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FRENTE AL OLVIDO

relato teatral

de

JOSÉ CABALLERO  

MÉXICO
2007
FRENTE AL OLVIDO

relato teatral

de José Caballero

MARÍA GUADALUPE
Ay, mis hijos… Así decía la abuela cuando le pedíamos hablar de sus recuerdos. Pero
siempre nos cumplía. A mí, la verdad, nada me gusta más que oír historias del pasado.
Aunque la historia duela y se clave en el pecho como una espada ardiente. Sólo así he
podido ir entendiendo porqué soy como soy. Porqué mis padres guardan silencio y miran
hacia el norte mientras los ojos se les van haciendo de agua…Y porqué en donde vivo
todos guardan en los labios un suspiro de tristeza…Ay, mis hijos…–decía la abuela y
comenzaba a contarnos de la tierra donde nació y creció, donde la bautizaron y conoció al
abuelo, donde parió a sus hijos y sepultó a sus padres…La tierra que tuvo que dejar
cuando todo empezó. El Frontón de Santa Isabel… Unas cuantas casas allá, al norte de
Matamoros, al otro lado del Río Grande…Decía la abuela que un día, muy de mañana,
cuando todavía no calentaba el sol, llegó Tomás, el mayor de mis tíos, con la noticia. Los
americanos se acercaban por el camino de Corpus Christi. Hacía ya tiempo que se sabía
que venían a invadir nuestro país. El gobierno del centro los había dejado entrar a Tejas,
les dieron tierras para que cultivaran y levantaran sus templos. Y habían de pagar de
modo ingrato. Pero nadie en el gobierno quiso oír cuando los nuestros opinaban que no
estaba bien, que esos herejes traían ganas de quedarse con lo nuestro. Oídos sordos… Los
dejaron solos y cuando quisieron reaccionar ya fue muy tarde. Decía la abuela que los
pocos soldados nuestros se hallaban a varias leguas y los habitantes de Santa Isabel no
llegaban a cien contando a los ancianos y a los niños. Tampoco tenían bastantes armas ni
parque…Así que se juntaron frente al granero pa’ decidir entre todos lo que fuera mejor.
Alguien dijo que debían defenderse aunque fuera a piedrazos, otro que no, que lo mejor
era rendirse, que total, qué les podían hacer si la mayoría eran mujeres y chamacos. Lo
interrumpió la abuela: “¿Cómo puedes hablar así? ¿Y si nos matan o peor, nos violan?
Vienen para aprovecharse de nuestro trabajo, vivir en nuestras casas y devorar nuestros
animales y nuestras cosechas y tú piensas en entregarlas sin luchar? ¿Pero qué clase de
hombre eres tú, Román?” “¿Y qué propones, dijo él con el rostro rojo de coraje y de
vergüenza?” “¡Yo prefiero quemarlo todo!…” Decía la abuela que cuando las palabras se
le escaparon de la garganta sintió en lo más hondo del pecho como cuando se echa fuego
en un montón de paja. Todos guardaron silencio y se le quedaron viendo, como si fuera
un aparecido. Silencio. Pero que de pronto, todos a una, como una parvada que huye al
sonido del primer disparo, echaron a correr para sacar de sus casas lo más posible y
echarlo en las carretas y los lomos de los caballos. Dice la abuela que cuando empezaba a
caer la tarde, vio a mi abuelo encender una antorcha y caminar hacia su casa. ¡Espérame
Tomás! –le gritó ella. Él se detuvo y la miró con la cara bañada en lágrimas. Déjame a
mí, –le dijo. Él le entregó el trozo de madera ardiendo y la abuela avanzó muy
lentamente. Dice que mientras corría de un lado a otro propagando el fuego le parecía ver
a los yanquis avanzando por el camino que venía de Corpus Christi. Como una ola

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revienta en un arrecife estrellando su cresta contra el pico más alto y luego se retrae para
cobrar más fuerza y cubrirlo todo con su cerúleo manto, así decía la abuela que cubrió el
fuego la casa en que vivieron y murieron sus padres, la casa en que nació, en la que amó
a su hombre, la casa en que dio a luz… Que en un abrir y cerrar de ojos todo el caserío
era una antorcha. Que el fuego amenazaba con abrasar al cielo con su furia mientras la
última noche que vieron caer sobre el Frontón de Santa Isabel extendía sus alas sobre sus
cabezas… Un día acompañé a mi abuela hasta la orilla del río, se estuvo un largo rato
mirando a la otra orilla, e igual que a mis papás, los ojos se le volvieron de agua.
Entonces la oí decir, como en un rezo, con una extraña mezcla de tristeza y de rabia:
“Maldito seas, Río Bravo, que separaste un día a la hija de los huesos de sus padres, al
hermano del hermano, al hombre de sus tierras, maldito una y mil veces tú que rompes el
corazón de la nación mexicana que una vez se soñó reina del mundo…” Así decía la
abuela que había empezado todo. Cuando murió, nosotros vinimos a vivir al centro…

II
JOSEFA
Hace tanto que no voy a un baile… Después de todo lo pasado quién iba a tener ganas de
bailar. Pero ahora que se largaron esos sinvergüenzas poco a poco la vida va regresando a
la normalidad. Todavía quedan los destrozos que dejaron a su paso, las paredes de las
casas horadadas, el rastro de los cañones en las torres de la iglesia… No hace ni dos años
pero todo viene a mi recuerdo como si hubieran transcurrido más de cien. Qué extraña es
la memoria… Mi último baile fue la noche del 12 de septiembre de 1846, en la fiesta que
el Sr. Garza Flores ofreció por el cumpleaños de la Beatriz, su hija más chica. La misma
noche que supimos que llegaban los americanos. Yo bailaba sintiéndome en el cielo en
los brazos del Gabriel, el hijo mayor del dueño de la casa, cuando vi que se formaba un
corro alrededor de un oficial. Los enemigos se habían concentrado en Cerralvo y se temía
que atacaran en cualquier momento. El alboroto que se armó canceló el baile de
inmediato. El miedo hacía que todo fueran gritos, salidas intempestivas, hasta hubo algún
desmayo. Ustedes pensarán que alguna señora, pero no. Fue don Roque Martínez, el del
peinado de atrás para adelante, lleno de churritos. Pos también… a su edad ya no estaba
pa’ sustos… Pobre. O ni tanto. Tuvo la suerte de morirse a los dos días. Así no vio la
ruina de nuestra amada Monterrey. Los soldados, ayudados por la gente, habían
empezado a hacerse fuertes al interior de la ciudad. Durante varios días, veía yo a los
hombres correr de aquí para allá con costales, madera, piedras y todo lo que sirviera para
resguardarse y estorbar el paso del enemigo. Y mientras mis hermanas, mis primas, mis
amigas se refugiaban en las casas, según ellas pa calmarse –yo digo que más bien para
ponerse más nerviosas, a mí me dio curiosidad. Fui a buscar a don Gabriel y le pedí que
me dijera qué podía yo hacer. “¿Qué puede usted hacer? –me preguntó frunciendo la
nariz. “Usted es una señorita, su lugar está con las de su clase. Váyase a bordar o a
cocinar”, y soltó la carcajada. Entonces le lancé una mirada así como diciéndole “¿Se está
riendo de mí?” Fingió una tosecita y recompuso el cuerpo. ¿Está usté hablando en serio,
María Josefa? ¡Estoy hablando muy en serio, don Gabriel! Se me quedó viendo un
instante y luego dijo: ¿Sabe usté disparar? Aprendo –contesté. Entonces me llevó al patio
trasero. ¡Matías! –gritó. Y un mozo apareció como un relámpago. Diga, patrón. Traite un
par de fusiles y una caja de parque y le enseñas a disparar aquí a la señorita. Matías peló

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unos ojos así, como de vaca. ¡Apúrate! –ordenó don Gabriel. Y se fue a buscar las armas
sin chistar. Estuve tirando contra un barril toda la tarde, hasta que la oscuridad no me
dejó ver más mis propias manos.
El día 23, el enemigo entró a nuestra ciudad por el este, el fuego se abrió por todas partes
y llegó hasta las casas de la plaza principal. Yo estuve disparando hasta que agoté mis
municiones. No pudiendo hacer más, me dediqué a ayudar a los hombres a cargar sus
armas, cuando parecían darse por vencidos los animaba, los hacía ponerse en pie, les
daba agua, les hacía algunas bromas para que pudieran respirar o les recordaba al oído los
nombres de sus mujeres y de sus hijos.
A las tres de la mañana del 24, salió para el campo enemigo un capitán para solicitar
parlamento de nuestra parte. Los americanos consintieron en que nuestro ejército sacara
sus armas y equipajes, algo de artillería y municiones. Ese mismo día nuestras tropas
evacuaron la Ciudadela, al frente de una columna enemiga mandada por un general
yanqui. Cuando los habitantes de Monterrey vimos salir las últimas fuerzas mexicanas,
muchos no quisimos quedarnos entre los enemigos y cargando algunas cuantas cosas nos
fuimos caminando tras las tropas. Al avanzar mirábamos entre lágrimas de rabia las
ruinas de nuestra ciudad. Monterrey quedó convertida en un gran cementerio. Los
cadáveres insepultos, los animales muertos y corrompidos, la soledad de las calles, todo
le daba un aspecto pavoroso.
Ahora hemos vuelto, y hemos comenzado a reconstruirla. Ya está lista la casa de
gobierno. También la catedral. La casa del Sr. Garza Flores quedó lista hace cosa de diez
días. Por eso va a hacer este baile. El malora del Gabriel, que ahora es mi marido, dice
que el día de la batalla parecía yo la misma Patria. Nomás por molestarme. Hace que me
ponga roja. Lo que no sé es cómo nunca me dio miedo. No que ahora, que voy a tener mi
primer hijo, casi no puedo dormir…

III
LA VIUDA
¡ Que saquen de aquí a esas pinches viejas!
Dicen que así ordenó el general en jefe.
Nomás que sacarnos a nosotras era sacar también a las criaturas.
Y nosotras no nos quisimos ir. ¿Qué íbamos a hacer por nuestra cuenta? Y además quién
sabe si nuestros hombres nos dejaran ir.
Éramos un ejército detrás del otro. Nomás que nuestras armas eran las del consuelo y
nuestra fuerza la necesidá.
Éramos casi dos mil siguiendo a nuestros hombres. Unas solas, otras cargadas de hijos.
Unos tres mil en total.
Además no hacíamos poco. Cocinábamos lo que hubiera, lavábamos la ropa. A veces
hasta cargábamos las armas. ¿Quién cargaba a los animales y los arreaba para cruzar los
cerros? ¿Quién iba a hacer los frijoles, las tortillas y la salsa?
Y luego… siquiera se hubieran ido por su voluntá, pero no.
Al esposo de Mercedes lo sacaron de la iglesia. Estaba arrodillado rezando, con los ojos
cerrados y antes de terminar la Ave María sintió que lo agarraban por los dos brazos. Ni
tiempo tuvo de protestar. Por más que pidió ayuda a grito pelado, ni el pagrecito hizo
algo por él.

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Inés me dijo que a su Lorenzo lo pescó la leva a media calle. Había salido pa’ buscar
algún trabajo y lo encontró. Lo pusieron en la cadena pa’ que se fuera a defender la
patria… La patria, en mi vida había oído de esa cosa. Y hasta la fecha no entiendo qué
quiere decir.
Y a mi Juan… Pos la verdá se lo buscó. Ya le tenía yo muy dicho que dejara el pulque.
Pero él más necio que la mula seguía dándole trago y trago. Y en una de esas… Se quedó
dormido a media calle. Cuando despertó estaba en el cuartel, atado a la cadena. El primer
día que no ‘pareció yo ni caso hice. Cada rato me hacía la misma guasa. Pero la noche del
segundo día sentía como lombrices en la panza… Nomás dormí a los escuincles me salí a
ver quién me daba razón de él. Don Chucho el panadero fue el que me dijo.
- Ah, ¿no le han dicho? Se lo llevó la leva.
- ¿Y esa vieja quién es?
- Ninguna vieja. Así le dicen cuando los soldados se llevan al que encuentran pa’
meterlo al ejército.
- ¿Y a poco mi Juan quiso? Si es rete coyote.
- Si no le preguntaron.
- ¿Tons se lo llevaron a la fuerza?
- A la fuerza.
- ¿Y ‘onde lo tienen?
- Yo creo que en el cuartel.
- ¿Y pa’ que se lo habrán llevado oiga?
- Que por que vienen los yanquis.
- ¿Y esos quiénes son? ¿Indios?
No supo decirme. Me regresé a la casa y al otro día, muy de mañana, vestí a los
chamacos y fui a encargárselos a doña Manuela. Llegué al cuartel y sí, ahi’staba. Tenía
cara de perro apaleado. Hablé con él y me contó todo lo que le habían hecho. ¿Ya lo
vistes, le dije, lo que te trajo el trago? Se echó a llorar. Me partió l’alma. Lo dejé ahi y me
la pasé pensando todo el día, toda la noche. Al día siguiente no lo pensé más. Alisté mis
tres hijos y cargué el burro. Y me fui a esperar que saliera la tropa. No iba a dejar a mis
escuincles sin su padre. Ni m’iba a quedar sin marido. Borracho y todo, no tenía otro
mejor.
Cuando llegué al cuartel no creía yo a mis ojos. Había más gente que en la iglesia la
semana santa. Salieron los soldados y los fuimos siguiendo. Era una fila larga, larga. Yo
pienso que como de unas dos leguas. Ahi íbamos, descalzas, con los más chicos a la
espalda, amarrados con los rebozos viejos. Listos pa’ morir todos por la señora patria que
unos llamados yanquis venían a robar.
Nunca me imaginé lo qu’ iba a sucedernos.

IV
EL GENERAL EN JEFE
Toda mi vida he procurado tomar con calma los vaivenes. Poner al margen mi vida
privada de la luz pública y los negocios públicos de mi vida privada. Pero esa noche
estaba eufórico. Mis tratos secretos con el presidente de los Estados Unidos iban viento
en popa. Vivíamos en la Habana, donde había llegado después de aquél infame golpe que
me condenó al exilio. Y de donde no habían tardado ni dos años en rogarme que volviera.

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Los mexicanos son como niños chiquitos. ¿Se les quitará alguna vez? No podían vivir sin
mí. Requerían de la mano firme y la mente lúcida que siempre me caracterizaron. Total
que recibí al representante de Polk y obtuve el salvoconducto para regresar a mi amada
patria. Ya Salas y Gómez Farías tendrían todo listo a mi llegada. Así que cuando
Doloritas me preguntó por mis amigos en México, no sé como, me fui de boca. ¿Mis
amigos? Pero, amada mía, un hombre de mi condición no puede tener amigos. ¿Sabes por
qué? Me miró con sus ojos oscuros, ahítos de la inocencia de sus dieciocho años.
Simplemente porque yo no puedo confiar en nadie. Digo, aparte de ti, ángel de mi
guarda. ¿Con quién más quieres que comparta, por ejemplo, un secreto de estado? Si lo
hago, mi interlocutor va a tardar más en oírme que en salir corriendo a sacar provecho de
mis confesiones. Voy a decirte algo, niña de mis ojos: los hombres son como mis gallos,
sólo se me acercan cuando ven que traigo el maíz entre las manos. Cuando se me acaba,
me dan unos picotazos y se largan. La mera verdad, tesoro mío, le dije mientras comencé
a besarla y a acariciarle la nuca, señal inequívoca de que esa noche estaba dispuesto a
darle la batalla, la mera verdad, muchas veces me siento solo, muy solo, terriblemente
solo y esta soledad proviene de la conciencia de saberme usado. Por eso a veces estallo y
me da por patear a la gente o hundirles la cabeza en un bote de mierda. No, no te asustes.
Ven, deja que te desabroche el vestido. ¿Porqué forran estos pinches botones? En ese
momento algo hirvió en mi pecho y mientras la arrancaba del vestido que la apresaba
cruelmente, alcé la voz: ¡Me cago en todos los mexicanos! –dije. ¡Me cago en los pobres
por huevones, torpes y resignados! ¡Me cago en los ricos por interesados, avaros y
déspotas! ¡Me cago en los curas por mezquinos, perversos y traidores a la causa de la
humildad! ¡Hipócritas que lucran con las debilidades y los temores ajenos! ¡Me cago en
los aristócratas por farsantes e inútiles! ¡Me cago en los militares, sí, en los de mi propia
clase, por pendejos y rateros! ¡Me cago en los periodistas por ignorantes, perversos y
corruptos! ¡Me cago en todo el mundo! ¡Me cago en quienes sólo quieren arrancarme
algo! ¡He de vengarme, lo juro, bola de cabrones…!
–¿Y yo, tu mujer, en dónde quedo? Dolores se había quedado helada bajo la noche
sofocante de la Habana, mirándome de hito en hito, casi desnuda, con sus ropas tiradas a
sus pies, como una virgen pálida que sostienen los ángeles sobre los cuernos de la luna.
–Tú, le dije moderándome para no mandarla con todo de una vez a la mierda, quedas en
el fondo de mi alma como mi compañera inseparable, la dueña de todos mis secretos.
Puedo decirte que salvo mi amada Inés que la Virgen de Guadalupe tenga en su Santa
Gloria, y tú, dueña de mi vida, todas las mujeres que se me han acercado lo han hecho
para arrebatarme algo de mi gloria, porque carecen de las herramientas varoniles
necesarias para conquistar al mundo…
–¿Tú crees que las mujeres estamos mutiladas?, preguntó con candor.
–No sólo las mujeres, amor, no. En México todos, hombres, mujeres, niños y ancianos
estamos mutilados del espíritu. ¿Por qué crees que los mexicanos jamás protestan contra
las injusticias? ¿Conoces a alguno que no se las trague, que proteste, que exija, que
demande, que grite airadamente cuando se le atropella, se le pisa o se le humilla?
–¿Y quién nos mutiló?, preguntó mientras me introducía en ella al ritmo cadencioso del
Caribe.
–Es una larga historia: la rigidez militar de los aztecas, los castigos brutales de los
inquisidores españoles… Por eso es tan fácil gobernar ese país de castrados. Dominas al
indio con alzar la voz o el fuete, a los terratenientes haciéndoles ver los privilegios que

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pueden perder si te desafían. El clero estará contigo mientras no toques su patrimonio…
Además en nuestro país los halagos y la hipocresía son la moneda de cambio en el
comercio social. ¿De qué otro modo sobrevivir en un ambiente tan falso y descompuesto
donde nadie cree en nadie? Los mexicanos, mi Lola, desconfiamos los unos de los otros,
los gobernados no creen en el gobierno y viceversa, así que jamás, óyelo bien, jamás
podremos hacer ya no digas una casa donde podamos habitar juntos, ni siquiera una
mugre barda…
No pude seguir hablando. Estábamos llegando juntos a la cumbre de todos los placeres…
Cuando recuperamos el aliento proseguí.
–En nuestro país todo está podrido. Lo heredamos podrido de los españoles. ¿O crees que
la corrupción se ha dado en los últimos veinticinco años de vida independiente? La única
manera de poder curarnos sería aplicando la ley, pero nadie la aplica porque la ley se
subasta al mejor postor, ¿entiendes?
Me levanté de la cama sin decir más. Sonreí pensando en lo bien que iban resultando mis
planes. El presidente yanqui me había dado el salvoconducto pensando que yo iba a
detener la guerra a cambio de treinta millones de dólares. ¡Pendejo! El dinero sería mío,
pero también la gloria por defender la integridad del suelo patrio. Si ellos ganaban la
guerra se quedarían con un territorio que nosotros de todos modos ya no podíamos
mantener. Con lo que queda al sur del Bravo nos basta para dar y regalar.
Dolores se extrañó de mi silencio.
–¿Te sientes bien mi amor?
–Perfectamente. Orita vengo, voy a echar una meada…

V
EL JAROCHO
Llegaron. Desplegaron sus naves a lo largo de la costa, más allá del fuerte. Desde el
muelle podíamos ver las columnas de vapor que ennegrecían el horizonte. Los rumores
llegaron un poco antes. Que venían a cobrar no sé qué deudas. Otra vez. No hacía tanto
que los franceses habían estado en este puerto reclamando las perlas de la virgen por unos
pinches pasteles. Ahora los yanquis… ¿Qué se les debía? Sólo Dios… Los del gobierno
decían que sí, que había algunas deudas pero que pagarían en cuanto hubiera con qué.
¿Entonces? Pero, decían otros, estos cabrones güeros están reclamando también deudas
inventadas, fraudulentas. ¿Lo puede usted creer? ¿Los americanos? No hombre, si son un
pueblo laborioso, disciplinado, cristiano, ¡cuándo se van a dejar llevar por la ambición de
lo ajeno! Sus partidarios afirmaban… Sí, ¿no puede usted creerlo? También en Veracruz
había uno que otro que estaba de parte de esos sanababiches huele a paja, y aseguraban
en discusiones de café que venían a ayudarnos a darnos a nosotros mismos un gobierno
justo y liberarnos de los infames tiranuelos que nos desgobernaban… La democracia,
pué… La libertá… ¡Hijos de su…! Otros más decían que todo eso era cierto, pero que la
razón verdadera es que querían extender a nuestro país el negocito ese de los esclavos.
Vaya usté a saber. El caso es que pusieron sus barcos frente al fuerte y desde ese día no
dejaron pasar un solo barco que viniera del otro lado del océano, ni de ninguna parte.
Bueno, si descontamos el barco del hijo’e puta del Quinceuñas… Así es como nos
ayudaban a liberarnos de los tiranuelos, dejando pasar a ese cabrón cojo hijo de su
reputísima madre que nomás volvió a hacer de las suyas. ¡’jo de la chin’…! ¡Je! Pero el

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día que llegó ese tal por cual le hice ver su suerte. ¿Usté?, dirá usté. Sí, señor, yo mismo.
Tenía semanas que no veíamos llegar al muelle más que los barquitos de nuestros
pescadores cuando apareció por ahí muy pian, pianito, el barco aquél. ¿Y ese milagro?
Será otro barco gringo que viene con el nuevo embajador… ¿Cuál embajador? Pos el
yanqui. Ya ve que el otro tal nunca consiguió que lo recibiera el presidente, así que
nomás llegó de Xalapa y se hizo trepar a la más grandota de sus naves, la que está más
lejos, allá en medio. Se ha de haber detenido para informarse bien. ¡No, qué va! Si ese
nomás se trepó al barco pa’ ponerse a salvo y amenazar con sus cañones. Además este
barco no es americano. ¿Y cómo sabe, pué? Pos porque ‘ire la bandera ¿ya vio? Ese
vapor es inglés, es el “Arab”. Ya lo conocí rebien. Viene de Cuba. Entonces se
encendieron las sospechas. ¿Quién más iba a venir de Cuba sino ese zángano infeliz? A
ver con qué nos salía ahora. Al poco tiempo se confirmaron las sospechas. Llegó un
grupito de elegantes de la capital. Un tal Valentín Gómez con sus tres hijos y otros
señores. Se andaban muy seriecitos sin hacer ronda con nadie. De vez en cuando el
secretario del gobernador se acercaba al señor Gómez en un café y se estaban hablando
en voz muy baja, mirando hacia más allá del fuerte, como novias abanicándose en el
balcón. Después se supo que el señor Gómez era el mismo que había sido vicepresidente
hacía como diez años y que se la había pasado peleando con los curas y como éstos se
quejaron con Quinceuñas, éste lo corrió. Pos ahí’stá. Lo ha de estar esperando para
vengarse. ¡No, qué vengarse, usté no entiende de política! ¿No ve que ya tumbaron al
presidente Paredes? ¿Cuál presidente Paredes? ¿No se llamaba Herrera? Ése era el de
antes, el que tumbó Paredes. ¿Y por qué lo tumbaron? ¿A quién? A Herrera. Porque
quería pactar la paz con los yankis y venderles Tejas. ¿Y a Paredes? Pus por que quería
traer un príncipe gachupín. ¡Uh, qué la…! ¿Y ora, quién tumbó a Paredes? Se tumbó
solo. ¿Cómo? Pos sí, nomás vio que los yanquis entraron por Matamoros y se peló. ¿Tons
ora quién manda? Pos dicen que un tal Salas y este señor Farías es su segundo. ¿Cuál
señor Farías? Pos ése que está sentado tan mustio en el café. ¿No se llama Gómez?
También. ¡Uh, qué la…! Por eso le digo que viene a vengarse. Pérese. Lo que pasa es que
el Salas es gente del manco. Del cojo, dirá. Del cojo, pues. ¿De dónde habré sacado lo del
manco? No se preocupe, ya nos llegará un manco. Eso, seguro. Pero entonces si Salas es
gente del cojo… ¡Mire, mire! En ésas estábamos cuando vimos que el barco que venía de
Cuba avanzaba hacia el muelle. ¿Y ora? ¿Qué quedría decir? Sólo podía ser una cosa.
Que el maldito Santa Anna había llegado a un acuerdo con los yanquis, cómo si no. Pero
¿y entonces don Gómez o don Farías o como se llame? Ya se han de haber puesto todos
de acuerdo, ya ve cómo son los políticos y los militares. Ellos hacen sus enjuagues y
nosotros salimos perfumados. Ahí nos estuvimos, esperando que fondeara el barco y
mandaran una lanchota a recoger los pasajeros. Y sí, era Su Excelencia, el varón inmortal
de Zempoala, el Libertador, el Segundo Padre de la Patria, tan campante, con su levita
verde y su sombrero blanco, con una jovencita que pensé que era su hija pero mi
compadre dijo que era su mujer. Don Gómez Farías se encaminó al muelle, acompañado
de sus hijos y un puñado de soldados vestidos que daba pena. Nosotros nos fuimos
acercando muy de a poco. Y entonces sucedió lo que les digo. Es que a ése tal le dio por
echarnos un discursito que ya ni la burla… Haga usté de cuenta que la plaza hubiera
estado llena de su gente: se paró encima de unas vigas que algunos estibadores habían
dejado por ahí desde hace meses y empezó: -“Juro no desviarme jamás de las
obligaciones que me impone la ley… lo juro… Estad seguros de que conmigo no seréis

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devorados por el fuego de la anarquía ni oprimidos por el cetro del despotismo. Jamás lo
perdáis de vista… He repetido muchas veces que estoy muy distante de las aspiraciones
del poder, las que considero mezquinas, cuando todo mexicano no debe aspirar a otra
cosa que contribuir a la salvación de la patria… No ha habido ningún secreto: la
dictadura la ejercí por voluntad de la nación. Yo sólo cumplí instrucciones de la patria.
Soy un mero instrumento… El único y sagrado objeto de toda mi vida ha sido romper el
triple yugo de la ignorancia, de la tiranía y del vicio… Ha sido forzoso venir a ocupar un
poder que me repugna y que estaba decidido a no admitir jamás… Todas las tareas de mi
vida quedarían recompensadas si en medio de la paz y de la prosperidad pública, termino
mís días entre vosotros… Yo, el héroe de Tampico, el héroe de Veracruz, el héroe de
Zacatecas, el Benemérito de la Patria, os prometo que exterminaré sin piedad con el filo
de mi espada a los invasores que han osado profanar el divino suelo patrio…!” Ahí fue
cuando ya no me aguanté. Le grité: ¿Cómo le hicistes pa’ pasar Quinceuñas? ¿No que
mucho bloqueo? Puso una cara el cabrón… como si le hubiera clavado un cuchillo entre
las piernas… Claro que no contestó. Cerró los ojos y entonces comenzó a llover. Llegó el
norte… Y con el norte le llovieron los insultos: “Tienes más caras que dedos,
Quinceuñas”, y así y asado… Pero ni todos los insultos serían suficientes para compensar
lo que el hijo de puta nos hizo después…

VI
LA ENFERMERA
Un, dos, tres… Dos, dos, tres… Tres, dos, tres… cuatro, dos, tres… Bailar, valsear,
bailar… Morir, dormir, soñar… Jugar, amar, matar… Incendiar, disparar, asesinar…
Matar, matar, matar…
Los hombres juegan de modos peligrosos. Casi todos sus juegos terminan en la sangre.
Como sus sueños. Y sus amores.
Por eso yo pedí aliviar el dolor de los hombres.
Y me fue concedido.
Demasiado se sufre en este mundo como para detenerse en nimiedades cuando se trata de
acariciar una frente enfebrecida o besar un par de labios tumefactos. El dolor humano
merece alguna recompensa, aunque sea al final, ¿no es así?
Trabajo en el hospital central de Veracruz. Ya no sé desde cuándo. Pero a últimas fechas
no he tenido tiempo de descanso. Los médicos acostumbran, después de que la
enfermedad tuvo término fatal, hacer un examen para asegurarse más claramente del sitio
de la dolencia, de las causas y del diagnóstico. No es tarea grata introducirse en los
sangrientos sitios donde la vida se ocultaba misteriosamente; pero así se hace, en
beneficio de los vivos y para prevenir la repetición de semejantes efectos. Y yo siempre
estoy ahí, atenta a la necesidad, dispuesta a que mi mano adormezca el dolor o cierre los
ojos de la desdicha.
Ustedes ya lo saben. Estalló la guerra. Y esta ciudad ha vivido sitiada de modo
inconcebible. Las historias antiguas, de Troya y de Numancia, vienen a mi memoria
cuando miro la ruina y la desolación que reina en este puerto.
Y todos los días entran por una puerta hombres y salen por la otra cadáveres, víctimas
impensadas de la alevosía. Rehenes del amor a su tierra y de su integridad.

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Me pregunto, ¿cuántos hombres han muerto en esta guerra? ¿Demasiados? ¿No
suficientes?
La variedad y la inmensidad de los sufrimientos –heridas, mutilaciones, enfermedades y
muerte causados por la batalla, produce vértigo en el entendimiento y paraliza la
imaginación… Dejemos surgir ante nuestros ojos una sola imagen de agonía personal,
veamos al que fue joven, activo, lleno de esperanzas y cariñoso, derribado del caballo,
vacilante, triturado y sangrante por el terrible golpe de una bala de cañón o al padre, de
quien depende toda una familia, languidecer mes tras mes en un clima extraño, ansioso,
débil, dolorido, muriendo a pulgadas, sin que la mano de la esposa o del hijo le refresque
el rostro o le administre la copa curativa. Yo no puedo permanecer indiferente ante esas
imágenes que se multiplican aquí y allá en cuanto se produce un solo encuentro hostil
entre dos ejércitos y se ponen en marcha las crueles máquinas de la destrucción: la tierra
tiembla con el trueno de la artillería, el aire se agita con el eco de gritos y lamentos, la luz
del sol velada por nubes de azufre, las aguas carmesíes corren llevando la sangre de
tantos corazones… Los disparos arrebatan un miembro o una vida, las cargas barren los
heridos que yacen en el polvo y las creaturas que agonizan… Es el infierno en la tierra…
Pero los hombres no saben lo que es la guerra. Ignoran los horrores que acarrea. Los
hombres que hacen la guerra no saben lo que están haciendo; no saben las montañas de
miseria y de pecado que acumulan sobre los suyos, pues si lo supieran, antes de cometer
esta perversidad infinita dirían: “Perezca nuestro brazo derecho desde la raíz, paralícese
la lengua en nuestra boca.”
¿A ustedes no les basta con lo que he dicho hasta ahora? ¿Quieren escuchar lo sucedido
en este puerto? Aquí, donde una vez el conquistador quemó sus naves para emprender la
destrucción del enorme imperio azteca, ha llegado un nuevo hombre blanco para ahondar
el yugo en la cerviz de la nación mexicana. Y su crueldad redobla los sufrimientos del
pasado.
Llueven sobre Veracruz los disparos de los barcos de guerra, caen sobre cuarteles,
iglesias y jardines. No escogen a sus víctimas. En el hospital de sangre instalado en el
convento de Santo Domingo una bomba apaga las luces en el momento en que se operaba
a un herido; cuando se encienden de nuevo, se halla al paciente despedazado, y otros
muchos heridos o muertos. El hospital es trasladado a San Francisco, que hasta entonces
habían respetado algo los proyectiles; pero apenas queda establecido el hospital, cuando
se dirigen allí las bombas. Las panaderías sufren mucho con los fuegos, porque el humo
de sus chimeneas sirve de blanco a los disparos del enemigo, que quiere aniquilar para
vencer sin peligro. Los incendios se propagan por todas partes. Sólo cesan los disparos
cuando llega la hora del asalto. La plaza toca alarma. Nuevos guerreros se presentan
buscando la muerte o el triunfo. El entusiasmo de los defensores crece y cubren la
primera línea los jóvenes enardecidos que se disponen a morir con alegría. No falta el
anciano trémulo que quiere su parte en el peligro y la gloria de los valientes. Pero el
destino se ensañará cruel con los leales veracruzanos. Diecinueve personas mueren en el
Hospicio con la explosión de otra bomba, y en el hospital de mujeres otras diecisiete
perecen por la misma causa. Las desgracias de la población son numerosas. Un, dos, tres,
dos, dos, tres… A la una de la mañana algunas mujeres vagaban pidiendo asilo para
varios niños que quedaron huérfanos pues el bombardeo se llevó a sus padres… tres, dos,
tres, cuatro dos, tres… Los niños lloran pidiendo pan… los niños mueren y no les dan…
En el cielo el norte comienza a soplar, la luna llora sangre sobre del mar… Morir, dormir,

José Caballero Frente al olvido


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soñar… Familias ya sin casa corriendo hacia la noche, heridos en las calles se desangran
y los perros devoran los cuerpos de los muertos… un, dos, tres… un, dos, tres… Los
extranjeros corren por las calles aumentando el espanto y los horrores… Incendiar,
disparar, asesinar… Que es un sueño la vida y es un juego matar… Los extranjeros
navegan en su lancha pidiendo protección al invasor, pero el oficial ordena ¡Fuego,
fuego! Y el cónsul de la Francia está a punto de caer… Cuando el sol rojo asciende con
su rostro ceñudo, los cónsules de Inglaterra, de España, de Prusia, los de Francia y países
del Asia, acompañan al alcalde del ayuntamiento para pedir permiso de que salgan los
neutrales, de que salgan los niños, los ancianos, las mujeres, pero el gran general de los
americanos, el legendario Scott niega el permiso y entonces… ¡Un, dos, tres! Reanuda el
fuego. Entonces vi a las señoras de una y otra clase recorriendo las calles con sus bultos
de ropa y sus ojos de pánico, sin aliento y sin saber hacía dónde huir, vi madres arrastrar
a sus hijos pequeños, a las hijas guiar los pasos de sus padres ancianos… dos, dos, tres,
tres, dos, tres… En medio de esta agonía la hora fatal se acerca… Los extranjeros
deciden marchar de la ciudad derruida, bajo el débil amparo de sus pabellones,
afrontando el fuego que se les ha prometido, el segundo alcalde del ayuntamiento
encabeza la marcha de ancianos, mujeres y niños, mientras la metralla aumenta los
estragos… Ha comenzado el vals de los que huyen, la danza tenebrosa de los
desesperados… Aguardan un milagro y alzan los rostros líquidos al cielo, una sola
palabra ronda en sus pensamientos, una sola palabra brota de sus lamentos y vuela hacia
el cielo gris de la mañana queriendo alcanzar los oídos de un Dios olvidadizo que no
responde al grito de su nombre, una sola palabra: ¡Venganza! ¡Venganza, Dios mío,
venganza!
Pero no hay plegaria que lo conmueva, ni horror que parezca ofenderlo.
El invasor ha tomado la ciudad heroica. Veracruz es la ruina más amarga. Veracruz es
Ilión, Numancia, Tenochtitlan.
La enfermedad vendrá para ayudarme…
Entonces llevaré en una larga fila, larga como la cuenta de las estrellas rotas, juntos los
muertos todos de los dos bandos, porque también los que hoy se sueñan vencedores
caerán en los caminos mexicanos y muy pocos volverán para mirar de nuevo los rostros
de los que aman…
Así que sólo yo les daré algún consuelo, con mi manto de tierra azucarada, con mis
manos de fuego helado y mis flores de vidrio. Con mi canción de adiós y mi baile de
olvido…
Un, dos, tres… Dos, dos, tres… Bailar, valsear, bailar… Morir, dormir, soñar… Jugar,
amar, matar… Tres, dos, tres… cuatro, dos, tres… Matar, matar, matar…
Los hombres juegan de modos peligrosos. Casi todos sus juegos terminan en la sangre.
Como sus sueños. Y sus amores.
Por eso yo pedí aliviar el dolor de los hombres.
Y me fue concedido.
El dolor humano merece alguna recompensa, aunque sea en el final…
¿No es así?

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VII

LA PERIODISTA AMERICANA
Le dije: mi nombre es Jane Storm. Jane McManus Storm. Y extendí la mano. El Señor
Presidente de los Estados Unidos de América James Knox Polk comander in chief of the
U.S. Army, la estrechó entre la suya con una cortesía gélida. Nos señaló un sofá y se sentó
frente a nosotros para iniciar la entrevista. Moses Beach, editor del periódico en que yo
colaboraba en ese entonces, The New York Sun, me había traído a la Casa Blanca para
que le expusiera a Mr. Polk las ideas que tenía sobre nuestra participación en la guerra
con México y la mejor manera de llevarla a un happy ending.
Las colonias norteamericanas lucharon, desde un principio –comencé, por conservar las
instituciones políticas inglesas, tales como el gobierno representativo, la ley común, el
sistema de jurado popular, la supremacía de la ley, el sistema de impuestos y la
subordinación del ejército a la autoridad civil. Gozábamos de unidad nacional, arraigo
institucional, soñábamos con la idea de una patria nueva y promisoria. Las colonias
españolas, por el contrario, en trescientos años, nunca contaron con un gobierno
representativo ni hubo subordinación del ejército ni de la iglesia al poder civil en razón
de los fueros ni se dio unidad nacional ni arraigo institucional ni identificación con el
país.
Nosotros no rompimos con nuestro pasado, nos convertimos en anglosajones modernos,
plenamente convencidos de nuestra nacionalidad; ellos rechazaron lo español, pero
también lo indígena y, por lo tanto, cayeron en una confusión al no saber ni qué eran ni
cómo deseaban ser en todos los órdenes de su vida.
La cerrazón española impidió abrir sus puertas al mundo y dejó de poblar masivamente
sus colonias, mismas que hoy, en la actualidad, se hubieran convertido en países libres y
progresistas como el nuestro, poblado por veinte millones de personas esforzadas, libres,
alfabetizadas, dotadas de una mística del progreso y deseosas de construir un futuro en
una nueva patria en donde los pobres, los ignorantes y los flojos, a diferencia de México,
desde luego, no tienen cabida.
Nuestros colonos eran hombres que llegaban a América con sus familias para glorificar a
Dios por medio del trabajo y a vivir una vida honesta y próspera creando una comunidad
ejemplar encargada de regenerar el mundo. Para nosotros trabajar es orar. Para los
españoles el trabajo es impropio de su categoría social. Los conquistadores no eran
colonos: ellos venían solteros, a enriquecerse a costa de los demás con la esperanza de
gozar su fortuna en España. Ellos procrean hijos por doquier. Prostituyen a la gran
familia azteca. Su avidez por el lujo y la vida material no se satisfacía por medio del
trabajo, sino del despojo, del privilegio y de la influencia. Después de comerse el fruto
tiran la cáscara mexicana. ¿Eso se entiende por patria? El rencor que crearon entre las
masas aborígenes desposeídas de su religión y de sus bienes envenenó el alma mexicana.
Nosotros, desde muy temprano, logramos separar la Iglesia del Estado y elegimos a
nuestras autoridades religiosas y a las civiles, con excepción del gobernador; ellos nunca
eligieron a sus líderes políticos ni eclesiásticos, nunca eligieron a nadie. ¿Qué mexicano
votó alguna vez para elegir al cura de su parroquia…? Nosotros proponemos la tolerancia
religiosa; ellos aceptan los dictados de una iglesia autoritaria que invita a la resignación y
a la miseria, para controlar mejor a la feligresía y cobrar más limosnas, cuyo importe
siempre ocultan. Nuestras fincas sureñas prosperaron gracias a la esclavitud, nuestro

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campo floreció. Crecimos por medio de la agricultura y el comercio; ellos, a través de la
minería y cuando la minería se desplomó, se desplomó el país.
Entre nosotros, los ricos se salvan, mientras que los pobres y los analfabetos se condenan.
Para ellos es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja a que un rico entre al
reino de los cielos. Nosotros somos optimistas, arquitectos responsables de nuestra vida;
según ellos, Dios escribió, desde un inicio, el destino: son fatalistas.
En Estados Unidos, de 1789 a 1847, en cincuenta y ocho años, hubo 11 presidentes sin
que ninguno de ellos hubiera terminado su mandato en forma violenta. Ahí están: George
Washington, John Adams, Thomas Jefferson, James Madison, James Monroe, John
Quincy Adams, Andrew Jackson, Martin van Buren, William Henry Harrison, John Tyler
y James Polk. En México, de 1821 a 1846, en veinticinco años, se cambió en 33
ocasiones de titular del Poder Ejecutivo. ¿Cómo construir una nación sin estabilidad
política? Nosotros jamás disolvimos un Congreso ni encarcelamos a nuestros legisladores
ni asesinamos senadores ni los torturamos ni los desaparecimos ni incendiamos
periódicos ni fusilamos ni encarcelamos periodistas ni destruimos sus planchas ni sus
tipos ni contamos con policía secreta a las órdenes de nuestros pastores ni éstos operaban
cárceles clandestinas…
¿Quién tiene un mejor derecho a adueñarse del futuro?
Después de escuchar mis palabras, el presidente Polk parecía absolutamente satisfecho.
Se puso de pie y me dijo, siempre severo: Permítame felicitarla señorita Storm. ¿Cómo
dice que titula lo que ha escrito? Destino manifiesto. Admirable. Resume de manera
admirable el impulso renovador de nuestro pueblo. Entonces Moses me dijo: Tell Mr.
President your ideas about the mexican church.
Mis ideas sobre la iglesia mexicana… La única preocupación de los obispos mexicanos,
que le son más fieles a Roma que a su propio país, es conservar los privilegios que
detentan desde tiempos de la colonia. De manera que si nos entrevistamos con los
jerarcas seguramente estarán dispuestos a colaborar con nosotros a cambio de que les
garanticemos que sus bienes no serán tocados. ¿Qué hay de su temor de que
introduzcamos nuestra religión? –preguntó Mr. Polk. A fin de cuentas somos tan
cristianos como ellos, Mr. President. Entonces sí sonrió. Ampliamente. Añadí: Estoy
segura de convencerlos fácilmente. Y si usted me autoriza a hablar con el general Scott
para que detenga toda acción sobre la Ciudad de Puebla, Mr. Moses Beach puede dirigir
sus buenos oficios a persuadir al gobernador de no intentar nada en contra de nuestro
ejército.
Mr. Polk miró a Mr. Beach y le dijo: tiene usted razón, my fellow american. La compañía
de Miss Jane es ideal para la misión que le he encomendado. Salgan inmediatamente para
México. Mi secretario les entregará la documentación necesaria. May the Lord guide your
steps. Y sí. The Lord guió nuestros pasos. No sólo convencí al obispo, sino que ofició un
Te deum cuando nuestras tropas entraron a Puebla entre las aclamaciones de los poblanos,
tan dignos herederos de los antiguos tlaxcaltecas. Los poblanos fueron nuestros mejores
aliados. Organizamos juntos la contraguerrilla capitaneada por un maleante llamado
Manuel Domínguez, que nos fue de mucha utilidad. Tanta, que cuando Scott ordenó
azotar y marcar el rostro a los traidores irlandeses del batallón de San Patricio que se
pasaron al bando mexicano por motivos religiosos, orden bárbara que ningún americano
quiso ejecutar, nuestros amigos poblanos lo hicieron con presteza y acomedimiento. No
cabe duda, el mexicano es un pueblo singular…

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VIII

LA VIUDA
Nunca me imaginé lo qu’ iba a sucedernos.
El burro tuve que venderlo al poco rato. Se nos había acabado la comida y con lo que me
dieron por él aguantamos otro tanto. Pero no era l’hambre lo más canijo. También estaba
el frío. Una noche pensé que se me morían las criaturas. El más chico se me puso morado
y yo lloraba de angustia sin hallar qué hacer. Bendito Dios a alguien se le ocurrió
prenderle fuego aquí y allá al bosque de palmas. La lumbre se trepó hasta lo más alto y
un como mar de fuego se levantó en el aire, con unas olas horrorosas pero que nos
cobijaba con la calor. En medio de la noche se veían los soldados, sus hijos y sus
mujeres, todos hambrientos, secos, como un ejército de cadáveres.
Pero los cadáveres los vimos al día siguiente. Había cientos de cuerpos a los que el frío
les había helado l’alma. Yo de milagro salvé a mis críos. Esa vez. Porque un tiempo
después se me fue el más chiquito. ¿Pus cómo iba a aguantar? ‘Tábamos en el desierto,
pa’ donde voltéabamos no se veía más que cielo y hierba y nada de agua. Y cuando había
sabía toda salada…
Y después… en la pelea perdí a Juan. Ya tenía un par de días que habíamos visto a los
que les llamaban yanquis. El señor Santa Anna los anduvo persiguiendo hasta que se los
topó en un lugar que le dicen la Angostura. El lugar era un llano grande, grande,
grandísimo y al fondo, llegando a unas lomas y barrancas estaban los señores esos. No
supe a qué horas se empezaron a dar y así siguieron hasta la noche. Cuando estaba todo
oscuro se veía en el cielo una como nube de fuego que subía y bajaba hasta que los
enemigos se retiraron. Al día siguiente siguieron los balazos, los cañones. Dicen que los
nuestros iban ganado, que habían hecho retroceder a los tales yanquis hasta que sólo les
quedaba una lomita que defender, pero entonces se soltó el aguacero. Dicen que esa vez
ganamos los mexicanos, pero yo no sé. Lo único que sé es que al día siguiente el general
en jefe ordenó retirada. Y yo me dije: ¿así es la guerra? ¿Así se gana? Pero olvidé mis
pensamientos cuando vi que mi Juan no regresaba. Dejé encargados a los dos hijos que
me quedaban y corrí a donde estaban tirados muchos cuerpos. Y sí, ahí lo encontré. La
bala la había entrado por un lado de la cabeza, cerca del ojo, le rompió los dientes y le
ahujeró la lengua, y terminó saliéndole por el cuello. Lo imaginé cayendo como si fuera
un héroe, bañado en su misma sangre y mandando su último pensamiento a nuestros
hijos. Mi borrachito había muerto por la señora patria. Y yo… yo tuve que conseguirme
otro marido. Como otras muchas me junté a otro soldado hasta que murió, y a otro, y a
otro. A fin de cuentas, qué puede hacer una mujer descalza con dos bocas con hambre y
si además hay hombres que de solos también mueren…

IX
EL YANQUI
En los diarios comenzaron a convocar voluntarios para la guerra. Decían que México
había invadido nuestro territorio y matado americanos. Una vez más, como en el Álamo.
Para mí fue un asunto de conciencia. No podíamos permitir que un gobierno despótico
como el mexicano propagara de nuevo su injusticia en Texas y en el resto de la unión.
Así que me alisté. Quiso la suerte que me enviaran con 4º regimiento de infantería de

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Missouri. Ahí conocí a Ulysses Grant. Él era militar de carrera. Él había sido enviado
contra su voluntad. Y me hizo ver muchas cosas. Una noche apacible, muy dentro ya del
territorio mexicano, me dijo: “Aunque existieran serias dificultades entre los Estados
Unidos y México antes de que Taylor ordenara avanzar del Río Nueces al Bravo, esta
guerra podría haberse evitado si todas las partes hubieran estado profundamente
convencidas de las bendiciones de la paz, de la culpabilidad y los horrores que una guerra
deja por herencia. Usted verá, Harry, cómo al final tendremos que volver a las
negociaciones. La espada no arregla nada por sí misma.” Su mirada tenía un brillo de una
tristeza inexplicable para mí que había entrado en eso por patriotismo, por defender la
justicia y extender el imperio de la libertad.
“¿El imperio de la libertad?” –preguntó con ironía. No, Harry, estamos en esta guerra
para extender la esclavitud. Abrir más rutas comerciales, adueñarnos de territorios para
que los trabajen los negros y traficar con ellos. Ésos son los intereses de los estados del
sur que buscaron denodadamente la anexión de Texas, ellos los que presionaron hasta
provocar que los mexicanos atacaran a un puñado de nuestros hombres y así tener
pretexto para esta invasión, sí, muchacho, invasión, la más injusta de todas. Y como en
este país no se ponen de acuerdo, fue imposible persuadirlos de vender. De otra manera
no se hubiera llegado a las armas. Piense, Harry, antes habíamos estado en grandes
aprietos y sorteamos el peligro sin derramar una gota de sangre humana. ¿No tenían los
Estados Unidos una larga lista de agravios que ajustar con varias potencias de Europa, al
terminar las guerras de Napoleón? ¿Acaso creímos necesario recurrir a la fuerza bruta?
Concedamos en que los mexicanos hayan violado la soberanía y los derechos de
ciudadanos americanos; sin embargo, sólo hace unos años negociamos pacíficamente con
Inglaterra los asuntos de la “Carolina” y de la “Guerra Patriota”, y la tempestuosa nube
de peligro se desvaneció. Digamos que es verdad, México ha estado difiriendo los pagos
correspondientes a las reclamaciones justas de ciudadanos americanos, ¡pero Francia nos
debe más que México y desde hace más tiempo! De acuerdo en que la cuestión de las
líneas divisorias es la más delicada y difícil, ¡pero todavía no se seca la tinta sobre el
Tratado de Washington y las negociaciones de Oregon con la que nuestros límites
septentrionales llegan hasta el Pacífico! ¿Qué si no la codicia de territorio, los proyectos
de anexión, el propósito de extender la esclavitud y el poder esclavista ha impedido que
tengamos los mismos resultados en nuestras dificultades con México?”
Me quedé mudo unos instantes, pero al fin le pregunté: ¿Y qué hace usted aquí, oficial?
Retiró de sus labios la taza de la que estaba a punto de tomar un sorbo. Me miró
fijamente y sentí que un cuchillo penetraba por mis ojos hasta llegar a la médula de mis
huesos. “Por que soy un soldado, Harry. Pero créame: Aunque lleguemos a izar nuestra
bandera en el Palacio Nacional mexicano, uno año de estos, los estados del norte nos
vamos a arrepentir de haber seguido a los del sur y a Polk, en su aventura. Los motivos
que nos trajeron a esta guerra injusta, no tardarán en provocar la guerra entre nosotros.
Por cada muerto mexicano que dejemos tendido en esta tierra, hemos de pagar
nuevamente con sangre americana.”
Me alejé de él con la cabeza hecha una maraña. Le dí las gracias y lo dejé removiendo los
rescoldos de la hoguera en la que habíamos estado calentando los cuerpos y el café.
Al día siguiente, comenzó muy temprano una batalla cruenta y despiadada. Por la tarde,
mientras me encontraba con nuestra ala derecha, en uno de los fortines, vi a una mujer
mexicana, afanosamente ocupada en traer pan y agua para los heridos de ambos ejércitos.

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Vi a este ángel auxiliador levantar la cabeza de un herido para darle agua y alimento y
después, vendar la cruel herida con un pañuelo que desprendió de su propia cabeza.
Habiendo agotado las provisiones, regresó a casa por más pan y agua con qué socorrer a
otros. Cuando volvía, en el desempeño de su función de misericordia, oí un disparo de
fusil y vi caer muerta a la pobre criatura inocente. ¡Fue un disparo accidental, no lo
quiero pensar de otra manera! Me dolió el corazón; aparté los ojos de la escena e
involuntariamente los levanté al cielo, pensando: “gran Dios, ¿esto es la guerra?”
Al día siguiente pasé por el lugar, el cadáver aún estaba allí, el pan a su lado y también el
cántaro roto, en el que, todavía, unas gotas de agua eran emblema de su diligencia. La
sepultamos; mientras cavábamos la fosa, las balas de cañón caían en derredor como una
granizada. Entonces recordé la silueta gentil de Grant perfilándose oscura contra la
hoguera casi extinta.
Hoy que Ulysses Simpson Grant es nuestro presidente, leí en el diario que ha dicho estas
palabras: “Yo no creo que jamás haya habido una guerra más injusta que la que los
Estados Unidos hicieron a México. Me avergüenzo de mi país al recordar aquélla
invasión. Nunca me he perdonado haber participado en ella…”
Yo tampoco, señor presidente, yo tampoco…
Y me temo que nos faltan muchas guerras por hacer…

X
MARGARITA
¡Ja, ja, ja, ja, ja! Me critican por mi risa, porque disfruto reír. ¡Cómo serán! Como si
hubiera algo mejor que reírse. Y nada, nada, nada me produce más risa en este mundo
que la compañía de un hombre. Más risa y más placer… Y entre los hombres no hay
ninguno que pueda compararse a un soldado, ¿no es así? Sobre todo si hablamos de los
soldados como los que siempre acompañan al general Santa Anna. Donceles apuestos,
con uniformes lujosos, con los pechos cubiertos de medallas, plumas en sus sombreros…
Esta guerra con los americanos ha sido espantosa, es verdad, pero al menos nos ha traído
una rica variedad de soldados… ¡Ja, ja, ja!
Una tarde, a principios de agosto, cuando todo mundo sabíamos que los americanos no
tardaban en llegar a México, anunciaron que el presidente iba a pasar revista al Ejército
del Norte en Peralvillo. Mis amigas y yo nos levantamos muy temprano y muy
perfumadas cogimos un coche y nos fuimos a asomar. Fue tan emocionante. El señor
presidente era el más elegante, pero también todos los que lo acompañaban, lujosos,
espléndidos. En cambio el otro ejército, el que venía del norte, se veían muy modestos y
la verdad muy cansados, mal comidos. Sólo algunos oficiales conservaban algo de
apostura.
Los seguimos a la colegiata de Nuestra Señora de Guadalupe donde se cantó una misa
solemne. Lo bueno que llevábamos nuestras mantillas y nos pudimos colar; después
tocaron las bandas y dispararon los cañones y el general Santa Anna hizo leer una
proclama. Después él y el general Valencia pasaron revista a las tropas que los aclamaban
con un júbilo indescriptible. Se veía que los dos generales se llevaban tan bien… Pero
dicen que a la hora de las batallas se pusieron uno contra el otro… Quesque por
envidia… Quesque por ambición.
¡Ay, pero no hay que hablar de cosas tristes! ¡Ja, ja, ja! No tengo compostura, ¿verdad?

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Lo más emocionante fue cuando las tropas y todos los que se alistaron para defender la
capital se fueron para el Peñón a esperar a los yanquis. Ahi vamos nosotras también. Fue
bien bonito, ¿vieran? Empezó en la gran plaza de la ciudad, ¿la han visto? Donde está el
zócalo en que izan la banderota. ¡Había un gentío…! Los balcones y las azoteas del
Palacio y de todos los edificios de alrededor estaban como coronados por el pueblo
ansioso. La música de un batallón de infantería inundó el aire con sus marchas cuando la
Guardia Nacional inició el camino.
Tras ella iba el batallón Victoria, compuesto por puros jóvenes, hijos de los comerciantes
de la ciudad, jóvenes guapos, ricos, de uniformes a todo lujo; los seguía el batallón
Hidalgo formado de los que llamaban “exceptuados”: jóvenes ardientes, ancianos que
casi se habían consumido en la vida sedentaria, padres de familia; después iban los
batallones Independencia y Bravos, compuestos de artesanos, con sus trajes modestos y
sus rostros llenos de orgullo.
La brigada del general Anaya entró a Palacio, después recorrió dos veces las calles del
centro y nosotras salimos a los balcones a saludarlos, a animarlos, mientras sonaban los
acordes de la Polka que es como el himno de la Guardia. Después salieron hacia el Peñón
saliendo por la garita de san Lázaro. Nosotras, claro, tomamos un coche y los seguimos.
Pero no ese mismo día porque empezó a llover, sino hasta la mañana del día 11.
¡Cuando llegamos no se reconocía el cerro! Pos si ya habían levantado una ciudad.
Estaba lleno de tiendas, fondas, puestos, cantinas; las acequias de los lados del camino se
habían transformado en canales por donde llevaban en canoas muebles, armas, todo tipo
de útiles de guerra. Nosotras nos bajamos del coche y nos subimos a una de las canoas
donde iban unos músicos cante y cante, ¡ay, tan lindo!
Nos apeamos de la canoa y subimos al cerro. El día estaba preciosísimo. Como pintado
por un pintor. Los llanos alrededor del Peñón parecía como un inmenso lago, bañado por
el azul del cielo, que el sol, reflejando en sus levísimas y cambiantes ondas, convertía en
una lluvia de diamantes. ¡Ja, ja, ja, ja! Ya me salió lo poeta. ¡Ja, ja!
Anduvimos de aquí para allá, saludando a los muchachos, tomando un poco, bailando.
Yo estuve con uno esa noche, para que lo pasara bien. Pobrecito, quién sabe si viviría
para contarlo. Al día siguiente se distinguió una espesa polvareda y resonó un toque que
mi amiguito me dijo que se llamaba enemigo al frente. Pero no, falsa alarma. Así que
pudimos seguir dándoles ánimos más tiempo…

XI
PADIERNA

VOCES
- Pero el gozo se fue al pozo.
- Los ánimos festivos de los capitalinos se apagaron en cuanto se dieron cuenta de
que el general yanqui había decidido no entrar por el Peñón.
- ¿Era un buen estratega?
- ¡Yo qué sé! Lo que sé muy bien es que ese traidor Manuel Domínguez, mandó a
sus hombres a espiar los movimientos en la capital.
- Por eso Scott decidió dirigirse al sur, entrar por Tlalpan y proseguir hacia el
rancho de Padierna.

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- Padierna fue un completo desastre. Santa Anna lució su ineptitud una vez más.
- Yo, la verdá, no creo que nos haya traicionado. Siempre fue un buen soldado.
- Pero muy mal general. Caprichoso, berrinchudo y necio como una acémila.
- Y luego entre él y Valencia se traían un pique…
- Valencia tampoco cantaba mal…
- Primero se pusieron a alegar que si el yanqui entraría por Coyoacán o dónde
cuernos. Total que Valencia se fue a Padierna.
- E hizo bien.
- Santa Anna se fue a San Ángel y se quedó tan tranquilo como en un día de campo
que porque los güeros nunca iban a poder cruzar por el Pedregal…
- Pero que lo cruzan.
- Cuando se empezó la batalla en las cercanías del rancho, Scott se encerró solo.
Santa Anna avanzó hacia ellos pero nunca atacó. Mientras tanto las fuerzas de
Valencia perdieron el rancho y lo volvieron a tomar a sangre y fuego. Santa Anna
nomás mirando. Entonces cayó la noche. Y la lluvia. Y Santa Anna… Se fue a
dormir a San Ángel…
- Cuando los hombres que mandó en la noche a explorar el terreno le dijeron que
Santa Anna había ordenado levantar el campo y que le ordenaba retirarse
Valencia, incrédulo comenzó a vociferar. “¡Sabía que era un inepto, pero nunca
pensé que fuera un traidor! ¡Infeliz! ¿Cómo ordenar retirada entre las sombras?
¿Tras la derrota la vergüenza? Mandó a dos de sus hombres a buscarlo a casa del
general Mora. Ahí estaba. Tan campante. En mitad de una tertulia rodeado de su
perfumadito estado mayor, dictando sus órdenes con su copita de vino, rodeado de
mujeres e influyentes mientras el ejército que venía peleando desde el norte por
defender nuestra tierra, soportaba sus fatigas bajo la lluvia y el frío más cruel.
Retirada. Sinvergüenza, mal nacido, traidor.

MARTÍN
Entramos en la estancia y yo, en el lenguaje más pulcro que pude, le expuse la situación
de las tropas del general Valencia.

SANTA ANNA
–No me diga usted, no me diga usted, ése es un ambicioso insubordinado que lo que
merece es que lo fusilen… ¡Borrachón!
MARTÍN
–Señor, vuestra excelencia hará lo que crea justo; pero ese ejército no puede
sacrificarse…

SANTA ANNA
–Usted no debe darme lecciones… ¡estamos! No empiece yo mis escarmientos por
ustedes… ¡Auxilio!, ¡auxilio! y exponer yo mis tropas a la lluvia, al desvelo… por un…

ABELARDO
Aquí no es posible repetir las palabras que saltaron de los labios de su alteza…

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SANTA ANNA
–Mis soldados a la intemperie… ¿qué dicen ustedes?

ABELARDO
–Es que aquellos soldados no están bajo de techo… ni divirtiéndose.

SANTA ANNA
–En silencio; lárguense ustedes de aquí… ¡Fuera malditos…!

ABELARDO
Y nos salimos llenos de rabia y de dolor…

VOCES
- La noche estaba oscurísima…
- Llovía tupido…
- Constantes relámpagos alumbraban la serranía…
- Y se reflejaban en las corrientes que descendían de las lomas…

ABELARDO
Después de una penosísima travesía llegamos al campo…

VOCES
- Ni una avanzada, ni un rumor, parecía un desierto…
- La tiniebla espesísima, las fogatas apagadas…
- El ruido de la lluvia, percibiéndose en las hojas y ramas de los árboles…
- Que aparecían y desaparecían como fantasmas con los relámpagos…

ABELARDO
Llegamos a la tienda del general Valencia, quien nos recibió en la puerta…

MARTÍN
–¿Qué dice Santa Anna? – Me preguntó Valencia. Le di cuenta de nuestra comisión.
Entonces, como una explosión, desencajado, loco, perdido en tempestades de ira, gritó
Valencia:“¡Traidor, nos ha vendido, nos entrega para que nos despedacen y acaben con la
patria!...”
ABELARDO
A esos gritos en la negra sombra, surgían como fieras grupos que sospechaban lo que
sucedía… Al relampaguear se veían soldados huyendo en varias direcciones, se oían
como aullidos de mujeres… estallaban truenos de fusil y de pistola, corrían caballos
sueltos desbarrancándose en la ladera… Al amanecer, los americanos, inclinaron su
artillería y la nuestra sobre las fuerzas dispersas que huían por el descenso de las lomas y
quedaron regueros de cadáveres; heridos que se arrastraban moribundos; carros hechos
pedazos y mujeres enloquecidas de aullar, con los brazos levantados y los ojos de lobas
perseguidas… Aquella avalancha rodaba, se escurría loca, espantosa, en dirección de
Churubusco.

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XII
CHURUBUSCO

MUJER 1
Churubusco es una pequeña aldea, distante dos leguas de México, situada en donde se
unen los caminos de Tlalpan y Coyoacán. Está formada por un grupo de humildes chozas
de adobe, levantadas en un suelo fértil y pantanoso, donde la vegetación crece
exuberante. Sus sembrados producen la caña corpulenta del maíz, y las milpas se
prolongan hasta la misma iglesia y convento de Churubusco.

MUJER 2
Serían las siete de la mañana cuando escuchamos el tiroteo lejano sobre las lomas de
Padierna. No pasaron ni veinte minutos y cesó. Teníamos que disponernos a defender
Churubusco.
HOMBRE 1
Entonces llegó hasta nosotros el general en jefe. Nos confirmó que el enemigo venía
sobre su retaguardia, y después de recomendarnos que hiciéramos una defensa vigorosa,
se retiró. Tras él se fueron las tropas. Supimos entonces lo que se esperaba de nosotros:
sacrificio.
HOMBRE 2
Vimos desfilar nuestro destino junto con los cinco mil soldados que seguían a Santa
Anna, a los que llamaban la flor del ejército, retirándose sin combatir. Ahí nos quedamos
en el convento unos seiscientos cincuenta paisanos, mal armados, para enfrentar el
empuje de todas las fuerzas de los Estados Unidos.

LA PERIODISTA AMERICANA
Hasta ahí llegó el victorioso ejército de los Estados Unidos, precedido por el terror que
había preparado todos sus triunfos.

LA ENFERMERA
¿Es necesario volver a contar esta batalla?
¿Acaso no saben todos lo sucedido?

LA PERIODISTA AMERICANA
Que los americanos avanzaron confiados hasta casi llegar a los muros y los recibieron
con una descarga mortífera.
Que estuvieron aturdidos un momento pero al cabo reanudaron el ataque.

MUJER 1
Que el parque se acabó y cuando abrimos las cajas de municiones que había mandado
Santa Anna era de un calibre distinto al de nuestras armas y sólo les sirvió a los
Sanpatricios.

MUJER 3
Que en medio de la refriega el general Anaya quedó momentáneamente ciego pero jamás
abandonó el campo de batalla.

José Caballero Frente al olvido


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MUJER 2
Que cargamos nuestros fusiles hasta con piedras.

HOMBRE 1
Que cuando no encontramos más proyectiles guardamos silencio.

MUJER 1
Que jamás levantamos la bandera blanca.

CHEMA
Que entre los vencedores que hacían su entrada triunfal en Churubusco se contaba una
cuadrilla de bandidos que capitaneaba el traidor Manuel Domínguez.

JARAUTA
Que estos maleantes, como auxiliares del ejército americano, hacían la guerra a su patria
con más encarnizamiento que los mismos enemigos.

EL YANQUI
Que la cólera de los invasores se cebó sobre los pobres sobrevivientes irlandeses que
lucharon con los mexicanos por motivos de fe y de conciencia.

MUJER 1
Que finalmente izaron su odiada bandera en el convento, pero que estaba casi deshecha
por nuestros tiros.

LA ENFERMERA
¿Hay alguien aquí que no haya oído más de una vez la historia de la más honrosa de las
derrotas?
¿Es realmente necesario recordarla?

XIII
EL CASTILLO Y EL PALACIO

MARTÍN
Parece que estoy viendo el campo…
Por las lomas de los Morales se veía como una inmensa culebra aterciopelada entre cuyos
pliegues reverberaban haciéndose olas las espadas. Aquello era la caballería con cinco
mil hombres como trinquetes.
Nosotros estábamos en el cerro como en un balcón, dando la espalda al sol; a la izquierda
azuleaba, como si se hubieran derretido los montes, la tropa yanqui; a la derecha clarito
se veía la caballería; en el centro, en los edificios, estaban las fuerzas de León, Balderas y
Echegaray.
León era acendrado, ancho de cuerpo, muy severo y muy aquello de atento con todos.

José Caballero Frente al olvido


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Balderas era moreno, de ojos vivísimos, llena la cara, listo al moverse, juguetón y
risueño; sus amigos le estimaban por sus dotes de caballero, sus soldados le adoraban…
Miguel Echegaray es alto, bien plantado, rubio, de grandes bigotes; se ponía como un
camarón en la fatiga, sus cabellos caían sobre su frente enrojecida como los hilos de
lluvia cuando alumbra el sol.
La trifulca fue feroz, nosotros estuvimos al rodar cien veces, al presenciar sus accidentes.
- ¡Martín! ¡Martín!, ¡pronto!, el general Balderas ha caído, vea usted que le traigan aquí.
Bajé el cerro casi rodando, tomé mi caballo y entré a carrera abierta por el arco chato que
lleva por un lado a la calzada de La Verónica y por el otro al ranchito de Las Ánimas.
Nomás pasar el arco me encontré a don Pioquinto Rioja, honrado y patriota, dueño de
Anzures. En el aire se olía ya la derrota… pasaban caras siniestras, se oían espantosas
imprecaciones.
- Dígame don Pioquinto, ¿ha visto pasar por aquí una camilla?
- Es la del general León; la llevan al hospital de Jesús; creo que no es mucha cosa,
siempre el dinero sirve: ¿ya saben lo que sucedió?
- No sé nada.
- Pues, señor, que le pegaron abajito del corazón; pero como traía una onza en el bolsillo,
la onza quedó como un cajetito, y eso le ha salvado la vida…
(En la noche murió el general León: ¡qué cosas del señor don Pioquinto!)
- No es al general León al que yo busco; a quien busco es al general Balderas.
- Ahi va orita –me dijo don Pioquinto, señalándome la calzada recta de Chapultepec.
Volví entonces las riendas a mi caballo y le prendí los acicates, echando a correr como un
desesperado.
A la izquierda del camino, en una chocita de mala muerte había un grupo de gente
disputándose la entrada.
Penetré empujando a la gente… no sé lo que sentí… vi arrodillado gimiendo con el rostro
pegado contra la frente del cadáver del general, a mi tierno y querido amigo Antonio, su
hijo… Aquello me despedazó el corazón…
Salí a orientarme de lo que pasaba, con el corazón en un puño.
No se me olvidará nunca aquél jacal… El general estaba vestido de gris… y su chaqueta
le servía de cobija… con las mangas sueltas como queriéndolo abrazar… Moría el
general Lucas Balderas en un petate. Yo volví entre todo el horror de la derrota…

XIV
LA CAÍDA

CHEMA
(Canta.)…Al mero sonar en la catedral la alba de Dios,
llegó un cabo que apenas alcanzaba resuello
y nos dijo: -Ahí vienen los yanquis,
van entrando derecho derecho
por la Alameda y por la Mariscala.

Todos nos pusimos en pie, unos montaron a caballo; yo corrí hasta llegar a la derecha de
Plateros.

José Caballero Frente al olvido


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21
Las fuerzas venían entrando, las puertas y balcones se abrían en silencio y la gente se
asomaba como canteándose y con desconfianza…
Se veía a la plebe de aquí para allá en montoncitos, encogida, rezongona; los hombres
con los sombreros echados a los ojos, las mujeres burlonas, los muchachos bobeando.
Los yanquis se fueron metiendo galán galán, por toda la derecha de San Francisco y
Plateros y allá por la Mariscala. Venían con sus pasotes muy largos y como que les
cuadraba nuestra tierra, muy grandotes, reventando de colorados y con sus mechas
güeras, con sus caras como hechas todas en un solo molde.
Muchos comiendo pan, calabazas crudas, jitomates; son de lo más tosco y de lo más
sucio que pudo verse.
Pues señor, que van llegando a la plaza.
Formaron los yanquis como por el centro de la plaza, tres lados de un cuadro con las
espaldas al portal de las Flores y Diputación, portal de Mercaderes y frente a la Catedral.
En el interior de ese cerco se veían banderas suyas grandes, y dos estandartes como los de
caballería.
Luego se estuvieron así plantados, se destacó una partida como de unos veinte hombres y
se fue metiendo a Palacio; se nos figuró que iban como a degollar a alguno de nuestra
familia.

MARÍA GUADALUPE
Temblaban las carnes; en todos los ojos había lágrimas, y era natural; figurémonos que a
nuestra misma madre la ponen en vergüenza y le azotan la cara a nuestros ojos. Yo tenía
el pulpejo desta mano entre los dientes, y salió sangre, porque me la mordía viendo
aquéllas cosas…El general yanqui, un tal Scott, estaba con su gury gury en el balcón de
Palacio, como quien predica en el desierto, mientras unos grupos de mujeres le
gritábamos: “¡Cállate, costalón…!, ¡pelos de elote…!

CHEMA
En la esquina de la plaza del Volador, y subido como en alto, estaba un hombre que
hablaba muy al alma: -Las mujeres nos dan el ejemplo, qué ya no hay hombres?, ¿qué no
nos hablan esas piedras de las azoteas? Cuando él estaba más enfervorizado por detrás de
él sonó un tiro de fusil y pasó silbando una bala; un grito de inmenso regocijo y
explosiones de odio, de burla y de desesperación, acogieron aquello…Los yanquis se
fueron sobre el tiro, acuchillando la gente, atropellando a las mujeres y a los niños…

JARAUTA
Me detesta el clero de esta ciudad así como de todo el país. Dicen que soy un cura que
huele más a pólvora que a incienso. ¡Cabrones! Ese día las campanadas de catedral
estallaban como burbujas de oro en el aire vehemente de aquella mañana del 14 de
septiembre de 1847, como dándoles la bienvenida a los yanquis que se apoderaban de
nuestra ciudad. ¿Qué más podría esperarse de nuestra Iglesia descristianizada? En el
momento en que el soldado yanqui empezó a izar la bandera norteamericana en Palacio
Nacional… el corazón me dio un vuelco –el mundo entero dio un vuelco. Ya estaba ahí,
en el aire de la mañana transparente, lo que tanto temimos desde meses atrás, la bandera
flameante de las barras y las estrellas. Yo no lo podía permitir… ¿Para esto anduve a
salto de mata persiguiendo a estos malditos desde Veracruz hasta Tlalpan, cayéndoles

José Caballero Frente al olvido


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encima cada vez que pude? ¿Me iba yo a quedar cruzado de brazos a la hora mala? Así
que ese hijo de su mal dormir no pudo concluir su propósito. Estaba yo detrás de un
hombre que arengaba a la muchedumbre y sus palabras terminaron por incendiarme el
pecho. Entonces alcé mi fusil y disparé. Un solo disparo, limpio, certero, un disparo que
puso en mi fusil Dios Padre. Un instante después vi ese cuerpo desmadejarse, como un
títere al que le hubieran cortado los hilos, dejando su bandera a media asta… Entonces,
como en terreno quebrado, varios hilos de agua se juntan y forman río; como en campo
que arde aquí y allá, el aire junta las llamas y forman incendio, así la gente se juntó… y
descargó balazos y pedradas, corriendo a la espalda de Palacio… Los soldados yanquis,
de pie o montados a caballo, se hallaron desprotegidos, ni siquiera sus armas podían
protegerlos demasiado tiempo, porque la gente les caía encima en oleadas cada vez más
grandes, por más que alcanzaran a disparar y a derribar a algunos de los nuestros.
-¡Viva la República Mexicana!
- ¡Mueran los yanquis!

ABELARDO
Todo mi ser dudaba, pero el miedo pudo más y salí corriendo hacia los portales para
abandonar la plaza, torcido, desencajado, la cabeza sumida, pensando hipnóticamente que
una de esas balas que intermitentemente escuchaba disparar estaba destinada a mí, que
corría hacia ella sin remedio. O que uno de esos cuchillos y una de esas bayonetas que
atisbaba destellantes, me aguardaban para poner fin a mi carrera vergonzante. Tropezaba,
resbalaba, me empujaban, caía, volvía a levantarme… En una desas ocasiones en que caí,
alcancé a ver –dentro de una nube de polvo- a un grupo de mujeres que arañaba, mordía,
escupía, desnudaba a un soldado yanqui, quien se crispaba y retorcía como si
convulsionara. Otro más parecía ya muerto. Materias blanquecinas y viscosas surgían de
entre los mechones de pelo rubio y la cara –una cara brutal que no había apaciguado la
muerte- estaba cubierta de sangre.
Todo ocurría como en los sueños. La lucha, los golpes entre los contendientes, los gritos,
los disparos, los cadáveres regados, eran imágenes reales, pertenecían al mundo de la
realidad real, por decirlo así, pero flotaban en una atmósfera más bien neblinosa.
Estaba a punto de alcanzar los portales, cuando una mano como garra me atrapó por un
tobillo. Caí al lado de un yanqui herido que echaba espumarajos por la boca y tiraba
manotazos desesperados hacia todos lados, aunque apenas si lograba mover el resto del
cuerpo. Quedé tendido boca arriba y el yanqui aún alcanzó a asestarme un fuerte
puñetazo en la cara. No lo pensé dos veces. Saqué mi cuchillo de su funda y le asesté una
puñalada en el pecho acezante. El yanqui abrió unos ojos enormes, con un fulgor postrero
que me regalaba sólo a mí, y las palabras –supongo que insultos- se le removieron
convulsas atrás de los dientes, obligando a retraerse a la boca sangrante.
Lo peor del sufrimiento, y en especial del sufrimiento de la agonía, es la soledad que lo
acompaña, y aquel pobre yanqui –que quizá ni siquiera sabía bien a bien a qué había
venido a nuestra ciudad debió sentirse de veras solo en aquel momento. Pero había que
herir de nuevo. El problema era arrancar el cuchillo, hundido hasta la empuñadura. Lo
hice con una fuerza innecesaria, provocándome un tirón en el hombro, y con ese mismo
impulso lo dejé caer otra vez en la casaca azul, muy sucia y con manchas crecientes de
sangre. Los ojos se le pusieron blancos, tragó una última bocanada de aire y descolgó la
quijada, echando nuevos y aún más abundantes espumarajos sanguinolentos. Las manos,

José Caballero Frente al olvido


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muy blancas y pecosas, se le apaciguaron, yertas a los flancos. Estuve a su lado hasta que
los ojos se le fueron enteramente hacia adentro, hacia lo más profundo de sí mismo.
Observé cómo se le afilaban los lineamientos del rostro al igual que las aristas de un
pedazo de roca, cómo la piel cobraba un opaco tono de arcilla, un frío de tierra húmeda y
un silencio de cosa mineral. Cuán visible me pareció el instante en que se marchó el alma
de aquel cuerpo derrotado. Yo lo maté, no había duda. O por lo menos lo rematé.

LA ENFERMERA
Ya la noche estaba de lleno en la ciudad. Todo estaba tan negro que ni las manos se
veían. Tiros por allí, bocanadas de gritos por allá… los perros husmeando la sangre, los
muertos muy desnudos en medio de las calles. El pueblo había estado como fiera y como
llama, como mar y como aire fuerte, que vuela bramando…

LA PERIODISTA AMERICANA
¡Falso, mil veces falso! Es un embuste esto del patriota mexicano que disparó a la cabeza
del soldado que izaba la bandera americana. ¡Falso! A esa bandera se le rindió homenaje.
Hubo saludos marciales, sonido de clarines, honores a los Estados Unidos. Ningún
herido. Ningún disparo. Ninguna cabeza ensangrentada. Ningún invasor caído. La
sociedad mexicana, en pleno, asiste al evento. Festeja la futura imposición del orden, las
clases acomodadas agradecen el sosiego. Los invasores son amantes de los negocios. Los
estimularán. El clero sabe que se abre un paréntesis de paz. Nadie atentará en contra de su
patrimonio ni impedirá el ejercicio del culto católico. ¿Por qué no acceder a la anexión
total de México a los Estados Unidos y prescindir de una buena vez de arañas como los
Gómez Farías?. Scott recibe vítores y aplausos en el último tramo rumbo a la plaza de la
República. Pronto recibirá una invitación para una comida en su honor en el Desierto de
los Leones donde Mr. Miguel Lerdo le habrá de rogar que acepte ser presidente de facto,
dictador, tirano de la República Mexicana. ¡Qué gran comienzo para la realización del
Destino Manifiesto! Hoy México, mañana el mundo…

XV
EL TRATADO

LA ENFERMERA
Miércoles 2 de Febrero de 1848, los comisionados mexicanos don José Bernardo Couto,
don Miguel Atristain, don Manuel Rincón y don Luis Gonzaga Cuevas se dieron cita con
el negociador americano Nicolás Trist, en la casa número 10 de la avenida Morelos, en la
ciudad de Guadalupe Hidalgo, ubicada en las orillas del lago de Texcoco, a una legua de
la ciudad de México, para firmar el tratado de paz.

LA VIUDA
El lugar más sagrado sobre la tierra… Donde apareció milagrosamente nuestra madre la
virgencita de Guadalupe para decirnos que México quedaba bajo su protección…

José Caballero Frente al olvido


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EL YANQUI
Eran cuatro las personas sentadas a la mesa, listas para firmar el documento. Eran cuatro,
con los rostros sombríos. De pronto Couto con voz grave volvió la cara hacía Trist y le
dijo: “Este debe ser un momento de orgullo para usted, pero es menos orgulloso, que
humillante para nosotros”. Trist sólo atinó a responder: “Estamos haciendo la paz; que
ese sea nuestro único pensamiento”.

EL GENERAL EN JEFE
“En el nombre de Dios todopoderoso: los Estados Unidos Mexicanos y los Estados
Unidos de América, animados de un sincero deseo de poner termino a las calamidades de
la guerra que desgraciadamente existe entre ambas repúblicas, y de establecer sobre bases
sólidas relaciones de paz y buena amistad, que procuren recíprocas ventajas a los
ciudadanos de uno y otro país y afiancen la concordia, armonía y mutua confianza en que
deben vivir como buenos vecinos los dos pueblos…”

EL JAROCHO
¿En el nombre de Dios?¿Y qué tiene que ver Dios en sus enjuagues? Ora resulta que el
destino por el dedo de Dios se escribió ¿Y nadie piensa ya hacer nada? Uh que la…

MARÍA GUADALUPE
¿Cómo terminó todo? Las familias fueron partidas a la mitad. Las familias tenían tierras y
hogares. De pronto alguien puso una frontera nueva y parte de la familia quedó de un
lado, parte del otro. De un día para otro quedamos enemigos.

LA PERIODISTA AMERICANA
La guerra le dejo a Estados Unidos los campos de Texas y el otro de California. Menos
de trece mil soldados muertos a cambio de dos millones de kilómetros cuadrados. No fue
un mal negocio, ¿O sí?

LA VIUDA
La guerra le dejó a México más de veinticinco mil soldados muertos. Los civiles nunca
pudimos contarlos.
ABELARDO
La guerra le quitó a México más de la mitad de su territorio. Y faltaba que Santa Anna
vendiera años después la Mesilla a los yanquis…

EL YANQUI
La guerra contra México le dejó al gobierno de los Estados Unidos el guión para sus
futuras representaciones.

JOSEFA
Pero la mayor pérdida no puede medirse en tierras, ni siquiera en vidas.

JARAUTA
Esa guerra acabó de destruir la confianza entre nosotros.

José Caballero Frente al olvido


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CHEMA
Desde entonces no hay acuerdo en lo que somos ni en lo que queremos ser.

LA ENFERMERA
Esa guerra no fue sólo militar, fue una guerra del alma, una guerra del espíritu. Fue por
una manera de ser, por una manera de entender la vida. Y la muerte…

MARGARITA
¡Ay, sí!¡Que se queden! Son tan guapos…rubios como el mismo sol, grandes, fuertes. En
cuanto pasó el reborujo, mis amigas y yo nos fuimos muy arregladas para verlos. Había
tanto de donde escoger… en esos momentos la ciudad se puso de lo más bonita. Muy
animada, ¿no? Pronto comenzaron a abrir los teatros y empezaron a presentarse chous
bien divertidos. Mi comadre, la Cañete era la adoración de lo jefes americanos, y la calle
de Vergara, todos los días parecía carnaval. En el teatro Nuevo México se presentaban
obras en alemán y en inglés, claro. Veri biutiful. Y nosotras nos la pasábamos de lo lindo
ol nait long. A veces en la calle del Coliseo, otras en el callejón de Belemitas para acabar
nuestras partis en el hotel de la Bella Unión. Que nombre más adecuado, ¿verdá? Y es
que allí estaban todos los oficiales. En los pisos bajos había salones de juego; en los
primeros pisos cantinas, billares, y salas de baile y en los altos…Bueno, en los altos
estábamos nosotras. De día la ciudad también se volvió de lo más nice. Las sastrerías
mexicanas se convirtieron en tailors chops, las peluquerías en barber chops y así todas las
tiendas y fondas y mesones. Todos pusieron sus letreros in inglish. ¡Ai fil sou exaited! De
ahora en adelante México se convertirá en un país de lo más civilizado gracias a la
llegada de tantos güeritos. Ai lob dem.

VOCES
- No amo mi patria.
- Su fulgor abstracto es inasible.
- Pero (aunque suene mal) daría la vida por diez lugares suyos…
- …cierta gente…
- …puertos…
- …bosques de pinos…
- …fortalezas…
- …una ciudad deshecha…
- …gris…
- …monstruosa…
- …varias figuras de su historia…
- …montañas…
- –y tres o cuatro ríos.

FIN

José Caballero Frente al olvido


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