Mónica González Álvarez. Editorial Edaf. Madrid, 2012. 373 páginas. Durante la Primera Guerra Mundial muchas sufragistas pensaban que el papel de la mujer tras la contienda iba a cambiar enormemente. Mientras los hombres, por galeradas, aprovisionaban de carne de cañón las trincheras, donde esperaban con paciencia la muerte a causa de una bala o del ataque masivo de piojos y ratas, las mujeres, por su parte, los iban reemplazando en tareas humanitarias y de responsabilidad que –suponían las feministas–, las acreditarían en adelante para seguir ejerciéndolas ya en la paz. La guerra era, entonces, asunto de hombres, y el futuro, gracias a las mujeres, sería más habitable y doméstico. La Gran Guerra acabó, llegaron los felices y engañosos años veinte del gran Gatsby, y luego la Historia nos dio a la humanidad una nueva oportunidad en que exhibir nuestra crueldad. Las mujeres ya habían cambiado la rueca por la papeleta en muchos sitios, en Alemania (1919), Gran Bretaña (1928) y España (1931), pero no por eso la política devino puericultura. El fondo malo del ser humano se vio que no estaba en las gónadas ni era patrimonio masculino. Llegó y vino la Segunda Guerra Mundial, y lo mismo que ahora a nadie le extraña que haya mujeres torero, entonces a nadie le sorprendió tampoco que hubiera mujeres verdugo. El libro que comentamos, Guardianas nazis. El lado femenino del mal, narra y describe la siniestra actividad de un puñado de voluntariosas mujeres nazis, rubios ángeles arios responsables de miles de muertos judíos. Una característica que las emparenta a casi todas es el mediocre o miserable estatus social del que formaban parte antes de enrolarse –todas muy jovencitas– en las organizaciones nazis. Lo que al principio pudieron juzgar como una oportunidad de ascenso, tanto en lo económico como en prestigio social, acabó convirtiéndose en una gustosa vocación. El entusiasmo y la pulcritud con que ejecutaron sus labores, más allá de lo debido, las denuncia como cómplices de la maquinaria de matar nacionalsocialista. El testimonio de las víctimas sobrevivientes es estremecedor y nos las retrata como siniestras guardianas, mucho más temibles y aterradoras que los vigilantes masculinos. Eran creativas y refinadas a la hora de infligir castigos, la violencia incluso las hacía más bellas, según testimonia Helena Tyrankiewiczowa, reclusa en Ravensbrück (El puente de los cuervos). Las declaraciones de esta superviviente sobre María Mandel, “la bestia de Auschwitz”, apuntan a ese glamour negro, a esa hermosura luciferina que a veces aporta la tortura: “Los ojos de Mandel brillaban como el fósforo en la oscuridad, apretaba los dientes blancos y puntiagudos y su voz implacable lanza palabras de veneno, odio y desprecio. ¿Por qué golpear y patear? Por la suciedad en los zapatos, por volver la cabeza, por limpiarte la nariz. Golpear en un paroxismo de furia le causó placer, y, evidentemente, era su forma de cultivar la belleza, porque después de cada ejecución, se hizo más hermosa. Los ojos verdes le brillaban como estrellas, su rostro adquiría un color rosa e incluso el pelo de oro parecía brillar más.” (p. 108) María Mandel, asimismo, fue la animosa fundadora de la primera Orquesta de Mujeres de Auschwitz, una macabra agrupación musical de prisioneras que, con sus instrumentos, saludaba “la triunfal entrada en el mundo de los muertos” de las nuevas reclusas. La tesis de la autora de este libro, Mónica G. Álvarez, es que para que alguien normal y corriente llegue a convertirse en un criminal de guerra, la “semilla asesina” ya debe de estar alojada en su interior, y así, los acontecimientos políticos sobrevenidos no harían más que hacerla germinar. Una postura que, sin embargo, no encuentra desarrollo en las páginas de este libro, aunque sí en las de otro que también poseemos en la biblioteca: El oscuro carisma de Hitler, del periodista británico Laurence Rees (Editorial Crítica. Madrid, 2013). La derrota alemana en la I Guerra Mundial y las crisis económicas subsiguientes produjeron un malestar tan grande en la sociedad alemana que sólo un rencor irracional y monstruoso a los judíos, primero, y al judeo-bolchevismo, después, pudo aliviar. Genes nazis, semillas nazis, había ya en muchos alemanes anteriores a Hitler. Alberto Guallart Las guardianas de los nazis