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© 2011, Ángela Marulanda

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ISBN: 978-958-758-094-5

Printed in Colombia- Impreso en Colombia


Primera edición en Colombia, abril de 2011

Todos los derechos reservados.


Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,
ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación
de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico,
fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia,
o cualquier otro, sin el premiso previo por escrito de la editorial.
A mis hijos…
que han sido las víctimas de mis equivocaciones
así como los maestros de mis aciertos,
porque su afecto e incondicionalidad me permitieron
¡superar la culpa y recobrar la calma!
Contenido

Capítulo 0 — ¿Por qué los padres estamos tan


agobiados y confundidos? 17
¿A pesar de que tenemos tan buenas intenciones,
por qué los padres estamos tan equivocados? 17
¿Cuál es la razón para que nos sintamos tan
culpables? 20
¿Cómo recuperar la calma que necesitamos para
gozar a los hijos y triunfar en su crianza? 23

Primera Parte
Para dominar la culpa, hay que conocerla

Capítulo 1 — ¿A qué se deben tantos


sentimientos de culpa? 29
¿Por qué, a pesar de hacer lo posible por ser
mejores padres, nos sentimos tan culpables? 30
¿Cómo nos afecta que desde niños nos hayan
inculcado sentimientos de culpa? 35
¿Está mal querer que los hijos sean lo que
nosotros soñamos? 37
De la culpa a la calma

¿Será que los seres humanos somos malos por


naturaleza? 39
¡Cuanto más sabemos, más culpables nos sentimos! 41
¿Qué podemos hacer si todo ha cambiado tanto que
ya no sabemos qué es lo más apropiado? 45

Capítulo 2 — Definamos ¿Qué es y para qué


sirve la culpa? 51
¿Qué propósito tienen los sentimientos de culpa? 52
¿La culpa también puede tener fines inapropiados? 55
¿Es posible que la culpa también nos sirva como
«dis-culpa»? 57
¿ Por qué algunas personas se sienten culpables
aunque no lo sean? 59
¿Qué tiene de malo inculcarles culpas a los hijos
para que obedezcan? 63
¿Es posible deshacernos del complejo de culpa? 66

Capítulo 3 — La paternidad con la culpa a


cuestas y sus consecuencias 69
¿La culpabilidad puede hacer que nos
equivoquemos más? 70
¿Por qué, en lugar de ser mejores padres, parece
que somos peores? 72
¿A pesar de que hacemos lo mejor posible, por qué
los resultados no son satisfactorios? 74
¿A qué se debe que ahora seamos unos padres tan
sumisos? 77
¿Por qué los niños de hoy no obedecen ni aceptan
los límites? 79
¿Los padres somos culpables o más bien
responsables? 82
Contenido

Segunda Parte
Qué hacer frente a los desafíos
que enfrentamos como padres

Capítulo 4 — El trabajo: fuente no. 1 de culpas 87


¿Por qué ahora es tan importante para las mujeres
trabajar fuera de casa? 90
¿A qué se debe que las mamás tengan que ser
profesionales y ganar dinero, así no lo necesiten? 92
¿Por qué los papás somos ahora tan distintos
a lo que fueron nuestros propios padres? 95
¿Cuáles son las ventajas y desventajas de que las
madres salgan a trabajar? 98
¿Por qué nos sentimos culpables cuando
trabajamos… y también si no lo hacemos? 100
¿Es necesario escoger entre trabajar o dedicarnos a
la familia? 102
¿Es indispensable dejar de trabajar cuando los hijos
son pequeños? 106
¿Por qué mi marido no me respalda? ¿Y mi esposa
me desautoriza? 109
¿Por qué algunas mamás que se dedican a criar a
sus hijos se sienten inútiles? 112
¿Cómo podemos conciliar los deberes del trabajo
con los de la familia? 117
¿Qué podemos hacer para aliviar la culpabilidad
cuando trabajamos fuera de casa? 120

Capítulo 5 — La separación o el divorcio:


otra razón para sentirnos culpables 123
¿Nuestro divorcio puede tener algún beneficio
para los hijos? 126
De la culpa a la calma

¿Cómo afecta el divorcio a los hijos? 128


¿Qué es lo que más temen los hijos cuando nos
divorciamos? 132
¿Qué impacto tiene nuestra separación en los
hijos? 135
¿Por qué es tan difícil para los padres separados
ponerles límites a los hijos? 139
¿Es verdad que los hijos se sienten culpables de
nuestros problemas como pareja? 140
¿Cómo explicarles a los hijos que nuestro
matrimonio se terminó? 142
¿Cuáles son los peores errores que podemos
cometer cuando nos separamos? 144
¿Qué implicaciones tiene ser hijo de una madre
o padre soltero? 165
¿Qué es lo mejor para nuestros hijos cuando
nuestro matrimonio se acaba? 168
¿Podemos ser felices a pesar de que seamos
divorciados? 169

Capítulo 6 — Ser excelentes padres: un ideal


que nos llena de culpa 173
¿A qué se debe que nos exijamos ser unos
padres perfectos? 174
¿Qué podemos hacer para que los hijos
sobresalgan en todo? 177
¿Cómo podemos lograr que nuestros hijos sean
muy buenos estudiantes? 180
¿Hay algo que podamos hacer para lograr que
nuestras hijas sean más atractivas? 183
¿Por qué algunos hijos son tan inconformes y viven
dedicados a mortificarnos? 186
Contenido

¿Cómo podemos fortalecer la autoestima de


nuestros hijos? 190
¿Cómo saber si por ayudar a los hijos los estamos
sobreprotegiendo? 192
¿Hasta cuándo los padres debemos responder por
todo lo de los hijos? 195
¿Podemos cambiar de parecer si nos equivocamos
en lo que les prometimos a los hijos? 198
¿Cómo podemos saber si nos estamos pasando
de la raya? 199

Tercera Parte
A mayor claridad… menor culpabilidad

Capítulo 7 — Cómo liberarnos de los


sentimientos de culpa 205
¿Por qué a veces nos sentimos culpables sin serlo? 208
¿Cómo podemos superar la culpa cuando una
pena nos aflige mucho? 211
¿Cómo perdonar a nuestros padres si los errores
que cometieron nos hicieron daño? 213
¿Qué podemos hacer para perdonarnos por
nuestros errores? 217
¿Pedirles perdón a los hijos hará que nos
censuren más? 220
¿Será que todos los problemas de los hijos son
culpa de los padres? 221

Capítulo 8 — La solución: educar desde el


amor… y no desde la culpa 223
¿Por qué a pesar de que los niños tienen hoy más
entretenciones que nunca, viven más
descontentos? 225
De la culpa a la calma

¿Qué podemos hacer para que los hijos no sufran


con las dificultades que enfrenten? 228
¿A qué le debemos dar prioridad, a nuestro
matrimonio o a los hijos? 232
¿Acaso no es más importantes ser padres que
cualquier otra cosa? 235
¿Es suficiente darles a los hijos tiempo de calidad
cuando no les podemos dar mucha cantidad? 237
¿Qué significa darles «tiempo de calidad»
a los hijos? 241
¿Hay algún problema en que los niños gocen de
las comodidades de los adultos? 243
¿Por qué es importante que los niños crezcan en
un ambiente propio y distinto al de los adultos? 246
¿Por qué hoy nos resulta tan difícil disciplinar a
los hijos? 248
¿Cómo podemos ponerles límites a los hijos sin
que se dañe nuestra relación? 251
¿Qué tan conveniente es que los padres seamos
buenos amigos de los hijos? 254
¿Qué ventajas puede tener la madurez cuando lo
importante es ser jóvenes y bellos? 257
¿Hasta qué punto es nuestro deber asegurarnos
que los hijos sean personas felices? 260
¿Cómo podemos contribuir a que los hijos
descubran el propósito de su vida? 261
¿Será que todavía es posible reparar nuestros
errores como padres? 264

Capítulo 9 — Los hijos son… ¿una bendición? 267


Si vemos a los hijos… 269
¿Por qué ahora las parejas quieren tener muy
pocos hijos… o ninguno? 270
Contenido

¿Qué ventajas tiene ser padres si hoy la crianza es


tan complicada y los niños son tan difíciles? 272
¿Qué es lo mejor que podemos hacer como
padres? 275
¿Será posible ser felices como padres a pesar de los
sacrificios que nos demanda la paternidad? 277

Gracias a la culpa… 281

Mis agradecimientos… 283

Notas 287

Bibliografía 293
Capítulo 0
¿Por qué los padres estamos
tan agobiados y confundidos?

Cuando la cantidad de culturas relativizan los valores,


y la «globalización» aplasta con su poder y nos impone
una uniformidad arrogante, el ser humano,
en su desconcierto, pierde el sentido de los valores y
de sí mismo… y ya no sabe a quién creer o en qué creer.
Ernesto Sábato1

¿A pesar de que tenemos tan buenas


intenciones, por qué los padres estamos
tan equivocados?

Somos las primeras generaciones de padres decididos a


no repetir con los hijos los errores de nuestros propios
progenitores. Y en el esfuerzo por abolir los abusos del
pasado, somos los más dedicados y comprensivos, pero
a la vez los más débiles e inseguros que ha dado la histo­
ria. Lo grave es que estamos lidiando con niños más exi­
gentes, beligerantes y poderosos que nunca.
Parece que en nuestro intento por ser los padres que
soñamos tener, pasamos de un extremo al otro. Así, so-
mos los últimos hijos regañados por los padres y los pri-
meros padres a quienes los hijos nos regañan; los últi-
mos que les tuvimos miedo a los padres y los primeros que

17
De la culpa a la calma

les tememos a los hijos; los últimos que crecimos bajo el


mando de los padres y los primeros que vivimos bajo
el yugo de los hijos; y los últimos que crecimos buscan-
do la aprobación de nuestros padres y los primeros que
vivimos buscando la aprobación de nuestros hijos.
En la medida en que el permisivismo reemplazó al
autoritarismo, los términos de las relaciones familiares
cambiaron mucho… para bien y para mal. Antes, eran
considerados buenos padres aquellos cuyos hijos se com-
portaban bien, obedecían sus órdenes y los trataban con
el debido respeto; y eran buenos hijos los niños formales
que veneraban a sus padres. Pero hoy los buenos padres
son quienes logran que sus hijos los amen, aunque poco
los respeten. Y son los hijos quienes esperan respeto de
sus padres, entendiendo por tal que respeten sus ideas,
sus gustos, sus apetencias y su forma de actuar y de vivir,
y que además les patrocinen lo que necesitan para tal fin.
Es decir, los roles se invirtieron, y ahora somos nosotros
quienes tenemos que complacer a nuestros hijos para ga-
narnos su amor, y no a la inversa como en el pasado.
¿A qué se debe este cam­
Ahora somos los padres bio abrupto y radical en las
quienes tenemos que relaciones familiares? Las ra-
complacer a nuestros zones son muchas y de toda
hijos para ganarnos su índole. Quizás la más im-
amor. portante es que hemos sido
profundamente afectados
por los vertiginosos cambios
sucedidos en el último medio siglo, los cuales han dado
lugar a alteraciones de todo orden y en muchos ámbitos.
Los excepcionales avances de la ciencia y la tecnología,
en años recientes, promovieron un proceso de globali-

18
Ángela Marulanda

zación que llevó a que se superen las barreras espacio-


temporales y a que todos seamos parte de una misma
«aldea global». Como consecuencia, en la era posmoder-
na (a partir de mediados del siglo xx), residimos en un
mundo sin fronteras y nos beneficiamos de los progresos
de la ciencia y la tecnología, mientras que a la vez sufri-
mos los efectos de una cultura consumista contaminada
por la polución ética. Lo grave es que de esto último no
somos conscientes y, por lo tanto, no nos estamos defen­
diendo, pero sí impregnando.
Hoy estamos criando a nuestros hijos dentro de unas
condiciones de vida bastante distintas a aquellas en las
que transcurrió nuestra niñez, que han cambiado radical­
mente la manera de ser padres. En nuestro esfuerzo por
atender las múltiples obligaciones del trabajo y, a la vez,
las demandas de la vida familiar, nos movemos de un ex-
tremo a otro: les prestamos demasiada atención a los hi-
jos cuando estamos con ellos, pero nos ausentamos por
mucho tiempo cuando nuestros compromisos laborales
o personales lo exigen; les ayudamos más de lo debido
para que no tengan dificultades, pero también los pre-
sionamos continuamente para que logren más de lo que
pueden; les damos privilegios de adultos desde que son
muy pequeños, pero los cuidamos como si fueran bebés
hasta bien pasada la mayoría de edad.
Lo paradójico es que, a pesar de nuestros evidentes
esfuerzos por ser mejores padres, se nos acusa de ser muy
egoístas y de anteponer nuestras ambiciones profesiona­
les sobre las necesidades de nuestra familia. Pero al mis-
mo tiempo, se nos tacha de vivir dedicados a complacer
a nuestros hijos, de ser muy sobreprotectores y de hacer
demasiado por ellos.

19
De la culpa a la calma

¿Cuál es la razón para que nos sintamos


tan culpables?

La raíz de nuestros errores como padres no está en nues-


tro egocentrismo o en nuestra falta de verdadero interés
por los hijos, como se nos acusa a menudo. Es verdad
que el individualismo y la urgencia de ganar más dinero
debido a que tenemos más «necesidades» han mermado
nuestra disponibilidad para con la familia, pero las razones
para los desaciertos que ahora son frecuentes en nuestro
rol parental son más profundas.
Las circunstancias en las que hoy estamos formando
a nuestras familias cambiaron radicalmente, y son tan dis­
tintas que estamos perdidos. Para empezar, los padres ya
no confiamos en nuestra intuición porque hemos creci-
do en una cultura que valora más el conocimiento que la
sabiduría de la experiencia; ya no tenemos en nuestros
progenitores un modelo que imitar porque la organiza-
ción familiar en la que estamos criando a nuestros hijos
es muy diferente a aquella en la que crecimos; vivimos
constantemente criticados por los abuelos, los educado­
res, las autoridades y los expertos en crianza quienes nos
acusan de ser la causa de todos los problemas de los ni-
ños pero nos dan poco crédito por nuestros esfuerzos;
estamos sumergidos en una cultura en la que todo es re-
­lativo, incluidos los principios éticos y morales, y no hay
claridad sobre qué está bien y qué está mal, y ya ni siquiera
podemos confiar ciegamente en las enseñanzas de los
científicos de la conducta porque son demasiadas y mu-
chas se contradicen entre sí.
Como si fuera poco, estamos frente a un fenómeno
único en la historia del mundo civilizado: por primera vez

20
Ángela Marulanda

los hijos saben más que los padres en el campo más im-
portante de la vida actual: el de la informática y las nue-
vas tecnologías de la comunicación. Parece que los ni-
ños nacieran con un «microchip» incorporado, pues no
sólo entienden de forma innata todos los intríngulis de
la tecnología virtual, sino que son capaces de manejarse
con una maestría sorprendente en el espacio cibernéti-
co sin que nadie se los haya enseñado. Por esta razón,
nuestros hijos ya no nos ven como esos seres sabios y
todopoderosos a quienes pueden acudir para solucionar
todos sus problemas, sino que ahora somos nosotros los
que los buscamos a ellos para que nos ayuden a resolver
los nuestros. Así, los niños
son quienes nos enseñan a Los hijos hoy ya no
pro­gramar el ce­lular, a des- nos ven a los padres
congelar la pantalla, a esca- como seres sabios y
near, a «textiar», a chatear, todopoderosos.
y hasta a usar el Blackberry
o el iPhone (que heredamos
de ellos). Esto significa que los hijos van más adelante
que nosotros, por lo que ya no so­mos sus héroes, los que
todo lo pueden y todo lo saben… sino sus aprendices.
No cabe duda de que formar a los hijos es hoy una
tarea mucho más compleja, que se lleva a cabo en cir­
cuns­tancias muy confusas. Lo grave es que no se recono-
ce que los problemas que tenemos son el resultado de
mucho más que los desaciertos de unos padres bastante
perdidos, sino que además incluye la ambigüedad de una
sociedad cambiante que en el proceso de rechazar lo ne­-
gativo del pasado también desechó lo positivo, pero no
lo sustituyó con propuestas basadas en convicciones co­
herentes y sólidas, sino con pareceres personales sin mu­
cha más razón de ser que la conveniencia individual.

21
De la culpa a la calma

Esto ha dado lugar a que reine la confusión y, por en­


de, las contradicciones. Si bien hoy tenemos familias en
las que el afecto se expresa en forma más generosa y en las
que la camaradería y la confianza entre padres e hijos son
una evidencia de que los vínculos afectivos en el hogar
son más genuinos y profundos, también es cierto que te-
nemos hijos más agresivos e irreverentes, así como pa-
dres dispuestos a dar más de lo debido y que permiten
que los abusen.
De igual manera, ahora los hombres son papás más
cercanos y afectuosos con sus hijos (a diferencia del mo-
delo en el que crecieron), y colaboran más con las tareas
del hogar; y las mujeres no solo son mamás, sino tam-
bién profesionales realizadas que contribuyen substan­
cialmente al ingreso familiar, por lo que las cargas están
mejor repartidas en casa y podría creerse que habría me­
nos conflictos en las relaciones conyugales. Pero tam-
bién hay más hombres y mujeres desertando de sus fa-
milias, y más hijos sufriendo la dolorosa experiencia de
los sucesivos rompimientos conyugales de sus padres.
Así mismo, aunque ahora los niños son más auténticos,
más amantes y respetuosos de la naturaleza y están más
dispuestos a abrazar la igualdad de credos, razas y clases
sociales —ideales bastante distintos a los de las gene-
raciones que les precedieron—, hay también un mayor
número de niños y jóvenes agresivos, desesperanzados,
promiscuos o atrapados por las adicciones, niños que le
tienen más miedo a vivir que a morir.
Varios de los más reconocidos científicos de la con-
ducta2 consideran que la razón de ser de tantas contra-
dicciones es, ante todo, la confusión y culpabilidad que
invaden a la mayoría de los padres de familia que crían a
sus hijos en estos tiempos.

22
Ángela Marulanda

En el ejercicio de mi pro­fesión como educadora fa­


miliar durante más de veinte años, ha sido evidente para
mí que los sentimientos de culpa son una especie de «epi­
demia» que atormenta a una
mayoría de padres bien in-
Ejercer la paternidad
tencionados, pero muy con-
guiados por la culpa
fundidos.
es una forma muy
Lo grave es que ejercer la
peligrosa de criar a
paternidad guiados por la cul-
los hijos.
pabilidad es una forma muy
peligrosa de criar a los hijos.3

¿Cómo recuperar la calma que necesitamos


para gozar a los hijos y triunfar en su
crianza?

Yo me pregunto, ¿por qué, a pesar de que los papás y las


mamás hacen hasta lo imposible por darles todo a sus hi­
jos se sienten tan culpables y tan inseguros frente a ellos?
¿Cómo es posible que hoy antepongan sus ambiciones
profesionales sobre el bienestar de sus hijos, pero a la vez
les den prioridad a los caprichos de los niños so­bre los de-
rechos y privilegios que les corresponden como cabezas
de la familia?
Esta es la incongruencia que este libro se propone ex­
plorar con el fin de ayudar a los padres a liberarse de la
culpabilidad y a gozar la crianza de sus hijos. Está dirigi­
do a todos esos papás y mamás que a menudo pasan de
sentir que son excelentes padres, a sentir que son ineptos
en su función como tal; que quieren desempeñar su rol
parental muy bien, pero sienten que no tienen el tiem-

23
De la culpa a la calma

po ni la paciencia para hacerlo; que consideran que sus


hijos son lo más maravilloso de su vida, pero que la pa-
ternidad es una labor heroica e ingrata. Y por supuesto,
a todos aquellos que con alguna frecuencia se sienten
culpables por cualquier motivo.
Para afrontar con éxito cualquier desafío en la vida es
fundamental conocerlo muy bien para poder determi­nar
qué es lo que más conviene hacer para superarlo. Esto
me propongo lograr en la primera parte de este li­bro, a lo
largo de la cual veremos qué es lo que ha originado unos
sentimientos de culpa tan abrumadores entre los padres
de familia (capítulo 1); cómo se manifiestan, cuáles son
los fines inapropiados que cumplen y qué efectos tienen
en nosotros (capítulo 2); y, por último, en qué forma
la culpabilidad está afectando nuestro desempeño como
padres de familia (capítulo 3), todo lo cual nos permitirá
encontrar opciones constructivas para enfrentar y supe-
rar estos sentimientos.
En la segunda parte, veremos las circunstancias que
hoy generan más culpabilidad en los padres, y la forma
en que podemos conciliarlas: los compromisos laborales
que nos impiden dedicarles el tiempo necesario a los hi-
jos (capítulo 4); los conflictos y rompimientos en nues-
tras relaciones de pareja, que nos dividen como padres y
pueden hacerles daño a nuestros hijos (capítulo 5); y los
mitos o creencias con respecto a lo que debemos hacer
para ser buenos padres hoy, y que nos llevan a exigir­nos
tanto que nos equivocamos mucho (capítulo 6). Conocer
las implicaciones de estas circunstancias y sus efectos en
los hijos nos permite revaluar las culpas a que dan lugar
y tener la claridad necesaria para obtener resultados que
se acerquen más a lo que aspiramos lograr.

24
Ángela Marulanda

En la tercera parte, veremos las opciones que tene­


mos para superar y liberarnos de los sentimientos de culpa
(capítulo 7). Esto exige tener claridad para poder educar
a los hijos actuando desde el amor y no desde la culpa
(capítulo 8). Y por último, revisaremos las bendiciones
in­herentes a la crianza de los hijos para que reivindique-
mos nuestro rol parental y podamos valorarlo como una
experiencia que enriquece como ninguna otra nuestra
vida (capítulo 9).
El propósito de este libro es facilitar la comprensión
de lo que nos está pasando para que sea más fácil superar
con éxito los nuevos desafíos que tenemos como padres,
y poder dominar los sentimientos de culpa, en lugar de
seguir dominados por los mismos. Si bien es cierto que
no podemos cambiar nuestras circunstancias ni lo que hi-
cimos en el pasado, sí podemos darle un significado dis­
tinto y así redefinir el porvenir de las relaciones con nues­
tros hijos, esos seres a quienes amamos más que a nadie
en la vida.

25
Primera Parte
Para dominar la culpa,
hay que conocerla

No sabemos lo que nos pasa…


y eso es lo que nos pasa
José Ortega y Gasset
Capítulo 1
¿A qué se deben tantos
sentimientos de culpa?

La culpa es más terrible cuando no se vincula


para nada con una acción reprochable,
sino con una difusa sensación de indignidad.
Marcos Aguinis

Fueron muchas las noches en que me acosté agotada


después de haber corrido toda la tarde haciendo mil co-
sas por mis hijos: ir a buscar el libro olvidado al colegio,
llevarlos a la práctica del deporte que les gustaba, buscar
el juguete que no encontraban, ir a comprar las figuritas
para su colección, prepararles una comida que les agra-
dara… para terminar gritándoles desesperada porque
no me hacían caso de irse a acostar. Para ellos el asun­to
concluía cuando se dormían poco después de poner la
cabeza en la almohada, pero para mí se perpetuaba du-
rante buena parte de la noche porque no lograba dor-
mirme, agobiada por la culpabilidad que sentía por ha-
berme descontrolado y haberlos tratado mal.
A lo largo del proceso de criar a mis hijos, la culpa
me persiguió —con alguna frecuencia y por muchas ra-
zones. Lo grave fue que, aunque en ciertas ocasiones me
sirvió para rectificar mi proceder, en la mayoría me abru­
mó, llevándome a hacer cosas que terminaban por em-
peorar la situación.

29
De la culpa a la calma

Un buen día, en medio de mi desvelo porque me


sentía terrible por haberme exasperado con los niños,
decidí averiguar por qué motivo tantas mamás y papás
hoy nos sentimos tan culpables, a pesar de que quere-
mos de todo corazón ser mejores padres. Encontré va-
rios y distintos motivos que me ayudaron a comprender
la razón de ser de tanta culpabilidad y que me sirvieron
para buscar la forma de superarla.

¿Por qué, a pesar de hacer lo posible


por ser mejores padres, nos sentimos
tan culpables?

Algo que siempre me ha llamado la atención es que no


recuerdo que mis padres, ni los de mis amigas, parecie­
ran sentirse culpables por sus errores con nosotros a pe-
sar de que también se equivocaban, y mucho. Si bien es
cierto que las mamás antes pasaban más tiempo en la casa
porque la mayoría no trabajaba fuera del hogar, no era
raro que nos gritaran, nos pellizcaran, nos reprendie­ran
por llorar o por enojarnos, o nos castigaran injustamen-
te, para enumerar sólo algunos de sus desaciertos. Y en
lo que a los papás respecta, tampoco parecían agobiarse
por el escaso tiempo que pasaban con nosotros ni por
no participar para nada en las labores de crianza de sus
hijos.
Lo llamativo de esta sensación de culpabilidad bas-
tante generalizada entre los padres de la actualidad es que
es un problema cada vez más pronunciado, justo en un
momento histórico en el que tanto las mamás, como los
papás, no sólo estamos más conscientes e interesados en

30
Ángela Marulanda

no cometer los mismos errores de nuestros padres, sino


que procuramos darles a nuestros hijos toda la atención,
el cariño y la comprensión que necesitan. Hoy somos
muchos los que nos esforzamos por complacer a los ni-
ños en todo lo que esté a nuestro alcance, buscando te-
ner una relación más cercana con ellos, hacerles saber que
los amamos mucho, ofrecerles todas las oportunidades
posibles, y para ello, hasta nos preparamos a conciencia
para su crianza.
Entonces, ¿cómo se explica que los sentimientos de
culpa agobien ahora a tantos padres de familia, a pesar del
esfuerzo de la mayoría por desempeñarse mejor? Creo
que una de las principales razones para esta «epidemia»
de culpabilidad radica en que quienes formamos nues-
tros hogares a partir de los años setenta —es decir, la lla-
mada generación de la posguerra y las que la suceden—
so­mos las primeras generaciones de padres que tenemos
conciencia del impacto que nuestros errores tienen en
la vida de los hijos. A diferencia de los anteriores, somos
papás y mamás que ya no disfrutamos de los beneficios
de ignorar de qué manera nuestras equivocaciones y de-
fectos podrían perjudicarlos, lo que significa que salimos
de ese dichoso estado de inconciencia del que gozaron
nuestros antecesores.
En su libro sobre el
tema de la culpa y la ver­
güen­za, Harold Kushner,4 Somos las primeras
su autor, plantea que la generaciones de padres
expulsión de Adán y Eva conscientes del impacto
del Paraíso Terrenal puede de nuestros errores en
interpretarse como el pro- la vida los hijos.
ceso de toma de conciencia

31
De la culpa a la calma

de los seres humanos. Sugiere que los hechos ocurridos


en el Jardín del Edén, narrados en el Génesis, sirven
para ilustrarnos sobre cómo nuestros primeros padres
se convirtieron en los primeros «animales racionales»
(capaces de razonar), y dejaron el «paraíso de la incon-
ciencia» a partir del instante en que probaron el fruto
del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal, es decir,
desde que adquirieron conciencia de que había cosas que
estaban bien y otras que estaban mal.
A pesar de que la vida de los animales irracionales
puede ser a veces difícil, también es muy simple porque
a la hora de alimentarse, aparearse o protegerse lo único
que los guía son sus instintos, y nunca tienen que tomar
decisiones de tipo moral cuando matan para comer, para
defender a su pareja o para proteger a sus crías.5 Pero la
condición racional de los seres humanos implicó que to-
dos sus descendientes estuvieran condenados a actuar
guiados, no sólo por meros instintos, sino por los dicta-
dos de una conciencia capaz de diferenciar entre lo que
es correcto y lo que no.
Kushner sugiere que cuando el Génesis se refiere a
la expulsión del Paraíso como un «castigo», es posible que
fuera la forma de advertirnos que las consecuencias de
haber salido del estado de animal irracional fueron ma-
ravillosas, pero a la vez difíciles y dolorosas. En sus pa-
labras, «los primeros seres racionales entraron así a un
mundo en el que inevitablemente cometerían muchos
errores, no porque fueran débiles o malos, sino porque
las elecciones que tendrían que hacer serían extremada-
mente difíciles. Pero las satisfacciones serían igualmente
enormes».6 Se puede decir que este es el precio que te-
nemos que pagar a medida que ascendemos a una condi-

32
Ángela Marulanda

ción superior en la vida. Por ejemplo, independizarnos


del hogar paterno o casarnos y formar una familia son
experiencias que nos otorgan nuevos privilegios, pero
a la vez son difíciles y nos generan exigencias porque
conllevan no sólo a nuevas experiencias y satisfacciones,
sino a infinidad de nuevas responsabilidades. Por ello,
Kushner concluye que, «la historia de la expulsión del Pa­
raíso no es sólo la historia de la caída del Hombre, sino
que también puede considerarse como la historia del sur­
gimiento de la Humanidad».7
Algo similar podría decirse, nos ha ocurrido a los
padres que hoy estamos levantando a nuestras familias.
Gracias a la forma como hemos ido evolucionando, hoy
tenemos una mayor capacidad de percibir los sentimien­
tos y necesidades emocionales de nuestros hijos, estamos
mucho más conscientes de lo que ellos precisan de noso­
tros, podemos comprenderlos mejor, apoyarlos en forma
más efectiva y disfrutar de una relación más auténtica y
estrecha con ellos. Pero a la vez, vivimos más agobiados
porque nos percatamos del sinnúmero de errores que
co­metemos como papás y de sus implicaciones en los
niños, y esto nos llena de culpas y temores.
El hecho de que ahora los padres nos sintamos ago-
biados por los sentimientos de culpa es a la vez un síntoma
de que deseamos ser mejores como tales. De esta forma,
estamos viviendo tanto las difíciles consecuencias de «la
expulsión del paraíso de la inconciencia», como también
gozando de los beneficios del surgimiento de una «nue-
va paternidad». Somos papás y mamás que no queremos
limitarnos a las obligaciones tradicionales de ofrecerles
casa, comida, educación y buen ejemplo a nuestros hi-
jos, sino que procuramos conocerlos más, comprender-

33
De la culpa a la calma

los mejor, apoyar sus talentos y sus sueños, disfrutarlos


mucho y hacer todo lo que esté a nuestro alcance para
que triunfen y sean felices.
Lo anterior significa que nos estamos transforman-
do en padres más sensibles a las necesidades emocionales
y afectivas de los niños y, con seguridad, esto ha contri­
buido a que las nuevas generaciones gocen hoy de cua-
lidades muy especiales. Es alentador ver cómo la ma-
yoría de los niños son ahora más locuaces, creativos y
auténticos, más capaces de expresar sus sentimientos, más
amantes y respetuosos de la naturaleza, tolerantes de las
diferencias, fieles a sus causas y conscientes de sus for-
talezas. Y ver también que todos estos atributos son ali-
mentados (o por lo menos permitidos) por unos padres
que se criaron en hogares donde tales cualidades no fue-
ron valoradas, sino probablemente rechazadas.
Sin embargo, la inmensa culpabilidad que ha gene-
rado la pérdida del «paraíso de la inconciencia» también
ha llevado a que los padres estemos muy confundidos y
nos equivoquemos más, debido a lo agobiados que vivi-
mos por las fallas que nos vemos. Urge discernir todo lo
que ahora comprendemos con el fin de deshacernos de
los temores y de las culpas que nos abruman y que nos
llevan a sentirnos aun más perdidos. De lo contrario, con­
tinuaremos perpetuando ese peligroso estado de confu-
sión que alimenta el caos familiar e impide que podamos
disfrutar de los beneficios de tener una mejor disposi-
ción y preparación para la crianza de nuestros hijos.

34
Ángela Marulanda

¿Cómo nos afecta que desde niños nos


hayan inculcado sentimientos de culpa?

El pasado nos explica… pero no nos justifica.

Otra razón para que los padres nos sintamos tan culpa-
bles hoy son las culpas que nos inculcaron a lo largo de
la infancia. Recuerdo que para mí fue agobiante crecer
convencida de que, por mi culpa y la de mis hermanos,
a mi mamá (según ella) le salían canas, se desvelaba o se
iba a enloquecer; que por este mismo motivo, mi papá se
estaba quedando calvo, vivía mortificado o se iba a arrui­
nar; que a ellos les iba a dar un infarto o que los mataría-
mos de la angustia, como textualmente afirmaban cada
vez que les causábamos un disgusto. Lo único que a veces
me tranquilizaba, ante tales acusaciones, era saber que los
padres de mis amigas también las culpaban de desven-
turas similares.
Además de lo dañino que puede ser para los hijos sen­
tirse culpables de causarles tantas desgracias a sus padres,
cuando hemos sido motivados en la niñez a comportarnos
como ellos esperaban a base de instigarnos sentimientos
de culpa, es muy posible que nos convirtamos en adultos
que estamos siempre dispuestos a complacer a los demás
motivados por esta misma razón.
Sigmund Freud llamó «culpabilidad infantil» a ese
sentimiento que comienza a aparecer en la infancia como
resultado del temor de un pequeño al percibir que depen-
de completamente de sus padres para sobrevivir, y que
si hace algo que los disgusta puede perder su amor. Así,
la culpabilidad infantil se convierte en un mecanismo de
autorreproche por acciones que los hijos sienten que pue­

35
De la culpa a la calma

den llevar a que sus padres los abandonen.8 Este temor


es lo que da lugar a que, en ocasiones, nos sintamos cul­
pables cuando hacemos algo que consideramos que nues­
tros padres desaprobarían, aun cuando tengamos la cer-
teza de que nunca se enterarán de ello.
David Kessler9 afirma que, gracias a la culpa apren-
dimos a actuar como los demás quieren, motivados por
la necesidad de que nos amen, lo que significa que desde
muy niños fuimos enseñados a anteponer las necesida-
des de quienes necesitamos sobre las nuestras. Se dice que
un adulto sufre de culpabilidad infantil cuando su vida
se enfoca en la búsqueda del aprecio y la aprobación de
aquellas personas que son importantes para él o para sus
propósitos.
Los sentimientos de in-
Gracias a la culpa competencia que experimen­
actuamos como los tamos en la infancia cuando
demás esperan, los mayores nos culpan por
motivados por la no hacer todo como nos era
necesidad de que nos exigido dieron también lu­gar
amen. a que nos sintiéramos res-
ponsables de lo que en rea-
lidad no éramos. Si alguien
abusaba de nosotros, sentíamos que habíamos dado lu-
gar al abuso; si nos avergonzaban, sen­tíamos que éra-
mos indignos de aprecio; y si no nos sentíamos amados,
creíamos que era porque no nos merecíamos su amor.
Todo esto hacía que, además, nos sintiéramos culpables
por ser tan inadecuados.
Sin embargo, si nuestros padres y mayores nos ma-
nipularon con sentimientos de culpa, fue porque así lo
aprendieron de las generaciones que les antecedieron.

36
Ángela Marulanda

Su desventaja era que no conocían la información que


hoy nosotros tenemos y por eso no comprendían las con­
secuencias nocivas que sus actitudes tenían sobre quie-
nes estaban «educando». Así como las generaciones de
principios del siglo pasado creyeron que fumar era ante
todo una experiencia placentera, propia de los adultos
con cierto grado de sofisticación, no es de extrañar que
para ellos manipular a los niños para lograr su obedien-
cia fuera también una forma apropiada de educarlos sin
recurrir a la violencia y, por consiguiente, lo hicieron sin
ningún miramiento.

¿Está mal querer que los hijos sean lo que


nosotros soñamos?

Las expectativas que tenemos con respecto


a nuestros hijos son proyecciones de nuestros
anhelos insatisfechos.

La mayoría de los padres tenemos grandes ambicio-


nes sobre lo que serán y harán nuestros hijos y cree-
mos que, si nos esforzamos lo suficiente y los educamos
muy bien, ellos lograrán
todo lo que nosotros soña­
mos. Como por lo general Los padres asumimos
nuestras expectativas no son la paternidad como
realistas o no coin­ciden con una oportunidad para
los talentos e intereses de los subsanar nuestras
niños, estas dan lugar a que fallas a través de los
no los aceptemos tal cual hijos.
son, de esta forma, desde la

37
De la culpa a la calma

infancia, ellos se sienten inadecuados y culpables por ser


distintos a lo que nosotros esperamos.
Es comprensible que para nosotros como padres sea
muy difícil no tener ciertas expectativas con respecto a
nuestros hijos. Pero lo grave es que, sin percatarnos, con
alguna frecuencia asumimos la paternidad como una
segunda oportunidad que nos da la vida para subsanar
nuestras fallas a través de los hijos, tal como lo hicieron
nuestros antecesores: esperando que ellos logren lo que
nosotros no pudimos o, al menos, que se destaquen y ra-
tifiquen nuestra calidad como personas. De esta mane-
ra, se genera un círculo vicioso que parte de unos padres
insatisfechos consigo mismos y que exigen que sus hijos
hagan o logren lo que ellos esperan. Como los niños por
lo general se dan cuenta de que no las cumplen, crecen
sintiéndose descontentos consigo mismos y se convier-
ten en padres igualmente inconformes que aspirarán a
que sus hijos subsanen sus deficiencias. De esta forma se
legan, de una generación a otra, sentimientos de incom-
petencia que se traducen en expectativas inalcanzables y
que generan nuevas insatisfacciones y nuevas culpas por
no ser todo lo que se espera que sean.
Entender la raíz de nuestros errores y de los de nues­
tros padres, así como el porqué de las expectativas pater­
nas, puede ser el primer paso para comprender que la
falla no es suya ni nuestra, sino del peso que carga cada
nueva generación al tener que sobrellevar las insatisfac-
ciones heredadas de la anterior. Comprenderlo puede
ser la clave para dejar de esperar que los hijos satisfagan
nuestros sueños, rompiendo así con el legado de senti­
mientos de incompetencia, frustración y culpabilidad que
lleva a muchos adultos a vivir perpetuamente dedicados

38
Ángela Marulanda

a lograr lo que creen que los hará merecedores del res-


peto y el aprecio de los demás.

¿Será que los seres humanos somos malos


por naturaleza?

La religión está llamada a animarnos a obrar bien,


no a condenarnos por actuar mal.
Pierre Teilhard de Chardin

Otra fuente «innata» de culpabilidad en nosotros fue el


tono condenatorio que prevaleció en la crianza de los ni-
ños de la sociedad autoritaria en la que crecimos quienes
hoy somos padres, la cual estaba estratificada en térmi-
nos de unos seres superiores que mandaban y otros in-
feriores que les obedecían. En esta, las personas en posi-
ciones de mando (padres, maestros, sacerdotes, abuelos,
etc.) consideraban que debían dominar a los niños y adies­
trarlos para que se comportaran en forma correcta, para
lo cual se concentraban ante todo en castigar nuestras fal­
tas, pero poco decían sobre nuestras cualidades.
Por esta razón, las normas sociales y familiares esta-
ban orientadas a corregir lo que estaba mal, y la crianza
y educación de los niños se asumía con ese mismo espí-
ritu: como una función cuya finalidad era reprendernos
para que no fuéramos malos, más que alentarnos para que
fuésemos buenos. Se nos hablaba, ante todo, de lo que no
debíamos hacer y de los castigos que recibiríamos si no ac­
tuábamos como se nos ordenaba.
Por lo general, la doctrina de las religiones judeocris­
tianas ha estado a tono con el enfoque punitivo que primó

39
De la culpa a la calma

por tantos siglos en la sociedad occidental. En su esfuer-


­zo por explicar las debilidades humanas, se ha hecho tan-
to énfasis en que nacimos predispuestos a errar (gracias
al pecado original), que es fácil creer que somos malos
por naturaleza y no que, como somos seres imperfectos,
tenemos la posibilidad de actuar incorrectamente. «Du-
rante siglos, nuestra moral judeocristiana ha partido de
la concepción de un hombre inclinado a obrar mal y por
lo tanto, hay que hacerle ver sus culpas para frenarlo; hay
que detectar, catequizar, determinar, moralizar…».10
Cuando repaso lo que me inculcaron en mi niñez,
veo con frecuencia que mis padres cultivaron mi vulne­
ra­bilidad a la culpa en su empeño por convertirme en una
buena niña. Hicieron tanto énfasis en mis fallas y de­
bilidades, que a menudo vi más lo negativo que lo posi-
tivo que había en mí, y crecí convencida de que, si odia-
ba a mis hermanos cuando me maltrataban… era mala;
si peleaba con otros niños para defenderme… era ma-
­la; si decía malas palabras, si me enojaba con alguien, si
no me comía toda la comida, o si me aburría en la igle-
sia… era mala e iría al purgatorio, un lugar donde me
quemarían (como un pollo a la brasa), por mucho tiem-
po. Como consecuencia, mi niñez estuvo con frecuencia
dominada por el miedo a ir al infierno por no ser tan bue-
na como debería. Algunas
de las consecuencias de este
La educación religiosa enfoque que señala, ante
debe servir para todo, lo inadecuado en no-
sanar los sentimientos sotros es que nos concentra-
de culpa no para mos más en defendernos y
causarlos. jus­tificarnos que en revisar
nuestras malas conductas y,

40
Ángela Marulanda

por lo mismo, hacemos más esfuerzos por culpar a otros


de nuestros errores que en corregir nuestros defectos.
Y, tam­bién, que actuamos correctamente por miedo al
castigo, y no porque estamos convencidos de que debe-
mos obrar bien.
La educación religiosa debe servir para sanar los sen­
timientos de culpa y vergüenza, no para causarlos. Sus en­
señanzas están llamadas a permitirnos comprender que la
vida de los seres humanos es un desafío tan grande que
estamos sujetos a cometer errores a medida que apren­
demos a obrar en forma correcta, y que nuestras fa­llas
no son evidencia de nuestras flaquezas, sino debilidades
que podemos superar si nos proponemos cultivar en no-
sotros las virtudes espirituales que nos capacitan para ha­
cer el bien y evitar el mal.

¡Cuanto más sabemos, más culpables nos


sentimos!

Uno de los problemas que tenemos es… la


«psicologización» de todos los problemas.
José Antonio Marina

A medida que sabemos más sobre lo que necesitan nues-


tros hijos estamos mejor preparados para poderlos for-
mar como personas buenas, capaces e íntegras. Pero es
posible que estos nuevos conocimientos sirvan, a la vez,
para que nos percatemos de todas las fallas que hemos
tenido como padres y nos sintamos aun más culpables.
Hasta mediados del siglo pasado, se consideraba que
la crianza de los hijos era, primordialmente, cuestión de

41
De la culpa a la calma

intuición y buenas costumbres, para lo que bastaba con


seguir el ejemplo de nuestros padres. Así, la casa pater-
na era la escuela en la que, con la ayuda de su intuición,
nuestros antecesores desempeñaban sus funciones paren­
tales. Pero hoy en día, no sólo la tarea de criar a los hijos
es muy distinta, sino que también los niños son diferen-
tes porque como crecen bajo realidades y condiciones tan
distintas, su forma de ser y de actuar se parece poco a las
de las generaciones anteriores.
Hoy es indiscutible que los modelos que rigieron
nuestra infancia ya no valen y que la crianza de los hijos
no puede seguir dejándose al azar y a la intuición de unos
padres que están cada vez más confundidos y desconcer-
tados. Por eso, en los últimos tiempos ha ganado terreno
el interés por capacitarnos para ejercer la paternidad. Es­ta
necesidad fue, entre otras, la que dio lugar a que surgiera
la llamada «psicología popular», y a que se empezaran a
publicar toda suerte de libros, videos y talleres, dirigidos
a los padres de familia, que ofrecen buenas pautas sobre
cómo criar hijos sanos y felices.
Este auge literario encontró terreno fértil en muchos
padres ávidos por saber qué hacer ante una infinidad de
situaciones sin precedentes que enfrentan con sus hijos,
por lo que han acogido con entusiasmo muchas de las re­
comendaciones que les ofrecen.
Como en todos los campos de la vida, existe una di­
versidad de caminos acertados para llegar a un mismo
destino, pero si tratamos de seguirlos todos a la vez, lo
más posible es que acabemos más perdidos que encami-
nados.11 No es raro que ante un problema con nuestro
hijo, su profesora, el psicólogo, el pediatra, el «best se-
ller» sobre crianza y nuestro corazón nos recomienden

42
Ángela Marulanda

cada uno algo distinto, y que por eso acabemos por per-
der de vista lo que nos dice nuestro sentido común… el
menos común de los sentidos. Esta sobredosis de infor-
mación suele llevar a que nos sintamos incompetentes y
además culpables por tantas fallas que nos descubrimos.
Otra consecuencia de la abundancia de recomenda-
ciones respecto a la forma correcta de criar a nuestros
hijos es que se ha sobredimen­sionado el impacto que tie­
ne sobre los niños cualquier dificultad que enfrenten o
cualquier falla de nuestra parte. Y por ende, a que crea-
mos que los niños se pueden
«traumatizar» por cualquier
tro­piezo intrascendente, por La sobredosis de
lo que los «comprendemos» información lleva
tanto que les permitimos to- a que nos sintamos
do, los protegemos de con­ culpables por tantas
se­cuencias duras pero for- fallas que nos vemos.
mativas, y les toleramos
conductas inadmisibles.
La «psicologización» de todas las dificultades de los
hijos distorsiona nuestras reacciones como padres debi-
do a que, en el afán por evitar contrariarlos, actuamos de
forma insegura y miedosa cuando lo que ellos requieren
de nosotros es firmeza y consistencia. La realidad que
mues­tran las investigaciones sobre este tema indica
que cuando los niños sienten que sus padres los amamos
y que estamos profundamente comprometidos con ellos,
se sobreponen sin mayor dificultad a nuestros desacier-
tos. Esta certeza les permite a los hijos sobrellevar nues-
tra ira injustificada o nuestros momentos de ofuscación
sin que les ocasionen daños irreparables.
Ya no podemos seguir ejerciendo una tarea, cada día
más compleja, de manera improvisada y espontánea sin

43
De la culpa a la calma

otra pauta de conducta que las experiencias de nuestra


propia infancia. Sin embargo, debemos tener presente
que «no todos los problemas de los hijos se solucionan
fomentando habilidades o destrezas psicológicas en los
padres. Una parte de ellos no son psicológicos, sino éti-
cos. Además, no todas las dificultades que se presentan
en la infancia se derivan de nuestras equivocaciones».12
De lo que sí somos culpables es de sentirnos incapa-
ces para enfrentar el desafío de educar a nuestros hijos
en principios y en valores éticos, en un mundo en donde
estos están desprestigiados. Queremos aplicar los conse-
jos que escuchamos por todas partes, pero a menudo no
actuamos con base en nuestras convicciones y principios
éticos sino de acuerdo con lo que opina «todo el mundo»
o lo que promueve la cultura consumista, a pesar de que
no estamos de acuerdo con sus propuestas, pero las aco-
gemos por miedo a asumir posiciones que nos puedan
hacer ver como mojigatos o anticuados ante los hijos o
ante los demás.
En este estado de cosas,
No hay nadie en hoy es fundamental capaci­
mejor posición para tarnos para la crianza de nues­-
saber qué les conviene tros hijos, pero sin perder de
a los hijos que quienes vista que recibir demasiada
más los aman. información puede sofocar
esa sabiduría innata que hay
en nosotros y que nos dice
qué es lo más correcto y apropiado para su formación.
No hay nadie en mejor posición para saber qué les con-
viene a los hijos que quienes más los aman y por eso, no
hay una voz más autorizada que la que emana del co­
razón de sus padres.

44
Ángela Marulanda

¿Qué podemos hacer si todo ha cambiado


tanto que ya no sabemos qué es lo más
apropiado?

Mientras que antes las familias hacían la cultura,


hoy es la cultura la que hace a las familias.
Mary Pipher, PhD.

Gracias a la globalización, resultante, entre otros, de los


asombrosos adelantos de las ciencias y sobre todo de la
tecnología de las comunicaciones, el mundo, que antes
se circunscribía a las fronteras de nuestros pueblos, en
muy pocos años se extendió hasta incluir la totalidad del
planeta Tierra, a través del gigantesco e ilimitado ciber­
espacio. Y por esta razón se generalizó la cultura difun-
dida por los medios y se universalizaron los gustos, los
valores, las normas y las costumbres, dando como resul-
tado un cambio bastante radical en nuestra forma de vi-
vir y de concebir el mundo.
Los avances tecnológicos y científicos, además de
obli­garnos a acoger rápida y constantemente nuevos pa­
rámetros para ver el mundo y funcionar en él, han sido
tan radicales que no estamos viviendo una era de cambios,
sino un cambio de era. Los científicos sociales señalan
que en la segunda mitad del siglo xx concluyó la Mo-
dernidad, y se inició lo que por el momento se ha llama­
do la Era Posmoderna, y que algunos llaman Era de la
Informática. Vale aclarar que la humanidad cambia de era
no cada cierto y determinado número de años ni en vir-
tud de un fenómeno o evento específico, sino cada vez
que suceden tantos cambios en el estilo de vida de los pue-

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