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Sagasti, Luis, 

Los mares de la luna, Buenos Aires, Sudamericana,


2006
Mario Ortiz para la revista Cuadernos del Sur – Departamento de Humanidades
UNS
Universidad Nacional del Sur

Sagasti, Luis, Los mares de la luna, Buenos Aires, Sudamericana, 2006.


El empresario Loman ofrece una de sus proverbiales fiestas en el casco de su
estancia. Poco es lo que se sabe de él porque "nunca aparece en las revistas ni en
la televisión" (p.22). A esa fiesta exclusiva concurre, como es de suponer, lo más
selecto del mundo de los negocios; y por lo tanto - como también es de suponer - allí
se realizarán más negocios, ya que "precisamente de eso se trata: la continuación
de los negocios por otros medios" (p.20). Un mundo que se prolonga en otro mundo
y se cierra sobre sí mismo. Mundillo, cuyos estrechos y estrictos límites se remarcan
por gruesas rejas, guardias y perros.
Con todo, la fiesta se desliza a lo largo de las páginas con la textura de un
almohadillado que todo lo amortigua. En el salón principal, "no se distingue muy bien
cuál es la principal fuente de luz" (p.27), mientras "la música de violines ha formado
un colchón donde reposan las conversaciones; una música se escucha de a ratos,
se abre paso entre los huecos de silencio y deja su estela, aparece y desaparece
como los mozos" (p.23). Posible clave de lectura, o más precisamente,
de tempo narrativo: la voz narrativa opera con esos efectos de superficie, de pura
superficialidad en donde no ocurre nada, y donde los diálogos -siempre insertados
en el párrafo mediante el estilo indirecto- están más bien esbozados que
desarrollados, y forman una continuidad sintáctica y gráfica con los manjares y
vinos. De un personaje se dice: "por su boca siempre pasa algo: palabras o comida
o risas" (p.142). La voz narrativa selecciona fragmentos de diálogos y los intercala;
de tal modo, los comentarios sobre el ámbito de los negocios se unen a las charlas
banales sobre modas, viajes y ecología, y en ese roce se anulan y banalizan.
Después de todo, "en la mesa no se habla ni de política ni de religión; es decir, en la
mesa no se habla de nada serio" (p.29). Lo que ya se sabe: en una clase social que
se define, entre otras cosas, por el gasto y el consumo, las palabras también se
degustan como los buenos vinos, las obras de arte o los vestidos escotados. Unos
se prolongan en otros porque los cinco sentidos del cuerpo son otros tantos órganos
de consumo. Así, la fiesta se prolonga a lo largo de las páginas y de los días. El
casco de la estancia es al mismo tiempo salón de baile, hotel, SPA; los invitados
conviven como en un transatlántico de lujo.
Sin embargo, hay que leer todo esto desde la sospecha: a lo largo del relato, se van
dejando señales, pistas de que las cosas en realidad no son lo que parecen. Pero la
habilidad en la construcción del relato hace que esos detalles pasen casi
inadvertidos, que caigan como al azar junto a los comentarios ocasionales y lugares
comunes de sus personajes. Los mares de la luna -recuerda uno de ellos- en
realidad no son tales: lo que hace falta entonces son instrumentos ópticos para
acercar las cosas y ver sus detalles; telescopios para el espacio, lupas para el texto.
Por lo pronto, el clima de la novela va poco a poco enrareciéndose: pequeñas
discusiones entre Julián y Emilia, la pareja protagonista; invitados que desaparecen
sin motivos convincentes y sin despedirse; otros que llegan más tarde y reemplazan
los lugares vacíos. A partir de la desaparición de Emilia, el relato cambia el tempo, y
el clima se va tornando cada vez más amenazante. Mientras la fiesta continúa
indefinidamente, Julián se siente perseguido y se refugia a la madrugada en un
bosquecito aledaño a la cancha de golf. La narración, al focalizarse en él, juega con
calculada ambigüedad entre el relato policial y el terror psicológico. Julián se trepa a
un árbol, y experimenta un verdadero devenir animal o, como diría Sagasti, un
retroceso en la escala evolutiva.
Recién a partir de aquí comenzamos a unir esos detalles dispersos en un a línea de
sentido posible. El telescopio "evaporó" los mares de la luna. Del mismo modo, cierta
noche, antes de la catástrofe final, Julián sale a fumar al balcón de su habitación y al
levantar la vista al cielo recuerda que siempre quiso tener uno de esos aparatos;
pero de haberlo enfocado, no a las alturas, sino a la tierra misma, hubiese podido
acercar al lente el bosquecito de la cancha de golf, y ver con mayor detalle esas
extrañas luces que se mueven en su interior, las actividades de los guardias, lo que
se oculta a los ojos despreocupados de esa fête galante.
Como decíamos, algunos personajes desaparecen; cierta noche, hay un espectáculo
de magia en el que, obviamente, también desaparecen cosas. Pero un personaje,
algo entendido en trucos, comenta que las cosas en realidad no desaparecen;
siguen estando en el mismo lugar; "el truco consiste simplemente en hacer que el
público mire para otro lado y se convenza de que, precisamente, en el otro lado
suceden las cosas" (p.94). El texto apuesta a este lector atento y desconfiado a
quien, como en un relato de Carver, los hechos le son sugeridos más que
explicados.
Texto que juega al ocultamiento, al secreto más que al misterio, a lo que ocurre en
los bordes que escapan a la mirada del invitado lector. ¿Qué hay en ese bosque? Si
en el gran salón y en las mesas de juego se "cocinan" negocios, ¿qué se cocina en
esas enormes cocinas, por otra parte de acceso prohibido? ¿Qué son esas extrañas
piernas de cordero que se sirven a la madrugada? La antropofagia es una
posibilidad tenebrosa que parece dibujarse. En tal sentido, el barroco, y
específicamente el barroco holandés, operan como resonancia de la propia trama de
ocultamiento, juego de espejos y montaje: Loman muestra a algunos de sus invitado
su colección privada, en la que se destaca El banquete de caballeros de Van
Geertgen; en él se representa "a un grupo de caballeros que, al girar la cabeza,
clavan sus ojos en los ojos de quien los observa, como si hubieran sido sorprendidos
en una falta". Este observador, como en Las Meninas, se perfila en uno de los
espejos del cuadro (p.118).
A partir de aquí se plantea un abanico de lecturas: ¿fresco satírico de una clase
opulenta pero vacía? ¿Metáfora de la fiesta menemista organizada por un Loman -
Yabrán que se escapa de la visibilidad pública?, ¿O también metáfora de la
dictadura y los desaparecidos? ¿Alegoría de una clase que, en última instancia,
termina devorándose a sí misma? La novela juega con estas posibilidades, sin
definirse por ninguna. Pero sabemos cuáles son los problemas que se derivan de
una lectura de tipo alegórica: la materialidad del texto se disuelve a favor de un
sentido trascendente al cual se remiten todos los sentidos de ese texto, el cual, de
este modo, se convierte en una mera ilustración en clave ficcional. Pero, como lo
viera Adorno en las novelas de Kafka, no se sabría cómo encajar en un sentido
unificador la multiplicidad de detalles que presenta la narración concreta y, por lo
tanto, la alegoría tiende a estallar. Del mismo modo, si la fiesta es un símbolo de un
momento determinado de la historia argentina reciente, ¿qué hago con su duración
inacabable, y que se me impone a lo largo de tantas páginas como una presencia
ineludible? ¿Qué con las relaciones complejas que empiezan a tramarse entre los
propios protagonistas? ¿Qué le ocurre a mi propio cuerpo de lector después de
tantas comidas y cigarros?
Entonces, una vez aceptados los instrumentos ópticos que propone el texto, lo que
sugiero es abandonarlos bajo la hipótesis de que no hay un más allá para ver, de
que este narrador / tramoyista / prestidigitador quiere hacernos desviar la mirada,
pero al mismo tiempo quiere que veamos las cosas en su propio lugar, haciendo una
lectura literal. De esta manera, la fiesta deviene algo en sí mismo pesadillesco por
acumulación y multiplicación de las series de eventos y comidas; pequeño infierno
del consumo desmedido que provoca intoxicación y decadencia en los cuerpos de
los invitados. Mucho más eficaz que una sátira, la potencia política de esta novela se
juega, entonces, a nivel de la letra, de lo específicamente literario. El consumo no se
denuncia ni se condena: se lo multiplica hasta el delirio y la monstruosidad. Sólo así
podremos apreciar la deformación de los cuerpos: de ese personaje que
mencionamos al principio, y al que siempre le están pasando cosas por la garganta,
a continuación se dice que pareciera tener dos bocas, una para hablar y otra para
comer. Entes bicéfalos, o cuerpos seccionados como el de un invitado pura sonrisa
educada en las técnicas de marketing, y que por eso se aparece al narrador como
sonrisa separada del cuerpo, lo mismo que -menciona explícitamente- la del gato de
Alicia en el País de las Maravillas. Mujeres de rostros estirados, pero manos como
garras. En algunas reseñas periodísticas se hace referencia al barroco holandés
(con sus juegos de sombras y luces, punto de vista problemáticos y espejos) como
posibilidad de lectura que la misma novela ofrece. Es probable, pero si de pintura se
trata, establezco mejores relaciones con los cuadros de Jorge de la Vega, en
concreto con su serie norteamericana donde pintaba seres con rostro de felicidad
radiante pero cuerpos deformados como babosas o pulpos.
Si seguimos pegados al texto, podremos ver las relaciones de poder que se
establecen en el interior de este mismo mundo de poder. Las relaciones jerárquicas
pasan no sólo por quien tiene más o menos dinero o posibilidades de movilizar
inversiones e influencias, sino que en este mundo cerrado de la fiesta, donde
solamente parecen reunirse para consumir -los negocios en realidad quedan en un
plano secundario- se establecen relaciones de saber, de un saber que, obviamente,
pasa por el consumo. El "hombre de mundo" es aquel que consume la variedad de
objetos del mundo (gastronómicos, artísticos, turísticos, tecnológicos, etc.), y que
sabe su peso, medida, nombre y valor. Julián da un primer sorbo a la copa de vino, y
luego de degustarla, anuncia solemnemente "cabernet". Disimuladamente, da vuelta
la botella, y ve que la etiqueta dice "malbec". Julián todavía no pasa del nivel de un
dilettante en materia de consumo. Por ello, Loman ocupa un puesto de poder en la
novela, no sólo porque es el anfitrión y su fortuna aparece como desmedida, sino
porque sabe más: él es el supremo consumidor que, a su modo, se ha vuelto un
especialista. Al principio del relato se lo presenta en la compra de una bodega que,
si bien para él sería un negocio económicamente menor, reclama toda su personal
atención como si se tratase de una inversión de envergadura. Su pinacoteca, como
ya se ha dicho, es específica del barroco holandés. A ella invita a un reducido grupo
de invitados, entre ellos a Pía, una curadora: "Loman se detiene un momento en
cada pintura; y en cada una, antes de decir algo, deja un cono de gentil silencio para
que Pía pueda reconocer en voz alta al autor. Julián tiene la impresión de que se
trata de un ritual que Loman ha representado muchas veces" (p. 116). Es, claro, el
ritual del examen; y se sabe que todo examen implica una relación de poder.
La antropofagia en este contexto no sería tanto un ritual ancestral o un símbolo de la
clase explotadora, sino una prolongación de la misma lógica del consumo exquisito
llevada hasta el grado de delirio perverso. Tramas de poder, entonces, entre quienes
comen y eventualmente son comidos.
Tomo y obligo. Ofrezco una lectura propia; pero también reclamo de los demás la
lectura de este texto ineludible en el panorama de la literatura argentina reciente. Es,
sin duda, un acto obligatorio, pero también de auténtico placer.
recibido: 14/09/06 
aceptado para su publicación: 15/10/06

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