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Godfried Danneels
Cardenal Arzobispo de Malinas - Bruselas
Durante la primera mitad de este siglo, la liturgia estaba caracterizada por una ruptura
completa entre el coro y la nave, el presbiterio y los fieles. Cada cual leía en su propio libro de
devoción o desgranaba su rosario, mientras el sacerdote seguía su ritual en el altar. Se trataba de dos
liturgias paralelas: la del pueblo se hacía "en función" de la del sacerdote, pero fuera de la estructura
de la liturgia. Dos barreras simbolizaban esta fractura: la balaustrada de la comunión y el latín.
La reforma del Vaticano II suscitó una renovación litúrgica cuyo motor fue la consigna
"participación". Se quitó simbólicamente la balaustrada de la comunión y se celebró en la lengua
del pueblo.
Pero ¿qué significa "ser activo" en la liturgia? La respuesta oscila entre dos polos: o se entra
en el juego de la liturgia o bien se manipula la liturgia para hacerla entrar en nuestro juego.
Antaño el derecho canónico y las rúbricas lo dominaban todo: los sacerdotes, en espera de
las aclaraciones, se sometían a sus prescripciones con una obediencia a veces pueril. Hoy sucede lo
contrario: es la liturgia quien nos debe obedecer y someterse a nuestras temáticas, hasta tal punto
que a veces parece un meeting o un happening: "Vamos a celebrar lo que hemos vivido".
Esquematizando un poco, se puede decir que el pasar de una obediencia primaria a las
rúbricas a una actitud manipuladora es una revolución de 180 grados.
La liturgia nos supera
El misterio que celebramos es en primer lugar la obra de Dios, lo que él obra en nosotros y
por nosotros.
En la liturgia, pues, yo entro: no la creo. La creatividad en la liturgia es, como en la música,
una variación sobre un tema impuesto: el tema me lo dan, no nace de mi. La liturgia es una
arquitectura inspirada por la Biblia y la Tradición, y cincelada por la Iglesia como Esposa de Cristo.
Hay que entrar en ella con actitud de servicio y no de manipulación. Se sirve a la liturgia. No nos
servimos de ella. Se entra en la liturgia dirigiéndonos hacia Dios para recibirlo. La celebración está
hecha esencialmente de escucha, acogida, obediencia. No es una palabra humana, sino una
respuesta humana a la palabra, sino una respuesta humana a la palabra de Dios.
Teatro y liturgia
El arte del espectáculo y del deporte es autoexpresivo: somos nosotros los que escribimos el
texto, jugamos el partido, realizamos la obra artística o la hazaña deportiva. Se trata de artes nobles
que expresan a menudo sentimientos muy profundos, como lo trágico o lo cómico de la existencia.
El público participa en la medida en que reconoce los propios sentimientos. En estas artes, el actor
es el hombre.
La liturgia no es el ámbito donde yo voy a desempeñar un papel. Es la casa en la que soy
huésped. El actor del drama litúrgico no es el hombre, sino el Hombre-Dios, Jesucristo en persona.
Sin esta visión de la fe, la liturgia no tiene ningún sentido: se parece a un extraño y penoso
teatro, que desde luego no justifica el tener que desplazarse todos los domingos. Carece de interés, y
comprendo que no se participe en ella.
Si la liturgia es, a los ojos de la fe, la epifanía de Cristo, la prolongación, como dice san
León Magno, de lo que el Señor vivió en Palestina -su nacimiento, predicación, milagros,
enseñanzas a los discípulos, conflictos con los fariseos, juicio, muerte, resurrección y la misión
encomendada a los suyos- entonces se convierte en una realidad mística. No es algo extraño para
mí porque también yo nací, también yo anuncio, vivo conflictos, amo y los demás me siguen y
también moriré.
En una tragedia de Sófocles yo reconozco mis problemas como en un espejo. El hecho de
identificarme con los personajes realiza en mí una catarsis.
En la liturgia yo veo mis problemas a la luz de Cristo. Mucho más, yo no los veo solamente:
Cristo toma consigo mi carga, me libra y me ama.
¿Nos parece que el lenguaje bíblico se refiere a otro mundo, rural, patriarcal? ¿Nos parece
demasiado lapidaria la lengua de la liturgia? ¿Nos parece arcaica la imagen de Dios (Dios Padre)?
Estamos demasiado obsesionados con las nociones y tenemos poca sensibilidad intuitiva para entrar
en la simbología global. El canto Noche de paz, tan difundido en los países de lengua francesa y que
se canta en las iglesias la noche de Navidad, no tiene mucho de poético en sí mismo. Cantarlo a
mediodía en un campus universitario, no tendría ningún sentido. Pero hacerlo en el fervor de la
asamblea, la noche en que un pueblo en recogimiento celebra el misterio de la Encarnación, asume
un aspecto diferente. ¿Y qué decir de la Salve, de su melodía latina y de su modernidad? "Hijos de
Eva, desterrados en este valle de lágrimas". En el rito de Completas, cuando los monjes y los fieles
se dirigen a la Virgen iluminada, este himno atraviesa la noche. Se trata de una simbología global.
Entrar en la liturgia es experimentarla con toda nuestra personalidad, con nuestra propia
inteligencia y nuestro propio corazón, nuestra propia imaginación y nuestra propia memoria,
nuestro sentido estético y nuestros propios sentidos corporales: la vista, el oído, el olfato, el tacto y
el gusto. Por tanto, no hay que explicar la liturgia, sino vivirla. Los comentarios obstaculizan la
comprensión de la celebración más de lo que pueden favorecerla. No hay nada más agotador para la
liturgia que una explicación superficial que la reduciría a una única dimensión. Cuando los Padres
de la Iglesia preparaban a los catecúmenos para el bautismo, no les explicaban nada de la liturgia
antes de que éstos la hubieran vivido. Solamente después les decían: "¿Habéis visto los gestos que
el obispo ha hecho sobre vosotros? ¿Habéis visto cuando partió el pan?" Hay que comprender con
los ojos del corazón...
Conocer, en sentido bíblico, es entrar en relación con alguien. El año litúrgico, por ejemplo, no
es una sucesión de meses. Es la historia de la salvación entre el Adviento y el fin de los tiempos. El
Adviento despliega una triple perspectiva. Se celebran las tres venidas de Cristo: a Belén, al final de
los tiempos y en el alma de los fieles y de la Iglesia. La comprensión de la liturgia es, pues, de
orden dialógico: encontramos el misterio de una persona y nos dejamos tocar por él.
Se trata de elegir las armonías más que las notas, el sentido escondido entre las líneas, como en
toda expresión profundamente humana. ¿Quién puede comprender el amor? ¿Quién puede explicar
lo que se vive frente al misterio de la muerte?
Gratuidad
Comprender la liturgia es también rechazar toda intención de reducirla a cualquier cosa
buena, a un ejercicio para cargar pilas y despertar energías... Someter la celebración a una
enseñanza teológica, a una catequesis, a una protesta, a una campaña de conciencia o de recogida de
fondos quiere decir instrumentalizarla. Cada vez que sometemos la liturgia a otro maestro, la
matamos.
La liturgia pertenece al orden del juego. Tiene su origen y fin en ella misma. No quiere
obtener nada. Cuando se juega, es para jugar y no para ganar un premio. Querer ganar un premio
pertenece al orden de la competición. Si se juega al fútbol por dinero se degrada el juego. Termina
el juego. Asimismo, guiar el juego litúrgico para obtener algo, es degradarlo completamente.
A menudo la liturgia se ha vuelto escuela. En ella queremos meterlo todo. En cambio, debe
seguir siendo una actividad simbólica y lúdica. La verdadera liturgia se celebra en los monasterios.
Allí, por lo menos, no sirve para nada. Toma tiempo y a toda la persona, no es catequística y las
homilías utilizan pocas palabras, no tiene nada particularmente artístico, y, sin embargo, es hermosa
en sí misma. Consiste por entero en la recepción sustanciosa de Cristo a través de la acción
litúrgica. El alma y el cuerpo están prendidos, aunque la inteligencia no haya comprendido todo.
La liturgia no puede ser la expresión de nosotros mismos: "¡Hemos cantado bien!", "El
tema ha sido bueno", "Nos volveremos a ver aquí", "¡La coreografía era excepcional!". No, la
liturgia no es el lugar donde uno se vuelve a ver con los demás, sino el lugar donde se encuentra al
Señor. Si la liturgia no nos abre completamente a algo diferente, no hemos evolucionado nada desde
que se decía: "¡Mi misa!".
Ritos y repetición
Los ritos sirven para enraizar la experiencia religiosa y hacerla familiar. Cuando Moisés
vive el encuentro con Dios en la zarza que arde, el acontecimiento es como lava incandescente. El
hecho de que esta experiencia fugaz entre en una narración y se lea en la asamblea, nos permite a
todos entrar poco a poco. Los dogmas y los ritos protegen, como un arca, la fuerte experiencia que
no podríamos soportar. Son como gafas de sol que nos permiten ver sin cegarnos. Nadie puede ver a
Dios sin morir: por esto los judíos se acercaban a Él en una relación simbólica con el Arca y el
Tabernáculo. El acontecimiento de un nacimiento o de una muerte nos conmueve de igual manera.
Por esto los ritos de recibimiento y los funerales nos permiten domesticar la alegría y la tristeza.}
La repetición es indispensable para que la liturgia trabaje sobre nosotros como la gota
de agua que cae sobre la roca y que, tras siglos de salvación, penetra en la experiencia humana, al
igual, el manantial, excava cañones. Necesitamos hallar cada año las mismas fiestas para
comprender un nuevo matiz. Todos los años escucho una Pasión de Bach y, todos los años, el grito:
«¡Eloí, Eloí, lama sabachthani!» resuena en mí de manera diferente. No porque su interpretación sea
diferente, sino porque yo he cambiado.
Hay rutina, desde luego. Pertenece a todos los ritos de la vida. La liturgia no sirve para
conmover mis sentimientos o para despertar mi inteligencia. La liturgia me permite un encuentro.
Como antaño desaparecía el sacerdote detrás de los ritos, así se le exige hoy que su calidad de
animador nos satisfaga, que sea un actor más bien que un servidor.
El arraigo cósmico y lo sagrado
La liturgia nos enseña a vivir al ritmo del tiempo y de las estaciones: el calendario solar para
las fiestas de Navidad (solsticio de invierno) y lunar para la fiesta de Pascua (el domingo después de
la primera luna de primavera)[1]. Ella ritma nuestras semanas. Ella nos arraiga la naturaleza: la
noche y el día, el fuego y el agua, los vegetales y los minerales. Por esto es por lo que hay que
defender el que los muebles y los objetos sean auténticos: que la madera sea madera y no plástico.
No cabe duda que se puede tocar el órgano eléctrico, pero ¡cuánto más evocadores son los
instrumentos que repercuten los sonidos en los tubos como el respiro de una garganta humana!
El evangeliario no se lleva debajo del brazo. Tampoco se saca del bolsillo. Ha habido una
época en que se creía que la desacralización acercaría la liturgia a los fieles. En lugar del cáliz y la
patena, un vaso y un plato. Se podían llevar cáliz, patena, hostia grande, misal, hojas de homilía,
hostias para los fieles, llaves y caja de cerillas amontonándolos como hacen los camareros en un
bar...
Si todo es sagrado, desaparece lo profano. Pero si todo es profano, desaparece lo sagrado.
Hay que conservar una tensión entre la fe y el mundo, entre el cielo y la tierra, el alma y el cuerpo.
Que los domingos no sean como los lunes, el lenguaje de la eucaristía, como el de una mesa
cualquiera.
La liturgia es como un parque, una reserva natural, en la que se protegen las dimensiones
más delicadas y amenazadas de la existencia.