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Inmoral
Logan es la estrella del equipo de fútbol americano del instituto. Es sexy,
poderoso e invencible. Todas las chicas sucumben a su encanto y consigue
lo que quiere con un chasquido de dedos.
Excepto con Izzie. Su futura hermanastra le planta cara, le molesta y se
niega a dejarse intimidar.
No debería encontrar eso excitante. No debería desearla, ni soñar con ella,
ni con sus besos y noches desenfrenadas.
Sus padres van a casarse, la sociedad se lo prohíbe y les considerarían unos
apestados, pero ¿cómo resistirse?

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Convivir con mi jefe


Étienne es frío, carismático y no teme los desafíos.
Siempre tiene todo bajo control, incluso el más mínimo detalle… hasta que
una pequeña contable con un estilo muy peculiar y flores en el pelo se
impone en su vida cotidiana.
Lizy es espontánea, está llena de vida, se ríe y se salta las normas, habla de
todo menos de su pasado… Y le vuelve loco. Sin embargo, es imposible
despedirla.
Ella necesita un trabajo y un lugar donde vivir; él, una falsa prometida…
¿Llegarán a un acuerdo?

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California High School


¡Bienvenidos a Laguna Beach! Aquí todo el mundo es guapo, delgado, rico
y competente. Vamos, que yo no sé qué pinto.
Tras la muerte de mi abuela, que me crio como a una hija, tuve que dejarlo
todo para venir a vivir a este mundo aséptico con una madre que nunca me
ha querido.
Para empeorar las cosas, trabaja como mujer de la limpieza para la familia
de Zack Miller, el chico más guapo, sexy y popular de mi nuevo instituto.
Es el capitán del equipo de fútbol, y tiene una mirada azul atormentada y
unos músculos que no son de este planeta.
Todas las chicas están locas por él (incluida yo, no lo niego). Ya sé que está
fuera de mi alcance y no puedo acercarme a él, pero es difícil mantener las
distancias cuando vivimos prácticamente bajo el mismo techo…

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Conviviendo con mi mejor enemigo


¡Por fin ha llegado el momento de terminar la universidad y comenzar una
nueva etapa!
Tras seis años de duro trabajo en Nueva York, Lexie acaba de graduarse, y
¿qué mejor manera de celebrarlo que yéndose de vacaciones un mes y
medio con su salvaje grupo de amigos?
Miley, Noah, Scott, Calum y Lexie vuelan a México con una sola cosa en
mente: ¡divertirse y darlo todo!
Pero lo que Lexie no tenía previsto era enamorarse de Calum, su «mejor
enemigo» desde el instituto, que además es el mejor amigo de la infancia de
su exnovio, Scott.
Siempre se han odiado, pero ello no impide que la tensión y la tentación
sean ahora lo que predomine. Sobre todo porque, en la gran villa que les ha
dejado la tía de Lexie, basta con abrir discretamente la puerta de la
habitación contigua para ceder al deseo…

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Querido y odiado vecino


Emmett está tatuado, es salvaje e intimidante. Todo el mundo le respeta y le
teme… excepto su vecina Hailey. Guapa, torpe y espabilada a partes
iguales, se atreve a plantarle cara y sobrepasar cualquier barrera que él
interponga.
La atracción sexual y el amor que crecen entre ellos son cada vez más
fuertes, pero ¿podrán enfrentarse juntos a los secretos turbulentos de
Emmett?

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Sonia Birdy
LA INICIACIÓN
1.

Leila
Odio el invierno. Es frío, gris y triste. También odio esta ciudad. En
realidad, eso no es cierto. París me encanta, pero solo conozco la periferia.
Resido en La Courneuve1; un nombre demasiado bonito para un barrio tan
pobre y poco interesante. Aquí nada resulta atractivo; todo lo que hay son
descampados.
Me llamo Leila, tengo diecisiete años y vivo con mi madre; mi hermana,
Sonia; mi hermano, Rayan, y también con mi padre, el Verdugo, quien no
conoce otro modo de expresión que no sea la violencia. Vivimos en un
pequeño apartamento destartalado y a menudo nos cuesta llegar a fin de
mes. Aunque mi padre empezó a trabajar hace poco en una fábrica de
coches, no nos llega el dinero, así que hago todo lo que puedo para ayudar:
trabajo como dependienta los fines de semana, limpio casas, hago de
canguro o doy clases después del instituto. No gano mucho, pero algo es
algo. A veces me siento tentada de guardarme el dinero para mí, de
comprarme algo de ropa, que me hace falta. Es increíble que, con casi
dieciocho años, nunca haya podido hacerlo. La poca ropa que tengo es de
mi prima, que es mayor que yo, y me tengo que conformar con lo que ya no
le sirve. Según mi padre, es una manera de ahorrar. A mi hermana pequeña,
Sonia, le va mejor que a mí porque tiene las mismas medidas estupendas
que sus amigas y a menudo le regalan la ropa.
En estas condiciones, es muy difícil ir a la última; porque, además, mi
prima es dos tallas más grande que yo. Aunque mi talento como costurera
me ayuda a ajustar ciertas prendas, a veces voy un poco ridícula. Por eso,
algunas chicas populares del instituto me utilizan como saco de boxeo. Mi
aspecto y mi timidez me han convertido en su presa ideal desde hace años.
Sé muy bien que soy diferente: no voy a la moda ni me gusta presumir.
Y, si alguna vez se me olvida, puedo contar con esas engreídas para que me
humillen y me lo recuerden… No entiendo el placer de burlarse de alguien
que no te ha hecho nada y que ocupa la mayor parte del tiempo intentando
ser invisible y pasar inadvertida. Pero, bueno, qué le voy a hacer… En lugar
de venirme abajo, me trago las lágrimas y el orgullo mientras intento
ignorarlas. De cualquier modo, pronto acabaré el instituto y diré adiós a este
infierno.
—Leila, ¿qué quieres por tu cumpleaños?
Mi hermana irrumpe en la habitación y corta el hilo de pensamientos.
Salta sobre la cama con ímpetu. Sonia desempeña un papel esencial en mi
vida. A sus dieciséis años —casi diecisiete, como le gusta decir— es a la
vez una hermana y una mejor amiga. Ella es la que tiene amigos mayores,
la superpopular, la que se atreve con todo y no tiene miedo a nada. Excepto
a nuestro padre. Pero, por suerte para ella, la castiga bastante menos que a
mí.
—¡Ni idea! —le confieso—. Unos vaqueros nuevos o una mochila.
Empiezo la universidad en octubre, así que…
—Pero ¡qué dices! ¡Eso es demasiado! Cumples dieciocho años: debería
sobrar con un paquete de pañuelos de papel —dice con sorna antes de
tirarme un cojín a la cara.
—¡Vale, tranquila! ¿Qué tenías en mente?
La sonrisa traviesa que se dibuja en esa cara angelical me dice que ya
tiene una idea muy precisa.
—Pensaba organizar una salida nocturna a París. ¡Puede que hasta nos
vayamos de fiesta!
—Pero ¿tú estás loca? No podemos ir ni a la vuelta de la esquina sin
buscarnos un lío con papá o con Rayan.
—¡No te preocupes, tengo un plan!
—Chicas, ¡venid a ayudarme con la cena!
Mamá nos llama desde la cocina. Sonia y yo suspiramos al unísono,
dejamos de fantasear y salimos de la habitación.
Cuando la comida está lista, pongo la mesa mientras mi hermano y mi
padre ven la televisión. No consideran necesario ayudar. Eso hace que me
hierva la sangre, pero no digo nada: he recibido suficientes golpes en mi
vida para saber que una mujer debe «cerrar la boca y servir a los hombres»;
ese es su trabajo.
—¡A la mesa! —anuncia mi madre.
Toda la familia se instala alrededor de la mesa en silencio. Empiezo a
servir a mi padre, que me acerca el plato. Al cogerlo, me tiemblan los
dedos. El plato se me escapa de las manos y termina hecho añicos contra el
suelo. Como es de esperar, mi padre entra en cólera y, un segundo después,
una mano impacta contra mi mejilla. Siento cómo la cabeza se me va hacia
un lado y, a continuación, un dolor ardiente y familiar me recorre la cara.
—¡Presta más atención! ¿Sabes cuánto cuesta eso? ¡Cómo se nota que no
lo has pagado tú! —me grita como si acabase de cometer el peor de los
crímenes.
Mantengo la mirada fija en el suelo, demasiado aterrada para
enfrentarme a esos ojos oscuros. Los labios me tiemblan mientras me
arrodillo para recoger los pedazos.
—Lo… lo siento.
Apenas me atrevo a hablar y lucho por evitar que las lágrimas fluyan. Sé
lo mucho que le enfada verme llorar. Como suele decir, soy una enclenque y
eso es todo lo que sé hacer: lloriquear.
Oigo a mi madre levantarse para ayudarme.
—¡No! Déjala. ¡Es culpa tuya que sea una inútil, se lo haces todo!
Ahogo los sollozos, me levanto y llevo los restos del plato al cubo de la
basura antes de volver a sentarme con cuidado de no hacer ruido y la nariz
hundida en la sopa. Hago todo lo posible para que no se note mi presencia.
Si dejo de respirar, quizá pueda escapar de su ira.
—Ahora que vas a cumplir dieciocho años, ¡deberías buscar un trabajo
de verdad! Así, si rompes algo, ¡al menos lo podrás pagar! —dice tras unos
minutos de pesado silencio.
Está claro que no ha acabado conmigo.
—¿Y la universidad? —me atrevo a preguntar—. Saco buenas notas, me
gustaría estudiar…
Me interrumpe golpeando la mesa con el puño. Estoy asustada; espero
que no me pegue otra vez.
—¡No estaré siempre aquí para alimentaros a todos! Encuentra un
trabajo para ayudar a tu familia en lugar de ir a la universidad. Estudiar no
sirve de nada. No conozco a ningún imbécil tan tonto como para contratar a
una torpe como tú, ¡incluso con un título universitario!
Abandona la sala con brusquedad y terminamos de cenar sumidos en un
ambiente gélido. No culpo a mi madre ni a mi hermana por no intervenir.
Solo habría empeorado la situación. Las tres lo sabemos de sobra.
Vuelvo a mi habitación, me meto en la cama y repaso mentalmente la
escena de esta noche. Las lágrimas amenazan de nuevo con derramarse;
entonces, me toco la mejilla y siento el dolor causado por su brutalidad.
¿Por qué mi padre es así de violento? Ahora, además, me exige que
encuentre un trabajo.
Suspiro, desolada, pero no lloro. Será mejor que me ponga las pilas.
Después de todo, puede que no sea una mala idea. Al menos podría
comprarme cosas de vez en cuando, salir de este piso, mejorar mi aspecto y
ayudar a mamá…
Solo espero que eso no me impida estudiar.

1. Municipio de extrarradio situado al norte de París y con fama de pobre


e inseguro.
2.

Leila
Unas semanas más tarde
—¡Espabila, que llegamos tarde! —se impacienta Sonia desde el umbral
de la puerta.
Hoy es mi cumpleaños y mi hermana se las ha arreglado para idear un
plan increíble. Por regla general, no se nos permite salir, ya que mi padre y
mi hermano consideran que el lugar de una mujer está en la casa, donde no
puede atraer la mirada maliciosa de los hombres. Pero, esta noche, Sonia ha
conseguido convencer a Rayan para que se vaya el fin de semana con los
amigos y papá trabaja de noche, de modo que no volverá hasta la
madrugada.
Hace poco, mi hermana encontró un trabajo de fin de semana en una
perfumería de los Campos Elíseos. Con su carisma, no le costó mucho
conseguir el permiso de nuestros padres, obligatorio por ser menor de edad.
Aunque le da una buena parte del salario a nuestro padre, le queda
suficiente dinero para que disfrutemos un poco, ¡como esta noche!
Una vez en la calle aceleramos el paso para que los hombres del barrio
no noten nuestra presencia. En la esquina, un Peugeot 206 de color gris nos
espera.
—¡Hola, chicas! ¿Listas para salir de fiesta esta noche? —nos llama
desde el coche una pelirroja.
—¡Lisa! Te presento a mi hermana, Leila.
—¡Hola!
La amiga de Sonia me mira de arriba abajo.
—Tía, ¡no me habías dicho que tu hermana estaba buenísima! Si lo
hubiera sabido, me habría arreglado un poco más… ¡Todos van a caer
rendidos a sus pies en cuanto la vean!
Me sonrojo. ¿Buenísima yo? ¿Necesita gafas? Me dicen a menudo que
soy guapa de cara, pero estoy demasiado delgada y tengo un aspecto
desaliñado. No me parezco en nada a todas esas chicas preciosas que veo en
las revistas.
Mientras mi hermana y Lisa hablan del trabajo en la perfumería, yo
admiro las vistas a través de la ventanilla del coche. La belleza de París me
deslumbra. A pesar de haber crecido a pocos kilómetros de la ciudad,
apenas he tenido oportunidad de visitarla.
Dios mío, ¡no puedo creer que esté a punto de celebrar mi cumpleaños
en París!
Veo mi amplia sonrisa reflejada en el cristal.
¡Una fiesta, por fin!
El trayecto resulta ser mucho más corto de lo que imaginaba. Hemos
llegado a nuestro destino: la casa de Lisa, en el distrito XVIII.
—Pasad, chicas, ¡sentíos como en casa!
El apartamento es pequeño pero acogedor, decorado con gusto y
sencillez.
—¿Qué queréis tomar? ¡Tengo vodka! —nos ofrece con amabilidad
mientras recoge nuestros abrigos.
—Un vodka con Red Bull para mí —responde Sonia.
Lisa desaparece en la cocina para preparar las bebidas y yo aprovecho
para regañar a mi hermana.
—¿Estoy soñando o te vas a tomar un cubata?
—Sí, ¿y? Tú deberías tomarte uno también. Para una vez que salimos
hay que aprovechar al máximo. ¿Cuándo será la próxima vez que podamos
divertirnos? ¡Deja de ser una mojigata y disfruta! Sabía que mi hermana
tenía amigos mayores, pero no puedo creer lo cómoda que se siente en el
papel de fiestera. En este ambiente no me siento la hermana mayor. Nunca
he ido a una fiesta ni he bebido alcohol.
Nuestra anfitriona vuelve con una bandeja repleta de todo tipo de
aperitivos que coloca en la mesa.
—Y tú, ¿Leila? No me has dicho qué quieres beber.
Vacilo antes de responder:
—Otro vodka con Red Bull…
Mi hermana me dedica una sonrisa de satisfacción.
—¡Un brindis por la cumpleañera!
El vodka tiene un sabor amargo y me quema la garganta. Toso después
del primer trago y ambas se ríen de mí. Lisa me mira de pies a cabeza
durante unos segundos:
—No pensarás salir vestida así, ¿no?
Me sonrojo, avergonzada, y evalúo el atuendo: un par de vaqueros sin
gracia y una camiseta de tirantes. No es lo ideal para una fiesta, pero tengo
muy poca ropa, y, por lo tanto, muy pocas opciones.
—Sí, ¿por?
—Nena, ¡que estamos en París! No te van a dejar entrar en ninguna
discoteca vestida así, te lo aseguro.
—¡Oh!
Hago un mohín, un poco ofendida.
—Ven, que voy a hacerte un cambio de imagen.
De pie en un rincón de su cuarto, la observo mientras rebusca en el
armario. Repasa las perchas una tras otra, muy concentrada, hasta sacar un
minivestido negro y muy ajustado.
—¡Toma, pruébate este!
Dudo y miro a mi hermana, que está al otro lado de la habitación; ella ya
se cambió de ropa en el coche y me anima con un gesto de la mano. Me
pongo el vestido, que apenas me cubre el culo. El escote es indecente y me
hace las tetas enormes.
—¡Parezco una puta! —exclamo.
Las dos estallan en carcajadas.
—No, ¡pareces una joven de dieciocho años que va a la moda! —afirma
Lisa—. Ahora vamos a elegir los zapatos.
Me entrega unos elegantes de color negro y con tacón bajo.
—Son preciosos.
—¡Genial! ¡Quédatelos! ¡Y el vestido también! Son mi regalo de
cumpleaños.
—¡Muchas gracias! ¡Me encantan!
No me lo puedo creer. Nunca había tenido algo tan bonito. Hablo de los
zapatos…, porque al vestido me va a costar acostumbrarme.
—Y ahora… ¡el toque final!
Lisa me quita la goma del pelo para arreglarlo. Tras una pasada rápida de
plancha y un poco de maquillaje, no me veo tan mal. Los ojos parecen más
grandes, el brillo hace que los labios tengan un aspecto más turgente y los
tacones hacen las piernas mucho más largas. Me sonrojo al mirarme en el
espejo y, por primera vez en la vida, me siento guapa.
—Leila, ¡estás increíble! Con este aspecto triunfarás seguro.
La amabilidad de Lisa me desconcierta. Desde luego, ya no parezco la
chica desaliñada de la que todo el mundo se ríe en el instituto.
Los demás invitados van llegando poco a poco. Todos son muy
agradables. Bebemos, hablamos y bailamos al ritmo de la música. Los
observo con envidia. Para ellos, es un sábado noche cualquiera; para mí, la
mejor noche de mi vida, y desearía que durara para siempre.
—Venga, ¡nos vamos! —anuncia Lisa de repente.
—¿A dónde?
—¡Al Cab, uno de los mejores garitos de la ciudad! —me responde
Sonia.
—¡Pero si eres menor de edad! —exclamo, preocupada.
—¡Calla! Eso no tiene por qué saberlo nadie. Pasaré desapercibida entre
el resto del grupo. Será fácil, ¡ya verás!
Soy menos optimista que ella. Después de todo, ninguna de los dos ha
pisado nunca una discoteca…, o eso creía; ya no estoy segura.
Sigo a la gente sin protestar hasta el aparcamiento y nos ponemos en
marcha. Me siento junto a Nicolás, la oveja negra del grupo. Fija la mirada
en mí con una sonrisa dibujada en el rostro:
—Eres muy guapa, ¿sabes?
—¡Gracias!
Estoy exultante por dentro, nunca había recibido tantos cumplidos.
—Madre mía, cari, si no fuese gay…
¿Qué es eso de llamar «cari» a todo el mundo?
—Hoy cumples dieciocho —continúa—, ¿preparada para estrenarte?
Me atraganto con mi propia saliva y lo miro sin saber qué decir. ¿Quién
le suelta algo así a alguien que acaba de conocer?
—Tienes pinta de virgen, ¿me equivoco?
Arquea una ceja antes de regalarme un guiño travieso. ¡Este tío es
imbécil! Paso de responder. Estoy abochornada; todos dentro del coche se
ríen, incluso Sonia. Me pongo tan colorada que podría competir con un
tomate. ¿Virgen? ¡Si él supiera! Ni siquiera he besado a un chico.
—No te preocupes —me tranquiliza mi hermana—. Nicolás siempre es
así, vulgar y provocador, ¡pero lo queremos igual!
No sé si llegaré a acostumbrarme, pero es mi noche y voy a disfrutarla,
¡pase lo que pase!
Entramos en la discoteca sin problemas. La verdad es que Sonia aparenta
ser mayor de lo que es y el guardia no parece darse cuenta. ¿O será que le
importa un pimiento siempre y cuando haya chicas con vestidos ceñidos en
el local? Una vez dentro nos dirigimos a una mesa en la que ya nos esperan
varias botellas de vodka y champán.
—¿Quién va a pagar todo esto?
La angustia me invade. No sé cuánto costará; lo que sí sé es que no tengo
con qué pagarlo.
—No te preocupes —responde Sonia—, el novio de Lisa nos invita.
Me siento y miro a mi alrededor, aliviada. La decoración de la discoteca
es fabulosa: las paredes y los asientos están recubiertos de terciopelo
púrpura y unos candelabros con aspecto retro cuelgan del techo. La pista de
baile no es muy espaciosa, pero ya la han asaltado los fiesteros, que bailan y
se mueven al ritmo de los últimos éxitos.
¿Es así como se pasa el sábado noche cuando se es joven y rico como
ellos? Estoy tan contenta de poder formar parte de esto por una vez en mi
vida que no puedo ocultar la emoción. Sonrío como una niña en una tienda
de chucherías.
Recorro con los ojos la inmensa sala, ahora sumida en la oscuridad. Sin
poder evitarlo, poso la mirada en un chico sentado con unos amigos en una
mesa enfrente de la nuestra. Es alto, con una cabellera de rizos dorados, los
ojos de un penetrante color verde selva y una sonrisa que desarmaría a
cualquiera. Nuestras miradas se cruzan durante unos segundos, antes de que
yo la baje al suelo. Cuando vuelvo a alzar los ojos, me doy cuenta de que
los suyos siguen fijos en mí. Aparto la mirada de inmediato. Estoy
incómoda. ¿Por qué me mira de ese modo? Me turba. No sé qué hacer con
mi cuerpo, así que me sirvo una copa para ocultar mi nerviosismo. En ese
instante, Nicolás se deja caer a mi lado y empieza a darme conversación:
—¿Te lo estás pasando bien, cari?
Sonrío y aprovecho para mirar con disimulo al atractivo desconocido,
que aún me observa con intensidad. Entorna los ojos y me siento desnuda.
El calor invade mi cuerpo. ¿Qué me pasa? ¡Tiene que ser el vodka! Sonia se
sienta a mi otro lado y me atrae a sus brazos.
—¡Feliz cumpleaños, Leila! ¡Te quiero, ya lo sabes! ¡Esta noche es para
que te diviertas y no pienses en nada!
Asiento y le doy un sorbo a la bebida. Tengo la impresión de que la
música está cada vez más alta. Se me nubla un poco la visión y siento todo
el cuerpo relajado. Converso con Nicolás, que me está contando su vida;
habla rápido y con ganas. Al final ha acabado por parecerme muy
simpático. Lo escucho entretenida mientras relata las últimas desventuras
con su exnovio hasta que, de pronto, se calla y me da un toquecito en el
muslo:
—Leila, ¿has visto que el apolo de ahí te está comiendo con los ojos?
Sigo la mirada de Nicolás y, como era de esperar, vuelvo a encontrarme
con el desconocido de ojos verdes, que no deja de observarme. Lleva el
vaso a la boca y se humedece los labios, carnosos. Me lanza una media
sonrisa que hace que se le marque un hoyuelo seductor en la mejilla. No sé
si es el alcohol, pero me muero por devolverle la sonrisa.
—Joder, ¿quién es ese tío? ¡Es modelo, fijo! ¡Te está devorando con los
ojos! ¿Por qué todos los guapos son heteros? Leila, ¡si no le hablas tú, lo
haré yo!
Nicolás se levanta con determinación, pero lo agarro de la muñeca.
—¡No! ¿Estás loco? Además, ¿qué quieres que le diga? Está claro que
no tenemos nada en común.
Me relajo cuando Nicolás se encoge de hombros y vuelve a sentarse a mi
lado. Niego con la cabeza y dejo de mirar a ese chico, que sin duda está
fuera de mis posibilidades.
La fiesta llega a su cénit y todas las canciones de moda suenan una detrás
de otra. Mi excéntrico compañero de mesa se entusiasma y baila como un
loco. De pronto, me agarra del brazo y me arrastra hasta la pista. Lo sigo sin
quejarme, todavía un poco intimidada por la multitud. Cierro los ojos para
evadirme del mundo que me rodea y me muevo al son de la música, al
principio, con timidez; luego, con más seguridad. El alcohol ha hecho
efecto y me ha liberado de cualquier complejo.
Unos minutos más tarde, siento cómo dos brazos se deslizan por mi
cintura desde atrás. Unas manos me tocan las caderas con delicadeza, al
compás de los movimientos. El olor a perfume masculino me embriaga. Al
principio, pienso que es Nicolás; pero, cuando oigo una voz ronca
susurrarme al oído, me doy cuenta de que me equivoco. Todo mi cuerpo
entra en tensión.
3.

Leila
—¿Cómo te llamas?
El apuesto desconocido hunde los labios en mi nuca y su aliento cálido
me acaricia la piel, lo que despierta un calor inoportuno entre los muslos.
Como no respondo, me coge del codo para girarme hacia él. Me topo con
los penetrantes ojos verde esmeralda. Nunca había visto una mirada tan
intensa y cautivadora. Es corpulento, muy atractivo, incluso más ahora visto
de cerca. Su piel es de un ligero tono bronceado y tiene la boca rosada y
carnosa, perfecta. Vuelve a preguntar cómo me llamo mientras lo analizo.
La voz grave y rota no hace más que aumentar su encanto. Pronuncia las
palabras despacio, con un ligero acento inglés. Boquiabierta y bloqueada
por el estupor, debo parecer idiota. Solo alcanzo a balbucear la respuesta.
—¡Lei… Leila!
Me mira los labios con apetito y a continuación sube la vista a mis ojos.
—Eres magnífica, Leila. ¿Me dejas que te invite a una copa?
—No, ¡ya he bebido bastante! —respondo, incapaz de poner en orden los
pensamientos.
Su mirada cambia. Parece un poco decepcionado.
—Pero podemos bailar, si te apetece.
—Sí, me encantaría.
¿De verdad he dicho eso en voz alta?
Enrosca los brazos alrededor de mi cintura y nos movemos al ritmo de la
música. Nuestros cuerpos están muy pegados. La sensación es maravillosa.
Nunca había estado tan cerca de un chico; pero, para mi sorpresa, no estoy
incómoda ni avergonzada. De vez en cuando alzo la mirada y encuentro la
suya. La sonrisa que me regala me hipnotiza. Estoy magnetizada por su
presencia.
Lleva una mano hasta mi nuca para sujetarme con firmeza mientras
nuestras caderas se mueven al unísono. Me gira en un gesto grácil y frota el
cuerpo contra el mío con insistencia. Una descarga eléctrica me recorre el
cuerpo. ¿Qué me pasa?¡Debería estar asustada!, ¡debería salir corriendo!
Sin embargo, no hago nada. Al contrario, balanceo las caderas contra él
buscando el contacto. Me besa el cuello con dulzura y cierro los ojos para
saborear esta increíble sensación. Un gemido me brota de los labios y siento
cómo él va curvando los suyos por mi cuello en una sonrisa. Sobresaltada,
abro los ojos de inmediato. Sonia y Nicolás me observan desde la barra. Mi
amigo hace un gesto de victoria y Sonia me guiña el ojo.
—¿Son tus amigos? ¿Y él, es tu novio? —pregunta entre dos besos que
me hacen desfallecer.
Respondo sin dejar de moverme mientras le conduzco las manos hasta
mi vientre.
—Mi hermana y un amigo. No tengo novio.
—Mejor. Ven conmigo.
El enigmático desconocido me agarra del codo y me encamina a la
salida. En ningún momento se me pasa por la cabeza impedírselo. Fuera
hay un grupo de personas conversando y fumando cigarrillos. Nos abrimos
paso entre ellos. Más alejados, me coge de la mano para colocarme contra
una pared. Con los labios a escasos centímetros de los míos siento el aliento
cálido y azucarado rozarme la piel. Recorre cada centímetro de mi rostro
con la mirada. Yo tiemblo ante la mera idea de lo que va a ocurrir. Nunca he
besado a nadie. Ni siquiera sé cómo hacerlo. Estoy en la calle con un
desconocido. A pesar de que ni siquiera sé cómo se llama, deseo sentir esos
labios contra los míos. El vodka ha debido de hacerme perder la cabeza…
¿O ha sido él?
Sin embargo, el esperado roce en la boca no llega. Él se aparta para sacar
un paquete de tabaco del bolsillo. Apenas soy capaz de ocultar la sorpresa y
lo decepcionada que estoy.
—Me llamo Edward. Edward Fyles —dice con voz profunda.
Enciende el cigarrillo y aprovecho para observarlo con detalle. Lleva
unos pitillos negros y una camisa de color azul claro medio abierta que deja
entrever unos tatuajes en el torso. No puedo apartar la mirada. Jamás he
visto a un tío más atractivo. Edward parece darse cuenta de lo que estoy
pensando. Sonríe y niega con la cabeza. Dejo de estudiarlo al instante.
Avergonzada, desvío la mirada a los pies mientras un calor familiar se me
extiende por las mejillas.
—Estás guapísima cuando te sonrojas, Leila. Me gustaría causar ese
efecto en ti más a menudo.
Se le ensombrece la mirada a la vez que me observa con detenimiento.
Trago saliva.
—No te he visto nunca por aquí. ¿Has venido antes?
—No, es la primera vez que salgo de fiesta.
—Ah, ¿sí? ¿Y eso? —dice entre una calada y otra.
Porque mi padre y mi hermano son unos psicópatas que no me dejan
salir a divertirme.
Me río de mis propios pensamientos. Edward arquea una ceja mientras
espera con impaciencia la respuesta.
—Porque hoy celebro que cumplo dieciocho años. A partir de ahora
podré salir cuando quiera.
De pronto, estalla en carcajadas y echa la cabeza hacia atrás con los ojos
cerrados, como un niño. Los hoyuelos se le marcan aún más en las mejillas
bronceadas. Dios mío, ¡me voy a derretir! ¿Cómo un hombre puede ser tan
atractivo y sexy al mismo tiempo?
—¡Nadie espera a los dieciocho para salir de fiesta!
Frunzo el ceño, un poco molesta. Repara en ello y deja de reírse. Se va
acercando despacio hasta eliminar toda la distancia que nos separa. Me
acaricia la frente; después, baja hasta las mejillas, siempre sin dejar de
mirarme la boca. El corazón me late desbocado. Su proximidad aviva todos
mis sentidos. Se gira, tira el cigarro y me envuelve el rostro con las manos.
Con el pulgar recorre mi labio inferior y nuestras frentes se tocan.
—Me apetece mucho besarte, Leila. ¿Puedo?
No sé qué decir. Sí, me muero de ganas, pero también estoy asustada.
Edward no me da tiempo a responder. Inspira hondo y posa los labios con
delicadeza sobre los míos. Me besa con ternura. Es una sensación tan nueva
como exquisita. Nuestras bocas danzan al unísono. Sus manos abandonan
las mejillas para aventurarse peligrosamente en la parte baja de la espalda.
Me sujeta con más firmeza y no puedo evitar gemir. Cuando introduce la
lengua, me tenso y abro los ojos. ¡Pero si no sé qué hacer!
—Bésame, por favor —me suplica en un susurro sin interrumpir el beso.
Esa petición despierta algo primitivo en mí y decido seguir los
movimientos de su lengua. El beso se intensifica cada vez más. Sus manos
están por todas partes; su cuerpo parece haberse fundido con el mío. Ya no
oigo el ruido de la ciudad ni a la gente que nos rodea. Estoy perdida, sumida
en la magia de este momento de ensueño. La dulzura de las caricias, su olor,
el modo de mover la lengua. Una sensación extraña nace en mi bajo vientre.
Tengo ganas de más. Necesito sentirle más cerca. Esta urgencia me empuja
a acariciarle la espalda y a tirarle con suavidad del cabello. La reacción no
se hace esperar: gruñe y rompe el beso para recorrer con los labios mis
mejillas, nariz y frente.
—Ah, Leila… No sabes lo que provocas en mí.
La voz se ha vuelto más grave. Presiona contra mi muslo lo que creo que
es una erección. Me ruborizo. ¡Y pensar que soy yo la que lo ha puesto a
cien! ¿Cómo puede ser? ¿Cómo es posible que este dios en la Tierra se haya
fijado en mí? No tengo tiempo para responder mis propias preguntas porque
dos personas nos interrumpen cuando le dan un toque en el hombro. Sigue
con la mirada fija en mí.
—¡Oye, tío! ¿De qué vas? ¡Hace un huevo que te estamos buscando!
El guapo desconocido se aparta y me deja jadeante, todavía apoyada en
la pared. Intento recuperar la compostura bajo el escrutinio de sus amigos.
Me recoloco el vestido y me paso los dedos por el pelo, que se ha
desordenado a causa de nuestro encuentro.
—¿Y esta quién es? —suelta una rubia que me mira de arriba abajo con
desdén.
—Se llama Leila. Leila, te presento a mis amigos: Zack y Andrea.
—Encantada.
Los saludo con educación a pesar de lo incómoda que estoy. Soy
consciente de que me juzgan. Sobre todo, me da vergüenza que me hayan
pillado dándome el lote en un rincón oscuro. Zack me pega un repaso de la
cabeza a los pies con una sonrisa.
—Tío, está como un tren —exclama soltando un silbido.
Andrea ignora sin ningún disimulo la mano que le tiendo. Se gira hacia
su amigo, le agarra del cuello de la camisa y hace un mohín.
—¡Venga, Edward, vámonos! ¡Este sitio es una mierda! ¡No hay más que
chusma de las barriadas! Louis ha montado un after en su casa y nos está
esperando.
Siento una punzada de celos por la cercanía entre ambos, pero también
de ira por la crueldad de las palabras de esa chica. Edward la aparta con
suavidad y posa una mano en mi cintura. El gesto me sorprende a la vez que
me tranquiliza.
—Ven con nosotros, Leila.
—No, gracias —declino la invitación, apenada.
Lo seguiría al fin del mundo, pero no puedo. Dentro de poco tendré que
volver a casa. Al contrario que ellos, yo tengo toque de queda y, por
desgracia, mi carroza está a punto de convertirse en calabaza.
—¿Por qué? —insiste—. Luego te acompañaré a casa.
La joven rubia resopla con irritación e impaciencia. No parece que le
haya caído en gracia; me pregunto por qué.
—Te agradezco de verdad la invitación, pero me quedo con mis amigos.
Seguro que están preocupados.
Edward frunce el ceño, un poco decepcionado, y me envuelve las manos
entre las suyas.
—Lo entiendo, Leila. Pero quiero volver a verte. Dame tu número.
Saco el móvil y Andrea se ríe cuando repara en mi cacharro prehistórico.
Me doy cuenta de lo ridícula que soy. No pertenezco a los suyos. Me
tiemblan las manos por los nervios, pero consigo darle mi número. Lo
guarda y me hace una llamada perdida para que tenga el suyo.
—Hasta pronto, preciosa —me murmura al oído antes de darse la vuelta
para seguir a sus amigos.
Edward desaparece sin más y me deja echa un lío en una acera
cualquiera de París.
4.

Leila
—¿Y?
Nicolás y Sonia se abalanzan sobre mí tan pronto como me ven.
—¿Y qué?
—Cuéntanos quién es ese adonis.
Me siento en el sofá de nuestro reservado y me sirvo una copa para
levantar el ánimo. Todavía me flaquean las piernas por todo lo ocurrido. Le
doy un trago al vodka y lanzo un grito agudo por la emoción. De pronto,
soy consciente de lo que acabo de vivir.
—Se llama Edward Fyles y es inglés, o eso creo.
—¿Cuántos años tiene?
—No lo sé.
—¿Dónde vive?
—No lo sé.
—¿Es modelo?
—¡No lo sé!
Sonia y Nicolás intercambian una mirada y se echan a reír.
—Vamos, ¡que no sabes nada! ¿Se puede saber qué habéis estado
haciendo durante una hora ahí afuera? —pregunta Nicolás alzando las cejas
—. ¡Está claro que no habéis hablado mucho!
Me sonrojo y bajo la mirada a las manos. No puedo evitar sonreír.
—Me ha besado.
Mi hermana chilla y me abraza. Nico —así he decidido llamarlo a partir
de ahora— finge que se desmaya y se abanica con una mano.
—¿Y qué tal?
Echo la cabeza hacia atrás. Continúo desbordada por las sensaciones
experimentadas.
—¡Como un sueño hecho realidad, una delicia! ¡Nunca había sentido
nada igual!
Ambos aplauden.
—¡Espera a que te lo tires, cari! —suelta mi excéntrico y nuevo amigo,
lo que nos hace estallar de risa.
Hasta hace un rato, esas bromas me parecían del todo inapropiadas, pero
empiezo a acostumbrarme a su sentido del humor y a ese modo tan directo
de hablar.
La noche sigue su curso. Todos beben, bailan y se divierten. Yo no puedo
dejar de pensar en Edward. En los labios dulces acariciando los míos; en los
ojos verdes y penetrantes; en la sonrisa de ángel; en la voz endiabladamente
sexy, en el modo pausado de hablar, de elegir las palabras adecuadas, de
tocarme; en su olor…
—Leila, ¡tenemos que irnos! Papá volverá pronto de trabajar. ¡Tenemos
que llegar antes que él pase lo que pase! —La voz de Sonia me saca de
todas esas ensoñaciones.
Coge los bolsos y dice adiós a sus amigos. Suspiro, pero obedezco muy a
mi pesar. Me entristece que la noche termine. ¿Cuándo podré volver a salir,
a divertirme como la gente de mi edad? Y, sobre todo, ¿cuándo podré volver
a ver a Edward? ¿Tendrá él ganas de verme después de esta noche?
Creo que le gusto, pero mi vida es muy complicada. No me dejan salir.
De cualquier modo y aunque quisiera, me sería muy difícil quedar con él.
¿Aceptaría que nos viéramos solo unos minutos después del instituto? Es el
único momento en que tengo algo de libertad. Podría hacer creer a mis
padres que estoy en clase y…
No te engañes, Leila, pertenecéis a mundos muy diferentes.
¿Por qué iba a perder el tiempo con una miserable como tú cuando está
rodeado de chicas ricas y disponibles, de cuerpo y estilo perfectos como
esa Andrea?
Lo que ha pasado esta noche es un sueño que no volverá a repetirse.
Tómatelo como un regalo de cumpleaños, nada más.
Ser consciente de eso me hace mucho daño. Siento cómo el corazón se
me encoge en el pecho.
Lisa tiene el detalle de acercarnos hasta La Courneuve en coche. Durante
el trayecto, no para de hablar de lo fantástico y generoso que es su novio,
que ha corrido con todos los gastos. Lisa me cae muy bien, pero me da la
impresión de que le interesa más de su novio la cartera que la personalidad.
De pronto, noto que algo vibra en el bolso de mano. Cuando miro el móvil,
el corazón me da un vuelco: ¡es un mensaje de Edward! Pulso sobre la
notificación para leerlo:

[No paro de pensar en ti.


Espero que nos veamos pronto.]

Dudo en responder al instante, pero no soy capaz de aguantar mucho


tiempo.

[Yo también.]

[Puedo pasarme ahora, si quieres.


Dame tu dirección.]

Entro en pánico. ¡No, no, no! No puede venir ahora. No quiero que sepa
que vivo en los suburbios. Pienso durante un instante.

[¡Lo siento, pero ahora no puede ser!


Mis padres están dormidos y podría
despertarlos. Son muy estrictos.]

[¡Lo entiendo, princesa! Pero de verdad que quiero


verte cuanto antes.
Llámame mañana.]

¡Quiere verme cuanto antes!


Presiono el teléfono contra el pecho para calmar los latidos desbocados
del corazón.
Cuando llegamos a casa, Lisa aparca y miro con desgana el inmueble
que hace las veces de cárcel. La sensación familiar de miedo hace que se
me forme un nudo en el estómago. En el rostro de mi hermana puedo leer el
mismo sentimiento.
—¡Gracias, Lisa! ¡Hasta la próxima!
En el momento en que Sonia y yo cruzamos la puerta, siento un golpe en
la cabeza y tengo la impresión de perder el conocimiento durante unos
instantes. Apenas me he recuperado cuando oigo a mi hermano gritar a
punto de molernos a palos.
—¿Dónde estabais con esa pinta? ¿Qué vestido es ese?
Mi hermana y yo nos protegemos como podemos para escapar de su
furia. Me coloco sobre ella a modo de escudo y recibo el impacto de toda la
brutalidad de Rayan. Un violento puñetazo me golpea en la mejilla y caigo
de espaldas. El sabor a sangre no tarda en propagarse por la boca. Ni
siquiera intento defenderme; estoy acostumbrada a aguantar los golpes sin
rechistar. Me limito a cubrirme la cara y llorar. Oigo a mi madre, que
solloza detrás de mí mientras le suplica a mi hermano que pare. Rayan
acaba por obedecer, no sin antes darme un último puntapié en el estómago
que me corta la respiración. Jadeo e intento levantarme. El dolor es
insoportable; hasta el más mínimo movimiento resulta insoportable. Mamá
y Sonia me ayudan a ponerme en pie. Voy tropezando hacia la habitación y
me derrumbo sobre la cama. Los labios, temblorosos, sangran sin parar. Me
toco la boca para asegurarme de que no se ha roto ningún diente y gimo del
dolor. Me gustaría irme lejos, muy lejos de aquí. Pero no puedo hacerlo sin
mi madre y mi hermana. Estoy segura de que eso las mataría. El móvil
vibra sobre la colcha. Apenas me atrevo a mirar.

[¡Buenas noches, princesa!


¡Dulces sueños y hasta mañana!]

Lloro con fuerza con la cabeza escondida bajo el edredón. Acaricio la


pantalla con el pulgar y pienso en Edward, en su amabilidad y en su
dulzura. Jamás me habían tratado así. Lloro ante la idea de no volver a
verlo. ¿Cómo podría?
Después de lo que ha pasado esta noche, no creo ni que me permitan
pasar de la puerta.
5.

Leila
A la mañana siguiente
—Leila, levántate, cariño.
Oigo la voz agradable de mi madre y me estiro en la cama.
—Vamos, hay que levantarse, pequeña marmota; se hace tarde. Te he
preparado café.
Abro un ojo con dificultad y saco la cabeza de debajo de las sábanas. Mi
madre se tapa la boca con una mano para reprimir un grito de horror. Su
reacción me hace entender que no tengo buen aspecto.
—¡Dios mío!
Me mira con tristeza y me coloca con suavidad el pulgar en la comisura
de los labios. Doy un respingo sin querer, y, de inmediato, los ojos se le
llenan de lágrimas. Por regla general, mi madre se las arregla para fingir
que todo va bien. Hoy no es el caso.
—No es nada, mamá. Seguro que no es tan grave como parece.
Me incorporo en la cama y me acerca la taza de café. El olor
reconfortante de la bebida me hace cosquillas en la nariz. Mi madre me
mira con una expresión de disculpa, pero no dice nada. Hace tiempo que las
dos nos resignamos. Las palabras no valen nada en esta situación. Yo he
aceptado que ella no puede protegerme; ella ha dejado de intentarlo. Aun
así, decido probar suerte una vez más sin mucha fe.
—Mamá, ¿por qué no nos vamos las tres?
—Leila —suspira—. Lo siento, pero no podemos. ¿A dónde iríamos?,
¿de qué viviríamos? Sé que es difícil, pero somos una familia. Las familias
deben permanecer unidas. Además, ¡somos felices! La mayor parte del
tiempo.
—Mamá, para —la interrumpo.
Quiero a mi madre más que a nada en el mundo, pero no comparto su
optimismo en este momento. Es cierto que tuve una infancia feliz. Los
arrebatos de ira de mi padre no eran tan recurrentes. Pero, después de que
yo cumpliera quince años, cuando tuvo que aceptar un nuevo trabajo y nos
vimos en la obligación mudamos a otro piso más pequeño y más barato,
todo cambió. ¿O tal vez haya sido desde empecé el instituto, cuando recibió
el comunicado de bienvenida del jefe de estudios? Ese que avisaba a los
padres de que «sus hijos eran adolescentes que estaban descubriendo las
relaciones amorosas y sus consecuencias». Mi padre me lo había advertido:
que no me pillaran saliendo con un chico… Y mi hermano se había ofrecido
como garante de mi virtud.
Como anoche.
Sacudo la cabeza para alejar los malos recuerdos.
—¿Por qué llegó Rayan antes de lo previsto ayer?
—Discutió con sus amigos y dio media vuelta. Al principio no se dio
cuenta de que os habíais ido. Me fui a la cama esperando que él hiciera lo
mismo, pero se puso a jugar con la videoconsola. Seguía despierto cuando
llegasteis a casa.
Miro a mi pobre madre. Parece agotada y tiene los rasgos marcados.
Aunque su belleza sigue siendo inquebrantable, creo que la miserable vida
que lleva empieza a hacer mella en su cuerpo. Es lógico: siempre sometida
a la ansiedad de ser testigo de episodios violentos, haciendo malabares con
emociones contradictorias, tratando de complacer a sus hijas mientras evita
disgustar a su hijo y a su marido. Simplemente es imposible.
—¿Crees que se lo dirá a papá?
Si se entera de que salimos anoche, nos molerá a palos.
—No creo. Conseguí convencerlo de que no lo hiciera esta mañana,
antes de que se fuera al fútbol.
Dejo escapar un largo suspiro de alivio y mi madre me da unas
palmaditas en la mano antes de decirme que me duche y me reúna con ella
en la cocina. Obedezco y camino hasta el baño. Cada paso que doy es una
tortura; me duele cada centímetro del cuerpo. La imagen de mi hermano
golpeándome e insultándome me pasa por la cabeza y las lágrimas vuelven
a aflorar.
Al ver mi cara en el espejo, soy incapaz de reprimir un grito de horror.
Unos hematomas azules, morados y amarillos cubren casi todo el rostro.
Los labios están agrietados y el párpado derecho hinchado. La infame
visión de mi reflejo me revuelve el estómago. Es la primera vez que me
dejan tantas marcas.
Además del dolor por los golpes recibidos, tengo otro problema:
enfrentarme a las miradas intrigadas o burlonas de los compañeros en el
instituto. Como es habitual, la trabajadora social me llamará para hacerme
preguntas al respecto. Se me acaban las excusas para explicar las lesiones.
Esa mujer no es idiota y tampoco cree las historias inverosímiles que me
invento. Quizá deba fingir que estoy enferma. Me desnudo despacio y lo
que veo solo empeora las cosas; sin embargo, encuentro un poco de alivio
cuando el agua caliente entra en contacto con la piel.
Después de una ducha larga, me reúno con mi madre y mi hermana, que
están preparando la comida. La cara de Sonia está en mejores condiciones.
Abre los ojos de par en par cuando me ve. Esbozo una media sonrisa para
tranquilizarla, pero su expresión sigue siendo sombría. Me abraza.
—¡Dios, Leila! ¡Todo es culpa mía! Si no te hubiera arrastrado a ese plan
tan arriesgado, nada de esto habría ocurrido. Solo quería que lo pasáramos
bien…
—No es para tanto. Era imposible saber que Rayan llegaría a casa tan
pronto —digo con sinceridad—, así que no te sientas culpable.
Me deshago de su abrazo y voy hasta el fregadero para lavar los platos.
Como siempre, pongo el piloto automático.
No quiero darle más vueltas al asunto.
Una vez preparada la comida, regreso a la habitación sin siquiera comer
y me encierro el resto del día. Mi cuarto es mi refugio, el único lugar de la
casa donde me siento más o menos segura. Además, es mejor que mi padre
no me vea. Sospecharía y no se me da bien mentir. Tendré que ponerme un
poco de maquillaje para disimular. Pero más tarde.
El teléfono vibra.

[¡Buenos días, preciosa! Espero que hayas dormido


bien. Me encantaría verte hoy.
Dame tu dirección. Paso a buscarte.]

El corazón me amenaza con salirse del pecho. Sonrío, feliz, e imagino a


Edward despertando sin camiseta, cansado de la noche anterior, y
escribiendo en el móvil. Daría lo que fuera por estar con él ahora mismo,
acurrucada entre sus brazos, cálidos, protectores…
La puerta de mi habitación se abre de golpe. Escondo el móvil debajo de
la almohada y salto fuera de la cama. Rayan se acerca a mí con paso
furioso, me agarra por el cuello de la camiseta y me sacude.
—¡Pedazo de guarra! ¿Qué?, lo pasaste bien anoche, ¿eh?
Aturdida, soy incapaz de decir o hacer nada. Levanta una mano para
abofetearme y cierro los ojos en el acto. Pero, por algún motivo, se detiene
y me suelta.
—Ya te he hecho bastante daño. Creo que has aprendido la lección.
Maldita sea, Leila, ¿por qué te comportas como una zorra? ¿Y por qué has
metido a Sonia en esto? Ya sabes que papá y yo solo queremos protegeros.
No vuelvas a salir, ¿estamos? Si descubro que me has desobedecido, se lo
diré a papá. Y, créeme, él no tendrá clemencia.
Sale de la habitación dando un portazo. Respiro, aliviada. Si cree que yo
lo he orquestado todo, Sonia se libra. Siempre he protegido a mi hermana y
no me arrepiento, aunque sea yo la que se lleve los golpes más duros y,
ahora, además, sea la libertina de la familia.
Si supiera que me besé con un chico anoche…
Después de mirar de nuevo el móvil decido ignorar el mensaje de
Edward. ¿De qué me serviría ilusionarme? Ya no puedo verlo. Incluso si
lograse esquivar a mi hermano, ¿cómo explicar los moratones? Pensará que
soy una pobre barriobajera. El tópico de la chica que deja que la maltraten.
No lo entendería; vive en un mundo distinto. Será mejor dejarlo así antes de
que me haga más daño. Solo he pasado con Edward unas horas, pero sé que
su recuerdo permanecerá conmigo para siempre. Nunca me han tratado con
tanta amabilidad y respeto. El modo en que me miraba y me tocaba hizo
que naciera un deseo inconfesable en mi interior.
¡Ya estoy otra vez pensando en tonterías!
Tengo que dejar de torturarme con esto, ¡es ridículo! Solo fue una fiesta.
Un paréntesis de ensueño en la miserable rutina. Tal vez papá y Rayan
tengan razón; si no tengo cuidado, puedo salir mal parada… Solo ha hecho
falta un chico para que me lance sobre él y no deje de fantasear. Debo
volver a la realidad y concentrarme en los exámenes de fin de curso;
necesito aprobar con nota para poder matricularme en la Sorbona.
Ese es el objetivo, Leila, ¿lo has olvidado?
Ir a la universidad, obtener tu título, conseguir un trabajo bien pagado y
sacar a tu madre y a tu hermana de esta esclavitud. No hay espacio en tu
vida para otra cosa. Y menos para un chico. El móvil vuelve a vibrar.

[Princesa, responde. ¿Sigues dormida?


Me encantaría estar a tu lado y despertarte besando
cada centímetro de tu piel.]

Me sonrojo y no puedo contener una sonrisa. Pero la decisión está


tomada. Suspiro, lloro e ignoro el mensaje.
Una hora más tarde.

[Son las tres de la tarde, no creo


que sigas durmiendo… ¡Respóndeme!]

Cuarenta y cinco minutos más tarde.

[:( ]

Media hora más tarde.

[Ya lo pillo, me estás ignorando…


Pensaba que de verdad había algo especial
entre nosotros. Ya veo que me equivocaba.]

Cuatro horas y varias llamadas perdidas después.

[Leila, ¡responde, por favor!


Merezco al menos una explicación.]

El teléfono vuelve a oscilar. Me está llamando. Voy a poner fin a su


tormento. Después de todo, es injusto, no se lo merece.
—¿Diga?
Parece sorprendido. Su voz, aún más sexy por teléfono, hace que unas
mariposas me revoloteen en el estómago. ¿Por qué habré contestado?
Permanece en silencio durante un instante.
—Oye…, ¿todo bien? ¿Por qué susurras?
—Porque…, porque… Es complicado.
—¿Por qué me estabas ignorando? Creí que anoche…
Lo interrumpo antes de que pueda decir algo más.
—Mira, Edward, lo de anoche fue mágico —Tengo la impresión de que
sonríe al otro lado de la línea—. Pero no puede volver a ocurrir.
—¿Qué? ¿Y eso por qué? ¡Quiero volver a verte, Leila! Hay algo entre
nosotros. Sé que sentiste lo mismo que yo.
Respiro hondo.
—Sí, pero no puede ser. No puedo explicarlo… Es complicado.
Siento crecer un nudo en la garganta y se me saltan las lágrimas.
—Edward, olvídate de mí, por favor —le digo con voz quebrada.
Cuelgo sin darle la oportunidad de responder. Sé que acabo de conocerlo
y que esto puede parecer melodramático, pero me derrumbo en la cama;
solo siento tristeza y dolor. No puedo evitarlo: demasiadas emociones,
demasiada decepción, demasiada angustia. Lloro tanto esta noche que no
me quedan lágrimas cuando despunta el alba.
6.

Leila
Algunos meses más tarde
—¿Qué talla de zapato busca?
—La treinta y ocho, señorita.
—Se los traigo en un momento.
Entro en el almacén y busco el par de zapatos.
—¡Aquí los tiene!
—¡Gracias! Eres un encanto, joven.
La anciana sonríe y yo le devuelvo el gesto. Llevo varias semanas
trabajando en la zapatería Gucci de los Campos Elíseos. Sonia encontró este
trabajo para mí gracias a sus contactos en la perfumería. No es el futuro
laboral que había previsto, pero es una buena manera de ganar dinero,
ayudar a la familia y ahorrar para mi futuro como estudiante en la Soborna.
Pasé los exámenes con buena nota y me han aceptado en la universidad,
pero la beca que me ofrecen no cubre gastos como libros, transporte o
comida. Por esa razón, he decidido trabajar durante un año y matricularme
el próximo otoño. Eso también hace que mi padre me deje un poco más
tranquila. Mientras contribuya a pagar los gastos de casa, no me considerará
un parásito. Anoche hasta fue amable conmigo. Me encantaría que siempre
se comportase así.
Me gusta trabajar, me da libertad e independencia. Sigo viviendo con mis
padres y tengo que tragarme el agotador trayecto en tren todos los días;
pero, al menos, paso algo de tiempo en París. Tengo amigos: mi compañera
Camille, que siempre me hace reír; Sonia, mi hermana, que trabaja a
escasos metros de aquí, y el único e inimitable Nicolás, que viene a verme
siempre que puede.
El trabajo en sí no es muy exigente, aunque a veces puede llegar a ser
irritante. Calzar a mujeres mayores de clase media o a niños de papá no es
una tarea fácil. Me faltan dedos en las manos para contar el número de
veces que he permanecido arrodillada ante algún engreído mientras me
ignoraba sin ningún disimulo o, peor aún, me miraba con desprecio. A
veces insinuaban que mentía cuando les hacía saber que no tenía su talla o
que no había existencias del modelo elegido. Una vez, incluso, una anciana
me tiró un zapato con rabia. Pero no me quejo. Mi vida ha mejorado mucho
desde que estoy aquí.
—Me voy, Camille —le digo a mi compañera—. ¡Hora de comer!
—Vale, Leila. ¡Hasta luego!
Me dirijo a mi cafetería favorita, donde me he acostumbrado a ir cada
mediodía. El camarero es muy simpático. A veces liga un poco conmigo y
me invita a algo. Siempre acepto; espero que no se lo esté tomando por lo
que no es. Me siento culpable, pero no puedo permitirme rechazar su
amabilidad.
Elijo una mesita junto a la ventana y me quito el abrigo. En cuanto me ve
el camarero, Raphael, me dedica su mejor sonrisa antes de acercarse a la
mesa.
—¡Hola, preciosa! ¿Cómo estás?, ¿qué te pongo hoy?
—Lo de siempre. Un lungo y un vaso de agua.
—¡Marchando! Te lo traigo enseguida.
Cuando se aleja aprovecho para colocar sobre la mesa un libro que tomé
prestado de la biblioteca municipal y el sándwich que me preparé esta
mañana antes de salir de casa. Es una costumbre de la que Nicolás se burla
cuando me acompaña durante el almuerzo. La primera vez que me vio sacar
del bolso el pan envuelto en papel de aluminio me dio un discurso de tres
cuartos de hora: «Cari, ¡que estamos en París, no en el campo! ¡Nadie se
pasea con bocadillos caseros en el bolso! ¡Y nadie los saca en la cafetería!».
Sonrío mientras rememoro el sermón. Raphael vuelve con el café e
interrumpe mis pensamientos.
—Estás muy guapa cuando sonríes —me dice—. Te traigo también una
napolitana.
—¡Muchas gracias!
Los ojos me brillan al contemplar el manjar que solo puedo comprar en
raras ocasiones. Muerdo el bollo con ganas y suspiro de placer mientras el
chocolate se me derrite en la boca. Me sobresalto cuando Raphael reaparece
a mi lado.
—¿Sabes qué? Me encantaría llevarte a cenar algún día.
Mis ojos abandonan la tentadora taza de café que tengo entre los dedos
para encontrarse con los suyos. Tartamudeo sin saber qué decir.
—Gracias…, pero… no puedo. Estoy… ocupada y…
Raphael comprende que no tiene sentido continuar el doloroso discurso.
Sonríe. No parece ofendido.
—Lo entiendo. Algún día, quizá.
Asiento y se va. No sé qué pensar. ¿De verdad no me apetecía salir con
él o me he negado por costumbre? Todo sería mucho más fácil si pudiera
permitirme un piso y vivir mi vida. Resoplo.
Después de comer, regreso a la tienda. Tomo el relevo a Camille y me
quedo sola. Mientras ordeno algunas estanterías oigo que se abre la puerta.
¡Por fin, un cliente! Empezaba a aburrirme. Se me hiela la sangre cuando
veo aparecer ante mí a quien creía que no volvería a ver: ¡Edward!
7.

Leila
Entra en la tienda acompañado de una rubia muy guapa a la que lleva de
la mano. Tiene la mirada fija en el teléfono y no repara en mí.
—Cariño, voy a mirar zapatos.
—Vale —responde Edward sin levantar la vista de la pantalla.
—¡Buenos días! Busco unos tacones para llevar a un evento de gala.
Algo elegante.
—Yo…, esto… ¡Sí, por supuesto! Sígame, le mostraré la nueva
colección.
Estoy muy alterada. Me tiemblan las rodillas y tengo las manos
húmedas. ¿Quién es esa chica? Alta, rubia, de piernas interminables,
enfundada en un vestido de Chanel y con un enorme bolso de Louis Vuitton
colgando del brazo. El maquillaje, el pelo, el perfume; todo es perfecto.
Una ola de celos me domina y quiero gritar de rabia. ¿Estarán juntos? La
lógica me dice que hacen demasiado buena pareja para que no sea así. ¿Qué
me pasa? No es asunto mío.
Sacudo la cabeza para deshacerme de esos pensamientos deprimentes y
concentrarme en mi misión: encontrar el último par de moda para doña
Perfecta. Vuelvo al centro de la tienda, donde la barbie espera sentada en un
sofá junto a Edward, que sigue con la cara pegada al teléfono. Los estudio
por última vez. Respiro hondo para infundirme valor y camino hacia los dos
tortolitos. Me arrodillo delante de la barbie para ayudarla a probarse el
primer par.
—¡Creo que estos le van a gustar!
En cuanto me oye hablar, Edward enfoca la mirada en mí y se queda
paralizado, sin duda sorprendido. Abre y cierra varias veces la boca, como
si quisiera decir algo, pero no encontrara las palabras. Ver de nuevo los
rasgos perfectos me rompe el corazón. Sigo sintiendo esa increíble
atracción hacia él. Solo deseo una cosa: besar los magníficos labios rosados
y carnosos con los que no dejo de soñar.
—¿Tú qué opinas?
Edward sigue con la mirada clavada en mí. Ignora la pregunta de doña
Perfecta.
—Edward…, Edward…, ¡Edward!
—¿Eh? Sí, son bonitos. Llévatelos, Andrea.
¿Andrea? ¡Andrea! No la había reconocido, pero es la chica engreída que
estaba con él la noche que nos conocimos. Creía que solo eran amigos.
¿Acaso han cambiado las cosas?
Un dolor insoportable me constriñe el pecho. Me muerdo el labio para
evitar que las lágrimas salten. No sé por qué, pero me siento traicionada. Sé
que es ridículo. No me debe nada, pero el hecho de que esté con otra me
parte el alma.
—Nos llevamos estos, señorita.
No me ha reconocido. Para ella no tengo la más mínima importancia.
Cierro los ojos un momento para recuperar la compostura. Solo faltaría que
me echase a llorar delante de los dos. Me levanto para dirigirme a la caja
registradora. Los enamorados me siguen.
—Son setecientos cincuenta euros —anuncio con voz monótona.
Edward me tiende la tarjeta de crédito. Al cogerla, nuestros dedos se
rozan y siento esa maldita corriente eléctrica circulando por todo el cuerpo,
como cada vez que tenemos el más leve contacto. Odio ser tan débil. Él me
observa con atención mientras finalizo la transacción sin decir nada. No sé
qué me duele más: que esté aquí con ella o que finja no conocerme. Sigo
mostrándome profesional a pesar de los sentimientos. Ofrezco mi mejor
sonrisa y entrego el paquete a Andrea, que se apresura a besar a Edward en
la mejilla.
—¡Muchas gracias!
Los veo alejarse. Si no están juntos, deberían dar el paso: hacen la pareja
perfecta. En cuanto salen por la puerta, me siento como la pobre tonta que
soy.
8.

Leila
Camille vuelve después de comer y pasamos el resto de la jornada
charlando, atendiendo a los clientes, ordenando las cajas y riendo. El
tiempo vuela. Cuando miro el reloj ya son las seis y media: hora de irme.
Recojo las cosas, le doy un sonoro beso en la mejilla a Camille y me dirijo a
la puerta. Mis horarios van rotando, lo que me causó muchos problemas con
mi padre al principio. No entendía que en ocasiones volviese a casa
temprano y otras tarde. La primera vez que llegué a las diez de la noche
porque me tocó cerrar, me acusó de mentir y de haber estado quién sabe
dónde. Le costó mucho entender la flexibilidad de horario de una
dependienta. Cuando atravieso la puerta, me quedo sin respiración. Edward
está ahí, solo, apoyado en la pared. Parece que está esperando a alguien. Se
acerca cuando me ve. Ambos nos quedamos parados, observándonos
durante unos segundos. Me da dos besos para saludarme; después, me toca
el brazo con una mano, lo que me hace estremecer.
—No pensé que volvería a verte, Leila… —me ronronea cerca del oído.
Me pierdo en el olor y el calor que desprende. Ya nada importa; el
tiempo se ha detenido. Me acaricia las mejillas con ambas manos y estudia
cada centímetro de mi rostro del mismo modo que cuando nos conocimos.
—¿Por qué me ignoraste? —pregunta sin preámbulos.
Suspiro y bajo la mirada al suelo, pero Edward me obliga a mirarlo.
—Yo… Esto… Es complicado.
—Quiero una explicación, Leila.
—Vale, pero va para largo…
—Tengo todo el tiempo del mundo —dice con amabilidad.
Sonrío, conmovida por la determinación y el interés que muestra por mí
a pesar de los meses que han pasado.
—De acuerdo, te lo explicaré. Pero no aquí, no en medio de la calle…
—Ven.
Me coge de la mano y para un taxi. Tras un breve trayecto en coche
paramos frente a un lujoso edificio del distrito XVI. Introduce el código de
la alarma de la entrada y una vez dentro del recinto lo recibe un vigilante.
Dudo en seguir a Edward; al fin y al cabo, no lo conozco. ¿Por qué me trae
a su casa? Sin embargo, no me resisto y lo acompaño cuando me sostiene la
puerta y hace señas para que entre. Atravesamos un largo pasillo y cogemos
el ascensor. Estoy impresionada por la belleza del lugar. No dejo de
observar todos los rincones. Parece que estamos en un hotel de cinco
estrellas.
Las puertas del ascensor se abren directamente en su apartamento, en la
última planta. Jamás había visto algo así. El interior es inmenso, luminoso,
lujoso. No puedo creer que sea suyo; ¡tiene que ser muy rico! Eso no me
ayuda a relajarme. Edward me conduce al sofá y me hace señas para que me
siente.
—Toma, un gin-tonic, eso te relajará —dice dándome un vaso.
Acepto la bebida sin inmutarme y me humedezco los labios con el
líquido. El sabor no me disgusta, así que doy varios sorbos.
—Te escucho.
Respiro hondo. Estoy decidida a explicar hasta donde pueda. Le hablo de
La Courneuve, de cómo es la vida allí, del piso tan pequeño para una
familia de cinco, de la falta de libertad, de la severidad de mi padre y de mi
hermano. Intento hacerle entender que Rayan me impidió salir y volver a
verlo, pero sin mencionar la paliza que me dio la noche que nos conocimos.
No sé de dónde estoy sacando las fuerzas para abrirme de esta forma. No le
cuento todo y me guardo muchas cosas para mí; aun así, por lo general, soy
más reservada. Las mentiras que cuento a todo el mundo por miedo o
vergüenza me pesan tanto como la violencia que sufro.
Edward me mira con atención mientras escucha mi relato. Cuando
concluyo la confesión me siento un poco incómoda y bajo la mirada a los
pies. Me aterra cómo pueda reaccionar. Ahora que sabe de dónde vengo,
seguro que pierde el interés por mí. No puede ser de otra manera. Da igual;
al menos, he sido sincera.
—Leila, ¿cómo lo soportas? Eso no es vida. Ahora entiendo mejor por
qué eres tan…
Duda en terminar la frase.
—¿Tan qué?
—Tan… diferente, tan dulce, tan… inocente.
—¿No te molesta que venga de los suburbios y que mi vida sea tan
difícil?
—No. ¿Por qué iba a molestarme? Me gustas, Leila, y no me importa
dónde vivas. Más o menos ya me había dado cuenta, la noche que te conocí,
que no eras…, digamos, de la parte rica de la ciudad.
—Ah…
—Que no te dejen salir es lo peor. Pero me conformaré con estar juntos
diez minutos al día si eso es todo lo que puedes ofrecerme. Es mucho mejor
que no verte nunca.
Sonrío, aliviada e invadida por la emoción. Él hace lo mismo.
—Eso si aceptas que volvamos a vernos, claro está. Quiero conocerte,
Leila. De verdad. No sé, hay algo en ti que…
No termina la frase. Me acaricia la mejilla mientras pasea esa mirada
jade por mi rostro, desde la boca hasta los ojos una y otra vez. De pronto,
me besa. Gimo ante el delicioso contacto. Pasa la lengua por mis labios para
separarlos y explorar el interior de la boca. Con delicadeza mueve las
manos hasta alcanzarme el cabello. Me atrae hacia él y, despacio, me tiende
sobre el sofá de cuero sin interrumpir el beso.
Despega los labios de los míos para hundirlos en mi cuello. La sensación
es exquisita. Dejo la mente en blanco. De repente, todo parece sencillo.
Olvido la falta de experiencia, las diferencias sociales e incluso a la chica
barbie.
No estará saliendo con ella si me besa así, ¿no?
Una corriente eléctrica me recorre el cuerpo. Dejo escapar un gemido de
placer cuando Edward empieza a desgranar besos por todo mi cuerpo,
primero, en el lóbulo de la oreja; después, por el cuello, hasta llegar a la
clavícula. Con rapidez, me desabrocha la blusa y me inunda de caricias
mientras persigue con la boca la estela de sus manos. Cuando la camisa
queda del todo abierta, me mira los pechos y abre los ojos de par en par, lo
que me recuerda que nunca he estado desnuda delante de un chico. Ese
pensamiento me devuelve a la tierra y cierro la blusa lo más aprisa que
puedo.
—Leila —dice con esa voz grave y sexy—, eres hermosa. No te
escondas, por favor.
Me envuelve las manos con las suyas. Después, con suavidad, abre de
nuevo la camisa mientras me suplica que le deje continuar.
—¿Puedo?
Acepto contra toda lógica. No sé si porque me pide permiso o porque me
he vuelto loca, pero quiero más. Me besa en los labios, como
agradeciéndome que se lo permita. Prolonga el beso durante unos instantes
antes de volver a abrirse camino hacia los pechos. Cuando empieza a
chuparlos, no puedo evitar gemir. Eso parece excitarlo, porque suelta un
gruñido.
Todo se acelera. Pierdo la cabeza por completo. Debería pedirle que pare
porque no sé cómo acabará esto, pero no digo nada. Estoy tan excitada que
hago caso omiso a la razón, que me pide calma.
En un movimiento rápido, Edward me levanta y me sienta a horcajadas
sobre él. Se deshace de la blusa y desabrocha el sujetador a toda velocidad.
Lanza la ropa al suelo y me atrapa los senos con las manos. Los acaricia
despacio y lame la areola derecha mientras masajea la izquierda. Echo la
cabeza hacia atrás sin dejar de gemir con la respiración cada vez más
entrecortada. Lo que siento es tan maravilloso que raya insoportable. Siento
cómo sonríe contra mi piel mientras froto el sexo por su erección para
aliviar el calor que me quema.
No entiendo qué me pasa, pero el instinto me lleva a bambolear las
caderas contra él. Gruñe y me agarra del culo con una mano para marcar el
movimiento mientras sigue chupando y tirando de los doloridos pezones,
llenándome de placer.
—Tengo muchas ganas de ti, Leila. Me vuelves loco.
Intenta desabrocharme los vaqueros, pero se lo impido.
—¡No!
Me mira con ojos interrogantes.
—Lo… lo siento, pero no puedo.
—¿Por qué?
—Soy… soy virgen —digo con timidez.
Edward abre tanto los ojos que parece que vayan a salirse de las órbitas.
—¡¿Qué?! ¿Eres virgen?
—Sí…
Bajo la mirada, avergonzada de mi confesión, y él se muerde los labios
para ocultar una sonrisa. Frunzo el ceño y le golpeo en el pecho. De
inmediato, estalla en carcajadas, lo que aumenta mis ganas de abofetearlo.
—¡Yo no le veo la gracia!
Me cubro el pecho con las manos e intento liberarme de su abrazo, pero
Edward me retiene con dulzura.
—¿Dónde crees que vas?
Con una hermosa sonrisa consigue deslumbrarme y hacer desaparecer el
enfado. Apoyo la cabeza en su pecho mientras él me acaricia la espalda y
me besa las sienes.
—Eso me gusta…
—¿El qué?
—Que seas virgen.
—¿Por qué?
—No sé, es raro. Me gusta que seas tan inocente, Leila, tan buena. No
sabes el efecto que eso surte en mí…
Sin tiempo para asimilar esas palabras, oigo sonar el móvil. Me levanto
para contestar. Es mi hermana.
—Leila, ¿dónde estás?
—Sigo en París, ¿por qué?
—¡Date prisa en volver! Papá está de mal humor, se enfadará si llegas
tarde a casa.
—Vale, gracias. Ya voy.
—¿Tienes que irte?
Asiento. Se levanta para abrazarme y besarme con ternura.
—Esta vez no te voy a dejar escapar, Leila. Conozco dónde trabajas,
¡sabré encontrarte!
Me dedica una media sonrisa y, acto seguido, se le forma un hoyuelo en
la mejilla. ¡Dios mío, me encanta cuando me mira así! Después se agacha,
recoge el sujetador y me lo pone con expresión triunfal.
—Puedo vestirme sola, no soy una muñeca —digo riéndome.
—Si te desnudo, te vuelvo a vestir; esa es la regla —dice antes de
depositar un último beso en mi pecho.
Lo observo entre divertida y azorada.
—¿Y esta obsesión por los pechos?
Me estudia con esos grandes ojos verdes.
—No estoy obsesionado con los pechos, solo me pasa con los tuyos. Son
hermosos, turgentes, y tienen este lunar…
Le tapo la boca con una mano para evitar que continúe la detallada
descripción sobre una parte tan íntima de mi anatomía. Suelta una carcajada
y me lame la palma de la mano. Retiro la mano enseguida, fingiendo asco.
Ríe de nuevo. Su risa es lo más hermoso que he visto en la vida: echa la
cabeza hacia atrás, los ojos le resplandecen de alegría y los increíbles
hoyuelos se profundizan en las mejillas.
—¡Pervertido!
—No sabes cuánto —responde al instante antes de guiñar un ojo—.
Venga, te llevo a casa.
—No, Edward. Te lo agradezco, pero voy a coger el tren. De todas
formas, tengo que hacer unos recados antes de llegar a casa.
Miento para disuadirlo. No me apetece nada que descubra la miseria en
que vivo. Contárselo es una cosa, pero que lo vea es otra bien distinta.
—¿El tren? No. Es tarde —insiste—. Yo te llevo, Leila. Y punto.
Contrariada, acepto el ofrecimiento. Cuando llegamos al barrio, Edward
se abstiene de hacer comentario alguno. Lo observo por el rabillo del ojo al
mismo tiempo que siento cómo crece mi vergüenza cuando pasamos junto a
las fachadas de edificios ruinosos, las carrocerías de coches abandonados o
cerca de niños haciendo recados en los aparcamientos con carritos de
supermercado. Empapada en sudor contengo la respiración. Espero que no
repare en la anciana que rebusca en la basura a nuestra derecha. ¿Por qué he
aceptado que me trajera? Menuda idea más estúpida. Supongo que disfruto
torturándome.
Seguro que, después de ver esto, no querrá saber nada de mí. Ahora se ha
dado cuenta de que no venimos del mismo planeta —y cuando digo «del
mismo planeta» quiero decir de la misma galaxia—. Le pido que me deje a
varias manzanas de casa para ser más discreta. Acepta sin decir nada.
Apaga el motor y me mira durante un buen rato. No puedo evitar sentirme
humillada. Bajo la vista y me retuerzo los dedos. Es horrible cómo me
sudan las manos. Me las limpio en los vaqueros mientras espero a que dicte
sentencia.
—¿Puedo besarte? ¿O la ley del barrio lo prohíbe?
Nuestras miradas se encuentran. El modo en que ha reaccionado me pilla
por completo desprevenida. Una vez más, antes de que pueda responder, ya
tiene los labios sobre los míos. Relajada, lo beso con ganas y sin
preocuparme de los riesgos que corro. Por suerte, las ventanillas del
Mercedes están tintadas.

***

Cuando llego a casa, me sorprende el silencio que reina. Desde la entrada


observo el interior y veo a mi padre tirado en el sofá, frente al televisor,
como siempre. Cierro la puerta con cuidado de pasar inadvertida y, de
puntillas, voy a mi habitación. Suspiro, aliviada porque no me hayan
descubierto. Enseguida me desvisto y me derrumbo en la cama, agotada por
este día de locos. El teléfono vibra.

[¿Has llegado bien, preciosa?]

[Sí, ¡gracias por traerme!]

[¿Todo bien por casa?]

[Sí, he conseguido colarme discretamente


en mi cuarto. Todos están durmiendo,
excepto mi padre.]

[¿Tu cuarto? ¿Ya estás en la cama?]

[Sí.]

[Entonces no has comido nada esta noche.]

La preocupación de Edward por mi bienestar me calienta el corazón.


Sonrío.

[¡Qué atento!]

[No te rías de mí. Come algo


algo, nena. Estás muy delgada, temo romperte cuando te…]

Me ruborizo al instante al captar la insinuación sexual. No me siento


cómoda con el tema. Desde que era una niña, me han inculcado el carácter
pecaminoso del sexo, así como la virtud de la abstinencia hasta después del
matrimonio.

[¿Quién ha dicho que yo consentiré


hacer algo contigo?]

[Nena, la forma en que movías


las caderas y gemías mi nombre…
Verás como sucede pronto.]

[Depravado.]

[No sabes cuánto.]

[Buenas noches.]

[¡Dulces sueños, princesa!]

Sonrío con la vista fija en el móvil como una idiota. Oigo gruñir al
estómago. Tengo hambre, mucha; lo último que comí fue un pequeño
sándwich a la hora del almuerzo. Por desgracia, sería demasiado peligroso
aventurarse a hacer un viaje a la cocina. Sonia me advirtió que papá estaba
de mal humor. Cruzarse en su camino sería recordarle que no he cenado en
casa y arriesgarme a recibir una paliza.
Decido quedarme en la cama y dormir con el estómago vacío.
9.

Leila
A la mañana siguiente
—Leila, ¡date prisa!
Sonia me espera impaciente en la puerta de casa.
—¿Qué te pasa hoy? Lo normal es que sea yo la que vaya siempre tarde.
—¡No es nada! ¡Venga, vamos!
La verdad es que he tardado más en arreglarme que de costumbre porque
quiero estar guapa por si Edward decide venir a verme durante el día. Me he
depilado las piernas, también las cejas, y me he cambiado de ropa al menos
tres veces antes de encontrar el atuendo adecuado: una falda lápiz negra y
una blusa blanca ajustada con un ligero escote. De todos modos, mi fondo
de armario es más bien escaso; no había mucho donde elegir.
Durante el viaje en autobús, tanto Sonia como yo nos sumergimos en
nuestros respectivos libros. A las dos nos encanta leer y aprovechamos los
trayectos para dar rienda suelta a esta pasión. Deseo decirle que he vuelto a
ver a Edward, pero aún no estoy segura de la naturaleza de nuestra relación,
si es que se le puede llamar así… La emoción del reencuentro fue tan fuerte
que no quise hacer ninguna pregunta, en especial sobre Andrea. ¿Estarán
juntos? Parecían una pareja. Sin embargo, dijo que quería volver a verme,
conocerme mejor; no lo habría dicho si ya estuviera con otra. Por no hablar
de todas las cosas que él hizo y yo le dejé hacer. ¡Dios mío! Me ruborizo
cuando pienso en ello. Si mis padres lo supieran, me repudiarían. Pero no
me arrepiento de nada. Lo peor es que quiero volver a hacerlo.
Sonia se baja en la parada del instituto; yo continúo el trayecto hasta la
estación del RER. El viaje en tren se me hace interminable. Cuando por fin
llego y abro la puerta de la tienda veo a Camille haciendo piruetas detrás de
la caja registradora.
—¡Buenos días, reina del misterio!
La miro, sorprendida.
—¿«Reina del misterio»? ¿Y eso a qué viene?
Me muestra un gran ramo de rosas rojas.
—Ha llegado esta mañana. Son para ti.
Me acerco para coger las flores y mirarlas de cerca.
—Son preciosas… ¡y huelen de maravilla!
Es la primera vez que recibo flores. Estoy tan emocionada que salto
como una niña pequeña.
—¡Vamos, mira la tarjeta! Estoy deseando saber quién es el caballero
que te cubre de flores un jueves por la mañana.
Ya sé quién es, pero me muero por ver lo que ha escrito:
Acepta esta invitación y ven hoy a comer conmigo.
Iré a buscarte en cuanto me digas a qué hora tienes el descanso.
Edward Fyles
Sujeto el trozo de papel con fuerza entre las manos.
—¿Y? ¿Quién es?
—¡En la firma pone que es un admirador secreto!
Camille me mira suspicaz. Intuye que oculto algo, pero termina por
creerme.
—¡Estoy segura de que es el señor Bernard! Siempre ha estado colado
por ti. Cada vez que viene a comprar pide que le atiendas tú.
—¡Tienes razón! Es probable que sea él.
Sé que no debería mentir, pero prefiero ocultar la historia. Al menos por
ahora.
La mañana pasa en un suspiro y, antes de darme cuenta, ya es la hora de
comer. Me dirijo a la esquina donde me encontré con Edward la vez
anterior. Estoy tan emocionada que quiero gritar. Lo veo en la distancia y
acelero instintivamente el paso para llegar cuanto antes.
Está apoyado en la pared. Lo examino de arriba abajo, fascinada por su
belleza. Lleva unos vaqueros negros y una camisa azul marino un poco
remangada que deja entrever los tatuajes del antebrazo. La cara se le
ilumina al verme, se acerca. Me estrecha con ternura entre los brazos antes
de besarme con suavidad en la comisura de los labios.
—¿Dónde quieres comer?
—¡En Marcello’s! —propone Edward con entusiasmo.
Enarco una ceja y él me rodea el cuello con un brazo.
—¿Te gusta la comida italiana?
—¡Sí!
—Entonces, vamos, te va a encantar.
Llegamos al restaurante, donde nos reciben con mucho entusiasmo. Un
camarero nos acompaña a nuestra mesa mientras bromea con Edward. Está
claro que es cliente habitual.
—Después de ti.
Edward retira la silla para que me siente antes de acomodarse en la que
está frente a mí. Recorro, impresionada, la sala con la mirada. El restaurante
es sublime, demasiado para mis posibilidades. Empiezan a preocuparme el
precio y el tiempo que durará la comida. Solo dispongo de una hora.
—¿Qué pasa, Leila?, ¿no te gusta el sitio?
Me acaricia los nudillos con el pulgar mientras espera la respuesta.
Reparo en que tiene una pequeña cruz tatuada en la mano. Jugueteo con el
tenedor, un poco avergonzada por tener que hablar de dinero, pero no puedo
permitirme comer en un lugar como este. Me aclaro la garganta.
—Sí, por supuesto, me gusta mucho. Pero tengo que volver a la tienda
dentro de una hora y el servicio no parece rápido. Y…
—¿Y qué más? Dime.
—Bueno…, ¡parece muy caro! Yo… no puedo pagar esto.
Bajo la mirada al mantel, sonrojada por la vergüenza, y doy un respingo
cuando oigo a Edward soltar una fuerte carcajada. Frunzo el ceño al
instante, ofendida, e intento apartar la mano, pero él la aprieta con firmeza.
—Lo siento, no me estoy riendo de ti —dice con gesto divertido—. Eres
tan bella e ingenua que no estoy acostumbrado.
Se lleva mi mano a los labios y besa la palma. Eso es suficiente para que
me derrita y desaparezca de inmediato el enfado. Es tan gentil y cariñoso
que nunca podré llegar a cansarme de él.
—Les pediré que se den prisa con el servicio. En cuanto al precio… —
Sonríe y niega con la cabeza—. No te preocupes, yo invito.
Me abochorna un poco que tenga que pagar todo él; no obstante, ya
conocía mi situación económica y aun así decidió quedar conmigo. El
camarero nos toma nota: tagliatelle de marisco para mí y escalope a la
milanesa para él.
—Háblame de ti. Quiero saberlo todo.
—¿Todo todo?
Sonrío y Edward hace lo mismo.
—Me cuesta hablar sobre mí —admito.
—Ya veo.
Frunce el ceño, piensa un momento y luego añade:
—¿Has jugado alguna vez a las diez preguntas?
—No…, pero puedo adivinar de qué se trata.
—Nos haremos diez preguntas para conocernos.
—Podríamos empezar con cinco, ¿no crees?
—¡No hay quien te convenza! —responde, claramente divertido por la
réplica—. Está bien, cinco, entonces. Pero empiezo yo.
—¡Vale!
—¿Por qué trabajas en esa tienda?
—Para ganar dinero. ¡Algunos tenemos que trabajar para vivir! —
respondo con sarcasmo, aunque me arrepiento al instante del comentario.
Me invita a comer y yo se lo agradezco arremetiendo contra su cuenta
bancaria.
¡Bien hecho, Leila!
—¿Quién dice que yo no trabajo?
—Ya van dos preguntas. Solo te quedan tres.
Se muerde el labio y niega con la cabeza.
—Te toca.
Pienso durante un instante. Tengo muchas ganas de preguntarle por
Andrea, pero me da miedo la respuesta, así que dirijo la conversación hacia
algo menos peligroso.
—Me he dado cuenta de que tienes un ligero acento inglés. Es sutil, pero
se nota. ¿Tienes orígenes anglosajones?
—No se te escapa nada, por lo que veo. Sí, soy inglés. Nací y me crie en
Londres. Vine a París cuando tenía once años tras el divorcio de mis padres.
Mi padre tenía la custodia; nos mudamos aquí porque acababa de abrir una
sucursal de la empresa.
—Ah, no debe haber sido fácil.
—Y que lo digas. Odiaba esta ciudad gris e impersonal, echaba de menos
mi país, a mi madre, a mi hermana y a mis amigos; pero poco a poco me fui
acostumbrando y, ahora, no me iría de París por nada del mundo. Las chicas
de aquí son mucho más guapas —dice arrojándome un guiño seductor.
Sin embargo, no me dejo distraer por ese encanto devastador. Me intriga
su historia; quiero hacerle mil preguntas.
—¿Y tu madre?
—Ya casi no la veo.
—¿Por qué?
—Es una larga historia, pero digamos que me dejó ir sin pelear mucho y
se volvió a casar con un auténtico capullo a quien no tengo ningún aprecio.
Me dedica una sonrisa forzada; está claro que el recuerdo ha
ensombrecido su estado de ánimo. No me lo esperaba. Pensé que habría
tenido una infancia tranquila y fácil; veo que me equivocaba. Me gustaría
indagar un poco más, pero noto el dolor que le causa ese tema, de modo que
no insisto.
—Tengo otra pregunta.
—¡Cuánta curiosidad!
—Tú eres quien empezó el juego. Además, hoy me toca a mí saber un
poco más de ti: ayer fui yo quien se desnudó.
—Eso es cierto. En todos los sentidos de la palabra.
Otra vez se le extiende por el rostro esa sonrisa insolente que me
desarma.
—Vale, adelante, ¡pero luego me toca a mí! Y hablaremos de cosas
mucho más interesantes —dice mordiéndose el labio.
Desvío la mirada por un momento y me aclaro la garganta.
—Entonces, ¿trabajas?
—No. Acabo de terminar los estudios en la Escuela de Comercio. Decidí
tomarme un año sabático para explorar opciones. A mi padre le gustaría que
trabajara para él, en la empresa familiar, pero no estoy seguro de que eso
sea para mí. Odio el mundo de los negocios. Aspiro a otra cosa; el problema
es que aún no sé a qué.
Murmura la última frase como si le incomodara admitirlo, pero se
recompone rápido y prosigue:
—¡Mi turno! ¿Has tenido novio alguna vez?
Sonrojada, miro nuestros dedos, que siguen entrelazados. El camarero
nos trae la comida en ese momento y suspiro, aliviada por haber escapado
de la pregunta. Nos abalanzamos sobre los platos; estamos hambrientos. Me
doy cuenta de que Edward no me quita los ojos de encima durante toda la
comida. Sonríe sin parar. En cuanto a mí, permanezco hipnotizada por esos
labios rosados, cincelados a la perfección. Nunca he visto nada tan sexy
como la boca de este hombre. Terminamos de comer en un tiempo récord.
Edward paga la cuenta y me acompaña de vuelta a la tienda.
—¿Y bien?
—¿Qué?
—¿Has tenido novio alguna vez? Antes no has contestado.
—¿Por qué me haces esa pregunta?
Intento desviar el tema.
—Porque me parece increíble que una chica tan guapa como tú sea
virgen a esa edad.
Pero si solo tengo dieciocho años. ¿Por qué le parece tan increíble?
—Si hubieras tenido novio, no habría sido capaz de quitarte las manos de
encima. Eres preciosa. Puede que te escandalice, pero entre tíos diríamos
que estás como para darte toda la noche.
Me sonrojo por la vulgaridad que acaba de soltar, lo que parece
divertirle.
—La única explicación que se me ocurre es esa —concluye con una
sonrisa pícara.
—¡Vale, me rindo! Jamás he tenido novio. Nadie se ha interesado nunca
por mí. Ya está, ¿contento?
No puedo evitar sentir cierta humillación.
—¿Y eso por qué?
—Porque… porque soy tímida, no voy a la última…; para ser sincera,
hasta hace poco me vestía con ropa dos tallas más grande. No me dejan usar
maquillaje y tampoco puedo salir mucho… No soy una novia modelo.
Sin poder evitarlo, se me quiebra la voz al decir las últimas palabras y
siento que se me saltan las lágrimas. Edward se detiene y me abraza.
—Oye, no digas eso, nena. Eres perfecta. Podrías ponerte un saco de
patatas en la cabeza y seguirías siendo la chica más guapa que he visto
nunca.
Lo dice con tanta franqueza que quiero creerlo. No sé si seré capaz…,
pero ya es la hora de que nos separemos. Me besa con dulzura antes de
dejarme en la puerta de la tienda.
Las seis y media de la tarde. Salgo del trabajo. Sonia me espera en la
esquina y volvemos a casa. En cuanto llegamos, ayudamos a mamá a
preparar la cena. Es nuestro ritual de cada noche, nuestro momento especial
juntas en el que aprovechamos para charlar y contarnos cómo ha ido el día.
—Leila, parece que hoy estás de buen humor, te brillan los ojos. ¡Me
encanta verte así, cariño!
Sonrío a mi madre. Es mejor que no sepa la razón de mi repentina
felicidad. Adoro a mamá, pero es un poco anticuada; no aprueba las
relaciones amorosas que, según ella, son chiquilladas.
Rayan entra en la cocina y dejamos de charlar al instante. Se sirve un
vaso de Coca-Cola en silencio y se va sin decir ni pío. Desde que me dio la
paliza, no he vuelto a dirigirle la palabra. Sonia hace lo mismo. Hay un
ambiente glacial en casa.
Cenamos en familia, como la mayor parte de los días.
—Leila, ¿cuándo te pagan? —pregunta papá durante el postre.
—A final de mes, ¿por qué?
—Necesito que me des ochocientos euros esta vez.
Trago, miro el plato con tristeza y asiento. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
Sé muy bien que, si me niego o discuto, me llevaré un guantazo o algo peor.
Sin embargo, no puedo dejar de pensar en lo injusto que es.
Contén las lágrimas, Leila, o va a ser peor.
Terminada la cena, ayudo a mi madre a limpiar y lavar los platos. Me
abraza por detrás cuando se da cuenta de mi expresión desganada.
—Todo irá bien, cariño.
—¿Por qué necesita tanto dinero?
—No lo sé. Estoy tan sorprendida como tú. No me cuenta nada, ya lo
sabes.
Suspiro con desesperación. Me gustaría hacer algo para que mi madre
reaccionase, preguntarle por qué se está con él, por qué nos hace esto.
Desearía gritarle que ella también es responsable de esta situación. Pero me
muerdo la lengua a tiempo. No quiero agobiarla más de lo que ya está. La
única vez que abordé el tema, lloró tanto que juré no volver a causarle ese
dolor. Me iré sin ella. Sin embargo, a este ritmo, no tendré suficientes
ahorros para empezar la universidad el próximo octubre.
—Me voy a la cama.
—¡Buenas noches, cariño!
—¡Buenas noches, mamá!
Ya en la habitación, me tumbo en la cama y sigo dándoles vueltas a las
nuevas exigencias de mi padre. Ochocientos euros. ¡Pero si solo gano mil
doscientos! ¿Cómo me las arreglaré con todos los gastos? Miro el móvil.
Tengo cuatro llamadas perdidas de Edward y varios mensajes.
[¡Buenas noches, preciosa!
¿Qué estás haciendo?]

[Todavía me debes
dos preguntas!:)]

[Por favor, responde.


No me ignores.]

Sonrío al leer el monólogo y me dispongo a acabar con su impaciencia.

[Tú también me debes


dos preguntas…]

Responde al instante:

[Soy todo tuyo.]

[No sé
si debo preguntarte esto, ¿sabes?]

[Solo te queda una.]

[Tú primero.]

[¿Duermes desnuda?]

¿Qué?
Atragantada con mi propia saliva, empiezo a toser. Menos mal que no
está frente a mí, porque no sabría dónde meterme. Sin embargo, decido
seguir el juego.

[Sí, estoy desnuda en la cama.]

[No jodas. ¿De verdad? Dios, Leila, me


vas a poner cachondo. Estoy a nada de conducir
hasta tu barrio para quitarte la virginidad.]
[¡Ups! Has gastado tu última pregunta.]

[No, ¿por qué?]

[«No jodas», «¿de verdad?», «¿por qué?»


Todo eso son preguntas, Edward.]

[De acuerdo, ¡tú ganas! Te toca.


Piénsalo bien, porque es la última.]

Inspiro hondo y formulo la última pregunta que quiero hacerle, temiendo


su respuesta.

[¿Estás saliendo con Andrea?]

Se toma su tiempo antes de responder. Cierro los ojos para calmar la


ansiedad. Oigo el zumbido del móvil.

[Sí. ¡No! Es complicado…]

Agarro el teléfono con fuerza, furiosa, y siento el impulso de estrellarlo


contra la pared. Decido apagarlo; pero, aun así, no logro conciliar el sueño
esa noche.
10.

Leila
—Te prometo que este tío es el hombre de mi vida —dice Nicolás con
entusiasmo mientras mira a Raphael, el camarero, de arriba abajo.
Sonrío ante su comentario.
—Nicolás, ¡no es gay! Déjalo estar.
—Ah, ¿no? ¿Y cómo lo sabe la virgencita? ¿Te lo has follado acaso?
—Lo sé y punto.
Es viernes, el día en que Nicolás y yo quedamos a comer en el café Le
Bureau, nuestro cuartel general. Hoy, mi amigo se ha negado en rotundo a
presenciar cómo desenvuelvo el bocadillo casero y me ha invitado a comer.
—¿Qué novedades me cuentas, Leila?
Tengo la tentación de hablarle sobre Edward, pero ¿qué puedo decir? Ni
siquiera estoy segura de querer volver a verlo después de su confesión de
anoche. ¿Quién se cree que soy?, ¿una pobre chica de los suburbios con la
que puede divertirse mientras espera para casarse con la princesita de buena
familia?
—Mi padre quiere que le dé ochocientos euros de mi sueldo cada mes.
Sorprendido por lo que acabo de decir, Nicolás abre los ojos hasta que
parece que van a salirse de las órbitas.
—¿Qué? ¿Está loco? ¡Eso es extorsión, cari!
Me río por el modo en que Nicolás se expresa. Tiene un modo muy
especial de exagerar todo; es algo que me encanta de él.
—Va en serio. ¡No está bien! Solo te quedarían cuatrocientos euros para
vivir. ¡Tu padre intenta controlarte, Leila!
—¿Tú crees? Gracias, Capitán de lo Evidente —digo con sorna
enarcando una ceja.
Un día, que recuerdo como el más divertido que hemos pasado juntos,
Nicolás y yo adoptamos esa expresión del inglés, captain obvious. Desde
entonces la usamos cada vez que alguno suelta una obviedad. Por lo
general, eso siempre hace reír a Nicolás. Pero hoy no.
—Vale, tu padre es estricto y no te deja hacer nada. ¡Pero hasta ahí! No
quiere que seas independiente, Leila. Tiene miedo de que comprendas que
ya no le necesitas y lo mandes a paseo.
—No lo había pensado desde esa perspectiva —digo con un suspiro,
meditabunda—. Tal vez tengas razón.
—¡Quieres decir que tengo toda la razón!
No lo sé. Todavía necesito a mi padre: París es muy caro. Y, como dice
mi madre, a pesar de todo somos una familia. En ese momento, Raphael
viene con la cuenta y una gran sonrisa. Se sienta en una silla junto a mí con
el torso apoyado en el respaldo. Nicolás babea. Es cierto que Raphael es
bastante guapo: alto, fuerte, con los ojos de color azul celeste y una hilera
de tatuajes; un aspecto hípster agradable y desenfadado.
—¿No viniste ayer a comer? —pregunta—. No te asustaría con mi
propuesta…
—No, no; es que tenía mucho que hacer en la tienda. Eso es todo.
—De acuerdo, no puedo culparte entonces.
Se levanta y me guiña un ojo antes de volver al trabajo. Llegados a este
punto, la boca de Nicolás llega ya al suelo.
—Leila, ¡pero si coquetea abiertamente contigo! Traidora, ¡te llevas a
todos mis chicos con esos aires de virgencita!
Me río de su gesto enfurruñado y niego con la cabeza.
—Sí, creo que le gusto.
—¿Le gustas? ¡Te hace el amor con la mirada! Si estuvieseis solos, ya se
habría abalanzado sobre ti.
—¡Estás exagerando otra vez!
Nos echamos a reír, terminamos el almuerzo y volvemos a nuestros
respectivos quehaceres.
Al llegar a la tienda veo a Edward esperándome apoyado en la pared.
Está absorto en el teléfono; aún no me ha visto. Cojo aire y acelero el paso.
Llego a su altura, decidida a ignorarlo, y paso de largo sin decir nada. Él me
agarra del brazo para detenerme, pero me libro con un movimiento brusco.
—¡No me toques!
Ensombrece la mirada.
—Leila, ¡al menos deja que te lo explique!
—No, ¡no hay nada que explicar! Tienes novia. Me estás usando, ya está.
—¿Que te estoy usando? —repone con mofa—. Para usarte tendría que
obtener algo de ti. Que yo sepa, no hemos llegado a tener sexo todavía.
Au.
Las palabras duelen como un puñetazo en el estómago. Hieren mucho,
sobre todo porque vienen de él. Me gustaría tener la suficiente confianza en
mí misma para abofetearlo; pero, en lugar de eso, me brotan las lágrimas.
—Lo siento. No quería decir eso —se disculpa mientras se acerca a mí.
Cuando me envuelve las manos con las suyas, me zafo echándome hacia
atrás.
—Suéltame o gritaré.
Edward parece muy afectado por mi rechazo. Tiene una mirada triste y
una expresión melancólica en la boca que casi me hacen olvidar lo que
acaba de decir. Sin embargo, resisto el impulso de abrazarlo. Tras un largo
momento de duda me suelta y me deja pasar. Abro la puerta de la tienda y le
oigo exhalar un profundo suspiro.
Es probable que más tarde me arrepienta, pero ahora mismo estoy
demasiado dolida para hablar con él.
11.

Edward
Leila está furiosa conmigo. No lo entiendo. Sabía de sobra que estaba
con Andrea cuando nos vimos la última vez y eso no pareció molestarla.
Incluso me dejó besarla. Vuelvo a revivir ese dulce momento y las
imágenes de Leila me bombardean sin descanso: la piel suave, los labios
deliciosos, los pechos perfectos, los gemidos en respuesta a mis caricias,
ella entregada por completo. Joder, solo de pensarlo me excito de nuevo. El
teléfono vibra en el bolsillo de los vaqueros y me saca del
ensimismamiento. Respondo sin mirar la pantalla:
—¿Diga?
—Cariño, soy yo.
Mierda, es Andrea. Levanto la vista al techo. Solo oír la voz estridente
me molesta.
—Edward, hace mucho que no nos vemos. ¿Qué pasa?, ¿ya no me
quieres?
Me la imagino a punto de armar un berrinche que no tengo ganas de
escuchar.
—Nunca te he querido, Andrea. Lo nuestro es solo sexo.
—Eres un capullo, ¿lo sabías?
Parece dolida. Pero a mí ni me va ni me viene.
—Lo sé.
Enciendo un cigarrillo y le doy la primera calada.
—Sí, pero eres «mi» capullo.
Percibo el repentino tono alegre en la voz. Esta tía es bipolar.
—Edward, mis padres no están, estoy sola en el apartamento y tengo
ganas de ti. Ven.
Me quedo callado, disfrutando del cigarrillo. Dudo un momento y le
echo un vistazo a la erección que me ha dejado el recuerdo de Leila. Fuck
it. Necesito sexo.
—Vale. Estaré allí dentro de quince minutos.
En cuanto llego al espacioso dúplex en el distrito VII, Andrea se
abalanza sobre mí y me besa con pasión. Mueve la lengua a un ritmo
desenfrenado, como si no quisiera dejarse un rincón de mi boca sin recorrer.
Sonrío, divertido por mis propios pensamientos, y Andrea me devuelve el
gesto.
—Me gusta verte contento—dice antes de arrancarme la ropa.
Desabrocha el pantalón con habilidad y me lo baja de un movimiento.
Parece sorprenderse cuando repara en la abultada erección. Lo normal
cuando estoy con ella es que necesite algo más para que se ponga así.
—Ya veo que te alegras de verme.
—Claro que sí.
—Yo también te he echado de menos, Edi.
Gruño. Odio que me llame así. Acaricia la polla mostrando una manicura
perfecta antes de añadir:
—Nunca ha estado tan dura antes de que te toque.
Si supiera que la responsable de esta erección es otra chica, se le borraría
esa sonrisa triunfal de la cara.
—Chúpamela y deja de hablar —le pido.
Sé que me comporto como un auténtico cabrón con ella.
—¿Es una orden?
—Sí.
Le guío la cabeza hacia abajo. Andrea obedece sin hacerse de rogar.
Arrodillada, me lanza una mirada lasciva antes de sacar la lengua y lamer la
punta. Me estremezco ante el contacto y le agarro con fuerza del pelo.
—Deja de calentarme y abre bien esa boca.
Ella me dirige una mirada llena de lujuria. Se humedece los labios y
después se introduce el miembro en la boca. Inspiro hondo. Alentada por mi
reacción mueve la cabeza cada vez más rápido. Lo hace con ganas mientras
yo acompaño el vaivén con las caderas.
—Más adentro… Quiero llegar hasta el fondo.
Abre todavía más la boca, gimiendo de placer, mientras se traga la polla
casi entera.
—Sí, así. Eso es.
Enrosco los dedos entre los largos cabellos rubios y le follo la boca sin
piedad. Las mamadas se le dan bien; lleva poniéndolo en práctica desde los
catorce.
—Andrea, estoy a punto… Me corro.
La embisto como un loco. Tengo el cuerpo cubierto de sudor, los ojos
cerrados y el pelo pegado a la frente. Cuando siento esa presión familiar en
la parte baja de la columna vertebral, aprieto los dientes antes de sacársela
de la boca para tocarme.
—¿Dónde quieres que acabe?
—Aquí —responde Andrea sin inmutarse mientras abre la boca y me
mira con deseo.
—Joder.
Sin ningún tipo de vergüenza golpeo la polla contra la lengua y me vacío
por completo. Ella lo traga todo.
12.

Edward
Estoy sentado en el Cab mientras disfruto de una cerveza, cuando noto
cómo alguien me da un pequeño golpe en la nuca con la palma de la mano.
Me giro para descubrir al culpable, dispuesto a llegar a las manos, hasta que
veo que es Paul, uno de los colegas con los que he venido a esta fiesta tan
aburrida.
—¿Se puede saber qué te pasa? Me has hecho daño, gilipollas.
—Era para espabilarte. ¿Qué coño haces, meditar? Vuelve a la tierra, tío,
te están esperando en la zona vip.
Suspiro, cojo la copa y la acabo de un trago. Paul tiene razón. Desde
hace un tiempo pienso en Leila constantemente.
No quiere hablar conmigo, no responde a los mensajes. Por estúpido que
parezca, la echo muchísimo de menos. Hace ya dos semanas que no tengo
noticias suyas. Es ridículo, lo sé. Al fin y al cabo, apenas la conozco. No
tendría que sentirme así, pero no puedo evitarlo. La mente me tortura con
todo lo que tiene que ver con ella: el rostro, la voz, el olor, los ojos, la boca,
la sonrisa, su inocencia; todo me atormenta. Por si eso fuera poco, sufro una
erección cada vez que pienso en la sensación de tener su cuerpo contra el
mío.
He intentado olvidarla por todos los medios. Andrea no entiende por qué
ahora tengo sexo con ella con más ganas que nunca y varias veces al día.
Mi entrenador jamás me ha visto tan agresivo en los entrenamientos.
Intento librarme como sea de esta obsesión por Leila, pero no puedo. Es la
primera vez que estoy tan apegado a una chica y, además, en tan poco
tiempo. Por lo general, son ellas las que me buscan y se tiran encima a la
mínima oportunidad.
Entonces, ¿por qué? ¿Por qué es diferente con Leila? ¿Es porque se me
resiste?, ¿porque es virgen?
Dejo escapar un suspiro, frustrado. Quizá no tenga la oportunidad de…
¡Así que es eso! Necesito acostarme con ella. Una vez lo haya hecho,
perderé el interés y podré volver a ser yo mismo.
—Estoy cansado, nada más —respondo por fin a Paul.
—Pues vete a casa a descansar porque eres un coñazo cuando estás así.
—Sí, no te falta razón.
Miro a mi alrededor: la noche está en el mejor momento. El Cab está
lleno a rebosar; la pista, abarrotada de cuerpos sudorosos que se contonean
al ritmo desenfrenado de la música. Cada vez que vengo con los colegas
tengo la esperanza de encontrarme con Leila. Sé que las posibilidades de
cruzarme con ella son escasas porque el cabrón de su padre no la deja salir.
Aunque, por una parte, casi prefiero que se quede en casa. Así evito
montarme películas y preguntarme con quién o qué estará haciendo. Puede
que alguien la esté tocando en este momento. Joder. La ira me carcome por
dentro solo de pensarlo.
Me levanto para despedirme de Louis y de Zack, que están medio
borrachos y en muy buena compañía.
—Me voy.
—¿En serio? Edward, tienes que estar de coña —se opone Louis—. ¡La
noche acaba de empezar! Últimamente no se te ve el pelo.
—No me apetece. Mañana sí, lo prometo.
Cuando salgo de la zona vip en dirección a la puerta, la veo. Es Leila.
Está ahí mismo, despampanante y a pocos metros de mí, vestida con una
minifalda azul y una camiseta de tirantes negra ajustada, demasiado
escotada para mi gusto. El corazón amenaza con estallarme en el pecho y
me flaquean las piernas. No deja de sonreír a un tipo que la lleva del brazo.
Bullo de furia por dentro. ¿Quién es ese capullo?
Detrás de ella veo también a su hermana. Es guapa, pero está lejos de la
belleza sin parangón de Leila. El color gris azulado de sus ojos, la boca
carnosa, la perfecta melena castaña y, sobre todo, un cuerpo capaz de tentar
a cualquiera la hacen única.
No sé qué hacer. Me quedo clavado en el sitio. ¿Debería ir a saludarla?,
¿partirle la cara al imbécil que la acompaña? No, eso me haría sentir mucho
mejor, pero no arreglaría el asunto que tengo pendiente con ella. ¿Qué coño
hace aquí? Creía que no la dejaban salir. Siento crecer en mi interior una
rabia irracional. Decido beber para calmarme. Me acomodo en la barra y
pido dos chupitos de vodka. Agradada por la petición, la camarera se
contonea y me pone el escote a la altura de los ojos. Sirve el alcohol sin
quitarme la mirada de encima; después, con un guiño, desliza una servilleta
con el número de teléfono hasta mí. Le sonrío sin mucha convicción y
vuelvo a concentrarme en Leila. La busco con la mirada y la encuentro en
mitad de la pista. Mi princesa baila muy animada mientras todos los tíos
que la rodean la examinan de arriba abajo. Ella no se da cuenta; está
demasiado ocupada pasándolo en grande con su hermana y ese… El chico
que la acompaña se pega a ella y es la gota que colma el vaso.
En un segundo estoy a su lado. La agarro del brazo para situarla detrás
de mí y suelta un grito de sorpresa cuando empujo con violencia por los
hombros a ese cabrón, que pierde el equilibrio y se aleja al instante. Cuando
me giro encuentro tres pares de ojos incrédulos que me observan.
—¡Ed… Edward! ¿Qué es lo que…?
No dejo que acabe la frase y la cojo de la mano para llevarla fuera, lejos
de todos esos gilipollas. Intenta oponer resistencia, pero casi a la fuerza la
obligo a seguirme. Ya en la calle, la aprisiono contra la pared, la misma en
la que estaba apoyada cuando la besé por primera vez. Después, sin pensar,
reclamo su boca con un beso voraz. Lo hago como si me fuera la vida en
ello. Me acepta y gime contra mis labios. Oírla tiene un efecto inmediato en
la polla, que endurece bajo los vaqueros. Pero, a continuación, Leila me
aparta.
—Edward…, para, por favor.
Me separo de ella al tiempo que me paso una mano por el pelo,
perturbado por la reacción desproporcionada que acabo de tener.
—Leila, ¿qué haces aquí? Creía que no podías salir.
—Mi padre trabaja de noches y mi hermano está en la universidad, en
Estrasburgo. Ya no vive en casa, así que tenemos un poco más de libertad
—responde con voz insegura.
—Me alegro por vosotras.
Me doy la vuelta y silbo ayudándome de las manos para llamar a un taxi:
—Ven conmigo, por favor.
Me mira con desconfianza. Parece no saber qué hacer. Antes de que
tenga tiempo de reaccionar, tiro de ella. Sé que actúo como un capullo. Pero
ella me desea. La he oído gemir entre mis labios. A pesar de los
sentimientos encontrados, sé que tiene tantas ganas como yo.
13.

Edward
Leila, sentada en uno de los sillones, permanece en absoluto silencio y
no deja de mirarse las manos. Casi me arrepiento de haberla traído a casa de
ese modo tan repentino. Casi.
—¿Quieres tomar algo?
—Sí, gracias —responde con timidez y la mirada huidiza.
Sonrío y me dirijo a la cocina para preparar las copas. Un vodka con
tónica para ella, que sé que le gusta. Estoy contento de tenerla aquí y, a la
vez, nervioso ante la posibilidad de perderla de nuevo. La oigo hablar por
teléfono, probablemente con su hermana, que estará preocupada. De vuelta
al salón, coloco los vasos sobre la mesa y permanezco estudiándola,
maravillado, durante unos instantes. Joder, no puedo creer que esté aquí. En
verdad soy el hijo de puta más afortunado del todo el planeta. Leila se
percata de la sonrisa que me curva los labios y me dirige una mirada
interrogante.
—Me alegro de verte.
—Ah, ¿sí?
—Sí, no tienes ni idea de lo mucho que te he echado de menos.
—Es cierto, no tengo ni idea. ¿Cómo le va a Andrea? —espeta con tono
cortante.
¡Toma! Directa al grano. Respiro hondo antes de contestar:
—Escucha Leila, no es lo que tú crees.
—Ah, ¿no?, ¿no estás con ella?
—No, no realmente; lo que pasa es que…
No me da tiempo a acabar la frase; se levanta y avanza en dirección a la
puerta.
¡No!
Entro en pánico. No puedo dejarla marchar. Corro hacia ella con la
intención de bloquearle el camino en un intento desesperado de retenerla
cueste lo que cueste. No sé muy bien qué estoy haciendo, pero estoy
dispuesto a cualquier cosa con tal de que no se vaya, incluso si eso me hace
quedar como un idiota. Tengo la impresión de que la estoy cagando y de
que la voy a asustar.
—Déjame pasar, Edward. Te lo advierto, gritaré.
No puedo reprimir una sonrisa. Leila no sabe que el apartamento está
insonorizado y que podría gritar todo lo que quisiera y aun así nadie la oiría.
Intento calmarla levantando los brazos para que vea que no quiero hacerle
daño.
—¿Qué te parece tan gracioso? ¡Psicópata!
Esbozo una sonrisa aún más amplia, lo que aviva el fuego de su ira.
—Cálmate, por favor. No quiero hacerte daño. Me gustaría que hablemos
y explicártelo todo —repongo con suavidad.
—¿Y para eso necesitas secuestrarme?
Levanto la vista al techo.
—Si me hubieras cogido el teléfono durante las dos últimas semanas, no
estaríamos en esta situación.
—¿Ahora encima es mi culpa? Te recuerdo que quien tiene novia eres tú.
—Mira quién fue a hablar, ¿y ese tío con el que bailabas en el Cab? —
No logro contenerme y arremeto contra ella echándoselo en cara.
—¿Quién, Nicolás? Es un amigo.
—Un amigo que estaba esperando la oportunidad de ponerte las manos
encima —bramo.
Recordar a ese imbécil agarrándola del brazo hace que una ira gélida se
me extienda por las venas.
Leila suelta una carcajada amarga mientras niega con la cabeza.
—Es gay. Nicolás es gay.
El tono de su voz es bajo, casi un susurro. Cuando veo las lágrimas
acumularse en las comisuras de sus ojos, el corazón se me encoge en el
pecho.
Me acerco con la intención de reconfortarla y estrecharla entre los
brazos, pero enseguida recobra la compostura y me empuja por los
hombros. Se seca las lágrimas con un movimiento rápido de la mano. Con
el ceño fruncido y los brazos cruzados, se muestra inflexible.
—Por favor, deja que me explique.
La expresión suplicante que le muestro consigue suavizar el enfado. Me
dirige una mirada de advertencia y me entra la desagradable sensación de
que me está haciendo una radiografía, pero no me detengo.
—Andrea no significa nada para mí. Es cierto, salimos desde hace unos
meses, pero no siento nada por ella. Me gustas tú.
Leila relaja visiblemente el cuerpo al escuchar esas palabras. Traga
saliva antes de añadir:
—Entonces, ¿por qué estás con ella?
—Mi vida es más complicada de lo que crees, princesa. Andrea es hija
de uno de los socios más importantes de mi padre y los dos esperan mucho
de nuestra relación.
—¿Por qué? No lo entiendo.
—Andrea… Ella… está enamorada de mí. Una noche, poco después de
conocerte, le pidió a su padre que organizase una cita. El mío también
insistió mucho; dijo que una relación con Andrea sería beneficioso para la
empresa. Acepté y eso ha generado altas expectativas entre nuestras
familias. He intentado negarme varias veces, pero mi padre ha amenazado
con cerrarme el grifo. Ahora mismo no podría pagar todo esto.
—Ya veo —responde con tristeza.
Le acuno el rostro entre las manos al tiempo que la observo fascinado.
Los ojos grisáceos de Leila me desarman. No soy capaz de apartar la
mirada.
—Leila, solo me gustas tú.
Las lágrimas reaparecen y las seco con los pulgares mientras se sorbe la
nariz como una niña pequeña. Cuando le tiemblan los labios soy incapaz de
contener más tiempo el deseo y, en un impulso, la beso.
Lo hago despacio, con dulzura. La sensación es exquisita y que no se
resista me calma como un bálsamo. Joder, Leila me gusta de verdad. Enredo
su cabello sedoso entre los dedos y la atraigo hacia mí para invadirle la
boca con la lengua. Al principio, Leila se tensa; pero, al final, responde con
la misma avidez. Le recorro el cuerpo con dedos anhelantes y la tensión en
mi interior aumenta; noto la dolorosa erección dentro de los calzoncillos. La
conduzco con impaciencia a mi habitación. No se opone y eso me complace
más de lo que me gustaría. Cuando la tumbo con cuidado sobre la cama,
Leila entreabre los ojos; parece dudar durante un instante. Sin embargo,
ignoro la expresión de preocupación que se le dibuja en el rostro. Tengo
toda la intención del mundo de aprovechar este momento con ella y de usar
su deseo para mi propio placer. ¿Quién sabe cuándo podré volver a verla?
No obstante, si ahora mismo me rechazase, la dejaría ir. Puede que sea un
hijo de puta, pero la quiero entre mis brazos por voluntad propia. La deseo
de verdad. La beso con suavidad para comprobar que tiene tantas ganas de
mí como yo de ella y la respuesta no se hace esperar: su boca invade con
sensualidad la mía.
Presiono la erección contra los muslos mientras nuestras lenguas se
acarician y juegan. El cuerpo me arde de deseo y solo puedo pensar en
arrancarle la ropa. Leila también empieza a desatarse bajo los efectos del
placer; ahora me acaricia la espalda mientras intenta quitarme la camiseta.
Abandono sus labios durante un instante y alzo los brazos para ayudarla. No
puedo evitar sonreír: me ha dado luz verde y estoy tan emocionado como un
niño a punto de abrir su regalo de Navidad. Tengo que controlarme o
terminaré corriéndome antes de empezar a jugar.
Le quito el top con brusquedad y le envuelvo los pechos con las manos.
Complacida, gime, lo que me la pone aún más dura. Leila me vuelve loco.
Joder, quiero devorarla entera. Mi pequeña virgen se libera de las caricias
para tocar la erección que me deforma los vaqueros. Ahora es mi turno de
gemir.
—Para, Leila, o me voy a correr.
Ruborizada, retira la mano. Me arrepiento un poco de haberla detenido
en ese primer impulso, pero sería una pena poner fin tan pronto a nuestro
encuentro. Llevo las manos a sus caderas para bajarle la minifalda de un
movimiento. Le separo las piernas y acerco la boca al sexo. Mi pequeña
princesa gime y se retuerce entre mis brazos mientras me tira del pelo,
anticipándose a lo que está por llegar. La sensación me excita tanto que es
casi insoportable. Bajo las braguitas de algodón por las piernas y no puedo
reprimir una sonrisa cuando por fin veo el coño rosado. Nada más sumergir
la lengua entre los pliegues de su intimidad, Leila se arquea.
—No te muevas, nena —digo con un suspiro antes de reanudar la tarea.
Mientras saboreo la carne sedosa, subo las manos a los pechos y los
masajeo hasta que consigo hacerla gritar de placer.
—¡Edward! Por favor, yo…
Leila me ruega que siga. De cualquier modo, no creo que fuese capaz de
parar ahora. Cierro los labios alrededor del clítoris y lo succiono con
firmeza. Está cerca, lo noto. Sus gritos se intensifican y, cuando introduzco
un dedo en su interior, todo su cuerpo entra en tensión. Joder, lo tiene tan
apretado que apenas consigo moverlo. Estar dentro de ella tiene que ser una
maravilla. Solo de pensarlo se me endurece aún más la polla. Espero a que
Leila se acostumbre a la sensación y poco a poco comienzo a mover los
dedos, asegurándome de rozar el clítoris.
—¡Dios!
Mi princesa libera un amplio quejido de gozo y yo aumento la dulce
tortura uniendo la boca a las caricias.
A medida que acelero el ritmo noto cómo contrae el cuerpo y le tiemblan
las piernas. Pronto, un grito gutural le rasga la garganta. Acto seguido,
arquea la espalda y se corre en mis labios. Retiro los dedos con delicadeza y
me los llevo a la boca para lamerlos sin dejar de observarla.
—Nena, eres increíble.
Parece agotada. Mi pequeña princesa alberga una pasión desenfrenada a
la que tengo intención de dar rienda suelta. Presiono los dedos contra sus
labios, haciendo que abra la boca, y ella los lame con los ojos fijos en los
míos. La imagen me envía una dolorosa descarga de deseo por todo el
cuerpo. Joder, anhelo tanto poseerla que me duelen las pelotas.
Es virgen, Edward. Ve a darte una ducha fría.
Al final me tumbo a su lado y la beso con ternura. Le recorro el cuerpo
con una mano, llenándolo de caricias dulces, y ella me responde con una
sonrisa radiante. Verla entregada a mí hace que se me dispare el pulso. Sin
embargo, con la boca entreabierta y los ojos entornados, parece a punto de
quedarse dormida. No quiero aprovecharme de Leila. Es cierto que estaba
dispuesto a hacerla mía a cualquier precio, pero me doy cuenta de que no
podría hacerle algo así. Necesito que ella me desee, que me lo pida, que me
quiera a mí y no a otro. La contemplo fascinado hasta que me doy cuenta de
que es tarde y que ya tendría que haber vuelto.
—¿Te llevo? —propongo de mala gana.
Querría que se quedase aquí toda la noche. No he acabado con ella, pero
sé que debe estar en casa antes de que llegue su padre.
—Sí —me contesta en un tono de voz apenas audible.
Joder, es preciosa. No me canso de admirarla. El tono de llamada de su
móvil interrumpe el paréntesis de felicidad. Recoge la ropa y camina hacia
el baño, lo que me permite observar el trasero perfecto y redondo. Leila se
ha convertido en una obsesión. Cuando vuelve al cabo de unos minutos, los
ojos le brillan de felicidad, las mejillas han adquirido un tono rosáceo y los
labios siguen hinchados por los besos.
—¿Podemos pasar a buscar a mi hermana?
—Por supuesto, nena.
Me pongo la camiseta y la cojo de la mano para besarle la muñeca.
—Venga, vamos.
14.

Leila
—¡Mira! ¿Qué piensas de este?
Camille gira sobre sí misma para mostrarme el bonito vestido Michael
Kors que ha elegido.
—¡Me encanta! Es estupendo y te queda bien.
Sonríe, satisfecha con la respuesta, y vuelve al probador para ponerse un
nuevo conjunto. Aprovecho para mirarme en el espejo. No tengo buen
aspecto: estoy pálida y demacrada. Suspiro cuando examino el atuendo que
llevo: los vaqueros pitillo de color azul de siempre y un top negro heredado
de mi prima. A mí tampoco me vendrían mal algunas compras.
Hoy es día de cobro, así que he accedido a salir de compras con Camille.
No me he atrevido a decirle que no después del tiempo que lleva
pidiéndomelo.
Llevamos andando dos horas; hemos visto tantas tiendas que ya ni siento
las piernas. Por supuesto, en mi caso me he limitado a mirar expositores. He
visto muchas cosas que me han gustado, pero no me las puedo permitir. Ya
tengo bastante con entregar a mi padre dos tercios del sueldo; no me queda
mucho para gastar.
—Es muy bonita, deberías llevártela —aconseja Camille cuando me
sorprende inspeccionando una camisa blanca.
—Sí, no está mal.
Veo el precio: ¡Ciento veinticinco euros! Trago con dificultad y la dejo
en su sitio en el acto.
—En serio, Leila, ¡cómprate algo! No es divertido ir de tiendas con
alguien que solo mira. Además, no te vendría mal, siempre te pones lo
mismo.
Hago un mohín, un poco herida, aunque en el fondo sé que tiene razón.
Renovar un poco mi armario no sería un capricho. Pero es lo que hay. De
verdad que no puedo.
—Vamos, te invito a un café —digo fingiendo buen ánimo y cambiando
de tema con habilidad.
Camille acepta de buena gana y entramos en el típico bar parisino. Le
doy las gracias al cielo por poder sentarme por fin; los pies me están
matando.
—Cuenta, ¿qué vas a hacer este finde?
—Ah, pues no sé. Pasar tiempo en familia…
«¿Qué vas a hacer este finde?», una pregunta trivial que se suele hacer
entre amigos, pero que a mí me provoca un nudo en el estómago y nunca sé
cómo responder. Siempre tengo miedo de que me juzguen o que no me
entiendan. Por regla general no hago nada los fines de semana si dejamos a
un lado limpiar la casa o cocinar para ayudar a mamá. De vez en cuando, si
mi padre trabaja, salgo a dar una vuelta, pero eso es poco habitual. Camille
me cuenta que se va a esquiar con sus padres. Han alquilado un chalet y
planean quedarse unos días. Incluso ha pedido varios días de vacaciones.
—Nunca he esquiado. ¡Parece divertido!
—¿De verdad que nunca has ido a esquiar?
—No.
Si ella supiera que ni siquiera he salido de la región de París…
—Podrías venir conmigo.
—No, gracias. No puedo; tengo cosas que hacer.
Tuerce la boca, cruza los brazos y frunce el ceño:
—¿Cosas que hacer? ¡Si acabas de decir que no tienes planes! En serio,
Leila, no te entiendo. Es como si estuvieras ocultando algo todo el tiempo;
igual que cuando recibiste las flores en la tienda y no quisiste decirme quién
te las había enviado.
—Yo… Eh…, bueno…
Balbuceo, incapaz de formular una frase coherente. Camille tiene razón:
miento a menudo y escondo muchos detalles de mi vida que considero
vergonzosos. Si soy sincera, no sé por qué. Es solo que no me gusta contar
mis problemas. No quiero ser la pobrecita desgraciada que tiene líos con su
familia y problemas de dinero.
Y en cuanto a Edward… Obviamente tengo ganas de contarle todo; pero,
¿por dónde empezar?, ¿qué decir? Después de todo ni yo misma tengo claro
qué hay entre nosotros. Nos hemos visto y besado varias veces, y después
me dice que sale con otra. Ni siquiera eso consiguió que lo detuviera
cuando empezó a acariciar mi cuerpo. El pudor hace que me sonroje al
rememorar esos momentos. No sé por qué lo consentí. Siempre que estoy a
su lado, el deseo se impone a la razón. Ni siquiera me arrepiento. Lo que
hicimos fue increíble. Nunca había sentido tanto placer ni en mis pobres
intentos en solitario. No sé por qué no quiso llegar más lejos. Después de
esa noche no lo he vuelto a ver. Se ha ido de viaje a Nueva York a la
despedida de soltero de un amigo. Me llama todos los días, como si
estuviésemos juntos; pero, en el fondo, no sé muy bien cómo sentirme.
Pienso en él de continuo, tanto que duele. No tengo ningún tipo de
experiencia en cuanto a relaciones sentimentales, pero tengo la impresión
de no poder controlar la atracción que siento por él. Eso me da miedo.
—¡Leila! —grita de repente Camille.
Pego un brinco, sorprendida, y vuelvo de inmediato a la realidad.
—¡Lo siento! Estaba…
—Venga, deja de mentir. Sé perfectamente que te pasa algo. No soy
idiota. Estás enamorada, ¿verdad?
Dudo antes de responder. ¿Estoy enamorada?
—Se ve a la legua. Siempre estás soñando despierta, incluso en el
trabajo.
—Dos lungos para las señoritas.
La camarera deja las tazas sobre la mesa. Finjo estar concentrada en
echarle el azúcar al café con la esperanza de que Camille cambie de tema,
pero resulta inútil. Levanto la mirada y me encuentro con la suya,
impasible. Parece que, esta vez, no voy a conseguir escaparme de la
Inquisición. Respiro hondo antes de hablar:
—Vale. Te lo contaré todo.
Una chispa de curiosidad se enciende en sus ojos.
—He conocido a un chico. Se llama Edward.
Sonrío como una tonta. El mero hecho de pronunciar su nombre surte ese
efecto en mí. En serio, necesito hacérmelo mirar.
—Lo conocí durante mi fiesta de cumpleaños, hace unos meses, y nos
besamos. Por motivos que no te puedo contar, nos perdimos la pista, pero
volvimos a encontrarnos por casualidad en la tienda hace unas semanas.
—¿En la tienda? ¿Es un cliente? ¿Lo conozco?
—No, no lo conoces. Vino una vez con su novia durante tu pausa para el
almuerzo y…
—¡Espera, espera, espera! —me interrumpe alzando las manos—. ¿Tiene
novia?
—Sí. Es complicado. No siente nada por ella. En cierta manera, su padre
lo obliga a estar en esa relación…, o eso creo.
Camille abre y cierra la boca varias veces, como si quisiera decir algo,
pero no encontrase las palabras adecuadas. Cuando se recompone me
pregunta:
—¿Qué ha pasado exactamente entre vosotros?
—Nos hemos visto tres veces. Nos hemos besado y algo más…
Me sonrojo.
—Algo más. ¿Eso qué quiere decir?, ¿te has acostado con él?
—¡No! —digo demasiado alto—. Pero…
—Pero ¿qué? ¡Cuenta, Leila!
—Me ha tocado y hemos ido un poco más lejos que besarnos…, ya
sabes.
Escondo el rostro entre las manos y siento cómo se me encienden las
mejillas. Camille sonríe con picardía.
—¿Por qué no te acuestas con él?
—Porque…. ¡pues porque soy virgen!
—¿Qué? ¿Eres virgen?
¿Por qué todo el mundo reacciona así? Solo tengo dieciocho años, no es
tan raro. Camille me lanza una mirada compasiva y me dice:
—¿Quieres que te diga lo que pienso?
—Sí.
Aunque no estoy muy segura de querer oírlo.
—Creo que deberías olvidarte de él.
Abro los ojos como platos, sorprendida. No esperaba una respuesta tan
contundente.
—Ese tío tiene novia. Leila, ¡eres demasiado inocente y lo que tienes
para ofrecer es demasiado valioso como para dejarte seducir por un chaval
que no está disponible!
Las palabras de Camille se me clavan como un puñal en el estómago.
Estoy al borde las lágrimas y lucho por no mostrar lo mucho que me ha
herido. Sé que tiene razón y eso me duele.
—Ya —murmuro con voz monocorde y el corazón roto en mil pedazos.
Durante el trayecto en tren de vuelta a casa, les doy vueltas en la cabeza
a las palabras de mi amiga, que me hacen dudar más que nunca sobre la
sinceridad de Edward.
«Tiene novia, Leila». «No está disponible».
¿De verdad puedo confiar en él? ¿Debo creer la historia que me ha
contado sobre Andrea? Después de todo apenas lo conozco, podría estar
mintiendo. Quizá solo quiere acostarse conmigo y desecharme como un
pañuelo usado. No obstante, parecía sincero la última vez que nos vimos.
¿La dejaría por mí?
Darle vueltas a todo esto no hace sino aumentar mi ansiedad. Noto la
vibración del teléfono en el bolsillo. El corazón me da un vuelco al ver el
selfi que Edward me acaba de enviar. No sé dónde está con exactitud, pero
creo que es un barco. Posa con la Estatua de la Libertad de fondo de modo
que parece hacerle cosquillas en la nariz. Una sonrisa de orgullo se le
extiende por el rostro, como si lo que acaba de hacer fuera una
demostración de habilidad.

[Me entretengo como puedo mientras


espero a volver a verte. Solo un poco más
y por fin podré tenerte entre mis brazos.]

[¡Bonita foto! Me muero de ganas de estar contigo.]

Dudo varias veces antes de enviar el mensaje. Al fin y al cabo, es la


verdad, tengo ganas de estar con él.

[Eso seguro. Después de haber llegado al primer


orgasmo no puedes esperar al siguiente.:p]

Anda que no está seguro de sí mismo. Debería molestarme, pero me


limito a sonreír como una tonta mientras tecleo la respuesta, consciente de
la reacción que va a provocar.

[¿Quién ha dicho que ese fuera mi primer orgasmo?]

[…]
[Besos y que disfrutes del resto del viaje.]

Guardo el móvil con el corazón latiendo alegre en el pecho. No sé qué


hacer o qué pensar, pero de lo que sí estoy segura es de que cada vez que
piensa en mí y me escribe o me llama me siento como en una nube. Jamás
había sido tan feliz. Por ahora, eso es lo que importa.
15.

Leila
Son las seis de la tarde cuando llego a casa. Mamá y Sonia no están; solo
encuentro a mi padre. Como de costumbre está apoltronado en el sofá
viendo la tele.
—¡Ya he vuelto!
—Ah, Leila. Estás aquí. Ven a ver a tu padre —dice con voz más afable
de lo habitual.
Obedezco sin protestar; sé que me habla así porque quiere dinero.
Lo normal es que me ignore cuando vuelvo a casa excepto que esté
esperando para echarme algún rapapolvo. Sin embargo, hoy es día de cobro,
así que hace acto de presencia.
—Ya has cobrado, ¿no?
—Sí.
Lo observo con recelo. No me siento a salvo en su compañía, ni siquiera
cuando es amable. Con los años he aprendido a no bajar la guardia. Su
agresividad es imprevisible y puede estallar en cualquier momento.
—Bueno, ¿y a qué esperas para darme lo que me debes?
¡Lo que le debo! Qué cara más dura. Abro el bolso y le tiendo varios
fajos de billetes. Ochocientos euros que acabo de extraer de la cuenta.
—Toma.
Coge el dinero y lo cuenta delante de mí sin reparos. Vuelvo la vista al
techo, exasperada por su actitud. Apenas me da tiempo a entender lo que
está pasando, cuando recibo una fuerte bofetada. Me cubro la mejilla de
inmediato para mitigar el dolor, terrible y repentino.
—¡¡No te atrevas a burlarte de mí!! ¿Lo has entendido? —vocifera
escupiendo las palabras con rabia.
Asiento frenéticamente mientras las lágrimas me ruedan por las mejillas
sin control.
—Este dinero es mío. Llevo dieciocho años dándote de comer. Deberías
estar feliz de poder devolverlo, ¡ingrata!
Vuelve a levantar la mano y esta vez me protejo el rostro con los brazos.
Asesta un segundo golpe, ahora en la cabeza, lo que me hace perder el
equilibrio. Caigo sobre el sofá y me levanto todo lo rápido que puedo,
aterrada por que vuelva a castigarme. Mantengo la mirada clavada en el
suelo. Estoy temblando de miedo.
—¡Sal de mi vista, desagradecida!
Corro a la habitación y cierro con cuidado de no dar un portazo. Dios
sabe lo que me haría si lo tomara como un acto de rebeldía. Exhausta, me
derrumbo sobre la cama.

***

—Leila…, Leila, ¡despierta!


Entreabro los ojos y me encuentro cara a cara con Sonia, que me sacude
empalidecida por la preocupación.
—¿Qué ha pasado con papá? Está hecho una furia.
—Nada.
El tiempo pasa y las palabras se me atoran en la garganta.
—¿Cómo que nada? Estaba histérico cuando he vuelto de comprar con
mamá. Gritaba y te insultaba sin parar.
—Sonia, lo conoces tan bien como yo y sabes que no hace falta mucho
para desatar su ira.
—Claro que lo sé, pero cuéntame qué ha pasado.
—Cuando le he dado mi paga, ha empezado a contar los billetes…
Estaba disgustada y he puesto los ojos en blanco sin darme cuenta. Cree que
debería parecerme bien darle casi todo lo que gano. Entró en cólera,
primero me dio un bofetón, luego me golpeó y…
Me llevo una mano a la cabeza y, como era de esperar, noto una
protuberancia en la parte superior del cráneo.
—Lo siento.
Sonia me estrecha con fuerza entre los brazos para consolarme.
—Shhh. No llores, Leila.
No sé cuánto tiempo llevo llorando. Me deshago de su abrazo con
cuidado y lanzo grito de impotencia.
—¡Estoy harta, Sonia! No soporto más la situación, ¡necesito que salir de
aquí!
Me dirige una mirada llena de compasión. Ella también sufre los
maltratos de mi padre, pero no tanto como yo. Sufro su crueldad desde hace
años. Cuando era una niña, aunque me golpease con menos fuerza y menos
a menudo, ya me detestaba. Recuerdo envidiar a mis compañeras del
colegio por el cariño con que las colmaban sus padres. Las esperaban a la
salida con una sonrisa; las felicitaban por sus buenas notas, asistían a las
representaciones de fin de curso, incluso aplaudían al final. En cambio, yo
solo he sido una decepción para el mío.
Durante mucho tiempo abrigué la esperanza de que un día me quisiera.
Puse todo mi esfuerzo para ser la mejor de clase. Ayudaba a limpiar, a
cocinar; le servía el café todas las mañanas y le dejaba el periódico junto a
la cama. Me interesaba por las películas de acción que tanto le gustaban y
me decía que, si encontraba la manera de ser útil en casa, terminaría por
convertirse en el padre que tanto deseaba. Me equivoqué. Papá solo me ha
dirigido la palabra para pedirme algo o desquitarse. Con el tiempo di esa
batalla por perdida y acepté lo evidente: mi padre nunca me había querido,
y nunca lo haría.
—Lo sé, Leila. No es justo. No nos lo merecemos. Pero no puedes
marcharte. ¿A dónde irías?
—No lo sé, a cualquier sitio. Lejos de aquí.
—¿Y mamá?, ¿has pensado en ella?
—Podría venir con nosotras.
Le tomo las manos entre las mías y continúo con el alegato que me he
repetido una y otra vez, hoy con la fuerza de voluntad suficiente:
—Ambas trabajamos, Sonia, y pronto serás mayor de edad. Podríamos
alquilar un apartamento. Imagina un sitio solo para nosotras, sin gritos ni
violencia.
Las palabras me brotan de los labios y me sorprendo de mi propia
audacia. Había pensado en ello muchas veces, pero jamás me había atrevido
a expresarlo en voz alta. Oírme admitir la situación me llena de esperanza.
—No lo dirás en serio, ¿verdad, Leila? Sabes muy bien que mamá no
dejará a papá —responde, resignada.
Sonia tiene razón. Mi padre tiene a mi madre sometida por completo; ni
siquiera se planteará abandonarlo. Durante veinticinco años de matrimonio
la ha golpeado e intimidado hasta anular su voluntad. Sin embargo, desde
que cumplí quince años, mi padre ha redirigido parte de esa agresividad
hacia mí. Si tuviera que escoger algo positivo de la situación en la que me
encuentro sería que, gracias a mí, mamá y Sonia están a salvo. De pronto, la
realidad me golpea con fuerza y me doy cuenta de lo atrapada que estoy en
la desgraciada vida que llevo.
—Venga, olvídalo y vamos a comer. Mamá y yo hemos preparado tu
plato favorito para levantarte el ánimo.
—¿Pollo asado?
Sonrío mientras se me hace la boca agua y una sonrisa me aparece en los
labios. Nos hemos vuelto expertas en el arte de disfrutar de las pequeñas
cosas.
—Eso es —afirma—. Vamos, no te preocupes. Papá ha salido y tardará
en volver.
Dejo escapar un largo suspiro de alivio y sigo a mi hermana hasta la
cocina con ganas de disfrutar de la deliciosa comida. Sonrío a mi madre,
que me abraza y me susurra al oído lo mucho que me quiere. La tristeza me
embarga, pero me siento un poco mejor al darme cuenta de que, incluso
dentro de la desdicha, tengo la suerte de tenerlas a ambas. Cenamos en un
silencio cómodo, uno de esos que solo se dan en presencia de quienes
quieres.
Son las diez de la noche cuando vuelvo a refugiarme a la habitación,
extenuada por los acontecimientos del día. Me doy una ducha antes de
acostarme para subir el ánimo. Cuando observo mi reflejo en el espejo
descubro un moratón en la sien. No puede ser. Mi padre se las ha arreglado
para marcarme una vez más la cara. ¿Cómo puedo taparlo para que nadie lo
note en el trabajo?, ¿cómo voy a evitar mañana las preguntas de Camille o,
aún peor, las miradas curiosas de los clientes? Lanzo un alarido de rabia y
arremeto contra el lavabo con un puñetazo. Un pésima decisión, porque me
hago daño en la mano.
Vencida y agotada, me dejo caer con la espalda apoyada en la puerta. La
cabeza me da vueltas y un peso enorme me oprime el pecho. Solo deseo
desaparecer.
16.

Leila
—Son quinientos setenta y cinco euros.
Cojo la tarjeta que me tiende una joven clienta y completo la transacción.
Cuando levanto la vista descubro su mirada fija en la pequeña mancha
azulada que tengo junto al ojo. Seguro que se está preguntando qué me ha
pasado. Me ruborizo antes de tenderle la bolsa a la vez que intento
disimular la vergüenza que siento.
—Aquí tiene, señorita.
—Gracias.
Da la vuelta y se dirige a la puerta.
Hace días del altercado con mi padre. Desde entonces, ambos hacemos
como si no hubiese sucedido nada. He tenido que inventar una patraña
tremenda para convencer a Camille de que no ha sido más que un golpe
ocasionado, una vez más, por mi torpeza legendaria. No estoy segura de que
se lo haya tragado; pero, por lo menos, no ha hecho demasiadas preguntas.
Esperaba que el moratón desapareciera antes de que Edward regresara.
Para mi desgracia, no ha sido así. Hoy estará de vuelta y ha insistido
muchísimo en que nos veamos después del trabajo. Debería haber dicho que
no, pero ha conseguido convencerme. Estoy decidida a mostrarme firme: si
continúa viendo a Andrea, no quiero saber nada de él. Pero ahora me
consumen los nervios ante la idea de presentarme delante de él con este
moratón. ¿Qué pensará? Me horroriza que pueda sentir pena por mí. Salgo
de la tienda al terminar la jornada. Delante de la puerta espera un taxi que
ha enviado él. El trayecto es rápido, pero no lo suficiente como para evitar
que la inquietud aumente a pasos agigantados. Mientras subo en el ascensor
noto cómo los nervios me hacen temblar.
Se abren las puertas del lujoso apartamento y ahí está. Todavía más
guapo de lo que recordaba, vestido con unos vaqueros negros, rotos a la
altura de las rodillas, y una camiseta blanca. Los magníficos ojos verdes se
iluminan al verme. El corazón me late descontrolado.
—¡Nena!
Avanza hacia mí dando grandes zancadas y me abraza.
—Edwa…
Hunde la boca en la mía sin darme tiempo a terminar de pronunciar su
nombre. Me besa con pasión. El calor que irradia hace que me dé vueltas la
cabeza. Dios mío, lo he echado tanto de menos. Un profundo sentimiento de
felicidad me invade. Dejo escapar un suspiro; él sonríe sin separar nuestras
bocas.
—Estás guapísima —murmura antes de volver a besarme. Después
asciende los labios por la nariz, la mejilla y el lóbulo de la oreja.
Se detiene un segundo para paladear cada centímetro de mi rostro. Abre
los ojos, asombrado, al reparar en la marca que aún perdura en la comisura
del ojo. Me acaricia la mejilla con ternura.
—Nena, ¿qué ha pasado?
Trago saliva. Tengo la garganta seca, como si me hubiera tragado un
puñado de serrín. Inocente de mí, esperaba que no se diera cuenta. Finjo
despreocupación y comienzo a dar excusas:
—No es nada; me di un golpe en la tienda ordenando unas cosas. Soy
una patosa.
Sonrío, pero me da la impresión de que no he sido muy convincente,
porque frunce el ceño.
—¿Alguien te ha pegado? Dime la verdad, Leila. Joder, ¡te juro que si un
tío te ha hecho esto le voy a partir la cara!
—No, no ha sido nada de eso.
Intento sonar lo más creíble que puedo, pero percibo un brillo iracundo
en los ojos de Edward, que pasea sin rumbo ante mí, mientras se pasa una
mano por el pelo desordenado una y otra vez.
Me miro las manos y murmuro:
—Nadie me ha pegado, Edward.
—¡No mientas, Leila! —grita con una violencia apenas velada.
Su reacción me angustia, pero no puedo decirle la verdad.
—¡Basta! —suplico—. Me estás asustando.
Suaviza la mirada de inmediato. Después me abraza y me besa en la sien.
—Lo siento, nena, no quería gritar. No soporto la idea de que alguien
pueda hacerte daño.
—Te lo he dicho, Edward, solo ha sido un golpe. Te lo prometo.
Siento cómo se relaja. No me gusta mentirle, pero no tengo otro remedio.
¿Qué pensaría de mí?
Me agarra por el codo para guiarme hasta el inmenso salón.
—Ven. Tengo algo para ti.
Es el momento, tendría que preguntarle por Andrea. Pero mi valor
flaquea. No hay ningún rastro de ella en casa de Edward, me ha traído un
detalle: ¿de verdad merece la pena sacar el tema?
—No es gran cosa —apunta él—, pero no podía dejar de pensar en ti
mientras estaba en Nueva York, así que te he traído algunos regalos.
Le sonrío con cierta timidez, desconecto la mente y hago caso omiso a la
razón. Pese a saber lo estúpido y peligroso que es para mi corazón, que se
está jugando romperse sin remedio, decido olvidarme Andrea y disfrutar del
poco tiempo que tenemos para estar juntos sin hacerme más preguntas.
Me siento en el sofá. Edward deja a mis pies tres paquetes. Siento
vértigo cuando pienso que mi vida podría ser algo parecido a esto: Edward
enamorado, cubriéndome de regalos, y yo asombrada por ser tan querida
por un hombre como él. Me desprendo de esos pensamientos; esto no es
Disney y yo estoy lejos de ser una princesa de dibujos animados.
Un poco cohibida, abro la primera bolsa frente a mí. Lleva impreso
«Bloomingdale’s». Es un precioso vestido de noche, largo, de color negro, y
con un tremendo escote. El tejido es vaporoso y parece cómodo y fácil de
llevar. Me brillan los ojos de la emoción cuando veo la etiqueta de Prada en
la parte interna del cuello. ¿Puedo aceptar un regalo como este?
—¡Dios mío, Edward! No tenías por qué. ¡Es demasiado!
Me muerdo el labio inferior. Él observa el gesto y la expresión de sus
ojos cambia de la alegría a la lujuria. Sube una mano a la altura de mi
barbilla y me tira con delicadeza del labio para obligarme a liberarlo.
—Deja de hacer eso. Me excita.
La voz impregnada de deseo me hace estremecer. Bajo su mirada
férvida, las mejillas me arden y murmuro un inaudible «lo siento». Sacude
la cabeza como para volver en sí antes de animarme a abrir el resto de los
regalos.
La segunda bolsa es de color rosa. Nada más ver la sonrisa bribona en el
bello rostro adivino lo que hay dentro. No estaba equivocada. Desenvuelvo
poco a poco la caja de Victoria’s Secret para descubrir un picardías blanco
de satén acompañado de varios sujetadores y braguitas bordadas. Miro a
Edward, que saca la lengua mientras mueve las cejas arriba y abajo.
—Depravado.
—No sabes cuánto.
Me obsequia con un guiño y, a continuación, suelta una carcajada.
Después cierra los ojos dejando aflorar los hoyuelos en las mejillas.
—Abre el último regalo, nena.
Obedezco y alcanzo el paquete gris: Tiffany and Co. ¡Dios mío, no me lo
puedo creer! ¡Es una auténtica joya! Un magnífico collar con forma de
corazón que ahora brilla entre mis dedos. Es precioso, tan delicado que
apenas me atrevo a moverme por si lo rompo. Miro a Edward, que se frota
la nuca y parece nervioso. Me empiezan a temblar los labios y no puedo
evitar que se me agolpen las lágrimas en los ojos. Puede parecer ridículo,
pero tanta atención y amabilidad me abruman. No estoy acostumbrada a
que me mimen así. Rompo a llorar sin poder contener las emociones por
más tiempo.
—Leila, ¿qué pasa? —pregunta mientras me abraza—. No llores,
princesa. Si lo llego a saber, te traigo una gorra de béisbol.
Una carcajada me trepa por la garganta al escuchar la estúpida
sugerencia y él me besa en la frente. Me seco las lágrimas y la nariz con la
manga de la camisa.
—Usa un pañuelo por lo menos —añade con humor, fingiendo asco.
Eso me hace reír aún más. Él me besa la nariz, coge el collar y con un
gesto me indica que gire. Coloca la hermosa joya rodeándome el cuello
mientras se toma su tiempo para abrochar el cierre.
Cuando lo consigue deposita una ristra de besos a lo largo de mi nuca.
Cierro los ojos para deleitarme con la sensación del contacto de sus labios
sobre la piel. Rendida, dejo caer la cabeza sobre el hombro musculoso. Me
acaricia el cuello con dulzura, dibuja con los dedos el contorno de mi
clavícula y a continuación los aventura hasta la cintura. Nuestras
respiraciones se tornan más pesadas; noto cómo se le expande el pecho al
compás de los latidos del corazón. Giro y me encuentro con la mirada
esmeralda. Rebosante de felicidad, me humedezco los labios y lo beso con
ternura.
—Gracias —murmuro a escasos milímetros de su boca.
—¿Por qué?
—Por los regalos.
—De nada, nena.
Observo cómo mueve los labios mientras pronuncia esas palabras y
siento el irrefrenable deseo de probarlos de nuevo. Lo beso, esta vez con
ardor. Con un gemido me demuestra lo mucho que le ha sorprendido mi
audacia. Sin embargo, enseguida recupera el control; hunde las manos en
mi cabello e introduce la lengua. La sensación es sublime, todo lo que
quería en este momento. El calor se extiende hasta mi vientre transmitiendo
el deseo incontenible de sentirle pegado a mí, encima de mí, dentro de mí.
Ya no temo a nada. Quiero que mi primera vez sea con él. Quiero que me
posea. Lo empujo por los hombros para que se tumbe y poder estar encima.
Entreabre los ojos preguntándome con la mirada y le respondo quitándole la
camiseta para demostrarle que deseo llegar hasta el final. Acaricio la piel
suave y cálida del torso que tengo ante mí. Edward se estremece. Me
encanta el efecto que tengo sobre él.
—Leila —suspira con la voz ronca de deseo.
Lo beso de nuevo para hacerle callar; después, trazo las líneas delicadas
del cuello con los labios. El deseo se impone, dicta cada movimiento que
hago. Lamo, aspiro cada recoveco de la piel perfecta; el tacto, el olor, todo
me embriaga. Las manos masculinas abandonan mi cabello para recorrerme
el cuerpo hasta terminar en las caderas. Frota la erección contra mí y gimo
ante el roce. Me incorporo para quitarme la camiseta de tirantes.
—Joder.
Se endereza, me coge en brazos agarrándome por la cintura y me lleva
hasta la habitación, donde me deja caer sobre la cama. Me tumbo de
espaldas y enseguida lo tengo encima, besándome con ardor. Desabrocha el
sujetador en un abrir y cerrar de ojos; tira de él con cierta rudeza y lo lanza
al otro lado de la habitación antes de atraparme los pechos para masajearlos,
lamerlos y mordisquearlos con suavidad. Su impaciencia es excitante a la
par que terrorífica. Alterna la boca, las manos y los dedos para regalarme
placer, lo que me deja los pezones sensibles y endurecidos. Hoy quiero
llegar hasta el final. Hago que rodemos hasta acabar de nuevo encima de él.
—Oh, sí, Leila… Vamos, cabálgame…
Le pongo un dedo sobre los labios para callarlo y no escuchar la
ordinariez. Edward saca la lengua y lo lame. El destello de deseo que le
brilla en los ojos me excita de un modo que nunca hubiese imaginado. Le
dibujo una línea de besos desde el pecho hasta el vientre con la punta de la
lengua. Al llegar a la altura del ombligo, la imagen que me ofrece me roba
el aliento: los abdominales marcados entre las líneas diagonales que forman
esa V perfecta, el vello masculino y castaño que le nace del ombligo y el
sexo duro que deforma la ropa interior. Quiero usar la boca para volverlo
loco, igual que hizo él conmigo la última vez. No sé muy bien cómo
hacerlo; seguiré mi instinto. Después de todo, no puede ser tan complicado.
Desabrocho con torpeza los botones de los vaqueros, pero Edward me
detiene enmarcando mi rostro entre las manos.
—¿Qué haces, nena?
Lo miro un poco confundida. ¿Necesita que le haga un croquis?
—No lo sé…, quería… Quería darte placer con la lengua como hiciste tú
la última vez.
Dios mío, ¡no puedo creer lo que acabo de decir! Mi rostro adquiere un
tono escarlata, lo que parece divertirlo. Edward me ofrece una sonrisa
mientras niega con la cabeza. Tiende los brazos invitándome a que me
refugie en ellos. Obedezco sin dejar de mirarlo.
—Nena, no sabes lo tentadora que es tu oferta. Créeme. Sueño con ver
cómo me la chupas —Hago una mueca. ¿Alguna vez me acostumbraré a ese
lenguaje soez?—. Pero no tienes práctica; no quiero que tu primera
experiencia sexual sea centrada en mí… Y menos tratándose de algo tan
complicado.
Trazo pequeños círculos con el dedo en el torso torneado mientras lo
escucho hablar. Adoro su voz. Es grave, masculina, un poco rasgada.
—Es que tengo la sensación de que no te satisfago.
—¿Estás de coña? Siempre haces que se me ponga dura como una
piedra.
—¡Deja de hablar así! —le suelto medio en serio, medio en broma.
—Lo siento, es la costumbre —Se queda pensativo por un momento;
después, con un tono juguetón y señalándose la entrepierna añade—:
¿Alguna vez has visto una?
—Pues… —Me aclaro la garganta con nerviosismo—. ¡Claro! ¡No soy
tan tonta! Las he visto en clase de biología, en el instituto.
Edward prorrumpe en carcajadas, lo que hace que me sienta ridícula. Me
incorporo para apartarme de su lado, pero él me retiene, me tiende en la
cama y se coloca encima de mí. Todavía veo el destello divertido y guasón
en los ojos verdes. Tengo unas ganas locas de arrearle un guantazo.
—Nena, ¡perdona!, ¡no te enfades! Te prometo que no me estaba
burlando de ti. Es que eres muy inocente. Ya sé que no tienes experiencia,
pero… —Rompe a reír de nuevo—. No me lo esperaba.
Entonces salta de la cama y se desabrocha el pantalón.
—¿Qué haces?
Ante mí, solo cubierto con un bóxer negro, veo el imponente bulto que
tensa los calzoncillos. Se tumba a mi lado y me coge de la mano.
—Vale, princesa. Antes de que pase nada más entre nosotros me gustaría
que te familiarizases con mi polla.
Hago un mohín por la nueva vulgaridad y su sonrisa insolente reaparece.
Se desprende de los calzoncillos y me muestra el pene, grande y grueso.
Trago saliva sonrojándome, todo a la vez.
—Bueno, ¿qué te parece?
—Es… —Busco las palabras—. ¡Es enorme! No es lo que me esperaba.
No imagino cómo eso puede entrar…, o sea, ya me entiendes, caberme.
—Oh, créeme, cabrá y además te hará sentir muy bien. Cuando estés
lista, por supuesto —contesta con orgullo de sí mismo.
Siento pudor por estar manteniendo esta conversación tan inverosímil
con él.
—Pero hoy, Leila, nos vamos a conformar con tocarnos.
No sé cómo lo hace para estar tan tranquilo, yo me las veo y me las
deseo para no desmayarme. Me toma la mano, la guía hasta su sexo y
comienza a acariciarse con ella. La sensación es interesante: caliente, suave
como la seda, pero también duro, consistente. Una vena recorre la totalidad
del tronco ofreciéndome una imagen que se me antoja erótica.
—Agárrala —ordena.
Ignoro el vocabulario y sigo las indicaciones. Gruñe de placer. Durante
unos minutos guía los movimientos; después, deja que continúe sola. Gime
bajo mis caricias; ahora yo llevo las riendas: expande el pecho con cada
respiración, los labios forman una O perfecta y tiene la frente perlada de
gotas de sudor. Cuando aparece un líquido transparente en el extremo del
pene de inmediato lo retiro con el pulgar mientras continúo moviendo la
mano.
—Aaah…
Gime. Lo estoy haciendo bien.
—Sigue, nena. Más deprisa —Su voz está ronca, irreconocible—. ¡Sí,
así! Joder, Leila…
Lo miro admirada. Parece tan vulnerable. Tan diferente del hombre
seguro de sí mismo y pretencioso que aparenta ser. Me agarra el pelo de
súbito, haciéndome un poco de daño; el cuerpo imponente entra en tensión
y, entonces, un líquido blanco y cálido se vierte sobre la mano, la misma
que dejo apoyada sobre su vientre a la espera de que abra los ojos. Tras el
orgasmo, contemplo el rostro masculino: lo más hermoso que he visto
nunca. Tiene las mejillas sonrosadas y los ojos le resplandecen con un claro
fulgor. Me atrae hacia él para besarme.
—Ha sido increíble, nena.
Edward sale de la cama camino del baño. Aprovecho para mirar la hora.
Mierda, ya son las ocho: tengo que volver enseguida. Presa del pánico,
recojo las cosas y me visto a la velocidad de la luz. Cuando él sale de la
ducha me mira sorprendido.
—¿Qué ocurre?
—Tengo que volver a casa.
—¿Ya? Me habría gustado que te quedases a cenar.
—Me encantaría, pero no puedo.
Edward deja escapar un suspiro de decepción y me abraza.
—¿Cuándo podré pasar contigo más de dos horas?
Hace un mohín y me mira con ojos de cordero degollado.
—El sábado podremos pasar la noche juntos. Mi padre trabaja de noche.
Se le ilumina la mirada, sonríe y me da un beso en los labios.
—¡Genial! —dice como un niño pequeño—. Vamos, te llevo a casa.
17.

Edward
El teléfono vibra en la mesita de noche y me despierta. Miro la hora. Son
las nueve y media. ¿Quién llama tan temprano?
—¿Diga?
—Edward, ¿estabas dormido?
Genial, es mi padre. Joder. ¿Qué quiere ahora? Me aclaro la voz de
recién levantado antes de responder.
—No.
Miento frotándome los ojos para despertarme del todo.
—¿Has visto a Andrea desde que volviste de Nueva York?
¿Habla en serio? ¡Qué cojones le importa!
—No, papá. Volví ayer.
Exhalo un fuerte suspiro, molesto por tener que dar explicaciones tan
temprano.
—Edward, he hablado con su padre y me ha dicho que Andrea está triste
porque cree que ya no estás interesado en ella. No respondiste a ninguna de
sus llamadas mientras estuviste en Nueva York…
—Papá, no es que no esté interesado en ella ahora, es que nunca me ha
gustado.
—Edward, ¡te prohíbo que digas eso!
Se enfurece y, como es habitual, comienza a hablar a voz en grito.
—¡Andrea es lo mejor que te puede pasar! No voy a dejar que lo
estropees.
—¿Lo mejor que me puede pasar a mí o a tu empresa?
—Escúchame bien, hijo, no pido tanto; solo que seas amable con ella y
le prestes atención. ¡Estás saliendo con una chica joven y guapa! Disfrutar
un poco de su compañía no te hará daño. Puede que con el tiempo te guste.
Dale una oportunidad. Os invito a cenar esta noche al Fouquet’s. Sus padres
también vendrán.
—No, papá. Ya he quedado esta noche.
No tenía planeado nada en especial aparte de salir con los colegas, pero
la perspectiva de pasar la noche con mi padre, mi madrastra, Andrea y su
familia hace que me entren ganas de pegarme un tiro.
—Edward, no te lo voy a repetir. Esta noche, a las siete. Invitas a
Andrea, te arreglas y le llevas flores, ¿entendido? —sermonea al otro lado
de la línea.
Joder, me muero de ganas de decirle que se vaya a la mierda. Pero no
puedo. Si lo desobedezco o me enfrento a él, me arriesgo a que deje de
enviarme dinero. Quizá parezca absurdo, pero nunca me ha faltado nada y
no estoy preparado para renunciar a mi vida acomodada.
—Vale, nos vemos esta noche.
—Bien.
Cuelgo, salgo desnudo de la cama —nunca me ha gustado dormir con
ropa— y me dirijo al baño.
Me echo un vistazo en el espejo y coloco los mechones desordenados.
Enseguida, mis ojos recaen en una mancha oscura y violácea a la altura del
cuello. Joder, eso es un chupetón. ¡Leila me ha dejado un chupetón! No
puedo evitar sonreír al recordar esos labios dulces por todo el cuerpo. Una
sensación cálida me recorre de la cabeza a los pies. Ya la echo de menos.
Ayer me demostró hasta qué punto estaba dispuesta a llegar. Virgen o no,
su pasión ha despertado en mí un deseo insaciable. La necesidad de
corromper su dulzura y su inocencia me consume. Tengo que verla. Podría
darle una sorpresa pasándome por la tienda. Llevarla a comer. La idea me
levanta el ánimo. Después de una ducha, me arreglo y entro en a la cocina,
donde la señora Gómez me recibe con una amplia sonrisa.
—Buenos días, señor Fyles. ¿Qué le apetece con el café hoy?
—Nada, gracias.
Me mira sorprendida y sonrío ante la reacción previsible. La señora
Gómez es mi ama de llaves. Tiene un carácter afable y ha cuidado de mí
como si fuera su hijo desde que me trasladé a París con mi padre. Al
principio me costó aceptar la separación de mis padres. No comprendía por
qué mi madre no había luchado más por mí. No creí que no hubiera tenido
otra elección más que aceptar la derrota ante el ejército de abogados de mi
padre. Pensé que, después de todo, si de verdad hubiera puesto todo su
empeño en ganar la custodia, lo habría conseguido. Eso es lo que hacen las
buenas madres, ¿no? Los primeros años en Francia fueron un caos. Mi
padre siempre estaba ausente, centrado en el negocio. ¿Por qué había
insistido en quedarse conmigo si no podía hacerse cargo de mí? Nunca he
entendido la lógica de Robert Fyles. Como nunca estaba en casa, me puso al
cuidado de niñeras que no me gustaban. Me comportaba como un auténtico
gamberro y hacía lo que me venía en gana: no había nadie que me inculcara
disciplina, todos me consentían lo que quisiera por miedo a ser despedidos
si me llevaban la contraria. Me divertía desquiciando al personal a mi cargo.
Pero eso terminaba cuando me escapaba de casa o hacía alguna trastada
peor. La mayoría acababan dimitiendo. Quería agotar la paciencia de mi
padre y que me enviase de vuelta a Londres. Me decía que, si le seguía
causando problemas, me devolvería al lugar del que había venido. Fui un
ingenuo y me tomé esas palabras al pie de la letra. Robert Fyles nunca se
rinde; ese es uno de sus principios. De cualquier modo, mis ganas de volver
a Inglaterra se disiparon por completo el día en que mi madre se casó con
un gilipollas. Continué actuando con rebeldía, pero solo por divertirme o
impresionar a los amigos. Cuando apareció la señora Gómez, todo cambió.
Triunfó donde los demás habían fracasado. No toleró mi comportamiento
de niño mimado y tampoco cayó en mis tretas. Se lo hice pasar muy mal
cuando llegó, pero a pesar de todo decidió quedarse y me proporcionó lo
que más necesitaba en ese momento: amor y firmeza.
—Señor Fyles, ¿está seguro de que no quiere nada?, ¿se encuentra mal?
—No. Quiero a salir pronto para almorzar con una amiga.
—Oh, una amiga —sonríe con picardía—. ¿Leila?
La señora Gómez conoce mejor que nadie mi profundo vínculo con
Leila. No puedo ocultarle nada, ni siquiera lo que no deseo que sepa.
Cuando necesito hablar con alguien acudo a ella. Sabe escuchar y su
compañía me reconforta. Es más que un ama de llaves, es una amiga, mi
mayor confidente. A mi padre no le gusta que confraternice con los
empleados del hogar, como él los llama, pero lo cierto es que me siento más
unido a ella que a cualquier otro miembro de esta familia de burgueses.
—Sí, con Leila.
Sonrío al pronunciar su nombre con la cintura apoyada en la encimera de
la cocina, donde la señora Gómez ha dejado una taza humeante de café.
—Gracias.
Bajo la vista al teléfono y veo que Paul me ha enviado un mensaje.
[Esta noche vamos al Cab.
Ven y trae a tu novia.]

[Vale, pero no es mi novia.


¿A qué hora?]

[A las once. En la zona vip,


como siempre.]

[Ok. Luego nos vemos]

[Hasta luego.]

Apuro el café antes de ir a ver a Leila.


18.

Edward
Aparco el coche y voy directamente a la tienda. Esta mañana de otoño
hace un frío tremendo y doy gracias en silencio por haber cogido un gorro
que me proteja del aire cortante y gélido. Entro en la tienda, paseo la mirada
en busca de Leila, pero no la veo. Quizá esté en almacén.
—Buenos días. ¿Puedo ayudarle?
Una hermosa rubia me recibe con una amplia sonrisa. Me pega un repaso
de pies a cabeza y parece que le gusta lo que ve.
—Buenos días, estoy buscando a Leila.
Se queda boquiabierta. No hace por ocultar la sorpresa.
—¿Usted… busca a Leila?
—Sí.
Le regalo mi mejor sonrisa; ella se ruboriza al instante. Carraspea y se
alisa la falda con una mano antes de responder:
—Ha salido a comer.
Desciendo la mirada al reloj.
—Solo son las once y media.
—Los viernes queda con un amigo en la cafetería y sale antes.
—¿Un amigo?, ¿quién? —pregunto con brusquedad, molesto.
Me dirige una mirada de desconfianza.
—¿Quién has dicho que eras? Podría decirle que te has pasado.
—Edward, Edward Fyles.
Abre los ojos como platos y farfulla algo ininteligible. La dependienta es
un poco rara.
—¿Conoces el nombre de la cafetería?
La joven vacila durante un instante, pero termina por facilitarme la
dirección del Bureau, un café al que Leila acude con asiduidad y que está
nada más doblar la esquina.
Camino a paso ligero, no solo porque hace frío, sino sobre todo porque
no soporto la idea de que «mi» Leila esté almorzando con otro tío. Hasta
ahora no me había considerado celoso. Pero Leila no es consciente de lo
mucho que su belleza es capaz de turbar a un hombre, aun yendo del todo
vestida.
La campanilla de la puerta tintinea anunciando mi llegada. La veo. Está
sentada al fondo, con la nariz hundida en un libro mientras mordisquea un
sándwich con el envoltorio de plástico bajado hasta la mitad. Su presencia
me deslumbra. Una sonrisa me curva los labios al instante. Verla me
produce una sensación de bienestar que hace que el corazón me aletee
alegre en el pecho.
¡Está sola! ¿Y su amigo? Decido deleitarme observándola un poco más
antes de acercarme. Leila está tan absorta en la lectura que no es consciente
de nada a su alrededor, lo que me facilita el espionaje.
Un camarero se acerca a su mesa para servirle una taza de café y una
napolitana. Mi pequeña princesa se lo agradece con una sonrisa. Por
desgracia, él no se va de inmediato. Se coloca enfrente y empieza a flirtear
con ella. La sangre me hierve en las venas y aprieto los puños por instinto.
Lárgate, joder. Pero no lo hace, estira el brazo para colocarle un mechón
detrás de la oreja. Eso agota mi paciencia. ¿Cómo se atreve a tocarla? Peor
todavía, ¿por qué ella lo consiente?
En un abrir y cerrar de ojos estoy al lado de Leila. Apenas ha tenido
tiempo de comprender que estoy ahí cuando la agarro del brazo, la levanto
de la silla y le invado la boca con un beso posesivo. Tiene los enormes ojos
abiertos de par en par por la sorpresa y aún no ha podido tragar el trozo de
napolitana que tiene en la boca, pero no me importa. Voy a demostrarle a
ese capullo que Leila es mía. Después de un beso interminable que no deja
lugar a dudas sobre la naturaleza de nuestra relación, le tiendo la mano al
joven que nos observa.
—Edward Fyles. El novio de Leila, encantado.
Los dos me miran como si hubiera perdido la cabeza, necesitan un poco
de tiempo para recomponerse.
—Raphael. Trabajo de camarero aquí, encantado.
La sonrisa falsa que le aparece en los labios hace que me entren ganas de
reventarle los dientes. No me reconozco, pero no puedo evitarlo. Estoy
obsesionado con Leila y he perdido el control de mis actos.
—¿Camarero? Entonces tendrás otros clientes a los que atender.
Perdona, pero tengo que hablar algo importante con Leila.
Largo de aquí o te parto la cara.
Si estoy siendo educado es para no asustar a Leila.
—Sí, estaba a punto de ponerme a ello. Hasta mañana, Leila.
Le regala su mejor sonrisa y no sé cómo consigo reprimir el impulso de
pegarle un puñetazo. Estoy al límite del autocontrol.
Cálmate, Edward.
Tomo asiento junto a Leila mientras sigo con la mirada al Follador de
Ángeles mientras se aleja.
—Siento haber estropeado tu «cita» —la increpo en tono sarcástico.
—¿«Cita»?
Pone los ojos en blanco y se muerde el labio para contener la risa, lo que
aumenta mi furia.
—Sí. ¿Qué rollo te traes con el camarero? Te gusta, ¿es eso?
—¿Qué? ¡No! Me llevo bien con él; eso es todo. Es agradable y siempre
me invita a un dulce.
—Te invita a un dulce.
Repito las palabras alzando la voz, cada vez más dominado por la ira.
—¿Y tú lo aceptas? ¿Sabes por qué te da todo eso, Leila? Porque quiere
acostarse contigo —bramo. El tono alterado de la voz llama la atención de
una anciana sentada en la mesa de al lado —. ¿Y tú qué miras? —digo fuera
de mí.
La mujer vuelve a darnos la espalda de inmediato, ofendida. Ahora
mismo no soy capaz de pensar en mis actos. Tengo toda la atención puesta
en Leila, que ya no tiene ganas de reírse y parece molesta por mi actitud.
—Ah, ¿sí? Entonces, ¿por qué me haces tú todos esos regalos?, ¿no son
para acostarte conmigo también?
—No. Es diferente.
—¿En qué es diferente ? Ah, claro. Tus intenciones son puras, se me
había olvidado.
Se ríe sin ganas y me arrepiento al instante de haber empezado esta
discusión absurda. Su réplica ha disipado por completo la furia. Me he
comportado como un idiota celoso cuando ni siquiera estamos saliendo. Me
paso una mano por el pelo, desordeno los mechones rizados a fin de darme
algo de tiempo para pensar.
—¡Eres un mentiroso, Edward! ¿Vienes aquí a hacer el papel de novio
cavernícola? En serio, ¿mi novio? ¡Primera noticia! Pensaba que salías con
Andrea.
No me gusta el rumbo que está tomando la conversación. Aun así, Leila
está guapísima. Joder, incluso cuando está cabreada me parece una belleza;
solo quiero besarla. Le cubro la boca con la mía para callarla. Para mi
sorpresa, no me rechaza. Todo lo contrario. Me devuelve el beso con ardor.
Creo que me necesita tanto como yo a ella. Nos sumimos en un beso fiero,
animal, casi salvaje.
—¡Ejem! —Oigo a alguien toser de forma exagerada a nuestra espalda
para llamar la atención, pero lo ignoro—. En serio, idos a un hotel.
Leila se aparta y sonríe al chico que nos observa sin perder detalle.
—¡Hola, Nicolás!
—Siento llegar tarde. ¿Qué me he perdido?
—Nicolás, te presento a Edward. Edward, este es Nicolás, mi mejor
amigo.
—Encantado.
—¿Edward? ¿El famoso Edward? ¡Por fin nos conocemos! —Me mira a
los ojos batiendo las pestañas—. Eres aún más guapo en persona.
La franqueza de Nicolás me pilla por sorpresa. Me giro hacia Leila,
divertido.
—Sí, había olvidado decirte que Nicolás no tiene filtro y siempre dice lo
que se le pasa por la cabeza. Al principio puede resultar desconcertante;
pero, no te preocupes, te acostumbras rápido.
Nos echamos a reír y pasamos el resto de la comida charlando. Nicolás
tiene una personalidad pintoresca. Le encanta dramatizar cualquier cosa y
habla sin parar. Me sorprendo a mí mismo riendo con varias de sus alocadas
historias. Durante lo que dura el almuerzo, no puedo evitar tocar a Leila.
Poso una mano en su pierna, en su mejilla; le beso la muñeca; le coloco los
mechones rebeldes detrás de la oreja… Cada roce, por pequeño que sea, me
aporta un inmenso placer. Joder, estoy loco por ella.
El camino de vuelta a la tienda lo hacemos cogidos de la mano.
Ralentizo el paso tanto como puedo porque no quiero despedirme de ella.
—Lo siento, Leila. Tienes razón, soy un idiota. No debí enfadarme así.
Joder, te llevo en la piel, estoy perdiendo la cabeza… Solo para que lo
sepas, no he vuelto a quedar con Andrea desde que volví de Nueva York.
¿Nos vemos mañana, nena?
Agarro el cuello de su abrigo y la giro hacia mí para besarla con ternura.
—Sí.
Estaba convencido de que diría que no después de la escena que he
montado. Pero me equivocaba. Ahora lo tengo claro: Leila es tan adicta
como yo a esa atracción que nos somete.
Sonríe con dulzura.
—¿Toda la noche? —le pido.
—Sí. Hasta que vuelva mi padre.
—No puedo esperar.
La abrazo antes de dejarla ir con pesar. El teléfono vibra en el bolsillo
del pantalón. Mi padre me ha enviado un mensaje.

[No te olvides de llamar a Andrea.


La cena es a las siete.
No llegues tarde.]

Suspiro, hastiado. No tengo ganas de asistir a esa puñetera cena.


19.

Edward
Unas horas después
Llevo sentado media hora en el salón de Andrea mientras espero a que
termine de arreglarse. ¿Qué le lleva tanto tiempo? Una mujer no necesita
todas esas artimañas para ser guapa. Leila casi no utiliza maquillaje y es la
criatura más bella que he visto jamás. ¡Leila! Hace solo unas horas que nos
vimos y ya la echo de menos.
Mañana la tendré para mí toda la noche. Casi no puedo contener la
impaciencia. Tengo tantas ganas de pasar con ella un rato a solas que no
estoy seguro de poder mantener las manos alejadas de ella cuando la tenga
delante.
Es la primera vez que estoy con una mujer y no me acuesto con ella.
Hasta ahora no encontraba sentido a invertir tiempo en una relación si no
podía obtener placer a cambio. Con Leila es diferente. No solo me interesa
su cuerpo, también encuentro fascinante su personalidad. Es divertida, no
duda en plantarme cara y se toma su tiempo para conocerme, a diferencia
de las chicas atolondradas con las que he salido hasta hoy. Leila, en cambio,
no me lo pone fácil y tampoco duda en enfrentarse a mí. Esa mezcla de
dulzura y rebeldía se me antoja perfecta.
—¿Qué te parece, cariño?
Andrea entra en el salón y gira sobre sí misma para enseñarme el vestido
que ha elegido para la cena de esta noche. Finjo que me interesa y
respondo:
—Sí, es perfecto. El rojo te sienta bien.
—Gracias, amor mío. ¿Qué hora es?
Miro el reloj:
—Las siete menos cuarto.
—Bueno, eso quiere decir que nos sobran quince minutos. ¿Qué
podríamos hacer durante ese tiempo?
Comienza el juego de seducción y avanza hacia mí con paso coqueto
mientras se quita despacio el vestido hasta quedar en ropa interior.
—¿Qué haces?
—¿Qué crees que hago? —ronronea con un tirabuzón enroscado
alrededor del dedo.
Se sienta a horcajadas sobre mí.
—Andrea, ahora no.
Hace caso omiso de mi protesta, continúa contoneando las caderas y
frotándose contra mi entrepierna.
—¡Lo digo en serio! ¡Tenemos que irnos!
Intento desembarazarme de ella como puedo, pero es persistente y
empieza a acariciarme la polla por encima de los vaqueros mientras me da
pequeños mordiscos en el cuello. Me pongo de pie por acto reflejo e intento
apartarla, con tan mala suerte de que la hago perder el equilibrio y cae de
rodillas frente a mí.
—Pero ¿qué coño te pasa, Edward? No recuerdo la última vez que
hicimos el amor.
Se levanta cruzada de brazos, herida por mi reacción.
—Nada. No pasa nada. Sabes cuánto odia mi padre que llegue tarde.
Nunca he rechazado a Andrea cuando ha tomado la iniciativa, pero estar
aquí con ella sin que Leila lo sepa me hace sentir culpable. Recoge el
vestido, despechada, y se dirige a la puerta.
Pasamos el trayecto en coche hasta el restaurante en silencio. Cuando
llegamos a Fouquet’s, la cojo de la mano. Inspiro hondo y me meto en el
papel de novio perfecto. Mis padres y los suyos tienen que tragarse nuestra
relación. Ella sonríe de nuevo, tomando mi gesto como una muestra de
afecto, y nos encaminamos a la mesa.
—¡Ah, aquí están los tortolitos!
Mi padre nos recibe con una expresión triunfal. Pongo los ojos en
blanco, molesto por su hipocresía.
—No lo eches todo por tierra, hijo —me advierte al oído.
—Papá, Cécilia, Señor y señora Bertrand. Buenas noches.
Saludo a todo el mundo y tomo asiento. Andrea deposita un beso en la
mejilla de cada comensal con enérgico entusiasmo mientras yo me preparo
mentalmente para lo que está por llegar.
La noche va a ser larga de cojones.
—Bueno, ¿qué tal por Nueva York, Edward? —empieza Cécilia.
Cécilia es la tercera mujer florero de mi padre. Es demasiado joven para
él y parece que solo le interesa su dinero. Tampoco la culpo, porque mi
padre solo está interesado en su culo de modelo. Es tan guapa como tonta, y
a él eso le viene bien porque así la puede exhibir durante las veladas de
negocios que tanto le importan.
—Ha estado bien.
No elaboro la respuesta. No me apetece hablar con ella.
—Edward…, podrías contarnos algo más —interviene Andrea—. Has
debido estar muy ocupado para no responder a ninguna de mis llamadas.
Joder, otra vez va a empezar con eso. Solo me he ido una semana,
tampoco es el fin del mundo. Me agobia que sea tan apegada.
—Lo siento, cariño. Allí no tenía buena señal.
Mi padre me fulmina con la mirada ante la mentira descarada, pero
Andrea parece quedar satisfecha y cambia de tema.
—Edward, muchacho, ¿cuándo piensas incorporarte al mundo de los
negocios? —indaga el señor Bertrand.
Desearía poder gritar «nunca», escapar de este interrogatorio. En vez de
eso, esbozo una sonrisa educada y digo:
—Aún no lo sé. Pronto; eso seguro.
—En cuanto estés listo hay un puesto de vicepresidente en la compañía
esperándote. Pero no tardes demasiado. Si quieres casarte con mi hija,
debes tener un trabajo.
Me atraganto con el sorbo de champán que acabo de tomar. Andrea me
propina unos golpecitos en la espalda.
¿Casarme con ella? Ni en sueños. Ya me cuesta horrores aguantarla más
de unas horas. ¿Pasar toda la vida con ella? Tengo que salir de esta
situación cuanto antes. Andrea se aburre rápido de las cosas, de modo que
albergaba la esperanza de que se cansase de mi actitud y me dejara antes de
que nuestros padres empezaran a tomarse en serio nuestra relación. Está
claro que no es el caso y que comportarme como un capullo no va a
cambiar nada. Necesito un plan B, rápido.
Si mi padre pudiera matar con la mirada creo que ya estaría hecho
fiambre. ¿Hasta dónde está dispuesto a llegar para asegurar el éxito de su
empresa? Esa actitud despiadada para los negocios me divierte tanto como
me molesta. Cuando repara en la sonrisa burlona que se me extiende por el
rostro me asesta una patada por debajo de la mesa antes de añadir:
—Edward todavía es un poco joven para pensar en esas cosas, pero sabe
que, llegado el momento, Andrea será la esposa ideal. ¿Sabéis lo que me
dijo ayer? Que era lo mejor que le había pasado.
—¡Oh, qué galante! —exclaman los padres de la futura novia,
encandilados por las mentiras de mi padre.
—¿Eso es verdad, cariño? —me susurra Andrea al oído, pero no
respondo—. ¡Eres todo un romántico!
Me pasa un brazo alrededor del cuello y me besa en la mejilla.
—¡Hacéis la pareja perfecta! Nos vais a dar unos nietos preciosos —se
anima la señora Bertrand.
Me aflojo la pajarita y hago acopio de toda mi fuerza de voluntad para no
salir corriendo en ese mismo instante.
20.

Edward
—¡Por fin, tío! —Paul me recibe con una gran sonrisa—. Últimamente
no te vemos el pelo. ¿Qué tal por Nueva York?
—Muy bien.
—En serio, gracias por venir, Ed. Me alegro de verte.
Me da un abrazo fraternal y tomo asiento a su lado en la zona vip del
Cab. Mi círculo más íntimo se ha reunido esta noche: Zack, Julien y Louis.
Los saludo con un gesto de la mano.
—Aquí llegan los chupitos —exclama Louis.
La camarera trae los vasos y no pierde la oportunidad de guiñarme un
ojo. Louis se pone en pie para proponer un brindis:
—Por mi mejor amigo, Edward, y para que no se convierta en un adulto
aburrido que nunca sale de fiesta.
Me dedica una amplia sonrisa y yo se la devuelvo. Todo el mundo apura
el chupito y deja el vaso con un golpe sobre la mesa. Andrea, que había ido
al baño para empolvarse la nariz acompañada de sus dos amigas más
íntimas, Sophie y Claire, regresa a la mesa. Nunca entenderé por qué a las
chicas les gusta tanto ir al baño juntas. Andrea toma asiento a mi lado y se
pega a mí el resto de la noche. Conversa con sus amigas, quienes le
profesan una profunda admiración. Andrea es la típica chica popular, la
abeja reina de la colmena. Desde que puedo recordar, siempre ha utilizado
humo y espejos para hacer creer a todos que su vida es perfecta. Que ha
estudiado la carrera perfecta; que tiene la ropa perfecta, el maquillaje
perfecto, el novio perfecto… Todo perfecto. ¡Perfecto, perfecto, perfecto!
El teléfono vibra en el bolsillo. Nada más cogerlo, el corazón me da un
vuelco. Es un mensaje de Leila. Una sonrisa tonta me aparece en los labios.

[Gracias por pasarte a la hora del almuerzo.]


Son más de las once. ¿No está dormida? No sé por qué, pero una
sensación de intranquilidad se me asienta en la boca del estómago.

[De nada. Me gusta estar contigo.


¿No duermes todavía? Es tarde.]

[No, papá, aún no me voy a dormir,


estoy leyendo un libro bastante interesante.
Y tú, ¿tampoco duermes?]

La respuesta cargada de sarcasmo me arranca una carcajada. Andrea


mira en mi dirección con recelo. Me levanto para salir del local, lejos de su
mirada inquisidora, pero me retiene agarrándome el brazo.
—¿Qué haces?, ¿a dónde vas?
—Voy a fumar un cigarro; ahora vuelvo.
—Espera, te acompaño.
Mierda, no puede ser verdad. ¿No me va a dar ni un respiro de cinco
minutos?
—No. No hace falta. Quédate y pásalo bien con tus amigas, cariño.
Utilizo el apelativo cariñoso para disuadirla. Y funciona. Me da un
pequeño beso en los labios y se vuelve a sentar. ¡Uf! ¡Qué alivio!
Una vez fuera enciendo un cigarro y saco de nuevo el teléfono para
responder.

[Ah, ¿sí? ¿De qué trata el libro? ]

[Es una historia de amor imposible,


parecida a Romeo y Julieta.
No me has respondido… ¿No puedes dormir?]

[Estoy en el Cab con unos amigos.


Qué ganas de verte mañana, nena.]

Cambio de tema con habilidad antes de que me pregunte con quién estoy.
Me siento mal por hacerlo, aunque no tanto como debería.

[Yo también tengo ganas de verte. ¿Qué te gustaría hacer?]


[A ti no sé, pero yo tengo
intención de hacerte el amor.:p]

No responde y empiezo a lamentar el atrevimiento.

[Es broma. No te preocupes. Cenaremos en uno de los mejores restaurantes


de la ciudad.]

[¿Quién ha dicho que esté preocupada?]

Leila quiere dar el paso y eso hace que la excitación me bulla en las
venas.

[No me tientes, nena.]

[¡Buenas noches, Edward!]

[¡Buenas noches, princesa!]

Guardo el móvil, turbado por su mensaje. Joder. Leila me va a volver


loco. ¿Hablaba en serio? ¿Está preparada para llegar hasta el final? Yo estoy
más que preparado, por supuesto, desde la primera vez que la vi. La idea de
poder poseerla por fin me llena de satisfacción.
Apago el cigarro, entro de nuevo en el Cab y peino la sala en busca de
mis amigos. El alcohol corre como la pólvora y todos están borrachísimos.
En el fondo me alegro de verlos. Hacía tiempo que no salíamos de fiesta.
Me uno a la celebración. Paul está desatado y baila sobre los sofás con
Louis. Zack se desgañita cantando su propia versión de la canción que está
sonando. Solo Julien sigue sobrio y habla tranquilamente con su novia,
Sophie. Louis me agarra del cuello de la camisa para obligarme a subir al
sofá. Enrosca un brazo alrededor de mi cuello antes de darme un beso
efusivo en la mejilla.
—¡Edward, colega! Estoy tan contento de que hayas venido… ¡Las
fiestas no son lo mismo sin ti!
—Yo también me alegro de verte, Louis.
—¡Joder, Ed! La camarera no para de comerte con los ojos. ¡Encima está
como un tren! Tienes barra libre.
Sigo la dirección de los ojos de Louis y, en efecto, la camarera me
devora con la mirada.
—No me apetece.
—¿Qué te pasa, tío? El Edward que conozco no dudaría ni un segundo
en tirársela en los baños. ¡Con o sin Andrea!
Me río y niego en señal de desaprobación con la cabeza, aunque tiene
razón. Hace unos meses, lo habría hecho.
—He cambiado.
—¿Qué pasa?, ¿estás enamorado? Creía que Andrea y tú no ibais en
serio, que solo salías con ella para contentar a tu viejo.
—Sí, no tiene nada que ver con ella.
Dudo de hablarle sobre Leila, pero no estoy seguro de querer que lo
sepa. No es una buena idea.
—¿De qué habláis? —interrumpe Andrea.
—¡De nada! —respondemos a la vez justo antes de estallar en
carcajadas.
—Cariño, llévame a casa. He bebido demasiado y me encuentro mal —
protesta.
Abro la boca para negarme, pero me doy cuenta de que me conviene.
Cuanto antes llegue casa, en mejores condiciones me despertaré al día
siguiente. Quiero estar en plena forma cuando vea a Leila. Decido
aprovechar la oportunidad y me despido del grupo.
—Vale. Chicos, ¡nos vemos! —digo por encima de la música.
—Mañana hemos quedado en casa de Zack para seguir con la fiesta —
responde Paul.
—Mañana no puedo, lo siento.
Enfilo hacia la salida con Andrea cogida del brazo.
—¿Por qué no puedes mañana?
¡Mierda!
—Ceno con mi tía, la que es mayor. Está en la ciudad unos días y quiere
verme sin falta.
Parece contrariada, pero no insiste. Gracias a Dios, el trayecto a su casa
es corto. Cuando aparco, introduce las manos por debajo de mi camisa y no
deja un rincón de cintura para arriba sin explorar, lo que me hace sentir
incómodo. No me apetece acostarme con ella, pero no se da cuenta.
Tampoco la culpo. Hace solo unas semanas lo hacíamos día sí y noche
también.
—¡Ediii! —dice con la voz aterciopelada por el alcohol—. Sé que no
podrás resistirte si te la chupo. ¡Eso te encanta!
Se humedece los labios y se agacha para desabrocharme la bragueta. No
sé cómo rechazarla sin confesar la verdad.
—Hemos llegado —anuncio con excesivo entusiasmo, retirando las
largas manos femeninas del regazo.
Echa un vistazo por la ventana y hace un mohín.
—¿Subes? Mis padres ya estarán dormidos, podríamos ir a hurtadillas a
mi habitación. Te dejaré hacerme lo que quieras.
Se pasa la lengua por los labios en un intento de seducirme; después, me
cubre el cuello de besos, pero el aliento rancio por el alcohol se me mete en
la nariz.
—¡Tengo tantas ganas de ti! Ha pasado demasiado tiempo, Edward.
—Andrea, estás borracha. No creo que sea una buena idea.
La rechazo con tacto.
—Además, si tus padres nos ven…
Me observa con detenimiento durante una fracción de segundo, apoyada
en la puerta, y estoy convencido de que va a ceder. Me equivoco.
—Tómame aquí, en el coche. Solo tú consigues que me corra en cinco
minutos. Un polvo duro y rápido.
Se quita las bragas con torpeza y las arroja a uno de los asientos traseros
antes de separar las piernas. Gruño, molesto por su insistencia. El demonio
que tengo en el hombro izquierdo me pide a gritos que la eche del coche.
Justo cuando intenta colocarse encima de mí, una arcada le trepa por la
garganta. Se lleva una mano a la boca, abre la puerta del coche a toda prisa
y echa las tripas. Me toco el puente de la nariz con los dedos.
—¡Mierda! Lo que faltaba.
Le sujeto el pelo para que no se ensucie el vestido. Después de vomitar,
Andrea sale del coche y se tambalea hasta la entrada de casa. Gira para
lanzarme un beso. Espero a que esté dentro antes de arrancar.
Suspiro, exhausto. Joder, qué noche más larga.
21.

Leila
—Entonces, ¿qué, chicas?, ¿qué hacemos esta noche? —pregunta
Nicolás sorbiendo la Coca-Cola con una pajita.
—Podríamos salir a bailar, pero no cuentes con Leila porque esta noche
va a ver a su enamorado —contesta Sonia con picardía antes de guiñar un
ojo.
Hemos quedado en el Bureau para almorzar. Soy un auténtico manojo de
nervios desde esta mañana. No dejo de pensar en Edward, en su propuesta
de llegar más lejos. Aunque tengo unas ganas locas hacerlo, también estoy
aterrorizada.
—¡Ah! Al final te vas a lanzar, ¿no? —me provoca Nicolás mientras
sube y baja las cejas.
Roja como un tomate, escondo la cara detrás de las manos.
—No lo sé, a lo mejor.
—¿En serio? —pregunta mi hermana mientras da palmas con
entusiasmo.
Sonia ha mantenido relaciones sexuales con algún que otro chico y
espera con impaciencia que yo también dé el paso. Pero cada vez que le
pido algún consejo sobre el tema terminamos riéndonos, incapaces de
superar nuestra vergüenza. ¿Cambiará eso si finalmente tengo un encuentro
con Edward?
—¿Pensáis que debo hacerlo? —murmuro insegura de la decisión que he
tomado.
—¡Pues claro! —responde Nicolás poniendo los ojos en blanco—. ¡No
sé por qué has esperado tanto!
Tampoco hace tanto que estamos juntos. Eso si podemos llamarlo así;
porque, a pesar de todo, el tema de Andrea no está del todo solucionado.
—Escucha, cariño —añade—. Tienes dieciocho años y eres un pibón.
¡Tienes que empezar a vivir un poco! ¡Folla, disfruta y deja de darle tantas
vueltas a todo! A no ser que quieras morir virgen.
Culmina la disertación chocando los cinco a mi hermana y ambos se
echan a reír.
—¡Me encanta ver que mi situación os divierte!
Frunzo el ceño, indignada. Sonia me rodea el cuello con un brazo.
—¡Escucha, Leila! Nicolás tiene razón. Deja de cavilar tanto y disfruta.
Si quieres hacerlo, adelante, no lo dudes.
—¿Seguro?
—¡Sííí! —vocean al unísono.
Todos reímos juntos.

***

Son las once menos cuarto cuando miro el reloj. El día ha volado, pero el
sentimiento de angustia sigue ahí. Tengo que tranquilizarme o me va a dar
algo. Camille ya se ha marchado. Me toca cerrar. Entro en la trastienda para
arreglarme. Saco de la mochila el magnífico vestido de Prada que Edward
me regaló además del poco maquillaje que tengo. Enseguida termino y
suena el teléfono:

[Estoy aquí, nena. Te espero delante de la tienda.]

[Voy.]

Recojo las cosas y me echo un último vistazo en el espejo. ¿Estoy


realmente lista para hacer esto?
«¡Sííí!».
Las voces de mi hermana y Nicolás resuenan en mi cabeza. No puedo
evitar sonreír al recordar nuestra charla.
Aparcado en la puerta me encuentro con un enorme Range Rover negro
con los cristales tintados. Dudo un segundo. La última vez que Edward me
llevó a casa conducía un Mercedes. La puerta se abre. Es él. Se apea
sonriente, bello como un dios, que, por razones que no alcanzo a
comprender, se interesa por mí.
—¡Nena!
Se acerca, me estrecha entre los brazos y a continuación me besa el
cuello. Aspiro el aroma que desprende. Dios mío, me encanta ese olor. Una
mezcla entre colonia y algo más que no sabría describir, pero que lo hace
único. Me contempla de arriba abajo deteniéndose un momento en el
escote.
—Estás radiante.
Me ruborizo.
—Tú también.
Es cierto, está espectacular. Lleva un esmoquin entallado que le ajusta a
la perfección y una camisa blanca a medio abotonar que deja entrever algún
tatuaje. Se pasa una mano por el pelo varias veces, parece estar tan nervioso
como yo.
—¡Vamos!
Durante el trayecto al restaurante, un ambiente tenso se instaura dentro
del coche. Edward parece fuera de sí. Golpea el volante como un loco y no
deja de mover la pierna en un tic nervioso.
—¿Pasa algo, Edward?
Le acaricio el muslo para intentar tranquilizarlo. Se relaja un poco y deja
escapar un largo suspiro.
—Nada.
Tras un prolongado silencio añade:
—Vamos a Versance. Es un restaurante de alta cocina, espero que te
guste.
El lugar es impresionante, muy hermoso, majestuoso, diría yo. Nunca
antes había estado en un sitio igual, no estoy segura de cómo debo
comportarme. Edward parece percibir mi inquietud porque me rodea la
cintura con un brazo antes de susurrarme al oído:
—Relájate, nena.
Las palabras surten efecto. Cojo aire e intento seguir el consejo. El
camarero nos acompaña hasta la mesa. Nos acomodamos aún sumidos en
un silencio tenso. No sé qué hacer, así que estudio la carta, pero solo
consigo acrecentar el desasosiego al darme cuenta de que no conozco ni la
mitad de los platos que ofrecen.
—¿Has probado el pato alguna vez?
—No.
—Deberías probar el magré que hacen aquí, es muy bueno.
Accedo con timidez. Edward pide vino, pero continúa comportándose de
ese modo tan extraño. Después de un buen rato, apenas ha despegado los
labios, lo que no es nada habitual en él.
—¿Qué pasa? Está claro que algo no va bien.
Me dirige una mirada de soslayo antes de susurrar:
—No lo sé. Para ser sincero estoy nervioso. Es nuestra primera cita y no
quiero cagarla.
Levanta la cabeza despacio y los increíbles ojos verdes tropiezan con los
míos. Me derrito en el asiento. ¿Cómo puede ser tan encantador? Un minuto
es el tío más arrogante del planeta y al siguiente solo un chiquillo retraído.
Decido desafiarle para relajar el ambiente.
—¿Te da miedo que cambie de opinión y que ya no quiera acostarme
contigo?
Sorprendido, abre los ojos como platos. Parece que no esperaba tanto
atrevimiento.
—¿Tú… querrías? —dice con voz entrecortada, aunque se recompone de
inmediato—. En verdad, sé que tienes tantas ganas como yo.
El Edward pretencioso ha vuelto, pero eso no me disgusta.
—Ah, ¿sí? ¡No seas creído! —repongo mordiéndome el labio inferior,
consciente del efecto que ese gesto surte en él.
—Oh, nena, si quieres que lleguemos al postre vas a tener que dejar de
hacer eso ya mismo.
Desobedezco y él ladea la cabeza, divertido. El camarero nos trae una
botella de vino blanco que le da primero a probar a Edward antes de
servirnos.
—Está delicioso. Es la primera vez que bebo vino. No pensé que fuera a
gustarme.
—¿Otra primera vez? A lo mejor es mucho para esta noche.
Me dedica un guiño insolente que me saca los colores. Me coge de la
mano, besa la palma y entrelaza nuestros dedos.
El alcohol hace su efecto; después de dos copas me siento liberada,
desinhibida por completo. Edward habla del viaje a Nueva York, ilusionado,
mientras yo sigo con atención cada movimiento que hace con los labios o
las manos. Le encanta contar historias con todo tipo de pormenores. No
omite ni un solo detalle, ni siquiera los más insignificantes. Eso me hace
reír.
—¿De qué te ríes?
—Creo que Nicolás y tú podríais ser los mejores amigos del mundo.
—Ah, ¿sí? ¿Y eso por qué?
—Porque a los dos os encanta hablar por los codos.
—Hablar no es mi pasatiempo favorito.
Desliza una mano hacia la abertura del vestido, me acaricia una pierna y
sube peligrosamente por el muslo. Me estremezco a pesar del efecto de la
bebida y le atrapo la mano antes de que consiga llegar a la meta. Él me
brinda su célebre media sonrisa.
—¡Pervertido!
—No sabes cuánto.
22.

Leila
Después de la cena, vamos a casa de Edward. Nerviosa por lo que va a
pasar, jugueteo con los dedos sentada en el sofá del salón mientras que él
descorcha una botella de vino en la cocina. Vuelve con las copas, acepto la
mía y bebo para armarme de valor. Me observa divertido antes de sentarse a
mi lado.
—Bueno, nena. ¿Qué quieres que hagamos?
¡No puedo creer que se atreva a preguntarme eso! Lo miro sorprendida y
respondo con sarcasmo:
—Croché, si quieres.
Edward estalla en carcajadas al tiempo que echa la cabeza hacia atrás
como de costumbre. Tiene una sonrisa deslumbrante, y yo unas ganas locas
de besarlo.
—¿Qué te parece si nos entretenemos con un juego? —propone.
¿Qué? Me he perdido algo. Creía que hoy íbamos a dar un paso más allá.
—Vaaale —contesto, un poco decepcionada.
Percibe el desencanto en mi voz, sonríe y me murmura en el oído:
—Parece que no puedes esperar más —El sonido de esa voz ronca me
parece lo más sexy del mundo—. Paciencia, nena.
Me atrapa el labio entre los dientes, despacio tira de él, y una deliciosa
sensación próxima al dolor me hace gemir. Se aparta con lentitud, bebe un
sorbo de vino; yo hago lo mismo antes de preguntar:
—¿De qué va ese juego tuyo?
—Se llama «dos verdades y una mentira». —Levanto una ceja, intrigada,
y él continúa—. Debes decir tres cosas sobre ti: dos de ellas serán verdad y
la otra mentira. Tengo que adivinar cuál es mentira.
—Vale.
Me gusta este juego. Podré conocer cosas sobre él.
—¡Espera, que no acaba ahí! Si la adivino, tienes que quitarte una
prenda.
—¡Acepto el reto! —contesto con entusiasmo.
Él vuelve a reír.
—Empiezo yo —carraspea antes de continuar—. Mido uno ochenta y
cinco, soy acuario y mi primera palabra fue «gato».
Intenta por todos los medios permanecer serio, pero los hoyuelos
aparecen y le iluminan el rostro con ese aire infantil y travieso que le
caracteriza.
—Es imposible que tu primera palabra fuese «gato».
—¡Fuera el vestido, nena!
—¿En serio?
Asiente. No puedo contener la risa al imaginar un mini-Edward
balbuceando esa palabra sin venir a cuento. Me quito el vestido, solo me
cubre la ropa interior. Por un momento oscurece la mirada y me contempla
de arriba abajo. El pudor me empuja a tapar mi desnudez con los brazos,
pero él termina desviando la vista.
—Entonces, ¿cuál era la mentira?
—La altura. Mido uno ochenta y seis.
—Bueno, eso es muy sutil, casi casi una trampa.
—Sí. El objetivo es que acabes desnuda lo más rápido posible —contesta
con un guiño seductor.
Mi cuerpo empieza a dar señales. ¿Soy yo o de repente hace muchísimo
calor en esta habitación?
—Venga, te toca, nena.
—Vale. —Me lo pienso durante un instante—. Me dan miedo las arañas,
se me da muy bien cocinar y soy virgen.
Sonrío del modo más inocente que puedo mientras me mira confuso.
—¡Es demasiado fácil! No se te da bien cocinar.
Niego con la cabeza.
—No, no soy virgen.
En este instante, la expresión que tiene en la cara es para morirse de risa:
confusión, decepción, rabia. Decido acabar cuanto antes con el martirio.
—No soy virgen… ¡Ups! Quería decir virgo. No soy virgo. ¡Soy
capricornio!
Le saco la lengua, orgullosa de la broma. De repente me agarra de las
caderas, lo que me hace perder el equilibrio, y después me levanta. Cruzo
las piernas alrededor de sus caderas casi sin pensar.
—Te crees muy graciosa.
Asiento con premura mientras me muerdo el labio para contener una
carcajada. Gruñe:
—Te dije que dejaras de hacer eso. Lo siento, pero tú te lo has buscado.
Entonces me besa con lujuria. Durante el camino hacia la habitación, su
boca devora la mía. Da una patada violenta a la puerta, entra, me lanza
sobre la cama, y yo grito por la sorpresa. Estoy muy excitada, no puedo
esperar más. Se desabotona la camisa poco a poco, sin dejar de mirarme con
intensidad. Me muero de ganas.
Cuando por fin se desprende de la camisa, el pecho tatuado queda a la
vista, un calor ardiente me recorre todo el cuerpo; la imagen de la piel
sedosa cubierta por la tinta oscura de los tatuajes aviva el fuego del deseo.
Se desabrocha el cinturón y se quita los pantalones en un abrir y cerrar de
ojos hasta quedar en ropa interior. Calvin Klein. Me incorporo apoyada en
los codos para admirar las vistas, pero no tarda en tirarse encima de mí.
Nuestros rostros están muy juntos, apenas nos separan unos milímetros,
tiene la mirada fija en mí, cargada de deseo.
—¡Oh, Leila! No puedes ni imaginar todo lo que quiero hacerte.
Me recorre todo el cuerpo, acariciándolo con las yemas de los dedos
hasta llegar con el pulgar a la altura de mi sexo; entonces, comienza a
moverlo lentamente.
—Ya estás mojada para mí.
Tiene la voz distorsionada y la lujuria le inunda los hermosos ojos de
jade. Suelto un gemido prolongado. Él me desliza la lengua en la boca. Está
caliente y la mueve con frenesí. Una corriente eléctrica me atraviesa todo el
cuerpo. Separo las piernas casi por instinto para permitir a Edward hacer
todo lo que quiera. Soy suya. Toda suya desde el primer día. Después separa
los labios de los míos para asaltarme el cuello. Ladeo la cabeza allanando el
camino y para poder saborear mejor sus embates. Besa, lame, muerde.
Placer y dolor entrelazos haciéndome gozar.
Baja las manos desde los cabellos hasta la espalda, me levanta con
delicadeza y desabrocha el sujetador. Sin dejar de mirarme a los ojos, me
libera de él. En la deslumbrante mirada verdosa percibo un sentimiento que
no había visto antes. No puedo dominar el temblor en todo el cuerpo. De
repente tomo consciencia de lo que estoy a punto de hacer y me entra el
pánico. Edward me acaricia la mejilla para tranquilizarme, después
murmura casi sobre mis labios:
—¿Estás segura de que quieres hacer esto, Leila? No tenemos por qué,
puedo esperar hasta que estés preparada.
Le coloco un dedo sobre los labios pidiéndole silencio y lo beso con
vehemencia. Me incorporo, presiono el sexo contra el suyo, quiero
demostrarle mi determinación. Tengo miedo, es verdad, pero las ganas de
él, el deseo de tenerlo, es superior. Quiero que me posea, ser toda suya. Mi
balanceo le aclara las dudas. Baja la cabeza, me envuelve los pechos entre
las manos y los besa con ímpetu.
Aprisiona un pezón entre los dientes, lame y succiona mientras masajea
los pechos con las manos. Gimo en respuesta. La succión se vuelve más
fuerte, las sensaciones me superan. Con la punta de la lengua va
descendiendo muy despacio, acercándose peligrosamente a la parte baja del
abdomen. Se detiene unos segundos a la altura del ombligo antes de llegar a
mi intimidad. Sé lo que viene ahora. Ya lo hizo la última vez. Jadeo
mientras pronuncio su nombre. Quiero volver a sentir esa sensación tan
increíble.
Resbala el dedo índice en el interior de la braguita y se topa con la
evidencia de mi excitación. Luego se pone en pie y lame su propio dedo
mientras me mira.
—Eres deliciosa, Leila.
Con unos pocos movimientos bruscos se deshace de la ropa que me
queda. Continúa sin apartar los ojos de mí. Me dirige una sonrisa seductora
antes de hundir el rostro entre mis piernas. El placer me sobrecoge cuando
siento el contacto de la lengua, por un momento creo perder la nitidez de la
visión. Lame arriba y abajo, cambia la dirección dando lenguaradas en
forma de círculo. La sensación es demasiado intensa. Aprieto los muslos
para aliviar la quemazón, pero Edward me inmoviliza.
—No te muevas, nena —ordena con voz ronca.
De nuevo, con las manos busca el camino hasta los pechos, encuentra los
pezones y tira de ellos. Se me escapa un grito, no puedo contenerme ni un
segundo más, estoy a punto de llegar al cénit. Él lo nota, retira la cabeza de
la entrepierna dejándome con ansia de más.
—Lo siento, nena. Si te corres ahora no vas a poder con lo que viene
después.
Se quita los calzoncillos. Trago saliva al ver el enorme miembro. Lo
coge entre las manos y lo acaricia despacio.
—¿Preparada?
Parece dudar.
—Sí.
Se sitúa en la entrada de la vagina.
—Puede que te duela un poco. Dime si quieres que pare.
Intento deshacer el nudo que se me ha hecho en la garganta. Se recuesta,
empuja y me penetra con lentitud. Un espasmo de dolor me recorre todo el
cuerpo. Cierro los ojos para atenuar la sensación, que no se asemeja en nada
a algo agradable.
—¿Estás bien, Leila? ¿Puedo seguir? —pregunta con voz estrangulada.
Parece que sufre al verme incómoda. Le hago un gesto con la cabeza,
incapaz de hablar. Temo que, si abro la boca, romperé a llorar. Empuja una
vez más y se hunde en mí por completo. Siento en las entrañas un desgarro
doloroso e intento con todas mis fuerzas no gritar. Se queda quieto unos
segundos para que me acostumbre.
—Ahora empezaré a moverme.
—Vale —exhalo.
Sale de mi cuerpo. ¡Ay, quema! Vuelve a entrar. Aprieto los dientes.
Repite el movimiento varias veces. ¡Duele! ¡Es insoportable! ¡Dios mío, en
qué me he metido!
—Para, por favor.
Para en el acto. Me mira preocupado.
—¿Algo va mal?
—No, es solo que es un poco…, esto… —me sonrojo. Va a pensar que
soy una tonta—. Un poco incómodo.
—Oh, mierda. ¿Por qué? Quiero decir, lo siento, pensaba que era
placentero, que gemías por eso. ¡Joder, menudo gilipollas! Te he hecho
daño, te pido perdón. He querido ir demasiado rápido y no estabas lista.
Vamos a dejarlo.
Intenta apartarse, pero yo lo retengo.
—No, solo quiero que seas más suave. Poco a poco.
Asiente; después, con delicadeza, coloca los labios sobre los míos. Me
besa despacio, con ternura, con dulzura, nuestras lenguas se encuentran
mientras él intenta permanecer inmóvil. La suavidad de sus besos me ayuda
a relajarme. Ya calmada, le animo a que retome el vaivén. Duda, pero
comienza de nuevo, con cautela, como si temiera romperme. Poco a poco,
el dolor desaparece. Entierra las manos en mi cabello y une nuestras frentes.
Tiene los ojos cerrados y las sienes perladas por el sudor. En este instante es
tan hermoso, tan vulnerable, que me deja sin palabras. De pronto abre esos
increíbles ojos verdes y me invade la emoción. Las lágrimas caen
lentamente. Él las enjuga con los pulgares y me besa con una ternura
infinita mientras nuestros cuerpos siguen en movimiento.
—Leila… —deja escapar junto a mi cuello estrechándome contra él.
La sensación de quemazón casi ha desaparecido, en su lugar nace otra
mucho más placentera. Muevo el pubis con mayor seguridad en busca del
suyo. Edward me responde con un gemido. Tenemos la respiración agitada,
entrecortada. Nuestros cuerpos están cubiertos de sudor. Los gemidos llenan
la estancia.
—No voy a aguantar mucho más.
Pronuncia esas palabras de manera agónica. Incrementa el ritmo y, tras
unas embestidas más fuertes, se queda inmóvil, aprieta los dedos contra mis
caderas y deja escapar un grito ahogado mientras se vacía en mi interior.
Apoya la cabeza con cuidado en mi pecho. Está exhausto. El pecho le
sube y le baja sin descanso. Le paso una mano por el pelo mientras recupera
el aliento. Está empapado en sudor, pero no me importa. Le sonrío cuando
se aparta. Apoya la barbilla sobre mí y me mira admirado.
—¿Cómo ha ido? ¿No te he hecho mucho daño al menos?
—¡No!
Miento para que no se sienta mal, pero me estremezco de dolor al
intentar enderezarme. Enarca una ceja inquisitiva.
—Puede que un poco —termino por admitir.
—¡Lo siento, nena! Te prometo que la próxima vez irá mejor.
Me refugio junto a su cuello. Me encantaría quedarme aquí para siempre.
23.

Leila
Nuestros cuerpos permanecen recostados el uno contra el otro durante
horas. Edward pasa todo ese tiempo jugando con mi cabello, donde deposita
besos tiernos, también en el hombro, en los labios… El imponente cuerpo
masculino me envuelve y no quiero que este momento termine. Le recorro
la piel suave con los dedos, sigo las líneas de cada tatuaje. Edward tiene el
pecho cubierto por completo de tinta, pero no me desagrada. Al contrario, le
confiere un aire de chico malo que me encanta. El tatuaje que más me gusta
es la pequeña cruz que le nace en el pulgar y le cubre parte del dorso de la
mano. Lo acaricio mientras Edward me estudia con una sonrisa.
—¿Te gusta?
—Sí. ¿Significan algo?
—No todos. Algunos representan recuerdos, fechas… La cruz me la hice
por un amigo que murió en un accidente de moto cuando tenía dieciocho
años.
—Lo siento muchísimo, Edward.
Mira el tatuaje con tristeza y después añade:
—Es para recordarme que el futuro es incierto y que, por eso mismo, es
importante vivir el presente.
Baja el tono de voz, ahora frágil y melancólico.
—Me gusta.
—Sí… ¿Sabes?, no había hablado con nadie de esto antes. También eres
la primera persona a la que le he contado lo de mi madre. Me siento muy
cómodo hablando contigo, Leila.
Se queda mirándome fijamente con una expresión indescifrable. Sin
decir nada reclama mis labios con un beso insaciable, diferente a todos los
que me ha dado hasta ahora. El corazón me martillea en el pecho, a punto
de estallar. Cuando separa la boca siento que estoy en una nube.
—Leila…, ¿qué he hecho para merecerte?
Entrelaza nuestras manos. Ese gesto íntimo se ha convertido en uno de
mis favoritos. Lo beso con ternura en el pecho y pregunto con una sonrisa:
—¿A qué te refieres?
—¿Tú te has visto? Eres perfecta. Inteligente, divertida, bondadosa. Y,
además…, eres preciosa. ¿Me oyes? ¡Preciosa!
Se echa a reír mientras fija esos ojos verdes y orgullosos en los míos.
Meneo la cabeza, divertida.
—Estás loco.
—Sí.
Me da la vuelta para tumbarme de espaldas, me sujeta las manos por
encima de la cabeza, y se coloca encima de mí. Aún dolorida por el
esfuerzo físico, no logro reprimir un quejido. Preocupado, Edward me
suelta al instante para estudiarme con atención.
—¿Aún te duele?
—Un poco.
—Oh, nena —dice antes de añadir—: déjame aliviarte.
Empieza cubriendo el cuerpo de besos; luego, poco a poco, desciende
hasta mi sexo, donde continúa dándome placer. Retira la sábana y
desaparece al cobijo de mi entrepierna. Cuando estoy satisfecha, el rostro
sublime abandona mi intimidad para observarme. Una sonrisa arrebatadora
se le extiende por el rostro.
—¿Mejor?
—Sí.
Le respondo sin dejar de reír, deslumbrada por su belleza y su atractivo.
Edward es guapo a morir. Sube lento, arrastrándose por mi cuerpo con
cuidado de no hacerme daño, mientras deja un sendero de besos en el
recorrido. Después me abraza por detrás y me acerca a él. No tardo en sentir
la erección crecer contra la curva del trasero. Giro la cabeza para mirarlo y
él se encoge de hombros con una sonrisa.
—No puedo evitarlo, nena. Estás demasiado bue…
Le tapo la boca con una mano para que no lo diga y él prorrumpe en
carcajadas. Yo también río, contagiada por su buen humor. Disfrutamos del
calor de nuestros cuerpos, del roce piel con piel durante unos minutos de
silencio cómodo hasta que recuerdo que es hora de volver a casa.
—Edward, necesito que me lleves.
—¡Noooo!
—Vamos, me tengo que ir.
Me doy la vuelta, exhausta por la intensa actividad física, y veo a
Edward cerrar los ojos, apretar los párpados con fuerza fingiendo haberse
quedado dormido. Igual que un niño pequeño.
—Edward, lo digo en serio.
Le doy un golpe en el pecho.
—¡Vale, vale!
Salta de la cama para ponerse los calzoncillos, luego los pantalones.
Aprovecho para observar la imagen que me ofrece. La espalda estilizada.
Los músculos prominentes que se contraen cuando se agacha a recoger la
ropa. Podría mirarlo durante horas. Todo en él me fascina. Jamás me he
sentido tan atraída por un chico. Me cubro el cuerpo con la sábana y yo
también empiezo a recoger las cosas. Puede que suene ridículo porque ya
me ha visto desnuda, pero me da vergüenza que me mire ahora. Encuentro
el sujetador, pero las braguitas no aparecen por ningún sitio.
—Nena, ¿buscas esto?
Hace bailar las braguitas alrededor del dedo.
—Sí.
Siento que me arden las mejillas.
—No. Me las quedo.
Las mete en el bolsillo y me regala un guiño travieso.
—¿Qué haces, Edward?, ¿para qué las quieres? ¿Piensas sumarlas a la
colección? Devuélvemelas. ¿O eres uno de esos pervertidos que tiene una
obsesión rara con la ropa interior usada?
Niega rápido con la cabeza. Ahora él también parece avergonzado.
—No, solo quiero dormir con ellas.
Lo miro desconcertada.
—¿Qué? Pero ¿por qué? No te las querrás poner, ¿no?
—No, que no es eso, joder. Es que… —Se frota la nuca, incómodo, y
duda un segundo antes de responder—: Si no puedo dormir contigo (cosa
que me muero de ganas de hacer), al menos quiero quedarme con una
pequeña parte de ti.
—Y esa parte de mí… ¿es mi ropa interior? —insisto con gesto
divertido.
—Sí. —Ensancha la sonrisa, abochornado—. Cállate, ¿vale? —Me
acerca el vestido—. ¡Y vístete o sacaré a pasear a la bestia!
Señala el miembro, que se yergue orgulloso frente a mí, y no puedo
evitar romper a reír ante el apodo estúpido.

***

Edward me deja en la puerta de casa después de una larga discusión de


media hora. No ha hecho caso a mis súplicas de aparcar a unas manzanas.
Se negó en redondo a que caminase sola a las cuatro de la mañana por La
Cornueve. Me amenazó con dar media vuelta y pasar la noche en su
apartamento si insistía.
Cuando entro en casa, todo está tranquilo y reina el silencio. Mi madre y
mi hermana duermen en sus respectivos cuartos y no veo ni a Rayan ni a
papá. Me encamino a la habitación para entregarme a un descanso bien
merecido. Debería darme una ducha, pero prefiero mantener el olor de
Edward un poco más. Cierro los ojos y me bombardean las imágenes de
nuestra primera vez. Estoy tan contenta que me da hasta miedo. Sin
embargo, en mi mente no tardan en surgir mil preguntas.
¿Qué va a pasar a partir de ahora? Me preocupa que pierda el interés
después de esta noche. Si Edward me rechaza, no me recuperaré fácilmente.
Cualquier duda que pudiese tener sobre los sentimientos que albergaba por
él se ha disipado. Lo supe en cuanto lo dejé hundirse en lo más profundo de
mi ser. Estoy enamorada de él. Esa sensación «primitiva y obvia» no me
abandona desde entonces. Lo quiero.
El teléfono oscila en la mesita de noche. Pulso en la notificación que
emerge en la pantalla y veo una foto. Edward está tumbado en la cama,
abrazando las braguitas a la altura del pecho, justo donde se aloja el
corazón. Igual que antes, tiene los ojos cerrados. La imagen hace que me
derrita por dentro.

[¡Buenas noches, princesa!


Como ves, estoy bien acompañado.]

[Buenas noches, Edward <3.]

Sonrío antes de caer rendida en los brazos de Morfeo.


24.

Leila
Cuando despierto a la mañana siguiente son más de las once. Esbozo una
amplia sonrisa mientras me desperezo despacio. Tengo la sensación de ser
la chica más afortunada del mundo a pesar de las molestias y el dolor
interno.
Oigo a mi madre trastear en la cocina. Debe estar preparando la comida,
como todos los domingos. Tendría que ir a ayudarla, pero me da miedo que
me vea en la cara lo que hice ayer. ¡Me he acostado con un chico! Todavía
no puedo creerlo. Sonia entra en la habitación con la energía de un huracán
y me devuelve a la realidad. Ella también parece cansada. Su noche con
Nicolás tampoco ha debido ser tranquila.
—¡Cuenta, cuenta!
Se abalanza sobre la cama como una loca.
—¿Que te cuente qué? —Me hago la tonta.
—Pues eso, ¿lo habéis hecho o no?
Asiento mordiéndome el labio, apenas me atrevo a mirarla a los ojos.
Ella suelta un gritito de emoción y me estrecha entre los brazos.
—¡Aaaah! ¡No puedo creerlo! ¡Has llegado hasta el final! No pensé que
fueras capaz. Al final, Nico tenía razón. Ahora le debo veinte euros.
La miro boquiabierta.
—Estoy flipando, ¿habéis hecho una apuesta?
—¡Sí, lo siento! —contesta sacándome la lengua—. Entonces, ¿cómo
fue? ¡Quiero detalles!
—¡Fue maravilloso! ¡Mágico! ¡La mejor sensación de mi vida!
Los ojos me brillan de felicidad y Sonia aplaude con entusiasmo.
—Eso es que se le da bien, porque la primera vez no suele ser ninguna
maravilla. ¿Te dolió?
—Sí, al principio, pero enseguida pasó.
—Tendría que habértelo dicho.
—Estoy dispuesta a soportar ese dolor mil veces con tal de sentir lo que
sentí anoche —digo sin pensar, lo que despierta la curiosidad de Sonia.
—Alguien parece un poquito enamorada…
Me cubro la cara con ambas manos para que no vea lo roja que estoy.
—Sí, ¡me parece que sí! ¿Qué hago? No sé si él siente lo mismo.
Todavía no ha dejado a Andrea.
—¿No era una farsa para contentar a su padre?
—Sí, eso es lo que dice él. Pero, aunque sea cierto, no sé hasta qué punto
puedes fingir querer a alguien y que no se note. ¿La besa?, ¿la toca?, ¿la
abraza por las noches como a mí ayer?
La idea me resulta especialmente dolorosa y, enseguida, una sensación
de angustia me oprime el pecho.
—Leila, ¡tranquila! Lo hablarás con él cuando llegue el momento.
Entretanto, ¡disfruta!
—Tienes razón.
—Pues claro que tengo razón. ¡Me alegro tanto por ti!
Guiña el ojo, conforme con la respuesta, y sale de la habitación. Enfilo
hacia el baño para asearme un poco antes de ayudar a mi madre. Me coloco
bajo el chorro de agua caliente, que me relaja al instante. Cuando veo el
tono rosado del agua que me baja por las piernas, me estremezco. No sé si
es normal sangrar un poco. ¿Tendré alguna herida interna? No recuerdo que
Edward fuera brusco. Todo lo contrario, fue dulce y considerado en todo
momento. No dejó de asegurarse de que estuviese cómoda.
Le preguntaré a Sonia. Seguro que ella sabe qué hacer. Repaso
mentalmente nuestra conversación. Mi hermana no se equivoca. Tengo que
dejar de comerme la cabeza y adoptar una actitud más positiva frente a la
vida. A diferencia de ella, estoy en un estado de preocupación constante. No
puedo evitar pensar que la alegría viene siempre acompañada de la
desgracia.
Mi vida no ha sido precisamente un camino de rosas y las pocas
oportunidades que he tenido de ser feliz a menudo se han visto empañadas
por la situación difícil que tengo en casa. La desgarradora sensación de que
eso pronto también afectará a la relación con Edward se asienta en la boca
del estómago y no desaparece.
25.

Edward
Es domingo por la mañana, o más bien por la tarde. Despierto poco a
poco, me estiro en la cama y sonrío cuando reparo en las braguitas que aún
sostengo entre los dedos. Levanto la sábana y veo la enorme erección. No
me sorprende: he soñado con Leila toda la noche. El cuerpo delgado y
estilizado, la boca redonda y tentadora, los pechos suaves y turgentes, los
pequeños gemidos ahogados cuando le rebasaba el placer. Me arden todos
los sentidos. Leila ha invadido mi mente y mi cuerpo. Necesito verla de
nuevo, y pronto. Hacer el amor con ella ha sido una de las experiencias más
gratificantes de mi vida. Dulce y calmada por fuera, puro fuego en el
interior. Hundirme en su cuerpo debe ser parecido a estar en el paraíso.
Siempre he tenido relaciones sexuales satisfactorias, pero nunca he sentido
nada parecido… Hacerlo con Leila es diferente. La obsesión y el deseo
insaciable que siento por ella me abruman. Han pasado solo unas horas y ya
anhelo poseerla de nuevo.
Exhalo un suspiro y me paso una mano por los mechones desordenados.
Su ausencia me duele. Desearía no separarme de ella nunca… Pero es
prisionera de un padre controlador y anticuado. No lo culpo. Si yo tuviera
una joya como ella por hija, también le prohibiría relacionarse con capullos
como yo. Leila es inocente e ingenua, todavía le falta la picardía necesaria
para desenvolverse en este mundo viciado y repleto de malas personas.
Anoche me dejé llevar por ese deseo salvaje que me atormenta desde que
la conozco y olvidé usar protección. Cuando me di cuenta ya era demasiado
tarde. Embriagado y enloquecido por completo, olvidé lo más importante.
De cualquier modo, las posibilidades de que se quede embarazada son
mínimas y me hago pruebas regulares. Aun así, abordaré el tema con ella
más tarde por si acaso.
Oigo que llaman a la puerta. Debe ser la señora Gómez, que se estará
preguntando por qué sigo en la cama todavía.
—Adelante.
—Buenos días, señor Fyles. ¿Ha dormido bien?
Avanza con cautela. Sostiene una taza de café con una mano mientras
con la otra se tapa los ojos. No puedo evitar sonreír. La señora Gómez
conoce mis tendencias nudistas. No son raras las veces que me ha visto
desnudo, muy a su pesar. Estoy orgulloso de mi cuerpo y, además, me
divierte sacarla de quicio.
—¡Sí, gracias!
—Solo venía a decirle que su padre lo espera abajo. No parece muy
contento —añade en un susurro antes de darse la vuelta.
Menudo coñazo. ¿Qué quiere ahora? Me levanto, me visto con rapidez.
Ni siquiera me lavo la cara. Bajo corriendo las escaleras y lo veo sentado en
el sofá con la ropa de deporte, preparado para ir a jugar al tenis.
—Papá —digo con falso tono alegre—. ¿Qué haces aquí?
—Tienes una cara horrible. ¿Dónde has pasado la noche?
—Gracias, dicen que nos parecemos. Y no es asunto tuyo.
—Déjate de tonterías —me regaña.
La paciencia de mi padre brilla por su ausencia y yo disfruto jugando con
sus nervios.
—¿Cómo está tu tía, «la que es mayor»?
Enarca una ceja con aire inquisitivo. Como es habitual, Andrea ha
hablado con mi padre para que me presione.
—Muy bien —respondo con tono sardónico.
—Mira, Edward, no sé qué te traes entre manos con esa tía anciana que
te inventas —interrumpe mientras simula unas comillas con los dedos,
dando a entender que sabe que me veo con otra chica—. Pero, hagas lo que
hagas, ¡no tires por tierra la relación que tanto me ha costado construir!
Vuelvo la vista al techo. Empieza a cansarme que controle mi vida.
—Papá, ¡no me gusta Andrea! No quiero estar con ella y quiero terminar
esta estúpida relación lo antes posible.
—No te atreverás. Te lo prohíbo, ¿me oyes? De lo contrario ya puedes
despedirte del piso, de los coches y de este estilo de vida.
Expando el pecho en una respiración profunda antes de exhalar un fuerte
suspiro. Reprimo el impulso de pegarle un puñetazo en la cara. No quiero
perder todo lo que tengo. Si me cierra el grifo, tendré que arremangarme y
trabajar en algo que no me gusta. Me he graduado en una prestigiosa
escuela de negocios y no me costaría encontrar un trabajo en el ámbito de
las finanzas o cualquier otro del campo empresarial. De hecho, ya he
recibido varias ofertas.
Sin embargo, después de haber hecho las prácticas en las altas esferas del
mundillo y haber estado en contacto estrecho con grandes empresarios, no
albergo ningún deseo de llevar una vida parecida a la suya. Ir ataviado de
traje y corbata, trabajar quince horas al día y convertirme en una máquina
de producir dinero sin escrúpulos como mi padre… No. Eso no es lo que
quiero. Todavía soy joven y quiero disfrutar de la vida, de mi libertad,
viajar. No quiero pasar mis mejores años con la nariz metida en una
pantalla, consumiendo cocaína para seguir rindiendo en el trabajo cuando el
agotamiento físico me sobrepase. Ese mundo oscuro y lleno de codiciosos
no es para mí. Debí haber hecho lo que quería: estudiar Bellas Artes. Tenía
potencial. Pero mi padre no quiso ni oír hablar de esa posibilidad.
Consideraba que una carrera de esa índole era ridícula. «Eso no es una
profesión, es una afición, hijo», me repitió hasta convencerme.
—Edward —continúa—, haz lo que quieras con esa putita de la que te
has encaprichado, pero…
—¡No hables así de ella!
Aprieto los puños, enardecido por la rabia. A mi padre se le escapa una
carcajada.
—Haz lo que quieras, pero Andrea no puede enterarse. ¡No serás el
primero ni el último en tener una amante! —brama antes de encaminarse a
la puerta.
Cuando alcanza el umbral, se vuelve hacia mí:
—Por cierto, a finales de este mes nos iremos al chalet de Courchevel a
esquiar. Ya lo he planeado todo. Vendrán varios amigos y tu novia también.
Es estratégico. Arregla lo que necesites.
No respondo. Si abro la boca ahora, diré algo de lo que me arrepienta
después. Se va y me deja solo, contra la espada y la pared. Me froto la cara
con ambas manos, frustrado y abatido.
He estado a punto de negarme, pero no estoy dispuesto a renunciar a mi
vida acomodada, ni siquiera por Leila.
26.

Edward
—¡Goool! ¡Soy el mejor! ¡Admite que soy el mejor! Vamos, no seas
envidioso, admítelo —grito, eufórico, después de marcar un gol que cabrea
a Paul.
Se levanta y tira el mando al sofá, enfadado por haber perdido por tercera
vez al mismo juego de la FIFA.
—¡Cálmate, Ed! Solo es un juego, ni que hubieras ganado el Mundial —
responde Julien.
Pero yo saco el pecho, orgulloso del logro, y bailoteo, contento. Paul me
lanza un cojín a la cara.
—De todos modos, este juego es una mierda.
—¿Quién quiere cerveza? —grita Louis desde la cocina.
—Como Pedro por su casa, ¿eh, tío?
Se encoge de hombros, ignorando por completo mi comentario. Louis es
mi mejor amigo desde hace más de diez años y digamos que se siente
cómodo en cualquier circunstancia. Las pocas veces que ha pasado aquí la
noche después de haber bebido demasiado, ha dejado la casa en tal estado
que no he tenido más remedio que ayudar a la señora Gómez a limpiar al
día siguiente. Y Dios sabe que soy un desastre limpiando. No sé hacer ni la
cama.
—¡Una Corona para cada uno! —dice poniendo las cervezas delante de
nosotros.
Se sienta a mi lado y coloca los pies sobre la mesa de café.
—¡Quita los zapatos de ahí! No tienes modales.
—Vale, mamá.
A pesar del corte de mangas, acata la orden. A continuación, todos
bebemos.
—¡Cincuenta euros para quien consiga meter la chapa en el jarrón que
hay junto al televisor! —propone Paul.
—Veo que quieres volver a perder —bromeo antes de aceptar el reto.
Es algo que hacemos todo el tiempo cuando estamos juntos. No podemos
evitar espolearnos y retarnos a hacer cosas estúpidas.
—¡Venga! —exclama Zack—. Yo empiezo.
Lanza la chapa mientras nosotros gritamos burlones ante su torpeza.
—¡Tu turno, Ed!
Apunto lo mejor que puedo y me lo pienso antes de decidirme. Soy muy
competitivo, odio perder.
—Joder, Ed, ¡dispara la puta chapa! No estamos en los Juegos Olímpicos
—se irrita Julien.
—El arte de lanzar no debe ser chapucero y…
—¡Cállate y tira! —gritan los cuatro al mismo tiempo, exasperados por
el largo discurso.
Lanzo, pero no lo consigo. Es el turno de Paul, que tampoco lo logra. A
continuación va Louis, pero lo hace con demasiada fuerza y el jarrón cae al
suelo haciéndose añicos.
—¡Hostia!
—Joder, chicos, ¡no hagáis el tonto! ¡Ese jarrón era de Siria!
Recojo los restos y los tiro a la basura.
—Lo siento, Edward —se disculpa Louis.
—No pasa nada, capullo.
Cuando los ánimos vuelven a calmarse noto vibrar el teléfono en el
bolsillo. Me alejo para contestar. Es Leila.
—Hola, nena, ¿va todo bien?
Me sorprende que llame, lo normal es que envíe mensajes.
—¡Hola! —responde con voz suave y animada.
Se aclara la garganta, como si estuviese azorada, antes de continuar:
—¿Qué haces? Quiero decir…, ¿estás disponible?, ¿podemos vernos?
Bueno, a menos que estés ocupado… Probablemente estés ocupado…
Siento haberte molestado… ¿En otro momento mejor?
—¡No, nena! No estoy haciendo nada. Me encantaría verte.
—¡Genial!
Puedo imaginarla sonriendo al otro lado de la línea.
—¿No estás trabajando?
—Sí, pero hoy salgo temprano, así que pensé…
—Me alegra que hayas pensado en mí. ¿Quieres que te recoja?
—No, voy andando, no te molestes.
¿Está loca? Tardará al menos cuarenta y cinco minutos, y con el tiempo
que hace no es razonable.
—Leila, te pido un taxi. ¡Hasta ahora! Un beso.
Cuelgo rápido, antes de que pueda protestar. Pido el taxi a través de una
aplicación y vuelvo al salón, donde los chicos siguen tirados en el sofá
dando buena cuenta de las cervezas.
—¿Quién es Leila? —pregunta Julien con una sonrisa.
Mierda, me han oído. Me froto la nuca con una mano e intento disimular.
—¿Leila? ¿No es esa la tía buena que conociste en el Cab hace unos
meses? —grita Zack antes de dejar la cerveza sobre la mesa.
Asiento. No tengo más remedio que admitirlo.
—Tío, si no recuerdo mal, era todo un bombón —dice mordiéndose el
labio.
No me gusta oír eso. Los celos empiezan a apoderarse de mí.
—Ah, ¿sí?
—Sí, ¡está superbuena y tiene un cuerpo de infarto! Es un pibón.
—¡Vale! Nos hemos enterado, Zack, cállate.
Alzo la voz, molesto, y todos me miran divertidos.
—¡Oh! ¡Ricitos de oro está enamorado!
Louis me agarra por el cuello de la camisa para alborotarme el pelo.
—¡Para! ¡No digas chorradas!
Me río y me libro de él.
—Bueno, lo dicho. Aire, que está de camino.
—¡No, yo quiero verla! —exclama Paul.
—¡Y yo!
—¡Y yo!
—¡Y yo!
Suspiro.
—Vale. Pero en cuanto os la presente salís por la puerta, ¿estamos?
—¡Sííí!
—Y que no se os ocurra decirle ninguna gilipollez, ¿entendido?
—¡Sí, señor! —dicen todos al unísono.
Unos minutos después, oigo el ascensor y Leila aparece. No deja de
impresionarme lo hermosa que es. Lleva el pelo recogido en una coleta, lo
que consigue resaltar los rasgos del rostro estilizado. Cada vez que la miro
la encuentro aún más bella.
Sin embargo, el atuendo es modesto: vaqueros, Converse, un viejo
abrigo marrón con las mangas estropeadas, y escaso maquillaje. Los chicos
la observan un momento. Todos tienen la misma expresión atónita,
deslumbrados por ella. Ese es el efecto que tiene, y lo peor es que ni
siquiera se da cuenta.
27.

Leila
Al entrar en el piso me topo con cinco pares de ojos mirándome de arriba
abajo. Eso me hace sentir incómoda. Odio ser el centro de atención.
Además, me sorprende que Edward tenga compañía, pensaba que estaba
solo. Después de todo, es martes por la tarde. ¿No deberían estar todos en el
trabajo o en la universidad? ¿También disfrutan de un año sabático como
Edward? Debe ser estupendo ser rico y disponer de todo el tiempo del
mundo para explorar opciones mientras mamá y papá se encargan del resto.
—¡Leila!
Edward se acerca a mí con los brazos extendidos para abrazarme. Los
cuatro chicos están frente a mí. Los miro con timidez.
—Leila, estos son Paul, Zack, Julien y…
—¡Jennifer!
Bromea uno de ellos, y todos estallan en carcajadas. Parecen un grupo
divertido, con mucha complicidad entre ellos. Aunque son muy diferentes;
todos visten a la moda y son atractivos, pero Edward sigue siendo el más
guapo, al menos para mí. ¿Serán así todos los de su entorno?
—Como puedes ver, Jennifer, cuyo verdadero nombre es Louis, es el
graciosillo del grupo.
—¡Encantada de conoceros!
Les doy la mano. Zack se la lleva a los labios, la besa con suavidad y
susurra:
—Me alegro de verte de nuevo, preciosa.
—Oye, quítale las manos de encima, imbécil —gruñe Edward dándole
un puñetazo en el hombro.
Zack se ríe y me guiña el ojo. Me sonrojo. Lo recuerdo, estaba con
Edward y la engreída de Andrea la noche que nos conocimos. Es la primera
vez que veo al resto del grupo, pero todos parecen muy simpáticos. Me
encantaría conocerlos: eso me ayudaría a entender mejor a Edward.
—Bueno, los chicos estaban a punto de irse.
«Aunque parece que hoy no», pienso mientras Edward les dirige a todos
una mirada amenazante.
¿Por qué quiere que se vayan tan rápido? ¿Se avergüenza de mí? Seguro
que piensa que no sabré desenvolverme delante de sus amigos, yo, la pobre
chica de los suburbios. ¿O es mi ropa lo que quiere ocultar? El abrigo es
muy viejo y las Converse, reparo mientras echo un vistazo rápido a los pies,
están medio rotas. De pronto me siento diminuta, abochornada; me gustaría
poder meter la cabeza bajo el suelo como un avestruz. Vuelvo a tener esa
sensación odiosa y familiar oprimiéndome el pecho.
—¡Vale! Ya nos vamos, tranquilo —dice Paul antes de encaminarse
hacia el ascensor.
—¡Encantado de haberte conocido, Leila! —dice Louis.
—Sí, ¡ha sido breve pero intenso! —comenta Zack. Edward está a punto
de saltarle encima.
¿De qué va ese tío?
Edward aprieta los puños y frunce el ceño, lo que desencadena las
risotadas de sus amigos.
—¡Vamos, piraos!
—¡Nosotros también te queremos, Ed! —grita Julien.
Apenas se cierran las puertas del ascensor, Edward me besa en los labios.
Me inclino ligeramente hacia atrás, pero con las manos me sujeta por la
espalda para mantenerme erguida. Sin embargo, no estoy de humor; su
forma de actuar delante de los amigos me ha dejado un regusto amargo en
la boca. Al notar que no le correspondo, interrumpe el beso.
—¿Qué pasa, nena?
—Nada, estoy bien.
Intento sonreír para tranquilizarlo. Aunque me siento molesta, no quiero
darle importancia al asunto.
—No me mientas, puedo ver que algo pasa. ¿Qué te preocupa? Ya sabes
que puedes contar conmigo.
La amabilidad y la preocupación que muestra en la mirada me anima a
sincerarme con él. Al fin y al cabo, será mejor que le diga lo que pienso. Si
no, no dejaré de darle vueltas al tema.
—Es que… no entiendo por qué querías que tus amigos se fueran tan
rápido. Me ha dado la impresión de que…
—¿La impresión de qué, Leila? Por favor, habla.
—No lo sé…, de que te avergüenzas de mí. No frecuentamos las mismas
amistades; pero, no te preocupes, sé comportarme. Si no soy lo bastante
buena para tus amigos, entonces tal vez sea mejor que lo dejemos aquí.
Me he dejado llevar. Debería haber sido más cauta. No podría soportar
que me dejara, pero es lo que pienso. No quiero ser el secreto vergonzante
de nadie. Puede que sea pobre, pero tengo dignidad. Edward me escucha
con atención y el ceño fruncido. Cuando termino de hablar niega con la
cabeza, como si fuera la cosa más estúpida que ha oído nunca.
—¡Leila! Lo siento, soy un bruto y hago cosas estúpidas, pero no quiero
que pienses ni por un segundo que me avergüenzo de ti, ¡al contrario! ¿Tú
te has visto? Eres perfecta, hermosa, y yo un egoísta que quiere tenerte solo
para él, sin compartirte con nadie el poco tiempo que tenemos para
nosotros. Además —añade, frotándose la nuca, como siempre que está
nervioso—, no me gusta que otros chicos se insinúen como acaba de hacer
Zack. Lo sé, es algo irracional, y no me siento orgulloso de ese sentimiento,
pero no puedo evitarlo. Me vuelves loco. Me gustaría pensar con la cabeza
y no con el corazón cuando se trata de ti. Nunca me había comportado así.
No entiendo qué me está pasando.
Suspira mientras se frota la cara.
—Dejaré de ser un idiota, lo prometo. ¿Quieres que les diga que
vuelvan?, ¿que pasen un rato con nosotros? No pueden estar muy lejos aún.
Coge el móvil, dispuesto a llamar. Sonrío y le convenzo de que no lo
haga. Me alivia ver con claridad que lo que yo creía un desprecio son, en
realidad, celos y un sentido de la posesión poco acertado.
—Y deja de mencionar la palabra «suburbios» —añade, un poco
exasperado—. Como si vienes del último rincón del mundo, ¿vale? No
tengo ningún problema con eso. ¿Está claro o quieres que lo escriba en
todas las paredes de casa?
Me río y lo beso para demostrarle que le creo. Un beso largo, dulce y
lleno de promesas. Cuando termina, todo me da vueltas. Me eleva la
barbilla y susurra a escasos milímetros de la boca:
—Nena, te he echado mucho de menos.
El corazón me da un brinco en el pecho.
—Yo también te he echado de menos.
—Ah, ¿sí?
—Sí.
—¿Y qué has echado más de menos, a mí o a mi…? —dice señalándose
la entrepierna.
Se muerde el labio con una sonrisa prepotente, orgulloso de la pequeña
broma. Le golpeo en el hombro. La tensión que había entre nosotros hace
solo unos segundos se ha disipado por completo. Mejor, porque he venido
aquí a pasar un buen rato y a olvidar los problemas. Sé que puedo contar
con el sentido del humor de Edward para ello.
Entrelaza nuestros dedos y me invita a sentarme en el sofá.
—Me alegro de que estés aquí —dice con entusiasmo.
—No había muchos clientes en la tienda y Camille se ofreció a cerrar
ella sola, así que aquí estoy. Y tú, ¿qué tal el día?
—Igual que siempre. Por la mañana he estado con el entrenador y
después tenía una cita con el gestor para firmar unos papeles. Más tarde he
ido al Paris Country Club a comer con los colegas y hemos acabado aquí
jugando con la consola. Nada especial. Hasta que has llegado tú, claro está.
Me regala esa sonrisa seductora.
—¿No te aburres?, ¿no quieres trabajar o estudiar?
Suspira.
—Hablas como mi padre —contesta después de mudar el tono de voz,
ahora seco y cortante—. Como ya sabes, Leila, me he tomado un tiempo.
La época de estudiante fue dura. Merezco un descanso antes de entrar en la
liga de los mayores, ¿no?
Asiento y bajo la mirada. No entiendo por qué se enfada; intento
conocerlo mejor. Puede que se haga realidad la peor de las pesadillas: que
me deje ahora que ha conseguido lo que quería: me envía un mensaje.
—Lo siento, no quería molestarte —digo, un poco confusa.
Me coge los dedos, con los que he estado jugueteando, y los lleva a los
labios. La delicadeza del gesto me tranquiliza un poco.
—No. Soy yo el que lo siente, nena. No me gusta hablar de ello. La
verdad es que no sé si quiero formar parte del mundo de los negocios. Es lo
que todos esperan que haga, seguir los pasos de Robert Fyles, llegar a ser
tan bueno como él. Pero los negocios no son lo mío.
—Entonces, ¿qué es lo tuyo?
—Tú eres lo mío, princesa.
De súbito, me alza para sentarme sobre el regazo. Me cubre el cuello de
besos, mientras yo me deleito a cada roce, pero hago el esfuerzo de
apartarme. Estoy empezando a conocerle y sé que esto es una estrategia
para evitar el tema.
—Edward, hablo en serio, me gustaría saberlo.
Suspira, evita el contacto directo de los ojos y murmura con voz queda:
—A nadie le importa lo que yo quiera, Leila.
—Eso no es cierto. A mí me importa.
Su mirada afligida me atraviesa como un puñal. Es la primera vez que se
muestra así, tan vacilante, tan poco seguro de sí mismo.
—Te reirás de mí si te lo cuento.
—Te prometo que no.
Pasan unos instantes hasta que responde.
—Lo mío es el arte —dice por fin con un suspiro.
—¡Pero eso es genial! ¿Qué tipo de arte exactamente?
—Dibujo y pinto. Aunque hace mucho tiempo que ya no hago nada.
—Me encantaría ver una muestra, ¿tienes algo por aquí?
—¡No! Bueno, tengo algunas fotos en el teléfono, trabajos que hice hace
mucho tiempo. No son para tanto…
—Enséñamelas —insisto.
Asiente, coge el iPhone y busca hasta encontrar las fotos de sus
creaciones. Es impresionante. Pinturas en paredes y lienzos, dibujos…
Incluso reconozco algunos de los tatuajes garabateados en papel. Es bueno,
tiene mucho talento.
—¡Edward! Se te da de maravilla. ¡Es fantástico!
—No exageres.
¿Por qué duda tanto de sí mismo? Se apresura a guardar el teléfono.
—Deberías continuar con ello; sería una pena abandonar algo que te
apasiona tanto.
—¿Qué sentido tiene? Ser artista no es una profesión de verdad, solo una
afición.
—Hay gente que se gana la vida así.
—Esas personas tienen mucho talento. Además, se han preparado para
ello. Vamos a dejarlo estar, ¿vale? ¿Te apetece beber algo? —pregunta para
cambiar de tema.
—Es un poco pronto, ¿no?
—¡Nunca es demasiado pronto! Es broma, nena. Hay otras cosas además
de alcohol. ¿Quieres té, café, zumo de naranja o un refresco?
—¿Tienes Coca-Cola?
—¡Por supuesto, princesa!
Desaparece en la cocina. Me fijo en unos cristales rotos junto a la
esquina del televisor y decido recogerlos. Mala idea: me hago un corte en el
dedo. Doy un respingo y maldigo mi torpeza mientras intento detener la
sangre. Justo en ese momento, Edward vuelve a entrar en salón con una
bandeja, que coloca sobre la mesa.
—¿Qué estás haciendo, nena? Joder, Leila. Te has cortado. Ven. —dice,
señalando el sofá para que me siente a su lado.
Me uno a él, me agarra del dedo y lo examina con atención. Es siempre
tan considerado… Eso me hace sonreír.
—Se está convirtiendo en un hábito esto de sangrar en mi casa.
—¿Por qué dices eso?
—Las sábanas. Dejaste la prueba de tu inocencia en ellas.
—¿En serio?
Me pongo roja como un tomate, lo que, como siempre, parece divertirlo.
—Fue la señora Gómez la que se llevó un susto cuando las cambió.
¡Debe pensar que soy un psicópata!
—¿Qué? ¿Quién es la señora Gómez?
Escondo la cara en su hombro, muerta de vergüenza.
—Es la asistenta. Viene por las mañanas para ocuparse de la casa. Espero
que la conozcas algún día.
—¡No, no, no! Después de lo que ha visto… ¡Antes muerta!
Me acaricia el pelo, me besa en la sien y después los dedos, que termina
metiendo en la boca para chuparlos.
—¡No estoy segura de que eso funcione! —digo con burla.
Chupa más fuerte, quiere demostrar que estoy equivocada. El efecto se
hace cada vez más sensual, hasta conseguir despertar en mi estómago una
bandada de mariposas. Nuestras miradas coinciden, la suya es ardiente,
llena de deseo.
Observo con detalle cada movimiento mientras extrae despacio los dedos
de la boca. Empieza a faltarme el aliento, el aire no quiere entrar en los
pulmones. Durante un segundo interminable, me fija esa increíble mirada
esmeralda en la boca. Se acerca, me roza los labios. Va a besarme; pero, en
el último momento, gira la cabeza y me muerde el cuello. Todos los
sentidos se avivan. Pasea con lentitud la punta de la nariz hasta llegar a mi
clavícula, dejando una estela invisible y ardiente. Noto cómo se me acelera
el pulso. Una extraña mezcla de deseo y miedo se apodera de mí. Lo deseo
como nunca; quiero fundirme con él, formar un solo ser. Deseo que me
abrace, que me ate a él para siempre. Tantas emociones me asustan. Si dejo
que me haga suya de nuevo, ya no podré vivir sin él.
—Me gusta que te recojas así el pelo —susurra pegado a mí con voz
grave, lo que interrumpe el debate interno.
—Ah, ¿sí? ¿Por qué?
—Me permite admirar mejor esa cara tan bonita.
Enrolla la coleta en el puño, tira ligeramente de ella y me besa con
pasión. Dejo escapar un pequeño quejido. En un segundo, nuestras lenguas
se contonean al unísono en un baile sensual. No puedo dejar de gemir. Él
sonríe y me rodea la cara con las manos mientras me acaricia las mejillas
con los pulgares. Los grandes ojos verdes brillan con tal fervor que puedo
leer en ellos toda la extensión de su deseo y algo más, algo suave, más
profundo. ¿Sentirá lo mismo que yo?
—¿Leila?
—¿Sí?
—¿Todavía te duele? —pregunta al tiempo que baja una mano hasta mi
entrepierna.
—No, ya no —respondo enseguida.
Si nota alguna vacilación en mi voz, parará, lo sé. Y no es eso lo que
ansío. He tomado una decisión: quiero volver a hacerlo con él.
—Nena, tengo muchas ganas de hacer el amor contigo. ¿Podemos…?
28.

Leila
En vez de responder, me siento en su regazo.
—¿Eso es un sí? —bromea.
—Puede…
—¿Quieres hacerlo aquí?
—¿Por qué no?
Le rozo los labios. Estamos muy cerca, a una dolorosa distancia de
escasos milímetros, con la boca entreabierta, inhalando el aire que exhala el
otro. Edward me observa durante una eternidad, parece indeciso.
—Leila, ¿estás segura? No quiero hacer nada que tú no quieras.
—Edward, estoy más que segura. Así que deja de hablar y hazme el
amor, por favor.
No sé de dónde saco toda esa confianza. No me reconozco cuando estoy
entre sus brazos. ¿Qué es lo que me hace sentir segura? Tal vez sea lo dulce
y atento que es conmigo. O quizá su sinceridad, lo vulnerable que se
muestra cuando estamos juntos, esa sensualidad arrolladora.
—Está bien. En ese caso…
Una sonrisa traviesa le aparece en los labios marcando el precioso
hoyuelo en la mejilla. Me besa con urgencia, con una pasión que me
sobrecoge. Nuestras bocas hambrientas libran una guerra sin cuartel
mientras la temperatura de nuestros cuerpos aumenta sin control. Apenas
puedo respirar, pero no importa. Lo acerco a mí. Quiero más. Edward es mi
oxígeno. Hago el ademán de quitarme el jersey, pero él me detiene:
—Espera, Leila. Quiero mirarte, saborear este momento juntos.
Asiento, un poco frustrada, pero tiene razón. Obedezco y ahuyento las
hormonas enloquecidas.
Edward toma las riendas. Me desabrocha el sujetador mientras estudia
cada reacción, cada gesto. El pulso se me dispara bajo la ardiente mirada
esmeralda.
—No me canso de decirlo. Eres preciosa.
Nunca me he considerado guapa, pero Edward me lo dice tan a menudo
que empiezo a creerlo. Detiene la mirada en los pechos antes de deslizarme
los tirantes por los hombros. Los movimientos son lentos, calculados.
Apenas me toca, pero el simple roce multiplica el deseo en mi interior.
—Edward —jadeo, suplicante, para que acabe con la dulce tortura.
Masajea un pecho, luego el otro, después atrapa un pezón con los labios.
Emito un largo gemido de placer. Los lame y tira de ellos con suavidad.
Vibro por la sensación placentera. Hace círculos alrededor, los succiona y
los muerde hasta dejarlos doloridos. Estoy al límite.
—Nena, te voy a hacer sentir tan bien que me suplicarás que pare —me
susurra con los labios hundidos en mi piel antes de continuar.
Esas palabras avivan las llamas en mi interior. Le desabrocho los
vaqueros y arqueo las caderas en un intento desesperado de que alivie ahí
donde quema.
—Con calma, nena. Sé que tienes ganas, pero no quiero correr.
—Quítate la ropa, Edward —pido con voz ronca.
¿Qué me pasa? ¿Dónde han quedado mi dulzura y mi inocencia? Desde
que estoy con Edward actúo como una ninfómana.
—¡Sí, señora!
Guiña un ojo con gesto divertido. Se saca la camisa por la cabeza. Me
levanto para que pueda quitarse los vaqueros y los zapatos con
movimientos. Lo hace con habilidad y luego me toca a mí: me desata las
Converse, me baja los pantalones, las bragas. Quedo desnuda, vulnerable.
Ayer mismo me habría sentido incómoda, hoy no. El deseo se impone a la
razón. Edward se humedece el labio inferior mientras me estudia.
—No sabes cuánto te deseo, Leila. Eres preciosa. Estás buenísima…,
tienes el coño perfecto.
Lo acaricia con el pulgar y después se inclina para explorar mi intimidad
con la lengua, abrirse paso a través de la carne femenina. Me estremezco y
me revuelvo bajo los brazos imponentes. Aferro las manos al cabello
desordenado cuando introduce dos dedos en mi interior sin detener las
caricias. Me muerdo el labio para no gritar. El cúmulo de sensaciones
placenteras hace que me tiemblen las piernas. Estoy cerca. Edward me
sujeta con firmeza de las caderas. Cuando succiona el clítoris hinchado y
palpitante, no puedo soportarlo.
—Vamos, nena. Córrete para mí.
El orgasmo no tarda en llegar. Es arrollador, me desarma y me deja
jadeando.
—¡Oh, Dios!
Cierro los ojos, le tiro del pelo con fuerza y el placer se propaga por todo
mi cuerpo mientras un grito gutural me sube por la garganta. Edward se
separa un poco de mí para coger algo, pero me mantiene sujeta con una
mano. Cuando recobro la lucidez oigo el sonido del envoltorio de aluminio
rasgarse. Abro los ojos y veo cómo desenrolla el condón por el miembro
anhelante. Se toca durante unos segundos mientras me observa con los ojos
entornados por el deseo. Con un gesto me indica que me coloque encima de
él. Lo miro, vacilante, al principio sin entender qué intenta hacer.
—Quiero que te sientes a horcajadas sobre mí, Leila, y quiero que me
folles.
Hago lo que pide. Edward me levanta por la cintura un momento para
recostarse en el sofá y, luego, mientras me baja, presiona la erección contra
mis genitales. El dolor se mezcla con el placer. Su cuerpo me llena, me
invade del todo. Todavía siento algo de molestia por la penetración, pero la
vagina se abre con más facilidad que la primera vez y la sensación de
tirantez pronto desaparece.
—Bien, nena. Ahora empieza a moverte.
Aferro las manos al respaldo del sofá para coger impulso. Me deslizo
con torpeza sobre el miembro inmenso. Edward acompaña los movimientos
sujetándome por los glúteos. Gimo de placer cuando me envuelve los
pechos con las manos para engullirlos como una fruta madura. Chupa un
pezón, luego el otro. Mordisquea la piel enrojecida. Enardecido, empuja
cada vez con más fuerza dentro de mí.
—¡Ay!
El dolor regresa y me quedo inmóvil.
—¿Qué pasa? —pregunta, preocupado.
—Nada. Es por la postura. Me duele.
—Oh, nena. —Sonríe—. Lo siento —dice entre besos—. Es que me
vuelves loco. Tendré más cuidado.
Mi falta de experiencia no parece frustrarlo en absoluto. Sé que puedo
confiar en él. No me obligará a hacer nada que no quiera. Me siento sexy,
poderosa. No hay tabúes y quiero conocer mis límites.
Ciñe los labios a los míos en un beso largo, cálido; luego reanuda los
lentos embistes sin separar nuestras bocas. Mantiene la mirada fija en mí.
Balancea el cuerpo contra el mío enquistándose en lo más profundo de mi
ser con cada arremetida. Una, dos, tres veces. Gemidos ahogados me brotan
de los labios. El mundo deja de girar. Nada más importa. Solo la amalgama
de pieles cubierta de sudor, las respiraciones entremezcladas. Poco a poco,
los delicados tejidos internos ceden ante el baile intransigente. Me
acostumbro al tamaño y al grosor del miembro de Edward. El dolor
desaparece y queda sustituido por un inmenso placer.
—Así, Edward. Sigue…
—¿Así?
Una sonrisa orgullosa le aparece en los labios, pero no me importa su
arrogancia mientras siga con lo que está haciendo.
—Sí…, sí…, sí…
Acaricia el clítoris con los dedos mientras impone un ritmo cada vez más
duro. ¡Oh, Dios! ¡Qué maravilla! Descubro puntos nuevos de placer con
cada embiste. Nada es suficiente. Necesito más. Me levanta agarrándome de
la cintura y quedo suspendida un momento antes de que me penetre de
nuevo. Mueve mi cuerpo a su antojo, me convierto en una muñeca.
Sobrepasada por las sensaciones y el intenso esfuerzo físico, pierdo el
equilibrio, así que me aferro a Edward, a su torso, a sus hombros. Le ruego
que continúe. No me importa lo patética que pueda parecer. Me he vuelto
adicta a él, a su olor, a la mirada verdosa, a los abdominales bien dibujados,
al modo en que me domina. Lo encuentro más bello que nunca. Guapo a
morir. Sus manos me recorren el cuerpo. Las estocadas se vuelven cada vez
más violentas. Besa allí donde su boca encuentra refugio. Dejo de pensar.
No sé cuánto tiempo podré aguantar, pero no quiero que esto acabe. Cuando
pasea los labios por mi cuello, me entrego a lo inevitable.
Me agarra del pelo para echarme la cabeza hacia atrás y asaltarme la
boca. Nuestras lenguas se enredan, danzan y juegan. Edward también
parece perder el control, el deseo lo domina; sus caderas arremeten con
fuerza contra las mías. Nuestros dientes chocan entre beso y beso. Hunde
los dedos por mi cabello y saboreo las ondas de calor que se me extienden
por todo el cuerpo. El roce del sexo viril contra el centro de mi placer no
cesa.
—¡Edward!
—¡Sí, eso es, nena! ¡Déjate llevar!
La mente queda en blanco, el cuerpo entra en tensión y quedo vencida
por un orgasmo sin precedentes. Edward me sigue y también alcanza el
cénit. Durante una eternidad nos quedamos así, uno dentro del otro,
mientras unos espasmos tan deliciosos como incontrolables nos sacuden y
las ráfagas agitadas de respiración nos acarician la cara. Tardo un rato en
recuperar la consciencia y abrir de nuevo los ojos. Tengo el cuerpo relajado
y me siento ligera, como si flotara. Lo que hemos hecho es una completa
locura. Pero nunca me había sentido tan bien, tan libre. Si tener sexo
significa esto, quiero hacerlo más a menudo.
Mientras permanecemos abrazados y con los cuerpos enlazados, Edward
me acaricia la espalda y me deposita besos por el pelo. Oigo los latidos de
su corazón, que parece repiquetear contra el mío, y quiero decirle lo mucho
que lo quiero. Lo quiero tanto que duele.
—¿Nena? —me susurra al oído.
—Dime…
Admiro sus hermosos ojos verdes, más brillantes que de costumbre.
—¡Tengo que hacer pis!
Me echo a reír por el comentario inoportuno.
—¡Tú sí que sabes cómo arruinar el momento!
—Después de todos esos orgasmos, no admito quejas —dice con una
sonrisa pilla en los labios.
Me aparta con delicadeza para rodar por la cama y se pone de pie para
encaminarse al baño, cómo no, desnudo. Cuando por fin consigo apartar la
vista de su trasero musculoso, reparo en el envoltorio del preservativo en el
suelo y recuerdo que no usamos uno la primera vez. Edward vuelve antes
de que los nervios acaben conmigo. Está subiéndose los calzoncillos cuando
le pregunto:
—¿No te lo pusiste la otra vez?
—¿El qué?
—¡El condón!
Con las manos perdidas por el pelo desordenado se aclara la garganta
antes de responder:
—Me olvidé.
—¿Lo olvidaste?
—Sí, no pensaba con claridad. Contigo no puedo.
Él sonríe, pero yo no.
—¿Quieres decir que es culpa mía?
—No, claro que no. Escucha, Leila, me hago pruebas con regularidad.
Estoy limpio.
Me embarga la cólera y me entran ganas de abofetearlo.
—Edward, ¿qué haremos si me he quedado embarazada?
—¡No estás embarazada!
—¿Y si lo estuviera qué?
—Pues me casaré contigo —bromea.
No comprende la gravedad de la situación. Estoy tan enfadada con él
como conmigo misma por no haber pensado en las consecuencias de
nuestros actos. Se acerca para abrazarme, pero lo aparto.
—Nena, por favor, no discutamos por esto.
Me pongo de pie, cojo la ropa y me dirijo al baño para vestirme y salir de
aquí lo antes posible. Edward me sigue, pero cierro la puerta detrás de mí y
echo el cerrojo. Aporrea la puerta.
—Leila, ¡abre ahora mismo!
—¡Déjame en paz!
Estoy furiosa con él. No entiendo cómo puede ponernos en peligro de
ese modo, sobre todo a mí. Si estoy embarazada, mi padre me golpeará
hasta matarme. Edward no lo entiende. Podría seguir con su acomodada
vida de burgués. A veces parece que todo le importa una mierda. A mí tener
un niño me arruinaría la vida.
Salgo del baño y atravieso el pasillo hasta la entrada. Edward me retiene
agarrándome del brazo cuando ya he conseguido poner un pie en el
ascensor, me arrincona contra la pared. Es rápido y no puedo quitármelo de
encima. Me sobreviene el pánico. Levanta la mano y, de forma instintiva,
cierro los ojos a la vez que alzo un brazo para protegerme. Pero Edward
solo me coloca un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Leila —musita, estupefacto, mientras me rodea la cara con las manos
—. ¿Creías que te iba a pegar?
—No.
Intento rehuir la penetrante mirada esmeralda, avergonzada por la
intensidad de mi reacción.
—No me mientas, no soy idiota. He visto lo que acabas de hacer. —Con
delicadeza, me acaricia la mejilla con los pulgares. Me obliga a mirarlo a
los ojos—. Nunca, ¿me oyes? Nunca te pondría la mano encima.
Me rodea con esos brazos protectores y la emoción me embarga. Soy
idiota. Edward no es como mi padre. Ni como Rayan.
—Leila —me susurra al oído—, todo irá bien, princesa. Pase lo que pase,
lo solucionaremos.
Deja una ristra de besos por mis mejillas, la nariz, la frente, mientras me
contempla con esos ojos risueños. Las lágrimas ruedan por mis mejillas sin
control. Las limpia a medida que caen y me besa en los labios. Despega un
momento el rostro del mío y pronuncia las palabras que nunca pensé que le
oiría decir:
—Leila, te quiero.
29.

Edward
Leila no puede dar crédito a lo que acaba de oír. Tiene los ojos
desorbitados y la boca entreabierta. Yo mismo estoy sorprendido, a decir
verdad. Lo he dicho sin pensar. ¿Estoy enamorado de ella? ¿Esto es amor?
Nunca antes he tenido este sentimiento. Atraído, sí; enamorado, no. ¿Cómo
puedo estar seguro? Lo que está claro es que hay algo fuerte entre nosotros,
algo profundo que va mucho más allá de lo sexual. Adoro todo lo que tiene
que ver con ella. Soy feliz cuando la veo, cuando hablamos, cuando la toco.
Me gusta todo de ella. La sonrisa, los ojos, la personalidad. Tenerla cerca
me alivia, me llena, me hace sentir que pertenezco a algún sitio, que estoy
exactamente donde debo estar. Así que, sí, ahora lo tengo claro: ¡la quiero!
Incluso diría que estoy loco por ella. Darme cuenta me ha desestabilizado
por completo y, debo admitir, me acojona un poco. ¿Qué significa? Y ella,
¿siente lo mismo? Quizá debería haber pensado en todo esto antes de abrir
la boca. Pero es demasiado tarde, no puedo volver atrás.
—¿Qué…? ¿Qué acabas de decir?—susurra con voz trémula.
Respiro hondo, dudo un momento, pero decido ser sincero por una vez
aunque tenga que asumir las consecuencias:
—Te quiero, Leila. Estoy loco por ti. Pienso en ti a todas horas, me
tienes hechizado, ¡nunca he sentido esto por nadie! ¡Quiero poner el mundo
a tus pies, hacer lo que haga falta para ser digno de ti!
Termino mi discurso sin aliento, aturdido y aliviado a partes iguales.
Leila llora sin dejar de sonreír. ¡Joder, qué bonita es! Lo ilumina todo. ¿Qué
he hecho para merecerla?
Nos miramos con intensidad. Le envuelvo la cara con las manos. Ella se
sorbe los mocos como una niña pequeña:
—Yo también te quiero, Edward.
Escuchar esas palabras me hace feliz, tanto que no puedo resistirlo. La
beso con pasión, con ardor, con ternura. Las lágrimas saladas que derrama
sazonan sus labios. El sabor es delicioso. Los devoro con avidez y presiono
nuestros cuerpos. Vuelvo a notar una erección dolorosa bajo los vaqueros.
La deseo de nuevo, no me canso de hacerla mía. Sin embargo, antes me ha
parecido que aún tenía alguna molestia. Me separo y empiezo a vestirme;
así alejaré un poco la tentación.
—¡Ven!
Volvemos al salón. Me siento en el sofá y abro los brazos de par en par,
invitándola a acurrucarse entre ellos. Me encanta estar así. Tiene la piel tan
suave y huele tan bien. Vacila por un momento, interrogándome con la
mirada. Piensa que quiero volver a hacerlo. Me asusta que me conozca tan
bien en tan poco tiempo.
—No te preocupes, nena, estoy tan cansado como tú.
Miento. Si me dejara llevar, me pasaría el tiempo dentro de ella. Sonríe,
aliviada, y se acomoda contra mí. Dejo escapar un largo suspiro de
satisfacción cuando siento entrar su cuerpo en contacto con el mío. Soy
adicto a ella. Me embriaga hasta el punto de hacerme olvidar lo más básico:
protegerme de los demás; con ella no hay escudo. Pero no he hecho las
cosas bien, estoy enfadado conmigo mismo: confió en mí y no he estado a
la altura. Debería dejarme, es lo que merezco.
—Leila, lo siento.
Alza el rostro sublime, una mirada preocupada se encuentra con la mía.
Ha debido interpretar que me arrepiento de lo que acabo de decir. ¿Cómo
puedes ser tan torpe, Edward?
—¿Qué sientes?
—No haber usado protección la primera vez. Siento haberte puesto en
esa posición tan delicada. Confiaste en mí y fui un imbécil. No sé cómo
pude olvidarlo, no tengo excusa. No volverá a pasar, lo prometo.
—Gracias, aprecio la disculpa. Y sí, fuiste un imbécil. Pero, siendo
sinceros, no es solo culpa tuya. Yo también tendría que haber pensado en
ello. Se necesitan dos para bailar el tango.
La comparación me hace sonreír, contento por la comprensión que
demuestra. No puedo resistirme a hacer una pequeña broma para aligerar un
poco el ambiente:
—Y debo decir que lo bailas muy bien.
Niega con la cabeza, divertida.
—Tengo un buen profesor.
—Ah, ¿sí?
Ella asiente.
—¿Quieres decir el mejor?
Me acerco para besarla de nuevo, pero me interrumpe la vibración del
teléfono, que está sobre la mesita de café. Lo cojo con rapidez. Mierda, es
Andrea. Pulso el botón de colgar, pero Leila ha tenido tiempo de ver el
nombre en la pantalla. Se aparta, molesta.
—¿No vas a contestar?
—No.
—¿Por qué no?
—¡Porque no tengo nada que decirle!
Finjo estar seguro de lo que digo.
—¿Te sirvo otra Coca-Cola? Me abalancé sobre ti antes de que pudieras
probar la primera, lo siento.
—Sí… —responde, distraída, con el pensamiento concentrado en Andrea
—. Edward, ¿puedo hacerte una pregunta?
El tono de voz es tan bajo que apenas puedo oírlo. Quiero gritar que no,
pero asiento. ¿Qué querrá saber? Se aclara la garganta y juguetea con las
manos.
—¿Sigues viéndote con Andrea?
¡Ahí está! ¡La pregunta del millón! ¿Qué respondo? ¿Qué le contesto?
El miedo a perderla me paraliza. Me paso una mano por el pelo, lo hago
casi sin darme cuenta siempre que necesito calmarme. Me observa a través
de los hermosos ojos grises, llenos de ansiedad y esperanza a partes iguales.
—Sí, la veo a veces, pero no a menudo.
Baja la mirada, se me encoge el corazón. Odio verla triste. La sujeto por
la barbilla para obligarla a mirarme. Cuando lo consigo, la cojo de las
manos.
—Solo quedo con ella cuando mi padre me obliga.
No reacciona, así que continúo:
—Solemos coincidir en alguna cena, con sus padres. El mío quiere que
hagamos apariciones públicas para demostrar a todos que somos la pareja
perfecta.
Leila traga saliva y se coloca un mechón de pelo detrás de la oreja.
—¿Estás…? ¿Estáis… todavía…?
—¿Que si seguimos follando?
La crudeza de mis palabras la hace estremecer y me arrepiento de
haberme expresado con tanta vulgaridad.
—No, por supuesto que no. ¡No sería capaz de hacerte algo así!
La abrazo de nuevo.
—Tú eres la única, lo prometo. Lo de Andrea es pura fachada, lo hago
por mi padre.
La beso en los labios entre cada palabra que digo. Siento que se va
sosegando, creo que el tema está zanjado, pero me equivoco.
—Edward, ¡no creo que eso sea justo para ella! Le estás dando falsas
esperanzas. ¡Es probable que sienta algo por ti! No me siento cómoda
acostándome con el novio de otra.
Típico de Leila: se preocupa por el bienestar de los demás cuando la
mayoría de la gente no duda en pisotearla.
—¡No soy su novio!
Frunce el ceño, exasperada. Tengo que intentar aplacarla, no quiero
discutir. Continúo en un tono más apacible:
—¡Sé que tienes razón, nena! Pero, créeme, Andrea no es la chica dulce
e inocente que piensas que es. Su apego a mí es más una obsesión que
verdadero amor. Soy su último capricho. Se cansará y pasará a otra cosa.
Leila suspira y reflexiona durante un momento.
—¿Y mientras tanto?
—¿Y mientras tanto qué?
—Mientras tanto, ¡nos tienes a las dos!
Me siento como el mayor cabrón del planeta cuando lo oigo.
—Es complicado, ¡lo sabes! ¡Ya te lo he explicado!
—Tarde o temprano vas a tener que tomar una decisión, Edward.
Lo dice de tal modo que tengo la impresión de que está tratando de
convencerse a sí misma.
—¡Lo sé!
Suspiro. Una angustia repentina me atenaza el estómago. No podría
soportar que me dejara por esto. Tengo que encontrar una solución para
deshacerme de Andrea, antes de que Leila se harte. Pero ¿cómo lo hago?
Actuar como un gilipollas con Andrea no parece ser suficiente para que me
olvide, y si soy yo quien la deja, mi padre me cerrará el grifo. ¡Qué
situación más jodida!
Nos quedamos en silencio durante una eternidad. Al final me pide que la
lleve a casa.
Al contrario de lo que podría parecer, el trayecto hasta los suburbios es
bastante animado. Leila parece haber dejado de lado el tema de Andrea y no
seré yo quien lo saque. Canto a pleno pulmón una canción de mi grupo
favorito mientras mi princesa se ríe de la actuación lamentable. El eco de su
risa me llena de felicidad.
Nos acercamos a su casa. No quiero que se vaya, joder. Ojalá pudiera
tenerla conmigo para siempre. Paramos en un semáforo en rojo, la atraigo
hacia mí cogiéndola del cuello y le doy el beso del siglo. Ella responde con
el mismo ardor. El semáforo se pone en verde, me llega el sonido
ensordecedor del claxon de los coches que esperan detrás incitándome a que
me ponga en marcha. Pero no me importa en absoluto; continúo besándola.
La retengo cuando intenta apartarse. Leila acaba riéndose a carcajadas
contra mis labios.
—¡Te quiero, nena!
—¡Yo también te quiero! ¡Arranca antes de que nos detenga la policía!
Aparco a una distancia prudencial de su casa, como me ha pedido. Dice
que por discreción, pero me da la impresión de que se avergüenza y no
quiere que vea exactamente dónde vive o alguna mierda así. Como antes,
con mis amigos. ¿Cuándo va a entender que me importa un bledo de donde
venga o donde viva? Podría haber crecido en un basurero y no me
importaría. Acabo de decirle lo que siento, joder. Sin embargo, sigue
dudando de mí.
—Por cierto, ¿qué canción es esta? —pregunta interrumpiendo el hilo de
mis pensamientos.
—¡Es «Girls», de The 1975! ¿La conoces?
—No, pero me encanta.
—Ah, ¿sí? Puedo prestarte el álbum, si quieres.
—Por álbum, ¿quieres decir que tienes el CD? Edward, no sé si sabes
que existe algo mucho más cómodo. Se llama Spotify.
—Búrlate si quieres, pero me gusta tener cosas que pueda tocar. También
tengo vinilos en casa, por si te interesa.
—Tan joven y ya tan anticuado —bromea.
—Bueno, ¿quieres el CD o vas a seguir insultándome? —respondo,
mordaz.
—Sí, quiero el CD, ¡gracias!
—Bien, cógelo. Están en la parte de atrás.
Hace lo que le digo, pero se queda paralizada de repente. Se gira muy
despacio, con los ojos llenos de lágrimas. Tiene algo en la mano. Al
principio no comprendo qué pasa.
Entonces me lo lanza. Veo, horrorizado, que son las putas bragas de
Andrea.
30.

Leila
Me agacho para coger los CD y rozo una tela de encaje con los dedos.
Joder, ¡son unas bragas!
¿Por qué coño hay unas bragas en el coche de Edward?
Caigo en la cuenta de que solo pueden ser de Andrea. Un enorme agujero
me taladra el pecho y las lágrimas no tardan en derramarse. Me ha mentido.
Edward me ha mentido. No solo siguen viéndose, sino que, además, nunca
ha dejado de acostarse con ella. Estas bragas son la prueba de ello.
No sé qué duele más, que me engañe o que coleccione la ropa interior de
sus conquistas como el sucio pervertido que es. Debí imaginarlo cuando
quiso quedarse con mi ropa interior.
Se me revuelve el estómago. Han debido de hacerlo aquí mismo, donde
yo estoy sentada ahora. Joder, ¡qué asco! Las palabras se me atoran en la
garganta. Permanezco petrificada en el sitio. Dudo entre darle un puñetazo,
derrumbarme aquí mismo o salir corriendo. Le arrojo a la cara la evidencia
del crimen. Durante un momento se le desencaja la mandíbula y me mira
con horror.
—Leila, te juro que no es lo que piensas. Por favor, deja que me
explique.
—¿Qué hay que explicar? ¡Está muy claro! ¿O ahora vas a demostrar
que el tanga no es de Andrea, que es de otra? —grito con rabia y asco.
—¡No! Sí, es suyo, pero te aseguro que no pasó nada entre nosotros.
—Joder, Edward, ¡basta! ¡Casi me creo todas tus mentiras! «Te quiero»,
«lo mío con Andrea no significa nada». ¡Todo era mentira! ¡Soy una
estúpida!
Doy rienda suelta al llanto, histérica, mientras me tiro del pelo.
—¡No, nena, por favor, no hagas eso!
Parece tan sincero mientras me suplica.
¡No, no, no! No puedo ceder ahora.
¡Es un cabrón y un mentiroso! No hay duda. En un intento desesperado
por calmarme, me abraza y me atrae hacia él. Pero yo solo siento una rabia
fría y creciente en mi interior. Una fuerza invisible se apodera de mí y le
doy un bofetón tan fuerte que le dejo la mejilla enrojecida. Edward abre los
ojos de par y se lleva la mano a la cara, sorprendido por lo que acabo de
hacer. Me arrepiento al instante. No quería hacerle daño. Aun así, se lo
merece. Me apeo del coche antes de que me haga cambiar de opinión.
Corro tan deprisa como las piernas me lo permiten. Edward vocifera mi
nombre, intenta alcanzarme. Acelero el ritmo. Voy a tal velocidad que
pierdo el chal por el camino.
—¡Leila, Leila!
Grita. Lo ignoro. Estoy demasiado enfadada. Ni siquiera me preocupa lo
que piensen los vecinos. Oigo las pisadas cada vez más cerca, se acerca a
mí. Doblo la esquina, me adentro en los callejones que conozco de memoria
para que me pierda la pista.
Llego a casa sin aliento. Veo a mi hermano apoyado en la entrada. Está
con un amigo. Mierda. ¿Qué hace él aquí? ¿Por qué no está en la
universidad? Freno en seco, pero es demasiado tarde. Me ha visto y camina
hacia mí.
—¿Leila? ¿Qué haces aquí? ¿Por qué corres?
Me agarra de los hombros y me sacude. Rezo para que Edward no
aparezca. Mi hermano lo mataría. Además, no tengo ninguna gana de verlo.
—N… nada. Vuelvo a casa del trabajo —balbuceo apenas capaz de
contener el temblor que me atenaza el cuerpo.
—¿Corriendo?
—Sí, quería hacer algo de ejercicio.
Me mira con desconfianza.
—¿Y por qué lloras?
—No es nada. Me he peleado con Camille, mi compañera.
La mentira es tan absurda que me sorprende que Rayan se la trague y
deje correr el asunto. Subo de inmediato a casa, voy directa a la habitación
y me dejo caer en la cama. El corazón me amenaza con estallar por la
violenta descarga de adrenalina. Es increíble que lata tan fuerte cuando
siento que me lo acaban de arrancar.
El móvil vibra sin cesar en el bolsillo. Sé que es Edward, pero no tengo
ningún deseo de hablar con él o de verlo. Lo odio por burlarse de mí, sobre
todo después de haberme declarado su amor. Nunca había amado a nadie.
Sé que todo ha pasado demasiado rápido, que es ridículo que me sienta así,
pero no puedo evitarlo. Me sentía plena, satisfecha, segura entre sus brazos.
Creí por un momento que ese era el lugar donde debía estar. En el fondo
sabía que lo nuestro no funcionaría. Solo soy la tonta de la que todo el
mundo se aprovecha.
Los latidos del corazón se ralentizan, pero el dolor no disminuye, se
acentúa. Un vacío desconocido me llena. Me siento pequeña, insignificante
y, sobre todo, traicionada.
Me hago un ovillo en la cama y lloro hasta quedar exhausta, sumida en la
desesperanza.
31.

Leila
Despierto al cabo de unas horas. En casa hay movimiento. Los párpados
me pesan y me cuesta enfocar la vista. Tengo la garganta seca. ¿Cuánto
tiempo he dormido? Por un momento estoy convencida de que todo ha sido
una pesadilla, pero la realidad se impone. El dolor resurge y vuelvo a sentir
ese vacío en el pecho.
¡Edward y Andrea!, ¡Andrea y Edward! La imagen de los dos abrazados
en su coche me persigue. Debían de haber estado tan excitados que ni
siquiera se tomaron la molestia de ocultarse de las miradas indiscretas. Ese
último pensamiento casi acaba conmigo. Las lágrimas comienzan a fluir de
nuevo, imparables.
Maldita sea, Leila, ¡deja de llorar! Papá tiene razón, ¡eres demasiado
débil! Levántate y deja de autocompadecerte. Sacudo la cabeza para alejar
el recuerdo doloroso. Entro en el baño para asearme. Me lavo la cara con
cuidado de eliminar la rojez impregnada en la piel por el llanto. Tuve suerte
de que Rayan no me hiciera más preguntas. No quiero imaginar qué habría
ocurrido si Edward hubiese aparecido en ese momento.
Me asalta una nueva duda. ¿Qué hace Rayan en casa? Espero que no
haya vuelto para quedarse. Es mi hermano, no está bien que desee que se
vaya, pero la vida es mejor cuando él no está. Sonia y yo podemos disfrutar
de algunos momentos de libertad porque el trabajo no permite a papá
controlarnos constantemente. Oigo unas risas procedentes del salón.
También una voz masculina que no reconozco. Motivada por la curiosidad,
salgo de la habitación y me uno al resto.
—¡Leila!
Mi madre me recibe con los brazos abiertos.
—Por fin apareces —añade—. Te presento a Benjamin, un amigo de la
universidad de Rayan. Se quedará con nosotros unos días.
Mis ojos recaen en el invitado en cuestión. Esbozo una sonrisa forzada.
No estoy de humor para atender invitados.
—¡Hola! Eres la hermana pequeña de Rayan, ¿verdad? Nos vimos
anoche.
Me saluda con dos besos efusivos. Me quedo inmóvil, sorprendida por el
trato familiar.
—¡Rayan me ha hablado mucho de ti! —continúa—. Y muy bien,
además, pero veo que no te ha hecho justicia.
Benjamin me regala una sonrisa coqueta. Un rubor familiar se me
extiende por las mejillas mientras murmuro un tímido «gracias». ¿Rayan
diciendo cosas buenas sobre mí? ¡Eso es nuevo! Me ha hecho de menos
desde que puedo recordar. Entro en la cocina para ayudar a mi hermana a
preparar unos aperitivos y algo de beber. Nada más cruzar la puerta, Sonia
percibe mi estado de ánimo.
—¿Qué ocurre, Leila?, ¿no te encuentras bien?
—¡Sí, sí! ¡Estoy perfectamente!
—No me mientas, ¡se nota que has estado llorando!
—Déjalo. No quiero hablar de ello.
Se acerca a mí y me abraza con ternura. Escondo la cabeza en su cuello y
dejo escapar un suspiro, más tranquila. Siempre sabe cómo reconfortarme.
—Es por Edward, ¿no?
No contesto. Solo escuchar su nombre hace que me sienta peor.
—Sonia, por favor, no insistas. Ahora mismo ni puedo ni quiero hablar
de ello.
—¡Vale, vale! ¡Shhh, no llores! No te preocupes, ya me lo contarás
cuando estés preparada.
Asiento sorbiéndome la nariz. Me pasa una de las bandejas y la sigo
hasta el salón. Mientras colocamos los aperitivos sobre la mesa noto una
mirada insistente clavada en la nuca. Me giro y descubro que Benjamin
observa cada movimiento que hago. Cuando nuestras miradas tropiezan, no
parece avergonzado porque lo haya sorprendido con las manos en la masa.
Al contrario, me dedica una sonrisa sugerente mientras se humedece los
labios. Me estudia de arriba abajo, lo que me hace sentir incómoda. Le doy
la espalda y me concentro en la tarea que tengo entre manos: servir.
Después tomo asiento entre mi madre y mi hermana, donde me siento
segura.
—Leila, ¿a qué te dedicas? —dice Benjamin de repente.
Su pregunta me pilla desprevenida. No me apetece hablar. Trago el nudo
que tengo en la garganta antes de responder:
—Soy dependienta en una zapatería de los Campos Elíseos.
—Ah, ¡qué interesante! ¿No estudias? Rayan dice que eres muy aplicada.
Miro confusa a mi hermano, que está ajeno a la conversación hablando
con mi padre. ¿Por qué diría Rayan todas esas cosas buenas sobre mí? A
menos que Benjamin esté mintiendo para ser amable.
—¡Pronto! Me voy a matricular en la Sorbona el próximo otoño.
—La Sorbona no es una universidad cualquiera. Ya veo que eres
inteligente, además de guapa.
Toso, azorada. ¿Estoy soñando o está ligando conmigo en el salón,
delante de toda la familia? Lo que más me sorprende es que mi hermano no
diga nada. Él, que por regla general no soporta que sea el objeto de la
lujuria de los hombres, guarda silencio ante los cumplidos melosos de su
amigo.
Paso el resto de la tarde sentada entre mi madre y mi hermana, esperando
la oportunidad de poder despedirme y volver a mi habitación. Rayan y
Benjamin cuentan sus aventuras en la universidad, y yo los escucho a
medias, tengo la cabeza en otra parte.
Cuando la velada llega a su fin, entro en la cocina para fregar los platos.
Todos se van a la cama. Disfruto del pequeño momento de soledad.
Entonces, un cuerpo grande y cálido me toca.
—Lo siento, he venido a por un vaso de agua antes de acostarme.
Benjamin está de pie delante de mí, sin camiseta, escrutándome a través
de esos ojos oscuros. Coge un vaso y lo llena de agua. Parece a punto de
decir algo más. Trago saliva, centro toda la atención en secar la vajilla. Él
permanece de pie junto a mí durante un rato; pero, al final, se marcha sin
añadir nada más. Dejo escapar un largo suspiro de alivio. Hay algo en él
que no me da buena espina.
Una vez acabo de recoger la cocina, voy directa a la cama. Me siento
tentada por un momento de encender el móvil. Estoy segura de que Edward
me ha llamado un millón de veces para intentar convencerme de su
inocencia. Pero nada de lo que pueda decir o hacer me hará cambiar de
opinión. Sé lo que vi. Al final decido dejarlo apagado. ¿Qué sentido tiene
seguir torturándome?
Duermo mal esa noche. Deseo desaparecer, no tener que afrontar la
realidad al día siguiente.
32.

Leila
—Leila, ¿puedes atender a la señorita mientras cobro, ¿por favor?
—¡Sí, por supuesto, Camille!
Hago un esfuerzo por salir de mi abstracción para ayudar un poco. Llevo
arrastrándome como un alma en pena durante todo el día. Edward ocupa
todos mis pensamientos. Solo quiero dormir para olvidar, al menos durante
unas horas. Por desgracia, eso no puede ser; tengo que trabajar. Mi
compañera no sabe qué hacer para animarme. Intenta arrancarme una
sonrisa haciendo muecas a los clientes amargados o moviendo los zapatos
para que bailen en los estantes, pero nada ayuda. No soy ni la sombra de lo
que fui. Ni siquiera me he molestado en maquillarme esta mañana. ¿Qué
sentido tiene?, ¿por qué?, ¿para quién?
—¿Qué puedo hacer por usted, señorita?
Me obligo a sonreír a la joven.
—Estoy buscando unos zapatos que sean elegantes, pero también muy
actuales.
—Sígame, le mostraré lo que tenemos expuesto.
Soy cortés pero concisa; no estoy de humor para soltarle un discurso de
vendedora. La llevo a la zona más apropiada para las jóvenes como ella y le
muestro un par de zapatos que pueden gustarle.
—¡Aquí están! Creo que estos le sentarán muy bien.
—¡Ah, sí! Gracias, eso es justo lo que estaba buscando.
—¿Le gustaría probárselos? ¿Cuál es su talla? Una treinta y ocho,
¿verdad?
Ella lo confirma y le traigo el número. Se los prueba y enseguida decide
hacer la compra. Estoy encantada porque no tengo ni las ganas ni la
paciencia para intentar convencerla.
—Voy a ordenar el almacén —le digo a Camille, que asiente a modo de
respuesta.
Necesito un poco de soledad. Hago todo lo que puedo para evadirme.
Limpio, compruebo que cada caja contiene los dos zapatos que le
corresponden, incluso organizo la mercancía por orden de llegada. Después
de una buena media hora, oigo la voz exaltada de Camille.
—¡Leila, Leila! ¡Hay alguien que quiere verte!
—¡Ya voy!
Espero que no sea Edward, porque no quiero verlo. Al cruzar la puerta
me encuentro cara a cara con Benjamin. ¿Qué hace aquí? ¿Y dónde está
Rayan?
—Ho… ¡Hola! —balbuceo, un poco confusa por su presencia.
—¡Hola, Leila! Quería ver dónde trabajas.
—Bueno, pues aquí, como puedes ver.
Soy fría con él a propósito. No sé qué quiere, pero no me gusta nada la
intromisión.
—La tienda es bonita, ¡y está bien situada!
—Tú… Esto… ¿Dónde está Rayan?
—En casa. Quería dormir hasta tarde, pero a mí me apetecía visitar París.
Soy de Marsella y todavía no había tenido la oportunidad de hacerlo.
—¡Ah!
Eso es todo lo que respondo. Hago auténticos esfuerzos para que
entienda que no estoy interesada.
—Tal vez podrías hacerme de guía —añade.
—Eso va a ser un poco difícil, ¡estoy trabajando!
—Sí, claro. Me refería a después del trabajo…
—¿Sabe Rayan que estás aquí?
Mi hermano lo mataría si lo supiera. Aunque, dada la actitud que tuvo
anoche, ¿se habrá ablandado?
—¡No! Pero se lo comentaré esta noche. ¿Por qué?, ¿es un delito venir a
verte?
—No… Es que no creo que mi hermano, con lo protector que es, esté de
acuerdo con que me propongas…
Se ríe y se acerca, demasiado para mi gusto.
—No puede reprocharme que me guste su hermanita. Vamos, ¡mírate!
Eres preciosa.
Me acaricia la mejilla y yo doy un paso atrás.
—¿Quién es este chico tan encantador? ¿No nos vas a presentar, Leila?
Camille llega en el momento justo; le estoy infinitamente agradecida.
—¡Este es Benjamin! Un amigo de mi hermano, viene de Marsella y
necesita que alguien le enseñe la ciudad.
—¡Hola! ¡Soy Camille! Estaría encantada de hacerlo yo. Conozco París
como la palma de mi mano y acabo de terminar la jornada laboral.
Le coge del brazo y le mira con una sonrisa de oreja a oreja.
—Esto… Yo… Genial, ¡gracias!
Vacila un momento mientras me pide auxilio con la mirada. Sin
embargo, ignoro las señales que me envía, satisfecha de poder deshacerme
de él y de sus manos atrevidas.
—Bueno, ¡nos vemos esta noche entonces!
Él responde, un poco perdido:
—Sí… ¡Eso!
Salen juntos. ¡Por fin sola! Cojo el móvil, que lleva apagado desde ayer.
Lo enciendo y veo que he recibido cuarenta y nueve llamadas y quince
mensajes. Los borro todos antes de leerlos. No quiero dar a Edward la
oportunidad de convencerme. Soy débil, podría creerle, y eso es lo último
que necesito.
Me ruge el estómago pidiendo atención. Desde anoche no he podido
probar bocado, como si se me hubiese cerrado la garganta. Tampoco me ha
apetecido hacer un descanso para salir a comer algo. Estar activa me distrae
y me ayuda a no pensar, porque en cuanto me detengo, aunque sea cinco
minutos, la desesperación vuelve a aparecer. Aprovechando que no hay
clientes, saco el bocadillo y lo voy mordisqueando mientras hago la caja del
día.
En ese momento, se abre la puerta y veo aparecer al causante de toda mi
angustia: ¡Edward!
33.

Leila
Oigo cómo me late desenfrenado el corazón, el sudor que me empapa las
manos. ¿Por qué su presencia siempre surte este efecto en mí? Incluso
cuando estoy furiosa sigue atrayéndome como un imán. Edward se acerca
con cautela, midiendo a cada paso mi reacción. Dejo de respirar.
—Hola, Leila.
La voz suena más rota que de costumbre. ¿Ha estado llorando? Puede
ser, a juzgar por los ojos hinchados y el color sonrosado en las mejillas. A
pesar de todo, es increíble lo guapo, sexy y atractivo que me resulta. Lleva
los vaqueros negros habituales, unas botas, un jersey y un elegante
sombrero azul. No puede ser. Otra vez deseando lanzarme a sus brazos.
Tengo que permanecer firme. ¡No olvides que es un capullo integral!
—¿Qué quieres?
—Quiero… hablar contigo unos minutos. Estaba esperando a que tu
compañera se fuera antes de entrar.
—¡Veo que tu faceta acosadora sigue ahí!
Divertido por el comentario, no puede reprimir una sonrisa. Yo reprimo
las ganas de estrangularlo.
—Lo siento, Edward, pero no puedo hablar en el trabajo. Ya sabes, eso
que algunos tenemos que hacer para ganarnos la vida —apunto, mordaz y
con ganas de herirlo.
Ignora por completo el desagradable comentario y responde:
—Ahora no hay nadie más que nosotros. Dame unos minutos, ¡te
prometo que no será mucho tiempo!
—¡No!
Abre los ojos, asombrado. Tal vez se creyó que sería mucho más fácil.
¡Guárdate esos hoyuelos, Fyles! Esta vez tu encanto no será suficiente.
—¡Por favor, nena!
Mi corazón salta al oír ese apelativo cariñoso que tanto significa para mí
y me odio por ser tan débil. ¡Contrólate, Leila! ¡Recuerda que es un
capullo!, ¡un impresentable! ¡Te engañó y te mintió!
—¡No me llames así! —replico mientras intento mantener la
compostura.
—Lo siento, es la costumbre.
Me mira con tristeza y suspira, pero no se rinde.
—Entonces, ¿puedo? Explicarme, quiero decir.
—¡No! Ya te he dicho que estoy trabajando, si no estás aquí para
comprar algo, por favor, abandona el establecimiento y déjame en paz.
—Vale.
—¿Vale?
Bueno, ha sido más fácil de lo que pensaba. Ha desistido muy rápido. Lo
curioso es que me molesta su falta de perseverancia.
—Sí, ¡vale! Seré un cliente. Resulta que necesito un nuevo par de
zapatos.
Me desafía con la mirada.
—No hablarás en serio…
—Sí, hablo muy en serio. Si es la única manera de que me escuches, lo
haremos así.
Nos miramos un momento, ambos atónitos por lo ridículo de la
situación. De cualquier modo, si quiere jugar, juguemos.
—¿Qué busca exactamente, señor Fyles? Hemos recibido la nueva
colección de invierno. ¿Quiere echarle un vistazo?
—Sí, gracias.
—Sígame, entonces.
—Con mucho gusto —responde con tono afable.
Como siempre, es encantador. Sonrío a mi pesar, con esas mariposas
revoloteando sin parar en el estómago. ¿Qué me pasa? Recuerda que es un
capullo. ¡Capullo, capullo, capullo!
—Esta colección es del todo sublime.
Dice esas palabras con los ojos puestos en mí, sin prestar la más mínima
atención a los zapatos; quiere dejar claro que el cumplido va dirigido a mí.
Con las mejillas de color escarlata, desvío la mirada hacia el suelo. ¡Esto se
le da demasiado bien! Nunca podré vencer el magnetismo que irradia. Me
aclaro la garganta y continúo intentando a toda costa mantener un aire
profesional.
—Elija los que más le gusten, están todos aquí.
Me doy la vuelta para irme, pero me coge de la mano. El contacto me
hace estremecer. Señalo con la mirada nuestras manos y susurro:
—Por favor, no me toques.
—Lo siento. Solo quiero saber cuáles te gustan más.
Arqueo una ceja.
—Quiero decir, quiero su opinión como entendida en el asunto.
—¡Me gustan estos!
Señalo un par de botines de cuero marrón.
—Bien, me gustaría probármelos, por favor.
—¿Qué talla?
—La cuarenta y seis.
Me quedo muda. No sabía que sus pies fueran tan grandes. Se ríe, un
poco azorado, mientras se frota la nuca.
—Vamos, nen… ¡Leila! Ya sabes que lo tengo todo grande; las manos,
los pies, la…
Levanto una mano para ordenarle que se calle. Suelta una carcajada que
abre paso a los hoyuelos de las mejillas. ¡Dios mío! ¡Es tan guapo!
—Sin tanta confianza, por favor, señor Fyles.
Aun así, la sonrisa no desaparece del bello rostro y los ojos le brillan
mientras murmura otro «lo siento» que se nota que no es sincero. Le traigo
los botines. Se acomoda en uno de los lujosos sillones, se descalza e intenta
ponérselos, pero es inútil: el cuero está demasiado rígido.
—Me vendría bien algo de ayuda.
Frunzo el ceño a la vez que lo fulmino con la mirada.
—Como cliente, por supuesto.
Repite la frase como un mantra. Me arrodillo frente a él. Estoy lo
bastante cerca como para oler su aroma, esa fragancia que adoro y que, por
un breve momento, me proporciona un bienestar que echaba de menos
desde ayer.
Me tiemblan las manos. Edward se da cuenta. Las coge, las acaricia con
los pulgares haciendo movimientos circulares antes de llevarlas hasta los
labios. La sensación es exquisita. Besa cada uno de mis dedos y yo sigo el
movimiento con los ojos, hipnotizada por los suaves labios rosados. Soy
patética. Me quedo pasmada, incapaz de apartar las manos. El sentido
común me pide que reaccione, me grita que me aleje de él y de sus besos
galantes; pero el corazón, el maldito corazón, el que me empuja a cometer
locuras, me impide hacer lo correcto.
—¡Nena, mírame!
Me niego, si lo hago, me pondré a llorar como la pobre idiota que soy.
—¡Te prometo que no ha pasado nada con Andrea!
Permanezco en silencio y trago el nudo que se me ha formado en la
garganta.
—¡Sé que no lo parece! Pero te juro por lo más sagrado que, desde el
viaje a Nueva York, desde que me di cuenta de lo mucho que me importas,
no me he acostado con ella. ¿Cómo podría hacerlo? Lo eres todo para mí
Tú… Joder, Leila, ¡eres mi oxígeno! Sin ti estoy perdido. Sin ti no puedo
respirar.
¡Maldita sea, no aguanto más! ¡Ya están aquí! Las lágrimas corren
implacables por mis mejillas. Edward me levanta la barbilla y me obliga a
mirarlo. Desvío la vista, no puedo enfrentarme a sus ojos; son mi punto
débil. Se inclina hacia mí, primero percibo el aliento cálido; a continuación,
un torrente de besos dulces en los párpados, la nariz, las sienes y, por
último, en los labios. Se detiene un instante:
—¡Te quiero! ¡Joder, no sabes lo mucho que te quiero!
Esas palabras, esas dos palabras, tienen un efecto mágico en mí.
Devuelven la vida a todo mi cuerpo y hacen que el corazón reanude los
latidos. Se me escapa un ligero suspiro de alivio y él aprovecha para
introducir la lengua en mi boca. El beso se vuelve ardiente, con las manos
busca la parte inferior de mis muslos; entonces, me invita a que me siente a
horcajadas sobre él. Estoy a punto de sucumbir. ¡No, no, no! ¡No le sigas el
juego! ¡Te ha traicionado! ¡Te ha engañado!
Con brusquedad me libro de sus brazos y grito:
—¡No, Edward! ¡Sal de aquí!
—Nena, te lo ruego.
—¡Fuera! —grito con rabia—. ¡Y deja de llamarme así! ¡Perdiste ese
privilegio el día que decidiste tirarte a otra!
Me escandaliza la crueldad y la vulgaridad de mis propias palabras.
Edward se levanta y me dirige una última mirada suplicante. Cruzo los
brazos antes de añadir, fuera de mí:
—Te lo advierto, si no te vas ahora mismo, ¡llamaré a la policía!
Un velo oscuro le atraviesa la mirada. Herido, se pone los zapatos, se da
la vuelta y camina despacio hacia la puerta. Parece aturdido. Deseo
retenerlo, gritar que no se vaya, pero no puedo. ¡No debo! Me ha
traicionado de la peor manera; tengo que ser fuerte y dejar que se vaya.
Incluso si se lleva mi corazón consigo.
34.

Edward
Unos días después
—¡Otra, por favor!
Solo son las seis, pero ya estoy ebrio y ni siquiera sé dónde.
Últimamente paso la mayor parte del tiempo en bares ahogando las penas
con alcohol en un intento inútil de anestesiar el dolor lacerante que amenaza
con acabar conmigo. Desde que nos peleamos, Leila no quiere saber nada
de mí. La mirada de decepción que me lanzó la última vez me perseguirá
durante semanas. Durante meses, incluso.
—Aquí tienes, chico, un vodka con tónica —dice el camarero frente al
que llevo sentado desde hace horas.
Empuja el vaso hacia mí y lo vacío de un trago, igual que los diez
anteriores. Mañana es el famoso fin de semana de esquí con mi padre y sus
amigos. Tengo tantas ganas de ir como de pegarme un tiro en la sien, sobre
todo en estas condiciones. Pero no me vendrá mal alejarme de París si eso
evita incursiones ridículas en la zapatería para hablar con Leila o espiarla
desde el coche como he estado haciendo durante los últimos días. He
perdido la cabeza. Leila tiene que escucharme. Necesito que me perdone.
No podré seguir mi vida si no lo hace. La vibración del teléfono en el
bolsillo me saca de mis pensamientos. Respondo enseguida, esperando que
sea ella. Para mi decepción, es mi padre.
—¿Papá?
—Edward, pareces enfermo, ¿va todo bien?
Me sorprende que me haga esta pregunta. No suele preocuparse por mis
estados de ánimo; de hecho, suele atribuir mi mal humor a crisis
existenciales de adolescente.
—Sí, estoy bien. ¿Qué pasa?
—Quería confirmar que vienes este fin de semana a Courchevel.
Como si tuviese elección.
—Después puede que viaje a la India y me quede allí durante unos meses
por negocios. Me gustaría pasar algo de tiempo contigo antes de irme.
Pero ¿qué le pasa? ¿A qué se debe tanta amabilidad?
—Claro.
—¡Perfecto! ¡Te recogemos mañana a primera hora!
—¿En plural?
—Claro: yo, tu novia y sus padres.
Gruño para mis adentros. Andrea y su familia son las personas a las que
menos me apetece ver en este momento, pero no tengo elección. No quiero
provocar un escándalo que perjudique a mi padre o a su empresa. O a mí.
Aguantaré como pueda el fin de semana. En cuanto mi padre se vaya,
cortaré con Andrea. Si deja de pagar el piso, no me importa. Encontraré el
modo de buscarme la vida. La ausencia de Leila ha hecho que me dé cuenta
de lo importante que es para mí. Si quiero que lo nuestro funcione, tengo
que poner fin a esa relación.
—Vale, genial.
—¡Hasta mañana, hijo!
—¡Hasta mañana, papá!
Cuando guardo el móvil, Leila vuelve a invadir mis pensamientos. Estoy
desesperado. Conciliar el sueño por las noches se ha convertido en un
infierno. Me pesa el corazón, estoy furioso conmigo mismo por haber
dejado esas putas bragas tiradas en el coche.
Todo iba bien. Acababa de confesarle mis sentimientos y no parábamos
de hacer el amor. Joder. Me sobreviene el recuerdo del cuerpo curvilíneo y
delicado presionado contra el mío, de la piel suave, del aroma embriagador,
de su inocencia, de la confianza ciega que había depositado en mí. Me hizo
el regalo más bonito del mundo al ofrecerme su virginidad, y yo, como el
cabrón que soy, no pude evitar hacerle daño. ¿Cómo he podido ser tan
idiota?
—¡Otra más!
Se me nubla la vista. Debería dejar de beber. Pero el dolor que me
atraviesa el pecho es insoportable. Necesito adormecerlo de alguna manera.
Después de otra ronda, no me puedo levantar de la silla. Todo a mi
alrededor da vueltas. Escondo la cabeza entre las manos en un intento por
despejarme. Mala idea. Tengo la impresión de que el suelo se abre bajo los
pies. Me incorporo y me encuentro cara a cara con el camarero, que me
observa preocupado:
—¿Quieres que llame a alguien para que venga a buscarte, chico?
—Sí, creo que será lo mejor. No debería conducir.
Me acerca el teléfono. Sin pensar, marco el número de Leila.
—¿Señorita? Hay un amigo tuyo aquí en el bar. Ha bebido demasiado y
necesita que alguien lo acerque a casa. Se llama… —Hace un gesto para
que responda—. Edward.
Escucho la conversación angustiado. Estoy seguro de que, cuando sepa
que soy yo, colgará. Se produce un largo silencio. El corazón me late a un
ritmo frenético. El camarero cuelga después de lo que parece una eternidad.
—¿Qué ha dicho?
—Que sale del trabajo y viene.
¡No me lo puedo creer! ¡Va a venir! ¡Voy a verla! A pesar de estar
enfadada, Leila se sigue preocupando por mí. Ese pensamiento me llena el
pecho de una sensación suave y cálida. Quizá no esté todo perdido.
Unos minutos más tarde, oigo la puerta abrirse. Todas las miradas
masculinas se vuelven hacia el mismo punto. ¡Tiene que ser ella! Me doy la
vuelta y la veo. Como siempre, me vuelve a sorprender lo hermosa que es.
Sonrío como un bobo. Leila, por su parte, no parece divertirse en absoluto.
Tiene las facciones endurecidas y parece a punto de estallar.
—¡Leila!
Abro los brazos de par en par para recibirla, pero me ignora y va directa
hacia la barra.
—Gracias por llamarme y no dejar que mi amigo…
—¡Novio! —grito, borracho.
Me aniquila con la mirada plateada antes de continuar:
—Gracias por no dejarle conducir en ese estado.
—De nada, señorita. No tengo la costumbre de dejar que mis clientes se
maten con el coche.
—¡Este igual se lo merecía!
Mi pequeña princesa no ha perdido el sentido del humor.
—Vámonos.
No hay ni un ápice de piedad en el tono de voz.
—Dame tu teléfono, voy a pedir un taxi.
—¡No! He traído el coche. ¿Por qué no me llevas?
—No, Edward. ¡No tengo carnet!
—¿Qué? ¿No tienes carnet? ¿Y eso, nena?
—¡No me llames así! —Alza la voz.
—Lo siento, es que no lo entiendo. Tienes dieciocho años…
—Mira, no es el momento ni el lugar para hablar de ello; pero, para tu
información, es caro sacárselo. Ahora déjame tranquila y dame el móvil.
Leila está furiosa. Pero eso solo incrementa las ganas de cogerla en
brazos y reclamar esos labios perfectos con un beso salvaje y posesivo.
—Cógelo, está en el bolsillo.
Necesito que me toque.
—¡Va en serio, Edward! No estoy para juegos. Dámelo —grazna con los
brazos cruzados sobre el pecho.
Una sonrisa traviesa se me extiende por el rostro.
—Cógelo tú misma —insisto.
El estado de ebriedad me infunde valor.
Y me vuelve patético…
Leila respira hondo, cierra los ojos para calmarse. Luego reanuda con
calma:
—Vale. ¿En qué bolsillo está?
—¡En el de en medio!
No puedo reprimir una carcajada. A ella también le resplandecen los ojos
con un brillo divertido mientras se esfuerza por no sonreír.
—¡Eres terrible!
Me levanto de la silla. Ella se inclina para coger el teléfono del bolsillo
trasero. En el proceso, un mechón de color chocolate me roza la mejilla y el
increíble perfume invade las fosas nasales. La contemplo durante unos
instantes para memorizar cada facción, cada detalle del rostro cincelado. En
cuanto Leila se da cuenta, un intenso rubor le baña las mejillas. ¡Es tan
guapa, joder! No puedo resistir el impulso de robarle un beso. Suaviza la
expresión durante un instante, parece que va a corresponder mi beso, pero
la plata fundida en su mirada enseguida se convierte en frío acero. Frunce
los labios y me mira como si le hubiera hecho la peor de las afrentas.
—Edward, ¡basta! ¡No he venido para eso! ¡He venido a llevarte a casa!
—replica a voz en grito, lo que atrae la curiosidad de los clientes.
Un hombre corpulento se acerca a nosotros.
—¿Todo bien, señorita?
Coloca una mano sobre el hombro de mi pequeña princesa. Una ira
irracional se apodera de mí. ¿Por qué la toca?
—Sí, estoy bien, gracias. No se preocupe —responde mientras da un
paso atrás para escapar de las garras del desconocido.
—¿Está segura? No la está molestando, ¿verdad?
Me señala con un dedo grosero. Estoy en el límite.
—¿A quién miras, gilipollas?
—A ti, niñato.
Intento ignorarlo. No quiero montar una escena con Leila en medio. Me
levanto, insulto al coloso que tengo delante y avanzo hacia la salida. Pero
mi provocación lo envalentona. Me asesta un puñetazo que me derriba al
instante. Antes de que pueda reaccionar, lo tengo sentado encima de mí. Me
golpea la cara sin piedad con los puños mientras oigo los gritos de Leila de
fondo. Mi pequeña princesa intenta empujarlo, le suplica que se detenga,
pero el cabrón se la quita de encima con un movimiento violento del
hombro que la hace caer al suelo y rodar varios metros. Entonces, la rabia
me posee por completo. Levanto al tipo del suelo agarrándolo del cuello de
la camiseta y alzo el puño, dispuesto a matarlo aquí mismo, pero alguien me
retiene agarrándome por detrás. La rabia se enfría. Tardo un momento en
recuperar la lucidez. Cuando lo hago, todos me observan como si fuera un
delincuente.
—¡Salid de aquí antes de que llame a la policía! —amenaza el camarero
con el teléfono en la mano.
Me debato entre disculparme o abalanzarme sobre él por hablarle así a
Leila. Después de todo, ella no hecho nada y no merecía que esto la
salpicase. Está llorando y no deja de temblar. La rodeo con los brazos, pero
eso solo aumenta el llanto.
—Shhh…, tranquila.
Beso los hermosos cabellos castaños, la abrazo, espero a que se calme.
—Edward, ¡pensé que te iba a matar! —dice entre sollozos.
Sonrío, contento porque me sigue queriendo. Descanso la barbilla en la
delicada cabeza mientras una sensación de alivio me recorre el cuerpo.
—No pasa nada, nena, hace falta algo más que eso para librarte de mí.
Esta vez no protesta por el apelativo cariñoso. El corazón me aletea
alegre en el pecho.
—Venga, Leila, vámonos.
35.

Edward
Durante el trayecto en taxi, Leila vuelve a mostrarse fría conmigo. La
observo por el rabillo del ojo. El rostro es un misterio inescrutable mientras
mira a través de la ventanilla del coche y un silencio pesado reina entre
nosotros.
Llegamos a casa. Rezo para mis adentros para que suba conmigo, porque
no estoy preparado para dejarla marchar. No todavía.
—¿Subes? —pregunto con la voz tomada por el alcohol.
—Solo cinco minutos. Alguien tiene que atender esas heridas.
Me roza la comisura del labio y retrocedo por el dolor.
—Después me iré. Ya es tarde, no quiero perder el tren.
—¿El tren? ¡Ni de coña te vas en tren!
Saco un fajo de billetes y se lo doy al conductor.
—¡Aquí tiene, quinientos euros! ¿Puede esperar a la señorita y
acompañarla a La Courneuve?
El conductor se queda sin palabras al ver esa cantidad indecente de
dinero.
—¡Sí, por supuesto! No hay problema. Tómese el tiempo que necesite,
señorita.
—¡Problema resuelto!
Sonrío a Leila, que responde con un «gracias» apenas audible. Salimos
del vehículo.
Ahora que el nivel de adrenalina ha bajado, siento un terrible dolor por
todo el cuerpo, cada paso que doy lo empeora. Leila se percata de ello y me
rodea con un brazo ofreciéndome su frágil hombro como apoyo.
En cuanto entramos al piso, me derrumbo en el sofá, agotado por el
alcohol y el esfuerzo.
—¡Edward, no puedes dormir así! Estás lleno de sangre. ¡Levántate!
—Nooo…
Me pesan los párpados, apenas puedo mantener los ojos abiertos, pero
Leila insiste. Tira de mi mano para que me levante, pero yo la atraigo con
más fuerza y cae sobre mí. Suelta un pequeño grito de sorpresa. La larga
melena despeinada cubre parte de nuestros rostros; tenemos los labios muy
juntos, a escasos centímetros. Noto la respiración entrecortada, cada vez
más pesada. Pero ella se queda ahí, inmóvil, con la mirada clavada en la
mía como si esperara algo.
¿Quiere que la bese? ¿Por qué me hago tantas preguntas?
Hundo las manos en el cabello castaño que tanto me gusta y la atraigo
hacia mí para unir nuestros labios. Gruño por el dolor de las heridas, pero
no es suficiente para frenarme. Sin poder contenerme, le separo los labios
con la lengua. Quiero continuar. Leila duda un momento, pero me devuelve
el beso. La abrazo más y más fuerte. Con manos impacientes le recorro el
cuello, la espalda, hasta llegar a… De pronto me detiene y se levanta. Odio
la sensación de vacío que me embarga en ese momento. Me observa,
desconcertada. No me atrevo a descifrar lo que hay en el fondo de la mirada
plateada: ¿remordimiento?, ¿ira? Al final, con expresión neutra, me invita a
seguirla al baño para limpiar las heridas. Me resisto un poco cuando me
obliga a sentarme junto al lavabo. Pero lo hago, obedezco dócil como un
perrito, espero a que me dé nuevas instrucciones. Rebusca en los armarios.
Debo estar fatal, porque el ruido me parece ensordecedor.
—¿Qué buscas, Leila?
—Algodones y alcohol —responde sin abandonar la frenética búsqueda.
—¿Qué? ¡No uses eso!
—Tengo que hacerlo, Edward, de lo contrario se infectará. El corte en la
ceja parece profundo.
Hago un mohín y ella niega con la cabeza, divertida.
—¡Ah, lo encontré!
Parece feliz por haber encontrado al fin los objetos de tortura.
Leila se coloca frente a mí para examinarme el rostro con atención. Abro
un poco las piernas para que pueda encajar en medio. La contemplo con
admiración. Tenerla cerca es la peor de las tentaciones. Incluso a ella parece
turbarla nuestra proximidad. Cierra los ojos unos segundos y se aclara la
garganta.
—¡No te muevas!
Mi princesita me limpia la ceja con delicadeza; aun así, doy un respingo.
—¡Escuece, es horrible! —me quejo.
—Lo siento.
Esboza una sonrisa.
—Tengo la impresión de que lo estás disfrutando.
—¿El qué?
—¡Hacerme sufrir!
Nuestros ojos se encuentran, los suyos brillan con una diversión
perversa.
—Sí, debo admitir que me gusta.
Tanta sinceridad me desarma.
—¿Por qué?
—Porque te lo mereces.
Me pasa otro algodón por las heridas de la boca, doy otra sacudida y ella
se muerde el labio para no reírse. Verla contenta y relajada me llena de una
inmensa alegría. No quiero verla llorar nunca más, y menos por mi culpa.
—Te quiero —suelto en un arranque de valentía que hace que se
petrifique un instante.
—¡Edward, por favor!
—¡No, Leila! Es la verdad, ¡te quiero, joder! Te quiero tanto que ni lo
imaginas.
Baja la mirada y juguetea con las manos, nerviosa.
—Entonces, ¿por qué lo hiciste? —reprocha en un susurro ahogado.
—¡No he hecho nada!
Intenta retroceder, pero se lo impido aprisionándola entre las piernas.
Después, con suavidad, le guío la cara para que me mire. Un par de
hermosos ojos grises me atraviesan, están repletos de emociones: dolor,
miedo, tristeza.
—Te juro que no me acosté con ella.
—Así que sus bragas aparecieron en tu coche por arte de magia.
Levanta la voz.
—¡No! Fuimos a una fiesta juntos, ¡cosa de mi padre! En el camino de
vuelta ella intentó…, bueno…, ¡ya sabes qué!
—¿Y…?
Me escucha. Hay esperanza.
—Se quitó las bragas, las tiró y después intentó ponerse encima de mí.
Leila hace una seña con la mano para que me calle.
—Ya he escuchado suficiente.
—¡No! La rechacé, no pasó nada. ¡Lo juro, Leila! ¡Tienes que creerme!
Le acaricio las mejillas rosadas con los pulgares.
—¡No puedo vivir sin ti! Estos últimos días han sido una pesadilla. No
consigo comer ni dormir; solo soy un fantasma.
Intento besarla. Me lo permite, pero sus labios apenas se mueven.
—Está bien… —susurra contra mi boca.
El corazón me da un vuelco.
—¿Me crees?
—Pensaré en lo que acabas de decir. Pero necesito tiempo para
reflexionar.
Dios mío, no puedo creer lo que oigo. Me perdona. Quizá no del todo,
pero no importa, acepto lo que sea. La rodeo con los brazos y beso cada
centímetro de ese hermoso rostro que tanto adoro. Me aparta empujándome
con suavidad por el hombro.
—Ahora dúchate antes de ir a la cama. Yo me voy, ya es tarde.
—Vale.
La suelto a mi pesar y trato de quitarme el jersey. Al hacerlo siento un
horrible dolor a la altura de las costillas; no puedo evitar hacer una mueca
que llama la atención de Leila.
—¿Estás bien?
Parece preocupada y decido aprovechar la situación. Sé que soy un
imbécil; pero, a grandes males, grandes remedios.
—¡No! Ayúdame. No puedo desnudarme solo.
Me mira indecisa, tratando de adivinar qué hay de cierto en mis palabras.
Le suplico con la mirada y, como suponía, cede.
—¡Levanta los brazos!
Lo hago con mucho gusto. Busca con las manos el dobladillo de la
camisa y poco a poco tira hasta quitarla. Mi torso queda al descubierto,
percibo cómo el ambiente va cambiando. El aire se carga de electricidad.
Leila observa mi cuerpo, en sus ojos resplandece el brillo del deseo y yo
tengo que hacer un auténtico ejercicio de autocontrol para no darle la vuelta
y follármela contra el lavabo.
—Ya está. ¿Puedes tú solo con el resto? —pregunta en un susurro sin
apartar la vista de mis labios.
Dudo, pero decido no tentar a la suerte. Si se queda un solo segundo
más, no seré capaz de controlarme, y no quiero arruinarlo todo.
—Sí, gracias —le digo estrechándola entre los brazos—. ¡Te quiero! —
me aventuro a decir de nuevo.
No responde, pero la siento sonreír. Cuando se aleja, le robo un último
beso y dejo que avance hacia la puerta. Antes de salir, se vuelve hacia mí
por última vez.
—¡Adiós, Edward!
—¡Adiós, nena!
Sin reproches.
36.

Leila
Durante el trayecto de vuelta a casa en taxi, les doy vueltas a las palabras
de Edward: «No te he engañado, Leila. Te lo juro. Te quiero…».
Me siento perdida, confusa. No sé qué es cierto y qué no. Creí haber
tomado la decisión correcta cuando me alejé de él, pero ahora no estoy
segura. Presenciar cómo ese hombre lo golpeaba sin piedad en el bar ha
hecho que me dé cuenta de que estoy dispuesta a defenderlo sin importar la
situación. No tiene sentido engañarse; lo echo de menos. La razón me grita
que lo deje ir, que no sucumba a sus encantos; pero el corazón, estúpido y
masoquista, me ruega que le dé otra oportunidad. Si las hormonas entran en
la ecuación, ni siquiera soy capaz de pensar con claridad. ¿Puedo
perdonarlo y volver a confiar en él incluso después de encontrar esas bragas
en su coche? Quizá lo malinterpretase. En cualquier caso, sería una
auténtica idiota si dejo que me engañe por segunda vez.
¡Idiota!
La explicación, aunque repugnante, es creíble. Parecía sincero mientras
fijaba la penetrante mirada esmeralda en la mía. He caído bajo el hechizo de
esos ojos grandes y risueños. Esa debe ser la razón por la que creo cualquier
cosa que salga de esa boca perfecta.
Una cosa sí tengo clara: lo quiero. Mucho más de lo que me atrevo a
admitir. Es arrogante, mentiroso, infantil, posesivo y a veces violento, pero
estoy loca por él. Por no hablar de esas ganas irracionales de arrancarle la
ropa.
Soy patética.
Casi cedí cuando lo ayudaba a desvestirse. Estuve a punto de hacer a un
lado el rencor y sentarme a horcajadas sobre él para besar el pecho tatuado
y musculoso, acariciar la piel tersa, perderme entre los brazos protectores…
¿Qué me pasa? No debería pensar en eso. Hace solo unas semanas, la
palabra «sexo» me habría escandalizado, pero ahora me encuentro
fantaseando con cosas que no me atrevo a decir en voz alta. ¿Será el deseo
lo que hace que me deje convencer con tanta facilidad?
Dejo escapar un suspiro mientras me masajeo las sienes. Edward ha
convertido mi vida en un desastre. Necesito alejar los pensamientos de él, al
menos durante un rato. Le dije que necesitaba tiempo para pensar y eso es
lo que voy a hacer, tomarme mi tiempo.
Desde que lo conozco, todo ha ocurrido muy deprisa. He cometido una
locura tras otra. Lo peor es que eso no solo me aterra, también me hace
feliz, me hace sentir viva.
Llego a casa a las diez de la noche. Por suerte, todos están acostados. Me
sorprende que mi padre no me esté esperando en la entrada para castigarme
como suele hacer si llego tarde.
Aliviada, camino hasta la cocina con cuidado de no hacer ruido. Me
muero de hambre. Espero que haya algo para picar. Abro el frigorífico y
encuentro un plato de pasta cuidadosamente envuelto en papel albal que mi
madre debe haber guardado para mí. Sonrío, complacida. Mamá es un
encanto, siempre puedo contar con ella. Sé que no debe haber sido fácil
esconder las sobras. Papá siempre se empeña en terminar la comida aunque
eso signifique que sus hijos pasen hambre. Según él, nos enseña una
lección: «Si no estás a la hora de la comida, mereces pasar hambre», suele
decir.
Me siento a la mesa sin calentar la comida. No sabrá tan bien como si
estuviera recién hecha, pero nuestro microondas es demasiado viejo y hará
mucho ruido si lo uso. Lo último que quiero es despertar a papá o a Rayan.
Justo cuando doy el primer bocado, Benjamin aparece sin camiseta en la
cocina. Mierda, ¡olvidé que todavía estaba aquí! Es la segunda vez que lo
veo semidesnudo cuando estoy sola. Se acerca con aire depredador. Me
estremezco. Qué insistente.
—Hola, hola. ¡Qué tarde has vuelto!
Asiento en silencio antes de devolver la atención a la comida. Me
muestro distante a propósito.
—¿Dónde has estado?
¡No me lo puedo creer!
¿Con qué derecho me pregunta algo así?
—No creo que eso sea de tu incumbencia.
—No, pero de tu hermano sí. No querrás que le diga que has llegado a
casa a estas horas.
—¿Me estás chantajeando?
—No, en absoluto.
Se muerde el labio inferior mientras se pasa una mano por el pecho
desnudo.
—Dime, ¿nunca te pones ropa cuando te paseas por casas ajenas? Eso sí
que es maleducado.
Benjamin se ríe mientras acorta la distancia entre nosotros.
—¿Por qué lo preguntas?, ¿te gusta? Nunca has visto a un hombre
desnudo, ¿verdad?
Coge una silla y se sienta demasiado cerca de mí. Casi me ahogo con la
comida ante el comentario arrogante. Apoya una mano en mi pierna de
manera casual. Echo la silla hacia atrás.
—No me toques.
—¿Por qué no? Podría hacerte sentir muy bien. Si tú supieras…
Sube la mano por mi muslo, camino de la entrepierna. Salto de la silla
sintiendo la rabia como ácido en las venas.
—Te advierto que, si te vuelves a acercar a mí, gritaré.
—Adelante, grita. A ver cómo le explicas a tu padre qué haces aquí tan
tarde.
Abro los ojos de par en par, entre sorprendida y asustada. ¡Qué cabrón!
Estoy a punto de abofetearlo. Entonces, por alguna razón, se levanta y sale
de la cocina. Cuando llega a la puerta, se da la vuelta para lanzarme un beso
que me revuelve el estómago.
—¡Hasta luego, Leila!
No contesto. Me he quedado paralizada en el sitio. El corazón me
martillea en el pecho. Tardo varios minutos en calmarme, en reaccionar. Se
me encoge el estómago ante la idea de que esas manos lascivas recorran mi
cuerpo. Hasta ahora había sido un poco pesado con los cumplidos
empalagosos y esa mirada anhelante, pero nunca me había tocado. Acaba de
cruzar la línea. Pensar que en cualquier momento puede volver a hacerlo me
asusta.
Tal vez debería contárselo a mi hermano. Decirle que ha venido a la
tienda y que coquetea abiertamente conmigo, pero tengo miedo de que no
se lo crea y me acuse de intentar seducirlo. Una vez le dije que un chico de
su clase me había seguido hasta casa. Tenía quince años y estaba
aterrorizada. Se lo conté esperando que me defendiera, pero no pude estar
más equivocada. Me golpeó, me insultó. Justificó a su compañero diciendo
que iba muy ligera de ropa. Nada más lejos de la verdad. Entonces llevaba
ropa que me quedaba tres tallas grande. El resultado fue que no me dejaron
salir y tuve que taparme más todavía.
Desde ese día, no he vuelto a hablar de mis problemas en casa. Lo mejor
que puedo hacer es evitar a Benjamin hasta que se marche. De cualquier
modo, se irá dentro de unos días.
Limpio el plato a medio terminar. Su intromisión me ha arruinado el
apetito. Me doy una ducha rápida con cuidado de no despertar a los demás.
Después voy directa a la cama. Agotada por los acontecimientos de hoy, me
duermo enseguida.
37.

Leila
—¿Estás bien, Leila?
Mi hermana me acaricia la espalda al tiempo que me sujeta el pelo para
evitar que se manche. Tengo la cabeza metida en el retrete desde esta
mañana, las náuseas no cesan. Creo que el estómago no ha podido soportar
ese plato de pasta fría que cené anoche.
—No deberías ir hoy a trabajar, cariño —sugiere mi madre, que se une a
nosotras.
—¡No! ¡Tengo que ir! No puedo dejar a Camille sola en la tienda. El
sábado es el día más ajetreado, me necesita. Tomaré algo para que se me
pase, estaré bien.
Hago un esfuerzo para levantarme, me enjuago la boca y me recojo el
pelo en una coleta alta. Echo un vistazo a la imagen del espejo. Parezco un
zombi: los rasgos marcados, unas ojeras enormes, y estoy más que blanca,
pálida. Me dirijo a la cocina. El olor del café me provoca náuseas de nuevo.
Corro al baño y vomito bilis, lo único que tengo en el estómago.
—Leila, ¡no puedes ir a trabajar hoy! Te quedas en casa y punto —dice
mamá con firmeza mientras me obliga a volver a la cama.
Me acomodo bajo las sábanas. Al instante me siento mucho mejor.
Volver al lecho cálido que acababa de abandonar tiene un efecto
tranquilizador. Sonia interrumpe mi pequeño momento de bienestar cuando
la veo aparecer con una taza de té que deja sobre la mesita de noche junto
con dos pastillas.
—¿Estarás bien, hermana?
—¡Sí! ¡Tengo que estarlo!
—Hoy te voy a echar de menos. ¿Con quién me voy a divertir en el tren?
Sonrío y dejo escapar un suspiro.
—Es ridículo, ¡podría ir contigo! Es mamá la que no quiere.
—Y tiene razón. Quédate aquí, descansa. No te vendrá mal. Bueno, ¡me
voy!
Cierra la puerta. Aprovecho para mirar el móvil y enviar un mensaje a
Edward. Todavía no sé si creerle, pero no soporto la idea de que
desaparezca de mi vida.

[¡Hola! ¿Qué?, ¿mucha


resaca esta mañana?]

Es temprano, no espero que responda en el momento, por eso me


sorprende oír vibrar el teléfono.

[¡Hola, nena! Sí, me duele


la cabeza un montón.]

[Es temprano. ¿No duermes?]

[No. Mi padre me recogerá pronto.


Nos vamos de fin de semana a esquiar.]

[Ay, ¡qué bien!]

[¡Sí! ¿Te gusta esquiar?]

[No lo sé, ¡nunca


lo he hecho!]

[Puedo enseñarte. Ya sabes que


soy un experto en moverme
por terrenos resbaladizos.]

Escupo el sorbo de té que acabo de tomar.

[¡Pervertido!]

[¡No sabes cuánto!]

[Ahora en serio. Acompáñanos. Tenemos un precioso chalet


en Courchevel.]
¡Eso estaría bien! Algún día, tal vez… Cuando pueda salir de casa
durante cuarenta y ocho horas, cuando haya dejado de verdad a Andrea…
Lo digo con sorna, pero, en el fondo, me encantaría pasar un fin de
semana con él, o al menos toda una noche entre sus brazos. Nada me haría
más feliz. Dije que necesitaba tiempo para perdonarlo, pero lo quiero tanto
que le daré una segunda oportunidad sin pensarlo. ¿Me convierte eso en una
ingenua, en alguien débil, en un tópico? Sí, sin duda. Pero no sé qué otra
cosa puedo hacer. ¿Cómo hacen otras chicas para mantenerse firmes? ¿Es la
falta de experiencia lo que me hace patética o es la desesperación? No lo sé,
lo único que sé es que Edward me hace feliz, que el instinto me dice que
confíe en él. Espero no equivocarme.

[¿Llegaste bien a casa anoche?


Siento no haberte llamado, me quedé
frito en cuanto te fuiste.]

[Sí, llegué bien,


pero hoy estoy enferma.
Me voy a quedar en casa].

[Nena, ¿qué te pasa?]

[Una gastroenteritis.]

[Mi princesa, quisiera


poder abrazarte,
cubrirte el vientre de besos
hasta que el dolor desapareciera.]

Sonrío cuando leo el remedio pueril. Me recuerda al día en que hicimos


el amor por primera vez o a cuando me hice daño en el dedo.

[Edward, no sé si lo sabes,
pero no todo se cura con un beso.]

[¿Qué?, ¿no? ¿He estado


viviendo una mentira?]
Me lo imagino riendo mientras escribe el mensaje. Tendrá los ojos
brillantes y seguro que han aparecido los hoyuelos dándole ese aire travieso
que tanto me gusta.

[¡Sí, siento romper tus sueños!]

[Nena, tengo que irme, mi padre ya está aquí.


Cuídate. ¡Te llamaré más tarde!]

Estoy un poco decepcionada. La conversación ha terminado demasiado


pronto. Me apetecía mucho seguir hablando con él. Es el único que puede
quitarme de la cabeza el dolor de estómago.

[Vale, que tengas buen viaje.]

[Gracias. Oye, nena, espero que creyeras de verdad todo lo que dije anoche.
Te veré cuando vuelva el lunes, ¿no?]

Estoy encantada de que me haya pedido una cita, pero no voy a


demostrarle demasiado entusiasmo.

[Sí, lo intentaré.]

[¡Genial! Qué ganas. Te prometo que


sabré hacer que me perdones.]

[Eso espero.]

Guardo el móvil con cierta pena y cojo el libro que ahora estoy leyendo:
Muchachas, de Katherine Pancol. Nico me lo ha prestado. En ese momento,
alguien abre la puerta. Levanto la vista del libro: es Benjamin.
¡Maldita sea, no puede ser verdad! ¿Es que no piensa dejarme en paz?
¡Esto empieza a ser acoso!
Al menos está completamente vestido, lo cual es tan poco frecuente que
es digno de mencionar.
—Hola. ¿Estás enferma?
Me sonríe como si no hubiera pasado nada anoche, después pasea la
mirada por la habitación.
—Así que este es tu cuarto…
¡Menudo tarado!
—¿Qué quieres?
Estoy harta de que me ronde. Está loco, me asusta.
—¡Nada! ¡Cálmate! Tu madre me ha dicho que has vomitado esta
mañana y he venido a ver cómo estabas.
—Estoy bien, gracias. Pero, si no te vas pronto, ¡las náuseas volverán a
aparecer!
Esboza una sonrisa socarrona.
—¡Ah, Leila! Me gusta tu lado salvaje. Seguro que es plus para el sexo.
Esboza una sonrisa socarrona.
No puedo creer lo que oigo. ¿Cómo se atreve? Tardo unos segundos en
reaccionar. No sé qué decir. Él aprovecha para sentarse en el borde de la
cama.
—¡Sal de mi habitación ahora mismo! —grito, alterada.
Este tipo tiene un don para sacarme de mis casillas. Niega con la cabeza,
riendo aún más. No me toma en serio en absoluto, lo que enardece el
sentimiento de rabia.
—¡Preciosa, no deberías alterarte tanto! No es bueno en tu situación.
Me coloca un mechón de pelo que se ha escapado de la coleta. Esa es la
gota que colma el vaso; estoy harta de que me toque con esas manos tan
largas. La ira me hace estallar y le doy un empujón. Pierde el equilibrio,
pero se endereza justo a tiempo.
—¡Vaya, pero si la pequeña tigresa tiene mucha fuerza!
Se humedece los labios, camina hacia la puerta y añade con voz
perversa:
—¡Guarda tu energía para más tarde! Puede que la necesites.
Me guiña un ojo, yo respondo tirándole el libro a la cara. Por desgracia,
logra esquivarlo. Se ríe y al fin se va. El corazón bombea con fuerza, me
tiemblan las manos. Un escalofrío de miedo me recorre la espalda. Me
cuesta mucho recobrar la calma. Decido echar el cerrojo para asegurarme
de que no vuelva a poner un pie en mi habitación.
Dejo escapar un largo suspiro de angustia. Evitarlo puede convertirse en
una tarea más dura de lo que esperaba.
38.

Leila
El fin de semana pasa volando. Antes de que me dé cuenta, ya es
domingo por la tarde. Estoy feliz porque mi hermano y Benjamin se van
mañana a primera hora. Por fin podré librarme de las miradas lascivas de
nuestro invitado. Dejaré de ser objeto de sus comentarios inapropiados cada
vez que se le presenta la ocasión. Desde que está en casa ha hecho todo lo
posible pasar tiempo conmigo o rozarme cada vez que pasa por mi lado.
Tengo ganas de darle un puñetazo en la cara siempre que lo veo. Por una
vez, habría agradecido la ayuda de mi padre o de mi hermano, pero han
ignorado la situación.
—¡Es hora de cenar! —anuncia mamá. Todos se sientan alrededor de la
mesa.
Procuro escoger un sitio lejos de Benjamin. No quiero darle la
oportunidad de jugar conmigo como lo hizo anoche. Mamá saca de la
nevera una enorme fuente de lasaña que ha preparado con mucho cariño.
Normalmente se me haría la boca agua, pero hoy no tengo hambre. Cada
vez que intento comer, las náuseas regresan.
—¿Podrías pasarme el parmesano, por favor, Leila? —pide Benjamin.
Me obsequia con un guiño sugerente. Hago un esfuerzo sobrehumano
para no gritarle la retaíla de improperios que tengo acumulada en la boca.
Le acerco el queso y él aprovecha para acariciarme el dorso de la mano.
¡No puedo soportarlo más! ¡Qué ganas de que se vaya!
—¿Qué es lo que más te ha gustado de París, Ben? —pregunta Sonia con
amabilidad para darle conversación.
Si ella supiera que se dedica a acosarme, no sería tan simpática con él.
Benjamin reflexiona un momento mientras me clava esa mirada zalamera.
—He conocido a alguien especial.
—Ah, ¿sí? —interviene Rayan—. ¡Pero si no me has dicho nada!
—Sí, ya sabes, cuando fui a dar un paseo por París… Conocí a una
chica.
—¿Es guapa al menos?, ¿cómo se llama? —se entusiasma mi hermana.
—¡Es un verdadero bombón!
Se humedece los labios a la par que me mira con lujuria. Una arcada me
trepa por la garganta. Me cubro la boca con una mano. ¡Voy a vomitar si
sigue así!
—Su nombre es… ¡Se llama Lily! —miente con descaro.
Sé que habla de mí. No entiendo qué pretende con este juego. ¿Piensa
que me sentiré halagada? Ni en sus mejores sueños. Albergo un odio
visceral hacia él.
—¿Y cómo ha ido? —se interesa mi hermano.
—Bueno, todavía no ha pasado mucho, pero no me rindo.
—¡Nos vamos mañana, Ben! Va a ser difícil.
—No me subestimes, soy optimista.
Gruño y pongo los ojos en blanco, lo que llama la atención de mi madre.
—¿Qué pasa, cariño? No has tocado la comida. ¿Te sigue doliendo el
estómago?
—Sí —murmuro.
¡Y la cabeza por culpa de este gilipollas!
Pero me cuido de decir eso en voz alta, por supuesto. Mamá me da unas
palmaditas reconfortantes en la mano. Sonrío para tranquilizarla e intento
tragar otro bocado, pero me rindo ante una nueva oleada de náuseas.
Después de cenar, recojo la mesa y friego los platos. Todavía estoy un
poco mareada, pero me vendrá bien mantener la mente ocupada en otra
cosa.
—Leila, antes de irte a la cama, ¿puedes bajar la basura, por favor?
—¡Sí, por supuesto, mamá!
—¡Gracias! ¡Buenas noches!
Se retira con mi padre al dormitorio. Parece que todo el mundo ha
decidido irse a la cama temprano esta noche. Aprovecharé para hacer lo
mismo cuando vuelva de sacar la basura.
Edward me ha pedido que lo llame antes de acostarme. Estoy deseando
hablar con él. Mañana vuelve a casa. Tengo muchas ganas de verlo. Lo echo
tanto de menos que me duele. Su viaje parece haber ido bien, a juzgar por
las decenas de selfis y vídeos que me ha enviado. En uno descendía por las
pistas de esquí a una velocidad peligrosa mientras no dejaba de gritar que
había perdido el control y que iba a estrellarse. ¡Qué tonto es! Ese sentido
particular del humor siempre me arranca una sonrisa.
Extraigo las dos grandes bolsas de basura del cubo de la cocina y bajo al
sótano. Según abro la puerta, la luz automática se enciende. El hedor que
emana de este sitio es insoportable. Me tapo la nariz con una mano y con la
otra arrojo la basura al contenedor correspondiente. Me dispongo a subir de
nuevo al portal. Hasta que noto una presencia a mi espalda. No estoy
segura, pero me ha parecido oír unos pasos acercarse. Un escalofrío me
recorre la columna cuando la luz automática se apaga. Cierro los ojos y rezo
en mi fuero interno para que no haya nadie más en la habitación.
Pero mis oraciones son en vano. En un arrebato de coraje me doy la
vuelta y lo veo. Benjamin está de pie frente a mí. Tiene la mirada
ennegrecida, la respiración pesada. Se acerca sin decir una palabra.
Retrocedo tan rápido como puedo, pero mi espalda choca contra la pared.
Estoy atrapada.
39.

Leila
—Leila… Leila… ¿A dónde crees que vas?
Acorta la distancia que nos separa en unas pocas zancadas. Con el rostro
a escasos centímetros del mío, empieza a acariciarme el cuello.
—¡Apártate, cabrón! ¡No me toques!
Le doy un manotazo y hago el ademán de rodearlo, pero él se mueve con
rapidez, me bloquea el paso con ese cuerpo grande e infranqueable.
—¡Vaya! Tienes carácter. Eso me gusta —susurra antes de estamparme
contra la pared.
—¿Qué haces?, ¿qué quieres?
La voz aguda que me brota de los labios convierte la pregunta en una
súplica.
—¡Sabes de sobra lo que quiero! Lo has sabido todo el tiempo. No te
hagas la inocente conmigo, no va a funcionar. ¿Crees que no sé a que
juegas? Me has estado calentando como la buena puta que eres. Ahora me
toca cobrar la recompensa.
¿Qué?
Presiona las caderas contra mi bajo vientre.
—Maldito enfermo, ¡quítate de encima!
Lo empujo con todas mis fuerzas, pero Benjamin no se mueve ni un
ápice. Con una mano agarra las mías y las inmoviliza por encima de la
cabeza. Estoy aprisionada contra la pared. No tengo escapatoria. Me
revuelvo bajo su agarre, intento zafarme, pero es demasiado fuerte. Es
aterrador sentirse tan vulnerable. Tan débil, tan impotente. ¿Qué me va a
hacer? El pánico se apodera de mí. No puedo respirar, busco desesperada un
poco de oxígeno que llene de nuevo los pulmones. Tengo que reaccionar,
tengo que hacer algo antes de que esto llegue demasiado lejos:
—¡Para ahora mismo, suéltame! —grito con aplomo—. ¡Los vecinos te
oirán!
—Amenazas, siempre amenazas… Leila, el sótano está insonorizado,
nadie te va a oír.
Sonríe como el monstruo que es. Abro los ojos con horror cuando, con
una mano, me rasga la blusa.
Lucho, uso todas mis fuerzas para apartarlo. Pero él me retuerce las
muñecas y me inmoviliza por completo; el dolor es tan agudo que creo que
se van a romper. Acaricia los pechos con la mano libre mientras se relame.
No puede ser. Tiene que ser una pesadilla. Oh, Dios, ¡ayúdame!
—¡Basta, te lo ruego! —imploro con los ojos anegados.
—¡Oh, Leila! ¡Eres tan hermosa! —dice con voz perversa.
Nunca había sentido tanto miedo. Los ojos negros carecen de cualquier
emoción. Se muestra impasible ante mis ruegos, a la pestilencia del cuarto
de la basura; Benjamin permanece ajeno a todo, como si una fuerza oscura
lo poseyera. Tengo todos los sentidos alerta; el sudor me empapa las manos,
la frente; el corazón late a un ritmo peligroso. Espero lo peor. Entonces me
desabrocha los vaqueros con un movimiento brusco.
¡Va a violarme, joder!
—¡Para, Benjamin! ¡No lo hagas! ¡Por favor!
Berreo, histérica, sin dejar de suplicar. Intento hacerle entrar en razón por
todos los medios, pero nada funciona. Cuando agarra el elástico de los
vaqueros con brusquedad para bajarlos, le asesto una patada, me agito
debajo de él, lucho con desesperación.
—¡Socorro! ¡Ayuda!
—Cállate —gruñe antes de lanzar el dorso de la mano directo a mi
rostro.
Caigo al suelo, un poco aturdida. No tengo tiempo de recuperarme. Se
tumba encima de mí, me inmoviliza con el cuerpo y termina de quitarme los
pantalones. Su peso me aplasta. Siento toda la fuerza de su erección clavada
contra las bragas. ¿Cómo puede excitarse en esta situación? ¿No me oye
llorar?, ¿no ve el terror en mis ojos? ¡Es un monstruo! ¡Este hombre es un
monstruo!
Al cabo de unos minutos, no me quedan fuerzas para seguir peleando.
Me rindo. Con una mano me silencia los labios mientras con la otra se baja
la bragueta.
—Así está mejor, Leila. Sé buena y no te muevas. Ya verás cómo te
gusta.
Cierro los ojos para evadirme. Lloro, rezo en silencio. Preferiría morir.
No quiero sufrir esta atrocidad. Me separa las piernas con un movimiento
impaciente. Un grito de horror me desgarra la garganta al sentir cómo se
coloca. Cuando he perdido toda esperanza, la puerta se abre.
—¡Eh! ¿Qué hacéis ahí?
Es la voz de Robert, el conserje. Nunca me he alegrado tanto de verlo. A
Benjamin no le queda otra que levantarse. Aprovecho para escapar rodando
a un lado y abrocho lo que queda de la blusa lo mejor que puedo. Paralizada
por el miedo, me abrazo a mí misma, apoyo la frente en las rodillas en un
intento de calmar el temblor que me impide levantarme. El conserje no
parece percatarse de la verdadera situación debido a la penumbra.
—¡Lo siento, señor! No teníamos otro lugar para vernos. Ya sabe cómo
somos los enamorados —miente Benjamin sin ningún pudor.
—Lo entiendo. Yo también fui joven una vez, pero no podéis quedaros
aquí. La próxima vez, buscad un hotel —bromea el conserje, que le da una
palmadita amistosa en el hombro.
Siento que voy a desfallecer. La camaradería entre los dos hombres
intensifica el sentimiento de repulsión. Me siento sucia, vacía, mancillada.
—Sí, por supuesto. Venga, cariño, ¡vamos!
Me agarra del codo para levantarme. No sé por qué obedezco. Podría
gritar, podría contarle a Robert, a los vecinos, lo que ha estado a punto de
ocurrir; pero, en vez de eso, me quedo callada. Cuando atravieso la puerta,
una nueva descarga de adrenalina me invade. Corro escaleras arriba a toda
velocidad para llegar a casa antes que Benjamin. Enseguida oigo sus
pisadas. Está cerca. ¡Oh, no, otra vez no! Dios, por favor, ayúdame.
Agarro el pomo de la puerta. Unos segundos más y estaré a salvo. En
medio del pánico, lucho por introducir la llave en la cerradura, pero
Benjamin me alcanza, me hace girar con un tirón del brazo y me empuja
contra la pared del pasillo.
—No ha pasado nada, ¿me oyes?
Me habla muy cerca del rostro, en un susurro que casi suena como un
rugido. Su actitud es amenazante, malvada. Me miro los pies sin dejar de
temblar.
—De cualquier modo, si dices algo, lo negaré todo. Veremos a quién de
los dos cree Rayan.
No respondo. Me sacude con más fuerza.
—¿Me has entendido?
Asiento con un nudo en la garganta. No puedo hablar, no me queda voz.
Por fin me suelta y entra en el apartamento. Me dejo caer despacio al suelo,
donde doy rienda suelta al llanto. Quiero gritar, desaparecer. Lloro durante
varios minutos hasta que consigo recomponerme y entrar en casa. Enfilo
hacia la habitación y me refugio bajo las sábanas. Ni siquiera me cambio de
ropa. Cierro los ojos, pero las imágenes de esta noche se repiten incesantes
en la cabeza y me impiden dormir. He escapado de un acto atroz. Debería
estar aliviada, contenta, pero no es así. La culpa me corroe. No entiendo
cómo he podido verme envuelta en esta situación.
«Me has estado calentando como la buena puta que eres. Ahora me toca
cobrar la recompensa».
¿Qué hice para provocarlo? ¿Por qué me avergüenzo y por qué me quedé
callada delante de Robert, cuando podría habérselo contado todo?
No quiero que nadie lo sepa. Decido borrar el amargo recuerdo de la
memoria, enterrarlo en lo más profundo del subconsciente, fingir que nada
ha ocurrido para olvidar todo.
40.

Leila
Al día siguiente amanezco dolorida y deprimida. Oigo gente charlando
en la cocina. Sobre todo me llega la voz del cabrón de Benjamin. Bromea y
ríe con mi madre como si no hubiera pasado nada.
Me levanto y me desperezo, intento ignorar los oscuros recuerdos de la
noche anterior.
—Leila, ¿estás despierta?
Sonia abre la puerta con cuidado para asegurarse de que no molesta.
—Sí, puedes entrar.
—Mamá me ha pedido que venga a buscarte. Rayan y Ben se van
enseguida y quiere que vengas a despedirte.
Un sentimiento de rabia pero también de miedo se apodera de mí hasta
hacer que me cueste respirar. Ver la cara de ese hijo de puta depredador es
lo último que necesito. Solo quiero que se vaya, que desaparezca y, si es
posible, que arda en el infierno. Lo odio, ojalá pudiera gritarlo a los cuatro
vientos. Me gustaría explicárselo a Sonia, a mi madre, contar lo que se
atrevió a hacer, pero las palabras se atascan en la garganta; no debería ser
así, pero la vergüenza no deja que salgan.
—¡No, paso! —acabo respondiendo—. Dile a mamá que todavía estoy
dormida.
—Pero ¿por qué? Es bastante simpático y tengo que reconocer que
también muy guapo. Incluso si, como es obvio, solo tiene ojos para ti. Pero,
bueno, estoy acostumbrada a que todos los chicos que conocemos se
enamoren de mi preciosa hermana mayor.
¿Guapo? ¿Simpático?¿Es una broma? Ese tío es un puto monstruo y
espero que sufra una muerte espantosa. ¡Creo que nunca he odiado tanto a
nadie en mi vida!
—No le aguanto, lo único que quiero es que se vaya cuanto antes —digo
en tono seco.
—¡Te comportas de una forma muy rara! ¿Has estado llorando?, ¿seguro
que estás bien?
¡No, no estoy bien! Y no se si volveré a estar bien jamás.
Algo se rompió en mi interior anoche, pude sentirlo. Como una ramita
cuando se parte bajo el peso de un zapato. Me siento frágil, vulnerable, a
merced de cualquier depredador que quiera hacer de mí lo que quiera. Mi
padre, mi hermano y ahora Benjamin. Tengo la horrible sensación de que
atraigo a ese tipo de personas, de que nunca acabará el sufrimiento, de que
siempre abusarán de mí. Creo que no llegaré a graduarme, es inútil. No lo
conseguiré, me matarán por el camino, estoy segura. ¿Qué sentido tiene
luchar? Mi futuro está aquí, en este sótano de basura pegajosa, utilizada
como saco de boxeo o como algo peor. Mortificada por mis propios
pensamientos, aún me queda fuerza para saber que no debo ceder, que tengo
que obligarme a seguir adelante. Si me rindo, apagaré la última llamita que
aún arde dentro de mí y que me ha permitido avanzar hasta ahora. Si eso
ocurre, ellos habrán ganado. Y no puedo, no quiero aceptarlo.
Temerosa de que pueda descubrir lo que ha pasado, solo respondo a mi
hermana encogiéndome de hombros. Si todo esto sale a la luz, no creo que
pueda superarlo. Ella no insiste, cierra la puerta y yo vuelvo a meterme en
la cama. Intento distraerme un rato con el móvil, cuando veo que tengo
cincuenta y cuatro llamadas perdidas y quince mensajes de Edward.
¡Mierda!
Había quedado en llamarlo anoche; pero, por razones obvias, se me
olvidó. Marco su número, solo son las ocho, lo más probable es que aún
este durmiendo, pero quizá responda. Me aclaro la garganta un par de veces
mientras escucho la señal en el teléfono. No quiero correr el riesgo de que
me note en la voz que algo va mal, no sería capaz de contarle lo que ha
sucedido. ¿Qué pensaría de mí?
Contesta cuando ya estoy a punto de colgar. El sonido de esa voz ronca,
aún adormecida, me templa el corazón.
—Hola, nena. ¿Todo va bien?
—Sí…
Hablo en voz baja; no quiero que me oigan en casa.
—¡Jesús, Leila, me has dado un susto de muerte! ¡Estuve a punto de
acercarme hasta tu casa anoche!
—¿De verdad?
—¡Sí! ¡Estaba preocupado! ¡Pensé que te había pasado algo!
¡Si él supiera!
—Se suponía que ibas a llamar antes de ir a la cama, ¿recuerdas? Ni te
pusiste en contacto ni cogías el teléfono; no sé, me entró pánico…
Sonrío. Siento como entra la alegría en mi corazón ¡Es tan agradable que
alguien se preocupe así por mí! Me siento renacer, es como un bálsamo en
la herida abierta por Benjamin. Ahora me doy cuenta de lo mucho que
significa para mí, de lo esencial que se ha convertido en mi sombría vida,
de lo mucho que lo necesito para creer que todo irá bien, que hay esperanza
tras esta pesadilla.
—¡Edward!
Le interrumpo, pero él continúa:
—Leila, la próxima vez que digas que me vas a llamar, ¡llámame! Si no,
yo…
—¡Edward!
Me río, me divierte mucho esa tendencia suya a hacer monólogos
interminables.
—¿Qué?
Parece un poco irritado. Respiro hondo:
—¡Te quiero!
Se produce un silencio sepulcral antes de que reaccione:
—¿Qué?
Me lo imagino asombrado, pasándose una mano por el pelo.
—¡Te quiero! —digo un poco más alto, pero tampoco demasiado. Los
demás siguen en la cocina y se supone que estoy durmiendo.
—¿Perdón?
Puedo adivinar una sonrisa burlona a través del teléfono.
—Ya me has oído.
—No, de verdad que no.
Miente para que lo repita.
—¡Oh, nena! ¿Quieres decir que me perdonas?
—¡Sí!
Quizá estoy olvidando con demasiada rapidez el episodio de las bragas
de Andrea; pero, después de lo de anoche, lo que más deseo en el mundo es
acurrucarme entre sus brazos y dejar que me cubra con el manto del amor
como solo él sabe hacerlo. Lo necesito para reparar mi alma maltrecha.
—¡Joder! Princesa, ¡no te puedes imaginar lo feliz que soy ahora mismo!
¡Yo también te quiero! ¡Te quiero más que a nada! ¿Puedes venir a verme
hoy después del trabajo para que pueda demostrarte cuánto te quiero?
—Sí.
—¿Lo prometes?
—Sí, lo prometo.
—Hasta luego, nena.
—Hasta luego, Edward.
Cuelgo. Mi estado de ánimo ha dado un vuelco gracias a él. Oigo abrir y
cerrar la puerta principal, asumo que mi hermano y su horrible amigo se
han ido por fin. Doy un suspiro de alivio, largo y profundo. La vida vuelve
de nuevo.
Salto de la cama, dispuesta a enfrentarme al nuevo día. Sigo teniendo
náuseas, pero me encuentro mucho mejor. Me ducho con más ímpetu y
minuciosidad que en otras ocasiones, quiero eliminar cualquier huella del
agresor. Los pensamientos negativos intentan entrar de nuevo en el cerebro,
pero los bloqueo. ¡No quiero pensar en ello! Por mi salud mental será mejor
que lo olvide.

***

En el trabajo, las horas pasan con rapidez. Ya estoy en el taxi, camino a


casa de Edward ¡Tengo tantas ganas de verlo! Estoy impaciente. Parece que
han pasado años desde la última vez. Quiero que borre con amor y dulzura
los malos momentos de anoche. Fue horrible y podría haber sido aún peor.
Cierro los ojos para apartar esos horribles recuerdos de la cabeza.
Oigo el timbre del ascensor. Estoy en el apartamento de Edward. Sin
embargo, no lo veo. Busco mi alrededor. De pronto, doy un respingo al
sentir dos manos cogiéndome desde atrás.
—Nena —me susurra al oído antes de besarme la oreja con suavidad.
El corazón alborotado late con fuerza. Tenerlo junto a mí, oírlo, sentir el
contacto de sus manos es lo que necesitaba para sentirme bien. Me giro y lo
beso con infinita ternura, solo me detengo un momento para susurrarle en la
boca:
—Edward…
—¿Sí, nena?
—¡Hazme el amor!
41.

Leila
Edward me contempla con la mirada enajenada, está sin palabras. No
esperaba ese atrevimiento por mi parte. Yo tampoco, a decir verdad, pero la
proximidad de nuestros cuerpos despierta mis instintos más primarios.
—¡Tus deseos son órdenes, princesa!
Esboza una sonrisa triunfal, hunde las manos por mi cabello, roza los
labios con los míos. Dejo escapar un suspiro de satisfacción. Lo he echado
tanto de menos: su olor, su dulzura… Solo él me hace perder la cabeza.
Edward también es mi obsesión. Él da sentido a todo. ¿Cómo pude
abandonarlo, apartarlo de mi lado?
Interrumpe nuestro beso para humedecerse los labios y mis ojos recaen
en la boca tentadora. Luego, reclama de nuevo mis labios con un beso
insaciable, profundo; no se detiene hasta que nos falta el aire.
Sus manos recorren mi cuerpo con avidez, como si intentara memorizar
cada detalle. Me estremezco anticipándome a lo que está por llegar.
Necesito más. No está lo bastante cerca. Enredo los tirabuzones dorados
alrededor de los dedos y tiro de ellos en un intento desesperado de acercarlo
a mí. Su reacción está a la altura de mis expectativas. Gruñe y me atrae
hacia él agarrándome del culo. Le rodeo la cintura con las piernas para a
continuación arrasar la boca tentadora. El camino hacia el dormitorio es un
verdadero caos. Chocamos varias veces con la pared del pasillo, casi
caemos por las escaleras; pero al final nada puede interponerse en nuestra
pasión.
Cuando por fin llegamos a la habitación, Edward me tumba de espaldas
sobre la cama. Se quita la camisa con premura, luego los pantalones, todo
ello sin despegar de mí la mirada risueña. Una sonrisa pícara me curva los
labios mientras admiro la belleza de ese cuerpo perfecto: los músculos
torneados, la piel ligeramente bronceada, los tatuajes que le confieren un
aire de chico malo… Se inclina hacia mí con un movimiento elegante.
—¿Piensas dejarte la ropa puesta, nena?
—No. Quiero que me la arranques tú.
—Hoy estás muy exigente.
Apoya una rodilla sobre el colchón y se coloca sobre mí con lentitud
deliberada, como un enorme felino a punto de abalanzarse sobre su presa.
Mantiene los labios a escasos centímetros de los míos.
—Primero nos desharemos de esto —dice tirando de mi jersey.
Levanto los brazos y él me lo sube por encima de la cabeza.
—Ahora de esto —murmura desabrochando el sujetador.
Me incorpora un poco, sujetándome por la espalda, lo quita sin dificultad
y lo tira al suelo.
—Leila, me gustas muchísimo.
Entro en tensión al oír las palabras de Benjamin en los labios de Edward.
Un escalofrío de miedo me recorre la espalda. ¡No, no, no! Me niego a dejar
que arruine este momento. Sacudo la cabeza para deshacerme del recuerdo
traumático y centro toda mi atención en Edward.
—Solo quedan los vaqueros. Deberías llevar faldas, nena. Sería mucho
más fácil follarte.
Ese modo tan directo de hablar ya no me molesta. Me he acostumbrado.
De alguna manera, incluso me pone a cien. He tenido tiempo de comprobar
que, en realidad, Edward es respetuoso, considerado, siempre atento a mis
deseos.
Me descalza, desabrocha los vaqueros y los baja con habilidad. Se sienta
a horcajadas sobre mí, pasea los ojos hambrientos por mi cuerpo desnudo
mientras me acaricia los pezones duros y anhelantes con los dedos.
—Oh, nena. Tu cuerpo es tan receptivo… No sabes cómo te necesito
ahora mismo.
Habla en voz baja, afectada por el deseo. Una humedad familiar me nace
entre las piernas, que aprieto en un intento de apaciguar el deseo
insatisfecho.
—Te gusta que te hable así, ¿verdad?
Traza una línea ardiente desde la barbilla hasta el bajo vientre con las
manos. Me está provocando, pero yo guardo silencio con las mejillas
coloradas.
—No hace falta que contestes. Tu cuerpo te traiciona. ¿Ves?
Con el dedo índice recoge la evidencia de mi excitación y se la lleva a la
boca.
—Me encanta tu sabor. Estaba dispuesto a jugar más, a lamerte, a
devorarte hasta que no pudieses dejar de gritar… Pero creo que ya estás
lista para que te haga mía.
La sonrisa arrogante que le aparece en los labios debería exasperarme,
pero tiene razón. Estoy lista. Ardo en deseos de recibirlo dentro de mí.
Estoy por completo bajo la droga de su tacto, del placer.
Se inclina hacia mí para besarme con pasión. Esa lengua es capaz de
hacer maravillas. Intento seguirle el ritmo, pero pronto me quedo sin
aliento; estoy demasiado excitada.
—¡Por favor, Edward! —imploro entre jadeos.
—¿Qué quieres, Leila?
—Quiero… Deseo…
—Sé más específica, nena.
Cabrón arrogante.
—¿Cómo te gustaría correrte?, ¿quieres que use los dedos?
Los desliza por la humedad impregnada en los delicados pliegues de mi
intimidad, lo que hace que me retuerza de placer.
—¿Mejor la lengua?
Se inclina para lamer con delicadeza un pecho, luego el otro.
—¿O prefieres la polla?
Frota la erección descomunal contra el centro de mi placer. Si sigue así,
alcanzaré el orgasmo antes de empezar. Un gruñido de frustración se me
escapa de la garganta, lo que lo hace reír. Me entran ganas de estrangularlo.
A Edward le gusta volverme loca, y se le da bastante bien.
—¡Todo! Lo quiero todo —contesto al fin.
—Me encanta que me supliques que te folle.
Una carcajada le brota de los labios, lo que hace aflorar el hoyuelo en la
mejilla. No despega la dulce mirada verdosa de la mía. Me derrito en las
sábanas. Tiene suerte de que encuentre ese carácter infantil tan adorable, me
hace olvidar su arrogancia. Se levanta para quitarse los calzoncillos, luego
me desliza las bragas por las piernas. Coge un condón de la mesita de noche
y lo desenrolla lentamente por el miembro. Cuando termina, un brillo
peligroso destella en sus ojos. Las pupilas dilatadas ennegrecen el verde de
los iris, los transforman en una selva oscura. La pasión en su gesto le
confiere un aspecto salvaje, casi animal. Va desplegando el cuerpo
imponente sobre el mío mientras me cubre de besos el vientre, los pechos,
asciende por el cuello y termina en la boca. Se apoya sobre un antebrazo y
empieza a acariciarme el sexo. Después me separa las piernas para
penetrarme despacio. Gimo de placer. Edward sale y entra de mi cuerpo,
cada vez más profundo, con un lento vaivén.
Se está esforzando por mantener el control, lo noto. Sin embargo, no
quiero que lo haga. Desciendo las manos por la espalda recia, clavo los
dedos en los glúteos tonificados y lo invito a moverse más deprisa.
—Quiero más, Edward.
—¿Está segura? ¿No te duele?
Me dirige una mirada febril, hambrienta.
—Sí. No soy de cristal —rezongo, frustrada.
Edward se echa a reír.
—Vale, nena, pero no te quejes si después no puedes caminar erguida.
Impone un ritmo rápido y duro. ¡Oh, Dios mío! Ahogo un amplio
quejido de gozo en sus labios cada vez que los embistes violentos llenan el
vacío en mi interior. Me eleva una pierna para colocarla sobre el hombro. El
cambio de postura es sublime. Ahora está enquistado en lo más profundo de
mi ser. No puedo parar de gritar.
Cuando pienso que la sensación es exquisita y ya no puede ser mejor,
Edward cambia de postura, acomoda el ritmo a lo que necesito, más rápido,
más lento. Sus manos están por todas partes, estimulando lo que el resto del
cuerpo no puede hacer. Una insoportable tensión crece y aumenta en mi
interior a ritmo de caracol. Hace rato que he dejado la mente en blanco,
pero debo estar gritando, porque de fondo oigo mis gemidos y súplicas.
Edward me observa sin perder detalle, con una sonrisa triunfal en los labios.
—Sí, vamos nena. Eso es, córrete para mí.
Entrelaza nuestras manos y las apoya contra el cabecero de la cama, lo
que me deja por completo a su merced. Eso es todo lo que necesito para
llegar al punto álgido. Se me nubla la vista, las piernas ceden, tiemblan.
Noto cómo los músculos internos se contraen cuando la intensa descarga de
placer me recorre de la cabeza a los pies. ¡Dios mío! Este es el segundo
orgasmo en mi corta vida sexual y me pregunto cómo me las arreglaba
antes para satisfacerme yo sola. Unos vaivenes después, Edward también
alcanza el punto álgido y se corre dentro del condón. Cuando por fin abro
los ojos, lo encuentro desnudo, tendido a mi lado, sin aliento. Me observa
con amor a través de los hermosos ojos verdes, me besa con ternura.
—Te quiero, nena.
—Te quiero, Edward.
42.

Leila
—Nena, despierta.
Oigo la voz de Edward desde las profundidades de mi sueño. Yo
protesto, pero él insiste.
—Vamos, princesa. Me encantaría que te quedases conmigo, pero es
tarde. No quiero que tengas problemas con tu padre.
—¿Qué hora es? —pregunto, frotándome los ojos.
Los párpados me pesan, siguen sin querer abrirse, y la luz de la
habitación se ha convertido en mi peor enemigo. No quiero salir de este
dulce sueño reparador. Lo necesito. Estoy agotada.
—Las siete y media, cariño.
Tiene razón, me tengo que ir. Haciendo un gran esfuerzo, abro al fin los
ojos. Edward está más guapo que nunca sonriendo a escasos centímetros de
mi cara. Yo también sonrío, deslumbrada por la perfección de sus rasgos.
Levanto la cabeza y lo beso. No puedo evitarlo. Lo que iba a ser una caricia
casta e inocente pronto se transforma en lujuria y el deseo vuelve a renacer
con fuerza en nuestros cuerpos.
Después de unos minutos, ambos estamos excitados, otra vez sin aliento.
Dios, daría cualquier cosa por satisfacer este apetito de nuevo, pero las
cosas son como son, tengo que volver a casa. Despego los labios de los
suyos y me incorporo para vestirme.
—Gracias por despertarme. Me había quedado dormida.
—Créeme, princesa, me ha costado hacerlo. Me gustaba verte dormir tan
plácidamente entre mis brazos. Además, he descubierto que hablas en
sueños. Me he enterado de tus secretos más oscuros.
Me guiña un ojo.
—Ah, ¿sí? ¿Qué he dicho?
Pregunto con curiosidad, pero también con pánico, con temor por si
hubiese mencionado algo que pudiera ponerle sobre la pista de lo que pasó
con Benjamin. Sonríe mientras se frota la nuca. Aparecen esos hoyuelos
que adoro. ¡Dios, estoy loca por él!
—Dijiste que yo era el hombre de tu vida. ¡Que nunca más me dejarías!
Lo miro mientras niego con la cabeza entre risas, sé perfectamente que
miente.
—Ah, ¿sí?
—¡Sí! También dijiste que mi cuerpo te volvía loca, que nunca nadie te
había hecho tener un orgasmo tan fuerte.
Los ojos le brillan joviales.
—¿De verdad?
Lo confirma con un movimiento de cabeza burlón que podría traducirse
como «no puedo evitar ser irresistible».
Recojo las bragas del suelo y me las pongo deprisa, aún me resulta un
poco incómodo estar desnuda delante de él. Decido seguir el juego y bajarle
los humos.
—Pero antes de estar contigo lo hice con Norbert, y era bastante bueno.
Edward frunce el ceño, con un movimiento felino llega hasta mí y me
abraza por detrás.
—¿Seguro que ese cabrón era mejor que yo? —me susurra al oído antes
de mordisquearme el cuello.
Con las dos manos empieza a acariciarme los pechos. Los masajea al
tiempo que atrapa los pezones entre el dedo índice y el pulgar para tirar de
ellos. Me estremezco de placer y arqueo la espalda contra él.
—¡Joder, Leila! ¡No hagas eso si no quieres que te viole!
Se me hiela la sangre, las imágenes de Benjamin empujándome contra la
pared me vuelven a la mente. Me aparto de él con un gesto brusco. Edward
retrocede, sorprendido por este repentino rechazo.
—Solo estoy bromeando, nena. Yo nunca te haría daño.
Me sonrojo, avergonzada por la reacción tan desproporcionada que
acabo de protagonizar. Sé que Edward nunca haría algo parecido. No sé
bien que me ha pasado, por un instante perdí el control, quien estaba a mi
espalda no era el hombre que amo, sino el hijo de puta de Benjamin.
—Además, no hace falta llegar a esos extremos teniendo en cuenta cómo
me suplicabas hace unas horas —añade entre risas, aunque creo que bromea
para ocultar la preocupación por la reacción que he tenido.
—¡No me acuerdo! —me burlo.
—Me encantaría refrescarte la memoria, pero tenemos que irnos, nena.
Asiento y me visto.
Poco después, en el aparcamiento, Edward camina hacia el Range Rover.
Me siento incómoda al ver el coche.
—¿Te importaría llevar el Mercedes?
Se detiene y me mira con cariño.
—Leila, ¡te prometo que no pasó nada! Pensé que por fin me habías
creído.
—¡Sí! Te creo, pero….
Me tiemblan los labios. Las lágrimas, caprichosas, están a punto de
brotar, ni siquiera puedo terminar la frase. Edward me envuelve con los
brazos. Me refugio en su cuello y respiro ese aroma que me encanta. La
dulzura que me regala aún me hace llorar más. ¿Qué coño hago llorando
así?
—Shhh… Nena, no llores —me ruega, apretándome con ternura—.
Vamos con el Mercedes si quieres.
—Gracias… Lo siento. No sé qué me pasa, estoy un poco sensible.
Me sorbo la nariz y me limpio las lágrimas con la mano siempre bajo su
tierna mirada.
—No pasa nada, cariño, lo entiendo.
Hacemos el camino a casa en silencio. Edward parece ensimismado.
—Leila, ¿todavía tienes el estómago revuelto?
—Sí y no. A veces tengo ganas de vomitar, pero eso es todo. Se me pasa
sin más. Tengo que aprender a no comer de cualquier manera. Mi estómago
me lo agradecerá.
—¿Y dices que también estás cansada y sensible últimamente?
—¡Sí! He estado trabajando mucho y… ¿A dónde quieres llegar?
Estamos a poca distancia de mi casa. Edward se detiene, apaga el motor,
se vuelve muy despacio hacia mí y entonces dice algo que casi acaba
conmigo:
—Leila, creo que estás embarazada…
43.

Leila
—Leila, creo que estás embarazada…
Esas palabras surrealistas me taladran la cabeza. Tardo unos segundos en
reaccionar.
—¡¿Qué?!
—Escucha, no es seguro, pero los síntomas que describes son los de un
embarazo.
Edward juega con nerviosismo con uno de los anillos. Lo hace girar
alrededor del dedo mientras me rehúye la mirada. Un silencio cargado se
instaura en el coche.
—No puedes estar hablando en serio. ¿Es una broma? Dime que es una
broma.
—Nena…, guardemos la calma. Primero tenemos que hacerte un test.
Puede que no sea nada. Puede que tengas razón y solo se trate de una
intoxicación alimentaria —explica sin mucha convicción.
Por el tono vacilante en la voz, me doy cuenta de que no cree que sea el
caso.
Rompo a llorar. Edward me rodea con esos brazos protectores. No
reacciono, me quedo inmóvil, estoy aturdida.
—Embarazada… Un test…
Distraída, repito las palabras, que me abrasan la lengua con cada sílaba.
Atemorizada ante la nefasta posibilidad, me llevo las manos a la cabeza y
empiezo a tirarme del pelo. No puedo creerlo. Siempre he tenido un
comportamiento ejemplar, acato las órdenes de un padre maltratador y
misógino, nunca hago tonterías, llevo una vida tranquila, no corro riesgos
innecesarios. Ahora, por un error, un desliz, cabe la posibilidad de que me
haya quedado embarazada del primer chico con que me acuesto.
—¡No, no, no! ¡Es imposible! ¡No puede estar pasando!
Repito la frase una y otra vez en un intento de autoengañarme, de huir de
la realidad.
—Sí, Leila, sí es posible. ¡Es mi puta culpa! ¿Cómo pude ser tan
estúpido?
Golpea el volante con los puños, fuera de sí. Cuando por fin se calma
deja caer la cabeza entre las manos.
—¡Si no hubiera olvidado ponerme el puto condón, no estaríamos aquí!
¡Joder, mi padre me va a matar!
—¿Tu padre? ¿Tu padre te va a matar? —grito, furiosa al oírle decir eso
—. ¡Joder, Edward! ¿Y mi padre? ¿Has pensado en lo que hará? ¡Me dará la
paliza de mi vida!
Lloro desconsolada, con el cuerpo convulsionándose debido a la
ansiedad. ¿Qué voy a hacer? Si de verdad estoy embarazada, será el fin para
mí. Mi familia me repudiará, me echará a la calle. Mi padre jamás aceptará
semejante humillación. Lo he oído hablar demasiado a menudo de la hija de
uno de los vecinos que, según él, había deshonrado a la familia teniendo un
niño a mi edad. La pobre chica quedó desamparada, sin dinero, iba de
albergue en albergue. A menudo la he visto deambulando por los parques
con el cochecito intentando evitar las miradas llenas de reproche o de asco
de la gente del barrio.
Hoy por hoy vive como una marginada. Por supuesto, el chico que la
había dejado embarazada no soportó la presión. Apenas se enteró de la
noticia desapareció sin pensarlo dos veces.
Eso es lo que me espera. Edward se desentenderá del niño, no podré
estudiar y viviré en la precariedad durante el resto de mi vida. Ese futuro
brillante que tanto ansiaba se desvanece de un plumazo. Mamá contaba
conmigo para salir de la situación de miseria en que vivimos. «Leila es muy
inteligente», repetía a quien quisiera escucharla. «Es la mejor de la clase.
Saca muy buenas notas. Llegará lejos en la vida».
Ya lo creo, ¡voy a ser la reina del Saba! No puedo ni imaginar la
decepción que le voy a causar.
—¿Qué vamos a hacer, Edward? No podemos tener un hijo. Somos muy
jóvenes y…
Las lágrimas se deslizan una vez más por mis mejillas. Edward me acuna
entre los brazos, me da suaves besos en el cuello y en las sienes, me acaricia
el pelo. Dejo escapar un suspiro a fin de disipar la angustia que me oprime
el pecho. Él también intenta reconfortarme, me rodea el rostro con las
manos y fija los ojos verdes en los míos.
—Leila, mírame. No tiene sentido ponerse así ahora. Tenemos que
esperar a hacer un test para estar seguros; entonces, decidiremos qué hacer.
Me sorprende su madurez, el modo en que me tranquiliza, pero la mirada
cargada de ansiedad lo delata. Puedo leer en esos ojos verdes la
incertidumbre. Sé que está tan asustado como yo, pero se esfuerza por
hacerme sentir mejor. Lo quiero aún más por ello. Debería enfadarme con
él; al fin y al cabo, esta situación ha sido en parte por su culpa, pero no me
atrevo a hacerlo. Tampoco sería justo. Yo tampoco tomé las precauciones
necesarias.
Nos quedamos un rato en silencio, cada uno perdido en sus
pensamientos. Hago un balance de la situación, reflexiono sobre lo que
acaba de ocurrir. Al final me atrevo a compartir con él mi mayor
preocupación:
—¿Edward?
—¿Sí, mi amor?
—¿Vas…? ¿Vas a dejarme?
Continúo con el rostro apoyado en su hombro; es mejor así, ahora no
podría sostener la intensa mirada verde esmeralda. Tengo miedo de lo que
pueda leer en ella.
—¿Qué? ¡No, Leila, ¡claro que no! ¿Por qué dices eso?
Me acaricia las mejillas con los pulgares antes de añadir:
—¡Te quiero! Métete eso en la cabeza. No voy a ir a ninguna parte.
Vamos a afrontar esto juntos, ¿vale?
—Edward… No sé si querré abortar. Pero tampoco te impondré nada que
no quieras.
Sé que me anticipo a los acontecimientos, pero no puedo evitarlo. La
ansiedad me corroe por dentro. Guarda silencio durante un momento,
parece reflexionar sobre lo que acabo de decir. Un silencio ensordecedor se
instala entre nosotros y se me hiela la sangre, temo lo peor.
—Ya veremos, nena. Decidiremos qué hacer cuando llegue el momento.
—Me besa con ternura—. Ven a mi casa mañana después del trabajo. Iré a
la farmacia a comprar las pruebas necesarias para que te las hagas cuando
llegues.
—Vale.
Me giro para abrir la puerta.
—¡Espera!
Me agarra del brazo. Lo miro, abre la boca varias veces, pero la vuelve a
cerrar, como si quisiera añadir algo, pero no se atreviera. Al final dice:
—Te quiero, Leila.
—¡Te quiero, Edward!
Me apresuro a entrar en casa, subo las escaleras corriendo. Compruebo la
hora antes de abrir la puerta: son las nueve. Espero que mi padre no esté
levantado, esperando para echarme una reprimenda. Llevo un tiempo
llegando tarde a casa, aunque, hasta ahora, he conseguido que no se dé
cuenta. Abro la puerta con cuidado. Las luces están apagadas; señal de que
todos están durmiendo. Parece que la suerte sigue de mi lado. Dejo escapar
un largo suspiro de alivio y camino de puntillas a la habitación.
Entonces, la voz de mi padre me sobresalta. Está sentado en el sofá, en
mitad de la penumbra, con esa mirada macilenta que no augura nada bueno
clavada en mí.
—¡Mírala! ¡Vaya, vaya! ¿Quién ha decidido finalmente volver a casa?
Me quedo helada en el sitio. Un sudor frío me empapa la espalda. Sé
muy bien lo que me espera.
44.

Leila
—¿Papá? ¿Aún despierto?
Intento parecer despreocupada a pesar de que el corazón está a punto de
salírseme del pecho.
—Sí. Te estaba esperando. Ven aquí.
El tono autoritario delata su enfado y rezo por dentro para que no se
ponga violento. Me hace señas para que me siente a su lado. Lo hago
mientras evito mirarlo a los ojos. Estoy asustada.
—¿De dónde vienes así?
—Estaba… estaba en el trabajo, ya lo sabes. Hoy me ha tocado cerrar,
por eso llego tan tarde.
Intento sonar convincente, pero tengo la garganta tan cerrada que no dejo
de titubear.
—Ah, ¿sí?
Se acaricia la barbilla. Habla en un tono suave, nada propio de él; pero,
en contraste con esa calma exagerada, la mirada es amenazante. Se me eriza
el vello de la nuca.
—Últimamente te toca cerrar mucho, ¡qué raro! ¡Tu hermana no trabaja
tanto como tú!
Las manos me tiemblan y las coloco entre los muslos para disimular. Si
se da cuenta, sabrá que estoy mintiendo.
—No me estarás mintiendo… No le harías eso a tu pobre padre,
¿verdad?
Va elevando el tono poco a poco. Pego un pequeño brinco y él se ríe,
encantado de infundir pavor. A mi padre le gusta someter a su presa,
dominar y ser temido.
—¡No, no! ¡Te prometo que te estoy diciendo la verdad, papá!
—No fuiste a hacer cosas que no debías con quien sea que fuera en el
cuarto de la basura, ¿verdad?
—¿Qué?
Abro los ojos de par en par, sorprendida y horrorizada cuando menciona
ese lugar. Intento tragar el nudo que se me ha formado en la garganta.
—Verás, Leila, ya sabía que eras una pequeña mentirosa, pero no me
imaginaba ni por un segundo que también fueras una sucia libertina.
Habla despacio, escogiendo con cuidado cada palabra. Tengo la garganta
seca, siento cómo me voy encogiendo mientras escucho el macabro relato.
Las paredes de la habitación parecen caer sobre mí y lucho por encontrar
oxígeno para abastecer a los pulmones.
—Por eso me sorprendió mucho cuando nuestro amigo Robert, el
conserje, me contó algo muy interesante sobre ti.
Dejo de respirar. Creo que me voy a desmayar.
—Me encontré con él esta mañana y me dijo, con cierta satisfacción, que
te pilló anoche con tu novio a punto de…
—¡No! Eso no es cierto, papá, lo juro, yo…
Intento aclarar las cosas, pero antes de que pueda hacerlo me estalla una
fuerte bofetada en la mejilla. Me cubro la cara, ya cubierta de lágrimas,
intentando amortiguar el dolor.
—¡No te atrevas a interrumpirme, pequeña zorra!
Intento alejarme, pero me agarra del pelo; entonces, grito y cierro los
ojos sin el valor para enfrentarme a esa mirada cruel.
—A dónde te crees que vas, ¿eh? Entonces, ¿quién es ese gilipollas con
el que haces guarrerías bajo mi techo?
Guardo silencio. Estoy aterrada.
—¡¡Responde!!
Grita antes de golpearme tan fuerte que caigo al suelo. Paralizada por
completo, noto el sabor de la sangre que me inunda la boca. Cada
centímetro del cuerpo me tiembla con vehemencia. Intento recuperarme,
pero él se levanta y avanza hacia mí con paso decidido. Me arrastro para
retroceder todo lo que puedo, pero él me alcanza, toma impulso y me da
una patada en el estómago. El dolor hace que me retuerza, plegada sobre mí
misma.
Veo a Mi madre y a Sonia, probablemente alertadas por los gritos, entrar
en el salón. Me miran horrorizadas por la escena tan desagradable.
—Te juro, Leila, que, si no me dices quién es, ¡te voy a matar! —escupe
lleno de ira.
Nunca lo he visto tan encolerizado. Se arrodilla frente a mí, con una de
las manos ásperas me coge por la cabeza mientras con la otra amenaza con
otro golpe. Levanto el brazo para protegerme la cara, que sé que ya está
magullada.
—¡Basta, papá, te lo ruego! —grita Sonia.
—Ocúpate de tus asuntos si no quieres correr la misma suerte —le
advierte con el dedo índice.
Al instante se vuelve otra vez hacia mí. El odio que irradia por los ojos
me traspasa y me hace temer lo peor.
—¡¡Dime quién es ese hijo de la gran perra, Leila!!
—Es Benjamin —confieso justo antes de que aseste un nuevo golpe—.
¡Me siguió e intentó violarme! ¿Recuerdas cuando mamá me pidió que
sacara la basura?
Vacila unos segundos, a la espera de que concluya. Rezo para que me
crea. Hago un esfuerzo para ser coherente y continúo:
—Bajó justo después de mí y me acorraló en el sótano para… —Trago
saliva— para hacerme daño.
Mi madre suelta un grito de horror. Mi padre, paralizado, parece calibrar
si mis palabras son ciertas.
—¿Estás hablando de Benjamin, el amigo de Rayan?
—¡Sí! —confirmo implorándole con la mirada.
Solo durante un instante siento un pequeño rayo de esperanza, puede que
me perdone, pero me equivoco al subestimar la crueldad que habita en él.
Ríe y niega con la cabeza, lo que deja claro que no cree nada.
—Pero ¿piensas que soy imbécil? ¿Te atreves a acusar a ese pobre chico,
educado y bien criado, para encubrir tus guarradas?
Descarga otro golpe en el vientre. Me giro por instinto tratando de
protegerme, pero él redobla su furia.
—¡No! —grita mi madre—. ¡Te lo ruego, para!
—¡Que me digas quién es! —continúa, obstinado, ignorando las súplicas
de mamá.
Oigo a las dos sollozar y gritar mientras mi padre sigue apaleándome
innumerables veces con una violencia sin límites. Nada parece calmar su
furia. Me quedo en el suelo tratando, inútilmente, de protegerme. Ya no
tengo fuerzas para llorar o i para pedirle que pare. Una última patada se
estrella contra mi vientre y pierdo el conocimiento.
***

Unas horas más tarde abro los ojos, con fiebre y jadeante. Estoy en la
cama…, aunque no recuerdo como he llegado hasta aquí.
—¡Aaah!
Por acto reflejo me llevo las manos al estómago, retorciéndome de dolor.
Levanto la sábana y veo una enorme mancha de sangre que se extiende por
la entrepierna.
¿Qué me pasa? ¿Me estoy muriendo?
Aterrorizada, grito con todas mis fuerzas.
—¡Socorro! ¡Ayudadme!
Sonia abre la puerta con tanta rapidez que casi la saca de los goznes.
—Leila, ¿qué pasa?
No puede creer la gravedad de las heridas.
—Mierda, Leila, ¡estás sangrando! ¡Está por todas partes! Levántate,
tenemos que ir al hospital.
Lo intento, pero el menor movimiento agudiza el dolor de tal modo que
solo puedo doblarme.
—¡No puedo moverme, Sonia, ayúdame!
Me mira angustiada y grita ayuda a su vez.
—¡Mamá! ¡Papá!
La última imagen que recuerdo es la de mi padre llevándome en brazos y
colocándome en el asiento trasero del coche. En un estado de
semiinconsciencia, los oigo hablar preocupados.
El sonido, cada vez más lejano, termina por desaparecer.
45.

Edward
—¿Qué le apetece hoy, señor Fyles?, ¿té o café?
—¡Café, por favor!
Estoy sentado en la encimera de mi cocina, aún adormilado, con la
cabeza dándole vueltas a la conversación que tuve con Leila. No he podido
pegar ojo en toda la noche. Me asaltan mil dudas. Si de verdad está
embarazada, ¿qué vamos a hacer? No está segura sobre querer abortar.
Tampoco es una opción para mí… o eso creo.
Me siento desorientado, perdido. La vida perfecta que con tanto cuidado
he construido se desmorona por segundos y no hay nada que pueda hacer
para evitarlo. Por supuesto, pensaba en ser padre algún día, pero en un
futuro lejano, no ahora. Todavía soy joven y quiero disfrutar de la vida,
divertirme, salir… Eso por no hablar de mi padre. Si se entera, estoy jodido.
Dejo escapar un largo suspiro que llama la atención del ama de llaves.
—¿Está bien, mi niño? —pregunta, preocupada.
—No, no lo estoy.
—¿Qué pasa, Edward? ¡Vamos, sabe que puede contarme todo!
Me acerca una taza de café humeante, después coloca una mano
reconfortante sobre mi hombro invitándome a abrir el corazón. Respiro
hondo antes de responder:
—¿Te acuerdas de Leila?
—Sí, esa niña que lo tiene loco…
—¡Esa!
—Bueno, ¿y qué sucede con ella?
—Puede que esté embarazada.
—¿De usted?
—Pues claro. ¿De quién si no? Solo ha estado conmigo, era virgen
cuando la conocí.
—Ah, sí, recuerdo las sábanas.
Esboza una sonrisilla.
—No sonrías…, traviesa. Sin entrar en detalles, la primera vez que nos
acostamos olvidé usar protección y este es el resultado.
—Pero ¿está seguro de que se ha quedado embarazada?
—No del todo. Todavía tiene que hacerse la prueba, pero todo apunta a
que sí.
—¡Oh, mi niño! Tampoco se preocupe demasiado. ¿Ama a esa joven?
—¡Sí!
—¿Y ella a usted?
—Sí, eso creo. No lo sé.
—El resto son minucias, entonces. Tener un hijo no es tan difícil como
parece. Incluso puede ser lo mejor que nos pase en la vida. Tiene veintidós
años, es usted joven, sí, pero tampoco un crío. Sería más que capaz de
cuidar de un bebé. Puede que hasta le coja el gusto. ¡Todo sucede por una
razón, señor Fyles! Además, no es que no se lo pueda permitir. Mire a su
alrededor. A ese niño no le faltaría de nada.
Guardo silencio, tomándome mi tiempo para reflexionar. Entonces, un
sentimiento de tranquilidad me invade. La señora Gómez tiene razón. Es
hora de que madure y asuma la responsabilidad de mis actos, de que
consiga un trabajo en vez de depender de mi padre. Leila merece al menos
eso.
—¿Y Leila? ¿Cómo se lo ha tomado? —continúa el ama de llaves.
—Mal. Está asustada, como es lógico. Cree que me desentenderé de ella
y del niño. Lo más difícil será darle la noticia a su padre. Es un hombre
intransigente y chapado a la antigua.
—Pobre niña… ¡Ahora debe cuidarla bien, señor Fyles! Al fin y al cabo,
ella es quien lo tendrá más difícil. Hablando de padres, ¿el suyo ya está de
camino a la India?
—Sí, y tengo entendido que planea quedarse allí durante un tiempo. Lo
prefiero así. Las cosas serán más fáciles si no está. Gracias por todo; me
haces mucho bien.
—¡De nada, mi niño!
Me levanto de la silla con el corazón más liviano, cojo las llaves del
coche y salgo a comprar el test de embarazo que determinará nuestro
destino.
Leila vendrá después del trabajo. Tengo los nervios a flor de piel. Me
pregunto cómo estará. Le envié varios mensajes por la mañana, pero aún no
ha respondido. Podría pasar por la tienda a recogerla, llevarla a un buen
sitio a comer.
Cuando entro en la farmacia, hay una cola larguísima. Gruño para mis
adentros. Odio esperar.
—Buenos días, ¿qué puedo hacer por usted? —pregunta la joven
farmacéutica con una sonrisa radiante.
Echo un vistazo detrás de mí, acerco la cara a la suya y susurro lo más
bajo posible:
—Necesito un test de embarazo.
—Lo siento, ¿qué? No lo he escuchado.
¿Está sorda o qué?
No quiero que todo el mundo se entere de qué he venido a hacer aquí.
—¡Un test de embarazo! —repito un poco más alto, molesto.
Por fin me entiende. Sin dejar de mirarme con extrañeza, me da lo que
pido.
Salgo a toda prisa y corro hasta la zapatería Gucci de Campos Elíseos.
Nada más cruzar la puerta, veo a Camille. Leila no está. Desciendo la vista
al reloj: las once. ¿Se habrá ido a comer? Todavía es pronto.
—¿Edward?
—¡Hola, Camille!, ¿cómo estás? He venido a ver a Leila.
—¡Hoy no ha venido!
—¿Qué quieres decir con «hoy no ha venido»? ¿Por qué?
—No lo sé. Me dijo que estaba ocupada. He intentado llamarla varias
veces, pero no responde. Imagino que sigue enferma.
Un sudor frío me empapa la espalda y un sentimiento de inquietud me
sobrecoge. Saco el móvil del bolsillo, pero, en cuanto marco el número de
Leila, oigo el buzón de voz. Me paso una mano repetidas veces por el
cabello mientras intento calmarme, pensar qué hacer a continuación. Estoy
ansioso. Tengo la sospecha de que algo grave ha ocurrido.
—¡Camille! ¿Tienes el número de su hermana?
—¡Sí! Espera, te lo doy.
La llamo. De nuevo, el contestador automático salta. Empiezo a
preocuparme de verdad. ¿Por qué no cogen el teléfono ninguna de las dos?
Debe haber algo más, algo debe haber pasado.
Me apresuro al coche y conduzco hasta su casa para comprobar que todo
va bien. Sé que igual actúo como un paranoico, que lo que estoy a punto de
hacer podría incomodar a Leila y a su familia, pero no me importa. Ya se
me ocurrirá alguna excusa por el camino. Necesito saber qué ocurre,
comprobar que todo va bien.
Acelero por la carretera hasta llegar a La Courneuve. Voy a ciento
cuarenta por hora y me he saltado todos los semáforos. La preocupación,
mezclada con una dosis poco saludable de culpa, me devora las entrañas.
Llego al barrio donde reside Leila en tiempo récord. Aparco el coche
delante del bloque de pisos cochambroso. Está más deteriorado de lo que
recordaba, aunque, a decir verdad, la única vez que me dejó acompañarla a
casa fue en mitad de la noche, así que no me fijé demasiado. Un grupo de
chicos con malas pintas están apoyados en un muro desconchado junto a la
casa. Cuando detectan mi presencia, comienzan a observarme con recelo. El
Range Rover no les ha pasado desapercibido. Uno de ellos se acerca para
preguntar si busco «algo» o «a alguien», me asegura que puede ayudarme a
encontrar lo que sea. Enseguida comprendo que me ofrece droga. Debe
pensar que soy un niño rico con ganas de meterse algo. Declino la oferta
con el mayor tacto posible; no quiero problemas, por muchas ganas que
tenga de gritarle que se largue. Tengo mejores cosas que hacer que
contribuir a su pequeño negocio ilícito. Por suerte, no insiste. Me sitúo
frente a la puerta del edificio, me dispongo a llamar al timbre, pero me doy
cuenta, con frustración, de que no sé su apellido. Hay multitud de
posibilidades, de modo que decido golpear la puerta del vestíbulo como un
loco. Es una estupidez, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? Estoy al borde de
un ataque de nervios y se me acaban las opciones. Un hombre se acerca a la
puerta después de haber pasado quince minutos cargando contra la reja.
—¡Deja eso, vas a romper la puerta!
—¿Puede ayudarme, señor, por favor? Busco a una amiga que vive aquí.
—Por supuesto, soy el conserje. Tienes delante de ti a la persona idónea.
Conozco a todo el mundo que vive en este bloque. ¿Qué amiga?, ¿cómo se
llama?
—¡Leila!
—¡Ah, Leila! Esa pobre chica.
—¿Qué?, ¿por qué?
Los desenfrenados latidos del corazón me taladran los oídos.
—Bueno, vi que sus padres la llevaban al hospital esta mañana. Era muy
temprano. No sé qué le habrá pasado; pero, a juzgar por las heridas en la
cara, parece que la hayan asaltado.
—¡No!
El aire abandona mis pulmones, como si los hubieran perforado con un
bisturí. Encolerizado, aprieto los puños, dispuesto a destrozar lo que tenga
delante. ¿Habrá sido el cabrón de su padre? Pero ¿por qué? ¿Habrá
descubierto lo que ha ocurrido? No, eso es imposible. Juro por Dios que, si
le ha puesto las manos encima, lo mato. De pronto, lo evidente se impone.
Recuerdo el día que Leila apareció con un moratón en la cara, las marcas
que tenía por todo el cuerpo. Insistió en que eran fruto de su torpeza, que se
había caído. Entones la creí. Ahora veo cuánto me equivocaba; su padre la
maltrata.
—¿Sabe en qué hospital está?
Intento mantener la calma para reunir toda la información posible.
—Debe de estar en el Bon Secours, es el más cercano.
Camino dando grandes zancadas al coche; una vez dentro, introduzco la
dirección en el GPS. Me alejo de este lugar perdido y marginado donde
Leila debe de haber sufrido abusos durante toda su vida. Piso el acelerador.
Llego al hospital al cabo de unos minutos; el conserje tenía razón, estaba
cerca.
—¿Qué puedo hacer por usted? —pregunta la recepcionista con
desinterés.
—Estoy buscando la habitación de Leila… ¡Me cago en la puta!
Golpeo la superficie del mostrador con los puños. Sigo sin saber su
apellido.
—¿Es usted un familiar?
No levanta la vista de la carpeta que tiene entre manos mientras masca
chicle. Apenas escucha lo que digo.
—Algo así. En realidad… ¡Joder!
Levanto la vista un momento y veo a Sonia, que introduce una moneda
en la máquina de café. Corro hacia ella.
—¡¿Edward?! ¿Qué estás haciendo aquí?
Es la primera vez que hablamos. Nos hemos visto antes, pero no ha
habido ninguna interacción entre nosotros. Me habría gustado conocerla en
otras circunstancias.
—¿Dónde está Leila?
—En su habitación, descansando.
—¿Cuál?
Duda un momento.
—Edward, nuestros padres están aquí. No creo que sea una buena idea.
—Mira, Sonia, ¡me importan una mierda tus padres! ¡Quiero verla! Así
que o me dices dónde está o voy a buscarla habitación por habitación.
Mi determinación hace flaquear la suya. Me indica el número de la
habitación y me apresuro a entrar. Nada más abrir la puerta, la veo. Está
sola, inconsciente, tendida sobre la camilla con una vía intravenosa en el
brazo. El bello rostro está irreconocible, entumecido e hinchado; ha
adquirido un color verdoso, amarillento, de muerto. Ahogo un grito ante la
imagen desoladora.
Me acerco despacio, me siento en la silla plegable dispuesta junto a la
cama y la beso con suavidad en los labios lánguidos. Reclino la cabeza
contra el pecho delicado, escucho los latidos de su corazón. No puedo
contener las lágrimas por más tiempo. Verla así me desgarra el alma. Me
vuelvo con brusquedad cuando oigo una voz a la espalda:
—Así que tú eres el imbécil que ha dejado embarazada a mi hija…
Su padre.
46.

Edward
El hombre frente a mí debe rondar los cuarenta o los cincuenta años.
Unas cicatrices le atraviesan el rostro, arrugado y marcado por el paso del
tiempo. El asombroso parecido entre él y Leila me confirma que es su
padre. Sin embargo, la dureza de sus rasgos contrasta con la suavidad de los
de su hija.
Me pongo de pie con la mandíbula apretada. Respiro hondo y avanzo
hacia él. Hago uso de todo el autocontrol que me queda para no desfigurarle
esa puta cara perversa.
—¿Ha sido usted quien le ha pegado semejante paliza?
Mantengo unos escasos centímetros de distancia prudencial para reprimir
la ira que me consume, pero no son suficientes, estoy a punto de explotar.
—¿Y a ti qué te importa? —continúa—. Es mi hija, haré con ella lo que
considere para asegurarme de que no se convierte en una zorra. ¿Quién eres
tú para hablarme así? Su novio, ¿verdad? ¿Eres tú el que se la ha estado
follando en el sótano del edificio?
¿Qué? ¿De qué cojones está hablando? ¿Cómo se atreve a hablar así de
su propia hija? Las palabras despiadadas se clavan en mi corazón como un
puñal, evaporando la poca paciencia que me quedaba.
—¿Quieres saber quién soy? ¡Quien te va a dar una lección para que no
vuelvas a levantarle la mano a una mujer!
Sin dudarlo, estampo el puño derecho contra la cara del padre de Leila,
que se desploma al instante. Me coloco encima de él, asesto un puñetazo
tras otro. Las imágenes de Leila, tan vulnerable, tan indefensa, rogándole
que deje de golpearla me acribillan, lo que redobla la furia. El malnacido se
defiende como puede, pero no nada me detiene, he perdido el control. No
me reconozco. El heredero de un hombre de negocios ricachón
desfigurando el rostro de otro hombre. Si mi propio padre pudiera verme.
—¡Edward…! ¡Basta, te lo ruego!
La vocecilla de Leila suena detrás de mí, lo que me arranca del trance de
violencia. Me levanto, dejo tirado en el suelo el cuerpo medio inerte. Ahora
me doy cuenta de que podría haberlo matado si ella no hubiese intervenido.
Me limpio los nudillos ensangrentados en los vaqueros antes de acercarme a
la cama. Lo más seguro es que el ruido la haya despertado. Parece agotada.
Tiene los labios secos, pronunciar cada palabra parece llevarle un gran
esfuerzo, pero aun así encuentra la forma de regalarme una pequeña sonrisa.
—Edward… —dice mi princesa con voz rota.
Se me encoge el corazón cuando veo cómo el dolor retuerce las
facciones del bello rostro. Las lágrimas amenazan con aflorar de nuevo, así
que me froto la cara para no derrumbarme.
—Leila, ¿estás bien?
Le coloco un mechón de pelo detrás de la oreja. Mi princesa inclina la
cabeza buscando el contacto, apoya la mejilla en mi mano. La dulzura del
gesto me conmueve, la rabia se disipa y me vengo abajo, rompo a llorar.
Entorno los párpados para ocultar la mirada, me limpio las lágrimas en el
dorso de la manga y ahogo los sollozos en la tela húmeda.
—Bebe un poco de agua.
Tardo varios minutos en recomponerme, cojo el vaso que me ofrece. No
quiero alejarme de ella. Leila me hace señas para que no me preocupe y
vaya al baño. A regañadientes, hago lo que pide. Mientras lleno el vaso de
agua, me obligo a calmarme. Cuando salgo, Sonia y su madre están en la
habitación ayudando al cabrón de su padre a levantarse. Tiene la cara
ensangrentada y apenas puede mantenerse en pie. La escena debería
horrorizarme, estar arrepentido, pero el estado lamentable en que se
encuentra no despierta ninguna compasión en mí, el muy hijo de puta se lo
merecía.
—¿Quién eres? —pregunta la madre con desconfianza en cuanto me ve.
—Mamá, es Edward —responde Sonia en mi lugar—. Es… el novio de
Leila.
Un preocupante tono escarlata tiñe el rostro de la mujer, que se ha
quedado petrificada, como si acabara de ver al diablo. Me aniquila con la
mirada.
—¡Así que fuiste tú! ¿No es así? ¡Tú eres el responsable de todo esto!
¿Fuiste tú quien violó a mi pobre niña? —grita mientras me señala con un
dedo acusador.
¿Violado? ¡Está loca!
—¡No la he violado! ¡Se equivoca! Nunca haría daño a Leila; todo lo
que ha pasado entre nosotros ha sido consentido —me defiendo,
sorprendido por la insinuación.
—¡No te creo! Mi niña nunca habría hecho algo así por voluntad propia.
¡Era pura e inocente antes de estar contigo! ¡Tienes que haberla obligado a
hacer esas guarradas!
—Escuche, señora…
Me masajeo las sienes para calmarme, suavizo el tono de voz con el fin
de atemperar la discusión, que no va por buen camino. Lo último que quiero
es ganarme la enemistad de toda la familia. Sé lo mucho que Leila aprecia a
su madre. Vernos pelear así seguramente no sea bueno en su estado.
—No hemos hecho nada malo. Nos queremos.
Tomo la mano de Leila entre las mías y me la llevo al pecho para
enfatizar las palabras.
—Si quiere buscar un culpable, culpe a su marido, que la golpea a la
menor oportunidad y que esta vez casi la mata.
No pienso guardarme la verdad. Después de todo, ella es tan responsable
como él de esta situación. ¿Qué madre es capaz de quedarse de brazos
cruzados mientras maltratan así a sus hijos?
Leila aprieta los dedos alrededor de mi brazo para que me calle. Al
instante lamento la franqueza de mis palabras.
—¡¿Cómo?! ¿¡Qué quieres decir!? —contesta, histérica, mientras agita
las manos—. ¡Sal de aquí ahora mismo o avisaré a la policía!
—¿Y dejar que ese cabrón siga abusando de ella? ¡Una mierda! ¡Mírela!
—Señalo la cara de Leila con rabia—. ¡Mírela, por el amor de Dios! ¿No ve
lo que le ha hecho? ¿No ve todos esos golpes? Si quiere excusar al hijo de
puta de su marido diciendo que yo soy el culpable, adelante; pero no me
voy a ninguna parte, ¿me oye? ¡A ninguna parte!
Termino el discurso sin aliento, asombrado por mi audacia. Leila nos
escucha con gesto derrotada, parece desamparada, perdida. Su madre
también parece desconcertada, pero enseguida se recompone. Se cruza de
brazos antes de dirigirse a su hija:
—¡Dile que se vaya ahora mismo!
Desvío la mirada a Leila, que guarda silencio. Alterna la mirada entre su
madre y yo. Puedo percibir la cruenta batalla interna que se está librando
bajo la larga melena sedosa. Si me lo pide, me iré, por supuesto. No la
pondré en una situación incómoda. Su madre parece cada vez más molesta.
—¡Leila! Si no le dices ahora mismo que se vaya, dejaré de considerarte
mi hija.
¿Qué?
—¿Cómo puede decir algo así?
Intervengo antes de que la situación empeore. No quiero poner a Leila en
una posición aún más delicada. Ya ha sufrido bastante, no pienso obligarla a
elegir entre su madre y yo. Me aparto de ella y me dispongo a salir de la
habitación, pero Leila aprieta más la mano alrededor de la mía para impedir
que me vaya.
—No, mamá, Edward se queda. Yo… —susurra con la respiración
agitada—. ¡Lo amo!
Me quedo sin palabras, anonadado por lo que acaba de confesar. A
juzgar por la mirada de sus padres, no soy el único.
—Te lo he dicho, ¡esta hija es una desgracia! —suelta su padre—. Nos
ha deshonrado, ¡encima es una desobediente!
A Leila se le llenan los ojos de una profunda tristeza al escuchar las
palabras crueles del hombre que le dio la vida. En cambio, yo siento que la
ira me invade.
—¡Cállate! ¡Cállate si no quieres salir de aquí en un ataúd!
—¿Qué está pasando aquí?
Una enfermera nos interrumpe. Analiza la escena, alterna la mirada entre
cada uno de los presentes hasta detenerla primero en el rostro magullado del
padre, que todavía barbota sangre, y después en las lágrimas de Leila.
—¿Por qué llora?
Nadie responde.
—Voy a pedirles a todos que se vayan —anuncia con firmeza—. Están
causando estrés a la paciente. Ahora mismo, lo que necesita es reposo.
La familia de Leila obedece sin protestar, pero yo permanezco clavado
en el sitio.
—Cuídate, hermana.
Sonia, que ha observado la escena en silencio, le da un beso en la mejilla
a Leila mientras su madre espera impaciente en el umbral de la puerta.
Sonia parece muy afectada, pero su madre permanece impasible. Esperaba
una reacción diferente, esperaba que apoyase a su hija en una situación
como esta.
—No eres bienvenida en nuestra casa mientras te veas con este libertino
—escupe el imbécil de su padre antes de abandonar la habitación.
La puerta se cierra con un golpe y Leila rompe a llorar en mis brazos.
47.

Edward
Cuando ya se ha ido su familia, a duras penas consigo que la enfermera
me deje pasar unos minutos más con Leila. Me ve tan desesperado que no
puede negarse. Nunca se lo agradeceré lo bastante. Mi pequeña princesa no
ha dejado de llorar entre mis brazos durante más de media hora. Es
inconsolable. El rostro, inundado en lágrimas, lo mantiene escondido en mi
cuello. El cuerpo, que ahora parece tan frágil, no deja de sacudirse sin
control. Parece estar dando rienda suelta al dolor causado por cada
injusticia, crueldad o padecimiento que ha sufrido durante tantos años.
—¡Desahógate, nena! ¡Sácalo todo!
Y lo hace. Llora con más fuerza si cabe, lo necesita. Le beso la cabeza, le
acaricio la espalda, quiero reconfortarla de cualquier manera. Me mata verla
así, no haberme dado cuenta de qué estaba pasando. ¡La estaban
maltratando, joder! En muchas ocasiones comentó lo estricto que era su
padre, di por hecho que era anticuado, demasiado protector, pero nunca
violento y mucho menos hasta estos extremos. La dejé tranquilamente en
casa, sin sospechar la pesadilla que la esperaba. Siento náuseas. Cuando lo
pienso, debería haberme dado cuenta, haber visto las señales. Si no hubiera
estado tan ciego, si no hubiera sido tan egoísta, tan preocupado por mis
propios problemas, tal vez podría haberla protegido y nada de esto habría
pasado. Yo también la he hecho sufrir por no enfrentarme a mi padre, he
sido un cobarde. Pero eso se acabó. Leila se merece ser amada a la luz del
día, sin la sombra de otra mujer, sin la sombra de Andrea. Y eso es lo que
va a pasar. Sí, quiero a Leila, y voy a demostrar que soy digno de ella.
Mi princesa termina calmándose, pero permanece acurrucada contra mí,
en silencio. Seguimos así durante un buen rato, tanto que llego a pensar que
se ha quedado dormida.
—¿Edward? —susurra demostrando que me equivoco.
—¿Sí, mi amor?
—Tenías razón. Estaba… embarazada, pero…
Se queda en silencio por un momento y oigo cómo traga con fuerza.
Contengo la respiración porque sé lo que me va a decir.
—¡He perdido al bebé!
Oír decir en voz alta lo que en el fondo ya sabía me duele mucho,
muchísimo más de lo que imaginaba. Sí, lo sé; dije que no estaba preparado
y que no era el momento de tener un hijo, pero eso era antes. Antes de vivir
toda esta tragedia.
—Lo siento, Edward.
Alza la cabeza y me mira con los hermosos ojos grises llenos de culpa.
¡Típico de Leila! Acaba de pasar por un infierno, del que soy en parte
responsable, y, sin embargo, es ella la que se disculpa.
—¿Lo sientes? No tienes nada por lo que disculparte. ¿Perdón por qué?
—Por… por no ser capaz de mantenerlo, de protegerlo…
—Shhh… No digas eso, no es culpa tuya. ¡Si alguien es responsable es
el cabrón de tu padre!
Leila vuelve a guardar silencio, perdida en sus pensamientos. Tiene la
cabeza apoyada sobre mi pecho y yo le acaricio los brazos.
—¿Crees que habría sido un niño o una niña? —pregunta con una voz
monótona, casi distante.
¿Qué? Pero ¿por qué hace esa pregunta? ¿Qué pretende?, ¿que suframos
aún más? Pensar en ello es una tortura. ¿Qué sentido tiene? ¡Ya no existe!
Estoy a punto de recriminarle esa actitud cuando me doy cuenta de que
quizá necesita hablar de ello para aceptar lo que ha pasado. Así que, en
lugar de ignorar la pregunta como el egoísta que soy, decido responder:
—Creo que habría sido una niña igual de guapa y guerrera que su madre.
La ocurrencia le provoca una sonrisa tenue y eso me hace feliz.
—Y tú, ¿qué crees que hubiera sido?
—¡Creo que habría sido un niño, un pequeño liante con el pelo rizado
como su padre!
—Liante e irresistible, quieres decir, ¿no?
Se ríe. Ese sonido mágico hace que mi corazón dé brincos de alegría. ¡La
quiero muchísimo! Haría cualquier cosa para verla feliz.
—¿Edward?
—¿Sí, nena?
—¿Qué voy a hacer ahora?
—¿Qué?
—Bueno, ya oíste a mis padres antes, no me quieren en casa. Les
avergüenzo. Soy oficialmente una sintecho.
Leila baja la mirada y exhala un largo suspiro de hastío. Coloco el dedo
índice bajo su barbilla para obligarla a que me mire a los ojos.
—Nena, ¡ellos son los que deberían sentir vergüenza por haberte dado
esa vida de mierda! De cualquier modo, nunca te habría dejado volver.
Después de lo que te ha hecho tu padre, se las va a tener que ver con mis
abogados, lo acusaré por agresión y homicidio involuntario.
—No, Edward, no quiero que hagas eso.
—¿Por qué no? ¡Es lo que se merece el muy cabrón! Has visto cómo te
ha dejado, por no hablar de… —Se me quiebra la voz— nuestro bebé.
—Lo sé, y créeme que entiendo cómo te sientes. Pero sigue siendo mi
padre, no siempre ha sido así, tal vez un día entre en razón…
No entiendo por qué sigue protegiendo a ese donante de esperma.
—Sí, después de pasar una temporada en la cárcel.
—¡Edward, por favor!
Arruga la frente y, en ese mismo instante, me arrepiento de haberla
alterado. Es lo último que pretendo, ¡joder!
—De acuerdo, Leila. Haré lo que me pides, dejaré que se libre de la
cárcel. Pero vienes a vivir conmigo. En mi casa estarás segura.
Abre los ojos de par en par y me mira como si hubiera perdido la cabeza.
—No, Ed… ¡Edward, no puedo! ¿Qué dirá tu padre?, ¿qué pasará con el
piso? No podremos mantenerlo.
—¿A quién le importa mi padre? Ahora mismo, no está aquí. Está en la
India por negocios. Le explicaré todo cuando llegue el momento. Y, si me
cierra el grifo, que así sea. Me pondré a trabajar. Tengo un título, encontraré
un trabajo con facilidad.
—Pero odias el mundo de los negocios.
—Me acostumbraré. Ahora tú eres mi prioridad, princesa.
Ella sonríe, aliviada. La beso con el corazón bombeando con fuerza.
Todo lo que digo va en serio. La amo. Se acabó el pensar solo en mí.
—¿Significa eso que se ha acabado lo de Andrea?
—¿Lo dudabas?
Se encoge de hombros, un poco confusa. Es cierto que no le había
confirmado nada, todo ha pasado muy rápido, pero la decisión ya estaba
tomada.
—Sí, se ha acabado. Aunque aún no he hablado con ella. Estaba
esperando a que mi padre se fuera de viaje, así sería menos traumático, pero
se lo diré lo antes posible, lo prometo. No quiero que tengas dudas nunca
más. Te quiero, Leila, y te mereces algo mejor que aguantar mis
triquiñuelas. Me ha costado darme cuenta, pero ahora voy a hacer lo
correcto, ya verás.
—Y…
Vacila como siempre.
—¿Y qué, nena?
—¡Es algo muy serio! Vivir juntos… ¡Edward! Me da miedo estropear lo
que hay entre nosotros si nos saltamos pasos.
Me río, aún logra sorprenderme con su ingenuidad. Después de todo lo
que hemos pasado, ¡se atreve a hablar de saltarse pasos! Frunce el ceño
porque odia que me burle de ella.
—¿No crees que es un poco tarde para eso? ¡Llevamos haciéndolo desde
el principio! Nuestra relación es de todo menos convencional, así que, ¿a
quién le importan las reglas? Te vienes conmigo, ¡fin de la discusión!
No tiene tiempo de replicar porque la enfermera entra de nuevo en la
habitación.
—¡Las horas de visita han terminado!
—Vale, nena, ¡me tengo que ir! —digo con pesar—. Volveré por la
mañana.
Le acaricio la cara con tanta delicadeza como puedo, intentando evitar
los numerosos moratones. Ella asiente. La beso con ternura, le susurro al
oído lo mucho que la quiero y me dirijo de mala gana a la salida.
—¿Edward?
—¿Sí, mi amor?
—¿Podrías llamar a Camille y explicarle la situación? No querría perder
también el trabajo.
—Por supuesto. Lo haré. Descansa y, sobre todo, no pienses en nada, ¡te
quiero!
—¡Yo también te quiero!
Salgo del hospital con la cabeza llena de preguntas. No sé si es buena
idea que vivamos juntos, lo único que sé es que la quiero a rabiar, que haré
todo lo que esté en mi mano para que esto funcione y evitar que regrese con
su terrible familia.
48.

Leila
—Señorita…, ¡despierte! Le traigo el desayuno.
Abro un ojo y reconozco a la joven enfermera que estuvo aquí ayer.
—Buenos días…
Pone la bandeja en la mesita frente a mí.
—Buenos días, y gracias.
—De nada, es mi trabajo.
—No, por todo. Por esto, pero también por dejar que mi novio se
quedara más tiempo.
El día anterior estaba tan disgustada que ni siquiera le di las gracias
como debía.
—¡Ah! Tampoco me dio muchas opciones, ¿sabe? —dice en tono
divertido—. Es un chico muy decidido. Insistió mucho, me hubiera
perseguido por tierra, mar y aire si me hubiese negado.
Sonrío por lo que dice. Es cierto, es persistente y también muy
convincente cuando quiere.
—No está acostumbrado a que le digan que no.
—¡Ya me he dado cuenta! En cualquier caso, ¡parece estar locamente
enamorado de usted!
—¿Tú crees?
—¡Sí! Parecía que su vida dependía de si podía quedarse o no. No
conozco los detalles de tu historia ni de lo que ha pasado con tus padres,
pero está claro que ese chico haría cualquier cosa por ti.
—Sí…
Al rememorar todo lo que ocurrió ayer, vuelve la angustia, el
abatimiento. Mis padres me han abandonado, la sensación de desamparo
hace que me sangre el corazón. No me importa mi padre, a quien no
entiendo es a mamá. Sé que la he decepcionado, que nunca se habría
imaginado a su niña perfecta teniendo sexo con un hombre antes del
matrimonio, pero aun así no me esperaba esto de ella. ¿Y qué va a ser de
Sonia? Yo ya no estaré para que mi padre descargue conmigo. Ahora será
ella la que estará en el punto de mira. ¿Quién la protegerá?
—Deja de preocuparte y come. Necesitas recuperar las fuerzas. No
merece la pena morir de hambre por nada.
La enfermera, siempre tan amable, continúa animándome a comer con
unas palmaditas en la mano. Obedezco. Después de dejar los platos vacíos,
decido darme una ducha. Camino, no sin dificultad, hasta el baño. Tengo el
cuerpo dolorido, maltrecho y entumecido. Cada movimiento es una
verdadera tortura. Aun así, me las arreglo para deshacerme de la bata de
hospital y situarme bajo el chorro de agua. El tacto del agua caliente
resbalándome sobre la piel me resulta muy agradable, consigue que todos
los músculos se relajen. Me tomo mi tiempo en la ducha, enjabonándome
una y otra vez. Me estremezco, horrorizada, al ver la cantidad de moratones
que tengo por todo el cuerpo. Mi padre nunca me había dejado tan marcada.
Esta vez, se ha pasado.
Al pasar la mano por mi vientre, tomo consciencia de nuevo de la cruel
realidad. ¡Oh, Dios! ¡He perdido al bebé! Las lágrimas brotan de nuevo.
Lloro y lloro hasta que el agua empieza a enfriarse y me obliga a salir.
Vuelvo a la cama. No quiero, no puedo enfrentarme a la realidad en este
momento…
Horas más tarde, unas manos tiernas me sacan de un sueño profundo
acariciándome las mejillas y desenredándome el pelo.
Reconozco de inmediato esa dulzura, esa calidez que me proporciona
tanto bienestar y sonrío mientras aún estoy en los brazos de Morfeo. Abro
un ojo: ahí está. Mi Edward, más hermoso que nunca, mirándome con un
amor infinito. Cuando los hermosos ojos verdes se encuentran con los míos
se le ilumina el su rostro.
—¡Nena! Lo siento, no quería despertarte.
—No importa.
Me incorporo, él coloca enseguida una almohada detrás de mi espalda.
—¿Cómo estás?, ¿cómo te sientes?, ¿has comido?, ¿quieres que te traiga
algo de la cafetería?, ¿han venido a visitarte los médicos?
Edward me bombardea con preguntas. Me echo a reír.
—¿Por qué te ríes?
—¡Por nada! ¡Dame un beso!
Abro los brazos de par en par. Parece sorprenderse un poco antes de unir
los labios a los míos. Eso es suficiente para sentirme bien.
—Entonces, ¿has pensado en mi propuesta?
—¿Qué propuesta?
—¡Que vengas a vivir conmigo!
—La verdad es que no.
Edward va a decir algo, pero el doctor Guérin lo interrumpe. Es joven,
alto, rubio, y tiene una sonrisa de presentador de televisión.
—Buenos días, Leila. ¿Cómo te sientes esta mañana?
Me coge de la muñeca para tomarme el pulso. Tiene las manos tan frías
que me hace dar un respingo.
—¿Continúa el dolor de vientre?
—No, ya estoy mejor.
Levanta el camisón para presionar el abdomen.
—¿Eso es necesario? Te acaba de decir que está bien —interviene
Edward.
¡Dios, está celoso! Pongo los ojos en blanco.
—¿Usted es…?
—Soy Edward Fyles, su novio.
Lo dice con tono seco y arrogante. Solo le falta orinar en las esquinas
para terminar de marcar su territorio. El médico niega con la cabeza, le
resulta cómica la situación, y continúa con el reconocimiento.
—Todo parece ir bien. Pasarás aquí una noche más en observación y
podrás irte por la mañana. Leila, quería decirte algo, pero en privado.
Mira a Edward invitándolo a salir. Él ignora deliberadamente el gesto, lo
que lo obliga a verbalizar la petición.
—¿Puedes darnos un minuto, por favor?
—Sí, claro… Nena, estaré en el pasillo. Si necesitas algo, me llamas.
—Sí, gracias.
En cuanto estamos a solas, el médico habla:
—¡Bien! Tus padres dicen que un desconocido te asaltó en la calle.
¿Puedes confirmarlo?
Miro hacia abajo, avergonzada por la pregunta. Me trago el nudo que me
cierra la garganta.
—Sí, eso es lo que pasó.
—Solo quería asegurarme de que eso es así. Si conoces al agresor,
puedes presentar una denuncia por maltrato. Yo te puedo hacer un informe
médico dónde se reflejen todas las lesiones que has sufrido.
Me mira con tristeza. Procuro huir de sus compasivos ojos azules, que
me atraviesan adivinando la verdad, y contengo las lágrimas todo lo que
puedo.
—No, gracias. Le aseguro que no es necesario.
—La señora Berre, la psicóloga de guardia, vendrá a hacer algunas
preguntas.
Asiento, aunque no le diré nada porque, a pesar de la experiencia tan
cruel que he sufrido, no tengo valor ni ganas de hacer pasar por eso a mi
familia.
El doctor Guérin abandona la habitación. Yo me desahogo llorando otra
vez. Edward vuelve junto a mí y me abraza.
49.

Leila
Lloro a moco tendido durante varios minutos. Cuando por fin me calmo,
aparto a Edward con suavidad. Me seco las lágrimas con una mano mientras
me sorbo la nariz.
—Toma.
Me ofrece un pañuelo.
—Gracias. ¡Tengo que dejar de hacer esto!
—¿Qué es «esto»?
—Llorar… Soy débil, me paso el día llorando… —digo entre hipidos.
—Nena, ¿bromeas? Tienes derecho a llorar. Es normal que lo hagas con
todo lo que está pasando. Si yo estuviera en tu lugar, ya habría destrozado la
habitación en un arranque de rabia.
Su respuesta me hace sonreír. Siempre tan extremo. Me envuelve el
rostro con las manos y me besa una vez, dos, tres, muchas. Adoro ese
cariño, su paciencia, la delicadeza con que me cuida. Siento que soy lo más
preciado del mundo. Sé que Edward hará cualquier cosa para protegerme.
—¡Te quiero, princesa!
Unos golpecitos en la puerta interrumpen nuestro abrazo. Edward vuelve
la vista al techo y emite un gruñido de protesta.
—¿Y ahora qué? ¿No podemos tener cinco putos minutos de paz y
tranquilidad? ¡Necesita descansar, por el amor de Dios!
A medida que la puerta se abre despacio, veo a Sonia y Nicolás aparecer
con un gran ramo de flores. Salto de alegría en la cama. Los he echado
mucho de menos.
—¡Hola, cari! Ya veo que estás dispuesta a hacer cualquier cosa con tal
de no ir a trabajar —bromea para ocultar la ansiedad que puedo ver
reflejada en sus ojos.
No sé si Sonia le habrá contado toda la verdad, pero tengo la impresión
de que sabe más de lo que me ha hecho creer durante todo este tiempo.
Aunque estamos muy unidos, nunca me he atrevido a contarle los detalles
más sórdidos de mi vida desgraciada. Ahora que soy consciente de que los
sabe, en cierto modo, es un alivio.
—Sí, como puedes ver, ¡esta vez lo he hecho bien!
—Debo admitir que, de todos los escenarios que habíamos imaginado
durante las comidas, este supera a todos con creces.
Nicolás me abraza, luego lo hace mi hermana.
—¡Hola, guapo! Espero que la estés cuidando bien —saluda a Edward.
—Eso intento —responde observándome con cariño a través de los ojos
verdes.
Me ruborizo bajo la intensidad de esa mirada salvaje.
—¡Puaj! ¡Parad ahora mismo! Edward, si sigues acechándola con esa
mirada copulatoria, ¡podrías dejarla embarazada!… ¡Ups! ¡Demasiado
tarde!
Si cualquier otra persona hubiera hecho esa broma inapropiada, nos
habríamos sentido incómodos. Pero se trata de Nico, y su sentido del humor
particular nos hace reír.
—¿Cómo estás, Leila? —susurra mi hermana.
—¡Mejor de lo que parece!
—Me alegra oír eso. No he dormido en toda la noche; estaba muy
preocupada.
Tiene la mirada anegada, fulgente por las lágrimas que intenta contener.
—Oh, hermanita, está bien, no te preocupes…
La rodeo con los brazos para consolarla.
—Lo siento, no debería llorar. He venido a apoyarte, no a hacerte sentir
peor.
—Nena, salgo un rato para que podáis hablar —me avisa Edward.
—No… ¿Por qué? ¡Quédate!
—Sí, quédate —corrobora Nicolás. Y quítate la camisa, hace mucho
calor en la habitación.
Edward lo mira con los ojos abiertos de par en par, sorprendido por la
insinuación repentina. Nicolás no se echa atrás y le guiña un ojo.
—Tu amigo está fatal, Leila —dice con tono divertido mientras camina
hacia mí para besarme.
—¡Un poco! —confirmo antes de devolverle el beso.
—Enseguida vuelvo, mi amor.
—¡Por favor, no te vayas!
Le cojo de la mano y endulzo la voz todo lo que puedo para convencerlo.
Edward contiene la respiración, parece dudar un momento.
—¡Nena! Tengo cosas que hacer…
—¿Cosas que hacer?
Me sobreviene la imagen de Andrea desnuda en su cama, esperándolo
con esos ojos de leoparda, y siento una punzada de celos irracional.
—¿Qué tienes más importante que hacer que estar conmigo?
Sé que estoy siendo injusta, debo de verme ridícula actuando como una
niña caprichosa, pero no me importa. ¡Lo necesito! Su presencia es lo único
que alivia el tormento que vivo por dentro, lo único que evita que me hunda
en el oscuro pozo de los recuerdos.
—Te aseguro que me gustaría quedarme, Leila, pero tengo que preparar
el piso, comprar las cosas necesarias para que te instales mañana.
Lo dice como si yo ya hubiera aceptado su propuesta.
—¡Ah!
Me quedo sin palabras. No sé qué decir. No habíamos acordado nada.
Todavía no estoy segura de que vivir juntos sea lo mejor; pero, conociendo
a Edward, sé lo cabezota que puede llegar a ser. No creo que valga la pena
intentar discutir. Además, tampoco tengo mucha opción, o vivo en su casa o
vivo debajo de un puente.
—¡Vale! —cedo al fin.
Edward se despide con un beso largo, me invade la boca delante de
Sonia y Nico sin pudor alguno.
—¡Te quiero, nena! Cuídate y no dejes que ese médico gilipollas te
manosee.
Niego con la cabeza.
—¡Edward, es un médico! Su trabajo es examinar a los pacientes.
—Eso no es razón suficiente. ¡Si te toca, le cortaré las pelotas!
Sonríe, lo que hace aparecer al instante los hoyuelos en las mejillas, y yo
me derrito.
—¡Estás loco!
—¡Sí, loco por ti!
Me besa de nuevo.
—¡Adiós!
Se despide de mi hermana y de Nicolás antes de salir por la puerta.
—Es un dios en la tierra —grita Nicolás, que se abanica la cara.
—¡Sí, no está mal!
—¿No está mal? ¡Le pienso lanzar ficha en cuanto se dé cuenta de que es
gay!
Los tres nos echamos a reír. Tener a Sonia y Nico aquí me hace sentir
bien. Echaba de menos esa sensación liviana y alegre en el pecho.
Pasamos el resto del tiempo riendo y charlando. Hojeamos juntos
revistas de famosos, disfrutamos de los últimos cotilleos. Quién se acuesta
con quién, quién engaña a quién… No se saca ningún tema incómodo y
pasamos la tarde como otra cualquiera, justo lo que necesitaba.
—Voy a por café —dice Nico—. ¿Queréis algo, hermanísimas?
—Sí —respondemos los dos con entusiasmo.
—¡Vale, vale! ¡Con calma! ¡Es solo un café! ¡No es el cuerpo desnudo
del dios Edward!
—¡Déjalo ya, que es mío!
Me muerdo el labio para no partirme de risa.
—Eso es lo que tú crees.
Saca la lengua y se va a cumplir su misión, lo que me deja a solas con
Sonia.
—¿Cómo están las cosas en casa? —me apresuro a preguntar—. ¿Papá
se ha metido contigo? Sonia, no quiero que te haga daño; sin mí no queda
nadie para defenderte.
—No te preocupes, Leila, creo que se asustó con todas las preguntas que
le hicieron los médicos sobre tus heridas. Teme no haberlos convencido del
todo, que abran una investigación. Tampoco sabe de lo que Edward es
capaz, está intranquilo. Cree que volverá para acabar lo que empezó. Al
menos, eso es lo que le he oído decir a mamá, así que no creo que vaya a
pegarme pronto. De alguna manera, me sigues protegiendo —susurra con
un hilo de voz.
—Al menos esta tragedia habrá servido para algo.
—Siempre mirando el lado bueno de las cosas, ¿eh?
Ella baja la mirada para ocultar las lágrimas. Le alboroto el pelo.
—Oye, Sonia, ¿qué pasa? ¿Dónde está ese sentido del humor legendario?
—digo antes de abrazarla.
La mirada sombría que me lanza hace que se me encoja el corazón.
Sonia, mi hermana pequeña, mi rayo de sol, mi pilar en la vida. Si pierde la
alegría de vivir por mi culpa, no me lo perdonaré. Por suerte, pronto
recupera la sonrisa; sé que es un poco forzada, pero es mejor que nada.
—¿Cómo está mamá?
Necesito saber si está tan decepcionada como sospecho.
—Necesita tiempo, Leila. No entiende cómo pudiste acostarte con un
hombre antes de casarte con él. Ya la conoces, es muy tradicional.
Mmm…
Suspiro con tristeza. Me siento mal por no haber estado a la altura de sus
expectativas.
—Pero, no te preocupes, te quiere y acabará aceptándolo. Solo necesita
hacerse a la idea —me tranquiliza Sonia.
—¿Tú crees?
—Sí, estoy segura. Ahora céntrate en ti. ¿Cuándo te darán el alta?
—Mañana por la mañana si todo va bien.
—¿Tan pronto? ¿Y qué vas a hacer?, ¿dónde vas a ir? —pregunta con un
deje de ansiedad en la voz.
—Edward me ha ofrecido su casa.
—Ah, a eso se refería antes.
—Sí.
—Me alegro por ti —responde con falsa voz alegre.
Se le oscurece la expresión, la tristeza me embarga. Desde que puedo
recordar, Sonia y yo hemos estado juntas. Es la mejor hermana que podría
desear. Siempre ha estado a mi lado para consolarme y hacerme reír. La
convivencia con papá y Rayan no ha sido fácil, pero estar tan unidas nos ha
ayudado a sobrellevarlo. Ahora siento que la estoy abandonando.
—Tú también deberías venir —sugiero, aunque temo la respuesta.
Sonia hace coincidir la mirada con la mía.
—Leila, eso no solucionará el problema. ¿Qué pasa con mamá?
—Puede que, si las dos nos vamos, se dé cuenta de lo imbécil que es
papá y por fin lo deje.
Mi hermana guarda silencio, meditando lo que acabo de decir mientras
se muerde el interior de las mejillas. Se me levanta el ánimo cuando
responde:
—Tal vez… no sea mala idea, pero debo esperar a cumplir los dieciocho.
De lo contrario, podría haber problemas legales. Dentro de unos meses haré
los exámenes de acceso a la universidad; entonces, decidiré.
—Me alegra oírte decir eso. Te ayudaré en lo que necesites, con los
estudios, con el dinero. No importa lo que decidas, te apoyaré. Después de
todo, eres mi querida hermanita.
Nos fundimos en un abrazo y permanecemos así un rato, saboreando la
esperanza de este plan de fuga. Nicolás vuelve con las provisiones para
pasar el resto de la tarde.
—¡He vuelto! ¡Aquí tenéis! Azúcar, leche… ¡Hay de todo!
Disfrutamos de las bebidas y seguimos charlando hasta que la enfermera
da por terminada la visita. Sonia y Nicolás se despiden de mí con un abrazo.
En cuanto termino de cenar me meto en la cama dándole vueltas a la
conversación con Sonia. Empiezo a ver un atisbo de esperanza.
50.

Leila
Hoy salgo del hospital. Edward vino temprano para traerme la muda de
ropa limpia que compró el día anterior. Ahora aguarda en la cama, jugando
con la consola, mientras yo me doy una ducha. Estoy nerviosa, un cúmulo
de interrogantes me da vueltas por la cabeza.
¿Cómo será vivir con Edward? ¿Cómo se lo tomará su padre? ¿Y
Andrea? Últimamente, nuestra relación ha sido una auténtica carrera de
obstáculos y me había olvidado por completo de esa engreída.
Coloco la cabeza bajo el chorro con la esperanza de que el agua que
elimina la suciedad de la piel también borre cualquier preocupación de la
mente. Aclaro el jabón y salgo de la ducha. Después, envuelta en una toalla,
empiezo a vestirme.
Edward me mira de arriba abajo en cuanto pongo un pie en la habitación.
—¡Toma, nena, esto es para ti! —exclama, alegre, mientras me acerca
una bolsa.
La abro. ¡Oh, Dios mío! No puedo creerlo. ¡Toda esta ropa es de Chanel!
He pasado el suficiente tiempo mirando sus escaparates como para saber
que es la última colección de invierno y que debe haber costado una
fortuna. Hurgo un poco más en la bolsa y descubro varios conjuntos de ropa
interior de todos los tipos y colores: blanca, roja, negra, con encaje…
—Aún no sé qué te gusta, así que he comprado un poco de todo.
—Gracias.
Sonrío, agradecida. No estoy acostumbrada a que me cuiden de esta
manera, pero podría acostumbrarme. Me siento a su lado para elegir un
conjunto.
—¿Quieres que te ayude? Creo que todavía estás demasiado débil para
vestirte sola.
Me dedica una sonrisa traviesa. Bribón.
—Sí, gracias.
Los dos sabemos que puedo hacerlo sola; las heridas están sanando y el
dolor ha remitido, pero ¿por qué privarme de esas manos firmes y expertas?
—Empecemos por lo básico.
Saca varias de las braguitas de delicado encaje de la bolsa.
—¿Cuál quieres?
Los ojos le brillan mientras dice esas palabras con entusiasmo. Parece un
niño abriendo un regalo de Navidad.
—¡Las negras!
—Buena elección —susurra, satisfecho, antes de acuclillarse frente a mí.
Sigo los movimientos elegantes con los ojos, fascinada por esa belleza
natural. Resbala los pulgares por el algodón de las bragas, las desliza
primero por una pierna y luego la otra, subiéndolas poco a poco por la piel
desnuda. Me incorporo para ayudarlo con la piel erizada por el roce de los
anillos en los muslos. Pero Edward no necesita mi ayuda. Las sube, besa
con delicadeza la cima cuando llega y me dirige una mirada llena de deseo:
—Tengo muchas ganas de quitártelas.
Esas palabras envían un cosquilleo agradable por todo el cuerpo, que
empieza a vibrar como un diapasón.
—Yo también.
Me rodea las caderas con un brazo musculoso para sujetarme mientras
lame mi sexo por encima de la tela. Mis dedos se pierden entre los rizos
dorados. Esto se nos va a ir de las manos… o no.
Se aparta de mí con crueldad para sentarse en la cama y deja que arda de
deseo.
—Lo deseas tanto como yo, descarada —me provoca aventurando los
labios por mi cuello.
Esboza esa sonrisa de niño malo, con los hoyuelos marcados en las
mejillas, mientras el brillo risueño en los ojos realza esa apariencia de niño
bueno. ¿Cómo resistirme? A él, a ese carisma, a la belleza insolente. Traza
un camino de besos por el cuello, por las mejillas. La piel sensible se eriza
bajo su tacto. Dejo de pensar. Olvido que estoy en el hospital, que hay gente
en el pasillo. Dejan de importarme la atrocidad que he sufrido y lo incierta
que se ha vuelto mi vida. Solo importan Edward y las ganas que tengo de
que me haga el amor.
—Tendrás que tener paciencia, preciosa —agrega cuando llega a la
comisura de la boca.
Atrapa el labio inferior con los dientes y pasa la lengua, lo que hace que
se me contraiga el sexo de necesidad. Edward se agacha para coger el
sujetador a juego con las bragas, me quita la toalla y la deja caer al suelo.
Los expresivos ojos verdes se agrandan, las pupilas se dilatan ante la visión
de los pechos desnudos; pero veo cómo junta las cejas con preocupación.
Reconozco el instante preciso en que ve los moratones que me recubren el
cuerpo.
—Joder, Leila…
Edward me envuelve con esos brazos protectores. En cualquier otro
momento habría agradecido el agradable contacto; pero, ahora,
semidesnuda y excitada, su cariño solo exacerba el deseo.
—Tendría que haber matado a ese hijo de puta, ¡Dios!
Se le quiebra la voz, noto que está a punto de llorar. Verlo tan disgustado
me rompe el corazón. Sin embargo, saber que está dispuesto a hacer
cualquier cosa por mí, a protegerme, hace que lo quiera aún más.
—¡Ya le pegaste una buena paliza!
—Sí, pero la próxima vez que se acerque a ti le romperé los dientes.
Me asalta la imagen de mi padre desdentado y no puedo evitar echarme a
reír.
—¡Te quiero, mi adorable Mike Tyson!
—¿Mike Tyson? —Enarca una ceja, divertido—. ¿Acabas de hacer una
broma?
—¡Sí!
—¿Eso significa que te encuentras mejor?
—Sí.
El comentario gracioso parece levantarle el ánimo y me siento aliviada,
feliz.
—Bien. ¿Por dónde íbamos? Ah, sí, el sujetador. Si fuera por mí, no
cubriría estas dos maravillas, pero ¿quién soy yo para decidir?
Acaricia un pecho, luego el otro, y hunde el rostro entre ellos. El aliento
cálido me acaricia la piel sensible. Cubre un pezón con los labios, lo chupa,
lo mordisquea. Gruño en respuesta. Le arranco el sujetador de las manos y
me lo pongo a toda velocidad. No soporto más este juego que, al parecer,
consiste en provocar al otro.
—Jo… —protesta.
Saco la lengua y continúo vistiéndome bajo la atenta mirada verde selva.
—¡Ese era mi trabajo!
Con un gesto de fastidio, vuelve a sentarse en el borde de la cama. Me
uno a él cuando completo termino de vestirme. Me siento en su regazo,
empiezo a besarlo para que me perdone. Pero Edward se resiste, aprieta los
labios para no dejarme pasar.
Muy bien. Si quiere jugar, juguemos.
Froto la entrepierna contra el muslo tonificado. Al instante, Edward me
recompensa con un gemido de placer. Baja la guardia y aprovecho para
introducir la lengua, profundizar el beso.
—Disculpad, jóvenes.
Me pongo en pie de un salto cuando oigo la voz del doctor Guérin. Me
incomoda que nos haya pillado con las manos en la masa, como un par de
adolescentes hormonados. Edward, en cambio, no parece molesto en
absoluto. Todo lo contrario. A juzgar por la sonrisa de satisfacción que le
aparece en los labios, parece orgulloso de marcar su territorio frente al
médico.
—¡Lo siento! —me disculpo de inmediato.
—Creo que no habrá problema con darte el alta. Cuídate, tómate unos
días de descanso en casa… No hagas ninguna actividad que requiera mucho
esfuerzo físico…, sexo tampoco.
Enfatiza las palabras mientras mira a Edward.
—¡¿Qué?! —exclama como si le acabaran de dar la peor noticia del
mundo.
—Lo que oyes.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Unos días.
—¿Cuántos días?, ¿dos?, ¿tres?, ¿una semana?
—Una semana debería ser suficiente.
Al doctor Guérin parece divertirle la actitud desvergonzada de mi novio.
Yo, en cambio, deseo desaparecer.
—Este es el parte de baja laboral. —Me lo tiende con una mano.
—Gracias.
—Cuídate. Y, sobre todo, no dejes que nadie te haga daño.
Me da una palmada el hombro.
—¡Buenos días!
La puerta se cierra.
—Sí, claro, adiós doctor —masculla Edward.
Vuelvo la vista al titán de ojos verdes, que está muy molesto por la mala
noticia que acaba de recibir.
—¡¿Una semana?!
Me abraza mientras lo repite sin poder creérselo:
—¡Una puta semana! No sé cómo podré aguantar tanto tiempo, sobre
todo si te paseas con ese cuerpo tan sexy por toda la casa.
Lo dice como si fuera el fin del mundo y no puedo evitar soltar una
carcajada. Él también se echa a reír. Me coge de la mano, besa con
delicadeza la muñeca y pronuncia unas palabras que me devuelven las
ganas de vivir, de luchar:
—Vamos, princesa. ¡Volvamos a casa!
Epílogo

Un año más tarde


—La próxima semana, queridos alumnos, tenéis que presentar el
resumen acompañado del análisis correspondiente de las obras de Françoise
Dolto.
Un murmullo de desagrado se eleva por la sala. Sin embargo, al señor
Pavari, uno de los profesores más temidos de la Sorbona, le importa un
comino.
—Profesor, es muy poco tiempo —protesta un alumno sentado en la
primera fila.
Él se encoge de hombros y responde:
—Eres joven y tienes mucha energía. Es el mejor momento para que la
uses bien. Aprovecha estos años en la universidad para aprender y, ¿quién
sabe? Igual algún día marques la diferencia en este mundo frenético.
Cuando acaba el discurso sonríe satisfecho. Es un hombre mayor, un
tanto extravagante. Después se coloca el sombrero, adornado con una
pluma en uno de los laterales. Ese sombrero, que es su seña de identidad, le
otorga cierto aire bohemio. Termina de recoger las cosas y abandona el aula
dejando tras de sí un pequeño motín.
Yo no me quejo. Es cierto que el plazo es escaso: significa tener que
estudiar todas las tardes durante los próximos días, eso sin desatender el
trabajo a tiempo parcial en la zapatería Gucci y, por supuesto, a Edward;
pero estoy tan feliz de estar aquí, en la Soborna, estudiando psicología,
como siempre había soñado, que no tengo derecho a protestar. Al contrario,
doy gracias a Dios todos los días por haberme dado la oportunidad de seguir
estudiando, de aprender, de obtener un título que garantice mi porvenir. Un
porvenir que hasta hace muy poco no auguraba nada bueno. Hay que estar
en el infierno para apreciar de verdad lo bueno.
Hubo muchos momentos en los que pensé que nunca lo conseguiría.
Todo estaba en contra: mi padre, la situación económica… ¿A qué podía
aspirar una pobre chica de los suburbios como yo? Me enseñaron que no era
nadie, que ni por fuera ni por dentro valía nada, que no debía esperar mucho
de la vida. No hacía falta decirlo con palabras, bastaba mirar a mi alrededor.
No había muy buenos ejemplos que seguir.
Pero aquí estoy, entre todos estos estudiantes privilegiados. Cuentan
conmigo, me invitan a reflexionar, a cuestionar mis creencias, a ir más allá.
Me dan la oportunidad de apuntar alto. ¿Cómo no voy a estar contenta y
darme cuenta de la suerte que tengo? Tengo lo que siempre quise: una vida
normal, sin temor al maltrato ni al acoso; puedo salir a divertirme de vez en
cuando; tengo un futuro lejos de los muros invisibles de aquel barrio.
Parecía un sueño imposible. Ahora se está cumpliendo. Todavía queda
mucho camino por recorrer. Estoy en primero, pero ya he puesto el pie en la
puerta y nada ni nadie puede detenerme.
Recojo las cosas antes de salir. Es la última clase de la semana y hoy
libro en el trabajo, así que he quedado con Edward, que se ha ofrecido a
recogerme. Cuando digo «ofrecido» quiero decir «insistido mucho». No sé
qué se trae entre manos, pero tuve la certeza de que no podía rechazar la
propuesta bajo ninguna circunstancia. Algo le ronda en la cabeza, lo
conozco muy bien. Es probable que quiera darme una sorpresa o algo así.
Espero que no tenga nada que ver con sus dotes de cocinero. La última vez
que intentó preparar una receta con más de dos ingredientes, ¡casi nos
intoxicamos! Por suerte, desde aquel día se ha mantenido alejado de la
cocina.
Dejando a un lado las dudosas habilidades culinarias, Edward es el mejor
novio que podría tener: dulce, atento, divertido, cautivador. Ha cumplido
todas sus promesas, y más. Me acogió en su casa y me apoyó de un modo
incondicional. Pasamos una mala temporada tras la pérdida del bebé. Al
principio, estar alejada de mis padres no fue fácil. Tenía pesadillas y me
preocupaba la seguridad de mi hermana. Edward fue mi puntal, el bálsamo
que alivió los temores más oscuros. Aún tengo un camino que recorrer; a
veces, los malos recuerdos regresan, sobre todo por las noches,
transformados en pesadillas, pero él siempre está ahí para darme consuelo y
tranquilidad. Su amor no tiene límites, tengo mucha suerte de tenerlo a mi
lado.
La convivencia, contra todo pronóstico, va viento en popa. Aunque no
siempre ha sido fácil. Ninguno teníamos experiencia en ese terreno. Al
principio tuve mis reservas. No quería que ese cambio tan brusco pusiera en
riesgo nuestra maravillosa pero aún frágil relación. Me equivocaba por
completo. Estamos más unidos que nunca.
Para mí, que crecí en el seno de una familia donde la violencia y los
insultos eran el pan nuestro de cada día, sentirme a salvo, rodeada de amor,
es un regalo del cielo, un verdadero milagro.
Abro las pesadas puertas de madera para salir al exterior y una ráfaga de
viento fresco me despeina el cabello. Oigo el claxon del Range Rover de
Edward. ¡Justo a tiempo! Sonrío y corro hacia él, hace frío, además, tengo
muchas ganas de verlo. Solo han pasado unas horas desde que nos
separamos, desde que me tocó, me besó y me envolvió en su dulzura, pero
parece que ha pasado una eternidad. Cada fibra de mi ser pide a gritos la
dosis diaria de amor.
—¡Hola!
—¡Hola, nena!
Lo observo. Lleva el pelo recogido en un moño. Me encanta cuando se
peina así. ¡Es tan sexy y lo quiero tanto!
—¿Cómo ha ido el día? —pregunta cogiéndome la cara entre sus manos.
Me habla con la boca casi pegada a la mía, solo puedo pensar en
devorarle los labios.
—Bésame primero, luego te lo cuento.
—Vale. —Sonríe—. Tus deseos son órdenes, princesa.
Me da al menos una docena de besos en la boca, unos más largos, otros
más cortos, algunos con pasión, otros con amor.
—¿Ya vale o quieres más?
—Más, por favor.
—Avariciosa —me regaña.
Entonces, sumerge las manos en mi pelo para darme un beso de película,
tan intenso que siento que me corta la respiración.
—¡Vale, vale! ¡Ya está bien!
Me río y él se aparta.
—¿Estás segura? Porque todavía tengo mucha saliva para compartir.
—¡Puaj! ¿Por qué dices siempre cosas asquerosas?
—¡Porque te quiero! ¿Qué tal el día? Cuéntamelo todo —dice mientras
se incorpora al tráfico parisino.
—Bueno, el señor Pavari, el profesor de psicología infantil, nos ha
encargado un trabajo a última hora para la semana que viene.
Me mira, molesto.
—¡Menuda mierda! Cómo se pasa. Trabajas demasiado. ¿Cuál es el
tema?
—Resumen y análisis de la obra de Françoise Dolto.
—¡Suena a coñazo!
—No, es interesante, pero me llevará mil años. Con el trabajo en la
tienda y todo…
—Ya sabes lo que pienso, Leila. Deja ese trabajo, te quita mucho tiempo,
y concéntrate en los estudios. Yo me encargaré del resto.
Desde el principio me he empeñado en contribuir a los gastos, aunque
Edward siempre rechaza mi dinero con la excusa de que es el contable
quien lleva esas cosas. Sé que solo es un pretexto y hago la compra en
cuanto se presenta la oportunidad, algo que le saca de sus casillas. Puede
decir lo que quiera, sin embargo, no me gusta la idea de ser una mantenida.
Aprecio su ayuda, pero quiero corresponder de alguna forma. Si no tenemos
en cuenta este tema, que nos ha causado muchas discusiones, nos
entendemos a las mil maravillas. Es fácil vivir con él. Siempre está de buen
humor, es muy divertido, desborda alegría por toda la casa. Siempre está
atento a todas mis necesidades, dispuesto a hacer cualquier cosa para
complacerme: darme un masaje, preparar un baño, pedir la comida que más
me gusta, dejarme notitas de amor o mensajes guarros en el espejo del baño.
Esta mezcla de dulzura, amabilidad y locura me derrite cada día. Me
enamora más y más.
—¿Cuándo piensas dejar tu trabajo y dejar que te cuide, Leila?
—Ya sabes lo que pienso de eso, Edward —digo, imitando su voz.
—Ya, ya. Tú y tus ridículas historias de mujer mantenida. Yo no te
mantengo, te ayudo, que no es lo mismo. Y, créeme, me lo devuelves con
creces. ¿Tengo que recordarte lo que me has hecho con la boca esta
mañana?
Mueve las cejas de forma sugerente y me sonrojo al recordarlo.
—¡Pervertido!
—No tienes ni idea de cuánto… Puedo ayudarte con ese trabajo sobre
Dolto si quieres —dice, ya más serio—. Cuando estudiaba se me daba
bastante bien hacer resúmenes.
—Gracias, mi amor, pero quiero hacerlo sola. Tendré que organizarme
un poco mejor si quiero tener más tiempo libre. Al menos, las vacaciones
llegarán pronto, un poco más de esfuerzo y podré descansar.
—¡Qué ganas! Por fin podremos follar en paz por cada rincón de la casa.
—Eso ya lo hacemos.
La pasión entre nosotros sigue tan viva como antaño. Pensé que el deseo
disminuiría con el tiempo, pero creo que incluso se ha intensificado.
Tampoco me quejo.
—Sí, pero esta vez podremos tomarnos nuestro tiempo, jugar…
Me obsequia con un guiño travieso. Eso basta para que un calor familiar
nazca en mi bajo vientre. Tengo que calmarme; de lo contrario,
terminaremos como la última vez, haciéndolo en cualquier parte, incapaces
de esperar a llegar a casa.
—¿Piensas alguna vez en otra cosa que no sea sexo? —le reprocho con
hipocresía.
—Sí. Tampoco estoy obsesionado, pienso en muchas otras cosas…: mi
cabeza entre tus piernas, esas delicadas manos tuyas alrededor de la polla…
—¡Para, para, para! Lo he pillado.
Suelta una carcajada sin apartar los ojos de la carretera mientras me traza
delicados círculos con el pulgar por el muslo, lo que prende mi cuerpo en
llamas.
—¿Y qué hay de ti? ¿Qué has hecho hoy?
Después de romper con Andrea —algo que ella al principio no encajó
nada bien e incluso amenazó con contar a su padre—, Edward empezó a
buscar trabajo por si decidía dejar de correr con los gastos. Pero eso no
ocurrió. Robert Fyles resultó ser más comprensivo de lo que pensábamos.
Además, está muy ocupado con sus negocios en la India, así que por ahora
mi chico de pelo rizado continúa explorando opciones. Esto se traduce en
horas y horas de encierro en una de las habitaciones de casa que ha
convertido en estudio, donde da rienda suelta a la imaginación y crea «su
arte», como él lo llama, pero casi nunca me deja entrar mientras está
trabajando.
Su último proyecto consiste en fotografiarme siempre que puede: cuando
me levanto, durante el desayuno, mientras leo un libro o hago los deberes,
paseando por las calles de París, cuando estallo de risa o en los momentos
de soledad… Todo queda inmortalizado gracias a la carísima cámara que
sostiene constantemente entre las manos. A veces me agobia un poco, pero
no se lo demuestro, no quiero apagar el impulso artístico que le llena de
vida. Quiero que continúe caminando en esa dirección, que cultive su
talento. Si tengo que ser su conejillo de indias, o su musa como a él le gusta
decir, es un pequeño precio que estoy dispuesta a pagar. ¿Quién sabe?
Quizá acabe convenciéndolo de que crea en sí mismo y se matricule en
Bellas Artes.
—Hoy no he hecho nada especial —responde Edward sacándome de mi
estado de abstracción.
Se aclara la garganta mientras se pasa una mano repetidas veces por la
nuca. Qué extraño. Por regla general, no le importa contar la historia de su
vida en verso. La extensión de sus relatos es, a menudo, objeto de mis
burlas, no me canso de tomarle el pelo siempre que tengo oportunidad. En
realidad, podría pasar horas escuchando las historias interminables que con
tanta pasión cuenta. Es muy inteligente y siempre tiene algo interesante que
decir.
—Ah, ¿sí? ¿Nada en especial que quieras compartir? ¿Ningún imbécil se
ha chocado contigo mientras hacías la compra? ¿Tu entrenador no te ha
enseñado ninguna nueva técnica de boxeo?, ¡¿nadie te ha quitado la plaza
de aparcamiento?!
—¡No, nada de eso!… Bueno… ¡Es viernes, se acerca el fin de semana!
¿Qué quieres hacer esta noche, nena?
—No sé, pensé que me habías preparado una sorpresa.
—No, ¿por qué piensas eso?
—Has insistido mucho en recogerme.
—Eso es porque te quiero y no quiero que hagas horas de transporte
público para volver a casa. Por cierto, ¿cuándo piensas sacarte el carné de
conducir?
—¡Edward! Ya hemos hablado de esto. Cuando haya ahorrado suficiente
dinero.
Gruñe, frustrado. Ha insistido varias veces en pagarme la autoescuela,
pero me he negado en rotundo. Eso siempre lo enfurece.
—¡Eres muy cabezota! —dice medio en serio, medio en broma. Luego
añade—: Volviendo a esta noche, no tengo nada especial planeado más que
Netflix and chill. Siento decepcionarte, princesa.
Me mira por el rabillo del ojo.
—No pasa nada —exclamo, sonriente—. De cualquier modo, pensaba
acostarme pronto.
Cuando llegamos a casa y las puertas del ascensor se abren, comprendo
que me he equivocado. Sí que hay una sorpresa, y tengo la impresión de
que esta vez se ha empleado a fondo. Todas las luces están apagadas, una
hilera de velas ilumina el pasillo y una alfombra de pétalos de rosa blancos
cubre el suelo.
Me vuelvo para mirar a Edward, boquiabierta. Él se encoge de hombros
con timidez, como si se disculpase por haberme mentido. Se pasa una mano
repetidas veces por el cabello desordenado con esa sonrisa nerviosa en los
labios.
—Edward, pero ¿qué…?
Sin mediar palabra, me coge de la mano, donde entretiene los labios, y
me guía a través del camino de rosas y velas hasta el dormitorio. Abre la
puerta y hace una profunda reverencia antes de invitarme a pasar.
Me río del gesto ceremonioso, tan poco habitual en él, y entro en la
habitación, excitada e intrigada al mismo tiempo. Conociéndolo, estoy
segura de que el final tendrá carácter carnal. Pero vuelve a sorprenderme.
Descubro con el corazón acelerado que una de las paredes de la habitación
está cubierta de fotografías: retratos míos. Los grandes carteles, de papel
fino, son en blanco y negro y muestran los momentos mundanos de nuestra
vida juntos, que él ha inmortalizado últimamente. Por último, hay una gran
foto en el centro en la que nos estamos besando. ¡Así que este era su
proyecto! Por fin lo comparte conmigo.
Sigo acercándome, completamente abrumada y conmovida. Paso una
mano temblorosa por las fotos: me encuentro radiante, apenas puedo creer
que sea yo. ¿Cómo lo ha hecho? Estoy tan feliz y relajada en las fotos, que
siento que me veo por primera vez a través de sus ojos. Esta luz… es
increíble lo bien captada que está.
—Edward, es lo más bello que he visto jamás. Tienes mucho talento.
Cojo una de las fotos y me la llevo a los labios para posarlos en ella.
Edward me rodea con esos brazos protectores por la espalda y apoya la
barbilla sobre mi cabeza.
—¿Te gusta?
—¿Que si me gusta? ¡Tienes que estar de broma! Me encanta, es un
regalo muy especial. Has hecho un gran trabajo.
—Espero que la siguiente parte te guste aún más.
Me da la vuelta despacio, entrelazando nuestras manos, y me mira con
tal intensidad que el corazón casi se me sale del pecho. Dios, lo amo tanto.
—Leila, la primera vez que te vi, supe que eras especial, un ser de luz.
En estas fotografías he intentado captar toda la fuerza y la fragilidad que, en
perfecta armonía, conviven en tu interior.
—Gracias, Edward. Yo…
Me pone un dedo en los labios pidiéndome silencio, cierra los ojos un
momento y, cuando los vuelve a abrir, reflejan un brillo casi deslumbrante.
—Por favor, nena, déjame terminar.
Asiento. Se aclara la garganta y continúa:
—Llegaste a mi vida hace casi dos años, la pusiste patas arriba y le diste
un sentido nuevo.
Sonrío, noto cómo me se va formando un nudo en la garganta. Me
inquieta ese tono tan solemne. Está a punto de decir algo importante, no es
habitual en él hablar de un modo tan transcendente.
—A menudo me das las gracias por haberte salvado, pero créeme, amor
mío, soy yo quien debe darte las gracias porque has sido tú quien me ha
salvado a mí. Me abriste los ojos, me haces querer ser mejor persona, creer
en mis sueños. Has conseguido llenar un vacío que ni siquiera sabía que
existía. Cada día descubro algo de ti que me hace más feliz. Sé que somos
jóvenes, que tenemos mucho tiempo, pero no quiero esperar. Joder, estoy
convencido de que eres la mujer de mi vida, ¡que nunca amaré a nadie más
que a ti!
El corazón me late con fuerza. Me llevo las manos a las mejillas,
necesito algún contacto para asegurarme de que no es el sueño en que
Edward me pide matrimonio. Se arrodilla frente a mí. Me tiemblan las
manos y las piernas.
—Edward, ¿qué estás haciendo? —pregunto, atónita.
Saca del bolsillo una pequeña caja negra, la abre: dentro hay un precioso
anillo de oro blanco con un deslumbrante diamante en el centro. Es
perfecto, bonito y discreto. ¡Dios mío, no estoy soñando, está pasando de
verdad! Me está pidiendo que me case con él. Las lágrimas me resbalan
despacio por el rostro.
—Leila Sabri, ¿quieres hacerme el hombre más feliz del mundo
convirtiéndote en mi esposa?
Lo miro asombrada, sin poder reprimir el llanto provocado por una
alegría sin límites. Asiento con movimientos frenéticos, incapaz de hablar.
—Supongo que eso significa que sí.
—¡Sí! —consigo decir entre risas y lágrimas—. ¡Mil veces sí! —repito
saboreando el gran momento.
Entonces desliza la sortija en mi dedo y se incorpora. Él también está
emocionado, la humedad en los ojos le da un brillo mágico a la mirada de
color esmeralda. Me enmarca el rostro entre las manos.
—¡Te quiero, mi amor! ¡No puedo creer que hayas dicho que sí! Debes
estar tan loca como yo.
—¿Lo dudabas?
—Ni por un segundo.
Sonríe con los hoyuelos a la vista y llora abrazado a mí sin dejar de
besarme con una ternura infinita.
Se aparta un momento, nos secamos las lágrimas, nos miramos durante
un buen rato, los dos ebrios de felicidad.
—¿De verdad vamos a hacerlo?
Parece tan desconcertado como yo. Me lleva la mano hasta el pecho,
justo dónde se aloja su corazón. Siento la fuerza de los latidos.
—Tú y yo, cómplices para el resto de nuestras vidas —digo con la
cabeza llena de sueños.
—¿Estás segura? ¿Sabes en qué te metes?
—¡Sí! Y nada puede hacerme más feliz. Te quiero, Edward, más que a
nada en el mundo. Eres mi mejor amigo, mi amante, y doy gracias al cielo
cada día por haberte puesto en mi camino.
—Yo también te quiero. No sabes cuánto, joder.
—Creo que ahora sí —contesto mientras presumo del flamante anillo
ante su cara—. Me encanta, es precioso. No puede ser más perfecto.
—¿En serio? ¿Te gusta? Como respuesta, lo agarro por el cuello de la
camisa y lo beso. Un beso de amor que, en un instante, se transforma en
pasión, en lujuria. Con las manos recorro cada rincón de su cuerpo,
buscando la forma de liberarlo de la ropa. Lo deseo, Dios, lo deseo sin
límites. Tanto. Presiono el pecho contra el suyo. Él gruñe mientras mis
dedos, ávidos, trabajan para desabrocharle los vaqueros. De repente me
detiene.
—¡No, nena, no podemos!
Es la primera vez que me rechaza. Lo miro desconcertada.
—Créeme, lo deseo tanto como tú, pero no estamos solos.
—¿Qué?
—Tengo una segunda sorpresa para ti.
Vuelve a sonreír con un brillo cautivador en la mirada, la que resalta sus
hoyuelos y resplandece de alegría, la que me hizo reír la primera vez que lo
vi, y que sigue haciéndolo hoy.
—No sé si sobreviviré a una segunda sorpresa —bromeo.
Igual que hizo antes, me lleva de la mano, esta vez hacia el salón.
Enciende la luz y una multitud grita: «¡sorpresa!». Allí están todos nuestros
amigos vestidos de punta en blanco para la ocasión. Zack, Paul, Julien,
Louis, Nico, Camille, e incluso… ¡Dios mío, no puede ser! ¡Sonia!
Desde que vine a vivir con Edward me he sentido culpable por haber
dejado atrás a mi hermana y a mi madre. Mamá sigue negándose a hablar
conmigo, pero aun así me preocupo por ella. Edward siempre me dice que
no podré ayudarla hasta que decida abandonar a mi padre. Lo cierto es que
los conocimientos de psicología que me han proporcionado el escaso
tiempo que llevo en la Universidad le dan la razón. Ella ha tomado sus
decisiones y yo tengo que aceptarlas. Por supuesto, siempre estaré ahí si
alguna vez me necesita, pero por ahora no hay nada que pueda hacer.
Sacrificarme no es la respuesta. Tuvo que ocurrir algo tan grave como
perder un bebé para que me diera cuenta. Sonia ya no vive con mis padres.
Aprobó el bachillerato con matrícula de honor, después se matriculó en un
programa de intercambio sin tener en cuenta las preferencias de mi padre.
La ayudé con los gastos y de un día para otro se marchó a Barcelona, libre y
feliz. Mis padres se lo tomaron muy mal, pero acabaron cediendo. La
verdad es que mi padre no ha vuelto a levantar la mano a nadie desde el
incidente que me llevó al hospital. No es que se arrepienta o cuestione el
modo en qué ha educado a sus hijos, pero quiere pasar desapercibido, evitar
problemas con los servicios sociales. Sonia supo aprovechar la ocasión.
Esperemos que no vuelva a ensañarse con nadie y mucho menos con mamá.
Me alegro mucho por Sonia. Hablamos por Skype todos los días, parece
que se lo está pasando en grande. Incluso Rayan ha ido a visitarla un fin de
semana. Salieron juntos y después compartieron las fotos en Snapchat. Me
sorprendió este repentino vínculo entre hermanos. Según Sonia, ha
cambiado, parece que ahora es menos gilipollas. Por lo visto, estudiar
medicina en Estrasburgo y tener nuevas amistades alejadas de los estrechos
de miras del barrio le ha sentado bien. O puede que sea su novia la que
ejerce una influencia positiva sobre él. Sin embargo, sigue viéndome como
la peor de las zorras cuyo ejemplo Sonia nunca debe seguir. Así que no creo
que haya cambiado tanto.
El caso es que ver a mi hermana aquí es inesperado, me llena el corazón
de alegría, aunque creo que ya no le cabe más.
—Y aquí está la tercera sorpresa —me susurra Edward al oído,
señalando con el dedo a Sonia.
Se acerca a mí y nos fundimos en un abrazo. La aprieto tan fuerte que
tengo miedo de romperla. Saltamos como dos niñas, con el corazón
desbordado. Sonia, mi media naranja, mi hermana.
—¡Te he echado tanto de menos! —dice emocionada, después se aparta
un poco para poder mirarme a los ojos.
—Yo también te he echado de menos. Pero ¿cómo has venido?
¡Hablamos a mediodía y estabas en Barcelona!
—Digamos que mi futuro cuñado es una persona con muchos recursos.
—Y un buen embaucador, por lo que veo —digo volviendo la mirada
hacia él.
—Créeme, no fue fácil organizar todo a tus espaldas, pero hubo suerte,
todo el mundo me siguió el juego.
—Sí, cada vez que hablábamos tenía miedo de meter la pata —admite
Sonia.
—¡Estoy impresionada! ¡Tú que no sabes guardar un secreto!
Le alboroto el pelo. Cuando éramos pequeñas no le contaba nada, no era
capaz de mantener el pico cerrado. No tengo tiempo de asimilar lo que está
pasando, cuando un tornado llamado Nicolás salta sobre mí gritando:
—Cari, ¡yo he sido el decorador! ¿Te gusta?
—¡Es fabuloso! Me encanta, gracias.
Es cierto, ha hecho un gran trabajo. El color blanco y dorado domina el
salón. Hay jarrones con flores naturales repartidos en cada esquina, lirios y
tulipanes blancos; velas por todas partes, e incluso ha instalado un
fotomatón en un rincón. Nicolás estudia diseño de interiores, así que es
oficialmente el decorador de todas nuestras fiestas.
—No puedo creer que vayas a casarte con el hombre de mi vida —
bromea mirando a Edward, que charla con Zack, Paul, Louis y Julien.
Son sus cuatro mejores amigos, ahora también los míos.
—¡Ja! Te prometo que te lo prestaré de vez en cuando.
—Sí, eso dices ahora, ¡mentirosa! Ni siquiera me has enviado las fotos
de Edward desnudo que te pedí.
Niego con la cabeza riendo. Está fatal.
—¡Venga, enséñame el anillo!
Le tiendo la mano. Camille, que se ha unido a nosotros, grita:
—¡Menudo anillo! ¡No es cualquier baratija!
—¡Ya ves! Le habrá costado un ojo de la cara —añade mi hermana.
—Joder, tiene que ser estupendo ser rico. ¿Seguro que no tiene un
hermano gemelo gay? —bromea Nico.
Todos estallamos en carcajadas.
Pasamos el resto de la noche hablando, riendo y bebiendo champán.
Sonia nos cuenta la ajetreada vida que lleva en Barcelona, Paul la mira
encandilado, creo que ha caído en las redes de cupido. Nico y Louis
compiten por ser el centro de atención. Si no se pelearan tanto, llegarían a
ser los mejores amigos del mundo. Tienen la misma franqueza, el mismo
humor desinhibido y la misma agilidad mental cuando hablan. Su ridícula
competitividad siempre da lugar a veladas memorables.
Corre la bebida, la fiesta no puede ser más divertida, todos hacemos una
visita obligatoria al fotomatón para inmortalizar estos momentos
inolvidables. Observo a mi alrededor, soy una mujer afortunada por estar
aquí, con la gente que quiero y que me quiere. Se me inundan lo ojos de
lágrimas cuando pienso en la niña triste y maltratada que fui. Aquella a la
que prometí una vida mejor. Por suerte he conseguido hacer realidad
aquella promesa.
Edward me abraza por la espalda y me arrastra hasta un rincón apartado
del jaleo.
—¿En qué piensas, princesa?
—En nada… ¿Edward?
—¿Sí, nena?
—¿Me quieres?
Me da la vuelta, me mira a los ojos y me dice esa frase que no para de
repetir:
—¡No sabes cuánto!
Fin
Agradecimientos

Me gustaría dar las gracias a todas mis lectoras de Wattpad. 3,6 millones


de visitas. 3,6 millones de muestras de afecto. Comentarios que a veces me
hacían reír y otras llorar. Si he llegado hasta el final ha sido gracias a
vuestro entusiasmo y apoyo incondicional. Al final de cada capítulo
preguntabais: «¿Para cuándo el siguiente?». A veces eso me impulsaba a
pasar otra noche en vela escribiendo, no quería decepcionaros. A mi lectora,
Beytie @Aidena.B, ¡gracias! Fuiste la primera en leer la historia de Leila y
Edward, en dejar un comentario, en animarme a creer en mí misma.
También quiero dar las gracias a Caroline @Mona_a, con quien he
compartido múltiples relatos: posees un gran talento, no solo para escribir,
sino también para diseñar cubiertas de ensueño y producir tráileres
impresionantes. Has sido mi confidente cuando lo he necesitado y me has
dado los mejores consejos. Sin ti no habría conseguido llegar hasta aquí.
Laetitia @hamfreeze, ¡gracias! Tu alegría, tan contagiosa, y tus mensajes
de ánimo han sido un regalo maravilloso durante el desarrollo de este
proyecto. Sigue escribiendo, te aguarda un futuro brillante.
Por último, mis agradecimientos a Émilie, la editora. Trabajar el texto
contigo ha sido un auténtico placer. Amable, alentadora y comprensiva, esas
son las palabras que usaría para definirte. Gracias a ti he corregido algunos
errores, profundizado en ciertos puntos de la historia y dado una mayor
entidad a los personajes. Gracias de nuevo por creer en mí y darme esta
maravillosa oportunidad.
En la biblioteca:

Mi nuevo hermanastro
Nash es un espíritu libre, no es de los que siguen las normas. Sin embargo,
cuando se siente irremediablemente atraído por su futura hermana adoptiva,
¡hasta él mismo se da cuenta de que será complicado!
Y es que entre Esme y Nash todo es muy intenso: tanto la pasión como las
discusiones. ¡Un ni contigo ni sin ti donde resistirse es superior a sus
fuerzas!
Todo está prohibido y quererse conlleva el riesgo de que se desmorone la
familia, pero toca elegir un bando, aunque ya nada vuelva a ser como antes.

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Descubre Di sí al jefe de Ana Scott
DI SÍ AL JEFE
Primeros capítulos de la novela

ZUGOS001
1

Mona
—¿Y tu jefe? ¿Sigue igual de imbécil? —me pregunta Carla, mi mejor
amiga, mientras le da un bocado al pollo tandori, nuestra comida de
mediodía.
Como hacemos al menos una vez por semana, hemos quedado en un
pequeño restaurante indio que se encuentra a medio camino de nuestros
respectivos trabajos. Uno bueno y barato. El resto de los días, tengo que
contentarme con engullir un sándwich con prisas delante del ordenador o, si
tengo algo más de tiempo, en la terraza de la empresa. Normalmente
también viene Fanny, otra amiga nuestra, pero ya no la vemos desde que
hace poco conoció a un chico a través de una aplicación (y, al parecer, ¡este
es el definitivo!).
En cuanto a mi jefe… Cada vez que hablamos de él, ¡es todo un poema!
Hugo Capelli no solo es un gilipollas arrogante, sino que también es un
pedazo de… ¡egocéntrico! Solo piensa en él y no ve más allá de sí mismo.
Ah, se me olvidaba: de sí mismo y de los millones que tiene su empresa,
Trader A (como «alfa», imagino, ¡muy de su estilo!), una firma
especializada en los fondos de acciones tecnológicos mundiales y, sobre
todo, americanos.
Una empresa que el año pasado declaró ¡más de siete millones de
beneficios!
Estoy segura de que todas las mañanas se empalma al mirar su cuenta
bancaria. Si no fuera por Clément Delahaye, su colaborador principal que es
encantador, y la señora Burgot, mi superior, me habría ido corriendo de esta
empresa de locos, que está dirigida por otro loco furioso y ¡que trata a la
gente como a la mierda!
Pero aquí estoy: después de un año en el paro, no iba a hacerle feos a
nada y acepté el puesto que me propusieron en la oficina de empleo, un
trabajo como asistente de secretaria de dirección.
Técnicamente, soy la asistente de la secretaria particular del jefe, así
que… me dedico a tareas subalternas. ¡Y me parece bien! No me gustaría
nada estar en primera línea. Cuando veo cómo trata a la pobre señora
Burgot, mientras ella le cuida como si fuera su propio hijo, me sabe muy
mal.
Por otra parte, me da la sensación de que él la trata como a su madre…
«Annie, ve a buscar mis camisas a la tintorería», «Annie, reserva en un
restaurante para esta noche», «Annie, envíale unas flores a la señorita
Duchemolle», «Annie, el dosier Dupont es para hoy, ¡no para mañana!».
¡Le tiraría el dosier Dupont a la cara!
Por suerte para mí, ¡soy invisible! Me ignora completamente, no me
mira; yo estoy en otra esfera y no le intereso.
Aunque no soy el blanco de sus reproches cotidianos, a veces Annie me
da tanta pena que me entran ganas de defenderla y gritarle a Capelli que se
vaya a la mierda. No está bien tratar así a los empleados, sobre todo a una
mujer con las aptitudes y la amabilidad de su secretaria. Así que sí: si
continúo en este puesto, también lo hago por ella. Es tan adorable y me ha
acogido con tanta bondad… Las primeras palabras que me dijo fueron que
esperaba sinceramente que nos lleváramos bien, que estaba harta de formar
chicas que tiraban la toalla al mínimo obstáculo. En ese momento, no
entendí a qué se refería con eso. Lo supe después.
En resumen, ¡no hay un gilipollas más grande que Hugo Capelli!
—¡Igual! —respondo con un suspiro—. ¡Creo que hasta es peor que
antes! ¡Me parece que le han dejado!
En todo caso, eso es lo que me ha dicho Benjamin, el único trader con el
que me llevo bien. Sin duda es la única persona, además de Delahaye, que
aprecia a Capelli y que le encuentra cualidades.
En todo caso, si le han abandonado, ¡pues me alegro!
A Capelli… ¡no a Benjamin!
¡Espero que acabe solo y devorado por sus gatos! ¡Así aprenderá a no ser
tan gilipollas! ¡Ni siquiera sé cómo Annie es capaz de soportarlo! ¿Cómo
ha podido aguantarlo todos estos años? Si, al menos, él le dedicara alguna
palabra amable o algún pequeño halago para demostrarle que la tiene en
cuenta y reconoce todo lo que hace por él… Pero ni siquiera eso. ¡Ella debe
de ser masoquista! O no tener nada más que ese trabajo en su vida.
—¿Sí? ¡Pobre! Pero, al menos, ¡deberías admitir que es guapo!
¡Qué tontería!
Primero: de pobre, nada (cuando vi sus nóminas y sus beneficios, ¡creía
que me daba un síncope! Este tío, con treinta y dos años, ¡seguro que es uno
de los hombres más ricos de Francia!). Y, segundo… Bueno, vale, ¡tengo
que admitir que es guapísimo! Es moreno, alto, con buen cuerpo, viste
bien… pero su carácter de bulldog lo arruina todo.
Tanto es así que desde hace dos meses, cuando ya empecé a trabajar de
secretaria en Trader A, mi jefe y su mal humor se han convertido en nuestro
tema de conversación principal. Carla se tira a todo lo que se mueve y lo
daría todo para poder acercarse a él de verdad, por muy pitbull que fuera.
—Bueno… ¿piensas hacerte algo en el pelo? —me pregunta Carla,
pinchando los últimos trocitos de pollo de mi plato.
Me paso la mano por mi pelo rebelde, de un color amarillo veneciano,
donde hay algunos mechones más claros que han conocido días mejores.
—Pues no, ¿por qué?
—Si te esforzaras un poco, ¡quizá Capelli se fijaría más en ti!
¿Cómo? ¡Eso sí que no! ¡No tengo ningunas ganas de gustarle! ¡Antes
reviento!
Sin embargo, no va muy desencaminada. Tengo que admitir que no me
esfuerzo mucho en arreglarme, ni tampoco en peinarme, pero… ¡me da
igual! ¡No tengo tiempo! Además de mi trabajo, me dedico a corregir
manuscritos de autores que se autopublican para completar mis ingresos
mensuales (hasta he creado una pequeña empresa). leo muchísimo y…
escribo. Bueno… algo menos en los últimos meses porque no estoy muy
motivada. Pero en cuanto tenga unos días libres, seguiré y terminaré una
novela que empecé hace tiempo.
Carla, en cambio, va siembre superbién vestida. Es alta, rubia, tiene
cuerpo de modelo y siempre va a la moda, incluso cuando íbamos al
instituto. Siempre lleva el pelo liso, un bolsito que se combina con los
zapatos y el abrigo o con la blusa, unos pantalones de moda… A su lado,
muchas veces parecía un espantapájaros, con mi ropa sin conjuntar de
colores vivos que mi madre me compraba en el mercadillo (¡y que aún sigo
comprando allí!), pero a mí me hacía gracia. Nuestras diferencias nunca nos
han supuesto un problema. Cada una tiene su identidad, su carácter y
siempre nos hemos entendido muy bien, además de completarnos la una a la
otra. Nos entendíamos tan bien que, después del instituto, las dos dejamos
nuestro pueblo de las afueras y nos mudamos juntas a París. Compartimos
piso mientras estudiábamos en la Sorbona. Las dos queríamos trabajar en el
mundo editorial, pero no encontramos ningún empleo en ese ámbito, así que
me dispuse a aceptar lo que se me presentara. ¡Todos tenemos que comer!
Así que tuve algunos trabajillos de camarera, aunque me di cuenta
enseguida de que eso no era lo mío y entonces fue cuando vi el anuncio
para el puesto de secretaria. Me presenté y me contrataron. El trabajo
consiste, básicamente, en pasar a ordenador informes financieros y yo
tecleo muy deprisa.
Carla, sin embargo, trabaja en una tienda de moda en la que nunca he
puesto un pie. Formo parte de ese tipo de gente que cree que el valor de las
personas no depende del precio de la ropa que lleve encima. Aunque debo
reconocer que, en el mundo en el que vivimos, resulta que… sí.
¡Solo cuenta la apariencia!
—Si algún día un hombre se enamora de mí, ¡que me quiera como soy!
—Sí, te querrá tal y como eres cuando te conozca un poco, pero para eso
hace falta que tenga ganas de conocerte, así que… tendrás que gustarle.
¡Esa es la cuestión!
Vale, quizá tenga razón…
La verdad es que puedo vivir perfectamente sin un tío. ¡No necesito un
hombre para sentirme realizada! ¡Ni necesito estar enamorada! Hasta
admito que esas parejas que aparecen en primavera como si fueran granos y
derrochan felicidad besándose en la boca por la calle me dan ganas de
vomitar.
Hablando de parejas, dentro de quince días es mi cumpleaños y, este año,
¡cae en domingo! Y como los domingos nos reunimos toda la familia para
comer, me imagino que mi madre me querrá «dar una sorpresa» e invitará a
algún chico (seguramente, el hijo de alguna de sus conocidas del club de
Scrabble) con el que le gustaría que me casara. La pobre está desesperada
porque pronto cumplo los veintisiete y sigo soltera. Adoro a mi madre y sé
que quiere lo mejor para mí, pero estoy harta de que me fuerce. No seré la
primera que decida vivir sola y me gusta la libertad que tengo estando
soltera.
Pero, a los ojos de la gente, y cuando digo «gente» pienso en mis padres
(mi hermana mayor ya tiene pareja y también mi hermano, que tiene dos
años menos que yo), mi manera de vivir no es la correcta y creen que tengo
algún problema psicológico o que soy lesbiana. ¡Pero nada de eso! Mi
libido está muy bien… Bueno, cuando dejo que se exprese. Y no me atraen
nada las mujeres. La cuestión es que nunca he encontrado a nadie con quien
tenga ganas de hacer concesiones a mi preciada libertad y de cambiar el
curso de mi vida, ¡eso es todo!
—Bueno, ¿y tú cómo estás?
No me gusta mucho hablar de mí misma ni rayarme con las elecciones
que hago en la vida y que solo me incumben a mí. Prefiero que Carla me
cuente sus encuentros y vivirlos a través de ella.
A diferencia de mí, mi mejor amiga sale mucho y tiene una vida sexual
emocionante.
Muy a diferencia de mí, que me contento con pasar un rato con mi
juguetito sexual que me complace perfectamente, no necesito esforzarme en
arreglarme ni en mantener una conversación. Cuando me apetece, lo saco
del cajón de la mesita de noche y listo.
La escucho a medias mientras me habla de su último polvo casual con un
tipo que conoció en una aplicación que mira a veces, cuando le entran
ganas. Una aplicación en la que insistió para que me registrara, pero que yo
no utilizo. Estoy un poco anticuada y eso desespera a mi mejor amiga, que
no entiende que malgaste mis mejores años y que no aproveche las
herramientas que tenemos hoy en día a nuestra disposición para encontrar
hombres.
—Por cierto, ¿has recibido algún mensaje en Encuentraelamor.com?
—No lo sé, Carla, no lo miro.
—¿Cómo que no? ¿No lees los mensajes que te envía la plataforma?
—Pues… ¡no!
—Pero ¿por qué no? —Se altera—. Seguro que encuentras a alguien para
ti. ¡Hay de todo! Para conocer gente agradable, para un polvo de una noche,
pero también hay chicos que buscan relaciones estables.
—Porque prefiero mil veces los verdaderos encuentros.
—Pero nada te impide conocer a esos hombres en persona, Mona.
Además de que es muy recomendable para hacerte una idea de cómo es la
persona antes de llegar más lejos. ¿Me prometes que le echarás un vistazo?
—¡Pero uno solo! —le prometo para que me deje en paz, sabiendo que
seguramente no lo haré.
Debo confesar que, al principio, leía los perfiles que me recomendaban o
los mensajes que esos tipos me enviaban, hasta que me di cuenta de que
ninguna conversación era muy inteligente y que la mayoría de ellos
buscaban únicamente un polvo de una noche.
Por eso, ahora elimino los mensajes directamente.
—Oh, ¡mierda! Tengo que irme, llego tarde —exclama ella de repente
tras ojear el reloj—. ¡Te dejo pagar la cuenta!
Sin darme tiempo a responder, se levanta, me da un beso y desaparece.
Esta chica es un verdadero torbellino, pero la adoro. Es mi bombona de
oxígeno, mi rayo de sol y mi ancla en este mundo tan agitado.
Pido un café y la cuenta, me tomo lo uno y pago lo otro; y después,
pongo rumbo de nuevo al despacho. Me pregunto qué se habrá inventado
Capelli durante el descanso de la comida para hacer que nos volvamos
locos. El tío no come nunca, creo que ni siquiera duerme nunca o, al menos,
no en el despacho.
¡Es un robot! ¡No hay otra explicación!
Sea como sea, es una máquina, un adicto al trabajo y dudo mucho que,
bajo ese envoltorio, por muy bonito que sea, haya un corazón que funcione.

***

Son las dos menos diez cuando entro en los despachos de Trader A, en la
avenida de la Ópera. Son unos despachos ultramodernos, muy espaciosos,
repartidos en tres pisos sin contar la terraza de la azotea, y que están
conectados por un ascensor privado. El primer piso es el de la dirección y la
seguridad (Capelli tiene a varios tipos que vigilan que no haya filtraciones
en las redes o en la prensa, ya sean profesionales o personales), el segundo,
el de los traders (¡son más de veinte! Cuando me toca subir, por suerte no
muy a menudo, el ruido y las pantallas me marean. ¡Me pregunto cómo lo
hacen para no volverse locos!) y el tercero, el de contabilidad y recursos
humanos.
Al acceder al «espacio abierto» que comparto con la señora Burgot, me
sorprende no encontrarla en su puesto.
¿Capelli la habrá enviado a comprar algo?
Si es así, no me ha dicho nada, y eso que siempre me informa de cuándo
sale.
Qué raro…
No sé por qué, pero al colocarme en mi mesa, tengo un presentimiento
que se confirma cuando veo un pósit amarillo pegado en la pantalla.

Llámame, es urgente.
Annie

Mierda…
Si no está en el despacho, es que debe de estar a las puertas de la muerte.
¡Como mínimo!
Hurgo a toda prisa en mi bolso y saco el móvil, lo desbloqueo y
selecciono su contacto.
Después de unos cuantos toques, por fin escucho su voz.
Una voz susurrante.
—Señora Burgot, soy Mona. ¿Se encuentra bien?
La escucho toser.
—Oh, mi pequeña Mona —me responde con la respiración entrecortada
—. No, no estoy nada bien, estoy enferma. Vas a tener que ocuparte del
despacho tú sola durante un tiempo.
¿Perdón?
—Pero… ¿cuánto tiempo? ¿Es algo grave?
Siento su dificultad para respirar.
—No lo sé, estoy esperando al médico. Creo que tengo la gripe, voy a
intentar cuidarme. He… llamado a la agencia de trabajo temporal, pero de
momento no tienen a nadie que pueda sustituirme. Lo vas a hacer muy bien,
Mona, estoy segura. Confío en ti.
Toma un gran soplo de aire.
Es evidente que hablar la cansa.
—Instálate en mi despacho, te he dejado apuntadas todas las cosas
importantes antes de irme —añade—. Está todo en una carpeta, solo tienes
que darle clic.
Empieza a toser y me siento mal por ella.
¿Cómo es posible que no me haya dado cuenta?
Soy una asistenta pésima, pero tengo tanto trabajo que apenas levanto la
vista de la pantalla.
Le deseo que se recupere pronto y cuelgo, con la sensación de que se me
ha caído el mundo encima A partir de ahora, ¡el idiota del jefe se
desahogará conmigo!
2

Hugo
Alzo los ojos de la pantalla cuando alguien toca a la puerta de mi
despacho.
—¿Podemos hablar dos minutos?
—Claro, Clément. Entra.
Hago girar mi silla.
Mi mejor amigo y mi mano derecha, Clément Delahaye, se sienta frente
a mí.
Deja un sobre encima de mi protector de escritorio de cuero negro y se
acomoda en el respaldo de la silla. Cruza las piernas y las manos, en esa
actitud reservada y algo austera que siempre he conocido.
Mi cerebro repara inmediatamente en algunos detalles: la hora, el tiempo
que hace, cómo estoy vestido. Son las diez, llueve (como casi siempre en
mayo en París), llevo un traje gris. Detalles completamente ridículos que
me vendrán a la cabeza cuando recuerde este momento. Pero así es como lo
hago: me fijo en esas tonterías para mantener el control de la situación,
sobre todo cuando sé que voy a recibir golpes, ya sean físicos o
psicológicos.
—¿Cómo está Annie? —pregunta Clément, antes de centrarse en el
propósito real de su visita: ese sobre que me quema entre los dedos.
¡He reconocido la letra de mi ex!
—He tomado las riendas y la he enviado al médico. Tendré noticias
suyas cuando la hayan examinado.
Estoy preocupado por ella.
Con los años, Annie se ha convertido en una verdadera madre para mí y
le tengo mucho cariño aunque me pase el día regañándola. Es una especie
de juego, un juego que solo entendemos nosotros. Yo me desahogo con ella
y ella lo acepta, como lo haría una madre y como solía hacerlo la mía. Mi
madre era una santa y la quería muchísimo. Era mi única familia, la única
que jamás he tenido. Sufrí mucho cuando falleció y todavía sufro por
haberla perdido.
Además de mi madre, cuyo amor incondicional me dio la seguridad y
determinación necesarias para superar cualquier obstáculo, tuve la suerte de
encontrar a tres personas extraordinarias que me han convertido en lo que
soy hoy: el señor Deschamps, mi profesor de matemáticas (que supo
encontrar en mí un potencial fuera de lo común, un conocimiento innato de
los números, y que me empujó a estudiar), mi mentor, Marius Laroche (a
quien le compré esta empresa de traders llamada entonces Trader Ópera,
hace cinco años, después de haber trabajado en ella) y Annie, su secretaria,
que conservé junto con la empresa.
Me da rabia no saber qué tiene ni si es grave. El no saberlo me vuelve a
sumergir en la misma tristeza que conocí cuando mi madre estaba enferma.
Mi incapacidad para salvarla me volvía loco. Espero que no ocurra lo
mismo con Annie.
No estoy preparado para perderla a ella también.
Vuelvo a la realidad.
—¡Supongo que has venido a hablarme de esto!
Le señalo el sobre.
Evidentemente, he reconocido la letra de Camille, la única mujer que me
ha importado en la vida y, viendo el tamaño y la textura del sobre, se trata
de una invitación.
Se me acelera el ritmo cardíaco y me preparo mentalmente.
Cuando me dejó hace seis meses intenté recuperarla, pero me respondió
con una negativa rotunda. Me hizo comprender que no quería nada más de
mí. Al parecer estoy obsesionado con el éxito, soy un oportunista y no
tengo sentimientos. No sé amar, no tengo corazón, nunca estaba
disponible… y todo se acabó.
Todo eso ya lo sé desde hace tiempo, pero ¿cómo puedo amar a la vida y
confiar en ella si siempre me ha maltratado?
Y, sin embargo, quería aprender.
Con ella.
Quería intentarlo y que lo nuestro funcionara a toda costa, pero… ella no
quiere saber nada más de mí y el objetivo de esta invitación, porque estoy
seguro de que es una invitación, está claro: ¡tengo que metérmelo de una
vez en la cabeza! Pero no me conoce nada si piensa que me voy a dar por
vencido. Eso no está entre mis costumbres ni en mi carácter. Cuando quiero
algo, hago lo que sea posible para conseguirlo, ¡sea lo que sea! Cuando
vienes de lo más bajo, como yo, te aferras a las cosas y no te das por
vencido al primer obstáculo. He luchado mucho por llegar hasta aquí. He
trabajado como un loco para tener todo esto y Camille era la mujer ideal, la
que me permitiría elevarme en la escala social. Viene de una familia de
abogados de renombre, es hermosa, distinguida, inteligente (estudió en la
HEC de París y trabaja para una gran firma americana de componentes
electrónicos), sabe cómo vivir la vida y cómo comportarse en sociedad.
Será una buena esposa y una gran madre, estoy seguro, a la par de su propia
madre.
—Yo he recibido otra —añade Clément—. Estaban en el buzón. Te aviso
de que no te va a gustar.
Inspiro profundamente y abro el sobre.
Saco una tarjeta blanca nacarada.
Me da un vuelco el corazón al pensar que se trata de una invitación de
boda. Pero si rompimos hace apenas seis meses, ¿no es un poco precipitado
todavía?

Camille Lefebvre y Simon Duplessis tienen el placer


de invitarles a una fiesta al aire libre para celebrar su amor,
el domingo veintitrés de mayo a partir de las tres de la tarde.
En el Pavillon Elysée.
Confirmen su asistencia antes del dieciséis de mayo.

Necesito unos minutos para recuperarme. Siento alivio por que no sea
una invitación de boda, pero a la vez estoy algo confundido por la noticia:
«para celebrar su amor»… En ese lugar tan prestigioso…
De repente, siento ganas de vomitar.
Es cierto que yo no provengo de su mundo y que, a pesar de los millones
de mi cuenta bancaria, su padre (a diferencia de su madre, que parecía sentir
cierta debilidad por mí), me lo hacía notar en cada uno de nuestros
encuentros. No solo vengo de la calle, sino que también soy extranjero: un
italiano. Un tano, como me decían en el colegio. Cuando mi padre ya no
estaba allí para defenderme, tuve que empezar a saldar mis cuentas yo solo
a base de golpes.
Supongo que la desconfianza de su padre influyó en la decisión de
Camille de romper conmigo. Yo no era el yerno ideal. Habría manchado los
escudos familiares. Me imagino, además, que el nuevo pretendiente será
mucho más popular y dócil que yo. El padre de Camille tenía la tendencia
de meterse en nuestros asuntos y quería dirigir la vida de su querida y única
hija, por eso un día le dije que nos dejara en paz y se fuera a la mierda. Creo
que no le gustó nada, además del resto.
—¿Qué piensas hacer?
Me recuesto en la silla y me coloco una mano en el mentón.
—¿De qué?
—¿Vas a ir?
—¡Claro que sí! ¿Por qué no iba a ir?
Inmediatamente, mi cerebro entrenado para analizar, sintetizar, objetivar
y sopesar los beneficios y los riesgos idea un plan: no solo iré, sino que ¡no
iré solo! Buscaré a una chica para que me acompañe y haré un paripé de
chico romántico y enamorado para enseñarle lo que se pierde. Así, le haré
creer que yo también he pasado página a la vez que intento volver a
conquistarla.
Sí, eso haré, ¡da igual quien sea la otra mujer!
Quizá una prostituta… aunque no tengo ganas de pagar una fortuna
cuando puedo encontrar a alguien gratis. Pero ¿quién? No lo sé, pero
quizá… Sí, quizá puedo utilizar esa nueva aplicación de citas que anuncian
en el periódico: ¡Encuentraelamor.com! Parecen serios y dicen que pueden
encontrar a la persona adecuada y con quien seas compatible con ayuda de
un sistema de selección irrefutable.
Pero como ya he dicho, me da igual quien sea, no es amor lo que busco
sino ¡una «falsa prometida» para un día! Mientras no sea muy tonta o
demasiado fea, servirá.
Y tengo… ¡catorce días!
Catorce días para encontrar a la persona que necesito. Encontrarla,
comprobar que no sea una loca y que, por lo menos, me guste un poco.
Voy a crearme un perfil ya.
Solo tengo que validar unos veinte informes de mis analistas. Debería
darme tiempo de aquí a que acabe el día. O esta noche. Total, nadie me
espera…
Sorprendentemente, esa perspectiva me encanta.
Camille se quedará muda de sorpresa.
Cree que estoy abatido por nuestra ruptura, pero ya verá como no.
Si lo hago bien, haré que sienta un pinchazo de decepción y, por qué no,
de celos. Quizá esto le haga retomar el contacto conmigo.
En todo caso, ¡haré todo lo que pueda!
3

Mona
Cuando escucho la puerta del despacho de Capelli abrirse poco después
de que salga su mano derecha Clément Delahaye, con quien acabo de
intercambiar unas palabras, me sobresalto. Normalmente, no se anda con
rodeos y siempre parece estar a punto de estrangular a alguien, pero ahora
¡es mucho peor! Parpadeo varias veces al verlo pasar delante de mi
escritorio, sin dirigirme la más leve mirada.
¡Este idiota da mucho miedo!
Conforme se va alejando, voy recobrando la respiración. Pero mi
corazón da un vuelco ante la idea de que, si ya ha pasado una vez, volverá a
hacerlo.
Madre mía…
Me entran ganas de tirarme debajo de la mesa y esconderme. O de fingir
que estoy enferma, pero… ¡esto no se trata de él! Soy una mujer fuerte e
independiente. ¡No me da miedo! No, no me da miedo, pero si soy del todo
sincera, debo confesar que me impresiona y me intimida. Sobre todo
porque, la mayoría del tiempo, está alterado y es insoportable con todo el
mundo.
Ha pasado como un cohete, pero me ha dado tiempo a ver su camisa
blanca, el corte de su chaqueta, su corbata de líneas finas y… esa mandíbula
prominente y su alta estatura. También debo reconocer que sus rasgos son
indudablemente varoniles. En él resaltan sus ojos: azules y muy claros pero
fríos como el hielo. No sé qué es lo que mueve a este hombre, aunque su
determinación es impresionante.
De repente, escucho pasos en el pasillo.
Por Dios… ya vuelve.
Me precipito sobre la silla y empiezo a toquetearlo todo con nerviosismo.
Mierda, mierda, mierda…
Me pongo tan nerviosa que choco con el portalápices y todos los bolis
caen sobre la moqueta.
Mieeerda…
¡Me daría un bofetón a mí misma por ser tan torpe!
Me levanto de la silla y me arrodillo en el suelo para recogerlos y volver
a meterlos en el portalápices.
—Mmm…
Alzo la mirada. Demasiado deprisa. Sin calcular la distancia. Y me doy
un cabezazo contra la mesa del despacho.
Me echo hacia atrás con la mano en la dolorida cabeza y suelto:
—Joder, qué…
Entonces me topo con una mirada azul glaciar y me interrumpo.
—Lo siento, señor… Capelli, ¿qué puedo hacer por usted? —pregunto
con vehemencia mientras me incorporo con la sensación de haber perdido el
aliento, aunque no haya dado ni un paso ni mucho menos haya corrido unos
cien metros.
Me mira fijamente y, después, su mirada recae en mi pelo y recorre todo
mi cuerpo. Me quedo sin aliento durante los segundos que dura su examen,
que parece ser interminable.
—Mona, ¿verdad?
Siento el impulso de hacerle una pequeña reverencia para intentar relajar
el ambiente que, de repente, me resulta agobiante y así también me burlo de
su actitud tan rígida, pero me contengo. Hugo Capelli no es el tipo de
hombre del que una se pueda burlar y salir impune. Aunque, al mismo
tiempo, me sorprende agradablemente que sepa mi nombre.
—Sí, señor, Mona Vargas.
Ante su mirada glaciar me siento como una niña pequeña a la que han
pillado haciendo travesuras y me molesta que su actitud me produzca esa
sensación. Es muy guapo, de eso no hay duda. Y alto, bastante alto, debe de
rozar el metro noventa. Es muy moreno y tiene el pelo ligeramente
ondulado, peinado hacia atrás. Sus facciones parecen esculpidas a mano y
tiene unos ojos preciosos, que aún podrían serlo más si no fueran tan
despiadados.
Y eso que yo no he hecho nada para ser su blanco, ¡joder!
Bueno… excepto si tirar los bolis al suelo merece un castigo.
Me imagino lo que podría hacerme.
Y me pongo nerviosa
El esfuerzo por aguantarme el enfado hace que me sonroje.
—¿Qué puedo hacer por usted? —le repito con brusquedad.
Su mirada se vuelve aún más intensa bajo el ceño fruncido.
—La señora Burgot estará ausente durante al menos dos semanas. ¿Se
siente capaz de hacer su trabajo, además del suyo propio?
—Eh, pues… sí, no tengo inconveniente, señor. Haré todo lo que pueda,
si usted… bueno… si usted me promete no ahogarme entre informes y tener
un poco más de paciencia que de forma habitual.
Después de todo, ¡es por el interés de su empresa!
Ya está bien de que quiera organizarlo todo con mano de hierro. Estoy
segura de que si él fuera un poco más humano y más… apacible, todo el
mundo (incluida yo) nos sentiríamos mejor.
—¿Disculpe?
Intento afrontar con valentía la dura expresión de su rostro.
—Solo quiero que entienda que, si me grita igual que hace con la señora
Burgot, me sentiré incapaz de hacer mi trabajo correctamente. Es por su
propio interés… señor.
No lo digo muy segura de mí misma, aunque después de todo solo he
dicho lo que pensaba.
Él hará lo que quiera.
—¡Ya veo!
Su voz grave, terriblemente masculina, me pilla muy desprevenida.
Me enderezo con un calofrío, muy a mi pesar, y me adelanto cuando veo
que va a abrir la boca:
—Dicho esto, si cree que no voy a dar la talla, es mejor que me despida
ahora mismo. Así, ni yo perderé mi tiempo ni usted su dinero.
A juzgar por su cara de sorpresa, estoy segura de que ninguno de sus
empleados le ha hablado nunca con tanta franqueza.
—¿De verdad tiene ganas de seguir trabajando para mí, señorita Vargas?
Me fulmina con la mirada.
—Sí… ¡por supuesto!
—¡Entonces no veo dónde está el problema!
Vuelve a mirarme de arriba abajo, parándose en mis pechos. De repente,
tengo mucho calor. Mi naturaleza femenina no es del todo insensible al
magnetismo casi animal que desprende. Y que… me desestabiliza por
completo.
Intento ignorar el calor que siento en las mejillas y que no hace más que
aumentar, y le replico:
—Tiene usted razón. No hay ninguno. Pero si tiene alguna queja o…
—Se lo haré saber, ¡no se preocupe! —me interrumpe—. Haga lo que
pueda, con eso será suficiente.
Vale…
Cuando veo que se aleja, añado:
—Y… ¿se encuentra mejor la señora Burgot?
La pregunta parece pillarle desprevenido.
Veo un destello cruzarle la mirada y comprendo que está muy
preocupado por ella. Me pregunto qué les une tanto. De repente, siento
simpatía por él, pero no quiero saber si es porque se preocupa de verdad por
ella o por lo terriblemente atractivo que es. No me había dado cuenta de ello
hasta hoy, quizá porque nunca le había tenido cara a cara. Y además…
nunca habíamos hablado antes, ni siquiera una vez, por eso me sorprende
tanto que se acuerde de mi nombre.
—Saldrá de esta. Hasta luego, señorita Vargas.
Veo cómo se aleja.
Por Dios…
Me dejo caer sobre la silla con las piernas temblorosas.
Si paso por este estado de nervios cada vez que me mire o me dirija la
palabra, ¡lo llevo claro! Y ya ni hablemos del estado de mis braguitas.

Continuará…
En la biblioteca:

Di sí al jefe
Mona Vargas es una soltera empedernida, para desesperación de su madre,
y todos los domingos es la misma serenata de siempre: no parará hasta
encasquetarle un novio.
Por eso, cuando su jefe Hugo Capelli, tan exasperante como sexy, le pide
que actúe como su novia falsa y le acompañe a una fiesta que organiza su
ex en honor a su nueva historia de amor, no duda en aceptar el trato.
Solo hay una condición: que él también se haga pasar por su novio ante su
familia. No hay ninguna posibilidad de que el drama vaya a más, ¡ya que no
tienen nada en común! Él es tan seguro de sí mismo, arrogante y
egocéntrico que ella no se siente para nada atraída y se toma el asunto con
seriedad… Además, como es su jefe, ¡ni se le pasaría por la cabeza intentar
algo con él!
¿Será realmente verdad que no tienen nada en común? Tal vez, pero ¿no
dicen que los polos opuestos se atraen?
Al igual que del amor al odio, de una relación falsa a los sentimientos reales
solo hay un paso.

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Agosto 2022

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Traducción del francés: María Pérez Martín

ZILAS001

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