Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Todos los políticos en el ejercicio del poder se refieren ahora al espíritu del
12 de febrero, que fue el día del discurso del presidente del Gobierno a las
Cortes, inaugurando una nueva etapa política. Como los textos políticos
amarillecen y se olvidan con tanta facilidad, conviene tener siempre un
texto reciente al que referirse, un respaldo de palabras autorizadas. Con la
muerte de Carrero Blanco terminaba violentamente un ciclo político
español. Y en seguida se abrió otro ciclo. Los ya numerosos libros sobre el
día que mataron a Carrero Blanco no han estudiado detenidamente por qué
la política post-Carrero es en algunos aspectos política anti-Carrero. Puesto
que aquel ciclo no terminó por voluntad del Estado, sino por un atentado,
cabría haber esperado que todo siguiese igual, pero no fue así. La lealtad y
la memoria de Carrero Blanco, tan honradas por la actual política, no han
impedido a ésta alejarse a gran distancia del muerto, al menos teóricamente.
Esto sólo puede tener una explicación, y es que dentro del bloque
monolítico del Gobierno Carrero latía ya un germen de renovación o de
nueva fisonomización, que diría Ridruejo, germen que se desarrolló
libremente después del atentado. Esto nos descubre, por una parte, que los
bloques monolíticos nunca son tan monolíticos ni tan bloques como parece,
y que la historia aprovecha todas las circunstancias, incluso las adversas,
para seguir su curso. El español de la calle, el hombre medio, la mayoría
silenciosa, la inmensa minoría —minoría porque apenas cuenta—, la
“nueva mayoría” a lo Giscard, no se sabe al pie de la letra el programa del
12 de febrero, porque la mayoría silenciosa e ilecta nunca se mete en la letra
menuda. Intuyen que algo está pasando y que andan más muslos de señorita
sueltos por el país, el cine y las revistas, pero sólo eso.
Dice ABC que al presidente del Gobierno le ovacionaron el otro día en
la calle, cuando venía de dejar su óbolo en una cuestación. El Gobierno en
general parece dispuesto a luchar por la popularidad. Me decía una vez Tico
Medina: “Yo he conquistado la popularidad, pero ahora tengo que cambiarla
por el prestigio”. Bueno, pues lo mismo, pero al contrario, le pasa a
nuestros políticos. Que han tenido siempre el prestigio, por decreto, pero
ahora quieren la popularidad.
Y es que con el prestigio no basta, claro. Durante muchos años los
políticos españoles en el ejercicio han disfrutado de prestigio intangible
desde el día mismo que salían nombrados en el Boletín Oficial. El político
empieza por ser el número uno de su promoción y acaba de presidente de
un consejo de administración, tras haber pasado por el poder como el rayo
de sol por el cristal, sin romperlo ni mancharlo. El Gobierno anterior, y el
otro más anterior, por ejemplo, los llamados —no sé si con exactitud o no—
“gobiernos del Opus”, disfrutaban un prestigio moral, oficial, político e
incluso sexual, en algunos de sus miembros. Prestigio, este último, que iba
desde la familia que permanece unida, en unos, al voto de castidad o la
soltería ejemplar, en otros. El cambio sustancial que yo veo, hasta ahora, en
todo esto del espíritu de febrero es que el Gobierno parece dispuesto, al
contrario que Tico Medina, a cambiar prestigio por popularidad. La cosa no
es fácil, claro, porque el prestigio es una cosa que puede fabricarse por
decreto o mantenerse por disciplina, pero la popularidad no se crea ni se
inventa ni se finge. Alguien dijo que el talento no tiene sustitutivos. La
popularidad tampoco. Una vez se lo decía yo a unos del Opus: “No digo
que no seáis eficientes; lo que digo es que no sois simpáticos ni populares”.
(Entonces estaban en el poder, según se decía.) Y les ponía yo el ejemplo de
Luis Miguel y “El Cordobés”. Qué duda cabe de que Luis Miguel tiene
prestigio de gran torero. Pero “El Cordobés”, mucho peor torero, tiene el
don de la popularidad. En política, el prestigio suele ser patrimonio de
regímenes apolíneos, herméticos, unitarios y lacónicos. La popularidad es
más bien patrimonio de los regímenes democráticos, abiertos, callejeros y
charlatanes. Pero la popularidad no es una meta a alcanzar, sino una
consecuencia de una política. Quizás aquí hemos equivocado los objetivos,
como tantas veces. Los políticos, aburridos de su propio prestigio, tan soso
y áulico, han decidido ser populares, llegar más a la gente. Mas eso no se
consigue con un programa, con una operación popularidad, sino que es
consecuencia, cuando lo es, de una manera de ser político y hacer la
política. El político democrático puede aspirar a la popularidad. El político
apolíneo tiene que contentarse con el prestigio.
Dentro de esta operación popularidad, yo no dudo de que casi todos los
miembros del actual Gobierno van a ser a fin de año populares de Pueblo,
pero lo que hace falta es que no se queden ahí, con ser mucho. Su política
de popularidad permite e incluso alienta, quizá, campañas de crítica festiva
o apocalíptica, soporta campechanamente manifiestos y embates de otros
políticos de dentro y de fuera del sistema. Dicen los comunistas que el
gauchista refuerza la imagen del Partido. Es cierto. El amateur refuerza
siempre, por contraste, la imagen del profesional. Girón, García Rebull,
paralelos al Gobierno, pero no convergentes, refuerzan con sus manifiestos,
gironazos, fuengirolazos y papirotazos de papel de periódico la imagen del
Gobierno. Otras veces ha pasado con don Blas Pifiar, que, por cierto, lleva
mucho tiempo callado. Todo gobierno, aunque sea de derechas, necesita
tener a alguien más a la derecha para sentirse término medio, que es donde
está la virtud. Para sentirse virtuoso.
Otra de las apelaciones a la popularidad que ha puesto en práctica el
actual Gobierno es el destape sentimental. Después de la política de
salmantino luto que traía Sánchez Bella, al Gobierno le ha sido muy fácil
vestir de alivio de luto a las españolas destapistas, aunque ha tenido que
retirar alguna revista, como Super-In, porque iba demasiado alta, y eso
tampoco es. Otra revista retirada ha sido Sábado Gráfico, con su lista de
contribuyentes, porque los números, tanto los fiscales como los números
eróticos, son cosas que el Poder se toma siempre muy en serio, por aquello
de que números cantan y ya dijo don Antonio que se canta lo que se pierde.
No hay que perder las riendas en la cosa económica y capitalista, que al fin
y al cabo es lo que cuenta. Los obispos, desde su reciente sínodo
escurialense, han protestado de este destape pseudoaperturista que comercia
con “las pasiones humanas”. Hay muchos españoles que sin ser obispos
también protestan de que les den destape por apertura, gato en celo por
liebre democrática. Yo no protesto de tanto muslito, no vaya a ser que
también nos lo quiten.
Los impuestos
Suben los presupuestos del Estado, sube el déficit, sube la deuda, suben los
impuestos, sube todo. Vengo de Europa, que es un sitio donde la gente paga
los impuestos. Porque lo que realmente empieza en los Pirineos no es
África, sino la africanización fiscal del país.
Aquí la gente recela del impuesto y teme que llegue a hacerse
progresivo. Pero resulta, paradójicamente —en matemáticas se dan las
paradojas como en la literatura de Wilde—, que el impuesto progresivo
produce mayor afluencia impositiva, porque a la gente le da confianza en el
sistema fiscal. O sea que aquí los pobres no declaran, porque sospechan que
los que tenían que declarar eran los ricos, y los ricos no declaran porque
temen que declarando cien siempre se les van a sospechar doscientas o mil.
De modo que es mejor no declarar nada. En los sistemas fiscales blandos —
digamos— como el español, lo que se engendra, paradójicamente, no es la
confianza del personal, que sería lo lógico dado el paternalismo, sino la
desconfianza y, por tanto, la abstención. En los sistemas fiscales duros,
como los europeos socialdemócratas, lo que se engendra es confianza y
fidelidad fiscal. Los españoles tenemos la vieja doctrina amorosa y
nietzscheana de que yendo con mujeres hay que llevar siempre látigo. Los
árabes dicen que hay que azotar a la esposa todos los días, aun sin motivo
que ella sabrá por qué. Bueno, pues a quien hay que azotar no es a la
esposa, sino al contribuyente. ¿Me explico?
Resulta que en amor los españoles creemos ciegamente en la mano
dura. Si no usas mano dura con las mujeres, las mujeres te engañan, te
toman el pelo y te arruinan. Nuestro Código Civil, por lo que se refiere a la
legislación sobre la mujer, es un hermoso ejemplo de mano dura. Y si no
que se lo pregunten a doña Mónica Plaza. Pero si esto es en la vida erótica,
en cambio en la vida fiscal somos más bien partidarios de la mano blanda.
Todo lo contrario del Código Civil es el Código Fiscal. Aquí somos
reaccionarios en amor y liberales en economía. Los europeos, por el
contrario, son liberales en amor y duros en los impuestos. Y les va muy
bien.
El español descubrió una vez que la mujer es masoquista, y le pega. Así
ha logrado el tipo de mujer más fiel del continente. Pero el español aún no
ha descubierto que el contribuyente también es masoquista, y eso nos
pierde. Creemos que al capital hay que mimarle mucho para que no se vaya.
Y estamos muy equivocados. El día que descubramos el masoquismo de los
ricos habremos resuelto todos nuestros problemas.
En Europa son liberales con las mujeres y duros con los capitalistas.
Tienen los capitalistas más fieles, impositivamente hablando, del mundo
entero, y las mujeres más deliciosamente infieles, en contrapartida. En
España somos liberales con los capitalistas y duros con las mujeres. De
modo que la santa esposa no nos la pega nunca —y si nos la pega casi no se
sabe—, pero el capitalista nos la pega siempre. Como ustedes saben, hay
países donde el rico llega a tributar hasta el ochenta por ciento de sus
ingresos, y cuando trata de evadir capitales se encuentra al otro lado de la
frontera con la banca nacional de su país, disfrazada de internacional, para
seguir cuidándole amorosamente los dólares. El amor del capital y el fisco
llega a ser incestuoso en algunos sitios, casi pornográfico. El verdadero
erotismo, en los países europeos con gran libertad erótica, no es el de los
sex-shop ni el de los sex-living, sino el del capital y el fisco, que mantienen
un idilio de millones y un menage a trois donde el tercer hombre es el
inspector del timbre. Eso sí que es porno y escándalo, sobre todo para un
rico español, habituado al pudor de la doble contabilidad, la evasión de
impuestos, la fuga de capitales y el magisterio de costumbres.
Ha dicho el ministro de Hacienda, en el pleno de las Cortes, que hay
que desmitificar y clarificar la información económica, porque el lenguaje
sacerdotal de los economistas y de los ministros del ramo no lo entiende
nadie, y muchas veces sirve para ocultar la verdad, graves verdades. Yo
creo, con permiso del señor ministro, que no hay que desmitificar nada y
que el lenguaje tecnológico es a la política lo que el latín a la religión: una
manera carismática y oracular de producirse, una técnica doble de
ocultamiento y revelación. Los curas hace tiempo que renunciaron al latín,
y desde entonces andan metidos en líos y hasta van a la cárcel. Con el latín
estaban más defendidos. Bueno, pues los políticos lo mismo. Yo creo que
debieran seguir con el latín de los números para que nadie sepa lo que dicen
y se les respete un poco, porque cuando se entiende todo no hay manera de
respetar casi nada.
La gente lleva relojes de oro que no tributan, pero si yo cobro dos mil
pesetas por un artículo me descuentan el catorce por ciento. Se me grava la
prosa como si fuera de oro, y no niego que mi prosa tiene ciertos quilates,
pero estoy aprendiendo técnica impositiva en una academia nocturna, en
cursos intensivos, para ver de salvar mi catorce por ciento. Uno de los
Garrigues pidió un día por la “tele” grandes y severas penas para los
defraudadores de impuestos. Lo siento por el señor Garrigues, pero yo, si
pudiera, preferiría, ya digo, salvar mi catorce por ciento y cobrar los
artículos enteros, pues yo no le descuento nada al lector en metáforas ni en
noticias y salgo siempre a darlo todo. Del mismo modo que hay una fuga de
capitales, hay una fuga de cerebros, de modo que si se ponen tontos con el
catorce por ciento me voy a Estados Unidos, ahora que ha quedado vacante
la plaza de Walter Lippman.
El problema de los impuestos me parece a mí que no es un problema de
números, sino un problema de fe, como casi todo, y perdonen ustedes el
irracionalismo. Para pagar un ochenta por ciento de impuestos hay que
tener mucha fe en el país de uno. Aquí no es que nos falte vergüenza
impositiva: es que nos falta fe. En este país no cree casi nadie, salvo don
Julio Rodríguez. O sea que además de no tener vergüenza no tenemos fe y
por eso no pagamos los impuestos y, sobre todo, por eso no hacemos la
reforma fiscal. En Europa se han inventado incluso el ahorro obligatorio, de
modo que el Estado hace de hucha de barro y se queda con los ahorrillos del
ciudadano, y el ciudadano traga. Pero es porque tienen fe en el Estado.
Aquí en seguida habríamos roto la hucha.
Teoría del rumor
Id rumor nace de una carencia. Hay rumores cuando no hay noticias, como
hay sueños eróticos cuando no hay erotismo. El rumor es el sueño de las
sociedades adormecidas.
—Le ha salido a usted muy bien.
—Pues no hecho más que empezar.
Id rumor nacional es de naturaleza preferentemente madrileña. Madrid,
ciudad secularmente poco industrial, ha fabricado a través de los tiempos
tres productos leves, gaseosos y fugaces: los buñuelos, los churros y el
rumor. Todavía se ven por ahí los viejos rótulos que están entre Galdós y
Baroja, entre Carandell y el pintor Alcaín: “Fábrica de churros”, “Fábrica
de buñuelos”, “Fábrica de patatas fritas”. Cosas así. Letreros artesanos
sobre una pequeña industria, sobre un piso bajo, generalmente cerrado y a
punto de demolición. Cuando Madrid se mete en grandes industrias, como
el INI, va el señor Fernández Ordóñez y dimite. Y esto no es rumor, sino
una realidad. El verbo se hizo carne. El verbo del rumor se hace carne de
realidad todos los días últimamente.
Los rumores se fabrican al alba, como los churros y los buñuelos, y el
madrileño los consume con el desayuno. A la señora marquesa le pasan en
bandeja el ABC y los rumores. El ABC hay que leerlo con una guarnición de
rumores en torno, como el salmón ahumado hay que tomarlo con una
guarnición de no sé bien qué (ayúdame en esto, querido Néstor). Los
periódicos en la actualidad conviene leerlos con antiparras de rumores,
como antes se leían con impertinentes o quevedos. El periódico es una cara
del tapiz de la realidad. El revés del tapiz es el rumor. A los periódicos hay
que hacerles una lectura estructuralista, buscando su correspondencia
secreta con el rumor, la equivalencia entre noticia y bulo, entre verdad y
mentira, entre hipótesis y agencia Cifra. Si sólo tiene usted la noticia es
como si tuviera la flor sin su perfume. Si sólo tiene usted el rumor ha olido
usted el perfume, pero no ha cortado la flor. El rumor es el aroma de la
noticia.
—Eso también le ha salido a usted muy bien.
—Ya le dije que no había hecho más que empezar. Churros, buñuelos y
rumores. Hasta antes de la guerra el madrileño se había alimentado de
buñuelos. De la guerra para acá se ha alimentado de rumores. Antes dicen
que se comía menos, pero la gente estaba más informada. Luego se ha
comido un poco mejor —aunque más adulterado—, y la gente ha dejado de
estar informada. Pero el rumor, ya digo, nos llega por delante de la noticia,
como el perfume nos llega por delante de la rosa. Hay épocas en que los
rumores se confirman y épocas en que no se confirman. Últimamente el
verbo viene haciéndose carne con toda puntualidad.
—Que cesan a Pío.
Y le cesaron.
—Que hay moros en la costa.
Y en la costa mora están desembarcando armas.
Yo no sé si el rumor crea la noticia o la noticia suelta aroma de rumores.
Pero Madrid tiene necesidad de estar informado y, sobre todo, tiene
necesidad de informar al resto de España. Y cuando no tiene noticias
distribuye rumores. Dicen que María Antonieta, a falta de pan, sugirió darle
bizcochos al pueblo. A falta de pan informativo, aquí repartimos bizcochos
rumorosos. Pero después de María Antonieta vino la Revolución, y no es
éste el caso. Rumores, en Madrid, ha habido siempre. Lo malo es cuando
los rumores se confirman. También ha habido siempre chistes políticos,
porque el ánima de Quevedo anda suelta por las calles y los mercados. Lo
malo es cuando el chiste político se confirma. El rumor y el chiste suelen ir
por delante de la noticia. Ahora se producen simultáneamente, o la noticia
se adelanta al chiste, lo que quiere decir que estamos viviendo una realidad
chistosa.
Hay quien dice que con el espíritu del 12 de febrero íbamos hacia una
democracia liberal. Mucha futurología me parece ésa, pero bueno. El rumor
configuraba una España con asociaciones, Embajada rusa, salida de El País
y visita de cumplido por parte de don Santiago Carrillo. Ahora los rumores
han cambiado viento y configuran una democracia social —para
entendernos y con perdón de la mesa—, a base de realizaciones populares,
populistas —¿peronistas?—, y no sé si demográficas o demagógicas.
Alguna nacionalización espectacular y muchas casas para los pobres. De
asociaciones, liberalismo ateo y celeste carne de mujer, menos o nada.
Bases americanas, CIA, nacionalismo a ultranza. Muchas cosas para un
rumor. No cabe todo eso en un buñuelo de viento.
¿Y la guerra? La guerra mundial está al caer. Hay ya hasta un calendario
de la guerra, con fechas en rojo y en negro. Un calendario no
constantiniano, sino nixoniano (que el espíritu flebítico de Nixon todavía
ronda) y soviético. Un calendario al que sólo falta ponerle encima las pin-
up-girls de los calendarios. Los soviéticos quieren poner recias campesinas
de Georgia y los yanquis quieren poner a miss Playboy de noviembre.
Aparte estas sutiles diferencias ideológicas, en armar la guerra parece que
estamos todos de acuerdo, con lo que las bases americanas en España se
revalorizan y volvemos a disfrutar de una situación estratégica privilegiada
en el desconcierto de las grandes potencias. Pese a lo cual América,
América, se hace la estrecha y nos da poco dinero y ninguna honra. Todo
esto no son más que rumores, pero es que llevamos una mala racha en que
todos los rumores se confirman. En cuanto llegas a una reunión la gente
dobla el periódico, cierra la “tele” y pregunta:
—Bueno, ¿y qué se dice por ahí?
Hay momentos en que la información está en la calle, más que en los
papeles. Yo creo que, dada la escasez de papel prensa, y dado el auge y
prestigio del rumor, estamos volviendo a un periodismo oral, medieval, que
es lo nuestro. Alguien habla en Madrid de campañas insidiosas de rumores,
del rumor como arma política, como golpe bajo. El rumor, empero, es un
medio muy español de información, un mass-media con el que no han
contado McLuhan, ni Gómez Aparicio, ni ninguno de los modernos teóricos
de la información. El rumor es incontrolable y no está al servicio del capital
ni del Estado. Claro que hay rumores controlados e interesados, pero del
mismo modo que la naturaleza imita al arte wildeanamente, hay épocas en
que la política secunda al rumor y lo confirma. Casi todos los rumores
nacionales que han circulado estos días y que ustedes ya conocen se han
confirmado después. Y ¡ay del rumor que no se confirma!, porque explota.
La falsa izquierda
Luis María Ansón publicó un artículo en ABC titulado así, “La falsa
izquierda”. Lorenzo López Sandio ha ampliado el concepto posteriormente
a la falsa derecha. Parece que todos somos un poco falsos, en este país.
Claro, si la izquierda, cierta izquierda, es falsa porque postula una cosa
y vive otra, porque predica pobreza y vive en la riqueza, la falsa derecha
hace más o menos lo mismo, de donde se deduce que, como decía mi
abuela, siempre ha habido ricos y pobres. O sea, que el mundo no se divide
en izquierda y derecha, porque el juego de las ideas es maniqueo, sino que
se divide en ricos y pobres, porque la lucha de clases es una realidad
descubierta para siempre por el señor de la barba. Todo seguido, caeremos
en la cuenta de que no hay más izquierda real que la proletaria, ni más
derecha real que la millonaria. Así las cosas, hemos vivido con fervor el Día
Universal del Ahorro, que es un día que conviene igualmente a las derechas
y a las izquierdas, y que se predica más para los pobres que para los ricos.
Los pobres ahorran y los ricos invierten. Es la diferencia.
Los pobres siguen en el utilitario, descrismándose por la carretera, y los
ricos han vuelto al tren, que es más cómodo, porque en el tren montan una
especie de oficina rodante y van resolviendo problemas, empréstitos y
expedientes mientras hace su camino el tren, trenito, tren, con un humo por
arriba y por abajo un vaivén. Los ricos se han alejado de Madrid, viven en
chalets con piscinas, en La Moraleja y por ahí, y los pobres siguen en las
casas de renta antigua, esperando al señor López Brea como al arcángel de
las inmobiliarias. Los ricos acuden a echar la quiniela, a ver qué pasa. Por
lo demás, la falsa izquierda y la falsa derecha suelen coincidir en los
mismos restaurantes políticos de muchas estrellas y algunas barras.
El presidente del Gobierno dijo en Burgos que el cese de Pío Cabanillas
y Barrera de Irimo no supone ningún cambio en la política del 12 de
febrero. Pero nadie ha dicho por qué cesaron. El señor Barrera de Irimo
había hablado de hacer la reforma fiscal. ¿Realmente iba a hacerla? No creo
que haya caído por eso. Los afectados por esa posible reforma no creen ya
en milagros y, por tanto, no les asustan los ministros milagreros. Habrá
caído por cuestiones técnicas, que siempre queda mejor. ¿Y el ministro de
Información? La falsa izquierda ha llorado por él. No sé si también la otra,
porque a la otra izquierda no se la ve llorar ni se la ve reír. Si Barrera era el
susto de la falsa derecha, porque hablaba de reforma fiscal, Cabanillas era
el susto de la falsa izquierda, porque hablaba de cerrar revistas. Ambos han
sido brillantemente sustituidos. En la factoría Fasa, de Valladolid, hubo una
explosión trágica en la que murieron diez obreros y resultaron numerosos
heridos. Es lo más doloroso que ocurre en España desde la calle del Correo.
Cuando escribo esta crónica no se sabe aún oficialmente si ha habido
sabotaje en Valladolid. La falsa izquierda y la falsa derecha repudian por
igual estos actos de terrorismo. Y el país en general. En cuanto a la
izquierda y a la derecha reales, sólo nos quedan dos hipótesis: o son los que
ponen las bombas o, directamente, no existen. La publicidad, viniendo de la
velocidad adquirida, sigue hablándonos de cocinas suntuosas y
electrodomésticos a los que ya sólo les falta hablar, o ni siquiera eso, porque
ya la televisión es un electrodoméstico que habla. Pero las amas de casa, en
Madrid, han hecho cola para el aceite porque escasea, y ha comenzado la
especulación, la ocultación y el estraperlo. Por los mismos días se falla el
juicio del caso Reace y el aceite de Redondela, con graves condenas para
los responsables. Ésos deben ser la falsa derecha, los que han defraudado
millones al país mediante el caso Reace, porque la derecha real está en la
cola del aceite.
En el Vaticano les han echado la película Jesucristo Superstar a los
Padres sinodales. En Madrid se ha estrenado el espectáculo Godspell, que,
en la misma línea de Jesucristo Superstar, y de la mano temblorosa de
Pemán, supone una folklorización pop del Evangelio. Se ha conseguido en
Godspell que no interese ni el Evangelio ni el pop. Hay cosas que no van.
Pero la derecha madrileña que tiene trescientas pesetas para la butaca, va al
Marquina a aplaudir locamente.
Ha habido una declaración conjunta germano-soviética. “La falsa
izquierda se pone de acuerdo con la falsa derecha”, me dice mi amiga la
progre. Yo creo que tampoco es para ponerse así. Los alemanes y los rusos
necesitan comerciar, y eso es todo. Poniatowsky ha dicho: “El partido
comunista es un partido totalitario de carácter fascistoide”. Poniatowsky es
ministro del Interior, en Francia, y ha glosado de esta forma la ruptura entre
socialistas y comunistas, elogiando seguidamente al partido socialista. Es la
crítica a la falsa izquierda desde la falsa derecha. Estamos en las mismas y
en todas partes cuecen rojos. Me llaman de Televisión para ir a hablar del
sexo con un cura, un sexólogo, Meliá y Mónica Randall, que va como
woman lib. Va a ser un programa donde nos vamos a reunir la falsa
izquierda y la falsa derecha en torno a una sola cosa que no es falsa, sino
muy real y nutritiva: Mónica Randall. La falsa izquierda y la falsa derecha
hemos descubierto el sexo últimamente, en este país. La izquierda y la
derecha reales lo ignoran directamente. Mao impone la castidad hasta los
treinta años y el Papa prohíbe la píldora. Hay épocas en que sólo se puede
vivir de mentira lo que de verdad se es.
El relajo
Estamos en pleno auge de la fea. Barbra Streisand, Liza Minelli, todas esas
feas famosas o desconocidas que andan por ahí, y a las que el verano y el
calor pone de relieve, de manifiesto, y glorifica un poco, porque la fea suele
quedar muy bien en bikini, hasta el punto de que el desnudo de la fea la
guapa lo desea, como digo yo modificando un poco el refrán tradicional,
porque los refranes, como todo lo tradicional, si no los modificas un poco
—o un mucho— es que no sirven lo que se dice para nada.
La fea luce más en verano porque en invierno, con los fríos de Madrid,
sólo aguantan las muy guapas, esas mujeres de mármol a las que el viento
pule, pero no aja. La fea, en cambio, se esponja con el calor y parece otra
cosa, sobre todo si es una fea con posibilidades. El culto excesivo a la
belleza, como fue el caso de los griegos, lleva a la decadencia. En el siglo
quinto de los griegos, en pleno esplendor de la belleza canónica, Pericles
tenía el cráneo deforme. La belleza absoluta es un ideal como otros, pero la
fealdad —su poco de fealdad maliciosa— resulta más democrática y todo el
mundo se siente identificado con eso. Hollywood, que por algo era
Hollywood, descubrió un día que ya estaba bien de astros apolíneos, que el
hermetismo de la Garbo o el perfilismo de Robert Taylor empezaban a caer
gordos. Y entonces vinieron James Cagney, Henry Fonda, la Hepburn, etc.,
todos los grandes feos del cine, en imitación de los feos de Europa, Jean
Gabin o Belmondo, porque la gente va al cine a participar, a integrarse, y se
integra mejor con un tipo medio, con una cara corriente. Tanta belleza
cansa. La fealdad, ya digo, es más democrática.
Y no es que yo pida un mundo de feos, el comunismo de los feos ni
ninguna clase de comunismo —Dios me libre, tal como están las cosas por
aquí—, pero me parece que Giscard, por ejemplo, es demasiado guapo,
demasiado apolíneo, demasiado bien. Eso les pasaba también a los
Kennedy, que daban la imagen, pero tanta imagen puede ser sospechosa.
Giscard lo está haciendo tan bien —incluso le hace pucheritos a España y
rechaza nuestros melocotones y nuestra mano de obra—, que da qué pensar.
Un articulista de Pueblo, Copérnico, al que no conozco, pero al cual admiro
dentro de un orden, le encontró no hace mucho el único fallo a Giscard: la
calva.
No es lo malo la calva, que a usted y a mí nos amenaza ya, y dentro de
cien años todos calvos, como dice otro refrán, o todos en Actividades
Diversas con García Carrés, vaya usted a saber. Lo malo de esa calva de
Giscard es que se la tapa, como se la tapaba Ortega, con el truco apaisado
de los pelos del otro lado, precariamente peinados de izquierda a derecha o
de derecha a izquierda, según los casos. El señor Giscard, tan apolíneo, tan
kennediano, aún no ha descubierto que su calva podría ser su fuerza, el
signo que le humanizase. Es lo que le pasa, por ejemplo, a la política
española.
En una época eran todos muy machos. Luego vino otra época en que
eran todos muy castos. Ahora también son todos muy no se qué, pero algo
son. Tendemos a hacer gobiernos de una pieza, ministros troquelados,
tendemos a hacer una clase política uniforme, cincelada, a la que nunca le
pasa nada, donde nadie se equivoca jamás, nadie dimite ni nadie defrauda.
Y eso, a la larga, es cargante. Hay quien dice que esto va de cráneo porque
ya hay alcaldes que dimiten, obispos que protestan y ministros que se
equivocan por un pelo (eso sí, sólo por un pelo). A mí me parece que eso es
la humanización de la política, la verdad de la vida, y el pueblo se identifica
más con un señor que tiene asma que con un señor que nunca tiene nada.
Hay que tener asma o tener una querida para que el pueblo te respete. Un
político sin asmas ni queridas no es un político, es una abstracción, y las
abstracciones no arrastran a nadie. Berkeley, la Universidad de la
contestación americana, parece que está languideciendo, pero Berkeley, en
sus buenos tiempos, pedía, como París en aquel mayo, la imaginación al
poder. Nuestros políticos no enferman nunca por falta de imaginación.
Hay un personaje de una novela española que nunca va a tener cirrosis
hepática porque desconoce los síntomas. O sea, por falta de imaginación.
Pues eso les pasa muchas veces a nuestros políticos: que no enferman, no se
arriesgan, no fallan ni aciertan por falta de imaginación. Ni cirrosis ni
reforma fiscal. Hasta para tener una cirrosis hace falta un poco de fantasía.
Aquí, la escasez de fantasía nos mantiene a salvo de toda cirrosis política y,
por supuesto, de cualquier reforma fiscal.
La moda, por ejemplo. Antes, la moda se hacía para las bellas, para las
perfectas, para las marquesas. Dice Juan Ramón, hablando de Ortega:
“Ortega, cuando trata de la mujer, marquesa o no…”. Había que hacer la
distinción, irónicamente, porque Ortega trataba mucho de marquesas. Hoy,
la moda catalana e ibicenca tiende a la libertad, a la imaginación, a la
fantasía, al barroquismo, a que cada una se ponga lo que se le ocurra y lo
que mejor le vaya. Y esto ha sido la salvación de la fea, porque la fea es
sólo una guapa que no sabe arreglarse. La moda centralista tradicional era
una moda impecable para mujeres impecables, de modo que los patrones
pensados para la guapa, a la fea le quedaban fatal. Hoy, la moda periférica y
anárquica permite que la fea encuentre su patrón de belleza y le saque
partido a lo que tiene, poco o mucho. La moda ya no es un culto
aristocrático y piramidal a lo perfecto, ni tampoco una homogeneización
aburrida y fascinante de lo mediocre, sino una democrática libertad de
exaltar la propia persona, la propia fealdad, la propia personalidad, el
propio carácter, con los trapos más brillantes de la vida.
Este espectáculo que son hoy cada hombre o mujer joven, convertidos
en criaturas-happening (sobre algo de esto habla lúcidamente Rubert de
Ventos en su último libro), contrasta vivamente con el apolineísmo de tergal
que preside la clase política, en Madrid como en París. Lo malo de llegar a
presidente es que hay que vestirse de oficinista. Las democracias, reales o
fingidas, dan hoy un triste espectáculo totalitario con sus corbatas oscuras y
sus camisas blancas. Y las esposas de esas corbatas tienen la belleza frígida
de Elle o Telva. Sólo al pueblo nos queda el gozo libre y caliente de la fea.
La doble capitalidad
Dicen que se va a acabar el papel, que está muy caro el papel, que va haber
menos prensa, menos libros y menos información. Ahora que nos habíamos
lanzado al aperturismo resulta que no vamos a poder aperturarnos por falta
de papel.
Decía mi abuela que Dios siempre da mocos al que no tiene pañuelo.
Dios siempre da libertad de prensa al que no tiene papel. Claro, cómo va a
haber papel si en el mundo entero se cortan los árboles para hacer
autopistas. Ya no quedan bosques en Europa. Queda la Selva Negra, que se
la van a cargar en cuanto Heidegger deje de pasear por ella. Ahora no se la
cargan por respeto al filósofo. Un filósofo si no tiene una selva por donde
pasear —véase Rousseau o Heidegger— no es un filósofo. No se le ocurre
nada. Aquí, en España, nos hemos cargado muchos árboles porque los
árboles en sí son inmorales. Debajo de cada árbol, en verano, siempre hay
una pareja haciendo experiencias prematrimoniales. Desde que Castilla es
un erial la cosa de la moralidad va mucho mejor.
Y no digamos en Madrid. En Madrid incluso están clareando de árboles
el Retiro, porque dicen que no dejan ver. ¿Y qué es lo que queremos ver?
La polución que hay de la verja para afuera. Los árboles del Retiro parece
que no dejan ver el bosque de la pornografía, y por eso creo yo que los
quitan. Antes había un letrero que decía: “Este parque se cierra a las ocho y
media de la tarde”. Era para que los novios, siempre huéspedes de las
tinieblas, como Bécquer, tuvieran un freno. Ahora, como estamos en plena
apertura y hay que cuidar la imagen, en vez de poner el cartel se cortan los
árboles, con lo que el Retiro, al perder en espesura, gana en moralidad.
El árbol, por otra parte, sirve para hacer celulosa, o sea papel, o sea
periódicos, o sea crítica destructiva. Así que más vale cargárselo. Como
escribí una vez, cortando ahora el árbol nos evitamos luego dinamitar el
periódico.
Los países escandinavos, que eran los que nos surtían de papel,
mayormente, como tienen una libertad desmadrada, gastan mucho papel, lo
escriben todo, lo dicen todo, y eso no es bueno, porque luego pasa lo que
pasa: que se acaba el papel. Es mejor ponerle puertas al campo, puertas al
bosque y frenos al intelectual. Otro argumento en favor de la censura. No
hay que escribir tanto, pues quien realmente se está cargando los bosques
son los intelectuales, que son los que se lo cargan todo.
Claro que los madereros van a lo suyo, y los especuladores, pero es su
oficio. El intelectual, en cambio, en lugar de estarse callado o escribir en
papiros o palimpsestos, está todo el día llevando libros a Orientación
Bibliográfica, y así no hay árbol que resista. Los últimos libros de Torrente
Ballester, de Cela y de Vargas Llosa suponen un gasto de árboles
considerable. Dice Alonso Millán que se vuelve a llevar la guerra larga.
También se vuelve a llevar la novela larga, y esto es ruinoso para el país.
Una novela-río en dos tomos, como las que se llevan ahora, supone media
Casa de Campo en madera. Y teniendo en cuenta que la novela-río no la lee
nadie y que a la Casa de Campo va el personal los domingos a tomar el sol
y poner a hacer pis a los niños, me parece que la opción está clara.
Cuando alguien habló de la funesta manía de pensar no lo hacía a humo
de pajas, sino a humo de árboles, pues por la funesta manía de pensar nos
estamos cargando la ecología. Dicen que la industria contamina los ríos y el
aire. Esta revista ha dado recientemente un interesante reportaje sobre el
tema. ¿Y los intelectuales? ¿Nos contaminan los intelectuales?
Yo creo que contamina más un intelectual que todas las compañías
multinacionales. Con el agravante de que el intelectual, además de talar los
árboles, tala la moralidad y las buenas costumbres. Y no digamos los
periódicos. Hay demasiados periódicos y todos dicen lo mismo. Habría que
volver al sistema del pregonero tic los pueblos:
—Que dice el señor alcalde que va a ser elegido en sufragio universal y
que se acabó lo del dedo…
Y así con todo. McLuhan ha pronosticado el fin de la galaxia
Gutenberg. Yo creo que McLuhan, que es canadiense, más que razones
históricas e intraculturales, lo que ha utilizado para su profecía son simples
razones ecológicas, pues vive en un país que es un gran productor de
madera y ha visto cómo clarean los arboles por culpa de la libertad de
imprenta que hay en el mundo.
Antes de la libertad de imprenta el mundo era un vergel. La gente no
sabía nada, pero el bosque se te mella en casa, y con el bosque la liebre para
la cena. Ahora la gente está al tanto de la justicia social, de la lucha de
clases y del premio Nadal. En cambio, si quieres una liebre tienes que ir al
supermercado a por ella, porque la liebre ya no se te mete en casa como
antes. Y en el supermercado a lo mejor te la dan adulterada, a lo mejor te
dan gato por liebre.
Habría que volver a la Arcadia, al Paraíso, a la Utopía, al buen salvaje y
al bosque. La gente, entre lo verde, era menos levantisca, servía a su señor,
pagaba los diezmos y entregaba las hijas mozas al derecho de pernada (otra
cosa que se está perdiendo, lamentablemente, por culpa de la cultura).
Ahora, los pobres leen el periódico de Madrid y saben si Amancio se va a
alinear o no, pero tienen el monte pelado y se vienen a la capital a buscar
una portería, que han oído que el señor García Carrés les va a poner a los
porteros como duques. No hay duda en la opción, para mí: entre el bosque y
la novela de algunos colegas, yo me quedo con el bosque.
Crecimiento cero
No parece que se arreglen las cosas para los españoles que trabajaban fuera
de España. Se vienen de Alemania y de Marruecos. La marroquización y la
germanización están devolviendo cada mochuelo laboral a su olivo
hispánico.
¿Y qué vamos a hacer ahora, con el país otra vez lleno de gente? Ha
dicho una autoridad en la materia que la emigración laboral debe ser una
libre opción, no una angustiosa necesidad. Claro. Lo que pasa es que no se
sabe quién necesitaba más las divisas de la emigración, si España o los
españoles. Nos hemos quejado mucho de que tantos y tantos españoles
hayan tenido que llevar fuera su vida y su trabajo, pero ahora nos los
devuelven, y no parece que esto sea tampoco una ventura. En todo caso, la
experiencia debe enseñarnos que la economía de un país no puede asentarse
en cosas tan aleatorias como la emigración obrera o el turismo, pues un día
al obrero lo echan, porque no da la talla, y otro día la sueca se cansa de
dorarse al sol de España los derechos de la mujer y decide ir a dorárselos a
otro sitio, o dejárselos como están, que tampoco están mal.
Me parece que si España vuelve a llenarse de españoles lo que tenemos
que hacer es encerrarnos de Pirineos adentro, como en el 98, y cultivar
nuestro folklore, nuestra autoctonía y nuestra cosa. Cada vez que el español
emprende una desbandada por el mundo, en son de guerra, de imperio o de
contrato laboral, tiene que volverse luego a casa, antes o después —esto les
pasa a todos los pueblos expansivos, claro—, y cuando vuelve da el
cerrojazo y se encierra en Yuste para asistir a sus propios funerales o a una
corrida de toros donde el toro es él.
Después de América, después del Imperio y de todo eso, tenemos un par
de siglos de meternos en casa y ser muy nacionales. Después del 98 surge
un nuevo nacionalismo —el penúltimo, por ahora— al que contribuyen
muchos los escritores del grupo y la zarzuela.
Nuestras últimas aventuras mundanas han sido la emigración obrera y el
turismo. Del turismo acaba de decir el ministro del ramo que hay que
elevarlo de calidad. Sobre esto del turismo de calidad ya hice una crónica
en estas mismas páginas, meses atrás. Parece que el laminador alemán
jubilado y la hippy descalza no dejan un duro. Por lo que se refiere a la
emigración obrera, a lo mejor se termina por falta de demanda. He aquí que
nos encontramos, quizás, en una nueva época de repatriación de los valores
patrios, en vísperas de un nuevo nacionalismo, todos hacinados en las
plazas de toros y en las verbenas. España volverá a ser España.
Porque el país se había deslucido mucho con la ausencia de los mozos.
Ya nadie se subía a la cucaña, en las fiestas de los pueblos, para coger la
botella de anís y los veinte duros que daba el señor alcalde. Viene la
Semana Santa, por ejemplo, y la clase media y los ricos se van a pasarla a
las islas Barbados o a Benidorm. Y el pueblo se está en Alemania
trabajando, y entonces no hay personal, ni fervor, ni lucimiento en las
cofradías, ya que, por si todo esto fuera poco, los cofrades han empezado a
picarse entre sí y con las autoridades religiosas: que si sacan el santo o no lo
sacan, que si la fe debe ser interiorista o magnificente. Solana pudo pintar
muchas procesiones y muchas fiestas de pueblo porque, en tiempos de
Solana, todavía el país estaba lleno de gente, superpoblado. Que eso es lo
que gusta de España, como de Nápoles, el amontonamiento, el barullo, la
alegría de estar todo el mundo en la calle. Pero los toros y las procesiones
están Hojeando, últimamente, porque el público de sol y los fíeles de la fe
carbonera se habían ido a trabajar en una mina suiza. Pues bien, ahora que
todos vuelven, otra vez podremos tener grandes concentraciones de masas,
romerías, animación, santos de la Isidra, gallina ciega y horas punta.
Se ha dicho muchas veces que así como Inglaterra se caracteriza por su
aristocracia y Francia por sus intelectuales, España se caracteriza por su
pueblo, por el pueblo, y que el pueblo ha hecho siempre las grandes cosas
en este país. Es cierto que el pueblo da el tono, da la nota, en España, y que
el intelectual y el aristócrata juegan a parecer pueblo, y Azorín se vestía de
albañil anarquista, en tiempos, y los señoritos andaluces se visten de
mayorales. Pero como últimamente no había pueblo, porque el pueblo había
emigrado, pues España se estaba volviendo un país cursi, de medio pelo, de
quiero y no puedo, de clase ejecutiva. Un país de fines de semana, whisky
segoviano, inglés intensivo, películas seudoeróticas y toros adulterados.
España estaba empalideciendo, perdiendo sabor. Ahora, con la vuelta del
peonaje, la vida en España, como dice Manolo Escobar, tiene otro sabor.
Escobar, por cierto, anuncia que se retira, pero debe volver, como
vuelve El Cordobés. El Cordobés, que es muy listo, dicen, a lo mejor vuelve
por eso, porque ha visto que otra vez va a haber llenos hasta la bandera con
el público de sol. El pueblo, sí, retiñe nuevamente la vida nacional, y
volverá a haber películas de Lola Flores, corridas con caballos destripados,
romerías con mozas desgarradas, mucho Lorca y mucho Goya. Por otra
parte, la vuelta del personal va a obligar a las autoridades a estructurar la
vida nacional en una economía y un trabajo más reales, como fuentes de
riqueza, que la emigración y el turismo. Pero, aunque así no sea, ya
sabemos que las procesiones, las corridas de toros, las fiestas del Cristo, las
tómbolas y los encuentros de Tercera van a volver a vibrar con los colores
fuertes y nacionales de la masa. Últimamente éramos una pálida imitación
del multinacionalismo yanqui y el europeísmo democratacristiano. Aquí lo
que da el sabor a la paella nacional es el pueblo. Sin pueblo se ve en
seguida que España somos cuatro señoritos arruinados y la cigüeña de la
torre.
Las humanidades
Cada día tiene su afán, dijo el otro, y cada año tiene su centenario, decimos
nosotros, pues así como el año pasado nos dieron la paliza con el maestro
Azorín, este año, recién comenzado, y sin pararse en restricciones ni nada,
amenazan ya con don Ramiro de Maeztu, que también puede dar mucho
juego.
La gloria de don Ramiro, ya saben ustedes, es que descubrió América
después de Cristóbal Colón. Realmente, como Cristóbal Colón tampoco
había sido el primero, pues no hay nada que afearle a don Ramiro. Cada
cual descubre lo que puede. Primero fueron los vikingos, dicen, y luego
Colón, y luego Maeztu, y ahora Raphael, cuyos discos parece que se venden
allá tanto o más que aquí. América está siempre por descubrir y es un buen
recurso para los españoles. Cuando a un español no se le ocurre nada o no
le suben el jornal, si es obrero se va a América, y si es intelectual descubre
América.
América también la descubrieron Unamuno y Foxá y tantos otros. Es
una cosa que siempre se puede descubrir. Los españoles, que parece que
hemos descubierto pocas cosas últimamente, tenemos siempre el recurso de
descubrir América, que ahí está para quien quiera descubrirla. Algunos
novelistas españoles han descubierto América últimamente, y escriben ya
como Cortázar o como García Márquez. Claro que primero fueron los
poetas, pues parece que poeta viene de profeta. Los poetas descubrieron
América hacia mil novecientos y empezaron a escribir como Rubén, y
luego como Neruda, y todavía los hay que escriben como Vallejo.
Pero entre tanto descubridor de América, Maeztu fue de los más
ejemplares y obstinados. Ellos nos enviaron a Rubén y nosotros les
enviamos a Maeztu. A mí me parece que salieron ellos perdiendo con el
trueque, pero esto ya es cuestión de gustos. De Maeztu cuenta Baroja que
les hablaba mucho de Nietzsche, pero un día estuvieron en su casa y,
mientras se vestía, Baroja le curioseó un libro de Nietzsche. Sólo tenía
abiertas las primeras páginas.
Los cronistas de la bohemia madrileña del 98 dicen que Maeztu y Valle-
Inclán cruzaron un día la Puerta del Sol a gatas. Lo que pasa es que Maeztu
se enderezó en seguida y salió embajador, mientras que Valle siguió a gatas
toda su vida, porque era un rebelde, un anarquista, un genio, y lo que quería
era escandalizar. Y hacía bien.
Siendo yo muy chico cayó en mis manos aquel libro de Maeztu que se
llamaba Don Quijote, Don Juan y la Celestina, editado por Austral, me
parece. El ensayista estudiaba estos tres mitos españoles, y ya no me
acuerdo de lo que decía, si es que lo entendí, pero luego he ido viendo que
Maeztu encarnó sucesivamente esos tres mitos hispánicos. Fue el Don
Quijote del hispanismo, el Don Juan de América y la Celestina de los
amores hispanoamericanos. Por mucho centenario que le echen, es un
escritor al que hoy no se lee. Casi todos los grandes centenarios montados a
nivel nacional vienen a recaer sobre escritores a los que ya no se lee. Claro.
Se tiene la gloria o se tiene un centenario. No se puede tener todo. El
centenario es una caricatura de la gloria verdadera, de la vigencia en los
lectores. El centenario es una gloria oficial con banda y música.
Yo no sé si se celebra en alguna parte el centenario de Shakespeare,
pero maldita la falta que hace. Tampoco parece que Cervantes ande muy
necesitado de centenarios. Aquí, cuando tenemos conciencia de que un
escritor está un poco olvidado, le montamos un centenario. Después del
centenario, el escritor sigue olvidado, pero mientras tanto hemos hecho un
par de discursos, hemos escrito unos artículos y los hemos cobrado, nos
hemos puesto unas medallas y nos han hecho unas fotos. Madrid monta
muy bien los centenarios, contra lo que se diga por ahí, y todo el que viene
a la conquista de Madrid, viene, en realidad, a la conquista de su centenario.
La gente pasa hambre, no gana dinero, vende mal sus libros, no cobra
las colaboraciones, pero aguanta firme y se somete a la condena de treinta
años y un día de café con leche, en la confianza de que se están ganando su
centenario.
—¿Y ahora en qué trabaja usted? —me preguntan las admiradoras.
—En mi centenario.
No acaban de entenderlo, pero es la verdad. Todos estamos aquí, los
políticos y los escritores, preparándonos el centenario. Ya sabemos que no
hay pena ni gloria que cien años dure, y por eso queremos dejarnos
asegurados los cien años de gloria, el centenario. No importa que no nos
hagan justicia en vida, si nos la van a hacer a los cien años de nuestro
nacimiento o de nuestra muerte. Casi nadie llega al siglo de vida, en
Madrid, por culpa de la polución y de las labores de la Tabacalera, pero
cualquiera puede estirarse hasta el centenario si ha sabido dejar detrás de sí
unos libros sobre la verdad de España. El otro día sacó la “tele” unos
centenarios americanos, unos viejos y unas viejas que rebasaban el siglo de
vida y estaban de muy buen ver. Eran, me parece, una tribu. Y les
preguntaban qué habían hecho para vivir tanto. Yo creo que la pregunta era
ociosa. Con vivir fuera de Madrid, basta. Cierta inmobiliaria anuncia ahora
su zona residencial con el slogan “Escriba su libro”. Parece que el colmo de
la tranquilidad y de la paz residencial es acabar escribiendo un libro, de
puro aburrimiento. Pues bien, Maeztu y los escritores del 98 no tuvieron
zonas residenciales para escribir sus libros, sino que los escribieron en las
pensiones con ratas y los cafés con meretrices. Y por eso se ganaron su
centenario.
Yo, no es que tenga nada contra don Ramiro de Maeztu. Sólo que no lo
leo. Y me temo que después del centenario voy a seguir sin leerlo. El único
centenario que nos va interesando ya, a cierta edad, es el nuestro propio.
Los inventores
Las Cortes Españolas han llegado el otro día a la conclusión de que la mujer
casada mayor de dieciocho años podrá ser socio de una cooperativa sin
licencia marital. Doña Mónica Plaza está llevando con mucho entusiasmo
esto de los derechos de la mujer, en las Cortes, y le he preguntado a una
progre que conozco:
—¿Cuál te parece a ti el derecho más urgente que hay que darle a la
mujer casada?
—El derecho a divorciarse.
Con estas progres no hay manera.
Doña Mónica Plaza es otra cosa. Doña Mónica Plaza cree en el
matrimonio y lo que quiere es emancipar a la mujer dentro de un orden, de
una legalidad y una fidelidad. Pero resulta que lo que las otras no quieren ya
es orden, ni legalidad ni fidelidad, ni nada que suene a sumisión.
—Que ya está bien, que llevamos trece siglos de fidelidad. Desde los
árabes.
De modo que doña Mónica va por un lado y las progres del drugstore
van por otro. Hubo un amplio debate sobre la igualdad de derechos de la
mujer en la Comisión de Trabajo. Doña Mónica ha calificado de
ultravanzada a la ponencia que ha favorecido los derechos de la mujer. Pero
la ponencia estaba hablando de cooperativas. Y de ahí pasaron a los
derechos de la mujer a formar cooperativas —las cosas se enredan, se
enredan—, y luego a los derechos de la mujer en general. Se ha conseguido,
pues, una victoria de rebote, por carambola y yendo a otra cosa. Se lo hago
saber a mi progre:
—Que ya podéis entrar en una cooperativa.
—¿Y eso para qué sirve?
Claro, porque ellas esperan el derecho al aborto, el derecho a la píldora,
el derecho al divorcio, el derecho a los hijos, el derecho a la vida, y les dan
el derecho a entrar en una cooperativa. Hace un año o así les dieron el
derecho a entrar en un convento. No es que a la mujer no se le concedan
derechos en España, sino que se le conceden los que no había pedido.
Ellas querían el derecho a entrar solas en el cabaret, en la discoteca, en
el club, en la vida, y les dan el derecho a entrar en una cooperativa, que es
una cosa tan aburrida. ¿Y qué hace una, vestida de “retro”, como la novia
del gran Gatsby, en una cooperativa? Me parece que no es por ahí.
Los procuradores en general, los padres de la Patria, que son unos
señores que casi nunca dan el quórum, últimamente, como ustedes saben,
cuando deciden darlo es para incordiar. Esto de las cooperativas debe
parecerles a algunos de ellos el colmo de la disolución y el desmadre. Ya
ven el futuro incierto de su hogar:
—Paco, que me voy a la cooperativa.
Y es como si ella le dijese que se va al music-hall. O sea, que se lo han
tomado a mal y han puesto trabas. He aquí lo que dijo, por ejemplo, el
padre de la Patria señor Sancho Rof, que por algo tiene un apellido godo:
—Estoy conforme con la igualdad de derechos entre la esposa y el
marido, pero no en que se dé más derecho a uno que a otro. Según está
redactado este segundo párrafo, la mujer podrá hacer cosas que la
legislación civil no permite al marido. Eso no es igualdad de derechos.
El señor Sancho Rof no ha pensado, quizá, que el marido lleva tantos
siglos haciendo cosas no permitidas a la mujer, que poco importa el que
ahora ellas nos saquen alguna ventaja, siquiera sea en cuestión tan inocente
como la de las cooperativas.
Por su parte, el señor Gómez Escolar también estuvo brillante:
—Éste no es un texto avanzado, sino un texto que no tiene precedentes.
Ningún marido puede comprometer los bienes de la esposa, y en cambio,
según este texto, la mujer puede comprometerlo todo. No habrá
reciprocidad. El apartado primero autoriza a la esposa a actuar sin licencia
del marido, lo que significa que, en algunos casos, será también en contra
del marido. Esto no es admisible.
Sensata y bien timbrada voz la del señor Gómez Escolar en el coro
calderoniano de los padres de la Patria. Se ve que el señor Gómez Escolar
tiene un cierto concepto casquivano de la mujer, cuando teme que ésta vaya
a “comprometerlo todo”. Asimismo, teme que el derecho a actuar con
independencia del marido se convierta en actuación contra el marido. Un
cierto recelo antifeminista sí parece que alienta en el señor Gómez Escolar.
Acaba de estrenarse por ahí la película Tamaño natural, de Berlanga, en la
cual un hombre perece víctima de las artes de una muñeca de goma, con lo
que se demuestra que la mujer es nefasta para el hombre incluso cuando es
de goma. El señor Gómez Escolar ha debido ver el film en Perpiñán. Pero
no es él solo. Y decimos que no es él solo porque el señor López Francos se
levantó y dijo:
—Se ponen en grave riesgo los derechos de la familia. Esto es
peligrosísimo.
Parece un coro de Bertolt Brecht o de Valle-Inclán, si ustedes se fijan.
Espero que Llovet y Mar sillada monten en seguida un happening titulado
“Los padres de la Patria”, o bien “Los derechos de la mujer”, donde se le
ponga música a estos cantables de los procuradores. Doña Mónica Plaza, la
progre de las Cortes, podría ser interpretada, como siempre, por Emma
Cohen.
Finalmente, el señor Toro Ortí, entre otros barítonos del masculinismo,
cantó así: “… el marido que conceda licencia a su mujer, ya sabe a qué se
compromete”.
Sólo faltó el coro de Katiuska: “Y el honrar a las mujeres, el honrar a
las mujeres es oficio de varón…”.
Ser de derechas
Durante unos años nos hemos dedicado morbosamente al cultivo del pasado
inmediato, a la nostalgia camp, a base de televisión, Machín, celuloide
rancio y otras rarezas. Un capricho muy de derechas, favorecido por la
abundancia, dicen, y la falta de imaginación. Ahora, con la escasez de todo
en el mundo, resulta que el pasado se nos viene encima de verdad, y
estamos viviendo una especie de posguerra sin que haya habido guerra. ¿No
querían ustedes mundo camp? Pues toma mundo camp.
Gasógeno, caballos, bicicletas, restricciones, carbón, escasez. Tico
Medina le hace una entrevista a Machín, que vuelve a estar de moda. Como
la Historia es madre y maestra, yo, ante las nuevas escaseces, he echado la
vista atrás y he tratado de recordar las cosas que hacíamos en los años
cuarenta para sortear el hambre y ganar el pan negro de cada día. Resulta
que, como habíamos quedado al margen del proceso fiduciario, la carestía y
la escasez de las cosas ya ni siquiera nos afectaban a muchos españoles.
Puesto que no teníamos dinero, decidimos olvidarnos del vil metal,
“estiércol del diablo”, según la retórica camp de Papini. Y volvimos a una
economía primitiva de intercambios y permutas. Cambiábamos unos
zapatos viejos por un queso, una colección del Blanco y Negro por una
hogaza de pan, un reloj por una gabardina y un abanico antiguo por un kilo
de café.
Nos iba divinamente. Decían que la vida estaba cara. Estaba cara para
los ricos, que tenían dinero y lo gastaban. Para los que no teníamos un duro,
la vida estaba más fácil que nunca. Habíamos descubierto la permuta,
sistema natural de comercio muy anterior a la inversión satánica y
papiniana del dinero. Bueno, pues esto es lo que hay que hacer ahora. Yo ya
lo estoy poniendo en práctica. En lugar de cobrar mis artículos, voy al
periódico y le tomo un puro al director, o me dejo invitar a café con tostada,
o a medio whisky segoviano, y así voy tirando. No hago mal a nadie y doy
ejemplo.
“No, pesetas no, por favor”, digo en la administración de los periódicos.
Y creen que me he radicalizado hasta el extremo de que ya no quiero tocar
el dinero. Pero no hay tal. Lo que pasa es que la peseta no me sirve para
nada. Prefiero cobrar en especie. Hay gentes por Madrid que están
siguiendo mi ejemplo. En una cafetería he visto a una señora llegar con una
vajilla china de imitación, muy empaquetada en periódicos, y cambiársela a
otra señora por unos botes de tres cereales para el niño. Este clima de
posguerra me llena de nostalgia y me enerva. Asistía a la permuta de las
señoras y creí escuchar como música de fondo a Bonet de San Pedro.
Dicen que vamos a volver al carbón. Será la única manera de que a los
mineros asturianos se les haga un poco de justicia, ya que la que se les ha
hecho hasta ahora, con ser bastante, no parece suficiente. Dice Raymond
Cartier que en lugar de gasolina vamos a consumir hidrógeno. Yo no tengo
nada contra el hidrógeno. Me parece que, en general, al mundo le sobran
aún fuentes de energía. Lo que pasa es que estamos asistiendo a una crisis
de intereses, al cambio de unos intereses por otros. Cuando las grandes
compañías aprendan a ordeñar otras vacas, volverá a haber paz en el
establo. No hay que inquietarse demasiado.
He visto algún gasógeno por Madrid. El gasógeno era una cosa muy de
aquellos tiempos, y Eugenio d’Ors le hizo unos versos. La “tele” dijo el otro
día que iban a empezar más tarde y a terminar más pronto para ahorrar
energía y, sobre todo, supongo, para dar ejemplo. Pero ya están otra vez
como siempre. Al fin y al cabo, la “tele” es el alimento espiritual de los
españoles, y ahora que va faltando alimento del otro no pueden dejarnos sin
“tele”.
Yo creo que, para ambientarnos más en el pasado y la escasez, debiera
prohibirse encender el televisor y hacer obligatoria la vuelta a la radio.
Ahora se han celebrado los cincuenta años de la radio y alguien se ha
quejado de que Boby Deglané haya estado ausente, por ingrato olvido de la
memoria de los celebrantes. Pues volvamos a la radio y a Boby Deglané y
que deje de funcionar la televisión a ver si mientras tanto se les ocurre algo
en Prado del Rey, porque llevan una temporada que no se les ocurre nada.
Mientras los grandes países de Europa optan por el caballo y la
bicicleta, nosotros, que somos los más pobres, seguimos tirando de coche
como unos machos. Ahora parece que se hace obligatorio el uso del
cinturón de seguridad, pero la gente, en general, dice que no. Y yo
comprendo esta resistencia psicológica, porque llevamos una vida muy
atada y el coche es una liberación, un escape. Si también dentro del coche
van a sujetarnos, esto puede ser de neurastenia. Se dice que vamos a vivir
las últimas Navidades de la abundancia. Ocurrirá que, si efectivamente se
estabiliza la escasez y nos esperan unos años de vacas esbeltas, llegaremos
a añorar los años sesenta y setenta como una orgía y a olvidarnos de que no
fue para tanto. La Grecia de la democracia estaba llena de esclavos y la
sociedad de la abundancia es también la del salario mínimo. Pero así se
escribe la Historia. Los obreros españoles vienen de Alemania a pasar las
Navidades en su pueblo, y a lo mejor no vuelven allá, porque Alemania nos
cierra las puertas laborales. No hay que desanimarse. Si los americanos
siguen poniendo fábricas multinacionales en España, la emigración obrera
se quedará en casa. El obrerete, que ya se iba defendiendo con el alemán,
tiene que practicar ahora el inglés, y, si seguimos dando bandazos
económicos, acabará de doctor honoris causa por Harvard.
El cohecho
Así tituló Larra uno de sus mejores artículos: “El casarse pronto y mal”.
¿Cómo se casa hoy la gente, en Madrid? Pronto y mal.
No porque haya que esperar a la madurez y a la calvicie para contraer
un matrimonio sensato y estable, como hacen otros, sino porque hay en los
jóvenes como una voluntad de agresión a la ceremonia y a lo establecido.
Entre ignorar el matrimonio o ir a él irrespetuosamente, muchos han optado
por esto último. Se trata de “contestar” el matrimonio, como se “contesta”
la Universidad y se “contesta” a los padres. El amoroso vínculo también
puede ser un acto de contestación. Los chicos lo hacen de cualquier manera
para que se vea que no creen en eso. Otros, menos preocupados por
“contestar”, prefieren no hacerlo, sencillamente. Y eso sí que es
contestación.
Me invitan a una boda de un guionista de cine que todavía no ha escrito
ningún guión y una socióloga que aún no ha sociologizado nada. Me coloco
mi chaqué, mis guantes amarillos de los buenos tiempos y mis zapatos de
charol Pierre Cardin. Pero resulta que la boda es en una iglesia-garaje, los
novios van de pana y suéter, el cura también va de paisano y los padrinos
son un abrecoches y una de las limpiadoras de la facultad donde ha
estudiado la novia. Naturalmente, tomaron mi chaqué por una broma camp
y quedé muy bien. Nunca sabrán que yo iba en serio. Así me casé yo, más o
menos, y así me gusta que se case la gente. Pero las bodas de los jóvenes,
hoy, en Madrid, son de otra manera. Antes nos parecía una locura que se
casasen sin haber aprobado las oposiciones. Hoy, ni siquiera hacen
oposiciones. ¿Duran estas bodas? No lo sé, porque cuando me encuentro a
él o a ella, siempre por separado, no me atrevo a preguntarles, no vaya a ser
que estén ya en la experiencia posmatrimonial, la “experiencia paralela”, la
realización extramatrimonial o cualquiera de esas cosas. Me dijo una
casadita a quien le pregunté:
—He vuelto a ser una mujer libre. ¿Quieres comprobarlo por ti mismo?
Qué país. Y estas locuras me pillan camino de los cuarenta. Si lo llego a
saber antes. Lo cierto es que los chicos, entre ignorar esto que hemos
convenido en llamar el amoroso vínculo, o contestarlo irónicamente, a
veces optan por lo último y montan una boda de burgueses —todos son
burgueses— que parece un bautizo de pobres.
Manuel Vicent ha escrito recientemente un delicioso artículo titulado:
“Divorcio progresista”, donde nos explica cómo los progres separados se
reparten los bienes gananciales, o sea el póster del Che y el mantel de
Rumanía. Yo, ya digo, no conozco progres separados, porque me limito a ir
a la boda y luego no les pregunto más. Allá ellos. Los sacerdotes, que
también parecen querer contestar de alguna manera la pompa y
circunstancia de las bodas tradicionales, llegan incluso a ponerse de suéter
para casar a la gente. Así que llevamos un largo tiempo, en Madrid, sin una
buena boda. No tenemos teatro de la Ópera ni saraos de carnaval. El
carnaval está prohibido y la ópera sale muy cara. De modo que la única
oportunidad de lucimiento de nuestra clase eran las grandes bodas de los
Jerónimos. Si los chicos siguen empeñándose en no hacer boda, se nos va a
apolillar el chaqué a los caballeros y la virtud a las damas.
Se quejan los sociólogos de la crisis de la familia. A mí la familia me da
un poco igual, más o menos. Lo que me preocupa es la crisis de las bodas.
Una buena boda bien vale toda una vida de matrimonio. Quizás habría que
volver a los usos renacentistas de prolongar el lunch hasta la cámara
nupcial, con exhibición de pruebas conyugales, para que la gente se
animase un poco. El órgano y los pastelillos ya no animan a nadie.
Me parece a mí que los matrimonios fallan porque la gente ya no se
casa en condiciones. Ni te enteras de que se han casado. No hacen lista de
regalos, y lo que más sustentaba un matrimonio, la batería que lo defendía
de los avatares de la vida, era la batería de cocina que regalaban las
amistades. Un hogar sin muchas bandejas, sin muchas lámparas, sin muchos
ceniceros y paragüeros, es un hogar desvalido, indefenso, desguarnecido,
que se viene abajo en cualquier momento. Una de las razones por las que no
se separan muchos matrimonios sólidos es por no saber qué hacer con todo
lo que les regalaron el día de la boda, veinte años antes. Conviene ponerle a
la institución del matrimonio un dique de cacerolas y percheros, para que
las aguas conyugales no se desborden.
Voy a una de estas bodas modernas y juveniles, con un cura que a veces
es más joven y más progre que los propios contrayentes, y me parece que
no se han casado ni nada. ¿Y esos dos van a dormir juntos esta noche?, me
pregunto escandalizado. Porque estoy casi seguro de que la ceremonia no
ha valido. Pero me suelen responder que esta noche no, no van a dormir
juntos, porque de alguna manera hay que celebrar la boda, y por eso van a
hacer una excepción.
No salgo de mi asombro.
Informe sobre la adolescencia
Algo se está haciendo por redimir a los hijos de la carne —o sea, los hijos
naturales—, pero todavía hay anuncios de oposiciones donde se exige ser
hijo legítimo y se discrimina a los hijos de la carne.
En esto, la sabia legislación española no deja de cometer incongruencia.
Porque aquí se prohíbe el aborto —bien hecho—, se ve la píldora con malos
ojos y luego se ve con peores ojos aún al hijo de la carne. Entonces, ¿qué
quieren ustedes que hagamos? Abortar es un crimen, de acuerdo. Tomar la
píldora es una porquería, como ya dijera monseñor Escrivá hace unos
meses. Bueno, pues vamos a tener el niño. Pero luego resulta que el niño
también está mal visto por la sociedad y por los tribunales de oposiciones.
Esto es querer que nos pille el toro de todas todas.
Claro que hay una solución, que es la de tomarse un vaso de agua en
lugar de. O bien otra más antigua, que es el matrimonio, pero como el agua
viene con cloro y contaminada, y los pisos para casarse están tan caros,
estas dos viejas soluciones también quedan invalidadas. A lo mejor, si no se
especulase tanto con el suelo habría menos hijos de la carne y más hijos de
la legalidad y el Libro de Familia. Pero, sea como fuere, resulta que en el
país siguen naciendo hijos de la carne cada no sé cuántos minutos, porque
la gente no para, y la ley se ha enfrentado valientemente a este problema.
Nosotros, por nuestra parte, vamos a colaborar con la ley brindando algunas
soluciones. Naturalmente, no se trata de echar a las fieras los hijos de la
carne, que todos somos hijos de Dios y todos somos españoles, aunque unos
más que otros. Pero la patria tiene servicios, misiones, ejercicios en que
emplear a esos españoles espúreos, que incluso pueden así redimir su origen
impuro: asumiendo las tareas más duras y arriesgadas del país. Como
camelleros en el Sahara, como voluntarios en la guerra de la anchoa, como
comandos de esto o de lo otro, como bomberos espontáneos para apagar
incendios forestales, como víctimas para engrosar las brillantes estadísticas
de mortandad en las operaciones retorno, los hijos de la carne, los españoles
espúreos podrían rendir un servicio a la comunidad, a cambio de la
tolerancia con que los soportamos.
Hay quien se queja de que en las convocatorias de oposiciones oficiales
se discrimine a los hijos de la carne, pero a nosotros esto nos parece justo,
porque el funcionario público maneja documentos importantes, tenemos
que entregarle nuestro carnet de identidad, nuestro pasaporte, nuestra
declaración de bienes para la cosa de los impuestos, y a ver quién pone todo
eso en manos de un hijo de la carne. Es capaz de falsificar el carnet de
identidad y usarlo él, es capaz de coger el pasaporte de uno e irse a París a
ver cine pornográfico, es capaz de hacernos decir la verdad en la
declaración sobre la renta.
Yo, por mi parte, siempre que entrego mis papeles en una ventanilla, le
exijo al funcionario que me muestre los suyos, para saber con quién me
estoy jugando los cuartos. La administración es una cosa muy seria, la
burocracia es la base del país, y no vamos a poner todo eso en manos de un
hijo natural, de un español espúreo. Ahora hay algunas madres solteras, más
que antes, y lo peor de todo es que exhiben su condición de tales. Antes la
española responsable, cuando daba en madre soltera se venía a Madrid para
dedicarse al alterne, que entonces se llamaba la mala vida. Era consciente
de que había sido llamada a engrosar el mercado del amor, la trata de
blancas dobles.
Pero ahora no. Ahora una señorita da en madre soltera y, en lugar de irse
humildemente al serrallo o al bar americano, que es lo suyo, a purgar sus
culpas y las de un señor de Bilbao, resulta que habla de su maternidad en
las revistas, exhibe al hijo, exige derechos en las ventanillas e incluso
rechaza como marido al padre del engendro, que generalmente está
dispuesto a cumplir, como español de derechas que es. Las madres solteras
se están encampanando, se les ha subido el niño a la cabeza e incluso
quieren que sus hijos tengan derecho a hacer oposiciones y verlos de
oficiales de Hacienda.
Y eso no puede ser. Incluso la vestimenta de las gestantes ha
evolucionado. La gestante iba siempre con ropas holgadas, discretamente,
disimulando la vergüenza de su embarazo, si era decente porque era
decente, y si no lo era con mayor motivo. Bueno, pues ahora se lleva la
túnica ceñida, larga, que pone en evidencia lo avanzado de la situación, los
olvidos del Ogino y otras muchas debilidades de la carne y de los sentidos.
He visto el otro día en el drugstore a una conocida y bellísima actriz
extranjera —de esas que se han quedado aquí para siempre, transidas por la
verdad de España—, que ni siquiera sé si está casada o no, pero que lucía
excesivamente, bajo una túnica roja, las inconvenientes modificaciones de
su anatomía y la marcha saludable de aquella superfetación. Antes de la
guerra se hablaba de la ropa interior de la mujer como algo “indecoroso,
pero necesario”, y se decía que nunca debiera lavarse a la vista de los
hombres, como si los hombres fueran unos cocinillas que estuvieran todo el
día fisgando las labores del hogar. A aquellos tiempos debiéramos volver.
Ahora que estamos normalizando nuestras relaciones diplomáticas con el
peligro amarillo y con el peligro rojo, el mayor peligro que nos amenaza es
el de los hijos de la carne.
La peseta
A la vuelta del veraneo, la gente encuentra que la peseta está tan terne, y
esto les anima mucho.
—Mira, Manolo, aquí dice que la peseta está como nunca.
—Lo malo, querida, es que hemos vuelto de las vacaciones sin una sola
peseta.
La peseta está fuerte, dicen, mas para el que está sin pesetas eso no
significa nada. Como ese lío de las monedas internacionales no lo entiende
nadie, la gente sigue prefiriendo cobrar en dólares a cobrar en pesetas. Más
vale dólar devaluado que peseta cachonda, dicen, pero no es verdad. Los
españoles no le hemos hecho justicia a la peseta. Se anuncian las elecciones
de concejales, que van a ser algo así como la Gran Ocasión para los
españoles con vocación municipal. A través de una concejalía puede
empezar una carrera política, y el señor que ya había perdido toda
esperanza, después de la crisis ministerial, y se había retirado a sus
meditaciones, su chamelo y su Maripí, vuelve a vestir la armadura,
dispuesto a ganar batallas municipales después de muerto políticamente. Lo
primero que tiene que hacer un aspirante a concejal es aprenderse las
cotizaciones internacionales de moneda para poder explicar en el casino
algo de lo que está pasando con el patrón oro, el dólar flotante y las
paridades de la castiza peseta. Porque los aspirantes a concejales han
iniciado ya su campaña particular a nivel de casino, y procuran soltar una
conferencia todos los días, a la hora del café, para impresionar a los
contertulios y que les vayan votando. Hay candidato que se ha hecho una
lista de temas, para no repetirse: “Hoy les coloco a éstos lo de la Ley
Orgánica”. “Mañana me toca lo de la Reforma Fiscal”. Estudian por la
noche, hasta las tantas, con abandono de los sagrados deberes del hogar y
del matrimonio. Le dan un repaso a la cosa por la mañana y nada más
comer se presentan en el casino a tomar café y soltar el rollo. No hay quien
pare, estos días en los casinos de España, tan pacíficos habitualmente. El
socio que antes sólo hablaba de toros, de inmobiliarias y de las gachís que
pasaban delante del ventanal, ahora da una conferencia cada tarde.
—Mariano, hijo —dice la santa esposa—, te estás tomando un trabajo
como si fueras a salir ministro. No son más que unas elecciones
municipales.
—¿Tú sabes, Cleo, que por unas elecciones municipales cayó la
Monarquía y vino aquella República de sangre y lodo?
Pero ahora no va a caer nada, de modo que si don Mariano se lo toma
tan a pecho es porque está lleno de legítimas ambiciones edilicias. Desde
que sabe la gente que se prepara para concejal, todo el mundo le pregunta
por lo de la peseta.
—¿Usted cree que debo invertir o que no debo invertir?
—Eso pregúnteselo usted a Barrera de Irimo.
La peseta y las concejalías son ya fervor político y popular en Madrid y
en muchos puntos de España. Los ricos que habían comprado cuadros,
coches y candelabros creyendo que la peseta no valía nada, están muy
desencantados a la vuelta del veraneo.
—Jacinto, metiste la pata, amor. Te liaste a comprar abstracto porque
decías que la peseta no valía nada. Ahora resulta que el abstracto está
pasado y en cambio la peseta se pone cada día más gorda.
Lo que no se entiende muy bien es que el prestigio de la peseta suba al
mismo tiempo que el prestigio de la merluza, que está cada día más cara.
Pero así es. El papel, por ejemplo, es una cosa que ha subido mucho, y el
personal no se entera hasta que le suben el periódico y cuando le suben el
periódico piensa que el redactor-jefe tiene una amante derrochona. Si la
peseta está alta y las cosas siguen subiendo, la gente sólo se explica esta
subida por oscuras razones erótico-especulativas. Iberia ha vendido ahora
todos sus Caravelles y hay quien se pregunta si es por razones de seguridad
o por juntar más pesetas. La letra de cambio está en pleno desprestigio. La
gente compra enciclopedias a plazos y luego no paga las letras ni lee las
enciclopedias. En vista de que la peseta está tan buena, ya nadie compra un
piso ni un coche ni un televisor a plazos.
Se mete la peseta en el calcetín o en el colchón, como se metían antes
los ducados. Los albañiles del futuro encontrarán un tesoro de pesetas
rubias en las ruinas de una urbanización del extrarradio. Hay en Madrid
muchos miles de pisos vacíos, y no es porque la gente no tenga dinero ni
porque las inmobiliarias quieran forrarse, ni por la especulación del suelo.
Es porque ya nadie quiere invertir sus pesetas, que están subiendo cada día.
Va a venir la televisión en color y la televisión por cable con sus viejos
programas americanos que estuvieron de moda en Estados Unidos hace
varios años, pero la gente ya no se compra televisores a plazos, porque es
mejor tener las pesetas en casa y mirarlas todas las noches, a ver cuánto han
engordado.
Lo dicen los que vienen de hacer turismo de los países socialistas y lo
dice el pasodoble: “La vida tiene otro sabor, España, España es lo mejor”.
La vuelta del pasodoble, por cierto, es otro suceso patriótico de este verano
que hay que anotar con alborozo. La gente vuelve a bailar el pasodoble, que
es lo nacional, olvidándose de los lujuriosos ritmos extranjeros. Los buenos
matrimonios de siempre bailan el pasodoble bajo la noche clásica y castiza,
o en el cabaret hortera, y el mejor remiendo que se le puede echar a un
matrimonio con muchos quinquenios es el pasodoble de Marcial Lalanda
bailado a fondo. Con el relanzamiento de la peseta viene a coincidir el
relanzamiento del pasodoble y una regeneración de las costumbres, gracias
a la cual se denuncia y encarcela a esos turistas desaprensivos que se bañan
desnudos en Ibiza. Si este año les consintiésemos bañarse desnudos, nadie
sabe cómo serían capaces de bañarse al año que viene. Ahora que nuestra
peseta está fuerte, mano dura con los herejes.
El absentismo
Castilla era seca hasta que le metieron los pantanos. Ahora tiene en el alma
una geografía de lagos suizos que parecen puro espejismo en el secarral,
según se sale de Madrid hacia la sierra, hacia Cuenca o Guadalajara.
Los pantanos tuvieron mucha prensa triunfalista en los años cincuenta, y
al margen de su aprovechamiento hidroeléctrico y patriótico, el pueblo les
ha encontrado un aprovechamiento dominguero, menor y refrescante.
Ocurre a veces, con las grandes construcciones y las grandes realizaciones
ideológicas o hidráulicas de un Estado, que lo que fue pensado para la
eficacia y la magnificencia lo aproveche la gente tomando el rábano
triunfalista por las hojas pintorescas. Así ha sido con la televisión y con los
pantanos, por ejemplo. La “tele” venía a ser —por las mismas fechas que
los pantanos— como un mar interior en cuyas aguas informativas, en cuyo
estanque luminoso se iban a mirar la cara los españoles y se iba a reflejar la
Historia. La televisión es, en todos los países, un arma de gobierno, una
magia al servicio del Poder, más o menos. Y en España iba a serlo
doblemente, según todos los síntomas. Por la “tele” se le ha dado al pueblo
doctrina, información oficial e inauguraciones. Pero lo que el pueblo ha
tomado de la “tele” es “La gran ocasión”, “Tarde para todos” y “Don
Cicuta”. Más que aprenderse las leyes vigentes, los telespectadores se han
aprendido las canciones de moda.
Y otro tanto podemos decir de los pantanos. El buen pueblo de Madrid,
con la ingratitud que le caracteriza, no valora los pantanos por los
kilowatios que dan en invierno, sino por el fresquito que dan en verano. La
gente no se ha parado a pensar en la política hidrológica del Estado (se
gobierna siempre para ingratos, ¡ay!) sino en la posibilidad de hacer pesca
submarina, natación y paellas de domingo en el pantano. Así en toda la mal
llamada meseta, el pantano es ya una fiesta.
Los que no fuimos de veraneo, los que nos quedamos en Madrid, no
porque haga elegante, sino porque resulta más barato, tenemos ya ese alivio
del mar interior —alguno se anuncia así, en efecto— que es el pantano. Los
domingos, los días de fiesta, todo el verano, los pantanos se convierten en
playas insólitas, con urbanizaciones, moteles, piraguas y ligues.
El Estado ha hecho de cada pantano un alarde de solemnidad, de
grandeza, modificando la geología y la hidrografía, pero el pueblo le pone
al pantano un festón bullanguero de playa y merienda, de excursión y
domingo. El pueblo, en fin, le pierde pronto el respeto a las grandes
realizaciones estatales, se acostumbra a ellas, y por eso es ingrato —si le
dejan— a la hora de los plebiscitos.
El pantano y la televisión, decíamos. Dos grandes armas de eficacia y
propaganda, en España. Por la televisión se han encargado de recordarnos
continuamente lo de los pantanos, sin duda para evitar el pecado de la
ingratitud a que tan proclives son las masas. Pero la utilidad más inmediata
que le ha encontrado la masa al pantano es arrimarle una tortilla y meterle a
la niña pequeña, para que haga pis y vaya conociendo la mar.
Hay unos veraneantes de pantano, en Madrid, que son una clase nueva y
digna de estudio. A medida que la sociedad se matiza e irisa, van
apareciendo estos nuevos estamentos no previstos por Marx (Marx no
previo casi nada, según comprueban a diario, con inocente regocijo, los
sociólogos del bienestar). Antes, en Madrid, teníamos los que veraneaban y
los que no veraneaban. Eso era todo. Si era usted de la clase media para
arriba, en San Sebastián quería yo verle, saludando a la Corte con el
canotier. Si era usted de la clase media para abajo, a tirar de botijo y
persiana.
Bueno, pues ahora hay los que no se van ni se quedan. Ahora estamos
los del pantano, que somos la nueva clase, surgida evidentemente del
sistema y de su política hidrológica. Los del pantano somos anfibios, ni de
arriba ni de abajo, ni de derechas ni de izquierdas, ni rojos ni azules, ni
carne ni pescado, ni playa ni secarral. No tenemos para llegarnos hasta
Torremolinos, pero tampoco nos quedamos ya en casa, regando los geranios
y aireando el abanico de la abuela, que daba un aire de velatorio. Nos
vamos hasta el pantano y matamos el domingo o el día de fiesta.
El pantano es lo nuestro. De modo que en el pantano ve usted, durante
el verano, a la zagala en bikini, a los porteros de Madrid, a las parejas de
novios, a los que traen el seiscientos lleno de tortilla, a los que se permiten
sacar la comida del restaurante, al señor que pesca sin anzuelo, al que bucea
sin escafandra y a la que hace en el agua de mariposa sin alas.
Le han salido a Castilla estas playas calientes, con pinos cercanos, estos
mares interiores y dalinianos, entre montañas, y es el agua como una
sonrisa azul en el paisaje austero, en la llanura parda, en la montaña dura,
frente a los pueblos sin color, todos de teja y cal. Parece que los pantanos
han mejorado España, la han suavizado, han puesto en remojo algunas
zonas que lo estaban necesitando, y la gente no se pregunta ya si la
electricidad la exportamos a Francia o la consume toda el televisor. La
gente se viene a la orilla del pantano a pasar la tarde y nadie se acuerda de
que en el fondo del embalse hay un pueblo gótico y sumergido que hubo
que abandonar. Se hizo años atrás mucho sentimentalismo inofensivo con la
desaparición de los pueblos y los valles bajo las aguas de los embalses. Era
una manera inversa de cantar al progreso. El pantano cumple todo el año
como fuerza motriz y cumple los domingos como lago de los cisnes
horteras, como mar de los Sargazos menestrales. Hemos modificado el
paisaje, pero ahí están las duras gentes castellanas de siempre, ceñudas,
remojándose en vano el alma a la orilla del pantano. No han cambiado nada.
Los monopolios
El otro día, en un cóctel, saludé al señor Sánchez Bella, que parece muy
repuesto de su cese. El señor Sánchez Bella había previsto, me parece, unos
treinta y tantos millones de turistas para la temporada, si mi memoria
estadística no me engaña, que pudiera ser. Como a los turistas no les
importa, supongo, que les cambien el ministro, están ya viniendo en masa y
Madrid se pone, como en el poema, intransitable de nombres y cabelleras
rubias.
Una tribu de Guinea ha decidido, para acabar con el turismo, comerse a
los turistas. No se los comerán vivos, porque son unos caníbales
unidimensionalizados, unos antropófagos integrados, pero se comerán las
víctimas de accidentes y así. Se dice que, dentro del cambio que sufrirá la
política turística en España, se ha pensado en esta posibilidad de comerse
una turista de vez en cuando. No para ahuyentar a los extranjeros, que al fin
y al cabo traen divisas y nude-look, sino para seleccionar el personal, pues
parece claro que al español medio, al hombre de la calle, al latin-lover y al
macarra le cae mejor la turista que el turista. A un metalúrgico alemán no le
divertirá nada que le devore un pescador benidormí moreno de verde luna,
pero a una mecanógrafa de Amsterdam puede que le guste, incluso, el
número de sexofagia, pues ya se sabe que las extranjeras, por luteranas, son
casi todas masoquistas.
En todo caso, cuando a usted le moleste un turista, cuando le quite el
sitio en un hotel, un restaurante o un café, usted va y se lo come
dulcemente. Aquí hemos venido halagando al turista con cierto servilismo,
pero los negros de Guinea, demostrando más sensibilidad racial, patriótica e
independentista que nosotros, han decidido comerse a los extranjeros para
que les dejen en paz. Claro que también puede ser un número exótico
montado hábilmente por un Meliá negro para atraer al personal.
En todo caso, las agencias de turismo madrileñas, los locales que viven
del turismo, los colmaos, los espectáculos típicos y los caimanes del
“Madrid by Night” ya están pensando en montar el canibalismo ritual en el
tablado. Entre petenera y petenera, el Chato de las Ventas se comerá a una
señorita sueca en pelota vasca, viva y con tomate.
Bien pensado, el esforzado macarra nacional se ha adelantado en
algunos años a los caníbales guineanos, pues son numerosas las señoritas
extranjeras y con pecas que desaparecieron para siempre en una noche de
levante en calma. El macarra, el pescador y el latin-lover se han comido lo
que han podido, ésa es la verdad, desde que el turismo empezó a visitarnos.
Lo que pasa es que ellos nunca presentaron esto como un programa, como
una reivindicación. Nunca se sindicaron ni quisieron hacer del caso un
convenio colectivo. La despolitización del país llega a estos extremos, pues
los negros, con ser negros, han sabido politizar su buen apetito y han
presentado sus pretensiones antropofágicas como una reivindicación de
clase. Y aquí surge la duda, entre los grandes promotores del turismo
nacional: ¿puede ser bueno o malo comerse a una estudiante rubia de vez en
cuando?
En principio, con mentalidad muy española y muy africana, hemos
pensado en Madrid que si empezamos a comernos turistas dejarán de venir,
lo cual sería delicioso para el español medio y trabajador, que se encuentra
tratado como un paria en los puntos de veraneo, sin plaza, atención ni
consideraciones, porque vivimos el “todo para el turismo, pero con el
turista”.
Luego, algunos ejecutivos que han viajado dicen que comerse una gachí
de vez en cuando —nadie piensa, por supuesto, comerse a un estibador
sueco, correoso y jubilado— podría precipitar la avalancha de extranjeras
hacia España, avalancha para la que no estamos preparados, pues ya se sabe
que algunos hoteles de la Costa del Sol funcionan todavía sin alcantarillas.
Los que han estado en los barrios pomos de Amsterdam y Copenhague
dicen que ni el sex-shop y el sex-living pueden ofrecer nada parecido a la
devoración, deglución y masticación de una adolescente del Mercado
Común por un peón de albañil minimoasalariado y sindicoverticalizado.
Parece que frente al criterio excesivamente nacionalista y cerrado de
comerse turistas indiscriminadamente para que no vuelvan y dejen de
encarecer los precios, prevalecerá el criterio, más racional, europeísta,
aperturista y pornocultural de comer solamente señoritas vivas, rubias y
tiernas, de manera ordenada, sin abusar y siguiendo las directrices de la
Dirección General correspondiente, que se harán públicas en el Boletín
Oficial en fecha oportuna. Así no habrá nada que temer de la competencia
turística de Guinea, pues ya está dicho que los guineanos se van a comer a
la gente muerta, y una finlandesa emancipada no se viene hasta el Sur para
que se la coma un negro después de muerta, cuando ya no se va a enterar de
nada ni a disfrutar. Pronto se correrá la voz de que en España nos las
comemos vivas —cosa que tampoco es de ahora, por cierto—, y gracias a
esto seguiremos siendo la primera industria turística de Europa.
Al fin y al cabo, en esto de asar y condimentar gente los españoles
tenemos casi tanta solera como los africanos. Pero si nuestros antepasados,
que eran unos bárbaros, cocían a fuego lento a un judío reumático, y luego
tenían que tirarlo, porque eso no hay quien se lo coma, nosotros vamos a
iniciar el consumo en vivo y en crudo de señoritas heréticas, heterodoxas y
calvinistas, con lo que, aparte de dar satisfacción a nuestros naturales
instintos, continuamos nuestra tarea histórica de limpiar de laicos el mundo.
Las toallas
Esto de las toallas parece una tontería, pero está dando mucho juego erótico
en el país, e incluso puede dar juego político. La gente, en las películas, se
envolvía en una toalla para darle un cierto erotismo a determinadas
secuencias. Es inolvidable la escena de las toallas, en la sauna, en Ocho y
medio, de Fellini. Ahora se han puesto de moda las saunas domésticas, en
Madrid, y puede usted invitar a unos cuantos amigos a sudar en compañía,
con lo que la sauna —como todo en esta ciudad— se convierte en una fiesta
de disfraces, en una frivolidad sin ningún rigor nórdico, en un Carnaval do
Río.
Las damas que van de sauna se compran toallas psicodélicas para mejor
lucimiento, los embajadores suelen llevar toalla con los colores nacionales
de su país, y se sabe de algunos políticos salientes de la última crisis que se
han comprado ya una toalla con los colores de la bandera republicana, para
pasarse a la oposición tolerada dentro de un orden.
Viene el verano y las piscinas de Madrid, tanto en los clubs elegantes
como en los menestrales, se pueblan de toallas vistosas que hacen de
nosotros unos egipcios unidimensionales. Dice Cioran (hay que leer La
tentación de existir, que es una tentación de leer) que somos unos paganos
mutilados. Lo que somos este año, con las nuevas toallas imaginativas, es
unos egipcios mutilados, y digo mutilados porque nos faltan las pirámides,
aunque Luis Apostúa, el comentarista de la vida nacional, habla con
frecuencia de “la pirámide rigurosa del poder”, que yo, profano en política,
no sé muy bien lo que es. A la sombra de esa pirámide rigurosa se mueven
ahora algunos egipcios madrileños y faraónicos de la nueva política, pero
los que no tenemos nada que ver con eso vamos de egipcios por libre, a la
busca de nuestro cuarteto de Alejandría y nuestra Justine trimestral y
durrelliana. Le dice Miller a Durrel, en una de las múltiples cartas que
cruzaron ambos, que Justine es un libro único en nuestro siglo. Pero casi
nadie ha leído aquí el Simplemente Justine, porque las madrileñas prefieren
el Simplemente María.
La última moda en toallas es que lleven grabado el signo del zodíaco a
que usted pertenece. Como la gente ahora liga astronómicamente,
preguntándose por el signo o mostrándolo directamente, colgado al cuello,
la moda de las toallas zodiacales va a dar mucho juego en las playas
gloriosas del turismo que nos visita. (El saliente Sánchez Bella espera
treinta y cinco millones de suecas para la season.)
Entre el latín lover y la sueca lover ha habido siempre un muro de la
vergüenza idiomática, un telón de acero verbal, en la noche benidormí, y se
había inventado el código de los horóscopos y los signos zodiacales, no por
fe en esas cosas, sino por encontrar un lenguaje universal, un esperanto
erótico para las madrugadas de verano sin sueño. Parece que no les iba mal
al macarra y a la sueca, al pescador y a la señora Stone, con su código de
géminis y virgos, pero las nuevas toallas vienen a facilitar las cosas, ya que
ni siquiera hay que mostrar la medallita, sino que bastará con envolverse en
la toalla personal y horóscopa, o tenderse sobre ella, o enarbolarla como
una bandera de paz y amor, para que el partenaire o la partenaire en
potencia se sientan aludidos. Los escorpio con los escorpio y los libra con
los libra. O mejor cruzados, que dicen que da más morbo. Yo, que soy
tauro, ya me he comprado una toalla con el búfalo y voy a pasear mis
cuernos (con perdón de mi santa esposa) por todas las playas del litoral
caliente, por todas las costas bravas y soleadas, a ver qué sale. Si este año
no ligo, con las facilidades de la toalla, es que realmente me estoy pasando.
Pero también se habla de la incidencia del horóscopo en la vida política,
y hay quien se ha tomado la molestia de hacer un estudio zodiacal del
gabinete Carrero. No se trata de saber si entran falangistas y salen
tecnócratas, o a la inversa, sino de saber si entran tauros y salen piscis.
Seguimos en el país buscando medios de asociación ideológica, de
reclutamiento político, dentro de eso que el citado Apostúa, mi buen amigo,
llama la pirámide rigurosa. Pues bien, he aquí que las combinaciones
zodiacales, la agrupación de comisiones, subcomisiones, etcétera, por
conjunciones de astros, pudiera ser una solución democrática para el futuro
de España. La cosa tiene el mal precedente de que ya el Tercer Reich optó
por regirse astrológicamente y no les fue bien del todo. Pero la historia no
se repite, contra lo que digan los historiadores, que se han inventado esa
tesis para ahorrarse trabajo.
Como no vamos a poner a los altos cargos desnudos, envueltos en una
toalla zodiacal de los grandes almacenes, para saber si astrológicamente son
coherentes, porque eso parecería La corte de faraón en su apoteosis final, lo
mejor es que un asesor en ciencias ocultas, por ejemplo el madrileño
profesor Sesma, que habla con los marcianos todos los fines de semana,
sugiriese a los nuevos cargos nombres y equipos a reclutar, de acuerdo con
las leyes misteriosas del cielo. Mas parece, en fin, que la nueva política
tiende a regirse por la razón, el sistema, la técnica, el método y, en todo
caso, la retórica, de gran solera parlamentaria en España. De modo que las
toallas astrológicas van a quedarse, me temo, para uso de ligones sin
lenguas y respetuosas evolucionadas. Todo el mundo, en Madrid, se está
comprando una toalla con su signo, y el ligón profesional, así como el
Rodríguez con experiencia, se compran la colección completa, todo el
zodíaco, y cada día llevan a la piscina una toalla diferente. Parece
comprobado que con la toalla-géminis sólo se ligan cuarentonas rezadoras y
con la toalla-virgo respetuosas de baremo auténticamente europeo, que
admiten travellers, divisas y dólares no devaluados ni flotantes, a más del
patrón oro y, sobre todo, la castiza peseta, que mantiene todas sus
paridades, salvo opinión en contrario del nuevo titular de Hacienda.
Aburrirse, lo que se dice aburrirse, me parece que no nos vamos a aburrir.
Las separaciones
Para qué nos vamos a engañar. Cada día hay más gente que se separa en
España. Lo del matrimonio no es que vaya mal ni bien. Es que en algunos
casos no va. En Madrid se ha creado o se está creando ya la asociación de
las Sepas, abreviatura absurda de las separadas, gremio femenino que
quiere tener los mismos derechos que la viuda de guerra, pongamos por
caso.
La gente se separa como puede, se divorcia, hace todo lo que está a su
alcance para recobrar la libertad “dentro de lo que cabe”, que es una
fórmula muy al uso. Claro que ahí están los matrimonios de siempre,
inquebrantables, pero se ve más lo otro. En España tiene usted tres
procedimientos para abandonar a su santa esposa, a saber: el canónico, el
civil y el irse a por tabaco.
Este último es más expeditivo. Se le dice a la santa esposa que baja uno
a por tabaco, se le da un beso en la frente y hasta nunca más. Es una manera
de evitarse papeleo, viajes, consultas con el Vaticano, con La Rota, con La
Haya y con el juzgado municipal del distrito. Claro que no parece lo más
aconsejable, pero a algunos les ha salido bien. Desde luego, es lo más
madrileño. En América tienen que irse hasta Las Vegas para separarse. Aquí
basta con ir hasta el estanco de la esquina. Y no volver, claro.
No vamos a hacer un canto al divorcio ni un canto a nada, pero
constatamos la evidencia de que la familia que no reza unida no permanece
unida, y como las familias se han obstinado en rezar por separado, resulta
que luego viene la bancarrota. Me dice un abogado experto en separaciones
que casi siempre es el hombre el que pide la libertad, o cuando menos la
liberté. La española española, con su tipo de manola, la española que
cuando besa es que besa de verdad, y cuando va al matrimonio va para toda
la vida, no se separa nunca. O bien, más astuta, está esperando a que tome
él la iniciativa, para que lleve todas las de perder y las de pagar.
Hay el que se separa para ir por libre, hacer la guerra por su cuenta y
levantar el vuelo al atardecer, como el búho de Minerva (esta imagen tan
clásica se la debo a un acreditado progre). Y también hay el que se separa
para volverse a juntar, para iniciar una nueva vida (que suele ser como la
anterior) con otra dama que acabará pareciéndose a la primera. Acaban de
contarme el caso de una respetuosa madrileña que casó con un negro (de
Torrejón, supongo) y, después de los años, separada o enviudada del negro,
al que amaba, tuvo un hijo negro con su nuevo marido, cosa que nunca
había tenido con el negro. Los médicos defienden la honestidad de la señora
y atribuyen el suceso a una fijación de los gérmenes negros en la mujer,
aunque Freud lo habría atribuido a un adulterio mental a posteriori y a
título póstumo con el negro. Por eso es peligroso separarse, porque esposa
no hay más que una, y se expone usted a que su nueva chance le dé hijos
notarios o mecánicos especializados, que es lo que era el hombre anterior de
esa mujer. Ahora ha salido un interesante libro sobre las leyes de la
herencia, que supera con mucho a Mendel, y por ese libro se ve que puede
pasar todo. Nos hemos burlado un poco de los terrores que amenazan a los
adúlteros según la ortodoxia, pero ahora resulta que la ciencia, la
experiencia y el psicoanálisis vienen a darle la razón a la vieja moral y que
la mujer, aunque sea María Schnneider (que confiesa haber tenido setenta
amantes, a su todavía corta edad), siempre tiene los hijos del mismo
hombre. No importa que aquel hombre, generalmente el marido fetén, esté
muerto, drogado, cornudo, de fresador en Alemania o de glorioso libertador
en Vietnam. Él seguirá haciéndole hijos telepáticos a su dama, y usted
nunca conseguirá de ella un infante que sea el vivo retrato de usted, eso que
tanto nos gusta a los padres y que tan difícil se está poniendo.
Parece que la monoandria es algo más que un principio represivo del
patriarcalismo masculino. Parece que la monoandria es un principio
psicológico que va intrínseco en la mujer, y si ella salió con un sueco
durante el viaje de fin de carrera le dará a usted niños suecos toda la vida,
aunque usted sea su santo esposo por la Iglesia, el municipio y el sindicato.
Marilyn Monroe no tuvo hijos con el hombre de su vida, Joe Di
Maggio, y por eso no los tuvo nunca con nadie, ni siquiera con el pesado de
Arthur Miller, ese Benavente de la sociedad americana. De nada le valía al
señor Miller afanar y afanar, porque Joe Di Maggio andaba distraído
dándole a sus deportes y no fecundaba telepáticamente a la star. Todas las
mujeres que han pasado por el cuarto de baño de Vadim han tenido luego
hijos de este señor, empezando por la Bardot, que aunque tuvo el hijo de
otro, siempre piensa en Vadim como en papá. El madrileño, que es muy
pundonoroso, se rebela contra estas cosas, pero al fin va a resultar que
nuestro párroco y nuestra tía tienen razón y que la perfecta casada la pierna
quebrada, como dijera fray Luis.
Las separaciones son una plaga, una peste, un mal que nos envía el
cielo, en esta ciudad de matrimonios de toda la vida. En cuanto un señor se
queda viudo, caso que se da poco, empieza a buscarse amores, salir de
noche, acompañar a la secretaria a casa y leer vidas sexuales sanas. Cuando
la española se queda viuda, en cambio, se pone el salmantino luto para
siempre, no vuelve a levantar la cabeza y sólo vive de cortar el cupón,
cobrar la pensión y rezar por el alma del difunto, que al fin y al cabo estaba
condenado de antemano, como lo estamos todos los hombres en este país de
mujeres frígidas.
Aquí te casas hasta que la muerte te separa, y o te separa una rubia o te
separa un camión en la carretera, a la vuelta del fin de semana. Las
estadísticas prevén muchas separaciones por culpa del camión justiciero. Lo
de las rubias está todavía sin tabular. Pero datos provisionales del Instituto
Nacional de Estadística anticipan que las rubias, consumando separaciones
matrimoniales, tampoco son mancas.
Llanto por un bandido
La gente bien madrileña es una clase muy sufrida que no tiene Ópera ni
Liceo, como Barcelona, donde lucir sus descotes, sus joyas, sus pieles y sus
menopausias; de modo que, como la gente se muere de ganas, de todo hace
fiesta, sarao, Liceo, y ahora ha vuelto a descubrir la zarzuela.
La zarzuela —¡ay!— no ha vuelto por mérito de los esforzados y
filarmónicos amigos de la zarzuela, grupos menestrales que ensayaban al
salir del trabajo en coros melancólicos, juveniles y conservadores. No. La
zarzuela ha vuelto, está volviendo por imperativo de los de arriba, por
necesidad de la gente que no tenía a dónde ir, salvo al café-teatro, que es
una horterada, dicen.
Mientras nos construyen o no nos construyen un gran Teatro de la Ópera
—responsabilidad que unos cargan a Bellas Artes, otros a la Fundación
March y otros al Banco de Bilbao (qué tendrá que ver con todo esto el
Banco de Bilbao)—, mientras llega o no llega la más alta ocasión que
vieron los siglos de lucir las perlas de la señora, nos vamos a ir remediando
con la zarzuela, que es un espectáculo muy español, que es nuestra ópera
provinciana y que no plantea problemas a la censura, porque los poetas y
los músicos de antaño no estaban tan politizados, a Dios gracias, y hacían
unas cosas bonitas, sin complicaciones, donde la gente, cuando tenía un
complejo, no trataba de resolverlo en el psiquiatra o en la cama, sino que lo
resolvía cantando alegremente. Aquéllos sí que eran tiempos.
En el madrileño Teatro de la Zarzuela se vuelven a dar zarzuelas.
Primero fue Tamayo —primero en tantas cosas de la vida teatral española—
con sus antologías zarzueleras y con sus primeros montajes históricos, que
venían a ser una especie de zarzuela griega. Luego ha sido todo el mundo,
incluso un café-teatro, donde pasan cosas de Arniches todas las noches. Y
ahora es ya la zarzuela por todo lo alto. La gente va a la zarzuela a
conspirar, a pasarse listas de ministrables, a lucir la moda de los felices
treinta, a posar para el ¡Hola! y a ligar en el buen sentido.
Los meteorólogos de la política dicen que estamos en un neocanovismo,
o casi, y para que el neocanovismo sedicente tenga su marco adecuado, su
encuadre lírico correspondiente, la sociedad neodesarrollista ha vuelto a
resucitar la zarzuela, que es una ópera nacional con la ventaja de que se
entiende y de que, si hay suerte, la zarzuela trata de Béjar, que suele ser el
pueblo de uno, pues en Madrid hay mucha gente de Béjar.
La única zarzuela fuertemente censurada ha sido aquella de La corte de
faraón, que precisamente es la que vuelve con más fuerza, y todas las
señoritas andan por ahí disfrazadas de hija de Putifar, maquilladas de
egipcias licenciosas. Cuando Nati Mistral, hace unos años, presentó en el
Eslava una versión modernizada de La corte de faraón, la letra y las
situaciones estaban convenientemente adecentadas por los libretistas de
doña Nati. Ya a los poetas de vanguardia de los años sesenta les gustaba
mucho, en Madrid, reunirse en altos pisos a escuchar los viejos discos de
esta zarzuela egipcia, porque fueron unos precursores de lo camp. En el
Molino barcelonés viene dando Johnson una versión catalanizada y
reducida de La corte del faraón, y en el Stéfanis madrileño nos cantaban no
hace mucho los fragmentos más inspirados de la obra. Es lo que dicen que
le decía un político saliente a un político entrante:
De pronto hemos decidido, como por decreto, que los años cuarenta fueron
felices, y la televisión, los cronistas y los reporteros retrospectivos se están
dedicando concienzudamente a explicarnos lo felices que fuimos y lo bien
que cantaba Machín.
Parece que, efectivamente, los felices cuarenta fueron felices para
algunos. Nosotros hemos escrito un libro dedicado a demostrar lo precario
de la felicidad que nos tocó en suerte por entonces, y hemos recibido
algunas cartas y críticas, públicas y privadas, donde se nos ha hecho saber
que fueron unos años muy hermosos y que había mucha moral. Ya lo creo
que había mucha moral. Más moral que el Alcoyano teníamos todos, y por
eso salimos adelante y estamos ahora aquí, a pesar de la tuberculosis, las
colas, el racionamiento, las vocalistas, el gasógeno —que aquello sí que era
polución— y las conferencias de don Federico García Sanchiz.
Aquellos años fueron como fueron, y bien está volver la vista atrás sin
demasiada ira para hacer recapitulación histórica y personal, pero
convertirlos en una especie de belle époque, que es lo que se está haciendo,
me parece que es pasarse. Efectivamente, había gente que se lo pasó en el
Chicote madrileño o en los estrenos de Jardiel Poncela, pero quienes
todavía no íbamos a Chicote, por razones de edad más que de dignidad, no
lo pasamos tan bien y nos quedamos estupefactos cada mañana viendo
cómo la tele, las revistas ilustradas y las casas de discos aplican la
metafísica camp de Susan Sontag a una de las épocas más dramáticas de la
historia de España, haciendo de la cartilla de racionamiento un delicioso
fetiche kitchs y del toreo de Manolete una respuesta senequista al mundo
del liberalismo corrompido y el marxismo dictatorial, a la retirada de
embajadores, el desembarco de Normandía y el descubrimiento de la
penicilina. Señoras de distinguida letra picuda, caballeros de perfumada
ortografía me han escrito a veces diciéndome que no fue para tanto, que me
he pasado y que había de todo. Claro que había de todo, pero quienes se
están pasando, me parece a mí, son los manriqueños de lo camp, los
exhumadores sonrientes de una época que no vivieron o que vivieron
demasiado bien. Ya lo creo que Machín cantaba. Yo tengo un disco grande
de Machín y lo pongo de vez en cuando para llorar un poco por lo torcidos
que crecimos.
Hay que asumir la historia de España tal y como fue; hay que ser, como
Proust, fanáticos del tiempo perdido, pero no conviene falsear las cosas,
colorear las imágenes y darnos a entender que lo que vino, después de tres
años de guerra durísima, fueron otros locos y felices y turbulentos años
veinte, con ritmo de tiruliru, vaca lechera, raspa, conga y bolero. La
explotación camp de la posguerra española es una cosa que viene a halagar
la natural nostalgia de la gente y la viva curiosidad de los jóvenes, porque la
memoria tiende a estilizar las cosas (y más aún la memoria de lo que no se
conoció), pero como quiera que de la verdad de aquellos años vivimos
todavía, nos parece prematuro cantar a unas ropas chapadas en las que
todavía brillaba la sangre del frente.
Ha habido en el país unos años de mutismo literario sobre la guerra
(contrastante con la frondosa bibliografía extranjera al respecto) y a ese
mutismo siguieron las eclosiones de los cipreses, los muertos, las novelas
de guerra y toda una literatura con más dramatismo que análisis.
Finalmente, el tragicismo excesivo (excesivo por hipertrofiado) de aquella
literatura ha sido sustituido por una frivolidad musical que hace de los
lluviosos años cuarenta una especie de gran fin de fiesta con Estrellita
Castro, García Sanchiz, Torrado, Manolete, Machín, Lorenzo González y
Carmen de Lirio.
No creo que la imagen oficial que se quiere dar de aquellos años sea
ésta, ni tampoco es, por supuesto, la imagen real, de modo que la versión
camp de los felices cuarenta viene a traicionar por partida doble a los dos
bandos de la guerra, a las dos posibles ópticas de la posguerra.
Recientemente escribíamos aquí sobre los depurados políticos y
administrativos de aquellos años, algunos de los cuales aún no han
conseguido retornar a sus empleos, cátedras, oficios, y para quienes resulta
especialmente irónica la versión sonriente e inconsecuente de la posguerra
verbenera que nadie, ni los vencidos ni los vencedores, puede aceptar. La
última reflexión a que nos lleva esta explotación melódica y corazonal de
los años cuarenta es que todo termina en supervenía, grandes almacenes,
rebajas de enero, y que la humanidad acaba haciendo un long-play con las
tragedias más duras y los cataclismos más irremediables. Por otra parte,
como hemos dicho más arriba, esta versión fucsia y cadmio de los años
cuarenta corresponde a lo que mucha gente quiere que le cuenten —como
he podido comprobar por las cartas recibidas y por algunas críticas de
prensa—, ya que somos como niños que sólo gustan de escuchar el cuento
de Caperucita en la versión que ellos se han forjado previamente, y
aborrecen, por espúrea, cualquier otra versión. Hay en unos mala conciencia
y en otros, simplemente, mala memoria, de manera que acogen con ternura
esos cinemascopes coloreados de una España de posguerra con mucho cine
de Cifesa, mucho teatro de Muñoz Román y mucho fútbol de primera.
Me parece que voy a reescribir mi libro con más alegría, peor memoria
y mejor estilo literario, pues no quiero dejar de contribuir a la ceremonia de
la confusión. Y a lo mejor tienen razón y no lo pasamos tan mal, como lo
prueba el hecho de que estemos aquí, tan ternes, aunque el corazón se nos
haya quedado irremediablemente camp.
El quórum
Las cocineras, las viejas cocineras del barrio de Salamanca, se han ido para
siempre y la gente busca cocinera y pone anuncios y pregunta a las
amistades. Quizás un día, pagándola bien, encontremos cocinera, pero
aquellas que aprendieron nuestros nombres, ésas —¡ay!— no volverán.
Eran aquellas mujeres entradas en años, solteras o viudas, todavía
digeribles para los pellizcos del portero o del ujier. Eran como la Francisca
proustiana, y llevaban toda la vida en esas casas de Serrano y Velázquez,
haciéndole paellas y callos a la madrileña a la alta burguesía, y salían los
domingos por la tarde, como monjas de paisano, a sentarse en los bancos de
la calle, o se llegaban hasta el Retiro y allí se encontraban con otras
cocineras y hablaban de sus cocinas, de sus señoritos, de lo glotones o lo
desganados que eran.
¿A dónde han ido las viejas cocineras? Se dice que están de posaderas
bávaras en Alemania, de respetuosas gordas en los films de Fellini, de
cocineras de las cenas políticas. Lo que más y mejor sustentaba a la
burguesía madrileña eran las comidas y las cenas que hacían aquellas
cocineras, de modo que toda la tremenda seguridad de clase que ha
permitido a esta gente soportar una República, meterse en una guerra e
incluso ganarla, tenía por cimiento una habas con chorizo, unos patos a la
naranja, unas fuentes de natillas que sustentaban desde el horno de la cocina
toda la metafísica dominical de las familias.
Ahora, todo eso empieza a disgregarse, los hijos salen hippies o
drogadictos, las hijas salen azafatas, mamá se envicia con la canasta y papá
con los vuelos chárter, y toda esta caída del imperio burgués no tiene otro
secreto sino el desmoronamiento gastronómico de las familias, la huida de
las cocineras. En casa ya no se come igual que se comía, de modo que se
encuentra usted en California 47 y en los restaurantes del barrio a las
famosas cien familias que se han quedado sin cocinera y vienen a mendigar
un plato combinado.
El día en que la primera cocinera pidió la cuenta y dijo que se iba a
hacer strip-tease a Munich, la señora de la casa la despachó con viento
fresco del Guadarrama y pensó que otra vendría. Y vino otra, pero al poco
tiempo se despidió asimismo para irse de vendimiadora a Francia, y la
señora empezó a alarmarse y las úlceras duodenales de la familia
empezaron a no funcionar como es debido con aquellos cambios de dieta.
Hay cocineras que se fueron a trabajar de travestis a Amsterdam, y otras
están con su madre en una residencia para ancianos, pero la mayoría de
ellas han desaparecido sin que se sepa cómo ni por dónde, porque lo más
alarmante de todo es que no surgen nuevas generaciones de cocineras, que
las mujeres del pueblo le están perdiendo la afición a la cocina, y que
cuando una mujerona de aquéllas se queda viuda o soltera, en lugar de
venirse del pueblo con todas sus recetas caseras, para engordar señoritos, se
va a la Costa del Sol a trabajarse la barbacoa.
La gente bien ya no come como comía. La gente bien come de cualquier
manera, hoy, y los maridos han inventado eso de las cenas políticas para
que no los despachen en casa con un huevo pasado por agua. Los hijos, por
su parte, se van a “Virgo” y otros restaurantes in a meterse un crepé
contracultural, y es la santa esposa, como siempre, la santa madre, la más
sacrificada y la que tiene que bajar a la cafetería, con otras santas esposas, a
comerse unas tortitas de nata. Comprenderán ustedes que con este cisma
gastronómico no hay familia que aguante. Familia que come unida
permanece unida, pero la unidad de las familias no estaba en los santos
principios, en los valores inalienables ni siquiera en la herencia, sino en la
cocinera, y como la cocinera se ha ido a freír espárragos al Mercado
Común, toda la familia se ha desanudado, se ha quedado sin broche y se
dispersa a merced de las influencias francomasónicas que nos acechan.
La reserva espiritual y la defensa de los valores estaba en la cocina. Así
como los gobiernos tienen su artillería para garantizar las leyes, las familias
tenían su cocinera y su batería de cocina para asegurar la continuidad
dinástica de la fábrica, la gerencia y la finca.
Paseamos en las tardes de los domingos por las calles elegantes y
melancólicas del barrio de Salamanca y ya no vemos salir de los regios
portales a las antiguas y fornidas cocineras. Sólo pasean primeras doncellas
de minifalda contestataria y viejas señoritas de compañía, casi siempre
parientes pobres de la familia. Las minifalderas están ya del otro lado de las
barricadas sociales y no se puede contar con ellas. Las señoritas de
compañía están demasiado viejas y febles como para ser el baluarte de la
civilización burguesa. Las cocineras, las legendarias y monolíticas
cocineras eran la piedra fundamental de toda familia bien, pero se han ido
para siempre y no vienen nuevas cocineras de los pueblos de la provincia,
de La Mancha, de la Alcarria. Lo único que viene ahora del pueblo es un
paleto con una quiniela de catorce o una vieja a cobrar el giro de Alemania.
Nosotros, en nuestros años de vino y rosas literarias, todavía
alcanzamos algunas cocineras ecuménicas, por Rosales, por Argüelles, por
Ayala, que nos daban buenos bocadillos de ternera y se dejaban arrimar tela
marinera. Gracias a ellas triunfamos en la vida, gracias a ellas no se perdió
una gloria literaria: el Espasa. Había algún capa, algún maletilla de éxito,
algún novillero, dios de un día de toros, que vivió de las cocineras donosas,
asimismo. Hoy, los toros y las letras están en decadencia, porque ya no hay
cocineras que cantar. La crisis de la familia, tan debatida, no es espiritual,
moral ni económica. Es una crisis de cocineras.
Las medias de colores
Las mujeres lucharon mucho por liberar sus piernas, por llevarlas desnudas,
y ahora que lo han conseguido prefieren tapárselas con la maxifalda, las
botas altas, las medias tupidas o los abrigos largos. Hacen bien. De lo que
se trataba era de conseguir un derecho. Una vez conseguido, cada una hace
de su capa un sayo y de sus piernas un enigma.
Lo último, en Madrid, son las medias de colores, pero no de iguales
colores para ambas piernas, que eso ya está camp, sino de un color para
cada pierna. Algo de eso habíamos visto en los tapices renacentistas, entre
cortesanos y pajes, pero la mujer madrileña nos desconcierta ahora
poniéndose una media verde y otra roja, una amarilla y otra azul. Espero
que eviten componer banderas nacionales con sus piernas, pues todavía
somos muy respetuosos de las banderas y nos daría cierto reparo entrarle a
una moza ataviada de enseña helvética, por ejemplo.
Está llegando a Madrid el lenguaje de las medias. Superado el lenguaje
de las flores, que era una cosa de doña Rosita la soltera (hoy la mujer
emancipada no entiende los problemas de la soltería), y superado asimismo
el lenguaje del abanico, gracias al aire acondicionado, la mujer ha tenido
que recurrir al lenguaje de las medias, pues las hembras no renuncian nunca
a los idiomas eróticos convencionales, a los códigos del sexo, a las claves
del galanteo, ya que largos siglos de actividad predatoria masculina las han
educado en las artes de la complicación como única defensa frente a tan
viril agresor.
Mientras las jóvenes progre van de pantalón de pana, fuman celtas y
hablan en corto y por directo de sus urgencias fisiológicas, como debe ser,
las dulces pájaras de juventud burguesa siguen inventándose códigos
galantes, por aquello de que el mensaje es el medio, que dijo el señor
McLuhan, y que está haciendo tanto daño.
El mensaje erótico es el medio que lo transmite. El mensaje de la
señorita de Serrano es éste: “Samuel, que a ver si ingresas en la Escuela
Especial y nos casamos en los Jerónimos, que estoy que ardo”. Y el medio
de transmitir este mensaje son unas medias rojas y altas, unas piernas largas
de paje femenino. Efectivamente, el mensaje se identifica aquí con el medio
de manera perfecta y comprendemos a los profetas canadienses de los mass-
media mejor que nunca.
El nuevo lenguaje de las medias consiste en lo siguiente: Si una señorita
las lleva bajas, por debajo de la rodilla, es que está deprimida y más vale
dejarla en paz. Si las lleva altas, por encima de la rodilla, sin llegar al borde
de la minifalda, es que está agresiva, pidiendo pelea, dispuesta a todo,
incluso a pasar por la calle de la Pasa, que es por donde dicen los castizos
que pasa la que se casa. Por lo demás, el lenguaje de los colores es obvio y
está claro desde los venecianos a Rimbaud. Medias rojas, mujer ardiente.
Medias amarillas, niña Telva. Medias verde billar, papá aperturista. Medias
azul marino, papá notario. Medias negras, padres separados, familia en
bancarrota y ligue seguro.
Efectivamente, en otro tiempo, antes de que se inventase el lenguaje de
las medias, la señora que las llevaba un poco flojas y caídas iba mal por la
vida, era un tanto destrozona, el marido la tenía abandonada y no le daba el
jornal. Pero lo que introduce la novedad desconcertante en todo esto es el
par de medias de distinto color para cada pierna, el leotardo bicolor. El
llevar una pierna rosa y otra morada hace a la muchacha un poco coja, le da
una cojera cromática a la que no acabamos de acostumbrarnos, y es como si
tuviera una patita poliomielítica, aunque la chica esté bien de pantorrillas.
Contrasta esta algarabía de las medias impares, que nos ha traído el
invierno, con la sobriedad de las que van de pana y contestación, de suéter y
Wilhelm Reich, de gris, marrón y Cuadernos para el diálogo. Hay una
liberación de la mujer que es trabajosa, lenta, histórica, profunda, difícil,
concienzuda, y hay otra liberación de boutique que consiste en cambiarse
de color continuamente, revolver mucho en la tienda y echar las patitas
azules y amarillas por alto.
La libertad indumentaria esconde casi siempre una represión interior.
Echamos la casa de colores por la ventana de los grandes almacenes cuando
no estamos muy en claro con nosotros mismos. Todavía no he visto a
ninguna madrileña gentil que se haya puesto las medias de color morado
republicano, pero cualquier día puede ocurrir. Todo iría bien si esta
revolución de los colores respondiese a una revolución interior, pero el
leotardo bicolor tiene para nosotros el mismo sentido que las corbatas
agresivas del ejecutivo o sus slips azules. Se trata de una historia de pavos
reales. La naturaleza ha conseguido en el pavo real el pájaro de más bellos
colores, pero también el que peor vuela. Estas muchachas con cada pierna
de un color y cada manga de una tonalidad, a la hora de volar son más bien
gallináceas y cortitas, porque no han leído a Eva Figes y siguen pensando
que lo seguro es lo seguro y que la perfecta casada, la pierna quebrada,
aunque vestida de leotardo bicolor.
Las medias de colores, cuando menos, alegran el invierno brumoso y
polucionado de Madrid, lucen vivamente en los días de sol y nos fingen una
multitud de cojas con una sola pierna azul, verde, morada, lila, violeta,
malva, roja, fucsia, cadmio, amarilla, ámbar. Pero el nuevo lenguaje de las
medias viene a decirnos lo de siempre: que ella quiere casarse. Las otras, las
que tienen muchas más cosas que decir, generalmente no usan medias.
Las melancólicas
España, vista desde Bruselas, es el tema de una serie de artículos que está
haciendo Antonio Fontán en Blanco y Negro. El señor Fontán fue el último
director de Madrid y, por lo que vemos, debe estar viviendo en Bruselas el
exilio voluntario y meditativo de tantos políticos españoles. Unos se van a
Bruselas y otros se van a Hong-Kong, como el señor Cruylles. Depende de
la capacidad económica y la curiosidad por las geishas que tenga cada uno.
El señor Cruylles, que a lo mejor, antes de ser subsecretario de
Gobernación, había leído a Vicky Baum, Pearl S. Buck, Somerset
Maugham y Pierre Benoit, lecturas obligadas de los años cuarenta en
España, porque otros autores no pasaban, tenía el trauma imaginativo de
Hong-Kong, y en cuanto le dieron el cese escribió su articulito y se fue,
libre al fin, a vivir la aventura de las lunas amarillas y el agua de arroz. El
señor Fontán, de textura ascética más ortodoxa, según tenemos entendido, a
lo mejor se tiene prohibidas las geishas y por eso se ha ido a Bruselas,
donde no se ha visto nunca una geisha, y donde la mujer más guapa de
Bélgica, Paola de Lieja, resulta poco asequible para españoles melancólicos
y semiexiliados. Antonio Fontán, catedrático y periodista prestigioso, se
plantea con claridad el tema de la integración española en la Comunidad
Económica Europea. “La Comunidad —escribe Fontán— es un hecho, y un
hecho político, que condiciona el futuro de la Europa occidental, no sólo en
el orden económico, sino en el social, en el profesional, en el cultural y en
el humano”. De su prosa se deduce que lo que no hay en Bruselas es
hostilidad hacia España, ni siquiera entre aquellos cuyas actitudes están más
condicionadas por factores emocionales y políticos. Contra lo que diga el
señor Fontán, a nosotros nadie nos quita de la cabeza que los belgas nos
tienen ojeriza por razones históricas y porque más de una bruja (ciudadana
de Brujas, no chiva emisaria de la Inquisición) se llevaron al río los
flamantes capitanes de nuestros tercios.
El señor Fontán no tiene suficientemente en cuenta las razones del sexo
e ignora que el resentimiento de Bélgica, de Bruselas y de la Comunidad
Económica contra España es un resentimiento del corazón, un recuerdo
imborrable del paso adúltero de nuestro ejército imperial por aquellos
países. El señor Fontán parece atribuirlo todo a razones sociales, culturales,
políticas, ideológicas. Si otro instrumento tirase de los sentidos mejores del
señor Fontán, éste se habría ido exiliado a Hong-Kong, que es ciudad
exótica y placentera, como hacen otros, pero quizá sus personales ascesis le
han impuesto la lluviosa Bruselas, y allí se ha dedicado a especular sobre si
somos o no somos europeos, cuando está claro que lo que somos es muy
machos.
Dice el señor Fontán que para la mentalidad común de los europeos
comunitarios y para sus respectivas idiosincrasias, España es un enigma. Y
a mucha honra y por mucho tiempo, decimos nosotros, pues nuestro sentido
en la historia es ser diferentes, y eso es lo que aportamos al concierto de los
pueblos. Si España es un enigma para los belgas, que se den una pasada por
aquí en agosto, a ser posible por Torremolinos, y nuestros latín lovers
podrán repetir el encuentro erótico-militar de pasados siglos, pero jugando
ahora en campo propio, pues ya les ganamos el partido antaño y les
metimos muchos goles sentimentales jugando en terreno contrario. Eso es
lo que no nos perdonan y por eso no entramos en el Mercado Común. Lo
demás son paparruchas.
Bruselas aguarda, se interroga, no tiene prisa. España tiene la palabra.
Ésta viene a ser la conclusión del señor Fontán. Pues por nosotros pueden
esperar sentados.
El señor Fontán, que tenía un periódico y lo perdió, quiere darnos ahora
la versión truculenta de que en Bruselas no nos quieren por razones
políticas o algo así, pero lo que temen de verdad es que entremos en la CEE
y volvamos a las andadas y nuestros naranjeros, so capa de ir a asentar
naranjas a Europa, le asienten las carnes a la moza de allá como se las
asentaron antaño.
Un prejuicio sexual, un temor oscuro, freudiano, es lo que nos rechaza
en el alma de Europa, y el querer tergiversar esto aduciendo engaños
ideológicos o de otro tipo son ganas de politizarlo todo. El señor Fontán se
reduce a la política como Marx se reducía a la economía y Freud al sexo.
Pero las razones del hombre son siempre variadas, complejas,
interdependientes, y los españoles no le resultaríamos tan totalitarios al
mundo si no fuésemos al mismo tiempo tan buenos garañones. El Mercado
Común, en lugar de tener su sede en Bruselas, donde hicimos estragos con
la punta de la espada y la punta del corazón, debiera tenerla en Helsinki, por
ejemplo, donde nunca nos comimos una rosca por la cosa del frío, y verían
ustedes cómo en Helsinki sí que nos admitían. La prueba de que la afrenta
sexual está vigente en el alma de Europa es que todos los años vienen miles
de europeos a devolvernos la pelota y arrasan el mercado sentimental
español como nosotros arrasamos el europeo hace siglos. La señorita belga,
holandesa, que viene a Benidorm en la segunda quincena de julio para
llevarse por delante un pescador benidormí, no está haciendo sino devolver
la afrenta que le hicimos a su bisabuela, responder con el ojo por ojo, diente
por diente y amor por amor, lavar el baldón y poner las cosas en su sitio.
No es a España a quien no quieren en el Mercado Común. Es a Don
Juan. Temen que todos los españoles somos capitanes de los Tercios de
Flandes (y no andan descaminados). Lo demás, señor Fontán, son
elucubraciones resentidas de exiliados sentimentales. Váyase usted a
Hong-Kong con el señor Cruylles, viva una noche de geishas y farolillos y
verá las cosas de otra forma.
Televisión y república
Si hasta hace pocos años todo el mundo ponía en Madrid eso que alguien
llamó “la casa de Bernarda Alba”, a base de vigas viejas y candelabros de
pueblo comprados en el Rastro, ahora se nos ha ido de la cabeza la emoción
rústica y las tiendas de muebles funcionales en estilos nórdicos están
vendiendo como nunca. Ya no queremos ser radicales y vetustos, sino
europeos y refrigerados.
Si usted alquila un apartamento amueblado, tendrá que vivir entre
moquetas de hace cinco años, entre maderas antiguas de una antigüedad
falsa, pero si usted llama al decorador para que le decore el piso nuevo, ya
no le va a traer ruedas de carro y ristras de ajos, que era lo fino hasta hace
poco tiempo, sino que le llenará la casa de muebles blancos, sillones como
elefantes destripados y alfombras como jeroglíficos egipcios. Ahora hay en
la ciudad una elegante exposición de trofeos de caza que se ha montado con
la ayuda de los cazadores ilustres de Madrid, entre los que hay marqueses y
banqueros, pero lo cierto es que las cabezas de ciervo disecado ya no se
llevan en la decoración. Ahora se lleva el nuevo realismo social, que es una
pintura inquietante y política, como la que le han premiado a Canogar en
Sao Paulo. A la gente que vive en el seno dulce y caliente del capitalismo
tecnocrático le gusta rodearse de pinturas torturadas y acusaciones sociales
en tres dimensiones.
Madrid está triste por los fracasos futbolísticos de los últimos tiempos,
pero en el barrio de la Concepción hay un estadio modesto donde se están
gestando ya los arietes del mañana, y los vecinos de ese populoso barrio no
participan del escepticismo general, sino que están viendo crecer ante sus
ojos una España futbolística de catorce años. Al madrileño
futbolísticamente deprimido se le lleva allí en un largo viaje hacia la
esperanza y, después de ver a los chicos del patadón gratuito, vuelve más
aliviado a sus pluriempleos. Decía la retórica modernista de don Jacinto
Benavente: “En el ocaso de la vida, cuando se aquietan las pasiones, surge a
veces una segunda floración del amor, como rosas de otoño, un poco
melancólicas, que todavía pueden perfumar una existencia”. Pues bien, he
aquí que entre la bruma de la polución madrileña alumbran en este
noviembre unas rosas de otoño, en algunos parques, devolviéndonos la
esperanza benaventiana en la retórica, en el ocaso, en el modernismo y en el
premio Nobel.
“La isla verde de Chamartín”, como dice la publicidad, es uno de los
pocos sitios donde todavía pueden encontrarse rosas de otoño y futbolistas
de barrio para futuras Copas de Europa. El Palacio de Oriente se está
poblando de estatuas regias y las Cortes funcionan ya como una maquinaria
bien engrasada, que diría el cronista de los pasillos políticos, ese hombre
que tan mal lo pasa en nuestros periódicos para no caer en los funestos
errores de independencia de juicio que hicieron de antiguos periodistas —
Azorín, Fernández Flórez— unos observadores parlamentarios inolvidables
y cáusticos. Blas Piñar dice que se opone a los objetores de conciencia y
Madrid comenta la exclusión de Fraga en las listas oficiales, aunque, como
bien ha dicho un comentarista, “la política no siempre es un cargo”, y a
Fraga Iribarne le han quitado cargos, pero nadie podrá quitarle —nuevo
Garcilaso— el dolorido sentir político.
La ciudad alegre y confiada tiene los jueves su smörgásbord en la Casa
de Suecia y los madrileños piadosos van a Santiago a ganar el jubileo, pero
los anuncios por palabras piden “señoritas para degustación” y los
ejecutivos se compran slips amarillos, rojos y azules, pues parece que el
gris uniforme que impone el establishment estalla por dentro en mil colores
locos. La represión de los colores es como las represiones de la carne, algo
que luego explota interiormente, de modo que los tecnócratas madrileños,
obligados a dar ejemplo de sobriedad asexuada en sus empresas financiero-
trascendentes, desaguan luego su natural paganismo interior, madrileño,
mesetario, vistiendo camisetas y slips de delirantes tonalidades. “Blanca por
fuera, rosa por dentro” era la señorita de Jardiel Poncela (un autor camp al
que ahora se conmemora mucho). Blancos por fuera y rosa por dentro son
los ejecutivos de la nueva moral manchesteriana del trabajo, la empresa, la
cibernética, la automación, la informática, la desideologización y el
marketing. Los grandes almacenes, que están en todo, han adivinado en los
señores vestidos de gris un prurito secreto de liberarse cromáticamente de
corbata para adentro. Ana García Martínez, de setenta y tres años, apareció
muerta en su domicilio, y los estafadores profesionales siguen utilizando el
procedimiento del nazareno para llevarse las pesetas de la gente, aunque
otros prefieren el sistema más directo y menos nazareno de atracar
gasolineras (o de exportar telares) y los camiones caen en el socavón como
las moscas en el panal de rica miel, en tanto que los Amigos de la Capa
festejan públicamente su prenda rindiendo culto a un casticismo simplista.
La sobria capa española no casa bien con el slip amarillo, y como quiera
que estamos en la moda de los slips amarillos, los capistas tienen muy poco
que hacer, pues a los ejecutivos no les permite su empresa llevar capa. San
Martín, patrón de los capistas madrileños, era un santo generoso que partía
su prenda con los mendigos; pero las nuevas formas de piedad, en Madrid,
se acogen a santos y patronazgos de tradición menos manirrota. Siguen las
quejas sobre la venta de libros de texto por parte de los colegios, con
desprecio de la industria editorial y librera, y hay una gran fábrica de
muebles tradicionales que liquida sus existencias, pues, como decíamos al
principio, la gente está ahora por el estilo nórdico, la funcionalidad y las
superficies lisas. El florecer de los slips amarillos y de las rosas de otoño en
el smog madrileño se corresponde con el florecer de los colores claros en la
decoración nórdica, ganándole la batalla a la capa española y los muebles
barrocos.
Se habla de Torcuato Luca de Tena para la Academia. Se dice que
Dámaso Alonso quiere filólogos en su casa, mejor que escritores, pero la
Academia tiene un protocolo democrático y saldrá el que haya de salir.
Parece que lo que más urge al castellano es un diccionario técnico y
científico puesto al día. El castellano ha exportado al mundo el término
“liberalismo”, pero sólo el término. Algunos académicos siguen fieles a la
capa, otros la han abandonado en favor de un decidido aggiornamento, pero
no se sabe de ninguno que haya adoptado el slip de colores. El liberalismo
de la Academia es un liberalismo de cintura para arriba.
Gente delgada
En el curso que comienza hay en Madrid varias muchachas de los países del
Este estudiando cosas. Conozco a la muchacha que vino de su país recelosa
y ahora se ha acostumbrado a los cócteles madrileños, y encuentra que vivir
en Madrid no es, necesariamente, “morir en Madrid”. Una editorial
madrileña le encargó unas traducciones de teatro de su país. Pero el
Gobierno del país en cuestión dijo que la muchacha no podía hacer esas
traducciones, y que las iba a hacer un escritor de confianza. Después de un
largo forcejeo, la editorial madrileña ha impuesto su criterio, pero la
muchacha del Este no ha dejado de sufrir por el incidente.
Las chicas rojas se visten bien o se visten mal, según los casos. De cada
cuatro, hay dos que se visten como delicadas burguesas capitalistas,
corrompidas y elegantísimas, y otras dos que no saben, las pobres, lo que se
ponen. No hacen política ni se meten en lo que no les importa, pero Madrid
es una ciudad alegre y confiada que acaba por ganarlas. Ha pasado por aquí
hace muy poco otra muchacha del Este que parecía menos fiel que la
primera a la llamada de su país. No va a pedir asilo político en el corazón de
un español, ni mucho menos, pero vagabundea por Europa sin decidirse a
volver. Me dice que en su país se respeta la religión, pero no se fomenta, y
que si usted pertenece al partido encuentra más facilidades en su carrera que
si no pertenece, naturalmente. Veo a estas muchachas, en general, un poco
fascinadas por la cultura burguesa, por la vieja cultura, pero bastante
impermeables a las luces corruptas del neocapitalismo. Viene un viejo
profesor del Este y trato de entrevistarlo. Una muchacha roja me ruega que
no le haga preguntas indiscretas y, si es posible, que no le haga preguntas.
Otra muchacha roja me dice que debo hacerle cuantas preguntas quiera,
porque en otros sitios se las han hecho y las ha contestado. Así deshojamos
a diario la margarita política, la incógnita de allá, el sí y el no, lo que se
puede y lo que no se puede. Conozco a una muchacha del Este, vestida
como una burguesita española provinciana en día de visita. Lleva gafas
oscuras, graduadas. Encuentro a otra muchacha del Este vestida con un
alegre modelo del verano pasado, sencillo y elegante. No es bella, pero el
sol del Mediterráneo ha dejado en su piel un prestigio estival que la hace
atractiva. Está en una librería y acaba de comprarse un ensayo
estructuralista de Lévi-Strauss y Jakobson sobre el poema Los gatos, de
Baudelaire.
Baudelaire, el estructuralismo, los gatos, el romanticismo, el satanismo,
la poesía maldita. Esta chica se está envenenando. El estructuralismo parece
interesarles más que el realismo socialista. Me parece que estas niñas rojas
están en crisis; estas mujeres socialistas se encuentran en el difícil trance de
asumir, desde sus supuestos políticos e intelectuales, toda la diversidad
confusa de la cultura burguesa. Las más inteligentes lo conseguirán, con la
ayuda o sin la ayuda de Luckás.
Voy con una muchacha del Este a ver Todo en el jardín, de Edward
Albee, donde se hace crítica de la sociedad de consumo norteamericana.
—Están corrompidos —me dice.
“Pero hay alguien para contarlo”, quiere replicarle mentalmente mi
independencia de escritor. Sin embargo, no le digo nada. Ella está en
España con peligro de inficionarse de decadentismo burgués. Es un testigo
de su país y del nuestro, como Albee es un testigo de la sociedad americana.
Lo que hace falta son testigos. Me encuentro a otra muchacha del Este en el
estreno de Tango, esa pieza clásica del teatro de vanguardia escrita por el
polaco Mrozek. Mrozek ha visto pasar por su dolorido país la sombra de
Hitler y la sombra de Stalin.
—Es un nihilista —dice la chica.
Sí, Mrozek es un nihilista. Ha vivido el decadentismo liberal de una
vieja familia y luego los días de la opresión. No cree en nada. Su pieza es
hermosa teatralmente. Y es una bella rúbrica de escepticismo y dolor. La
muchacha roja vive la adolescencia de sus convicciones y no puede
compartir prematuramente el escepticismo de Mrozek. Hace bien.
Han llegado a Madrid algunos ejemplares del libro La santa mafia, de
Jesús Ynfante. Se venden a mil pesetas en el mercado negro. Me entero por
una muchacha del Este. Ynfante es un andaluz muy joven que vive en París
y ha trabajado duro con su fichero para hacer un panorama bastante extenso
del tema. Alguien me dice que el libro no es riguroso y tiene bastantes
errores. Me lo llevaría a casa en seguida para leerlo, pero la vieja y
corrompida galantería occidental me obliga a cedérselo a la muchacha del
Este, que también se interesa por él.
Frente a este pequeño puñado de muchachas rojas que podemos
encontrar en Madrid está el aluvión de las yanquis que vienen a los cursos
de verano, a los cursos de invierno, a toda clase de cursos. Las yanquis no
traen las prevenciones de las otras, naturalmente, sino sus propias
prevenciones. Los primeros días siguen desayunando cereales, como en
Houston, pero la ciudad alegre y confiada acaba ganándoselas, hasta que
desayunan churros con orujo en las buñolerías del alba, antes de acostarse,
y confiesan que no aman incondicionalmente la Constitución.
Entre la hueste rubia de las yanquis, generalmente felices de serlo, ha
pasado, como un viento, una chica llamada Sheila, que quiere entrar a
caballo en la Quinta Avenida, destruyendo cosas, y que no desea volver
allá. Ante una boutique de Serrano, la yanqui se pregunta cuánto le van a
robar y la muchacha socialista mueve la cabeza melancólicamente,
enigmáticamente, indescifrablemente.
Las mil tabernas
Han vuelto las subastas de arte y objetos artísticos, y han vuelto con un
apogeo que para qué; hay, todos los días de la semana, galerías del barrio de
Salamanca y la Castellana, citas vespertinas con la consola Luis XV, el
cuadro de Sorolla, los prerrafaelistas, el procurador en Cortes y el que está
de abogado con los americanos.
Parece que hay más dinero, o que el dinero tiene miedo, como diría el
señor Masó, de modo que los pintores se están inflando de vender, macho,
que decía el otro ayer mismo, y un público de media tarde, elegante y
resultón, va a la subasta como a la ópera, a esperar ese momento en que sale
una dama pechugona de Benedito, como si saliese la contralto para hacer su
solo. La gente contiene el aliento y el señor del martillito pide montes y
morenas. La pintura no paga impuestos, o los elude bien, y es una inversión
que dicen segura. Los que preferían jugar a los caballos, en los domingos
hípicos de La Zarzuela, están aquejados de bedsoniasis (la bedsoniasis del
caballo, que es enfermedad equina) y entonces se han traído su dinero de la
triple gemela a esto de la subasta, que también es una cosa elegante y
permite lucir lo mucho que uno tiene, que uno gana, que uno gasta. El auge
de las subastas de arte donde la gente se parte el pecho por un candelabro
hospiciano del siglo pasado es un síntoma claro de que los grandes negocios
fáciles y las inmobiliarias a sotavento están dando mucho dinero a los
desarrollistas.
No tiene esta burguesía derrochona un gusto artístico muy hecho,
porque pasaron de los dijes de la abuelita al retrato de Enrique Segura, con
recalada dominical en el Rastro para llevarse una tabla románica muy
devota y muy falsa. Compran siglo XIX, mucho siglo XIX, o sea que van
sobre seguro, a lo que se entiende y, por otra parte, tiene ya la pátina de los
años. Las grandes familias tienen la silla de tijera, reservada con cartelito en
la subasta. Pero las lluvias reventaron las tuberías de Cibeles, nada menos
que Cibeles, y todo era como un anónimo veneziano, escrito así, con zeta.
La gente llegaba tarde a la subasta por culpa de las aguas mayores
municipales.
Como el teatro y el cine están tan aburridos (lo que no es aburrido se le
queda a la censura entre las tijeras) y como la ópera de Madrid es una cosa
que murió con la Chata, aquella infanta castiza que cantara Duyós, resulta
que la gente viene a la subasta para hacer un poco de vida de sociedad, “que
es que no salimos nada, querida, pero lo que se dice nada, este hombre todo
el día con sus malditos consejos de administración”. Así las cosas, la
subasta es el sarao de hoy, porque los pases de modas en las grandes casas
también están aburridos, pues, como parece que el verano no acaba de
llegar, nadie tiene humor para meterse a ver modelitos vaporosos,
pantalones calientes y minibikinis, con tanta lluvia. Pero han pasado por
Madrid unos arzobispos cretenses, autónomos, y esto tiene un poco mosca a
la buena burguesía de nuestro pequeño mundo de Guermantes.
—Ahora va a resultar que también los popes ésos van a poder
confesarla a una.
Los padres del desarrollo han conseguido, ellos sabrán cómo, que esta
gente tenga más dinero que antes, o menos fe en su dinero de siempre, y
que la pintura, de rechazo, se haya convertido en una mercancía tan
codiciable como los paquetes de telefónicas. Ya todo este mundo tiene la
casa en el campo, el chalet en la playa, el nuevo modelo de coche y el
televisor a punto para empezar a recibir en color, de modo que se vienen
con el sobrante a la subasta, a ver lo que se pesca. Dicen que hay dinero
sudamericano, chileno y así, en los saraos de la pintura madrileña. Para
conocer el color de este dinero, basta con escuchar las conversaciones: “Lo
de Chile, una barbaridad; ya ha empezado la violencia. Era de esperar. Ese
pobre hombre, tan demócrata cristiano, asesinado vilmente. En el poder
tiene que estar la gente de orden, como toda la vida”. Mi amigo el progre
iba a decir que la muerte de ese señor es una jugada de la derecha para
desacreditar a la izquierda, como siempre, pero querían darle con el martillo
del subastador.
—¡Qué país, Miquelarena!
Antes y después, o durante el descanso (un intermedio entre los
impresionistas ingleses desconocidos y los novecentistas catalanes), la
gente habla de apartoteles y de Felipe III, que ha vuelto a la Plaza Mayor,
con su caballo, por obra y gracia de una palabrita que muy alta persona le
dijo en las Ventas al señor alcalde corregidor para que corrigiese el
desafuero dinástico. Los toros de San Isidro estuvieron tristes y mojados.
“La fiesta se acaba”, dicen los grandes del toro enamorado de la Luna, y
entonces el que pensaba comprar una ganadería compra una pinacoteca.
El arte está muy alto. Para que se vea que somos una sociedad
espiritualista. O, cuando menos, espirituosa y espiritista. Sorolla, Pancho
Cossío, Max Jacob, Carlos Francisco Daubygni, Francisco Domingo
Marqués, Vázquez Díaz, Zuloaga, Masses, Cecilio Pía, Caballero,
Vallmitjana, Cristina de Borbón, Vicente López, Moreau, Bilbao, Vila Puig
y tantos otros nombres grandes y pequeños del arte en las subastas
madrileñas. Todos estamos obligados a presentar declaración sobre la renta,
pero fue retirada de la vista al público la novela de los impuestos, en el
Ministerio de Hacienda, y ya nadie se acuerda de quiénes son las grandes
familias, las cien familias que ganan y gastan en el país. Los
revolucionarios del ciclostyl puede que conserven una copia para el día de
mañana, ¿pero quién piensa en el día de mañana? Hay que comprar pintura,
porque esto no paga impuestos y, si entre veinte pintores aciertas en uno, te
forras. Don José Gutiérrez Solana daba por cinco mil pesetas, a los amigos
que no los querían, los cuadros que hoy valen millones. Por una hogaza de
pan hubiera cambiado don José, en la posguerra del cuarenta, sus mejores
verbenas madrileñas con máscara y limonada agria. Hoy, él y su arte, como
tanto arte subversivo con una biografía maldita y antiburguesa detrás, son
bien de consumo en esta ópera pictórica de las subastas donde el tecnócrata
ejecutivo da su do de pecho desarrollista y privilegiado arrancándose con
trescientas mil pesetas por un bodegón con ajos. Para que luego digan que
hay necesidad.
Las suecas
Del Pirineo para arriba, todas son suecas. Con el calor violento de julio han
llegado las primeras suecas a Madrid, suecas de todas las nacionalidades,
alemanas, francesas, inglesas de pelo blanco-oro y Enciclopedia Británica,
holandesas de uñas cuidadas que gustan de la sopa española, rumanas que
escriben poemas y quieren morir de amor, italianas como españolas de
Logroño, noruegas que saben literatura y tienen al boy friend en un
campamento de scouts, suecas de todas las Europas.
Unas van de paso hacia el Sur revuelto y otras vienen a quedarse: los
cursos, las clases, el ocio, los viajes, El Escorial y el Valle de los Caídos, los
mesones, el vino de las tabernas; España, España, aparta de mí este cáliz de
limonada agria y sangre de toro. El turismo es una realidad espontánea,
natural, neoconsumista, y lo que tiene gracia es que los expertos del ramo
lucen affiches, proyectan diapositivas, hacen planes quinquenales de sol y
arena, cubican suecas en sus computadoras triunfalistas, como si
estuviésemos ante la magna realización de estos tiempos, proeza económica
para el bien de España y reconocimiento por parte del mundo de esa cosa
muy concreta y muy difusa que es la llamada “verdad de España”, y que
uno no sabe bien si localizar en El Escorial, en los mesones de la Corredera,
en el Museo del Prado, en el Museo de Perico Chicote o en la verbena de
las Vistillas. Ya vienen las suecas, madre, y el play-boy de ministerio,
centauro de hortera, y Jaime de Mora me dice que donde se dan bien es en
las oficinas de Correos, Cibeles, Nuestra Señora de las Comunicaciones,
entre palomas y cotufas, porque no todas las europeas han leído a Monod y
la mayoría son empleaditas con quince días libres para desatar sus pasiones,
de modo que el hombre que es hombre y es hombre de veras, español que
adonde no llega con la mano llega con la punta de la espada, como quería
don Eduardo, puede resultarles realmente una aventura exótica como un
amante oriental soñado con Pierre Loti en el romanticismo adolescente.
Las suecas vienen porque quieren, porque somos baratos, solares y
condescendientes. Apuntarse tantos a toro pasado, como hacen los citados
técnicos del ramo, es darle lanzadas al moro muerto de la morería andaluza,
por donde la sueca compra souvenirs, Manueles Benítez de trapo y serrín,
mantillas, panderetas y postales de la Maestranza con bandera española en
relieve, como un Braille del patriotismo. En Madrid ya no funciona el mito
de la francesa, que se ha descubierto que era una española con mejores
principios, y ha sido sustituido por el mito de la sueca, que va por ahí libre,
toca la guitarra y posa desnuda en cuanto se lo pides con una cámara en la
mano. La sueca madrileña quiere ver el Palacio de Oriente y me dice que si
fue aquí donde Goya pintó desnuda a la duquesa. Le digo que un poco más
abajo, cornisa de Madrid, riberas del Manzanares. Luego pregunta por Las
Hurdes y la España negra, y finalmente nos confiesa, al oído y mirando de
reojo, que tiene un disco del film Morir en Madrid y que podemos
escucharlo en su pensión, si pone el tocadiscos bajito y la patrona no entra a
preguntar qué músicas son ésas, qué músicas hacemos con un tocadiscos y
una cama. Una vez entró la patrona, a la querencia lorquiana de los cuatro
muleros, y reparó en que la letra era rara y no decía lo mismo que la
Argentinita. A la sueca cuesta explicarle que eso de las dos Españas es algo
que no se resuelve con un disco.
Las suecas, ésta es la verdad, no saben lo que quieren, y una sueca de
dos metros (sueca de Amsterdam o de Oslo, ¿quién ha visto nunca una
sueca de Suecia?) me ha confesado que ella no está en España para conocer
jóvenes intelectuales de aire europeo, que busca al español que mata cuando
besa. Pero si llega ese español, les sale a ellas la frigidez europea y se
acuerdan de su Yves, que iba más por lo fino. La dialéctica erótica de la
sueca y el macho ibérico está sin resolver plenamente, porque los
estudiosos y fomentadores del hecho turístico debieran prestar más atención
a esto, confeccionar manuales, en lugar de echarlo todo a toreros,
catedrales, ríos trucheros e industrias nacionales, como el canasto.
Si la sueca está realmente sueca, a lo mejor un fotógrafo de Pueblo le
hace una foto en bikini, en el Parque Sindical, y la saca en el periódico.
Decían que se habían escapado dos leprosos de una leprosería, que habían
pasado por Madrid y se habían bañado en el Parque Sindical. Es un rumor
loco, pero los castas de los Carabancheles le llaman ya Molokai a la piscina
más grande de Europa. Tuve que llevar a la sueca a Molokai, porque quería
bañarse con el pueblo, y aquello me recordó el Satiricón de Fellini, pero en
camiseta. Las suecas leen a Goytisolo, a Cela, a Delibes, a Azorín y a Corín
Tellado. De ahí no hay quien las saque.
—¿No es don José María Pemán quien gobierna en España?
Pues no, realmente no, he tenido que explicarle a la sueca. Algunas
suecas madrileñas viven de apartotel, pero la mayoría andan por las
pensiones de la calle de Atocha, mezcladas con las vicetiples del Calderón,
que son todo lo contrario de una sueca y que sólo se desnudan por contrato
laboral. Al que le toca una sueca de apartotel, ya puede echarse a dormir.
Pero la sueca de apartotel no se liga en el Museo del Prado, ni, por
supuesto, en Correos, sino en las fiestas para suecas que da la alta burguesía
en los hotelitos del Viso y Puerta de Hierro. Son supersuecas con carta de
recomendación y no entran en el juego de la libre oferta y demanda que
tiene su realidad candente en las terrazas de Cibeles y en los mesones de los
Austrias. Hay que llevarse a la sueca a hacer deporte a la costa de Madrid,
al pantano de San Juan, pero todas las realizaciones hidráulicas del régimen
se les dan una higa y dicen que para esquí acuático es mejor Miami. Las
suecas, que son libres, emancipadas, progresistas, deportivas, intelectuales,
cultas, higiénicas, europeas, se perecen por la perla cultivada y se compran
unos collares que aquí ya no se los pone ni mamá. “Es para la fiesta de
Santa Claus”. Vienen a España como irían al Japón. Seguimos siendo
exóticos para ellos. Y hay quien se vanagloria de esto. Ya vienen las suecas,
madre. Somos el colmao de Europa.
La Casa de Campo
Dicen los puros que el flamenco está perdido en la capital, que ya no beben
los flamencos lo que se dice que bebían, que el turismo, la malicia y el
disco se lo han llevado todo por delante. Pero Madrid sigue siendo la capital
por donde puede empezar a visitarse Andalucía. Y, naturalmente, tiene
muchos más colmaos que Sevilla. Los viejos pontífices del cante, cuando
llegan acá, no cantan en tablao ni escenario. Cantan para cuatro amigos en
la madrugada litúrgica de Ventas, y se vuelven a lo suyo.
En Torres Bermejas nos tomamos una vez un botellín de cerveza con la
Paquera, chupando los dos de la misma botella. La mujer de la voz grande
ha cantado mucho en esa mezquita pagana con toreros y artistas de cine.
Antes iba Antonio Ordóñez y ahora va “El Cordobés”. Si Alfonso Sánchez
llamó a las maniquíes “Cenicientas con sueldo base”, gustaríamos nosotros
de llamar a las bailaoras “Peteneras con seguros sociales”. Mujeres serias y
artistas, que se ganan honradamente la vida cantando y bailando, haciendo
palmas y dándole al faralae el vuelo que hay que darle, y que no todo el
mundo se lo sabe dar. Dicen que en Zambra está el flamenco más puro, con
un cantaor de cabeza romana, cenicienta, y otro cantaor de perfil negro y
duro como un santo gitano.
En el vestíbulo de Zambra, al costado ilustre del Museo del Prado, hay
una armadura medieval y un cuadro de Viola. Los turistas pasan, entran,
tocan, ven, meten la mano pálida en la llaga del misterio y luego ven bailar
a las mujeres fuertes de la casa. El Corral de la Morería tiene a Lucero
Tena, la mejicana de las castañuelas mágicas, que les hace muchas gracias a
los turistas y casi todas las noches tiene un sargento yanqui o un artista de
cine que se sube al tablao para bailar con ella los zorongos del quinto
whisky. En el Corral de la Morería estuvo Nureyev aprendiendo qué era eso
del baile flamenco. Está el Corral en el Madrid de Goya y su marimorena
sube a las cúpulas cercanas de los grandes templos, que ya dice un cronista
de la ciudad que Madrid tiene más cúpulas que torres. El flamenco es la
cosa elegante que se puede enseñar en Madrid al que viene de fuera. El
flamenco es la trapatiesta reglamentaria para la confidencia, el negocio y la
política. Como en aquella película española, el ruido de la juerga apaga las
voces y así pueden decirse más a gusto las atrocidades del dinero, la política
y el sexo. Madrid acalla su mala conciencia con zapateados y jipíos.
José Manuel Caballero Bonald, tímido y sabio detrás de su barba;
Fernando Quiñones, retórico y lírico; Manolito Ríos Ruiz, menudo y
jerezano, son algunos de los nuevos contestatarios del flamenco, que saben
lo que es y lo que no es, denuncian la prostitución del arte y le ponen
recados urgentes de poesía y andalucismo a Rafael Alberti, a la Chunga y a
la Unesco. En Los Canasteros está Manolo Caracol, grande y solemne como
un viejo piano, dando abrazos a los amigos, avalando la cuenta de los que
pagan con la firma y cantando de tarde en tarde, en la bulla de Nochevieja,
con la voz espesa y grandiosamente fallida. Allí, la partitura romántica de
Arturo Pavón y el cante solemne de Luisa Ortega.
En Las Brujas estaba Tatiana, una bailarina de América, mujer de
academia que bailaba lenta y fría, bellísima, y Edgar Neville —“un escultor
extranjero”, decían los camareros— iba todas las noches a escribirle
artículos en su mesa reservada. Ahora, en Las Brujas, la belleza delicada de
La Pocha, el Terremoto de Jerez, la morenez de Carmen Moreno, las flores
de Reyes Jiménez, esa Úrsula Andress del flamenco que es Charito, el cante
de los hermanos Reyes. La Chunga baila para la cena de los grandes en su
Café de Chinitas. Todas las noches, a partir de las once, Madrid se llena de
alboroto de la juerga con la gracia de Matilde, la crencha de Pepi, el
desplante de María Pepa, con el lirismo bronco del Chato de la Isla y de
Paco de Antequera. El Café de Chinitas tiene esculturas de Sebastián
Miranda y dibujos de La Chunga. Morocha, la última revelación grande y
joven del cante y el baile, la mujer-niña de las grandes sabidurías, hacía su
espectáculo de madrugada, cuando las palmas se embotaban de sueño, pero
ahora ha roto a sonar por el mundo y pronto se hará la jefa. Hay una
tabernita en Barbieri donde Caracol cena con poetas y hay un restaurante
donde Lola Flores sirve la sopa a los amigos. El flamenco de consumo
enciende sus lámparas de snobismo todas las noches, adulterado y
comercializado, creando una España de agencia de viajes para el
diplomático extranjero y la pescatera de Minnesotta. En Villa Rosa hay un
clima novecentista e isabelino donde se espera que a los postres salgan a
bailar la Tirana o la Caramba con las galas de la duquesa de Alba.
Madrid tiene mucha vocación andaluza. Madrid mira más hacia el Sur
que hacia el Norte. Pero el chalaneo de la urbe ha hecho de la flor delicada
del flamenco una compraventa con el whisky muy caro, la cena imposible y
el criado a la puerta para llevar el coche al aparcamiento subterráneo,
debajo de varias capas geológicas y municipales de galdosianismo,
carolinismo, nacionalismo, madrileñismo, quevedismo, conservadurismo y
tecnocracia. Del mismo modo que a los negros les robaron su lamento de
esclavos para hacerlo divisa y microsurco, a los gitanos y al pueblo andaluz
les hemos robado su arte, su queja, su resignación, su rebeldía, para hacer
espectáculos turísticos, amenizar la cena con gazpacho a dos mil pesetas y
acuñar discos donde se marea la copla.
Los solitarios, los puros, los lejanos, cantan para una tertulia de cinco
sillas donde siempre sobran sillas o faltan amigos. La señora importante se
lleva todo el cuadro flamenco a la suite de su hotel, para que sigan cantando
hasta la hora del desayuno, y siempre hay un payo que se cuela a hacer
palmas para cobrar al final las trescientas pesetas del suplemento. El cante
andaluz, que primero fue el dolor de un pueblo y luego el arte de ese dolor,
el rizar el rizo de la desesperación, está hoy lleno de convencionalismo y
discriminación. Hasta hace poco no dejaban entrar en los tablaos sin
corbata, y siempre el conserje nos decía que iba a prestarnos la suya propia,
puesto que él estaba de uniforme. Realmente, el conserje tiene un surtido de
corbatas con las que se saca unas propinas considerables. Hay que ir al
tablao, pese a todo, si se quiere oler un poco de cerca la flor oscura de
Andalucía. Pero unos cuantos escritores, unos cuantos flamencólogos,
luchan por la verdad de ese arte. Una sociología del flamenco nos
descubriría la paradoja de que no sólo se le haya desoído su queja al pueblo,
sino de que incluso la queja se le haya arrebatado para hacer con ella
billetes verdes. Por los estudios húmedos de Antón Martín, contra grandes
espejos leprosos, en los bajos del Rastro, ante la mirada de Antonio Marín,
el gran bailaor cojo, la hueste joven y esforzada de los nuevos se enseña
para un arte puro que luego la gran ciudad —tablao y componenda—
pervertirá con gracia, con pena y con no mucha gloria.
Los maestros
Parece que estamos en época de grandes cracs económicos. Todos los días
salta la noticia de algún pool financiero que se va a paseo. Luego, a uno de
los responsables suele vérsele por la raya de Francia, o por cualquier otra
raya, con un maletín y una rubia.
Ha habido últimamente, ustedes ya saben, unos cuantos cracs de esos
que dejan detrás una estela de obreros sin jornal y acreedores con las letras
impagadas. El obrero español, que lleva siempre las de perder, por si tenía
poco con los accidentes laborales y las represalias de la empresa, ahora
tiene, además, el peligro del crac y de que el señorito salga en una avioneta
camino de las Barbados con la liquidez en un maletín. Se denuncia
asimismo el absentismo laboral, y el ministro del ramo ha salido hace poco
al paso de esas denuncias diciendo que el absentismo tiene siempre raíces
más profundas y que no se adelanta nada con denunciarlo o perseguirlo.
Pues claro. Aquí mismo hemos escrito en otra ocasión que frente al
absentismo de los obreros habría que considerar el absentismo de los
patronos, que se van a un crucero de placer o a jugar al tenis a Puerta de
Hierro, y eso sí que es absentismo, aunque sea un absentismo dorado.
Bueno, pues encima está el absentismo del crac, el absentismo indefinido,
cuando el director gerente mete la pasta en la cartera-estuche, telefonea a la
secretaria particularísima número uno y se pierden en la noche de los
tiempos y de los reactores.
¿Quién asegura a los trabajadores contra eso, contra esas veleidades del
señorito? En general, anda por ahí mucho crac, ya digo. Acaban de negarle
nuevamente la libertad condicional vigilada al señor Vilá Reyes, que va
camino de convertirse en el último de Spandau, en el Rudolf Hess del caso
Matesa. Lo que hace bien poco tiempo fue conmoción nacional es hoy la
anécdota pequeña, lo que en periodismo llamamos “interés humano”, de un
señor al que no se le consiente salir a misa con su familia, que siempre es
un ejemplo edificante. Familia que reza unida permanece unida, incluso
más allá de los grandes cracs.
Al primer ministro británico, señor Wilson, ya saben ustedes que
quisieron salpicarlo hace poco con la complicidad en un negocio sucio.
Willy Brandt ha caído por un asunto de espionaje. De lo de Nixon qué les
voy a contar. Mitterrand, durante la campaña electoral, acusó a Giscard, por
persona interpuesta, de estar financiándose su propaganda con dinero del
Estado, del pueblo. Los políticos y los financistas vuelven a tener las manos
sucias, ¡ay! La especulación del suelo, en Madrid, es un asunto que el día
que explote va a ser un verdadero espectáculo de luz y sonido. Y así con
todo.
Que el capitalismo ha perdido la vergüenza. ¿Pero es que existía la
vergüenza capitalista? Tiene uno la sensación de que anda el dinero en
torno, de acá para allá, se huele el tráfico oscuro de los billetes en la
sombra, se intuye que algo pasa, que algo está pasando, que algo va a pasar.
La Bolsa de Madrid flojea y más va a flojear si los de la pasta siguen
pegando petardos. El otro día he estado en un coloquio sobre las subastas de
arte. El negocio del arte, hoy, en Madrid, es una de las cosas más sibilinas y
curiosas. Se trata de comprar un Foujita por la mañana en ochocientas mil
pesetas y de venderlo por la tarde en millón y medio. Al mismo tiempo,
unos pobres chicos andan por las casas vendiendo reproducciones de
Picasso para ayudar a los niños mongólicos. El arte ha sido prostituido y
puesto al servicio de todas las causas, de las buenas y de las malas. Juana
Mordó, la gran promotora de arte, nos contaba a qué niveles está llegando el
comercio de la pintura en la ciudad. Me dicen que lleva usted ciertos
electrodomésticos a reparar una pequeña avería y se los devuelven con una
avería mucho mayor, para pasarle la gran factura u obligarle a comprar otro.
El capitalismo, sí, se está devorando a sí mismo, pero con un buen apetito
que empieza a ser alarmante.
Una vez se me ocurrió sugerir el crac de una gran empresa. Me echaron
encima todo el aparato legal de su despacho de abogados y sus consejeros
jurídicos. Tuve que envainármela. Al poco tiempo se producía el hermoso
crac humildemente pronosticado por mí. Una cantante española acaba de
denunciar el negocio del disco, los oscuros caminos por los que se llega a
imponer un cantante, una marca, un éxito. Me parece que a esa chica le
sobra intelecto, y ya dijo Machado que el intelecto no canta. La pobre
dejará de cantar.
Y así con todo. Me explicaba un enterado y experto (los expertos en
portuguesismo o teorizantes del monóculo proliferan ahora en Madrid):
—Mire usted, a la oligarquía portuguesa ya no le interesaba seguir
siendo un país aislado, sacrificar su parentesco europeo por la guerra de las
colonias, los diamantes y los negritos. Por eso han dado el golpe, han
erigido a Spínola para que lo diera.
Bueno, dicen que eso está pasando en todas partes. Lo que quiere la
oligarquía es comerciar, claro, y para eso puede volverse contra sus propias
ideas, si es que las tenía, por más que los profetas en el desierto de la
nostalgia levanten la voz y peguen los gritos de ritual. Esto es como las
relaciones comerciales con Rusia. Antes de que tuviéramos aquí una oficina
comercial soviética, algunos grandes y agresivos empresarios españoles
estaban ya comerciando con Moscú. Sara Montiel, Raphael y Luis Miguel
Dominguín fueron la avanzada o la cobertura folklórica de una realidad en
especies que se estaba produciendo. Lo que pasa es que uno es partidario
del milagro, aunque lo haga el diablo o lo haga Spínola, que para muchos
debe ser así como un diablo con monóculo y traje de paracaidista. No faltan
articulistas que nos presentan lo de Portugal como una advertencia, pero
como una advertencia contra Spínola, como si el general se propusiera
invadir este lado de la raya. El que se finge fantasma acaba siéndolo, como
decían los árabes antes del petróleo, de modo que vamos a jugar un poco a
la fantasmagoría de la apertura, la participación, el europeísmo y el
asociacionismo, al teatro dentro del teatro. Calumnia, que algo queda.
Participa, que algo queda, digo yo volterianamente. Y esto no es una
invitación a participar ni a entrar en la intelectual integration (donde se han
metido algunos incluso con demasiada prisa), sino una sencilla táctica que
consiste en dejar correr el agua que no has de beber, hasta que puedas
traértela a tu propio molino. El dinero está metido en un lío, eso se ve claro.
A ver si hay alguien que sepa aprovechar el momento. Hasta el dinero, a
veces, se cansa de ser tan de derechas.
De cintura para arriba