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DOMINGO, 7 DE OCTUBRE DE 2012

La pérdida del reino


Cinco relatos y un enigmático personaje que pugna por entrar en la literatura arman el
escenario en el que se despliega El último joven (Seix Barral), una propuesta tan vibrante
como sentimental sobre cómo empezar a abandonar la juventud sin dejar de combinar en
difícil alquimia los atributos de la inocencia y las ventajas de la experiencia. Revisando una
tradición quizá sorpresiva que va de José Bianco a Rodolfo Rabanal y Fogwill, Juan Ignacio
Boido, periodista y editor de Radar, asume los avatares de la nueva narrativa argentina con un
fresco facetado sobre los jóvenes de los años ’90 y sus primeras cicatrices, que se vuelven
visibles con el nuevo siglo.

Por Alan Pauls

El último joven es un bello título. Es el título de un libro de cuentos, el primero que publica Juan
Ignacio Boido, pero no es el título de un cuento en particular. No hay aquí “parte por el todo”, truco
fácil y un poco desolador al que los títulos de los libros de cuentos quizá nos tengan demasiado
acostumbrados. En rigor, “el último joven” viene de un cuento, como se dice a menudo de esos
ritornellos cuyo origen ignoramos y por eso mismo nos hechizan: una música que llega de una
habitación lejana, un nombre que el pasado deja caer de golpe en la conversación que no lo
esperaba.

La expresión viene del cuento más largo del libro, casi una nouvelle –“Teddy Hernández entra en la
literatura”–, en particular de una frase en la que no es difícil escuchar el eco, tan nítido que suena a
logotipo, del imaginario de Roberto Bolaño: “Habló –escribe Boido– de la manta de lana en que se
envolvió el último joven del batallón de poetas”. El contexto inmediato involucra a Troya, su guerra,
sus muertos de leyenda, pero la vibración mítica de la viñeta –poeta-soldado desvalido necesitado
de abrigo– no es muy distinta de la que anima a las manadas de infrarrealistas que trasnochan en
la ficción de Bolaño. Sólo que Boido, a diferencia de Bolaño –a cuyo juvenilismo hiperoxigenado
Boido sin duda no es insensible, como lo pone blanco sobre negro el cameo que le regala en el
último relato del libro–, maneja otro volumen. Habla más bien en voz baja, en clave menor, como si
el romanticismo de cualquiera de sus detectives salvajes (chicos lectores, aprendices de escritores,
egresados que debutan como profesores de la secundaria de la que egresaron, enamorados
atentos a lo que sueñan sus objetos de amor: en otras palabras, esa estirpe de doliente lúcido y
solitario que se deja resumir por la figura del testigo, alguien que siempre está a la vez adentro y
afuera de aquello de que da testimonio, moviéndose “por los bordes de la fiesta”) nunca fuera tan
romántico como cuando lo vela, poniéndolo más en carne viva que nunca, una sombra de
fragilidad o de miedo. En esa discreción, en el pudor con que la expresión “el último joven” se
desliza en la frase, arriesgándose a pasar inadvertida pero destilando toda su lacónica tristeza,
está el secreto de su formidable resonancia, la clave del sigilo con que destiñe sobre los demás
cuentos.

Sólo cinco relatos caben en el libro –la frugalidad es otra rareza bienvenida de El último joven–, y
los cinco están atravesados por el mismo mood emocional, una combinación de ansiedad y
experiencia, inocencia y desencanto, entusiasmo y resignación, que les da el carácter paradójico
que tienen, como si fueran al mismo tiempo fábulas de iniciación y recapitulaciones, ficciones que
prometen y retrospectivas luctuosas. Boido va y viene entre una primera persona introspectiva,
analítica, y una tercera más “fenomenológica”, capaz de describir las intermitencias del corazón
con la exactitud de un sismógrafo. Pero las dos variantes dan cuerpo a una misma posición. Visible
como maquinador o camuflado detrás de un personaje, el narrador de El último joven tiene una
sola obsesión, o más bien –porque “obsesión” suena también demasiado vehemente para los
modelos asordinados de Boido– una sola debilidad: narrar ese trance iluminador pero inconsolable
en el que alguien se recuerda a punto de entrar en alguna clase de orden nuevo. En otras
palabras, el momento en que descubrir y envejecer son la misma peripecia, y pasado y porvenir los
nombres reversibles del desconsuelo que hace nacer la escritura.

¿Qué entender por “último joven”? ¿El único que queda de una clase que se ha extinguido? ¿El
que llega demasiado tarde al banquete del que su clase disfrutó hace rato? ¿El que sigue
sosteniendo banderas que los demás ya arriaron? Difícil decidirse. En el sentido de Boido, se diría
que el último joven es el peor, el más lento, el más rezagado de los jóvenes, es decir: el más viejo
(y el único que podría dar lugar a un escritor). Alguien que, “en la flor de la edad”, se piensa a sí
mismo y piensa su clase como una cosa muerta, incapaz de vivir, condenada a recordar lo que vive
en el momento mismo en que lo vive. Una suerte de traidor sin énfasis, tímido, elegante, que goza
más o menos en privado de todo lo que su clase descarta, prohíbe o archiva: copas al atardecer,
bibliotecas de colegios ingleses, protocolos románticos. “Ultimo joven” también podría ser una
categoría sociológica (que Fogwill, citado en el libro, habría despellejado con fruición), un
segmento de mercado peliagudo (cuyos gustos, según Boido, merodean peligrosamente el siglo
XIX, las cocinas como centros neurálgicos de las casas, los sueños, las poesía clásica), un
oxímoron biológico (a los veintipico, Juan, el joven profesor de “Teddy Hernández...”, deambula por
una casa colonial de Ascochinga con la lánguida ubicuidad de los jóvenes arruinados de Scott
Fitzgerald), un ethos literario provocativo (el escritor debutante que elige alimentarse de los libros
que ya nadie lee).

El último joven. Juan Ignacio Boido Seix Barral 200 páginas

¿Hay algo más conmovedor, más avieso, que esa vitalidad longeva? Su adn palpita en el primer
amor de “Todos tienen algo con su nombre”, una pasión asimétrica, hecha de dosis idénticas de
impulso y cálculo, que ya es antigua cuando nace y sobrevive milagrosamente estancada en un
intersticio insoportable (insoportablemente romántico), el que separa los dos países que desvelan a
los amores contrariados: uno que ya no existe (el pasado), otro donde se ha vuelto imposible vivir
(el presente). Está también en la espina que una mujer desvelada le clava a su enamorado al
contarle –mirándolo a los ojos, como Nicole Kidman a Tom Cruise en Ojos bien cerrados– un
sueño en el que le es infiel, profecía banal que basta para desterrarlo al mundo de los amenazados
(“Y lo demás escrito en las estrellas”). Y está más que nunca en el narrador de “Teddy
Hernández...”, joven único, suelto, en medio de una población de adultos vagamente tilingos,
invitado a una extraña ceremonia teatral que lo enfrenta con la extinción de su propio pasado.
“Último joven”, sin embargo, es más que todo eso, porque es menos figurativo que todo eso. Más
que una clase o una tipología subjetiva, designa un momento particular, una instancia temporal
delicadísima, el punto crítico donde dos temporalidades (la inminencia y la evocación) convergen y
se trenzan hasta la indistinción. La patria del último joven no es joven ni vieja, no es histórica y
tiene vedado el progreso. Es la patria del anacronismo.
“Teddy Hernández entra en la literatura” (ciento diez páginas incrustadas sin escrúpulos en el
corazón de un libro de relatos) es la apuesta más fuerte del libro. Es el relato más “actual”: empieza
en presente, con uno de esos cuadros de situación a la Fogwill, certeros y un poco petulantes
(“Hace tiempo que la literatura argentina ya no se reserva un lugar para personajes así”), de los
que el relato que está por venir será a la vez la ilustración desafiante y el contraejemplo ejemplar.
Es el relato más “literario”: se presenta como una operación puntual (reintegrar al cuerpo de la
literatura argentina una figura olvidada: la figura del concheto cultivado, seductor, un poco
tránsfuga, a la vez transparente y enigmático), invoca los nombres que la respaldan o anteceden
(Fogwill, Rabanal, Asís, Bioy Casares, Marta Lynch, Silvina Bullrich), reivindica la biblioteca como
alegoría de la nación y espacio del secreto y se demora en devaneos culturales que van de la
inauguración de El Ateneo Gran Splendid al Martín Fierro anotado por Sarmiento, pasando por la
publicación de Historia argentina de Rodrigo Fresán. “Teddy Hernández...” es un relato actual, pero
su actualidad –como todas: es una de las hipótesis de El último joven– es de época; está
levemente corrida, desfasada, como si el presente fuera por definición lo que nunca cae en su
lugar. Los hechos, nombres y referencias que parecen anclarlo en realidad lo abandonan a una
incertidumbre vaga, una forma de desorientación o de suave narcosis, como si la historia y la
cultura argentinas hablaran a través del relato pero mareadas.

Llamo a ese mareo anacronismo (o síndrome del último joven, como se prefiera), y sólo un necio
olvidará que si ese mal de tiempo fue alguna vez en la literatura argentina algo parecido a una
poética, fue gracias a José Bianco (Sombras suele vestir, Las ratas), a quien Boido no menciona
pero que recorre el relato de parte a parte, como otro, quizás el más influyente, de los espectros
que pueblan el paisaje vagamente alucinado de la sierra cordobesa. El héroe de El último joven
nunca es tan espectador como en “Teddy Hernández...”: es ajeno a todo, nada le pertenece, los
rituales de clase que se le ofrecen lucen pomposos y rancios, como fotogramas de una época en
que la gente fina no hablaba de películas sino de “vistas”. Y sin embargo ese pasado démodé,
antiguo pero no tanto, que el héroe describe con la inquietud, la alarma, la atención devota de los
testigos de Henry James, convencido de que no hay frivolidad mundana (no, al menos, en una
casa de campo que se hace llamar La Escondida) que no esconda otra cosa, está a su vez
trabajado por un pasado absoluto y originario, el pasado de la tragedia griega, capaz de hacer
visible, al mismo tiempo, la violencia reprimida de ese mundo en decadencia y la oscura pulsión
incestuosa por la que el héroe, sin saberlo, está ligado a él. No hay salidas de tono ni desplantes a
la vista, pero todo en “Teddy Hernández entra en la literatura” huele a programa, al menos al tipo
de prescripción que tolera permitirse un escritor como Boido, menos inclinado a levantar el dedito
que a dejar hablar las voces inactuales que pone en juego en sus relatos. Es el programa del
escritor-último joven, clásico desubicado, retaguardista sin vergüenza que piensa en hoy, en el
presente, en “entrar en la literatura argentina”, y lo que hace, vigía invertido, es auscultar todo lo
que las formas múltiples del pasado tienen todavía para decir.

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