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ÍNDICE
Sinopsis Capítulo 15

Prólogo Capítulo 16

Capítulo 1 Capítulo 17

Capítulo 2 Capítulo 18

Capítulo 3 Capítulo 19

Capítulo 4 Capítulo 20

Capítulo 5 Capítulo 21

Capítulo 6 Capítulo 22

Capítulo 7 Capítulo 23

Capítulo 8 Capítulo 24

Capítulo 9 Capítulo 25

Capítulo 10 Epílogo

Capítulo 11 Notas

Capítulo 12 The Perilous Sea

Capítulo 13 Sherry Thomas

Capítulo 14
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SINOPSIS
T odo comenzó con un elixir arruinado y un rayo...

Iolanthe Seabourne es la más grande maga elemental de su generación, o


eso es lo que se le ha dicho. La profetizada por años para ser la salvadora
del Reino. Es su deber y destino enfrentar y derrotar al Bane, el más grande
mago tirano que el mundo haya conocido. Una tarea suicida para cualquier
persona, por no hablar de una renuente chica de dieciséis años sin
entrenamiento.

Guiado por las visiones de su madre y comprometido con vengar a su


familia, el Príncipe Titus ha jurado proteger a Iolanthe incluso mientras la
prepara para su batalla con el Bane. Pero él comete el terrible error de
enamorarse de la chica que debería haber sido sólo un medio para un fin.
Ahora, con los siervos del tirano acercándose, Titus debe elegir entre su
misión y la vida de ella.

The Burning Sky, el primer libro de la trilogía Elemental, es una novela


electrizante e inolvidable de intriga y aventura.
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Para J, quien es tan amable, inteligente y divertido como es maravilloso, y


quien ha amado esta historia desde que no era más que un borrón.
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PRÓLOGO
Traducido por Mari NC

Corregido por veroonoel

J usto antes del comienzo de las Vacaciones de Verano, en abril de 1883,


un evento muy menor tuvo lugar en el Colegio Eton, esa venerable e
ilustre escuela pública inglesa para varones. Un estudiante de dieciséis años
llamado Archer Fairfax regresó de una ausencia de tres meses, causada por
un fémur fracturado, para retomar su educación.

Casi cada palabra en la frase anterior es falsa. Archer Fairfax no había


sufrido de una pierna rota. Nunca antes había puesto un pie en Eton. Su
nombre no era Archer Fairfax. Y él no era, de hecho, incluso un él.

Esta es la historia de una chica que engañó a miles de chicos, un chico que
engañó a todo un país, una asociación que cambiaría el destino de los
reinos, y un poder para desafiar al tirano más grande que el mundo haya
conocido.

Espera magia.
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CAPÍTULO 1
Traducido por ƸӜƷKhaleesiƸӜƷ

Corregido por Mari NC

E l fuego era fácil.

En realidad, no había nada más fácil.

Decían que cuando un mago elemental originaba la llama, robaba un poco


de todos los fuegos en el mundo. Eso haría de Iolanthe Seabourne una
particular ladrona, uniendo un millón de chispas en una gran combustión.

Esa llama a la que le dio forma de una perfecta esfera de un metro, se


suspendía por encima de las corrientes apresuradas del Río Woe.

Ella hizo un gesto con los dedos. Corrientes de agua se dispararon y


curvaron sobre la bola de fuego. Gotas dispersas brillaron brevemente bajo
el sol antes de caer en la llama, liberando chisporroteos de vapor.

El Maestro Haywood, su guardián, solía amar verla jugar con fuego. No


había sido el único en su fascinación. Todo el mundo, desde vecinos hasta
compañeros de clases, habían querido que ella les mostrara cómo hacía
bailar pequeñas bolas de fuego sobre su palma, de la misma manera en que
Iolanthe, cuando era niña, le había pedido al Maestro Haywood mover sus
orejas, aplaudiendo y riendo con deleite.

El interés del Maestro Haywood, sin embargo, había ido mucho más allá. A
diferencia de otros quienes simplemente deseaban ser entretenidos, él la
había desafiado a hacerlo intrincado, patrones difíciles y dibujos de paisajes
con filamentos de fuego. Y diría, Vaya, pero eso es hermoso, y menearía la
cabeza por el asombro… y algunas veces, algo que se sentía casi como
inquietud.

Pero antes de que pudiera preguntarle qué era, él sacudiría su cabello y le


diría que la llevaría a comer helados. Habían pasado dos años durante los
cuales habían comido tantos, tantos helados juntos, uva-fresa para él y
piña-melón para ella, sentados al lado de la ventana de la dulcería de la Sra.
Hinderstone en la University Avenue, a sólo cinco minutos caminando desde
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su casa al campus del Conservatorio de Artes y Ciencias Mágicas y, el


instituto más prestigioso de educación superior en todo el Dominio.

Iolanthe no había probado helado de piña-melón en años, pero todavía podía


saborear su gustillo, con un cosquilleo fresco en su lengua.

—Vaya, pero eso es hermoso.

Iolanthe se sobresaltó. Pero la voz pertenecía a una mujer, la Sra. Needles,


en realidad, quien cocinaba y limpiaba para el Maestro Haywood tres veces
a la semana aquí en Little Grind-on-Woe, tan lejos del Conservatorio como
se podría sin dejar las costas del Dominio. No es que el Maestro Haywood
ganara lo suficiente como para contratar ayuda ya, pero algo de limpieza
había sido incluido como parte de su compensación.

Iolanthe disipó la bola de fuego todavía flotando en el aire sobre el


vertiginoso río blanco espumado. No le importaba hacer malabares de
puñados de fuego del tamaño de una manzana para los niños, o proveer un
par de guirnaldas de llamas danzantes para la fiesta del solsticio de Little
Grind, pero le daba vergüenza mostrar sus habilidades hasta este grado,
con suficiente fuego en la mano para quemar a todo el pueblo.

A no ser que en realidad te estés presentando para el Majestic Circus, siempre


le había instado el Maestro Haywood, piensa dos veces antes de exhibir tus
poderes. Uno nunca quiere parecer un fanfarrón, o peor, un bicho raro.

Se dio la vuelta y le sonrió al ama de llaves.

—Gracias, Sra. Needles. Sólo estaba practicando para la boda.

—No tenía ni idea de que fueras tal poderosa maga elemental, Señorita
Seabourne —dijo la maravillada Sra. Needles.

En el Antiguo Milenio, cuando los magos elementales decidieron el destino


de los reinos, nadie le hubiese dado a los triviales poderes de Iolanthe una
segunda mirada. Pero estos eran los días finales de la magia elemental (1).
Comparada con la mayoría de los magos elementales, quienes apenas si
podían suscitar suficiente fuego para una luz nocturna o agua para lavar
sus propias manos, Iolanthe suponía que sus poderes de hecho serían
considerados más fuertes que el promedio.

—La Sra. Oakbluff y Rosie, y todos sus nuevos parientes políticos, estarán
muy impresionados —continuó la Sra. Needles, dejando una pequeña cesta
de picnic—. Y el Maestro Haywood, por supuesto. ¿Ya ha visto tu
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demostración?

—Fue quien me dio la idea de la gran bola de fuego —mintió Iolanthe.

Los aldeanos podían sospechar que el Maestro Haywood es un adicto a la


merixida que descuidaba a su pupila de dieciséis años de edad, pero ella se
negaba a mostrarlo como nada más que la atenta figura paterna más
solícita.

En los siete años desde que sus problemas comenzaron, ella había
desarrollado un cierto comportamiento, una segunda personalidad que
llevaba como un exoesqueleto. La Iolanthe que se enfrentaba al público era
un encanto: una chica confiada y sociable que también era
maravillosamente dulce y servicial: el resultado de haber sido
profundamente apreciada toda su vida, por supuesto.

Se había acostumbrado tanto a este exterior que no siempre se acordaba de


lo que realmente estaba debajo. Tampoco quería particularmente. ¿Por qué
pudrirse en la desilusión, el desconcierto y el enojo cuando podía flotar por
encima de eso y pretender ser una risueña niña encantadora en su lugar?

—¿Y cómo está usted hoy, Sra. Needles? —le dio un giro al interrogatorio.
Cuando se les daba una opción, la mayoría de la gente prefería hablar de sí
mismos—. ¿Cómo está la cadera?

—Mucho mejor, desde que me diste ese ungüento para el alivio y relajación.

—Eso es genial, pero no puedo llevarme todo el crédito. El Maestro Haywood


me ayudó a hacerlo, siempre está cerniéndose sobre mí cuándo tengo un
caldero delante.

O quizás él se encerraría en su cuarto por un día entero, ignorando los


golpes a la puerta de Iolanthe y las bandejas de comida que dejaba afuera
de la puerta. Pero la Sra. Needles no necesitaba saber eso.

Nadie necesitaba saber eso.

—Oh, tiene suerte de tenerte, la tiene —dijo la Sra. Needles.

La alegría de Iolanthe vaciló un poco ¿Alguna vez engañaba a alguien, al


final? Pero se mantuvo resuelta en su personaje.
—Para hacer recados de vez en cuando, tal vez. Pero hay maneras mucho
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más fáciles de conseguir que se hagan las cosas que criar a un mago
elemental para ello.

Las dos se rieron por eso, la Sra. Needles afablemente, Iolanthe tensamente.

—Bueno, le traje algo de almuerzo, señorita. —La Sra. Needles acercó más
la cesta de picnic a Iolanthe.

—Gracias, Sra. Needles. Y si quiere irse un poco más temprano hoy para
alistarse para la boda, por lo que más quiera, tómese todo el tiempo que
necesite.

Eso sacaría a la Sra. Needles de la casa antes de que el Maestro Haywood


se despertara irritable y desorientado de su estupor inducido por la
merixida.

La Sra. Needles puso una mano sobre su corazón.

—¡Eso sería agradable! Sí que amo a una boda, y quiero lucir lo mejor
posible en frente de todos esos elegantes citadinos.

La boda de Rosie Oakbluff iba a realizarse en Meadswell, la capital provincial


a unos noventa kilómetros. En la boda, Iolanthe iluminaría el sendero por
donde la novia y el novio caminarían brazo con brazo hacia el altar. Era
considerado de buena suerte que el iluminado del sendero fuese ejecutado
por una amiga de la novia en lugar de contratar a un mago elemental, y a
nadie le importaba demasiado que Iolanthe fuera menos una amiga de la
novia que alguien tratando de sobornar a la madre de la novia.

—La veré en la boda —dijo a la Sra. Needles.

La Sra. Needles ondeó la mano, luego se teleportó, dejando atrás una


distorsión leve en el aire que se aclaró rápidamente. Iolanthe miró su reloj,
un cuarto para la una de la tarde. Se le estaba haciendo tarde.

No sólo para la boda. Estaba por lo menos medio plazo atrás en su lectura
académica. Sus pociones aclaratorias seguían fracasando. Hasta el último
hechizo de Archivo Mágico se peleaba con uñas y dientes contra sus
esfuerzos por dominarlo.

Y la primera ronda de los exámenes calificativos para las academias


superiores comenzaba en cinco semanas.
La magia elemental era la magia antigua, una conexión directa y primordial
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entre el mago y el universo, sin necesitar palabras o procedimientos como


intermediarios. Durante milenios la magia sutil había sido la pálida
imitación, tratando, sin acercarse, de igualar el poder y la majestad de la
magia elemental.

Pero en algún punto la marea había cambiado. Ahora la magia sutil poseía
la profundidad y flexibilidad para adaptarse a cada necesidad, y la magia
elemental era su torpe y primitiva prima del campo, mal adaptada a las
exigencias de la vida moderna. ¿Quién necesitaba magos elementales que
manejaran fuego cuando iluminar, calentar y cocinar era realizado con la
mucha más segura y mucho más conveniente magia sin llama en estos días?

Sin una educación sólida en magia sutil, los magos elementales tenían
lastimosamente pocas opciones en las carreras: los circos, las fundidoras, o
las canteras, ninguna de los cuales le llamaba la atención a Iolanthe. Y sin
resultados estelares en los exámenes calificativos y las subvenciones que
traían, ella no sería capaz de pagar una educación académica superior en
absoluto.

Revisó su reloj de nuevo. Repasó su rutina del encendido del sendero una
vez más, luego necesitaba chequear el elixir de luz en el aula.

Un chasquido de sus dedos trajo una flamante esfera de fuego a metro y


medio. Otro chasquido, la esfera doblegó el diámetro, un sol en miniatura
elevándose contra el pie del acantilado de la orilla opuesta desprovista de
árboles.

El fuego era un gran placer. El Poder era un gran placer. Podría doblegar al
Maestro Haywood a su voluntad con la misma facilidad. Entrelazó los dedos,
luego los separó. La bola de fuego se separó en dieciséis senderos de fuego,
lanzados por el aire como un banco de peces, tomando giros rápidos al
unísono.

Juntó las palmas de las manos nuevamente. Los ríos de fuego se formaron
de nuevo en una esfera perfecta. Un movimiento de su muñeca levantaba la
bola de fuego en el aire y dando vueltas, lanzando innumerables chispas.
Ahora sus manos se empujaban hacia abajo, medio sumergiendo la bola de
fuego en el río, levantando una enorme nube de vapor silbante, había un
gran espejo de agua en el lugar de la boda, y planeaba sacar el máximo
provecho de ello.
—Detente —dijo una voz detrás de ella—. Detente en este momento.
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Se congeló sorprendida. El Maestro Haywood, se había levantado más


temprano. Descartando el fuego, se giró.

Solía ser un hombre apuesto, su guardián, dorado y en forma. Ya no más.


Pelo lacio colgaba sobre su pálido rostro. Bolsas caían bajo sus ojos. Su
cuerpo delgado, a veces le recordaba a una marioneta, lucía como si fuera a
separarse, con el mínimo esfuerzo. Nunca deja de lastimar verlo así, una
sombra de lo que fue.

Pero una parte de ella no podía desistir de estar encantada de que hubiese
venido a verla ensayar. No había mostrado mucho interés en ella en un largo
tiempo. Tal vez también podría conseguir que la ayudara en algunas de sus
materias. Le había prometido enseñarle en casa, pero había tenido que
enseñarse a sí misma, y tenía tantas preguntas sin respuesta.

Pero primero:

—Buenas tardes. ¿Ha comido algo?

No debía haberse teleportado con un estómago vacío.

—No puedes presentarte en la boda —dijo.

Sus oídos se sintieron como si hubiesen sido picados por abejas. ¿Esto era
lo que él había venido a decirle?

—¿Cómo dice?

—Rosie Oakbluff se está casando con una familia de colaboradores.

Se rumoraba que los Greymoors de Meadswell se habían convertido en más


de cien rebeldes durante y después de la Insurrección de Enero. Todo el
mundo sabía eso.

—Sí, así es.

—Yo no lo sabía —dijo el Maestro Haywood. Se apoyó contra una roca, con
el rostro cansado y tenso—. Pensé que iba a casarse con un Greymore, del
clan de artistas. La Sra. Needles corrigió mi error ahora mismo, y no puedo
dejar que los agentes de Atlantis te vean manipular los elementos. Te los
quitarían.
Sus ojos se ampliaron. ¿De qué estaba hablando él? Si Atlantis tenía un
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interés especial por magos elementales, ¿no hubiese escuchado sobre ello?
Ni un mago elemental que ella conociera había atraído la atención de
Atlantis simplemente por ser un mago elemental.

—Cada circo tiene una docena de magos que pueden hacer lo que yo hago.
¿Por qué a Atlantis le importaría yo?

—Porque eres más joven y tienes mucho más potencial.

Dos mil años atrás ella no lo hubiese cuestionado. Las diferencias entre los
reinos entonces habían sido resueltas por las guerras de la magia elemental.
Los buenos magos elementales habían sido muy apreciados, y grandes
magos elementales, bueno, habían sido considerados Ángeles encarnados.
Pero eso fue hace dos mil años.

—¿Potencial para qué?

—Para la grandeza.

Iolanthe mordió la parte interior de su labio inferior. Merixida, en suficientes


cantidades, causaba delirio y paranoia. Pero ella siempre había adulterado
en secreto el destilado casero del Maestro Haywood con jarabe de azúcar.
¿Tenía un alijo en algún lugar del que ella no sabía nada?

—Me encantaría ser un gran mago elemental, pero no ha habido un solo


Gran Mago en los últimos quinientos años en cualquier lugar de la tierra. Y
se olvida que no puedo manipular aire, nadie puede ser un Gran Mago sin
tener control sobre los cuatro elementos.

El Maestro Haywood negó con la cabeza.

—Eso no es verdad.

—¿Qué no es verdad?

No respondió su pregunta, pero solo dijo:

—Debes escucharme. Estarás en gran peligro si Atlantis se da cuenta de tu


poder.

Iolanthe se había ofrecido para encender el sendero en la boda. Solo podía


imaginar lo que la mamá de la novia, la Sra. Oakbluff, pensaría cuando
Iolanthe anunciara de repente, horas antes de la ceremonia, que había
cambiado de opinión.
Su reloj de bolsillo palpitaba.
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—Discúlpeme. Necesito sacar el elixir de luz del caldero.

También se había ofrecido para encargarse de la iluminación de la boda. El


elixir de luz plateada era la locura actual; pero un elixir de luz que emite
una verdadera luz plateada sin ningún matiz de azul era difícil y requería
mucho tiempo de hacer, y una vez maduro, irradiaba por precisamente siete
horas.

Toda la organización estaba cargada con la posibilidad de fracaso. Iolanthe


había comenzado con cinco lotes, y sólo uno había sobrevivido el proceso de
curado. Pero el riesgo valía la pena. Los Oakbluffs querían mostrar a sus
parientes políticos mucho más ricos de lo que eran capaces haciendo una
boda impresionantemente elegante, y un lote de elixir de luz plateada exitosa
era un largo camino hacia el logro de ese objetivo.

Iolanthe se teleportó, con la esperanza del que Maestro Haywood no la


seguiría.

Era día de fiesta de primavera; el aula estaba vacía de los alumnos y su


desorden habitual. El equipamiento para las prácticas se encontraba en el
otro extremo, por debajo de un retrato del príncipe. Ella destapó el caldero
más grande y revolvió su contenido. El elixir se pegó a la espátula, espeso y
opaco como un cielo a punto de llover. Perfecto. Tres horas de refrigeración
y debía comenzar a irradiar.

—¿Has escuchado algo de lo que he dicho? —la voz del Maestro Haywood
una vez más vino detrás de ella.

No sonaba molesto, sólo cansado. El corazón le aguijoneó mientras


desempaquetaba la esterlina aguamanil que la Sra. Oakbluff le había dado
para el elixir de luz. No sabía por qué, pero siempre había sentido una
persistente sospecha de que era de alguna manera responsable de su
condición, una sospecha que iba más allá de la mera culpa por no ser capaz
de cuidar de él como le gustaría.

—Debe comer algo. Sus dolores de cabeza empeoran cuando no come a


tiempo.

—No necesito comer. Necesito que me escuches.

Raramente sonaba paternal estos días, ella no podía recordar la última vez.
Se volteó.
—Estoy escuchando. Pero por favor recuerde, una alegación tan
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extraordinaria como la suya; que voy a estar en peligro con Atlantis por
hacer algo tan común como iluminar los senderos de una boda; necesita
pruebas extraordinarias.

Fue él quien la había introducido en el concepto de que las afirmaciones


extraordinarias requieren pruebas extraordinarias. Ella había sido tal
esponja, absorbiendo cada una de sus palabras, presurosa y orgullosa de
ser lo más parecida a una hija de este hombre elocuente y erudito.

Eso fue antes de que sus errores y mentiras le hubieran costado posición
tras posición, y el brillante erudito una vez destinado a la grandeza era ahora
un maestro de pueblo, uno en peligro de ser despedido, sin más.

Él negó con la cabeza.

—No necesito pruebas. Todo lo que necesito es rescindir mi permiso para


que vayas a Meadswell para la boda.

La única razón por la que iba a Meadswell en primer lugar era para salvar
el empleo de él. El rumor era que los padres que habían alegado su falta de
atención hacia sus hijos estaban instando a la Sra. Oakbluff, la registradora
del pueblo, a despedirlo. Iolanthe esperaba que, al proporcionar una
iluminación espectacular del sendero, por no mencionar el elixir de luz
plateada, la Sra. Oakbluff podría ser persuadida para inclinar la decisión a
favor del Maestro Haywood.

Si incluso un remoto pueblo en desesperada necesidad de un maestro de


escuela no lo mantenía, ¿quién lo haría?

—Se le olvida —le recordó ella—, las leyes son muy claras que cuando un
pupilo cumple dieciséis años, ya no necesita el permiso de su guardián para
su libertad de movimiento.

Podía haberlo dejado hace más de seis meses.

Él sacó un frasco de su bolsillo y tomó un trago. El dulce aroma enfermizo


de la merixida flotaba a su nariz. Fingió no darse cuenta, cuando hubiera
preferido dar un tirón a la botella de su mano y lanzarla por la ventana.

Pero ya no eran la clase de familia cuyos miembros se decían las cosas


honestamente el uno al otro. En cambio, eran extraños conduciéndose de
acuerdo con un peculiar conjunto de reglas: no hacer referencia a su
adicción, ninguna mención del pasado, y sin planificación para cualquier
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tipo de futuro.

—Entonces simplemente tendrás que confiar en mí —dijo, su voz pesada—.


Debemos mantenerte a salvo. Debemos mantenerte lejos de los ojos y oídos
de Atlantis. ¿Confiarás en mí, Iola? Por favor.

Quería hacerlo. Después de todas sus mentiras —No, esto no encaja. No,
esto no es plagio. No, estos no son sobornos— ella todavía quería creerle como
alguna vez lo hizo, implícitamente, por completo.

—Lo siento —dijo ella—. No puedo.

Ella nunca antes había reconocido abiertamente que tenía que confiar sólo
en sí misma.

Él retrocedió y la miró fijamente. ¿Estaba buscando a la niña que lo había


adorado firmemente? ¿Quién lo habría seguido hasta el fin del mundo? Esa
chica todavía estaba aquí, quería decirle. Si él sólo pudiera recomponerse,
con mucho gusto le dejaría que cuidara de ella, para variar.

Él inclinó la cabeza.

—Perdóname, Iolanthe.

Esta no era una respuesta que esperaba. Su respiración se aceleró. ¿De


verdad quería pedir disculpas por todo lo que la había llevado a perder la fe
en él?

Él se movió de repente, marchando hacia los calderos mientras


desenroscaba la tapa de su frasco.

—¿Qué está…?

Vertió toda la merixida que quedaba en el matraz en el elixir de luz sobre el


que se había esclavizado por una quincena. Luego se dio la vuelta y abrazó
a una muda y boquiabierta Iolanthe en sus brazos y la abrazó con fuerza.

—He jurado mantenerte a salvo, y lo haré.

Para el momento en que comprendió lo que había hecho, él ya estaba


saliendo del salón.
—Le informaré a la Sra. Oakbluff que no podrás presentarte para iluminar
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el sendero esta tarde, porque estás muy avergonzada de que tu elixir de luz
falló.

Iolanthe se quedó mirando el elixir de luz en ruinas, un charco de moho


verde plano sin ningún atisbo de viscosidad. El elixir de luz plateada que
había prometido a la Sra. Oakbluff no podía obtenerse por amor o dinero en
el último minuto.

La desesperación la inundó, una marea amarga. ¿Por qué se esforzaba


tanto? ¿Por qué molestarse en salvar su puesto cuando a nadie más le
importaba, y mucho menos a él mismo?

Pero ella estaba demasiado acostumbrada a sacudirse su autocompasión y


hacer frente a las consecuencias de las acciones del Maestro Haywood. Ya
estaba en las estanterías, sacando títulos que pudieran ayudar. El Creador
de Pociones para Novatos no trataba de los elixires de luz. La Solución
Rápida: Un Manual Escolar Para Errores en Creación de Pociones
proporcionaba sólo una guía para elixires de luz que emitían un olor
nauseabundo, se solidificaban o no paraban de hacer efervescencia. La Guía
del Maestro de Pociones para Damas Comunes y No Comunes le daba una
perspectiva histórica larga y nada más.

En su desesperación se volvió hacia La Poción Completa.

El Maestro Haywood amaba La Poción Completa. No tenía ni idea de por qué,


era de lo más pretencioso del mundo. En el apartado de los elixires de luz,
más allá de los párrafos introductorios, el texto estaba en cuneiforme.

Siguió hojeando las páginas, esperando algo en latín, que leía bien, o griego,
que podía manejar con un diccionario, si tenía que hacerlo. Pero los únicos
pasajes que no estaban en cuneiforme eran en jeroglíficos.

Entonces, de repente, en los márgenes, una nota escrita a mano que podía
leer: No hay un elixir de luz, contaminado como fuese, que no pueda ser
revivido por un rayo.

Parpadeó y apresuradamente inclinó la cabeza hacia atrás: no tenía idea de


que había lágrimas en sus ojos. ¿Y qué tipo de consejo era este? Poner
cualquier elixir en un aguacero causaría daños irreversibles en el elixir,
derrotando cualquier esperanza de repararlo.
A menos… a menos que el autor de la nota hubiera querido decir algo más,
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un rayo convocado.

Helgira la Despiadada había empuñado un rayo.

Pero Helgira era un personaje folclórico. Iolanthe había leído los cuatro
volúmenes y mil doscientas páginas de La Vida y Hechos de Grandes Magos
Elementales. Ningún mago elemental verdadero, ni siquiera alguno de los
Grandes, había llegado a dominar el rayo.

No hay un elixir de luz, contaminado como fuese, que no pueda ser revivido
por un rayo.

El autor de esas palabras ciertamente no tenía duda de que se podía hacer.


Los remolinos y rayas de la caligrafía estaban llenos de una confianza alegre.
Al mirar hacia arriba, sin embargo, el príncipe en su retrato expresaba nada
más que desprecio por su idea descabellada.

Ella se mordió el interior de la mejilla por un minuto. Luego se puso un par


de guantes gruesos y agarró el caldero.

¿Qué tenía que perder?

El príncipe estaba a punto de besar a la Bella Durmiente.

Estaba arañado y sudoroso, aun sangrando por la herida en el brazo. Ella,


su recompensa por la lucha contra los dragones que guardaban su castillo,
estaba inmaculada y hermosa, así como inane.

Caminó hacia ella, sus botas hundiéndose hasta los tobillos en polvo. A todo
en la buhardilla, a la luz gris que se filtraba más allá de la suciedad en la
ventana, le colgaba telarañas tan gruesas como cortinas teatrales.

Era él quien había puesto los detalles en la habitación. Le había importado,


cuando tenía trece años, que el interior de la buhardilla reflejara con
exactitud la negligencia de un siglo. Pero ahora, tres años más tarde,
deseaba haberle dado a la Bella Durmiente un mejor diálogo en su lugar.

Si sólo él supiera lo que quería que una chica le dijera. O viceversa.

Se arrodilló junto a la cama.


—Su Alteza —la voz de su valet se hizo eco en las paredes de piedra—. Usted
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pidió ser despertado en este momento.

Como lo pensó, había tomado demasiado tiempo con los dragones. Suspiró.

—Y vivieron felices para siempre.

El príncipe no creía en vivieron felices para siempre, pero esa era la clave
para salir del Crisol.

El cuento de hadas se desvaneció: la Bella Durmiente, la buhardilla, el polvo


y telarañas. Cerró los ojos ante la nada. Cuando los abrió de nuevo, estaba
de regreso en su propia habitación, tumbado en la cama, su mano encima
de un libro muy antiguo de cuentos infantiles.

Su cabeza estaba aturdida. Su brazo derecho palpitaba en donde la cola del


wyvern había cortado. Pero las sensaciones de dolor eran sólo sus trucos
mentales. Las lesiones sufridas en el reino imaginario del Crisol no se
transmitían a la vida real.

Se sentó. Su canario, en su jaula enjoyada, chilló. Se apartó de la cama y


pasó los dedos por los barrotes de la prisión del ave. Mientras caminaba
hacia el balcón, miró al gran reloj dorado en la esquina de la cámara: las
dos y catorce, la hora exacta mencionada en la visión de su madre y por lo
tanto siempre el tiempo en el que él pedía ser despertado de sus aparentes
siestas.

En el mundo real, su casa, construida en un alto espolón de las Montañas


Laberínticas, era el castillo más famoso en todos los reinos mágicos, mucho
más grande y más bello que cualquier cosa que la Bella Durmiente siempre
ocupara. El balcón daba unas vistas espléndidas: delgadas cascadas
cayendo a miles de metros, colinas azules salpicadas de cientos de lagos
nutridos por la nieve, y en la distancia, las fértiles llanuras que eran el
granero de su reino.

Pero apenas notaba el paisaje. El balcón lo hacía tensarse, pues era aquí, o
al menos según lo que se había predicho, que iba a entrar su destino. El
principio del fin, su papel profetizado era el de un mentor, un trampolín, el
que no sobreviviría al final de la búsqueda.

Detrás de él, sus asistentes se congregaban, arrastrando los pies, túnicas


de seda arrastrándose.
—¿Le apetece algún refrigerio, señor? —dijo Giltbrace, el asistente principal,
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con su voz aceitosa.

—No. Prepárense para mi partida.

—Pensamos que Su Alteza partía mañana por la mañana.

—He cambiado de idea. —La mitad de sus asistentes estaban a sueldo de


Atlantis. Él les incomodaba a cada paso y cambiaba de parecer muchas
veces. Era necesario que le creyeran una criatura caprichosa que sólo se
preocupaba por sí mismo—. Retírense.

Los asistentes se retiraron hasta el borde de la terraza, pero vigilaban. Fuera


de la alcoba y el baño del príncipe, él casi siempre era observado.

Recorrió el horizonte, esperando por, y temiendo, este evento aún por tener
lugar que ya había dictado el curso entero de su vida.

Iolanthe escogió la parte superior del Acantilado del Atardecer, una pared
de roca a varios kilómetros al este de Little Grind-on-Woe.

Ella y el Maestro Haywood habían estado en el pueblo durante ocho meses,


casi todo un año académico, sin embargo, el terreno accidentado de
Midsouth March —profundos desfiladeros, laderas escarpadas, y
vertiginosos torrentes todavía azules— le quitaban el aliento. Por kilómetros
a la redonda, el pueblo era el único símbolo de civilización contra un barrido
continuo de naturaleza salvaje.

En lo alto del Acantilado del Atardecer, el punto más alto en la población,


los aldeanos habían erigido un asta de bandera para enarbolar el estandarte
del Dominio. La bandera zafiro ondeaba en el viento, el fénix de plata en su
centro reluciente bajo el sol.

A medida que Iolanthe se hincaba, su rodilla presionaba algo frío y duro.


Dividiendo el césped alrededor de la base del asta, reveló una pequeña placa
de bronce puesta en la tierra, con la inscripción DUM SPIRO, SPERO.

—Mientras respiro, tengo esperanza —murmuró, traduciéndolo para sí


misma.

Luego notó la fecha de la placa, 3 de abril de 1021. El día en que se vio la


ejecución de la Baronesa Sorren y el exilio del Barón Wintervale, eventos
que marcaron la Insurrección de Enero, la primera y única vez que los
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súbditos del Dominio habían tomado las armas contra el gobierno de facto
de Atlantis.

El vuelo de la bandera no era en sí mismo particularmente notable, que, al


menos, Atlantis no hubiese ilegalizado todavía. Pero la placa conmemorativa
de la rebelión era un acto de desafío aquí en este rincón poco conocido del
Dominio.

Ella había tenido seis años en el momento de la insurrección. El Maestro


Haywood se la había llevado y se unió al éxodo huyendo a Delamer, la ciudad
capital. Durante semanas, habían vivido en un campo de refugiados
improvisado al otro lado de Serpentine Hills. Los adultos habían susurrado
e inquietado. Los niños habían jugado con una intensidad casi frenética.

El retorno a la normalidad había sido brusco y extraño. Nadie hablaba de


las reparaciones en el Conservatorio para reemplazar los techos dañados y
estatuas derribadas. Nadie hablaba de nada de lo que había sucedido.

La única vez que Iolanthe se había encontrado con una chica que había
conocido en el campo de refugiados, se habían saludado torpemente con la
mano la una a la otra y luego se alejó avergonzada, como si hubiera habido
algo vergonzoso en ese interludio.

En los años siguientes, Atlantis había reforzado su control sobre el Dominio,


cortando el contacto con el mundo exterior y extendiendo su alcance de
poder a través de una vasta red de colaboradores abiertos y espías secretos
en el interior del reino.

De vez en cuando, oía rumores de problemas más cerca de casa: la pérdida


del sustento de un conocido bajo sospecha de actividades desfavorables a
los intereses de Atlantis, la desaparición de un familiar de un compañero de
clase en La Inquisición, el traslado repentino de toda una familia en su calle
a una de las islas periféricas más lejanas del Dominio.

También hubo rumores de una nueva rebelión armándose.


Afortunadamente, el Maestro Haywood no mostró interés. Atlantis era como
el clima, o la disposición de la tierra. Uno no trataba de cambiar nada; uno
lo afrontaba, eso era todo.

Bajó y dobló la bandera, poniéndola a un lado para evitar daños. Por un


momento se preguntó si realmente podría ponerse en peligro a sí misma
emplazando una exhibición de fuego y agua. No, no lo creía. Durante los dos
primeros años después de que el Maestro Haywood había perdido su puesto
22

de profesor en el Conservatorio, habían vivido al lado de una familia de


colaboradores de poca monta, y nunca se habían opuesto a sus trucos de
fuego para los niños.

Dio un codazo al caldero de modo que su vientre de metal estaba ajustado


contra el poste, lo mejor para absorber la sacudida del rayo. Luego contó
cincuenta grandes pasos lejos del poste, por seguridad.

Solo por si acaso.

Que ella se preparara para que nada sucediera la asombraba. Sí, era una
buena maga elemental para los estándares actuales, pero no era nada en
comparación con los Grandes Magos. ¿Qué le hacía pensar que podría lograr
una hazaña sin precedentes excepto en leyendas?

Levantó la vista hacia el cielo sin nubes y respiró hondo. No podía decir por
qué, pero su instinto le decía que el consejo anónimo en La Poción Completa
era correcto. Sólo necesitaba el relámpago.

Pero, ¿cómo convocar un relámpago?

—¡Relámpago! —gritó, apuntando con su dedo índice hacia el cielo.

Nada. No es que ella esperara algo en su primer intento, pero aun así estaba
un poco decepcionada. Tal vez la visualización podría ayudar. Cerró los ojos
y se imaginó un rayo conectando el cielo con la tierra.

Otra vez nada.

Apartó las mangas de su blusa y sacó su varita del bolsillo. Su corazón


bombeaba más rápido; nunca antes había usado su varita de magia
elemental.

Una varita era un amplificador del poder de un mago; cuanto mayor es el


poder, mayor es la amplificación. Si fallaba de nuevo, sería un fracaso
rotundo. Pero si ella tenía éxito…

Le temblaba la mano mientras levantaba la varita apuntando directamente


sobre la cabeza. Ella inhaló profundamente como pudo.

—Golpea ese caldero, ¿quieres? ¡No tengo todo el día!

El primer destello apareció extraordinariamente alto en la atmósfera, y


aparentemente a un continente de distancia. Una línea de fuego blanco
cruzó a través del arco del cielo, arqueándose con gracia contra ese azul
23

profundo, sin nubes.

Cayó en picada hacia ella, la abrasadora y brillante muerte.


24

CAPÍTULO 2
Traducido por Pilar y aniiuus

Corregido por Mari NC

U na columna de pura luz blanca, tan distante que apenas era más
gruesa que un hilo, tan brillante que casi cegó al príncipe, apareció
con un estallido.

Él permaneció en silencio y sorprendido por todo un minuto antes de que


algo lo golpeara fuertemente en el pecho, dándose cuenta que ésta era la
señal que había estado esperando la mitad de su vida.

Sus manos se apretaron en puños: la profecía se había vuelto realidad. No


estaba listo. Nunca lo estaría.

Pero listo o no, actuó.

—¿Por qué lucen tan asombrados? —se burló de sus asistentes—. ¿Son
unos palurdos que nunca vieron la luz de un rayo en toda su vida?

—Pero, mi señor…

—No se queden allí. Mi salida no se prepara sola. —Luego, a Giltbrace


específicamente—, iré a mi estudio. Asegúrate de que no me molesten.

—Sí, mi señor.

Sus asistentes habían aprendido a dejarlo solo cuando así lo deseaba, no


disfrutaban ser enviados a limpiar las botas de los guardias del palacio,
acarrear el agua sucia de la cocina o rastrillar los establos.

Él contaba con que su atención volviera inmediatamente al cielo ardiente.


Con un vistazo hacia atrás supo que efectivamente seguían mirando
fijamente el extraordinario rayo infinito.

Había pasajes secretos en el castillo que sólo conocía la familia. Estuvo ante
las puertas de su estudio en treinta segundos. Dentro del estudio, sacó un
tubo del cajón del medio de su escritorio y silbó dentro de él. El sonido
aumentaba mientras viajaba, eventualmente llegando a su corcel de
25

confianza en los establos.

Luego sacó un catalejo de herencia de su vitrina. El catalejo apuntaba la


ubicación de cualquier cosa que pudiera ser vista con su rango, y su rango
no sólo se extendía a cada esquina del Dominio, sino que también a cientos
de kilómetros después en cualquier dirección.

Con sus dedos sólo temblando ligeramente, ajustó las perillas del catalejo
para ver el rayo con más nitidez. Había aparecido muy lejos, cerca de la
punta más austral de las Montañas Laberínticas.

Tomó un par de guantes de montar y una alforja de los cajones más bajos y
murmuró las palabras necesarias. En el siguiente instante se estaba
deslizando por un tobogán de suave piedra en un ángulo casi vertical, la
aceleración tan vertiginosa que también podría haber estado cayendo
libremente.

Se preparó. Aun así, el impacto de golpear contra la espalda de Marble era


como correr contra un muro. Tragó un gemido de dolor y buscó a tientas en
la oscuridad las riendas de montar sobre los hombros de la vieja chica. Con
su rodilla la espoleó para que avanzara.

Estaban en la boca de un escondido camino más rápido que atravesaba la


montaña. En el momento en el que cruzaron el limite invisible, atravesaron
rápidamente un túnel de cuatro metros de diámetro, casi lo suficientemente
ancho como para que Marble lo atravesara con sus alas plegadas.

La oscuridad era completa; el aire presionaba fuerte y húmedo contra su


piel. Salieron disparados hacia adelante, tan rápido que sus tímpanos
explotaron y explotaron otra vez. Entonces, un punto de luz, que creció
rápidamente hasta ser un flujo de luz, y estaban a cielo abierto, sobre una
cima inhabitada muy lejos del castillo.

Marble desplegó sus grandes alas y comenzó a volar rápidamente. El


príncipe cerró sus ojos y recordó lo que había visto en el catalejo: un pueblo
tan ordinario como un gorrión, y casi tan pequeño también.

Hubiera sido preferible teleportarse solo. Pero teleportarse tanta distancia


con una señal visual, en vez de hacerlo con la memoria personal, era algo
impreciso. Y no tenía el lujo de proceder a pie una vez que llegara a su
destino.
Se inclinó hacia adelante y susurró en el oído de Marble.
26

Se teleportaron.

Iolanthe estaba recostaba sobre su espalda, cegada, su rostro ardiendo, sus


oídos sonando como las campanas de la víspera de Año Nuevo.

Entonces debía seguir viva. Gimiendo, giró sobre sí misma, se levantó sobre
sus rodillas, y se tapó los oídos con las manos.

Después de un tiempo, abrió sus ojos ante una difusa extensión de tela
verde: su falda. Levantó un poco su cabeza y miró su mano, que se enfocó
lentamente. Había un rasguño, pero no había sangre. Suspiró aliviada.
Temía que sus oídos hubieran sangrado y que encontraría pequeños trozos
de cerebro sobre las palmas de sus manos.

Pero el césped a su alrededor era marrón. Extraño, el páramo sobre el


acantilado recientemente se había vuelto de un verde exuberante al llegar la
primavera. Su mirada siguió la expansión de césped marchito y…

El mástil de la bandera había desaparecido. Donde una vez había estado,


un humo negro se elevaba de un pozo igualmente negro.

Luchó por levantarse, guardó su varita de vuelta en su bolsillo, y trastabilló


hacia el cráter, sintiendo que sus piernas estaban hechas de papilla. El
humo hizo llorar sus ojos. El césped, tan seco como la yesca, crujió bajo las
suelas de sus botas.

El cráter tenía tres metros de diámetro y era tan profundo como la altura de
ella; el mástil de la bandera yacía sobre la parte superior. Esto era una
locura. Cuando el rayo cayó, su carga eléctrica debería haberse disipado sin
peligro en la tierra.

Luego vio el caldero, en posición vertical justo en el fondo del cráter, lleno
con el elixir más hermoso que había visto, como luz de estrellas destilada.

Una risa se abrió paso por su garganta. Por primera vez, la Fortuna le
sonreía. La iluminación para la boda sería perfecta. Su interpretación sería
perfecta, oh, iba a actuar, de acuerdo. Y la Sra. Oakbluff podría perdonar al
Maestro Haywood por la broma que le hizo, diciéndole —¡ja!— que no habría
elixir de luz plateada en la boda de su hija.
Un silbido sobre su cabeza hizo que levantara la mirada. Una bestia alada,
27

algo así como un cruce entre un dragón y un caballo, pasó sobre ella. Venía
del norte, volando con asombrosa velocidad hacia la costa. Pero mientras lo
observaba, sus alas aletearon para quedar de forma vertical para reducir su
movimiento hacia adelante.

Luego dio la vuelta para enfrentarla.

El príncipe no podía creer lo que veía.

Se había teleportado bastante cerca de donde había caído el rayo, pero


Marble había pasado muy rápido como para que pudiera ver al mago sobre
el acantilado ennegrecido. Pero ahora que había hecho girar a Marble...

El largo cabello oscuro, la mitad de él se elevaba por la descarga eléctrica,


la blusa blanca con volados, la falda verde. Estaba claro: el mago elemental
que había traído el rayo era una chica.

Una chica.

Archer Fairfax no podía ser una chica. ¿Qué iba a hacer con una chica?

En el siguiente instante, la chica ya no estaba sola. Un hombre con una


capa negra se materializó y corrió hacia ella.

Iolanthe miró a la bestia alada. Era de un azul iridiscente, con afiladas astas,
apenas ramificadas en la cabeza equina y una cola carmesí con punta de
púas.

Un peryton de la Costa Berberisca1.

Estaban muy de moda en las ciudades, pero no en el interior del país. ¿Qué
estaba haciendo aquí uno, inmediatamente después de que se había
convocado un rayo?

—¿Qué has hecho?

1 Costa Berberisca (Berbería o País de los Berberes): Denominación que se aplicaba al


conjunto de las altas tierras de África del Noroeste. En la actualidad, se denomina a esta
región “África Menor” o, con preferencia, Mogreb (el Poniente). La Berbería comprende los
actuales estados de Marruecos, Argelia y Tunicia, a los que se añade algunas veces la
Tripolitania.
¡Maestro Haywood! Su negra túnica de maestro de la escuela ondeaba tras
28

él mientras corría hacia ella.

—Reparé el elixir de luz —dijo ella—. Y usted no necesita preocuparse por


el cráter, yo me encargo de él, y poner el asta de la bandera en el lugar al
que pertenece.

Ella controlaba la tierra también, aunque no tan bien como controlaba el


fuego y el agua… y los rayos.

—¡Dios mío! ¿Qué ocurrió aquí? —La Sra. Greenfield, una aldeana, también
apareció—. ¿Está usted bien, Señorita Iolanthe? Luce sobresaltada.

El Maestro Haywood sacó su varita, de un tirón puso a Iolanthe tras él y


apuntó con la varita a la Sra. Greenfield.

—¡Obliviscere! —gritó—. ¡Obliviscere! ¡Obliviscere!

Obliviscere era el más poderoso hechizo del olvido, e ilegal para los magos
sin una licencia médica para su uso. La Sra. Greenfield perdería seis meses,
si no un año, de sus recuerdos.

—¿Qué está haciendo? —exclamó Iolanthe.

La Sra. Greenfield se puso de rodillas y vomitó. Iolanthe se dirigió hacia ella.


El Maestro Haywood atrapó la manga de Iolanthe.

—Tú vienes conmigo.

—Pero la Sra.…

Él tenía un apretón de muerte sobre su brazo.

—¡Tú vienes conmigo en este instante si quieres vivir!

—¿Qué?

Ambos se sobresaltaron al oír las alas batiendo sobre ellos: el peryton.


Llevaba un jinete. Ella entrecerró los ojos para ver mejor. Pero al siguiente
instante estaba mirando a su propia puerta.

El Maestro Haywood la empujó adentro. Ella tropezó.

La Sra. Needles asomó la cabeza en el vestíbulo.

—Maestro Haywood, Señorita Seabourne…


—¡Fuera! —bramó el Maestro Haywood—. ¡Sal en este mismo instante!
29

—Le ruego que…

El Maestro Haywood empujó a la Sra. Needles fuera de la casa y cerró la


puerta. Arrastró a Iolanthe al salón y apuntó su varita hacia el techo. La
punta de la varita tembló.

Ella tragó.

—¡Dígame lo que está pasando!

Una mochila cayó de la nada en sus brazos.

—Ya te lo dije. Atlantis viene tras de ti.

Desde las ventanas abiertas llegó el sonido de las alas batiendo del peryton.
Los vellos de la nuca de Iolanthe se erizaron.

—¿Qué debo hacer? —preguntó, su voz tan solo un susurro, su mano se


cerró sobre su varita.

Un fuerte golpe azotó la puerta principal. Ella saltó.

—¡Maestro Haywood abra la puerta en este instante! —La voz pertenecía a


la Sra. Oakbluff, quien también servía como alguacil del pueblo—. Usted
está bajo arresto por el asalto a la Sra. Greenfield, como lo atestiguamos el
Sr. Greenfield y yo. Señorita Seabourne, usted vendrá conmigo también.

El Maestro Haywood metió la mochila en los brazos de Iolanthe.

—Ignórala. Necesitas irte.

Ella echó a correr tras él. La mochila era pesada.

—¿Qué hay en ella?

—No lo sé. Nunca la he abierto.

¿Por qué no?

En un rincón de su dormitorio había un gran baúl el cual los había seguido


a través de muchos cambios. Mientras él abría el baúl y levantaba la tapa,
ella vio su interior por primera vez. Estaba completamente vacío, era un
baúl portal.

—¿A dónde voy?


—No lo sé.
30

El estómago de ella se retorció.

—¿Qué sabe usted?

—Que te has expuesto a un terrible peligro. —Él cerró los ojos brevemente—
. Ahora entra.

La casa explotó. Las paredes se derrumbaron, los escombros se


precipitaron. Ella gritó y se tiró al suelo, protegiéndose la cabeza con la
mochila. Trozos de yeso y ladrillo la golpeaban por todas partes.

Cuando el caos se hubo calmado un poco, buscó a su alrededor por el


Maestro Haywood. Estaba tumbado en el suelo entre las ruinas, sangrando
por una herida en su cabeza. Ella corrió a su lado.

—¿Está usted bien Maestro Haywood? ¿Puede oírme?

Sus párpados se abrieron. Él la miró, su vista desenfocada.

—Soy yo, Iolanthe. ¿Está usted bien?

—¿Por qué sigues aquí? —gritó él, luchando por ponerse sobre sus pies—.
¡Entra en el baúl! ¡Entra!

Él le quitó la mochila y la arrojó al baúl. Ella respiró hondo y se lanzó ella


misma a los altos laterales del baúl. Él tiró de la tapa. Ella la mantuvo
abierta con la palma de su mano.

—Espere, ¿no viene usted con…?

Él cayó al suelo.

—¡Maestro Haywood!

A través del aire calizo una figura de mujer avanzó. La Sra. Oakbluff agitó
su varita. El cuerpo inerte de Maestro Haywood salió volando, aterrizando
con un golpe en la habitación del lado y evitó, por unos centímetros, ser
empalado por una viga rota.

La Sra. Oakbluff llegó hasta Iolanthe.

¿A dónde se habían teleportado?


El pueblo no era grande, pero todavía tenía unas cuarenta, cincuenta
31

viviendas de diferentes tamaños. Los aldeanos dejaron lo que estaban


haciendo para mirar boquiabiertos a Marble, su sombra se deslizaba en los
tejados y las calles empedradas como un presagio de fatalidad.

El príncipe evaluó la situación. Si fuera el padre o el guardián, quien


obviamente entendería las implicaciones de lo que la chica había hecho,
¿habría salido ya huyendo? Improbable. Él querría volver lo más cerca a su
hogar, donde tenía una bolsa empacada para emergencias y un medio
rápido para la seguridad.

¿Pero dónde estaba su casa?

El príncipe se había enfocado más allá de la pequeña casa que estaba


situada aparte del resto de la aldea cuando un movimiento le llamó la
atención. Volvió la cabeza, esperando que fuera el hombre y la chica re
materializándose. Solo un mago, sin embargo, se puso delante de la casa,
no la chica de pelo largo, sino una mujer acuclilladla.

Decepcionado, continuó su búsqueda. Sólo para ver, un minuto más tarde,


la misma casa sacudiéndose violentamente antes de colapsar sobre sí
misma.

Él refrenó a Marble lo más cercano a una parada repentina tanto como se


atrevió y se teleportó a los ahora retorcidos escalones frontales de la casa.

—¿Qué está haciendo? —Iolanthe quería gritar con indignación, pero su voz
era apenas un gemido.

—Impresionante, ¿verdad? —La Sra. Oakbluff sonrió, pero su rostro


cuadrado estaba sin su rústica buena voluntad habitual—. ¿Sabías que una
vez trabajé en demoliciones?

—¿Ha destruido nuestra casa porque dañé el asta de la bandera?

—No, porque te has resistido al arresto. Y necesito el crédito de tu arresto,


jovencita, he estado en este miserable lugar demasiado tiempo.

Crédito por su arresto, no por el del Maestro Haywood. La Sra. Oakbluff,


futura pariente política de los colaboradores más fieles a Atlantis de todo
Midsouth March, claramente consideraba aprovecharse de la recompensa
especial que Iolanthe le traería.
El temor que había estado brotando en Iolanthe, de pronto, se desbordó.
32

Ella tiró de la tapa del baúl, pero esta se negó a bajar.

—Oh no, no te dejaré ir tan fácilmente —dijo la Sra. Oakbluff.


Levantó la varita hacia Iolanthe. Sin pensarlo, Iolanthe reaccionó. Un muro
de fuego rugió hacia la Sra. Oakbluff.

Primero, el príncipe aseguró la casa con un círculo infranqueable para


mantener alejados a otros intrusos. La puerta principal seguía en pie más o
menos intacta, pero el muro a su alrededor se había derrumbado. Pasó por
encima de los escombros esparcidos por el vestíbulo, y apenas tuvo tiempo
de esquivar una lengua de fuego que rugía en su dirección.

Pero el fuego no le alcanzó. En su lugar, giró el aire y se disparó de nuevo


hacia de donde había venido. Siguió hacia la parte posterior de la casa y se
detuvo en seco.

Una docena de rastros de silbantes y crepitantes llamas, viciosas como


serpientes, atacaron a la asaltante, que frenéticamente gritó encantos de
blindaje. La chica, ahora cubierta de polvo de yeso, estaba situada en un
baúl alto, agitando los brazos, en su rostro una mueca de concentración.

Algunos de los encantos de blindaje de la asaltante funcionaron. Detrás de


su barricada, ella apuntó con su varita a la chica.

El príncipe levantó su propia varita. La asaltante cayó al suelo roto. La chica


se quedó boquiabierta mirando un momento, levantó ambas manos, y las
empujó hacia fuera. Fuego se precipitó hacia él.

—¡Fiat praesidium! —El aire delante de él se endureció para tomar la peor


parte del fuego—. Retira tus llamas. No estoy aquí para hacerte daño.

—Entonces vete.

Con un giro de sus muñecas, el muro de llamas se reconfiguró en un ariete.

Lo bueno es que él había luchado con tantos dragones.

—Aura circumvallet.

Aire se cerró alrededor del fuego. Ella agitó sus manos, tratando de que su
fuego la obedeciese, pero permanecía contenido.
Ella apuntó su dedo para sucesivamente llamar a más fuego.
33

—Omnis ignis unus —murmuró. Todo el fuego es un fuego.

El nuevo estallido de llamas ella quería que se materializase dentro de la


prisión que él ya había hecho.

Él se acercó al baúl. La luz del sol se inclinaba a través de las paredes rotas
en la habitación, chispeando donde atrapaba partículas de yeso en el aire.
Un rayo particular encendió un delgado hilo de sangre en su sien.

Ella tiró de la tapa del baúl. Él puso su propia mano contra esta.

—No estoy aquí para hacerte daño —repitió—. Ven conmigo. Voy a llevarte
a un lugar seguro.

Ella frunció el ceño.

—¿Ir contigo? Ni siquiera sé quién…

Su voz se apagó; su cabeza se sacudió con el reconocimiento. Él era Titus


VII, el Maestro del Dominio(2). Su perfil adornaba las monedas del reino. Sus
retratos colgaban en escuelas y edificios públicos, incluso a pesar de que
aún no era mayor de edad y no regiría por derecho propio durante otros
diecisiete meses.

—Su Alteza, perdone mi descortesía. —Su mano aflojó su control sobre la


tapa del baúl; su mirada, sin embargo, permaneció en guardia—. ¿Está
usted aquí a petición de Atlantis?

Así que ella sabía de dónde venía el peligro.

—No —respondió—. La Inquisidora tendría que pasar por encima de mi


cadáver para llegar a ti.

La chica tragó.

—¿La Inquisidora me quiere?

—Gravemente.

—¿Por qué?

—Te lo diré después. Tenemos que irnos.

—¿A dónde?
Apreciaba su cautela: mejor cuidarse que ser ingenuo. Pero no era el
34

momento para obtener respuestas detalladas. Cada segundo que pasaba


disminuía sus posibilidades de salir sin ser vistos.

—A las montañas, por ahora. Mañana te llevaré fuera del Dominio.

—Pero no puedo dejar a mi guardián atrás. Él…

Demasiado tarde. Sobrecargada, Marble emitió un alto y quejumbroso


llamado: ella había avistado a la Inquisidora. Él desenredó el colgante que
llevaba al cuello y apretó la mitad inferior en la mano de ella.

—Voy a encontrarte. Ahora ve.

—Pero ¿qué pasa con el Maestro…?

Él la empujó y cerró la tapa.

En el momento en que el baúl fue cerrado, su fondo se retiró de debajo de


Iolanthe. Ella cayó en la más absoluta oscuridad, agitándose.
35

CAPÍTULO 3
Traducido por martinafab y âmenoire90

Corregido por Jane

N o había tiempo para hacer bajar a Marble. Titus tenía dos opciones:
podía dejar que la Inquisidora viera a Marble, la atrapara, y se
diera cuenta de que el corcel personal de Titus estaba suelto en la vecindad;
o podía teleportarse hacia la bestia, con esta última en pleno vuelo.

Era una estupidez teleportarse sobre un objeto en movimiento. Era suicida


cuando el objeto en movimiento pasaba los doscientos metros en el aire.
Pero si su presencia debía ser deducida sin importar qué, entonces prefería
ser atrapado en vuelo, lo que le permitiría pretender que nunca había puesto
un pie en el suelo.

Centró su mirada en Marble, respiró profundo y saltó hacia donde esperaba


que estuviera.

Se re materializó en el aire, sin nada debajo de él. Se le detuvo el corazón.


Una fracción de segundo más tarde, se estrelló contra algo duro: la espalda
de Marble. El alivio lo atravesó. Pero no había tiempo para disfrutar del
tembloroso agotamiento por haber engañado a la muerte. Estaba demasiado
lejos del centro. Gritando a Marble que mantuviera su paso constante, trepó
a lo largo de su suave espina dorsal, incluso mientras apuntaba su varita
hacia la casa para borrar el círculo infranqueable.

Ya había habido un grupo de aldeanos que se había reunido por fuera del
círculo, discutiendo entre ellos si debían entrar. El haber eliminado el
círculo levantó todas esas inhibiciones. Los aldeanos se dieron prisa en
entrar a la casa.

Titus no había tomado aún las riendas cuando la Inquisidora y su séquito


llegaron. Un momento después, su segundo al mando levantó un saludo
formal.
Titus se tomó su tiempo descendiendo, aplicando hechizos varios de
36

limpieza a su persona mientras lo hacía: frustraría el propósito de su hazaña


aparecer ante la Inquisidora con los restos de la casa todavía aferrados a él.

Había un campo abierto detrás de la casa. Las alas de Marble azotaron el


suelo al cerrarse, lo que obligó a los retenedores de la Inquisidora arrojarse
al suelo, para que no fueran atravesados por los picos que sobresalían de la
parte delantera de esas alas, picos naturales que los mozos de Titus habían
pulido en puntas de aguja afiladas.

Marble estaba ahora sobre sus pies, pero Titus no desmontó: la Inquisidora,
en un desaire deliberado, aún no estaba presente para recibirlo. Sacó dos
manzanas de la alforja, le lanzó una a Marble, y le dio un mordisco a la otra.
Su corazón, que aún no se había desacelerado a la normalidad, comenzó a
latir más rápido de nuevo.

La Inquisidora era una extractora de secretos, y él tenía demasiados.

Por el rabillo del ojo, vio a la Inquisidora salir de la puerta trasera de la casa.
Marble siseó, por supuesto que una bestia tan inteligente como Marble
odiaría a la Inquisidora. Titus siguió comiendo la manzana, a un ritmo
pausado, y desmontó sólo después de haber tirado el corazón.

La Inquisidora se inclinó.

Las apariencias todavía se mantenían, Atlantis disfrutaba fingir que no era


tirano, sino simplemente el primero entre iguales. Por lo tanto, Titus, a pesar
de no contar con un trago de poder real, reinaba sin embargo como el
Maestro del Dominio; y la Inquisidora, una representante de Atlantis, era
oficialmente de no más importancia que cualquier otro embajador de
cualquier otro reino.

—Señora Inquisidora, es un inesperado placer —se dirigió a ella.

Sus manos sudaban, pero mantuvo su tono altanero. El suyo era un linaje
que remontaba mil años a Titus el Grande, unificador del Dominio y uno de
los más grandes magos en ejercer una barita. Los padres de la Inquisidora
habían sido, si no se equivocaba, comerciantes de bienes antiguos y no eran
necesariamente auténticos.

La ascendencia era un indicador de poca importancia cuando se trataba de


las habilidades individuales de un mago, de otro modo, los archimagos a
menudo provenían de familias medianamente dotadas. Pero la ascendencia
era importante para los magos promedios, y especialmente era importante
37

para la Inquisidora, aunque ella no era una maga promedio. Titus le


recordaba tan a menudo como le era posible que él era un muchacho
vanidoso y engreído que no habría sido nada ni nadie si no hubiera nacido
en la otrora ilustre casa de Elberon.

—Inesperado de hecho, Su Alteza —respondió la Inquisidora—. El Midsouth


March está alejado de sus lugares de costumbre.

Ella estaba en sus cuarenta y pocos años, pálida, con labios delgados rojos,
cejas casi invisibles, y ojos inquietantemente incoloros. La primera vez que
la había recibido fue a los ocho años y había estado asustada de ella desde
entonces.

Se obligó a sostenerle la mirada.

—Vi la constante luz desde castillo y tuve que echar un vistazo,


naturalmente.

—Ha llegado deprisa. ¿Cómo localizó el lugar preciso de la luz tan


rápidamente?

Su tono fue parejo, pero sus ojos estaban perforando los suyos. Él culpó a
su madre. Por supuesto que la Inquisidora debía creer en la frivolidad de
Titus, pero por el hecho de que la fallecida Princesa Ariadne también había
sido considerada una vez dócil y había demostrado ser todo lo contrario.

—El catalejo de mi abuelo, por supuesto.

—Por supuesto —dijo la Inquisidora—. El rango de teleportación de Su


Alteza es encomiable.

—Viene de familia, pero está en lo correcto en que el mío es especialmente


amplio.

Su autocomplacencia inmodesta trajo una contracción a la cara de la


Inquisidora. Afortunadamente para él, la capacidad de teleportarse era
considerada análoga a la habilidad de cantar: un talento que no tenía
relación con la capacidad de un mago para la magia sutil.

—¿Qué piensa de la persona que hizo caer el rayo? —preguntó la


Inquisidora.
—¿Alguien hizo caer el rayo? —Él puso los ojos en blanco—. ¿Ha estado
38

leyendo demasiados cuentos de niños?

—Es magia elemental, Su Alteza.

—Tonterías. Los elementos son fuego, aire, agua y tierra. El rayo no es


ninguno de ellos.

—Se podría decir que el rayo es el matrimonio del fuego y el aire.

—Se podría decir que el barro es el matrimonio del agua y de la tierra —dijo
él con desdén.

La mandíbula de la Inquisidora se tensó. Una gota de sudor rodó por la


espalda de Titus. Jugaba un juego peligroso. Había una línea muy fina entre
irritar a la Inquisidora y enfadarla completamente.

Estableció su tono ligeramente menos pomposo.

—¿Y cuál es el interés de Atlantis en todo esto, Señora Inquisidora?

—Atlantis está interesada en todos los fenómenos inusuales, Su Alteza.

—¿Qué ha descubierto su gente de este fenómeno inusual?

La Inquisidora había salido de la casa. Así que ya habría visto el interior.

—No mucho.

Él comenzó a caminar hacia la casa.

—Su Alteza, le aconsejo que no entre. La casa está estructuralmente


inestable.

—Si no está demasiado inestable para usted, no está demasiado inestable


para mí —dijo alegremente.

Además, no tenía otra opción. En su temprana prisa de salir, no había tenido


tiempo para eliminar todos los rastros que podría haber dejado atrás. Debía
regresar y darse una vuelta, en el caso de que su anterior serie de huellas
de botas no hubieran sido suficientemente pisoteadas por los aldeanos.

La Insurrección de Enero había fracasado por muchas razones diferentes,


no menos importante de las cuales era que sus líderes no habían sido ni de
cerca lo suficientemente meticulosos. No podía permitirse el lujo de cometer
los mismos errores.
Con la Inquisidora a remolque, entró a la casa. Salvo por el número de libros,
39

no había nada extraordinario sobre ella. Los agentes de la Inquisidora


pululaban, comprobando paredes y pisos, abriendo cajones y armarios.
Cerca de la mitad de una docena de agentes rodeaban el baúl, que, por
suerte, parecía ser un portal de una sola vez que mantenía su destino para
sí mismo.

En el jardín del frente, custodiado por más agentes, el guardián de la niña


y la intrusa estaban derribados, ambos todavía inconscientes.

—¿Están muertos? —preguntó él.

—No, ambos están muy vivos.

—En ese caso, necesitan atención médica.

—La cual recibirán a su debido tiempo, en la Inquisición.

—Ellos son mis súbditos. ¿Por qué serán llevados a la Inquisición?

Se aseguró de sonar malhumorado, no demasiado preocupado por sus


súbditos, sino de su propia falta de poder.

—Simplemente deseamos interrogarlos, Su Alteza. Los representantes de la


Corona son bienvenidos en cualquier momento para verlos mientras
permanezcan bajo nuestro cuidado —dijo la Inquisidora.

Ningún representante de la Corona había sido permitido en la Inquisición


en una década.

—¿Y podría mandarle a llamar, Su Alteza —continuó la Inquisidora—, para


discutir lo que ha visto?

Otra gota de sudor se deslizó por la espalda de Titus. Así que sospechaba
de él, de algo.

—Ya he mencionado todo lo que vi. Además, mis vacaciones han terminado.
Vuelvo a la escuela hoy mismo más tarde.

—Pensaba que no se iba a marchar hasta mañana por la mañana.

—Y yo pensaba que era bastante libre para ir y venir a mi antojo, ya que soy
el amo de todo lo que contemplo —espetó él.

Estaban ahí en sus ojos, las atrocidades que quería cometer, reducirlo a un
estúpido necio.
Ella no lo haría. El placer que derivaría de destruirlo no valdría la pena los
40

problemas que incitaría, dado que él era, después de todo, el Maestro del
Dominio.

O eso es lo que se decía Titus a sí mismo.

La Inquisidora sonrió. Él odiaba sus sonrisas casi más que sus miradas.

—Por supuesto que puede dar forma a su itinerario como desee, Su Alteza
—dijo.

Le habían dejado ir. Trató de no exhalar demasiado alto por el alivio.

Cuando estuvieron de nuevo en el campo detrás de la casa, ella se inclinó.


Él volvió a montar a Marble. Marble extendió las alas y con un empujón se
alejó del suelo.

Pero incluso después de que se encontraran en el aire, él todavía sentía la


mirada inquebrantable de la Inquisidora a su espalda.

Esto no había sido transporte instantáneo. Iolanthe seguía cayendo. Ella


gritó por un tiempo y se detuvo cuando se dio cuenta de que el aire no se
precipitaba por delante de ella para indicar la velocidad. Bien podría haber
estado suspendida en el lugar, sólo pensando que estaba cayendo porque
no había nada debajo de ella.

De repente ahí estaba. Cayó sobre su trasero y gruñó con el impacto


discordante de huesos.

Permanecía negro como boca de lobo. Sus manos tocaron cosas suaves que
olían a polvo y lavanda desvanecida: ropa doblada. Cavando debajo de la
ropa, se encontró con un forro de suave cuero estrecho. El material sólido
bajo el cuero era probablemente madera. Cautelosa de hacer cualquier
sonido innecesario, no golpeó para averiguarlo.

Ella continuó explorando su nuevo entorno. La acción mantuvo el miedo, y


las desordenadas emociones, a raya. Si intentaba dar sentido a los
acontecimientos de la tarde, podría aullar con desconcierto. Y si se ponía a
pensar en el Maestro Haywood, se derrumbaría por el pánico. O por la culpa
pura.
Él no había alucinado por la merixida. Ni siquiera había exagerado. Y ella
41

había optado por no creerle.

Paredes cubiertas de cuero le pasaban por la altura del hombro, terminando


en un techo de cuero acolchado y frondoso: estaba dentro de otro baúl.

El baúl parecía bien cerrado. Decidió arriesgarse con un destello de fuego.


Derramó una luz tenue cobriza que iluminó un pestillo robusto debajo de la
costura de la tapa.

La implicación de la cerradura era desconcertante: era para que mantuviera


el baúl cerrado. A ambos lados del pestillo había un disco redondo de
madera, uno marcado con un ojo, el otro, con una oreja. Explorarlo estaba
claramente recomendado.

Apagó el fuego de su palma, su luz podría delatarla, y tanteó los discos.

El primero que encontró fue el agujero de la oreja, que transportaba


únicamente silencio. Se movió hacia la mirilla, pero igualmente no vio nada.
La habitación que contenía su baúl estaba tan oscura como el fondo del
océano, sin siquiera una señal reveladora de luz alrededor de una ventana
con cortinas.

Dondequiera que estuviese, parecía estar completamente sola. Encontró y


soltó el pestillo. Colocando las palmas contra la tapa del baúl, aplicó una
suave presión.

La tapa se movió una fracción de una pulgada y se detuvo. Empujó con más
fuerza y oyó un roce metálico, pero la tapa no se levantó más. Con el ceño
fruncido, puso el cerrojo en su lugar y lo intentó de nuevo. Esta vez, la tapa
no se movió en absoluto. Así que el pestillo en el lugar impedía que el baúl
se abriera. ¿Qué había causado que el baúl se abriera sólo una grieta
después de que soltaran el pestillo?

Las puntas de los dedos se le pusieron frías. El baúl estaba asegurado desde
el exterior.

Una segunda teleportación en tan poco tiempo inquietaba incluso a un


corcel tan disciplinado como Marble. Chilló mientras se materializaban
encima de las Montañas Laberínticas, con los ojos fuertemente cerrados en
señal de estrés. Titus tuvo que tirar de las riendas con todas sus fuerzas
para evitar chocar con un pico que de repente estuvo en su camino, el
constante movimiento de las montañas significaba que incluso tan
42

familiarizado con ellas como estaba debía siempre tener cuidado.

—Shhhhhh —murmuró, su propio corazón latiendo fuertemente ante el casi


choque—. Shhhhh, vieja amiga. Todo está bien.

La guio más alto, libre de cualquier cumbre que pudiera decidir soltar
espuelas adicionales. Ella obedeció sus órdenes, sus prodigiosos músculos
contrayéndose con cada elevación de sus alas.

Debajo de él, el Dominio se extendía en todas las direcciones, las Montañas


Laberínticas dividían en dos la isla como la rugosa columna blindada de un
monstruo prehistórico. En cada lado de la gran cordillera, el campo era de
un verde fresco y luminoso salpicado por rosas y cremas de los florecientes
huertos.

Eres el administrador de esta tierra y su gente ahora, Titus, el Príncipe Gaius,


su abuelo, le había dicho en su lecho de muerte. No les falles como lo hice
yo. No le falles a tu madre como lo hice yo.

Si hubiera sabido entonces lo que sabía ahora, le habría dicho al viejo


bastardo: Tú elegiste poner tus propios intereses por encima de los de esta
tierra y su gente. Elegiste fallarle a mi madre. Espero que sufras mucho donde
sea que vayas.

Muy de familia, la Casa de Elberon.

Dado que la Inquisidora ya sabía que había visitado el lugar de la caída del
rayo, no había más necesidad de ser cauteloso. Cuando el castillo apareció
a la vista, giró a Marble directamente hacia el arco de atraque en la parte
superior.

Marble lloraba lastimeramente mientras desmontaba. Le dio a la piel


elástica de su ala una rápida caricia.

—Mandaré a los mozos para que te lleven por más ejercicio. Vete ahora, mi
amor.

Los fuertes vientos azotaban el pináculo del castillo. Titus se abrió paso
dentro y corrió por los dos tramos de escaleras hacia su apartamento.

Saludó al grupo habitual de asistentes con un gruñido:

—¿Estoy listo para partir?


Y despachó a aquellos lo suficientemente temerarios para seguirlo.
43

El apartamento era enorme. Incluso con la ayuda de pasajes secretos,


todavía le tomó otro minuto emerger en la sala del globo, donde una
representación de la Tierra, de 4 metros de ancho, flotaba en el aire.

Con un movimiento de su varita, las puertas se cerraron, las cortinas se


corrieron y una densa neblina se elevó desde el aire. Sólo el aire entre el
globo y su persona permaneció transparente. Cuidadosamente, acercó la
mitad del colgante que todavía llevaba hacia el globo. Sus dedos rozaron
contra algo caliente y granulado, probablemente el Desierto Kalahari.

Una vibración pasó entre el colgante y el globo. Él se echó hacía atrás y miró
hacia arriba. Un brillante punto rojo apareció en el globo, a unos mil
seiscientos kilómetros al noreste de donde se encontraba y más o menos en
el centro de un reino no mágico.

Para limitar la influencia de los Exiliados(3), Atlantis había colocado un


control para viajar entre los reinos mágicos y no mágicos. La mayoría de los
portales habían sido deshabilitados. El baúl de la chica debía emplear magia
inusual, o alguien se había asegurado de dejar abierto un agujero para eso.

Podía haber sido llevada hacia cualquier lugar. Pero la Fortuna le sonreía
hoy y su ubicación actual estaba a unos cuarenta kilómetros de su escuela.
Con suerte, podría encontrarla durante la próxima hora.

Alejando la niebla, convocó a Dalbert, su ayudante y maestro espía personal.


Debía salir de inmediato, antes de que la Inquisidora pusiera más agentes
tras él.

—Su Alteza. —Dalbert apareció en la puerta, un hombre de mediana edad,


cuya redonda y agradable cara escondía un feroz talento para la recolección
de inteligencia.

Había provisto a Titus de hechos y rumores de una manera discreta y


oportuna durante los últimos ocho años, manteniendo a su amo al corriente
de todo lo que pasaba en el Dominio y en todo el mundo mientras se hacía
cargo de sus comodidades personales. Sin embargo, el príncipe nunca le
había tomado confianza a Dalbert.

—Hay un tren entrando a Slough en veinte minutos. Planeo subirme a él.


Haz que suceda.
—Sí, señor. Y, señor, el Príncipe Alectus y Lady Callista lo esperan abajo.
44

Solicitan una audiencia con Su Alteza.

El regente y su amante vivían en Delamer, la capital, y rara vez venían a la


montaña que Titus resguardaba.

Titus maldijo entre dientes.

—Llévales al salón del trono, y pon a Woodkin a ejercitar a Marble.

Dalbert se apuró. Titus se dirigió dos pisos más abajo, encogiéndose dentro
de un abrigo de día mientras bajaba. Raramente entraba en el salón del
trono, excepto para las ocasiones más públicas, era ridículo para él,
esencialmente una marioneta, estar en un salón hecho para simbolizar la
justicia y el poderío de su posición. Pero hoy deseaba deshacerse rápido de
sus visitantes, y el salón del trono desalentaba a charlar.

El techo del salón de trono se elevaba por encima de los quince metros sobre
dos columnas de pilares de mármol blanco. El trono de obsidiana estaba
colocado sobre un estrado de talle alto. Titus caminó a través de las
ventanas de arco. Debajo de él había una caída de trecientos metros por un
barranco cortado por un río azul alimentado por glaciares. Más allá los picos
purpura se desplazaban como lentas ondas.

Alectus y Lady Callista aparecieron en dos de los cuatro pedestales que


transportaba a aquellos que solicitaban una audiencia desde la recepción
hacia el salón del trono.

Alectus era el hermano menor del abuelo de Titus, un hombre de cincuenta


y ocho, bien parecido y moralmente flexible. Lady Callista era una hermosa
bruja, la más hermosa bruja de su generación. De los últimos trescientos
años, había sido argumentado(4).

Estaba en el borde de los cuarenta. A diferencia de muchas otras brujas


bellas, no había recurrido a magia cuestionable para mantenerse luciendo
como de la mitad de su edad. En lugar de eso, había envejecido
elegantemente, permitiendo que algunas arrugas se esparcieran por aquí y
por allá, mientras mantenía su dominio sobre legiones de corazones.

Desde que Alectus había sido nombrado regente, ella había sido su amante.
Algunos murmuraban que Alectus incluso le había propuesto matrimonio,
pero ella lo había rechazado. Era la presentadora principal de la capital, su
árbitro de estilo, una generosa mecenas de las artes y, una agente de
45

Atlantis.

Alectus se inclinó. Lady Callista hizo una reverencia.

—¿A qué debo el placer de su visita? —pregunto Titus, sin ofrecerles


sentarse o refrescarse.

Su brusquedad sorprendió a Alectus, quien miró hacia su amante. Alectus


no tenía ganas de una confrontación, o algún tipo de incomodidad.

Lady Callista sonrió. Se decía que, para la fecha, las cartas de amor le
llegaban en carretilla. Había una gran habilidad en su sonrisa, una sonrisa
diseñada para hacer que un chico que no había hecho nada en su vida, se
sintiera realizado, e incluso remarcablemente viril.

Titus sólo sintió repulsión, era más que probable que ella fuera quien había
traicionado a su madre, informándole a la Inquisidora de su última
participación secreta en la Insurrección de Enero.

—Recibimos una nota de la Inquisidora —dijo, su voz en un dulce


murmullo—. Su Excelencia está preocupada de que no le ha visto lo
suficiente. Le aprecia bastante, Su Alteza.

Titus rodó sus ojos.

—Se está superando. ¿Qué me importa si me aprecia? No era nadie antes


de que el Bane la sacará de la oscuridad.

—Pero ahora ella es la Inquisidora y puede causar mucha incomodidad.

—¿Por qué haría eso? ¿Quiere provocar una nueva insurrección?

Ante la palabra “insurrección”, la sonrisa de Lady Callista vaciló


ligeramente, pero rápidamente regresó a ser toda calidez y preocupación.

—Su Alteza, por supuesto que no quiere eso. Una vez que llegue a la edad,
ustedes dos verán el gran trato que representan para el otro. Ella espera
una asociación respetuosa, productiva y mutuamente benéfica.

—Aprecio su diplomacia —dijo—, pero no puedo mejorar la situación. No


puedo soportar esa iniciativa, y ella está celosa y resentida conmigo.
Ahórreme el tiempo y dígame qué es lo que realmente quiere.
Alectus se ahogó ante el lenguaje de Titus. Alectus nunca tuvo problemas
46

siendo deferente hacía la Inquisidora. Estaba enfermo por portar el poder,


pero lo anhelaba como una enredadera se extiende hacia una rama más
alta. Y tan parásito como era, estaba posiblemente más que feliz por la
mayor cantidad de poderes que la Inquisidora concentraba en sí misma.

La siguiente sonrisa de Lady Callista estuvo tensa. ¿Había sido la


Inquisidora desagradable con ella? Usualmente las sonrisas de Lady Callista
eran totalmente sin esfuerzo.

—A la Inquisidora le gustaría hablar con usted sobre lo que vio esta tarde.

—No vi nada, ya le dije.

—Sin embargo, cree que con su ayuda, puede que recuerde más.

—¿Todavía seré continente cuando haya terminado con su “ayuda”?

Los métodos de la Inquisidora eran ampliamente temidos.

—Estoy segura de que lo trataría con la mayor cortesía y consideración,


señor.

Titus evaluó su situación. Debía irse sin perder tiempo. Pero la Inquisidora
debía ser aplacada de alguna manera.

—Su gala de primavera tendrá lugar en unos pocos días. Asistiré como el
invitado de honor. Pueden invitar a la Inquisidora. Le concederé una breve
audiencia durante el trascurso de la velada.

Había hecho apariciones en varias funciones de caridad y del Estado


durante el año, usualmente en aquellas que involucraban niños y personas
jóvenes. Una gala no era exactamente lo mismo, pero despertaría curiosidad,
no controversia.

Lady Callista abrió su boca. Titus se le adelantó.

—Confío en que estarán agradecidos de que me tomaré la molestia.

Ya era hora de que le recordara que todavía era su soberano.

—Por supuesto —murmuró, evocando otra sonrisa.

Ahora estaban en las meras formalidades antes de que los despidiera.

—¿Hay algo más que requiera de mi atención?


—Mi elección de una nueva túnica para la gala —dijo Alectus, alegre de que
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su tarea había sido despachada por su señora—. No puedo encontrar la


solución y Lady Callista afirma estar muy ocupada.

—Miles de detallas necesitan ser arreglados antes de la gala —dijo Lady


Callista, en su tono de hombre tonto pero claro que te amo.

—Cierra los ojos y has una elección al azar —dijo Titus, esforzándose por no
sonar demasiado impaciente.

—De hecho, de hecho —concordó Alectus—. Es tan buen método como


cualquier otro.

—Les deseo un buen día a ambos —dijo Titus, su mandíbula doliéndole con
la tensión de permanecer cortés.

Alectus se inclinó. Lady Callista hizo una reverencia. Se pararon en los


pedestales y desaparecieron hacia la recepción.

Titus dejó salir un suspiro. Miró su reloj: todavía quedaban diez minutos
para poder alcanzar el tren.

Pero Lady Callista reapareció, luciendo adecuadamente arrepentida.

—Le ruego me disculpe, señor, parece que olvidé mi abanico. Ah, ahí está.

¿Qué quería ahora?

—¿Conoce la curiosa noticia que acabo de escuchar, señor? —preguntó—.


Que cerca del rayo que vio, una gran maga elemental se ha revelado, una
chica de su misma edad.

Por supuesto que le preguntaría sobre la chica, ¿qué buen sirviente de la


Inquisidora sería si no?

Actuó como si estuviera aburrido.

—¿Debería de importarme?

—Esta chica podría ser muy importante.

—¿Para quién?

—Atlantis no gasta sus medios en preocupaciones innecesarias. Si la


Inquisidora está tras la chica, debe ser valiosa de alguna forma.
—¿Y por qué me está diciendo esto, mi señora?
48

Lady Callista se le acercó y puso una mano sobre su brazo. Así de cerca,
olía como una sutil pero aun potente fragancia de narcisos.

—¿No le preocupa, señor, que la Inquisidora esté a medio camino de


encontrar esta posiblemente muy significativa joven mujer?

Muy pocos de sus súbditos lo habían tocado sin su permiso expreso. Lady
Callista se atrevía a tomarse la libertad porque alguna vez había sido la
amiga más querida de la Princesa Ariadne. Su toque era cálido y maternal,
su persona presente e interesada de una manera que su perpetuamente
preocupada madre nunca lo había sido.

Titus se alejó.

—Señora, si busca a alguien que se oponga a la Inquisidora, está buscando


en el hombre equivocado. Soy el heredero de una casa del principado bien
pasado de su momento de gloria. Esa es suficiente carga. No voy a encabezar
alguna causa quijotesca para la que no tengo ni deseo, ni talento.

Lady Callista se rio suavemente.

—No sea tonto, señor. No estoy buscándolo para nada por el estilo. Dios
mío, ¿por qué podría querer algo para desestabilizar la situación actual, que
me favorece tanto?

Caminó hacia atrás hasta que estuvo en el pedestal e hizo una reverencia
de nuevo.

—De todas formas, si alguna vez decidiera encabezar una causa quijotesca,
señor, avíseme. La estabilidad se vuelve tediosa después de un rato.
49

CAPÍTULO 4
Traducido por AnnaTheBrave y Selene

Corregido por Jane

U n curioso vehículo ocupaba el desván más alto del castillo: un


vagón de lacado negro. Dentro, las paredes del carruaje estaban
cubiertas en seda azul cielo. Un par de acojinados asientos tapizados con
brocado color crema. Un set de té de porcelana, con un vapor rizado en la
boquilla de la tetera, estaba apoyado a un lado de la mesa.

Con la jaula del canario en mano, Titus entró al compartimiento, el vínculo


con su otra vida. Él aun podía oler el carbón quemándose en la sin embargo
lejana máquina de vapor, sentir el retumbar de las ruedas sobre las vías.

Dalbert trajo su equipaje, luego cerró la puerta del compartimiento.

—¿Algo que beber durante el viaje, señor?

—Gracias, pero no es necesario.

Dalbert le dio un vistazo a su reloj.

—Prepárese, señor.

Él tiró de la gran palanca. El vagón se sacudió. Un momento después ya no


estaba en la plácida sala de almacenamiento del castillo, sino a miles de
kilómetros lejos en la tierra inglesa, siendo parte de un tren que había
partido de la estación Mansion House, Londres, un cuarto de hora antes.

—Llegamos a Slough en cinco minutos, señor.

—Gracias, Dalbert.

Titus se levantó de su asiento para pararse junto a la ventana. Fuera estaba


lloviznando, otra húmeda primavera inglesa. El lugar era verde y nebuloso,
con el rítmico movimiento del tren, resultaba casi hipnótico.

Era muy extraño que, cuando había llegado por primera vez a este reino no
mágico, había odiado todo acerca de él: el hollín, el contundente aroma, la
comida sin sabor, la inexplicable vestimenta. Incluso ahora, luego de cuatro
50

años en una escuela de no magos, este mundo era un refugio, un lugar para
escapar, tan lejano como era posible, de la opresión de Atlantis.

Y la opresión de su destino.

Dos estridentes explosiones de vapor anunciaron la llegada del tren a


Slough. Dalbert cerró la ventana y entregó a Titus su mochila.

—Que la Fortuna vaya con usted, señor.

—Tal vez la Fortuna escuche tu deseo —replicó Titus.

Dalbert hizo una reverencia. Titus inclinó la cabeza y se teleportó.

Ninguno de los hechizos de apertura que Iolanthe conocía estaba


funcionando. Ella no tenía poder sobre la madera. El agua era inútil aquí,
al igual que el fuego. Podía mantenerse a salvo del fuego, pero si incendiaba
el tronco, aun corría riesgo de morir por la inhalación de humo.

A menos que alguien la liberara, estaba atrapada.

No solía ceder ante el pánico, pero podía sentir la ansiedad, exprimiendo el


aire, exprimiendo todo excepto la necesidad de empezar a gritar y nunca
parar.

Obligó a su mente a ponerse en blanco, comenzó a respirar lentamente para


calmarse.

¿La Inquisidora me quiere?

Gravemente.

La Inquisidora era de hecho el virrey del Bane para el Dominio. Una vez,
cuando Iolanthe era mucho más pequeña, le había preguntado al Maestro
Haywood por qué los magos le temían tanto a la Inquisidora. Ella nunca
había olvidado su respuesta: Porque a veces el miedo es la única respuesta
apropiada.

Se estremeció. Si solo hubiese escuchado al Maestro Haywood. Entonces el


elixir de la luz estaría a salvo, y ella nunca hubiese atraído el rayo.

Dejó caer la cabeza en sus manos. Algo frio y pesado presionó en el espacio
entre sus cejas: el colgante que le había dado el príncipe antes de enviarla.
Una nueva pizca de fuego reveló el colgante medio ovalado hecho de un
51

brillante metal blanco plateado, con un ligero patrón de líneas curvas en la


superficie. Al principio estaba helado al tacto, la proximidad a su fuego no
hacia ninguna diferencia. Entonces, por alguna razón que ella no pudo
descubrir, se calentó a temperatura ambiente.

La presencia del príncipe tenía que ser uno de los aspectos más
desconcertantes de su día, en segundo lugar solamente por la angustiante
ignorancia del Maestro Haywood.

Él había sabido que ella debía mantenerse lejos de las indiscretas miradas
de Atlantis. Había preparado una mochila en caso de evacuación de
emergencia. ¿Cómo iba él a no saber dónde iría ella o qué había en la
mochila?

¡La mochila!

Guardó el colgante en su bolsillo, llamando más fuego, teniendo cuidado


que no fuera cerca de sus ropas o su cabello, y buscando dentro de le
mochila. Sus dedos encontraron tejido, cuero, una bolsa sedosa con
tintineantes monedas, y finalmente, un sobre.

El sobre contenía una carta.

Mi querida Iolanthe,

Acabo de venir de tu habitación. Estás a una corta semana de tu


segundo cumpleaños, durmiendo con dulce gusto debajo de esa
manta cantante que aun susurraba cuando cerré la puerta detrás
de mí.

Quiero un futuro seguro y sin incidentes para ti. Me llena de pavor


pensar que algún día leerás esta carta, aun una niña, sin
embargo sola, como debió ser.

(No puedo evitar preguntarme cómo se manifestará tu poder.


¿Causando que el Río Delamer fluya en reversa? ¿O convirtiendo
el aire de un día soleado en un ciclón?)

Durante las noches rezo para que nunca tengamos que llegar a
eso. Pero ha sido acordado por la seguridad de todos que le
confiaré mi conocimiento acerca de ciertos hechos a una
guardiana de la memoria. Después de mañana, solo sabré que
52

debo proteger la extensión de tus poderes de Atlantis, y si fuera


a fallar, alejarte del peligro inmediatamente.

Sin duda debes anhelar explicaciones. Sin embargo, no me atrevo


a decirlas por escrito, por miedo a que esta carta pudiera caer en
las manos equivocadas, a pesar de mis precauciones. Solo
recuerda esto: mantente alejada de todos y cada uno de los
agentes de Atlantis. Hasta el último de los magos pretende
abusar y explotar tus poderes.

No confíes en nadie.

No confíes en nadie, salvo en la guardiana de la memoria. Ella te


encontrará. Y va a protegerte incluso con su último aliento.

Para ayudarla, permanece donde estás durante tanto tiempo


como puedas, se me ha asegurado que el portal final estará en
un lugar seguro. Pero de todas maneras sé precavida. Nunca se
es lo suficientemente cuidadoso. Y lo que sea que hagas, no
repitas las acciones que te llevaron a la alerta de Atlantis en
primer lugar.

Ten cuidado, Iolanthe. Ten cuidado. Pero no te desesperes. La


ayuda llegará a ti.

No hay nada que quiera más que tomarte en mis brazos y


asegurarte de que todo estará la bien.

Pero solo puedo rezar para que la Fortuna vaya contigo, que
descubras la inimaginable fuerza dentro de ti y que encuentres
inesperados amigos en este peligroso camino por el que ahora
debes andar.

Todo mi amor,

Horatio
P.D: Te he aplicado un Encantamiento Irrepetible. Nadie podrá
53

capturar tu retrato; por lo tanto, Atlantis no podrá esparcir tu


fotografía.

P.D.D: No te preocupes por mí.

¿Cómo podría no preocuparse por él? La Inquisidora estaría furiosa cuando


se diera cuenta que él había deliberadamente eliminado sus recuerdos para
vencerla. Y si…

Un golpe en el suelo, una vibración que golpeó a Iolanthe en la columna,


dispersó sus pensamientos. Guardó la carta en la mochila y extinguió su
fuego. Por un momento no pudo oír nada, y entonces vino de nuevo, el golpe.
Sus dedos se cerraron alrededor de su varita mágica.

Ella levantó el disco que cubría la mirilla. Una parte del suelo estaba
levantada. Una trampilla, ella estaba en el ático. Una luz flotaba sobre la
abertura, iluminando cajas, cofres y estantes abarrotados de filas y filas de
polvorientas curiosidades.

La trampilla se abrió a lo lejos, acompañada del chillido de las bisagras. Una


linterna se abrió camino en el ático, seguida por una mujer con una varita.
Ella elevó la linterna. Resplandecía más y más brillante, rivalizando con el
brillo cegador del mediodía.

Iolanthe entrecerró los ojos ante el resplandor. La mujer tenía unos cuarenta
y era bastante encantadora: ojos hundidos, pómulos altos y labios anchos.
Su cabello era muy claro, casi blanco a la luz, desde la parte superior de la
cabeza. Su vestido era azul pálido y de un estilo que Iolanthe jamás había
visto. Abotonado desde el inicio de la barbilla y un poco ceñido en la cintura,
con mangas de encaje que terminaban en los codos.

¿Quién era la mujer? ¿Sería, de alguna forma, la guardiana de la memoria


que debía encontrarla?

—Así que finalmente estás aquí —dijo la mujer, hablando con los dientes
apretados.

El estómago de Iolanthe cayó. El tono de la mujer era severo, hostil incluso.


La mujer apuntó su varita hacia el baúl. Cosas se quebraron y chocaron
54

contra el suelo. ¿Cerraduras? No, cadenas. Iolanthe podía ver eslabones de


grueso metal por la mirilla.

—Aperi —dijo la mujer, usando el más simple hechizo de apertura ahora que
las restricciones habían sido removidas.

Algún profundo instinto hizo a Iolanthe alejarse del pestillo. Ella no se había
mudado tres veces en siete años sin aprender una o dos cosas acerca de
cómo leer a las personas: quien quiera que fuese esa mujer, algo no estaba
bien.

El pestillo se retorció en la mano de Iolanthe, pero ella lo mantuvo en su


lugar.

—Aperi —repitió la mujer.

Otra vez el pestillo se retorció.

La mujer frunció el ceño.

—Aperi maxime.

Esta vez el pestillo se torció y resistió como un animal enjaulado buscando


una salida. Los dedos de Iolanthe dolían con el esfuerzo.
Al final se calmó, pero apenas llegó a tomar aire antes de que la mujer dijera.

—¡Frangare!

Frangare era un hechizo de albañil, utilizado para cortar un bloque en dos.


El baúl debía estar protegido: ni una grieta abierta, ni siquiera la más
pequeña de las facturas.

—¡Frangare! —gritó la mujer de nuevo—. ¡Frangare! ¡Frangare! ¡Frangare!

Los dedos de Iolanthe estaban helados de miedo. El baúl permaneció


intacto. ¿Pero por cuánto tiempo más? Trató de teleportarse… y no se movió
un centímetro: ninguna vivienda de un mago que se respetara permitía la
teleportación dentro de sus perímetros(5).

La mujer dejó caer la linterna y se llevó la mano al corpiño del vestido, como
si estuviera agotada.

—Lo olvidé —dijo lentamente—. Él hizo el baúl indestructible así que no


puedo romperlo.
Así que había un hombre involucrado en esto. ¿Podría él ayudar a Iolanthe?
55

—En su lecho de muerte me hizo jurar por mi sangre que iba a protegerte
como a mi propia hija, desde el momento en el que te viera por primera vez
—dijo la mujer suavemente. Entonces ella rio, un sonido que congeló la
sangre de Iolanthe—. Quería demasiado ¿no es así?

La mujer levantó la cabeza, su rostro era frio y blanco, sus ojos ardiendo.

—Por ti, él abandonó su honor —dijo ella—. Por ti, nos destruyó a todos.

¿Quién era está loca? ¿Y por qué alguien había creído que esta casa era un
lugar seguro?

La mujer levantó su varita. Las cadenas volvieron a su lugar alrededor del


baúl. Sus labios se movían en silencio, como si estuviera rezando.
Iolanthe contuvo la respiración. Por un largo minuto, nada ocurrió.
Entonces su cabello comenzó a revolotear. El baúl se cerró, ella misma
estaba aún… ¿Se estaba moviendo el aire? Se movía. En una sola dirección,
fuera del baúl.

La mujer intentaba sofocar a Iolanthe dentro del baúl.

Y el aire era el único elemento sobre el que Iolanthe no tenía control alguno.

El colgante de Titus se había calentado considerablemente a medida que se


acercaba a Inglaterra. Se había calentado aún más después de que él se
materializó en Londres.

Muchos exiliados del Dominio, acostumbrados a la vida urbana de Delamer,


habían optado por establecerse en Londres, lo más parecido que Gran
Bretaña tenía como su equivalente. La chica probablemente había llegado a
la casa de un Exiliado.

La ciudad estaba cubierta por una infame niebla. Él veía bastante bien con
sus gafas antiniebla, pero nadie en tierra podía detectarlo en su alfombra
voladora.

Las alfombras voladoras fueron una vez el modo más rápido, cómodo y
lujoso de viajar. En esa época había canales expeditos, sin embargo, en el
presente se habían convertido en antigüedades, muy admiradas, pero poco
utilizadas. La alfombra de Titus medía un metro veinte de largo, setenta
centímetros de ancho y menos de un centímetro de espesor, en realidad era
56

un juguete, y no era para que ningún niño la montara, solo muñecos.

Él sobrevoló la casa de Rosemary Alhambra, la líder de los Exiliados, pero


el colgante no reaccionó. Después trató con la casa de los Heathmoor,
considerados los más poderosos magos entre los Exiliados, pero aun nada.
Estaba de camino hacia la casa del lugarteniente de Alhambra cuando el
colgante se calentó bruscamente.

Acababa de pasar por Hyde Park Corner. La única familia de magos que
vivía cerca eran los Wintervale. Seguramente no. Nadie en su sano juicio
podría confiar esa chica a Lady Wintervale.

Pero mientras él sobrevolaba sobre la casa Wintervale, el colgante se puso


más caliente, tanto que tuvo que sacarlo de debajo de su camisa para que
no sobrecalentara su piel.

La Casa Wintervale era una de las viviendas privadas más aseguradas que
Titus conocía. Afortunadamente —la mayoría lo consideraría suerte—
Leander Wintervale, el hijo de la casa, era compañero de clases de Titus y
este conocía una forma de acceder a la casa desde de la antigua sala en la
escuela.

Titus aterrizó en un tejado cercano, se quitó las gafas anti-niebla, y enrolló


la alfombra para cargarla bajo su brazo. De ahí se teleportó hacia la
residencia escolar. En concreto, al cuarto desocupado de Archer Fairfax.

Dio un vistazo por la ventana de Fairfax y vio que detrás de la casa estaba
Wintervale y Mohandas Kashkari, un chico indio que era amigo cercano de
Wintervale. La lluvia se había reducido a una suave neblina. Kashkari, que
era el más tranquilo de los dos se puso de pie; mientras Wintervale paseaba
a su alrededor, hablando y gesticulando.

Excelente, ahora Titus no necesitaría una forma de alejar a Wintervale de


su habitación. Abrió la puerta de Fairfax unos centímetros y se asomó.

Muchos de los chicos habían regresado. Un grupo se puso a hablar en el


otro extremo del pasillo. Pero ellos decidieron ir a Atkins a comprar algunos
alimentos y bajaron por las escaleras.

Una vez que el pasillo estuvo vacío, Titus dejó caer la alfombra voladora en
el suelo de su propia habitación, después de mucho juguetear con ella la
había fortalecido lo suficiente como para soportar su peso, pero su peso más
el de la chica mandaría la alfombra a tierra. Después se deslizó hacia la
57

habitación de Wintervale cuatro puertas más abajo, entró al estrecho


guardarropa de Wintervale, y cerró la puerta.

—Fidus et audax.

Abrió el armario de nuevo para entrar en una habitación de la casa familiar


Wintervale en Londres. El pasillo estaba vacío. Se dirigió a las escaleras.
Descendiendo el colgante se enfriaba. Ascendiendo se calentaba.

Corrió por las escaleras.

Todavía quedaba aire en el baúl; respiraba lento anhelando lo que quedaba.


Pero respirar se sentía como lanzar una piedra contra sus pulmones.

Pronto la loca mujer tendría a Iolanthe sellada al vacío. Sus dedos


temblaban. Miró por la mirilla, buscando frenéticamente algo que pudiera
usar para ayudarse a sí misma.

¡Allí! En uno de los estantes del ático, entre los instrumentos de metal
cubiertos de polvo, se alzaba una solitaria estatuilla de piedra.

No podía manipular la cerámica, cocinar la tierra cambiaba sus


propiedades, pero tenía poder sobre la piedra. Elevó la estatuilla. Voló unos
centímetros por encima de la repisa. Giró su brazo. Y la estatuilla se estrelló
contra la parte trasera de la cabeza de la mujer.

La mujer gritó. Su varita cayó al suelo. Sin embargo, no perdió el


conocimiento como Iolanthe había esperado, se tambaleó hasta que golpeó
las cajas apiladas contra la pared.

Iolanthe vaciló. ¿Debería atacar a la mujer de nuevo así de débil como


estaba?

Pero la mujer ya tenía su varita en la mano.

—Exstinguare.

La estatuilla de piedra se convirtió en polvo.

—Ahora, ¿qué vas a usar? —dijo la mujer, con una sonrisa escalofriante.
De repente, el aire en su caja torácica disminuyó tanto que Iolanthe se sintió
58

mareada. Se sentía como si alguien la hubiera empujado en cemento


húmedo. Por mucho que tratara, no podía dar un solo respiro.

Débilmente, muy débilmente, se dio cuenta de que algo se quemó contra su


muslo izquierdo. Luego todo se volvió negro.

Al llegar bajo la trampilla abierta, Titus oyó a Lady Wintervale.

—¿Qué has hecho? —Su voz era baja todavía frenética—. Nunca más,
¿recuerdas? Nunca más, nunca vas a volver a matar.

Una brizna de miedo hundió el corazón de Titus. La paranoia de Lady


Wintervale era profunda, y su cordura no siempre era fiable. ¿Había llegado
demasiado tarde?

Lanzo un hechizo para amortiguar el ruido de sus pasos y subió. En el


momento en que tenía a Lady Wintervale a la vista, apuntó su
varita. Tempus congelet, pronunció, ya que no quería que ella oyera su voz
antes de que el hechizo de congelación del tiempo que había lanzado hiciera
efecto.

Si el hechizo surtía efecto. Nunca lo había usado en el mundo real.

Lady Wintervale se quedó quieta. Él pasó junto a su lado y corrió al baúl.

—¿Estás ahí? ¿Estás bien?

El baúl estaba tan silencioso como un ataúd.

Maldijo. Las cadenas no respondieron a los primeros hechizos que lanzó.


Maldijo de nuevo. Si tuviera más tiempo, podría cortar las cadenas. Pero no
había tiempo: el hechizo para congelar el tiempo duraba tres minutos como
máximo. Y la chica, si todavía estaba viva, debía salir de inmediato.

Miró a su alrededor. No había nada que pudiera utilizar. Un momento


después, notó que las cadenas no envolvían completamente el baúl, sino
que estaban fijas a unas placas atornilladas a los costados. Y la magia que
anclaba las placas al baúl era lo suficiente común para que pudiera
desabrocharlas.

Golpeó las cadenas de nuevo, pero el baúl solo se levantó una fracción de
pulgada. ¿Qué otros obstáculos tendría en su camino?
—Aperi.
59

Se escuchó el sonido de algo desenganchándose. Levantó la tapa. La chica


estaba desmayada, su cara era invisible bajo su pelo salvaje.

Su mente quedó en blanco. No podía estar muerta. ¿O sí?

Alcanzó el interior, y levantó una de sus muñecas flojas, buscó su pulso. Su


corazón dio un vuelco cuando se encontró con el débil latido de su vena.

—¡Revisce!

Ninguna reacción.

—¡Revisce forte!

Todo su cuerpo se estremeció. Su cabeza se levantó lentamente. Y sus ojos


se abrieron.

—Alteza —murmuró.

Estaba débil de alivio. Pero, de nuevo, no había tiempo para disfrutar.

—No te muevas, voy a sacarte. Omnia interiora vos elevate.

Todo dentro del baúl flotó: la chica, que jadeó y volvió a encontrarse en el
aire; su varita; su mochila; y un gran número de artículos de ropa que
debieron haber sido empacados antes de que el baúl hubiera sido cerrado.
Ni un solo artículo era no mágico. Si el baúl había sido confiado a los
Wintervale, tendría que haber sido antes de su exilio.

Tomó a la chica, su varita, su mochila, y dejó todo lo demás caer en el baúl.


Con un silbido rápido lo cerró. Un hechizo de deshacer colocó las placas y
las cadenas en su lugar. Luego los deslizó a ambos por la trampilla, con un
“Omnia deleantur” para borrar sus huellas y otros rastros que podría haber
dejado en el polvo del ático.

—¿Te lastimó? —le preguntó en el primer rellano de la escalera.

—Sacó todo el aire que había en el baúl.

Él miró a la chica en sus brazos. Su respiración era dificultosa, pero se


aferraba a su compostura notablemente, era asombroso para alguien que
había sufrido un atentado contra su vida, o tal vez no tenía el suficiente aire
para estar histérica.
—¿Por qué quería matarme? —dijo con voz áspera.
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—No lo sé. Pero está perturbada, perdió a su padre y a su hermana en la


insurrección. Su marido también murió joven.

De vuelta a la habitación de Wintervale dos pisos más abajo, él la ayudó a


sentarse en la cama y abrió la ventana frente a ella. La niebla entró
rápidamente.

—¿Qué es ese olor?

—Londres.

—¿Londres, Inglaterra?

Se alegró de que tuviera algún conocimiento de geografía no mágica.

—Sí. Aquí. Permíteme…

Era el inconfundible sonido de alguien llegando en el armario. Lady


Wintervale debió haber salido del hechizo para congelar el tiempo, encontró
el baúl vacío, y llamó a su hijo. Titus cerró la ventana, tiró a la chica a la
cama, y la empujó contra la pared en el punto ciego detrás del armario.

Ella tuvo la sensatez de mantenerse quieta y en silencio.

El armario se abrió. Wintervale saltó. El corazón de Titus se derrumbó: la


mochila de la chica estaba a la vista bajo el alféizar de la ventana, la había
puesto abajo antes de abrir la ventana. Pero Wintervale no prestó atención
al contenido de su habitación y salió corriendo por el pasillo.

Titus se permitió un momento para calmarse.

—Apresúrate.

La ventana daba a la fachada delantera de la casa. Volvió a abrir la ventana


y levantó a la chica hasta la cornisa. A continuación, con su mochila en la
mano, salió, cerró la ventana con el pestillo usando un hechizo de bloqueo.

La niebla era omnipresente. Ella se perdió en la espesura miasma de color


mostaza. Él la sentía, pero sólo veía su cabello.

—¿Dónde está tu mano?

Ella colocó su mano en la suya, sus dedos fríos pero firmes.


—Realmente no esperaba que vinieras.
61

Él exhaló.

—Entonces no me conoces muy bien.

Los teleportó a ambos.


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CAPÍTULO 5
Traducido por Pilar, Selene y Mari NC

Corregido por Jane

L a teleportación nunca había sido un problema para Iolanthe, ya fuera


por si misma o con alguien más. Pero esta vez fue como ser aplastada
entre dos rocas. Cerró sus ojos y tragó un grito de dolor.

En el otro extremo, tropezó.

El príncipe la sostuvo.

—Lo siento. Sabía que la teleportación sería difícil para ti justo ahora, pero
tenía que llevarte a algún lugar seguro rápidamente.

Él no debería estar disculpándose. Si estaban a salvo, entonces nada más


importaba.

Se encontraban en alguna clase de antesala. Había un espejo, una consola,


dos puertas, y nada más. Él apunto con su varita la puerta frente a ellos.
Esta se abrió en silencio, revelando un cuarto con empapelado rojo oscuro,
sillas amarillo pálido, y una gran chimenea vacía, frente a la cual había una
pantalla de hierro forjado con vides encrespadas y racimos de uvas.

Él la levantó de nuevo y la llevó a una tumbona reclinable.

—Quizás tenga un remedio para ti —dijo, dejándola.

Cruzó el cuarto hacia otra puerta.

“Aut viam inveniam aut faciam.”

Encontraré una forma o la crearé.

La puerta se abrió. Entró en un cuarto lleno de cajones y estantes hasta


donde ella podía ver, estantes sosteniendo libros, estantes sosteniendo
viales, jarras y botellas, estantes sosteniendo instrumentos familiares y
exóticos al mismo tiempo. Un canario enjaulado estaba sobre una larga
mesa en el centro del cuarto. Sobre la mesa también había dos valijas, una
63

marrón, la segunda de rojo apagado.

Él desapareció brevemente de su vista. Oyó el sonido de cajones abriéndose


y cerrándose. Regresó, se sentó junto a ella y acunó su cabeza en el hueco
de su brazo. El sabor amargo de la niebla se aferraba a la lana de su
chaqueta.

—Esa niebla —murmuró ella—, ¿es natural?

Había sido lo suficientemente espesa como para cortarla con cuchillo,


alarmantemente amarilla y asquerosa como comida para cerdos.

—No hay magia tras ella, pero tampoco es completamente natural, una
consecuencia de la industrialización de Gran Bretaña. Toma: esto es para
aliviar los efectos de teleportarse.

El príncipe sostuvo un vial con un fino polvo azul medianoche dentro. La


tomó por el mentón, sus dedos cálidos y fuertes, y vació el polvo azul dentro
de su boca. El sabor le recordaba al agua de mar.

—No hay un contra remedio para la sofocación, exactamente, pero es bueno


para tu bienestar general.

Le tendió un segundo vial. El remedio para el bienestar, gránulos de color


plateado, sabía inesperadamente a naranjas.

—Gracias, Su Alteza —murmuró.

Él ya se estaba alejando, hacia el cuarto lleno de estantes.

—¿Qué es ese cuarto, señor? —preguntó.

—Mi laboratorio —respondió, abriendo un cajón.

—¿Qué hace allí, si puedo preguntar?

—Lo que cualquiera hace en un laboratorio: pociones, destilaciones, elixires,


cosas así.

Ella realizó prácticas en la escuela del pueblo para el Maestro Haywood, las
prácticas, de alguna u otra manera, eran obligatorias hasta que el pupillo
llegaba a los catorce años. Pero los magos no hacían sus propias pociones
en casa. Las destilerías comerciales y los fabricantes de pociones
suministraban adecuadamente sus necesidades. De hecho, varios hogares
ni siquiera poseían los implementos necesarios para hacer las recetas que
64

ella enseñaba.

¿Era sólo la excentricidad principesca lo que lo hizo equipar todo un


laboratorio para él mismo, o era algo más?

El príncipe salió del laboratorio y cerró la puerta detrás de él. Era alto y
esbelto, no delgado, pero tenía una estructura fuerte. Cuando lo vio por
primera vez en su casa derrumbada, había usado una simple túnica azul y
unos pantalones negros dentro de unas botas hasta la rodilla. Un simple
atuendo de campo, nada como los elaborados trajes de gala que había usado
para sus retratos oficiales.

Ahora usaba una chaqueta negra con un chaleco verde, pantalones negros,
y zapatos de un cuero negro altamente pulido, la chaqueta era más pegada
al cuerpo que la túnica que los hombres usaban en el Dominio, los
pantalones, lo eran menos.

Su mirada regresó a su rostro. Los retratos oficiales eran notoriamente poco


fiables. Pero en este caso, las fotos no mentían. Era apuesto: cabello oscuro,
ojos profundos, y pómulos altos.

En sus retratos siempre se mofaba. Ella le había remarcado una vez a un


compañero de clases que parecía mezquino, la clase de chico que no sólo le
diría a una chica que lucía como una calabaza, sino que también derramaría
deliberadamente una bebida sobre ella. En persona parecía menos cínico.
Había una frescura en sus rasgos, un atractivo aspecto juvenil, y, hasta
donde podía ver, nada de malicia.

Sus ojos se encontraron. Su estómago revoloteó.

Sin decir nada, abrió la puerta detrás de él otra vez. Pero en vez de un
laboratorio, entró en lo que parecía un baño.

—¿Qué sucedió con el laboratorio, señor?

Se oía el agua correr.

—Es un espacio plegado, no forma parte de esta suite de hotel.

—¿Estamos en un hotel? —Ella creía, por alguna razón, que estaban en


alguna de sus fincas menores, un refugio de caza o una cabaña de verano.

Se oyó incluso más agua corriendo.


—Estamos a menos de tres kilómetros de donde estabas cuando saliste del
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baúl.

—¿Seguimos en Londres?

—Así es.

Ahora que lo mencionaba, ella había visto esa llama verdadera —en vez de
elixir de luz— brillar detrás de los mantos de vidrio esmerilado de los
apliques de la pared. Lo hubiera notado antes sino hubiera estado tan
preocupada.

Él salió del baño con una toalla. Poniéndose de cuclillas frente a ella,
presionó la toalla húmeda contra su sien.

—¡Auu!

—Lo siento. La sangre ya está un poco seca. Pero no deberías necesitar nada
más que una buena limpieza.

Soportó el malestar.

—Su Alteza, ¿me podría decir por favor qué está sucediendo?

¿Por qué estaba ella aquí? ¿Por qué estaba él aquí? ¿Por qué el cielo
comenzaba a caer justo hoy?

—Más tarde. Sería descuidado como anfitrión si no te ofreciera primero usar


el baño.

Olvidó el estado en el que debía estar, sucia y maltratada.

—Tu baño se está llenando mientras hablamos. ¿Estarás bien allí sola?

Él preguntó algo perfectamente válido, teniendo en cuenta que había tenido


que cargarla varias veces. Pero al mismo tiempo, qué pregunta.

—¿Y si no estoy bien, señor?

Se arrepintió de la pregunta inmediatamente. Era demasiado descarada. Y


nada menos que ante su soberano. Puede que no haya recibido mucha guía
parental últimamente, pero igual le gustaba pensar que era más educada
que eso.

Él golpeo sus dedos contra el reposabrazos de la silla.


—Entonces supongo que tendré que vigilarte.
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No había inflexión en su tono; ni siquiera un atisbo de algo en su expresión.


Aun así, el aire entre ellos se tensó. Ella ardió.

—Ahora, ¿estarás bien… o no? —preguntó el príncipe.

Ella notó por primera vez que sus ojos eran de un color azul grisáceo, el
color de las colinas distantes.

Ahora no tenía ninguna otra opción más que aguantarlo con descaro.

—Estoy segura de que estaré bien —respondió—. Pero si lo necesito, señor,


por favor no lo dude.

La mirada de su soberano la recorrió. Había visto esa mirada de interés en


los chicos. Pero la suya fue tan rápida que no estaba segura si lo había
imaginado.

Luego inclinó su cabeza, todo pompa y formalidad.

—Estoy a su servicio, madame.

Incluso sin la sangre seca, cuando Iolanthe por fin pudo verse a sí misma
en un espejo, aún se estremecía. Estaba horrorosa, con la cara sucia y con
rasguños, su pelo lleno de polvo y trozos de escayola, su anterior blusa
blanca de un color como trapo.

Al menos estaba a salvo. El Maestro Haywood… Su corazón se encogió. Su


intuición había sido acertada: había sido su culpa que todo había salido mal
para él.

Se lavó rápidamente. Después, se cambió con la ropa que el príncipe le había


administrado: zapatillas, ropa interior, una camiseta azul de franela, y un
par de pantalones, todo para un chico cuatro centímetros más alto y mucho
más pesado.

Cuando salió del baño, con la ropa arrugada en un montón en su mano,


había una bandeja con comida esperando en la sala y un fuego en la
chimenea. Así que de verdad era cierto, las chimeneas no eran simples
decoraciones en el mundo no-mágico.

El príncipe la miró extrañado, como si estuviera viéndola por primera vez.


—¿Nos hemos visto antes? Me pareces… familiar.
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Cada año había niños elegidos para conocerle, pero ella jamás había estado
entre las elegidas.

—No, no nos hemos visto antes, señor. Lo habría recordado.

—Podría jurar…

—Probablemente esté pensando en otra persona, señor. —Ella le extendió


la mano—. Aquí está su colgante.

—Gracias. —El príncipe meneó la cabeza como para aclararse. Apuntó a su


ropa—. Si no te importa, tenemos que destruirlas. Preferiría las menos
pruebas posibles de tus orígenes mágicos. Lo mismo con el contenido de la
mochila. ¿Hay alguna cosa que particularmente te gustaría conservar?

Un recordatorio de que no estaba tan a salvo como a ella le gustaría estar.


No sabía cómo el príncipe estaba tan calmado. Pero estaba agradecida por
su sangre fría, le hacía tener menos miedo.

Él le hizo una seña para que se sentara y le entregó la mochila. Puso a un


lado la carta del Maestro Haywood. Mirando en la ropa, encontró la bolsita
de monedas que había sentido antes: puro oro Cathay, aceptable en cada
reino mágico.

—Creo que hay un botón falso —dijo, buscando entre los forros, los dedos
buscando la forma de algo cilíndrico.

El príncipe produjo un hechizo que casi quitó la cubierta del botón falso
para revelar un tubo escondido.

La asombró, no tanto el hechizo, aunque fue hábil, sino su comportamiento.


Habiendo sido un huérfano que había tenido que valerse por sí mismo desde
muy temprana edad, quizás no debería sorprenderle a ella su madurez y lo
servicial que era. Pero la suya debió haber sido la crianza más privilegiada
de todo el Dominio, y aun así ahí estaba, siempre pensando un paso por
delante, siempre anticipándose a sus necesidades.

—Gracias, señor —dijo ella.

¿Podía detectar su admiración en su voz? Así fue, y la avergonzó.


Rápidamente alcanzó el tubo, que contenía enrollada su carta natal.
Reconoció el elaborado cielo pintado en lo alto del pergamino.
Colocó la carta, la bolsita de monedas y la carta natal dentro de la mochila
68

nuevamente. Recogió todo lo demás.

—¿Puedo preguntar por qué invocaste el rayo hoy?

Necesitaba mantener a mi guardián empleado y un tejado sobre nuestras


cabezas.

—Intentaba corregir un lote de elixir de luz. Encontré en la copia de La


Poción Completa de mi guardián una nota que decía que un rayo podría
arreglar cualquier elixir de luz, no importa lo contaminado que estuviera.

Él caminó hacia la chimenea, con sus brazos llenos.

—¿Quién escribió esa nota?

—No lo sé, señor.

Arrojó lo que ella había descartado al fuego.

—Extinguamini. Tollamini.

Sus cosas se convirtieron en polvo. El polvo en columna rosa voló por el


tubo. El príncipe colocó su codo en la repisa y esperó hasta que toda prueba
se marchara. Estaba ahí, elegante y…

Se dio cuenta de que lo estaba mirando fijamente, de una manera que no


podía recordar haber mirado a nadie más. Precipitadamente bajó la mirada.

—Es extraño que alguien aconsejara eso —dijo él—. Los rayos no juegan
ningún papel en la elaboración de pociones. ¿Cuán antigua es esa copia
de La Poción Completa?

—No estoy segura, señor. Mi guardián siempre la tuvo.

Él regresó a la puerta del laboratorio, repitió la contraseña, y entró.

—La mía es una primera edición. Fue publicada durante el Año Milenario.

El Año Milenario celebraba los mil años de la Casa de Elberon, su casa.


Actualmente era el Año del Dominio 1031, lo que significaba que la copia de
Little Grind tenía como mucho treinta y un años. Pensó que el libro era
mucho más antiguo.

—¿Tenemos que descubrir quien escribió la nota, señor?


Tenemos. Su uso de esa palabra inmediatamente la avergonzó. Estaba
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asumiendo algo grande con un propósito común con su soberano.

—Dudo que pudiéramos hacerlo, aunque lo intentáramos —dijo el


príncipe—. ¿Estás lo suficientemente bien como para comer algo?

—Eso creo. —Su estómago se había calmado y estaba famélica, sin haber
tocado ni un bocado del almuerzo que la Sra. Needles le había traído.

Él le sirvió una taza de té.

—¿Cómo te llamas?

La sorprendió tanto que no sabía que se le había olvidado darle las gracias
por el té.

—Seabourne, señor. Iolanthe Seabourne.

—Encantado de conocerla, señorita Seabourne.

—Que la Fortuna levante su bandera por mucho tiempo, señor.

Eso era algo que se decía al conocer al Maestro del Dominio. Pero quizás
también debería inclinarse. Debería hacer una reverencia.

Como si le leyera los pensamientos, el príncipe dijo:

—No te preocupes por los detalles. Y no tienes por qué llamarme “señor”. No
estamos en el Dominio, y nadie nos castigará por no llevar la etiqueta.

Entonces… también es amable.

Suficiente. Ni siquiera sabía lo que le había ocurrido al Maestro Haywood, y


ahí estaba ella, muy cercana a alguien parecido a un héroe a quien apenas
conocía.

—Gracias, señor… es decir, gracias. ¿Y puedo hacer que me diga, Su Alteza,


qué le ocurrió a mi guardián después de que yo me marchara?

—Está en custodia de la Inquisidora ahora —dijo el príncipe, sentándose


frente a ella.

Incluso el placer de su cercanía no podía diluir su consternación.

—¿Entonces vino la Inquisidora?

—Ni medio minuto después de que te marcharas.


Ella juntó las manos. Que hubiera estado en peligro de verdad la
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sorprendió.

—No has tocado tu té, señorita Seabourne. ¿Crema o azúcar?

Normalmente le gustaba su té lleno de azúcar y crema, pero tal rica bebida


ya no le apetecía. Sorbió un poco de su té negro. El príncipe empujó un plato
de sándwiches hacia su dirección.

—Come. Esconderse de la Inquisidora es un trabajo duro. Tienes que


mantener tu fuerza.

Ella le dio un mordisco al sándwich, tenía un inesperado sabor a curry.

—Así que la Inquisidora me quiere.

—Más precisamente, el Bane te quiere(6).

Ella retrocedió. No podía recordar cuándo o dónde había oído por primera
vez del Bane, cuyo título oficial era Lord Alto Comandante del Gran Reino
de Nueva Atlantis. A diferencia de la Inquisidora, de quien la gente sí
hablaba, aunque fuera en susurros, en cuanto al Bane había un silencio
conspicuo.

—¿Para qué me quiere el Bane?

—Por tus poderes —dijo el príncipe.

Era lo más ridículo que nadie le había dicho jamás.

—Pero el Bane ya es el mago más poderoso de la tierra.

—Y le gustaría seguir así, lo que sólo es posible contigo —dijo el príncipe—.


Estás aplastando tu sándwich, por cierto.

Liberó sus dedos para dejar de apretar.

—¿Cómo? ¿Cómo tengo algo que ver para que el Bane permanezca
poderoso?

—¿Sabes cuántos años tiene?

Ella meneó la cabeza y levantó la taza hacia sus labios. Necesitaba algo para
lavar el sándwich de su boca, que se había convertido en una pasta seca
que no podía tragar.
—Cerca de doscientos. Posiblemente más.
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Ella se quedó mirándole, se olvidó del té.

—¿Alguien puede vivir tanto tiempo?

—No por medios naturales. Los agentes de Atlantis tienen a todos los reinos
bajo su control por poderes inusuales. Cuando localizan a un mago tan
poderoso, él o ella es llevado en secreto a Atlantis, y no se tiene noticias de
él de nuevo. Ignoro cómo exactamente hace uso de esos magos elementales,
pero no dudo de que sí los utilice.

Si apretaba más la taza, se rompería. La dejó abajo.

—¿Cuál es precisamente la definición de un mago elemental con poder


inusual? No tengo control sobre el aire.

El príncipe se inclinó hacia adelante en su silla.

—¿Estás segura? ¿Cuándo fue la última vez que intentaste manipular el


aire?

Ella frunció el ceño: no podía recordarlo.

—Alguien intentó matarme eliminando todo el aire del otro lado del portal.
Si tuviera afinidad por al aire, lo habría detenido, ¿no?

Ahora fue el turno de él para fruncir el ceño.

—¿No naciste en el decimotercer o decimocuarto día de noviembre de 1866?


Es decir, ¿Año del Dominio 1014?

—No, nací antes, en septiembre.

Su cumpleaños era un día después del de él, de hecho. Había sido divertido,
cuando había sido pequeña, fingir que las fiestas por el cumpleaños de él
también eran para ella.

—Muéstrame tu carta natal.

Una carta natal mostraba la alineación precisa de las estrellas y los planetas
en el momento del nacimiento de un mago. Una vez fue un momento crucial,
ya que toda elección desde el colegio hasta la elección de compañero: las
estrellas debían alinearse. En los años reciente se había puesto de moda en
algunos lugares como Delamer romper con la tradición y dejar que la carta
natal se moldeara. Pero no en Little Grind. Cuando Iolanthe se había
ofrecido voluntaria para contribuir con los cohetes para el curso de
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obstáculos anual de la aldea el pasado otoño, su carta, junto con la de todos


los participantes, habían sido requisadas para determinar la fecha más
propicia para hacer la competición.

Mientras ella sacaba el recipiente cilíndrico de la mochila casi vacía, se le


ocurrió que si había usado su carta natal hace apenas unos meses, entonces
no podría estar en la mochila, cuyo contenido no habían sido perturbados
en más de una década.

Había desenrollado sólo los superiores quince centímetros de la carta natal


antes, cuando había comprobado para ver que se trataba de una carta
natal. Totalmente desplegada, el cuadro de un metro de largo no tenía
nombre en el centro, sólo el momento del nacimiento, cinco minutos
después de las dos en punto de la mañana, el catorce de noviembre, AD
1014.

Algo resonó en sus oídos.

—Pero nací en septiembre. He visto mi carta antes, muchas veces, y no es


ésta.

—Y, sin embargo, ésta es la que había sido empacada, para cuando la verdad
saliera a la luz y te vieras obligada a irte —dijo el príncipe.

—¿Está diciendo que mi guardián falsificó la otra? ¿Por qué?

—Hubo una tormenta de meteoros esa noche. Estrellas cayeron como lluvia.
Videntes de cada reino en la tierra predijeron el nacimiento de un gran mago
elemental. Si yo fuera tu guardián, tendría la mayor certeza de no dejar
saber que naciste en esa noche.

Ella había leído sobre esa noche, cuando no se podía ver el cielo por todas
las vetas de oro de las estrellas cayendo en picada.

—¿Cree que soy ese gran mago elemental? —preguntó ella, apenas capaz de
oír su propia voz.

Ella no podía serlo. No quería saber nada de lo que estaba sucediendo ahora.

—Hasta ti, nunca ha habido nadie que pudiera convocar un rayo.

—Pero el rayo es inútil. Casi me maté cuando lo invoqué al suelo.

—El Bane podría saber qué hacer con tal poder —dijo el príncipe.
Ella no sabía por qué la idea debería ponerla más asustada de lo que ya
73

estaba, pero lo hizo.

—Ha sido un día agotador para ti. Descansa un poco —sugirió el príncipe—
. Ahora tengo que irme, pero voy a volver en un par de horas para ver cómo
estás.

¿Irse? ¿Él la dejaba sola?

—¿Va de regreso al Dominio? —Sonaba débil y asustada en sus propios


oídos.

—Voy a mi escuela.

—Pensé que era instruido en el castillo. —Más precisamente, en un albergue


monástico más arriba en las Montañas Laberínticas que se utilizaba sólo
para la educación de un joven príncipe o princesa, o eso había aprendido
Iolanthe en la escuela.

—No, asisto a una escuela inglesa no lejos de Londres.

No podía haber escuchado correctamente.

—No puede estar hablando en serio.

—Lo hago. El Bane lo deseaba.

—Pero es nuestro príncipe. Se supone que sea uno de nuestros mejores


magos. No recibirá ningún tipo de formación adecuada en tal escuela.

—Entiendes el propósito del Bane perfectamente —dijo a la ligera.

Ella estaba horrorizada.

—No puedo creer que el regente no se opusiera. O el primer ministro.

Sus ojos eran claros y directos.

—Sobrestimas el valor de aquellos en el poder. A menudo están más


interesados en aferrarse a ese poder que en hacer algo de provecho con él.

No sonaba resentido, sólo como un hecho. ¿Cómo había manejado, el insulto


absoluto de tener el Bane dictando sus movimientos, cuando él era, al
menos en teoría, el compañero del Bane en poder y privilegio?

—Así que… ¿qué debo hacer mientras está en la escuela?


—Tenía la esperanza de llevarte a la escuela conmigo, pero es una escuela
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de chicos. —Se encogió de hombros—. Haremos nuevos planes.

No podía haber sido más cordial al respecto, pero ella tenía la clara
sensación de que no le placía tener que hacer nuevos planes.

—Puedo ir con usted. Fui a una escuela de niñas por un tiempo, y cada
periodo tenía el papel principal masculino en la obra de la escuela. Mi voz
es baja, y hago una buena imitación de la forma en que un chico camina y
habla. —Ella se había absuelto a sí misma tan bien que algunos de los
padres de sus compañeros de clase habían pensado que un niño había sido
contratado para hacer el papel—. Por no hablar de que puedo pelear.

A diferencia de la mayoría de magos pequeños, a quienes se les enseñaba a


abstenerse de la violencia, los pequeños magos elementales eran alentados
activamente a usar sus puños, mucho mejor que golpearan a alguien a que
prendieran a este último en fuego(7).

—Estoy seguro de que puedes golpear chicos a diestra y siniestra. Y estoy


seguro de que eres perfectamente competente en el escenario. Pero fingir ser
un chico durante unas horas cada periodo es bastante diferente de fingir
veinticuatro horas al día, día tras día, ante una audiencia de agentes.

—¿Disculpe?

—Hay agentes de Atlantis en mi escuela —dijo—. Soy vigilado.

Ella se aferró a los brazos de la silla.

—¿Vive bajo vigilancia de Atlantis?

De alguna manera había pensado que él debía de estar exento de ella.

—Estoy mejor en la escuela que en casa, el castillo está plagado de los


informantes de la Inquisidora, pero eso no es ninguna ayuda para nosotros
ahora.

No podía imaginar la vida que llevaba.

—Estás más segura aquí —continuó él—. El vestíbulo es accesible por el


personal del hotel, que es donde nos teleportamos, pero el resto de la suite
está protegido por hechizos anti-intrusión.

Los hechizos anti-intrusión no eran una garantía de seguridad, su casa en


Little Grind había tenido su parte de aquellos.
—Es completamente anónima —la tranquilizó aún más—. Atlantis, tan
75

grande como es, no puede esperar localizarla tan fácilmente en una ciudad
de millones. Y si algo llega a alarmarte, ve al laboratorio y espera. Ya conoces
la contraseña; el santo y seña es el primer párrafo de la página diez del libro
sobre la mesa media luna(8).

Preferiría que él dejara la escuela para hacer guardia a su lado. Si llegaba a


estar equivocado, si Atlantis resultaba más rápida y más inteligente de lo
que él creía, sería un blanco demasiado fácil. Tenía que quedarse con ella.
Razonaría con él, le rogaría, si fuera necesario. Bloqueó la puerta con su
persona.

Ella abrió la boca y dijo:

—Está bien.

Su vida pendía de un hilo y allí estaba ella, tratando de parecer valiente y


leal ante este chico.

—Gracias —dijo él, y brevemente la tocó en el brazo.

Él estaba impresionado. La felicidad brillante que estalló dentro de ella fue


casi suficiente para disipar el miedo de su ausencia.

Desapareció un momento dentro del laboratorio y regresó con la maleta


marrón que ella había visto antes y un sombrero de copa redonda.

—Voy a regresar después de que se apaguen las luces en la escuela.


Mientras tanto, come y descansa. Ha habido una gran cantidad de
problemas para encontrarte; no tengo intención de perderte en corto plazo.

¿Él había estado buscándola? Ella ansiaba saber más, pero eso tendría que
esperar hasta su regreso.

—Que la Fortuna le acompañe, Su Alteza. —Ella se sumergió en una


pequeña reverencia.

Él negó con la cabeza.

—No hay necesidad de hacer una reverencia. Y que la Fortuna esté contigo,
señorita Seabourne.

Puso el sombrero en su cabeza y se dirigió a la puerta.


Si ella no hubiera estado mirándolo tan fijamente, no habría notado el
76

pequeño disco plano en su manga. Ella vaciló. Tal vez era la moda en
Inglaterra el tener tales decoraciones en la chaqueta de uno.

¿Pero qué había dicho el Maestro Haywood? No puedes ser lo suficientemente


cuidadosa.

—Un momento, Su Alteza. Hay algo en su manga izquierda.

Su expresión al instante se puso seria. Miró su brazo.

—¿Dónde?

Ella giró su propio brazo para mostrarle. Estaba colocado en un punto por
encima de su codo en el que le sería difícil tanto a él mismo como a alguien
más verlo, a menos que esa persona estuviera mirándolo directamente
cuando él tenía su brazo elevado.

Él encontró el disco por el tacto, lo arrancó y lo miró, con los ojos


ensombrecidos.

Cerrando el puño, dijo:

—Estamos en problemas.
77

CAPÍTULO 6
Traducido por BookLover;3 y Selene

Corregido por veroonoel

T itus abrió la puerta del baño de un tirón, lanzó el disco del tamaño
de un centavo en el inodoro, y tiró de la cuerda para que bajara.

—¿En qué tipo de problemas estamos? —preguntó la señorita Seabourne


detrás de él. Su voz era inestable, pero para su crédito, no mostraba signos
de desmoronarse.

—He sido rastreado.

Lady Callista. Lo recordaba ahora: había puesto su mano en su brazo antes


de despedirse de él. Y él había estado demasiado apurado para darse cuenta.

Si tenían suerte —y habían sido bastante afortunados en lo que iba del día—
entonces los lacayos de Lady Callista tendrían un tiempo frustrante
siguiendo el disco mientras viajaba a través de las alcantarillas de Londres.

Pero se les había acabado la suerte. Los murmullos crecieron fuera de la


puerta principal y fuera de las puertas francesas que daban a un estrecho
balcón.

Le hizo señas a la señorita Seabourne para que se acercara a él. Ella no


dudó. Como crédito adicional, ya tenía a mano no solo su propia mochila,
sino también la maleta que él había dejado caer en su prisa por deshacerse
del disco.

La metió dentro del laboratorio, cerró la puerta, y escuchó. Demasiado


pronto, se oyeron pasos en la suite.

—¿Qué hay de sus hechizos anti-intrusiones? —susurró.

—Eran para mantener a los no magos alejados. —El anonimato de la suite


había sido su mejor defensa contra Atlantis.
Los agentes de Atlantis no encontrarían nada que le perteneciera a él en la
78

suite, siempre había sido terriblemente cuidadoso con eso. Y no


descubrirían tan fácilmente un espacio plegado. De todos modos, la
seguridad de la suite había sido irremediablemente comprometida.

—Exstinguatur ostium —dijo, destruyendo la conexión que anclaba al


laboratorio con la suite.

Estaban a salvo, por ahora. Pero, ¿qué le habría pasado a ella si él ya se


hubiera ido? Sí, ella estaba alerta. Se habría escapado dentro del
laboratorio. Sin embargo, no habría sido capaz de romper la conexión. Para
el momento en que él regresara, después de apagar las luces en la escuela,
los agentes de Atlantis muy bien podrían haberse abierto paso.

—Me disculpo. —Las palabras quemaron su garganta—. Debería haber…

El primer día, y ya casi la había perdido ante Atlantis.

—Debería haber notado el dispositivo antes de salir del Dominio. Pensé que
había previsto cualquier circunstancia, pero no lo planeé para mi propio
descuido.

Estaba tensa, sus nudillos blancos sobre su varita, pero se tenía a sí misma
bajo control y parecía estar tomando su precipitada retirada mejor que él.

—¿Cómo supiste prepararte para algo en absoluto?

—Las profecías sobre ti… nunca dudé de su veracidad. —Sacó un taburete


para ella—. Toma asiento.

Ella se sentó y, revelando más emoción de la que había visto de ella hasta
el momento, apretó su cabeza entre sus manos.

—Cuando me desperté esta mañana, no le importaba a nadie más que a mí


misma. Ojalá nada hubiera cambiado.

—La Fortuna se preocupa poco por la voluntad de los mortales.

—Eso he aprendido. —Con su rostro todavía hacia abajo, ella dijo—: Por
favor, no deje que le impida regresar a la escuela.

Dalbert estaba obligado a tomar nota de la hora de salida de Titus del


Dominio. La Inquisidora y sus agentes sabían a qué hora Titus debería llegar
a la escuela, y ya se le estaba haciendo tarde.
Pero no podía simplemente dejar a la chica en el laboratorio, un lugar donde
79

no había comida o agua, ni lavabos, y ningún lugar para que se recostara y


descansara excepto encima de la mesa de trabajo.

Ella se apartó el cabello de la cara. Había usado el jabón de peras que el


hotel ofrecía, con su sutil fragancia de una pradera inglesa. El laboratorio
era pequeño; él estaba de pie muy cerca de ella. Por un momento se quedó
completamente distraído por su aroma y las ondas de su cabello todavía
húmedo.

La había visto antes. ¿Dónde la había visto antes?

Ella levantó la vista, sus ojos oscuros como la tinta.

—¿Ya no necesita irse?

—No puedo dejarte aquí.

El laboratorio tenía otras dos salidas. Una conducía a Cabo Wrath en las
Tierras Altas de Escocia, donde iba a veces cuando hacía buen tiempo, la
otra a un granero abandonado en Kent. De cualquier manera, llevándola
fuera del laboratorio, estaría cediendo ante lo inevitable.

Abrió un cajón y sacó un frasco de polvo color verde.

—Parece que vamos a seguir el plan original después de todo, señorita


Seabourne —dijo—. Espero que disfrutes de la compañía de chicos.

El granero era más o menos igual que cuando Titus lo había visto por última
vez. Vigas caídas, puertas faltantes, parches de cielo gris visibles a través
del techo en mal estado. Charcos de lluvia en el suelo. El olor a madera
podrida y viejo estiércol asaltó su nariz.

Se revolvió una fuerte brisa. Su cabello voló sobre su rostro. Parecía


despeinada, como si acabara de rodar fuera de la cama, la calidez de la
colcha todavía aferrándose a ella.

—¿Dónde estamos?

Él cerró la puerta del laboratorio detrás de él. La puerta desapareció


rápidamente, dejando a los ocupantes del laboratorio afuera, pero no
pudiendo ser utilizada para poder entrar.
—Sudeste de Inglaterra.
80

—¿No tiene una salida que le lleve directamente a la escuela?

—En caso de que el laboratorio sea allanado, no quiero ser rastreado


fácilmente. ¿Puedes teleportarte más de una vez en un día(9)?

—Sí, pero no tengo mucho alcance. Nunca he tratado de teleportarme a más


de unos pocos kilómetros.

Le tomó la mano y puso un pequeño montón de polvo verde en su palma.

—Toma esto para ayudarte a teleportarte. Tenemos que ir a ochenta


kilómetros, pero no necesitas un alcance tan grande cuando te teleportas de
un tirón.

Se tragó el polvo de ayuda para teleportarse.

—¿Tiene un alcance de ochenta kilómetros?

Él tenía un alcance de cuatrocientos ochenta kilómetros, prácticamente


desconocido. Ella puso su mano en su brazo, y al siguiente instante estaban
en la habitación de Fairfax.

O su ayuda para teleportarse era increíblemente efectiva, o la medida de su


alcance natural era mucho más grande que de pocos kilómetros: ella no se
dobló por el dolor ni tropezó, desorientada. Como si simplemente hubieran
subido un tramo de escaleras y cruzado la puerta, soltó su brazo y miró a
su alrededor.

Treinta y cinco alumnos, de edades entre los trece a diecinueve años, vivían
en esta casa. Los chicos menores tenían las habitaciones más pequeñas en
las plantas superiores. Los chicos mayores disfrutaban el más grande y
mejor alojamiento justo encima de la planta baja.

La habitación de Fairfax, al igual que la de los otros chicos mayores, medía


tres por dos metros y medio. Un escritorio y una silla habían sido colocados
cerca de la chimenea. Un conjunto de estantes al lado de la ventana contenía
libros en la parte superior y diversos equipos deportivos en la parte inferior.
Una cómoda y una silla de repuesto junto a la puerta completaban la
colección de muebles.

Una imagen oval enmarcada de la reina Victoria, luciendo hinchada y


mirando con desaprobación, colgaba en la pared empapelada azul. Seis
postales de líneas transatlánticas habían sido organizadas en un
81

semicírculo bajo la imagen de la reina. Esparcidos por el resto de la


habitación habían fotografías y grabados en aguafuerte2 de África:
onduladas dunas, ñus pastoreando, un leopardo en un abrevadero, y una
redonda choza de paja al lado de un árbol de pastor.

Dibujó un círculo de insonorización.

—Bienvenida a Eton College. Estamos en casa de la Sra. Dawlish. Y esta es


tu habitación.

—¿Quién es la Sra. Dawlish? ¿Y por qué tengo una habitación aquí?

—Los chicos en Eton viven en casas de residentes; esta casa en particular


está dirigida por la Sra. Dawlish. Tienes una habitación aquí porque eres un
alumno aquí. Tu nombre es Archer Fairfax, y has estado en casa estos
últimos tres meses con un fémur roto. Tu familia tiene una casa en
Shropshire, pero has pasado la mayor parte de tu vida en Bechuanalandia,
un área cerca del reino de Kalahari.

—¿Dónde está el verdadero Archer Fairfax? —sonaba alarmada.

—Nunca hubo un verdadero Archer Fairfax. Ya que tenía que estar aquí,
hice un lugar para ti, cuando pensé que eras un chico.

Ella frunció el ceño.

—¿Y la gente aquí me conoce, a pesar de que nunca he puesto un pie aquí?

—Sí.

—Eso es impresionante —murmuró.

Rara vez impresionaba a alguien con solo sus méritos, la sensación era más
que un poco vertiginosa.

—Tenemos que cortar tu cabello ahora —dijo con cierta brusquedad, no


queriendo que su sentido se embriagara.

2 Grabados en aguafuerte: El aguafuerte es una modalidad de grabado que se efectúa


tomando como base una plancha o lámina de aleación metálica, habitualmente de hierro y
zinc
Ella dejó escapar un suspiro.
82

—Cierto.

Dio un paso detrás de ella, recogió su cabello, lo levantó —era suave y


sorprendentemente pesado— y lo cortó por la nuca con un hechizo para
cortar.

—Lo siento.

—El cabello vuelve a crecer.

Una pena que tuvieran que mantenerlo corto en el futuro próximo. Recortó
el resto de su cabello lo mejor que pudo, dejándolo solo lo suficientemente
largo para que la herida en la sien no fuera visible. Ella no se veía mucho
como un chico. Pero entonces tampoco era obviamente una chica.

Él recogió el pelo cortado y lo destruyó en la chimenea apagada. Desde la


cómoda sacó las partes del uniforme de un chico de Eton.

—Se ha preparado para todo.

—Difícilmente. Si tuviera cualquier previsión en absoluto, me habría


preparado para una chica.

La visión de su muerte había mencionado a un muchacho a su lado,


lamentando su muerte. Tal era el peligro de las visiones, debían ser
interpretadas por el vidente y por lo tanto estaban sujetas a errores
humanos. En este caso, una chica de cabello corto había sido confundida
con un chico. Y a pesar de todos los preparativos de Titus, ahora se
encontraba nadando en la incertidumbre.

Golpeó lo que parecían gabinetes de pared y una cama estrecha salió volcada
hacia abajo, sorprendiéndola. Arrancó de la sábana una larga tira blanca de
lino, la dobló con un hechizo rápido, y se la pasó a ella.

—Para… cambiar el tamaño de tu persona —dijo mientras doblaba de nuevo


la sábana con otro hechizo.

¿De qué otra manera describiría algo destinado a esconder su pecho?

Ella se aclaró la garganta.

—Gracias.
—Una vez que estés lista, la ropa no será tan complicada. —Habló
83

rápidamente para cubrir su propia vergüenza. Y pensar que esto era solo el
comienzo de las complicaciones de traer a una chica a una escuela para
varones—. Los corchetes de la camisa entran en los ojales. Todo lo demás
es como cabría esperar.

Se dio la vuelta para darle privacidad. Detrás de él llegó el suave silencio de


ella desnudándose. No había ninguna razón para que su pulso se acelerara.
Nada iba a suceder, y de ahora en adelante la trataría como a cualquier otro
chico. De hecho, por su seguridad y la suya, ni siquiera pensaría en ella
como algo más que Archer Fairfax, compañero de colegio.

De todos modos, su pulso se aceleró, como si recién hubiera corrido la


longitud de un campo de juego.

Luego miró hacia arriba y vio su reflejo en el pequeño espejo en la puerta.


Estaba de espaldas a él, desnuda hasta la parte superior de sus pantalones,
con la cabeza inclinada, dándole vueltas a la tela restrictiva. El contorno de
su cuello esbelto, la suavidad de su espalda, el estrechamiento de su
cintura; él apartó la cabeza y se quedó mirando la silla desocupada.

Después de lo que pareció una eternidad —una eternidad durante la que se


olvidó qué pensarían los agentes de Atlantis sobre su prolongada ausencia—
ella le preguntó:

—¿Cómo debería mantenerla en su lugar, a la tela restrictiva?

—Di Serpens caudam mordens. Es un simple hechizo, no hay necesidad de


una varita(10).

—¿Ni siquiera la primera vez?

—No.

—Muy bien, entonces. —No sonaba muy convencida—. Serpens caudam


mordens.

Un largo momento de silencio. A estas alturas él tenía memorizada por


completo la forma del listón en forma de lira en la parte posterior de la silla
libre.

—Serpens caudam mordens —dijo de nuevo—. No está funcionando.


No había tiempo para que siguiera intentándolo. Él respiró hondo y se volvió.
84

Estaba ahora frente a él, aferrándose a los extremos de la tela restrictiva


que había envuelto alrededor de su pecho. Bajó la mirada: por encima de
los demasiado sueltos pantalones de pijama, su cintura se marcaba
drásticamente; su ombligo era profundo y perfectamente redondo.

Iba a dar un paso más cerca de ella, pero ahora cambió de opinión.
Permaneciendo precisamente donde estaba, dijo:

—Serpens caudam mordens.

La tela se tensó visiblemente. Ella emitió un gruñido sordo.

—Gracias. Eso es perfecto.

No se había aplanado en nada parecido a algo plano.

—Una vez más —dijo.

—No, no más. Apenas puedo respirar.

—¿Estás segura de que está lo suficientemente apretado?

—Sí, absolutamente.

Él no debería, pero sus ojos cayeron de nuevo a su ombligo. Se dio cuenta


de lo que estaba haciendo y alzó la vista, solo para verla sonrojarse. Lo había
atrapado mirándola.

Se dio la vuelta para examinar la silla un poco más.

—Muévete y asegúrate de que permanece en su lugar.

La próxima vez que lo llamó, ya vestía la camisa blanca y los pantalones


negros que él le había entregado. Como era de esperar, la ropa no se
ajustaba a ella. Se puso a trabajar con una variedad de hechizos. La camisa
necesitaba las mangas recortadas y el ancho de los hombros ajustado. A los
pantalones les moldeó la cintura y levantó los puños siete centímetros; él
había adquirido todo de tamaño grande, ya que era mucho más fácil hacer
la ropa más pequeña que a la inversa.

—Si todo lo demás falla, siempre puede encontrar empleo como sastre —
murmuró mientras él se arrodillaba ante ella, asegurándose de que el
dobladillo de los pantalones fuera corto.
—Deberías ver mis trabajos con encajes —dijo—. Tan finos como una tela
85

de araña.

Por encima de él, ella se rio en voz baja.

—No sabía que tenía sentido del humor.

—No muy a menudo —dijo, con más franqueza de lo habitual.

Tal vez no tendría que mentirle, de la forma en que mentía a todos los demás.

Se puso de pie. El chaleco incluía correas en la espalda y era lo


suficientemente ceñido para adaptarse a ella. La chaqueta requería encoger
sus mangas, holgar los hombros y ajustar en el medio.

Pero ese no era el final. La camisa necesitaba un cuello agregado y la corbata


tenía que ser fijada. Porque ella no tenía experiencia con cualquiera de ellos,
se los puso por ella.

Se quedaron cara a cara, tan cerca que él podía ver el suave pulso en su
garganta. Su ropa olía como las bolsitas de lavanda que él había puesto en
los cajones de Fairfax. Su aliento le rozó la parte superior de sus dedos.

Mientras le acomodaba la corbata, sus nudillos rozaron la parte inferior de


su barbilla. Ella se mordió el labio inferior. Algo en él se movió fuera de
lugar: su concentración.

Dio dos pasos hacia atrás.

—Déjame traer tus zapatos.

—¿Cuánta práctica en conjuros de sastrería ha tenido? —le preguntó.

—Cientos de horas. —Y la mitad de ellas las pasó en la zapatería. Le ajustó


un par demasiado grande de zapatos oxford de cuero negro y le entregó un
sombrero hongo—. Aquí en Inglaterra nunca vas a ningún lugar sin un
sombrero.

¿Parecía ella un chico? No estaba del todo seguro. Pero la asunción era una
cosa poderosa, especialmente una asunción de tan gran creencia.

Ella se examinó en el espejo de la puerta, ajustando el ángulo de su


sombrero. De repente, se dio media vuelta.

—¿Qué pasa?
Ella abrió la boca, solo para presionar sus labios de nuevo.
86

—No importa.

Pero él sabía de lo que se había dado cuenta. De que él podría haberla visto
desvestirse en el espejo. Se miraron el uno al otro. Ella bajó la mirada y
volvió su atención hacia el espejo.

Él se acercó a la ventana, apartó las cortinas y se asomó. Las nubes habían


comenzado a disiparse. Unos pocos rayos pálidos de sol llegaban al pequeño
prado detrás de la casa. No había chicos o personal de la casa; era casi la
hora del té, y todo el mundo debía haber regresado al interior.

Ella se paró a su lado.

—Telepórtate de aquí hasta detrás de esos árboles —la instruyó—. Después


entra por la puerta principal de la casa. Me reuniré contigo en el vestíbulo
de entrada.

No quería perderla de vista. Pero no había nada que pudiera hacer: el regreso
de Fairfax tenía que ser visto como un evento completamente no relacionado
con la desaparición de Iolanthe Seabourne. Si Fairfax aparecía de la nada,
llamaría la atención de los agentes de Atlantis.

—¿Y los otros chicos sabrán quién soy?

—Cuando me escuchen pronunciar tu nombre lo harán. —Se volvió hacia


ella—. Sé que es mi culpa que estés aquí. Pero por favor, se convincente
siendo un chico o te habré preparado en vano.

Ella lo miró, su mirada tenía a la vez admiración y desconcierto.

—Ha preparado un buen plan.

No tienes ni idea.

—Y, por lo tanto, no me fallarás.

Eso era tanto una plegaria como una orden.

La casa de la Sra. Dawlish estaba construida con ladrillos rojos degradados,


con contornos ordenados y sólidos. Por encima de la planta baja, detrás de
una ventana en el extremo sur, estaba el príncipe, observándola.
¿También la habría observado cuando se había quitado su ropa? ¿Era su
87

imaginación o después de eso la había mirado diferente? La parte inferior


de su barbilla, donde él la había rozado accidentalmente, escocía ante la
idea.

Él levantó una mano en un saludo silencioso y desapareció. De pronto se


sintió expuesta. Había pensado que su vida anterior era precaria; no había
tenido ni idea de lo protegida que había estado, protegida por un precio
imposible para el Maestro Haywood.

Debía permanecer a salvo, aunque solo fuera para que su sacrificio no fuera
en vano.

Había llovido más temprano en este lugar, todo estaba empapado. Una luz
acuosa brillaba en el paisaje húmedo. En la distancia pudo distinguir un
edificio más grande que el resto, ¿la escuela? Más lejos, en una dirección
diferente, distinguió las sombras descomunales de lo que parecía ser un
castillo rechoncho.

No parecía estar en una ciudad, había demasiados árboles, hierbas y cielo.


Tampoco parecía estar en un campo aislado. Había otras casas. Resonaron
carruajes por una calle cercana, carruajes tirados por —¿eran?— entrecerró
los ojos; sí, caballos.

Caballos de verdad, sin alas o con un cuerno en la frente, sus pezuñas


resonando en suelo húmedo. No pudo evitar sonreír, recordando las
imágenes de los libros que había amado siendo niña, historias de los niños
no magos que no tenían nada más que su ingenio, sus espadas, y sus leales
caballos para acompañarlos en sus aventuras.

Los carruajes eran negros y cerrados, algunos tenían las cortinas corridas.
Los peatones de negros, marrones, y azules grisáceos estaban totalmente
ocupados con sus propios asuntos, sin la menor idea de que una fugitiva
estaba entre ellos, perseguida por todo el poder del imperio más grande
sobre la faz de la tierra.

El pensamiento era casi reconfortante: al menos nadie le prestaba atención.

Una brisa casi le voló el sombrero; ella lo apretó hacia abajo y comenzó a
caminar. Su ropa nueva no se movía demasiado: demasiadas capas, el corte
restrictivo, de material inelástico. Y sin su cabello, su cabeza se sentía
extrañamente ligera, casi ingrávida.
Con cautela, y tratando de no lucir como una extranjera, se subió a la acera,
88

solo para ser abordada de inmediato por un niño sucio de edad


indeterminada, agitando pedazos de papel impreso en el aire.

Ella saltó hacia atrás, preparándose para huir.

—¡Más detalles del funeral de John Brown! ¿Quieres saber acerca de ellos,
colega?

—Ah… —¿Quería?

—Lea todo sobre el dolor de Su Majestad. Léalo por un centavo.

Volvió a respirar. Un periódico, eso era lo que el niño estaba moviendo; los
periódicos en el Dominio no habían usado papel de verdad por un largo
tiempo.

—Lo siento. Nunca me interesó ese hombre —le dijo con sinceridad.

El muchacho se encogió de hombros y siguió vendiendo su mercancía por


la estrecha calle, la cual estaba inundada de casas de ladrillo perfectamente
embaladas con techos empinados e inclinados.

Se detuvo ante la puerta principal de la casa de la Sra. Dawlish, negra y sin


muchos adornos bajo un arco de madera. Aquí, había llegado. Ahora solo
tenía que hacerse pasar por un chico. Por el futuro previsible.

Y bajo la atenta mirada de Atlantis.

Titus se puso el uniforme de la escuela en su propia habitación. Al salir al


pasillo, la puerta de Wintervale se abrió.

—¿Cuándo llegaste? —le preguntó Wintervale sorprendido.

—Hace un rato —dijo Titus—. He estado en mi habitación.

—¿Por qué no fuiste con Kashkari y conmigo?

—Estaba de mal humor, me encontré con la Inquisidora hoy. Tú tampoco te


ves muy contento. ¿Qué sucede?

—Mi madre. Tuve que volver a casa justo ahora.

Titus preguntó lo obvio.


—¿Por lo general no suele irse a Aix-les-Bains tan pronto como regresas
89

aquí?

—Baden-Baden esta vez, pero no se ha ido aún. La encontré en el ático en


mal estado. Seguía diciendo que había matado a alguien y que esta vez no
habría perdón de los Ángeles. Revisé la casa de arriba abajo y nada. Si
hubiera matado a alguien de verdad, pensarías que habría encontrado un
cadáver.

No era fácil ser hijo de Lady Wintervale. Ella no estaba completamente loca.
Pero a veces se acercaba lo suficiente.

—¿Sigue en casa?

—Se ha ido a quedar con los Alhambra. —Wintervale golpeó la parte de atrás
de su cabeza contra la pared detrás de él—. Atlantis le hizo esto. ¿Cuándo
nos vas a guiar para derrocarlos?

Titus se encogió de hombros.

—Tendrás que organizar una revuelta, primo. Si pudiera, no estaría aquí.

Mentir a Lady Callista y a la Inquisidora era una constante necesidad, Titus


se enorgullecía de que alguna vez les dijera alguna verdad a esas dos. Pero
mentirle a su primo segundo, que era igualmente necesario, siempre le
había molestado. Deseó que Wintervale no fuera tan confiado.

—¿Por qué crees que estoy tratando de entrar en Sandhurst? —dijo


Wintervale—. Los británicos pelean un montón de guerras. Tal vez hay algo
que debamos aprender de ellos.

Titus también deseaba que la Sra. Wintervale no se hubiera aferrado a la


tradición de tener un hijo de una de las familias más grandes del Dominio
estudiando junto al heredero de la Casa de Elberon. Lady Callista había sido
la compañera de su madre, y mira lo bien que había resultado.

—Trata de que no te maten en una de las guerras coloniales de Gran Bretaña


—le dijo a Wintervale—. Sería el colmo de la ironía.

—¿Escucho menciones de guerras coloniales? —dijo Kashkari, uniéndose a


ellos, apuesto con su uniforme impecable y su cabello negro liso—. ¿Ya no
te duele el estómago, Wintervale? Te ves mejor.

—Estoy bien ahora —dijo Wintervale.


El impredecible estado mental de Lady Wintervale y su afición en confiar en
90

su único hijo significaba que a menudo tenía que inventar dolores


repentinos para ir a su habitación —o limpiar su habitación— para utilizar
el portal en el armario.

—¿Quieren un poco de té? —Wintervale les dio su invitación habitual.

—¿Por qué no? —dijo Kashkari.

—Me uniré a ustedes en un minuto. Creo que vi a Fairfax desde mi ventana.


Déjenme ir abajo para asegurarme de que es realmente él.

—¡Fairfax! —exclamó Wintervale—. ¿Estás seguro?

—Pero la ventana no da a la calle. ¿Cómo lo viste? —preguntó Kashkari.

—Él estaba caminando por el césped. ¿Quién sabe? Tal vez quiere re
familiarizarse con todo.

—Ya era hora —dijo Wintervale—. Lo necesitamos para jugar.

—Todavía no siente fuerza en su pierna —dijo Titus, moviéndose hacia las


escaleras. El hechizo persuasible que había creado antes de entrar a la
escuela por primera vez era bastante hermético: nadie dudaba de que
Fairfax existía(11). De todos modos, sería mejor que llegara a la primera
planta pronto. Los muchachos no la reconocerían como Fairfax a menos que
alguien dijera su nombre en voz alta; y solo Titus podía hacer eso—. ¿Quién
sabe si seguirá siendo bueno en los deportes después de una lesión como
esa?

La otra pasión de Wintervale, además de devolverle a la baronía de


Wintervale su antigua gloria, era el críquet. Se había convencido a sí mismo
—y a un buen número de otros chicos— de que Archer Fairfax era un
prodigio del críquet cuyo regreso impulsaría al equipo de la casa a obtener
la copa de la escuela.

—Qué extraño. Se ha ido solo tres meses, y ya no puedo recordar cómo luce
—dijo Wintervale.

—Que suertudo eres —dijo Titus—. Fairfax es uno de los tipos más feos que
he conocido.

Kashkari rio entre dientes, alcanzando a Titus en los escalones.

—Le diré que dijiste eso.


—Por favor, hazlo.
91

La casa de la Sra. Dawlish, a pesar de su abrumadora cantidad de


ocupantes masculinos, había sido decorada para adaptarse a los gustos de
la Sra. Dawlish. El empapelado en la escalera era rosa y decorado con
hiedras. Cuadros de margaritas y jacintos bordados colgaban por todas
partes.

Las escaleras conducían a la sala de entrada, con sillas cubiertas con


estampados de amapolas y cortinas de muselina verde. Unos tulipanes
naranjas se movían en un jarrón sobre la mesa consola debajo de un gran
espejo antiguo; se requería que un chico se examinara a sí mismo en el
espejo antes de salir de la casa, no fuera que su apariencia molestara a la
Sra. Dawlish.

Titus estaba dos escalones sobre el poste de la escalera cuando Fairfax entró
en el vestíbulo de entrada, una figura lo suficientemente delgada y alta
vestida con la chaqueta de cola distintiva de un muchacho de último año de
Eton. Inmediatamente estuvo consternado por su estúpido juicio. Ella no se
veía como un chico en lo absoluto. Era demasiado bonita: sus ojos, muy
separados y de pestañas largas; su piel, innecesariamente suave; sus labios,
rojos y llenos; y todo en ella gritaba femineidad.

Ella lo vio y sonrió con alivio. Su sonrisa fue lo peor: formaba profundos
hoyuelos que ni siquiera había sospechado que poseía.

El temor lo inundó. En cualquier momento alguien iba a gritar: ¿Qué está


haciendo una chica aquí? Y ya que todo el mundo sabía que Fairfax era su
mejor amigo, no les tomaría mucho tiempo a los agentes apostados en Eton
sumar dos más dos y concluir que había mucho más que una chica
disfrazada.

—Fairfax —se oyó a sí mismo hablar; su voz casi no temblaba—. Pensamos


que nunca ibas a volver.

Casi inmediatamente, Kashkari dijo:

—Dios mío, ¡eres tú, Fairfax!

—¡Bienvenido de nuevo, Fairfax! —gritó Wintervale.

Con la repetición de su nombre, otros chicos llegaron de la nada y


comenzaron el coro de “¡Mira, Fairfax regresó!”.
Al ver a tantos chicos, su sonrisa se desintegró. Ella no dijo nada, pero miró
92

rostro por rostro, su mano apretando el asa de su valija fuertemente. Titus


no podía respirar. Durante ocho años había vivido en un estado de pánico a
fuego lento. Pero nunca había conocido el terror real hasta este momento.
Siempre había dependido de sí mismo; ahora todo dependía de ella.

Vamos, Fairfax, imploró en voz baja. Pero él lo sabía. Era demasiado. Ella
iba a lanzar la valija y se iba a retirar. Todo el infierno se desataría, ocho
años de trabajo se irían a la basura, y su madre habría muerto en vano.

Ella se aclaró la garganta y sonrió, una sonrisa de medio lado con aire
satisfecho.

—Es bueno ver sus feas caras otra vez.

Su voz. Tambaleándose de una emergencia a otra, no había prestado


atención. Ahora la escuchaba verdaderamente por primera vez: rica, de tono
bajo, y ligeramente ronca.

Pero fue su sonrisa, más que su voz, lo que estabilizó los latidos de su
corazón. No había duda de la arrogancia de esa sonrisa, sin duda la
expresión de un muchacho de dieciséis años que nunca había conocido el
sabor de la derrota.

Wintervale rebotó por los escalones y le estrechó la mano.

—No has cambiado nada, Fairfax, tan encantador como Su Alteza aquí
presente. No es de extrañar que ustedes dos sean uña y carne.

Su ceja se levantó mirando desde Wintervale a Titus. Wintervale sabía quién


era Titus, pero para el resto de la escuela, Titus era un príncipe continental
menor.

—No lo animes, Wintervale —dijo Titus—. Fairfax es bastante insufrible ya.

Ella lo miró de reojo.

—Mira quién habla.

Wintervale silbó y le dio una palmada en el brazo.

—¿Cómo está la pierna, Fairfax?

Uno de los golpes de Wintervale podría romper a un árbol joven. Ella se las
arregló para no caerse.
—Como nueva.
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—¿Y tu latín sigue siendo tan malo como tus tiros de bolos?

Los chicos se rieron de buen humor.

—Mi latín está bien. Es mi griego el que es tan horrible como tus decisiones
amorosas —replicó ella. Los chicos aullaron, incluyendo Titus, que se reía
de pura conmoción, y alivio.

Ella era buena.

Brillante, de hecho.
94

CAPÍTULO 7
Traducido por HeythereDelilah1007, Pilar & karliie_j

Corregido por Selene

D espués de pasar por las rudas sacudidas de manos, palmadas en


la espalda, y saludos-e-insultos en general, Iolanthe esperaba
tener un momento para respirar. Pero eso no estaba destinado a suceder.

—¡Benton! —llamó Wintervale—. Lleva la maleta de Fairfax a su habitación.


Y asegúrate de encender un buen fuego ahí. Fairfax, ven con nosotros a
tomar el té.

Un chico pequeño, que no usaba un abrigo de cola larga, sino uno que le
llegaba hasta la cintura, se llevó la valija entre zarandeos.

—Hazlo trabajar duro. —Wintervale le sonrió. Era alto como el príncipe,


rubio y fornido, se quedó en su lugar casi dando vueltas, lleno de energía
nerviosa—. Benton no ha hecho mucho en tu ausencia.

Ella no preguntó por qué tenía que hacer que Benton trabajara duro, el
príncipe se lo explicaría todo después. Ella simplemente le sonrió a
Wintervale.

—Le haré arrepentirse de mi regreso.

Antes de Little Grind, el Maestro Haywood había sido profesor en una


escuela para chicos. Cada tarde, después de la práctica de deportes, un
grupo de ellos pasaba frente a la ventana de Iolanthe, charlando en voz alta.
Ella le prestaba particular atención al chico más popular, notando
cuidadosamente su pavoneo animado y sus insultos bien intencionados.

Ahora ella estaba actuando en el papel de ese alegre, afable y arrogante


muchacho.

El príncipe, caminando un paso frente a ella, giró su cabeza y le dirigió una


mirada llena de aprobación. Su corazón se saltó un latido. No creía que él
fuera del tipo de personas que daba su aprobación con facilidad.
A pesar de esto, entrar en la habitación de Wintervale la detuvo en seco. En
95

el alfeizar de la ventana florecía una enorme vid del clima… increíblemente


útil para saber cuándo sería necesaria una sombrilla para el día.

Solo que no podía ser una vid del clima, ¿o sí? la vid del clima era una planta
mágica. Que estaba haciendo en…

El príncipe puso su brazo alrededor de los hombros de Iolanthe.

—¿Olvidaste cómo se veía la habitación de Wintervale?

Ella lo dejó calmarla, sabiendo que no debería haberse quedado parada


como una tonta.

—Solo me estaba preguntando si las paredes siempre habían sido así de


verdes.

—No, no lo eran —dijo Wintervale—. Cambié el papel poco antes del final
del último periodo.

—Eres muy afortunada… y buena —susurró el príncipe en su oído.

El aliento de él sobre la piel de Iolanthe le envió una sacudida de calor que


atravesó todo su cuerpo. Ella no era completamente capaz de mirarlo.

La habitación pronto se llenó hasta más no poder. Dos muchachos pequeños


se agacharon frente al fuego, uno haciendo té, el otro batiendo huevos con
sorprendente habilidad. Un tercero les entregó tostadas con mantequilla y
frijoles horneados.

Ella observó los acontecimientos cuidadosamente: los muchachos jóvenes,


sin ninguna duda, actuaban como esbirros de los muchachos mayores.

Benton, a quien antes le habían encargado la tarea de llevar su valija hasta


su habitación, ahora había regresado con un plato de salchichas aún
chisporroteantes.

—No las volviste a quemar, ¿no es así, Benton? —preguntó Wintervale.

—Yo casi nunca las quemo —respondió Benton, indignado.

Wintervale golpeó a Iolanthe con su codo.

—Los nuevos, deben conseguir algunos méritos para el tercer periodo.


Su codo golpeó en un lugar muy sensible de su pecho. Ella siempre estaría
96

orgullosa de que solo tragó fuertemente el aliento como toda reacción.

—Tienen que aprender cuál es su lugar.

Ella caminó hacia la planta y la tocó suavemente con los dedos, hojas como
de helecho. Una vid del clima, ninguna duda al respecto.

—¿Siempre has tenido esto?

—La he hecho crecer desde que era una semilla —respondió Wintervale—.
Probablemente medía solamente tres pulgadas cuando te fuiste a casa con
tu hueso roto.

¿Tal vez el príncipe se la regaló?

—No parece como si me hubiera ido hace tanto tiempo.

—¿Cómo estuvo Somerset? —preguntó Kashkari.

¿Somerset? por instinto se movió más cerca del príncipe, como si su


proximidad hiciera que fuera menos probable para ella cometer errores.

—¿Te refieres a Shropshire?

El príncipe, que se había acomodado en la cama de Wintervale, le dio otra


mirada de aprobación.

Acacia Lucas, una de las pupilas del Maestro Haywood en Little Grind, se
había mostrado bastante ansiosa por casarse con el príncipe. Un día,
durante una práctica bajo la supervisión de Iolanthe, Acacia había señalado
hacia un retrato de él y susurrado a su amiga, tiene la cara de un ángel.
Iolanthe había alzado la mirada hacia las facciones frías y altaneras del
príncipe, y había resoplado para sí misma.

Acacia no estaba del todo en lo cierto… o del todo equivocada. Él no era para
nada como un ángel sublimado. Pero tal vez era como uno sublunar 3: del
tipo peligroso que hacía que aquellos que miraran hacia ellos vieran
solamente lo que deseaban ver.

Ella veía a un gallardo protector. ¿Pero era eso lo que él era realmente, o
simplemente lo que deseaba desesperadamente? Por mucho que no lo

3Sublunar: Se dice de algo que pertenece principalmente a este mundo, en contraste con
un mundo más espiritual.
deseara, en algún lugar dentro de ella, entendía que él no lo había arriesgado
97

todo puramente por la bondad de su corazón.

—Lo siento, ¿es Shropshire? —Kashkari sacudió su cabeza—. ¿Cómo estuvo


Shropshire, entonces?

Él tenía un liso cabello negro-azul, piel olivácea, ojos inteligentes, y una boca
ligeramente melancólica… un muchacho sobresalientemente apuesto.

—Frío y húmedo, en su mayoría —dijo Iolanthe, deduciendo que ese era


siempre un clima aceptable para la primavera en una isla del Norte del
Atlántico. Y luego, recordándose a sí misma—. Pero por supuesto, pasé todo
mi tiempo adentro, volviendo loca a nuestra ama de llaves.

—¿Cómo estuvo Derbyshire? —le preguntó el príncipe a Kashkari, alejando


el tema de Archer Fairfax.

Iolanthe dejó salir el aliento que había estado conteniendo. El príncipe había
mostrado una extraordinaria previsión al hacer a Fairfax alguien que pasaba
la mayor parte de su tiempo en el extranjero: podía utilizarse para excusar
su falta de conocimiento en lo relacionado con Gran Bretaña. Pero había
sido pura suerte que ella recordara su mención de Shropshire. Sin importar
lo poco familiarizado con Inglaterra y expatriado que estuviera, él todavía
debía saber dónde vivía.

—Desearía que hubiera suficiente tiempo entre periodos para que yo pudiera
volver a Hyderabad, Derbyshire es preciosa, pero la vida en una casa de
campo se vuelve repetitiva después de un tiempo —respondió Kashkari.

—Qué bueno que estás de vuelta en la escuela ahora —dijo el príncipe.

—Cierto, la escuela es más impredecible.

—¿Lo es? La escuela es predecible para mí, y me gusta de esa manera —dijo
Wintervale—. Deberíamos hacer un brindis. Por la escuela, que sea siempre
lo que nosotros queramos que sea.

El té estaba listo. Wintervale echó a zapatazos a sus jóvenes lacayos y vertió


el té para sus invitados. Ellos chocaron sus tazas de té.

—Por la vieja y querida escuela.

El té en casa generalmente venía acompañado por algunas piezas de


pastelería. Pero aquí el té —la mesa estaba llena con huevos, salchichas,
alubias y tostadas— constituía una comida en sí mismo. Iolanthe esperaba
98

que esto significara que los chicos se concentrarían en su comida. Alguna


otra pregunta y ella estaba destinada a traicionarse a sí misma.

—Asegúrate de comer lo suficiente —dijo Wintervale—. Te necesitamos listo


para el críquet.

¿Qué grillo4? ¿Un saltamontes?

—Ah… Estoy tan listo como podré llegar a estarlo.

—Excelente —dijo Wintervale—. Nos vemos desesperadamente necesitados


de un lanzador superior.

¿Un qué? Al menos Wintervale no esperaba que ella definiera lo que era un
lanzador. Simplemente extendió su mano hacia ella.

—Por una temporada para recordar.

Ella le sacudió la mano.

—Una temporada para recordar.

—Ese es el espíritu —dijo Kashkari.

El príncipe no se veía ni de cerca igual de emocionado. ¿A qué exactamente


se había comprometido con ese apretón de manos? Pero antes de que
pudiera llevárselo aparte y preguntarle, Kashkari tenía otra pregunta para
ella.

—No sé por qué, Fairfax —dijo él— pero me está costando mucho recordar
cómo te rompiste la pierna.

Su estómago se hundió. ¿Cómo se esquiva una pregunta como esa?

—Él… —Wintervale y el príncipe empezaron al mismo tiempo.

—Adelante, le dijo el príncipe a Wintervale.

Ella le dio un sorbo a su taza, intentando no parecer demasiado obviamente


aliviada. Por supuesto que el príncipe cuidaría de ella.

4 Juego de palabras. Críquet es un deporte, y al mismo tiempo es un animal en la lengua


inglesa.
—Él trepó el árbol que había al borde de nuestro campo de juego y se cayó
99

—respondió Wintervale—. El príncipe tuvo que cargarlo de vuelta hasta


aquí. ¿No es así, Su Alteza?

—Lo hice —dijo el príncipe— con Fairfax llorando como una chiquilla todo
el camino.

Oh, ella lo hizo, ¿no?

—Si lloré, fue solamente porque te veías tan lamentable. Yo apenas peso
cincuenta y siete kilos. Pero uno pensaría que era un elefante por la manera
en la que Su Alteza se quejaba. “Oh, Fairfax, no puedo dar un paso más”.
“Oh, Fairfax, mis piernas se están convirtiendo en pudín”. “Oh, Fairfax, mis
rodillas están colapsando. Y estás aplastando mis delicados pies”.

Kashkari y Wintervale se rieron disimuladamente.

—Mi espalda todavía duele hasta este día —dijo el príncipe—. Y pesabas
tanto como la piedra de Gibraltar.

Su intercambio fue casi un coqueteo. Pero ella no pudo evitar notar que en
medio de la niebla de la jovialidad general, él permaneció apartado… si ella
no lo hubiera conocido antes, lo hubiera considerado taciturno. Se preguntó
por qué se mantenía apartado cuando estaba entre compañeros.

Por supuesto, se dio cuenta con un respingo. Ella era la razón. Era su gran
secreto.

Y ahora estaban en este secreto juntos.

Le dio una fugaz sonrisa.

—¿Para qué están los amigos, príncipe?

—Lo lamento, no tuve tiempo de decirte que Wintervale es un Exiliado, —


dijo Titus—. Es un mago elemental, de hecho, pero cualquier no-mago con
un cerillo puede producir una llama más impresionante que la suya.

Se detuvieron a cierta distancia de la casa, cerca de las orillas del café y


silencioso Támesis. Titus había remado en el río durante años. La repetición,
la transpiración, y el buen y puro agotamiento acallaba su mente
hermosamente.
Eton no siempre era un lugar agradable: muchos chicos tenían un momento
100

difícil tratando de buscar su lugar en la jerarquía, y había chicos de último


año que abusaban completamente de su poder. Pero para él, la escuela, con
sus ventosos salones, sus extenuantes deportes, sus miles de estudiantes,
e incluso sus agentes de Atlantis, era lo más cercano a la normalidad que él
había conocido.

—¿Y hay otros magos aquí? —preguntó ella.

El día se estaba escapando. Y también las nubes, dejando atrás un cielo


despejado que se había convertido a un profundo azul crepúsculo, excepto
por el horizonte occidental, aun brillando con los últimos rastros de la
puesta de sol.

—Además de Wintervale, solo los agentes de Atlantis.

Ella había estado casi mareada de alivio cuando habían dejado la habitación
de Wintervale, pero este recordatorio de la omnipresencia de Atlantis había
arruinado su humor. Sus ojos descendieron. Sus hombros se encogieron.
Ella se hizo más pequeña ante sus ojos.

—¿Asustada?

—Sí.

—Te acostumbrarás a ello. —No era para nada cierto. Él nunca lo había
hecho, pero había aprendido a seguir a pesar de eso.

Ella respiró profundamente, arrancó una hoja de un sauce llorón, y la


enrolló hasta convertirla en un tubo verde en su mano. Sus dedos eran
delgados y delicados, como los de una chica.

—Wintervale le dice “Su Alteza” y nadie pestañea. ¿Todos saben quién es


usted?

—Wintervale sí. Pero para los demás, soy un príncipe menor Germano de la
Casa de Saxe-Limburg.

—¿Acaso existe esa casa?

—No, pero cualquiera que haya oído de ella la encontrará en un mapa y en


los libros de historia como un principado en Prusia, el mago regente a cargo
se aseguró de eso.

—Este es un hechizo persuasible sumamente ilegal, ¿verdad?


—Entonces no debes decírselo a nadie porque es así como logré hacerle un
101

lugar a Archer Fairfax aquí.

Eso hizo que se ganara una larga mirada por parte de ella, medio de
aprobación, medio de preocupación.

Se detuvieron a los márgenes del río. El agua tenía ondas oscuras, con
algunas manchas de dorado rojizo.

—El Támesis —dijo el—. Remamos en él, aquellos de nosotros que no


jugamos críquet.

Él pensó que le preguntaría qué era el críquet exactamente, pero ella solo
asintió lentamente.

—Al otro lado del río se encuentra el Castillo Windsor, una de las casas de
la reina de Inglaterra —agregó.

Ella miró hacia el sur por un momento, hacia las murallas que dominaban
el horizonte. Él tenía el presentimiento de que solo lo estaba escuchando a
medias.

—¿En qué estás pensando? —preguntó él.

Ella lo miró de nuevo, con reacia admiración en los ojos. Él rara vez se
preocupaba por lo que los demás pensaran de él. Pero con esta chica que lo
observaba cuidadosa y modestamente, que era tan perceptiva como era
capaz...

—Hablamos de mi guardián hace rato, ¿verdad?

Su decisión de confiar en él lo complació, y lo puso extramente ansioso.

—Sí, en el hotel.

Ella dejó caer la hoja en el rio; giró en un pequeño remolino.

—Durante los últimos años he estado frustrada con él. Había sido un
erudito de gran potencial. Pero después cometió un terrible error tras otro y
se convirtió en un don nadie a la mitad de la nada.

»Hoy aprendí que hace catorce años, para mantenerme a salvo, renunció a
ciertos recuerdos cruciales de su pasado y se los dio a una guardiana de la
memoria. Desde entonces ha vivido sin conocer los eventos que lo llevaron
hasta donde estaba.
Titus apenas podía imaginar cómo lo había manejado el hombre durante
102

tantos años. Actualmente era de consenso médico que renunciar a los


recuerdos era eminentemente perjudicial a largo plazo.

—Probablemente esa fue la razón por la cual acudió a la merixida —continuó


ella—. Ahora que lo pienso, todas esas decisiones que le costaron su carrera
e incluso su respetabilidad, debió haber estado intentando,
inconscientemente, de forzar a la guardiana de la memoria a intervenir.

Ella tomó un guijarro del suelo y lo arrojó con un movimiento de muñeca.


El guijarro brincó cuatro veces sobre la superficie del río antes de
desaparecer entre la corriente. Miró el río por un largo momento, después
cuadró los hombros y se paró más recta, como si hubiese tomado una
decisión importante.

—Mi caso es diferente, por supuesto. Estoy en plena posesión de mis


recuerdos. Pero como él, estoy a en la oscuridad. Y no quiero estarlo.

—¿Te estoy manteniendo en la oscuridad?

Ella se mordió el labio inferior.

—No me tome a mal, por favor. Estoy enormemente agradecida por lo que
ha hecho. Si yo fuera una mejor persona, me dejaría guiar por la gratitud y
solo la gratitud. Pero tengo que preguntar, ¿por qué? ¿por qué se pondría a
sí mismo en tanto peligro? ¿por qué desafiar a la Inquisidora? ¿por qué está
involucrado en esto?

Ella estaba avergonzada por preguntar eso, sus pies arañaron la suave tierra
de la orilla, era lo más nerviosa que la había visto. Pero al mismo tiempo, su
voz era cautelosa.

El intercambio que él pedía siempre le había parecido justo y simple.


Mantendría al mago elemental a salvo; y a cambio, el mago elemental le
prestaría los grandes poderes que necesitaba. ¿Pero ella lo haría de esa
manera?

Tal vez necesitaba usar a su guardián como una manera de negociar: ella
no podía infiltrarse sola en la Inquisición. Tampoco él, pero ella no sabía
eso.

Sin embargo, él lo sabía. Era un mentiroso por necesidad, pero, ¿podría


mentirle a ella, sabiendo que posiblemente estaba pidiéndole su vida a
cambio?
Que él no contestara inmediatamente la consternó. Ella pasó una mano por
103

su cabello, solo para contraer los dedos sorprendida, como si hubiese


olvidado que la mayoría de su cabello había sido cortado y destruido.

Ella sacudió la cabeza ligeramente, sus ojos melancólicos. Él la miró, a esta


chica que nunca volvería a estar a salvo en ningún lugar.

No, no le mentiría, a ella no. En el futuro, solo serían ellos dos contra el
mundo, una alianza que definiría los días que le quedaban en este mundo.

Y sería su única oportunidad de algo verdadero y significativo.

Por un minuto Iolanthe pensó que el Príncipe no le diría absolutamente


nada. Después él puso un doble círculo infranqueable alrededor de ellos.

Uno no hacia un doble circulo infranqueable a menos que no quisiera que


absolutamente nadie pudiera escuchar. De repente la brisa proveniente del
río se sintió pura.

El príncipe miró hacia la angosta superficie de una isla a través del agua.
Su perfil era familiar, adornaba cada centavo del reino, aun así, ella no podía
apartar la mirada. Había conocido chicos apuestos antes. Él era más que
apuesto; era arrebatador. Y había una nobleza en su porte que no tenía nada
que ver con su linaje, sino con el sentido de propósito que parecía emanar
de él.

—Voy a derrotar al Bane.

Sus quedas palabras corrieron a través de ella y se fueron con una fría
ráfaga. Ella tembló y esperó que él le dijera que solo era una broma… ya que
tenía de hecho sentido del humor.

Él la miró directamente a los ojos, su mirada firme.

Esto era una locura. Él podría también derrumbar las Montañas


Laberínticas, sería más sencillo. El Bane era invencible. Intocable.

—¿Por qué? —Su voz estaba ronca.

—Porque eso es lo que estoy destinado a hacer.

A pesar de su incredulidad —o tal vez debido a ella— halló impresionante


su convicción.
—¿Cómo… cómo sabe que eso es lo que está destinado a hacer?
104

—Mi madre me lo dijo.

Cuando las personas hablaban de la Princesa Ariadne, usualmente era para


especular sobre la misteriosa relación que engendró al príncipe. Nadie podía
recordar algún otro momento en toda la historia de la Casa de Elberon en
la que la paternidad del príncipe fuera desconocida(12).

—¿Su madre era una vidente?

—Lo era. —¿Qué era esa emoción por debajo de su respuesta? ¿Enojo,
resignación, tristeza, o una mezcla de las tres?—. Por su deseo, nunca fue
revelado al público.

Los verdaderos videntes eran escasos y distantes entre sí.

—¿Cuáles de sus profecías se han vuelto realidad?

Él tomó un guijarro sin inclinarse. Lo sostuvo ente sus manos.

—Hace veinticinco años, ella y mi abuelo recibieron una delegación de


jóvenes Atlantes. Había una chica de diecisiete que no era una delegada,
sino una simple asistente. Mi madre le señaló la chica a mi abuelo y dijo
que un día esa chica seria la persona más poderosa del Dominio.

—¿La Inquisidora?

Él arrojó el guijarro. Este saltó en la lejanía.

—La Inquisidora.

Eso era impresionantemente aterrador.

—¿Qué más?

—Ella sabía la fecha exacta del funeral de la Baronesa Sorren, incluso años
antes de que la baronesa tomara el cargo contra Atlantis.

Esto perturbó a Iolanthe. No había duda del por qué la Princesa Ariadne no
quería que nadie supiera que era una vidente, si las fechas de funerales eran
la clase de cosas que podía predecir.

El príncipe arrojó otra piedra.


—También dijo que sería en mi balcón donde me percataría de tu existencia.
105

Y así fue.

Una llama de esperanza ardió en el corazón de Iolanthe.

—¿Y dijo que usted derrotaría al Bane?

Él no respondió inmediatamente.

—¿Lo hizo o no?

—Ella dijo que yo debía ser quien tratara de poner las cosas en su lugar.

—Esa no es una garantía de éxito, ¿verdad?

—No. Pero nunca lograríamos nada que merezca la pena si necesitamos que
nos garanticen nuestro éxito desde el principio.

Su audacia le quitó el aliento. A comparación de él, ella había vivido en una


escala más pequeña, preocupándose solo por su bienestar y el del Maestro
Haywood. Mientras que él, que puedo haber vivido una vida llena de
inimaginables lujos y privilegios, estaba dispuesto a renunciar a todo en
nombre de un bien superior.

—¿Y cómo encajo yo en su plan?

—Te necesito —dijo simplemente—. Solo con un gran mago elemental de mi


lado podré tener una oportunidad.

Cuando ella era una niña, cautivada con La Vida y Muerte de los Grandes
Magos Elementales, se había preguntado cómo sería si sus poderes
crecieran con tanta imponente inmensidad, como sería tener la esperanza
de todos los reinos en la palma de su mano. Escuchándolo, ella sintió una
chispa de esa antigua emoción, esa carga eléctrica de ilimitadas
posibilidades.

—¿Está completamente seguro de que soy ese gran mago elemental?

La certeza en su mirada era absoluta.

—Sí.

Si él estaba convencido, y Atlantis también, e igual el Maestro Haywood a


tal grado de renunciar a sus recuerdos, supuso que todos ellos no podían
estar equivocados.
—Entonces... ¿cómo vamos a derrotar al Bane?
106

—Algún día nosotros mismos tendremos que enfrentarnos a él.

Ella se sintió mareada. Seguramente encontrarían una manera inteligente


de enfrentarse al Bane desde la distancia.

—¿Cara a cara? —Su voz tembló.

—Sí.

El torrente de valentía imaginada en su corazón se disipó, dejando detrás


solo restos de inhóspito terror.

Pero el príncipe pensaba tan bien de ella. Y arriesgaba tanto. Hubiera odiado
decepcionarlo. Hubiera odiado decepcionarse a sí misma. En las cuatro
Grandes Aventuras y en todas las siete Grandes Epopeyas, libros que
adoraba de niña, este era el momento en el que el protagonista estaba a la
altura de las circunstancias y se embarcaba en un viaje legendario. Nadie
en los cuentos decía: gracias, pero no gracias, esto realmente no es para mí.

Aun así, esto realmente no era para ella. Pensamientos heroicos podrían
agitar su alma por un minuto, pero no más de eso. No quería acercarse al
Bane, y menos formar parte de alguna clase de enfrentamiento de la muerte.

Si moría, nunca se convertiría en profesora del Conservatorio ni viviría en


ese hermoso campus otra vez.

Además, el Dominio había estado por mucho tiempo bajo la sombra de


Atlantis. Estaba acostumbrada a esa realidad. No tenía ningún ardiente
deseo de derrocar al Bane y ningún deseo —a menos que fuera para liberar
al Maestro Haywood— de cruzarse con la Inquisidora.

—Creí… creí que estaba aquí para ocultarme —dijo, odiando lo débil que
sonaba.

—No podrás ocultarte para siempre de Atlantis.

La encontrarían algún día, quiso decir él, y debería pelear o morir.

Ella quería reunir su coraje, pero era tan imposible como arrancar
diamantes de la nada. Sus pies se sentían como si se estuvieran disolviendo;
sus pulmones, como si estuvieran llenos de mercurio.

—¿Cómo se supone que debo… derrotar al Bane?


—No estoy seguro. He estado leyendo de magia elemental por años, pero aun
107

debo descubrir cómo explotar el poder de un gran mago elemental, y sólo al


explotar el poder de un gran mago elemental uno puede derrotar al Bane,
según mi madre.

—Explotar el poder de un gran mago elemental... —repitió ella lentamente—


. Quieres decir, como lo hace el Bane.

—No, no como él lo hace.

—Entonces, ¿cómo?

—Aún no lo sé.

Ella estaba confundida.

—Así que, ¿hará experimentos en mí?

—No, haré experimentos contigo, no en ti. Estamos en esto juntos.

Ella quería desesperadamente confiar en este chico que lucía como si


hubiera nacido bajo las alas de los Ángeles, hermosamente sin miedo. Pero
no estaban en esto juntos. Para ayudarlo a alcanzar su meta de alterar el
curso de la historia, ella tendría que perder todo su propósito de sobrevivir.

Y maga elemental o no, no era una gran heroína, sólo una chica ordinaria
temblando en un par de zapatillas no magas que le apretaban ligeramente
los dedos de los pies.

Su deseo de impresionarlo, de todas formas, aun luchaba con su necesidad


de salvarse a sí misma.

—Quizás… sólo debo ayudarle como asesora.

Era una cobarde, pero mejor cobarde que muerta.

Él sacudió su cabeza.

—No, eres la parte más esencial.

Cada palabra cayó sobre ella como un cuchillo.

—Pero si no sé qué hacer y usted no sabe qué hacer…


—Lo sabré, eventualmente. Mientras tanto te entrenaré para canalizar mejor
108

tus poderes. El potencial no es suficiente; debes lograr la maestría. Sólo


entonces podrás enfrentar al Bane.

Sus labios temblaron. Ya no podía negar la verdad.

—No quiero enfrentar al Bane.

—Nadie quiere hacerlo, pero no puedes escapar de tu destino.

¿Creía en el destino, ella que sin vergüenza había halagado a un humilde


funcionario del pueblo, sólo para poder permanecer en un solo lugar hasta
sus exámenes calificativos?

—No tengo un destino —dijo débilmente.

—Quizás no lo sabías hasta hoy, pero lo tienes y siempre lo has tenido.

Su voz era urgente, su mirada intensa. Si hubiera sido alguna clase de


soñadora, la fuerza de su convicción la hubiera inspirado.

—No soy esta alma valiente que cree que soy. He venido con usted porque
me ha ofrecido un santuario. No tengo lo que se necesita para cargar sobre
mis hombros lo que me pide.

Él estuvo en silencio por un momento; algo brilló en sus ojos.

—¿Qué hay de tu guardián? ¿Puedes rescatarlo tú misma?

Sus preguntas la atormentaron por casi todo un minuto antes de que


reconociera lo que eran: manipulación. Él no estaba por encima de usar su
ansiedad por el Maestro Haywood para obtener lo que quería.

Cada mago buscándote quiere abusar y explotar tus poderes.

No confíes en nadie.

¿Por qué no lo había entendido antes? A pesar de toda la aparente


majestuosidad del príncipe, él era monumentalmente ambicioso y sólo la
quería como un medio para sus fines.

La consternación se propagó descontroladamente en su corazón.

—Esto está por debajo de usted, Su Alteza. Mi guardián no hizo sus


sacrificios para que yo pudiera malgastar mi vida en una búsqueda salvaje
que está destinada a fallar. Él estaría completamente indignado si dejara
109

que me explotaran de esta manera.

La mandíbula del príncipe se tensó.

—No estoy explotándote. Te he salvado dos veces, te he ofrecido más


seguridad de la que encontrarías en cualquier lugar de la tierra, y me puse
a mí mismo en un riesgo abismal. Es un intercambio lo suficientemente
justo pedirte un poco de ayuda para una buena causa, para una de las
causas más dignas que hubo.

A diferencia de ella, él no había elevado el tono de voz. Pero sonaba a la


defensiva.

—¿Así que un novillo debería dirigirse voluntariamente al matadero porque


el granjero lo ha alimentado y le ha dado un hogar? ¿Cuántos harían este
trato si sólo superan lo que les sucederá al final? Me pide que deje todo por
una causa que no es mía. No quiero ser parte de ninguna revolución. Sólo
quiero vivir.

—¿Vivir así, sin saber qué se siente ser libre? —Su voz era tensa.

—¡No sabré nada cuando esté muerta!

Su ira era aún más amarga porque había estado lista para depositar su fe y
esperanza en él. Lista para confiar que él sería su ancla en esta nueva y
turbulenta vida. Y pagar su amabilidad con toda su habilidad.

Sólo para que le dijeran que quería que ella muriese por él.

De regreso en el cuarto de Archer Fairfax, Iolanthe levantó la valija de un


rojo apagado que el príncipe le había dado para llevar sus cosas y la dejó
sobre el escritorio. En el interior había ropa de hombre, monedas que no
lucían familiares, un mapa de Londres, un mapa del área Eton-Windsor, y
un libro llamado Guía de Trenes Mensual de Bradshaw.

—Por favor reconsidéralo —dijo el príncipe.

Se dio la vuelta bruscamente. No tenía idea de en qué momento él se había


teleportado al cuarto.

Él se quedó con su espalda contra la pared, su expresión en blanco.


—Ni siquiera sabes a dónde ir.
110

Pero ella lo sabía. El príncipe había dicho que su escuela no estaba lejos de
Londres. Tenía que regresar a Londres. El Maestro Haywood le había
aconsejado esperar cerca del portal final tanto como fuera posible, a la
llegada de la guardiana de la memoria. El movimiento tenía sus riesgos. Pero
no planeaba regresar a la casa de la mujer loca. Podría monitorear la casa
desde afuera, desde un tejado cercano, quizás…

—Ni siquiera lo pensaría.

Su corazón se detuvo, pero giró de vuelta hacia la valija, guardó las monedas
en el bolsillo, y pretendió chequear las demás cosas que contenía.

—Esa mujer en el ático sabe quién eres… o qué eres, por lo menos. Habrá
consultado a otros Exiliados. Hay informantes entre los Exiliados. Atlantis
tendrá todo el vecindario bajo vigilancia. Los agentes quitarán las
protecciones de la casa para que puedas teleportarte, si estás lo
suficientemente desesperada como para intentarlo. Hazlo, y será la última
vez que alguien te vea.

Ella sintió nauseas.

—Gran Bretaña es un gran reino. Mis opciones son casi infinitas. Como
usted lo ha dicho antes, Atlantis, tan grandioso como es, no puede esperar
localizarme tan fácilmente en una tierra con millones de personas.

—No eres tan anónima como crees. Tu chaqueta es parte del uniforme Eton.
Te marcará a donde vayas como un chico Eton. Los nativos se preguntarán
por qué deambulas por allí cuando deberías estar en la escuela… y te
recordarán.

Ella comenzó a sudar. Podría revelarse tan fácilmente, sin ni siquiera ser
consciente de ello.

—Lo único que tengo que hacer es cambiarme.

Se cambió la chaqueta por una marrón que había en la valija.

—Si tan sólo fuera tan fácil. En el campo, donde todos se conocen, llamarás
demasiado la atención. Así que deberás ir a las ciudades, donde el
anonimato es posible. Pero no sabes cuáles partes de la ciudad son seguras
para un joven hombre bien vestido, y en cuáles te robarán y posiblemente
te den una paliza. Y antes de que me vuelvas a asegurar lo buena que eres
con tus puños, ¿cuántos hombres adultos puedes enfrentar al mismo
111

tiempo, sin recurrir a los poderes elementales?

—Si quiere convencerme de que todos los lugares allí afuera son peligrosos
para mí —replicó ella—, no ha tenido éxito.

Pero él se estaba acercando demasiado.

—Cada lugar allí afuera es peligrosos para ti. ¿Aún no lo has notado?

Deseaba que él no hablara tan tranquila y razonablemente.

—¿Más peligrosos que aquí? Usted me guiará a mi muerte.

—Daría mi vida por ti. ¿Conoces a alguien más que haría eso?

Daría mi vida por ti. Las palabras tenían un extraño efecto en ella, un dolor
casi como la picadura de una avispa en su corazón. Cerró la valija.

—¿Puede prometerme que viviré? ¿No? Eso creí.

Él estaba en silencio. Triste. No lo había percibido antes, pero ahora veía


que siempre había un rastro de melancolía en él, una pesada
despreocupación al ser confiado con una carga tan pesada.

—Lo siento —dijo ella, sin poder evitarlo.

Él caminó hacia la ventana y miró hacia el cielo oscurecido. Su mano


izquierda se apretó en la cortina. No podía estar completamente segura, pero
pareció que temblaba.

—¿Qué sucede? —preguntó.

Él mantuvo el silencio por más tiempo.

—Se ven las estrellas. Serán muy hermosas esta noche.

Él giró y se acercó a ella, su varita se elevó. Ella retrocedió un paso, insegura


de sus acciones. Pero él sólo adaptó la chaqueta marrón para que le quedara
bien.

—Gracias —murmuró.

—Si te vas a dejar atrapar por Atlantis, también puedes lucir mejor.

Ella quería resoplar con frialdad, pero no pudo hacer nada por el estilo.
Parecía tener una bola de aserrín en su garganta.
—Entonces... esta es una despedida.
112

—No necesita serlo.

Ella sacudió su cabeza.

—Tomó los riesgos por una razón. Ya que no puedo darle lo que quiere, no
debería ponerle en más riesgo.

—Déjame decidir cuantos riesgos estoy dispuesto a soportar —dijo


suavemente.

Esto casi la deshizo por completo. Si él la protegería incluso aunque no lo


ayudara…

No, no debía dejarse convertir en una ilusa de nuevo.

—No puedo quedarme, pero gracias, de cualquier modo, por decirme la


verdad.

Una sombra oscureció sus ojos antes de que su rostro se volviera


rápidamente ilegible. Él puso una mano sobre su hombro. Por un momento
ella creyó que se acercaría y la besaría, pero sólo trazó con la yema de su
pulgar la frente de ella, una bendición principesca.

—Que la Fortuna te acompañe —dijo, y la dejó ir.


113

CAPÍTULO 8
Traducido por PaulaMayfair & Otravaga

Corregido por Selene

D éjà vu.

Parecía sólo momentos atrás que Iolanthe estaba en el mismo lugar detrás
de la casa de la Sra. Dawlish, mirando hacia la ventana de Fairfax. Excepto
que entonces ella iba hacia un lugar seguro. Ahora estaba saliendo por
peligros desconocidos.

No había movimiento detrás de la cortina, pero la luz permaneció encendida,


un rectángulo dorado de comodidad y refugio. Debería irse, pero siguió
mirando la ventana, esperanzada por cosas que no tenía más derecho a
esperar.

Si sólo no se sintiera tan pequeña y sola aquí afuera, como una niña perdida,
necesitando desesperadamente una mano de ayuda.

La suite del hotel estaba fuera de dudas. El granero en ruinas, entonces. El


recuerdo de sus goteantes y fangosos interiores no atraían, pero cerró los
ojos y se obligó a cubrir la distancia.

El desplazamiento no ocurrió. Lo intentó de nuevo; aún inútil. La distancia


debía ser mayor que su rango de teleportación. Y como no conocía ningún
lugar en el camino, no pudo romper el viaje en segmentos más pequeños.

Pateó el árbol más cercano con frustración. ¿Podría su retirada ser más
torpe? Ella debería haber considerado su curso de acción con mucho mejor
cuidado. Debería haber tenido un destino alcanzable en mente. Y en su
defecto, debería haber al menos robado la ayuda de teleportación del
príncipe.

Y ponerse una chaqueta más cálida. Ahora que había caído la noche, la
temperatura había bajado. La chaqueta marrón en la que se había cambiado
no era lo suficientemente gruesa como para protegerla del frío. Se abrazó a
sí misma con su mano libre.
El frío también le hizo darse cuenta de que tenía hambre. Casi no había
114

comido nada en todo ese día; su estómago estaba más vacío que una calle a
medianoche.

Por lo menos, tenía que encontrar algo de comida.

Echó un último vistazo a la ventana iluminada de Fairfax. Si algo llegara a


pasarle, ¿sentiría el príncipe un tirón de pérdida?

Se estremeció. Se dijo que era sólo el frío. Además, no tenía necesidad de


volver a un lugar en el que ya había estado. Había puesto las monedas
inglesas de la valija en el bolsillo. Caminando por las calles de Eton,
probablemente encontraría una posada donde podía comprar algo para
comer y una cama para pasar la noche.

Por la mañana las cosas no se verían tan graves.

Inhaló profundamente, cambió su maleta a la mano izquierda, y se dirigió a


la calle. Pero apenas había dado dos pasos cuando algo le hizo mirar hacia
arriba.

El cielo era de un azul profundo y cavernoso. El príncipe tenía razón: las


estrellas habían salido, brillantes e incontables. Leo. Virgo. Géminis. Y allí,
Polaris, la Estrella del Norte, el anclaje del gran perímetro celeste.

Pero, ¿qué eran esos puntos negros en lo alto, casi invisible en la oscuridad
de la noche? Entrecerró los ojos. Los pájaros no volaban en una formación
de diamante perfecto, ¿verdad?

Las aves se dirigieron al este y desaparecieron en la distancia. Antes de que


pudiera dar un suspiro de alivio, sin embargo, otro grupo se acercaba desde
el oeste, de nuevo en una formación de diamante perfecto.

Esta vez, al pasar por encima, tres pájaros rompieron la formación. Giraron,
descendiendo a medida que lo hacían, hasta que vio el destello metálico
opaco de sus vientres.

No eran pájaros, sino los infames carros blindados de Atlantis, vehículos


aéreos que podrían transportar a un único dignatario de visita, o la lluvia
de la muerte sobre las poblaciones amotinadas(13).

¿Qué había dicho el príncipe? Que una vez que la noticia de su llegada se
propagara, Atlantis tendría todo el distrito de la loca rodeado, sobre la
posibilidad de que Iolanthe pudiera volver.
Si esto era la movilización de Atlantis, entonces el príncipe había, en todo
115

caso, subestimado la ferocidad de su respuesta.

La oleada de sangre era fuerte en sus oídos. Buscó frenéticamente en


cualquier bolsillo por su varita. No fue hasta que estuvo a punto de llorar
cuando recordó que la había dejado atrás en el laboratorio, después de que
el príncipe le aconsejó no tener nada en su persona que pudiera identificarla
como un fugitivo de un reino mago.

Ahora estaba atrapada en la intemperie sin una varita.

Trató de razonar con ella misma. Atlantis no conocía su ubicación precisa,


aquí en Gran Bretaña, no era más que un solo grano de arena en una playa
de un kilómetro de largo. Además, Atlantis buscaba a una chica, y docenas
de chicos no habían podido reconocerla como una.

Pero los tres carros blindados por encima de ella seguían descendiendo.
Corrió a un monte bajo de árboles, con las manos temblando, con el corazón
latiendo a toda velocidad.

Doscientos metros sobre el suelo, los carros blindados se detuvieron,


suspendidos en el aire.

Ella agarró el tronco más cercano para apoyarse.

Un momento después, un grupo de magos de al menos una fuerte docena


apareció en el césped detrás de la casa de la Sra. Dawlish.

En retrospectiva, su reacción había sido totalmente predecible. ¿Por qué iba


alguien a querer adoptar una causa tan desesperada? El propio Titus la
odiaba con una pasión, este albatros alrededor de su cuello.

Pero había sido engañado por sus propios sentimientos. Toda su vida había
sido definida por el secreto y el subterfugio. Con ella anhelaba una
verdadera asociación, una relación de confianza, comprensión y buena
voluntad, todo lo que nunca había experimentado antes.

Estúpido, por supuesto. Pero estúpido no significaba que lo quería menos.

Dejó la ventana y se sentó en la silla libre, una Windsor resistente con un


grueso cojín en tela a rayas gris y blanco. La silla que había seleccionado él
mismo, la tela para el cojín del asiento también. También había elegido el
papel tapiz azul y las cortinas blancas. Sabía muy poco de decoración, pero
116

había querido hacer el cuarto tranquilo y reconfortante, sabiendo que los


acontecimientos que condujeran a la llegada de Fairfax a Eton iban
inevitablemente a ser traumáticos.

Frente a él en los estantes había libros que había recogido con el expreso
propósito de familiarizar a Fairfax con el mundo no mágico: un manual de
Gran Bretaña para los extranjeros, varios almanaques y enciclopedias, una
guía de Eton escrita por un ex alumno, un volumen sobre la etiqueta, otro
sobre normas de los juegos y pasatiempos más populares, entre decenas de
otros.

Tanto pensamiento, tanto esfuerzo, tanta inutilidad.

Tendría que haber doblado su mente a la hipocresía. Era el mejor actor de


su generación, ¿cierto? Podría haber dicho que tenía que protegerla a
cualquier precio porque había sido profetizada a ser el amor de su vida. Allí,
una fácil y maravillosa mentira, perfecta para engañar a una chica. Ella se
habría quedado, y habría procedido a su formación, sin más preguntas.

Pero quería la verdad y él, en un arrebato de enajenación, había deseado


honestidad y trato justo. Y la verdad, la honestidad y trato justo lo habían
traído a este buen naufragio.

Saltó de la silla. Ese sonido, ¿qué era? Apagó la luz y se precipitó a la


ventana.

Maldita sea, como sus compañeros de clase dirían.

Maldita sea.

Se teleportó por ello.

Uno de los magos señaló en dirección a Iolanthe. Todos ellos fueron a


grandes zancadas hacia el monte bajo.

Ella jadeó, el sonido de su miedo fracturando el silencio.

¿Podía enfrentarse a todos los magos que venían a cazarla? ¿O era mejor
teleportarse de regreso al hotel y esperar que menos agentes de Atlantis
esperaran allí? ¿Y se atrevería a tirar toda precaución al viento y hacer
descender un segundo rayo, si debería llegar a eso?
Otro mago se materializó en el césped, una mujer en ropa no maga. Iolanthe
117

se encogió más en el interior del monte bajo. La mujer se dirigió


resueltamente hacia los agentes de Atlantis.

Hablaban en voz baja. Iolanthe no podía entender su conversación, excepto


para observar que, a pesar de sus bajas voces, intercambiaron algunas
palabras acaloradas.

Por fin, los agentes Atlantes se teleportaron, probablemente de vuelta a los


carros blindados. Y la mujer, con una última mirada alrededor, también
desapareció.

Alguien le tocó en el hombro. Ella saltó de puro terror. Pero sólo era el
príncipe.

—Se han ido por ahora. No estoy seguro de si van a permanecer lejos. Vete
rápido si te quieres ir.

Pídeme que me quede, sólo unos días, hasta que lo peor pase.

Él no hizo nada por el estilo. ¿Y por qué habría de hacerlo? Ella había dejado
muy claro que nada podría inducir que se quedara.

—¿Qué pasó hace un momento? —preguntó, su voz mintiéndose más o


menos pareja, como si no estuviera aún petrificada.

—Una disputa jurisdiccional.

Se mordió el interior de su mejilla.

—¿Qué significa eso?

—Significa que los magos de los carros fueron enviados por la Inquisidora.
Pero la Sra. Hancock aquí tiene sus órdenes directamente del Departamento
de Administración de Ultramar de Atlantis, y a ella no le importan los
secuaces de la Inquisidora irrumpiendo en su territorio sin invitación
expresa. Ellos lo sabían, y por eso trataron de esconderse aquí, donde estás.

Su corazón latía con más violencia que antes.

—Ve —dijo.

No tenía más remedio que rendirse a la evidencia.

—No sé a dónde ir.


Él le tomó la mano y la puso sobre su brazo. Al siguiente momento estaban
118

en una calle muy luminosa, frente a un edificio largo, con pilares y


buhardillas curvas.

—¿Dónde estamos?

—Slough, a dos kilómetros y medio al norte de Eton. Esa es la estación de


tren. —Señaló el edificio largo—. Tienes un horario en tu bolso y más que
suficiente dinero para ir a cualquier parte. Toma un barco de vapor a las
Américas si quieres.

Estaba enfadado con ella, pero todavía estaba ayudándola. De alguna


manera eso hizo un futuro sin él aún más sombrío. Su corazón estaba lleno
de dolores extraños que no podía empezar a nombrar.

Él le dio la vuelta. Ella ahora estaba frente a una casa okupa de dos pisos.

—Esa es una posada. Puedes comprar tu cena allí y pasar la noche si


prefieres salir en la mañana. Asegúrate de vigilar lo que pasa afuera y
conocer la ubicación de la salida posterior.

—Gracias —dijo, no del todo mirándolo a los ojos.

—Y toma esto.

Presionó una varita en su mano.

—Pero es suya.

—Por supuesto que no, es una de repuesto sin marcar. No puedo tener mi
varita en tu poder cuando seas capturada.

No si, sino cuando.

Ella levantó la cabeza. Pero él ya había desaparecido.

La posada era pequeña, pero alegremente iluminada y escrupulosamente


limpia. Un fuego ardía en la taberna. El aroma era de cerveza fuerte y
estofado caliente.

La Sra. Needles a menudo despotricaba sobre los males de un estómago


vacío: minaba la calidez, drenaba las fuerzas y diezmaba el buen juicio.
Iolanthe había estado fría, confundida y desanimada cuando abrió la puerta
de la posada. Pero ahora, con su cena dispuesta sobre la mesa frente a ella,
trozos de carne y zanahorias nadando en salsa, rebanadas de pan recién
119

horneado con un enorme montón de mantequilla, y la promesa de un budín


por venir más tarde, se sentía un poco más como ella misma.

Había elegido una mesa junto a la ventana, con vistas a la puerta de atrás,
que daba a un callejón. Arriba una habitación austera pero decente la
esperaba. Y frente a ella, el horario de trenes. Ya había encerrado en un
círculo el tren —una forma muy ordinaria de transporte terrestre acelerado
de lo que podía deducir— que tenía la intención de tomar por la mañana.

Alcanzó un trozo de pan y lo untó abundantemente con mantequilla. En su


casa de residencia, el príncipe también estaría sentándose a cenar pronto.
¿Pensaría en ella, como ella pensaba en él? ¿O secretamente se regocijaría,
aliviado de no tener que oponerse al Bane?

El maestro Haywood estaría complacido de que ella sabiamente se hubiese


apartado de los extravagantes planes del príncipe para concentrarse en su
propia supervivencia. Se quedó mirando el pan en su mano, brillando con
mantequilla derretida, y se preguntó si la comida ofrecida al Maestro
Haywood en la Inquisición era tan apetitosa. ¿Y los agentes de Atlantis
harían algo por él cuando comenzaran los síntomas de la abstinencia de la
merixida? ¿O simplemente lo dejarían sufrir?

—¿En qué piensa, apuesto mozo?

Iolanthe saltó. Pero sólo era la camarera, sonriéndole.

Sonriéndole coquetamente.

—Ah... ¿en una rebosante jarra de cerveza, servida por la chica más guapa
del salón?

La chica soltó una risita.

—Iré a traerle esa cerveza.

Iolanthe se quedó mirando a la espalda de la camarera retirándose,


preguntándose cómo mantenerla alejada. Ni siquiera podía permitirse la
posibilidad de una situación en la que alguien pudiera descubrir que no era
tal apuesto mozo después de todo.

La camarera miró por encima del hombro y le guiñó un ojo. Iolanthe


apresuradamente miró por la ventana. En casa un núcleo de transportes
terrestres acelerados por lo general tenía más de una posada. Tal vez vería
120

algo más en las cercanías.

Al otro lado de la calle, muy por encima de la estación de tren, se cernían


dos carros blindados. Sobre el terreno, un equipo de agentes —fáciles de
distinguir de los sorprendidos peatones ingleses por sus uniformes de
túnicas— se dispersaba desde la estación. Varios de ellos se dirigían
directamente a la posada.

El temor que se apoderó de ella hizo que el tiempo mismo se extendiera y se


dilatara. El hombre leyendo un calendario bajo una farola bostezó, abriendo
su boca sin cesar. El comensal en la mesa de al lado le pidió a su compañero
“pasa la sal”, cada sílaba tan extendida como melcocha estirada. El
compañero, moviéndose como si estuviera dentro de una tina de pegamento,
puso sus dedos en un plato de peltre con una pequeña cuchara dentro y lo
empujó al otro lado.

Con un fuerte golpe seco, una gran jarra de cerveza fue puesta de pronto
frente a Iolanthe, la espuma alta y derramándose. Ella se sacudió y miró a
la camarera, quien de nuevo le guiñó el ojo significativamente.

—¿Alguna otra cosa para usted, señor?

Su ilusión de libertad se desmoronó.

No estaba a salvo aquí. No estaba a salvo en ninguna parte. Y no tenía


opciones salvo morir ahora o morir un poco después.

Lanzó un puñado de monedas al lado de su cena, intacta en su gran


mayoría, y corrió hacia la puerta de atrás.

Él era un bastardo. Por supuesto que lo era: mentía, engañaba y


manipulaba.

No le caería muy bien a ella cuando se diera cuenta de lo que había hecho.

No importaba, se dijo Titus a sí mismo. No recorría este camino en busca de


flores y abrazos. Lo único que importaba era que ella debería regresar. La
sensación de vacío en su pecho la ignoró por completo.

Encendió la luz en la habitación de Fairfax y esperó. Un cuarto de hora pasó.


Y allí estaba ella, con el rostro pálido, la mirada salvaje.
—Si estás buscando tu sombrero, está en el gancho de allá —dijo él con
121

tanta naturalidad como pudo—. No me hagas caso; estoy aquí sólo para
falsificar una nota de despedida tuya.

Ella dejó caer su valija, sacó la silla en su escritorio y se hundió en ella, con
el rostro enterrado en sus manos.

En las últimas semanas de vida de su madre, a menudo también se había


sentado así, con el rostro entre las manos. Impaciente con su angustia, él
solía darle un tirón a su manga y exigirle que jugara con él.

Después de su muerte, por meses no pudo pensar en nada salvo que aún si
ella hubiese decidido el mismo curso de acción él habría sido diferente: le
habría dado una palmadita en la espalda, le habría acariciado el cabello y
le habría llevado tazas de té.

Avanzó lentamente, con cautela, como si la chica frente a él fuese un dragón


dormido.

Contra su mejor juicio, le puso una mano sobre el hombro.

Ella tembló, como si estuviese atrapada en una pesadilla.

Él siempre se había considerado a sí mismo despiadado. Tener sangre fría


era una cualidad muy apreciada por la Casa de Elberon. Su abuelo había
insistido especialmente en ello: a uno le era permitido perder la vida, pero
nunca su desapego.

Ahora, sin embargo, su desapego se resquebrajaba. En algún lugar dentro


de él, también temblaba, con la fuerza del miedo de ella, de su confusión y
su vulnerabilidad: una empatía que lo conmocionó por su profundidad y su
enormidad.

Apartó su mano de un tirón.

—Ellos estaban allí. —Su voz sonaba fantasmal, incorpórea—. Estaban en


la estación de tren. Dos de esos carros blindados en el aire y… y los agentes
se dirigían a la posada.

Por supuesto que habían estado allí. Le había dicho a la Sra. Hancock que,
si Atlantis realmente pensaba que la chica estaba cerca, deberían vigilar las
estaciones de tren, ya que ella no conocía Gran Bretaña lo suficientemente
bien como para teleportarse.
—¿Te teleportaste aquí directamente desde tu mesa de comedor?
122

—No, desde el callejón de atrás. Espero haber dejado suficientes monedas


por la cena… llevaba demasiada prisa.

—Ahora difícilmente es el momento de preocuparse por las ganancias del


posadero.

—Lo sé. —Volteó el rostro hacia el techo y parpadeó rápidamente. Se


sorprendió al darse cuenta de que ella estaba al borde de las lágrimas—. Es
una estupidez. De todo lo que ha sucedido hoy, no sé por qué esta es la
única cosa que...

Se pasó la base de la palma de la mano sobre los ojos.

—Lo siento.

Lo que tendría que hacer ahora sería tomarla en sus brazos para darle un
abrazo tranquilizador, tal vez incluso besarla en el cabello. Ofrecerle el
consuelo que anhelaba y convencerla de que había tomado la decisión
correcta al volver.

Él no podía hacerlo. En todo caso, dio un paso atrás.

Ella le echó un vistazo.

—¿Todavía puedo ser Archer Fairfax?

Él juntó las manos tras su espalda.

—¿Entiendes lo que vas a dar a cambio?

Sus labios se retorcieron.

—Sí.

—Exijo un juramento.

Ella exhaló lentamente.

—¿Sobre qué quiere que preste juramento?

—Permíteme aclararlo. Exijo un juramento de sangre(14).

Ella estaba de pie.

—¿Qué?
—El único juramento significativo es aquel que puede hacerse cumplir. Tu
123

vida no es la única que está en juego aquí.

Ella se estremeció, pero enfrentó su mirada.

—Por un juramento de sangre quiero más. Siempre me dirá la verdad.


Liberará a mi guardián. Y haremos un y sólo un intento sobre el Bane. Ya
sea que tengamos éxito o que fracasemos, me liberará de este juramento.

Como si alguna vez hubiera un segundo intento.

—Por supuesto —dijo él.

Encontró un plato, lo colocó en el escritorio, y apuntó con su varita al plato.

—Flamma viridis.

Una llama verde se encendió. Él abrió su navaja, pasó la hoja a través del
fuego, cortó el centro de la palma de su mano izquierda y dejó caer tres gotas
de sangre en la llama. El fuego crepitó, cambiando a un tono esmeralda más
brillante. Bajó el cuchillo a la llama de nuevo y se lo pasó a ella.

—Tu turno.

Ella se estremeció, pero imitó su acción. El fuego devoró su sangre y se volvió


del color de un bosque a medianoche. Él aferró su mano todavía sangrando
con la suya y sumergió sus manos unidas directamente en la fría, fría llama.

—En caso de que cualquiera de nosotros incumpla el juramento, este fuego


se propagará por las venas del que rompa el juramento. No va a estar tan
frío entonces.

El fuego bruscamente se volvió de un blanco brillante y quemó. Ella siseó.


Él contuvo el aliento contra el ardiente dolor.

Igual de bruscamente, la llama se apagó, sin dejar rastros de haber estado


alguna vez allí. Ella retiró la mano y la examinó con ansiedad. Pero su piel
estaba perfectamente lisa e intacta; incluso la herida auto infligida en el
centro de su palma había desaparecido.

—Una pequeña muestra de lo que le espera al que rompa el juramento —


dijo él, tal vez innecesariamente.

—Ha pensado en todo, ¿no es…?


Su voz se fue apagando.
124

Las cortinas estaban firmemente recogidas. Desde donde ella estaba parada,
no podía ver hacia afuera. Sin embargo, se quedó mirando la ventana, con
incredulidad en sus ojos. Su rechazo hizo que la sensación de vacío en su
pecho regresara con una venganza. Ella todavía quería creer que él era mejor
que esto.

Pero era inevitable. Ella era demasiado ingeniosa, y él había estado


demasiado apresurado para ser sutil.

Su ya pálido rostro se puso lívido, su mandíbula se endureció y una uña


arañó el centro de su palma, donde había estado el corte.

—Los viste en el cielo, ¿no es así? ¿Los carros blindados? Fue por eso que
me hablaste de las estrellas, para que me asegurara de mirar hacia arriba y
verlos.

Su voz era antinaturalmente inalterada. Pensó en ella agradeciéndole por su


honestidad. Ella tenía que estar pensando en lo mismo, sabiendo que
incluso mientras decía estas palabras, él ya estaba planeando traicionar su
confianza.

Él no dijo nada.

—¿No podrías haber tenido la decencia de decirme que estaban por ahí y
que debería esperar un cuarto de hora antes de arriesgarme a salir?

—La decencia no es una virtud en un príncipe.

Ella se rio con amargura.

—La casa en Londres, ¿realmente está rodeada por agentes de Atlantis?

Él podría haber exagerado la probabilidad de que Lady Wintervale hablaría


de su llegada a los demás Exiliados. Lady Wintervale tendía a la discreción,
no a las confesiones.

—¿También tienes algo que ver con los carros blindados en Slough, los que
me enviaron corriendo de regreso a ti?

Él se encogió de hombros.

Ella se echó a reír de nuevo.


—Entonces, ¿exactamente cuál es la diferencia entre tú y Atlantis?
125

—Yo todavía te di una opción. Regresaste aquí por tu propia voluntad.

—No, regresé aquí porque me acorralaste. Te tomaste mi vida a la ligera.


Tú…

Ella cayó de espaldas contra la pared, con el rostro desencajado por el dolor.

—¿Ya estás pensando en incumplir el juramento? —Sólo podía imaginar la


agonía que la atravesaba.

Lucía como si apenas pudiera respirar. Su voz era ronca.

—Este no puede ser un pacto válido. ¡Libérame ahora!

—No.

Nunca.

Ella cerró los ojos un instante. Cuando los abrió de nuevo, estaban llenos
de una furia helada.

—¿Qué clase de persona eres, que vives sin honor ni integridad?

Sus uñas se clavaron en su palma.

—Obviamente, de la clase que es elegida para lo que los demás son


demasiado decentes para hacer.

Quiso dar la impresión de ser frívolo, pero en lugar de eso sonó duro y
enojado.

Ella apretó su mano.

—Me gustabas mucho, mucho más cuando no te conocía.

No importaba. Tenía lo que quería de ella. Lo que pensara de él de aquí en


adelante era irrelevante.

Tuvo que respirar hondo antes de que pudiera responder.

—Tu afecto no es requerido en este intento, Fairfax, sólo tu cooperación.


Ella lo miró fijamente. De repente, estaba justo frente a él. Su puño lo golpeó
126

con fuerza abajo en el abdomen.

Él gruñó. La chica sabía cómo lastimar a alguien.

—Bastardo —gruñó.

Un pensamiento irrelevante se apoderó de él: debería haberla besado


cuando aún tenía la oportunidad.

Se enderezó con algo de esfuerzo.

—La cena es en media hora, Fairfax. Y la próxima vez, dime algo que no sepa
ya.
127

CAPÍTULO 9
Traducido por Jessy & Helen1

Corregido por Selene

C ada pensamiento le traía agonía.

Iolanthe no supo cuándo colapsó en el piso, pero era un lugar tan


bueno como cualquier otro para sufrir.

El dolor era diferente de cualquiera que hubiera conocido: desordenadas,


brutales, sucias y oxidadas cuchillas la raspaban en cada terminación
nerviosa. Casi rogó por la limpia oscuridad de la asfixia.

Le tomó un largo tiempo encontrar formas de pensar que no renovaran la


tortura. Era indoloro imaginar a la eventual esposa del príncipe ponerle los
cuernos con cada asistente del castillo. También estaba bien imaginar que
sus hijos lo detestaban. Y lo más satisfactorio de todo, no dolía vislumbrar
a todos los habitantes de Delamer escupiendo en su ataúd, que su funeral
se convirtiera en una farsa y un motín.

No necesitaba ser una historiadora para saber que la casa de Elberon había
estado en declive. No hay duda de que él quería revivir sus fortunas y dejar
su marca. No había duda de que quería ser el próximo gran príncipe. Ella
no era más que un peón en su plan, al igual que para el Bane ella no era
más que una cosa para ser aspirada en seco y desechada.

Se sentía en carne viva y agotada, como si hubiera superado una terrible


enfermedad. Casi no podía creer que cuando había despertado ese día, su
preocupación más grande había sido la boda de Rosie Oakbluff. Eso parecía
hace años, toda una vida totalmente diferente.

Aferrándose al borde del escritorio, se puso erguida.

De alguna manera este no era un lugar demasiado desconocido, estar


apenas de pie mientras el mundo daba vueltas a su alrededor. De hecho,
había una familiaridad extraña en ello; cada vez que el Maestro Haywood
había perdido su puesto, pensó que habían llegado a un abismo del que
128

nunca saldrían.

Excepto que esta vez, aquello realmente era el abismo, el final de la vida
como la conocía.

¿Qué debería hacer?

Como para responder a su pregunta, su estómago gruñó, había estado


demasiado nerviosa en el té y demasiado distraída por sus pensamientos en
la posada. Casi se rio. Todavía estaba viva, así que debía comer y la cena en
la planta baja esperaba.

A esto era a lo que estaba acostumbrada: a continuar sin importar qué;


aprovechando lo mejor de una situación terrible.

¿Qué otra cosa se podía hacer?

Titus tocó en su puerta y no recibió respuesta.

—¿No quieres cenar?

Todavía sin respuesta.

Bajo por sí mismo. Para su sorpresa, cuando llegó afuera del comedor, ella
ya estaba ahí, enfrascada en una conversación con Wintervale. O más bien,
Wintervale analizaba las fortalezas y debilidades de los equipos de críquet
de las casas rivales, y ella escuchaba atentamente.

Wintervale debió haber dicho algo gracioso. Ella echó la cabeza hacia atrás
y se puso a reír. La vista dejó a Titus frio: era terriblemente bonita. No
entendía como Wintervale podía quedarse tan cerca y no darse cuenta.

Wintervale continuó hablando. Ella miró sobre él con franca apreciación. El


impulso de aplastar a Wintervale en un gabinete chino descendió sobre
Titus. Era difícil creer que la hubiera conocido solo meras horas: ya había
vuelto la vida de él patas arriba.

Se acercó a ellos. Ella le dio un gesto superficial antes de regresar su


atención a Wintervale. Kashkari llegó junto Titus, y pasaron un minuto
hablando de la licuefacción del oxígeno, un nuevo logro científico no mágico
sobre el cual Kashkari acababa de leer en los periódicos.
La puerta del comedor se abrió. Con empujones y atropellos, los chicos
129

entraron, luego se acomodaron en dos mesas largas, auto segregados por la


edad. La Sra. Dawlish se sentó en la cabecera de la mesa de los chicos
mayores, la Sra. Hancock, en la mesa de los chicos menores.

—¿Dará las gracias, Sra. Hancock? —preguntó la Sra. Dawlish.

Ante la mención del nombre de la Sra. Hancock, Fairfax, en la mesa frente


a Titus, se tensó. Titus podía ver que quería darse la vuelta y tener un buen
vistazo de la Sra. Hancock, pero fue lo suficientemente cuidadosa de imitar
a los otros chicos y arquear la cabeza en su lugar.

—Nuestro padre celestial —comenzó la Sra. Hancock—. Asístenos en tu


infinita misericordia mientras nos embarcamos en un nuevo periodo en esta
antigua y esplendida escuela. Guía a los chicos para ser laboriosos y
fructíferos en sus estudios. Mantenlos fuertes y saludables en cuerpo y
mente. Y que 1883 sea el año en que los bendigas, por fin, con victorias en
el campo de críquet por el señor todopoderoso, sabes lo dolorosamente que
hemos sido tratados en los Periodos del Verano pasado.

Los chicos gimieron y se rieron. La Sra. Dawlish, medio sonriendo a sí


misma, les hizo callar.

Fairfax levantó la cabeza, la sorpresa escrita por todo su rostro. ¿Ella


pensaba que los agentes de Atlantis no podían ser personas perfectamente
encantadoras? La Sra. Hancock era amada en esta casa, casi más que la
Sra. Dawlish.

—Damos nuestro agradecimiento por la generosidad de esta comida, oh


Señor —continuó la Sra. Hancock—. Por la Sra. Dawlish, nuestra dama
incondicional. Incluso por los chicos, a los que quiero mucho, pero, si la
historia es alguna indicación, desearé estrangular con las manos desnudas
ante de que la semana termine.

Más risas.

—De todas maneras, estamos disfrutando que todos nuestros chicos hayan
regresado a salvo a nosotros, especialmente Fairfax. Que se abstenga de
escalar árboles en este periodo.

Las manos de Fairfax se tensaron en la mesa. Inclinó la cabeza otra vez,


como si quisiera ocultar su malestar por ser señalado por un enemigo.
—Pero por encima de todas las cosas que podamos alcanzar el conocimiento
130

de ti, oh Señor, y servirte con cada aliento y cada acto. Porque tuyo es el
reino, el poder, y la gloria, por los siglos de los siglos. Amén.

—Amén —hicieron eco los chicos.

Se sirvieron pejerreyes fritos, espárragos, y jalea de naranja, lo cual debía


ser una comida extraña para Fairfax. Comió con moderación. A tres minutos
de la comida, dejó caer su servilleta. Se dio vuelta en su asiento, recogió la
servilleta, y, mientras se enderezaba, finalmente miró hacia la Sra. Hancock.

La Sra. Hancock era, en la opinión de Titus, una mujer más atractiva de lo


que ella aparentaba. Favorecía los vestidos sin forma en infinitas variedades
de café opaco y siempre mantenía su cabello cubierto con una larga capa
blanca. Pero eran los dientes de conejo que realmente dejaban la última
impresión, dientes que Titus no creía fueran naturalmente tan grandes.

Para su alivio, la Sra. Hancock, hablando con un chico a su izquierda, no


parecía notar la atención de Fairfax. Para su alivio adicional, Fairfax no miró
mucho. De hecho, no se quedó mirando en absoluto. Si Titus no hubiera
estado específicamente buscándolo, no podría haber notado siquiera que
ella le había echado un vistazo a la Sra. Hancock.

Fairfax retomó su comida, masticando una lanza de esparrago como si fuera


un trozo de leña. Ahora la Sra. Hancock se dio la vuelta y miró la parte de
atrás de la cabeza de Fairfax.

Titus rápidamente miró hacia abajo. Su corazón latía con fuerza. Era posible
que una mujer se diera cuenta pronto de que Fairfax era una chica. ¿La Sra.
Hancock ya sospechaba algo, o prestaba atención porque era nominalmente
el mejor amigo de Titus y debía mantenerse bajo estricta vigilancia?

—¿Me pasarías la sal? —le preguntó Wintervale a Fairfax.

El salero estaba justo al lado de Fairfax, un pequeño plato de peltre. Pero


platos de cualquier cocina digna en el Dominio ya serían sazonados lo justo
para cada persona en la mesa. A menos que ella ayudara en la cocina, ni
siquiera sabría cómo se veía la sal.

Pero antes de que él pudiera actuar, extendió la mano con perfecta


seguridad, tomó una pizca de sal para esparcirla sobre su eperlano frito, y
le entregó el salero a Wintervale.
Titus se le quedó mirando con asombro. La mirada que ella regresó fue una
131

de puro desprecio.

Pronto ella y Wintervale estuvieron nuevamente hablando profundamente


de críquet. Titus se las arregló para mantener una meritoria conversación
con Kashkari. Pero no podía concentrarse, su conciencia saturada con el
sonido de Fairfax y Wintervale disfrutando de la compañía del otro.

Eso, y las más que ocasionales miradas que la Sra. Hancock lanzaba en su
dirección.

La charla de críquet no terminó hasta el final de la comida, pero continuó


en la habitación de Fairfax, una charla a la cual Titus estaba enfáticamente
no invitado.

Abrió un armario al lado de su cama. Dentro del armario había una bola de
escribir de último modelo Hansen, una máquina de escribir que se
asemejaba a un puerco espín mecánico, con teclas dispuestas en una
semiesfera de latón. Él colocó una hoja de papel en el marco semicilíndrico
debajo de la semiesfera.

Las teclas comenzaron a moverse, conduciendo los pistones cortos debajo


de ellas para formar las palabras y oraciones que formaban el reporte diario
de Dalbert para Titus.

El informe, en parte de forma abreviada, parte en código, no tendría sentido


para los compañeros de Titus o la mayoría de los magos, para el caso. Pero
para Titus, la mitad de una página transmitía tanta información como todo
un periódico inglés de gran tamaño.

Por lo general, era informado sobre las decisiones del gobierno, pero esta
noche no había menciones del regente o del primer ministro. En vez de eso
Dalbert suministraba la información que había reunido sobre Fairfax y su
guardián.

Haywood había nacido en la mayor de las Islas Sirena, un pintoresco


archipiélago al suroeste del Dominio continental. Su padre había sido el
dueño de una flota pesquera comercial, su madre una experta en la
conservación de pesquerías. La pareja tenía tres hijos: Helena, quien murió
en la infancia, Hyperion, quien escapó de casa a una edad temprana, y por
ultimo Horatio, la descendencia de grandes logros que ponía a cualquier
132

padre orgulloso.

Los registros de su educación eran bastantes típicos para un joven dotado


y ambicioso, culminando con su ingreso al Conservatorio, donde su
brillantez destacó incluso entre una multitud brillante. Al final de su tercer
año, sus padres murieron en rápida sucesión, y él empezó a ejecutar un
veloz juego. Hubo numerosas infracciones menores en su historial, sin
embargo, su éxito académico se mantuvo sin disminuir.

El desenfreno llegó a un abrupto final cuando asumió la tutela de una bebé


de once meses llamada Iolanthe Seabourne. La pequeña huérfana había
estado bajo el cuidado de una anciana tátara tía. Cuando la anciana se
enfermó, había contactado a la persona nombrada siguiente a la última
voluntad de los Seabourne para hacerse cargo de la niña.

Curiosamente, la tutela no había estado exenta de controversia de menor


importancia. Otro amigo de los Seabourne había dado un paso adelante y
afirmado que antes de que la niña hubiera nacido, los Seabourne le habían
pedido poner su nombre en su testamento, como la encargada de cuidar a
su hija en el improbable caso de su fallecimiento.

El testamento se había sacado a relucir. El nombre de Haywood estaba ahí,


el de ella no, y ese fue el final del asunto.

Todo pareció bien por un tiempo, pero hace siete años, Haywood fue
atrapado arreglando partidos intercolegiales de polo. Fue relegado a una
posición en el Instituto de Archivo Mágico, donde plagió uno de los trabajos
de investigación más conocidos en la historia reciente. Después de perder
ese puesto, encontró un trabajo enseñando en una escuela de segundo
nivel. Aún sin escarmentar, aceptó sobornos de unos alumnos a cambio de
mejores notas.

Acciones escandalosas de su parte, sin embargo, la guardiana de la memoria


no había intervenido.

En cuanto a la niña, había sido registrada como Mago Elemental III, poco
común, pero aun así mucho menos extraño que un Mago Elemental IV, uno
que controlaba los cuatro elementos. A juzgar por su expediente académico,
no tenía intención de convertirse en un mago callejero, la opción de muchos
magos elementales estos días, comiendo fuego ante turistas para vivir.
Y curiosamente, entre más se metía Haywood en problemas, mejores se
133

volvían las notas de ella y más efusivos los elogios de sus maestros de
escuela. Un rasgo deseable, esta, la posibilidad de subsumir el miedo y la
frustración en un enfoque singular.

Su puerta se abrió, y entró Wintervale.

Titus arrugó el informe y lo tiró al fuego.

—¿Ya no tocamos?

Wintervale lo agarró por el brazo y lo arrastró hacia la ventana.

—¿Qué demonios es eso?

Los carros blindados seguían allí, inmóviles en el aire de la noche.

—Vehículos aéreos de Atlantis. Han estado allí desde antes de la cena.

—¿Por qué están aquí?

—Te dije que me encontré con la Inquisidora hoy, debe haberla disgustado
—dijo Titus—. Adelante. Lánzales una roca y comienza tu revolución.

—Lo haría si pudiera tirar una piedra tan alto. ¿No están preocupados por
ser vistos?

—¿Por qué deberían estarlo? En todo caso, los ingleses pensarán que los
alemanes están allá arriba para nada bueno.

Wintervale negó con la cabeza.

—Será mejor que vaya a ver a mi madre de nuevo.

—Salúdala de mi parte.

Titus esperó un minuto, luego salió de su habitación para llamar a la puerta


de Fairfax.

—Titus.

—Entra —dijo ella, para su sorpresa.

Estaba en un largo camisón, sentada descalza en su cama, con la espalda


contra la pared, jugando con fuego. El fuego estaba en la forma de una
pelota de rompecabezas chino, una esfera calada enclavada dentro de otra,
y otra.
—No debes jugar con fuego —dijo.
134

—Tampoco tú. —Ella no levantó la vista—. ¿Supongo que estás aquí para
discutir la liberación de mi guardián?

Su voz estaba nivelada. Había una calma casi sobrenatural en ella, como si
supiera exactamente lo que quería hacer con él.

Cuando él no estaba tan seguro de qué hacer con ella.

—¿Lo estás? —presionó.

Tuvo que recordarse a sí mismo que había hecho un juramento de sangre a


decir siempre la verdad, ya no podía mentirle, al menos no cuando se le
hacía una pregunta directa.

—Vine a buscar mi varita de repuesto de regreso y para hablar de tu


formación. Pero podemos hablar de tu guardián, también.

Ella sacó la varita de debajo de su colchón y se la arrojó.

—Entonces hablemos de él.

—Voy a volver al Dominio en unos pocos días. Mientras estoy allí, voy a
organizar una visita a la Inquisición para ver cómo le está yendo a él.

—¿Por qué no ordenas que lo deje en libertad?

Ella había hecho la pregunta para puyarlo. Él no tenía tales poderes, ni


siquiera si fuera mayor de edad.

—Mi influencia sobre la Inquisidora es muy limitada.

—¿Qué puedes hacer entonces?

—Tengo que ver primero si él todavía está en forma rescatable, puede o no


puede estarlo, dependiendo de lo que la Inquisidora le haya hecho.

—¿Qué es lo que defines como no estar en forma rescatable?

—Si su mente ha sido completamente destruida, no voy a correr el riesgo de


sacarlo físicamente de la Inquisición. Tendrás que aceptar que lo has
perdido.

—¿Y si todavía está bien?


—Entonces voy a necesitar planificarlo, mi objetivo ha sido mantenerme
135

fuera de la Inquisición, no dentro.

—Puedes averiguar lo que necesitas con suficiente facilidad, ¿no?

—Puedo. Pero preferiría no ser conocido por preguntar sobre eso.

—¿No tienes a nadie en quien puedes confiar?

Dudó.

—No cuando se trata de ti o algún plan relacionado contigo, todos tienen


algo que ganar por traicionarnos.

—Me imagino que una persona engañosa tal como tú vería el engaño en
todas partes —dijo ella, con voz dulce—. También puedo imaginar por qué
nadie se arriesgaría voluntariamente a cualquier cosa por ti.

Sus palabras traspasaron profundo, como flechas de un arco largo inglés.

Una parte de él quería gritar que anhelaba nada más que la confianza y la
solidaridad. Pero no podía negar la verdad de sus palabras. Era una criatura
de mentiras, toda su vida se definía por lo que otros podían y no podían
saber de él.

Pero las cosas se suponían ser diferentes con ella, con Fairfax. Iban a ser
compañeros, su vínculo forjado por peligros compartidos y un destino
compartido. Y ahora, de todas las personas que lo despreciaban, ella era la
que más lo hacía.

—Entonces, ves las dificultades que implican sacar a tu guardián de la


Inquisición —respondió, odiando lo rígido que sonaba—. Es decir, si se
encuentra aún consciente.

—Yo decidiré si todavía le queda suficiente capacidad mental para justificar


un rescate.

—¿Y cómo vas a hacer eso?

—Te acompañaré a la Inquisición. Debes disponer de medios listos para


transportarme de vuelta al Dominio, por otro lado, ¿a dónde mandarías a
Fairfax durante las vacaciones escolares?

—¿Entiendes que podrías estar caminando a una trampa, por entrar en la


Inquisición así como así?
—Voy a tomar ese riesgo —dijo con calma.
136

Él se dio cuenta con un destello de intuición de que no estaba tratando con


una chica corriente. Por supuesto, con su potencial, nunca había sido
normal. Pero la capacidad de manipular los elementos era un regalo
polémico, casi. Un gran poder elemental no siempre coincide con una gran
presencia de ánimo.

Pero esta chica tenía esa fuerza de personalidad, esa dureza. En momentos
en los cuales una niña o niño menos resistentes, para el caso, habría estado
destruido por la calamidad, o incoherentemente enojado, ella había decidido
empujar contra él, y hacerse cargo de la mayor cantidad de la situación
como fuera posible.

Ella habría sido un aliado formidable… y un enemigo igualmente formidable.

—Muy bien —dijo él—. Vamos a ir juntos.

—Bueno —dijo ella—. Ahora, ¿qué querías decirme acerca de mi


entrenamiento?

—Eso debemos empezarlo pronto, mañana por la mañana, para ser exactos,
y debes esperar que sea arduo.

—¿Por qué tan pronto y por qué tan arduo?

—Debido a que no tenemos tiempo. Un mago elemental tiene control de


tantos elementos en la edad adulta como los tenga al final de la
adolescencia. ¿Sigues creciendo?

—¿Cómo puedo saberlo con certeza?

—Precisamente. No tenemos tiempo. Dado que hoy ha sido un día difícil, te


esperaré a las seis de la mañana. Después de mañana será a las cinco y
media. Y después, cinco para el resto de la semana.

Ella no dijo nada.

—Será para tu beneficio levantarte temprano. No quieres utilizar el lavabo


cuando todo el mundo está allí.

Sus labios se apretaron; ella no volvió a decir nada. Pero el fuego en su mano
se fusionó en una bola sólida, y luego una bola llena de púas. No había duda
de que ella deseaba empujarla hacia su garganta.
—Para el baño, es posible que desees permanecer lejos de los baños
137

comunales. Le diré a Benton que quieres agua caliente en tu habitación.

—Que amable de tu parte —murmuró.

—Mi generosidad no tiene límites. También te he traído algo de comer. —


Dejó caer un paquete envuelto en papel sobre su escritorio. Ella no había
comido mucho, ya fuera en el té o en la cena, y él no se imaginaba que
hubiera sido muy diferente en la posada—. Es un pastel de buenas noches,
cómelo y no tendrás ningún problema para dormir.

El pastel era para su insomnio. Sería una larga noche para él.

—Correcto —dijo—. Así que no voy a tener problemas para despertarme para
el entrenamiento.

De pronto se sacudió, sus hombros hacia adelante como si la hubieran


golpeado en el estómago. Sus dedos se clavaron en puños. La bola de fuego
se volvió azul de llama pura.

—¿Pensando en cómo vas a aflojar durante tu entrenamiento?

El juramento le demandaba que hiciera todo lo posible.

Ella hizo una mueca y se enderezó, sin decir nada.

Él no podía permitirse el lujo de tenerla reprimida de esta manera. Mucho


mejor que lo sacara sobre él periódicamente.

Un pensamiento se le ocurrió.

—Sé que me quieres castigar, por lo que tienes permiso. Haz tu mejor
intento.

—Solo voy a castigarme a mí misma.

—No cuando tienes mi consentimiento. Piensa en quemarme hasta cenizas


cada minuto del día, si te place. Y mientras que en realidad no me mates,
puedes pensar y considerar los abusos que quieras.

Ella resopló.

—¿Cuál es el truco?

—El truco es que se me permite defenderme. ¿Quieres hacerme daño?


Tienes que ser lo suficientemente buena.
Ella lo miró por primera vez, con los ojos encendidos de especulación.
138

—Adelante, pruébalo.

Ella dudó un segundo y luego su dedo índice se movió en un círculo. La bola


de fuego se transformó en un pájaro de fuego, se disparó alto en el aire, y se
abalanzó hacia él.

—Fiat ventus.

Las alas del pájaro de fuego golpearon con valentía, pero no pudieron
avanzar contra la corriente de aire generada por su hechizo.

Ella chasqueó el dedo y el pájaro de fuego cuadruplicó su tamaño: tomó todo


el fuego de la chimenea.

—Ignis remittatur.

El hechizo de él envió el fuego de nuevo a la parrilla.

Los ojos de ella se estrecharon.

—¿Y qué vas a hacer ahora, sacar el hechizo del viejo escudo de nuevo?

La habitación entera estaba de repente en llamas.

—Ignis suffocetur. —El fuego se apagó, asfixiado bajo el peso del hechizo.

Él se sacudió una mota inexistente de ceniza de la manga.

—Hay más de una manera de sacar una varita, Fairfax.

Ella lo había subestimado.

Era astuto y despiadado. Pero ella no percibió que también era un mago de
gran capacidad. El fuego de un mago elemental no era fácil de desviar por
magia sutil, y sin embargo lo hizo sin esfuerzo, incluso sin la ayuda de una
varita.

Pareces haber preparado un gran acuerdo para esto. Ella no tenía ni idea de
cuánto. Él no era un chico normal de dieciséis años, sino un semi-demonio
en un uniforme escolar.

—Aún no eres rival para mí, Fairfax. Pero lo serás, algún día. Y mientras
más diligentemente entrenes, más pronto me podrás sancionar a voluntad.
Piensa en esto: la mirada temerosa en mis ojos cuando ruegue por
139

misericordia.

Estaba siendo maniobrada muy hábilmente. Él quería que ella sirviera para
conseguir su meta, tendiéndole su degradación como una zanahoria delante
de ella. Pero eso no era lo que quería. Ella solo quería…

Bruscamente apartó cualquier idea de libertad.

—Por favor, sal —le dijo.

Él sacó su varita.

—Ignis.

Una pequeña bola de fuego ardió. Hizo un gesto hacia ella.

—Tu fuego, Fairfax. Te veré en la mañana.


140

CAPÍTULO 10
Traducido por martinafab, PaulaMayfair y Dianna K

Corregido por veroonoel

E l lavabo no era, por suerte, un lugar tan desagradable como el príncipe


le había hecho creer. Aun así, una mirada al largo urinal y decidió que
lo visitaría con la menor frecuencia posible.

El corredor, al igual que el resto de la casa, tenía las paredes empapeladas


con hiedra y rosas. Los inodoros y las bañeras ocupaban el extremo norte.
Justo frente al rellano de la escalera había una gran sala común. Al sur de
la sala común estaban las habitaciones individuales para los dieciséis chicos
mayores: quince chicos mayores y Iolanthe.

Ella y el príncipe ocupaban dos habitaciones contiguas en el extremo sur de


la planta. Al otro lado de sus habitaciones había una sala común más
pequeña reservada para el capitán de la casa y sus lugartenientes. Y justo
al norte de la habitación del príncipe estaba la cocina en la que los chicos
jóvenes preparaban algunas de las comidas para el té de la tarde de los
chicos mayores. Como resultado, ella y el príncipe estaban aislados del resto
de la planta.

Como él había previsto, sin duda.

Una grieta de luz brillaba debajo de su puerta. Los recuerdos llegaron


espontáneamente: ella misma en la oscuridad, mirando hacia la ventana de
su habitación, anhelando la luz. A él.

Ella volvió a entrar a su habitación, cerró la puerta, y se vistió. La noche


anterior, se había desvestido con insoportable cuidado, desabrochándose
los botones de la camisa, estudiando la unión del cuello, y asegurándose de
que podría duplicar el mismo nudo con su corbata. No se fue a la cama
hasta que se las hubo arreglado para ejercer el conjuro de serpens caudam
mordens siete veces consecutivas.

No hubo problemas con ello esta mañana: la figurativa serpiente que era el
pedazo de tela restrictiva se ató y apretó hasta el límite de su resistencia. El
resto de la ropa entró con bastante facilidad. La corbata se negaba a parecer
141

cuidadosamente anudada como lo había estado antes, pero era aceptable.

Cuando terminó, comprobó su aspecto en el espejo.

Siempre había pensado que, si uno miraba con atención, era posible
detectar el cinismo bajo su soleado optimismo. Ahora no había necesidad de
parecer cuidadosa en absoluto. La desconfianza y la ira quemaban en sus
ojos.

Ella no era la misma chica que había sido veinticuatro horas atrás. Y nunca
lo sería de nuevo.

El príncipe se arrodilló delante de la parrilla, ya vestido. Ante su entrada,


sacó una tetera del fuego.

—¿Dormiste bien?

Ella se encogió de hombros.

Él la miró, luego se inclinó para echar agua en una tetera. Por un momento,
él parecía extrañamente normal —joven y despeinado a causa del sueño— y
eso la hacía sumamente infeliz.

Ella apartó la mirada de él. A diferencia de su habitación, que había sido


cuidadosamente decorada para transmitir la educación colonial de Archer
Fairfax, la suya era normal excepto por una bandera en la pared, que ofrecía
un escudo de armas de sable y plata con un dragón, un ave fénix, un grifo,
y un unicornio ocupando los cuadrantes.

—Esa es la bandera de Saxe-Limburg. —Él señaló un mapa en la pared


opuesta—. La encontrarás como parte de Prusia.

Una tachuela de oro, grabada con los mismos diseños heráldicos del escudo
de armas, señalaba un pequeño garabato de tierra. Pasó por delante del
mapa hasta la ventana, levantó la cortina una fracción de centímetro, y
levantó la mirada.

Los carros blindados se habían ido.

—Se fueron a las dos y cuarto —dijo él—. Y probablemente no van a regresar,
una orden de Atlantis reemplaza a una orden de la Inquisidora.
Le molestaba que le hubiera leído los pensamientos.
142

—Pásame eso, ¿sí? —Él señaló una pequeña y simple caja sobre su
escritorio.

Le entregó la caja. Ella pensó que la abriría, pero en cambio la guardó en un


armario que contenía platos, tazas, y alimentos antes de ofrecerle una taza
de té.

El té estaba caliente y fragante. ¿Cómo había aprendido él a hacer una taza


de té perfecta? Cuando había sido un chico joven, ¿también había llevado el
equipaje, encendido fogatas, y cocinado para los chicos mayores?

Ella se negó a hacerle preguntas personales. Tomaron el té en silencio. Él


terminó primero y la inspeccionó, mientras ella fingía no darse cuenta de
ello.

—Todo está bien —dijo él—. Salvo los gemelos.

Le mostró lo gemelos que estaban en sus propias mangas. Cosas molestas:


ella había pensado que esos habían sido de la camisa del día anterior.

Cuando levantó la mirada de sus mangas, todavía estaba estudiándola.

—¿Qué ocurre?

—Nada.

—Siempre debes decirme la verdad.

—La verdad en lo que refiere a nuestra misión. No estoy obligado a


informarte de todos mis pensamientos solo porque se te ocurra preguntar.

—Eres una víbora —dijo ella.

—¿Qué puedo decir? El Príncipe Azul solo existe en los cuentos de hadas. Y
hablando de cuentos de hadas…

De una estantería junto a la ventana levantó un pequeño busto de piedra,


sacó el volumen de abajo, y lo colocó sobre su escritorio. El libro parecía
muy viejo. La cubierta de cuero, una vez probablemente de un escarlata
brillante, se había desvanecido a un marrón rojizo. El oro repujado en el
título había desaparecido casi en su totalidad, pero ella se las arregló para
distinguir las palabras: Un Libro de Cuentos Instructivos.

—Este es el Crisol —dijo él.


—¿Qué es un Crisol?
143

—Te mostraré. Toma asiento.

Lo hizo. Él se sentó al otro lado de la mesa y puso una mano sobre el libro.

—Ahora pon una mano sobre el libro.

Ella siguió su indicación, entre reacia y curiosa.

Él se quedó en silencio durante más de un minuto, debía de ser la


contraseña bastante larga. Luego le dio un golpecito al libro con su varita.
Su mano de repente estuvo entumecida hasta el codo. Algo la tiró hacia
adelante. Ella abrió la boca para gritar cuando el escritorio se levantó en el
aire para encontrarse con su frente a una velocidad alarmante.

Aterrizó sobre sus rodillas en la hierba alta. El príncipe le ofreció su mano,


pero lo ignoró y ella misma se puso de pie. Todo a su alrededor era una gran
pradera bañada en luz de la mañana. En un extremo de la pradera, el
comienzo de colinas cubría un denso bosque. En el otro extremo, a unos
buenos kilómetros de distancia, había un castillo en una loma alta, sus
paredes blancas teñidas de rosa y oro por la puesta del sol.

—Así que es un portal, el Crisol.

—Esa no es la forma en la que se utiliza. Todo lo que ves es una ilusión(15).

—¿Qué quieres decir con una ilusión?

No podía ser. Ella pasó la mano por la hierba alta. Pequeñas y blancas flores
de cinco pétalos se movían con la brisa de la mañana. Las hojas de hierba
eran ásperas contra su piel. Y cuando ella rompió una hoja y se la llevó a la
nariz, el olor era el fresco y ligeramente acre de la savia de la planta.

—Significa que nada de esto es real.

Una pareja de aves de cola larga voló por encima, sus plumas iridiscentes.
Un rebaño de ganado masticaba cerca del borde de la pradera. Su mano
estaba húmeda por el rocío. Negó con la cabeza: no podía aceptar que todo
esto fuera imaginario.

—Si caminas diez kilómetros en cualquier dirección, te encontrarás con que


no podrás ir más lejos, como si este mundo no fuera más que un terrario
bajo una campana de cristal gigante. Dado que no tenemos tiempo para
caminar diez kilómetros…
La condujo a unos cien metros al norte y señaló hacia el horizonte oriental.
144

—Ese es el castillo de la Bella Durmiente; allí lucharás con dragones algún


día. ¿Ves el segundo sol?

El castillo oscurecía la mayor parte del segundo sol, pero un borde era
visible, un círculo pálido en el cielo, del mismo tamaño y altura que el sol,
pero dos grados más al sur, sin duda puesto allí para recordarle a los
pueblerinos como ella que el Crisol no era real después de todo.

—Piensa en ello. Los sueños no son reales; pero cuando estás dentro de un
sueño, es real para ti. El Crisol funciona de la misma manera. A diferencia
de los sueños, sigue los principios físicos y mágicos del mundo real.
Cualquier cosa que funcione allá afuera, funciona aquí, y viceversa.

Ella se tocó la cara. Su piel no se sentía diferente de como lo hacía en el


mundo real.

—¿Entonces dónde está mi persona?

—Nuestros cuerpos están en mi habitación, probablemente parezca que


estamos tomando una siesta, con la cabeza sobre la mesa.

Esta era magia extraordinaria.

—¿Cómo conseguiste este libro?

—Es una reliquia de la familia.

Él se volvió hacia el castillo, apuntó con su propia varita, y luego le entregó


una varita a ella.

—Listo.

—¿Qué acabas de hacer?

—Nada.

—Apuntaste con tu varita al castillo.

—Oh, eso. Lancé un hechizo para romper una ventana.

—¿Por qué?

—Hábito. Solía tener problemas para entrar en el castillo debido a los


dragones. Así que rompía ventanas desde fuera para molestarlos.
—Pero ese castillo está a tres kilómetros de distancia. ¿Cómo puedes romper
145

una ventana desde tan lejos?

—Un hechizo de distancia. Utiliza un hechizo de vista de águila si no me


crees.

Ella lo hizo. Con el hechizo de vista de águila el castillo estaba casi lo


suficientemente cerca como para tocarlo, y todas sus ventanas
perfectamente intactas. Estaba a punto de pedirle que demostrara lo que
había dicho cuando una ventana voló en pedazos en una lluvia de
fragmentos de vidrio. Un rugido bajo retumbó, seguido de una enorme
columna de fuego que provenía de algún lugar cerca de la puerta del castillo.

Ella frunció el ceño.

—¿Estás entrenando para ser asesino? ¿Quién utiliza ese tipo de hechizos?

—Mi madre tuvo una visión en la que me vio practicarlos. Así que los
aprendí.

—Deberían examinarte la psiquis. La mayoría de los chicos de dieciséis años


no siguen las instrucciones de mamá tan servilmente.

—La mayoría de las madres no son videntes —respondió él simplemente—.


Ahora, ¿estás lista?

—¿Para qué? —No le gustaba la expresión de su rostro.

—¿Te gustan las flores? Decapitentur flores. Eleventur.

Miles de flores blancas saltaron por los aires, increíblemente bonitas en la


líquida luz.

—Tu entrenamiento comienza. En garde. —El príncipe levantó su varita—.


Ventus.

Una ráfaga de flores la golpeó con la fuerza de guijarros lanzados.

—Desvíalas —dijo el príncipe.

Ella agitó la varita en su mano y se imaginó partiendo la marea de flores. Lo


único que consiguió, por desgracia, fue un mayor bombardeo. Molesta, envió
una columna de fuego. Inmediatamente, algo mucho más grande la golpeó
en la parte superior del brazo.

—¿Qué…?
—Solo es estiércol de vaca. Ahora concéntrate. No debería tener que
146

recordarte que este ejercicio es solo para el aire.

¿Solo estiércol de vaca?

¿Y qué sabía él de magia elemental? Los magos elementales no se


ejercitaban. O tenían una afinidad por un determinado elemento o no la
tenían. Ella había sabido desde el primer momento de conciencia que podía
manipular el fuego, el agua y la tierra. Y lo hacía, si no era con esfuerzo —
la tierra siempre requería cierto esfuerzo— entonces al menos con bastante
facilidad.

Ella se agachó cuando un racimo particularmente grande de flores salió


disparado hacia ella.

—Vas a sacarme los ojos.

—No me dejes.

Ella envió un enorme chorro de agua en su dirección, solo para que se lo


lanzara de vuelta, seguido de una bola de estiércol de vaca que la golpeó
sólidamente en la caja torácica.

Ella le lanzó su varita.

Él se hizo a un lado.

—Tienes un buen brazo. Quizás Wintervale conseguirá su deseo después de


todo.

Ella se limpió la cara mojada con la mano.

—¿Qué te importa?

—No me importa.

Su varita voló de vuelta a ella. Flores continuaron golpeándola. Y dolía donde


la golpeaban. Hizo todo lo posible para hacerlas retroceder hacia él y
marcarle su cara presumida. Pero no pasó nada.

Sus labios se movieron. Hojas de hierba, un bosque de ellas, se alzaron. Sus


labios se movieron de nuevo. Las hojas de hierba se volvieron en el aire,
apuntando sus extremos afilados hacia ella.

La sangre se drenó de su cara. Las flores solo habían herido. Las hojas de
hierba, con sus bordes muy dentados, la destruirían.
Se apresuraron hacia ella. Instintivamente levantó un muro de fuego para
147

quemarlas hasta las cenizas. Él apagó su fuego. Gritó por fuego fresco. Él
hizo una prisión por ello.

Ella le ordenó al suelo a alzarse en una pared de tierra. Él rompió la pared


antes de que hubiera llegado a treinta centímetros de altura.

—Esto no es acerca de impedírmelo —dijo.

—Entonces no trates de hacerme daño.

—Si no sientes fuertemente sobre eso, no serás capaz de desbloquear lo que


sea que te hace incapaz de darle órdenes al aire.

—Tal vez yo no quiero desbloquearlo. No para ti, canalla.

El dolor de la vivisección por el cuchillo sin filo del juramento de sangre


volvió con una venganza. Ella se tambaleó con su intensidad. Pero no quería
humillarse ante él colapsando en el suelo. No lo haría. Permanecería de pie
y desafiante.

La hierba arañó su cara mientras ella caía.

Ardió con la fuerza de su ira.

Su mano, por su propia voluntad, se levantó. Su varita apuntó al cielo; su


mente emitió el mandato.

Antes de que Titus entendiera completamente lo que pretendía, ya había


alzado su varita sobre su cabeza.

—¡Praesidium maximum!

Había probado este escudo contra el fuego, pero nunca un rayo.

El sonido del rayo golpeando su escudo fue como el del vidrio molido. Su
fuerza era rompe huesos. Apenas podía mantener el brazo en alto, apenas
podía reunir la fuerza suficiente para sostener el escudo, que cedió
centímetro a centímetro debajo de la brillante arremetida que hizo bailar
puntos en su visión.

Gruñó con el esfuerzo de mantener su varita en alto. Los músculos de sus


hombros y brazos gritaban de dolor. Quería cerrar los ojos contra la
insoportable luz.
¿Cómo podía un rayo que aparecía de la nada seguir y seguir? ¿Cuánto más
148

podría llevar su escudo? Lo sintió en su húmero, la anulación del escudo, el


agrietamiento y astillado, el aire volviendo a ser solo aire, y sin protección
alguna.

El escudo se dividió por completo. Su corazón se estrelló hasta su garganta.


Pero el rayo también se había consumido. El aire chisporroteó con el resto
de la electricidad.

Había sobrevivido al golpe de un rayo.

—Necesitarás hacerlo mejor —dijo, y esperó que su voz no sonara tan débil
como el resto de él se sentía—. Cuando fui a Bastión Negro, un rayo de
Helgira me mató en el acto.

Ella se puso de pie lentamente.

—Helgira ha estado muerte por miles de años, si alguna vez vivió.

—Su historia es uno de los campos de entrenamiento en el Crisol, uno de


los más avanzados.

Sus labios se tensaron.

—¿Puedes morir en el Crisol?

—Por supuesto.

—¿Sin consecuencias para tu persona real?

—No es agradable. Mueres en el Crisol, y te dará una profunda aversión a ir


de nuevo a la escena de tu muerte.

—Estás en el Crisol ahora.

—Es cierto, pero no tengo planes de visitar alguna vez Bastión Negro de
nuevo. Aunque algún día, puede ser que te envíe allí para una batalla real
contra Helgira.

Ella se encogió de hombros.

—Solo porque tienes miedo de ella no significa que yo lo tendré.


Titus no había dormido mucho la noche anterior, esperando que los carros
149

blindados se fueran. Mientras miraba sus vientres metálicos apenas


visibles, había repasado los acontecimientos del día una y otra vez, sabiendo
que sus acciones habían cruzado una línea, y sabiendo que habría hecho
exactamente lo mismo si tuviera que hacerlo de nuevo.

En algún momento había dejado de defenderse. Ella tenía razón: era un


villano que no se detendrá ante nada para lograr sus fines. Y mirándola
ahora, empapada, manchada de suciedad, pero erguida, se dio cuenta de
que todavía tenía que ir más lejos.

Si alguien podía encontrar una manera de romper un juramento de sangre,


ella lo haría. Él debía encontrar alguna otra manera de mantenerla atada.

O mejor aún, encontrar una manera para que ella no quisiera irse, incluso
si pudiera. Pero no podía pensar en nada… todavía.

—Eso es suficiente por hoy —dijo, guardando su varita—. Tiempo para la


escuela.

Era una mañana soleada. Alumnos uniformados salían de las casas de


residencia en un flujo constante. En el camino, los chicos de tercer grado se
agrupaban en torno a varios agujeros en la pared —tiendas de calcetín, las
llamaba el príncipe— comprando café y bollos recién horneados.

La llevó a un lugar más grande, no exactamente un restaurante propiamente


dicho, sino un establecimiento con dos comedores interconectados,
atendiendo exclusivamente a chicos del último grado. Ella comió un pan con
mantequilla y observó, nunca estaba de más saber quién era popular, quién
tenía información para compartir, y a quiénes evitar.

Pero incluso mientras evaluaba su nuevo entorno, se sintió igualmente


valorada. Esto no era nuevo. Desde el momento en que se conocieron, el
príncipe la había mirado intensamente; después de todo, él creía que ella
era el medio para sus fines imposibles. Pero desde su salida del Crisol, su
mirada parecía más… personal.

—¿Qué quieres ahora, Su Alteza?

Él levantó una ceja.

—Ya te tengo a ti. ¿Debería querer algo más?


Ella apartó su plato vacío.
150

—Tienes esa mirada intrigante en tus ojos.

Giró el mango de su propia taza de café, de la que todavía no había tomado


un sorbo.

—Eso es terrible. Siempre debería lucir solo una mirada condescendiente.


Nunca queremos dar la impresión de que soy capaz, o estoy interesado, en
formular estrategias.

—Estás manipulando tus respuestas, príncipe. Quiero la verdad.

Las comisuras de sus labios se alzaron apenas perceptiblemente.

—Estaba pensando en cómo controlarte mejor, mi querido Fairfax, que me


dejarías en la primera oportunidad.

Ella entrecerró los ojos.

—¿Desde cuándo un juramento de sangre no es suficiente para mantener a


un mago esclavizado?

—Tienes razón, por supuesto. No debería dudar de mi propio éxito.

—Entonces, ¿por qué dudas de tu propio éxito?

La miró a los ojos.

—Solo porque eres infinitamente valioso para mí, Fairfax, y perderte sería
devastador.

Él estaba hablando de ella como una herramienta para ser desplegada en


contra del Bane. No sabía por qué debería sentir una oleada de calor y una
oleada de dolor en su corazón.

Se levantó.

—He terminado aquí.

La escuela era vieja, una colección de desteñidos edificios de ladrillo rojo


almenados en torno a un patio, en cuyo centro se alzaba una estatua de
bronce de un hombre que debía haber sido una vez alguien importante. Los
adoquines del patio habían sido desgastados por siglos de pies
arrastrándose. Los marcos de las ventanas se veían como si necesitaran otra
151

capa de pintura, o tal vez algo de madera fresca por completo.

—Esperaba algo más elegante —dijo Iolanthe. Había asistido a escuelas


grandiosas y más encantadoras.

—Eton tiene una tendencia de gestionarse con los medios disponibles.


Solían meter setenta alumnos en un armario de escobas y dirigir la clase
con la puerta abierta en invierno.

No podía entenderlo.

—¿Por qué esta escuela? ¿Por qué una escuela no mágica en absoluto? ¿Por
qué no solo meterte en el monasterio y darte tutores incompetentes?

—El Bane tiene su propio vidente. O tenía, no he recibido noticias sobre el


vidente en mi vida. Pero al parecer, una vez me vio asistiendo a Eton en una
visión.

El primer principio en el trato con las visiones era que uno nunca
manipulaba un futuro que ya había sido revelado.

—¿El destino, entonces?

—Oh, soy un querido del destino.

Algo en su tono la hizo mirarlo fijamente. Pero antes de que pudiera decir
algo, varios muchachos llegaron y le estrecharon la mano.

—Escuché que habías vuelto, Fairfax.

—¿Bien curado, Fairfax?

Sonrió y respondió a los saludos, tratando de no traicionar el hecho de que


no tenía idea de quiénes eran. Los chicos siguieron su camino. El príncipe
fue enumerando sus nombres para que los recordara cuando fue empujada
por atrás.

—Qué demo…

Dos muchachos fornidos reían entre sí.

—Mira, es Fairfax —dijo uno de ellos—. Su Alteza tiene a su amigo con


derechos de vuelta.
La mandíbula de Iolanthe cayó. Su Alteza, sin embargo, no estaba ni un
152

poco aturdido.

—¿Es esa la forma de referirse a mi amigo más querido, guapo como es? O
quizás estás celoso, Trumper, ya que tu propio mejor amigo es tan horrible
como un nabo aplastado.

Entonces Trumper era el del cuello grueso y Hogg el que tenía una cara
amplia, pálida y algo aplastada.

—¿A quién llamas un nabo aplastado, afeminado y consentido prusiano? —


gritó Hogg.

—A ti, grandísimo y viril inglés, por supuesto —dijo el príncipe. Él puso su


brazo alrededor de los hombros de Iolanthe—. Ven, Fairfax, estamos
llegando tarde.

—¿Quiénes son? —preguntó cuando estuvieron fuera de su rango auditivo.

—Un par de matones comunes.

—¿Son los únicos que piensan que compartimos esta relación particular?

—¿Te importa?

—Por supuesto que me importa. Tengo que vivir entre estos chicos. Lo
último que quiero es ser conocida como tu… nada.

—Nadie tiene que saber, Fairfax —susurró—. Puede ser nuestro pequeño
secreto.

La forma en que se veía, entre la ironía y la maldad, hizo algo ir mal en su


interior.

—La pura verdad, si podría.

Él dejó caer su brazo.

—El consenso general es que eres mi amigo porque eres pobre y yo soy rico.

—Bueno, eso me lo puedo creer, ya que estoy segura de que nadie quiere
ser tu amigo de otra manera.

Él se quedó en silencio. Esperaba haber herido sus sentimientos,


suponiendo que tenía sentimientos para herir en primer lugar.
—La amistad es insostenible para la gente en nuestra posición —dijo, en un
153

tono suave, casi indiferente—. O sufrimos por ella, o nuestros amigos sufren
por ella. Recuerda eso, Fairfax, antes de convertirte en mejor compinche con
todos a tu alrededor.

La temprana escuela, como se llamaba la primera clase del día, fue instruida
por un maestro llamado Evanston, un hombre frágil, de cabello blanco que
casi desaparecía debajo de su túnica negra de maestro. Como era el
comienzo del Periodo, Evanston empezó con un nuevo trabajo, Tristia, de un
poeta romano llamado Ovidio. Para alivio de Iolanthe, su latín era más que
suficiente para el trabajo del curso.

La temprana escuela fue seguida por capilla. Después del servicio religioso,
el cual encontró lento y triste, el príncipe la llevó de vuelta a casa de la Sra.
Dawlish, donde, para su sorpresa, estaba dispuesto un abundante
desayuno. Los chicos, la mayoría de los cuales había visto comprando el
desayuno fuera más temprano, devoraron un segundo como si hubieran
estado muriendo de hambre durante tres días.

Después del desayuno, regresaron a clases —llamadas divisiones— hasta la


comida del mediodía de vuelta a la casa de la Sra. Dawlish. La Sra. Hancock,
que no había estado allí durante el desayuno, estaba ahora presente. Una
vez más, fue ella quien dio las gracias. Esta vez no mencionó a Fairfax por
nombre, pero Iolanthe aún sentía su mirada de ojos agudos.

No supo lo que la llevó a hacerlo. Al final de la comida, cuando los chicos


estaban saliendo en fila, ella rompió filas y se acercó a la Sra. Hancock.

—Mis padres me pidieron que le dijera, señora, que seré menos problemático
en este Periodo —dijo.

Si la Sra. Hancock se sorprendió por la maniobra de Iolanthe, no lo


demostró. Solo se rio entre dientes.

—Bueno, en ese caso, espero que esté escuchando a sus padres.

Iolanthe sonrió, a pesar de que sus palmas estaban húmedas.

—Ellos esperan lo mismo. Buenos días, señora.


El príncipe la esperaba en la puerta. Se sorprendió al ver su hosca expresión
154

de impaciencia, que no se parecía a su persona controlada y reticente. No


habló con ella mientras salían del comedor.

Pero cuando estuvieron fuera de la casa de la Sra. Dawlish, dijo en voz baja:

—Bien hecho.

Lo miró.

—¿Por eso te veías como si quisieras golpearme con algo?

—Ella te vigilaría mucho más si creyera que nuestra amistad es auténtica.


—Sus labios se curvaron ligeramente, una burla a medias—. Mucho mejor
que me vea como un capullo arrogante y a ti como un oportunista.

La amistad es insostenible para la gente en nuestra posición.

Nunca quiso sentir simpatía por él. Pero lo hizo, en ese momento.

Titus tenía curiosidad de ver su reacción a sus divisiones de la tarde.

Tenían latín de nuevo, a cargo de un tutor llamado Frampton, un hombre


con un gran pico por nariz y labios carnosos. Uno más bien esperaba que
Frampton hablara húmedamente, pero pronunció con nada menos que
perfecta oratoria mientras daba la clase sobre el destierro de Ovidio de Roma
y leía Tristia.

Fairfax parecía hipnotizada por la voz de actor dramático de Frampton.


Entonces se mordió el labio inferior, y Titus se dio cuenta de que no solo
estaba escuchando la voz de Frampton, sino también las palabras de anhelo
de Ovidio.

Ahora ella también era en una Exiliada.

Estuvieron casi un cuarto de hora en la división antes de que ella viera a


Frampton por lo que era. Mientras leía, Frampton pasó por su escritorio.
Ella levantó la vista y se agarró impactada: el diseño del alfiler de corbata
de Frampton era un remolino estilizado, el torbellino de la infame Atlantis.
Inmediatamente inclinó su cabeza y escribió en su cuaderno, sin mirar a
Frampton otra vez hasta que regresó al frente del salón.
Después de la salida, prácticamente empujó a Titus al claustro detrás del
155

patio, su agarre fuerte en su brazo.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Él es obvio. Tendrías que ser ciega para no verlo.

—¿Hay agentes que no llevan el emblema?

—¿Qué piensas?

Ella inhaló.

—¿Cuántos?

—Ojalá supiera. Entonces no tendría que sospechar de todo el mundo.

Se apartó de él.

—Voy a regresar sola.

—Disfruta tu paseo.

Ella se giró para irse; entonces, como si hubiera recordado algo, se giró de
nuevo para mirarlo.

—¿Qué más me estás ocultando?

—¿Cuánto puedes manejar saber?

A veces la ignorancia de verdad era una bendición.

Sus ojos se estrecharon, pero se fue sin más preguntas.

Iolanthe no volvió a la casa de la Sra. Dawlish directamente, sino que caminó


hacia al noreste, junto a la carretera frente a la puerta de la escuela. A la
izquierda de la carretera había un gran campo verde; a la derecha un alto
muro de ladrillo el doble de alto que ella.

Los vendedores ambulantes se alineaban en esta pared. Una anciana en un


vestido muy remendado intentó venderle un lirón a Iolanthe. Un hombre
bronceado agitaba una bandeja de relucientes salchichas. Otros vendedores
vendían tartas, pasteles, frutas, y todo lo demás que podía ser consumido
sin platos o cubiertos. Alrededor de cada vendedor ambulante, chicos de
tercer año se congregaban como hormigas en un picnic, algunos comprando,
156

el resto salivando.

La normalidad de la escena solo hizo que Iolanthe se sintiera más fuera de


lugar. Para estos chicos, esta era su vida. Ella solo estaba de paso, fingiendo.

—Fairfax.

Kashkari. Inhaló: Kashkari la ponía nerviosa. Parecía ser esa rara persona
que hacía una pregunta y realmente ponía atención a la respuesta.

—¿A dónde vas? —preguntó Kashkari mientras cruzaba la calle y se paraba


a su lado.

—Familiarizándome con la extensión de la tierra.

—No creo que muchas cosas hayan cambiado desde que estuviste aquí la
última vez. Ah, veo que el viejo Joby está de regreso con sus bebidas sorbete
de medio penique. ¿Quieres una?

Iolanthe sacudió su cabeza.

—El tiempo es un poco frío para eso.

Pero siguió a Kashkari a un vendedor ambulante de aspecto demacrado.


Kashkari compró un puñado de nueces tostadas y extendió su mano hacia
ella.

—Mira, es el chico turbante y vago juntos.

Iolanthe se dio la vuelta. Trumper y Hogg.

—Vago, ¿ahora el chico turbante es tu peón? —Trumper soltó una risita.

Su reputación, obviamente, no la había precedido aquí. Pocos estudiantes


de cualquier reino mago elegían deliberadamente provocar a magos
elementales, ya que por el tiempo eran lo suficientemente mayores para
asistir a la escuela, habrían tenido años de condicionamiento, dirigiendo su
ira a respuestas físicas en lugar de mágicas. Y también porque un mago
elemental casi nunca era considerado culpable, siempre y cuando la escuela
no se hubiera incendiado al final de una pelea.

Kashkari debió haber visto la agresividad en su rostro.

—Ignóralos. Se sienten más realizados cuando muerdes el anzuelo.


—Odio pasar de buenos puñetazos. —Ella tomó unas nueces tostadas de
157

él—. Pero después de ti.

Las nueces eran dulces y crujientes. Siguieron caminando. Trumper y Hogg


gritaron insultos y calumnias por otro minuto antes de rendirse.

—Me sorprendió que volvieras —dijo Kashkari—. Circuló un rumor de que


te irías con tus padres a Bechuanalandia.

Había un número de Atlantes en el Dominio, sobre todo en las ciudades más


grandes. Pero por lo que Iolanthe sabía, todos ellos, incluso los empleados
y guardias, enviaban a sus hijos de la casa a la escuela. Tuvo que asumir
que los británicos no eran tan diferentes.

—Puede que mis padres vuelvan. Pero quieren que termine mi educación
aquí.

Kashkari asintió. Así que su respuesta era aceptable. Ella dejó escapar un
suspiro.

—¿Extrañas Bechuanalandia?

¿Qué había aprendido sobre el Reino de Kalahari en la escuela? Era la sede


de una gran civilización, su música, arte y literatura eran muy admirados.
Su sistema jurídico había sido copiado en muchos reinos de magos en todo
el mundo. Y era famoso por la belleza de sus caballeros magos; esto último,
obviamente, obtenido de un lugar aparte de las lecciones de geografía.

Metió un pedazo de nuez en su boca para comprarse algo de tiempo.

—Extraño el clima cuando se pone demasiado lluvioso aquí. Y por supuesto,


la cacería mayor.

—¿Son amistosos los nativos?

Estaba empezando a sudar. Tenía que creer que si sus padres no existentes
volvían allí, la situación no podría ser demasiado grave.

—No más hostiles de lo que son en otro lugar, supongo.

—En la India la población no siempre es feliz por la presencia británica. En


la juventud de mi padre, había un gran motín.

¿Cómo la había metido en una discusión sobre la situación política del


mundo no mago, de la que solo tenía escasas ideas? Lo que sí sabía era que
los reinos de magos del subcontinente también se habían levantado contra
158

Atlantis, dos veces en los últimos cuarenta años.

—Un invasor siempre debe considerarse despreciado —dijo ella—. ¿Hay una
población que alguna vez esté feliz de ser subyugada?

Kashkari se detuvo a medio paso. Ella se tensó. ¿Qué había dicho?

—Tienes opiniones muy liberales —reflexionó—, especialmente para alguien


que creció en las colonias.

Insegura de si había metido la pata, decidió soldarse la boca.

—Eso es lo que pienso.

—¡Ustedes! Los he estado buscando.

Iolanthe levantó la vista, sorprendida de encontrarse a solo cinco metros de


la puerta principal de la Sra. Dawlish.

Wintervale se asomó por la ventana abierta.

—Cámbiense rápido. Ya he reunido a los otros chicos. Es hora de jugar


críquet.

Había un libro en la habitación de Iolanthe que decía las reglas de los juegos
populares. La noche anterior, había hojeado la sección de críquet. Pero
había estado tan cansada y distraída que nada había tenido ningún sentido.

—Vamos —dijo Kashkari.

Estaba condenada. Una cosa era asentir y fingir estar absorta mientras
Wintervale pontificaba el juego, otra muy distinta hacerse pasar por una
jugadora de críquet con experiencia. En el momento en que pisara el campo
de juego —así era como se llamaba un terreno para jugar, ¿no?— sería obvio
que no tenía idea de qué hacer.

Demasiado pronto, llegó arriba. Wintervale estaba en el pasillo, vestido con


una camisa color claro de un material resistente y pantalones similares de
color claro.

—De prisa —dijo él.


El príncipe estaba a la vista. Kashkari ya estaba quitándose su abrigo y el
159

chaleco. Iolanthe no tuvo más remedio que empezar también a


desabrocharse, aunque mantuvo toda su ropa puesta con firmeza hasta que
estuvo tras las puertas cerradas.

En su armario encontró prendas similares a las usadas por Wintervale. Le


quedaron bien, al igual que un par de zapatos resistentes. ¿Cuándo las
había ajustado el príncipe? No importaba, tenía asuntos más urgentes.

Wintervale tocó su puerta.

—¿Qué te está tomando tanto tiempo, Fairfax?

Ella abrió la puerta un poco, con la mano apretada en el picaporte.

—Mis pantalones están rasgados. Tengo que arreglarlos. Sigue, te alcanzaré.

—Hanson es hábil con una aguja. —Wintervale señaló a un chico más bajo
detrás de él—. ¿Quieres que te ayude?

—La última vez que me ayudó, utilizó mi testículo izquierdo como alfiletero
—dijo ella.

Los chicos en el pasillo rieron y se fueron, pisando por las escaleras como
una manada de rinocerontes.

Se metió en la habitación de Wintervale para ver la dirección en la que iban


los muchachos. Entonces tocó la puerta del príncipe. Nadie respondió. Abrió
la puerta a una habitación vacía.

¿Dónde estaba cuando lo necesitaba?

Podía fingir ser víctima de un dolor abdominal repentino, pero, ¿y si


Wintervale, o alguien más en la casa —la Sra. Hancock, por ejemplo—
insistía en atención médica para ella? Lo último que quería era un escrutinio
de su cuerpo.

Se paseó en la habitación del príncipe, dividida. Si no iba pronto, Wintervale


podría enviar a alguien a buscarla, otro resultado no deseado.

Si tenía la oportunidad de espiar el juego durante algún tiempo, podría


captar su esencia. Pero, ¿y si el campo de juego era completamente abierto,
sin ningún lugar para ocultarse?
No había una solución perfecta. Sería mejor que volviera a su habitación y
160

estudiara las reglas del críquet de nuevo —si podía estudiar con su corazón
martillando— y luego tratara de acercarse al terreno de juego sin ser vista.

Pero cuando volvió al pasillo, Kashkari salió de su habitación.

—¿Nos vamos entonces? —preguntó amablemente.

Estaba atrapada.
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CAPÍTULO 11
Traducido por Shilo (SOS)

Corregido por aniiuus

T itus corrió.

Odiaba los eventos inesperados. Las cosas inesperadas les pasaban solo a
los inesperados. No era justo que él, que pasaba todas sus horas de vigilia
preparándose activamente para todo lo que el futuro pudiera lanzarle, fuera
pillado insuficiente de esta manera.

Sin embargo, desde el momento en el que Fairfax apareció en su vida, había


ido dando tumbos de un evento imprevisto al otro. Le tuvo que haber dicho
que caminara cojeando, lo suficiente bien para atender a la escuela, pero no
apto para hacer deporte.

Había sido toda una impresión para él, su primer Período de Verano en Eton,
escuchar que Fairfax estaba siendo tratado como jugador de críquet. Pero
con el consenso popular ya formulado, era demasiado tarde para que él
interviniera y convenciera a los otros chicos de que Fairfax era más bien un
remero.

Había querido darle unas lecciones a escondidas de críquet, pero no había


habido tiempo. Y maldita sea, no se suponía que Wintervale convocara hoy
a una práctica.

Sus pulmones dolían, pero se forzó a correr todavía más rápido. Ella no tenía
idea de qué hacer. Se tropezaría y traicionaría su ignorancia.

Wintervale podría empezar a cuestionar cosas. Claro que no iba a llegar a la


conclusión inmediata de que Fairfax no había existido antes de ayer, pero
era peligroso tener a alguien cuestionando cualquier cosa.

Cuando los individuos en el campo se volvieron distinguibles, vio que era


Kashkari el que estaba lanzando. Kashkari corrió una distancia corta, alzó
su brazo y lanzó. La bola voló rápido, pero Wintervale, en la línea, estaba
listo para ella. La golpeó bajo y derecho, hacia el centro entre la brecha entre
162

el jardinero medio y el jardinero al lado del wicket.

Fue un buen tiro. La bola pasaría volando por los jardineros y saldría de la
cancha, dándole automáticamente cuatro carreras al equipo de Wintervale.

Una mancha blanca: alguien corriendo a una velocidad asombrosa. Ese


alguien bajó en picada al césped. Cuando se puso de pie, levantó su mano
para enseñar que había tomado la bola en pleno vuelo.

¡Fairfax! Y por atrapar la bola antes de que aterrizara, había sacado a


Wintervale, uno de los mejores bateadores en toda la escuela.

Wintervale emitió un jubiloso grito

—¿Qué les dije? ¿Qué les dije? Todo lo que necesitábamos era que Fairfax
regresara.

Titus se dio cuenta con retraso que Wintervale se estaba dirigiendo a él.
Había parado de correr en algún momento y estaba mirando fijamente,
boquiabierto. Se recompuso y gritó de vuelta:

—¡Una atrapada por suerte no le hace a uno un prodigio del críquet!

Esto le hizo ganar una mirada despectiva de Fairfax. Por alguna razón, su
corazón latía todavía más rápido que hace un minuto, cuando había temido
que todo su plan se disolvería como humo.

La práctica se reanudó. Ni siquiera dos overs después —cada uno siendo un


grupo de seis bolas lanzadas consecutivamente— ella sacó a Sutherland por
golpear uno de los bails sobre los palos cuando todavía estaba corriendo.

Wintervale estaba fuera de sí. Mandó a Fairfax a reemplazar a Kashkari


como lanzador y puso a Kashkari a batear. En el momento en el que la bola
dejó la mano de Fairfax, todos en el campo se dieron cuenta de que el equipo
al fin tenía el lanzador que necesitaban desesperadamente: la lanzó con una
velocidad extraordinaria.

Kashkari, que no esperaba que la bola se precipitara hacia él tan


rápidamente, apenas consiguió golpearla. Un jardinero cerca de él
rápidamente la atrapó, y Kashkari no pudo conseguir ninguna carrera.

Wintervale le gritaba indicaciones a Fairfax: “¡Más alto!” “¡Más bajo!” “Ponle


algo de efecto”. Lanzaba la pelota bastante decente para alguien con tal
poder de ataque en su tiro. Kashkari se limpió la frente mientras ella se
163

preparaba para lanzar de nuevo.

—Sácalo, Fairfax. —Titus se escuchó a sí mismo gritar, entusiasmado más


allá de lo que había pensado posible con el críquet—. ¡Sácalo!

Lo hizo, golpeando uno de los bails en los palos. El equipo gritó con
aprobación. Titus sacudió su cabeza con asombro. Ella era talentosa:
rápida, fuerte, y maravillosamente coordinada.

Claro que lo era. ¿Cómo se le pudo haber olvidado que los magos
elementales eran casi invariablemente grandes atletas?

Se dio la vuelta para darle la cara a Titus, alzó su mano derecha, y, con sus
dedos índice y medio presionados, se pasó su mano ante su rostro.

Era un gesto de jactancia. Pero había gestos de gestos de jactancia y había


gestos de jactancia. Le acababa de decir que se fuera a la mierda.

Se rio, luego su risa se congeló. ¿Había visto Wintervale el gesto, por algún
motivo? Era enfáticamente no usado en el mundo no mágico, al menos no
en este país.

No, Wintervale estaba detrás de ella, gracias al cielo. Se dio la vuelta para
estrechar la mano de Kashkari, el más cortés de los deportistas.

La práctica se resumió. Ella continuó sobresaliendo, tanto que cuando los


equipos cambiaron de lado y le llegó el turno de batear, pudo reírse de su
error, que de otra manera hubiera sido grave, de usar el bate por el lado
equivocado —el lado con la delgada V de perfil, en lugar del plano— como
resultado de demasiada emoción.

Continuaron hasta que el reloj de la escuela sonó para la capilla de la noche.


En este punto, cada chico agarró su indumentaria y se lanzó a correr, se
cerraba en diez minutos.

Era una carrera festiva, los chicos tomándose el pelo por errores cometidos
durante la práctica. Fairfax inteligentemente se contuvo, excepto cuando
era esperado que se riera.

La casa de la Sra. Dawlish ya estaba a la vista cuando Wintervale exclamó


de pronto:

—¡Qué demonios!
Titus ya los había visto. Fairfax miró hacia arriba. Por el endurecimiento de
164

su expresión, él supo que ella había avistado la formación de carros


blindados. Eran casi invisibles ahora, desapareciendo en el cielo del este
que se estaba oscureciendo.

—¿Qué pasa? —preguntaron varios chicos.

Wintervale sacudió su cabeza.

—Olvídenlo. Solo las nubes. Mis ojos me estaban engañando.

—¿Qué crees que viste? —insistió Kashkari.

—A tu hermana besando al chai-wallah5.

Kashkari golpeó a Wintervale en el brazo. Los otros chicos se rieron y ese


fue el final del asunto.

Excepto por Fairfax. Había estado tanto exhausta como exultante; ahora se
veía solo exhausta.

Te acostumbrarás a ello, el príncipe le había dicho.

Todavía no lo había hecho. El sentimiento de vulnerabilidad desnuda era un


puño de hierro en su garganta.

—¿Estás bien? —preguntó el príncipe. Habían llegado a la casa de la Sra.


Dawlish antes de que cerraran. Se había deslizado al cuarto con ella.

Se encogió de hombros. Al menos con él no tenía que fingir, los chicos no se


habían dispersado cuando llegaron a la casa, forzándola a mantener su
fachada alegre por otro cuarto de hora.

—Mentí —le dijo suavemente—. La verdad es que nunca te vas a


acostumbrar a ello. El sabor del miedo siempre sofoca.

Apretó sus labios.

—Eso no es lo que ocupo escuchar ahora. Deberías haberte mantenido


mintiendo.

5
Chai-wallah: En la India, es la persona encargada de servir el té
—Créeme, me gustaría. Nada suena más perturbador que la verdad saliendo
165

de mi boca. —Puso un caldero en la chimenea, abrió su alacena, levantó


una pequeña caja, y presionó un pedazo de pastel contra su mano—. Tuve
los alimentos entregados hoy. Come, estarás menos asustada con el
estómago lleno.

Le dio un mordisco al pastel. No sabía si le calmó el miedo, pero al menos


estaba húmedo y mantecoso, como debería ser cualquier pastel.

—¿Cómo aprendiste a jugar críquet tan rápido? —preguntó.

Le había sugerido a Kashkari que corrieran para alcanzar a los otros chicos.
Luego fingió, cuando llegaron al campo, que tenía un calambre muscular.
Eso le dio tiempo de sentarse en las líneas de banda. Observando a los otros
chicos, su apresurada lectura de críquet la noche anterior empezó a tener
sentido. La terminología del críquet la había confundido, pero el juego era
uno de bate y pelota, y estaba familiarizada con esos.

Descansó su cadera contra el borde de su escritorio y se encogió de


hombros.

—No es tan difícil.

Él volteó su catre y se sentó, su espalda contra la pared, sus manos detrás


de la cabeza.

—Fue una suerte para nosotros. Wintervale estaba convencido que eras un
jugador excepcional. Ese fue el problema con mi truco: la mente encuentra
maneras de llenar un vacío, y Archer Fairfax era el perfecto vacío.

Casi no escuchó lo que estaba diciendo. La manera en la que se sentaba,


todo hombros fuertes y extremidades largas, era... distractora.

—¿Es por eso que Kashkari piensa que voy a regresar a Bechuanalandia con
mis padres?

—Esa es la menos alarmante de las ideas equivocadas. Te sorprendería


saber lo que la gente pensaba de ti. El año pasado había un rumor dando
vueltas, que no te habías lastimado tu pierna para nada, sino que habías
sido mandado lejos porque habías embarazado a una criada.

—¿Qué?
—Lo sé —dijo el príncipe con la cara seria—. Estaba impresionado por la
166

extensión de tu virilidad.

Luego sonrió, superado por el humor de la situación. Brillante malicia


iluminaba su rostro y era solo un chico atractivo, disfrutando una broma
muy buena.

Pasaron unos segundos antes de que ella se diera cuenta que, asombrada
por su transformación, había dejado de masticar. Tragó incómoda.

—Kashkari me preguntó muchas cosas.

Esto lo hizo calmarse. La sonrisa, como un breve vistazo del sol en la época
lluviosa, desapareció.

—¿Qué clase de cosas?

Estaba casi aliviada de no ver más su sonrisa.

—Quería saber lo que pensaba acerca de la relación del Imperio Británico y


las tierras bajo su influencia en el extranjero.

—Ah. —Se relajó visiblemente—. Kashkari querrá saber tus opiniones.

—¿Por qué?

El caldero cantó. Se levantó, la levantó del gancho, vertió agua hirviendo en


una tetera y la movió con un silbido.

—Kashkari tiene ambiciones. No lo dice, pero quiere liberar a la India del


gobierno británico durante su vida. Wintervale es compasivo. Yo soy
conocido por ser apolítico, entonces está seguro sabiendo que por lo menos
no soy un antagonista de sus metas. Pero está menos seguro acerca de ti.

—¿No hubiera hecho parecer a Fairfax como alguien más empático con sus
puntos de vista, de la manera en que Wintervale cree que lo voy a ayudar a
ganar juegos de críquet?

Descartó el agua de la tetera calentada, le introdujo unas hojas de té y puso


más agua hirviendo encima.

—Fairfax nació y creció en el extranjero. Hay chicos así aquí en la escuela,


y son los imperialistas más fervientes de todos. Kashkari no tenía razón para
pensar que serías diferente.
Dejó a un lado el caldero y colocó la tapa de la tetera para dejar el té en
167

infusión.

—¿Entonces qué creías de la relación entre el imperio y sus colonias?

Todavía no podía comprender completamente la visión del Maestro del


Dominio haciendo té, para ella.

—Dije que un imperio no debería estar muy sorprendido porque sus colonias
están infelices con su gobernante.

—Y Kashkari estaba afablemente sorprendido con tu actitud, sin duda.

—Pensó que mis pensamientos eran inusuales.

—Lo son. Y no los expreses. La última cosa que queremos es que seas
etiquetado como un radical.

—¿Qué es eso?

—Alguien cuyos padres mejor explican por qué su hijo piensa como lo hace.
Imagina un joven Atlante expresando su opinión en la escuela y diciendo
que Atlantis debería dejar ir a todos los reinos bajo su control. La reacción
aquí no sería tan extrema, pero es mejor no probarlo.

Asintió, veía el punto.

Él le llenó una taza y se la trajo. No estaba segura si lo quería tan cerca.

—Gracias, aunque no necesitas atiborrarme con comida y bebida todo el


tiempo.

—Harías lo mismo por la persona más importante de tu vida.

Colocó la taza en la mesa más fuerte de lo que era necesario. Después de


ese resonante ruido, un silencio incómodo se extendió, incómodo para ella,
al menos, atrapada entre la oscura fascinación por sus palabras y la dureza
de su propio sentido común. Y él estaba tan cerca, podía oler el musgo
plateado con el que sus ropas habían sido guardadas, la esencia limpia y
vigorizante hecha un poco picante por el calor de su cuerpo.

—Necesito regresar al laboratorio —dijo, dando un paso hacia atrás—.


Mantente segura en mi ausencia.
Desde su laboratorio, Titus regresó a la casa de la Sra. Dawlish para la cena,
168

luego a su propia habitación para probar el ensayo que planeó para Fairfax.
Emergió del Crisol desorientado y con náuseas, a unos golpes en su puerta.

Wintervale entró.

—¿Qué demonios está pasando ahí fuera? ¿Por qué había carros blindados
por todos lados de repente? ¿Hay una guerra de la que no estoy enterado?

Titus se tragó un vaso con agua.

—No.

—¿Entonces qué? Algo está pasando.

La familia de Wintervale, aún en el exilio, estaba bien conectada. Se


enteraría tarde o temprano. Y si Titus mentía a una pregunta directa, podría
parecer como si estuviera ocultando algo.

—Atlantis está buscando a un mago elemental que convocó un rayo.

—¿Quieres decir, como Helgira?

El nombre todavía hacía a Titus aprensivo.

—Podrías decir eso.

—Eso son tonterías. Nadie puede hacer eso. ¿Qué sigue después? ¿Magos
montando cometas?

Una explosión de risa masculina llegó de la habitación de Fairfax al lado.


¿Quién más se había convertido en su amigo ahora?

Amigos, se corrigió mentalmente, mientras más chicos se unían a la


divertida risa.

—¿Sabes qué creo? —Wintervale colocó dos dedos bajo su barbilla—. Creo
que es solo una excusa para que Atlantis se deshaga de algunos Exiliados
que no les gustan. Mejor le digo a mi madre que tenga mucho cuidado.

—Todos podemos soportar ser un poco más cuidadosos.

—Tienes razón —dijo Wintervale.

Ahora, ¿por qué Fairfax no podía ser como Wintervale, respetoso y dispuesto
a escuchar consejo?
—¿Cómo está Lady Wintervale, por cierto? —preguntó.
169

—Se fue a sus spas. Espero que la calmen. No la había visto tan alterada
por un tiempo.

Wintervale se fue casi cuando era hora de apagar las luces. Pero la
habitación de Fairfax, cuando Titus empujó la puerta para abrirla, todavía
estaba llena. Ella estaba sentada con las piernas cruzadas en su cama,
Sutherland junto a ella, Rogers y Cooper, otros dos chicos del equipo de
críquet de la casa, a horcajadas sobre sillas en la cama. Estaban jugando
cartas.

—Ven y ayúdame, príncipe —dijo casualmente—. Soy terrible con las cartas.

—De verdad que lo es —dijo Sutherland.

—Es bueno que sea un atleta brillante y atractivo como un dios —dijo, con
ese engreimiento afable que hacía tan sorprendentemente bien.

Los chicos gritaron y abuchearon.

—¿Lleno de ti mismo, verdad? —preguntó Roger.

—Mi madre me enseñó que la falsa modestia es un pecado —dijo ella,


sonriendo.

Titus la había advertido contra hacer amigos. Pero el agudo sentimiento en


su corazón no era preocupación, si no una puñalada de envidia. Aún si sus
circunstancias le permitieran amigos, no los hubiera tenido tan fácilmente.
Había algo acerca de él que desalentaba el contacto, mucho menos la
intimidad.

—Ya casi se apagan las luces —dijo.

Cooper, siempre sobrecogido por Titus, bajó inmediatamente sus cartas.

—Mejor regreso a mi cuarto entonces.

Más renuentemente, Sutherland y Rogers lo siguieron.

Mientras Titus cerraba la puerta detrás de ellos, ella barajó las cartas.

—Eres muy bueno dispersando una fiesta, Su Alteza. Tuvo que tomarte años
perfeccionar tu arte.

—¿Te refieres a mi encanto innato y espléndido?


—Tu encanto es tan innato como mi veracidad.
170

Recogió la baraja en su mano izquierda.

—¿Tenías algo que decirme?

No había venido con ningún propósito en particular. Pero mientras la


pregunta cayó, su respuesta se extendió lista, como si hubiera estado
meditándola por un rato.

—He estado leyendo acerca de tu guardián. No te hizo tu vida fácil.

—Su propia vida se hizo imposiblemente difícil por mí.

—Relájate, no cuestiono su carácter. Solo quiero hacerte saber que lo


cuidaste muy bien. Tienes un buen corazón.

La mirada de ella, cuando llegó, era tan fría como un río de montaña.

—Lo cuidé porque lo quiero, y porque nunca podré hacer por él tanto como
él lo hizo por mí al acogerme y darme un hogar. Tus cumplidos no te van a
ganar más devoción de mi parte. Haré tanto lo que estipule el juramento de
sangre y nada más.

Chica lista. Lo hizo sentir casi transparente.

—Buenas noches, Su Alteza.

De lujo, también, despidiéndolo como si fuera asunto de ella, en lugar de a


la inversa.

Se teleportó los pocos metros que los separaban, la besó en la mejilla, y


antes de que ella pudiera reaccionar, se teleportó a su lugar por la puerta.

—Buenas noches, Fairfax.


171

CAPÍTULO 12
Traducido por Areli97

Corregido por veroonoel

E l príncipe estaba manipulándola, Iolanthe estaba segura. ¿Pero con


qué fin? ¿Pensaba que diciéndole que era infinitamente preciosa para
él, felicitándola por su buen corazón, o besándola en la mejilla haría que ella
aceptara de buena gana el peligro mortal por el bien de él?

Nada la haría aceptar de buena gana el peligro mortal por su bien.

Pero aun así dio vueltas por un largo tiempo antes de dormirse, la huella de
sus labios fríos era una quemadura en su mejilla.

A la mañana siguiente, su entrenamiento la sumió en una historia llamada


“Batea y la Inundación”, donde tuvo un tiempo agotador refrenando un río
crecido. Aún más agotadora fue una división de la tarde llamada Testamento
Griego. El Maestro Haywood nunca había entendido del todo el problema
que ella tenía con el griego antiguo, señalando que no era mucho más
morfológicamente complejo que el latín. Pero mientras que ella no
encontraba al latín más difícil de dominar que al fuego, el griego siempre se
había sentido como levantar montañas.

Para el momento en que regresó a la casa de la Sra. Dawlish, estaba lista


para recostarse por algunos minutos en su habitación. Pero el príncipe no
había terminado con ella.

—Ven conmigo.

—Ya entrenamos por el día.

—Hoy es un día más corto en la escuela. En esos días, también tendrás una
sesión por la tarde.

Ella no dijo nada mientras lo seguía dentro de su habitación.

—Sé que estás cansada. —Cerró la puerta detrás de él y le dirigió un


encantamiento para mantener a la gente alejada—. Pero también sé que eres
fuerte, mucho más fuerte de lo que tú, o quizás incluso yo, podemos
172

comprender.

Ella no se sentía fuerte, solamente atrapada.

—Siempre recuerda —dijo él, mientras colocaba su mano en el Crisol—, que


algún día tu fuerza pondrá de cabeza al mundo tal como lo conocemos.

Aterrizaron en una parte del Crisol que ella no había visto antes: una huerta
de manzanos, las ramas pesadas con flores rosadas y blancas, el aire frío y
dulce. Escudó sus ojos con una mano y miró hacia el segundo sol, pálido y
apenas ahí. Estaba furiosa por la sesión extra y enojada por todo lo demás
en su vida, pero no podía evitar del todo su fascinación con el Crisol. La
hacía sentir como si estuviera en un mundo diferente por completo.

—¿En qué historia estamos?

—“El apicultor codicioso”.

No era de extrañar que el zumbido de las abejas hiciera eco en sus oídos.

—¿Qué pasa en ella?

—Ya lo verás.

No le gustó esa respuesta.

Lado a lado se adentraron más en el huerto. En cierto punto sobresalió una


roca. El príncipe saltó ligeramente encima y extendió una mano hacia ella.
Lo ignoró e hizo su propio camino al otro lado.

—Es solamente cortesía de mi parte, Fairfax. No necesitas preocuparte de


que tomar mi mano te ligará más inextricablemente a mí.

—Quizás no de una manera mágica. Pero con usted, Su Alteza, no hay tal
cosa como simple cortesía. Extiendes una mano porque quieres algo a
cambio. Tal vez no hoy, tal vez no mañana, pero algún día considerarás que
tu amabilidad premeditada se añadirá a algo.

Su respuesta fue una ligera sonrisa y una mirada de admiración. Calculado,


todo calculado, se recordó a sí misma. A pesar de todo, la calidez se agrupó
profundamente dentro de ella.

Llegaron a un claro en el huerto. Ella frunció el ceño.


—¿Eso es una colmena?
173

La colmena era de la familiar forma redonda y cónica de una cesta, pero esta
era de tres pisos de alto y medía por lo menos seis metros a lo largo de su
base.

—Esa es la casa del apicultor.

Abrió la puerta y la hizo entrar. El interior de la casa, excepto por su forma,


se veía como la típica morada rústica: pisos de tablones, muebles sin
barnizar, y cortinas amarillo miel en las pequeñas ventanas.

Empujó una cajonera al centro de la casa, colocó una silla arriba de la


cajonera, y escaló hacia la silla para colocar algo sobre el travesaño.

—¿Qué es eso?

—Una pieza de papel con la contraseña de salida del Crisol. No responderá


a invocaciones, pero obedecerá a la brisa.

Saltó hacia abajo y, con el hechizo exstinctio, destruyó todos los muebles.

—El apicultor mantiene a sus abejas en colmenas de paja anticuadas. Para


obtener la miel, mata a las abejas cada vez. Las abejas finalmente han tenido
suficiente.

—¿Y? —Ella estaba comenzando a ponerse nerviosa.

—Y desearía que nos hubiéramos conocido bajo diferentes circunstancias.


—Él presionó su varita de repuesto en su mano—. Buena suerte.

Se fue. Ella miró fijamente a la puerta por un minuto antes de levantar la


vista en dirección al travesaño de nuevo. Estaba por lo menos a tres metros
y medio en el aire, demasiado alto para que saltara. Él no había dejado nada
que pudiera darle un empujón. Y ya que uno no podía teleportarse dentro
del Crisol, ella tendría que hacer esto ya fuera honestamente o no hacerlo.

Suspiró, levantando su rostro hacia el techo, y cerró los ojos para


concentrarse.

Algo húmedo y pegajoso salpicó en su cara.

—¿Qué de…? —Dio un salto hacia atrás, sus párpados abriéndose


rápidamente.
Un viscoso líquido dorado goteaba de… todas partes. Cada centímetro de la
174

pared era ahora un panal, cada hexágono rezumando miel.

Rezumando se convirtió en lloviznando. Lloviznando se convirtió en


derramando. La miel fluía hacia abajo por la pared. Gruesas cuerdas de ella
caían desde el cielo abovedado.

El único lugar que no era directamente asaltado era el punto exacto donde
él había colocado la contraseña; la casa tenía una abertura en el mismo
centro del techo, la que servía como chimenea.

Se reunieron charcos. Caminó alrededor de ellos hacia la puerta. Pero había


desaparecido detrás de quince centímetros de cera dura. Las ventanas,
cuando arrancó las cortinas, estaban inaccesibles del mismo modo.

Si la miel continuaba inundando la habitación, ella estaría sumergida.

Lo maldijo. Por supuesto que él pensaría en algo tan vil. Maldijo un poco
más y le imploró al aire de la habitación que cooperara. Por favor. Solo esta
vez.

La miel caía en cascada cada vez más rápido, elevándose a sus tobillos,
luego a sus rodillas, tan espesa que apenas podía mover sus pies. El aroma
la abrumaba, demasiado dulce, demasiado empalagoso. Estuvo de pie
debajo de la viga buscando refugio. Pero la miel la cubría, aplastando su
cabello a su cabeza. Tenía que alejarla de sus cejas para que no se metiera
en sus ojos. Incluso la varita había quedado recubierta, pegajosa y resbalosa
a la vez.

Quería esa contraseña. Cuánto la quería. Pero el aire ignoraba sus intentos
de controlarlo. Como gritarle a un sordo, o mover sus manos frente a un
ciego.

La miel estaba ahora al nivel de la cintura. Su pecho dolía por el pánico.

Quizás debería moverse directamente debajo del travesaño. Sería capaz de


ver el pedazo de papel, y tal vez eso posiblemente ayudara.

Pero cuando trató de hacerlo, perdió el equilibrio evitando una enorme gota
de miel cayendo hacia ella y se inclinó hacia un lado. Como una mosca
atrapada en savia de árbol, no podía enderezarse. Fue succionada hacia
abajo, una sensación horrible.
Se le ocurrió que podría ahogarse en miel… y que este era precisamente el
175

borde por el que él había pretendido empujarla.

Se agitó y se hundió más profundamente en la miel. Sus dedos de los pies


golpearon el suelo. Jadeó, luchó por erguirse, y sacó la varita fuera de la
miel.

—Voy a romperte la mano de la varita —gritó—. Y tu cráneo, también.

La miel se había alzado tan alta como su pecho, la pesada presión contra su
esternón. Jadeó. Una gota de miel cayó dentro de su boca. Había pensado
que le gustaba la miel, pero ahora su sabor revolvía su estómago.

Escupió y trató de concentrarse de nuevo. Nunca había necesitado


concentrarse para ninguno de los otros elementos: su trato con ellos era tan
sencillo como respirar. Pelear con el aire era como… bueno, pelear con el
aire, luchar contra una entidad que no podía ser vista, mucho menos
inmovilizada.

La miel creció incluso más. Más allá de sus labios, arrastrándose hacia su
nariz. Trató de empujarse hacia arriba, de flotar. Pero no podía patear lo
suficientemente alto con sus piernas para girarse a sí misma de manera
horizontal. Agitarse —si a sus movimientos lentos como la melaza se le
podían llamar agitarse— solamente la hundía más profundamente en el
atolladero.

Ya no podía respirar. Sus pulmones ardían. El instinto la obligó a abrir la


boca. La miel se vertió dentro. Tosió, el dolor puro de la miel bajando por su
conducto de aire era indescriptible.

Solo su mano estaba por encima de la miel ahora. Agitó su varita, furiosa y
desesperada. ¿Lo había logrado? No podía abrir sus ojos. Sus pulmones
implosionaron.

Al momento siguiente toda la miel se había ido y estaba rodeada por limpio
aire ingrávido. Cayó al piso —el piso de la habitación del príncipe— y jadeó,
llenando sus pulmones con la inefable dulzura del oxígeno.

Racionalmente, sabía que nunca, ni por un momento, había estado en


peligro de verdad. Y por lo tanto no había razón para que temblara y jadeara
con el alivio de la supervivencia.

Lo cual la hacía aborrecerlo más.


—¿Estás bien? —le preguntó.
176

El brazo de ella salió disparado, se envolvió alrededor de sus tobillos, y tiró.


Él cayó fuertemente, golpeando su hombro con la esquina de la mesa. Saltó
encima de él y se preparó para golpearlo en el rostro. Él alzó su brazo en
defensa. Su puño conectó con su antebrazo, un choque sólido que hizo
vibrar toda su persona.

Balanceó su otro puño. La bloqueó de nuevo. Levantó su rodilla, con la


intención de dirigirla a alguna parte debilitante.

La próxima cosa que supo fue que él la había empujado fuera de su persona.
Ella inmediatamente se lanzó de nuevo hacia él. Se acababa de poner de pie;
lo tiró de nuevo.

—Eso es suficiente, Fairfax.

—¡Yo te diré cuándo es suficiente, escoria! —Golpeó su codo hacia sus


dientes.

Evadido de nuevo.

Gruñó con frustración y le dio un cabezazo. Él atrapó su rostro en sus


manos. Ya que ambas de sus manos estaban ocupadas, finalmente aterrizó
un puñetazo a su frente.

Él hizo una mueca de dolor… y se desquitó tirando su cabeza hacia abajo y


besándola.

El sobresalto la paralizó. Las sensaciones eran enormes y eléctricas, como


si hubiera convocado a un rayo de luz sobre su propia cabeza. Él sabía
enojado, hambriento, y…

Ella saltó, tirando una silla. Él se mantuvo en el suelo, sus ojos sobre ella,
ojos tan hambrientos como su beso. Ella tragó. Su puño se apretó, pero no
podía exactamente golpearlo de nuevo.

Se puso de pie con una mueca.

—Sé cómo te sientes. Estuve ahí anoche, con la miel sobre mi cabeza.

Ella lo miró fijamente.

—¿Por qué pareces tan sorprendida? Dije que experimentaría contigo, no en


ti. Todo lo que intento en ti, lo intenté conmigo primero.
Por supuesto que estaba sorprendida. La idea de que cualquiera se
177

sometiera voluntariamente a sí mismo a tal tortura…

Él estaba repentinamente en la puerta, escuchando.

—¿Qué es?

—La Sra. Hancock. Está afuera, hablando con alguien.

Un minuto más tarde —justo el tiempo suficiente para que él hiciera algo
acera del corte sobre su frente y que Iolanthe enderezara la silla caída y
otras cosas golpeadas por su pelea— un golpe vino a su puerta. El príncipe,
con la inclinación de su cabeza, le hizo un gesto a Iolanthe para que abriera
la puerta.

—¿Por qué yo?

—Porque esa es la naturaleza de nuestra amistad.

Ella torció su boca y fue.

La Sra. Hancock estaba en la puerta, sonriendo.

—Ah, Fairfax, también necesito hablar contigo. Tengo una carta de tus
padres para ti.

A Iolanthe le tomó un segundo entero comprender lo que la Sra. Hancock


estaba diciendo. Los padres inexistentes de Fairfax habían enviado una
carta.

Con dedos ligeramente entumecidos, aceptó el sobre. El papel en su interior


era ligeramente lavanda en color y olía a esencia de rosas. Las palabras
estaban escritas en una letra bonita.

Mi querido Archer,

Desde que te fuiste a la escuela, Sissy no se ha estado sintiendo


bien. Debe de haberse acostumbrado a tu presencia en casa
durante tu convalecencia.

¿Serías tan amable de venir a casa este sábado después de


clases? Sissy estará encantada de verte. Y estoy segura que eso
la hará sentirse ella misma de nuevo en un santiamén.
Con amor,
178

Madre

—Mis padres quieren que vaya a casa el sábado —le dijo Iolanthe a nadie en
particular. ¿A dónde se suponía que fuera? ¿Y quién estaba detrás de esta
carta?

—Sí, también le enviaron una carta a la Sra. Dawlish en ese sentido —


contestó la Sra. Hancock—. Puedes tomar una pequeña ausencia, si deseas.

—Qué fastidio —dijo Iolanthe—. Sissy estaba perfectamente bien cuando me


fui. Apostaría que solamente está fingiendo.

Eso parecía como algo que posiblemente diría un chico de dieciséis años que
había estado atrapado en casa por tres meses con su hermana pequeña.

—Entonces quédate aquí —dijo el príncipe—. Además, se supone que me


ayudarás con mi artículo crítico el sábado.

Él sonaba enormemente malhumorado.

—Me temo que no tendrá tiempo el sábado para su artículo crítico, Su Alteza
—dijo la Sra. Hancock—. La embajada también ha solicitado permiso para
usted. Hay una función a la que les gustaría que asistiera.

—Los dientes de Dios, ¿por qué insisten en esta charada? No gobierno nada,
¿eso no es suficiente castigo? ¿Por qué debo de asistir a sus funciones y ser
paseado alrededor?

—Vamos, príncipe, ¿qué tan malo puede ser? —dijo Iolanthe, jugando la
parte del amigo afable—. Habrá champagne y damas.

El príncipe liberó su cama y se dejó caer en ella.

—Eso muestra cuánto sabes tú, Fairfax.

Ella sabía que él estaba actuando de juego, pero aun así le lanzó una mirada
airada. Los ojos afilados de la Sra. Hancock lo captaron todo, sin duda
exactamente como el príncipe había tenido la intención.

Iolanthe juntó una sonrisa para la Sra. Hancock.


—Estoy seguro que para mañana Su Alteza estará de un humor más
179

receptivo. Gracias por venir todo el camino para darme mi carta, señora.

—Oh, no fue nada, Fairfax. Y buen día a usted también, Su Alteza.

Después de que se fuera, ninguno de ellos habló por un rato.

Luego el príncipe dejó escapar una respiración lentamente.

—El sábado en la noche me reúno con la Inquisidora.


180

CAPÍTULO 13
Traducido por Selene1987

Corregido por Jut

I olanthe y el príncipe emprendieron una gran cantidad de pruebas de


teleportación y determinaron que ella tenía un rango de cuarenta y tres
kilómetros, lo suficiente para cubrir la distancia entre Londres y Eton de
una vez.

El sábado por la tarde, para mantener la excusa de dirigirse a casa a


Shropshire, tomó el tren a Londres. Desde ahí se teleportó a un armario de
escobas en el colegio, donde esperaba el príncipe.

—¿Te ha seguido alguien?

Ella meneó la cabeza.

El príncipe le dio una dosis de ayuda.

—Entonces vámonos.

La primera teleportación les llevó a un espacio estrecho que olía a humedad,


no muy diferente al armario de escobas que habían dejado atrás.

—¿Dónde estamos?

—En algún lugar dentro de la torre de la campana de una catedral en


Birmingham. Hazme saber si necesitas unos cuantos minutos.

Ella meneó la cabeza, determinada no mostrar ninguna debilidad. Duró dos


teleportaciones más antes de que su cabeza empezara a girar. No importaba
dónde estuviera ahora, otra habitación en desuso por lo que parecía. Se
recostó contra la pared y luchó contra sus náuseas.

Él le tomó el pulso, sus dedos calentaban su muñeca. Luego le dio unos


polvos tan dulces como el puro azúcar.

—¿Qué es? —farfulló.


—Algo que hará que mis besos sepan a chocolate.
181

Hasta ahora, ninguno de los dos había hecho referencia al beso. Ella había
estado intentando no recordarlo, la inminente reunión con la Inquisidora
significaba que por fin vería al Maestro Haywood, y eso ocupaba plenamente
su cabeza.

Pero había revivido el beso. Y cada vez que lo hacía, un relámpago le cruzaba
el pecho.

Desearía que nos hubiéramos conocido bajo diferentes circunstancias, había


dicho él.

¿Deseaba diariamente, a cada hora, que hubiera nacido siendo otra


persona, y sin la carga de este propósito? Ella sí, pero no podía saber lo de
él. Sus verdaderos sentimientos estaban enterrados en la profundidad de
una fosa oceánica, indetectable para cualquier persona excepto él mismo.

—Tus besos solamente sabrán a perro mojado.

—Sabes mucho sobre eso, ¿no? —dijo amablemente.

¿Qué clase de persona eres, que vive sin honor o integridad?

Obviamente, de la clase que es elegida para lo que los demás son demasiado
decentes para hacer.

Ella le hizo una seña de que estaba preparada para hacerlo de nuevo.
Después de dos teleportaciones más, a pesar del remedio, su cabeza le
palpitaba de dolor.

La ayudó a sentarse.

—Pon tu cabeza entre tus rodillas.

—¿Por qué sigues de pie? —preguntó, gruñonamente envidiosa, sus ojos


entrecerrados.

Estaban en el exterior. El césped a sus pies era suave y verde, el aire frío y
húmedo, con el distante olor salado del mar.

—Puede que seas tan guapo como un dios, pero yo me teleporto como uno.

Ella deseó tener la energía para fulminarle con la mirada, aunque se sintió
extrañamente sonriendo.
—¿Dónde estamos?
182

—En Cabo Wrath, Escocia.

—¿Dónde está eso?

—Al norte de Gran Bretaña, a unos ochocientos kilómetros de Eton.

No había duda de por qué se sentía tan mal. Ochocientos kilómetros era
generalmente considerado el límite diario para el rango de teleportación.
Para ellos, haber ido tan lejos en menos de un cuarto de hora, era algo
sorprendente, y posiblemente fatal.

Ella elevó la cara. Estaban en un cabo elevado donde se veía el mar sin fin.
El viento era tan fuerte que tuvo que quitarse su sombrero. Su pelo corto
voló salvajemente.

Él se agachó, colocó la barbilla de ella entre sus dedos, y miró de cerca sus
ojos. Ella sabía que simplemente estaba mirando el tamaño de sus pupilas,
pero el acto aun así era extremadamente íntimo, una larga mirada.

Si no tuviera cuidado, podría pensar que podía ver toda su alma.

Se echó hacia atrás apartándose de su mano.

—¿Dónde está la entrada a tu laboratorio?

—Por aquí. —Hizo un gesto con la cabeza hacia un faro en la distancia.

Ella puso en marcha sus pies con un tambaleo.

—¿Qué estamos esperando?

La última vez que estuvieron en su laboratorio, ella aún tenía su cabello, y


su opinión aún no se había vuelto en su contra. Titus no echaba de menos
su cabello, pero sí echaba de menos la manera en la que le había mirado,
llena de confianza y dependencia.

Ella alzó una mano y tocó un tarro de perlas. Su cara estaba inclinada, él
recordó haberle puesto su corbata y frotar la parte inferior de su barbilla.
Recordó la sensación de calor recorriendo su cuerpo, la suavidad de su piel.

Ella se giró.
—¿Dónde está tu canario? —preguntó, apuntando a la jaula desocupada.
183

Él fingió remover la poción frente a él.

—Lo vendí en el mercado de aves cantoras en Londres. Era un apoyo. No lo


necesito cuando estoy en el colegio.

—¿Un apoyo para qué?

Él le entregó la poción. Había madurado bien, el mejunje púrpura de la


noche anterior ahora tenía el color de la avena y olía a nuez moscada.

—Para ti.

Ella miró la poción cautelosamente.

—No estarás intentando convertirme en canario, ¿no? Los hechizos de


transfiguraciones humanas son muy inestables, sin mencionar el peligro
para el sujeto(16).

—Tengo un hechizo de transfiguración factible.

—¿También lo has probado contigo?

—Por supuesto.

Ella le miró, había experimentado una gran parte de su desaprobación, pero


esta vez no estaba enfadada o reacia. En lugar de eso parecía… incómoda,
casi.

—¿Estás bien? Te prometo que es seguro. Sabes que no dejaría que te pasara
algo y…

—Estoy bien. —Tomó la poción de él y se la bebió—. ¿Por qué aún no soy


un canario?

Él echó un vial de polvo rojo brillante en un vaso de agua. El agua se


convirtió en bermellón, y luego se aclaró de nuevo.

—También tienes que beberte esto.

Ella lo hizo. Luego miró de nuevo a la jaula vacía.

—¿Va a ser doloroso?

—Sí.
—También podrías haber mentido. —Ella sonrió un poco, sin mirarle—.
184

Estoy lista.

Él sacó su varita y apuntó hacia ella.

—Verte in avem.

La transformación fue inmediata y desgarradora. Él lo sabía bien, habiendo


pasado por eso cinco veces. Ella se agitó. Él la atrapó. Un momento después
solo estaba sosteniendo un montón de ropa.

Un canario, piando, casi lamentándose, salió disparado por la habitación,


sus alas se movían rápidamente.

—Ven a mí, Fairfax.

Ella voló directa hacia él. Apenas la atrapó.

Se quedó quieta y estupefacta en sus manos. Él pasó sus dedos por sus
alas.

—Lo has hecho bien, nada roto. La primera vez que lo intenté, me hice a mí
mismo una contusión y me fracturé el codo.

La colocó en la jaula, encima de capas de periódico limpio.

—Descansa unos cuantos minutos, luego tenemos que irnos.

Él fue por la habitación reuniendo lo que necesitaba. Ella se tambaleó hacia


la copa de agua.

—Bebe el agua si tienes sed, pero no comas nada de la copa de alimentos.


Puede que parezcas un pájaro, pero no lo eres. No puedes volar muy bien, y
sin duda no puedes digerir semillas crudas.

Metió su pico en el agua, bebió, y revoloteó un poco más en su jaula.

La puerta de la jaula aún estaba abierta. Él metió su mano.

—Ven aquí.

Su pequeña cabeza de pájaro se echó hacia un lado, pareciendo tan


sospechosa como cuando era humana. Pero saltó hacia su palma. Él se la
llevó hasta sus labios y besó la parte superior de su suave cabeza.

—Seremos tú y yo contra el mundo, Fairfax —murmuró—. Tú y yo.


185

Dalbert llegó a tiempo, como siempre.

—Su Alteza. —Dalbert se inclinó desde su cintura.

Él sostuvo abierta la puerta del vagón privado. Titus asintió, le dio su


mochila al mayordomo, y dirigió sus pasos hasta el sillón con la jaula en su
mano.

Dalbert le trajo a Titus un vaso de hipocrás y colocó varias semillas en la


copa de comida de Fairfax.

—Hola, Señorita Buttercup.

Titus la observó. Ella colocó el pico en la comida y cogió una semilla. Pero
cuando Dalbert sonrió satisfecho y se dio la vuelta para pasar el rato en otro
lugar, devolvió la semilla.

Titus respiró de nuevo. Toda la literatura había insistido en que un mago en


un estado de transformación claramente entendía el lenguaje y las
instrucciones, pero era la primera vez que había podido comprobarlo por sí
mismo.

Se escuchó el pitido del tren. Sus ruedas se deslizaron por la vía. Estaban
de camino.

Estuvieron en la vía durante unos cuantos minutos. El príncipe usó ese


tiempo para ponerse una túnica y un par de botas altas. Entonces Iolanthe
ya no estaba mirando el paisaje inglés, sino a las montañas distantes.

Lo que terminó no siendo montañas reales, sino un gran mural que


adornaba la sala circular en donde estaba el vagón privado.

El príncipe se levantó de su asiento. En su tamaño actual, él parecía


inmenso, con su mano del tamaño de una puerta. Tomó su jaula y se fue,
seguido de su sirviente.

Una serie de puertas altas y pesadas se abrieron. Ella había esperado una
gran sala al otro lado, pero solo había una escalera, iluminada por
candelabros que emitían una luz pura y blanca.
Descendieron por una larga escalera circular, el vagón estaba aparcado en
186

lo alto de la torre. Otra serie de puertas se abrieron, y caminaron por un


gran pasillo con arcos abiertos, llevando a una terraza de jardín a una gran
altura del patio inferior más abajo.

El pasillo giró, se bifurcó, giró de nuevo. Ahora estaban por todos lados,
agachándose y arañándose mientras el príncipe caminaba. Subieron unos
cuantos escalones, pasaron por una biblioteca, un jardín interior con una
fuente con escultura en el medio, y una gran pajarera llena de pájaros de
todas clases.

Cuando por fin entraron en el apartamento del príncipe, lo encontró


escasamente amueblado. El Maestro Haywood tenía una recepción más
impresionante cuando aún estaba en la universidad. O eso pensó Iolanthe,
hasta que su mirada se posó en la pantalla frente a la ventana. Dentro de
cada panel, volaban mariposas celestes y plateadas. Mientras observaba, el
color de una mariposa cambió a un vibrante amarillo, otra a una delicada
gama de violeta, y una tercera a un modelo de verde y negro.

Las mariposas debían estar hechas de argén azul, un elixir incalculable y


sensible al más mínimo cambio en el calor o en la intensidad del sol. El
príncipe no prestó atención a su incalculable pantalla, sino que pasó por su
lado. En la siguiente sala vio un gran jarrón de rosas heladas. La siguiente
sala tenía un gran globo giratorio. No estaba segura, pero pensó que vio una
tormenta en algún lugar del trópico, con pequeños flashes de relámpagos.
El príncipe se zambulló bajo la luna mientras marchaba.

En su habitación se detuvo para quitarse las botas, luego estaban en un


gran cuarto de baño con una bañera esculpida en un solo bloque de
amatista, con accesorios y pies de oro puro. El vapor se arremolinaba sobre
la bañera, con pétalos y hierbas flotando sobre el agua. Olía a naranja y
menta.

Ella solía darse largos baños. Había sido una de las aplicaciones más
placenteras de su poder elemental, un poco de fuego bajo la bañera para
mantener el agua a una temperatura constante, mientras hacía esculturas
elaboradas y bonitas con las gotas de agua en el aire.

El príncipe la puso abajo y echó a su mayordomo. Éste se fue con una


reverencia y cerró la puerta. Echándose sobre la pared, el príncipe se quitó
los calcetines. Mientras caminaba hacia la bañera de amatista, se quitó la
camiseta por la cabeza.
Era esbelto y fuerte. Su pequeño corazón de pájaro dio un batacazo.
187

Él la miró, sus labios se curvaron en una sonrisa. Lo siguiente que supo fue
que su camiseta había volado por el aire y cayó en la jaula, tapando la vista
hacia la bañera.

—Lo siento, cariño. Soy tímido.

Ella pio con indignación. No es que ella hubiera seguido mirándolo


desvestirse más allá de cierto punto.

—Sé que preferirías inspeccionar mi gran forma, ¿pero puedo recomendar


que admires el tapiz tras de ti en su lugar? —siguió el príncipe—. Es una
representación de Hesperia la Magnífica destruyendo la fortaleza del
Usurpador. El mismísimo Rumpelstiltskin bordó el tapiz. ¿Sabías que los no
magos lo han convertido en un villano en sus cuentos? Pobre hombre, hacen
que obligue a algún pobre inocente a hilar oro de la paja.

Un chapoteo de agua, luego un suspiro mientras se colocaba en la bañera.

Ella cerró los ojos, la ridiculez de la situación momentáneamente la


embriagó. Era un pájaro en una jaula. El príncipe estaba desnudo a pocos
metros de ella. Y el santo de Rumpelstiltskin, quien había dado los ahorros
de su vida para ayudar a los niños indigentes, era difamado como un patán
codicioso.

Él suspiró de nuevo.

—¿Por qué estoy hablando contigo? No recordarás nada de tu tiempo en la


forma de pájaro. —Hizo una pausa—. Acabo de responderme a mi propia
pregunta. ¿Sabes qué hice una vez? Decidí grabar mi tiempo en forma de
pájaro. En código morse, una manera de los no magos de transmitir
mensajes, con puntos y rayas que representan letras. Lo tenía todo
planeado: podría utilizar mi pico para hacer pequeños agujeros en el papel
para representar un punto, y hacer arañazos con mi garra para las rayas.

»Excepto que cuando lo hice, el trozo de papel estaba hecho jirones.


Demasiado para esa idea. —Se quedó en silencio durante un momento—. Y
tendrás un espacio en blanco similar mañana.

¿Significaba esto que estaba a punto de contarle algo que no haría


normalmente? Sus orejas se espabilaron, figuradamente, ya que sus orejas
ahora eran unos agujeros con plumas a los lados de su cabeza.
Él se rio suavemente.
188

—¿Sabes? Se disfruta más hablando contigo cuando no dices nada de


vuelta.

Ella manipuló el agua de la bañera para darle en la cara.

Hubo un gran chapoteo.

—¡Oye! —Parecía sorprendido, pero no tan poco amigable—. Interesante.


Aún eres capaz de manejar poderes elementales. Pero para, o te daré de
comer a los gatos del castillo.

Ella le salpicó de nuevo.

—Está bien, está bien. Lo retiro. Se disfruta hablando contigo, incluso


cuando respondes.

Deseó que dejara de hablar, no quería esta buena relación que podrían
haber tenido, si las cosas hubieran sido distintas.

Di más, pensó una parte menos sensata de ella.

Él la complació.

—¿Sabes qué debería preocuparme? Tu incapacidad para controlar el aire.


El rayo es muy dramático, pero los carros blindados son construidos para
aguantar los relámpagos. Necesitas generar un ciclón para tener una
oportunidad contra ellos. No es algo bueno que no puedas crear una brisa
para salvarte.

Sus alas se agitaron. ¿Se suponía que tenía que luchar contra esas
máquinas de matar?

—Debería estar pensando en nuevas y mejoradas maneras para romper tu


bloqueo. Pero ni siquiera puedo pensar cuando la Inquisidora va a
cuestionarme esta noche.

Jamás había oído miedo en su voz. Así que lo experimentaba. Bien. Era una
señal de locura no tener miedo cuando debería tenerse.

—La primera vez que la vi cara a cara, tenía ocho años —habló suavemente,
ella tenía que hacer esfuerzo para escuchar—. Mi abuelo había muerto hacía
dos meses, y mi coronación era al día siguiente. Cuando naces en la Casa
de Elberon, te entrenan para actuar sereno y superior sin importar lo que
sientas. Pero la Inquisidora era… tenía ojos terroríficos. Lo intenté, y no
189

pude mirarla. Así que cuando habló, miré hacia abajo a mi gato. Minos en
realidad era el gato de mi madre, tan gentil y dulce como ella. Después de
que ella muriera, iba a todos lados conmigo y dormía en mi cama por las
noches. Ese día estaba en mi regazo. Acaricié su cabeza y él ronroneó. En
algún momento dejó de ronronear. Pero no fue hasta el final de la audiencia,
cuando la Inquisidora se levantó para marcharse, cuando me di cuenta que
estaba… estaba muerto.

El dolor en su voz la llenó de una emoción violenta que no podía nombrar.

—Quería llorar. Pero como estaba mirando, eché a un lado a Minos y dije,
como mi abuelo hubiera dicho: “Uno pensaría que un gato de la Casa de
Elberon tendría más educación que morir ante una invitada tan distinguida.
Mis disculpas”. Sólo he tenido pájaros desde entonces, los pájaros y los
reptiles son inmunes a los poderes de los magos mentales(17). Y le he tenido
miedo a la Inquisidora desde entonces.

Se quedó en silencio.

Ella se dio la vuelta y miró el tapiz, queriendo no sentir simpatía por él.

Y sin conseguirlo.
190

CAPÍTULO 14
Traducido por Shilo

Corregido por Jut

T itus se condujo a sí mismo, acompañado por una falange de guardias


montados. Un equipo de cuatro fénix dorados del Pacífico tiraba de
su carruaje, la cabeza de la Casa de Elberon siendo el único mago en el
Dominio con derecho a usar fénix como bestias de carga.

Había una posibilidad, pensó Titus, que el edicto había sido establecido para
que el príncipe o princesa gobernante no fuera distraído de la tarea de regir
por la necesidad de inventar maneras todavía más ostentosas de aparecerse
en una gala de Delamer.

La gala de primavera de Lady Callista era la peor. Un año unos idiotas


decidieron llegar en un carruaje tirado por cientos de mariposas, cada una
del tamaño de un palmo. Las mariposas empezaron a caerse de agotamiento
mientras la carroza se aproximaba a la plataforma de aterrizaje, causando
un desagradable choque.

El año antes de eso un grupo de invitados llegó en turuls, halcones gigantes


de Magyar. Otro grupo de señores y señoras trajeron un par de dragones de
agua importados de China. Como se vio después, los turuls y los dragones
de agua chinos se despreciaban con una pasión ardiente. Un espectáculo
desagradable había sobrevenido.

La comitiva de Titus se aproximó a la rápida vía aérea, construida hace


doscientos años durante el reinado de Apollonia III para facilitar el viaje
entre el castillo y la capital. Fairfax había estado encaramada en su hombro,
sus garras enterrándose levemente en su capa. Pero ahora la tomó en su
mano y la resguardó dentro de su túnica.

—Te sostendría —dijo—, pero necesito ambas manos.

Los fénix eran animales irritables y no les importaba en lo más mínimo las
vías aéreas rápidas.
—Prepárate. Será un golpe fuerte —le advirtió. Probablemente de manera
191

innecesaria. Como una nativa de Delamer, habría usado diariamente la


vasta red de vías rápidas, tanto en el suelo como en el aire. Y si no a diario,
ciertamente más que él, con su crianza en las montañas.

El empujón llegó de repente. No podía respirar. Sus pulmones se vaciaron


más y más. Justo cuando pensó que ya no podría soportarlo más, el carruaje
fue escupido del otro extremo de la vía.

Los fénix graznaron ásperamente. Les dio un tirón para controlarlos, alcanzó
a Fairfax, y la colocó en su hombro de nuevo.

—¿Estás bien?

Estaba ocupada mirando embobada a la ciudad que una vez había sido su
hogar.

Delamer era una de las más grandes metrópolis magas en la tierra, una
extensión brillante de palacios de mármol rosa y majestuosos jardines,
desde las alturas de las Colinas Serpenteantes hasta el borde del helado
mar azul, refulgente con los últimos rayos del atardecer.

Su belleza, sin embargo, estaba arruinada por parches de densa madera que
asemejaban al crecimiento de hongos desde arriba. Pinos rápidos, eran
llamados: no eran pinos para nada, pero ciertamente rápidos, consiguiendo
tanta altura y contorno en dos años, como la mayoría de los árboles hacía
en cinco décadas, criados por los botánicos de Atlantis para camuflar las
plagas dejadas por lluvias de muerte.

Una familiar columna de humo rojo se alzó en el cielo, marcando la


ubicación de la Inquisición. El Fuego de Atlantis había brillado
continuamente desde el final de la insurrección.

El momento de su reunión con la Inquisidora se acercó todavía más.

Él volvió su rostro. Se dirigían directamente hacia el atardecer. La costa


oeste entera era rocosa y golpeada por las olas, especialmente el estrecho a
lo largo de Delamer. Naturalmente una capital ambiciosa y rica de una gran
dinastía, llena de magos que habían disfrutado los fragantes placeres de los
reinos del Mediterráneo, había decidido hacer mejoras.

Durante el reinado de Hesperia la Magnifica, la ciudad construyó cinco


penínsulas, conocidas colectivamente como la Mano Derecha de Titus. Las
penínsulas eran escabrosas en apariencia, para que no se vieran fuera de
lugar en contraste con la costa desigual, pero su aparente aspereza escondía
192

una abundancia de suaves pendientes y playas aisladas, alrededor de las


cuales se extendían cientos de villas de techo azul.

Tres de las penínsulas se componían de algunas de las tierras más caras en


todo el mundo mágico. Una era un querido parque público. Y la que
quedaba, el dedo anular, era una espléndida reserva en la cual se erigió la
Ciudadela de Hesperia.

La ciudadela original todavía se elevaba en el centro, pero el complejo había


crecido a un palacio en extensión con vastos jardines, noventa y nueve
fuentes, y docenas de balcones flotantes.

Pronto la Inquisidora encontraría a Titus en uno de esos balcones.

Dirigió su carruaje en la dirección de la plataforma de aterrizaje. No estaba


solo: desde todos los puntos del cielo, convergían carruajes hacia la
Ciudadela. Sin turuls o dragones de agua de China este año, solo el usual
surtido de grifos y dragones de fantasía.

Dos hombres jóvenes realizaban volteretas y saltos mortales en un


travesaño sostenido en lo alto por cuatro vuelos masivos de palomas. Debajo
del travesaño colgaba un columpio, con una acróbata joven sentada
despreocupadamente sobre él.

Titus quería disfrutar de la vista, una buena vista inclusive para un


príncipe. Pero ya tenía que esforzarse para mantener su respiración
uniforme y sus manos firmes.

La joven lo reconoció. Se puso de pie y realizó una respetable reverencia.


Titus, como correspondía a su imagen pública arrogante y malhumorada, la
ignoró completamente.

El camino a la plataforma de aterrizaje estaba demarcado con antorchas


flotantes. Otros invitados se habían hecho a un lado para despejar la vía
para su soberano. Mientras el carruaje de Titus se detenía, cada una de las
personas en la plataforma se inclinó.

Alectus y Lady Callista estaban al frente de la multitud para darle la


bienvenida. Titus pasó rápidamente a su lado sin detenerse. Pero supo que
Lady Callista levantó su cabeza de su profunda reverencia y lo contempló
con ojos entrecerrados.
Su dispositivo lo había seguido a un hotel de Londres donde no tenía por
193

qué estar. ¿Cómo podía explicar no solo su presencia, si no su partida


precipitada, dejando atrás una bandeja de té a medio consumir?

Lady Callista lo alcanzó.

—Veo que ha traído a la Señorita Buttercup, Su Alteza.

—Ella es compañía más tolerable que la mayoría.

Fairfax gorjeó atentamente.

—¿Y cómo está disfrutando Inglaterra?

—Mejor que yo, sin duda. El aire es muy nocivo.

—¿Le gusta la escuela?

—¿La escuela? Uno de los chicos en mi piso tiene un hurón en su baúl. Un


hurón. Buttercup vive temiendo por su vida. Es más feliz en la casa de mi
amante.

Fairfax dejó de gorjear.

Lady Callista parpadeó.

—¿Perdón?

—¿Qué es lo que no entiende? De seguro que usted, entre todas las


personas, sabe lo que es una mujer mantenida.

—No sabía que Su Alteza tuviera tal arreglo.

—¿Y por qué debería saberlo? Ella no me cuesta tanto como usted le cuesta
a Alectus, y no es la anfitriona de veladas para mí. De hecho, ya me aburre;
planeo reemplazarla con una chica más vivaz, una cuyos gustos para hacer
el amor no sean tan vulgares. Ahora si me disculpa, necesito una bebida.

Se alejó de ella antes de que pudiera llamar a una de las bandejas flotantes
con espumosas bebidas azules. Casi inmediatamente, se estaba inclinando
ante él el primer ministro y varios otros ministros menos importantes.

—Pensé que no le importaban eventos tan frívolos —le dijo Titus al primer
ministro.
—De hecho que no lo hago, señor. Pero escuché que la misma Inquisidora
194

va a venir, y espero hablar con ella con respecto a los registros escritos —
respondió el primer ministro—. No ha habido ningún progreso con las
conversaciones. A menos que lleguemos a un acuerdo, la Inquisición
empezará a destruir registros para la cuarta semana de junio. Diez años de
registros, lo más probable que incluyan información concerniente a miles de
sus sujetos que desaparecieron después de la insurrección.

—Que horrible —dijo Titus, y se alejó, rozándolo al pasar.

No era que fuera completamente indolente, pero, ¿qué creía el primer


ministro que alimentaba el Fuego de Atlantis, cuyo humo subía
ininterrumpidamente desde la Inquisición?

A continuación, fue abordado por la actual archimaga y sus dos discípulos


destacados, y una corriente constante de matronas que querían saber si él
iba a rebajarse a aparecer a sus funciones de caridad.

La primera mujer joven que se le acercó era una bruja de la belleza.

—Su Alteza —dijo con una sonrisa radiante.

—¿Nos conocemos?

—Diana Fairmyth, Su Alteza.

Era receloso con las brujas de la belleza; alguien que tratara de seducirlo
podría estar tratando también de espiarlo.

—¿Qué está haciendo una chica como tú en esta espantosa fiesta?

Se rio.

—¿Oh, es espantosa? No lo había notado todavía.

—Ay, eres muy hermosa, pero veo que nuestros gustos difieren demasiado.

Unas cuantas chicas más trataron, pero las despachó con eficiencia similar.
Luego llegó una chica que no pudo despedir tan fácilmente, Aramia, la hija
de Lady Callista.

Extendió sus manos ante él.

—Titus —dijo—, es bueno verte de nuevo.


Se habían conocido por años, Lady Callista había llevado a Aramia al castillo
195

en ocasiones para que Titus tuviera a alguien de su misma edad con quien
jugar. Tuvieron que haber sido los compañeros de juego perfectos: Ella era
paciente, impasible, dispuesta a probar nuevas cosas. Por no mencionar
que, como él, nunca había conocido a su padre. Pero Titus, un demonio en
los años inmediatos a la pérdida de su madre, la había atormentado.

La encerró en armarios cuando jugaban a las escondidas, le metió chinches


debajo de su blusa cuando jugaban en el exterior, y le preguntó que por qué
era tan fea cuando su madre era tan hermosa.

Pero ella solo se había encogido de hombros y había dicho:

—Tal vez mi padre no era tan hermoso.

En años recientes sus caminos no se habían cruzado seguido. Pero la culpa


era como una ciénaga. Cuando sí la veía, se daría cuenta que todavía estaba
hundido hasta el cuello.

La besó en ambas mejillas.

—¿Cómo has estado, Aramia?

—Oh, igual que siempre. Ya conoces a Madre, todavía tratando de


convertirme en un cisne —respondió, no logrando ser completamente
despectiva.

Nunca había sido fea, sosa, tal vez, pero no fea. Pero inclusive otras mujeres
atractivas se reducían a insignificantes al lado de Lady Callista. No podía
imaginarse lo que sería vivir enteramente bajo la sombra de su belleza.

—Pero si ya eres un cisne —dijo, tratando de alegrarla.

—No creo que la belleza interior cuente mucho para Madre.

—¿Quién dijo que estaba hablando de belleza interior?

Esto hizo sonreír a Aramia.

—Eso es muy dulce, Titus, gracias. ¿Te gustaría probar un poco de ponche
de baya crujiente? Es mi propia receta, solo una gota de esencia de menta
fría como el ingrediente secreto.

Deseó que no lo hubiera llamado dulce. Se hundió un poco más en su


ciénaga.
—¿Todavía disfrutas juguetear con recetas?
196

—Puedo también ser útil.

Ya que no podía ser hermosa, quería decir.

Era doloroso ver lo mucho que quería la aprobación de su madre.

—Tomaré una copa.

Ella apretó su mano.

—Déjame ver qué puedo hacer para que Madre no te importune demasiado.

Aramia se fue a buscar el ponche ella misma. Para el momento en el que


regresó, Alectus y Lady Callista habían encontrado a Titus. Aramia, fiel a su
palabra, alejó a su madre con el pretexto de algo que ocupaba la atención
de esta última.

Alectus por sí mismo era más fácil de soportar. Con el entusiasmo de un


niño grande, relató la misión épica que había sido su búsqueda de una
nueva capa, requiriendo cinco pruebas de emergencia en los últimos dos
días.

Titus lo escuchó parlotear mientras pretendía tomar el ponche de Aramia,


frío como el hielo. No desconfiaba de Aramia, pero uno no sabía lo que podría
estar planeando Lady Callista.

—Toma una copa del ponche de Aramia —le dijo a Alectus—. Te restaurará
bastante.

—¿Ah, te gustó entonces? —dijo Alectus.

—Me gustó. ¿Y por qué pareces tan sorprendido?

Alectus se rio incómodamente.

—Bueno, es solo que a Su Alteza no le gustan muchas cosas.

—Sí, la carga de haber nacido con un gusto exquisito.

—Creo que esa es en realidad la c…

—¡Detén eso! No, no tú, Alectus, tú puedes continuar. Le estoy hablando a


mi pájaro.
Fairfax había estado actuando extraño. Picoteando sus hombros, gorjeando
197

directamente en sus oídos, y justo ahora, cortándole agudamente el cuello.

—¿Tal vez la Señorita Buttercup está hambrienta? —sugirió Alectus.

Había pasado un rato desde que Fairfax había comido, y había mucha
comida pasando alrededor. Titus sacó un panecillo envuelto de dentro de su
capa, no confiaba en la comida de Lady Callista tampoco, y se lo sostuvo a
Fairfax.

Picoteó su mano, lo suficientemente fuerte para que doliera.

—¿Qué dem…?

—Oh, vaya. Creo que es la Inquisidora llegando —dijo Alectus, sin aliento—
. Dijo que tal vez se aparecería, pero no lo había creído del todo. Socializa
tan raramente, la Señora Inquisidora.

Titus se puso frío. Había pensado que tendría un poco más de tiempo.

El carruaje de la Inquisidora era completamente negro, sin adornos a


excepción del emblema del remolino de Atlantis. La Inquisidora misma
estaba de negro, su cabello arreglado hacia atrás en un moño en lo alto de
su cabeza.

Se veía como la muerte caminando.

—Si me disculpa, Su Alteza —dijo Alectus, y se apuró para darle la


bienvenida personalmente a la Inquisidora.

Aramia regresó a su lado.

—No debería decir esto, pero ella me pone los pelos de punta.

—Estoy sorprendido que tu madre la tolere. Te hubiera repudiado si fueras


a algún lado con una capa tan fea.

Aramia se rio suavemente.

—Desafortunadamente, el Tío Alectus le tiene mucho cariño a la


Inquisidora. Madre dice que la Inquisidora es la única mujer que el Tío
Alectus escogería por sobre ella, entonces no tiene opción más que ser muy
sociable.

De hecho que Lady Callista sonreía bastante graciosamente mientras


saludaba a la Inquisidora. Mientras ella empezaba a subir los escalones de
la plataforma de aterrizaje, Alectus merodeaba detrás de ella, como un niño
198

acosando un regalo sin abrir, completamente sin vergüenza de su devoción.

La Inquisidora caminó directamente a Titus, cortando una franja a través


de la asamblea. Casi la mitad de los invitados se inclinó.

Aramia frunció el entrecejo.

—¿No saben lo que están haciendo? Se están inclinando ante un poder


extranjero.

—Es práctico —dijo Titus—. En sus zapatos, haría lo mismo.

—No lo harías.

Ella tenía una visión tan optimista de él; casi lo hizo querer desear ser una
mejor persona.

La Inquisidora estaba ahora frente a él. Se inclinó rígidamente. Titus


respondió con un asentamiento igual de rígido.

—Señora Inquisidora.

—Buenas noches, Su Alteza.

—¿Ya conoció a la Señorita Aramia Tiberius?

—Ya había tenido ese placer. Ahora, Señorita Tiberius, me gustaría


intercambiar unas palabras con Su Alteza.

—Claro, Señora Inquisidora. ¿Puedo ofrecerle una bebida antes de irme?

—Eso será bastante innecesario.

Aramia apretó sus labios y se fue.

Para una supuesta diplomática, su talento para la diplomacia es abismal,


Señora Inquisidora.

Titus no se rindió ante el impulso: justo antes de una entrevista privada no


había tiempo para antagonizar a la Inquisidora.

—Lady Callista ha preparado una habitación aquí donde podremos tener


privacidad —dijo la Inquisidora.

—Bien. La necesitaremos cuando regresemos.


—¿Regresemos?
199

—¿No fue usted misma la que dijo que los representantes de la Corona son
bienvenidos para inspeccionar a mis súbditos actualmente detenidos en la
Inquisición?

—Ciertamente eso puede ser arreglado lu…

—Soy un representante de la Corona perfectamente adecuado. Y estoy listo


para verlos ahora.

Detrás de la Inquisidora, Alectus tembló por la interrupción de Titus. La


Inquisidora dijo fríamente:

—Ahora no es el momento adecuado.

Ante la amenaza de sus ojos, Titus quería encogerse de miedo como hizo
Alectus.

—En cualquier momento, dijo usted —se forzó a hablar—, y ya me produjo


grandes inconvenientes con sus demandas sobre mi tiempo.

—Es joven y terco, Su Alteza, y sus demandas irreflexivas. Ya no hablemos


más de esta tontería.

Cualquier persona cuerda hubiera retrocedido. Pero él no tenía opción. El


juramento de sangre lo obligaba a hacer su máximo esfuerzo. Y el máximo
esfuerzo, por supuesto, era sinónimo de suicida.

—Ya veo que tuve que haber esperado que alguien con su particular…
historial mostrara no ser confiable. —Los dientes de la Inquisidora se
apretaron con la referencia de Titus a sus padres herreros—. Por
consecuencia, he cambiado mi opinión acerca de hablar con usted en
privado.

Se alejó y se aproximó a un trío de brujas de la belleza.

—Ya veo que las mujeres más hermosas presentes esta noche ya se conocen
entre ellas.

Las tres brujas de la belleza intercambiaron miradas entre ellas. La líder


aparente del grupo sonrió a Titus.

—Es un extraño muy guapo, señor. Pero estamos en realidad detrás del
príncipe.
—¿Ese idiota engreído? Tienen suerte que está demasiado lleno de sí mismo
200

para notarlas. ¿Se pueden imaginar el aburrimiento absoluto que sería?

—No sabría decirle, pero usted, Su A… digo, señor, es de todo menos


aburrido.

Levantó un rizo de su oscuro cabello, no sintiendo su textura, consciente


solo de la fuerza de la ira de la Inquisidora, como agujas en su espalda.

—Déjame adivinar, tu nombre es Afrodita, por la diosa del amor.

Ella se rio suavemente.

—Excelente suposición, señor, pero es Alcíone.

—Una ninfa celestial, me gusta eso. —Se volvió hacia una de sus amigas—.
Y tú debes ser una Helena, la única mujer mortal tan hermosa como
cualquier diosa.

—Vaya, solo soy una Rea.

—Hija de la Tierra y el Cielo, aún mejor. Y tú —dijo a la tercera bruja de la


belleza—, una Perséfone que abruma a un dios con tanto deseo que es
conducido a la abducción.

Todas las chicas se rieron.

—Ese es, de hecho, su nombre —dijo Alcíone—. Bien hecho, señor.

—Nunca me equivoco en estos asuntos.

—¿Puedo preguntar, señor —se atrevió Perséfone—, por qué tiene un


canario con usted?

—¿La Señorita Buttercup? Es una excepcional jueza de carácter. ¿Ha piado


desde que me recibieron en su grupo?

—No, no lo ha hecho.

—Entonces tienen su aprobación. Ah, veo por la expresión de la Señorita


Alcíone que ve una gorgona. Ahora observen, la Señorita Buttercup se está
volteando. Pondrá sus ojos sobre la gorgona, y expresará su desaprobación.

Fairfax emitió una serie de gorjeos furiosos. ¿Le estaba advirtiendo que
había llegado demasiado lejos?
—Su Alteza —dijo la Inquisidora directamente detrás de él.
201

Su tono. Su estómago se enturbió… estaba lívida.

Las brujas de la belleza hicieron una reverencia. Él no se dio la vuelta.

—Confío en que pueda ver que estoy ocupado, Señora Inquisidora.

—He cambiado de opinión. ¿Vamos a la Inquisición?

Era el último lugar al que quería ir. Esperó que Fairfax estuviera feliz.

—Mis disculpas, señoritas —les dijo a las brujas de la belleza—. Debo


dejarlas por un pequeño período de tiempo. Espero que no se vayan
inmediatamente.

No escuchó lo que dijeron de regreso.

Era tiempo para su primera Inquisición.


202

CAPÍTULO 15
Traducido por HeyThereDelilah1007,

BookLover;3 y Mari NC

Corregido por aniuus

S er un pájaro le dio a Iolanthe la libertad de ver donde quisiera. Lo que


encontró fue que todo el mundo los miraba. A él.

Al principio lo atribuyó a su rango y a su atuendo: su túnica azul profundo,


en gran medida bordada con hilo de plata, era magnífica. Pero esta era una
ocasión que se desbordaba con magníficas ropas en hombres y mujeres de
rango superior. Y la manera en que lo miraban, lacayos y el primer ministro,
criadas sirviendo y baronesas por igual, era como si hubiera un hechizo
sobre ellos.

Tenía Presencia.

En el momento en que bajó de su carruaje, era obvio que no era un


adolescente común y corriente. Él era rudo e inaccesible, pero exudaba un
enigmático carisma que no podía ser ignorado.

Nunca convencería a Atlantis, o a cualquier persona para el caso, de tomarlo


a la ligera.

Tal vez él lo sabía. Su corazón latía a su lado; la había puesto dentro de su


túnica para el viaje a la Inquisición. La túnica que vestía debajo era de seda
muy fina, con el aroma de las hierbas con las que había estado guardada,
caliente con el calor de su cuerpo.

Se acurrucó más profundamente contra él.

—Voy a mantenerte a salvo —murmuró.

Él lo decía en serio.

Mientras él estuviera a salvo, ella estaba a salvo.

Pero ¿cuánto tiempo iba a permanecer a salvo?


203

Titus conducía uno de los carros tirados por el pegaso de Alectus, las aves
fénix eran demasiado sensibles para ser traídas cerca de un lugar tan
siniestro como La Inquisición. Lowridge, su capitán de los guardias, y seis
soldados del castillo montaban detrás de él, cada uno en un pegaso blanco.

La noche había caído. Todas las farolas y las casas se habían encendido, lo
que sólo hizo hincapié en las oscuras y desoladas extensiones de rápido
pino. La columna de humo rojo que marcaba la ubicación de la Inquisición
resplandecía luminosa y misteriosa, una exhibición de poder que dominaba
el horizonte de la noche y el día.

La Inquisición original había sido nivelada durante la Insurrección de Enero.


Desde su reconstrucción, la seguridad había sido hermética. La Inquisidora
no recibía visita ni daba ninguna fiesta. La única forma de entrar, a veces
se decía, era ser arrastrado.

El par de pegasos que tiraban del carro prestado de Titus querían salir
corriendo, casi tanto como él. Uno no podía volar sobre el territorio que
estaba bajo el control directo de la Inquisidora; una vez que cruzaron su
frontera, los pegasos tuvieron que trotar en el suelo. Relinchaban, se
intimidaban, y golpeaban unos a otros con sus duras alas. Titus lanzó el
látigo cerca de sus oídos para detener sus payasadas saltonas.

Ojalá que todo lo que él necesitara fuera medio azote para recomponerse.

La nueva Inquisición era una estructura circular, en el exterior un sólido


muro negro, intacto a excepción por una sola ventana. Tres conjuntos de
pesadas puertas conducían a un patio cerrado envuelto por una incómoda
luz rojiza.

El segundo al mando de la Inquisición, Baslan, fue el encargado de recibir


a Titus. Titus no podía decidir si debía estar feliz por la ausencia de la
Inquisidora o asustado de que ella estaba incluso ahora preparándose para
su Inquisición.

Arrojó a un lado sus riendas y se congeló. Ni a diez metros de donde había


detenido su carro, un esqueleto humano sobresalía de la tierra; los restos
óseos de su mano, las extremidades de las falanges color rojo oscuro, se
alzaban hacia el cielo como buscando ayuda de arriba.

—Interesante elección de decoración —dijo, la sangre rugiendo en sus oídos.


—La mitad del patio se le ha dejado permanecer en ruinas, un recordatorio
204

para los siervos de Atlantis de permanecer siempre vigilante —respondió


Baslan.

La mitad en ruinas fue acribillada y sembrada con trozos malditos de pared


y pedazos de vidrio que brillaban a la luz roja. No había otros esqueletos
humanos, pero Titus vio un esqueleto de perro y la mitad superior de una
muñeca, que le hizo retroceder hasta que se dio cuenta de que no era un
bebé mutilado.

En el centro del patio había una torre de cien metros de altura. Desde lo alto
de la torre, se elevaba humo rojo.

Titus exhaló con alivio cuando su camino al fin se alejó del patio hacia el
interior del edificio. Se quitó los guantes de conducción. Sus manos
húmedas con sudor.

Bajaron inmediatamente; las habitaciones de la superficie eran obviamente


demasiado buenas para desperdiciarlas en prisioneros. El aire por debajo
olía a rancio, como suele ser el caso para los interiores subterráneos, pero
cada superficie estaba escrupulosamente limpia.

Todas las medidas de higiene en el mundo, sin embargo, no pudieron


disminuir la opresión del lugar. Con cada paso que daba, las paredes
parecían cerrarse otra pulgada más. El aire se hacía más caliente y más
denso. Sofocaba.

Tres tramos hacia abajo, el deseo de huir se apoderó de él. Miles y miles de
magos habían sido retenidos aquí en los primeros años después de la
Insurrección de Enero. Nadie sabía lo que les había sucedido. Pero su
desesperación se había filtrado en las mismas paredes. Filamentos invisibles
de ello se cerraban alrededor de los tobillos de Titus, conduciendo
escalofríos hacia sus tendones.

Tres tramos más abajo salieron a un gran espacio circular con ocho
corredores que salían del mismo. El corredor que siguieron continuó
durante cuarenta y cinco metros. No había barrotes, sólo paredes sólidas y
puertas de acero que estaban demasiado juntas.

Las celdas no podrían ser de más de cuatro metros de ancho.

Baslan se detuvo a mitad de camino por el pasillo. Con un toque de su mano,


una sección estrecha de la pared se volvió transparente. Una celda pequeña,
con poca luz, apareció ante ellos, vacía, excepto por un fino catre sobre el
205

suelo de piedra. Una mujer se sentaba en la cama, sollozando, la intrusa.

—Levántate —proclamó Lowridge, mientras sus subordinados juntaron sus


talones con elegancia—. Usted está en presencia del Maestro del Dominio,
Su Alteza Serenísima Titus el Séptimo.

La mujer alzó la vista en estado de shock. Y después, desprecio. Escupió.

—¡Mientes!

Esto divertía a Titus, sombríamente.

—¿Puede vernos?

—No, Su Alteza —respondió Baslan—. La transparencia es solo de un lado.

—¿Quién es ella?

—Su nombre es Nettle Oakbluff. Es la registradora de Little Grind-on-Woe.

Titus se dirigió a la mujer.

—¿Por qué estás aquí?

—¡No debería estarlo! —exclamó la mujer—. Estaba tratando de ayudar a


Atlantis. ¡Estaba tratando de conseguir a la chica!

Titus miró a Baslan, cuya expresión se mantuvo perfectamente compuesta.

—Usted es un súbdito del Dominio. ¿Por qué buscas ayudar a Atlantis?

—Hay dinero por ella. —Obviamente una gran cantidad de suero de la


verdad aún fluía por las venas de la mujer—. Escuché a mis suegros estar
hablando de ello en secreto. Dijeron que Atlantis estaba impaciente por un
muy poderoso mago elemental y que el agente que trajera a este mago iba a
ganar una gran recompensa.

—¿Y has recibido dicho premio?

Nettle Oakbluff se sonó la nariz con un pañuelo.

—No. Todo lo que obtuve por la molestia fueron horas y horas de


interrogatorio. Quiero oro. Quiero sirvientes. Quiero una villa con vistas al
océano en Delamer. —Su voz se elevó—. ¿Me oyes, Atlantis? Me debes la
recompensa. Si no fuera por mí, Iolanthe Seabourne y su guardián habrían
desaparecido sin dejar rastro. ¡Me lo debes! —Se puso en pie—. No pueden
206

mantenerme aquí para siempre. Mis suegros son gente importante. Oh, ¡La
Fortuna se apiade de mí, la boda! Que alguien me diga qué pasó con la boda.
Necesito que mi hija se case con el hijo de los Greymoors y exijo…

—Ella parece estar en plena forma —dijo Titus a Baslan—. Siguiente.

La pared fue de inmediato opacada e insonorizada, cortando a Nettle


Oakbluff a mitad de su diatriba.

Caminaron unos quince metros por el pasillo. La siguiente celda que Baslan
reveló estaba igualmente desnuda. Un hombre se sentaba en el catre, con
la espalda contra la pared. Estaba sin afeitar, más delgado y más viejo de lo
que Titus recordaba. Pero no había duda: era el guardián de Fairfax.

Titus sacó a Fairfax de los pliegues de su túnica, manteniendo un estricto


control sobre su pequeño cuerpo. Su otra mano se apoyó en el bolsillo donde
su varita se ocultaba. Nadie se la iba a arrebatar, no sin una lucha a muerte.

—Quiero que vea a quién está hablando —ordenó Titus —. No voy a tener
otro súbdito mío pensado que es permisible sentarse en mi presencia.

De mala gana, Baslan cumplió.

Horatio Haywood parpadeó ante el influjo de luz. Miró a sus visitantes.


Había temor en sus ojos, pero aún no del instintivo temor de encogerse que
tenían los torturados.

—Levántate —proclamó nuevamente Lowridge—. Estás en presencia del


Maestro del Dominio, Su Alteza Serenísima Titus el Séptimo.

Haywood parpadeó de nuevo, se levantó vacilante sobre sus pies, y se


inclinó. Sólo para perder el equilibrio y tropezar de lado en la pared. Fairfax
estaba muy quieta en la mano de Titus, pero sus garras se encajaban en su
palma, y su corazón martilleaba debajo de la tibia parte baja de su pecho.

Titus preguntó por el nombre, edad y ocupación de Haywood. Haywood


respondió obedientemente, un indicio de ronquera en su voz.

—¿Cómo has pasado el tiempo desde tu llegada a la Inquisición?

—Me golpearon con una maldición de parálisis antes de que me trajeran


aquí y me recuperé sólo esta mañana. Desde entonces he estado
respondiendo preguntas.
—¿Sabes por qué se te tiene detenido aquí?
207

Haywood miró a Baslan.

—La Inquisidora está interesada en el paradero de mi pupila.

—Ciertas partes que saben me dijeron que tu pupila está en ninguna parte
que pueda ser encontrada.

¿Fue la imaginación de Titus o Haywood se relajó de manera casi


imperceptible? Sus hombros no parecían tan fuertemente encorvados.

—Estaba inconsciente, señor, y no presencié su escape.

—¿Cuál fue el medio de su huida, exactamente?

—Un par de baúles vinculados como portales que se pueden utilizar sólo
una vez, yendo solo en una vía.

—¿Ir a dónde?

—No lo sé, señor.

—¿Cómo sabes que el otro baúl no está enterrado en el fondo del océano?

Haywood se agarró las manos.

—Confío en que no lo esté. Es de mi entendimiento que conduce a la


seguridad, no la calamidad.

Había sido casi conducido a la calamidad.

Titus hizo un sonido exasperado.

—No es muy productivo hacerle preguntas, ¿verdad?

—Hay muchas cosas que no recuerdo, señor.

—Tanto borrado de memoria podría causar efectos secundarios indeseables.


No parece que los sufras. ¿Confiaste tus recuerdos a un guardián de la
memoria, entonces?

Haywood se sobresaltó ligeramente. La Inquisidora ya debía haberle hecho


la misma pregunta.

—Eso parece, señor, aunque no puedo recordar quién, ni cuándo.


—Pero sabes por qué.
208

—Para mantener a mi pupila segura.

—No tenía idea de que Atlantis necesitara de un gran mago elemental, y yo


debería saber estas cosas. ¿Cómo lo sabes tú?

—Alguien me lo dijo. Pero no puedo recordar quién.

Había frustración en la voz de Haywood, pero también alivio. El sacrificio de


sus recuerdos no había sido en vano: no podía traicionar a nadie con su
ignorancia.

—¿Fueron sus padres quienes te lo dijeron?

—No puedo recordarlo —dijo Haywood.

—¿Eres su padre?

Fairfax se sacudió ante su pregunta.

—No lo soy, pero la amo como tal. Alguien por favor dígale que se mantenga
alejada y que nunca se acerque a la Inquisición. Lo siento, no pude
mantenerla a salvo. Yo…

La pared se volvió opaca.

—Su Alteza —dijo Baslan sin problemas—. No hay que mantener a su


Excelencia esperando.

El príncipe la sostuvo con fuerza, como si tuviera miedo de que ella fuera a
hacer algo estúpido.

Ella no lo haría, no después de todos los sacrificios que el Maestro Haywood


había hecho. Y ciertamente no después de sus recientes súplicas en la celda.

Pero, por primera vez, se arrepintió de no ser todavía una gran maga
elemental. Destruiría la Inquisición hasta sus cimientos y aplastaría sus
paredes hasta volverlas cenizas.

El príncipe acarició las plumas de su cabeza hacia atrás y hacia adelante.


Deseó que él le devolviera a la túnica. Quería acurrucarse en algún lugar
oscuro y caliente y no tener que salir durante mucho tiempo
Ella era apenas consciente de que se habían vuelto a detener. El capitán de
209

los guardias del príncipe proclamó una vez más la presencia de su soberano.

—¿Quién eres? —preguntó el príncipe.

—Marigold Needles, señor —respondió una voz temblorosa.

Iolanthe casi saltó fuera de las manos del príncipe. ¿La Sra. Needles?

Era de hecho la amable y de mejillas sonrosadas Sra. Needles, su rostro


presionado contra la pared transparente, una cara una vez asustada y
esperanzada.

—¿Por qué estás aquí?

—Yo cocinaba y limpiaba para el Maestro Haywood y la Señorita Sabourne.


Pero solo soy una criada diurna. Nunca he vivido en su casa, ¡Y no sé
ninguno de sus secretos!

El príncipe miró a Baslan.

—¿Aferrándose a clavos ardientes?

—Algunos clavos llevan a otros clavos —dijo el Atlante.

—Por favor, señor, por favor —lloró la Sra. Needles—. Mi hija está a punto
de tener un bebé. No quiero morir sin haber visto a mi nieto. ¡Y no quiero
pasar el resto de mi vida en este lugar!

Iolanthe se puso fría. ¿Qué había dicho el príncipe? La amistad es


insostenible para la gente en nuestra posición. O sufrimos por ella, o nuestros
amigos sufren por ella.

Y la Sra. Needles ni siquiera era una amiga, solo una mujer lo


suficientemente desafortunada como para necesitar el dinero que cocinar y
limpiar para el director de la escuela pudiera darle.

La Sra. Needles cayó sobre sus rodillas.

—Por favor señor, por favor, ayúdeme a salir de aquí.

—Veré lo que puedo hacer —dijo el príncipe.

Las lágrimas cayeron por la cara de la Sra. Needles.


—Gracias. Su alteza. ¡Gracias! ¡Que la Fortuna lo guarde y lo proteja a donde
210

sea que vaya!

La pared se volvió opaca, y ellos empezaron a ascender. Iolanthe temblaba


de camino a la superficie.

—¿Queda tiempo para admirar el Fuego de Atlantis? —preguntó Titus,


mientras reemergían al patio.

—Me temo que no, Su alteza —dijo Baslan—. Su Excelencia ya está


esperando.

Precisamente lo que Titus no quería escuchar.

Cruzaron el patio. Delante de las pesadas puertas de la Cámara de la


Inquisición, a Lowridge y los guardias no se les permitió ir más lejos.
Solamente Titus fue conducido dentro el enorme y apenas iluminado
pasillo… los magos mentales se desenvolvían mejor en lugares sombríos.

La Inquisidora esperaba, su pálido rostro casi brillando, como si su piel


fuera fosforescente. Desde una distancia de quince metros, él pudo sentir
su anticipación. Un depredador listo para atacar; un cazador que por lo
menos lo tenía encerrado en su guarida.

El frío bajó por su espalda. Parecía que la Inquisidora estaba determinada


a llevar a cabo su mejor trabajo esta noche.

Mientras él se aproximó a ella, ella le señaló el escritorio y dos sillas que


había junto a ella, las únicas piezas de mobiliario en el cavernoso lugar. Las
dos sillas estaban en lugares opuestos del escritorio, una silla baja y común,
la otra alta y elaborada. O Titus escogía la silla que denotaba mayor estatus,
y le daba a la Inquisidora otra razón para querer acabar con él, o se sometía
a la realidad de la situación, elegía la silla más baja, y soportaba la entrevista
siendo mirado hacia abajo por la Inquisidora.

Su solución fue caminar hacia la silla más baja y apoyarse en su respaldo.


Por suerte, el respaldo era plano. Había tenido algunos remiendos, como las
sillas del comedor en las que la Sra. Dawlish y la Sra. Hancock se sentaban,
él tendría que conformarse por sentarse en el brazo de la silla, lo que no
daría ni de cerca la misma impresión de estar confiado y despreocupado.
La Inquisidora frunció el ceño. Titus le había cedido la silla más grande,
211

pero ahora él le llevaba la ventaja en altura.

Ella se sentó y puso sus manos, entrelazadas, sobre el escritorio.

Él dejó salir una larga respiración. Y así comienza.

—Ahora, su alteza, ¿qué ha estado haciendo con Iolanthe Seabourne?

Él se había preparado para esta pregunta exacta, pero aun así se sobresaltó,
como si hubiera agarrado un cable eléctrico.

—¿Se refiere a la maga elemental que anda buscando?

—La última vez que nos reunimos no creía que ella fuera una maga
elemental.

—Lady Callista me dijo que Atlantis la está buscando con todo su poder —
dijo Titus con tanta calma como pudo recrear—. Ella incluso me incitó a ir
a buscarla, desde que esta chica es, después de todo, una súbdita mía.

La Inquisidora ignoró su insinuación.

—Usted estuvo en el pueblo de Little Grind-on-Woe inmediatamente


después del rayo. Después de su visita, cambió de planes y se marchó a
Inglaterra medio día antes de lo originalmente planeado. Y cuando llegó allá,
en vez de dirigirse directamente hacia su escuela, fue hasta Londres, a un
hotel en el que mantiene una suite como el Sr. Alistar McComb, de cuyo
aposento usted partió de manera igualmente abrupta. ¿Le importaría
explicar sus movimientos, Su Alteza?

Él quería molestarla. ¿Y dónde estaba yo entre el momento en que llegué a


Londres, y el momento en que llegué al hotel? ¿Le molestaría contarme eso
también?

—Veo que tiene una fijación con mis nimias actividades —dijo él—. Muy
bien, mi partida abrupta del Dominio es fácil de explicar: no estoy a su
completa disposición cuando le dé por llamar, Señora Inquisidora. Usted no
podía simplemente decirme: “¿Puedo visitarlo esta noche, Su Alteza, para
discutir lo que ha visto?”.

La Inquisidora frunció sus labios.


—Además, si usted se hubiese tomado el tiempo de informarse de mis
212

asistentes, habría sabido que yo había decidido regresar a la escuela antes


de lo previsto, antes de que apareciera ese rayo.

»Ahora, la suite del hotel. Soy un hombre joven que tiene necesidades que
deben ser saciadas. Dado que ese antro de escuela que Atlantis recomienda
tan apasionadamente no permite dichas actividades, tengo un espacio por
fuera de la escuela. En cuanto a por qué me fui, no puedo imaginar por qué
debí quedarme una vez el asunto estuviera resuelto.

—¿Y dónde estaba su cómplice en… el asunto?

—Se fue antes que yo. No tenía ninguna necesidad de su presencia una vez
cumplió su propósito.

—No hay ningún reporte de nadie entrando y saliendo.

Por supuesto que no, ya que ella se fue conmigo.

Esta vez él tuvo que tragarse las palabras mientras se alzaban en su lengua.

—¿Estaban observando todas las puertas del servicio? Un hotel grande tiene
muchas.

—¿Dónde la encontró?

En una cierta casa en Little Grind-on-Woe. Muy habilidosa en el uso de los


rayos, esa chica.

—En una cierta…

¿Qué estaba mal con él? Era un mentiroso empedernido. La verdad nunca
debería aproximarse a sus labios.

—… zona de Londres. ¿Ha estado alguna vez en Londres, Señora


Inquisidora? Hay algunos lugares desagradables que reúnen chicas quienes
deben ganarse la vida con el sudor de sus espaldas. Las gangas que uno
encuentra ahí usted no se las puede imaginar. —Él frotó un pulgar sobre su
barbilla—. Y, francamente, después de mi encuentro con usted, estaba de
humor para castigar a alguien.

Un pequeño musculo saltó desde la esquina del ojo de la Inquisidora.

—Ya veo —dijo ella—. Su Alteza le otorga a la precocidad una nueva


definición.
Todo lo contrario. No me puedo permitir ser cercano a nadie. Y Fairfax nunca
213

me aceptaría ahora, ¿o sí?

La alarma saltó dentro de él. ¿Cuál era el problema? ¿Por qué estaba
abrumado por la necesidad de confesar?

Suero de la verdad. Le habían dado una dosis del suero de la verdad. ¿Pero
cómo? No había aceptado nada en la gala, nada salvo el ponche de baya
crujiente de Aramia.

Puede que no hubiera ingerido el poche de baya crujiente de Aramia, pero


ciertamente había tocado la copa, sostenido en su mano por más tiempo del
que lo hubiera hecho si alguien más se lo hubiera pasado. El vidrio no había
estado frío, como había pensado, se hubiera dado cuenta de eso si hubiera
tomado un sorbo del ponche. La frialdad había venido de un gel puesto en
el exterior de la copa, y el suero de la verdad había logrado alcanzarlo a
través de su piel.

Eso era lo que Fairfax, picoteándolo, había intentado advertirle.

Él había temido consumir suero de la verdad, tanto que no había tomado


nada distinto al agua en las comidas que la Sra. Dawlish le proveía, y
raramente bebía té que no estuviese preparado por sus propias manos.
Incluso había practicado a decir mentiras mientras estaba bajo la influencia
del suero de la verdad. Una gota. Di una mentira. Dos gotas. Otra mentira.
Tres gotas. Sigue mintiendo.

Pero nunca había sospechado de Aramia. Ella era la buena, gentil y humilde,
tolerante, ansiosa por complacer.

En retrospectiva todo era cegadoramente obvio. Ella añoraba la aprobación


de su madre. Si no podía ser hermosa, podía aprovecharse de la culpa de
Titus y hacerse a sí misma útil. Ella había llegado a decirlo ¿no es cierto? Él
no había sentido ni el menor indicio de alarma, solamente tanta simpatía
que resultaba dolorosa.

La amistad es insostenible para la gente en nuestra posición, le había dicho


a Fairfax. ¿Había pensado que sólo se aplicaba a Fairfax?

La Inquisidora se le quedó mirando.

—Su Alteza, ¿dónde está Iolanthe Seabourne?

Aquí mismo, en esta habitación.


Él estaba en guardia, muy, muy en guardia. Sin embargo, todavía sentía sus
214

labios abriéndose y formando la forma necesaria para pronunciar la primera


sílaba de la verdad.

—Pensé que ya habíamos establecido que no tengo ni interés en ni


conocimiento de su mago elemental.

—¿Por qué la está protegiendo, Su Alteza?

Porque ella es mía. La tendrás sobre mi cadáver.

—Porque…

Se apartó a él mismo del precipicio. Un dolor agudo cortó a través de su


cabeza, a punto de hacerlo caer de su posición en la silla. Se enderezó; la
silla se tambaleó con su esfuerzo.

—¿Porque no tengo nada mejor que hacer que ir en contra de Atlantis, al


parecer?

El ceño de la Inquisidora se frunció.

—Hay algo que usted debe saber acerca de mí, Señora Inquisidora. Me
importa un comino cualquier persona excepto yo. No me gusta Atlantis. La
desprecio a usted. Pero no voy a hacer daño a un pelo de mi cabeza sobre
meros irritantes tal como usted misma. ¿Por qué debería importarme si
encuentra a la chica o no? No importa lo que pase, yo sigo siendo el Maestro
del Dominio.

Las palabras dolían. Le ardía la garganta. El interior de su boca se sentía


como si hubiera estado masticando uñas. Y el dolor en su cabeza
distorsionaba la visión en su ojo izquierdo.

La Inquisidora lo sopesó. Mirarla a los ojos era como mirar la sangre


corriendo por la calle.

—Usted mencionó a Lady Callista hace un minuto, Su Alteza. Estoy segura


de que es consciente de que Lady Callista y su difunta madre eran amigas
cercanas. ¿Sabe lo que Lady Callista me dijo justo después de su
coronación? Dijo que su madre se imaginó a sí misma una vidente.

Titus tragó con dificultad.

—¿Qué tiene eso que ver con algo?


—Una de las cosas que la Princesa Ariadne predijo fue que yo sería la
215

Inquisidora del Dominio.

—Lo es —dijo Titus.

La Inquisidora sonrió.

—Lo soy, pero Su Alteza jugó un papel crucial.

Titus entrecerró los ojos. Nunca había oído nada de eso.

—Hace unos dieciocho años, un nuevo Inquisidor llamado Hyas fue


asignado al Dominio. Era joven, enérgico, extraordinariamente capaz, y
magníficamente leal al Lord Alto Comandante. El Lord Alto Comandante no
podría haber estado más satisfecho con su actuación. Le parecía a todo el
mundo que Hyas estaba allí para una larga permanencia.

»Sin embargo, tres años después de su nombramiento, fue abruptamente


despedido. Nadie sabía por qué, servimos a voluntad del Lord Alto
Comandante. Su reemplazo, Zeuxippe, era también hábil y leal. Ella ocupó
el cargo durante sólo dieciocho meses, su destitución no menos abrupta y
poco ceremoniosa. Después de eso, me ascendieron.

»Durante años, permanecí tan perpleja como todos los demás en relación a
los acontecimientos que condujeron a mi nombramiento. Ayer tuve una
audiencia con el Lord Alto Comandante. Mientras estaba en Atlantis, llamé
a mis dos predecesores y les convencí para que me contaran sus historias.

Titus no hizo ningún comentario sobre su “persuasión”.

»Hyas fue despedido por cargos de soborno y corrupción. Él protestó


enérgicamente su inocencia, pero como algunos de los mayores tesoros de
la Casa de Elberon fueron encontrados en su custodia, sus objeciones
cayeron en oídos sordos. El cuento de Zeuxippe fue aún más ignominioso,
si eso era posible. Fue acusada de avances indebidos contra la Princesa
Ariadne.

»Fue un cargo pernicioso. Destruyó no sólo la carrera de Zeuxippe, sino


también su felicidad personal: el amor de su vida la dejó después de
enterarse de las acusaciones. Ahora soy cínica: si los magos fueran
honestos, no habría necesidad de Inquisiciones. Pero me fui convenciendo
de la inocencia de ambos, Hyas y Zeuxippe, en sus respectivos debacles. Lo
que me llevó a la única conclusión posible: que la Princesa Ariadne era una
loca engañada dispuesta a hacer cualquier cosa para hacer que sus
216

llamadas profecías se hicieran realidad.

Titus saltó de su silla.

—No he venido aquí para escuchar tales tonterías.

Estaba furioso. Sólo podía esperar que su furia fuera suficiente para
enmascarar su consternación.

Todo —todo— se basaba en la exactitud de las visiones de su madre. Si ella


hubiera sido un fraude que engañó para cumplir sus profecías… él ni
siquiera podía seguir el pensamiento hasta su conclusión lógica.

La Inquisidora sonrió ligeramente.

—Lady Callista también me dijo que cuando eran niñas, Su Alteza tuvo una
visión que un día iba a morir a manos de su propio padre.

Él palideció. La muerte de su madre dejó heridas que aún tenían que sanar.
La Inquisidora estaba reabriéndolas una por una.

—El mago común cree que la muerte de Su Alteza es el resultado de la


enfermedad, su salud siempre había sido delicada y su muerte a la edad de
veintisiete fue inesperadamente temprana, pero no inverosímil. Usted y yo,
sin embargo, sabemos que el Príncipe Gaius, para demostrar su deseo de
mantener la paz con Atlantis, ejecutó a Su Alteza él mismo como un gesto
de buena voluntad y sumisión. Pero ahora me pregunto si Su Alteza no
participó en la insurrección con la mirada puesta en ser castigada, para que
pudiera preservar la integridad de su profecía.

Él quería gritar que su madre nunca había disfrutado de su don, que había
sido una carga aplastante. Pero ¿creía él eso?

La Inquisidora sonrió de nuevo.

—No puedo dejar de pensar que lo que usted está haciendo ahora tiene algo
que ver con los deseos de la Princesa Ariadne. ¿Predijo algún magnífico
destino para usted que le requeriría arriesgar la vida y la libertad? Porque,
como usted ha dicho, Su Alteza, es un joven muy sensato. No puedo creer
que tiraría los mejores años de su vida por su propia iniciativa.

Su corazón latía con fuerza, por más que la agitación de las palabras de la
Inquisidora. Allí estaba el suero de la verdad, castigándolo por no ceder a
ella, por no decir todo lo que la Inquisidora deseaba saber. Pero había algo
217

más también. Algo que le hizo marearse. Agarró el respaldo de la silla y miró
a la Inquisidora.

—Usted debería haber sido una dramaturga, Señora Inquisidora. Nuestros


teatros sufren de una escasez de sensacionales argumentos.

Sus ojos se clavaron en los suyos.

—Vaya hijo tan leal. ¿Era ella tan fiel a usted? ¿O es que ella le veía como
un medio para un fin?

Él endureció su agarre para que sus manos no temblaran.

—Usted atribuye demasiados motivos a una mujer sencilla. Mi madre no era


ni inteligente ni intrigante. Y era en absoluto lo suficientemente despiadada
para utilizar a su único hijo como un peón en alguna gran partida de ajedrez
con destino.

—¿Está seguro?

Le dolía la cabeza, como si alguien hubiera arañado su cerebro con vidrio


quebrado. Pero nada dolía tanto como la posibilidad de que su madre podría
haberle dejado huérfano para probarse a sí misma.

Mentira. Algo dolería más: la idea de que aún no se había probado a sí


misma, que desde el más allá aún estaba manipulando a Titus para
justificar las decisiones que había tomado en la vida.

—Estoy tan seguro como usted lo está de la veracidad de Lady Callista.

—Pero no es así. Puedo ver que no lo está. Su consumada indiferencia lo


hiere. ¿Y por qué no debería usted estar afligido e indignado? El amor de un
hijo por su madre no debe ser pervertido así.

¿Era eso lo que había hecho su madre? ¿Explotar y profanar su amor por
ella no por un objetivo noble que era mayor que sus vidas individuales, sino
por la mera fijación de estar en lo correcto?

Siempre había estado solo en esto. Y él siempre había luchado contra sus
propias dudas privadas. Ahora las dudas y la soledad amenazaban con
tragárselo entero.
Quería decir algo. Pero la sensación en su cabeza, como si el borde de su
218

cráneo estuviera licuado. Se tambaleó. Sus manos se aferraron más


fuertemente sobre la silla.

Así era como operaba la Inquisidora, él entendió. Una mente calmada y


compuesta era mucho más resistente a su interrogatorio, por ello primero
destruía la compostura de sus súbditos. Cuando se angustiaban, ella
actuaba.

Su apodo entre los Atlantes era la Estrella de Mar. Una estrella de mar
inserta su estómago entre las conchas de un mejillón y digiere a los pobres
bivalvos en su lugar. La Inquisidora hacía lo mismo con el contenido de la
memoria de una persona: disolviendo los límites de la mente del pobre
diablo, chupando todos sus recuerdos revueltos, y clasificando los restos en
su tiempo libre.

—Sólo los tontos se interponen en el camino de Atlantis. ¿Dónde está


Iolanthe Seabourne?

Él no permitiría que ella consiguiera nada de él. No podía. Si ella tenía


alguna sospecha de que él no estaba simplemente escondiendo a Fairfax
para frustrar el Bane, sino dirigiendo el derrocamiento completo del Bane,
Atlantis no lo dejaría vivir. Y Fairfax… Fairfax desaparecería de la faz de la
tierra.

Pero sintió el inicio de la cirugía hostil de la Inquisidora. Sus poderes


aserraban gruesa e irregularmente en su cráneo. Él trató de repelerla. Trató
de regresarse a sí mismo cierta medida de su frialdad habitual. No pudo.
Todo en lo que podía pensar era que su madre le había hecho esto a él.

—¿Dónde está la chica que hizo caer el rayo? ¡Dime!

No se dio cuenta hasta que sus uñas estaban gritando en protesta que
estaba arañando el suelo de mármol. Él no sabía cuándo había caído, sólo
que no podía levantarse. Su visión se volvía negra. No, se estrechaba en un
túnel. Y al final de este estaba su madre, sentada en su balcón,
distraídamente acariciando su canario a través de los barrotes de su jaula.

El canario cantaba, urgentemente, hermosamente.

Ahora estaba verdaderamente alucinando. ¿Había la Inquisidora cavado y


ahondado lo suficiente para extraer sus recuerdos? El dolor en su cabeza
hizo arder su estómago.
El canario volvió a cantar.
219

Fairfax. Era Fairfax. Ellos tendrían sus manos en ella al cabo de una hora,
si él no conseguía sacarla de allí.

Pero ella seguía siendo libre. Podía hacer algo: picotear los ojos de la
Inquisidora, o vaciar el contenido de sus intestinos en la cabeza de la
Inquisidora.

Se echó a reír. Pero incluso a sí mismo, sonaba bastante desquiciado.

Levantó la cabeza y abrió los ojos. Fairfax estaba justo en frente de él,
agitándose locamente.
220

CAPÍTULO 16
Traducido por OriOri, daianandrea.

Corregido por aniiuus

L a cabeza del príncipe resonó contra el suelo.

Iolanthe gritó, un chillido ronco.

Había estado estupefacta por las revelaciones de la Inquisidora. Luego


aterrorizada: ¿qué si el príncipe se rindió? Entonces el dolor había irrumpido
en ella, como si alguien empuñara una brasa en el interior de su cráneo.
Ella había convulsionado, sus alas retorciéndose inútilmente.

Él recordó sacarla de su túnica antes de caer.

Hasta entonces, había pensado que era la única que había sufrido, que él
había estado equivocado acerca de la Inquisidora siendo incapaz de afectar
las mentes de aves y reptiles. Pero mientras sus rodillas cedieron ante ella,
se dio cuenta de que no era el objetivo de la Inquisidora, él lo era.

Él estaba siendo torturado y ella, tal vez debido a la adherencia del


juramento de sangre, compartía su agonía.

La visión de sus manos arañando sin pensar en el suelo de mármol —de la


forma en que un hombre enterrado vivo arañaba la tapa de un ataúd—
momentáneamente aflojó el agarre que el dolor tenía sobre ella: él estaba en
un estado mucho peor que ella.

Su mirada vidriosa le asustaba. Ella nunca había creído que él, de todas las
personas, exquisitamente controlado y perfectamente preparado, podría ser
tan vulnerable.

No sólo vulnerable: indefenso.

Al menos que ella le ayudara.

Pero ella no era lo suficientemente fuerte para alterar los cimientos de la


Inquisición o incluso las paredes de la cámara de Inquisición. Y donde ella
desatara ya fuera fuego o agua, sería obvio que un mago elemental estaba
221

actuando.

¿Podría sacarle los ojos a la Inquisidora con su pico? El pensamiento le hizo


sentir náuseas. También era impráctico. Podría despegar, pero no podría
volar rápido o derecho, lo cual haría de ella un arma inútil.

Miró a su alrededor desesperadamente. Un candelabro colgaba de una


cadena de hierro forjado. Tenía cuatro ramas, cada una sosteniendo una
esfera de porcelana en una copa poco profunda.

Un hechizo anti-astillado había sido inventado para el vidrio, pero no para


la porcelana. Si ella balanceaba el candelabro, las esferas de luz rodarían
fuera… y se vendrían abajo nueve metros para estrellarse donde la
Inquisidora estaba.

Pero no debía crear una ráfaga demasiado fuerte, o la Inquisidora


sospecharía inmediatamente de la presencia de un mago elemental.

Una ráfaga demasiado fuerte, ella que no podía siquiera hacer flotar un trozo
del papel.

Una concentrada ráfaga de aire que no sería sentida al nivel del suelo. Y
todo de una vez, así, para el momento en que la Inquisidora notara algo
raro, Iolanthe ya habría completado la hazaña.

¿Podría hacerlo?

Un fragmento de dolor acuchilló a través de su ojo izquierdo. Se estremeció.


El príncipe tirado en el suelo. Apretó las manos a ambos lados de sus orejas.
La sangre brotó entre sus dedos.

La vista conmocionó a Iolanthe sin sentido. Debía sacarlo de aquí.

Trató de aclarar su mente, concentrarse hasta que en ella no hubiera más


que un propósito único. Pero la duda retenida se mantenía terca. Ella nunca
lo había conseguido, susurró una voz suave. No podía ni siquiera cuando se
estaba ahogando en miel. ¿Qué le hacía pensar que podría ahora?

La miel había sido para hacerla creer. Pero esto era real. La cordura de él
estaba en juego. Ella podría acusarlo de lunático, pero picotearía los ojos de
la Inquisidora antes de dejar a la mujer destruir su mente.
Iolanthe bloqueó todo lo demás y permitió para sí misma sólo el recuerdo de
222

lo que se sentía cuando manipula el fuego… o rayos. Esa absoluta


convicción. Ese sentido de conexión hasta los huesos.

La incertidumbre aun lamió los bordes de su mente.

El tiempo estaba corriendo. La Inquisidora se levantó, su amenaza una cosa


que ahogó el aire de los pulmones de Iolanthe.

Iolanthe cerró sus ojos. Hazlo. Ahora. Y hazlo exactamente como te lo ordeno.

Un silencio interminable siguió a su comando.

¿Cómo te atreves a desafiarme? Hazlo AHORA.

Hubo un ruido sordo del impacto, seguido de varios choques afilados y un


grito sobrenatural. Entonces, de repente, el silencio. Iolanthe abrió los ojos.
La Cámara de Inquisición era brillante como el día, el piso radiaba con elixir
de luz derramado, su luminancia ya no era ensombrecida por la opacidad
de las esferas de porcelana.

Las puertas se abrieron de golpe. Los magos irrumpieron.

—¡Su Excelencia! —gritó uno de los secuaces de la Inquisidora.

—Su Alteza —gritó Lowridge.

El príncipe yacía arrugado en el suelo. La sangre le manchaba la cara, el


cuello, y el suelo debajo de su cabeza.

Iolanthe apenas evitó ser pisoteada mientras saltaba hacia él. Ella agitó sus
alas, en gran parte inútiles, golpeando en la pantorrilla de un guardia, y
luego se disparó bajo la ingle de otro guardia para aterrizar, apenas, sobre
el hombro del príncipe.

El capitán de la guardia comprobó el pulso del príncipe, su rostro sombrío


de preocupación.

—¿Todavía vive, señor? —preguntó uno de los guardias.

—Sí —dijo el capitán—. Debemos ponerlo a salvo sin demora.

Pero Baslan bloqueaba el camino.

—Exijo una explicación de lo sucedido a la Señora Inquisidora.


Iolanthe se dio cuenta, por primera vez, que la Inquisidora, como el príncipe,
223

estaba en el suelo. Los secuaces ansiosos la rodearon. Iolanthe no podía ver


su rostro, pero parecía tan inconsciente como él(18).

El capitán se levantó en toda su altura y se alzó sobre Baslan.

—¿Cómo te atreves a preguntar qué pasó con la Inquisidora? ¿Qué ha hecho


a nuestro príncipe? Si no te quitas de mi camino en este instante, lo
consideraré como una provocación de guerra y actuaré en consecuencia.

Iolanthe no podía respirar. Ella había estado frenética de miedo por el daño
irreversible que la Inquisidora podría haber causado al príncipe; que ni
siquiera se le había ocurrido la pesadilla diplomática que había provocado
al interrumpir la Inquisición.

Baslan vaciló.

Pero el Capitán Lowridge no lo hizo. Con dos lanzas ceremoniales de los


guardias y su propia capa, inventó una camilla improvisada. Los guardias
colocaron al príncipe en la camilla y salieron de la cámara de Inquisición
detrás de su capitán.

El carruaje todavía estaba en el patio. El Capitán Lowridge cuidadosamente


depositó el flácido cuerpo del príncipe en el piso de la carroza y tomó las
riendas él mismo. Los soldados Atlantes bloquearon la salida. Las alas de
Iolanthe se sacudieron. Si venía a eso, ¿se atrevería a derribar otro rayo?

—Abran paso al Maestro del Dominio. —La voz del Capitán Lowridge era un
estruendo que parecía retumbar por millas—. O habrán declarado la guerra
a él. Y ninguno de ustedes verá jamás Atlantis de nuevo.

Los soldados se miraron unos a otros. Finalmente, uno arrastró un paso al


lado, y el resto siguió. Un sargento abrió las puertas triples. El Capitán
Lowridge aceleró la carroza afuera, sus guardias detrás en sus monturas.

Despejaron los linderos de la Inquisición en algún momento. El Capitán


Lowridge silbó. Bajo sus órdenes, los pegasos extendieron sus alas y el
carruaje se convirtió en un aerotransportador.

—La Ciudadela —le gritó a sus subordinados.

—No —dijo el príncipe. Iolanthe se sobresaltó. Ella lo creía inconsciente


todavía—. No a la Ciudadela. Al Castillo.
Sus ojos permanecían cerrados, su voz era baja y débil, pero sin duda estaba
224

lúcido.

—Sí, señor —respondió el capitán. Repitió la orden del príncipe—. Iremos al


castillo sin demora.

—Canario —murmuró el príncipe.

Iolanthe saltó sobre su palma manchada de sangre. Su mano se cerró sobre


ella. En otro momento ella había protestado por apretarla demasiado fuerte,
pero ahora estaba ferozmente contenta de que él tuviera fuerza suficiente
para sujetarla así.

Corrieron por la autopista, el tráfico de la noche sobre Delamer cediendo al


estándar de vuelo principesco sobre el carruaje. La patada de aceleración le
dijo Iolanthe que habían dejado Delamer. Ella nunca había sido tan feliz de
estar casi asfixiada. El príncipe gruñó de dolor mientras fueron arrojados al
otro extremo.

Ella frotó su cabeza contra el borde de su palma. Casi a salvo, estarían bien.

—Su Alteza, si pudiera… —dijo el capitán, una vez que estuvieron por
encima de las Montañas Laberínticas.

El príncipe sacó su varita y débilmente murmuró algo. Al sureste disparó


una bengala en el cielo, iluminando las más altas torres del castillo.

—Gracias, señor.

El capitán dirigió hacia la dirección de la antorcha. Iolanthe había olvidado


que con el cambio arrítmico de las montañas, incluso aquellos que vivían en
el castillo debían buscarlo cada vez que lo dejaban y regresaban.

El príncipe pidió que se le dejara en el arco de aterrizaje en la parte superior


del castillo, en lugar de en el patio. Permitió al capitán ayudarle a salir del
carruaje y se apoyó en el último para caminar.

Su ayuda de cámara, sus asistentes, y una horda de pajes corrieron.


Presionados alrededor de él. Les ordenó que lo dejaran en paz, sonando
enfadado.

—Aléjense, idiotas. No puedo respirar.

—El médico de la corte está en camino —dijo un asistente.


—Échalo.
225

—Pero, señor…

—Échalo o te echo. No voy a tener a gente diciendo que necesito ser


remendado después de una simple conversación con esa Gorgona.

Pero por supuesto que necesitaba ser remendado. Había sangrado mucho…
y desde sus orejas.

Sin embargo, el príncipe prevaleció. Se prohibió a la mayoría de la gente


afuera de la puerta de su apartamento. A la mayoría del resto se les permitió
no más lejos que la antesala.

Al médico de la corte, que había hecho caso omiso de sus deseos y vino de
todas formas, no sólo le fue negada la entrada a la habitación del príncipe,
sino también se ganó una diatriba.

—¿Te atreves a insinuar que no puedo hablar con la Inquisidora por diez
minutos sin necesitar atención médica? ¿Por qué clase de debilucho me
tomas? Yo soy el maldito heredero de la maldita Casa de Elberon. No
necesito un sabelotodo matasanos después de una charla con esa bruja
Atlante.

Incluso al ayuda de cámara se le dio una patada después de ayudar al


príncipe a quitarse su túnica.

—Vete.

—Pero, señor, al menos permítame limpiarlo.

—¿Quién crees que me limpia cuando estoy en la escuela? No soy uno de


esos príncipes de antaño que no pueden limpiar sus propios culos. Vete.

El ayuda de cámara protestó. El príncipe lo empujó fuera del dormitorio y


cerró la puerta en sus narices.

Se tambaleó, se sostuvo en un pequeño árbol frutal que crecía en una olla


vidriada, se trasladó al inodoro, y vomitó.

Iolanthe chirrió infelizmente donde había sido dejada, justo afuera de la


puerta cerrada del inodoro. Los grifos corrían. Los sonidos de las
salpicaduras llegaron. El príncipe salió ceniciento, pero con la mayor parte
de sangre en la cara lavada.
La levantó y se tambaleó mientras se enderezaba.
226

—Querías estar en el baño conmigo más temprano hoy, querida, ¿cierto?


Bueno, ahora consigues tu deseo.

Una vez que la tina de amatista se hubo llenado, Titus subió completamente
vestido. Lavó la sangre de las plumas de Fairfax, luego recitó la contraseña.
Un instante después, estaba sentado en una tina diferente, una vacía, su
ropa y sus plumas perfectamente secas.

—Bienvenida a donde se supone voy a la escuela —murmuró.

El antiguo monasterio era un lugar de soledad y contemplación, un refugio


de las presiones del trono. También era usado como un lugar de aprendizaje,
su aire puro y distancia de las distracciones mundanas, lo juzgaban útil
para los estudios de un principito.

Titus pasaba meses aquí cada año entre los periodos de Eton, leyendo,
practicando y experimentando. Para alguien que debía guardar secretos, era
un paraíso, tan libre de espías y vigilancia como era posible estar en estos
días. No había personal en el interior con excepción de los que elegía llevar,
y el personal al aire libre venía una vez a la semana para mantener el
terreno.

Salió de la bañera, tan torpe como un niño con sueño. Con una mano en la
pared para no perder el equilibrio, avanzó hacia abajo, haciéndose eco de
los corredores, deteniéndose cada minuto o así para cerrar sus ojos y
recuperar el aliento.

Cada vez que lo hacía, una escena siniestra jugaba en el interior de sus
párpados, de wyverns y carros blindados cruzando el cielo en una
coreografía de gracia mortal. La primera visión había llegado a él en la
Cámara de Inquisición, suplantando la imagen de su madre y su canario,
justo antes de que una oleada de dolor lo dejara inconsciente.

Y ahora se repetía cada vez que cerraba los ojos por más de unos pocos
segundos.

Fairfax chirrió mientras abría la puerta del almacén.

—Sí, he modelado mi laboratorio a imagen de este lugar. Pero este es mucho


más grande, ¿no?
El almacén era diez veces más grande, sus estantes sosteniendo cada
227

sustancia conocida por los magos. Abrió los cajones y entrecerró los ojos,
su dolor de cabeza le dio visión doble.

—Estamos en problemas. —Él deseaba callarse, pero el suero de la verdad


aun latía en sus venas y estaba demasiado débil para combatirlo. En
cualquier caso, ella no podría recordar nada una vez que reasumiera su
forma humana—. Me temo que no he convencido a la Inquisidora de nada,
excepto en mi voluntad de ir a extremos extraordinarios para ocultar la
verdad de ella.

Fairfax temblaba en su mano. O tal vez sólo era él, temblando.

Se sirvió una serie de remedios para su garganta, seguido de dos botellas de


tónicos. Sabían cómo agua que se había dejado a un lado por una quincena,
espesa y con creciente escoria. No se había molestado en hacerla menos
desagradables pensando que sería lo suficientemente varonil, en tiempos de
necesidad, no para discutir sobre detalles menores como sabor o textura.

Estaba equivocado, como evidenció otro viaje al inodoro para vaciar los
contenidos de su estómago.

Tropezando al salir, agarró a Fairfax del mostrador donde la había puesto y


se dirigió a una sección diferente del almacén, apoyándose contra los
mostradores a lo largo del camino para mantener su fuerza.

—Necesito que te conviertas —dijo, mostrando a Fairfax un vial de vidrio de


gránulos blancos que había encontrado—. Te habrías convertido en algún
momento de la noche, pero es mejor que lo hagas mientras estoy todavía
lúcido.

Contó tres gránulos. Ella se acercó con impaciencia. Él bloqueó su pico.

—No, ahora no, a menos que planees aparecer desnuda ante mí. Espera,
ese es tu plan, ¿no?

Le dio una mirada lasciva, pero tuvo que hacer una mueca cuando su cabeza
palpitó de nuevo. Ella picoteó fuerte en la parte externa de su mano.

—“La señorita protesta demasiado, creo” —citó—. No importa. No sabes


nada de Shakespeare, ignorante.

Con Fairfax en mano, zigzagueó hacia una sala contigua, donde a veces
dormía cuando se quedaba hasta tarde en el almacén. Sacó la fina sobre
cama del colchón, la puso en la cama, situó los tres gránulos al lado de ella,
228

y extendió la sábana sobre toda la cama de nuevo, enterrándola bajo ella.


Se quitó su túnica y botas, así ella tendía algo para vestir. La túnica no
había escapado por completo a la hemorragia, pero considerando las
circunstancias, estaba lo suficientemente prístina.

—Recuerda, será desagradable y no serás capaz de moverte inmediatamente


después. Esperaré en el almacén.

Ella gorjeó después de unos pocos segundos, quizás tratando de asegurarse


de que él había desocupado el lugar.

—Estoy aquí todavía, arrastrando los pies —contestó.

Ella gorjeó de nuevo. Probablemente estaba diciéndole que se apurara, pero


decidió tener un poco de diversión con ella, había una grave escasez de
diversión en su vida.

—¿Tú estás ansiosa? Imagina cómo me siento, cariño.

Ella gorjeó dos veces seguidas. Él deseó no sentirse tan miserable: teniendo
una conversación imaginaria con ella que de otra manera habría tenido un
uso altamente gratificante de su tiempo.

—¿Cómo puedes ayudar? Si tú sólo… —Él paró.

Había estado tratando, sin éxito aparente, de salvar el abismo entre ellos.
Pero eso no era todo lo que quería, ¿cierto? No, era mucho más ambicioso
de lo que se había dado cuenta. La quería para…

—Enamórate de mí. —Escuchó, fuerte y claro, las palabras que el suero de


la verdad lo obligaron a decir—. Si me amaras, todo sería mucho más fácil.

La transformación fue horrible, como si cientos de roedores estuvieran


tratando de roer su salida debajo de la piel de Iolanthe.

Después, se quedó acostada, sin poder moverse, y no sólo por su debilidad


física.

Las cosas que quería el muchacho la asustaron.


Debería reírse de tales ambiciones por su parte: nada sobre él tenía algo de
229

romance para ella, ni su corona, ni su negro corazón, ni su hermoso rostro


de mentiroso.

Sin embargo, ella temblaba por dentro, porque lo que él quería no era
imposible.

Ni siquiera era improbable.

—No estoy muerto, o a punto de morir —dijo Titus en respuesta al grito de


Fairfax desde la puerta.

Ella estaba a su lado, su respiración entrecortada.

—¿Entonces por qué estás en el suelo?

Había perdido la conciencia de nuevo después de tomar la mayor parte de


los remedios. Y había parecido más fácil, después de haber llegado,
permanecer en el suelo.

—Tenías la cama más cercana. Por cierto, ¿cómo fue la transformación?

Ella no respondió, sino que lo puso de pie para medio empujarlo, medio
arrastrarlo hasta el lado de la cama.

—¿Estás seguro que no te estás muriendo en este instante?

—Estoy muy seguro. Moriré por enamorarme, no por estar en una cama
cómodo.

—¿Qué?

El maldito suero de la verdad todavía corría por sus venas. Debería haberse
censurado a sí mismo, ella ya no era un pájaro.

—Hazme un té, ¿sí? Todo lo que necesitas lo encontrarás en el almacén, en


el armario debajo del globo.

Le dio una mirada con los ojos entrecerrados, pero lo dejó, volviendo a los
pocos momentos con dos tazas humeantes y una lata de galletas.

Él trató de sentarse.

Ella colocó su palma firmemente contra su pecho.


—Quédate abajo.
230

—¿Cómo bebo el té sobre mi espalda?

—¿Has olvidado quién soy? —Un globo del color del té translúcido y
humeante flotó hacia él—. Así es cómo beberás té acostado.

Su expresión estaba en algún lugar entre la ira y el dolor, pero más cerca de
cuál, él no podía decirlo.

—Puedo sentarme para tomar una taza de té —dijo.

—No. Yo estaba allí. Sé lo que la Inquisidora te hizo. Te vi sangrar de los


oídos.

Él contuvo el aliento.

—¿Te acuerdas?

—Sí.

Antes que él intentara su primera transformación, había leído toda la


literatura sobre el tema. La transformación era una magia muy vieja, tanto
que a pesar de que siempre fue mal vista y a veces fuera de la ley, no había
pocos registros ni estudios.

En ml quinientos años, ha habido sólo dos magos que dicen recordar haber
estado en su forma animal. La mayoría de los estudiosos consideraron que
esos magos habían estado exagerando o mintiendo abiertamente.

Pero Fairfax claramente no estaba mintiendo, no había forma de que pudiera


saber lo que le había pasado en la Cámara de Inquisición excepto en su
memoria.

—¿Cómo?

—No estoy segura. Me pregunto si tiene algo que ver con el juramento de
sangre, que tengo que mantener una continuidad de conciencia para que
nunca estés en peligro de traicionar mi palabra.

Casi no oyó ni una cosa de lo que dijo mientras recordaba lo que él había
dicho. Si me amaras, todo sería mucho más fácil.

Ella todavía estaba hablando, reprendiéndolo por su estupidez al negarse a


que el médico de la corte lo tratara aun habiendo sangrado desde las orejas.
—No estaba sangrado desde las orejas.
231

—No mientas. Te vi.

—No puedo mentir mientras esté bajo el juramento de sangre, ¿recuerdas?


La sangre venía de las venas de mis muñecas, tenía extractores ocultos
dentro de los cerrojos de mis gemelos. El médico de la corte se habría dado
cuenta. Por eso no lo podía ver. No puedo permitir que llegue la noticia a la
Inquisidora de que no estoy tan mal como parecía estar.

Por la manera en que lo miró boquiabierta, él no podía decir si ella quería


pegarle o abrazarlo. Probablemente lo primero. Extrañó esas breves horas
cuando lo habría abrazado. Él nunca se había gustado tanto como cuando
ella lo hizo, incluso admirado.

—¿Cómo sabías que ibas a necesitar extractores? —preguntó, todavía


sospechosa.

—Antes de que sus mentes se rompan, los sujetos en la Inquisición a


menudo sangraban de varios orificios. Tenía la esperanza que cuando yo
sangrara, la Inquisidora pensara que había ido demasiado lejos.

Ella mordisqueó su labio superior.

—¿Se detuvo?

—No. —Sacudió su cabeza, e hizo una mueca de dolor por el movimiento—


. ¿Qué pasó allí? ¿El Capitán Lowridge tiró abajo la puerta?

Las interrupciones durante la Inquisición nunca estaban permitidas. Si el


Capitán Lowridge la había interrumpido, por propia seguridad del hombre,
Titus necesitaría despedirlo inmediatamente, así podría esconderse de la ira
de la Inquisidora.

—No —dijo Fairfax—. Sus secuaces se precipitaron primero cuando la


oyeron gritar. El Capitán Lowridge les siguió muy de cerca los talones, sin
embargo.

Frunció el ceño.

—¿Qué la hizo gritar entonces?


Iolanthe relató su táctica, apenas prestando atención a su propia historia,
232

aún aturdida por la revelación de que el príncipe había planeado la parte


del sangrado de los oídos.

Ella debería estar más preocupada en que él estaba tratando de hacer que
se enamorara de él, pero lo único en lo que podía pensar era en el chico cuyo
gato fue asesinado en su regazo, y quien creció aterrorizado de que un día
podría estar sujeto al poder de ese mismo mago mental.

Recordó la precisión de sus hechizos, el resultado infinito, la práctica febril.


¿Qué de este no-hechizo, esta pretensión de sangrado? ¿Cuántas veces
había practicado con extractores en las mangas, cayéndose en los suelos de
granito del monasterio, con la esperanza de que si tuviera que pasar una
Inquisición, tendría una plegaria de salvar a su mente?

—Moví el candelabro. Las esferas de luz cayeron. Mis ojos estaban cerrados,
pero creo que una de las esferas hirió a la Inquisidora directamente, escuché
un ruido sordo antes que el estruendo llegase. Y entonces todo el crédito fue
gracias al Capitán Lowridge por sacarte de la Inquisición.

No esperaba que estuviera agradecido, sino complacido. Después de todo,


había estado muy preocupado por su incapacidad para controlar el aire.
Ahora no sólo lo había salvado, sino demostró ser la más rara de las
criaturas, un mago elemental que controlaba los cuatro elementos.

Pero su expresión, después de un shock inicial, se ensombreció. Empujó la


sábana a un lado y luchó para levantarse.

—¿Por qué no me lo dijiste antes?

Agarró su brazo para detenerlo.

—Pensé que estabas respirando tu último aliento.

Se tambaleó, pero su ceño fruncido era feroz.

—Comprende esto: que nunca más te importe si yo vivo o muero, no cuando


tu propia seguridad esté en peligro. Mi propósito es guiarte y protegerte por
todo el tiempo que pueda, pero al final, sólo uno de nosotros importa, y no
soy yo.

Él estaba tan cerca, su calor parecía sumergirse en ella. Había una pequeña
mancha de sangre seca que aún no había logrado lavar, una mancha de
forma irregular en la base de su cuello. Y donde había aflojado sus mangas,
pudo ver una marca de pinchazo en el interior de cada muñeca, donde los
233

extractores habían perforado su piel.

Un dolor candente quemaba en su corazón. Ella todavía podría salvarse de


enamorarse, pero nunca sería capaz de despreciarlo realmente.

—Tenemos que salir del Dominio en este instante —dijo él—, antes de que
la Inquisidora se dé cuenta que alguien más estaba en la Cámara de
Inquisición, alguien con poderes elementales.

Ya estaba caminando, tambaleándose. Ella pasó un brazo alrededor de su


cintura.

—Necesito volver a mi apartamento en el castillo. La poción de la


transformación está en mi mochila. Tráemela al baño de arriba. Entonces
vuelve aquí y elimina toda la evidencia que pueda hacer a alguien sospechar
de tu presencia. La Inquisidora se atrevió a venir por mi salud mental; podría
también invadir mi santuario.

Ella asintió y caminó rápido, tirando de él.

En la bañera, él se agachó para abrir las canillas.

—Ve. Y vuelve rápido.

Ella corrió e hizo como le pidió. Corriendo de vuelta al piso de arriba, llegó
a la bañera mientras él se materializó de nuevo, esta vez empapado
sosteniendo no un frasco, sino lo que parecía una botella de un tónico para
el cabello.

—¿Dónde está la poción?

Él salió de la bañera y apuntó su varita al tónico para cabello.

—In priorem muta.

La botella se convirtió en un frasco compartimentado. Ella lo agarró.


Bebiendo la poción a grandes tragos, señaló su mano libre hacia él y
desvaneció toda el agua de su túnica mojada, la noche era fresca y él estaba
empezando a temblar. Entonces ella alejó toda el agua que había goteado
sobre el suelo mientras él tomaba la segunda solución.

—Pensamiento claro bajo presión, como siempre —murmuró él.


Asumir la forma de ave no era desagradable, sino desorientador, todo a su
234

alrededor se inflaba rápidamente a tamaño montañoso.

Él la tomó en mano.

—Hora de irse.

—¿Usted no desea un tren con rumbo a Slough, sino a Londres, señor? —


preguntó Dalbert, sonando dudoso.

—Precisamente. —Titus revisó su persona, su ropa, y sus pertenencias,


aplicando un hechizo tras otro para revelar la presencia de trazadores y
otros objetos extraños. Él estaba limpio.

—Pero, señor, en su condición…

—Razón de más para irme sin demora. Ya viste lo que la Inquisidora me


hizo. La Casa de Elberon no significa nada para ella. Cuanto más lejos esté
de ella, más seguro estaré.

Dalbert todavía no parecía convencido, pero accedió y levantó la mochila de


Titus.

Un fuerte golpe hizo temblar la puerta de la habitación de Titus.

—Su Alteza, Lady Callista para verlo —anunció Giltbrace desde afuera.

Exactamente lo que Titus temía. Agarró la jaula de Fairfax y señaló a Dalbert


mantenerse en silencio y seguirlo.

—Su Alteza —vino la voz de Lady Callista—. El regente y yo hemos estado


muy angustiados al escuchar del ataque que sufrió inesperadamente
mientras duró la Inquisición.

—Rápido —le susurró Titus a Dalbert—. Ellos tratarán de confiscar mi


transporte.

Se deslizaron en un pasadizo secreto accesible desde la habitación de Titus


y corrieron, Titus deseando que su estómago no se rebelara de nuevo hasta
más tarde. El pasadizo secreto terminó en algún lugar debajo del ático. Él
subía la escalera caracol de a tres escalones, cada vez más mareado con
cada vuelta. Debajo vino el estruendo de la persecución.
El ático, al fin. Se lanzaron al vagón, Titus atornillando la puerta mientras
235

Dalbert se tambaleaba a los controles. Tan pronto como la mano se puso


alrededor de la palanca un grupo de guardias entró por la puerta.

—¡Vamos! —mandó Titus.

Dalbert tiró. El vagón se estremeció y se insertó con fuerzas en el torrente


sanguíneo que eran las obras ferroviarias inglesas.

El sonido de las ruedas de acero moliendo los raíles metálicos nunca había
sonado tan dulce.

Fairfax estaba a salvo. Por ahora.


236

CAPÍTULO 17
Traducido por Helen1, karliie_j y HeythereDelilah1007

Corregido por AliciaConi

E l tren los llevó a la estación de Charing Cross. Titus decidió que uno
de los grandes y nuevos hoteles cerca de Trafalgar Square
continuamente frecuentados por turistas estadounidenses serviría muy
bien a su propósito.

Él hechizó brevemente a una señora de mediana edad y su criada. Mientras


las dos lo seguían aturdidas y obedientes, se presentó a la recepcionista del
hotel como el Sr. John Mason de Atlanta, Georgia, viajando con su madre.
Una vez que tuvo la llave, condujo a la señora y su criada por una puerta
diferente, liberándolas del encantamiento, y dándoles unas cordiales
buenas noches.

En sus habitaciones, aplicó una capa sobre otra de hechizos anti-intrusión,


sin sentir ningún reparo en utilizar los más mortales conocidos por los
magos. Juzgando que era lo suficientemente seguro para Fairfax reanudar
la forma humana, la dejó en el dormitorio con una túnica de su mochila y
un par de sus pantalones ingleses.

Ella caminó fuera de la habitación justo cuando el montaplatos anunció su


llegada.

—Tu cena —murmuró desde donde yacía desplomado en el sofá, con el brazo
sobre los ojos.

Encontró la puerta del montaplatos. El aroma de caldo de pollo y pastel de


carne flotaba a la sala. Dejó la bandeja de comida en la mesa baja junto a
él.

—¿Estás bien?

Él gruñó.

—¿No quieres comer algo?


—No. —Él no quería forzar su estómago durante las próximas doce horas.
237

—¿Y ahora qué? ¿Vamos a estar huyendo?

Se quitó el brazo de su rostro y abrió los ojos. Ella estaba sentada en la


alfombra frente a la mesa baja, vestida con su túnica con capucha gris, pero
no sus pantalones. Sus piernas estaban desnudas debajo de la mitad del
muslo.

La visión lo sacó de su letargo.

—¿Dónde están tus pantalones?

—No tenían tirantes y no se mantenían arriba. Además, hace bastante calor


aquí.

Él se sentía bastante caliente. No era raro ver chicas en trajes cortos en


verano en Delamer. Pero en Inglaterra las faldas siempre llegaban al suelo y
los hombres se volvían locos por tener un vistazo de los tobillos femeninos.
Tanta piel… los chicos en la escuela se desmayarán de sobreexcitación.

Podría haber estado un poco inestable también, si no estuviera ya acostado.

—Nunca respondiste a mi pregunta —dijo ella, como si la vista de piernas


largas y bien torneadas no debía revolver sus pensamientos en absoluto—.
¿Vamos a estar huyendo?

—No, regresaremos a la escuela mañana.

—¿Qué?

—Si hubieran logrado tomarte antes de salir del Dominio, habrías estado
condenada. Pero ahora que el peligro ha pasado, tenemos que hacer todo lo
posible para preservar tu identidad actual. Tanto como se mantenga intacta,
Atlantis puede sospechar de mí tanto como quiera, pero no puede probar
nada.

—Pero dijiste que no habías logrado convencer a la Inquisidora de nada. Ella


vendrá por ti de nuevo.

—Lo hará, pero no inmediatamente. Esa interrupción tuya fue un golpe para
ella. Necesitará un poco de tiempo para recuperarse. Además, yo no puedo
desaparecer así como así. Es la ley del Dominio que el trono no se puede
dejar sin ocupar. Alectus sería nombrado príncipe reinante.
Y ese sería el final de la Casa de Elberon.
238

Ella tomó un plato de sopa y comió del pastel de carne.

—¿Así que no tenemos más remedio que continuar en la escuela?

—Durante el tiempo que podamos.

—¿Y cuando no podamos más?

—Entonces seremos puestos a prueba.

Esto le valió una mirada que era casi puro estoicismo, a excepción de un
destello de tristeza. Tenía unos hermosos ojos, esta chica, y...

Sus pensamientos se desaceleraron al darse cuenta de que sus ojos podrían


ser lo último que viera antes de morir.

—No te habrías involucrado en esto en absoluto si no fuera por tu madre —


dijo ella, tirando de él de vuelta al presente—. ¿Qué pasa si la Inquisidora
está en lo cierto?

¿Y si la Inquisidora lo había estado? Gran parte de la breve vida de su madre


era un misterio para él, al igual que muchas de sus visiones.

—Ten en cuenta que la Inquisidora quería desestabilizar mi mente tanto


como fuera posible.

—¿Tu abuelo mató a tu madre?

Su cara ardió.

—Sí.

Su mirada era firme.

—¿Por qué?

—Para preservar la Casa de Elberon, se negó a ser el último príncipe de la


dinastía.

Cuando Atlantis le dio la opción entre la abolición de la corona por completo


u ofrecer a su hija, una participante activa en la Insurrección de Enero,
como un sacrificio, el Príncipe Gaius había optado por esta última. No era
el secreto más vergonzoso de la larga historia de la Casa de Elberon, pero
estaba lo suficientemente cerca.
—¿Tu madre realmente previó su propia muerte cuando era una niña?
239

—No lo sé.

—¿Te dijo algo antes de morir?

—Solo que si alguna vez quería ver a mi padre, tenía que derrotar el Bane.

Nunca hubiera traído a su padre a la discusión, pero el juramento de sangre


lo obligaba a decir la verdad.

Se mordió contemplativamente.

—Si no es mucho preguntar, ¿quién es tu padre?

Sus mejillas se pusieron más calientes, si es posible.

—No sé eso tampoco.

—¿Tu madre nunca lo mencionó?

—Lo mencionó mucho. —Su amor por los libros, su bella voz, sus sonrisas
que podían hacer salir el sol a medianoche—. Pero nada que pueda ser
usado para identificarlo.

Cuán emocionado había estado ante la posibilidad que la pregunta de su


madre implicaba. ¿Quieres ver a tu padre? Él había pensado eso como la
pregunta: ¿Quieres una porción de pastel?, con el pastel producido dentro
del minuto siguiente.

Fairfax arremolinaba una cuchara en su plato de sopa.

—¿Qué dijiste cuando oíste que tenías que derrotar el Bane?

No había sido capaz de decir mucho por el miedo y la decepción que se


empujaban dentro de él. Y la ira… de que su propia madre lo hubiera
engañado así.

—Le dije que no iba a pelear con el Bane porque no quería morir.

Su madre se había quebrado y sollozó, las lágrimas corrían por su rostro


para salpicar en su hermoso chal de color celeste. Nunca la había visto llorar
antes.

—Pero estuviste de acuerdo eventualmente —dijo Fairfax en silencio, con los


ojos casi tiernos.
Aún podía ver la cara manchada de lágrimas de su madre. Aún oír su voz
240

apagada al contestar su desconcertada pregunta.

¿Por qué lloras, mamá?

Porque me odio a mí misma por lo que pido de ti, cariño. Porque nunca me
perdonaré, en esta vida o en la próxima.

Algo en él se había roto ante esas palabras.

—Yo tenía seis años —dijo—. Habría hecho cualquier cosa por ella.

Existía algo en este mundo que vinculaba a un mago más que un juramento
de sangre: el amor. El amor era la última cadena, el azote final, y el
esclavizador final.

Él metió la mano en la bolsa, que había colocado en el suelo junto a la silla,


y sacó un libro grueso.

—He visto ese libro. ¿Lo trajiste desde la escuela? —preguntó Fairfax.

—In priorem muta —dijo. El libro se quitó el disfraz y se convirtió en un diario


normal, encuadernado en cuero—. El diario de mi madre. Ella grabó todas
sus visiones aquí.

—Está vacío —dijo Fairfax, después de que él había dado vuelta a treinta,
cuarenta páginas.

—Solo mostrará lo que debo ver.

El diario había sido dejado con él cuando murió su madre, con la inscripción
“Mi querido hijo, voy a estar aquí cuando realmente me necesites. Mama”.

Lo había abierto todos los días y había encontrado absolutamente nada.


Solo después de que había sabido la verdad de su muerte —que había sido
un asesinato, no suicidio— la primera entrada apareció. La de él, en el
balcón, presenciando el fenómeno que cambiaría y cambió todo.

Siguió pasando las páginas, pero se mantuvo obstinadamente en blanco.


Algo frío y terrible roía sus entrañas.

Te necesito ahora. No me abandones. No lo hagas.


Unas páginas escritas al final del diario, por fin, aparecieron en su familiar
241

letra inclinada. Su mano se cerró sobre la unión para que sus dedos no
temblaran de alivio.

—Podrías leer junto a mí —le dijo a Fairfax—. Muchas de sus visiones tienen
que ver con nuestra tarea.

Fairfax dejó la mesa baja y se agachó junto a él.

4 de abril, AD 1021

Mientras Titus y yo jugábamos en los jardines superiores esta


mañana, tuve una visión de una coronación, uno no podía
equivocarse con esos particulares estandartes del Angelic Host,
que solo se usaban para coronaciones y funerales reales. Y
juzgando por los atuendos coloridos de los espectadores que
llenaban las calles, no estaba presenciando ningún funeral.

Pero, ¿De quién era esta coronación? Capté tres minutos de un


gran desfile, eso fue todo.

Volví cuando Titus comenzó a jalar de mi manga. Había


encontrado una mariquita que quería que yo admirara. El pobre
niño. No sé por qué me ama. Siempre que él desea mi atención,
me veo atrapada en otra visión.

—La fecha, es justo después de la Insurrección de Enero, ¿verdad? —


preguntó Fairfax.

Titus asintió. La Baronesa Sorren había sido ejecutada el día anterior.

Continuaron leyendo.

10 de abril, AD 1021

La visión volvió(19). Esta vez fui capaz de ver, hasta el fondo de


la Avenida del Palacio, la llegada del carruaje real. Pero no pude
distinguir a su ocupante, excepto por el reflejo del sol brillando
en su corona.
Durante el resto del día no pude concentrarme en nada más. El
242

pobre Titus me trajo un vaso con jugo de pera-toronja. Después


de sostenerlo por un rato, lo dejé sobre la mesa sin tomar ningún
sorbo.

Necesito saber. Debo saber. Al siguiente día de tener la visión


por primera vez, mi padre me pidió que intercambiara mi vida por
el futuro de Titus en el trono. Pedí tiempo para pensarlo. El me
dio tres semanas.

Si yo soy la persona dentro del carruaje, entonces tendré que


llevarme a Titus y escondernos. Las Montañas Laberínticas
están llenas de pliegues y valles impenetrables. El mundo no
mágico, por otro lado, ofrece muchos medios para desaparecer.

Pero, ¿Qué pasaría si yo no soy la persona en el carruaje?

12 de abril, AD 1021

No soy la persona dentro del carruaje.

Es Titus. Y es pequeño, apenas más grande de lo que es ahora.

Esta vez la visión tardó y tardó. Vi la coronación completa, así


como también la ceremonia en la que concedían el poder de la
regencia a Alectus.

O me escapé al exilio, o estoy muerta.

Debido a que Titus es muy joven, muchas festividades que de


otro modo se celebrarían fueron pospuestas hasta que tenga la
edad suficiente. Aun así, recibe buenos deseos durante horas.
Mi hijo, pequeño, solemne, y solo en el mundo.

Finalmente se queda a solas. Él saca una carta del interior de su


túnica, rompe el sobre y la lee. No puedo ver lo que dice la carta,
pero el sobre lleva mi sello personal.

La carta tiene un efecto dramático en Titus. Él luce como si lo


hubieran golpeado en el pecho. La lee de nuevo, después corre
para tomar algo de su cajón.

Mi diario. Este diario, el que nunca se ha apartado de mi lado.


Él lo abre. La primera página dice: “Mi querido hijo, estaré aquí
243

cuando de verdad me necesites. Mamá.” La fecha debajo de la


inscripción es dentro de dos semanas.

Él cambia las páginas.

Sorpresa. Mi diario está vacío: páginas y páginas de nada.

Cuando algo finalmente aparece en una página, estoy


sorprendida de nuevo. Era la visión de un hombre joven en el
balcón, visto de espaldas, presenciando algo que lo deja atónito.
Había experimentado esa visión muchas veces, pero nunca
había significado nada para mí.

Aparentemente me sentiré diferente al respecto en un futuro


cercano. La descripción de la visión, de menos de dos páginas
de largo la última vez que escribí sobre ella, ahora se extiende
hasta cuatro páginas. Incluso los márgenes están llenos de
palabras.

La visión en sí misma ha empezado a desvanecerse en este


punto, pero fui capaz de leer pequeñas partes de mi escritura,
que tenían que ver con magia elemental, de todas las cosas. En
los párrafos apiñados hago referencia a otras visiones, que al
parecer no tienen nada que ver con esa, incluso menciono una
conversación con Callista, en la cual ella me dijo en estricta
confidencia que había escuchado del interés de Atlantis en
magos elementales, que se lo había dicho el mismo Inquisidor,
quien había estado enamorado de su belleza y encanto.

La visión se ha desvanecido completamente. Son más de las


cinco de la mañana. El cielo afuera de mi ventana muestra el
más fino rastro de anaranjado. Me doy cuenta con un
desgarrador dolor en mi corazón que mis días están contados.

Pero no hay tiempo para hundirme en la autocompasión. En las


próximas dos semanas estaré escribiendo apasionadamente
sobre magia elemental, pero apenas sé algo sobre eso.

Debo encontrar rápidamente no solo más información acerca de


magia elemental sino también una razón para que me importe.
Pero primero lloraré, porque no veré crecer a mi hijo. Ni siquiera
244

lo veré llegar a su próximo cumpleaños. Y él simplemente me


recordará como una mujer loca que no se tomó el jugo que
especialmente había traído para mí.

La Inquisidora era la mentirosa, no su madre.

Una gran vergüenza llenó a Titus, vergüenza de haber dudado tan


fuertemente de su madre. De haberla odiado tan frecuentemente y tan fuerte
como lo había hecho.

Se disculpó a sí mismo y se apresuró al baño, donde perdió su batalla contra


las lágrimas. Aún estaba enjugándoselas cuando Fairfax lo llamó.

—Ven aquí. ¡Encontré otra visión!

—¿Estás segura? Nunca he visto más de una al mismo tiempo —dijo el


príncipe.

Sus ojos estaban enrojecidos, como si hubiera estado llorando. Ella


inmediatamente miró el diario.

—Estaba pasando las páginas al azar. Estoy casi segura de que estas
páginas habían estado vacías cuando las miraste hace rato, pero ya no lo
están.

Él se sentó junto a ella.

—Esta es de casi una década antes que la anterior.

Él empezó a leer. Ella lo miró un momento, después hizo lo mismo.

7 de mayo, 1012

Hoy tuve una nueva visión.

Una visión sobre una biblioteca, o una librería. Una mujer, que
me da la espalda, camina entre los estantes y parece estar
buscando un título en específico.

Ella se detiene y toma un libro que requiere de sus dos manos


para sostenerlo. El título en el dorso dice “La Poción Completa”.
(Conozco este libro, un volumen detestable lleno de pretensión y
245

notablemente sin importancia en la educación actual. Mi tutor


solía atormentarme con él.)

La mujer de la visión, con algunas dificultades, lleva el libro


hasta un escritorio y lo coloca junto a un calendario que muestra
la fecha, 25 de agosto.

Ella abre el libro y rápidamente encuentra lo que estaba


buscando. El tema es elixires de luz. Hay una pluma en el
escritorio. Ella la toma y escribe en el margen: “No hay un elixir
de luz, contaminado como fuese, que no pueda ser revivido por
un rayo.”

Iolanthe retrocedió. Esas eran las palabras que habían cambiado todo.

—¿Este fue el consejo que recibiste el martes? —preguntó el príncipe.

Martes. Hace menos de una semana y más de una vida. Ella asintió.

—Supongo que estamos a punto de averiguar quién lo escribió —dijo él.

5 de agosto, 1013

Una repetición de la visión del año pasado sin nueva


información.

11 de agosto, 1013

He tenido esta visión tres veces en el último par de días. Ayer le


pregunté a mi tutor si se podía utilizar un rayo para arreglar un
elixir. El rio hasta sofocarse.

12 de agosto, 1013

De nuevo la misma visión. Se está volviendo irritante.


15 de agosto, 1013
246

Finalmente algo nuevo.

Mientras la mujer se inclina hacia el soporte de la pluma, pude


leer, en la base del soporte, una inscripción: Un obsequio a mi
querido amigo y mentor. Eugenides Constantinos.

16 de agosto, 1013

Descubrí que Eugenides Constantinos tiene una librería en la


intersección de la calle Hyacinth y la University Avenue. Me
detendré ahí y averiguaré algo la próxima vez que esté en el área.

Iolanthe sostuvo el aliento.

—¿Qué pasa?

—Conozco ese lugar, mi guardián solía llevarme allá todo el tiempo. Se había
convertido en una tienda de dulces en ese entonces, pero todavía tenía
algunas de sus cosas viejas. La que me gustaba más decía algo como: “Libros
de las Artes Oscuras podrán encontrarse en la bodega, sin cargo. Y si
encuentras la bodega, alimente amablemente al fantasma gigante que está
adentro. Saludos. E. Constantinos.”

—“La distorsión y trama de la Fortuna se mueven de maneras misteriosas;


Solo en retrospectiva uno es capaz de ver a las amenazas del destino
tomando forma.” —citó él.

Ella exhaló profundamente y siguió leyendo.

31 de agosto, 1013

Un día de lo más fantástico:

Me deslicé fuera de un rendimiento al mandato de Titus III, evadí


a mis damas-a-la-espera, y me apresuré al Emporio de El Buen
Aprendizaje y Curiosidades, la tienda de Constantino. Tan
pronto como caminé dentro de la tienda, la visión se repitió, una
séptima vez sin precedentes.
Esta vez, vi claramente el anillo distintivo en la mano que
247

empuñaba la pluma.

Cuando la visión se desvaneció, levanté mi propia mano en


shock. En el dedo medio de mi mano derecha había un anillo
idéntico, forjado por Hesperia la Magnífica. No hay otro como este
en todos los reinos mágicos.

La mujer soy yo.

La mano de Iolanthe subió hasta su garganta.

Me reí. Bueno, entonces.

Una vez tuve la visión de mí misma diciéndole a mi padre que


una chica Atlante particular iba a ser la persona más poderosa
en el Dominio. Luego, cuando vi a la chica de frente, le dije que
me había visto a mí misma diciéndoselo, ya que uno no puede
cambiar deliberadamente lo que ha visto para que suceda. Él
estaba terriblemente disgustado por la posibilidad de que él, un
descendiente directo de Titus el Grande, pudiese no ser algún
día el amo absoluto de este reino.

Pero está vez yo no estaría ofendiendo a nadie.

Encontré el libro, lo llevé hasta la mesa, levanté la pluma desde


su base, y escribí en el libro tal y como lo había visto en la visión.

Solo al terminar recordé la fecha del calendario en el escritorio.


En la visión es el 25 de agosto. Pero hoy es el 31 de agosto. Miré
al calendario en del escritorio. ¡25 de agosto! El aparato había
dejado de funcionar hace una semana.

Ya no me siento animada por lo acertada que soy: la habilidad


de ver pedacitos del futuro es frustrante y espeluznante. Pero en
ese momento, estaba muy emocionada.

Por impulso, abrí el libro nuevamente, fui a la sección de


borradores resueltos y arranqué las últimas tres páginas. Las
recetas dadas en esas páginas estaban llenas de errores. No iba
248

a permitir que algún otro pobre pupilo sufriera por ellas.

Ellos le dieron la vuelta a la página, pero no había nada más. Siguieron


pasando las páginas. Todavía nada. El príncipe eventualmente cerró el
diario y lo puso de vuelta en su mochila.

Miró a Iolanthe.

Ella se dio cuenta de que debía decir algo, pero no se atrevió a decir con
libertad lo que pensaba, por miedo a que de verdad pudiera encontrar el
largo brazo del destino envuelto estrechamente a su alrededor.

Por miedo ella había llegado a aceptar la idea de que su destino y el del
príncipe habían sido entretejidos juntos antes de sus nacimientos.

—Cuéntame sobre la visión en la que ella te vio muriendo —dijo Fairfax,


volviendo a su comida—. ¿También leíste eso en el diario?

Titus lentamente se recostó de nuevo. Maldito sea el suero de la verdad. Y


maldito sea el juramento de sangre que le evitaba mentir. Uno podría muy
bien cegar a un pintor, o cortarle los dedos a un escultor, él era un artista
con las mentiras.

—Sí.

—¿Cuándo pasará?

—Está descrito que en mi adolescencia tardía. Así que… cualquier día.

Ella parpadeó unas cuantas veces, miró abajo hacia su comida, luego de
vuelta a él.

—¿Por qué?

—No hay un porqué. Todo el mundo muere.

—Tú dijiste que el diario solo muestra lo que necesitas saber. ¿Por qué es
necesario que tú sepas que vas a morir joven?

—Así puedo prepararme correctamente. Concentra la mente saber que el


tiempo es limitado.
—Podría tener el efecto contrario. Otro chico podría haber abandonado la
249

aventura de una vez.

—Ese chico no tiene que preocuparse por encontrar a su madre en la otra


vida sin haber logrado nada en esta. Además, no es posible escapar a tu
destino. Mira cuanto esfuerzo se ha gastado en ayudarte a evadir lo
inevitable, y mira donde estás ahora.

Una tetera había venido con la bandeja de la cena. La mirada de ella bajó a
la tetera. El té salió por su cuenta, haciendo un grácil arco en forma de
parábola antes de llenar una taza sin que una sola gota se derramara. Ella
envolvió sus manos alrededor de la taza, como si tuviera frío y necesitara
una fuente de calor.

—Así que podría estar sola al final, enfrentando el Bane.

El pensamiento atormentó a Titus casi tanto como su inminente muerte.

—Mientras yo siga vivo y respirando, estaré contigo. Te protegeré.

Los dedos de ella se flexionaron, luego se estrecharon alrededor de la taza.

—Nunca creí que diría esto, pero quiero que vivas para siempre.

Él no necesitaba vivir para siempre, pero le hubiera gustado vivir lo


suficiente para olvidar el sabor del miedo.

—Tú puedes vivir para siempre por mí.

Sus miradas se encontraron… y se quedaron ahí.

Ella se sonrojó, fue hasta la habitación, y regresó con una manta. Mientras
envolvía la manta alrededor de él, “para siempre” se convirtió en un
pensamiento distante, que él cambiaría con gusto por más momentos como
ese.

—Duerme —dijo ella—. La más grande maga elemental de nuestros tiempos


montará guardia para ti.

Unas cuantas chispas de fuego flotaron bajo el techo, proveyendo solo la luz
suficiente para ver. Iolanthe observó la forma durmiente del príncipe, un
brazo colgando sobre su cabeza, el otro cerca de su persona con su varita
en la mano.
Reuniendo las chispas cerca de ella, tomó el diario de su madre y se deslizó
250

entre las páginas nuevamente. Nada, excepto por una página particular que
tenía una pequeña calavera, la cual no había notado antes, en la esquina
inferior derecha.

Cuando alcanzó el final del diario, volvió a pasar las páginas empezando
desde atrás hacia adelante. Todavía nada. Ella suspiró, devolvió el diario a
la mochila.

En su corazón, ella estaba empezando a entender que realmente estaba


escrito en los astros, su destino. Sin embargo, todavía parecía
completamente imposible que ella pudiera alguna vez encontrar la audacia
para enfrentar al Bane, ella que había vivido una vida tan pequeña, tan
estrechamente centrada en el bienestar de su propia familia.

Especialmente si el príncipe tenía razón con lo de su muerte.

Con su muerte, el juramento de sangre dejaría de tener valor. Ella sería libre
de alejarse de su aventura loca, rescatar al Maestro Haywood, si podía, y
desaparecer para esconderse.

No habría nada que pudiese detenerla.

Salvo por el conocimiento de que él había dado su vida por su causa, y ella
habría abandonado todas las bases que él había construido.

Sin mencionar el asunto que había empezado a tirar desde el fondo de su


mente: si ella tenía el poder para derrotar al Bane, ¿podría vivir con no
haberlo intentado nunca, solo para mantenerse a sí misma y al Maestro
Haywood a salvo en algún rincón de las Montañas Laberínticas mientras
que la Sra. Needles e incontables otros se podrían en las prisiones Atlantes?

¿Podría ella vivir consigo misma, acobardada, mientras el mundo ardía?


251

CAPÍTULO 18
Traducido por Otravaga, Areli97 y âmenoire90

Corregido por G.Dom

I olanthe despertó siseando de dolor. Sus dedos se sentían como si se


hubiesen hinchado tres veces su tamaño normal, su piel a punto de
estallar por la presión.

Pero no parecían diferentes. Se quedó mirando sus manos con desconcierto.


Cuando las cerró, sus nudillos protestaron. Las abrió y cerró un par de veces
más. El malestar se fue con bastante rapidez, dejándola perpleja.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó el príncipe desde donde yacía, con la voz
ronca por el sueño.

—Estás despierto. ¿Cómo está tu cabeza? ¿Quieres que te encuentre algo


para desayunar?

—Nada de desayuno, gracias. Y mi cabeza está terrible, pero eso es normal.


¿Qué es lo que te pasa?

—No estoy segura. Hace un minuto me dolían las manos, pero ya no. ¿Es
un efecto secundario de la transfiguración?

—No, sin embargo, podría ser un efecto secundario de que rompieras el


hechizo persuasible.

—¿Qué hechizo persuasible?

—El que fue lanzado sobre ti antes, para hacerte creer que no podías
manipular el aire.

—Tal vez lo fui desarrollando tardíamente.

Él negó con la cabeza.

—Leí la carta de tu guardián para ti y…

Ella arqueó una ceja. Nunca le había ofrecido la carta para que la leyera.
—Bueno, ya sabes que soy inescrupuloso.
252

Ella suspiró.

—Continúa.

—Estas son sus palabras exactas: “No puedo evitar preguntarme cómo se
manifestará tu poder. ¿Causando que el Río Delamer fluya en reversa? ¿O
convirtiendo el aire de un día soleado en un ciclón?”. Lo cual me dice que
tenías poder sobre el aire desde pequeña.

—Pero pensé que no se podía aplicar un hechizo persuasible cuando el


sujeto ya sabe algo.

—El poder sobre el aire es el más fácil de disimular. No se puede justificar


la repentina aparición de fuego o de agua, o de piedras que salgan volando
de una pared. Pero siempre se le puede echar la culpa del movimiento del
aire a una brisa de la ventana. Y de esta manera él podía hacerte pasar por
un Mago Elemental III… mucho menos notable.

—Todavía no veo por qué deberían dolerme las manos ahora, después de
que rompí el hechizo persuasible, si eso es lo que era.

—Haz algo con el aire. Haz que la cortina se agite.

Lo intentó, pero la cortina se movió apenas un poquitín.

—No entiendo. Balanceé el candelabro completo anoche.

—Ahora ya no estás en medio de circunstancias extraordinarias(20). No es


fácil deshacerse por completo de un hechizo persuasible cuando éste te ha
controlado durante tanto tiempo. Pero ya estás mucho más adelantada de
lo que solías estar… el dolor probablemente es una manifestación física del
potencial que has desbloqueado luchando contra lo que quedaba del hechizo
persuasible.

Volvió a tratar de agitar la cortina; el resultado no fue mucho más


impresionante. Era desalentador. Había pensado que su control sobre el aire
sería fácil y absoluto desde este momento en adelante.

—Entonces, ¿qué hago ahora?

—Entrenar más duro. Todo en la magia elemental es la mente sobre la


materia. Tienes que seguir presionándote. —Se incorporó e hizo una mueca
de dolor—. Todos tenemos que seguir presionándonos.
253

La sonrisa de la Sra. Hancock era tan agradable como siempre, su vestido


de día tan marrón e igual a un saco.

—Su Alteza, si me siguiera a mi salón.

Titus apoyó una mano en la barandilla, lo había sorprendido cuando iba a


subir las escaleras.

—¿Qué pasa con ustedes Atlantes? ¿No pueden ver que tengo un espantoso
dolor de cabeza?

No estaba mintiendo: el interior de su cráneo se sentía como una demolición


no mágica, todo a punta de palancas y mazos. También estaba debilitado
por el hambre, habiendo tenido nada más que una taza de té desde su
Inquisición.

—No se me ocurriría molestar a Su Alteza a menos que fuese de vital


importancia —dijo la Sra. Hancock serenamente.

—¿Quién quiere verme?

—El Inquisidor Interino, señor.

—¿Quién demonios es el Inquisidor Interino?

—Su nombre es Baslan.

Baslan por lo general no era conocido como Inquisidor Interino, sino como
vice-procónsul o algo por el estilo. Titus se frotó las sienes.

—¿Acaso ahora el Maestro del Dominio no es lo suficientemente importante


para el lacayo del Bane? ¿Tengo que ver al lacayo del lacayo?

—Usted siempre es tan cortés, Alteza —murmuró la Sra. Hancock, mientras


extendía la mano y enderezaba un marco de lirios bordados que había sido
torcido de un golpe por un niño descuidado.

Ella lo guio a un austero salón de piso sin alfombrar, sillas sin acolchar, y
sin un pétalo ni un tallo de las queridas flores estampadas por la Sra.
Dawlish. Las manijas de su cajón, sin embargo, estaban talladas con el
estilizado símbolo de un remolino. La imagen espectral de Baslan —una
pieza de magia Atlante que los archimagos del Dominio todavía tenían que
duplicar— paseaba de un lado a otro en el salón, haciendo caso omiso de
254

las paredes y los muebles.

Chasqueó ante la entrada de Titus. Este se dejó caer en el asiento más


cercano y se protegió los ojos con la mano: la luz del sol entrando por la
ventana de la Sra. Hancock quemaba como ácido en sus retinas.

—¿Qué desea?

—Necesito un reporte de los actos de Su Alteza la pasada noche dentro de


la cámara de la Inquisición.

Una pregunta que no implicara a la Señorita Buttercup en cualquier forma


concebible no era una que Titus hubiese esperado.

—¿Mis actos? Sangrar por todos los orificios principales y sufrir daños
espantosos en mi visión, mi audición y mis capacidades cognitivas.

—Usted parece extraordinariamente saludable para todas las penas que


enumeró —dijo Baslan.

Titus tosió. Volteó el rostro hacia un lado y escupió sangre sobre las faldas
de la Sra. Hancock, un buen truco si se lo decía a sí mismo. La Sra. Hancock
chilló, por fin una reacción genuina, y agitó su varita locamente para
deshacerse de las manchas.

Él fulminó con la mirada a Baslan.

—¿Qué dijo?

Baslan pareció desconcertado. Abrió la boca, entonces la cerró de nuevo.

—El Inquisidor Interino no tiene por qué dudar —dijo la Sra. Hancock—. Si
Su Alteza no sabe ya lo que pasó, lo hará muy pronto.

Baslan todavía dudaba.

Titus hizo ademán de levantarse.

—Ha malgastado bastante de mi tiempo.

—La Inquisidora ha estado inconsciente desde anoche. —La voz de Baslan


era chillona—. Exijo saber lo que usted le hizo.

Titus sabía que los magos mentales aborrecían las interrupciones durante
una investigación, pero no había tenido idea de que una interrupción podría
ser así de catastrófica. ¿O era porque las que Fairfax había considerado
255

como delicadas esferas de luz no habían sido tan delicadas? ¿Qué si una de
tales esferas de luz cayendo desde una gran altura le hubiera dado a la
Inquisidora una conmoción cerebral incluso en circunstancias normales?

—¿Perdió la cabeza? —preguntó, sabiendo que era demasiado bueno para


ser verdad.

—No perdió la cabeza —gruñó Baslan—. Solo está incapacitada


temporalmente.

—Eso es demasiado malo. Habría sido la justicia de los Ángeles por todas
las mentes que ella ha destruido.

Baslan apretó la mano, conteniéndose con dificultad.

—Usted me dirá lo que le hizo a la Señora Inquisidora.

Titus lo miró de soslayo.

—Así que esa fue la razón por la que anoche usted envió a Lady Callista al
castillo. Y yo que pensaba que al fin ella estaba empezando a preocuparse
por mi salud.

Y ese era el por qué habían tratado de evitar que se fuera. No porque
quisieran despojarlo de su canario, sino porque los médicos necesitaban
saber qué había causado la inconsciencia de la Inquisidora antes de que
pudieran formular un tratamiento.

Él sonrió y sacó su varita, adornada con siete coronas de diamantes


incrustados a lo largo de ella.

—Esta es Validus, la varita que una vez perteneció a Titus el Grande. Sé que
los Atlantes son culturalmente aislados y que en gran parte ignoran las
historias más allá de la suya, pero confío en que usted, Inquisidor Interino,
debe haber oído hablar de Titus el Grande.

Los labios de Baslan se estrecharon.

—Soy consciente de quién era.

—Titus el Grande dejó tras de sí un Dominio unificado. Pero para su familia,


también dejó la Bendición Titus, una tremenda protección aliada al poder
de Validus, la cual no permitiría que ningún mal le aconteciera al heredero
de la Casa de Elberon.
Golpeteó la varita dos veces contra su palma. La Sra. Hancock se puso de
256

pie, Baslan dio un paso atrás, ambos mirando fijamente a la luz ahora
emanando de las siete coronas.

—Sí, contemplan una de las últimas varitas espada. Una varita espada
desenvainada es uno de los objetos más poderosos en los alrededores. Y
Validus desenvainada invoca la Bendición Titus: lo cual hice antes de caer
inconsciente. Después de eso, todo el poder que la Inquisidora apuntó hacia
mí para destruirme habría sido desviado hacia ella.

Baslan seguía mirando fijamente a Validus cuando Titus la envainó. Titus


se impulsó para ponerse de pie. Con toda la altivez que pudo reunir; no
mucha ya que escasamente podía mantenerse en pie, miró con desdeño a
los Atlantes.

—Y es por eso que no se trata a la ligera al Maestro del Dominio.

Iolanthe puso su brazo alrededor de él cuando estaba a punto de empezar a


subir las escaleras.

Su reacción fue un gruñido bajo.

—Te dije que no volvieras hasta que te diera el visto bueno.

Él estaba pálido, y había gotas de sangre en su manga. Incluso sabiendo


que la sangre era para el truco, el corazón de ella todavía se estremeció.

—Podrías haber necesitado ayuda.

—¿Acaso no te dije asimismo que nunca te preocuparas por mí?

Estúpido muchacho testarudo.

—Si no hubiese interferido antes, ahora mismo serías un imbécil babeando.


Así que cállate y déjame tomar mis propias decisiones.

Él casi sonrió.

—Eso no suena bien. Soy el cerebro de la operación. Tú solo se supone que


proporciones la fuerza.

Ella quería tocarle la mejilla, pero no hizo tal cosa.

—Cuando hay suficiente fuerza, se desarrolla una mente propia.


Birmingham, el regente de la casa, bajó dando saltos por las escaleras.
257

—¿Qué te pasa, Titus? Parece que estás a punto de entregar el alma.

Todavía sobresaltaba a Iolanthe escuchar al príncipe ser llamado por su


nombre. Casi le gruñó a Birmingham que no fuese tan confianzudo.

—Ostras en mal estado en la recepción diplomática —dijo ella en su lugar.

Birmingham contuvo el aliento.

—Esas pueden ser mortales. Más vale que el peligro haya pasado.

—Creo que voy a vomitar de nuevo —murmuró el príncipe.

—Date prisa. Te conseguiré un orinal. —Ella había encontrado uno en el


hotel. El príncipe tuvo que explicarle lo que era el objeto. La idea misma de
ello—. Hasta la vista, Birmingham.

Una vez que estuvieron en su habitación, ella tomó prestada su varita y la


agitó. Ahí llegó el inconfundible sonido de alguien teniendo arcadas secas.

El príncipe hizo una mueca, aunque parecía impresionado al mismo tiempo.

—¿Qué fue eso?

—Lo aprendí de una alumna en Little Grind. Así fue como convenció a su
madre de no darle nabos en la cena nunca más. —Colocó un círculo de
sonido y le dio la varita de nuevo a él—. Ahora acuéstate.

—Tengo que ver qué información de inteligencia podría haber enviado


Dalbert.

—Acuéstate. Lo haré por ti.

—Yo…

—Si Dalbert envía información de inteligencia, necesito saber cómo recibirla.


Recuerda, no siempre estarás aquí.

Tú puedes vivir para siempre por mí. La melancolía en esas palabras, la


tranquila aceptación de lo que no podía ser cambiado. No había ninguna
gloria para él en perseguir lo imposible, ninguna recompensa más allá de
una promesa cumplida.
—¿Tienes que recordármelo? —Él se tendió en su cama—. Pon un pedazo
258

de papel debajo de la máquina en ese gabinete de mi escritorio.

No tuvo problemas para encontrar el dispositivo en cierto modo parecido a


un puercoespín y colocó exitosamente el papel en la bandeja de abajo en
forma de cúpula en su segundo intento. El dispositivo repiqueteó. Cuando
se detuvo, quitó el papel y se lo llevó a él.

—¿Qué noticias podría tener Dalbert? ¿Y qué hizo la Sra. Hancock contigo?
¿Te pidió que mostraras a la Srta. Buttercup?

—Nadie preguntó acerca de la Srta. Buttercup. —Tomó el reporte de su


mano y lo escaneó. Un poco de color regresó a su rostro—. Así que es verdad:
la Inquisidora continúa inconsciente.

—¿Lo está?

—Lo ha estado desde anoche.

—¿Por lo que hice?

—Por lo que hiciste, excepto que pensaron que yo era responsable por ello,
así que les di un cuento de hadas acerca de los poderes de mi varita.

Él seguía mirando el reporte, inconsciente de lo que acababa de decir. Ella


suprimió el deseo de reír.

—¿Te creyeron? Todos los chicos cuentan tales historias acerca de sus
varitas.

Él levantó la mirada, sus ojos en blanco al principio, luego se iluminaron


con malicia.

—Quizás lo hagan, pero yo realmente poseo una varita superior, la mejor de


su tipo, nada menos. El tipo de fuegos artificiales que mi varita puede
producir dejarían a cualquier chica sin respiración.

Ambos se echaron a reír. Todo su aspecto fue transformado, como un


desierto volviendo a la vida después de una tormenta. Ella tuvo que
voltearse, sus ojos llenándose con lágrimas repentinas.

Tú puedes vivir para siempre por mí.

Miró fuera de la ventana, su espalda hacia él. Era una tarde soleada. El
pequeño prado detrás de la casa lleno con niños pequeños en sus diversos
juegos: pelotas, palos, y una cometa que tres de los niños estaban tratando
259

de hacer despegar.

Una vida simple, pacífica, y campestre todo alrededor de él, y siempre la


hubiera mirado como si fuese un espejo.

—¿No contradecirá el regente tu reporte? —Se oyó a sí misma continuar con


la discusión, como si su peligro actual fuera la única cosa que importara—.
Tu varita es una reliquia familiar. Si tuviera poderes especiales, él lo sabría
también, ¿no es cierto?

—Todo lo que Alectus puede decir es que no lo sabe. Él será el primero en


admitir que hay un montón de conocimiento que solamente es transmitido
por la línea directa de herencia.

—¿Así que estamos a salvo mientras la Inquisidora permanezca


inconsciente?

—Eso parecería.

—¿Qué pasa cuando despierte?

—Algo cederá.

Ella se giró.

—¿Qué cederá?

—El tiempo lo dirá —dijo, con una calma que no era resignación, sino una
feroz voluntad—. Asumimos lo peor y nos preparamos de acuerdo a eso.

El cuarto estaba decorado con cortinas escarlata y tapices azul oscuro.


Jarrones de doradas rosas congeladas florecían casi hasta el techo pintado.
En el centro de la pared más alejada, debajo de una triple arquivolta, la
Princesa Aglaia ocupaba su trono enjoyado.

Cada aula en las salas de enseñanza del Crisol había sido decorada con el
gusto del príncipe o princesa reinante que la creó. A la Princesa Aglaia, la
bisabuela de Titus, le habían gustado los usos dramáticos del color y la
ostentosidad. La Princesa Aglaia también había sido un6 de los más
educados herederos de la Casa de Elberon.

Titus tomó asiento en un banco bajo frente al trono.


—Busco su conocimiento, Su Alteza.
260

La Princesa Aglaia acarició al gordo gato persa en su regazo.

—¿Cómo puedo ayudar?

—Me gustaría saber si un mago puede tener una visión, como un vidente,
por primera vez cuando tiene dieciséis años de edad.

El espectáculo de los wyverns y los carros acorazados entretejiéndose en el


cielo, amenazantes y determinados, ya no estallaba en su mente tan
vívidamente como lo había hecho al principio. Pero aún venía, descolorido y
borroso alrededor de los bordes.

La Princesa Aglaia colocó un dedo contra su mejilla.

—Sería sumamente atípico, pero no inaudito. Cuando la primera visión


ocurre después del comienzo de la adolescencia, sin embargo, normalmente
es seguida por una rápida sucesión de visiones adicionales, cada hora, si es
que no es más frecuentemente. ¿Tu mago ha experimentado eso?

—No. —No había sido sometido a nada de eso—. ¿Qué pasa si la primera
visión ocurrió en una situación de gran angustia? ¿Haría eso menos
probables las visiones adicionales?

—Describe la situación de gran angustia.

—Una Inquisición sin restricciones en pleno progreso.

El gato ronroneó. La Princesa Aglaia lo rascó entre las orejas, pareciendo


pensativa.

—Curioso. No estoy segura de que una visión pueda suceder cuando la


mente está bajo tal coacción. ¿Y cómo es que el mago en cuestión emergió
de una Inquisición sin restricciones con suficiente lucidez para recordar la
visión?

—La Inquisición fue interrumpida.

—¿Cuándo?

—Muy posiblemente en el momento de la visión, si es que no poco después.

—Ah —dijo la Princesa Aglaia—. Ahora tiene sentido.

—¿Cómo?
—No creo que tu mago tuviera una visión del todo. Lo que tuvo fue una vista
261

fisurada. Verás… —La Princesa Aglaia se inclinó hacia adelante, ansiosa de


compartir su ingenio—, los magos mentales son una casta curiosa. No
puedes simplemente pagarles a los magos mentales para que hagan tu
trabajo sucio. Ellos tienen que querer participar. Los talentos de los magos
mentales son innatos, pero el poder que alcanzan es directamente
proporcional a su dedicación a la causa.

Ciertamente, La Inquisidora era fanáticamente devota al Bane.

—Los magos mentales temen la interrupción durante su trabajo por dos


razones: una, su mente totalmente extendida es bastante vulnerable al daño
permanente. Dos, los pensamientos que usan para provocarse a sí mismos
dentro del frenesí de poder pueden volverse visibles como una vista fisurada.
Tu mago no tuvo un vistazo del futuro, sino una imagen de los pensamientos
internos del mago mental.

Esta era una muy inesperada revelación. Pero la emoción de Titus duró
solamente un segundo.

—¿La vista fisurada sucede en una sola dirección, o es mutua?

—Es muy certeramente mutua. Ha habido casos donde el amo de un mago


mental elige interrumpir deliberadamente una Inquisición, cuando él cree
que el mago mental quizás no sea lo suficientemente fuerte para romper al
sujeto, a fin de obtener una vista fisurada.

Lo cual significaba que la Inquisidora, cuando recuperara la consciencia,


tendría la imagen de la Princesa Ariadne y el canario grabada en su mente.
No necesitaría nada de tiempo para averiguar que la Princesa Ariadne nunca
había poseído un canario en su vida.

Y entonces recordaría que ella y Titus no habían estado completamente


solos en la Cámara de Inquisición.

Eran solamente Kashkari, Wintervale, y Iolanthe para el té.

—¿Su Alteza aún está vomitando? —preguntó Wintervale.

—Ya no —dijo Iolanthe—. De cualquier modo, él no quiere oler salchichas


fritas. Comerá algunas obleas humedecidas en su habitación.
Wintervale gesticuló hacia la comida esparcida en su escritorio.
262

—Bueno entonces, coman.

—¿Cómo fue tu viaje a casa, Fairfax? —preguntó Kashkari—. ¿Y vendrá tu


familia para el Cuatro de Junio?

Iolanthe tomó un sorbo de té, comprándose unos pocos segundos para


pensar. Por lo menos sabía con certeza que su familia no estaría viniendo
para el Cuatro de Junio, lo que sea que fuera eso.

—Van a Bechuanalandia esta semana, de hecho. Y ustedes, caballeros,


¿cómo es la vida lejos del hogar?

—Siempre estoy a favor de la vida lejos del hogar —contestó Wintervale con
un suspiro.

—¿Qué haces durante las vacaciones entonces?

—Esperar a que la escuela comience de nuevo.

¿Qué decía uno a algo como eso?

—¿Es así de malo para ti también, Kashkari?

—No, yo extraño mi casa, un viaje redondo a India toma seis semanas, así
que es solamente durante el verano que logro ver a mi familia. Desearía no
tener que ir a la escuela tan lejos.

—¿Por qué decidiste ir a la escuela tan lejos de casa? —Ella había visto a
algunos otros chicos Indios en uniforme, así que por lo menos él no era el
único.

—El astrólogo dijo que debería.

—¿Astrólogo?

Kashkari asintió.

—Tenemos estos complicados diagramas dibujados cuando nacemos. Para


cada decisión importante en nuestra vida, consultamos al astrólogo, de
preferencia al que dibujó el diagrama, y él nos dice lo que es favorable y
algunas veces los caminos que son necesarios tomar.

Sonaba extraordinariamente parecido a lo que los magos hacían con sus


cartas natales.
—Así que no estás aquí porque quieras estarlo, sino porque estaba en las
263

estrellas.

—Algunas cosas están predestinadas.

El tono en la voz de Kashkari le recordó al del príncipe, cuando este último


habló sobre la futilidad de tratar de escapar del destino de uno.

Wintervale se estiró por una pieza de salchicha.

—Creo que pones demasiado valor a las estrellas.

Su codo tiró su taza de té. Todos se levantaron de un salto. Kashkari se


estiró por una toalla al lado del lavamanos de Wintervale. Iolanthe levantó
una pila de libros fuera del camino.

Detrás de los libros estaba una pequeña fotografía enmarcada, un retrato


familiar, un hombre, una mujer, y un niño pequeño entre ellos. Iolanthe casi
dejó caer los libros. El niño obviamente era Wintervale hace diez o nueve
años. Su padre se veía vagamente familiar, pero reconoció instantáneamente
el rostro de su madre.

La loca que había tratado de asfixiarla en el baúl.

—¿Tu familia? —preguntó, esperando que su tono no fuera demasiado


afilado.

—Con la excepción de que mi padre ya no está. Y mi madre no ha sido la


misma desde que él murió.

Esa era una manera de decir que su madre era una lunática asesina.

—¿Es por eso que no te gustan los días festivos?

—De hecho ella está bien la mayoría del tiempo. Simplemente no sé cuándo
no va a estarlo. —Wintervale tomó la toalla de Kashkari y secó el té
derramado. Arrojó a un lado la toalla, se sirvió más té, y se sentó—. Creo
que deberíamos hacer algo acerca de tu técnica de lanzamiento Fairfax.
Tienes un gran ataque, pero tu brazo y tu hombro no se alinean del todo
como deberían.

Aunque Titus entreabrió la puerta, el estruendo de treinta y tantos chicos


ociosos entró onda por onda: botas y zapatos pisoteando escaleras arriba y
abajo; chicos pequeños transportando bandejas de platos sucios, los platos
264

y los cubiertos tintineando; los oficiales de la casa, en su cuarto común a


través del pasillo, debatiendo las diferencias entre el juego de fútbol de Eton
y el juego de fútbol de Winchester.

Se sentó en su cama, su espalda contra la pared. El Crisol yacía abierto en


su regazo, y el rostro de un extraño lo miraba fijamente. Si alguna vez había
dudado de la eficacia del Encantamiento Irrepetible que había sido lanzado
sobre Fairfax, aquí estaba su prueba. Él normalmente era competente con
la pluma y tinta, pero la reproducción que había intentado de su rostro era
francamente irreconocible.

Golpeó su varita contra la página. La tinta se elevó de la ilustración en un


remolino y volvió al depósito de su pluma estilográfica. La Bella Durmiente
ahora yacía en su cama sin un rostro, rodeada por todos los detalles de
polvo y telarañas que había añadido a lo largo de los años. Golpeó su varita
de nuevo, y sus rasgos originales volvieron, bonitos e insípidos.

Un golpe seco en su puerta. Levantó la mirada para ver a Fairfax cerrando


la puerta detrás de ella. Señaló a la varita en su mano. Estableció un círculo
de sonido.

—¿Cuándo ibas a decirme que la mujer que trató de matarme es la madre


de Wintervale?

Disfrutaba la visión de ella en hostilidad, sus ojos estrechos con


indignación, una chica quien emanaba poder con su sola presencia.

—No quería que tu opinión de Wintervale, quien está perfectamente sano,


se afectara por lo que piensas de su madre.

—¿Qué hubiera pasado si me hubiera topado con ella?

—No lo hubieras hecho. No viene a la escuela, y ninguno de nosotros es


alguna vez invitado a visitar su casa. Además, incluso si lo hicieras, no tiene
idea de cómo luces.

Estaba lejos de estar apaciguada.

—¿Es algo que te gustaría haber sabido, estando en mi lugar?

—Sí. —Tuvo que admitir.

—Entonces extiéndeme la misma cortesía.


Suspiró. Era difícil para él, habiendo mantenido todo para sí mismo durante
265

tanto tiempo, compartir todos sus secretos y su fuertemente ganada


inteligencia. Pero ella tenía un punto, y no todo tenía que esperar hasta que
él estuviera muerto.

—Además, me das muy poco crédito si piensas que voy a juzgar al chico por
su madre. Si puedo lograr verte bajo una luz simpatizante a ti, Wintervale
no tiene nada que temer.

Calidez subió por la parte posterior de su cuello.

—¿Me ves bajo una luz simpatizante?

Ella se hizo hacia atrás y le lanzó una mirada despreciativa.

—Algunas veces. Ahorita no.

Él palmeó la cama.

—Ven aquí. Déjame hacerte cambiar de opinión.

Hizo una cara.

—¿Con más cuentos de hadas de los poderes de tu varita?

Sonrió. Su llegada podría haber girado el reloj de arena de lo que quedaba


de su vida, pero antes de que ella llegara, nunca sonreía. O se reía.

—Aún eres mi súbdita, así que siéntate por órdenes de tu soberano. Te


mostrará su dominio.

Le enseñó como entrar y navegar en el Crisol por sí misma, no sólo las salas
de práctica, sino también las salas de enseñanza, que nunca había sabido
que existían.

Las salas de enseñanza eran un pequeño palacio construido con mármol


rosa pálido, con anchas ventanas claras, y profundas logias desvanecidas.
Dentro, una escalera doble llevaba a una galería delimitada por el elevado
pasillo de recepción.

La primera a la que llegaron era cristalina y negra, un bloque de obsidiana


que brillaba con diamantes del tamaño de uvas acomodados en forma de
constelaciones.
—Este es el salón de Titus el Tercero.
266

—¿Titus el Tercero está aquí dentro?

Titus III estaba considerado como uno de los más reconocidos dirigentes de
la Casa de Elberon, junto con Titus el Grande e Hesperia la Magnífica.

—El registro y un retrato de él. Fue quien construyó el Crisol, así que el suyo
es el primer salón.

Junto a la puerta obsidiana estaba una placa que tenía tallado el nombre
de Titus III. Y debajo de eso, había una lista de temas que se extendía todo
el camino hacia el piso.

—¿Era un experto en todas esas materias?

—La mayoría de ellas, era un hombre culto. Pero su conocimiento era para
su tiempo. —El príncipe golpeteó en la lista y una enredadera de anotaciones
se desplegó encima de las letras grabadas originales.

Iolanthe miró más de cerca. En la materia de pociones, un número de


comentarios había sido dejado:

Recetas Arcaicas. Ir a Apollonia II para recetas más simples y


efectivas. —Tiberius

No acudas a Apollonia II por recetas al menos que pretendas


arrancarles los ojos a animales vivos. Titus VI, lo sé, asombroso,
tiene un número de varias recetas confiables. —Aglaia.

Aglaia ha adaptado las recetas de Titus VI a herramientas y


métodos de procesamiento más modernos. —Gaius.

—Así que así es como has sido educado en la ingeniosa magia, por tus
antepasados.

—Muchos de los cuales eran magos capaces, aunque sólo algunos también
eran buenos maestros.

La galería giró. Y giró de nuevo. Ella dejó de poner atención a las puertas
individuales y estudió al chico junto a ella. Lucía un poco menos debilitado,
aunque todavía caminaba con vacilación, como si estuviera preocupado por
267

su equilibrio.

Y todo sólo se volvería más difícil.

Era por eso que quería que ella lo amara, porque el amor era la única fuerza
que podría impulsarlo hacia ese camino, y mantenerlo en él.

Vino una sensación que picó en su corazón, un peso con espinas.

Se estaban acercando a las escaleras de nuevo. Las últimas dos puertas


pertenecían al Príncipe Gaius y al Príncipe Titus VII respectivamente.

—¿Tu madre no tiene un lugar aquí?

—Nunca estuvo en el trono. Sólo un príncipe o princesa gobernante tiene


asignado un lugar en las salas de enseñanza.

La puerta del Príncipe Gaius, un gigante bloque de basalto densamente


salpicado con rubíes del tamaño de puños, tenía tallado un inconfundible
retrato como el de Titus III, excepto que todo había sido hecho en una escala
más ostentosa. En su placa, enlistaba una de sus áreas de experiencia como
Atlantis.

—¿Has pasado aquí mucho tiempo?

El príncipe dirigió una mirada fría a la puerta de su abuelo.

—No acudo a él.

Algunas veces tenía dieciséis años. Y algunas veces tenía mil, tan frio y
orgulloso como la dinastía que lo había engendrado.

Ella golpeteó en la puerta de su salón.

—¿Y tú que enseñas?

Junto a la puerta del Príncipe Gaius, su puerta era casi ridículamente plana,
y lucía exactamente igual que la puerta de su cuarto en la casa de la Sra.
Dawlish.

—Enseño sobrevivencia… a ti. Cuando me vaya, aquí es a donde vendrás si


todavía tienes preguntas.

De repente, ella entendió el temor en su corazón. Si la profecía de su muerte


había sido correctamente interpretada, eso significaría que le quedaba muy
poco tiempo. Tal vez un año. Un año y medio en el mejor de los casos. ¿Cómo
268

se sentiría abrir esa puerta, sabiendo que se había ido, y hablar con “un
registro y retrato” de él?

Se obligó a si mima a decir algo sensible.

—¿Te importaría si le hago a tu abuelo algunas preguntas, en caso de que


él supiera algo sobre Atlantis que pueda ayudarnos a liberar al Maestro
Haywood?

—Adelante. Aunque…

—¿Qué pasa?

No la miró directamente.

—Creo que primero deberías consultar al Oráculo de las Aguas Tranquilas.

Un camino empedrado guiaba hacia atrás del palacio de mármol rosa,


flanqueado a cada lado por altos arboles imponentes con cortezas que eran
casi sedosas al tacto. Flores azul pálido caían de las ramas, girando como
pequeñas sombrillas.

Iolanthe atrapó una de las flores azules.

—¿Todavía estamos en las salas de enseñanza?

El príncipe asintió.

—En las salas de práctica, cada vez que te vas es como si nunca hubieras
estado ahí. Pero el Oráculo sólo te aconsejará una vez en tu vida, y aunque
su historia fue movida hacia las salas de enseñanza, donde hay continuidad,
mis ancestros nunca pudieron conseguir ninguna respuesta significativa de
ella.

—Y sólo te ayudará para ayudar a alguien más, ¿verdad?

—Correcto… y puede ver a través de ti. Cuando pretendí que quería ayudar
a que el Bane permaneciera en el poder, se rio. Cuando le dije que quería
proteger a mi gente, se rio de nuevo. Y cuando le pregunté cómo podría
ayudarte a llegar a mí, me dijo que me preocupara de mis propios asuntos,
porque no tenías interés en mis esquemas.
Ahora podía bromear sobre eso, pero ella se preguntó cómo las
269

contundentes e inútiles respuestas del Oráculo debían haberlo golpeado


cuando necesitaba desesperadamente guía y seguridad.

El camino los llevó hasta un claro. El Oráculo en el centro del claro, no era
un estanque, como Iolanthe había pensado, sino una piscina de tres metros
de diámetro construida de mármol fino y cremoso. El agua estaba tan
hermosa como el elixir de luz que ella había hecho con su relámpago.

—Inclínate sobre el borde y mira hacia tu reflejo —dijo el príncipe.

Mientras lo hizo, el agua se agitó. Una placentera voz femenina la saludó:

—Iolanthe Seabourne, bienvenida.

Iolanthe se hizo hacia atrás por la sorpresa.

—¿Cómo sabe mi nombre, Oráculo?

El agua bailó, como riéndose.

—No sería buena si no supiera quién ha venido a pedir mi ayuda.

—Entonces también sabes por qué he venido.

—Pero hay más de una persona que deseas ayudar.

Iolanthe miró detrás de su hombro. El príncipe estaba de pie en la orilla del


claro, fuera del alcance del oído.

—Piensa cuidadosamente. Sólo puedo ayudarte una vez.

Frotó su pulgar a lo largo de borde elevado.

—Entonces ayúdame con quien más lo necesita.

La piscina se tranquilizó hasta casi una suavidad que le daba la apariencia


de un espejo. Ni una onda distorsionaba el reflejo de Iolanthe. De repente
su reflejo desapareció, así como el reflejo del cielo sin nubes encima de ella.
La superficie del agua se convirtió en tinta oscura y se elevó como una
creciente marea.

La voz del Oráculo se volvió profunda y áspera.

—Lo ayudarás mejor si buscas ayuda en el fiel y atrevido. Y en el escorpión.


—¿A qué te refieres? —Aunque por supuesto, no se suponía que le hicieras
270

esas preguntas al oráculo.

La piscina se aclaró de nuevo. El agua retrocedió de la orilla, siseando con


vapor. El mármol debajo de su mano, frío al contacto un minuto antes,
ahora estaba caliente, como si hubiera estado al sol por horas.

—En cuanto a tu guardián, ya no permanecerá mucho tiempo bajo la


custodia de la Inquisidora —dijo el Oráculo, su voz baja—. Adiós Iolanthe
Seabourne.

Habían entrado al Crisol sentados separados por una respetable distancia


en la cama. Pero Titus abrió sus ojos para encontrar la cabeza de ella en su
hombro, su mano sosteniendo las suyas en la portada del libro.

No soltó su mano de inmediato. Debería, pero de alguna manera permaneció


exactamente como estaba. Su aliento se volvió superficial, casi irregular. El
cabello de ella rozaba contra su mandíbula, como si estuviera inclinando su
cabeza para mirarlo.

Un deseo caliente pulsó a través de sus venas. Un segundo. Dos segundos.


Tres segundos. Si él contaba hasta cinco y ella todavía no se movía…

Cuatro segundos. Cinco segun…

Sus dedos se apretaron alrededor de los suyos. Pero en el siguiente momento


ella ya se estaba levantando y alejándose. En la pared opuesta se giró y
cruzó sus pies despreocupadamente por sus tobillos, como si nada hubiera
pasado. Nada había pasado, pero casi cinco segundos era un tiempo
extremadamente largo para titubear en el umbral.

Se compuso a sí mismo.

—¿Qué te dijo el Oráculo sobre tu guardián?

—Que no estará en la Inquisición por mucho más tiempo.

—¿Cómo escapará?

—¿Los oráculos alguna vez responden esas preguntas?

Un fuerte golpe vino, no de su puerta, sino de la de ella.


—¿Estás ahí, Fairfax? —preguntó Cooper—. Podría usar un poco de ayuda
271

con mi reporte analítico.

—Mi rebaño bala. Será mejor que vaya a pastorear. —Abrió la puerta—.
Cooper, viejo amigo. ¿Me extrañaste?

Titus ya la extrañaba.

Cuando se hubo ido, él abrió el Crisol hasta la ilustración de “El Oráculo de


las Aguas Tranquilas”. Su rostro lo miró de regreso desde la superficie de la
piscina. Como había esperado, la habilidad del estanque de capturar el
retrato de quien fuera que mirara en él era inmune al alcance del
Encantamiento Irrepetible.

Titus V había construido el truco dentro del estanque porque había querido
que todos los grandes y terribles magos que vivían dentro del Crisol se
parecieran a él. A Titus VII ni siquiera le gustaba mirarse en el espejo, pero
estaba inmensamente agradecido de que su antepasado hubiera sido tan
tonto.

Ahora podría hacer funcionar el retrato de ella dentro de cualquier historia


de su elección.

Ahora podría luchar contra dragones por ella.

Y ahora podría besarla de nuevo.


272

CAPÍTULO 19
Traducido por scarlet_danvers, AnnaTheBrave y Annelynn*

Corregido por Shilo

P arte de la educación de un chico británico consistía en la


memorización. En la clase de repetición, los alumnos recitaban
cuarenta o más líneas de versos latinos que habían sido asignados a
memorizar.

Titus rara vez veía algo a través del mismo prisma que el resto de sus
compañeros de clase. Pero en este ejercicio adormecedor de mentes, él y
ellos estaban de acuerdo: se trataba de un colosal mal uso del tiempo. Para
empeorar las cosas, a pesar de que un chico podía salir tan pronto como
hubiera dicho sus líneas, corriendo fuera del aula como un cachorro que
había sido mantenido en la perrera demasiado tiempo, no podía decir esas
líneas hasta que lo hubieran llamado para hacerlo. Y Frampton
invariablemente mantenía a Titus esperando hasta que casi todo el mundo
se había ido.

En el día que Titus regresó a clase después de una convalecencia de una


semana, sin embargo, Frampton lo llamó de segundo, inmediatamente
después de Cooper, que siempre proporcionaba un recital perfecto para
establecer el estándar para el resto de la clase.

Titus, que había llegado a depender de escuchar las líneas repetidas decenas
de veces durante la clase para memorizarlas, tartamudeó.

Frampton chasqueó la lengua.

—Su Alteza, está a poco de asumir las riendas de un reino antiguo y


magnífico. Sin duda, el pensamiento debe obligarlo a hacerlo mejor.

Esto era nuevo. Frampton podría haberse deleitado en hacer esperar a Titus,
pero nunca había sido abiertamente antagónico.

—El éxito de mi mandato no depende de mi capacidad para recitar oscuros


versos latinos —dijo Titus fríamente.
Frampton no mostró ninguna señal de haber sido humillado por la
273

reprimenda.

—No hablo de la memorización y la entrega de líneas específicas, sino de la


comprensión del deber. De todo lo que he visto de usted, joven, tiene una
mala comprensión de la obligación y la responsabilidad.

Junto a él, Fairfax contuvo el aliento. No estaba sola. La clase entera estaba
mirando fijamente.

Titus hizo un espectáculo al examinar sus mancuernas.

—Es irrelevante lo que un lacayo como usted piensa de mi carácter.

—Ah, pero los tiempos cambian. Hoy en día los príncipes de casas de mil
años de antigüedad pueden muy bien encontrarse a sí mismos sin trono —
dijo Frampton sin problemas—. A continuación, Sutherland. Esperemos que
se haya preparado mejor.

Titus no perdió tiempo en salir. Tan pronto como estuvo de vuelta en su


habitación en la casa de la Sra. Dawlish, insertó un pedazo de papel debajo
de la bola de escritura. Ninguna nueva información le esperaba. No era de
extrañar, solo hacía tres horas Dalbert le había informado que había habido
pocos cambios en la condición de la Inquisidora.

Pero si la Inquisidora permanecía inconsciente, ¿por qué había Frampton


pasado a la ofensiva? ¿Simplemente para recordarle a Titus que era ahora
persona non grata6 en los círculos Atlantes por haber incapacitado uno de
las lugartenientes más capaces del Bane?

Estaba nervioso. Más de una semana después de la Inquisición, él todavía


no tenía idea de cómo interpretar la vista fisurada de un cielo lleno de
wyverns y carros blindados que escupen fuego. La marcha de Fairfax a la
grandeza se había estancado desde su descubrimiento con el aire. El único
avance concreto al que podía apuntar era una mochila de escape que habían
preparado y guardado en el granero abandonado.

6
Persona non grata: Latín. Persona no bienvenida.
No podían seguir así, a merced de los acontecimientos fuera de su control.
274

Tenía que encontrar una manera de neutralizar a la Inquisidora, explotar la


vista fisurada, y estimular a Fairfax al dominio más firme sobre sus poderes.

Se volvió hacia el diario de su madre, esperando orientación. Si había un


lado positivo en la nube oscura de la Inquisición, era que su fe en ella había
sido totalmente restaurada. Los hilos del destino se tejían misteriosamente,
pero se había convencido de que la princesa Ariadne, aunque sea
brevemente, había tenido su mano en el telar.

Levantó las páginas con cuidado, una por una, sintiendo ese peculiar
cosquilleo de ansiedad en el estómago. No pasó mucho tiempo antes de
llegar a una página que no estaba en blanco.

26 de abril, AD 1020

Exactamente un año antes de su muerte.

Una visión extraña. No estoy segura de qué hacer con ella.

Titus, viéndose bastante de la misma edad que lo hace cuando


ve ese fenómeno lejano en un balcón, pero usando extrañas —
¿no mágicas?— ropas, está inclinado por la ventana de una
habitación pequeña. No es una habitación que haya visto en el
castillo, la Ciudadela, o el monasterio, no tiene adorno excepto
por una bandera extraña en la pared: negra y plata, con un
dragón, un ave fénix, un grifo, y un unicornio.

La bandera inventada de Saxe-Limburg. En cuanto a Titus sabía, sólo había


una en existencia.

Es el ocaso, o tal vez de noche, bastante oscuro en el exterior.


Titus se da la vuelta desde la ventana, claramente indignado.
“Bastardos” maldice. “Necesitan que metan sus cabezas en
275

sus...”

Se congela. Entonces se apresura a tomar un libro a un lado de


su estantería, un libro en alemán con el nombre de Lexikon der
Klassischen Altertumskunde.

No había nada más.

Titus leyó la entrada dos veces más. Cerró el diario. El hechizo disfrazador
se reanudó. El diario creció en tamaño, su cubierta de cuero liso cambiando
a una ilustración de un antiguo templo griego.

Debajo de la imagen, las palabras Lexikon der Klassischen Altertumskunde.

Un Diccionario de Antigüedades Clásicas.

Así que una noche en un futuro no muy lejano, maldeciría desde su ventana,
luego se apresuraría a leer el diario de nuevo. Ese conocimiento, sin
embargo, hizo poco para sacarlo de su actual embrollo.

Tres golpes en rápida sucesión: Fairfax, volvía de la clase.

—Adelante.

Cerró la puerta y se apoyó en ella, con un pie en un panel de la puerta. Ella


había aprendido a caminar y mantenerse en pie con su cadera sobresaliendo
engreídamente. Él tuvo que frenarse a sí mismo así su mirada no vagaba
constantemente a lugares inapropiados sobre su persona.

—¿Estás bien? —preguntó.

—No existen más noticias de la Inquisidora. Pero eso no significa que no


puedan estrechar el cerco mientras tanto. —Dejó a un lado la chaqueta del
uniforme y el chaleco—. Tengo que ir a la práctica de remo.

Un chico suficientemente bien como para asistir a clases estaba lo


suficientemente bien como para los deportes. Con los dedos en el botón
superior de la camisa, esperó a que ella dejara su habitación.

Ella lo miró como si no lo hubiera oído, como si no se dirigiera afuera por


unas horas en el río, sino a algún destino lejano y peligroso.

A su alrededor el aire parecía brillar.


Entonces, de repente, ella se volvió y abrió la puerta.
276

—Por supuesto, debes prepararte.

La Sra. Hancock estaba en el pasillo, asegurándose de que los chicos


estaban en la cama para apagar las luces, cuando Titus puso un último
trozo de papel debajo de la bola de escritura. La máquina chasqueó. Él
esperó con impaciencia que las teclas detuvieran su martilleo.

El informe decía:

La Inquisidora aún tiene que recuperar la conciencia, pero la


última información dice que está respondiendo mejor a los
estímulos. Los médicos Atlantes son optimistas de que
continuará avanzando. Se rumorea que Baslan ya ha
programado un día de acción de gracias en la Inquisición, tan
seguro está de la recuperación inminente de su superior.

Saltó por el golpe en su puerta.

—Buenas noches, Su Alteza —dijo la Sra. Hancock.

Apenas consiguió no gruñir.

—Buenas noches.

Por supuesto, la mejora en la condición de la Inquisidora y la nueva


beligerancia de Frampton estaban relacionadas. Por supuesto.

Buscó en el diario de su madre otra vez, pero estaba en blanco. Se paseó


por unos minutos en su cuarto, enojado consigo mismo por no saber qué
hacer. Luego estaba dentro del Crisol, corriendo por el camino que conducía
al Oráculo.

Era de noche. Decenas de linternas, suspendidas de los árboles en el borde


del claro, iluminaban la piscina.

—Usted de nuevo, Su Alteza —dijo la piscina, no muy contenta, mientras se


mostraba a sí mismo. Manchas de luz dorada bailaban sobre su superficie
oscura.
—Yo de nuevo, Oráculo. —La había visitado muchas veces, pero ella aún
277

tenía que darle algún consejo.

Su tono se suavizó un poco.

—Por lo menos parece sincero, por una vez.

—¿Cómo puedo mantenerla a salvo, a mi maga elemental?

La piscina se volvió plateada, como si un alquimista hubiera transmutado


agua en mercurio.

—Debes visitar a alguien a quien no tienes el menor deseo de visitar e ir a


algún lugar al que no tienes ninguna voluntad de ir.

El mensaje de un Oráculo se mantenía críptico hasta que se entendía.

—Mi gratitud, Oráculo.

La piscina ondeó.

—Y no pienses más en la hora exacta de tu muerte, príncipe. Ese momento


le debe llegar a todos los mortales. Cuando hayas hecho lo que tienes que
hacer, habrás vivido lo suficiente.

A la distancia, oscurecido por el aumento del polvo, un ejército de gigantes


avanzaba, como si toda una cordillera atravesara la llanura. El suelo bajo
los pies de Iolanthe se sacudió. Los peñascos temblaron, las piedras saltaron
como gotas de agua en aceite caliente.

La pared que ella había estado construyendo, de bloques de granito


originalmente destinados a un templo, habría permitido a la gente del
pueblo atacar los puntos vulnerables en los cráneos de los gigantes. Pero el
muro no estaba ni siquiera cerca de ser terminado.

Los gigantes bramaban y golpeaban sus enormes martillos contra sus


escudos. Ella ya había rellenado de algodón sus oídos, pero aun así el
estruendo la sobresaltó. Ignorando el ruido lo mejor que pudo, enfocó su
mente en el bloque de granito más cercano. No lucia particularmente
impresionante en tamaño, pero pesaba cinco toneladas. Con gran dificultad,
se las arregló para extraer un bloque de tres toneladas del extremo inferior
de la pared. Pero ni siquiera pudo levantar del suelo una esquina de este
bloque.
El príncipe le había asignado tres historias. En una, había necesitado
278

producir un ciclón para proteger de las langostas los cultivos de una familia
pobre, pero solo podía producir brisas. En otra, tenía que dividir las aguas
de un lago y tenía que rescatar magos que se habían perdido en el fondo en
una burbuja de aire que siempre se encogía —si hubiera sido real, habría
perdido muchos magos bajo su cuidado—. Y la pared, este era ya su sexto
intento de levantar el muro, aún tenía que detener a los gigantes.

Cuando se despertó en la mañana, el dolor en sus manos se había extendido


hasta sus codos. Intentó no imaginar cómo se sentiría cuando la misma
sensación de hinchazón se apoderara de todo su cuerpo.

Se mantuvo obstinadamente en su tarea hasta que un gigante levantó el


mismo bloque de granito sobre su cabeza y lo arrojó hacia el mercado,
desencadenando una larga cadena de gritos.

Suspiró.

—Y vivieron felices para siempre.

No más gigantes. No más rocas. En lugar del estruendo, la lluvia caía suave
y constante. Estaba de vuelta en la habitación del príncipe y…

La mano de él estaba cerrada sobre la suya. Su cabeza descansaba sobre su


otro brazo, su rostro se volvió hacia ella, con los ojos cerrados. En la luz gris
y húmeda, parecía tan agotado como ella se sentía. Y delgado, su rostro solo
ángulos. Por supuesto, la suya era una estructura ósea notable —esculpida,
uno podría decir— pero nadie tan joven debería estar agobiado hasta llegar
al punto de la delgadez.

Sin darse cuenta de qué estaba haciendo, ella lo alcanzó y tocó su mejilla.
En el instante en el que sus dedos tocaron su piel, devolvió la mano a su
lugar. Él no reaccionó. Se lamió el labio inferior, se acercó de nuevo y pasó
un dedo a lo largo de su mandíbula.

Cuando retiró la mano, encontró una nota en su codo.

Estoy en la sala de lectura.


Las salas de enseñanza eran más que salones de clase. En la planta baja
279

también había una gran biblioteca, conocida como sala de lectura. Él había
estado pasando todo su tiempo libre allí.

Ella volvió la mirada hacia él, esa hermosa y ligeramente retorcida criatura.

—No me importa lo que digan las visiones —murmuró ella—, no voy a dejarte
morir. No mientras me quede aliento.

Él estaba entre las estanterías, sentado con las piernas cruzadas sobre la
alfombra, tres libros abiertos ante él en un semicírculo, otra docena en una
alta pila a su lado.

Iolanthe tomó un libro de la cima de la pila. Sus cejas se elevaron casi hasta
el comienzo de su cuero cabelludo al leer el título, Cómo Matar a un Mago a
Ocho Kilómetros: Una Introducción en Hechizos a Larga Distancia

—Me estaba preguntando qué lees en tu tiempo libre.

—Algo ligero —contestó sin mirarla—, antes de volver a Las Propiedades


Mágicas de un Corazón Todavía Latiente.

Ella bajó la mirada y sonrió a la parte superior de su cabeza.

—¿Y qué estás buscando?

—Algo que me deje poner a la Inquisidora en coma permanente. Ella


despertará. Me pondrá bajo Inquisición de nuevo, sin ti a mi lado. Mi única
esperanza es encontrar una manera de atacar mientras que su mente está
extendida y vulnerable.

Que rápido se había endurecido, apenas parpadeó ante su respuesta.

—Estarás en la misma habitación que ella. ¿De qué manera Cómo Matar a
un Mago a Ocho Kilómetros ayudará?

—Me gusta leerlo, algo que no puedo decir sobre libros que lidian con magia
mental. Y ese es un chiste irónico, por cierto. La realización de hechizos a
distancia es un deporte de tiro al blanco perfectamente legítimo en muchos
reinos mágicos.

—¿Así que el libro no te enseña cómo matar?


—Es como en la arquería. Si le disparas a alguien con la distancia y
280

velocidad correctas, tu flecha lo matará, pero no es eso por lo que las damas
inglesas lo disfrutan en sus fiestas de sus casas de campo. —Tomó el libro
de sus manos—. ¿Qué pasó con la pared, por cierto?

—No se construyó.

Él negó con la cabeza.

—Eso no es bueno. Debes ser capaz de hacerte cargo del Bane, y yo debo
ser capaz de derrotar a la Inquisidora.

Ese, en resumen, era su problema.

—Puedo volver luego de la cena, pero ahora debo escribir mi crítica.

—¿Puedes escribir la mía también? No tiene que ser buena.

—Apuesto que la mayoría de otros fugitivos de Atlantis no tienen que escribir


dos juegos de críticas.

Él sonrió.

—Gracias.

Su corazón se salió de lugar, como hacía cada vez que sonreía.

—Solo esta vez. Y me debes una.

Mientras se volteaba para irse, él dijo:

—Revistas inglesas de gestión de hogares.

—¿Disculpa?

—Eso es lo que leo en mi tiempo libre.

—¿Te gusta la gestión de hogares?

—Me gustan las respuestas autoritarias que las revistas dan. Señora
Indeseable, todo lo que tiene que hacer para que su cabello brille como la
luna es mezclar aceite de oliva y esperma de ballena en una proporción de
ocho a una y aplicar liberalmente. Querida Señora Indeseable, no, no
desearía servir sopa en su desayuno de boda. Uno o dos platos calientes si
es necesario, pero los demás deben ser fríos.
Solucionar problemas, eso era lo que a él le gustaba. Los placeres de los
281

problemas cotidianos. La absoluta falta de verdadero peligro.

Algún día, pensó ella. Algún día.

Iolanthe se sentía como una semilla después de una buena y larga lluvia de
primavera, empapada a rebosar, pero de alguna manera incapaz de romper
su caparazón. Su capacidad para la magia elemental podía ser grande, pero
su habilidad se negaba obstinadamente a mejorar.

Por lo menos las últimas noticias ofrecían consuelo. Después de un breve


intervalo durante el cual parecía haber estado al borde de la conciencia, la
Inquisidora había caído en un coma más profundo.

Iolanthe se adaptó a la cadencia familiar de las clases y deportes, un ritmo


que había perdido en Little Grind. A veces era casi posible creer que estaba
viviendo una versión ligeramente torcida de la realidad.

Con la prolongación de los días, el toque de queda era más tarde en la noche,
y los chicos podían estar fuera hasta que el resplandor del último rayo de
sol permaneciera sobre el horizonte. Durante horas, todos los días, ella se
enfrentaba a todos los chicos en el campo, donde aparentemente no podía
equivocarse.

Esta destreza atlética le valió un ridículo nivel de aprobación. Siempre se


había preocupado por encajar donde quiera que fuese. Pero era más que un
poco irónico que nunca había sido tan popular como chica como lo era ahora
siendo un chico, alguien que se parecía muy poco a su yo real.

Esa tarde en particular, después de la práctica, muchos de los chicos se


quedaron para ver el juego entre dos de los mejores clubes de la escuela.
Iolanthe empacó su equipo y se dirigió hacia la casa de la Sra. Dawlish.
Disfrutaba de la camaradería de sus compañeros de equipo, pero siempre
era la primera en dejar el campo al final de una práctica: por mucho que se
negara a creer la profecía de la muerte del príncipe, de alguna manera se
sentía más ominosa cuando estaba lejos de él.

Kashkari empezó a caminar a su lado. Caminaron juntos discutiendo de la


asignación de griego que tenían que entregar en la mañana. Permanecía de
alguna manera cautelosa con Kashkari, pero ya no se sentía nerviosa en su
compañía, era muy probable que no fuera un espía de Atlantis, solo un chico
282

astuto y observador.

—¿Y acerca de dativo o locativo? —preguntó Kashkari.

—Puedes usar el acusativo. Ya que van a Atenas, lo hace estar bajo la


custodia de Atenas —respondió Iolanthe.

Ella había descubierto que su comprensión del griego, inferior a sus ojos,
era considerada bastante competente para los otros chicos.

—Acusativo, por supuesto. —Kashkari sacudió un poco su cabeza—. Ahora


me pregunto cómo lo hacíamos cuando no estabas aquí.

—No tengo dudas de que la devastación fue generalizada, el sufrimiento


universal.

—De hecho, fue el Oscurantismo en los anales de la casa de la Sra. Dawlish.


La ignorancia era densa en el lugar y la falta de iluminación empañaba las
ventanas.

Iolanthe sonrío. Kashkari le devolvió la sonrisa.

—Si alguna vez puedo hacer algo por ti para devolverte el favor, házmelo
saber.

Podrías prestarme un poco menos de atención.

—Estoy seguro de que voy a estar aporreando tu puerta tan pronto como
tome Sánscrito.

Eton no tenía ese curso, pero a los magos en academias superiores


usualmente se les requería dominar una lengua clásica no europea.
Iolanthe, en sus días antes del relámpago, había aspirado al Sánscrito por
su valor en la beca.

—Ah, Sánscrito. Me atrevo a decir que mi Sánscrito es tan bueno como tu


latín, mi familia me puso en ello desde que tenía cinco —dijo Kashkari,
enrollando la manga para revisar su codo, que se había raspado en el suelo
en una caída durante la práctica.

En su brazo derecho, justo debajo del codo, lucía un tatuaje con forma de
la letra M, por Mohandas, su nombre de pila, supuso.
—¿Y acerca del latín? Tu latín es bueno. ¿Tuviste un tutor antes de venir a
283

Inglaterra?

Él asintió.

—Desde que tenía diez.

—¿Fue ahí cuando supiste que serías enviado a un internado en el


extranjero?

—En mi décimo cumpleaños, de hecho. Recuerdo ese día porque mis


familiares seguían diciéndome acerca de la noche en la que nací, llena de
estrellas fugaces.

—¿Qué?

—Nací en medio de una tormenta de meteoritos.

—La de noviembre de… —Aun tenía problemas con la manera en la que los
ingleses contaban los años— ¿1866?

—Sí, esa. Y luego me dijeron acerca de la gran tormenta de meteoritos del


33.

—¿Hubo una en 1833?

—La más magnifica tormenta de meteoritos, de acuerdo con…

—Mira, son Turbante y Vago.

Iolanthe observó a través de la calle y vio a Trumper y a Hogg, riendo entre


ellos.

—Alguien debería darles una paliza —dijo ella, sin molestarse en bajar la
voz.

—¿Abres las piernas para tu príncipe cada noche? —dijo Hogg, moviendo
las caderas obscenamente.

Chicos del otro lado de la calle se detuvieron para ver qué estaba ocurriendo.

—Ignóralos —dijo Kashkari con calma.

—Vete a casa con tu familia adoradora de ídolos, que se casan con sus
hermanas —dijo Trumper—. No queremos a los de tu tipo aquí.

Eso fue todo. Iolanthe tomó su bate de cricket y cruzó la calle.


—Que palo más grande estás cargando —se mofó Hogg—. ¿Es eso lo que al
284

príncipe le gusta usar contigo?

Ella sonrió.

—No, solo lo que me gusta usar con tu amigo.

Giró el bate. No muy fuerte, dado que no quería matar a Trumper, pero aun
así golpeándolo en la nariz de una manera muy satisfactoria.

Sangre fluyó de las fosas nasales de Trumper. Gritó:

—¡Mi nariz! ¡Rompió mi nariz!

—¿Tú también? —preguntó a Hogg—. ¿Qué te parece?

Él dio un paso atrás.

—Te-tengo que ayudarlo. Pero vas a lamentar esto por el resto de tu vida.

Varios chicos de las casas cercanas habían sacado sus cabezas por las
ventanas.

—¿Qué está pasando? —preguntaron—. ¿Qué son esos aullidos?

—Nada —dijo Iolanthe—. Un idiota chocó contra un poste de la luz.

Trumper y Hogg se fueron en medio de una lluvia de risas, a nadie, parecía,


le gustaban.

Cuando Iolanthe regresó al lado de Kashkari, la miró con algo de alarma y


admiración.

—Muy decidido de tu parte.

—Gracias. Espero que lo piensen dos veces antes de insultar a mis amigos
cuando estoy escuchando. ¿Ahora qué estabas diciéndome sobre la lluvia
de meteoritos en 1833?

Titus hizo una mueca de dolor mientras salía de la espadilla en el que había
pasado las últimas tres horas remando de arriba abajo en el Támesis.
Fairfax estaba en el muelle, esperándolo.

—¿Pasa algo? —preguntó mientras se alejaban del alcance del oído de los
otros remeros. Usualmente no venía al muelle.
Golpeó su bate de cricket contra un lado de su pantorrilla en un ritmo
285

agitado.

—¿Treinta y tres años antes de que yo naciera, hubo otra tormenta de


meteoritos, cierto, una todavía más espectacular? ¿No hubo profecías que
tuvieran que ver con un gran mago elemental?

—Sí las hubo. Los videntes tropezaron entre ellos prediciendo el nacimiento
del mago elemental más grande de todos los tiempos.

—¿Y?

—Y nació en un reino pequeño en el mar Arábico. Cuando tenía trece, causó


que un volcán submarino extinto por mucho tiempo entrara en erupción.

El fuego era un poder llamativo, como lo era el rayo. Pero la habilidad de


mover montañas y levantar nueva tierra del mar era un poder de una
magnitud completamente diferente.

Ella emitió un pequeño silbido, convenientemente impresionada.

—¿Qué le pasó?

—El reino ya estaba bajo el dominio de Atlantis. El padre del chico y su tía
murieron mientras tomaban parte en un esfuerzo de resistencia local.
Cuando agentes de Atlantis llegaron para llevárselo, su familia decidió que
nunca lo permitirían. En lugar de eso, lo mataron.

Esta vez su respuesta fue un largo silencio.

—¿Cuáles fueron las consecuencias para la familia del chico? —preguntó


ella, su voz tensa.

—A su familia específicamente, no estoy seguro. Pero el disgusto del Bane


fue grande, y todo el reino sufrió un montón de medidas en represalia. Mi
madre creía que el fracaso del Bane para obtener al chico causó una pérdida
de vigor de su parte, por consiguiente, la reducción del control de Atlantis
en sus reinos.

»Los magos no lo notaron tan rápido al principio —no por décadas— pero
cuando lo hicieron, comenzaron a probar las ataduras. Hubo infracciones
menores, las que se volvieron rebeliones, las que se volvieron insurrecciones
a gran escala.

—La Insurrección de Enero.


—El Barón Wintervale lo organizó para tomar ventaja del caos general. El
286

Juras ya era una carnicería, con pesadas bajas en ambos lados. Atlantis
también estaba teniendo problemas con ambas Inter-Dakotas y los reinos
del subcontinente. Y había rumores de descontento en el mismo Atlantis.
Los líderes de la Insurrección de Enero pensaron que serían la paja que
rompía la espalda del camello.

—Pero ellos mismos fueron aplastados en su lugar. Atlantis debió de haber


encontrado una forma de emplear un nuevo poder.

—O un poder antiguo. Mi madre creía que el Bane tuvo que agotar su propia
fuerza vital, algo que había sido cuidadoso de preservar a través de largos
siglos de su vida. Lo cual explicaría el por qué está tan desesperado por
localizarte.

Ella giró el bate de cricket unas veces, sus movimientos creciendo más
estables y deliberados.

—No soy suya para tener. Y algún día, podría arrepentirse de perseguirme
—de perseguirnos— y no dejarnos en paz.

No fue hasta que Titus estuvo en su habitación, cambiándose, que se dio


cuenta del significado de lo que ella había dicho: Quería envolver sus manos
alrededor de las riendas de su destino. Alrededor de las riendas de sus
destinos.

Una emoción extraña surgió en su pecho, cálida y ligera.

Ya no estaba completamente solo en el mundo.

Titus se quedó parado un largo tiempo afuera de la puerta del Príncipe


Gaius. Más allá esperaba el asesino de su madre, quien había muerto
confortablemente en su cama, en sus años de vejez.

Incluso ahora la ira y el odio hervían en su interior. Pero el Oráculo había


dicho que debía visitar a alguien que no deseaba visitar, y no pudo pensar
en nadie, aparte de la Inquisidora, cuya presencia lo repelía más.

Empujó con sus hombros la pesada puerta. La música se esparció, las notas
tan dulces y suculentas como melones de verano. Un atractivo joven se
sentaba en un diván bajo blanco, rodeado por cojines azules mullidos,
rasgando las cuerdas de un laúd.
—¿Dónde está el Príncipe Gaius? —demandó Titus.
287

—Yo soy él —contestó el joven.

Pero se suponía que fueras un anciano. Todos los otros príncipes y princesas
se veían tan cerca del final de sus vidas. Hesperia en particular, aunque el
brillo en sus ojos permanecía sin disminuir, estaba tan arrugada como una
nuez con cáscara.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecinueve.

Solo algunos años más viejo que Titus.

—¿Y estás calificado para enseñar todo lo que enlistaste afuera de tu puerta?

—Por supuesto. Soy un prodigio. Había terminado con el volumen dos de


Mejores Magos para cuando tenía dieciséis.

Titus no había llegado a la mitad del volumen uno de Mejores Magos, el texto
definitivo en magia superior. Gaius tocó unos cuantos acordes más en su
laúd, cada uno más afectado que el anterior.

—¿Cómo puedo ayudarte? —preguntó Gaius, quien claramente creía en su


propia superioridad, pero no estaba particularmente aburrido de eso. De
hecho, había un atractivo en su seguridad, un encanto incluso.

El duro y ceñudo anciano que Titus recordaba una vez había sido este joven
encantador y despreocupado.

—¿Sabes algo sobre tu hija, Ariadne?

—Por favor —se rio Gaius—. No estoy casado aún. Pero Ariadne es un
nombre bonito. Debería de querer una hija algún día. La prepararé para que
sea tan grande como Hesperia.

Había odiado las peticiones que llegaban a su puerta anualmente para que
abdicara a su favor. Había habido un abismo enorme entre padre e hija.

—¿Sabes algo de tu futuro?

—No, excepto que soy preparado para sacar a Titus Tercero del triunvirato
de los grandes. No hay nada que alguien pueda hacer para desplazar al
primer Titus y Hesperia, pero debería fácilmente superar las hazañas de
Titus Tercero. ¿Cómo crees que me llamarán? ¿Gaius el Grande? O tal vez,
288

¿Gaius el Glorioso?

Lo habían llamado Gaius el Ruinoso. Y lo había sabido.

—¿Te importa oír una pieza que escribí yo mismo? —preguntó Gaius.

Comenzó sin esperar una respuesta. La pieza era muy bonita, tan ligera y
dulce como una brisa de primavera. Su rostro resplandecía con placer,
felizmente ignorante que después prohibiría la música en la corte y
destruiría sus invaluables instrumentos uno por uno.

Cuando terminó, miró expectante a Titus.

Titus, después de un momento de duda, aplaudió. Era buena música.

El príncipe —quien algún día no tendría música, ni hijos, y solo harapos de


sus sueños juveniles— graciosamente inclinó su cabeza, reconociendo el
aplauso.

—Ahora, Su Alteza —dijo Titus—, me gustaría hacerle algunas preguntas


sobre Atlantis.
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CAPÍTULO 20
Traducido por Helen1, Dianna K y Mari NC

Corregido por Areli97

A lo lejos, espadas, mazas y garrotes embrujados por la Hechicera de


Skytower continuaron a toda velocidad hacia el Reducto de Risgar.
Titus fue a través de una cascada de hechizos para bloquear, estabilizar,
amplificar y enfocar su objetivo. Los misiles debían ser derribados cuando
estaban a más de cinco kilómetros, más allá de las murallas exteriores del
reducto. En el momento en que cruzaran por las paredes, se sumergirían en
el suelo para causar estragos en vidas y propiedades.

Era agradable, la repetición de los hechizos. Habría sido meditativo si su


puntería hubiera siendo perfecta. Pero su éxito con objetos en movimiento
se cernía obstinadamente en un cincuenta por ciento. Golpearía unos pocos
objetivos consecutivamente, luego fallaría los próximos pocos.

—Eso es todo por este grupo —gritó el capitán—. Coman algo rápido si lo
necesitan. Vayan al baño. El próximo grupo estará aquí en poco tiempo.

Fairfax apareció junto a él en la muralla, prestando poca atención a los


soldados apresurándose.

—Siento haber tardado tanto. Los versos de Rogers estaban en muy mal
estado.

Él había oído que una educación en Eton era descrita como algo que
enseñaba a los chicos a escribir malos versos en latín y prosa igual de
horrible en inglés.

—Debes cobrar una cuota por tu ayuda.

—En el siguiente Periodo lo haré. ¿Querías verme?

Siempre quería verla. Incluso cuando ambos estaban en el Crisol juntos, la


triste verdad era que se veían demasiado poco el uno al otro, con la mayor
parte del tiempo de ella en las salas de práctica, y la mayoría del suyo en las
salas de enseñanza.
La tomó del brazo y salieron del Crisol.
290

—¿Recuerdas lo que te dije acerca de la vista fisurada?

Ella asintió.

—La imagen de wyverns y carros acorazados que viste en tu cabeza cuando


interrumpí a la Inquisidora.

—No puedo estar completamente seguro, pero después de hablar con mi


abuelo, creo que son las defensas exteriores del Palacio del Comandante en
Atlantis.

—¿El que está en Lucidias?

Lucidias era la capital de Atlantis. Él negó con la cabeza.

—Ese complejo se llama Royalis, solía ser la casa del rey, cuando Atlantis
todavía tenía reyes. El Palacio del Comandante está en las tierras altas. Mi
abuelo tenía un espía que logró enviar un mensaje de vuelta en una botella
que viajó miles de kilómetros en mar abierto. Indicaba la localización
aproximada del palacio y señaló que tenía varios anillos de defensa, uno de
wyverns, uno de delgados y veloces carros acorazados, y otro de enormes
carros que llevaban dragones.

—No mencionaste dragones siendo llevados.

—No, mi visión fue demasiado breve para observar todos los detalles. Sabía
que salía fuego de algunos de los carruajes, pero no sabía qué lo estaba
produciendo. Tiene sentido, varias de las especies de dragones con los
fuegos más calientes, o bien no pueden volar o no pueden volar bien.
Poniéndolos en vehículos aéreos, Atlantis puede explotar mejor su fuego.

Ella se levantó de su silla, se dirigió a su gabinete de té, y sacó la pequeña


bolsa de chocolates almendrados que había comprado recientemente en la
calle principal. Poco a poco, se comió tres chocolates, uno tras otro.

—Suena como si me quieres decir que tendremos que ir al Palacio del


Comandante. ¿No sería una ventaja para nosotros atraer al Bane a un lugar
menos hostil?

Extendió su mano hacia ella, necesitaba algo para fortalecerlo también.

—¿Qué piensas de nuestras posibilidades en este lugar menos hostil?


Ella colocó unos chocolates en su palma.
291

—Cercanas a cero.

Él le dio un mordisco a un chocolate.

—¿Y piensas así porque…?

—Es invencible. No puede ser asesinado… o eso dicen los magos.

—Y tienen razón, por una vez. El Bane ha sido asesinado dos veces ante
testigos oculares. Una vez en el Cáucaso, donde los magos son expertos en
lanzamiento de hechizos a distancia. La segunda vez cuando estaba en el
subcontinente para sofocar un levantamiento.

»En ambos casos, se dice que había sido destruido, cerebro y tripas por todo
el lugar. En ambos casos, al día siguiente estaba caminando alrededor,
perfectamente bien. Y en ambos casos, el Dominio envió espías para verificar
los acontecimientos; regresaron desconcertados debido a que los testigos
estaban diciendo la verdad.

Ella volvió a caer en su asiento.

—¿Resucitó?

—O al menos eso parece. Esa fue la razón de que mi abuelo estaba


interesado en las defensas del Palacio del Comandante. Si el Bane era
verdaderamente invencible, podría dormir al aire libre y no temer por su
vida. Pero el Bane sí le teme a algo. Y lo mismo ocurre con la Inquisidora o
no hubiera estado pensando en las defensas del palacio, que son vulnerables
a los grandes poderes elementales.

Ella inclinó la cabeza.

A veces, mientras él yacía en la cama por la noche, se imaginaba un futuro


para ella más allá de su eventual enfrentamiento con el Bane. Una profesora
popular, muy respetada en el Conservatorio de Artes y Ciencias Mágicas,
ella había mencionado esas metas varias veces en los registros de la escuela
que Dalbert había desenterrado para Titus, trataría de vivir una vida
tranquila y modesta.

Pero dondequiera que fuese, un estruendoso aplauso la saludaría, la gran


heroína de su pueblo, el mago más admirado de su tiempo.
Era un futuro que no lo incluía, pero le daba valor pensar que, al hacer todo
292

lo posible, tal vez aún podría hacerlo realidad para ella.

Esta noche, sin embargo, ese futuro era más débil y lejano que nunca.

Ella levantó la cara.

—¿Es en el Palacio del Comandante donde caerás?

Hacia su muerte, se refería.

Tragó saliva.

—Es posible. Mi madre vio una escena nocturna. Había humo y fuego, una
asombrosa cantidad de fuego, de acuerdo con ella, y dragones.

—¿Qué historias en el Crisol tienen dragones?

—La mitad de ellas, probablemente. “Lilia, la Ladrona Inteligente”, “La


Batalla por Bastión Negro”, “La Princesa Dragón”, “El Señor de…"

—¿Qué pasa con “La Bella Durmiente”? Mi primera vez en el Crisol dijiste
que me llevarías a su castillo algún día para combatir a los dragones.

Deliberadamente no había mencionado la Bella Durmiente.

—Los dragones allí son brutales. Me puse los más duros como parte de mi
propia formación. Y todavía me lesiono, a pesar de que he estado haciendo
esto durante años.

—Quiero ir después de la cena —dijo.

—Ya hiciste dos sesiones en el Crisol hoy; no estarás en plena forma para
los dragones.

Su voz no admitía disensión.

—Me imagino que para el momento en que llegue al Palacio del Comandante,
voy a estar muy cansada también. Bien podría acostumbrarme a desplegar
mis poderes en condiciones menos que óptimas.

Él vaciló. No tenía buenas razones para negarse a ella, pero si lo conseguía...

Estaba siendo irracional. Su primera vez ella ni siquiera conseguiría entrar


a las puertas del castillo, y mucho menos subir todo el camino hasta la
buhardilla. No tenía nada que temer.
—Muy bien —dijo—, si insistes, iremos después de la cena.
293

Un anillo grueso de brezo enredado rodeaba el castillo de la Bella Durmiente.


El príncipe apuntó con su varita e hizo estallar un túnel de ochenta metros
de largo a través de la zarza.

El mármol blanco de los muros del castillo, iluminado por lámparas y


antorchas, brillaba al final del túnel. Dentro del túnel, no obstante, solo
parpadeaban sombras en formas fantásticas. Iolanthe convocó globos de
fuego para flotar delante de ella, iluminando el camino.

Sus latidos iban a una velocidad casi dolorosa, valiente de nacimiento no


era. Dio un par de respiraciones profundas y trató de distraerse.

—¿Por qué pones los dragones más brutales aquí, en lugar de en una
historia diferente? —le preguntó.

Parpadeó, como si la pregunta le hubiese sorprendido.

—Es conveniente.

Por lo que ella sabía, cada historia era igualmente conveniente para acceder
en el Crisol.

—¿Es porque consigues besar a la Bella Durmiente después?

Solo estaba bromeando. O, al menos, medio bromeando. Pero él abrió la


boca… y no dijo nada.

Se detuvo, estupefacta por su admisión implícita.

—Así que... ¿quieres que me enamore de ti, mientras juegas juegos de besos
con otra chica?

Era la primera vez que había mencionado este particular ardid de él


abiertamente.

Tragó saliva.

—Nunca he hecho nada por el estilo.

Como no se había doblado de dolor, tuvo que aceptar su respuesta como


veraz. De todos modos, ¿qué no le estaba contando?
Un alarido sobrenatural partió la noche, casi rasgando sus tímpanos.
294

—Nos han olido —dijo el príncipe con voz tensa.

En lo alto, la llama rugió, un cometa de fuego que derramó pinchazos de


naranja a través de la espesa maraña de espinas arriba. El calor de la llama
la hizo volver la cara y escudarse con los brazos.

—¿Qué son, exactamente? —preguntó ella, olvidándose de la Bella


Durmiente, por el momento.

—Un par de basiliscos colosos.

Ella había visto dragones en el Zoológico de Delamer unas cuantas veces.


Había visto dragones en el circo. Y una vez había ido en un safari con el
Maestro Haywood al Archipiélago Melusina, para ver dragones salvajes en
su hábitat natural. Aun así. su mandíbula se aflojó mientras salía del túnel.
De pie ante las puertas del castillo estaban dos dragones con cabezas
parecidas a la de un gallo, cuyas dimensiones empequeñecían los muros del
castillo.

—¿Son una pareja?

Los basiliscos colosos, sin alas, hacían nidos en el suelo. Para proteger sus
huevos, el fuego combinado de un par acoplado, gracias a un proceso que
sigue sin entenderse claramente, se convertía en una de las sustancias más
calientes conocidas en los reinos mágicos.

El príncipe no tuvo que responder. Los basiliscos ante el castillo


entrelazaron sus largos cuellos, exactamente lo que un par acoplado hacía,
y chillaron de nuevo.

Una explosión de fuego corrió hacia ellos, su masa más grande y más
caliente que cualquier cosa que había conocido. Instintivamente, se echó
hacia atrás.

Su grito casi rivalizó con el de los basiliscos. La agonía en sus palmas, era
como si hubiera sumergido sus manos en aceite hirviendo.

—¡Fiat praesidium maximum! —gritó el príncipe—. ¿Estás herida?

El fuego se detuvo abruptamente, atrincherado a treinta metros de


distancia. Ella bajó la mirada a sus manos, esperando ver ampollas del
tamaño de platillos. Pero sus manos no estaban ni siquiera enrojecidas por
295

el calor.

—¡Estoy bien!

—Este escudo puede tomar dos golpes más. ¿Debo preparar otro escudo?

—No, quiero ver lo que puedo hacer.

Los dragones tomaron quince segundos de descanso, luego atacaron de


nuevo. Ella trató de evitar que el fuego alcanzara el escudo, pero fracasó
miserablemente. El escudo se agrietó, distorsionando su visión de todo lo
que estaba detrás.

Quince segundos. Ataque. El escudo bloqueó el fuego, pero se disipó en la


secuela.

Se recordó que estaba tratando con ilusiones. Pero el hedor de los basiliscos,
el crujir de las zarzas ardiendo detrás de ella, las llamas encendidas que
saltaban de nuevo desde el fuego del dragón, como si estuvieran
aterrorizadas, eran demasiado reales.

Levantó un muro de agua cuando los basiliscos gritaron de nuevo. El agua


se evaporó antes de que el fuego incluso la tocara.

Hielo. Necesitaba hielo. No era experta en hielo, pero para su sorpresa, un


iceberg considerable se materializó a su orden.

El hielo se derritió inmediatamente.

Cambiando tácticas, utilizó aire para tratar de desviar el fuego. Pero lo único
que hizo fue dividir la masa de fuego en dos, ambas mitades precipitándose
directamente hacia ellos.

Ahora no tenía otra opción más que enfrentarse directamente contra los
dragones.

El fuego ordinario era tan manejable como la arcilla. Pero este fuego estaba
hecho de cuchillos y clavos. Volvió a gritar de dolor. ¿Pero le estaba haciendo
algo al fuego? ¿Estaba frenándolo? ¿O simplemente parecía llegar a un ritmo
más lento porque la agonía en sus manos distorsionaba su percepción del
tiempo?

Lento o rápido, se abalanzó hacia ellos.


—¡Corre! —le gritó al príncipe.
296

Por primera vez en su vida, huyó ante el fuego.

Abrió sus ojos para encontrarse de nuevo en la habitación del príncipe,


sentada ante su escritorio, con la mano en el Crisol. El olor a carne
chamuscada permanecía en sus fosas nasales. La piel de su espalda y su
cuello se sentía incómodamente caliente, como si hubiera estado en el sol
demasiado tiempo.

El príncipe se arrodilló ante ella, con una mano afianzada en su hombro, la


otra en su barbilla, con sus ojos oscuros y ansiosos.

—¿Estás bien?

—Eso creo.

Él puso dos dedos contra el pulso en el costado de su garganta.

—¿Estás segura?

Para nada.

—Voy a volver a entrar.

Podría no haber nacido con valor natural, pero detestaba el fracaso.

No había fuego ardiendo en la maraña de zarzas y ningún túnel que


atravesara: el Crisol siempre volvía a su estado original. Las lunas se habían
elevado, medias lunas gemelas, una pálida, la otra más pálida.

—¿Tu hechizo protector tiene una clave? —le preguntó al príncipe.

Él vaciló, como si quisiera decirle de nuevo que dejara a los dragones para
otro día. En su lugar, le dio la clave. Ella practicó el hechizo. Cuando pensó
que su escudo era lo suficientemente fuerte, abrió un camino a través de las
zarzas.

Caminando por el túnel, discutieron tácticas y acordaron que, para


finalmente contrarrestar el fuego de los dragones, ella primero debía
alcanzar la seguridad.
—Vamos a poner los escudos, el mío en el exterior del tuyo —dijo ella. De
297

esa manera, si su escudo resultaba menos que firme, todavía tendrían el


suyo para protegerse.

—Buena idea.

—Pero si mi escudo es lo suficientemente bueno, entonces voy a seguir.

  Él asintió.

—Me quedaré en este lado y distraeré a los basiliscos, si alternan su fuego


entre nosotros, te dará más tiempo para averiguar qué hacer. Pero por esta
vez, no vayas más allá de los escalones de la entrada del castillo.

—¿Por qué? —Pero entonces recordó—. ¿Es porque no quieres que vea a la
Bella Durmiente?

—Eso no es…

—¿Es bonita?

—Ella no existe.

—Aquí lo hace. ¿Es bonita? —No le gustaban las preguntas incómodas, pero
al parecer no podía detenerse.

—Lo bastante bonita. —Sonaba tenso.

—¿Disfrutas besarla?

 ¿Más de lo que disfrutas besarme?

—No la he besado desde que te conocí. —De repente, era el Maestro del
Dominio hablando, su tono duro, sus ojos más duros.

La miseria y la emoción chocaron en ella. ¿Había declarado que había


renunciado a otras chicas por ella? ¿O estaba siendo una completa tonta?

—¿Ahora te vas a concentrar en la tarea en cuestión? —continuó con


impaciencia.

Ella respiró hondo y contó hasta cinco.

—Vamos a luchar con algunos dragones.


Los basiliscos colosos, enloquecidos por el aroma de los intrusos,
298

derramaron su fuego.

Iolanthe y el príncipe convocaron un escudo. El suyo aguantó. Convocó más


escudos, marchando hacia los basiliscos. Estaban encadenados a la puerta
del castillo y tampoco podían llegar a ella ni darle caza. Tan pronto como se
moviera más allá de su rango de fuego, estaría a salvo.

La puerta del castillo la atraía. Comenzó a correr. Los basiliscos tenían una
vista pobre. Con su fuego bloqueado, tratarían de atacarla con garras y
colas, pero al no ser depredadores, serían torpes con ello.

El suelo se sacudió cuando los basiliscos colosos azotaron y pisotearon, pero


se lanzó más allá de ellos. Desde algún lugar detrás, el príncipe le gritó que
tuviera cuidado. Ella corrió a través del amplio patio y subió los escalones.
Pero no se detuvo ahí, como le había pedido. En cambio, abrió las enormes
puertas densamente reforzadas del castillo y entró en el gran salón.

El interior del castillo era sombrío. Algunas antorchas parpadeaban en


círculos tenues de luz, dejando grandes franjas de la gran sala a oscuras y
lúgubres.

¿Podían las sombras moverse contra las sombras? Entrecerró los ojos, sus
dedos apretando la varita de repuesto del príncipe. Detrás de ella llegó un
sonido suave como cortinas ondeando ante una ventana abierta.

Antes de que pudiera girar, algo pesado y puntiagudo se estrelló contra el


costado de su cráneo, una espuela particularmente afilada enterrándose
profundamente en su sien. Su rostro se contrajo. Sus músculos
convulsionaron. Su grito se atascó en su garganta.

Cayó con un ruido sordo. Una criatura reptil de color negro aterrizó a su
lado, doblando sus alas con apenas un susurro. Una garra afilada se
extendió y cortó su garganta.

Pero ella ya estaba muerta.

Titus gritó las tres primeras palabras de la contraseña de salida antes de


darse cuenta de que había sido ella quien los había llevado al Crisol. Para
que él la sacara ahora, debía estar en contacto físico.
Lanzó una serie de hechizos al wyvern, ahuyentándolo de su cuerpo. Un
299

segundo wyvern se abalanzó. Él se lanzó hacia ella, agarrando su mano


justo cuando la cola con púas de la criatura se estrelló contra él.

Estaban de vuelta en su habitación. Sus ojos se abrieron, pero eran los ojos
de los poseídos. Ella se sacudió, el tipo de convulsión frenética que le
causaría dejar de respirar antes de que él pudiera llegar al laboratorio y
encontrar un remedio apropiado.

Estampó sus manos contra el Crisol y rezó frenéticamente.

Iolanthe miró estupefacta el cielo oscuro con estrellas esparcidas con sus
dos lunas. ¿Quién era ella? ¿Dónde estaba?

Por su propia voluntad, sus manos se aferraron a su garganta. Ella estaba…


había estado...

El terror surgió en ella, una oscura y sofocante marea. Gritó.

Y fue arrojada al instante en el agua más fría que había conocido, el impacto
como cuchillos sobre su piel. Jadeó, su antiguo terror olvidado. Tan frío, la
quemadura de hielo congeló su cuerpo.

Alguien la sacó del agua y la abrazó con fuerza. Empezó a temblar. Le


castañeteaban los dientes. Nunca tendría calor de nuevo.

Él frotó su mano por su espalda, la fricción provocaba puntos de calor.

—Lo siento, tuve que hacerlo. Estabas convulsionándote.

—¿Qu… qué pasó?

Su brazo masajeó el de ella.

—Moriste en el Crisol. Hay dos wyverns en el gran salón… traté de


advertirte, pero no me escuchaste(21). Lo siento. Debería haberte dicho antes.

La culpa no era suya, ella había sido un idiota que le había dado vueltas al
tema de la Bella Durmiente y no lo soltaba.

—¿Dónde estoy ahora? —preguntó, todavía temblando.

—Junto al Lago de Hielo.


—¿No es donde vive el kraken?
300

—Sí. Tenemos que irnos pronto. Ya habrá sentido el…

  El lago chapoteó detrás de ella.

—¡Y vivieron felices para siempre! —gritaron juntos.

Lo último que vio fue un enorme tentáculo moteado salpicando hacia ella.

Su corazón aún latía.

Ella apartó la mano del Crisol.

—Es un libro peligroso.

—No conoces la mitad de ello —dijo el príncipe—. Por lo menos pareces


mejor ahora.

Se sentía más o menos normal.

—Así que, si sobrevivo a las convulsiones, ¿morir en el Crisol no tiene otro


efecto?

—¿Qué piensas acerca de los wyverns?

En el momento en que él dijo la palabra, sus manos se sacudieron. Las


envolvió contra el borde del escritorio, pero el temblor simplemente se
transfirió a sus brazos.

—Ese es el efecto de morir en el Crisol. Nunca he vuelto a Bastión Negro. La


simple idea de Helgira todavía me pone… —Él tomó una profunda
respiración—, bueno, incoherente, como mínimo.

Ella se mordió el interior de su mejilla.

—Voy a entrar de nuevo.

—¿Qué?

—No puedo tener miedo de los wyverns. No puedo entrar en histeria en


frente del Palacio del Comandante.

—Por lo menos espera hasta mañana.


—No voy a estar menos asustada mañana. —Tocó su mano—. ¿Vendrás y
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me ayudarás?

No puedo ser débil cuando llegue el momento. No puedo permitir que caigas.

—Por supuesto. —Suspiró—. Por supuesto que te ayudaré.

Ella estaba de pie con la mano en las ominosamente pesadas puertas del
gran salón, el príncipe a su lado. Detrás de ellos, los basiliscos colosos
bramaban con impotencia. Adentro esperaban los wyverns que la habían
masacrado hace solo unos minutos.

Él puso su mano sobre la de ella.

—Ellos ya nos habrán olido. Los wyverns son rápidos y astutos. No tienen
que esperar entre bocanadas de fuego. Y como ya sabes, los de allí no están
encadenados.

Ella asintió.

—Entramos a la cuenta de tres.

Asintió de nuevo, casi sin poder respirar.

—Uno, dos, tres.

Él abrió de golpe las puertas. Ella lanzó un destello de llamas que iluminó
cada rincón del gran salón, privando a los wyverns de sombras en las que
esconderse.

Lucharon espalda con espalda. Ella prestó solo remota atención a lo que él
hizo, su mente ocupada en controlar el fuego de los dragones. Los wyverns
escupían sin cesar, pero sus fuegos eran menos calientes. El escudo
corpóreo en el que el príncipe la había encerrado reducía aún más el calor.

Todavía dolía. Pero la sensación era más como la abrasión de piedras


ásperas que la puñalada de cuchillos al rojo vivo. Dio la bienvenida al dolor,
si le dolía, entonces aún estaba viva.

Por fin se las arregló para dirigir la llama de un wyvern para atacar al otro.
El wyvern quemado chilló y le devolvió el favor. Mientras los dragones se
estancaron en su propio feudo, el príncipe la tomó de la mano. Corrieron
hasta la gran escalera, lanzando escudos detrás de sus hombros, y cerraron
302

las benditamente fortificadas puertas que llevaban a la galería.

Ella jadeó con las manos en sus rodillas. No fue una victoria sin reservas,
pero al menos había dejado de estar irracionalmente aterrorizada de los
wyverns, solo racionalmente asustada.

—¿Hay más peligros en el castillo?

—No, eso es todo. —Él se estiró por ella—. Ahora podemos volver.

Ella retrocedió.

—Como ya estoy aquí, bien podría echar un vistazo a la Bella Durmiente.

Incluso la euforia de la victoria no podía disipar la acidez de los celos.

—¡No!

Para un chico que tenía tanto autocontrol, estaba prácticamente gritando.

—¿Por qué no?

¿Acaso se sonrojó? Era difícil de decir. Los dos estaban calurosos por el calor
de la batalla.

—Mi castillo, mis reglas —declaró rotundamente.

Ella presionó sus labios.

—Bien.

La tensión se drenó de sus hombros. Ella explotó su momento de distracción


y salió corriendo, levantando un muro de fuego detrás suyo.

—¡Detente!

Él maldijo. Corrió hasta la mitad de la larga galería de retratos y subió el


siguiente tramo de escaleras, tres escalones de mármol a la vez.

Estaba siendo estúpida, por supuesto. Pero no podía evitarlo. Quería ver a
la chica que él solía besar antes de que ella llegara. ¿Y había dejado de
besarla? ¿O había hecho un gran trato más con esa bonita y agraciada chica
dócil?

Las escaleras conducían a un dorado rellano —el dorado apenas visible bajo
el polvo— que se abría en un salón de baile con cortinas de terciopelo
apolilladas. Una fila de criadas, con paños para pulir todavía en mano,
303

soñaban pacíficamente.

Aquí era donde el baile de disfraces para celebrar la mayoría de edad de la


Bella Durmiente habría tenido lugar.

Pasando un cuarto en el que un maestro de pelucas roncaba suavemente


en un gran montón de pelo, y otra habitación que contenía decenas de
maniquíes de modista, cada uno luciendo un traje diferente, corrió por las
escaleras.

El castillo era infinitamente vertical. Pasillos cubiertos de telarañas,


ventanas cayendo de sus goznes, pinturas mugrientas con la edad. Pasó
corriendo junto a todos ellos, dirigiéndose cada vez más alto.

Una puerta se abrió de golpe. Antes de que pudiera retroceder en alarma, el


príncipe se precipitó fuera y la abordó. Cayeron sobre una alfombra gruesa,
levantando una nube de polvo. Ella empujó hacia él.

—No —dijo, sus ojos firmes.

Ella pretendía apartarlo de su camino. Por tener otra chica —aunque fuera
ficticia— antes que a ella. Por no vivir para siempre. Y por quitarle su
libertad haciéndola enamorarse después de todo.

Excepto que, de alguna manera, los dedos de ella se extendieron por su


rostro. Su pulgar trazó la elevación de su pómulo manchado de suciedad,
limpió una gota de sudor corriendo por su sien, después bajó para presionar
en la comisura de sus labios, agrietados por el calor de las llamas del dragón.

Tan poco tiempo. Tenían tan poco tiempo restante.

Atrayéndolo hacia ella, lo besó. Él se volvió de piedra por la impresión. Ella


empujó sus manos en su cabello y lo besó con más fervor.

De repente la estaba besando en respuesta, con un hambre que tanto la


emocionó como la asustó.

E igual de repentinamente estaban de vuelta en su habitación, sentados en


dos lados de su escritorio, sin tocarse.

—No podemos —dijo él en voz baja—. Había pensado que el amor nos uniría
en un mismo propósito. Me equivoqué. La situación es más complicada que
eso. Tienes que dejarme atrás en algún momento, cuando no sea de más
utilidad. Y esa no es una decisión que deba tomarse o desecharse bajo la
304

influencia de emociones innecesarias.

Emociones innecesarias.

Calor erizó sus mejillas y las puntas de sus orejas. Su tráquea quemaba,
como si alguien hubiera empujado una antorcha en su garganta.

La humillación absoluta de ello, ser rechazada así, todo en nombre de la


Misión…

Pero aún peor era la absoluta certeza en su voz. Él vivía su vida en cuenta
regresiva hacia su fin. Bien podría haberse enamorado de alguien en su
lecho de muerte.

—Por favor —se oyó hablar a pesar del nudo en su garganta—, no seas tan
melodramático. No confundas un simple beso con adoración eterna. Estoy
rodeada de chicos guapos, ¿no has notado cuán magnífico es Kashkari? Pero
tú eres el único al que puedo besar sin meterme en problemas.

»Además, ¿has olvidado que eres mi captor? Nunca podría amarte cuando
no soy libre. Que creas que podría solo demuestra el poco conocimiento que
tienes del amor. —Se levantó—. Ahora, si me disculpas, tengo que estar en
mi habitación antes de que se apaguen las luces.

Los basiliscos colosos rugieron inútilmente afuera. Los wyverns habían sido
contenidos en un rincón del gran salón. Titus hizo el largo, largo ascenso a
la buhardilla del castillo, sus pasos pesados con fatiga y abatimiento.

La Bella Durmiente estaba profundamente dentro de su letargo. Se dejó caer


en una rodilla y ahuecó sus mejillas con sus manos.

Muy suavemente, inclinó la cabeza y la besó.

Ella abrió los ojos; eran del color de la medianoche. Su cabello, también, era
pura sombra.

Conocía la textura de su cabello, porque una vez lo había cortado él mismo.


Conocía el sabor de sus labios porque él la había besado… y el día de hoy,
había sido besado por ella.

—Iolanthe —murmuró.
Ella sonrió.
305

—Sabes mi nombre.

—Sí, sé tu nombre. —Y aquí, en el interior del Crisol, era el único lugar en


el que se atrevía a llamarla, incluso a pensar en ella, con ese nombre.

—Te he echado de menos —susurró ella, sus brazos elevándose para


entrelazarse alrededor de sus hombros—. Bésame otra vez.

Él había cambiado su diálogo justo antes de entrar en el Crisol. Estas eran


las palabras exactas que él quería oír. Pero resonaron huecamente contra
las paredes de la buhardilla, sonidos sin sentido que ni calmaban ni
tranquilizaban.

—Ignora lo que dije antes, cuando estaba molesta —continuó ella, sus dedos
peinando su cabello.

Pero no podía. Él sabía cuánto tiempo pasaba ella con Kashkari, ellos
siempre estaban caminando juntos hacia o desde la práctica de cricket. Y
qué estúpido de su parte pensar que ella podía olvidar, incluso por un
momento, que estaba aquí en contra de su voluntad.

—Y vivieron felices para siempre —dijo.

Ahora estaba de vuelta en su habitación vacía. Se levantó de su silla y puso


una mano en la pared entre su habitación y la de ella, como si eso pudiera
propulsar sus pensamientos a través de todo lo que los separaba y hacerle
entender que no fue su beso lo que lo asustó, sino su reacción al mismo.

Porque si la amaba, nunca sería capaz de empujarla hacia el peligro mortal.

Sin embargo, debía, o habría vivido toda su vida en vano.


306

CAPÍTULO 21
Traducido por flochi

Corregido por Shilo

E n los campos de juego, se estaba desarrollando un partido de cricket,


encerrado por un grupo de nueve espectadores. West, el futuro
capitán del equipo de la escuela, golpeó una bola directamente fuera de los
límites, dándole a su equipo seis carreras. Los espectadores rugieron su
aprobación.

—Johnny, debes presentarme a West —le dijo a su hermano una chica a la


derecha de Titus—. Simplemente debes.

—Pero nunca de estado a menos de treinta metros de él —protestó Johnny,


un corpulento chico junior.

—Johnny, querido —dijo su madre pareciendo severa—, ¿esa es toda la


iniciativa que posees? Si tu hermana desea conocer a West, entonces
deberás empeñarte para hacer que suceda.

El Cuatro de Junio era la fiesta anual más grande de Eton, una celebración
que duraba todo el día marcada por discursos en la mañana, un partido de
cricket en la tarde, un desfile de barcos al atardecer, y una exhibición de
fuegos artificiales en la noche, todo fuertemente vigilado por los Viejos
Etonianos y las familias de los alumnos actuales.

Titus había olvidado lo que una horda de hermanas y madres siempre


provocaba, inundando la escuela en una marea de tonos pastel. Abundaban
volantes, cintas, faldas alegres. Miles de sombreros con flores de seda se
balanceaban y sacudían. El aire estaba denso con los perfumes de rosas y
lirios.

Tal femineidad lo golpeaba como algo exagerado, casi caricaturesco. Por


estos días, una chica se le hacía la más bella con cabello corto, uniforme, y
un sombrero hongo puesto en un ángulo desenfadado.
Escaneó la muchedumbre. Fairfax seguía sin regresar. Ella se había unido
307

a Kashkari y Wintervale, quienes tampoco tenían familia que asistiera, a un


picnic. Titus pudo haberse unido a ellos, pero no lo hizo.

Él y Fairfax no se estaban evitando exactamente. Hablaban a diario sobre


noticias concernientes al Dominio, su entrenamiento, y su búsqueda de un
hechizo para incapacitar permanentemente a la Inquisidora. Pero sus
interacciones se habían vuelto formales, estructuradas, preguntas que
cambiaban poco día a día, y respuestas que variaban inclusive menos.

Probablemente era lo mejor.

Pero no podía evitar desear lo contrario. Incluso más desde que Dalbert se
encontraba en licencia: su madre moribunda deseaba que la acompañara a
un retiro espiritual a la isla Ondine, cerca de su lugar de nacimiento. Sin
los reportes diarios de Dalbert, Titus se sentía como estar de pie a ciegas en
un campo minado.

Al menos las últimas noticias que Dalbert reportó antes de irse habían sido
las más bienvenidas hasta ahora: la Inquisidora había sido transportada a
Atlantis, probablemente debido al deterioro más extenso de su condición.

Una conmoción detrás de Titus lo hizo darse la vuelta. Un grupo de hombres


estaban empujándose a través de la multitud, para consternación de
aquellos siendo empujados fuera del camino. Para su disgusto, Titus
reconoció el escudo de armas en la librea de los hombres viniendo hasta él
como la armería de Saxe-Limburgo, su lugar de origen inventado. Detrás de
los hombres venía Greencomb, el secretario de Alectus, vestido con un traje
no mago.

—Su Alteza. —Greencomb hizo una reverencia—. El regente y Lady Callista


ruegan humildemente el honor de su presencia.

—¿Están aquí?

—En efecto. Es un día para la familia, señor.

Alectus y Lady Callista nunca habían asistido a los anteriores Cuatros de


Junio. Titus frunció el ceño. Este era exactamente el tipo de mina que le
explotaría a uno en la cara cuando se le daba licencia al espía indispensable.
¿Qué nueva perversidad estaba tramando Lady Callista?
Greencomb le indicó una gran tienda blanca que había sido levantada en el
308

borde del campo. Con los asistentes dividiendo la multitud delante de él,
Titus se dirigió hacia la tienda, Greencomb yendo detrás.

Murmullos atravesaron la congregación. Nunca había sido el centro de


atención en Eton, pero ahora chicos que lo conocían por años le estaban
dando segundas y terceras miradas.

Los ocupantes de la tienda quedaron a su vista. Estaba Alectus, pareciendo


tan ansioso e inútil como siempre. Lady Callista, a su izquierda, estaba
reuniendo una multitud de curiosos. Y a la derecha de Alectus…

Estaba de pie la Inquisidora.

Como todos los demás, había sido embutida en ropa no maga. Una falda de
seda escalonada encima de un gran polisón, un sombrero de plumas, y una
sombrilla con flecos, todo de color negro. Se veía ridícula pero perfectamente
sana.

Sus ojos se encontraron. Ella le sonrió, la sonrisa de un depredador listo


para lanzarse. Se había recuperado. Sabía que él había disfrutado de la
ayuda de un mago elemental. Y había venido a ponerlo bajo Inquisición
nuevamente.

El miedo lo estranguló. Pero sus pies no dejaron de llevarlo hacia adelante.


Él era el heredero de la Casa de Elberon y no perdería la compostura en
público.

El regente había traído un séquito de veinte, y la Inquisidora casi tantos


subordinados. Preguntas susurradas pasaron entre los espectadores sobre
el origen de Titus y el verdadero rango. Se habría reído del “¿Es el siguiente
Kaiser?” si sus entrañas no estuvieran más apretadas que un nudo.

A medida que se aproximaba, el regente y la Inquisidora se inclinaron, Lady


Callista hizo una reverencia. Titus inclinó la cabeza. Los murmullos de los
espectadores subieron media octava. Habían esperado que él rindiera una
reverencia, no al revés.

—Las palabras no pueden expresar mi alegría —dijo—. ¿Se irán pronto?

Eso silenció a la multitud. En el silencio llegó el fuerte susurro de Cooper.

—¿Qué te digo siempre, Rogers? No es un príncipe insignificante. Es un gran


príncipe.
Lady Callista se rio suavemente, como si Titus hubiese dicho algo gracioso.
309

—Su Alteza, ciertamente, muy pronto nos iremos. Por lo que debemos
disfrutar al máximo del tiempo que tenemos juntos. El regente y yo —y estoy
segura que la Inquisidora también— estamos ansiosos por conocer a tus
amigos.

Solo entonces Titus notó a Nettle Oakbluff entre los subordinados de la


Inquisidora. Ella le echó un vistazo a la concurrencia con los ojos ávidos de
un buscador de oro, lista para encontrar la pepita que la conduciría a las
riquezas y la gloria. Junto a ella estaba Horatio Haywood, demacrado e
inestable sobre sus pies.

Titus rompió a sudar frío. La Inquisidora debió darse cuenta que él mantenía
a Iolanthe Seabourne cerca. El Encantamiento Irrepetible impedía que su
imagen fuera dibujada y difundida. Pero no podía evitar ser reconocida por
aquellos que la conocían.

Gracias a Dios que ella se encontraba lejos en su picnic con Kashkari y


Wintervale.

¿Esa distancia bastaría para mantenerla a salvo?

—Hemos sido proporcionados con una lista de todos sus compañeros, señor
—dijo Lady Callista, sonriendo—. Estamos determinados a conocerlos a
todos.

Iolanthe y Wintervale yacían en un pequeño montículo junto al Támesis.


Kashkari había estado con ellos más temprano, pero se había ido a dar un
paseo.

Nubes redondas y esponjosas cruzaban un cielo azul perfecto. El río


susurraba y acallaba contra sus bordes. La cálida luz del sol caía
suavemente sobre la piel de Iolanthe.

Abrió los ojos, sonriendo. Debió haberse quedado dormida. E incluso luego
de una breve siesta, sus manos —sus brazos, de hecho— dolían. Intentó
decirse que era algo bueno, más dolor probablemente implicaba una lucha
más feroz entre su potencial y lo que quedaba del hechizo persuasible. Pero
estaba tomando demasiado tiempo, y su dominio sobre el aire era
cuestionable.
—Maldición —exclamó Wintervale, asustándola.
310

—¿Qué sucede?

Se sentó.

—¿Recuerdas lo que dijo Kashkari sobre el torneo de tenis?

—¿Que hoy el clima es perfecto para hacer rebotar una pelota de goma
vulcanizada en el césped?

—Eso y que quiere celebrarlo el próximo domingo —dijo Wintervale con


tristeza—. Olvidé que tengo que tomarme un permiso ese día.

Los pies de Iolanthe se retorcieron, los chicos por lo general se tomaban


permisos para visitar a sus familias.

—Pensé que tu madre estaba en Baden-Baden.

—No, volvió la semana pasada. No dije nada sobre ello, idiotas como Cooper
no entenderán por qué ella escoge permanecer en casa el Cuatro de Junio.

—Oh —dijo.

—No tienes que parecer tan alarmado, Fairfax —dijo Wintervale, pareciendo
un poco molesto—. La mayor parte del tiempo ella está bien. De hecho, ella…
¿Ya volviste, Kashkari? No fuiste muy lejos.

Kashkari se sentó entre ellos.

—Lo más extraño acaba de suceder. No me había ido ni cinco minutos


cuando alguien salió de la nada y dijo que había salido de los límites de la
escuela y sería mejor que regresara. Caminé al norte un par de minutos,
luego volví al oeste; una persona diferente apareció para decirme que no
podía pasar.

Iolanthe frunció el ceño. Las casas de los residentes confiaban una serie de
controles diarios para asegurarse que los chicos no estaban ausentes sin
permiso, pero nadie vigilaba las fronteras mal definidas de Eton.

—Eso es ridículo —resopló Wintervale—. Esto es una escuela, no una


prisión.

—¡Caballeros! Han sido convocados.


Se sobresaltaron ante la voz retumbante de Sutherland. No había venido
311

solo; con él se encontraba Birmingham, el capitán de sus casas.

—Nunca antes he visto tal pompa y ceremonia en mi vida —se quejó


Birmingham, un robusto de diecinueve años con un bigote bien formado—.
Frampton me hizo venir personalmente, en caso de que Sutherland no fuera
un mensajero suficiente para buscarlos a los tres.

—¿Buscarnos para qué? —preguntó Kashkari.

—Para la corte que ha viajado desde Saxe-Limburg —respondió


Sutherland—. Siempre pensé que Titus era uno de esos príncipes con un
acre por gobernar. Supongo que me equivocaba.

—¿Vino su familia? —Iolanthe estaba alarmada. Él no había mencionado


nada.

—¿Qué? —gritó Wintervale al mismo tiempo. Él, también, sabía que no


había tal cosa como la corte que ha viajado desde Saxe-Limburgo. O Saxe-
Limburgo en absoluto.

—Solo un tío-abuelo, pero qué dama la que trajo —dijo Sutherland. Se volvió
hacia Birmingham—. ¿Alguna vez dijeron si Helena de Troya es la esposa
del tío-abuelo?

—Apostaré que es solo su amante, europeos. —Birmingham se acordó y


volvió a Wintervale, quien, como el príncipe, también se decía que era de un
pequeño principado europeo—. Sin ofender.

—Descuida —dijo Wintervale, todavía pareciendo atónito.

—Vamos, caballeros —dijo Sutherland—. Nos tomó un tiempo largo


encontrarlos. Su Alteza debe estar impaciente.

Titus tenía los pelos de punta.

La Inquisidora no estaba llevando a cabo una Inquisición, simplemente el


tamaño de la multitud presentaba un obstáculo para la mente de un mago
deseando examinar una mente en particular en detalle. Pero sentarse junto
a ella aun así lo ponía nervioso. Media docena de sus subordinados tenía
los ojos fijos en él, asegurándose que no intentara nada que pudiese impedir
su búsqueda.
Pero todo eso podría soportarlo si Fairfax estuviera en alguna parte de
312

Siberia. En cambio, ella debía estar en camino, escoltada por Sutherland y


Birmingham.

El día se estaba haciendo más caluroso; su camisa se pegaba a su espalda.


La naturaleza humana siendo lo que era, la fila de personas esperando ser
presentados a la corte de Saxe-Limburgo había crecido exponencialmente,
chicos y Viejos Etonianos inventando conexiones con Titus, esperando
acercarse a la belleza de una generación que era Lady Callista. Las
hermanas y madres, ¿las mujeres inglesas por lo general no les prestaban
atención a los príncipes continentales?, aun así, estaban paradas
pacientemente en la cola, sus sombrillas blancas como tantas perlas en una
cadena.

Desafortunadamente, el largo de la fila no importaría cuando Fairfax llegara.


Ella inmediatamente sería empujada al frente.

Si su corazón latiera con más fuerza iba a romper una de sus costillas.

¿Cooper estaba de vuelta en el frente de la cola? ¿No había sido presentado


ya? Esto era divertido para Cooper. El cabeza hueca amante de la
ostentación se estaba dando un baile.

Titus quería estrangularlo.

O… tal vez podría aprovecharse del idiota.

Mientras Cooper se inclinaba ante Lady Callista otra vez, Titus gritó en voz
alta:

—¿Qué estás haciendo aquí, Nettle Oakbluff? Y tú también, Haywood.


¿Ahora la Inquisidora les da vacaciones a sus detenidos?

Entonces le dijo desdeñosamente a Cooper:

—Deja de ser un imbécil inútil, Cooper. Estás tomando el lugar de otro.


Largo. No, espera. Ve a encontrar a Birmingham y Sutherland. ¿Por qué no
han regresado todavía? Me están insultando con su incompetencia.

Sutherland no podía dejar de hablar de la belleza de Lady Callista.


Birmingham no estaba impresionado con la efusividad de Sutherland.
—No negaré que es hermosa, pero debe ser de la edad de nuestra madre y
313

probablemente más.

—¿Y qué? —dijo Iolanthe, dándole a Sutherland un empujón—. Siempre y


cuando no sea mi madre.

—Exactamente. —Sutherland se echó a reír—. Fairfax es un hombre tras mi


propio corazón. Aunque desearía que no la sentaran al lado de esa bruja.
Esa bruja hace que las plantas de mis pies se enfríen.

Iolanthe casi se detuvo en seco. Esa mujer.

—¿Te refieres a la nodriza del príncipe?

Birmingham y Sutherland se rieron.

—Una roca le daría leche antes que ella —dijo Birmingham.

—Mis bolas se habrían arrugado permanentemente si hubiese tenido que


beber de sus tetas —declaró Sutherland.

Iolanthe imitó el sonido de las risitas. La Inquisidora. ¿Cuándo se había


recuperado? ¿Y qué estaba haciendo en un foro público, recibiendo a los
amigos del príncipe nada menos? ¿Podía martillearle la mente cuando había
miles de personas dando vueltas cerca?

Cooper entró disparado a la vista.

—Ah, allí están. He sido asignado a encontrarlos.

—¿Frampton te envió también? —Birmingham sonó para nada complacido


ante este desaire implícito contra su competencia.

—No, el mismo príncipe me envió —dijo Cooper con orgullo.

La alarma de Iolanthe instantemente se triplicó. El príncipe nunca hacía


nada sin una razón. Debió estar consciente de que Sutherland y
Birmingham ya habían sido enviados. ¿Por qué además a Cooper?

—Qué día para ti, Cooper —dijo ella—. Siempre te ha gustado que él sea
principesco.

—Las palabras no pueden describir lo magnífico que ha sido él. El hombre


nació para mandar sobre otros.

Birmingham resopló.
—¿Alguien más vino de la corte de Saxe-Limburgo además de su tío abuelo,
314

la bella dama, y la dama que pone los cabello en punta? —preguntó Iolanthe.

—Sí, hordas de lacayos. —Cooper pensó en ello. Iolanthe casi escuchó los
engranajes de su cerebro repiqueteando—. Quizá no todos ellos eran
sirvientes. El príncipe se dirigió a uno de ellos por el nombre y dijo algo
como: “¿Cuándo el transitorio deja salir a sus detenidos?” ¿Crees que
algunos de ellos puedan ser prisioneros políticos?

—Idiota. —Birmingham había tenido suficiente del parloteo de Cooper—.


¿Quién traería prisioneros políticos a la función de una escuela? ¿Y qué
diantres es un transitorio, de todas maneras?

—Estoy diciendo lo que él dijo.

Iolanthe no pudo escuchar nada más encima del rugido en su cabeza. Este
era el mensaje del príncipe: el Maestro Haywood y la Sra. Oakbluff habían
sido traídos a Eton para identificarla. Y en el momento en que fuera
despojada de su disfraz, sería llevada lejos.

¡Corre! rugió la voz de la auto-preservación. Telepórtate a alguna parte. A


cualquier lugar. Lárgate.

Pero, ¿qué le sucedería a él si huía? Si su amigo más cercano desaparecía


de la faz de la tierra justo cuando habían llegado testigos para identificar a
Iolanthe Seabourne, incluso el Príncipe Alectus podría ser capaz de sumar
dos y dos. Sería volver a la Inquisición contra él, y esta vez, nadie
intervendría cuando la Inquisidora empezara a cortar a través de su mente.

A menos que…

No. La misma idea era una locura.

Pero tenía que hacerlo. No tenía otra opción. No había nadie más que la
ayudara.

—¡Ahhh! —gritó, y ahuecó su abdomen con ambas manos.

—¿Qué sucede? —dijeron los chicos a la vez.

—Mi estómago. No debí haber tomado esa cerveza de jengibre. Apuesto que
esa bruja lo hizo de agua estancada.

—Corre al baño —aconsejó Brimingham—. Cuando el jengibre se acciona,


se acciona con fuerza.
—¿Quieres que vaya contigo? —preguntó alegremente Cooper.
315

—¿Y hacer qué? ¿Limpiar mi culo? Eres el enviado personal del príncipe, así
que tienes que llevar personalmente mi mensaje. Dile que estaré tan pronto
como tenga mi encuentro con el retrete.

Empezó a correr antes de terminar de hablar.

Solo para encontrarse a Trumper y Hogg un minuto después, bloqueando


su camino.

—Oh, ¿mira quién no tiene amigos o bates de cricket hoy? —dijo Trumper.

Hogg se rio, chocando un puño contra la palma de su otra mano.

—Puedes darle un beso de despedida a tu bello rostro, Fairfax. Luego de que


acabemos contigo, parecerás hígado picado.

Juró, y golpeó a Trumper en el estómago. Él gritó. Hogg se lanzó hacia ella


y cerró su brazo alrededor de su garganta en una llave. Ella golpeó su riñón
con el codo. Gritó de dolor y se tambaleó hacia atrás. A Trumper, una vez
más uniéndose en la refriega, le entregó un rodillazo en la ingle. Trumper
emitió un grito agudo y se desplomó en un montón.

Volvió a salir corriendo y se agachó en el callejón vacío entre dos casas. Con
las manos apoyadas contra la dura pared de ladrillo detrás de su espalda,
se teleportó.

Solo para abrir los ojos y encontrar que no se había movido un centímetro.

Su destino estaba dentro de su rango de teleportación. No había razón para


que hubiera fallado. Trató de nuevo. Y nuevamente. Y otra vez.

En vano.

Atlantis había convertido la escuela entera en una zona de no-teleportación.


316

CAPÍTULO 22
Traducido por Verae

Corregido por Mari NC

I olanthe corrió.

Si Kashkari había dicho la verdad, y no tenía ninguna razón para dudar de


él, entonces Atlantis no sólo había establecido una zona de no-teleportación,
sino que también se aseguró de que nadie sería capaz de salir simplemente.

Pero no todas las zonas de no-teleportación eran creadas iguales. Las únicas
permanentes, como la que el príncipe había establecido en su habitación,
tomaban mucho tiempo y esfuerzo. Una completamente nueva, y muy
probablemente temporal, zona de no-teleportación a veces tenía áreas de
denegación incompleta que podían ser explotadas, o eso había aprendido
recientemente en las salas de enseñanza(22).

No se detuvo hasta que estuvo ante el armario en la habitación de


Wintervale. Los portales vinculados, a menos que se permitieran
específicamente, no funcionaban dentro de una zona de no-teleportación.
Sin embargo, cuando uno estaba dentro y el otro fuera, a veces se omitía
una primera iteración de una zona de no-teleportación, especialmente una
que cubría un área tan enorme.

Ella abrió el armario, empujó los abrigos de Wintervale a un lado, se apretujó


dentro, y cerró la puerta. Pero cuando abrió la puerta de nuevo, todavía
estaba en la habitación de Wintervale en casa de la Sra. Dawlish.

Sus dedos temblaron.

A menos… a menos que el portal tuviera una contraseña. La mayoría no la


tenían: la magia para ceñir portales y la que regía el uso de contraseñas no
eran terriblemente compatibles. Pero el príncipe definitivamente la había
utilizado para los portales de la bañera conectando el castillo al monasterio.

Pero ¿cómo iba a averiguar la contraseña ahora? El príncipe estaba fuera de


su alcance. Y aunque se dedicara a buscar a Wintervale, había muchas
posibilidades de que la vieran y la llevaran con la Inquisidora antes de que
317

pudiera regresar y usar el portal.

Sudaba, estaba oscuro y sofocante en el interior del armario. Sus pulmones


se sentían como si estuvieran a punto de colapsar. Sus manos, apoyadas a
ambos lados de su persona, apenas mantenían su posición vertical.

Como un destello brillante durante la noche, el consejo del Oráculo vino a


ella. Lo ayudarás mejor si buscas ayuda en el fiel y atrevido. Había pensado
en esas palabras a diario, y nunca habían tenido ningún sentido.

Ahora lo tenían.

—Fidus et audax —dijo, en latín significaban “fiel y atrevido”.

Y esta vez, cuando abrió la puerta del armario, estaba en la casa de


Wintervale en Londres.

Iolanthe se resignó. El papel pintado azul oscuro y la rica alfombra oriental


le parecían poco conocidos, recordaba muy poco de la decoración. El espacio
detrás del armario, donde el príncipe la había empujado cuando Wintervale
acudió al llamado de su madre, era muy pequeño. Ella y el príncipe habían
sido empujados juntos como un par de camisas en el exprimidor de ropa.

Pero la ventana y su profunda cornisa eran exactamente iguales, excepto


que había pensado que daba a la calle, cuando en realidad daba a un
pequeño jardín en la parte trasera de la casa.

El pasillo estaba alfombrado, las paredes cubiertas de seda pálida y oro.


Había varias otras habitaciones en el piso, pero todas estaban vacías.

—Lee, ¿eres tú? —llegó el sonido de una voz femenina detrás de ella—. ¿Cuál
es el problema? ¿Por qué estás en casa?

La mujer loca. Wintervale insistía en que ella sólo estaba loca a veces.
Iolanthe oró para que hoy estuviera en uno de sus días más lúcidos.

Poco a poco se dio la vuelta, levantando las manos, con las palmas hacia
afuera. La madre de Wintervale estaba en otro vestido inglés estrechamente
ceñido. Y para todo lo que ella había pasado en la primavera en una ciudad
balnearia, no parecía rejuvenecida: sus ojos estaban hundidos, las mejillas
huecas, su piel tan delgada y frágil como una cáscara de huevo.
En el momento en que se dio cuenta que no era su hijo de pie frente a ella,
318

su mirada se volvió salvaje. Apuntó con su varita a Iolanthe.

—¿Quién eres tú? ¿Qué estás haciendo aquí?

—Soy la que prometiste proteger con un juramento de sangre, desde el


momento en que me viste. Iolanthe empujó las palabras a través de su
garganta cerrándose rápidamente—. La última vez que estuve aquí, trataste
de matarme. Esta vez, vas a ayudarme.

La esquina de los ojos de la mujer loca se crispó.

—Dije que se me pidió hacer un juramento de sangre. —Se rio en voz baja,
el sonido de las pesadillas—. Nunca dije que lo hice.

Titus oró.

Él había intentado decirle que huyera, y a juzgar por lo que dijo Cooper, ella
se había encargado de eso. Pero ¿había ido lo suficientemente lejos? Él la
quería al otro lado del mundo para cuando la Inquisidora lo destrozara.

La Inquisidora lo despedazaría. Para todos sus días en coma, parecía estar


más sana y más fuerte que nunca. Sus ojos eran agudos, su tez brillante,
su atención tan centrada como un rayo de luz que había pasado a través de
una lupa.

La Sra. Hancock llegó con el personal de la casa de la Sra. Dawlish:


cocineros, mucamas, lavanderas y mujeres de la limpieza. Mucho para las
quejas de los que estaban en la fila, ellos superaban la cabeza de la fila.

La Inquisidora se inclinó hacia adelante con anticipación.

Por supuesto, una chica viviendo en la casa de la Sra. Dawlish iba a ser
objeto de más sospecha que un chico. Y varias de las criadas y lavanderas
eran de edad semejante.

Sucedió que una ayudante de cocina tenía el día libre para visitar a una
hermana enferma en Londres. La Inquisidora estaba disgustada.

—Pedimos a todos los miembros del personal ser considerados.

—Pasó ayer en la noche, Señora Inquisidora —dijo la Sra. Hancock con


calma—. Pero la chica recibió un telegrama esta mañana temprano, y la Sra.
Dawlish, mi superior, le dio su permiso sin consultarme antes. Tenga la
319

seguridad de que regresará a tiempo.

La Sra. Hancock despidió al personal de la Sra. Dawlish.


Cooper gritó:

—Ahí viene, nuestro Fairfax, recién salido del tocador, como había
prometido.

¿Qué? Titus se sentía como si hubiera sido azotado. ¿Por qué?

Desde el borde de la multitud, Fairfax se abrió paso garbosamente hacia él,


con la cabeza en alto, el sombrero colocado en un ángulo elegante, silbando.

Silbando. ¿Había perdido la cabeza? Vete, idiota. Y no mires atrás.

La culpa lo invadió: ella había venido por el juramento de sangre. No podía


haber otra explicación. Oró de nuevo, desesperadas y desordenadas
oraciones, para que la multitud cerrara filas y no le permitieran pasar. En
cambio, pasó sin esfuerzo a través de la horda, como un buque en un océano
abierto.

Eres la chica más estúpida del mundo.

La Sra. Oakbluff la miró fijamente. Haywood se le quedó mirando. La


Inquisidora los miró a ellos fijamente. El menor gesto de reconocimiento…

Ella continuó avanzando, más bonita que todas las hermanas con vestidos
de seda. Era un milagro que hubiera logrado hacerse pasar por un chico
durante tanto tiempo; no los engañaría ni un minuto más.

Tal vez ella no tenía la intención de hacerle frente a la Inquisidora con sus
poderes aquí y ahora. No tendría ninguna oportunidad. Entre los secuaces
de la Inquisidora había magos elementales aguerridos con mucha más
experiencia que ella.

Sólo se detuvo cuando alcanzó al secretario Greencomb. Un segundo


después Greencomb anunció:

—El Sr. Archer Fairfax.

Fairfax dio un paso delante de sus mayores enemigos y se inclinó.


La incredulidad de Titus llegó a un punto insoportable. ¿Cómo era posible
320

que aún no se hubiera ido lejos? ¿Qué estaba ocurriendo? Sin embargo, no
se atrevió a mirar a cualquiera, Oakbluff o Haywood, por miedo a delatarse.

—Entiendo que es el fiel compañero de Su Alteza, Sr. Fairfax —dijo Lady


Callista.

Ya había sonreído demasiado y duramente el día de hoy. Su expresión se


había vuelto rígida y teñida de fatiga.

—Soy un beneficiario frecuente de la generosidad de Su Alteza —dijo


Fairfax—. Parece lógico que cuando se requiere el compañerismo, allí esté
para proporcionarlo.

Los ojos de Lady Callista se abrieron ligeramente ante la declaración neutral


de Fairfax en cuanto a su amistad.

Fairfax se inclinó de nuevo y se preparó para dar su lugar a la siguiente


persona en la fila.

—¿Quiénes son sus padres? —preguntó la Inquisidora, que no había


hablado con ninguno de los chicos que se presentaron hasta el momento.

—El Sr. y la Sra. Roland Fairfax de Bechuanalandia, señora.

—¿Dónde está Bechuanalandia exactamente?

—A ciento noventa y tres kilómetros fuera de Kuruman. ¿Ha estado en


Bechuanalandia, señora?

—No —dijo la Inquisidora—. Pero si se presenta la oportunidad, con


seguridad voy a llamar a sus padres.

Titus sintió como si una araña gigante se arrastrara por su espina dorsal.
Si la Inquisidora hacía una investigación personal, entonces el delgado velo
del engaño de Titus no tendría ninguna oportunidad.

La sangre fría de Fairfax no vaciló.

—Estarán honrados de recibirla, señora.

—Ya veremos —dijo la Inquisidora.

Fairfax se inclinó una vez más y se alejó.

A salvo por ahora.


321

Mientras Iolanthe se iba, se atrevió a mirar en dirección del Maestro


Haywood. Parecía aturdido y agotado, y le costó mucho no hacer una escena
en el caos y escapar con él.

La casa de la Sra. Dawlish estaba desierta. Pero la madre de Wintervale


estaba en su habitación, de pie ante su escritorio, escribiendo algo.

Hubo un momento congelado de terror en la casa de Wintervale mientras


Iolanthe se dio cuenta de su error. Entonces la madre de Wintervale había
dicho: trataré de no asesinarte de nuevo. ¿Qué ayuda necesitas?

Iolanthe había estado aturdida. Pero no había habido tiempo para hacer
preguntas. Había explicado a toda prisa sus necesidades, trayendo a la
madre de Wintervale a la casa de la Sra. Dawlish, y la envió con una
descripción de los dos magos a quienes debía colocar una barrera de
hechizos invalidantes, así, mientras Iolanthe estuviera delante del Maestro
Haywood y la Sra. Nettle, ninguno sería capaz de acceder a sus viejos
recuerdos, ni obtener otros nuevos, mientras estuvieran bajo el hechizo.

Ella tocó muy suavemente. La madre de Wintervale se dio la vuelta.

—Eres tú.

—Gracias por ayudarme —dijo Iolanthe. Y por favor no pierda la cordura


ahora.

—Será mejor que me vaya —dijo la mujer no del todo-loca—. Perdóname. Y


por favor, no importa lo que dije antes: las decisiones de él no son tu culpa.

—¿Las decisiones de quién?

Pero la madre de Wintervale ya estaba entrando en el armario, con un


pedazo de papel en la mano. Cuando Iolanthe abrió el armario de nuevo,
estaba vacío excepto por una nota en el interior de la puerta.

Querido Lee, estoy bloqueando este portal por ahora, hasta que
encuentre un medio más seguro para ti para acceder a la casa.
Con amor, Mamá.
Al final resultó que Fairfax no era el último chico de la casa de la Sra.
322

Dawlish a ser llevado ante la Inquisidora, ni el penúltimo. Un niño menor


se había escabullido para comprar tabaco en la ciudad. Un chico en su
último año fue encontrado en una posición comprometedora con una
sirvienta en la casa del director y arrastrado de nuevo para su inspección.

Pero incluso después de que todos los chicos habían sido tomados en
cuenta, la espera había continuado mientras la ayudante de la cocina
permanecía ausente. Lady Callista vino preparada con un lino blanco como
la nieve y un picnic bastante magnífico para un banquete de Estado. Titus
no tocó nada, ni siquiera una gota de agua.

A las seis de la tarde, se levantó para unirse a los otros remeros para la
procesión de barcos que iba a tener lugar en media hora. Una compañía de
lacayos de la Inquisidora le siguió, corriendo por la orilla, nunca dejándolo
apartarse de su vista.

Aguas arriba, los barcos fueron anclados y los remeros llevados a una cena
especial. Titus se obligó a comer, para así parecer indiferente ante sus
cuidadores. Después, los remeros serían llevados a los barcos otra vez río
abajo. A su regreso, los fuegos artificiales comenzarían.

La noche había caído. Los árboles a lo largo de las dos orillas del río se
habían iluminado con velas miniatura; el agua brillaba con sus reflejos.
Hubiera sido un bonito espectáculo si hubiera estado de ánimo para
apreciarlo.

A mitad del río se dio cuenta de que los magos que lo habían seguido se
habían ido. Viró entre el alivio que quitaba el aliento y la sospecha
contundente de que este era el comienzo de un nuevo engaño.

Sólo cuando vio que el dosel blanco también había desaparecido se permitió
a sí mismo exhalar. Si la Inquisidora había planeado llevárselo esta noche,
habría esperado por él.

Empujando a la multitud de espectadores que se reunieron para los fuegos


artificiales, se dirigió de nuevo a casa de la Sra. Dawlish.

Fairfax no estaba en su habitación, todo el piso estaba vacío. Pero le dejó


una nota en su escritorio. Voy a los fuegos artificiales. Los chicos insisten.

Volvió a su propio cuarto, poniendo la tetera a hervir, sacó una lata de


galletas de su gabinete, y se dejó caer en su cama.
Por ahora, estaba a salvo. Pero la próxima Inquisición sucedería tarde o
323

temprano. Para proteger a Fairfax, él debería huir. La única pregunta era si


ella iba a estar más a salvo viniendo con él o quedándose atrás en Eton.

La tetera hirvió. Buscó en su gabinete su hoja favorita, que se cultivaba en


las montañas cubiertas de niebla de West Ponives, un reino mágico en el
Mar de Arabia, y recordó que ya se había terminado su reserva. En un día
normal, se habría conformado con un poco del Earl Grey de Fairfax. Pero
esta noche quería —necesitaba— la comodidad de lo conocido antes de
tomar decisiones que afectarían lo que quedaba de su vida.

Fue a la habitación de Fairfax para teleportarse a su laboratorio… y no pudo.


Su impacto fue casi tan grande como lo que había sentido cuando se arrojó
en el Lago de Hielo. Entrando en el salón vacío de los oficiales de la casa, lo
intentó de nuevo, y de nuevo se encontró en el mismo lugar. Bajó corriendo
a la calle, y todavía no pudo teleportarse.

Esto era obra de Atlantis. Sobraba decir que si se las arreglaba para
encontrar el límite de esta zona de no-teleportación, lo encontraría
fuertemente custodiado. Y su alfombra voladora había sido empacada como
parte del kit de supervivencia de Fairfax, ahora fuera de su alcance.

Respiró hondo y se dijo que no tenía necesidad de perder la esperanza.


Siempre estaba el armario en la habitación de Wintervale.

Pero cuando abrió la puerta del armario, vio una nota pegada en el interior.
Querido Lee, estoy bloqueando este portal por ahora, hasta que encuentre un
medio más seguro para ti para acceder a la casa. Con amor, Mamá.

Su última opción, arrebatada. Tropezó de nuevo en su habitación,


entumecido por el pánico.

A lo lejos, se oyó el sonido de la explosión de los fuegos artificiales y los


vítores entusiastas. Como un sonámbulo, se volvió hacia su ventana, sólo
para ver a Trumper y Hogg en la hierba, cada uno con un ladrillo en la mano,
listos para arrojarlos a su ventana y la de Fairfax.

Con su ira hirviendo, azotó el aire con su varita. De inmediato cayeron al


suelo. Él apretó su mano, dispuesto a no hacer nada más. En su actual
estado de ánimo, podría mutilarlos de forma permanente.

Se dio la vuelta.

—Bastardos. Necesitan que metan sus cabezas en sus…


Se congeló. Era exactamente lo que había dicho en la visión de su madre.
324

Corrió a su copia del Lexikon der Klassischen Altertumskunde. En sus


manos se convirtió de nuevo en el diario de la princesa Ariadne. Casi de
inmediato localizó el resto de la entrada.

Es el ocaso, o tal vez de noche, bastante oscuro en el exterior.


Titus se da la vuelta desde la ventana, claramente indignado.
“Bastardos” maldice. “Necesitan que metan sus cabezas en
sus…”

Se congela. Entonces se apresura a tomar un libro a un lado de


su estantería, un libro con el nombre de Lexikon der Klassischen
Altertumskunde.

Todo se emborrona.

Cuando pude distinguir imágenes claras de nuevo, yo ya no


estaba viendo la misma habitación pequeña, sino la biblioteca de
la Ciudadela. ¿Era la misma noche? No puedo asegurarlo. Titus
aparece de nuevo, esta vez con una túnica con capucha gris,
moviéndose sigilosamente a través de las filas. (Algún día será
el Maestro del Dominio. ¿Por qué este atajo en su propio palacio?)

Una vez más todo se disuelve, fundiéndose una vez más en el


interior de la biblioteca de la Ciudadela. Muchos más magos
están presentes, la mayoría de ellos soldados con uniforme de
Atlantis —cuán lejos la fortuna de la Casa de Elberon habrá
caído— rodeando lo que parece ser un cuerpo en el suelo. Alectus
y Callista también están allí.

“No puedo creerlo” murmura Callista.

Alectus parece como si hubiera perdido a su propia hermana.

“La Inquisidora, muerta. No es posible. No es posible.

¿Significaba esto que, si Titus iba la Ciudadela esta noche, de alguna


manera provocaría la muerte de la Inquisidora? La perspectiva era
vertiginosa.
¿Qué había dicho el Oráculo? Debes visitar a alguien a quien no tienes el
325

menor deseo de visitar e ir a algún lugar al que no tienes ninguna voluntad


de ir.

Para ir a la Ciudadela, tendría que pasar a través de Bastión Negro, la


fortaleza de Helgira.

Mis visiones por lo general no son tan inconexas. En este


momento no tengo la certeza de si esto es una visión o son tres
juegos independientes. Voy a recordarlas como una por ahora y
espero que se aclaren más tarde.

Volteó la página. No había más texto. Dio vuelta a otra página y se congeló.
En la esquina inferior derecha de esa página, había una pequeña marca de
cráneo.

Él había dejado la marca, en la página que anunciaba la visión de su muerte.

¿Eran éstas dos visiones pero parte de la misma visión ampliándola más?
¿Yendo a la Ciudadela esta noche, estaba yendo a su fin?

No pienses más en la hora exacta de tu muerte, príncipe. Ese momento le debe


llegar a todos los mortales. Cuando hayas hecho lo que tienes que hacer,
habrás vivido lo suficiente.

Se puso la túnica gris que la visión había especificado, extendió su mano


sobre el Crisol, y comenzó la contraseña.
326

CAPÍTULO 23
Traducido por Jessy, aniiuus y Shilo (SOS)

Corregido por Jut

I olanthe fue sacada de la casa de la Sra. Dawlish por chicos que habían
vuelto a la casa para cenar. No podían entender por qué quería quedarse
en su habitación, y ella, preocupada, había fallado en clamar más temprano
tener dolores de cabeza o fatiga.

Se aseguró de que siempre estuviera de pie o caminara donde estuviera más


oscuro, mantuvo un ojo cauteloso por la presencia de Atlantes, y uno incluso
más cauto por la posibilidad del Maestro Haywood y la Sra. Oakbluff siendo
dirigidos como un par de sabuesos.

Pero nadie la arrestó. Hizo su camino de nuevo a la casa de la Sra. Dawlish


y se dirigió directamente a la habitación del príncipe.

No estaba ahí. Pasó un petrificado momento pensando que se lo habían


llevado después de todo, hasta que notó la chaqueta de su uniforme en la
parte posterior de una silla, y la tetera todavía caliente al lado de la rejilla.

Así que había regresado, se había quitado la chaqueta, había hervido agua
para té, y luego… sintió la tetera otra vez, entre hace un cuarto y media
hora, había ido a otro lado.

¿Pero dónde? No podía teleportarse a ningún lugar. Atlantis monitoreaba la


periferia de la zona de no-teleportación. Y Lady Wintervale había bloqueado
el portal armario en su extremo.

La voz de Birmingham resonó en la sala, recordándoles a los chicos que era


hora de prepararse para la cama. Pronto la Sra. Hancock vendría a golpear
todas las puertas de los chicos, asegurándose de que estuvieran en sus
habitaciones con las luces apagadas.

Revisó la sala común, él no estaba ahí. Los baños ya estaban cerrados. Solo
quedaba el servicio.
Espera, se dijo a sí misma. Pero medio minuto se sintió como una década.
327

Maldijo y se dirigió al servicio, una instalación que ella utilizaba únicamente


cuando estaba completamente o en su mayoría desocupada. Era ahora un
poco antes de apagar las luces: el lugar no iba a estar vacío.

Tomó tres respiraciones profundas antes de entrar, y aun así casi salió
gritando. La fosa estaba llena de hombro a hombro con chicos vaciando sus
vejigas, lo último que quería presenciar, aunque fuera por la parte posterior.

—¿Quieres mi lugar, Fairfax? —preguntó Cooper mientras daba un paso


atrás de la fosa, cerrándose los pantalones.

—¡No, gracias! Estoy buscando a Sutherland. Tiene mi libro de geografía


clásica.

Llamó en los puestos.

—¿Estás ahí, Sutherland?

—Dios mío, ¿ya no puede un hombre visitar un retrete en paz? —Fue la


respuesta de mal humor de Birmingham desde el último puesto.

Todos los chicos se rieron. Iolanthe aportó sus propias carcajadas nerviosas
y se escapó a toda prisa. En una noche diferente no se habría preocupado
tanto, si el príncipe no tuviera algunos planes secretos en elaboración, no
sería Titus VII. Pero este día habían enfrentado a su némesis y escapado por
la piel de sus dientes. Él debía estar muriendo por averiguar cómo ella había
sacado adelante esa hazaña. Sin mencionar que necesitaban
desesperadamente idear una estrategia coherente, juntos, para
contrarrestar el próximo movimiento de la Inquisidora.

Regresó a la habitación del príncipe. Había un lugar que no había revisado,


las salas de enseñanza. El Crisol estaba en su escritorio; colocó la mano
sobre él. Una vez que estuvo en el palacio de mármol rosa, corrió hacia su
salón.

Una nota en su puerta decía: F, me iré por un corto tiempo. No necesitas


preocuparte por mí. Y no te preocupes por apagar las luces. T.

En vez de calmarla, su vaguedad sobre su destino y propósito la pusieron


incluso más incómoda.

Abrió la puerta, y se detuvo en el umbral. Dentro del aula, iluminadas por


una docena de antorchas, enredaderas leñosas subían de las aberturas del
piso, se entrelazaban en nudos, formaban arabescos en las paredes, y se
328

extendían abiertas en el techo. Racimos de pequeñas flores de oro colgaban


de este dosel. Un banco de ventanas francesas se abría hacia un gran balcón
y hacia un cielo oscuro y estrellado.

No había mesas o sillas sobre la alfombra de hierba viva, sino dos elegantes
columpios fijados en ángulos oblicuos entre sí. El príncipe estaba sentado
en uno de esos columpios, en su uniforme de Eton, con los brazos
extendidos a lo largo de la parte posterior del banco.

—Dime lo que me gusta leer en mi tiempo libre —dijo él.

—¡A quién le importa! ¿Dónde estás?

Como si él no la hubiera escuchado en absoluto, repitió su demanda.

Con un pellizco en su corazón recordó que no era realmente él, solo un


registro y semejanza.

—Revistas de “señoritas”, inglesas.

—¿Dónde me bésate la última vez?

El recuerdo todavía quemaba.

—Dentro del Castillo de la Bella Durmiente.

Él asintió.

—¿Qué puedo hacer por ti, mi amor?

Él nunca antes la había llamado así. Su pecho se contrajo. ¿Estaba


ahorrando todo tal cariño para después de su muerte?

—Dime dónde has ido.

—Tú estás, presumiblemente, hablando de un tiempo en mi futuro. No tengo


conocimiento de los detalles del futuro.

—¿Dónde está tu varita de repuesto? —Esperaba no tener que tomar el


asunto en sus propias manos. Pero lo planeó, él le había enseñado, asumir
lo peor y prepararse a consecuencia.

—En una caja en mi gabinete del té, la misma caja que te pedí que me
pasaras antes de nuestra primera sesión en el Crisol. Se abrirá solo ante tu
toque, o el mío. Contraseña: Bella Durmiente. Refrenda: Nil desperandum.
—En una emergencia, ¿qué debería tomar de tu habitación además del
329

Crisol y la varita de repuesto?

—El diario de mi madre, actualmente disfrazado como Lexikon der


Klassischen Altertumskunde. Contraseña: Mejor por inocencia que por
elocuencia. Refrenda: Consequitur quodcunque petit.

Le pidió que repitiera todas las contraseñas y refrendas y las entregó a la


memoria.

De vuelta en su habitación, acababa de encontrar su varita cuando la Sra.


Hancock gritó:

—Apaguen las luces, señores, luces apagadas.

Él le había dicho que no se preocupara por apagar las luces, pero necesitaba
un plan, en caso de que el suyo saliera mal. Podría imitar la voz del príncipe
y luego, esperando que la Sra. Hancock comprara su imitación, apagar las
luces, salir y entrar a su propia habitación ante los ojos de la Sra. Hancock.

Salvo que ella no era muy buena imitando.

El golpe vino en la puerta del príncipe. Antes de que Iolanthe pudiera hacer
un sonido de su de repente reseca garganta, la voz del príncipe sonó:

—Buenas noches.

El corazón casi le saltó de la boca. Giró alrededor. Él no había regresado. No


podía estar completamente segura, pero el busto de piedra que mantenía en
su estante parecía haber respondido por él.

—¿No va a apagar las luces, Su alteza? —preguntó la Sra. Hancock mientras


Iolanthe se metía la varita en su manga y agarraba el Crisol y el Lexikon der
Klassischen Altertumskunde de su escritorio.

La lámpara de gas se apagó sola. Iolanthe abrió la puerta lo suficiente para


salir.

—Apagaré mis luces de inmediato también, señora —le dijo a la Sra.


Hancock, sonriendo.

—Veré que lo hagas, Fairfax. Buenas noches.

—Buenas noches, señora.


330

Con su corazón todavía palpitante, apagó las luces en su habitación, corrió


la cortina, convocó una pizca de fuego, y la colocó en el bache de un
candelabro. Sentándose en la cama, abrió primero el diario: sabría
rápidamente si tenía algo que decirle.

Lo que encontró la aterrorizó, y la enfureció. Su madre mencionaba


específicamente a los soldados Atlantes y la presencia de Lady Callista,
conocida agente de Atlantis. Y él se había ido sin siquiera una palabra para
ella. Era casi como si quisiera marchar a su perdición.

Irrumpió en su salón en las salas de enseñanza y lacónicamente repitió la


respuesta a las preguntas destinadas a determinar su identidad.

—Si necesito ir a la Ciudadela, ahora mismo, y no tengo otros medios de


transporte, ¿Qué debería hacer?

Su registro y semejanza frunció el ceño.

—¿Ningún otro medio de movilidad en lo absoluto?

—Ninguno. Estoy en una zona de no-teleportación. Y no tengo vehículos,


alfombras voladoras, bestias de carga, o portales.

—¿Y es absolutamente necesario ir?

—Absolutamente.

—Puedes usar el Crisol como un portal, pero solo si es un asunto de vida o


muerte, y solo después de que hayas agotado todas las demás opciones.

—Me dijiste que el Crisol no es un portal.

—Dije que no era utilizado como uno. Y con una buena razón. Utilizar el
Crisol como portal requiere que un mago habite físicamente la geografía del
Crisol. Cuando te lastimas, te lastimas. Cuando te matan, mueres. Es
factible, pero te aconsejo enérgicamente en contra de ello.

Ella quería arrancarlo de un tirón de su columpio y sacudirlo.

—Si me aconsejas enérgicamente en contra de ello, ¿por qué te lo has hecho


a ti mismo, imbécil?

Él estaba perfectamente sereno.


—No creo que esté preparado para esa pregunta. Reformúlala o haz una
331

distinta.

Se obligó a calmarse.

—Dime cómo funciona el Crisol como portal.

—Sirve como una entrada a otras copias del Crisol. Hay cuatro copias
fabricadas. Una que mantengo conmigo todo el tiempo, una está en el
monasterio en las Montañas Laberínticas, una en la biblioteca de la
Ciudadela, y la cuarta se ha perdido.

—¿Entonces entras a la copia del Crisol, dices una contraseña, y eres llevado
al interior de la copia de Crisol en la Ciudadela. Luego simplemente dices:
“Y vivieron felices por siempre” y estás parado en la mismísima Ciudadela?

—Ojalá fuera así de simple. Cuando Hesperia convirtió las copias del Crisol
en portales, intentó hacer pasajes seguros, pero una gran parte de la
estructura original no se podía anular.

»Los lugares de la historia del Crisol son normalmente todos accesibles al


instante, como cajones de una cómoda. Pero cuando el Crisol es utilizado
como portal, los locales se unen en un terreno continuo. Solo existe un
punto de entrada y de salida en el centro de este terreno, en el prado no
lejos del castillo de la Bella Durmiente. Para llegar a cualquier otro sitio,
debes viajar, a pie, en animales de carga, o por medios mágicos, siempre y
cuando esos medios fueran conocidos en el momento de la creación del
Crisol, lo cual significa no teleportaciones.

»Para empeorar las cosas, Hesperia, preocupada de que sus perseguidores


pudieran seguirla hacia el Crisol, ubicó los portales actuales en algunos de
los lugares más peligrosos del Crisol: Sima de Briga, la Isla Prohibida, y
Bastión Negro.

Bastión Negro, donde él había sido asesinado por el rayo de Helgira.

—¿Cuál va a la Ciudadela?

—Bastión Negro.

Bueno, por supuesto.

—¿Todo Bastión Negro o un lugar específico adentro?

—La alcoba de oración dentro del dormitorio de Helgira.


Ya sentía nauseas.
332

—¿Cómo llego a Bastión Negro?

—El mapa en la parte frontal del Crisol debe decirte la disposición de la


tierra cuando se utiliza como portal. Desde el castillo de la Bella Durmiente,
Bastión Negro está a aproximadamente cincuenta y seis kilómetros al
noreste.

Se frotó la garganta. El cuello de su camisa era de repente demasiado


restrictivo.

—Está bien, dame la contraseña y la refrenda para utilizar el Crisol como


portal.

Él le dio ambas, pero añadió:

—Debes jurarme, por la vida de tu guardián, que no usarás el Crisol de esta


forma a menos que estés en peligro de muerte.

Vaciló.

Él se levantó y tomó sus manos. Las suyas, callosas de incontables horas


en el rio, eran cálidas y fuertes.

—Te ruego, no hacerlo, no poner tu vida en peligro, sobre todo no por mí.
Nunca me perdonaré. Lo único que hace toda esta locura soportable es la
esperanza de que tú puedes sobrevivir, que un día puedas vivir la vida que
siempre has querido.

Las lágrimas escocían en la parte posterior de sus ojos. Apartó la mirada y


dijo:

—Y vivieron felices para siempre.

Titus se sacudió. Se maldijo a sí mismo, pero el temblor no se detendría.

Cuando había tenido doce años, engreído por su destreza con el Crisol
después de haber vencido al Monstruo de Belle Terre, al Guardián de Torre
Toro y a la Hidra de Siete Cabezas del Lago Dread. Su muerte a manos de
Helgira había borrado cualquier otra idea de invencibilidad. De hecho,
habían pasado dos meses antes de que pudiera utilizar el Crisol de nuevo,
e incluso entonces solo para tomar parte en las más fáciles y simples
333

búsquedas.

En los años siguientes, había conquistado su miedo al Crisol, pero nunca


su terror por Bastión Negro.

El wyvern bajo su cuerpo sintió su creciente pánico y decidió aprovechar.


Rodó y se hundió, intentando sacudirlo. Prácticamente jubiloso por la
distracción, él clavo su varita en el cuello de la bestia, quien gritó de dolor.

—Vuela correctamente o lo haré de nuevo.

La última vez su enfoque había sido evidente, al frente de una turba de


atacantes. Él no iba a repetir ese error. La saga de Helgira comenzaba con
uno de sus lugartenientes arribando a Bastión Negro en un wyvern. Titus
había tomado un wyvern del Castillo de la Bella Durmiente y trataría de
hacerse pasar por un soldado que vuelve a advertir a Helgira de un ataque
inminente.

La silueta de Bastión Negro iluminada con antorchas empezaba a ser visible.


Una sólida fortaleza cuadrangular que coronaba una colina de la Montaña
Púrpura. Él murmuró una oración de gratitud por la oscuridad, aún no
podía ver a Helgira. Lo último que recordaba de su anterior incursión era su
figura delgada y vestida de blanco, de pie, en lo alto de la fortaleza, su brazo
levantado llamando al rayo que lo golpearía y lo dejaría muerto.

Como consecuencia, sus convulsiones casi habrían quebrado su columna


vertebral. Incluso la idea lo hacía temblar de nuevo.

Bastión Negro se perfilaba cada vez más cerca.

Esta vez, si él era asesinado, permanecería muerto.

La plataforma de aterrizaje estaba a ciento cincuenta y dos metros de


distancia. El wyvern no estaba capacitado para llevar jinetes y no tenía
riendas. Él envolvió sus brazos alrededor de su cuello y tiró. El wyvern
rebuznaba, pero desaceleró a una velocidad más adecuada para desmontar.

Los soldados lo rodearon en el momento en que sus pies tocaron la


plataforma.

—¡Hemos sido atacados! —gritó—. El Mago Loco de Hollowcombe prometió


tierras y riqueza a los campesinos a cambio de nuestras vidas.
Docenas de armas de desenvainaron. El capitán de la guardia sostuvo una
334

gran lanza —una que podría seguir a un oponente que huye a un kilómetro
de distancia— hacia la garganta de Titus.

—Usted no es Boab.

—Boab está muerto. Mataron a casi todos los nuestros.

—¿Cómo podrían matar a Boab? Él es, fue, uno de los mejores soldados y
aun mejor mago.

La boca de Titus estaba seca, pero obstinadamente repitió la misma historia.

—Traición. Nos dieron vino drogado.

—¿Por qué no está usted drogado?

—No estaba en la fiesta. Una muchacha campesina, ya ve. Pensé que le


gustaba, pero ella se volvió contra mí. La oí hablar con las personas que
vinieron a matarme, así que robé las ropas de su hermano y este wyvern
para venir a advertir a mi Señora.

Esperaba que su túnica gris pasara por el traje de un campesino.

El capitán no confiaba en él, pero tampoco se atrevió a no llevar a Titus


junto a Helgira. Con ocho lanzas apuntándolo, Titus marchó por la rampa
hacia el patio y al interior del gran salón de Bastión Negro.

La sala estaba llena de gente. Había cantos y bailes. Helgira, con su vestido
blanco, estaba sentada en el centro de una larga mesa en una gran tarima,
bebiendo de un cáliz de oro.

Se detuvo en seco. Cuatro lanzas presionándolo en su espalda. Todavía no


podía avanzar ni un solo paso.

En vez de enfadarse, el capitán se rio entre dientes.

—Todos se vuelven palurdos cada vez, ella lo hace.

Pero Titus no estaba abrumado por la belleza de Helgira, ni paralizado por


el miedo de nuevo. Estaba paralizado porque Helgira era Fairfax.

Ella era veinte años mayor, pero su rostro era idéntico al de Fairfax. Sus
labios eran del mismo tono rosa oscuro, su pelo la misma cascada de color
negro azabache que recordaba tan bien.
Esta era la razón por la que Fairfax le había parecido tan inquietamente
335

familiar cuando se habían conocido.

Helgira percibió la llegada de los soldados e indicó a los músicos que se


detuvieran. Los bailarines se fundieron a cada lado de la sala, abriendo un
camino.

Titus, sonámbulo, permanecía mirando a Helgira. Solo después de que el


capitán le diera un golpe en un lado de la cabeza y le gritara por su falta de
respeto pudo bajar la cabeza.

Ante la tarima, él cayó de rodillas, mantuvo sus ojos en el suelo y repitió su


historia. Los dedos de los pies de Helgira, en sus zapatillas blancas —con
bordados de relámpagos en hilos de plata— estaban en su punto de vista.

—Estoy muy complacida contigo, guerrero —murmuró—. Se le dará una


bolsa de oro y una mujer que no se volverá contra ti.

—Gracias, mi Señora. Mi Señora es generosa y poderosa.

—Pero usted cometió una grave violación de la etiqueta, joven. ¿No sabe que
nadie está autorizado a contemplarme sin mi permiso?

—Perdóneme, mi Señora. La belleza de mi Señora me robó el sentido.

Helgira rio. Su voz era alta y fuerte, completamente diferente a Fairfax.

—Me gusta este, vaya bonitas palabras. Muy bien, de ahora en delante le
concedo el privilegio. Pero sepa esto: yo siempre exijo castigo por cualquier
transgresión.

Con eso, ella desenvainó un cuchillo de su cinturón y lo dejó caer sobre él.

Iolanthe, sentada en su catre en la oscuridad, casi gritó. Era como si alguien


la hubiera cortado con un cuchillo. Ella agarró su brazo. No había sangre,
pero el dolor seguía allí, haciendo que apretara sus dientes.

¿Qué estaba ocurriendo? ¿Podía ser posible que estuviera detectando el


dolor del príncipe de nuevo?

Un olor fuerte, casi metálico flotaba a su nariz. No, no podía ser. Su


agitación debía de estar jugándole una mala pasada.

Algo goteó en el suelo.


Un balido ahogado brotó de su garganta. Convocó un destello de fuego.
336

Directamente frente a ella, sangre se vertía del Crisol, formando un charco


negruzco que rociaba de manera constante desde su escritorio hasta el
suelo.

Gimió de nuevo. Un segundo después, saltó de su cama. Con un movimiento


de la varita de repuesto del príncipe, limpió la sangre, todas las niñas
mágicas por encima de los doce años sabían cómo manejar esa cantidad de
sangre. Al menos el libro en sí no se había manchado. Sus páginas estaban
secas y limpias.

Escuchó un estruendo proveniente a su izquierda. Instintivamente, levantó


un escudo y se salvó de fragmentos de vidrio y ladrillos que echaron a volar
por su cuarto.

Ella se quedó mirando el ladrillo antes de rodar a un lado de la ventana.


Solo pudo distinguir dos figuras detrás de la casa. Su mente había estado
tan ocupada en cosas no remotamente relacionadas con la escuela que tenía
problemas para entender lo que estaba viendo. El príncipe estaba
desangrándose hacia su muerte por ahí, y aquí, Trumper y Hogg querían
mezquina venganza.

El próximo ladrillo rompió la ventana del príncipe. Pronto todo el mundo


vendría corriendo, incluida la Sra. Hancock. Lo último que quería Iolanthe,
la noche en que el príncipe había ido a la Ciudadela para hacer travesuras,
era tener que denunciarle como desaparecido en la escuela justo al mismo
tiempo.

Ella aturdió a Trumper y a Hogg, quienes rápidamente languidecieron en la


hierba. A continuación, aplicó un hechizo de levitación. Cuando su magia
elemental resultaba insuficiente para mover piedras, a veces engañaba con
los hechizos de levitación. Como resultado, su autoridad sobre la piedra
permanecía discutible, pero ahora podría sin esfuerzo suspender a dos altos
y fornidos chicos a noventa centímetros sobre el suelo y maniobrar con ellos
hacia la parte baja del monte, en el borde de la pequeña pradera.

Con unas cuantas patadas, distribuyó los pedazos de vidrio que habían
caído en línea recta contra su escudo, en un patrón más irregular. Con el
Crisol en mano, salió corriendo de la habitación justo cuando las puertas
comenzaron a abrirse por el pasillo.
—¿Has oído eso? —preguntaban muchachos sorprendidos unos a otros—.
337

¿Qué pasó? ¿Alguien más escuchó cristales rompiéndose?

Ella encendió las luces de la habitación del príncipe y revolvió su catre. Por
desgracia, el Crisol estaba limpio como una patena, con ninguna gota de
sangre para dar. Cogió un pedazo de esquirla de cristal para cortarse la
yema del dedo índice, y apretó para soltar unas cuantas gotas de sangre
sobre las sábanas del príncipe. Luego se untó sangre en su propia cara,
guardó el Crisol en la cintura de sus pantalones —todavía tenía que
cambiarse a su camisón— y estableció un hechizo para mantenerlo en su
lugar.

A continuación, con la puerta abierta, gritó con lo más fuerte que pudo:

—¡Más rápido Titus, atrapa a esos bastardos!

Como había esperado, los chicos de la Sra. Dawlish vinieron corriendo.

El cuchillo de Helgira cortó el brazo izquierdo de Titus. El dolor lo dejó


estupefacto.

—¿Dónde está Mathi? Denle a este hombre atención médica. —Helgira lo


acariciaba ligeramente bajo la barbilla—. Nota que te salvé el brazo de la
varita.

Titus tragó.

—Mi Señora es magnánima.

Ella ya se estaba alejando.

—Quiero ver a Kopla, Numsu y Yeri. El resto de ustedes preparen al Bastión


para la batalla.

Se quedó mirando el enrojecimiento furioso de su manga. No había pensado


en ello. ¿Qué pasaría con la sangre que él derramara cuando usaba el Crisol
como portal?

Mathi, una mujer de mediana edad y regordeta se adelantó y puso a Titus


de pie. Su mano le tapó la herida del brazo, él la siguió hasta una habitación
pequeña con cataplasmas de olor amargo que se cocían a fuego lento. Un
catre estaba en la esquina. Frascos de tamaños desiguales con hierbas se
alineaban en las estanterías.
En el momento en que Mathi le dio la espalda, Titus la dejó inconsciente. La
338

agarró con el brazo sano y la tumbó en el catre. Mathi era probablemente la


mejor sanadora a kilómetros de distancia, pero todavía no quería su
medicina primitiva.

Con los dientes apretados, limpió su herida. Sacó los remedios y las ayudas
de emergencia que había traído con él y vertió dos frascos diferentes en su
herida y un paquete de pastillas en su garganta.

Su herida comenzó a cerrarse. Lanzó una serie de hechizos en su túnica


para limpiar y desodorizarla. No sería bueno llegar a la Ciudadela viéndose
y oliendo como una masacre.

Cuando estuvo más presentable, puso un hechizo de no acercarse sobre la


puerta del dispensario y se dirigió a la alcoba de oración de Helgira.

Preguntó por su camino a los cuartos de Helgira, usando la promesa de ella


de darle una mujer como excusa. Guiños bonachones acompañaron su
progreso durante la mayor parte del camino. Las doncellas de Helgira se
negaron a permitirle entrar en su cámara personal. Entonces sacó su varita
y se abrió paso.

La alcoba de oración se encontraba en el dormitorio de Helgira. Acababa de


cruzar el umbral cuando Helgira chocó en sus talones. Había dos alcobas
en el dormitorio, ambas con cortinas. No había tiempo para averiguar cuál
era la alcoba de oración, pero saltó sobre la cama de la que tenía la cortina
más elaborada, murmurando la contraseña cuando se precipitó hacia ella.

Si elegía mal iba a estrellarse contra un muro de un metro de grosor y morir


en las manos de una mujer que tenía la cara de Fairfax.

Él no se estrelló contra un muro de un metro de espesor.

El otro extremo del portal era, por supuesto, la alcoba de oración de Helgira
—en la copia del Crisol de la Ciudadela. Titus no debería haber estado
corriendo por su vida, debería haber recordado ser más lento y cauteloso.

Así como estaba, salió volando de la alcoba de oración de Helgira, hacia su


habitación.

Ahí Helgira levantó su varita.


—¡Cuidado con sus pies! —gritó Iolanthe cuando Wintervale y Kashkari
339

llegaron a la puerta.

Se frenaron en el umbral y se mantuvieron mientras eran empujados por


detrás con la llegada de Sutherland, Cooper y Rogers.

Pero la mayoría de los chicos tenía sus zapatillas y Cooper, que había
entrado descalzo, hizo que Rogers le lanzara un par de zapatos del príncipe
y se reunió con los otros.

Exclamaciones de disgusto e indignación llenaron la habitación.

—¡Dios mío, hay sangre! —exclamó Rogers.

—Le han herido —dijo Iolanthe—. Y pienso que es lo suficiente malo ya que
ellos casi me descerebran.

Más exclamaciones de disgusto e indignación estallaron.

—¡Bastardos!

—¡No vamos a permitir que nadie salga de esto!

—¿Viste quién lo hizo?

—Trumper y Hogg, por supuesto. El príncipe ya fue tras ellos —dijo ella—.
Trataron de acosarme más temprano hoy, pero les di una sonora paliza.

—Oye, oye —dijo Cooper.

—No voy a quedarme sin hacer nada —dijo Kashkari subiéndose las
mangas.

Mientras lo hacía, el tatuaje en la parte derecha de su brazo se hizo


planamente visible. No era la letra M, sino el símbolo ♏, por Escorpión, su
signo de nacimiento, tanto en la astrología occidental como en la Vedic.

Lo ayudarás mejor si buscas ayuda en el fiel y atrevido. Y en el escorpión.

Kashkari abrió lo que quedaba de la ventana del príncipe y se impulsó al


alféizar. Su acción rompió la compuerta. Iolanthe tuvo que pelear por su
turno de bajar por la cañería. Otros siete chicos los siguieron, dos de ellos
salieron trepando de sus propias ventanas; algunos ni usaron la cañería,
solo saltaron al suelo, sus largas camisas para dormir hinchándose como
velas, antes de que la Sra. Hancock atrapara a alguien todavía en el alféizar.
—¿Por dónde se fueron? —preguntó Cooper.
340

—Por ahí —dijo Iolanthe, apuntando hacia la dirección opuesta al matorral


donde había escondido a Trumper y Hogg—, atrapémoslos antes de que
regresen a su casa.

Ignorando los gritos de la Sra. Hancock para que regresaran, ella y los chicos
rompieron a correr.

Cuando ya estaban a una distancia de la casa, detuvo a todos y los dividió


en pares, aparentemente para que tuvieran tanto una mejor oportunidad de
encontrar a Trumper y a Hogg y menos chance de ser descubiertos por los
vigilantes nocturnos.

Ella se emparejó con Kashkari. Cuando había enviado a los otros chicos en
varias direcciones con instrucciones de esperar detrás de la casa de
Trumper y Hogg si no podían ser localizados en otro lugar, palmeó a
Kashkari en el hombro y se dirigió de vuelta a la casa de la Sra. Dawlish.

—Creí que dijiste que habían ido en la dirección opuesta —dijo Kashkari.

Rezó con fuerza para que el Oráculo tuviera de nuevo razón.

—Larga historia. ¿Recuerdas cuando dijiste si alguna vez necesitaba ayuda?

—Claro. Lo que sea.

—Necesito tu completa discreción. Lo que hagas esta noche, nunca se lo


repetirás a otra alma. ¿Tengo tu palabra?

Kashkari dudó.

—¿Le haré daño a alguien?

—No. Y tienes mi palabra.

—De acuerdo —dijo Kashkari—. Confío en ti.

Y yo estoy poniendo nuestras vidas en tus manos.

—Escucha atentamente. Esto es lo que necesito que hagas.

Antes de que esta Helgira pudiera pulverizarlo, Titus se dejó caer en una
rodilla.
—Mi Señora. Traigo un mensaje de mi señor Rumis.
341

Había estudiado la historia de Helgira atentamente antes de la primera vez


que se preparara para enfrentarla. Siguiendo su vergonzosa derrota por su
mano, había tratado de olvidar todo acerca de ella. Ahora, sin embargo,
ciertos detalles importantes regresaban a su cabeza.

Como que, por años, Helgira había mantenido una aventura platónica
secreta con el gran mago Rumis.

La expresión de Helgira se suavizó en diversión.

—Mi señor Rumis tiene gran sentido del humor entonces, mandando a su
sirviente a mis aposentos sin ser anunciado.

—Tenía una petición urgente y sin tiempo que perder.

—Habla.

—Pide que mi Señora me equipe con un corcel y me deje ir.

Desde que había entrado a esta copia del Crisol como portal, las mismas
reglas se aplicaban. Debía viajar físicamente a la salida. Un wyvern le
aseguraría velocidad.

Helgira suspiró.

—Dile a tu amo que, aunque su pedido no tiene mucho sentido, confío


demasiado en él como para retrasarte con preguntas.

—Gracias, mi Señora.

—Puedes ponerte de pie. Tendré un wyvern esperando por ti. —Removiendo


una pulsera de su muñeca, la colocó alrededor de la de él—. Y este símbolo
te garantizará salvoconducto a través de mis tierras.

Titus se puso de pie.

—Gracias, mi Señora. Me despido de usted.

Mientras alcanzaba la puerta, ella preguntó:

—¿Tu amo está bien?

Se dio la vuelta e hizo una reverencia.

—Muy bien, mi Señora.


—¿Y su esposa, saludable como siempre, supongo?
342

Se decía que la esposa de Rumis había sobrevivido tanto a Helgira como a


Rumis.

—Sí, mi Señora.

Apartó la vista.

—Vete entonces. Que la Fortuna esté a tu espalda.

Su expresión le recordaba tanto a la de Fairfax que no pudo evitar mirar


fijamente por otro momento.

—Mi amo le manda sus más fervientes saludos, mi Señora.

El wyvern era rápido, demasiado rápido.

En unos pocos minutos Titus llegaría a su destino. Y tal vez en unos pocos
minutos más, podría usar la maldición de ejecución en la Inquisidora.

Era requerido que un príncipe en el poder dominara la maldición de


ejecución. Si sentenciaba a algún súbdito a muerte, debía llevar a cabo el
asunto él mismo, para que viera al mago condenado a la cara antes de tomar
su vida.

Titus nunca pensó que usaría la maldición. Era un mentiroso, maquinador


y manipulador, pero no un asesino.

No como su abuelo.

Por la seguridad de Fairfax, estaba dispuesto a renunciar a su vida. ¿Pero


también estaba dispuesto a renunciar a lo que quedaba de su alma?

El wyvern aterrizó en la pradera. Dejó a un lado su agitación para


concentrarse en lo que necesitaba ser hecho. Bajo circunstancias normales,
cuando un mago salía del Crisol, no importaba si se había llenado los
bolsillos con objetos de los cuentos. Nada podía ser sacado; se hacía borrón
y cuenta nueva. Pero usar el Crisol como un portal cambiaba todas las
reglas. El libro no se cerraría, por decirlo así, si salía con algo que pertenecía
dentro.

Ya había decidido que mantendría la pulsera de Helgira en su persona. Si


escapaba ileso de la biblioteca de la Ciudadela, necesitaría de un corcel listo,
y no encontraría uno mejor que el de Helgira. Todo lo que necesitaba hacer
343

para mantener al wyvern en su sitio y esperando, le había informado su


mozo, era tomar la estaca al final de la larga cadena adherida a la pata de
la bestia y clavarla en el suelo.

Sin embargo, al wyvern no parecía gustarle el sitio que Titus había


seleccionado, en la orilla del arroyo que cruzaba la pradera. Bramó
lastimeramente, agarrándose con sus garras a los bordes de la túnica de
Titus.

—¿Qué pasa? ¿Hueles algo?

Los wyverns tenían narices extraordinariamente sensibles y podían oler a


sus presas a varios kilómetros.

—No puedes tener hambre, ¿verdad? Pensé que te alimentaban con carne
fresca todo el tiempo.

El wyvern siseó.

—No me preocuparía. Nada amenazante viene jamás a la pradera. No que


haya visto, en todo caso.

No obstante, nunca había habitado físicamente el Crisol antes y no sabía


cómo se comportaba en este estado. Miró a su alrededor. Todo era lo
suficientemente familiar, incluyendo el castillo de la Bella Durmiente en la
colina.

¿O lo era? El castillo no brillaba con la usual luz cobriza de las antorchas y


las lámparas, si no con algo parecido a la luminiscencia verde azulada de
las criaturas de las profundidades marinas.

Esta copia del Crisol había sido de su abuelo. Parecía que el Príncipe Gaius
le había hecho cambios. Mientras que uno no podía alterar el sentido
subyacente de una historia —La Bella Durmiente, por ejemplo, nunca
bajaría las escaleras por sí misma para ayudar a su salvador a combatir con
los dragones— casi todos los demás incidentes de una historia podían ser
modificados.

Convertir a la Bella Durmiente en Fairfax era solo uno de los últimos


cambios que Titus había hecho en su copia particular del Crisol. No había
habido wyverns en el gran salón cuando el Crisol llegó a él. Tampoco la
pareja de dragones que resguardaban la puerta del castillo habían sido
basiliscos colosos.
Sin embargo, los cambios que había hecho el Príncipe Gaius, por ejemplo,
344

se sentían más inquietantes. Pero Titus no podía prestar mucha atención,


no cuando tenía el asesinato en su mente.

O debería, en cualquier caso.

—Y vivieron felices para siempre.

Ahora estaba en la Ciudadela, al lado de la copia del Crisol de la Ciudadela,


que yacía en un pedestal en el centro exacto de la biblioteca levemente
iluminada. Se deslizó entre los estantes.

Las puertas se abrieron, y entró la voz de Alectus.

—Y aquí estamos, la biblioteca. Iluminación muy suave, exactamente como


lo pidió la Señora Inquisidora.

Titus contuvo el aliento.

—Servirá —dijo la Inquisidora fríamente—. Puedes dejarnos.

¿Dejarnos?

Titus se había escondido detrás del final de un grupo de estantes. Ojeó sobre
el borde, pero solo pudo ver a Alectus haciendo reverencias y casi saliendo
a rastras.

—No debería haber sido tan solícito, señor —dijo la Inquisidora, su tono tan
suave y deferente que Titus apenas lo reconoció—. Hubiera podido manejar
el interrogatorio en la propia Inquisición.

—Pero ambos sabemos lo sensible que es un mago mental con sus


alrededores, mi querida Fia —repuso una voz extraordinariamente
meliflua—. La Inquisición todavía conserva demasiado dolor y miedo para
ti.

—Pero es un lugar todavía más seguro para usted, mi señor Alto


Comandante.

Las rodillas de Titus cedieron. Mi señor Alto Comandante. El hombre era el


Bane.

—Ya estoy abrumadoramente en deuda con mi señor Alto Comandante por


arrebatarme del agarre de la muerte y restaurarme a mi completa salud.
¿Cómo podría perdonarme si expongo a mi señor Alto Comandante a los
peligros probables de este lugar? Hesperia lo construyó, debe de estar lleno
345

de trampas y engaños.

—Fia, Fia, no hables por miedo. Nuestros magos ya han inspeccionado la


biblioteca por completo, algunas veces una habitación es solo una
habitación. Ahora deja de preocuparte por mí y concéntrate. Pensar que
todos estos años hemos aplicado incorrectamente tus talentos raros y
maravillosos, usándote como martillo cuando eres un fino bisturí. No
perderemos más tiempo. Esta noche nos deslizamos a través de todas las
capas de magia que Haywood ha aplicado para esconder sus recuerdos.
Mañana, nuestro joven príncipe.

Titus se estremeció.

—No puedo esperar, mi señor. Y pensar, ya que su mente estará


perfectamente completa después, ni siquiera será capaz de crear un alboroto
diplomático.

Titus se inclinó contra el estante, incapaz de sostener su propio peso.

Las puertas de la biblioteca se abrieron de nuevo.

—¿Quieren algún refrigerio, mi señor Alto Comandante, Señora Inquisidora?


—dijo Lady Callista.

Sostenía la gran bandeja ella misma, paseando hacia el Bane y la


Inquisidora.

—Acabamos de disfrutar de su generoso banquete, mis felicitaciones para


usted, Lady Callista, la Ciudadela tiene los mejores cocineros del mundo.
Tal vez necesitaremos de un poco de tiempo para recuperar nuestros
apetitos.

El Bane era el invitado ideal, elocuente, persuasivo y cortés, para nada lo


que Titus había esperado.

—Si solo hubiéramos tenido más tiempo para saber de la visita de mi señor
Alto Comandante, hubiéramos preparado un festín más apropiado.

El Bane probablemente no había llegado hasta que la Inquisidora enviara


noticias de que había fallado en capturar a Iolanthe Seabourne con su
emboscada. Entre ellos dos, estaban determinados en no fallar de nuevo.
—Colocaré aquí la bandeja —dijo Lady Callista—, y dejaré que mi señor Alto
346

Comandante y Señora Inquisidora continúen con su preparación.

Se retiró. Ni un minuto después un soldado Atlante entró, y dos pasos


dentro, se arrodilló.

—Mi señor Alto Comandante, Señora Inquisidora, tenemos al detenido


Horatio Haywood.

El Oráculo había previsto que Haywood no iba a permanecer por mucho


tiempo bajo el agarre de Atlantis. ¿Eso significaba que era Titus el que debía
llevarlo hacia su libertad? ¿Pero entonces quién mataría a la Inquisidora?
No podía hacer ambas al mismo tiempo.

El juramento de sangre lo llamaba a hacer lo mejor que podía en ayudar a


Fairfax en su meta de liberar a su guardián. Apretó sus dientes.

La duración del hechizo de congelación del tiempo decrecía


considerablemente cuando más de un mago estaba en el extremo que lo
recibía. Lo que duraría tres minutos en una persona, duraría solo treinta
segundos cubriendo a tres magos. Y si tenía que cubrir a cuatro magos,
tendría a lo mejor diez segundos.

¿Eso sería suficiente para arrastrar a Horatio Haywood al Crisol y


desaparecer?

Haywood entró con dos guardias. Cuatro magos que cubrir. La varita de
Titus se sacudió. ¿Se atrevía? ¿Su gallardía haría que lo atraparan,
resultando que Fairfax fuera arrancada de su cama al final de la noche?

Titus vio a su varita levantarse. No podía creer lo que iba a hacer. Uno. Dos.
Tr…

Haywood desapareció frente a sus ojos.


347

CAPÍTULO 24
Traducido por OriOri, flochi y Verae

Corregido por Nanis

I olanthe resopló con impaciencia.

El castillo de la Bella Durmiente no se veía terriblemente distante de la


pradera, pero para llegar a pie, incluso corriendo a toda velocidad, tardó
demasiado tiempo. Y ya había perdido bastante tiempo antes, buscando un
lugar seguro, preocupándose porque el Crisol posiblemente sangrara otra
vez, antes de finalmente darse cuenta de que, a estas horas de la noche, el
Crisol podría sangrar un cubo y nadie notaría un libro que yaciendo en el
largo césped.

Pero a medida que el castillo se acercaba, su impaciencia se convirtió en


miedo. La idea de enfrentarse a los wyverns sola volvió sus pulmones
débiles, y la única luna en el cielo era un recordatorio implacable de que
esto no se trataba de hacerla creer. Pero ella debía tener un corcel. Eso, o
caminar un día entero para llegar al Bastión Negro.

En el borde de bosque de brezo, vio el túnel que el príncipe había dejado


atrás. Así que había estado aquí. ¿Habría conseguido un wyvern también?

Ningún rugido saludó sus oídos mientras recorría el túnel. Ninguna


corriente de fuego de advertencia pasando por encima. Incluso el aire no
apestaba tanto. En el otro extremo del túnel vio por qué. Los basiliscos
colosos se habían ido, las torres anclando sus cadenas rotas.

Vaciló sólo un momento antes de reanudar su recorrido. Las puertas de la


gran sala estaban abiertas. Entró disparando hechizos detrás de ella, pero
nada la atacó. Sólo un wyvern estaba dentro, tumbado en el suelo de
mármol.

Su pecho se elevaba y caía. O bien estaba durmiendo, o mucho más


probable, el príncipe lo había dejado inconsciente.

Estaba aliviada.
Ahora podía preocuparse por sobrevivir al Bastión Negro.
348

Le tomó a Titus un aturdido segundo darse cuenta de lo que había sucedido.

Tempus congelet, pronunció el hechizo de congelación del tiempo.

La Ciudadela entera era una zona permanente de no-teleportación. Con la


desaparición de Haywood, la biblioteca sería examinada de arriba abajo.
Debía salir en este momento.

Corrió. Rápido. Más rápido. Sin embargo, de alguna manera no lo


suficientemente rápido, era como escapar de los monstruos en las
pesadillas. Y entonces estaba fuera de las estanterías, y en medio de un
cuadro extraño de magos congelados.

Todavía corriendo, apuntó su varita a la Inquisidora.

—¡Mens omnino vastetur!

Era el más fuerte y más ilícito hechizo de destrucción cerebral que había
sido capaz de encontrar, sin la maldición de ejecución. Probablemente
podría arrepentirse de su clemencia después, pero no era un asesino.
Todavía no.

Cuando se detuvo en seco ante el estrado que sostenía la copia del Crisol de
la Ciudadela, estaba apenas a un metro del Bane, quien lucía de cincuenta
años, no de doscientos. Sus rasgos eran confiados, atractivos… y familiares,
de alguna manera.

No había tiempo para la habitual larga contraseña de entrada al Crisol.


Afortunadamente, no necesitó pronunciarla, cuando el Crisol estaba ya
abierto, por así decirlo.

—Yo soy el heredero de la Casa de Elberon, y estoy en peligro de muerte.

Un instante después estaba de vuelta en el prado, bajo un cielo nocturno


que fue desapareciendo rápidamente detrás de las nubes. Sobre su colina,
el castillo de la Bella Durmiente brillaba, misteriosamente fosforescente.

Jadeó con alivio. Pero el aire que respiró… hizo una mueca ante la acritud
de este. Sangre. Murmuró un hechizo de luz. Casi a la vez vio una fina y
puntiaguda estaca que había sido sacada de su amarre, un trozo de cadena
sujeta a esta.
La estaca que había utilizado para mantener al wyvern de Helgira esperando
349

por él. Aumentó la intensidad de la luz y amplió su radio. Algo oscuro se


extendió por el césped. Él corrió hacia ello y se detuvo en seco, su estómago
dio un vuelco. No era un wyvern, sino una sola ala ensangrentada, arrugada
como una vieja chaqueta.

Los wyverns eran criaturas tremendamente agiles, tanto en cuerpo como en


mente. Tienen dientes feroces, garras feroces y crueles picos y pueden volar
por horas a velocidades de más de ciento sesenta kilómetros por hora, con
ráfagas de más de doscientos veinticinco kilómetros por hora. Titus no podía
pensar en una sola bestia tan rápida y lo suficientemente brutal para cazar
wyverns.

Sin embargo, había una.

Empezó a correr hacia el castillo de la Bella Durmiente. Necesitaba otro


corcel de inmediato. Con la desaparición de Haywood, Atlantis bien podía
no esperar hasta mañana para ir tras él. Debía volver a la escuela tan pronto
como fuera posible, dejarle saber a Fairfax lo que había pasado, confiarle el
Crisol a ella, y esconderse en el Crisol hasta el momento en que pudiera
moverse a un lugar más seguro.

Sólo podía rezar para que su propia copia del Crisol no fuera un lugar tan
peligroso como este estaba resultando ser.

El terreno se inclinaba hacia arriba. Corrió más duro para mantener la


velocidad. Sus piernas protestaron. Sus pulmones también. En la noche casi
a oscuras, el grueso y rico olor de la sangre wyvern continuó permaneciendo
en su nariz, alimentando sus nauseas.

Pisó algo a la vez duro y blando. Instintivamente dio un salto apartándose.


El olor a sangre se intensificó. Había estado caliente por correr; ahora estaba
frío, las perlas de sudor por el miedo rodaron por su cuello.

Buscó su varita. Una luz se encendió, brillando en una extremidad negra


del césped, en la parte más baja de la pierna de un wyvern.

Desde la dirección del castillo llegó un rugido sobrenatural. El suelo tembló,


una vibración que sentía en sus espinillas. Su corazón se aceleró como si
pudiera escapar, sus respiraciones eclipsaban todos los otros sonidos de la
noche.
Si esto hubiera sido una sesión regular en el Crisol, se hubiera apresurado
350

a averiguar qué temible criatura merodeaba ahora el castillo. Pero esto era
real. Y no podía permitirse el lujo de terminar en pedazos por todo el paisaje.

En su camino desde Bastión Negro al prado, había pasado por alto el


mercado de la ciudad no muy lejos al norte. Si no se equivocaba, era el
escenario de “Lilia, la Ladrona Inteligente”.

No había practicado en esa historia particular en años, pero recordaba el


comienzo: con la ciudad siendo aterrorizada por un indómito wyvern. Para
nada lo que necesitaba en ese momento, pero como los no magos dirían:
más vale malo conocido.

El wyvern no respondía.

Iolanthe había ido al vestidor al lado del salón de baile, encontró un vestido
blanco que parecía que podría haber sido usado en tiempos antiguos, y lo
guardó entre su ropa no mágica. Luego había arrebatado una peluca negra
de debajo del dormido maestro de pelucas y la puso en su cabeza con una
pesada aplicación de hechizos adhesivos, así no se volaría mientras estaba
en el aire.

Había leído “La Batalla por Bastión Negro”. Sabía que Helgira había hecho
un llamado para la ayuda en algún momento. Pretendería ser uno de los
magos que venían a ayudarla.

Con el disfraz en su lugar, se acercó al wyvern con extrema precaución, saltó


encima de él, agarró su flaco y escamoso cuello, y se armó de valor para ser
zarandeada violentamente.

Sólo para que el wyvern babeara un poco.

Este no era un problema para el que se hubiera preparado. Por un lado,


estaba emocionada de que el príncipe hubiera usado los hechizos más
pesados. Por otra parte, se enfrentaba a un corcel comatoso cuando
necesitaba uno vivaz que pudiera volar lo suficientemente rápido para
desgarrar todo, incluso las pelucas más meticulosamente adheridas.

—Revisce.

Nada.
—Revisce forte.
351

Más de lo mismo.

—¡Revisce omnino!

Todavía nada. Este último se suponía que era un hechizo que venía justo
antes de hacer caminar a los muertos.

Golpeó el talón de su palma contra su frente. Un segundo después el wyvern


soltó un chillido rompedor de cristales y salió disparado. Ella gritó y lanzó
sus brazos alrededor de su cuello.

El wyvern salió de la gran sala con ella colgando de su cuello. No sabía si


había sido traumatizado por los hechizos del príncipe o si era su peso lo que
lo volvió frenético. De cualquier manera, estaba haciendo su mejor esfuerzo
para tirarla.

Ella pasó una pierna por encima de su espalda. El wyvern se volteó al revés.
Ella gritó y perdió el equilibrio.

El wyvern, una de las bestias más ferozmente inteligentes, debió haber


notado que sus piernas se balanceaban mientras se ladeaba en un giro
rápido. Se arrojó a un pilar, alejándose sólo en el último segundo posible.
Ella tuvo que dar un tirón a sus piernas hasta el pecho para evitar golpearlas
en el pilar y perder el control sobre el wyvern.

La bestia intentó de nuevo. Ella se puso a sí misma en una posición fetal y


se libró del pilar por menos de un centímetro.

De repente, recordó que ahora controlaba el aire, ¿cómo podía haberlo


olvidado? Era momento de hacer esta lucha un poco menos unilateral.

Convocó una ráfaga de viento de frente. El wyvern no esperaba eso. Con sus
alas abiertas, fue empujando por la corriente a una posición casi vertical.

Ella enganchó sus piernas alrededor de su cuerpo, finalmente, un mejor


agarre. Ahora, cómo conseguir que la criatura saliera de esas puertas sin
ninguna rienda.

Bueno, el príncipe seguía llamándola la gran maga elemental de su tiempo.


Mejor que se le ocurriera algo.

Una vez que el wyvern se hubo nivelado, y una vez que ella estaba segura
de que su asiento era seguro, golpeó al wyvern con una dura corriente que
lo obligó a orillarse a la izquierda. Luego, un enfoque de tres vertientes, más
352

o menos, precipitó a la bestia hacia la puerta principal de la gran sala.

Sus esfuerzos eran inexactos. El wyvern se dirigió a la dirección general de


las puertas, pero en su lugar, salió a través de la gran ventana levantada
por encima, saliendo de la gran sala con una lluvia de astillas de madera y
vidrios rotos.

Un negocio sucio, rescatar príncipes.

Debió ser por la fatiga de correr ocho kilómetros al final de un día durante
el cual había comido solo un puñado de galletas desde el desayuno. No
existía otra razón por la que Titus no hubiese vencido al wyvern luego de un
cuarto de hora.

Se escondió en un callejón. Esto no era bueno. En vez de pelear con el


wyvern, estaba huyendo de éste. Para recobrar el aliento, se dijo. No podía
ser posible que tuviera miedo. De morir inútilmente. Estúpidamente. De
nunca volver a ver a Fairfax.

Se arrastró a lo largo del borde del callejón. Ningún sonido provenía de la


población encogida de miedo, o del wyvern. Extendió la mano para tantear
el camino, el cielo se había vuelto completamente nublado, la noche
impenetrable. Sus dedos entraron en contacto con otra pared.

Era un callejón sin salida.

Apenas consiguió lanzar un escudo cuando una oleada de fuego salió


disparada en su dirección, el wyvern lo había atrapado. Maldijo. No había
cometido este tipo de error desde que tenía trece años, hace toda una vida.

—Aura circumvallet.

El wyvern vomitó más fuego, pero este hechizo actuó como un corral para el
fuego. Lanzó dos chorros de llamas al vientre del wyvern. La magia sutil no
podía duplicar la escala de la magia elemental, pero era una decente.

El wyvern voló para evitar su fuego. Él salió corriendo. Pero la bestia una
vez más bloqueó su camino en la boca del callejón. Lanzó dos ráfagas de
fuego. Esta vez el wyvern estaba preparado y se escudó con el exterior de
sus alas. El fuego de dragón podría chamuscar sus alas, pero el fuego
ordinario carecía del poder.
Él se agachó bajo un ala. La cola con picos del wyvern llegó hacia él. Se
353

lanzó al suelo y rodó. Sin embargo, el extremo en picos abrió una


desagradable herida a su costado.

Gritó de dolor. Y con ese dolor llegó una furiosa ráfaga de poder.

—Flamma caerula.

Un chisporroteo azul salió disparado de su varita al vientre del wyvern. La


bestia se retorció y gruñó, el impulso de la lucha al fin cambió a favor de
Titus. Varios minutos después, el wyvern estaba llevándolo hacia Bastión
Negro, mientras él aplicaba bálsamo en su persona para detener el
sangrado.

Le hubiera gustado que su lesión no hubiera sucedido. Si eres cortado,


sangras, le había dicho Hesperia hace mucho tiempo en su clase. Solo
esperaba que su sangre no estuviera goteando de la copia del Crisol de la
Ciudadela. Todos esos magos allí, buscando la causa de la desaparición de
Haywood… un libro sangrando en el medio no pasaría desapercibido.

El wyvern no podía volar lo suficientemente rápido según su opinión. Miraba


tras de sí, buscando perseguidores. Teóricamente sabía que no tenía de qué
preocuparse: el conocimiento de que el Crisol podía ser usado como un
portal solo era pasado a aquellos en la línea directa de sucesión. Pero a veces
otros en la familia obtenían dicha información por engaños o accidente: el
Usurpador, el más conocido.

El clima se estaba volviendo más impredecible. Fuertes vientos se


propagaron. Corrientes afiladas soplaban a la derecha e izquierda del
wyvern. Entonces vino una ráfaga de viento muy vigorosa, el wyvern casi fue
volteado.

Titus voló más bajo, buscando un aire más calmo. No lo encontró. Ni lo


encontró a una mayor altitud. Una sarta de improperios dejó su lengua, solo
para ser ahogado por un rugido que sacudió cada hueso de su cuerpo:
exactamente el mismo rugido que lo había hecho irse corriendo del castillo
de la Bella Durmiente.

El wyvern gritó. A pesar de los vientos poco cooperativos, aceleró, como


impulsado por el repentino miedo. Titus tiró de la capucha de su túnica
sobre su cabeza, cubrió la mayor parte de su rostro con los bordes de la
capucha, y se dio la vuelta.
El cielo nocturno se hallaba vacío, salvo por un punto luminoso. Pronunció
354

un hechizo de vista lejana. De repente, una enorme criatura alada se


avecinaba, un tamaño tan monstruoso que haría a los basiliscos colosos
parecer gorriones. Incluso más grotesco, la bestia brillaba contra el cielo
turbulento.

Un monstruo fantasmal, el corcel de los Ángeles.

¿Este era el cambio que el príncipe Gaius había hecho a la historia de la


Bella Durmiente?

Los monstruos fantasmales no eran reales. Se había concluido hace siglos


que eran criaturas de leyenda, nacidas de la admiración y espanto de los
magos que presenciaron a los basiliscos colosos por primera vez. Pero
cuando un mago usaba el Crisol como portal, todo se volvía real.

Revocó el hechizo de vista lejana. El monstruo fantasmal se desvaneció


nuevamente a un punto en el cielo. Estaba a kilómetros detrás de él todavía.

La bestia volvió a rugir una vez más. Las criaturas aladas no siempre eran
las que más rápido volaban. Pero a juzgar por el rugido, el monstruo
fantasmal se estaba acercando muy rápidamente, Titus podría muy bien
correr a pie.

Se dio la vuelta una vez más e intentó ver si el monstruo fantasmal llevaba
un jinete. Una criatura más pequeña estaba atada a él, un peregrino gigante;
el cual se veía como una pulga al lado del monstruo fantasmal. El peregrino
ciertamente llevaba un jinete. En el extraño brillo del monstruo, los ojos del
jinete eran completamente incoloros.

¡La Inquisidora!

Y el jinete que se sentaba en la enorme cabeza del monstruo, con un rostro


apuesto y extrañamente familiar, no era otro que el Bane.

Iolanthe no supo cómo consiguió bajar al wyvern a la plataforma de


aterrizaje de Bastión Negro sin matarlos a ambos.

Pero sus pies estaban en suelo sólido, y el wyvern estaba siendo llevado
hábilmente por un par de mozos de cuadra, sin estallar en una furia que
asaría a los magos en un radio de tres metros.
Esperó ser desafiada inmediatamente, pero todos en la plataforma de
355

aterrizaje que no estaban ocupados con el wyvern se hundieron en una


rodilla, con murmullos de “Señora”.

¿Quién sabía que la ayuda era desesperadamente necesitada en Bastión


Negro?

Descendió en la muralla exterior. La mayor parte de las personas le


prestaban obediencia. E incluso más se arrodillaron cuando marchó a través
de la gran sala. ¿Quién pensaban que era? ¿La misma Helgira?

Se empujó más profundo en la fortaleza. Cada vez que se enfrentaba con


una elección de direcciones, escogió la que parecía más suntuosa.

La oposición llegó en la forma de una doncella insulsa. Cuando Iolanthe


entró en el rico apartamento decorado de Helgira, la doncella gritó:

—¡Esa no es nuestra señora!

—¿No? —Iolanthe levantó una ceja. Chasqueó un dedo, y un rayó brilló en


el exterior de la ventana.

La doncella pareció terriblemente confundida.

Iolanthe chasqueó el dedo una y otra vez, rayos aún más impresionantes
chisporrotearon en toda la anchura del cielo.

—Discúlpeme, mi señora. —La doncella hundió las rodillas, temblando.

Iolanthe la ignoró. Dentro de la cámara, pasó a través de la alcoba de oración


al Bastión Negro en la copia del Crisol de la Ciudadela.

Este Bastión Negro estaba mucho más calmo, sus habitantes preparándose
para la cama en vez de para la guerra. Iolanthe pensó que su señoría estaba
lejos de casa hasta que vio a una mujer de pie delante de una ventana, su
largo cabello negro ondeando en la fuerte brisa.

Helgira.

Una mujer que vivió en tiempos bélicos debería estar más alerta de su
entorno. Iolanthe podía ser una asesina, esperando en las sombras. Helgira,
sin embargo, permaneció ajena a la presencia de Iolanthe, sus respiraciones
emergiendo en una serie de suspiros temblorosos y jadeos.

—Un Ángel… he sido bendecida. He sido bendecida.


Probablemente estaba en un ataque de manía religiosa. Pero por curiosidad,
356

Iolanthe usó un hechizo de vista lejana para ver por la ventana.

Las plantas de sus pies picaron. Un monstruo fantasmal. Sin duda alguna
Helgira estaba deslumbrada. En cada capilla y catedral que Iolanthe había
visitado, habían estado pintados en el techo, los corceles de los Ángeles.

Pero espera. Había un wyvern, unos pocos kilómetros más cerca de ella, y
llevaba un jinete. Redobló el hechizo de vista lejana. Los rasgos del jinete
eran todavía muy difusos, pero reconoció la capucha gris que la princesa
Ariadne había especificado en su visión.

Titus.

Le tomó un momento a Titus recordar que había dirigido el hechizo arruina


mentes a la Inquisidora mientras había estado bajo el hechizo de
congelación del tiempo. Los magos bajo los hechizos de congelación del
tiempo estaban a salvo de la mayoría de los ataques. No era de extrañar que
la Inquisidora estuviera lo bastante bien como para acompañar a su maestro
en su persecución de Titus.

Instó al wyvern a volar todavía más rápido, deseando haber traído un par
de gafas. Sus ojos ardían por el viento implacable, sus orejas dolían.

Al segundo siguiente el dolor se volvió una agonía, como si alguien hubiera


enhebrado una aguja entre sus orejas. Soltó un grito. Entonces lo sintió,
una sensación como un dedo metiéndose en su cabeza, rozándose contra
las crestas y pliegues de su cerebro.

¿De eso era de lo que el Bane y la Inquisidora habían estado hablando, una
forma más sutil de usar los talentos de la Inquisidora? Era obsceno.

Que fuera capaz de hacerlo desde varios kilómetros detrás de él lo espantó.


Su salud no había sido la única cosa que mejoró por su viaje a Atlantis. Sus
poderes también.

Podía adivinar lo que ella quería. Por el momento, no secretos enterrados


profundamente, solo su identidad, dado que no podían ver su rostro. Pero
una vez que lo supiera, ¿qué la impediría ir más profundo justo ahí y
exprimir todo de él?

Era ahora o nunca.


Le dio dos golpea a su varita, desenvainándola, no había mentido sobre el
357

hecho de que en efecto era una varita espada. Entonces, envolviendo su


manga alrededor de la varita para que la luz de las coronas no pudiera ser
vista, se dio la vuelta, su otra mano sosteniendo la capucha ocultando sus
ojos.

Los hechizos dejaron sus labios como un himno a los Ángeles, las sílabas
yendo en cascada con una belleza mortal. Tales hechizos no eran de utilidad
a corta distancia, como tratar de derribar a alguien con una pluma. Pero
cuando enderezó el brazo y apuntó, el puff que dejó su varita reuniría fuerza
e impulso, hasta que se convirtiera en una fuerza imparable, más letal
debido a su invisibilidad.

Envolvió sus brazos alrededor del cuello del wyvern. En el último momento,
una turbulencia fresca arrojó a la bestia patas arriba. Esta gritó. Titus
colgaba, pero a duras penas, sus dedos se deslizaron de las escamas lisas.
El wyvern cayó por una eternidad antes de que se enderezara, ambos
temblando de miedo.

Un tornado se materializó directamente en su camino.

Este no era clima habitual. Un increíblemente poderoso mago elemental


estaba haciendo el trabajo.

El Bane.

¿Por qué Titus no supo que el Bane era también un mago elemental?

Empujó al wyvern a la izquierda mientras un segundo tornado aparecía,


también a la izquierda. Juró. Instando al wyvern a la derecha, por poco
queda atrapado entre los dos tornados, agachándose mientras un trozo de
escombros se precipitaba a escasos centímetros de su cabeza.

Fairfax podría ser algún día la mayor maga elemental en el mundo, pero hoy
ese título le pertenecía al Bane, quien se deleitaba jugando con él.

El dedo hurgando dentro de su cabeza desapareció bruscamente. Miró por


encima de su hombro y desplegó un nuevo hechizo de vista lejana, justo a
tiempo para ver a la Inquisidora ser derribada a su peregrino gigante.

La boca del Bane se redondeó con un grito. El cuerpo de la Inquisidora dejó


de caer y se levantó en su lugar, hizo todo el camino a los brazos del Bane.
Y luego desapareció.
“¿Qué pasa si mueres mientras estás usando el Crisol como un portal? ¿Tu
358

cuerpo se pudre dentro, debido a que no puedes salir?”, le había preguntado


una vez a Hesperia en las salas de enseñanza. “El Crisol no conserva a los
muertos”, había respondido Hesperia. “Expulsará el cuerpo”.

La visión de su madre había resultado cierta de nuevo. En la biblioteca de


la Ciudadela, soldados Atlantes rodearían el cadáver de su superiora
mientras Alectus y lady Callista hablaban conmocionados sobre su muerte.

Lo había hecho. Había matado a la Inquisidora después de todo. Se


enderezó, alivio y náuseas aumentando en su interior, entrelazados. No
sabía si llorar o vomitar.

Un silbante y estruendoso crujido sonó detrás de él, no obstante, haciéndolo


olvidarse de ambos. Dirigió al wyvern más alto y apenas evitó un rastro de
fuego tan amplio como una carretera.

El monstruo fantasmal estaba a medio kilómetro detrás de él. Un verdadero


dragón no arrojaría fuego tan lejos, ni tan rápido. Pero esa era la ventaja de
las criaturas mitológicas: tenían sus propias leyes.

El fuego caía como una tormenta de meteoritos. El prado se quemó. Humo


creciente lo atormentaba con tos y hacía que lagrimeara. Sólo por su sentido
auditivo fue que esquivó el siguiente tornado; y sólo por un pelo eludió la
llama más lenta que se había precipitado hacia él.

En frente y a ambos lados, las paredes de los tornados se elevaron, aullando


con violencia. Detrás de él bramó una montaña de fuego, mucho de eso,
como si una parte del sol se hubiera desprendido.

¿Era esto: fuego, humo y dragones? ¿Llegaría a su fin, como había previsto
su madre?

Había hecho lo que tenía que hacer. Había vivido lo suficiente.

Cuídate, Fairfax. Vive para siempre.

¡El fuego del monstruo fantasmal respiraba! La masa era asombrosa. La


belleza. El esplendor. Como amante del fuego, Iolanthe nunca había visto
nada más hermoso. Eso fue hasta que se dio cuenta que el fuego estaba
dirigido a Titus, su Titus. Su wyvern serpenteó entre los torrentes,
aferrándose a la seguridad por un pelo.
Helgira cayó de rodillas.
359

—La voluntad de los Ángeles es un regocijo para la vista —murmuró.

¡Tú primitiva come-tierra! Eso no es un Ángel; es Atlantis.

Iolanthe no dijo nada; sólo levantó la varita para dejar a Helgira


inconsciente.

No voy a dejarte morir. No mientras me quede aliento.

Enormes tornados surgieron como un acantilado, oscureciendo su vista. El


monstruo fantasmal emitió un rugido que hizo vibrar los cristales, luego
vomitó fuego suficiente para derretir la Montaña Púrpura.

Ella se dirigió a la terraza exterior del dormitorio de Helgira y levantó las


manos. Todo el poder que había estado construyendo en su interior fluyó
hacia sus dedos.

El fuego podría dañar irreparablemente las alas del wyvern, lo que lo llevaría
a una muerte segura. ¿Los tornados? Una muerte casi segura, pero la gente
era conocida por sobrevivir a los tornados.

Titus instó al wyvern a avanzar. Tal vez encontrarían un hueco.

O quizá no: los tornados formaban una barrera inquebrantable.

Y entonces la barrera ya no fue tan inquebrantable. Un tornado se debilitó,


luego se disipó por completo, dejando caer una nube de escombros.

Hizo girar al wyvern hacia el hueco.

No, no iban a lograrlo antes de que se cerrara.

Un viento desde atrás —tan monstruosamente fuerte que casi hace al


wyvern girarse al revés— los lanzó a través del hueco.

Otro mago elemental estaba trabajando.

Helgira.

Volvió a hacer el hechizo de vista lejana. Allí estaba ella, con su largo vestido
blanco, de pie en la terraza encima de su fortaleza, con su cabello negro
azotado por el viento. A la luz de las antorchas de la fortaleza, se parecía
360

exactamente a Fairfax.

Instó al wyvern hacia ella.

El aire silbó. Piedras del tamaño de casas volaron hacia él. Debían estar en
las faldas de la Montaña Púrpura, no demasiado lejos.

Pero las piedras que caían eran implacables, una tormenta que venía de
todos lados. Dirigió al wyvern a ciegas, confiando más en su intuición que
en su vista.

Estoy tan cerca. ¡Ayúdame!

Algo golpeó al wyvern en la cabeza, una roca más pequeña, pero lo suficiente
para derribarlo, y él con este.

No te dejaré caer.

No lo hizo. Sostuvo al wyvern en lo alto y lo impulsó con un viento trasero


que a los Ángeles les habría complacido haber respirado.

En cuanto al monstruo fantasmal y el aspirante a asesino que estaba


sentado en él, ya era suficiente.

Levantó la mano hacia el cielo nublado. Las nubes crepitaron con carga
eléctrica. Destellos azules saltaron de nube en nube. Desde el horizonte más
lejano, líneas de energía se apresuraron hacia la Montaña Púrpura,
reunidas en el cenit del cielo, en plena ebullición, agitándose.

Esperándola.

Señaló con su dedo al monstruo fantasmal.

Cayó un rayo, más allá de bonito, más allá de poderoso(23).

Todas las rocas en el aire cayeron. El monstruo fantasmal cayó, golpeando


el suelo con una fuerza que sacudió a toda su persona.

Después de un minuto, el resistente pequeño wyvern recuperó la conciencia


y, encontrándose aún en el aire, empezó a batir sus alas de nuevo.
Titus aterrizó en la terraza de Helgira, besó al wyvern en su cuello escamoso,
361

y desmontó. Helgira, jadeando, lo miró con dolor y furia. De repente supo


que no era Helgira, sino Fairfax. Había venido, su amiga más leal, y lo había
salvado.

Cerró la distancia entre ellos y la envolvió en sus brazos.

—Gracias. Gracias. Gracias. Pensé que esta era la noche en la que la


profecía se hacía realidad.

—No, no esta noche. —Una de sus manos estaba en su cabello, la otra


trazando su mandíbula—. No, si puedo evitarlo. Pero no esta noche, al
menos.

No podía empezar a describir la sensación de estar vivo, estar a salvo, y estar


aquí, con ella.

Sus labios se cernieron apenas un centímetro por encima de los de ella. Sus
respiraciones se mezclaron.

—El amor te hará débil e indeciso, ¿recuerdas? —murmuró ella.

Qué tonto había sido. Para un viaje como el suyo, el amor era lo único que
le haría suficientemente fuerte.

—No vuelvas a escuchar a un idiota como yo —respondió él.

—Bueno —dijo—. Supongo que no cuenta si sucede en el Crisol.

Con eso, lo atrajo hacia ella y lo besó. Las lágrimas le escocían la parte
posterior de los ojos de él. Había sobrevivido. Ellos habían sobrevivido. La
sostuvo firmemente, como la vida misma.

A Titus le hubiera gustado permanecer así por siempre —o al menos un


minuto más— en este estado eufórico. Pero con un suspiro, Fairfax lo soltó.

—Tengo chicos corriendo por todos lados en Eton para cubrir nuestras
huellas. Necesito volver de nuevo a la cama.

Titus se aseguró que dejaran atrás la pulsera de Helgira. Y sólo para tener
cuidado, cuando regresaron a Bastión Negro con su copia del Crisol, selló el
portal: prefería errar por ser precavido, incluso arriesgando su vida.
En esta fortaleza, donde había causado un alboroto, hubo consternación
362

con su reaparición, seguida por miradas atónitas mientras Fairfax subía a


un wyvern detrás de él. Pero esa era la ventaja de ser confundida con el ama
que controla el rayo de Bastión Negro: no necesitaba darle explicaciones a
nadie.

Incluso mejor, mientras el wyvern se elevaba en el aire, envolvió sus brazos


a su alrededor y apoyó su cabeza en su hombro.

¿Así es como se sentía la felicidad?

Ella relató cómo se las había arreglado para pasar indemne frente a la
Inquisidora, y que Kashkari había sido “el escorpión”. Él le dijo lo que había
visto y escuchado en la Ciudadela, incluyendo la misteriosa desaparición de
Horatio Haywood.

—Gracias —dijo ella, con sus brazos apretados a su alrededor.

—¿Por qué?

—Por estar dispuesto a rescatar a mi guardián.

—Ahora ya no sabemos dónde está.

—Lo vamos a averiguar —dijo, con su voz rasposa por la fatiga. Le revolvió
el cabello—. ¿Y estás bien con haber matado a la Inquisidora?

—Preferiría que alguien más hubiera tomado su vida. Pero no la voy a echar
de menos.

Desmontaron en el prado ante el castillo de la Bella Durmiente. Ella se


deshizo de la peluca y el vestido que había pedido prestado y se disfrazó una
vez más del ágil muchacho engreído.

Él la atrajo hacia sí y apoyó su mejilla contra su cabello.

—¿Es verdad que si pasa en el Crisol, no cuenta?

Ella lo mantuvo apretado.

—Mi rescate, mis reglas.

Besó la concha de su oreja.

—Entonces déjame decirte esto: vivo por ti, y solo por ti.
363

CAPÍTULO 25
Traducido por scarlet_danvers

Corregido por Nanis

K ashkari había seguido las instrucciones de Fairfax


maravillosamente. Había atado, vendado y amordazado a
Trumper y Hogg con tiras de su propia ropa. Luego, una vez que habían
recuperado la conciencia, había tirado un aluvión de alemán en ellos, como
Fairfax le había pedido, con el fin de hacerles creer que él era Titus,
generalmente conocido por ser un hablante nativo de alemán.

Cuando Fairfax y Titus llegaron a la escena, les dio la mano y luego se fue
con Fairfax para unirse a los otros chicos. Titus hizo lo mismo después de
poner a Trumper y Hogg inconscientes otra vez y colocarlos en los escalones
de la entrada de su casa, despojados de sus calzoncillos.

Todos los chicos se unieron y admiraron su obra. Ahora que su tarea —y


broma— de la noche estaba hecha, iniciaron el regreso a sus propias camas,
bostezando. En casa de la Sra. Dawlish, la puerta principal estaba abierta,
las luces de la planta baja encendidas, y la Sra. Dawlish y la Sra. Hancock
esperando. La Sra. Dawlish con cansancio les hizo señas.

—Vayan a la cama ahora. Nos ocuparemos de la mayoría de ustedes


mañana.

—Excepto usted, Su Alteza —dijo la Sra. Hancock—. ¿Le importaría venir


conmigo a mi oficina?

Fairfax se puso delante de él.

—Todos fuimos. El príncipe no debería ser señalado.

Titus descansó brevemente su mano sobre su hombro.

—Ve. Estaré bien.

En la oficina de la Sra. Hancock, estaba la proyección espectral de Baslan


de nuevo, paseándose en los estantes y paredes.
—Debe dejarnos —dijo Baslan a la Sra. Hancock.
364

—Me gustaría recordarle, señor, que soy una enviada especial del
Departamento de Administración de Ultramar, no su subordinada —dijo la
Sra. Hancock, sonriendo.

Baslan le dio a la Sra. Hancock una mirada fría.

Titus se dejó caer de golpe en la mejor silla de la Sra. Hancock. Disfrutaba


de disputas entre los agentes de Atlantis.

—¿Qué quieres esta vez, Baslan?

—Me tratará como Inquisidor, Su Alteza.

Inquisidor. Así que la némesis de Titus estaba realmente muerta. Dio a su


estómago un momento para asentarse.

—¿Inquisidor, Baslan? ¿Es que todo el mundo en la Inquisición es llamado


Inquisidor estos días?

Baslan se estremeció ante la sugerencia de Titus.

—La señora Inquisidora ya no puede llevar a cabo sus funciones. Ha dejado


esta tierra.

Titus encontró que no tenía la necesidad de fingir estar sorprendido. Estaba


sorprendido, todavía.

—No puede ser verdad. La vi por última vez hace sólo unas horas. Aquí
mismo, en Eton. No mostraba signos de muerte inminente.

—Para nuestro gran pesar, es del todo cierto.

—¿Cómo ocurrió?

—Eso es estrictamente privado. Necesito que Su Alteza dé cuenta de su


paradero esta noche.

—¿Y eso no es estrictamente privado?

—No —dijo Baslan sin ningún sentido de la ironía.

Titus cruzó los brazos delante de su pecho.

—Después de que su grupo finalmente me dejara ir en la noche, me retiré a


mi habitación para disfrutar de un poco de paz y tranquilidad. Estuve allí
hasta que se apagaron las luces. No mucho tiempo después de apagar las
365

luces, dos muchachos arrojaron una piedra en mi ventana. Los perseguí, les
reñí, y los arrastré hasta la puerta principal de su casa.

—¿Hay testigos que lo corroboren?

La pregunta era para la Sra. Hancock.

—El príncipe estaba en su habitación a la hora de apagar las luces, llamé


yo misma. Tanto la ventana del príncipe como la de su vecino estaban rotas.
En cuanto al resto, iré a ver en este momento.

—Y confiscará todos los libros del príncipe —ordenó Baslan.

La Sra. Hancock rodó los ojos, pero no le recordó de nuevo sobre sus
jurisdicciones separadas.

Titus exhaló. Una cosa muy buena que Fairfax tuviera el diario de su madre.
Y que él hubiera guardado su copia del Crisol, disfrazado como un volumen
de poesía devocional en francés medieval, en la biblioteca de la escuela,
hasta que pudiera moverlo al laboratorio.

Baslan levantó la copia del Crisol de la Ciudadela.

—¿Qué sabe usted acerca de este libro?

—Oh, eso. Interpreto al Gran Lobo Feroz para Caperucita Roja. A ella le
gusta rudo, ¿lo sabías? Yo no lo sabía.

—¿Le ruego me disculpe?

—¿Qué otra cosa vas a hacer con un artefacto de este tipo? Por supuesto la
Bella Durmiente es probablemente más bonita, pero no voy a luchar contra
dragones por ninguna chica. Y la chica que vive en el bosque es lo
suficientemente agradable, pero esos enanos en su casa son pervertidos.
Ellos siempre quieren ver.

El rostro de Baslan se sonrojó.

—¿Usó un libro así como un portal para entrar en la Ciudadela esta noche
y escapar con Horatio Haywood?

Titus rio.

—Escucha lo que dices, Baslan. ¿Estás loco?


La garganta de Baslan tragó.
366

—Como usted sin duda sabe, Atlantis está buscando a una mujer joven que
puede convocar rayos. Nos encontramos con ella esta noche.

—¿Por qué no la tomaron en custodia?

—Ella estaba en este libro. Queremos saber dónde está ahora.

—Aún allí, obviamente. ¿Nunca has oído hablar de Helgira?

—¿Quién?

Titus rodó los ojos.

—Helgira la Despiadada, una de los más famosos personajes mitológicos y


folclóricas conocidos en el reino mágico. Ah, se me olvidaba, los Atlantes no
saben nada.

Baslan apretó los dientes.

—Los Atlantes no son ignorantes, pero no prestan atención a las historias


de las tierras de menor importancia.

—Bueno, entonces, ¿disfrutaron su encuentro con Helgira?

Baslan echaba humo, pero no tenía nada más que preguntarle a Titus. La
Sra. Hancock regresó pronto con Trumper y Hogg, aun mayormente
desnudos.

A ello siguió una escena de gran comedia, al menos para Titus. Trumper y
Hogg, medio asustados, medio oportunistas, ni notaron que le estaban
hablando a una proyección fantasma, acusaron a Titus no sólo de secuestro,
sino de innumerables actos de violencia y crueldad perversa en sus
personas, y por lo tanto proporcionaron la evidencia incontrovertible de que,
si alguien había matado a la Inquisidora, no podría haber sido Titus.

La Sra. Hancock volvió una vez más, llevando sus brazos cargados de libros.

—Tengo la colección de Su Alteza aquí, Inquisidor. ¿Va a enviar un


mensajero por ellos o lo hago yo?

Titus se levantó.
—Dejaré que ustedes dos discutan los detalles. Buenas noches, Inquisidor.
367

Buenas noches, Sra. Hancock. Y buenas noches, señores Trumper y Hogg,


fue un placer.

La zona de no-teleportación se había ido en la mañana. Y cuando el jefe de


espías del príncipe regresó, los informes salieron volando de la máquina de
escribir.

La Inquisidora estaba muerta. Como lo estaba, al parecer, el Bane, aunque


no se sabía si había muerto en el acto por el rayo de Iolanthe o por la caída
posterior. Las dobles muertes causaron tanto pánico como regocijo en la
Ciudadela, que se convirtió en pálido temor un poco más tarde, ya que el
Bane volvió a entrar en la Ciudadela de aspecto más joven y más vibrante
por haber sido resucitado por tercera vez.

El personal de la Inquisición inicialmente acusó a lady Callista de


manipulación de pruebas: la sangre que salía del Crisol había sido limpiada
para el momento en que habían llegado. Pero ella lloriqueó por lo mal que la
sangre se veía en el suelo, y de repente todo el mundo estuvo de acuerdo en
eso, por supuesto, ella tenía todo el derecho a mantener su propia casa libre
de tales espectáculos inquietantes.

La noticia que más le importaba a Iolanthe, sin embargo, se refería a los


castigos que iban a ser dispensados a los chicos que habían dejado la casa
de la Sra. Dawlish esa noche: veinte latigazos a Titus, a todos los demás
cinco cada uno. ¿Y si ella fuera obligada, como había oído rumorear a veces,
a bajar su pantalón en el curso del castigo? Había durado tanto; que no
quería ser descubierta como una chica por una razón tan tonta.

Pero Titus salió de su castigo sonriendo. Birmingham no sólo no le pidió


quitarse el pantalón, ni siquiera golpeó a Titus, los latigazos fueron dados a
una alfombra en su lugar. Además, Birmingham le felicitó calurosamente
por hacer de Trumper y Hogg el hazmerreír delante de toda la escuela.

Aun así, Iolanthe practicaba sus encantos de memoria y confusión. Pero su


tiempo con Birmingham resultó ser muy agradable. Tuvieron una taza de té
juntos y una animada conversación sobre epopeyas de Homero, algo cercano
y querido para el corazón de Birmingham.

El resto del semestre pasó agradablemente. El equipo de cricket de la casa


no ganó la copa de la escuela, pero se sostuvo por primera vez en años.
Wintervale hizo la alineación para el partido contra la escuela Harrow, lo
368

que emocionó a toda la casa. Iolanthe, para el increíble asombro del


príncipe, ganó diez libras por escribir el mejor ensayo en latín de toda la
escuela. Ella rápidamente gastó el dinero en helados y pasteles de fantasía
para todos, y un conjunto de afeitar con monograma muy lindo para
Kashkari, para el cual el príncipe aportó la mitad del costo.

El último domingo antes del final del Periodo de Verano, Kashkari


finalmente organizó el torneo de tenis del que había estado hablando
durante un tiempo, en honor a Birmingham y algunos otros chicos mayores
que iban a asistir a la universidad.

Hubo un trofeo para los chicos jóvenes y otro para los chicos mayores. Un
grupo de amigos de Iolanthe miraba a los chicos jóvenes desde su
habitación. Cuando llegó el momento de que los chicos mayores
compitieran, se fueron en masa, con ganas de derrotar a los otros.

El príncipe fue la última persona que quedó.

Ella inclinó la cabeza hacia la puerta.

—¿Vamos?

Él cerró la puerta y sacó un plato de su gabinete.

—Flamma nigra —dijo. Una llama negra tomó vida.

—¿Qué es esto?

—Dame tu mano.

Hundió sus manos unidas en la llama negra. La llama estaba a la


temperatura de una piedra calentada al sol, lamiendo su piel con la alegría
de un cachorro. Después de unos segundos se puso morada, luego azul
profundo, luego azul cielo, luego el azul pálido de una vena vista a través de
la piel. Por fin se volvió transparente y se disipó.

Ella miró su mano, luego a él.

—¿Eso fue… ese era el juramento de sangre?

Él bajó la cabeza, casi como si se estuviera sintiendo tímido.

—Sí. Eres libre.

—¿Entiendes lo que has hecho? —preguntó ella, con voz temblorosa.


—¿Cómo no? No he estado pensando en otra cosa durante semanas. La
369

enormidad de la misma está aún más allá de mi comprensión.

—Entonces, ¿por qué? ¿Es porque hicimos un atentado contra la vida del
Bane?

Esos habían sido los términos de su acuerdo, una y sólo una tentativa. Pero
seguro que no contaba, ya que el Bane no se quedó muerto.

—Eso era parte de ello.

—¿Cuál es el resto?

Dudó brevemente.

—La elección fue tomada por mí. Nunca me preguntaron si estaba dispuesto
a recorrer este camino. No quiero tomar esa decisión por ti, los amigos no
esclavizan a los amigos. Debes decidir por ti misma.

Sus ojos picaron con el inicio de las lágrimas.

—¿Qué pasa si decido irme por mi cuenta?

Él miró hacia abajo por un momento. Cuando volvió a mirarla de nuevo,


este muchacho que le había dicho que vivía por ella y solo por ella, su mirada
no estaba sin miedo, pero tampoco sin esperanza.

—Ese es tu derecho.

Abajo, los chicos estaban llamando sus nombres. Como una sonámbula, se
deslizó hacia su ventana abierta.

—Bajaremos en este mismo momento.

En el exterior, todo se veía igual, cielo de verano, hierba de verano, chicos


de verano. Sin embargo, todo era diferente. Su vida era la suya una vez más,
para hacer lo que quisiera.

Se dio la vuelta al chico que acababa de convertirse en su amigo más


verdadero en el mundo.

—¿Tengo que decidir ahora?

—No —dijo—. Tómate tu tiempo.


—Vamos, Fairfax. Tú también, príncipe —gritó Wintervale—. Estamos a la
370

espera para echar a suertes.

—¡Ya voy! —gritó de nuevo. Luego, en voz más baja—: Será mejor que
vayamos a jugar al tenis.

En la puerta, él le puso una mano en su hombro.

—No importa lo que decidas, conocerte ha sido el privilegio más grande de


mi vida.

Ella cerró su propia mano sobre la suya y parpadeó para contener las
lágrimas.

—Igualmente, príncipe.

—Y para que lo sepas, voy a aniquilarte al tenis.

Ella se echó a reír, incluso mientras se limpiaba los ojos.

—Puede intentarlo, Su Alteza. Siempre puede intentarlo.


371

EPÍLOGO
Traducido por scarlet_danvers

Corregido por Nanis

T itus esperó.

Cabo Wrath era hermoso en esta época del año. El sol brillaba lo suficiente
como para convertir al mar de su habitual malhumorado gris, a azul
oscuro y profundo. Unas pocas ovejas, su lana de color galleta todavía
corta después de la esquila de primavera, pastaban en el promontorio
verde. El faro brillaba, blanco y sereno.

Pero ya no era capaz de apreciar la belleza de su entorno.

Ella estaba retrasada.

Había dejado la escuela dos días antes de que él lo hiciera. Ella sabía la
hora exacta en la que debía encontrarlo aquí, en la única entrada que
quedaba a su laboratorio. Ahora había pasado ese tiempo.

Si no se iba ahora, perdería su tren.

Siguió esperando, un dolor negro estrangulando su corazón. Ya no podía


imaginar la vida sin ella.

Tenían unos treinta segundos más.

Veinte.

Quince.

Diez.

—¡Lo siento! ¡Lo siento! ¡No te vayas sin mí!

Era ella, maleta en mano, a toda velocidad hacia él. Su corazón casi
estallando de alegría, le agarró la mano. Corrieron juntos hacia el faro.

Explicaciones se derramaron de ella. El tren de Edimburgo a Inverness se


había retrasado en el camino debido a que una sección de las vías había
sido cubierta por un deslizamiento de tierra en pequeña escala. Ella, la
372

gran maga elemental de su época, que podía mover ahora toneladas de


tierra con un chasquido de sus dedos, tuvo que permanecer en su asiento
mientras que los trabajadores del ferrocarril despejaron las pistas con
palas. ¡Palas!

Pero lo único que él oía era poesía, versos de esperanza, amistad, coraje y
todo lo demás que hacía que la vida valiera la pena. Ella estaba aquí. Ella
estaba aquí. Ella estaba aquí.

Ella jadeaba por el esfuerzo.

—Y no podía abandonar el tren, ya que tenía que llegar a menos de cien


kilómetros de Cabo Wrath antes de que pudiera teleportarme. Más que eso
por mi cuenta en un día me puede matar.

—No te puedes teleportar un centenar de kilómetros a la vez.

—Dividí la distancia en cuatro segmentos, e hice algunos teleportes ciegos


en el medio.

Él abrió la puerta del laboratorio y empujó las pociones hacia ella. Él la


estaba convirtiendo en una pequeña tortuga en esta ocasión, por si acaso
alguien todavía quería confiscar su canario.

—Teleportarte a ciegas, ¿estás loca?

Arrojó a un lado su maleta y se tragó las pociones.

—Por supuesto que sí. Estoy aquí, ¿no?

Se quedó sin palabras.

—Estoy… estoy feliz de que estés aquí.

Ella le sonrió.

—¿Listo?

Tal vez sólo le estaba preguntando si estaba listo para transformarla. Pero
cuando respondió, respondió a todos los futuros posibles que les
esperaban.

—Sí —dijo—. Estoy listo.


373

NOTAS
Traducido por Shilo y Mari NC

1. Por siglos, historiadores y teóricos mágicos han debatido la correlación


entre el ascenso de la magia sutil y el decaimiento de la magia elemental.
¿Fueron simplemente desarrollos paralelos o uno causó lo otro? Puede que
nunca se llegue a un acuerdo, pero sí sabemos que el decaimiento ha
afectado no solo el número de magos elementales —de aproximadamente
tres por ciento de la población mágica a menos del uno por ciento— sino
también en el poder que cada mago elemental ejerce sobre los elementos.

Actualmente, los trabajadores de canteras todavía levantan regularmente


bloques de piedra de veinte toneladas, el record de la década siendo 135
toneladas por un solo mago. Pero la mayoría de los magos elementales hacen
poco uso de sus poderes menguantes y son capaces de poco más que trucos
de salón; todavía más sorprendentes si vemos hacia atrás a los grandes
magos elementales de una época más temprana, esos individuos que ponían
montañas en movimiento perpetuo y destruían —y creaban— reinos
enteros.

—De Las Vidas y Hazañas de Grandes Magos Elementales

2. La clasificación del Dominio como un principado en lugar de un reino ha


confundido frecuentemente a los magos. Ciertamente no es un microrreino:
con un área de más de doscientos cincuenta y nueve mil kilómetros
cuadrados, es uno de los reinos mágicos más grandes de la Tierra, e
históricamente, uno de los más influyentes.

Según la leyenda, la noche antes de su coronación, Titus el Grande, el


unificador del Dominio, tuvo un sueño en el que una voz gritó: “¡El Rey está
muerto y su casa caída!”. Para evitar ese destino, se coronó a sí mismo
Maestro del Reino, estilizado como Su Alteza Serena, un príncipe en lugar
de un rey. El ardid funcionó: Vivió hasta una edad avanzada, y su casa ha
perdurado. Hoy, cuando la mayoría de los otros monarcas y príncipes son
testaferros sin poder real, la Casa de Elberon permanece como un fenómeno
374

extraño entre los reinos mágicos: una dinastía en el poder.

—De El Dominio: Una Guía de su Historia y Costumbres

3. La separación de las poblaciones mágicas y no mágicas nunca ha sido


absoluta, tomando en cuenta comunidades de magos vestigiales que
optaron por no unirse a una sociedad de magos más grande o
subsecuentemente se fueron.

Los no magos, con sus crecientes avances en ciencia y tecnología, algún día
podrían plantear una amenaza para la raza de los magos. Pero a lo largo de
la historia, la amenaza más grande para los magos ha sido siempre otros
magos. Nunca hubo una cacería de brujas exitosa sin la cooperación de
magos dispuestos a volverse contra los suyos. Por esa razón, los magos que
permanecen entre no magos están sujetos a las regulaciones más estrictas.

Los Exiliados de la Insurrección de Enero presentaron un escenario curioso.


Para el momento en el que la revuelta había sido reprimida, no había otros
reinos mágicos hacia los cuales sus simpatizantes pudieran huir: Atlantis
era el dueño de todo el mundo mágico. Entonces escogieron vivir entre no
magos y planear su regreso dentro.

—De Un Sondeo Cronológico de la Última Gran Rebelión

4. Estos días, el término “bruja de la belleza” se ha vuelto bastante diluido.

Por un lado, las señoritas destacadas en las pasarelas y en la moda son


referidas como brujas de la belleza en algunas ocasiones. Por otro lado,
también se ha convertido en un eufemismo para prostitutas, mucho para la
molestia de verdaderas brujas de la belleza que se consideran a sí mismas
muy por encima de esas meretrices tan comunes.

Para los propósitos de este libro, debemos aferrarnos a la definición clásica


de “bruja de la belleza”: una mujer con una gran belleza y gusto elegante
que es bien versada en la música, literatura y arte y que puede conversar
inteligentemente sobre la mayoría de temas habidos y por haber. Puede o
no depender económicamente de la generosidad de un protector, pero no
tiene otra profesión más que sus atracciones personales.
—De Belleza Sublime: Las Siete Brujas de la Belleza Más Célebres de Todos
375

los Tiempos

5. Poco después del advenimiento de la teleportación, los magos se dieron


cuenta que este revolucionario nuevo medio de transporte presentaba un
serio problema para la seguridad de las instituciones públicas y casas
privadas por igual. Un mago que ha visto el interior de un edificio puede
teleportarse dentro del mismo en cualquier momento, lo que derrota el
propósito de tener paredes en primer lugar.

Una serie de ingeniosas —y a veces cómicas— soluciones entraron en vigor.


¿Quién puede olvidar el Hogar Nevor-SameTM, que cambiaba el color de las
paredes y muebles de una casa después de cada visitante? Aleatoriamente,
uno podría agregar, conllevando a algunos de los interiores más feos que
alguna vez asaltaron los ojos de un mago.

Hoy en día, disfrutamos de hechizos avanzados y discretos para proteger


nuestras moradas de teleportadores mal intencionados. Los hechizos
enlistados en esta sección, cuando son implementados correctamente, están
garantizados para repeler intentos de teleportación sin autorización a su
casa*.

*Ninguno de estos hechizos, solo o en combinación, funcionan cuando está


involucrado un cuasi-teleportador. Por lo tanto, estamos terriblemente
contentos de anunciar que los cuasi-teleportadores se han convertido en
virtualmente imposibles de encontrar.

—De Consejos para el Propietario Principiante

6. El nuevo surgimiento de Atlantis como poder mágico dominante fue, de


muchas maneras, un evento sorpresivo. La isla, aunque grande —casi del
doble del tamaño del Dominio— no es indicada para una civilización a gran
escala. El frenesí volcánico detrás de su creación era muy reciente, su
interior demasiado escarpado y angular. La mayoría del terreno es basalto,
arduo para caminar, imposible de cultivar. La vida marina, asombrosamente
abundante cuando los magos pisaron por primera vez la isla, llegó a estar
peligrosamente cerca de una reducción irreversible en varios puntos en su
historia de ochocientos años.
Doscientos de estos ochocientos años, de hecho, fueron conocidos como los
376

Siglos de Hambruna. El aislamiento de la isla, el primitivismo relativo al


transporte de larga distancia de la era, y la corrupción extendida entre los
miembros del clan real hicieron que las campañas de ayuda organizadas por
otros reinos mágicos fueran altamente inefectivas. Para el final de los Siglos
de Hambruna, la población de la isla había caído por al menos un 70 por
ciento.

Se cree que el Bane tuvo que haber nacido durante la última década de los
Siglos de Hambruna, en una sociedad devastada y anárquica. Si se hubiera
convertido todavía en el mago más influyente de la tierra si hubiera llegado
a ser adulto en un reino más próspero, solo podemos especularlo. Pero no
hay ninguna duda de que el caos y las privaciones de su juventud
influenciaron su deseo por el orden y el control a lo largo de su carrera.

—De Imperio: El Surgimiento del Nuevo Atlantis

7. Los magos con poderes elementales presentan desafíos adicionales a los


padres y cuidadores; no se puede disputar eso. La mayoría de los niños
pequeños se dejan llevar por berrinches de vez en cuando. Pero un mago
elemental bebé en un ataque de gritos podría cambiar los cimientos de una
casa o sofocar el aire de los pulmones de un compañero de juego, sin ni
siquiera quererlo. Y aun cuando los magos elementales crecen, todavía
podrían dejar inadvertidamente que sus poderes los sobrepasen.

En este capítulo apuntamos a presentar una lista completa de técnicas de


entrenamiento para interrumpir la conexión directa entre la ira de un mago
elemental y sus instintos para controlar los elementos. Ha sido dicho
repetidamente que la violencia es difícilmente el mejor sustituto, pero hasta
que aprendamos cómo controlar perfectamente las emociones de niños
pequeños, sus diminutos puños serán preferibles a sus —en ocasiones—
desproporcionalmente inmensos poderes.

—De El Cuido y Alimentación de tu Mago Elemental

8. Una mención rápida de contrahechizos antes de seguir con la primera


sección de hechizos. Los hechizos en este y en muchos otros libros de texto
no tienen contrahechizos. Pero nadie nunca se convirtió en archimago
usando hechizos que pueden ser encontrados en bibliotecas públicas.
Hechizos heredados de familia y hechizos innovadores, considerados mucho
377

más poderosos, son usualmente operados con un encantamiento que puede


ser dicho en voz alta —y por lo tanto escuchado por muchos— y un
contrahechizo que nunca es pronunciado, para preservar el secreto del
hechizo.

De la misma manera simbólica, los contrahechizos también son usados


algunas veces con contraseñas, para maximizar la efectividad y seguridad
de estas últimas.

—De El Arte y Ciencia de la Magia: Un Manual Básico

9. Tomó más de cincuenta años después de que la teleportación fuera


lograda por la población mágica general el aceptar que la teleportación no
es una habilidad universal. Hasta ese entonces, se creía que, con un
entrenamiento más temprano y mejor, y una siempre floreciente colección
de ayudas de teleportación, cada mago podría ser enseñado a teleportarse.
Padres nerviosos regularmente inscribían a niños tan jóvenes como de tres
años en clases de teleportación, por miedo a que, si empezaban más tarde,
crecerían para ser emús —pájaros incapaces de volar— menospreciados por
sus pares. La literatura médica de la época registraba múltiples instancias
de labores peligrosamente prematuras, causadas por madres embarazadas
provocando demasiadas teleportaciones en intentos erróneos de inculcar el
proceso en las mentes de sus bebés en gestación.

Pero antes de que la sociedad entera pudiera aceptar que la teleportación


no era posible para cada mago, tuvo que primero aceptar que los magos que
podían teleportarse seguido no podían hacerlo muy lejos. En los
emocionantes primeros años de la teleportación, los magos estaban
convencidos de que su rango de teleportación podría continuar mejorando,
mientras continuaran practicando. Cuando estos pioneros empezaron a ser
impedidos por límites personales, se lo atribuyeron a enseñanzas tardías,
entrenamiento incorrecto, y un entendimiento equivocado de los principios
de la teleportación, y alentaron a la siguiente generación a presionarse más
y más astutamente.

La mejor información disponible actualmente sugiere que entre el 75 y el 80


por ciento de los magos adultos son capaces de teleportarse. De esos, más
del 90 por cierto tiene un rango de una única teleportación de menos de
veinticuatro kilómetros. Solo un cuarto puede tolerar teleportaciones
consecutivas; el resto debe esperar al menos doce horas entre
378

teleportaciones.

Además, es ahora conocido que la teleportación empeora condiciones


médicas preexistentes. Madres embarazadas, los enfermizos, los ancianos,
y esos que se están recobrando de una enfermedad seria deben abstenerse
de teleportarse. En instancias raras, la teleportación ha sido conocida por
causar graves consecuencias en individuos de otra manera sanos.

—De La Guía Doméstica de los Magos para la Salud y el Bienestar

10. ¿Necesitas una varita? La respuesta corta es no, no la necesitas. El


funcionamiento de un hechizo requiere solo decisión y acción, y ha sido
probado concluyentemente que articular o decir las palabras de un hechizo
constituye acción.

¿Entonces por qué todavía usamos las varitas? Una razón es la herencia:
Hemos empuñado varitas por tanto tiempo, que parece grosero detenerse.
Otra es el hábito: Los magos están acostumbrados y unidos a sus varitas.
Pero más prácticamente, la varita actúa como un amplificador. Los hechizos
son más poderosos y más efectivos cuando son llevados a cabo con una
varita, razón suficiente para encontrar una que quede bien en tu mano.

—De El Arte y Ciencia de la Magia: Un Manual Básico

11. No mucho será dicho de los hechizos persuasibles aquí, dado a que son
tanto muy avanzados para el ámbito de este libro y, más importante,
ilegales.

Los filtros de amor son constantemente pronunciados erróneamente como


los mejores ejemplos conocidos de magia persuasible. Los efectos de los
filtros de amor, aunque violentos, son temporales. Los efectos de verdaderos
hechizos persuasibles, por otro lado, son desde semipermanentes a
permanentes. Y no buscan alterar emociones y comportamientos a corto
plazo, solo hechos percibidos. En otras palabras, son campañas de
información incorrecta.

Afortunadamente, no es fácil implementar hechizos persuasibles. Si el Sr.


Dedospegajosos es un conocido ladrón, ningún hechizo persuasible
cambiará esa percepción. Tampoco la magia persuasible ayudará a alguien
que ya sea sospechoso de mentir. Los hechizos persuasibles son solo
379

efectivos cuando (1) la audiencia a la que son dirigidos no sospecha para


nada y (2) la información incorrecta diseminada no corresponde a hechos
establecidos.

—De El Arte y Ciencia de la Magia: Un Manual Básico

12. La confirmación de la semana pasada por la Ciudadela de que la


Princesa Ariadne está de hecho esperando su primer hijo terminó meses de
especulación, y levantó todavía más preguntas.

El decreto de la sucesión gobernante de la corona especifica solo que un


heredero debe ser un primogénito del linaje de Titus el Grande. No se hace
ninguna mención de la legitimidad.

Con unas pocas excepciones notables, la mayoría de los bastardos nobles


se han abstenido de poner un reclamo del trono. Pero las fuentes del
Observador creen que la Princesa Ariadne pretende declarar a su
primogénito como heredero de la Casa de Elberon.

La declaración, si llegara, no debería ser cuestionada en aspectos de


legalidad. Pero la mayoría de los magos encuestados por el Observador de
Delamer son de la opinión de que merecen saber la paternidad de un futuro
príncipe o princesa gobernante. La negativa firme de la princesa de
mencionar el nombre del padre de su hijo ha dañado su reputación prístina
de otra época. Los rumores crecieron como la espuma, muchos lanzando
dudas sobre tanto el carácter de la princesa y su aptitud para reinar.

—De “El Obstáculo de la Princesa,” El Observador de Delamer.

8 de junio, Año del Dominio 1014

13. La siguiente es una reproducción de un panfleto clandestino de la era


de la Insurrección de Enero.

Tenemos malas noticias de nuestros amigos en el Subcontinente.


La ofensiva en el Hindu Kush ha fracasado catastróficamente.
Sobrevivientes informan de vehículos aéreos Atlantes de un tipo
nunca antes visto, carros blindados y cerrados que repelen cada
hechizo de asalto conocido.
Para hacer las cosas cien veces peor, los carros blindados rocían
380

una poción mortal a su paso. La poción es clara y no huele.


Muchos de los combatientes de la resistencia en el campo al
principio creyeron que era precipitación natural y creyeron que el
deceso de sus colegas era casualidades de la batalla. Pero
después, cuando las masivas muertes de civiles fueron incluidas
en las trayectorias de vuelo de los carros blindados, nuestros
amigos no tuvieron más remedio que concluir que Atlantis había
revelado una nueva arma aterradora, la lluvia de la muerte.

—De Un Estudio Cronológico de la Última Gran Rebelión

14. No se puede enfatizar lo suficiente que la magia de sangre no es lo mismo


que la magia de sacrificio. La magia de sacrificio, ni que decir, siempre ha
sido tabú en reinos mágicos. Los magos que deciden romper el tabú suelen
hacerlo entre no magos, manipulando los rituales religiosos locales para
satisfacer sus propios fines.

La magia de sangre no requiere tomar vidas o mutilar partes del cuerpo.


Además, sus hechizos, contrariamente a la creencia popular, no drenan el
cuerpo. Sólo se necesita una cantidad muy pequeña de sangre para
alimentar un hechizo, y esa sangre debe venir de participantes dispuestos.
Sangre derramada por la fuerza no guarda secretos ni vincula a nadie en
juramentos.

—De El Arte y la Ciencia de la Magia: Una Cartilla

15. Cabe recordar que los avances en la magia no siempre siguen una
progresión lineal: Algunos desarrollos comúnmente considerados como
modernos no son más que los últimos redescubrimientos de lo que había
venido antes. Médicos de la corte para los gobernantes de Mesopotamia, por
ejemplo, habían formulado clases enteras de hechizos profilácticos. Los
hechizos fueron finalmente perdidos en la guerra, incendios y otros estragos
de la Fortuna, pero los registros sobrevivieron para dar fe de su eficacia
milagrosa.

Para considerar un ejemplo más actual, historiadores mágicos han


argumentado durante años que el libro de riesgo, tal vez la aplicación mágica
de mayor éxito en una generación, no es más que una adaptación comercial
de dispositivos que habían sido empleados durante siglos por la Casa de
381

Elberon para instruir y formar a sus jóvenes herederos, sobre todo en


tiempos de adversidad. Documentos recientemente revelados concernientes
a la Última Gran Rebelión parecen indicar que el príncipe Titus VII de hecho
tenía en su disposición dispositivos que realizan muchas de las funciones
de los actuales libros de riesgo, solo que mejor.

—De “Todo lo viejo es nuevo otra vez”, El Observador de Delamer,

2 de diciembre, Año del Dominio 1151

16. La Coalición por Magia más Segura y la Liga de Paternidad Sensata —


en adelante los abajo firmantes— por la presente piden al Ministerio de
Educación eliminar todas las menciones de transfiguración mago a animal
de libros de texto destinados a los establecimientos educativos de primaria
y secundaria.

Cada año, decenas de magos jóvenes, curiosos por la alusión en estos libros
de texto, intentan tal transfiguración. Inventan pociones terribles, a menudo
tóxicas, aplican erróneamente hechizos, y causan incendios y explosiones
en el hogar y en la escuela, por no mencionar el daño a su persona. Sólo en
este invierno pasado, ha habido un mago incapaz de respirar normalmente
por hacerse crecer branquias; otro resultó casi ciego después de adquirir
visión de murciélago; y un tercero quién perdió todo su cabello por mudar
de piel. Que los casos hayan sido reversibles no atenúa su gravedad.

—De la Petición Nº 4391, presentada ante


el Ministerio de Educación, 21 de Abril, Año del Dominio 1029

17. La aceptación pública del Bane de magos mentales marcó un hito en su


ascenso. Hasta entonces, los magos mentales, incluso los valorados como
herramientas de tortura y extracción, se habían mantenido siempre fuera
de la vista, no reconocidos y ciertamente nunca honrados.

Pero el Bane los sacó a la luz pública y les dio algunos de los más altos
cargos de su imperio. Y no sólo los de nacimiento Atlante, sino magos
mentales de muchos reinos, en el conocimiento seguro de que su primera
lealtad siempre sería para él, quien los elevó a cargos de confianza y
distinción, y no a los reinos nativos que los habían tratado con miedo y
382

repugnancia.

—De Un Estudio Cronológico de la Última Gran Rebelión

18. El poder de un mago mental potente es a menudo comparado con el de


un taladro, perforando a través del cráneo para llegar a su cantera. Pero la
verdad es un poco más compleja. En una investigación, la mente de un mago
mental, aunque dominante, está en un sentido tan expuesta como la mente
de su presa, tan vulnerable como es devastador.

—De El Arte y la Ciencia de la Magia: Una Cartilla

19. Como cualquier persona que ha leído una historia de malos entendidos
sabe, oír parte de una conversación, sin el contexto adecuado, puede llevar
a conclusiones erróneas devastadoramente.

Por esa razón, entre los videntes, los que ven el futuro en largos tramos
intactos se consideran mucho más dotados que aquellos a quienes sólo
destellos rápidos son revelados, ya que cortos atisbos caóticos son mucho
más propensos a errores de interpretación, si es que pueden ser descifrados
en absoluto.

Aún más raro son los videntes que pueden ver el mismo conjunto de eventos
futuros en repetidas ocasiones, permitiéndoles notar una mayor textura y
detalles con cada iteración. Estas visiones se convierten en las señales más
inequívocas a lo largo del de otro modo impredeciblemente desviante camino
que es el avance del tiempo.

—De Cuando Lloverá y Cuánto: Visiones Tanto Luminosos y Ordinarias

20. Es difícil predecir lo poderoso que un mago elemental niño llegará a ser.
Un pequeño mago elemental que puede mover los cimientos de una casa en
una rabieta puede ser capaz de levantar no más de un bloque de piedra de
un cuarto de tonelada siendo adulto.

A veces ocurre lo contrario. Un mago elemental que puede mover no más de


un bloque de piedra de un cuarto de tonelada bajo circunstancias normales
puede muy bien lograr levantar algo veinte veces más pesado cuando su
383

vida depende de ello.

—De La Vida y Hechos de Grandes Magos Elementales

21. El wyvern es el carnívoro raro que consiente ser domesticado. Pero los
wyverns nacidos en cautiverio tienden a ser más lentos y menos feroces.
Esto está bien para los magos que desean mantener wyverns como
mascotas, pero es insatisfactorio para los magos que compiten con wyverns
o para aquellos que buscan un feroz dragón protector.

Los wyverns nacidos y criados en el medio silvestre y domesticados


posteriormente son, por tanto, mucho más deseables. Se ha convertido en
práctica establecida de maestros de establo poner los huevos de sus
preciados wyverns en los nidos de wyverns salvajes, y más tarde rastrean a
los wyverns jóvenes en una etapa justo antes de la madurez para domarlos
y traer de vuelta al redil.

—De La Guía de Campo del Observador de Dragones

22. El establecimiento de una zona de no-teleportación permanente requiere


de una intensiva inversión inicial de tiempo, no puede ser apresurado. La
creación de una zona de no-teleportación temporal, sin embargo, requiere
no tiempo, sino trabajo.

Unos pocos amigos en un viaje de campamento pueden gestionar una zona


de no-teleportación temporal alrededor de su tienda de campaña en
aproximadamente una hora. Unas pocas decenas de amigos pueden hacer
lo mismo con un pequeño parque público, para tener ellos mismos una
fiesta, siempre que primero consigan los permisos, por supuesto. Ejércitos,
con su mucho mayor número de magos a mano, han sido conocidos por
convertir pequeñas ciudades en zonas de no-teleportación temporales
durante la noche.

—De El Arte y la Ciencia de la Magia: Una Cartilla

23. La edad de oro de la magia elemental se considera generalmente haber


terminado hace casi un milenio con la muerte de Leopold Sidorov y Manami
Kaneshiro, quienes pasaron sus carreras en una rivalidad virulenta y
384

murieron en un duelo que los mató a ambos, junto a un número de


espectadores desafortunados.

Cientos de años pasaron sin que el próximo verdaderamente gran mago


elemental llegara. Se había convertido en sabiduría aceptada que otro nunca
sería vislumbrado cuando Hesperia la Magnífica alcanzó sus poderes, una
de los más grandes entre los grandes.

Esto en su lugar nos da la esperanza de que todavía podemos ver a un mago


elemental inmensamente formidable en nuestra vida.

—De La Vida y Hechos de Grandes Magos Elementales


THE PERILOUS SEA
385

espués de pasar el

D verano lejos el uno del


otro, Titus e Iolanthe
(aún disfrazada de Archer Fairfax)
están ansiosos por volver al
Colegio Eton para reanudar su
entrenamiento para combatir al
Bane. Aunque ya no está atada a
Titus por un juramento de sangre,
Iolanthe está más comprometida
que nunca a cumplir su destino,
especialmente con los agentes de
Atlantis acercándose rápidamente.

Poco después de llegar a la escuela,


sin embargo, Titus hace un
sorprendente descubrimiento, uno
que le hace cuestionar todo lo que
creía anteriormente acerca de su
misión. Frente a esta devastadora
realización, Iolanthe se ve obligada
a llegar a un acuerdo con su nuevo
papel, mientras que Titus debe elegir entre seguir las profecías de su madre
y forjar un camino divergente a un futuro desconocido.
386

SHERRY THOMAS
herry Thomas es una de las autoras

S románticas más aclamadas de hoy. Sus


libros reciben regularmente reseñas con
estrellas de publicaciones comerciales y se
encuentran con frecuencia en las listas de
mejores del año. También es ganadora en dos
ocasiones del prestigioso Premio RITA de
Escritores de Romance de Estados Unidos.

El inglés es el segundo idioma de Sherry, ha


recorrido un largo camino desde los días en que
hizo su laborioso camino a través de Sweet Savage Love de Rosemary Roger
con un diccionario Inglés-Chino. A ella le gusta excavar hasta el núcleo
emocional de las historias. Y cuando no está escribiendo, piensa en el zen y
extravagancia de su profesión, juega juegos de ordenador con sus hijos, y
lee tantos libros fabulosos como puede encontrar.
AGRADECIMIENTOS
387

Moderadora
Mari NC

Staff de traducción
âmenoire90 flochi PaulaMayfair

Anelynn* Helen1 Pilar

aniiuus HeythereDelilah1007 scarlet_danvers

AnnaTheBrave Jessy Selene

areli97 karliie_j Selene1987

BookLover;3 Mari NC Shilo

daianandrea martinafab Verae

Dianna K OriOri ƸӜƷKhaleesiƸӜƷ

otravaga

Staff de corrección
AliciaConi Mae Selene

aniiuus Jut Shilo

G.Dom Mari NC Veroonoel

Nanis

Recopilación y revisión Diseño


Mari NC Mari NC y ƸӜƷKhaleesiƸӜƷ
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