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Maria Gelpí Rd

Las mujeres sobrevivientes de Ravensbrück

Las mujeres españolas que fueron a parar a Ravensbrück, el mayor campo de


concentración nazi para mujeres, a 90 km al norte de Berlín, fueron en su mayoría
capturadas en Francia, como miembros activos de la Resistencia. Habían huído de la
España franquista empujadas por sus principios antifascistas al tiempo que, en su
militancia, hicieron de enfermeras y taquígrafas, como Juanita Lefévre, ayudaron a otros a
cruzar la frontera, como Mercedes Núñez, o se encargaron de conducir los correos, como
Braulia Cánovas Mulero. Una vez en «el infierno para mujeres de Hitler», fueron señaladas
en sus ropas a rayas con un triángulo rojo, como las soviéticas, por su condición de
políticas. Algunas, como Alfonsina Bueno o Lola García Echevarrieta, llevaron las iniciales
NN (Noche y Niebla), cuando su destino seguro era la cámara de gas, aunque se salvaron
de milagro. Lola se suicidó a los pocos meses de ser liberada, en París. Algunas de ellas,
como Neus Català, Elisa Garrido o Conchita Grangé, escribieron sus memorias movidas por
la emergencia de la rabia, la verdad y el lamento. Otras, como Olvido Fanjul, Constanza
Martínez Prieto o Elisa Ricol, han sido recientemente recordadas por Mónica G. Álvarez en
su libro Noche y niebla en los campos nazis (2021), editado por Espasa.
Este recurrente título nos trae a la memoria el cuento de Mercè Rodoreda, Noche y
Niebla, en el que la autora hacía referencia al negro vientre materno como un desear no
haber nacido, que recuerda el retorno freudiano al seno materno como un estado anterior a
la angustia, ausente de estímulos, al mismo tiempo que Celán escribía sobre la «Negra
leche del alba». El Decreto Nacht und Nebel [Noche y Niebla], organizaba el sistema de
desapariciones forzosas que tomaba el nombre de la ópera El oro del Rin de Richard
Wagner, en relación al poder del enano Alberich, de hacer desaparecer sin dejar rastro,
como modos de terror e impunidad.
Las primeras que llegaron a Ravensbrück fueron mujeres alemanas. Eran
antifascistas o pertenecían a los Testigos de Jehová. Luego, las gitanas, las soviéticas y las
españolas, junto a las francesas. Las judías eran sistemáticamente deportadas a Auswitch,
fuera de Alemania.
Al campo de Ravensbrück, cuyo significado literal quiere decir puente de los
cuervos, se llega atravesando un camino de tilos. Himmler quiso destinar esos terrenos a la
construcción del campo, porque le pareció un lugar bonito. Ahí las mujeres trabajaban doce
horas a destajo para confeccionar uniformes y producir explosivos en el subcampo industrial

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de Siemens & Halske, en el marco del plan para la economía de guerra, mientras tuvieran
capacidad para trabajar. De Ravensbrück salieron también la mayor parte de mujeres para
abastecer los diferentes burdeles de otros campos de concentración, que funcionaban como
un sistema de recompensa para los funcionarios vigilantes de bajo rango.
Algunas de ellas llegaron con sus hijos pequeños, que eran ocultados entre todas,
para que no los encontrasen. Recuerda Conchita Grangé algo que pasó un día: «Tenía sólo
tres o cuatro años y corría por la calle de los barracones. Una de las Aufseherinnen
[guardianas] le gritó, pero el niño no la escuchó y ella le lanzó al perro. Lo mordió y lo
destrozó. Después, ella le remató dándole palos con la porra». El hijo de Olvido Fanjul,
simplemente, un día, desapareció.
Pero Ravensbrück no fue solo un centro de trabajos forzados. A partir de 1942, Karl
Gebhardt, presidente de la Cruz Roja alemana y cuya clínica particular estaba a doce
kilómetros de distancia, comenzó a experimentar para conseguir mejores tratamientos para
los soldados del frente alemán. Reclutó a un buen número de Kaninchen [conejillas] para
experimentar sobre casos de congelación y trasplantes de extremidades. También quería
estudiar el efecto de las sulfonamidas en infecciones, para lo cual introducía cristales y
astillas en el muslo de algunos reclusos e incluso provocaban heridas mediante disparos
directos de bala. En muchos casos, el experimento terminaba requiriendo la amputación.
Recuerda Conchita: «Nos llevaron a un barracón donde vi mujeres a las que les habían
operado las piernas, cortado tendones, los músculos, rasgado la piel, se les veía el hueso,
todo para experimentar con el cuerpo humano. Tenían unas cicatrices horribles. A otras les
inoculaban productos químicos o las amputaban».
Carl Clauberg, ginecólogo también en Auswitch, junto con la doctora Herta
Oberheuser, realizaba estudios sobre higiene racial mediante esterilizaciones masivas para
el control de la «vida reproductiva indigna». Les pusieron una inyección, nada más llegar,
para que no tuvieran la regla. También elaboraban un protocolo de abortos como el que le
fue practicado a Elisa, con un alto índice de mortalidad. Algunas que llegaban embarazadas
tenían ahí a sus hijos: «Se salvaron muy pocas; los bebés nacidos eran automáticamente
exterminados, ahogados en un cubo de agua, o los tiraban contra un muro o los
descoyuntaban. Ellas agonizaban por las malas condiciones del parto o se volvían locas por
la importancia de presenciar tales asesinatos», cuenta Neus Català. En una ocasión,
inyectaron semen de chimpancé a una interna francesa para ver si se quedaba
embarazada. La chica acabó suicidándose.
Destaca Primo Levi en el prólogo al libro de Liana Millu, El humo de Birkenau, que,
las mujeres, por su menor resistencia y por su desarraigo familiar, «vivían en condiciones
bastante peores que las de los hombres». Dejando al margen una estéril comparativa, lo
cierto es que la deshumanización de las internas suponía también una desfeminización, por

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la sexualización del trato. El protocolo del rapado de la cabeza y del vello púbico para la
exterminación de piojos, cuando los barracones estaban infestados, era ya solo una excusa.
A esto hay que sumarle las constantes revisiones ginecológicas, la selección de prostitutas
y la vejación sexual, que incluía violaciones sistemáticas y azotes en las nalgas desnudas.
Sin embargo, no es precisamente la imagen de una mujer débil lo que se desprende de las
vibrantes memorias de Mercedes Núñez, El carretó dels gossos [la carretilla de los perros]
(1980), en Edicions 62, traducidas al castellano por la editorial Renacimiento, con el título
Destinada al crematorio. Mercedes nos presenta a unas mujeres que, lejos de asumir el rol
de víctimas débiles y pasivas, hacen del miedo a la muerte un empuje para seguir
resistiendo y, del maltrato, una causa para la solidaridad entre ellas, sin esconder las
jerarquías internas entre francesas, rusas, delincuentes comunes o gitanas. A Elisa, un día
que no trabajaba lo suficiente en los 7.000 proyectiles que debían hacer a diario, le echaron
a los perros que le mordieron y rasgaron una pierna. Siguió trabajando porque la
consideración de inútil para el trabajo era asumir el destino seguro de la cámara de gas.
Pero la dedicación de estas mujeres al trabajo forzado fue muy singular: Neus Català, Elisa
Garrido y Mercedes Núñez, llevaron con sus compañeras una labor de sabotaje de las
producciones de armamento del Kommando Hasag, pensando en cómo ayudar a sus
compañeros en el frente: «Hicimos que se perdieran muchos obuses» declara Mercedes.
En una ocasión, la avería de una máquina mantuvo la producción parada durante cuatro
semanas: unas buenas vacaciones.
También había muestras de desprecio a mujeres que colaboraron por mor de llevar
una vida mejor. Entre otras, una belga homosexual que Constanza llamaba «Manolo el
Chingao», de estética andrógina, con el pelo corto y «engominado a la Valentino». Pero
incluso las guardianas son descritas como mujeres con un cierto magnetismo que recuerda
a los Stalags, folletines clandestinos de literatura pornográfica sobre el holocausto, hechos
por judíos, en los que se atisvaba la rabia de lo inenerrable. «La comandante de
Ravensbrück venía en persona a visitar nuestro blog. Alta, con un flamante uniforme, unas
botas que le crujían, relucientes como espejos, la tralla de cuero en la mano y en el rostro
un gesto de desprecio [...]. De repente levantó su mano enguantada y con el látigo señaló a
una mujer».
Quizá porque tenían muy interiorizados los roles familiares, la solidaridad entre las
mujeres fue una nota característica de los campos femeninos, a pesar de los recelos entre
colectivos. Se encubrían cuando estaban enfermas para no ser desechadas. Cuenta Lola
Casadellà que, el día de su cumpleaños, encontró su camastro lleno de flores. Se
comunicaban por gestos y cantos. Cantaban y tarareaban canciones revolucionarias
mientras se sonreían con complicidad. Algunas hacían de madres, otras de hijas y entre
ellas se cuidaban y protegían como hermanas. Daban clases de forma clandestina a las

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más jóvenes, componían poemas y oraciones, explicaban cuentos por la noche cuando no
tenían luz o compartían recetas de cocina. Cuenta Mercedes Núñez:
Era como una manía. Veías una mujer, rodeada de otras mujeres
hambrientas, todas con lápices como astillas y trocitos de papel recogidos quién
sabe de dónde, tomando notas, los ojos febrosos, ensalivando, con el apetito más
agudo jamás tenido y escuchabas cosas como “cuando el pollo esté bien dorado, lo
rocías con champagne...” que te ponían la piel de gallina.
En las Navidades de 1944 se les toleró que hicieran una celebración en la zona de
los barracones. Habían confeccionado títeres para un teatro y adornos navideños con restos
de las telas de los talleres. Por un momento, olvidaron: «Las luces del árbol de Navidad se
encendieron y llegó la hora de abrir los regalos: ¡Dos rebanadas de pan para cada niño!».

La Amical de Ravensbrück tiene censadas 119 mujeres españolas que fueron


deportadas a este campo, aunque se cree que podrían haber sido más de 250.
Circunstancias como el final de Ravensbrück en la marcha de la muerte ante el avance de
los Aliados antes de la liberación y el hecho de que el campo cayera en territorio soviético al
terminar la guerra, supusieron un gran obstáculo para la investigación exterior hasta los
años 80. No se sabe cuántas murieron, porque no quedó registro. Además, el uso de un
alias por parte de algunas deportadas como miembros de la Resistencia o la adopción del
apellido del marido al casarse, han dificultado mucho su búsqueda. Tras la liberación, todas
fueron repatriadas, menos las españolas de la España de Franco y su ministro Serrano
Suñer, que fueron consideradas apátridas. Mercedes pasó años con las maletas hechas
esperando un regreso inminente negociado, que nunca llegó en vida de Franco. La mayoría
asumieron la nacionalidad que les brindó el gobierno francés aunque con cierto desarraigo y
mucha pena. A Mercedes, a Elisa Garrido o a Conchita Grangé, entre muchas otras, se les
concedió la Legión de Honor francesa en 1959, así como la Medalla Militar por su osado
boicot. En España, se le hizo un homenaje a Conchita en 2019, al que no pudo asistir por
problemas de salud. Murió al cabo de un mes, a los 94 años. Tras su muerte, ya no nos
quedan testimonios vivos, sino el testigo a recoger de sus memorias, como documento de
barbarie.
Los relatos femeninos suponen una aportación al género concentracionario con una
garra muy especial. Esto no debe llevarnos a convertirlas en un colectivo excepcional, en
una crónica de acompañamiento o en la simple anécdota. Debe servir para incorporarlas al
relato histórico. Es cierto que un relato de este tipo no deja de ser la descripción de
imágenes como montaje de la memoria personal, fruto de la potencia psíquica, para superar
el trauma del horror que no se puede explicar con palabras. Pero esas imágenes de la

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memoria particular, que no admiten adjetivos añadidos, no son una simple terapia personal.
Forman parte de una memoria colectiva y política, al margen de su instrumentalización
partidista, que todavía quema hoy, en su contacto con nuestro tiempo. Son relatos que
apelan inevitablemente a la imaginación desgarrada, aquello que, para Hannah Arendt es
un arma política que todavía hoy puede hacernos levantar, como a Antígona, para la acción
justa. La lección mayor fue dicha quizá por Mercedes Núñez: «Salí de allí a punto de
desfallecer. Pero salí con la cabeza alta. No, el nazismo no me había vencido, no me había
hecho utilizar sus propios métodos».

Helen Ernst, Ravensbrück.

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