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TRES

APROXIMACIONES
A CAMILO JOSÉ
CELA

ELOY E. MERINO
Las primeras versiones de los tres ensayos aparecieron en las siguientes publicaciones:

Ojáncano 16 (1999): 3-28. [La violencia...]

Letras peninsulares 15.2 (2002): 303-320. [Galicia...]

La obra del literato y sus alrededores: estudios críticos en torno a Camilo José
Cela. Edited by Eloy E. Merino and Carlos X. Ardavín. Iria Flavia: Universidad
Camilo José Cela, 2006. 233-252. [La representación...]

© 2021 Eloy E. Merino


eemerinobrito@gmail.com
Todos los derechos reservados

Portada: C. Povaws
Edición: H. Viulech
Índice

La violencia falangista como alegoría en La familia de Pascual Duarte 1

Galicia, tamizada y resuelta por Camilo J. Cela en su trilogía 26

La representación de José Antonio por el joven periodista Cela:


el deber y su performance 55

Para citar de la presente compilación (sugerencia):

Merino, Eloy E. Tres aproximaciones a Camilo José Cela. 2021, página(s). www.scribd.com.
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La violencia falangista como alegoría en La familia de Pascual Duarte

“La biografía de Pascual esconde una interpretación de nuestra historia y de nuestra sociedad”
(Osuna 89). Este crítico se sorprende en 1979 de cómo todavía nadie parece ver en el
arrepentimiento de Pascual unos supuestos políticos, reflejos del triunfalismo franquista, y por lo
general se insiste en la purificación personal, metafísica, de sus instintos criminales. De manera
paradójica, la aparente despolitización de Pascual apunta a la evidente ‘politicidad’ de la narración,
dadas las incongruencias que Osuna documenta (86-7). Se localiza la moraleja, según su análisis,
en tres posibles lecturas: la primera figura a Pascual como el símbolo-monstruo de las maldades
republicanas. “Más sagaz” la segunda, se haría a la sociedad republicana responsable de su engendro
(Osuna 93). La tercera lectura expande la anterior, y estribaría en interpretar este producto como
colofón y resultado de todas las sociedades que han hecho degenerar a España lentamente. Así
Pascual reuniría en sí (y el asesinato de su madre lo justifica) todo lo aberrante de siglos de ineptitud
y decadencia, que ahora, con su muerte ejemplar, se limpia en España, posibilitando la renovación
falangista y católica. Claudia Schaeffer desarrolla precisamente la última lectura en su análisis,
complementando las otras.

Este estudio plantea una cuarta posibilidad, basada en una resonancia más específica para la
conducta de Pascual, asociándola con un concepto primario de la ideología fascista en España, la
violencia. Es perceptible que la brutalidad de Pascual funciona en el texto de La familia como uno
de sus principales ideologemas, válido y en uso en la época en que se practica, en la España del más
o menos recién instaurado franquismo. Es una de las protonarrativas, en el contexto político cultural
del texto de Cela, que anteceden a su estructuración. Es posible interpretar esa brutalidad de Pascual
no como aquella parte de la balanza que sirve de contrapartida necesaria para su inevitable e
imprescindible condena y redención (una de las tesis de Schaeffer), sino como la elaboración
poético-estética del ideal masculino, macho, de la Falange, en un medio tan tradicionalmente
inclemente como el rural español. Pascual no fungiría entonces como el chivo expiatorio de su
comunidad, sino como aquel sujeto elegido que va desarrollando paulatinamente una lógica del
crimen para esa comunidad, que, iniciada en la muerte de la perra, concluye en el asesinato de su
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madre. Lo que tiene en común el texto de Cela con otras novelas fascistas transparentemente
violentas –como las de Rafael García Serrano, José María Alfaro y Luys Santa Marina– es la
inspiración ideológica falangista, que en el primero está inserta de manera oculta, tras y en un
itinerario ritual y metaforizado de iniciación, donde el converso va asimilando el espíritu de la
violencia gradualmente, del animal a la madre, con la muerte de la cual llega a la ‘excelencia’: Así,
aunque el sacrificio de la perra ocurre después de la puñalada propinada por Pascual a Zacarías, el
narrador coloca su descripción al inicio. Las muertes se van espesando: del perro pasa a la yegua,
de ahí a casi matar a un hombre, después a matarlo, para acabar su ciclo narrativo con el asesinato
de la madre. Del acto sádico, algo común, al crimen inmenso y definitorio, excepcional.

La literatura de inspiración falangista desarrolló, por medio de los autores antes mencionados y otros
narradores afines, “una mística de la violencia, íntimamente ligada con el pensamiento del
nacionalsocialismo alemán, que produjo novelas en las que se glorificaron las palizas, las
violaciones, las crueldades y cualesquiera otros tipos de actos que subrayaran la fuerza física, la
‘hombría’ y el desprecio a la vida” (Urrutia 74).

Podría hallarse, postulo, una alegoría en la metamorfosis de Pascual, una interpretación


–construcción autorial ya presente en el texto, que a su vez necesita de otra interpretación para
revelar su carácter político. Del mismo modo que para Schaeffer el texto alude a este campesino que
se torna monstruoso para justificar el anudamiento redentor, y con ello darse al lector franquista una
moraleja o una advertencia, también en la progresión de la violencia en Pascual, previo a su arreglo
espiritual, posibilitaría verse una especie de prontuario del bárbaro que el régimen necesitaba para
tratar a los vencidos y disidentes.

Para la exposición sobre el tema de la violencia en La familia, siguiendo la vertiente alegórica que
he sugerido antes, voy a servirme del esquema estructural que cita Jorge Urrutia en su libro (119).
Según el mismo, en los cinco eventos más violentos que este crítico reconoce en la novela –los
sacrificios de los dos animales, la muerte de El Estirao, el apuñalamiento de Zacarías, y el asesinato
de la madre–, se repite un ordenamiento narrativo compuesto por cuatro estadios: existe una
situación estética que sirve de preludio, tras la cual aparece un incremento de la “intensidad
emocional interna”. Llega a su turno después la violencia, desencadenada “súbita, en espasmos”
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(119), sólo para concluir el evento con el retorno de la calma, la distensión. El preámbulo es, en
todos los casos, lo más extenso de entre las cuatro etapas del acto violento. La fase donde se sucede
el crescendo del hecho sangriento también posee una similar prolongación narrativa. El clímax es
muy conciso; la tregua que sobreviene también es breve y tensa, y, por lo general, se sugiere mucho
más de lo que se expresa. Cuando Pascual relata el ataque a Zacarías o las muertes de los otros
siempre concluye con puntos suspensivos. Esto no sucede, empero, cuando despacha a los animales.

El preámbulo estético se hace más extenso a medida que la víctima potencial gana en significación.
Se dedican unas veinticinco líneas de texto para preparar al lector para la muerte de la Chispa, la
perra, mientras que para llegar al matricidio, escena cumbre de la narración de Pascual, se intercalan
cerca de cinco páginas (La familia 186-90; cuando no se especifique la fuente, se entenderá que la
cita procede de la novela). Si la ficción de Cela fuera medio para construir una moraleja, o para
ilustrar la maldad de la república, y el ejercicio ejemplar de la justicia falangista, estos preparativos
narrativos de Pascual serían algo contraproducentes. Hay una justificación implícita o explícita en
cada uno de ellos –sobre todo en el caso de la madre– y este detalle opera para humanizar
ciertamente a Pascual, antes de cada crimen. Si el propósito del narrador es presentarse bajo las luces
más siniestras, estos preámbulos les restan dramatismo a las escenas de muerte, sin embargo, pues
las hacen más tolerables, eliminan algo de la culpa del Pascual, y a la postre lo tornan menos
malvado.

La consideración anterior conduce a vincular esas situaciones estéticas con lo que presagian, en una
visión de conjunto, para dilucidar el cometido de esos prefacios de corte lírico, moralizador, o
especulativo, y la función que cumplen en la narración de Pascual respecto a la imagen aproximada
del primer lector de la novela, el lector español de 1942. Cela escribe para los suyos, los vencedores,
y para los otros, los vencidos. La recepción de los cinco actos de violencia opera con distingos.
Sabemos que el autor es excombatiente y miembro del partido falangista, lo que posiciona su
mensaje; él escribe desde la perspectiva de los vencedores.

Otro famoso autor, Ernesto Giménez Caballero, también identificado con el nuevo orden en el país,
llamó al autor de La familia el “genial vaticinador de una España terrorista” (215), y cuenta cómo
Cela fue a llevarle un ejemplar de La familia, y su decisión de comentar positivamente la novela en
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la revista Lazarillo de 1943, gentileza que el autor le recordó con una nota en 1962, expresándole
su gratitud por el acertado “diagnóstico” del Pascual. Comparando La familia con un relato de Cela,
«El capitán Jerónimo Expósito» [1943] –que relata la leva particular que hace un militar entre los
parroquianos de Almendralejo, para formar una banda de malhechores que fuera en pos de la gloria
y el dinero– Giménez Caballero había escrito el mismo año que ambos eran síntomas alucinantes de
la guerra. Pascual y Jerónimo son gánsters a la española, bandoleros, subvertidos, excombatientes
(214). Además de ellos, otros personajes de Cela en cuentos tempranos, como Joaquín («El
misterioso asesinato de la Rue Blanchard», de 1941) y Serafín («El bonito crimen del carabinero»,
de 1945), han pertenecido al ejército o han estado vinculados a lo militar. Jerónimo ha “perdido un
ojo de la cara por la patria” (Giménez 231). Joaquín había sido sargento de infantería y guardia
municipal, entre otras cosas. Serafín guerrea en Cuba. Ha tenido el mismo Pascual siquiera
participación en los “quince días de revolución que pasaron sobre su pueblo”, durante los cuales
asesina al conde de Torremejía. Se sugiere que se ha alistado en uno de los bandos; cuando lo
ejecutan ha sido ‘excombatiente’, que es la definición que dio de él Giménez Caballero en 1943,
haciéndolo de los suyos.

Para ellos, los ganadores, de la guerra, el texto de Cela ha de parecer un acto de competencia
militante, un código literario de inteligencias, una aplicación alegórica de los valores comunes,
recordatorio entusiasta, programa de acción, instancia celebrante. Todo a la vez. Para el vencido, la
lectura o progresión de Pascual a través de su brutalidad, funciona más bien como un acto de
instrucción en reverso, y de advertencia. Se le instruye a este lector sobre la verdadera madera del
ser falangista, se le enseña cómo se hace o construye un fascista, a los extremos a que puede llegar
en su rito de iniciación; y al mismo tiempo, con los mismos instrumentos que en el lector potencial
se interpreta lo anterior, se desliza una prevención, un apercibimiento de la amenaza latente. Así, La
familia puede obrar como una apología de la violencia justificada, como un canto a su necesidad,
llamado de atención o alerta vigilante sobre los presupuestos que hicieron, y hacen en 1942, posible
la victoria actuante del bando nacionalista –el terror oficial.

La alegoría es un retardador del efecto, un velo que el narrador Pascual incorpora entre el
significante y su significado, obstaculizando el camino hacia la verdad del texto, disfrazando sus
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intenciones, sublimando su historia con el ropaje de la excepcionalidad. La alegoría, como cualquier


otro discurso, también habla en el ágora, en la plaza pública, pero lo hace de otra forma,
misteriosamente, revelando su secreto solamente a los iniciados, dejando a los demás en la relativa
ignorancia (Teskey 123). Como tal, es asimismo discurso político. Ese misterio no tiene que ver con
el significado velado, sin embargo. “Meaning in political allegory comes forward to entangle itself
in the veil, leaving behind something more profoundly obscured”. Lo que intenta esconder el
discurso que incorpora la alegoría, es el cuerpo, la fuente, no tanto así su resultado. Cuando el otro
significado se revela al lector, este cuerpo queda desnudo, y se le hace asumir la responsabilidad por
su lección, ahora interiorizada y aprendida. “There is, therefore, no safety in the voice [that speaks
through allegory]. Because the body is liable to retributive violence [...] political speaking is always
a speaking at risk” (Teskey 132; el subrayado en el original). Cuando se localiza en el ágora al
cuerpo que emite la voz de ese discurso, se implica de inmediato una toma de posición en los temas
que la interpretación descubre. La alegoría brinda a la voz de ese cuerpo el poder de herir sin riesgo
inmediato, y la adquisición de un espacio responsable en el ágora sin demasiado costo personal. “In
speaking from the body the voice risks, and in speaking for the body it cares” (Teskey 146). Es decir,
para el lector cómplice, el vencedor en la Guerra Civil, la alegoría en La familia es tanto una
contraseña (it risks) como la elaboración artística de un pensamiento compartido (it cares).

La sencillez y la serenidad en el obrar eran méritos del militante falangista y enmarcan en el texto
de Cela aquellas cinco escenas de muerte referidas. En un pasquín del S.E.U. reproducido en el ABC
(20-v-1939, p. 13), «La universidad de Falange Española Tradicionalista y de las J.O.N.S», se lee:
“Estos valores [nacionales de la universidad] –subversivos y edificantes– residen, ante todo, en el
acatamiento a una jerarquía y una disciplina; en el sentido alegre y el desinteresado sacrificio. En
esas seis virtudes falangistas – obediencia y alegría, ímpetu y paciencia, gallardía y silencio– que nos
hacen ser de otro modo que los demás. Tener un estilo impar e inimitable”.

A partir de una reflexión lírica Pascual procede a matar, y después que lo hace restablece el tono
inicial con una frase o un comentario de impasibilidad casi involuntario. Circunscritos así, sus
crímenes son actos poéticos, naturales. Para relatarnos el sacrificio de la perra, testigo mudo e
irracional de sus anteriores acciones, Pascual procede desde una manifestación sobre el carácter
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masculino de la cacería, narrado en una combinación de tiempo pretérito e imperfecto (“la pesca
siempre me pareció pasatiempo poco de hombres, y las más de las veces dedicaba mis ocios a la
caza”, 63), hasta describirnos a la Chispa, exclusivamente en el imperfecto, reforzando con ello el
tono descriptivo, tranquilo de su narración. El lector ni por asomo puede sospechar lo que se avecina,
y el autor lo sabe. Pero para Pascual, el narrador, no hay motivo para cuidados; él procede a lo
natural, instintivamente.

Primero se consigue la identificación del lector con el animal, por medio de una imagen tierna y
simpática del mismo (63-4), donde está presente el uso del diminutivo cariñoso (“perrilla”). Pero de
repente, un día cualquiera, la perra deja de parecer una amiga, al atreverse a mirar a su dueño “como
si no me hubiera visto nunca, como si fuese a culparme de algo de un momento a otro, [un] mirar,
como un clavo, [el] del animal” (64). En una sorprendente afirmación que se enlaza directamente
con el final, cuando Pascual es atormentado por los ministros de la Iglesia que buscan su
arrepentimiento y compara la mirada de la perra con la del confesor, escrutadora y fría, como la de
los linces. Pascual entonces no sabría de su futuro en la cárcel, pero ahora que está en ella, esperando
por su propia muerte, puede completar la personificación de la perra un tanto más, haciéndola fiscal
de Dios, justificando su inmolación, que en el pasado de su relato pudiera haber resultado irracional.
No necesita más que su imaginación para ver en ella a un enemigo. El animal es su enemigo.
Sobreviene un crescendo dramático que se resuelve prontamente, no sin que medien otras alusiones
a su virilidad, que de pronto parece amenazada. Se sugiere incluso un paralelismo con el placer que
antecede a la eyaculación. Dice Pascual que un temblor recorría todo su cuerpo; “parecía como una
corriente que forzaba” por salírsele de la piel de los brazos. El pitillo se le había apagado y la
escopeta yacía pronta, dispuesta, como el miembro erecto, “de un solo caño [que] se dejaba acariciar,
lentamente, entre mis piernas”. El desafío le calienta la sangre, o el deseo “de tal manera que se veía
llegar el momento en que tuviese que entregarme” (64-5). La intensidad del momento se representa
por el calor ambiental del bosque, que se puede traducir por la tensión corporal previa al desahogo.
Pascual está inmerso en el placer de matar-amar, la “alegría-a-muerte” de Pedro Laín Entralgo (419),
con los ojos entornados y dominados por el mirar fijo de la víctima.
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Llega el clímax. “Cogí la escopeta y disparé”. Para probar su virilidad, su reciedumbre, o su


determinación, dispara dos veces. La sangre que despide el cadáver del animal cumple
metafóricamente con las anteriores valoraciones que he sugerido. El modo en que Pascual narra el
desangramiento de la Chispa restablece el tono lírico del inicio, al referirse al cromatismo y a la
consistencia de la sangre, “oscura y pegajosa”, y al constatar la lentitud de su recorrido, pues “se
extendía poco a poco por la tierra”. La sangre también es viscosa, como el semen, abundante, como
cuadra a un hombre como Pascual; y no es una sangre clara porque es la de un enemigo, procedente
de ‘alguien’ que lo ha desafiado.

La analogía entre el acto de matar y el sexual –o más propiamente, el de perpetrar una desfloración
brutal– sugiere al lector que el primero es tan fácil, tan espontáneo, y tan apetecible, como el
segundo. A su vez, mediante la equiparación del instinto criminal con el carnal, se fusionan ambos
en el comportamiento de Pascual, en perversa correspondencia sexo-muerte. Como quiera, en ambas
instancias, en la real y en la interpretada, el campesino vigoriza ante el lector la imagen muy varonil
que sólo líneas antes había traído a colación. La hombría se hace virtud en Pascual por su lado más
peligroso, y ello se anuncia abiertamente, sin tapujos. Los literatos ideólogos de la época favorecen
el exceso de vitalidad en la narrativa falangista, que prefieren y preconizan llena de vigor, de coraje,
de músculos, de vida (Urrutia 50). Esta narrativa trataría sus temas con claridad, rotundez y virilidad.
“El sentido de lo viril es tópico en los críticos de la época. Tiene su origen en el pensamiento fascista
y la glorificación de la violencia. La época exige talentos viriles y una literatura recia, violenta,
cruda, también ‹viril›” (Urrutia 51).

Ausente José Antonio Primo de Rivera, habiendo sido fusilado por los republicanos en 1936, es
Franco quien asume ese puesto del primer macho del país, de quien todos los falangistas y hombres
han de derivar el referente. Se hizo notoria la descripción que hiciera Giménez Caballero del
Generalísimo, cuyo bastón de mando, “su varita mágica” la convierte el apologista en una porra, en
“su falo incomparable”. “Un rasgo de esta estilográfica sobre el papel es superior en energía y
voluntad a la porra, al fusil, a la ametralladora y al cañón mejor disparado” (cit. por Abella, 26). Era
una alusión cínica a la facilidad con que Franco firmaba las frecuentes penas de muerte, para él un
trámite burocrático del gobernar diario. España sólo se movería otra vez con ímpetu en la historia
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bajo el símbolo de Franco. “No sólo porque ve en él su guía providencial, sino porque al cabo de seis
años, ya sabe quién es el HOMBRE (como dice un proverbio gallego con palabras tremendas que no
reproduzco) de paso lento y firme, de entrañas implacables y de rostro impasible” (55; el subrayado
en el original). Un tipo “cesáreo” que no vaciló en la guerra, que no vacila ahora en la paz, y que no
vacilará en lo que venga, cayera quien cayera.

Ese hombre, metaforizado y magnificado en Franco, podría tornarse la descripción del mismo
Pascual Duarte, quien tiene presente su masculinidad como una de excepción y la anuncia a menudo
con firmeza y orgullo. Ya vimos como la pesca le parece un pasatiempo no muy masculino, y así
prefiere emplear sus ratos de ocio en la caza, ocupación que le da cierta fama en el pueblo, de la que
se ufana (63). También le parece acción de maricas besarle la mano al cura don Manuel (84), y sólo
necesita un aviso en ese sentido de Lola, su primera mujer, para dejar de hacerlo. Es su temor a que
los ajenos duden de su virilidad: cuando don Rafael, el amante de la madre de Pascual, patea a su
hermano, Mario, y éste cae al suelo “como muerto y sin sentido, manándole una agüilla que me dio
por pensar que agotara la sangre” (87), Pascual no se atreve a asistir a su hermano por miedo a que
su madre y Rafael piensen de él como de un blando. Le recuerda al lector que la voluntad del hombre
sólo es transigente cuando pequeño (70), porque de adulto está acostumbrado a, y debe, imponer la
suya, como su padre lleva a cabo con él. Pascual es “muy hombre” (79) y así se lo advierte a El
Estirao, quien se pavonea delante de él en su juventud, pero luego va a morir por su mano, para
vengar la muerte de Lola y la deshonra de Pascual. Porque no es de hombres, como piensa, evitar
las puñaladas, herirá gravemente a Zacarías en la trifulca que tienen en la taberna del pueblo (117).
Aquella misma Lola, en la escena después del entierro de Mario, le había ganado la voluntad al
reconocerle su virilidad, mientras la violaba (95). Para luego, después de la muerte de Pascualillo,
el hijo malogrado de ambos, atormentarlo con la idea de que se había convertido en un semihombre,
como Mario. “Estaba como loca, como poseída por todos los demonios, alborotada y fiera como un
gato montés... Yo aguantaba callado la gran verdad. —¡Eres como tu hermano! ...la puñalada a
traición que mi mujer gozaba en asestarme...” (136-7). Sin embargo, justo antes de morir, Lola, quien
por temor a su vehemencia le había ocultado sobre la paternidad de su tercer embarazo, le brinda el
consuelo. “Porque no puede ser, Pascual, ¡eres muy hombre!” (160). El personaje, cuando hace el
segundo aparte en su narración, desde la cárcel, se siente a punto del llanto al rememorar los eventos
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aciagos que lo han llevado al lugar y a su estado, pero se corrige a tiempo. “Muy poco me falta para
llorar... Usted sabe, tan bien como yo, que un hombre que se precie no debe dejarse acometer por
los lloros de una mujer cualquiera” (99).

No casualmente su próxima víctima mortal, aunque otro animal, es una hembra, la yegua que
provoca el aborto de Lola. En esta ocasión la ferocidad de la muerte-violación es aún más intensa,
porque Pascual no se da a anticipar el acto con un preludio descriptivo venturoso, como ha hecho
con la Chispa. El sacrificio del animal es la conclusión de un pasaje particularmente fúnebre, de
poética luctuosidad. El lirismo presente en la narración sí anuncia esta vez algún hecho tortuoso, por
lo que al lector ya no puede tomársele de sorpresa. Menos así, porque Pascual viene de apuñalear
a Zacarías. El episodio abarca el capítulo noveno entero.

Mientras Pascual se acerca a su hogar, narra su estado de ánimo, afín al de la naturaleza que
encuentra a su paso, la cual no está exenta de encanto (119-20). Cuando arriba a la casa, Engracia
le comunica la mala noticia: la yegua ha provocado el aborto de su hijo; ha causado la muerte de un
varón, su heredero. Pascual va en su búsqueda y de nuevo vuelve a insinuarse más o menos
veladamente el erotismo del matar, primero en la fruición del regodeo, cuando el lector percibe
claramente un incremento súbito de la intensidad emocional del relato. “La rabia que llevaba dentro
no me dejó ver claro; tan obcecado estaba que ni me percaté de lo que oía” (121). La yegua-mujer,
percibida del inminente acoso del semental-hombre, se prepara temerosa pero obediente para el
asalto. Pascual enarbola su navaja, instrumento de muerte y cópula. “La yegua se arrimó contra el
pesebre [...] se movía hacia el rincón. Me arrimé; llegué hasta poder darle una palmada en las ancas”
(121). El narrador sugiere el deseo carnal en el animal, que, dice, estaba despierto “como
impaciente”. Mientras se ha ido acercando al animal, Pascual ha repetido varias veces su llamado,
“¡To, yegua!”, anunciándose.

El clímax es repentino y violentísimo. “Me eché sobre ella y la clavé; la clavé lo menos veinte
veces...” (122). Hunde el brazo hasta el codo. La elección del verbo es sintomática, y la yegua es el
objeto directo de la acción; “la clavé”, como si el instrumento de la muerte residiera en Pascual
mismo, reforzando la connotación sexual. Para despejar toda duda en cuanto a esta interpretación
posible, el narrador nos dice al final que el animal no había dicho “ni pío”, limitándose a respirar
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más hondo y más de prisa, “como cuando la echaban al macho”. Agotado Pascual, con “el brazo
dolido”, sobreviene la distensión en la escena. De forma similar al evento de la Chispa, ahora el
narrador parece sorprenderse de las secuelas y parece azorado porque la yegua tiene la piel muy dura,
más dura que la de Zacarías. El matador se pinta a sí mismo cándidamente, como si sólo hubiera
cometido una travesura, y los detalles de la misma fueran más pasmosos que la diablura misma. Con
este truco narrativo Pascual procura sacudirse de toda culpa ante el lector, mostrándose a sí mismo
como un hombre intempestivo, superviril, pero inocentón, no ciertamente el monstruo que el
sacerdote luego va a nombrar, partiendo de sus confesiones, “una hiena” (198).

Es aparente que Pascual procede con gallardía en sus crímenes, poéticamente, con estilo. Como es
sabido, el falangismo se preció desde sus inicios de ser un movimiento donde se aunaban la acción
y la palabra, la alegría y su poesía, en un impulso único:

El impulso mitificador del movimiento fascista, su tendencia a moverse en el mundo de la


fantasía utópica, le lleva a integrar plenamente la poesía en sus proyectos políticos y en sus
estrategias de difusión”; la exaltación del estilo “lleva a un lenguaje dinámico y sugestivo
que implica la creación de un entorno de maravilla, anunciador de una aurora, como marco
apropiado del nuevo héroe. (Cano 28-9)

El matar, alegorizado también como ímpetu sexual, no parece serle impuesto a Pascual por las
circunstancias, porque es su reposada manera de ser. Es su modo de respuesta a lo que considera
injusticias contra su entorno individual. Cuando en Madrid, se asombra de que su anfitrión, Ángel
Estévez, resuelva sus disputas únicamente con la violencia verbal, sin llegar a la física. “¡Así da
gusto! Si los hombres del campo tuviéramos las tragaderas de los de las poblaciones, los presidios
estarían deshabitados como islas” (152). Al hombre de la ciudad le falta impulso vital, rigor clásico
español; su apasionamiento es hueco. A Pascual la actitud de Ángel lo pasma, es una conducta para
él de explicación insegura. “Se mentaron las madres, se llamaron a grito pelado chulos y cornudos,
se ofrecieron comerse las asaduras, pero lo que es más curioso, ni se tocaron un pelo de la ropa. Yo
estaba asustado viendo tan poco frecuentes costumbres” (152). Pascual es un habitante rural, y así
es muy diferente. Más puro, menos decrépito, menos complejo que el hombre citadino, mejor caldo
de cultivo para la creación del falangista. “Lo decadente es lo difícil, lo que hay que estar
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constantemente pensando e inventando”, escribiría Cela en enero de 1943 («Algo más sobre lo
decadente»). El hombre así degenerado solventa sus conflictos sociales mediante la femenil pelea
verbal.

La herida que Pascual propina a Zacarías es un anticipo de la muerte que va a dar a El Estirao.
Zacarías no muere, pero Pascual tira a matar: “Le arreé tres navajazos que lo dejé como temblando”
(117). Es como si Zacarías fuera un doble figurativo de El Estirao, en quien se realizase un acto de
ultimátum brutal como en un monigote de carne y hueso, que Pascual aprovecha para ganar
confianza en sí mismo, después de sacrificar a los dos animales. Si los episodios con las bestias
deberían entenderse como muertes que su afirmación de masculinidad había menester –episodios
un tanto fútiles, hasta cobardes quizás– en sus riñas con los dos hombres viene a operar un nuevo
elemento, también relacionado con su ser de varón, el de la honra. “El [fascismo] apoya sus
fundamentos”, declaraba Giménez Caballero, “en el misticismo rubio aquel que hiciera soñar a
nuestro Ortega y Gasset, con sueño romántico de palmera de abeto. Sus valores son: Honor y
Virilidad” (Rodríguez-Puértolas II: 59; el subrayado en el original).

Las bravuconadas con los dos animales le sirven a Pascual como una suerte de entrenamiento.
Zacarías queda vivo porque él, sin saberlo, es sólo un instrumento en la gradación de Pascual hacia
el acto máximo de violencia, contra su madre. Zacarías lo llama “palomo ladrón” indirectamente y
Pascual tiene que limpiarse el calificativo delante de los demás concurrentes de la taberna. Ataca al
otro, sin embargo, antes de que éste estuviera preparado. “Me fui hacia él y, antes de darle tiempo
de ponerse en facha, le arreé tres navajazos”. Pascual no es amable ni caballeroso con su
contrincante, pero, en efecto, ¿por qué ha de serlo? Cela suscribía unos meses antes el precepto de
José Antonio («A propósito del pensativo y combatiente Doncel, de Sigüenza») –la amabilidad no
es un valor moral en el código falangista; cuando les insultan nuestros sentimientos, se ha de
reaccionar como hombres, como Pascual. No hay obligación de ser condescendientes. Atacar siendo
el primero no es un acto traicionero, es únicamente un gesto natural, codificado para y en el hombre
nuevo del falangismo.

El Estirao es el eterno retador de Pascual. Es aquel otro único hombre del pueblo que se le enfrenta
una y otra vez con osadía, disminuyendo la estatura viril de Pascual, que nunca se lo perdona. “Me
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resultaba extraño que me hablaran así; en el pueblo nadie se hubiera atrevido a decirme la mitad”
(80). Cuando le pide cuentas por su conducta para con Rosario, El Estirao, envalentonado, se mofa
de sus alardes: “Bien sabe Dios que callarme aquel día me costó la salud [...] Aquel día se me clavó
una espina en un costado que todavía tengo clavada” (80). Tiene que saldar en su enemigo varias
afrentas porque no sólo es un permanente desafío a su varonía, sino que ha sido el responsable de
la pérdida en Rosario del honor. El Estirao es “el asesino de mi mujer, [el] deshonrador de mi
hermana, [el] hombre que más hiel llevó a mis pechos” (La familia 162). En Almendralejo “hubo
de conocer al hombre que había de labrarle la ruina; no la de la honra, que bien arruinada debía andar
ya por entonces, sino la del bolsillo, que una vez perdida aquélla, era por la única que tenía que
mirar” (78). También El Estirao ha fecundado a Lola en su ausencia, vergüenza que Pascual no
puede tolerar sin vengarse. El Estirao y la madre de Pascual son sus enemigos en mayúscula,
aquellos obstáculos que le impiden afirmar enteramente su hombría y su específico ser social.

El Estirao, de nombre Paco López, es un hombre viciado, un decadente encastrado en el medio rural,
el equivalente de Ángel Estévez en el pueblo, pues como éste, es maestro en el manejo del discurso
(“a mí me ganaba por la palabra”, 79). Ni Ángel ni Paco López son hombres de acción. El segundo
es hombre sucio, no sólo moral sino también físicamente. “Era guapo mozo, aunque no con un mirar
muy decidido, porque por tener un ojo de vidrio en el sitio donde Dios sabrá en qué hazaña perdiera
el de carne, su mirada tenía una desorientación que perdía al más plantado” (78). Paco no trabaja,
y vive mantenido por sus queridas, siendo proxeneta y chulo. Se le considera un cobarde, dándoselas
de valiente sólo con las mujeres. Un hombre únicamente en la superficie. En sus alusiones a El
Estirao, Pascual realiza implícitamente una comparación entre aquél y sí mismo. Aunque en el
primer encuentro Pascual va armado de una escopeta, dice contenerse ante las directas provocaciones
de Paco, porque no le parece cabal enfrentarse con el otro, cuando va desarmado –Pascual tiene el
sentido de la caballerosidad. Cuando Pascual le persigue El Estirao se escurre, y Rosario conviene
que su proceder es poco viril. “Poco hombre es quien escapa del enemigo [y] poco hombre es quien
no espera una visita que se espera” (162).

El lirismo del episodio con Paco López está en su diálogo con Rosario, quien oculta a su hombre,
y en la narración del estado de ánimo de Pascual. “Un nido de alacranes se revolvió en mi pecho y,
13

en cada gota de sangre de mis venas, una víbora me mordía la carne” (165). Luego hay un período
de transición, de paz, patrocinado también por el quehacer de Rosario, la única mujer que le
proporciona alguna armonía en la vida a Pascual. “¡Daba gusto vivir así! Los días pasaban suaves
como plumas; las noches tranquilas como en un convento, y los pensamientos funestos [parecían]
como querer remitir” (164). Obra él con su hermana con rectitud, de modo opuesto a su contrincante,
y por eso no la castiga cuando Rosario le miente sobre el paradero del amante. “No hubo más
solución que soterrar el genio; pagar con infelices la furia que guardamos para los ruines, nunca fue
cosa de hombres” (163).

Pero el agravio que El Estirao le causara sigue candente y Pascual busca el desenlace inevitable. En
las frases que intercambia con El Estirao, previa a la muerte de éste, se concentrará la intensidad
emocional de la escena. Son sentencias donde la concentración dramática será máxima, con la
mínima descripción de gestos y pensamientos. En algunos planteamientos de Pascual podría
descubrirse el fatalismo que citó la crítica académica de la novela en algún momento. Cuando el
narrador anuncia que el enfrentamiento con El Estirao es inminente, escribe: “La memoria de Lola,
que tan profunda brecha dejara en mi corazón, se iba cerrando y los tiempos pasados iban siendo,
poco a poco, olvidados, hasta que la mala estrella, esa mala estrella que parecía como empeñada en
perseguirme, quiso resucitarlos para mi mal” (164). Mas Pascual parecería leerse erróneamente a sí
mismo, o le juega cabeza al potencial interpretador, confundiéndolo. No llega a revelársele que no
puede evitar el no matar. Matar es imprescindible, porque es la única manera de realizar su
masculinidad, tras la cual se esconde la fuerza motriz de sus crímenes. Pascual sacrifica a aquellos
que polemizan o retan su hombría. En un aparte notable, poco después de casi anunciarle a la madre
que la ha de asesinar (138), Pascual filosofa acerca del tema. “Se mata”, dice, “sin pensar, bien
probado lo tengo; a veces, sin querer” (140), ciegamente, sin poner a la voluntad bajo la mira de la
reflexión. Y no es que se proceda como las bestias, de modo irracional, porque el que mata es
provocado a ello. “Se odia, se odia intensamente, ferozmente, y se abre la navaja, y con ella bien
abierta se llega, descalzo, hasta la cama donde duerme el enemigo”, afirma Pascual, situando al rival
en la esfera de su lirismo. Si dar muerte así al que está desapercibido pareciera de asesinos, hay
causas mayores que justifican el proceder. “Tampoco es posible volverse atrás. El día llegará y en
el día no podríamos aguantar su mirada, esa mirada que en nosotros se clavará aún sin creerlo” (140).
14

Antes que el odio le consuma, le pudra, es necesario actuar. Es necesario vencer el encono, eliminar
la fuente del odio, antes de que su acción malsana se agigante y le venza, y a fuerza de la inacción
le haga tolerante.

Cela recuerda y suscribe en septiembre de 1942 la filosofía del gran, aunque indirecto, maestro de
falangistas, Marcelino Menéndez Pelayo, sobre la necesidad de la intolerancia, que es estado de salud
para el ser humano porque la tolerancia es virtud fácil, femenina, es enfermedad de épocas escépticas
o ateas. “Nosotros”, manifiesta el novelista a continuación, refiriéndose a sus camaradas fascistas,

que creemos en tantas cosas, que esperamos tantas cosas, que nos afanamos y
acongojamos en pos de tantas salvaciones o detrás de –¡ay!– tantas condenaciones
para siempre, ¿cómo permitir que nos invada esa muelle tolerancia? ¿cómo
abandonarnos a esa mansedumbre de carácter “que no depende sino de la debilidad
o eunuquismo del entendimiento”? No; seamos fuertes [...] Porque ésta será –nos lo
dijo José Antonio– la verdadera vuelta a la Naturaleza. (Cela, «La brisa y el
vendaval»)

El odio, conviene Pascual por su parte, tarda años en incubar; ya el hombre, por serlo, no es un niño
y cuando el odio crezca y le ahogue los pulsos, su vida se irá: “El corazón no albergará más hiel y
ya estos brazos, sin fuerza, caerán” (La familia 140). Con Pascual se hace un llamado de alerta. No
porque la guerra civil haya terminado y se esté en el lado de los vencedores, se debe dejar caer la
guardia. No, porque los enemigos están al acecho, se piensa, y esperan cualquier debilidad en la parte
contraria para atacar. El militante falangista tiene que cebarse a partir del odio, sin que se espacie
mucho el momento de la acción. Hay que matar y luego huir, “lejos del pueblo, donde nadie nos
conozca, donde podamos empezar a odiar con odios nuevos” (140). El matar se hace práctica de
vida. Se necesitan odios nuevos para vivir, que es luchar. “Porque la vida es como una escuela de
gladiadores: convivir y pelear” (Cela, «Notas para una interpretación falangista de Séneca»). El
tópico del odio al enemigo, al vencido, está presente en la misma poesía de Cela del período. Lo está
en «Poema escrito en un sótano durante un ataque aéreo» y en «Tránsito adónico» (Poesía completa).
En el primero nos dice: “Que quiero para mí los espasmos del odio, / La convulsión del odio, / la
compañía del odio” (53). En el segundo: “Ahora que ni cuchillos, ni pistolas, ni ojos envenenados,
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/ Me hacen temblar de miedo, porque un solo veneno / Es quien late en mis pulsos” (60).

Pascual vive en “la agonía de los elegidos, de los militantes”, al pedir de Cela («La brisa y el
vendaval»), esa conducta peligrosa y brutal, que lo salvará del infierno adonde marchan los
pusilánimes y los decadentes.

Las escenas finales en los episodios de Zacarías y El Estirao tienen afinidad. En ambos casos
Pascual, después de atacar, parece contemplar medio alelado el resultado de su obra. Como en las
muertes de los dos animales, describe el desangramiento o la aniquilación de los dos hombres en
términos líricos, con imágenes con las cuales consigue restablecer el ritmo estético del acto violento.
A Zacarías cuando lo conducen a la botica, nos dice, “le iba manando la sangre como de un
manantial” (117). A El Estirao le aplasta el costillar con el peso del cuerpo sobre su rodilla, y al
hacerlo construye un símil algo frívolo. “Pisé un poco más fuerte... La carne del pecho hacía el
mismo ruido que si estuviera en un asador” (168). Pascual mata con elegancia, como un artista,
serena, resuelta y alegremente, con un patrón de agresiva belleza deseado por sí mismo. La violencia
que despliega el protagonista siempre está contenida en la mesura, de ahí que cuide siempre de
enmarcarla estéticamente. Nunca son brutalidades intempestivas, como las de un asesino vulgar.
Están justificadas a su ver.

Pascual es el corrector y el guardián de su pequeño universo social. Tanto Zacarías como El Estirao
pugnan por romper el equilibrio que Pascual construye alrededor de sí, y por eso sufren su
agresividad. Cuando pasa de sacrificar a los animales, seres ‘inferiores’, a enfrentarse a los humanos,
su texto adquiere aún más aquella resonancia específica de la alegoría a la que me refiero. Es
significativo que Zacarías no muere a resultas de sus puñaladas. De acuerdo a la progresión que ha
de seguir Pascual hacia la construcción del nuevo estado, como lo ha interpretado Schaeffer, el
incidente con Zacarías es un paso intermedio, de adiestramiento. En el apuñalamiento de Zacarías
existe, como ya he adelantado, una advertencia y un objetivo punitivo. Pascual se entrena y además
anuncia lo por venir. Precisamente porque El Estirao, soldado de la decadencia, no aprende la
lección, y desafía a Pascual, sobreviene la violencia abierta, y se desata la contienda ‘civil’. La
victoria pasa a través de la muerte de El Estirao, el amoral, símbolo del hombre español que el
falangista combatía (en Zacarías) durante los años previos al conflicto, y del hombre español que se
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le encara, y pierde. En este sentido, La familia se alinea también con la novelística falangista
contemporánea suya, ilustrando y defendiendo el punto de vista del vencedor en la guerra. Sólo que,
y éste es uno de los aspectos que hacen de esta narración, en mi opinión, un texto tan notable, se
escoge comunicar su punto de vista de una manera elíptica, construyendo una extensa y compleja
sustitución metafórica. Es decir, incorporando en el mismo relato una astuta interpretación de la
realidad que pretende reflejar. Cela querría distinguirse del montón mediocre de novelistas con
quienes tiene que competir en estos primeros años del franquismo. No puede o no quiere evitar
tratar, en el fondo, el mismo tema y la misma perspectiva que los demás; su mira personal, y su
ambición artística lo conducen a esmerarse. Recuérdese cómo avisa sobre el método a seguir:
“Cuando un ambiente está oliendo a algo, lo que hay que hacer, para que se fijen en uno, no es tratar
de oler a lo mismo, sólo que más fuerte, sino, simplemente tratar de cambiar el olor” («Andanzas
europeas y americanas de Pascual Duarte y su familia» 575). La novela, diría él mismo en 1976,
requiere que el lector no perciba cómo la estructuración de lo anterior se lleva a cabo, por lo que “el
andamiaje” de la ficción ha de ocultarse. Reconoce que es meta difícil, pero “absolutamente”
necesaria («Sobre el concepto de la novela» 84).

En esta línea de mi ensayo, que persigue interpretar la alegoría que se construye a través de Pascual
en el relato, su madre viene a simbolizar la España histórica que el falangismo quería eliminar de
raíz, para instaurar una nueva. La madre España que el falangismo cree matar en la Guerra Civil. La
madre de Pascual es un compendio metaforizado en la novela de todos los males que España ha
venido acumulando durante siglos, y los cuales hubieran aflorado finalmente durante la Segunda
República con aceleramiento desordenado. Para justificar la guerra que Pascual-el falangismo
levanta contra la nación madre, el narrador no escatima espacio y temprano comienza a preparar al
lector para la extrema atrocidad, el matricidio.

En el segundo capítulo Pascual brinda un retrato físico de la mujer que le trajo al mundo. Aunque
ella, la madre de Pascual, es el epítome de la feminidad degenerada, las otras protagonistas (la
primera cónyuge, la hermana) comparten en cierta medida el concepto negativo sobre la mujer que
trasciende en la novela, es decir, ese que fuese legado al falangismo por la república. “Las mujeres
son como los grajos, de ingratas y malignas” (La familia 132). Son las tres como Furias, “enlutadas,
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reconcentradas, hurañas, morbosamente empeñadas en hurgar violentamente dentro del agujero


abierto del dolor [...] Pascual Duarte es novela donde la mujer encarna tenebrosos destinos”
(Hernández 35).

Por medio de la madre de Pascual se inserta una alusión descriptiva al estado del país, en la
perspectiva falangista. España republicana está en franco declive: “Mi madre [era] larga y chupada
y no tenía aspecto de buena salud, sino que, por el contrario, tenía la tez cetrina y las mejillas hondas
y toda la presencia o de estar tísica o de no andarle muy lejos [...] la pobre nunca fue un modelo de
virtudes ni de dignidades” (67, 71). España se debate en una crisis política, en medio de un
parlamentarismo estéril y agresivo, propensa al descreimiento: “Era también desabrida y violenta,
tenía un humor que se daba a todos los diablos y un lenguaje que Dios le haya perdonado, porque
blasfemaba las peores cosas a cada momento y por los más débiles momentos [, como] no sabía
sufrir y callar, como yo, lo resolvía todo a gritos” (67). España está sucia espiritualmente, tiene el
alma ennegrecida: “Vestía siempre de luto y era poco amiga del agua, tan poco que si he de decir
verdad, en todos los años de su vida que yo conocí, no la vi lavarse más que en una ocasión” (67).
España es una nación libertina, dada a los placeres mundanos: “El vino en cambio ya no le
disgustaba tanto y siempre se apañaba algunas perras, o que le rebuscaba el chaleco al marido” (68).
España está en proceso de corrupción moral; ha devenido un ser asexuado: “Tenía un bigotillo cano
por las esquinas de los labios, y una pelambrera enmarañada y zafia que recogía en un moño, no muy
grande, encima de la cabeza [...] era medio machorra y algo seca” (68, 71). La España republicana
es cruel con los españoles, sus hijos: “Mi madre [...] apañaba unas tundas soberanas, y a mí, aunque
no le resultaba nada fácil cogerme, me arreaba unas punteras al desgaire cuando me tropezaba, que
vez hubo de levantarme la sangre del trasero” (75). España está enferma, podrida en la superficie y
en la esencia:

Alrededor de la boca se le notaban unas cicatrices o señales, pequeñas y rosadas


como perdigonadas, que según creo le habían quedado de unas bubas malignas que
tuviera de joven; a veces, por el verano, a las señales les volvía la vida, se les subía
la color y acababan formando como alfileritos de pus que el otoño se ocupaba de
matar y el invierno de barrer. (75)
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La reseña negativa continúa a lo largo de la novela. La madre de Pascual tiene escasísimas virtudes
y está inconforme con lo que Dios le ha dado; no es un ejemplo a imitar ni Dios la ha favorecido con
ningún don en particular. Los padres de Pascual, por otra parte, no tienen principios ni refrenan sus
instintos, por lo que viven en perpetua discordia, “la tormenta que se prolongaba después días y días
sin que se le viese el fin” (75). La madre-España es ignorante y gusta de herir por envidia y malas
entrañas a su marido, que, casualmente, es un extranjero, lo que habla del elemento xenofóbico en
la novela, tema omnipresente en la prensa del período. En el ABC, por citar un ejemplo relativo a
la cita anterior, la xenofobia lingüística, disfraz oportuno de la otra, es motivación para varios
artículos o editoriales (6-vii-1939, 17-x-1939, 12-ix-1941, 25-x-1941). El padre de Pascual, Esteban
Duarte Diniz, portugués, es en consecuencia también descrito en términos negativos:

Era áspero y brusco y no toleraba que se le contradijese en nada [...] Cuando se enfurecía,
cosa que le ocurría con mayor frecuencia de lo que se necesitaba, nos pegaba a mi madre y
a mí las grandes palizas [...] Tenía un carácter violento y autoritario [...] era débil y
pusilánime [...] en general tengo observado que el carácter de mi padre sólo lo ejercitaba en
asuntillos triviales. (La familia 66, 70)

La madre de Pascual es ruin, su instinto materno está atrofiado; cuando Mario se ahoga en el barril
de aceite la mujer no llora su muerte, como tampoco había llorado la de su marido. “Secas debiera
tener las entrañas una mujer con corazón tan duro que unas lágrimas no le quedaran siquiera para
señalar la desgracia de la criatura” (89). Es con motivo de la muerte de su hermano que Pascual se
inicia en aplicar a su madre la retórica del odio, que a su vez llega a abarcar todas las otras muertes
presentes en la novela, incluyendo, aunque no lo diga, la del conde de Torremejía también. La
conducta execrable de la madre en el sepelio de Mario, a los ojos de Pascual, es como uno de los
primeros catalizadores del matricidio. La España de la Segunda República no ama a sus hijos. “¡La
mujer que no llora es como la fuente que no mana, que para nada sirve, o como el ave del cielo que
no canta, a quien, si Dios quisiera, le caerían las alas, porque a las alimañas falta alguna les hacen!”
(90). En la digresión que sigue, Pascual explica cómo el falangista ha perdido el respeto por la
nación primero, y luego cómo ha venido a perderle el amor y “las formas”. Quiere el narrador, ya
en la cárcel, determinar el justo momento en que España deja de ser una madre en su corazón “y
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hacia qué tiempo llegó después a convertírseme en un enemigo, [en] un enemigo rabioso, que no hay
peor odio que el de la misma sangre; en un enemigo que me gastó toda la bilis, porque a nada se odia
con más intensos bríos que a aquello a que uno se parece y uno llega a aborrecer el parecido” (90).

Del mismo modo que Pascual actúa con sus otras víctimas, le vaticina el fin a su madre. “El fuego
ha de quemarnos a los dos, madre” (137), le dice, cuando la mujer le echa en cara la esterilidad de
su progenie, la poca vitalidad que muestra en procrear hijos que no resisten la intemperie. “¡Tu
sangre que se vierte en la tierra al tocarla!” (137). España duda del alcance viril de sus habitantes,
ha perdido la fe en ellos.

La alusión anterior a la fertilidad que Pascual no puede asegurar en sus mujeres, o la salud en sus
vástagos, es en la novela un recordatorio de aquello contra lo cual Pascual lucha denodadamente, y
es garantizar su descendencia, procrear, ser padre. Con la moralidad republicana, según piensa el
falangismo hacia 1942, España habría alcanzado una natalidad de tipo negativo, las mujeres perdido
el instinto maternal, el país despoblado en medio de la decadencia generalizada. Una de las tragedias
personales de Pascual es precisamente su impotencia ante esta realidad que hereda de su madre,
España, lo que suma otro justificante a la muerte de ésta, y además respalda su conducta violenta
general. Al ser capaz de engendrar ciudadanos para el nuevo estado franquista, el narrador daría
culminación a su sexualidad masculina generadora, y la reafirmaría; también se erigiría en paladín
de la paternidad, de la familia, del orden tradicional de la Iglesia. En su pequeño estado, Pascual
intenta a toda costa simular la acción de Franco, que es ahora el Padre de los españoles. Fatídica e
incompleta como es la pasión de Pascual por la paternidad, su entusiasmo llama la atención
asimismo sobre otros de los elementos del programa falangista: la repoblación de España, la
obtención de una natalidad positiva y abundante.

El hombre español en la República ha devenido peor que los lobos, el gavilán y la víbora (138). En
la prisión, por medio de la literatura, Pascual busca refugio a su pugna mortal con la madre, pero la
ficción es sólo un descanso temporal. La misma sociedad a través del tonto de Don Corrado, director
del penal, lo echa a la calle, a ultimar su misión tres años después de matar a El Estirao; la
República, con su ineptitud e incongruencias, pone en curso a su propio liquidador. Ya el
enfrentamiento es inevitable. Cuando vuelve a arrostrar la inquina de su madre Pascual vuelve a
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asumir su rol. “Los odios de otros tiempos parecían como querer volver a hacer presa en mí” (179).
Ella continúa siendo la misma nación caduca y corrompida: “Mi madre seguía usando de las mismas
mañas y de iguales malas artes que antes de que tuvieran encerrado [...] Mi madre sentía una
insistente satisfacción en tentarme los genios [...] La bilis que tragué me envenenó el corazón” (187,
189). El narrador discurre sobre las dos opciones que le restan para con su madre: la evasión o la
asunción abierta de la hostilidad. Pascual escoge el segundo camino, y para respaldar su decisión se
enfrasca en argumentar sobre el tema de la muerte, con el cual apareja aquel familiar del odio. Su
táctica es brindar un marco poético y metafísico que preludie y prepare al lector para la alevosía que
se aproxima. “La idea de la muerte llega siempre con paso de lobo, con andares de culebra, como
todas las peores imaginaciones” (187). Pascual no se improvisará matando a su madre, porque ha
estado preparando el asalto a lo largo de toda su narración. “Los pensamientos que nos enloquecen
con la peor de las locuras, la de la tristeza, siempre llegan poco a poco y como sin sentir, como sin
sentir invade la niebla los campos, o la tisis los pechos. Avanza, fatal, incansable, pero lenta,
despaciosa, regular como el pulso” (187-8). Paulatinamente el narrador va introduciendo la alusión
política en su discurso ficticio; de individualizar su inquina, disimulando la intención bajo el disfraz
de la alegoría, salta a generalizar el fundamento de su acción criminal; la madre se convierte en “el
enemigo” en mayúscula:

Empezamos a sentir el odio que nos mata; ya no aguantamos el mirar; nos duele la
conciencia, pero, ¡no importa!, ¡más vale que duela! Nos escuecen los ojos, que se
llena de un agua venenosa cuando miramos fuerte. El enemigo nota nuestro anhelo,
pero está confiado; el instinto no miente. La desgracia es alegre, acogedora, y el más
tierno sentir gozamos en hacerlo arrastrar sobre la plaza inmensa de vidrios que va
siendo ya nuestra alma. Cuando huimos como las corzas, cuando el oído sobresalta
nuestros sueños, estamos ya minados por el mal; ya no hay solución, ya no hay
arreglo posible. (188)

El momento en que el falangismo, aliado con los otros rebeldes, se decide por la confrontación
militar, “el día que decidí hacer uso del hierro” (189), las consecuencias funestas del hecho ya se han
interiorizado y se representarán como un mal menor y necesario. “Tan agobiado estaba, tan cierto
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de que al mal había que sangrarlo, que no sobresaltó ni un ápice mis pulsos la idea de la muerte de
mi madre” (189), la muerte de España. Era una fatalidad inevitable y en las manos del partido
falangista estaba el ejecutarla; “era algo [...] que había de venir y que venía, que yo había de causar
y que no podía evitar aunque quisiera, porque me parecía imposible cambiar de opinión, volverme
atrás” (189).

Hacia el final del capítulo décimo segundo Pascual delinea los detalles del crimen final, para el cual
ha de odiarse de manera intensa, “ferozmente” (140). La guerra se prepara minuciosamente, con
sumo cuidado. Pascual pasa las noches enteras pensando su crimen para envalentonarse, para tomar
fuerzas. Prepara el arma homicida, el cuchillo de la purificación que “se parecía a las hojas de maíz,
con su canalito que la cruzaba, con sus cachas de nácar que le daban un aire retador [, que] brillaba
a la llama como un sol” (189, 191). Cuando llegue el momento sólo requerirá de fuerza de voluntad
para no volverse atrás, para no titubear y para llegar al final “costase lo que costase”, manteniendo
la calma, “y luego herir, herir sin pena, rápidamente [...] golpear, golpear sin piedad, rápidamente,
para acabar lo más pronto posible” (189, 193). El odio que se le tiene a esta España-madre lo
justificará todo. José Antonio había pedido que la violencia no pudiera censurarse cuando se
empleara para enmendar un desafuero mayúsculo, para restablecer lo justo a cualquier precio. Y Cela
lo ha refrendado, “[pues] no hay más dialéctica admisible que la de los puños y de las pistolas
cuando se ofende a la justicia o a la Patria” («A propósito del pensativo y combatiente Doncel, de
Sigüenza»). Por ello a Pascual no le remorderá la conciencia, “no habría motivo”, porque de aquellos
actos a los cuales el odio motiva no habrá de arrepentirse jamás, “jamás nos remuerde la conciencia
[y a ellos] vamos como adormecidos por una idea que nos obsesiona” (La familia 190).

Ya cuando Pascual detalla los preliminares del crimen no puede evitar mostrarse un poco
melodramático. A través de sus divagaciones, empero, trasluce la gravedad del momento y su
determinación de no fallar el golpe. “Había que herir con los ojos bien abiertos, con los cinco
sentidos puestos en el golpe”. Pascual dice que hay que matar con serenidad (192), con alegre
gravedad. Laín Entralgo escribió al respecto:

El Nacionalsindicalismo, por lo mismo que se halla en trance creador, permite mejor vivirlo
con ardiente y entrañada plenitud que expresarle acabadamente. Todos cuantos se hallen en
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verdad bajo su signo [son] como poetas de un inmenso poema comunal que hubiesen
recibido este toque de la gracia histórica que se llama amor fati e intentasen lograr expresión
nueva en el verso bien medido de la tarea propia. (417)

Pascual, habiendo ponderádolo largamente, no es un irresponsable, pues está muy consciente de la


magnitud y resonancia de su acción. Las dudas que el criminal tiene ante la inminencia de su
brutalidad lo ennoblecen, lo humanizan un poco ante el lector. Incluso se brinda a éste un respiro
cuando parece que lo que se ha vaticinado desde hace tanto no va a ocurrir quizás finalmente, porque
Pascual duda y de modo involuntario le otorga a la madre España un último minuto de tregua, para
que se reconsidere a sí misma; tal vez se pueda evitar la guerra. Pero ella replica entonces y sucede
lo ineludible. Las dos Españas se enfrentan a muerte. El lenguaje que Pascual utiliza es muy
representativo, y se las ingenia para mezclar en su relato, además de algún que otro concepto en uso
en la ideología franquista de la época (la Segunda República como una entidad satánica, por
ejemplo), uno de los leitmotiv de la novela, como es el de su virilidad; se descubren también
referencias a lo prolongado de la contienda y a la ferocidad que mostraran los dos bandos en la
misma:

Luchamos; fue la lucha más tremenda que usted se pueda imaginar. Rugíamos como
bestias, la baba nos asomaba a la boca... Seguíamos luchando; llegué a tener las
vestiduras rasgadas, el pecho al aire. La condenada tenía más fuerzas que un
demonio. Tuve que usar de toda mi hombría para tenerla quieta. Quince veces que
la sujetara, quince veces que se me había de escurrir. Me arañaba, me daba patadas
y puñetazos, me mordía. Hubo un momento en que con la boca me cazó un pezón –el
izquierdo– y me lo arrancó de cuajo. Fue el momento mismo en que pude clavarle
la hoja en la garganta... (193)

El desangramiento de España tiene una dimensión que falta en los anteriores crímenes: es casi
bíblica en su magnitud. La escena pide sangría tan copiosa porque Pascual está matando lo
demasiado. “La sangre salía como desbocada y me golpeó la cara. Estaba caliente como un vientre
y sabía lo mismo que la sangre de los corderos” (194). España ha expiado sus pecados acumulados.
Una vez vencedor Pascual restablece el equilibrio que la terrible escena había roto con una carrera
23

de alegría frenética, una proyección hacia el futuro, hacia el nuevo ser de España. “Cogí el campo
y corrí, corrí sin descanso, durante horas enteras. El campo estaba fresco y una sensación como de
alivio me corrió por las venas. Podía respirar...” (194). La alegoría concluye puntualmente.1

Obras citadas o referidas

Abella, Rafael. La vida cotidiana bajo el régimen de Franco. Madrid: Ediciones Temas de Hoy,
S.A., 1996.

Cano Ballesta, Juan. Las estrategias de la imaginación. Utopías literarias y retórica política bajo
el franquismo. Madrid: Siglo XXI de España Editores, S.A., 1994.

Cela, Camilo José. «A propósito del pensativo y combatiente Doncel, de Sigüenza». Juventud
[Madrid] 13-VIII-1942.

———. «Algo más sobre lo decadente». Juventud [Madrid] 14-i-1943: 5.

———. «Andanzas europeas y americanas de Pascual Duarte y su familia». En Obra completa.


Tomo I. Las tres primeras novelas (1942-43-44). Barcelona: Destino, 1962. 551-76.

———. «El bonito crimen del carabinero». En Obra completa. Tomo II. Cuentos. Barcelona:
Destino, 1964. 165-83.

———.«El capitán Jerónimo Expósito». En Obra completa. Tomo II. Cuentos. Barcelona: Destino,
1964. 231-35.

———. «El misterioso asesinato de la Rue Blanchard». En Obra completa. Tomo II. Cuentos.
Barcelona: Destino, 1964. 87-99.

———. «La brisa y el vendaval». Juventud [Madrid] 17-ix-1942: 3.

1
Para un análisis más amplio y detenido de la narrativa (novela y cuento), la poesía y el periodismo de Cela
en los años entre 1939 y 1945, v. Merino.
24

———. La familia de Pascual Duarte. En Obra completa. Tomo I. Las tres primeras novelas
(1942-43-44). Barcelona: Destino, 1962. 39-201.

———. «Notas para una interpretación falangista de Séneca». Juventud [Madrid] 3-xii-1942: 2.

———. Poesía completa. Prólogo de José Ángel Valente. Barcelona: Galaxia Gutenberg. Círculo
de lectores, 1996.

———. «Sobre el concepto de la novela». En Obra completa. Tomo IX. Barcelona: Destino, 1976.
82-5.

Giménez Caballero, Ernesto. Retratos españoles (Bastante parecidos). Barcelona: Planeta, 1985.

Hernández Fernández, Teresa. «La condición femenina en la narrativa de Cela». Ínsula 518 / 519
(1990): 35, 37.

Laín Entralgo, Pedro. «Meditación apasionada sobre el estilo de la Falange». Ver Rodríguez-
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26

Galicia, tamizada y resuelta por Camilo J. Cela en su trilogía

Cela, nacido en Galicia y criado allí durante los primeros nueve años de su vida, no incorpora con
vigor y plenitud el tópico de su región natal en su literatura hasta después de la muerte de Franco y
el establecimiento de la democracia en España. Planteada esta demarcación temporal, es dable pensar
que el autor quizás tuviera cierta reticencia a distinguir literariamente su patria chica en el contexto
franquista, ambiente sospechoso de todo discurso con algún acento regionalista y diferenciador.
Hasta 1983 Galicia está en Cela de forma implícita; comporta la reminiscencia afectiva del lugar de
nacimiento, la familia, la genealogía, el sabor específico de la infancia, la inclusión pintoresca de las
tradiciones y modos gallegos en la autobiografía. Es la Galicia doméstica (la de interiores, la
privada), sobre la cual discurre festivamente, pues su remembranza de aquella, como le confesara
a Marie-Lise Gazarian Gautier, es la de haber sido un niño muy feliz, quien viviese una infancia
dorada, que el escritor recuerda con afecto y nostalgia. De haber sido su decisión, añadió en la
entrevista, no habría crecido y habría permanecido, contento y feliz, con cinco o seis años para
siempre en aquella Galicia rústica, pastoral y hermosa (83). Luego, en la primera etapa de la
democracia, cuando puede de forma explícita y libre hacer de Galicia el centro inspirador de su
escritura (la Galicia del exterior, la pública), el autor desplaza la referencia localista hacia los
márgenes de su obra –sus artículos de opinión o entrevistas–, como si sondeara con cuidado el nuevo
ámbito político español y se interrogara a sí mismo mientras tanto. Cela preferirá insertar su opinión
entre bastidores, como entrecomilladas, sin hacer de la idea en cuestión el tema motor de sus escritos
mayores.

Su aval regionalista durante el franquismo es la de un escritor español casual y oportunamente nacido


en Galicia, dato que no aporta a su discurso ningún distintivo especial, más allá de la fuente de
inspiración para su relato doméstico, el ocasional trazo pintoresco, y el espacio narrativo para
algunas obras menores: un par de cuentos, una crónica viajera (Del Miño al Bidasoa, de 1952) y
ocasionales poemas escritos en gallego. Cela no será un escritor nacionalista, como es sabido: “[He]
proclaims himself unequivocally Spanish” (Charlebois 2); su posición ideológica conservadora no
27

habría aplaudido en su juventud y posterior madurez el ánimo nacionalista o federalista, imperante


en los círculos intelectuales gallegos durante la Segunda República, y después bajo el franquismo,
como remanente clandestino. “Es conocido el escaso entusiasmo que al escritor de Padrón le inspira
el galleguismo” (Casares 15). Pero él es patriota; la distinción la explica el autor en un comentario
publicado en 1983, el cual, curiosamente, inicia a modo de disculpa, como si no estuviera seguro de
haber planteado en el pasado algo opuesto a lo que nos descubre a seguidas:

Es imposible que uno se acuerde de todo lo que lleva escrito; cuando se vive de lo que se
escribe –y se escribe y se vive a diario– lo más sano es olvidar las palabras que ya quedan
a popa y que, si no se pierden por la mar abajo de la memoria, no habrían de servirnos más
que para confundir el sentimiento e incluso la voluntad. Lo digo porque me parece que sobre
los ambos conceptos que llevo a la cabecera [nacionalismo y patriotismo] de este madroño
ya dije algo en determinado trance. (El juego de los tres madroños 285)

1983 es el mismo año de Mazurca para dos muertos, así que Cela parece querer aclarar su posición
antes que los lectores se hagan una idea equivocada de la misma. El nacionalismo, declarará en 1999,
“es un peligro muy grande. Que ya veremos cómo se puede quitar, desarraigar, no sé...” (Astorga).

El patriotismo es precisamente aquel amor “al paisaje en el que se ha nacido, al decorado en el que
uno vio la primera luz; el valle o la mar o la montaña, la aldea o la ciudad o el país” (El juego 285).
Cela se declara patriota sin reserva alguna y lo proclama orgullosamente “a todos los vientos de la
rosa”. El nacionalismo, en cambio, se le hace “la vana máscara de oropel del patriotismo”. Este
último es vivificador y natural, el primero momificador y administrativo. En ese momento, parece
animarse en Galicia un “nacionalismo de izquierdas”, que no ve con buenos ojos (debe referirse a
Esquerda Galega, fundado en 1980).

No significa, entonces, que se desentiende del proceso político o cultural que vive Galicia después
de 1975, pero para Cela tal tema no debe ni ha de alcanzar ningún protagonismo importante en su
escritura, fuera de algún comentario más o menos agresivo que aparece aquí o allá. En ese mismo
año, por ejemplo, al elogiar a un poeta gallego recientemente fallecido, Celso Emilio Ferreiro, afirma
que en su obra está la clave para que los gallegos salgan de su marasmo, “o de su inercia, ¿qué más
28

da?”. Este “nuestro despertar” (El juego 82) será una venganza, en un futuro indeterminado. Esta
confianza declarada en la promesa del futuro para Galicia la toma Cela probablemente del mismo
ideario nacionalista gallego que tantas sospechas le despierta. Pero, como se verá en este análisis,
resulta a la postre una cómoda frase de cierre sin sustancia, demasiado vaga. Lo mismo obra para
la queja del autor sobre el marasmo y la inercia que sufre el gallego, los cuales documentará
abundantemente en la trilogía, sin ofrecer una solución concreta.

Ya en los 90 parece satisfecho con el curso político que ha tomado su “paisaje”, pues el futuro habría
llegado, con el PP de Fraga Iribarne en firme posesión del electorado y el gobierno locales. Ahora
Cela se contenta con hacer llamados esporádicos para salvar la arquitectura popular gallega; lamenta
la pervivencia de una “Galicia de manteo, tuna y cintas de colores”; alaba la cocina compostelana,
“la de mi país”, y la flor nacional gallega (A bote pronto 7, 8, 89, 193). Se alarma por la dependencia
extranjera de las vacas gallegas (“los empleados de la Comunidad Europea se han aplicado a
gobernar las vacas gallegas y están a punto de hundirnos”), o comenta el desempeño de sus equipos
de balompié favoritos, el Celta y el Deportivo (El color de la mañana 81, 224). Ya no vacila en
titularse gallego, coruñés, celtista, iriense; y se incluye decidido en el plural de su pueblo (‘los
gallegos solemos / ¿es que los gallegos somos peores? / cuando los gallegos meditemos’). Artículos
suyos escritos en gallego aparecen cada semana en la edición dominical del diario La Voz de Galicia,
aunque “posiblemente sometidos a una depuración idiomática y normativa por manos ajenas a las
del autor” (Basilio Losada). En 1980 lo eligen miembro de la Real Academia Gallega, y el
reconocimiento sirve para formalizar sus vínculos ya fortalecidos con su casa natal en Iria Flavia y
con Galicia en general (Pérez, Camilo 88). Ya es un “gallego en ejercicio, que es la manera decente
de serlo” (El color de la mañana 14).

Y esta nueva facultad del Cela tardío va a reflejarse de forma contundente y exuberante en la serie
de tres novelas publicadas entre 1983 y 1999. “Yo había escrito mi loa de la Galicia campesina en
Mazurca [...] Había hecho mi reseña de la Galicia ciudadana en La cruz [...] Y ahora en Madera de
boj [hago] la reseña de la Galicia marinera”, le dice a Astorga (en lo adelante, de no especificarse
la fuente, se entenderá que la paginación corresponde a la novela de la trilogía que me ocupa en esa
sección).
29

El autor decide, al fin y al cabo, dar amplia cabida a su valle, mar y montaña en su obra de ficción.
Es en la interpretación de ésta donde podríamos evaluar la manera y la razón de su patriotismo
gallego, su versión panorámica del “decorado”; ése es el medio de su autorrepresentación étnica en
la España democrática, si alguna se fuera a precisar, mas no es ése el propósito de este comentario.
Aunque el fundamento de los textos de la trilogía de Cela no se origina o circunscribe en el discurso
nacionalista contemporáneo gallego, es instructivo el examinarlo a la luz de ese discurso. Cela,
conscientemente o no, se erige en vocero de su pueblo, “figura pública de relumbrón” (Royuela),
intermediario entre gallegos y españoles, dada la estatura y resonancia de su obra y pensamiento en
los medios culturales del país. La imagen que de sus compatriotas surge en su novelística es tanto
un espejo para sí mismos como un rótulo informativo para los demás españoles, más o menos
divertido, tanto o más ilustrativo. Sus novelas de la trilogía silencian, sin embargo, la presencia del
nacionalismo gallego (salvo una que otra mención censuradora de pasada), y en esa Galicia que Cela
tamiza y resuelve no cabe un espacio categórico para el ambicioso programa, redentor y corrector,
de muchos de sus paisanos: A principios de los años 90, cuando se le pregunta al gallego de la calle
su “opinión sobre la intensidad del sentimiento nacionalista / regionalista en relación al pasado”, el
58 % dice sentirse más nacionalista o regionalista, el 29 % no ha cambiado de parecer, y un 5 % es
menos ahora que entonces. Es cierto, por otra parte, que el “sentimiento nacionalista exclusivista”
es mínimo en Galicia, del 4 % (García Ferrando, 16, 24).

Pero en ese mutismo sobre el nacionalismo gallego, algo desconcertante dada la resonancia del
mismo y de otros afines en la península, nuestro autor se manifiesta al respecto de manera rotunda.
Podríamos interpretar esta ausencia visible, “the unspoken” (Macherey 85), como un juicio crítico,
que se evoca con el silencio, porque el vacío creado sugiere huellas palpables. Es uno de los recursos
de lo no hablado: “It assigns speech to its exact position, designating its domain” (Macherey 86).
Prudentemente Cela quita al intermediario nacionalista de su escenario, pero deja claro el vínculo
entre las dos partes, pueblo y visionarios, que él pone en contacto. Es una solución de componenda;
la retirada ya diría mucho, pero lo dice sin hacerlo, en silencio, porque no lo declara. Es una
factibilidad que se encuentra, sin estar, en el texto porque se le busca a raíz de tres motivaciones,
entre otras. Una es la trascendencia de los nacionalismos en la actualidad histórica española, otra la
repetida aversión de Cela al mismo, por último, su estatura cultural, tres ruidos bastante potentes.
30

Mi argumento es que Cela en la trilogía desarrolla una visión alternativa y derrotista de la


circunstancia gallega, del ascendiente y utilidad de su pasado, del supuesto declive presente y de un
imposible “despertar” que en cambio defiende retóricamente (El juego de los tres madroños 82).

Su plataforma de trabajo para solventar la cuestión palpitante diferirá de manera bastante drástica
de las aspiraciones e ideario del nacionalismo gallego contemporáneo a él. Antes de proceder al
análisis de las tres novelas, es útil repasar brevemente la evolución, naturaleza y afanes de aquél,
para contextualizar mi interpretación. El ideario del nacionalismo gallego tomó forma de manera
paulatina en el período que se extiende aproximadamente desde mediados del siglo XIX hasta las
mismas postrimerías de la entrega de Galicia a las tropas de Franco, por militares simpatizantes,
apenas días después del Alzamiento; es decir, alrededor de unos cien años. Lo que empezara por un
tímido reconocimiento de la peculiaridad gallega en el marco de la España isabelina se convierte a
finales del siglo en el movimiento regionalista, base de partida del futuro nacionalismo. El
regionalismo es el heredero del movimiento inicial, conocido con el nombre de ‘provincialismo’,
que languidece a partir de 1846, estancándose. El regionalismo fue un “novo camiño”, cuyos
promotores, empero, se limitaron en general a cultivar la erudición literaria, el pasado histórico y a
las pesquisas arqueológicas o a la recolección de datos folclóricos (Fernández, «Crónica dunha
época» 7-8).

El impulso inicial fue, entonces, mayormente cultural y académico, el galleguismo de los que
Vicente Risco llama precursores, “todos ellos liberales exaltados y románticos” (220), siendo
Manuel Martínez Murguía (1833-1923), Alfredo Brañas (1859-1900), entre los más renombrados,
“hombres que desde 1840 hasta cerca del fin del siglo pasado, levantaron y sostuvieron la bandera
del galleguismo” (Risco 220). Ese estímulo estuvo centrado en el estudio y la exaltación de la
literatura y la historia del país, redescubiertas entonces, y cuyo potencial estético se explora y explota
con fines diferenciadores. “El regionalismo en Galicia”, escribía Leopoldo Pedreira en 1894, “hasta
hace aproximadamente ocho meses era un partido de gabinete, formado por tres periodistas
chiflados, cuatro poetastros excomulgados por Apolo, media docena de caballeros de industria [y]
dos catedráticos ambulantes, despechados por no poder conseguir un acta de diputado” (13). No es
hasta mediando la segunda década del siglo XX que este “partido de gabinete” se radicaliza y madura,
31

ahora para abarcar una aspiración política también, y asumir la bandera nacionalista abiertamente.
Se pasa de la ponderación admirada del legado artístico y tradicional de Galicia al reclamo de “una
amplia autonomía para Galicia” (Risco 222). Así y todo, el movimiento tuvo una presencia
insignificante en la vida pública del país hasta la instauración de la república en 1931, después de
lo cual gana en apoyo ciudadano y electoral, aunque sin alcance espectacular. “Advancements were
cut short in 1936, before Galician nationalism had acquired a sufficiently solid base to become truly
consolidated” (Beramendi 91). Durante el franquismo algunos nacionalistas fueron fusilados, otros
escaparon a América, y los demás –como el mismo Risco– se adaptaron quietamente al triste colofón
de sus aspiraciones.

El nacionalismo gallego en la actualidad democrática, ya institucionalizado en partidos de diversa


tendencia política (Esquerda Galega, el Bloque Nacionalista Galego, la Coalición Galega) y con
presencia electoral variable, opera ideológicamente sobre similares lineamientos a aquellos
establecidos por el nacionalismo clásico de los años 20 y 30, aun considerando los diferentes signos
políticos y la oportuna adaptación a la nueva realidad española. Paradójicamente, en la relativa
libertad de que disponen ahora los gallegos para gobernarse, el nacionalismo ha optado por la
moderación, sobre todo después de la derrota de sus plataformas más radicales en las elecciones
generales de 1982 (el ochenta por ciento de los votos favoreció a los partidos españoles, como el PP
y el PSOE). Esa estrategia implicó, según Antón Losada, el renunciar a posiciones ideológicas
tradicionales, el aceptar el nuevo marco constitucional español, y el desarrollar un discurso
integrador, en aras de un ‘proyecto común’; estrategia caracterizada por un cálculo cuidadoso de
cuánto populismo y cuánta ambigüedad la realidad se les permitía a los nacionalistas (153, 154).

Aun así, Galicia ha experimentado un intenso proceso de galleguización en los últimos 25 años;
todas las fuerzas políticas, nacionalistas o no, funcionan a partir del reconocimiento de la distinción
y originalidad de la sociedad gallega y en base a la defensa y cultivo de la lengua y cultura nativas.
Hoy el movimiento nacionalista gallego, aunque limitado por la coyuntura particular del momento,
es más fuerte y popular que nunca. Las condiciones sociales y políticas para el nacionalismo gallego
han evolucionado grandemente desde el primer estatuto de autonomía de 1936, pero su cimiento
ideológico, el discurso trascendente que lo sustenta, es a grandes rasgos aquél desarrollado a
32

principios de siglo.

El regionalismo gallego del XIX se fundamentaba en una recuperación mítica del pasado histórico,
supuesto o real, de Galicia. Cuando los intelectuales de entonces, los precursores, no encuentran la
respuesta que esperan hallar en la historia remota del país, se la inventan, aunque más tarde “la
investigación etnográfica, arqueológica y filológica de los estudiosos gallegos, articulada con los
métodos de la más exigente ciencia del siglo, confirm[a] la intuición de los precursores” (Otero 18):

¿Qué virginidad hollaron en Galicia las rítmicas pisadas de las cohortes [romanas]? Los
eruditos renunciaban a saberlo. Por miedo, por desconfianza, por no manchar el pomposo
linaje de las ciudades [...] Pero otros hombres –los poetas– echaron sondas audaces al fondo
del alma gallega y en él encontraron un temblor inicial de historia. [De] un golpe maravilloso
de intuición, descubrieron la esencia de Galicia. (Otero 17)

Y el más famoso de aquellos artificios líricos, parcialmente basados en hechos verificables, es el


mito céltico, que desarrollara Manuel Murguía en su Historia de Galicia, obra de arte y de erudición
positivista “de indudable eficacia inclusiva” (Máiz, «Poesía» 57). El mito fundador del celtismo, de
Murguía, luego presente de forma más o menos explícita en todos los pensadores nacionalistas
posteriores, “pasaría al ‘sentido común’, a las ‘historias populares’ de nuestros días que menudean
en la educación primaria y secundaria” (Máiz, «Poesía» 60). Murguía consigue fijar la fundación
simbólica y heroica de la comunidad gallega en un tronco común genético y cultural, el celta: “Una
raza, un fondo étnico diferente del del resto de la Península en su origen, ligado estrechamente con
los pueblos precélticos y célticos de Irlanda, Gales, Bretaña, Norte de Portugal, en los tiempos
prehistóricos”, y muy semejante aún a ellos “en su manera de vivir, carácter, creencias y costumbres,
y aun en sus caracteres físicos” (Risco 225).

Galicia “escapó a la semitización. No fue ibérica, ni árabe. [De] estirpe aria atlántica y occidental
[el] primer hogar gallego se enciende en hogar y en verbo céltigo” (Otero 13, 19). Es decir, la
promesa actuante de una civilización truncada con la invasión romana. Los conceptos de Murguía
ayudan a formar en la conciencia regionalista gallega del siglo la idea de una dramática primera
pérdida, la caída de un supuesto paraíso, el secuestro de una inicial Edad de Oro. Así describe
33

Ramón Otero Pedrayo la condición idílica de la Galicia celta y las consecuencias de su extravío:

Aquel pueblo, agrupado en clanes, que bebía cerveza, usaba manteca, comía en círculo,
llevaba la mitra del cabello largo, cultivaba el lino y el centeno. [Ya] está formada la cultura
gallega al curvarse la tierra bajo un vuelo de águilas romanas. En su vasto y unánime silencio
vive como el bosque, como la aldea y contiene en germen todas las posibilidades del
porvenir: unas fueron realizadas; otras aguardan su día. [La] conquista romana apartó a
Galicia, más que el mar, de su comunidad con otras Célticas atlánticas. Pero sólo decoró la
superficie del vaso sagrado de la patria y encendió, a pesar suyo, en ella llama de una fe
salvadora. (27, 30, 31)

El declive que se supone comienza con la ocupación romana, se agravará luego con una serie de
derrumbamientos o accidentes que sufre Galicia a lo largo de dos milenios. Son, por ejemplo, el
desgajamiento de Portugal en 1128, la pacificación forzada del país por los Reyes Católicos, o el
frustrado pronunciamiento galleguista de 1846. Se supone, escribe Castelao, que hubo dos Galicias,
la que desapareció bajo el influjo castellano y la que quedó como remanente, que luego engendró a
Portugal, pero ambas tuvieron un mismo mecanismo sonoro, un mismo gesto tonal y rítmico, una
misma lengua, un mismo arte y una misma cultura, “en fin, unha mesma alma patria” (Castelao
347). El siglo XV fue en Galicia uno de epidemias, hambres y sangrientas pendencias entre los
nobles locales, muchos de los cuales apoyaron después de 1474 los derechos al trono de Castilla de
Juana la Beltraneja frente a los de Isabel la Católica. Dos caballeros gallegos, Pedro Pardo de Cela
y Pedro Álvarez de Sotomayor, lideraron en Galicia el bando que favorecía a la primera. En
consecuencia, los Reyes Católicos, ante la rebeldía de los señores gallegos, “decretaron a doma e
castración do reino de Galiza” (Castelao 371). Pardo de Cela es decapitado en 1483: su muerte
“cortó la última posibilidad de Galicia. La grandeza española ofuscó el brillo de Galicia” (Otero
161). Otra muy posterior ejecución, el fusilamiento de una docena de oficiales involucrados en un
levantamiento militar contra el gobierno de Madrid en abril de 1846 –los mártires de Carral–,
representa trágicamente la última oportunidad perdida de referencia (Castelao 465).

La sensación de frustración y malogramiento derivada de esos eventos e infortunios orienta todo el


pensamiento regionalista gallego en el siglo XIX y sirve de base para su evolución posterior. Los
34

nacionalistas de las primeras décadas del siglo veinte –Risco (1884-1963), Castelao (1886-1950) y
Otero Pedrayo (1888-1976), tuvieron, entre los otros miembros del movimiento nacionalista
agrupados en las Irmandades da Fala yen la labor de la revista Nós, la “conciencia étnica máis
cristalina” (Chao, Eu renazo galego 82)– no reniegan de la sustancia lírica y agónica de los
fundadores, yendo como van en seguimiento de los precursores, y sin alejarse demasiado de ellos,
ya que también son románticos e historiadores, confiesa Risco en 1918 (34). Pero buscan reforzarla
con nuevos instrumentos de acción intelectual y política. Por tres razones: primera, porque el
nacionalismo no abarca sólo un aspecto de la vida gallega, sino un número de ellos al mismo tiempo;
segundo, porque no se contentan con pedir; tercero, porque se quiere infundirle al nacionalismo “as
ideias do noso século XX” (Risco 34).

Apoyándose en los descubrimientos y teorización de esos mismos precursores (“la investigación


etnográfica, arqueológica y filológica de los estudiosos gallegos”, Otero 18), se enfatizan ahora
aquellos elementos peculiares de Galicia, los que claramente la distinguen del resto de las regiones
históricas españolas. La lengua gallega tiene de modo natural sitio primordial en las reivindicaciones
nacionalistas, y la caracterización, defensa y afirmación del idioma está presente en todos los escritos
nacionalistas con similar pasión y obligatoriedad. También se recuerdan los otros fundamentos de
la nacionalidad gallega. El fuerte apego a su espacio de tierra, es decir, el espíritu aldeano, rural, del
gallego, que Risco explica como adoración a la Tierra, en mayúscula, un sentimiento radical de
afectividad étnica y la emoción del sedentarismo (63). Existen constituyentes distintivos de la
tradición que tienen vigencia en la cultura moderna; los gallegos, por ejemplo, son amantes de todo
lo demás referido a Galicia –afirma Risco–, tales como las costumbres antiguas, el canto, la música
y los bailes antiguos, el encanto de las casas y los vestidos “e todas as demáis cousas que por seren
nosas debemos estimar” (279-80). Galicia tiene su bandera, su himno y “seus mortos ilustres” (Risco
285). Hay incluso un componente racial de diferenciación, pues en los gallegos predomina el
genotipo del rubio centroeuropeo. En la población rural, afirma Risco, se nota que todos los chicos
son blancos como la nieve con el pelo rubio, casi como albinos. Es que la raza gallega sigue siendo
la antigua raza celta y es por tanto la menos ibérica de la península (58, 59). Si el íbero es
apasionado, el gallego es un sentimentalista con una personalidad callada, reflexiva, intensa,
romántica, nada que se parezca a la áspera violencia de los euroafricanos (Risco 63). Cuando los
35

nacionalistas de principios de siglo quieren sintetizar la naturaleza del gallego en sus esencias, se
refieren a tres características preeminentes: el lirismo, el humorismo y la saudade. Son las tres
esencias clave para interpretar la espiritualidad en lo que tiende a ser nítidamente genuino, según
Ramón Piñeiro. El lirismo y el humor se convierten en la manifestación objetiva, el refresco cultural
de la espiritualidad gallega. El anhelo llega a ser su curso íntimo, “o seu alento caroal”. Si el lirismo
y el humor son la expresión, el rostro visible de la espiritualidad gallega, la nostalgia es su propia
intimidad, su rostro invisible (Piñeiro, La saudade 9).

Más allá de la utilidad simbólica, unificadora y vigorizante de los mitos fundadores del regionalismo,
que los nacionalistas gallegos aprovechan crítica y funcionalmente, hay no obstante una marcada
discordancia en la relación de ambos movimientos con la potenciación diacrónica de Galicia. Si los
precursores miran al pasado como válvula de escape al triste presente de su época, consolándose en
vano con las glorias muertas, sus herederos en el primer cuarto del siglo pasado ubican en el futuro
la solución al desleimiento y disminución históricas de la nación gallega, presente de decadencia que
se describe en los términos más desesperanzadores. En 1920 Vicente Viqueira ilustra el nuevo para
entonces enfoque del nacionalismo gallego. ¿Están luchando por una Galicia pretérita?, se pregunta.
¿Es él un ciudadano de una entidad que se ha desvanecido para siempre en las brumas del pasado?
El pueblo es más sabio y sabe que vivir entre los recuerdos es vivir entre los muertos, le recuerda a
su lector. Entonces, llevado por su vehemencia, exclama en el texto: “[¡]Non, certamente, eu non
vivo no pasado cheo de exquisita melanconía, xa que eu arelo preludar miña existencia un futuro
mellor e mais grande!”. Su Galicia no es hacia 1920 lo que era, ni tampoco lo que será. No es de ayer
ni de mañana. “Se grande foi a nosa historia, máis grande pode xurdir o futuro noso!”. El pasado de
Galicia, asevera Viqueira, ha de exaltarse en el futuro, para renovarse y fecundarse, “como un tema
nunha sinfonía inagotable” (v. Fernández del Riego, Pensamento galeguista do século XX 68-9).

Y es este acento en la latencia luminosa del futuro lo que da forma sustancial al nacionalismo en la
Galicia contemporánea del posfranquismo, y a la vez lo vincula estrechamente, entre otras múltiples
afinidades, al pensamiento galleguista de principios de siglo. De modo natural, ese futuro brillante
parece hoy día para sus entusiastas más accesible que nunca, previsto con mayor o menor
certidumbre según la interpretación individual de sus lectores. La tarea hoy para el nacionalismo
36

gallego de los 90 es la de imaginar ese futuro y obrar ahora para conseguirlo. La promesa del
porvenir está implícita en el presente, y es necesario hacerlo explícito. De modo que no es suficiente
la conciencia étnica; hace falta la voluntad étnica asimismo. Se trata de dinamizar de la ‘galleguidad’
(Chao, Eu renazo galego 127). Entre el hechizo de la Arcadia pretérita y la construcción de una
utopía probable, el gallego ha de resolverse por la segunda. Para el gallego arcádico cualquier tiempo
pasado fue mejor, por lo que cualquier tiempo futuro tendrá la misma calidad para el hombre
utópico, ese que no concibe la historia como cíclica, “coma unha roda no aire que dá voltas sobre
sí mesma e voltando á súa orixe”. La historia de Galicia ha de ser lineal, abierta hacia el futuro. Por
tanto, el mito del paraíso no es una simple caída, ni siquiera momentánea, sino de promesas,
“situando a esperanza frente á angustia, e a salvación é entendida coma liberación” (Chao, Eu renazo
galego 155). La posible caída en lo adelante ya no sería metafísica sino histórica, y por lo tanto
remediable. Así, en esta vertiente, el nacionalismo gallego posfranquista tiene también un punto de
partida referencial, la más reciente entre las caídas sucesivas de aquel paraíso o edad de oro diseñado
por los precursores del XIX. Fue el fiasco del Estatuto de Autonomía, por fin logrado tras el
plebiscito del 28 de junio de 1936, semanas antes de que Franco se rebelara contra la Segunda
República, y autonomía que no llegó así a tener vigencia. Siguió una “longa noite de pedra [...]
durante corenta anos de deserto” (Chao, Eu renazo galego 71).

El presente de Galicia es visto como un interregno entre aquella Arcadia y esa Utopía. Que no es un
topos, un lugar, sino un motor o plan de acción, siempre a punto de materializarse pero nunca
consumado, para no dejar de ser utópico. Los nacionalistas gallegos activos en la actualidad retoman
las tesis de Risco y sus compañeros de lucha y las elaboran, refinando la conceptualización original
con instrumentos más sofisticados de análisis e interpretación; limpiándola de algunas ideas
contraproducentes, tales como el racismo implícito de Risco (ya que con él “el mito céltico perderá,
en su discurso, su impronta liberal murguiniana para verterse en moldes totalitarios y racistas” –
Máiz, «Poesía del pasado» 64), o las consecuencias negativas de la fijación nacionalista con el
esplendor mítico del pasado. El desvelo tradicional del gallego por el paraíso perdido se plantea
ahora en términos freudianos, como el de un narcisismo enfermizo, alerta Xosé Chao Rego, empero.
La conciencia étnica, aquello que lo une a la madre tierra como por un cordón umbilical, puede
convertirse en un regodeo envilecedor alrededor de la excelencia de la imagen propia, el “aporte
37

narcisista”. Cuando esta recuperación étnica se extralimita –uno de los fenómenos indeseables del
presente– se llega a la neurosis, porque la historia y el destino colectivo se viven como una especie
de misión patriótica sobrenatural (se sacraliza el significante, en detrimento del significado). El
gallego viene a sentir su memoria colectiva desde dentro de una concha con gran ansiedad, como un
bebé ya pensante en el útero materno. “Estamos a falar, moi simbólicamente, dunha Galicia nai que
ha romper augas para nos facer renacer” (Chao, Eu renazo galego 81, 107).

La trilogía de Cela también aspira a servir de expediente para esta ansiedad colectiva del gallego, a
su manera. No para canalizarla hacia el parto simbólico de su nueva identidad, sin embargo, sino
para ilustrar su imposibilidad. Cuando Galicia rompa aguas en la trilogía, será para abortar, imagen
que aventuro en correspondencia con el discurso metafórico comentado anteriormente.

Eso puede colegirse de la lectura de las tres novelas que la conforman. Mazurca para dos muertos
[MDM] estrena el tono de la misma. La acción se sitúa compartida en el lapso de paz antes de la
guerra civil, el transcurso de la misma, y los años inmediatos a la victoria franquista. “Yo hablo de
entonces”, dice el narrador (11). Y la motivación para hablarnos la explica el reverso de la portada
en la edición que utilizo: “Un asesinato y una venganza, sucesos que no son sino dos puntos de
referencia en el vasto hilo conductor de la obra [...] extenso retablo de unas vidas señaladas por la
sexualidad, la barbarie y la violencia física”. En efecto, la muerte de Afouto y el desquite colectivo
hacia el final de la novela, semejan pretextos del narrador para llenar el trayecto narrativo entre una
y otro de toda suerte de pintorescos y jugosos datos, “extenso retablo” de esta sociedad gallega de
los 30 que, como Moucho Carroupo, sufre también en el debido momento su castigo paralelo, la
venganza de la otra España falangista.

En este panorama se le da especial cabida al ingrediente hedonístico, que otros críticos ya han
comentado (v. Pérez, «Lo experimental» 30, entre otros). Repetiré algunos de los señalamientos de
estos lectores para posicionar en su marco mi propia lectura, sin pretender agotar el tema. Benicia,
por ejemplo, y que por la insistencia con que aparece en el relato pareciera representar ella sola la
disposición total de Galicia, “tiene los pezones como castañas pilongas [...] mucho ardor en la sangre
y ni se fatiga ni se aburre jamás [...] Benicia luce los ojos azules y es muy alegre en la cama, muy
cabrona” (13). No se sabe si es divorciada, “a lo mejor aún sigue casada”, pero no importa. Ella es
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como una cerda obediente, “no te dice que no a nada” (18). La mujer tiene el pecar saludable y es
mandona, “jode con mucha sabiduría y despotismo” (28), aunque es respetuosa con los sacerdotes
que la disfrutan (60). “Benicia es una máquina de dar calor y compañía, también deleite [...] Benicia
es como un molino que no se detiene jamás” (64). Ella no sabe leer ni escribir, “ni falta que le hace”;
es una herramienta de placer, “inventada para gozar pero también para hacer gozar” (93). Entre sus
visitadores, como señalé, están los curas, que en este país al modo de Cela suelen ser lujuriosos y
falsos, participantes espontáneos del gran circo sensual que se nos pinta. Algunos son famosos en
sus regiones por sus enormes falos y por sus proles numerosas. “Al cura de San Miguel de Buciños
también le gustan otras cosas que no hay por qué hablarlas, la carne es flaca [...] va ya por los quince
fillos da silveira. Al cura [...] las hembras le van detrás como perras salidas; se cuentan unas a otras
su calibre y no le dan sosiego ni a sol ni a sombra” (32). Estos confesores se acuestan con las mujeres
de sus feligreses y les ganan a ellos en potencia sexual (62). “Celestino Carocha [...] el cura de San
Miguel de Taboada, tiene sus más o menos con Marica Rubeira, la de Tunos, una casada joven y bien
parecida de la aldea de Mingarabeiza cuyo marido lleva los cuernos sin dignidad” (74). Benicia se
entiende con el cura de Santa María de Carballeda “todos los primeros y terceros martes de mes,
nada se pierde con el orden” (93).

El adulterio anda rampante y los cornudos abundan (61, 101-2, “se da con frecuencia en las mejores
familias”, 117). La fidelidad conyugal es un disparate (75). El bestialismo es común cuando se es
joven y “vale todo”; las mujeres hacen sus marranadas con los perros, incluso con un lobo, “eso es
costumbre”, y los hombres buscan “una cabra tetona para cogerla bien cogida de los cuernos y
restregarse más a gusto, eso va en naturalezas” (22). No falta tampoco el pederasta, Pepiño Xurelo;
“lo que pasa [...] es que le gusta sobar niños [...] primero les regala caramelos y después, en cuanto
se confían, les acaricia el culo y los muslos y el pipí [...] A Pepiño Xurelo lo cazaron un mal día
haciendo las cochinadas con Simonciño o Pucho [...] lo tenía medio estrangulado” (67, 8). Las
ciudades del país están llenas de prostíbulos, “morriñentos lupanares [...] gimnásticos y amorosos
burdeles” que “son de mansa y próvida saudade y alegría” (159-0). Tan pródigo e indiscriminado es
el comercio sexual diverso que enajena a los gallegos, que la ladilla es ya una epidemia nacional.
“Éste es un buen año de ladillas [el de 1934 ó 1935] [...] al cura Celestino Carocha, al final le llegan
las ladillas hasta las cejas, esto es como el juego de la correlativa, y con un poco de suerte y el
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tiempo por medio, puede acabar rascándose todo el país; después pasa lo que pasa y vienen las
guerras y las calamidades” (139).

Sobreviene así la sanción para esta “sexualidad elemental y aberrante” (Navajas 19), esa guerra y la
calamidad que le acompaña, porque Galicia está infectada física y espiritualmente, de manera grave.
Y para que el lector no se pierda demasiado en esta vorágine fornicadora, el narrador brinda de vez
en cuando señales para situar su historia en el tiempo. Estamos en 1935 en la página 106, y en 1936
ya en la 123. El descalabro de la guerra es inminente. En la narración, sin embargo, el conflicto tiene
otra dimensión más específica: es el doloroso correctivo que el resto del país tiene que imponer a
esta Galicia para salvarla a tiempo del hundimiento moral y patológico para el cual se muestra
predispuesta. “Las cosas tienen que volver a lo de siempre, esto no puede seguir manga por hombro
[...] aquí haría falta que tomase el mando alguien medio decente y con sentido común [...] esto no
hay quien lo pare, es como el cólera morbo. ¿Quién podría sujetar a la gente y meter un poco de
orden en esta barahúnda?” (138, 141, 144). Gradualmente, a partir de la misma página 123, el
carácter chispeante del relato se atenúa, aunque nunca desaparezca del todo; ahora, en la inmediatez
de la hecatombe “están pasando cosas muy raras y desorientadoras, es como si se hubiera perdido
el buen concierto de las esferas”. Lo que se pierde por completo cuando a la taberna de Rauco
“llegan noticias muy confusas, un viajante de comercio cuenta fantasías increíbles, sublevación de
generales y movimiento de tropas en Marruecos” (128). La guerra civil ha comenzado.

“Es como un castigo de Dios, lo más seguro es que hayamos ofendido a Dios con nuestros pecados
[porque] ahora circulan tendencias demoníacas y afeminadas, corrientes de pensamiento masonas
y mariconas” (173, 244). Al narrador le importa más sugerir el significado concreto de la rebelión
fascista para esta Galicia prefranquista que ha ilustrado tan bien, y ya no queda duda alguna de la
conexión entre el pecado y su expiación cuando de inmediato nos cuenta que ya se han decretado
bandos para devolver la honra a la mujer y hombre gallegos (128-9), a la palabra escrita después. “A
orillas del mar, para que el mar se lleve los restos de tanta podredumbre y tanta miseria, se están
quemando montones de libros y folletos de criminal propaganda antiespañola y de repugnante
literatura pornográfica” (145). Para arreglar el desbarajuste inmoral en Galicia habrá venido Franco,
a parar el relajo con una “orden sobre incautación y destrucción de libros pornográficos, marxistas,
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ateos y en general disolventes (las enfermedades del alma nacen de la lectura)”, a suprimir la
promiscuidad, a cuidar que no se confunda la libertad con el libertinaje, a prohibir el divorcio y
condenar el concubinato. “¡Ciudadano gallego, ya ha nacido el nuevo día de la salvación y la
independencia de España! (153, 198-9).

Excepto cuando Franco aparece para aguar la fiesta e imponer el orden, noticia que se intercala en
la narración, ésta hace mutis sobre la evolución local que vive Galicia después del establecimiento
de la Segunda República en 1931. Son años de intensa actividad política e intelectual para el
movimiento nacionalista que ahora tiene el terreno propicio para fructificar y multiplicarse, por fin,
después del hiato de la dictadura de Primo de Rivera. Surgen partidos (la Organización Republicana
Gallega, el Partido galeguista), se decanta la orientación política de las diversas tendencias
nacionalistas, se vota en tres elecciones generales, se va abriendo “un campo de perspectivas
políticas para el galleguismo hasta entonces insospechado”. Se comienza la batalla por la
consecución del estatuto de autonomía, cuando “los 5.000 militantes del partido se volcaron en
mítines, propaganda y actividades de presencia pública que, tras el acuerdo y el apoyo de Azaña, se
tradujo en el decreto de plebiscito estatutario” (Máiz, «El nacionalismo gallego» 220, 222). Victorias
y reveses (el Bienio Negro, por ejemplo) que no hallan apenas repercusión en MDM. Mientras las
fuerzas vivas del país gallego se enfrascan en apasionada lid política y cultural con / contra Madrid,
el ciudadano común gallego está sumido, según MDM, en una bacanal erótica y destructora sin
aparente cometido. Incluso se sugiere de pasada que aquellos mismos modos de la ciudad –¿los de
la vanguardia intelectual que sustenta al nacionalismo?– han pervertido la raíz tradicional del
gallego. “Esta catástrofe viene de las ideas y malas mañas de la ciudad azotando el campo” (170).
Como quiera, parece decirles Cela a sus compatriotas de entonces, no hubiera sido posible construir
ningún futuro con aquel material humano que él les recrea post factum. No era la autonomía la
solución para la enfermedad; acaso hubiera empeorado la situación. El remedio pasaba por “alguien
medio decente y con sentido común”, Franco, es decir, para enmendar a Galicia.

Ni los patriotas ni Cela se engañan sobre la actualidad de Galicia en vísperas de la guerra –así lo
interpreten cada uno a su modo. Francisco Fernández del Riego documenta el problema de Galicia
hacia 1931, el de una miseria espiritual colectiva, pues el país está completamente colonizado por
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los castellanos, e invadido además por ideas y costumbres extranjeras. La lengua gallega no se habla
en los altos círculos de la sociedad; la literatura autóctona se conoce mal y se aprecia peor. La región
padece de un grave complejo de inferioridad y ello la ha vuelto tímida, cobarde, perezosa, insensible
e histérica. Los castellanos han embriagado el alma gallega con “toxinas letales” durante cuatro
siglos, matando las resistencias, empobreciendo la “secreción” vital, adormeciendo los centros
nerviosos del país. “Morbo treidor que postra o corpo e enche o espírito de espellismos ridículos”
(Pensamento galego 98, 159, 160, 161).

Los nacionalistas sueñan en 1935 con el futuro redentor de la autonomía inminente, que lo
consideran posible. Para el narrador de MDM en ese momento el futuro no es ninguna utopía
ensoñadora, sino el franquismo, y su purificador pero violento saldo (204, 205). Un narrador, por
cierto, que parece simpatizar con los sublevados:

Los nacionales hemos tomado Badajoz. ¿Por qué dices hemos? No sé, ¿qué quieres que diga?
[...] los nacionales hemos tomado Toledo, ¿por qué dices hemos?, y hemos liberado el
Alcázar [...] los nacionales nos presentamos ante las puertas de Madrid, ¿por qué dices nos
presentamos? [...] cada vez que los nacionales tomamos una ciudad, la gente de la
retaguardia se echa a la calle a celebrarlo, ya quedan menos ciudades, lo más probable es que
esto esté llegando al fin. [La] radio anuncia que el triunfo del alzamiento es irresistible: En
Madrid ya no hay gobierno, el último conjunto de mamarrachos y farsantes que nos
traicionaba, huyó en avión a Toulouse. Cedió materialmente sus poderes a los comunistas
y su última hazaña ha sido el incendio y destrucción del museo del Prado. (150, 153, 163,
164, 201)

Si cupiera duda sobre la identidad de los culpables de este calamitoso presente, el narrador se deja
descubrir en algún momento crucial: “Los gallegos hubiéramos arreglado esto en menos de una
semana pero, ¡qué quiere!, se metieron quienes usted sabe, Raimundiño dice que los aventureros,
los patriotas, los jugadores de ventaja, los mesías y los mártires de la China y del Japón, y ya ve
usted como acabó todo: con el país ahogado en sangre” (124; mi subrayado). Al menos, en la
dictadura fascista, la masacre habrá servido para convertir a las putas al nuevo credo (163).
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“Hoy es el sexagésimo tercero aniversario de la II República Española”, aclara la narradora Matilde


Verdú (16) de La cruz de San Andrés [CSA] y el lector puede así situar el momento de la exposición
en 1994, diecinueve años después de la muerte de Franco, catorce desde que Galicia comenzara a
disfrutar de su largamente aplazada autonomía. Matilde parece hacer, sin embargo, el recuento de
sucesos ocurridos en ¿1969?, que conciernen a la familia López Santana. Los personajes de su
confesión se animarían en un punto medio de la historia última del país, en una peculiar simetría
entre el hoy y el ayer, a treinta años del fin de la Guerra Civil, a quince de su presente. Lo que nos
refiere no parece significar –en el tiempo transcurrido hasta 1969 ó 1994– alguna evolución
importante en la sociedad gallega que nos presentara MDM, excepto en el ambiente, que en CSA
es el de la ciudad. La sustancia permanece la misma, aunque la lectura luego descubra la puesta al
día de “nuestra propia historia” (10) y algunas adiciones obvias. CSA presenta “los motivos
constantes, obsesivos y archiconocidos de la [trilogía]: abundante erotismo, con frecuencia aberrante;
mucha crueldad, generalmente gratuita; sordidez y violencia” (Pérez, «Lo experimental» 27).

Hallamos salpicados en ese “collective protagonist” (Pérez, Camilo 142) afanes similares a los que
le apremian en la anterior novela de la trilogía. Las mujeres son ninfómanas (20) o, una vez
divorciadas, emprenden “una ansiosa y enloquecida carrera de juergas” (27). Las viudas y jamonas
se comparten los favores de estudiantes necesitados (31, 33, 36); las más jóvenes coleccionan
hombres (40, 59), y también se los participan unas a otras. Claudia, “o sea Betty Boop” (45), se
siente como “la inventora del vicio” (91). De la elemental ladilla en MDM se pasa a males venéreos
más sórdidos y crueles, como la blenorragia, la sífilis y el sida (14, 170, 217). “Nuestros hediondos
e ingenuos pecados mortales” (99), dice Matilde. El homosexualismo se presenta como otra de las
lacras en las cuales se complacen ahora los gallegos. “Todos y todas nos sentimos descubridores del
vicio y cómplices del vicioso, si Betty Boop hubiera sabido que su padre iba al gimnasio a ver atletas
en la ducha [...] que su madre iba a la sauna a ver mujeres desnudas y a las últimas filas del cine a
escuchar los quedos jadeos de las masturbaciones recíprocas...” (91). Como en MDM, “las putas
[también] pertenecen a la especie humana [...] al acervo de la humanidad” (148). Los curas vuelven
a las andadas:
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Don Severino Fontenla es muy putañero y alborotador, la verdad es que tampoco lo disimula
[...] es difícil que los curas castrenses sean castos como lirios o como azucenas [...] eso es
más propio de frailes mínimos y desnutridos [...] Baldomero, el sacristán de la parroquia de
Santa Lucía [...] se bebe el vino de la misa y el aceite de las lamparillas, también se come las
hostias sin consagrar [...] y se masturba cruelmente, parece un perro lulú. (18, 155)

El ejercicio de la devoción religiosa pasa ahora por el alegre consumo de marihuana, “la práctica de
la terapia sexual” (203) y orgías donde se ha desterrado “la ofensa de considerar como propiedad
privada los órganos sexuales” y se adoctrina a las hermanas en la gimnasia vaginal (130). Esta
sociedad va demasiado pobre de humanidad: “La caridad se está borrando de los corazones [...]
anidan el odio, la envidia y el resentimiento” (15, 66). Se hace almoneda de los valores tradicionales
(15).

De modo paralelo a MDM, aquí existe un escarmiento para todos esos desafueros de las normas de
la moral y del orden. La Comunidad del Amanecer de Jesucristo es el vehículo y el receptáculo de
la destrucción, el catalizador de todo lo podrido y dañado en la sociedad de Matilde; el suicidio
colectivo del remate es una purificación análoga a la ocupación franquista de Galicia. Allí se
pretende componer el campo, aquí la ciudad, dos caras de la misma moneda. CSA sería aquel
complemento de la narración anterior que se hubiera quedado pendiente por los efectos de la guerra,
y ahora pudiera rematarse. En esta Galicia donde no parece pasar ni valer el tiempo (“toda la ternura
del mundo tropieza al final con el mismo mundo [...] mil años son como un día [...] tampoco importa
demasiado esa imprecisión [...] debe volvérsele la espalda puesto que no tiene posible arreglo”, 32,
125), a pesar de las pistas brindadas, al lector se le confunde a propósito, para que no se facilite
deslindar los yerros de hoy de los de ayer, o los de anteayer. Hay una tendencia a combinar y
comprimir el tiempo (Pérez, Camilo 141). Cuando Matilde habla del pasado parece estar hablando
del presente, y viceversa: “En el año 1969, en julio de 1969, el hombre llegó a la Luna y pudo
ampliar aún más todavía el ámbito de su necedad, el hombre no sabe gobernar, ni pacificar, ni
alimentar la Tierra, tampoco sabe curar o prevenir el cáncer o el sida, entonces aún no había sida”
(24). La crónica del “derrumbamiento” la escribe Matilde en papel higiénico, soporte humildísimo
e innoble (104), no porque precise de este medio para indicar su asco por lo que cuenta, sino más
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bien para dejar entrever que el presente de 1994 se desmerece ante el de 1969, o que ambos
participan de la misma esencia escatológica. Su crónica parodia aquella noble actividad del monje
medieval, al copiar los textos clásicos para la posteridad (“es una vergüenza lo mal que aguantan la
tinta los rollos de papel [...] marca La Delicadeza Alemana [...] esto de escribir crónicas se convierte
en una verdadera tortura”, 194); la fábula de Matilde es “amarga y añorante” (58), y la historia de
la civilización local que le toca no se hace digna de otro destino mejor que el papel de retrete. Que
nada ha variado sustancialmente desde entonces; ni siquiera el franquismo draconiano fue suficiente
para arreglar el desbarajuste. “Poco me importa porque llevo ya demasiado tiempo [...] sentado a la
puerta de mi tienda y viendo pasar cadáveres de líricos menesterosos, exiliados profesionales y
parásitos presupuestarios y la experiencia empieza a serme aburrida” (123).

Matilde descarga su conciencia y con ello fusiona estos dos presentes entre los cuales se activa su
memoria, no importa si se revuelven 1994 y 1969, sidosos líricos con lesbianas veladas y
protestantes sodomizados, batidos en la mezcla. La historia de Matilde presentaría a su manera,
asimismo, en ácida simulación, aquellos tres topos que cita Xosé Chao Rego (Eu renazo galego)
como puntos de apoyo de la galleguidad auspiciadora. El topos biótico, primero, con su función
medicinal (159, 162), en la catarsis del testimonio de Matilde; al contarnos su “derrumbamiento” ella
busca la purificación propia y ajena, a la vez que intenta despertar en el lector el sentimiento de
horror y compasión ante lo narrado. Es una liberación a partir de otra. “Cortaos las venas cuando
veáis que nosotros lo hacemos”, les explica Julián a los futuros suicidas, “porque nuestro sacrificio
borrará nuestros pecados, amén” (236). Añade Matilde: “Me doy cuenta de que esta crónica va
llegando a su fin, pero no ignoro que la muerte no me restará sufrimiento porque antes [me] vaciará
la conciencia de sus últimos aromáticos contenidos” (190). El topos epifánico o la memoria
reivindicativa (Chao 161), el siguiente, es decir, el rescate de todos los elementos, lugares y personas
que alimentan la revelación de la narradora en CSA. Como afirma Chao Rego, cada gallego deberá
de disponer de su pequeño esquema histórico, originado en lo simple o en la reducción al ámbito
doméstico. Para luego ampliarlo y llegar a una visión global de la tierra y de los tiempos. El
propósito es no perder la memoria y lograr situarse en un lugar o paraje que sirva para hacer aparecer
lo que se esconde, la epifanía. “Esta manifestación do oculto hai que proclamala, profetizala, para
que o latexa se faga patente” (Chao, Eu renazo galego 221), es decir, explícito lo implícito. Es la
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magnificación de la historia en minúscula, porque la otra, la Historia, al decir de Matilde, “no cuenta
más que falacias literarias, épicas y confusísimas y nunca del todo verdaderas [y] es un burdo tapiz,
un torpe tejido de argumentos abyectos y sentimentales bordados” (200, 214). El topos hierofánico
asimismo, el tercero, porque “non abonda con conta-las cousas, tamén hai que cantalas” (161) y es
necesario difundir la epifanía. Después de la denuncia, el anuncio; primero el diagnóstico, luego el
remedio, deberes del profeta.

En CSA la profecía pasa por la Comunidad del Amanecer de Jesucristo, que es tanto el medio
posibilitador del ‘canto’ de Matilde, como su aniquilación definitiva en esa abundante “agua
ensangrentada” que se derrama del ‘cielo’ hacia “el piso de abajo” (236). La secta es al mismo
tiempo la factibilidad y la oclusión del futuro. Exige a sus iniciados una ruptura drástica con este
presente de “servidumbres” (174) para acceder “a la paz blanca y espiritual” del inmediato porvenir
(174), que inhabilita en un río de sangre. La comunidad es el ensayo y el procedimiento para obtener
el mesías “que alumbrará el universo” (234). No es / será enteramente un profeta dialéctico, que
incorpore las desventuras en su proyecto, sino el cantor ingenuo y optimista del nacionalismo gallego
clásico, alguien que mediante procedimientos mágico-emocionales arroje una más que sospechosa
buena fortuna para Galicia (Chao, Eu renazo galego 222). Profeta amateur que se ceba en tiempos
de incertidumbre, como los de 1969 o los de 1994, en ese interregno entre la potencialidad del futuro
y la decadencia del presente, documentado por la misma Matilde. Como el Mesías que el
nacionalismo gallego anhela, el maestro ínfimo desbroza los peligros y orienta a los fieles; es audaz,
tiene sentido del tiempo, del momento oportuno. Deja madurar el proceso, como Matilde revela, y
mientras tanto les engatusa con las bondades huecas de su utopía. La Comunidad parte de una tesis
(el sexo, la frustración, la locura de la sociedad gallega), que encontrará oposición en la antítesis
desgaleguizadora (su vía particular hacia el paraíso perdido), para hallar la superación definitiva en
la síntese regaleguizadora, que en CSA es la destrucción total de los pecadores a la par que su
esperanza. “Chegamos ó momento agonal supremo: a agonía biolóxica” (Chao, Para
comprendermos Galicia 50).

Madera de boj [MB] retoca esa utopía, la recrea en casi todas las manifestaciones posibles; la hace,
mediante la alusión del título, metáfora englobadora del pueblo gallego y su historia (la vinculación
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figurativa entre la madera de boj y la utopía la sugiere Jaime Durán, sin desarrollarla – 1). “La
madera de boj es dura, compacta y de bello pulimento, el boj también es planta tóxica que puede
llegar a causar la muerte [...] la madera de boj no flota, es más densa que el agua, y tampoco arde o
tarda mucho en arder” (53-4). Cualidad, la tóxica, de la cual el mismo Cela da abundantes pruebas
en la trilogía. Y esta resistencia de la madera nacional al cambio, como símil de la permanencia del
país gallego, adquiere en MB la categoría de un eterno torbellino de seres, hechos e ideas, en
reciclaje sincrónico. De nuevo al lector se le apresta para, como en las dos anteriores novelas,
consumir un “continuo fluir [de] sacristanes pecadores y alucinados, hombres lobos [...] suicidas,
choronas, curanderas, fornicadores, sirenas, vírgenes martirizadas [...] náufragos, desaparecidos y
ahogados”; así se caracteriza esta novela en el dorso de la cubierta, en la edición que utilizo.

MB es, en efecto, la plenitud de las anteriores narraciones; también aspira a consumarlas, a


abarcarlas, totalizándose en y a partir de ellas. Si en CSA se embarullan los eventos en un presente
que dura quince años, en MB no parece existir la demarcación de los tiempos; nada es pasado ni
presente, todo es uno y otro.

Una idea que ya estaba presente en MDM, es la insistencia del motivo o letanía de la lluvia. Llueve
perennemente en la Galicia de los treinta, en todas las variantes posibles: llueve mansamente y sin
parar, sin ganas, pero con una infinita paciencia, como toda la vida, con tanta monotonía. Llueve
sobre los pecadores, sin misericordia alguna (9, 21, 27, 35). “Llueve sin dar respiro ni al cielo ni a
la tierra desde hace más de doscientos días con sus noches [sin] fe, ni esperanza, ni caridad y no lo
sabe nadie, tampoco atiende nadie” (45, 61). Llueve sin principio ni fin (86). Esta lluvia, según
David Herzberger, borra todas las aristas del movimiento temporal y por ello disminuye el potencial
para un cambio (108). Es la humedad perpetua y simbólica de todo, como si nada pudiera, en un
momento de respiro, recuperarse del diluvio y medrar. Curiosamente, deja de llover justo cuando va
a empezar la guerra (128). Luego retorna la lluvia, cuando Galicia entra en la ‘normalidad’
franquista. Su reaparición tiene un tono más apaciguado y contento, porque ahora la lluvia no es el
instrumento de “Dios que quiere vigilar a los hombres de cerca” (77), sino el agua que “con cortesía,
amor y serenidad [cae] sobre el campo verde y desierto” (207). “Sigue lloviendo [...] estamos en la
mitad de todo” (36).
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En MB, paralela a la anterior, hallamos la letanía del mar, complementario de la lluvia. “Las letanías
del agua, podríamos decir. Y no creo que sea necesario recordar que el agua, de lluvia o de mar, es
la esencia y emblema del paisaje gallego”, opina Luis García Jambrina, el mar es el escenario en el
que acontece toda la novela: “Yo diría que el protagonista principal, el origen y el fin de todo, la
imagen de la vida y la muerte, del tiempo y la eternidad” (Jambrina). La sensación de intemporalidad
se obtiene mediante la repetición del efecto del mar y su presencia para los costeños; “la mar no va
y viene sino que viene siempre, zas, zás, zas, zás, zas, zás, como la vejez de los hombres y de las
bestias” (126). En su perseverante ajetreo, el mar lava las culpas y la basura del país, suerte de
gigantesco procesador higiénico, el ‘papel de retrete’ de esta historia. Pero también el mar les trae
infortunio a sus protegidos, en forma de los interminables naufragios y los cadáveres que alcanzan
la costa. La vida es como el brutal vaivén del océano: “Cuando creemos que vamos a un sitio a hacer
determinadas heroicidades la brújula empieza a girar enloquecidamente y nos lleva cubiertos de
mierda a donde le da la gana” (295).

Otros referentes, algunos citados arriba, y la técnica del narrador o de los narradores, consolidan en
el lector la idea del incesante flujo de eventos, personas, acciones, ideas, donde la demarcación del
tiempo no importa. Amalgama que, internamente, carece de estructuración ordenada, pues se insertan
sus elementos en cadena, separados por comas, con la ocasional interrupción de los diálogos entre
el autor y su escucha; calidoscopio de imágenes sin aparente relación entre sí, seguidas unas de otras,
en constante salto de perspectiva y enfoque. Es una ensalada de personajes históricos y ficticios,
plausibles e imposibles, de cualquier época, de todas las épocas. Reyes históricos y legendarios,
generales, capitanes de barco, demonios, santos, unos y otros a la vez.

El rey don Amadeo de Saboya reencarnó en el gaitero Dambertiño Lestrove [...] los dioses
empezaron a hablar por boca de Fofiño Manteiga, el tonto de Prouso Louro [...] yo soy el
príncipe Xacobiño de Lebouzán y le pediré permiso a mi padre el rey Moisés de
Mesopotamia para casarme contigo [...] Florinda Carreira parecía la hermana mayor de Juana
de Arco o la hermana pobre de Agustina de Aragón. (14, 201, 269, 277)

Lo ‘real’ y lo fantástico se entremezclan con las leyendas y la superstición locales. “La Santa
Compaña sirve de despertador, cuando un cadáver se revuelve en el ataúd es señal de que la muerte
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no anda lejos [...] Fofiño Manteiga le dijo una mañana a Barrabás, yo sé porque estás siempre al
acecho [...] mi tío Knut Skien caza el rorcual y el cachalote con arpón y a brazo, al antiguo uso, y
además se ríe” (25). Así se ficcionaliza lo verosímil y se concretiza lo ficticio, con el resultado de
que a la postre nada parece ser real, todo es fantasía. El inventario de hundimientos se parea con las
noticias de crímenes pasionales, el adulterio y consideraciones sobre las prostitutas (181); en un
momento se habla de la infidelidad y de inmediato se cita otro naufragio (208, 210, 218), de modo
que el último parezca un castigo del mar para los excesos de tierra firme. Los vivos y los muertos
interaccionan sin distingos. Se mezclan el acervo mítico gallego con el curso ordinario de la vida
(51-2), los males morales (la lujuria, los invertidos, el paganismo) con el uso y la recepción del
supuesto o inventado patrimonio cultural (55-6).

A la par de la anécdota ‘publicitaria’ el narrador desliza también sus opiniones sobre cuestiones más
acuciantes, como hiciera en los otros dos textos anteriores. Se halla, por ejemplo, una diatriba
reiterada contra los que llama “infieles”, quienes a veces parecen ser aquellos sectarios lunáticos de
CSA y otras veces los políticos ruines. “Los infieles no tienen conciencia ni fundamento y envenenan
el agua y la manchan de petróleo y de sangre [...] habría que matar a todos los infieles, a todos los
herejes empezando por los protestantes que son los peores” (30, 143). Más concretamente, y en
directa referencia al nacionalismo gallego, el narrador se da a repudiar a los republicanos y rebeldes
de hace sesenta años, los que “cagáronse en la predicación, empezaron a poner todo en duda,
desbarataron el equilibrio y, claro es, acabaron condenando su ánima, unos a arder para siempre en
el infierno, los cabecillas, y otros a churrascarse algún tiempo en el purgatorio” (20). Ridiculiza el
federalismo, una de las variantes del movimiento nacionalista, que quería “dejar sin vigor la ley de
herencia, reglamentar el matrimonio según la pauta del inquilinato, abolir la pena de muerte, disolver
la guardia civil, prohibir la prostitución, dar el voto a las mujeres, crear una policía montada y
convertir a España en una república federal presidida por un triunvirato de miembros vitalicios”
(170).

El desorden manifiesto, lo “revuelto”, se justifica porque “la vida y la muerte no se presentan nunca
demasiado acordes” (133). Galicia resulta un punto de encuentro vital y mortal para el mundo
circundante y para las naciones de origen celta, “los países señalados” (160). Aquí vienen a morir
49

ideas y hombres de todas las latitudes y creencias, en un maelstrom incesante. Nada tiene posibilidad
de asentarse, madurar y fructificar; la historia no es una progresión hacia una cierta cota de
excelencia, sino un torbellino donde el pasado nunca se rebasa. “La historia del mundo podría
repetirse con muy hermosa puntualidad sumando las abnegaciones y los resentimientos, también las
envidias y los altruismos, la historia del mundo no se escribirá jamás porque el hombre es un ser
impaciente, un animal nervioso que se alimenta de escalofríos” (110). Y esta historia no es
precisamente la crónica de las hazañas y campañas de los héroes, sino un relato rebajado, de
vulgaridades y minucias. “Estuvieron toda la tarde cantando, comiendo, bebiendo y tirándose unos
pedos restallantes y solemnes [...] Liduvino Villadavil el ciego de los romances no se tiró jamás
tamaños pedos [...] la historia se escribe con vaivenes y con confusos ringorrangos” (216, 277).

MB brinda al lector la visión de conjunto que las dos anteriores novelas compartimentaban. Galicia
se tamiza y se resuelve de modo concluyente; su rendimiento no es un cuadro atractivo. Esos
constantes naufragios literales y simbólicos, el exterminio contaminante (Chao, Eu renazo galego
129) que el país expía, simulan una larga cadena de microscópicas caídas en el vasto marco de
desmoronamiento que parte de aquella Edad de Oro del mito céltico. El paraíso que los romanos y
sucesores robaran a los gallegos nunca tiene oportunidad de replicarse –tampoco la ilusión de un
futuro equivalente, la utopía; la coyuntura para su resurrección siempre viene a malgastarse. No hay
manera posible de delimitar el presente o el pasado (“todo el mundo sabe que la historia tiene un
comienzo incierto y un final confuso”, 146), para comenzar la construcción de un futuro corrector,
de una salida al círculo vicioso. Un porvenir diferenciado de este presente no cabe en la ecuación.
“El hombre tiene casi todas las batallas perdidas de antemano”, nos dice el harto pesimista narrador
(173). La alternativa que ofrece no es siquiera apostar por la resurrección del paraíso perdido,
porque, para mal o bien, aquella estrepitosa caída produjo esta anarquía de hoy.

Galicia, parecería decirles Cela a los otros patriotas, no tiene remedio. A aquellos que confían en el
consuelo de una utopía realizable, el autor les advierte que “en política es peligrosísima. Nos puede
llevar a grandes desastres” (Astorga). Ante aquellos que quieren hacer tabula rasa con la onerosa
carga del pasado, el autor les recuerda la inconveniencia de obviarlo, quizás por su demorada
perpetuación en el presente. “No es sano ignorar las tumbas de los abuelos, de los padres, de los
50

hijos, de los nietos y de los criados, las familias deben convertirse en tierra de la propia tierra para
que los robles y los castaños crezcan más recios y solemnes, para que el boj respire más duro y más
hondo” (169). Madera cuya excelencia no reside en sus usos potenciales, sino en su naturaleza
obstinada, pues no se hunde, no prende, es dura de moldear. Y la comparación con el boj será la
única manifestación utópica (optimista) rescatable de la realidad gallega, según la trilogía; es decir,
esta terca resistencia al cambio, y la eterna penitencia de lo mismo. En la escritura de Cela el pasado
invalida ambos, presente y futuro (Navajas 15). La bella durmiente en el pueblo gallego (Máiz,
«Poesía del pasado» 60) no podría despertar nunca en la propuesta de Cela.

Al recapitular y juntar en MD el diseño en forma y contenido de las dos novelas previas, el narrador
finalmente no sólo certifica el empeño de sus precursores textuales, sino que logra redondear el
mensaje que la trilogía comunica, y que en mi lectura se parea, aunque en oposición, con la otra
versión de los otros patriotas gallegos. La lengua gallega que los nacionalistas veneran sirve en la
trilogía para deslizar aquí y allá pinceladas de sabor local que luego se recogen en glosarios de voces
exóticas. Risco había apostado por la personalidad romántica, resignada y discreta de sus paisanos,
pero los habitantes del país de Cela son todo lo contrario, demasiado carnales, violentos (tanto o más
que los demás españoles), gente que no sólo grita sus pecados, sino que se refocila en ellos. Todo
lo que merece el lirismo intrínseco del gallego es el papel del retrete, para contar su interminable
derrumbamiento, con un humorismo corrosivo. La saudade –que Ramón Piñeiro describe como
manifestada en tres formas (la añoranza del ser amado o del bien perdido; la nostalgia por la patria
lejana; o el anhelo de “felicidade ideal, de perfeición ilimitada”, «Pra unha filosofia da saudade» 15)
– cabría en la trilogía entenderse mejor como “negrura de alma” (Tejada 103). El pasado tal vez sirva
para consuelo, pero sus glorias están bien muertas, y el alivio es poco. Los gallegos de la trilogía no
solamente viven todavía entre muertos, sino que toda su hazaña vital parece estar produciendo más
muertos, más muerte en derredor, como las tres novelas se esmeran en probar. La vida aquí tiene
poca esperanza de asidero, si no es en breves e intensos brotes de energía que a la postre siempre se
extinguen. “La lista de los naufragios no se acaba nunca, esto es el cuento de nunca acabar” (MB
214). Galicia es siempre lo que fue, y el futuro no es más que un cadencioso reciclaje de lo idéntico,
sin salida a la angustia de la repetición, ni posible liberación de la prisión del pasado; la utopía del
boj es madera harto perniciosa para la comparación. Los narradores hacen alegremente explícito lo
51

implícito –misión patriótica– pero el ajetreo narcisista sólo descubre una neurosis en franca
metástasis.

Cada uno de los cuatro capítulos de MB cierra con una curiosa y similar advertencia del narrador.
En su conjunto los cuatro recordatorios (94, 177, 256, 303) funcionan como la clave para entender
una intención en la trilogía. Son una indicación de cuán bien conoce el narrador el basamento de la
psiquis gallega, esa obsesión plañidera con aquella remota edad de buenaventura, el mito céltico.
“Galicia fue siempre muy rica en oro y metales preciosos, los escritores de la Antigüedad hablan de
los aluviones y minas de Galicia que fue Eldorado de los romanos, en el Mons Sace había tanto oro
que las ovejas lo descubrían con sus pezuñas, la reja del arado lo levantaba del suelo” (245), nos dice
con evidente sarcasmo. La advertencia que abrocha los capítulos retoma este tema, “las pepitas de
oro”, que junto a las “cruces de piedra” constituyen al decir del narrador la médula de la tradición
histórica gallega. Parecería por un momento, sin embargo, que aquí se encierra todavía una esperanza
para el futuro del país: “El vientre de estos horizontes es de oro” (256); es decir la simiente del mejor
futuro está en gestación en el presente. Pero esa conclusión lírica (“no me cansaré nunca de repetirlo,
el vientre de todos esos horizontes es de oro, no encierra oro, raposos de oro, rorcuales de oro,
gaviotas de oro, sino que está tupido por el oro que no deja lugar para los raposos, ni los rorcuales
ni las gaviotas”, 303) es un voto hueco de buena voluntad; encierra una contradicción. En las tres
novelas se brinda amplio testimonio de las cruces de piedra, pero apenas se vislumbra aquí o allá una
pepita de oro. El vientre está también abocado tarde o temprano a abortar su feto dorado, cuando se
rompan aguas. Como discurre Matilde Verdú en CSA, el porvenir es de los ignorantes y los suicidas
(13). “Lo más probable”, nos dice, “es que el porvenir [gallego] no tenga dueño, no sea de nadie”,
que “sea un bien mostrenco” (66, 181).

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55

La representación de José Antonio por el joven periodista cela: el deber y su performance

En una de las entradas de su Diccionario para un macuto, Rafael García Serrano explica la mítica
e intensa pervivencia de José Antonio Primo de Rivera, entre los simpatizantes falangistas después
de su fusilamiento en noviembre de 1936, como la materialización de un “sebastianismo”. Es decir,
un urgente culto a su figura al modo del brindado al mártir de la Iglesia Católica, San Sebastián,
quien se representa tradicionalmente asaeteado, con expresión agónica, pero todavía con vida. No
pueden creer sus seguidores que José Antonio esté muerto y le comienzan a llamar el “ausente”,
nombre “que nació de un modo espontáneo, porque [el] falangista de filas creía metafísicamente
imposible la desaparición de José Antonio” (Diccionario 506). En parte, las saetas que matan de
modo figurativo al fundador de la Falange son con toda probabilidad traiciones post mórtem que los
comentaristas, como García Serrano en 1979, quieren leer en la perspectiva que brinda la distancia
temporal desde el hecho.

Mucho antes, en 1938, comienza a institucionalizarse el mito por acción del gobierno franquista,
proceso donde “el peso de los simbólico, de lo retórico, desempeñó un papel principal” (Rodríguez
Jiménez 323). Todos tienen en España durante estos años (década de los 40) algo que decir en favor
de José Antonio, por conveniencia o por convicción. Pero son, en efecto, los intelectuales y letrados
del ambiente cultural franquista los que mejor se encargan de pulir la fundamentación ideológica
para las medidas concretas de la dictadura, con respecto a la glorificación de José Antonio, el día de
luto nacional, las efemérides, los monumentos, las inscripciones. En esta tarea compiten unos con
otros por alcanzar mayores cotas elegíacas, contenidos más reveladores, por dar con la alabanza
perfecta, la que de forma más concluyente dibuje y defienda al “ausente” para el presente o la
posteridad. La consigna estaba clara, “precisamente porque éste era el ambiente, y ésta toda la lógica
que se aplicaba al caso: José Antonio no [podía] morir” (García Serrano, Diccionario 507). Camilo
José Cela mismo justifica este proceder: “La Política [es] poner de pie a quienes hayan caído para
que puedan seguir marchando” («José Antonio»).
56

Cela, en 1942 un joven de 26 años, también se suma al coro de panegiristas, desde su posición de
redactor-jefe del semanario Juventud, órgano oficial del falangista S.E.U., el Sindicato Estudiantil
Universitario. Su intervención es muy parca en número; son allí tres los artículos que dedica
expresamente a José Antonio, y un cuarto aparte, en el diario Ya, ninguno de los cuales decidió luego
incorporar a sus obras completas, que comenzaron a publicarse por Destino en 1962. Pero la
economía de textos no es óbice para un desempeño improvisado; quizás esto explique la modestia
de la contribución por Cela. El escritor quiere poner su granito en la colecta (reunión de fieles), pero
no a cualquier precio. No tiene razones, por un lado, para obviar el ánimo laudatorio de sus colegas,
militantes o simpatizantes del falangismo como él, pero sabe, por el otro, que ya, en hora tan
temprana, se precia a sí mismo demasiado como virtual artesano de la lengua para imitar sus
encomios en la letra, si bien que en el espíritu no tenga mucho espacio para maniobrar.

El periodista recién estrenado debe ponderar de inicio con mucha calma su contribución al
“sebastianismo” de José Antonio. Cuando está seguro, publica tres artículos en 1942 en Juventud,
casi seguidos. El primero, «A propósito del pensativo y combatiente Doncel, de Sigüenza» es de
agosto. Tres meses después sigue el escueto «Tránsito de poesía en loor de José Antonio».
Finalmente da a la prensa «José Antonio, orador. Guión para un ensayo» (dedicado a Rafael García
Serrano), y calla hasta el próximo año, parece, tras ofrecer a otros las pautas de cumplimiento con
este ‘libreto’. El ensayo en Ya, «Aquella noche... (once glosas desordenadas)», aparece en noviembre
de 1943. En otros escritos también hará mención o uso del legado de José Antonio para sus
propósitos en cada caso («La brisa y el vendaval», «Notas para una interpretación falangista de
Séneca», «Algo más sobre lo decadente»), mas es en esos cuatro ensayos donde el líder falangista
es la motivación textual principal, sin contar otros escritos desconocidos, que no se hubieran podido
localizar para la confección de este comentario.

La cautela de Cela podría justificarse cuando se descubren los nombres contra los cuales ha de
medirse en la celebración de José Antonio. Por citar como ejemplo los del prestigioso ABC, donde
colaboran algunas de las firmas más o menos consagradas de la España prebélica: Jacinto
Miquelarena (1891-1962), Cristóbal de Castro (1880-1953), Francisco de Cossío (1887-1975), Luis
Araújo-Costa (1885-1956), y, sobre todo, Azorín (1873-1967). También podrían citarse a Javier de
57

Martínez Bedoya (1914-1991), José Losada de la Torre (activo en la década del 40), que tienen
presencia bastante regular en el periódico. En el diario Ya escriben asimismo Pedro Mourlane
Michelena (1885-1955) y la otra gran promesa de la narrativa franquista, Rafael García Serrano
(1917-1988). En el entorno del mes de noviembre de los años 1941, 1942 y 1943, estos autores
glosan la figura y hechos de José Antonio, a cinco / siete años de su muerte, suficiente tiempo para
incorporar la mesura en la apología y así sentar ciertas pautas para la iniciativa, con el intelectual
serio en mente, siquiera. En la otra cota está el martirologio del partido, casi de reglamento,
materializado también en la veintena de libros que aparecen entre 1939 y 1945, el más popular de
los cuales fuera la Biografía apasionada de Felipe Ximénez de Sandoval (1941). Cela, pues, tiene
que conseguir en su entendimiento un equilibrio entre las dos orientaciones cuando escribe sobre
José Antonio; por una parte se encuentra bajo la tutela aquiescente de la Falange y es funcionario
menor del gobierno (ciudadano comprometido), por la otra ya es un literato en ciernes y su nombre
empieza a sonar en los círculos culturales. Se le empiezan ya a abrir las puertas del parnaso
franquista. La parquedad de Cela en celebrar a José Antonio (cuatro escritos) dice al mismo tiempo
de su sinceridad en ocuparse del tema, y de su prudencia al no hacerlo con más frecuencia. Así queda
bien consigo mismo y cumple las expectativas de su entorno político. A sus posibles modelos,
Azorín y los demás, Cela querrá aproximarse en la letra; a los otros, los militantes, en el espíritu, en
la adecuación del mensaje, su deber o misión. En el primer caso tanteará sin embargo su
originalidad en la búsqueda de nuevos expedientes para realzar la memoria de José Antonio, y, de
paso, la estatura intelectual de sí mismo en el nuevo régimen: su performance pública, o lucimiento
cultural. Es un pasaporte de distinción frente a los consagrados. Esa será la fórmula bipolar del joven
escritor, una en analogía a la que ensayará en su palimpsesto de 1944, Nuevas andanzas y
desventuras de Lazarillo de Tormes; aquí el espíritu de la novela pasará por el recurso de la alegoría,
mientras que la letra la proporcionará la tradición textual de la picaresca. La alegorización será la
columna vertebral de sus tres primeras novelas. La segunda, Pabellón de reposo, es una alegoría con
densa carga religiosa sobre los dos bandos en conflicto en la guerra, en 1943 vencedores y vencidos,
figurada en las incidencias de un sanatorio para tuberculosos, pocos de los cuales –Cela entre ellos,
por supuesto– regresan a la vida, a la nueva España, pero los más, los enfermos, los contagiados
mortalmente por la patología republicana, sucumben a la enfermedad (v. Merino, Con la pluma).
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En el nivel formal, Cela da ya en estos textos muestras de esa “voluntad de estilo” (Umbral 23) que
será una de sus principales peculiaridades en su consagración como autor literario en el futuro. Su
lenguaje no es todavía demasiado “oscuro, complicado, reiterativo” (Umbral 110), como lo será su
producción madura o tardía, pero el lector puede percibir con facilidad que Cela no escribe al tanteo,
y que evita llenar sus textos con demasiados tópicos, corrientes entonces, aunque no pueda evitarlos
totalmente. No es aún Cela el cazador de iberismos en que luego se torna, según la certera imagen
de Ortega y Gasset (Umbral 28).

La imaginería de Cela en estos cuatro ensayos de 1942 y 1943 no se logra siempre, pero el mismo
intento fallido revela su intención de singularizarse. «A propósito» comienza con una metáfora sin
mucho ángel: “El arte funerario siempre nos ha sobrecogido un poco el ánimo, con su interrogante
mudo como el hielo parado en el lindero de la muerte”. Otros ejemplos de este texto, más o menos
conseguidos:

La fe es un clavo ardiendo al que nos asimos en la agonía...

La agria carantamaula del encerrado a cal y canto, sin el alivio de la tierra que se esponja...

Quien dejó contestadas todas las preguntas al caer herido de muerte con el plomo que no
pudo aguantar su presencia, por el plomo que le arruinó la carne, la carne mortal, y que le
abrió las puertas, eternas, de los corazones...

De «Tránsito»:

Cuando don Miguel de Unamuno, vasco capitán que navegó por la mar de trigo de Castilla,
profesor de lenguas muertas, maestro del decir vivo, barbudo y sin sombrero...

Mas bien un ansia de a real la vara y un arrimarse tan demasiado al suelo que nos conducía
a volvernos no más que estrecha zarza del sendero, que mimbre flaco de la vereda, que nido
de gorriones en el morral, [que] ciempiés debajo del abandonado adoquín de la cuneta.

De «José Antonio»:

Pero llamar al pan, pan, y al vino, vino, tiene a veces su quiebra y su peligro. Porque la obra
59

dura, perdura y fructifica.

Porque nunca es alegre morir a tu edad; aunque esperamos aquella certera y mal fundida bala
sin jactancia y sin protesta.

De «Aquella noche...»:

[La] luna se va dejando caer, entre cauta y vagarosa, por su prevista senda. Aquella nube
sombría que arrastró el viento, aquella nube, con su borde de encaje y su dulzura, llegará a
la costa africana cuatro, seis horas más tarde.

Hubo un instante aquella noche en que todos los niños se desvelaron, todos los pájaros
contuvieron su blando respirar, todas las mujeres del mundo dieron una vuelta, estremecidas,
entre las blancas sábanas.

Esta muestra de algunos de los planteamientos e imágenes de Cela, podría revelar cómo el escritor
cuida su expresión. Por el recurso de metáforas (“la fe es un clavo ardiendo”, “la mar de trigo de
Castilla”, nube de encaje y dulzura), el pareo de sustantivos y verbos para conseguir una cadencia
musical, poética (“su quiebra y su peligro”, “la obra dura, perdura y fructifica”), la repetición de
algunos vocablos de alcance dramático (“agonía”, “plomo”, “bala”, “carne”), la selección y posición
de los adjetivos (“hielo parado”, “agria carantamaula”, “vasco capitán”, “alegre [el] morir”, “mal
fundida bala”, “blando respirar”, “blancas sábanas”). Cela, así y todo, pierde de momento su
ecuanimidad retórica, hacia el cierre de «José Antonio»:

Que los santos, los tímidos, los timoratos, los apocados, los encogidos, los consumidos, los
cortos, los cuitados, los desdichados, los pusilánimes, los aturdidos, los atados, los
atarugados, los escrupulosos, los premiosos, los remisos, los ñoños, los cagapoquito y los
agrarios no vuelvan a tener oídos de mercader, no vuelvan a la fábula que acabó en masacre...

Con esta descarga, resumen de su ‘guión’, Cela parece desear que el camino quede desbrozado para
todos aquellos que no suscriban, respecto a José Antonio (la víctima especial de la “masacre”), la
filosofía que se especifica –y se difumina a la vez– con diecinueve calificativos. Esta cita podría
también anticipar lo que su admirador Umbral, en referencia a toda una vida creativa, llamará
60

escritura “[como] una losa de palabras”, notando que en los artículos de Cela no hay, por ello, una
progresión emocional (78). Él, afirma Umbral, no ha sido un hombre de ideas sino de frases (25).
Locuacidad que no es gratuita porque el mismo apologista Cela considera en 1942 el exceso de su
lenguaje como una manera de igualar su pasión acusatoria a la del martirio de José Antonio; no
alcanzan los adjetivos para definir a sus enemigos. Porque “las definiciones claras y concretas quitan
encanto a las cosas” (Cela, «Algo más»). Tal es la amargura por su pérdida que un solo denuesto es
insuficiente. Así se significa también, indirectamente, la representación textual del ausente, quien
es merecedor de toda la riqueza del idioma, de los vocablos recónditos y connotativos, de metáforas
hermosas y del efecto lírico. Que se alcance unas y otro dependerá de la excelencia y originalidad
del cantor. A manera de muestra: José Antonio está “en el misterio del aire y de la nube, presente
y vigilante del camino insobornable” (Miquelarena); su discurso en el teatro de la Comedia el 29 de
octubre de 1933 fue un amanecer de gloria para España porque quedaron “alumbradas por la
antorcha del Fundador genial las maravillas de lo teándrico” (Araújo-Costa); es “el sembrador de la
Escritura frente a las aves rapaces del camino” (Castro); Cossío recuerda cómo “los dioses llaman
jóvenes para sí a los predilectos y en la hora crítica les apartan del mundo grosero de las realidades”;
para Mourlane Michelena, “vivo en la muerte José Antonio nos rige. Desde allí donde sueña
eternidades dictaba [leyes] de gravedad a sus dominios”. Y el toque siempre peculiar de Azorín:
“¡Ah, José Antonio, [te] estamos viendo en silencio, un momento solo, entregado a la nueva
atmósfera espiritual que tú has creado y teniendo que resolver el gran problema! [Hay] que ser león
y hay que ser vulpeja...” («José Antonio en concreto»).

Así como el significante ha de cuidarse a la hora de ilustrar el legado de José Antonio, las ideas tras
las palabras, el signo o significado, son vitales – porque “la oratoria no es la oración, sino el orador”
(Cela, «José Antonio»). José Antonio no puede sobrevivir en la memoria franquista con uno u otro
discurso, con el retórico o el ideológico; necesita ambos al unísono, el acto y su interpretación. Los
militantes falangistas a veces no pueden evitar extremar un aspecto a costa del otro, pero los literatos
conocen mejor camino que caer en este error. La fórmula de distinción es la combinación de ambos.
Cela, pues, tiene asimismo su prontuario de ideas para compartir. El procedimiento que adopta se
diferencia, sin embargo, de sus mentores, al menos de los antes referidos. No satisfecho el joven
periodista con el donaire de su lenguaje, apuesta también a lograr aquel en la estructuración de su
61

contenido. Cela pondrá, naturalmente, en circulación conceptos similares a los que su contexto
histórico y específico produce en relación con José Antonio, pero los reviste en su caso con
referentes que no son tan patentes en los otros panegíricos: ingredientes de erudición, alusiones a los
clásicos, la convocación de autoridades ‘neutrales’, el concurso de poetas canónicos, alguna que otra
sentencia filosófica de prestado (“una breve consideración de filosofía de la Historia nos hace ver
que las coyunturas que los pueblos encuentran para su salvación tienen una periodicidad de siglos”
–«José Antonio»), el citar a algunos intelectuales europeos y universales, como los más importantes.
Son el fundamento de su performance, un ejercicio de poder (Poirier 87).

Antes de repasar estas peculiaridades de los textos de Cela sobre José Antonio, es útil detenerse en
algunos planteamientos suyos que más claramente beben del venero común de entonces. Los matices
del “sebastianismo”, por ejemplo: “Para unos, la agonía empieza con los primeros estertores de la
muerte [...] Para otros, más felices, la agonía comienza con la vida misma; es la agonía de los
elegidos”. El mártir abusa de su voluntad para tener la potencia del alma al alcance de la mano; José
Antonio, “al caer herido de muerte por el plomo que no pudo aguantar su presencia, por el plomo
que le arruinó la carne, la carne mortal, y que [le] abrió las puertas, eternas” («A propósito»).
Recogió del suelo el alma de España y al “alto cielo” se fue, “[el] de luceros y arcángeles
combatientes y trompeteros” donde al alma de España “sigue abrazado” («Tránsito»). Tiene José
Antonio “el fundamento de su salvación” en su calidad de héroe, “en su fe, en su vidente fe y en su
santa indignación” («José Antonio»). Es el líder muerto, al modo de otro Jesús un nuevo redentor,
“monstruo de la Naturaleza que se llamó –¡ay, no más que treinta y tres años!– José Antonio, como
por treinta y tres siglos le llamaremos” («Tránsito»). José Antonio puede sufrir y morir tranquilo:
“Era su última gran ocasión. Triunfó porque estaba señalado por Dios”; dos santos medievales
acuden a tutelarlo, como garantes de su inmediata gloria, Isabel de Hungría y Félix de Valois
(«Aquella noche...»). En los autores del ABC, este de rumbo de santificar al líder no es muy
socorrido. Para Azorín, así, el primero entre todos los falangistas “sale de sí mismo y se da
generosamente a todos. Podría [llevar] vida regalada, y prefiere el batallar incesante” («José Antonio
en concreto»). Los precursores suelen tener un destino trágico, escribe Cossío, y su cometido es el
de luchar en la soledad, “y la fortaleza de su fe nace precisamente de este desamparo”.
62

Otro aspecto socorrido es la violencia semántica del lenguaje, en el uso de ciertos términos que la
denotan o connotan, de nuevo para parearse en el discurso con la intensa, furiosa trayectoria de José
Antonio en los tres últimos años de su vida (1933-1936), desde el mitin de fundación del partido
hasta su fusilamiento. Aquí se aleja Cela del tono más calmado de los otros intelectuales referidos
del ABC, gente mayor en todos los sentidos, que ya ha perdido los ímpetus de la juventud, y aborda
el tema con prudencia o lo silencian enteramente. El fundador de Falange, según Cela, ha sido el
único en España que ha sabido unir el coraje a la dialéctica, como el mismo escritor intenta conseguir
con sus tres escritos. “¿Quién ha dicho”, les pregunta Cela a sus lectores, “que cuando insultan
nuestros sentimientos, antes que reaccionar como hombres, estamos obligados a ser amables? Sí; no
hay duda; es él, el que ha unido el coraje con la dialéctica” («A propósito»). No hay más dialéctica
admisible, continúa, que la de los puños y de las pistolas. Cela es del grupo afín a esta violencia:
“Nosotros nos hemos aprendido la lección: la penúltima razón que se emplea con quien se obstina
en no atender a razones es partirle la cara: la última, pegarle un tiro” («A propósito»). La vuelta a la
naturaleza no tendrá el sentido de una gentil égloga, el de Rousseau, sino el de una geórgica,
“manera profunda, severa y ritual de entender la tierra [...] nos lo dijo José Antonio”. Y con la tierra
el campamento, el clarín bélico que suena al pie de una cruz cristiana, guerra y religión, “la vida en
sus dos únicas formas serias de entenderla” («La brisa»). Todos han de expiar el fusilamiento del
héroe; “La sangre clama por la sangre [...] Europa paga su culpa. Porque la justicia de los siglos –ya
sabéis: ojo por ojo y diente por diente– es algo que no falla jamás” («Aquella noche...»). Seamos
fuertes, le pide Cela al lector, porque “con los débiles haremos [...] ranchos en frío” («Notas»),
canibalismo que no hubiera parecido tan figurativo entonces.

Donde Cela habría de particularizarse en esta tarea periodística, es tal vez en los elementos que he
mencionado antes, como distintivos suyos. No quita que otros militantes también trataran, pero
pocos de ellos habrían de alcanzar la talla de Cela en el panorama cultural del franquismo, y la
perspectiva de conocer la riquísima trayectoria posterior del autor gallego, nos lleva a considerar esos
elementos como un auspicio de lo por venir. Los otros componentes ideológicos de sus textos deben
servir, irónicamente, no tanto para reforzar la gloria de José Antonio, como para cimentar la naciente
de su cantor. Así, la rememoración del dirigente falangista se convierte en un vehículo hacia la
reputación literaria, afán que del que estarían ya bastante libres Azorín, Araújo-Costa, Castro,
63

Cossío, Miquelarena y Mourlane Michelena, por ejemplo, quizás menos los otros tres articulistas
mencionados. Incidentalmente es que puede ahora la memoria de José Antonio beneficiarse con esta
peculiaridad. Cela es así fiel desde temprano a lo que he llamado anteriormente su ‘fórmula bipolar’,
que tan notables resultados le dará durante toda su vida creativa. Umbral escribirá que Cela, como
los ingleses, “ha practicado siempre, al mismo tiempo, el protocolo y la piratería” (52). O expresado
de una forma más gentil por el escritor sueco Artur Lundkvist, quien declaraba para Diario 16 en
octubre de 1989 que Cela, desde los primeros años del franquismo había modelado para sí “un rol
inconfundible como enfant terrible y al mismo tiempo grand seigneur” (cit. por García Marquina
227).

Los ingredientes de erudición incluyen la familiaridad con Ortega y Gasset y Unamuno. También
el conocimiento de la historia medieval española; del arte, mitología, filosofía griega y romana
clásicas; de la historia europea y patria del siglo XVIII; de la poesía española del Renacimiento. El
obligado apoyo de la Biblia está presente, e incluso disquisiciones sobre el arte de la escultura
funeraria. Un muestrario de otros nombres que aparecen en sus escritos de referencia aquí: Don
Álvaro de Luna, Juan II de Castilla, el poeta vasco Ramón de Basterra, Príamo, Aquiles, Sófocles,
Felipe V, Menéndez Pelayo, Rousseau, Picasso, Brueghel, Oscar Wilde, Lord Byron, Calderón de
la Barca, San Juan de la Cruz, el Dalai Lama, Pizarro, Jovellanos, Chesterton... Pinceladas de
prestigio connotativo que Cela inserta en sus textos, como si dejara distraídamente caer piedras
preciosas en el césped donde crece la jungla franquista, aunque no siempre logra enhebrarlas bien
a su propósito y se evidencian forzadas (“Unos años más tarde [José Antonio] se encontró de repente
–como quería Eugenio de Saboya que se encontraran sus generales– con el mando supremo de esa
suprema ciencia”, «José Antonio»). De hecho, hace Cela uso de algunas gemas exóticas, de nombres
elegantes, para significar los hitos políticos de la trayectoria del cabecilla falangista en sus últimos
tres años de vida, en un comentario escrito en forma de poema, un par de versos para cada piedra:

El primer fundamento, dice el Libro del Apocalipsis, capítulo XXI, era el jaspe [...] / El
segundo, el zafiro. Teatro de la Comedia. / El tercero, la calcedonia. Teatro Calderón,
Valladolid. / El cuarto, la esmeralda. Otra vez el Teatro Calderón, al año siguiente. / El
quinto, la sardónica. Círculo Mercantil. / El sexto, el sardio. Cine Madrid. / El séptimo, el
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crisólito. Otra vez el cine Madrid, al medio año. / El octavo, el berilo. Cine Europa [...] / El
nono, el topacio. Condenado ayer a muerte, pido a Dios que si todavía... / El décimo, el
crisopraso. / El undécimo, el jacinto. / El duodécimo, la amatista. / Se aplaca el fuego con
los primeros brotes de una primavera. 1o de abril de 1939. («José Antonio»; subrayado en el
original)

La adaptación del pasaje bíblico, donde cada una de las doce capas de cimientos del muro de la
nueva Jerusalén está adornada con una piedra diferente, encaja bien con los jalones del partido
falangista y su corolario, el estado franquista, según el punto de vista de Cela. Se hace de José
Antonio una suerte de Jesús resucitado y de los doce minerales otros doce eventos del ‘apostolado’.
Cela cambia el integrante de la tercera, de la quinta y de la sexta capas –en mi versión de la Biblia
el ágata, el ónice, la cornalina, respectivamente (Santa 1156); tal vez porque le pareciera que sus
elecciones eran términos más garbosos, porque tuviera la certeza de que hoy en día sus piedras eran
más valiosas en el mercado que las bíblicas, o por la connotación poética del color en las escogidas;
tanto la sardónica como el sardio son variedades de la calcedonia, que es azulada.

Sócrates, Platón, Homero y Séneca iluminan al fundador de la Falange tras milenios, y a Cela por
su oportuno conducto: “Si [José Antonio] hubiera vivido por entonces, se encontraría en el grupo
de jóvenes que rodeaba a Sócrates”, para entrenar su oratoria, como mínimo, la oración, el gesto, el
ademán, “el fulgor de su mirada y el revolar de sus manos”, el tono del silencio, de la risa y el llanto:
“Esto es [la] oratoria”. Motivo por el que los oradores, como este José Antonio socrático, no hacen
escuela, sino “compañía; no hacen amigos, sino fieles creyentes”. Pocas horas antes de su muerte
el líder dijo su verdad, que “alumbra y funde”; al modo de los rapsodas griegos, quienes, según
Platón, “caían en convulsiones al recitar a Homero” («José Antonio»). En «Notas para una
interpretación falangista de Séneca» no hay mención del fundador del partido, pero su discurso está
presente en el trasfondo de este breviario, como si Cela se erigiera en un oráculo muy fiable. El
pensador del estoicismo le viene como anillo al dedo al militante “para que el sufrimiento no se nos
salga por los lados, desmesurado, como la muchedumbre”. En este texto se aboga por el elitismo,
el gobierno unipersonal, una aristocracia existencial y una existencia aristocrática, como las entendía
José Antonio: “La vida es servidumbre [y] hay que vivirla con acendrado espíritu de sacrificio”, la
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aristocracia espiritual “que viene formada de dentro afuera”. Vuelve la idea del plomo y su forma
gloriosa de matar y de morir: “Para la muerte has nacido, se nos dice. Sí, respondemos; nacimos para
la muerte [...] La muerte es un acto de servicio, se les dijo [por José Antonio] y ellos fueron y se
murieron sin volverse a mirar atrás”. La violencia del lenguaje, la manera por la cual Séneca se
conecta al lugar común de la militancia falangista, está ahí presente: “Si eres bello, estrangula la
belleza agarrándola por el cuello. Si eres rico, trata el dinero a latigazos. No olvides lo que dice
Séneca: En la casa del sabio las riquezas son esclavas; en las del necio, señoras”.

Unamuno, Ortega y Gasset serían autoridades ‘neutrales’ en la estela del recién terminado conflicto
entre republicanos y nacionalistas. El primero porque flirteó con los golpistas en un inicio y luego
antes de morir los denostó en público el 12 de octubre de 1936 en Salamanca, famosamente los dos
eventos. Ortega y Gasset fue uno de los ideólogos involuntarios de la Falange pero se mantuvo fuera
de España hasta 1945, cuando el momento de compromisos y de firmas de adhesión incómodas había
pasado o ya no importaría tanto. Los dos bandos pueden reclamar por igual a ambos pensadores. El
mismo José Antonio pudo escribir un “homenaje y reproche” para Ortega en 1935, a quien se le
podía ofrecer el regalo de un vaticinio: antes de que se extinguiera su vida, “que todos deseamos
larga, y que por ser suya y larga tiene que ser fecunda, llegará un día en que al paso triunfal de esta
generación, de la que fue lejano maestro, tenga que exclamar, complacido: Esto sí es” («La política»
513, 518; mi subrayado).

Es una pregunta retórica de Ortega de 1916 (“¿Será posible? ¿Ha habido alguien que haya unido el
coraje a la dialéctica?”) la que sirve de arranque para el texto sobre el pensativo y combatiente
doncel de Sigüenza. Habrá sido José Antonio, según Cela, el primero en la historia española que
habría sabido aunar las dos virtudes. Aquí el coraje orteguiano se parea con la violencia falangista,
expresamente, por medio de una cita de José Antonio, imbricada con la de Ortega (29). Hay un
diálogo entre tres, pues Cela también incluye su pregunta retórica: “Volvemos a leer: ¿Ha habido
alguien que haya unido el coraje a la dialéctica? Y bien: suponemos que no. No lo ha habido, pero
ya lo hay: ahí está”, bajo su escultura funeraria en El Escorial («A propósito»). Unamuno también
vale para el cotejo, del mismo modo a partir de sus palabras, en este caso provenientes de un poema,
«Sub specie momenti», del libro Romancero del destierro, de 1927: “La mar posada me compone
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el alma / rota por el combate / de la tierra; / su escalofrío me tupe de calma; / mi pecho late / con el
latido de la mar” (288). Éstos son los versos que Cela trae a colación para vincularlos a José
Antonio, con la misma orientación de empleo; allí se contestaba afirmativamente la duda de Ortega,
aquí se vuelve a preguntar: “¿Volverá a ser [hoy] la mar del pensamiento –esa mar sin orillas, sin
consuelo y sin norte– esa ignota tenebrosa” del lamento de Unamuno?, y la respuesta es negativa,
que es también una afirmación. “No, no en lo nuestro”, afirma el joven periodista, “me da una íntima
certeza, una entrañable seguridad”. Para el pecho triste de Unamuno late en solidaridad ahora el
jubiloso espíritu de José Antonio, “sincronizado, exacto y temerario”. Para un poeta de la “España
pretérita, muerta y bien muerta”, otro poeta, con “lenguaje [de] monstruo de la Naturaleza”, que
compone la fractura metafísica de Unamuno en una unidad, “cielo y mar, mar amplio y cielo más
amplio todavía”, ensanche de gozo y de guerra, que les devolvió el horizonte, “que nos hizo levantar,
de nuevo, la cabeza para alcanzarlo” («Tránsito»).

La dimensión bucólica del legado de José Antonio es una de las más celebradas después de su
muerte, y, sobre todo, en los años del nazismo paralelo, cuya brutalidad causaría incomodidad en
algunos seguidores del líder español, por la asociación histórica del falangismo con otros fascismos
europeos de la época. Si no fuera adecuado ponderar de José Antonio su llamado a la violencia, su
admiración por Mussolini, su hondo desprecio por la democracia, Azorín, Castro, Cossío,
Miquelarena, Bedoya, Araújo-Costa, Losada de la Torre y Mourlane Michelena siempre pueden
concentrarse en una arista más gentil e inofensiva: su vocación poética. En ocasiones no hace falta
nombrarle a José Antonio; baste que se aluda al ‘poeta’, identificación que le sirve a Azorín, por
ejemplo, para el título de uno de sus ensayos. “¿De qué modo”, se pregunta Azorín, “compaginar
individuo y Estado? Si estas conciliaciones se hacen fervorosamente y con delicadeza, como quien
maneja cendales sutilísimos, ¿no será ello la obra de un poeta? [Este] poeta hace cristalizar en
palabras la sensibilidad colectiva” («José Antonio y la poesía»). Cossío escribe que José Antonio
poseía la precisión retórica de las imágenes “que corresponden al mundo literario”, y en él
“descollaba un don de poesía en la acepción estricta de la palabra, en tanto que poeta quiere decir
adivino” («Destino»). El líder falangista era más que artista, era el señor del habla, privilegio que
había recibido en la cuna, “señor de la palabra”, “de un “idioma bien martillado” (Mourlane
Michelena).
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El impetuoso Cela no comparte aquellos escrúpulos; su entusiasmo por José Antonio debe ser pleno,
sin fisuras o inseguridades, donde cabe todo, también el componente lírico, y mejor si éste viene
dosificado. Cela recuerda al lector lo que “nos ha dicho un poeta entre los tiros”, que mientras haya
sangre habrá poesía. “Mientras haya sangre que se vierta para empujar la Historia, para cantarla.
Mientras haya sangre que se encauce para cantar” («Matías»). El ausente es “la Poesía” misma, con
mayúscula, («Tránsito»), uno más de sus atributos de excelencia. En su «Guión para un ensayo»
Cela pone en práctica esta idea y enmarca su argumento con fragmentos de poemas de cuatro
notables del Renacimiento español: Fernando de Herrera, Garcilaso de la Vega, Juan Boscán y
Gutierre de Cetina, y un poeta menos conocido del Siglo de Oro, Luis Martín de la Plaza (1577-
1625), como si se les convocara para rendir honores al poeta mayor, José Antonio. Así le habla
Herrera, a través de Cela, al principio del texto: “Vuestro valor excelso, la grandeza / del ánimo, la
gloria verdadera, / el alto y vigilante pensamiento”; son versos de una «Canción» que escribiera
Herrera (675) para el segundo duque de Arcos, Luis Ponce de León. El destino de Garcilaso fue,
según Boscán en su soneto número 91 (220), “que [sobre] habelle corta vida dado / pasó tan adelante
la su ira, / que doquier que él revuelve si se mira, / se vea de trabajos rodeado”: tal, añade Cela, “fue
el sino del poeta Garcilaso de la Vega. Y el tuyo, José Antonio”. Martín de la Plaza (166) sirve para
el cierre, de este ensayo y de la vida de José Antonio; sus versos Cela los toma, modificándolos
ligeramente, de un soneto dedicado a la consorte de Felipe III, fallecida en 1611 («Al túmulo de
Doña Margarita, reina de España»): “De piedra el corazón, de bronce el pecho, / tienes ¡oh peregrino
caminante! / si a la triste ocasión que ves deshecho, / no estás en tiernas lágrimas desecho” («José
Antonio»). A un lado, pues, están los poetas, “los fantasiosos –Colón, Don Juan de Austria, Pizarro,
Hernán Cortés, José Antonio, Matías Montero, lanzándose a la conquista, cada uno de ellos a solas
con su genio–, aquellos con quienes se puede dominar el mundo, no se olvide, porque siempre sabrán
morir a tono”. Al otro quedan “aquellos con quienes no se va ni se ha ido nunca a ninguna parte;
aquellos que jamás sabrán morir a nada” («Matías»).

Finalmente, algunos intelectuales europeos de siglos pasados, tales como el francés conde de Maistre
(1753-1821) y el británico Lord Macaulay (1800-1859), sazonan el cuadro de ungimiento para José
Antonio. Ambos se integran en el «Guión para un ensayo» de forma no muy congruente a primera
vista. Después de comenzar con Príamo y Aquiles, Sócrates y Aspasia, tras comentarnos cómo se
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forman los oradores y sobre su relación con sus seguidores, Cela incorpora la mención del francés,
sin explicación o seguimiento coherente de lo que acaba de explicar: “El conde de Maistre, en su
«Soirées de Saint Pétersbourg», se avergonzaría de los argumentos metafísicos de Platón”. Pero hasta
este momento no se le había citado al filósofo griego y las ideas de Cela sobre la oratoria no poseen
esa aureola metafísica que Platón planteara. El lector se pierde pues no puede comprender de
inmediato cuál es la relación que Cela desea comunicar entre la oratoria, Platón, la metafísica, la
capital zarista y Maistre, quien pasó 14 años allí, de embajador del reino de Cerdeña. El encastre de
Lord Macaulay es algo más natural, aunque no menos sorpresivo. En su caso, sigue en el texto a
Garcilaso de la Vega y al mismo José Antonio, quien, según Cela, les dijera a sus militantes que
esperaran la bala, “certera y mal fundida”, sin jactancia y sin protesta: “Tal nos dijiste”. “Y es que
en...”, continúa el articulista vinculando la idea anterior a esta con ese efectivo y simple “Y”, tras el
cual se presenta a Lord Macaulay. José Antonio hablaba en su época como habría de lamentarse el
estadista británico no se hiciera en la suya, la victoriana, que sólo pretendía compararse con otras,
a la vez que se las juzgaba, sin ánimos de re/crearla. Lord Macaulay reaparecerá luego en Mrs.
Caldwell habla con su hijo: “Pero yo hubiera preferido verte ecuánime y circunspecto como Lord
Macaulay, elegante, conservador y perito en historia de Inglaterra” (57).

De modo palpable, ni Maistre ni Lord Macaulay hallan justificación en la mente del lector para su
presencia en el texto, pero Cela está aquí más atento a su desempeño erudito que a la lógica interna
de su escrito. Es, como decía, un objetivo consustancial a estos homenajes textuales al conductor
del partido: Cela no quiere perder la oportunidad de celebrarse a sí mismo. No es el único que lo
hace en estos tiempos, naturalmente, pues honrar a José Antonio es también expediente para todos
los demás militantes, simpatizantes u oportunistas, de medro y toma de postura. Háblese bien del
líder, o mal si se está en el exilio, pero el silencio es lo menos indicado. Los que callan, se dice,
otorgan, e inquieta no saber a quién.

El parear a José Antonio con todas estas luminarias ‘apolíticas’ –poetas renacentistas, filósofos del
día y filósofos pretéritos, personajes de la épica clásica griega, reyes españoles, artistas de minorías,
ilustres compatriotas de otros siglos, pintores, conquistadores–, buscaría conseguir que la pretendida
infamia de José Antonio, a los ojos de los vencidos o los indecisos, se aminore. La compañía que
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se le regala a su fantasma es una operación de desbrozo o cosmética; se le quita a la avispa su


aguijón. Si en la concepción de su apología no hay ningún impedimento para presentarlo en diálogo
y sintonía con todos aquellos nombres ilustres, es porque a José Antonio se le reconoce el derecho
de ser al unísono todo ello, poeta, filósofo, monarca de la inteligencia, esteta, arbitrista superior de
España y personaje de su propia y sublime tragedia. Es una visión, quizás, demasiado literaria o
espiritual del legado de José Antonio, y ello explicaría que no fuera tan socorrida para la mayoría
de los otros articulistas y autores del falangismo postbélico. A modo de ilustración véanse algunos
de los títulos de otros artículos paralelos sobre José Antonio alrededor de las mismas fechas. En
Juventud, noviembre de 1942: «Y vive en la Falange», «Dios le hizo así», «José Antonio y la
política», «Recuerdos y promesas a José Antonio»; noviembre de 1943: «Lealtad. 20 de noviembre»,
«Curiosidad intelectual de José Antonio». En Ya, nov. de 1942: «Realismo político de José
Antonio», «José Antonio en su testamento», «La vocación periodística de José Antonio»; noviembre
de 1943: «El Fundador, misionero político de la juventud española», «José Antonio y la justicia
social», «Valoración bélica de la vida de José Antonio». Son principalmente artículos ‘pedagógicos’,
para educar y enseñar a los militantes nuevos sobre la figura del líder, de forma directa y concreta.

En estos años de repliegue político para el partido, se querrá más subrayar la índole viril y tajante
del fundador, que su lado estético. El editorial anónimo del ABC del 20 de noviembre de 1941 afirma
que no “hay doctrina sin sacrificios y sin martirio”. Ante la catástrofe que se desarrollaba en Europa
había “dos posiciones extremas: rehuirla o afrontarla, porque la intermedia es siempre inútil. [José
Antonio] prefirió arrostrarla [...] Esto es lo que magnifica su decisiva lucha”. José Luis Colina, en
1942 premio Simancas de la Delegación Nacional de Prensa, habla de cómo José Antonio “impone
un encuadramiento a la juventud española y la lanza hacia la Revolución, vivificando y haciendo
joven la antigua gran Historia de los Césares”. No en balde Cela mismo reitera el motivo de la
violencia y de las balas una y otra vez, en medio de sus doctas filigranas. Es testimonio de un
malabarismo ideológico del cual estarán libres, durante el franquismo de las dos primeras décadas,
pocas de las voces inteligentes.

Los otros autores con quienes he situado en cordial competencia a Cela, son más circunspectos en
sus promociones. Véase, por ejemplo, cómo Cossío sólo decide incorporar a Quijote en su defensa
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de José Antonio, y le llama a este último, estableciendo cierta prudente distancia, “Primo de Rivera”,
quien, “como Don Quijote, luchó por el imperio de la justicia y en plena juventud dio la vida en
prenda de su doctrina”. No hay convocatoria de ningún notable en el texto de Bedoya, en el de
Losada de la Torre o en el de García Serrano, ni siquiera de los patrios. Araújo-Costa hace uso de
las figuras de San Agustín, Santo Tomás y el jesuita Francisco Juárez para sacralizar los afanes de
José Antonio. Cristóbal de Castro también alista a autoridades como fray Juan de los Ángeles y
Teresa de Jesús para su contribución. Mourlane Michelena se limita a citar al rey Felipe II.
Miquelarena se acerca un tanto más a la manera de Cela: “Lo que se martirizó en Madrid y se asesinó
en Alicante es el hombre de Rudyard Kipling. Un Amadís, en la vida; un hidalgo en la cama, cuando
muere”. Azorín habla del aliento poético en José Antonio y no le hace falta llamar a ningún otro
poeta como testigo involuntario para adelantar su tesis. En su «José Antonio, en concreto», texto
bastante prolongado, hay sólo la leve incorporación del inglés John Ruskin y ni siquiera viene
relacionada con José Antonio. Sino con Ramiro Ledesma Ramos, “sutil pensador [que] cual relojero
que desmonta complicado reloj, ha desmontado la máquina social [a] lo que llegó John Ruskin
partiendo de lo estético”. José Antonio, según Azorín, se bastaría a todas luces en su individualidad,
para pervivir en la memoria franquista.

Cela, por su parte, ha representado su versión de José Antonio y también (hasta mejor) se ha
representado a sí mismo: joven impetuoso, de palabra fácil y culta, de conocimientos enciclopédicos,
universalista, integrador, de mente tolerante y desembarazada, pero iracundo, preciso y parcial
cuando el momento lo requiere. Tal el modelo que se deseara para el literato franquista, sin la
necesidad de traicionar la herencia falangista. Parece que Cela será fiel a esas cualidades de su
juventud creativa hasta el final de su vida, en su discurso literario –en mayor o menor medida según
la obra– y en su actuación ciudadana. Es innegable que desde los inicios se vuelca con pasión en sus
amores y en sus odios; ello es también palpable en los textos suyos que he comentado aquí. Umbral,
sin embargo, buen conocedor de las limitaciones y excelencias del escritor amigo, sugiere en su
comentario de 2002 que el Cela columnista es de lo más flojo que nos legara este último. Umbral
lo juzga mayormente por su articulismo en la democracia –sobre todo sus contribuciones regulares
para el ABC–, pero no duda en calificar sus artículos de juventud como “fallidos y desorientados”.
La labor toda de Cela en sus columnas de los últimos años hasta su muerte es la de una serie de
71

“desmanes” (199), es decir, poco menos que desgracias para el periodismo español. Las razones que
Umbral aduce son que Cela nunca logra alimentar esa cierta deficiencia emocional que requiere el
lector español de periódico, “que no tiene tiempo más que para los impactos del gol, el impacto del
KO, el impacto del fusilamiento, el impacto de un artículo corto, violento y sentimental, como su
propia vida” (78). Será porque, como afirma su propio hijo, el Cela padre inunda por lo general al
lector “con un abrumador diluvio de sesudas citas, alardes doctos y sabias precisiones, es decir, todo
aquello que acompaña por lo común a la más bien inútil erudición”. Para el escritor siempre ha sido
mucho más importante “cómo se dicen las cosas [que] lo que se dice” (Cela Conde 54).

Me parece, sin embargo, que los tres ensayos de Cela sobre José Antonio, amén de los otros citados,
del mismo ámbito temporal y temático, desmienten en lo que cabe la afirmación de Umbral, aunque
no desmerezcan del todo de la del hijo del autor. Por un lado, la aparente deficiencia emocional del
lector franquista se sirve bien con la violencia y el sentimentalismo de la prosa y el contenido en los
ensayos de Cela, que he repasado. Por el otro, en estos años todavía está fresco el impacto de la
muerte del fundador, como bien atestigua Rafael García Serrano en noviembre de 1942: “Por eso
él permanece con nosotros, y está aquí, ya muerto, con la misma presencia, [con] la misma luz, [con]
la exacta gallardía, [con] la infalibilidad mítica” («Política»). Se palpa en Cela esa urgencia por
mantener su memoria en vilo, tras los adornos eruditos y los otros nombres famosos, tras la
oportunidad para el pavoneo. Incluso, con todo ello, nuestro joven escritor logra tal vez componer
textos más incisivos, en su energía y aspiraciones, que aquellos de sus colegas de prensa que
reseñamos, sin excluir al venerable Azorín. Cela volverá a repetir la ofrenda en su propósito –no en
su contenido–, con su periodismo de la transición, como si solamente un acontecimiento que
sacudiese la misma raíz del país (la institucionalización de la dictadura allá en los primeros años 40,
y su desmantelamiento aquí, hacia finales de los 70) pudiera electrificar la voz cívica del ciudadano
Cela en su vertiente más genuina. El primer franquismo y los años de la transición a la democracia
serían las épocas donde Cela regala su más humano, vital y sincero periodismo, sin importar que los
signos de ambos momentos sean tan opuestos entre sí. Tras lo cual se pierde el vigor y se embarca
el autor en su obsesiva y “continua gimnasia con el lenguaje” (García Marquina 112), que le ocupa
sus largos decenios de vida e informa sus notorios altibajos, a medida que toda la nación española
también se habitúa de modo paralelo al rutinario sopor de todos los días, con franquismo o sin él.
72

Será muy difícil obrar de otra manera y tampoco Umbral lo consigue, no se dude. En el cierre del
ensayo sobre el pensativo y combatiente doncel de Sigüenza, el autor Cela, justo después que nos
ha recordado cómo el enemigo de entonces no se merece otro proceder que partirle la cara o pegarle
un tiro, se rinde a la evolución impostergable de su motivación estética y lo dice, con todas sus
palabras: “Todo lo demás es literatura”.2

Obras citadas

Araújo-costa, Luis. «Verdad y justicia restauradas». ABC 29-x-1942.

Azorín. «José Antonio y la poesía». ABC 29-x-1942: 7.

———. «José Antonio, en concreto». ABC 20-xi-1942: 5.

Boscán, Juan de. Las obras de Juan de Boscán. Ed. de William I. Knapp. Madrid: Librería de M.
Murillo, 1875.

Castro, Cristóbal de. «El fundador y el credo». ABC 29-x-1942.

Cela, Camilo José. «A propósito del pensativo y combatiente Doncel, de Sigüenza». Juventud 13-
viii-1942: 2

———. «La brisa y el vendaval». Juventud 17-ix-1942: 3.

———. «Tránsito de poesía en loor de José Antonio». Juventud 19-xi-1942: 2.

———. «José Antonio, orador. Guión para un ensayo». Juventud 23-xi-1942: 5.

———. «Notas para una interpretación falangista de Séneca». Juventud 3-xii-1942: 2

———. «Algo más sobre lo decadente». Juventud 14-i-1943: 5.

———. «Aquella noche... (once glosas desordenadas)». Ya 29-xi-1943: 3.

2
Para un análisis más amplio y detenido del periodismo de Cela en los años entre 1939 y 1945, v. Merino (Con
la pluma caliente).
73

———. «Matías Montero. ^ 9 de febrero de 1934». Juventud 8-ii-1944: 3.

———. Mrs. Caldwell habla con su hijo. Barcelona: Salvat Editores, 1982.

Cela Conde, Camilo José. Cela, mi padre. Madrid: Ediciones Temas de Hoy, 2002.

Colina, José Luis. «La voz precisa de España». ABC 11-ix-1942: 11.

Cossío, Francisco de. «Destino del precursor». ABC 20-xi-1942: 6.

García Marquina, Francisco. Cela: masculino singular. Biografía íntima de C.J.C. Barcelona: Plaza
& Janés / Cambio 16, 1991.

García Serrano, Rafael. «Política del león». Ya 20-xi-1942: 5.

———. Diccionario para un macuto. Barcelona: Planeta, 1979.

Herrera, Fernando de. Poesía castellana original completa. Ed. de Cristóbal Cuevas. Madrid:
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