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“Tenía un joven novicio de unos ocho años de edad. Un día el monje miró a la cara del
niño y ahí vio que iba a morir en los próximos meses. Entristecido por esto, le dijo al
niño que se tomase unas largas vacaciones y fuese a visitar a sus padres. ‘Tómate tu
tiempo’, dijo el monje. ‘No tengas prisa por volver.’ Porque sentía que el niño debía
estar con su familia cuando muriera. Tres meses después, ante su asombro, el monje
vio al niño volviendo montaña arriba. Cuando llegó le miró intensamente a la cara y vio
que el niño ahora viviría hasta una avanzada edad madura. ‘Cuéntame todo lo que
pasó mientras estuviste fuera’, dijo el monje. Así que el niño empezó a contarle sobre
su viaje fuera de la montaña. Le contó sobre pueblos y ciudades por las que había
pasado, sobre ríos vadeados y montañas trepadas. Después le contó cómo un día
llegó hasta un arroyo desbordándose. Se dio cuenta, mientras intentaba pasar con
cuidado a través del arroyo que fluía, que una colonia de hormigas había quedado
atrapada en una pequeña isla formada por el arroyo que se desbordaba. Movido por la
compasión por estas pobres criaturas, cogió una rama de un árbol y la puso
atravesando una corriente del arroyo hasta tocar la islita. A medida que las hormigas
conseguían atravesar, el niño sujetaba la rama firmemente, hasta que estuvo seguro
de que todas las hormigas habían escapado a tierra firme. Entonces continuó su
camino. ‘Conque esa es la razón por la que los dioses han alargado sus días’, pensó
el viejo monje para sí mismo.
“Sucedió una vez que un monje, habiendo despertado al Camino con el eminente
Maestro Fu Shan, fue a vivir a un famoso monasterio. Aunque vivía entre la Gran
Asamblea, no practicaba la meditación ni buscaba orientación en el Dharma; todo lo
que hacía durante el día era estar tumbado durmiendo. Al oír esto, el abad llegó a la
sala de meditación, con un gran bastón en la mano. Viendo al maestro invitado
recostado con los ojos cerrados, le amonestó: ‘¡Este lugar no tiene arroz de sobra
como para permitirle no hacer nada excepto comer y descansar!’ Contestación: ‘¿Qué
me aconsejaría usted hacer, Ilustre Maestro?’ El abad dijo: ‘¿Por qué no se sienta en
meditación?’ Respuesta: ‘La comida suculenta no puede tentar a aquellos que han
comido hasta hartarse.’ El abad continuó. ‘Muchas personas están descontentas con
usted.’ Respuesta: ‘Si estuvieran contentas, ¿qué ganaría yo?’ Escuchando estas
respuestas inusuales, el abad preguntó más, ‘¿Quién fue su maestro?’ Respuesta:
‘Llegué aquí tras haber estudiado con el eminente Maestro Fu Shan.’ El abad dijo, ‘¡No
me extraña que sea usted tan testarudo!’ Entonces se dieron un apretón de manos,
riendo en voz alta, y se dirigieron hacia el cuarto del abad.
“Un día, muchos años después, el invitado Maestro Zen, tras haberse lavado, subió al
asiento Dharma, se despidió de la Gran Asamblea, escribió una estrofa de despedida,
inmediatamente dejó caer el bolígrafo y expiró en una posición sentada. El maestro
invitado, como podemos ver, se conducía a sí mismo fácil y libremente, habiendo
dominado la vida y la muerte. ¿No será porque había interiorizado verdaderamente el
significado del pasaje ‘cuando ni el odio ni el amor perturban nuestra mente, dormimos
serenamente?’” (Cita del Sutra Plataforma del Sexto Patriarca Hui- neng.)
LA CASA EN LLAMAS