerró la puerta—. ¿Algún problema?
Con el corazón repentinamente desbocado, Laura
intentó explicarle la historia, pero se le enredó la lengua y
tuvo que continuar Juliet. La entrada de Stephen había
cambiado la densidad del aire en la sala. O había muy poco
o había demasiado.
—¿Caldfort? —dijo él, sentándose a la mesa y cogiendo
un panecillo—. No creo que desee hacerle daño a Harry,
pero hiciste bien, Juliet. Aunque claro, esto pone unos
nudos extras en la cuerda.
Laura ya volvía a estar centrada.
—Sobre todo —dijo—, porque sin duda mi padre, mi
hermano o los dos ya van de camino hacia Redoaks,
suponiendo que me van a encontrar ahí. Y yo no puedo
llegar antes que ellos.
Stephen pensó un momento y se levantó.
—Le enviaré un mensaje a Nicholas diciéndole que les
diga que fuiste de visita a… a Crag Wyvern, supongo. Y un
mensaje a Kerslake para que esté enterado. Puedes ir allí
mañana a primera hora.
—Caramba —exclamó Juliet—. Luminosidad
instantánea. Sí que estoy impresionada.
También lo estaba Laura, pero eso se lo dijo sólo con
una sonrisa.
—Y Juliet, ¿qué?
Él fue a buscar su escribanía, la instaló en la mesa y se
sentó a escribir.
—No puedo arreglar eso del todo. Tendrás que
explicarle tus miedos a tu padre. Cuando Juliet se presentó
en Redoaks, Nicholas la envió… No, creo que será mejor
que, teóricamente, Nicholas haya acompañado a Juliet a
Crag Wyvern. Si no él, la enviará con un mozo. Revisad la
idea, a ver si tiene lógica.
Diciendo eso, comenzó a escribir.
—Creo que sí —dijo Laura—. Así yo no habré estado
nunca aquí. —Entonces se le ocurrió algo y preguntó—. ¿Y
por qué no me fui sola a Crag Wyvern?
—Porras. De acuerdo —dijo él, arrugó el papel y lo
arrojó al fuego—. Nicholas, Eleanor y Arabel tendrán que
viajar a Crag Wyvern mañana y ordenarles a sus criados
que digan que se han ido hoy. Por lo tanto, tú fuiste con tus
anfitriones a visitar esa casa tan rara. Entonces a Juliet la
lleva un mozo a reunirse con vosotros.
—Pero, Stephen —protestó Laura—, eso es una
imposición terrible.
Él levantó la cabeza y la miró.
—Son Pícaros.
Laura y Juliet se miraron.
Claro que si los Delaney colaboraban, pensó Laura, el
plan podría resultar. Nadie se enteraría nunca que había
pasado unos días ahí como Priscilla Penfold.
Stephen terminó de escribir las cartas y las selló.
—Bajaré a enviarlas con sendos mozos.
Salió y no tardó en volver.
—Eso ya está hecho, y Topham dice que mañana,
suponiendo que haga buen tiempo, la mejor manera de ir
a Crag Wyvern será en barca. Es cierto que el camino por
el interior es largo y bastante escabroso al llegar arriba. —
Se interrumpió para soltar el aliento en un soplido—. Muy
bien. ¿Ha ocurrido algo ahí al lado?
—Nada —dijo Laura—. Pero claro, Farouk salió, y sería
raro que Hache Ge se estuviera entreteniendo con un
soliloquio. «Oh —exclamó, citando a Hamlet—, qué pícaro,
qué abyecto esclavo soy.»
La combinación de «pícaro» y «esclavo» la hizo reír.
—¿De qué hablas? —le preguntó Juliet.
Laura se levantó.
—Ven a ver.
A Juliet le encantó el auricular potenciador de la
audición, pero no tardó en perder el interés pues no se oía
nada. Laura la llevó de vuelta a la sala de estar, asombrada
de que ese último giro de los acontecimientos ya le
pareciera de lo más normal.
Juliet bostezó.
—Creo que yo también necesito irme a la cama.
—Podemos compartir la cama con Harry, Jul.
—No —dijo Stephen.
Laura lo miró sorprendida.
—Tú roncas, Juliet —dijo él—, y…
—¿Qué? —exclamó Laura, mirando del uno al otro.
Stephen se echó a reír y pasado un momento Juliet
también. Estaba claro que no habían sido amantes, pero a
Laura no le gustaba que se rieran de ella.
—No seas gansa, Laura —dijo Stephen entonces—.
Simplemente inventé una excusa. Juliet ronca y tú, como la
señora Penfold, no lo soportas. Por lo tanto, Juliet y su hijo,
que es lo que debe parecer, dormirán en otra habitación.
—Ah, comprendo. Pero Harry ya está durmiendo en la
mía.
—Entonces tú puedes trasladarte a la mía, y yo me
trasladaré a la habitación de más allá de nuestros vecinos.
¿Es que quería montar una cita amorosa entre ellos por
la noche?, pensó Laura. Eso la tentaba y la horrorizaba.
¿Hacerlo estando tan cerca su hermana y su hijo?
—Eso —continuó él, sonriendo encantado, con una
expresión de picardía en los ojos— significa que sólo me
separará una pared del dormitorio de Hache Ge. Tal vez
así los oiga hablar de sus secretos ahí.
—Ah, ¡qué ingenioso! —dijo Juliet.
Ah, qué condenadamente práctico, pensó Laura.
—¿Y de qué te va a servir escuchar? —preguntó—. Ya
sabemos bastante.
—No existe aquello de saber bastante.
El arreglo sólo les llevó unos momentos. Juliet se acostó
en la cama de Laura junto a Harry y se quedó dormida casi
al instante. Stephen llamó para pedir que le llevaran sus
cosas a la otra habitación: su ropa, su cepillo y sus
implementos para afeitarse.
Pero en su cama quedó su olor. Laura no quiso ni oír
hablar de cambiar las sábanas. Por lo menos esa noche
podría oler y acariciar su almohada sin tener que dar
explicaciones.
Pidieron la cena y se sentaron a la mesa, los dos solos
nuevamente. Comieron en agradable armonía, revisando
sus planes.
—Por lo menos resolvimos el misterio de la carta —dijo
ella al final, alzando la copa en un brindis por él.
Él bebió, y añadió:
—Sin encontrar a un nuevo heredero de Caldfort.
—Saber que Hache Ge no es Henry Gardeyne ya es
importante.
—Ese trabajo lo hiciste todo tú.
Ella comprendió que él deseaba ser el gallardo héroe.
—Tú encontraste el amplificador.
Él no se hinchó de orgullo.
—Que en realidad nos reveló muy poco que no
supiéramos ya.
—Confirmó lo de Argelia.
—Lo que tú ya habías descubierto con el anagrama
«corsarios». —Alzó la copa para brindar por ella—. Tú eres
la heroína de esta historia, Laura.
Ella le cogió la mano.
—Héroes. Somos iguales. ¿O exiges llevarte la parte
principal por tu arrogante naturaleza masculina?
Tal como esperaba, eso le puso un brillo de humor en
los ojos.
—¿Jaque mate?
—Yo no podría haber hecho nada de esto sin ti. Sin ti
probablemente me habría quedado en Merrymead
angustiándome inútilmente.
Él giró la mano para apretarle la suya.
—Sugerí este plan casi totalmente para tenerte aquí a
solas conmigo.
Ella lo miró pestañeando.
—Muy ingenioso.
—Soy ingenioso.
—Me gusta el ingenio. Y, ¿sabes?, las comparaciones
nunca son justas. Tú estás aquí como sir Stephen Ball,
miembro del Parlamento, observado, admirado, invitado a
tomar el té con los Grantleigh y el párroco. Yo soy la
infernal señora Penfold, capaz de fisgonear, entrometerse,
espiar y fastidiar. Si hubieras venido aquí como un mozo
de establo y lleno de verrugas sin duda lo habrías pasado
muchísimo mejor.
—Me habría gustado ser ese tipo de héroe —dijo él,
levantándose y acercándose al hogar a mirar el fuego—.
Eso es irracional. Mis amigos, en particular Nicholas, han
sufrido en sus actos heroicos; a veces eso ha desembocado
en daños a sus seres más queridos, como en el caso de
Arabel. Yo no desearía eso jamás.
Ella estaba buscando una contestación adecuada
cuando él se giró a mirarla y continuó:
—Pero me gustaría que no me excluyeran.
Ella comprendió el sentimiento secreto que él le
confiaba con eso.
—«También sirven a quienes resisten y esperan» —dijo,
citando a Milton.
—Eso, si lo recuerdas, eso fue un amargo comentario
acerca de su ceguera.
—Tú eres sir Stephen Ball, miembro del Parlamento.
Eso debe de ser una carga pesada, pero es una noble
vocación y los Pícaros lo saben.
Él apretó los labios.
—¿Así es como me ves? ¿Cómo un santo al que hay que
proteger de las calumnias? ¿Actuarías de otro modo si yo
fuera el pecador Hal Gardeyne?
—Por supuesto…
—¡Hal Gardeyne! —explotó él, impidiéndole decir el
resto—. Uno entre cientos de dandis deportistas ingleses
que tienen tanta utilidad como los zánganos en una
colmena. Crean una nueva generación y luego se matan en
una u otra actividad estúpida.
Laura se quedó sin habla.
Él se giró hacia el hogar cubriéndose la cara con las
manos.
—Lo siento.
A ella le vinieron a la mente muchas palabras
tranquilizadoras, pero no, debía recordarle algo:
—Hal fue el padre de Harry, Stephen. Hay que
permitirle que se sienta orgulloso de su padre.
Él bajó las manos, pero continuó mirando el fuego.
—Lo sé. Perdona. Jamás le diría algo así a tu hijo, pero
probablemente es bueno que se haya acabado.
Laura pensó en discutir con él, pero ¿qué podía decir?
Retrocediendo, algo temblorosa, entró en su habitación, la
que había sido de él, y cerró la puerta.
La evaluación de Stephen había sido cruelmente
acertada, pero ¿en qué la convertía a ella? ¿En una abeja
reina? No, solamente en una alondra, otro animalito sin
otra finalidad que cantar y criar.
¿Y qué había de malo en eso, por cierto? Acicateada por
la rabia, estuvo a punto de abrir la puerta y salir a discutir,
pero lo pensó mejor. Él tenía razón. Las personas no son
animales y deben aportar algo más al mundo.
Sabía muy bien que ni siquiera se trataba de eso. El
descontrolado estallido de Stephen hablaba de sus
sentimientos por ella, sentimientos que eran aun más
intensos de lo que ella había supuesto. Estos resonaron en
ella como un palillo sobre un tambor, en especial en esa
habitación, todavía impregnada de su presencia. Se rodeó
con los brazos, tratando de encerrar el vibrante deseo, en el
que se mezclaban el deseo físico y la necesidad de todo lo
que era Stephen.
Capítulo 41
Al oír abrirse y cerrarse la puerta, Stephen se giró y
comprobó que Laura ya no estaba.
Eso había puesto fin a todo.
Qué típico de él haber arrojado lejos lo único con que
había soñado durante tantos años. Lo único a cuya
conquista había dedicado un año de esmerada reflexión y
preparación. En todo caso, era mejor que su opinión sobre
Hal Gardeyne hubiera salido ya, y no después de haberla
llevado al altar con ingeniosos mimos y halagos.
Se echó a reír. Sus amargas palabras habían sido
acertadas, pero bastante injustificadas. Conocía a muchos
de esos zánganos y nunca había pensado en ellos con
dureza. Incluso a veces disfrutaba en su compañía.
El pecado de Hal Gardeyne no era su derrochador e
inútil estilo de vida, sino haberse casado con Laura
Watcombe.
Puesto que al parecer ya no le quedaba nada más, se
decidió por cumplir con su deber. Llamó a la criada para
que retirara los platos y restos de la cena. Después
consideró la posibilidad de quedarse ahí montando
guardia, pero comprendió que eso no era necesario. Jack
Gardeyne no sabía que Laura y su sobrino estaban ahí, por
lo tanto no entraría sigilosamente para intentar asesinarlos.
En realidad, su impulso de quedarse ahí estaba
motivado por el deseo de estar cerca de Laura, pero no
debía azorarla con su presencia si ella salía del dormitorio.
Apagó las velas, movió los leños del hogar de forma que
no hubiera peligro de incendio y salió. Después de
pensarlo un momento, para más seguridad, sacó la llave y
cerró la puerta por fuera, pero luego la metió por la rendija
de abajo y la empujó hacia dentro.
Ya en su nueva habitación, llamó para que le llevaran el
agua. Una vez que lo hicieron, se desvistió y se lavó. Puesto
que no había la menor probabilidad de que alguien entrara
ahí esa noche, no se molestó en ponerse el camisón, sólo la
bata.
¿Qué hacer?
Sólo le quedaba cumplir con su deber, así que cogió el
auricular, aunque dudaba que los dos extorsionistas fueran
a revelar algo nuevo. El aparato iba bien en esa pared,
comprobó; los dos hombres estaban en el dormitorio, pero
sus voces sonaban apagadas. Tal vez tenían corridas las
cortinas de la cama.
¿Dormían juntos?
Muchas veces los criados personales dormían con sus
amos, aunque él había supuesto que Farouk dormiría en la
carriola. Entonces cayó en la cuenta: lo suponía sólo porque
Farouk era de piel morena y por lo tanto inferior. Esa era
una actitud que él combatía; qué vergüenza haber caído en
eso.
Muchas veces las personas revelan más en la oscuridad
de la cama que a la luz del día, pensó, así que se esforzó en
escuchar lo que decían.
Sólo captaba palabras sueltas.
—… hermoso…
—… cuando…
—… cuidar de ti, nuraní.
¿Nuraní? Esa tenía que ser una palabra árabe. ¿Un
término de respeto? ¿La manera de llamar un amo a su
esclavo?
Vamos, qué más daba.
—… amor…
¿Amor?
Entonces comprendió el sentido de lo que había estado
oyendo, y un gritito sofocado se lo confirmó.
Se apartó de la pared y se la quedó mirando.
¡Grandísimo Zeus! ¿HG era una mujer? Laura le dijo
que era de facciones muy delicadas, pero su representación
tenía que ser excelente para haberla convencido,
convencido a todo el mundo, de que era un hombre. Eso
explicaba muchísimo; la ignorancia del capitán Dyer en
asuntos militares, por ejemplo, pero hacía más
desconcertantes que nunca otros detalles.
¿Una inglesa que estuvo como esclava en un harén? ¿Y
Farouk la habría rescatado? Eso se parecía demasiado al
argumento del Corsario de Byron, pero era posible.
También explicaría que hubieran evitado acudir a lord
Exmouth, el que habría querido devolver a la dama a su
verdadero hogar. Por muy heroico que fuera, Farouk no
sería aceptable ahí como marido. Y mucho menos si en la
casa de HG eran rígidos metodistas.
Se rió al pensar eso.
Tal vez la situación no era tan desconcertante después
de todo, aparte del intento de extorsionar a los Gardeyne.
Mientras guardaba el auricular pensó que eso podría
facilitar la situación. Si la dama deseaba estar con Farouk…
aunque, ¿un matrimonio entre una cristiana y un
mahometano?
Dios de los cielos.
¿Y con qué vivirían, sin las diez mil guineas de lord
Caldfort?
Eso no era asunto suyo. Lo que debía hacer era
intimidar a Jack Gardeyne y luego proteger a Laura y
Harry.
De lejos.
Y después verla casarse con otro.
Había tenido la precaución de pedirle a Topham que le
llenara su botellín de coñac, así que lo sacó y bebió un largo
trago. Excelente coñac; eso no era de extrañar, estando en
el centro de la región del contrabando. En el siguiente trago
le rindió homenaje paladeándolo más lento. No podía
permitirse una borrachera, pero un poco de aturdimiento
le vendría muy bien.
No había encendido las velas, pero la luz del fuego del
hogar le bastaba para ahogar sus penas en la bebida. Fue a
sentarse en el sillón de cara a la ventana y mientras bebía a
cortos sorbos del botellín, contempló el débil brillo de las
olas en su eterno vaivén para besar la playa.
Besar.
Qué pocos besos se habían dado Laura y él.
Oyó abrirse la puerta y se giró a mirar, maldiciendo la
penumbra, el coñac y la distancia de media habitación que
lo separaba de sus pistolas.
¿Laura?
Un sueño de borracho, seguro.
Era Laura, con toda su radiante belleza a la vista, sus
oscuros rizos sueltos, y con esa bata rosa que estuvo a
punto de volverlo loco en la casa Caldfort.
Mientras se ponía de pie ella cerró la puerta y caminó
hacia él, abriéndose la bata.
Y entonces se la echó hacia atrás, y esta se deslizó por
sus hombros y brazos hasta dejarla desnuda, tan hermosa
como para quitar el aliento.
Los pechos llenos, la curva cóncava de la cintura que
volvía a ensancharse en las caderas y continuaba por sus
muslos.
Se apresuró a levantar la vista hasta su cara, en la que
no se veía el lunar.
—Has de saber —dijo ella— que no soy nada tímida.
Él abrió la boca pero no le salió ningún sonido.
—Ni vacilante —continuó ella, soltándole uno y dos
botones de la bata.
Entonces él encontró la voz.
—Laura —dijo, cogiéndole la mano.
—No seas tonto.
Diciendo eso se soltó la mano, sonriendo de una manera
alarmantemente parecida a la de la Laura que conoció años
atrás; la Laura que jamás lo habría acariciado por encima
de la bata de seda reversible como estaba haciendo en ese
momento, ni continuado soltándole los botones hasta
abrírsela.
—Claro que si llegamos demasiado lejos —dijo,
cerrando la mano sobre su miembro erecto y vibrante—
tendremos que casarnos. Recuerda eso, Stephen.
«Recordar…» Las sienes le latían de tal manera que no
sabía si lograría ver.
Sin darse cuenta de cómo, se encontró de nuevo sentado
en el sillón y la luz rojiza del fuego del hogar le iluminaba
a ella la cara y el cuerpo perfectos, sentada a horcajadas
sobre su regazo.
—¿Estás escandalizado? Esto es lo que soy, Stephen.
—Tendría que ser capaz de pensar para poder estar
escandalizado —logró decir él en un resuello.
Ella sonrió, le cogió la cabeza entre las manos y lo besó,
profundo, introduciendo expertamente la lengua en su
boca, pero cuando apartó la cara, su expresión era seria.
—Tienes que pensar. Esto es lo que soy. Una mujer
exigente. Una mujer que sabe disfrutar de un hombre y
darle placer.
Era como si sus palabras le hubieran llegado
directamente al pene. Le cogió las caderas y levantó el
cuerpo para penetrarla, pero ella se deslizó hacia atrás y
bajó el cuerpo hasta quedar de rodillas. Volvió a cerrar la
mano en su miembro y se lo cogió con su ardiente boca.
—Ooh…
Entonces ella empezó a juguetear con la lengua,
lamiéndoselo y succionándoselo. Se lo mordisqueó aquí y
allá, sorprendiéndolo, pero muy suave, como un juego.
Vagamente él pensó que debería protestar. ¿Laura
haciendo eso? Pero se limitó a hundir los dedos por entre
sus sedosos rizos y cerró los ojos. Jamás en su vida se
habría atrevido a soñar con algo así.
Entonces sintió una especie de resistencia. Miró hacia
abajo y le levantó la cabeza tirándola del pelo.
—Te deseo a ti; dentro de ti.
A ella le brillaron los ojos como si los tuviera llenos de
estrellas.
—Si entras en mí nos casamos.
—Condenación. Deseo casarme contigo, ¿no lo
recuerdas?
—¿Deseas casarte con esta mujer? Tienes que estar
seguro, Stephen.
Él se rió.
—¿Estás loca?
La cogió en los brazos y la llevó a la cama; la depositó
en ella y se quitó la bata. Se arrojó encima suyo, vagamente
consciente de que aquella experta mujer había echado atrás
las mantas y estaba tendida sobre la sábana. Encontró la
fuerza para detenerse en el umbral.
—¿Estás segura?
Ella se rió.
—¿Estás loco tú?
Le cogió el miembro, lo guió hasta su cavidad, y él
embistió.
Las ideas de elegancia quedaron relegadas en los
recónditos márgenes de su mente; estaba demasiado
descontrolado. La penetró con la mayor lentitud que pudo
soportar, con los ojos abiertos, con todos sus sentidos
estremecidos, ansiosos por grabar ese milagro para que
nunca le fuera arrebatado.
Laura.
Suya.
Más maravillosa de lo que se podría haber imaginado
jamás.
Ella le sonrió, con los labios entreabiertos, claramente
en éxtasis.
—Por fin —resolló—. Uy, qué maravilloso eres. Más,
Stephen. Más fuerte.
Se lo pedía con las manos, con las uñas, y él obedeció.
Sintió las contracciones de la cima del placer de ella y la
mente le estalló en una hoguera de estrellas.
Después rodó hacia un lado, la estrechó en sus brazos,
le besó el pelo, el cuello, el hombro, todas las partes que
logró encontrar. Ahuecó la mano en uno de sus magníficos
pechos para asegurarse de que eso era real.
—Chss —musitó ella, acariciándolo con una mano.
Él cayó en la cuenta de que estaba llorando.
—Ay, Dios…
—No te atrevas a sentir vergüenza, Stephen. Yo
también estoy llorando.
Él le tocó la mejilla y la encontró mojada. Le lamió una
deliciosa lágrima salada.
—Hacía mucho tiempo para mí —musitó ella—. Más de
un año.
—¿Por qué lloras, entonces?
—De dicha. ¿Tus lágrimas son de pena?
Él la miró a los ojos sonriendo.
—No, pero un hombre debe llorar cuando experimenta
un milagro, ¿no? También hacía mucho tiempo para mí.
Ella lo miró interrogante.
—Desde que me enteré de que eras viuda.
Ella ahuecó una mano en su cara.
—Sin embargo, esperaste.
—¿Tenía que correr a cortejarte en el camposanto?
—¿Y después?
—Mi intención era esperar todo el año. Mi voluntad no
fue lo bastante fuerte. Temía que otro hombre te arrebatara
de mí.
—Alguno podría haberlo hecho, y simplemente porque
yo no sabía lo que sentías. Ni qué sentía yo —añadió,
siguiendo con un dedo el contorno de su frente y nariz—.
Qué trágico error podría haber cometido.
¿Quería decir con eso que aceptaba que Gardeyne había
sido un error?, pensó él. Eso ya no venía al caso, puesto que
ella era suya por fin.
Entonces recordó lo que le había dicho de Gardeyne un
rato antes y comprendió que el hecho de que ella hubiera
ido a su habitación era un acto de fe que lo hacía sentirse
humilde.
—¿Por qué has venido? —le preguntó.
Ella se apartó, pero entrelazó una mano con la de él.
—Para conquistarte si podía. Pero con juego limpio.
Ella quería hablar en serio, pero él no pudo resistirse a
saborearle un pecho, succionándole el hinchado y oscuro
pezón.
—¿Qué quieres decir?
—Te deseaba, te necesitaba. —Le cogió el pelo y le
levantó la cabeza para que la mirara—. Escúchame,
Stephen. Te deseo para mí, pero también para Harry.
Casarme contigo será la mejor manera de tenerlo a salvo.
Él le acarició el pecho con una mano.
—¿Y esperas que yo ponga objeciones a eso? Es cierto.
—Pero quería decírtelo antes que te comprometieras —
protestó ella, deteniéndole la mano—. Deseaba explicarte
que sigo siendo lady Alondra. Voy a desear ropa fina,
fiestas y compañía frívola a veces. No seré feliz dedicando
todo mi tiempo a la política, la filosofía…
Él sofocó sus palabras con un beso largo, largo, y apartó
la cara.
—Laura, gansa, ¿qué tipo de hombre aburrido y soso
piensas que soy?
—No te gustan las fiestas del mundo elegante.
—¿No?
—Rara vez te he visto en una.
—Porque trabajaba como un general neurótico con el
fin de eludirte. Deseo casarme contigo, Laura, contigo.
¿Pretendes dar a entender que no te conozco? ¿Qué no sé
que te gusta la ropa fina, los bailes y las fiestas? ¿Qué eres
impetuosa y de espíritu libre? Que eres hermosa por dentro
y por fuera. Y estos últimos días te he conocido más. Deseo
casarme con la Laura alondra a la que le gusta volar alto, la
que entiende de Hume y mucho más aún de derechos y
justicia sociales. Y que posiblemente me puede ganar al
ajedrez con un poco de práctica.
De repente se le ocurrió mirarle la mano izquierda y vio
que no llevaba el anillo, aunque sí se veía la marca. Se la
tocó.
—Me pareció que no sería correcto llevarlo puesto para
venir aquí —explicó ella—, pero tendré que volver a
ponérmelo.
—Hasta que yo lo reemplace por el mío. —La miró a la
cara—. ¿Cuándo?
Se dio cuenta de que eso era una proposición tosca, pero
los dos ya pasaban de discursos bonitos.
Ella frunció ligeramente el ceño.
—Faltan tres semanas para el aniversario de la muerte
de Hal. Lo siento, pero…
—Pero sería chocante que te casaras al día siguiente.
Puedo esperar, cariño. Hasta que a ti te parezca
conveniente.
—No quiero esperar, pero debemos. —Le estaba
deslizando las manos por el cuerpo, tal vez sin darse
cuenta, pero con una pericia exquisita—. Podríamos
anunciar nuestro compromiso entonces. Lo he dicho en
serio eso de que te voy a utilizar para proteger a Harry.
Lord Caldfort no podrá negarse a nombrarte tutor de
Harry, y entonces podremos tenerlo a nuestro lado.
Parecía sentirse angustiada, o tal vez incluso culpable,
así que volvió a besarla.
—Todo lo que soy, todo lo que tengo, es tuyo, para que
tú dispongas de ello.
—Encuentro injusto el trueque.
Él volvió a reírse, con la boca en su pecho, inmerso en
su agradable y misterioso perfume.
—Nuestros placeres aquí han sido un poco injustos.
Debo corregir eso. En cuanto a nuestro futuro… —bajó la
mano por su cuerpo y la introdujo en su mojada
entrepierna—. He sentido mi vida incompleta durante seis
años. No ha sido una tragedia. La he vivido bien, he
disfrutado de su mayor parte, pero siempre he notado el
vacío de la pieza que faltaba. Te necesito. Necesito todo lo
que eres. Nicholas habló de la cerradura y la llave, y eso es
—añadió sonriendo, e introduciéndole los dedos— lejos de
cualquier connotación erótica. —Vio y sintió la rápida
respuesta de ella—. ¿Qué es una llave sin la cerradura en
que encaja? —Hizo rotar los dedos dentro de su cavidad—
. En otro tiempo me habría reído de la idea de la media
naranja, pero eso es lo que somos, Laura. Eso significa que
yo puedo completarte tal como tú puedes completarme a
mí. Dime qué te gusta.
—Presiona más fuerte. —Al sentir la presión, hizo una
rápida inspiración y levantó la cabeza para besarlo—. Sí
que me completas. He sentido eso desde que llegamos
aquí, Stephen. Mi amor. Es como si me estuviera
descubriendo entera a través de ti. —Bajó los párpados y
suspiró—: Ah, sí, sí… Pero tus dedos no son la verdadera
llave, ¿sabes?
Le cogió el miembro erecto y lo llevó hasta su
entrepierna.
—Eres una mujer muy exigente.
—Lo has notado —dijo ella, sonriendo seductora, en el
instante en que se unían—. Clic.
Capítulo 42
Pasado un largo rato, Laura despertó de un sueño
liviano y contempló la agradable oscuridad.
—Por definición, un milagro no puede ser tan
substancioso.
—Y si metemos a Kant6 en él no sería tan delicioso —
dijo Stephen.
Ella se rió, y volvió al placer de lamerle la salobre piel.
—No quiero pensar en el severo Herr Kant. Qué
apropiado es que su apellido forme el negativo del verbo.
Seguro que diría que no podemos hacer esto.
—Eso sería negar totalmente la razón, puesto que lo
estamos haciendo.
—Nada de filosofía —protestó ella, haciéndole
cosquillas.
—Tú empezaste.
—No, yo… —Se interrumpió y lo apartó—. ¿No hueles
a humo?
—¿El fuego? —dijo él, sentándose, aunque sabía que ya
se había apagado.
No se veía ni un solo brillo de brasa en el hogar.
—Yo huelo a humo —insistió ella. Se bajó de la cama y
a tientas fue hasta la puerta—. ¡Huele a humo!
Lo oyó rascar una cerilla para encenderla, pero de todos
modos abrió la puerta. En el corredor dejaban lámparas
encendidas por la noche y a su luz vio volutas de humo
6 Juego de palabras intraducible. Kant suena igual a can't, la abreviatura de can not o cannot, forma negativa
del verbo «poder»: can. (N. de la T.)
gris subiendo por las rendijas entre los tablones.
—¡Fuego! —gritó, y ahogó una exclamación—. ¡Harry!
Dejé las puertas cerradas con llave.
Casi salió corriendo tal como estaba, totalmente
desnuda. Se tomó un instante para recoger su bata del
suelo y comenzar a ponérsela. En ese momento se encendió
la cerilla, pero ella ya había salido corriendo descalza al
corredor, sacando del bolsillo la llave de su dormitorio.
—¡Fuego! ¡Fuego! —oyó gritar a Stephen pasado un
momento, detrás de ella, golpeando las puertas.
Aun no había llamas. Le costó meter la llave en la
cerradura, pero lo consiguió, la giró y entró corriendo;
como una bala atravesó su dormitorio, pasó por la sala de
estar y entró en la habitación donde dormía su hijo.
Juliet se movió, despertando.
—¿Qué…?
—¡Fuego! —exclamó Laura, cogiendo a Harry—.
¡Despierta, Jul!
—Dios nos salve.
Ya despabilada, Juliet no tardó en bajar de la cama y
ponerse los zapatos y la capa. Laura ya había girado la llave
y abierto la puerta del dormitorio que daba a la escalera.
Gracias a Dios, no se veían llamas en la escalera, aunque sí
humo.
Entonces oyó el crepitar del fuego en la distancia.
No era en esa parte de la casa, y ella estaba descalza y
medio desnuda. Puso a Harry, que estaba llorando, en los
brazos de su hermana.
—Baja con Harry y sal de la posada.
—¡Mamá!
—¡Tú vienes también! —exclamó Juliet.
—Sólo tardaré un momento. Necesito ponerme los
zapatos.
Pareció que Juliet le iba a discutir, pero enseguida corrió
escalera abajo y se perdió de vista.
Lo de los zapatos era cierto, pues podría haber cristales
rotos, o cualquier otra cosa, pero además, no soportaba
dejar ahí a Stephen. Él seguía golpeando la puerta de HG.
Entró corriendo en su dormitorio gritándole:
—¡Déjalos! Es posible que ya hayan salido.
Entonces oyó voces. O sea, que los dos hombres se
habían despertado y podrían salir a ponerse a salvo.
Desesperada miró alrededor buscando sus zapatos.
¿Dónde?
Comenzó a tañer una campana y se oyeron gritos de
personas junto con el distante crepitar del fuego. Entonces
el humo la hizo toser.
—¡Laura! ¿Dónde estás? —gritó Stephen—. Por el amor
de Dios, sal de ahí. —Apareció en la puerta—. Vamos.
Todo esto podría estallar en llamas en cualquier momento.
Ella estaba agachada poniéndose los zapatos.
—Necesito ponerme el camisón y la peluca, si quiero
escapar del escándalo.
—Al diablo el escándalo.
La cogió del brazo pero ella se liberó.
—¡No! Sólo es un momento.
Zapatos. Puestos. El camisón estaba en la cama; se quitó
la bata y se lo puso. Stephen le ayudó a ponerse la bata y le
plantó la peluca en la cabeza, tosiendo.
Los campanazos eran una llamada a darse prisa.
—¡Vamos! —gritó él—. El humo puede ahogarnos antes
que nos alcancen las llamas.
Fue el peligro que corría él tanto como el que corría ella
lo que la impulsó a precipitarse hacia la puerta. Ya había
muchísimo humo, y al final del corredor se veía un brillo.
Las primeras llamas, lamiendo los tablones desde abajo.
Stephen la rodeó con un brazo y estuvieron a punto de
chocar con Farouk, que iba corriendo, con su túnica puesta
pero sin el turbante, llevando en brazos a Dyer, que iba en
camisón y aferrado a él. Los dejaron pasar y luego bajaron
corriendo la escalera detrás de ellos.
Se oyó un rugido, y Laura pensó que era la multitud o
el ruido del mar, pero comprendió que no, que era el fuego,
rugiendo su triunfo, puesto que comenzaba a devorar la
posada.
Llegaron al vestíbulo y vio la seguridad más allá de la
puerta abierta. Farouk salió corriendo, pero entonces
vieron que los Grantleigh estaban saliendo al vestíbulo, la
anciana tratando de sostener al hombre encorvado
tosiendo. Stephen corrió a ayudarlos.
Laura titubeó un momento, pero comprendió que no la
necesitaban a ella, así que salió corriendo al aire limpio y
fresco, buscando a Harry y a Juliet.
—¡Mamá!
Entonces los vio, a la luz rojiza que el fuego ya arrojaba
sobre la creciente multitud. Corrió a cogerlo en sus brazos,
lo abrazó fuertemente, para calmarlo a él y tranquilizarse
ella, besándole el pelo y la cara, para asegurarse de que
todo estaba bien. Juliet le tironeó la peluca para
enderezársela. A saber qué aspecto tendría.
Se giró a mirar atrás, buscando a Stephen, y finalmente
se relajó. Él ya estaba fuera, a salvo, ayudando a los
Grantleigh. Había otras personas con ellos, y la gente del
pueblo ya llegaba corriendo para ver qué podían hacer.
Un grupo de personas estaban formando una hilera con
baldes para traer agua de mar y arrojarla al fuego. Deseó
correr a ayudar, pero Harry estaba aferrado a ella.
—No pasa nada, Minnow. Todo está bien.
Rogó que todos hubieran salido del viejo edificio,
porque las llamas ya estaban devorando una esquina y la
parte de atrás, la del establo. Había hombres subiendo por
escaleras hacia los techos de las casas vecinas, listos para
sofocar cualquier fuego nuevo que prendiera. La tienda del
velero a la izquierda tenía el techo de tejas, pero la casa de
la derecha lo tenía de paja, como la posada. Peligroso.
Harry ya parecía más entusiasmado que asustado. Ella
supuso que las brillantes chispas que volaban por el aire le
parecían las de una inocente fogata de una fiesta.
Entonces vio que Stephen ya no estaba con los
Grantleigh. Otras personas se habían llevado de allí a los
ancianos, probablemente hacia una casa, pero, ¿dónde
estaba él? ¿Encaramado a algún tejado? Volvió a poner a
Harry en los brazos de Juliet.
—Quédate con la tía Jul, Minnow. Tengo que ir a buscar
a sir Stephen.
—Podría estar ayudando a sacar a los caballos —dijo
Juliet—. Mira.
Laura miró hacia la puerta en arco del patio interior de
la posada, que parecía un marco para llamas, y vio a
personas y caballos ahí. Uy, será tonto. No, más bien un
héroe.
Echó a correr hacia allí por entre la gente; vio a unos
cuantos caballos a un lado de las puertas; al parecer la
mayoría ya estaban fuera. Pero no lograba ver a Stephen.
Entonces lo vio, a la luz de las llamas y en medio del
humo negro; estaba sacando a dos caballos con los ojos
vendados; dos enormes animales que podrían aplastarlo si
querían.
Un grito la indujo a girar la cabeza hacia la fachada de
la Compass, y en ese mismo instante se elevó una
exclamación simultánea de la multitud. Alguien estaba
pidiendo auxilio, casi colgando de una de las pequeñas
ventanas de la buhardilla que tocaban el techo de paja; la
voz parecía ser de un niño. Quizá fuera una de los pinches
de cocina o el niño limpiabotas.
—¡Jemmy! —gritó una mujer que estaba en medio de la
multitud.
Como para enmarcar el momento, la campana dejó de
tocar.
Varios hombres corrieron hacia la posada. Uno cogió
una escalera que estaba apoyada en la casa vecina, la llevó
a la pared de la Compass y comenzó a subir, mientras otros
la sujetaban, todos indiferentes al creciente peligro. Ya se
veía el resplandor de las llamas por las ventanas más bajas.
Laura se acercó más, como si con eso pudiera ayudar en
algo. Desvió la vista para buscar a Stephen, y lo vio
entregando los caballos a otros hombres. Corrió a cogerle
el brazo antes que pudiera volver a entrar.
—¡Ya no se puede hacer nada en los establos! —le gritó.
—Ya están fuera todos los caballos —dijo él.
Los dos volvieron la atención al rescate.
—¡Stephen! —musitó ella, ahogando una
exclamación—. ¡Es Jack!
Le reconoció la forma del cuerpo en lo alto de la
escalera, alargando las manos para sacar al niño por la
pequeña ventana. Le reconoció la voz cuando le gritó:
—Tranquilo, muchacho, quédate quieto, que me vas a
estrangular.
¿Jack un héroe? ¿Es que lo había juzgado mal todo ese
tiempo?
El muchacho no se tranquilizó ni se quedó quieto. Se
aferraba a su salvador, gritando, y la escalera comenzó a
ladearse.
Todo pareció enlentecerse. Los hombres de abajo
intentaron sostener la escalera en alto, pero esta continuó
ladeándose inexorablemente.
Todo el mundo observaba en silencio, por lo que lo
único que se oía era el crepitar de las llamas y luego el grito
del niño cuando la escalera cayó al suelo.
Todos avanzaron. Laura también hizo el ademán, pero
Stephen la retuvo cogiéndola del brazo.
—Tienes que mantenerte fuera de su vista. Vuelve con
Harry. Yo me ocuparé de las cosas aquí.
Él tenía razón, claro, pero ella temía que Jack y el niño
hubieran muerto. Mientras se alejaba pasó cerca de ella un
hombre llevando al lloroso niño en brazos para
entregárselo a su madre que estaba gritando.
—¡Cuidado, que sale! —gritó alguien, entonces.
Las personas que se habían reunido alrededor de la
escalera se apartaron corriendo, algunos hombres llevando
un abultado cuerpo sobre una manta, al tiempo que las
llamaradas empezaban a salir como ríos ardientes por las
ventanas de las habitaciones, aquellas donde habían estado
ellos dos. En la parte de atrás el fuego corría más rápido,
por encima del enorme establo, donde el altillo debía estar
lleno de heno.
Rugiendo más fuerte que cualquier león, las llamas se
apoderaron del techo de paja y la posada se convirtió en
una inmensa hoguera. Se hizo un consternado silencio
entre la multitud.
Entonces se oyó la voz de Stephen.
—¡Empezad a mover esos baldes! ¡Arrojad el agua a las
casas de ambos lados!
Mientras se ponían en acción las personas de la hilera
con baldes, se elevó un grito de entusiasmo para recibir a
un grupo de hombres que venían corriendo por la calle con
una manguera y una bomba con ruedas. Draycombe
disponía de instrumentos para combatir el fuego, después
de todo. Laura supuso que sólo habían pasado unos
minutos desde que comenzó a sonar la campana avisando
del incendio.
Pero al parecer nadie estaba al mando aparte de
Stephen.
Y él lo hacía muy bien.
Vestido sólo con las calzas y la camisa suelta estaba
organizando a las personas que llevaban los baldes para
que mojaran la casa con techo de tejas de la izquierda. A
los que llevaban la bomba con la manguera los dirigió hacia
la casa con el techo de paja de la derecha.
En ese momento Laura reaccionó y se echó a temblar.
Los tiritones se debían en parte al frío aire nocturno, pero
también a muchas otras cosas. Se había dejado el anillo de
bodas en su habitación, que ahora ya era un horno, y eso le
parecía un terrible pecado.
Entonces recordó a Jack. ¿Qué había sido de él? Debía
mantenerse fuera de su vista, pero era el hermano de Hal.
Avanzó cautelosa hacia el grupo que rodeaba a una
persona que estaba en el suelo.
Logró abrirse paso lo suficiente para ver.
Afortunadamente, no había muerto y estaba balbuceando:
—Lo siento, lo siento. Nunca pensé… ¿Está bien el
niño?
—El niño sólo tiene un susto, gracias a usted, señor —le
dijo el doctor Nesbitt, que estaba arrodillado a su lado
palpándole la pierna—. Pero usted tiene, cómo mínimo,
una grave fractura en la pierna. Quédese quieto, por favor.
—Lo siento, lo siento —repitió Jack, y entonces lanzó un
grito de dolor y perdió el conocimiento.
—Mejor así —dijo el médico—. Llevémoslo a mi casa, a
ver si logro salvarle la pierna.
Mientras los hombres cogían la manta para llevarse a
Jack, Laura se arrebujó más la bata. Tal vez los demás se
habían creído que con sus balbuceos Jack había querido
decir que lamentaba que se hubiera caído de la escalera,
pero ella sabía que no era de eso de lo que hablaba.
Era él el que había iniciado el incendio, tal vez sólo con
la intención de producir humo para hacer salir a las ratas,
los hombres que buscaba. De hecho, ese plan se le había
ocurrido a ella también, y lo había descartado justamente
porque cabía la posibilidad de provocar un incendio. No se
puede jugar con el fuego, es demasiado peligroso. Y a Jack
se le había descontrolado.
Lamentaba que ahora estuviera sufriendo, pero según
ella, era obra de la justicia divina.
Y hablando de justicia, ¿dónde estaban las ratas?
Ahí.
Miró hacia Juliet y Harry, vio que estaban bien; los dos
agitaron las manos hacia ella, y fue hasta los dos hombres
que eran la causa de todos sus problemas. Y de sus placeres
también, debía reconocer.
HG estaba sentado en el suelo y Farouk a su lado, en
guardia.
—Señor Farouk —le dijo—, yo cuidaré del capitán Dyer
si usted quiere ir a ayudar a combatir el fuego.
A la luz de las llamas, que iluminaban bastante, vio
claramente el rechazo en los oscuros ojos de aquel hombre.
También vio que sin el turbante se veía diferente. Llevaba
el pelo corto. ¿Acaso los mahometanos no llevaban el pelo
largo bajo los turbantes?
—El capitán Dyer necesita mi sostén, señora.
Nuevamente habló con ese fuerte acento, pero ella ya
dudaba de que fuera árabe. Se volvió hacia una mujer de
aspecto respetable.
—¿Vive cerca, señora? ¿Podría dar refugio a este pobre
caballero?
—¡Por supuesto! ¡Faltaría más! —exclamó ella, al
parecer encantada de poder hacer algo, y llamó a un
hombre que tenía una de las sillas de ruedas para que se
acercara.
Laura vio que Farouk habría querido protestar, pero
HG le dijo con sorprendente dignidad:
—Estaré bien. Ve.
A Laura le extrañó la especie de caricia que
intercambiaron. Farouk le puso la mano en el hombro a
Dyer y este le cubrió la mano con la suya. Más aún, juraría
que Farouk le dio las gracias por permitirle ayudar. Sólo
por eso ya le cayó mejor.
Él levantó en brazos a HG, lo instaló en la silla de
ruedas, lo dejó bien envuelto en las mantas y se alejó. A
pesar de la túnica que llevaba, que era en realidad como un
vestido, subió ágilmente la escalera hasta el techo de paja
para unirse a los hombres que estaban ahí intentando
impedir que prendiera fuego. El trabajo más peligroso.
Otro héroe inesperado.
No la habría sorprendido ver a Stephen haciendo eso
mismo, pero él seguía abajo, organizando. Era muy
probable que deseara hacer un trabajo más osado, pero era
sir Stephen Ball, miembro del Parlamento, y por lo tanto se
encontraba al mando. Posiblemente muchos no supieran
quién era, y por supuesto no podían deducirlo por su
desastrosa apariencia; pero reconocían su autoridad.
De repente, como si hubiera sentido su mirada sobre él,
la miró, desviando la atención de sus deberes. Ella le hizo
un gesto con la mano y vio su aliviada sonrisa, sus dientes
blancos en la cara negra de hollín. Después él volvió a su
trabajo y ella comprendió que ya la había dejado fuera de
sus pensamientos, como debía ser, puesto que sabía que
estaba bien.
Volvió a mirar hacia Harry.
Gracias a Dios por Juliet.
Estaba mirando alrededor para ver dónde podía ser
más útil cuando la distrajo un atronador ruido de cascos de
caballos. Un grupo de jinetes venían al galope por la calle,
haciendo zarandear sus linternas.
Oyó a algunas personas exclamar «¡El señor Kerslake!»,
pero también oyó a otras susurrar «El capitán Drake». En
la multitud pareció elevarse una sensación de ánimo y
confianza, como otro incendio. Ya estaba ahí el líder al que
conocían y en quien confiaban. Qué tremenda carga debía
ser eso de tener tanta autoridad siendo tan joven.
Kerslake desmontó de un salto de su caballo y detrás de
él lo hicieron también sus cinco hombres. Varios hombres
del pueblo corrieron a hablar con él, que enseguida se
lanzó a dar órdenes. Stephen se le acercó también, y se
estrecharon las manos, cada uno aceptando y reconociendo
la autoridad del otro. Comenzaron a hablar como los
oficiales en la cubierta de un barco de guerra y a dirigir la
operación entre los dos.
Después de pensarlo un momento, Laura fue a
reunírseles.
Stephen la miró besándola con los ojos, pero no hizo ni
dijo nada revelador. Kerslake la miró un momento como
sin entender, pero recuperándose enseguida dijo:
—Señora Penfold, espero que no haya sufrido daño
alguno.
—Ninguno en absoluto, pero me alegra verle aquí. Es
necesario que hablemos una vez que estén controladas las
cosas.
La mirada de él fue de comprensión.
—¿Dónde están nuestros misterios?
—Farouk ahí en el tejado y el otro está en una casa. Pero
también están aquí mi hermana y mi hijo, y Stephen hizo
unos complicados arreglos que incluyen a su Crag
Wyvern.
—Recibí el mensaje. Eso puede seguir adelante. Cuando
tengamos las cosas controladas aquí, un velero les llevará
a todos hasta allí, junto con los dos hombres misteriosos.
—Le sonrió—. Yo también deseo conocer toda la historia.
Dicho eso volvió la atención al trabajo y ella, sintiéndose
repentinamente agotada, fue a coger a Harry, que lo
miraba todo con los ojos muy abiertos.
—Quiere bajar al suelo —dijo Juliet, también con cara
de estar agotadísima—, pero olvidé traer sus zapatos.
—Y tú sólo llevas puestas la enagua y la capa. Me parece
que ninguna de las dos tiene un solo trapo aparte de lo que
llevamos puesto. ¿Cómo le vamos a explicar eso a padre?
—Besó en la mejilla a Harry—. Otra aventura, Minnow.
Tendrás muchísimo para contarle a Nan cuando volvamos,
porque muy pronto vas a ir en una barca a un castillo.
Capítulo 43
Fue pasando el tiempo, y Harry se quedó dormido en
los brazos de Laura. Les ofrecieron mantas, así que ella lo
envolvió en una. También un techo, pero ella argumentó
que no tardarían en marcharse a Crag Wyvern. Una señora
les llevó sidra caliente con especias, lo que les sentó muy
bien.
¿Cómo podrían explicarle a su padre esa casi total
carencia de pertenencias? Tal vez tendría que decirle la
verdad. Lo prefería, y en realidad ya no importaría tanto
puesto que se iba a casar con Stephen.
A pesar del agotamiento y del peso de Harry, sonrió.
La pobre Juliet estaba sentada en el suelo, envuelta en
una manta, sosteniendo en las manos una jarra de cerámica
con sidra, por lo que se sintió inmensamente aliviada
cuando llegó Stephen hasta ellas.
Cogió en brazos a Harry, y eso también significó un
alivio.
—Ya podemos marcharnos. Han llegado el señor
terrateniente Ryall y el capitán Sillitoe. Hay un barco
esperando en el embarcadero. Al parecer es el de Kerslake.
Se llama Buttercup.7
—¿No debería llevar un nombre que inspire más miedo
el barco de un jefe de contrabandistas?
Él ofreció un brazo a Juliet para ayudarla a levantarse.
—Ten presente que de lo que se trata es de no parecer

7 Buttercup: Ranúnculo. (N. de la T.)


importante. Además, dudo mucho que lleve cargamentos,
igual que Wellington no lucha en primera línea en las
batallas.
Caminaron los tres juntos hasta el embarcadero de
madera y encontraron un quechemarín pesquero con un
animoso marinero llamado Ham Pisley, que los ayudó a
subir a bordo. Laura se quedó un momento en la cubierta
mirando hacia el incendio, casi sin poder creer que hubiera
transcurrido tan poco tiempo desde que había estado
haciendo el amor con Stephen en esa posada.
La posada era ahora en su mayor parte un esqueleto
ennegrecido, con partes todavía rojas por el fuego y llamas
que la seguían lamiendo en busca de algo más para
consumir. Las casas contiguas se habían salvado, gracias a
Dios, y, que ella supiera, no había muerto nadie.
Entraron en un camarote, pequeño pero bien
acondicionado. Había una estrecha litera, en la que Laura
animó a Juliet a desmoronarse, acostando a Harry junto a
ella, por el lado de la pared.
Después se echó en los brazos de Stephen y se apoyó en
él.
—Debes de estar tan cansado como yo.
Él la estrechó en sus fuertes brazos.
—Nos las arreglaremos. Estamos vivos y
comprometidos, ¿verdad?
—Sí —musitó ella, mirándolo sonriente.
—Entonces esto es perfecto.
—No —rió ella—, pero irá bien por ahora.
—Has perdido la peluca por ahí.
Ella se tocó la cabeza.
—Porras. Ah, bueno, estoy tan cansada que no soy
capaz de inventar una historia para encubrir todo esto.
—Yo también. —La besó—. Tengo que ir a buscar a
Farouk y Hache Ge, y entonces nos pondremos en marcha.
—Tú eres un héroe. Yo, en cambio, creo que no lograré
tener los ojos abiertos.
—Has cedido la litera, lo cual te convierte en heroína —
dijo él.
Abrió unos armarios y en uno de ellos encontró un
colchón y lo instaló en el suelo. Era delgado, pero Laura no
vaciló en echarse sobre él, agradecida.
—Decididamente un héroe —dijo, ya con los ojos
cerrados, mientras él la cubría con la manta que encontró
junto al colchón—. Jack inició el incendio —logró
balbucear.
—Ya lo sospechaba —contestó él—. Estaba aquí con un
nombre falso, señor John Dyer, parece increíble, así que es
posible que logremos salir de todo esto sin meter para nada
a los Gardeyne.
Debería hablar de eso, pensó ella, hacer algún plan y
considerar lo que significaba todo aquello para el futuro de
Harry, pero se rindió al sueño.
Adormilada, sólo tuvo una vaga conciencia de cuando
atracó el barco, la trasladaron a un vehículo y a eso siguió
un movido trayecto. Después volvieron a transportarla
hasta una cama y no supo nada más hasta que abrió los ojos
y ya era de día.
Juliet, Harry y ella estaban en una cama enorme de una
habitación inmensa decorada en colores claros y estilo
clásico. Toda una pared estaba ocupada por un mural de
san Jorge y el dragón. Curiosamente, no encontraba tan
raro o misterioso el lugar como le habían hecho temer. En
el imponente hogar ardía un fuego, pero aun así la
habitación estaba fría y olía un poco a moho, por lo que
daba la impresión de que llevaba mucho tiempo sin usarse.
Se sentó, con cuidado para no despertar a los otros, y
sonrió. ¡Ropa! Había un bultito con ropa para niño y ropas
de mujer colgadas en los respaldos de dos sillas. Se bajó de
la cama a examinar el tesoro. A Juliet no la fascinaría, ya
que los dos vestidos eran de corte muy sencillo y de un
severo color gris, y las enaguas, medias y corsés, aunque
blancos, hacían juego con los vestidos por su severidad.
¿Sería la ropa del ama de llaves? ¿O vivía una puritana en
la casa? Pero eso no tenía importancia. Ya estaba
acostumbrada a la fea ropa de luto, y cualquier cosa
decente era para ella un tesoro.
En realidad, la ropa sencilla y fea sería excelente para
ese día, en que su padre llegaría pidiendo explicaciones.
¿Qué podía decirle que lo explicara todo con una cierta
lógica?
Entonces recordó que esa noche había decidido decirle
la verdad, o al menos casi toda, y se tranquilizó. Su
aversión a mentir la hacía una muy mala conspiradora, y
Stephen había estado de acuerdo.
Se iban a casar.
Fue a asomarse a la ventana y vio un jardín encerrado
entre cuatro paredes. Por la estación, o tal vez por
descuido, no era un jardín demasiado bonito, pero podría
llegar a ser agradable. En el centro se alzaba una especie de
fuente, sin agua porque nadie la usaba.
Se iban a casar.
La inundaron los recuerdos de esa noche, de la primera
parte de esa noche, cuando hicieron el amor, haciéndola
sonreír y rodearse con los brazos. Se bajó y se subió las
manos por el cuerpo, pues esas horas de intenso placer le
habían estimulado el apetito en lugar de saciarlo.
Fue una especie de locura la que la impulsó a ir a la
habitación de él; era consciente de eso mientras lo hacía. Y
una especie de maldad también. Pero ya había perdido la
fuerza de voluntad para resistirse, la voluntad para
refrenarse y ser sensata. Había comprendido que, aparte de
necesitar a Stephen por Harry, lo deseaba para ella, con
más desesperación de lo que anhelaba cualquier otra cosa
en su vida, y no pudo soportar la idea de separarse de él,
no fuera a perderlo.
Pero tenía que advertirle. Después de ese último beso
creyó conocerlo, comprendió que él era apasionado, pero
también sabía que el matrimonio sería amargo si lo que
prefería era recato y modestia en una esposa, incluso en
privado. Ella sencillamente no podría hacer eso. Le gustaba
la lujuria en el matrimonio y los fuegos del deseo ardían
fieramente en ella.
Sonrió, y tal vez se ruborizó. Ya no tenía la menor duda
de que él era igual de lujurioso y experto que ella. Más
experto que Hal en cierto modo, porque mostraba más
autodominio y paciencia. Tal vez incluso porque era más
inteligente. Nunca antes había apreciado las maravillas de
un amante inteligente.
Se dio una sacudida. No podía pasarse el día soñando
despierta con Stephen, ya que si continuaba con esos
pensamientos saldría a buscarlo para saltarle encima con
pasión.
Además, no llevarían una vida del todo tranquila; ella
aportaba problemas a su dote. Se giró a mirar a Harry, que
estaba durmiendo inocentemente echado de espaldas. Era
mala por desear que Jack muriera de sus lesiones, pero lo
deseaba. Eso lo simplificaría todo muchísimo.
No había reloj en la habitación, y las paredes que
encerraban el jardín interior de Crag Wyvern hacían difícil
calcular la hora por la posición del sol, pero estaba claro
que no era muy temprano. Ya era hora de levantarse y salir
a ver qué estaba ocurriendo. La primera necesidad era
buscar agua para lavarse. Los tres estaban sucios y olían
ligeramente a humo.
Recorrió la habitación mirándolo todo. En una pared
había una puerta, pero estaba cerrada con llave. Otra daba
a un corredor que la sorprendió.
Estaba en penumbra porque sólo lo iluminaba la luz
que entraba por las saeteras de que le hablara Stephen. Las
paredes parecían ser de piedra tosca y tenían manchas
verdes que indicaban humedad. Pero cuando tocó una,
cayó en la cuenta de que todo era pintura; pintura para
imitar piedra.
Kerslake les dijo que el conde anterior estaba loco. Si eso
era obra suya, desde luego había sido un hombre muy
excéntrico. Incluso había armas colgadas en la pared a
intervalos regulares, y no eran trampantojos precisamente.
Volvió a la habitación de estilo clásico. Tendría que
estar vigilante con Harry. Esa casa podría asustarlo: a saber
qué otras rarezas contenía.
Encontró el cordón para llamar y le dio un tirón,
pensando en los complicados planes de Stephen. ¿No dijo
algo Kerslake dando a entender que se habían llevado a
cabo? ¿Habrían llegado ya los Delaney? Eso significaría
que ella podría contarles la historia que habían preparado.
Desechó la tentación.
Se abrió la puerta y entró una criada flaca, en los huesos,
de grandes ojos claros, cargada con un jarro de humeante
agua. Lo fue a dejar sobre el lavamanos y le hizo una venia,
nerviosa.
—¿Va a necesitar alguna otra cosa, señora?
La chica tenía la cara demacrada, y parecía una ovejita
asustada.
—¿Sabes qué otros huéspedes están en la casa? —le
preguntó—. ¿Y dónde se servirá el desayuno?
La chica pestañeó.
—Está aquí el señor Kerslake, señora, y el señor
Delaney, y un tal sir Stephen Ball, y otros dos caballeros
que no sé cómo se llaman, señora. Y usted, señora, y la
dama y el niño que están ahí en la cama. Creo que eso es
todo, y el desayuno será en la sala de desayuno, señora.
La criada llegó al final del discurso con el aspecto de
haber pasado por un difícil examen. Entonces hizo una
rápida inspiración, se metió la mano en un bolsillo y sacó
una hoja de papel doblada.
—El señor Kerslake me dijo que le entregara esto,
señora. Es un mapa, porque, verá, aquí hay caminos cortos
y caminos largos, y tal vez sea mejor que no tome los
caminos cortos. Y dijo que le dijera que lo sentía si el
esqueleto asustaba a su niñito.
Laura estaba intentando reprimir la risa y ocultar su
perplejidad, pero consiguió decir un «Gracias» con la cara
seria, y la criada se marchó.
Moviendo de un lado a otro la cabeza, desdobló el papel
y se encontró ante un plano, dibujado a mano, de las dos
plantas de Crag Wyvern. La casa era cuadrada, con el
jardín en el centro. Todas las habitaciones daban al jardín,
y junto a las paredes exteriores discurría el corredor, por
los cuatro lados. En la primera planta estaba marcada con
una cruz la habitación Jorge y el dragón. Otra cruz señalaba
un salón en la planta baja. Este daba la impresión de ser
agradablemente normal, pero lo creería cuando lo viera.
No lejos del salón se encontraba la sala de desayuno,
que también parecía normal. Tal vez las rarezas se
concentraban en la primera planta, más privada.
En cada esquina de la casa había escaleras de caracol,
pero unas flechas le indicaban que pasara de largo de una
hasta llegar a otra recta y ancha que bajaba al vestíbulo.
Entonces se despertó lady Alondra e intervino,
sugiriendo que la escalera de caracol desaconsejada podría
ser más divertida, pero la Laura responsable la ahuyentó.
—¿Qué es eso? —preguntó Juliet, adormilada—. ¿Y
dónde estamos?
—En Crag Wyvern, y por lo visto necesitamos un plano.
Le pasó el papel.
Juliet se sentó, frotándose los ojos, y lo cogió.
—Extraordinario e interesante —comentó.
—Después podrás explorar. Por ahora, será mejor que
nos levantemos y vistamos, con esa ropa, y bajemos a
encontrarnos con los demás para solucionar todo esto. —
La miró a los ojos—. Voy a decir la verdad, Jul.
—Ah, estupendo. Además, no veo que historia podrías
contar para encubrir todo esto sin tropiezos.
Se sonrieron y luego se lavaron y se ayudaron
mutuamente a vestirse. Tal como suponía Laura, Juliet
despotricó por los feos vestidos, pero lo decía en broma.
Ella cayó en la cuenta de que si bien nuevamente se vestiría
con ropas feas, no tenía por qué volverse a disfrazar. Fue
un placer peinarse ante el espejo viendo su cara y pelo de
nuevo. No habían pensado en dejarles horquillas, por lo
que tuvo que dejarse el pelo suelto, y Juliet también.
—Parecemos niñas otra vez —le comentó su hermana.
—De un colegio muy severo.
Harry se despertó, con los ojos agrandados.
—¿Dónde estamos, mamá?
Ella fue a cogerlo en brazos y lo sacó de la cama.
—En el castillo del que te hablé. Se llama Crag Wyvern,
y tiene cosas que podrían darte un poco de miedo, pero
aquí no hay nadie que pueda hacerte daño.
Mientras decía eso recordó las armas. Sí, Harry tendría
que estar vigilado por alguien todo el tiempo.
Cuando lo puso de pie en el suelo, él corrió a mirar el
mural de la pared.
—Es un dragón terrible —dijo, sin parecer en absoluto
alarmado—. ¡Grrr!
Laura se rió, encantada de que tantas aventuras no lo
hubieran asustado ni puesto nervioso.
Capítulo 44
De todos modos, una vez que ya estuvo lavado y
vestido, y a punto de salir de la habitación, Laura le cogió
la mano.
—Es un castillo, Harry, así que los corredores son algo
oscuros y dan un poco de miedo, pero como vas con
nosotras, no pasará nada.
Sorprendida comprobó que él, sintiéndose seguro por
estar con ella, estaba fascinado por la penumbra y las
armas. Le gustó especialmente el esqueleto que colgaba en
una esquina, cerca del arco en que comenzaba una de las
escaleras prohibidas.
—Un verdadero Gardeyne —comentó a Juliet—. Nada
de venir a vagar por aquí, Harry. Debes estar con un adulto
todo el tiempo.
La ancha escalera de piedra recomendada llevaba a una
especie de sala grande típica de un castillo de barón
medieval, llena de muebles de roble oscuro, y de cuyas
paredes colgaban armas medievales como para armar a un
pequeño ejército. Harry lo miraba todo con los ojos muy
abiertos, y ella tuvo que llevarlo casi a rastras hasta la sala
de desayuno, que claramente lo decepcionó, aun cuando
no tenía nada de estilo moderno. Las paredes blancas y la
larga mesa de roble la hizo pensar en el refectorio de un
monasterio medieval, aunque era de tamaño moderado y
no había armas cortantes, a excepción de los cuchillos de
mesa.
Pero la comida sí fue una compensación, porque al
instante corrió a la mesa y se subió a una silla, justo la que
había al lado de Stephen, nada menos, y lo miró diciendo:
—Buenos días, señor. Hay un dragón en mi habitación.
¡Grrr!
Todos le celebraron el rugido riendo, pero Laura se
apresuró a decirle:
—No más sonidos de animales en la mesa, Harry.
Tenía para elegir entre la silla al lado de Harry y la del
otro lado de Stephen. Pesarosa eligió sentarse al lado de su
hijo, pero la sonrisa que intercambió con Stephen le bastó
por el momento. Tuvo que reprimir otra, porque aunque
iba vestido normal, la ropa no estaba a la altura de lo
habitual en él. Ella supuso que se la había prestado
Kerslake, ya que a este le gustaba la ropa de campo.
Además, era algo más corpulento. De todos modos,
Stephen le daba a esa vestimenta una elegancia que tal vez
antes no había conocido.
Se concentró en lo que debía hacer y les presentó a los
otros hombres, Nicholas Delaney y David Kerslake, a Juliet
y a Harry.
—Mis disculpas por el plano —dijo Kerslake—, pero
por el momento hay muy poco personal aquí, y las criadas
no están acostumbradas a servir a huéspedes. Yo sigo
viviendo en Kerslake Manor, la casa de mi tío, que está
muy cerca.
Puesto que Stephen era Stephen y Nicholas, Nicholas,
no tardaron en llamar David a Kerslake, incluso Juliet, que
parecía encantada con toda esa informalidad. En realidad
parecía estar encantada con todo; además, siempre le había
gustado ver a hombres guapos.
Entonces revisaron las estrategias.
—Eleanor está con Arabel en Kerslake Manor —dijo
Nicholas—. Pensamos que la Crag podría ser demasiado
lúgubre para ella. Tal vez a Harry le gustaría bajar ahí.
Laura miró a su hijo, que estaba construyendo una torre
con bloques de tostadas que le iba dando el ingenioso
Stephen.
—Tienes razón. No tardará en aburrirse aquí, pero
dudo que quiera separarse de mí.
—Se vendrá conmigo —dijo Juliet, mirándola con una
sonrisa irónica—. Sí, me encantaría quedarme, pero esta es
tu aventura, no la mía. ¿Hay animales en la casa? —
preguntó a David.
—Por supuesto. Incluso hay ponis lo bastante pequeños
para que él pueda cabalgar.
—¿Ponis? —preguntó Harry, interesado.
Juliet se levantó y rodeó la mesa.
—Ponis. Vamos, cariño. Mamá no tardará en reunirse
con nosotros.
Él miró a Laura dudoso, y ella tuvo que reconocer que
la alegraba que esta vez él se mostrara menos
despreocupado por separarse de ella. Lo abrazó.
—No está lejos, Minnow, y yo iré allí muy pronto.
Él la abrazó con fuerza.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo, cariño.
Una vez tranquilizado, se bajó de la silla, le cogió la
mano a Juliet y se la llevó, parloteando ya acerca de los
ponis.
Todos se echaron a reír, y Laura descubrió que no la
hería la felicidad de su hijo. Que se sintiera feliz de irse con
otros no significaba que la quisiera menos, y, gracias a
Dios, ya no estaba en peligro; Jack Gardeyne no podía estar
tramando ningún plan malvado en esos momentos.
Estaba a punto de preguntar por Jack cuando Stephen
dijo:
—Tenemos que suponer que tu padre, y tal vez Ned,
llegará aquí pronto. —La miró a los ojos—. Tal vez sería
mejor decirle la verdad.
Ella asintió y vio el alivio en su cara.
—O la mayor parte —enmendó.
Él sonrió de oreja a oreja.
—Desde luego. Los padres son padres.
—¿Y qué se sabe de Jack? —preguntó ella entonces, sin
poder expresar con palabras su esperanza de que hubiera
muerto.
—Según los informes llegados de Draycombe, vivirá y
probablemente conservará la pierna, pero no volverá a
caminar nunca con la misma facilidad de antes, y es posible
que tenga dificultades para cabalgar.
—Oh, pobre Jack —se le escapó a ella. Los miró a
todos—. ¿Me convierte esto en una persona débil o
voluble? He estado pensando cuánto más fácil sería todo si
se hubiera muerto.
Nicholas la miró sonriendo.
—Te hace compasiva, pero él se merece ese castigo, en
especial porque sin duda va a escapar de la otra justicia.
Sería difícil probar algo, incluso que inició el incendio. Y a
ti no te convendría que un Gardeyne fuera a juicio.
—Eso mataría a su padre, seguro.
—Por eso es mejor que estuviera registrado en
Draycombe con el nombre John Dyer —dijo Stephen—.
Ingeniosa jugada, por cierto. Eso podría haberle dado una
posibilidad de conectar con un supuesto pariente, el
capitán Egan Dyer.
Laura sintió bajar un escalofrío por la espalda.
—Es muy astuto. No me lo habría imaginado. ¿Cómo,
pues, vamos a mantener seguro a Harry? Quiero a Jack
lejos de Caldfort. Muy lejos.
Stephen le cogió la mano.
—Eso lo podemos conseguir, creo. Tal vez no antes de
la muerte de lord Caldfort, pero ahora que estamos
comprometidos creo que podré convencer a tu suegro para
que me nombre tutor de Harry.
—Y tal vez me permita quedarme en Merrymead hasta
la boda. Me gustaría saber si sospechaba de Jack o si sólo
fue la misteriosa carta la que lo hizo desear tenerme lejos.
—Tal vez fue una combinación de ambas cosas. Es un
hombre indolente, al que le gusta hacer su voluntad, pero
no es estúpido, y no le falta intuición.
—Si Caldfort se pone difícil, hay muchas maneras de
ejercer presión —dijo Nicholas, en un tono agradable
reñido con la fría finalidad que se veía en sus ojos—.
¿Cuándo pensáis casaros? Cuanto antes mejor.
Stephen explicó los motivos de decoro que hacían
prudente postergar la fecha. Laura tuvo la impresión de
que a Nicholas no le hacía ninguna gracia eso, pero no lo
manifestó.
—Entonces, quédate en Merrymead, Laura. Aun en el
caso de que Caldfort ponga objeciones, cualquier intento
de llevarse con él a Harry por mandato judicial llevará más
de un mes, o dos, sobre todo si Stephen se encarga de la
parte judicial. ¿Por qué no os casáis el domingo de
Gaudete, el tercero de Adviento, dedicado al regocijo? Un
calendario litúrgico nos daría la fecha exacta.
David se levantó con expresión risueña.
—Iré a ver si en la biblioteca está dicho libro religioso.
—Yo te ayudaré —dijo Nicholas, levantándose también.
—Este aprovecha la menor oportunidad para meter las
narices en los libros de aquí otra vez —comentó Stephen
sonriendo, y después le dijo a Laura en voz baja—: Y para,
con todo tacto, dejarnos solos un rato.
Se sentó en la silla desocupada por Harry y la cogió en
sus brazos. La sensación para ella fue como la de llegar al
hogar. Le besó en la boca y con las manos le exploró el
cuerpo que ya conocía bien y que llegaría a conocer mejor
aún, pero, recordando dónde estaban, finalmente se
apartó.
—Volverán pronto.
—Lo dudo —dijo él, sonriéndole con los ojos—. Creí
oírte decir que no eres nada tímida.
—¡Hay una diferencia entre timidez y decoro en
público! —exclamó ella, aunque sonriendo también,
principalmente por los recuerdos que le traían esas
palabras. Le introdujo los dedos por el pelo, peinándolo
hacia atrás—. Aun no he tenido la oportunidad de decirte
lo maravilloso que eres como amante.
A él se le tiñeron las mejillas de un ligero rubor, y los
ojos se le oscurecieron.
—Sea yo como sea, tú eres mi igual. Aunque es más que
eso…
Ella le deslizó los dedos por los labios.
—Sí, claro que sí, pero eso es un delicioso baño de
azúcar glasé sobre el pastel, ¿verdad?
Él se rió y volvieron a besarse. Ella se olvidó del decoro
y fue él quien interrumpió el beso y se apartó.
—Ahí vienen, y haciendo mucho ruido.
Cuando los dos hombres entraron en la sala, Laura
estaba intentando reprimir la risa y controlar el rubor,
sabiendo que se notaba que había sido bien besada, y
aunque vio una insinuación de humor en sus caras,
ninguno dijo nada.
—El quince de diciembre —declaró Nicholas.
—Y un día de regocijo —dijo Laura—. Me gusta eso.
Tenemos mucho de qué sentirnos jubilosos, y podremos
celebrar nuestra primera Navidad en Ancross y en
Merrymead. He echado muchísimo de menos las
navidades ahí.
Stephen le sonrió y después miró a Nicholas.
—¿A cuántos Pícaros crees que podríamos reunir para
la boda? Yo abriría Ancross para alojarlos, por supuesto.
—¡Una fiesta con reunión en casa! Espléndida idea —
declaró Nicholas—. Y entiendo tu intención. Si el
reverendo Gardeyne sigue aferrado a sus planes, necesita
ver con qué poderosa protección cuenta el pequeño Harry.
Yo, por supuesto, aunque yo soy un simple plebeyo. Luce
y Beth podrían estar dispuestos a viajar; el bebé ya tendrá
unos seis meses. En realidad, Luce podría ser tu padrino.
No es muy sutil blandir de esa manera al heredero de un
ducado, pero hay ocasiones en que una afilada hacha de
guerra es un disuasorio eficaz. Si no, irá bien un conde,
sobre todo si está respaldado por títulos menos
importantes.
—¿Lee? Buena idea —dijo Stephen y se lo explicó a
Laura—. Es el conde de Charrington.
—Caramba.
—Y podríamos persuadir al duque de Saint Raven de
honrar el acontecimiento con su presencia.
—¡Caramba, caramba! La agitación durará semanas en
toda la zona de Barham.
—Un casi conde notorio se queda pálido en
comparación —dijo Kerslake—, pero si mi presencia añade
peso, estaré feliz de complacer. Tengo una cuenta personal
con ese párroco, por haber hecho daño en mi territorio, y
he de reconocer que me muero de curiosidad por conocer
a más Pícaros.
Laura ya estaba pensando en otras cosas.
—Además de todo esto —dijo—, sigo deseando que
Jack se mantenga lejos de Caldfort. Harry tendrá que hacer
visitas a la propiedad, y con más frecuencia a medida que
crezca, y no toleraré que Jack esté cerca.
Tenía la atención de todos.
—¿Qué tienes pensado? —le preguntó Stephen.
Ella lo miró.
—Una vez que Harry sea el vizconde, él, o mejor dicho
su tutor y sus fideicomisarios, tendrán el control de ese
beneficio. Se lo pueden quitar a Jack.
—Eso provocaría habladurías.
—No, si le encontramos uno mejor en otra parte.
—Un ascenso —dijo Stephen—. Muy ingenioso, aunque
él no se lo merece. Por mí que acabe en la parroquia más
violenta y difícil de una ciudad grande.
—Lo sé, pero parece que ya tiene suficiente castigo con
la vida que lleva, y creo que de verdad estaba horrorizado
por las consecuencias de sus actos. Además, no sería justo
que Emma y sus hijos sufrieran por las acciones de él. Son
inocentes. En realidad, si se le pudiera encontrar una
parroquia en el norte, ella sería feliz, porque estaría cerca
de su familia.
—Tienes muy buen corazón —dijo Stephen, y su
sonrisa fue como un beso—, pero sí, creo que eso sería
posible.
—Entonces eso ya lo tenemos —dijo Nicholas—. El
único hilo que nos queda por desenredar es el de nuestros
misteriosos villanos. No me puedo marchar sin haber
entendido qué se proponían.
—¿Dónde están? —preguntó Laura.
—Anoche los llevaron a una habitación y los dejaron
encerrados con llave —dijo Stephen—. Ninguno de
nosotros estaba en forma para enfrentarse a ellos. «Hace un
rato, entre Nicholas y yo les llevamos el desayuno, agua
para lavarse y ropa. Fuimos armados, por si acaso, pero
sólo nos dieron las gracias. —La miró—. Había comenzado
a pensar si Hache Ge no sería una mujer disfrazada.
—Ah, no —contestó Laura—. Y si lo es, es una muy
masculina. —Lo pensó un momento—. Eso explicaría
muchas cosas, pero de verdad creo que no. Tiene una
estructura ósea muy delicada para ser hombre, y esas
manos tersas y suaves, pero, aun así, son manos de
hombre. Son mucho más grandes que las mías.
—Coincido contigo —dijo Stephen, pero ella le vio una
expresión extraña en la cara.
Tal vez había visto lo que vio ella y se fijó, pero no
entendía por qué eso lo hacía parecer casi avergonzado.
—No creo que Farouk sea árabe —dijo—. Anoche, sin
su turbante y a la extraña luz del fuego, me dio la
impresión de que podría ser inglés. —Vio que nadie
parecía sorprendido—. Pero ¿por qué ese disfraz?
¿Querían simular que habían sido esclavos de los
corsarios? Y en ese caso, ¿para qué? Si esa parte es cierta,
¿por qué se vestía como un árabe? ¿Y por qué intentar
sacarle dinero a lord Caldfort con extorsión?
—Podrían haber conocido a Henry Gardeyne en el
Mediterráneo antes que muriera —dijo Stephen, pero
estaba claro que no le gustaba nada esa hipótesis.
—La única forma de saberlo es preguntárselo a ellos —
dijo Nicholas—. Noblemente decidimos esperar hasta que
tú estuvieras dispuesta, Laura.
—Después de todo —añadió Stephen—, cualquier
decisión que haya que tomar te corresponde a ti.
—¿Por qué? —preguntó ella, ceñuda—. Ese asunto ya
no le afecta a Harry ni a Caldfort.
—Tiene que tener algo que ver con Caldfort —dijo
Stephen—. Esa carta no puede haber sido un tiro a ciegas,
y contenía algo que convenció a lord Caldfort de que era
cierto lo que aseguraba. —Se levantó y la ayudó a
levantarse a ella—. Vamos a descubrirlo.
Los demás también se pusieron en pie.
—Están en la habitación Jason —dijo David—. Tiene
dibujados laberintos por todas las paredes, y eso nos
pareció apropiado. Pero, si no os importa, os dejaré a
vosotros el interrogatorio. Yo debo volver a Draycombe
para ofrecer asistencia.
—Si es posible, aleja a Jack Gardeyne de ahí antes que
diga demasiado —le dijo Stephen.
David asintió y se marchó. Los demás subieron la
escalera y recorrieron unos cuantos trechos más del raro
corredor.
Stephen se detuvo ante una puerta, sacó una llave del
bolsillo, la abrió y entraron.
Laura tuvo una vaga impresión de las paredes
decoradas con laberintos, pero no les prestó atención
porque toda su curiosidad estaba centrada en los
rompecabezas humanos. Farouk se encontraba de pie junto
a la cama, en la que reposaba HG, justo en el borde,
reclinado en almohadones. Casi se tocaban, como si HG no
soportara estar apartado. ¿De su protector o su amo?
Sobre una cosa no cabía la menor duda. Con chaqueta,
camisa y pantalones, Farouk se veía exactamente lo que
ella creía que era: un inglés que había estado expuesto
mucho tiempo al sol. ¿En Argelia como esclavo? ¿Por qué,
entonces, HG era tan blanco?
HG vestía ropa similar, y a los ojos de ella no había
duda de que era hombre. Pese a la piel blanca y delicada y
las manos suaves, se percibía un cuerpo fuerte y se veían
unos hombros bastante anchos. Entonces él le dirigió una
de esas encantadoras sonrisas traviesas y volvió a sentirse
desconcertada.
—Es usted muy hermosa, señora Penfold.
—Soy la señora Gardeyne —dijo Laura, y vio que
Farouk se sobresaltaba y la miraba fijamente.
Le sostuvo la mirada, y sus ojos de pintora asimilaron
lo que veían. Se había equivocado totalmente al envejecer
el retrato, porque al hacerlo su atención se había
concentrado en la fragilidad de Dyer. Pero en ese hombre
no había nada frágil.
—¡Usted es Henry Gardeyne! —exclamó, y oyó las
exclamaciones de sorpresa a su lado.
El hombre de piel morena no dijo nada.
—Ah, la última pieza del rompecabezas —dijo
Stephen—. Por cierto, soy Stephen Ball, señor. Él es mi
amigo, el señor Delaney. ¿Tendría la amabilidad de
presentarnos a su amigo? —Puesto que Henry continuaba
inmóvil y callado, añadió—: Créame, no les deseamos
ningún mal. Todo lo contrario, en realidad.
—Me cuesta creerlo —dijo Henry Gardeyne.
Habló en el inglés perfecto de un caballero, tal como
aquella vez que ella estaba escuchando al otro lado de la
pared, aunque en ese momento le pareció que detectaba un
ligero acento, o tal vez una leve entonación extranjera, algo
que arraigó en él tal como el sol le tostó la piel.
Durante nueve años, pensó, removiendo de aquí para
allá todo lo que sabía con el fin de hacerse un nuevo
cuadro. ¿Por qué Henry Gardeyne se quedó tanto tiempo
en los estados de Berbería cuando podía comprar su
liberación en cualquier momento? Y habiéndolo hecho,
como preguntara Nicholas antes, ¿por qué decidió volver a
Inglaterra «ahora»? No tenía ninguna necesidad de ser
liberado por la armada británica.
De todos modos se sentía deslumbrada por la felicidad.
Henry Gardeyne estaba vivo, por lo tanto su hijo ya no era
el heredero de Caldfort. ¡Estaba seguro!
—Sin duda ha vivido en un lugar donde la verdad no
sirve de nada —dijo Stephen—, pero aquí es diferente. A
no ser que haya cometido un delito grave, tiene mi palabra
de que usted y su compañero estarán a salvo.
—Y puede fiarse de su palabra —añadió Nicholas
alegremente—. Puede fiarse de todos nosotros, pero el
honor de Stephen es el más impecable.
Entonces Henry Gardeyne inclinó la cabeza.
—En Draycombe oí hablar con gran respeto de sir
Stephen Ball.
Laura miró a Stephen sonriendo, y vio, tal como
suponía, azoramiento.
—Pero no podemos ayudarlos sin saber la verdad —
continuó Stephen—. ¿Por qué intentó sacarle dinero a lord
Caldfort con extorsión cuando todo lo que él posee es
legítimamente suyo?
HG le cogió la mano a Henry, y Laura observó el
contraste entre la mano blanquísima y la otra morena.
—Eso no me lo dijiste, Telo.
—No tenía importancia, Des —contestó Henry sin
mirarlo—. Y sigue no teniéndola. No deseo el título ni las
propiedades, pero necesitamos dinero y no veía por qué no
podía obtener una parte. —Los miró a todos fríamente—.
Y sigo sin verlo. Supongo que lord Caldfort va a pagar para
conservar lo que tiene.
—Entonces ¿por qué no se dirigió a él de esa manera?
—le preguntó Laura—. ¿Por qué ofrecerse a matar al
vizconde legítimo?
Por la cara de Gardeyne pasó una insinuación de
sonrisa.
—Tal vez he vivido demasiado tiempo en un país en
que se prefiere la manera indirecta a la directa. Me pareció
lo más ingenioso. Una vez hecho, nadie volvería a saber
jamás que Henry Gardeyne estaba vivo.
Pensando si ella sería excepcionalmente lerda, Laura
miró a los otros para ver si ellos le encontraban sentido a la
situación.
—Daba por segura la falta de honor de sus parientes —
dijo Stephen—. Tal vez con razón, pero los infravaloró. Su
primo incendió la posada.
—¿Hal? —preguntó Henry, ceñudo.
—Hal murió. La señora Gardeyne es su viuda.
—¿Jack? Pero si estaba estudiando para cura.
—Y ahora es él párroco de Saint Edwin, pero a pesar de
eso se dejó arrastrar por una ola de maldad —dijo Stephen,
y procedió a hacerle un resumen de los últimos
acontecimientos.
—Como les ocurre a muchas de esas personas —añadió
Nicholas—, se encontró en aguas mucho más bravas que
las que pretendía agitar. Puede que sea una preocupación
para usted, pero creo que se le han caído los colmillos.
Henry, que se había relajado un poco, volvió a adoptar
la actitud fría.
—Él no significa nada para mí. Lo repito, no voy a
reclamar el vizcondado. Lo único que necesito, lo único
que necesitamos —enmendó, mirando a su compañero,
cuya mano seguía en la suya—, es dinero suficiente para
vivir en paz en alguna parte de esta Tierra.
Laura contempló las dos manos, y al captar el tono en
la voz de Henry, lo comprendió.
—¡Aah! —se le escapó antes de darse cuenta, y sintió
arder las mejillas—. No, no estoy azorada —protestó—.
Sólo sorprendida. —Al oír reír a Stephen, se giró a
mirarlo—. ¿Quieres decir que tú lo sabías?
—No. Bueno, no exactamente. —Torció el gesto y miró
a los dos hombres—. Mis más sinceras disculpas, señores,
pero, verán, teníamos el medio para escuchar a través de
las paredes. Y anoche tuve que mudarme a la habitación
contigua a su dormitorio.
Henry pareció ofendido, pero el joven se echó a reír,
divertido, con el candoroso regocijo de un fauno.
—Les aseguro —continuó Stephen—, que dejé de
escuchar en el instante mismo en que comprendí, aunque,
de todos modos, pensé que eran hombre y mujer. Además,
aun no le había visto a usted, señor —añadió, dirigiéndose
al joven.
—Me alegra que no haya duda —dijo este, con un
coqueto pestañeo, hecho claramente para dar efecto.
El joven era una mezcla tan desconcertante de
masculinidad y belleza que Laura no lograba encajarlo en
ninguna parte de su mente. Dejó de intentarlo.
—Me he enterado de muchas cosas —dijo—, pero sigo
sin entender nada. ¿Podríamos, tal vez, emplear un
nombre? ¿Des, creo?
Él miró interrogante a su amante y luego dijo:
—Si quiere. Aunque es un diminutivo de Desdémona.
Otra pieza encajada en su lugar, pensó Laura.
—Ah, es Otelo, no Telo ni Zelo —exclamó—. El moro y
su bella esposa.
Sin saber por qué, eso sí la azoró, sobre todo porque su
mente comenzó a llenar huecos en las conversaciones que
había escuchado. Sabía que algunos hombres preferían a
hombres como amantes. Incluso había conocido a algunos
que eran claramente de ese tipo. Pero nunca se le había
ocurrido imaginar esa relación como otra forma de
matrimonio.
Un golpe en la puerta interrumpió el momento.
Nicholas fue a abrir.
La criada flaca se inclinó en una reverencia.
—Ha llegado un tal señor Watcombe, señor, y dice que
ha venido a buscar a sus hijas.
Capítulo 45
Repentinamente aterrada, Laura ahogó una
exclamación, con el aire atrapado en la garganta, y miró a
Stephen.
—Había olvidado a padre. Ha llegado el momento de
explicarlo todo.
—Reconozco que siento curiosidad —dijo Henry, con
cierto sarcasmo— por saber por qué la viuda de mi primo
estaba en una posada disfrazada y con un amante.
Laura le cogió el brazo a Stephen antes que él
reaccionara a ese ataque.
—No arroje piedras, señor. Usted depende de nuestra
buena voluntad.
—Sin embargo, parece que tengo un arma para
enfrentarlos.
—No igual a la nuestra —dijo Stephen, implacable—.
Nuestro pecado no es un delito castigado con la pena
capital.
Henry pegó un salto como si lo hubieran golpeado, y
Des palideció.
—Comprende, entonces, por qué no puedo convertirme
en lord Caldfort. No me separaré de Des. No me casaré
para engendrar un heredero. —Apoyó la mano en el
hombro del joven—. Hemos llegado muy lejos y sufrido
demasiado para separarnos ahora.
—Pero…
—Ahora no, Steve —interrumpió Nicholas—. Tú y
Laura tenéis que ir a apaciguar a su padre y recibir su
bendición. Dejaremos al señor Gardeyne y a su compañero
en paz para que hablen las cosas y después reanudaremos
esta conversación. —Dirigiéndose a Henry, añadió—: Le
daría más dignidad a su compañero tener un nombre
completo.
La piel morena de Henry lo ocultó, pero Laura sospechó
que se había ruborizado.
—Tiene razón. —Miró al joven rubio—. ¿Qué nombre
deseas usar, Des?
—No el que tengo por nacimiento. Me gusta Des.
—Despard —propuso Laura—. Ese fue uno de los
nombres posibles que se me ocurrieron para que encajara
con Des. ¿Egan Despard, tal vez? Los anagramas eran muy
ingeniosos.
—Jugábamos con ellos —dijo Des—, Telo y yo. Soy muy
bueno en eso. Draycombe, por ejemplo, nos da «my
brocade» y «cream body»,8 que son imágenes muy
placenteras —añadió, con esa expresión traviesa, con los
párpados entornados, tan suya.
Laura no pudo dejar de pensar otra vez que era como
un niño travieso, y antes de salir con Stephen para bajar a
enfrentar a su padre, lo miró moviendo de un lado a otro
la cabeza.
—¿Qué va a ser de él? —preguntó, cuando ya iban por
el corredor a toda prisa—. Lo encuentro pícaro y no
mundano al mismo tiempo.
—Gardeyne le cuidará, supongo. ¿No estás muy

8 My brocade: mi brocado. Cream body: cuerpo blanco y suave como crema. No podía cambiar el nombre del
pueblo para hacer anagramas en castellano. (N. de la T.)
escandalizada?
Ella se detuvo a mirarlo.
—Creí que anoche te había demostrado que no soy una
florecilla delicada. Nunca he sido descocada, Stephen, y
siempre fui fiel a mis promesas de matrimonio, pero lady
Alondra alternaba en círculos en que se hablaba de cosas
subidas de tono.
Él sonrió y la atrajo hacia sí para darle un beso ligero.
—No puedo quejarme, pero me llevará un tiempo
adaptarme. Ten paciencia.
Para demostrar lo que decía, ella profundizó el beso y
lo aplastó contra la pared, moviendo el cuerpo y
apretándose a él, notando su reacción.
Entonces se acordó de su padre.
Se apartó y se arregló el severo vestido.
—Sé que tu padre está esperando —dijo él— y que tal
vez no deberíamos presentarnos ahí con todo el aspecto de
habernos besado, pero no me creo capaz de esperar hasta
el domingo de Gaudete para volver a tener un regocijo.
Ella sonrió y supuso que estaba ruborizada, aunque no
de azoramiento sino de deseo.
—Yo tampoco. Encontraremos maneras.
Jadeante de deseo y necesidad, le tironeó la mano y
bajaron la escalera.
Su padre estaba esperando en el salón, el cual era
sorprendentemente normal, con las paredes tapizadas en
seda, cornisas de yeso y unos cuantos paisajes inocentes
colgados en las paredes.
Mostraba una actitud severa.
—¿De qué va todo esto, Laura?
Ella tragó saliva y se lanzó a explicar la verdad, toda la
verdad, a excepción de la parte en que ella y Stephen se
anticiparon a la noche de bodas.
Por suerte, la atención de él se centró en la conducta de
Jack.
—¡Qué maldad! ¿Estás segura, Laury?
—Todo lo segura que puedo estar.
—Y casi no hay duda de que fue él quien inició el
incendio en Draycombe, señor —añadió Stephen.
—Qué cosa más terrible —comentó su padre, moviendo
la cabeza—. Pero eso de andar hurgando en el escritorio de
otra persona, Laury…
—Si no lo hubiera hecho, a saber qué podría haber
ocurrido, padre.
—Pero ¿por qué no nos dijiste nada? Siempre has sido
impetuosa.
Laura se las arregló para no mirar a Stephen.
—Verás, no estaba segura. No tenía ninguna prueba. Y
te conozco; sé que tu sentido de la justicia no te habría
permitido actuar sin tener pruebas.
Rogó que eso lo apaciguara, y al parecer lo consiguió.
—Bueno, eso es discreción, supongo. Y tuviste la
prudencia de disfrazarte. Pero ¡si te hubieran detectado,
cariño!
—Tuvimos mucho cuidado, y, verás, esto nos ha
reunido a Stephen y a mí. Espero que nos des tu bendición,
padre. Esperamos casarnos en Merrymead en diciembre.
Eso trasladó la mente de él a temas mucho más felices.
—Será fabuloso tenerte cerca, Laury. ¿Vas a restaurar
Ancross, entonces, Stephen?
Los dos hombres estuvieron un rato hablando de esos
asuntos prácticos.
Después su padre la miró a ella.
—Tendrás una vida complicada, Laury, con el trabajo
de Stephen y la supervisión de dos propiedades. Esos
hombres que envió lord Caldfort dijeron que él está
gravemente enfermo, en muy mal estado. Si llegan a sus
oídos noticias de la maldad de su hijo, es posible que Harry
se convierta en vizconde Caldfort antes de lo que tú creías.
O tal vez no, pensó Laura. Lograrían convencer a Henry
de reclamar el vizcondado, ¿verdad?
—Juntos, Stephen y yo nos las arreglaremos.
—¿Incluso si acabas como primer ministro, Stephen?
Eso es lo que te auguran algunos.
Stephen negó con la cabeza.
—No tengo el menor deseo de serlo, y ha de pasar
muchísimo tiempo para que un reformador inflexible dirija
el país. Si acaso.
A Laura le complació oír eso, no pudo evitarlo. Le
gustaría ser la compañera de Stephen en política, pero ese
grado de responsabilidad sería una carga.
Entonces su padre se levantó.
—Bueno, creo que volveré a Kerslake Manor. No me
gusta nada esta casa, y sir Nathaniel Kerslake me estuvo
hablando de unos cultivos de legumbres que encontré
interesantes. Será mejor que vengas conmigo, Laury.
Laura se sintió como si estuviera de vuelta en el aula,
pero logró decir:
—Iré dentro de un rato, padre. Se lo prometí a Harry.
Pero antes tengo que ocuparme de unas cuantas cosas aquí.
Él abrió la boca para preguntar el qué, pero la volvió a
cerrar. Tal vez recordó que ella ya era una mujer adulta, y
tal vez decidió que debía darle un tiempo para el galanteo.
Sin decir nada más, hizo su venia y se marchó.
Entonces Laura exhaló un suspiro.
—Ahora a convencer a Henry de que reclame el
vizcondado.
—No sé cómo lo haremos, si está tan resuelto.
Ella lo miró consternada.
—Pero ahora sería incorrecto que se convirtiera en el
vizconde, y eso sin contar con el peligro en que eso lo pone.
Stephen se encogió de hombros.
—Podríamos continuar la conversación aquí. Iré a
buscar a los otros. Ten presente, sin embargo, que los
Pícaros podemos quitarle los colmillos a Jack, y supongo
que la conmoción que sufrió en Draycombe podría haberle
devuelto la sensatez.
Mientras esperaba, Laura comenzó a pasearse, y de
pronto cayó en la cuenta de que ese salón sí tenía sus
rarezas. Sólo había una ventana pequeña, por lo que era
necesario tener encendidas las lámparas por la mañana. No
le envidiaba a David Kerslake la posesión de esa casa.
Pero debía de haber una manera de convencer a Henry
Gardeyne de reclamar el vizcondado. Claro que su… su
relación íntima con ese joven dificultaba las cosas, ya que,
según dijera Stephen, lo que hacían estaba considerado un
delito de pena capital. Recordó el caso de unos hombres de
clase alta a los que si bien no enviaron a la horca los
condenaron a prisión; la multitud estaba tan indignada que
comenzaron a arrojar piedras y mataron a uno, hasta que
intervinieron los guardias y pusieron fin a la lapidación.
Pero si fuera discreto…
En ese momento entraron los demás. Henry traía a Des
en brazos. Después de instalarlo en el sofá, dijo, mientras
Laura, Stephen y Nicholas se sentaban:
—Dejemos las cosas claras desde el principio. No
asumiré el papel de lord Caldfort.
—Haga el favor de sentarse, Gardeyne —dijo
Stephen—. No es un prisionero.
Henry se sentó pero no se relajó. Des sonrió levemente
y le cogió la mano, tratando de aplacarlo.
—Tal vez podría contarnos su historia —propuso
Stephen—. Eso nos serviría para comprender. Así
podremos ayudarlos.
—¿Por qué querrían ayudarnos?
—Somos una sociedad filantrópica —terció Nicholas—
, dedicada en particular a socorrer a los esclavos rescatados
y a los vizcondes renuentes.
Henry le escrutó la cara.
—¿Por qué?
—Por el bien y la justicia, pero también nos gustaría
saber algo más sobre los usos o costumbres árabes.
Stephen emitió un gemido.
—No le vengas con halagos. Te va a dejar seco a
preguntas.
Por lo que fuera, eso pareció aliviar la tensión. Henry se
relajó por fin.
—Nuestra historia es algo larga.
—Tenemos tiempo.
Henry se encogió de hombros.
—Supongo que saben que emprendí un viaje por el
Mediterráneo, a pesar de las dificultades para viajar por
mar en esa época. Deseaba visitar Grecia y Egipto. Siendo
un Gardeyne raro, me interesaban seriamente las
antigüedades. Me embarqué en el Mary Woodside, cuyo
capitán esperaba llegar a los países otomanos para traer un
rico cargamento. Des era el grumete que atendía mi cabina.
—Le acarició el brazo a Des, con la cara suavizada por el
amor—. Su verdadero nombre es Isaiah Wisset, por cierto.
—¿Tenías que decirlo? —dijo Des, haciendo una mueca
y riendo.
Henry sonrió y enseguida se puso serio.
—Les aseguro que respeté su juventud. Sólo tenía trece
años y era pasmosamente inocente, aun cuando había
huido de su casa. Sabía leer y escribir, pero nunca había
leído nada aparte de la Biblia, y no sabía nada del mundo.
Eso lo encontré aterrador, así que leí otros libros con él y le
enseñé geografía, historia y otras cosas por el estilo. Nunca
me había imaginado que me gustaría ser profesor.
Logramos burlar los bloqueos de los británicos y los
franceses, pero fuimos derribados por una tempestad. El
barco se hundió, pero unos cuantos nos salvamos
alejándonos en lanchas. Tal vez las otras lanchas llegaron a
tierra, pero la nuestra, después de días a la deriva, cayó en
manos de los corsarios. No hace falta que les aburra con los
detalles. Fue lo de siempre, y todo se ha publicado con
detalles en los diarios de aquí.
—Nos extrañó que no se diera a conocer como un
caballero y concertara el rescate —dijo Stephen.
—Llevábamos unos cuantos días en la lancha y yo
estaba en camisa de dormir cuando me subí a ella, así que
no había nada de caballero en mí en el momento de la
captura. Con el tiempo podría haber demostrado mi
identidad y rango, pero preferí mantenerme cerca de Des.
Siendo tan joven, él estaba muy asustado, y yo supuse que
cuando consiguiera mi libertad podría conseguir la suya
también. Por desgracia, yo no entendí el valor que tenía él
por su físico, joven, de piel blanca y hermoso. Al instante
lo compraron para un harén.
Aún cuando no era ingenua, a Laura le llevó un
momento comprender lo que quería decir eso: un harén de
hombres.
—Des no fue tranquilamente a su destino. Sólo tenía
trece años y gritaba y lloraba llamándome. Su dueño,
Abdul-Alim, lo azotaba, pero cuando vio que eso no lo
calmaba, me compró, para apaciguar a su nueva «perla».
Como a un animal doméstico, como a un perro. Me tenían
en el patio, como a un perro, aunque me daban techo para
protegerme del sol, y comida pasable. A Des le daban
permiso para pasar un tiempo conmigo, siempre que no
nos tocáramos y nos mantuviéramos siempre a la vista de
los guardias.
—¿No podría haber revelado su identidad, conseguido
su rescate y luego comprado la libertad del niño? —
preguntó Stephen.
—Eso habría sido delicioso, pero pronto me enteré de
que Abdul-Alim no permitía que ningún otro poseyera a
sus perlas. No los vendía nunca. Cuando dejaban de
complacerlo, ya fuera por mala conducta o por haber
perdido la lozanía por la edad, los mataba. Por lo tanto —
se encogió de hombros—, me quedé.
—¿Y su padre? —preguntó Laura, mirándolo
fijamente—. Su aparente muerte le rompió el corazón.
Henry estuvo con los ojos bajos un momento y luego la
miró a los ojos.
—Yo se lo habría roto tarde o temprano, prima. No
habría podido ocultar mis gustos mucho tiempo, y él no
habría podido aceptar eso. Al fin y al cabo era un
Gardeyne.
—Usted también lo es.
—En cualquier familia puede darse una rareza. Por eso
me marché al extranjero, para ahorrarle eso y para intentar
encontrar mi lugar en el mundo. Irónicamente, lo encontré,
como si dijéramos.
—Continúe con su historia —dijo Stephen.
—Me permitieron continuar con la educación de Des, y
Abdul-Alim no tardó en darse cuenta de que yo no era un
vulgar marinero, aunque suponía que era un estudioso,
escribano o profesor de clase humilde. Lo divertía verme
transformar a su perla inglesa, como llamaba a Des, en un
caballero. Incluso le compró ropas de estilo europeo para
que las usara de vez en cuando, aunque no del estilo sobrio
que se prefiere hoy en día. Eso no importaba. Lo único que
importaba era que teníamos más tiempo para estar juntos,
e incluso teníamos libros ingleses para leer juntos. Pero
claro —añadió en tono más grave—, también lo educaban
en otros aspectos; lo entrenaban para el harén. Él recurrió
a mí en busca de consejo. ¿Qué podía hacer yo? Le aconsejé
que colaborara, que hiciera todo lo que le exigía Abdul-
Alim.
—No fue tan terrible —interrumpió Des, claramente
con el fin de tranquilizarlo—. Me gustaba la música y el
baile, y ahora echo de menos el estanque con agua tibia
para nadar y el masaje que me daban después. Me hice
amigo de otros chicos, y además —añadió sonriendo de
verdad—, nunca tuve que hacer ningún trabajo. Podía
quedarme en la cama todo el tiempo que quisiera, y tenía
sirvientes que hacían todo lo que yo les pedía.
Laura pensó que para un niño de una rígida familia
metodista, que prefirió la ardua vida de un grumete, eso
tenía que parecerle un paraíso.
Entonces Des se encogió de hombros.
—O casi todo. No se nos permitía salir del palacio,
nunca. Pero había ventanas con barrotes, así que podíamos
mirar fuera.
—Como ven —dijo Henry, sarcástico—, Abdul-Alim
nunca era cruel innecesariamente, y durante nuestros
primeros años ahí, Des fue uno de sus favoritos. Lo
adoraba y, por lo tanto, era amable conmigo.
—¿No sospechaba de sus sentimientos? —preguntó
Nicholas.
—Es posible que sí, y si los hubiera sospechado, eso lo
habría divertido. Estaba absolutamente seguro de que no
podía ocurrir nada. Y eso era cierto. Nunca estábamos solos
y los dos sabíamos que el castigo sería extremo y nada
rápido. Una o dos veces presenciamos un castigo.
Laura observó que Des, aunque tenía los párpados
entornados, apretó los labios en un rictus de amargura, y
eso la hizo pensar, horrorizada, cuál sería la causa de su
invalidez.
—Poco a poco me fueron dando mejores alojamientos
—continuó Henry—. Al año de nuestra llegada ya vivía en
una pequeña casa cerca del recinto de Abdul-Alim, con
esclava propia. Lo irónico es que era una chica griega que
no tenía el menor conocimiento de los clásicos. Me daban
plena libertad para salir a recorrer Argel y me permitían
encontrarme con Des casi con toda la frecuencia que yo
quisiera, pero solamente en el patio del palacio. Así pues,
esa era nuestra situación. Decidí que bien podía
aprovechar mi tiempo libre para estudiar el lugar al que me
había llevado el destino. Y el estudio resultó satisfactorio.
—Pero ¿durante nueve años? —dijo Laura.
Henry se encogió de hombros.
—Me las arreglé para llegar a una conveniente
aceptación del destino. Aparte de una cosa, no era una vida
desagradable. La cultura, en su mejor aspecto, es elegante.
—Y entonces llegaron los británicos a liberarlos —dijo
Stephen.
La expresión de Henry recobró la frialdad de la de
Farouk.
—Y entonces llegaron los malditos británicos a
liberarnos. No, no debería sentir rencor, pero por un
momento me enfureció. Sabía que Abdul-Alim preferiría
matar a sus perlas antes que soltarlos. Por lo tanto tendría
que intentar sacar a Des de ahí. Y eso indudablemente nos
llevaría a los dos a una muerte lenta y atroz.
Cerró la mano en un puño y Des se la cubrió
suavemente.
—Hablábamos de escapar —continuó—, aunque Des
dudaba tanto como yo. Lo fui dejando para después, con la
esperanza de que los británicos fracasaran. —Enseñó las
manos abiertas, como si lo hubieran acusado—. No
teníamos ninguna posibilidad de escapar y hacía tiempo
que habíamos decidido que la vida que llevábamos era
mejor que nada. Y entonces comenzó el bombardeo y
comprendí que triunfarían los británicos. Los esclavos
serían liberados, como habían hecho en otros estados
corsarios. Abdul-Alim comenzó a sacar furtivamente de la
ciudad a sus perlas más preciadas. Des no fue entre los
primeros porque era mayor y ya no lo valoraban tanto,
pero sabíamos que se lo llevarían pronto. Seguía siendo
hermoso y hábil en complacer. Desesperado, yo intentaba
idear algún plan que tuviera una mínima posibilidad de
éxito, pero cuando vinieron a buscarlo aún no había
encontrado ninguno.
Miró a Des, que había desviado la mirada y estaba con
una expresión más bien sosa, no triste, como si no deseara
recordar esa parte.
—Él fue el valiente, el ocurrente. Se escondió. La batalla
estaba en su parte más reñida, por lo que esperaba que
Abdul-Alim y sus hombres renunciaran a la búsqueda y
huyeran. Pero lo encontraron. Lo golpearon, lo torturaron,
no con los refinamientos habituales, por falta de tiempo,
pero lo habrían matado si en ese momento no hubiera
caído una bomba que echó abajo la pared del harén. Se
armó el alboroto, con el terror, la confusión, los heridos y
los muertos, así que aproveché la oportunidad y entré a
buscarlo. Lo que le habían hecho… —Cerró los ojos y los
mantuvo así un momento—. Pero estaba vivo. Mientras me
lo llevaba, atacado por un dolor terrible, no emitió ni un
solo gemido.
Al joven le brotaron las lágrimas y repentinamente
hundió la cara en el hombro de Henry, y este lo rodeó con
el brazo.
Laura pensó que debería sentirse azorada al ver eso,
pero no sintió ni el menor azoramiento. Era una historia de
amor extraordinaria.
—Si estaba tan mal herido —dijo Stephen, con la voz
ronca por la emoción—, ¿por qué no lo llevó a la armada?
La expresión de Henry era de compasión.
—La batalla continuaba, pero aparte de eso, yo podía
encontrar mejor asistencia médica en Argel, si mis amigos
se atrevían a correr el riesgo. Se atrevieron. Nos
escondieron y cuidaron de Des hasta que estuvo lo
bastante recuperado para viajar, y entonces nos
encontraron un barco que zarparía rumbo a España y nos
llevaron a él. Cuando saqué a Des de ahí, él todavía llevaba
joyas, collar, brazaletes y pulseras de piedras valiosas, y los
del barco nos ayudaron a encontrar un lugar para que
pudiéramos descansar un tiempo. Teníamos por fin la
libertad y parecía que Des iba a vivir y sanar del todo con
el tiempo, pero no teníamos de qué vivir. Las joyas no nos
mantendrían eternamente. Así pues, decidí volver a
Inglaterra. Mi plan era encontrarle un lugar a Des para
vivir y luego presentarme en Caldfort, como el hijo pródigo
que ha regresado de la tumba. Una vez que estuviera
reinstalado allí, buscaría una manera de vivir junto con Des
como amigos. Verán, por aquel entonces yo no sabía si lo
que deseaba Des era lo mismo que deseaba yo o si su
comportamiento conmigo era simplemente producto del
entrenamiento de Abdul-Alim. Se merecía la posibilidad
de elegir.
Entonces Des levantó la cabeza y lo miró, negando.
—Dicha sea la verdad, me costó bastante persuadirlo —
dijo.
Henry lo miró severo, aunque envolviendo la expresión
en una sonrisa.
—Resultó que unas pocas averiguaciones me hicieron
comprender que era demasiado tarde para la vuelta del
hijo pródigo. Yo era lord Caldfort por derecho, pero
tendría que pelearme por la propiedad con mi tío. Si
quería, que no quería. Entonces, cuando supe que Des me
correspondía totalmente los sentimientos, vi muy claro que
la vida sería una tortura. Viviríamos sometidos a constante
vigilancia, y los aristócratas harían preguntas sobre su
origen. A mí me irían detrás jovencitas ambiciosas y me
presionarían sin cesar para que me casara; y todo eso
viviendo a la sombra de la ley. Estaríamos casi tan
separados como en Argel. Por lo tanto, decidí comenzar
una nueva vida, pero para eso necesitaba una parte de mi
herencia.
—¿Qué envió como prueba? —preguntó Laura,
fascinada por la pareja, que habían vivido un romance más
dramático que cualquiera que hubiera escrito Byron.
—Una detallada descripción de la casa, incluidos ciertos
lugares que era improbable que hubieran visto personas
ajenas a la familia.
—Qué sencillo. De verdad lamento que haya tenido que
sufrir tanto, primo Henry, pero, ¿está seguro de que no
desea el vizcondado?
Él vaciló un brevísimo instante y desvió la mirada, pero
enseguida dijo:
—Totalmente seguro.
¿Tal vez una parte de él extrañaba Inglaterra y su casa?,
pensó ella. Mantuvo la esperanza un momento, pero
entonces él volvió a ponerse firme.
—He vivido muchísimo tiempo en otro país. Ahora
Inglaterra me resulta desconocida, extraña, y el clima es
demasiado frío.
—Estamos en otoño —señaló Stephen—. Podría
gustarle más en verano.
—Pero también hay otoño e invierno.
Se estremeció en un gesto teatral, pero una sonrisa le
iluminó la cara, y Laura vio un asomo del Henry Gardeyne
del retrato, aunque sólo un leve asomo.
Él tenía razón, pensó. Se había convertido en otra
persona.
Ella deseaba que tomara posesión del vizcondado por
la seguridad de Harry, pero no debía intentar imponérselo.
Era mucho lo que habían sufrido él y Des, y arriesgarían
muchísimo viviendo ahí.
—¿Adónde irán? —le preguntó.
Él le agradeció la aceptación con una sonrisa.
—A algún lugar de clima cálido. Tal vez viajaremos por
regiones tropicales hasta encontrar un lugar para vivir.
Pero necesitamos dinero —añadió.
A ella le correspondía tomar las decisiones, pensó
Laura. Miró a los demás y dijo:
—Mi padre dice que la salud de lord Caldfort ha
empeorado mucho, por lo tanto me parece que no tiene
ningún sentido afligirlo ahora. Pronto se enterará de las
lesiones de Jack, pero eso se puede explicar diciendo que
fue a Draycombe a descubrir la verdad, que el incendio fue
un accidente y que él actuó como un héroe. Si usted está
resuelto a no reclamar el vizcondado, primo Henry,
querría que le escribiera una carta a lord Caldfort
reconociendo que su intención era hacer un fraude y que
renunció a su plan por miedo. Eso le quitará a él un peso
de encima y le permitirá morir en paz, porque creo que será
eso lo que pasará.
—Ciertamente, pero de todos modos necesitamos
dinero. Ahora Des y yo somos casi indigentes. El poco
dinero que nos quedaba se fue con el incendio. Ni siquiera
tenemos ropa que ponernos.
—Estoy de acuerdo en que tiene todo el derecho a
mantenerse con el dinero de la propiedad, pero no veo
cómo arreglar eso ahora. —Miró a Stephen, en busca de
ayuda—. Yo tengo muy poco.
—¿Qué le parece una suma convenida ahora y pagos
trimestrales después? —dijo Stephen—. Entre mis amigos
y yo pondremos el dinero hasta que llegue el momento en
que se pueda coger de la propiedad.
Henry miró de él a Nicholas.
—¿Una sociedad filantrópica dedicada al socorro de
esclavos rescatados y vizcondes renuentes?
—Algo así. Tendrá que fiarse de mi palabra.
Después de una silenciosa comunicación con Des,
Henry asintió, agradecido.
—¿Estamos libres para irnos?
—Por supuesto.
—Pero —dijo Nicholas—, me harían un inmenso favor
si fueran de visita a mi propiedad de Redoaks. No está lejos
de aquí, y, como usted ha dicho, por un tiempo estará en
dificultades económicas. Sólo le pediría información sobre
Argelia y los usos y costumbres árabes.
Henry pareció perplejo un momento y luego dijo:
—Le agradeceríamos muchísimo su hospitalidad,
señor.
—La gratitud será totalmente mía. Iré a disponer las
cosas.
Diciendo eso, Nicholas se marchó, dejando a Laura y
Stephen con Henry y Des.
Daba la impresión de que estaban totalmente liados con
los Pícaros, pensó Laura, pero eso la alegraba.
—Me alegra mucho haberle conocido, primo Henry —
dijo—, y me apena que en el futuro vayamos a verle poco.
—Titubeó un instante y continuó—: ¿Le gustaría visitar la
casa Caldfort antes de marcharse de Inglaterra? Yo podría
organizar eso discretamente.
A él se le suavizó la cara.
—Es usted muy amable. Sí, me gustaría. Fui feliz ahí de
niño, y me gustaría enseñarle a Des mi antiguo hogar. Hay
unas cuantas cosas que me gustaría llevarme también, si
siguen ahí. Nada particularmente valioso.
—Por supuesto.
—Y me gustaría visitar las tumbas de mis padres.
—Usted tiene una lápida ahí también, ¿sabe?
Él se rió y ella cayó en la cuenta de que era la primera
vez que lo veía reír.
—Qué curioso. Decididamente debo verlo.
Entonces Laura miró a Des, que se veía radiante de
felicidad, aunque algo aturdido.
—¿Hay alguna esperanza de que vuelva a caminar,
señor?
Él sonrió.
—Ah, sí. Si descanso —añadió, recordándole con una
traviesa mirada la conversación que tuvieron en
Draycombe—. Ya puedo caminar un poco, aunque me
causa dolor, y detesto cojear en público; es tan poco
garboso. —Ladeó la cabeza—. ¿Cree que en Redoaks habrá
alguien que sepa jugar al casino?
—Yo sé jugar al casino, Des —dijo Henry—. ¿A eso
estuviste jugando con la señora Penfold? Puedo enseñarte
juegos más complicados también. Piquet, por ejemplo.
—Eso me encantará. Me encantará explorarlo todo en el
mundo más ancho. —Le sonrió a Laura, de una manera
franca, encantadora—. Gracias, Laura Gardeyne. Fue
amable conmigo aun cuando me creía un villano. Tiene un
aura legendaria.
—¿Qué? —preguntó ella, mirándolo sorprendida.
—La tiene —dijo Stephen, igualmente perplejo—. La
llaman Labellelle.
Laura ya lo había entendido.
—¡Es un anagrama!9

Pasado un rato volvió Nicholas y se marchó con Henry


y Des en dirección a la casa Kerslake, para organizar el
transporte a Redoaks. Intercambiando una sonrisa secreta,
9 * Legendary aura: anagrama de Laura Gardeyne; en castellano habría que cambiar la «y» por «i» y una «a» por
«e». (N. de la T.)
Laura y Stephen habían dado un pretexto para quedarse
un rato más en Crag Wyvern y nadie se opuso.
Subieron de vuelta a la habitación Jorge y el dragón.
—Esto es muy escandaloso —dijo ella cuando él cerró
la puerta.
—Y todos sabrán por qué nos hemos quedado —
convino él—. ¿Te importa?
—No, en absoluto. Pero este vestido se abrocha por la
espalda, señor, así que necesito ayuda.
Él se le acercó y la giró, y ella sintió sus dedos en la
espalda soltándole los botones por primera vez. Otro dulce
momento conyugal.
—Y llevas corsé también —dijo él, con la voz ronca,
como si tuviera oprimida la garganta.
A ella se le había acelerado el corazón y tenía dificultad
para respirar, como si le faltara aire.
—Sí —dijo—. Es una incomodidad. Tal vez debería
decidirme a usar esa especie de corpiño suave que prefiere
Eleanor.
—Si quieres. —Le abrió el vestido y ella sintió el aire
fresco en la espalda, y luego las uñas de él rascándole el
lino del sencillo corsé—. Sin embargo confieso que cuando
me entregaba a mis desmadrados sueños contigo me
imaginaba que tus prendas íntimas eran algo más
sofisticadas.
Ella se rió, pero entonces se le fue el cuerpo y sintió sus
manos cogiéndola y sosteniéndola.
—Seda —suspiró—, y encaje. Cintas. —Tragó saliva por
si eso le servía para ser más coherente—. Tengo un corsé
de seda roja, muy escotado por la espalda.
Él comenzó a desatarle y soltarle los lazos del corsé,
tomándose su tiempo, cada contacto una dulce tortura.
—¿Para llevar con ese vestido rojo? Espero que todavía
lo tengas.
—Sí, pero es muy ampuloso. No es apropiado para una
vida tranquila.
—¿Piensas llevar una vida tranquila?
Ella recordó la conversación que habían tenido sobre
eso.
—De vez en cuando —contestó.
Él ya le estaba soltando los lazos con más urgencia.
—Y yo espero que de vez en cuando mi mujer ofrezca
fiestas brillantes vestida con fino plumaje, para volar alto.
—¿Lo quiera yo o no? —preguntó ella, sabiendo que lo
oiría hacer un puchero fingido.
—Yo seré el orgulloso dueño de Labellelle, por lo tanto
esperaré que tú hagas tu parte.
—Tirano.
—Amo. Considérate mi esclava, obligada a
complacerme de todas las maneras habidas y por haber.
Se soltó el corsé y la ropa comenzó a deslizarse hacia
abajo. Ella se meneó para acelerar la caída, se giró y quedó
ante él con sólo la camisola y las medias. Entonces comenzó
a quitarle la ropa, haciendo volar botones y rompiendo
tela.
—¿Ah, sí? O yo podría convertirte en mi esclavo y
tenerte a mi servicio.
—¿Eso crees? —dijo él.
Pero ya tenía la respiración agitada y la erección dura y
fuerte, así que ella se rió, quitándose la camisola y
retrocediendo hacia la cama.
—Ven a mí —ordenó, y él obedeció. Cuando tocó el
colchón con los muslos se tiró sobre la cama, quedando
tendida de espaldas—. Ahora dame placer, y mucho
placer, señor.
Él se echó encima de ella.
—Tirana.
—Ama —dijo ella, deslizándole suavemente las uñas
por los costados.
Él se estremeció y sonrió.
—Bienamada.
Ella le correspondió la sonrisa, repentinamente
avasallada por un placer tan intenso que habría llorado.
—Ven a mí, Stephen. Hazme el amor y déjame amarte.
Seamos uno.
Él cerró los ojos y, pasado un momento, los abrió y
volvió a mirarla.
—Siempre y para siempre. Lo prometo. Aah, Laura —
suspiró, mirándola a la luz del día mientras se convertían
realmente en uno.

Fin
***
Nota de la autora
El artículo del diario que aparece al comienzo de la
novela es invento mío, pero es cierto que en otoño de 1816
hubo entusiasmo y furia a la vez por la noticia de la
liberación de los esclavos cristianos de Berbería. Puesto que
mi historia ya exigía el regreso de un heredero perdido,
¡bingo!
Berbería es el nombre antiguo de la región que
comprendía los estados de la costa norte de África
(Marruecos, Argelia, Túnez y Trípoli) y durante siglos fue
notoria por la piratería. Los corsarios, como llamaban a sus
piratas marítimos, asaltaban barcos para hacerse con su
carga, pero lo que buscaban principalmente era esclavos.
Las áridas tierras del norte de África hacían necesaria
mucha mano de obra barata, pero la religión de los
corsarios, el Islam, les prohibía el uso de esclavos
musulmanes. Puesto que estaban cerca de la Europa
cristiana, la solución se hizo obvia, por lo que al mismo
tiempo que asaltaban barcos, los corsarios hacían
incursiones en las costas en busca de trabajadores jóvenes
y sanos.
En los siglos XVI y XVII sus incursiones se extendieron
a más territorios, incluso a las costas de Gran Bretaña, pero
las fuerzas navales mejoradas de los países pusieron fin a
esto. A comienzos del siglo XVIII, los estados de Berbería
limitaron sus ataques a los barcos averiados y a las costas
de los países mediterráneos más débiles. En realidad, la
mayor parte de su riqueza provenía del dinero que recibían
por rescates y de lo que pagaban los países para asegurarse
protección o inmunidad.
La mayoría de los países, entre otros Gran Bretaña y
Estados Unidos, pagaban a los piratas bereberes para que
dejaran en paz sus barcos. Por ejemplo, en 1812, Portugal
pagó más de un millón de dólares10 españoles por la
liberación de esclavos portugueses hechos prisioneros por
los corsarios, y por la inmunidad; esta última se
garantizaba con un pago anual de 24.000 dólares.
En 1815, sin embargo, Estados Unidos, que fue el
primer país que vio la debilidad de los estados de Berbería,
volvió las tornas. Se negó a pagar el dinero por protección
y envió una flota con la exigencia de que devolvieran a
todos los esclavos estadounidenses y sus propiedades. La
operación tuvo éxito.
En todo caso, no eran muchos los esclavos
estadounidenses, y los países que habían perdido a más
gente como esclavos de los corsarios no tenían ningún
poder naval. Fue Gran Bretaña, paladín naval de Europa,
la llamada a continuar la lucha.
El Registro Anual de 1816 dice: «Desde hace mucho
tiempo ha sido un tema muy criticado, crítica que los
extranjeros esgrimen contra la jactanciosa supremacía
marítima de Inglaterra, que se haya tolerado que los
estados piratas de Berbería lleven a cabo sus feroces
saqueos contra las potencias inferiores que navegan por el
10 Dólar español: Durante la colonización española del Nuevo Mundo se usó la expresión «duro o dólar»
español, para denominar a una moneda de plata, el «peso» o «peso duro», moneda de 8 reales, muy extendida en el
siglo XVIII. El uso del duro o dólar español, junto con el thaler (tolar) de María Teresa de Austria, como moneda en
los incipientes Estados Unidos es la razón de su nombre actual. Supongo que aquí la autora se refiere a esta moneda
y no al equivalente en dólares de otra moneda española. (N. de la T.)
mar Mediterráneo, sin que la señora de los mares haya
hecho el menor intento por controlarlos ni por contenerlos
dentro de los límites prescritos por las leyes de las naciones
civilizadas».
Es digno de admiración este párrafo tan largo pero
coherente, ¿verdad? El escritor luego pasa a señalar que la
competición con el advenedizo Estados Unidos fue uno de
los motivos para actuar. Sin embargo, había otros motivos.
Para Gran Bretaña, el fin de la guerra significó tener tiempo
para actuar, una armada entrenada para la guerra sin
mucho que hacer, y una posición de liderazgo que debía
fortalecer.
A fines de 1815 Gran Bretaña envió a lord Exmouth a
iniciar las negociaciones respaldado por la amenaza de la
fuerza, en bien de algunas de las potencias más pequeñas
y vulnerables, tales como Sicilia y Cerdeña.
A Túnez y a Trípoli se los «persuadió» de abolir la
esclavitud de cristianos y de liberar a todos sus cautivos,
pero la diplomacia se esfumó en abril de 1816, cuando un
corsario tunecino entró a saco en Cerdeña. Esto no sólo
violó el acuerdo sino que significó, además, que la princesa
de Gales, Carolina, sí, la distanciada esposa del regente,
que estaba ahí por casualidad, escapara por un pelo.
Ante los cañones británicos apuntando a Túnez, el
gobernador de ese país firmó un tratado por el que abolía
la esclavitud de cristianos. A Túnez le siguió Trípoli.
Entonces Exmouth y la armada se dirigieron al hueso más
duro de roer: Argelia.
El gobernador de Argel se resistió y, como se cuenta en
esta novela, trató mal al cónsul británico y a su familia y a
algunos oficiales de la armada enviados a ayudarlos. Esta
afrenta, que no se podía tolerar, fue la razón por la que el
27 de agosto de 1816 comenzó la batalla.
La ciudad de Argel no logró resistir mucho tiempo, y
pronto el gobernador tuvo que rendirse y firmar un tratado
que puso fin a la esclavitud de cristianos, liberaba a todos
los prisioneros y, además, devolvía el dinero de los últimos
pagos por seguridad. Aún había 1.642 esclavos, la mayoría
italianos.
El número de esclavos británicos no se conoce de cierto.
Algunas fuentes dicen que no quedaba ninguno, otras, que
llegaban a dieciocho. No logré encontrar ningún relato
acerca de la vuelta de un esclavo británico; lo que me hace
pensar que el número correcto es cero, pero para mis fines
respecto a esta novela, decidí poner unos pocos, aun
cuando esto no afecta la situación en la que se encontró
Henry Gardeyne.
Como dice Stephen, la Batalla de Argel no fue
particularmente popular en Gran Bretaña porque los
esclavos eran casi todos campesinos del sur de Europa y
católicos por añadidura, y el precio, sobre todo en muertos
y heridos, fue muy elevado. De todos modos, una victoria
es una victoria, y presentándola como a Gran Bretaña
liberando a los oprimidos que habían sido abandonados
por todos los demás, resultaba bastante bien.
A los cautivos jóvenes los convertían en esclavos
sexuales, por lo tanto es posible que existiera un harén de
hombres, y las condiciones de vida en él serían un lujo para
un muchacho campesino inglés.
En cuanto a Henry, los esclavos se utilizaban para todo
tipo de trabajos, desde el más duro en las minas de sal a
labores domésticas. A algunos esclavos, por lo general
constreñidos por un anillo de hierro en el tobillo derecho,
del que colgaba una pesada cadena, se les permitía
moverse por la ciudad e incluso llevar pequeñas empresas
aparte de su trabajo. Otros llegaron a abrir tabernas
también para esclavos, aun cuando los musulmanes fieles
no consumen alcohol.
En cierto modo extraño, era una sociedad tolerante, por
lo que hubo esclavos que aunque ganaban lo suficiente con
sus empresas para pagarse la libertad preferían quedarse.
No hay que olvidar que para muchos las condiciones de
vida en sus países eran tan duras, que, como le explica
Stephen a Laura, había soldados del ejército en India que
cometían delitos con el fin de que los deportaran a
Australia, con la esperanza de una vida mejor.
Los esclavos cristianos en Berbería tenían su propio
hospital e incluso capilla. No los molestaban por su
religión, pero si alguno decidía convertirse al islamismo
quedaba libre automáticamente. Pero era esclavitud. A
algunos esclavos los mantenían en condiciones muy duras
y morían a causa del trabajo tan arduo, y los castigos por
desobedecer y en especial por intentar escapar eran muy
crueles.

***

También podría gustarte