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Como categorías históricas, Derecho mercantil terrestre y Derecho marítimo han tenido
diferentes orígenes y evoluciones, aun participando en su primera fase de los caracteres
consuetudinario y corporativo y de una tendencia a la internacionalidad; notas comunes,
pero esta última más acusada y antes consolidada en el marítimo que en el terrestre, desde
la Edad Media.
Ya en la Edad Moderna, cuando la tarea unificadora consistía en superar la diversidad del
Derecho de los consulados, en la fase que se ha denominado de «legalización,
estatalización y nacionalización» del Derecho mercantil (vid. nuestro Derecho Mercantil,
coord. JIMÉNEZ SÁNCHEZ, I, 4ªed., Barcelona, 1997, pág. 7, y Nacionalidad e
Internacionalidad del Derecho Mercantil, Sevilla, 1993, págs. 22-23), la primera
concreción legislativa se estructura en función del elemento espacial en que se desarrolla el
fenómeno comercial y, en definitiva, el transporte. Pero la obra a la que se refiere en
relación con las Ordenanzas de COLBERT, es la que el mismo Ministro encargó a PIERRE
DANIEL HUET, o HUETIUS, Obispo de Avranches, Subpreceptor del Delfín, Ayudante
de BosSUET, antagonista de DESCARTES (autor de Censura Philosophiae Cartesianae,
1689) y Académico («uno de los cuarenta de la Academia francesa»), quien cumplió
respetuosamente la encomienda ( «Bien era necesaria, Señor, una autoridad como la vuestra
para obligarme a dar de mano a los demás estudios que mucho tiempo hace me tienen
ocupado ... y dedicarme a otra especie de trabajo muy diferente ... », dice en su Prefacio,
dedicado a COLBERT, el Obispo HUET). Se trata de la Historia del Comercio y de la
Navegación de los Antiguos, traducida al castellano por Fray PLÁCIDO REGIDOR, ex
Visitador General de la Religión de San Benito y ex Abad del Real Monasterio de
Montserrat, publicada en Madrid, en 1793.
La tesis que inspira la obra de Huet es la identificación entre comercio y transporte, y su
clasificación en terrestre y marítimo. La fuente histórica primera que utiliza el autor es la
Sagrada Escritura, de modo que se remonta al Génesis para situar el origen del comercio en
el intercambio de productos excedentarios practicado por Caín, labrador, y Abel, pastor, y
para estudiar su evolución primera en dos fases: «Comercio antes del Diluvio» (op. cit.,
pág.3) y «Comercio después del Diluvio por tierra y por mar» (op. cit., pág. 5). De no haber
existido el comercio antes de Noé, cree el autor que no hubiese dispuesto éste de tantos
materiales para construir «aquella grandiosa fábrica del Arca», de donde deduce (op. cit.,
pág. 4): El comercio es transporte, comunicación entre pueblos, más dispersos después del
Diluvio. Más que con la compraventa, el comercio se identificaron el transporte, porque
mientras el «tráfico» puede hacerse «por trueque o por dinero» («por el cambio de los
géneros» o «con moneda»), por permuta o por compraventa (op. cit., pág. 11), el traslado
sólo es posible mediante el transporte. Del comercio marítimo se adueñan egipcios y
fenicios: los primeros, de las rutas de Oriente por el Mar Rojo; los segundos, de las de
Occidente por el Mediterráneo, hasta entrar en el Océano por el Estrecho de Gibraltar y
extenderse «a derecha e izquierda», para fundar colonias como Cádiz y comerciar con los
metales españoles (op. cit., págs. 18 y ss.). Las rutas del comercio sirvieron también para
transportar a esta región progreso, cultura y civilización, en contraste con la España del
Norte.
Nuestras costas son base de las mayores expediciones marítimas de la Edad Antigua, como
iban a serlo de la Moderna. Así lo describe HUET, con citas de PLINIO. El testimonio de
PLINIO lo encontramos también en ESTRABÓN, quien precisa que los restos encontrados
en el golfo Arábigo eran de naves construidas en Cádiz, caracterizadas por su mascarón de
proa en forma de cabeza de caballo.
Este recorrido histórico sirve para demostrar como el elemento espacial, al incidir en la
actividad comercial y diversificar el tráfico marítimo del terrestre, incide también en el
Derecho que la regula, hasta el punto de acotar como materias distintas las propias del
Derecho mercantil terrestre y del marítimo; diversidad que no sólo se aprecia en las
instituciones de uno y otro y en las normas que las regulan, sino en sus fuentes. Las
Ordenanzas de COLBERT son prueba de ello y, aunque la «autonomía legislativa»
desaparezca con la codificación, cuando «el comercio marítimo» se incluye en los Códigos
de comercio (el Libro Segundo del Código de Napoleón; el Tercero de los españoles de
1829 y 1885), esa diversidad se manifiesta en rasgos peculiares, que reflejan la incidencia
que en el Derecho produce el elemento espacial en el que se desarrollan las relaciones
jurídicas reguladas.
Esta rápida y profunda evolución del sector repercute inexorablemente en el Derecho que lo
regula, como una exigencia de adecuación a las nuevas realidades y a las nuevas
cuestiones. La revolución tecnológica, al tiempo que amplía el ámbito del transporte,
aumenta su división en medios y modalidades, lo que, al incidir en el plano normativo: la
navegación se clasifica por agua y por aire; el transporte por agua se divide en marítimo y
de navegación interior; el terrestre, en transporte por ferrocarril y por carretera, y subsiste
para todos ellos la clasificación fundamental de transporte de personas y de mercancías.
Pero, simultáneamente, la diversificación del transporte plantea la posibilidad de una
combinación de diferentes medios -«multimodal»-, mientras que los intereses de las partes
contemplan la operación en su conjunto como un todo unitario, desde la carga al destino
final.
Esta complejidad del fenómeno técnico del transporte moderno ha determinado en el
Derecho una multiplicidad no sólo de regulaciones distintas para las diversas formas de
transporte, sino, en el ámbito internacional, de organismos formuladores de las
correspondientes normas o proyectos de normas.
a) El Transporte Ferroviario
Las primeras actuaciones en el ámbito de la unificación internacional, con resultados
expresados en normas y convenios, se desenvolvieron alrededor del transporte por
ferrocarril. Es ésta la primera modalidad que, esencialmente por razones de orden
tecnológico, pudo desarrollarse bajo la supervisión y el impulso de los Estados. Los
avances técnicos, prácticamente «estandarizados», que permitieron la generalización de un
moderno sistema de comunicaciones (la circulación terrestre a vapor) supuso el tendido de
líneas ferroviarias, tanto dentro de los propios países como entre los fronterizos;
favoreciendo la comunicación de los centros de producción empresarial y de éstos con los
centros de consumo, así como entre las ciudades. Razones de naturaleza estratégica
(asegurar la extensión de una vía de comunicación sumamente eficaz a lo largo de todo el
país y de las zonas geográficas de interés), económica y comercial (mejorar y ampliar las
oportunidades de intercambio de bienes y riqueza; además, la circulación de personas —
transporte de pasajeros—) contribuyó a la definición de sus reglas básicas de ordenación y
su plasmación en normas y convenios internacionales. La estandarización de las prácticas y
los modelos era en buena medida una consecuencia de la técnica del nuevo modo de
transporte. Esas iniciativas, particularmente destacables en ámbitos regionales concretos,
como el europeo, concluyeron en una primera fase en 1890, con la elaboración del
Convenio Internacional relativo al transporte de mercancías por ferrocarril (comúnmente
conocido como Convenio de Berna, fechado el 14 de octubre de 1890, así denominado por
ser la capital suiza donde inicialmente se estableció la Oficina Central para el Transporte
Internacional de Mercancías por ferrocarril). El éxito de la unificación emprendida se
comprueba por la variedad de los instrumentos internacionales adoptados bajo el sistema
que ordena OTIF (Intergovernmental Organisation for International Carriage by Rail,
Organización Intergubernamental para los Transportes Internacionales por Ferrocarril),
pues los convenios COTIF/CIM se extienden a todos los ámbitos relevantes del transporte
ferroviario y de la actividad misma que se desarrolle entre Estados parte. El resultado ha
sido la elaboración de un cuerpo normativo complejo, integrado por diferentes apéndices al
COTIF que comprende las reglas uniformes relativas a los contratos de transporte
internacional de pasajeros por ferrocarril (denominado Apéndice A, CIV), de transporte
internacional de mercancías (Apéndice B, CIM), de transporte internacional de mercancías
peligrosas (Apéndice C, RID), al contrato de uso de vehículos en el tráfico internacional
por ferrocarril (Apéndice D, CUV), al contrato de uso de infraestructuras en el tráfico
internacional por ferrocarril (Apéndice E, CUI), a la adopción y la validación de estándares
técnicos uniformes para material de ferrocarril destino a su uso en el tráfico internacional
(Apéndice F, APTU) y las reglas uniformes relativas a la admisión técnica de material
ferroviario usado en el tráfico internacional (Apéndice G, ATMF). En relación con los
contratos de transporte, debe tenerse en cuenta que el Convenio extiende su aplicación
también a los contratos que, de forma complementaria al transporte por ferrocarril,
contemplan en determinadas circunstancias (básicamente, el registro de esas rutas por la
organización) un transporte por carretera, por mar o por vías navegables internas de un
Estado miembro e, incluso, un transporte internacional por esas vías.
La adaptación del modelo internacional al ámbito nacional, opción que reporta sin duda
ventajas nada desdeñables (derivados no tanto, al menos necesariamente, de la
aproximación de normas como de la asunción de los mismos criterios e instituciones en los
dos ámbitos normativos), no siempre se ha hecho con el rigor técnico adecuado. En efecto,
la internacionalidad permite cualificar una relación con unas características que no tienen
por qué ser propias del ámbito interno (así, entre otras muchas, la imperatividad del
régimen internacional frente al carácter dispositivo que preside la regulación mercantil en
nuestro país).
c) El Transporte Aéreo
La evolución normativa del transporte aéreo se ha producido, igualmente, con un elevado
grado de uniformidad internacional. El desarrollo técnico, por un lado, y las circunstancias
mismas del desarrollo del transporte aéreo (condicionado por las infraestructuras precisas
para su desarrollo, sus condicionantes de internacionalidad, las especialidades que reclaman
las aeronaves, etc.), evidenciaron la necesidad de la ordenación uniforme de la actividad del
transporte (y de otros aspectos relacionados con la misma).
En cuanto al régimen administrativo, de autorización, control e intervención, se confía a las
instancias europeas en virtud de lo previsto en los arts. 90 a 100 del Tratado de
Funcionamiento de la Unión Europea, que lo configuran como una de las políticas comunes
de la Unión Europea prioritarias. Ello evidencia, una vez más, la perspectiva internacional
que caracteriza al transporte aéreo desde su existencia misma, en el que la perspectiva
nacional (expresada en la L. 48/1960, de 21 de julio, sobre navegación aérea; BOE núm.
176, de 23de julio; con numerosas modificaciones) es necesariamente limitada. En el
ámbito que tomamos como referencia, el internacional, la norma básica fue, durante
muchos años, el Convenio de Varsovia, de 12 de octubre de 1929, para la unificación de
ciertas reglas relativas al transporte aéreo internacional (publicado en la Gaceta de Madrid
núm. 2.333, de 21 de agosto de 1931), varias veces modificado (en España, con un cierto
desorden) por diversos protocolos (numerados del 1 al 4; precisamente, España obvió la
ratificación del núm. 3). El texto internacional de referencia es el Convenio para la
unificación de ciertas reglas para el transporte aéreo internacional, hecho en Montreal el
28 de mayo de 1999, ratificado por España por virtud del Instrumento publicado en el BOE
núm. 122, de 20 de mayo de 2004; el Convenio entró en vigor de forma general el 4 de
noviembre de 2003, para España el 28 de junio de 2004 (art. 53, párrs. 6. º y 7º). La
coordinación entre el antiguo texto internacional y el nuevo no es todo lo eficaz que
debiera, pues aunque el Convenio de Montreal de 1999 reconoce en su presentación la
necesidad de refundir los instrumentos ya elaborados para la armonización del Derecho
aeronáutico internacional, no establece el régimen de la relación de los convenios y textos
relacionados; limitándose a establecer su propia prevalencia «sobre toda regla que se
aplique al transporte aéreo internacional» (art. 55), sobre la base de que los Estados
firmantes del nuevo Convenio son también «comúnmente» parte de todos o la mayoría de
los anteriores convenios. Si la Unión Europea supone una experiencia de carácter regional
«única», por razón de la uniformidad que procura entre los Estados que la integran, puede
afirmarse que niveles similares de uniformidad, ahora en un plano internacional, se ha
conseguido gracias al Convenio de Montreal, universalmente aplicado.
d) El Transporte Marítimo
En cuanto al régimen del transporte marítimo debe partir necesariamente de una postura
previa en relación con el concepto mismo del Derecho marítimo, puesto que la especialidad
que se tome en consideración condicionará la perspectiva que se adopte acerca de este
«Derecho especial» o «autónomo » y, con ello, la particularidad de las instituciones que lo
integran y la ratio que las informa. Se asume que la conformación de esta disciplina
obedece a la constatación de que la actividad se encuentra condicionada por el medio en el
que se desenvuelve. Las personas y el patrimonio que se aventuran en la mar quedan
expuestos a los «riesgos de la mar», en una situación en la que la lejanía y el aislamiento de
la nave imponen una forma de actividad (de transporte) autárquico. Serían, pues, los
especiales riesgos de la navegación los que han conformado las particularidades de las
instituciones marítimas (por ejemplo, la extraordinaria autoridad, sobre el buque, las
mercancías e incluso sobre las personas, que se atribuye al capitán; la solidaridad de todos
los interesados en la aventura marítima —las averías— y, con ello, o el reparto de riegos
que se impone; la aparición de contratos concebidos precisamente en atención a esas
situaciones de riesgo especiales —el seguro marítimo—). El resultado ha sido la definición
de un Derechos especial y autónomo (el Derecho marítimo, diferenciado en el seno del
Derecho mercantil), en el que se superponen (a veces, sin la claridad suficiente) normas de
Derecho privado con normas de Derecho público; características que, con distintos matices
y perspectivas, han sido reconocidas y asumidas por las normas y por la doctrina científica
que las estudia, asumiendo estar en presencia de una rama del Derecho que reclama el
reconocimiento de sus propias particularidades (el «particularismo» del Derecho marítimo).
Uno de los caracteres más clásicos del Derecho marítimo fue su origen consuetudinario
(como lo es el del propio Derecho mercantil, pues en el fondo éste se desarrolla
esencialmente al amparo de aquél), consagrando un tradicionalismo que se recogió en las
compilaciones medievales que recogieron las resoluciones de los consulados marítimos.
Esa situación fue «revisada» a lo largo del siglo XVIII, a medida que la consolidación
suponía el monopolio estatal en la elaboración de las normas y, con ello, la legalización del
Derecho marítimo (así, la Ordonnance touchant la Marine, de 1681). La estatalización del
Derecho marítimo y su petrificación» se consolida con la codificación que empeña a los
países a lo largo del siglo xix. Pronto, los sistemas ordenados que suponen los códigos
evidencian su alejamiento de la realidad comercial marítima, incapaces de atender las
nuevas necesidades experimentadas por los profesionales y de asumir las mejoras
producidas en el tráfico marítimo.
e) El Transporte Multimodal
Bajo la expresión «transporte multimodal» se hace referencia a una nueva realidad, no
todavía suficientemente definida, la «multimodalidad» reclama la concurrencia en una
misma operación de transporte (perspectiva económica) multiplicidad de regímenes
aplicables (perspectiva jurídica); multiplicidad que deriva del hecho de que la operación
global se desarrolla a través de diversos «modos». A estos efectos, por «medio»
entendemos el entorno físico en el que se desenvuelve la operación de transporte (así, mar,
tierra y aire). Mientras que por «modo» hacemos referencia al régimen jurídico propio que
cada uno de esos medios reclama, en su caso, en virtud de la naturaleza del transporte; así,
en el medio terrestre podemos estar en presencia de un transporte por carretera y ferroviario
—también fluvial—; en el marítimo, siendo el mar el único medio, los regímenes que
pueden reclamarse son el nacional —cabotaje— y el internacional; lo mismo que sucede en
el transporte aéreo. La confluencia de regímenes sobre la misma operación (quizás, también
de empresarios, sometidos cada uno de ellos a su propio régimen legal) supone una
concurrencia (quizás, una yuxtaposición) de normas, de naturaleza distinta (así, nacional e
internacional), que somete cada parte de la operación a un régimen distinto (de
obligaciones: actuaciones, diligencia, custodia...; sobre todo, de responsabilidad del
porteador). La necesidad de articular una operación de transporte que transcurra por
diversos medios y/o modos no es, desde luego, una cuestión reciente. Desde antiguo, la
práctica ha ido consagrando fórmulas para articular las formas de «ordenación» y de
«cooperación» entre porteadores, atendiendo a la necesidad de un transporte más complejo
que el que cada uno de ellos podría asumir por sí solo. Entre esas formas se recurrió al
«transporte con subtransporte» (el cargador contrata con el porteador y éste, a su vez,
contrata en su propio nombre con porteadores sucesivos), el «transporte con reexpedición»
(en este caso, el primer porteador contrata los nuevos transportes por cuenta del cargador)
y, sobre todo, el «transporte combinado» (varios porteadores asumen el compromiso de
transportar, asumiendo cada uno una parte aunque también la responsabilidad por todo el
transporte, según sus propios acuerdos internos). Esta última ha sido la modalidad más
depurada en el tráfico, hasta el punto de haber generado modelos de documentos especiales,
reconocidos en el tráfico marítimo (así, VISCONBILL, ya en desuso; y el
COMBICONBILL, revisado en 1995; en ambos casos, elaborados por BIMCO), dando
nombre a una «categoría» de documentos (cuyos extremos no han sido plenamente
definidos, por lo que permiten múltiples categorías contractuales, de contornos imprecisos:
además de las operaciones de colaboración entre varios porteadores, también por ejemplo
operaciones de transbordo) denominados «conocimientos de embarque directos»;
documentos que parecen próximos a la fórmula del transporte con reexpedición.
B) Concepto
En nuestro Derecho falta una definición del contrato, no únicamente con carácter general,
sino también respecto de muchas de sus clases (transporte civil, mercantil, terrestre,
fletamento, etc.). Ello ha provocado un esfuerzo doctrinal en la búsqueda de ese concepto
lo suficientemente amplio para abarcar todas las clases de transporte, incluida la distinción
básica entre transporte de cosas y de personas. En ese sentido, puede afirmarse que el
contrato de transporte es aquel por el que una persona, llamada porteador, se obliga, a
cambio de un precio, a trasladar de un lugar a otro un bien o una persona determinados, o
a ambos a la vez. Esta definición incluye todos los tipos o variedades de transporte, sin
olvidar, naturalmente, que pueden tener una disciplina diversa según la modalidad de que
se trate.
C) Naturaleza Jurídica
La aparente simplicidad de la definición propuesta contrasta con la dificultad de precisar la
discutida naturaleza jurídica del transporte. En líneas generales, y con fuerte polémica en
figuras concretas, ya desde la propia regulación del C.c., el transporte se concibe
mayoritariamente como una subespecie del arrendamiento de obra o contrato de resultado.
De esta manera, el porteador sólo cumple su prestación si ofrece a la contraparte el
resultado prometido del traslado de la cosa o persona.
Junto a esto cabe señalar algunos rasgos diferenciales de particular interés. Es un contrato
cuyo resultado es indivisible, sean uno o varios los porteadores o sean diversos los medios
empleados para completar dicho resultado. Es también un contrato fungible, en el sentido
de que puede ser cumplido directamente por el porteador contratante, pero también puede
éste valerse de otros para su ejecución. Incluso cabe la posibilidad de que quien asuma
contractualmente la obligación de transportar no realice materialmente ninguna operación
física referida al traslado, confiando la total realización del mismo a otros porteadores y
limitándose el primero a una especial actividad de intermediación entre los interesados en
el transporte; a pesar de lo cual se le atribuye la condición legal de porteador. Viene
delimitado objetivamente el transporte porque lo transportado han de ser siempre personas
o cosas. Ello excluye tanto el traslado de energía mediante instalaciones fijas (tendido
eléctrico, gasoducto, etc.) como el de noticias (teléfono, télex). Tampoco se incluye, como
tal contrato de transporte, el traslado de los equipajes que lleva consigo el pasajero, ni el
contrato llamado de mudanza. La existencia de precio excluye también de la categoría que
estudiamos tanto los llamados transportes gratuitos interesados (p. ej., el realizado por un
hotel a favor de sus clientes) —aunque la doctrina no es pacífica— como los transportes
amistosos, en los que la relación no es en modo alguno contractual. El contrato es
consensual, aunque suelen emitirse documentos determinados (carta de porte, talón de
ferrocarril, conocimiento de embarque, carta de porte aérea, billetes de pasaje en los
diversos transportes de personas). Debe distinguirse también el contrato de transporte tanto
del arrendamiento de medios de transporte, con o sin conductor, como de la creación
teórica del contrato llamado de noleggio, producto de la doctrina italiana.
D) Carácter mercantil
La unidad esencial del transporte mercantil que se propone en estas páginas no encuentra
desde luego apoyo en un tratamiento legislativo unitario. De ahí la dificultad de aportar
ideas básicas que permitan sistematizar con coherencia las fuentes normativas de esta figura
contractual. Debe partirse, desde luego, de la dualidad transporte civil-transporte mercantil.
Ciertamente aquél está brevemente regulado en el C.c. (arts. 1.601 a 1.603), en el único
aspecto de la responsabilidad del transportista y advirtiendo expresamente de la
especialidad que para los transportes por mar y tierra establecía el C. de c. Frente al
régimen común o general que supondría el C.c. (tan escaso que deviene prácticamente
irrelevante), el C. de c. había formulado las especialidades que requeriría el transporte
mercantil esencialmente con ocasión del transporte terrestre de mercaderías (e
incidentalmente, en la medida en que sólo se contemplaba en un precepto, el transporte de
personas). Se justificaban así las particularidades del régimen profesional del contrato sobre
la base de algunos criterios tan generales (el objeto del transporte: las mercaderías; el sujeto
del transporte, un empresario que se dedica a ese género empresarial, incluso ocasional o
incidentalmente) que hoy en día pueden ser igualmente tenidos en cuenta, pues permiten
englobar en su ámbito sin demasiadas dudas la variedad de fórmulas bajo las que se realiza
esta actividad. Por otra parte, subsisten en el C. de c. de 1885 las normas referidas al
transporte marítimo (alrededor del contrato de fletamento), caracterizadas por el cúmulo de
circunstancias que particularizan el tráfico mercantil en ese especial medio; en particular, la
figura del naviero, que profesionalmente ejerce la explotación comercial del buque.
Los artículos del C. de c. citados en materia de Registro Mercantil de buques son los
anteriores a la reforma del Código introducida por la L. 19/1989, de 25 de julio (v. su d.f.
2. ª). Lo mismo puede decirse de los preceptos del Reglamento de Registro Mercantil
referidos a esta materia, que se corresponden a la redacción de 1956 y no a la aprobada por
R.D. de 19 de julio de 1996. Todo ello se desprende de la d.t. 13. ª del vigente RRM, que
establece que los Libros de Buques y Aeronaves seguirán llevándose en los Registros a que
se refiere el art. 10 del RRM aprobado por Decreto de 14 de diciembre de 1956, hasta la
publicación del Reglamento del Registro de Bienes Muebles, previsto en la d.f. 2.ª de la L.
19/1989, de 25 de julio. Asimismo, dicha d.t. declara vigentes, a estos efectos, los arts. 145
a 190 y concordantes del citado RRM de 1956. Este precepto tiene su antecedente en la d.t.
6. ª del RRM de 1989.
La inadecuación del viejo Derecho marítimo romano, asumen cada vez mayor importancia
los usos marítimos que, como se ha afirmado, se forman con absoluta independencia de los
usos mercantiles terrestres y a veces en absoluta contraposición a ellos. Estos usos eran
seleccionados, conservados e interpretados por jueces «técnicos», es decir, por conocedores
de la realidad marítima. Los tribunales gremiales, consulares y marítimos, con
independencia de que su competencia fuera por razón de las personas o de la materia,
aspiraron siempre a dotar a las costumbres que aplicaban de una cierta uniformidad, para lo
que resultaba imprescindible recogerlas por escrito. Surgen así las «colecciones de usos»
como fuente primordial del Derecho marítimo. Fueron muy numerosas estas «colecciones».
Sobre la base de algunos caracteres específicos de la disciplina se defendió y se defiende la
existencia de un Derecho que abarque tanto la navegación marítima como el fenómeno
relativamente reciente de la navegación aérea, al margen del Derecho mercantil. Esos
caracteres son fundamentalmente dos: 1. la integridad o necesidad de que el Derecho de la
navegación contenga normas tanto de Derecho público como de Derecho privado,
consecuencia a su vez de un grado superior de intervención estatal en el tráfico marítimo y
aéreo, por constituir herramientas importantes de la política económica. Ello justifica, por
ejemplo, las importantes alteraciones que aparecen en el régimen de propiedad de buques y
aeronaves (necesidad de consentimiento estatal para su transmisión a extranjeros,
restricciones de utilización, etc.), y en general la concurrencia de normas de Derecho
público y privado en todas las instituciones de la materia. 2. La internacionalidad, ya que
el medio en que se desarrolla la navegación y la actividad que le es propia, es decir, el
acercamiento e intercambio entre los pueblos, determinan que los ordenamientos jurídicos
nacionales no puedan, por sí solos, resolver los variados y complejos conflictos que dicha
actividad suscita (piénsese, por ejemplo, en el problema de la responsabilidad). Este
carácter impulsa una amplia labor de unificación, encarada por organismos especializados,
y que, de alguna manera, diferencia a la navegación de otros fenómenos contemplados y
regulados por el Derecho mercantil terrestre. De acuerdo a lo anterior El Derecho de la
navegación exija una exposición y estudio diferenciados, aunque naturalmente en el seno
del Derecho mercantil español.