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de Siemens & Halske, en el marco del plan para la economía de guerra, mientras tuvieran
capacidad para trabajar. De Ravensbrück salieron también la mayor parte de mujeres para
abastecer los diferentes burdeles de otros campos de concentración, que funcionaban como
un sistema de recompensa para los funcionarios vigilantes de bajo rango.
Algunas de ellas llegaron con sus hijos pequeños, que eran ocultados entre todas,
para que no los encontrasen. Recuerda Conchita Grangé algo que pasó un día: «Tenía sólo
tres o cuatro años y corría por la calle de los barracones. Una de las Aufseherinnen
[guardianas] le gritó, pero el niño no la escuchó y ella le lanzó al perro. Lo mordió y lo
destrozó. Después, ella le remató dándole palos con la porra». El hijo de Olvido Fanjul,
simplemente, un día, desapareció.
Pero Ravensbrück no fue solo un centro de trabajos forzados. A partir de 1942, Karl
Gebhardt, presidente de la Cruz Roja alemana y cuya clínica particular estaba a doce
kilómetros de distancia, comenzó a experimentar para conseguir mejores tratamientos para
los soldados del frente alemán. Reclutó a un buen número de Kaninchen [conejillas] para
experimentar sobre casos de congelación y trasplantes de extremidades. También quería
estudiar el efecto de las sulfonamidas en infecciones, para lo cual introducía cristales y
astillas en el muslo de algunos reclusos e incluso provocaban heridas mediante disparos
directos de bala. En muchos casos, el experimento terminaba requiriendo la amputación.
Recuerda Conchita: «Nos llevaron a un barracón donde vi mujeres a las que les habían
operado las piernas, cortado tendones, los músculos, rasgado la piel, se les veía el hueso,
todo para experimentar con el cuerpo humano. Tenían unas cicatrices horribles. A otras les
inoculaban productos químicos o las amputaban».
Carl Clauberg, ginecólogo también en Auswitch, junto con la doctora Herta
Oberheuser, realizaba estudios sobre higiene racial mediante esterilizaciones masivas para
el control de la «vida reproductiva indigna». Les pusieron una inyección, nada más llegar,
para que no tuvieran la regla. También elaboraban un protocolo de abortos como el que le
fue practicado a Elisa, con un alto índice de mortalidad. Algunas que llegaban embarazadas
tenían ahí a sus hijos: «Se salvaron muy pocas; los bebés nacidos eran automáticamente
exterminados, ahogados en un cubo de agua, o los tiraban contra un muro o los
descoyuntaban. Ellas agonizaban por las malas condiciones del parto o se volvían locas por
la importancia de presenciar tales asesinatos», cuenta Neus Català. En una ocasión,
inyectaron semen de chimpancé a una interna francesa para ver si se quedaba
embarazada. La chica acabó suicidándose.
Destaca Primo Levi en el prólogo al libro de Liana Millu, El humo de Birkenau, que,
las mujeres, por su menor resistencia y por su desarraigo familiar, «vivían en condiciones
bastante peores que las de los hombres». Dejando al margen una estéril comparativa, lo
cierto es que la deshumanización de las internas suponía también una desfeminización, por
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la sexualización del trato. El protocolo del rapado de la cabeza y del vello púbico para la
exterminación de piojos, cuando los barracones estaban infestados, era ya solo una excusa.
A esto hay que sumarle las constantes revisiones ginecológicas, la selección de prostitutas
y la vejación sexual, que incluía violaciones sistemáticas y azotes en las nalgas desnudas.
Sin embargo, no es precisamente la imagen de una mujer débil lo que se desprende de las
vibrantes memorias de Mercedes Núñez, El carretó dels gossos [la carretilla de los perros]
(1980), en Edicions 62, traducidas al castellano por la editorial Renacimiento, con el título
Destinada al crematorio. Mercedes nos presenta a unas mujeres que, lejos de asumir el rol
de víctimas débiles y pasivas, hacen del miedo a la muerte un empuje para seguir
resistiendo y, del maltrato, una causa para la solidaridad entre ellas, sin esconder las
jerarquías internas entre francesas, rusas, delincuentes comunes o gitanas. A Elisa, un día
que no trabajaba lo suficiente en los 7.000 proyectiles que debían hacer a diario, le echaron
a los perros que le mordieron y rasgaron una pierna. Siguió trabajando porque la
consideración de inútil para el trabajo era asumir el destino seguro de la cámara de gas.
Pero la dedicación de estas mujeres al trabajo forzado fue muy singular: Neus Català, Elisa
Garrido y Mercedes Núñez, llevaron con sus compañeras una labor de sabotaje de las
producciones de armamento del Kommando Hasag, pensando en cómo ayudar a sus
compañeros en el frente: «Hicimos que se perdieran muchos obuses» declara Mercedes.
En una ocasión, la avería de una máquina mantuvo la producción parada durante cuatro
semanas: unas buenas vacaciones.
También había muestras de desprecio a mujeres que colaboraron por mor de llevar
una vida mejor. Entre otras, una belga homosexual que Constanza llamaba «Manolo el
Chingao», de estética andrógina, con el pelo corto y «engominado a la Valentino». Pero
incluso las guardianas son descritas como mujeres con un cierto magnetismo que recuerda
a los Stalags, folletines clandestinos de literatura pornográfica sobre el holocausto, hechos
por judíos, en los que se atisvaba la rabia de lo inenerrable. «La comandante de
Ravensbrück venía en persona a visitar nuestro blog. Alta, con un flamante uniforme, unas
botas que le crujían, relucientes como espejos, la tralla de cuero en la mano y en el rostro
un gesto de desprecio [...]. De repente levantó su mano enguantada y con el látigo señaló a
una mujer».
Quizá porque tenían muy interiorizados los roles familiares, la solidaridad entre las
mujeres fue una nota característica de los campos femeninos, a pesar de los recelos entre
colectivos. Se encubrían cuando estaban enfermas para no ser desechadas. Cuenta Lola
Casadellà que, el día de su cumpleaños, encontró su camastro lleno de flores. Se
comunicaban por gestos y cantos. Cantaban y tarareaban canciones revolucionarias
mientras se sonreían con complicidad. Algunas hacían de madres, otras de hijas y entre
ellas se cuidaban y protegían como hermanas. Daban clases de forma clandestina a las
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más jóvenes, componían poemas y oraciones, explicaban cuentos por la noche cuando no
tenían luz o compartían recetas de cocina. Cuenta Mercedes Núñez:
Era como una manía. Veías una mujer, rodeada de otras mujeres
hambrientas, todas con lápices como astillas y trocitos de papel recogidos quién
sabe de dónde, tomando notas, los ojos febrosos, ensalivando, con el apetito más
agudo jamás tenido y escuchabas cosas como “cuando el pollo esté bien dorado, lo
rocías con champagne...” que te ponían la piel de gallina.
En las Navidades de 1944 se les toleró que hicieran una celebración en la zona de
los barracones. Habían confeccionado títeres para un teatro y adornos navideños con restos
de las telas de los talleres. Por un momento, olvidaron: «Las luces del árbol de Navidad se
encendieron y llegó la hora de abrir los regalos: ¡Dos rebanadas de pan para cada niño!».
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memoria particular, que no admiten adjetivos añadidos, no son una simple terapia personal.
Forman parte de una memoria colectiva y política, al margen de su instrumentalización
partidista, que todavía quema hoy, en su contacto con nuestro tiempo. Son relatos que
apelan inevitablemente a la imaginación desgarrada, aquello que, para Hannah Arendt es
un arma política que todavía hoy puede hacernos levantar, como a Antígona, para la acción
justa. La lección mayor fue dicha quizá por Mercedes Núñez: «Salí de allí a punto de
desfallecer. Pero salí con la cabeza alta. No, el nazismo no me había vencido, no me había
hecho utilizar sus propios métodos».