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Francisco Umbral, nacido en 1936, es uno de nuestros escritores más leídos

en la actualidad. Madrileño de adopción, sus artículos en periódicos y


revistas, que reflejan el vivir cotidiano de su querido Madrid, le han valido
un unánime reconocimiento como cronista periodístico. También cultiva
con acierto la biografía y la novela, ocupando un lugar privilegiado entre la
narrativa de nuestra posguerra. Pero, quizá, los momentos más insuperables
de su prosa, donde da entrada a las palabras coloquiales del lenguaje actual,
los hallamos en su faceta de cronista, como lo demuestra la presente obra y
otras parecidas. El autor, dotado de gran capacidad crítica e instinto
renovador, ha rescatado del olvido la crónica y el artículo y los ha elevado a
la categoría de primer género literario.
En “Diario de un español cansado” —recopilación de los artículos que
semanalmente publicó en Destino durante el año 1974— los
acontecimientos del país se comentan con un fino humor y una amarga
ironía que se lee entre líneas. Cada uno de estos retazos testimoniales, que
va describiendo la vida cotidiana, constituyen el film de una época cuyas
secuencias van diseccionando mitos y realidades del sainete esperpéntico
que se rueda a diario en la capital del país. Este documento personalísimo
de toda una comunidad, Umbral nos lo sazona con un derroche de ingenio y
con la cabriola irónica de sutiles greguerías, ya que no en vano es el más
calificado heredero de Gómez de la Serna, o, “Ramón”, como alguna vez
nos cita.
Francisco Umbral

Diario de un español cansado


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Titivillus 29-03-2020
Francisco Umbral, 1975

Editor digital: Titivillus


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Soy un fue y un será y un es cansado.
Quevedo
El 12 de febrero

Todos los políticos en el ejercicio del poder se refieren ahora al espíritu del
12 de febrero, que fue el día del discurso del presidente del Gobierno a las
Cortes, inaugurando una nueva etapa política. Como los textos políticos
amarillecen y se olvidan con tanta facilidad, conviene tener siempre un
texto reciente al que referirse, un respaldo de palabras autorizadas. Con la
muerte de Carrero Blanco terminaba violentamente un ciclo político
español. Y en seguida se abrió otro ciclo. Los ya numerosos libros sobre el
día que mataron a Carrero Blanco no han estudiado detenidamente por qué
la política post-Carrero es en algunos aspectos política anti-Carrero. Puesto
que aquel ciclo no terminó por voluntad del Estado, sino por un atentado,
cabría haber esperado que todo siguiese igual, pero no fue así. La lealtad y
la memoria de Carrero Blanco, tan honradas por la actual política, no han
impedido a ésta alejarse a gran distancia del muerto, al menos teóricamente.
Esto sólo puede tener una explicación, y es que dentro del bloque
monolítico del Gobierno Carrero latía ya un germen de renovación o de
nueva fisonomización, que diría Ridruejo, germen que se desarrolló
libremente después del atentado. Esto nos descubre, por una parte, que los
bloques monolíticos nunca son tan monolíticos ni tan bloques como parece,
y que la historia aprovecha todas las circunstancias, incluso las adversas,
para seguir su curso. El español de la calle, el hombre medio, la mayoría
silenciosa, la inmensa minoría —minoría porque apenas cuenta—, la
“nueva mayoría” a lo Giscard, no se sabe al pie de la letra el programa del
12 de febrero, porque la mayoría silenciosa e ilecta nunca se mete en la letra
menuda. Intuyen que algo está pasando y que andan más muslos de señorita
sueltos por el país, el cine y las revistas, pero sólo eso.
Dice ABC que al presidente del Gobierno le ovacionaron el otro día en
la calle, cuando venía de dejar su óbolo en una cuestación. El Gobierno en
general parece dispuesto a luchar por la popularidad. Me decía una vez Tico
Medina: “Yo he conquistado la popularidad, pero ahora tengo que cambiarla
por el prestigio”. Bueno, pues lo mismo, pero al contrario, le pasa a
nuestros políticos. Que han tenido siempre el prestigio, por decreto, pero
ahora quieren la popularidad.
Y es que con el prestigio no basta, claro. Durante muchos años los
políticos españoles en el ejercicio han disfrutado de prestigio intangible
desde el día mismo que salían nombrados en el Boletín Oficial. El político
empieza por ser el número uno de su promoción y acaba de presidente de
un consejo de administración, tras haber pasado por el poder como el rayo
de sol por el cristal, sin romperlo ni mancharlo. El Gobierno anterior, y el
otro más anterior, por ejemplo, los llamados —no sé si con exactitud o no—
“gobiernos del Opus”, disfrutaban un prestigio moral, oficial, político e
incluso sexual, en algunos de sus miembros. Prestigio, este último, que iba
desde la familia que permanece unida, en unos, al voto de castidad o la
soltería ejemplar, en otros. El cambio sustancial que yo veo, hasta ahora, en
todo esto del espíritu de febrero es que el Gobierno parece dispuesto, al
contrario que Tico Medina, a cambiar prestigio por popularidad. La cosa no
es fácil, claro, porque el prestigio es una cosa que puede fabricarse por
decreto o mantenerse por disciplina, pero la popularidad no se crea ni se
inventa ni se finge. Alguien dijo que el talento no tiene sustitutivos. La
popularidad tampoco. Una vez se lo decía yo a unos del Opus: “No digo
que no seáis eficientes; lo que digo es que no sois simpáticos ni populares”.
(Entonces estaban en el poder, según se decía.) Y les ponía yo el ejemplo de
Luis Miguel y “El Cordobés”. Qué duda cabe de que Luis Miguel tiene
prestigio de gran torero. Pero “El Cordobés”, mucho peor torero, tiene el
don de la popularidad. En política, el prestigio suele ser patrimonio de
regímenes apolíneos, herméticos, unitarios y lacónicos. La popularidad es
más bien patrimonio de los regímenes democráticos, abiertos, callejeros y
charlatanes. Pero la popularidad no es una meta a alcanzar, sino una
consecuencia de una política. Quizás aquí hemos equivocado los objetivos,
como tantas veces. Los políticos, aburridos de su propio prestigio, tan soso
y áulico, han decidido ser populares, llegar más a la gente. Mas eso no se
consigue con un programa, con una operación popularidad, sino que es
consecuencia, cuando lo es, de una manera de ser político y hacer la
política. El político democrático puede aspirar a la popularidad. El político
apolíneo tiene que contentarse con el prestigio.
Dentro de esta operación popularidad, yo no dudo de que casi todos los
miembros del actual Gobierno van a ser a fin de año populares de Pueblo,
pero lo que hace falta es que no se queden ahí, con ser mucho. Su política
de popularidad permite e incluso alienta, quizá, campañas de crítica festiva
o apocalíptica, soporta campechanamente manifiestos y embates de otros
políticos de dentro y de fuera del sistema. Dicen los comunistas que el
gauchista refuerza la imagen del Partido. Es cierto. El amateur refuerza
siempre, por contraste, la imagen del profesional. Girón, García Rebull,
paralelos al Gobierno, pero no convergentes, refuerzan con sus manifiestos,
gironazos, fuengirolazos y papirotazos de papel de periódico la imagen del
Gobierno. Otras veces ha pasado con don Blas Pifiar, que, por cierto, lleva
mucho tiempo callado. Todo gobierno, aunque sea de derechas, necesita
tener a alguien más a la derecha para sentirse término medio, que es donde
está la virtud. Para sentirse virtuoso.
Otra de las apelaciones a la popularidad que ha puesto en práctica el
actual Gobierno es el destape sentimental. Después de la política de
salmantino luto que traía Sánchez Bella, al Gobierno le ha sido muy fácil
vestir de alivio de luto a las españolas destapistas, aunque ha tenido que
retirar alguna revista, como Super-In, porque iba demasiado alta, y eso
tampoco es. Otra revista retirada ha sido Sábado Gráfico, con su lista de
contribuyentes, porque los números, tanto los fiscales como los números
eróticos, son cosas que el Poder se toma siempre muy en serio, por aquello
de que números cantan y ya dijo don Antonio que se canta lo que se pierde.
No hay que perder las riendas en la cosa económica y capitalista, que al fin
y al cabo es lo que cuenta. Los obispos, desde su reciente sínodo
escurialense, han protestado de este destape pseudoaperturista que comercia
con “las pasiones humanas”. Hay muchos españoles que sin ser obispos
también protestan de que les den destape por apertura, gato en celo por
liebre democrática. Yo no protesto de tanto muslito, no vaya a ser que
también nos lo quiten.
Los impuestos

Suben los presupuestos del Estado, sube el déficit, sube la deuda, suben los
impuestos, sube todo. Vengo de Europa, que es un sitio donde la gente paga
los impuestos. Porque lo que realmente empieza en los Pirineos no es
África, sino la africanización fiscal del país.
Aquí la gente recela del impuesto y teme que llegue a hacerse
progresivo. Pero resulta, paradójicamente —en matemáticas se dan las
paradojas como en la literatura de Wilde—, que el impuesto progresivo
produce mayor afluencia impositiva, porque a la gente le da confianza en el
sistema fiscal. O sea que aquí los pobres no declaran, porque sospechan que
los que tenían que declarar eran los ricos, y los ricos no declaran porque
temen que declarando cien siempre se les van a sospechar doscientas o mil.
De modo que es mejor no declarar nada. En los sistemas fiscales blandos —
digamos— como el español, lo que se engendra, paradójicamente, no es la
confianza del personal, que sería lo lógico dado el paternalismo, sino la
desconfianza y, por tanto, la abstención. En los sistemas fiscales duros,
como los europeos socialdemócratas, lo que se engendra es confianza y
fidelidad fiscal. Los españoles tenemos la vieja doctrina amorosa y
nietzscheana de que yendo con mujeres hay que llevar siempre látigo. Los
árabes dicen que hay que azotar a la esposa todos los días, aun sin motivo
que ella sabrá por qué. Bueno, pues a quien hay que azotar no es a la
esposa, sino al contribuyente. ¿Me explico?
Resulta que en amor los españoles creemos ciegamente en la mano
dura. Si no usas mano dura con las mujeres, las mujeres te engañan, te
toman el pelo y te arruinan. Nuestro Código Civil, por lo que se refiere a la
legislación sobre la mujer, es un hermoso ejemplo de mano dura. Y si no
que se lo pregunten a doña Mónica Plaza. Pero si esto es en la vida erótica,
en cambio en la vida fiscal somos más bien partidarios de la mano blanda.
Todo lo contrario del Código Civil es el Código Fiscal. Aquí somos
reaccionarios en amor y liberales en economía. Los europeos, por el
contrario, son liberales en amor y duros en los impuestos. Y les va muy
bien.
El español descubrió una vez que la mujer es masoquista, y le pega. Así
ha logrado el tipo de mujer más fiel del continente. Pero el español aún no
ha descubierto que el contribuyente también es masoquista, y eso nos
pierde. Creemos que al capital hay que mimarle mucho para que no se vaya.
Y estamos muy equivocados. El día que descubramos el masoquismo de los
ricos habremos resuelto todos nuestros problemas.
En Europa son liberales con las mujeres y duros con los capitalistas.
Tienen los capitalistas más fieles, impositivamente hablando, del mundo
entero, y las mujeres más deliciosamente infieles, en contrapartida. En
España somos liberales con los capitalistas y duros con las mujeres. De
modo que la santa esposa no nos la pega nunca —y si nos la pega casi no se
sabe—, pero el capitalista nos la pega siempre. Como ustedes saben, hay
países donde el rico llega a tributar hasta el ochenta por ciento de sus
ingresos, y cuando trata de evadir capitales se encuentra al otro lado de la
frontera con la banca nacional de su país, disfrazada de internacional, para
seguir cuidándole amorosamente los dólares. El amor del capital y el fisco
llega a ser incestuoso en algunos sitios, casi pornográfico. El verdadero
erotismo, en los países europeos con gran libertad erótica, no es el de los
sex-shop ni el de los sex-living, sino el del capital y el fisco, que mantienen
un idilio de millones y un menage a trois donde el tercer hombre es el
inspector del timbre. Eso sí que es porno y escándalo, sobre todo para un
rico español, habituado al pudor de la doble contabilidad, la evasión de
impuestos, la fuga de capitales y el magisterio de costumbres.
Ha dicho el ministro de Hacienda, en el pleno de las Cortes, que hay
que desmitificar y clarificar la información económica, porque el lenguaje
sacerdotal de los economistas y de los ministros del ramo no lo entiende
nadie, y muchas veces sirve para ocultar la verdad, graves verdades. Yo
creo, con permiso del señor ministro, que no hay que desmitificar nada y
que el lenguaje tecnológico es a la política lo que el latín a la religión: una
manera carismática y oracular de producirse, una técnica doble de
ocultamiento y revelación. Los curas hace tiempo que renunciaron al latín,
y desde entonces andan metidos en líos y hasta van a la cárcel. Con el latín
estaban más defendidos. Bueno, pues los políticos lo mismo. Yo creo que
debieran seguir con el latín de los números para que nadie sepa lo que dicen
y se les respete un poco, porque cuando se entiende todo no hay manera de
respetar casi nada.
La gente lleva relojes de oro que no tributan, pero si yo cobro dos mil
pesetas por un artículo me descuentan el catorce por ciento. Se me grava la
prosa como si fuera de oro, y no niego que mi prosa tiene ciertos quilates,
pero estoy aprendiendo técnica impositiva en una academia nocturna, en
cursos intensivos, para ver de salvar mi catorce por ciento. Uno de los
Garrigues pidió un día por la “tele” grandes y severas penas para los
defraudadores de impuestos. Lo siento por el señor Garrigues, pero yo, si
pudiera, preferiría, ya digo, salvar mi catorce por ciento y cobrar los
artículos enteros, pues yo no le descuento nada al lector en metáforas ni en
noticias y salgo siempre a darlo todo. Del mismo modo que hay una fuga de
capitales, hay una fuga de cerebros, de modo que si se ponen tontos con el
catorce por ciento me voy a Estados Unidos, ahora que ha quedado vacante
la plaza de Walter Lippman.
El problema de los impuestos me parece a mí que no es un problema de
números, sino un problema de fe, como casi todo, y perdonen ustedes el
irracionalismo. Para pagar un ochenta por ciento de impuestos hay que
tener mucha fe en el país de uno. Aquí no es que nos falte vergüenza
impositiva: es que nos falta fe. En este país no cree casi nadie, salvo don
Julio Rodríguez. O sea que además de no tener vergüenza no tenemos fe y
por eso no pagamos los impuestos y, sobre todo, por eso no hacemos la
reforma fiscal. En Europa se han inventado incluso el ahorro obligatorio, de
modo que el Estado hace de hucha de barro y se queda con los ahorrillos del
ciudadano, y el ciudadano traga. Pero es porque tienen fe en el Estado.
Aquí en seguida habríamos roto la hucha.
Teoría del rumor

Id rumor nace de una carencia. Hay rumores cuando no hay noticias, como
hay sueños eróticos cuando no hay erotismo. El rumor es el sueño de las
sociedades adormecidas.
—Le ha salido a usted muy bien.
—Pues no hecho más que empezar.
Id rumor nacional es de naturaleza preferentemente madrileña. Madrid,
ciudad secularmente poco industrial, ha fabricado a través de los tiempos
tres productos leves, gaseosos y fugaces: los buñuelos, los churros y el
rumor. Todavía se ven por ahí los viejos rótulos que están entre Galdós y
Baroja, entre Carandell y el pintor Alcaín: “Fábrica de churros”, “Fábrica
de buñuelos”, “Fábrica de patatas fritas”. Cosas así. Letreros artesanos
sobre una pequeña industria, sobre un piso bajo, generalmente cerrado y a
punto de demolición. Cuando Madrid se mete en grandes industrias, como
el INI, va el señor Fernández Ordóñez y dimite. Y esto no es rumor, sino
una realidad. El verbo se hizo carne. El verbo del rumor se hace carne de
realidad todos los días últimamente.
Los rumores se fabrican al alba, como los churros y los buñuelos, y el
madrileño los consume con el desayuno. A la señora marquesa le pasan en
bandeja el ABC y los rumores. El ABC hay que leerlo con una guarnición de
rumores en torno, como el salmón ahumado hay que tomarlo con una
guarnición de no sé bien qué (ayúdame en esto, querido Néstor). Los
periódicos en la actualidad conviene leerlos con antiparras de rumores,
como antes se leían con impertinentes o quevedos. El periódico es una cara
del tapiz de la realidad. El revés del tapiz es el rumor. A los periódicos hay
que hacerles una lectura estructuralista, buscando su correspondencia
secreta con el rumor, la equivalencia entre noticia y bulo, entre verdad y
mentira, entre hipótesis y agencia Cifra. Si sólo tiene usted la noticia es
como si tuviera la flor sin su perfume. Si sólo tiene usted el rumor ha olido
usted el perfume, pero no ha cortado la flor. El rumor es el aroma de la
noticia.
—Eso también le ha salido a usted muy bien.
—Ya le dije que no había hecho más que empezar. Churros, buñuelos y
rumores. Hasta antes de la guerra el madrileño se había alimentado de
buñuelos. De la guerra para acá se ha alimentado de rumores. Antes dicen
que se comía menos, pero la gente estaba más informada. Luego se ha
comido un poco mejor —aunque más adulterado—, y la gente ha dejado de
estar informada. Pero el rumor, ya digo, nos llega por delante de la noticia,
como el perfume nos llega por delante de la rosa. Hay épocas en que los
rumores se confirman y épocas en que no se confirman. Últimamente el
verbo viene haciéndose carne con toda puntualidad.
—Que cesan a Pío.
Y le cesaron.
—Que hay moros en la costa.
Y en la costa mora están desembarcando armas.
Yo no sé si el rumor crea la noticia o la noticia suelta aroma de rumores.
Pero Madrid tiene necesidad de estar informado y, sobre todo, tiene
necesidad de informar al resto de España. Y cuando no tiene noticias
distribuye rumores. Dicen que María Antonieta, a falta de pan, sugirió darle
bizcochos al pueblo. A falta de pan informativo, aquí repartimos bizcochos
rumorosos. Pero después de María Antonieta vino la Revolución, y no es
éste el caso. Rumores, en Madrid, ha habido siempre. Lo malo es cuando
los rumores se confirman. También ha habido siempre chistes políticos,
porque el ánima de Quevedo anda suelta por las calles y los mercados. Lo
malo es cuando el chiste político se confirma. El rumor y el chiste suelen ir
por delante de la noticia. Ahora se producen simultáneamente, o la noticia
se adelanta al chiste, lo que quiere decir que estamos viviendo una realidad
chistosa.
Hay quien dice que con el espíritu del 12 de febrero íbamos hacia una
democracia liberal. Mucha futurología me parece ésa, pero bueno. El rumor
configuraba una España con asociaciones, Embajada rusa, salida de El País
y visita de cumplido por parte de don Santiago Carrillo. Ahora los rumores
han cambiado viento y configuran una democracia social —para
entendernos y con perdón de la mesa—, a base de realizaciones populares,
populistas —¿peronistas?—, y no sé si demográficas o demagógicas.
Alguna nacionalización espectacular y muchas casas para los pobres. De
asociaciones, liberalismo ateo y celeste carne de mujer, menos o nada.
Bases americanas, CIA, nacionalismo a ultranza. Muchas cosas para un
rumor. No cabe todo eso en un buñuelo de viento.
¿Y la guerra? La guerra mundial está al caer. Hay ya hasta un calendario
de la guerra, con fechas en rojo y en negro. Un calendario no
constantiniano, sino nixoniano (que el espíritu flebítico de Nixon todavía
ronda) y soviético. Un calendario al que sólo falta ponerle encima las pin-
up-girls de los calendarios. Los soviéticos quieren poner recias campesinas
de Georgia y los yanquis quieren poner a miss Playboy de noviembre.
Aparte estas sutiles diferencias ideológicas, en armar la guerra parece que
estamos todos de acuerdo, con lo que las bases americanas en España se
revalorizan y volvemos a disfrutar de una situación estratégica privilegiada
en el desconcierto de las grandes potencias. Pese a lo cual América,
América, se hace la estrecha y nos da poco dinero y ninguna honra. Todo
esto no son más que rumores, pero es que llevamos una mala racha en que
todos los rumores se confirman. En cuanto llegas a una reunión la gente
dobla el periódico, cierra la “tele” y pregunta:
—Bueno, ¿y qué se dice por ahí?
Hay momentos en que la información está en la calle, más que en los
papeles. Yo creo que, dada la escasez de papel prensa, y dado el auge y
prestigio del rumor, estamos volviendo a un periodismo oral, medieval, que
es lo nuestro. Alguien habla en Madrid de campañas insidiosas de rumores,
del rumor como arma política, como golpe bajo. El rumor, empero, es un
medio muy español de información, un mass-media con el que no han
contado McLuhan, ni Gómez Aparicio, ni ninguno de los modernos teóricos
de la información. El rumor es incontrolable y no está al servicio del capital
ni del Estado. Claro que hay rumores controlados e interesados, pero del
mismo modo que la naturaleza imita al arte wildeanamente, hay épocas en
que la política secunda al rumor y lo confirma. Casi todos los rumores
nacionales que han circulado estos días y que ustedes ya conocen se han
confirmado después. Y ¡ay del rumor que no se confirma!, porque explota.
La falsa izquierda

Luis María Ansón publicó un artículo en ABC titulado así, “La falsa
izquierda”. Lorenzo López Sandio ha ampliado el concepto posteriormente
a la falsa derecha. Parece que todos somos un poco falsos, en este país.
Claro, si la izquierda, cierta izquierda, es falsa porque postula una cosa
y vive otra, porque predica pobreza y vive en la riqueza, la falsa derecha
hace más o menos lo mismo, de donde se deduce que, como decía mi
abuela, siempre ha habido ricos y pobres. O sea, que el mundo no se divide
en izquierda y derecha, porque el juego de las ideas es maniqueo, sino que
se divide en ricos y pobres, porque la lucha de clases es una realidad
descubierta para siempre por el señor de la barba. Todo seguido, caeremos
en la cuenta de que no hay más izquierda real que la proletaria, ni más
derecha real que la millonaria. Así las cosas, hemos vivido con fervor el Día
Universal del Ahorro, que es un día que conviene igualmente a las derechas
y a las izquierdas, y que se predica más para los pobres que para los ricos.
Los pobres ahorran y los ricos invierten. Es la diferencia.
Los pobres siguen en el utilitario, descrismándose por la carretera, y los
ricos han vuelto al tren, que es más cómodo, porque en el tren montan una
especie de oficina rodante y van resolviendo problemas, empréstitos y
expedientes mientras hace su camino el tren, trenito, tren, con un humo por
arriba y por abajo un vaivén. Los ricos se han alejado de Madrid, viven en
chalets con piscinas, en La Moraleja y por ahí, y los pobres siguen en las
casas de renta antigua, esperando al señor López Brea como al arcángel de
las inmobiliarias. Los ricos acuden a echar la quiniela, a ver qué pasa. Por
lo demás, la falsa izquierda y la falsa derecha suelen coincidir en los
mismos restaurantes políticos de muchas estrellas y algunas barras.
El presidente del Gobierno dijo en Burgos que el cese de Pío Cabanillas
y Barrera de Irimo no supone ningún cambio en la política del 12 de
febrero. Pero nadie ha dicho por qué cesaron. El señor Barrera de Irimo
había hablado de hacer la reforma fiscal. ¿Realmente iba a hacerla? No creo
que haya caído por eso. Los afectados por esa posible reforma no creen ya
en milagros y, por tanto, no les asustan los ministros milagreros. Habrá
caído por cuestiones técnicas, que siempre queda mejor. ¿Y el ministro de
Información? La falsa izquierda ha llorado por él. No sé si también la otra,
porque a la otra izquierda no se la ve llorar ni se la ve reír. Si Barrera era el
susto de la falsa derecha, porque hablaba de reforma fiscal, Cabanillas era
el susto de la falsa izquierda, porque hablaba de cerrar revistas. Ambos han
sido brillantemente sustituidos. En la factoría Fasa, de Valladolid, hubo una
explosión trágica en la que murieron diez obreros y resultaron numerosos
heridos. Es lo más doloroso que ocurre en España desde la calle del Correo.
Cuando escribo esta crónica no se sabe aún oficialmente si ha habido
sabotaje en Valladolid. La falsa izquierda y la falsa derecha repudian por
igual estos actos de terrorismo. Y el país en general. En cuanto a la
izquierda y a la derecha reales, sólo nos quedan dos hipótesis: o son los que
ponen las bombas o, directamente, no existen. La publicidad, viniendo de la
velocidad adquirida, sigue hablándonos de cocinas suntuosas y
electrodomésticos a los que ya sólo les falta hablar, o ni siquiera eso, porque
ya la televisión es un electrodoméstico que habla. Pero las amas de casa, en
Madrid, han hecho cola para el aceite porque escasea, y ha comenzado la
especulación, la ocultación y el estraperlo. Por los mismos días se falla el
juicio del caso Reace y el aceite de Redondela, con graves condenas para
los responsables. Ésos deben ser la falsa derecha, los que han defraudado
millones al país mediante el caso Reace, porque la derecha real está en la
cola del aceite.
En el Vaticano les han echado la película Jesucristo Superstar a los
Padres sinodales. En Madrid se ha estrenado el espectáculo Godspell, que,
en la misma línea de Jesucristo Superstar, y de la mano temblorosa de
Pemán, supone una folklorización pop del Evangelio. Se ha conseguido en
Godspell que no interese ni el Evangelio ni el pop. Hay cosas que no van.
Pero la derecha madrileña que tiene trescientas pesetas para la butaca, va al
Marquina a aplaudir locamente.
Ha habido una declaración conjunta germano-soviética. “La falsa
izquierda se pone de acuerdo con la falsa derecha”, me dice mi amiga la
progre. Yo creo que tampoco es para ponerse así. Los alemanes y los rusos
necesitan comerciar, y eso es todo. Poniatowsky ha dicho: “El partido
comunista es un partido totalitario de carácter fascistoide”. Poniatowsky es
ministro del Interior, en Francia, y ha glosado de esta forma la ruptura entre
socialistas y comunistas, elogiando seguidamente al partido socialista. Es la
crítica a la falsa izquierda desde la falsa derecha. Estamos en las mismas y
en todas partes cuecen rojos. Me llaman de Televisión para ir a hablar del
sexo con un cura, un sexólogo, Meliá y Mónica Randall, que va como
woman lib. Va a ser un programa donde nos vamos a reunir la falsa
izquierda y la falsa derecha en torno a una sola cosa que no es falsa, sino
muy real y nutritiva: Mónica Randall. La falsa izquierda y la falsa derecha
hemos descubierto el sexo últimamente, en este país. La izquierda y la
derecha reales lo ignoran directamente. Mao impone la castidad hasta los
treinta años y el Papa prohíbe la píldora. Hay épocas en que sólo se puede
vivir de mentira lo que de verdad se es.
El relajo

La gente se pregunta si tenemos distensión, tenemos apertura, tenemos


destape o qué rayos es lo que tenemos. Yo creo que tenemos relajo.
Le pregunté una vez a un cubano gusanito que había salido huyendo de
la quema castrista:
—Y a ti, ¿por qué te echó Fidel de Cuba?
—Porque me tomaba la revolución a relajo.
Pues eso es lo que creo que tenemos los españoles actualmente. Relajo,
pero sin revolución. Es decir, que los resortes del poder, de la vigilancia
moral, de la cohesión ideológica, se han agarrotado, se han fatigado. A
veces se abre una mano, no por generosidad, por benevolencia o por
tenderla para saludar, sino, sencillamente, porque la mano se cansa de estar
cerrada. Gabriel Miró cuenta en una de sus admirables novelas (Miró es el
mayor novelista español del siglo, con Valle-Inclán, salvo para los
analfabetos ilustrados que no han leído a ninguno de los dos) de un
religioso, presunto santo, que había hecho el sacrificio y la promesa de
llevar toda la vida un crucifijo dentro de la mano. Decían que el crucifijo lo
tenía ya incrustado en la carne. Pero a veces, en la conversación, el
religioso aflojaba la mano y se le caía el crucifijo.
Pudiera ser que otro tanto nos pasase a los españoles. No se puede vivir
perpetuamente con un crucifijo empuñado. A veces la mano se distiende,
involuntariamente, y el crucifijo luce libre, que es como debe estar un
crucifijo. Ahora ha venido monseñor Casaroli a Madrid. Monseñor
Casaroli, secretario de Estado del Vaticano, ha venido a arreglar o a
desarreglar lo del Concordato, que eso todavía no lo sé cuando escribo esta
crónica. Sea como fuere, nos encuentra a los españoles en pleno relajo, y no
ya sólo por el calor, sino porque después de un largo invierno ideológico de
muchos años ha venido espontáneamente el deshielo y la prensa, los
conferenciantes, las instituciones y el país en general están empezando a
acusar un cierto cansancio en su postura de pirámide. Somos, más o menos,
como los Xiquets de Valls. Vi a los Xiquets de Valls últimamente en la
demostración sindical del Bernabéu. Me pareció que su equilibrio humano,
su torre de corazones, se erigía de pronto en emblema de un régimen, de un
sistema, de una manera de ser y estar en la historia. Los españoles somos
unos Xiquets de Valls que llevamos muchos años haciendo ante el número
de la pirámide humana, la torre de almas, el verticalismo sindical y del otro.
Pero los Xiquets de Valls no podrían estar toda la vida así. Llega un
momento en que saltan al suelo, deshacen la torre, se reparten
democráticamente sobre el césped, e incluso surge de entre ellos un niño
que lleva un beso y una paloma a la tribuna de las autoridades, como vimos
todos por la “tele” el 1 de mayo.
Quiere decirse que no hay que tener tanto miedo a que la torre humana
de la disciplina vertical se venga abajo, sino que incluso puede ocurrir que
de la horizontalidad no se dispare un tiro, sino un beso o una paloma. Por
unas cosas o por otras, la verdad es que el sistema en general acusa un
cierto relajo, no en el sentido de corrupción que hace meses denunciaba mi
amigo Ansón, con una autoridad de pluma que yo no tengo, sino en el
sentido de fatiga, de agujetas, de que hay que cambiar de postura. “El
Agujetas”, precisamente, se llama uno de los grandes del canto andaluz,
porque las agujetas son una expresión afortunada de nuestro pueblo, tan
creador de lenguaje (la Academia acaba de aceptar, tardía y pudendamente,
el popular “braguetazo”) y son una realidad de la vida. Nuestro pueblo
soporta mejor una guerra que unas agujetas. Y lo que tenemos ahora todos
los españoles, después de tantos años sin cambiar de postura, son agujetas.
Y las agujetas se combaten con el relajo.
El que puede, claro, las combate de otra manera. Por ejemplo, yéndose a
Villafranca del Castillo, cerca de Madrid, a montar en caballo blanco, pero
eso no está al alcance de todo el mundo, porque no puedes ir en caballo
blanco a la oficina, que los caballos blancos no fichan y el tráfico está fatal.
Todavía no hay un carril “sólo bus” para caballos blancos. Don José María
de Areilza, que como es conde podría permitirse el caballo blanco, prefiere
montar la tercera página de ABC (otro privilegio de los condes que él
comparte con el de los Andes, el de Montarco y el de Montecristo) y
escribir artículos sobre la distensión, como uno que ha hecho hoy. Don José
María de Areilza cree en la distensión entre las superpotencias, porque
también las superpotencias, como el fraile de Miró, llevan muchos años con
el puño apretado. Dentro del puño, los Estados Unidos guardan un dólar y
los rusos una hoz y un martillo. Las superpotencias juegan a los chinos,
como el madrileño en la barra del bar. Pero ha llegado el momento de abrir
los puños y mostrar lo que hay en la palma. Y resulta que ambos
contendientes tienen lo mismo: bombas atómicas, órbitas de influencia, una
confusa política interior y unos intelectuales que les denuncian:
Solchenitsin por un lado y Norman Mailer por el otro.
La gente, sí, está disfrutando de un cierto relajo, pese al nerviosismo
político de la prensa y de algunos oradores. La gente va a las subastas de
arte a pujar por Zabaleta y Benjamín Palencia, al que vi el otro día vestido
de dandy de antes de la guerra, bajo el sol madrileño y agobiante de las tres
de la tarde. Me decía un intelectual andaluz con cierto cinismo:
—Estamos en el momento ideal en que empieza a haber libertad y
todavía no hay democracia.
Lo malo, querido amigo, es que la libertad, o se convierte en
democracia, o se convierte en libertinaje, o se seca por falta de riego, y otra
vez a apretar el puño con el Cristo dentro o a montar el número circense de
los Xiquets de Valls, en plan de demostración sindical. Pero muchos altos
cargos aprovechan demasiado los días de vacaciones, como cuando los
nobles de antaño se iban a Babia (sobre Babia hizo un precioso y espacioso
artículo el señor Pemán va ya para muchos años). El único que no para es el
señor García Carrés, a quien se llama elogiosamente el Girón de los
serenos, y que se los ha llevado a todos a ver al presidente de las Cortes. O
don Blas Piñar, que a este ejercicio de precalentamiento para ahuyentar
agujetas lo llama periodismo canallesco, enanismo en el poder y
guerracivilismo. Pero hace mucho calor, estamos en pleno relajo ideológico
y voy a “jartarme de dormir”. Si llaman para votar, a mí que no me
despierten.
Las feas

Estamos en pleno auge de la fea. Barbra Streisand, Liza Minelli, todas esas
feas famosas o desconocidas que andan por ahí, y a las que el verano y el
calor pone de relieve, de manifiesto, y glorifica un poco, porque la fea suele
quedar muy bien en bikini, hasta el punto de que el desnudo de la fea la
guapa lo desea, como digo yo modificando un poco el refrán tradicional,
porque los refranes, como todo lo tradicional, si no los modificas un poco
—o un mucho— es que no sirven lo que se dice para nada.
La fea luce más en verano porque en invierno, con los fríos de Madrid,
sólo aguantan las muy guapas, esas mujeres de mármol a las que el viento
pule, pero no aja. La fea, en cambio, se esponja con el calor y parece otra
cosa, sobre todo si es una fea con posibilidades. El culto excesivo a la
belleza, como fue el caso de los griegos, lleva a la decadencia. En el siglo
quinto de los griegos, en pleno esplendor de la belleza canónica, Pericles
tenía el cráneo deforme. La belleza absoluta es un ideal como otros, pero la
fealdad —su poco de fealdad maliciosa— resulta más democrática y todo el
mundo se siente identificado con eso. Hollywood, que por algo era
Hollywood, descubrió un día que ya estaba bien de astros apolíneos, que el
hermetismo de la Garbo o el perfilismo de Robert Taylor empezaban a caer
gordos. Y entonces vinieron James Cagney, Henry Fonda, la Hepburn, etc.,
todos los grandes feos del cine, en imitación de los feos de Europa, Jean
Gabin o Belmondo, porque la gente va al cine a participar, a integrarse, y se
integra mejor con un tipo medio, con una cara corriente. Tanta belleza
cansa. La fealdad, ya digo, es más democrática.
Y no es que yo pida un mundo de feos, el comunismo de los feos ni
ninguna clase de comunismo —Dios me libre, tal como están las cosas por
aquí—, pero me parece que Giscard, por ejemplo, es demasiado guapo,
demasiado apolíneo, demasiado bien. Eso les pasaba también a los
Kennedy, que daban la imagen, pero tanta imagen puede ser sospechosa.
Giscard lo está haciendo tan bien —incluso le hace pucheritos a España y
rechaza nuestros melocotones y nuestra mano de obra—, que da qué pensar.
Un articulista de Pueblo, Copérnico, al que no conozco, pero al cual admiro
dentro de un orden, le encontró no hace mucho el único fallo a Giscard: la
calva.
No es lo malo la calva, que a usted y a mí nos amenaza ya, y dentro de
cien años todos calvos, como dice otro refrán, o todos en Actividades
Diversas con García Carrés, vaya usted a saber. Lo malo de esa calva de
Giscard es que se la tapa, como se la tapaba Ortega, con el truco apaisado
de los pelos del otro lado, precariamente peinados de izquierda a derecha o
de derecha a izquierda, según los casos. El señor Giscard, tan apolíneo, tan
kennediano, aún no ha descubierto que su calva podría ser su fuerza, el
signo que le humanizase. Es lo que le pasa, por ejemplo, a la política
española.
En una época eran todos muy machos. Luego vino otra época en que
eran todos muy castos. Ahora también son todos muy no se qué, pero algo
son. Tendemos a hacer gobiernos de una pieza, ministros troquelados,
tendemos a hacer una clase política uniforme, cincelada, a la que nunca le
pasa nada, donde nadie se equivoca jamás, nadie dimite ni nadie defrauda.
Y eso, a la larga, es cargante. Hay quien dice que esto va de cráneo porque
ya hay alcaldes que dimiten, obispos que protestan y ministros que se
equivocan por un pelo (eso sí, sólo por un pelo). A mí me parece que eso es
la humanización de la política, la verdad de la vida, y el pueblo se identifica
más con un señor que tiene asma que con un señor que nunca tiene nada.
Hay que tener asma o tener una querida para que el pueblo te respete. Un
político sin asmas ni queridas no es un político, es una abstracción, y las
abstracciones no arrastran a nadie. Berkeley, la Universidad de la
contestación americana, parece que está languideciendo, pero Berkeley, en
sus buenos tiempos, pedía, como París en aquel mayo, la imaginación al
poder. Nuestros políticos no enferman nunca por falta de imaginación.
Hay un personaje de una novela española que nunca va a tener cirrosis
hepática porque desconoce los síntomas. O sea, por falta de imaginación.
Pues eso les pasa muchas veces a nuestros políticos: que no enferman, no se
arriesgan, no fallan ni aciertan por falta de imaginación. Ni cirrosis ni
reforma fiscal. Hasta para tener una cirrosis hace falta un poco de fantasía.
Aquí, la escasez de fantasía nos mantiene a salvo de toda cirrosis política y,
por supuesto, de cualquier reforma fiscal.
La moda, por ejemplo. Antes, la moda se hacía para las bellas, para las
perfectas, para las marquesas. Dice Juan Ramón, hablando de Ortega:
“Ortega, cuando trata de la mujer, marquesa o no…”. Había que hacer la
distinción, irónicamente, porque Ortega trataba mucho de marquesas. Hoy,
la moda catalana e ibicenca tiende a la libertad, a la imaginación, a la
fantasía, al barroquismo, a que cada una se ponga lo que se le ocurra y lo
que mejor le vaya. Y esto ha sido la salvación de la fea, porque la fea es
sólo una guapa que no sabe arreglarse. La moda centralista tradicional era
una moda impecable para mujeres impecables, de modo que los patrones
pensados para la guapa, a la fea le quedaban fatal. Hoy, la moda periférica y
anárquica permite que la fea encuentre su patrón de belleza y le saque
partido a lo que tiene, poco o mucho. La moda ya no es un culto
aristocrático y piramidal a lo perfecto, ni tampoco una homogeneización
aburrida y fascinante de lo mediocre, sino una democrática libertad de
exaltar la propia persona, la propia fealdad, la propia personalidad, el
propio carácter, con los trapos más brillantes de la vida.
Este espectáculo que son hoy cada hombre o mujer joven, convertidos
en criaturas-happening (sobre algo de esto habla lúcidamente Rubert de
Ventos en su último libro), contrasta vivamente con el apolineísmo de tergal
que preside la clase política, en Madrid como en París. Lo malo de llegar a
presidente es que hay que vestirse de oficinista. Las democracias, reales o
fingidas, dan hoy un triste espectáculo totalitario con sus corbatas oscuras y
sus camisas blancas. Y las esposas de esas corbatas tienen la belleza frígida
de Elle o Telva. Sólo al pueblo nos queda el gozo libre y caliente de la fea.
La doble capitalidad

Se habla mucho en Madrid, ahora, de la doble capitalidad. O sea, que


Madrid y Barcelona deben ser la capital de España al alimón. Yo creo que
sería mejor alternarse por temporadas. Que Madrid fuese capital en verano
y Barcelona en invierno, porque el invierno mediterráneo es más templado.
En realidad, Madrid ha vivido siempre en régimen de doble capitalidad,
ha compartido siempre su capitalidad con otra ciudad, aunque Madrid tenga
fama de centralista. En el verano, Madrid reparte su capitalidad con San
Sebastián, y, más modernamente, con Torremolinos.
—¿Sabe usted que van a poner la capital a medias con Barcelona? —le
pregunto a un madrileño castizo.
—Oiga, ¿y no podrían poner otro ramal hasta Cangas, que es mi
pueblo? —me dice, porque casi todos los madrileños castizos son
asturianos.
La gente, esto de la doble capitalidad se lo toma muy en serio.
—¿Y cree usted que a Barcelona le haría ilusión ser la capital de
España? —me pregunta un reportero.
—A lo mejor preferiría ser solamente la capital de Cataluña.
A mí esto de la doble capitalidad me está trayendo muchos disgustos,
porque la gente quiere que me pronuncie en contra, ya que tengo fama de
madrileño castizo y amigo íntimo de la capa. Pero les digo que yo,
realmente, llevo bastantes años viviendo en régimen de doble capitalidad.
En esto, como en tantas otras cosas, soy un precursor. En Barcelona tengo
bastantes editores, algunos lectores y varios amores. Para mí, que soy tan
local y tan localista, Cataluña es el extranjero. Un extranjero cercano,
apetecible, sugestivo, tentador y practicable. Por eso he vivido siempre un
poco vuelto hacia allá, hasta el punto de que ha habido temporadas en que
ha circulado por Madrid el rumor de que me iba a vivir a Barcelona. Pero
no me voy porque no me soportarían. Ahora me soportan porque me tienen
a distancia.
El problema catalán es tan serio y tan importante que, como ustedes
saben, a Ortega le costó, en parte, la salida de la política y de la República.
Ortega era un tanto centralista, qué le vamos a hacer. Yo, que ya no soy ni
centralista ni orteguiano, he sentido siempre el tirón catalán como el tirón
francés. Lo que pasa es que me aguanto esos tirones y me quedo aquí,
porque así tengo la posibilidad de escaparme de vez en cuando a Barcelona
o a París.
Esto de la doble capitalidad es algo que, realmente, está pasando en el
país desde hace mucho tiempo. No sé si Cataluña es un Estado dentro de
otro Estado o Barcelona es la otra cabeza nacional, la otra cara de la
moneda, pero lo cierto es que, como he dicho más de una vez, toda España
vive pendiente de una transferencia de Barcelona, y a mí, dentro mi
modesta interpretación materialista de la historia, me parece que la capital
es el sitio de donde vienen las transferencias. Las transferencias y las cartas
de amor, porque tener amores con una catalana es como tenerlos con una
sueca. Una experiencia europea, digamos. Negar la parte de capitalidad que
tiene Barcelona en la vida nacional sería como seguir negando a los chinos
de Mao. La historia se rige por hechos consumados. No sé si un país puede
regir con dos capitales, pero, realmente, Berna, Zurich y Ginebra se
reparten la capitalidad suiza. Nueva York y Washington se reparten la
capitalidad americana, etc. Como decía el propio Ortega (sólo que el
argumento hay que utilizarlo al contrario de como lo utilizaba él) en toda
Europa se dan estos conflictos de disgregación nacional, excepto en
Francia, que ha disfrutado una rara armonía en torno de París. Después de
Ortega, Francia ha conocido también, muy recientemente, alguna forma de
nacionalismo discrepante, e Inglaterra está viviendo trágicamente la
discrepancia irlandesa.
No sé si la solución es la doble capitalidad o si quizá hay soluciones
más lejanas, más decisivas y más enteras. Pero ahora que tanto se habla
aquí de doble capitalidad, pienso y siento que muchos españoles, muchos
madrileños incluso, estamos viviendo eso, de hedió, y muchos catalanes
también, de toda la vida. Lo que quiere decir, no que la idea sea ociosa, sino
todo lo contrario. Que es una idea que nace de una realidad. Lo que se
propugna por algunos es llevar ciertos ministerios, quizá de nueva creación,
a Barcelona. Como yo no voy nunca a los ministerios, me parece bien que
se los lleven todos. Lo que pasa es que, a lo mejor, también otras ciudades
quieren participar en la capitalidad, como podría ser el caso de Bilbao,
Sevilla o La Almunia de Doña Godina.
Yo pondría la capital de España en La Almunia, más que nada para
revitalizar La Almunia, que está un poco olvidada. Porque tampoco sería
mala solución llevar la capitalidad rotando por provincias, itinerante, como
los Reyes Católicos llevaban su tienda imperial de campaña. Se pone la
capital una temporada en Albacete y otra temporada en Badajoz, y ya están
salvados de la incuria Albacete y Badajoz. Personalmente, creo que, dada la
afición del madrileño a escaparse a Benidorm en cuanto hay un puente,
donde tenemos que poner la capital de España es en Benidorm, que se pasa
bien, te bañas, ves suecas y no hay carril sólo bus.
Queramos o no, Barcelona ya es capital de muchas cosas, capital de sí
misma. La única manera de vencer una tentación es caer en ella, dijo tío
Óscar en una de sus boutades más repetidas. La única manera que tenemos
los españoles de vencer la tentación catalana es admitir que Cataluña existe
y a ver qué pasa. Yo, de Cataluña, recibo libros, transferencias y cartas de
amor. ¿Cómo voy a creer a los que me dicen que no existe Cataluña?
El reinado del Barcelona

Entre la doble capitalidad, de que hablábamos aquí el otro día, y el reinado


del Barcelona, que ya ha ganado la cosa, aquí ya empieza a mirarse a
Cataluña con malos ojos. Por si teníamos poco con los atracadores de
bancos y con los rojos, ahora tenemos también a los catalanes.
Si empezamos así luego viene la desintegración nacional y el caos
anarcosindicalista. ¿Por qué tiene que ganar el Barcelona la Liga ni nada?
Eso desmoraliza a la afición. Tengan ustedes en cuenta que buena parte de
la política nacional se hace en la tribuna del Bernabéu, los días de entradón,
y no en el Nou Camp. Si te cae al lado, en la tribuna, un jerarca de comercio
o de industria, ya tienes el crédito en la mano. Pero si resulta que el Madrid
va de cráneo y el jerarca se cabrea y el puro no le tira, pues no le vas a pedir
encima un crédito, porque a lo mejor te llama enemigo de España. La buena
marcha del Madrid es la buena marcha del país. El Madrid es hoy —o ha
sido— lo que en otros tiempos era Fleta o La corte de Faraón. Si Fleta
tenía una buena noche y soltaba largos calderones, la clase política de
antaño, con el oído halagado por el cantante —a las clases políticas suele
gustarles que les halaguen el oído—, se sentía benigna en los entreactos y
concedía dones y prebendas a la afición y a los trepas. Y no digamos La
corte de Faraón. Aquello era el reconocimiento colectivo de la sicalipsis
oficial y se originaban cambios de gabinete entre Judea y Babilonia. Bueno,
pues como los tiempos se han vuelto más reacios, como la política se ha
hecho a la intemperie (sobre todo a la intemperie de los campos de fútbol),
en lugar de Fleta, que era un decadente, y en lugar de La corte de Faraón,
que era un escándalo, ahora tenemos o teníamos al Real Madrid.
Porque al importante no lo cogía usted nunca en el despacho, ni en el
antedespacho, que estaba siempre reunido o en Barajas (Barajas sí que es la
segunda capital de España). En cambio, en la tribuna del Bernabéu tenía
usted al importante durante los noventa minutos de juego, quieto y
disponible, con los minutos del descanso para hablarle de Amando, darle
lumbre para el puro, que siempre se le apaga, y pedirle el permiso de
importación correspondiente. O muy mal estaba usted, o muy mal estaba
Amancio, o el permiso caía.
¿Y ahora qué? Los que especulan, los que negocian, los creadores de
riquezas y demás no saben qué hacer, no saben si ir o no ir al Bernabéu,
porque coger al poderoso en una mala tarde del equipo puede ser peor que
no cogerle. Estamos todos tratando de averiguar si los poderosos y los que
dan créditos son aficionados a la pelota vasca, a las traineras o al golf,
porque al Real Madrid lo han abandonado a su suerte y a la suerte de don
Santi. Ahora se habla de llevarse a Barcelona algunos ministerios técnicos,
y yo creo que lo que quieren esos ministerios no es compartir la capitalidad
con Barcelona ni nada de eso. Lo que quieren es ver jugar a Cruyff. Detrás
de los ministerios técnicos y económicos, que son los buenos, se irá la clase
económica de la export-import, y así es como se va a lograr, por sí sola, la
doble capitalidad de que hablábamos aquí el otro día.
Porque el Real Madrid era mucho más que el Real Madrid. Alguna vez
me parece haber escrito que los centros políticos del país son las Cortes, los
ministerios y el Bernabéu. Los grandes han sido inasequibles en todo
tiempo, pero han paliado esa inasequibilidad dejándose ver en los toros, en
la ópera o en el fútbol, concediendo un margen de vida civil y democrática
a los ciudadanos. No lo hacen por campechanía ni por acercarse al pueblo.
Lo hacen porque hay asuntos que no son para tratarlos en el despacho ni en
el pasillo de las Cortes. Hay asuntos específicos del estadio, cosas que sólo
se pueden hablar en la tribuna, entre el tío de las gaseosas y los fotógrafos
de prensa. En el despacho quedarían indiscretas y en las Cortes quedarían
inconvenientes. En cambio en la tribuna, como antes en los entreactos o en
los palcos de la Zarzuela, no puede hablar de todo con cierto cinismo
mundano y frívolo que al final se traduce en pesetas.
De todo esto se deduce que Cruyff es de interés nacional. Ni Amancio
ni Pirri pueden conseguir ya los permisos de importación que antes
conseguían con sus disparos a puerta. Están en decadencia. No galvanizan a
un subcomisionado ministerial como para llevarle a decir que sí en plena
euforia. Cruyff tiene que venir al Madrid, no sólo porque el Madrid vuelva
a ser pentacampeón, sino porque nuestra clase dirigente necesita una figura
nacional donde cante el heroísmo macho de la raza, y si esa figura no surge,
hay que inventarla. De Holanda importamos tulipanes y futbolistas. Decía
Ramón que los tulipanes son la legión extranjera de las flores. ¿Es Cruyff la
legión extranjera de los futbolistas? No. Es a Cataluña lo que en otro tiempo
fueron Maciá o Cambó. Una palanca, un ariete, una clave, y eso no
podemos consentirlo. Con los catalanes, como los portugueses, caben dos
soluciones: o invadirlos o dejarse invadir por ellos. Así suele opinar el
cinismo madrileño. También podríamos vestir al Barcelona de merengue,
traerlo invitado permanentemente a los apartoteles Colón y con el tiempo
empezar a llamarle Real Madrid.
Madrid ha asimilado grandes catalanes, como D’Ors y Emma Cohen.
¿Por qué no va a asimilar a Cruyff, que ni siquiera es catalán? Yo creo que
la solución está en nacionalizar al Barcelona. Cuando una cosa no va, se la
nacionaliza. Ahora le han dado muchos millones a la Telefónica y al INI,
que maldita la falta que les hace. Pues se le suelta una pasta al Barcelona, se
le nacionaliza y a producir goles centralistas por el mundo. En Madrid, la
clase política está hoy dividida en dos bandos, a propósito del Barcelona.
Unos son partidarios de traerse a Cruyff mediante contrato fabuloso. Ésta es
la solución capitalista. Otros son partidarios de nacionalizar al Barcelona y
convertirlo en Real Madrid. Ésta es la solución socialista, digamos. Y luego
está la extrema izquierda y terrorista, que opta por raptar a Cruyff y ponerle
a jugar apuntado por mil telefusiles. Se nacionaliza al Barcelona, se le viste
de blanco, o de caqui, y asunto resuelto. Pero ya mismo.
Los trasvases

Se debate mucho ahora el trasvase de dos ríos. España es un país de


trasvases. Parece que los técnicos no se ponen de acuerdo en si los trasvases
son buenos o malos. Lo mejor es hacer el trasvase y luego ya veremos qué
pasa.
Siempre estamos trasvasando cosas. Girón ha denunciado
recientemente, en unas declaraciones al Arriba, el trasvase de ideologías
liberales peligrosas a la ideología oficial. Utrera Molina ha denunciado el
trasvase de un aperturismo desenganchista y traicionero a la apertura real,
legal y leal. El general García Rebull, por su parte, ha denunciado el
trasvase político que suponen las asociaciones, que sería algo así como
llevar agua de los viejos partidos al molino feudal del sistema. Hay
trasvases que caen bien y trasvases que caen mal. Según y cómo. El
trasvase Tajo-Segura no es el más grave de todos. Hay otros más graves. El
trasvase Ebro-Pirineo oriental ha provocado una moción del Ayuntamiento
de Huesca contra las declaraciones del director general de Obras
Hidráulicas. Dicen que el proyecto redundará en daños de incalculables
consecuencias para el porvenir de los aragoneses. A favor del mismo
trasvase, la Diputación barcelonesa ha comparecido en la información
pública del anteproyecto: “Su realización —alega— es de vital importancia
no sólo para la provincia, sino también para un contexto territorial que
rebasa el marco de la región”. Se recuerda un principio del plan general
hidráulico por el cual las cuencas excedentarias deben ceder parte de sus
caudales a las deficitarias. O sea, la justicia distributiva de los ríos.
Lo que pasa es que, ya digo, no todo el mundo es partidario de los
trasvases, en este país. ¿Qué es el impuesto progresivo sobre la renta, sino
un trasvase del dinero de los ricos a la escasez de los pobres? Bueno, pues
casi nadie quiere que le trasvasen nada. Habría que trasvasar el Duero a
Almería y trasvasar Barcelona a Jaén, pero dicen que se trastorna mucho la
ecología.
Somos un país de grandes ríos y de pequeños ríos. No tenemos ríos
medianos ni términos medios en casi nada. Pedro de Lorenzo escribió un
Viaje de los ríos de España. Por este viaje sabemos que para viajar por los
ríos de España casi nunca hacen falta alforjas. Aquí hay un gran río mayor,
que es el del orden, la tradición, el como siempre, el a mí no me venga
usted con extranjerismos, de Madrid al cielo y como en España ni hablar.
Ese río tiene algunos afluentes, como el centrismo, el maurismo, el
canovismo y otros más nuevos y recentales. Es un gran río que va a dar en
la mar, que es el morir.
Y luego, por el resto del país, tierras de Alvargonzález y de pan llevar,
los ríos secos de Castilla, que incluso dan nombre a alguna ciudad, y que
bien se ha pateado —nuestros ríos pueden patearse— Dionisio Ridruejo en
su Guía de Castilla la Vieja. Hay riachuelos que nacen y mueren, como ese
hilillo de agua clara que es el liberalismo español, ese borbollón de agua
impetuosa que es el socialismo español, ese buey de agua —le gustaba
mucho a Lorca esta expresión popular, “buey de agua”— que es el
sindicalismo español. Y pare usted de contar. Ríos que se secan, que se
agotan, ríos como el Jarama, que sólo dan para una novela (no le ha dado
para más al autor) y ríos como Río Tinto, allá por el hondo Sur, de donde
las compañías explotadoras sacaban oro y Juan Ramón sacaba metáforas.
En general, yo creo que nos vendría bien un poco de trasvase y justicia
hidráulica distributiva, pero el que tiene el agua o la fuerza motriz, el que
tiene el salto eléctrico no quiere que los demás se aprovechen, y ahora salen
algunos señores haciendo declaraciones antitrasvase, diciendo que el agua
para el que la bebe y la política para el que la trabaja, y así es como al señor
Cabanillas, que se fue a Barcelona a comprarse una barretina y hacer
aperturismo, le han dejado en seco con las declaraciones a trío del pasado
fin de semana.
El que quiera peces que se moje el culo, decía una novia mía, pescadera,
insinuándome así que a ver para cuándo el matrimonio. El que quiera peces
del Ebro, del Tajo o del Segura, que se moje la barretina, y a río revuelto
ganancia de oradores.
Parece que en estos momentos hay una parte de la opinión solvente y de
curso legal que es partidaria de un cierto trasvase hidráulico de fuerza
ideológica aperturista a los cauces quietos y abundosos del río madre, sobre
todo teniendo en cuenta que algunos de nuestros ríos mayores se vuelven
portugueses —o sea rojos— a mitad de camino, y desembocan en el
Atlántico por La Guardia. Pero luego están los respetuosos del paisaje, del
país y del paisanaje, los guardas jurados de la ecología metafísica, que
dicen que no y se oponen a todo trasvase, y han denunciado últimamente,
de palabra y por escrito, a título personal o histórico, que ya está bien de
nadar entre dos aguas. Prohibido hacer aguas, en fin.
El Atlético de Madrid, que es un club macho y popular, iba camino de
ser pentacampeón de Europa, como el Madrid (aquí le decimos
pentacampeón a todo lo que sea repartir estopa a los luteranos), pero resulta
que la UEFA le ha multado con casi dos millones de pesetas y la sanción a
tres jugadores, por dar la nota en Glasgow. Y es que el Atlético, periférico y
a rayas, está como nunca y lo mismo sirve cuero que calienta al personal.
Habría que trasvasar un poco del ardor atlético al Madrid, pero don Vicente
Calderón no quiere. Habría que hacer un trasvase Netzer-Cruyff, a ver si el
alemán se calentaba un poco. Habría, en fin, que estar todo el día
trasvasando cosas, en este país, pero los que disfrutan de aguas
jurisdiccionales en abundancia se niegan y en seguida hacen un discurso. El
aperturismo, por lo que se ve, no es más que una política de secano.
Las incompatibilidades

Las Cortes han tratado, o van a tratar en breve, el lema de las


incompatibilidades de un procurador. ¿Qué cosas le son incompatibles a un
señor procurador? Para nosotros está claro: a un procurador en Corles le es
incompatible poseer carnet del PCE, organizar pintadas contra el régimen o
pasearse por la Gran Vía con una morena y una rubia hijas del pueblo de
Madrid e hijas, asimismo, del arroyo.
Por lo demás, casi todo es compatible con el noble cargo de procurador:
ser padre de familia numerosa, pertenecer a organizaciones paraestatales o
del Movimiento, tener carnet del Real Madrid, comprar lavadoras a plazos y
llevar a su señora a cines de reestreno. Eso de las incompatibilidades es
tema que da mucho que hacer en un país como éste, donde se producen
insólitas aglomeraciones de poder, influencia o dinero en una sola persona.
No es ya sólo lo de los procuradores. Es que, como contaba alguien hace
poco, vas a una empresa urbanizadora y te atiende un señor bajito que, a su
vez, te remite a la oficina pertinente del Ayuntamiento, donde te atiende el
mismo señor bajito, quien te remite a una oficina de crédito regentada por el
mismo señor bajito.
Aquí somos siempre los mismos, y aunque la gente se reproduce con
cierto entusiasmo, como la mayoría se van a Alemania a practicar el idioma
y a fabricar mercas, resulta que para las funciones públicas y privadas sólo
contamos con media docena de señores bajitos. Por eso debe quedar en
suspenso toda ley sobre incompatibilidades. Las incompatibilidades, en
España, y en Madrid, concretamente, no es que nazcan de un sistema
nepotista que haya abusado de las aglomeraciones de influencia, y que
ahora haya que clarificar, sino que deben olvidarse como prejuicios
puritanos, ya que cerebros, lo que se dice cerebros, somos pocos, y por eso
un señor tiene que estar al mismo tiempo en el Ayuntamiento, en las
empresas favorecidas por el Ayuntamiento y en los Bancos que financian
conjuntamente al Ayuntamiento y a las empresas.
Hay que hacerlo todo compatible. No nos queda más remedio. Resulta
que un señor es jefe de negociado en un sitio, asesor técnico en otro,
consejero delegado en otro, abogado defensor de una compañía
multinacional y presidente de una casa regional. ¿Por qué? ¿Por un exceso
de influencia y compadreo? No. Eso es demagogia. Lo que pasa es que no
estamos tan sobrados de jefes de negociado, de abogados y de asesores
técnicos como para andarlos derrochando. A esto se me objeta que el dicho
señor sólo va a todos esos sitios a cobrar. Naturalmente. ¿Cómo quieren
ustedes que pueda ir a tantos sitios a la vez? Pasa en los pueblos. Un mismo
lugareño es sacristán, comadrón, practicante, cartero, albañil, guarda jurado
y alcalde. ¿Es esto una acumulación de autoridad? No. Es que los mozos
están en Barcelona, de mecánicos o de travestis, y alguien tiene que hacer
las cosas. Y si la crisis de la Universidad sigue adelante, mucho peor. Van a
salir muy pocos técnicos y abogados de las aulas, porque los cursos
empiezan cada vez más tarde, así que un mismo abogado tendrá que ser
asesor jurídico de varias sociedades nacionales y multinacionales al mismo
tiempo, cosa que han conseguido ya algunos esforzados precursores, y les
va de maravilla. Todo lo que se refiera a incompatibilidades es demagogia.
¿Por qué no va a poder un señor ser alcalde y, al mismo tiempo, macero
municipal?
Id alcalde tiene que ir siempre de gris, por la seriedad que da el cargo, y
si de vez en cuando le gusta ponerse la dalmática, pues que se la ponga.
Siempre es un sobresueldo para la familia. Durante años y años liemos
ignorado gloriosamente las incompatibilidades. A lo mejor iban a parar a un
español cinco cargos oficiales, tres privados y dos honoríficos. Y nadie
pensaba en incompatibilidades, porque la gente iba de buena fe, hasta que la
ha maleado la libertad de prensa.
Todo era compatible con todo. ¿Y le iba mal al país? Le iba regular,
pero no era por culpa de eso. ¿A quién se le ha ocurrido la inoportuna y
demagógica idea de las incompatibilidades? A algún resentido.
Por lo que se refiere al tema concreto de los señores procuradores, ya he
dicho al principio lo que me parece compatible o incompatible con el cargo.
Y por lo que se refiere al resto de los españoles, con o sin prebenda, pues lo
mismo. Tener carnet del PCE es incompatible con casi todo, como ustedes
comprenderán. Y organizar pintadas subversivas también. Más que nada
porque luego hay que madrugar para ir a la oficina, y las pintadas obligan a
trasnochar mucho. Pasearse con señoritas equívocas por la Gran Vía
tampoco está bien visto a nivel teológico-institucional, pero no hay por qué
sacar a las señoritas a la Gran Vía. Con tenerlas en un apartamento del
barrio de la Concepción, asunto resuelto. No somos tantos, ya digo, como
para andarnos con escrúpulos. Entre la fuga de cerebros, la emigración
obrera y los que se van a Perpiñán a ver pornografía, aquí estamos los
cuatro gatos de siempre. De modo que tenemos que cargar con las cátedras,
los despachos, los cargos públicos y los honores. Qué más quisiera el
pluriempleado que poder repartir con alguien sus obligaciones y sinecuras.
¿Es incompatible para un empleado de Banco llevar contabilidades por
las noches, en oscuras droguerías, hacer pergaminos a mano, los domingos
por la mañana, de encargo, y despachar en una ferretería cuando está con la
baja o de vacaciones? No.
Pues si no hay incompatibilidades para el pluriempleado modesto, ¿por
qué ha de haberlas para el jerarca, el preboste, el capitoste y el político?
Sería demagógico prohibirle al hombre preclaro el repartir su actividad
como la reparte el humilde funcionario o el obrero que hace chapuzas a
deshora. Igualdad de oportunidades para los presidentes de Consejos de
Administración. Es lo único que pedimos.
El papel

Dicen que se va a acabar el papel, que está muy caro el papel, que va haber
menos prensa, menos libros y menos información. Ahora que nos habíamos
lanzado al aperturismo resulta que no vamos a poder aperturarnos por falta
de papel.
Decía mi abuela que Dios siempre da mocos al que no tiene pañuelo.
Dios siempre da libertad de prensa al que no tiene papel. Claro, cómo va a
haber papel si en el mundo entero se cortan los árboles para hacer
autopistas. Ya no quedan bosques en Europa. Queda la Selva Negra, que se
la van a cargar en cuanto Heidegger deje de pasear por ella. Ahora no se la
cargan por respeto al filósofo. Un filósofo si no tiene una selva por donde
pasear —véase Rousseau o Heidegger— no es un filósofo. No se le ocurre
nada. Aquí, en España, nos hemos cargado muchos árboles porque los
árboles en sí son inmorales. Debajo de cada árbol, en verano, siempre hay
una pareja haciendo experiencias prematrimoniales. Desde que Castilla es
un erial la cosa de la moralidad va mucho mejor.
Y no digamos en Madrid. En Madrid incluso están clareando de árboles
el Retiro, porque dicen que no dejan ver. ¿Y qué es lo que queremos ver?
La polución que hay de la verja para afuera. Los árboles del Retiro parece
que no dejan ver el bosque de la pornografía, y por eso creo yo que los
quitan. Antes había un letrero que decía: “Este parque se cierra a las ocho y
media de la tarde”. Era para que los novios, siempre huéspedes de las
tinieblas, como Bécquer, tuvieran un freno. Ahora, como estamos en plena
apertura y hay que cuidar la imagen, en vez de poner el cartel se cortan los
árboles, con lo que el Retiro, al perder en espesura, gana en moralidad.
El árbol, por otra parte, sirve para hacer celulosa, o sea papel, o sea
periódicos, o sea crítica destructiva. Así que más vale cargárselo. Como
escribí una vez, cortando ahora el árbol nos evitamos luego dinamitar el
periódico.
Los países escandinavos, que eran los que nos surtían de papel,
mayormente, como tienen una libertad desmadrada, gastan mucho papel, lo
escriben todo, lo dicen todo, y eso no es bueno, porque luego pasa lo que
pasa: que se acaba el papel. Es mejor ponerle puertas al campo, puertas al
bosque y frenos al intelectual. Otro argumento en favor de la censura. No
hay que escribir tanto, pues quien realmente se está cargando los bosques
son los intelectuales, que son los que se lo cargan todo.
Claro que los madereros van a lo suyo, y los especuladores, pero es su
oficio. El intelectual, en cambio, en lugar de estarse callado o escribir en
papiros o palimpsestos, está todo el día llevando libros a Orientación
Bibliográfica, y así no hay árbol que resista. Los últimos libros de Torrente
Ballester, de Cela y de Vargas Llosa suponen un gasto de árboles
considerable. Dice Alonso Millán que se vuelve a llevar la guerra larga.
También se vuelve a llevar la novela larga, y esto es ruinoso para el país.
Una novela-río en dos tomos, como las que se llevan ahora, supone media
Casa de Campo en madera. Y teniendo en cuenta que la novela-río no la lee
nadie y que a la Casa de Campo va el personal los domingos a tomar el sol
y poner a hacer pis a los niños, me parece que la opción está clara.
Cuando alguien habló de la funesta manía de pensar no lo hacía a humo
de pajas, sino a humo de árboles, pues por la funesta manía de pensar nos
estamos cargando la ecología. Dicen que la industria contamina los ríos y el
aire. Esta revista ha dado recientemente un interesante reportaje sobre el
tema. ¿Y los intelectuales? ¿Nos contaminan los intelectuales?
Yo creo que contamina más un intelectual que todas las compañías
multinacionales. Con el agravante de que el intelectual, además de talar los
árboles, tala la moralidad y las buenas costumbres. Y no digamos los
periódicos. Hay demasiados periódicos y todos dicen lo mismo. Habría que
volver al sistema del pregonero tic los pueblos:
—Que dice el señor alcalde que va a ser elegido en sufragio universal y
que se acabó lo del dedo…
Y así con todo. McLuhan ha pronosticado el fin de la galaxia
Gutenberg. Yo creo que McLuhan, que es canadiense, más que razones
históricas e intraculturales, lo que ha utilizado para su profecía son simples
razones ecológicas, pues vive en un país que es un gran productor de
madera y ha visto cómo clarean los arboles por culpa de la libertad de
imprenta que hay en el mundo.
Antes de la libertad de imprenta el mundo era un vergel. La gente no
sabía nada, pero el bosque se te mella en casa, y con el bosque la liebre para
la cena. Ahora la gente está al tanto de la justicia social, de la lucha de
clases y del premio Nadal. En cambio, si quieres una liebre tienes que ir al
supermercado a por ella, porque la liebre ya no se te mete en casa como
antes. Y en el supermercado a lo mejor te la dan adulterada, a lo mejor te
dan gato por liebre.
Habría que volver a la Arcadia, al Paraíso, a la Utopía, al buen salvaje y
al bosque. La gente, entre lo verde, era menos levantisca, servía a su señor,
pagaba los diezmos y entregaba las hijas mozas al derecho de pernada (otra
cosa que se está perdiendo, lamentablemente, por culpa de la cultura).
Ahora, los pobres leen el periódico de Madrid y saben si Amancio se va a
alinear o no, pero tienen el monte pelado y se vienen a la capital a buscar
una portería, que han oído que el señor García Carrés les va a poner a los
porteros como duques. No hay duda en la opción, para mí: entre el bosque y
la novela de algunos colegas, yo me quedo con el bosque.
Crecimiento cero

Parece que de lo que se trata es de llegar al crecimiento cero. O sea, que ya


está bien de inventar, de progresar y de reproducirse. El Nobel ruso, el de la
barba, recientemente expulsado de su país, ha escrito una larga carta abierta
a los gobernantes soviéticos, donde también parece pronunciarse por el
crecimiento cero. Dice que el mito del progreso indefinido es una cosa
monstruosa y que nos va a llevar a la guerra. Uno piensa que el fanatismo
del crecimiento cero es como el fanatismo del crecimiento infinito. La
naturaleza, como nos recuerda Maslow, es neutral. No vale acelerarla ni
pelarla al cero. Hay que dejarla a su aire.
Los fanáticos del progreso han conseguido ya el pollo de plástico, las
seis cosechas de tomates en un año —tomates que no sirven para hacer una
buena salsa de tomate, claro—, y los mil automóviles por día. Los fanáticos
del crecimiento cero quieren que volvamos al paraíso rousseauniano del
buen salvaje, que abandonemos nuestras moquetas, tan confortables, y que
no tengamos más niños, porque los niños nos están comiendo por un pie.
Pero si se para la vida, si se detiene el progreso, se detendrá también la
investigación y la ciencia, y no parece que al hombre le convenga
resignarse al cáncer para toda la eternidad. En cuanto a lo de no tener más
niños que los imprescindibles para cubrir las bajas de la mortalidad, esto
también es difícil de controlar, y no porque no haya medios técnicos y
científicos de hacerlo, sino porque las nuevas generaciones contraculturales
han inventado ya el hijo como agresión, el embarazo exhibido como
escándalo ante los burgueses que siguen hablando de la cigüeña. La moda
progre de la túnica muy ceñida para la gestante, haciendo resaltar la curva
de la gravidez, es un síntoma de que el hijo vuelve a ser valorado por las
generaciones más jóvenes, y que quienes se quedan sin niños, o con uno
solo, son las familias burguesas, tecnocráticas, consumistas, teledirigidas y
unidimensionales.
Con el crecimiento cero corremos el peligro de que el Real Madrid se
quede sin socios para llenar el Bernabéu, y más ahora que el equipo flojea
tanto. El crecimiento cero es una ruina para el fútbol y para la guerra, que
son las dos grandes pasiones históricas del hombre. El fútbol y la guerra
necesitan mucha gente. O la emigración. En España se ha venido primando
la natalidad desde que yo recuerdo, y a veces nos preguntábamos para qué
quería el país tanta gente. Luego se ha visto claro. Nuestros obreros han
copado las fresadoras del Mercado Común y han echado un remiendo a la
balanza ésa con sus divisas. Por algo se primaba la natalidad. Si no
hubiéramos tenido sobrante de mano de obra no habríamos tenido divisas.
Y así con todo. Los automóviles, por ejemplo. Las grandes casas tenían
programada la producción en cadena desde antes de la guerra. Para producir
automóviles en cadena hace falta que los ciudadanos, por su parte,
produzcan más ciudadanos en cadena, más futuros domingueros. El mundo
está programado para mucha gente y en cuanto la gente deja de nacer las
fábricas empiezan a ponerse lánguidas. Amando de Miguel, mi amigo el
sociólogo, ha dado recientemente un interesante informe, como todos los
suyos, sobre la natalidad en España, por el que nos enteramos de que aquí
cada día nace menos gente y que estamos en una de las épocas más estériles
de nuestra historia. ¿Será que estamos alcanzando los españoles el
crecimiento cero? A mí me parece que el crecimiento cero es sólo un punto
de partida. Ahora ha salido un interesante ensayo francés sobre la novela y
Robinson Crusoe. Lo que hizo Robinson Crusoe fue buscar el crecimiento
cero, irse a una isla desierta, empezar a partir de nada. Pero, con el tiempo,
su isla se convirtió en un infierno civilizado. Inevitable. El crecimiento cero
es un viejo e imposible sueño de la humanidad.
A lo que antes se le llamaba la utopía, el paraíso perdido, la selva
rousseauniana, el Edén, ahora se le llama el crecimiento cero. Tratamos de
parar el tiempo, de reducirlo a cero, y para ello incluso renunciamos a los
inventos y sus beneficios, a los adelantos y sus comodidades. El
crecimiento cero es el Paraíso terrenal de los tecnócratas.
A mí, que soy escéptico y no creo demasiado en paraísos, me parece
que, puesto que el crecimento cero es inalcanzable, lo que debemos hacer es
lanzarnos a la locura de la producción y el consumo, hacer más casas feas,
llenar el campo de rascacielos y las ciudades de coches, polucionar el aire
hasta que se corte en rebanadas con un cuchillo, producir más telefilms,
más misiles, más salchichas de plástico, más enciclopedias ilustradas y más
chatarra, hasta que la proliferación de la materia estalle en una guerra, o
hasta que se produzca la paralización del mundo por ahogo, por asfixia, por
estar a tope. Eso sí que sería el crecimiento cero.
Como esto ya no hay quien lo pare, lo mejor es llevarlo hasta el final y
ya se parará solo. Marx predijo que el capitalismo se devoraría a sí mismo.
Ya se está devorando. Y con más apetito del que hubiera sospechado Marx.
De momento hemos conseguido el crecimiento cero de las ballenas azules y
otras preciosas especies animales que nos estamos cargando con nuestro
afán cazador y nuestra agresividad exportadora. Pronto vamos a conseguir
el crecimiento cero de la cultura, con las universidades restringidas, la
televisión y los periódicos deportivos. En cuanto al crecimiento cero de la
libertad, que supongo también interesa, en muchas partes del mundo se está
a punto de conseguirlo. No estamos tan lejos del crecimiento cero en
general, como ven. No hay que desesperar. El crecimiento cero de los
salarios se ve alterado por inoportunas alzas, pero tampoco hay que
alarmarse. Queda compensado por los precios. El crecimiento cero es una
realidad, ya, en muchos aspectos de la vida, como la cultura, la libertad, la
justicia o el bienestar. Sería deseable también un crecimiento cero de la
contaminación, la guerra y la especulación, pero no se puede tener todo a la
vez. Confiemos.
La ralentización

Ya está, ya hemos encontrado la palabra: ralentización, que viene de ralenti


o ralentí, claro. Aquí inventamos palabras todos los días. Vida política dicen
que no tenemos mucha, pero vida filológica cada día leñemos más. Como
muchas cosas no se pueden o no se deben decir, entonces se dicen de
muchas maneras diferentes. Se da miles de nombres a aquello que no puede
ser nombrado por el suyo.
El otro día hablábamos aquí del crecimiento cero. Entre el empuje
progresista del Tercer Mundo y la tendencia tecnocrática y regresiva al
crecimiento cero, España, como siempre, ha encontrado la fórmula
intermedia y magistral. El rayo de luz nos entra directamente del cielo, por
las altas buhardas, como en los cuadros místicos, y proyecta su resplandor
sobre el Boletín Oficial del Estado. Ni progreso indefinido ni crecimiento
cero: ralentización. Yo creo que la vida española ha sufrido o disfrutado
siempre de una cierta ralentización con respecto de la vida europea. Lo que
hemos encontrado ahora, al fin, es la palabra, porque estamos viviendo una
política de estilistas.
Sin prisa y sin pausa, ya lo dijo Goethe, aquel estilista del pensamiento
y de la política. “Como el astro, sin pausa, pero sin descanso”, tradujo Juan
Ramón, liso es lo nuestro, porque nosotros somos un poco goethianos
(europeos) y un poco juanramonianos (árabes). Lo que pasa es que nos
vamos a ralentizar, según dicen, no sólo respecto de Europa, sino también
respecto de nosotros mismos. O sea, que el turismo, las divisas, la
importación de mano de obra, los planes de desarrollo y la natalidad, todo
va a experimentar un ralentí en la vida nacional. Vamos a vivir un año a
cámara lenta, a ver qué pasa. Supongo que habrá menos infartos y menos
accidentes de carretera. Porque la verdad es que el español está necesitando
una ralentización, sobre todo en el volante y en el amor.
No es que vayamos a la catástrofe ni que dejemos de progresar, sino que
vamos a progresar más despacio. Tampoco es que no vayamos hacia el
Mercado Común, sino que vamos a ir más despacio, como en esas
competiciones inversas que consisten en llegar el último. No es que no
vayamos a seguir gozando de la vida, del confort, de las vacaciones pagadas
y de la paella, sino que vamos a gozar todo eso al ralentí. Ya Felipe II
aconsejaba sosiego a los españoles, y ahora nos lo aconseja Barrera de
Irimo, que ha sido el Felipe II de ese otro Escorial madrileño que es la
Telefónica.
Van a ralentizar la enseñanza, seguramente, y los salarios, y la liberté, y
los transportes públicos. Los eternos descontentos se quejan de esto, pero
yo creo que está bien pensado. Acabo de leer una noticia según la cual si se
hace descender unos cuantos grados la temperatura del cuerpo humano
podremos vivir doscientos años. Pues eso. Nuestros políticos y economistas
van a bajarnos la temperatura salarial y vital para que vivamos más. Es por
nuestro bien. Y no digamos en el amor. Confesaba el cínico catalán que sólo
a cierta edad había llegado a ser “demorado en el trance”. En el amor, el
español es agresivo, rápido, impulsivo y fugaz. Aquí te cojo, aquí te mato.
Pues no. Toda la educación sentimental de Oriente y Occidente es una
ralentización. La ralentización amorosa no había llegado nunca a España.
Don Juan tenía siempre demasiada prisa y no sabía lo que era eso. No digo
yo que el señor Barrera de Irimo vaya a explicárnoslo también, porque no
es materia de su ministerio, pero a lo mejor López Ibor nos ralentiza un
poco, y eso que saldríamos ganando.
Después del Plan de Estabilización, después de los Planes de Desarrollo
y de la escalada y del nuevo nivel de vida, ahora viene la ralentización.
1974 va a ser, o está siendo ya, el año de la ralentización. Algunos obreros,
por su parte, han iniciado ya la ralentización sin que nadie les diga nada y
hacen semanas de trabajo lento. Porque de lo único que no han hablado los
economistas es de la ralentización del trabajo. Eso parece que no interesa.
No se suelen ralentizar los precios, sino los salarios. Yo, por mi parte, he
iniciado ya la ralentización de mi vida privada, y me va de maravilla.
Escribo los artículos más despacio, con lo que estoy más tiempo en casa y
malgasto menos dinero en la sociedad de consumo esa que anda por ahí. He
ralentizado mis deudas y tardo más en pagar a los acreedores. En cuanto al
amor, hace ya tiempo que venía ralentizándome por pura intuición, sin
haber leído a Barrera de Irimo, y ahora me estoy ralentizando aún más por
razón de la edad y la insistencia, hasta llegar al reposo absoluto, a la
horizontal perfecta, que según Freud es la aspiración de todo organismo
vivo. Cuando esté absolutamente ralentizado tardaré toda la mañana y parte
de la tarde en leer el editorial del periódico, con lo que tampoco me habré
enterado de lo que quiere decir, pero habré amortizado en horas la peseta
que ha subido la prensa.
El crecimiento cero es una cosa de laicos y de rojos, pues incluye el
control de la natalidad y cosas así. O sea que no nos va. El progreso
indefinido parece que tampoco nos va, entre otras cosas porque aquí nadie
la clava, y entonces algunos economistas geniales han encontrado la
fórmula ideal para el español medio y para el país, que es la ralentización.
Trabajar, pero sin partirse el pecho. Ganar, pero sólo para ir tirando. ¿Qué
es el matrimonio a la española, “hasta que la muerte nos separe”, sino una
ralentización del amor? Al español, fogoso, rápido y urgido, se le ralentiza
mediante la epístola de San Pablo y los plazos del coche. La pasión loca que
iba a matarle en una semana le dura así toda la vida, mediante el
matrimonio. Ya no es pasión, pero le dura. A todos nos ralentizan hoy con
píldoras, calmantes, sedantes y cosas. A monseñor Añoveros se le ha
ralentizado mediante unas vacaciones, al bailarín Antonio mediante dos
meses de cárcel y a Moreno Galván mediante una larga condena. Al viejo y
gastado concepto de represión ha sucedido el más moderno y técnico de
ralentización. Me cuenta un escritor que tiene un libro en la censura desde
hace bastante tiempo. “Te lo estarán ralentizando”, le he dicho para
tranquilizarle.
Los eurócratas

Los eurócratas parece que son los técnicos en Europa y en europeísmos.


Los eurócratas son los tecnócratas orientados a Europa. La nueva clase
política madrileña es la de los eurócratas.
Murieron los tecnócratas, y no sólo murieron, sino que están sufriendo,
según he oído, una auténtica caza de brujas, hasta el punto de que se habla
de que a López Rodó le van a quitar su cátedra, porque en los años de vida
política ha perdido todo derecho. Después de los tecnócratas vienen los
eurócratas, que son lo mismo, pero sin tantos votos y con unas revistas,
Gentleman o Cambio 16, que no son tan aburridas, ni mucho menos, como
las revistas de economía y austeridad que gastaban los otros. Hasta deslizan
los eurócratas, en sus papeles, alguna Ornella Muti que otra, para ir
entreteniendo con sandwiches de señorita la larga espera en los vestíbulos
del Mercado Común.
Europa es siempre para España un mito rosa o un mito negro. Depende
de las temporadas. Todo país, toda comunidad tiene su tierra prometida, y
no sólo los judíos; toda agrupación humana tiene su paraíso perdido, su
jardín, su edén, su infierno y su cielo situados en algún sitio. Su utopía. La
utopía de los españoles fue América. La utopía de los americanos era el
Lejano Oeste. La utopía de los griegos era la Atlántida y la utopía de los
portugueses es Angola. De acuerdo con esta ley, la moderna utopía de
España es Europa. Nadie está contento en su sitio y siempre se sueña con un
jardín utópico. Lo que pasa es que a veces la utopía se vuelve contra el
utopista, como Angola se ha vuelto contra Portugal y Europa se está
volviendo contra España.
Los ingleses, por ejemplo. Los ingleses tenían su paraíso perdido y
colonizado en la India. Era un paraíso de té y elefantes. Cada paraíso tiene
su profeta, naturalmente, y el profeta inglés fue Kipling, el profeta
americano fue Grant, el profeta portugués fue Carmona y el profeta español
fue López Rodó.
Ya ven ustedes, sin embargo, que a los profetas acaban quitándoles la
cátedra. Pero ni los profetas ni los países renuncian a su sueño, a su utopía.
La utopía de Rusia, hoy, es China, y la utopía de China es Rusia. Por eso
van a acabar a tiros.
Los españoles hemos tenido secularmente nuestro sueño utópico en
América. Si América no hubiera existido, como no existía, habríamos
tenido que inventarla, y por eso fuimos y la inventamos. Europa no era para
la España imperial más que una colonia mediocre. El paraíso perdido, el
jardín mitológico con árboles de pan y de oro, en que parece que todavía
creía Lope de Vega, era América. Del 98 para acá América ha dejado de ser
nuestra utopía. En América ya sólo creen los nietos de don Ramiro y
algunos poetas líricos. Los economistas, los profetas (que viene a ser lo
mismo) y los eurócratas se han vuelto hacia Europa.
Parece que si entramos en Europa se van a resolver todos nuestros
males. Un humorista ha dibujado un mapa de España donde los Pirineos
que nos separan de Francia son senos de mujer. Europa, para el eurócrata,
es el desmadre erótico, el libre cambio, el plurilingüismo, el sufragio
universal, “la libre Bélgica”, el desnudismo, el cine de Milos Forman, el
estructuralismo, la justicia social, la caricatura política, el champán no
adulterado y los grandes expresos europeos. Ojalá acierten, pero me temo
que nosotros aportaremos a Europa nuestros propios males, como Inglaterra
aporta su insularismo, Francia su grandeur e Italia sus tarantelas socialistas.
Europa es hoy un sanatorio adonde cada país va a curarse sus dolencias,
pero adonde cada uno lleva realmente sus enfermedades contagiosas.
Estamos en un círculo vicioso. Para entrar en Europa primero tenemos
que hacernos más europeos, dicen los eurócratas. Pero ocurre que para
hacernos más europeos lo primero que queremos y necesitamos es entrar en
Europa. O sea que no nos aclaramos.
Europa está en nosotros, somos nosotros. Si no la hubiésemos
encontrado ya, no la buscaríamos. Así como el mito de América fue para
los españoles un mito belicoso, conquistador, dominante, el mito de Europa
es casi infantil, sumiso, entregado. A América íbamos a conquistar. A
Europa queremos ir a que nos conquisten. Hablaba Freud de la novela
familiar de los neuróticos que de hecho alienta en todo niño. Hay el sueño
del niño expósito, que se imagina unos padres fabulosos y desconocidos, y
hay el sueño del bastardo que quiere conquistar el mundo para borrar su
bastardía. El sueño español de América era el sueño conquistador y
agresivo del bastardo. Nuestro actual sueño de Europa es el sueño del niño
expósito que imagina un mundo y unos padres mejores y más bellos al otro
lado de los montes, que en este caso son los Pirineos. La novela familiar de
los españoles es la novela del niño expósito. Hemos vivido un ciclo de
infantilismo, hemos retornado a los orígenes psicológicos, y ahora,
descontentos de lo que tenemos, de nuestro entorno doméstico y social, nos
soñamos hijos de algo mejor y más bello, hijos de Europa, europeos.
Lo que no se sabe bien es si los eurócratas son los patrocinadores de
este sueño, los inductores a él, o son quienes más intensamente lo sueñan.
Ese ideal de vida en común que Ortega soñaba para España ha encarnado
hoy en Europa. Me parece un bello ideal, y no soy eurócrata por falta de
preparación y de marketing, pero también yo sueño a ratos la novela
familiar, europeísta y freudiana. El español, hoy, es un niño expósito.
Ya vuelve el español donde solía

No parece que se arreglen las cosas para los españoles que trabajaban fuera
de España. Se vienen de Alemania y de Marruecos. La marroquización y la
germanización están devolviendo cada mochuelo laboral a su olivo
hispánico.
¿Y qué vamos a hacer ahora, con el país otra vez lleno de gente? Ha
dicho una autoridad en la materia que la emigración laboral debe ser una
libre opción, no una angustiosa necesidad. Claro. Lo que pasa es que no se
sabe quién necesitaba más las divisas de la emigración, si España o los
españoles. Nos hemos quejado mucho de que tantos y tantos españoles
hayan tenido que llevar fuera su vida y su trabajo, pero ahora nos los
devuelven, y no parece que esto sea tampoco una ventura. En todo caso, la
experiencia debe enseñarnos que la economía de un país no puede asentarse
en cosas tan aleatorias como la emigración obrera o el turismo, pues un día
al obrero lo echan, porque no da la talla, y otro día la sueca se cansa de
dorarse al sol de España los derechos de la mujer y decide ir a dorárselos a
otro sitio, o dejárselos como están, que tampoco están mal.
Me parece que si España vuelve a llenarse de españoles lo que tenemos
que hacer es encerrarnos de Pirineos adentro, como en el 98, y cultivar
nuestro folklore, nuestra autoctonía y nuestra cosa. Cada vez que el español
emprende una desbandada por el mundo, en son de guerra, de imperio o de
contrato laboral, tiene que volverse luego a casa, antes o después —esto les
pasa a todos los pueblos expansivos, claro—, y cuando vuelve da el
cerrojazo y se encierra en Yuste para asistir a sus propios funerales o a una
corrida de toros donde el toro es él.
Después de América, después del Imperio y de todo eso, tenemos un par
de siglos de meternos en casa y ser muy nacionales. Después del 98 surge
un nuevo nacionalismo —el penúltimo, por ahora— al que contribuyen
muchos los escritores del grupo y la zarzuela.
Nuestras últimas aventuras mundanas han sido la emigración obrera y el
turismo. Del turismo acaba de decir el ministro del ramo que hay que
elevarlo de calidad. Sobre esto del turismo de calidad ya hice una crónica
en estas mismas páginas, meses atrás. Parece que el laminador alemán
jubilado y la hippy descalza no dejan un duro. Por lo que se refiere a la
emigración obrera, a lo mejor se termina por falta de demanda. He aquí que
nos encontramos, quizás, en una nueva época de repatriación de los valores
patrios, en vísperas de un nuevo nacionalismo, todos hacinados en las
plazas de toros y en las verbenas. España volverá a ser España.
Porque el país se había deslucido mucho con la ausencia de los mozos.
Ya nadie se subía a la cucaña, en las fiestas de los pueblos, para coger la
botella de anís y los veinte duros que daba el señor alcalde. Viene la
Semana Santa, por ejemplo, y la clase media y los ricos se van a pasarla a
las islas Barbados o a Benidorm. Y el pueblo se está en Alemania
trabajando, y entonces no hay personal, ni fervor, ni lucimiento en las
cofradías, ya que, por si todo esto fuera poco, los cofrades han empezado a
picarse entre sí y con las autoridades religiosas: que si sacan el santo o no lo
sacan, que si la fe debe ser interiorista o magnificente. Solana pudo pintar
muchas procesiones y muchas fiestas de pueblo porque, en tiempos de
Solana, todavía el país estaba lleno de gente, superpoblado. Que eso es lo
que gusta de España, como de Nápoles, el amontonamiento, el barullo, la
alegría de estar todo el mundo en la calle. Pero los toros y las procesiones
están Hojeando, últimamente, porque el público de sol y los fíeles de la fe
carbonera se habían ido a trabajar en una mina suiza. Pues bien, ahora que
todos vuelven, otra vez podremos tener grandes concentraciones de masas,
romerías, animación, santos de la Isidra, gallina ciega y horas punta.
Se ha dicho muchas veces que así como Inglaterra se caracteriza por su
aristocracia y Francia por sus intelectuales, España se caracteriza por su
pueblo, por el pueblo, y que el pueblo ha hecho siempre las grandes cosas
en este país. Es cierto que el pueblo da el tono, da la nota, en España, y que
el intelectual y el aristócrata juegan a parecer pueblo, y Azorín se vestía de
albañil anarquista, en tiempos, y los señoritos andaluces se visten de
mayorales. Pero como últimamente no había pueblo, porque el pueblo había
emigrado, pues España se estaba volviendo un país cursi, de medio pelo, de
quiero y no puedo, de clase ejecutiva. Un país de fines de semana, whisky
segoviano, inglés intensivo, películas seudoeróticas y toros adulterados.
España estaba empalideciendo, perdiendo sabor. Ahora, con la vuelta del
peonaje, la vida en España, como dice Manolo Escobar, tiene otro sabor.
Escobar, por cierto, anuncia que se retira, pero debe volver, como
vuelve El Cordobés. El Cordobés, que es muy listo, dicen, a lo mejor vuelve
por eso, porque ha visto que otra vez va a haber llenos hasta la bandera con
el público de sol. El pueblo, sí, retiñe nuevamente la vida nacional, y
volverá a haber películas de Lola Flores, corridas con caballos destripados,
romerías con mozas desgarradas, mucho Lorca y mucho Goya. Por otra
parte, la vuelta del personal va a obligar a las autoridades a estructurar la
vida nacional en una economía y un trabajo más reales, como fuentes de
riqueza, que la emigración y el turismo. Pero, aunque así no sea, ya
sabemos que las procesiones, las corridas de toros, las fiestas del Cristo, las
tómbolas y los encuentros de Tercera van a volver a vibrar con los colores
fuertes y nacionales de la masa. Últimamente éramos una pálida imitación
del multinacionalismo yanqui y el europeísmo democratacristiano. Aquí lo
que da el sabor a la paella nacional es el pueblo. Sin pueblo se ve en
seguida que España somos cuatro señoritos arruinados y la cigüeña de la
torre.
Las humanidades

Mi amigo Guillermo Díaz-Plaja ha escrito un artículo defendiendo las


humanidades en la enseñanza española. No es la primera vez, ni mucho
menos, que trata de esto. Pocas voces acompañan a la suya en esta defensa
de las humanidades dentro de nuestra enseñanza, porque a la gente parece
que le da más o menos lo mismo, e incluso prefieren que el niño aprenda en
seguida lo de la pila de Volta y se haga ingeniero industrial a que lea a fray
Luis de León como es debido.
Me parece que es Tierno Galván quien en un ensayo hace la diferencia
entre formación y preparación, o entre preparación y cultura. Al concepto
de cultura ha sucedido hoy el de preparación. No se trata ya de tener una
cultura, entre otras cosas porque una cultura nunca se tiene, nunca acaba de
tenerse, sino que es algo siempre en formación y transformación, como la
propia vida. Se trata, ahora, de tener una preparación, de estar preparados.
¿Preparados para qué? Para la vida, para los empleos, para la competencia,
para los tests, para vender lavadoras por teléfono o a domicilio. Claro que la
palabra humanidades, como los términos humanismo o humanista, están un
poco camp, pero, llámese como se quiera —cultura libidinal o erotismo de
la cultura, diría la nueva izquierda—, la vuelta a los clásicos, a los
modernos, a los eternos, a la sensibilidad y a la vida, se hace urgente.
Konrad Lorenz, el reciente premio Nobel, lo ha recordado una vez más. O
cuidamos la hierba, la ecología, a los clásicos, a los niños y a las perdices, o
vamos a la catástrofe atómico-ecológica, sumidos todos en un mar de
detergente.
Habría que empezar a pensar en ir instalando en las ciudades esa trampa
para elefantes con ruedas que ha ideado Quino, el humorista bonaerense. Se
aprieta el botón del semáforo y en la calzada se abre una rampa que traga a
todos los automóviles. Vuelve a cerrarse la rampa y cruzamos sobre ella
tranquilamente. Es la única posibilidad de cruzar la calle que le va
quedando a la humanidad.
Las humanidades, decíamos. Hubo un tiempo en que el español, sumido
en su complejo de inferioridad, pensó que, efectivamente, ya estaba bien del
Quijote y las rimas de Bécquer. Que había que educar a los chicos a base de
raíces cuadradas y desfiles, para que salieran tecnócratas y triunfalistas.
Todavía estamos los españoles soñando una civilización tecnológica de la
que en otros países ya están de vuelta. Claro que tampoco se trata de que
todo contribuyente sea pintor neofigurativo o poeta irracional.
Desgraciadamente, la especie tiende a dar, naturalmente, ingenieros
atómicos y expertos en marketing, mucho más que a dar Garcilasos y
Chopines. De modo que por ese lado no hay peligro. En España, como ha
explicado Américo Castro, parece que los saberes técnicos y científicos
fueron durante siglos cosa de judíos y conversos, de modo que el castellano
viejo se refugiaba en sus tradiciones orales y retóricas para no caer en la
herejía de inventar algo, y todavía a Unamuno le asustaban esas posibles
herejías. Mas estamos lejos de aquello y más bien pecamos ahora por el
otro extremo: hay que inventarlo todo, para que vean que nosotros también.
Recientemente hablábamos en estas mismas páginas de los inventores
españoles. De la guerra para acá hemos inventado el camión Pegaso y una
máquina de afeitar que crepita como un tanque. De modo que podíamos
darnos por cumplidos en nuestra aportación a la cultura tecnológica y
retornar a los amenos prados de las humanidades.
Lo que pasa es que las humanidades no tienen porvenir. La gente lo que
quiere es triunfar en sociedad, salir en seguida adelante, y para eso hay que
hacer una carrera técnica. Pero lee uno una novela francesa y se asombra de
la naturalidad con que un relojero habla y opina de literatura. Parece ser que
los relojeros franceses leen. Yo no digo que los relojeros españoles no lean,
pero si sólo leen los relojeros, tampoco hemos resuelto nada. Si al niño se le
aprieta en las humanidades, luego va a pedir la mano de la chica y le
preguntan qué porvenir tiene.
Al que no tiene en perspectiva una firma de contrato para entrar en una
fábrica multinacional a producir chatarra electrónica no se le concede la
mano de la niña. Claro que eso saldría él ganando, porque de la novia o de
la santa esposa se cansa uno en seguida. Las manos sudan y se llenan de las
pecas de la vejez, con el tiempo. Las manos tienen debilidad por los anillos
caros, que son una ruina, o por las perlas de imitación, que son una
vergüenza. Hay que darle al chico una formación humanística, para que
ninguna lagartona se quiera casar con él, por encontrarle falto de porvenir.
Es la única manera de preservarlo contra el matrimonio y contra las
lagartonas.
Hace algún tiempo escribimos aquí una crónica defendiendo el latín en
la enseñanza y lamentando su desaparición progresiva. Recibí por entonces
algunas cartas de latinistas y profesores de latín que se identificaban con lo
que yo decía. Bueno, pues no sólo es el latín, sino toda la cultura, toda la
literatura, lo que va desapareciendo del horizonte cultural de nuestros
muchachos en flor de tecnocracia. Dice Díaz-Plaja en su artículo que por la
literatura retomamos nuestros orígenes, nuestra patria, nuestra tradición.
Más que la patria y la tradición, conceptos muy aleatorios y en controversia
actualmente, me parece a mí que lo que hay que buscar en la cultura
literaria y artística es la repristinación del hombre, el erotismo de vivir, el
gusto de la libertad, la sensibilidad y la justicia, porque hacerse un buen
ejecutivo y tener contenta a la empresa, para que cada día nos encargue
nuevos y más complejos estudios de mercado, es un porvenir que sólo se
alivia con las vacaciones programadas en las Bahamas y la compra de
enciclopedias ilustradas que no ilustran nada. Todos estamos hoy, ya, muy
preparados, pero nadie sabe lo que es un anapéstico. Y los anapésticos son
más importantes de lo que parece.
Don Ramiro de Maeztu

Cada día tiene su afán, dijo el otro, y cada año tiene su centenario, decimos
nosotros, pues así como el año pasado nos dieron la paliza con el maestro
Azorín, este año, recién comenzado, y sin pararse en restricciones ni nada,
amenazan ya con don Ramiro de Maeztu, que también puede dar mucho
juego.
La gloria de don Ramiro, ya saben ustedes, es que descubrió América
después de Cristóbal Colón. Realmente, como Cristóbal Colón tampoco
había sido el primero, pues no hay nada que afearle a don Ramiro. Cada
cual descubre lo que puede. Primero fueron los vikingos, dicen, y luego
Colón, y luego Maeztu, y ahora Raphael, cuyos discos parece que se venden
allá tanto o más que aquí. América está siempre por descubrir y es un buen
recurso para los españoles. Cuando a un español no se le ocurre nada o no
le suben el jornal, si es obrero se va a América, y si es intelectual descubre
América.
América también la descubrieron Unamuno y Foxá y tantos otros. Es
una cosa que siempre se puede descubrir. Los españoles, que parece que
hemos descubierto pocas cosas últimamente, tenemos siempre el recurso de
descubrir América, que ahí está para quien quiera descubrirla. Algunos
novelistas españoles han descubierto América últimamente, y escriben ya
como Cortázar o como García Márquez. Claro que primero fueron los
poetas, pues parece que poeta viene de profeta. Los poetas descubrieron
América hacia mil novecientos y empezaron a escribir como Rubén, y
luego como Neruda, y todavía los hay que escriben como Vallejo.
Pero entre tanto descubridor de América, Maeztu fue de los más
ejemplares y obstinados. Ellos nos enviaron a Rubén y nosotros les
enviamos a Maeztu. A mí me parece que salieron ellos perdiendo con el
trueque, pero esto ya es cuestión de gustos. De Maeztu cuenta Baroja que
les hablaba mucho de Nietzsche, pero un día estuvieron en su casa y,
mientras se vestía, Baroja le curioseó un libro de Nietzsche. Sólo tenía
abiertas las primeras páginas.
Los cronistas de la bohemia madrileña del 98 dicen que Maeztu y Valle-
Inclán cruzaron un día la Puerta del Sol a gatas. Lo que pasa es que Maeztu
se enderezó en seguida y salió embajador, mientras que Valle siguió a gatas
toda su vida, porque era un rebelde, un anarquista, un genio, y lo que quería
era escandalizar. Y hacía bien.
Siendo yo muy chico cayó en mis manos aquel libro de Maeztu que se
llamaba Don Quijote, Don Juan y la Celestina, editado por Austral, me
parece. El ensayista estudiaba estos tres mitos españoles, y ya no me
acuerdo de lo que decía, si es que lo entendí, pero luego he ido viendo que
Maeztu encarnó sucesivamente esos tres mitos hispánicos. Fue el Don
Quijote del hispanismo, el Don Juan de América y la Celestina de los
amores hispanoamericanos. Por mucho centenario que le echen, es un
escritor al que hoy no se lee. Casi todos los grandes centenarios montados a
nivel nacional vienen a recaer sobre escritores a los que ya no se lee. Claro.
Se tiene la gloria o se tiene un centenario. No se puede tener todo. El
centenario es una caricatura de la gloria verdadera, de la vigencia en los
lectores. El centenario es una gloria oficial con banda y música.
Yo no sé si se celebra en alguna parte el centenario de Shakespeare,
pero maldita la falta que hace. Tampoco parece que Cervantes ande muy
necesitado de centenarios. Aquí, cuando tenemos conciencia de que un
escritor está un poco olvidado, le montamos un centenario. Después del
centenario, el escritor sigue olvidado, pero mientras tanto hemos hecho un
par de discursos, hemos escrito unos artículos y los hemos cobrado, nos
hemos puesto unas medallas y nos han hecho unas fotos. Madrid monta
muy bien los centenarios, contra lo que se diga por ahí, y todo el que viene
a la conquista de Madrid, viene, en realidad, a la conquista de su centenario.
La gente pasa hambre, no gana dinero, vende mal sus libros, no cobra
las colaboraciones, pero aguanta firme y se somete a la condena de treinta
años y un día de café con leche, en la confianza de que se están ganando su
centenario.
—¿Y ahora en qué trabaja usted? —me preguntan las admiradoras.
—En mi centenario.
No acaban de entenderlo, pero es la verdad. Todos estamos aquí, los
políticos y los escritores, preparándonos el centenario. Ya sabemos que no
hay pena ni gloria que cien años dure, y por eso queremos dejarnos
asegurados los cien años de gloria, el centenario. No importa que no nos
hagan justicia en vida, si nos la van a hacer a los cien años de nuestro
nacimiento o de nuestra muerte. Casi nadie llega al siglo de vida, en
Madrid, por culpa de la polución y de las labores de la Tabacalera, pero
cualquiera puede estirarse hasta el centenario si ha sabido dejar detrás de sí
unos libros sobre la verdad de España. El otro día sacó la “tele” unos
centenarios americanos, unos viejos y unas viejas que rebasaban el siglo de
vida y estaban de muy buen ver. Eran, me parece, una tribu. Y les
preguntaban qué habían hecho para vivir tanto. Yo creo que la pregunta era
ociosa. Con vivir fuera de Madrid, basta. Cierta inmobiliaria anuncia ahora
su zona residencial con el slogan “Escriba su libro”. Parece que el colmo de
la tranquilidad y de la paz residencial es acabar escribiendo un libro, de
puro aburrimiento. Pues bien, Maeztu y los escritores del 98 no tuvieron
zonas residenciales para escribir sus libros, sino que los escribieron en las
pensiones con ratas y los cafés con meretrices. Y por eso se ganaron su
centenario.
Yo, no es que tenga nada contra don Ramiro de Maeztu. Sólo que no lo
leo. Y me temo que después del centenario voy a seguir sin leerlo. El único
centenario que nos va interesando ya, a cierta edad, es el nuestro propio.
Los inventores

No es cierto que España no sea país de inventores. Unamuno dijo: “¡Que


inventen ellos!”, entre otras muchas cosas poco serias que dijo Unamuno.
¿Despreciaba con esto a los inventores? No, porque él mismo hubiera
querido inventar algo. Lo malo es que sólo le salían pajaritas de papel, que
es una cosa que ya estaba inventada, y por eso la tenía tomada con los
inventores.
Pero en España se inventa, ya lo creo que se inventa. Todos los años, en
Bruselas y por ahí, los inventores españoles se ganan unas cuantas copas.
En las Olimpíadas no nos hace justicia la conspiración internacional judeo-
masónico-marxista, pero en Bruselas, donde parece que todavía no ha
llegado dicha conspiración, nuestros inventores salen muy bien parados.
Claro que sus inventos, una vez premiados, deben tirarlos al agua los
belgas, porque luego nunca más se sabe de la máquina de pelar patatas sin
patata o del tranvía sin ruedas ni cobrador mal afeitado, que es lo que
solemos inventar en España.
Una vez vino a verme a un café un señor que había inventado que la
Tierra no es redonda, y había escrito una comedia en cinco actos para
probar la verdad de su descubrimiento, pues escribir un tratado al respecto
le parecía más aburrido. El teatro llega más, me dijo. Efectivamente, el
teatro llega más, pero hay que tener cuidado adónde llega. Quería aquel
señor que yo le hiciese una entrevista. Ahora está el del motor de agua.
El inventor del motor de agua se llama José Antonio Pérez Calvo y ha
vendido su patente a Estocolmo, que es donde compran siempre estas cosas.
En Estocolmo es difícil colocar una novela, aunque aquí haya sido premio
Ciudad de Jaén, pero en cambio es muy fácil colocarles a los suecos un
invento, el invento más simple, pues los suecos no inventan nada, contra lo
que parece, y siempre están dispuestos a comprarte la patente de un simple
sacacorchos.
Aquí lo que no tenemos es industria, pero inventores ya lo creo que
tenemos. Es lo que pasa con el cine. ¿No hay materia prima para el cine
nacional? Ya lo creo que hay. Ahí están la Esperanza Roy, la Marisol, la
Pilar Velázquez y la Teresa Gimpera, por ejemplo. Y encima importamos a
la Ornella Muti, que eso ya es de morirse. Lo que no hay es una industria
cinematográfica seria, pero materia prima, y eso que se llama en la gran
crítica europea “animales cinematográficos”, ya lo creo que tenemos. Todo
un zoo de espléndidos animales cinematográficos. Si no se hace buen cine
es por falta de una industria y por la censura, claro.
Los inventos, en cambio, no tienen censura. Tengo un amigo inventor
que ha inventado toda clase de cosas, y la censura nunca le ha dicho nada.
Mientras no inventes un anovulatorio o un voto en contra, la censura no se
mete en nada. Los inventores y los músicos son, quizá, los únicos que van
por libre en este país. Pasan hambre, pero van por libre. Los demás no
pasamos tanta hambre, pero tenemos la censura, que siempre es una gaita.
El señor Pérez Calvo es un incomprendido, claro, y ha entrado a formar
parte en la fuga de cerebros, con Ochoa y todos ésos. El señor Pérez Calvo
ha inventado el motor de agua, pero ahora le falta inventar el agua, porque
lo que sale por el grifo, con tanto cloro y tanto barro, no es precisamente
agua. Y hacer funcionar el coche a base de agua de mesa no parece
rentable. Por eso se ha ido a Estocolmo, y no por falta de patriotismo, el
señor Pérez Calvo, porque allí el agua es más clara y porque a los suecos les
gusta mucho comprar inventos. Hay una comedia de Tono y Mihura, Ni
pobre, ni rico, sino todo lo contrario, donde a un señor le da por comprar
inventos y un inventor quiere venderle el jarrón de flores que está sobre la
mesa. Dice que acaba de inventarlo. Bueno, pues a los suecos puede
vendérseles incluso el jarrón de flores que está sobre la mesa, porque no son
ni pobres, ni ricos, sino todo lo contrario. O sea, capitalistas socializados.
Eso es un capitalismo de rostro humano, precisamente, no ser ni pobre
ni rico, sino todo lo contrario. Nosotros, como seguimos bien con los árabes
y acaban de regalarnos treinta y cinco mil toneladas de crudo, no
necesitamos para nada el motor de agua. Sería hacerles un feo a los árabes,
ahora que nos han regalado todo ese petróleo, empezar a funcionar con
agua.
Nuestra amistad secular con los pueblos árabes nos liga
irremediablemente al petróleo, que nunca va a faltarnos, según dicen. De
modo que cuando toda Europa vaya en coche eléctrico o con el motor de
agua, sin contaminación ni problemas, nosotros puede que nos convirtamos
en los únicos consumidores de petróleo del mundo, y los árabes vendrán a
España cada semana con nuevos cargamentos de petróleo, y tendremos que
seguir agradeciéndoselo y haciendo discursos. Todo sea por la amistad
tradicional entre los pueblos mediterráneos. Lo que pasa con los inventos
españoles, por otra parte, es que suelen ser inventos de país
subdesarrollado, algo así como los forgendros de Forges. Una batidora que
aprovecha incluso la cáscara. Un exprimelimones que exprime incluso los
titos. Cosas pensadas para el máximo aprovechamiento de lo poco que
tenemos. Como los europeos no comen cáscaras ni titos desde hace
bastantes años, resulta que nuestros inventos no acaban de resultarnos
prácticos. Lo del motor de agua no habría tenido porvenir en Europa sin la
crisis del petróleo. Los suecos preferían circular con gasolina y utilizar el
agua para lavarse, pues los suecos son muy limpios y se lavan mucho, como
yo he podido comprobar, sobre todo en las suecas.
El motor de agua, la democracia orgánica y la Contrarreforma son las
tres grandes aportaciones de España al mundo moderno. Para que luego
digan que no inventamos.
Superpop

La gente, ahora, la gente joven, es superpop. A mí me gusta que la gente


joven siempre sea algo, ya que nosotros no somos nada, o casi nada, o poco
más o menos que mayoría silenciosa.
Hay nuevas discotecas en Madrid, nuevos music-halls que se rigen por
la mística superpop. Nos han desbordado. Yo, primero, fui yeyé, de aquellos
que bailábamos el merecumbé y el twist, por este orden, en los clubs de
juventud de los años cincuenta y primeros sesenta, “ambiente selecto,
moralidad, sólo parejas”. Luego, con la mejor voluntad de incorporación y
participación, he ido queriendo ser rocking, rocker, hippy, underground y
pop, pero cuando no me falla una cosa me falla otra. Para pinchadiscos me
falla el oído, que si no ya iba a ver el Iñigo ése. Para underground me
acuesto demasiado temprano. Para progre, que es otra cosa que conviene
ser, me falta la barba, que no acabo de dejármela porque parece que no
gusta en la oficina. Al final hay que aceptar la triste realidad de que
nuestros amigos yeyés de hace quince años a lo mejor están hoy en el Opus,
y nuestros compañeros de comuna hippy de los primeros tiempos de Ibiza
tienen ahora una tienda de antigüedades falsificadas por el barrio de las
Musas.
Así que si ellos se han retirado, ¿por qué no voy a retirarme yo? Dicen
que en eso confía la ortodoxia de la continuidad y la continuidad de la
ortodoxia: en que los contestatarios musicales y los progres de pelvis
movediza y rítmica acaban en las oficinas de prensa, en la export-import y
en las compañías multinacionales, hablando inglés, que es lo único que se
habla en las compañías multinacionales, pues las compañías
multinacionales suelen ser sospechosamente unilenguales.
Ahora, se han inaugurado en Madrid nuevos barrios para estudiantes, en
la periferia. Hubo un tiempo, trasantaño, en que el pequeño barrio latino
madrileño era San Bernardo, y por aquellos cafés y caserones andaban los
personajes de Baroja y andaba Baroja mismo.
Luego, el emporio universitario y bohemio se trasladó a Argüelles, y
eso todavía lo he alcanzado yo. En Argüelles hay mercados nerudianos,
cafeterías estudiantiles, mesones de ligue y pensiones regentadas por
sudamericanos retóricos que hacen muy bien la sopa de nada.
Pero, no sé por qué, los doctores con autoridad en el caso han decidido
desconcentrar a la juventud universitaria, así que ahora les mandan a unos a
San Blas, a la Casa de Campo a otros, a Somosaguas e incluso a Alcalá, en
grupos de tres, cuatro y seis mil. Lo que pasa con esto es que nos cargamos
la vida estudiantil, el ambiente, esa cosa entre Pérez Lugín y el Che
Guevara que tenía el barrio de Argüelles y la calle de la Princesa y la
Moncloa, ese ambiente entre estudiantina y pintada, entre Casa de la Troya
y guerra de Troya. A pesar de esta dispersión, los chicos se hacen de lo que
pueden, y los que no pueden otra cosa se hacen superpop. A los que íbamos
tradicionalmente a ligar a Argüelles se nos va a hacer muy duro
desplazarnos en el seiscientos sin gasolina árabe hasta Somosaguas y Alcalá
de Henares, y a lo mejor eso es lo que persiguen las normas de
descongestión estudiantil: acabar con el feo vicio del ligue.
Sea como fuere están arruinando a la afición. Si ya no se puede ir a
Argüelles a ligar culturalmente —la cultura es la gran Celestina—,
mediante los versos de Neruda y las prosas de Tierno Galván, no nos queda
más remedio, a los viejos lobos del oficio, que hacernos superpop, y para
eso están las nuevas discotecas al efecto, con diapositivas y sin gogós.
Porque ésa es otra. La gogó, diosa menor del pop en los años sesenta,
también se ha integrado, y la que estremecía su esqueleto malva, poco
recubierto y apenas vestido, sobre el bongó iluminado de la discoteca, está
ahora de señorita recepcionista o de azafata, y ya sólo estremece el
esqueleto en ocasiones muy contadas, particulares y domésticas.
Con la juventud no hay quien pueda, claro. Hasta que se pasa. Hemos
visto pasar, en nuestra corta vida, varias generaciones juveniles. Así como
los sociólogos dentro de un orden cuentan por generaciones políticas —
generación del silencio, generación del tránsito, generación de posguerra,
generación del príncipe, etc.— yo cuento a las dulces pájaras de pubertad
por generaciones musicales: a saber, de la guerra para acá, las topolino, las
existencialistas, las yeyés, las beatniks, las hippies, las underground, las
pop, las progres y, ahora, las superpop.
Todas y todos, más o menos, han ido adunándose con el tiempo en el
bloque sin rostro de la sociedad española, y ya tienen piso a plazos y coche
en reparación. Y, por supuesto, niños en el kindergarten, a los que se les da
educación sexual, ahora que todavía no la necesitan. (Esto de la educación
sexual de los hijos es la última revancha que nos estamos tomando, los
padres que fuimos progres, cuando la vida nos ha alienado dentro de un
orden.) Parecía que con ser pop ya estaba todo resuelto. Como no le dejaban
hacer otra cosa, por falta de edad y de libertad, usted se hacía pop, que era
una manera de contestación musical, de revolución festiva, de anarquismo
sonriente. Mas ahora parece que ya no basta con ser pop. Hay que ser
superpop. Y ahí sí que ya no llego.
La industria del disco la manejan los grandes de Wall Street; la industria
del disfraz juvenil la manejan los grandes de King’s Road; la industria de la
contestación a lo que nadie les ha preguntado la maneja, a veces, la CIA.
Qué difícil ir por libre. Claro que peor están los que se cortaron el pelo a
navaja en una peluquería teologal. Pero este artículo me ha salido escéptico,
derrotista y reaccionario no por falta de fe, esperanza y caridad, sino porque
me temo que la generación del superpop, que ahora nace en España, morirá,
inevitablemente, como moríamos nosotros un día: bendecida por el rayo
místico de la televisión, que baja del cielo.
Los derechos de la mujer

Las Cortes Españolas han llegado el otro día a la conclusión de que la mujer
casada mayor de dieciocho años podrá ser socio de una cooperativa sin
licencia marital. Doña Mónica Plaza está llevando con mucho entusiasmo
esto de los derechos de la mujer, en las Cortes, y le he preguntado a una
progre que conozco:
—¿Cuál te parece a ti el derecho más urgente que hay que darle a la
mujer casada?
—El derecho a divorciarse.
Con estas progres no hay manera.
Doña Mónica Plaza es otra cosa. Doña Mónica Plaza cree en el
matrimonio y lo que quiere es emancipar a la mujer dentro de un orden, de
una legalidad y una fidelidad. Pero resulta que lo que las otras no quieren ya
es orden, ni legalidad ni fidelidad, ni nada que suene a sumisión.
—Que ya está bien, que llevamos trece siglos de fidelidad. Desde los
árabes.
De modo que doña Mónica va por un lado y las progres del drugstore
van por otro. Hubo un amplio debate sobre la igualdad de derechos de la
mujer en la Comisión de Trabajo. Doña Mónica ha calificado de
ultravanzada a la ponencia que ha favorecido los derechos de la mujer. Pero
la ponencia estaba hablando de cooperativas. Y de ahí pasaron a los
derechos de la mujer a formar cooperativas —las cosas se enredan, se
enredan—, y luego a los derechos de la mujer en general. Se ha conseguido,
pues, una victoria de rebote, por carambola y yendo a otra cosa. Se lo hago
saber a mi progre:
—Que ya podéis entrar en una cooperativa.
—¿Y eso para qué sirve?
Claro, porque ellas esperan el derecho al aborto, el derecho a la píldora,
el derecho al divorcio, el derecho a los hijos, el derecho a la vida, y les dan
el derecho a entrar en una cooperativa. Hace un año o así les dieron el
derecho a entrar en un convento. No es que a la mujer no se le concedan
derechos en España, sino que se le conceden los que no había pedido.
Ellas querían el derecho a entrar solas en el cabaret, en la discoteca, en
el club, en la vida, y les dan el derecho a entrar en una cooperativa, que es
una cosa tan aburrida. ¿Y qué hace una, vestida de “retro”, como la novia
del gran Gatsby, en una cooperativa? Me parece que no es por ahí.
Los procuradores en general, los padres de la Patria, que son unos
señores que casi nunca dan el quórum, últimamente, como ustedes saben,
cuando deciden darlo es para incordiar. Esto de las cooperativas debe
parecerles a algunos de ellos el colmo de la disolución y el desmadre. Ya
ven el futuro incierto de su hogar:
—Paco, que me voy a la cooperativa.
Y es como si ella le dijese que se va al music-hall. O sea, que se lo han
tomado a mal y han puesto trabas. He aquí lo que dijo, por ejemplo, el
padre de la Patria señor Sancho Rof, que por algo tiene un apellido godo:
—Estoy conforme con la igualdad de derechos entre la esposa y el
marido, pero no en que se dé más derecho a uno que a otro. Según está
redactado este segundo párrafo, la mujer podrá hacer cosas que la
legislación civil no permite al marido. Eso no es igualdad de derechos.
El señor Sancho Rof no ha pensado, quizá, que el marido lleva tantos
siglos haciendo cosas no permitidas a la mujer, que poco importa el que
ahora ellas nos saquen alguna ventaja, siquiera sea en cuestión tan inocente
como la de las cooperativas.
Por su parte, el señor Gómez Escolar también estuvo brillante:
—Éste no es un texto avanzado, sino un texto que no tiene precedentes.
Ningún marido puede comprometer los bienes de la esposa, y en cambio,
según este texto, la mujer puede comprometerlo todo. No habrá
reciprocidad. El apartado primero autoriza a la esposa a actuar sin licencia
del marido, lo que significa que, en algunos casos, será también en contra
del marido. Esto no es admisible.
Sensata y bien timbrada voz la del señor Gómez Escolar en el coro
calderoniano de los padres de la Patria. Se ve que el señor Gómez Escolar
tiene un cierto concepto casquivano de la mujer, cuando teme que ésta vaya
a “comprometerlo todo”. Asimismo, teme que el derecho a actuar con
independencia del marido se convierta en actuación contra el marido. Un
cierto recelo antifeminista sí parece que alienta en el señor Gómez Escolar.
Acaba de estrenarse por ahí la película Tamaño natural, de Berlanga, en la
cual un hombre perece víctima de las artes de una muñeca de goma, con lo
que se demuestra que la mujer es nefasta para el hombre incluso cuando es
de goma. El señor Gómez Escolar ha debido ver el film en Perpiñán. Pero
no es él solo. Y decimos que no es él solo porque el señor López Francos se
levantó y dijo:
—Se ponen en grave riesgo los derechos de la familia. Esto es
peligrosísimo.
Parece un coro de Bertolt Brecht o de Valle-Inclán, si ustedes se fijan.
Espero que Llovet y Mar sillada monten en seguida un happening titulado
“Los padres de la Patria”, o bien “Los derechos de la mujer”, donde se le
ponga música a estos cantables de los procuradores. Doña Mónica Plaza, la
progre de las Cortes, podría ser interpretada, como siempre, por Emma
Cohen.
Finalmente, el señor Toro Ortí, entre otros barítonos del masculinismo,
cantó así: “… el marido que conceda licencia a su mujer, ya sabe a qué se
compromete”.
Sólo faltó el coro de Katiuska: “Y el honrar a las mujeres, el honrar a
las mujeres es oficio de varón…”.
Ser de derechas

Don Joaquín Garrigues-Walker ha hecho unas declaraciones políticas que


ustedes ya conocen, sin duda, y se ha confesado de derechas. Dice, más o
menos, que en España, a estas alturas, resulta como estupefaciente
confesarse de derechas. Y tiene razón. Sólo Dalí y Blas Piñar lo hacen ya.
Ahora se les suma don Joaquín Garrigues-Walker. He aquí a los tres
mosqueteros de la nueva o la vieja derecha nacional.
Lo que pasa es que la derecha de Dalí es una derecha, digamos, divina.
La derecha de Blas Piñar es humana —ay, demasiado humana—, porque se
nota mucho la rabieta y ese señor es de los que, con un cargo, a lo mejor
dejaba de enarbolar zapatos ideológicos al paso de las carrozas liberales. Lo
que yo no comprendo es por qué no se lo dan, el cargo, si reúne todas las
condiciones y capacidades necesarias, además de una adhesión
inquebrantable que, por lo menos, no engaña. Ahora parece que él y su
equipo han roto la adhesión, pero peores son los que no la rompen y siguen
zapando en la sombra. La derecha de los Garrigues es una derecha europea,
civilizada y de rostro humano. Don Joaquín, al proclamarse de derechas,
parece como si se proclamase la oveja negra de la familia, o la oveja blanca
en un rebaño de corderos negros, izquierdosos y liberales e incluso
revolucionarios. Don Joaquín es de una familia de derechas, de una familia
del sistema, de una familia de la high-life, y no debe tener complejos. A mí
me preocupa el complejo de don Joaquín.
Claro que don Joaquín tiene un padre con cierta fama liberal, y yo
comprendo que eso siempre es un disgusto. Don Joaquín tiene un hermano
con cierta fama aperturista. Don Joaquín, claro, se siente antiguo y pasado
como el reloj de la cómoda que tienen los Garrigues, y se proclama de
derechas con el mismo rubor arrebatado y osado con que el reloj de la
cómoda da todavía la hora, una hora antigua que a los Garrigues ya no les
dice nada.
Bueno, pues a mí me caen bien estos tres señores que todavía se
proclaman de derechas, en el país. Dalí, a despecho de Bretón y de papá
Aragón. Blas Piñar, a despecho de la apertura, y don Joaquín Garrigues, a
despecho del clan Garrigues.
Es lo que Machado dijo de Azorín. “Por asco de la greña jacobina”. Don
Joaquín, don Blas y don Salvador se proclaman de derechas por asco de la
greña aperturista. No hay que tener miedo a ser de derechas. Yo escribí un
libro titulado Memorias de un niño de derechas, y un crítico buido me dijo
que él había descubierto, ladinamente, que el niño era más bien de
izquierdas. Estoy cogido, maldición.
Las señoritas, ahora, lo mismo. Antes te decían:
—Ha de saber usted, joven, que yo y mi familia somos de derechas de
toda la vida y votamos a don Antonio.
Don Antonio era Maura, naturalmente, y todo este exordio venía a que
no le sobásemos más el antebrazo a la niña. Ahora van y te dicen:
—Oye, has de saber que yo estoy emancipada, liberada, no soy una
mujer-objeto y tú a mí no me cosificas, reprimido, que eres un reprimido.
Total, que estamos en las mismas. Antes te llamaban fresco y ahora te
llaman reprimido. La coartada ideológica ha cambiado, pero siguen igual de
estrechas. Pues eso pasa con los políticos, que antes le hacían ascos a todo
en nombre de la derecha y ahora se los hacen en nombre de la izquierda. La
derecha cada día manda más en el mundo, pero cada vez tiene menos
prensa. Ya sólo se puede ser de derechas en broma, yendo vestido de gran
Gatsby. En los años cuarenta, la gente te decía:
—No, de marxismo nada, oiga, que aquí somos muy de derechas y
respetamos, ante todo, la sacrosanta libertad del hombre, hecho por Dios a
su imagen y semejanza.
Y ahora los mismos, o sus delfines, te dicen:
—Oiga, de marxismo nada, que aquí somos de centro-izquierda y
respetamos, ante todo, la libertad del individuo, al que la sociedad ha hecho
naturalmente libre.
Bueno, ¿en qué quedamos? Esto es lo que se llama fluctuar y
promiscuar.
Como no tengo ninguna sutileza política, prefiero a los que van de cara.
Los rojos de siempre y los de derechas de toda la vida. Blas Piñar y la
Pasionaria. Joaquín Garrigues y Azaña. Salvador Dalí y Picasso. Al pan pan
y al vino vino. Y a la mar marea.
Que ya está bien, vamos. Las cosas han empezado a estar claras en
Portugal, por ejemplo. Spínola era también uno que se cogía el concepto
con papel de fumar. Con el mismo papel de limpiar el cristal del monóculo
para observar la realidad objetiva e imparcialmente, sin prisa y sin pausa, de
acuerdo con la armonía de las esferas, que son la mejor música para que las
cosas de palacio vayan despacio. Ahora, los de izquierdas dentro y los de
derechas en un hotel de Madrid, formando un Gobierno en el exilio (dicen)
o dejando que corra el rumor. Pero aquí no. Aquí, los hermanos Garrigues
son como Caín y Abel. Lo que no sabemos es si papá Garrigues está con
Caín o con Abel. Tampoco se sabe con quién estaba el Padre Eterno, a fin
de cuentas, en el Antiguo Testamento.
Yo creo que España puede esperar más de Caín Garrigues que de Abel,
por el mero argumento escriturístico de que Caín ha dado mucho más que
hablar, a lo largo de la historia, que Abel, el cual no dejaba de resultar,
como ya vieran Nietzsche y Blasco Ibáñez, un poco giliporcelanas. A Caín
Garrigues, para ser perfecto, sólo le faltaba confesarse alguna vez de
derechas, sin miedo, como su hermano ha hecho. Hay quien me dice que
efectivamente tiene rubricada tal confesión. Son un poco, con perdón, como
don Juan Manuel de Montenegro y sus hijos. Caín Garrigues tiene algo de
hermoso segundón, de Cara de Plata, y, tal como está el país, sólo de los
Cara de Plata podemos hoy esperar algo. Pero sin olvidar que, a fin de
cuentas, son hermosos segundones y Cara de Plata. O de oro.
Bueno, más vale eso que nada. La crítica a la derecha desde la derecha,
como diría Sartre, autor de El idiota de la familia. Sólo que en la familia
Garrigues no hay idiotas. Hay un proceso dialéctico que Marx no había
previsto, mediante el cual la derecha se depura, critica y transforma a sí
misma. El proceso, prolongado al infinito, lleva a la izquierda. Y don
Joaquín, que lo sabe, se ha apresurado a ploclamarse de derechas.
Mundo camp

Durante unos años nos hemos dedicado morbosamente al cultivo del pasado
inmediato, a la nostalgia camp, a base de televisión, Machín, celuloide
rancio y otras rarezas. Un capricho muy de derechas, favorecido por la
abundancia, dicen, y la falta de imaginación. Ahora, con la escasez de todo
en el mundo, resulta que el pasado se nos viene encima de verdad, y
estamos viviendo una especie de posguerra sin que haya habido guerra. ¿No
querían ustedes mundo camp? Pues toma mundo camp.
Gasógeno, caballos, bicicletas, restricciones, carbón, escasez. Tico
Medina le hace una entrevista a Machín, que vuelve a estar de moda. Como
la Historia es madre y maestra, yo, ante las nuevas escaseces, he echado la
vista atrás y he tratado de recordar las cosas que hacíamos en los años
cuarenta para sortear el hambre y ganar el pan negro de cada día. Resulta
que, como habíamos quedado al margen del proceso fiduciario, la carestía y
la escasez de las cosas ya ni siquiera nos afectaban a muchos españoles.
Puesto que no teníamos dinero, decidimos olvidarnos del vil metal,
“estiércol del diablo”, según la retórica camp de Papini. Y volvimos a una
economía primitiva de intercambios y permutas. Cambiábamos unos
zapatos viejos por un queso, una colección del Blanco y Negro por una
hogaza de pan, un reloj por una gabardina y un abanico antiguo por un kilo
de café.
Nos iba divinamente. Decían que la vida estaba cara. Estaba cara para
los ricos, que tenían dinero y lo gastaban. Para los que no teníamos un duro,
la vida estaba más fácil que nunca. Habíamos descubierto la permuta,
sistema natural de comercio muy anterior a la inversión satánica y
papiniana del dinero. Bueno, pues esto es lo que hay que hacer ahora. Yo ya
lo estoy poniendo en práctica. En lugar de cobrar mis artículos, voy al
periódico y le tomo un puro al director, o me dejo invitar a café con tostada,
o a medio whisky segoviano, y así voy tirando. No hago mal a nadie y doy
ejemplo.
“No, pesetas no, por favor”, digo en la administración de los periódicos.
Y creen que me he radicalizado hasta el extremo de que ya no quiero tocar
el dinero. Pero no hay tal. Lo que pasa es que la peseta no me sirve para
nada. Prefiero cobrar en especie. Hay gentes por Madrid que están
siguiendo mi ejemplo. En una cafetería he visto a una señora llegar con una
vajilla china de imitación, muy empaquetada en periódicos, y cambiársela a
otra señora por unos botes de tres cereales para el niño. Este clima de
posguerra me llena de nostalgia y me enerva. Asistía a la permuta de las
señoras y creí escuchar como música de fondo a Bonet de San Pedro.
Dicen que vamos a volver al carbón. Será la única manera de que a los
mineros asturianos se les haga un poco de justicia, ya que la que se les ha
hecho hasta ahora, con ser bastante, no parece suficiente. Dice Raymond
Cartier que en lugar de gasolina vamos a consumir hidrógeno. Yo no tengo
nada contra el hidrógeno. Me parece que, en general, al mundo le sobran
aún fuentes de energía. Lo que pasa es que estamos asistiendo a una crisis
de intereses, al cambio de unos intereses por otros. Cuando las grandes
compañías aprendan a ordeñar otras vacas, volverá a haber paz en el
establo. No hay que inquietarse demasiado.
He visto algún gasógeno por Madrid. El gasógeno era una cosa muy de
aquellos tiempos, y Eugenio d’Ors le hizo unos versos. La “tele” dijo el otro
día que iban a empezar más tarde y a terminar más pronto para ahorrar
energía y, sobre todo, supongo, para dar ejemplo. Pero ya están otra vez
como siempre. Al fin y al cabo, la “tele” es el alimento espiritual de los
españoles, y ahora que va faltando alimento del otro no pueden dejarnos sin
“tele”.
Yo creo que, para ambientarnos más en el pasado y la escasez, debiera
prohibirse encender el televisor y hacer obligatoria la vuelta a la radio.
Ahora se han celebrado los cincuenta años de la radio y alguien se ha
quejado de que Boby Deglané haya estado ausente, por ingrato olvido de la
memoria de los celebrantes. Pues volvamos a la radio y a Boby Deglané y
que deje de funcionar la televisión a ver si mientras tanto se les ocurre algo
en Prado del Rey, porque llevan una temporada que no se les ocurre nada.
Mientras los grandes países de Europa optan por el caballo y la
bicicleta, nosotros, que somos los más pobres, seguimos tirando de coche
como unos machos. Ahora parece que se hace obligatorio el uso del
cinturón de seguridad, pero la gente, en general, dice que no. Y yo
comprendo esta resistencia psicológica, porque llevamos una vida muy
atada y el coche es una liberación, un escape. Si también dentro del coche
van a sujetarnos, esto puede ser de neurastenia. Se dice que vamos a vivir
las últimas Navidades de la abundancia. Ocurrirá que, si efectivamente se
estabiliza la escasez y nos esperan unos años de vacas esbeltas, llegaremos
a añorar los años sesenta y setenta como una orgía y a olvidarnos de que no
fue para tanto. La Grecia de la democracia estaba llena de esclavos y la
sociedad de la abundancia es también la del salario mínimo. Pero así se
escribe la Historia. Los obreros españoles vienen de Alemania a pasar las
Navidades en su pueblo, y a lo mejor no vuelven allá, porque Alemania nos
cierra las puertas laborales. No hay que desanimarse. Si los americanos
siguen poniendo fábricas multinacionales en España, la emigración obrera
se quedará en casa. El obrerete, que ya se iba defendiendo con el alemán,
tiene que practicar ahora el inglés, y, si seguimos dando bandazos
económicos, acabará de doctor honoris causa por Harvard.
El cohecho

El alcalde de Alicante, don Francisco García Romeu, ha tenido el gesto de


declarar notarialmente todos sus bienes, por propia voluntad, para que se
sepa, cuando deje la alcaldía, que no ha robado nada. Esta oficiosidad tiene
muy preocupados a diversos señores en Madrid, que temen cunda el
ejemplo e incluso que la medida llegue a hacerse obligatoria. Dios no lo
quiera.
Eso es lo que tenía que haber hecho Spiro Agnew. O bien venirse de
alcalde a España, en tanto que el señor García Romeu podría haber
desempeñado brillantemente, honradamente, la vicepresidencia de USA, sin
verse ahora envuelto en enojosas acusaciones por los que quieren hundir la
democracia yanqui. El mejor alcalde, el rey, decían nuestros ancestros. Pues
no, señor. El mejor alcalde, el de Alicante. Todos los alcaldes, en España,
son honrados, por lo general —que yo sepa—, pero el gesto del señor
García Romeu ha preocupado no sólo a los alcaldes, sino a otros personajes
más o menos instalados. ¿Y quién le ha pedido al alcalde de Alicante que se
tire ese farol? También son ganas de dar mal ejemplo. Se ha hecho una
estadística internacional y parece que primero los judíos y después los
españoles somos los pueblos más escépticos en cuanto a la eficacia de
nuestros gobernantes. Como que los españoles somos un poco judíos.
También puede ser que los judíos aprendieran escepticismo durante sus
siglos en España. El alcalde de Alicante, que quiere estar a salvo de la
suspicacia de judíos, moros y cristianos, ha dejado sentado notarialmente
que él no va a robar un duro. Ya sabemos que aquí nadie roba un duro, pero
dejarlo sentado ante notario no deja de ser una machada. Otros funcionarios
de conciencia más tranquila no le dan cuentas a nadie, y hacen bien.
Porque bien está que no se robe en el cargo, y eso lo damos por
supuesto todos los españoles. Pero también puede ocurrir que uno se
enrique2ca durante su mandato, por razones ajenas a éste. Por ejemplo, si le
tocan a usted las quinielas siendo subsecretario transitorio de algo, la gente
siempre pensará que le han tocado porque era subsecretario. Si hereda usted
de su tía del pueblo siendo ministro, la gente a lo mejor piensa que ha
heredado porque es ministro, mas usted puede demostrar que tiene esa tía
desde que era pequeñito, cuando no soñaba con ser ministro. ¿Es que, por
tener un cargo público, no va a poder uno jugar a las quinielas o a la lotería
del Niño? ¿Es que, por tener un cargo público, no va a poder uno poner una
fábrica, abrir una tienda, jugar a los chinos o al cupón de los ciegos? Esto es
lo que se preguntan en Madrid algunos señores con ambición política y de
la otra.
No todo va a ser cohecho. El alcalde de Alicante, al declarar
públicamente su fortuna y comprometerse implícitamente a estar en las
mismas cuando deje el puesto, se ha limitado a sí mismo las posibilidades
de heredar, de hacer una fortuna jugando al parchís o de acertar una quiniela
de catorce. Si sus lechugas suben de precio, si sus pisos suben de renta, si
sus gallinas empiezan a poner huevos de oro, la gente dirá “cohecho,
cohecho”, y pensará que se está poniendo las botas a costa de la alcaldía.
No pido libertad para robar en los cargos públicos, pero pido protección a
los pobres capitostes y jerarcas, que no por estar alienados en el servicio a
la patria van a renunciar a los huevos de sus gallinas, la miel de sus abejas,
la sangre de sus obreros y el sudor de sus inquilinos.
No hay que meterle mano al presupuesto, que eso está feo, pero si usted,
siendo jefe de algo, gana todas las tardes al chamelo en el casino, o ve cómo
se revalorizan sus fincas por la especulación del suelo, en la que usted no
tiene arte ni parte, a ver qué va a hacer. Cinco años de cargo público pueden
ser la ruina para un servidor de la patria, si durante esos cinco años han de
guardar castidad sus gallinas y sus abejas, sus toros y sus vacas, sus ovejas
y sus cabras, que son tan lascivas. ¿Es que no va a poder un alcalde jugar al
chamelo, pongamos por caso?
No, porque si juega y gana el café con leche, en seguida se dirá que es
cohecho y que ha ganado por ser alcalde. ¡Qué país! Cada pueblo tiene lo
que se merece, y aquí, por nuestro escepticismo ante el poder, confirmado
ahora por la estadística ésta, nos merecemos que nos esquilmen. El alcalde
de Alicante es un suicida. Yo iba y lo destituía, por farolón. A quién se le
ocurre. ¿Y usted cómo sabe, señor García Romeu, mi querido don Paco,
que no va a heredar cobre de Chile, ahora que se ha desnacionalizado, que
no va a acertar una de catorce, ahora que el Alicante va para arriba, o que
no va a tocarle el gordo de Navidad? Como le pase algo de esto, ya se ha
lucido usted. A ver cómo explica luego a los alicantinos que no ha robado
un duro y que es un hombre de suerte. Un alcalde no tiene derecho a ser un
hombre de suerte.
En Madrid, como somos más cautos, nadie ha declarado nada
notarialmente, hasta ahora, que yo sepa. La gente tiene la conciencia muy
tranquila. No hay por qué darle tres cuartos al pregonero ni al notario. Aquí
sólo vamos al notario, como al confesor, cuando no tenemos la conciencia
tranquila, don Paco. Para mí, la mejor garantía de que la gente no roba es
que no declaran nunca nada. Si robasen, no iban a vivir con ese peso en la
conciencia.
Turismo caro

Acabada la temporada turística, la conclusión de los expertos parece ser que


ya está bien de suecas desharrapadas y hippies marcusianos. Que eso no
conduce a nada y que lo que necesitamos de verdad es un turismo caro.
Ya lo decía yo. Ha habido años de triunfalismo y chundarata. Éramos el
primer país turístico del mundo. Cada cierto tiempo había que detener la
cola de turistas en la frontera para ponerle la banda y darle el ramo de flores
a la turista dos millones, tres millones, quince millones, que siempre era una
señorita maciza que estudiaba idiomas y cibernética. Ahora resulta que
todos movemos la cabeza orteguianamente: “No es eso, no es eso”.
No es eso porque el turismo de sandalia y lata de sardinas no deja un
duro, mancha el país, trae malas costumbres, no mantiene limpia España,
que es tan bonita, y da mucho que hacer. Mejor lo ha entendido Tito
brindando Yugoslavia a un turismo de ricos que cazan el oso y se bañan a la
luz de la Luna. ¿Qué podemos hacer? Repoblar el país de osos, como Tito
—pero de osos ortodoxos, claro, no de osos marxistas, que son los de Tito
—, y que vengan los escopeteros del capitalismo trashumante a pegar tiros.
Eso estaría bien. Del turismo barato no hemos sacado nada en limpio, más
que malas costumbres, alguna enfermedad secreta, divisas en calderilla y un
ligue que sacó una vez un señor en Torremolinos y que todavía lo está
contando.
Vamos a planificar el país para el turismo caro, ya que parece que el
turismo es nuestra misión en el mundo, nuestro destino en lo universal
europeo. Habría que empezar por coger la playa de Benidorm y echar de
ella a tanto hortera como la envilece con el Marca y la sardineta asada.
Habría que poner en la playa de Benidorm unas casetas de baño como
tiendas de campaña de rey trashumante, con flecos y borlas, tal como salen
en las películas de Visconti. Quitar los hidropedales, que son una cosa de
oficinistas, y sustituirlos por góndolas o vaporetos fin de siglo. Prohibir los
toros y programar ópera en toda la Costa del Sol. O sea, ir al reclamo de la
bohemia dorada, ese Gotha que nos cuenta Villalonga en libro reciente.
Más vale un Onassis en Marbella que mil suecas en Torremolinos.
Quien más lo iba a acusar era alguna cofradía de pescadores, cuyos
elementos jóvenes se forran cada verano comiéndose roscas, ligando
europeas y coleccionando encendedores de oro. Porque con Onassis no hay
nada que hacer. Onassis es macho de los pies a la cabeza, aunque sea
griego, que el ramalazo sospechoso de los griegos terminó con Platón.
Onassis ha salido desnudo —dicen— en la misma revista donde antes
saliera su señora, para no ser menos. Pero, aparte de sus locuras, ése es el
turismo que nos hace falta. Hay que barrer España de pobres, parias,
macarras, ligones, mendigos, abrecoches, gitanas, niños sin escuela y damas
del alba pecadora. Hay que limpiar el país de todo eso para que puedan
venir a visitarnos los turistas de lujo, los ricos del mundo, los que se dejan
una pasta en propinas, porque de una buena propina petrolera puede vivir
una familia española media mejor que del salario mínimo.
O sea que se coge a todo el lumpenproletariado y se le echa al agua. O
se les envía a las aguas jurisdiccionales de los marroquíes, para que riñan
con el moro la guerra de la sardina. Aquí nos quedamos las personas
decentes. Con título de abogado para arriba se puede ser camarero de
restaurante de todos los tenedores. ¿No dicen que el universitario no tiene
salidas? Al ingeniero industrial número uno de su promoción se le coloca
de chófer con Grace de Monaco durante la estancia de la regia en España. Y
así con todo. El turismo no puede estar en manos del tío de la chaquetilla y
el “marchando una a la plancha”.
No improvisemos, que la improvisación nos pierde, llagamos las cosas
bien por una vez en la vida. Vamos a prepararnos para la próxima
temporada turística. Que sea una cosa bien, bonita, a base de caro, para
seleccionar un poco el personal, que ese turismo contracultural de la nueva
izquierda viene a tocar la guitarra en la madrileña plaza de Santa Ana y a
dormir en los bancos del Prado, pero no deja un dólar. España: reservado el
derecho de admisión. Prohibido el paso a hippies, contestatarios,
emancipadas, ligonas, corazones solitarios, boquitas pintadas y melenudos.
Eso es lo que debiera poner en la frontera. “Siente un rico a su mesa”,
podría ser el slogan para la nueva temporada. Dicen que los que mandan en
España son las trescientas grandes familias. Bueno, pues cada una de esas
familias acoge un millonario en su casa, lo sienta a su mesa y así todo el
verano, con lo que los millonarios del mundo habrían veraneado
dignamente en España. Sotogrande, Puerta de Hierro y el Marbella Club
pueden dar mucho juego. Los licenciados, que sirvan a la mesa. Las niñas
de Serrano, que vayan de primeras doncellas. Y el pueblo que se quede en
Lavapiés, en sus reservas de casticismo y botijo, sin dar la lata.
A ver si conseguimos atraer a España un turismo caro, ese turismo que
se desvía lamentablemente hacia las islas griegas, año tras año. ¿Por qué?
Onassis y Niarchos les sirven de cebo. Es preciso que, en España, los Fierro
y los Ridruejo se hagan cargo de su alta responsabilidad patriótica y paseen
a los millonarios del mundo por las preciosas rías de Galicia, la Albufera de
Valencia y el Mar Menor de Murcia, para que nos vayan cogiendo cariño.
Luego ya vendrán solos.
El casarse pronto y mal

Así tituló Larra uno de sus mejores artículos: “El casarse pronto y mal”.
¿Cómo se casa hoy la gente, en Madrid? Pronto y mal.
No porque haya que esperar a la madurez y a la calvicie para contraer
un matrimonio sensato y estable, como hacen otros, sino porque hay en los
jóvenes como una voluntad de agresión a la ceremonia y a lo establecido.
Entre ignorar el matrimonio o ir a él irrespetuosamente, muchos han optado
por esto último. Se trata de “contestar” el matrimonio, como se “contesta”
la Universidad y se “contesta” a los padres. El amoroso vínculo también
puede ser un acto de contestación. Los chicos lo hacen de cualquier manera
para que se vea que no creen en eso. Otros, menos preocupados por
“contestar”, prefieren no hacerlo, sencillamente. Y eso sí que es
contestación.
Me invitan a una boda de un guionista de cine que todavía no ha escrito
ningún guión y una socióloga que aún no ha sociologizado nada. Me coloco
mi chaqué, mis guantes amarillos de los buenos tiempos y mis zapatos de
charol Pierre Cardin. Pero resulta que la boda es en una iglesia-garaje, los
novios van de pana y suéter, el cura también va de paisano y los padrinos
son un abrecoches y una de las limpiadoras de la facultad donde ha
estudiado la novia. Naturalmente, tomaron mi chaqué por una broma camp
y quedé muy bien. Nunca sabrán que yo iba en serio. Así me casé yo, más o
menos, y así me gusta que se case la gente. Pero las bodas de los jóvenes,
hoy, en Madrid, son de otra manera. Antes nos parecía una locura que se
casasen sin haber aprobado las oposiciones. Hoy, ni siquiera hacen
oposiciones. ¿Duran estas bodas? No lo sé, porque cuando me encuentro a
él o a ella, siempre por separado, no me atrevo a preguntarles, no vaya a ser
que estén ya en la experiencia posmatrimonial, la “experiencia paralela”, la
realización extramatrimonial o cualquiera de esas cosas. Me dijo una
casadita a quien le pregunté:
—He vuelto a ser una mujer libre. ¿Quieres comprobarlo por ti mismo?
Qué país. Y estas locuras me pillan camino de los cuarenta. Si lo llego a
saber antes. Lo cierto es que los chicos, entre ignorar esto que hemos
convenido en llamar el amoroso vínculo, o contestarlo irónicamente, a
veces optan por lo último y montan una boda de burgueses —todos son
burgueses— que parece un bautizo de pobres.
Manuel Vicent ha escrito recientemente un delicioso artículo titulado:
“Divorcio progresista”, donde nos explica cómo los progres separados se
reparten los bienes gananciales, o sea el póster del Che y el mantel de
Rumanía. Yo, ya digo, no conozco progres separados, porque me limito a ir
a la boda y luego no les pregunto más. Allá ellos. Los sacerdotes, que
también parecen querer contestar de alguna manera la pompa y
circunstancia de las bodas tradicionales, llegan incluso a ponerse de suéter
para casar a la gente. Así que llevamos un largo tiempo, en Madrid, sin una
buena boda. No tenemos teatro de la Ópera ni saraos de carnaval. El
carnaval está prohibido y la ópera sale muy cara. De modo que la única
oportunidad de lucimiento de nuestra clase eran las grandes bodas de los
Jerónimos. Si los chicos siguen empeñándose en no hacer boda, se nos va a
apolillar el chaqué a los caballeros y la virtud a las damas.
Se quejan los sociólogos de la crisis de la familia. A mí la familia me da
un poco igual, más o menos. Lo que me preocupa es la crisis de las bodas.
Una buena boda bien vale toda una vida de matrimonio. Quizás habría que
volver a los usos renacentistas de prolongar el lunch hasta la cámara
nupcial, con exhibición de pruebas conyugales, para que la gente se
animase un poco. El órgano y los pastelillos ya no animan a nadie.
Me parece a mí que los matrimonios fallan porque la gente ya no se
casa en condiciones. Ni te enteras de que se han casado. No hacen lista de
regalos, y lo que más sustentaba un matrimonio, la batería que lo defendía
de los avatares de la vida, era la batería de cocina que regalaban las
amistades. Un hogar sin muchas bandejas, sin muchas lámparas, sin muchos
ceniceros y paragüeros, es un hogar desvalido, indefenso, desguarnecido,
que se viene abajo en cualquier momento. Una de las razones por las que no
se separan muchos matrimonios sólidos es por no saber qué hacer con todo
lo que les regalaron el día de la boda, veinte años antes. Conviene ponerle a
la institución del matrimonio un dique de cacerolas y percheros, para que
las aguas conyugales no se desborden.
Voy a una de estas bodas modernas y juveniles, con un cura que a veces
es más joven y más progre que los propios contrayentes, y me parece que
no se han casado ni nada. ¿Y esos dos van a dormir juntos esta noche?, me
pregunto escandalizado. Porque estoy casi seguro de que la ceremonia no
ha valido. Pero me suelen responder que esta noche no, no van a dormir
juntos, porque de alguna manera hay que celebrar la boda, y por eso van a
hacer una excepción.
No salgo de mi asombro.
Informe sobre la adolescencia

“Los muchachos españoles son más religiosos que morales”, dice un


informe sobre la adolescencia española. Nosotros creíamos, por el
contrario, que eran más morales que religiosos. Parece que los colegios
católicos experimentan un gran número de deserciones entre sus antiguos
alumnos. “Muchísimos pierden la fe”. ¿Cómo son los adolescentes
españoles?
Más de la mitad de los encuestados vive su fe de un modo apacible. El
ateísmo presenta escasa importancia entre los muchachos del bachillerato
superior. Dos tercios están dispuestos a acudir voluntariamente a misa y a
clase de religión. Los que se consideran “religiosos” no son demasiado
sensibles a la dimensión social del pecado. Un 11,5 por ciento de los
estudiantes de bachiller han tenido relaciones sexuales. Esta encuesta,
comparada con algunas estadísticas extranjeras, nos revela que los chicos
españoles son más bien lentorros en el despertar sexual, o que están
especialmente controlados. Dice luego el informe que más de la mitad de
los encuestados se masturban, y ahora comprendemos el bajo índice de
relaciones sexuales. Pasaron los tiempos en que los pecados de la carne se
controlaban en España por las estadísticas de los confesionarios, según
rumores, pero al españolito que viene al mundo sigue comiéndole el mal
por do más pecado había.
El ochenta por ciento de los muchachos es favorable al divorcio y el
sesenta por ciento es partidario de las experiencias prematrimoniales. ¿Qué
está pasando aquí? Dado que la educación española, pública y privada,
religiosa y seglar, ha sido siempre ejemplar, sólo la influencia del cine, el
turismo y las revistas puede explicar el que la gañanía sea partidaria del
divorcio y la experiencia prematrimonial.
¿Es eso lo que han visto en sus casas? No, evidentemente. En sus casas
han visto otras catástrofes, pero no ésas. La culpa de que los chicos sean
partidarios del divorcio la tienen películas como Divorcio a la italiana y
tantas otras que le dan vueltas al tema. Y la culpa de la predilección de los
mozos por la experiencia prematrimonial la tiene el señor Masó, con su
película de ese título, ya que todo adolescente encarna su idea de la
experiencia prematrimonial en Ornella Muti, protagonista del film. Y así,
¿quién no es partidario?
La enseñanza general básica, las enciclopedias triunfalistas y el buen
ejemplo de los mayores resulta que no van a servir de nada. Los antiguos
alumnos desertan. Todavía en mis tiempos un antiguo alumno era una cosa
privilegiada, una especie de marquesito con su insignia en la solapa. El
antiguo alumno deseaba que sus hijos aprendieran quebrados y afluentes
con el mismo fraile que los había aprendido él. El mundo, entonces, estaba
bien hecho, y las únicas experiencias prematrimoniales eran los encuentros
con las chicas del colegio de monjas, en el atardecer neblinoso. Se las tiraba
de las coletas, se las molía a cantazos y se iba uno a casa con la satisfacción
del deber cumplido, con el cupo sádico-sexual cubierto y con la experiencia
prematrimonial tramitada.
¿Por dónde se filtran los malos vientos? Desde que vimos Helga
comprendimos que había empezado la caída del imperio romano. Tantos
años de educación integrista, de colegio religioso y enciclopedia patriótica,
parece que no han servido de nada. Les pregunta usted a los chicos y resulta
que están siempre a la contra. Quieren divorcio y experiencia
prematrimonial. A lo mejor es que, como antes no se les preguntaba, no nos
enterábamos de lo que querían ni de lo que pensaban. Si es así, más valía no
preguntarles nunca nada.
A mí, cuando iba para antiguo alumno, y todavía era un alumno muy
reciente, nadie me preguntó nunca si era partidario del divorcio. Pues
buenas estaban las cosas. El divorcio sólo salía en las comedias americanas
de teléfono blanco, y por supuesto era un enredo de película que se
arreglaba siempre en el plano final, con la reconciliación de James Stewart
y Myrna Loy. Si me hubieran preguntado, cuando andaba yo con el moco
suelto y la rodilla sangrante, si era partidario de las experiencias
prematrimoniales, habría contestado que qué era eso. Yo no conocía más
experiencias prematrimoniales que las de una tía mía, que algunas tardes
salía con un italiano. El italiano la llevaba al cine, y luego ella volvía a casa
con una caja de bombones, y me daba bombones y yo me hartaba, me ponía
muy malito y tenía que quedarme en la cama. De modo que tenía una idea
muy mala de las experiencias prematrimoniales. Luego resultó que el
italiano estaba casado, de modo que aquellas experiencias no eran pre, sino
posmatrimoniales.
Así estaban las cosas. Ahora, como ya no hay italianos que rapten a
nuestras tías en el cine de media tarde, la gente va teniendo ideas más claras
sobre todas estas cosas. Yo creo que a los adultos nunca les ha interesado
gran cosa saber lo que piensan de ellos y del mundo los adolescentes o los
niños. De modo que nunca se lo han preguntado. Ahora, no es que les
interese mucho más, pero preguntan, porque eso parece más científico y
nada tranquiliza la conciencia como una estadística. Cuando ese elevado
tanto por ciento de españoles partidarios del divorcio y la experiencia
prematrimonial llegue a la mayoría de edad, ¿qué va a pasar aquí? ¿Se
volverán ingobernables los españoles? No. Estas opiniones son errores de la
edad. Se corrigen con el tiempo, no porque con la madurez se cambie de
opinión, sino porque cuando los chicos sean adultos ya nadie les va a
preguntar nada, por si acaso.
Los viñadores de última hora

Así se titulaba un libro, me parece que de don Eduardo Aunós. Vamos a


robarle el título para esta crónica, para incrementar los índices de robo y
delincuencia que se denuncian ahora oficialmente.
La gente anda muy asustada con estos incrementos, pero es que el país
no está fácil y en seguida das en quinqui, a no ser que seas viñador y
vendimiador, y entonces siempre te queda el recurso de escapar a Francia
para cogerles las uvas a los franceses y no tener que cogérselas aquí al
señor marqués, que es un calavera. Porque lo malo de la servidumbre es
eso, que en España nos conocemos todos, sabemos que el señor marqués
tiene amantes y un hijo balarrasa, y nos cuesta trabajar y vendimiar para
esas queridas y ese hijo balarrasa. Pero en Francia, como no sabemos de
qué va ni de quién son las uvas, vendimiamos alegremente cantando La
marsellesa, que es una canción protesta a la que ya le tiene echado el ojo
Serrat para un elepé.
Hay gran movimiento de los vendimiadores españoles a Francia. En
Jerez, que no se asustan por estas cosas, están con la Fiesta de la Vendimia,
que es una hermosura y siempre salen de reinas señoritas muy guapas, y de
pregoneros poetas muy finos. En Madrid vemos pasar algunos viñadores
manchegos, camino de la frontera. Se dice que las ventajas de vendimiar en
Francia son muy relativas para tan duro trabajo, lo que viene a confirmar mi
tesis sociológica de que, despreciando ventajas materiales, el viñador
prefiere no saber para quién trabaja, y en esto está toda la clave psicológica
de la emigración española a Europa. Aclaradas así las cosas y recontado el
capital que envían en divisas, se nos tranquiliza mucho la conciencia. Hasta
hace unos años, el labriego español dejaba la yunta, donaba el arado
romano a un museo arqueológico y se iba a Hamburgo para trabajar en una
fábrica de lavadoras en serie. Pero lo característico de la década de los
setenta es que el lumpemproletariado nacional, al cruzar la frontera, ya no
se metamorfosea en proletario industrial, sino que conserva su digna
condición folklórica de agricultor, y el viñador sigue siendo viñador, pero
en otras viñas.
España y Francia, como están paredañas, se han pasado la historia
vendimiándose cosas una a la otra. Nosotros les vendimiamos a Francisco I,
que desafiaba a Carlos V a un cuerpo a cuerpo, y ellos nos vendimiaron a
Picasso, que es ya para el mundo, casi, un pintor francés. Nosotros les
vendimiamos la novela objetiva, el simbolismo (que aquí llamamos
modernismo, por pudor) y otras viñas literarias y artísticas, y ellos nos
vendimiaron el Cid, Carmen y demás españoladas, por mano de aquellos
viñadores y braceros que se llamaron Corneille, Víctor Hugo, Mérimée o
Montherlant.
Ahora, como ellos tienen la grandeur y nosotros solamente la grandeza,
como ellos tienen a Mitterrand y nosotros a Cantarero del Castillo, como
ellos tienen a Proust y nosotros solamente a Gironella, resulta que nos toca
vendimiarles la viña y llevar uvas de postre. Antes, a vendimiar en Francia
iban catalanes, pero los viñadores catalanes están todos leyendo las obras
completas de Maragall, en vernáculo, y no tienen tiempo. De modo que
ahora van andaluces y levantinos, hombres y mujeres, y lo pasan muy bien.
Por el sur de España, para usted el automóvil al borde de la carretera, en
una viña, y, si pide uvas, hay siempre una moza, casi una niña, que sube y
baja incansablemente la vertical del valle, llevando a la cabeza una caja de
madera con varios kilos de racimos. Un bucolismo de cierta crueldad, pero
colorístico. No es de extrañar que la gente se vaya a Francia a ver si allí las
uvas son más dulces.
A los viñadores los llevan y los traen, y les dan de comer, en Francia,
patatas, pan, vino y un plato caliente por cada comida. Habitaciones
comunales y malos servicios. La jornada es de diez o doce horas, por lo que
nos cuentan estos viñadores de última hora que pasan por Madrid. Se puede
ganar unas mil pesetas diarias. Cuando llueve se pasa mal, y trabajando los
domingos se gana el doble. Según las regiones de Francia, los climas y todo
eso, se gana más o menos dinero. En general, el viñador español está muy
solicitado. Si a pesar de todas las ventajas que ofrece la mano de obra
española, el francés ve que pierde dinero, con adulterar el vino de Burdeos,
asunto resuelto.
¿Y las viñas de España, las cepas nacionales? Parece que hay escasez de
mano de obra por algunas zonas. El viñador andaluz viene a Madrid, para
seguir hasta Francia por carretera o ferrocarril, y dice que en el pueblo no se
gana nada, que los señoritos no dan un duro y que los francos franceses, al
cambio, son una pasta. Algunos señoritos andaluces que dilapidaban sus
herencias en Madrid alegremente, entre Torres Bermejas y el Drugstore, han
vuelto urgentemente a su pueblo para echar una mano en la vendimia, ya
que se han quedado sin obreros. Parece que, una vez puestos, le han tomado
gusto a la cosa y al año que viene son ellos los que van a ir a Francia,
haciéndoles la competencia a sus propios obreros. Al fin y al cabo, el
señorito habla francés, lee Luí y malo será que no se vendimie también
alguna jeune feuille en fleur.
La Dictadura

Como estamos en pleno arrebatacapas de la nostalgia y el camp, el


cincuentenario de la Dictadura de Primo de Rivera, aparte de ser glosado
por los historiadores dialécticos de urgencia con sentido crítico, se está
convirtiendo o puede convertirse en el apogeo y la traca final de nuestra
colectiva busca del tiempo perdido.
Ya hemos galvanizado a la Chelito, a Raquel Meller, a Paulino
Uzcudun, a Cánovas y a Sagasta. Ahora vamos a resucitar una época en
bloque, no porque fuera buena o mala —que no se habla aquí de política—,
sino porque puede representar todo un largometraje en tecnicolor para los
corazones solitarios que acuden cada noche al cine de la Historia. La
Dictadura. ¿Y qué sabemos los españoles de dictaduras? Poco. Lo que
caracterizó a aquélla, en principio, era que se escribía y se sigue escribiendo
con mayúscula. Cuando una dictadura se gana la mayúscula es que aquí
pasa algo. Las dictaduras, en la historia, suelen pasar un poco de incógnito
con el nombre de Imperio, Reich y cosas así. Una dictadura que se llama tal
a sí misma y se autoinscribe con mayúscula en el registro del tiempo es, en
principio, una dictadura que no tiene mala conciencia, que no tiene
prejuicios ni traumas, como no los tenía el dictador.
La generación literaria más europea, liberal y avanzada que ha dado
España se llamó generación de la Dictadura. Son paradojas de la Historia.
En su tiempo, la Dictadura fue criticada por la izquierda y por la derecha,
pero hoy es generalmente ensalzada como una belle époque de obras
públicas, pamelas, orden, exilios y verbenas. En un número de La Esfera de
los años veinte, leía yo, hace poco, una entrevista de César González-Ruano
con la que iba a ser esposa del dictador. España tenía una luz sepia que era
la misma de las fotos de La Esfera.
O sea que no hay que precipitar juicios sobre las dictaduras, ya que el
paso del tiempo y el color de la nostalgia las vuelve amables, y visto todo
objetivamente, con esa objetividad cordial que da la perspectiva, resulta que
no fue para tanto. Las revistas del corazón y otros frutos amargos, que
siempre andan, proustianamente, a la busca del tiempo perdido, porque
saben que eso gusta y no compromete, se han encontrado ahora con el filón
de la Dictadura, que puede dar mucho juego. Del paraíso que fueron
Cánovas y Sagasta (paraíso terrenal donde ellos hacían de Adán y Eva) ya
estábamos un poco saturados por la prensa. Vamos ahora a explotar
sentimentalmente la Dictadura, que, aparte de consideraciones políticas,
puede darnos un serial muy emotivo: “Por el camino de don Miguel”, “A la
sombra de las espadas en flor”, “Sodoma y Gomorra”, “La prisionera” y
“La fugitiva” (¿España?), y, por fin, “El tiempo recobrado”, o sea, el fin de
la Dictadura.
Agustín de Foxá, en Madrid de Corte a checa, aparte de plagiar
desfallecidamente El ruedo ibérico para hacer un ruedo de derechas, nos ha
contado lo que vino después. Foxá sucede a Proust, y hay que reconocer
que algo perdemos en el cambio, siquiera sea literariamente. La Dictadura
de Primo de Rivera, como toda etapa histórica, requiere un estudio objetivo
y científico, pero mitificarla en rosa es falsearla en contra, incluso, de sí
misma. No hagamos de esa época, ni de ninguna, un reinado de Sissí
emperatriz.
La gente de orden dice que España necesita una dictadura de vez en
cuando —con mayúscula o sin mayúscula—, un “cirujano de hierro” que
resuelva los males del país y la natural anarquía de la raza. El pueblo, que
no tiene luces para expresar esto tan brillantemente, lo resume en la eficaz
fórmula de “vivan las caenas”, con el natural laconismo de nuestra gente, y
vaya usted a saber si aquella Dictadura fue buena o mala. Lo que fue, según
la prensa rosa (que es más de la que parece), es una época brillante y gentil,
con muchos uniformes para hacerle juego a los moarés de las damas y al
mordoré de la vida. Porque hubo una época mordoré y una España mordoré,
y el mordoré era el color de moda, un marrón lírico, que se veía en los
zapatos de las señoras, en el raso, en la piel, el ante y la napa, en las joyas y
en el amor. Uno, perecido siempre por los valores estéticos, cree que la
Dictadura fue, ante todo, plásticamente, la época mordoré y la política
mordoré, de acuerdo con el sepia de La Esfera y la luz que tenía entonces la
vida, como hemos apuntado antes.
Tampoco hay que tomarla con las dictaduras. Aquella España de
troteras y danzaderas no estuvo tan mal, después de todo. Ahora se reedita
Troteras y danzaderas, de Pérez de Ayala, y aparte de constatar la infinita
torpeza narrativa del asturiano, comprobamos que lo anterior a la Dictadura
era un amaño de ministros y queridas, de poetas pobres y filósofos de café,
de modo que estaba haciendo falta un general que pusiera a la gente en su
sitio. En España, en cuanto los ministros y sus queridas, los poetas y los
filósofos se salen de madre, viene un general o un coronel a poner orden.
Don Miguel Primo de Rivera tenía a Valle-Inclán por “eximio escritor”. El
adjetivo es un poco cursi para un escritor, pero luego —¡ay!— nos han
llamado cosas peores.
Los hijos de la carne

Algo se está haciendo por redimir a los hijos de la carne —o sea, los hijos
naturales—, pero todavía hay anuncios de oposiciones donde se exige ser
hijo legítimo y se discrimina a los hijos de la carne.
En esto, la sabia legislación española no deja de cometer incongruencia.
Porque aquí se prohíbe el aborto —bien hecho—, se ve la píldora con malos
ojos y luego se ve con peores ojos aún al hijo de la carne. Entonces, ¿qué
quieren ustedes que hagamos? Abortar es un crimen, de acuerdo. Tomar la
píldora es una porquería, como ya dijera monseñor Escrivá hace unos
meses. Bueno, pues vamos a tener el niño. Pero luego resulta que el niño
también está mal visto por la sociedad y por los tribunales de oposiciones.
Esto es querer que nos pille el toro de todas todas.
Claro que hay una solución, que es la de tomarse un vaso de agua en
lugar de. O bien otra más antigua, que es el matrimonio, pero como el agua
viene con cloro y contaminada, y los pisos para casarse están tan caros,
estas dos viejas soluciones también quedan invalidadas. A lo mejor, si no se
especulase tanto con el suelo habría menos hijos de la carne y más hijos de
la legalidad y el Libro de Familia. Pero, sea como fuere, resulta que en el
país siguen naciendo hijos de la carne cada no sé cuántos minutos, porque
la gente no para, y la ley se ha enfrentado valientemente a este problema.
Nosotros, por nuestra parte, vamos a colaborar con la ley brindando algunas
soluciones. Naturalmente, no se trata de echar a las fieras los hijos de la
carne, que todos somos hijos de Dios y todos somos españoles, aunque unos
más que otros. Pero la patria tiene servicios, misiones, ejercicios en que
emplear a esos españoles espúreos, que incluso pueden así redimir su origen
impuro: asumiendo las tareas más duras y arriesgadas del país. Como
camelleros en el Sahara, como voluntarios en la guerra de la anchoa, como
comandos de esto o de lo otro, como bomberos espontáneos para apagar
incendios forestales, como víctimas para engrosar las brillantes estadísticas
de mortandad en las operaciones retorno, los hijos de la carne, los españoles
espúreos podrían rendir un servicio a la comunidad, a cambio de la
tolerancia con que los soportamos.
Hay quien se queja de que en las convocatorias de oposiciones oficiales
se discrimine a los hijos de la carne, pero a nosotros esto nos parece justo,
porque el funcionario público maneja documentos importantes, tenemos
que entregarle nuestro carnet de identidad, nuestro pasaporte, nuestra
declaración de bienes para la cosa de los impuestos, y a ver quién pone todo
eso en manos de un hijo de la carne. Es capaz de falsificar el carnet de
identidad y usarlo él, es capaz de coger el pasaporte de uno e irse a París a
ver cine pornográfico, es capaz de hacernos decir la verdad en la
declaración sobre la renta.
Yo, por mi parte, siempre que entrego mis papeles en una ventanilla, le
exijo al funcionario que me muestre los suyos, para saber con quién me
estoy jugando los cuartos. La administración es una cosa muy seria, la
burocracia es la base del país, y no vamos a poner todo eso en manos de un
hijo natural, de un español espúreo. Ahora hay algunas madres solteras, más
que antes, y lo peor de todo es que exhiben su condición de tales. Antes la
española responsable, cuando daba en madre soltera se venía a Madrid para
dedicarse al alterne, que entonces se llamaba la mala vida. Era consciente
de que había sido llamada a engrosar el mercado del amor, la trata de
blancas dobles.
Pero ahora no. Ahora una señorita da en madre soltera y, en lugar de irse
humildemente al serrallo o al bar americano, que es lo suyo, a purgar sus
culpas y las de un señor de Bilbao, resulta que habla de su maternidad en
las revistas, exhibe al hijo, exige derechos en las ventanillas e incluso
rechaza como marido al padre del engendro, que generalmente está
dispuesto a cumplir, como español de derechas que es. Las madres solteras
se están encampanando, se les ha subido el niño a la cabeza e incluso
quieren que sus hijos tengan derecho a hacer oposiciones y verlos de
oficiales de Hacienda.
Y eso no puede ser. Incluso la vestimenta de las gestantes ha
evolucionado. La gestante iba siempre con ropas holgadas, discretamente,
disimulando la vergüenza de su embarazo, si era decente porque era
decente, y si no lo era con mayor motivo. Bueno, pues ahora se lleva la
túnica ceñida, larga, que pone en evidencia lo avanzado de la situación, los
olvidos del Ogino y otras muchas debilidades de la carne y de los sentidos.
He visto el otro día en el drugstore a una conocida y bellísima actriz
extranjera —de esas que se han quedado aquí para siempre, transidas por la
verdad de España—, que ni siquiera sé si está casada o no, pero que lucía
excesivamente, bajo una túnica roja, las inconvenientes modificaciones de
su anatomía y la marcha saludable de aquella superfetación. Antes de la
guerra se hablaba de la ropa interior de la mujer como algo “indecoroso,
pero necesario”, y se decía que nunca debiera lavarse a la vista de los
hombres, como si los hombres fueran unos cocinillas que estuvieran todo el
día fisgando las labores del hogar. A aquellos tiempos debiéramos volver.
Ahora que estamos normalizando nuestras relaciones diplomáticas con el
peligro amarillo y con el peligro rojo, el mayor peligro que nos amenaza es
el de los hijos de la carne.
La peseta

A la vuelta del veraneo, la gente encuentra que la peseta está tan terne, y
esto les anima mucho.
—Mira, Manolo, aquí dice que la peseta está como nunca.
—Lo malo, querida, es que hemos vuelto de las vacaciones sin una sola
peseta.
La peseta está fuerte, dicen, mas para el que está sin pesetas eso no
significa nada. Como ese lío de las monedas internacionales no lo entiende
nadie, la gente sigue prefiriendo cobrar en dólares a cobrar en pesetas. Más
vale dólar devaluado que peseta cachonda, dicen, pero no es verdad. Los
españoles no le hemos hecho justicia a la peseta. Se anuncian las elecciones
de concejales, que van a ser algo así como la Gran Ocasión para los
españoles con vocación municipal. A través de una concejalía puede
empezar una carrera política, y el señor que ya había perdido toda
esperanza, después de la crisis ministerial, y se había retirado a sus
meditaciones, su chamelo y su Maripí, vuelve a vestir la armadura,
dispuesto a ganar batallas municipales después de muerto políticamente. Lo
primero que tiene que hacer un aspirante a concejal es aprenderse las
cotizaciones internacionales de moneda para poder explicar en el casino
algo de lo que está pasando con el patrón oro, el dólar flotante y las
paridades de la castiza peseta. Porque los aspirantes a concejales han
iniciado ya su campaña particular a nivel de casino, y procuran soltar una
conferencia todos los días, a la hora del café, para impresionar a los
contertulios y que les vayan votando. Hay candidato que se ha hecho una
lista de temas, para no repetirse: “Hoy les coloco a éstos lo de la Ley
Orgánica”. “Mañana me toca lo de la Reforma Fiscal”. Estudian por la
noche, hasta las tantas, con abandono de los sagrados deberes del hogar y
del matrimonio. Le dan un repaso a la cosa por la mañana y nada más
comer se presentan en el casino a tomar café y soltar el rollo. No hay quien
pare, estos días en los casinos de España, tan pacíficos habitualmente. El
socio que antes sólo hablaba de toros, de inmobiliarias y de las gachís que
pasaban delante del ventanal, ahora da una conferencia cada tarde.
—Mariano, hijo —dice la santa esposa—, te estás tomando un trabajo
como si fueras a salir ministro. No son más que unas elecciones
municipales.
—¿Tú sabes, Cleo, que por unas elecciones municipales cayó la
Monarquía y vino aquella República de sangre y lodo?
Pero ahora no va a caer nada, de modo que si don Mariano se lo toma
tan a pecho es porque está lleno de legítimas ambiciones edilicias. Desde
que sabe la gente que se prepara para concejal, todo el mundo le pregunta
por lo de la peseta.
—¿Usted cree que debo invertir o que no debo invertir?
—Eso pregúnteselo usted a Barrera de Irimo.
La peseta y las concejalías son ya fervor político y popular en Madrid y
en muchos puntos de España. Los ricos que habían comprado cuadros,
coches y candelabros creyendo que la peseta no valía nada, están muy
desencantados a la vuelta del veraneo.
—Jacinto, metiste la pata, amor. Te liaste a comprar abstracto porque
decías que la peseta no valía nada. Ahora resulta que el abstracto está
pasado y en cambio la peseta se pone cada día más gorda.
Lo que no se entiende muy bien es que el prestigio de la peseta suba al
mismo tiempo que el prestigio de la merluza, que está cada día más cara.
Pero así es. El papel, por ejemplo, es una cosa que ha subido mucho, y el
personal no se entera hasta que le suben el periódico y cuando le suben el
periódico piensa que el redactor-jefe tiene una amante derrochona. Si la
peseta está alta y las cosas siguen subiendo, la gente sólo se explica esta
subida por oscuras razones erótico-especulativas. Iberia ha vendido ahora
todos sus Caravelles y hay quien se pregunta si es por razones de seguridad
o por juntar más pesetas. La letra de cambio está en pleno desprestigio. La
gente compra enciclopedias a plazos y luego no paga las letras ni lee las
enciclopedias. En vista de que la peseta está tan buena, ya nadie compra un
piso ni un coche ni un televisor a plazos.
Se mete la peseta en el calcetín o en el colchón, como se metían antes
los ducados. Los albañiles del futuro encontrarán un tesoro de pesetas
rubias en las ruinas de una urbanización del extrarradio. Hay en Madrid
muchos miles de pisos vacíos, y no es porque la gente no tenga dinero ni
porque las inmobiliarias quieran forrarse, ni por la especulación del suelo.
Es porque ya nadie quiere invertir sus pesetas, que están subiendo cada día.
Va a venir la televisión en color y la televisión por cable con sus viejos
programas americanos que estuvieron de moda en Estados Unidos hace
varios años, pero la gente ya no se compra televisores a plazos, porque es
mejor tener las pesetas en casa y mirarlas todas las noches, a ver cuánto han
engordado.
Lo dicen los que vienen de hacer turismo de los países socialistas y lo
dice el pasodoble: “La vida tiene otro sabor, España, España es lo mejor”.
La vuelta del pasodoble, por cierto, es otro suceso patriótico de este verano
que hay que anotar con alborozo. La gente vuelve a bailar el pasodoble, que
es lo nacional, olvidándose de los lujuriosos ritmos extranjeros. Los buenos
matrimonios de siempre bailan el pasodoble bajo la noche clásica y castiza,
o en el cabaret hortera, y el mejor remiendo que se le puede echar a un
matrimonio con muchos quinquenios es el pasodoble de Marcial Lalanda
bailado a fondo. Con el relanzamiento de la peseta viene a coincidir el
relanzamiento del pasodoble y una regeneración de las costumbres, gracias
a la cual se denuncia y encarcela a esos turistas desaprensivos que se bañan
desnudos en Ibiza. Si este año les consintiésemos bañarse desnudos, nadie
sabe cómo serían capaces de bañarse al año que viene. Ahora que nuestra
peseta está fuerte, mano dura con los herejes.
El absentismo

Se habla mucho del absentismo, ahora, en Madrid, y hay observadores a


quienes les parece que los obreros se pillan el dedo en la máquina con
demasiada frecuencia, y en seguida piden la baja.
Es lo que pasa con el pueblo, que o pide la cuenta o pide la baja. El
pueblo siempre está pidiendo algo. A falta de una huelga general,
reglamentada y sindicada, el obrero español hace su huelga particular,
individual y facultativa, y en lugar de exhibir una pancarta pidiendo sus
derechos exhibe un dedo vendado haciendo valer los derechos de su dedo.
La gente es remisa a cumplir como Dios manda. Eduardo Tijeras, sensible y
dolorido prosista, escribió un cuento titulado Gris sobre gris, donde contaba
las tribulaciones de un obrero que, cansado de ir y venir al Seguro para
conseguir una radiografía, cuando la consigue sale a la calle y la deposita
cuidadosamente en una papelera. El patrono, generalmente, como no va al
Seguro, no sabe cómo se resiste el Seguro a hacer una radiografía, cómo
escatima sus radiografías. Y en seguida se ponen a hablar de absentismo.
Pero se da usted una vuelta, este verano, por los paraísos artificiales de la
Costa del Sol, Marbella y aledaños, donde los millonarios practican los
juegos reunidos (tenis y balón por la mañana, golf y polo por la tarde) y
aquello sí que es absentismo.
Dicen los demagogos de derechas que la gente abusa y que ya está bien
de poner la baja por enfermedad. Pero ¿y el absentismo de los de arriba?
Los de arriba, cuando ponen la baja no es por haberse pillado el dedo con la
contrachapeadora, sino por ir a Biarritz a jugarse la “pastora”, por irse a los
campos de golf del Sur (la reforma agraria ha consistido en convertir el
latifundio en campo de golf) o por largarse a San Sebastián tras el
Ministerio de Jornada, que a los ministros no conviene perderles de vista ni
en agosto.
No parece oportuno denunciar el absentismo laboral en pleno verano,
cuando el país entero sufre de absentismo político, de absentismo mercantil
e incluso de absentismo erótico, que se han mudado todas de la Costa
Fleming a la Costa del Sol, para broncearse los derechos de la mujer y hacer
la temporada de playa. Los capitalistas, los directores generales, los
ejecutivos y los grandes industriales, sin haberse pillado un dedo ni nada,
han cerrado la tienda y andan todos desparramados por el estío. Lo que pasa
es que el instrumento de trabajo de un político o de un gerente es el
teléfono, y teléfonos hay en todas partes, incluso en el retrete, mientras que
el instrumento de trabajo del obrero suele ser una fresadora, y la fresadora
no se la puede llevar uno en el seiscientos. Los políticos y los financieros
tienen la ventaja de que instalan su despacho en cualquier parte, a la orilla
del mar o a la sombra del poder, y por teléfono van ordenando que suba la
gasolina, que suban los taxis, que suban los autobuses, o que se congelen
los salarios, en vista del calor, para que los productores tengan algo
fresquito.
Así que el absentismo laboral, tan denunciado, se corresponde con el
absentismo administrativo y gestor, y aquí los únicos que no descansan son
los que suben las cosas, que aprovechan el mes de agosto para ponerlo todo
más caro, pues ahora no hay miedo a los conflictos colectivos y los paros
laborales, ya que todo el mundo está en meyba y nunca se ha visto un
conflicto colectivo de señores en meyba.
Alguien quería aprovechar la despoblación estival de Madrid para tirar
el Bernabéu y levantar una torre de setenta pisos. Así, cuando la gente
volviera del absentismo se encontraría el hecho consumado. Pero no se han
encontrado cuadrillas de albañiles suficientes para tan magna, urgente y
hermosa obra, ya que unos están con la baja del dedo, otros están con las
vacaciones, otros están en Alemania y otros, en fin, están simplemente con
el absentismo. Entre el paro encubierto de los que no trabajan y el
absentismo de los que trabajan, resulta que las obras de Joaquín Costa y las
reparaciones de los hundimientos originados por la famosa explosión de gas
no van a estar terminadas antes de la vuelta de los veraneantes. Todo el
mundo dice que debiéramos aprovechar, ahora que los ricos están fuera,
para que los obreros municipales en camiseta arreglasen un poco la ciudad,
pero la demagogia andaluza de don José Solís les fabricó a los obreros un
Parque Sindical, en Madrid, y los obreros se van al Parque Sindical con la
parienta, los chicos y la tortilla, a pasar el día, y aquello sí que es un
bochornoso espectáculo de absentismo. ¿Cuándo se había visto tanto obrero
junto lavándose los pies y sin dar golpe? A los regímenes acaba
perdiéndoles la demagogia, y por culpa de la demagogia no tenemos ya en
el solar del Bernabéu una hermosa torre contaminante de setenta pisos, una
torre de Babel que deje absolutamente intransitable la zona. Pero todo se
andará.
Cuando el poderoso se va a sus locuras, a eso se le 11ama relax,
surmenage o merecido descanso. Cuando el obrero se queda con la baja,
jugando al chamelo, esto se denuncia como absentismo antipatriótico e
irresponsable. Como los ricos no tienen la coartada del dedo rebanado, se
han inventado el surmenage para hacer absentismo con una azafata de
vuelos sin motor o una recepcionista de varios idiomas, más la lengua
materna.
Los pantanos

Castilla era seca hasta que le metieron los pantanos. Ahora tiene en el alma
una geografía de lagos suizos que parecen puro espejismo en el secarral,
según se sale de Madrid hacia la sierra, hacia Cuenca o Guadalajara.
Los pantanos tuvieron mucha prensa triunfalista en los años cincuenta, y
al margen de su aprovechamiento hidroeléctrico y patriótico, el pueblo les
ha encontrado un aprovechamiento dominguero, menor y refrescante.
Ocurre a veces, con las grandes construcciones y las grandes realizaciones
ideológicas o hidráulicas de un Estado, que lo que fue pensado para la
eficacia y la magnificencia lo aproveche la gente tomando el rábano
triunfalista por las hojas pintorescas. Así ha sido con la televisión y con los
pantanos, por ejemplo. La “tele” venía a ser —por las mismas fechas que
los pantanos— como un mar interior en cuyas aguas informativas, en cuyo
estanque luminoso se iban a mirar la cara los españoles y se iba a reflejar la
Historia. La televisión es, en todos los países, un arma de gobierno, una
magia al servicio del Poder, más o menos. Y en España iba a serlo
doblemente, según todos los síntomas. Por la “tele” se le ha dado al pueblo
doctrina, información oficial e inauguraciones. Pero lo que el pueblo ha
tomado de la “tele” es “La gran ocasión”, “Tarde para todos” y “Don
Cicuta”. Más que aprenderse las leyes vigentes, los telespectadores se han
aprendido las canciones de moda.
Y otro tanto podemos decir de los pantanos. El buen pueblo de Madrid,
con la ingratitud que le caracteriza, no valora los pantanos por los
kilowatios que dan en invierno, sino por el fresquito que dan en verano. La
gente no se ha parado a pensar en la política hidrológica del Estado (se
gobierna siempre para ingratos, ¡ay!) sino en la posibilidad de hacer pesca
submarina, natación y paellas de domingo en el pantano. Así en toda la mal
llamada meseta, el pantano es ya una fiesta.
Los que no fuimos de veraneo, los que nos quedamos en Madrid, no
porque haga elegante, sino porque resulta más barato, tenemos ya ese alivio
del mar interior —alguno se anuncia así, en efecto— que es el pantano. Los
domingos, los días de fiesta, todo el verano, los pantanos se convierten en
playas insólitas, con urbanizaciones, moteles, piraguas y ligues.
El Estado ha hecho de cada pantano un alarde de solemnidad, de
grandeza, modificando la geología y la hidrografía, pero el pueblo le pone
al pantano un festón bullanguero de playa y merienda, de excursión y
domingo. El pueblo, en fin, le pierde pronto el respeto a las grandes
realizaciones estatales, se acostumbra a ellas, y por eso es ingrato —si le
dejan— a la hora de los plebiscitos.
El pantano y la televisión, decíamos. Dos grandes armas de eficacia y
propaganda, en España. Por la televisión se han encargado de recordarnos
continuamente lo de los pantanos, sin duda para evitar el pecado de la
ingratitud a que tan proclives son las masas. Pero la utilidad más inmediata
que le ha encontrado la masa al pantano es arrimarle una tortilla y meterle a
la niña pequeña, para que haga pis y vaya conociendo la mar.
Hay unos veraneantes de pantano, en Madrid, que son una clase nueva y
digna de estudio. A medida que la sociedad se matiza e irisa, van
apareciendo estos nuevos estamentos no previstos por Marx (Marx no
previo casi nada, según comprueban a diario, con inocente regocijo, los
sociólogos del bienestar). Antes, en Madrid, teníamos los que veraneaban y
los que no veraneaban. Eso era todo. Si era usted de la clase media para
arriba, en San Sebastián quería yo verle, saludando a la Corte con el
canotier. Si era usted de la clase media para abajo, a tirar de botijo y
persiana.
Bueno, pues ahora hay los que no se van ni se quedan. Ahora estamos
los del pantano, que somos la nueva clase, surgida evidentemente del
sistema y de su política hidrológica. Los del pantano somos anfibios, ni de
arriba ni de abajo, ni de derechas ni de izquierdas, ni rojos ni azules, ni
carne ni pescado, ni playa ni secarral. No tenemos para llegarnos hasta
Torremolinos, pero tampoco nos quedamos ya en casa, regando los geranios
y aireando el abanico de la abuela, que daba un aire de velatorio. Nos
vamos hasta el pantano y matamos el domingo o el día de fiesta.
El pantano es lo nuestro. De modo que en el pantano ve usted, durante
el verano, a la zagala en bikini, a los porteros de Madrid, a las parejas de
novios, a los que traen el seiscientos lleno de tortilla, a los que se permiten
sacar la comida del restaurante, al señor que pesca sin anzuelo, al que bucea
sin escafandra y a la que hace en el agua de mariposa sin alas.
Le han salido a Castilla estas playas calientes, con pinos cercanos, estos
mares interiores y dalinianos, entre montañas, y es el agua como una
sonrisa azul en el paisaje austero, en la llanura parda, en la montaña dura,
frente a los pueblos sin color, todos de teja y cal. Parece que los pantanos
han mejorado España, la han suavizado, han puesto en remojo algunas
zonas que lo estaban necesitando, y la gente no se pregunta ya si la
electricidad la exportamos a Francia o la consume toda el televisor. La
gente se viene a la orilla del pantano a pasar la tarde y nadie se acuerda de
que en el fondo del embalse hay un pueblo gótico y sumergido que hubo
que abandonar. Se hizo años atrás mucho sentimentalismo inofensivo con la
desaparición de los pueblos y los valles bajo las aguas de los embalses. Era
una manera inversa de cantar al progreso. El pantano cumple todo el año
como fuerza motriz y cumple los domingos como lago de los cisnes
horteras, como mar de los Sargazos menestrales. Hemos modificado el
paisaje, pero ahí están las duras gentes castellanas de siempre, ceñudas,
remojándose en vano el alma a la orilla del pantano. No han cambiado nada.
Los monopolios

España es país de grandes monopolios como es país de grandes cordilleras.


Sólo el monopolio es capaz de ejercer una inmutabilidad de cordillera ante
las críticas del personal. Ahora, los monopolios están en plan simpático.
Hace unos años los monopolios tenían cara de pocos amigos. En la
Renfe nunca tenían billetes para Reinosa. En la Campsa nunca tenían
octanos suficientes para todo el mundo. En la Telefónica siempre les faltaba
algún dos para ponérselo a usted delante, y no había que hablarles de
góndolas y teléfonos rojos, que eso les hubiera parecido cosa de afeminados
o de marxistas. La Tabacalera, por su parte, nos vendía la picadura sin
explicar qué era lo que picaba.
Los monopolios parecían una cosa de emergencia, urgente y transitoria,
de modo que se permitían ser férreos y escasos. Luego, como se vio claro
que se iban a quedar para siempre, decidieron caerle bien al país, y esto nos
parece ya más racional y hemos de agradecerlo. Cada uno se arregla en su
casa como Dios le da a entender, y a nosotros nos ha dado los monopolios,
que no son una cruz, como cree la demagogia divina, sino que son ya un
accidente natural de la orografía económica española.
Ahora, la Renfe ha quitado el vagón de tercera, lo que no quiere decir
que haya dejado de existir la España de tercera clase, sino que se la invita a
viajar en segunda, en primera, o a quedarse en el teleclub del pueblo. En
tercera se iba francamente mal, y siempre había unos quintos que cantaban
algo, mientras que en primera tenemos aire acondicionado e hilo musical, y
por el hilo musical se escucha todo el rato Aranjuez, mon amour, que es un
disco que le gusta mucho a la Renfe.
La Campsa, por su parte, acaba de subir una peseta en el litro de
gasolina, pero dado que el petróleo de Ayoluengo se está acabando y que
Onassis no quiere regalarnos el que le sobra —porque está harto de que le
saquemos en calzoncillos en las revistas del corazón—, la subida nos parece
justificada. Las fábricas de coches, por su parte, se hacen las estrechas y
dan los vehículos con mucho retraso, o no los dan, todo lo cual parece que
viene a prefigurar una política del nuevo Gobierno para que los españoles
viajen menos en coche, usen los transportes colectivos o vuelvan al landó
de seis caballos, pues hay quien dice que nos espera una época y una
ideología de landó de seis caballos.
La Telefónica, como la Renfe, se anuncia mucho en los periódicos, y es
de agradecer este derroche, puesto que la publicidad nace de la
competencia, y donde no hay competencia la publicidad se convierte en
platónica, gratuita, cordial y de buena voluntad. Quizá la Renfe teme que
volvamos a viajar en tartana, con olvido de sus ferrocarriles, y la Telefónica
se defiende contra la invasión de galenas de fabricación doméstica. Sea
como fuere, la Telefónica nos invita a usar góndola, se ha convertido en un
monopolio gondolieri, y seguramente mira o escucha para otro lado cuando
nos decimos cosas de amor al teléfono, como hacen los auténticos
gondolieri en Venecia. El teléfono va siendo una de las pocas cosas privadas
que quedan en el país, porque aquí no parece que Sarita Montiel tenga el
teléfono intervenido, como Silvana Mangano en Roma, ni que se haya dado
ningún Watergate a puerta cerrada en ningún Consejo Nacional. Usemos del
teléfono, pues, que es uno de los últimos reductos que le quedan a la
mayoría silenciosa para mostrarse habladora.
La Tabacalera va a modernizar sus estancos, en un afán de ponerse al
día, ya que un monopolio no tiene por qué ser retrógrado, o, al menos, no
tiene por qué parecerlo. Pero esto es un error, porque los estancos estaban
bien así, con su bandera nacional, como cuartelillos de la raza, y no porque
se venda en ellos tabaco americano les vamos a poner en la puerta la
bandera americana. Esto sería dar que hablar. Por el contrario, debiéramos
reforzar la condición racial del estanco obligando a la estanquera a vestir
mantilla y peineta en horas de servicio.
Ahora, la Tabacalera, en íntima comunión con otras tradiciones del país,
pone a la venta unos alijos de tabaco de contrabando que han sido
requisados en las costas de la noche, y nos advierte en el paquete de que se
trata de tabaco cimarrón, del mismo modo que en América se advierte al
fumador, en el envase, obligatoriamente, del carácter cancerígeno del
tabaco. Los americanos se preocupan por su responsabilidad sanitaria y
nosotros por nuestra responsabilidad moral. Para eso somos un pueblo de
valores espirituales. Los grandes monopolios, como se ve, no rompen las
viejas tradiciones nacionales, sino que tratan de integrarse en ellas y
caernos simpáticos. La Tabacalera, vendiendo tabaco procedente del
contrabando, le da al vicio nacional de la picadura un aura de bandidaje
generoso, de bandolerismo andaluz, que es muy de agradecer. Ahora se van
a fabricar “Ducados” para Europa, porque los europeos piden “Ducados”, y
ésta es otra de las grandes verdades de España que se van imponiendo en el
mundo. La sueca que ha convivido con un hortera-lover de Benidorm
durante tres días con sus noches, recuerda aquello que él le cantaba: “Tanta
vida yo te di que en la boca llevarás sabor a mí”. Sabor a “Ducados”.
El año pasado en San Sebastián

El otro día hablábamos aquí de la gente que veranea o veraneaba en la


sierra. En un esquema sociológico del veraneo podríamos presentar las
cosas así, a nivel madrileño: aristocracia-San Sebastián, burguesía-Escorial,
menestralía-Alicante. Y fuera del esquema, como fuera de todos los
esquemas suelen quedarse siempre, los que veranean en Madrid de botijo y
persiana.
La gente empezó a ir a San Sebastián por la cosa política y por un
movimiento natural del alma, que busca la brisa del mar cuando hace calor.
Esto de ponerle más verano al verano yéndose al Sur tórrido en agosto es un
barroquismo democrático y plebeyo que no sabemos a dónde nos puede
llevar. Es curioso cómo España ha sabido venderle el sol a los turistas y
quedarse a la sombra del monte Igueldo. Hay en Madrid una raza de gentes
que todavía veranean en San Sebastián. Son los legitimistas del buen gusto,
los aristócratas del verano, que siempre tienen algo que contar del año
pasado en San Sebastián.
Muchos de ellos pasaron la guerra en San Sebastián, efectivamente, de
modo que ahora van allí a disfrutar el reposo del guerrero. Pero al ligón
madrileño de playa no le hable usted de San Sebastián. El otro día he
probado con uno.
—Oye, ¿y qué tal si nos damos este año una vuelta por la costa
donostiarra?
—De eso nada, macho, que allí van todas de largo. Entre el frío que
hace y lo cursis que son, no te comes una rosca en tres meses.
La gente que viene de San Sebastián, en septiembre, trae un color
inconfundible. Es como si vinieran de invernar en el mundo de Guermantes.
Traen un dorado de té que no tiene nada que ver con el moreno ladrillo de
Benidorm. San Sebastián es un mito madrileño que todavía toca en el
corazón a mucha gente. La que nace para veranear en San Sebastián nunca
cambiará de ruta ni se pondrá el bikini. Suele ser la misma que nace para
casarse en los Jerónimos y ponerse de largo en el Ritz.
Hay una política madrileña que mira a San Sebastián y que es una forma
de europeísmo aristocratizante, que quisiera hacer de España un liberalismo
ilustrado y vestir a los pobres de marineros de zarzuela. Como hay una
política madrileña que mira al Valle de los Caídos, y otra que mira a la
Andalucía trágica de Azorín (antes de que Azorín se hiciera persona de
orden y un señor tan recto como luego se hizo).
San Sebastián, al margen de sus concretas localizaciones políticas de
temporada, es una de tantas posibilidades españolas, una manera de
entender España. En San Sebastián no quieren turismo, lo que significa que
no lo necesitan, y tampoco parece que pierdan el polisón por conseguir que
les pongan allí la Ford o la General Motors. Pues bien, los madrileños que
tienen residenciado el corazón en San Sebastián durante todo el año ponen
un aura marinera en los bares elegantes del barrio de Salamanca. Madrid,
rompeolas de todas las aristocracias españolas, hace coincidir al señorito del
Sur, que tiene cortijos y jacas jerezanas, con el señorito del Norte, que tiene
fábricas y un chalet en San Sebastián. La madrileña casadera, la niña del
pan pringao, la señorita de Méndez Bringas, la chica de Serrano, suelen
andar perplejas entre casarse con el Norte o casarse con el Sur.
—Mamá, que salgo con un chico muy formal que tiene vinos y caballos
por Sevilla o así.
—¿Y aquel chicarrón del Norte que tenía altos hornos y traineras?
La mamá suele estar por los chicarrones del Norte con altos hornos y
traineras. Madrid es la primera o la segunda capital de Andalucía, y por eso
mismo siente la fascinación del Norte brumoso y bien acomodado. Porque
la mamá ve confusamente que las jacas jerezanas, los latifundios y los
olivos están más o menos amenazados de reforma agraria, en un futuro
hipotético, pero adivina que altos hornos van a hacer falta siempre en el
país, y más ahora que nos estamos industrializando.
—Yo estaba más tranquila con el de los altos hornos, hija.
—Sí, mamá, pero venía lanzado. Es que lo quería todo en una noche,
oye.
España viene a buscar novia a Madrid. Y Madrid, que no había tenido
otros hornos que los de las tahonas ni otras jacas que las del hipódromo,
aprovecha para matrimoniar como puede los oligopolios del Norte o del
Sur. Antaño, las mamás madrileñas de Serrano estaban todas por el señorito
cortijero con mucho amontillado. Luego se han ido enterando por el ABC de
que tenemos que dejar de ser un país agrícola y convertirnos en una
potencia industrial, y han empezado a orientar a la niña hacia el capitalismo
del Norte. Con lo que el señorito andaluz ya no es lo que era en Madrid.
Languidece en los colmaos de la capital, loco de fino La Ina y sin comerse
una rosca. Los de San Sebastián tienen todos una cosa de marinos
elegantes… La gente, aquí, está volviendo a San Sebastián, porque en la
Costa del Sol sólo te encuentras a un hippy sifilítico o a Onassis. Como no
parece fácil casar a la niña con Onassis, y como tampoco conviene
demasiado el hippy sifilítico, todos hemos abandonado nuestros sueños de
grandeza turística, y allá se las entienda don Jaime de Mora, en Marbella,
con su piano. Don Jaime debe ser el único señorito bien que queda ya en el
Sur caliente. Las clases altas madrileñas vuelven al Norte, y siempre
cuentan cosas del año pasado en San Sebastián.
Por la Costa del Sol quedan algunos falangistas, como Girón y Martínez
de Bedoya, pero la clase política en general se orienta hacia el Norte,
porque el chirimiri es una coartada meteorológica perfecta para que la santa
esposa no tenga que enseñar el ombligo y la celulitis a todo el mundo con el
democrático bikini. Madrid mira de nuevo hacia San Sebastián y quiere
casar a la niña con un armador.
—¿Y si me rapta la ETA, mamá?
—La ETA no existe, hija. Eso son cosas de los periódicos que ya no
saben qué inventar.
Los castizos del Dharma

Cuando Jack Kerouac, cirrósico y milleriano, escribió Los vagabundos del


Dharma, no sospechaba que su libro podría tener una versión madrileña y
castiza en los golfos de Buda a la española, que andan por ahí de santones
improvisados, con la alpargata floja y el Lao-Tsé deshojado.
Pániker y Kairós han editado ahora un libro de Jane Howard donde
podemos calibrar las posibilidades de camelo que tiene la contracultura
improvisada del orientalismo zen en la sociedad pecosa y unidimensional
de USA. Confucio es ya a los países industriales avanzados lo que Freud
fue al mundo de entreguerras, de posguerra y de teléfonos blancos. Los
divanes sólo habían servido para sentarse, tradicionalmente, pero Freud
descubrió la capacidad psicoanalítica del diván, y ése fue su gran invento.
Freud descubre el diván como Bretón descubre el paraguas e inventa el
surrealismo. Todo empieza a partir de un mueble, de un objeto, y
generalmente un objeto pequeñoburgués —paraguas, divanes—, lo que da
su carácter doméstico y urbano al surrealismo y al psicoanálisis. López Ibor,
que anda muy preocupado con Onán, al parecer, acaba de manifestar su
preferencia por el Freud tardío, que naturalmente es el más reaccionario.
Pero a lo que iba. Como en el diván sólo nos habíamos tendido para
abusar de la primita, en cuanto Freud tendía a alguien en un diván, el
paciente empezaba a tener asociaciones libidinosas, y esto le sirve al vienés
para engendrar su teoría del sexo como origen de la neurosis. Luego viene
Moreno y pone a la gente de pie y los enfrenta unos a otros, para que
empiecen a arrancarse botones de la chaqueta mutuamente, y a esto lo llama
psicoterapia de grupo, que, botones al margen, ha dado a veces resultados
sorprendentes y tiene practicantes muy inteligentes, incluso en Madrid.
Así las cosas, como Freud ya no se lleva, la nueva izquierda
contracultural y orientalista de Sausalito ha descubierto el zen, el dharma, el
budismo, el confucianismo, el nirvana, el quietismo, y la nada, que se
facilitan ya en USA en versiones simplificadas, mediante el abono de los
correspondientes dólares patrón oro. La cosa es simple: si usted lleva gafas
se las quitan para que se arregle sin ellas. Si tiene pudores, le dejan en
pelota vasca ante el personal. Finalmente, se bañan todos en colectividad,
sin distinción de sexos y a la luz de la luna, y se curan o no se curan, pero la
pasan comanche.
Un bonzo o un santón es algo que no se improvisa. Los santones
quieren aprobar el zen como se aprueba el COU. Hacen falta muchos siglos
de quietismo, contemplación y napalm para transmigrar y rociarse
dulcemente con gasolina de muchos octanos, ardiendo luego delante de una
embajada capitalista-oligopólica. Lo malo de todo esto es que los santones
han empezado a llegar a Madrid, nacionales o extranjeros, y se anuncian,
ejercen por libre y dan reuniones donde usted tiene que saberse a Alan
Watts, recitar a Buda en cueros vivos, con permiso de la autoridad
competente y si el tiempo no lo impide, sentarse en la postura del loto, en
compañía de alguna señorita prudentemente orientalizada, encender
pebeteros, no pensar en nada y esperar a ver qué pasa. Occidente está
cansado de binomios, imperativos categóricos, discursos del método y
dialécticas históricas, eso es evidente, pero el reposo del guerrero
intelectual que buscamos en la sabiduría orientalista es algo que no se
improvisa en quince días de Ibiza o en una temporada de budismo
madrileño traducido del inglés vía Buenos Aires.
A lo que va la gente es a ligar, más que nada, pues lo que tiene Madrid
es que aprovecha para ligar hasta las conferencias de Zubiri, que ya hace
falta moral. Los yanquis han hecho del orientalismo y de la psicoterapia de
grupo un pijama-party con derecho a la mujer de tu prójimo. Los
madrileños vamos camino de hacer del dharma una vía de amor hacia el
vecino del quinto.
Mientras las japonesas se desorientalizan y ya están todas haciendo
transistores y abortos controlados, la madrileña se orientaliza a ojos vistas, e
incluso hay damas del alba pecadora que le hacen a usted transmigrar a
capricho, durante media hora y mediante un cheque cruzado o dinero en
efectivo, como dicen los locutores tautológicos de la radio y la tele.
La cosa empezó con el yoga, que aquí se ha quedado en una gimnasia
para perder peso, y más que para romper el cerco de las inhibiciones
personales, sirve para romper el cerco de la celulitis. Pero el yoga es poco, a
estas alturas, y el estudiante camastrón con la carrera en el aire, y la
vallecana con inquietudes de inglés básico, se ponen la túnica marroquí
(Buda debió pasar alguna vez por Marruecos, se supone, para alguna
conferencia en la cumbre con Mahoma) y empiezan a hacer reverencias,
darle al botafumeiro laotsiano y hacer juegos de pies, que en los
sexualmente evolucionados han venido a sustituirle al juego de manos, tan
pequeñoburgués, provinciano y sudoroso. Hasta ahora se ligaba en las
academias de secretariado, pero parece que el país y las empresas
multinacionales ya están saturados de secretarias y hoy si quiere usted ligar
por lo fino y hacer contestación descomprometida, lo mejor es que se
apunte a un grupo de Potencial Humano, que aquí no se llaman así, pues la
española media sólo entiende por potencial humano un tío macho que las da
todas, como Santana, revivalizado ahora para las copas europeas y las
ensaladeras. Pero acabará imponiéndose la austeridad mesetaria y haremos
del zen un instituto secular con ramificaciones en la política y en la
Universidad. Hay ya, en Madrid, quien duda entre hacerse bonzo o hacerse
del Opus, entre pelarse al cero o cortárselo a navaja. En cuatro días nos
hemos llenado de profetas, santones, bonzos y señoritas tibetanas con túnica
milenaria de boutique. Lo bueno de la izquierda confuciana es que no hace
mal a nadie. Los castizos madrileños del dharma son los desengañados del
baile-bolera, los mesones con turistas y los bares ligones de Arguelles. “¿Ha
leído y meditado usted a Lao-Tsé?”, le preguntó el santón a un aspirante a
bonzo.
—No, señor. Pero me sé el Ogino de pe a pa.
Comerse a los turistas

El otro día, en un cóctel, saludé al señor Sánchez Bella, que parece muy
repuesto de su cese. El señor Sánchez Bella había previsto, me parece, unos
treinta y tantos millones de turistas para la temporada, si mi memoria
estadística no me engaña, que pudiera ser. Como a los turistas no les
importa, supongo, que les cambien el ministro, están ya viniendo en masa y
Madrid se pone, como en el poema, intransitable de nombres y cabelleras
rubias.
Una tribu de Guinea ha decidido, para acabar con el turismo, comerse a
los turistas. No se los comerán vivos, porque son unos caníbales
unidimensionalizados, unos antropófagos integrados, pero se comerán las
víctimas de accidentes y así. Se dice que, dentro del cambio que sufrirá la
política turística en España, se ha pensado en esta posibilidad de comerse
una turista de vez en cuando. No para ahuyentar a los extranjeros, que al fin
y al cabo traen divisas y nude-look, sino para seleccionar el personal, pues
parece claro que al español medio, al hombre de la calle, al latin-lover y al
macarra le cae mejor la turista que el turista. A un metalúrgico alemán no le
divertirá nada que le devore un pescador benidormí moreno de verde luna,
pero a una mecanógrafa de Amsterdam puede que le guste, incluso, el
número de sexofagia, pues ya se sabe que las extranjeras, por luteranas, son
casi todas masoquistas.
En todo caso, cuando a usted le moleste un turista, cuando le quite el
sitio en un hotel, un restaurante o un café, usted va y se lo come
dulcemente. Aquí hemos venido halagando al turista con cierto servilismo,
pero los negros de Guinea, demostrando más sensibilidad racial, patriótica e
independentista que nosotros, han decidido comerse a los extranjeros para
que les dejen en paz. Claro que también puede ser un número exótico
montado hábilmente por un Meliá negro para atraer al personal.
En todo caso, las agencias de turismo madrileñas, los locales que viven
del turismo, los colmaos, los espectáculos típicos y los caimanes del
“Madrid by Night” ya están pensando en montar el canibalismo ritual en el
tablado. Entre petenera y petenera, el Chato de las Ventas se comerá a una
señorita sueca en pelota vasca, viva y con tomate.
Bien pensado, el esforzado macarra nacional se ha adelantado en
algunos años a los caníbales guineanos, pues son numerosas las señoritas
extranjeras y con pecas que desaparecieron para siempre en una noche de
levante en calma. El macarra, el pescador y el latin-lover se han comido lo
que han podido, ésa es la verdad, desde que el turismo empezó a visitarnos.
Lo que pasa es que ellos nunca presentaron esto como un programa, como
una reivindicación. Nunca se sindicaron ni quisieron hacer del caso un
convenio colectivo. La despolitización del país llega a estos extremos, pues
los negros, con ser negros, han sabido politizar su buen apetito y han
presentado sus pretensiones antropofágicas como una reivindicación de
clase. Y aquí surge la duda, entre los grandes promotores del turismo
nacional: ¿puede ser bueno o malo comerse a una estudiante rubia de vez en
cuando?
En principio, con mentalidad muy española y muy africana, hemos
pensado en Madrid que si empezamos a comernos turistas dejarán de venir,
lo cual sería delicioso para el español medio y trabajador, que se encuentra
tratado como un paria en los puntos de veraneo, sin plaza, atención ni
consideraciones, porque vivimos el “todo para el turismo, pero con el
turista”.
Luego, algunos ejecutivos que han viajado dicen que comerse una gachí
de vez en cuando —nadie piensa, por supuesto, comerse a un estibador
sueco, correoso y jubilado— podría precipitar la avalancha de extranjeras
hacia España, avalancha para la que no estamos preparados, pues ya se sabe
que algunos hoteles de la Costa del Sol funcionan todavía sin alcantarillas.
Los que han estado en los barrios pomos de Amsterdam y Copenhague
dicen que ni el sex-shop y el sex-living pueden ofrecer nada parecido a la
devoración, deglución y masticación de una adolescente del Mercado
Común por un peón de albañil minimoasalariado y sindicoverticalizado.
Parece que frente al criterio excesivamente nacionalista y cerrado de
comerse turistas indiscriminadamente para que no vuelvan y dejen de
encarecer los precios, prevalecerá el criterio, más racional, europeísta,
aperturista y pornocultural de comer solamente señoritas vivas, rubias y
tiernas, de manera ordenada, sin abusar y siguiendo las directrices de la
Dirección General correspondiente, que se harán públicas en el Boletín
Oficial en fecha oportuna. Así no habrá nada que temer de la competencia
turística de Guinea, pues ya está dicho que los guineanos se van a comer a
la gente muerta, y una finlandesa emancipada no se viene hasta el Sur para
que se la coma un negro después de muerta, cuando ya no se va a enterar de
nada ni a disfrutar. Pronto se correrá la voz de que en España nos las
comemos vivas —cosa que tampoco es de ahora, por cierto—, y gracias a
esto seguiremos siendo la primera industria turística de Europa.
Al fin y al cabo, en esto de asar y condimentar gente los españoles
tenemos casi tanta solera como los africanos. Pero si nuestros antepasados,
que eran unos bárbaros, cocían a fuego lento a un judío reumático, y luego
tenían que tirarlo, porque eso no hay quien se lo coma, nosotros vamos a
iniciar el consumo en vivo y en crudo de señoritas heréticas, heterodoxas y
calvinistas, con lo que, aparte de dar satisfacción a nuestros naturales
instintos, continuamos nuestra tarea histórica de limpiar de laicos el mundo.
Las toallas

Esto de las toallas parece una tontería, pero está dando mucho juego erótico
en el país, e incluso puede dar juego político. La gente, en las películas, se
envolvía en una toalla para darle un cierto erotismo a determinadas
secuencias. Es inolvidable la escena de las toallas, en la sauna, en Ocho y
medio, de Fellini. Ahora se han puesto de moda las saunas domésticas, en
Madrid, y puede usted invitar a unos cuantos amigos a sudar en compañía,
con lo que la sauna —como todo en esta ciudad— se convierte en una fiesta
de disfraces, en una frivolidad sin ningún rigor nórdico, en un Carnaval do
Río.
Las damas que van de sauna se compran toallas psicodélicas para mejor
lucimiento, los embajadores suelen llevar toalla con los colores nacionales
de su país, y se sabe de algunos políticos salientes de la última crisis que se
han comprado ya una toalla con los colores de la bandera republicana, para
pasarse a la oposición tolerada dentro de un orden.
Viene el verano y las piscinas de Madrid, tanto en los clubs elegantes
como en los menestrales, se pueblan de toallas vistosas que hacen de
nosotros unos egipcios unidimensionales. Dice Cioran (hay que leer La
tentación de existir, que es una tentación de leer) que somos unos paganos
mutilados. Lo que somos este año, con las nuevas toallas imaginativas, es
unos egipcios mutilados, y digo mutilados porque nos faltan las pirámides,
aunque Luis Apostúa, el comentarista de la vida nacional, habla con
frecuencia de “la pirámide rigurosa del poder”, que yo, profano en política,
no sé muy bien lo que es. A la sombra de esa pirámide rigurosa se mueven
ahora algunos egipcios madrileños y faraónicos de la nueva política, pero
los que no tenemos nada que ver con eso vamos de egipcios por libre, a la
busca de nuestro cuarteto de Alejandría y nuestra Justine trimestral y
durrelliana. Le dice Miller a Durrel, en una de las múltiples cartas que
cruzaron ambos, que Justine es un libro único en nuestro siglo. Pero casi
nadie ha leído aquí el Simplemente Justine, porque las madrileñas prefieren
el Simplemente María.
La última moda en toallas es que lleven grabado el signo del zodíaco a
que usted pertenece. Como la gente ahora liga astronómicamente,
preguntándose por el signo o mostrándolo directamente, colgado al cuello,
la moda de las toallas zodiacales va a dar mucho juego en las playas
gloriosas del turismo que nos visita. (El saliente Sánchez Bella espera
treinta y cinco millones de suecas para la season.)
Entre el latín lover y la sueca lover ha habido siempre un muro de la
vergüenza idiomática, un telón de acero verbal, en la noche benidormí, y se
había inventado el código de los horóscopos y los signos zodiacales, no por
fe en esas cosas, sino por encontrar un lenguaje universal, un esperanto
erótico para las madrugadas de verano sin sueño. Parece que no les iba mal
al macarra y a la sueca, al pescador y a la señora Stone, con su código de
géminis y virgos, pero las nuevas toallas vienen a facilitar las cosas, ya que
ni siquiera hay que mostrar la medallita, sino que bastará con envolverse en
la toalla personal y horóscopa, o tenderse sobre ella, o enarbolarla como
una bandera de paz y amor, para que el partenaire o la partenaire en
potencia se sientan aludidos. Los escorpio con los escorpio y los libra con
los libra. O mejor cruzados, que dicen que da más morbo. Yo, que soy
tauro, ya me he comprado una toalla con el búfalo y voy a pasear mis
cuernos (con perdón de mi santa esposa) por todas las playas del litoral
caliente, por todas las costas bravas y soleadas, a ver qué sale. Si este año
no ligo, con las facilidades de la toalla, es que realmente me estoy pasando.
Pero también se habla de la incidencia del horóscopo en la vida política,
y hay quien se ha tomado la molestia de hacer un estudio zodiacal del
gabinete Carrero. No se trata de saber si entran falangistas y salen
tecnócratas, o a la inversa, sino de saber si entran tauros y salen piscis.
Seguimos en el país buscando medios de asociación ideológica, de
reclutamiento político, dentro de eso que el citado Apostúa, mi buen amigo,
llama la pirámide rigurosa. Pues bien, he aquí que las combinaciones
zodiacales, la agrupación de comisiones, subcomisiones, etcétera, por
conjunciones de astros, pudiera ser una solución democrática para el futuro
de España. La cosa tiene el mal precedente de que ya el Tercer Reich optó
por regirse astrológicamente y no les fue bien del todo. Pero la historia no
se repite, contra lo que digan los historiadores, que se han inventado esa
tesis para ahorrarse trabajo.
Como no vamos a poner a los altos cargos desnudos, envueltos en una
toalla zodiacal de los grandes almacenes, para saber si astrológicamente son
coherentes, porque eso parecería La corte de faraón en su apoteosis final, lo
mejor es que un asesor en ciencias ocultas, por ejemplo el madrileño
profesor Sesma, que habla con los marcianos todos los fines de semana,
sugiriese a los nuevos cargos nombres y equipos a reclutar, de acuerdo con
las leyes misteriosas del cielo. Mas parece, en fin, que la nueva política
tiende a regirse por la razón, el sistema, la técnica, el método y, en todo
caso, la retórica, de gran solera parlamentaria en España. De modo que las
toallas astrológicas van a quedarse, me temo, para uso de ligones sin
lenguas y respetuosas evolucionadas. Todo el mundo, en Madrid, se está
comprando una toalla con su signo, y el ligón profesional, así como el
Rodríguez con experiencia, se compran la colección completa, todo el
zodíaco, y cada día llevan a la piscina una toalla diferente. Parece
comprobado que con la toalla-géminis sólo se ligan cuarentonas rezadoras y
con la toalla-virgo respetuosas de baremo auténticamente europeo, que
admiten travellers, divisas y dólares no devaluados ni flotantes, a más del
patrón oro y, sobre todo, la castiza peseta, que mantiene todas sus
paridades, salvo opinión en contrario del nuevo titular de Hacienda.
Aburrirse, lo que se dice aburrirse, me parece que no nos vamos a aburrir.
Las separaciones

Para qué nos vamos a engañar. Cada día hay más gente que se separa en
España. Lo del matrimonio no es que vaya mal ni bien. Es que en algunos
casos no va. En Madrid se ha creado o se está creando ya la asociación de
las Sepas, abreviatura absurda de las separadas, gremio femenino que
quiere tener los mismos derechos que la viuda de guerra, pongamos por
caso.
La gente se separa como puede, se divorcia, hace todo lo que está a su
alcance para recobrar la libertad “dentro de lo que cabe”, que es una
fórmula muy al uso. Claro que ahí están los matrimonios de siempre,
inquebrantables, pero se ve más lo otro. En España tiene usted tres
procedimientos para abandonar a su santa esposa, a saber: el canónico, el
civil y el irse a por tabaco.
Este último es más expeditivo. Se le dice a la santa esposa que baja uno
a por tabaco, se le da un beso en la frente y hasta nunca más. Es una manera
de evitarse papeleo, viajes, consultas con el Vaticano, con La Rota, con La
Haya y con el juzgado municipal del distrito. Claro que no parece lo más
aconsejable, pero a algunos les ha salido bien. Desde luego, es lo más
madrileño. En América tienen que irse hasta Las Vegas para separarse. Aquí
basta con ir hasta el estanco de la esquina. Y no volver, claro.
No vamos a hacer un canto al divorcio ni un canto a nada, pero
constatamos la evidencia de que la familia que no reza unida no permanece
unida, y como las familias se han obstinado en rezar por separado, resulta
que luego viene la bancarrota. Me dice un abogado experto en separaciones
que casi siempre es el hombre el que pide la libertad, o cuando menos la
liberté. La española española, con su tipo de manola, la española que
cuando besa es que besa de verdad, y cuando va al matrimonio va para toda
la vida, no se separa nunca. O bien, más astuta, está esperando a que tome
él la iniciativa, para que lleve todas las de perder y las de pagar.
Hay el que se separa para ir por libre, hacer la guerra por su cuenta y
levantar el vuelo al atardecer, como el búho de Minerva (esta imagen tan
clásica se la debo a un acreditado progre). Y también hay el que se separa
para volverse a juntar, para iniciar una nueva vida (que suele ser como la
anterior) con otra dama que acabará pareciéndose a la primera. Acaban de
contarme el caso de una respetuosa madrileña que casó con un negro (de
Torrejón, supongo) y, después de los años, separada o enviudada del negro,
al que amaba, tuvo un hijo negro con su nuevo marido, cosa que nunca
había tenido con el negro. Los médicos defienden la honestidad de la señora
y atribuyen el suceso a una fijación de los gérmenes negros en la mujer,
aunque Freud lo habría atribuido a un adulterio mental a posteriori y a
título póstumo con el negro. Por eso es peligroso separarse, porque esposa
no hay más que una, y se expone usted a que su nueva chance le dé hijos
notarios o mecánicos especializados, que es lo que era el hombre anterior de
esa mujer. Ahora ha salido un interesante libro sobre las leyes de la
herencia, que supera con mucho a Mendel, y por ese libro se ve que puede
pasar todo. Nos hemos burlado un poco de los terrores que amenazan a los
adúlteros según la ortodoxia, pero ahora resulta que la ciencia, la
experiencia y el psicoanálisis vienen a darle la razón a la vieja moral y que
la mujer, aunque sea María Schnneider (que confiesa haber tenido setenta
amantes, a su todavía corta edad), siempre tiene los hijos del mismo
hombre. No importa que aquel hombre, generalmente el marido fetén, esté
muerto, drogado, cornudo, de fresador en Alemania o de glorioso libertador
en Vietnam. Él seguirá haciéndole hijos telepáticos a su dama, y usted
nunca conseguirá de ella un infante que sea el vivo retrato de usted, eso que
tanto nos gusta a los padres y que tan difícil se está poniendo.
Parece que la monoandria es algo más que un principio represivo del
patriarcalismo masculino. Parece que la monoandria es un principio
psicológico que va intrínseco en la mujer, y si ella salió con un sueco
durante el viaje de fin de carrera le dará a usted niños suecos toda la vida,
aunque usted sea su santo esposo por la Iglesia, el municipio y el sindicato.
Marilyn Monroe no tuvo hijos con el hombre de su vida, Joe Di
Maggio, y por eso no los tuvo nunca con nadie, ni siquiera con el pesado de
Arthur Miller, ese Benavente de la sociedad americana. De nada le valía al
señor Miller afanar y afanar, porque Joe Di Maggio andaba distraído
dándole a sus deportes y no fecundaba telepáticamente a la star. Todas las
mujeres que han pasado por el cuarto de baño de Vadim han tenido luego
hijos de este señor, empezando por la Bardot, que aunque tuvo el hijo de
otro, siempre piensa en Vadim como en papá. El madrileño, que es muy
pundonoroso, se rebela contra estas cosas, pero al fin va a resultar que
nuestro párroco y nuestra tía tienen razón y que la perfecta casada la pierna
quebrada, como dijera fray Luis.
Las separaciones son una plaga, una peste, un mal que nos envía el
cielo, en esta ciudad de matrimonios de toda la vida. En cuanto un señor se
queda viudo, caso que se da poco, empieza a buscarse amores, salir de
noche, acompañar a la secretaria a casa y leer vidas sexuales sanas. Cuando
la española se queda viuda, en cambio, se pone el salmantino luto para
siempre, no vuelve a levantar la cabeza y sólo vive de cortar el cupón,
cobrar la pensión y rezar por el alma del difunto, que al fin y al cabo estaba
condenado de antemano, como lo estamos todos los hombres en este país de
mujeres frígidas.
Aquí te casas hasta que la muerte te separa, y o te separa una rubia o te
separa un camión en la carretera, a la vuelta del fin de semana. Las
estadísticas prevén muchas separaciones por culpa del camión justiciero. Lo
de las rubias está todavía sin tabular. Pero datos provisionales del Instituto
Nacional de Estadística anticipan que las rubias, consumando separaciones
matrimoniales, tampoco son mancas.
Llanto por un bandido

Con la captura del Lute, que urbanamente es irreprochable y contribuye a la


tranquilidad del peatón español, todos los teletipos sentimentales han
entonado su llanto por un bandido que era la última oportunidad épica de la
prensa madrileña.
El Lute y Mao han sido las dos bestias negras de los editorialistas de la
derecha divina. Capturado el Lute por la policía y capturado Mao por la
diplomacia, a ver con quién nos metemos ahora. El mundo vuelve a estar en
orden. José Antonio Gómez Marín, un joven e inteligente escritor
madrileño, prepara un extenso estudio sobre el bandolerismo en España.
Pasaron los tiempos en que el bandolero le obligaba al señor gobernador a
atarle el cordón de la bota. El Lute, que se sepa, no ha tenido el privilegio
de que el señor director general de Seguridad, ni siquiera el cabo de
guardia, le atasen o desatasen los cordones de los zapatos.
Si el bandido generoso era un producto del liberalismo burgués, el
quinqui es una consecuencia del centralismo madrileño, la emigración
obrera, el chabolismo, las unidades vecinales de absorción y la especulación
del suelo. El Lute está o estaba entre el Vittorio Gassman de La escapada y
José María el Tempranillo, y si todo el país ha seguido con curiosidad y
aventura las idas y venidas de Eleuterio Sánchez, es sin duda porque las
sociedades sedentarias necesitan una épica y no les basta con el telefilm. En
un país de hombres quietos, de oficinistas culones con ocho horas de silla,
dos extraordinarias y otras dos de pluriempleo, un hombre que se mueve
tanto y tan rápido no deja de ser una fascinación, una novedad y un
escándalo. Al Lute, aparte de sus delitos, había que echarle mano porque
estaba desmoralizando al país. Somos una sociedad sedentaria de hombres
sin piernas, que las tienen siempre debajo de la mesa de la oficina o dentro
del coche, y el Lute, el español más veloz de los últimos tiempos, el quinqui
urgente y equívoco, nos ha dado un ejemplo con su mística de la rapidez.
Pero había que atraparlo.
El Lute, que sin duda es un mal ejemplo como ciudadano, como
contribuyente, ha sido un buen ejemplo, el mejor que hayamos podido
tener, como tipo con iniciativas, como ejecutivo de sí mismo, como
tecnócrata de la fuga e incluso como public-relations. Estoy esperando que
Álvaro Cunqueiro, el maestro, escriba la Vida y fugas de Eleuterio Sánchez.
Sobre el plano estático de una sociedad inmovilista, de un país
sedentario, entre camastrón y confortable, el Lute ha cruzado raudo, genio
de la prisa, inspirado de la velocidad, de Norte a Sur, de Este a Oeste,
disfrutando la soledad del corredor de fondo. Llega el verano y todos los
oficinistas empiezan a preocuparse de que están echando barriga, y los
gerentes caen en la cuenta de que, durante nueve meses de invierno, han
quedado embarazados de un falso hijo de grasa, adiposidad y torpeza. La
gente se dobla en dos en la sauna, en la piscina, en la alcoba, suprime la
mermelada del desayuno y la carne del almuerzo de negocios, pero
seguimos siendo —en las playas se ve bien— una raza rechoncha,
grasienta, goda, visigoda y panzona. Sobre este fondo sanchopancesco y
consumista ha cruzado el Lute, único esbelto, el hombre que tiene el
método para adelgazar treinta kilos en una semana: se pone usted delante de
la Benemérita y corre.
La gente temía al Lute y lo repudiaba en su alma, pero no dejaba de
admirar la aplicación y la velocidad del único español que no quería una
parcelita, una casa en la Castellana ni un televisor. El Lute, que tan malas
lecciones de delincuencia nos ha dado, nos dio, en cambio, la lección
suprema de la actividad, de la inquietud, de la rapidez y de la iniciativa
personal. Lee usted los anuncios que vienen todos los días en ABC pidiendo
hombres con iniciativas, creadores, dinámicos, y se ve que el Lute era el
candidato ideal. Parecen redactados pensando en él, esos anuncios. Ha sido
el rey de los quinquis, pero con un retiro a tiempo y unos cursillos
tecnocrático-ideológicos podía haber sido el rey de los ejecutivos.
Nuestros talentos siempre se desaprovechan. Ochoa se va a América.
Picasso muere francés, “El Cordobés” se convierte en padre de familia y el
Lute se hace quinqui. Aquí nadie está nunca en su sitio. Eso de la fuga de
cerebros lo ha puesto en práctica el Lute, convirtiéndose en un cerebro de
fuga, hasta que él mismo ha confesado que estaba ya cansado de huir y
tenía, más o menos, ganas de que le pillasen. Es lo que nos pasa a todos los
españoles: que estamos cansados de resistirnos a las seducciones del
establishment y deseamos, en el fondo, que nos integren. Nadie descansa
hasta que no se integra.
—Macho, estaba ya harto de aguantar —dice el progre que ha accedido
a hacer cine comercial, escribir para las editoriales triunfalistas o vender su
pintura a las marquesas. Más o menos lo mismo que ha dicho el Lute al
entregarse. La dulzura de la dejación nos tienta cada día y ha tentado al
propio Eleuterio Sánchez.
Eleuterio tenía el presentimiento, ha dicho, de que ese día le iban a
pillar. “Yo soy un pobre hombre. Si no, me habría ido al extranjero”. Pero
resulta que quienes se van al extranjero son precisamente los pobres
hombres, los que aprietan tornillos en Alemania, habiendo aquí tantos
tornillos por apretar. Eleuterio es modesto y se llama a sí mismo pobre
hombre, pero bien sabemos que podría haber ganado en Munich más
medallas que Mariano Haro y que, puesto encima de una bicicleta,
fácilmente le habría chupado la Vuelta al extranjero ése del nombre raro. El
Lute es un superclase que ha elegido el mal, como Baudelaire.
Como el famoso quinqui era lo único que turbaba la paz nacional, con la
captura del Lute el país vuelve a quedarse un poco aburrido. España
necesita siempre un personaje heroico, una saeta rubia, un torero de postín o
un bandido generoso. España es como esas mujeres malas que se enamoran
siempre de quien no deben. La captura del Lute ha sido ejemplar. Con la
caída del último español rebelde, todos volvemos a la oficina y aquí no ha
pasado nada. El paraíso español, como todos los paraísos, necesita un
diablo, una serpiente, un quinqui, para no quedar demasiado aburrido.
La heráldica

El progreso económico no hace a la gente progresista, sino conservadora.


Esto es una cosa que se le debiera haber ocurrido a Adam Smith, y si no se
le ocurrió, peor para él. Ahora tenemos en Madrid un poco más de progreso
económico, y como la gente ya ha adecentado la casa, el chalet, la ropa de
los niños y la dentadura de la suegra, ahora quiere adecentar el apellido.
Porque no basta con llenar de consolas el salón. Hay que llenar también
de consolas el apellido, el nombre, la genealogía, a ser posible, y la
industria de la heráldica se está convirtiendo en una empresa rentable, en
Madrid. Empresa modesta, porque no es multinacional, pero de rendimiento
muy satisfactorio. Madrid, que nunca había dado otra cosa que fábricas de
churros, de patatas fritas y de boinas, ahora da automóviles,
exprimelimones y títulos de nobleza burguesa. Por poco dinero puede usted
tener su genealogía en forma, varear un poco el árbol genealógico de la
familia y ver si cae alguna corona o grandeza de España, que no suele caer.
Proust, cuando quiere dar el fracaso de cierto personaje, en su libro, dice
más o menos: “Ya sólo sale con grandes de España”. ¿Quiere esto decir que
España y sus grandes no lo son tanto? Quiere decir que el divino Marcelo
tenía una cierta y adulterada mala uva, a pesar de tanta exquisitez. Porque la
campaña antiespañola y la leyenda negra, que empieza mucho antes de
Proust, asoma también, inesperadamente, en las páginas del judío
homosexual, cuyos libros debiéramos prohibir en España para escarmiento
de homosexuales y judíos en general.
Pero no es de esas genealogías indiscutibles de las que quisiera hablar,
sino de la fiebre heráldica de los pequeños burgueses. La boda de los
pequeños burgueses es un pequeño y delicioso texto de Brecht que Los
Goliardos han convertido en una obra de hora y media, con ambientación
camp de sainete español, a base de Manolete, don Jacinto Benavente,
Valderrama y Conchita Piquer. La obra se representa en el Goya madrileño
y he visto a la puerta del teatro al padre Venancio Marcos con unos jóvenes
airados, que no sé si iban a aplaudir o a pedir que saliese el autor, pero no el
autor completo, sino más bien la cabeza. Los pequeños burgueses de Brecht
quieren presumir de lo que no tienen ni son, como los pequeños burgueses
unidimensionales de hoy, en Madrid, quieren un diploma, un escudo, un
papel de barba con leones rampantes y galgos estilizados, para colgar en el
recibidor y que las visitas vean, mientras esperan, lo limpio que es el linaje
de la familia. Como aquí todos venimos de don Pelayo o del Cid, al
heraldista no le cuesta nada descubrir que los apellidos más abundantes en
la guía telefónica dieron ya mucho juego en la Real Chancillería de
Valladolid.
Como la gente no sabe ya qué comprarse, se compran un escudito, y por
esta actividad heráldica estamos descubriendo que España es un país de
gules y azures, y que aquí nunca tendrá nada que hacer la democracia
masónica y luterana, puesto que cada español lleva un duque diluido en la
sangre, un noble flotante por las venas, el fantasma de un señor de horca y
cuchillo o un caballero de casa y boca debajo de la chaqueta Pierre Cardin
de línea des vertebrada. Si al príncipe Hamlet se le aparecía la sombra
cornuda de su padre, a los pequeños burgueses madrileños se les aparece en
sus sueños de grandeza la sombra de un abuelo general que tuvieron en la
guerra de Cuba, y quieren que se le haga justicia a su abuelo, de modo que
el rotulador, el delineante y el heraldista se ponen a trabajar de la noche a la
mañana para que todo el mundo pueda adornarse con plumas no
absolutamente ajenas.
La gracia de los duques es que eran pocos, pero cuando todos seamos
duques la cosa va a tener menos gracia y yo no sé adónde vamos a parar. El
pluriempleado submadrileño está pagando a plazos un televisor, una
parcela, un segundo coche, un profesor particular, un cuadrito de firma, un
viaje a Rusia (Meliá ha encontrado un filón con eso de Rusia, porque la
gente ya estaba cansada de ir siempre a La Granja) y un escudito. Los que
querían hacer turismo, antes, se apuntaban al autocar de la agencia y los
llevaban a Aranjuez mon amour o a Segovia, que era lo más lejos que se
podía salir sin traicionar las esencias autóctonas. Pero ahora te llevan hasta
Rusia. Los españoles sólo habían ido a Rusia a cazar con el zar, a la
División Azul, a visitar a la Pasionaria o a quedarse. Ahora van con las
agencias a visitar la Rusia de los zares, la Rusia camp, que es la que se
anuncia, y vuelven tan empachados de grandeza imperial, que en seguida se
encargan el escudito.
Duques, dice usted. El duque de Alburquerque, que es de los más
nombrados en Madrid, acaba de tener un lío porque le acusaban de drogar a
su caballo Poseidón, que ganaba premios todos los días. Se ha demostrado
que el caballo se droga, pero que el duque es inocente, con lo que no nos
cabe duda de que Poseidón se va él solo a California 47 a tomarse sus
buenos cafetones largos bien cargados para no dejar mal al señorito en los
derbies. Ante esta decadencia de la nobleza tradicional, los pequeños
burgueses brechtianos y arnichescos, que todavía no tienen caballo, pero se
lo van a comprar en cómodos plazos en cuanto firmemos un convenio con
Cámpora para intercambiar caballos por telares sin lanzadera, que es lo
nuestro, dicen que ha llegado su hora y, provistos del escudito familiar que
les ha hecho el delineante, proclaman una nueva clase con minigolf en los
clubs horteras y tías que fueron gobernantas en Filipinas.
A la gente no le tira nada la democracia ni el socialismo. A la gente yo
no sé si le tiran las monarquías democráticas, puede que sí, pero lo que más
le tira a la gente, sin duda, es el escudito. Todos tenemos ya nuestro escudo
particular, pero vivíamos más felices cuando sólo teníamos el escudo
colectivo del oso y el madroño.
La calidad de la vida

Caídos los sucesivos mitos del consumo, el desarrollo, el nivel de vida, la


seguridad y el progreso, el madrileño se perece ahora, por la calidad de la
vida, que, como ha dicho Aranguren, es una denominación un poco cursi, y
por lo mismo de gran aceptación.
Lo que importa, hoy, en Madrid, ya no es el desarrollo, pues la gente se
ha desarrollado lo suficiente o no se ha desarrollado nada. Lo que importa
no es tampoco el nivel de vida, ya que el nivel de vida sólo tiene sentido en
relación con el del vecino, y como el vecino firma tantas letras como
nosotros, o más, le hemos perdido el gusto a la ostentación. En cuanto a la
seguridad, la gente se siente más o menos segura y tiene un cinturón de
seguridad para el coche, otro para las ideas, otro para el amor (el cinturón
de castidad ha sido sustituido por el cinturón de seguridad) y otro para la
suegra. El progreso, finalmente, se ha reducido a una mecánica que consiste
en mejorar cada año de televisor, ir cada verano un poco más lejos, en las
vacaciones, y permitirle a la señora bikinis más audaces en la playa,
llegando incluso a la caída o supresión de las cazoletas, con lo que el
bañador gana en naturalidad, según los últimos gritos de la moda que hemos
recogido en Madrid. Lo que pasa es que hay señoras a las que no les va
nada la naturalidad, y las preferíamos encuadernadas, porque en rústica dan
pena. A lo que iba. Que en unos años han caído varios mitos sucesivos y
ahora estamos en la calidad de la vida.
La calidad de la vida suena a slogan de dependiente de grandes
almacenes, pero todo el mundo se preocupa ahora por la calidad de su vida,
precisamente cuando la vida tiene menos calidad que nunca, porque los
alimentos vienen adulterados, los coches sólo duran tres años y las señoritas
están todas enfermas de mononucleosis.
La calidad de la vida no se sabe exactamente lo que es, pero todo el
mundo nos habla de eso muy en serio. El argumento de la calidad de la vida
se ha convertido en el argumento favorito de los partidarios del consumo en
general y del establishment en particular.
—Compare usted la calidad de la vida y vea si España ha avanzado o no
ha avanzado. Nos queda mucho por recorrer, de acuerdo, pero qué me dice
usted de la calidad de la vida.
Si la calidad de la vida hay que comprobarla en el tiempo que hace, yo
veo que ahora llueve más que antes y los veranos son más cortos. Si se trata
de la ropa, toda es de fibra, da calambre, no transpira y hace sudar a una
estatua. Si se trata de los alimentos, algo hemos ganado en limacos, pero
nada más. Si del amor, resulta que lo han adulterado con píldoras,
gerovitales, horgones, oginos, libros de la vida sexual y pornografía. Si de
las películas, todas vienen cortadas. ¿En qué consiste entonces la calidad de
la vida? El discreto encanto de la burguesía me parece la peor película de
Buñuel, llena de refritos de sí mismo, abrumada de sueños facilones,
dispersa, reducida a una sucesión de chistes, nula como tal cine. Y encima
cortada. Pero la burguesía madrileña tiene un encanto tan discreto que no
dice nada de esto y pone los ojos en blanco para hablar de Buñuel, igual que
los ponía hace unos años para hablar de Mur Oti.
La calidad de la vida. Calidad la de antaño, cuando las mantas eran de
Palencia y de Zamora, las telas de Tarrasa, las hembras de Fornos, los
hombres de artillería, los toros de Miura, los escritores del 98, la leche de
vaca o de señora, el cine de Cifesa y el teatro de los Quintero. Por no hablar
de los políticos. Antaño, un político se hacía en las redacciones de los
periódicos, en las peleas de café, en los duelos, en los insultos del
Parlamento y en la campaña de Cuba. Ahora, un político se hace en las
cenas políticas, en las cacerías de trabajo y en los retiros espirituales. ¿Qué
coraje le puede dar eso?
Cuando nadie hablaba para nada de la calidad de la vida era cuando la
vida tenía calidad y la limonada madrileña sabía a limonada, mientras que
ahora sabe a droguería. Ahora, en la calidad de la vida no cree ni el Indime,
pero hemos aprendido de los yanquis a vivir siempre bajo un lema glorioso,
la nueva frontera, la gran sociedad, el desarrollo, la calidad de la vida, y mi
vecino está empeñado en demostrarme que su vida es de mejor calidad que
la mía, para lo cual exhibe en el ascensor y en el bar de abajo a su señora, a
sus niños, a sus perros y a su suegra. Yo, por mi parte, no tengo nada que
exhibir, ni tampoco tengo ningún interés en comprobar la calidad de todas
esas cosas que él exhibe, salvedad hecha de su santa y abnegada señora
esposa, cuya calidad no tendría ningún inconveniente en verificar.
¿Qué es eso de la calidad de la vida? El último ideal que se han
inventado las computadoras para apretarnos en la carrera de la producción y
del consumo.
—Pero mujer, si ya tenemos coche, parcela, fosa en la Almudena para el
día de mañana, colegio inglés para los niños, cerveza fresca y discos de
Cafrune, ¿por qué te empeñas en que siga llevando contabilidades extra?
—Sí, tenemos todo eso, pero la calidad de la vida, qué. ¿Tú te has fijado
en la calidad de la vida de mi cuñada? Claro, ni siquiera te has fijado. Los
hombres no os fijáis en nada. Pues eso es una vida de calidad, y no la
nuestra.
Cuando van a casa de la cuñada, el hombre mira por todas partes para
captar la calidad de la vida, que debe ser algo gaseoso que flota en el aire.
La calidad de la vida es un mito actual que viene a emparejarse con el mito
del ambiente. Hay que conseguir un ambiente, tener un ambiente, y existen
ya los vendedores de ambientes, porque lograr un ambiente no es
exactamente lo mismo que lograr un confort. El confort está al alcance de
cualquier ejecutivo, claro, pero el ambiente, ¡ah, el ambiente! El
submadrileño unidimensional que creía tenerlo ya todo, lucha ahora por el
ambiente y la calidad de la vida, dos conceptos líricos y metafísicos. Sólo
los cuatro golfos que no hemos conseguido una vida de calidad gozamos
aún la verdadera calidad de la vida.
Que nos suben el pan

Los panaderos de Madrid han pedido triplicar el precio de sus panes. El


pan, que era la única cosa que se estaba quieta, lleva unos pocos años de
contestación, escalada y aumento de precio.
Unas veces se dice que en España comemos menos pan que antes, y
otras veces se dice que ha aumentado el consumo de pan. ¿A usted qué le
parece? En los viejos tiempos, cuando el españolito se criaba a base de pan
y mocos, salía integrista —quizá por lo del pan integral—, conquistaba el
mundo, violaba doncellas en Flandes en tanto que no se ponía el sol, daba la
vuelta a la Tierra con ayuda de los portugueses, derrotaba al marxismo
internacional y ganaba Copas de Europa. El pan —lo hemos escrito muchas
veces— ha sido el sustento de la raza, el cimiento de nuestra grandeza, un
cimiento de miga de pan. En cuanto hemos empezado con el maíz híbrido,
las harinas lacteadas y las avenas, por influencia del cine de Hollywood, la
raza ha empezado a degenerar, a deshilacharse en sueños asociacionistas.
Hay que volver al pan. Se dice que cuando la gente come mucho pan es
porque no tiene otra cosa que comer, y que el gran consumo de pan es signo
de escasez. Esto debe ser otra campaña internacional contra la España
paniega, otra conjura de los antiespañoles. Somos de siempre un pueblo
apanarrado, y si nos quitan el pan nos quitan la textura harinosa de lo
ibérico. El pan, además, no da cáncer, como los filetes. Hace unos años,
después de la guerra, los precios subían, el aceite era de soja, el azúcar era
raro, los coches eran de importación y las películas de Cifesa. Pero el pan se
estaba quieto, el pan de Madrid era el buen pan castellano y manchego de
siempre, la hogaza racial, porque ya la palabra hogaza lleva en sí la fusión
de hogar y de raza. Podíamos desafiar a la retirada de embajadores, al señor
Malraux y a la ONU gracias al pan. Les apedreábamos a todos con bolas de
miga de pan.
El poeta Neruda ha hablado del “pan letárgico”. Letárgico debía ser el
pan español de los siglos, que nos tenía a los españoles aletargados y
apanarrados. Pero últimamente el pan ha empezado a desmejorarse, a
adulterarse y perder peso. El primer día que tuvimos noticia de la
adulteración de un panecillo comprendimos que lo del ocaso de las
ideologías era verdad. En España se puede adulterar todo, pero no se debe
adulterar el pan, pues de enladrillado de panes está hecho el cimiento de la
raza. El panadero desnudo —Vulcano de la panificadora— atizaba los
hornos de la panadería como el fogonero de la flota imperial atizando el
horno del buque insignia. Hogueras de pan respondían en la alta noche de
España a las hogueras inquisitoriales. Se quemaban herejes y se cocían
panes, y entonces éramos grandes. Ahora, los panaderos de la Plaza de la
Paja y alrededores quieren subir el precio a la mercancía, y esto no es tan
peregrino como lo que propusieron hace meses: mantener los precios, pero
reservarse libertad en el peso. O sea, que nos iban a dar el kilo de pan de
ochocientos gramos. Ahora que el mundo entero adopta, por fin, el sistema
métrico decimal, los panaderos madrileños quieren inventar el kilo de
ochocientos gramos.
Escribí una vez un artículo sobre el pan explicando mi teoría histórica
del pan como sustento de la raza, y me lo refritaron en un boletín harinero,
llenos de orgullo patriótico y gremial. Hay que andarse, pues, con mucho
cuidado. Yo creo que los comandos madrileños de la extrema derecha, en
lugar de asaltar bancos, debieran dejarle los bancos a Zubiri, para sus
conferencias, y asaltar panaderías.
Porque adulterar el pan es adulterar la raza. Mermarle peso al pan es
mermar la raza. El pan, si sigue subiendo, se convertirá en una cosa elitista
y coruscante. Hay que cuidar la masa de pan, que es la masa de que están
hechos nuestros niños. Que nos suban el caviar, el vodka, el whisky y la
lubina, que son alimentos masónicos, marxistas y liberales, pero que no nos
suban el pan.
De pan y circo vivía el pueblo romano. De pan y toros ha vivido el
pueblo español. Todos los grandes imperios latinos han tenido una sólida
base de miga de pan, y los italianos de Mussolini, en camiseta, tenían todos
algo de panaderos. Marinetti, el autor de los grandes manifiestos fascistas
de canto a la belleza de la guerra, era como el señorito dueño de la
panadería.
Después de que se han adulterado la leche, el cine, la educación, la
honra, la historia y todo lo demás, viene ahora el adulterio del pan, que un
día trae cáñamo por dentro, otro día una quiniela de ocho, otro la clásica
lima del preso, e incluso ha llegado a salir, en algún hogar madrileño, el
panecillo con un estuche de píldoras antibaby en el interior. Se ha
aumentado recientemente el salario mínimo y la jubilación de los viejos,
pero si se multiplica por tres el precio del pan, sólo van a poder comer pan
los turistas. ¿De qué nos vale que la peseta mantenga sus paridades frente al
dólar flotante si lo que flota ahora es el panecillo?
La gente, con esto del neoconsumismo, los puntos, el pluriempleo y la
civilización del desperdicio tiene bastante olvidado el pan. Pero ni las
relaciones con los chinos, con los rusos o con los polacos nos van a dar la
grandeza que nos dio el pan, cuando en nuestro imperio de pan no se ponía
el sol. Baroja y Miguel Hernández tuvieron tertulias literarias en
panaderías. El pan está más unido a nuestra cultura de lo que creemos.
Contra el europeísmo, el asociacionismo, el pluralismo, el erotismo, el
marxismo, el aperturismo y el Concilio, lo que estamos necesitando los
españoles es una cura de pan y agua.
Las cacerías de trabajo

Cada temporada tiene su deporte político y parece que ahora le ha tocado a


la caza. La caza mayor siempre ha sido un deporte de políticos y palatinos.
La caza menor suele ser una aventura de padres de familia, furtivos y
hombres solitarios.
Pero como ahora hay mala conciencia por parte de los de arriba, en
cuanto a sus comilonas y cacerías, a toda fiesta se la ha absuelto con la
definición “de trabajo”, de modo que ya hay almuerzos de trabajo, poker de
trabajo, happenings de trabajo, orgías de trabajo, borracheras de trabajo y
cacerías de trabajo. La cacería, en sí, ya es un trabajo, claro, pero la clase
política madrileña de entretiempo (o sea, los que no se acaba de saber si
vienen o van, si son o no son) ha descubierto que donde de verdad se sacan
recomendaciones, permisos de exportación, rumores y nombramientos es en
el monte. Las hipotéticas asociaciones políticas corren por el monte como
los conejos, y la clase política dispara a ver lo que cae. Algún día tendré que
escribir un libro que se titule Mis matanzas con gente importante, donde
contaré lo que hemos matado juntos (desde maquis a lagartos). El uniforme
de ministrable, pues, para esta temporada, es el gorrito verde con pluma, la
cazadora, a ser posible con corbata, el pantalón bombacho y las botas de
andar por los rastrojos. El señor influyente, que suele ser el que da la
cacería, se fija mucho en si usted engrasa o no engrasa bien la escopeta.
Más que para una gerencia de marketing, parece que le está examinando a
usted para verdugo. Los políticos línea ultra, con tendencia a la derecha,
siempre llevan corbata a las cacerías, pero hay una nueva clase aperturista,
europeísta, posibilista, centrista y políglota, que ha impuesto el foulard.
Todo el que quiere llegar a algo en la vida pública del país ha hecho ya
buena provisión de cartuchos, no por lo que pueda pasar, sino por las
cacerías a que puedan invitarle.
—Pero, Romualdo, amor, ¿a dónde vas con toda esa munición?
—Nada, que he decidido meterme en política —contesta el marido
ambicioso a su amante esposa.
—¿Y has decidido sacar las fuerzas a la calle?
—No, mujer, esto es para las próximas cacerías de trabajo.
Los políticos del siglo pasado estaban toda la vida promoviendo
levantamientos, motines y asonadas. Los políticos de hoy se traen el mismo
jaleo con el arsenal y la pólvora, pero es solamente para ir bien provistos a
las cacerías de trabajo. Hace falta tanta munición para quedar bien en una
cacería de trabajo como la que necesitaban tres generales románticos para
proclamar la República. Por el mismo dinero que hoy mata usted una liebre
en la finca del señor conde, le daba usted la vuelta al país en tiempos de don
Amadeo. Hay que ver cómo ha subido todo.
Ya es alarmante que la clase política (término vago que no siempre
coincide con los políticos en ejercicio) se esté preparando para el futuro con
la escopeta en la mano, a base de pólvora y puntería. Una cacería de trabajo
es hoy algo así como un curso intensivo acelerado para político eficaz.
Antaño, los abogados que querían meterse en política y salir diputados por
Segovia, se iban primero a Londres, una temporada, a estudiar
parlamentarismo, relaciones exteriores y reaseguros. Hoy les basta con
apuntarse a una cacería de trabajo. El año pasado disfrutamos la moda de
las cenas políticas, que tuvieron muchas críticas, pero al fin y al cabo eran
un ensayo de convivencia pacífica, de asociacionismo gastronómico. Un
síntoma claro de que el país se está endureciendo es que este año hemos
cambiado las cenas pacíficas por las cacerías belicosas, y lo que antes se
decía entre la sopa y el mero, ahora se dice entre disparo al ciervo y disparo
al guarda jurado.
No es lo mismo rubricar un “Vivan las asociaciones” con un brindis de
champán, que rubricar un “Mueran las asociaciones” con una doble
descarga de fusilería. Las cacerías de trabajo empiezan a sonar, por los
montes de Madrid, casi casi a guerra civil.
A las cacerías de trabajo no se va a trabajar ni a cazar, naturalmente,
sino a intrigar, a palatinear. De modo que una simple crisis a nivel de jefes
de negociado ministeriales se solventa hoy como la revolución rusa, la
cubana o la española: a golpe de pólvora y con mucho prólogo de armas.
La señora esposa de la clase política se queda muy preocupada cuando
oye tiros en el monte.
—Ay, hija, que he oído unos disparos, qué habrá sido de tu padre.
—Mamá, están de caza, no pensarás que le han matado.
—Peor. Pueden haberle cesado en Hacienda. Mientras la política
underground afila la pluma, bebe whisky, comenta Muerte en Venecia y
espera el próximo número de Cuadernos para el diálogo, la política
hipotética posibilista, respetuosa y futurista afila las escopetas, engrasa las
armas, seca la pólvora, se pone las botas y sale de caza. Está claro, pues,
quién tiene mejor preparación para el futuro.
Las cacerías políticas son una especie de instrucción premilitar superior
para ideólogos con posibilidades y tecnócratas con ambiciones. Se dice del
papá que “está de caza” como se decía del niño que estaba en las milicias.
Realmente, muchos ejecutivos se encuentran ahora haciendo sus milicias en
las cacerías de trabajo, que en general les están sentando muy bien. Vuelven
a casa de mejor color, más fuertes, llenos de aire puro y con muchas
esperanzas en las próximas listas que se están confeccionando a mano y sin
lanzadera, con un telar Matesa.
Como la naturaleza va a la zaga del arte, según previera tío Óscar,
resulta que aquella película de Saura, La caza, se está haciendo poco menos
que realidad en la vida madrileña. Me invitaron a una cacería de trabajo y
me llené de esperanzas parlamentarias. Compré equipo, armas y perros.
Pero luego resultó que sólo me querían de ojeador. Y comprobé lo que ya
me temía: que aprovechan para hacer la instrucción.
La vuelta de la zarzuela

La gente bien madrileña es una clase muy sufrida que no tiene Ópera ni
Liceo, como Barcelona, donde lucir sus descotes, sus joyas, sus pieles y sus
menopausias; de modo que, como la gente se muere de ganas, de todo hace
fiesta, sarao, Liceo, y ahora ha vuelto a descubrir la zarzuela.
La zarzuela —¡ay!— no ha vuelto por mérito de los esforzados y
filarmónicos amigos de la zarzuela, grupos menestrales que ensayaban al
salir del trabajo en coros melancólicos, juveniles y conservadores. No. La
zarzuela ha vuelto, está volviendo por imperativo de los de arriba, por
necesidad de la gente que no tenía a dónde ir, salvo al café-teatro, que es
una horterada, dicen.
Mientras nos construyen o no nos construyen un gran Teatro de la Ópera
—responsabilidad que unos cargan a Bellas Artes, otros a la Fundación
March y otros al Banco de Bilbao (qué tendrá que ver con todo esto el
Banco de Bilbao)—, mientras llega o no llega la más alta ocasión que
vieron los siglos de lucir las perlas de la señora, nos vamos a ir remediando
con la zarzuela, que es un espectáculo muy español, que es nuestra ópera
provinciana y que no plantea problemas a la censura, porque los poetas y
los músicos de antaño no estaban tan politizados, a Dios gracias, y hacían
unas cosas bonitas, sin complicaciones, donde la gente, cuando tenía un
complejo, no trataba de resolverlo en el psiquiatra o en la cama, sino que lo
resolvía cantando alegremente. Aquéllos sí que eran tiempos.
En el madrileño Teatro de la Zarzuela se vuelven a dar zarzuelas.
Primero fue Tamayo —primero en tantas cosas de la vida teatral española—
con sus antologías zarzueleras y con sus primeros montajes históricos, que
venían a ser una especie de zarzuela griega. Luego ha sido todo el mundo,
incluso un café-teatro, donde pasan cosas de Arniches todas las noches. Y
ahora es ya la zarzuela por todo lo alto. La gente va a la zarzuela a
conspirar, a pasarse listas de ministrables, a lucir la moda de los felices
treinta, a posar para el ¡Hola! y a ligar en el buen sentido.
Los meteorólogos de la política dicen que estamos en un neocanovismo,
o casi, y para que el neocanovismo sedicente tenga su marco adecuado, su
encuadre lírico correspondiente, la sociedad neodesarrollista ha vuelto a
resucitar la zarzuela, que es una ópera nacional con la ventaja de que se
entiende y de que, si hay suerte, la zarzuela trata de Béjar, que suele ser el
pueblo de uno, pues en Madrid hay mucha gente de Béjar.
La única zarzuela fuertemente censurada ha sido aquella de La corte de
faraón, que precisamente es la que vuelve con más fuerza, y todas las
señoritas andan por ahí disfrazadas de hija de Putifar, maquilladas de
egipcias licenciosas. Cuando Nati Mistral, hace unos años, presentó en el
Eslava una versión modernizada de La corte de faraón, la letra y las
situaciones estaban convenientemente adecentadas por los libretistas de
doña Nati. Ya a los poetas de vanguardia de los años sesenta les gustaba
mucho, en Madrid, reunirse en altos pisos a escuchar los viejos discos de
esta zarzuela egipcia, porque fueron unos precursores de lo camp. En el
Molino barcelonés viene dando Johnson una versión catalanizada y
reducida de La corte del faraón, y en el Stéfanis madrileño nos cantaban no
hace mucho los fragmentos más inspirados de la obra. Es lo que dicen que
le decía un político saliente a un político entrante:

Cuando te miro a la cara


y al nacimiento del pelo,
se me sube, se me sube y se me baja
la sangre por todo el cuerpo.

Pero no es sólo La corte de faraón la zarzuela que vuelve, aunque hay


que reconocer que esa especie de pisto musical egipcio ha pegado tan fuerte
que el Ayuntamiento decidió traer a Madrid el egipcio templo de Debod, y
lo ha instalado entre el Parque del Oeste y Rosales, quizás con el propósito
de que Tamayo nos monte en el verano, sobre ese escenario natural, una
Corte de faraón suntuosa y a todo trapo para la clase política que se queda
en Madrid hasta muy entrado julio, esperando novedades.
De momento, otras zarzuelas más españolas, más raciales, más
comarcales, están congregando a la high life madrileña en sesiones de tarde
y noche, porque donde más se mueve la vida política es en los entreactos,
ya se sabe, y muchos observadores atribuyen el relativo inmovilismo de
nuestra vida política, en los últimos tiempos, a la ausencia de una
temporada de ópera, zarzuela, ballet o Coros y Danzas de Sección
Femenina que permitan a la llamada clase política verse, reunirse, conspirar,
zascandilear y arreglar el país mientras los músicos, en el foso, afinan los
instrumentos, y el pueblo, también en el foso, afina o desafina lo que puede.
La política mueve el mundo y los viejos y esforzados amigos de la
zarzuela ven con asombro cómo sus afanes de años y años ensayando La
del soto del panal en los sótanos de Antón Martín y Mesón de Paredes no
han servido de nada, en tanto que la gente bien ha puesto la zarzuela de
moda en cuatro días, sin ensayar ni nada, pues no se sabe que haya habido
ninguna reunión de marqueses últimamente para repartir papeles y afinar un
poco La alegría de la huerta.
Más bien se dice, por el contrario, que las últimas reuniones de
marqueses underground han tenido un tono maoísta y abiertamente
contestatario. Pero con el resurgimiento de la zarzuela todo vuelve a estar
en orden.
Los portavoces

El privilegio de Madrid sobre otras capitales españolas y sobre el resto de


España es que tiene mayor población activa de portavoces por kilómetro
cuadrado que cualquier otro lugar del país. Los portavoces y las fuentes
generalmente bien informadas se los encuentra usted por Madrid a punta de
pala.
—Niño, ¿qué vas a ser de mayor? —le preguntan al madrileñín las
visitas.
—Portavoz, como papá.
E incluso hubo niño repelente que contestó:
—Fuente generalmente bien informada.
Don Antonio Machado decía que se paraba a distinguir las voces de los
ecos. En la vida política madrileña conviene pararse a distinguir las voces
de los portavoces. Porque no suelen ser la misma cosa ni decir lo mismo.
Para llegar a portavoz hay que tener don de gentes, ambición política, pero
no demasiada, facilidad de palabra y amigos en las redacciones de los
periódicos, además de cierta cara de palo.
El portavoz es, generalmente, un señor que iba para voz, pero que se ha
quedado en eso, en portavoz. Los portavoces no son un eco, exactamente,
pues no se limitan a repetir lo que dicen otros. El portavoz es realmente un
portasilencios y habla cuando el otro no tiene ganas de hablar o no tiene
nada que decir. El portavoz, como los criados del teatro clásico, sale antes y
después de la tragedia. En la escena cumbre de la tragedia gloriosa o
dolorosa, el portavoz no pinta nada. Pero los noticiosos, los cronistas, los
contertulios y los auspiciadores vivimos de portavoces, conocemos a unos
cuantos portavoces, que de vez en cuando convocan una rueda de prensa o
una reunión a nivel de informática y nos sueltan rumores, opiniones y
vaticinios. Yo tenía un amigo que antes opinaba de todo por cuenta propia,
que era un iconoclasta y un personalista. Ahora se ha hecho portavoz y sólo
actúa de estación repetidora.
—¿Cómo está tu señora, Manolo? —le pregunto.
—Dice el señor director general que está mejor, gracias.
—¿Crees que el Rayo marcará el domingo?
—Dice el señor ministro que el Rayo está fatal.
—¿Sabes que ha subido el rodaballo, Manolo?
—Dice el señor delegado que todavía subirá más. No hay manera de
hablar con Manolo. Ya no tiene opiniones propias. Se llega a portavoz a
costa de perder la propia voz. Todos los portavoces se han quedado afónicos
y sin opinión. Claro que hay que distinguir entre portavoz y fuente
generalmente bien informada. El portavoz es mimético, repetidor, áulico,
oficialista, discreto, escueto, y suele ir vestido de gris marengo, con gafas
italianas y corbata color perla. La fuente generalmente bien informada es un
señor más agresivo, es la fontana frida que mana y corre, no cesa de hablar,
porque para eso está bien informado, lleva gafas negras y bigote a lo Matías
Prats, chaqueta de cuadros, zapatos gruesos y mucha prensa por los
bolsillos. La fuente generalmente bien informada es más asequible, pero
también más difícil de localizar, pues siempre anda de acá para allá, por los
bares de los ministerios, los cócteles de las embajadas y las cafeterías de
Serrano.
Una fuente generalmente bien informada es algo así como la fuente de
la juventud política, y cuando se encuentra una fuente generalmente bien
informada, en Madrid, hay que beber en ella todos los días, conservar su
amistad y frecuentarla tanto como frecuentaban los antiguos la fuente del
Avellano. Yo abundo en fuentes generalmente bien informadas, y por eso
les tengo a ustedes tan al tanto de lo que pasa en la Villa y Corte. La fuente
generalmente bien informada es menos oficialista que el portavoz, dice
cosas más underground, pone cara de ospolitik, trae y lleva e incluso
presume de una cierta autonomía informativa frente al portavoz.
Es más arriesgado ejercer de fuente generalmente bien informada. Se
mete más la pata. Claro que los aciertos también con más gloriosos.
Es la misma diferencia que hay, en el circo, entre trabajar con red o
trabajar sin red. El portavoz trabaja con red, con una tupida red de oficinas
de prensa y comunicados oficiosos, de modo que aunque se caiga, que no se
cae, encuentra debajo un mullido colchón de boletines más o menos
oficiales. La fuente generalmente bien informada trabaja sin red —dice él
—, a cuerpo limpio, y si se da el batacazo sólo le espera el ridículo o el
expediente por difamación. Claro que con la fuente generalmente bien
informada tampoco se puede hablar mucho, a nivel personal, pues si el
portavoz habla siempre con opiniones de otro (como esos niños bien que
siempre dan la opinión de papá), la fuente generalmente bien informada
habla constantemente en suposición, rumor, hipótesis y, sobre todo, con una
suficiencia de enterado que se hace insufrible y que no permite
controversia.
—Pues a mí me parece que lo de la Catalana del Gas… —le digo.
—Tú, de la Catalana del Gas no sabes una palabra. Si es que no sabéis
de que va. Sois una cosa mala, macho. Mira, lo de la Catalana del Gas, para
que te aclares, y esto me lo ha contado a mí una niña que sale con un
sobrino del contable segundo de la compañía…
Y empieza a enumerar por los dedos todo el repertorio de lo que sabe
sobre la Catalana del Gas. Al final le sobran dedos, claro, porque sabe más
o menos lo poco que sabemos todos. Pero está ya lanzando y va a toda
galleta. Es lo que se dice una fuente generalmente bien informada. Como el
país no tiene demasiados cauces informativos directos, como Madrid no
cuenta con unos mass-media políticos de línea recta y amplia onda, todos
vivimos del portavoz y la fuente generalmente bien informada, fauna que
florece en épocas de mutismo, flora que se expande en años de sequía. Yo,
cuando sea mayor, quiero ser fuente generalmente bien informada.
Que vienen los rojos

Esto se veía venir. Ahora se ha aprobado el protocolo comercial España-


URSS, en Madrid, y parece que las negociaciones van a seguir adelante, no
sin escándalo de los íntegros, que han promovido debate en las Cortes.
A nosotros nos indigna el comercio con los rojos como al que más, lo
que pasa es que no nos ha sorprendido nada, pues somos pesimistas por
naturaleza y sabíamos que tanta liberalización, tanta minifalda y tanto Freud
de Alianza Editorial no podían conducir a nada bueno.
Realmente, este protocolo que ahora se debate y que en seguida se va a
firmar o se ha firmado ya, no es sino la última y nefanda consecuencia, por
ahora, de un proceso de secularización de España que empezó insensata y
alegremente con las primeras películas italianas de la Gina y la Loren, que
lo enseñaban todo, y que se dieron aquí, allá por los años cincuenta, para
escándalo y peligro de quienes entonces éramos jóvenes luises, kotskas y
varias cosas más. Y señalo esa fecha por no remontarme al estreno de
Gilda, film que marcó en Madrid, en el Palacio de la Música, el comienzo
de una decadencia del Occidente nacional que todavía arrastramos. Con
Gilda se rompió el hielo de la castidad española y luego vinieron las vespas,
que también tenían su malicia, aunque parezca que no, y en seguida el
turismo, el bikini, el twist, el rock, la samba, Fraga Iribarne, los curas de
paisano, la Ley de Prensa, las medias sin costura y Eurovisión.
Todo esto, que no es sino la dispersión y el caos, ha desembocado
naturalmente en un protocolo comercial España-URSS, al que ahora le
llaman así, protocolo, con palabra más o menos inocente y convencional,
pero del protocolo se pasará a otras cosas, pues a los rusos, ya se sabe, les
das el pie a besar y se toman la mano izquierda con el puño cerrado.
Naturalmente, ha habido en las Cortes quien se ha levantado a protestar del
peligro que nos amenaza, como ha habido en la prensa liberales sedicentes
que se han atrevido a escribir eso de que por una oficina rusa de negocios
en Madrid no se van a resentir nuestros valores espirituales. Pero la verdad
es que nuestros valores espirituales se resienten por todo y que una oficina
rusa de negocios, con su banderita roja, no es un buen ejemplo para la
juventud. Esperamos que a esa oficina de negocios, como a las películas
3R, no se permita entrar a ningún menor que no vaya acompañado de sus
padres o preceptores.
Qué razón tenía la pena traidora, cantaba Caracol antes de que se le
rajase la voz. Qué razón tenían los que escribían cada mañana, por las tapias
de Madrid eso de “Rojos, no”. Creíamos que lo decían a humo de pajas, a
humo de rojos, pero los rojos ya están aquí. Les habíamos echado por la
ventana y ahora vuelven por la puerta de servicio, como esos vendedores de
lavadoras obstinados en vendernos algo. Hay quien me dice, para
tranquilizarme, que los rojos de Rusia ya no son los verdaderos rojos, que
se han aburguesado mucho, que les devora la burocracia y que la agricultura
les va fatal. En una palabra, que han pactado con el capitalismo para
intercambiarse armas, pasear por la Luna, ganar premios Nobel e inventar
vacunas. Pero a mí eso no me tranquiliza nada porque ahora que aprieta el
frío en Madrid, cada vez veo más gente por la calle con su gorrito
moscovita en la cabeza, de rizo o de lo que sea, y siempre me pregunto si
no será ese señor uno de los de la oficina comercial, que ya anda por aquí
incordiando. Por si acaso, al pasar a su lado me persigno o digo una
jaculatoria. Luego, a lo mejor resulta ser el escritor Otero Besteiro, que
oculta su calvicie prematura con uno de esos gorros. (Se lo trajo Luis
Miguel Dominguín de Moscú cuando Luis Miguel iba allá a vender y
comprar cosas antes de dedicarse a darles el biberón a los hijos que le andan
naciendo por ahí.)
—Pero Paco, ¿qué haces hablando solo por la calle? —me dice Otero
Besteiro.
Y le replico, para disimular, que es mi hora de maitines y que no me
interrumpa.
Verán ustedes cómo en seguida nos estrena Addy Ventura en el Martín o
en La Latina una revista que se llame Que vienen los rojos. Y habrá un
número en que saldrán todas con esos bikinis de piel de Rusia que se llevan
ahora. Nosotros, en contrapartida, debiéramos llevar a la Ópera de Moscú
un Festival de los Coros y Danzas. Yo creo que con una semanita de Coros
y Danzas y de jota en la Ópera de Moscú nos cargábamos el marxismo-
leninismo del pueblo ruso, pues nuestro folklore llega a la gente, ya lo creo
que llega.
Los gauchistas de la Universitaria y los escritores a ciclostyl también
están un poco decepcionados por culpa del protocolo rojo-español, pues no
es lo mismo tirar piedras en nombre de la lejana patria de la Revolución que
tirarlas en nombre de una oficina que seguramente pondrán en la Gran Vía,
en una planta de despachos, junto a una productora de películas de Masó,
una delegación de cafés brasileiros y una exposición de turismo griego
enviada gentilmente por los coroneles a recorrer los países hermanos del
Mediterráneo.
Algunos muchachos de la izquierda cinematográfica adolescente
madrileña, al ver la noticia del protocolo hispano-ruso, le preguntan al viejo
progenitor de bigote canoso, cicatrices inolvidables y gafas negras:
—¿Qué hiciste en la guerra, papi?
Pero el papi ya sabe que el niño sólo se expresa mediante títulos de
películas y no le hace demasiado caso. El tradicional letrero de alquitrán
que dice “Rojos, no” se ha propuesto modificarlo de modo que ya podemos
leerlo así en algunas paredes de Madrid: “Rojos, no tan cerca”.
Los felices cuarenta

De pronto hemos decidido, como por decreto, que los años cuarenta fueron
felices, y la televisión, los cronistas y los reporteros retrospectivos se están
dedicando concienzudamente a explicarnos lo felices que fuimos y lo bien
que cantaba Machín.
Parece que, efectivamente, los felices cuarenta fueron felices para
algunos. Nosotros hemos escrito un libro dedicado a demostrar lo precario
de la felicidad que nos tocó en suerte por entonces, y hemos recibido
algunas cartas y críticas, públicas y privadas, donde se nos ha hecho saber
que fueron unos años muy hermosos y que había mucha moral. Ya lo creo
que había mucha moral. Más moral que el Alcoyano teníamos todos, y por
eso salimos adelante y estamos ahora aquí, a pesar de la tuberculosis, las
colas, el racionamiento, las vocalistas, el gasógeno —que aquello sí que era
polución— y las conferencias de don Federico García Sanchiz.
Aquellos años fueron como fueron, y bien está volver la vista atrás sin
demasiada ira para hacer recapitulación histórica y personal, pero
convertirlos en una especie de belle époque, que es lo que se está haciendo,
me parece que es pasarse. Efectivamente, había gente que se lo pasó en el
Chicote madrileño o en los estrenos de Jardiel Poncela, pero quienes
todavía no íbamos a Chicote, por razones de edad más que de dignidad, no
lo pasamos tan bien y nos quedamos estupefactos cada mañana viendo
cómo la tele, las revistas ilustradas y las casas de discos aplican la
metafísica camp de Susan Sontag a una de las épocas más dramáticas de la
historia de España, haciendo de la cartilla de racionamiento un delicioso
fetiche kitchs y del toreo de Manolete una respuesta senequista al mundo
del liberalismo corrompido y el marxismo dictatorial, a la retirada de
embajadores, el desembarco de Normandía y el descubrimiento de la
penicilina. Señoras de distinguida letra picuda, caballeros de perfumada
ortografía me han escrito a veces diciéndome que no fue para tanto, que me
he pasado y que había de todo. Claro que había de todo, pero quienes se
están pasando, me parece a mí, son los manriqueños de lo camp, los
exhumadores sonrientes de una época que no vivieron o que vivieron
demasiado bien. Ya lo creo que Machín cantaba. Yo tengo un disco grande
de Machín y lo pongo de vez en cuando para llorar un poco por lo torcidos
que crecimos.
Hay que asumir la historia de España tal y como fue; hay que ser, como
Proust, fanáticos del tiempo perdido, pero no conviene falsear las cosas,
colorear las imágenes y darnos a entender que lo que vino, después de tres
años de guerra durísima, fueron otros locos y felices y turbulentos años
veinte, con ritmo de tiruliru, vaca lechera, raspa, conga y bolero. La
explotación camp de la posguerra española es una cosa que viene a halagar
la natural nostalgia de la gente y la viva curiosidad de los jóvenes, porque la
memoria tiende a estilizar las cosas (y más aún la memoria de lo que no se
conoció), pero como quiera que de la verdad de aquellos años vivimos
todavía, nos parece prematuro cantar a unas ropas chapadas en las que
todavía brillaba la sangre del frente.
Ha habido en el país unos años de mutismo literario sobre la guerra
(contrastante con la frondosa bibliografía extranjera al respecto) y a ese
mutismo siguieron las eclosiones de los cipreses, los muertos, las novelas
de guerra y toda una literatura con más dramatismo que análisis.
Finalmente, el tragicismo excesivo (excesivo por hipertrofiado) de aquella
literatura ha sido sustituido por una frivolidad musical que hace de los
lluviosos años cuarenta una especie de gran fin de fiesta con Estrellita
Castro, García Sanchiz, Torrado, Manolete, Machín, Lorenzo González y
Carmen de Lirio.
No creo que la imagen oficial que se quiere dar de aquellos años sea
ésta, ni tampoco es, por supuesto, la imagen real, de modo que la versión
camp de los felices cuarenta viene a traicionar por partida doble a los dos
bandos de la guerra, a las dos posibles ópticas de la posguerra.
Recientemente escribíamos aquí sobre los depurados políticos y
administrativos de aquellos años, algunos de los cuales aún no han
conseguido retornar a sus empleos, cátedras, oficios, y para quienes resulta
especialmente irónica la versión sonriente e inconsecuente de la posguerra
verbenera que nadie, ni los vencidos ni los vencedores, puede aceptar. La
última reflexión a que nos lleva esta explotación melódica y corazonal de
los años cuarenta es que todo termina en supervenía, grandes almacenes,
rebajas de enero, y que la humanidad acaba haciendo un long-play con las
tragedias más duras y los cataclismos más irremediables. Por otra parte,
como hemos dicho más arriba, esta versión fucsia y cadmio de los años
cuarenta corresponde a lo que mucha gente quiere que le cuenten —como
he podido comprobar por las cartas recibidas y por algunas críticas de
prensa—, ya que somos como niños que sólo gustan de escuchar el cuento
de Caperucita en la versión que ellos se han forjado previamente, y
aborrecen, por espúrea, cualquier otra versión. Hay en unos mala conciencia
y en otros, simplemente, mala memoria, de manera que acogen con ternura
esos cinemascopes coloreados de una España de posguerra con mucho cine
de Cifesa, mucho teatro de Muñoz Román y mucho fútbol de primera.
Me parece que voy a reescribir mi libro con más alegría, peor memoria
y mejor estilo literario, pues no quiero dejar de contribuir a la ceremonia de
la confusión. Y a lo mejor tienen razón y no lo pasamos tan mal, como lo
prueba el hecho de que estemos aquí, tan ternes, aunque el corazón se nos
haya quedado irremediablemente camp.
El quórum

Hemos tenido que glosar repetidamente la falta de quórum en las Cortes


Españolas, y los periódicos de Madrid vienen haciéndolo en todos los tonos,
desde el festivo, al conminatorio, porque, efectivamente, no es normal que
un señor eche el bofe por salir padre de la patria, y luego, cuando ha salido,
en lugar de ir a la Carrera de San Jerónimo a apadrinar lo que haga falta,
como es su obligación, se queda en casa viendo la telenovela.
Antaño, los padres de la patria no hacían estas cosas, no se quedaban en
casa viendo la telenovela, entre otras cosas porque no tenían tele, y ni
Costa, ni Lerroux, ni Castelar, ni Maura hicieron nunca tantos novillos,
entre todos, como hace un solo procurador provincial por el tercio de
cabezas de familia. Estamos mal acostumbrados democráticamente y sólo
queremos en las Cortes números fuertes, don Laureano López Rodó
informando sobre la peseta o cualquier otro señor rindiendo cuentas sobre el
caso Matesa. Si no hay tomate, la gente se aburre en las Cortes, tanto el
pueblo como los procuradores, y se desentiende de los debates. La prensa
madrileña se llama a sí misma “parlamento de papel”, y en el otro
Parlamento sólo están, muchas tardes, los cronistas de pasillos, yendo del
bar al hemiciclo, tomándose gin-tónics y velando el muerto contencioso-
administrativo, que no hay quien le meta el diente.
Como tenemos una idea hiperbórea y heroica de la democracia, que nos
queda ya tan lejos en el tiempo y en el espacio, creemos que democracia es
sinónimo de tomate, y que si no hay tomate no hay democracia ni vale la
pena pasarse por la Carrera de San Jerónimo a saludar a los ujieres. Craso
error. La democracia es tanto el tirar de la manta como el arropar a la gente
con la manta de la legislación, y si los señores procuradores se han creído
que iban a estar todo el día descubriendo Matesas y cantando las cuarenta,
están muy equivocados. Las cuarenta se cantan en la baraja, y las Cortes no
son un casino.
Nadie en las Cortes, por tercera vez, o casi nadie, porque la película es
aburrida. Los señores procuradores, que llegan de su provincia llenos de
fervor polémico y local, creen que en las Cortes hay que dar todos los días
programa doble a base del Padrino y El último tango, para poder ver
muchas mafias y mucha gente en cueros vivos. Se han confundido de cine.
El Palace, que es de arte y ensayo, está en la acera de enfrente, en la misma
Carrera de San Jerónimo, y allí es donde deben ir a ponerse morados de
pornografía liberal, erotismo democrático y strip-tease político. En las
Cortes se guardan las formas y se atiende también a lo contencioso-
administrativo, porque la democracia no es una permanente algazara, sino
una ordenada oficina. Después de tantos años de desentrenamiento, la
democracia, como todo lo que se ha quedado lejos en el tiempo o en el
espacio, nos parece que ha de ser una fiesta, un happening administrativo,
un patio de vecindad ideológica donde ponerse como trapos unos a otros. Y
no.
De ahí la interior y secreta decepción, sin duda, de muchos señores
procuradores que creían que iban a armarla y resulta que no la han armado,
y que, fieles a la máxima de que “el poder anestesia”, se han quedo
dormidos, anestesiados, dando una cabezada de media tarde en el sillón de
ver la tele, en lugar de ir a las Cortes a ejercer su poder, que no es poco. El
escalador César Pérez de Tudela ha anunciado, antes de subir al Naranco de
Bulnes, que quiere ser procurador en Cortes, lo cual es como dar por
supuesto que la política es el arte de trepar y que todos los políticos son
unos trepas. Quizá político sea el que primero trepa y luego se retrepa, pero
Pérez de Tudela, como escalador profesional, ha sabido ver que las Cortes
son un Naranjo de la Carrera de San Jerónimo donde diversas cordadas
ideológicas compiten por llegar a la cúspide.
A ver si con estas cosas se animan los señores procuradores y vuelven
por el hemiciclo, que los leones de las Cortes no muerden. Además de Pérez
de Tudela debieran salir procuradores Pedro Carrasco, Amancio, Urtain y
Palomo Linares, con alguna representación femenina como Ana Belén o
Emma Cohen, pues esto daría mayor colorido a los escaños y despertaría
los dormidos fervores parlamentarios de la asamblea. Durante tanto tiempo
se ha dicho que el nefando período liberal fue caótico, violento y
pintoresco, que nos lo hemos creído y, al reimplantarse el parlamentarismo
en el país, la gente iba a las Cortes como a la guerra, dispuesta a todo, con
el puro encendido y el trago de coñac en el alma. Luego ha resultado que
las Cortes eran un organismo serio, burocrático, trabajador, con muchos
expedientes y mucha letra menuda contencioso-administrativa, y los nuevos
políticos se han decepcionado y piden más caballos como en los toros.
Más caballos, más Matesas, más follón. Efectivamente, no estamos
preparados para la democracia. Entendemos la democracia como una lucha
libre y nos aburre el articulado de las leyes y la discusión técnica de los
problemas. Siempre habíamos creído que a Madrid se venía a hacer frases
ingeniosas en el hemiciclo, en los periódicos y en los cafés, sentencias
cazurras contra el liberal degenerado o el conservador carcunda. Pero
resulta que no, que las Cortes no funcionan por frases y cortes de mangas,
sino por decretos, artículos de la Ley y reglamentos. A ver qué va a contar
el señor procurador cuando vuelva a su pueblo y le pregunten en el casino
que si le ha soltado cuatro frescas al señor presidente de las Cortes.
—¿Qué, hubo tomate? ¿Les llamó usted cavernícolas y meapilas?
—Pues, no, la verdad. Estuvimos revisando el proyecto de ley para la
modificación jurisdiccional de los límites contensioso-codificables…
Naturalmente, sus paisanos no volverán a votarle.
Las generaciones

Cuando Eugenio d’Ors soltaba una inexactitud en una conferencia y alguien


se lo hacía notar, el escritor lo explicaba así:
—Es que me convenía.
Ortega inventó el método de las generaciones, fijando una nueva cada
quince años, porque le convenía. Pero desde Ortega para acá ha seguido
dando mucho juego el concepto de generación, porque es práctico,
manejable, y tiene el precedente ilustre de la generación del 98, que fue un
invento de Azorín, muñido asimismo porque a Azorín le convenía. En este
año del centenario de Azorín, en que tanta murga azoriniana nos van a dar,
conviene ir diciendo que don José Martínez Ruiz, consciente desde muy
pronto de sus limitaciones, pensó en seguida en salvarse dentro de un
grupo, en arroparse dentro de una generación de talentos. Todo el que trata
de salvarse en grupo es porque no tiene demasiada confianza en su
salvación individual. Del mismo modo, algunos políticos españoles,
jóvenes, hablan ahora de la generación del tránsito, la generación-puente, la
generación del trauma, la generación de posguerra y la generación de
Amancio.
Se maneja un nuevo concepto generacional, que es el que quiere hacer
de nosotros un bloque político con vistas a esto o lo otro. Hace pocos años
salió en Madrid un libro que se titulaba La generación del Príncipe. Todas
estas exploraciones generacionales no dejan de tener su interés, pero yo
creo que responden a la sempiterna y frustrada necesidad de afiliarse y
afiliarnos a algo. Ni asociaciones políticas, ni partidos, ni tendencias, ni
clubs, porque todo eso está mal visto. Ni siquiera cenas políticas. De modo
que ahora hemos inventado una forma de asociación más amplia, puramente
biológica: la generación.
A mí me puede prohibir usted que funde una asociación política, que
funde un club o una tendencia, me puede prohibir usted que dé una cena
política o que pertenezca a un partido, pero no me puede prohibir que
pertenezca a una generación, a la mía, porque eso es cosa del calendario.
A mí no me puede prohibir usted el haber nacido hacia 1935 o 1940,
porque esto es pura biología y la biología aún no pasa por censura. La
agrupación generacional no deja de ser un hábil invento de la astucia
política, lo que pasa es que no sirve para nada. El primer día nos sentimos
muy satisfechos de saber que, según el señor Ortí Bordás o cualquier otro
político con brillo madrileño, pertenecemos a la generación del tránsito, o a
la generación de Queta Claver o a la generación de Arias Salgado. Pero a
los pocos días comprobamos que la cosa tampoco funciona, que todo está
montado con vistas al futuro y que, si se nos tiene en cuenta, es sólo como
futuribles. Yo no tengo ninguna vocación de futurible, lo quiero todo aquí y
ahora, de modo que me borro de mi generación y basta.
El futurible ha venido a sustituir al ministrable en el costumbrismo
político madrileño. El ministrable estuvo de moda hasta la temporada
pasada, como ustedes recordarán, y era el caballero elegante que
deslumbraba a las damas en los cócteles con sus teorías sobre la paridad de
la peseta. Pero el ministrable es un hombre para mañana y el futurible es un
hombre para pasado mañana. El futurible tiene porvenir, juventud, aura,
halo, y en cuanto él entra en el salón se hace una especie de silencio y todos
nos sentimos iluminados por otra luz. Las marquesas que antes ligaba el
ministrable ahora las liga el futurible, porque el futurible es más joven y
viene prestigiado por el resplandor del futuro. El ministrable está quemado,
pero el futurible es el ministro del año 2000, y esto le da cierto aire de
supermán católico y tecnocrático.
Las niñas de Serrano, que al principio dudaron entre el ministrable y el
futurible, ahora están decididamente por el futurible. Lo que uno piensa es
que si ya se sabe con tanta certeza en Madrid quiénes van a mandar hacia
1985, que es una fecha más o menos orwelliana, es porque la cosa se
presenta francamente inmovilista.
Una revista ilustrada ha hecho ya su votación de futuribles, en la que
hay de todo. Yo creo que a esta encuesta, para ser rigurosamente científica,
le ha faltado la fina distinción entre ministrable y futurible. Por ejemplo,
don Manuel Fraga Iribarne (que este invierno ha usado capa española por
Madrid) es claramente un ministrable o neoministrable, en tanto que don
Gabriel Cisneros, por ejemplo, es más bien un futurible. Claro que tampoco
cabe deducir de esta distinción que los ministrables son los que usan capa y
los futuribles los que no la usan, porque entre los amigos de la capa hay
muy pocos con ambiciones o posibilidades políticas, aparte de Perico
Chicote.
La cosa, pues, está un poco embarullada, como ustedes ven, pero de
momento parece que nos vamos a ir defendiendo con esta nueva teoría de
las generaciones, y siempre consuela saber que uno es, más o menos, de la
generación de Pedro Carrasco; que uno está, política y cronológicamente,
entre el conde de los Andes y La Pocha. Hasta ahora, en Madrid, a lo más
que habíamos jugado era a las generaciones literarias. Si usted le metía
tacos a las novelas, era de la generación de Cela. Si metía un poco de guerra
civil era de la generación de Gironella, y si metía señoritas desnudas que
volaban por los aires sin escoba era la generación de Gabriel García
Márquez. De modo que yo me saltaba de una generación a la otra, según los
días, y unas veces escribía una novela con tacos (y los críticos me decían
que era muy celiano) y a la semana siguiente escribía una narración corta de
posguerra, con racionamiento y discursos, y me llamaban gironelliano, y
ahora que estoy escribiendo cuentos de vicetiples con alas y castañeras que
adivinan el porvenir político y las listas de ministrables, me dicen que he
tomado con retraso el tren de la nueva narrativa
latinoamericanofidelcastrista y magicoilusionista. Pero lo que no se había
planteado nunca el escritor madrileño era su generacionismo político.
Y resulta que uno está flanqueado generacionalmente por dos
arcángeles falangistas del aperturismo: el arcángel San Gabriel Elorriaga y
el arcángel San Gabriel Cisneros.
A las ruinas de un periódico

Las piquetas de la legalidad han empezado a derruir el edificio del diario


Madrid en la calle del general Pardiñas, que es puro barrio de Salamanca, y
los jóvenes redactores del desaparecido periódico han salvado los
volúmenes, la colección y el archivo, personalmente, alquilando una
furgoneta y llevándoselo todo a buen recaudo, llenos de polvo y de
nostalgia.
La tercera página del Madrid ha sido antologizada en libro que se
presentó recientemente en un acto muy nutrido, donde Antonio Fontán,
último director del Madrid, dijo cosas conmovedoras y certeras. Los
redactores del Madrid, que le tienen querencia a aquel barrio, naturalmente,
suelen reunirse en una cafetería, Dickens, que hay enfrente, y allí comentan,
proyectan, se consuelan mutuamente. Yo creo que, para que la desaparición
del periódico fuese completa, convendría demoler también la cafetería
Dickens, no vaya a ser que el alma de la empresa rebrote fantasmal de la
máquina del café express, pues ya se sabe que casi todos los periódicos han
nacido siempre de un café o se han gestado en él.
Tras mirar los muros de la patria suya y entonar elegías a las ruinas de
Itálica, cantando para adentro el Madrid, Madrid, Madrid de don Agustín
Lara, los periodistas se han ido a buscar otro empleo por ahí. Va a quedar,
en el lugar donde está el edificio, un solar muy hermoso que podría
convertirse en Plaza de Rafael Calvo Serer, por ejemplo, con un
monumento central, que bien podría hacer Juan de Ávalos, de homenaje al
periodista cesante, o una fuente dedicada a Gutenberg, inventor de la
imprenta, o un grupo escultórico presidido por el citado Calvo Serer, con un
pasaporte en la mano, izado en alto como una bandera.
La prensa madrileña ha recogido con diversa entonación la caída del
imperio del Madrid, y, en general, se lamenta que puedan ocurrir estas
cosas. Las ruinas de un periódico, aparte las implicaciones sociológicas del
caso, son una cosa lírica y doliente, y un obrero que trabaja en la
demolición me decía que lo están tirando para hacerlo nuevo, lo que prueba
que el pueblo —¡ay!— no se entera, a pesar de todo.
Lo que van a hacer allí no es la plaza que nosotros hemos pedido en la
prensa, sino un edificio de apartamentos para vender a muchos miles de
pesetas el metro cuadrado. Se llamará “Edificio Madrid”, cosa que no deja
de parecemos subversiva y de mal fario.
Con la demolición de la vieja Casa de la Moneda en la Plaza de Colón,
se abrió en el barrio de Salamanca otro hermoso solar, donde ahora están
haciendo un aparcamiento, para poner encima la estatua del descubridor,
que es fea, canija y mala. En el solar del Madrid debieran hacer la estatua
del colaborador de prensa, que hasta ahora no tiene monumento en España,
o una réplica de la americana estatua de la Libertad. Es hora de ir abriendo
espacios verdes y zonas aireadas en el acumulado Madrid del centro, y yo
creo que si tirásemos otros cuantos periódicos —por ejemplo el ABC y el
Informaciones— que también están estorbando mucho el tráfico, quedaría
la ciudad más bonita y más tranquila. Al fin y al cabo, la gente, para
enterarse de lo que pasa en España ya tiene Le Monde, y los niños están
muy necesitados de jardines para jugar.
Los periódicos, que se vayan a Guadalajara —me parece que Rodrigo
Royo ya ha pensado en montar en Guadalajara una gran rotativa—, y así
viviremos más tranquilos con el parlamento de papel a distancia. Hay que
descentralizar Madrid, y cuando todos los rumores, toda la información
conflictiva y todos los artículos políticos hayan pasado por el tamiz
guadalajareño, tendremos unos mass-media mucho más depurados, serenos
y constructivos. El ejemplo lo han dado Televisión y Radio Nacional,
yéndose a Prado del Rey. Quizá como viven tan lejos, por eso no se enteran
en Televisión de lo que realmente pasa en el país y su información es
siempre un poco escasa, nebulosa y distanciada.
La Universidad a distancia y la televisión a distancia han dado muy
buenos resultados. ¿Por qué no experimentar la prensa a distancia? Lo malo
de la prensa es que ha estado siempre demasiado cerca de los mentideros,
las tertulias políticas, los rumores, los chismes, las Cortes y los Ministerios.
Su reflejo de la vida ha sido demasiado inmediato, pero sedimentado. Hay
que llevarse la prensa a La Mancha, a Toledo, a Guadalajara, para
descongestionar y despolucionar la ciudad. Esperamos que cunda el
ejemplo del Madrid y se sigan tirando edificios periodísticos para levantar
en su lugar plazas espaciosas, sucursales de bancos o templetes de música.
Pero se habla, por el contrario, de crear nuevos periódicos, de sacar El
País, que nosotros, por cierto, titularíamos, más expresivamente, Qué país.
Y hay que prevenirse municipalmente contra eso, porque un nuevo
periódico, en Madrid, puede ser una catástrofe urbanística. Los periódicos
polucionan mucho, entorpecen la circulación con sus bobinas de papel, que
siempre están a la puerta, y manchan el asfalto con el aceite de las
máquinas. Un periódico es siempre una molestia para el bien común, y,
como toda industria pesada, debiera desplazarse al extrarradio, cuanto más
al extrarradio mejor. Madrid tiene la ventaja de que casi todas las revistas
vienen de Barcelona, con lo que aquí no nos manchamos las manos ni
contaminamos nuestro río con la celulosa ideológica. Vigilemos, pues, la
aparición de nuevos periódicos, que siempre son un incordio. Al fin y al
cabo, la “tele” y el Marca suplen con ventaja al periódico, son medios de
información más rápidos y traen más fútbol. Los periódicos deportivos van
al grano, sin el excipiente de literatura y política que traen los otros, sin la
tripa de ideología y crónicas parlamentarias que mete la prensa de
información general para justificar más publicidad.
Más zonas verdes y menos prensa pide el pueblo de Madrid. Por algo
será.
Las juntas de vecinos

Ahora se vuelve a hablar de asociaciones políticas, pero no hay nada en


claro. Las juntas de los colegios profesionales están en entredicho, como
ustedes saben, desde que un colegiado le pegó con un periódico a otro
colegiado, y el último reducto de la democracia inorgánica, en Madrid, son
las juntas de vecinos.
Yo creo que va a haber que empezar a tomarse en serio las juntas de
vecinos, porque de ahí puede salir la subversión. Sostenían los filósofos
idealistas de pasados siglos que en cada cosa está todo el universo, en cada
hombre toda la historia. Del mismo modo, en cada reunión de tres amigos
que cantan Asturias, patria querida, está todo el país, y en cada junta de
vecinos está el espectro político y social de Madrid, e incluso de España. En
las juntas de vecinos, a las que usted puede asistir si es padre de familia,
propietario de un apartamento con ambiente o de una plaza de garaje, se
plantean siempre los mismos problemas. La suripanta del segundo, que
recibe señores; los niños del quinto, que se hacen pis a toda hora y están
reblandeciendo las mamposterías; el portero que no le mete leña a la
calefacción; el sereno, que nunca está cuando se le llama, porque tiene que
dar captura a unos quinquis; y la soltera de la letra B, que tiene tres perros
que evacúan en la moqueta.
Son los problemas del desarrollo. La vieja moral española sigue muy
preocupada por la vida sentimental de las mujeres libres y se resiste a
compartir el inmueble con la serpiente del paraíso. Pero este problema, a los
padres de familia no parece inquietarles demasiado, y se sonríen, pues
piensan que siempre es bueno tenerlo a mano, por si un día te viene el
apretón o te encuentras de Rodríguez. Los padres de familia prefieren
hablar del alicatado y de la plaza del garaje, pues le van a comprar un
utilitario al niño mayor y están echando cuentas, por si les sale más barato
meter el utilitario dentro del gran turismo, por las noches ahorrándose así
trescientas mil pesetas de otra plaza.
Luego la toman todos con la señora de los perros, y ahí se ve lo poco
que amamos a los perros en este país, pero la señora se defiende diciendo
que si los perros ensucian la moqueta, más la ensucian los niños, y que al
fin y al cabo el perro es el mejor amigo del hombre, y en esto están de
acuerdo todos los filósofos, mientras que el niño no es más que un golfo
descariñado. El presidente de la junta, que es hombre de números, empieza
luego a hablarnos de la plusvalía, las amortizaciones, la hipoteca y los “más
Banco”, y esto es ya la música de fondo que no entiende nadie, y mientras
él habla todo el mundo establece conversaciones locales, sobre el fondo
confuso de las cifras, y ahí es donde nos vamos conociendo los vecinos. Las
señoras se intercambian recetas de cocina y pomaditas para las escoceduras
de los niños; los caballeros le ofrecen fuego a la suripanta, todos a la vez, y
los niños corretean por entre las sillas.
Por estos modernos bloques de viviendas, tan funcionales, tan asépticos,
tan silenciosos, tan aislados, donde nadie saluda a nadie durante quince
pisos de ascensor, se rompe por fin el hielo en las juntas de vecinos, sale la
vieja facundia española y nos enteramos de que nadie es tan importante
como parece, ni tan rico, ni tan extranjero, y que, quien más, quien menos, a
todo el mundo le duele el apéndice de vez en cuando, y todo el mundo
cobra de algún presupuesto oficial, y a nadie le gusta la televisión,
exceptuando la Pantera Rosa, lo que no obsta para que acabemos hablando
mal de los organismos que nos pagan, comentando el último “Un, dos, tres”
y reconociendo que la píldora, además de ser una porquería, como dijera
monseñor, hace mucho daño al hígado y les pone barba a nuestras santas
esposas.
De las juntas de vecinos suele salir uno con el convencimiento de que la
gente es muy de derechas, que lo único que nos preocupa es la moqueta y
todo el mundo está a cuidar o mejorar sus moquetas. Pero a veces despunta
entre los vecinos, entre los ejecutivos, los industriales y los peritos, un
orador en ciernes, un político de catacumba (las juntas suelen celebrarse en
el sótano) que habla de la especulación del suelo, de que el ayuntamiento no
pone jardines, de las hormigoneras clandestinas, de los pisos cerrados, de la
gente que duerme bajo los puentes, de la televisión alienante que no dejar
dormir al del piso de al lado y de los perros de la señora sola, que son una
represión del instinto maternal de la dama, frustrado por los
condicionamientos económico-morales. (Ya dijo el sabio que la dama besa
al canario porque no se atreve a besar al cartero.)
Así las cosas, hay un momento de crispación, de luz, en que parece que
todo el mundo empieza a ver claro y se va a sublevar contra las
coordenadas de un confort cuadriculado y teledirigido, mediocre y rutinario,
pero en seguida sale la dama sudamericana, exiliada de alguna república
socialista, diciendo que el montacargas está sucio y que el ascensor del
servicio debe ser utilizado siempre por las criadas, pues hay criadas que
suben al novio por el ascensor de los señores, y eso sí que no. Se acaba la
magia, la trascendencia, el verbo, y volvemos a los problemas vecinales y a
la lucha de clases al revés.
En las juntas de vecinos se ve las ganas que tiene el país de despertar y
lo difícil que es el que el país despierte. Siempre nos preocupan más los
amantes de la progre del ático que las especulaciones de la inmobiliaria y
los parterres del Ayuntamiento. Nuestra moral sigue siendo sexual más que
social. Me parece que no vuelvo a la junta de vecinos.
La castañera

Hay en Madrid, en este mes de noviembre, como un renacimiento de la


castañera, una vuelta de las castañas locas de nuestra juventud, y si el
Ayuntamiento ha decidido que no se vuelvan a vender melones en la vía
pública, parece sentirse más sentimental, en cambio, con respecto de la
castañera, quizá porque el Ayuntamiento de Madrid siempre necesita de
alguien que le saque las castañas del fuego.
Si la melonera es la musa estival de Madrid, la sirena campestre de
Villaconejos, la castañera es un poco la abuela de todos los novios
invernales sin dinero para ir al cine. Los puestos de melones iban siendo las
únicas y últimas zonas verdes que le quedaban a la ciudad, porque el
Ayuntamiento le tiene manía a lo verde, como el Ministerio de Información
y Turismo. Los puestos de castañas, tenderete humeante y oloroso,
ferrocarril breve de barrio, locomotora varada en la vía muerta del invierno,
resisten año tras año la nueva urbanización, la especulación del suelo y el
marketing. Cada año vale más el metro cuadrado de asfalto donde se pone
la castañera, y en el espacio que ella ocupa con sus castañas podría
desenvolverse tan ricamente una familia con tres niños, en un apartamentito
con polibán. De modo que cualquier día se prohibirá por bando municipal la
industria de la castañera, como se ha prohibido la de la melonera.
Meloneras y castañeras son, o eran, como las samaritanas caritativas en la
hostilidad de Madrid, pero alguien está pensando que si no entramos en el
Mercado Común es por culpa de estos últimos resabios del casticismo
nacional. Y se las va a cargar.
La castañera todavía hace sus cucuruchos con hojas de periódico, de
modo que por un duro nos llevamos una docena mal contada de castañas y
un artículo de fondo sobre la nocividad de las asociaciones políticas, o un
soneto de Jaime Capmany, o un editorial sobre el nuevo hallazgo político
del país: las tendencias.
En tiempo de castañas, los editorialistas, los políticos y los opinantes en
general debieran tener más cuidado con lo que dicen, o no decir nada,
porque sus artículos, editoriales y discursos y declaraciones nos los
encontramos luego envolviendo el duro de castañas, con olor a calentitas
que ahora queman, recalentada la tipografía, y claro, no nos creemos nada
de lo que dicen.
Así, a mí se me ha dado el caso de publicar un artículo lleno de
contenido, intenciones ideológicas y metáforas modernistas, por el que todo
el mundo me felicita de mañana, y que a la noche recupero en forma de
cucurucho, cuando le compro las castañas a mi novia. De modo que me
vengo abajo. El gran ideólogo que lanza su idea sobre las tendencias, las
asociaciones, las ideologías y otros crepuscularios, corre el peligro de que
su pensamiento llegue al pueblo, no terso y fresco, prestigiado por una
tipografía reciente, sino arrugado y viejo, tibio de castañas, con lo que la
gente no se lo toma en serio, lo mira por encima y lo echa a la papelera con
la última castaña, que suele salir pocha.
En estos días se ha escrito y hablado mucho sobre tendencias,
asociaciones, integrismo, quietismo, inmovilismo, triunfalismo y todo eso,
pero la doctrina que se le ha impartido al país ha caído en saco roto, en
cucurucho roto, no porque no tuviera valor y contenido, sino porque la
gente la ha recibido entre vaho de castañas, entre cortinas de humo de la
castañera, muy desprestigiada. Los sonetistas políticos y los teóricos
periodísticos están gastando lamentablemente sus fuerzas, sus ideas y su
talento en convencer al país de que las asociaciones son malas y las
tendencias buenas, de que el Mercado Común es nefando y Nixon es
apolíneo, porque el país, en época de castañas, no compra el periódico en el
quiosco, sino en la castañera.
Al menos esto es lo que ocurre en Madrid, ciudad muy comedora de
castañas. Habitualmente, el alimento intelectual que nos suministra el
quiosco no lo tomamos muy en serio en esta ciudad alegre y desconfiada,
pero el que nos suministra la castañera es ya puro cachondeo.
¿De qué vale que las plumas responsables de la prensa nacional
afilemos nuestras ideas, maticemos nuestros conceptos y expliquemos a la
nación que asociación es mejor que partido, tendencia mejor que asociación
y vaga afinidad lírica mejor que tendencia? No vale de nada, porque la
gente que no lee periódicos —que es una gran mayoría— sólo lee el
artículo que le ha entrado en la hoja del cucurucho de las castañas, y lo que
se dice allí ni siquiera sabe si es de este año o de un periódico atrasado.
Bien es cierto que el estilo y las ideas de algunos editorialistas inducen al
error cronológico; pero, sea como fuere, el artículo de fondo que antes
pasaba del ideólogo al quiosquero y del quiosquero al lector, ahora pasa
primero por las manos con sabañones de la castañera y se convierte en un
cuerno de la abundancia en el que no abundan ni las castañas ni las ideas,
en un cucurucho sin ninguna autoridad ideológica.
Claro que cabe la posibilidad de que las castañas estén contaminadas de
letra impresa y que con ellas nos traguemos la nueva doctrina política,
ideológica, literaria, asociacionista o antiasociacionista. Por si acaso, vale
más no comprar castañas y convidar a la novia a chicle, que es más erótico.
La castañera, pues, se ha convertido en un nuevo e insospechado agente
político, en este politizado Madrid, y cuando usted va a por un duro de
pensamiento centrista o ultra, tendencista o integrista. Está comprobado
estadísticamente por los comedores de castañas que en cada docena de
calentitas salen cinco pochas. ¿Cuántas ideas pochas, viejas, crudas,
quemadas o con gusano salen en cada cucurucho de periódico?
Las cocineras

Las cocineras, las viejas cocineras del barrio de Salamanca, se han ido para
siempre y la gente busca cocinera y pone anuncios y pregunta a las
amistades. Quizás un día, pagándola bien, encontremos cocinera, pero
aquellas que aprendieron nuestros nombres, ésas —¡ay!— no volverán.
Eran aquellas mujeres entradas en años, solteras o viudas, todavía
digeribles para los pellizcos del portero o del ujier. Eran como la Francisca
proustiana, y llevaban toda la vida en esas casas de Serrano y Velázquez,
haciéndole paellas y callos a la madrileña a la alta burguesía, y salían los
domingos por la tarde, como monjas de paisano, a sentarse en los bancos de
la calle, o se llegaban hasta el Retiro y allí se encontraban con otras
cocineras y hablaban de sus cocinas, de sus señoritos, de lo glotones o lo
desganados que eran.
¿A dónde han ido las viejas cocineras? Se dice que están de posaderas
bávaras en Alemania, de respetuosas gordas en los films de Fellini, de
cocineras de las cenas políticas. Lo que más y mejor sustentaba a la
burguesía madrileña eran las comidas y las cenas que hacían aquellas
cocineras, de modo que toda la tremenda seguridad de clase que ha
permitido a esta gente soportar una República, meterse en una guerra e
incluso ganarla, tenía por cimiento una habas con chorizo, unos patos a la
naranja, unas fuentes de natillas que sustentaban desde el horno de la cocina
toda la metafísica dominical de las familias.
Ahora, todo eso empieza a disgregarse, los hijos salen hippies o
drogadictos, las hijas salen azafatas, mamá se envicia con la canasta y papá
con los vuelos chárter, y toda esta caída del imperio burgués no tiene otro
secreto sino el desmoronamiento gastronómico de las familias, la huida de
las cocineras. En casa ya no se come igual que se comía, de modo que se
encuentra usted en California 47 y en los restaurantes del barrio a las
famosas cien familias que se han quedado sin cocinera y vienen a mendigar
un plato combinado.
El día en que la primera cocinera pidió la cuenta y dijo que se iba a
hacer strip-tease a Munich, la señora de la casa la despachó con viento
fresco del Guadarrama y pensó que otra vendría. Y vino otra, pero al poco
tiempo se despidió asimismo para irse de vendimiadora a Francia, y la
señora empezó a alarmarse y las úlceras duodenales de la familia
empezaron a no funcionar como es debido con aquellos cambios de dieta.
Hay cocineras que se fueron a trabajar de travestis a Amsterdam, y otras
están con su madre en una residencia para ancianos, pero la mayoría de
ellas han desaparecido sin que se sepa cómo ni por dónde, porque lo más
alarmante de todo es que no surgen nuevas generaciones de cocineras, que
las mujeres del pueblo le están perdiendo la afición a la cocina, y que
cuando una mujerona de aquéllas se queda viuda o soltera, en lugar de
venirse del pueblo con todas sus recetas caseras, para engordar señoritos, se
va a la Costa del Sol a trabajarse la barbacoa.
La gente bien ya no come como comía. La gente bien come de cualquier
manera, hoy, y los maridos han inventado eso de las cenas políticas para
que no los despachen en casa con un huevo pasado por agua. Los hijos, por
su parte, se van a “Virgo” y otros restaurantes in a meterse un crepé
contracultural, y es la santa esposa, como siempre, la santa madre, la más
sacrificada y la que tiene que bajar a la cafetería, con otras santas esposas, a
comerse unas tortitas de nata. Comprenderán ustedes que con este cisma
gastronómico no hay familia que aguante. Familia que come unida
permanece unida, pero la unidad de las familias no estaba en los santos
principios, en los valores inalienables ni siquiera en la herencia, sino en la
cocinera, y como la cocinera se ha ido a freír espárragos al Mercado
Común, toda la familia se ha desanudado, se ha quedado sin broche y se
dispersa a merced de las influencias francomasónicas que nos acechan.
La reserva espiritual y la defensa de los valores estaba en la cocina. Así
como los gobiernos tienen su artillería para garantizar las leyes, las familias
tenían su cocinera y su batería de cocina para asegurar la continuidad
dinástica de la fábrica, la gerencia y la finca.
Paseamos en las tardes de los domingos por las calles elegantes y
melancólicas del barrio de Salamanca y ya no vemos salir de los regios
portales a las antiguas y fornidas cocineras. Sólo pasean primeras doncellas
de minifalda contestataria y viejas señoritas de compañía, casi siempre
parientes pobres de la familia. Las minifalderas están ya del otro lado de las
barricadas sociales y no se puede contar con ellas. Las señoritas de
compañía están demasiado viejas y febles como para ser el baluarte de la
civilización burguesa. Las cocineras, las legendarias y monolíticas
cocineras eran la piedra fundamental de toda familia bien, pero se han ido
para siempre y no vienen nuevas cocineras de los pueblos de la provincia,
de La Mancha, de la Alcarria. Lo único que viene ahora del pueblo es un
paleto con una quiniela de catorce o una vieja a cobrar el giro de Alemania.
Nosotros, en nuestros años de vino y rosas literarias, todavía
alcanzamos algunas cocineras ecuménicas, por Rosales, por Argüelles, por
Ayala, que nos daban buenos bocadillos de ternera y se dejaban arrimar tela
marinera. Gracias a ellas triunfamos en la vida, gracias a ellas no se perdió
una gloria literaria: el Espasa. Había algún capa, algún maletilla de éxito,
algún novillero, dios de un día de toros, que vivió de las cocineras donosas,
asimismo. Hoy, los toros y las letras están en decadencia, porque ya no hay
cocineras que cantar. La crisis de la familia, tan debatida, no es espiritual,
moral ni económica. Es una crisis de cocineras.
Las medias de colores

Las mujeres lucharon mucho por liberar sus piernas, por llevarlas desnudas,
y ahora que lo han conseguido prefieren tapárselas con la maxifalda, las
botas altas, las medias tupidas o los abrigos largos. Hacen bien. De lo que
se trataba era de conseguir un derecho. Una vez conseguido, cada una hace
de su capa un sayo y de sus piernas un enigma.
Lo último, en Madrid, son las medias de colores, pero no de iguales
colores para ambas piernas, que eso ya está camp, sino de un color para
cada pierna. Algo de eso habíamos visto en los tapices renacentistas, entre
cortesanos y pajes, pero la mujer madrileña nos desconcierta ahora
poniéndose una media verde y otra roja, una amarilla y otra azul. Espero
que eviten componer banderas nacionales con sus piernas, pues todavía
somos muy respetuosos de las banderas y nos daría cierto reparo entrarle a
una moza ataviada de enseña helvética, por ejemplo.
Está llegando a Madrid el lenguaje de las medias. Superado el lenguaje
de las flores, que era una cosa de doña Rosita la soltera (hoy la mujer
emancipada no entiende los problemas de la soltería), y superado asimismo
el lenguaje del abanico, gracias al aire acondicionado, la mujer ha tenido
que recurrir al lenguaje de las medias, pues las hembras no renuncian nunca
a los idiomas eróticos convencionales, a los códigos del sexo, a las claves
del galanteo, ya que largos siglos de actividad predatoria masculina las han
educado en las artes de la complicación como única defensa frente a tan
viril agresor.
Mientras las jóvenes progre van de pantalón de pana, fuman celtas y
hablan en corto y por directo de sus urgencias fisiológicas, como debe ser,
las dulces pájaras de juventud burguesa siguen inventándose códigos
galantes, por aquello de que el mensaje es el medio, que dijo el señor
McLuhan, y que está haciendo tanto daño.
El mensaje erótico es el medio que lo transmite. El mensaje de la
señorita de Serrano es éste: “Samuel, que a ver si ingresas en la Escuela
Especial y nos casamos en los Jerónimos, que estoy que ardo”. Y el medio
de transmitir este mensaje son unas medias rojas y altas, unas piernas largas
de paje femenino. Efectivamente, el mensaje se identifica aquí con el medio
de manera perfecta y comprendemos a los profetas canadienses de los mass-
media mejor que nunca.
El nuevo lenguaje de las medias consiste en lo siguiente: Si una señorita
las lleva bajas, por debajo de la rodilla, es que está deprimida y más vale
dejarla en paz. Si las lleva altas, por encima de la rodilla, sin llegar al borde
de la minifalda, es que está agresiva, pidiendo pelea, dispuesta a todo,
incluso a pasar por la calle de la Pasa, que es por donde dicen los castizos
que pasa la que se casa. Por lo demás, el lenguaje de los colores es obvio y
está claro desde los venecianos a Rimbaud. Medias rojas, mujer ardiente.
Medias amarillas, niña Telva. Medias verde billar, papá aperturista. Medias
azul marino, papá notario. Medias negras, padres separados, familia en
bancarrota y ligue seguro.
Efectivamente, en otro tiempo, antes de que se inventase el lenguaje de
las medias, la señora que las llevaba un poco flojas y caídas iba mal por la
vida, era un tanto destrozona, el marido la tenía abandonada y no le daba el
jornal. Pero lo que introduce la novedad desconcertante en todo esto es el
par de medias de distinto color para cada pierna, el leotardo bicolor. El
llevar una pierna rosa y otra morada hace a la muchacha un poco coja, le da
una cojera cromática a la que no acabamos de acostumbrarnos, y es como si
tuviera una patita poliomielítica, aunque la chica esté bien de pantorrillas.
Contrasta esta algarabía de las medias impares, que nos ha traído el
invierno, con la sobriedad de las que van de pana y contestación, de suéter y
Wilhelm Reich, de gris, marrón y Cuadernos para el diálogo. Hay una
liberación de la mujer que es trabajosa, lenta, histórica, profunda, difícil,
concienzuda, y hay otra liberación de boutique que consiste en cambiarse
de color continuamente, revolver mucho en la tienda y echar las patitas
azules y amarillas por alto.
La libertad indumentaria esconde casi siempre una represión interior.
Echamos la casa de colores por la ventana de los grandes almacenes cuando
no estamos muy en claro con nosotros mismos. Todavía no he visto a
ninguna madrileña gentil que se haya puesto las medias de color morado
republicano, pero cualquier día puede ocurrir. Todo iría bien si esta
revolución de los colores respondiese a una revolución interior, pero el
leotardo bicolor tiene para nosotros el mismo sentido que las corbatas
agresivas del ejecutivo o sus slips azules. Se trata de una historia de pavos
reales. La naturaleza ha conseguido en el pavo real el pájaro de más bellos
colores, pero también el que peor vuela. Estas muchachas con cada pierna
de un color y cada manga de una tonalidad, a la hora de volar son más bien
gallináceas y cortitas, porque no han leído a Eva Figes y siguen pensando
que lo seguro es lo seguro y que la perfecta casada, la pierna quebrada,
aunque vestida de leotardo bicolor.
Las medias de colores, cuando menos, alegran el invierno brumoso y
polucionado de Madrid, lucen vivamente en los días de sol y nos fingen una
multitud de cojas con una sola pierna azul, verde, morada, lila, violeta,
malva, roja, fucsia, cadmio, amarilla, ámbar. Pero el nuevo lenguaje de las
medias viene a decirnos lo de siempre: que ella quiere casarse. Las otras, las
que tienen muchas más cosas que decir, generalmente no usan medias.
Las melancólicas

Efectivamente, en Santiago de Compostela se pasó por error una copia de la


película Las melancólicas que iba destinada al mercado exterior y, por
tanto, contenía unas escenas de desnudismo y erotismo rodadas
expresamente para los ateos de por ahí fuera. Así, Santiago de Compostela,
ciudad de peregrinos, ha conocido una peregrinación insólita. La
peregrinación de toda Galicia —gentes de La Coruña y de El Ferrol, etc.—
que iban al cine Yago, de la capital compostelana, a ver Las melancólicas.
Un estudiante santiagués me cuenta que el público lo veía todo en silencio,
sin comentarios, y que no hubo ningún incidente ni se registraron
violaciones de acomodadoras en dos semanas de proyección. Lo que quiere
decir que a lo mejor estamos más preparados para la vida política de lo que
se piensa, porque meter en Santiago de Compostela, ciudad medieval y
lluviosa, unas escenas de lesbianismo en crudo, tras siglos de botafumeiro,
es una experiencia sociológica realmente fuerte, una vacuna con dosis de
caballo. Pero el caballo —cual si se tratase del de Santiago— ha aguantado
muy bien.
Todo se debe a un error, efectivamente, pero la experiencia se ha
producido y la ciencia es irreversible. Queramos o no, ha quedado claro que
el español, aunque sea gallego, no muerde a la espectadora de al lado por el
solo hecho de que en la pantalla anden a mordiscos eróticos. Después del
jaleo, se han producido en la prensa madrileña comentarios y encuestas
sobre el caso, y el público en general se ha enterado, por fin, de algo que
algunas gentes ya sabíamos de siempre: que nuestro cine fabrica erotismo
para la exportación, que en el Mercado Común, si bien encuentran agrias
nuestras naranjas, no encuentran tan agrias las naranjas adolescentes del
erotismo, y que los films nacionales tienen dos caras: una tradicional y
pudenda para el interior, otra desaforada y laica para el exterior.
En general se ha condenado lo de la doble versión como una hipocresía
impuesta por la censura, como un negocio, un exceso, etcétera. Nosotros
creemos que la doble versión responde a una norma general de la vida
española, que también es de doble versión, pues casi todo el mundo suele
tener dos caras, dos vidas, dos empleos, dos cargos y dos santas esposas.
Por una parte, abrimos relaciones diplomáticas y comerciales con el Este.
Por otra lanzamos una revista como la recentísima Cruz Ibérica, aparecida
ahora en Madrid, que confiesa inspirarse en Fernando el Santo y nos
recuerda las dos grandes misiones de España en el mundo: la religión y la
guerra.
El hombre unidimensional español es forzosamente el hombre de las
dos caras, el extraño caso del doctor Jekyll. En la oficina vemos la política
nacional de una forma y en el café la vemos de otra. Todos funcionamos en
doble versión, y no sólo nuestras pudendas actrices, que se han pasado
largos años con la mantilla de Semana Santa, y a las que luego hemos visto
en cines del extranjero, en películas eróticas de mucho éxito. La doble
versión del cine preserva a los españoles de los pecados de la carne y
expulsa hacia el exterior una pornografía que a los laicos de por ahí no les
hace daño, pues como van a condenarse de todas maneras, un muslo
español no les añade peso en la conciencia.
El cine es reflejo de la vida, y mientras haya dos Españas debe haber
dos versiones de las películas, del mismo modo que Goya pintó dos majas,
desnuda una, vestida la otra, una para la exportación y otra para el consumo
interior, una para el marqués de Lozoya y otra para Moreno Galván, una
para los republicanos y otra para los conservadores. Asimismo, hay un
Quevedo en doble versión: hay el Quevedo ortodoxo, ejemplar,
sermoneador, y hay el Quevedo secreto, denunciador, el de “hallarlo limpio
y encajarlo justo”. Todo gran artista español ha funcionado en doble
versión; Lope hizo versos humanos, demasiado humanos, y versos divinos,
porque de hecho hay dos Españas y el artista aspira a quedar bien con las
dos.
La doble versión cinematográfica, antes que un negocio, es una imagen
liberal de España que se le presenta al mundo, muy conveniente a la hora de
firmar protocolos comerciales. Por ahí fuera no saben que nosotros no
vemos lo que hemos fabricado para ellos. Del mismo modo que las mejores
naranjas se van a Alemania, mientras aquí las comemos estoposas, las
mejores escenas de nuestras películas se van también a centroeuropa, la
pulpa se les reserva a los mercados exteriores, y aquí consumimos la
cáscara, las pieles y los titos.
La pulpa de Las melancólicas es una escena de lesbianismo en un baño,
escena que parece haberse hecho imprescindible en todo film de
vanguardia, y que todos hemos presenciado en París, Londres, Munich.
Como en España no se conoce esa modalidad sentimental, ni siquiera
jurídicamente, como nuestra moral ignora tal cosa, no tiene sentido pasar
aquí esas escenas, que al público nacional no le dicen nada y pueden alargar
innecesaria y tediosamente la duración del film. “España exporta calidad”
es un lema que hemos explotado mucho en el país. No sabíamos bien por
qué iba la cosa, pues la calidad no es nuestro fuerte, como lo prueba el que
tenga que existir una oficina de control de la calidad, y un Indime para
investigar la adulteración de los alimentos. La calidad que exporta España,
según el slogan, debe referirse a la calidad de la carnecita de las nenas, que
debe ser ternera de primera clase.
Lo de Las melancólicas en Santiago no es sino una anécdota más en el
repertorio de la adulteración de los alimentos. En la botella de leche le sale
a usted un limaco, en la lata de calamares le sale un pulpo, en el aceite le
sale grasa animal y en las películas le sale una señorita en cueros, una
salamandra erótica. Afortunadamente, nuestra industria cinematográfica
reserva el cine adulterado para la exportación y surte a España de cine
controlado, depurado, pasteurizado. Casi todo el cine nacional se hace en
Madrid y Madrid se ha inventado lo de la doble versión para tener algo que
vender al mundo. Ahora que se habla de nacionalizar el cine en España, por
crisis de la industria privada, es de esperar que el fraude pornográfico de
Santiago no vuelva a repetirse.
¿Somos europeos?

España, vista desde Bruselas, es el tema de una serie de artículos que está
haciendo Antonio Fontán en Blanco y Negro. El señor Fontán fue el último
director de Madrid y, por lo que vemos, debe estar viviendo en Bruselas el
exilio voluntario y meditativo de tantos políticos españoles. Unos se van a
Bruselas y otros se van a Hong-Kong, como el señor Cruylles. Depende de
la capacidad económica y la curiosidad por las geishas que tenga cada uno.
El señor Cruylles, que a lo mejor, antes de ser subsecretario de
Gobernación, había leído a Vicky Baum, Pearl S. Buck, Somerset
Maugham y Pierre Benoit, lecturas obligadas de los años cuarenta en
España, porque otros autores no pasaban, tenía el trauma imaginativo de
Hong-Kong, y en cuanto le dieron el cese escribió su articulito y se fue,
libre al fin, a vivir la aventura de las lunas amarillas y el agua de arroz. El
señor Fontán, de textura ascética más ortodoxa, según tenemos entendido, a
lo mejor se tiene prohibidas las geishas y por eso se ha ido a Bruselas,
donde no se ha visto nunca una geisha, y donde la mujer más guapa de
Bélgica, Paola de Lieja, resulta poco asequible para españoles melancólicos
y semiexiliados. Antonio Fontán, catedrático y periodista prestigioso, se
plantea con claridad el tema de la integración española en la Comunidad
Económica Europea. “La Comunidad —escribe Fontán— es un hecho, y un
hecho político, que condiciona el futuro de la Europa occidental, no sólo en
el orden económico, sino en el social, en el profesional, en el cultural y en
el humano”. De su prosa se deduce que lo que no hay en Bruselas es
hostilidad hacia España, ni siquiera entre aquellos cuyas actitudes están más
condicionadas por factores emocionales y políticos. Contra lo que diga el
señor Fontán, a nosotros nadie nos quita de la cabeza que los belgas nos
tienen ojeriza por razones históricas y porque más de una bruja (ciudadana
de Brujas, no chiva emisaria de la Inquisición) se llevaron al río los
flamantes capitanes de nuestros tercios.
El señor Fontán no tiene suficientemente en cuenta las razones del sexo
e ignora que el resentimiento de Bélgica, de Bruselas y de la Comunidad
Económica contra España es un resentimiento del corazón, un recuerdo
imborrable del paso adúltero de nuestro ejército imperial por aquellos
países. El señor Fontán parece atribuirlo todo a razones sociales, culturales,
políticas, ideológicas. Si otro instrumento tirase de los sentidos mejores del
señor Fontán, éste se habría ido exiliado a Hong-Kong, que es ciudad
exótica y placentera, como hacen otros, pero quizá sus personales ascesis le
han impuesto la lluviosa Bruselas, y allí se ha dedicado a especular sobre si
somos o no somos europeos, cuando está claro que lo que somos es muy
machos.
Dice el señor Fontán que para la mentalidad común de los europeos
comunitarios y para sus respectivas idiosincrasias, España es un enigma. Y
a mucha honra y por mucho tiempo, decimos nosotros, pues nuestro sentido
en la historia es ser diferentes, y eso es lo que aportamos al concierto de los
pueblos. Si España es un enigma para los belgas, que se den una pasada por
aquí en agosto, a ser posible por Torremolinos, y nuestros latín lovers
podrán repetir el encuentro erótico-militar de pasados siglos, pero jugando
ahora en campo propio, pues ya les ganamos el partido antaño y les
metimos muchos goles sentimentales jugando en terreno contrario. Eso es
lo que no nos perdonan y por eso no entramos en el Mercado Común. Lo
demás son paparruchas.
Bruselas aguarda, se interroga, no tiene prisa. España tiene la palabra.
Ésta viene a ser la conclusión del señor Fontán. Pues por nosotros pueden
esperar sentados.
El señor Fontán, que tenía un periódico y lo perdió, quiere darnos ahora
la versión truculenta de que en Bruselas no nos quieren por razones
políticas o algo así, pero lo que temen de verdad es que entremos en la CEE
y volvamos a las andadas y nuestros naranjeros, so capa de ir a asentar
naranjas a Europa, le asienten las carnes a la moza de allá como se las
asentaron antaño.
Un prejuicio sexual, un temor oscuro, freudiano, es lo que nos rechaza
en el alma de Europa, y el querer tergiversar esto aduciendo engaños
ideológicos o de otro tipo son ganas de politizarlo todo. El señor Fontán se
reduce a la política como Marx se reducía a la economía y Freud al sexo.
Pero las razones del hombre son siempre variadas, complejas,
interdependientes, y los españoles no le resultaríamos tan totalitarios al
mundo si no fuésemos al mismo tiempo tan buenos garañones. El Mercado
Común, en lugar de tener su sede en Bruselas, donde hicimos estragos con
la punta de la espada y la punta del corazón, debiera tenerla en Helsinki, por
ejemplo, donde nunca nos comimos una rosca por la cosa del frío, y verían
ustedes cómo en Helsinki sí que nos admitían. La prueba de que la afrenta
sexual está vigente en el alma de Europa es que todos los años vienen miles
de europeos a devolvernos la pelota y arrasan el mercado sentimental
español como nosotros arrasamos el europeo hace siglos. La señorita belga,
holandesa, que viene a Benidorm en la segunda quincena de julio para
llevarse por delante un pescador benidormí, no está haciendo sino devolver
la afrenta que le hicimos a su bisabuela, responder con el ojo por ojo, diente
por diente y amor por amor, lavar el baldón y poner las cosas en su sitio.
No es a España a quien no quieren en el Mercado Común. Es a Don
Juan. Temen que todos los españoles somos capitanes de los Tercios de
Flandes (y no andan descaminados). Lo demás, señor Fontán, son
elucubraciones resentidas de exiliados sentimentales. Váyase usted a
Hong-Kong con el señor Cruylles, viva una noche de geishas y farolillos y
verá las cosas de otra forma.
Televisión y república

España, que es país de centenarios, ejerce en la actualidad tres clases de


conmemoraciones, a saber: el centenario triunfalista, el centenario
coyuntural y el contracentenario. Centenario triunfalista llamamos al que
viene a favor de la corriente (Cánovas, Lepanto, Numancia) y se celebra por
todo lo alto, pues nos corrobora que estamos en lo cierto.
Centenario coyuntural u operación-muerto llamaríamos a aquel que
consiste en darle color al difunto y apropiarse un muerto que no nos
perteneció ideológicamente en vida, como ha sido el caso de Unamuno y, el
año pasado, de Baroja, a quien se le despojó de su boina ácrata, que tanto le
abrigaba, para ponerle una aureola de santo. Finalmente, el contracentenario
es aquel que se celebra para recordarnos lo nefasto de una fecha o un
nombre. Así, lo que está pasando ahora mismo con el centenario de la
Primera República Española, que se maneja en toda la prensa nacional, y
casi siempre para decirnos que aquello fue un error, una catástrofe y un
cachondeo, como si en la historia de España no abundasen los errores, las
catástrofes y los cachondeos de todo signo. Pero, al fin y al cabo, la primera
República está ya muy lejos y es agua republicana pasada que no mueve los
molinos de la polémica. Lo malo es lo otro, lo de la segunda República, que
ahora ha exhumado Televisión Española en su programa “España siglo XX”.
La historia del siglo XX español, para Televisión española, empieza más
o menos en los años cincuenta, que es cuando los primeros receptores
comienzan a funcionar, como cines temblorosos, y se instalan en los sótanos
de los cafés los llamados “salones de televisión”, adonde iban las parejas de
novios y los ligues a ver un No-Do movedizo, películas viejas de Cifesa, y a
darse el lote o filete. Pero, rompiendo estos límites históricos, la tele, que
nunca se remontaba más allá de los felices cincuenta, cuando se
inauguraron los grandes pantanos y vino míster Marshall, lento, pero
seguro, nos ofrece ahora una historia de todo el siglo, y al llegar al capítulo
trágico de la proclamación de la Segunda República, el 14 de abril de 1931,
ha presentado aquello a toda galleta.
Parece que en algunos círculos ha molestado este despliegue, y con
razón, pues Televisión se ha equivocado al presentar la proclamación de la
República mediante la óptica republicana, es decir, con películas, fotos y
documentos de entonces, y que, naturalmente, eran parciales e iban a favor.
Seguramente, a los operadores y montadores del programa les ha
desbordado el material que utilizaban, les ha podido, y la fuerza de las
imágenes, el júbilo en la Puerta del Sol y todo eso han sido más elocuentes
que tantos discursos antirrepublicanos, pues ya dice McLuhan —que no es
sospechoso de nada— eso de que una imagen vale más que mil palabras.
Una imagen republicana, en este caso, ha valido más que mil palabras
televisivas, y así es como las nuevas generaciones de telespectadores se han
enterado de que la gente lo pasó republicanamente bien el 14 de abril de
1931, que ya ha llovido.
No hace mucho tiempo comentábamos aquí el desliz de Santiago de
Compostela, donde se proyectó una película española con escenas eróticas
filmadas para el extranjero. Después de la pornografía cinematográfica, se
nos desliza ahora la pornografía republicana, y no sé qué es peor, si verle la
carnecita a una extra de cine o verle los pechos escandalosos a la matrona
simbólica de la República.
Estos repetidos deslices en los mass-media españoles, tan controlados,
empiezan a ser alarmantes, y se suman a la noticia reciente de que en
Estados Unidos se dio por televisión una película erótica que los operadores
estaban proyectando en privado y por descuido salió al aire. Quiere decirse
que ha comenzado la revolución de las máquinas, la rebelión de los robots,
la subversión de la informática, tan anunciada por los futurólogos. La
técnica comienza a devorarlos, se rebela y hace su santa voluntad. Las
máquinas son inocentes y, como los niños y los borrachos, dicen la verdad.
Un científico americano le sometió a un robot todos sus datos
personales y sexuales para que le indicase quién era la mujer con quien
debía haberse casado, pues estaba seguro de haber elegido mal en la vida, y
el robot volvió a darle la ficha de su propia esposa. Quiere decirse que las
máquinas son insobornables. Hemos podido transferirles nuestra memoria,
pero no nuestra conveniencia. El cine, la fotografía, la televisión nos han
dado ahora una versión del 14 de abril que no era la que nos habíamos
formado en la cabeza después de tantos años. La máquina, que no tiene
prejuicios políticos, cuenta lo que vio, repite lo que le dan. Hay un
fundamental infantilismo en los mass-media, cine y televisión, que no viene
de la puerilidad de los guionistas y programadores, como se cree, sino de la
puerilidad de la técnica, que es repetitiva, mecánica, directa, contumaz e
inocente.
Lo que había que haber hecho era enviar a Miguel de la Quadra
Salcedo, por el túnel del tiempo, a hacernos un reportaje del 14 de abril en
la Puerta del Sol con mentalidad de Prado del Rey. O haber encargado a
algún realizador de “Estudio 1” de montar una retrospectiva republicana
con extras de las cafeterías de la Gran Vía, planos de público del Bernabéu
y Emma Cohen en el papel de la Pasionaria o de Margarita Nelken.
Yo creo que, en todo caso, Televisión Española no debiera meterse en
camisa republicana de once varas ni acudir a entierros de la sardina
democrática en que nadie le ha dado vela. Cuidado con los mass-media, que
son insobornables y siempre dicen más de lo que conviene. Así, don Cicuta
ha resultado el gran acusica de la ignorancia nacional y adopta los trenos de
don Francisco Giner de los Ríos, o cualquier otro profesor de la Institución
Libre de Enseñanza (a los que imita en la levita y la barba) para clamar
contra el analfabetismo del país, que no sabe cuáles son los principales
afluentes del Ebro. Lo mejor, en “España, siglo XX”, era haberse saltado el
capítulo de la República y haber dado ese día, una vez más, el encuentro
España-Rusia en diferido, con victoria nacional.
La ciudad alegre y desconfiada

Si hasta hace pocos años todo el mundo ponía en Madrid eso que alguien
llamó “la casa de Bernarda Alba”, a base de vigas viejas y candelabros de
pueblo comprados en el Rastro, ahora se nos ha ido de la cabeza la emoción
rústica y las tiendas de muebles funcionales en estilos nórdicos están
vendiendo como nunca. Ya no queremos ser radicales y vetustos, sino
europeos y refrigerados.
Si usted alquila un apartamento amueblado, tendrá que vivir entre
moquetas de hace cinco años, entre maderas antiguas de una antigüedad
falsa, pero si usted llama al decorador para que le decore el piso nuevo, ya
no le va a traer ruedas de carro y ristras de ajos, que era lo fino hasta hace
poco tiempo, sino que le llenará la casa de muebles blancos, sillones como
elefantes destripados y alfombras como jeroglíficos egipcios. Ahora hay en
la ciudad una elegante exposición de trofeos de caza que se ha montado con
la ayuda de los cazadores ilustres de Madrid, entre los que hay marqueses y
banqueros, pero lo cierto es que las cabezas de ciervo disecado ya no se
llevan en la decoración. Ahora se lleva el nuevo realismo social, que es una
pintura inquietante y política, como la que le han premiado a Canogar en
Sao Paulo. A la gente que vive en el seno dulce y caliente del capitalismo
tecnocrático le gusta rodearse de pinturas torturadas y acusaciones sociales
en tres dimensiones.
Madrid está triste por los fracasos futbolísticos de los últimos tiempos,
pero en el barrio de la Concepción hay un estadio modesto donde se están
gestando ya los arietes del mañana, y los vecinos de ese populoso barrio no
participan del escepticismo general, sino que están viendo crecer ante sus
ojos una España futbolística de catorce años. Al madrileño
futbolísticamente deprimido se le lleva allí en un largo viaje hacia la
esperanza y, después de ver a los chicos del patadón gratuito, vuelve más
aliviado a sus pluriempleos. Decía la retórica modernista de don Jacinto
Benavente: “En el ocaso de la vida, cuando se aquietan las pasiones, surge a
veces una segunda floración del amor, como rosas de otoño, un poco
melancólicas, que todavía pueden perfumar una existencia”. Pues bien, he
aquí que entre la bruma de la polución madrileña alumbran en este
noviembre unas rosas de otoño, en algunos parques, devolviéndonos la
esperanza benaventiana en la retórica, en el ocaso, en el modernismo y en el
premio Nobel.
“La isla verde de Chamartín”, como dice la publicidad, es uno de los
pocos sitios donde todavía pueden encontrarse rosas de otoño y futbolistas
de barrio para futuras Copas de Europa. El Palacio de Oriente se está
poblando de estatuas regias y las Cortes funcionan ya como una maquinaria
bien engrasada, que diría el cronista de los pasillos políticos, ese hombre
que tan mal lo pasa en nuestros periódicos para no caer en los funestos
errores de independencia de juicio que hicieron de antiguos periodistas —
Azorín, Fernández Flórez— unos observadores parlamentarios inolvidables
y cáusticos. Blas Piñar dice que se opone a los objetores de conciencia y
Madrid comenta la exclusión de Fraga en las listas oficiales, aunque, como
bien ha dicho un comentarista, “la política no siempre es un cargo”, y a
Fraga Iribarne le han quitado cargos, pero nadie podrá quitarle —nuevo
Garcilaso— el dolorido sentir político.
La ciudad alegre y confiada tiene los jueves su smörgásbord en la Casa
de Suecia y los madrileños piadosos van a Santiago a ganar el jubileo, pero
los anuncios por palabras piden “señoritas para degustación” y los
ejecutivos se compran slips amarillos, rojos y azules, pues parece que el
gris uniforme que impone el establishment estalla por dentro en mil colores
locos. La represión de los colores es como las represiones de la carne, algo
que luego explota interiormente, de modo que los tecnócratas madrileños,
obligados a dar ejemplo de sobriedad asexuada en sus empresas financiero-
trascendentes, desaguan luego su natural paganismo interior, madrileño,
mesetario, vistiendo camisetas y slips de delirantes tonalidades. “Blanca por
fuera, rosa por dentro” era la señorita de Jardiel Poncela (un autor camp al
que ahora se conmemora mucho). Blancos por fuera y rosa por dentro son
los ejecutivos de la nueva moral manchesteriana del trabajo, la empresa, la
cibernética, la automación, la informática, la desideologización y el
marketing. Los grandes almacenes, que están en todo, han adivinado en los
señores vestidos de gris un prurito secreto de liberarse cromáticamente de
corbata para adentro. Ana García Martínez, de setenta y tres años, apareció
muerta en su domicilio, y los estafadores profesionales siguen utilizando el
procedimiento del nazareno para llevarse las pesetas de la gente, aunque
otros prefieren el sistema más directo y menos nazareno de atracar
gasolineras (o de exportar telares) y los camiones caen en el socavón como
las moscas en el panal de rica miel, en tanto que los Amigos de la Capa
festejan públicamente su prenda rindiendo culto a un casticismo simplista.
La sobria capa española no casa bien con el slip amarillo, y como quiera
que estamos en la moda de los slips amarillos, los capistas tienen muy poco
que hacer, pues a los ejecutivos no les permite su empresa llevar capa. San
Martín, patrón de los capistas madrileños, era un santo generoso que partía
su prenda con los mendigos; pero las nuevas formas de piedad, en Madrid,
se acogen a santos y patronazgos de tradición menos manirrota. Siguen las
quejas sobre la venta de libros de texto por parte de los colegios, con
desprecio de la industria editorial y librera, y hay una gran fábrica de
muebles tradicionales que liquida sus existencias, pues, como decíamos al
principio, la gente está ahora por el estilo nórdico, la funcionalidad y las
superficies lisas. El florecer de los slips amarillos y de las rosas de otoño en
el smog madrileño se corresponde con el florecer de los colores claros en la
decoración nórdica, ganándole la batalla a la capa española y los muebles
barrocos.
Se habla de Torcuato Luca de Tena para la Academia. Se dice que
Dámaso Alonso quiere filólogos en su casa, mejor que escritores, pero la
Academia tiene un protocolo democrático y saldrá el que haya de salir.
Parece que lo que más urge al castellano es un diccionario técnico y
científico puesto al día. El castellano ha exportado al mundo el término
“liberalismo”, pero sólo el término. Algunos académicos siguen fieles a la
capa, otros la han abandonado en favor de un decidido aggiornamento, pero
no se sabe de ninguno que haya adoptado el slip de colores. El liberalismo
de la Academia es un liberalismo de cintura para arriba.
Gente delgada

Con la nueva temporada se abren en todas las esquinas de la ciudad centros


de adelgazamiento, academias de yoga y de judo, gimnasios, sitios a donde
la señora ociosa y el gerente embarnecido acuden para trabajarse los kilos
periféricos, las langostas, el caviar y las tartas a la crema de un
desarrollismo que les ha cogido por medio y les está inflando como globos.
Flórez Tascón y otros genios de la dietética investigan el metabolismo
ilustre de los importantes para recortarles glucosa y grasas de los grandes
almuerzos y las grandes cenas. El yoga, que lo inventaron los orientales
para ver el absoluto, lo hemos manipulado los madrileños para perder tripa.
Antaño, el síntoma de que las cosas iban bien y de que uno tenía vista
para los negocios eran las carnes abundantes, la cara sonrosada y el aspecto
saludable. Antaño, la gente se enriquecía para engordar. Hoy, el madrileño
de la sociedad de consumo se enriquece para adelgazar. Al comerciante, al
industrial, al hombre de empresa que se presenta en un banco con la tripa
por delante, con el gran vientre como proa, ya nadie le concede créditos: es
sospechoso de que las cosas le van muy mal y no tiene dinero para pagarse
unos de esos carísimos regímenes dietéticos que adelgazan al ejecutivo, al
tecnócrata, al hombre público. La nueva clase es una clase delgada, y el que
consigue llegar a un club de las afueras con diez kilos menos que antes del
verano, con la cara amarillenta y unas ojeras de anemia, no deja de
impresionar a todo el mundo con el privilegio de su delgadez, por lo que la
delgadez supone hoy de cuentas corrientes, de tiempo y dinero libres para
dedicarse a adelgazar. Los pobres marginados, los que no han conseguido
hacer carrera en nada, los dimitidos, los piernas, los equivocados, los que
han caído en desgracia de un grupo ideológico o financiero, andan por ahí
dándose la gran vida, comiendo en restaurantes baratos, llenándose de
sabrosas paellas, ricos potes gallegos, recios cocidos madrileños. Están
gordos y colorados, los pobres, llevan la salud y el optimismo en la cara: no
tienen nada que hacer, son hombres acabados.
La nueva sociedad y la nueva política parecen exigir gente delgada.
Cuando uno de nuestros amigos gordos y confianzudos nos confiesa de
pronto que se ha puesto a régimen, que hace yoga o cosa así, empezamos a
mirarle con recelo, nos echamos a temblar, o bien procuramos intimar aún
más con él y enviarle finos obsequios a su esposa, de vez en cuando. Porque
está claro que ese hombre quiere hacer carrera política o económica,
presentarse a unas elecciones de algo o presidir un banco. Quiere, en fin,
salir en la televisión y en las fotos de Cifra. Ahora se cuida mucho eso de la
imagen pública. Nosotros andábamos entre gente que no tenía imagen
pública, entre gentes de imagen privada, particular, amistosa y un poco
abandonadota. Pero a la vuelta del veraneo nos hemos encontrado con que,
por un lado, se abren cada día nuevos estudios de yoga, y otras austeras
disciplinas, y, por otro, aquellos amigos de la primavera y de toda la vida
“se han hecho un metabolismo” y ya no prueban las cigalas del mediodía ni
el cordero nocturno de las cenas de matrimonios. Nos encontramos, de
pronto, rodeados de gente delgada. Y se trata de una delgadez rara, insólita,
un poco siniestra, diríamos. Las sabatinas cenas de matrimonios, que hemos
tratado ingenuamente de reanudar por nuestra parte, se están quedando en
nada. Los matrimonios salen, y vamos con ellos a sitios caros o baratos,
según la altura del mes, pero la esposa le recuerda continuamente al esposo
que se está cargando el metabolismo, la imagen pública, el posible
nombramiento y el futuro.
Las esposas, por su parte, que siempre eran buenas y alegres comedoras,
hacen mohines, tuercen el hociquito ante el lechazo, sólo prueban pizquitas,
y alguna me ha dejado entrever que sueña con llegar a Mujer Ideal de
España, a Miss Telva, a procurador femenino, como Belén Landáburu, o a
yo no sé qué. Antaño, el que se preparaba para hombre público procuraba
refrescar sus vagas nociones legislativas de los tiempos de la Facultad de
Derecho, leía tratados políticos y económicos, estudiaba la historia de
España, hacía estudios comparativos, en los periódicos, entre los
parlamentos ingleses y alemanes, etc. Finalmente, se fabricaba un programa
social, económico, ideológico o lo que fuere, para triunfar en la prensa, en
el foro, en la política, en la vida. Hoy, el futuro hombre público se hace un
metabolismo, echa unos pulsos de yoga y ya está. A esperar que su nombre
y su foto salgan en el periódico.
Antes, los creadores de riqueza o de ideas tenían un programa. Hoy
tienen un metabolismo. Los pobres siguen soñando con engordar, y si
alguno se enriquece con las quinielas, es la suya una riqueza de pobre, llena
de gambas a la plancha y chorizos entrecocidos. Los ricos, en cambio,
quieren enriquecerse más para irse a adelgazar a Inglaterra, que es donde
dejan a la gente planchada. La industria, el comercio, la economía, el
marketing y la nueva imagen del país exigen gente delgada. El que vive en
Madrid tiene muchas más probabilidades de salir en la tele que el que vive
en Badajoz, de modo que un buen porcentaje de madrileños está empezando
este otoño a cuidar su imagen pública para la tele, pues es sabido que la
fotografía engorda y que para salir esbelto en el telediario hay que estar
seco. Medio Madrid está hoy en día a dieta.
Pero no nos llamemos a engaño. Hay delgados de toda la vida, cuya
delgadez no infunde sospechas, y hay esa otra raza de delgados políticos,
diríamos. Es la misma diferencia que existe entre la flor natural y la flor de
plástico, entre la mantequilla que viene a Madrid desde León y la
mantequilla sintética. Casi no se nota, pero se nota. Los delgados de
siempre, en Madrid, suelen ser organilleros, actores o enfermos del
estómago. Los nuevos delgados, raza sibilina y huidiza, están como
plastificados y se les nota que su delgadez es un arma, un filo con el que
pueden herirnos. Sin duda, han afilado su perfil como quien afila un
estilete: para algo. Nos clavarán o no nos clavarán el estilete, pero de
momento pasean por los cócteles su condición de arma blanca.
Las grandes empresas quieren gente delgada, ejecutivos esbeltos,
tecnócratas translúcidos, gerentes leves, y esto responde a un mimetismo
universal, que no sabemos si la política ha tomado de la iniciativa privada o
viceversa. Frente al que era delgado o gordo por su casa, honradamente,
está hoy la delgadez profesional del que cuida su imagen pública. Madrid,
ciudad de gordos simpáticos y delgados chuletas, se está poblando de una
raza aséptica, enjuta, correctísima e insípida que no sabemos exactamente
lo que se propone. Quizá solamente eso: dar bien en la tele.
A la sombra de las muchachas rojas

En el curso que comienza hay en Madrid varias muchachas de los países del
Este estudiando cosas. Conozco a la muchacha que vino de su país recelosa
y ahora se ha acostumbrado a los cócteles madrileños, y encuentra que vivir
en Madrid no es, necesariamente, “morir en Madrid”. Una editorial
madrileña le encargó unas traducciones de teatro de su país. Pero el
Gobierno del país en cuestión dijo que la muchacha no podía hacer esas
traducciones, y que las iba a hacer un escritor de confianza. Después de un
largo forcejeo, la editorial madrileña ha impuesto su criterio, pero la
muchacha del Este no ha dejado de sufrir por el incidente.
Las chicas rojas se visten bien o se visten mal, según los casos. De cada
cuatro, hay dos que se visten como delicadas burguesas capitalistas,
corrompidas y elegantísimas, y otras dos que no saben, las pobres, lo que se
ponen. No hacen política ni se meten en lo que no les importa, pero Madrid
es una ciudad alegre y confiada que acaba por ganarlas. Ha pasado por aquí
hace muy poco otra muchacha del Este que parecía menos fiel que la
primera a la llamada de su país. No va a pedir asilo político en el corazón de
un español, ni mucho menos, pero vagabundea por Europa sin decidirse a
volver. Me dice que en su país se respeta la religión, pero no se fomenta, y
que si usted pertenece al partido encuentra más facilidades en su carrera que
si no pertenece, naturalmente. Veo a estas muchachas, en general, un poco
fascinadas por la cultura burguesa, por la vieja cultura, pero bastante
impermeables a las luces corruptas del neocapitalismo. Viene un viejo
profesor del Este y trato de entrevistarlo. Una muchacha roja me ruega que
no le haga preguntas indiscretas y, si es posible, que no le haga preguntas.
Otra muchacha roja me dice que debo hacerle cuantas preguntas quiera,
porque en otros sitios se las han hecho y las ha contestado. Así deshojamos
a diario la margarita política, la incógnita de allá, el sí y el no, lo que se
puede y lo que no se puede. Conozco a una muchacha del Este, vestida
como una burguesita española provinciana en día de visita. Lleva gafas
oscuras, graduadas. Encuentro a otra muchacha del Este vestida con un
alegre modelo del verano pasado, sencillo y elegante. No es bella, pero el
sol del Mediterráneo ha dejado en su piel un prestigio estival que la hace
atractiva. Está en una librería y acaba de comprarse un ensayo
estructuralista de Lévi-Strauss y Jakobson sobre el poema Los gatos, de
Baudelaire.
Baudelaire, el estructuralismo, los gatos, el romanticismo, el satanismo,
la poesía maldita. Esta chica se está envenenando. El estructuralismo parece
interesarles más que el realismo socialista. Me parece que estas niñas rojas
están en crisis; estas mujeres socialistas se encuentran en el difícil trance de
asumir, desde sus supuestos políticos e intelectuales, toda la diversidad
confusa de la cultura burguesa. Las más inteligentes lo conseguirán, con la
ayuda o sin la ayuda de Luckás.
Voy con una muchacha del Este a ver Todo en el jardín, de Edward
Albee, donde se hace crítica de la sociedad de consumo norteamericana.
—Están corrompidos —me dice.
“Pero hay alguien para contarlo”, quiere replicarle mentalmente mi
independencia de escritor. Sin embargo, no le digo nada. Ella está en
España con peligro de inficionarse de decadentismo burgués. Es un testigo
de su país y del nuestro, como Albee es un testigo de la sociedad americana.
Lo que hace falta son testigos. Me encuentro a otra muchacha del Este en el
estreno de Tango, esa pieza clásica del teatro de vanguardia escrita por el
polaco Mrozek. Mrozek ha visto pasar por su dolorido país la sombra de
Hitler y la sombra de Stalin.
—Es un nihilista —dice la chica.
Sí, Mrozek es un nihilista. Ha vivido el decadentismo liberal de una
vieja familia y luego los días de la opresión. No cree en nada. Su pieza es
hermosa teatralmente. Y es una bella rúbrica de escepticismo y dolor. La
muchacha roja vive la adolescencia de sus convicciones y no puede
compartir prematuramente el escepticismo de Mrozek. Hace bien.
Han llegado a Madrid algunos ejemplares del libro La santa mafia, de
Jesús Ynfante. Se venden a mil pesetas en el mercado negro. Me entero por
una muchacha del Este. Ynfante es un andaluz muy joven que vive en París
y ha trabajado duro con su fichero para hacer un panorama bastante extenso
del tema. Alguien me dice que el libro no es riguroso y tiene bastantes
errores. Me lo llevaría a casa en seguida para leerlo, pero la vieja y
corrompida galantería occidental me obliga a cedérselo a la muchacha del
Este, que también se interesa por él.
Frente a este pequeño puñado de muchachas rojas que podemos
encontrar en Madrid está el aluvión de las yanquis que vienen a los cursos
de verano, a los cursos de invierno, a toda clase de cursos. Las yanquis no
traen las prevenciones de las otras, naturalmente, sino sus propias
prevenciones. Los primeros días siguen desayunando cereales, como en
Houston, pero la ciudad alegre y confiada acaba ganándoselas, hasta que
desayunan churros con orujo en las buñolerías del alba, antes de acostarse,
y confiesan que no aman incondicionalmente la Constitución.
Entre la hueste rubia de las yanquis, generalmente felices de serlo, ha
pasado, como un viento, una chica llamada Sheila, que quiere entrar a
caballo en la Quinta Avenida, destruyendo cosas, y que no desea volver
allá. Ante una boutique de Serrano, la yanqui se pregunta cuánto le van a
robar y la muchacha socialista mueve la cabeza melancólicamente,
enigmáticamente, indescifrablemente.
Las mil tabernas

En “Carmencita” cenaba algunas noches Federico García Lorca, al bajar de


la pensión donde vivía, que estaba encima. “Carmencita” está en ese
Madrid de bares, tintorerías y “colmaos” que es el mundo de Infantas,
Hortaleza y la plaza donde estuvo el Price, que ya no está.
A “Carmencita”, actualmente, se puede ir a tomar buenas tortillas de
jamón y queso de la casa. Es una taberna con azulejos árabes que pueden
hacer las delicias de esos arquitectos madrileños que ahora están por el
neomudéjar, aquel estilo de ladrillo que en los años veinte llenó el país de
plazas de toros y urinarios. A “Carmencita” van algunas tardes los
estudiantes con problemas, a tomar queso y vino. La cocina de la taberna
está unos peldaños más abajo y los humos suben sustanciosos hasta la
clientela. Había por Cuatro Caminos una taberna donde un cuervo de la
casa tomaba orujo con los parroquianos. Era un nevermooreano cuervo que
alguna vez se posó en el hombro cansado de un Allan Poe en Albacete,
poeta y funcionario.
El Saúco, en la calle de Prim, es la taberna de los ciegos del cupón,
donde ellos repostan a la ida y a la vuelta de la Organización Nacional de
Ciegos, que está muy cerca. Los invidentes suben y bajan los tres escalones
del Saúco con golpecitos de su bastón blanco. Los soldados del cercano
Ministerio del Ejército discuten con ellos sobre el número que va a salir
premiado. Los ciegos me han contado alguna vez los robos que les ha hecho
algún desaprensivo, llevándose los cupones y dejándoles algún engaño.
Pero ellos tienen la sabiduría de su condición y van por las esquinas de
Madrid ejerciendo una autorredención que hoy nos hace pensar mucho a los
que vemos el mundo con peores ojos que ellos, porque no llevamos entre
ceja y ceja la mallarmeana rosa de las tinieblas, que es flor de resignación
para estas buenas gentes. Los ciegos del Saúco ilustran la noche madrileña
con su pregón, y hay que fumarse un cigarro con ellos, en su taberna, para
saber que no todo el que tiene ojos ve.
Entre Princesa y Amaniel, cerca del palacio de Liria, subiendo unas
escalinatas de piedra Carolina, la taberna de los parados, adonde van los
hombres varados a tomar un vaso después de haber cobrado el subsidio
laboral. Está cerca la oficina del subsidio y los parados se reúnen allí —
pena de hombres— a hablar de sus ocios. Entre las mil tabernas de Madrid,
rueda de los oficios, esta taberna de los parados es un documento social que
nuestros economistas debieran conocer mediante el trámite de un tinto y un
poco de charla. Hay otra taberna en Cuatro Caminos donde están los
hombres de los tranvías, de los autobuses, del “metro”, y que es el sitio de
discutir los paros laborales, las cosas del sindicato y el aumento de salarios.
Ahora, en esa taberna, se hace algo más que quinielas. Se toma conciencia
laboral y se le piden cosas a la compañía.
En el Rastro hay una taberna que era como una oficina de devoluciones.
Si llegaba usted con una buena recomendación, le preguntaban a qué hora le
habían robado la cartera, en qué tranvía y cómo. El experto daba una voz,
venía el interesado y le devolvía a usted el billetero.
—Jenaro, la cartera de este señor.
Y le devolvían a usted la cartera con un gesto de “que no vuelva a
ocurrir, tío panoli”. En otra taberna del Rastro he visto yo bailar a Sara
Lezana, tan bella y tan joven, antes de hacer su gran papel en Los tarantos.
Por aquellas tierras, Mesón de Paredes, está la famosa taberna de Antonio
Sánchez, toda de maderas negras y vino funeral, de donde salía el torero
vestido de luces, los domingos por la tarde, hacia la plaza de las Ventas,
entre la expectación del vecindario, como bien ha contado Díaz-Cañabate.
En Casa Anselmo, de la plaza de las Salesas, cenan los famosos entre
fotos de Francisco Rabal, José Bergamín, García Pavón, María Asquerino y
otros muchos. En esta taberna, de muy buena cocina, cenaba a veces
Bergamín cuando estaba en España. Pero luego empezaron a amargarle la
cena y la comida y tuvo que irse. Anselmo está cerca de la Revista de
Occidente, del teatro María Guerrero y de los Tribunales, de modo que tiene
gentes muy letradas tomándose el lenguado menier. Casa Maxi, en la Puerta
del Toledo, esa madrileña Puerta de las Lilas, es taberna de camioneros que
hace años estuvo de moda entre gentes brillantes, y donde yo he cenado
alguna vez con Manuel Viola, Natalia Figueroa, Lucía Bosé, Gonzalito
Torrente Malvido y Alberto Greco, el pintor argentino-italiano, creador del
vivo-dito, que luego moriría en Barcelona, y que sabía hacerse el santo
poniéndose el plato por aureola y dejando los ojos en blanco. Alberto Greco
hizo una vez un número de vivo-dito en La Corrala, quemando sus propios
cuadros, y el público arremolinado del barrio, que no entendía nada, tuvo
amagos de motín contra el racimo esnob de gentes que habían llegado hasta
allí en Metro y con vestido de noche. Eran tiempos en que el mundo
menestral no saltaba si no se le pinchaba. Casa Maxi tiene una cocina llena
de mujeres laboriosas que cocinan como ángeles glotones. Los camioneros
saben comer. La Tienda de Vinos, que algunos llaman “El Comunista”, sin
otra razón que la broma y la eufonía, tiene mostrador de latón, cuadros naif
por las paredes, carteles de “El Cordobés” y un público de pintores ilustres
y orífices como Teño, que le ha dado a los metales fríos y a la piedra triste
una lírica calidad de joya. Casa Pepe tiene un manantial propio y nunca se
quedaba sin agua, cuando los cortes.
Las mil tabernas de Madrid pasaron de ser el reducto del casticismo a
ser el reducto del esnobismo. Hoy, cuando el esnobismo va por otros
caminos y ha vuelto a los reinos de la laca y el tapiz, que son los suyos,
podemos volver a encontrar en las tabernas de Embajadores y Ventas, de
Chamberí y la Florida, a un pueblo que tiene poco que ver con clisés
oficiales o literarios. Una “mayoría silenciosa” de inmigrados y madrileños
que ha pasado de Arniches a Lauro Olmo. Del género chico al conflicto
laboral.
En la subasta

Han vuelto las subastas de arte y objetos artísticos, y han vuelto con un
apogeo que para qué; hay, todos los días de la semana, galerías del barrio de
Salamanca y la Castellana, citas vespertinas con la consola Luis XV, el
cuadro de Sorolla, los prerrafaelistas, el procurador en Cortes y el que está
de abogado con los americanos.
Parece que hay más dinero, o que el dinero tiene miedo, como diría el
señor Masó, de modo que los pintores se están inflando de vender, macho,
que decía el otro ayer mismo, y un público de media tarde, elegante y
resultón, va a la subasta como a la ópera, a esperar ese momento en que sale
una dama pechugona de Benedito, como si saliese la contralto para hacer su
solo. La gente contiene el aliento y el señor del martillito pide montes y
morenas. La pintura no paga impuestos, o los elude bien, y es una inversión
que dicen segura. Los que preferían jugar a los caballos, en los domingos
hípicos de La Zarzuela, están aquejados de bedsoniasis (la bedsoniasis del
caballo, que es enfermedad equina) y entonces se han traído su dinero de la
triple gemela a esto de la subasta, que también es una cosa elegante y
permite lucir lo mucho que uno tiene, que uno gana, que uno gasta. El auge
de las subastas de arte donde la gente se parte el pecho por un candelabro
hospiciano del siglo pasado es un síntoma claro de que los grandes negocios
fáciles y las inmobiliarias a sotavento están dando mucho dinero a los
desarrollistas.
No tiene esta burguesía derrochona un gusto artístico muy hecho,
porque pasaron de los dijes de la abuelita al retrato de Enrique Segura, con
recalada dominical en el Rastro para llevarse una tabla románica muy
devota y muy falsa. Compran siglo XIX, mucho siglo XIX, o sea que van
sobre seguro, a lo que se entiende y, por otra parte, tiene ya la pátina de los
años. Las grandes familias tienen la silla de tijera, reservada con cartelito en
la subasta. Pero las lluvias reventaron las tuberías de Cibeles, nada menos
que Cibeles, y todo era como un anónimo veneziano, escrito así, con zeta.
La gente llegaba tarde a la subasta por culpa de las aguas mayores
municipales.
Como el teatro y el cine están tan aburridos (lo que no es aburrido se le
queda a la censura entre las tijeras) y como la ópera de Madrid es una cosa
que murió con la Chata, aquella infanta castiza que cantara Duyós, resulta
que la gente viene a la subasta para hacer un poco de vida de sociedad, “que
es que no salimos nada, querida, pero lo que se dice nada, este hombre todo
el día con sus malditos consejos de administración”. Así las cosas, la
subasta es el sarao de hoy, porque los pases de modas en las grandes casas
también están aburridos, pues, como parece que el verano no acaba de
llegar, nadie tiene humor para meterse a ver modelitos vaporosos,
pantalones calientes y minibikinis, con tanta lluvia. Pero han pasado por
Madrid unos arzobispos cretenses, autónomos, y esto tiene un poco mosca a
la buena burguesía de nuestro pequeño mundo de Guermantes.
—Ahora va a resultar que también los popes ésos van a poder
confesarla a una.
Los padres del desarrollo han conseguido, ellos sabrán cómo, que esta
gente tenga más dinero que antes, o menos fe en su dinero de siempre, y
que la pintura, de rechazo, se haya convertido en una mercancía tan
codiciable como los paquetes de telefónicas. Ya todo este mundo tiene la
casa en el campo, el chalet en la playa, el nuevo modelo de coche y el
televisor a punto para empezar a recibir en color, de modo que se vienen
con el sobrante a la subasta, a ver lo que se pesca. Dicen que hay dinero
sudamericano, chileno y así, en los saraos de la pintura madrileña. Para
conocer el color de este dinero, basta con escuchar las conversaciones: “Lo
de Chile, una barbaridad; ya ha empezado la violencia. Era de esperar. Ese
pobre hombre, tan demócrata cristiano, asesinado vilmente. En el poder
tiene que estar la gente de orden, como toda la vida”. Mi amigo el progre
iba a decir que la muerte de ese señor es una jugada de la derecha para
desacreditar a la izquierda, como siempre, pero querían darle con el martillo
del subastador.
—¡Qué país, Miquelarena!
Antes y después, o durante el descanso (un intermedio entre los
impresionistas ingleses desconocidos y los novecentistas catalanes), la
gente habla de apartoteles y de Felipe III, que ha vuelto a la Plaza Mayor,
con su caballo, por obra y gracia de una palabrita que muy alta persona le
dijo en las Ventas al señor alcalde corregidor para que corrigiese el
desafuero dinástico. Los toros de San Isidro estuvieron tristes y mojados.
“La fiesta se acaba”, dicen los grandes del toro enamorado de la Luna, y
entonces el que pensaba comprar una ganadería compra una pinacoteca.
El arte está muy alto. Para que se vea que somos una sociedad
espiritualista. O, cuando menos, espirituosa y espiritista. Sorolla, Pancho
Cossío, Max Jacob, Carlos Francisco Daubygni, Francisco Domingo
Marqués, Vázquez Díaz, Zuloaga, Masses, Cecilio Pía, Caballero,
Vallmitjana, Cristina de Borbón, Vicente López, Moreau, Bilbao, Vila Puig
y tantos otros nombres grandes y pequeños del arte en las subastas
madrileñas. Todos estamos obligados a presentar declaración sobre la renta,
pero fue retirada de la vista al público la novela de los impuestos, en el
Ministerio de Hacienda, y ya nadie se acuerda de quiénes son las grandes
familias, las cien familias que ganan y gastan en el país. Los
revolucionarios del ciclostyl puede que conserven una copia para el día de
mañana, ¿pero quién piensa en el día de mañana? Hay que comprar pintura,
porque esto no paga impuestos y, si entre veinte pintores aciertas en uno, te
forras. Don José Gutiérrez Solana daba por cinco mil pesetas, a los amigos
que no los querían, los cuadros que hoy valen millones. Por una hogaza de
pan hubiera cambiado don José, en la posguerra del cuarenta, sus mejores
verbenas madrileñas con máscara y limonada agria. Hoy, él y su arte, como
tanto arte subversivo con una biografía maldita y antiburguesa detrás, son
bien de consumo en esta ópera pictórica de las subastas donde el tecnócrata
ejecutivo da su do de pecho desarrollista y privilegiado arrancándose con
trescientas mil pesetas por un bodegón con ajos. Para que luego digan que
hay necesidad.
Las suecas

Del Pirineo para arriba, todas son suecas. Con el calor violento de julio han
llegado las primeras suecas a Madrid, suecas de todas las nacionalidades,
alemanas, francesas, inglesas de pelo blanco-oro y Enciclopedia Británica,
holandesas de uñas cuidadas que gustan de la sopa española, rumanas que
escriben poemas y quieren morir de amor, italianas como españolas de
Logroño, noruegas que saben literatura y tienen al boy friend en un
campamento de scouts, suecas de todas las Europas.
Unas van de paso hacia el Sur revuelto y otras vienen a quedarse: los
cursos, las clases, el ocio, los viajes, El Escorial y el Valle de los Caídos, los
mesones, el vino de las tabernas; España, España, aparta de mí este cáliz de
limonada agria y sangre de toro. El turismo es una realidad espontánea,
natural, neoconsumista, y lo que tiene gracia es que los expertos del ramo
lucen affiches, proyectan diapositivas, hacen planes quinquenales de sol y
arena, cubican suecas en sus computadoras triunfalistas, como si
estuviésemos ante la magna realización de estos tiempos, proeza económica
para el bien de España y reconocimiento por parte del mundo de esa cosa
muy concreta y muy difusa que es la llamada “verdad de España”, y que
uno no sabe bien si localizar en El Escorial, en los mesones de la Corredera,
en el Museo del Prado, en el Museo de Perico Chicote o en la verbena de
las Vistillas. Ya vienen las suecas, madre, y el play-boy de ministerio,
centauro de hortera, y Jaime de Mora me dice que donde se dan bien es en
las oficinas de Correos, Cibeles, Nuestra Señora de las Comunicaciones,
entre palomas y cotufas, porque no todas las europeas han leído a Monod y
la mayoría son empleaditas con quince días libres para desatar sus pasiones,
de modo que el hombre que es hombre y es hombre de veras, español que
adonde no llega con la mano llega con la punta de la espada, como quería
don Eduardo, puede resultarles realmente una aventura exótica como un
amante oriental soñado con Pierre Loti en el romanticismo adolescente.
Las suecas vienen porque quieren, porque somos baratos, solares y
condescendientes. Apuntarse tantos a toro pasado, como hacen los citados
técnicos del ramo, es darle lanzadas al moro muerto de la morería andaluza,
por donde la sueca compra souvenirs, Manueles Benítez de trapo y serrín,
mantillas, panderetas y postales de la Maestranza con bandera española en
relieve, como un Braille del patriotismo. En Madrid ya no funciona el mito
de la francesa, que se ha descubierto que era una española con mejores
principios, y ha sido sustituido por el mito de la sueca, que va por ahí libre,
toca la guitarra y posa desnuda en cuanto se lo pides con una cámara en la
mano. La sueca madrileña quiere ver el Palacio de Oriente y me dice que si
fue aquí donde Goya pintó desnuda a la duquesa. Le digo que un poco más
abajo, cornisa de Madrid, riberas del Manzanares. Luego pregunta por Las
Hurdes y la España negra, y finalmente nos confiesa, al oído y mirando de
reojo, que tiene un disco del film Morir en Madrid y que podemos
escucharlo en su pensión, si pone el tocadiscos bajito y la patrona no entra a
preguntar qué músicas son ésas, qué músicas hacemos con un tocadiscos y
una cama. Una vez entró la patrona, a la querencia lorquiana de los cuatro
muleros, y reparó en que la letra era rara y no decía lo mismo que la
Argentinita. A la sueca cuesta explicarle que eso de las dos Españas es algo
que no se resuelve con un disco.
Las suecas, ésta es la verdad, no saben lo que quieren, y una sueca de
dos metros (sueca de Amsterdam o de Oslo, ¿quién ha visto nunca una
sueca de Suecia?) me ha confesado que ella no está en España para conocer
jóvenes intelectuales de aire europeo, que busca al español que mata cuando
besa. Pero si llega ese español, les sale a ellas la frigidez europea y se
acuerdan de su Yves, que iba más por lo fino. La dialéctica erótica de la
sueca y el macho ibérico está sin resolver plenamente, porque los
estudiosos y fomentadores del hecho turístico debieran prestar más atención
a esto, confeccionar manuales, en lugar de echarlo todo a toreros,
catedrales, ríos trucheros e industrias nacionales, como el canasto.
Si la sueca está realmente sueca, a lo mejor un fotógrafo de Pueblo le
hace una foto en bikini, en el Parque Sindical, y la saca en el periódico.
Decían que se habían escapado dos leprosos de una leprosería, que habían
pasado por Madrid y se habían bañado en el Parque Sindical. Es un rumor
loco, pero los castas de los Carabancheles le llaman ya Molokai a la piscina
más grande de Europa. Tuve que llevar a la sueca a Molokai, porque quería
bañarse con el pueblo, y aquello me recordó el Satiricón de Fellini, pero en
camiseta. Las suecas leen a Goytisolo, a Cela, a Delibes, a Azorín y a Corín
Tellado. De ahí no hay quien las saque.
—¿No es don José María Pemán quien gobierna en España?
Pues no, realmente no, he tenido que explicarle a la sueca. Algunas
suecas madrileñas viven de apartotel, pero la mayoría andan por las
pensiones de la calle de Atocha, mezcladas con las vicetiples del Calderón,
que son todo lo contrario de una sueca y que sólo se desnudan por contrato
laboral. Al que le toca una sueca de apartotel, ya puede echarse a dormir.
Pero la sueca de apartotel no se liga en el Museo del Prado, ni, por
supuesto, en Correos, sino en las fiestas para suecas que da la alta burguesía
en los hotelitos del Viso y Puerta de Hierro. Son supersuecas con carta de
recomendación y no entran en el juego de la libre oferta y demanda que
tiene su realidad candente en las terrazas de Cibeles y en los mesones de los
Austrias. Hay que llevarse a la sueca a hacer deporte a la costa de Madrid,
al pantano de San Juan, pero todas las realizaciones hidráulicas del régimen
se les dan una higa y dicen que para esquí acuático es mejor Miami. Las
suecas, que son libres, emancipadas, progresistas, deportivas, intelectuales,
cultas, higiénicas, europeas, se perecen por la perla cultivada y se compran
unos collares que aquí ya no se los pone ni mamá. “Es para la fiesta de
Santa Claus”. Vienen a España como irían al Japón. Seguimos siendo
exóticos para ellos. Y hay quien se vanagloria de esto. Ya vienen las suecas,
madre. Somos el colmao de Europa.
La Casa de Campo

La Casa de Campo es el último reducto de la libertad vigilada que le queda


al madrileño. Allí van muy de mañana los toreros tiernos, los ciclistas
nervudos, los corredores de fondo con su soledad, los futbolistas sin
camiseta, los últimos solitarios de Madrid, las parejas de enamorados que
están con la baja y algunas madres con sus niños.
Ahora, la Real Sociedad Hípica Española Club de Campo, que disfruta
de unas considerables parcelas de la Casa de Campo, vuelve a ser tema
polémico, e incluso algún periódico catalán se ha ocupado de esto. En este
mes de febrero ha terminado legalmente la cesión de esas parcelas a una
minoría, la enajenación en favor de los menos, con olvido de ese buen
pueblo de Madrid, goyesco y regoyesco, que en la Casa de Campo come
tortilla los domingos por la tarde, que en la Casa de Campo se enamora a
los veinte años y que a esta selva municipal vuelve, después de casado, en
los fines de semana pobres, y luego con los hijos y más tarde con los nietos.
En 1954, el Ayuntamiento acordó empezar de nuevo la cuenta para que la
cesión durase más tiempo. La Real Sociedad Hípica Española Club de
Campo es una cosa que está muy bien, pero hay una Plebeya Sociedad
Democrática Española que está esperando.
Antonio Izquierdo y otros cronistas madrileños han puesto el grito en el
cielo municipal. Nada. Lo cierto es que la cesión se hizo en el año cuarenta
y uno, cuando la gente, con la inercia de haberse pasado la guerra a caballo,
necesitaba una Sociedad Hípica donde seguir practicando. El actual alcalde
ha dicho que se hará lo que haya que hacer, siempre dentro de la legalidad.
Lo dijo ya en 1968, y ahora ha llegado el momento de actuar. La autoridad
municipal solicitó, en 1970, del Pleno de Letrados Consistoriales, un
dictamen en relación con la prórroga de la concesión. Dijeron los letrados,
un tiempo más tarde, que la prórroga era legal. De acuerdo con aquello, el
plazo del privilegio se aleja hasta 1984, que es ya una fecha casi orwelliana.
Pero la Ley de Régimen Especial para el Municipio de Madrid exigía más
enérgicas reivindicaciones.
La Casa de Campo está pendiente de ampliación. Las enormes parcelas
del Club de Campo, que quizá nunca debieron ser enajenadas, van a seguir
ilustrándose con el paso elegante del caballo trotón, de la dama del látigo,
del Mercedes silencioso y de alguno de los doscientos Rolls-Royce que hay
en España desde mucho antes de la quiebra de esa fábrica. Lo del Club de
Campo es un hecho consumado, pero ha habido otros amagos de irle
recortando al pueblo uno de los más hermosos y elementales privilegios que
todavía le quedan, el de saltar y correr por aquellas trochas y meter el
seiscientos entre los pinos para soñar un poco, lejos del pluriempleo, el
prorrateo, el chequeo y el cachondeo. Pobre gente de Madrid, que hubiera
cantado Patachou con música de piano mecánico parisino.
El Parque de Atracciones, la Feria del Campo, el Batán y todo eso son
servicios que la Casa de Campo le presta al país, cosas que tienen algún
sentido dentro del gran bosque madrileño, bosque animado de torerillos
vivaces, niños de Zuloaga, Bahamontes de Francos Rodríguez, novios de
las Vistillas y futbolistas de las Escuelas Pías. Pero a veces se ha pensado en
ceder a otras instituciones privadas y suntuarias nuevos pedazos de cielo
casacampino para su deporte, su recreo, su apartheid y su dulce vida. La
Casa de Campo corre un peligro diario de convertirse en la Casa de don
Fulano y de don Mengano. Incluso hay inmobiliarias que hacen gestiones
underground para llevarse de calle unas hectáreas y construir pisos baratos
(carísimos) en mitad de la égloga. La Casa de Campo es tan codiciada del
rico y del especulador como el Retiro, por ejemplo, que, con ser más urbano
y ajardinado, también ha tentado y tienta a muchos “creadores de riqueza”,
como le dicen ahora al creador de fortunas personales. En el Retiro hay
salas de fiestas caras, y hasta hace poco tiempo se prohibía el paso nocturno
por el Retiro al sencillo peatón humilde y errante, y sólo era posible pasar
con la luz verde del billete verde, camino de las boites. Hacer esto con los
democráticos jardines de la gente es una cosa que no está bien. Pero se
hace.
Si al Retiro se le puso verja y luego se pensó en quitársela, a la Casa de
Campo le quitaron la tapia para siempre, con lo cual han ganado el paisaje y
la libertad. En aquellas tapias estaba el caño por donde manaba el agua
ferruginosa de la villa, “el acero de Madrid”, que cantara Lope de Vega,
agua que había pasado por los ejes de la tierra, como dijo algún cronista, y
de la cual bebían las damas para curarse alferecías y amores. Guardas
jurados, guardas de paisano con varita de mimbre en la mano, como
Antonio Vargas Heredia, rey de la raza calé y hermano plagiario de
Antoñito el Camborio, jeeps y linternas limpian la Casa de Campo de
parejas pecadoras en la hora militar del atardecer. Se atenta contra el
sagrado patrimonio del pueblo besándose en la Casa de Campo, contra una
encina castellana, porque el beso es cosa privada y no bien mostrenco, pero
pensamos que también se atenta contra ese sagrado patrimonio enajenando
hectáreas para montar a caballo, dar cócteles, tomar copas y parlar de
amores. Y a lo mejor se atenta más con esto que con el beso, que es puro y,
como dijo el poeta, “no engendra”.
Aparte de la realidad silvestre y popular de la Casa de Campo, tan
vivida por el pueblo de Madrid, está el símbolo. La llamada de la selva
municipal parece ser muy fuerte en el pecho de los hombres de negocios.
Siempre están queriendo hacerse con una parte. Pero la Casa de Campo es
un símbolo de respeto que se debe al pueblo. Es un verde referéndum en
que por fin un árbol vale por un voto. Respetemos esa verde esmeralda por
lo que vale en sí y por lo que supone de concesión cívica, de honradez
democrática, de historia de España. La Casa de Campo es una gracia
forestal y republicana de Madrid. Algo anterior al paternalismo. Uno de los
pocos sitios donde todavía puede uno tomarse una gaseosa tranquilo, jurar
en vano, olvidarse del país en que vive y ver venir a la nueva generación de
ciclistas, boxeadores y novilleros. Un sitio para la libertad, aunque sea
vigilada.
La ruta del flamenco

Dicen los puros que el flamenco está perdido en la capital, que ya no beben
los flamencos lo que se dice que bebían, que el turismo, la malicia y el
disco se lo han llevado todo por delante. Pero Madrid sigue siendo la capital
por donde puede empezar a visitarse Andalucía. Y, naturalmente, tiene
muchos más colmaos que Sevilla. Los viejos pontífices del cante, cuando
llegan acá, no cantan en tablao ni escenario. Cantan para cuatro amigos en
la madrugada litúrgica de Ventas, y se vuelven a lo suyo.
En Torres Bermejas nos tomamos una vez un botellín de cerveza con la
Paquera, chupando los dos de la misma botella. La mujer de la voz grande
ha cantado mucho en esa mezquita pagana con toreros y artistas de cine.
Antes iba Antonio Ordóñez y ahora va “El Cordobés”. Si Alfonso Sánchez
llamó a las maniquíes “Cenicientas con sueldo base”, gustaríamos nosotros
de llamar a las bailaoras “Peteneras con seguros sociales”. Mujeres serias y
artistas, que se ganan honradamente la vida cantando y bailando, haciendo
palmas y dándole al faralae el vuelo que hay que darle, y que no todo el
mundo se lo sabe dar. Dicen que en Zambra está el flamenco más puro, con
un cantaor de cabeza romana, cenicienta, y otro cantaor de perfil negro y
duro como un santo gitano.
En el vestíbulo de Zambra, al costado ilustre del Museo del Prado, hay
una armadura medieval y un cuadro de Viola. Los turistas pasan, entran,
tocan, ven, meten la mano pálida en la llaga del misterio y luego ven bailar
a las mujeres fuertes de la casa. El Corral de la Morería tiene a Lucero
Tena, la mejicana de las castañuelas mágicas, que les hace muchas gracias a
los turistas y casi todas las noches tiene un sargento yanqui o un artista de
cine que se sube al tablao para bailar con ella los zorongos del quinto
whisky. En el Corral de la Morería estuvo Nureyev aprendiendo qué era eso
del baile flamenco. Está el Corral en el Madrid de Goya y su marimorena
sube a las cúpulas cercanas de los grandes templos, que ya dice un cronista
de la ciudad que Madrid tiene más cúpulas que torres. El flamenco es la
cosa elegante que se puede enseñar en Madrid al que viene de fuera. El
flamenco es la trapatiesta reglamentaria para la confidencia, el negocio y la
política. Como en aquella película española, el ruido de la juerga apaga las
voces y así pueden decirse más a gusto las atrocidades del dinero, la política
y el sexo. Madrid acalla su mala conciencia con zapateados y jipíos.
José Manuel Caballero Bonald, tímido y sabio detrás de su barba;
Fernando Quiñones, retórico y lírico; Manolito Ríos Ruiz, menudo y
jerezano, son algunos de los nuevos contestatarios del flamenco, que saben
lo que es y lo que no es, denuncian la prostitución del arte y le ponen
recados urgentes de poesía y andalucismo a Rafael Alberti, a la Chunga y a
la Unesco. En Los Canasteros está Manolo Caracol, grande y solemne como
un viejo piano, dando abrazos a los amigos, avalando la cuenta de los que
pagan con la firma y cantando de tarde en tarde, en la bulla de Nochevieja,
con la voz espesa y grandiosamente fallida. Allí, la partitura romántica de
Arturo Pavón y el cante solemne de Luisa Ortega.
En Las Brujas estaba Tatiana, una bailarina de América, mujer de
academia que bailaba lenta y fría, bellísima, y Edgar Neville —“un escultor
extranjero”, decían los camareros— iba todas las noches a escribirle
artículos en su mesa reservada. Ahora, en Las Brujas, la belleza delicada de
La Pocha, el Terremoto de Jerez, la morenez de Carmen Moreno, las flores
de Reyes Jiménez, esa Úrsula Andress del flamenco que es Charito, el cante
de los hermanos Reyes. La Chunga baila para la cena de los grandes en su
Café de Chinitas. Todas las noches, a partir de las once, Madrid se llena de
alboroto de la juerga con la gracia de Matilde, la crencha de Pepi, el
desplante de María Pepa, con el lirismo bronco del Chato de la Isla y de
Paco de Antequera. El Café de Chinitas tiene esculturas de Sebastián
Miranda y dibujos de La Chunga. Morocha, la última revelación grande y
joven del cante y el baile, la mujer-niña de las grandes sabidurías, hacía su
espectáculo de madrugada, cuando las palmas se embotaban de sueño, pero
ahora ha roto a sonar por el mundo y pronto se hará la jefa. Hay una
tabernita en Barbieri donde Caracol cena con poetas y hay un restaurante
donde Lola Flores sirve la sopa a los amigos. El flamenco de consumo
enciende sus lámparas de snobismo todas las noches, adulterado y
comercializado, creando una España de agencia de viajes para el
diplomático extranjero y la pescatera de Minnesotta. En Villa Rosa hay un
clima novecentista e isabelino donde se espera que a los postres salgan a
bailar la Tirana o la Caramba con las galas de la duquesa de Alba.
Madrid tiene mucha vocación andaluza. Madrid mira más hacia el Sur
que hacia el Norte. Pero el chalaneo de la urbe ha hecho de la flor delicada
del flamenco una compraventa con el whisky muy caro, la cena imposible y
el criado a la puerta para llevar el coche al aparcamiento subterráneo,
debajo de varias capas geológicas y municipales de galdosianismo,
carolinismo, nacionalismo, madrileñismo, quevedismo, conservadurismo y
tecnocracia. Del mismo modo que a los negros les robaron su lamento de
esclavos para hacerlo divisa y microsurco, a los gitanos y al pueblo andaluz
les hemos robado su arte, su queja, su resignación, su rebeldía, para hacer
espectáculos turísticos, amenizar la cena con gazpacho a dos mil pesetas y
acuñar discos donde se marea la copla.
Los solitarios, los puros, los lejanos, cantan para una tertulia de cinco
sillas donde siempre sobran sillas o faltan amigos. La señora importante se
lleva todo el cuadro flamenco a la suite de su hotel, para que sigan cantando
hasta la hora del desayuno, y siempre hay un payo que se cuela a hacer
palmas para cobrar al final las trescientas pesetas del suplemento. El cante
andaluz, que primero fue el dolor de un pueblo y luego el arte de ese dolor,
el rizar el rizo de la desesperación, está hoy lleno de convencionalismo y
discriminación. Hasta hace poco no dejaban entrar en los tablaos sin
corbata, y siempre el conserje nos decía que iba a prestarnos la suya propia,
puesto que él estaba de uniforme. Realmente, el conserje tiene un surtido de
corbatas con las que se saca unas propinas considerables. Hay que ir al
tablao, pese a todo, si se quiere oler un poco de cerca la flor oscura de
Andalucía. Pero unos cuantos escritores, unos cuantos flamencólogos,
luchan por la verdad de ese arte. Una sociología del flamenco nos
descubriría la paradoja de que no sólo se le haya desoído su queja al pueblo,
sino de que incluso la queja se le haya arrebatado para hacer con ella
billetes verdes. Por los estudios húmedos de Antón Martín, contra grandes
espejos leprosos, en los bajos del Rastro, ante la mirada de Antonio Marín,
el gran bailaor cojo, la hueste joven y esforzada de los nuevos se enseña
para un arte puro que luego la gran ciudad —tablao y componenda—
pervertirá con gracia, con pena y con no mucha gloria.
Los maestros

Todos los funcionarios que integran el Magisterio Nacional se sienten


injustamente tratados en la reciente distribución de incentivos al Cuerpo.
Así, a algunos les ha sido aplicado un coeficiente de 2,9 como carestía de
vida, cuando sabemos todos que la carestía de la vida ha superado con
mucho esos coeficientes.
Hay maestros que cobran mil doscientas pesetas en concepto de carestía
de vida, y ahora se les aumentan otras dos mil en el verano y dos mil
cuatrocientas en el invierno, como si la vida estuviese más barata de junio a
septiembre, cuando lo que está es más cara. Además, en el verano se gasta
más dinero, pues el señor maestro quiere ir a Torremolinos, como todo el
mundo, para ver a las suecas, y eso sale por un pico, sobre todo si cae sueca
y hay que emplear con ella una pastizara en whisky para que se vaya
entonando. “Se nos exige una tarea de catedráticos con sueldos de peones”,
han escrito en Madrid algunos maestros. Tenemos en España cuatro
millones de niños esperando a enterarse de quién era Wamba y de si Isabel
la Católica es o no es beatificable, y al señor que tiene a su cargo cuatro
millones de niños para meterles la letra en la cabeza —a ser posible sin
sangre—, no se le puede recompensar con tres mil pesetillas extra al mes,
que se van en viajes de autobús y cines de arte y ensayo, que son los únicos
donde puede usted verle a Ornella Muti algo de lo mucho que Ornella Muti
tiene para ver.
La Hermandad de Inspectores de Enseñanza Primaria muestra su
inquietud por todas estas cosas, en Madrid. Mas de mil quinientos maestros
se han reunido en el Servicio Español del Magisterio, de Madrid, para
protestar por la discriminación, pues ellos son, entre todos los funcionarios
de Educación Nacional, los peor tratados. La enseñanza básica es la
Cenicienta del país, pero algunos de los asistentes a la reunión de Cea
Bermúdez gritaron en la calle, de modo que la policía detuvo a dos de ellos
y obligó a identificarse a algunos otros.
Nosotros tuvimos en la infancia unos maestros y maestrillos que nos
tiraban de las orejas y nos daban con la regla en las uñas cuando no nos
salía el problema de los quebrados (que, por cierto, sigue sin salimos).
Regía por entonces la pedagogía del terror, que no sé si se ha suprimido,
pero me parece que no se puede recompensar con dos mil cuatrocientas
pesetas a un señor que tiene el desgaste físico que supone tirar de las orejas
diariamente a cuatro millones de españolitos en edad escolar.
“La letra, con sangre entra”, se ha dicho siempre en España. Pero suele
ser con sangre del maestro. Cuatro millones de párvulos suponen ocho
millones de orejas que hay que retorcer a diario, y eso requiere una
preparación física como la de Pedro Carrasco o José Legra. A Urtain se le
debiera conceder el título de maestro honorario y llevarle en rotación por
los colegios de España para que fuese retorciendo orejas a los niños
metódicamente. Aquellos señores de la posguerra que nos pegaban tanto —
quizás por la inercia de que llevaban tres años repartiendo leña— estaban
mal pagados y peor alimentados, y yo no sé de dónde sacaban fuerzas para
pegar tan duro. Ahora parece que pegan menos, pero no ganan mucho más.
Sin duda, el Ministerio piensa que como los maestros han reducido su
esfuerzo físico y ya no tienen que hacer lucha libre, mañana y tarde, contra
cincuenta alumnos, consumen menos proteínas y, en lugar de subirles el
coeficiente, lo que habría que hacer es bajárselo. La lucha maestro-niño ha
sido siempre desigual, pues el maestro recibe una consignación del
Ministerio, aunque pequeña, para reponer fuerzas y estar en forma, mientras
que el niño, con una pastilla de chocolate y una mandarina, sin ninguna
subvención ministerial, ha tenido que soportar cada día la lucha cuerpo a
cuerpo.
Superada la pedagogía del terror, según tenemos entendido, lo que hace
falta es pagar mejor a los maestros, pues aunque combaten menos, el
magisterio sigue siendo un duro oficio y la base de la contextura humana y
cultural de una sociedad. Está prevista en Madrid la creación de 23.760
nuevos puestos escolares, que podrán entrar en servicio en el plazo de unos
diez meses. Pero en el cercano pueblo de Alcobendas —que es ya un
arrabal de Madrid— hay cinco mil niños sin escuela, y en la capital se
produce todos los años un desfase de veinte mil puestos escolares, por el
aumento de la población, la inmigración, etc. Se proyecta la creación de
otros veinte mil puestos y también están funcionando ahora las llamadas
escuelas comarcales, que reúnen alumnos de varios pueblos cercanos, como
es el caso de La Cabrera. Pero las vocaciones pedagógicas van en descenso,
como las vocaciones sacerdotales —la enseñanza es un sacerdocio, dicen—
y cuando tengamos escuelas para todos los niños, puede que nos falten
maestros y maestras, pues los estudiantes que antes se sentían llamados por
el magisterio ahora forman conjuntos de música pop, y las señoritas de
escasos medios que generalmente se dedicaban a la enseñanza están en
Australia, buscando un novio australiano, porque en aquel país faltan
mujeres y parece que son muy apreciadas las virtudes y la carnes de la
hispánica.
La enseñanza básica es, como gestión política, algo poco brillante y sin
rendimiento inmediato. Por eso pocos políticos se ocupan de ella a fondo.
Hemos recordado alguna vez aquella síntesis caricaturesca e inexacta que
hizo alguien diciendo que nuestra guerra civil fue una guerra de curas
contra maestros. Ahora que los curas han soltado su documento episcopal y
emancipatorio, los maestros gritan sus derechos en la madrileña calle de
Cea Bermúdez. La infancia del niño español se ha movido tradicionalmente
entre el cura y el maestro. Ahora que el cura anda por un lado y el maestro
por otro, haciendo política, el niño madrileño se ha quedado en mitad de la
calle, libre al fin.
Los grandes cracs

Parece que estamos en época de grandes cracs económicos. Todos los días
salta la noticia de algún pool financiero que se va a paseo. Luego, a uno de
los responsables suele vérsele por la raya de Francia, o por cualquier otra
raya, con un maletín y una rubia.
Ha habido últimamente, ustedes ya saben, unos cuantos cracs de esos
que dejan detrás una estela de obreros sin jornal y acreedores con las letras
impagadas. El obrero español, que lleva siempre las de perder, por si tenía
poco con los accidentes laborales y las represalias de la empresa, ahora
tiene, además, el peligro del crac y de que el señorito salga en una avioneta
camino de las Barbados con la liquidez en un maletín. Se denuncia
asimismo el absentismo laboral, y el ministro del ramo ha salido hace poco
al paso de esas denuncias diciendo que el absentismo tiene siempre raíces
más profundas y que no se adelanta nada con denunciarlo o perseguirlo.
Pues claro. Aquí mismo hemos escrito en otra ocasión que frente al
absentismo de los obreros habría que considerar el absentismo de los
patronos, que se van a un crucero de placer o a jugar al tenis a Puerta de
Hierro, y eso sí que es absentismo, aunque sea un absentismo dorado.
Bueno, pues encima está el absentismo del crac, el absentismo indefinido,
cuando el director gerente mete la pasta en la cartera-estuche, telefonea a la
secretaria particularísima número uno y se pierden en la noche de los
tiempos y de los reactores.
¿Quién asegura a los trabajadores contra eso, contra esas veleidades del
señorito? En general, anda por ahí mucho crac, ya digo. Acaban de negarle
nuevamente la libertad condicional vigilada al señor Vilá Reyes, que va
camino de convertirse en el último de Spandau, en el Rudolf Hess del caso
Matesa. Lo que hace bien poco tiempo fue conmoción nacional es hoy la
anécdota pequeña, lo que en periodismo llamamos “interés humano”, de un
señor al que no se le consiente salir a misa con su familia, que siempre es
un ejemplo edificante. Familia que reza unida permanece unida, incluso
más allá de los grandes cracs.
Al primer ministro británico, señor Wilson, ya saben ustedes que
quisieron salpicarlo hace poco con la complicidad en un negocio sucio.
Willy Brandt ha caído por un asunto de espionaje. De lo de Nixon qué les
voy a contar. Mitterrand, durante la campaña electoral, acusó a Giscard, por
persona interpuesta, de estar financiándose su propaganda con dinero del
Estado, del pueblo. Los políticos y los financistas vuelven a tener las manos
sucias, ¡ay! La especulación del suelo, en Madrid, es un asunto que el día
que explote va a ser un verdadero espectáculo de luz y sonido. Y así con
todo.
Que el capitalismo ha perdido la vergüenza. ¿Pero es que existía la
vergüenza capitalista? Tiene uno la sensación de que anda el dinero en
torno, de acá para allá, se huele el tráfico oscuro de los billetes en la
sombra, se intuye que algo pasa, que algo está pasando, que algo va a pasar.
La Bolsa de Madrid flojea y más va a flojear si los de la pasta siguen
pegando petardos. El otro día he estado en un coloquio sobre las subastas de
arte. El negocio del arte, hoy, en Madrid, es una de las cosas más sibilinas y
curiosas. Se trata de comprar un Foujita por la mañana en ochocientas mil
pesetas y de venderlo por la tarde en millón y medio. Al mismo tiempo,
unos pobres chicos andan por las casas vendiendo reproducciones de
Picasso para ayudar a los niños mongólicos. El arte ha sido prostituido y
puesto al servicio de todas las causas, de las buenas y de las malas. Juana
Mordó, la gran promotora de arte, nos contaba a qué niveles está llegando el
comercio de la pintura en la ciudad. Me dicen que lleva usted ciertos
electrodomésticos a reparar una pequeña avería y se los devuelven con una
avería mucho mayor, para pasarle la gran factura u obligarle a comprar otro.
El capitalismo, sí, se está devorando a sí mismo, pero con un buen apetito
que empieza a ser alarmante.
Una vez se me ocurrió sugerir el crac de una gran empresa. Me echaron
encima todo el aparato legal de su despacho de abogados y sus consejeros
jurídicos. Tuve que envainármela. Al poco tiempo se producía el hermoso
crac humildemente pronosticado por mí. Una cantante española acaba de
denunciar el negocio del disco, los oscuros caminos por los que se llega a
imponer un cantante, una marca, un éxito. Me parece que a esa chica le
sobra intelecto, y ya dijo Machado que el intelecto no canta. La pobre
dejará de cantar.
Y así con todo. Me explicaba un enterado y experto (los expertos en
portuguesismo o teorizantes del monóculo proliferan ahora en Madrid):
—Mire usted, a la oligarquía portuguesa ya no le interesaba seguir
siendo un país aislado, sacrificar su parentesco europeo por la guerra de las
colonias, los diamantes y los negritos. Por eso han dado el golpe, han
erigido a Spínola para que lo diera.
Bueno, dicen que eso está pasando en todas partes. Lo que quiere la
oligarquía es comerciar, claro, y para eso puede volverse contra sus propias
ideas, si es que las tenía, por más que los profetas en el desierto de la
nostalgia levanten la voz y peguen los gritos de ritual. Esto es como las
relaciones comerciales con Rusia. Antes de que tuviéramos aquí una oficina
comercial soviética, algunos grandes y agresivos empresarios españoles
estaban ya comerciando con Moscú. Sara Montiel, Raphael y Luis Miguel
Dominguín fueron la avanzada o la cobertura folklórica de una realidad en
especies que se estaba produciendo. Lo que pasa es que uno es partidario
del milagro, aunque lo haga el diablo o lo haga Spínola, que para muchos
debe ser así como un diablo con monóculo y traje de paracaidista. No faltan
articulistas que nos presentan lo de Portugal como una advertencia, pero
como una advertencia contra Spínola, como si el general se propusiera
invadir este lado de la raya. El que se finge fantasma acaba siéndolo, como
decían los árabes antes del petróleo, de modo que vamos a jugar un poco a
la fantasmagoría de la apertura, la participación, el europeísmo y el
asociacionismo, al teatro dentro del teatro. Calumnia, que algo queda.
Participa, que algo queda, digo yo volterianamente. Y esto no es una
invitación a participar ni a entrar en la intelectual integration (donde se han
metido algunos incluso con demasiada prisa), sino una sencilla táctica que
consiste en dejar correr el agua que no has de beber, hasta que puedas
traértela a tu propio molino. El dinero está metido en un lío, eso se ve claro.
A ver si hay alguien que sepa aprovechar el momento. Hasta el dinero, a
veces, se cansa de ser tan de derechas.
De cintura para arriba

El aperturismo, el destape, la participación y el asociacionismo son una


cosa de cintura para arriba. Carmen Sevilla, una veterana, y Amparo
Muñoz, “Miss Universo”, una novata (no me atrevo a escribir novicia) se
destapan y se desmadran de cintura para arriba en sendas películas
nacionales que ahora se dan en Madrid.
El personal, el madrileño silencioso, entra en el cine, espera el momento
de la eclosión y, una vez que se ha producido, unos doscientos o trescientos
espectadores abandonan la sala silenciosa y respetuosamente. No han ido
allí a ver una película, sino a rendir homenaje a los encantos siameses de las
bellas. Saben que la cosa no se va a repetir a lo largo de la cinta, porque se
lo ha dicho un amigo y porque eso sería demasiado para el país. Decía don
Jacinto Benavente que en el teatro hay que repetir las cosas tres veces,
porque si no el público no se entera. Pero Carmen Sevilla no debe repetir
tres veces su exhibición en una misma película, porque corremos el peligro
de que el público se entere demasiado y pida más, más, como cuando la
Chelito se sacaba un encanto y el personal pedía el otro, y un día salió la
madre de la artista y gritó:
—¿Y para qué quieren ver el otro, si es igual que éste?
La madre de Carmen Sevilla no ha aparecido por el cine, hasta ahora,
que se sepa, para moderar los ardores del taquillaje, ni tampoco la madre de
Amparo Muñoz, porque las madres de hoy en día están muy prudentes y
muy europeas, y no se desenganchan de la apertura del señor Arias como
don Blas Piñar, y eso que don Blas tiene la suerte de no contar con una hija
destapista en el cine. Bueno, todo el proceso de aperturismo madrileño se
está haciendo en Madrid de cintura para arriba. En uno de los cines donde
las citadas bellas se liberan de su cruzado mágico, un satírico de platea
gritó:
—Bueno, pero qué es esto.
Y el cine reía.
Por lo demás, no pasó nada. La gente se hace a todo.
Y ésta es la gran decepción de los apocalípticos (que al mismo tiempo
suelen ser integrados e integristas): el comprobar que ni las carnes adultas
de Carmen Sevilla —rosas de otoño, de este otoño—, ni las carnes silvanas
de Amparo Muñoz, lirios de no sé qué primavera política, conmueven las
estructuras ni modifican la historia de España.
Se ha exagerado mucho la seducción de la mujer y la seducción de la
democracia. Decía Oscar Wilde (tuvo que ser él): “Puedo resistirlo todo,
menos la tentación”. Pero a los españoles se nos enseña desde siglos a
resistirlo todo: desde el hambre a las tentaciones. Hace poco un ingenio de
izquierdas, joven, se quejaba de cierta persecución inquisitorial ante un
ingenio de derechas, maduro:
—Nada, que quieren llevarme al cielo a patadas.
—No vayas —dijo el viejo.
Porque los ingenios suelen entenderse siempre, por encima o por debajo
de sus diferencias. A los españoles en general y a los madrileños muy en
particular (tengamos en cuenta que el pueblo madrileño es el pueblo-
cobaya, el que el poder tiene más a mano para sus experiencias) nos quieren
llevar a no se sabe dónde, si no a patadas, sí a empujones tiernos y órdenes
de disuélvanse. De modo y manera que bastante tenemos con esta apertura
de cintura para arriba. Las asociaciones, por ejemplo: las asociaciones van a
ser políticas, pero dentro de la política de curso legal. O sea, de cintura para
arriba. Una asociación política es un partido político visto sólo de cintura
para arriba, en su parte externa, presentable y legalizada. De cintura para
abajo, por debajo de la línea de flotación, queda prohibido lo que la
asociación, como el mamífero, como el partido político, tienen de
inconfesable: a saber, los oscuros instintos igualitarios y de lucha de clases,
los impulsos libertarios y sexuales, la erótica de la erótica, frente a la erótica
del poder, y la mitad en sombra de la criatura. Lo irracional, lo intuitivo, lo
profundo, el sello freudiano, todo eso. Y todo eso, en general, está mal visto
y es de mal gusto.
Contrasta este destape de nuestras bellas, de cintura para arriba, con el
destape de los obreros españoles en Francia, los que han ido a vendimiar,
los cuales, según denuncia de Mundo Diario, son examinados médicamente
en cueros vivos, en perneta pura y en conjunto, unos con otros, padres e
hijos, viejos y jóvenes, como en la cría caballar, en la remonta o en “rapa
das bestas” galaica, magistralmente contada por Cunqueiro en esta revista.
Mientras los ortodoxos del destape estudian trentinamente si el destape
de las exquisitas debe ser de cintura para arriba o de esternón para abajo,
nuestros braceros, nuestros viñadores de última hora, nuestros humildes
mercenarios en Francia tienen que hacer un destape total e incondicional,
con el que no contaban, para lograr trabajo, y ahí no llegan los rubores de la
censura, ni siquiera llega la directora de Playgirl, que anda por el mundo
buscando machos para darlos desnuditos y en hueco en su revista.
Porque he leído el otro día que esta liberada dama va por ahí a la caza
de modelos masculinos que quieran encuerarse para deleite de las lectoras.
¿Cómo no se ha enterado la directora de Playgirl de que en el sur de
Francia hay una exhibición diaria y masiva de carne obrera y masculina,
española para más precio, y gratuita? La única redención que les espera a
nuestros jornaleros, ya que España no parece que pueda o quiera hacer
mucho por ellos, es que Playgirl les descubra y les quite de vendimiar uvas
al francés para ponerlos de discóbolos con una botella de whisky en el
desplegable de su liberada publicación.
Bueno, los políticos, las actrices y la mayoría silenciosa, como no
tenemos que vendimiarle las uvas a nadie, nos destapamos ideológicamente
de cintura para arriba, exhibimos un busto aperturista, centrista y
desarrollista, aunque no se sepa el cargamento que llevamos, como los
buques, bajo la línea de flotación. Y lo dejo para irme al cine, que es la hora
en que Amparo Muñoz libera sus gracias veracundas, primaverales y
ecuménicas, con permiso de un novio aperturista que se llama Máximo
Valverde. Qué tío.
La apertura ha terminado

Lo ha dicho Ignacio Camuñas: “La apertura ha terminado”. La apertura ha


sido una alegre locura primaveral, por lo que se ve, y ya ha dado fin. Ahora,
con el calor, los sprays y la fanta fresca, ya no hace falta la apertura.
“Apertura necesaria” se titula un artículo de Florentino Pérez Embid en
la prensa madrileña de estos días. Lo bueno que tiene o que tenía el término
apertura es que es un término reversible, laxo, utilizable por unos y otros.
Cada cual habla de la apertura según le va en ella y cada hijo de vecino
político habla de la apertura tal y como él la entiende o la quiere. Parece
que Torcuato Luca de Tena tenía un discurso sobre la apertura para
soltárselo al ministro del ramo —¿por qué no crear un Ministerio de
Aperturas?— en el banquete de los Mariano de Cavia, pero el ministro no
fue al banquete —suponemos que no por miedo al discurso— y el texto
anda por ahí, en bocas y decires. Es como cuando Quevedo le metió su
panfleto al rey debajo de la servilleta. Torcuato ha querido jugar a don
Francisco de Quevedo, pero como los poderosos están más atareados que
antes, casi nunca tienen tiempo de desdoblar la servilleta y enterarse de lo
que hay dentro.
El cierre de la revista Por Favor, que no era sino un discreto ensayo de
la prensa terrible que se hace en Francia, sin ir más lejos ni más a la
izquierda, así como otros cierres y clausuras, parece dar por oficialmente
terminada la apertura. Los de Por Favor me invitaron a una comida que
daban en Barcelona para celebrar la suspensión y la multa, y he sentido no
poder asistir, porque este ágape tenía para mí el significado mortuorio de las
comidas de duelo. Estaba de cuerpo presente el cadáver de la apertura,
embalsamado por el mismo doctor japonés que va a embalsamar el cadáver
de Perón, para que repose eternamente junto al de Evita Duarte, en una
nueva versión de los hispánicos amantes de Teruel. (Tonta ella y tonto él,
añadía la crueldad popular.)
A mí me parece que está bien así. Don Ricardo de la Cierva, que es un
historiador concienzudo, ya estableció hace meses su teoría de las aperturas
sucesivas. ¿Quién ha pensado que la apertura es una cosa para siempre? Si
don Ricardo lo había pensado, lo lamento por su ingenuidad. La apertura es
una especie de vacaciones pagadas que algunos sistemas conceden a los
productores ejemplares y aplicados.
Pero luego se terminan las vacaciones ideológicas a cargo del Seguro y
hay que volver a casa y pensar como siempre. Por otra parte, como digo, en
verano no hace ninguna falta la apertura. Basta con la barbacoa en la playa.
Estoy seguro de que si se hiciese un referéndum entre todos los españoles
—si algo falta aquí son más referéndums—, dándoles a elegir entre la
apertura o la barbacoa, la mayoría silenciosa y aplastante iba a optar por la
barbacoa, que es una cosa práctica, estimulante, divertida y alimenticia,
mientras que la apertura no se sabe muy bien lo que es.
Italo Calvino, en una novela corta, cuenta una jornada electoral en un
asilo italiano de tontos, locos, viejos y monjas. Toda una farsa esperpéntica
de la democracia. No es que los españoles seamos todos tontos, locos,
viejos y monjas, pero me parece que la democracia entre nosotros iba a
resultar una cosa de asilo, una fiesta de la incongruencia, porque casi todo
el mundo está tullido o tarado políticamente y ha vivido dentro de una
subnormalidad o mongolismo ideológicos que le inhabilitan para llenar la
papeleta. —¿Entonces, usted es de los que creen que no estamos
preparados?
—Yo soy de los que no creen.
A cambio del cierre de la apertura, tenemos el turismo, que este año es
menos, y eso que salen ganando los cuadros del Museo del Prado, que se
estaban borrando de tanto visiteo, según ha dicho Maurice Strong, director
ejecutivo de los programas de las Naciones Unidas para los problemas del
medio ambiente, que ha venido a Madrid a echar un vistazo. Dice que en
los últimos veinticinco años el Prado ha sufrido más daños que en toda su
historia, lo que prueba que la apertura es mala y que los extranjeros le han
echado su aliento laico a los óleos y los han corrompido.
Pero en cambio podemos dar la vuelta al mundo rellenando un cupón —
y pagando unos travellers, supongo— según nos anuncian las agencias de
viajes, de modo que siempre cabe irse por ahí hasta que nos anuncien que
viene otra apertura.
La apertura no está sólo en la apertura, claro. Está en todo. Está en los
viajes, como digo, en la televisión en color, en la vida misma. Más que estas
periódicas y frustradas aperturas oficiales, me interesa a mí la apertura real
de la vida española, ver si a la gente se le abre la mente y el alma, pero
cuando los viandantes madrileños hacen cola ante un escaparate para ver la
“tele” en color, comprendo que el mensaje macluhaniano no es el medio de
educar a la gente. La “tele” en color da un colorín como el de Debía, la
virgen gitana, aquella apoteosis cromática y folklórica del primer tecnicolor
español, en el cine. Da, en fin, el color de España, y las corridas de toros y
las colocaciones de primera piedra o las bendiciones de pantano quedan
mucho más propias así que en blanco y negro. La “tele” ha acertado con el
color de España, de la España de charanga y pandereta, sin aperturas ni
coñas. Hay quien dice que ese color hay que mejorarlo y que ya se afinará
más, pero yo creo que cuando hay que ver la televisión en color es ahora,
que es cuando tiene el exceso de cromo que le va a España, el reborde
granate, amarillo, morado, el lujo de tortilla de patata con mucha patata que
le va a nuestras cosas, trátese de la inauguración de un pantano o de la
corrida de la Beneficencia.
¿De qué color era la apertura? No hemos podido saberlo porque apenas
hay televisores en color. Los estudios de mercado calculan que unos
veinticinco mil receptores van a salir al mercado y a venderse rápidamente,
en la primera ofensiva del color. Esos veinticinco mil españoles —una
inmensa minoría juanramoniana— son los que van a ver por la “tele” el
color exacto de las próximas aperturas. Al fin y al cabo, los mismos de
siempre. Los demás seguiremos sin saber de qué va. Pero como los
americanos han multiplicado el valor del oro y nosotros tenemos muchas
reservas —sin contar con lo que se llevó a Moscú la canalla internacional
—, podemos hacer frente a la falta de turismo, al retorno de los trabajadores
en el extranjero, etc., y planear nuevas aperturas de primavera o de
entretiempo. Iba distraído por la calle y he creído leer en un cartelón: “Ya es
apertura en El Corte Inglés”.
FRANCISCO UMBRAL (Madrid, 1932 - Boadilla del Monte, 2007).
Fruto de la relación entre Alejandro Urrutia, un abogado cordobés padre del
poeta Leopoldo de Luis, y su secretaria, Ana María Pérez Martínez, nació
en Madrid, en el hospital benéfico de la Maternidad, entonces situado en la
calle Mesón de Paredes, en el barrio de Lavapiés, el 11 de mayo de 1932,
esto último acreditado por la profesora Anna Caballé Masforroll en su
biografía Francisco Umbral. El frío de una vida. Su madre residía en
Valladolid, pero se desplazó hasta Madrid para dar a luz con el fin de evitar
las habladurías, ya que era madre soltera. El despego y distanciamiento de
su madre respecto a él habría de marcar su dolorida sensibilidad. Pasó sus
primeros cinco años en la localidad de Laguna de Duero y fue muy
tardíamente escolarizado, según se dice por su mala salud, cuando ya
contaba diez años; no terminó la educación general porque ello exigía
presentar su partida de nacimiento y desvelar su origen. El niño era sin
embargo un lector compulsivo y autodidacta de todo tipo de literatura, y
empezó a trabajar a los catorce años como botones en un banco.
En Valladolid comenzó a escribir en la revista Cisne, del S. E. U., y asistió a
lecturas de poemas y conferencias. Emprendió su carrera periodística en
1958 en El Norte de Castilla promocionado por Miguel Delibes, quien se
dio cuenta de su talento para la escritura. Más tarde se traslada a León para
trabajar en la emisora La Voz de León y en el diario Proa y colaborar en El
Diario de León. Por entonces sus lecturas son sobre todo poesía, en especial
Juan Ramón Jiménez y poetas de la Generación del 27, pero también Valle-
Inclán, Ramón Gómez de la Serna y Pablo Neruda.
El 8 de septiembre de 1959 se casó con María España Suárez Garrido,
posteriormente fotógrafa de El País, y ambos tuvieron un hijo en 1968,
Francisco Pérez Suárez «Pincho», que falleció con tan sólo seis años de
leucemia, hecho del que nació su libro más lírico, dolido y personal: Mortal
y rosa (1975). Eso inculcó en el autor un característico talante altivo y
desesperado, absolutamente entregado a la escritura, que le suscitó no pocas
polémicas y enemistades.
En 1961 marchó a Madrid como corresponsal del suplemento cultural y
chico para todo de El Norte de Castilla, y allí frecuentó la tertulia del Café
Gijón, en la que recibiría la amistad y protección de los escritores José
García Nieto y, sobre todo, de Camilo José Cela, gracias al cual publicaría
sus primeros libros. Describiría esos años en La noche que llegué al café
Gijón. Se convertiría en pocos años, usando los seudónimos Jacob
Bernabéu y Francisco Umbral, en un cronista y columnista de prestigio en
revistas como La Estafeta Literaria, Mundo Hispánico (1970-1972), Ya, El
Norte de Castilla, Por Favor, Siesta, Mercado Común, Bazaar (1974-1976),
Interviú, La Vanguardia, etcétera, aunque sería principalmente por sus
columnas en los diarios El País (1976-1988), en Diario 16, en el que
empezó a escribir en 1988, y en El Mundo, en el que escribió desde 1989 la
sección Los placeres y los días. En El País fue uno de los cronistas que
mejor supo describir el movimiento contracultural conocido como movida
madrileña. Alternó esta torrencial producción periodística con una regular
publicación de novelas, biografías, crónicas y autobiografías testimoniales;
en 1981 hizo una breve incursión en el verso con Crímenes y baladas. En
1990 fue candidato, junto a José Luis Sampedro, al sillón F de la Real
Academia Española, apadrinado por Camilo José Cela, Miguel Delibes y
José María de Areilza, pero fue elegido Sampedro.
Ya periodista y escritor de éxito, colaboró con los periódicos y revistas más
variadas e influyentes en la vida española. Esta experiencia está reflejada en
sus memorias periodísticas Días felices en Argüelles (2005). Entre los
diversos volúmenes en que ha publicado parte de sus artículos pueden
destacarse en especial Diario de un snob (1973), Spleen de Madrid (1973),
España cañí (1975), Iba yo a comprar el pan (1976), Los políticos (1976),
Crónicas postfranquistas (1976), Las Jais (1977), Spleen de Madrid-2
(1982), España como invento (1984), La belleza convulsa (1985),
Memorias de un hijo del siglo (1986), Mis placeres y mis días (1994).
En el año 2003, sufrió una grave neumonía que hizo temer por su vida.
Murió de un fallo cardiorrespiratorio el 28 de agosto de 2007 en el hospital
de Montepríncipe, en la localidad de Boadilla del Monte (Madrid), a los 75
años de edad.

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