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o I í t i c a y D e r e c h o

í t a D o e h

s m s i B I £ co n ceb ir una sociedad iguali­


taria? ¿Resulta válido hablar de plura­
lismo e igualdad en medio de nuestra
m odernidad delirante, sin recu rrir a
a rg u m e n ta c io n e s c a r e n te s d e s e n ­
tido? ¿Cómo puede com prenderse la justicia dentro de
los grupos sociales que rechazan ser iguales entre sí?
M ichael Walzer, distinguido filósofo de la política y
catedrático de ciencias sociales en el Instituto de Estu­
d ios Avanzados, da resp u esta a esto s y o tro s in te­
rro g a n tes en la p re sen te o b ra . L e jo s de d e fin ir el
igualitarismo político com o una m era elim inación de
d iferen cias, el au tor lo co n sid era el p rincipio para
1 alcan zar una so cied a d lib re d e d o m in ació n . AI re ­
con ocer que el concepto d e igualdad es com plejo en
sí, el autor busca una explicación evitando prejuicios y
mistificaciones.
Michael Walzer no propone una utopía más; su o b ­
jetivo es encontrar las posibilidades del igualitarismo
en nuestras socied ad es, m ediante ejem p lo s co n tem ­
porán eos e históricos. E n esta o b ra se analizan con
profundidad los conceptos de pertenencia, seguridad,
b ien esta r, d in ero , ed u cació n , tiem p o libre y p o d er
político, con el objeto de explicar su funcionamiento y
e n c o n tra r así la fo rm a de co m p a rtir, dividir e in­
tercam biar los bienes sociales para lograr una sociedad
libre, en lo posible, de dominación.

En la p ortad a: E l p rim er p aso, d e Frantisek Kupka.

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MICHAEL WALZER

LAS ESFERAS
DE LA JUSTICIA
Una defensa del pluralismo y la igualdad

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA


M É X IC O
Prim era edición en inglés. 1983
Prim era edición en español. 1993
Prim era reimpresión, 1997

S e prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra


— incluido el diseño tipográfico y de portada— ,
sea cual fuere el medio, electrónico o m ecánico,
sin el consentim iento por escrito del editor.

Titulo original:
Spheres o f Juslice. A Defense o f Pluralism an d Equality
© 1983, B asic Books, Inc.
ISBN 0-465-08189-4

D. R. © 1993, Fondo de C ultura E conómica , S. A. de C.


D. R. © 1997, Fondo de C ultura E conómica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14200 México, D. F.

ISBN 968-16-3865-4
Impreso en México
J osepu P. W alzer

(1906-1981)

" L a m em oria d el ju sto


es una b e n d ició n ."
PREFACIO

Literalmente entendida, la igualdad es un ideal que incita a la traición.


Hombres y mujeres comprometidos lo traicionan, o parecen hacerlo, tan
pronto como organizan un movimiento en favor de la igualdad y distribuyen
poder, posiciones e influencia entre ellos. Aquí hay una secretaria ejecutiva
que recuerda los nombres de pila de todos los miembros; allá, un agregado
de prensa que maneja a los reporteros con notable habilidad; acá, un orador
popular e infatigable que recorre los escalafones locales y "fija las bases".
Dichos individuos son tan necesarios como ineludibles, y ciertamente son
algo más que iguales de sus camaradas. ¿Son acaso traidores? Tal vez sí. Pero
tal vez no.
La particularidad de la igualdad no puede ser explicada por su significado
literal. Viviendo en un Estado autocrático u oligárquico podemos soñar con
una sociedad donde el poder fuera compartido y cada quien lo ejerciera
exactamente en la misma proporción. Pero sabemos que una igualdad de
esta clase no sobreviviría a la primera reunión de los nuevos asociados. Al­
guien será elegido presidente; otro más pronunciará un impresionante dis­
curso y nos persuadirá a todos de seguir su guía. Al final del día habremos
empezado a establecer distinciones entre unos y otros: precisamente para eso
son las reuniones. Viviendo en un Estado capitalista podemos soñar con una
sociedad en la que cada cual tuviera la misma cantidad de dinero. Pero sabe­
mos que el dinero igualmente distribuido un domingo al mediodía habrá de
ser desigualmente redistribuido antes del fin de la semana. Algunos lo aho­
rrarán, otros lo invertirán y otros más lo gastarán (y ello también de distinta
manera). El dinero existe para hacer posibles estas variadas actividades; y si
no existiera, el trueque de bienes materiales produciría, aunque más lenta­
mente, los mismos resultados. Viviendo en un Estado feudal podemos soñar
con una sociedad en la que todos sus miembros fueran igualmente honrados
y respetados. Pero si bien podemos dar a todos el mismo título, sabemos que
no podemos dejar de reconocer —en el fondo, queremos ser capaces de reco­
nocer— los múltiples grados y clases de destreza, fuerza, sabiduría, valor,
bondad, energía y gracia que distinguen a un individuo de otro.
Pero tampoco a muchos de nosotros, comprometidos con la igualdad, nos
haría felices el régimen necesario para mantener su sentido literal: el Estado
como el lecho de Procusto. Según Frank Parkin,

el igu alitarism o p arece requ erir un sistem a p o lítico m ed iante el cual el E stad o sea
cap az d e m an ten er co n tin u am en te a raya a aqu ello s gru p o s sociales y o cu p acio n a-
les q u e, e n virtud d e su s capacid ades, d e su edu cación o d e sus atribu to s p erso ­
nales, p od rían d e o tro m od o (...) exigir una p articipación d esp ro p orcio n ad a en las

9
10 PREFACIO

reco m p en sas d e la socied ad . La m an era m ás efectiv a d e m an ten er a ta le s gru p o s


b ajo co n tro l e s negánd oles el d erecho a org an izarse p o líticam ente.1

La cita anterior proviene de un partidario de la igualdad. Los detractores


son todavía más elocuentes en describir la represión que requeriría y el pusi­
lánime y gris conformismo que generaría. Una sociedad de iguales, indican,
sería un mundo de falsas apariencias donde los individuos, de hecho no
siendo iguales entre sí, estarían obligados a verse y a actuar como si lo fue­
ran. Y el cumplimiento de las falsedades tendría que ser vigilado por una
élite o vanguardia cuyos miembros, a la vez, simularían en realidad no exis­
tir. Ésta no es una perspectiva halagüeña.
Pero nosotros no entendemos tal cosa por igualdad. Hay partidarios de
ésta que han adoptado el argumento de Parkin y hecho las paces con la re­
presión política, pero el suyo es un credo inmisericorde y, en la medida en
que se le comprende, es improbable que atraiga a muchos adeptos. Incluso
los defensores de lo que he de llamar la "igualdad simple" por lo general no
tienen en mente una sociedad nivelada y conformista. Entonces, ¿qué es lo
que tienen en mente? ¿Qué puede significar la igualdad, de no entenderse en
sentido literal? No es mi propósito inmediato formular las preguntas filo­
sóficas convencionales: ¿en qué aspectos somos iguales unos y otros?, y ¿en
virtud de qué característica somos iguales en tales aspectos? Todo este libro
es una respuesta elaborada a la primera de esas preguntas; no conozco la res­
puesta a la segunda de ellas, si bien en el último capítulo habré de sugerir
una característica pertinente. Pero, sin duda, existe más de una contestación;
a la segunda pregunta se responde mejor con una lista que con una sola pala­
bra o una sola frase. La respuesta tiene que ver con nuestro reconocimiento
mutuo como seres humanos, como miembros de la misma especie, y lo que
reconocemos son cuerpos y mentes y sentimientos y esperanzas e incluso
almas. Para los fines de este libro, he de dar por supuesto tal reconocimiento.
Somos muy distintos, y también somos manifiestamente semejantes. Ahora
bien, ¿qué (compleja) configuración social se deriva de tal diferencia y de tal
similitud?
El significado primigenio de la igualdad es negativo; el igualitarismo en
sus orígenes es una política abolicionista. Se orienta a eliminar no tixias las
diferencias sino únicamente una parte de ellas, y un conjunto particular dife­
rente en tiempos y lugares diferentes. Su blanco es siempre específico: privi­
legios aristocráticos, riqueza capitalista, poder burocrático, supremacía racial
o sexual. Sin embargo, en cada uno de estos casos los afanes tienen algo así
como la misma forma. Lo que se encuentra amenazado es la capacidad de un
grupo de individuos para dominar a sus camaradas. Lo que genera la políti­
ca igualitaria no es el hecho de que haya ricos y pobres, sino la posibilidad de
que el rico "exprima al pobre", de que le imponga la pobreza, de que deter­
mine su comportamiento sumiso. De la misma manera, no es la existencia de
aristócratas y personas comunes, o de funcionarios y ciudadanos ordinarios1
1 Frank Parkin, Class, hwquality mui Political Order, Londres, 1972, p. 183.
PREFACIO 11

(y, por supuesto, tampoco la existencia de diferentes razas y sexos) lo que


origina las demandas populares de abolición de las diferencias sociales y
políticas, sino lo que los aristócratas hacen con las personas comunes, lo que
los funcionarios hacen a los ciudadanos ordinarios: lo que individuos con
poder hacen a otros sin él.
La experiencia de la subordinación —de la subordinación personal, sobre
todo— se halla tras la idea de la igualdad. Sus detractores a menudo afirman
que las pasiones que animan la política igualitaria son la envidia y el resenti­
miento, y es muy cierto que tales pasiones se exacerban en todo grupo
subordinado. En alguna medida, conformarán sus políticas: de ahí el "comu­
nismo vulgar" que Marx describiera en sus manuscritos juveniles, el cual no
es otra cosa que la envidia en acción.2 Pero envidia y resentimiento son pa­
siones incómodas; nadie goza con ellas, y me parece acertado afirmar que el
igualitarismo no es tanto su traducción a hechos como un intento por escapar
de las condiciones que las generan. O que las hacen letales, pues hay una
clase de envidia que late, por así decirlo, bajo la superficie de la vida social y
que no trae consigo serías consecuencias. Podré envidiar el talento de jardi­
nero de mi vecino o su rica vo¿ de barítono o hasta su capacidad para ganar­
se el respeto de nuestros amigos comunes, pero nada de esto me llevará a or­
ganizar un movimiento político.
El objetivo del igualitarismo político es una sociedad libre de dominación.
Tal es la magnífica esperanza invocada por la palabra igualdad: no más
reverencias y besamanos, no más servilismo y obsequiosidad, no más tem­
blores reverenciales, no más encumbramiento y poderío, no más amos, no
más esclavos. No es la esperanza de la eliminación de las diferencias: no hay
razón para que todos tengamos la misma cantidad de las mismas cosas.
Cuando nadie posee o controla los medios de dom inación, mujeres y
hombres son iguales entre sí (¡jara toda cuestión de importancia moral y po­
lítica). Pero los medios de dominación se constituyen de manera diversa en
sociedades diversas. La cuna, la sangre, la riqueza heredada, el capital, la
educación, la gracia divina, el poder estatal: todo ello ha servido en una
época u otra para que unos dominasen a otros. La dominación siempre es
propiciada por un conjunto de bienes sociales dados. Si bien la experiencia es
personal, nada en las personas mismas determina su carácter. De ahí, nue­
vamente, que la igualdad como la hemos anhelado no requiera la represión
de las personas. Debemos comprender los bienes sociales y controlarlos; así,
no necesitaremos estirar o encoger a los seres humanos.
Mi propósito en este libro es describir una sociedad donde ningún bien
social sirva o pueda servir como medio de dominación. No trataré de
describir cómo podríamos proceder para crear tal sociedad. La descripción es
ya bastante difícil: el igualitarismo sin el lecho de Procusto; un igualitarismo
vivo y abierto que coincida no con el significado literal del término sino con
las previsiones, más ricas, de la idea; un igualitarismo que sea congruente

2 Kart Marx, Economic and Plulasophical Mmitiseripts, en Early Wriiiugs, tr. al inglés de T. B.
Bottomore, Londres. 1963, p. 153.
12 PREFACIO

con la libertad. Al mismo tiempo, no es mi propósito esbozar una utopía lo­


calizada en alguna parte ni un ideal filosófico aplicable por doquier. La so­
ciedad de iguales se encuentra a nuestro alcance. Es una posibilidad práctica
aquí y ahora, latente ya, como intentaré mostrar en nuestra comprensión
compartida de los bienes sociales. Nuestra comprensión compartida: la idea
es aplicable en el mundo social donde fue desarrollada; no lo es, o no necesa­
riamente, en todos los mundos sociales. Encaja en cierta concepción de cómo
los seres humanos se relacionan unos con otros y de cómo usan las cosas que
hacen para configurar sus relaciones.
Mi planteamiento es radicalmente particularista. No me jacto de haber
logrado un gran distanciamiento del mundo social donde vivo. Una manera
de iniciar la empresa filosófica —la manera original, tal vez— consiste en
salir de la gruta, abandonar la ciudad, subir a las montañas y formarse un
punto de vista objetivo y universal (el cual nunca puede formarse para
personas comunes). Luego se describe el terreno de la vida cotidiana desde
lejos, de modo que pierda sus contornos particulares y adquiera una forma
general. Pero yo me propongo quedarme en la gruta, en la ciudad, en el
suelo. Otro modo de hacer filosofía consiste en interpretar para los con­
ciudadanos el mundo de significados que todos compartimos. La justicia y la
igualdad pueden ser elaboradas idealmente como artefactos filosóficos, no
así una sociedad justa e igualitaria. Si una sociedad así no ha llegado aún
—escondida, digamos, tras nuestros conceptos y categorías—, nunca la ha­
bremos de conocer concretamente ni la construiremos de hecho.
A fin de sugerir la realidad posible de (cierto tipo de) igualitarismo, he
intentado articular mi argumentación mediante ejemplos contemporáneos e
históricos, relaciones de la distribución en nuestra propia sociedad y, a
manera de contraste, en otras sociedades. La distribución no arroja cuentas
espectaculares, pero rara vez se pueden contar las historias que a uno le gus­
taría contar, con un principio, una parte media y un final que apunte hacia
una moraleja. Mis ejemplos son esquemas a grandes líneas, a veces centrados
en los agentes de la distribución, otras en sus procedimientos, otras más en
sus criterios, y otras en el uso y el significado de las cosas que compartimos,
dividimos e intercambiamos. Estos ejemplos se proponen sugerir la fuerza
de las cosas mismas, o más bien, la fuerza de nuestra concepción de las cosas.
El mundo social lo hacemos tanto en nuestras mentes como con nuestras ma­
nos, y el mundo particular que hemos hecho se presta a interpretaciones
igualitarias. Otra vez, no a un igualitarismo en sentido literal: nuestras con­
cepciones son demasiado complejas para eso; pero sí se inclinan continua­
mente a proscribir el uso de las cosas para fines de dominación.
Esta proscripción tiene su fuente, me parece, no tanto en una concepción
universalista de los individuos como en una concepción pluralista de los bie­
nes. De ahí que en las páginas siguientes imite a John Stuart Mili y abandone
las ventajas (la mayoría de ellas) que puedan reforzar mi argumentación acer­
ca de los derechos personales, esto es, de los derechos humanos o naturales.3
3 C/. John Stuart Mili, On Liberli/, en The PMlosophy o f John Stuart Mili, Marshall Cohén,
comp., Nueva York, 1961, p.198.
PREFACIO 13

Hace unos años, al escribir sobre la guerra, me valí sobre todo de la idea de
los derechos, dado que la teoría de la justicia en la guerra puede generarse
de los dos derechos más importantes y ampliamente reconocidos en su más
pura enunciación negativa: no ser despojado de la vida o de la libertad.4 Lo
que es tal vez más importante, ambos derechos parecen fundamentar los
juicios morales que con mayor frecuencia hacemos en tiempos de guerra. En
realidad, desempeñan una función. Pero la ayuda que pueden prestar al re­
flexionar sobre la justicia distributiva es sólo limitada. Los he de invocar
primordialmente en los capítulos acerca de la pertenencia y el bienestar, pero
incluso allí no calan hasta la sustancia de la cuestión. El afán de articular un
planteamiento completo de la justicia o una defensa de la igualdad mediante
la multiplicación de los derechos, pronto convierte en una farsa aquello que
va multiplicando. Decir que los individuos tienen derecho a poseer lo que a
nosotros se nos ocurra que deben poseer, no es decir gran cosa. Ciertamente,
los individuos poseen derechos no sólo acerca de la vida y de la libertad, pero
éstos no son resultado de nuestra común humanidad; son resultado de una
concepción compartida de los bienes sociales: su carácter es local y par­
ticular.
Sin embargo, el principio de utilidad de Mili tampoco puede servir como
último recurso en una argumentación por la igualdad. La "utilidad en el
sentido más amplio" puede funcionar, supongo, de la manera que uno guste.
Mas el utilitarismo clásico parecería requerir un programa coordinado, un
plan central sumamente específico para la distribución de los bienes sociales.
Y aunque el programa podría producir algo parecido a la igualdad, no sería
como yo la he descrito, libre de toda clase de dominación, pues el poder de
los planificadores sería preponderante. Si hemos de respetar los significados
sociales, la distribución no puede ser coordinada en relación con la felicidad
general ni con ninguna otra cosa. La dominación se erradica sólo si los bienes
sociales son distribuidos por razones distintas e "internas". En el primer ca­
pítulo he de explicar qué significa esto, y habré de mantener que la justicia
no es — como lo es el utilitarismo— una ciencia integrada, sino un arte de la
diferenciación.
Y la igualdad es sólo el resultado de este arte —al menos para nosotros, al
trabajar con los materiales a la mano— . En el resto del libro intentaré
describir esos materiales, las cosas que hacemos y distribuimos, una por una.
Intentaré aproximarme a lo que la seguridad y el bienestar, el dinero, los
cargos, la educación, el tiempo libre, el poder político y demás, significan
para nosotros; y de cómo figuran en nuestras vidas. Y cómo los podríamos
compartir, dividir e intercambiar si estuviéramos libres de toda clase de
dominación.
Prineeton, Nueva Jersey, 1982.

4 M ichacl W alzer, Jusl and Unjusl Wars: A Moral Argumcnt with Historical Uluslrations,
Nueva York, 1977, especialmente los caps. 4 y 8.
RECONOCIMIENTOS

Los reconocimientos y las citas son materia de justicia distributiva, son la


moneda con que pagamos nuestras deudas intelectuales. El pagar es impor­
tante; de hecho, hay un refrán en el Talmud según el cual el día de la reden­
ción se acerca un poco más cuando un sabio reconoce todas sus fuentes. Sin
embargo, no es fácil hacer ese reconocimiento total; probablemente no nos
percatamos o somos incapaces de reconocer muchas de nuestras más hondas
deudas, y así el gran día se encuentra lejos aún. Incluso aquí, la justicia es
imperfecta e inacabada.
Impartí durante el año académico 1970-1971 un curso en la Universidad
de Harvard, junto con Robert Nozick, sobre el tema "Capitalismo y socialis­
mo". El curso tenía la estructura de una argumentación, cuya primera parte
puede encontrarse en Anarchy, State, and Utopia (Nueva York, 1974) del pro­
fesor Nozick,-* el presente libro es la otra mitad. No he tratado de responder a
las opiniones de Nozick de modo detallado; simplemente, he desarrollado
mi propia postura. Debo, sin embargo, más de lo que me es dado expresar a
nuestras discusiones y desavenencias.
Varios capítulos de este libro fueron leídos y discutidos en reuniones de la
Society for Ethical and Legal Philosophy y en seminarios patrocinados por
la School of Social Science del Institute for Advanced Study. Manifiesto mi
agradecimiento a todos los miembros de la Sociedad y a mis colegas del Ins­
tituto durante los periodos de 198CM981 y de 1981-1982. En particular, quiero
reconocer el consejo y la crítica de Jonathan Bennet, Marshall Cohén, Jean
Elshtain, Charles Fried, Clifford Geertz, Philip Green, Amy Gutmann, Albert
Hirschmann, Michael McPherson, John Schrecker, Marc Stier y Charles
Taylor. Judith Jarvis Thomson leyó el manuscrito íntegro y subrayó todos los
pasajes donde, a pesar de tener yo todo el derecho a afirmar lo propuesto,
tendría que haber mejorado mi argumentación. He intentado hacerlo, si bien
no con la profundidad que a ella (y a mí) nos hubiera gustado.
Robert Amdur, Don Herzog, Irving Howe, James T. Johnson, Marvin Kohl,
Judith Leavitt, Dennis Thompson y John Womack leyeron cada uno un
capítulo y aportaron su valiosa ayuda. Mi esposa, Judith Walzer, leyó gran
parte del libro, habló conmigo acerca de todo ello y me apoyó en mis esfuer­
zos por decir algo, aunque fuese de manera esquemática, sobre la afinidad y
el amor.
Ningún estudio sobre la justicia en estos días puede omitir reconocer y
admirar el logro de John Rawls. En el texto he discrepado de A Theory o f
fttstice (Cambridge, Mass., 1971) la mayoría de las veces. Mi objetivo es muy

* Hay edición del Fondo de Cultura Económica.

15
16 RECONOCIMIENTOS

diferente al de Rawls y toma como base distintas disciplinas académicas (la


historia y la antropología más que la economía y la psicología). Pero sin su
trabajo no hubiera tenido la forma que adquirió, y tal vez no hubiera tenido
forma alguna. Otros dos filósofos contemporáneos se aproximan más que
Rawls a mi propia visión de la justicia. En fusticeand the Human Good (Chi­
cago, 1980), William M. Galston afirma, como yo, que los bienes sociales "se
dividen en diferentes categorías", y que "cada una de esas categorías pone
en juego un conjunto distinto de exigencias". En Distributive fustice (Indiana-
polis, 1966), Nicholas Rescher argumenta, como yo, en favor de un trata­
miento "plural y heterogéneo" de la justicia. Pero desde mi punto de vista, el
pluralismo de cada uno de estos planteamientos se halla viciado por el aris-
totelismo de Galston y el utilitarismo de Rescher. Mi propio planteamiento
discurre sin tales compromisos básicos.
El capítulo acerca de la pertenencia apareció por primera vez, en una
versión anterior, en Boundaries: National Autonomy and ¡ts Limits, presentado
por Peter C. Brown y Henry Shue y publicado por Rowman and Littlefield
(Totowa, N. }., 1981). Agradezco a los editores sus comentarios y críticas y a
la casa editorial la autorización para poder reproducir aquí ese ensayo. Una
sección del capítulo xii apareció por vez primera en The New Republic (3 y 10
de enero de 1981). Algunos de los ensayos recogidos en mi libro Radical
Principies (Nueva York, 1982), publicados originalmente en la revista Dissent,
son expresiones tempranas y tentativas de la teoría presentada aquí. Fui
auxiliado a reformularlas por la reseña crítica de Barry Brian a Radical
Principies aparecida en Ethics (enero de 1982). Las dos líneas de "In Time of
War" de W. H. Auden han sido tomadas de The English Anden: Poems, Essmjs
and Dratnatic Writings, 1927-1939, compilado por Edward M endelson,
William Meredith y Monroe K. Spears, albaceas del Legado de W. H. Auden,
con la amable autorización de la casa editorial Random House, Inc.
Mary Oliver, mi secretaria en el Institute for Advanced Study, mecanogra­
fió el manuscrito y lo pasó en limpio una y otra vez, con exactitud infalible e
inagotable paciencia.
Por último, Martin Kessler y Phoebe Hoss, de Basic Books, brindaron la
clase de estímulo y consejo editorial que, en una sociedad perfectamente jus­
ta, todo autor recibiría.
I. LA IGUALDAD COMPLEJA

El p l u r a l is m o

La ju s t ic ia distributiva es una idea extensa. Lleva hasta la reflexión filosófica


la totalidad del mundo de los bienes. Nada puede ser omitido; ningún aspec­
to de nuestra vida comunitaria escapa de su escrutinio. La sociedad humana
es una comunidad distributiva. No se reduce sólo a esto, pero en esencia eso es
lo que es: los hombres nos asociamos a fin de compartir, dividir e intercam­
biar. También nos asociamos para hacer las cosas que son compartidas,
divididas e intercambiadas, pero el mismo hacer — la labor en si— es distri­
buido entre nosotros por medio de una división del trabajo. Mi lugar dentro
de la economía, mi postura en el orden político, mi reputación entre mis
camaradas, mis posesiones materiales: todo ello me llega por otros hombres
y mujeres. Puede afirmarse que poseo lo que poseo correcta o incorrec­
tamente, justa o injustamente; pero en virtud de la gama de las distribuciones
y el número de los participantes en ellas, tales juicios nunca son fáciles.
La idea de la justicia distributiva guarda relación tanto con el ser y el
hacer como con el tener, con la producción tanto como con el consumo, con
la identidad y el status tanto como con el país, el capital o las posesiones per­
sonales. Ideologías y configuraciones políticas distintas justifican y hacen
valer distintas formas de distribuir la pertenencia, el poder, el honor, la emi­
nencia ritual, la gracia divina, la afinidad y el amor, el conocimiento, la rique­
za, la seguridad física, el trabajo y el asueto, las recompensas y los castigos, y
una serie de bienes más estrecha y materialmente concebidos —alimen­
tación, refugio, vestimenta, transporte, atención médica, bienes útiles de toda
clase, y todas aquellas rarezas (cuadros, libros raros, estampillas postales)
que los seres humanos coleccionan—. Y toda esta multiplicidad de bienes se
corresponde con una multiplicidad de procedimientos, agentes y criterios
distributivos. Hay sistemas distributivos simples — galeras de esclavos, mo­
nasterios, manicomios, jardines de niños (si bien, considerados con dete­
nimiento, exhiben complejidades insospechadas)— ; pero ninguna sociedad
humana madura ha escapado nunca de la multiplicidad. Debemos examinar­
lo todo, los bienes y las distintas maneras de distribución, en muchos lugares
y épocas.
Sin embargo, no existe una vía de acceso única a este mundo de ideologías
y procedimientos distributivos. Nunca ha existido un medio universal de
intercambio. Desde la declinación de la economía de trueque, el dinero ha
sido el medio más común. Pero la vieja máxima de que hay cosas que el di­
nero no puede comprar, es no sólo normativa sino también fácticamente
verdadera. Qué cosas han de ponerse a la venta y qué cosas no, es algo que

17
18 LA IGUALDAD COMPLEJA

hombres y mujeres siempre debemos decidir y hemos decidido de muchas


maneras distintas. A lo largo de la historia, el mercado ha sido uno de los
mecanismos más importantes para la distribución de los bienes sociales; pero
nunca ha sido, y en ningún lado es hoy, un sistema distributivo completo.
Análogamente, nunca ha existido un criterio decisivo único a partir del
cual todas las distribuciones sean controladas, ni un conjunto único de agen­
tes tomando tales decisiones. Ningún poder estatal ha sido tan incisivo que
pueda regular todos los esquemas de compartir, dividir e intercambiar, a
partir de los cuales la sociedad adquiere forma. Al Estado se le escapan las
cosas de las manos; nuevos esquemas son desarrollados: redes familiares,
mercados negros, alianzas burocráticas, organizaciones políticas y religiosas
clandestinas. Los ministros de Estado pueden gravar con impuestos, reclutar
militarmente, asignar, regular, efectuar nombramientos, recompensar, casti­
gar, pero no pueden acaparar la gama total de los bienes o sustituir a cual­
quier otro agente de distribución. Tampoco puede hacerlo nadie más: se dan
golpes en el mercado y hay acaparamientos monopólicos, pero nunca se ha
producido una conspiración distributiva que tuviese completo éxito.
Por último, nunca ha habido un criterio único, o un conjunto único de cri­
terios interrelacionados, para toda distribución. El mérito, la calificación, la
cuna y la sangre, la amistad, la necesidad, el libre intercambio, la lealtad
política, la decisión democrática: todo ello ha tenido lugar, junto con muchos
otros factores, en difícil coexistencia, invocado por grupos en competencia,
confundido entre sí.
En torno de la justicia distributiva, la historia exhibe una gran variedad de
disposiciones e ideologías. Sin embargo, el primer impulso del filósofo es
resistir a la exhibición de la historia, al mundo de las apariencias, y buscar
una unidad subyacente: una breve lista de artículos básicos rápidamente
abstraídos en un bien único, un criterio distributivo único o uno interrelacio­
nado; el filósofo se ubica, al menos de manera simbólica, en un único punto
decisivo. He de sostener que la búsqueda de tal unidad revela el hecho de no
comprender la materia de la justicia distributiva. No obstante, en algún sen­
tido el impulso filosófico es inevitable. Incluso si optamos por el pluralismo,
como yo lo he de hacer, esa opción requiere todavía una defensa coherente.
Es preciso que existan principios que justifiquen tal opción y que a ésta se le
fijen límites, pues el pluralismo no nos exige aprobar cada criterio distributivo
propuesto, ni aceptar a todo potencial agente distribuidor, ruede concebirse
que existe un principio único y un solo tipo legítimo de pluralismo. Pero de
todas maneras, éste sería uno que abarcaría una vasta gama de formas
de distribución. Por contraste, el más profundo supuesto de la mayoría de
los filósofos que han escrito sobre la justicia, de Platón a nuestros días, es que
hay un sistema distributivo, y sólo uno, que puede ser correctamente com­
prendido por la filosofía.
Hoy día este sistema es comúnmente descrito como aquel que elegirían
hombres y mujeres idealmente racionales, de verse obligados a elegir con
imparcialidad, no sabiendo nada de su respectiva situación, despojados de la
posibilidad de formular exigencias particulares y confrontados con un
LA IGUALDAD COMPLEJA 19

conjunto abstracto de bienes.’ Si estas restricciones son convenientemente


articuladas, y si los bienes son definidos de manera adecuada, es probable
que una conclusión particular pueda producirse. Mujeres y hombres racio­
nales, obligados de esta u otra manera, escogerán un sistema distributivo y
nada más. Tero la fuerza de esa conclusión singular no es fácil de medir.
Ciertamente, es de dudar que los mismos hombres y mujeres, si fueran trans­
formados en gente común, con un firme sentido de la propia identidad, con
los bienes propios a su alcance e inmersos en los problemas cotidianos, reite­
rarían su hipotética elección e incluso la reconocerían como propia. El pro­
blema no reside, en primer lugar, en la particularidad del interés, que los
filósofos siempre creyeron que podían poner cómodamente de lado —esto
es, sin controversia alguna— . La gente común puede hacer eso también,
digamos, por el interés público. El problema más grave reside en las particu­
laridades de la historia, de la cultura y de la pertenencia a un grupo. Incluso
si favorecieran la imparcialidad, la pregunta que con mayor probabilidad
surgirá en la mente de los miembros de una comunidad política no es ¿qué
escogerían individuos racionales en condiciones universalizantes de tal y tal
tipo?, sino ¿qué escogerían personas como nosotros, ubicadas como nosotros
lo estamos, compartiendo una cultura y decididos a seguirla compartiendo?
Esta pregunta fácilmente puede transformarse en: ¿qué opciones hemos
creado ya en el curso de nuestra vida comunitaria?, o en: ¿qué interpretacio­
nes (en realidad) compartimos?
La justicia es una construcción humana, y es dudoso que pueda ser reali­
zada de una sola manera. En cualquier caso, he de empezar dudando, y más
que dudando, de esta hipótesis filosófica estándar. Las preguntas que
plantea la teoría de la justicia distributiva consienten una gama de respues­
tas, y dentro de esa gama hay espacio para la diversidad cultural y la opción
política. No es sólo cosa de aplicar un principio singular determinado o un
conjunto de principios en momentos históricos distintos. Nadie negaría que
hay una gama de aplicaciones morales permisibles. Yo pretendo añadir algo
más que esto: que los principios de la justicia son en sí mismos plurales en su
forma; que bienes sociales distintos deberían ser distribuidos por razones
distintas, en arreglo a diferentes procedimientos y por distintos agentes; y
que todas estas diferencias derivan de la comprensión de los bienes sociales
mismos, lo cual es producto inevitable del particularismo histórico y cultural.

U na t e o r ía d e l o s b ie n e s

Las teorías de la justicia distributiva se centran en un proceso social común­


mente descrito como si tuviera esta forma:1

1 Véanse John RnwLs, A Tluvry o f ¡ustice (Cambridge, Mass., 1971) [hay edición del Fondo
de Cultura Económica]; Jürgen Habermas, Legitimalioii Criáis, trad, de Thomas McCarthy
(Boston, 1975), especialmente la p. 113; Bruce Ackerman, Soria! Juslice iit lite Liberal State (New
Haven, 1980).
20 LA IGUALDAD COMPLEJA

La gente distribuye bienes a (otras) ¡m o n a s .

Aquí "distribución" significa dar, asignar, intercambiar, etcétera, y el acento


recae en los individuos situados a ambos extremos de tales actos: no en ios
productores y en los consumidores, sino en los agentes distributivos y en
los receptores de los bienes. Como siempre, estamos interesados en nosotros
mismos, pero en este caso, en una especial y limitada versión de nosotros mis­
mos, en tanto que gente que da y toma. ¿Cuál es nuestra naturaleza? ¿Cuáles
nuestros derechos? ¿Qué necesitamos, queremos y merecemos? ¿A qué tene­
mos derecho? ¿Qué deberíamos aceptar bajo condiciones ideales? Las
respuestas a estas preguntas se convierten en principios distributivos que se
supone controlan el movimiento de los bienes. A los bienes definidos por
abstracción se les supone capacidad para moverse en cualquier dirección.
Pero ésta es una interpretación demasiado simple de la situación de he­
cho, y nos obliga a emitir juicios sumarios acerca de la naturaleza humana y
el obrar moral, juicios que probablemente jamás gozarán de la aprobación
general. Quiero proponer una descripción más precisa y com pleja del
proceso central:

La gente concibe y crea bienes, que dcs¡nics distribuye entre si.

Aquí, la concepción y la creación de los bienes precede y controla a la distri­


bución. Los bienes no aparecen simplemente en las manos de los agentes dis­
tributivos para que éstos hagan con ellos lo que Ies plazca o los repartan en
arreglo a algún principio general.23Más bien, los bienes con sus significados
—merced a sus significados— son un medio crucial para las relaciones socia­
les, entran a la mente de las personas antes de llegar a sus mam», y las for­
mas de distribución son configuradas con arreglo a concepciones comparti­
das acerca de qué y para qué son los bienes.

Las cosas están en la montura


y cabalgan sobre la humanidad.2

Pero éstas son siempre cosas particulares y grupos particulares de mujeres y


hombres. Y por supuesto, nosotros hacemos las cosas — incluso la montura—
No quiero negar la importancia de la acción humana sólo para desviar nues­
tra atención de la distribución en sí misma a la concepción y la creación: la
nomenclatura de los bienes, el otorgamiento del significado y el hacer colecti­
vo. Lo que necesitamos para explicar y limitar el pluralismo de las posibili­
dades distributivas es una teoría de los bienes. Para mi propósito inmediato,
tal teoría puede resumirse en seis proposiciones:

2 Robert Nozick formula un argumento similar en Anarchy, State and Utopia (Nueva York,
1974), pp. 149-150, pero de conclusiones radicalmente individualistas, lo que a mi parecer
violenta el carácter sodal de la producrión.
3 Ralph W aldo Em erson, "O d a ", en The Complete F.ssays and Other Writings, Brooks
Atkinson, comp. (Nueva York, 1979), p. 770.
LA IGUALDAD COMPLEJA 21

1. Todos los bienes que la justicia distributiva considera son bienes so­
ciales. No son ni han de ser valorados por sus peculiaridades exclusivas. No
estoy seguro de que haya otra clase de bienes, pero me propongo dejar abier­
ta la cuestión. Algunos objetos domésticos son apreciados por razones
privadas o sentimentales, pero sólo en culturas donde el sentimiento general­
mente se añade a tales objetos. Una hermosa puesta de sol, el aroma del heno
recién cortado, la emoción por una vista urbana: se trata de bienes valorados
en privado, a pesar de que son también, y de manera más clara, objetos de
valoración cultural. Igualmente, los inventos más recientes no son valorados
de acuerdo con las ideas de sus inventores, sino que están sujetos a un
proceso más amplio de concepción y creación. Los bienes de Dios, cierta­
mente, están exentos de esta regla, como se lee en el primer capítulo del
Génesis: "Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien." (1:31) Esta
valoración no requiere el consentimiento de la humanidad (cuyas opiniones
podrían diferir), o de una mayoría de hombres y mujeres, o de algún grupo
de individuos reunidos en condiciones ideales (si bien Adán y Eva en el
Paraíso tal vez lo ratificarían). No puedo encontrar otras excepciones más.
Los bienes en el mundo tienen significados compartidos porque la con­
cepción y la creación son procesos sociales. Por la misma razón, los bienes
tienen distintas significaciones en distintas sociedades. La misma "cosa" es
valorada por diferentes razones, o es valorada aquí y devaluada allá. John
Stuart Mili se quejó cierta vez de que "la gente valora estando en masa", pero
no se me ocurre de qué otra manera nos puedan gustar o disgustar los bienes
sociales.4 Un solitario podría apenas comprender la significación de los
bienes o imaginar las razones para considerarlos agradables o desagradables.
Una vez que la gente valora en masa, es factible que los individuos se esca­
pen apuntando a valores latentes o subversivos y opten por valores alter­
nativos — incluyendo aquellos como la notoriedad y la excentricidad— . Una
desenfadada excentricidad ha sido en ocasiones uno de los privilegios de la
aristocracia: es un bien social como cualquier otro.
2. Los individuos asumen identidades concretas por la manera en que
conciben y crean —y luego poseen y emplean— los bienes sociales. "La línea
entre lo que yo soy y lo que es mío es difícil de trazar", escribió William
James.5 La distribución no puede ser entendida como los actos de hombres y
mujeres aún sin bienes particulares en la mente o en las manos. De hecho, las
personas mantienen ya una relación con un conjunto de bienes; tienen una
historia de transacciones, no sólo entre unas y otras, sino también con el
mundo material y moral en el que viven. Sin una historia tal, que principia
desde el nacimiento, no serían hombres y mujeres en ningún sentido reco­
nocible, y no tendrían la primera noción de cómo proceder en la especialidad
de dar, asignar e intercambiar.
* John Stuart Mili, "Qn Liberty", en The Philosophy <f Jolm Stuart Mili, Marshall Cohén, comp.
(Nueva York, 1961), p. 255. Para un tratamiento antropológico del gusto o disgusto por los bie­
nes sociales, véase Mary Douglas y Barón Isherwood, The World o f Goods (Nueva York, 1979).
5 William James, citado por C. R. Snydcr y Howard Fromkin en Uniqucitess: The Human
Pursuit ofDifferenee (Nueva York, 1980), p.106.
22 LA IGUALDAD COMPLEJA

3. No existe un solo conjunto de bienes básicos o primarios concebible para


todos los mundos morales y materiales —o bien, un conjunto así tendría que
ser concebido en términos tan abstractos, que sería de poca utilidad al re­
flexionar sobre las particulares formas de la distribución— . Incluso la gama
de las necesidades, si tomamos en cuenta las de carácter físico y las de carác­
ter moral, es muy amplia y las jerarquizaciones son muy diversas. Un mismo
bien necesario, y uno que siempre es necesario, la comida por ejemplo, con­
llevan significados diversos en diversos lugares. El pan es el sostén de la vida,
el cuerpo de Cristo, el símbolo del Sabat, el medio de la hospitalidad, etc.
Previsiblemente, existe un sentido limitado en el cual el primero de ellos es el
sentido primario, de modo que si hubiera 20 individuos en el mundo y pan
apenas suficiente para alimentar a los 20, la primacía del pan como el sostén
de la vida originaría un principio distributivo suficiente. Pero esa es la única
circunstancia en la cual sucedería así, e incluso aquí no podemos estar segu­
ros. Si el empleo religioso del pan entrara en conflicto con su uso nutricional
—si los dioses exigiesen que el pan fuera preparado y quemado pero no co­
mido ya no resulta claro qué empleo sería el primario— . ¿Cómo entonces se
ha de incluir el pan en la lista universal? La pregunta es todavía más difícil
de responder, las respuestas convencionales menos razonables, conforme
pasamos de las necesidades a las oportunidades, a las capacidades, a la
reputación, y así sucesivamente. Éstos elementos pueden ser incluidos sólo si
se les abstrae de toda significación particular, y se les convierte, por ende, en
insignificantes para cualquier propósito particular.
4. Pero es la significación de los bienes lo que determina su movimiento.
Los criterios y procedimientos distributivos son intrínsecos no con respecto
al bien en sí mismo sino con respecto al bien social. Si comprendemos qué es
y qué significa para quienes lo consideran un bien, entonces comprendemos
cómo, por quién y en virtud de cuáles razones debería de ser distribuido.
Toda distribución es justa o injusta en relación con los significados sociales
de los bienes de que se trate. Ello es, obviamente, un principio de legitima­
ción, pero no deja de ser un principio crítico.6 Cuando los cristianos medieva­
les, por ejemplo, condenaron el pecado de la simonía, afirmaban que la
significación de un bien social particular, la investidura eclesiástica, excluía
su venta y su compra. En vista de la interpretación cristiana de la ¡nvestidu-*

* ¿Acaso no son los significados sociales, como Marx quería (The Germán Idcology, R. Pascal,
comp., Nueva York, 1947, p. 89), otra cosa que "las ideas de la clase dominante, las relaciones
materiales dominantes en tanto que ideas"? No creo que sean siempre sólo eso ni nada más que
eso, si bien los miembros de la clase dominante y los intelectuales patrocinados por ósta puedan
estar en condiciones de explotar o distorsionar los significadas sociales de acuerdo con sus
propios intereses. Al intentarlo, no obstante, deben contar con una resistencia enraizada
(intelectualmente) en los significados mismos. La cultura de un pueblo es siempre una produc­
ción conjunta, incluso en el caso de no ser íntegramente cooperativa, y es siempre una pro­
ducción compleja. La comprensión común de los bienes particulares trae consigo principios,
procedimientos, concepciones de la acción, que los gobernantes no eligirían de realizar su
opción ctt este momento, y provee de este modo las bases para la crítica social. Apelar a lo que he
de llamar principios "internos" en contra de la usurpación de individuos con poder es la forma
común del discurso crítico.
LA IGUALDAD COMPLEJA 23

m , se entendía — necesariamente, me inclino a afirmar— que los así inves­


tidos debían ser elegidos por su conocimiento y piedad y no por su riqueza.
Es de suponerse que hay cosas susceptibles de comprarse con dinero, pero
no ésta. Análogamente, términos como prostitución y soborno denotan tanto
como simonía la venta y la compra de bienes que nunca deberían ser vendi­
dos ni comprados en vista de cierta noción de sus significados.
5. Los significados sociales poseen carácter histórico, al igual que las dis­
tribuciones. Éstas, justas e injustas, cambian a través del tiempo. Aún más,
ciertos bienes básicos poseen lo que podríamos considerar estructuras nor­
mativas características, reiteradas a través del tiempo y del espacio —aunque
no a través de todo tiempo ni de todo espacio—. En virtud de tal reiteración
el filósofo inglés Bernard Williams puede sostener que los bienes han de dis­
tribuirse siempre de acuerdo con "razones pertinentes" — pertinencia enlaza­
da aparentemente a significados esenciales y no tanto a significados sociales.7
La idea, por ejemplo, de que los cargos deban asignarse a candidatos cali­
ficados —y no sólo la idea que se ha tenido de los cargos— es evidentemente
manifiesta en sociedades muy distintas donde la simonía y el nepotismo,
aunque bajo nombres diferentes, han sido considerados pecado o injusticia.
(Sin embargo, ha habido amplias divergencias en tomo a los tipos de posición
y de lugar que han de ser propiamente llamados "cargos".) Nuevamente, el
castigo ha sido ampliamente entendido como un bien negativo que debe
aplicarse a individuos a quienes se juzga acreedores a él con base en un vere­
dicto y no en una decisión política. (Pero, ¿qué constituye un veredicto, quién
ha de formularlo?, ¿cómo se ha de impartir justicia, en suma, a los acusados?
En tomo a estas cuestiones han imperado significativas divergencias.) Estos
ejemplos invitan a la investigación empírica. No existe un procedimiento
meramente intuitivo o especulativo para llegara razones pertinentes.
6. Cuando los significados son distintos, las distribuciones deben ser au­
tónomas. Todo bien social o conjunto de bienes sociales constituye, por así
decirlo, un esfera distributiva dentro de la cual sólo ciertos criterios y dis­
posiciones son apropiados. El dinero es inapropiado en la esfera de las
investiduras eclesiásticas, es la intrusión de una esfera en otra. Y la piedad no
debería constituir ventaja alguna en el mercado, tal como éste ha sido
comúnmente entendido. Cualquier bien que pueda ser vendido adecuada­
mente debería ser vendido al piadoso no menos que al profano, al hereje o al
pecador (de lo contrario, nadie haría grandes negocios). El mercado está
abierto a todos, no así la Iglesia. En ninguna sociedad, por supuesto, los
significados sociales son distintos por completo. Lo que ocurra en una esfera
distributiva afecta lo que ocurra en otras; a lo sumo podremos buscar una
autonomía relativa. Pero como la significación social, la autonomía relativa
es un principio crítico —ciertamente, como sostendré a lo largo de este libro,
7 Bernard Williams, Pmblnus o f lite Si1f: Pliilomphicnl Pafvrs 1956-1972 (Cambridge, Inglaterra,
1973), pp. 230-249 ("The Idea o f Equality"). Este ensayo es uno de los puntos de partida de mi
p ropio p en sam ien to acerca d e la iu sticia d istrib u tiv a . V éase tam bién la c ritic a a la
argumentación de Williams (y de un ensayo mío temprano) en Amy Gutmann, Liberal Equality
(Cambridge, Inglaterra, 1980), cap. 4.
24 LA IGUALDAD COMPLEJA

un principio radical— . Y lo es incluso cuando no apunta hacia una sola


norma en arreglo a la cual todas las distribuciones deban ser medidas. No
existe una norma única. Pero sí las hay (y son reconocibles en sus trazos
generales a pesar de ser polémicas) para cada bien social y para cada esfera
distributiva en toda sociedad particular; estas normas son a menudo viola­
das, los bienes son usurpados, y las esferas invadidas por mujeres y hombres
poderosos.

P r e d o m in io y m o n opo uo

Las violaciones son de hecho sistemáticas. La autonomía es un asunto de


significación social y de valores compartidos, pero con mayor frecuencia se
presta a reformas ocasionales y a rebeliones que a la observancia cotidiana.
Sin detrimento de toda la complejidad de sus configuraciones distributivas,
la mayoría de las sociedades se organizan de acuerdo con lo que podríamos
considerar una versión social de la norma fundamental: un bien o un conjun­
to de bienes es dominante y determinante de valor en todas las esferas de la
distribución. Tal bien o conjunto de bienes es comúnmente monopolizado, y
su valor mantenido por la fuerza y la cohesión de quienes lo poseen. Llamo a
un bien dominante si los individuos que lo poseen, por el hecho de poseerlo,
pueden disponer de otra amplia gama de bienes. Es monopolizado cuando
un solo hombre o una sola mujer, un monarca en el reino del valor —o un
grupo de hombres y mujeres, unos oligarcas— lo acaparan eficazmente ante
cualquier otro rival. El predominio representa un camino para usar los
bienes sociales, que no está limitado por los significados intrínsecos de éstos
y que configura tales significados a su propia imagen. El monopolio re­
presenta un medio de poseer o controlar los bienes sociales a fin de explotar
su predominio. Cuando los bienes escasean y son ampliamente necesitados,
como el agua en el desierto, el mismo monopolio los hará dominantes. La
mayoría de las veces, sin embargo, el predominio es una creación social más
elaborada, el trabajo de muchas manos, que mezcla la realidad y los sím­
bolos. La fuerza física, la reputación familiar, el cargo político o religioso, la
riqueza heredada, el capital, el conocimiento técnico: cada uno de ellos, en
periodos históricos distintos, ha sido dominante; y cada uno ha sido mono­
polizado por algún grupo de hombres y mujeres. Y entonces todo lo bueno
les llega a aquellos que poseen el bien supremo. Poséase éste y los demás se
poseerán como en cadena. O bien, empleando otra metáfora, un bien domi­
nante se convierte en otro bien, y en otros muchos, de acuerdo con algo que a
menudo parece ser un proceso natural y que, sin embargo, es de hecho má­
gico, una especie de alquimia social.
Ningún bien social domina íntegramente la gama de los bienes; ningún
monopolio es jamás perfecto. Me propongo describir sólo tendencias, pero
tendencias cruciales, pues podemos caracterizar a sociedades enteras de
acuerdo con los esquemas de conversión que se establezcan en ellas. Algunas
caracterizaciones son simples; en una sociedad capitalista, el capital es domi-
LA ICUALDADCOM PLEJA 25

n.inte y rápidamente convertible en prestigio y poder; en una tecnocracia, el


conocimiento técnico desempeña el mismo papel. Mas no es difícil imaginar
ni encontrar configuraciones sociales más complejas. De hecho, el capitalis­
mo y la tecnocracia son más complejos de lo que sus denominaciones impli­
can, incluso cuando los nombres llegan a transmitir información real acerca
de las formas más importantes de compartir, dividir e intercambiar. El con-
trol monopólico de un bien dominante da origen a una clase dominadora,
cuyos miembros se ubican en la cima del sistema distributivo —como a los
filósofos les gustaría hacer, sosteniendo poseer la sabiduría que aman— .
Pero como el predominio es siempre incompleto y el monopolio imperfecto,
la dominación de toda clase en el poder es inestable. Con frecuencia es desa­
fiada por otros grupos en nombre de modelos alternativos de conversión.
La distribución es a lo que se refiere el conflicto social. El pesado énfasis
de Marx en los procesos productivos no debería ocultamos la simple ver­
dad de que el control de los medios de producción es una lucha distributiva.
La tierra y el capital están en juego, y se trata de bienes que pueden ser com­
partidos, divididos, intercambiados e interminablemente convertidos. Pero
la tierra y el capital no son los únicos bienes dominantes; es posible (históri­
camente lo ha sido) tener acceso a ellos mediante otros bienes — poder mili­
tar y político, cargo religioso y carisma, etcétera— . La historia no revela
algún bien dominante único ni algún bien naturalmente dominante, sino tan
sólo distintas clases de magia y bandas de magos en competencia.
La pretensión de monopolizar un bien dominante, de ser desarrollado con
fines públicos, constituye una ideología. Su forma básica es la de enlazar la
posesión legítima con algún conjunto de cualidades personales mediante
un principio filosófico. Así, la aristocracia, el gobierno de los mejores, es el
principio de aquellos que pretenden la supremacía de la crianza y la inte­
ligencia: son, por lo común, los monopolizadores de la riqueza heredada y la
reputación familiar. La supremacía divina es el principio de quienes preten­
den conocer la palabra de Dios: ellos son los monopolizadores de la gracia y
las investiduras. La meritocracia, o la carrera abierta a los talentos, es el prin­
cipio de quienes afirman ser talentosos: la mayoría de las veces son los mo­
nopolizadores de la educación. El libre intercambio es el principio de quienes
están dispuestos, o dicen estar dispuestos, a exponer su dinero a riesgos: son
los monopolizadores de la riqueza móvil. Estos grupos — y otros más,
también caracterizados por sus principios y posesiones— compiten unos
contra otros, afanándose por la supremacía. Un grupo gana, y después otro;
se construyen coaliciones y la supremacía es inestablemente compartida. No
hay victoria final, ni debería haberla. Mas esto no es afirmar que las exigen­
cias de los diversos grupos sean falsas por fuerza, ni que los principios que
invocan no poseen valor como criterios distributivos; a menudo, los princi­
pios son del todo justos dentro de los límites de una esfera particular. Las
ideologías son fácilmente corrompidas, pero su corrupción no es lo más inte­
resante de ellas.
Es a i el estudio de estas pugnas donde he buscado el hilo conductor para
mi argumentación. Las pugnas, me parece, poseen una forma paradigmática.
26 LA ÍGUALDAD COMPLEJA

Un grupo de hombres y mujeres —clase, casta, estrato, condición, alianza o


formación social— llega a disfrutar de un monopolio, o de casi un monopolio,
con respecto a un bien dominante; o bien, una coalición de grupos lo logra, y
así sucesivamente. El bien dominante es más o menos sistemáticamente
convertido en toda clase de cosas: oportunidades, poderes y reputación. De
tal suerte, la riqueza es controlada por el más fuerte, el honor por los bien
nacidos, los cargos por los bien educados. Quizá la ideología que justifique el
control sea reconocida ampliamente como válida. Pero el resentimiento y la
resistencia son (casi) tan expansivos como las creencias. Siempre hay gente, y
después de un tiempo hay mucha gente, que piensa que el control no es jus­
ticia sino usurpación. El grupo dominante no posee, o no posee en exclusiva,
las cualidades que afirma; el proceso de conversión viola la noción común de
los bienes en juego. El conflicto social es intermitente, o endémico; después
de un tiempo las contraexigencias afloran. Si bien son de distintas clases,
tres de ellas son especialmente importantes:

1. La pretensión de que el bien dominante, sea cual fuere, sea redistribuido de


modo que pueda ser igualmente o al menos más ampliamente compartido: d io
equivale a afirmar que el monopolio es injusto.
2. La pretensión de que se abran vías para la distribución autónoma de todos los
bienes sociales: ello equivale a afirmar que el predominio es injusto.
3. La pretensión de que un nuevo bien, monopolizado por algún nuevo grupo,
rem place al bien actualm ente dom inante: ello equivale a afirm ar que el
esquema existente de predominio y monopolio es injusto.

La tercera pretensión es, desde el punto de vista de Marx, el modelo de toda


ideología revolucionaria — excepto, tal vez, de la última, la ideología
proletaria— . De ahí la concepción de la Revolución francesa en la teoría
marxista: el predominio de la cuna y la sangre nobles y de la tenencia feudal
de la tierra llega a su fin, y la riqueza de la burguesía es establecida en
vez de ello. La situación de origen se reproduce con sujetos y objetos distin­
tos (ello nunca deja de ser importante), y entonces la lucha de clases se
reanuda inmediatamente. No es mi intención aquí defender o criticar la pos­
tura de Marx. Desde luego, sospecho que algo hay de las tres pretensiones en
toda ideología revolucionaria, pero tampoco es ésa la postura que intentaré
defender aquí. Cualquiera que sea su significación sociológica, la tercera pre­
tensión no es interesante en términos filosóficos —a menos de que uno crea
que existe un bien dominante por naturaleza, de modo que sus detentadores
puedan legítimamente exigir dominar a los demás— . En cierto modo, eso era
precisamente lo que Marx creía. Ello significa que la producción es el bien
dominante a lo largo de la historia. El marxismo es una doctrina historicista
en la medida en que sugiere que quienquiera que controle los medios exis­
tentes, legítimamente rige.8 Después de la revolución comunista todos
habremos de controlar los medios de producción: en ese punto la tercera*

* Véase Alien W. Wood, "The Marxian Critique o f Justice", en Pltilosophy and Public Affairs
1 (1972), pp. 244-282.
LA IGUALDAD COMPLEJA 27

pretensión resbala hasta la primera. En tanto, el modelo de Marx es un


programa para la continua pugna distributiva. Desde luego, será importante
quién gane en este o en otro momento, pero no sabemos por qué o cómo será
importante si atendemos sólo a las manifestaciones sucesivas del predominio
y el monopolio.

La ig u a l d a d s im p l e

Es de las dos primeras pretensiones de lo que me he de ocupar, y en última


instancia, de la segunda, ya que ésta me parece aprehender mejor la plura­
lidad de los significados sociales y la verdadera complejidad de los sistemas
distributivos. Pero la primera es la más común entre los filósofos, al corres­
ponderse con su propia búsqueda de la unidad y la singularidad. Habré de
explicar sus dificultades con alguna extensión.
Los hombres y mujeres que apoyan la primera pretensión desafían el mo­
nopolio, no el predominio de un bien social particular. Lo cual también es un
desafío al monopolio en general, puesto que si la riqueza, por ejemplo, es
dominante y ampliamente compartida, ningún otro bien podría ser monopo­
lizado. Imaginemos una sociedad en donde todo esté a la venta y todos los
ciudadanos posean la misma cantidad de dinero. He de llamar a esto el "ré­
gimen de la igualdad simple". La igualdad sería multiplicada por el proceso
de conversión hasta extenderse por toda la gama de los bienes sociales. El
régimen de la igualdad simple no prevalecerá mucho tiempo, pues el progre­
so posterior a la conversión, el libre intercambio en el mercado, indefec­
tiblemente generará desigualdades en su curso. Si se quisiera mantener la
igualdad simple por algún tiempo, será necesaria una "ley m onetaria"
semejante a las leyes agrarias de la Antigüedad o al Sabat hebreo, a fin de
asegurar el regreso periódico a la condición original. Sólo un Estado centra­
lizado y activista podría ser lo suficientemente fuerte como para forzar un
regreso así, y no es seguro que los oficiales estatales vayan a estar en condi­
ciones o dispuestos a hacerlo de ser el dinero el bien dominante. En cualquier
caso, la condición original es inestable de otra manera. No sólo reaparecerá el
monopolio, sino que el predominio desaparecerá.
En la práctica, la destrucción del monopolio del dinero neutraliza su pre­
dominio. Otros bienes entran en juego y la desigualdad cobra nuevas formas.
Consideremos una vez más el régimen de la igualdad simple. Todo está a la
venta y todos tienen la misma cantidad de dinero. De modo que todos tie­
nen, digamos, la misma capacidad para comprar educación a sus hijos. Algu­
nos lo hacen, otros no. Suele ser una buena inversión: otros bienes sociales
son puestos crecientemente a la venta sólo para personas con certificados
educativos. Pronto, todos invierten en la educación, o con mayor probabili­
dad la adquisición se universaliza por medio del sistema de impuestos. Pero
entonces la escuela se convierte en un mundo competitivo donde el dinero
ya no es predominante. Ahora lo son el talento natural o la formación
familiar o la destreza para resolver exámenes, y el éxito educativo y los certi­
ficados son monopolizados por un nuevo grupo. Llamémoslo (como ellos lo
28 LA IGUALDAD COMPLEJA

hacen) "el grupo de los talentosos". Al cabo del tiempo, los miembros de este
grupo exigirán que el bien que controlan tenga predominio fuera de la
escuela: cargos, títulos, prerrogativas, incluso la riqueza, todo deberá ser
poseído por ellos. Es la carrera abierta a los talentos, en la que las oportuni­
dades son iguales, y cosas así. Esto es lo que la equidad reclama; el talento
quiere predominar. En todo caso, las mujeres y los hombres talentosos in­
crementarán los recursos disponibles para todos los demás. De esta manera
nace la meritocracia de Michael Yourtg, con cada una de sus desigualdades
inherentes.’
¿Qué hemos de hacer ahora? Es posible fijar límites a los nuevos esque­
mas de conversión, reconocer pero restringir el poder monopolizador de los
talentosos. Pienso que éste es el propósito del principio de diferencia de John
Rawls, conforme al cual las desigualdades se justifican sólo si se orientan a
generar, y de hecho generan, el mayor beneficio posible a la clase social
menos aventajada.9101Más explícitamente, el principio de diferencia es una
restricción impuesta a los talentosos una vez que el monopolio de la riqueza
ha sido destruido. Funciona de la manera siguiente. Imaginemos a un ciru­
jano que exija más de su parte proporcional sobre la base de las capacidades
que ha adquirido y de los certificados que ha ganado en la áspera lucha com­
petitiva de los colegios y las escuelas médicas. Accederemos a la exigencia si,
y sólo si, el acceder resulta benéfico de las maneras especificadas. Al mismo
tiempo, actuaremos para limitar y regular la venta de la cirugía —es decir, la
conversión directa de la capacidad quirúrgica en riqueza.
Esta regulación tendrá que ser necesariamente obra del Estado, como lo
son las leyes monetarias y agrarias. La igualdad simple requeriría de una
continua intervención estatal para destruir o restringir todo incipiente mono­
polio o reprimir nuevas formas de predominio. Pero entonces el poder mismo
del Estado se convertirá en el objeto central de la pugna competitiva. Grupos
de hombres y mujeres buscarán monopolizar y luego usar el Estado a fin de
consolidar su propio control de otros bienes sociales; o bien, el Estado será
monopolizado por sus propios agentes en arreglo a la férrea ley de la oligar­
quía. La política es siempre el camino más directo al predominio, y el poder
político (más que los medios de producción) es acaso el más importante, y
desde luego el más peligroso bien en la historia humana.11 De ahí la necesidad

9 Michael Young, The Rise o f Mcritocmcy, 1870-2033 (Harmondsworth, Inglaterra, 1961), una
brillante obra de ficción social.
10 Rawls, A Tluvry o f Juslice (1], pp. 75 ss. [Los números entre corchetes se refieren a una
cita completa original de una referencia particular en cada capítulo.|
11 He de advertir aquí algo que habrá de delinearse mejor en adelante; a saber, que el poder
político es una especie particular de bien. Posee un doble carácter. En primer lugar, es como
cualquiera otra cosa que los individuos hacen, valoran, intercambian y comparten; a veces es
dominante, a veces es .ampliamente compartido, a veces es la posesión de unos cuantos. En
segundo lugar, no obstante, es distinto a cualquier otra cosa puesto que, comoquiera que se
posea y cualquiera que lo posea, el poder político es el agente regulador de los bienes sociales en
general. Se le utiliza para defender las fronteras de todas las esferas distributivas, incluyendo la
suya propia, y para hacer valer las nociones comunes de lo que los bienes son y para qué sirven.
(Sin embargo, obviamente, puede ser utilizado para invadir las diversas esferas y contravenir tal
LA ICUALDADCOM PLEJA 29

de restringir a los agentes restrictores, de establecer barreras constitucionales.


Éstos son límites impuestos al monopolio político, y son tanto más im­
portantes cuando los diversos monopolios sociales y económicos han sido
destruidos.
Una manera de limitar el poder político consiste en distribuirlo amplia­
mente. Ello podría no funcionar, dados los ya muy discutidos peligros de la
tiranía mayorítaria; pero tales peligros son quizá menos graves de lo que a
menudo se cree. El más grave peligro para un gobierno democrático consiste
en que será demasiado débil para vérselas a la larga con los monopolios que
hayan de reaparecer, y con la fuerza social de los plutócratas, los burócratas,
los tecnócratas, los meritócratas y demás. En teoría, el poder político es el
bien dominante en una democracia, y es convertible de la manera que los
ciudadanos elijan. Pero en la práctica, otra vez, destruir el monopolio del
poder neutraliza su predominio. El poder político no puede ser ampliamente
compartido sin estar sujeto al empuje de todos los otros bienes que los ciuda­
danos ya poseen o esperan poseer. De ahí que la democracia sea en esencia
un sistema que refleja, como Marx reconociera, la distribución imperante o
naciente de los bienes sociales.12 La toma democrática de decisiones será
configurada por las concepciones culturales que determinen o suscriban los
nuevos monopolios. Para prevalecer sobre éstos el poder tendrá que ser
centralizado. Una vez más, el Estado deberá ser muy poderoso si ha de
cumplir con los propósitos que se le han encomendado por el principio de
diferencia o por alguna regla igualmente intervencionista.
Aún así, el régimen de la simple igualdad podría funcionar. Es posible
imaginar una tensión más o menos estable entre los monopolios que surgen
y las restricciones políticas, entre la pretensión por el privilegio sustentada
por, digamos, los talentosos, y la observancia del principio de diferencia, y
luego entre los agentes de la observancia y la constitución democrática. Pero
sospecho que las dificultades reaparecerán, y que en multitud de casos a la
vez el único remedio para el privilegio privado será el estatismo, y la única
escapatoria al estatismo será el privilegio privado. Movilizaremos poder a fin
de controlar monopolios, y luego buscaremos alguna manera de controlar el
poder que hemos movilizado. Pero no hay camino que no abra oportunida­
des a mujeres y hombres estratégicamente ubicados para aprovechar y
explotar bienes sociales importantes.
Estos problemas surgen cuando se considera al monopolio y no al predo­
minio como la cuestión central de la justicia distributiva. Ciertamente no es
difícil entender por qué los filósofos y también los activistas políticos se han

comprensión.) En este segundo sentido podríamos en verdad afirmar que el poder político es
siempre dominante — en las fronteras, mas no dentro de ellas— . El problema central de la vida
política consiste en mantener la distinción crucial entre "en " y "dentro". Sin embargo, dicho
problema no puede ser resuelto con arreglo a los imperativos de la igualdad simple.
12 Véase el comentario de Marx en su "Critique of the Gotha Program" de que la república
democrática es la "forma de Estado" dentro de ln cual la lucha de clases se librará hasta su
conclusión: la lucha se refleja de inmediato y sin distorsión en la vida política (Marx y Engels,
Selecta! Works [Moscú, 1951), vol. 11, p. 31).
30 LA IGUALDAD COMPLEJA

centrado en el monopolio. Las pugnas distributivas de la edad moderna


comienzan con una guerra contra el control exclusivo de la tierra, los cargos
y el honor por parte de la aristocracia. Este monopolio parece ser especial­
mente pernicioso, pues se basa en el nacimiento y en la sangre, con los cuales
el individuo nada tiene que ver, más que en la riqueza, el poder o la educa­
ción, los cuales al menos en principio pueden ser adquiridos. Pero cuando
todo hombre y toda mujer se convierten, por así decirlo, en un pequeño
propietario en la esfera del nacimiento y la sangre, una importante batalla es
verdaderamente ganada. El derecho de nacimiento deja de ser un bien do­
minante y por tanto adquiere muy poco; la riqueza, el poder y la educación
pasan a primer plano. En relación con estos últimos bienes, la igualdad
simple no puede ser mantenida en absoluto, o sólo puede serlo estando
sujeta a las vicisitudes que acabo de describir. Dentro de sus propias esferas,
tal como usualmente son comprendidos, estos tres bienes tienden a generar
monopolios naturales que sólo pueden ser reprimidos si el poder estatal es
en sí mismo dominante y si es monopolizado por agentes encargados de la
represión. No obstante, pienso que hay otra vía para una clase de igualdad
distinta.

T ir a n ía e ic u a l d a d c o m p l e ja

Sostengo que debemos concentramos en la reducción del predominio y no


—al menos no primordialmente— en la destrucción o la restricción del mo­
nopolio. Debemos considerar qué podría significar estrechar la gama dentro
de la cual los bienes particulares son convertibles y reivindicar la autori­
dad de las esferas distributivas. Tero esta línea de argumentación, si bien no
desusada históricamente, nunca ha aflorado en la literatura filosófica. Los
filósofos han preferido criticar (o justificar) los monopolios que existen o
surgen de la riqueza, el poder y la educación. O bien, han criticado (o jus­
tificado) conversiones particulares —de riqueza en educación o de cargos en
riqueza— . Y todo ello en nombre de algún sistema distributivo radicalmente
simplificado. La crítica del predominio sugerirá en vez de eso una manera de
rediseñar y de vivir con la complejidad actual de las distribuciones.
Imaginemos ahora una sociedad en la que diversos bienes sociales sean
poseídos de manera monopolista —como de hecho lo son y siempre lo serán,
evadiendo la continua intervención estatal—, pero en la que ningún bien
particular es generalmente convertible. Conforme avance en la exposición
intentaré definir los límites precisos de la convertibilidad, pero por ahora la
descripción genérica habrá de ser suficiente. Se trata de una sociedad com­
plejamente igualitaria. Si bien habrá infinidad de pequeñas desigualdades, la
desigualdad no será multiplicada por medio del prcxreso de conversión ni se
le añadirán bienes distintos, pues la autonomía de la distribución tenderá a
producir una variedad de monopolios locales, sustentados por grupos dife­
rentes de hombres y mujeres. No pretendo afirmar que la igualdad compleja
deba ser más estable que la igualdad simple, pero me inclino a pensar que
abrirá una vía a formas más amplias y particularizadas del conflicto social. Y
LA IGUALDAOCOM PLEJA 31

I.» resistencia a la convertibilidad sería mantenida, en gran medida, por


hombres y mujeres comunes dentro de sus propias esferas de competencia y
control, sin una acción estatal de gran envergadura.
Se trata, me parece, de un modelo atractivo, si bien no he explicado aún
por qué lo es. El planteamiento de la igualdad compleja parte de nuestra
noción —me refiero a nuestra comprensión concreta, positiva y particular—
de los diversos bienes sociales; posteriormente versa sobre cómo nos relacio­
namos unos con otros por medio de esos bienes. La igualdad simple es una
condición distributiva simple, de modo que si yo tengo 14 sombreros y otra
persona tiene también 14, estamos en condición de igualdad. Y tanto mejor si
los sombreros son predominantes, ya que entonces nuestra igualdad se ex­
tenderá a través de todas las esferas de la vida social. Desde la posición que
asumo aquí, sin embargo, sólo tendremos el mismo número de sombreros, y
es poco probable que los sombreros sean predominantes por mucho tiempo.
La igualdad es una compleja relación de personas regulada por los bienes
que hacemos, compartimos e intercambiamos entre nosotros; no es una iden­
tidad de posesiones. Requiere entonces una diversidad de criterios distri­
butivos que reflejen la diversidad de los bienes sociales.
El planteamiento de la igualdad compleja ha sido bosquejado con maes­
tría por Pascal en uno de sus Pensées:

La naturaleza de la tiranía es desear poder sobre todo el mundo y fuera de la


propia esfera.
Hay diversas compañías —los fuertes, los hermosos, los inteligentes, los de­
votos—, pero cada hombre reina en la suya propia y no fuera de ella. Sin embargo,
en ocasiones se enfrentan; entonces el fuerte y el hermoso luchan por la supre­
macía —torpemente, pues la supremacía es de órdenes distintos—. Unos a otros se
tergiversan y cometen el error de pretender el predominio universal. Nada puede
ganarlo, ni siquiera la fuerza, pues ésta es impotente en el reino de los sabios. |...|
Tiranía. Las proposiciones siguientes son, entonces, falsas y tiránicas: "Puesto
que soy hermoso, he de exigir respeto." "Soy fuerte, luego los hombres tienen que
amarme." [...j "Soy..." etcétera.
La tiranía es el deseo de obtener por algún medio aquello que sólo puede ser
obtenido por otros medios. A cualidades diversas se corresponden obligaciones
diversas: el amor es La respuesta apropiada al encanto, el temor a la fuerza, y la
creencia al aprendizaje.13

Marx formuló un argumento similar en sus manuscritos juveniles, tal vez te­
niendo esa pensée en mente:

Supongamos que el hombre sea hombre y que su relación con el mundo sea hu­
mana. Entonces, sólo amor podrá darse a cambio de amor, confianza a cambio de
confianza, etc. Si alguno desea disfrutar del arte, tendrá que ser una persona
artísticamente cultivada; si alguno desea influir sobre otros, tendrá que ser alguien
realmente capaz de estimular y animar a otros. (...] Si alguien ama sin generar

13 Blaise Pascal, /Vmjws, trad. d o ). M. Cohén (Harmondsworth, Inglaterra, 1%1), p. % (núm.


244).
32 LA IGUALDAD COMPLEJA

amor para sí mismo, es decir, si no es capa?, de ser amado por la sola manifesta­
ción de si mismo como persona amante, entonces este amor es impotencia e in­
fortunio.14

Estos argumentos no son fáciles; gran parte de mi libro es sencillamente una


exposición de su significado. Con todo, intentaré hacer aquí algo más
sencillo y esquemático: una traducción de los argumentos a los términos que
he venido manejando.
El primer supuesto de Pascal y de Marx es que las cualidades personales y
los bienes sociales tienen sus propias esferas de operación, en las que pro­
ducen sus efectos de manera libre, espontánea y legítima. Hay conversiones
simples y naturales que se siguen de los bienes particulares y son intui­
tivamente plausibles debido al significado social de esos bienes. Se apela a
nuestra noción usual, y al mismo tiempo en contra de nuestro consentimiento
común hacia esquemas ilegítimos de conversión. O bien, es una apelación de
nuestro consentimiento a nuestro resentimiento. Hay algo erróneo, sugiere
Pascal, en la conversión de fuerza en creencia. En términos políticos, Pascal
dice que ningún gobernante podrá dirigir adecuadamente mis opiniones
sólo a causa del podo- que detenta. Tampoco pretenderá influir en mis actos,
añade Marx, a menos de que sea persuasivo, útil, estimulante y demás. La
fuerza de estos argumentos depende de una noción compartida del conoci­
miento, la influencia y el poder. Los bienes sociales tienen significados
sociales, y nosotros encontramos acceso a la justicia distributiva a través de la
interpretación de esos significados. Buscamos principios intemos para cada
esfera distributiva.
El segundo supuesto es el de que la inobservancia de estos principios es la
tiranía. Convertir un bien en otro cuando no hay una conexión intrínseca
entre ambos es invadir la esfera en la que otra facción de hombres y mujeres
gobierna con propiedad. El monopolio no es inapropiado dentro de las esfe­
ras. El control que ejercen hombres y mujeres (los políticos) útiles y persua­
sivos sobre el poder político, por ejemplo, no tiene nada de reprobable. Tero
el empleo del pxider político para ganar acceso a otros bienes es un uso tiráni­
co. De este modo se generaliza una vieja definición de la tiranía: de acuerdo
con los autores medievales, el príncipe se convierte en tirano cuando se
apodera de la propiedad o invade la familia de sus súbditos.15 En la vida
política —y también más ampliamente— el predominio sobre los bienes trae
consigo la dominación de los individuos.
El régimen de la igualdad compleja es lo opuesto a la tiranía. Establece tal
conjunto de relaciones que la dominación es imposible. En términos forma­

14 Kart Marx, Economical and Philosophkal Manustripla, T. B. Bottumure, comp. (Londres,


1963), pp. 193-194. Es interesante advertir un eco más remoto del argumento de Pascal en la
Tlwory o f Moral Sentimatls de Adam Smith (Edimburgo, 1813), vol. I, pp. 378-379; Smith, con
todo, parece haber creído que las distribuciones en la sociedad de su tiempo realmente se
ajustaban a su concepción de lo apropiado — error que ni Pascal ni Marx llegaron a cometer.
15 Véase el somero tratamiento de Jean Bodin en Six liooks o f a Commonwealv, Kenneth
Douglas McRae, comp. (Cambridge, Mass., 1962), pp. 210-218.
LA ICUALDAD COMPLEJA 33

les, la igualdad compleja significa que ningún ciudadano ubicado en una es­
fera o en relación con un bien social determinado puede ser coartado por
ubicarse en otra esfera, con respecta) a un bien distinto. De esta manera, el
ciudadano X puede ser escogido por encima del ciudadano y para un cargo
político, y así los dos serán desiguales en la esfera política. Pero no lo serán
de modo general mientras el cargo de X no le confiera ventajas sobre V en
cualquiera otra esfera —cuidado médico superior, acceso a mejores escuelas
para sus hijos, oportunidades empresariales y así por lo demás—. Siempre y
cuando el cargo no sea un bien dominante, los titulares del cargo estarán en
relación de igualdad, o al menos podrán estarlo, con respecto a los hombres
y mujeres que gobiernan.
Pero, ¿qué sucedería si se eliminara el predominio, se estableciera la auto­
nomía de las esferas y la misma gente se mostrara exitosa en una esfera tras
de otra, triunfara en cada actividad y acumulara bienes sin necesidad de
conversiones ilegítimas? Ello ciertamente daría lugar a una sociedad desi­
gual, pero también mostraría del modo más contundente que una sociedad
de iguales no es una posibilidad factible. Dudo que algún argumento
igualitario sobreviva ante tal evidencia. He aquí a un individuo elegido libre­
mente por nosotros (sin relación con sus vínculos familiares o su riqueza per­
sonal) como nuestro representante político. Pero también es un empresario
audaz e inventivo. De joven estudió ciencias, obtuvo calificaciones sor­
prendentemente altas en cada asignatura e hizo importantes descubri­
mientos. En la guerra demostró una excepcional valentía y se hizo merecedor
a los más altos honores. Compasivo y admirado, es amado por cuantos lo
conocen. ¿Existen personas como éstas? Tal vez, pero yo tengo mis dudas. Es
posible narrar esta suerte de historias, pero las historias son ficciones: la
posibilidad de convertir poder, dinero o talento académico en fama legen­
daria. En todo caso, no hay tantas de estas personas como para constituir una
clase gobernante que nos domine a los demás. Ni pueden ser exitosos en cada
esfera distributiva, ya que hay algunas esferas en las que la idea del éxito no
tiene cabida. Ni tampoco sus hijos, bajo condiciones de igualdad compleja,
tienen posibilidades de heredar su éxito. Con mucho, los políticos, empre­
sarios, científicos, soldados y amantes más notables serán personas distintas,
y en la medida en que los bienes que posean acarreen la posesión de otros
bienes, no tenemos razón para temer sus logros.
La crítica del predominio y la dominación tiene como base un principio
distributivo abierto. Ningún bien social X ha de ser distribuido entre hombres y
mujeres que posean algún otro bien Y simplemente porque poseen Y sin tomar en
cuenta el significado de X. Éste es un principio que ha sido probablemente rei­
terado, en alguna u otra época, para cada Y que haya sido predominante.
Pero no ha sido enunciado con frecuencia en términos generales. Pascal y
Marx han insinuado la aplicación del principio contra toda posible "y ", y yo
he de intentar desarrollar tal aplicación. No habré de preguntar, por consi­
guiente, por los miembros de las compañías de Pascal — los fuertes o los
débiles, los hermosos o los menos agraciados—, sino por los bienes que ellos
comparten y dividen. El propósito del principio es el de captar nuestra aten­
34 LA ICUALDADCOM PLEJA

ción, mas no determina ni el compartimiento ni !a división. El principio nos


dispone a estudiar el significado de los bienes sociales, a examinar las distin­
tas esferas distributivas desde dentro.

T res p r in c ip io s d is t r ib u t iv o s

No es de esperarse que la teoría que desarrollemos vaya a ser elegante.


Ningún tratamiento del significado de los bienes sociales ni de las fronteras
de la esfera dentro de la cual operan legítimamente habrá de estar exento de
controversias. Tampoco existe un proced imiento definido para articular o co­
rroborar los diversos planteamientos. En el mejor de los casos, los argumen­
tos serán muy generales, reflejarán el carácter diverso y lleno de conflicto de
la vida social que buscamos simultáneamente comprender y regular — pero
no regular antes de comprender—. Pondré, por tanto, aparte toda pretensión
hecha con base en un criterio distributivo único, pues ningún criterio tal pue­
de corresponder a la diversidad de los bienes sociales. Tres criterios, no obs­
tante, parecen cumplir con los requisitos del principio abierto, y a menudo
han sido tenidos por el comienzo y el fin de la justicia distributiva, de modo
que tendré que decir algo acerca de cada uno de ellos: intercambio libre, me­
recimiento y necesidad; los tres poseen fuerza real, pero ninguno la tiene en
toda la gama de las distribuciones. Son parte de la historia, no el todo.

El intercambio libre

El intercambio libre es palmariamente abierto; no garantiza ningún resultado


distributivo en particular. En ningún momento de ningún proceso de inter­
cambio razonablemente denominado "libre" será posible predecir la división
particular de los bienes sociales que habrá de ocurrir en algún momento ulte­
rior.16 (Sin embargo, será posible predecir la estructura general de la divi­
sión.) Al menos en teoría, el intercambio libre crea un mercado en que todos
los bienes son convertibles en todos los otros bienes a través del medio neu­
tral del dinero. No hay bienes predominantes ni monopolios. De ahí que las
divisiones sucesivas que se produzcan hayan de reflejar de manera directa
los significados sociales de los bienes divididos, pues cada transacción, ope­
ración comercial, venta y adquisición habrá sido voluntariamente acordada
por mujeres y hombres que conocen ese significado por cuanto que éste ha
sido establecido por ellos. Cada intercambio es una revelación de significado
social. Así, por definición, ninguna X caerá en manos de quienes posean una
V, simplemente porque poseen V sin referencia a lo que X realmente significa
para algún otro miembro de la sociedad. El mercado es realmente plural en
sus operaciones y en sus resultados, infinitamente sensitivo a los significa­
dos que los individuos aparejan a los bienes. ¿Qué posibles restricciones

16 C/. Nozick en lo relativo a la "esquematización", Anarchy, Social State and Utopia |2|, pp.
155 ss.
LA IGUALDAD COMPLEJA 35

pueden ser entonces impuestas sobre el intercambio libre en nombre del


pluralismo?
Con todo, la vida cotidiana en el mercado, la experiencia real del inter­
cambio libre, es muy diferente a lo que la teoría sugiere. El dinero, supues­
tamente un medio neutral, es en la práctica un bien dominante y se ve mo­
nopolizado por individuos con un talento especial para la transacción y el
comercio — la gran destreza en la sociedad burguesa— . Entonces, otros in­
dividuos exigen la redistribución del dinero y el establecimiento del régimen
de la igualdad sim ple, empezando la búsqueda de algún medio para
mantener el régimen. Pero incluso si nos concentramos en el primer momen­
to no problemático de la igualdad simple —intercambio libre sobre la base
de partes proporcionales iguales— todavía necesitaremos determinar qué
cosas se pueden intercambiar por cuáles otras, pues el intercambio libre deja
las distribuciones íntegramente en las manos de los individuos, y los signifi­
cados sociales no están sujetos, o no siempre, a las decisiones interpretativas
de hombres y mujeres individuales.
Consideremos un ejemplo sencillo: el caso del poder político. Podemos
concebir el poder político como un conjunto de bienes de valor diverso: vo­
tos, influencia, cargos y cosas semejantes. Cada uno de estos bienes puede
ser manejado en el mercado y acumulado por individuos dispuestos a sacri­
ficar otros bienes. Incluso si los sacrificios son reales, el resultado sin embar­
go es una forma de tiranía —una leve tiranía, dadas las condiciones de la
igualdad simple— . Tuesto que estoy dispuesto a renunciar a mi sombrero,
votaré dos veces; y usted, que valora el voto menos de lo que valora mi som­
brero, no votará en absoluto. Sospecho que el resultado será tiránico incluso
con respecto a nosotros dos, que hemos llegado a un acuerdo voluntario. Es
ciertamente tiránico con respecto a todos los otros ciudadanos que ahora tie­
nen que someterse a mi desmedido poder. No que los votos no puedan ser
negociados; de acuerdo con cierta interpretación, de eso precisamente trata la
política democrática. Se ha sabido con certeza de políticos democráticos que
han comprado votos, o que han intentado comprarlos prometiendo inversio­
nes públicas que beneficiarían a grupos particulares de votantes. Pero esto es
hecho en público, con fondos públicos y sujeto al apoyo público. La operación
comercial privada es estorbada en virtud de lo que la política, o la política
democrática, es; o sea, en virtud de lo que hemos hecho al constituir la comu­
nidad política, y de lo que todavía pensamos acerca de ese hecho.
El intercambio libre no es un criterio general; no obstante, seremos capa­
ces de especificar las fronteras dentro de las cuales opera sólo por medio de
un cuidadoso análisis de los bienes sociales particulares. Habiendo desarro­
llado tal análisis, arribaremos en el mejor de los casos a un conjunto de fron­
teras con autoridad filosófica, y no por fuerza al conjunto que debería tener
autoridad política. El dinero se filtra a través de todas las fronteras —tal es la
forma primaria de la migración ilegal; dónde debería ser contenido es una
cuestión tanto de táctica como de principio— . No hacerlo en algún punto ra­
zonable tendrá consecuencias en toda la gama de las distribuciones, pero la
consideración de esto corresponde a otro capítulo.
36 LA IGUALDAD COMPLEJA

El merecimiento

Al igual que el intercambio libre, el merecimiento parece ser abierto y


diverso. Es posible imaginar una agencia neutral única dispensando recom­
pensas y castigos, infinitamente sensible a todas las formas del merecimiento
individual. Entonces el proceso distributivo sería efectivamente centralizado,
pero los resultados serían im predecibles y diversos. No habría bien
dominante alguno. Ninguna X sería distribuida sin atender a su significado
social, pues es conceptualmente imposible afirmar que X es merecida sin
atender a lo que X es. Todas las distintas compañías de hombres y mujeres
recibirían su recompensa adecuada. Sin embargo, no es fácil determinar
cómo funcionaría esto en la práctica. Tal vez tendría sentido decir, por ejem­
plo, que este encantador individuo merece ser amado. No tiene sentido decir,
sin embargo, que merece ser amado por esta (o por cualquier otra) mujer en
particular. Si él la ama mientras ella permanece indiferente a sus (reales)
encantos, ésa es su desventura. Dudo de que desearíamos que tal situación
fuese corregida por alguna agencia externa. El amor de hombres y mujeres
en particular, de acuerdo con nuestra noción de él, sólo puede ser distribuido
por los mismos hombres y mujeres en particular, y rara vez se guían en estos
asuntos por consideraciones de merecimientos.
El caso de la influencia es exactamente el mismo. Supongamos que hay
una mujer muy conocida por ser estimulante y alentar a otros. Tal vez me­
rezca ser un miembro influyente de nuestra comunidad. Pero no merece que
yo sea influido por ella o que yo siga su liderazgo. Ni querríamos que el
convertirme en su seguidor, por así decirlo, le fuera asignado por alguna
agencia capaz de hacer esa clase de asignaciones. Ella podrá esforzarse para
estimularme y alentarme y hacer todas las cosas que por lo común se deno­
minan estimulantes o motivadoras. Pero si yo (aviesamente) me niego a ser
estimulado y motivado por ella, no le niego nada que ella merezca. El mismo
argumento es válido por extensión con respecto a los políticos y a los ciuda­
danos ordinarios. Los ciudadanos no pueden cambiar sus votos por som­
breros: no pueden decidir individualmente cruzar la frontera que separa la
esfera política del mercado. Pero dentro de la esfera política toman decisiones
individuales; rara vez, de nuevo, se guían por consideraciones de mereci­
miento. No está claro que los cargos puedan ser merecidos —ésta es otra
cuestión que debo aplazar—, pero de ser así violaría nuestra noción de la
política democrática si fueran simplemente distribuidos por alguna agencia
central entre individuos con merecimientos.
Análogamente, por más que nosotros definamos las fronteras de la esfera
en que el intercambio libre haya de operar, el merecimiento no desempeñará
papel alguno dentro de tales fronteras. Supongamos que yo soy hábil para la
transacción y el comercio, de modo que acumulo gran número de hermosos
cuadros. Si suponemos, como hacen los pintores, que los cuadros son apro­
piadamente manejados en el mercado, entonces no hay nada de reprensible
en mi posesión de los cuadros. Mi derecho es legítimo. Pero sería extrava­
gante decir que merezco tenerlos simplemente porque soy bueno para
LA IGUALDAD COMPLEJA 37

negociar y comercializar. El merecimiento parece requerir un vínculo es-


pocialmente estrecho entre los bienes particulares y las personas particulares,
mientras que la justicia sólo en ocasiones requiere un vínculo tal. Aún así,
podríamos insistir en que sólo la gente artísticamente cultivada, aquella que
merece poseer cuadros, debería poseerlos, en efecto, y no es difícil imaginar
un mecanismo distributivo. El Estado podría comprar todos los que se
pusieran a la venta (pero los artistas tendrían que tener una licencia, a fin de
que no hubiera un número interminable de ellos), los evaluaría y luego los
distribuiría entre personas artísticamente cultivadas, adjudicando los me­
jores a las hipercultivadas. El Estado realiza algo semejante, a veces, con
respecto a cosas que la gente necesita — como con la atención médica, por
ejemplo— , pero no con respecto a cosas que la gente merece. Existen aquí
dificultades prácticas, sin embargo yo vislumbro una razón más profunda
para esta distinción. El merecimiento no posee el carácter urgente de la nece­
sidad y no implica tener (poseer y consumir) de la misma manera. Por con­
siguiente, estamos dispuestos a aceptar la separación de los propietarios de
cuadros y de personas artísticamente cultivadas, o bien no estamos dis­
puestos a admitir el tipo de interferencia que, en el mercado, sería necesaria
para acabar con tal separación. Naturalmente, el suministro público siempre
es posible junto al mercado, de modo que podríamos alegar que las personas
artísticamente cultivadas merecen no cuadros sino museos. Tal vez lo me­
rezcan, pero no merecen que el resto de nosotros contribuya con dinero o con
fondos públicos para la adquisición de obras de arte o la construcción de
edificios. Tendrán que persuadirnos de que vale la pena gastar en obras
de arte, tendrán que estimular y alentar nuestra propia cultura artística. Y
si no lo logran, entonces su amor al arte resultará ser "im potente y un
infortunio".
Pero aunque estuviésemos en posibilidad de ordenar la distribución de
amor, influencia, cargos, obras de arte y demás a poderosos árbitros del
merecimiento, ¿de qué manera podríamos seleccionarlos? ¿Cómo es posible
que alguien merezca una posición así? Sólo Dios, conocedor de los secretos
que anidan en el corazón de los hombres, podría efectuar las distribuciones
necesarias. Si los seres humanos tuvieran que encargarse de dicha tarea, el
mecanismo distributivo sería acaparado en poco tiempo por alguna banda
de aristócratas (como se llamarían a sí mismos) con una concepción fija acerca
de lo que es mejor y más meritorio, e insensibles hacia las diversas pre­
ferencias de sus conciudadanos. Entonces el merecimiento dejaría de ser un
criterio pluralista y nos encontraríamos cara a cara con un nuevo conjunto
(aunque de vieja especie) de tiranos. Verdad es que elegimos a personas
como árbitros del merecimiento (para fungir como jurados, por ejemplo, o
para adjudicar premios), y sería conveniente considerar después cuáles son
las prerrogativas de un jurado; pero es importante recalcar aquí que dichos
árbitros operan dentro de una gama estrecha. El m erecim iento es una
exigencia seria, aunque exige juicios difíciles, y sólo en condiciones muy
especiales produce distribuciones específicas.
38 LA IGUALDAD COMPLEJA

La necesidad

Finalmente, el criterio de la necesidad. "A cada quien de acuerdo con sus


necesidades" generalmente pasa por ser la mitad distributiva de la famosa
máxima de Marx: hemos de distribuir la riqueza de la comunidad de modo
que las necesidades de sus miembros sean satisfechas.17 Una propuesta via­
ble, pero radicalmente incompleta. De hecho, la primera mitad de la máxima
es también una propuesta distributiva, mas no se corresponde con la regla de
la segunda mitad. "Cada quien de acuerdo con su capacidad" sugiere que las
plazas de trabajo deberían ser distribuidas (o que mujeres y hombres
deberán ser reclutados para el trabajo) sobre la base de las cualidades indivi­
duales. Pero los individuos no necesitan en sentido evidente alguno las pla­
zas de trabajo para las cuales están calificados. Tal vez escaseen esas plazas y
haya gran número de candidatos calificados: ¿cuáles de entre ellos las necesi­
tan con mayor urgencia? Si sus necesidades materiales ya han sido satis­
fechas, tal vez no necesiten trabajar en absoluto. O si en algún sentido no
material todos necesitan trabajar, entonces esa necesidad no establecerá dis­
tinciones entre ellos —al menos no a primera vista—. Sería de cualquier ma­
nera extraño pedirle a un comité de selección en busca de un director de
hospital, hacer su elección tomando en cuenta más las necesidades de los
candidatos que las necesidades de la institución y de los pacientes. Sin
embargo, el último conjunto de necesidades, aun no siendo objeto de desa­
cuerdos políticos, no producirá ni una sola decisión distributiva.
Tero la necesidad tampoco funcionará para muchos otros bienes. La má­
xima de Marx no es de utilidad para la distribución de poder político, honor
y fama, veleros, libros raros u objetos bellos de la clase que sea. Éstas no son
cosas que alguien, hablando estrictamente, necesite. Incluso si adoptamos
una posición más amplia y definimos el verbo necesitar como lo hacen los
niños, esto es, como la forma más fuerte del verbo querer, ni así obtendremos
un criterio distributivo adecuado. La clase de cosas que he enunciado no
puede ser igualmente distribuida entre individuos con necesidades iguales
porque algunas de ellas generalmente, y otras necesariamente, son escasas, y
otras no pueden ser poseídas a menos que otros individuos, por razones pro­
pias, estén de acuerdo en quién ha de poseerlas.
La necesidad genera una esfera distributiva particular dentro de la cual
ella misma es el principio distributivo apropiado. En una sociedad pobre,
una gran proporción de riqueza social sería llevada hasta esta esfera. Pero
dada la variedad de bienes que surgen de cualquier vida común, incluso
cuando es vivida a un nivel material muy bajo, otros criterios distributivos
operarán siempre paralelamente a la necesidad, y siempre será necesario
preocuparse por las fronteras que demarcan unos criterios de otros. Dentro
de su esfera, la necesidad ciertamente satisface los requisitos de la regla
general distributiva acerca de X y Y. Los bienes que se distribuyen a
personas necesitadas de ellos en proporción a su necesidad no son, desde
17Marx, "Gotha Program" [1], p. 23.
LA IGUALDAD COMPLEJA 39

luego, dominados por ningún otro bien. Lo importante no es el poseer Y,


sino el carecer de X. Sin embargo, creo que ahora podemos apreciar que cual­
quier criterio, sea cual fuere su fuerza, cumple con la regla general dentro de
su propia esfera y en ninguna otra más. Éste es el efecto de la regla: bienes
diversos a diversos grupos de hombres y mujeres, de acuerdo con razones
diversas. Hacer esto bien, o hacerlo medianamente bien, equivale sin embar­
go a rastrear el mundo social íntegro.

J e r a r q u ía s y s o c ie d a d e s d e c a s t a s

0 más bien, consiste en rastrear un mundo social particular, toda vez que el
análisis que yo propongo es de carácter perentorio y fenomenología). No
producirá ni un mapa ideal ni un plan maestro, sino un mapa y un plan
adecuados a las personas para quienes es delineado y cuya vida común
refleja. El objetivo es, por supuesto, una reflexión especial que escoge aque­
llas interpretaciones más profundas de los bienes sociales no necesariamente
reflejadas en la práctica cotidiana del predominio y el monopolio. Pero, ¿qué
tal si no existen tales interpretaciones? Todo el tiempo he dado por supuesto
que los significados sociales exigen la autonomía, o la relativa autonomía, de
las esferas distributivas, y así ocurre la mayoría de las veces. Sin embargo, no
es imposible imaginar una sociedad donde el predominio y el monopolio
no sean violaciones sino la observancia de los significados, donde los bienes
sociales son entendidos en términos jerárquicos. En la Europa feudal, por
ejemplo, la ropa no era una mercancía (como lo es ahora) sino un emblema
de rango. El rango dominaba la vestimenta. El significado de ésta se configu­
raba a imagen del orden feudal. Vestirse con un refinamiento que a uno no le
correspondía era una clase de mentira, pues enunciaba un juicio falso acerca
de quién era uno. Cuando un rey o un primer ministro se vestían como un
sujeto común a fin de enterarse de las opiniones de sus súbditos, practicaban
una especie de engaño político. Por otra parte, las dificultades para hacer
valer el código de la vestimenta (las leyes suntuarias) sugieren que siempre
hubo un sentido alternativo al significado de aquélla. Uno puede empezar a
reconocer, al menos en algún punto, las fronteras de una determinada esfera
dentro de la cual la gente viste de acuerdo con lo que puede permitirse, de
acuerdo con lo que está dispuesta a gastar, o de acuerdo con la manera en
que quiere lucir. Las leyes suntuarias pueden ser todavía observadas, pero
hoy en día es posible dirigir argumentos igualitaristas en contra de ellas,
como de hecho lo hace la gente común.
¿Es posible imaginar una sociedad donde todos los bienes sean jerárqui­
camente concebidos? Tal vez el sistema de castas de la antigua India haya
tenido esta forma (aunque tal suposición es muy amplia, por lo que sería
prudente dudar de su verdad, ya que, para empezar, el poder político parece
haber escapado siempre a las leyes de la casta). Nosotros entendemos a las
castas como grupos rígidamente segregados, y al sistema de castas como una
40 LA IGUALDAD COMPLEJA

"sociedad plural", como un mundo de fronteras.18 Pero el sistema es consti­


tuido por una extraordinaria integración de significados. Prestigio, riqueza,
conocimiento, cargo, ocupación, alimentación, vestido e incluso el bien social
de la conversación: todos están sujetos a la disciplina lo mismo intelectual
que física de las jerarquías. Y la jerarquía misma es determinada por el valor
único de la pureza ritual. Es posible cierta clase de movilidad colectiva, pues
las castas o subcastas pueden cultivar los rasgos externos de la pureza y
(dentro de severos límites) subir de posición en la escala social. El sistema
descansa como un todo sobre una doctrina religiosa que promete igualdad
de oportunidades, no en esta vida sino en el transcurso de las vidas del alma.
La condición del individuo aquí y ahora "es el resultado de su conducta du­
rante su última reencarnación [...] y de ser insatisfactoria puede ser reme­
diada adquiriendo méritos en esta vida presente, que habrán de mejorar su
condición en la siguiente".19 No debemos suponer que en algún momento la
persona esté del todo satisfecha con la desigualdad absoluta. Sin embargo,
las distribuciones aquí y ahora son parte de un solo sistema, en gran medida
nunca desafiado, en el que la pureza predomina sobre otros bienes —y el na­
cimiento y la sangre predominan sobre la pureza—. Los significados sociales
se traslapan y adquieren cohesión.
Mientras más perfecta sea la cohesión menos se podrá pensar en la igual­
dad compleja. Todos los bienes son como coronas y cetros en la monarquía
hereditaria. No hay espacio, ni criterios, para distribuciones autónomas. Sin
embargo, ni siquiera las monarquías hereditarias se constituyen de una
manera tan simple. La interpretación social del poder real comúnmente im­
plica cierta noción de la gracia divina, o del don mágico, o de la perspicacia
humana, y estos criterios para el desempeño de cargos son potencialmente
independientes del nacimiento y la sangre. Lo mismo ocurre con la mayoría
de los bienes sociales: éstos son imperfectamente integrados en sistemas más
amplios, pero algunas veces son interpretados de acuerdo con sus propios
términos. La teoría de los bienes explícita interpretaciones de esta especie
(donde las haya) y la teoría de la igualdad compleja las explota. Decimos, por
ejemplo, que es tiránico que un individuo sin gracia ni don ni perspicacia
ocupe el trono. Tal es apenas la primera y más obvia de las tiranías, y es
posible dar con muchas otras.
La tiranía es siempre de carácter específico: el desbordamiento de alguna
frontera particular, la violación de algún significado social en particular. La
igualdad compleja exige la defensa de las fronteras; funciona mediante la
diferenciación de bienes, tal como la jerarquía funciona mediante la dife­
renciación de personas. Tero sólo podemos hablar de un régimen de igualdad
compleja cuando hay muchas fronteras por defenderse. Cualquiera que sea

'* ). H. Hutton, Coste in indio: lis Nature. Tunclum and (higins (4a. cd., Bombay, 1963), pp. 127-
128. También he consultado a Céléstin Bouglé, Essay oit the Coste System, tr. de D. F. Pocock
(Cambridge, Inglaterra, 1971), esp. la parte II, caps. 3 y 4; y a Louis Dumont, Hamo Hiemrchus:
The Coste System and lis Implieolions (ed. inglesa revisada, Chicago, 1980).
19 Hutton, Coste in India [17], p. 125.
LA IGUALDAD COMPLEJA 41

mi número no puede ser determinado; un número cerrado no existe. La


¡Igualdad sim ple es más sencilla: un bien predom inante am pliam ente
distribuido hace igualitaria a una sociedad. Pero la complejidad es difícil:
¿cuántos bienes deben de ser autónomamente concebidos antes de que las
relaciones que regulan puedan convertirse en relaciones entre mujeres y
hombres iguales? No existe una respuesta concreta y por consiguiente no
existe un régim en ideal. Pero tan pronto em pezam os a distinguir los
significados y a demarcar las esferas distributivas, nos embarcamos en una
empresa igualitaria.

El e n t o r n o d e l p l a n t e a m ie n t o

1.a comunidad política es el entorno adecuado a esta empresa. En efecto, no


es un mundo distributivo que se contenga a sí mismo: sólo el mundo es un
mundo distributivo que se contiene a sí mismo, y la ciencia-ficción contem­
poránea nos invita a especular en tomo a una época donde ello no sea más
realidad. Los bienes sociales son compartidos, divididos e intercambiados
a través de fronteras políticas. El monopolio y el predominio operan casi
tan fácilmente más allá de las fronteras como dentro de ellas. Las cosas
son movidas y la gente se mueve de aquí hacia allá atravesando las de­
marcaciones. No obstante, la comunidad política es lo que más se acerca a un
mundo de significados comunes. El lenguaje, la historia y la cultura se unen
(aquí más que en ningún otro lado) para producir una conciencia colectiva.
Concebido como un conjunto mental fijo y permanente, el carácter nacional
es obviamente un mito; pero el compartir sensibilidades e intuiciones por los
miembros de una comunidad histórica es un hecho de la vida. En ocasiones
no coinciden las comunidades políticas e históricas, y en la actualidad puede
haber un número creciente de Estados en el mundo donde las sensibilidades
y las intuiciones no sean automáticamente compartidas, pero el comparti­
miento tiene lugar en unidades más pequeñas. Entonces, tal vez debamos
buscar algún medio para ajustar las decisiones distributivas a las exigencias
de tales unidades. Sin embargo, este ajuste debe ser articulado políticamente,
y su carácter preciso dependerá de las interpretaciones compartidas entre los
ciudadanos acerca del valor de la diversidad cultural, la autonomía local, y
así con lo demás. A estas interpretaciones debemos apelar cuando formula­
mos nuestros planteamientos — todos nosotros, no nada más los filósofos—,
pues en cuestión de moral, argumentar es simplemente apelar a significados
comunes.
Por lo demás, la política establece sus propios vínculos de comunidad. En
un mundo de Estados independientes, el poder político es un monopolio
local. Estos hombres y mujeres, diríamos, modelan su propio destino sean
cuales fueren las restricciones. O se afanan lo mejor que pueden para mo­
delar su propio destino. Y si su destino está sólo parcialmente en sus manos,
entonces se afanan por completo de esta manera. Son ellos quienes deciden
hacer más severos o flexibilizar los criterios distributivos, centralizar o
42 LA IGUALDAD COMPLEJA

descentralizar los procedimientos, intervenir o no en ésta o en otra esfera dis­


tributiva. Probablemente un conjunto de líderes tomen las decisiones reales,
pero los ciudadanos deberán estar en condiciones de reconocerlos como sus
líderes. Si los líderes son crueles o estúpidos o interminablemente venales,
como a menudo ocurre, los ciudadanos, o algunos de ellos, intentarán rem­
plazados luchando por la redistribución del poder político. La lucha será
configurada por las estructuras institucionales de la comunidad —es decir,
por los resultados de las luchas anteriores— . La política del presente es
producto de la política del pretérito. Establece un marco ineludible para la
consideración de la justicia distributiva.
Ésta es una última razón para adoptar la concepción de la comunidad po­
lítica como un entorno, razón que habré de exponer con amplitud en el pró­
ximo capítulo. La comunidad es en sí misma un bien —verosímilmente el
bien más importante— que es distribuido. Pero es un bien que sólo puede
ser distribuido acogiendo a los individuos, y aquí todos los sentidos de esta
última expresión son pertinentes: los individuos deben ser físicamente admi­
tidos y políticamente recibidos. De ahí que la pertenencia no pueda ser
repartida por una agencia externa; su valor depende de una decisión interna.
Si no hubiese comunidades capaces de tomar tales decisiones, no habría en
este caso bien alguno que valiera la pena distribuir.
La única opción viable para la comunidad política es la humanidad
misma, la sociedad de naciones, el globo entero. Tero si tomáramos al globo
como nuestro entorno, tendríamos que imaginar algo que todavía no existe:
una comunidad que incluyera a todos los hombres y mujeres de todas
partes. Tendríamos que inventar un conjunto de significados comunes para
estos individuos, evitando de ser posible la enunciación de nuestros propios
valores. Y tendríamos que pedirles a los miembros de esta comunidad hipo­
tética (o a sus representantes hipotéticos) que se pusieran de acuerdo entre
ellos acerca de cuáles procedimientos y esquemas de conversión han de
considerarse justos. El contractualismo ideal o la comunicación no distorsio­
nada, que representa una aproximación a la justicia en comunidades particu­
lares — mas no la mía—, podría bien ser la única aproximación al mundo
como un todo.20 Pero sea cual fuere el acuerdo hipotético, no podría cumplir­
se sin destruir los monopolios políticos de los Estados existentes y sin centra­
lizar el poder en un nivel global. Por consiguiente, el acuerdo (o su cumpli­
miento) produciría no una igualdad compleja sino una igualdad simple, en
caso de que el ptxíer fuera predominante y ampliamente compartido; o sólo
una tiranía si el poder fuese detentado, como muy probablemente sería, por
un conjunto de burócratas internacionales. En el primer caso, los pueblos del
mundo tendrían que vivir con las dificultades que he descrito: la continua
reaparición de los privilegios locales, la continua reafirmación del estatismo
planetario. En el segundo caso, tendrían que vivir con dificultades aún ma­
yores. Algo más tendré que decir acerca cíe estas dificultades después, pues

20 Véase Charles Bcitz, Political Tlteoiy ami InUrnalioiml Relations (Princeton, 1979), parte III,
en un esfuerzo por aplicar el contractualismo ideal de Rawls a la sociedad internacional.
LA IGUALDAD COMPLEJA 43

ahora las considero razón suficiente para limitarme a ciudades, países y


listados que durante largo tiempo han configurado su propia vida interna.
Por lo demás, respecto a la pertenencia surgen importantes interrogantes
entre y en mitad de tales comunidades; trataré de concentrarme en ellas y de
traer a la luz todas las ocasiones en que los ciudadanos comunes se ocupan
de esos interrogantes. La teoría de la igualdad compleja puede ser extendida,
hasta cierto punto, desde las comunidades particulares hasta la sociedad de
las naciones; la extensión presenta la ventaja de que no discurrirá abrupta­
mente por encima de interpretaciones y decisiones locales. Sólo por esa ra­
zón no originará un sistema uniforme de distribuciones a lo largo y ancho
del globo, y sólo empezará a tratar los problemas planteados por la pobreza
masiva en muchas partes del planeta. No creo que este comienzo sea insigni­
ficante; de cualquier manera no puedo ir más allá de él. Hacerlo así requeri­
ría una teoría diferente, la que tendría como objeto no la vida común de los
ciudadanos sino las relaciones más remotas entre los Estados: sería entonces
una teoría diferente, en un libro diferente y en otro tiempo.
H. LA PERTENENCIA

M ie m b r o s y e x t r a ñ o s

La idea de la justicia distributiva presupone un mundo con demarcaciones


dentro del cual las distribuciones tengan lugar: un grupo de hombres y
mujeres ocupado en la división, el intercambio y el compartimiento de los
bienes sociales, en primer lugar entre ellos mismos. Ese mundo, como he
afirmado, es la comunidad política, donde sus miembros se distribuyen el
poder entre sí y evitan, tanto como puedan, compartirlo con alguien más.
Cuando pensamos en la justicia distributiva pensamos en ciudades o países
independientes con la capacidad de diseñar, justa o injustam ente, sus
propios esquemas de división e intercambio. Damos por supuesto un grupo
establecido y una población fija, con lo cual se nos escapa la primera y más
importante pregunta distributiva: ¿cómo está constituido ese grupo?
No me refiero a cómo haya sido constituido. Me interesan aquí no los orí­
genes históricos de los diferentes grupos, sino las decisiones que éstos toman
en el presente acerca de su población actual y futura. El bien primario que
distribuimos entre nosotros es el de la pertenencia en alguna comunidad hu­
mana. Y lo que hagamos respecto a la pertenencia estructurará toda otra op­
ción distributiva: determina con quién haremos aquellas opciones, de quién
requeriremos obediencia y cobraremos impuestos, a quién asignaremos
bienes y servicios.
Los hombres y las mujeres sin alguna pertenencia a algún sitio son
personas sin patria. Tal condición no excluye todo tipo de relación distributi­
va: los mercados, por ejemplo, están comúnmente abiertos a todo concu­
rrente. Tero los no-miembros son vulnerables y están desprotegidos en tales
casos. Si bien participan libremente en el intercambio de bienes, no tienen
parte en los bienes compartidos. Están aislados de la previsión comunitaria,
de la seguridad y el bienestar. Incluso aquellos aspectos de la seguridad y el
bienestar que, como la salud pública, son colectivamente distribuidos, no es­
tán garantizados a los no-miembros, ya que éstos no tienen un lugar garan­
tizado en la colectividad y siempre estarán expuestos a ser expulsados. La
condición de quien no tiene patria es de infinito peligro.
La pertenencia y la no pertenencia no son el único conjunto de posibili­
dades; o, para nuestros propósitos, no el más importante. Es también posible
ser miembro de un país rico o pobre, vivir en un país densa o escasamente
poblado, estar sometido a un régimen autoritario o ser ciudadano en una
democracia. Siendo el hombre un ser altamente móvil, numerosas personas
intentan por lo regular cambiar su residencia y pertenencia, moviéndose de
ambientes desfavorables a otros favorables. Los países libres y prósperos son

44
LA PERTENENCIA 45

sitiados por los solicitantes como las universidades de élite. Estos países
tienen que decidir acerca de su tamaño y carácter. Con mayor precisión,
como ciudadanos de un país así tenemos que decidir a quién podríamos
admitir, si deberíamos dejar la admisión abierta, si podríamos escoger entre
los solicitantes, y cuáles serían los criterios adecuados para distribuir la
pertenencia.
Los pronombres en plural que he utilizado al formular estas preguntas
sugieren su respuesta convencional: nosotros, al ser ya miembros, efectua­
mos la selección según nuestra propia noción de la pertenencia en nuestra
comunidad y de acuerdo con la clase de comunidad que deseamos tener. La
pertenencia es un bien social que se constituye por nuestras nociones; su
valor es determinado por nuestro trabajo y nuestra conversación; después,
nosotros mismos (¿quién más podría hacerlo, si no?) nos encargamos de su
distribución. Mas no lo distribuimos entre nosotros, al ya ser nuestro. Lo
otorgamos a los extraños. Por tanto, la selección es determinada también por
nuestra relación con aquéllos: no sólo por nuestra noción de tales relaciones
sino también por los contactos, conexiones y alianzas actuales que hemos
establecido; y por los resultados logrados más allá de nuestras fronteras. Yo
me he de concentrar en primer lugar en los extraños, en sentido literal; es de­
cir, en aquellos hombres y mujeres con quienes, por así decirlo, nos topamos
por primera vez. No sabemos quiénes son ni qué piensan, aun así los reco­
nocemos como hombres y mujeres. Son como nosotros, pero no son uno de
nosotros, de modo que cuando decidimos su pertenencia debemos conside­
rarlos a ellos tanto como a nosotros mismos.
No trataré de volver a contar aquí la historia de las ideas occidentales so­
bre los extraños. En una serie de lenguas antiguas, el latín entre ellas, el
extraño y el enemigo son designados con la misma palabra. Sólo con lenti­
tud, a través de un largo proceso de prueba y error, hemos llegado a distin­
guir uno del otro y a reconocer que, bajo ciertas circunstancias, los extraños
(y no así los enemigos) pueden tener derecho a nuestra hospitalidad, a
nuestro socorro y a nuestra buena voluntad. Este reconocimiento puede ser
formalizado como el principio de la asistencia mutua, que indica las obliga­
ciones que debemos, como ha escrito Rawls, "no sólo a individuos definidos,
digamos a aquellos que cooperan en algún contexto social, sino a las per­
sonas en g en eral".1 La asistencia mutua se extiende por medio de las
fronteras políticas (y también por medio de las culturales, religiosas y
lingüísticas). La fundamentación filosófica de este principio es difícil de
expl icitar; su historia proporciona su fundamento práctico. Dudo que Rawls
tenga razón al señalar que podemos establecerlo simplemente al imaginar
"cóm o sería la sociedad si esta obligación fuese ig n orad a",12 pues la
ignorancia no es tema dentro de una sociedad particular; la cuestión surge

1 John Rawls, A Tluvty o f Justic? (Cambridge, Mass., 1971), p. 115. Theodore M. Benditt ofrece
un útil análisis de la asistencia mutua como un posible derecho en Righls (Totowa, N. J., 1972),
cap. 5.
2 Rawls, A Tlunry a f Jiistice 111, p. 339.
46 LA PERTENENCIA

sólo entre los individuos que no comparten o no saben que comparten una
vida común. Quienes así lo hacen tienen obligaciones tanto más fuertes.
Es la ausencia de cualquier criterio de cooperación lo que dispone el
contexto para la asistencia mutua: dos extraños se encuentran en el mar o en
el desierto o, como en la historia del Buen Samaritano, al lado del camino. De
ninguna manera es claro qué debe el uno al otro, pero en tales casos solemos
decir que la asistencia positiva es necesaria si í) ésta es necesitada o urgen­
temente necesitada por una de las partes; y 2) si los riesgos y los costos por
proporcionarla son relativamente bajos para la otra parte. Dadas estas
condiciones, habré de detenerme y socorrer al extraño en desgracia donde­
quiera que lo encuentre, sea cual fuere su pertenencia o la mía. Ésta es nues­
tra moral; supuestamente, también es la suya. Además, es una obligación
que puede ser promulgada en poco más o menos los mismos términos a un
nivel colectivo. Hemos de socorrer a los extraños menesterosos a quienes de
alguna manera descubramos entre nosotros o andando en el camino. Pero el
límite para los costos y los riesgos en tales casos es fijado con tixia claridad.
No llevaré al herido a mi casa, más que por un momento, y en realidad no
tengo que hacerme cargo de él ni asociarme a él para el resto de mi vida. Mi
vida no puede configurarse o determinarse por tales encuentros fortuitos. El
gobernador John Winthrop, argumentando en contra de la libre migración a
la nueva comunidad puritana de Massachusetts, insiste en que este derecho a
rehusarse se aplica también a la asistencia mutua colectiva: "Por lo que se re­
fiere a la hospitalidad, esta regla no obliga más que en alguna ocasión par­
ticular, no para efectos de una residencia continua."3 Sólo de manera gradual
podré definir si la posición de Winthrop es defendible o no. Ahora sólo quie­
ro referirme a la asistencia mutua como a un (posible) principio extemo para
la distribución de la pertenencia, principio que no depende de la concepción
preponderante de la pertenencia dentro de una sociedad en particular. La
fuerza del principio es incierta, en parte por su propia vaguedad, en parte
porque a veces marcha en contra de la fuerza intema de los significados
sociales. Estos significados pueden ser especificados, y de hecho lo son, me­
diante el proceso de toma de decisiones de la comunidad política.
Podríamos optar por un mundo sin significados particulares ni comunida­
des políticas, donde nadie fuera miembro o "perteneciera" a un único Estado
global. Ambas son formas de la simple igualdad respecto a la pertenencia. Si
todos los seres humanos fueran extraños entre sí, si todos los encuentros
tuvieran lugar en el mar o en el desierto o en algún lugar junto al camino, en­
tonces no habría pertenencia alguna para ser distribuida. La política de
admisiones no sería tema alguno. Dónde, cómo y con quién viviríamos,
dependerían primero de nuestros deseos individuales y más tarde de
nuestras relaciones personales y de nuestros negocios. La justicia no sería
otra cosa que no-coerción, buena fe y buen samaritanismo — una cuestión
íntegramente de principios externos— . Si por contraste todos los seres

3 John Winthrop, en PoUtical Ideas: 1558-1794, Edmund S. Morgan, comp. (Indianapolis, 1965),
p. 146.
LA PERTENENCIA 47

humanos fueran miembros de un Estado global, la pertenencia ya habría


sido distribuida, a saber, igualmente, y no habría más por hacer. La primera
de estas circunstancias implica una especie de liberalismo global, la segunda,
un especie de socialismo global. Ambas son condiciones bajo las cuales la
distribución de la pertenencia nunca se daría. O no habría un status así para
ser distribuido, o bien éste simplemente le llegaría (a cada quien) con el
nacimiento. Pero ninguna de tales circunstancias es factible en un futuro
previsible; hay argumentos de peso, que he de examinar posteriormente, en
contra de ambas. De cualquier manera, mientras los miembros y los extraños
sean dos grupos distintos, como de hecho lo son, tienen que tomarse decisio­
nes sobre la admisión, y hombres y mujeres entonces serán aceptados o
rechazados. En virtud de los requisitos indeterminados de la asistencia
mutua, estas decisiones no se ven determinadas por ninguna norma amplia­
mente aceptada. Por eso las políticas de admisión de las naciones rara vez
son criticadas, excepto cuando se sugiere que el único criterio pertinente sea
el de la caridad, no el de la injusticia. Es posible que una crítica más pro­
funda llevara a negar la distinción entre miembros y extraños. No obstante,
he de intentar defender la distinción y después describiré los principios
internos y externos que rigen la distribución de la pertenencia.
El planteamiento exigirá una cuidadosa revisión tanto de la migración
como de las políticas de naturalización. Pero antes vale la pena hacer notar
que existen ciertas semejanzas entre los extraños en una esfera política (los
emigrantes) y los descendientes en el tiempo (la prole). Los hombres in­
gresan a un país al nacer de padres ya establecidos allí, y lo mismo ocurre al
cruzar una frontera. Ambos procesos pueden ser controlados. En el primer
caso, sin embargo, a menos de que practiquemos un infanticidio selectivo,
habremos de vérnoslas con individuos no nacidos y, por tanto, desconocidos.
Los subsidios para las familias numerosas y los programas de control natal
determinan sólo el tamaño de la población, no las características de sus
habitantes. Desde luego, podríamos conceder el derecho de dar a luz
diferencialmente a diversos grupos de padres estableciendo cuantificadores
étnicos (como el cuantificador del país de origen en las políticas migratorias)
o cuantificadores de clase o inteligencia, o permitiendo que certificados de
derecho a dar a luz se negocien en el mercado. Éstos son procedimientos
para regular quién tiene hijos y configurar el carácter de la población futura.
Existen, sin embargo, procedimientos indirectos e ineficientes, incluso en
relación con la etnicidad, a menos de que el Estado también regule el ma­
trimonio y la asimilación. A falta incluso de esto, la política requerirá niveles
de coerción muy altos y seguramente inaceptables: el predominio del poder
político sobre el amor y la afinidad. De modo que el problema más im­
portante de las políticas públicas es sólo el tamaño de la población —su
crecimiento, su estabilidad, su decaimiento— . ¿A cuántas personas les
distribuiremos la pertenencia? Los interrogantes más importantes y filo­
sóficos — ¿a qué clase de gente?, y ¿a qué gente en particular?— sobresalen
con toda claridad cuando consideramos los problemas involucrados en la
admisión o el rechazo de los extraños.
48 LA PERTENENCIA

A n a l o c ía s : VECINDADES, CLUBES Y FAMILIAS

Er» parte, las políticas de admisión se planean de acuerdo con criterios acerca
de las condiciones económicas y políticas en el país anfitrión, en parte de
acuerdo con argumentos acerca del carácter y el "destino" del país anfitrión,
y en parte de acuerdo con criterios acerca del carácter de los países (comuni­
dades políticas) en general. Estos últimos son los más importantes, al menos
en teoría, pues nuestra noción de los países en general determinará si algún
país en particular tiene el derecho que usualmente invoca: el de distribuir la
pertenencia según (sus propias) razones particulares. Pero muy pocos de
nosotros tenemos alguna experiencia directa de lo que un país es o de qué
significa ser miembro de él. A menudo tenemos fuertes sentimientos por
nuestro propio país, pero nuestras percepciones acerca de él son muy vagas.
Como comunidad política (más que como lugar) es, después de todo, invisi­
ble; en realidad, sólo vemos sus símbolos, sus jerarquías y sus representantes.
Sospecho que lo comprenderemos mejor si lo comparamos con otras asocia­
ciones más pequeñas cuyas dimensiones podemos concebir mejor, pues
todos somos miembros de grupos formales o informales de muchas clases y
conocemos sus procesos íntimamente. Todos estos grupos tienen, necesaria­
mente además, políticas de admisión. Aunque nunca hayamos prestado ser­
vicios como funcionarios estatales, ni hayamos emigrado de un país a otro,
todos tenemos la experiencia de haber aceptado o rechazado a extraños,
y todos tenemos la experiencia de haber sido aceptados o rechazados. Quie­
ro apelar a tales experiencias. Mi argumentación se desarrollará mediante
una serie de someras comparaciones en el curso de las cuales el significado
de la pertenencia, me parece, habrá de hacerse cada vez más claro.
Consideremos entonces tres posibles analogías para la comunidad políti­
ca: podemos pensar en tos países como vecindades, clubes o familias. La lista
desde luego no es exhaustiva, pero servirá para ilustrar ciertos aspectos
claves de la admisión y la exclusión. Las escuelas, las burocracias y las com­
pañías, si bien poseen algunas características de los clubes, distribuyen status
social y económico lo mismo que pertenencia. Los tomaré por separado.
Muchas asociaciones domésticas son parasitarias para sus miembros al con­
fiar en otras asociaciones para sus procedimientos: los sindicatos dependen
de las políticas de empleo de las compañías; las organizaciones de padres de
familia y maestros dependen de la apertura de las vecindades o de la selec­
tividad de las escuelas privadas. Los partidos políticos son generalmente
como los clubes; las congregaciones religiosas son a menudo planeadas para
asemejarse a una familia. ¿A qué se deben parecer los países?
La vecindad es una asociación humana sumamente compleja; no obstante,
contamos con cierta noción de lo que ella es — noción al menos parcialmente
reflejada (aunque también crecientemente desafiada) por la ley contem­
poránea estadunidense— . Es una asociación sin una política de admisión
organizada o legalmente obligatoria. Los extraños pueden ser bienvenidos o
no, mas no pueden ser admitidos o excluidos. Claro está que ser bienvenido
o no serlo es a veces lo mismo que ser admitido o excluido, pero la distinción
LA PERTENENCIA 49

09 teóricamente importante. En un principio, los individuos y las familias se


mudan a una vecindad por razones propias; escogen pero no son escogidos.
O, mejor dicho, en la ausencia de controles legales, el mercado controla sus
movimientos. Si se mueven o no es determinado no sólo por su propia elec­
ción sino también por su habilidad para encontrar una plaza de trabajo y un
lugar para vivir (o en una sociedad distinta a la nuestra, para encontrar una
fábrica-comuna o una cooperativa de apartamientos que los acoja). De forma
ideal, el mercado funciona independientemente de la estructura existente en
la vecindad. El Estado ratifica tal independencia rehusando hacer cumplir
alianzas restrictivas y actuando para prevenir o minimizar la discriminación
en el empleo. No hay instrumentos institucionales que puedan garantizar la
"pureza étnica" —si bien las leyes de confinamiento en ocasiones impongan
la segregación racial— 4 Con relación a cualquier criterio formal, la vecindad
es una asociación fortuita, "no una selección, sino más bien un espécimen de
la vida como un todo [...). Merced a la indiferencia misma del espacio", como
Bemard Bosanquet ha escrito, "somos propensos al efecto directo de todos
los factores posibles".5
En la economía política clásica era un criterio común que el territorio
nacional fuera tan indiferente como el espacio local. Los mismos autores que
defendían el libre comercio en el siglo xdc también deiendían la migración
irrestricta. Argumentaban en favor de una perfecta libertad de contrato, sin
restricción política alguna. La sociedad internacional, pensaban, debería
adquirir la forma de un mundo de vecindades, con individuos moviéndose
libremente por doquier, buscando el provecho privado. Desde su punto de
vista, como Henry Sidgwick lo informara por 1890, el único cometido de los
agentes estatales es el de "mantener el orden en un territorio particular [...],
pero en manera alguna determinar quién ha de habitar este territorio ni res­
tringir el disfrute de sus ventajas naturales a ninguna facción de la raza hu­
mana".6 Las ventajas naturales (al igual que los mercados) están abiertas a
todos los concurrentes, dentro de los límites de los derechos de la propiedad
privada; y si son consumidas o devaluadas por la sobrexplotación, los indi­
viduos seguirán moviéndose hasta ir a dar a la jurisdicción de un nuevo con­
junto de agentes.
Sidgwick pensó que tal sería posiblemente "el ideal del futuro"; no obs­
tante, aportó tres argumentos contra un mundo de vecindades en el presen­
te. En primer lugar, un mundo así no permitiría el sentimiento patriótico, de
modo que los "conglomerados casuales" que tal vez se originarían del libre
movimiento de los individuos, "carecerían de cohesión interna". Los vecinos

4 El uso de leyes de confinamiento con el objeto de restringir en vecindades (distritos, aldeas,


pueblos) a cierto tipo de gente —a saber, a aquella que no vive en familias convencionales— es
un nuevo rasgo de nuestra historia política que no habré de comentar aquí. (Véase la decisión de
la Suprema Corte de los Estados Unidos en VBlage o f Relie Terrc, V. Bomas. Periodo de octubre de
1973.) Acerca de las leyes de confinamiento véase Robert H. Nelson, Zonlng and Property Rigltls:
An Analysis o f Ihe American System o f Ijtnd Use Rcgulation (Cambridge, Mass., 1977), pp. 120-121.
* Bemard Bosanquet, The Philosopltical Theory o f the Slale (Londres, 1958), p. 286.
6 Henry Sidgwick, Ekments o f Polilics (Londres, 1881), pp. 295-296.
50 LA PERTENENCIA

serían extraños entre sí. En segundo lugar, el libre movimiento podría in­
terferir con los esfuerzos por "elevar el nivel de vida de las clases más po­
bres" de un país en particular, ya que tales esfuerzos no podrían ser efec­
tuados con la misma energía y el mismo éxito en todo el mundo. Y en tercer
lugar, la promoción de la moral y de la cultura, y del trabajo eficiente de las
instituciones políticas, podría ser "derrotada" por la creación continua de
poblaciones heterogéneas.7 Sidgwick presentó estos tres argumentos como
una serie de consideraciones utilitaristas que pesan contra los beneficios de
la movilidad laboral y la libertad contractual. Los dos últimos argumentos
derivan su fuerza del primero, aunque sólo si éste es interpretado en térmi­
nos no utilitaristas. Sólo si el sentimiento patriótico tiene alguna base moral,
sólo si la cohesión de la comunidad genera obligaciones y significados
compartidos, sólo si hay miembros lo mismo que extraños, es que los agentes
estatales tendrán alguna razón para preocuparse especialmente por el
bienestar de su propio pueblo (y de todo su propio pueblo) y por el éxito de
su propia cultura y políticas. Pues es al menos dudoso que el nivel promedio
de la vida de las clases más pobres en todo el mundo decline en condiciones de
perfecta movilidad laboral. Tampoco hay evidencia sólida de que la cultura
no pueda prosperar en ambientes cosmopolitas, ni de que sea imposible
gobernar conglomerados fortuitos de gente. Por lo que toca a éstos últimos,
la teoría política descubrió hace mucho tiempo que cierta clase de regímenes
—a saber, los autoritarios— prospera en ausencia de cohesión comunitaria.
La movilidad perfecta engendra autoritarismo, podría sugerir un argumento
utilitarista en contra de la movilidad; pero un argumento así sería efectivo
sólo si individuos de ambos sexos, libres de ir y venir, expresaran su deseo
por una forma distinta de gobierno, y es posible que no lo hicieran.
Sin embargo, la movilidad perfecta es quizá un espejismo, pues es casi
seguro que encontrará resistencia a nivel local. Los seres humanos, como he
dicho, suelen moverse considerablemente, pero no porque les encante
moverse. La mayoría tiende a quedarse donde está a menos de que su vida
allí sea muy difícil. Experimentan una tensión entre el amor a un lugar y los
inconvenientes de ese lugar determinado. Mientras algunos abandonan sus
hogares y se hacen extranjeros en nuevos países, otros permanecen donde
están y resienten a los extranjeros en el propio país. De modo que si los
Estados alguna vez llegan a convertirse en grandes vecindades, es verosímil
que las vecindades se conviertan en países pequeños. Los miembros se orga­
nizarán para defender las políticas y la cultura locales contra los extraños.
Históricamente, las vecindades se han convertido en comunidades cerradas
o parroquiales (haciendo a un lado casos de coerción legal) siempre que el
Estado ha estado abierto: en las ciudades cosmopolitas de los imperios mul­
tinacionales, por ejemplo, donde los agentes estatales no fomentan identidad
particular alguna sino permiten que los diversos grupos construyan sus
propias estructuras institucionales (como Alejandría en la Antigüedad), o en
los centros que reciben movimientos migratorios masivos (como Nueva York
7¡bid., p. 2% .
LA Í'EKTENENCIA 51

<>l comenzar el siglo xx), donde el país es un mundo abierto pero también
extraño — o, alternativamente, un mundo lleno de extranjeros— . El caso es
similar en donde el Estado no existe en absoluto o en aspectos donde no fun­
ciona. Allí donde fondos de beneficencia sean reunidos e invertidos local­
mente, como por ejemplo en una parroquia inglesa del siglo xvii, la población
local tenderá a excluir a los recién llegados con probabilidades de beneficiar­
se por tales fondos. Sólo la nacionalización del bienestar (o la nacionalización
de la cultura y la política) abre las comunidades de vecinos a quienquiera
que decida entrar.
Las vecindades pueden ser abiertas sólo si los países, al menos potencial­
mente, son cerrados. Las comunidades locales pueden adquirir forma como
asociaciones "indiferentes", determinándose exclusivamente por la preferen­
cia personal y la capacidad de mercado, sólo si el Estado hace una selección
de los posibles miembros y garantiza la lealtad, la seguridad y el bienestar de
las personas que selecciona. Debido a que la elección individual depende en
buen grado de la movilidad local, ello parecería ser la configuración social
preferida en una sociedad como la nuestra. La política y la cultura de una de­
mocracia moderna probablemente requieren la clase de amplitud y también
la clase de delimitación que los Estados proporcionan. No quiero negar el
valor de las culturas de sección ni el de las comunidades étnicas; sólo quiero
sugerir la rigidez que sería impuesta a ambas en ausencia de Estados protec­
tores y con políticas favorables a la inclusión. Derribar los muros del Estado
no es, como Sidgwick insinuaba con preocupación, crear un mundo sin mu­
ñís, sino más bien crear 1 000 fortalezas insignificantes.
Pero las fortalezas podrían ser también demolidas: todo lo que hace falta
es un Estado lo suficientemente pcxleroso como para arrollar a las comu­
nidades locales. El resultado sería entonces el mundo de los economistas
políticos como Sidgwick lo describió: un mundo de hombres y mujeres radi­
calmente desarraigados. Las vecindades podrán mantener cierta cultura
cohesiva sobre una base voluntaria por una o dos generaciones, pero los
individuos ¡rían y vendrían y así en ptxro no habría más cohesión. La pe­
culiaridad de las culturas y los grupos depende de un ámbito cerrado, y sin
él la peculiaridad no puede ser concebida como un razgo estable de la vida
humana. Si ella es un valor, como muchas personas parecen creer (aunque
muchas de ellas defiendan la pluralidad de modo global y otras mantengan
su lealtad tan sólo a nivel local), entonces el ámbito cerrado debe ser per­
mitido en algún lugar. A cierto nivel de organización política, algo semejante
al Estado soberano debe adquirir forma y reclamar la autoridad a fin de
elaborar su propia política de admisión, y a fin de controlar y en ocasiones
restringir el flujo de inmigrantes.
Pero este derecho a controlar la migración no incluye o lleva implícito el
derecho a controlar la emigración. La comunidad política puede dar forma a
su propia población de una manera, mas no de la otra: ésta es una distinción
que se repite de diferentes maneras a través del planteamiento de la per­
tenencia. La restricción a entrar sirve para defender la libertad y el bienestar,
las políticas y la cultura de un grupo de gente comprometida entre sí y con
52 LA PERTENENCIA

su propia vida común. Pero la restricción a salir remplaza el compromiso por


la coerción. Por lo que se refiere a las personas sujetas a coerción, no existirá
ya comunidad alguna que valga la pena defender. Un Estado podrá tal vez
proscribir ciudadanos individuales o expulsar a extranjeros que vivan entre
sus fronteras (si es que existe un sitio dispuesto a recibirlos). Salvo en casos
de emergencia nacional, cuando cada uno está obligado a trabajar por la
supervivencia de la comunidad, los Estados no pueden evitar que tales per­
sonas decidan irse. El hecho de que las personas puedan abandonar su pro­
pio país no origina, sin embargo, el derecho de entrar a otro (a cualquier
otro). La migración y la emigración son moralmente asimétricas.8 La analogía
adecuada aquí es con el club, pues en una sociedad doméstica es una carac­
terística de los clubes —como acabo de sugerir que es una característica de
los Estados en la sociedad internacional— poder regular la admisión pero no
impedir la salida.
Al igual que los clubes, los países tienen comités de admisión. En los Esta­
dos Unidos, el Congreso funciona como un comité, aunque rara vez realice
selecciones personales. En lugar de ello, establece criterios generales, cate­
gorías para la admisión o la exclusión, y cuantificadores numéricos (límites).
Posteriormente, los individuos admisibles son aceptados con grados varia­
bles de discreción administrativa, la mayoría de las veces siguiendo el
criterio de que quien llegue primero tiene prioridad para ser atendido. Este
procedimiento parece eminentemente defensivo, aunque ello no significa
que algún conjunto particular de cualidades y categorías deba ser privile­
giado. Afirmar que los Estados tienen el derecho a actuar en ciertas áreas no
significa que cualquier cosa que hagan en ellas esté bien. Es posible discutir
normas particulares de admisión apelando, por ejemplo, a la condición y el
carácter del país anfitrión y a las ideas compartidas por quienes ya son
miembros. Tales argumentos tienen que ser juzgados tanto moral y política
como fácticamente. El argumento de los partidarios de la inmigración
restringida en los Estados Unidos (hacia 1920, aproximadamente), mediante
el cual defendían un país blanco y protestante homogéneo, puede ser con­
siderado lo mismo injusto que inexacto: ¡como si los ciudadanos no protes­
tantes y no blancos fueran invisibles y no precisaran ser tomados en cuenta
en el censo nacional!9 Los primeros estadunidenses, buscando los beneficios
de la expansión económica y geográfica, habían creado una sociedad plural,
y las realidades morales de tal sociedad deberían haber guiado a los legis­
ladores en los años veinte. Si seguimos la lógica de la analogía con el club,
debemos decir que la decisión originaria pudo haber sido diferente, y los
Estados Unidos hubieran podido cobrar forma como una comunidad
homogénea, un Estado-nación anglosajón (suponiendo lo que de cualquier
manera pasó: el exterminio virtual de los indios, quienes entendiendo con

8 C/. Maurice Cranston en tomo a la concepción común del derecho a moverse en Whnt are
Human Righls? (Nueva York, 1973), p. 32.
9 Véase la exposición que hace John Higham de estos debates en Strangers in the Ijuuí (Nueva
York, 1968).
LA PERTENENCIA 53

exactitud los peligros de la invasión se afanaron lo mejor que pudieron para


mantener a los extranjeros fuera de sus territorios nativos). Decisiones de
esta clase son objeto de presiones, pero cuáles sean éstas es algo que todavía
no puedo explicitar. Primero es importante insistir en que la distribución de
la pertenencia en la sociedad estadunidense, y en cualquier otra sociedad
actual, es materia de una decisión política. Es posible soltarle al mercado la­
boral las riendas, como se hizo por muchas décadas en los Estados Unidos,
pero ello no ocurre como un acto de la Naturaleza ni de Dios; depende de
decisiones, que finalmente son políticas. ¿Qué clase de comunidad quieren
crear los ciudadanos? ¿Con qué otros hombres y mujeres quieren compartir e '
intercambiar los bienes sociales?
Éstas son exactamente las preguntas que los miembros de clubes contes­
tan cuando toman decisiones acerca de la pertenencia, aunque por lo general
con respecto a una comunidad menos extensa y a una gama más reducida de
bienes sociales. En los clubes, sólo los fundadores se escogen a sí mismos (o
entre sí); todos los otros miembros han sido elegidos por quienes eran
miembros antes de ellos. Los individuos pueden aducir buenas razones para
ser seleccionados, pero nadie que esté afuera tiene derecho a estar adentro.
Los miembros deciden libremente acerca de sus asociados futuros, y las
decisiones que toman poseen autoridad y son terminantes. Sólo cuando los
clubes se escinden en facciones y luchan por la propiedad el Estado puede
intervenir y tomar su propia decisión acerca de quiénes son los miembros.
Mas cuando el Estado se escinde no es posible instancia legal alguna, al no
existir un órgano superior. Por consiguiente, podemos imaginar a los Esta­
dos como pequeños clubes, con un poder soberano sobre sus procesos de
selección.10
Si esta descripción es exacta en cuanto a la ley, no se trata de un relato
exacto de la vida moral en las comunidades políticas contemporáneas. Ni
duda cabe que los ciudadanos se creen a menudo moralmente obligados a
abrir las puertas de su país — tal vez no a cualquiera que desee entrar, pero sí
a un grupo particular de fuereños, reconocidos como "parientes" nacionales
o étnicos—. En este sentido, los Estados son como familias más que como
clubes, pues es una característica de las familias que sus miembros estén
moralmente vinculados a la gente a la que no han escogido y vive fuera del
ámbito hogareño. En tiempos difíciles, el ámbito hogareño es también un
refugio. En ocasiones, bajo los auspicios del Estado, acogemos a ciudadanos
con quienes no estamos emparentados, como las familias inglesas campira­
nas acogieron a niños londinenses durante la Blitzkrieg; pero nuestro bene­
ficio más espontáneo lo dirigimos a nuestros propios parientes y amigos. El
Estado reconoce lo que podemos llamar el "principio de afinidad" al dar
prioridad en la migración a los parientes de los ciudadanos. Ésta es una

10 Winthrop definió claramente el problema: "Si hubiera una corporación establecida por
libre consentimiento, si el lugar donde habitamos nos perteneciera, entonces ningún hombre
tendría derecho a venir a nosotros 1...] sin nuestro coasentimiento." (Winthrop, Puntan PoHticaí
Ideas [3], p. 145.) Más tarde he de regresar a la cuestión del "lugar" (pp. 63 ss.).
54 LA PERTENENCIA

política actual en los Estados Unidos, y parece especialmente adecuada a una


comunidad política en gran parte constituida con la admisión de inmigran­
tes. Es una manera de reconocer que la movilidad laboral tiene un precio: ya
que quienes laboran son hombres y mujeres con familia, no es posible admi­
tirlos para bien de su labor sin aceptar alguna responsabilidad hacia sus an­
cianos padres, digamos, o hacia sus hermanos y hermanas enfermizos.
En comunidades formadas de manera distinta, donde el Estado represen­
ta a una nación largamente asentada, otro tipo de compromisos se desarrolla
comúnmente en arreglo a lineamientos determinados por el principio de la
nacionalidad. En tiempos difíciles, el Estado es un refugio para los miembros
de la nación, sean éstos o no ciudadanos o residentes. Tal vez el límite fronte­
rizo de la comunidad política fue definido años atrás, dejando a sus pueblos
y aldeas del otro lado; tal vez son hijos o nietos de emigrantes. No tienen de­
rechos legales de pertenencia, pero si son perseguidos en el país donde
viven, miran hacia su patria no sólo con esperanza sino también con expecta­
tivas. Me inclino a decir que tales expectativas son legítimas. Los griegos eva­
cuados de Turquía, los turcos evacuados de Grecia después de las guerras y
revoluciones a principios del siglo xx, tuvieron que ser admitidos por los Es­
tados que ostentaban sus nombres colectivos. De otro modo, ¿para qué están
tales Estados? No sólo presiden sobre un pedazo de territorio y un número
fortuito de habitantes; también son la expresión política de una vida común
y (muy seguido) de una familia nacional que nunca está completamente con­
finada a sus límites fronterizos legales. Después de la segunda Guerra
Mundial, millones de alemanes expulsados de Polonia y Checoslovaquia fue­
ron recibidos y socorridos por las dos Alemanias. Incluso si ambos Estados
hubiesen permanecido libres de toda responsabilidad por las expulsiones,
hubieran tenido obligaciones especiales hacia los refugiados. La mayoría de
los Estados reconoce en la práctica obligaciones de esta índole; algunos lo ha­
cen mediante leyes.

El t e r r it o r io

Podemos entonces pensar en los países como en clubes o familias. Pero los
países también son Estados territoriales. A pesar de que los clubes y familias
poseen propiedades, no requieren ni poseen jurisdicción (excepto en los
Estados feudales) sobre un territorio. Dejando a los niños aparte, no regulan
la localización física de sus miembros. El Estado sí la regula —aunque sólo
sea en bien de los clubes y familias y de los hombres y mujeres que los inte­
gran—. De esta regulación se desprenden ciertas obligaciones. Las podemos
examinar mejor si consideramos una vez más la asimetría de la inmigración
y la emigración.
El principio de nacionalidad tiene un límite significativo, comúnmente
aceptado en teoría aunque no siempre en la práctica. Si bien el reconocimien­
to de la afinidad nacional es una razón para permitir la inmigración, no
reconocerla no es una razón para la expulsión. Ésta es una cuestión de la ma­
yor importancia en el mundo moderno, pues muchos nuevos Estados inde-
LA PERTENENCIA 55

Pendientes gpbieman sobre un territorio al cual grupos de extranjeros fueron


admitidos bajo los auspicios del antiguo régimen imperial. Algunas veces
esa gente es obligada a marcharse, víctima de la hostilidad popular que el
nuevo gobierno no puede reprimir. Más a menudo, el gobierno nutre esa
hostilidad y toma medidas concretas para desalojar a los "elementos extra­
ños", teniendo como pretexto alguna versión de la analogía con el club o con
la familia. Sin embargo, aquí no tiene aplicación analogía alguna, pues
aunque ningún "extraño" tiene derecho a ser miembro de un club o de una
familia, pienso que es posible definir una clase de derecho territorial o de
localización.
Hobbes formuló el argumento en su forma clásica cuando enumeró aque­
llos derechos a los cuales se renuncia y aquellos que se conservan al firmarse
el contrata social. Los bienes conservados incluyen la defensa propia y luego
el "uso del fuego, el agua, el aire libre y un lugar para vivir, y [...] todas las
cosas necesarias para la vida" (las cursivas son mías).11 Cierto que el derecho
no es a un lugar particular, pero es posible defenderlo ante el Estado, que
existe para protegerlo. La pretensión del Estado por la jurisdicción territorial
deriva en última instancia de este derecho individual al lugar. De ahí que tal
derecho tenga una forma colectiva e individual; ambas pueden entrar en
conflicto. Pero no puede decirse que la primera siempre, o necesariamente,
exceda a la segunda, pues la primera existe con motivo de la segunda. El
Estado debe algo a sus habitantes, simplemente, sin relación con su iden­
tidad colectiva o nacional. Y el primer lugar al cual los habitantes tienen
derecho es ciertamente al sitio donde ellos y sus familias han vivido y hecho
sus vidas. El arraigo y las expectativas que han desarrollado son un argu­
mento en contra de un traslado forzoso a otro país. Si no pueden obtener este
pedazo de tierra (o esta casa o este departamento), entonces es necesario en­
contrarles otro dentro del mismo "lugar" general. Al menos inicialmente la
esfera de la pertenencia está dada: las mujeres y hombres que determinan lo
que la pertenencia significa y dan forma a las políticas de admisión de la co­
munidad política, son simplemente hombres y mujeres que ya están allí. Los
nuevos Estados y gobiernos hacen las paces con los antiguos habitantes de
la tierra que gobiernan. Y los países con gran probabilidad habrán de tomar la
forma de territorios cerrados, dominados tal vez por naciones particulares
(clubes o familias), pero siempre incluyendo a extranjeros de una u otra
clase, cuya expulsión sería injusta.
Este contexto común plantea una importante posibilidad: que a muchos
de los habitantes de un país particular no se les concederá la plena perte­
nencia (la ciudadanía) a causa de su nacionalidad. He de considerar tal po­
sibilidad, y me pronunciaré por su rechazo cuando pase a los problemas
específicos de la naturalización. Pero es posible evitar tales problemas ín­
tegramente, al menos al nivel del Estado, optando por un contexto radical­
mente diferente. Consideremos una vez más la analogía de la vecindad: tal1

11 Thomas Hobbes, Tlie ElatiaUs o f Law, Fcrdinnnd Tñnnies (2a. ed., Nueva York, 1969), p. 88
(parte!, cap. 17, §2).
56 LA PERTENENCIA

vez debiéramos negarles a los Estados nacionales, como les negamos a las
Iglesias y a los partidos políticos, el derecho colectivo a la jurisdicción
territorial. Tal vez debiéramos insistir en países abiertos y permitir un ámbito
cerrado sólo en grupos no territoriales. Vecindades abiertas junto a clubes y
familias cerrados: tal es la estructura de la sociedad doméstica. ¿Por qué no
podría, por qué no debería ser extendida a la sociedad entera?
Una extensión de este tipo fue de hecho propuesta por el socialista aus­
tríaco Otto Gauer en relación con los imperios multinacionales de Europa
central y oriental. Bauer hubiera organizado a las naciones bajo la forma de
corporaciones autónomas facultadas a cobrar impuestos a sus miembros para
fines educativos y culturales, pero negando cualquier dominio territorial. Los
individuos estarían en libertad para moverse en el espacio político, dentro
del imperio, llevando consigo su pertenencia política de modo parecido a
como los individuos hoy en día se mueven en los Estados liberales y secula­
res llevando consigo su pertenencia religiosa y sus filiaciones partidarias.
Como las Iglesias y los partidos, las corporaciones admiten o rechazan a nue­
vos miembros de acuerdo con cualesquiera que sean las normas que sus anti­
guos miembros encuentren apropiadas.12
La mayor dificultad aquí es que todas las comunidades nacionales que
Bauer quería preservar llegaron a existir, y sobrevivieron por siglos, sobre la
base de la coexistencia geográfica. No es una errónea comprensión de su
historia lo que lleva a las naciones recién liberadas del mandato imperial a
buscar un firme status territorial. Las naciones buscan países, puesto que en
un profundo sentido ya tienen países: el nexo entre el pueblo y la tierra es un
aspecto distintivo de la identidad nacional. Aún más, sus líderes compren­
den que, al poder resolverse tantas cuestiones críticas (incluyendo asuntos de
justicia distributiva, tales como la beneficencia, la educación y otros por el es­
tilo) dentro de unidades geográficas, el centro de la vida política no puede
establecerse en ningún otro sitio. Las corporaciones "autónomas" siempre se­
rán anexos, y probablemente anexos parasitarios, de los Estados territoriales,
además de que renunciar al Estado es renunciar a toda autodeterminación
efectiva. Por ello las fronteras, y los movimientos de individuos a través de
las fronteras, son encarnizadamente disputados tan pronto el mandato
imperial cede y la nación comienza con el proceso de "liberación". De nueva
cuenta, anular el proceso o reprimir sus efectos exigiría una coerción masiva
a escala global. No hay manera de evitar la existencia de los países (y la
proliferación de países) como los conocemos en la actualidad. De ahí que la
teoría de la justicia deba consentir el Estado territorial, especificando los
derechos de sus habitantes y reconociendo el derecho colectivo a la admisión
y a la denegación de ésta.
El argumento, sin embargo, no puede detenerse aquí, pues el control del
territorio abre al Estado a la exigencia de la necesidad. El territorio es un bien

12 Bauer expresó su argumentación en Dic Nalimialitalctifrage iuid die Sozialdanokratie (1907);


partes de ella han sido antologadas en Au$ln>-Marxiim, Tom Bottomore y Patrick Goode, comps.
(Oxford, Inglaterra, 1978), pp. 102-125.
LA PERTENENCIA 57

social en un doble sentido. Es espacio para vivir, tierra y agua, recursos mi­
nerales y riqueza potencial, un recurso para los desposeídos y ios hambrien-
los. Y es espacio para vivir protegido, con fronteras y policía, un recurso para
los perseguidos y para aquellos sin patria. Estos dos recursos son distintos, y
piulemos llegar a conclusiones distintas según sea la clase de demandas que
••e hagan a partir de cada uno de ellos. Pero la cuestión debatida debe ser
formulada primero en términos generales. ¿Puede una comunidad política
excluir a los desposeídos y hambrientos, a los perseguidos y apátridas, a los
-en una palabra— menesterosos, simplemente porque son extraños? ¿Están
obligados los ciudadanos a aceptar extranjeros? Supongamos que los ciu­
dadanos no tienen obligaciones fórmales; no los obliga nada más imperioso
que el principio de la mutua asistencia. El principio debe ser aplicado, sin
embargo, no directamente a individuos sino a ciudadanos tomados como
grupo, pues la migración es un asunto de decisión política. Si el Estado es de­
mocrático, los individuos participan en la toma de decisiones, pero no deci­
den para sí mismos sino en general para la comunidad. Y este hecho tiene
implicaciones morales. Remplaza la inmediatez por la distancia, y la in­
versión personal de tiempo y energía por costos burocráticos impersonales.
A pesar de la pretensión de John W inthrop, la ayuda m utua es más
coercitiva para las comunidades políticas que para los individuos, en virtud
de que una amplia gama de acciones benévolas se abre a la comunidad, las
que únicamente afectarán marginalmente a sus miembros actuales consi­
derados como un cuerpo, o acaso, con posibles excepciones, a uno por uno, a
familia por familia, o a club por club. (Pero la benevolencia tal vez afecte a
los hijos o a los nietos o a los bisnietos de los miembros actuales de maneras
no fáciles de medir o siquiera de determinar. No estoy seguro de hasta qué
punto consideraciones de este tipo pueden ser utilizadas para estrechar la
gama de las acciones requeridas.) Estas acciones probablemente signifiquen
la inclusión de extraños, pues la admisión a un país no confiere la clase de
intimidad que difícilmente puede ser evitada en el caso de los clubes y de las
familias. ¿No será entonces la admisión moralmente imperativa, al menos
para estos extraños sin lugar a dónde ir?
A un argumento tal, que convierte la asistencia mutua en una carga más
gravosa para las comunidades de lo que jamás podrá ser para los individuos,
subyace probablemente la suposición común de que el derecho a la exclusión
depende de la extensión territorial y de la densidad de población de un país
determinado. De esta manera, Sidgwick escribió que él no puede "conceder a
un Estado en posesión de grandes extensiones de tierra desocupada el
derecho absoluto a excluir elementos extranjeros".13 Desde su punto de vista,
tal vez puedan los ciudadanos hacer alguna selección entre los extranjeros
menesterosos, mas no pueden negarse íntegramente a aceptar extraños
mientras en su Estado exista (una considerable cantidad de) espacio libre. Un

13 Sidgwick, Llemmts o f Poli!íes |7], p. 295. Cf. la carta de John Stuart Mili a Henry George
acerca d e la em igración china a los Estados Unidos, citada por A lexander Saxton, The
Indispensable Enemy: Labor and the Anti-Chinese Masvnient ¡n California (Berkdey, 1971), p. 108.
58 LA PERTENENCIA

argumento mucho más sólido podría construirse desde el otro lado, por así
decirlo, si consideramos a los extranjeros menesterosos no como a sujetos de
beneficencia sino como a hombres y mujeres desesperados, capaces de obrar
por sí mismos. En el Leoiatán, Hobbes argumentó que si esos individuos no
pueden ganarse la vida en sus propios países, tienen derecho a trasladarse a
otros "no suficientemente poblados, donde con todo no han de exterminar a
quienes encuentren allí, sino obligarlos a vivir juntos más estrechamente, y
no han de desperdigarse por grandes extensiones de tierra con la finalidad
de apoderarse de lo que encuentren".14 Aquí los "samaritanos" no son acti­
vos, sino que sobre ellos se ejerce una acción, y (como veremos enseguida) se
les imputa solamente una no-resistencia.

La Australia Blanca y la exigencia de la necesidad

El argumento de Hobbes es, evidentemente, una defensa de la colonización


europea —así como de la "restricción" a los cazadores y recolectores nati­
vos— . Pero tiene una aplicación más amplia. Escribiendo en 1891, Sidgwick
tenía en mente tal vez los Estados que los colonizadores habían fundado: los
Estados Unidos de Norteamérica, donde la agitación por la exclusión de
inmigrantes había sido al menos una característica esporádica de la vida
política a lo largo de todo el siglo xix; y Australia, donde apenas empezaba el
gran debate sobre la migración que culminó con la política de la Australia
Blanca. Años después, un ministro australiano de Inmigración defendió esta
política con términos que ahora deberían ser conocidos: "Aspiramos a crear
una nación homogénea. ¿Alguien podría objetarlo con justificación? ¿No es
el derecho elemental de todo gobierno decidir la composición de la nación?
Es justamente la misma prerrogativa que el jefe de una familia ejerce acerca
de quién ha de vivir en su casa."15 Pero la "familia" australiana poseía un
vasto territorio del cual sólo ocupaba (y sin referencia fáctica más amplia he
de suponer que sigue ocupando) una pequeña parte. El derecho de los aus­
tralianos blancos a los grandes espacios vacíos del subcontinente no se basa­
ba más que en la pretensión que habían formulado y hecho valer en contra
de la población aborigen antes que ningún otro grupo humano. Ello no pare­
ce ser un derecho que alguien pudiera esgrimir sin dificultad ante hombres y
mujeres menesterosos que pidiesen entrar. Si, presionados por la hambruna
en las tierras densamente pobladas del Asia sudoriental, miles de seres
humanos tuvieran que luchar por entrar a una Australia de otro modo cerra­
da para ellos, dudo de que querríamos acusar a los invasores de agresión. La
advertencia de Hobbes podría tener más sentido: "Viendo que cada hombre,
no sólo por derecho sino también por necesidad de la naturaleza, está obli­
gado a esforzarse todo lo que pueda a fin de obtener lo necesario para su
14 Thomns Hobbes, LeviaUmn, parte II, cap. 30. |Hay edición del Fondo de Cultura Eco­
nómica.!
15 Citado por H. I. London, Nuii-Whilc lmmigration in the “White Australia” P olio/ (Nueva
York, 1970), p. 98.
LA PERTENENCIA 59

■observación; y aquel que se oponga a ello por cosas superfluas es culpable


ile la guerra que a partir de ello se siga."16
Pero el concepto de "cosas superfluas" es en Hobbes extraordinariamente
amplio. Significaba lo superfluo a la vida misma, a los simples requisitos de
l.i supervivencia física. El argumento es más verosímil, pienso, si adoptamos
una concepción más estrecha, elaborada con arreglo a las necesidades de co­
munidades históricas particulares. Debemos considerar los "modos de vida"
tanto como los "planes de vida" en el caso de las personas individuales. Su­
pongamos ahora que la gran mayoría de los australianos pudiera mantener
su modo actual de vida, con sólo ligeras modificaciones, ante una invasión
consumada como la que he imaginado. Algunos individuos se verían más
drásticamente afectados, pues han llegado a "necesitar" cientos e incluso
miles de kilómetros deshabitados para la vida que han escogido. A tales
necesidades, sin embargo, no se les puede otorgar prioridad moral por en­
cima de la solicitud de los extranjeros menesterosos. A esa escala el espacio
es un lujo, como el tiempo a la misma escala es un lujo en argumentos más
convencionales de Buenos Samaritanos; además, es objeto de una clase de
usurpación moral. Suponiendo entonces que actualmente exista tierra super­
fina, la exigencia de la necesidad obligaría a una comunidad política como la
de la Australia Blanca a encarar una decisión radical. Sus miembros podrían
ceder tierra en bien de la homogeneidad, o podrían renunciar a la homoge­
neidad (acceder a la creación de una sociedad multirracial) en bien de la
tierra. Tales serían sus únicas opciones. La Australia Blanca sólo podría so­
brevivir como la Pequeña Australia.
He formulado el argumento en contundentes términos a fin de sugerir
que la versión colectiva de la asistencia mutua podría requerir una limitada y
compleja redistribución de la pertenencia o del territorio, o de ambos. No
podemos ir más allá de esto. No es posible describir la pequeñez de la Pe­
queña Australia sin atender al significado concreto de las "cosas superfluas".
Sostener, por ejemplo, que el espacio de vida debiera ser distribuido en can­
tidades iguales a cada habitante del planeta, equivaldría a permitir que la
versión individual del derecho a un lugar en el mundo prevaleciese por enci­
ma de la versión colectiva. De hecho, negaría que los clubes nacionales y las
familias puedan jamás adquirir títulos firmes sobre un pedazo determinado
de territorio. Una elevada tasa de nacimientos en un país vecino anularía
Inmediatamente tales títulos y exigiría la redistribución territorial.
La misma dificultad surge en relación con la riqueza y los recursos. Éstos
pueden ser también superfluos e ir considerablemente más allá de lo que los
habitantes de un Estado determinado requerirían para una vida decorosa
(incluso si ellos mismos definiesen el significado de vida decorosa). ¿Están
esos habitantes moralmente obligados a admitir emigrantes de países más
pobres mientras existan recursos superfluos? ¿O están obligados todavía a
más, rebasando los límites de la mutua asistencia, hasta que una política de
admisión abierta deje de atraer y beneficiar a los más pobres del mundo?
16 Hobbes, Lcvialhan, parte I, cap. 15.
60 LA PERTENENCIA

Sidgwick parece haber optado por la primera de estas posibilidades; propuso


una versión primitiva y estrecha del principio de diferencia de Rawls: la
emigración puede ser restringida tan pronto como el no hacerlo "pueda in­
terferir materialmente [...] en los esfuerzos gubernamentales por mantener
un nivel de vida adecuadamente alto entre los miembros de la comunidad,
sobre todo —y en especial— el de las clases más pobres".17 Pero la comuni­
dad bien podría decidir frenar la migración incluso antes de eso, si estuviera
dispuesta a exportar (algo de) su riqueza superflua. Sus miembros enca­
rarían una decisión similar a la de los australianos: podrían compartir su ri­
queza con los extranjeros menesterosos dentro del país o con los extranjeros
menesterosos fuera de él. Pero ¿cuánto de su riqueza tendrían que compar­
tir? Una vez más, debe haber algún límite antes (y probablemente mucho
antes) de que tengamos que llegar hasta la simple igualdad, de lo contrario la
riqueza de la comunidad se verá sujeta a un menoscabo indefinido. La mis­
ma expresión "riqueza de la comunidad" perdería su significado si todos los
recursos y productos fueran globalmente comunes. O más bien, habría sólo
una comunidad, un Estado mundial, cuyos procesos redistributivos al paso
del tiempo tenderían a anular la particularidad histórica de los clubes nacio­
nales y de las familias.
Si evitamos llegar hasta la simple igualdad, seguirán existiendo muchas
comunidades, con distintas historias, modos de vida, climas, estructuras po­
líticas y economías. Algunos lugares del mundo serán más deseables que
otros, lo mismo a mujeres y hombres con gustos y aspiraciones particulares.
Algunos lugares seguirán siendo incómodos, al menos para algunos de sus
habitantes. Por consiguiente, la migración seguirá siendo un tema impor­
tante incluso después de que las exigencias de justicia distributiva hayan
sido satisfechas a escala global —suponiendo todavía que la sociedad global
tenga y deba tener una forma pluralista y que las demandas sean fijadas por
alguna versión colectiva de la asistencia mutua—. Las diversas comunidades
tendrán todavía que tomar decisiones acerca de la admisión y tendrán to­
davía derecho a tomarlas. Si no podemos garantizar la extensión completa de
la base territorial o material sobre la cual un grupo humano construye una
vida común, podemos aún decir que por lo menos la vida común es suya, y
que sus camaradas y socios pueden ser reconocidos o elegidos por él.

Los refugiados

Existe, sin embargo, un grupo de extraños menesterosos cuyas demandas no


pueden ser satisfechas cediendo territorio o exportando riqueza, sino sólo
mediante su admisión. Tal es el caso de los refugiados, cuya necesidad es la
de la pertenencia, un bien en sí no exportable. La libertad que hace de ciertos
países un posible hogar para hombres y mujeres cuyas ideas políticas o reli­
giosas no son toleradas en el sitio donde viven, es también un bien no expor-
17 Sidgwick, Elemente o f PoUliat |7], pp. 2%-297.
LA PERTENENCIA 61
l.ihle. Estos bienes sólo pueden ser compartidos dentro del espacio protegido
ilv un Estado en particular. Al mismo tiempo, la admisión de refugiados no
necesariamente menoscaba la libertad de la cual los ciudadanos disfrutan
dentro de tal espacio. Las víctimas de persecuciones políticas o religiosas for­
mulan por tanto las solicitudes más serias de admisión. Si no me acoges, di­
cen, seré muerto, perseguido, brutalmente oprimido por los gobernantes de
mi propio país. ¿Qué podemos responder?
Con ciertos refugiados podemos perfectamente tener las mismas obli­
gaciones que hacia nuestros connacionales. Tal es, obviamente, el caso de
cualquier grupo de personas a quienes hayamos ayudado a convertirse en
refugiados. El daño que les hemos causado da lugar a una afinidad entre
ellos y nosotros: así es que los refugiados vietnamitas habían sido en un sen­
tido moral efectivamente naturalizados como estadunidenses incluso antes
de arribar a las costas de los Estados Unidos. Pero también podemos estar
obligados a socorrer a mujeres y hombres perseguidos u oprimidos por otros,
si son perseguidos u oprimidos por ser como nosotros. Las afinidades ideo­
lógicas o éticas pueden generar vínculos de carácter político, especialmente
cuando, por ejemplo, afirmamos mantener ciertos principios en nuestra vida
comunitaria y estimulamos a hombres y mujeres en otras partes a defender
esos principios. En un Estado liberal, las afinidades de esta última clase pue­
den estar altamente atenuadas y aún así ser moralmente coercitivas. Los re­
fugiados políticos en la Inglaterra del siglo xix no eran generalmente ingleses
liberales. Eran herejes y disidentes de todas clases, en pie de guerra contra las
autocracias de Europa central y oriental. Principalmente por sus enemigos
fue que los ingleses reconocieron en ellos una especie de afinidad. O bien,
consideremos a los miles de hombres y mujeres que huyeron de Hungría
después de la fracasada revolución de 1956. Es difícil negarles un reconoci­
miento similar, dada la estructura de la guerra fría, el carácter de la propa­
ganda occidental, la simpatía ya expresada por los "luchadores por la
libertad" en Europa oriental. Estos refugiados tenían probablemente que
haber sido aceptados por países como Inglaterra y los Estados Unidos. La re­
presión de camaradas políticos, al igual que la persecución de correligiona­
rios, parece generar la obligación de socorrer, o al menos de proporcionar un
refugio a las personas más expuestas y en peligro. Tal vez toda víctima del
autoritarismo y la intolerancia religiosa sea el camarada moral de un ciuda­
dano liberal: éste es un argumento que yo quisiera formular, pero ello forza­
ría demasiado a la afinidad, y eso es innecesario en cualquier caso. Mientras
el número de víctimas sea bajo, la asistencia mutua generará resultados prác­
ticos similares; y cuando el número crezca y nos veamos obligados a escoger
entre las víctimas, buscaremos con razón algún vínculo más directo entre
ellas y nuestro propio modo de vida. Si por otra parte no hay relación alguna
con las víctimas sino más bien antipatía y diferencia, no puede existir
obligación para escogerlas por encima de otros individuos también nece­
sitados.18 Difícilmente se hubiera podido pedir a Inglaterra o a los Estados
'* Compárese la aseveración de Bruce Ackcrman según la cual "la única razón para restringir
62 LA PERTENENCIA

Unidos, por ejemplo, que ofreciesen refugio a los stalinistas que habrían
huido de Hungría en 1956, de haber triunfado la revolución. Una vez más,
las comunidades deben tener fronteras, y si bien éstas se determinan en fun­
ción del territorio y los recursos, dependen de un sentido de vinculación y
mutualidad en lo que se refiere a la población. Los refugiados deben respon­
der a tal sentido. Uno les desea suerte, pero en casos concretos, respecto a un
Estado particular, podrían perfectamente no tener derecho a tener suerte.
Ya que la afinidad ideológica (mucho más que la étnica) es una cuestión
de mutuo reconocimiento, hay aquí mucho espacio para la opción política
—y de esta manera, para la exclusión tanto como para la admisión—. De ahí
que pueda decirse que mi argumentación no llega hasta la desesperación del
refugiado. Ni sugiere ninguna manera de vérselas con el enorme número de
refugiados que la política del siglo xx ha producido. Por una parte, cada
quien debe tener un sitio para vivir, y un sitio donde una vida razonable­
mente segura sea posible. Éor otra parte, éste no es un derecho que se pueda
hacer cumplir contra Estados anfitriones específicos. (Tal derecho no puede
hacerse cumplir en la práctica hasta que haya una autoridad internacional
capaz de hacerlo cumplir; y de haberla, ciertamente haría mejor en intervenir
contra los Estados cuyas políticas brutales han forzado a sus propios
ciudadanos al exilio, y así permitirles regresar a casa.) La crueldad de este
dilema es mitigada en algún grado por el principio del asilo. Cualquier
refugiado que haya logrado escapar y no busque pero haya encontrado
refugio al menos temporal, puede pedir asilo — un derecho reconocido hoy,
por ejemplo, en la ley inglesa— y no podrá deportársele mientras el único
país al cual pueda ser enviado "sea uno al que él no esté dispuesto a regresar
debido al temor bien fundado de ser perseguido por razones de raza, reli­
gión, nacionalidad, [...] o por opiniones políticas". A pesar de que es un ex­
traño y está recién llegado, la regla en contra de la expulsión vale para él
como si ya hubiese llevado una vida en donde se encuentra, pues no hay
otro lugar donde pueda hacerlo.
Sin embargo, este principio fue establecido para el bien de personas indi­
viduales, consideradas una por una, pues su número es tan pequeño que no
pueden tener un efecto significativo sobre el carácter de la comunidad po­
lítica. ¿Qué sucede cuando el número no es pequeño? Consideremos a los
millones de rusos capturados o esclavizados por los nazis en la segunda
Guerra Mundial, y que se desperdigaron durante las ofensivas de los aliados

la inmigración es proteger el proceso en curso del diálogo liberal mismo" (las cursivas son de
Ackerman). (li. Ackerman, Social fuslice iu Ihe Liberal Stale. New Haven, 1980, p. 95.) Los sujetos
públicamente comprometidos con la destrucción del "diálogo liberal" pueden ser excluidos —o
tal vez Ackerman diría que pueden ser excluidos sólo si sus m iembros o la fuerza de su
compromiso representa un peligro real— . En cualquier caso, el principio enunciado de esla
m anera tiene validez sólo en los E stad os lib erales. Pero seg u ram ente o tras c la se s d e
comunidades políticas también tienen derecho a proteger el sentido que poseen sus miembros
acerca de lo que ellas son.
w E. C. S. Wade y C. Godfroy Phillips, Constiltilimial aml Atim'mistrative Law, 9a. cd., revisada
por A. W. Bradley (Londres, 1977), p. 424.
LA PERTENENCIA 63

al final de la guerra. A todos ellos se les envió de regreso a la Unión So­


viética, muchas veces con lujo de fuerza, donde de inmediato fueron fusila­
dos o enviados a morir en campos de trabajo.20 Aquellos que previeron su
destino pidieron asilo en Occidente, pero por razones de expediente (que
tenían que ver con la guerra y la diplomacia, y no con la nacionalidad y los
problemas de la asimilación) el asilo les fue negado. Ciertamente, no de­
bieron haber sido regresados a la fuerza —sobre todo, cuando se supo que
serían asesinados—, y ello significa que los aliados occidentales deberían
haber estado dispuestos a admitirlos, negociando entre ellos, supongo, el
número adecuado. No había otra opción: en casos extremos, la petición de
asilo no puede ser denegada. Presumo que de hecho hay límites en nuestra
responsabilidad colectiva, pero no sabría cómo especificarlos.
Este ultimo ejemplo sugiere que la conducta moral de los Estados liberales
y humanitarios puede ser determinada por la conducta inmoral de los Esta­
dos autoritarios y brutales. Pero si esto es verdad, ¿entonces por qué detener­
nos en el asilo? ¿Por qué preocupamos sólo por aquellos hombres y mujeres
que ya están en nuestro territorio y que piden quedarse, y no por los oprimi­
dos en sus propios países y que piden ser admitidos en el nuestro? ¿Por qué
hemos de destacar de entre todos los demás a aquellos que tuvieron suerte o
valor y de alguna manera lograron recorrer el camino hasta nuestras fronte­
ras? De nueva cuenta, no tengo respuesta a estas preguntas. Parecemos estar
obligados a dar asilo por dos razones: porque su denegación podría obligar­
nos a usar la fuerza en contra de seres humanos desamparados y desespera­
dos, y porque el número probablemente involucrado, salvo en casos extraor­
dinarios, es pequeño y los asilados son fácilmente asimilados (de modo que
usaríamos la fuerza para "cosas superfluas"). Pero si ofreciéramos refugio a
todo aquel que afirmara necesitarlo, estaríamos abrumados. El llamado
"Dadme (...] vuestras masas hacinadas que ansian respirar en libertad" es
noble y generoso; de hecho, admitir gran número de refugiados a menudo es
moralmente necesario; pero el derecho a restringir el flujo sigue siendo una
característica de la autodeterminación comunitaria. El principio de la asis­
tencia mutua sólo puede modificar, pero no transformar, las políticas de
admisión enraizadas en el concepto de sí misma propio de una determinada
comunidad.

E x t r a n je r iz a c ió n y n a t u r a l iz a c ió n

Los miembros de una comunidad política tienen el derecho colectivo a im­


primir una forma a la población residente en ella —derecho sujeto siempre al
doble control que he descrito: al significado de la pertenencia para los
miembros activos y al principio de la asistencia mutua—. Dados estos con­
troles, un determinado país en un tiempo determinado podrá incluir de

20 Véase Nikulai Tolstoi, The Secret Belrayal: 7944-1947 (Nueva York, 1977), acerca de la
horrible historia completa.
64 LA PERTENENCIA

diversos modos a hombres y mujeres extranjeros entre sus residentes. Esos


individuos podrán ser a su vez miembros de una minoría o un grupo de pa­
rias, o refugiados o inmigrantes recién llegados. Supongamos que sean con
justicia lo que son. ¿Pueden solicitar la ciudadanía y los derechos políticos en
la comunidad en la que ahora viven? ¿Están ligadas la ciudadanía y la resi­
dencia? De hecho, hay un segundo proceso de admisión denominado "natu­
ralización", mas los criterios apropiados a él deben ser aún determinados.
Habría que destacar que lo que está aquí a discusión es la ciudadanía y no
(excepto en el sentido legal del término) la nacionalidad. El club nacional o la
familia es una comunidad distinta al Estado, por las razones que he esboza­
do. De ahí que sea posible, digamos, para un inmigrante argelino en Francia
convertirse en ciudadano francés (en un "nacional" francés) sin convertirse
en francés. Pero si no es francés sino sólo un residente en Francia, ¿tiene algún
derecho a la ciudadanía francesa?
Uno podría insistir, como finalmente he de hacer, que las mismas normas
se aplican tanto a la naturalización como a la inmigración, que todo inmi­
grante y todo residente son también ciudadanos —o al menos ciudadanos
potenciales—. Por ello la admisión territorial es un asunto delicado. Los
miembros deben estar dispuestos a aceptar a los hombres y mujeres que ad­
mitan como a sus iguales en un mundo de obligaciones compartidas; los in­
migrantes deben estar dispuestos a compartir las obligaciones. La situación,
Sin embargo, puede organizarse de manera distinta. A menudo, los Estados
llevan un control riguroso de la naturalización; en cuanto a la inmigración,
son más flexibles. Los inmigrantes se convierten en residentes extranjeros, y
en nada más, salvo dispensa especial. ¿Por qué son admitidos? Porque libe­
ran a los ciudadanos de tareas arduas y desagradables. En ese caso, el Estado
es como una familia con sirvientes viviendo con ella.
Ésta no es una situación deseable, pues una familia en estas condiciones es
sencillamente una pequeña tiranía. Los principios que gobiernan el ámbito
hogareño son los de la afinidad y el amor. Ellos establecen el esquema que
rige la mutualidad y la obligación, la autoridad y la obediencia. Los sirvien­
tes no tienen un sitio adecuado en ese esquema, pero tienen que ser asimila­
dos a él. Así, en la literatura premodema sobre la vida familiar, los sirvientes
son descritos como niños de una clase especial al estar sujetos a órdenes; de
una clase especial, porque no se les permite crecer. La autoridad del padre y
la madre se ejerce fuera de su esfera, sobre adultos que no son ni pueden ser
miembros completos de la familia. Cuando tal ejercicio de la autoridad no es
ya posible, cuando los sirvientes llegan a ser vistos como trabajadores con­
tratados, el gran ámbito hogareño comienza su lento declinar. El esquema
del vivir-con es gradualmente revertido; los antiguos sirvientes buscan
ámbitos hogareños propios.
LA PERTENENCIA 65

Los metecos atenienses

No es posible rastrear una historia similar al nivel de la comunidad política.


l-i*s sirvientes que viven-con no han desaparecido del mundo moderno.
Como "trabajadores huéspedes", juegan un papel importante en las más
avanzadas economías. Pero antes de considerar el status de este tipo de
trabajadores quiero remitirme a un ejemplo más antiguo y considerar el
status de los residentes extranjeros (los metecos) en la antigua Atenas. La
polis ateniense era casi literalmente yna familia con sirvientes viviendo con
ella. La ciudadanía era un bien hereditario que se transmitía de padres a
hijos (y sólo era transmitido si tanto el padre como la madre eran ciudada­
nos: después de 450 a.c. Atenas vivió bajo la ley de la doble endogamia). De
ahí que gran parte de las tareas de la ciudad fueran realizadas por residentes
que no podían esperar convertirse en ciudadanos. Algunos eran esclavos,
pero de ellos no me he de ocupar, pues la injusticia de la esclavitud no era
puesta en tela de juicio en aquellos días, al menos no abiertamente. El caso
de los metecos es más difícil y más interesante.
"Abrimos nuestra ciudad de par en par al mundo", dijo Pericles en su
Oración Fúnebre, "y nunca excluiremos a los extranjeros de oportunidad al­
guna". De ahí que los metecos se trasladaran voluntariamente a Atenas,
atraídos por las oportunidades económicas y tal vez también por el "aire de
libertad" que se respiraba en la ciudad. La mayoría de ellos nunca se elevó
del rango de trabajador o de "mecánico", aunque algunos prosperaron: en la
Atenas del siglo iv a.c. los metecos se contaban entre los comerciantes más
acaudalados; no obstante, la libertad ateniense sólo la compartieron en sus
aspectos negativos. Si bien se les solicitaba participar en la defensa de la ciu­
dad, no tenían en absoluto derechos políticos ni tampoco sus descendientes.
Tampoco compartían el derecho de beneficencia más elemental: "Se excluía a
los extranjeros de la distribución de los granos."21 Como es común, estas ex­
clusiones no sólo expresaban sino también hacían efectiva la baja posición de
los metecos en la sociedad ateniense. En la literatura que ha llegado hasta
nosotros, los metecos son comúnmente tratados con desprecio, si bien unas
cuantas referencias favorables en las obras de Aristófanes sugieren la exis­
tencia de otros puntos de vista.22
Aunque él mismo era meteco, Aristóteles proporciona la clásica defensa
de la exclusión respondiendo en apariencia a sus detractores, quienes
sostenían que la corresidencia y la labor compartida eran motivos suficientes
para la pertenencia política. "Un ciudadano no se convierte en tal", escribió
Aristóteles, "por el mero hecho de vivir en un lugar". Tampoco la labor, ni si­
quiera la labor necesaria, es mejor como criterio: "No debéis proponer como
ciudadanos a todos aquellos [seres humanos] sin los cuales no tendríais

21 Víctor Ehrenberg, The Peoplc o f Aristophanes (Nueva York, 1962), p. 153; me he apoyado en
toda la exposición sobre los extranjeros en la Atenas del siglo IV a.c.
22 David Whitehead, The Ideology o f Ihe Athcnian Metic, vol. suplementario núm. 4 (1977) de la
Cambridge Philologjcal Society, p. 41.
66 LA PERTENENCIA

ciudad alguna."23 La ciudadanía exigía cierta "excelencia" no asequible a


todo mundo. Dudo que Aristóteles realmente haya creído que esta excelencia
se transmitía con el nacimiento. Para él, la existencia de miembros y no-
miembros en castas hereditarias era probablemente un asunto de conve­
niencia. Alguien en la ciudad tenía que llevar a cabo las tareas arduas, y lo
mejor era que los trabajadores fueran claramente separados y se les inculcara
su lugar por nacimiento. La tarea misma, la necesidad cotidiana de la vida
económica, ponía la excelencia de la ciudadanía fuera de su alcance. Ideal­
mente considerado, el bando de los ciudadanos era la aristocracia de quienes
disfrutaban de tiempo libre (de hecho, éste incluía a "mecánicos", como en
los metecos se incluía a hombres con tiempo libre); y sus miembros eran aris­
tócratas porque gozaban de tiempo libre, no por nacimiento o por la sangre o
por cualquier otro don interno. La política los ocupaba la mayor parte del
tiempo, aunque Aristóteles no hubiera dicho que gobernaban sobre esclavos
o extranjeros. Más bien se turnaban para gobernarse unos a otros. Los demás
eran simplemente súbditos pasivos suyos, la "condición material" de su ex­
celencia; y con ellos no tenían relación política alguna.
Según Aristóteles, esclavos y extranjeros vivían en el reino de la necesi­
dad, su destino estaba determinado por las condiciones de la vida económi­
ca. Por contraste, los ciudadanos vivían en el reino de la opción; su suerte se
determinaba en la arena política mediante sus propias decisiones colectivas.
Esta distinción es, sin embargo, falsa. De hecho, los ciudadanos tomaban
toda clase de decisiones que poseían autoridad ante esclavos y extranjeros
residentes entre ellos —decisiones que versaban acerca de la guerra, el gasto
público, el mejoramiento del comercio, la distribución de los granos y cosas
semejantes— . Las condiciones económicas eran objeto de control político,
si bien la extensión de tal control era terriblemente limitada. Por consiguien­
te, esclavos y extranjeros eran efectivamente dominados; sus vidas estaban
determinadas tanto política como económicamente. También ellos acudían a
la arena, simplemente en virtud de ser habitantes del espacio protegido del
Estado-ciudad, mas no tenían ni voz ni voto. No podían asumir cargos públi­
cos ni asistir a la asamblea ni fungir como jurados; no poseían delegados ni
organizaciones políticas y nunca se les consultaba en tomo a decisiones inmi­
nentes. Si a pesar de Aristóteles los consideramos hombres y mujeres capaces
de deliberación racional, entonces debemos afirmar que eran los súbditos de
una banda de ciudadanos-tiranos, gobernados sin su propio consentimiento.
Ciertamente, ésta parece haber sido al menos la postura implícita de otros
autores griegos. De ahí la crítica de Isócrates a la oligarquía: cuando algunos
ciudadanos monopolizan el poder político, se convierten en "tiranos" y con­
vierten a sus conciudadanos en "metecos".24 Si esto es verdad, los metecos
reales debieron haber vivido siempre en la tiranía.

23 Aristóteles, The Politics, 1275a y 1278a; he preferido la traducción de Eric Havelock en The
Libera/Temper in Crcek Politics (New Haven, 1957), pp. 367-369.
24 Isócrates, citado por Whitehead, Atheman Metic [211, pp. 51-52.
LA PERTENENCIA 67

Sin embargo, Isócrates no hubiera hecho la última afirmación, y tampoco


leñemos testimonio alguno de metecos que la hubiesen hecho. La esclavitud
era una cuestión muy debatida en la antigua Atenas, mas "no sobrevive ves-
ligio alguno de controversias acerca de los tnetoikia".B Ciertos sofistas pue­
den haber tenido sus dudas, pero la ideología que distinguía a los metecos
de los ciudadanos parece haber sido ampliamente aceptada lo mismo por los
»iudadanos que por los metecos. El predominio del nacimiento y la sangre
en la pertenencia política era parte de las concepciones comunes en la época.
I .os metecos atenienses eran a su vez ciudadanos hereditarios en las ciuda­
des de las que provenían; y aunque este status no les proporcionaba protec­
ción práctica alguna, tal vez ayudaba a equilibrar su precaria situación en la
ciudad donde vivían y trabajaban. Si eran griegos, también ellos poseían
sangre ciudadana. Su relación con los atenienses puede ser descrita correcta­
mente en términos contractuales (como lo fue por Licias, otro meteco, aunque
más dispuesto que Aristóteles a reconocer su status): buen comportamiento a
cambio de trato justo.26
No obstante, esta definición vale apenas para los hijos de la primera gene­
ración de metecos, pues ningún argumento contractualista puede justificar la
creación de una casta de residentes extranjeros. La única justificación para
los tnetoikia yace en la concepción de la ciudadanía como algo que los ate­
nienses literalmente no podían distribuir, dado el modo que tenían de enten­
derla. Todo lo que podían ofrecer a los extranjeros era un trato justo, y ello
era lo único que los metecos podían pensar en exigirles. Hay considerables
pruebas en apoyo de este punto de vista, pero también las hay en contra. De
alguna manera, los metecos eran relevados ocasionalmente de su status,
aunque tal vez en este hecho hubiese algo de corrupción. Ellos participaron
en la restauración de la democracia en el año 403 a.c., después del gobierno
de los Treinta Tiranos, y más tarde fueron recompensados con la concesión de
la ciudadanía pese a que había una fuerte oposición.27 Aristóteles empleó
como argumento en contra de las ciudades grandes el que "los residentes
extranjeros tomen parte expeditamente en el ejercicio de los derechos po­
líticos" — lo cual sugiere que no existía obstáculo conceptual alguno para la
extensión de la ciudadanía—-2* En todo caso, no existe tal obstáculo en las co­
munidades democráticas contemporáneas, con lo cual llega el momento de
tomar en consideración a nuestros propios metecos. La cuestión que aparen­
temente no ofrecía dificultad alguna a los griegos es práctica y teóricamente
problemática hoy en día. ¿Pueden los Estados desarrollar sus economías con
sirvientes que viven-con, con trabajadores huéspedes, separados de la
compañía de los ciudadanos?

B Whitehcad, Athenian Mctic (23L p. 174.


“ ibid.. pp. 57-58.
27 tbid., pp. 134 ss.
* Aristóteles, The Politics, 1326b, tr. Emest Baker (Oxford, 1948), p. 343.
68 LA PERTENENCIA

Los trabajadores huéspedes

No emprenderé una descripción completa del fenómeno de los trabajadores


huéspedes contemporáneos. Las leyes y la práctica difieren de un país euro­
peo a otro y constantemente cambian; la situación es compleja y variable. Lo
necesario aquí es un bosquejo (basado principalmente en la situación legal a
principios de los años setenta) a fin de poner de relieve las características de
este fenómeno que sean moral y políticamente controvertibles.29
Consideremos entonces a un país como Suiza, Suecia o Alemania Occi­
dental, democracias capitalistas y Estados de beneficencia, con fuertes
sindicatos comerciales y una población con abundantes medios económicos.
Los dirigentes de la economía tienen crecientes problemas para atraer traba­
jadores hasta un conjunto de labores que se han llegado a considerar como
fatigantes, peligrosas y degradantes. Pero estas tareas son, asimismo, social-
mente necesarias; es preciso encontrar gente que las realice. Dentro del entor­
no doméstico hay dos opciones, ninguna de ellas grata. La presión ejercida
sobre el mercado laboral por los sindicatos y el Estado de beneficencia podría
ser contrarrestada, y así el segmento más vulnerable de la clase trabajadora
local sería orillada a aceptar plazas de trabajo consideradas hasta ese
momento indeseables. Pero ello requeriría una difícil y peligrosa campaña
política. O bien, los salarios y las condiciones de trabajo de las plazas inde­
seables podrían ser notablemente mejorados como para atraer a trabajadores
aun dentro de las condiciones del mercado local. Pero esto aumentaría los
costos en toda la economía y, lo que tal vez sea más importante, represen­
taría un desafío a la jerarquía social existente. En vez de adoptar cualquiera
de estas drásticas medidas, los dirigentes de la economía, asistidos por sus
gobiernos, trasladan las plazas de trabajo del mercado laboral doméstico al
internacional, poniéndolas a disposición de trabajadores de países pobres,
quienes las encontrarán menos indeseables. El gobierno abre oficinas de re­
clutamiento en un número de países económicamente débiles y establece
reglamentos para normar la admisión de los trabajadores huéspedes.
Es de máxima importancia que los trabajadores admitidos sean "hués­
pedes", no inmigrantes buscando un nuevo hogar y una nueva ciudadanía.
Pues si los trabajadores llegaran como futuros ciudadanos se unirían a la
fuerza de trabajo doméstica, ocupando temporalmente sus niveles más bajos
pero beneficiándose de sus sindicatos y programas de beneficencia y repro­
duciendo el dilema originario al correr del tiempo. Más aún, al progresar
entrarían en competencia directa con los trabajadores locales, a algunos de
los cuales llegarían a superar. Por tanto, los reglamentos que norman su ad­
misión están planeados para ponerlos al margen de la protección de la
ciudadanía. Son traídos por un período de tiempo fijo, bajo contrato con un
29 En mi exposición de los trabajadores huéspedes me baso principalmente en Stephen
C astles y C od ula K osack, M igrant Works and C lass Structure iit W estern Europe (O xford,
Inglaterra, 1973), así como en Cheryl Bemard, "Migrant Workets and European Democracy",
Political Science Qm rterly, 92 (verano de 1979), pp. 277-299, y en John Berger, A Seventh Man
(Nueva York, 1975).
LA PERTENENCIA 69

empleador determinado; si pierden sus puestos tienen que marcharse; en


lodo caso tienen que marcharse cuando la vigencia de sus visas expire. Se
evita u obstaculiza que traigan consigo a personas dependientes de ellos y
son alojados en barracas, segregados de acuerdo con el sexo y alojados fuera
del perímetro de las ciudades donde trabajan. La mayoría son hombres o
mujeres jóvenes, de 20 a 30 años, con una preparación terminada; estando fí­
sicamente en buenas condiciones, son una carga menor para los servicios de
beneficencia locales (no disponen de seguro contra el desempleo, ya que no
se les permite estar desocupados en los países a los cuales tienen que trasla­
darse). No siendo ciudadanos ni ciudadanos potenciales, no tienen derechos
políticos. Libertades cívicas como las del discurso, la reunión y la asociación
-de otro modo tan defendidas— les son, por lo común, negadas, en ocasio­
nes explícitamente por los oficiales estatales, implícitamente en otras bajo
advertencia de despido y deportación.
Gradualm ente, al hacerse evidente que los trabajadores extranjeros
son una exigencia a largo plazo para la economía local, estas condiciones son
un tanto aligeradas. Para ciertas plazas de trabajo se les conceden visados
míis largos, se les permite traer a sus familias y muchos son admitidos en los
programas del Estado de beneficencia. Pero su posición sigue siendo preca­
ria. La residencia está condicionada por el empleo, y las autoridades esta­
blecen la regla de que todo trabajador que no pueda mantenerse ni mantener
a su famila sin recurrir reiteradamente a los programas de beneficencia del
Estado puede ser deportado. En épocas de recesión muchos de los huéspe­
des son obligados a marcharse. En tiempos de prosperidad, sin embargo, es
.ilto el número de los que quieren venir, y de ios que encuentran modo de
quedarse; pronto, entre 10 y 15% de la fuerza laboral industrial está integra-
cía por extranjeros. Alarmados por este flujo, diversas ciudades y poblados
fijan límites de residencia para los trabajadores huéspedes (defendiendo sus
vecindades en contra de un Estado abierto). Ligados a sus plazas de trabajo,
los huéspedes se ven de un modo u otro fuertemente restringidos en la elec­
ción de un sitio donde vivir.
Su vida es dura y sus salarios son bajos para los niveles europeos, aunque
no tanto para los propios. Lo más difícil es su carencia de hogar: trabajan ar­
duamente y durante mucho tiempo en un país extranjero donde no se les
invita a establecerse, donde siempre son extraños. Para los trabajadores que
llegaron solos, la vida en las grandes ciudades europeas es como un periodo
en prisión que ellos mismos se han impuesto. Se ven impedidos de efectuar
actividades sociales, sexuales y culturales usuales (y de la actividad política
también, de ser ésta posible en sus países de origen) por un periodo fijo de
tiempo. Durante éste viven estrechamente, ahorrando dinero y enviándolo a
casa. El dinero es la única ganancia que los países anfitriones brindan a sus
huéspedes, y a pesar de que este dinero en gran parte es exportado en lugar
de ser gastado localmente, los trabajadores resultan muy baratos. Los costos
por mantenerlos y educarlos en el lugar donde trabajan, y de pagarles lo que
exige el mercado laboral doméstico, serían más altos que las cantidades
que ellos remiten a sus países de origen. De modo que la relación entre hués­
70 LA PERTENENCIA

pedes y anfitriones parece ser un buen negocio en todos sentidos, pues la du­
reza de los días y los años de trabajo es temporal, y el dinero enviado a casa
cuenta allí de una manera que nunca podría contar en una ciudad europea.
Pero ¿qué hemos de decir del país anfitrión, entendido como una comuni­
dad política? Los defensores del sistema de trabajadores huéspedes afirman
que económicamente el país es ahora una vecindad, aunque políticamente
aún sea un club o una familia. Como lugar para vivir, está abierto a cual­
quiera que pueda encontrar trabajo; en cuanto foro o asamblea, como nación
o pueblo, está cerrado excepto a aquellos que puedan satisfacer los requisitos
fijados por los miembros actuales. El sistema es una síntesis perfecta de mo­
vilidad laboral y solidaridad patriótica. Pero esta descripción de ninguna
manera consigue reflejar la situación de hecho. El Estado como vecindad,
como una asociación "indiferente" normada sólo por las leyes del mercado, y
el Estado como club o familia, con relaciones de autoridad y policía, simple­
mente no coexisten como dos momentos distintos en la historia o en un tiem­
po abstracto. El mercado para los trabajadores huéspedes, libre de las par­
ticulares presiones políticas del mercado laboral doméstico, no está libre de
toda presión política. El poder del Estado desempeña un papel de máxima
importancia en su creación y posteriormente en el cumplimiento de sus re­
glas. Sin la denegación de los derechos políticos y de las libertades cívicas y
la amenaza siempre presente de la deportación, el sistema no funcionaría.
Por consiguiente, los trabajadores huéspedes no pueden ser descritos mera­
mente en los términos de su movilidad, como hombres y mujeres en libertad
para ir y venir. Mientras son huéspedes también son súbditos. Como los
metecos atenienses, son dirigidos por una banda de ciudadanos-tiranos.
Pero ¿acaso no están de acuerdo en ser dirigidos así? ¿No es efectivo aquí
el argumento contractualista, con estos hombres y mujeres que efectivamente
son admitidos bajo contrato y permanecen sólo por tantos meses o años?
Desde luego que llegan sabiendo a grandes rasgos qué esperar, y a menudo
regresan sabiendo más o menos qué esperar. Pero esta clase de consenti­
miento, dado en un momento único, si bien es suficiente para legitimizar las
transacciones del mercado, no basta para la política democrática. El poder
político es precisamente la capacidad de tomar decisiones durante un
espacio de tiempo, de cambiar las reglas, de hacer frente a las emergencias;
no puede ser ejercido democráticamente sin el consentimiento continuo de
quienes están sujetos a él. Y entre éstos se cuentan toda mujer y todo hombre
que vivan dentro del territorio en el cual tales decisiones surten sus efectos.
Todo el sentido de llamar "huéspedes" a este tipo de trabajadores es, sin em­
bargo, el de sugerir que ellos (realmente) no viven en el lugar donde tra­
bajan. Si bien son tratados como sirvientes bajo contrato, de hecho no lo son.
Pueden renunciar a sus puestos, comprar boletos de tren o de avión y regre­
sar a casa; son ciudadanos en otra parte. Si vienen voluntariamente, a traba­
jar y no a establecerse, y si pueden marcharse cuando quieran, ¿por qué
habrían de concedérseles derechos políticos mientras permanezcan en el
país? El consentimiento continuo, podría argumentarse, sólo se requiere de
parte de los residentes permanentes. Aparte de lo previsto explícitamente en
LA PERTENENCIA 71

m is contratos, los trabajadores huéspedes no tienen más derechos que los


luristas.
En el sentido usual de la palabra, sin embargo, los trabajadores huéspedes
no son "huéspedes" y mucho menos turistas. Ante todo son mano de obra, y
vienen (y generalmente se quedan tanto como se les permita) porque necesi­
tan el trabajo, no porque esperen gozar de su estancia. No andan de vacacio­
nes; no pasan el tiempo como a ellos les gustaría. Los agentes estatales no
son corteses y serviciales con ellos (no les proporcionan información, diga­
mos, sobre museos o sobre las leyes cambiarías o el reglamento de tránsito).
Sienten al Estado como un poder temible que todo lo penetra y define sus
vidas y controla sus mismos movimientos sin pedirles jamás su opinión. La
partida es una opción sólo formal; la deportación, una continua amenaza
práctica. Como grupo constituyen una clase sin pertenencia ni derechos polí­
ticos. Típicamente, son una clase explotada u oprimida también, y, al menos
en parte, son explotados u oprimidos por carecer de pertenencia y derechos
políticos y ser incapaces de organizarse efectivamente para la defensa de sus
intereses. Su condición material no tiene probabilidades de cambiar a menos
que se altere su status político. De hecho, el propósito de su status es el de im­
pedir que mejoren su situación, pues de poder hacerlo pronto se conducirían
como los trabajadores domésticos, rechazando salarios bajos o labores arduas
y degradantes.
Aún así, el grupo de ciudadanos del cual son excluidos no es un grupo en-
dogámico. Comparado con Atenas, cada país europeo es de carácter radical­
mente heterogéneo y todos tienen procedimientos de naturalización ade­
cuados. De modo que los trabajadores huéspedes son excluidos de un grupo
de hombres y mujeres compuesto por individuos que son iguales a ellos. Son
confinados a una posición inferior que al mismo tiempo es una posición anó­
mala: son como parias en una sociedad donde no hay castas, metecos en una
sociedad donde los metecos no tienen un lugar protegido y digno que los
incluya. Por ello, el gobierno que prevalece sobre los trabajadores huéspedes
se parece mucho a una tiranía; es el ejercicio de poder fuera de su esfera,
sobre hombres y mujeres que se asemejan a los ciudadanos en todo aspecto
de importancia en el país anfitrión, pero que no obstante son marginados de
la ciudadanía.
El principio pertinente aquí no es el de la mutua asistencia sino el de la
justicia política. Los trabajadores huéspedes no necesitan la ciudadanía —al
menos no en el mismo sentido en que se podría decir que necesitan sus pla­
zas de trabajo— . Tampoco están lesionados ni desamparados o desvalidos;
se encuentran en buenas condiciones físicas y ganan dinero. Tampoco están a
la orilla del camino, ni siquiera en sentido figurado, sino que viven entre los
ciudadanos. Realizan labores socialmente necesarias y están muy invo­
lucrados en el sistema legal del país al cual han venido. Participando en la
economía y en la ley, deberían poder considerarse a sí mismos participantes
futuros o potenciales también en la política. Y tienen que estar en posesión
de aquellas libertades cívicas básicas cuyo ejercicio es, en tantos sentidos,
una preparación para votar y ocupar un cargo. Deben ser puestos en el
72 LA PERTENENCIA

camino a la ciudadanía. Podrán decidir no convertirse en ciudadanos, regre­


sar a casa o quedarse como residentes extranjeros. Muchos —tal vez la ma­
yoría— decidirán regresar por los lazos emocionales con su familia nacional
y su tierra nativa. Pero a menos de que tengan esa opción, ninguna otra
decisión suya puede ser tomada como señal de condescendencia hacia la
economía y las leyes de los países donde trabajan. Y si en efecto tienen esa
opción, la economía local y la ley probablemente tomen otro cariz: un reco­
nocimiento más firme de las libertades cívicas de los trabajadores huéspedes
y alguna mejoría de sus oportunidades para la negociación colectiva serán
difíciles de evitar una vez que sean vistos como ciudadanos potenciales.
Debería añadir que algo semejante podría obtenerse de manera distinta.
Los países anfitriones podrían emprender la negociación formal de tratados
con los países de origen, estableciendo de manera coactiva una lista de
"derechos de los trabajadores huéspedes" —aproximadamente los mismos
derechos que los trabajadores podrían conquistar como miembros de un sin­
dicato o como activistas políticos— . El tratado podría incluir una cláusula
provisional que estipularía su renegociación periódica, de modo que la lista
de derechos pueda ser adaptada a las condiciones sociales y económicas
cambiantes. De esta manera, aunque no vivan en sus países de origen, la ciu­
dadanía original de los trabajadores huéspedes surtirá efectos para ellos
(como nunca lo hizo para los metecos atenienses), y en algún sentido estarán
representados en la toma local de decisiones. De una manera u otra, deberían
estar en condiciones para disfrutar de la protección de la ciudadanía o de la
ciudadanía potencial.
Haciendo a un lado tales acuerdos internacionales, el principio de la jus­
ticia política es el siguiente: los procesos de la autodeterminación a través de
los cuales un Estado democrático configura su vida interna deben estar
abiertos por igual a todos aquellos hombres y mujeres que vivan en su terri­
torio, trabajen en la economía local y estén sujetos a la ley local.30 Por con­
siguiente, la segunda admisión (la naturalización) depende de la primera (la
inmigración) y está sujeta sólo a ciertas restricciones de tiempo y calificación,
nunca a la restricción última de su cancelamiento. Cuando la segunda admi­
sión es cancelada, la comunidad política degenera en un mundo de miembros
y extraños sin fronteras políticas entre ambos, donde los extraños son súb­
ditos de los miembros. Entre sí tal vez los miembros sean iguales; pero no es
su igualdad sino su tiranía lo que determina el carácter del Estado. La justicia
política es un impedimento para la permanente extranjerización — lo mismo
para individuos concretos que para una clase de individuos variables—. Ello
es verdad al menos en una democracia. En una oligarquía, como Isócrates
escribiera, incluso los ciudadanos son realmente extranjeros residentes, y por
30 Se me ha indicado que este argumento no tiene aplicación plausible para huéspedes
privilegiados, tales como asesores técnicos, profesores visitantes, etc. Concedo el punto, si bien
no estoy seguro de cómo emplear la categoría de "trabajadores huéspedes" de modo que estos
últimos queden excluidos. Pero aquellos no son muy importantes, y en virtud de la naturaleza
de su posición privilegiada tienen la capacidad de apelar a la protección de sus países de origen
si alguna vez la llegaran a necesitar. Gozan de una especie de extraterritorialidad.
LA PERTENENCIA 73

«•lio la cuestión de los derechos políticos no se suscita de la misma manera.


Pero tan pronto algunos residentes son ciudadanos de hecho, el resto debe
marchar en consecuencia. Ningún Estado democrático puede tolerar el esta­
blecimiento de un status fijo entre los ciudadanos y los extranjeros (aunque
pueda haber fases en la transición de una identidad política a otra). O bien la
persona está sujeta a la autoridad del Estado o no lo está, y si lo está, debe
dársele voz, y en última instancia una voz igualitaria, respecto de lo que la
autoridad haga. Los ciudadanos democráticos tienen entonces una opción: si
quieren traer a nuevos trabajadores, deben prepararse para ampliar su pro­
pia pertenencia; si no están dispuestos a aceptar a nuevos miembros, tienen
que buscar medios dentro de los límites del mercado laboral doméstico a fin
ile ver realizadas las tareas socialmente necesarias. Tales son sus únicas
opciones. Su derecho a escoger se desprende de la existencia en este territorio
particular de una comunidad de ciudadanos; y es incompatible con la des­
trucción de la comunidad o con su transformación en otra tiranía local.

P e r t e n e n c ia y ju s t ic ia

Ixi distribución de la pertenencia no está íntegramente sujeta a las restriccio­


nes impuestas por la justicia. A través de una gama considerable de decisio­
nes tomadas, los Estados sencillamente están en libertad de aceptar (o no)
extranjeros —de modo muy semejante a como están en libertad, soslayando
las demandas de los necesitados, de compartir su riqueza con amigos extran­
jeros, de honrar los méritos de artistas, intelectuales y científicos extranjeros,
de escoger a sus socios comerciales, y de ingresar a entidades de seguridad
colectiva con Estados extranjeros— . Tero el derecho a escoger una política de
admisión es más importante que cualquiera de los anteriores, pues no sólo es
cuestión de actuar en el mundo ejerciendo una soberanía y persiguiendo
unos intereses nacionales. En juego está la configuración de la comunidad
que obra en el mundo, ejerce la soberanía, y así sucesivamente. La admisión
y la exclusión se hallan en el núcleo de la independencia de la comunidad.
Sugieren el significado más profundo de la autodeterminación. Sin ellas no
podría haber comunidades de carácter históricamente estables, asociaciones
continuas de mujeres y hombres con algún compromiso especial entre sí y
un sentido especial de su vida común.31
Pero la autodeterminación en la esfera de la pertenencia no es absoluta.
Es un derecho ejercido, de la manera más frecuente, por clubes nacionales y
familias, pero en primer lugar lo es por Estados territoriales. De ahí que esté
sujeto tanto a las decisiones intemas de los miembros mismos (de todos los
miembros, incluidos aquellos acreditados a la pertenencia por el derecho de
lugar) como al principio externo de la asistencia mutua. La inmigración,
entonces, es materia lo mismo de opción política que de exigencia moral. Por

31 He tomado el término comunidades de carácter de Otto Bauer, véase Austrtt-Marxism (13), p.


107.
74 LA PERTENENCIA

contraste, la naturalización es íntegramente apremiante: a todo nuevo


inmigrante, a todo refugiado acogido, a todo residente y a todo trabajador se
le deben ofrecer las oportunidades de la ciudadanía. Si la comunidad se halla
dividida de manera tan radical que una ciudadanía única resulte imposible,
entonces el territorio debe ser también dividido antes de que los derechos a
la admisión y a la exclusión puedan ser ejercidos, toda vez que estos dere­
chos han de ser ejercidos sólo por la comunidad como un todo (incluso si en
la práctica alguna mayoría nacional domina la toma de decisiones), y sólo
respecto a extranjeros, no por algunos miembros respecto a otros. Ninguna
comunidad puede ser mitad meteca, mitad ciudadana y pretender que sus
políticas de admisión sean actos de autodeterminación o que su política sea
democrática.
La determinación de extranjeros y huéspedes por un grupo exclusivo de
ciudadanos (o de esclavos por amos, o de mujeres por hombres, o de negros
por blancos, o de pueblos conquistados por sus conquistadores) no es libertad
comunitaria sino opresión. Los ciudadanos tienen la libertad, por supuesto,
de fundar un club, hacer la pertenencia tan exclusiva como se les antoje,
redactar una Constitución y gobernarse unos a otros. Pero no pueden exigir
jurisdicción territorial y dominar al pueblo con quien comparten el territorio.
Hacerlo equivale a obrar fuera de su esfera y más allá de sus derechos. Es
una forma de tiranía. En verdad, el dominio de ciudadanos sobre no-ciu­
dadanos, de miembros sobre no-miembros, es posiblemente la forma más
común de las tiranías en la historia humana. No abundaré más en tomo a los
problemas especiales de los no-ciudadanos y los extranjeros: en lo sucesivo,
ya sea que considere la distribución de la seguridad y del bienestar o me
refiera a las tareas arduas o al poder mismo, he de dar por supuesto que to­
dos los hombres y mujeres susceptibles de ser tomados en cuenta mantienen
un status político único. Esta suposición no excluye otras clases de desi­
gualdad que pudieran llegar a presentarse, pero sí el amontonamiento de las
desigualdades características de las sociedades divididas. La denegación de
la pertenencia es siempre la primera de una larga cadena de abusos. No hay
manera de romper la cadena, de modo que es preciso negar la validez de la
denegación. La teoría de la justicia distributiva empieza, entonces, con un
recuento de los derechos a la pertenencia. A un mismo tiempo debe justificar
el derecho (limitado) al cierre, sin el cual no habría en absoluto comunidades,
y la inclusividad política de las comunidades existentes. Pues es sólo como
miembros en algún lugar como las personas pueden tener la esperanza de
compartir todos los otros bienes sociales —seguridad, riqueza, honor, cargo
y poder— que la vida comunitaria hace posible.
ID. SEGURIDAD Y BIENESTAR

P e r t e n e n c ia y n e c e s id a d

La p e r t e n e n c ia es importante porque es lo que los miembros de una comu­


nidad política se deben unos a otros, a nadie más en el mismo grado. Y lo
primero que se deben entre si es la previsión comunitaria de la seguridad y
el bienestar. Esta aseveración podría ser invertida: la previsión comunitaria
es importante porque nos enseña el valor de la pertenencia. Si no viéramos
unos por otros, si no reconociéramos distinción alguna entre miembros y ex­
traños, no tendríamos razón alguna para formar y mantener comunidades
políticas. "¿Cómo han de amar a su país los hombres", preguntó Rousseau,
"si éste para ellos no es nada que para ios extranjeros no sea, y les provee de
sólo aquello que no puede negar a ninguno?"1 Rousseau creía que los ciuda­
danos deberían amar a su país y, por lo tanto, que su país debería darles
razones especiales para ser amado. La pertenencia (como la afinidad) es una
relación especial. No basta decir, como Edmund Burke hiciera, que "para ha­
cemos amarlo, nuestro país debería ser digno de ser amado".2 Lo más impor­
tante es que sea digno de ser amado por nosotros, aunque siempre espera­
mos que lo sea para otros (y también amamos esta dignidad cuando es
reflejada).
Una comunidad política para el bien de la previsión, previsión para el
bien de la comunidad: el proceso funciona en ambos sentidos, tal es acaso su
característica más relevante. Filósofos y politólogos lo han convertido sin
mayor trámite en un simple cálculo. Somos en verdad racionalistas de la vida
cotidiana; llegamos, firmamos el contrato social, ratificamos la firma a fin de
ver por nuestras necesidades, y valoramos el contrato en la medida en que
esas necesidades son satisfechas. Pero una de nuestras necesidades es la co­
munidad misma: la cultura, la religión y la política. Sólo bajo la égida de
estas tres cuestiones cualquier otra cosa requerida por nosotros se convierte
en una necesidad socialmente reconocida y adquiere una forma histórica y de­
terminada. El contrato social es un acuerdo para llegar con otros individuos a
decisiones sobre los bienes necesarios para nuestra vida común, y después
para proveemos unos a otros de esos bienes. Los firmantes se deben entre sí
más que la mutua asistencia, pues ésta la deben o pueden deberla a cualquie­
ra. Se deben la previsión mutua de todas aquellas cosas en virtud de las cua­
les se han separado del resto de la humanidad, considerada como un todo, y
han unido sus fuerzas en una comunidad particular. El amour social es una de
1 Jean-Jacques Rousseau, "A Discourse on Política! Econom y", en The Social Contraci, tr.
C. D. H. Colé (Nueva York, 1950), pp. 302-305.
7 Edmund Burke, Rijlcctions on the Frettch Rivolnlion (Londres, 1910), p. 75.

75
76 SEGURIDAD Y BIENESTAR

ellas, pero aunque sea un bien distribuido —a menudo en forma no equi­


tativa—, surge sólo en la dinámica de otras distribuciones (y en la dinámica
de las opciones políticas que esas otras distribuciones exigen). La previsión
mutua genera mutualidad. De esta manera, la vida común es simultánea­
mente el prerrequisito de la previsión y uno de sus productos.
Los hombres y las mujeres se unen entre sí porque literalmente no pueden
vivir separados; sin embargo, pueden vivir juntos de muchas maneras. La
supervivencia e incluso el bienestar exigen un esfuerzo común: contra la ira
de los dioses, contra la hostilidad de otros pueblos, contra la indiferencia y
las inclemencias de la Naturaleza (hambrunas, inundaciones, incendios,
enfermedades), contra la brevedad de la vida humana. Como escribiera
David Hume, no sólo los campamentos militares sino también los templos,
las bodegas, las obras de irrigación y los cementerios son las verdaderas ma­
dres de las ciudades.3 Como esta enumeración sugiere, los orígenes no po­
seen carácter singular. Las ciudades difieren unas de otras, en parte debido al
entorno natural donde son construidas y a los peligros inmediatos que sus
constructores enfrentan, en parte por las concepciones de los bienes sociales
propias de los constructores. Éstos reconocen pero también crean sus necesi­
dades mutuas y confieren así una forma particular a lo que he de llamar "la
esfera de la seguridad y el bienestar". La esfera es en sí misma tan antigua
como la más antigua comunidad. De hecho, se podría decir que la comuni­
dad original es una esfera de seguridad y bienestar, un sistema de previsión
comunitaria, deformada sin duda alguna por severas desigualdades en
cuanto a la fuerza y al ingenio. Sin embargo, el sistema no posee en ningún
caso forma natural alguna. Distintas experiencias y concepciones conducen a
distintos modelos de previsión. Aunque existan bienes absolutamente nece­
sarios, no hay alguno del que, una vez conocido, sepamos cuál es su posición
respecto de otros bienes, ni cuánto de él debemos a los demás y a nosotros
mismos. La naturaleza de una necesidad no es evidente por sí misma.
La previsión comunitaria es tanto general como particular. Es general
siempre que se inviertan fondos públicos a fin de beneficiar a todos o a la
mayoría de los miembros de una comunidad y no medie una distribución a
individuos. Es particular siempre que los bienes sean entregados de hecho
a todos o a cualquiera de los miembros.4 El agua, por ejemplo, es una de "las
necesidades fundamentales de la vida civil", y la construcción de presas es

3Cf. David Hume, A Trm tiseof Human Nalurv, libro III, parle II, cap. 8.
4 No pretendo reiterar la distinción técnica que los economistas hacen entre bienes públicos y
bienes privados. La previsión general siempre es pública, al menos en las definiciones menos
rigurosas del término (el cual especifica solamente que los bienes públicos son aquellos que no
pueden proporcionársele a alguien excluyendo a los miembros de la comunidad). Asi son la ma­
yoría de las formas de la previsión particular, pues incluso lo bienes otorgados individualmente
generan beneficios no exclusivos para la comunidad coasiderada como un todo. Las becas para
huérfanos, por ejemplo, son privadas respecto de los huérfanos, públicas respecto de la comu­
nidad de ciudadanos dentro de la cual los huérfanos un día habrán de trabajar y votar. Pero los
bienes públicos de esta última especie, que dependen de distribuciones previas a individuos o
grupos particulares, han sido controvertibles en muchas sociedades. He diseñado mis categorías
de tal modo que sea posible examinarlas detenidamente.
SEGURIDAD Y BIENESTAR 77

una forma de previsión general.5 Pero la distribución de agua a una vecindad


y no a otra (donde, digamos, viven los ciudadanos más ricos) es previsión
particular. El aseguramiento de los víveres es general, la distribución de ali­
mentos a viudas y a huérfanos es particular. La salud pública es general la
mayoría de las veces, el cuidado de los enfermos es, por lo común, particular.
En ocasiones, los criterios para cada previsión diferirán radicalmente. La
construcción de templos y la organización de servicios religiosos es un ejem­
plo de previsión general pensada para satisfacer las necesidades de la co­
munidad tomada como un todo, pero la comunión con los dioses se permitirá
sólo a miembros con méritos especiales (o podrá ser administrada privada­
mente en sectas secretas o de inconformes). El sistema de la impartición de
justicia es un bien general que satisface necesidades comunes, mas la distri­
bución real de recompensas y castigos puede servir a las necesidades par­
ticulares de una clase dominante, o puede ser organizada, como por lo común
pensamos que debería, para dar a los individuos aquello que en lo individual
merecen. Simone Weil afirmaba que, en relación con la justicia, las necesida­
des operan tanto a nivel general como a nivel particular, puesto que los de­
lincuentes tiene la necesidad de ser castigados.6 Pero ello implica un uso
peculiar de la palabra necesidad. Más bien, el castigo de delincuentes es algo
que sólo nosotros necesitamos. Con todo, la necesidad opera de manera ge­
neral y particular respecto de otros bienes: el cuidado de la salud es otro
ejemplo evidente que más tarde he de estudiar con cierto detalle.
A pesar de la fuerza inherente a la palabra, las necesidades son escurri­
dizas. Las personas no sólo tienen necesidades, tienen ideas acerca de sus
necesidades, tienen prioridades, grados de necesidad, y tales grados y
prioridades se refieren no solamente a su naturaleza humana sino también a
su historia y cultura. Ya que los recursos siempre son escasos, es preciso to­
mar decisiones difíciles. Y sospecho que éstas sólo podrán ser decisiones po­
líticas. Tales decisiones están sujetas a cierta explicitación filosófica, pero la
idea de necesidad y la identificación con la previsión comunitaria no generan
por sí mismas una clara determinación de las prioridades o los grados. Es
obvio que no podemos ni tenemos por qué satisfacer toda necesidad al mis­
mo grado o al último grado que ella consienta. Los antiguos atenienses, por
ejemplo, proveían a los ciudadanos de baños públicos y gimnasios, pero
nunca de algo que siquiera remotamente se pareciera al seguro por desem­
pleo o a la seguridad social. Determinaron cómo gastar los fondos públicos,
y su elección probablemente fue configurada por su noción de las exigencias
de una vida en común. Sería difícil afirmar que cometieron un error. Supon­
go que hay modos de entender la necesidad que permitirían una conclusión
tal, pero no serían nociones aceptables — tal vez ni siquiera comprensibles—
para los atenienses.
El problema de los grados sugiere de manera aún más clara la importan­

5 La cito es del geógrafo griego Pausarías, en George Rosen, A History o f Public Heallh (Nueva
York, 1958), p. 41.
6 Simone Weil, The Needja r Raofs, tr. Arthur Wills (Boston, 1955), p. 21.
78 SEGURIDAD Y BIENESTAR

cia de la decisión política y la irrelevancia de cualquier explicitación


meramente filosófica. Las necesidades no sólo son escurridizas sino también
expansivas. En palabras del filósofo contemporáneo Charles Fried, las necesi­
dades son voraces: devoran los recursos;7 sin embargo, sería falso concluir
que la necesidad no puede ser un principio distributivo. Más bien es un prin­
cipio sujeto a la limitación política, y esos límites (dentro de límites) pueden
ser arbitrarios o fijados por alguna coalición momentánea de intereses o una
mayoría de votantes. Consideremos el caso de la seguridad física en una mo­
derna ciudad estadunidense. Podríamos proveerla de absoluta seguridad y
eliminar todo foco de violencia, salvo el doméstico, con tal de que en toda ella
instalemos a cada 15 metros un arbotante y destaquemos a un policía a cada
30. Pero esto sería muy costoso, de modo que tenemos que conformamos con
algo más modesto. Qué tanto, sólo puede decidirse políticamente.8 Nos po­
demos imaginar la clase de cosas que ocurrirían en los debates. Ante todo,
me parece, habría cierta noción — más o menos ampliamente compartida,
controvertible sólo marginalmente— de lo que es "bastante" seguridad o de
a qué nivel la inseguridad ya es intolerable. La decisión se vería afectada,
asimismo, por otros factores: necesidades alternas, el estado de la economía,
la agitación del sindicato de policías, etc. Pero sea cual fuere la decisión to­
mada a fin de cuentas, sean cuales fueren las razones, la seguridad es sumi­
nistrada porque los ciudadanos la necesitan. Y en virtud de que a cierto nivel
todos la necesitan, el criterio de necesidad queda como un parámetro crítico
(como habremos de ver) a pesar de no poder determinar ni la prioridad ni el
grado.

L a PREVISIÓN COMUNITARIA

Nunca ha existido una comunidad política que no cumpliera, o intentara


cumplir o afirmara cumplir, las necesidades de sus miembros tal y como sus
miembros entienden esas necesidades. Y no ha existido nunca una comuni­
dad política que no comprometiera su fuerza colectiva —su capacidad de
dirigir, presionar y forzar— en este proyecto. Las modalidades de organi­
zación, los niveles de tributación fiscal, la planificación temporal y el alcance
de la conscripción: todo ello ha sido una fuente de controversia política. Pero
el uso de poder político no ha sido controvertible sino hasta hace muy poco.
La construcción de fortalezas, presas y obras de irrigación, la movilización de
ejércitos, el aseguram iento de víveres y del com ercio, todo ello exige
coacción. El Estado es una herramienta que no puede fabricarse sin acero. Y
la coacción a su vez exige agentes que coaccionen. La previsión comunitaria

7 Charles Fried, Righl and Wrong (Cambridge, Mass., 1978), p. 122.


* Y debería serlo políticamente: para eso sirven los acuerdos políticos democráticos. Cual­
quier intento filosófico por estipular al detalle los derechos o prerrogativas de los individuos
constreñiría radicalmente la amplitud de la toma de decisiones democrática. De esta cuestión me
he ocupado en otro lugar (M. Walzer, "Philosophy and Democracy", PeliHcal Theory, 9 [19811,
pp. 379-399; véase también el rico tratamiento de Amy Cutmann, Liberal EqualUy, Cambridge,
Inglaterra, 1980, esp. pp. 197-202).
SECURIDAl) Y BIENESTAR 79

es efectuada siempre mediante un conjunto de oficiales (sacerdotes, soldados


y burócratas) que introducen deformaciones típicas en el proceso, succionan­
do dinero y esfuerzos para sus propios propósitos o usando la previsión
como una forma de control. Estas deformaciones no constituyen, sin embar­
go, mi interés inmediato. Quiero, en vez de ello, hacer énfasis en el sentido
en que toda comunidad política es un Estado de beneficencia. Cada conjunto
de oficiales se ha comprometido, al menos supuestamente, a la previsión de
la seguridad y el bienestar; cada conjunto de miembros se ha comprometido
«i sobrellevar el peso necesario (y de hecho lo sobrelleva). El primer com­
promiso se refiere a las obligaciones del cargo; el segundo, a los deberes de
la pertenencia. Sin un sentido compartido de la obligación y los deberes
no existiría comunidad política alguna en absoluto y tampoco ninguna
seguridad ni bienestar; así, la vida de los hombres sería "desolada, pobre,
mezquina, cruel y corta".
Mas, ¿cuánta seguridad y cuánto bienestar se necesitan? ¿De qué especie?
¿Distribuidos cómo? ¿Pagados cómo? Éstas son cuestiones serias y pueden
ser resueltas de muchas maneras diferentes. Ya que cada solución será ade­
cuada o inadecuada a una comunidad particular, lo mejor será volverse ha­
cia un par de ejemplos concretos. He escogido dos, provenientes de distintos
periodos históricos, que representan compromisos distributivos generales y
particulares muy diferentes. Ambos representan los dos cauces de nuestra
propia tradición cultural, la helénica y la hebraica; pero no he buscado nada
parecido a dos extremos dentro de la gama de posibilidades. Más bien, he
escogido dos comunidades que son, como la nuestra, relativamente demo­
cráticas y, en general, respetuosas de la propiedad privada. Ninguna de ellas,
hasta donde yo sé, ha figurado alguna vez en las historias del Estado de
beneficencia; y, sin embargo, los ciudadanos de ambas entendían bien el sig­
nificado de la previsión comunitaria.

Atenas en los siglos v y i v a.c.

"Las ciudades-Estado helénicas eran altamente sensibles a lo que podría


denominarse el bienestar general, esto es, concedían mucha importancia a la
toma de medidas que redundaran en beneficio de la ciudadanía considerada
como un todo; del bienestar social (...] en especial del beneficio a los pobres
como tales, eran en cambio en gran medida indiferentes."’ Este comentario
del historiador contemporáneo de la Antigüedad clásica Louis Cohn-Haft
aparece en el curso de un estudio de los "médicos públicos" de la antigua
Grecia, una institución menor pero un punto de partida útil para mi expo­
sición. En Atenas, durante el siglo v a.c. (y durante el posterior periodo
helenístico en muchas ciudades griegas), un pequeño número de médicos
eran elegidos para cargos públicos de manera parecida a los generales y se9

9 Louis Cohn-Haft, The Public Physiciaus o f Ancient Crivcc (Smitli Collego Studies in History,
vol. 42, Northampton, Mass., 1956), p. 40.
80 SEGURIDAD Y BIENESTAR

les pagaba un estipendio con fondos públicos. No sabemos con claridad


cuáles eran sus obligaciones al ser fragmentarios los testimonios que so*
breviven. Al parecer, cobraban por sus servicios como otros médicos, aunque
es probable que "como asalariados de todo el organismo ciudadano, estarían
bajo considerable presión social como para rehusar atender a un paciente
que no pudiera pagar la cuota". El propósito de la selección y del estipendio
parece haber sido el de asegurar la presencia de médicos calificados en la
ciudad — por ejemplo, al tiempo de una plaga— . La previsión era general, no
particular; por lo demás, la ciudad al parecer se interesaba poco en la
distribución amplia de la atención médica. Honraba públicamente a los mé­
dicos que "se habían dado sin reservas a todos aquellos que habían manifes­
tado necesitarlos"; sin embargo, ello sugiere que este darse no era requisito
del cargo; a los médicos se Ies pagaba para algo distinto.10*
Éste era el esquema común en Atenas, pero la amplitud de la previsión
general era en extremo considerable. Empezaba con la defensa: la armada, el
ejército, la muralla hasta el Pireo, todo ello era obra de los ciudadanos mis­
mos bajo la dirección de sus magistrados y generales. O tal vez empezaba
con la comida: a la Asamblea se le exigía considerar a periodos fijos el ar­
tículo de una agenda, que poseía una forma fija: "grano y defensa del país",
por ejemplo. Las distribuciones reales del grano se efectuaban sólo ocasional­
mente; pero la mercancía de importación era vigilada de cerca, y el mercado
interno regulado por una corte impresionante de oficiales: 10 comisionados
de comercio, 10 superintendentes de mercados, 10 inspectores de pesos y
medidas, treinta y cinco "guardianes de grano" que hacían valer un precio
justo, y —en momentos de crisis— un grupo de compradores de grano "que
buscaban suministros donde fuera que se pudiesen conseguir, organizaban
campañas públicas para adquirir los fondos necesarios, y proponían reduc­
ciones de precios y racionamientos".11 Todos estos oficiales eran escogidos
por sorteo de entre los ciudadanos. O tal vez empezaba con la religión: los
edificios públicos más grandes en Atenas eran templos, edificados con dine­
ros públicos; los sacerdotes eran oficiales públicos que ofrecían sacrificios a
nombre de la ciudad. O tal vez empezaba, como en el tratado de Locke sobre
los orígenes del Estado, con la justicia: Atenas era vigilada por un destaca­
mento de esclavos estatales (8CK> arqueros escitas); las cortes de la ciudad
poseían una intrincada organización y siempre estaban activas. Y aparte de
esto, la ciudad suministraba una variedad de otros bienes. Cinco comisio­
nados supervisaban la construcción y reparación de los caminos. Un comité
integrado por otros 10 velaba por el cumplimiento de un conjunto más bien
elemental de medidas de salud pública; "aseguraban que los recolectores de
heces no las depositaran a 10 stados dentro de las murallas".12 Como ya he
observado, la ciudad proveía de baños y gim nasios a la ciudadanía,

10 ibid., p. 49.
u Aristóteles, La Constitución de A talas, en Aristotle and Xamphmt mi Democmcy and Oligarchy,
tr. J. M. Moaré (Berkcley, 1973), p. 170l
12 Aristóteles, Constitución [10], p. 191 (50.2).
SECURIDAD Y BIENESTAR 81

probablemente más por razones sociales que higiénicas. La sepultura de


cadáveres encontrados en las calles era un cargo público. También lo eran los
funerales de los caídos en batalla, como aquel donde habló Perides en 431.
Finalmente, los grandes festivales dramáticos eran públicamente organizados
y costeados, a través de una clase especial de impuesto, por los ciudadanos
acaudalados. ¿Es este último un gasto para la seguridad y el bienestar?
Podemos entenderlo como una característica central de la educación religiosa
y política del pueblo ateniense. Por contraste, no existía gasto público para
escuelas y maestros a ningún nivel: cero subsidios para la lectura, la escritura
o la filosofía.
A todo ello, las distribuciones particulares autorizadas por la Asamblea
ateniense —con una excepción capital— llegaban a muy poco. "Hay una
ley", informa Aristóteles, "según la cual todo aquel que tenga un patrimonio
menor a tres minué y padezca de alguna insuficiencia física que le impida rea­
lizar cualquier tarea, puede presentarse ante el Consejo; y si consigue la
aprobación a su solicitud, podrá recibir de los fondos públicos dos oboís para
la subsistencia diaria".13 Estas (muy raquíticas) pensiones podían ser obje­
tadas por cualquier ciudadano; entonces, el pensionista tenía que defenderse
ante un jurado. Una de las oraciones de Lisias que ha llegado hasta nosotros
fue escrita para un pensionista inválido. "Toda fortuna, mala o buena", hizo
Lisias decir a aquél ante el tribunal, "debe ser compartida en común por la
totalidad de la comunidad".14 Ésta no es ni de lejos una descripción exacta de
las prácticas de la ciudad, pero los ciudadanos reconocían sus obligaciones
hacia los huérfanos y también hacia las viudas o los caídos. Más allá de ello,
la previsión particular se dejaba en manos de las familias que la necesitaran.
La ciudad mostraba interés, pero sólo a distancia: una ley de Solón estipulaba
que los padres enseñaran a sus hijos un oficio a fin de que éstos mantuvieran
a aquéllos en la ancianidad.
La excepción capital era, desde luego, la distribución de los fondos públi­
cos a todos aquellos ciudadanos que ocuparan un cargo, prestaran servicios
en el Consejo, participaran en la Asamblea o formaran parte de algún jurado.
Una distribución particular servía aquí a un propósito general: el manteni­
miento de una democracia saludable. Los dineros aportados eran destinados
a hacer posible que artesanos y agricultores pudieran perder un día laboral.
Se requería aún el espíritu público, pues las cantidades eran pequeñas,
menores incluso a la ganancia diaria de un trabajador inexperto. Tero el total
anual era considerable: ascendía aproxim adam ente hasta la mitad del
ingreso intemo de la ciudad en el siglo v, e incluso a más en muchos momen­
tos del siglo iv.15 Dado que los ingresos de la ciudad no provenían de
impuestos sobre la tierra o sobre la renta (sino de impuestos sobre impor­
taciones, cuotas de las cortes, alquileres, ganancias de minas de plata y así

13 Ibid., p. 190 (40.4).


14 Kathleen Freeman, The Murder q f Herodes and Olher Triáis fivm the Athenian Lau> Cauris
(Nueva York, 1963), p. 167.
15 A. H. M. Jones, A lhaiian Democmcy (Oxford, Inglaterra, 1957), p. 6.
82 SEGURIDAD Y BIENESTAR

sucesivamente), no puede decirse que estas utilidades fueran redistributivas.


Pero sí se distribuían los fondos públicos a fin de equilibrar en algo las de­
sigualdades de la sociedad ateniense. Ello ocurría particularmente en re­
lación con los pagos hechos a ciudadanos de avanzada edad, quienes en
modo alguno podían haber trabajado. El profesor M. I. Finley se inclina a
atribuir a este efecto distributivo la virtual inexistencia de un conflicto civil o
de una lucha de clases a lo largo de la historia de la Atenas democrática.16 Tal
vez éste haya sido el resultado buscado, aunque parece más probable que lo
que estaba detrás de ios pagos era cierta concepción de la ciudadanía. A fin
de hacer posible que todos y cada uno de los ciudadanos participaran en la
vida política, se les preparaba como a un cuerpo para aportar grandes sumas.
Por supuesto, estas aportaciones beneficiaban ante todo a los ciudadanos
más pobres, pero a la pobreza en sí misma la ciudad no le prestaba atención.

Una comunidad judia medieval

No me he de referir aquí a ninguna comunidad judía específica sino que he


de intentar describir una comunidad típica en la Europa cristiana durante la
alta Edad Media. Me interesa ante todo elaborar una lista de bienes, general
o particularmente suministrados; la lista no varía significativamente de un
lugar a otro. Las comunidades judías bajo el dominio islámico, en especial las
que han sido examinadas en los notables libros del profesor S. D. Goitein,
realizan en esencia el mismo tipo de previsión, aunque en circunstancias un
tanto distintas.17 Contrastadas con Atenas, todas ellas eran autónomas aun­
que no soberanas. En Europa poseían plenos poderes para la recaudación de
impuestos, si bien gran parte del dinero tenía que ser cedido al rey, príncipe
o señor secular —es decir, cristiano—, ya fuera como pago a sus impuestos o
como cohechos, subsidios, "préstamos" y demás. Ello puede considerarse
como el precio por la protección. En las ciudades egipcias estudiadas por
Goitein, la mayor parte de los fondos comunitarios se recaudaba por medio
de exhortaciones a la caridad, pero un sistema de dádivas establecido sugiere
que la presión social funcionaba en gran medida como poder político. Apenas
era posible vivir en la comunidad judía sin aportar, y lejos de la conversión al
cristianismo el judío no tenía alternativa: no había otro sitio adúnde ir.
En principio eran comunidades democráticas, regidas por una asamblea
de miembros varones que se reunían en la sinagoga. Las presiones externas
tendían a producir una oligarquía o, con mayor exactitud, una plutocracia
—el gobierno de los jefes de las familias más ricas, quienes mejor que nadie
eran capaces de tratar con los avarientos reyes—. Mas la soberanía de los
ricos era continuamente desafiada por los miembros ordinarios de la comu­
nidad religiosa, y equilibrada por la autoridad de las cortes rabínicas. Los
rabinos desempeñaban un papel decisivo en la repartición del producto de 14

14 Finley, Ancioit Eeommiy (10), p. 173.


17S. D. Goitein, A MedUtrrantan Sociely, v d . II: T/ir Cmnnumity (Bcrkeley, 1971).
SEGURIDAD Y BIENESTAR 83

los impuestos, un motivo de continuas y a menudo amargas controversias.


Los ricos preferían un impuesto per capita, aunque en momentos de crisis di­
fícilmente podían evitar contribuir con lo necesario para la subsistencia
propia y de la comunidad. Los rabinos parecen haber favorecido una
tributación fiscal proporcional (unos cuantos, incluso, planteaban la posi­
bilidad de un impuesto progresivo).1®
Como uno podría esperar en comunidades cuyos miembros en el mejor
de los casos se habían establecido precariamente y estaban sujetos a persecu­
ciones intermitentes y a hostigamiento continuo, una elevada proporción de
los fondos públicos se distribuía entre personas en desgracia. Y si bien se
había determinado tempranamente que los pobres de la propia comunidad
tenían preferencia sobre judíos "extranjeros", la parte más significativa de la
solidaridad de un pueblo perseguido se revela en el fuerte compromiso con
"el rescate de los cautivos" —una obligación absoluta para cualquier comu­
nidad a la cual se hiciera tal exhortación, y una merma considerable en los
recursos comunitarios— . "La redención de los cautivos", escribió Maimóni-
des, "tiene preferencia sobre la alimentación y el suministro de ropa a los
pobres."19 Esta prioridad se desprendía del inmediato peligro físico al cual
el cautivo se encontraba expuesto, pero quizá tenía también que ver con el
hecho de que este peligro era religioso tanto como físico. La conversión for­
zosa y la esclavitud en manos de un amo no judío eran amenazas a las cuales
las comunidades judías organizadas eran especialmente sensibles, pues ante
todo eran comunidades religiosas y sus concepciones de la vida pública y de
todas las necesidades de hombres y mujeres individuales se configuraban
de modo similar a lo largo de siglos de reflexión religiosa.
Las formas principales de la previsión general —salvo el dinero pagado
para la protección— poseían carácter religioso, aunque incluyeran servicios
que nosotros consideramos seculares. La sinagoga, las cortes y los ministros
de ambas eran pagados con fondos públicos. Las cortes administraban la ley
talmúdica y su jurisdicción era amplia (a pesar de que no se extendiera hasta
los delitos capitales). Los tratos económicos eran estrechamente regulados,
especialmente los tratos con no-judíos, puesto que podían tener implicacio­
nes para el conjunto de la comunidad. La abundante legislación suntuaria se
elaboraba atendiendo también a los no-judíos, a fin de no provocar envidias
y resentimientos. La comunidad proporcionaba baños públicos, más por
razones religiosas que higiénicas, y supervisaba las tareas de los carniceros.
La carne kosher era gravada con impuestos (como en las comunidades egip­
cias), de modo que ello era tanto una forma de previsión como una fuente de
ingresos. También se hacían esfuerzos para mantener las calles libres de
inmundicias y evitar el hacinamiento en las vecindades judías. Hacia el final
de la Edad Media, muchas comunidades fundaron hospitales y remuneraban
los servicios de comadronas y médicos.
1,1 Salo W itbnayer Barón, The Jewish Comtmmily (Filadelfia, 1942), pp. 248-256; H. H. Ben-
Sasson, "The Middle Ages", en Ben-Sasson, comp., A History o f I lie Jewish Ptople (Cambridge,
M ass, 1976), p. 551.
19 Barón, Jewish Communily |17], p. 333.
84 SEGURIDAD Y BIENESTAR

Las distribuciones particulares adoptaban usualmente la forma de un


óbolo: de modo regular, distribución de alimento una o dos veces por se­
mana, distribuciones menos frecuentes de ropa, asignaciones especiales para
enfermos, viajeros en aprietos, viudas, huérfanos, etc. — todo ello a una
notable escala, dados el tamaño y los recursos de las comunidades— . Mai-
mónides escribió que la forma más alta de la caridad era el obsequio, el
préstamo o la camaradería que hicieran autosuficiente a quien los recibiese.
Esta sentencia era citada a menudo, pero, como Goitein ha advertido, no de­
terminaba la estructura de los servicios sociales en la comunidad judía. Tal
vez los pobres hayan sido demasiado numerosos, y la situación de la comu­
nidad misma muy precaria, como para aportar más que alivio momentáneo.
Goitein ha calculado que entre los judíos del antiguo Cairo "había un óbolo
por cada cuatro contribuyentes a las obras de caridad".20 Las personas que
aportaban dinero también contribuían con su tiempo y energías: de sus filas
salía una multitud de oficiales menores, encargados de la interminable tarea
de la recolección y la distribución. De ahí que el óbolo fuera una merma
grande y continua, aceptada como una obligación religiosa a la cual no se le
veía fin sino hasta la llegada del mesías. Tal era la justicia divina con un dejo
de ironía judía: "Debes socorrer a los pobres en proporción a sus necesidades,
pero no estás obligado a hacerlos ricos."21
Además del óbolo había otras formas de previsión particular, de manera
muy especial las destinadas a fines educativos. En España, durante el siglo
xv, unos 60 años antes de la expulsión de los judíos, se hizo un notable es­
fuerzo por establecer algo semejante a la educación pública, universal y
obligatoria. El sínodo de Valladolid de 1432 estableció impuestos especiales a
carnes, vinos, bodas, circuncisiones y sepelios, asimismo dispuso

que toda comunidad de quince familias |o más] ha de ser obligada a sostener a un


maestro de rudimentos, calificado para instruir a los niños en la Escritura. (...) Los
padres han de ser obligados a enviar a sus niños a tal maestro, y cada uno ha de
pagarle de acuerdo con sus medios. Si este ingreso demostrara ser inadecuado, la
comunidad será obligada a complementarlo.

En las comundidades de 40 o más familias se necesitaban escuelas más


avanzadas. El rabino en jefe de Castilla fue autorizado a encauzar dinero de
comunidades opulentas a comunidades pobres a fin de subsidiar escuelas en
precarias condiciones.22 Éste era un programa considerablemente más ambi­
cioso que cualquier otro intentado antes. Tero en todas las comunidades ju­
días se prestaba mucha atención a la educación: las cuotas escolares para los
niños pobres eran pagadas en común; además, existían subsidios públicos de
mayor o menor cuantía, así como apoyo caritativo suplementario, para es­
cuelas religiosas y academias. Los judíos iban a la escuela como los griegos
20 Goitein, M editcmnean Society (16], p. 142.
21 ¡bid. y y
22 Barón, ¡ewish Communily [17], p. 172; véase también Ben-Sasson, "The Middle Ages" [171,
pp. 608-611.
SEGURIDAD Y BIENESTAR 85

iban ai teatro o a la Asamblea —y ninguna de las dos comunidades hubiera


podido hacerlo si tales instituciones se hubiesen dejado totalmente a la
iniciativa privada.
Ambos, judíos y griegos, revelan no sólo la amplitud de la actividad
comunitaria sino también, y esto es más importante, la manera como esta
actividad es estructurada por valores colectivos y opciones políticas. En toda
comunidad política cuyos miembros puedan manifestarse acerca de su
gobierno, será desarrollado un modelo semejante: un conjunto de previsio­
nes generales y particulares articuladas para sostener y enaltecer una cultura
común. Apenas sería necesario insistir en lo anterior si no fuera por los parti­
darios contemporáneos del Estado mínimo o libertario, quienes afirman que
todos estos asuntos (a excepción de la defensa) deberían dejarse a los esfuer­
zos voluntarios de los particulares.2 Tero dejándolos por sí mismos, si ello es
una posibilidad viable, necesariamente buscarán otros particulares para
sacar adelante la previsión colectiva. Necesitan mucho unos de otros: no sólo
bienes materiales, que podrían ser suministrados mediante un sistema de
intercambio libre, sino también bienes materiales que poseen, por así decirlo,
atributos morales o culturales. Ciertamente podemos encontrar ejemplos
—hay muchos— de Estados que no suministraron ni bienes materiales ni
moralidad, o que los suministraron tan mal e hicieron igual tantas otras
cosas, que el común de los hombres y las mujeres no anhelaban más que
liberarse de su sujeción. Habiendo conquistado la liberación, sin embargo,
los mismos hombres y mujeres no se dispusieron simplemente a conservarla
sino que avanzaron hasta la elaboración de un modelo de previsión que
correspondiera con sus propias necesidades (con la propia concepción de sus
necesidades). Los argumentos en defensa de un Estado mínimo nunca se han
ganado el favor de ninguna parte significativa del género humano. De hecho,
lo más común en la historia de las luchas populares es la exigencia no por la
liberación sino por el cumplimiento: que el Estado realmente sirva a los fines
que afirma servir, y que lo haga para todos sus miembros. La comunidad
política crece por invasión cuando grupos previamente excluidos —plebe­
yos, esclavos, mujeres, minorías de toda clase— reclaman, uno tras otro, su
parte de seguridad y bienestar.

R epa rto ju s t o

¿Cuál es la parte que en justicia les corresponde? De hecho, hay aquí dos
cuestiones distintas. La primera se refiere a la gama de bienes que deberían
ser compartidos, a los límites de la esfera de la seguridad y el bienestar. La
segunda se refiere a los principios distributivos apropiados dentro de cada
esfera, los cuales intentaré distinguir a partir de los ejemplos griego y judío.
Podemos empezar muy bien con la máxima talmúdica según la cual el po­

2 La defensa filosófica más potente de esta posición la aporta Robert Nozick, Aitarchy, State
and Utopia (Nueva York, 1974).
86 SEGURIDAD Y BIENESTAR

bre tiene que ser socorrido (el imperativo es importante) en proporción a sus
necesidades. Esto, supongo, es de sentido común, pero conlleva un impor­
tante matiz negativo: no en proporción a cualidad personal alguna —atracti­
vo físico, digamos, u ortodoxia religiosa— . Uno de los esfuerzos persistentes
de la organización comunitaria judía, nunca íntegramente exitoso, era la
eliminación de la mendicidad. El mendigo es recompensado por su ha­
bilidad para contar una historia, por su pathos, a menudo —en las tradiciones
judías— por su audacia; y es recompensado de acuerdo con la bondad, la
importancia personal, la nottesse oblige de su benefactor, mas nunca simple­
mente en proporción a sus necesidades. Pero si estrechamos el vínculo entre
la necesidad y la previsión, podemos liberar al proceso distributivo de todos
estos factores externos. Cuando repartimos alimentos, atenderemos direc­
tamente al propósito del dar: el alivio del hambre. Las mujeres y los hombres
hambrientos no tienen que escenificar representación alguna ni aprobar un
examen ni ganar una elección.
Ésta es la lógica intema, la lógica social y moral de la previsión. Una vez
que la comunidad emprende el suministro de algún bien, debe proporcio­
narlo a todos los miembros que lo necesiten en proporción a sus necesidades.
La distribución real se verá limitada por los recursos disponibles, pero todo
otro criterio más allá de la necesidad misma es percibido como una deforma­
ción y no una limitación de los procesos distributivos. Por otra parte, los re­
cursos disponibles de la comunidad son simplemente el producto pasado y
presente, la riqueza material acumulada por sus miembros —no un "superá­
vit" de tal riqueza— . Usualmente se afirma que el Estado de beneficencia
"descansa sobre la disponiblidad de alguna forma de superávit econó­
mico".24 Mas ¿qué puede significar esto? No podemos sustraer del producto
social total los costos de mantenimiento de hombres y máquinas, el precio de
la supervivencia social, y luego financiar el Estado de beneficencia con lo que
quede, pues ya habremos financiado el Estado de beneficencia con lo que ha­
yamos sustraído. Ciertamente, el precio de la superviviencia social incluye
los gastos estatales por la seguridad militar, digamos, y por la salud pública
y la educación. Las necesidades socialmente reconocidas son el primer cargo
en contra del producto social: no hay superávit real alguno hasta que hayan
sido satisfechas. Lo que el superávit financia es la producción y el intercam­
bio de mercancías fuera de la esfera de la necesidad. Las mujeres y los
hombres que se apropien de grandes sumas de dinero para beneficio perso­
nal mientras las necesidades sigan sin ser satisfechas, actúan como tiranos,
dominando y deformando la distribución de seguridad y bienestar.
Debo otra vez hacer hincapié en que las necesidades no son meramente
fenómenos físicos. Incluso la necesidad de alimentación adquiere formas
distintas en condiciones culturales distintas. De ahí las distribuciones
generales de alimento antes de los días festivos religiosos en las comunida­
des judías: se servía a un ritual y no a una necesidad física. Era importante no
solamente que los pobres tuvieran qué comer sino también que consumieran
24 Morris Janowitz, Social Control and W dfim State (Chicago, 1977), p. 10.
SEGURIDAD Y BIENESTAR 87

la dase de comida permitida, de lo contrarío podrían ser segregados de la


comunidad — sin embargo, eran socorridos en primer lugar porque eran
miembros de la comunidad—. De modo similar, si la invalidez es razón para
conceder una pensión, entonces todo ciudadano inválido tiene derecho a tal
pensión; con todo, aún queda por determinar qué constituye la invalidez. En
Atenas ello se lograba propiamente a través del litigio. Uno puede fácilmente
imaginar medios alternativos, mas no, dado el reconocimiento inicial a la in­
validez, razones alternativas. De hecho, el pensionista de Lisias se sintió
obligado a declarar ante el jurado que era una buena persona, con lo cual no
pretendo sugerir que la lógica interna de la previsión sea siempre o inmedia­
tamente comprendida. Tero el cargo más grave contra el pensionista era que
no estaba seriamente incapacitado, y la respuesta decisiva de éste fue que él
estaba en realidad dentro de la categoría de los ciudadanos inválidos, tal y
como aquélla siempre había sido entendida.
La educación plantea cuestiones más difíciles de definición cultural, y así
podría contribuir a complicar nuestra comprensión tanto de las posibilidades
como de los límites de la justicia distributiva en la esfera de la seguridad y
el bienestar. La ignorancia es, desde luego, una noción más ambigua que el
hambre o la invalidez, pues siempre se refiere a algún cuerpo de conocimien­
tos socialmente valorados. La educación que los niños necesitan es relativa a
la vida que esperamos o queremos que lleven. Los niños son educados por
alguna razón, y lo son de manera particular, no genéricamente (la "educa­
ción general" es una idea moderna concebida para satisfacer las necesidades
específicas de nuestra propia sociedad). En las comunidades medievales ju­
días, el propósito de la educación era el de permitir que los varones adultos
participaran en los servicios religiosos y en las discusiones de la doctrina
religiosa. Dado que las mujeres eran religiosamente pasivas, la comunidad
no se obligaba a educarlas. En cualquier otro aspecto de la previsión parti­
cular —alimentación, vestido, atención médica— las mujeres eran socorridas
exactamente como a los hombres, esto es, en proporción a sus necesidades.
Pero las mujeres no necesitaban educación, pues de hecho eran poco menos
que miembros completos de la comunidad (religiosa). Su lugar básico no era
la sinagoga sino el ámbito doméstico. El predominio masculino se expresaba
de la manera más inmediata en los servicios de la sinagoga (como entre los
atenienses en los debates de la Asamblea), y luego se trasladó hasta la acción
concreta de la escolaridad subsidiada.
Este predominio fue en ocasiones puesto en tela de juicio por autores que
resaltaban la importancia de la observancia de la religión en el ámbito
doméstico, o la significación religiosa de la crianza de los niños, o (con menor
frecuencia) las aportaciones que las mujeres podían hacer al conocimiento
religioso.25 Los argumentos se centraban por fuerza en la religión, y su éxito
dependía de algún enaltecimiento moral o intelectual del papel de la mujer
en la vida religiosa. Dado que había tensiones dentro de la tradición judía, el
debate no se hacía esperar. A lo sumo se trataba de un enaltecim iento

® Véase Barón, Jetnish Comnmnity [17), pp. 177-179.


88 SEGURIDAD Y BIENESTAR

marginal, el cual sin embargo se buscaba; y de acuerdo con lo que yo sé, la


sinagoga nunca fue descrita como una tiranía de hombres. La igualdad
educativa se seguía del desarrollo de comunidades alternativas en las cuales
las mujeres pudieran exigir sin dificultad llegar a ser sus miembros: de ahí
los argumentos contemporáneos en favor de la igualdad que invocan, como
yo he de hacer, la idea de una ciudadanía inclusiva.
Las comunidades judías, sin embargo, sí se proponían incluir a todos los
hombres, y encaraban el problema de organizar un sistema educativo que
comprendiera a todas las clases sociales. Ello podía ser logrado de diversas
maneras. La comunidad podía organizar escuelas de caridad para los pobres,
como las escuelas especiales para huérfanos en El Cairo antiguo, o podía
cubrir las cuotas de los niños pobres que asistieran a las escuelas estableci­
das y pagadas en gran medida por los miembros acomodados, o podía pro­
veer de educación a todos mediante el sistema de impuestos y prohibir todo
cargo adicional, incluso a aquellos niños cuyos padres estuvieran en condi­
ciones de pagar más que sus impuestos. Existe cierta tendencia, me parece, a
pasar de la primera a la segunda opción, y luego a cierta versión de la terce­
ra, pues toda denominación de los pobres como "casos de caridad" ocasiona­
rá un trato discriminatorio dentro de las escuelas mismas; o los niños (y sus
padres) la sentirán como algo tan degradante que inhibirá su participación
en las actividades de la escuela (o su apoyo a tales actividades). Estas si­
tuaciones pueden no ser comunes a todas las culturas, pero es obvio que se
encuentran muy extendidas. Entre los judíos medievales había una gran
resistencia a aceptar la caridad pública y se estigmatizaba en cierta manera a
quien la recibiera. De hecho, uno de los propósitos de la previsión comunita­
ria puede ser el de estigmatizar a los pobres e inculcarles su propio lugar
—aunque no por completo, en la comunidad— . Sin embargo, exceptuando a
ciertas sociedades rígidamente jerárquicas, ello no será jamás su propósito
formal o públicamente reconocido, y nunca será su único propósito. Y si el
propósito públicamente reconocido es, por ejemplo, educar a los niños (a los
varones) a fin de que estudien y discutan la Escritura, entonces una educa­
ción común suministrada en común parecería ser la mejor de las opciones.
Goitein advierte un movimiento en esta dirección dentro de las comu­
nidades que ha estudiado, pero piensa que las razones eran principalmente
financieras.24Tal vez los rabinos de España hayan comprendido el valor de la
escuela común: de ahí el elemento obligatorio en el modelo que idearon. En
todo caso, siempre que el propósito de la previsión comunitaria sea el de
abrir camino a la participación comunitaria, tendrá sentido recomendar una
forma de previsión que sea la misma para todos los miembros. Y podría
decirse, con razón, que en regímenes democráticos toda previsión tiene este
propósito. La decisión ateniense de pagar a todo ciudadano que asistiera a la
Asamblea la misma (pequeña) cantidad de dinero, probablemente surge de
algún reconocimiento de este hecho. No hubiera sido difícil diseñar una
prueba de medios económicos. Sin embargo, los ciudadanos no eran paga-

76 Goitein, Comimutily [16J, p. 186.


SEGURIDAD Y BIENESTAR 89

tíos en proporción a sus medios, o a sus medios como particulares, porque no


•tíi como particulares sino como ciudadanos que eran pagados, y como ciu­
dadanos eran iguales entre sí. Por otra parte, los atenienses vetaban del cargo
público a aquellos ciudadanos a quienes se pagaran pensiones por inva­
lidez.27 Ello refleja probablemente una concepción peculiar de la invalidez,
pero también puede considerarse un símbolo de los efectos degradantes que
•■nocasiones (aunque no siempre) se siguen cuando la previsión comunitaria
adquiere la forma de caridad pública.

Los ALCANCES DE LA PREVISIÓN

La justicia distributiva en la esfera del bienestar y la seguridad posee un


doble significado: en primer lugar, se refiere al reconocimiento de la necesi­
dad; en segundo lugar, al reconocimiento de la pertenencia. Los bienes de­
ben ser suministrados a los miembros necesitados merced a su carácter de
menesterosos, pero también deben serlo de tal manera que se mantenga su
pertenencia. No es el caso, sin embargo, de que los miembros exijan un con­
junto específico de bienes. Los derechos al bienestar se establecen sólo cuan­
tío una comunidad adopta algún programa de previsión mutua. Es posible
formular serios argumentos en favor de que, según ciertas condiciones histó­
ricas, tales y cuales programas deban ser adoptados. Pero no se trata de
argumentos sobre derechos individuales; son argumentos sobre el carácter
ile una comunidad política en particular. Ningún derecho fue violado cuan­
do los atenienses se abstuvieron de destinar fondos públicos a la educación.
Tal vez creían, y con razón, que la vida pública de la ciudad era bastante
educación.
El derecho que los miembros legítimamente pueden invocar es de una
clase más genérica. Incluye, sin duda alguna, cierta versión del derecho a la
vida resaltado por Hobbes, cierta demanda a los recursos comunitarios para
la simple subsistencia. Ninguna comunidad puede permitir que sus miem­
bros mueran de hambre cuando hay comida suficiente para alimentarlos;
ningún gobierno puede permanecer pasivo en tales momentos. La indiferen­
cia de los gobernantes ingleses durante la escasez de patatas en Irlanda, en la
década de 1840, es signo seguro de que Irlanda era una colonia, una tierra
conquistada, no una parte real de Inglaterra.2®No afirmo lo anterior a fin de
justificar tal indiferencia —existen obligaciones con respecto a las colonias y
los pueblos conquistados— sino sólo para sugerir que los irlandeses pudie­
ron haber sido mejor servidos por un gobierno —de hecho, por cualquier
gobierno— propio. Tal vez Burke se acercó lo máximo a plasmar el derecho
fundamental que está en juego aquí al escribir: "El gobierno es una invención
de la sabiduría humana para proveer a las necesidades humanas. Los
hombres tienen el derecho de que estas necesidades sean satisfechas por esta
27 Freeman, M urder o f Heradcs 113], p. 169.
M Para una relación sobre la hambruna y la actitud inglesa, véase C. B. Woodland-Smith, Tlie
Crmt Hungen ¡rehutd 7845-1849 (Londres, 1962).
90 SEGURIDAD Y BIENESTAR

sabiduría-"29 Sólo falta decir que la sabiduría en cuestión no es la de una clase


dominante, como Burke parece haber pensado, sino la de una comunidad en
su totalidad. Sólo su cultura, su carácter, sus nociones comunes pueden
definir las "necesidades" que han de ser cubiertas. Tero la cultura, el carácter
y las nociones comunes no son dadas, no operan de modo automático; en al­
gún momento dado los ciudadanos deben discutir acerca del alcance de la
previsión mutua.
Los ciudadanos discuten acerca del significado del contrato social, la con­
cepción original y reiterada de la esfera de la seguridad y el bienestar. No se
trata de un contrato hipotético o ideal como el que John Rawls ha descrito.
Mujeres y hombres racionales en una situación originaria, despojados de
todo conocimiento particular sobre su posición social y su comprensión cul­
tural, hubieran probablemente optado, como Rawls sostiene, por una distri­
bución equitativa de cualquier bien que se les hubiera dicho necesitaban.30
Pero esta fórmula no ayuda demasiado para saber qué opciones elegirán las
personas, o cuáles deberían elegir una vez que sepan quiénes son y dónde
están. En un mundo de culturas particulares, de concepciones en competen­
cia acerca del bien, de recursos escasos, de necesidades escurridizas y expan­
sivas, no habrá una fórmula única de aplicación universal. No habrá un
camino único, universal mente aprobado, que nos conduzca desde una noción
como, por ejemplo, el "reparto justo", hasta una lista exhaustiva de los bienes
a los cuales tai noción se aplica. ¿Reparto justo de qué?
De justicia, de tranquilidad, de defensa, de bienestar y de libertad: he aquí
la lista enunciada por la Constitución de los Estados Unidos de Norteaméri­
ca. Podríamos considerarla exhaustiva, pero sus términos son vagos; en el
mejor de los casos proporciona un punto de partida para el debate público.
El interés normal en tal debate recae en una idea más extensa: el derecho
general formulado por Burke, que cobra una fuerza determinada sólo en con­
diciones determinadas y requiere dos clases distintas de previsión en
tiempos y lugares distintos. El hecho es, simplemente, que nos hemos reuni­
do, hemos fundado una comunidad a fin de hacer frente a las dificultades y
peligros que no podríamos encarar solos. Y así, siempre que nos encontremos
ante dificultades y peligros de esa clase, buscamos la asistencia comunitaria.
A medida que el equilibrio entre las capacidades individual y colectiva
cambia, cambian también las clases de asistencia que requerimos.
La historia de la salud pública en Occidente puede ser relatada útilmente
en estos términos. Ciertas clases de previsión son muy antiguas, como mues­
tran los ejemplos griego y judío; las medidas adoptadas eran una función del
sentido de peligro de la comunidad y del alcance de su conocimiento mé­
dico. Al paso de los años, situaciones vitales en mayor escala engendraron
nuevos peligros y una nueva conciencia acerca de las posibilidades para
hacerles frente. Después, grupos de ciudadanos presionaron por un progra­
ma más amplio de previsión comunitaria, explotando la nueva ciencia para
29 Burke, Fratch Revolulion |2|, p. 57.
30 John Rawls, A Tltcury o f ¡usticc (Cambridge, Mass., 1971), parte 1, caps. 2 y 3.
SEGURIDAD Y BIENESTAR 91

reducir los riesgos de la vida urbana. Con razón, podrían afirmar que para
esto existe la comunidad. Es posible formular un argumento similar respecto
•i la seguridad social. El éxito mismo de la previsión general en el terreno de
l.i salud pública ha extendido notablemente la duración de una vida humana
normal, y en consecuencia la duración de los años durante los cuales las mu-
lores y los hombres son incapaces de sostenerse a sí mismos, durante los
cuales están físicamente, pero a menudo no social, política o moralmente in­
capacitados. Una vez más, el apoyo a los inválidos es una de las formas más
antiguas y la forma más común de la previsión particular. Tero ahora se la
necesita a una escala mucho mayor que nunca antes. Las familias se hallan
abrumadas por los gastos que implica la ancianidad, y buscan asistencia en
la comunidad política. Lo que deba hacerse, con exactitud, será motivo de
controversia. Términos como salud, peligro, ciencia, incluso ancianidad, tienen
significados muy distintos en diferentes culturas, no es posible una especi­
ficación externa. Tero ello no significa que a las personas afectadas no les
resultará claro que algo —algún conjunto particular de cosas— deba ser
puesto en marcha.
Tal vez estos ejemplos sean demasiado fáciles. La enfermedad es una
amenaza general, la ancianidad, una probablidad general, mas no el desem­
pleo o la pobreza, los que probablemente se hallen más allá del horizonte de
comprensión de muchas personas con recursos suficientes. Los pobres siem­
pre pueden ser aislados, confinados en ghettos, culpados y castigados por su
propio infortunio. A estas alturas podría decirse que la previsión no puede
ser ya defendida invocando algo parecido al significado del contrato social.
Sin embargo, examinemos más de cerca los casos fáciles, pues sin lugar a du­
das involucran todas las dificultades de los casos difíciles. La salud pública y
la seguridad social nos invitan a tener la comunidad política, en la frase de T.
H. Marshall, por "un club de beneficio mutuo".31 Toda previsión es recíproca
y sus miembros se turnan para contribuir y recibir, de modo análogo a como
los ciudadanos de Aristóteles se turnan para gobernar y ser gobernados. Éste
es un cuadro feliz y puede ser fácilmente interpretado en términos contrac-
tualistas. El caso es que no sólo los agentes racionales, quienes nada saben de
su situación específica, estarían de acuerdo con estas dos formas de previsión:
los agentes reales, los ciudadanos normales, en toda moderna democracia de
hecho han estado de acuerdo con ellas. Ambas caen, o parecen caer, dentro
de los intereses de la gente hipotética y real. La coacción sólo es necesaria en
la práctica porque una minoría de individuos concretos no entiende, o no en­
tiende de una manera consistente, cuáles son sus intereses reales. Sólo el in­
sensible y el imprudente necesitan que se les obligue a contribuir, y siempre
puede afirmarse que ellos se incorporaron al pacto social precisamente para
protegerse de su propia insensibilidad e imprudencia. No obstante, las
razones para coaccionar son mucho más profundas que lo anterior. La co­
munidad política es algo más que un club de mutuo beneficio, y el alcance de

31 T. H. Marshall, Class, Cilizaiship and Social Dcvelopement (Carden City, Nueva York, 1965),
p. 298.
92 SEGURIDAD Y BIENESTAR

la previsión comunitaria en cualquier caso dado —qué es y qué debería ser—


se ve determinado por concepciones de necesidad más problemáticas de lo
que la exposición hasta el momento ha revelado.
Consideremos una vez más el caso de la salud pública. Ninguna previsión
comunitaria es posible aquí sin la restricción de una amplia gama de acti­
vidades, lucrativas para miembros individuales de la comunidad, peligrosas
sin embargo para un número mayor de ellos. Incluso algo tan simple como,
por ejemplo, el suministro de leche libre de contaminación a grandes conglo­
merados urbanos requiere un notable control público; mas el control es una
realización política, es el resultado (en los Estados Unidos) de enconadas
disputas a lo largo de muchos años en una ciudad tras otra.32 Cuando los
granjeros o los intermediarios de la industria lechera defendieron la libre
empresa, obraron racionalmente a favor de sus propios intereses. Lo mismo
puede decirse de otros empresarios al defenderse de las obligaciones im­
puestas por la inspección, la reglamentación y la observancia de las normas.
Actividades públicas de esta especie pueden tener el más alto valor para
muchos de nosotros; no lo tienen, sin embargo, para todos. Aunque he to­
mado a la salud pública como ejemplo de previsión general, aquélla sólo
puede ser suministrada a costa de algunos miembros de la comunidad. Más
aún, beneficia a los más vulnerables: de ahí lo importante que es el reglamen­
to de construcción para quienes viven en recintos sobrecargados de gente, y
las leyes contra la contaminación para quienes viven cerca de chimeneas de
fábricas o drenajes de aguas negras. Asimismo, la seguridad social beneficia
a los más vulnerables incluso si, como ya he sugerido, los pagos efectivos son
iguales para todos. Fues la gente acomodada puede ayudarse a sí misma
incluso en tiempos difíciles (o al menos mucha de ella piensa que puede), y
preferiría, sobre todo, no ser obligada a ayudar a nadie más. La verdad es
que todo esfuerzo serio a favor de la previsión comunitaria posee carácter
redistributivo (siempre y cuando el ingreso de la comunidad provenga de la
riqueza material de sus miembros).33 Los beneficios que aporta no son —es­
trictamente hablando— mutuos.
Una vez más, los agentes racionales ignorantes de su propia posición
social estarían de acuerdo con una redistribución así. Pero se pondrían de
acuerdo demasiado fácilmente y su acuerdo no nos ayudaría a entender qué
clase de distribución es la necesaria: ¿cuánta, para qué fines? En la práctica,
la redistribución es una cuestión política, y la coacción que implica es presa­
giada por los conflictos que se desatan en tomo a su carácter y a sus alcances.
Cada medida particular es impulsada por una coalición de intereses particu­
lares. Tero el interés último en estos conflictos no recae sobre los intereses
particulares, ni siquiera sobre el interés público entendido como la suma de
tales intereses, sino sobre los valores colectivos: sobre las nociones compar­
tidas de la pertenencia, la salud, la alimentación y el refugio, el trabajo y el
32 Véase Judith Walzer Leavitt, The llealthiest City: Milwmikcc and tlie Politics uf Health Refarm
(Princeton, 1982), cap. 5.
33 Véase la cuidada exposición de Harold L. W ilensky, The W elfare State and Equality
(Berkeley, 1975), pp. 87-96.
SEGURIDAD Y BIENESTAR 93

asueto. Los conflictos mismos se centran a menudo, al menos abiertamente,


en cuestiones de hecho; las nociones son dadas por supuesto. De esta mane­
ra, los empresarios de la industria lechera negaron la conexión entre la leche
contaminada y la tuberculosis tanto tiempo como pudieron. Pero una vez
que la conexión fue comprobada, tuvieron dificultades para negarse a que la
leche estuviese sujeta a inspección: caveat emptor no era, en tal caso, una doc­
trina invocable. De modo análogo, en los debates sobre pensiones por edad
avanzada en Inglaterra, los legisladores en su mayoría coincidieron con el
valor tradicionalmente inglés de la autoayuda, pero disintieron agudamente
en tomo a si la autoayuda sería todavía posible mediante las sociedades de
amigos, ya establecidas, de ia ciase trabajadora. Eran auténticos clubes
de beneficio mutuo organizados sobre una base estrictamente voluntaria,
pero parecían a punto de ser apabullados por el creciente número de ancia­
nos. Se hizo cada vez más evidente que sus miembros simplemente no tenían
los recursos para protegerse a sí mismos y unos a otros de la pobreza en la
ancianidad. Escasos políticos ingleses estuvieron dispuestos a decidir que se
quedarían sin protección.34
He aquí entonces una concepción más exacta del contrato social: un acuer­
do para redistribuir los recursos de los miembros en arreglo a una noción
compartida de sus necesidades, y sujeto a continua determinación política de
sus detalles. El contrato es un vínculo moral. Relaciona a los fuertes con los
débiles, a los afortunados con los desafortunados, a los ricos con los pobres,
creando una unión que trasciende toda diferencia de intereses, tomando su
fuerza de la historia, la cultura, la religión, el lenguaje, y así sucesivamente.
La discusión en tomo a la previsión comunitaria es, en su más profundo ni­
vel, una interpretación de tal unión. Mientras más estrecha e inclusiva es,
más amplio es el reconocimiento de las necesidades, mayor el número de los
bienes sociales incluidos en la esfera de la seguridad y el bienestar.35 No
dudo de que muchas comunidades políticas hayan distribuido sus recursos
con base en principios muy diferentes, no en arreglo a las necesidades de los
miembros genéricamente tomadas sino de acuerdo con el poder de los en­
cumbrados o de los opulentos. Pero ello, como Rousseau sugiere en su Dis­
curso acerca de la desigualdad, hace fraudulento el contrato social.36 En toda
comunidad donde los recursos sean quitados a los pobres y otorgados a los
ricos, los derechos de los pobres son violados. La sabiduría de la comunidad
no se emplea en proveer a sus necesidades. El debate político acerca de la na­
turaleza de tales necesidades tendrá que ser reprimido, de lo contrario el
fraude será rápidamente puesto en evidencia. Cuando todos los miembros
toman parte en la tarea de interpretar el contrato social, el resultado será un
sistema más o menos amplio de previsión comunitaria. Si todos los Estados

34 P. H. J. H. Gosden, Self-Hdp: Voluntan/ Associalions in Ihe Ninctecnlh CeiUury (Londres, 1973),


cap. 9.
35 Véase por ejemplo el tratamiento de Harry Eckstein acerca de las políticas de comunidad y
bienestar en Noruega: División and Cohesión in Democracy: A Study o f Norway (Princeton, 1966),
pp. $5-87.
34 Rousseau, Social Contrae! |1J, pp. 250-252.
94 SECURIDAD Y BIENESTAR

son en principio Estados de beneficencia, las democracias habrán de ser con


toda probabilidad Estados de beneficencia en práctica. Incluso ia imitación
de la democracia origina un beneficentismo, como en las "democracias del
pueblo", donde el Estado protege al pueblo contra todo desastre, excepción
hecha de los desastres que desencadena él mismo sobre el pueblo.
De esta manera, los ciudadanos democráticos discuten entre sí y optan
por clases diversas de seguridad, ampliando con mucho mis "fáciles" ejem­
plos sobre la salud pública y las pensiones para la ancianidad. La categoría
de necesidades socialmente reconocidas es abierta, pues el sentir de la gente
acerca de lo que necesita comprende no sólo a la vida misma sino también a
la buena vida, y el equilibrio adecuado entre ambas es en sí mismo materia
de controversias. El drama ateniense y las academias judías eran financiadas
con dinero que podía haberse invertido en viviendas, digamos, o en atención
médica. Pero el drama y la educación no eran para los griegos y los judíos
mero ornato de la vida en común, sino aspectos vitales del bienestar comu­
nitario. Quiero insistir otra vez en que tales valoraciones no pueden ser
tenidas fácilmente por falsas.

U n Esta d o d e b e n e f ic e n c ia e s t a d u n id e n s e

¿Qué clase de previsión comunitaria es la adecuada para una sociedad como


la nuestra? No es mi propósito anticipar las conclusiones de los debates de­
mocráticos ni precisar al detalle el alcance de la formas de la previsión. Con
todo, pienso que es posible afirmar que los ciudadanos de una moderna
democracia industrial se deben mucho unos a otros, y que tal aseveración
proporcionará una útil oportunidad para someter a prueba la fuerza crítica
de ios principios defendidos por mí hasta ahora: que toda comunidad
política debe atender a las necesidades de sus miembros tal y como éstas son
colectivamente entendidas por ellos; y que la distribución debe reconocer y
apoyar la igualdad subyacente a la pertenencia. Se trata de principios muy
generales, y se proponen ser aplicados a una amplia gama de comunidades
—a cualquier comunidad, de hecho, donde los miembros sean iguales entre
sí—. Estos principios tal vez no tengan aplicación en una comunidad orga­
nizada jerárquicamente, como en la India tradicional, donde los frutos de las
cosechas son distribuidos no según la necesidad sino de acuerdo con la casta
—o más bien, como Louis Dumont ha escrito, donde "las necesidades de
cada quien se consideran distintas dependiendo de [la] casta"— . A todos se
les garantiza su parte, y así la aldea hindú de Dumont es también un Estado
de beneficencia, "una especie de cooperativa cuyo fin es el de asegurar la
subsistencia de todos, de acuerdo con su función social", mas no un Estado de
beneficencia o una cooperativa cuyos principios puedan ser comprendidos
sin dificultad.37 (Sin embargo, Dumont no nos dice cómo ha de ser distribuí-

37 Louis Dumont, Homo Hierarchus: The Coste System and Its Implications (cd. inglesa rev.,
Chicago, 1980), p. 105.
SEGURIDAD Y BIENESTAR 95

li.i la comida en tiempos de escasez. Si ei nivel básico de subsistencia es el


mismo para todos, entonces estamos de vuelta en el mundo familiar.)
Es claro que los tres principios se aplican a los ciudadanos de los Estados
Unidos, donde poseen fuerza considerable en virtud de la opulencia de la
comunidad y la noción ampliamente difundida de la necesidad individual.
Por otra parte, los Estados Unidos mantienen en la actualidad uno de los más
deficientes sistemas de previsión comunitaria en el mundo occidental. Ello es
así por diversas razones: la comunidad de ciudadanos está informalmente
organizada; diversos grupos étnicos y religiosos desarrollan sus propios
programas de beneficencia; la ideología de la confianza en uno mismo y de
la oportunidad empresarial es aceptada con amplitud; y los movimientos
izquierdistas, en especial el movimiento laboral, son relativamente débiles.38
La toma de decisiones democrática refleja tales realidades, y en principio
nada hay de malo en ello. No obstante, el modelo de previsión establecido no
satisface las exigencias internas de la esfera de la seguridad y el bienestar;
además, las nociones comunes de los ciudadanos se orientan hacia un mode­
lo más elaborado. Con todo, si bien este argumento tendrá consecuencias
distributivas, no es, estrictamente hablando, un argumento acerca de la jus­
ticia distributiva. La cuestión es: ¿qué se deben unos a otros los ciudadanos
en vista de la comunidad donde efectivamente habitan?
Consideremos el ejemplo de la justicia en materia delictiva. La distribución
real de los castigos es un asunto que abordaré en un capítulo posterior. Mas
la autonomía del castigo, la certeza de que el delincuente es castigado por las
razones correctas (sin importar cuáles sean), depende de la distribución de
recursos dentro del sistema legal. Si los hombres y mujeres acusados han
de recibir su justa parte de justicia, antes deben recibir su justa parte de ase­
soría legal. De ahí la institución del defensor público y el consejo asignado:
así como el hambriento tiene que ser alimentado, el acusado tiene que ser
defendido; y debe ser defendido en proporción a sus necesidades. Sin embar­
go, ningún observador imparcial del sistema legal estadunidense hoy en día
puede dudar de que los recursos necesarios para satisfacer este requisito
básico estén, por lo general, al alcance de la mano.39 Los ricos y los pobres son
tratados de manera diferente en las cortes estadunidenses, si bien es obliga­
ción pública de las cortes tratarlos igual. El argumento de una previsión más
generosa se sigue de tal obligación. Si la justicia ha de impartirse en absoluto,
debe de impartirse equitativamente a todos los ciudadanos acusados sin
importar su riqueza material (o su raza, religión, filiación política y demás).
No pretendo subestimar aquí las dificultades prácticas, pero ello, otra vez, es
la lógica interna de la previsión, y ofrece un ejemplo ilustrativo de igualdad
compleja, pues la lógica intema de la recompensa y el castigo es diferente, y
exige, como he de afirmar más tarde, que las distribuciones sean proporcio­
nales al merecimiento y no a la necesidad. El castigo es un bien negativo que

38 Wilensky, Welfitre State [32], caps. 2 y 3.


39 Véase Whitney North Seymour, VV/ty ¡ustice Faite (Nueva York, 1973), especialmente el
cap. 4.
96 SEGURIDAD Y BIENESTAR

habría de ser monopolizado por quienes hayan obrado mal —y hayan sido
encontrados culpables de ello (después de una defensa con recursos su­
ficientes).
La asesoría legal no plantea problemas teóricos, dado que las estructuras
que la suministran existen ya, y así lo que se encuentra en discusión es sólo
la disposición de la comunidad a vivir de acuerdo con la lógica de sus pro­
pias instituciones. Quisiera pasar ahora a un área donde las instituciones
estadunidenses se encuentran relativamente subdesarrolladas, y donde el
compromiso comunitario es problemático y objeto de continuos debates polí­
ticos. Tero aquí el argumento en favor de una previsión más amplia debe
discurrir con mayor cautela. No basta con invocar un "derecho al tratamien­
to". Tendré que referir algo acerca de la historia de la atención médica
entendida como un bien social.

El caso de la atención médica

Hasta hace poco, la práctica de la medicina era la mayoría de las veces un


asunto de iniciativa privada. Los médicos hacían sus diagnósticos, daban sus
consejos, curaban o no curaban a los pacientes, todo por una cuota. Tal vez el
carácter privado de la relación económica estaba vinculado al carácter íntimo
de la relación profesional. Con mayor probabilidad, pienso, tenía que ver con
la marginalidad de la medicina misma. Los médicos podían hacer de hecho
muy poco por sus pacientes, y la actitud común ante la enfermedad (como
ante la pobreza) era la de un estoico fatalismo. O bien, se desarrollaron reme­
dios populares que no eran mucho menos eficaces, a veces más eficaces, que
aquellos prescritos por los médicos profesionales. La medicina popular pro­
ducía a veces un tipo de previsión comunitaria a nivel local, pero ello tam­
bién podía generar nuevos practicantes, quienes a su vez cobraran sus
cuotas. La curación por fe seguía un esquema similar.
Dejando a ambos de lado, podemos decir que la distribución de la aten­
ción médica históricamente ha estado en manos de la profesión médica, en
un gremio que data por lo menos de los tiempos de Hipócrates en el siglo v
a.c. El gremio funcionaba para excluir a practicantes heterodoxos y regular el
número de los médicos en cualquier comunidad dada. Un mercado autén­
ticamente libre nunca ha sido del interés de sus miembros. Pero sí el vender
sus servicios a pacientes individuales; y de esta manera, en términos genera­
les, las personas con abundantes medios han sido bien atendidas (de acuerdo
con la noción imperante de lo que es una buena atención) y los indigentes
apenas si han recibido atención. En unas cuantas comunidades urbanas
— las comunidades judías medievales, por ejemplo— los servicios médicos
eran mucho más asequibles. Sin embargo, fueron algo desconocido para la
mayoría de la gente la mayor parte del tiempo. Los médicos eran los
sirvientes de los ricos, y a menudo estaban adscritos a casas nobles y a las
cortes reales. No obstante, en vista de estas realidades prácticas, la profesión
médica siempre ha tenido remordimientos de conciencia colectivos, ya que la
SEGURIDAD Y BIENESTAR 97

lógica distributiva de la práctica de la medicina parece ser la siguiente: la


atención debe ser proporcional a la enfermedad y no a la riqueza material.
De ahí que siempre haya habido médicos, como aquellos honrados en la an­
tigua Grecia, que atendían a los pobres de soslayo, por así decirlo, incluso si
se ganaban la vida gracias a los pacientes que sí pagaban. La mayoría de los
médicos presentes en una emergencia se sienten todavía obligados a ayudar
a la víctima sin hacer caso de su status material. Es cuestión de un buen sa-
maritanismo profesional que la pregunta: "¿hay algún médico entre los pre­
sentes?", no quede sin respuesta si hay un médico que pueda atenderlo. No
obstante, bajo circunstancias normales había escasa demanda de auxilio mé­
dico, en gran parte porque había muy poca fe en su utilidad efectiva. Y así,
los remordimientos de conciencia de la profesión médica no encontraban re­
sonancia por medio de alguna exigencia política para remplazar la iniciativa
privada con la previsión comunitaria.
En Europa, durante la Edad Media, la curación de almas era pública; la de
los cuerpos, privada. Hoy en día, en la mayoría de los países europeos, la si­
tuación se ha invertido. Este hecho se explica mejor si se le encuadra dentro
de un cambio fundamental en las nociones comunes del alma y el cuerpo:
hemos perdido confianza en la curación de las almas y hemos llegado a creer
cada vez más, incluso con obsesión, en la curación de los cuerpos. La famosa
afirmación de Descartes según la cual la "preservación de la salud" es el
"principal de todos los bienes" puede ser considerada como el símbolo de
este cambio —o como su heraldo, pues en la historia de las actitudes po­
pulares el Discurso del método cartesiano hizo muy pronto su aparición—/“
Posteriormente, conforme cedía la eternidad en la conciencia popular, la lon­
gevidad pasó a ocupar el lugar central. Entre los cristianos medievales, la
eternidad era una necesidad socialmente reconocida y no se escatimaban es­
fuerzos para que fuese amplia e igualitariamente distribuida a fin de que
cada cristiano tuviera las mismas oportunidades para salvarse y alcanzar la
vida eterna: de ahí que hubiera una iglesia en cada aldea, servicios religiosos
regulares, catecismo para los jóvenes, comunión obligatoria, etcétera. Entre
los ciudadanos modernos, la longevidad es una necesidad socialmente reco­
nocida, y cada vez se hacen más esfuerzos a fin de que sea amplia e iguali­
tariamente distribuida y de que cada ciudadano tenga la misma oportunidad
para gozar de una vida larga y saludable: de ahí que haya doctores y hos­
pitales en cada distrito, exámenes médicos regulares, instrucción en aspectos
de salud para los jóvenes, vacunación obligatoria y otras cuestiones.
De modo paralelo a tales actitudes, y como consecuencia natural de ellas,
ocurrió un cambio en las instituciones: desde la iglesia hasta la clínica y el
hospital. El cambio ha sido, sin embargo, gradual: un lento desarrollo del
interés comunitario por el cuidado médico, una lenta erosión del interés por
la atención religiosa. La primera gran manifestación de la previsión médica
tuvo lugar en el área de la prevención, no en la del tratamiento, probable-40

40 René Descartes, Distoutse mi Melhod, tr. Arthur Wollaston (Harmondsworth, Inglaterra,


1960), p. 85.
98 SEGURIDAD Y BIENESTAR

mente debido a que aquélla no implica interferencia alguna con las prerro­
gativas del gremio médico. Pero los comienzos de la previsión en el área del
tratamiento coincidieron en términos generales con las grandes campañas
públicas de higiene en las postrimerías del siglo xix, y ambas reflejaban
indudablemente la misma sensibilidad hacia los problemas de la super­
vivencia física. Las licencias concedidas a los médicos, el establecimiento de
escuelas médicas estatales y clínicas urbanas, el encauzamiento de fondos re­
caudados a partir de impuestos hacia los grandes hospitales de voluntarios:
tales medidas implicaban tal vez sólo interferencia marginal con la profesión
médica —algunas, de hecho, reforzaron su carácter gremial— . Con todo,
representan ya un considerable compromiso público.41 Representan un com­
promiso que en última instancia sólo puede cumplir con sus metas convir­
tiendo a los médicos, o a un número significativo de ellos, en médicos públicos
(como un pequeño número de ellos llegaron a convertirse en médicos de la
corte), y aboliendo o restringiendo el mercado de la atención médica. Antes
de que defienda esta transformación, quiero subrayar lo inevitable del
compromiso del cual aquélla se sigue.
Lo que ha ocurrido en el mundo moderno es, simplemente, que la enfer­
medad misma, incluso si es más endémica que epidémica, ha llegado a ser
considerada como una plaga. Y como las plagas pueden ser controladas, la
enfermedad tiene que serlo. La gente no seguirá tolerando aquello que se
resiste a tolerar. El tratamiento de la tuberculosis, del cáncer o de las defi­
ciencias cardiacas requiere, no obstante, un esfuerzo común. La investigación
médica es costosa, y el tratamiento de muchas enfermedades concretas está
más allá de los recursos de los ciudadanos comunes. De modo que la co­
munidad tiene que salir al frente, y toda comunidad democrática de hecho lo
hará, de manera más o menos vigorosa, más o menos efectiva, dependiendo
de los resultados de batallas políticas concretas. De ahí el papel del gobier­
no estadunidense (o de los gobiernos, pues gran parte de la actividad se
realiza a nivel estatal y local): subsidiar la investigación, capacitar personal,
proveer de hospitales y de equipo a la comunidad, regular los planes del
seguro voluntario, asegurando el tratamiento a los ciudadanos seniles. Todo
esto refleja la "invención de la sabiduría humana para proveer a las nece­
sidades humanas". Y todo lo que se requiere para que sea moralmente
necesaria es el desarrollo de una "necesidad" tan amplia y profundamente
padecida, que pueda decirse que se trata de la necesidad no de esta o aquella
persona solamente, sino de la comunidad en general —una "necesidad hu­
mana", si bien cultural mente modelada y puesta de relieve.42
41 Para una breve exposición de estos desarrollos véase Odin W. Anderson, The Uneasy
Equilibrium: Prwatc and Public Financing o f Health Services in tire United States, 1S75-1965 (New
Haven, 1968).
42 Objetando el argumento de Bemard Williams según el cual el único criterio adecuado para
la distribución de la atención médica es la necesidad médica (B. W illiam s, "T he Idea of
Equality", en Pmbh-nts o f the Sdf, Cambridge, Inglaterra, 1973, p. 240), Roberl Nozick pregunta
por qué entonces no se sigue "que el único criterio adecuado para la distribución de los servicias
del barbero es la necesidad de cortarse el cabello" (R. Nozick, "Anarchy, State and Utopia",
Nueva York, 1974, pp. 233-215). Tal vez sí se siga si uno atiende sólo al "objetivo interno" de la
SEGURIDAD Y BIENESTAR 99

Pero una vez comenzada, la previsión comunitaria es objeto de exigencias


morales adicionales: debe suministrar equitativamente lo que es "nece­
sitado" a todos los miembros de la comunidad, y debe hacerlo de tal manera
que la pertenencia de los miembros sea respetada. Ahora bien, incluso el
modelo de previsión médica de los Estados Unidos, a pesar de que está lejos
de ser un servicio-nacional de salud, se propone suministrar al menos un
cuidado digno a todos aquellos que lo requieran. Una vez que los fondos pú­
blicos hayan sido encauzados a este fin, los funcionarios públicos no podrán
hacer menos que ajustarse a estas medidas. Al mismo tiempo, sin embargo,
ninguna decisión política ha sido aún tomada como para desafiar direc­
tamente el sistema de la libre empresa en el renglón de la atención médica. Y
mientras ese sistema exista, la riqueza material será dominante en (esta área
de) la esfera de la seguridad y el bienestar; las personas serán atendidas en
proporción a su capacidad de pagar, no en proporción a su necesidad de
atención médica. La situación es de hecho más compleja de lo que este cua­
dro sugiere, pues la previsión comunitaria irrumpe ya en el mercado libre,
de modo que tanto los muy enfermos como los muy ancianos en ocasiones
reciben exactamente el tratamiento que deberían recibir. Sin embargo, queda
claro que la pobreza sigue siendo un impedimento para la atención ade­
cuada y consistente. Tal vez la estadística más significativa sobre la medicina
estadunidense contemporánea sea la correlación de visitas a médicos y
hospitales con status social más que con grados o frecuencia de enfermeda­
des. Los estadunidenses de las clases media y alta tienen mayores proba­
bilidades de contar con un médico privado y visitarlo a menudo, y menos
probabilidades de enfermarse seriamente, que sus conciudadanos pobres.10
Si la atención médica fuera un lujo, estas discrepancias no importarían gran
cosa, pero una vez que el cuidado médico se convierte en una necesidad
socialmente reconocida y la comunidad invierte en su previsión, importan
enormemente, pues en ese caso la privación de la atención médica es una
doble pérdida: para la salud y para la posición social de la persona. Los
médicos y los hospitales se han convertido en componentes de la vida
contemporánea tan masivamente importantes, que separarlos de la ayuda
que proporcionan es no sólo peligroso sino también degradante.
Sin embargo, todo sistema de previsión médica completamente desarro­
llado exigirá la restricción del gremio médico. Ello es verdadero de un modo
más general: la previsión de la seguridad y el bienestar requiere el hecho de
actividad concebida en términos genéricos. Pero no si uno atiende al significado social de
la actividad, el tugar del bien que ésta distribuye en la vida de un grupo particular de indivi­
duos. Podemos imaginar una sociedad en la cual el corte del cabello tuviera tal significación
cultural que la previsión comunitaria fuese moral mente necesaria, pero es algo más que un dato
interesante el que tal sociedad jamás ha existido. Un artículo de Thomas Scanlon me ha auxiliado
a reflexionar sobre estas cuestiones; he adoptado aquí su opción "convencionalista" (T. Scanlon,
"Preference and Urgency", Journal ofPhilosophy; 5 7 11975], pp. 655-Ó70).
° Monroe Lemer, "Social Differences in Physical Health", John B. McKinnley, "The Help-
Seeking Behavior of the Poor", y Julius Roth, "The Trcatment of the Sick", en Poverly and Health:
A Sociolpgical Analysis, John Kosa e Irving Kenneth Zola, comps. (Cambridge, Mass., 1969),
declaraciones resumen en las pp. 103,265 y 280-281.
KX) SEGURIDAD Y BIENESTAR

restringir a aquellos hombres y mujeres que previamente habían controlado


y vendido en el mercado los bienes en cuestión (suponiendo algo que de nin­
guna manera siempre es cierto: a saber, que el mercado hace estragos en la
previsión comunitaria). Pues lo que hacemos al declarar que este u otro bien
es necesario, es bloquear o limitar su libre intercambio. También bloqueamos
cualquier otro proceso distributivo que no atienda a la necesidad-selección
popular, la competencia basada en el merecimiento, y demás. Al menos hoy
en día en los Estados Unidos, el mercado es el principal rival de la esfera de
la seguridad y el bienestar; y es sobre todo el Estado de beneficencia el que se
apropia del mercado con prioridad a cualquier particular. Las necesidades
no pueden dejarse al capricho de algún poderoso grupo de propietarios y
practicantes de la medicina, ni pueden ser distribuidas de acuerdo con su
interés.
Con enorme frecuencia, la posesión es abolida y los practicantes médicos
son reclutados de modo efectivo, o al menos, son "enrolados" en el servicio
público. Trabajan en beneficio de las necesidades sociales y no, o no exclusi­
vamente, en beneficio de sus propios fines: de ahí que haya sacerdotes para
bien de la vida eterna, soldados para bien de la defensa nacional, maestros
de escuelas públicas para bien de la educación de sus alumnos. Los sacerdo­
tes obran mal si venden la salvación; los soldados, si se prestan de merce­
narios; los maestros, si favorecen a los hijos de los opulentos. En ocasiones el
reclutamiento es sólo parcial, como cuando a los abogados se les solicita ser
magistrados de las cortes y que sirvan a la causa de la justicia incluso mien­
tras sirven a sus clientes y a sí mismos. En ocasiones es esporádico y tempo­
ral, como cuando a los abogados se les pide que funjan como "consejeros
asignados" a los acusados sin recursos para pagar el servicio. En tales casos
se hace un esfuerzo especial para respetar el carácter personal de la relación
entre el abogado y su cliente. Yo me inclinaría por un esfuerzo similar en
cualquier servicio nacional de salud completamente desarrollado. Pero no
veo razón alguna para respetar la libertad de mercado del médico. Los
bienes necesitados no son mercancía. O con mayor precisión, pueden ser
comprados y vendidos sólo en la medida en que sean disponibles más allá y
por encima de cualquiera que sea el nivel de previsión fijado a través de la
toma de decisiones democrática (y sólo en la medida en que la compra y
la venta no perjudique las distribuciones por debajo de tal nivel).
Puede afirmarse, sin embargo, que negarse a financiar el servicio de salud
pública hasta tales niveles constituye una decisión política del pueblo esta­
dunidense respecto al nivel de la atención comunitaria (y respecto a la im­
portancia relativa de otros bienes): una atención mínima para cada quien, a
saber, la atención de las clínicas urbanas, y la iniciativa privada además. Tal
me parece un criterio básico inadecuado, pero no es necesariamente una de­
cisión injusta. Con todo, no se trata de la decisión tomada por el pueblo esta­
dunidense. La apreciación común de la importancia de la atención médica lo
ha llevado bastante más allá de tal criterio básico. Los gobiernos federal,
estatal y local de hecho subsidian actualmente distintos niveles de atención
para distintas clases de ciudadanos. Ello podría ser adecuado, también, si las
SEGURIDAD Y BIENESTAR 101

clasificaciones estuviesen vinculadas a los propósitos de la atención — si a los


soldados y a los trabajadores de la defensa, por ejemplo, se les diera un
tratamiento especial en tiempo de guerra— . Mas los pobres, la clase media y
la clase acomodada forman una tríada imposible de defender. Mientras los
fondos comunitarios se empleen, como actualmente sucede, para financiar la
investigación, construir hospitales y pagar los honorarios de los médicos que
ejercen privadamente, los servicios que este gasto cubre deben ser asequibles
a todos los ciudadanos.
Tales son entonces las razones en favor de un Estado ampliado de benefi­
cencia en los Estados Unidos. Se derivan de los tres principios de los cuales he
partido y sugieren que la tendencia de tales principios es la de liberar a la se­
guridad y al bienestar de los esquemas de predominio prevalecientes. Si bien
una variedad de configuraciones institucionales es posible, los tres principios
parecen favorecer la previsión en especie: representan un fuerte argumento
en contra de las propuestas actuales para distribuir dinero en lugar de edu­
cación, asistencia legal o atención médica. El impuesto al ingreso negativo,
pongamos por caso, es un plan para incrementar el poder de compra de los
pobres — una versión modificada de la igualdad simple—.** Tal proyecto no
aboliría, sin embargo, el predominio de la riqueza material en la esfera de la
necesidad. Lejos de una radical igualación, mujeres y hombres con mayor
poder adquisitivo podrían aún fijar el precio de los servicios necesitados y
ciertamente así lo harían. De esta manera la comunidad invertiría en el bie­
nestar individual, aunque ahora sólo indirectamente y sin hacer coincidir la
previsión con la necesidad. Incluso en un régimen de ingresos iguales el cui­
dado de la salud ofrecido a través del mercado no sería sensible a la necesi­
dad; por otra parte, el mercado tampoco suministraría adecuadamente la
investigación médica. Con todo, éste no es un argumento en contra del im­
puesto al ingreso negativo, ya que puede darse el caso de que en una econo­
mía de mercado el dinero mismo sea una de los bienes que las personas
necesitan. Entonces, también el dinero tal vez debiera ser suministrado en
especie.
Quiero resaltar una vez más que no es posible estipular a priori el tipo de
necesidades que debieran ser reconocidas; tampoco existe un método a priori
para determ inar los niveles apropiados de previsión. Nuestra postura
respecto a la atención médica posee una historia; tal postura ha sido
diferente y volverá a ser diferente una y otra vez. Las formas de la previsión
comunitaria han cambiado en el pasado y van a seguir cambiando. Pero no
cambian automáticamente como lo hacen las posturas. El viejo orden tiene
sus clientes; existe un aletargamiento tanto en las instituciones como en los
individuos. Más aún, las posturas populares son rara vez tan claras como en
el caso de la atención médica. Siendo así, el cambio siempre es materia de
debate político, de organización y lucha. Todo lo que el filósofo puede hacer
es describir la estructura básica de los argumentos y de las restricciones que4

44 Y también, supuestamente, una forma más barata de beneficencia: véase Colín Clark,
Poverty Befiire Politics: A Propasa/fo ra Reverse bicorne Tax (Hobart Paper 73, Londres, 1977).
102 SEGURIDAD Y BIENESTAR

entrañan. De ahí los tres principios, que pueden ser condensados en una ver­
sión revisada de la famosa máxima de Marx: de cada quien según su ca­
pacidad (o sus recursos); a cada quien según sus necesidades social mente
reconocidas. Tal es, pienso, el significado más profundo del contrato social.
Solamente queda trabajar los detalles —aunque en la vida cotidiana, los
detalles son todo.

N ota a c e r c a d e l a c a r id a d y l a d e p e n d e n c ia

El efecto a largo plazo de la previsión comunitaria es el de restringir la


amplitud no sólo de la compra y de la venta sino también de la donación
caritativa. Ello al menos es verdad en las comunidades judeo-cristianas,
donde la caridad ha sido por tradición un gran suplemento a impuestos y
diezmos, y una fuente de la mayor importancia para el socorro de los pobres.
Hoy en día, en Occidente parece ser una regla general que mientras más
desarrollado esté el Estado de beneficencia, menos espacio y menos motiva­
ción hay para el dar caritativo.45 Éste no es un resultado que no se haya an­
ticipado, ni siquiera es un resultado no querido. El argumento contra la
caridad es muy parecido al argumento contra la mendicidad, pues ésta es
una especie de espectáculo que el caritativo extrae del pobre, un espectáculo
indecoroso además —he aquí un ejemplo especialmente doloroso del poder
del dinero fuera de su esfera— . "La caridad hiere a quien la recibe", escribe
Marcel Mauss en su clásico ensayo antropológico The Gift, "y todo nuestro
esfuerzo moral se dirige a la supresión del paternalismo inconsciente y
dañino por parte del rico dador de limosnas".46 La caridad también puede
ser un medio para comprar influencia y estima, aunque ello sea más común
en actividades de raíz religiosa, educativa o cultural, que en el socorro
ordinario a los pobres. Las actividades de esta índole pueden, asimismo, ser
objetables, pues se puede afirmar con razón que los sacerdotes y los creyen­
tes, los maestros y ios alumnos, y en general ios ciudadanos deberían tomar
las decisiones de importancia en materia de religión, educación y cultura, y
no las personas opulentas. Aquí, sin embargo, quiero concentrarme única­
mente en el empleo inmediato de la riqueza material para socorrer a los
menesterosos, que es el clásico significado judío y cristiano de la caridad.
La caridad practicada en privado engendra dependencia personal, así
como los vicios típicos de la dependencia: condescendencia, pasividad y so­
metimiento, por una parte; arrogancia, por otra. Si la previsión comunitaria
ha de respetar la pertenencia, debe proponerse la superación de tales vicios.
Pero el mero remplazo de la caridad privada por el óbolo público no trae
consigo este resultado. No obstante, ello puede ser necesario, pues es más
probable que la comunidad mantenga un programa fijo, consistente e imper­
sonal de socorro, y de esta manera ayude a los pobres en proporción a sus

45 Véase The New York Times, 2 de julio de 1978, p. 1, col. 5.


46 Marcel Mauss, The Gift, Ir. Ian Cunnison (Nueva Yode, 1967), p. 63.
SEGURIDAD Y BIENESTAR 103
necesidades. Con todo, el socorro por sí mismo no genera independencia: los
viejos esquemas sobreviven; los pobres serán aún condescendientes, pasivos
y sometidos, en tanto que los oficiales públicos asumirán la arrogancia de sus
predecesores privados. De ahí la importancia de programas como el reco­
mendado por Maimónides, que se proponen poner de pie a los meneste­
rosos: rehabilitación, capacitación, subsidios a pequeños negocios, y así
sucesivamente. El trabajo es en sí mismo algo que hombres y mujeres necesi­
tan, y el cual la comunidad debe proporcionar siempre que no puedan pro­
porcionárselo a sí mismos, o unos a otros.
Pero esto requiere también una planificación y administración centraliza­
das, e invita a la intervención de planificadores y administradores. Es igual­
mente importante que cualquier programa de previsión comunitaria deje
espacio para diversas formas de autoayuda y asociación voluntaria. El ob­
jetivo es la participación en actividades comunitarias, la realización concreta
de la pertenencia. Pero no se trata de que primero se supere la pobreza y que
después, ya conseguido esto, aquellos que antes eran pobres se unan a la
vida política y cultural del resto de la comunidad. La lucha contra la pobreza
(y contra toda clase de necesidad extrema) es más bien una de esas activida­
des en la cual multitud de ciudadanos, ricos, pobres y no tan pobres, debie­
ran participar por igual. Y ello significa que hay un lugar, incluso dentro de
una comunidad que se proponga la igualdad (compleja) entre sus miembros,
para aquello que Richard Titmuss ha denominado "la relación del regalo".47

Los ejemplos de la sangre y el dinero

Titmuss estudió los métodos mediante los cuales ciertos países recolectan
sangre para su utilización en hospitales, y se concentró sobre todo en dos
métodos distintos: la compra y la donación voluntaria. Su obra es una
defensa de la donación, ya sea porque es más eficaz (a través de ella se con­
sigue mejor sangre), o bien, porque expresa e intensifica el espíritu altruista
comunitario. Su exposición es rica y gratificante, pero lo hubiera sido más si
Titmuss hubiera desarrollado una segunda comparación — para la cual, sin
embargo, no hubiese encontrado ningún ejemplo práctico— . Es posible ima­
ginar otra forma de previsión: a saber, un impuesto a la sangre, requisito que
todos tendrían que cumplir contribuyendo con determinados centímetros
cúbicos al año. Así aumentarían mucho las existencias de sangre, pues se in­
crementaría el número de los donantes y permitiría a las autoridades
médicas escoger entre ellos, recolectando la sangre sólo de los ciudadanos
más saludables, de manera análoga a como se admite en el servicio militar
únicamente a quienes demuestren aptitud física. Titmuss querría decir aún,
espero, que la relación del regalo es mejor, y no sólo porque el impuesto a la
sangre representaría —al menos dentro de nuestro mundo cultural— un

47 Richard Titmuss, The Gift Rclationihip: From Human Blood lo Social Policy (Nueva York,
1971).
104 SEGURIDAD Y BIENESTAR

desmedido ataque a la integridad corporal, toda vez que su objetivo es


demostrar que existe una virtud en la donación privada, con lo cual él duda­
ría con razón de que esta virtud pueda ser duplicada a través de una colecta
pública, incluso si ésta fuese ordenada por una decisión democrática.
Pero este argumento podría valer para el dinero, al menos cuando las can­
tidades son pequeñas y la capacidad para contribuir es am pliam ente
compartida. El hecho de regalar sangre no es una ostentación de poder por
parte de aquellos hombres y mujeres con capacidad de dar, ni origina condes­
cendencia y dependencia entre aquellos que necesitan la sangre. Los donantes
obran a partir del deseo de ayudar, lo cual hacen en realidad, y sin duda
experimentan cierto orgullo por haber ayudado. Ninguna arrogancia perso­
nal es generada, toda vez que el socorro prestado es ampliamente disponible.
De esta manera, la igualdad redime a la caridad. ¿Y si la gran mayoría de los
ciudadanos tiene igual capacidad, o una capacidad aproximadamente igual,
para contribuir con dinero (con una "caja comunitaria", digamos) al bien de
ios conciudadanos más necesitados? Sin duda alguna, sería necesaria todavía
la recaudación de impuestos, no sólo para servicios como la defensa, la segu­
ridad interna y la salud pública, donde la previsión es general, sino también
para muchas formas de previsión particular. No obstante, se debe afirmar, de
modo muy semejante a como Titmuss lo ha hecho, que la donación privada
debe ser estimulada. El acto de dar es bueno en sí mismo: fomenta un sentido
de solidaridad y competencia comunitarias. Y de esta manera, las actividades
recíprocas de organizar campañas para obtener fondos y de decidir cómo in­
vertir el dinero, comprometerán a los ciudadanos comunes en una labor que
corre paralela a la de los funcionarios públicos y la completa, incrementando
por lo general los niveles de participación.
Pero si el argumento se aplica al dinero, se aplica también al tiempo y a la
energía incluso de manera más importante. Ambos son los regalos más
valiosos que los ciudadanos pueden hacerse mutuamente. La profesionaliza-
ción del "trabajo social" ha desplazado poco a poco a aquellos funcionarios
no profesionales que presidían la previsión comunitaria en las sociedades
griega y judía, y ahora algún sustituto moderno se necesita con urgencia. De
ahí la evaluación de un reciente estudio sobre el trabajo social en el Estado de
beneficencia: "Una movilización de las capacidades altruísticas es esencial si
se ha de suministrar asistencia real a aquellas personas con necesidades apre­
miantes" —donde "asistencia real" significa integración comunitaria tanto
como previsión y socorro caritativo—.4* La burocracia es inevitable dados el ta­
maño de las comunidades políticas contemporáneas y la gama de los servi­
cios necesarios. Tero el férreo dualismo de los trabajadores sociales profesio­
nales y sus indefensos pacientes puede representar enormes peligros para un
gobierno democrático, a menos de que medie la participación de voluntarios,
organizadores, representantes de los pobres y los ancianos, clubes locales y

w La afirmación citada figura en Social Work, Wcifarc and The State, Noel Parry, M ichad
Rustin y C arde Satyamurti, comps. (Londres, 1979), p. 168; para un tratamiento similar véase
Janowitz, Social Control |23J, pp. 132-133.
SECURIDAD Y BIENESTAR 105

vecinos. Uno podría considerar la relación del regalo como un tipo de polí­
tica: al igual que el voto, la petición y el mitin, el regalo es una manera de
otorgar significado concreto a la unión de los ciudadanos. Y así como el
bienestar generalmente se orienta a superar el predominio del dinero en la
esfera de la necesidad, la participación activa de los ciudadanos en las
cuestiones relativas al bienestar (y asimismo en las relativas a la seguridad)
se propone asegurar que el predominio del dinero no sea simplemente susti­
tuido por el predominio del poder político.
IV. DINERO Y MERCANCÍA

El a l c a h u e t e u n iv e r s a l

H a y d o s preguntas en tom o al dinero: ¿qué es lo que puede comprar?,


¿cómo se distribuye? Cada una debe plantearse en este orden, ya que sólo
hasta que hayamos descrito la esfera en la que el dinero opera y el radio de
sus operaciones, podemos ocupamos atinadamente de su distribución. Debe­
mos averiguar qué tan importante es en realidad.
Lo mejor es empezar con la opinión ingenua, que es la común, según la
cual el dinero es demasiado importante, la raíz de todos los males, la fuente
de todo bien. "El dinero responde a todas las preguntas", se lee en el Eclesias-
tés. Según Marx, es el alcahuete universal que arregla contubernios escanda­
losos entre personas y bienes, rompiendo toda barrera natural y toda barrera
moral. Marx podría haber descubierto esto mirando en derredor en la Eu­
ropa del siglo xix, pero de hecho lo encontró en un libro, en Timón de Atenas
de Shakespeare, donde al escarbar buscando oro enterrado, Timón interroga
a su objeto:

¿El oro? Amarillo, rutilante, el precioso oro. Dioses no,


Que no soy ningún ocioso oficiante: ¡raíces, vosotros daros cielos!
Tanto así de él hará negro lo blanco; vil lo justo;
Malo lo bueno; bajo lo noble; viejo lo joven; cobarde lo valiente.
[...]
Pues él
Arrastrará vuestros sacerdotes y siervos de vuestro lado;
Arrancará las almohadas de los valientes debajo de sus cabezas:
Este esclavo amarillo
Tejerá y deshilachará religiones; bendecirá a los malditos;
Hará adorable a la blanca lepra; encumbrará a los bandidos
Y les conferirá títulos, apoyo y aprobación
Junto a los senadores en el estrado: es él
Quien hace a la viuda marchita casarse otra vez;
Ella, a quien el hospital y la inflamación ulcerosa
Rechazarían llenos de asco, él la unge y consuela
Hasta que abril llegue otra vez, Ven, tierra maldita,
Tú, ramera común de la humanidad, que siembras discordia
Entre el concierto de las naciones, yo haré que hagas
Lo que está en tu verdadera naturaleza.1

1 William Shakespeare, Timón o f Athciis, IV: 3, citado por Karl Marx en los Eamomieat and
Philosophical Manuscripls, Earli/ Writings, tr. y comp. por T. B. Bottomore (Londres, 1963), p. 190.

106
DINERO Y M ERCANCIA 107

l imón ha sido llevado a un estado de desesperación nihilista, pero el suyo es


el lenguaje común de la crítica moral. No es agradable encontrar sacerdotes
corruptos, o que a los valientes se les despoje del reposo, o que las religiones
sean destruidas, o que a los ladrones se les concedan rangos y títulos. Pero,
¿por qué la mísera viuda no habría de ser sazonada otra vez hasta el día de
abril? Timón es movido aquí por un escrúpulo estético, no moral. La cuestión,
no obstante, es la misma: la viuda se ve transformada por su dinero. Y tam­
bién lo seríamos todos, de ser k) suficientemente ricos. "Lo que puedo ser y
hacer", escribió Marx, "no es determinado en absoluto por mi individualidad.
Soy feo pero puedo comprarme a la mujer más hermosa. Por lo consiguiente,
no soy feo... Soy estúpido, pero dado que el dinero es el verdadero espíritu
de todas las cosas, ¿cómo es posible que sea estúpido su poseedor?"2
Ésta es la "verdadera naturaleza" del dinero —en especial, quizá, en una
sociedad capitalista, pero de manera más general también— . Despúes de
todo, Marx citaba a Shakespeare y Shakespeare ponía sus palabras en boca
de un caballero ateniense. Dondequiera que el dinero sea utilizado, media
entre cosas incompatibles, irrumpe en "las entidades auto-subsistentes" de la
vida social, invierte la individualidad, "obliga a que los contrarios se reconci­
lien". Pero eso, por supuesto, es lo que el dinero es; por eso lo usamos. En un
lenguaje más neutral, el dinero es el medio universal de intercambio, e inclu­
so una gran conveniencia, pues el intercambio es central en la vida que com­
partimos con otros hombres y mujeres. El simple igualitarismo de Jack Cade,
el rebelde plebeyo de Shakespeare:

(...] ¡no ha de haber dinero!3

tiene su resonancia en el pensamiento social y radical contemporáneo, pero


yo tengo dificultades en imaginar qué tipo de sociedad pretende fundar. Los
radicales contemporáneos ciertamente no se proponen instaurar una econo­
mía de trueque y pagar a los trabajadores en especie. Tal vez quieran pagar­
les con fichas de labor y tiempo canjeables sólo en las tiendas estatales. Pero
tales fichas pronto serían canjeadas extensivamente, a espaldas de la policía
de ser necesario. Y Timón reaparecería —para escarbar en busca de fichas
enterradas.
Lo que Shakespeare y Marx objetan es la universalidad del medio, no el
medio en sí mismo. Timón cree que la universalidad radica en la naturaleza
del dinero, y tal vez tenga razón. Concebido en abstracto, el dinero es senci­
llamente una representación de valor. De ahí que no sea inverosímil man­
tener que cada cosa valuada, cada bien social, puede ser representado en
términos monetarios. Es posible que una serie de conversiones sean necesa­
rias a fin de arribar desde la cosa valuada hasta el valor en efectivo. Pero no
hay razón para pensar que las conversiones no puedan ser realizadas: es un
hecho que se realiza día a día. La vida misma tiene un valor, y tal vez cir-

3 Marx, Early WriUngs [1J, p. 191.


3 William Shakespeare, Henry VI, parte II, IV:2.
10R DINERO Y MERCANCIA

cunstancialmente un precio (que de modo verosímil será diferente para vidas


diferentes) —de lo contrario, ¿cómo sería posible pensar en los seguros y las
compensaciones?— . Al mismo tiempo, también sentimos la universalidad
del dinero como algo degradante. Recordemos la definición del cínico atri­
buida a Oscar Wilde: "Un hombre que conoce el precio de todo y el valor de
nada." Esta definición es absoluta; no es cinismo pensar que el precio y el
valor algunas veces habrán de coincidir. Sin embargo, muy a menudo el di­
nero no consigue representar el valor; las conversiones se realizan, pero
como en la traducción de la buena poesía, algo se pierde en el proceso. Por
consiguiente, podemos comprar y vender universalmente sólo si pasamos
por alto los valores reales; mientras atendamos a ellos, habrá cosas que no
pueden ser ni compradas ni vendidas. Cosas particulares: la universalidad
abstracta del dinero es restringida y circunscrita por la creación de valores a
los cuales no es fácil poner precio o no queremos que lo tengan. A pesar de
que con frecuencia son controvertibles, es posible investigar qué cosa son. Se
trata de una cuestión empírica. ¿Qué intercambios monetarios son obs­
truidos, prohibidos, provocan resentimientos y de modo convencional se ven
censurados?

Lo QUE EL DINERO NO PUEDE COMPRAR

Me he referido ya al pecado de simonía, que podríamos tomar como un


ejemplo paradigmático del intercambio obstruido. Los cargos de Dios no
están a la venta —al menos no mientras a Dios se le conciba de cierta mane­
ra— . En una cultura distinta a la de la Edad Media cristiana, la obstrucción
podría ser suprimida: si los dioses pueden ser apaciguados mediante sacrifi­
cios, ¿por qué no podrían ser sobornados con oro rutilante? En la Iglesia, sin
embargo, esta clase de cohecho está prohibida. No es el caso que no ocurra,
sino que todo mundo sabe que no debería ocurrir. Es un comercio clandesti­
no: el comprador tanto como el vendedor mentirán acerca de lo que han he­
cho. La deshonestidad es siempre un útil indicativo de la existencia de nor­
mas morales. Cuando alguien introduce algo a escondidas por medio de la
frontera de la esfera del dinero, proclama la existencia de la frontera. Es ahí,
aproximadamente en ese mismo punto, donde se comienza a ocultar y disi­
mular. Pero a veces es necesario un pleito para trazar una clara demarcación,
y mientras tanto el comercio es más o menos abierto. El dinero es inocente
hasta que se demuestre su culpabilidad.

El reclutamiento en 1863

La Ley de Reclutamiento y Alistamiento de 1863 estableció el primer servicio


militar de la historia estadunidense. Desde los tiempos coloniales el servi­
cio en la milicia había sido obligatorio, pero se trataba de una obligatoriedad
local o vecinal, y generalmente se pensaba que nadie estaba obligado a
DINERO Y M ERCANCIA 109

pelear lejos de casa. La guerra contra México, por ejemplo, se realizó íntegra­
mente con voluntarios. Pero la Guerra Civil fue una lucha a escala distinta;
ejércitos enormes fueron congregados para la batalla, el poder de artillería
fue más mortífero que nunca, las bajas fueron numerosas y la necesidad
de soldados creció conforme la lucha se hacía más larga. El Departamento de
Guerra y el presidente Lincoln consideraron que un alistamiento a nivel
nacional era la única manera de ganar la guerra.4 Se preveía que la medida
sería impopular merced a las tradiciones localistas de la política estaduni­
dense y al profundo antiestatismo del pensamiento liberal (y a las dimen­
siones y profundidad de los sentimientos antibélicos). De hecho, su ejecución
suscitó enconada y a menudo violenta oposición, sin embargo sentó un
precedente. La obligatoriedad fue definitivamente levantada a nivel local y
trasladada a nivel nacional, donde desde entonces se encuentra; el servicio
en el ejército federal, más que en la milicia local, fue consagrado como obli­
gación de los ciudadanos. Una medida previsora del año 1863 sentó, no obs­
tante, sólo un precedente negativo — la exención de cualquier individuo cuyo
nombre se obtuviese en el sorteo de reclutamiento, siempre y cuando estu­
viese dispuesto y pudiese aportar 300 dólares para pagar un sustituto.
La exención podía adquirirse por 300 dólares. La práctica no era completa­
mente nueva. Las milicias locales solían multar a quienes no aprobaran la
revista, y era motivo de ciertos resentimientos que los ciudadanos de buena
posición a menudo consideraran la multa como un impuesto en vez del ser­
vicio militar (mientras que a los ciudadanos empobrecidos se les amenazaba
con cárcel por sus adeudos).56Pero para entonces la guerra y la sangre derra­
mada en ella habían exacerbado el resentimiento. "¿Cree [Lincoln] que los
hombres sin recursos van a sacrificar sus vidas", preguntó un neoyorquino, "y
permitir que los ricos paguen 300 dólares a fin de quedarse en casa?"* No está
claro qué papel hayan desempeñado tales juicios durante las manifestaciones
en contra del alistamiento que sacudieron a Nueva York en julio de 1863,
después de haberse efectuado el primer sorteo. En todo caso, era una postura
reiterada en todo el país que los hombres sin recursos no debían sacrificar
sus vidas, y si bien la ley fue cumplida, nada parecido volvió a ser pro­
mulgado después. ¿Era lícito tal negocio en la milicia cuando en ella lo más
que se hacía era marchar y efectuar ejercicios unas cuantas horas? Un po-
litólogo de la escuela de Rousseau diría que no, por supuesto, y en un tiempo
ello hubiera correspondido en gran medida con las convicciones republi­
canas de los estadunidenses comunes. No obstante, el servicio militar se vio
drásticamente desprestigiado en los años anteriores a la Guerra Civil, y los
castigos al estilo de Rousseau por no incorporarse al ejército —ostracismo o

4 Acerca de las proporciones de la guerra y la movilización de hombres que exigió, véase


Walter Mills, Arms and Men: A Study o f American M ilitaiy History (Nueva York, 1958), pp. 102-
104.
5 Marcus Cunliffe, Soldiersand Civiliaiis: The Marital Spirit in America, 1775-1865 (Nueva York,
1973), pp. 205-206.
6 james McCague, The Second Rebellion: The Story o f the New York City Draft Riots o fl8 6 3
(Nueva York, 1968), p. 54.
110 DINERO Y MERCANCIA

expulsión de la comunidad— hubieran parecido excesivos a la mayoría de


los estadunidenses. Es posible que la multa haya expresado el significado del
servicio. La situación era, sin embargo, diferente cuando la vida misma
estaba en juego.
No es el caso que 300 dólares haya sido un precio muy bajo, o que los tra­
bajos peligrosos no pudieran ser vendidos por más o menos esa cantidad en
el mercado laboral. Más bien, el Estado no podía imponer una tarea peligro­
sa a algunos de sus ciudadanos mientras que exentaba a otros por dinero.
Esta objeción respondía al sentido profundo de lo que significaba ser ciuda­
dano de un Estado —de este Estado, mejor dicho: los Estados Unidos en
1863— . Era factible hacer valer la objeción, incluso en contra de la mayoría
de ciudadanos, pues éstos bien podrían interpretar de modo erróneo la lógi­
ca de sus propias instituciones o aplicar de manera inconsistente los principios
que declaraban sustentar. Pero en 1863 fue la resistencia y el resentimiento
de un número masivo de ciudadanos lo que hizo trazar una línea distintiva
entre lo que podía venderse o no. El Departamento de Guerra había obrado
con negligencia, y el Congreso apenas había prestado atención a la legis­
lación. Sólo habían querido proporcionar un "incentivo" al reclutamiento,
explicaron después.7 De hecho, habían apelado a un doble incentivo: el pe­
ligro de muerte era para algunos hombres un incentivo para pagar 300
dólares a otros hombres, para los cuales 300 dólares eran un incentivo para
aceptar el peligro de perder la vida. Se trataba de un mal negocio en una re­
pública, pues parecía abolir la cosa pública y convertir el servicio militar
(¡incluso cuando la república misma estaba en juego!) en una transacción
privada.
Que esta ley nunca haya sido puesta en vigor otra vez no equivale a decir
que no se hayan buscado efectos similares. Sólo los métodos han sido menos
directos y los resultados menos eficientemente logrados, como en el caso de
los aplazamientos de reclutamiento para estudiantes o los premios para los
conscriptos que vuelven a enrolarse. Sin embargo, ahora reconocemos el
principio del tratamiento igualitario gracias a las luchas políticas de 1863, y
sabemos a grandes rasgos dónde se halla la frontera que demarca. De modo
que nos podemos oponer incluso a que sea cruzada clandestinamente o por
medio de rodeos, a que una ley tal vuelva a ser promulgada mediante sub­
terfugios legislativos, al ser algo que no puede ser promulgado abiertamente.
La venta de exenciones es un intercambio obstruido y, al menos en principio,
hay otras muchas transacciones análogamente obstruidas.

Intercambios obstruidos

Permítaseme sugerir el conjunto completo de los intercambios obstruidos en


los Estados Unidos hoy en día. He de apoyarme en el primer capítulo de
Equality and Efficiency, de Arthur Okun, donde éste establece una distinción

7 ¡bid., p. 18.
DINERO Y MERCANCIA 111
entre la esfera del dinero y lo que él denomina "el dominio de los derechos".®
Los derechos son, por supuesto, una prueba en contra de la compraventa, y
Okun reinterpreta de manera reveladora la Declaración de Derechos como
una serie de intercambios obstruidos. Pero no sólo los derechos se hallan
fuera del nexo con el dinero en efectivo. Siempre que prohibamos el uso del
dinero, establecemos efectivamente un derecho —a saber, el de que este bien
particular sea distribuido de alguna otra manera—. Sin embargo, debemos
discutir el significado del bien antes de que podamos decir algo más acerca
de su justa distribución. Por ahora quiero diferir el grueso de mi argumenta­
ción y simplemente proponer una lista de cosas que no pueden ser obtenidas
con dinero. La lista repite o anticipa otros capítulos, al ser una característica
del dinero colindar con otra esfera; por eso es importante determinar sus
fronteras. Los intercambios obstruidos fijan límites al predominio de la ri­
queza material.
1. Los seres humanos no pueden ser comprados ni vendidos. La venta de
esclavos, incluso la de uno mismo como esclavo, está prohibida. Ello es un
ejemplo de lo que Okun denomina "prohibiciones de intercambios nacidos
de la desesperación".9 Hay multitud de tales prohibiciones, pero algunas
regulan nada más el mercado laboral, por lo que haré una lista de ellas sepa­
radamente. Esta lista establece qué se debe o no se debe comercializar: no las
personas o la libertad de las personas, sino exclusivamente su poder laboral
y las cosas que ellas hacen. (Los animales pueden ser comercializados por­
que los concebimos como carentes de personalidad, si bien la libertad es sin
lugar a dudas un valor respecto de algunos de ellos.) La libertad personal no
es, con todo, un argumento en contra del reclutamiento o del confinamiento
en prisión, sino sólo en contra de la compraventa.
2. El poder político y la influencia no pueden ser comprados ni vendidos.
Los ciudadanos no pueden comprar sus votos ni los funcionarios sus decisio­
nes. El cohecho es una transacción ilegal. No siempre ha sido así; en muchas
culturas, los regalos de clientes y quejosos son una parte normal de la remu­
neración de quienes ocupan algún cargo. La relación del regalo funcionará
aquí, sin embargo, sólo si el "cargo" no ha surgido completamente como un
bien autónomo y la línea divisoria entre lo público y lo privado es borrosa e
indistinta. No funcionará en una república que trace tal línea con claridad:
Atenas, por ejemplo, poseía un extraordinario conjunto de reglas planeadas
para reprimir el cohecho; mientras más cargos compartieran los ciudadanos,
más elaboradas se convertían las reglas.10
3. La justicia en materia criminal no está a la venta. No sólo jueces y jura­
dos no pueden ser sobornados, sino que los servicios de los abogados defen­
sores son materia de previsión comunitaria — una forma necesaria de
beneficencia dado el sistema de adversarios en las cortes estadunidenses.*

* Arthur Okun, Equality and Effidcitcy: The fíig Tradeoff (Washington, D. C., 1975), pp. 6 ss.
9 JW<f., p .20.
10Douglas M. MacDowell, The Lato m Classical Atltens (Ithaca, Nueva York, 1978), pp. 171-173.
112 DINERO Y M ERCANCIA

4. La libertad de expresión oral, de prensa, de religión, de reunión: ningu­


na de ellas requiere pagos monetarios: ninguna de ellas puede conseguirse
en una subasta, pues le son simplemente garantizadas a cada ciudadano. A
menudo se afirma que el ejercicio de estas libertades cuesta dinero, pero, es­
trictamente hablando, no es este el caso: hablar y rendir culto son baratos,
también lo es reunirse con otros ciudadanos y, asimismo, muchas formas de
publicación. El rápido acceso a un auditorio numeroso es caro, pero ésa es
otra cuestión, que no se refiere a la libertad en sí misma sino a la influencia y
al poder.
5. Los derechos al matrimonio y a la procreación no se encuentran a la
venta. Los ciudadanos son limitados a un cónyuge y no pueden adquirir una
licencia de poligamia. Y si alguna vez se imponen límites al número de hijos
que cada quien puede tener, parto de la base de que las restricciones no ad­
quirirán la forma que he descrito en el capítulo n, es decir, la de licencias de
alumbramiento adquiribles en el mercado.
6. El derecho a abandonar la comunidad política no está a la venta. Tara
ser más exactos: el Estado moderno ha hecho una inversión en cada ciudada­
no y puede exigir legítimamente que alguna parte de tal inversión le sea
devuelta, en trabajo o con dinero, antes de permitir la emigración. La Unión
Soviética ha adoptado una política de este tipo, principalmente como meca­
nismo para impedir la emigración. Aplicada diferencialmente, la política
parece suficientemente justa, incluso si entonces tiene efectos distintos en
ciudadanos exitosos y no exitosos. Pero los ciudadanos podrían responder a
su vez que ellos nunca buscaron la atención médica y la educación que reci­
bieron (de niños, pongamos por caso) y por lo tanto no deben nada a cambio.
La objeción subestima los beneficios de la ciudadanía, pero captura su ca­
rácter consensual. De manera que lo mejor es dejarlos que se marchen una
vez que hayan cumplido con aquellas obligaciones en especie (el servicio mi­
litar) que son cumplidas en cualquier caso por mujeres y hombres jóvenes,
quienes aún no se han convertido en ciudadanos con plena capacidad de ele­
gir. Nadie puede comprar la exención de tales obligaciones.
7. Y de esta manera, otra vez, las exenciones al servicio militar, a la
obligación de servir como jurado, y a toda otra forma de trabajo impuesto
por la comunidad, no pueden ser vendidas por el gobierno o compradas por
los ciudadanos merced a las razones que ya he expuesto.
8. Los cargos políticos no pueden ser comprados; hacerlo, sería una clase
de simonía, pues en este sentido la comunidad política es como una Iglesia,
cuyos servicios revisten gran importancia para sus miembros y la riqueza
material no es signo adecuado de capacidad para administrarlos. La posición
profesional tampoco puede ser comprada en la medida en que sea regulada
por la comunidad, pues los médicos y los abogados son nuestros sacerdotes
seculares; debemos estar seguros de sus aptitudes.
9. Servicios de beneficencia elementales como la protección policiaca o la
escuela primaria y secundaria son susceptibles de comprarse sólo marginal­
mente. Un mínimo se garantiza a todo ciudadano y no requiere ser pagado
por los particulares. Si los policías extorsionan a los propietarios de tiendas
DINERO Y M ERCANCIA 113

para obtener dinero de protección, obran como gangsters y no como policías.


Pero los propietarios de tiendas pueden contratar guardias de seguridad y
veladores a fin de asegurar un nivel más alto de protección que la comu­
nidad política no esté dispuesta a financiar. De modo parecido, los padres de
familia pueden contratar instructores privados para sus hijos o enviarlos a
escuelas privadas. El mercado de servicios está sujeto a restricciones sólo si
deforma el carácter o menoscaba el valor de la previsión comunitaria. (Debo
hacer la salvedad de que algunos bienes son parcialmente suministrados, y
por este motivo, parcialmente aislados del control del mercado. El mecanis­
mo en este caso no es el intercambio obstruido sino el intercambio subsidiado
—como, por ejemplo, la educación preparatoriana y universitaria, multitud
de actividades culturales, el viaje en general y demás.)
10. Los intercambios desesperados, "tratos de último recurso", están
prohibidos, aunque el significado de lo que es la desesperación siempre esté
abierto a discusión. La jomada laboral de ocho horas, las leyes del salario
mínimo, los reglamentos de salud y seguridad: todo ello constituye una pla­
taforma que establece normas básicas más abajo de las cuales los traba­
jadores no pueden ofrecer su trabajo unos a otros. Ésta es una restricción a la
libertad del mercado en bien de cierta concepción comunitaria de la libertad
personal, una ratificación de la prohibición de la esclavitud a un menor nivel
de pérdidas.
71. Premios y honores de muchas clases, tanto públicos como privados, no
se hallan a la venta. La Medalla de Honor del Congreso no puede ser com­
prada, tampoco el Tremió Pulitzer al Actor más Valioso, ni siquiera el trofeo
otorgado por una Cámara de Comercio local al "hombre de negocios del
año". La celebridad, ciertamente, se encuentra a la venta, si bien el precio
pueda ser alto; un buen nombre, en cambio, no. El prestigio, la estimación y
el status se encuentran de alguna manera entre aquellos dos. El dinero juega
cierto papel en su distribución, pero incluso en nuestra sociedad sólo en oca­
siones es determinante.
12. La gracia divina no puede ser comprada —y no sólo porque Dios no
necesita dinero, aunque sus siervos y alguaciles a menudo sí—. Aun así, co­
múnmente se piensa que la venta de indulgencias exige reformas, si no es
que la Reforma misma.
13. El amor y la amistad no pueden ser comprados, no con nuestras nocio­
nes comunes acerca de su significado. Desde luego, podemos comprar toda
clase de cosas — ropa, automóviles, alimentos refinados y demás— que nos
convierten en mejores candidatos al amor y a la amistad, o nos permiten
mayor confianza personal en la búsqueda de amantes y amigos. La publi­
cidad usualmente juega con estas posibilidades, que son bastante reales.

Pues el dinero tiene un poder


mayor que el de las estrellas del destino
para conseguir amor.”1

11Samuel Butler, Hwiibns, parte III, cap. 3, vers. 1279.


114 DINERO Y M ERCANCIA

No obstante, la compra directa es obstruida, no por la ley sino más profun­


dam ente por nuestra moralidad y sensibilidad compartidas. Mujeres y
hombres se casan por dinero, pero éste no es "un matrimonio de espíritus
verdaderos". El sexo está a la venta, pero la venta no conduce a "una relación
llena de significado". Las personas que creen que el sexo está moralmente li­
gado al amor y al matrimonio se inclinan a favorecer la prohibición de la
prostitución —así como en otras culturas quienes creían que el acto sexual
era un ritual sagrado hubieran deplorado el comportamiento de las sacer­
dotisas que intentaban ganar algún dinero accesoriamente— . El sexo puede
ser vendido sólo si se le entiende en términos de placer y no exclusivamente
en términos de amor matrimonial o culto religioso.
24. Por último, una larga serie de ventas delictivas están excluidas. Asesi­
natos, S. A., no puede vender sus servicios; el chantaje es ilegal; la heroína no
puede ser vendida, ni bienes que hayan sido robados, ni bienes fraudulenta­
mente declarados, ni leche adulterada, ni información tenida por vital para la
seguridad del Estado. La discusión sigue en tomo a coches inseguros, armas,
camisas inflamables, drogas con efectos secundarios inciertos, etc. Todos
ellos son útiles muestras del hecho de que la esfera del dinero y la mercancía
está sujeta a continuas redefiniciones.
Pienso que ésta es una lista exhaustiva, aunque es posible que haya omiti­
do alguna categoría decisiva. En todo caso, la lista es lo suficientemente
extensa como para sugerir que si el dinero tiene la respuesta para todas las
cosas, ello lo hace, por así decirlo, a espaldas de muchas cosas y a pesar de
sus significados sociales. El lugar donde este tipo de intercambios es libre es
el mercado negro, y los hombres y las mujeres que lo frecuentan muy proba­
blemente lo harán a escondidas y luego mentirán acerca de lo que hacen.

Lo QUE EL DINERO Si PUEDE COMPRAR

¿Cuál es la esfera propia del dinero? ¿Qué bienes sociales pueden ser legití­
mente comercializados en el mercado? La respuesta obvia es también la
correcta, al apuntar hacia una gama de bienes que con toda probabilidad
siempre hayan sido comercializadles, al margen de cualquier otra cosa que lo
haya sido o no: todos esos objetos, mercancías, productos, servicios que no
son comunitariamente suministrados, que las personas sin embargo encuen­
tran útiles o agradables: las usuales existencias de bazares, centros comer­
ciales y centros de intercambio. Incluye, y tal vez siempre haya incluido,
lujos lo mismo que materias primas, bienes hermosos lo mismo que bienes
funcionales y durables. Las mercancías, incluso cuando son primitivas y
simples, son ante todo cómodas: son una fuente de bienestar, calidez y segu­
ridad. Las cosas son nuestras anclas en el mundo.12 Pero si bien es cierto que
12 En tomo a la importancia de las "cosas" véase Mary Douglas y Barón Ishcrwood, The
World o f Coods (Nueva York, 1979), esp. el cap. 3; asimismo, Mikaly Csikszentmikalyi y Eugene
Rochberg-Halton. The Meaning o f Things; Domcslic Symbols and Ihe S elf (Cambridge, Inglaterra,
1981).
DINERO Y M ERCANCIA 115

todos necesitamos ser anclados, no todos necesitamos la misma ancla. Cada


quien se apega a distintas cosas, pues tenemos gustos y deseos distintos: nos
rodeamos, vestimos y decoramos nuestras casas con una gran variedad de
cosas, y usamos, disfrutamos y exhibimos las cosas que poseemos en una
gran variedad de maneras. Las relaciones con los objetos son de carácter po­
limorfía). En ocasiones se afirma que este polimorfismo es una perversión
moderna, pero sospecho que se trata de una constante de la vida humana.
Las excavaciones arqueológicas arrojan de manera constante una profusión
de bienes (o de fragmentos o pedazos de bienes, restos de mercancías): ollas
y vasos decorados, canastas, joyas, espejos, trajes ornamentados, bordados y
recubiertos de cuentas y plumas, tapetes, pergaminos —y monedas, innume­
rables cantidades de monedas, pues todas esas cosas, una vez que el trueque
fue dejado atrás, se cambiaban por dinero—. Indudablemente, toda cultura
tiene su propio conjunto característico de mercancías, determinado por su
modo de producción, su organización social y las dimensiones de su comer­
cio. Pero el número de las mercancías en cada conjunto siempre es ingente, y
una manera básica de distinguirlas unas de otras es el intercambio en el
mercado.
Mas no es la única: hacer regalos es una opción importante, a la que des­
pués he de regresar. Pero el mercado es básico, a pesar de que lo que se tiene
por mercancía no lo sea; además, las relaciones de mercado reflejan cierta no­
ción moral que se aplica a todos aquellos bienes sociales que son considera­
dos bienes comercializables (y que no se aplica a aquellos que no lo son). En
ocasiones la noción es implícita; en nuestra sociedad, desde la emancipación
del mercado de las trabas feudales, la noción ha sido explícita, y su elabora­
ción, una característica central de nuestra vida cultural. Más allá de cualquier
bien comunitariamente suministrado, nadie tiene derechos sobre este bien
útil o aquel bien agradable. Las mercancías no se dan con etiquetas, como los
artículos en una tienda departamental. La manera correcta de poseerlas con­
siste en hacerlas, cultivarlas, o de alguna manera proveer de ellas o de su
equivalente en efectivo a otros individuos. El dinero es tanto la medida de
equivalencia como el medio de intercambio: tales son sus funciones propias,
y (en lo ideal) sus únicas funciones. Es en el mercado donde el dinero cumple
sus funciones, y el mercado está abierto a todo concurrente.
Esta concepción del dinero y la mercancía descansa en la convicción de
que no existe un proceso distributivo más eficiente, una mejor manera de lle­
var hasta las mujeres y los hombres los bienes particulares que ellos con­
sideran útiles o agradables. Pero en un nivel más profundo, la moralidad del
mercado (a la manera de Locke, digamos) es un festejo del querer, el hacer, el
poseer y el intercambiar mercancías. Éstas son, en verdad, profundamente
anheladas, y tienen que ser hechas si han de ser poseídas. Incluso las bellotas
de Locke —su ejemplo de una mercancía simple y primitiva— no crecen en
los árboles (la metáfora no tiene aplicación: las bellotas no se dan fácil y
universalmente). Sólo con esfuerzo es posible tener cosas, y el esfuerzo es lo
que parece proporcionar los derechos sobre las cosas o, al menos, los dere­
chos originales. Pero una vez que se poseen las cosas, también pueden ser
116 DINERO Y MERCANCIA

intercambiadas.13 De modo que el querer, el hacer, el poseer y el intercambiar


defienden entre sí: son, por decirlo así, los modos de la mercancía. Más aún,
es posible reconocer estos modos sin celebrarlos. Su conjunción es apropiada
dentro de las fronteras de la esfera del dinero y la mercancía, y en ningún
otro sitio además. El festejo lockiano ha tendido a desbordar las fronteras, a
convertir el poder de mercado en una especie de tiranía que deforma las dis­
tribuciones en otra esferas. Ésta es una apreciación común, y a ella he de re­
currir con frecuencia. Pero la mercancía puede salirse de su propio sitio de
otra manera, y ésta exige ser advertida de inmediato.
Preguntemos de nuevo: ¿qué es lo que el dinero compra? El sociólogo Lee
Rainwater, examinando "los significados sociales del ingreso", ofrece una
respuesta radical y preocupante: "El dinero compra la pertenencia a la
sociedad industrial." Rainwater no quiere decimos que los agentes de inmi­
gración y naturalización puedan ser sobornados. Su argumento cala más
hondo. Las actividades normales que permiten a los individuos verse a sí
mismos y ser vistos por otros como miembros completos, personas sociales,
han llegado a convertirse de una manera creciente en actividades de
consumo: exigen dinero.

De esta manera, el dinero no sólo compra alimentos y ropa y alojamiento y artefac­


tos y coches [...] y vacaciones. La adquisición de todas estas mercancías permite a
su vez la realización y el cumplimiento cotidiano de la identidad de cuando menos
el "estadunidense promedio". [...J Cuando los individuos no están protegidos de
esta inexorable dinámica de las economías de dinero por algún enclave cultural
local, no pueden dejar de definirse a sí mismos de la manera más elemental más
que en los términos de su acceso a todas aquellas cosas que el dinero puede
comprar.14

Ocurre no sólo que los individuos se diferencien por la selección que hacen
dentro de la esfera del dinero y la mercancía, o que sus éxitos y fracasos en
esa esfera los diferencien. Es verdad que el mercado es un escenario para la
competencia, y de este modo distribuye ciertas clases de aprecio o desprecio
(mas no todas). Pero Rainwater quiere ¡r más lejos. A menos de que poda­
mos gastar dinero y gozar de bienes ubicados más allá de lo necesario piara la
subsistencia, a menos de que dispongamos de tiempo libre y de las como­
didades que el dinero puede comprar, sufrimos una pérdida más seria que la
pobreza en sí misma, un especie de pérdida de status, un descrédito socio­
lógico. Nos convertimos en extranjeros en nuestra propia tierra —y a me­
nudo en nuestro hogar—. No podemos desempeñar más nuestros papeles de
padres de familia, amigos, vecinos, socios, camaradas o ciudadanos. Esto no
es verdad en todas partes, pero actualmente en los Estados Unidos y en toda
sociedad donde el mercado triunfa, la mercancía gestiona la pertenencia. A

13 John Locke, Second TrealiseqfCovcntm eni, cap. 5, § 25-31.


14 Lee Rainwater, Wlial Momy Bi/ys: Uicquality and lite Social Mcaning o f bicorne (Nueva York,
1974), p. xL
DINERO Y MERCANCIA 117

menos de que poseamos cierto número de cosas socialmente exigidas, no


podemos ser personas efectivas ni ser socialmente reconocidos.
Rainwater ofrece una exposición sociológica del fetichismo de la mercan­
cía. Describe el sueño de un publicista, pues tal es el mensaje central de la
publicidad moderna: las mercancías transmiten significados más allá de su
obvia utilización, y nosotros las necesitamos a fin de afianzar nuestra posi­
ción e identidad. Podemos siempre decir que el publicista exagera, o incluso
que miente, acerca de las ventajas de este automóvil, digamos, o de aquella
marca de whisky escocés. Pero, ¿qué si detrás de estas mentiras específicas se
encontrara una verdad más amplia? Las mercancías son símbolos de per­
tenencia, la posición y la identidad se distribuyen a través del mercado, son
vendidas en efectivo y sin mayores trámites (sin embargo, están también al
alcance de especuladores que podrían establecer algún tipo de crédito). Por
otra parte, en una sociedad democrática, las definiciones y autodefiniciones
más básicas no pueden ser puestas a la venta de esta manera. Pues la ciuda­
danía confiere de modo inalienable lo que podríamos llamar "el hecho de
pertenecer" —no meramente la impresión sino la realidad práctica de estar
en casa, en (esta parte de) el mundo social— . Ésta es una condición a la que
se puede renunciar, pero nunca puede ser comercializada, pues no es alie­
nable en el mercado. El fracaso económico, sea cual fuere la pérdida de
estima que traiga consigo, no debería tener como consecuencia la devalua­
ción de la ciudadanía, ya en sentido legal, ya en sentido social. Y si produce
este efecto, es preciso buscar algún remedio.
El remedio obvio es la redistribución del dinero (por medio de un im­
puesto negativo, por ejemplo), independientemente de la previsión comu­
nitaria de bienes y servicios: tal como proporcionamos cuidado médico en
especie para el bien de la salud y la longevidad, así podríamos proporcionar
dinero en especie para el bien de la pertenencia. O bien, podríamos garan­
tizar empleo e ingreso mínimo bajo la premisa de que, en nuestra cultura, el
dinero y las mercancías habrán de contribuir más a fortalecer el sentido de la
identidad si han sido ganados mediante el trabajo. Mas no podemos redistri­
buir directamente las mercancías, no si hemos de permitir que las mujeres y
los hombres escojan por sí mismos los bienes que ellos encuentran útiles o
placenteros, o definan por sí mismos y den forma y simbolicen sus identida­
des respectivas por encima o por debajo de la pertenencia que comparten. Y
no podemos intentar localizar los bienes específicos sin los cuales la perte­
nencia se devalúa o pierde, para hacerlos objeto de la previsión comunitaria,
pues el mercado pronto arrojará nuevos bienes. Si no es una cosa, será otra, y
los publicistas nos dirán que esto es lo que ahora necesitamos si queremos
mantener la cabeza en alto. Pero la redistribución de dinero o de plazas de
trabajo neutraliza el mercado. De ahí en adelante, la mercancía tendrá sólo
un valor de uso —o bien, los valores simbólicos serán radicalmente indivi­
dualizados y no podrán ya desempeñar ningún papel público significativo.
Sin embargo, estas medidas sólo serán efectivas si la redistribución deja a
cada quien con la misma cantidad de dinero, y ésta no es, por razones que ya
he expuesto, una situación estable. El mercado produce y reproduce desi-
118 DINERO Y MERCANCÍA

gualdades; los particulares acaban con más o con menos, con cantidades dis­
tintas y con distintos tipos de posesiones. No hay manera de asegurar que
todos posean el conjunto de bienes, cualquiera que éste sea, que constituye al
"estadunidense promedio", pues un intento de esta naturaleza simplemente
elevará el promedio. He aquí una triste versión de la búsqueda de la feli­
cidad: la previsión comunitaria persiguiendo sin cesar las demandas del
consumidor. Tal vez haya algún punto más allá del cual el fetichismo de la
mercancía pierda su asidero. Tal vez, más modestamente, exista algún punto
menos elevado en el cual los individuos se encuentren a salvo de toda pérdi­
da radical de status. La última posibilidad sugiere el valor de las redistribu­
ciones parciales en la esfera del dinero, incluso si el resultado queda algo
lejos de la igualdad simple. Pero también sugiere que debemos mirar fuera
de la esfera y fortalecer las distribuciones autónomas en otros sitios. Des­
pués de todo, hay actividades más importantes para el significado de la
pertenencia que la posesión y utilización de mercancías.
Nuestro propósito es el de domeñar "la inexorable dinámica de una eco­
nomía de dinero", el de hacerla menos dañina —o bien, asegurar que el daño
experimentado en la esfera del dinero no sea mortal, ni respecto de la vida ni
respecto de la posición social—. Sin embargo, el dinero sigue siendo una esfe­
ra competitiva en la que el riesgo es común, en la que la disposición a correr
riesgos es a menudo una virtud, y en la que la gente gana y pierde. Un lugar
interesante: pues incluso cuando el dinero compra sólo aquello que debiera,
no deja de ser algo muy bueno de tener. Responde a ciertas cosas que nada
más puede responder. Y una vez que hayamos obstruido todo intercambio
erróneo y controlado el peso puro del dinero, no habrá motivo para preocu­
pamos por las respuestas que el mercado proporciona. Los hombres y las
mujeres tendrán todavía motivos de preocupación, por lo cual intentarán
minimizar sus riesgos, o compartirlos, o atenuarlos; o se comprarán algún se­
guro. En el régimen de la igualdad compleja, ciertas clases de riesgos podrán
compartirse de manera regular, dado que el poder de imponer riesgos sobre
otros individuos, de tomar decisiones con autoridad en fábricas y corpo­
raciones no es un bien que pueda comercializarse en el mercado. Éste es sólo
un ejemplo más de un intercambio obstruido; más tarde habré de examinarlo
en detalle. Dadas las obstrucciones adecuadas, no hay nada como una mala
distribución de los bienes de consumo. Desde el punto de vista de la igual­
dad compleja, no importa si usted posee un yate y yo no, o si el sistema de
sonido del equipo estereofónico de ella es inmensamente superior al de él, o
que nosotros compremos nuestras alfombras en Sears Roebuck mientras
ellos importan las suyas de Oriente. Las personas pondrán o no atención a
estos asuntos: se trata de un problema de cultura, no de justicia distributiva.
Mientras los yates, los equipos estereofónicos y las alfombras tengan sólo
valor de uso y un valor simbólico individualizado, su distribución desigual
no tiene importancia.15

15 Una valoración totalmente individualizada, un lenguaje privado de bienes es desde luego


imposible: véase otra vez Douglas e Isherwood, World o f Cooda [12], caps. 3 y 4.
DINERO Y MERCANCÍA 119

E l MERCADO

Hay un argumento de mayor peso en tomo a la esfera del dinero, el argu­


mento común de los defensores del capitalismo: los resultados del mercado
son de gran importancia porque el mercado, siendo libre, da a cada persona
lo que ella merece. El mercado nos recompensa a todos de acuerdo con las
aportaciones que hagamos al bienestar de los demás.16 Los bienes y servicios
que nosotros proporcionemos son valorados por consumidores potenciales
de esta o de aquella manera, y estos valores son agregados por el mercado,
que determina el precio que nosotros recibamos. Y tal precio es nuestro
merecimiento, pues expresa el único valor que nuestros bienes y servicios
pueden tener, el valor que realmente tienen para otras personas. Pero esto es
entender mal el significado del merecimiento. A menos de que existan nor­
mas de valor independientes de lo que las personas quieren (o estén dispues­
tas a comprar) en este o en otro momento, no podemos hablar, en absoluto, de
merecimientos. Nunca sabríamos qué merece una persona hasta ver qué es
lo que ha obtenido. Y esto puede no ser lo adecuado.
Imaginemos a un novelista escribiendo algo que él espera se convierta en
best seller. Estudia a su público potencial, construye su obra de modo que
corresponda con los gustos del momento. Tal vez haya violado los cánones
de su oficio artístico a fin de lograrlo, tal vez se trate de un escritor para
quien tal violación ha sido dolorosa. Se ha rebajado con la finalidad de
conquistar. ¿Merece por eso los frutos de su conquista? ¿Merece alguna con­
quista que produzca frutos? Su novela aparece, digam os, durante una
depresión económica, cuando nadie tiene dinero para comprar libros, de
modo que muy pocos ejemplares consiguen venderse; así, su recompensa es
pequeña. ¿Ha obtenido menos de lo que merece? (Sus colegas escritores
sonríen ante su decepción; tal vez sea eso lo que merece.) Años después, en
tiempos mejores, el libro es vuelto a publicar y se vende bien. ¿Se ha con­
vertido su autor en alguien que merezca más? El merecimiento, ciertamente,
no puede depender del estado de la economía. La suerte tiene mucho que
ver en todo esto, y hablar de merecimientos no posee mucho sentido. Haría­
mos mejor en decir que el escritor tiene derecho a sus regalías, sean grandes
o pequeñas.17 El escritor es como cualquier otro empresario: ha apostado en
el mercado. Es un negocio riesgoso, pero él lo sabía al momento de hacer la
apuesta. Tiene derecho a recibir lo que obtiene —después de haber pagado
los costos de la previsión comunitaria (pues vive no sólo en el mercado sino
también en la ciudad)— . Sin embargo, no puede afirmar que ha recibido

16 Véase Luuis O. Kelso y Mortimer J. Adler, The Capitalist Manifestó (Nueva York, 1958), pp.
66-77, para una argumentación que asimila la distribución de la riqueza material con base en la
contribución a la distribución del cargo con base en el mérito. Economistas com o M illón
Friedman son más precavidos: no obstante, ésta es la ideología popular del capitalismo: el éxito
es la merecida recompensa para "la inteligencia, la determinación, el trabajo duro y el estar dis­
puesto a correr riesgos" (Gcorge Cilder, Wcalth and Poverty (Nueva York, 1981], p. 101).
17 Véase la distinción de Robert Nozick entre el tener derecho a algo lenlitlcm enl] y el
merecimiento ¡desertj, en Anarchy, State and Utopia (Nueva York, 1974), pp. 155-160.
120 DINERO Y M ERCANCÍA

menos de lo que merece, y no importa si el resto de nosotros piensa que ha


recibido más. El mercado no reconoce el merecimiento. La iniciativa, el
espíritu em prendedor, la innovación, el trabajo duro, la negociación
despiadada, la apuesta osada, la prostitución del talento: todo ello es a veces
recompensado, pero a veces no.
Mas las recompensas del mercado, cuando éste las llega a otorgar, son
apropiadas a esta clase de esfuerzos. La mujer o el hombre que construya la
mejor ratonera o abra un restaurante donde se vendan deliciosas botanas o
imparta algunas clases extras, está buscando ganar dinero. ¿Y por qué no
habría de hacerlo? Nadie querría alimentar a extraños con botanas sólo para
ganarse su gratitud. En este mundo pequeñoburgués nada parece más justo
que un empresario, suficientemente hábil como para ofrecer bienes y ser­
vicios en el momento adecuado, coseche las recompensas que tenía en mente
cuando se puso a trabajar.
Ésta es en verdad una clase de "justeza" que a la comunidad le parecería
conveniente cercar y restringir. La moralidad del bazar está bien en el bazar.
El mercado es una zona de la ciudad, no la ciudad entera. Y se cae en un gran
error, pienso , cuando la gente, preocupada por la tiranía del mercado,
pretende su abolición total. Una cosa es desalojar del Templo a los merca­
deres, y otra muy distinta desalojarlos de las calles. Esto último exigiría un
cambio radical en nuestra noción de para qué son los bienes materiales y
cómo nos relacionamos con ellos y con otras, personas por medio de ellos.
Pero el cambio no se logra mediante la abolición: el intercambio de mer­
cancías simplemente se traslada a lo subterráneo, o tiene lugar en tiendas
estatales, como sucede ahora en algunas partes de Europa oriental, de ma­
nera deprimente y deficiente.
La viveza del mercado abierto refleja nuestro sentido de la gran variedad
de las cosas deseables, y mientras nuestro sentido sea así, no tenemos razón
para no disfrutar al participar en tal vivacidad. El com entario de W alt
Whitman en Democratic Vistas me parece sobremanera atinado:

Por temor a equivocarme bien podría yo especificar, tal como está alegremente
especificado en el modelo y norma de estas visiones, un carácter práctico, cam­
biante, mundano, productor de dinero e incluso materialista. Es innegable que a
nuestras granjas, tiendas, oficinas, lencería, carbón y abarrotes, ingeniería, cuentas
de dinero en efectivo, comerciantes, ganancias, mercados, etc., debería prestárseles
la más estrecha atención, y deberían de ser activamente buscados, tal como si
tuvieran una existencia real y permanente.18

No hay nada degradante en comprar y vender, nada degradante en querer


poseer tal camisa (y usarla a fin de ser visto con ella), o en querer poseer este
libro (y leerlo o escribir notas en él), y nada degradante en hacer que estas
cosas sean asequibles por un precio, incluso si el precio es tal que yo no
pueda comprar la camisa y el libro al mismo tiempo. Con todo, ¡yo quiero los

18 Walt Whitman, Complete Poetiy and SeUxtcd Prose, James E. Miller, Jr., comp. (Boston, 1959),
p. 471n.
DINERO Y M ERCANCIA 121
dos! Ésta es otra de las desventuras de las cuales la teoría de la justicia distri­
butiva no se ocupa.
El comerciante sirve de alcahuete a nuestros deseos. Pero mientras no esté
vendiendo seres humanos o votos o influencia política, mientras no acapare
el mercado de trigo en tiempos de escasez, mientras sus coches no sean tram­
pas mortales y sus camisas no sean inflamables, se trata de un alcahueteo
inofensivo. Desde luego que intentará vendemos cosas que en realidad noso­
tros no queremos, nos mostrará el mejor lado de su mercancía y nos ocultará
el lado oscuro. Nosotros tendremos que protegemos contra el fraude (tal
como él se protege contra el robo). Pero el intercambio es en principio una
relación de beneficio mutuo, y ni el dinero que el comerciante gana ni la acu­
mulación de bienes por este o aquel consumidor representan inconveniente
alguno para la igualdad compleja —no si la esfera del dinero y la mercancía
ha sido adecuadamente demarcada.
Sin embargo, este argumento podrá servir sólo para la pequeña burguesía,
para el mundo del bazar y la calle, para la tienda de abarrotes de la esquina,
la librería, la boutíque, el restaurante (pero no para la cadena de restaurantes).
¿Qué hemos de pensar del exitoso empresario que se ha convertido en un
hombre de riqueza material y poder enormes? Debo subrayar que esta clase
de éxito no es la meta de todo propietario de tienda, no en el bazar tradicio­
nal, donde el crecimiento a largo plazo, un "esquema de progreso lineal de
los andrajos a la opulencia", no figura en la cultura económica, y ni siquiera
en nuestra propia sociedad, donde de hecho figura.19 Existen recompensas en
hacer que las cosas rindan, en vivir cómodamente, en tratar por años con
mujeres y hombres conocidos. El triunfo empresarial es tan sólo uno de los
fines de los negocios. Pero es un bien febrilmente perseguido, y mientras el
fracaso no resulta problemático (los empresarios fracasados son aún ciu­
dadanos con buena reputación), el éxito inevitablem ente sí lo es. Los
problemas son de dos órdenes: en primer lugar, la extracción del mercado no
sólo de riqueza material sino de prestigio e influencia; en segundo lugar, el
despliegue de poder dentro del mercado. Me propongo examinarlos en este
orden, considerando para empezar la historia de una empresa y enseguida
las políticas con respecto a algunas mercancías.

La tienda defiartamental más grande del mundo

Consideremos pues el caso de Rowland Macy, de los hermanos Strauss y de


su famosa tienda. Macy era un comerciante yankee, miembro prototípico de la
pequeña burguesía, propietario y administrador de una serie de lencerías
que fracasaron una tras otra, hasta que en 1858 inauguró una tienda en la
Sexta Avenida y la calle 14 de Manhattan.20 En el curso de sus fracasos, Macy

19 En lorno a la econom ía de bazar véase Clifford Geertz, P cddkrs and Princcs: Social
Dcvelopement and Economic Changa in Tuki Indonesian Towns (Chicago, 1963), pp. 35-36.
20 Ralph M. Hower, HiMory ofM acy's ofN ew York, 1858-1919: Cliaplers in Ihe Ewlulion o f tim
122 DINERO Y MERCANCIA

había ensayado nuevas técnicas de publicidad y estrategias de venta al


menudeo: flujo continuo de dinero en efectivo, precios fijos, y la política de
no malbaratar. Otros comerciantes habían hecho experimentos similares con
mayor o menor éxito, pero la nueva tienda de Macy, por razones difíciles de
penetrar, logró un éxito extraordinario. Conforme crecía, Macy diversificó su
inventario, creando paulatinamente un tipo de empresa totalmente nuevo.
Lo que podemos considerar la creación de la tienda departamental tuvo
lugar aproximadamente al mismo tiempo en un conjunto de ciudades: París,
Londres, Filadelfia y Nueva York; y probablemente sea verdad que esta
creación fue (de alguna manera) propiciada por condiciones sociales y
económicas similares.21 Pero Rowland Macy supo dirigir su negocio con
destreza considerable y gran audacia, y murió en 1877 en la opulencia. El
único hijo de Macy era dipsómano y heredó de su padre el dinero, pero no
su negocio. Después de un breve intermedio, la tienda pasó a manos de
Nathan e Isidor Strauss, quienes por algunos años habían tenido la concesión
de vender porcelana en el sótano de la tienda.
Hasta aquí no hay problema alguno. Sin duda, el éxito de Macy hizo
zozobrar a otros comerciantes, los debilitó o arruinó incluso. Sin embargo, no
podemos proteger a los demás de los riesgos del mercado (mientras exista
uno); de hecho sólo podemos protegerlos de los riesgos probables: la penuria
y la degradación personal. Por su parte, el gobierno japonés hace algo más
que esto: "ha establecido límites a la creación de tiendas departamentales,
casas de descuento y centros comerciales, frenando así el efecto que tienen en
tiendas al menudeo más pequeñas".22 La política está encaminada a mante­
ner la estabilidad de las vecindades, y bien puede tratarse de una política
atinada; dada cierta noción de la vecindad como un bien distribuido, y de la
ciudad como un enjambre de zonas diferenciadas, podría incluso ser una po­
lítica moralmente necesaria. En cualquier caso, solamente ofrece protección a
aquellos comerciantes que han sido eliminados de la competencia principal.
No hay otra ayuda para los rivales de Macy sino la que ellos se puedan
brindar a sí mismos. Y toda vez que éxitos como el de Rowland Macy
tienen lugar dentro de la esfera del dinero, el resto de nosotros sólo puede
mirar con la misma admiración (o envidia) que sentiríamos por el autor de
un best seller.
Existe un sentido informal, me parece, en el cual puede decirse que los
empresarios exitosos son monopolistas de la riqueza material: entendidos
como clase, disfrutan de una manera única sus prerrogativas especiales; los
bienes que pueden adquirir están a su disposición como no lo están para
nadie más. La igualdad simple haría de esto algo imposible, pero ésta no
puede sostenerse sin la eliminación de la compraventa (y, por ende, de
DeparlnutU Store (Cambridge, Mass., 1943); los caps. 2-5 refieren la historia de los fracasos
de Macy y su éxito ulterior.
21 ¡bid., pp. 141-157; véase también Michael B. Miller, The Bou Marché: Botirgeois Culture and
i he Department Store (I’rinceton, 1981).
27 Ezra Vogel, /apan as Nuniber One: Lessons íw America (Nueva York, 1980), p. 123; ciertas
países europeos tienen leyes similares.
DINERO Y M ERCANCÍA m

cualquier otra clase de relación de intercambio). De nueva cuenta, también,


siempre que el dinero controle mercancías y aparte de eso nada más, no
tenemos por qué preocupamos de su acumulación. Las objeciones son de ca­
rácter estético —como en Timón y la "marchita viuda"—, no de carácter
moral. Tienen que ver más con la ostentación que con la dominación.
No obstante, los éxitos de la familia Strauss no fueron contenidos de esta
manera. Isidor, Nathan y Oscar, el hermano menor, se trasladaron fácilmente
a un mundo más vasto de lo que Rowland Macy jamás conoció. Isidor era
amigo y consejero del presidente Cleveland, tomó parte activa en varias
campañas en favor de la reforma arancelaria y participó con mucho éxito en
las elecciones para el Congreso en 1894. Nathan se desempeñaba activa­
mente en la política de Nueva York: fue miembro de Tammany, comisionado
para parques y presidente de la junta de salud. Oscar fue secretario de
Comercio y Trabajo en el gabinete de Theodore Roosevelt y posteriormente
asumió una serie de cargos relacionados con la diplomacia. Los tres juntos
constituyen un útil ejemplo, pues ninguno de ellos fue un aristócrata deca­
dente ni un arrasador de sindicatos (los manufacturadores de cigarro de
Macy se declararon exitosamente en huelga en 1895 por mejores salarios y la
imprenta de la tienda fue reorganizada por completo en algún momento de
la década de 1890).23 En todos sentidos, los Strauss eran servidores públicos
honorables y eficientes. Aún así, apenas se puede dudar de que debían su
influencia política a su riqueza material y a sus continuos éxitos en los ne­
gocios. Podría decirse que después de todo no habían comprado su influen­
cia sino que más bien la influencia les llegó a causa del respeto que se habían
ganado en el mercado — tanto por su inteligencia como por su dinero—. Más
aún, Isidor Strauss tuvo que presentar su candidatura antes de poder entrar
al Congreso; además, perdió en la pelea por las reformas arancelarias. Todo
esto es verdad, y aun así, muchos otros hombres de similar inteligencia no
pudieron desempeñar el mismo papel en la política de su patria. El problema
es difícil, pues el dinero tiene un modo sutil e indirecto de hablar, y en oca­
siones, sin duda alguna, les habla a personas admirables —el éxito en el
mercado no les llega sólo a los empresarios despiadados y egoístas— . De
cualquier manera, en un Estado democrático dicha manera de hablar es
insidiosa, y nos obliga a buscar una manera de limitar la acumulación del
dinero (de manera similar a como debemos limitar su peso). Una empresa
como la de Macy crece porque mujeres y hombres la encuentran útil; es con­
cebible que estos mismos hombres y mujeres también podrían encontrar útil
ser gobernados por los propietarios de la mencionada empresa. Tero una y
otra deben ser decisiones totalmente independientes.

23 Hower, History o f Macy's [20], pp. 298,306.


124 ÜIN EKO Y MERCANCIA

üiw doras, televisores, zapatos y automóviles

Ante todo, tiendas como Macy's proveen a la gente de lo que la gente quiere,
y de esa manera tienen éxito o no lo tienen, son útiles o no lo son, y en este
último caso fracasan. Mucho antes de convertirse en servidores públicos, los
empresarios han sido servidores privados que responden a las órdenes del
soberano consumidor. Tal es el mito del mercado. Pero no es difícil presentar
un cuadro distinto de las relaciones de mercado. Según un teórico social, el
francés André Gorz, el mercado es "un lugar donde una enorme producción
y oligopolios de venta [...] encuentran una multiplicidad fragmentada de
compradores, quienes dado su estado disperso son totalmente impotentes".
Por tanto, el consumidor no es y nunca podrá ser soberano. "Sólo es capaz de
escoger de entre la variedad de los productos, pero no tiene poder alguno
para influir en la producción de otros artículos, más adecuados a sus necesi­
dades, en lugar de los artículos que se le ofrecen."2* Las decisiones cruciales
son tomadas por los propietarios corporativos, los gerentes o los comercian­
tes al menudeo a gran escala: ellos determinan la gama de mercancías de
entre las cuales el resto de nosotros lleva a cabo su elección, de modo que
nosotros no obtenemos las cosas que (realmente) queremos. Gorz concluye
que estas decisiones deberían ser colectivizadas. No es suficiente que el
mercado sea limitado: tiene que ser efectivamente remplazado por políticas
democráticas.
Consideremos ahora algunos de los ejemplos de Gorz. Los artículos desti­
nados a los particulares, razona él, son incompatibles con aquellos artículos
destinados a uso colectivo. "La lavadora privadamente poseída, por ejemplo,
opera contra la instalación de lavanderías públicas." Es necesario tomar una
decisión acerca de cuál de estas dos ha de ser fomentada. "¿Debe hacerse
hincapié en el mejoramiento de los servicios colectivos o en el suministro de
equipo individual (...]? ¿Debe haber un televisor de dudosa calidad en cada
apartamento, o una sala de televisión en cada edificio de apartamentos, con
un equipo de la más alta calidad posible?"25 Gorz piensa que estas preguntas
sólo pueden ser respondidas por los "productores asociados", quienes al
mismo tiempo son los consumidores —esto es, por un público democrático en
su conjunto— . Pero ésta parece ser una singular manera de localizar el poder
de decisión con respecto a bienes de esta índole. Si se convoca a una decisión
colectiva para este caso, yo pensaría que tal decisión podría tomarse mejor a
nivel del edificio de apartamentos o a nivel de la manzana. Dejemos que los
residentes decidan qué tipo de recinto público quieren pagar y pronto habrá
diversas clases de edificios de apartamentos, diferentes clases de vecindades,
respondiendo a gustos diferentes. Sin embargo, decisiones de esta índole
repercutirán en el mercado exactamente como una decisión individual:
efectivamente tendrán mayor peso. Si el peso es suficientemente grande, el
tipo adecuado de máquinas serán construidas y vendidas. Los fabricantes y

* André Gorz, SociaUsm and Rcvolution, tr. Norman Denny (GardenCity, 1973), p. 196.
“ M í., pp. 195-197.
DINERO Y M ERCANCIA 125

comerciantes al menudeo establecidos podrán no estar preparados o no ser


capaces de suministrar lo requerido, pero entonces nuevos fabricantes y
■omerciantes al menudeo surgirán del mundo de los inventores, los dise­
ñadores, las tiendas de máquinas y tiendas de especialidades. La pequeña
burguesía es el ejército de reserva de la clase empresarial. Sus miembros
atienden no a las decisiones de los "productores asociados" sino al llamado
del mercado. El monopolio, en sentido estricto —el control exclusivo de los
medios productivos o de los canales al menudeo—, imposibilitaría la res­
puesta a ese llamado. No obstante, este tipo de poder de mercado puede ser
legítimamente obstruido por el Estado. Ello lo hace a nombre del intercam­
bio libre, no a nombre de la democracia política (y tampoco a nombre de la
igualdad simple; nuevamente, no hay manera de garantizar el mismo grado
de éxito a cada empresario).
Pero tampoco se le prestaría un gran servicio a la democracia si asuntos
como el de la selección de lavadoras y televisores fuesen debatidos en la
asamblea. ¿Dónde irían a parar tales debates? Gorz rebosa de preguntas:
"¿Debería cada quien tener cuatro pares de zapatos no durables cada año, o
bien un par durable y dos no durables?"* Es posible imaginar un sistema de
racionamiento en tiempos de guerra dentro del cual tales decisiones tendrían
que ser tomadas de manera colectiva. En forma análoga, es posible imaginar
tal escasez de agua que obligara a la comunidad política a limitar o incluso a
prohibir la producción de lavadoras domésticas. Sin embargo, en el curso
normal de los acontecimientos ésta podría ser ocasión para tomar una deci­
sión privada o local y posteriormente para conocer la respuesta del mercado.
Y éste, como ya he sugerido, parece producir lo mismo zapatos finos que
corrientes, lavadoras grandes y chicas.
Con todo, algo más se encuentra aquí en juego. Gorz pretende sugerir que
una invasión creciente de bienes privados hace la vida de los pobres cada
vez más difícil. Conforme un número creciente de consumidores adquiere sus
propias lavadoras, las lavanderías son obligadas a cerrar (o a incrementar
sus precios, convirtiéndose en servicios de lujo). Entonces, todo mundo ne­
cesita una lavadora. De manera similar, conforme las formas públicas de
entretenimiento pierden atractivo, conforme los cines vecinales son cerrados,
todo mundo necesita un televisor. Conforme decae el transporte público, todo
mundo necesita un automóvil, y así sucesivamente. Las secuelas de la pobre­
za se agravan y los pobres son arrastrados al margen de la sociedad.27 Se
trata del mismo problema planteado por Rainwater y requiere la misma
clase de redistribución. En algunos casos tal vez sean posibles subsidios,
como en las tarifas del tren subterráneo y de los autobuses. Más a menudo,
sólo un ingreso adicional servirá a los propósitos de la pertenencia social y la
integración. Ligar tan estrechamente la pertenencia al consumo privado será
tal vez un error, pero si ambos quedan ligados, entonces los miembros ten­
drán que ser también consumidores.
24 Ibili., p. 1%.
27 Para una crítica de la "sociedad consumiste" en estos términos, véase Charles Taylor,
"Crowth, Legitimacy and the Modem Idvntity", en Praxis IntenialioiinlA (julio de 1981), p. 120.
126 DINERO Y MERCANCIA

De cualquier manera, sería posible resaltar los aspectos políticos de la per


tenencia y no tanto los económicos. Sospecho que en realidad Gorz prefiere
la sala de lavandería y la sala de televisión, puesto que las considera op
ciones comunitarias ante la privatización burguesa —serían sitios donde la
gente se reuniría para conversar, planear asignaciones e incluso discutir
temas políticos— . Se trata de bienes públicos en el sentido de que cada inqui
lino, haga uso de tales salas o no, se verá beneficiado por un incremento en la
sociabilidad y por una atmósfera más amistosa en el edificio de apartamen­
tos considerado como un todo. Aun así, son la clase de bienes que tienden a
perderse dentro del trajín individualista del mercado. No se pierden del todo
dado el poder de los gerentes corporativos y los dueños de tiendas departa­
mentales, o no precisamente por ello, sino más bien por las preferencias de
los consumidores, quienes llevan a cabo su elección, por así decirlo, uno por
uno, cada quien pensando sólo en sí mismo (con mayor exactitud, pensando
en su hogar y en su familia).2* ¿Elegirían de otra manera los consumidores si
votaran como miembros de un grupo? No estoy seguro de eso, pero lo que si
es seguro es que el mercado se adaptaría si así lo hicieran. Particulares como
Gorz, quien favorece el consumo colectivo ante el privado, tendrían que de­
fender su postura y ganarían o perderían; mejor dicho, ganarían en esta
vecindad o edificio de apartamentos, y perderían en aquella otra. La fuerza
del argumento de Gorz es la exigencia de que deba existir un foro donde se
pueda plantear la cuestión. El mercado no es ese foro, pero afirmar esto no
equivale á criticar al mercado; sólo es insistir en que debe ubicarse paralelo a
la esfera de la política, no que deba remplazaría.
La cuestión se manifiesta en toda su viveza en relación con el automóvil.
Ubicándose en lo que ahora es una tradición central de la crítica social, Gorz
está dispuesto a renunciar a él: "El auto poseído de manera privada altera
toda la estructura urbana [...], obstruye la explotación racional del transpor­
te público y obra en contra de gran número de formas de actividades de
esparcimiento comunitarias y grupales (sobre todo al destruir la vecindad
como un entorno de vida)."29 Tal vez tenga razón, pero el auto es también el
símbolo de la libertad individual, y dudo de que se tenga memoria de alguna
asamblea democrática que haya votado en contra de él, incluso si las conse­
cuencias a largo plazo de su producción y utilización masiva se hubieran
conocido con antelación. En este caso, una decisión de proporciones comuni­
tarias es efectivamente necesaria, pues el auto privado exige un enorme
subsidio en el renglón de caminos y el mantenimiento de éstos. Actualmente
bien podemos estar encerrados en ese subsidio sin gran espacio para manio­
brar. Pero no estamos encerrados ahí simplemente porque Henry Ford hizo
más dinero vendiendo automóviles de lo que hubiera hecho si ha vendido
tranvías. Una explicación de este tipo pasa por alto detalles muy importantes
de la historia cultural, política y económica. Y desde luego que es todavía

M Véase Albert E. Kahn, "The Tyranny of Small Decisions: Market Failures, Imperfections
and (he Limits of Economics", en KYKLOS: International R cvuctf Social Sciences, 19 (1966).
29 Gorz, Sociatism and Rexxtlution |24|, p. 195.
DINERO Y MERCANCIA 127

necesario discutir acerca del tamaño relativo de los subsidios a los automó­
viles privados y al transporte público. Se trata, propiamente, de una decisión
política, no de una decisión de mercado, de modo que los ciudadanos que la
tomen deben ser iguales entre sí, y sus diversos intereses —como producto­
res y consumidores, como inquilinos en un apartamento o propietarios de
una casa, como residentes en el centro de una ciudad o en sus suburbios—
tienen que ser representados en el proceso político.

La d e t e r m in a c ió n d e l s a l a r io

Dado que los votos no pueden ser negociados al igual que el dinero, los bie­
nes y los servicios, la igualdad de los ciudadanos nunca será reproducida en
el mercado. Los recursos que la gente trae consigo al mercado son también
determinados, al menos en principio, por el mercado mismo. Los hombres y
las mujeres tienen que "hacer" dinero, y lo consiguen vendiendo su poder la­
boral y sus destrezas adquiridas. El precio que reciban dependerá de la
disponibilidad de trabajo y de la demanda por mercancías específicas (no
pueden hacer dinero produciendo bienes que nadie quiere). Podríamos abolir
el mercado de trabajo de la misma manera que el mercado de mercancías:
asignando plazas de trabajo, o zapatos, mediante algún procedimiento polí­
tico o administrativo. El argumento en contra de ello es el mismo en ambos
casos. Haciendo a un lado cuestiones de eficiencia, tal argumento versa sobre
la relación de los particulares con las plazas de trabajo y las mercancías, so­
bre el significado que ambas poseen en sus vidas, y sobre cómo los particula­
res las buscan, usan y disfrutan. Para la mayoría de nosotros, aunque nuestro
trabajo sea un medio que nos permita poseer cosas, es más importante que
cualquier conjunto de posesiones. Lo cual significa que la asignación del tra­
bajo, más que la asignación de cosas, podrá ser vista como un acto de tiranía.
El caso sería distinto si el trabajo fuera asignado por nacimiento o rango, y
asimismo de modo distinto en cuanto a los bienes, pues en sociedades donde
el trabajo es hereditario y jerárquico, también lo es el consumo. A aquellos
hombres y mujeres a quienes se les permite llevar a cabo sólo ciertas clases
de trabajo, se les permite por lo general usar y exhibir también sólo ciertas
clases de mercancías. No obstante, hoy en día en los Estados Unidos es un
aspecto fundamental de la identidad individual, que si bien uno hace esto,
también podría hacer esto otro, que si bien uno tiene esto, también podría
tener aquello. Soñamos despiertos con nuestras opciones. Conforme enveje­
cemos, los sueños tienden a desvanecerse, especialmente entre los pobres,
quienes paulatinamente llegan a darse cuenta de que carecen no sólo del
tiempo sino también de los recursos para explotar las oportunidades del mer­
cado. V carecen de ellos, se les dice, a causa del mercado mismo. El precio de
su libertad es también el precio de su pérdida. No nacieron para ser pobres;
simplemente, no supieron hacer dinero.
De hecho, mientras más perfecto sea el mercado, más pequeñas serán las
desigualdades en el ingreso y menos frecuentes los fracasos. Si imaginamos
128 DINERO Y M ERCANCIA

una igualdad aproximada en cuanto a movilidad social, información y opor­


tunidades de capacitación, las plazas de trabajo más atractivas deberían
recibir más solicitudes, de modo que los salarios devengados en ellas cayeran;
por contraste, las plazas menos atractivas serán eludidas, con lo cual se ele­
varán los salarios. Las habilidades especiales y la combinación de habilida­
des tendrán aún así su recompensa: no pretendo negar el poder de ganancia
de los jugadores de basquetbol talentosos (y muy altos), o el de las estre­
llas de cine. Sin embargo, mucha gente trabajará a fin de adquirir las des­
trezas necesarias o reunir las combinaciones deseables y en muchos campos
de la vida económica la tasa de éxito se elevará, de modo que las grandes de­
sigualdades que hoy en día nos rodean no podrán mantenerse. De manera
considerable las desigualdades provienen más de jerarquías de statu s,
estructuras organizacionales y relaciones de poder que del mercado libre30 (y
son mantenidas por herencia, de lo cual he de ocuparme en breve). Intente­
mos ahora imaginar una situación en donde las jerarquías, la organización y
el poder fueran, si no eliminadas, al menos neutralizadas por la igualdad, de
modo que las desigualdades específicas del mercado resaltaran. ¿Qué tipio
de diferencias de ingreso se mantendrían? La maraña de factores restante,
que da lugar a las diferencias, no es fácil de desenredar: sus complejidades
son aún motivo de debate entre economistas y sociólogos, y yo tampoco ten­
go manera de resolverlas.31 Sólo pretendo delinear un esquema aproximado
y especulativo, basado en un mínimo de evidencia empírica, pues las condi­
ciones que habré de describir han sido advertidas apenas en unos cuantos
lugares, y de una manera incompleta. Imaginemos, entonces, una granja o
una fábrica administrada democráticamente, una comuna de productores.
Todos los miembros tienen el mismo status; la estructura precisa de la empre­
sa está al alcance de su propio control; el poder es ejercido de manera colec­
tiva por medio de comités, asambleas, debates y elecciones. ¿Cómo habrán
de pagarse los miembros entre sí? ¿Establecerán pagos diferenciales según
requieran las plazas de trabajo de mayor o menor destreza? ¿Habrá dife­
rencias de pago para las plazas más difíciles y para las más simples? ¿Para el
trabajo sucio y el limpio? ¿O preferirán pagar lo mismo?
Las respuestas a estas preguntas serán, con toda probabilidad, similares a
las que se den a las preguntas de Gorz: distintas de acuerdo con las diferen­
cias en fábricas y granjas. Tal es la materia de las políticas de fábricas y
granjas, así como el consumo público y privado es la materia de las políticas
de los edificios de apartamentos. Las decisiones democráticas irán por un ca­
mino u otro según sean la ideología prevaleciente entre los trabajadores, el
carácter de su empresa, y el curso que tomen los debates. Dadas las exigen­
cias de la toma democrática de decisiones y su cthos genérico, podemos pre­
ver que los indicadores de diferencias no serán grandes. Tal ha sido hasta el
30 Heivy Phelps Brown propone un útil tratamiento de estos factores en The hwqwihty o f Pay
(Berkeley, 1977), pp. 322 ss.; véase también la p. 13.
31 Para una revisión de los argum entos actuales al respecto, véase Mark Granovotter,
"Toward a Sociológica! Theory of Incoarte Differences", en Soriological Perspectivas mi Labor
Markets, Ivar Berg, comp. (Nueva York, 1981), pp. 11-47.
DINERO Y M ERCANCIA 129

momento la experiencia en fábricas poseídas y administradas por trabajado­


res. En Yugoslavia, por ejem plo, "la tendencia general de los criterios
salariales acordados por el consejo ha sido igualitaria."32 Un estudio reciente
acerca de experimentos estadunidenses es también enfático: "En cada uno de
los casos mencionados aquí, si las empresas poseídas por trabajadores no han
uniformado por completo los salarios, al menos los han igualado significati­
vamente en comparación con las firmas poseídas al modo capitalista, e in­
cluso con la burocracia pública."33 Más aún, las nuevas reglas distributivas
parecen no tener ningún efecto negativo en la productividad.
Si las nuevas reglas llegan a tener efectos negativos, probablemente ten­
gan que ser cambiadas; al menos habría poderosas razones para cambiarlas,
pues los trabajadores deben vivir todavía dentro de las restricciones del
mercado. Sólo pueden distribuir lo que ganan, y de ser necesario tienen que
reclutar nuevos operarios, a menudo para puestos que exigen destrezas es­
peciales. Por eso las desigualdades seguramente habrán de incrementarse
dentro de una fábrica determinada si la contratación o la asignación del tra­
bajo exigen un pago diferencial; y si no, entonces entre (y con respecto a) di­
versas fábricas. Algunas serán más exitosas que otras, exactamente como
Macy's gozaba de mayor éxito que otras tiendas. Sus miembros tendrán que
decidir si invierten en su expansión para cosechar mayores éxitos o si dis­
tribuyen los dividendos —y si los distribuyen, deben decidir si lo harán en
forma de ingresos personales o en forma de servicios comunitarios— . Otras
fábricas zozobrarán y se hundirán, tal vez porque apostaron en el mercado y
perdieron, tal vez por diferencias internas o mala administración. Y entonces
el resto de nosotros tendrá que decidir si subsidia los fracasos, para bien de
la prosperidad y la supervivencia de una población, digamos, de la misma
forma en que lo hacemos con las firmas capitalistas.
El ingreso se determina, entonces, mediante una combinación de factores
políticos y de mercado. En el capítulo XII habré de defender la concepción
particular de los factores políticos que acabo de exponer aquí. Ahora sólo
quiero afirmar que esta concepción reproduce, bajo condiciones industriales
y agrícolas a gran escala, precisamente aquellas características de la economía
pequeñoburguesa que hacen defendibles sus riesgos y las desigualdades que
se siguen de tales riesgos. La toma de decisiones democráticas, al igual que la
pequeña propiedad pequeñoburguesa, es un medio para llevar el mercado a
casa, para vincular sus oportunidades y peligros al esfuerzo real, a la inicia­
tiva y a la suerte de los particulares (y de grupos de particulares). Esto es lo
que la igualdad compleja exige: no que el mercado sea eliminado sino que a
nadie se lo segregue de sus posibilidades debido a su bajo status o a su
debilidad política.

32 Adolph Sturmthal, Workcrs Coundts: a Study o f Workpkce Organization on Bofh Sides o f ihe
¡ron Curtain (Cambridge, Mass., 1964), p. 106.
33 Martin Carnoy y Ferek Shearer, Zeonomic Democraeyi The Challenge o f ihe 1980s (White
Plains, 1980), p. 175.
130 DINERO Y MERCANCIA

En estas últimas páginas he seguido el argumento esbozado por primera


vez por R. H. Tawney en los años inmediatamente anteriores a la prime­
ra Guerra Mundial. Vale la pena citarlo con alguna extensión:

Si la mayoría de los hombres fueran pequeños propietarios o pequeños artesanos


[...], correrían riesgos. Pero al mismo tiempo obtendrían ganancias y excedentes.
En estos días el trabajador corre riesgos (...) pero no tiene La perspectiva de ganan­
cias excepcionales, ni oportunidades para especulación en pequrflo, ni el poder de
dirigir su propia vida, todo lo cual hace que valga la pena correr riesgos.

Tawney no dudó de que valiera la pena correr riesgos. Pero no se trata de


que mujeres y hombres tengan que vivir siempre en la cuerda floja: la comu­
nidad debe proporcionar protección contra ese tipo de vida. Sin embargo, la
protección tiene sus límites, y más allá de ellos los particulares y los grupos
de particulares son dueños de sí mismos, están en libertad de buscar el peli­
gro y evitarlo si es que pueden. Si no son libres, entonces no podrían ser lo
que nuestra cultura (idealmente) les pide que sean —esto es, individuos acti­
vos, dinámicos, creativos, democráticos, configuradores de sus propias vidas,
públicas y privadas— . El riesgo es "afianzador", prosigue Tawney,

si es voluntariamente llevado a cabo, porque en tal caso una persona equilibra ganan­
cias probables y pérdidas, y arriesga su cerebro y su carácter por el éxito. Pero
cuando la mayoría de las personas son sirvientes contratados, no deciden los
riesgos que han de correr. Lo deciden por ellos sus amos. No ganan nada si la em­
presa tiene éxito: no tienen ni responsabilidad en el esfuerzo ni orgullo en el logro;
simplemente padecen el sufrimiento del fracaso. No es de admirar que, mientras
ello sea así, ante todo deseen seguridad. (...) En tales circunstancias, el alegato de
que a los individuos se les conceda correr riesgos (...) es un ataque no a los es­
fuerzos modernos por brindar seguridad al asalariado, sino al sistema salarial
íntegro.34

El sistema salarial íntegro tal vez sea una exageración. Si bien con las reglas
distributivas que Tawney apoyaba los trabajadores no venderían literalmen­
te su poder laboral y sus destrezas adquiridas, aún así se presentarían ante el
jefe de personal, o ante el comité de personal de la fábrica local, con su poder
y sus destrezas en las manos. Las condiciones bajo las cuales serían admiti­
dos en la cooperativa y el ingreso que percibirían serían aun determinados
en parte por las fuerzas del mercado —incluso si fuesen codeterminados por
medio de un procedimiento político democrático— . Tawney no proponía la
abolición del mercado laboral: intentaba, como yo lo he hecho, definir las
fronteras dentro de las cuales opera adecuadamente.

34 R. H. Tawney's Commonplaee Book, J. M. W inter y D. M. Joslin, comps. (Cam bridge,


Inglaterra, 1972), pp. 33-34.
DINERO Y MERCANCIA 131

R e d is t r ib u c io n e s

Podemos concebir el mercado como una esfera sin fronteras, como una ciu­
dad sin zonas —pues el dinero es insidioso y las relaciones del mercado son
expansivas— . Una economía de laissez-faire sería lo mismo que un Estado
totalitario: invadiría cualquier otra esfera y predominaría sobre todo un
proceso distributivo distinto. Transformaría cada bien social en mercancía.
Ello sería un imperialismo de rqercado. Supongo que es menos peligroso que
el imperialismo de Estado porque es más fácil de controlar. Los intercambios
obstruidos son tantos y tan controlados, observados no sólo por funcionarios
sino también por hombres y mujeres comunes que defienden sus intereses y
hacen valer sus derechos. Las obstrucciones, sin embargo, no siempre se
mantienen, y cuando las distribuciones del mercado no pueden ser conte­
nidas dentro de límites adecuados, debemos sondear la posibilidad de redis­
tribuciones políticas.
No me refiero ahora a las redistribuciones mediante las cuales financia­
mos el Estado de beneficencia. Éstas provienen de un acopio de riqueza ma­
terial, de "la riqueza material común", a la cual todos contribuyen de acuerdo
con sus propios recursos. De este fondo costeamos la seguridad física, el culto
comunitario, la enseñanza, la atención médica — sean cuales fueren los
vínculos inalienables que la pertenencia suponga para nosotros—. La riqueza
material privada viene después. Tanto histórica como sociológicamente el
acopiar y el compartir preceden al comprar y al vender.® Más tarde, la pre­
visión comunitaria podrá irrumpir sobre el mercado. Éste es el argumento
esgrimido por los dirigentes de toda revuelta contra la tributación fiscal
desde los poujadistas franceses en la década de 1950 hasta los defensores
de la Proposición 13 en California: que el peso de la pertenencia ha subido en
exceso y que se restringen los goces lícitos, se limitan indebidamente los ries­
gos y los incentivos, de la esfera del dinero y las mercancías.3536 Estas críticas
podrán ser justas, al menos en ocasiones, ya que ciertamente existen aquí
conflictos reales. Y opciones prácticas difíciles: pues si las restricciones y los
límites son demasiado severos, la productividad podrá caer y así habrá me­
nos espacio para el reconocimiento social de las necesidades. Pero a cierto
nivel de tributación fiscal, si no necesariamente a los niveles imperantes, a la
comunidad política no podrá reprochársele invadir la esfera del dinero: sólo
estará reclamando la suya propia.
El imperialismo de mercado requiere otra clase de redistribución, que no
es tanto el hecho de establecer una demarcación como el de volverla a esta­
blecer. Lo que está en discusión ahora es el predominio del dinero fuera de

35 Véase la discusión en torno a la creación de este tipo de fondos en Stone Age Economies
(Chicago, 1972), cap. S, de Marshall Sahlin. Debería yo subrayar que los fondos no necesaria­
mente dan lugar a un reparto equitativo; véase Walter C. Nealo, "Reciprocity and Redistribution
in an Iridian Village: Sequel to Some Notable Discussions", en Trade and Markei in lite Early
Empircs, Karl Polanyi, Corvad M. Arensberg y Harry W., comps., Pearson (Chicago, 1971), pp.
223-228.
36 Robert Kuttner, Ret>oll cftlie Heves: Tax Rebcttitms and Hará Times (Nueva York, 1980).
132 DINERO Y MERCANCIA

su esfera, la capacidad de hombres y mujeres opulentos para traficar indul­


gencias, adquirir cargos estatales, corromper a los tribunales, ejercer poder
político. Con frecuencia, el mercado tiene sus territorios ocupados, por lo
cual podemos entender la redistribución como una especie de irredentismo
moral: un proceso de revisión de fronteras. Principios diferentes guían el pro­
ceso en distintos tiempos y lugares. Para mis propósitos inmediatos, el
principio más importante tiene la siguiente forma (general): el ejercicio del
poder pertenece a la esfera de la política, mientras lo que ocurra en el merca­
do debe por lo menos acercarse a un intercambio entre iguales (un intercam­
bio libre). Esto último no significa que toda mercancía se venderá a "precio
justo" o que todo trabajador recibirá su "justa recompensa".37 Esta clase de
justicia es ajena al mercado. Sin embargo, todo intercambio debe ser resul­
tado de una negociación, no de una orden ni de un ultimátum. Si el mercado
ha de funcionar como debe ser, "los intercambios nacidos de la desespera­
ción" deben ser prohibidos, pues la necesidad, como escribió Ben Franklin,
"nunca hizo buenas transacciones".3* En cierto sentido, el Estado de benefi­
cencia respalda la esfera del dinero al garantizar que las mujeres y los
hombres no tendrán que regatear sin recursos por los mismos medios de
subsistencia. Cuando el Estado obra para facilitar la organización de los
sindicatos, sirve al mismo propósito. Los trabajadores desvalidos se verán
expuestos a aceptar ocupaciones de último recurso, restringidos por su po­
breza o por su carencia de habilidades comercializables, o por su incapa­
cidad para motivar a sus familias a aceptar el ultimátum de algún patrón
local. La negociación colectiva tiene más probabilidades de ser un intercam­
bio entre iguales. No garantiza una buena negociación, no más que la
previsión comunitaria; sin embargo, ayuda a mantener la integridad del
mercado.
Pero ahora me interesa mantener la integridad de otras esferas distribu­
tivas — por ejemplo, privando a empresarios poderosos de los medios para
amasar poder político o someter a funcionarios públicos a su voluntad— .
Cuando el dinero conlleva el control no sólo de cosas sino también de perso­
nas, ha dejado de ser un recurso privado. No compra más bienes y servicios
en el mercado: compra algo más, algo más donde (dada nuestra noción
democrática de la actividad política) la compra y la venta están prohibidas. Si
no podemos obstruir la adquisición, entonces tenemos que socializar el di­
nero, lo cual significa reconocer que ha adquirido carácter político. El punto

37 Tal vez debiéramos entender el precio justo como otra forma de intercambio obstruido: el
precio es fijado por un proceso distinto al de la negociación, y todo intercambio a cualquier otro
precio es excluido. La gama de los bienes controlados de esta manera varía de manera notable a
lo largo de culturas y periodos históricos; sin embargo, el alimento es el bien más comúnmente
controlado. (Véase, por ejemplo, Henri Pirenne, Eamomical and Social Hislory o f Medieval Europe,
Nueva york, 1958, pp. 172-1/4.) Entre nosotros, el precio justo sobrevive en el caso de las utili­
dades públicas, propiedad privada en la gran mayoría de los casos, cuyas tasas son fijadas, o se
supone que lo son, en relación no con lo que el mercado costeará sino con cierta noción común
de un "justo" dividendo, cuyos estándares son controlados de manera parecida.
* Benjamín Franklin, Poor Richard's Ahnanac, abril de 1735.
D IN E R O Y M E R C A N C IA m

donde ello se toma necesario está abierto a discusión. No es un punto fijo,


pero cambia con la fuerza relativa y la coherencia de la esfera política.
Sin embargo, sería un error imaginar que el dinero surte efectos políticos
sólo cuando "habla" a candidatos y a funcionarios, cuando se le exhibe con
discreción y cuando se hace ostentación de él en los recintos del poder. Surte
también efectos políticos más cerca de casa, en el mercado mismo y en sus
firmas y empresas. Aquí se requiere, asimismo, una revisión de las demarca­
ciones. Cuando los negociadores sindicales exigieron por vez primera el
establecimiento de un órgano de desagravios, por ejemplo, argumentaron
que la disciplina en las plantas industriales tenía que ser manejada como la
impartición de justicia a los delincuentes en el Estado, es decir, sobre una
base judicial o semijudicial, y no como la decisión de comprar o vender mer­
cancías sobre la base de juicios empresariales (o el capricho de empresarios
individuales).39 En juego estaba el gobierno del lugar de trabajo, y el go­
bierno no es un asunto de mercado —al menos no en una sociedad democrá­
tica—. Por supuesto, la lucha por los procedimientos de desagravios era una
disputa no sólo acerca de demarcaciones: era también una lucha de clases.
Los trabajadores defendían una amplia esfera política porque había proba­
bilidades de que les fuera bien en ella; tenían interés en establecer los límites
de cierta manera. No obstante, aún podemos decir, como yo estaría inclinado
a hacerlo, que sus demandas eran justas. Éstas son cuestiones que admiten
no sólo lucha sino también argumentos.
El argumento puede ser llevado un paso más adelante. Incluso dentro de
la relación antagonista entre patrones y trabajadores, con los sindicatos y los
precedimientos de desagravios en su lugar, los patrones todavía podrían
ejercer una especie de poder ilimitado. Ellos toman todo tipo de decisiones
que restringen severamente y dan forma a la vida de sus empleados (y de
sus conciudadanos también). ¿No sería mejor tener por un bien político, ya
que no económico, la enorme inversión de capital que representan plantas,
hornos, máquinas y líneas de ensamblaje? Esto no significa que tal bien no
pueda ser com partido de diversas maneras por los particulares, sino
únicamente que no conlleva las implicaciones convencionales de la posesión.
Más allá de cierta escala, los medios de producción no pueden denominarse
"mercancías" con propietario, así como el sistema de irrigación de los anti­
guos egipcios, los caminos de los romanos o de los incas, las catedrales de la
Europa medieval o las armas de un moderno ejército difícilmente podrían
denominarse "mercancías". Regresaré a este tema cuando pueda considerar
en detalle las esferas de la política. Por lo pronto, sólo quiero hacer hinca­
pié en que incluso esta última redistribución dejaría intacto, si no al mercado
capitalista, sí al mercado en sí mismo.
Las redistribuciones son de tres clases: en primer término, la redistribu­
ción del poder del mercado, como en la obstrucción de los intercambios de­
sesperados y el fomento de los sindicatos comerciales; en segundo término,
la redistribución directa del dinero, mediante el sistema de impuestos; y en*
* Jack Barbash, Tin- Pmclia' of Unioitism (Nueva York, 1956), p. 195.
134 D IN E R O Y M E R C A N C IA

tercer término, la redistribución de los derechos de la propiedad y de las


implicaciones de la posesión, como en el establecimiento de procedimientos
de desagravios o el control corporativo de los medios de producción. Las tres
fijan nuevamente los límites entre la política y la economía, de tal manera
que fortalecen la esfera de la política — es decir, la mano de los ciudadanos—
y no necesariamente el poder del Estado. (En Europa oriental, hoy en día,
una especie similar de "irredentismo moral" fortalecería la esfera económica
y ampliaría el alcance de las relaciones del mercado.) Pero sin importar cuán
fuerte sea su mano, los ciudadanos no pueden tomar sin más cualquier de­
cisión que se Ies antoje. La esfera de la política tiene sus propios límites,
colinda con otras esferas y encuentra sus límites en tales linderos. De ahí que
la redistribución nunca pueda producir la igualdad simple; no, mientras el
dinero y las m ercancías existan. Ahora bien, hay cierto espacio social
legítimo dentro del cual pueden ser intercambiadas —o en su defecto, ob­
sequiadas.

R egalos y h e r e n c ia s

Actualmente, en los Estados Unidos el regalo es determinado por la mercan­


cía. Si yo puedo poseer este objeto e intercambiarlo por algo diferente
(dentro de la esfera del dinero y la mercancía), entonces con seguridad pue­
do dárselo a quien yo quiera. Si puedo conformar mi identidad por medio de
las cosas que poseo, también puedo hacerlo por medio de las cosas que no
poseo. Más seguro todavía es que no puedo dar lo que no poseo. Será útil
reflexionar con mayor detenimiento sobre el regalo, pues en su historia po­
demos aprender mucho acerca de nosotros mismos —y podemos encontrar
interesantes maneras de ser distintos— . Empezaré con uno de los estudios
antropológicos mejor conocidos.

E/ intercambio de regalos en el Pacífico occidental

El estudio de Bronislaw Malinowski acerca de las relaciones de intercambio


entre los isleños de Trobiand y sus vecinos de otras islas es amplio y está lleno
de detalles, pero no puedo detenerme en sus complejidades.'10 He de inten­
tar sólo una breve reseña de su aspecto central, el Kula, un sistema de in­
tercambio de regalos donde los collares de conchas rojas y los brazaletes de
conchas blancas viajan en direcciones opuestas recorriendo muchos kiló­
metros en tomo a un círculo de islas y compañeros de obsequios. Los collares
y los brazaletes son objetos rituales, estereotipados en su forma pero de valor
diverso; los más finos son, en efecto, muy valiosos, son de lo más valioso que
los isleños tienen, son muy buscados y muy apreciados. Los dos objetos son
intercambiados entre sí y por ninguna otra cosa más. No se trata de un40

40 Bronislaw Malinowski, Argonauta ofth e Western Pacific (Nueva York, 1961).


D IN E R O Y M E R C A N C IA 135

"comercio" en el sentido nuestro del término: collares y brazaletes "nunca


pueden ser intercambiados de una mano a otra, no se discute la equivalencia
entre ambos objetos, ni se negocia ni se calcula".41 El intercambio tiene la for­
ma de una serie de regalos. Yo obsequio a mi compañero de Kula un collar, y
tiempo después, tal vez tanto como un año, él me obsequia un brazalete o un
conjunto de brazaletes. Sin embargo, las series de regalos no terminan ahí.
Yo doy el brazalete a algún otro compañero y recibo otro collar, el cual a su
vez obsequio. Estos objetos son sólo posesiones temporales: cada cierto nú­
mero de años se mueven dentro del círculo, el anillo del Kula, los collares de
acuerdo con las manecillas del reloj, los brazaletes en sentido opuesto. "Una
transacción no extingue la relación del Kula, pues la regla es: 'una vez dentro
del Kula, siempre dentro del Kula'."42
Todo regalo es entonces una devolución por algún regalo previo. La
equivalencia se deja a la voluntad de quien obsequia, aunque "se espera de él
que devuelva un valor completo y justo". Efectivamente, "cada movimiento
de los artículos del Kula, cada detalle de la transacción es [...] regulado por un
conjunto de reglas y convenciones tradicionales".43 Hay espacio para la
generosidad y para el resentimiento, pero la estructura fundamental es fija.
La mejor manera de concebirla es como un sistema de alianzas y no como un
sistema económico, si bien tal distinción se perdería entre los isleños de Tro-
biand. El anillo del Kula tiene su contraparte en nuestra círculo social, donde
los amigos intercambian obsequios e invitaciones en lo que necesariamente
es un esquema convencional. El intercambio no es una transacción comercial:
no es posible comprar la extinción de las obligaciones que implica, y las de­
voluciones deben hacerse en especie. La relación, sin embargo, no termina
con la devolución: obsequios e invitaciones rotan y rotan, de aquí para allá
dentro del grupo de amigos. El anillo del Kula pervive más largamente en las
vidas de sus participantes que el circulo social en las nuestras. Como observa
Marshall Sahlins, es el desenvolvimiento de un contrato social, y cualquier
otra relación y transacción tiene lugar bajo su égida, o mejor dicho, bajo la
protección que establece y garantiza.44
Entre dichas relaciones se encuentra lo que Malinowski denomina el "co­
mercio puro y simple", y lo que los isleños llaman gimwali. El comercio en
este caso es de mercancías, no de objetos rituales, y es íntegramente lícito re­
gatear y buscar el beneficio personal. El gim wali es libre, puede verificarse
entre dos extraños cualesquiera; la transacción termina con el establecimien­
to de un convenio. Los isleños distinguen claramente entre este tipo de acti­
vidad y el intercambio de regalos. Cuando se critica la mala conducta en el
Kula se dice que alguien se condujo "como si se tratara de un gimwali".46 Al
mismo tiempo, el éxito en el comercio puro y simple mejorará el status en el
Kula, pues el intercambio de collares y brazaletes es acompañado por otras
41 ¡bid., p. 85.
41 tbid., p. 81.
41 Ibid., pp. 81,96.
44Sahlins, StoiicAge F.nmomics (35), p. Hü>.
45Malinowski, Argonauts... [40], pp. 189-190.
136 U 1 N E K O Y M E R C A N C IA

clases de obsequios y por elaborados festejos, por lo cual requiere consi­


derables recursos. Supongo que ello también es verdad entre nosotros, que el
éxito en comprar y vender cambia la posición personal en el círculo social.
Pero nosotros nos inclinamos más a gastar el dinero en nosotros mismos que
en los demás. En cambio, entre los isleños toda forma de producción y acu­
mulación se subordina al Kula, lo cual significa que la libertad de "recibir" se
subordina a una forma altamente tradicional y moralmente coercitiva de
"gastar".
El regalo, por lo tanto, no es determinado por la mercancía. Los isleños
tienen por cierto una concepción de la posesión, la cual a pesar de conceder
menos libertad que la nuestra, aun así deja lugar para la elección personal y
el uso privado (o familiar); sin embargo, no se extiende hasta los objetos del
Kula. Éstos pertenecen al círculo, no al individuo, y por tanto no pueden con­
servarse por demasiado tiempo (de lo contrario se adquiere la reputación de
ser "lento" en el Kula); no pueden ser obsequiados a los hijos con preferencia
a los compañeros; no pueden ser rotados en la dirección errónea dentro del
círculo ni pueden ser cambiados por ninguna otra clase de objetos. Se mue­
ven en una dirección determinada, de acuerdo con un plan determinado, con
el acompañamiento de ritos y ceremonias determinados. El regalo, dirían los
isleños, es algo muy importante como para dejarlo al capricho de quien lo
aporta.

El regalo en el Código napoleónico

Entre los isleños de Trobiand, el regalo hace amigos, promueve la confianza,


origina alianzas, garantiza la paz. Quien obsequia es una persona con in­
fluencia y prestigio, y mientras más pueda obsequiar más grande es su
mérito y más tiempo pervivirá entre sus semejantes. No obstante, una muy
distinta concepción del regalo prevalece en muchas culturas. Según ella, el
regalo es menos un enaltecimiento del status y más un menoscabo en el pa­
trimonio de quien regala. Sólo hay tanta riqueza material, tanta tierra, dinero
y cosas, y quien los obsequia se queda con menos. Pero este caudal no perte­
nece simplemente a los particulares (y menos aún a su círculo de amigos); el
particular es el propietario legal sólo bajo ciertas condiciones y para ciertos
propósitos. Bajo otras condiciones y para otros propósitos, pertenece a su fa­
milia, o mejor, a su linaje. Y así las autoridades políticas aparecen para prote­
ger los intereses de la siguiente generación.
Esta concepción de la riqueza tiene su origen en las leyes tribales y feu­
dales; su historia es muy larga y no he de relatarla. Durante la Revolución
francesa se hizo un esfuerzo por desintegrar todo patrimonio aristocrático y
toda gran concentración de riqueza material garantizando herencias iguales
a herederos de igual rango. Esta garantía encontró su lugar en el Código na­
poleónico, si bien de una forma modificada. Obviamente, representa una
severa limitación al poder testamentario de los propietarios individuales.
Más importante aún, pienso, es que el Código se proponía regular el poder
D IN E R O Y M E R C A N C IA 137

del propietario durante su propia vida, limitando su derecho a legar su dine­


ro como mejor le placiera, y restringiendo su derecho a favorecer a extraños
o a parientes fuera de la línea directa de descendencia. Los legisladores
fijaron una reserva, un porcentaje del patrimonio total (de todas las propie­
dades que el particular hubiese tenido), que no podía ser regalado y tenía
que ser cedido por falta de testamento. "La reserva variaba con el número y
la clase de [...] herederos que sobrevivían —la mitad de la fortuna si no había
hijos, tres cuartas partes si había tres o menos hijos, cuatro quintos si ha­
bía cuatro, y así sucesivamente—." Si los montos indicados no existían para
su distribución, los obsequios testamentarios eran cancelados, y los obse­
quios ínter vivos "reducidos" o "devueltos".46
Aquí, otra vez, el regalo no sigue las reglas de la mercancía. Los propieta­
rios individuales pueden hacer con su dinero lo que les plazca con tal de que
lo gasten en sí mismos, rueden ingerir comidas sibaríticas preparadas por
chejfs sibaríticos, vacacionar en la Riviera, arriesgar su fortuna jugando al
blackjack o a la ruleta. La ley regula su generosidad en relación con los ex­
traños, no su autocomplacencia. El contraste parece raro, pero no es incom­
prensible. Se requeriría un régimen ásperamente coercitivo para controlar
con actitud policiaca la autocomplacencia, mientras que controlar los regalos,
o los regalos a gran escala, parece ser más fácil (no obstante, se ha probado
que es muy difícil). Sin embargo, aquí entra en juego una distinción más
profunda. Él hecho de obtener y gastar, en el sentido común de estos térmi­
nos, pertenece a la esfera del dinero y la mercancía y es gobernado por los
principios de tal esfera, que son los principios de libertad. Tero la distribu­
ción del patrimonio familiar pertenece a otra esfera, a saber, a la esfera de
la afinidad, la cual es gobernada por los principios de la mutualidad y la
obligación. Las demarcaciones son difíciles de definir aquí como en cualquier
otro sitio. En los Estados Unidos actualmente se definen mucho más estre­
chamente que en el Código napoleónico. Pero nuestras propias concepciones
sobre la manutención, la pensión alimenticia y el cuidado de los hijos sugie­
ren la existencia de un fondo de riqueza material familiar algo semejante al
fondo de riqueza material comunitaria, donde el desembolso no está permi­
tido. Podría objetarse que la manutención, digamos, es una obligación en la
cual uno incurre libremente al casarse y tener hijos. Pero ningún acuerdo,
ningún contrato, ninguna noción individual determina las características de
la obligación. Ello se lleva a cabo colectivamente, no individualmente, aparte
de que la determinación refleja nuestra noción colectiva de lo que es una
familia.
De manera más genérica, sin embargo, a partir de la fundación de la repú­
blica, los estadunidenses han tenido una notable libertad para hacer con su
dinero lo que han querido. La familia ha sido menos central aquí que en Eu­
ropa, quizá debido a la ausencia de un pasado feudal; como resultado, la
riqueza material ha salido con mayor facilidad del control familiar. En sus

46 John P. Dawson, CiJIs and Promises; Conlinenlal and American Law Compared (New Hnven,
1980), pp. 48-50.
138 D IN E R O Y M E R C A N C IA

Principies o f Political Economy, publicados por primera vez en 1848, John


Stuart Mili alabó este rasgo de la vida estadunidense, citando los Trovéis in
North America de Charles Lyell:

No sólo es propio de los capitalistas acaudalados legar una parte de sus fortunas
para el aprovisionamiento de instituciones nacionales, pues los particulares
contribuyen en vida con magníficas donaciones de dinero a los mismos fines. No
hay aquí normas obligatorias para la repartición equitativa de la propiedad entre
los niños, como en Francia, y, por otra parte, tampoco costumbre de mayorazgos o
de prímogenituras, como en Inglaterra, de modo que los opulentos se sienten en
libertad de compartir su riqueza material con los de su linaje y con el público.47*

No obstante, si la filantropía no es controlada, incluso si es fomentada por el


Estado, los regalos, las donaciones testamentarias y los legados por linaje se
encuentran sujetos a la ley —no en cuanto a su dirección, por decirlo así, sino
en cuanto a su tamaño— . En un momento así, tal control legal no significa
mucho, pero el principio ha sido establecido, y es im portante intentar
entender su fundamento moral y perfilar algunas conclusiones acerca de sus
adecuados alcances prácticos.
Mili sustenta una visión utilitarista de las limitaciones impuestas a la
donación testamentaria y a la herencia. Si estimamos una gran fortuna en su
valor real, afirma Mili, es decir, "los placeres y ventajas que se pueden com­
prar con ella", entonces "debe ser evidente a todo mundo que para su posee­
dor la diferencia entre una independencia moderada y cinco veces tal inde­
pendencia es insignificante cuando se le sopesa con el disfrute que podría
obtenerse mediante algún otro manejo de los cuatro quintos".41' No obstante,
yo dudo mucho de que este punto de vista sobre la utilidad marginal de la
riqueza material pueda persuadir a los propietarios potenciales de alguna
gran fortuna. Hay tanto que el dinero puede comprar más allá de la modera­
da independencia. Mili sugirió una mejor razón para las políticas que pro­
ponía, al condensar el objetivo que perseguían: liacer "las enormes fortunas
que nadie necesita para ningún otro propósito personal que no sea la osten­
tación o el poder ilícito [...] menos numerosas".49 La ostentación, ciertamen­
te, no posee importancia alguna, se trata de una deficiencia común dentro de
la esfera del dinero, y a falta de leyes suntuarias rigurosamente hechas valer,
es imposible de controlar. Pero el poder ilícito debe ser controlado si la inte­
gridad de la esfera política ha de mantenerse. De manera ideal, tal vez deban
ser desmanteladas las enormes fortunas antes de ser de transferidas. Pero
podría haber razones para permitir una considerable acumulación de ri­
queza material (aunque no ilimitada) a lo largo de una vida, toda vez que las
principales consecuencias políticas a menudo no se hacen sentir sino hasta la
siguiente generación, cuando sus miembros se educan para habituarse a

47 John Stuart Mili, Principies o f Political Economy. libro II, cap. 2, secc. 5, en Collected Works o f
John Stuart M ili, vol. II, J. M. Robson, comp. (Toronto, 1965), p. 226n.
44 ¡bid, p. 225.
49 Ibid., p. 226.
D IN E R O Y M E R C A N C IA 139

mandar. En cualquier caso, el propósito principal de limitar las donaciones


testamentarias y las herencias, como la de cualquier otra forma de redis­
tribución, consiste en asegurar las demarcaciones entre las distintas esferas.
Una vez hecho esto, el argumento sobre la utilidad marginal de Mili parecerá
más verosímil, pues no habrá ya tanto que el individuo pueda hacer con su
dinero. De todas maneras, no es este argumento lo que fija límites a las trans­
ferencias. Los limites habrán sido fijados ya en relación con la fuerza relativa
de las demarcaciones (y el éxito de otras clases de defensa de demarcacio­
nes). Si logramos impedir de manera total la conversión del dinero en poder
político, por ejemplo, tal vez no tendremos que limitar en absoluto su acu­
mulación o enajenación. Estando las cosas como están, tenemos poderosas
razones para limitarlos a ambos —razones que tienen menos que ver con la
utilidad marginal del dinero y más con su efectividad extramuros.
El derecho a dar y el derecho a recibir son resultado del significado social
del dinero y las mercancías; pero los derechos tienen vigencia sólo mientras
estas dos cosas, y sólo ellas, sean dadas y recibidas. "La posesión de una
cosa", dice Mili, "no puede ser considerada completa sin el poder de tras­
pasarla, al momento de morir o en vida, al gusto del propietario".50 Lo que
puede ser poseído puede ser también donado. Tal como ha adquirido forma
en nuestra sociedad, el regalo unilateral es un fenómeno único para la esfera
del dinero y la mercancía. No figura en el Kula ni en ningún otro sistema de
intercambio de regalos. Es severamente restringido, cuando no prohibido,
siempre que la posesión se confiera a la familia o al linaje. Es un rasgo espe­
cial de nuestra cultura, que abre el camino a modalidades especiales de
generosidad y de apertura a los demás (y también a modalidades especiales
del capricho y la mezquindad). No es generoso ni abierto a los demás, sin
embargo, intentar traspasar un cargo político —o cualquier posición de po­
der sobre terceros— a amigos o a parientes. Y tampoco puede transferirse a
voluntad la posición profesional ni el honor público, pues tales cosas no es­
tán dentro de la capacidad de regalar de nadie. La igualdad simple exigiría
una larga lista de prohibiciones adicionales: exigiría, por cierto, una prohi­
bición total de los regalos. Pero sin duda alguna, el regalo es una de las más
finas expresiones de la posesión tal como nosotros la entendemos. Siempre y
cuando obren dentro de su esfera, tenemos sobrada razón para respetar a
aquellos hombres y mujeres que dan dinero a las personas que aman o a las
causas con las cuales están comprometidos, incluso si hacen de los resultados
distributivos algo ¡mpredecible y desigual. Al igual que el emprender, el
amor y el compromiso tienen sus riesgos y (a veces) sus golpes de suerte. No
necesariamente es misión de la teoría de la justicia distributiva negarlos o
reprimirlos.

50 m ., p. 223.
V. EL CARGO

La ic u a l d a d s im p l e e n l a e s f e r a d e l c a r g o

S e g ú n e l diccionario, el cargo es "un puesto de confianza, autoridad o serví*


ció bajo una autoridad constituida [...] una posición oficial o un empleo". Yo
propongo una definición más amplia, a fin de abarcar la extensa gama de la
"autoridad constituida" en el mundo moderno: un cargo es cualquier posi­
ción hacia la cual la comunidad política, considerada como yn todo, mani­
fiesta interés y escoge a la persona que lo ocupa, o regula los procedimientos
mediante los cuales esa persona es escogida. La vigilancia de los nombra­
mientos es de la mayor importancia. La distribución de los cargos no es ma­
teria para la discreción de individuos o de pequeños grupos. Los cargos no
pueden ser apropiados por los particulares, cálidos entre familiares o ven­
didos en el mercado. Ésta es, desde luego, una definición estipulada, dado
que los puestos sociales y económicos de esta clase efectivamente han sido
distribuidos de dichas maneras en el pasado. En las sociedades que Weber
denominó "patrimoniales", los puestos en la burocracia estatal eran ocupados
incluso por poderosos individuos y transmitidos de padres a hijos como si
fueran de su propiedad. No era necesario nombramiento alguno; el hijo
sucedía al padre en el cargo como tomaba posesión de sus tierras, y si bien el
mandatario podía reclamar el derecho a reconocer el título, no podía dis­
putarlo. Hoy en día el mercado es la opción más importante ante el sistema
de cargos, y quienes mantienen el poder de mercado o sus representantes au­
torizados —gerentes de personal, supervisores de planta y demás— son las
opciones más importantes para las autoridades constituidas. Con todo, la
distribución de la posición y del lugar por medio del mercado es cada vez
más objeto de regulación política.
La idea del cargo es muy antigua. En Occidente se desarrolló con toda cla­
ridad dentro de la Iglesia católica y tomó un cariz especial en el curso de la
larga lucha por desvincular a la Iglesia del mundo privatizado del feudalis­
mo. Los líderes de la Iglesia manejaban dos argumentos: primero, que las
posiciones eclesiásticas no podían ser poseídas por dignatarios o por sus
patrones feudales ni ser obsequiadas a amigos o parientes; segundo, que no
podían ser intercambiadas ni vendidas. El nepotismo y la simonía eran pe­
cados factibles de cometer mientras ios particulares vigilaran la distribución
de los cargos religiosos. Éstos habrían de ser distribuidos por las autoridades
constituidas de la Iglesia, actuando en nombre de Dios y por el bien de su
servicio. Dios, diríamos tal vez, fue el primer meritócrata, y la piedad y el
conocimiento divino eran la calificación que Él requería de sus ministros
(también, sin duda, capacidad directiva, habilidad en el manejo del dinero y

140
ELCARGO 141

savoir fa ire político). La discreción no fue abolida sino reubicada dentro de


otra jerarquía oficial y sujeta a una diversidad de restricciones.1
La idea del cargo fue adoptada y secularizada por los partidarios de un
servicio civil. La suya fue también una larga lucha: primero en contra de la
discreción personal reclamada por aristócratas y caballeros, luego en contra
de la discreción partidaria reclamada por los demócratas radicales. Al igual
que el servicio de Dios, el servicio de la comunidad política fue lentamente
convertido en el oficio de individuos calificados, más allá de los alcances de
las familias poderosas o de las facciones y partidos triunfantes. Sería posible
hacer una apología democrática de las facciones y partidos, y luego de lo que
después fue llamado "el sistema de despojos o botín", pues aquí la discreción
en la contratación parece ser mandada jurídicamente por una mayoría de
ciudadanos; más tarde he de continuar con este hilo argumentativo. Sin em­
bargo, la batalla por el sistema de despojos se perdió tan pronto como se es­
tableció tal nombre. Los cargos son demasiado importantes como para que
sean tomados como botín de la victoria. O bien, las victorias son demasiado
pasajeras, las mayorías demasiado inestables para conferir forma al servicio
civil de un Estado moderno. En vez de ello, el examen se ha convertido en el
mecanismo distributivo central —de manera que hoy en día, en un estado
como Massachusetts, por ejemplo, la única plaza estatal para la cual no hay
examen (excepción hecha del gobernador, su gabinete y de un número de
comisiones consultivas y reguladoras) es la plaza de "jornalero", e incluso
para ella los procedimientos dé contratación son rigurosamente supervisa­
dos—} No quedan despojos. Las plazas de trabajo se han convertido unifor­
memente en cargos ai servicio de la honestidad y la eficiencia (el "buen
gobierno"), y para bien de la justicia y las oportunidades equitativas.
La lucha por la idea del cargo en la Iglesia y el Estado integra dos partes
de una historia que ahora tiene una tercera: la gradual extensión de la idea a
la sociedad civil. Hoy en día, merced a que el Estado vigila los procedi­
mientos de licenciatura y participa en el cumplimiento de las normas básicas
para la práctica profesional, la pertenencia a la mayoría de las profesiones ha
sido hecha "oficial". Por cierto que todo empleo para el cual un certificado
académico sea necesario es una clase de cargo, pues el Estado vigila también
la acreditación de las instituciones académicas y a menudo las dirige él
mismo. Al menos en principio, los grados y niveles no están a la venta. Tal
vez sea la presión del mercado lo que obliga a las instituciones que ofrecen
empleos a exigir certificados (a niveles cada vez más avanzados), pero en el
proceso de la selección académica, la capacitación y el examen, las normas
básicas muestran que no simplemente son normas de mercado y que los
agentes estatales toman en ellas un activo interés.12

1 Para una exposición de este proceso en uno de sus momentos decisivos, véase G. Tellen-
bach, Churcli, Slate and Saciely al Ihe Time a filie ínveslilure Cantes! (Oxford, Inglaterra, 1940).
2 Estado de Massachusetts, Civil Service Aimoimcemenls (1979), mimen. Frederick C. Mosher,
Democmcy and Ihe Public Service (Nueva York, 1968). El cap. 3 proporciona una útil historia de las
concepciones estadunidenses acerca de la ocupación de cargos.
142 ELCAKCO

El interés en este caso no tiene que ver con Dios o con la comunidad como
un todo, sino con todos los dientes, pacientes, consumidores de bienes y
servicios que dependen de la competencia de los individuos que ocupan car­
gos. No nos sentimos inclinados a exponer a gente desvalida y necesitada a
funcionarios "selecdonados" por nacimiento o arbitrariamente patrocinados
por algún poderoso personaje. Tampoco nos sentimos inclinados a exponerla
a funcionarios "autoseleccionados", que no han surgido por medio de algún
proceso, más o menos elaborado, de capacitación y prueba. Tuesto que los
cargos son relativamente escasos, tales procesos deben de ser equitativos
para todo candidato, y deben ser considerados equitativos; tal equidad exige
también que la planeación de los procesos pmvenga de las decisiones de in­
dividuos privados. Esta autoridad ha sido cada vez más politizada, es decir,
ha sido convertida en una cuestión de debate público, sujeta al escrutinio y
regulación gubernamentales. El proceso empezó con las profesiones, pero
recientemente se ha extendido hasta imponer restricciones a muchas moda­
lidades de procedimientos de selección. Las leyes que fijan "prácticas de em­
pleo justas" y las decisiones judiciales que requieren programas de "acción
afirmativa" surten el efecto de convertir todas las plazas a las cuales se
aplican en algo parecido a los cargos.
En estos últimos ejemplos, la justicia es el tema principal, no tanto la efi­
ciencia o la competencia honesta, aunque estas dos tengan cabida en aqué­
llos. Creo que es justo decir que el impulso actual tanto de la actividad políti­
ca como de la filosofía política tiende hacia la reconceptualización —para
bien de la justicia— de cada plaza de trabajo como un cargo. Ésta es, en
efecto, la implicación de la parte final (y menos controvertida) del segundo
principio de la justicia en Rawls: "Las desigualdades sociales y económicas
han de ser corregidas de manera que sean [...] vinculadas a cargos y puestos
abiertos a todos bajo condiciones de justa igualdad de oportunidades."3
Cualquier puesto por el cual se compita, y en el que la victoria de uno consti­
tuya una ventaja económica o social sobre otros, debe ser distribuido "justa­
mente", de acuerdo con criterios públicamente conocidos y procedimientos
transparentes. Sería injusto si algún particular, por razones personales o por
ninguna razón públicamente conocida o aprobada, repartiera sin más cargos
y puestos. La meta es una perfecta merítocracia, la realización (¡por fin!) del
lema revolucionario francés: la carrera abierta a los talentos. Los revolucio­
narios de 1789 pensaron que lo único necesario para lograr este objetivo era
la destrucción del monopolio aristocrático y la abolición de toda barrera legal
para el avance individual. Ésta era todavía la postura de Durkheim un siglo
después, al describir la buena sociedad como aquella que requería una divi­
sión del trabajo "orgánica", donde "ningún obstáculo, de la naturaleza que
fuese, impide que los individuos ocupen el lugar en la estructura social (...]
compatible con sus facultades".4 No obstante, este resultado feliz exige de

3 John Rawls, A Theory o f ¡ustico (Cambridge, Mass., 1971), p. 83.


4 Emile Durkheim, TÍw División o f labor in Sodcty, Irad. Ceorge Simpson (Nueva York, 1964),
p. 377.
ELCA RG O 1 43

hecho la efectiva colaboración del Estado: administración de exámenes,


establecimiento de criterios para la capacitación y la certificación, regulación
de procedimientos de búsqueda y selección. Sólo el Estado puede contrarres­
tar los efectos particularizantes de la discreción individual, del poder del
mercado, del privilegio corporativo, y garantizar a cada ciudadano oportu­
nidades iguales que puedan ser medidas con parámetros universales.
De esta manera, la vieja división del trabajo es remplazada por un servicio
civil universal, y una clase de igualdad simple es establecida. La suma de las
oportunidades se divide entre el número de los ciudadanos interesados
en ellas, y a cada quien se le da la oportunidad de ganar un puesto. Tal es en
todos los niveles la tendencia del desarrollo contemporáneo, aunque desde
luego hay mucho por hacer si ha de alcanzar su lógico punto culminante: un
sistema que regule toda plaza de trabajo cuya ocupación pueda representar
una ventaja económica, y a la cual todo ciudadano tenga exactamente el
mismo acceso. Este cuadro no es desagradable, pero exige que coincidamos
en que todas las plazas de trabajo son efectivamente cargos, y que deben ser
distribuidos, si no por las mismas razones, al menos por las mismas clases de
razón. Éstas serán necesariamente razones meritocráticas, pues no hay otras
que vinculen la carrera con el talento. Los funcionarios estatales tendrán que
definir los méritos necesarios y vigilar su observación uniforme. Los ciuda­
danos se esforzarán individualmente por adquirir estos méritos y más tarde
por convertir la adquisición en un nuevo monopolio. Las desigualdades so­
ciales, escribió Durkheim, expresarán "exactam ente las desigualdades
naturales".5 Tero no: expresarán un conjunto especial de desigualdades, natu­
rales y artificiales, relacionadas con ir a la escuela, presentar exámenes, dejar
una buena impresión en una entrevista, llevar una vida disciplinada y obe­
decer órdenes. ¿Qué otra cosa puede ser un servicio civil universal sino una
vasta e intrincada jerarquía dentro de la cual cierta mezcla de virtudes inte­
lectuales y burocráticas son dominantes?
Con todo, hay otra clase de igualdad simple encaminada precisamente a
evitar este resultado. Desde tal punto de vista importa menos que cada plaza
de trabajo sea convertida en un cargo e importa más que cada ciudadano sea
convertido en alguien que ocupe un cargo; importa menos democratizar la
selección que hacer aleatoria la distribución (mediante sorteos o rotación, por
ejemplo). Tal era la concepción griega del servicio civil, pero en la edad pos­
clásica ha sido más comúnmente representada por cierta especie de radicalis­
mo popular que tiene su raíz en un profundo resentimiento hacia quienes
ocupan un cargo —sacerdotes, abogados, médicos y burócratas— . El resen­
timiento puede, sin duda alguna, generar una política complicada y sutil. Las
demandas espontáneas e irreflexivas de los radicales populistas han sido, sin
embargo, ciertamente simples: ¡Muerte a todo aquel que ocupe un cargo!

¡Echadlo de aquí, echadlo de aquí: habla latín!6

5m .
6 William Shakespeare, H e n iy VI, part II, 1V:7.
144 ELCA RG O

El populismo radical es anticlerical, antiprofesional, y antintelectual. En


parte, adquiere esta forma porque quienes ocupan cargos a menudo son mu­
jeres y hombres de orígenes modestos — renegados sociales— que sirven .»
los intereses de los encumbrados. Mas la hostilidad también tiene que ver
con lo que el Hamlet de Shakespeare ha llamado "la insolencia del cargo": es
decir, las prerrogativas especiales que reclaman para sí quienes ocupan un
cargo; a saber, que tienen derechos sobre éste e incluso sobre la autoridad y
el status que emanan de él, toda vez que han sido examinados y recibido cer­
tificados de acuerdo con criterios socialmente aprobados. El cargo es un logro
suyo, y los distingue como superiores con respecto a sus conciudadanos.
Las formas de populismo más intelectuales desempeñaron un importante
papel, primero en el pensamiento protestante, y posteriormente en el demo­
crático y en el socialista. El llamado de Lutero al sacerdocio de todos los
creyentes ha encontrado, virtualmente, paralelismos en cada especie de
ocupación de cargo. De ahí el reiterado esfuerzo de los revolucionarios por
simplificar el lenguaje de la ley a fin de que cada ciudadano pueda ser su
propio abogado; o el alegato de Rousseau en favor de un sistema de escuelas
públicas en las cuales los ciudadanos comunes se turnen como maestros; o la
exigencia de Jackson, con respecto a la rotación en el puesto; o la visión de
Lenin de una sociedad donde "toda persona letrada" sea también un buró­
crata.7 El argumento fundamental en todos estos ejemplos es que la ocupación
misma del cargo, y no sólo el poder de distribuirlo, constituye un monopolio
injustificable. Si bien quienes ocupan un cargo no merecen la muerte, es ne­
cesario al menos rechazar sus pretensiones de calificación y de prerrogativas.
Echemos al latín, pues, y a toda otra forma de conocimiento enrarecido que
haga de la ocupación del cargo algo misterioso y difícil.
Ahora bien, la igualdad social expresa "exactamente" la igualdad natural,
es decir la capacidad de cada ciudadano para participar en todos los aspectos
de la actividad social y política. Tomado en sentido literal, el hecho de parti­
cipar es, sin embargo, posible sólo en sociedades pequeñas, homogéneas y
económicamente simples: la antigua Atenas es el ejemplo clásico. En socie­
dades más complejas existe una dificultad típica, sugestivamente expresada
en el debate chino contemporáneo acerca del papel de los "expertos" y los
"rojos".® Si devaluamos el conocimiento recaemos en la ideología, pues cierta
clase de principio rector, cierto criterio básico de referencia para la regulación
y la evaluación del trabajo, es necesario en la conducción de una economía
moderna. Si el talento y la capacitación fueran legitimidad negada incluso
dentro de su propia esfera, entonces el celo ideológico ha de imperar ilegí­
timamente fuera de la suya propia. Cuando se universaliza la ocupación de

7 Con respecto a Rousseau, véase Tlte G overnm ent o f Poland, tr. W illm oore Kendall
(Indianapolis, 1972), p. 20. En relación con Andrew Jackson, véase Mosher, Dentocrucy and Public
Service (2|, p. 62. Con respecto a Lenin, State and Rcvolution (Nueva York, 1932), p. 38; véanse
también las pp. 83-84.
' Véase Ying-Mao Kau, "The Urban Bureaucratic Elite in Communist China: A Case Stody of
Wuhan, 1949-1965", en Chínese Communist Politics in Aetiun, A. Doak Bamett, comp. (Seattle,
1969), pp. 221-260.
ELCA RGO 145

cargos, también se devalúa y se abre el camino para la tiranía del asesor po­
lítico y el comisario.
La rotación en el cargo puede coexistir con un sistema de selección profe­
sional. El moderno ejército de conscriptos es un ejemplo obvio, y no es difícil
imaginar configuraciones similares en muchas otras áreas de la vida social.
No obstante, como este ejemplo sugiere, es difícil prescindir completamente
de la selección. Los atenienses antiguos elegían a sus generales porque creían
que ello era un asunto donde la calificación era necesaria y los sorteos ina­
decuados. Y cuando Napoleón dijo que cada cabo llevaba el bastón de un
mariscal en su mochila, no quiso decir que todo cabo podía llegar a mariscal.
Los cargos que requieren una larga capacitación o cualidades especiales de
liderazgo no pueden ser fácilmente universalizables; los cargos que sean
escasos pueden ser compartidos sólo entre un mimen) reducido de indivi­
duos, y a menudo la rotación de aquéllos podría perturbar de manera con­
siderable tanto la vida privada como la actividad económica. No todo
mundo puede ser director de un hospital, incluso si se desmoronara la rígida
jerarquía de los hospitales actuales. Y algo más importante: no todos pueden
ser doctores. No cualquiera puede ser el ingeniero en jefe de una fábrica,
incluso si ésta es dirigida democráticamente. Algo más importante todavía:
no todos pueden trabajar en las fábricas más exitosas y agradables.
En contra de las dos formas de la igualdad simple, quisiera defender un
conjunto más complejo de configuraciones sociales y económicas. Un servi­
cio social universal tan sólo remplazaría el predominio del poder privado
por el predominio del poder estatal —y más tarde por el predominio del
talento o de la educación, o cualquiera que fuera la cualidad que los funcio­
narios públicos consideraran importante para ocupar el cargo— . El problema
aquí es el de contener la universalización del cargo, atender con mayor mi­
nuciosidad a la plaza de trabajo actual y a su significado social, establecer
una distinción (que tendrá que hacerse de una manera distinta en cada cultu­
ra distinta) entre aquellos procesos de selección que la comunidad política
debe vigilar y aquellos que puede delegar en los particulares o en organis­
mos colegiados. Nuevamente, la rotación en el cargo sólo funcionará para
ciertos propósitos, para otros no, y su extensión más allá de sus límites po­
dría ser un fraude, una máscara para nuevas formas de dominación. El pro­
blema aquí no es el de romper el monopolio de los individuos calificados,
sino el de fijar límites a sus prerrogativas. Sean cuales fueren las cualidades
que optemos por requerir —conocimientos de latín, habilidad para aprobar
exámenes, para dictar cátedra, para hacer cálculos de costo y beneficio—,
debemos insistir en que tales cualidades no han de convertirse en el funda­
mento para demandas tiránicas de poder y privilegios. Quienes ocupen
cargos deben ser confinados con rigidez en los propósitos de sus respectivos
cargos. Así como requerimos contención requerimos también humildad. Si
ambas fueran adecuadamente comprendidas y hechas valer, la distribución
del cargo rondaría menos por el pensamiento igualitario de lo que actual­
mente hace.
146 ELCA RGO

La m e r it o c r a c ia

Sin embargo, son siempre importantes los procesos mediante los cuales los
hombres y las mujeres son seleccionados para entrar a la escuela de medi­
cina, digamos, o para este empleo en tal fábrica, y posteriormente para todo
nombramiento y promoción. Es mi propósito defender un sistema mixto de
selección, pero he de empezar concentrándome en los criterios y proce­
dimientos que se podrían aplicar a un servicio civil universal. Es decir, he
de incorporar aquí el tratamiento de la meritocracia. Ésta es el argumento
fundamental en cualquier comunidad política donde la idea del cargo ha
arraigado, como en los Estados Unidos, no sólo en la Iglesia y en el Estado sino
también en la sociedad civil. Supongamos entonces que toda plaza de trabajo
es un cargo, que la distribución en última instancia está en manos de la co­
munidad política considerada como un todo, y que cada miembro tiene dere­
cho a una "justa igualdad de oportunidades". ¿Cómo debería ser el procese
distributivo? Debo subrayar al principio que hay puestos y empleos que no
caigan propiamente dentro de los alcances de la vigilancia política; pero será
más fácil saber cuáles son ésos una vez que haya yo descrito la lógica intema
(social y moral) de la distribución del cargp.
El principio que sustenta la idea de la meritocracia en la opinión de la
mayoría de sus propugnadores es simplemente éste: los cargos deben ser
ocupados por los individuos mejor calificados porque la calificación es un
caso especial del merecimiento. Los individuos podrán o no merecer sus cua­
lidades, pero merecen aquellos puestos donde sus cualidades tengan cabida.
El propósito primordial de la abolición de la discreción privada es el de
distribuir el cargo de acuerdo con el merecimiento (el talento, los méritos, et­
cétera).’ La verdad es que el problema es más complicado de lo que esta for­
mulación sugiere. Para multitud de cargos se requieren sólo calificaciones
mínimas; un número muy grande de candidatos puede realizar el trabajo
perfectamente bien, y ninguna capacitación suplementaria los pondría en
condiciones de hacerlo mejor. Aquí la equidad parece exigir que el cargo sea
distribuido entre candidatos calificados de acuerdo con la regla: "se atiende
primero a quien llega primero" (o mediante un sorteo); por otra parte, mereci­
miento es un término demasiado fuerte para describir la relación entre quien
ocupa el cargo y su correspondiente lugar. Sin embargo, otros cargos son
abiertos con respecto a la capacitación y la habilidad que requieren, y a
propósito de ellos es acertado decir que si bien cierto número de candidatos
poseen cualidades, los más calificados merecen el cargo. El merecimiento no
parece ser relativo en el sentido en que la calificación lo es; no obstante, el
verso de Dryden:9

9 Véanse Michael Young, The Rise o f the M erilocracy, í 870-2033 (Baltimore, 1961), para un
tratamiento Retido de la realización de este propósito; y Barry R. Cross, Discrimination in Reverse:
¡s Tumabout Fair Play? (Nueva York, 1978), para una defensa filosófica del mismo propósito.
ELCA RCO 147

Q ue rein e aqu el qu e m ás lo m erezca,10

sugiere que puede haber personas con merecimientos quienes a fin de


cuentas no sean dignas de algún cargo en particular, así como hay gente
calificada que debe dar paso a los más capaces.
Con todo, a este argumento se le escapa una importante diferencia entre
merecimiento y calificación. Ni duda cabe que ambos términos son de signi­
ficado ambiguo, y a menudo los empleamos de modo que se traslapan. Sin
embargo, creo poder establecer entre ellos una útil distinción concentrándo­
me en procesos de selección específicos y en bienes sociales específicos. El
merecimiento implica una especie muy rigurosa de títulos, de manera que el
título precede y determina la selección, mientras que la calificación es una
idea mucho más amplia. Un premio, por ejemplo, puede ser merecido porque
pertenece ya a la persona con el mejor rendimiento; sólo queda pendiente
identificar a tal persona. Los comités de premiación son como los jurados en
el sentido de que miran hacia atrás y se proponen una decisión objetiva. Por
contraste, un cargo no puede ser merecido porque pertenece a individuos
que son servidos por él, y ellos o sus agentes tienen la libertad de hacer la
elección que más les plazca (dentro de límites que más tarde especificaré).
Los comités de búsqueda son distintos a los jurados porque sus miembros
miran lo mismo hacia adelante que hacia atrás, formulan predicciones acerca
del rendimiento futuro del candidato y también manifiestan preferencias
acerca de cómo el cargo debería ser cubierto.
La consideración para el cargo se ubica entre aquellos dos. En la próxima
sección he de sostener que todos los ciudadanos, o todos los ciudadanos con
alguna capacitación o habilidad mínimas, tienen el derecho a ser tomados en
cuenta al momento de repartirse los cargos. No obstante, la competencia por
algún cargo específico es un hecho que ninguna persona en especial merece
(o tiene derecho a) ganar. Cualquiera que sea la calificación de un individuo,
ninguna injusticia se le hace si no resulta elegido. Esto no es decir que no se le
pueda hacer injusticia alguna, sino sólo que no escogerlo no es en sí mismo
algo injusto. Si alguien es elegido con base no en su calificación, sino merced
a su sangre aristocrática o gracias a que ha sobornado a los miembros del co­
mité de búsqueda, diremos con razón que no merece el cargo. El resto de los
candidatos ha sido tratado injustamente, y de alguna manera podremos
decir que si uno de ellos merece el cargo se ha hecho una buena elección. En
este último caso, sin embargo, es posible que buen número de otros candida­
tos también lo merezca, o que ninguno de ellos realmente lo merezca. El cargo
no se corresponde con los individuos al modo de los veredictos. Presupo­
niendo una búsqueda honrada, nadie puede quejarse de haber sido tratado
injustamente — incluso, si desde el punto de vista del cargo mismo y de los
individuos que dependen de él, el candidato equivocado ha sido elegido— .
Ello resulta aún más claro en el caso del cargo electivo, pero el razonamiento

10 John Dryden, tr. de la Geórgica IV de Virgilio., 136, en The Poelical Works o f Dryácn, George
Noyes, eomp. (Cambridge, Mass. 1950), p. 478.
148 ELCA RCO

se aplica para todos los cargos con excepción de los puramente honoríficos,
que son precisamente como los premios. (Debido tal vez a que todos los car­
gos son en parte honoríficos, las nociones de merecimiento se filtran en nues­
tra discusión acerca de los diversos candidatos.)
El contraste entre los premios y los cargos, el merecimiento y la califica­
ción, puede ser agudizado si consideramos dos casos hipotéticos pero no atí­
picos: 1) X ha escrito la que comúnmente se considera la mejor novela de
1980, pero un grupo de mujeres y hombres identificados con modalidades
literarias más experimentales que las usadas por X persuade a sus colegas
miembros del jurado de que otorguen el premio por la novela del año a Y,
quien ha escrito una novela inferior pero en la modalidad que ellos favo­
recen. Coincidiendo en los méritos relativos de ambos libros, se conducen
empero de tal manera que estimulan la literatura experimental. Ello podrá
ser bueno o no, sin embargo han tratado injustamente a X. 2) X es el candida­
to más calificado para la dirección de un hospital en el sentido de que posee
el talento gerencial comúnmente requerido para tal cargo a un grado su­
perior al de todos los demás candidatos. No obstante, un grupo de hombres
y mujeres que quiere conducir el hospital por otra dirección convence a sus
colegas del comité de selección de que elijan a Y, quien comparte sus puntos
de vista. Podrán tener razón en lo que quieren hacer del hospital o no; sin
embargo, no han tratado a X injustamente.
Sin el "acuerdo común" que he explicitado, ambos casos podrían parecer
menos diferentes. Si hacemos controvertibles las ideas de merecimiento y
calificación, como en efecto lo son, entonces puede afirmarse razonablemente
que el premio y el cargo deberían otorgarse a quienes mejor satisfagan los
requisitos finalmente establecidos. Aun así, los miembros del jurado debe­
rían de abstenerse de insertar su programa literario particular en la defi­
nición de merecimiento, mientras que los miembros del comité de selección
no se encuentran obligados por ninguna estipulación de abstinencia similar
con respecto a sus argumentos en tomo a la calificación. De ahí que pueda
haber objeciones legítimas a propósito de la concesión de un premio literario
si el proceso ha sido abiertamente politizado — incluso si esta política es
"literaria"— . Sin embargo, en condiciones similares no puede haber objecio­
nes legítimas con respecto a la elección de quien ocupa un cargo (a menos de
que la elección se haga con base en razones políticas no pertinentes, como
cuando los jefes de correos, por ejemplo, son elegidos merced a su lealtad
partidista, no por sus puntos de vista acerca de cómo debe funcionar la ofi­
cina de corretís). Debido a su punto focal retrospectivo, el jurado tiene que
reflejar qué es lo mejor dentro de una tradición compartida de crítica litera­
ria; el comité de selección es parte de un proceso continuo de definición
profesional.
La distinción que he intentado desarrollar parece, sin embargo, no ser vá­
lida en todos aquellos casos en que distribuimos cargos con base en los resul­
tados de un examen. Es verdad que el título de "doctor", por ejemplo, perte­
nece a aquellos individuos que han obtenido cierto puntaje en los consejos
médicos. El test en sí mismo apenas determina quiénes y cuántos son estos
ELCA RG O 149
individuos. Y entonces tiene que ser cierto que cualquiera que estudie con
tenacidad, asimile el material necesario y apruebe los exámenes merece ser
doctor: sería injusto negarle el título. Mas no sería injusto negarle un cargo
de internista o la residencia en algún hospital. El comité de selección de un
hospital no necesita elegir al candidato con el puntaje más elevado; no sólo
mira hacia atrás, a sus exámenes, sino también hacia adelante, al rendimiento
aún no producido. Tampoco es injusto si mujeres y hombres se niegan a con­
sultarlo acerca de sus problemas de salud. Su título apenas lo califica para
buscar un sitio y una práctica, no le confiere derechos sobre ninguno de ellos.
El examen que acredita al título es importante pero no es todo lo importante,
y sólo debido a ello le atribuimos la importancia que posee. Si los cargos pu­
dieran ser merecidos, con toda su autoridad y prerrogativas, estaríamos a
merced de los merecedores. Al contrario, nos concedemos margen para la op­
ción. Como miembros del cuerpo médico de un hospital (que informa a un
consejo directivo, el que al menos presumiblemente representa a la comu­
nidad general), elegimos a nuestros colegas; como particulares en el merca­
do, elegimos a nuestros consultores profesionales. En ambos casos, la opción
pertenece a quienes eligen en cierto modo que los veredictos no pueden
pertenecer a los miembros de un jurado.
Incluso el título de "doctor", aunque es como un premio que puede ser
merecido, es distinto a un premio en tanto que no puede ser merecido de una
vez por todas. Un premio es concedido merced a un rendimiento, y dado
que el rendimiento no puede ser "desrendido", el premio no puede ser reti­
rado. Un subsiguiente descubrimiento de fraude podría conducir a retirar el
honor al ganador, pero mientras el rendimiento se mantenga, también se
mantiene el honor, al margen de lo que ocurra después. Por contraste, los tí­
tulos profesionales están sujetos a continuo escrutinio público, y la referencia
al puntaje obtenido en el examen que proporcionara en un principio el título
no sirve de nada si el desempeño ulterior no se corresponde con los criterios
básicos públicamente establecidos. Tara ser más exactos, la descalificación
implica un proceso judicial o semijudicial, y nosotros nos sentiríamos indi­
nados a decir que únicamente los individuos "merecedores" pueden ser, con
justicia, descalificados. Nuevamente, la remoción de un cargo específico es
una cuestión distinta. Los procedimientos pueden ser, y generalmente son, de
carácter político; el merecimiento no es necesariamente considerado. Con
respecto a ciertos cargos, vienen a cuento procedimientos tanto judiciales
como políticos: los presidentes, por ejemplo, pueden ser impugnados o de­
rrotados para la relección. Supuestamente sólo pueden ser impugnados si se
lo merecen, mas pueden ser derrotados sin consideración a sus merecimien­
tos. La regla común es que los títulos, io mismo que los cargos específicos, son
vigilados — los primeros en función de cuestiones de merecimiento, los
últimos en función de aquellas cuestiones que sean del interés de hombres y
mujeres interesados.
Si fuéramos a tomar en consideración todos los cargos como premios y si
distribuyéramos (y redistribuyéramos) títulos y puestos específicos de
acuerdo con un criterio de merecimientos, la estructura social que se deriva-
150 ELCA RCO

ría sería una meritocracia. Una distribución de esta especie, con este nombre,
es a menudo defendida por personas que se proponen, me parece, garantizar
sólo consideración a quienes estén calificados, no cargos a quienes tengan
merecimientos. Pero con la presuposición de que hay algunas personas com­
prometidas en la instauración de una meritocracia en sentido estricto, vale la
pena detenemos un poco para examinar los méritos filosóficos y prácticos de
tal idea. No hay manera de instaurar una meritocracia si no es atendiendo
exclusivamente a la trayectoria de los candidatos. De ahí la estrecha relación
entre la meritocracia y los exámenes, pues el examen proporciona un histo­
rial sencillo y objetivo. Un servicio civil universal exige un examen universal
del servicio civil. Nada parecido ha existido jamás; sin embargo, hay un
ejemplo que se le parece lo suficiente como para ser de utilidad.

El sistema chino de exámenes

Durante 13 siglos, aproximadamente, el gobierno chino reclutó a sus fun­


cionarios por medio de un intrincado sistema de exámenes. El sistema se
aplicaba sólo en el servicio imperial. La sociedad civil era un mundo de
laissez-faire: no existían exámenes para comerciantes, médicos, ingenieros,
astrónomos, músicos, herbolarios, taumaturgos, y demás. La única razón para
participar en lo que un especialista ha denominado "la vida de examen", era
la de asegurar un cargo estatal.11 Los cargos eran, con mucho, la fuente más
importante de prestigio social en la China posfeudal. Si bien el poder del
dinero creció a lo largo de los 13 siglos del sistema de exámenes, haciendo
factible la posibilidad de comprar los cargos, el disfrute de un alto status se
asociaba de modo preponderante a la acreditación de un alto puntaje. China
era gobernada por una clase de profesionales, y cada miembro de esa clase
tenía en su haber un certificado al mérito.
Desde el punto de vista del emperador, el propósito del examen era, en
primer lugar, quebrantar la aristocracia hereditaria, y en segundo, reunir
talentos para el Estado. "¡Los hombres del mundo con señaladas ambiciones
han sido atrapados en mi saco!", se jactaba el emperador T'ai-tsung (627-649)
después de presenciar una procesión de nuevos graduados.1112 Tero la trampa
no podía funcionar a menos de que hubiera igualdad de oportunidades, o
algo parecido a eso, para los súbditos del emperador. De modo que el
gobierno se afanaba (siempre con recursos insuficientes) por producir, junto
con los exámenes, un sistema de escuelas públicas locales y de becas, y tomó
toda suerte de precauciones a fin de acabar con los fraudes y el favoritismo. El
sistema escolar nunca se vio terminado; las precauciones nunca surtieron to-
11 Chung-Li Chang, The Chínese Cenlry; Sludies mi Thrir Rule ¡n NineUvnlh-Centwy Chínese
Society (Seattle, 1955), pp. 165 ss. También me he apoyado en Ping-Ti Ho, The latiiier qfSuccess in
Imperial China: Aspeéis o f Social MobíUty, 1360-1911 (Nueva York, 1962); y en Ichisada Miyazaki,
Clúna's Examinada! Hcll: The Civil Service Examinada! o f Imperial China, ir. Conrad Schirokauer
(New Haven, 1981).
12 Ho, Ijtdderof Snccess [11), p. 258.
ELCA KCO 151

dos sus efectos. No obstante, los hijos de provincianos, los Horatio Algers de la
antigua China, sí conseguían ascender la "escala del éxito", y la evaluación de
los exámenes era notablemente justa, al menos hasta la decadencia del sis­
tema en el siglo xix. En una serie de casos famosos, los examinadores que ha­
bían tratado de favorecer a sus parientes habían sido ejecutados — un castigo
al nepotismo jamás igualado en Occidente—. El resultado fue una movilidad
social que probablemente tampoco ha sido jamás igualada en Occidente, ni
siquiera en los tiempos modernos. Familias encumbradas y poderosas no po­
dían subsistir después de una o dos generaciones de hijos ineptos.13
Ahora bien: ¿era el sistema chino realmente meritocrático? ¿Eran ocupados
los cargos por aquellos que "más merecían" desempeñarlos? Sería difícil
configurar un conjunto de dispositivos más adecuados para producir una
meritocracia, y aun así la historia de los exámenes sirve sólo para mostrar la
insignificancia del término. Durante el periodo más temprano (en la dinastía
Tang), los exámenes eran complementados y a veces sustituidos por un
sistema más antiguo en el cual a los funcionarios locales se les pedía recomen­
dar a hom bres de mérito para el servicio gubernam ental. Existían 60
"méritos" clasificados que los funcionarios debían de buscar, "ampliamente
relacionados con el carácter moral, la preparación literaria, la habilidad
administrativa y el conocimiento de asuntos militares".14 Sin importar cuán
detallada fuera la lista, las recomendaciones eran inevitablemente subjetivas;
muy a menudo los funcionarios simplemente resaltaban los méritos de sus
amigos y parientes ante la atención de sus superiores. Los brillantes y ambi­
ciosos jóvenes que el emperador quería no eran los que obtenía; los pobres
rara vez eran recomendados. Lentamente, a lo largo de un periodo de tiempo,
el sistema de exámenes se consagró como la principal, y virtualmente la úni­
ca, vía de selección burocrática y de progreso. Era más objetiva y más justa.
Pero entonces los 60 "méritos" debieron de ser abandonados. Los exámenes
podían poner a prueba sólo una gama de talentos y habilidades mucho más
limitada.
No puedo describir aquí en detalle la evolución subsiguiente del sistema
de exámenes. Originalmente, fue elaborado para sondear el conocimiento de
los candidatos de los clásicos confucionistas y, más importante aún, su capa­
cidad para pensar de una manera "confucionista". Las condiciones del exa­
men eran siempre las condiciones especiales de un examen de masas, donde
la tensión era multiplicada por los riesgos. Encerrados en un pequeño com­
partimiento, con una cajita de comida, los candidatos redactaban elaborados
ensayos y poemas acerca de los textos clásicos y también acerca de proble­
mas contemporáneos de filosofía y política.15 Sin embargo, un largo proceso
de rutina, generado por una especie de colaboración entre los candidatos y
los examinadores, condujo a la larga hasta la supresión de las cuestiones más
especulativas. En cambio, los examinadores destacaban la memorización, la

13 IHti., cap. 4.

IS Miyazaki, Exammatioti Htil 111], pp. 43-49.


152 EL C A U C O

filología y la caligrafía, y los candidatos prestaban mayor atención a las


preguntas de los antiguos exámenes que al significado de los libros antiguos.
Lo que de manera creciente se ponía a prueba era la capacidad de prepararse
para un examen. No puede haber grandes dudas acerca de que tal capacidad
era examinada con exactitud. Con todo, no resulta claro qué significado
debamos atribuir al éxito. "El talento", escribió el novelista satírico Wu
Ching-tzu, "se gana preparándose para el examen. Si Confucio viviera, él
mismo se consagraría a la preparación del examen. De otra forma, ¿cómo
podría obtener un cargo?"16 Algo parecido al dicho de que si Hobbes viviera,
probablemente sería contratado de por vida en Harvard. Es posible, pero
¿escribiría, a pesar de ello, el Leviatán?
La sustitución de la vida intelectual por la "vida de exámenes" es tal vez
inevitable tan pronto como los exámenes se convierten en el medio principal
de progreso social. Una vez que ello ha sucedido, no es seguro ya que el saco
del emperador esté lleno de talentos: "No es que el sistema de exámenes no
pueda descubrir el talento extraordinario", escribió un crítico del siglo xix,
"sino que dicho talento extraordinario a veces surge del sistema de exáme­
nes".17 No obstante, es posible afirmar lo mismo acerca del sistema en sus
etapas más tempranas. Después de todo, hay una amplia gama de capacida­
des humanas — muchas de ellas de relieve para, digamos, la administración
provincial— que no son puestas a prueba por el estudio de los clásicos con-
fucionistas. Incluso puede haber un profundo conocimiento intuitivo del
confucionismo que no pueda ser examinado escribiendo un examen. Todos
los exámenes de esta índole son de carácter convencional, y sólo a partir del
contenido de la convención podemos decir que los candidatos exitosos mere­
cen sus respectivos grados y que el régimen consiguiente de quienes osten­
tan grados constituye una meritocracia.
De hecho, los candidatos exitosos no asumían de manera automática su
cargo. Los exámenes generaban un fondo de funcionarios potenciales, de
donde el Comité de Nombramientos Públicos, una junta permanente de bús­
queda, elegía a algunos buscando tal vez cierto subconjunto de 60 "méritos",
o definiendo qué méritos eran los más urgentes en un momento dado. De ahí
que no pueda decirse que quienes aprobaran el examen merecieran ocupar
un cargo, sino tan sólo que estaban acreditados para ser tomados en cuenta
con respecto a un conjunto de cargos. Cualquier otro sistema hubiera sido rí­
gido sin remedio, al no dejar espacio para juicios acerca de capacidades que
no fueran la de presentar un examen, o posteriormente para juicios acerca
del desempeño del cargo. Sin embargo, todo juicio de este tipo era particula­
rista y de carácter político; no poseía nada de la objetividad de ios exámenes
de puntaje, y debió darse el caso de que individuos con merecimientos en
algún sentido se vieran ignorados —a veces de manera intencional, a veces
accidentalmente—. De modo similar, individuos con merecimientos repro­
baban los exámenes. No obstante, no quiero decir que tales individuos

16 Citado por Chang, G attty (111, p. 172.


17 Ibiit., p. 182.
ELCARCO 153

merecían un cargo. Ello sería sustituir mi propio juicio por el de los funciona­
rios responsables. Y no cuento con una comprensión especial acerca del sen­
tido general o universal del mérito mayor que la suya.
En la esfera del cargo, la labor que realiza el comité es de importancia
fundamental, hoy en día cada vez más, ya que el trabajo está sujeto a res­
tricciones legales que se proponen asegurar la equidad y algo semejante a la
objetividad, esto es, igual consideración a candidatos igualmente serios. No
obstante, pocas personas se inclinan por eliminar totalmente los comités, dar
así el mismo examen a cada candidato (ya que no pueden recibir jamás la
misma entrevista), y hacer automática la ocupación del cargo a los candida­
tos con un puntaje determinado. El comité es apropiado debido a su carácter
representativo. Después de todo, lo que se ofrece no es un cargo en abstracto
sino esta plaza, en este momento, en tal organización o agencia, donde tales
o cuales personas se encuentran trabajando ya, y donde estos temas se
someten a debate. El comité refleja el tiempo y el lugar, habla por otras
personas y es en sí mismo un foro para el debate continuo. Si bien restringida
por ciertos criterios universales, la elección efectuada por el comité es ante
todo de carácter particularista. Los candidatos no sólo son aptos o ineptos en
términos generales: también lo son con respecto al puesto que quieren ocupar.
Esta última cuestión es siempre objeto de un juicio, de modo que requiere la
existencia de un grupo de jueces que discutan entre sí. Algunos parámetros
para la aptitud en el sentido de "ser apto para" se excluyen, como habremos
de ver. No obstante, es siempre larga la lista de las cualidades pertinentes
—como los sesenta "méritos"— y ningún candidato las reúne todas del modo
más acabado. La particularidad del cargo encuentra su paralelo en la par­
ticularidad de los candidatos: mujeres y hombres con fuerzas y debilidades
ampliamente divergentes. Incluso si creyéramos seleccionar a la única per­
sona con merecimientos o méritos (a la "más merecedora" o con los "mejores
méritos") de entre la masa, no habría modo de identificar a tal persona. Los
miembros del comité de selección no convendrían en el equilibrio adecuado
entre las fuerzas y las debilidades, y no lo harían con respecto al equilibrio
real de cualquier individuo dado. Aquí también, comenzarían haciendo
juicios y acabarían efectuando una votación.
Los defensores de la meritocracia tienen en mente una meta simple pero
de largo alcance: un lugar para cada persona y cada persona en el lugar
correcto. Alguna vez se pensó que Dios ctxiperaba con estos propósitos, pero
hoy en día se necesita el concurso del Estado.

Algunos deben ser grandes. Los grandes cargos tendrán


grandes talentos. Pues Dios le da a cada hombre
la virtud, el carácter, el entendimiento, el gusto
que lo eleva hasta la vida, y lo deja caer
justo en el nicho que estaba destinado a ocupar.18

18William Cowpor, The Task, libro IV, 1.788.


154 ELCARGO

Sin em bargo, ésta es una concepción mítica del orden social, a la cual
escapan nuestras complejas nociones tanto de personas como de puestos.
Sugiere que, en principio, en vista de la información completa, toda selección
debería ser unánime, acordada no sólo por el comité de selección y los can­
didatos exitosos sino también por los candidatos no exitosos —exactamente
como las decisiones judiciales, en las cuales incluso los delincuentes convic­
tos deberían estar en condiciones de reconocer que han obtenido lo que me­
recían— . Las selecciones no son así en la práctica, ni siquiera son así de un
modo ideal, a menos que imaginemos un mundo donde no sólo pudiéramos
predecir sino realmente prever el desempeño de todos los candidatos,
comparando el conocimiento verdadero con el conocimiento contraverda­
dero de los años por venir. Incluso en tal caso, sospecho que los argumentos
de los comités de búsqueda diferirían de los argumentos de los jurados, aun­
que la naturaleza precisa de tal diferencia sería más difícil de determinar.

E l S1CN1FICAIX) ÜE LA CALIFICACIÓN

Hablando en sentido estricto, no hay nada como la meritocracia. Las op­


ciones particulares siempre deben hacerse entre "méritos" posibles o, con
mayor precisión, entre una gama de cualidades humanas, y después entre
individuos relativamente calificados. No hay modo de eludir estas opciones,
pues ningún individuo puede reclamar el cargo ni posee títulos previos so­
bre él. TamptKo hay una cualidad única ni una escala objetiva en arreglo a la
cual pueda hacerse una selección impersonal. Denominar "cargo" a una pla­
za de trabajo es tan sólo decir que una autoridad discrecional ha sido politi­
zada, no que ha sido anulada. Aun así, es preciso establecer ciertas limitacio­
nes incluso a la autoridad de comités representativos para delimitar la esfera
del cargo con respecto a la esfera de la política. Los comités se ven restringi­
dos de dos maneras: deben otorgar igual consideración a cada candidato
calificado y deben tomar en cuenta solamente las cualidades pertinentes.
Ambas restricciones se traslapan, dado que la idea de pertinencia tiene cabi­
da en nuestra noción de una consideración equitativa. Yo he de tomarlas, sin
embargo, por separado.
La ciudadanía es el primer cargo, el "puesto" social y político de funda­
mental importancia, y la condición previa de todos los demás. Los límites de
la comunidad política son también los límites del proceso de politización.
Los no ciudadanos no tienen derecho alguno a constituirse en candidatos; las
garantías para una consideración equitativa dentro de los procedimientos de
selección no se extienden hasta ellos. Las plazas de trabajo no tienen que ser
anunciadas en periódicos extranjeros, los reclutadores de personal no tienen
que aventurarse más allá de las fronteras; no es necesario fijar fechas límite
con respecto al correo internacional. Podrá ser erróneo excluir a extranjeros
de la consideración para ciertos cargos (cátedras universitarias ante todo,
donde tal vez nos podamos sentir obligados a reconocer la pertenencia a la
"república de las letras"), pero la exclusión no equivale a la violación de sus
ELCA RCO 1S5

derechos. El derecho a una consideración equitativa, como el derecho al "re­


parto justo" de la beneficencia y la seguridad, se plantea sólo en el contexto
de una vida política compartida. Es una de las cosas que los miembros se
deben unos a otros.
Entre ciudadanos, la consideración equitativa se aplica a cada fase de la
selección, no sólo entre los candidatos al cargo sino también entre candidatos
a la capacitación, de ahí que sea una restricción no sólo para este comité de
selección específico sino para todo comité y para toda decisión que gradual­
mente disminuya el fondo de candidatos calificados. Imaginemos a un niño
de cinco años capaz de fijarse por sí mismo metas a largo plazo, capaz de
delinear un proyecto, y capaz de decidir, digamos, que quiere llegar a ser
doctor. Debería tener aproximadamente las mismas oportunidades que
cualquier otro niño —de inteligencia, ambición y sensibilidad similares para
las necesidades de los demás— a fin de obtener la educación necesaria y
ganar el puesto deseado. No intentaré describir aquí qué clase de infraestruc­
tura educativa exigiría esta igualdad, ello es materia de otro capítulo. Pero sí
quiero hacer hincapié en que la igualdad siempre será aproximada. La
exigencia de que cada ciudadano debiera obtener la misma tajada de opor­
tunidades disponibles no tiene mucho sentido, no sólo por el efecto imprede­
cible de las escuelas particulares y de los maestros sobre ciertos estudiantes,
sino también por la inevitable colocación de individuos distintos en diversos
fondos de candidatos. La igualdad simple puede ser prometida sólo dentro
de uno de tales fondos al mismo tiempo y en el mismo lugar. Sin embargo,
los fondos de candidatos difieren radicalmente unos de otros conforme pasa
el tiempo y cambian las concepciones del cargo. De esta manera, el individuo
que hace un año parecía calificado para un puesto específico no se distingue
ahora entre la multitud, o bien sus cualidades no son ya las que el comité de
selección tiene en mente. La consideración equitativa no significa que las
condiciones competitivas deban mantenerse constantes para todo individuo,
sino sólo que, sin importar las condiciones, las cualidades de cada individuo
tienen que ser tomadas en consideración.
De hecho, lo que está a discusión aquí no son únicamente las cualidades
sino la calificación. Ésta es un conjunto de cualidades señaladas o cualida­
des pertinentes para un cargo específico. La pertinencia es, desde luego, siem­
pre materia de controversias, la amplitud del desacuerdo permisible es
considerable. Pero esa amplitud tiene sus límites: hay ciertos aspectos que no
deberían ventilarse en las discusiones del comité de selección. Si no hubiera
límites, la ¡dea de una consideración equitativa entraría en crisis, pues lo que
pretendemos al decir que todos los candidatos deberían ser considerados, es
que cada uno debería tener (aproximadamente) la misma oportunidad de
presentar sus credenciales y de hacer el mejor papel para beneficio propio. El
papel que quieren hacer es el de demostrar que pueden con el trabajo y que
lo pueden hacer bien. A fin de desempeñar su papel deben ser capaces de
hacerse una idea acerca de lo que significa hacer bien el trabajo, acerca de las
destrezas que exige, las actitudes y valores que al respecto son apropiados, y
así sucesivamente. Si son aceptados o rechazados por razones que nada
156 ELCARGO

tienen que ver con lo anterior, no puede decirse que se haya prestado aten­
ción a su calificación. Si no fuésemos capaces de distinguir entre calificacio­
nes y cualidades, no sabríamos jamás si los individuos han tenido oportu­
nidad de calificar, ni sería posible para los individuos, como mi niño de cinco
años imaginario, fijarse objetivos por sí solos y trabajar de manera racional a
fin de lograrlos.
Sin embargo, al menos en términos generales sí sabemos qué cualidades
son pertinentes, pues éstas son inherentes a la práctica y han sido abstraídas
de la experiencia de la ocupación de cargos. Los comités de selección se con­
sagran a la búsqueda de tales cualidades, es decir, se consagran a buscar los
candidatos calificados no sólo por justicia hacia los candidatos sino también
en beneficio de todas las personas que dependerán del desempeño de quien
ocupará el cargo calificado. Asimismo, su dependencia debe ser tomada en
consideración, aunque no necesariamente sus preferencias, ya sea acerca de
las cualidades o acerca de los candidatos mismos. El derecho a una conside­
ración equitativa funciona como cualquier otro derecho: fija límites al ejerci­
cio de las preferencias populares. Mas dentro de la gama de las cualidades
pertinentes, o dentro de la gama del legítimo debate acerca de la pertinencia,
las preferencias populares deberán contar: tendríamos que verlas representa­
das en el comité de selección.
La amplitud de la pertinencia se entiende mejor considerando qué hay
más allá de ella: capacidades que no serán empleadas en el trabajo, caracte­
rísticas personales que no afectarán el rendimiento, filiaciones políticas e
identificaciones de grupo más allá de la ciudadanía misma. No requerimos
candidatos que puedan saltar a través de aros, como los liliputienses de Swift.
No descartamos a mujeres y hombres pelirrojos, o con mal gusto cinemato­
gráfico, o con pasión por el patinaje sobre hielo. Los rotarios, los adventistas
del séptimo día, los trotskistas, los miembros más antiguos del partido
vegetariano, los emigrantes de Noruega, Besarabía o de las islas del Mar del
Sur: ninguno de ellos ha de ser excluido de la ocupación de algún cargo. Tero
casos como éstos son fáciles. De hecho, las tres categorías —capacidades, ca­
racterísticas y filiaciones— resultan problemáticas. Es evidente, por ejemplo,
que los exámenes chinos, sobre todo en su fase tardía, ponían a prueba capa­
cidades que en el mejor de los casos sólo hubieran sido de pertinencia mar­
ginal para los cargos en cuestión. Lo mismo puede decirse, con seguridad,
acerca de multitud de exámenes del servicio civil hoy en día. Son métodos
meramente convencionales para reducir el tamaño de los fondos de candida­
tos; además, si los candidatos tienen la misma oportunidad para prepararse,
los exámenes no son necesariamente censurables. Con todo, en tanto su
utilización impida el ascenso a niveles más altos con base en la experiencia y
el rendimiento, deberían ser resistidos, pues lo que queremos es el mejor ren­
dimiento en el trabajo, no en un examen.
Un conjunto de características personales plantea mayores dificultades;
tomaré la edad como ejemplo. Tara la mayoría de los cargos, la edad del
candidato no nos dice nada acerca del tipo de trabajo que desarrollará. Pero
sí nos dice, con aproximación, cuánto tiempo habrá de desarrollarlo. ¿Es ésta
ELCA RGO 1 57

una consideración pertinente? En efecto, las personas deberían tener opor­


tunidad de cambiar no sólo sus plazas de trabajo sino también sus carreras,
de recibir un entrenamiento distinto y empezar de nuevo a mitad de la vida.
La consistencia en la búsqueda del cargo no es siempre una cualidad admira­
ble. Pero aún así, en organizaciones estructuradas con base en un compromiso
a largo plazo y para puestos que requieran una intensa capacitación durante
el desempeño mismo de la tarea asignada, los candidatos de mayor edad
probablemente estarán en desventaja. Tal vez su madurez sea una consi­
deración que equilibre tal desventaja, incluso si los candidatos más jóvenes
se quejaran de que no se les ha concedido la misma oportunidad. Empero, el
hecho de buscar un equilibrio entre la duración del servicio y la madurez en
el cargo denota qué tan lejos nos encontramos de la formulación de juicios
basados en el merecimiento, y qué tan involucrados nos hallamos en la con­
troversia en tomo a la pertinencia.
Las controversias más profundas y que más ocasionan disensiones se
centran en la importancia de las relaciones, la filiación y la pertenencia. La
idea del cargo, tal como la he explicitado, ha adquirido ante todo su forma en
referencia a ellas. La primera cualidad en ser declarada impertinente para
la ocupación de un cargo es la relación familiar del candidato con la persona
que haga el nombramiento. Verdad es que el nepotismo es algo común en la
esfera del cargo; sin embargo, no es menos común considerarlo como una
forma de corrupción. Es un caso (relativamente menor) de tiranía pretender
que merced a que fulano de tal es mi pariente, debería ejercer las prerroga­
tivas del cargo. Al mismo tiempo, las reiteradas campañas contra el nepo­
tismo muestran cuán problemática es la idea de la pertinencia, y cuán difícil
es su aplicación.

¿Qué tiene de malo el nqiotismo?

Originalmente el término se aplicaba a las prácticas de ciertos papas y obis­


pos, quienes asignaban cargos a sus sobrinos (o a sus hijos ilegítimos), bus­
cando tener herederos y no meramente sucesores, como solían hacerlo los
funcionarios feudales. Dado que uno de los objetivos del celibato clerical era
el de independizar a la Iglesia con respecto al sistema feudal y asegurar la
sucesión de clérigos calificados, tal práctica fue señalada como pecado desde
fechas remotas.19 La reprobación fue tan estricta (si bien rara vez cumplida
en la época feudal), que llegó a prohibir todo nombramiento de parientes,
tanto por dignatarios eclesiásticos como por patrocinadores seculares, in­
cluso si los candidatos poseían cualidades pertinentes. Lo mismo ocurrió
muchos años después en la vida política, cuando la prohibición se extendió,
por lo común, de parientes a amigos, si bien la connotación del "pecado"
disminuyó. En ocasiones, la prohibición ha tenido carácter legal, como por

19 Pero fue oficialmente condenada sálo hasta 1567 en la bula papal Adnmtct nos; véase The
N ao CathoUc Enciclopedia (1967), '‘nepotismo".
158 ELCARCO

ejemplo en Noruega, donde es ilegal que dos miembros de la misma familia


presten servicios en el mismo gabinete. Con respecto a la vida académica, a
ios departamentos universitarios a menudo se les ha impedido la contrata­
ción de parientes (no así de amigos) del personal en funciones. La justifi­
cación fundamental es que en tales decisiones difícilmente son aplicables
parámetros objetivos. Ello es tal vez cierto; pero aun así, la prohibición
absoluta parece injusta. Lo que se necesita es un procedimiento de contrata­
ción que desacredite la pertenencia familiar, no que desacredite toda per­
tenencia.
No obstante, en ocasiones la pertenencia no puede ser desacreditada. En
ciertos cargos políticos, por ejemplo, esperamos que los funcionarios escojan
como aliados a hombres y mujeres en quienes puedan confiar, y quienes
sean sus amigos o compañeros en algún partido o movimiento. Si ello es así,
¿por qué entonces no han de elegir a sus parientes, si tienen confianza en
ellos? La confianza puede ser más fuerte cuando la relación es de sangre, y la
confianza es una importante cualidad para el cargo. Podríamos decir enton­
ces que la ley noruega es más estricta de lo necesario, de acuerdo con el prin­
cipio de la consideración equitativa. Cuando el presidente John F. Kennedy
nombró procurador general a su hermano, se trató sin duda de un caso de
nepotismo, pero no del nepotismo que se debe prohibir. Robert Kennedy es­
taba bastante capacitado, y la cercanía con su hermano probablemente lo
ayudaría a realizar su trabajo. Estas libertades, sin embargo, no pueden
extenderse demasiado. Podemos apreciar las dificultades que entrañan si
consideramos las demandas de grupos raciales, étnicos y religiosos que re­
claman ser atendidos por funcionarios egresados de sus propias filas. He
aquí una especie de nepotismo colectivo; sus consecuencias podrían ser las de
estrechar radicalmente la amplitud de los derechos de los candidatos.
Puede darse el caso, otra vez, de que para ciertos cargos (en ciertas partes
de una ciudad, digamos) se necesiten mujeres y hombres que compartan la
pertenencia racial o étnica de los residentes, hablen su lengua y estén bas­
tante familiarizados con sus costumbres y demás. Tal vez esto tenga que ver
con la efectividad de la rutina o incluso —como en la policía— con la segu­
ridad física. Después, los comités de selección buscarán legítimamente a los
individuos indicados. No obstante, creo que intentaremos limitar la manera
por la cual la pertenencia de grupo cuenta como calificación, tal y como limi­
tamos la manera por la cual la sangre o la relación cuentan, y por las mismas
razones. La extensión de la confianza o de la "amistad" más allá de la fa­
milia, y de la ciudadanía más allá de la raza, la etnicidad y la religión, es un
logro político significativo; uno de sus propósitos principales es justamente
asegurar que la carrera esté abierta al talento, esto es, asegurar los derechos
de candidatura para todo ciudadano.
Tal vez decidamos, simplemente, quedamos en esta realización. Sin em­
bargo, el problema de si la pertenencia de grupo debería contar como califi­
cación para el cargo se ve complicada por el hecho de que tan a menudo
haya contado como descalificación. En virtud de su pertenencia, y no por
razones que tengan que ver con sus cualidades individuales, mujeres y
EL CARGO 159

hombres han sido discriminados de la distribución de los cargos. De ahí que


se proponga, apelando a la equidad y a la compensación, que ahora se discri­
mine en su favor e incluso se aparten ciertos cargos en exclusiva para ellos.
La demanda posee tanta importancia dentro de la discusión política contem­
poránea que es necesario tratarla con cierta amplitud, pues nada pone a
prueba con tanto rigor el significado de la consideración equitativa.

La r e s e r v a c ió n d e l c a r g o

La cuestión política fundamental es la justicia de las cuotas o cargos reser­


vados para los cuales la pertenencia en algún grupo es necesaria, aunque no
presumiblemente una calificación suficiente.20 Como antes he expuesto,
todos los cargos están reservados o reservados potencialmente, en principio,
para los miembros de la comunidad política. Cualquier otra especie de re­
servación es controvertible, o debería serlo. Quisiera posponer de momento
la controversia acerca de la reservación como forma de compensación e inda­
gar primero si ello, como característica permanente del sistema distributivo,
es en sí mismo algo justificable, pues en ocasiones se toma como signo se­
guro de discriminación que el esquema de ocupación de cargo dentro de un
grupo sea distinto al esquema dentro de otros grupos.21 Ciertos cargos, diga­
mos, son ocupados con total desproporción por los miembros de una raza o
jor hombres y mujeres con origen étnico o filiación religiosa comunes. Si la
usticia requiere o constituye un esquema único reiterado, entonces los legis-
adores y los jueces deberán ser convocados a fin de que establezcan las
adecuadas proporciones. Sea cual fuere la distribución de cargos que preva­
lezca dentro del grupo más próspero o poderoso, tendrá que ser reiterada
dentro de otro grupo. Mientras más perfecta sea la reiteración, más seguros
podemos estar de que los candidatos individuales no habrán de ser perjudi­
cados a causa de su pertenencia.
Que la justicia en este sentido implica considerable coerción sería un asun­
to de poca monta si la coerción fuera un remedio o algo de carácter temporal,
y si el esquema reiterado resultara ser el producto natural de la considera­
ción equitativa. En la medida en que los grupos que constituyen nuestra
sociedad pluralista son realmente distintos entre sí, ninguna de tales condi­
ciones tiene probabilidades de mantenerse, toda vez que los esquemas para
la ocupación de cargos se determinan no sólo por las decisiones de los comi­
tés de selección sino también por una multitud de decisiones individuales:

20 Para una útil discusión de este tema, véanse Alan H. Goldm an, Ju stice and Reverse
Discriminalion (Princcton, 1979); Robert K. Fullinwinder, The Reverse Discriminalion Conltwersy:
A M tral and Legal Analysis (Totowa, N. J., 1980); y Cross, Diserimination ¡n Reneme [9].
21 Véase el tratamiento de este argumento en Coldman, Reverse Discriminalion [20), pp. 188-
194. Cualquier argumento acerca de los derechos de los grupos —como por ejemplo el de Owen
Fiss, 'Groups and the Equal Protection Clause", en Pliilosopliyand PuMic Affairs 5 (1976), pp. 107-
177— parecería invitar al uso de la proporcionalidad como parámetro para la medición de la
violadón de los derechos o del fracaso de la protección igualitaria.
160 ELCARGO

capacitar o no capacitar, solicitar este empleo o no. Estas decisiones indivi­


duales se ven a su vez configuradas por la vida familiar, la socialización, la
cultura de la vecindad y otros factores más. Una sociedad pluralista, con
diversos tipos de fam ilias y vecindades producirá, naturalm ente, una
diversidad de esquemas. La justicia como reiteración podría ser tan sólo un
orden artificial.
Ello no es todavía un argumento en contra de la reiteración, sino tan sólo
una representación de ella. En muchos puntos de nuestra vida social interfe­
rimos con procesos naturales —es decir, no restringidos y espontáneos— . La
distribución de cargos a parientes es, sin duda alguna, un proceso natural. En
cada cas».) de interferencia, no obstante, tenemos que pensar con cuidado qué
se encuentra en juego. Lo primero que se encuentra en juego aquí es la consi­
deración equitativa para todos los ciudadanos. Cuando los cargos son reser­
vados, los miembros de todos los grupos, con excepción de aquel para quien
es hecha la reservación, son tratados como si fueran extranjeros. No se presta
atención a su calificación, no tienen derecho a la candidatura. Esto podría ser
aceptable en un Estado binacional, donde los miembros de las dos naciones
de hecho son extranjeros entre sí. Lo que se requiere entre ellos es la adap­
tación mutua, no la justicia en el sentido positivo, y la adaptación podrá ser
mejor lograda dentro de un sistema federal donde ambos grupos cuenten
con cierta representación garantizada.22 Incluso una sociedad pluralista más
tolerante podrá exigir (a beneficio de la adaptación mutua) garantías de
ingreso racial o étnicamente "equilibradas", digamos, o gabinetes y tribuna­
les que incluyan a los representantes de cada uno de los principales grupos.
No me inclino a considerar algo así como una violación de la consideración
equitativa: ser un "representante hombre" o una "representante mujer" es,
después de todo, en la actividad política, un tipo de calificación. Y en tanto
las medidas sean informales, siempre pueden ser invalidadas para beneficio
de los candidatos sobresalientes. Tero la teoría de la justicia como una reite­
ración exigiría que cada conjunto de individuos que ocupe un cargo en el
servicio universal civil sea correspondiente, en su composición racial y ét­
nica, con la población estadunidense en su totalidad. Ello a su vez exigiría la
negación a gran escala de la consideración equitativa. Desde luego, la igual­
dad será negada siempre que la proporción de los solicitantes de este o de
aquel grupo difiera de la representación que le hubiere sido asignada. Por
cierto que sería negada incluso si la proporción fuese precisamente la ade­
cuada, pues los solicitantes de cada grupo serían comparados sólo con los de
su propio "tipo", de acuerdo con la suposición de que las calificaciones son
distribuidas equitativamente entre tipos —suposición que está condenada a
ser falsa para cualquier conjunto de solicitantes.
Con todo, tal vez los Estados Unidos deberían ser una federación de gru­
pos más que una comunidad de ciudadanos. Y tal vez cada grupo debería
tener su propio conjunto de funcionarios con quienes compartieran un mis-

22 Arend Lijphart, Denmcraq/ in Plural Sncietics: A Compamlivc Expkm tbn (New Haven, 1977),
pp. 38-41 y passim.
ELCA RCO 161

mo origen. Podría afirmarse que sólo entonces el grupo considerado como


un todo podrá ser igual a cualquier otro grupo. Lo que desde esta pers­
pectiva se encuentra en juego no es la consideración equitativa de los in­
dividuos, sino la posición igualitaria de las razas y las religiones entre sí: la
integridad comunitaria, el autorrespeto de los miembros en cuanto tales. Esta
índole de igualdad es una exigencia común en los movimientos de liberación
nacional, pues es una característica de los regímenes imperialistas que los
cargos clave del Estado y de la economía sean acaparados por sujetos extra­
ños a la nación. Una vez que la independencia es ganada, empieza una lucha
por recuperar tales cargos. La lucha se libra a menudo de manera brutal e
injusta, mas no es en sí injusto que una nación recién liberada busque ocupar
la burocracia y el sector profesional con sus propios miembros. En estas cir­
cunstancias, el nepotismo colectivo y la reservación de los cargos bien
pueden ser legítimos. No obstante, como este ejemplo sugiere, la reservación
es posible sólo después de que las demarcaciones hayan sido establecidas
entre los miembros y los extraños. En la sociedad estadunidense actual no
existen tales demarcaciones. Los particulares se mueven libremente a lo largo
y ancho de la distinción vaga e informalmente establecida entre la identi­
ficación étnica o religiosa y la no-identificación; la distinción no es vigilada
en manera alguna, los movimientos no son ni siquiera registrados. Sería po­
sible, desde luego, cambiar todo esto; sin embargo, es importante subrayar lo
radical que sería el cambio requerido. Sólo si cada ciudadano estadunidense
tuviera una identidad racial, étnica o religiosa bien definida (o conjuntos de
identidades, toda vez que los grupos a los cuales pertenecemos presentan
pertenencias que se traslapan), y sólo si tales identidades estuvieran legal­
mente establecidas y fueran verificadas de manera regular, sería posible
reservar a cada grupo su propio conjunto de cargos.23
El principio de la consideración equitativa se aplicaría, por consiguiente,
sólo dentro de los grupos federados. La igualdad es siempre relativa; nos
exige comparar el tratamiento dado a este individuo con el dado a algún
grupo de otros individuos, mas no con cualquier otro grupo. Siempre podre­
mos cam biar el sistem a distributivo sólo con definir nuevam ente sus
fronteras. No existe un conjunto único de fronteras justas (pero sí existen
fronteras injustas: a saber, aquel fas que encierran a las personas contra su
voluntad, como en un ghetto). De ahí que una configuración federal no sería
injusta, siempre y cuando sea establecida por medio de un proceso democrá-
23 Este hecho es dolorosamente manifiesto en el caso de los hindúes intocables, para quienes
su gobierno ha diseñado un elaborado sistema de cargos. En teoría, la India ha abolido el siste­
ma de castas, sin embargo los intocables sólo pueden recibir auxilio si son reconocidos como
tales; además, la proporcionalidad en la ocupación de los cargos sólo puede establecerse si ellos
mismos han sido contabilizados. De ahí que la categoría "intocable" haya sido introducida
nuevamente en el censo de 1961, y que una serie de procedimientos hayan sido establecidos a
fin de que los individuos que buscaran los cargos reservados para ellos pudieran probar su
status. El resultado ha sido un reforzamiento de la separación entre las castas, según lo refiere
Harold Isaacs, quien en general simpatiza con la reservación de los cargos: "La política de brin­
dar socorro a los grupos de castas ha incrementado |...) la inmovilidad de las castas." (V íase H.
Isaacs, M ia's Ex-lint(incitables, Nueva York, 1974, pp. 114 ss.)
162 ELCA RGO

tico. Compararíamos a los miembros con sus colegas miembros y después a


grupos con otros grupos, y nuestros juicios acerca de la justicia dependerían
de los resultados de tales comparaciones. Sin embargo, me parece que ésta
sería una configuración inapropiada para los Estados Unidos hoy en día,
incongruente con nuestras tradiciones históricas y nuestras nociones com­
partidas; incongruente, asimismo, con nuestros esquemas de vida contempo­
ráneos, además de que provocaría profundas y amargas discordias. Quiero
suponer que los propugnadores de la reservación de los cargos no tienen
nada parecido en mente. Ellos se concentran en problemas más inmediatos, y
a pesar de lo que a veces dicen, de hecho no pretenden que los remedios pro­
puestos por ellos sean generalizados y se conviertan en algo permanente.

El caso de los negros estadunidenses

En este punto, en necesario ser lo más concreto posible. Los problemas inme­
diatos son aquéllos de los negros estadunidenses, y surgen en el contexto de
una dolorosa historia. En parte se trata de una historia de discriminación
económica y educativa, de modo que el número de mujeres y hombres ne­
gros con cargos dentro de la sociedad estadunidense ha sido más bajo de lo
que debiera ser (al menos hasta hace muy poco tiempo), dados los niveles de
calificación de los candidatos negros. Más importante aún es que se trata
de una historia de esclavitud, represión y degradación, de modo que la cul­
tura vecinal negra y sus instituciones comunitarias no apoyan ningún esfuer­
zo para calificar a i alguna cosa, como lo hubieran hecho de haberse podido
desarrollar en condiciones de libertad e igualdad racial. (Podemos afirmar
esto sin sostener que toda cultura y toda comunidad, incluso en condiciones
ideales, podría suministrar especies idénticas de apoyo.) El primero de los
problemas de los negros estadunidenses puede ser remediado insistiendo en
los detalles prácticos de la consideración equitativa: prácticas de empleo
justas, procedimientos de selección y búsqueda abiertos, extenso recluta­
miento, serios esfuerzos por descubrir talentos incluso donde convencio­
nalmente el talento no es desplegado, etc. El segundo problema exige, sin
embargo, un tratamiento más radical y de mayores alcances. Durante algún
tiempo —se ha sugerido— es preciso garantizar a los negros un número fijo
de cargos, fexia vez que sólo un número significativo de individuos con cargo,
interactuando con clientes y miem bros, puede crear una cultura más
vigorosa.
Quiero hacer hincapié en que el argumento ahora considerado por mí no
afirma que la comunidad negra deba ser atendida —o sólo pueda ser apro­
piadamente atendida— por políticos, carteros, maestros o médicos negros, y
que toda otra comunidad debiera ser atendida en forma semejante por sus
propios miembros. La fuerza del argumento no depende de su capacidad
para ser generalizado. O mejor dicho, la generalización apropiada es la si­
guiente: todo grupo similarmente en desventaja debería ser asistido de
manera parecida. El argumento se constituye y limita de forma histórica.
ELCARGO 1 63

adaptándose a condiciones particulares de carácter temporal. La norma sigue


siendo la consideración equitativa para los ciudadanos individuales, y tal
norma ha de ser restaurada tan pronto los negros escapen de la trampa en
que su color se ha convertido dentro de una sociedad con una larga historia
de racismo.
Pero la dificultad con el remedio propuesto es que implicaría la negación
de la consideración equitativa a los candidatos blancos que no participen ni
se beneficien con las prácticas racistas. Un objetivo social moralmente legíti­
mo tendría que lograrse mediante la violación de los derechos de otros indi­
viduos a la candidatura.24 No obstante, tal vez este cuadro sea demasiado
extremo. Ronald Dworkin ha afirmado que el derecho sujeto a discusión no
es el derecho a la consideración equitativa al momento de ser distribuidos los
cargos, sino tan sólo un derecho más general a la consideración equitativa
cuando las políticas que normen la ocupación de los cargos sean formuladas.
Mientras tengamos en cuenta equitativamente a cada ciudadano cuando so­
pesemos los costos y los beneficios de la reservación de cargos, no estaremos
violando los derechos de nadie.25 Es de utilidad establecer esta exigencia en
oposición a la exigencia de los meritócratas. Si ellos sugieren una relación de­
masiado estrecha entre los puestos y las cualidades pertinentes para ocupar­
los, Dworkin sugiere una relación demasiado floja; parece negar que haya
limitantes significativas para las cualidades que pudieran contar como califi­
cación. En nuestra cultura, con todo, la carrera debería estar abierta al talen­
to, y las personas escogidas para un cargo querrán asegurarse de que son
escogidas porque en realidad poseen, en un grado superior al resto de los
candidatos, los talentos que el comité de búsqueda considera indispensables
para el cargo. Los demás candidatos querrán estar seguros de que sus talen­
tos fueron seriamente tomados en consideración. Y el resto de nosotros
querrá saber que ambas seguridades son verdaderas. Por ello en los Estados
Unidos los cargos reservados han sido motivo no sólo de controversias sino
también de decepción. La autoestima, el respeto a sí mismo, se encuentran en
juego no menos que el status social y económico.
Los derechos están asimismo en juego — no los derechos naturales o
humanos sino los derechos que surgen del significado social de los cargos y
las carreras, conquistados en el curso de largas luchas políticas— . De la
misma forma en que no podríamos adoptar un sistema de detención preven­
tiva sin violar los derechos de personas inocentes, incluso si sopesáramos
apropiadamente los costos y beneficios del sistema en su totalidad, tampoco
podemos adoptar un sistema de cuotas sin violar los derechos de los candi­
datos. El argumento de Dworkin tiene una forma que me parece del todo
apropiada para el caso del gasto público. Mientras el programa general del
gasto sea democráticamente determinado, la decisión de hacer inversiones
21 Véase la discusión en Fullinwinder, Coiitmvcrsy |20|, pp. 45 ss.; también Judith jarvis
Thomson, “Preferential Hiring", en Phibsaphy and Public Affairs, 2 (1973): 364-384.
75 Ronald Dworkin, Takiitg Righls Scriausly (Cambridge, Mass., 1977), p. 227; véase también
Dworkin, "Why Bakke Has No Case", en The New York Reiñew o f Books, 10 de noviembre 1977,
pp. 11-15.
164 ELCA RCO

cuantiosas en esta o aquella área crítica, o de favorecer la agricultura más que


la industria, no plantea problema moral alguno, incluso si los particulares se
ven favorecidos o perjudicados, como de hecho se habrán de ver. Sin em­
bargo, los cargos son carreras y las sentencias en prisión representan vidas, y
esta clase de bienes no puede ser distribuida como se puede hacer con el
dinero; afectan en extremo el núcleo de la individualidad y la integridad per­
sonal. Una vez que la comunidad emprende la tarea de distribuirlos, debe
prestar cuidadosa atención a su significado social. Y ello exige la considera­
ción equitativa para todos los candidatos igualmente serios, y (como he de
sostener en el capítulo xi) castigos sólo a los delincuentes.
Mas si los derechos se encuentran en juego en estos casos, también pue­
den ser atropellados. Representan barreras muy fuertes para ciertas clases de
intrusión o tratos injuriosos; sin embargo, no son barreras absolutas. Las
rompemos cuando es necesario, en tiempos de crisis o de grandes peligros,
cuando pensamos que no tenemos otra opción. De ahí que mi argumento en
favor de la reservación de cargos tenga que incluir una descripción de la
crisis en cuestión y una exposición detallada sobre la ineficacia de otras
medidas. Es imaginable que un argumento tal pueda prepararse en los Esta­
dos Unidos hoy en día, mas no creo que haya sido preparado aún. No im­
porta cuán dramáticamente representemos la vida de las comunidades
negras, resulta claro que todo programa y política que en forma verosímil
pudiera alterar tal cuadro sigue sin ser implantado. Por cierto que la reser­
vación de cargos parece más un primer recurso que uno último — incluso si
llega después de años de no haber hecho nada en absoluto—. La razón por la
cual se le ha convertido en un primer recurso es que si bien viola los derechos
individuales, no representa amenaza alguna a las jerarquías establecidas o a
las estructuras de clase en su conjunto. Pues como ya he advertido, el objeto
de reservar cargos es el de ratificar la jerarquía, no el de desafiarla ni el de
transformarla. Tor contraste, las medidas implicadas en el argumento, aun
sin violar los derechos de nadie, exigirían una redistribución significativa de
la riqueza material y los recursos (en beneficio, digamos, de los esfuerzos
nacionales en favor del empleo integral). Mas ello sería una redistribución
acorde con las nociones sociales que dan forma al Estado de beneficencia, y si
bien sería fuerte la oposición, la redistribución de la riqueza material es más
factible que la reservación del cargo en lo que se refiere a resultados durade­
ros. En general, la lucha contra un pasado racista tiene mayores probabilida­
des de ser ganada si se libra construyendo, y no desafiando, las nociones del
mundo social compartidas por la gran mayoría de los estadunidenses, tanto
negros como blancos.
La reservación'del cargo posee otra característica que tal vez ayude a
explicar por qué goza de una posición tan favorable (entre opciones, para ser
más exactos, ninguna de las cuales recibe fuerte apoyo por parte de las élites
políticas contemporáneas). En principio, los cargos que han sido negados a
mujeres y hombres como resultado de la reservación simplemente se corres­
ponderán con los solicitantes (blancos) más marginales, sea cual fuere la
noción de calificación, y de marginalidad por consiguiente, que adopten los
ELCARGO 165

comités de selección. El efecto se sentirá en toda religión, grupo étnico y clase


social. En la práctica, no obstante, el efecto habrá de ser con seguridad menos
amenazador para individuos y familias poderosos. Ante todo, se hará sentir
en el grupo social menos favorecido, es decir, en aquellos hombres y mujeres
cuya cultura vecinal e instituciones comunitarias no les dan mayor apoyo
que el recibido por los candidatos negros mediante su propia cultura e ins­
tituciones. La reservación del cargo no hará realidad la profecía bíblica de
acuerdo con la cual los últimos serán los primeros; a lo sumo, garantizará que
el último sea el penúltimo. No creo que haya manera de evitar este resultado
si no es aumentando el número de los grupos para los que se reservan los car­
gos, y convirtiendo el programa de remedio en algo mucho más sistemático
y permanente. Las víctimas de la consideración inequitativa provendrán del
grupo más débil, o de) grupo que le siga en debilidad. A menos de que este­
mos dispuestos a renunciar a la idea misma de la calificación, los costos no
pueden ser mejor distribuidos.26

P r o f e s io n a l is m o e in s o l e n c ia e n e l c a r g o

Aquello que hace tan importante la distribución del cargo es el hecho de que
con él (o con ciertos cargos) se distribuye mucho más: honor y status, poder y
prerrogativas, riqueza material y comodidades. El cargo es un bien dominan­
te que trae consigo otros más. La exigencia de predominio es la "insolencia
en el cargo", y si pudiéramos encontrar la manera de controlar tal insolencia,
la ocupación del cargo empezaría a adquirir sus proporciones adecuadas.
Por consiguiente, necesitamos describir el carácter interno de la esfera del
cargo — las actividades, las relaciones y las recompensas que legítimamente
se siguen de ocupar un cargo— . ¿Qué viene después de la calificación y la
selección?

26 Es interesante que la política de preferencia a veteranos para el empleo dentro del servicio
civil parezca haber sido ampliamente aceptada, aunque haya habido cierta oposición política y
una serie de retos legales. Las proporciones de la aceptación pueden tener que ver con las di­
mensiones del beneficio: los veteranos provienen de todas las clases sociales y de todos los
grupos raciales. O tal vez exista el consenso de que los veteranos han perdido de hecho artos en­
teros de escolaridad o d e experiencia laboral mientras otros m iembros d e su generación
avanzaron, de modo que una política de preferencia restablece la igualdad entre los mismos
grupos que la conscripción hiciera desiguales. En la práctica, sin embargo, los veteranos son
socorridos a menudo a expensas de los miembros más débiles de la siguiente generación de
candidatos, quienes no disfrutan de ventaja alguna respecto a la capacitación o a la experiencia.
Incluso esto se justifica a veces como una expresión legítima de gratitud nacional. Con todo,
pagar con cargos estas deudas es, ciertamente, pagar con una falsa moneda. Los beneficios
educativos constituirían una mejor opción, ya que éstos son costeados efectivamente por la
nación —esto es, por el conjunto de los contribuyentes— y no por un subgrupo arbitrariamente
selecto. Si esto es cierto, la reparación y no la reservación sería una mejor manera de compensar
a los negros estadunidenses por los malos tratos que recibieron en el pasado. (Véanse Boris
Bittker, The Case fo r Black Reparations, Nueva York, 1973; y Robert Amdur, "Compensatory
Justice. The Qucstion of Costs", en Pólitiail Thcmy, 7,1979, pp. 229-244.)
166 ELCA RGO

El cargo es tanto una función social como una carrera personal. Exige el
ejercicio de talentos y habilidades para cierto fin. Quien ocupa un cargo se
gana la vida por su rendimiento, mas la primera recompensa es el rendi­
miento mismo, el trabajo efectivo para el que se ha preparado, el que presun­
tamente quiere desempeñar, y el que otros hombres y mujeres también
quieren desempeñar. El trabajo podrá ser absorbente, complicado, agotador;
sin embargo, conlleva una gran satisfacción. También es una satisfacción
conversar acerca de él con los colegas, crear una jerga, guardar secretos ante
los legos. La "plática de tienda" es seguramente más placentera para quienes
trabajan en una oficina que para quienes trabajan en una tienda. El secreto
fundamental es, desde luego, que el trabajo pueda ser fácilmente redistribui­
do. Gran número de mujeres y hombres podrían hacerlo también, y disfru­
tarían con él tanto como los individuos que de hecho lo llevan a cabo.
No pretendo negar el valor del conocimiento del experto —o la existencia
de los expertos— . El mecánico que repara mi auto sabe cosas que yo no, y
más aún, que son misteriosas para mí. Lo mismo el médico que cuida mi sa­
lud y el abogado que me conduce a través de los laberintos de las leyes. Sin
embargo, en principio puedo aprender lo que ellos saben; otros lo han apren­
dido, y todavía otros más han sacado algo de ello. Incluso en mis condiciones
puedo evaluar por mí mismo la asesoría que recibo de los expertos que con­
sulto, y puedo auxiliarme aun hablando con mis amigos o leyendo un poco.
La distribución de conocimientos socialmente útiles no es una red sin agu­
jeros, pero tampoco presenta huecos enormes. O más bien, a menos de que
sean artificialmente mantenidos, los huecos podrán ser llenados por diversas
clases de individuos que posean diversos talentos y habilidades, y diver­
sas concepciones de la destreza.
El profesionalismo es una forma de mantenimiento artificial. Al mismo
tiempo es mucho más que eso; es un código ético, un vínculo social, un es­
quema de regulación mutua y autodisciplina. No obstante, el propósito de la
organización profesional es ciertamente constituir un conjunto particular de
conocimientos como posesión exclusiva de un conjunto particular de hom­
bres (y, más recientemente, de mujeres también).27 Se trata de la iniciativa de
quienes ocupan un cargo para beneficio de ellos mismos. Los motivos son, en
parte, materiales; se proponen limitar su número a fin de poder exigir altos
salarios y honorarios. Ésta es la segunda recompensa por ocupar un cargo.
Sin embargo, hay algo más que dinero en juego cuando quienes ocupan car­
gos exigen un status profesional. El status mismo está en juego: es la tercera
recompensa. Las mujeres y los hombres profesionistas tienen interés en espe­
cificar la naturaleza de su propio rendimiento, desembarazándose de tareas
que les parezcan inferiores al nivel de su capacitación y de sus certificados.
Buscan un lugar dentro de una jerarquía y afinan su labor para llegar hasta
las alturas que esperan alcanzar. Nuevas profesiones se configuran entonces
a fin de llenar la jerarquía, y cada nuevo grupo de profesionistas busca aislar

27 Magali Sarfatti Larson, The R iseofPmfcssimialism: A Sticblogicat Analysis (Berkdey, 1977), en


especial la introducción y el cap. 6.
EL CARGO 167
ciertas capacidades o conjunto de capacidades donde pueda certificarse la
competencia a fin de que ésta sea monopolizada, al menos hasta cierto pun­
to. Pero es una característica de tales nuevas profesiones, como T. H. Mar-
shall ha indicado, que si bien existe una vía de ascenso hasta ellas, "no existe
una vía que saque de ellas". Alturas equiparables pueden ser alcanzadas sólo
"a lo largo de un camino que empiece a nivel distinto dentro del sistema
educativo".2®Doctores y enfermeras ofrecen un útil ejemplo de profesionistas
estrechamente relacionados con certificados no transferibles. El profesionalis­
mo es, por tanto, una forma de establecer distinciones.
Pero es también una forma de establecer relaciones de poder. Los profe­
sionistas ejercen poder dentro de la jerarquía de trabajo y también en las rela­
ciones con sus clientes. Propiamente hablando, emiten órdenes a sus subor­
dinados, pero tan sólo imperativos hipotéticos a sus clientes. Si quiere usted
recuperarse, suelen decir, haga esto y lo otro. Sin embargo, mientras más
grande sea la distancia que son capaces de establecer, más grandes son los
secretos de que disponen, y menos hipotéticos los imperativos. Despectivos
ante nuestra ignorancia, simplemente nos dicen qué debemos hacer. Desde
luego, se trata de hombres y mujeres que resisten la tentación de pasar del
conocimiento de autoridad a la conducta autoritaria, aunque la tentación y la
autoridad siempre están ahí: tal es la cuarta recompensa del cargo.
La expansión del cargo y el incremento del profesionalismo van de la
mano, pues tan pronto nos disponemos a asegurar el nombramiento de per­
sonal calificado, fomentamos la inflación del conocimiento especializado y la
destreza. Ésta es una muy buena razón para contener la expansión y negar
la universalidad del servicio civil, pero también es una razón para fijar lí­
mites al predominio del status que emana del cargo (y de la profesión) y a la
amplitud de su convertibilidad. Queremos, en efecto, personal calificado que
trabaje de burócratas, médicos, ingenieros, maestros y demás, pero no quere­
mos que esta gente nos domine. Podemos encontrar manera de pagarles lo
debido antes de tener que soportar su insolencia.
¿Qué es lo que se les debe? Cada una de estas cuatro recompensas tiene
sus modalidades apropiadas e inapropiadas. Hasta cierto punto son determi­
nadas políticamente —como resultado de argumentos ideológicos y nociones
comunes; nosotros, sin embargo, sólo podemos insistir en que quienes ocu­
pen formalmente un cargo, o los miembros de tal o cual profesión, no posean
derechos exclusivos en el proceso de su distribución— . Con todo, debería ser
posible sugerir ciertos lincamientos generales que emanen de la noción social
del cargo mismo. La primera recompensa es el placer del rendimiento, y no
hay duda de que quien ocupa calificadamente un cargo tiene derecho a todo
el placer que pueda extraer del trabajo que realiza. Pero no tiene derecho a
moldear su rendimiento de modo que intensifique su placer (o su ingreso, su
status o su p(x1ér) a costa de otros individuos. Está al servicio de los intereses
comunitarios y su trabajo se encuentra así sujeto al control de los ciudadanos
de la comunidad. Nosotros ejercemos ese control al especificar la calificación

v T. H. Marshall, Oass, Citizciisliipaiid Social DcvtUyiemenl (Carden City, N. Y., 1965), p. 177.
168 ELC A R C O

para un cargo específico, o los parámetros para la competencia o para la con­


ducta ética. Así pues, no existe razón a priori alguna para acceder a ninguna
concentración especial de habilidades y técnicas especializadas, ya que
siempre es posible que la comunidad sea mejor servida exigiendo que quie­
nes ocupan cargos se muevan de un lado a otro dentro de las líneas existentes
de especialización. Consideremos, por ejemplo, una propuesta reciente para
el remplazo de médicos con honorarios por servicio por "equipos funciona­
les de salud":

Los miembros del equipo deben estar preparados para adaptar sus habilidades a
las necesidades de los pacientes en vez de enviarle» a otros trabajadores de la sa­
lud como recurso de conveniencia profesional. El médico deberá estar listo y dis­
puesto a asumir papeles de "enfermero" cuando se justifique, e inversamente la
enfermera deberá proporcionar tratamiento médico en caso de ser necesario.29

Esto puede o no ser una buena idea, pero la propuesta establece un criterio
útil. A menudo el desempeño convencional del trabajo no logra servir a los
fines del cargo, e incluso puede representar una conspiración en contra de la
finalidad del cargo. De modo que quien produzca un rendimiento tal debe
ser reducido a su tarea propia.
Pero además hay que darles la recompensa monetaria apropiada, aunque
no hay manera sencilla para determinar de qué tamaño haya de ser aquélla.
El mercado laboral no funciona bien aquí, sobre todo por el predominio del
cargo, aunque también por el carácter social del trabajo que desarrollan quie­
nes ocupan cargos y por la necesidad de establecer licencias y certificados.
En especial, los individuos con cargos elevados han sido capaces de limitar el
tamaño del fondo de solicitantes, del cual colegas y sucesores son elegidos,
incrementando así su ingreso colectivo. Es indudable que tales fondos tienen
límites reales en relación con determinados cargos, incluso si se da un con­
junto realista de calificaciones. Pero en definitiva no es sólo el mercado, o el
libre mercado, el elemento que actúa para fijar el salario de un cargp deter­
minado.30 En ocasiones, quienes ocupan cargos simplemente no,s obstruyen.
Pero entonces nosotros tenemos todo el derecho a resistir —y buscar algún
contrapeso político contra el poder profesional— . Cuando está en juego una
tarea importante, como ha afirmado Tawney, "ningún hombre honorable
puede sobresalir por el precio. Un general no regatea con su gobierno por el
equivalente pecuniario exacto por su contribución a la victoria. Un centinela
que dé la voz de alarma a un batallón en reposo no pasa el día siguiente co­
brando el valor capital de las vidas que ha salvado".31 Es verdad que ello es
demasiado optimista: los equivalentes comunes del general y el centinela en
ocasiones no pelean en absoluto y ni siquiera hacen sonar la alarma hasta no
haber visto claro su "precio". No obstante, nosotros no tenemos razón para
acceder a sus demandas; además, no existe evidencia alguna de que una
29 Tom Levin, Ameritan Health: Pntfcssioiwl Privilegc os. Public Need (Nueva York, 1974), p. 41.
30 Véase Henry Phelps Brown, The ¡nequality o f Pay (Bcrkeley, 1977), pp. 322-328.
31 R. H. Tawney, The Acquisitive Society (Nueva York, s. f.), p. 178.
EL C A R G O 169

contundente negativa a acceder pueda ocasionar cargos vacantes o personal


sin calificaciones en el cargo. Los cargos militares son aquí un ejemplo
interesante, pues parecen atraer a individuos calificados siempre que el
prestigio social sea elevado, sin reparar en los salarios ofrecidos, los que por
lo general son más bajos de lo que tales individuos podrían exigir en el
mercado. Sin embargo, ellos prefieren exigir otras cosas —y ello no deja de
ser razonable.
En ocasiones se afirma que los cargos, en especial los cargos profesionales,
deben ser bien remunerados a fin de que quienes los ocupan puedan "dedi­
carse a la vida del espíritu".32 Pero la vida del espíritu, comparada con otras,
es relativamente barata y, en todo caso, el salario por el cargo rara vez es
gastado en las cosas que para ella se requieren. Una vez que hayamos com­
prendido los complejos procesos mediante los cuales son seleccionados los
individuos que ocupan cargos y hayamos reconocido las recompensas intrín­
secas del cargo, no puedo pensar en argumento alguno en contra de la reten­
ción de diferenciales de ingreso entre los cargos y entre otros tipos de empleo.
Y de hecho, ésta es la tendencia fija de la toma de decisiones democráticas. El
ejemplo clásico es la resolución de la Comuna de París de 1871, de acuerdo
con la cual "el servicio civil deberá hacerse con salarios de trabajador".33 La
tendencia es manifiesta en todos los Estados democráticos, con especial clari­
dad en los cargos dentro de la burocracia estatal. En 1911, por ejemplo, el
ingreso de los servidores públicos en Inglaterra era 17.8 veces más alto que
el ingreso per cápita de la población económicamente activa; para 1956 era,
en cambio, sólo 8.9 veces más alto. Las cifras comparables en los Estados
Unidos (en 1900 y 1958) son 7.8 y 4.1; en Noruega (1910 y 1957), 5.3 y 2.1.34 La
tendencia es general en todos los cargos y profesiones, con excepción de los
médicos en los Estados Unidos, donde parece que hemos seguido el consejo
de George Bemard Shaw: "Si vais a tener doctores, más vale que sean docto­
res acomodados."35 El establecimiento de un servicio nacional de salud po­
dría, sin embargo, reducir aquí también los índices de diferencia.
"El honor", escribió Adam Smith, "constituye una gran parte de la recom­
pensa de todas las profesiones honorables. Pero en lo pecunario, en última
instancia son por lo general bajamente recompensadas".36 Dudo que lo
último sea así, pero lo primero sí es verdad, y lo es para todos aquellos que
ocupen cargos, sea cual fueren el status y la jerarquía. Pero el honor es una
recompensa que debería medirse por el desempeño y no por el puesto, y sólo
32 Larson, Prqfessionalism |27], p. 9 (citando a Everett Hughes). Cf. la argumentación un tanto
diferente de Adam Smith en An tnquiry hito the Nalure and Causea o f the Wealth o f Natious, cd.
Edwin Cannan (Nueva York, 1937), p. 105.
33 Karl Marx, TheCM I W arin Franco, en Marx y Engels, Selectrd Works (Moscú, 1951), vol. 1,
P- 471.
' Brown, Inequality o f Pay |30|, p. 84 (cuadro 3.4). Para una argumentación en favor de esta
especie de igualación, véase Norman Daniels, "Merit and Meritooracy", en Philosophy and Public
Affitirs, 7 (1978): 206-223.
36 George Bemard Shaw, "The Socialist Critidsm o f the Medical Profession", en Transactions
o f the Medico-Lcgal Socicty 6 (Londres, 1906-1909), p. 210.
* Smith, Wealth ofN ations (32J, p. 100.
170 ELCARCO

cuando es medido así podemos referimos a él como algo que los individuos
merecen. Cuando es merecido, se trata de la recompensa más alta del cargo.
Hacer bien las cosas y ser reconocido por eso: seguramente ello es lo que mu­
jeres y hombres más quieren de su trabajo. Por contraste, insistir en el honor
sin considerar el rendimiento es una de las formas más comunes de la inso­
lencia de quienes ocupan cargos. "Si el abogado dispensara verdadera
justicia y los médicos estuvieran en posesión del verdadero arte de curar, no
necesitarían bonetes cuadrados [el símbolo de su oficio]", escribió Pascal,
quien ubicaba a la justicia y a la curación más allá de las simples fuerzas
humanas.37 Sin embargo, al menos podemos poner en tela de juicio si aboga­
dos o doctores se acercan todo lo que pueden a nuestros ideales de justicia y
curación, y podemos negarnos a pagar el tributo a sus bonetes.
El poder de quienes ocupan cargos es más difícil de limitar (aquí he de
tratar el tema sólo brevemente, pero regresaré a él al examinar la esfera de la
política). El cargo es una importante razón para el ejercicio de la autoridad,
pero el imperio de profesionistas y burócratas, incluso si son calificados, no
es nada agradable. Siempre que puedan usarán sus cargos para extender su
poder más allá de lo que autoriza su calificación o requieren sus funciones.
Por ello es tan importante que los hombres y las mujeres sujetos a su autori­
dad tengan voz y voto en la determinación de la naturaleza de sus funciones.
Tal determinación es en parte informal, moldeada en los encuentros diarios
entre quienes ocupan cargos y sus clientes. Uno de los principales propósitos
de la educación pública debería ser preparar a los ciudadanos para estos
encuentros, hacer más conocedores a los ciudadanos y menos misteriosos los
cargos. No obstante, también es necesario actuar de otras maneras para lle­
nar los huecos en la distribución del conocimiento y el poder: desalentar el
monopolio de especialidades y especialistas, imponer esquemas de trabajo
más cooperativos y complementar la autorregulación de profesionistas
mediante uno u otro tipo de supervisión comunitaria (juntas de recapitu­
lación, por ejemplo). Esto último es de la mayor importancia, especialmente
a niveles locales donde la participación popular es más realista. Aquí el
argumento de los burócratas de la beneficencia puede ser generalizado para
todo aquel que ocupe un cargo: sólo pueden hacer bien su trabajo si no lo
hacen solos. Por cierto que no tienen derecho a hacerlo solos, a pesar del
hecho de que su competencia ha sido certificada por las autoridades consti­
tuidas, quienes presuntamente representan el conjunto de los clientes y con­
sumidores. Pues éstos tienen mayor interés inmediato, y sus juicios colec­
tivos acerca del rendimiento de quienes ocupan cargos son de importancia
fundamental para el trabajo que se esté realizando. La cuestión no está en
subordinar los "expertos" a los "rojos", sino quienes ocupan cargos a los ciu­
dadanos. Sólo entonces resultará claro para todo mundo que el cargo es una
forma de servicio y no un pretexto más para la tiranía.

37 Blaisc Pascal, The Pensées, Ir. J. M. Cohén (Harmondsworth, Inglaterra, 1961), p. 62 (núm.
104).
ELCA RG O 171

La c o n t e n c ió n d e l c a r c o

Hay dos razones para la expansión del cargo. La primera tiene que ver con el
control político de las actividades y de los empleos vitales para el bienestar
de la comunidad; la segunda, con "la justa igualdad de oportunidades".
Ambas son buenas razones, pero ni juntas ni separadas exigen un servicio
civil universal. Lo que sí exigen es la eliminación o inhibición de la discreción
privada (individual y de grupo) en relación con ciertas clases de trabajo. Las
políticas democráticas tomarán el lugar de la discreción privada. Su mandato
puede ser ejercido directamente por burócratas o jueces, o indirectamente por
comités de ciudadanos que actúen según reglas públicamente establecidas;
pero la referencia capital es a la comunidad política en su totalidad, y el
poder efectivo corresponde al Estado. Cualquier sistema que siquiera se acer­
que a un servicio civil universal está determinado a ser una operación centra­
lizada. La tendencia inevitable de todos los esfuerzos para lograr el control
político y la igualdad de oportunidades es la de reforzar e incrementar el po­
der centralizado. Al igual que en otras áreas de la vida social, el intento de
derrotar a una tiranía atrae el espectro de otras tiranías.
No todos los puestos, sin embargo, tienen por qué ser convertidos en car­
gos. He dicho que los cargos pertenecen a los individuos que son servidos
por ellos: los cargos electivos y administrativos pertenecen a los individuos
en su conjunto; los cargos profesionales y corporativos a los clientes y consu­
midores, quienes sólo pueden ser representados políticamente por medio del
aparato estatal. Con todo, hay cargos a los cuales esta descripción no se apli­
ca útilmente o cuya aplicación sería más costosa de lo que de un modo ima­
ginable podría ser su valor; además, existen plazas de trabajo que parecen
pertenecer a grupos más reducidos de gente, donde la política pertinente es
la política del grupo, no la del Estado. Si echamos un vistazo a algunos ejem­
plos veremos rápidamente, me parece, que es posible formular un poderoso
argumento en contra de la idea del cargo y a favor de una búsqueda descen­
tralizada y de procedimientos de selección.

El inundo d éla pequeña burguesía

Ya he argumentado a favor del valor de la actividad empresarial. Los comer­


cios en pequeño, los talleres industriales y la venta de servicios constituyen
en conjunto un mundo de trabajo y de intercambio socialmente valioso: la
fuente, en ocasiones, de innovación económica, la piedra angular de la vida
vecinal. En los Estados Unidos, la mayoría de las plazas de trabajo en el
sector pequeño burgués están exentas de acción afirmativa y de leyes de
prácticas de empleo justas; una regulación efectiva, sencillamente no es
posible. Tero sí es posible eliminar íntegramente el sector (o al menos forzar­
lo a la clandestinidad), como se ha hecho en los así llamados Estados socia­
listas —y ello en nombre de la igualdad—, pues es obvio que los puestos en
tiendas, talleres y servicios no son distribuidos "equitativam ente". Los
172 ELCARGO

candidatos ávidos tampoco pueden calificar para las oportunidades exis­


tentes por medio de algún procedimiento impersonal. La economía pequeño
burguesa es un mundo personalista en el que se intercambian favores sin
cesar y los puestos se reparten entre amigos y parientes. El nepotismo no
solamente es aprobado sino que con frecuencia parece ser un requisito mo­
ral. Dentro de los límites de esta moralidad, la discreción reina sobera­
namente: la discreción de propietarios, familiares, sindicatos estrechamente
unidos, jefes políticos locales y demás.
Y, sin embargo, la interferencia de las autoridades constituidas me parece
no sólo indeseable sino también ilegítima. En parte, ésta es una cuestión de
escala. Considerada en masse, la actividad empresarial es muy importante,
pero las empresas individuales no son muy importantes, y la comunidad no
tiene razón para buscar controlarlas. (O podría buscar sólo un control míni­
mo, como, por ejemplo, en el establecimiento de un salario mínimo.) No obs­
tante, debemos prestar atención a las formas de la vida pequeño burguesa,
donde las plazas de trabajo se localizan dentro de una especie particular del
tejido social: barrios cercanos, conexiones locales, servicio personal, coopera­
ción familiar. No es una casualidad que una serie de grupos inmigrantes
recientemente llegados hayan sido capaces de mudarse a este mundo econó­
mico y prosperar en él. Ellos se pueden ayudar entre sí de una manera que
deja de ser posible cuando entran al mundo impersonal de la ocupación de
cargos.

El control de los trabajadores

Imaginemos ahora que una parte esencial de la economía estadunidense está


constituida por compañías e industrias dirigidas democráticamente. Más
adelante, en el capítulo xn, me propongo defender el control de los trabajado­
res. Pero he de anticipar tal argumento (una vez más) a fin de preguntar por
la clase de procedimientos de contratación que serían apropiados, digamos,
en una comuna de fábricas. ¿Deberá exigírsele al gerente de personal, demo­
cráticamente elegido, que se apegue a los parámetros de la "justa igualdad
de oportunidades"? Tal vez sea inexacto hablar aquí de "procedimientos de
contratación". Una vez que una comuna ha sido establecida, lo que en rea­
lidad está en juego es la admisión de nuevos miembros. Y la calificación, en
sentido estricto — la capacidad para hacer el trabajo o aprender a hacerlo—,
parece ser sólo el primer requisito de admisión. Los miembros actuales están
en libertad de fijar requisitos adicionales, si así les gusta, los cuales tendrán
que ver con el sentido que ellos tienen acerca de su vida común. Sin embargo,
¿tienen la libertad de favorecer a sus parientes o a sus amigos, a los miem­
bros de tal o cual grupo étnico, a mujeres y hombres con ideas políticas
concretas?
En una sociedad con una larga historia de racismo tendría sentido prohi­
bir todo criterio racial e imponer en cambio un conjunto mínimo de prácticas
justas de empleo. Pero más allá de esto, el proceso de admisión se deja, con
razón, en las manos de los miembros de la comuna. Probablemente ésta se
EL C A R G O 173

encuentra ubicada dentro de cierta estructura federal y opera dentro de un


marco general de reglas: reglamentos de seguridad, normas de calidad y
demás. No obstante, si los miembros no pueden elegir a sus compañeros, es
difícil comprender en qué sentido pueda decirse que "controlan" su lugar de
trabajo. Pero si, en efecto, lo controlaran, entonces podemos inferir que habrá
distintos tipos de lugares de trabajo, dirigidos en arreglo a principios dis­
tintos, incluyendo aquellos de homogeneidad étnica, religiosa y política.
Además, puede muy bien suceder que a un tiempo dado, en un lugar dado,
la fábrica más exitosa sea dirigida por italianos, digamos, o por mormones.
No veo que haya nada malo en eso, siempre y cuando el éxito no sea con­
vertible fuera de su esfera propia.

Patrocinio fiolítico

Existen muchas plazas de trabajo en el gobierno, especialmente en los niveles


locales, que no requieren grandes habilidades y en las cuales el rendimiento
normalmente se produce a ritmo bastante rápido. Éstos son cargos por defi­
nición, ya que sólo pueden ser distribuidos por las autoridades constituidas.
Un procedimiento distributivo elemental sería un sorteo entre aquellos
hombres y mujeres con las calificaciones mínimas requeridas. Ésta es una
manera de asignar puestos en jurados, por ejemplo, y ciertamente sería apro­
piada también para consejos locales, comisiones, juntas de revisión, diversos
puestos en las cortes, etc. Mas dada la autoridad del principio electivo en los
Estados Unidos, no parece haber nada ilegítimo en un sistema de patrocinio,
esto es, en una distribución hecha por funcionarios elegidos, considerados en
ese momento como líderes políticos victoriosos por sus socios y partidarios.
Ello equivale, por cierto, a convertir los cargos en "despojos"; no obstante,
mientras no se trate de cargos para los cuales los individuos tengan que ca­
pacitarse por meses y años, y mientras los titulares de cargos con experiencia
no sean arbitrariamente depuestos, nadie es tratado injustamente a causa
de la transformación. Por otra parte, no es absurdo afirmar que para ciertas
clases de trabajo gubernamental, la actividad política es en sí una importante
calificación.
De hecho, una actividad política exitosa es la calificación decisiva para los
cargos más elevados: los denominados puestos "representativos" no son dis­
tribuidos por algo que tenga que ver con razones meritocráticas —o al menos,
no son de la clase que pudiéramos evaluar mediante un sistema de exáme­
nes—. El proceso distributivo en este caso se ve íntegramente politizado, y si
bien el votante ideal debiera conducirse tal vez como miembro de un comité
de búsqueda, el conjunto actual de votantes no se ve restringido a la mane­
ra de los comités de búsqueda. Podríamos dibujar una línea continua de
libertad de elección creciente desde los jurados hasta los comités y el electo­
rado. Y entonces, los funcionarios elegidos tendrán con toda probabilidad la
autorización de llevar hasta su cargo a algunas de las personas de quienes han
recibido apoyo, actuando con la misma discreción que en el caso de ellos.
174 EL C A R C O

Un sistema de patrocinio sirve para generar lealtad, compromiso y partici­


pación, y bien puede ser una característica necesaria de cualquier democracia
genuinamente localista o descentralizada. El servicio civil universal tal vez
sea incompatible con la democracia en una población o en una fábrica. O más
bien, un gobierno local, como los negocios pequeños, funciona mejor cuando
se concede espacio para la amistad y el intercambio de favores. Nuevamente,
ésta es una cuestión, en parte, de la escala, y en parte del carácter de las pla­
zas de trabajo en juegp. No quiero negar la importancia de una burocracia
impersonal, políticamente neutra; sin embargo, tal importancia será más
grande o más pequeña según sean las clases de actividad pública. Hay un
área de actividad donde la discreción partidaria aun no siendo totalmente
apropiada, al menos no es inapropiada. Incluso sería posible que por acuerdo
general y por expectación ciertas plazas de trabajo se rotaran entre los acti­
vistas políticos, dependiendo de su éxito o fracaso el día de las elecciones.
Lo que estos tres ejemplos sugieren es que el establecimiento de un servi­
cio civil universal exigiría una guerra no sólo contra el pluralismo y la com­
plejidad de cualquier sociedad humana, sino también —y de modo harto
específico— contra el pluralismo democrático y la complejidad. Mas, ¿no se­
ría una campaña por la "justa igualdad de oportunidades" una guerra justa?
He intentado mostrar que la igualdad de oportunidades es un parámetro para
la distribución de algunas plazas de trabajo, mas no para todas. Es de lo más
apropiado en sistemas centralizados, profesionalizados y burocráticos, y su
implantación probablemente genere tales sistemas. Aquí son necesarios el
control comunitario y la calificación individual, y el principio fundamental es
la "equidad". Asimismo, aquí tendremos que tolerar el gobierno de las ma­
yorías y luego el de los funcionarios estatales, así como la autoridad de hom­
bres y mujeres calificados. Con todo, es evidente que hay plazas de trabajo
deseables que no caen dentro de estos sistemas, que son justamente (o al me­
nos no injustamente) controladas por los particulares o por grupos de par­
ticulares y que no tienen por qué ser distribuidas "equitativamente". La
existencia de tales puestos abre las puertas a un tipo de éxito para el cual los
individuos no necesitan calificar —de hecho, no pueden calificar—, fijando
así límites a la autoridad de los calificados. Son áreas de la vida social y
económica donde sus influencias no valen gran cosa. La demarcación precisa
de tales áreas será siempre problemática, no así su realidad. Las separamos
del servicio civil debido a que el esquema de las relaciones humanas implí­
cito en ellas es mejor si tal separación se establece — mejor, es decir, dándo­
se cierta noción particular de lo que es una buena relación humana.
Esto es entonces la igualdad compleja en la esfera del cargo. Exige la
carrera abierta al talento fiero fija límites a las prerrogativas de los talentosos.
Si las mujeres y los hombres han de planear sus vidas de modo individual y
conferir por sí mismos contenido a sus carreras, no hay modo de evitar la
competencia por el cargo, con todos sus triunfos y derrotas. De cualquier
manera, es posible reducir el frenesí de la competencia disminuyendo los
riesgos implicados en los bienes perseguidos. Los cargos están en juego, y
los riesgos se refieren a ellos y a nada más. Era una tragedia personal cada
ELCA RCO 175

: que alguno de los candidatos reprobaba el examen para el servicio civil


no. Para ellos todo estaba en juego: toda China se postraba a los pies de
ienes los aprobaban. Ello significaría para nosotros una falsa concepción
valor del cargo y de los méritos de quienes ocupan los cargps. Las mu­
ís y los hombres comprometidos con la igualdad compleja cultivarán un
itido más realista de lo que esos méritos son y de cómo obran dentro de la
era del cargo. Y reconocerán la autonomía de otras esferas, donde otras
mas de competencia y cooperación, otras formas de engrandecimiento,
ñor y servicio prevalecen de manera legítima.
VI. TRABAJO DURO

Ig u a l d a d y dureza

No s e trata aquí del trabajo exigente o extenuante. En ese sentido de la pa­


labra podemos trabajar duro en casi cualquier oficina y en casi cualquier
puesto. Yo puedo trabajar duro escribiendo este libro, y en ocasiones así lo
hago. Una tarea o una causa que nos parezca merecedora del duro trabajo
que exige es, evidentemente, algo bueno. A pesar de nuestra pereza natural,
todos estamos buscando algo así. Sin embargo, la palabra duro tiene otro sen­
tido, como en las expresiones un "duro invierno" o un "corazón duro", don­
de significa áspero, desagradable, cruel, difícil de soportar. De ahí el relato en
el Éxodo sobre la opresión de Israel: "[los egipcios] les amargaron la vida con
duros trabajos" (1:14). El término describe, en este caso, tareas que eran
sentencias penitenciarias, labores que las personas no buscan para sí y no
escogerían si tuvieran un mínimo de opciones atractivas. Esta clase de tra­
bajo es un bien negativo y por lo común trae consigo otros bienes negativos:
pobreza, inseguridad, amenazas a la salud, peligros físicos, deshonra y
degradación. Aun así, se trata de labores socialmente necesarias: deben ser
realizadas — lo cual significa que es preciso encontrar quienes las hagan.
La solución convencional a este problema tiene la forma de una ecuación
simple: el bien negativo es proporcional al status negativo de los individuos
en cuyas manos es arrojado. El trabajo duro se distribuye entre los indivi­
duos degradados. Los ciudadanos son libres, este trabajo se impone a los
esclavos, a los residentes extranjeros, a los "trabajadores huéspedes", y todos
son gente "de fuera". De modo alternativo, los "de dentro" que efectúan tal
trabajo se convierten en extranjeros "de dentro", como los hindúes intocables
o los negros estadunidenses después de su emancipación. En muchas socie­
dades, las mujeres han constituido el más importante grupo de extranjeros
"de dentro", al ocuparse de tareas que los hombres desdeñaban o liberándo­
los no sólo para que éstos se dedicasen a labores económicamente mejor re­
muneradas sino también a actividades cívicas y políticas. Por cierto que el
trabajo casero realizado tradicionalmente por las mujeres —cocinar, limpiar,
cuidar a los enfermos y a los ancianos— constituye una parte esencial del
trabajo duro en la economía actual, para cuya realización se recluta a
extranjeros (mujeres, sobre todo).
La idea de fondo en estos casos es cruel: a individuos negativos, bienes
negativos. El trabajo deberá ser realizado por hombres y mujeres cuyas
cualidades se corresponden supuestamente con él. En función de su sexo, de
la inteligencia que se les atribuye o de su status social, merecen realizarlo, o
no lo merecen, y de alguna manera califican para él. Pero, ¿qué clase de me-
176
TRABAJO DURO 177
recimiento, qué ciase de calificación es ésta? Sería difícil explicar qué ha
hecho tal clase de trabajadores de esta o de cualquier otra sociedad para
merecer el peligro y la degradación que su trabajo representa por lo común,
o por qué ellos y sólo ellos han calificado para él. ¿Qué secretos hemos
llegado a conocer acerca de su carácter moral? Cuando los presidiarios hacen
trabajos arduos al menos podemos afirmar que se lo merecen como castigo.
Pero ni siquiera ellos son esclavos estatales; su degradación es (la mayoría de
las veces) limitada y temporal, y de ninguna manera está claro que las cargas
más opresivas de trabajo tengan que asignárseles a ellos. Y si a ellos no, es
claro que a nadie más. En verdad, si a los presidiarios se les obliga al trabajo
arduo, entonces a las mujeres y a los hombres comunes debería tal vez pro­
tegérseles de él, a fin de establecer con claridad que ellos no son presidiarios,
al nunca haber sido hallados culpables de nada por un jurado constituido
por sus iguales. Y si ni siquiera se debería forzar a los presidiarios a padecer
opresión (toda vez que la cárcel es bastante opresiva), entonces es cierto a
fortiori que nadie más debe padecerla.
Pero tampoco se le puede imponer a los extraños. Ya he sostenido que los
individuos que realizan este tipo de trabajo se encuentran tan estrechamente
ligados a la vida cotidiana de la comunidad política, que no puede serles
negada legítimamente la pertenencia. El trabajo duro es un proceso de
naturalización, que aporta la pertenencia a quienes soportan tales durezas.
Al mismo tiempo, hay algo de atractivo en una comunidad cuyos miembros
resisten el trabajo duro (y cuyos nuevos miembros son naturalizados para
la resistencia). Poseen cierta conciencia de sí mismos y de sus trayectorias, la
cual les impide aceptar la opresión; se rehúsan a ser degradados y tienen
la fuerza para mantenerse en su negativa. Ni esta conciencia de sí mismos, ni
determinada fuerza personal son comunes en la historia humana. Represen­
tan un logro significativo de la democracia moderna, estrechamente conecta­
do con el crecimiento económico, sin lugar a dudas, pero también con el
éxito total o parcial de la igualdad compleja en la esfera de la beneficencia.
En ocasiones se emplea como argumento en contra del Estado de beneficen­
cia el que sus miembros se nieguen a efectuar ciertas tareas. No obstante, ello
es seguramente signo de éxito. Cuando diseñamos un sistema de previsión
comunitaria, uno de nuestros objetivos es el de liberar a los individuos de las
presiones inmediatas de la necesidad física. Mientras no sean libres están
expuestos a toda clase de trabajos duros; por así decirlo, han sido humillados
con anticipación. Hambrientos, impotentes, siempre inseguros, constituyen
"el ejército de reserva del proletariado". Tan pronto tengan una opción,
cerrarán filas y dirán que no. Con todo, el trabajo duro tiene todavía que ser
realizado. ¿Quién ha de encargarse de él?
Es un viejo sueño el que nadie tenga que hacerlo. Resolveremos el proble­
ma eliminando este trabajo, sustituyendo a mujeres y hombres por máquinas
allí donde ellos se encuentren a disgusto. Por eso escribe Oscar Wilde en su
fino ensayo "The Soul of Man Under Social ism":
178 T R A B A lO D U R O

Toda labor no intelectual, toda labor monótona, tediosa, toda labor que tenga qm*
ver con «isas sórdidas e implique condiciones desagradables, debe ser efectuada
por máquinas. Ellas deben trabajar en nuestro lugar en las minas de carbón y
encargarse de todos los servicios sanitarios, deben ser los carboneros de los
maquinistas y limpiar las calles, deben llevar mensajes en días lluviosos y hacer
cuanto sea tedioso y deprimente.1

Pero ésta ha sido siempre una solución impracticable, pues se requiere gran
cantidad de trabajo en los servicios humanos, y ahí la automatización nunca
fue prevista. Incluso donde se previó o se prevé todavía, la invención e
instalación de las máquinas necesarias es un asunto mucho más lento de lo
que una vez creimos. Más aún, las máquinas a menudo remplazan a perso­
nas que realizan tareas que les gustan más que a otras que tienen a su caigo
labores "tediosas y deprimentes". Los efectos de la tecnología no establecen
distinciones morales.
Si hacemos a un lado la automatización, el argumento igualitario más co­
mún sostiene que el trabajo debería ser compartido, alternado (como los car­
gos políticos) entre los ciudadanos. Todos deberían hacerlo —con excepción
de los presidiarios, por supuesto, quienes deben ser excluidos a fin de asegu­
rar que el trabajo no causará estigmatización alguna— . Éste es otro ejemplo
de igualdad simple. Su origen está, me parece, en las tareas peligrosas de la
guerra. Tal como reclutamos a jóvenes para pelear, suele decirse, así debería­
mos reclutar a hombres y mujeres para todas aquellas tareas necesarias que
no han de atraer voluntarios. Un ejército de ciudadanos remplazará al ejér­
cito de reserva del proletariado. La propuesta es atractiva, por lo cual quiero
reconocer su valor. Tero no puede sostenerse a lo largo de toda la gama de
durezas —ni siquiera a lo largo de la gama de peligros—. Por consiguiente,
tendré que considerar distribuciones más complejas. Los bienes negativos
tienen que repartirse no sólo entre individuos sino también entre esferas dis­
tributivas. Podemos compartir algunos de ellos como compartimos los costos
del Estado de beneficencia, otros los podremos comprar y vender, si las con­
diciones del mercado son aproximadamente igualitarias, y otros más requie­
ren tratamiento político y una toma democrática de decisiones. Todas estas
formas tienen, no obstante, un aspecto común: la distribución marcha en
contra de la naturaleza del bien (negativo). Con excepción del caso en que el
trabajo duro es un castigo, no es posible combinar la distribución con el sig­
nificado social del bien, puesto que no hay raza o sexo o casta ni algún con­
junto supuesto de individuos a quienes se pueda marcar encargándoles el
trabajo duro en la sociedad. Nadie califica para él —no existe compañía pas-
caliana alguna—, de modo que todos nosotros, de maneras diversas y en
diversas ocasiones, tenemos que ponemos a la disposición.

1 Oscar Wilde, "The Soul of Man under Socialism " [hay edición del Fondo de Cultura
Económica!, reimpreso en The Artist as Critic: Critical Writings a f Oscar Wilde, Richard Ellman,
cornp. (Nueva York, 1969), p. 269.
TRABAJO DURO 179

T r a b a jo p e l ig r o s o

La carrera militar es una clase especial de trabajo duro. En muchas socieda­


des, sin embargo, no se le considera así. Es la ocupación normal de hombres
jóvenes, su función social, a la cual no son tanto reclutados sino iniciados
ritualmente, y en la que también encuentran las recompensas de la cama­
radería, la emoción y la gloria. En ocasiones, generaciones enteras acuden al
campo de batalla y hacen lo que se espera de ellos y lo que ellos mismos (la
mayoría, en todo caso) quieren hacer. En ocasiones, combatir es el privilegio
especial de la élite y, comparado con ello, lo demás es trabajo duro y más o
menos degradante. Los jóvenes están llenos de energía, son combativos,
anhelan exhibirse; para ellos combatir es o puede ser una especie de juego, y
sólo los ricos pueden darse el lujo de jugar texto el tiempo. John Ruskin ha
hecho un recuento maravillosamente romántico de la "guerra consensual",
que los jóvenes aristócratas libran en gran medida con el mismo espíritu con
el cual podrían jugar fútbol. Sólo que los riesgos son mayores, la emoción es
elevada en varios niveles y la competencia es más "hermosa".2
Podríamos ensayar un romanticismo más afincado en la Tierra: los jóve­
nes son soldados del mismo modo en que el escritor socialista francés Fourier
pensó que los niños debían ser basureros. En ambos casos, la pasión está li­
gada a una función social. Los niños gustan de jugar en la tierra, pensó
Fourier, de modo que nadie está más dispuesto a recolectar y desechar la
basura que ellos. Propuso organizar su utópica comunidad de modo que se
explotase tal disposición.2 Pero yo sospecho que hubiera encontrado muchas
más dificultades para realizarla de las que había previsto, pues decir que los
basureros juegan con la basura no es ni de lejos una descripción acertada de
lo que ellos hacen. Análogamente, la concepción de la guerra como la acti­
vidad natural de los jóvenes o el deporte de los aristócratas se corresponde
sólo con un limitado número de guerras, o sólo con ciertas acciones de armas,
y para nada con la actividad bélica moderna. Los soldados tienen la mayor
parte del tiempo escasa oportunidad de jugar. Lo que ellos realizan es, en el
sentido más estricto del término, un trabajo duro. Por cierto, podemos tomar
la guerra de trincheras en la primera Guerra Mundial, o la guerra en las sel­
vas de la segunda, como el primer arquetipo de dureza.
Incluso cuando se comprende su verdadero carácter, la carrera militar no
es una actividad radicalmente degradante. Con frecuencia, los soldados rasos
son reclutados de entre las clases más bajas, las lacras sociales o los extran­
jeros, y a menudo son mirados con desprecio por los ciudadanos comunes.
Sin embargo, la apreciación de su trabajo está sujeta a inflación repentina, y
siempre puede darse la contingencia de que el día menos pensado pasen a
ser los salvadores del país que defienden. La milicia es social mente necesaria,

2 John Ruskin, The Cntwn ofV iild Olixr: Four Lectures im ¡ndustiy and War (Nueva York, 1874),
pp. 90-91.
V éase la discusión del sistema d e Fourier en Frank E. M anuel, The Prophets o f París
(Cambridge, Mass., 1962), p. 229.
180 TRABAIO DURO

al menos en ocasiones, y cuando lo es, su necesidad es palpable y dramática.


En tales ocasiones, la carrera militar es también algo peligroso —y de tal
modo que imprime una marca especial en nuestra imaginación— . El peligro
no es natural sino humano; el soldado vive en un mundo donde otros indivi­
duos —sus enemigos y los nuestros— tratan de matarlo, y él debe intentar
matarlos: corre el peligro de matar y de ser muerto. Por estas razones, pien­
so, ésta es la primera forma de trabajo duro que a los ciudadanos se les debe
requerir, o deben requerirse unos a otros el compartirla. El reclutamiento
tiene también otros propósitos —ante todo, producir el enorme número de
tropas que exige la actividad bélica moderna—. Sin embargo, su propósito
moral es el de hacer universales o fortuitos los riesgos de guerra para cierta
generación de jóvenes.
Sin embargo, cuando los riesgos son de una especie diferente, el mismo
propósito parecer ser menos apremiante. Consideremos el caso de la extrac­
ción de carbón. "La tasa de accidentes entre los mineros es elevada", escribió
George Orwell en The Road to Wigan Pier, "las defunciones se dan por su­
puestas, como pasa en una guerra menor".4 No es fácil imaginar que esta
clase de trabajo vaya a ser compartida. El trabajo en las minas no será alta­
mente especializado pero es muy difícil, y quienes lo realizan mejor son los
hom bres que lo han hecho por largo tiempo. Exige algo más que una
"capacitación básica". "Con cierta práctica", escribió George Orwell, "yo
podría ser un barrendero aceptable, o [...J mano de obra de tercera para una
granja. Pero no podría convertirme en minero sin ninguna cantidad de es­
fuerzos ni de entrenamiento; el trabajo me mataría en cuestión de semanas".5
Tampoco tiene mucho sentido violentar la solidaridad de los mineros. El
trabajo en los túneles de extracción genera lazos estrechos, una sólida comu­
nidad que no simpatiza con elementos temporales. La comunidad es la gran
fuerza de los mineros. Un profundo sentido del lugar y del clan y generacio­
nes de lucha de clases han dado lugar a un poder permanente. Los mineros
son probablemente el menos móvil de los modernos conglomerados indus­
triales. Un ejército reclutado de mineros, incluso de ser posible, no sería una
opción atractiva ante la vida social que los mineros han diseñado para sí
mismos.
Hay, por otra parte, una razón más profunda por la cual el reclutamiento
de ciudadanos ordinarios para la extracción de carbón nunca ha sido urgida
por algún movimiento político ni se ha convertido en objeto de discusión pú­
blica. Los riesgos con los cuales los mineros viven no les son impuestos por
algún enemigo público, y tampoco implican el terror específico de matar o
de ser muertos. Verdad es que hasta cierto punto los riesgos les son impues­
tos por patrones negligentes o voraces, y entonces sí son objeto de discusión
política. Mas el remedio evidente es el de nacionalizar las minas o regular
sus operaciones; no parece haber necesidad de reclutar mineros. Parece
sensato buscar algún remedio similar para los riesgos que se derivan de la

4 George Orwell, The Ruad lo Wigan Pier (Nueva York, 1958), d. 44.
s JWd.,pp. 32-33.
TRABAJO DURO 181

Naturaleza. En la antigua Atenas, los hombres que trabajaban en las minas


de plata eran esclavos estatales, al servicio permanente de la ciudad. Hoy en
día los mineros son ciudadanos libres; no obstante, sea cual fuere el modo
como las minas son poseídas, podemos tenerlos por ciudadanos al servicio
de la nación. Entonces podríamos tratarlos como si fueran conscriptos, com­
partiendo no sus riesgos sino los costos del remedio: investigación en segu­
ridad minera, atención médica planeada de acuerdo con sus necesidades
inmediatas, jubilación temprana, pensiones decorosas, y así sucesivamente.
Este argumento se aplica probablemente a otras actividades peligrosas,
siempre que sean socialmente necesarias —es decir, no al montañismo sino a
la construcción de puentes, rascacielos, pozos petroleros profundos, y de­
más—. En todos estos casos, las estadísticas de defunciones podrán recordar
a las estadísticas de una guerra, mas la experiencia cotidiana será diferente, y
así también nuestras nociones sobre el trabajo.

T r a b a jo agotador

El reclutamiento en tiempos de paz plantea cuestiones aun más distintas.


Ciertos riesgos de guerra prevalecen, y varían para cada grupo de conscrip­
tos dependiendo de la situación política que impere cuando llegan a la edad
de alistarse. Sin embargo, lo que se comparte en su mayoría es la carga del
servicio militar: el tiempo gastado, las durezas del entrenamiento, la áspera
disciplina. Sería posible, desde luego, pagarle a cierto personal a fin de que
sirva en la milicia, reclute voluntarios y abra perspectivas de superación y
estimule a los reclutas a considerar la milicia como una carrera más que como
la interrupción de una carrera. Ésta es una opción que analizaré más ade­
lante. Pero debo asentar aquí un importante argumento político en contra de
ella, de acuerdo con el cual los ciudadanos-soldados están menos expuestos
a convertirse en instrumentos de opresión doméstica que los soldados profe­
sionales o los mercenarios. El argumento se aplica, no obstante, sólo a la
carrera militar (y al trabajo policiaco); mientras que lo más interesante acerca
del reclutamiento en tiempos de paz es que da pie a la asimilación de la ca­
rrera militar a muchas otras formas de dureza. Si el ejército está constituido
por hombres, entonces ¿por qué no habrían de ser construidos los caminos,
cortadas las cañas de azúcar y recogidas las legumbres por los conscriptos?
Entre los teóricos políticos, Rousseau formuló la respuesta positiva más
fuerte a esta pregunta, recurriendo a un argumento moral que es central al
conjunto de su teoría. Los hombres (y podríamos agregar que también las
mujeres) tienen que compartir el trabajo socialmente necesario, tal como par­
ticipan en la política o en la guerra, si han de llegar a ser los ciudadanos de
una comunidad que se gobierna a sí misma. Si la participación política y el
servicio militar son exigidos, así debe ser con la corvée, o el servicio de labor,
de lo contrario la sociedad se escindirá en amos y sirvientes: los dos grupos
atrapados en la trampa de la jerarquía y la dependencia. Sabemos que la
182 TRABAJO DURO

república está en decadencia, observaba Rousseau, cuando sus ciudadanos


"preferieren servir con su dinero que con sus personas".

Cuando es necesario aprestarse a la guerra, alquilan tropas y se quedan en casa;


cuando es necesario reunirse en consejo, nombran diputados y se quedan en
casa [...]. En un país verdaderamente libre, los ciudadanos hacen todo con sus pro­
pias manos y nada por medio del dinero [...]. Yo estoy lejos de aceptar el punto de
vista común: sostengo que el trabajo forzado se opone menos a la libertad que los
impuestos.6

El punto de vista común es que los hombres y las mujeres son libres sólo
cuando eligen su propio trabajo. Los impuestos son el precio de la elección, y
la conmutación de los servicios de labor es tenida en todos lados por una vic­
toria de la gente ordinaria. La postura de Rousseau es ciertamente radical,
pero está matizada por una vaguedad atípica. Rousseau nunca nos dice
cuánta labor comunitaria ha de ser compartida. ¿Sobre qué tipo de trabajos
se ha de extender la coroéet Podemos imaginar que se extenderá hasta incluir
todo tipo de trabajo duro. En tal caso, los ciudadanos tendrán que ser orga­
nizados en algo parecido al ejército industrial de Trotski, y quedará así poco
espacio para la opción individual, además de que la estructura de mando del
ejército reproduciría con nuevas formas los viejos esquemas de la jerarquía y
la dependencia. Es casi seguro que Rousseau se proponía algo más modesto;
tal vez tenía en mente las clases de trabajo para las cuales la corvée había sido
históricamente utilizada, como la construcción de las carreteras del rey. Era
un compromiso parcial, entonces, que daba tiempo más que suficiente a fin
de que los pequeños propietarios y los artesanos, que poblaban la república
ideal de Rousseau, pudieran dedicarse a sus propios intereses. Podemos con­
siderarlo como un compromiso simbólico (si bien el trabajo que compartirían
sería real).
Si esto es cierto, entonces la elección de los símbolos es muy importante,
de modo que debemos tener claros sus propósitos. La construcción de carre­
teras era una buena elección para Rousseau, dado que era la forma típica de
trabajo forzado bajo el antiguo régimen. Los hombres de cuna noble, en
principio, estaban exentos de él y se imponía a los más pobres y débiles súb­
ditos del rey, por lo cual se le tenía como la clase de trabajo más degradante.
Mas si el conjunto de los ciudadanos se hiciera cargo de él, liberarían a los
pobres no sólo de la labor física sino también de su estigmatización: el des­
dén aristocrático y su imitación burguesa. Eso no significa que el trabajo en
las carreteras deje de ser un bien negativo para la mayoría de quienes lo lle­
ven a cabo, fueran reclutas o voluntarios. Por agotador, opresivo y pesado
sugiere el segundo arquetipo de dureza. Con todo, el hecho de dedicarse de
tiempo completo a él dejaría de implicar el menosprecio de los propios com­
pañeros. Y entonces el resto de las implicaciones negativas también podrían
cortarse gradualmente, pues quizá los ciudadanos estarán dispuestos a pagar
6 Jean-Jacqucs Rousseau, The Social ContraeI, libro III, cap. 15, en Social Contract and Discour-
ses, tarad. G. D. H. Colé (Nueva York, 1950), p. 93.
TRABAJO DURO 18 ?
por los caminos que necesiten, y los trabajadores estarán dispuestos a exigir
más paga. Todo esto podría pasar. Ahora bien, tenemos prueba de una trans­
formación mucho más radical en las actitudes hacia el trabajo físico, que real­
mente se ha dado, y asimismo en algo parecido a una comunidad como la
imaginada por Rousseau.

El kibutz israelí

Desde sus comienzos, el sionismo dio por sentada la creación de una clase
trabajadora judía, y una u otra forma de ideología marxista que exaltaba el
poder de los trabajadores fue siempre una tendencia significativa dentro del
movimiento. Pero hubo también desde el principio otra tendencia, filosófica
y políticamente más original, que exaltaba no el poder de los trabajadores
sino la dignidad del trabajo y que se orientaba a crear no una clase sino una
comunidad. El kibutz, o asentamiento colectivo, el producto de esta segunda
tendencia, representa un experimento en la transformación de los valores: la
dignificación del trabajo a través del compartimiento del trabajo. El credo de
los primeros pobladores era una "religión del laborar", en la cual uno comul­
gaba trabajando en los campos. El trabajo más duro era también el más
edificante, espiritual y socialmente hablando.7*
Las primeras colectividades fueron establecidas a principios de siglo. Para
los artos cincuenta, cuando Melford Spiro publicó su clásico estudio Kibbutz:
Ventare in Utofiia, la transformación de los valores era tan exitosa que no era
necesario ya pedir a los miembros que compartieran la labor física de la co­
lectividad. Todo aquel que podía trabajar quería hacerlo; una mano llena de
callos era una medalla de honor. Tan sólo las faenas con horarios incómodos
(lecheros, veladores) debían de ser alternadas entre los miembros. Por otra
parte, tenían que ser reclutados maestros de nivel medio, pues la enseñanza
era mucho menos honrada que el trabajo en el campo —hecho sorprendente,
dada la socialización cultural de los judíos europeos— .* (Menos sorpren­
dente, sin embargo, el trabajo en la cocina también planteaba problemas, a
los cuales me referiré más adelante.)
De esencial importancia para el éxito del kibutz, me parece, era el hecho
de que cada asentamiento colectivo fuera asimismo una comunidad política.
El trabajo no era lo único compartido; también las decisiones relativas al tra­
bajo. De ahí que los trabajadores fueran libres en el sentido, soberanamente
importante, que Rousseau denomina la "libertad moral": las cargas con las
cuales vivían se las habían impuesto ellos mismos. Todo aquel que no quisie­
ra aceptarlas podía irse; todo aquel que rehusara aceptarlas era expulsado.
Los miembros sabían siempre que la rutina de la jomada diaria y la asigna­
ción temporal de las tareas eran cuestión de decisiones comunitarias, y en ta­
les decisiones tenían y tendrían una participación significativa. Por eso el

7 Melford E. Spiro, Kibbutz: Venturein Utopia (Nueva York, 1970), pp. 16-17.
* /Mi/., p. 77.
184 T R A B A JO D U R O

compartimiento podía ser total. En el caso de la corvéc republicana, en una


comunidad mayor y de economía más compleja y diferenciada, donde los
trabajadores pudieran participar sólo indirectamente en la toma de decisio­
nes, un compartimiento parcial sería más apropiado. Con todo, hay otro con­
traste revelado por la experiencia del kibutz: el contraste entre la estrecha
integración de trabajo y política que es posible en una comunidad de resi­
dentes, y la integración más parcial, posible en los diversos entornos labo­
rales. El control de los trabajadores o la autodirección representan, como
hemos de ver, una opción ante la corvée. La reorganización política del traba­
jo puede ser en ocasiones un sustituto para el compartimiento del trabajo
—si bien es una característica central del kibutz, y la clave de su carácter
moral, que ambos vayan juntos.
El kibutz se funda en el esfuerzo radical para transform ar un bien
negativo en positivo. He calificado de exitoso el esfuerzo, y en gran medida
lo es. Sin embargo, hay un aspecto en donde no. "Ciertas clases de trabajo
son consideradas tan desagradables", escribe Spiro, "que tienen que efec­
tuarse mediante un sistema permanente de rotación [...] el ejemplo más
notable es el trabajo en la cocina [comunitaria] y en el comedor: cocinar, lavar
la loza y servir los alimentos".9 En el kibutz que Spiro estudió, las mujeres
eran reclutadas cada una por un año, los hombres por dos o tres meses, a fin
de sacar adelante el trabajo en la cocina. Ahora bien, una diferenciación se­
xual en el trabajo no necesita ser problemática si es libremente elegida (ya sea
por los individuos o por una asamblea donde hombres y mujeres tienen voz
y voto por igual), y si las diversas clases de trabajo son igualmente respeta­
das. No obstante, la segunda de estas dos condiciones no se cumplió en el
caso de tal kibutz. Probablemente, podríamos decir que, en relación con la
comida, la cocina es tan importante como los campos. Sin embargo, los
miembros del kibutz en general desdeñaban las "graciosidades" burguesas
del comer, pues, a semejanza de Rousseau, cualquier cosa que recordara el
lujo los indisponía. Por consiguiente, Spiro informa que "[se hicieron] pocos
esfuerzos para mejorar la preparación del alimento que [estaba] dispo­
nible".10 (El alimento fue racionado en Israel al principio de los años cin­
cuenta.) El trabajo en la cocina habría ganado tal vez mayor reconocimiento
si sus productos hubieran sido más individualizados y mejor valorados — y
así podríamos esperar una mejoría de su status relativo conforme las aristas
de la ideología del kibutz se suavizaban—. Pero, a decir verdad, la asepsia
después de la comida puede ser muy desagradable, sin im portar cuán
agradable haya sido la comida. Otras clases de limpieza pueden ser también
muy desagradables. En este punto, tal vez la ideología del kibutz se estrelle
contra un bien negativo que no se deja transformar. La maldición a Adán no
sería en absoluto una maldición si no hubiera cierta dureza irremediable en

9 ¡bid. Para un análisis de la división del trabajo en el kibbutz por sexo, véase Joseph Raphael
Blasi, The Contrnuiial Futura; the Kibbutz and the Utopia» Dilcmma (Norwood, Pa., 1980), pp. 102-
103.
10 Spiro, Kibbutz [7], p. 69.
T R A B A JO D U R O 18$
el trabajo duro que debamos hacer. E incluso en el kibutz aparentemente,
unos cargan más con la maldición que otros.

T r a b a jo s u c io

En principio, no existe nada como el trabajo intrínsecamente degradante; la


degradación es un fenómeno cultural. Sin embargo, tal vez en la práctica sea
probable que un conjunto de actividades relacionadas con el polvo, los des­
perdicios y la basura hayan sido objeto de desdén y evitadas en práctica­
mente toda sociedad humana. (Los niños de Fourier no han aprendido aún
las costumbres de sus mayores.) Una lista precisa variará de acuerdo con la
época y el lugar, pero el conjunto es más o menos común. En la India, por
ejemplo, incluye la matanza de vacas y el curtido de sus pieles —faenas que
poseen una valoración algo distinta en las culturas occidentales— . Pero por
lo demás, las ocupaciones características de los intocables hindúes sugieren
aquello que podemos considerar el tercer arquetipo del trabajo duro: se trata
de los basureros, los barrenderos, los recogedores de desperdicios y la in­
mundicia nocturna. Ni duda cabe que los intocables están degradados de
manera peculiar, pero es difícil creer que el trabajo que realizan alguna vez
llegue a ser atractivo o ampliamente apreciado. Bemard Shaw tenía toda la
razón cuando dijo que "si todos los limpiadores fueran duques, nadie le
pondría reparos al polvo",11 pero no es fácil imaginarse cómo articular un
argumento tan feliz. Si todos los limpiadores fueran duques, formarían algún
nuevo grupo, con otro nombre, para hacer la limpieza. De ahí que la pregun­
ta en una sociedad de iguales de ¿quién se va a encargar del trabajo sucio?,
posea una fuerza especial. Y la respuesta necesaria es que, al menos en un
sentido parcial y simbólico, nosotros tendremos que hacerlo. Así pondremos
fin a los duques, aunque no a los limpiadores. Ello es lo que Ghandi quería
decir al exigir que sus seguidores —y él mismo también— asearan las letri­
nas de su ashram }1 Era una manera simbólica de purgar a la sociedad hindú
de la intocabilidad, pero también poseía virtudes prácticas: los individuos
deben limpiar su propia suciedad. De otra manera, los hombres y mujeres
que lo hacen no sólo por ellos mismos sino también para los demás nunca lle­
garán a ser miembros iguales de la comunidad política.
Lo que se necesita, por tanto, es una especie de corvée doméstica, no sólo
en el ámbito casero —aunque es de especial importancia allí— sino tam­
bién en comunas, fábricas, oficinas y escuelas. En todos estos lugares apenas
podríamos hacer mejor que seguir la amonestación de Walt Whitman (la
poesía es pobre pero el argumento es correcto):
Para que todo hombre comprenda que
realmente debe hacer algo, para toda mujer también,

u Bemard Shaw, The tnldligait Woman's Cuide ta Sochlism, Capitalista, Stmetisni and Fasrism
(Harmondsworth, Inglaterra, 1937), p. 106.
12 Harold R. Isaacs, ludia’s Ex-Untouciubles (Nueva York, 1974), pp. 36-37.
186 T K A B A IO D U K O

(•••]
Inventar un poco —algo ingenioso—, ayudar
en el lavado, en la cocina, en la limpieza,
y no tener, por desgracia, que meter las manos en
estas mismas cosas.13

Tal vez habría menos polvo que limpiar si, antes de hacerlo, todos supieran
que no pueden dejar que alguien más lo haga. No obstante, ciertas personas
—los pacientes de un hospital, por ejemplo— no pueden evitar que otros lo
hagan, además de que ciertos tipos de limpieza se organizan mejor a gran
escala. El trabajo de este tipo podría hacerse como parte de un programa de
servicio nacional. La guerra y los desperdicios parecen ser, por cierto, la ma­
teria ideal para un servicio nacional: la primera, por los riesgos especiales
que involucra; los segundos, a causa del deshonor. Tal vez el trabajo deba ser
realizado por los jóvenes, no porque hayan de disfrutarlo sino debido a que
no está desprovisto de valor educativo. Tal vez se debiera permitir que cada
ciudadano escoja un momento de su vida para participar en la tarea. Pero es
apropiado, sin duda, que la limpieza de las calles de la ciudad, digamos, o de
los parques nacionales, sea un trabajo (a tiempo parcial) de todos los ciuda­
danos.
Sin embargo, no es una meta adecuada a la política social que todo el tra­
bajo sucio por hacerse sea compartido por todos los ciudadanos. Ello exigiría
un extraordinario grado de control estatal sobre la vida de cada quien, e in­
terferiría radicalmente con trabajos de otra clase, algunos de ellos necesarios,
otros sencillamente útiles. He argumentado en favor de un compartimiento
parcial y simbólico: el propósito consiste en romper el nexo entre el trabajo
sucio y el desprestigio. En un sentido, la ruptura ya ha sido realizada, al
menos en lo esencial, a través de un largo proceso de transformación cultural
que empieza con el ataque moderno originario a la jerarquía feudal. Ante
Dios, pensaban los predicadores puritanos, t<xio oficio humano, todo trabajo
útil, posee el mismo valor.14 Hoy en día nos inclinamos a calificar las tareas
como más o menos deseables, no como más o menos respetables. La mayoría
de nosotros negaría que cualquier trabajo socialmente útil pueda o deba ser
denigrante. Aún así, a los conciudadanos que se las ven con el trabajo duro
les imponemos esquemas de comportamiento, rutinas de distanciamiento
que los colocan en una especie de limbo: actitudes de deferencia, órdenes ter­
minantes, denegación de reconocimiento. Cuando un basurero se siente es­
tigmatizado a causa del trabajo que realiza, escribe un sociólogo contem­
poráneo, la marca se le nota en la mirada. Entra "en complicidad con
nosotros para evitar contaminamos con su bajo ser". Mira hacia otra parte, al
igual que nosotros. "Nuestras miradas no se encuentran. Él se convierte en

13 Walt Whitman, "Song of Exposition", en Complete Poetry and Scteeted Frase, ed. (ames E.
Miller, Jr. (Boston, 1959), p. 147.
14 Véase Michael Walzer, The Rmalntbn o f the Saints: A Study in lite Orígin o f Radical Polilics
(Cambridge, Mass., 1965), p. 214.
TRABAJO DURO 187

una no-persona."15*Una manera de romper la complicidad, y tal vez la mejor,


es la de asegurarse que cada ciudadano esté enterado efectivamente de los
días de trabajo de aquellos conciudadanos que más duro trabajan. Una vez
logrado esto, es posible considerar otros mecanismos, incluyendo los de
mercado, para organizar el trabajo duro de la sociedad.
Mientras exista un ejército de reserva, una tropa de mujeres y hombres
degradados, impulsados por su pobreza y por el depauperado sentimiento
de su propio valer, el mercado nunca será efectivo. En tales condiciones, el
trabajo más duro es también el peor pagado, a pesar de que nadie quiere
hacerlo. Pero en cierto nivel de previsión comunitaria y en cierto nivel de
autovaloración, el trabajo no será realizado a menos de que realmente se
pague muy bien por él (o a menos de que las condiciones de trabajo sean muy
buenas). Los ciudadanos descubrirán que si quieren contratar a sus conciu­
dadanos como barrenderos y limpiapisos, los costos serán altos —de hecho,
mucho más altos que para las tareas más prestigiosas o agradables—. Ello es
consecuencia directa del hecho de que están contratando a sus conciudadanos.
En ocasiones se afirma que en condiciones de genuina camaradería, nadie es­
taría de acuerdo en ser barrendero o limpiapisos. En tal caso, el trabajo deberá
ser compartido. Mas la afirmación es tal vez falsa. "Estamos tan acostumbra­
dos", escribía Shaw, "a ver el trabajo sucio realizado por gente sucia y mal
pagada, que hemos llegado a pensar que es una desgracia hacerlo, y que a
menos de que exista una clase sucia y desgraciada, no será hecho en at^olu-
to".w Si se ofreciese dinero y descanso suficientes, insistía Shaw con acierto,
la gente se ofrecería a hacerlo.
Su propia preferencia era por recompensas que toman la forma de ocio o
"libertad"; los que siempre serán, sostenía él, el incentivo más fuerte y la me­
jor compensación para el trabajo que trae consigo escasa satisfacción in­
trínseca:

En una galería de cuadros encontraremos a una dama primorosamente vestida,


sentada a una mesa sin otra cosa que hacer que informar sobre el precio de algún
cuadro, en especial a todo aquel que se lo pregunte, y hacer el pedido por alguno
de ellos si ello se ofrece. Sostiene muchas pláticas interesantes con periodistas y
artistas, y si se aburre puede leer una novela. (...) Pero la galería tiene que ser
fregada y barrida a diario, y sus ventanas deben mantenerse limpias. Resulta claro
que el trabajo de la dama es mucho más suave que el de la fregadora. Para
equilibrarlos hay que dejarlas que se turnen en el escritorio y en la fregada cada
tantos días o semanas, o de lo contrario, dado que una fregadora y barredora y
limpiadora de primera será posiblemente una pésima mujer de negocios, y una
atractiva mujer de negocios será una pésima fregadora, tendremos que dejar que la
fregadora se vaya a casa y se tome el resto del día, antes que a la dama del
escritorio.17

15 Stewart E. Perry, San Fmnciseo Scavcitgers: Di'r/y Work and lite Pride o f Ownership (Berke-
ley 1978),p.7.
14Shaw, tVomiM'sCiúif |l1|,p.l05.
17 ¡bid., p. 109.
188 T R A B A IO D U R O

El contraste entre la fregadora "de primera clase" y la "atractiva" y primorosa


mujer de negocios combina los prejuicios de clase social y sexo. Si los hace­
mos a un lado, el intercambio periódico del trabajo es menos difícil de imagi­
nar. Después de todo, la dama tendrá que participar en el fregado, el sacudi­
do y el limpiado de su casa (a menos de que tenga allí también una fregadora
a su disposición, como Shaw probablemente lo suponía). ¿Y qué es lo que la
fregadora ha de hacer en su tiempo libre? Tal vez pinte o lea libros sobre arte.
Pero entonces, si bien el intercambio es fácil, es muy posible que la fregadora
misma se resista a él. Uno de los atractivos de la propuesta de Shaw es que
plantea el trabajo duro como una oportunidad para la gente que quiere pro­
teger su tiempo, a fin de que pueda limpiar o fregar o recoger la basura sin
perjuicio de su tiempo libre, y evite, si puede, cualquier otro empleo exigente,
competitivo y consumidor de tiempo. En condiciones adecuadas, el mercado
proporciona una especie de refugio contra las presiones del mercado. El pre­
cio del refugio son tantas horas al día de trabajo duro, lo cual, al menos para
algunos individuos, es un precio que vale la pena pagar.
La principal opción frente a la propuesta de Shaw es la reorganización del
trabajo, de modo que se modifiquen no sus exigencias físicas (pues parto de
la suposición de que no son modificables) sino su carácter moral. La historia
de la recolección de basura en la ciudad de San Francisco ofrece un bello
ejemplo de esta clase de transformación, de la cual brevemente me quiero
ocupar tanto por el interés que ella misma reviste como porque se conecta
útilmente con la exposición precedente acerca del cargo y con el plantea­
miento, aún pendiente, del honor y el poder.

Los barrenderos de San Francisco

Durante los recién pasados 60 años, casi la mitad de la basura de la ciudad


de San Francisco ha sido recogida y desechada por la Sunset Scavenger
Company, una cooperativa propiedad de los trabajadores, o sea los mismos
hombres que manejan los camiones y cargan los botes con desperdicios. En
1978, el sociólogo Stewart Perry publicó un estudio sobre la Sunset, una fina
obra de etnografía urbana y al mismo tiempo una valiosa reflexión en torno
al "trabajo sucio y el orgullo de la posesión", la cual constituye mi única
fuente para los párrafos siguientes. La cooperativa es dirigida democrática­
mente, sus directivos son elegidos de entre los mismos trabajadores y no se
les paga más que a ellos. Obligados en 1930 por el Intemal Revenue Service a
adoptar estatutos de acuerdo con los cuales se les considera "accionistas", los
miembros insistieron, sin embargo, en que eran y seguirían siendo fieles al
programa de los primeros organizadores, "quienes se propusieron formar y
operar una cooperativa [•••] donde cada miembro sea un trabajador y esté
efectivamente comprometido con el trabajo común, y donde cada quien rea­
lice su parte de trabajo y espere que cada uno de los demás trabaje y dé lo
TRABAJO DURO 189

mejor de sí a fin de incrementar las ganancias colectivas".11' En realidad, las


ganancias se han incrementado (por lo general, más que las de los trabaja­
dores manuales), la compañía ha crecido, y sus directivos han demostrado
considerable talento empresarial. Perry piensa que la cooperativa pro­
porciona a los ciudadanos de San Francisco un servicio superior al promedio,
y, lo más importante para nosotros, brinda condiciones de trabajo a sus
miembros, también superiores al promedio. Ello no significa que el trabajo
sea más fácil, más bien la cooperación lo ha hecho más agradable — lo ha
convertido incluso en una fuente de orgullo.19
En cierto modo, el trabajo es de hecho más fácil: la tasa de accidentes entre
los miembros de la Sunset es significativamente más baja que el promedio en
el resto de la industria. La recolección de basura es una actividad peligrosa.
Actualmente, en los Estados Unidos no hay otra actividad cuyos riesgos de
lesión sean mayores (aunque en las minas de carbón los trabajadores están
expuestos a lesiones más graves). La explicación de estas estadísticas no es
clara. La recolección de basura es un trabajo agotador; sin embargo, no mucho
más que otras faenas cuyas estadísticas de seguridad demuestran ser mejores.
Perry sugiere que tal vez exista una relación entre la seguridad y la autova-
loración. "Las 'lesiones ocultas' del sistema de status pueden ser vinculadas
con las lesiones aparentes que la salud pública y los expertos de seguridad
pueden documentar."2" El primer "accidente" de la recolección de basura es
la intemalización de la falta de respeto, y después se siguen los demás. Los
individuos que no se valoran no se cuidan adecuadamente. Si esta aprecia­
ción es acertada, el mejor historial de la Sunset puede relacionarse con la
toma de decisiones compartida y con el sentido de la posesión.
La pertenencia a la Sunset Scavenger Company se distribuye mediante el
voto de los miembros en funciones y, posteriormente, con la adquisición de
acciones (por lo general no ha sido difícil conseguir prestado el dinero nece­
sario, y las acciones han aumentado constantemente de valor). Los funda­
dores de la compañía eran italoestadunidenses, como lo es el grueso de los
miembros actualmente; más o menos la mitad de ellos están emparentados
con otros miembros; un número considerable de hijos ha seguido a sus pa­
dres en el negocio. El éxito de la cooperativa se puede deber en parte a la afa­
bilidad de los miembros entre sí. En cualquier caso, y sin importar qué pue­
da uno opinar sobre la tarea, han hecho de la pertenencia algo bueno. Con
todo, no distribuyen el bien que han creado de acuerdo con la "justa igual-
u Perry, Seaxvttgers |15|, p. 197.
w El estudio de Perry e s por lo tanto, un argumento contra el pesimismo de Oscar Wilde.
"Barrer un crucero enlodado", escribió wilde, "es una ocupación repugnante. Barrerlo con dig­
nidad mental, moral o física me parece un imposible. Barrerlo con alegría sería conmocionante"
(Oscar Wilde, "Soul of M an" [1], p. 268). El trabajo de Perry sugiere que Wilde concede muy
pocas oportunidades a la dignidad, y todavía menos a la alegría. Es de la mayor importancia
cómo el trabajador se sitúe ante su trabajo, sus colegas trabajadores y ante sus conciudadanos.
Sin embargo, no quiero olvidar la observación de Wilde de que la cosa también es distinta según
sea la actividad del trabajador no hay modo de convertir en una ocupación atractiva o intelec­
tualmente estimulante el hecho de barrer o de recoger basura.
20 Perry, Sanvngers (15], p. 8.
190 T R A B A JO D U R O

dad de oportunidades". En Nueva York, en virtud de un poderoso sindicato,


la recolección de basura es también una actividad ampliamente solicitada,
pero en este caso el puesto ha sido convertido en un cargo. Los candidatos
deben calificar para el puesto aprobando un examen de servicio civil.21 Sería
interesante conocer algo acerca de la autovaloración de los hombres que
aprueban este examen y son contratados como empleados públicos. Quizá
ganen más que los miembros de la Sunset, mas no tienen la misma seguridad
ni son dueños de sus puestos. No comparten ni los riesgos ni las oportunida­
des, ni dirigen su propia compañía. Los neoyorquinos se llaman a sí mismos
"personal sanitario", los de San Francisco "barrenderos"; ¿cuál de los dos
tiene mayor orgullo? Si la ventaja reside, como yo pienso, en los miembros
de la Sunset, entonces está estrechamente relacionada con el carácter de la
Sunset: una compañía de compañeros, quienes eligen a sus propios cama-
radas. No hay otra manera de calificar para el puesto que dirigiéndose a los
miembros de la compañía. Sin duda, los miembros buscan hombres que pue­
dan hacer el trabajo necesario, y que puedan hacerlo bien, pero es de suponer
que también buscan buenos compañeros.
No obstante lo anterior, no quiero menospreciar el valor de la sindicaliza-
ción, ya que puede ser otra forma de autogestión y un modo distinto de
hacer funcionar el mercado. No hay duda de que los sindicatos han sido
eficaces en el logro de mejores salarios y mejores condiciones de trabajo para
sus miembros; en ocasiones, incluso, han conseguido romper el nexo entre
los diferenciales de ingreso y la jerarquía destatu s (los recolectores de basura
de Nueva York son el principal ejemplo). Tal vez la regla general deba ser
que si el trabajo no puede ser protegido por un sindicato o regido por una
cooperativa, entonces debe ser compartido entre los ciudadanos —no sim­
bólica o parcialmente, sino de manera general—. En verdad, cuando el traba­
jo sindicalizado o de cooperativa está a disposición de todos (cuando no hay
un ejército de reserva), hay tareas que no son realizadas, sencillamente, si las
personas no se ocupan de ellas. Tal es claramente el caso con la cocina do­
méstica y las labores de limpieza, áreas de trabajo cada vez más ocupadas
por nuevos emigrantes, no por ciudadanos. "(Hoy] poquísimas jóvenes
negras hacen trabajos domésticos", le dijo a Studs Terkel una mujer negra
muy anciana, quien había sido sirvienta toda su vida. "Y me da gusto. Por
eso quiero que mis hijos vayan a la escuela. Esta señora me dijo: Todos uste­
des se andan volviendo igual'. 'Me alegro', dije yo. Ya no va uno a tener que
arrodillarse más."22 Éste es el tipo de trabajo que depende en mucho de su
carácter moral (degradado). Cambiemos el carácter y las tareas podrán con­
vertirse perfectamente en tareas irrealizables, no sólo desde la perspectiva
del trabajador sino también desde la del empleador. "Cuando los sirvientes
son tratados como seres humanos", escribió Shaw, "no vale la pena quedarse
con ellos".23
21 Ibid., pp. 188-191.
72 Studs Terkel, Workiitg (Nueva York, 1975), p. 168.
23 Bemard Shaw, "Maxims for Revolutionists", Man and Superman, en Scven PlatfS (Nueva
York, 1951), p. 736.
TRABAJO DURO 191

Esto no es válido en relación con los recolectores de basura o los traba­


jadores de las minas de carbón, si bien la exigencia de un trato humano
propiciará que toda clase de trabajo sucio o peligroso sea más caro de lo que
era antes. Es interesante preguntar si ello vale para los soldados. Como ya he
dicho, es posible reclutar soldados a través del mercado laboral; a falta de un
ejército de reserva, los alicientes tendrán que equipararse a los de otras
modalidades de trabajo duro, o sobrepasarlos. Dada la disciplina necesaria
para la eficiencia m ilitar, la sindicalización es sin embargo difícil y la
autogestión imposible, y ello bien puede ser el mejor argumento en favor de
un servicio de reclutamiento incluso en tiempos de paz. El reclutamiento es
una manera de compartir la disciplina y, acaso lo más importante, de generar
controles políticos pertinentes para hacer tolerables sus rigores. Algunos
hombres y mujeres gozan con los rigores, pero yo dudo de que haya bastan­
tes como para defender al país. Y mientras el ejército es una carrera atractiva
para quienes esperan convertirse en oficiales, no es atractiva — en una
comunidad de ciudadanos al menos no debería serlo— para quienes hayan
de ocupar los escalafones más bajos. Ser soldado es mucho más prestigioso
que ser recolector de basura, pero comparados con un cabo del ejército, los
barrenderos de San Francisco y los trabajadores sanitarios de Nueva York me
parecen hombres libres.
Lo más atractivo de la experiencia de la Sunset (al igual que en el kibutz
israelí) es la manera como el trabaje) duro se relaciona con otras actividades:
en este caso, las reuniones de los "accionistas", los debates en tomo a las
políticas, la elección de directivos y el ingreso de nuevos miembros. La com­
pañía ha extendido su actividad hasta operaciones de drenaje y aprovecha­
miento de desperdicios, proporcionando empleos nuevos y diversificados
(incluyendo puestos gerenciales) para algunos miembros, aunque todos
ellos, sin importar lo que hagan ahora, han pasado años manejando camio­
nes y cargando tambos de desperdicios. En gran parte de la economía la
división del trabajo se ha desarrollado de muy diversas maneras, y más bien
ha separado las clases más duras de trabajo en vez de integrarlas. Ello es es­
pecialmente cierto en el área de los servicios humanos, en el cuidado que
brindamos a ios enfermos y a los ancianos. La mayoría de esas tareas se
hacen todavía en casa, donde están vinculadas a otra gama de tareas, cuyas
dificultades se ven aliviadas por las relaciones que se sostienen en el ámbito
familiar. No obstante, de manera creciente son labores institucionales, y den­
tro de las grandes instituciones de atención —hospitales, clínicas psiquiátri­
cas, asilos de ancianos— el trabajo más duro, el trabajo sucio, la supervisión
y los servicios más íntimos se delegan al personal de más bajo nivel. Docto­
res y enfermeras, defendiendo su lugar en la jerarquía social, lo ponen sobre
las espaldas de ayudantes, asistentes y sirvientes, quienes hacen para perso­
nas ajenas a ellos, de la noche a la mañana, aquello que sólo imaginaríamos
hacer en casos de urgencia para las personas que amamos.
Es probable que los ayudantes, los asistentes y los sirvientes se ganen la
gratitud de sus pacientes o de los familiares de sus pacientes. Se trata de una
recompensa que no quisiera yo subestimar, mas la gratitud es el modo más
192 TRABAJO DURO

frecuente y manifiesto de recompensa otorgada a doctores y enfermeras,


quienes son los curadores de los enfermos más que sus simples cuidadores.
El resentimiento de estos últimos es bien conocido. W. H. Auden pensaba
claramente en los pacientes, no en el personal de un hospital, al escribir:

... sólo los hospitales nos recuerdan


la igualdad entre los hombres.24

Los asistentes y sirvientes tienen que vérselas por largas horas con situacio­
nes con las cuales sus superiores institucionales se confrontan sólo esporá­
dicamente, y con el hecho de que el público en general no se percate de todo
ello ni quiera percatarse. A menudo cuidan a mujeres y hombres a quienes el
mundo ha desechado (y cuando el mundo desecha, olvida pronto). Mal pa­
gados y sobrecargados de trabajo, plantados en el más ínfimo de los niveles
del sistema de status, son con todo los últimos individuos que brindan alivio
a la humanidad —aunque supongo que a menos de que tengan vocación por
su trabajo, proveen de tan escaso alivio como el que ellos mismos reciben—,
Y a veces son culpables de esas nimias crueldades que aligeran un tanto sus
tareas, y que sus superiores —están convencidos firmemente— cometerían
con la misma facilidad en lugar de ellos.
"Hay todo un conjunto de problemas aquí", ha escrito Everett Hughes,
"que no pueden ser resueltos por el milagro de cambiar la selección social
de quienes son contratados para estas tareas".25 De hecho, si el cuidado de
enfermos y ancianos fuera compartido —si jóvenes mujeres y hombres con
diferentes antecedentes sociales se turnaran como asistentes y sirvientes— la
vida interna en hospitales, clínicas psiquiátricas y asilos de ancianos cambia­
ría para bien. Tal vez un cambio de este tipo se organice mejor a nivel local
que a nivel nacional, de tal modo que se establezca un vínculo entre este tipo
de asistencia social y la ubicación vecinal; incluso podría ser posible, con un
poco de inventiva, atenuar la impersonalidad un tanto rígida del ambiente
en tales instituciones. Sin embargo, tales esfuerzos serán complementarios en
el mejor de los casos. La mayor parte de la labor deberá ser realizada por
personas que la han elegido como oficio, además de que la elección no será
fácil de estimular en una sociedad de ciudadanos iguales. Ya ahora tenemos
que reclutar a extranjeros para sacar adelante gran parte del trabajo duro y
sucio en nuestras instituciones de asistencia social. Si deseamos evitar tal
clase de reclutamiento (y la opresión que por lo común trae consigo), debe­
mos transformar de nuevo el trabajo. "Tengo la impresión", dice Hughes,
"de que [...] el 'trabajo sucio' puede sobrellevarse con mayor facilidad si for­
ma parte del desempeño de un buen papel, de un papel lleno de recompensas
para uno mismo. Una enfermera puede hacer algunas cosas con más gracia
que alguien sin autoridad para hacerse llamar enfermera, reconocida además

21W. H. Auden, "In Time o f W ar" (XXV), en The English Auden: Poems, Essays and Dramatic
WrHings 1927-1939, ed. Edward Mendelson (Nueva York, 1978), p. 261.
B Everett Hughes, The Sociotogical Eye (Chicago, 1971), p. 345.
TRABAJO DURO 193

de 'subprofesional' o 'no-profesional'".26 Tiene toda la razón. Un servicio


nacional podría ser eficaz dado que, al menos por algún tiempo, el papel
desempeñado por un vecino o un ciudadano bastará para efectuar el trabajo
necesario. Mas para un periodo prolongado, el trabajo puede llevarse a cabo
sólo mediante el enaltecimiento del sentido del lugar institucional o pro­
fesional.
Tal enaltecimiento es improbable sin modificiaciones de envergadura en
nuestras instituciones y profesiones; depende, entonces, del resultado de
largas e intensas luchas políticas, del equilibrio de las fuerzas sociales, de la
organización de los intereses, y así sucesivamente. Pero también podríamos
considerarlo de una manera más propicia a la discusión filosófica. Lo nece­
sario es aquello que los chinos llaman "la rectificación de los nombres". En
un sentido, los nombres son hechos históricos y culturales; en otro, están su­
jetos al rejuego del poder social y político. El proceso mediante el cual los
profesionistas y quienes ocupan cargos se aferran al título y al prestigio de
un puesto en particular, a la vez que se desembarazan de sus deberes menos
agradables, es un ejemplo —tal vez el principal— del rejuego del poder. Pero
a menos de que seamos nominalistas radicales, queda pendiente aún la cues­
tión de los nombres. "¿Quién ha de ser llamado 'enfermera' cuando las labo­
res de las enfermeras sean redefinidas? ¿Serán el profesor o el supervisor?
¿Acaso el ayudante de cabecera? ¿O serán más bien aquellos que presten los
servicios más humildes?"27 Ciertamente, deberemos dar el nombre, y todo
aquello que vaya con él, a la persona que se encargue de "las labores de en­
fermería"; a quien (de acuerdo con el diccionario) "atiende y cuida a " los
enfermos. No pretendo reclamar derechos sobre la esencia de la enfermería ni
propongo una argumentación puramente lingüística. Me refiero nuevamente
a las nociones comunes, las que siempre son materia de disputas. Aun así me
parece acertado afirmar que hay una gama de actividades que incluyen los
"servicios humildes" y que son valoradas, en parte al menos, por el hecho de
incluir tales servicios. La dureza del trabajo está vinculada a la gloria, y nunca
deberíamos aceptar tan fácilmente su separación, ni siquiera en nombre de la
eficiencia o del avance tecnológico.
No existe solución fácil o elegante, como tampoco una totalmente satisfac­
toria, para el problema del trabajo duro. Los bienes positivos poseen tal vez
su destino propio, no así los bienes negativos. "Para escapar encarando este
hecho", escribió Shaw, "podríamos afirmar que algunas personas tienen gus­
tos lan descomunalmente raros, que es casi imposible mencionar una ocupa­
ción para la cual no haya alguien con una manía por ella [...] El refrán de que
Dios no creó una tarea sino un hombre o una mujer que la llevaran a cabo es
verdadero hasta cierto punto."2* Sin embargo, esta afirmación no nos lleva
muy lejos. La verdad es que el trabajo duro no resulta atractivo para la ma­
yoría de las mujeres y los hombres que se encargan de él. Cuando eran

)6 Ibid., p. 314.
” ¡b¡d.
24 Shaw, Woman's Cuide [11], p. 107.
194 T R A B A JO D U R O

jóvenes, soñaban con hacer algo distinto, y conforme envejecen, el trabajo se


toma cada vez más arduo. De ahí el comentario de un recolector de basura
de 50 años a Studs Terkel: "Las calles son más largas y los tambos más
pesados. Me estoy haciendo viejo."29
Podemos compartir (y transformar parcialmente) el trabajo duro mediante
alguna especie de servicio nacional; podemos recompensarlo con dinero o
con tiempo libre; podemos hacerlo más gratificante vinculándolo a otros ti­
pos de actividad — política, gerencial y profesional— . Podemos reclutar,
rotar, cooperar y compensar; podemos reorganizar el trabajo y rectificar sus
nombres. Podemos hacer todo esto pero no habremos eliminado el trabajo
duro ni la clase de quienes trabajan duramente. El primer tipo de eliminación
es, como ya he mostrado, imposible; el segundo sólo redoblaría la dureza con
coerción. Las medidas que he propuesto son, en el mejor de los casos, parcia­
les e incompletas. Poseen una finalidad adecuada a un bien negativo: una
distribución del trabajo duro que no corrompa las esferas distributivas con las
cuales se traslapa, llevando pobreza a la esfera del dinero, degradación a la
esfera del honor, debilidad y resignación a la esfera del poder. Hacer que
desaparezca el predominio negativo: tal es el propósito de la negociación co­
lectiva, de la gerencia cooperativista, del conflicto profesional, de la rec­
tificación de los nombres —la política del trabajo duro—. Los resultados de
esta política son indeterminados, y seguramente serán distintos en tiempos y
lugares distintos, además de estar condicionados por las jerarquías y las no­
ciones sociales previamente establecidas. No obstante, serán condicionados
también por la solidaridad, la destreza y la energía de los trabajadores
mismos.

29 Terkel Worting |22l p. 153.


v n . EL TIEMPO LIBRE

El s ig n if ic a d o d e l o c io

A d if e r e n c ia del dinero, el cargo, la educación y el poder político, el tiempo


libre no es un bien peligroso. No puede ser convertido con facilidad en otros
bienes, no puede ser utilizado para dominar otras distribuciones. Aristócratas,
oligarcas y sus imitadores capitalistas gozan, ciertamente, de muchas horas
de tiempo libre, pero como Thorstein Veblen señalaba al final del siglo xix,
con el gozo se propone principalmente la ostentación de riqueza material y
poder, no su adquisición. De ahí que me ocupe yo con brevedad de tales in­
dividuos y de sus placeres. Las formas convencionales de la ociosidad de las
clases acomodadas constituyen, sin embargo, sólo una pequeña parte de mi
tema.
La exposición de Veblen acerca del "ocio honorífico" sugiere, por cierto,
que éste puede ser una ocupación penosa y movida (aunque nunca es trabajo
duro), pues no es suficiente con haraganear, es necesario acumular "eviden­
cia utilizable de un improductivo gasto del tiempo".1 Lo fundamental es, si­
multáneamente, no hacer nada útil y hacer saber al mundo que uno no hace
nada útil. El trajín de una multitud de sirvientes es una gran ayuda. Tero es
un problema que la actividad permisiva de aristócratas y oligarcas no traiga
consigo algún producto material. De ahí que la "evidencia utilizable" ad­
quiera la forma de ingenio para conversar, exquisitas maneras, viajes al
extranjero, entretenimientos espléndidos, "logros cuasi-académicos y cuasi-
artísticos". Es un error suponer, me parece, que una alta cultura depende de
esto —aunque los ociosos y las ociosas a menudo se aventuran en la plástica
y en la literatura o patrocinan a pintores y escritores—. "Todo avance in­
telectual surge del ocio", escribió Samuel Johnson,12 que no se estaba refirien­
do al "ocio honorífico" (y su vida tampoco es ejemplo de ello). En cualquier
caso, la ociosidad de la clase acomodada no sería posible en condiciones de
igualdad compleja. La concentración de bienes necesarios para ello difícil­
mente podría darse; además, sería difícil encontrar sirvientes, o bien éstos no
trajinarían adecuadamente; la inutilidad tendría bajo valor social. Aun así,
estar ocioso, haraganear al paso de las horas, es bueno, al menos en ocasio­
nes; y la libertad de hacerlo —en forma de vacaciones, días festivos, fines de
semana, tardes después del trabajo— es una cuestión central en la justicia
distributiva.

1 Thorstein Veblen, The Thcory o f íhe Leisure Chus (Nueva York, 1953), p. 47. {Teoría de ht clase
ociosa. Fondo de Cultura Económica, la . ed., 1963.)
2 James Boswell, The U fé o f Samuel Johnson, ed. Bergen Evans (Nueva York, 1952), p. 206.

195
m tLTIEMPO UBRE

Para la mayoría de la gente, el ocio simplemente es lo opuesto al trabajo, y


la ociosidad su esencia. La raíz etimológica del griego schole, como la del
hebreo shdbbat, es el verbo "cesar" o "detener".3 Podemos suponer que es el
trabajo que se interrumpe, y cuyo resultado es quietud, paz, descanso (y
también disfrute, juego, celebración). Sin embargo, hay una noción alter­
nativa del ocio que requiere aquí al menos una breve explicitación. El tiempo
libre no es sólo el tiempo "vacante", también es el tiempo que uno tiene a su
disposición. La bella frase "el dulce tiempo propio" no siempre significa que
uno no tiene nada que hacer, sino más bien que no hay nada que uno tenga
que hacer. Podríamos decir entonces que lo opuesto al ocio no es nada más el
trabajo, sino el trabajo necesario, el trabajo bajo las presiones de la Natura­
leza o el mercado, o bien, y ello es más importante, las del capataz o del jefe.
De modo que existe una manera ociosa de trabajar (al paso de uno mismo), y
hay formas de trabajo compatibles con una vida de ocio. "Pues ocio no signi­
fica ociosidad", escribió T. H. Marshall en un ensayo acerca del profe­
sionalismo. "Significa la libertad de elegir las propias actividades, de acuerdo
con las propias preferencias y los propios parámetros acerca de qué es lo
mejor."4 Los profesionales alguna vez reclamaron para sí esta libertad; los
hacía caballeros, pues si bien se ganaban la vida trabajando, lo hacían de una
manera ociosa. No es difícil imaginar un entorno donde esta misma libertad
equivaldría, más que a refinamiento social, a ciudadanía. Consideremos, por
ejemplo, al artesano griego, cuyo propósito en la vida, según se ha dicho, era
el de "preservar su completa libertad personal y de acción para trabajar
cuando se sintiera inclinado y sus deberes como ciudadano se lo permitieran,
para armonizar su trabajo con todas las otras ocupaciones que llenaban [sus
días],5 así como para participar en el gobierno, tener un lugar en las cortes, y
concursar en los juegos y festivales". El cuadro, ciertamente, es ideal; sin em­
bargo, es importante advertir que el ideal es el de un trabajador cuyo tiempo
en su totalidad es tiempo libre, quien no necesita "vacaciones pagadas" a fin
de disfrutar un momento de ocio.
Aristóteles sostenía que sólo del filósofo puede decirse con propiedad que
vive una vida de ocio, pues la filosofía es la única actividad humana perse­
guida sin las restricciones de algún otro fin posterior.6 Cualquier otra ocu­
pación, incluyendo la política, está encadenada a un propósito y en última
instancia no es libre; en cambio, la filosofía es un fin en sí mismo. El artesano
es un esclavo no sólo ante el mercado donde vende sus productos, sino ante
los productos mismos. Supongo que los libros que por lo común le atribui­
mos a Aristóteles no son, por contraste, productos en absoluto, sino meros
subproductos de la contemplación filosófica. No fueron escritos para hacer

3 Véase la discusión de estos términos en Sebastian da Grazia, O fTim e, Work and Ltúsure
(Nueva York, 1962), p. 12; y en Martin Buber, Mases: T/k* Revclation and Ihc Covcnanl (Nueva
York, 1958), p. 82.
4 T. H. Marshall, Class, CHizenslup and Social Dcvelopment (Carden City, N. Y., 1965), p. 159.
s Alfred Zimmem, The Greek Commonwealtlt (Oxford, 1961), p. 271, parafrasea una pasaje de
G. Salvioli, Le Capitalisme dans le monde antique (París, 1906), p. 148.
6 Aristóteles, Ética a Nicómaco, X. 7.
E L T IE M P O U B R E 197

dinero o para ganar una cátedra vitalicia, ni siquiera fama eterna. Ideal­
mente, la filosofía no posee objeto alguno; al menos no es perseguida por ese
objeto, rodemos advertir aquí la raíz (o tal vez sea ya un reflejo) del desdén
aristocrático por el trabajo productivo. Sin embargo, es una restricción, lo
mismo innecesaria que parcializante del significado del ocio, hacer de la no-
productividad su característica central. Que los pensamientos del filósofo no
corrompen el ocio, pero sí la mesa, el jarrón o la estatua del artesano, es una
concepción capaz de satisfacer sólo a los filósofos. Desde un punto de vista
moral, parece más importante que la actividad humana sea dirigida desde
dentro a que no tenga fin externo o resultado material alguno. Y si nos
concentramos en la autodirección del trabajo, una amplia variedad de acti­
vidades con propósito pueden ser llevadas hasta el terreno de la vida del
ocio. El trabajo intelectual es con seguridad una de ellas, no porque sea inútil
—nunca podemos estar seguros de eso— sino porque los intelectuales por lo
común son capaces de definir, de acuerdo con sus propias especificaciones,
el trabajo que realizan. Pero otras clases de trabajo pueden ser también defi­
nidas (planificadas, programadas, organizadas) por los trabajadores mismos,
ya sea individual o colectivamente; y entonces no es descabellado denominar
a esta tarea como "actividad libre", y como "tiempo libre" al tiempo impli­
cado en ella.
Los seres humanos necesitan asimismo la "cesación del descanso", escri­
bió Marx criticando la concepción del descanso en Adam Smith como la con­
dición humana ideal, idéntica a la libertad y a la felicidad. "Ciertamente, la
medida del trabajo parece dada externamente por la meta que se va a lograr
y por los obstáculos para su logro", prosige Marx. "Pero Smith no concibe
que esta superación de obstáculos sea en sí misma un ejercicio de la libertad."
Marx quiere decir que ello en ocasiones puede ser un ejercicio de la libertad
—siempre que "los bienes extemos, dejando de aparecer meramente como
necesidades de la Naturaleza, se convierten en metas que el individuo escoge
para sí"— ? Lo que en parte se encuentra a discusión aquí es el control del
trabajo, la distribución del poder en el lugar de trabajo y dentro de la eco­
nomía en general —cuestión a la cual regresaré en un capítulo posterior—.
Pero Marx también quería insinuar una magna transformación en la manera
como la humanidad se relaciona con la Naturaleza, un escape del reino de la
necesidad, una trascendencia de la vieja distinción entre trabajo y juego.
Entonces no tendremos que hablar, como yo lo he hecho, de una tarea efec­
tuada a paso ocioso o incorporada en una vida de ocio, pues el trabajo sim­
plemente será ocio y el ocio será trabajo: actividad productiva libre, la "vida
en especie" de la humanidad.
Para Marx, el gran fracaso de la civilización burguesa es la realidad de que
la mayoría de las mujeres y los hombres experimenten este tipo de actividad
sólo en momentos esporádicos y raros, como un pasatiempo, y no como el7

7 Kart Marx, citado por Stanley Moore, Marx and lite Chotee bctuxen Socialism and Communism
(Cambridge, Mass., 1980), p. 42. Véase The Gniiidrimse, ed. y ir. David McLellan (Nueva York,
1971), p. 124. [Hay edición del Fondo de Cultura Económica.]
1W E L T IE M P O L IB R E

trabajo de sus vidas, si es que en absoluto llegan a experimentarla. En la so­


ciedad comunista, por contraste, e! trabajo de cada quién será su pasatiempo,
la vocación de cada uno será su ocupación. Mas esta visión, gloriosa y todo,
no es un tema propio de la teoría de la justicia. Si alguna vez llega a rea­
lizarse, la justicia dejará de ser problemática. Nuestro interés reside en la
distribución del tiempo libre en la época anterior a la transformación, al es­
cape y a la trascendencia —es decir, aquí y ahora, cuando el ritmo del trabajo
y el descanso es aún fundamental para el bienestar humano, y cuando al
menos algunas personas no tendrán en absoluto la vida en especie si no con­
siguen una pausa en sus ocupaciones usuales—. Sin importar cómo esté or­
ganizado el trabajo, sin importar cuánto ocio permita, los hombres y las
mujeres necesitarán aún del ocio en el sentido más estrecho y convencional
de "cesación del trabajo" —y tal es la cuestión fundamental.

Dos FORMAS DE DESCANSO

En un estado de ánimo más sombrío, Marx escribió que el trabajo siempre


permanecerá en el reino de la necesidad. El libre desenvolvimiento de las po­
tencialidades humanas sólo es posible más allá de tal reino: "El primer
requisito es el acortamiento del día laboral/"5 Podríamos añadir: "y el de la
semana laboral, y el del año laboral, y el de la vida laboral". Ello fue una
cuestión central en las luchas distributivas, las guerras de clases, del siglo
pasado. El capítulo de Marx acerca del día laboral en el primer volumen de
El capital es una brillante exposición de tales luchas. Por lo que se refiere a la
justicia, sin embargo, está marcado por un dualismo que todo lo penetra (y
que es peculiar, además). Por una parte, Marx insiste en que, desde la pers­
pectiva de la justicia, no existe un argumento que defina la debida duración
del día laboral:
El capitalista se apoya en sus derechos como comprador cuando intenta hacer el
día laboral tan largo como sea posible (...) el trabajador se apoya en sus derechos
como vendedor cuando desea reducir el día laboral a una duración normal y
definida. Se da por tanto una antinomia, derecho contra derecho, cada uno
exhibiendo por igual el sello de la ley de intercambios. Entre derechos iguales,
decide la fuerza.89

Por otra parte, Marx también insiste —ello con un poco más de sensibili­
dad— en que la fuerza puede decidir erróneamente:
En su pasión ciega e incontenible, en su hambre bestial por el superávit, el capital
ignora no sólo los límites morales del día laboral, sino incluso los meramente
físicos. Usurpa el tiempo para el crecimiento, el desarrollo y las actividades
saludables del cuerpo.10

8 Karl Marx, El capital (Nueva York, 1%7), vol. III, p. 820; cf. Moore, Choice [7J, p. 44.
9 Karl Marx, El capital [8], vol. I, pp. 234-235.
10 Ibid., vol I, pp. 264-265.
E L T IE M P O L IB R E 199

Los límites físicos existen con seguridad, sólo que son escalofriantemente
mínimos: "las pocas horas de reposo sin las cuales la capacidad de trabajo
rehúsa absolutamente prestar sus servicios otra vez".11 Si se requiere un tra­
bajo minucioso o inventivo o máximamente productivo, los límites son más
severos; unas cuantas horas no bastan. La productividad se incrementa efec­
tivamente con el descanso, al menos hasta cierto punto; y los capitalistas
razonables, precisamente a causa de su "hambre bestial", deberían encontrar
justificado este punto. Pero ello es cuestión de prudencia o de eficiencia, no de
justicia. Los límites morales son más difíciles de especificar, pues variarán
de una cultura a otra, dependiendo de la noción común de lo que es una vida
humana decorosa. Mas toda noción de la cual tengamos algún registro histó­
rico incluye tanto al descanso como al trabajo, y Marx no tuvo dificultad para
denunciar la hipocresía de los propugnadores en Inglaterra de un día laboral
de 12 horas y una semana laboral de siete días —"¡y esto en un país de par­
tidarios del Sabbat!"—. En verdad, enmarcada dentro de la larga historia del
trabajo y el descanso, entre las decádas 1840 y 1850 Inglaterra parece una
aberración infernal. Si bien el ritmo y la periodicidad del trabajo han sido
radicalmente distintos entre, digamos, labradores, artesanos y trabajadores
industriales, y si bien la duración de los días laborales en concreto manifiesta
grandes variaciones, el año laboral parece tener una forma normativa —al
menos una forma reiterada bajo una variedad de condiciones culturales— .
Cálculos hechos acerca de la antigua Roma, la Europa medieval y la China
rural antes de la revolución, por ejemplo, sugieren algo parecido a una razón
de 2:1 entre días laborales y días de descanso.1112 Y ahí es aproximadamente
donde nosotros nos encontramos hoy en día (cinco hábiles, dos semanas de
vacaciones y de cuatro a siete días festivos oficiales).
Los propósitos del descanso varían de manera aún más radical. La enu­
meración de Marx es típica de liberales y románticos del siglo xix: "tiempo
para la educación, para el desenvolvimiento intelectual, para la realización
de funciones sociales y para el trato social, para el libre juego de [...] las
actividades físicas y mentales".13 La actividad política, que tan importante
papel desempeñaba en el tiempo libre del artesano griego, ni siquiera es
mencionada, y tampoco lo son las ceremonias religiosas. Tampoco aquí tiene
sentido algo que cualquier niño hubiera podido explicarle a Marx: el valor de
no hacer nada, de "pasar" el tiempo —a menos de que el "juego libre" se
proponga abarcar pensamientos casuales, contemplación de las estrellas y
otras fantasías— . Podríamos incorporar aquí la definición de ocio dada por
Aristóteles y decir que el no tener objetivos, ese estado de estar sin metas fi­
jas, es uno de los propósitos característicos del ocio (pero solamente uno).

11 lbiii., 1,264.
12 De Grazia, Tim e [3], pp. 89-90; Neil H. Cheek y William Burch, The Social O rganizalion o f
Leisuiv in Human Society (Nueva York, 1976), pp. 80-84; William L. Parish y Martín King Whyte,
Village and Family in Contemporary China (Chicago, 1980), p. 274. Los cálculos en el caso de China
provienen de un opositor comunista a las formas tradicionales del ocio (véase infra, p. 315).
13 Marx, El capital [8], 1,264.
200 EL TIEMPO LIBRE

Mas sin importar cómo se definan tales propósitos, éstos no determinarán


qué grupo particular de hombres y mujeres ha de tener más o menos dere­
chos al tiempo libre. No hay manera de calificar para el ocio. En efecto, es
posible calificar para ciertas clases de trabajo ocioso, como en el caso de las
profesiones. Análogamente, una persona puede obtener una beca que le
conceda tiempo libre para la investigación o para escribir. La sociedad tiene
interés en ver que las clases de filosofía, digamos, sean impartidas por per­
sonas calificadas, mas no tiene interés alguno en saber quién tiene pensa­
mientos filosóficos o no-filosóficos. El libre juego de los cuerpos y las mentes
es... libre. La cualidad de haraganear no es juzgada. De ahí que el ocio, tal
como es concebido en un tiempo y en un sitio particulares, parece pertenecer
a todos los habitantes de ese sitio en ese tiempo. No existe principio alguno
de selección o exclusión. La antigua asociación de poder con ocio es sólo otra
forma de tiranía. Puesto que yo soy poderoso y puedo exigir obediencia, yo
he de descansar (y tú has de trabajar). Sería más adecuado decir que la
recompensa del poder es su ejercicio, y que la justificación del poder es su
ejercicio consciente o efectivo —y ésta es una forma de trabajo, uno de cuyos
propósitos es que otros puedan descansar— . Así, el Henry V de Shakespeare
repite la apología común en los reyes:

...un burdo cerebro tiene poca idea


qué vigilancia mantiene el rey para preservar la paz
cuyas horas el campesino aprovecha mejor.u

Y nadie sabe cuál de los campesinos realmente las aprovecha "mejor".


Con todo, si bien el argumento hasta aquí cancela los días laborales como
Marx los describía, no exige que toda persona tenga exactamente la misma
cantidad de tiempo libre. De hecho es posible una considerable variedad, e
incluso es deseable en virtud de las muy diversas clases de trabajo que las
personas realizan. En su Intelligenls W oimn's Guíele, Shaw escribe enfática­
mente que la justicia exige "la distribución equitativa del [...] ocio o de la
libertad entre la totalidad de la población".15 Esto es igualdad simple en la es­
fera del ocio: estableceríamos la duración del día laboral sumando las horas
de trabajo y dividiéndolas entre el número de personas. Sin embargo, a la
afirmación de Shaw acerca de la igualdad sigue una magníficamente com­
pleja discusión sobre las diferentes especies de trabajo y de trabajadores. Ya
he citado su argumento de que la gente encargada de barrer y de fregar en la
sociedad debería ser compensada con tiempo libre adicional. Y tampoco tie­
ne escrúpulos para referirse a su propia demanda: "En mi caso particular, a
pesar [...] de que el trabajo de un escritor puede dividirse por lo general en
periodos diarios limitados, yo estoy obligado uSualmente a agotarme tra­
bajando hasta no poder más, después de lo cual me marcho largas semanas a

MWilliam Shakespeare, Henry V, IV:1.


15 Bernard Shaw , The lu telligen l Woman's C uide to Soeialism , C apitalism and faaciam
(Harmondsworth, Inglaterra, 1965), p. 340.
E L T IE M P O L IB R E 201
fin de recuperarme."1617Esto suena bastante razonable; no obstante, debemos
considerar con mayor detenimiento las modalidades mediante las cuales ta­
les esquemas podrían ser justamente adaptados.

Breve historia de las vacaciones

En el año 1960, un promedio de 1 500 fHX) estadunidenses, esto es 2.4% de la


fuerza laboral, se encontraba diariamente de vacaciones.'7 La cifra es extraor­
dinaria, y sin duda nunca había sido tan alta en aquel momento. Las vacacio­
nes tienen por cierto una corta historia, para las mujeres y los hombres
ordinarios muy corta: incluso en los años veinte, informa Sebastian de Grazia,
sólo un pequeño número de asalariados podía jactarse de tener vacaciones
pagadas.'* Esta prestación es hoy en día considerablemente más común, al
ser un aspecto central de todo contrato sindical, y la práctica de "salir" —si
no por muchas semanas, al menos por una o dos— ha empezado también a
generalizarse entre las clases sociales. Las vacaciones se han convertido de
hecho en una norma, de modo que nos sentimos inclinados a considerar los
fines de semana como pequeñas vacaciones, y los años que siguen a la jubi­
lación como una vacación muy larga. Aun así, tales ideas son nuevas. El uso
del sustantivo vacación con el sentido de asueto privado data apenas de la
década de 1870; el verbo vacacionar, del final de la de 1890.
Todo ello empezó como una imitación burguesa del retiro aristocrático de
la corte y de la ciudad a la propiedad campirana.
Dado que muy pocos hombres y mujeres burgueses poseían tales propie­
dades, se retiraban en vez de ello a la orilla del mar o a albergues en las mon­
tañas. Al principio, las ideas acerca del relajamiento y el placer fueron encu­
biertas por ideas acerca de las propiedades curativas del aire limpio y el agua
salada o mineral: de ahí Bath y Brighton en el siglo xvm, donde la gente iba a
comer, a conversar y a pasearse, y también, en ocasiones, a "probar el agua".
Sin embargo, escaparse de la ciudad o del pueblo pronto se hizo popular por
méritos propios, y la respuesta empresarial lentamente multiplicó el número
de las hosterías y abarató las diversiones existentes. La invención del
ferrocarril hizo posible el escape a los trabajadores del siglo xix, pero éstos no
tenían tiempo mas que para la "excursión" —a la playa, regresando el mis­
mo día— . La gran expansión del ocio popular empezó sólo después de la
primera Guerra Mundial, al haber para entonces más lugares a dónde ir, más
dinero, alojamiento barato y, asimismo, al realizarse los primeros proyectos
de previsión comunitaria: playas públicas, parques estatales, etcétera.
Lo fundamental acerca de las vacaciones es su carácter individualista (o
familiar), evidentemente incrementado en gran medida por la llegada del
automóvil. Todo mundo planea sus propias vacaciones, va a donde quiere ir,

16 Ibid., p. 342.
17 De ¿razia, Time (3), p. 467 (cuadro 12).
'* Ibid., p. 66. Estoy en deuda con la exposición de De Crazia aquí y en las pp. 116ss.
202 E L T IE M P O U B R E

hace lo que quiere hacer. Desde luego, el comportamiento vacacional es


altamente típico (especialmente de acuerdo con la clase social), y el escape
que representa va, por lo general, de un conjunto a otro de rutinas.1’ Mas la
experiencia es claramente una experiencia de libertad: alejarse del trabajo,
viajar a un sitio nuevo y distinto, la posibilidad de placeres y emociones. Por
cierto, es un problema que las personas vacacionen en masa, y de manera
creciente, dado que el tamaño de las masas va en aumento; se trata de un
problema distributivo, donde el espacio más que el tiempo es el bien que es­
casea. Sin embargo, no entenderemos el valor de las vacaciones si no subra­
yamos el hecho de que son individualmente escogidas e individualmente
planeadas. No hay dos vacaciones que sean muy parecidas.
No obstante, las vacaciones son planeadas conforme al tamaño del pro­
pósito individual (o familiar). Las vacaciones son mercancía: la gente tiene
que comprarlas —con pago anticipado y dinero prestado; además, sus opcio­
nes se ven limitadas por su poder de compra— . No quiero exagerar este
punto, pues también es verdad que la gente lucha por sus vacaciones: forma
sindicatos, negocia con los patrones, se va a la huelga por "horas libres", días
laborales más cortos, jubilación más temprana, etc. Podemos, por cierto,
entender las horas libres como algo directamente relacionado con el trabajo,
de modo que los individuos puedan escoger, como sugiere Shaw, entre tra­
bajo duro y sucio pero con vacaciones largas, o trabajo ocioso con vacaciones
cortas. Sin embargo, para la mayoría de los trabajadores, ahora mismo, el
tiempo es probablemente menos importante para determinar la forma y
el valor de sus vacaciones que el dinero que estén en condiciones de gastar.
Si los sueldos y los salarios son más o menos iguales, entonces parecería
no haber nada malo en hacer comprables las vacaciones. El dinero es el
vehículo apropiado para el plan individual porque impone las clases adecua­
das de opción: entre el trabajo y su remuneración, por una parte, y los gastos
de esta u otra clase de actividad (o inactividad) de descanso por la otra.
Podemos suponer que la gente con recursos similares hará elecciones dife­
rentes, y el resultado será una distribución compleja y altamente particulari­
zada. Algunas personas, por ejemplo, tomarán pocas vacaciones, o preferirán
no tomarlas para ganar más dinero a fin de rodearse de hermosos objetos, en
vez de escapar a hermosos alrededores. Otros podrán preferir muchas vaca­
ciones cortas; otros más, un largo periodo de trabajo seguido de un largo
periodo de descanso. Hay espacio aquí para la toma de decisiones tanto indi­
vidual como colectiva (en sindicatos o en cooperativas, pongamos por caso).
Mas las decisiones decisivas deben surgir a nivel individual, pues de eso se
tratan las vacaciones. Ostentan el distintivo de su origen liberal y burgués.
En condiciones de igualdad compleja, los sueldos y los salarios no habrán
de ser iguales; sólo serán notablemente menos inequitativos de lo que actual­
mente son. En el mundo pequeño burgués, las mujeres y los hombres aun
arriesgarán su dinero —y también su tiempo— para encontrarse con menos
o con más de lo que otros individuos tienen. A las comunas de fábricas les irá
w Cheek y Burch, Social Organiíalioil 112), cap. 3.
E L T IE M P O U B R E 203

bien o no tan bien, y así tendrán más o menos dinero y tiempo que distribuir
entre sus miembros. Incluso para alguien como Shaw, la duración exacta de
sus "muchas semanas" de descanso y las condiciones en las cuales las pasa,
dependerán, quizá, tanto del éxito de sus piezas teatrales como de las exigen­
cias de su musa. Por otra parte, tan pronto como las vacaciones se convierten
en un aspecto central de la cultura y la vida social — tal como se han
convertido en los Estados Unidos hoy en día—, se requiere cierta forma de
previsión comunitaria. No sólo es necesario asegurarse de que la distribución
no sea radicalmente dominada por la riqueza material y el poder, sino que es
necesario garantizar una gama de opciones y mantener la posibilidad real
del plan individual. De ahí, por ejemplo, la preservación de la fauna y la
flora, sin los cuales ciertos tipos de vacación dejan de ser posibles. Y de ahí
también el gasto de fondos obtenidos de la tributación riscal en parques, pla­
yas, sitios para acampar y demás, a fin de asegurar que haya lugares a dónde
ir para quienes quieran "salir". Si bien la elección que se lleve a cabo —dón­
de ir, cómo alojarse, qué clase de equipo llevar— no será idénticamente res­
tringida en cada caso particular o familiar, cierta gama de opciones debe
estar abierta de manera universal.
No obstante, todo lo anterior da por supuesto el carácter central de las va­
caciones, y es importante insistir ahora en que son una invención de una
época y un lugar determinados. No es la única forma del ocio: es más, a lo
largo de la mayor parte de la historia humana ha sido literalmente ignorada,
y otra forma sobrevive hoy, como alternativa, incluso en los Estados Unidos.
Se trata del día festivo. Cuando los antiguos romanos o los cristianos medie­
vales o los campesinos chinos hacían una pausa en el trabajo, no era para
salir solos o con sus familias sino para participar en celebraciones comunita­
rias. Una tercera parte del año —o más, incluso— se consagraba a conmemo­
raciones civiles, festivales religiosos, onomásticos y demás. Tales eran sus
asuetos, días santos en su origen, y son, con respecto a nuestras vacaciones,
lo que la salud pública es con respecto al tratamiento individual, o el tráfico
masivo con respecto al auto privado. Se los suministraba a todos, de la mis­
ma manera, al mismo tiempo, y eran disfrutados en compañía de otros. Aún
tenemos días festivos de esta especie, si bien se encuentran en franco decai­
miento; reflexionando sobre ellos, será conveniente concentramos en uno de
los más importantes de estos supervivientes.

La idea del Sabbath

De acuerdo con el relato del Deuteronomio, el Sabbath fue instituido como


conmemoración del éxodo de Egipto. Los esclavos trabajaban sin cesar o a
voluntad de sus amos, de modo que los israelitas pensaron que el primer
distintivo de un pueblo libre era que sus miembros disfrutaran de un día fijo
de descanso. El primer mandamiento divino, tal y como aparece en el
Deuteronomio, de hecho tiene a los esclavos como su objeto primario: "que
puedan descansar como tú, tu siervo y tu sierva". (5:14) La opresión a manos
204 E L T IE M P O L IB R E

de los egipcios no se repitió, aunque la esclavitud misma no fue prohibida. El


Sabbath es un bien colectivo. Como Martin Buber ha dicho, es "la propiedad
común" —es decir, de todos los que comparten la vida común— . "Incluso al
esclavo admitido al ámbito hogareño, incluso al ger, al extraño [el residente
extranjero] admitido en la comunidad nacional, debe concedérsele tener
parte en el descanso divino."20 Los animales domésticos también están in­
cluidos —"tu buey, [...] tu asno, [...] tus bestias"— puesto que se supone que
los animales pueden disfrutar del descanso (aunque no puedan irse de va­
caciones).
Max Weber afirmaba que a los extraños y a los residentes extranjeros
debía exigírseles descansar a fin de negarles cualquier ventaja competitiva.21
No existe razón para mantener algo así —no hay evidencia en las fuentes—
que no sea la convicción, no siempre asociada a Weber, de que los móviles
económicos en principio tienen que ser lo primordial. Con todo, es cierto que
incluso en una economía precapitalista sería difícil garantizar el descanso
a todos sin imponerlo al mismo tiempo a todos. Los días festivos requieren
coacción. La prohibición de cualquier tipo de trabajo es algo exclusivo, me
parece, del Sabbath judío; mas, sin cierto sentido general de obligación y
cierto mecanismo para su cumplimiento, no habría días de asueto en absolu­
to. A ello se debe que, mientras la obligación y sus mecanismos han declina­
do, los días festivos han dejado de ser ocasiones públicas, se han vinculado a
los fines de semana, convirtiéndose en partes diferenciadas de una vacación
individual. Podemos ver aquí un argumento en favor de las severas leyes
azules de los Puritanos de la Nueva Inglaterra, las que pueden justificarse de
modo parecido a como la tributación fiscal es justificada: ambas tienen la for­
ma de un cargo al tiempo productivo o de ganancia a beneficio de la previ­
sión comunitaria.
El descanso del SaWath es más equitativo que las vacaciones debido a que
no puede ser comprado: es un bien más que el dinero no puede comprar. Está
prescrito para todos, es disfrutado por todos.22 Esta igualdad posee con­
secuencias expansivas interesantes. Ya que la celebración puede exigir ciertas
clases de comida y vestido, las comunidades judías se sintieron a su vez obli­
gadas a proveer de éstos a todos sus miembros. Así, dirigiéndose a los judíos
que habían regresado con él de Babilonia a Jerusalén, dice Nehemías: "Este
día está consagrado al Señor vuestro Dios. [...] Id y comed manjares grasos,
bebed bebidas dulces y mandad su ración a quien no tiene nada preparado."
(8:9-10) No enviarlas hubiera sido oprimir a los pobres, excluirlos de una
celebración común, y se trataría de una clase de exclusión que no han hecho
nada para merecer. Entonces, como el descanso del Sabbath era compartido,

20 Buber, M ofes [3], p. 84.


21 Max Weber, Ancienl ¡udaiam, tr. H. H. Gerth y Don Martindalc (Nueva York, 1967), p. 33.
22 Según la tradición judia, incluso a los impios en el infierno se les permite descansar en el
Sabbath. De esta manera se fijan lím ites al castigo lo m ism o que al trabajo a través de
concepciones específicas de descanso "necesario". Podríamos decir que el causar dolor en el
Sabballi representaría un castigo "insólito y cruel". (Véase Louis Cinzberg, TheLegendsofthc ¡eu<s,
Filadelfia, 1954, vol. IV, p. 201.)
E L T IE M P O L IB R E 205

se llegó a afirmar que el trabajo para preparar el Sabbath también debía ser
compartido. ¿Cómo iría a descansar el pueblo sin antes haber trabajado?
"Incluso si uno es persona de muy alto rango y no acude habitualmente al
mercado ni efectúa otras tareas del círculo hogareño", escribió Maimónides,
pensando en primer término en los rabinos y los eruditos, "de todas maneras
deberá realizar una de estas tareas para la preparación del Sabbath. [...] En
verdad, cuanto más haga uno en tales preparativos, más digno de encomio
es".23 De esta manera, el universalismo del séptimo día fue extendido, al
menos, también al sexto.
No obstante, podría decirse que ello es sólo otro caso donde la igualdad y
la pérdida de la libertad marchan de la mano. Ciertamente, el Sabbath es
imposible sin el mandamiento general del descanso —o más bien, lo que so­
brevive sin el mandamiento, sobre una base voluntaria, es algo menos que el
Sabbath completo— . Por otra parte, la experiencia histórica del Sabbath no es
una experiencia de privación de la libertad. El incontrovertible sentido
transmitido por la literatura judía, secular como religiosa, muestra que ese
día era ansiosamente esperado y recibido con gozo —justo como un día de
liberación, un día de esparcimiento y ocio—. Como Leo Baeck ha escrito,
estaba pensado "para proveer al alma de un espacio amplio y sublime", y
ello parece haberse conseguido.24*Ni duda cabe que este sentido de espaciosi­
dad se perderá en las mujeres y los hombres que estén fuera de la comuni­
dad de los creyentes pero que, en mayor o menor grado, se encuentren suje­
tos a sus reglas. Mas no es su experiencia lo determinante aquí. El día festivo
es para los miembros, y los miembros pueden ser libres — la evidencia es cla­
ra— dentro de los confines de la ley. Al menos pueden ser libres cuando la
ley es un acuerdo, un contrato social, si bien el acuerdo nunca se fragua indi­
vidualmente.
¿Escogería la gente vacaciones privadas o días festivos? No es fácil ima­
ginar una situación donde la opción se presentase en términos tan agudos y
simples. En cualquier comunidad donde los días festivos sean posibles, ya
existen. Serán parte de la vida común que configura a la comunidad, y darán
forma y significado a las vidas individuales de sus miembros. La historia del
término vacaciones insinúa cuánto nos hemos distanciado de esa vida común.
En la antigua Roma, los días en que no se celebraban festivales religiosos ni
juegos públicos eran denominados dies vacantes, es decir, "días vacíos". Los
días festivos, por el contrario, estaban llenos —de obligaciones pero también
de celebración, llenos de cosas que hacer, de festejos y danzas, de rituales y
representaciones,teatrales— . Entonces era cuando el tiempo maduraba para
generar los bienes sociales de la solemnidad y la efusividad compartidas.
¿Quién hubiera renunciado a días de ésos? Nosotros, sin embargo, hemos
perdido ese sentido de plenitud, y los días que ansiamos son días vacíos, que

23 Citado por Isadore Twcrsky, Inlroduction lo the C n ieof Mahnonides (New Haven, 1940), pp.
113-114.
24 Leo Baeck, The People Israel: The Meaniug o f ]eu>isli F.xistenee, tr. Albert H. Friedlander
(Nueva York, 1964), p. 138.
206 E L T IE M P O L IB R E

podemos llenar nosotros mismos, como nos dé la gana, solos o con nuestras
familias. En ocasiones experimentamos el miedo al vacío —el miedo al reti­
ro, por ejemplo, ahora concebido como una sucesión indefinida de días va­
cíos— .* Mas la plenitud que muchos jubilados ansian, la única que conocen,
es la plenitud del trabajo, no la del descanso. Sospecho que las vacaciones
necesitan el contraste del trabajo; es una parte fundamental de la satisfacción
que aportan. ¿Son lo mismo los días festivos? Tal era la opinión del príncipe
Hal, en el Henry IV, parte I, de Shakespeare:

Si el año entero fuera de juguetones días festivos,


divertirse sería tan tedioso como trabajar;
pero cuando llegan rara vez, que lleguen es anhelado.26

La opinión de Hal es la común, y parece que se corresponde con nuestra ex­


periencia. Pero según los antiguos rabinos, el Sablxith es un gozo anticipado
de la eternidad. El reino mesiánico, que ha de venir en la plenitud de los
días, como dice el viejo refrán, es un Sabbath sin fin (no unas vacaciones inter­
minables).27
Debo hacer notar, con todo, que cada una de las grandes revoluciones ha
supuesto un ataque a los días festivos tradicionales, a los Sabbath, a los días
de los santos, y a los festivales —ataque realizado, en parte, para incrementar
la productividad, en parte para apoyar un esfuerzo general cuyo objetivo es
abolir estilos de vida tradicionales y jerarquías sacerdotales— . Los comu­
nistas chinos ofrecen el ejemplo más reciente: "A causa de supersticiones y
festivales, la producción se ha interrumpido más de 100 días al año, y en al­
gunas áreas hasta 138 días. [...] La clase reaccionaria [ha] usado estas aviesas
costumbres y ritos para esclavizar al pueblo."2* Es probable que en esto haya
algo de razón, mas la esclavitud no es algo obvio y la abolición de los fes­
tivales ha provocado encarnizada oposición. Percibiendo de alguna manera
las razones de tal resistencia, los comunistas han intentado sustituir los días
festivos antiguos por nuevos —el Día del Trabajo, el Día del Ejército Rojo y
demás—, a fin de fomentar nuevas ceremonias y celebraciones. Tara ellos,29

29 O el miedo al desempleo: en nuestra cultura, al menos, los desempleados no perciben su


tiempo como lleno o libre. Podrán tomar una breve vacación cuando acaban de ser despedidos,
pero después de eso su ocio se les convertirá en un fardo: el desempleo equivale a tiempo
muerto. Véase E. Wight Bakke, Cilizena Wilhmil Work (New Haven, 1940), pp. 13-18. Nosotros
entendemos las vacaciones como algo que se ha ganado a través del trabajo útil —como un
descanso merecido—. De ahí que el desempleo sea amenazador no sólo para nuestro bienestar
material sino también para la conciencia de nosotros mismos como miembros respetables de
una sociedad donde cierto esquema de trabajo y descanso ha sido establecido. Un fuerte sentido
ciudadano haría menos amenazador el desempleo: los ciudadanos sin trabajo "trabajarían"
dentro de un desempleo: los ciudadanos sin trabajo "trabajarían" dentro de un movimiento
político orientado a la reforma de la economía o del Estado de beneficencia. En los capítulos xi y
XII volveré a este problema.
26 William Shakespeare, Henry ¡V, parte 1,1:2.
27 Cinzberg, Legenda [22], vol III, p. 99.
29 Parish y Whyte, Villageand Family [22], p. 274.
E L T IE M P O L IB R E 207

como para los revolucionarios franceses en otro tiempo, no hay opción entre
el ocio público y el ocio privado, sino entre dos clases de asuetos públicos.
Mas esa opción podría ser mal interpretada. No es posible extraer días
festivos de un sombrero ideológico. En muchas aldeas, informan dos estu­
diantes de la nueva China, "los tres principales días festivos [revoluciona­
rios] representan poco más que una pausa del trabajo".29 Sin embargo, a
pesar de su identificación con el colectivismo, China podría ser empujada,
sin poder evitarlo, a la distribución del tiempo libre que fuera adoptada ori­
ginalmente por la burguesía europea. Mas si las nuevas comunidades llegan
a desarrollarse allí o en otra parte, las nuevas clases de celebración pública se
desarrollarán con ellas. La ayuda de burócratas vanguardistas no será ne­
cesaria. Los miembros de tales comunidades encontrarán sus propias mane­
ras de expresar sus sentimientos de camaradería y de poner en práctica las
políticas y la cultura que comparten.
Los días festivos y las vacaciones son dos maneras diferentes de distribuir
el tiempo libre. Cada una tiene su propia lógica intema —o con mayor exac­
titud, las vacaciones tienen una lógica única, mientras que cada día festivo
tiene una sublógica peculiar, la cual podemos leer a partir de su historia y
sus ritos— . Es posible imaginar una combinación de días festivos y vacacio­
nes: algo semejante a lo que se conoció en el siglo pasado. Y aunque la com­
binación parezca inestable, mientras dure permitirá con todo la opción entre
políticas distintas. Sin embargo, sería absurdo sugerir que tales opciones
sean restringidas por la teoría de la justicia. El Acuerdo Internacional para
los Derechos Económicos, Sociales y Culturales, de las Naciones Unidas,
incluye en su (muy larga) lista de derechos "días festivos periódicos y paga­
dos" — es decir, vacaciones—.M Mas esto no es definir derechos humanos',
sino simplemente proponer un conjunto particular de medidas sociales, que
no es el mejor por fuerza, o lo mejor, para cada sociedad y cultura. El derecho
que requiere protección es, por completo, de otra especie: no ser excluido de
las modalidades de descanso central al propio tiempo y lugar de uno, disfru­
tar de vacaciones (aunque no de las mismas vacaciones) si éstas poseen im­
portancia especial, participar en los festivales que dan forma a la vida común
dondequiera que exista una vida común. El tiempo libre no tiene una única
estructura moral o justamente necesaria. Lo moralmente necesario es que
su estructura, sea cual fuere, no sea deformada por lo que Marx llamó las
"usurpaciones" del capital, o por el fracaso de la previsión comunitaria cuan­
do ésta haya sido necesaria, o por la exclusión de esclavos, extranjeros y
parias. Libre de estas deformaciones, el tiempo libre será experimentado
y disfrutado por los miembros de una sociedad libre en todas las distintas
formas que ellos puedan inventar colectiva o individualmente.*

*lb id ., p.287.
30 Acuerdo Internacional para los Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Nacio­
nes Unidas, parte I, art. 8o.; véase la discusión de Maurice Cranston, Whal Are Human Righls?
(Nueva York, 1973), cap. 8.
v m . LA EDUCACIÓN

La importancia de las escuelas

T oda sociedad humana educa a sus niños, a sus miembros nuevos y futuros.
La educación expresa lo que tal vez sea nuestro deseo más profundo:
continuar, persistir, pervivir a pesar del tiempo. Es un programa para la su­
pervivencia social, y de tal manera siempre se refiere a la sociedad para la
cual ha sido planeado. Según Aristóteles, el propósito de la educación es
reproducir en cada generación el "tipo de carácter" que habrá de mantener la
Constitución: un carácter especial para una Constitución especial.1 Esta
definición presenta sus dificultades. Es probable que los miembros de la
sociedad no convengan en lo que la Constitución, en su amplio significado
aristotélico, realmente sea, se esté convirtiendo o debiera ser. Es probable
también que no convengan en el tipo de carácter que sería mejor formar, ni
en el método para producir tal carácter. Las escuelas tendrán no sólo que
capacitar a sus alumnos, también tendrán que discriminar entre ellos, y éste
es un asunto ciertamente controvertible.
Así, la educación no es meramente relativa —o mejor, su relatividad no
nos dice todo lo que necesitamos saber acerca de su función normativa y sus
virtudes reales— . Si fuera cierto que las escuelas siempre han servido para la
reproducción de la sociedad tal y como ésta es —con las jerarquías estable­
cidas, las ideologías prevalecientes, la fuerza de trabajo existente— y para
nada más, no tendría sentido hablar de una justa distribución de los bienes
educativos. La distribución aquí se equipararía con la distribución en otras
áreas, y no habría esfera independiente ni lógica interna alguna. Algo se­
mejante bien podría ser cierto si no existiesen escuelas — cuando los padres
tienen que educar a sus hijos o adiestrarlos en sus oficios futuros—. La repro­
ducción social es entonces directa y no mediada; el proceso de discriminación
es efectuado dentro de la familia sin necesidad de la intervención de la co­
munidad, y no existe cuerpo de conocimientos o disciplina intelectual alguna
que se distínga de las crónicas familiares y de los misterios del oficio en arre­
glo a los cuales la Constitución puede interpretarse, evaluarse y discutirse.
Sin embargp, las escuelas, los maestros y las ideas crean y llenan un espacio
intermedio. Suministran un contexto, no el único pero con mucho el más im­
portante, para el desarrollo de la comprensión crítica y la producción y la
reproducción de la crítica social. Esto es un hecho de la vida en todas las
sociedades complejas; incluso los profesores marxistas reconocen la relativa
autonomía de las escuelas (y los estadistas conservadores se preocupan por*

* Aristóteles, The Peiitics, 1337a, tr. Emest Baker (Oxford, 1948), p. 390.

208
LA EDUCACIÓN 209

ella).2 Pero la crítica social es el resultado de la autonomía y por consiguiente


no ayuda a explicarla. Lo más importante es que las escuelas, los maestros y
las ideas constituyen un nuevo conjunto de bienes sociales, concebidos al
margen de otros bienes, que a su vez requieren un conjunto independiente
de procesos distributivos.
Las plazas de enseñanza, las plazas de estudio, la autoridad en las escue­
las, los grados y las promociones, los distintos tipos y niveles de conocimien­
tos: todo ello tiene que ser distribuido, y los esquemas distributivos simple­
mente no pueden reflejar los esquemas de la economía y del orden político,
pues los bienes en cuestión son distintos. Indudablemente, la educación
siempre respalda una forma específica de vida adulta, y el llamado de la
escuela a la sociedad, el llamado de una concepción de justicia educativa a
una concepción de justicia social, es siempre legítimo. Pero al hacer este lla­
mado debemos también prestar atención al carácter especial de la escuela, a
la relación maestro-alumno y a la disciplina intelectual en general. La auto­
nomía relativa es una función de lo que el proceso educativo es y de los bie­
nes sociales que implica luego que deja de ser directo y no mediado.
Quiero hacer hincapié en el verbo ser: lo que el proceso educativo es. La
justicia tiene que ver no sólo con las consecuencias sino también con la expe­
riencia de realizar la educación. Las escuelas llenan un espacio intermedio
entre la familia y la sociedad, y también un tiempo intermedio entre la
infancia y la edad adulta. Se trata sin duda de un espacio y un tiempo para
la capacitación y la preparación, el ensayo, las ceremonias de iniciación,
para los "comienzos" y cosas semejantes; pero ambos constituyen también
un aquí y un ahora que posee importancia propia. La educación distribuye a
las personas no sólo su futuro sino también su presente. Siempre que haya
espacio y tiempo suficientes para tales distribuciones, el proceso educativo
adquiere una estructura normativa típica. No me propongo estudiar algo así
como su "esencia"; simplemente quiero sugerir la concepción más común de
lo que debería ser. Es una concepción que encontramos en muchas socieda­
des distintas y es la única de la cual he de ocuparme. Un cuerpo de maestros
que encara a sus alumnos dentro de una comunidad más o menos circunscri­
ta —aquello que John Dewey denominó "un ambiente social especial"—3
representa el mundo de los adultos e interpreta sus saberes, tradiciones y
ritos. A los alumnos se les concede una moratoria parcial de las exigencias de
la sociedad y la economía. Los maestros, asimismo, se ven protegidos de for­
mas inmediatas de presión externa; enseñan las verdades que entienden
—las mismas verdades— a todos los alumnos que tengan enfrente, y respon­
den a sus preguntas lo mejor que pueden sin consideración a sus orígenes
sociales.
Supongo que ésta no es la manera como las cosas suelen suceder en la
práctica. Es muy fácil suministrar una lista de las intromisiones tiránicas en

2 Véase Samuel Bowles y Herbcrt Cintis, Schooling in Capilalisl America (Nueva York, 1961),
p. 12.
3 John Dewey, Democracy and Educaticm (Nueva York, 1961), pp. 16-22.
210 LA EDUCACIÓN

la comunidad educativa, describir la precariedad de la libertad académica, la


dependencia de los maestros con respecto a patrocinadores y funcionarios,
los privilegios que los alumnos de las clases encumbradas exigen de manera
rutinaria, y todas las expectativas, prejuicios, hábitos de sumisión y auto­
ridad que tanto maestros como alumnos llevan consigo al salón de clase. No
obstante, he de dar por supuesta la realidad de la norma, pues las cuestiones
distributivas más interesantes y difíciles surgen sólo después de hecha esta
suposición. ¿Cuáles son los niños admitidos en las comunidades circuns­
critas? ¿Quiénes van a la escuela? ¿A qué clase de escuela? (¿Qué tan cerrada
es la adscripción?) ¿Qué cosas se estudian? ¿Por cuánto tiempo? ¿Con qué
otros alumnos?
No habré de decir gran cosa acerca de la distribución de los puestos de en­
señanza. Enseñar por lo común es concebido como un cargo, de modo que es
necesario buscar a los individuos calificados y brindar a todos los ciudada­
nos las mismas oportunidades para calificar. Mas la enseñanza es un cargo
especial; exige calificaciones especiales, cuyo perfil preciso debe ser debatido
en consejos locales, juntas de gobierno y comités de selección. Yo subrayaría,
con todo, que mi hipótesis —a saber, que las escuelas constituyen un ámbito
especial y poseen una estructura normativa particular— milita en contra de
la práctica de dejar la educación a las mujeres y a los hombres más ancianos
de la comunidad en su conjunto, o la de alternar a los ciudadanos ordinarios
en los puestos académicos. La razón es que las prácticas de esta índole soca­
van el carácter mediador del proceso educativo y tienden a reproducir la
simple "transmisión" directa de recuerdos autóctonos, tradiciones y des­
trezas. Hablando estrictamente, la existencia de las escuelas está ligada a la
existencia de disciplinas intelectuales, y, de este mcxlo, a equipos de mujeres
y hombres calificados en tales disciplinas.

La “casa de los jóvenes" aztecas

Consideremos por un momento el sistema educativo de los indios aztecas


— un ejemplo exótico, pero no atípico— . En el México antiguo había dos
tipos de escuela. Una era simplemente llamada la "casa de los jóvenes" y a
ella asistía el grueso de los varones. Se impartía instrucción en "el manejo de
las armas, de las artes y los oficios, de la historia y la tradición, y en la obser­
vancia religiosa común"; la "casa" parece haber sido presidida por ciudada­
nos ordinarios, seleccionados de entre los guerreros más experimentados,
quienes "continuaban en barrios especiales la instrucción impartida de ma­
nera más elemental por los ancianos del dan".5 Una clase de educación muy
distinta se suministraba a los descendientes de la élite (y a algunos niños
4 Cf. las propuestas de Rousseau en The Government o f Poland, tr. W illm oore Kendall,
(Indianapolis, 1972), p. 20: "Ante todo, no cometáis el error de convertir la enseñanza en una
carrera." Esto me parece totalmente erróneo.
S G. C. Vaillant, The A ztecsef México (Harmondsworth, Inglaterra, 1950), p. 117. |Hay edición
del Fondo de Cultura Económica.]
LA EDUCACIÓN 211

selectos de las familias plebeyas), una más austera, más rigurosa y también
más intelectual. En escuelas especiales, anexas a recintos sacerdotales y
templos, "era enseñado todo el conocimiento de la época y de la nación: es­
critura y lectura en caracteres pictográficos, adivinación, cronología, poesía y
retórica". Los maestros, "escogidos sin considerar a sus familias sino tan sólo
por su moralidad, sus prácticas, su conocimiento de la doctrina y la pureza
de sus vidas",6 provenían de la clase sacerdotal. No sabemos cómo eran
seleccionados los alumnos; en principio, al menos se exigían cualidades simi­
lares, como quiera que de estas escuelas egresaban los sacerdotes mismos. Si
bien una educación de élite exigía sacrificios y autodisciplina, parece
probable que las plazas en tales escuelas hayan sido ávidamente buscadas,
en especial por los plebeyos ambiciosos. En todo caso, yo doy por supuesta
la existencia de las escuelas de este segundo tipo; sin ellas, las cuestiones dis­
tributivas apenas si se plantearían.
Es posible afirmar que "la casa de los jóvenes" era, igualmente, una insti­
tución intermedia. A menos de que fueran preparadas para ser sacerdotisas,
las jóvenes aztecas permanecían en casa la mayoría de las veces y aprendían
los oficios femeninos de las mujeres más viejas de la familia. Ambos son dos
ejemplos de lo mismo: la reproducción social en su forma directa. Las niñas
permanecerían en adelante en casa, mientras los niños se agruparían en ban­
das para pelear en las interminables guerras contra las ciudades y los pue­
blos vecinos. Pero la selección de un puñado de ancianas para la enseñanza
de las costumbres tradicionales en una "casa de las jóvenes" tampoco podía
constituir un proceso educativo autónomo. Para ello eran necesarios maes­
tros capacitados y probados en el "conocimiento de la doctrina". Dando por
supuesto que hubiera tales maestros, ¿a quién enseñarían?

E s c o l a r id a d b á s ic a : a u t o n o m ía e ig u a l d a d

Para los fines de la educación, la masa de niños y niñas puede ser dividida
de diversas maneras. La más simple y común, de la cual la mayoría de los
programas educativos hasta bien entrados los tiempos modernos no han
sido sino variaciones, tiene esta forma: educación mediada para pocos, edu­
cación directa para muchos. Ésta es la manera como las mujeres y los hom­
bres han sido históricamente distinguidos en sus papeles convencionales
—dominadores y dominados, sacerdotes y legos, clases encumbradas y cla­
ses plebeyas— . Y supongo que también reproducidos, si bien es importante
observar de nuevo que la educación mediada siempre puede producir escép­
ticos y aventureros junto a sus productos más usuales. En cualquier caso, las
escuelas han sido la mayoría de las veces instituciones de élite, dominadas
por el nacimiento y la sangre, o por la riqueza material, el sexo, o el rango
jerárquico, dominando a su vez sobre cargos religiosos y políticos. Mas este*

* Jacques Soustelle, The Daily Life o f llie A zlecs, trad. Patrick O 'Brian (Harmondsworth,
Inglaterra, 1964), pp. 178,175, respectivamente. (Hay edición d d Fondo de Cultura Económica.]
212 LA EDUCACIÓN

hecho tiene poco que ver con su carácter interno, además de que, por cierto,
no hay manera fácil de hacer valer las distinciones necesarias desde el
interior de la comunidad educativa. Digamos que existe un cuerpo de doctri­
na relacionado con el gobierno. ¿A quién se le ha de enseñar? Quienes deten­
tan el poder reclaman la doctrina para ellos y para sus descendientes. Pero a
menos de que éstos se dividan de manera natural en dominadores y domina­
dos, desde el punto de vista de los maestros parecería que la doctrina debería
ser enseñada a todo aquel que se presente y sea capaz de aprenderla. "Si
hubiese una clase en el Estado", escribió Aristóteles, "que sobrepasara a to­
das las demás a la manera como los dioses y los héroes se supone sobrepasan
a los hombres", entonces los maestros podrían concentrarse con razón en tal
clase exclusivamente. "Mas ésa es una suposición difícil de sostener, y en la
vida real no tenemos nada como el abismo entre los reyes y sus súbditos que
Silax, el escritor, dice que existe en la India."7 Así pues, exceptuando a la In­
dia de Silax, ningún niño puede ser excluido justamente de la comunidad
circunscrita donde la doctrina del gobierno es enseñada. Lo mismo es cierto
de otras doctrinas; no se requiere un filósofo para entenderlo.

Hillel sobre el tejado

Un relato tradicional judío representa al gran sabio talmúdico como a un


joven sin recursos con deseos de estudiar en una de las academias de Jerusa-
Ién. El joven ganó dinero cortando leña, pero apenas lo suficiente para man­
tenerse con vida, mucho menos para pagar las cuotas de admisión a los
cursos. Cierta fría noche invernal, estando completamente sin dinero, Hillel
trepó al techo del edificio de la academia y, mirando adentro gracias a la luz
del cielo, prestó atención. Exhausto, se quedó dormido y la nieve lo cubrió
sin tardanza. A la mañana siguiente, los académicos que se habían reunido
advirtieron la figura durmiente tapando la luz. Cuando comprendieron qué
había estado haciendo, de inmediato lo admitieron a la academia, exentán­
dolo de las cuotas. No les importó que estuviera mal vestido, sin un centavo,
que hubiera emigrado recientemente de Babilonia y su familia fuera des­
conocida: era, a todas luces, un estudiante.®
La fuerza del relato depende de un conjunto de suposiciones acerca de
cómo debería ser distribuida la escolaridad. No se trata de un conjunto com­
pleto; un sistema educativo no podría derivarse de esta clase de sabiduría
tradicional. Pero en él hay una noción de la comunidad de maestros y alum­
nos donde no existe sitio alguno para distinciones sociales. Si los maestros
perciben a un probable alumno, lo toman consigo. Al menos, ésa es la forma
como los maestros legendarios, y por tanto ideales, se comportan; no hacen
ninguna de las preguntas convencionales acerca de la riqueza material y el

7 A ristóteles, The Potilics 1332b [1J, p . 370.


* El relato es retomado por Aaron H. Blumenthal, / / 1 Am Only fa r Mysclf: The Sioru o f Hillel
(s. 1., 1974), pp. 2-3.
LA EDUCACIÓN 213

status. Casi con seguridad podríamos encontrar leyendas y biografías reales,


parecidas a la historia de Hillel, en otras culturas. Muchos funcionarios chi­
nos, por ejemplo, empezaron sus carreras como humildes niños granjeros a
quienes el maestro de la aldea había acogido.9 ¿Ésta es la manera como se
supone que los maestros deben comportarse? No conozco la respuesta en el
caso de China, pero me parece que todavía hoy nos inclinamos a aceptar la
moraleja del relato de Hillel. "Satisfacer las necesidades educativas sin
considerar la vulgar irrelevancia de la clase social y el ingreso", escribió R. H.
Tawney, "es parte del honor del maestro".10Cuando las escuelas son exclusi­
vas, se debe a que han sido capturadas por una élite social, no a que sean
escuelas.
Mas no es tan sólo el Estado democrático, o la Iglesia o la sinagoga los que
insisten en escuelas inclusivas donde pueda prepararse a los futuros ciuda­
danos para la vida política o religiosa. La distribución es ahora determinada
por aquello para lo cual la escuela existe, no simplemente por aquello que la
escuela es, o sea, por el significado social de la guerra o del trabajo o del culto
—o de la ciudadanía, que por lo común incluye a lo demás— . No quiero
decir que la democracia exija escuelas democráticas; Atenas tuvo suficiente
sin ellas. Mas si hay un cuerpo de conocimientos que los ciudadanos tengan
que asimilar, o piensen que deben asimilar, a fin de desempeñar sus papeles
sociales, entonces tienen que ir a la escuela, y más tarde todos tendrán que
hacerlo. De ahí que Aristóteles, oponiéndose a las prácticas en su propia ciu­
dad, afirme: "el sistema educativo de un Estado tiene que ser... uno y el mis­
mo para todos, y la previsión de este sistema tiene que ser objeto de acción
pública".1' Esto es igualdad simple en la esfera de la educación, y mientras la
simplicidad se pierde pronto —ya que ningún sistema educativo puede ser
"el mismo para todos"— de todas maneras fija las políticas de una escuela
democrática. La simple igualdad de los alumnos tiene correlación con la
igualdad simple de los ciudadanos: una persona/un voto, un niño/una pla­
za en el sistema educativo, rodem os entender la calidad de la educación
como una forma de la previsión de la beneficencia, en la que los niños, con­
cebidos como futuros ciudadanos, tienen la misma necesidad por saber, y en
la que el ideal de la pertenencia es mejor servido si a todos ellos se les
enseñan las mismas cosas. No puede hacerse depender su educación de su
posición social o de la capacidad económica de sus padres. (Queda abierta la
cuestión de si debería depender de las convicciones morales o políticas de los
padres, pues los ciudadanos democráticos bien podrían disentir en tomo a lo
que los niños necesitan saber; más tarde he de regresar a este asunto.)
La igualdad simple está vinculada a la necesidad: todo futuro ciudadano
necesita educación. Vista desde la escuela, por supuesto, de ninguna manera
la necesidad es el único criterio para la distribución del conocimiento. El*

* Véase el apéndice ("Selected Cases...”) en Ping-Ti Ho, The Ladder o f Suceess in Imperial
China: Aspeéis o f Social Mobility, 1368-1911 (Nueva York, 1962), pp. 267-318.
10 R. H. Tawney, The Radical Tmdiliou (Nueva York, 1964), p. 69.
u Aristóteles, The Pciilics 1332b M . p. 370.
214 LA EDUCACIÓN

interés y la capacidad son al menos muy importantes —como el relato de


Hillel sugiere—. La relación maestro-alumno parece cimentarse, por cierto,
en ambos aspectos. Los maestros buscan alumnos, los alumnos buscan
maestros que compartan sus intereses, y entonces juntos trabajan hasta que
los alumnos hayan aprendido lo que querían saber o llegado tan lejos como
podían. No obstante, la necesidad democrática no es en manera alguna una
imposición política a las escuelas. Los propugnadores de la democracia sos­
tienen, con razón, que todos los niños tienen interés en el gobierno del Estado
y capacidad para entenderlo. Satisfacen las condiciones fundamentales. Pero
también es verdad que no todos los niños se interesan con la misma intensi­
dad ni tienen todos la misma capacidad para entender. Por consiguiente,
luego de encontrarse dentro de la escuela, apenas pueden ayudar, pero em­
piezan por distinguirse ellos mismos.
La manera en que una escuela responda a estas distinciones depende en
gran medida de sus propósitos y de su plan de estudios. Si los maestros se
identifican con las disciplinas básicas necesarias para la actividad política
democrática, intentarán establecer un conocimiento compartido entre sus
alumnos y llevarlos hasta algo parecido a un mismo nivel. La finalidad no es
reprimir las diferencias sino más bien posponerlas, de modo que los niños
aprendan primero a ser ciudadanos —y trabajadores, gerentes, comerciantes
y profesionales después—. Todos estudian las materias que un ciudadano
debe conocer. La escolaridad deja de ser el monopolio de unos cuantos, deja
de exigir automáticamente rango y cargo.12 Dado que no hay accesos pri­
vilegiados a la ciudadanía, no hay modo de sacar más de ella, o de alcanzarla
más rápidamente, desempeñándose mejor en la escuela. La escolaridad no
garantiza nada y sirve para intercambiar muy poco. ¿No es éste un cuadro
aceptable, al menos, de la educación básica? Enseñar a leer a los niños, des­
pués de todo, es un asunto de equidad, incluso si la enseñanza de la crítica
literaria (digamos) no lo es. La meta del maestro que enseña a leer no es pro­
porcionar oportunidades iguales sino lograr resultados iguales. Al igual que
el teórico democrático, supone que todos sus alumnos tienen interés y son
capaces de aprender. No intenta hacer igualmente posible a sus alumnos el
hecho de leer, procura estimularlos a la lectura y ¡es enseña a leer. Tal vez
deberían tener oportunidades iguales para convertirse en críticos literarios,
obtener cátedras, publicar artículos e incluso criticar los libros de otros auto­
res, mas la lectura deben aprenderla naturalmente; deben convertirse en
lectores (incluso si la lectura no compra privilegios). Aquí, la identificación
democrática de la comunidad en general no es tanto reflejada cuanto cum­
plida e incrementada por la práctica democrática en la escuela una vez que
los niños están en ella.

12 De ahí que por lo común se afírme que el valor de la educación de nivel medio, digamos,
se "rebaje" cuando más ampliamente se distribuya; véase el útil análisis de David K. Cohén y
Barbara Neufeld, "The Failure of High Schools and the Progress of Education", en Daedalus,
verano de 1981, p. 79 yassim.
LA EDUCACIÓN 215

El ejemplo japonés

Tal cumplimiento es aún más probable en condiciones contemporáneas


mientras más autónoma sea una escuela dentro de la comunidad en general,
pues la presión para resaltar las diferencias naturales ya existentes entre los
alumnos, para buscar y distinguir a los futuros líderes de la nación, llega casi
totalmente de afuera. En un valioso estudio acerca del desarrollo de la
calidad educativa en el Japón de la posguerra, William Cummings ha afirma­
do que las escuelas pueden suministrar una educación genuinamente común
tan sólo si son protegidas de la intromisión corporativa o gubernamental. In­
versamente, si son protegidas, las escuelas tienen considerables probabilida­
des de generar resultados igualitarios, incluso en una sociedad capitalista.1314
Demos por supuesto, como he venido haciendo, la existencia de comunidades
educativas más o menos circunscritas, y cierta especie de igualdad se deri­
vará de cada grupo de alumnos confrontados con un maestro. Añádase a ello
que cada niño va a la escuela, que hay un plan de estudios común y que el
recinto es sólido y entonces la esfera de la educación será con toda probabili­
dad un lugar altamente igualitario.
Pero sólo entre los alumnos: ellos y los maestros no son iguales; la autori­
dad de los maestros es, por cierto, necesaria para la igualdad entre los estu­
diantes. Los maestros son los guardianes del recinto. En el caso japonés,
explica Cummings, la condición fundamental de la igualdad educativa ha
sido la fuerza relativa del sindicato de maestros.H Para ser más exactos, es
una característica especial del caso en que el sindicato sea socialista. Pero su­
cede que los socialistas, o quienes se denominan a sí mismos de esta manera,
han producido tipos muy distintos de escuelas. Lo que en Japón ha llevado
hasta la igualdad es el hecho de que el sindicato, impulsado por su ideología,
ha resistido las presiones (desigualitarias) de los funcionarios gubernamen­
tales, a su vez presionados por la élite de los jerarcas corporativos. Las escue­
las se han configurado menos por la teoría socialista que por los resultados
naturales de tal resistencia —esto es, la práctica diaria de la autonomía— .
Tenemos, así, maestros independientes, un cuerpo de conocimientos y alum­
nos que necesitan aprender. ¿Qué sucede después? A continuación cito y
comento algunas de las conclusiones de Cummings.
I. "Las escuelas se organizan orgánicamente con un mínimo de dife­
renciación interna. [...] En el nivel de la primaria no hay maestros de espe­
cialidades, tampoco se sondean las capacidades de los alumnos."15 Esto pone
en práctica, sencillamente, la máxima de Aristóteles en torno a las escuelas
democráticas: "La preparación para un fin que es común debería también ser
común en sí misma."16 La diferenciación interna en los primeros años es

13 William Cummings, Eduatllon and F.qnaliti/ in Javan (I’rincetcin, 1980), pp. 4-5.
14 ibid., p. 273.
15 Ibid., p. 274; véase también la p. 154.
16 Aristóteles, The Pohtics 1337a [1|, p. 391.
216 LA EDUCACIÓN

signo de una escuela débil (o de maestros inseguros ante su vocación) que se


rinde ante la tiranía de la raza o la clase social.
2. Los maestros "se esfuerzan por llevar a todos los alumnos hasta [un
nivel común] fomentando condiciones positivas en las cuales todos [ellos]
reciben recompensas, [...] ajustando el paso de la clase a los promedios de
aprendizaje de los alumnos, y confiando en la asesoría que ellos se brindan
mutuamente".17 No puede decirse que el aprovechamiento de los niños más
brillantes sea detenido con tales procedimientos. Que el alumno enseñe es
una forma de reconocimiento, y también es una experiencia de aprendizaje
tanto para el "maestro" como para el alumno, una experiencia de valor real
para la actividad política democrática. Aprender, luego enseñar es la práctica
de una escuela fuerte, capaz de incorporar a los alumnos en su empresa cen­
tral. El efecto consiste en "minimizar la incidencia de alumnos con aprove­
chamiento excepcionalmente bajo".
3. "El [...] plan de estudios es exigente, ajustado a la tasa de aprendizaje
del alumno superior al promedio."1^Otro signo de las escuelas fuertes y de
los maestros ambiciosos. A menudo se afirma que la decisión de educar a
todo mundo necesariamente trae consigo un decremento de las normas. Pero
esto es cierto sólo si las escuelas son débiles e incapaces de resistir las presio­
nes de una sociedad jerárquica. Entre estas presiones incluyo no sólo las exi­
gencias de los líderes empresariales por trabajadores mínimamente capaci­
tados y satisfechos, sino también la apatía y la indiferencia de muchos padres
cautivos en los niveles inferiores de la jerarquía —y la arrogancia de muchos
otros padres anclados en los niveles superiores— . También estos grupos son
socialmente reproductivos, y la educación democrática tiene probabilidades
de generar resultados sólo en la medida en que conduzca a los niños hasta su
propio ámbito. Un aspecto importante del caso japonés puede ser, por consi­
guiente, que "los alumnos pasen más horas en la escuela que sus compañe­
ros en la mayoría de las otras sociedades avanzadas".
4. "La relativa igualdad del aprovechamiento cognoscitivo modera la
propensión de los niños a clasificarse unos a otros. [...] En lugar de ello, se les
orienta a que se que vean a sí mismos trabajando juntos a fin de dominar el
plan de estudios."19 Esta disposición puede verse incrementada aún más por
el hecho de que todos los alumnos —junto con los maestros— comparten la
tarea de limpiar y reparar la escuela. De hecho, no existe personal de
mantenimiento en los planteles japoneses: la comunidad educativa se basta a
sí misma, y solamente consiste de maestros y alumnos. "El mantenimiento
de la escuela es responsabilidad de todos."20 El aprendizaje y el trabajo
compartidos apuntan hacia un mundo de ciudadanos más que a una divi­
sión del trabajo. Y de esta manera se desalientan las comparaciones que la
división del trabajo, al menos en sus formas convencionales, provoca inter­
minablemente.
17 Cummings, ¡upan (13], p. 274; véase también la p. 127.
11 Ibid., p. 275.
19 Ibid.
20 Ibid., p. 117.
LA EDUCACIÓN 217

He omitido varios complicados elementos del análisis de Cummings, que


por el momento no importan. Mi objetivo es sugerir los efectos de la es­
colaridad normativa bajo condiciones democráticas. Estos efectos pueden
resumirse de manera muy sencilla. A cada alumno se le proporcionan los
conocimientos necesarios para una ciudadanía activa, y la gran mayoría de
los alumnos los aprende. La experiencia del aprendizaje es en sí misma demo­
crática, y trae consigo sus propias recompensas de mutualidad y camaradería,
así como de logro individual. Desde luego, es posible reunir niñas y niños en
escuelas con el único fin de no educarlos o de suministrarles una simple alfa­
betización. La educación entonces, ante la ineptitud de las escuelas, será no
mediada y se llevará a cabo en el círculo familiar o en la calle, o bien será me­
diada por la televisión, el cine y la industria de la música, en cuyo caso las
escuelas no serán sino (literalmente) un aparato de sujeción hasta que los
alumnos tengan edad suficiente para trabajar. Las escuelas de este tipo bien
podrán tener muros para mantener a los niños en el interior, pero no muros
para mantener a la sociedad y a la economía afuera. Son edificios huecos, no
centros de aprendizaje autónomo, de modo que será necesaria otra opción
para preparar, no a los ciudadanos, sino a los gerentes y profesionistas de la
siguiente generación —reproduciéndose así, bajo una nueva forma, la vieja
distinción entre la educación directa y la educación mediada, y mante­
niéndose la estructura básica de una sociedad de clases— . Mas la distribución
de los bienes educativos en las escuelas autómonas conduce a la igualdad.

Esc u e l a s e sp e c ia l iz a d a s

La educación democrática empieza con la igualdad simple: un trabajo común


para un fin común. La educación se distribuye equitativamente entre los
niños —o, para ser exactos, a cada niño se le asiste a fin de que domine el
mismo cuerpo de conocimientos—. Esto no significa que a cada quien se le
trate exactamente de la misma manera. El elogio se distribuye de manera
generosa en las escuelas japonesas, por ejemplo, mas no se distribuye igual­
mente a todos los niños. Algunos desempeñan de modo regular el papel de
alumnos-maestros, otros son siempre alumnos. Los niños retrasados y apáti­
cos probablemente reciban una parte desigual de la atención del maestro. Lo
que los mantiene juntos es una escuela fuerte y un plan básico de estudios.
Sin embargo, la igualdad simple es totalmente inadecuada una vez que lo
fundamental ha sido asimilado y logrado el fin común. Posteriormente, la
educación debe configurarse en arreglo a los intereses y capacidades de los
alumnos individualmente considerados. Y las escuelas mismas deben ser en­
tonces más receptivas a los requisitos específicos del mundo del trabajo dia­
rio. Bernard Shaw ha sugerido que a partir de este punto se prescinda de las
escuelas — precisamente porque no pueden ya fijar metas comunes para
todos los alumnos— . Él identifica escolaridad e igualdad simple:
21K LA EDUCACIÓN

Cuando un niño ha aprendido el credo social y el catecismo y puede leer, escribir,


contar y usar sus manos: cuando, en suma, está preparado para abrirse paso en
mitad de las ciudades modernas y realizar labores ordinarias útiles, será mejor que
se le deje descubrir por si mismo qué es lo bueno para él en el camino a la educa­
ción superior. Si llegara a surgir un Newton o un Shakespeare, aprenderá el
cálculo o el arte del teatro sin que tengamos que embutírselos; lo único necesario
será que tenga acceso a libros, maestros y a teatros. Si su mente no quiere ser supe­
riormente educada, debe dejársele en paz por la razón de que su mente sabe qué
es bueno para e lla .1

Ésta es la versión de Shaw de la "deseducación". A diferencia de la versión


propuesta por Ivan Illich en los años setenta, se fundamenta en años de pre­
vio desempeño escolar y de este modo no es disparatada.2122 Quizá, Shaw
tiene razón al afirmar que a las mujeres y a los hombres jóvenes se les debe
permitir diferenciarse a sí mismos y encontrar su camino en el mundo sin los
certificados oficiales. Hemos llegado a exagerar la importancia, si no de la
escolaridad misma, sí la de la escolaridad indefinicíamente prolongada.
La consecuencia es despojar a la economía de su único proletariado legítimo:
el proletariado de los jóvenes, y hacer más difícil la promoción a los escalafo­
nes superiores de lo que debería ser para los verdaderos proletarios.
Sin embargo, no está del todo claro cuánto tiempo tarde alguien en apren­
der su "catecismo social", ni con qué tipo de conocimientos se las puede arre­
glar en una ciudad moderna. Ciertamente, algo más que el conocimiento
callejero, de lo contrario la escolaridad sería innecesaria desde un principio.
Por otra parte, tampoco sería satisfactorio, desde el punto de vista democrá­
tico, que determinados niños salieran rápidamente a las calles mientras los
padres de los demás les compran a éstos una educación a fin de darles acceso
a puestos privilegiados en la ciudad. Por esta razón, todo avance en la edad
de dejar la escuela ha sido una victoria para la igualdad. A cierto nivel, no
obstante, ello tiene que dejar de ser cierto, pues no puede ser que el curso de
una sola vida individual sea igualmente apropiado para todos los niños. Con
relación al curso representado por las escuelas, la afirmación opuesta es más
plausible: nunca habrá una comunidad política de ciudadanos iguales si el
trabajo escolar es el único camino para la responsabilidad adulta. Para algu­
nos niños, más allá de cierta edad la escuela es una prisión (y no han hecho
nada para merecerla), tolerada en virtud de requisitos legales a fin de ob­
tener un diploma. Ciertamente, debería liberarse a tales niños, y ayudárseles
a aprender el oficio que quieren ejercer en la vida laboral. La ciudadanía
igualitaria exige una escolaridad común, cuya extensión concreta es materia
para el debate político, mas no exige una trayectoria educativa uniforme.
Pero ¿qué decir de hombres y mujeres jóvenes que sí desean continuar en
la escuela a fin de, digamos, procurarse una educación general y liberal? Lo

21 Bemard Shaw, 77* Iuldtigcnt Woman's Cuide to Socialista, Capitalista, Somctisin and Fascista
(Harmondsworth, Inglaterra, 1937), pp. 436-437.
72 Véase Ivan ÍUich, Deschoding Socicty (Nueva York, 1972), quien nada dice acerca de cómo
se llevaría a cabo la educación elemental en una sociedad "deseducada
LA EDUCACIÓN 219

más sencillo sería proveerles de tal educación manteniendo abierta la inscrip­


ción más allá del tiempo de dejar la escuela, cancelar el sistema de califica­
ciones, no permitir que haya reprobados, y seleccionar a los alumnos, si ello
es necesario, sólo hasta el final del proceso. Los alumnos estudiarían aque­
llo que es de su interés, sea cual fuere la materia, y continuarían haciéndolo
hasta que su interés por tal o cual materia (o por el mismo hecho de estudiar)
se viera colmado. Después harían algo distinto. Sin embargo, los intereses
son potencialmente infinitos, y de acuerdo con cierta concepción de la vida
humana, se debería estudiar hasta no tener más aliento. Es poco probable
que la comunidad pueda reunir los fondos necesarios para una educación de
esta naturaleza, y no hay razón para suponer que los individuos que dejaran
de estudiar estén moralmente obligados a financiar a quienes sigan hacién­
dolo. Los monjes medievales y los sabios del Talmud, por cierto, eran fi­
nanciados mediante el trabajo de mujeres y hombres comunes, y ello bien
pudo haber sido algo positivo. No obstante, tal apoyo no es una exigencia
moral, no en una sociedad como la nuestra, ni siquiera si las oportunidades
de convertirse en monje o en sabio o su equivalente contemporáneo fueran
iguales para todos.
Tero si la comunidad subvenciona la educación general a ciertos ciudada­
nos suyos, como en la actualidad subvencionamos a los estudiantes de los pri­
meros años en la universidad, entonces tiene que subvencionar a cualquiera
de los ciudadanos que manifieste interés —no sólo en las universidades sino
también, como Tawney señala, "en medio de la rutina de sus vidas labora­
les"—. Tawney, quien dedicó muchos años a una asociación educativa para
trabajadores, la Workers' Educational Association, tiene sobrada razón al
insistir en que una educación superior de esta naturaleza no debería ofrecer­
se exclusivamente en arreglo a "una trayectoria de continua asistencia a la
escuela de los 5 a los 18 años".23 rodemos imaginar una gran variedad de es­
cuelas y cursos que diera preferencia a estudiantes de edades y trayectorias
educativas diversas, funcionando a niveles nacionales y locales, y vinculada
a sindicatos, asociaciones profesionales, fábricas, museos, asilos de ancianos,
y así sucesivamente. En tales entornos, para ser exactos, la escolaridad se ra­
mifica en otras especies menos formales de enseñanza y aprendizaje. La
"comunidad circunscrita" pierde su realidad física y se convierte en una me­
táfora para la distancia crítica. Con todo, en la medida en que estemos distri­
buyendo plazas de estudio (la "universidad de la vida" siempre ha tenido
matrícula abierta), no veo por qué hayamos de renunciar a la idea de la ins­
cripción o ceder mayor distancia de la necesaria. La única extensión de la
educación básica adecuada a una democracia es aquella que ofrezca verda­
deras oportunidades, verdadera libertad intelectual, no sólo a ciertos estu­
diantes congregados de manera convencional, sino también al resto.
No puedo especificar nivel particular alguno de apoyo para tal previsión.
De nuevo, hay aquí espacio piara el debate democrático. Tampoco es el caso
de que, como ciertos radicales de la educación han afirmado, la democracia
13 Tawney, Radical Tmdilhm [10|, pp. 73-79,80.
220 LA EDUCACIÓN

misma sea imposible sin un programa público de educación continua.24 La


democracia peligra sólo si tal programa es organizado de manera antide­
mocrática, no si se le deja de organizar. Como con los monjes y sabios, así
también con los ciudadanos: es algo positivo si pueden estudiar indefinida­
mente, sin propósito profesional alguno, a fin de llevar lo que Tawney de­
nomina "una conducta de vida razonable y humana"; pero el único aspecto
crítico para la teoría de la justicia es que estudios de esta índole no sean
privilegio exclusivo de unos cuantos, escogidos por los funcionarios estatales
por medio de un sistema de exámenes. Para estudiar lo relativo a una "con­
ducta de vida humana" nadie necesita calificar.
Sin embargo, el caso es distinto con respecto a la preparación especializa­
da o profesional. Aquí, el interés por si solo no puede servir como criterio
distributivo, tampoco el interés y la capacidad: existen demasiados indivi­
duos interesados y capaces. Tal vez en el mejor de los mundos posibles edu­
caríamos a tales personas todo el tiempo que fuesen educables. Podría
afirmarse que éste es el único parámetro intrínseco a la idea de educación
—como si mujeres y hombres capaces fueran receptáculos vacíos que ne­
cesitaran ser llenados hasta el borde— . Pero esto equivale a concebir una
educación sin referencia a algún cuerpo particular de conocimientos y a
cualquier sistema de práctica profesional. La escolaridad especializada
simplemente no sigue indefinidamente hasta que el estudiante ha aprendido
todo lo que era posible que aprendiera, se detiene cuando éste ha aprendi­
do algo, cuando se ha familiarizado con el estado de los conocimientos en un
campo específico. Es probable que busquemos, con anticipación, la manera
de aseguramos que ha aprendido tanto y que lo ha aprendido bien. Y si
contamos con una cantidad limitada de dinero que gastar, o si sólo hay un
número limitado de plazas de trabajo que exijan tal preparación especial,
buscaremos con razón un procedimiento para asegurar que puede aprender­
la especialmente bien.
La educación de los ciudadanos es materia de la previsión comunitaria,
una especie de beneficencia. Yo me inclinaría a pensar que una educación
más especializada la concebimos por lo común como una especie de cargo.
Los estudiantes deben calificar para ella. Presuntamente califican exhibiendo
cierto interés y capacidad, pero ni uno ni otra producen nada que se parezca
al derecho a recibir una educación especializada, pues las especializaciones
necesarias son objeto de una decisión comunitaria, y también lo es el número
de plazas disponibles en las escuelas especializadas. Los estudiantes tienen
los mismos derechos a recibir igual consideración para la obtención de una
de las plazas disponibles, que los ciudadanos por lo general con respecto
a la obtención de un cargo. Además, tienen este derecho adicional: que en la
medida en que se les prepare en las escuelas públicas para la ocupación de
un cargo, deben ser igualmente preparados.

24 Véase David Page, "Against Higher Education for Som e", en F.ducníion fo r fVmocraey,
David Rublnstein y Colin Stoneman, comps. (2a. ed., Harmondsworth, Inglaterra, 1972), pp.
227-228.
LA EDUCACIÓN 221
La educación de un caballero, escribió John Milton, deberá preparar a los
niños que la reciban a fin de "desempeñar justa, hábil y magnánimamente
todos los cargos, públicos y privados, en tiempos de paz o de guerra".25 En
un Estado democrático moderno, los ciudadanos adquieren las prerrogativas
y obligaciones de la civilización, pero su educación los prepara sólo para ser
votantes y soldados, o (tal vez) presidentes y generales; pero no para ase­
sorar a los presidentes acerca de los peligros de la tecnología nuclear, ni para
asesorar a los generales acerca de los riesgos de tal o cual plan estratégico, ni
para recetar medicinas, diseñar edificios, enseñar a la generación siguiente,
etcétera. La comunidad política querrá asegurarse de que sus líderes —y
también sus miembros ordinarios— obtengan los mejores servicios y ase­
sorías posibles. El cuerpo de maestros, por su parte, tiene un interés paralelo
en los estudiantes más sobresalientes. De ahí la necesidad de un proceso de
selección destinado a localizar dentro del conjunto de los ciudadanos futuros
un subconjunto de "expertos" futuros. La forma básica de este proceso no es
difícil de acuñar: el examen para el servicio civil universal, que ya he descrito
en el capítulo v, simplemente es introducido en las escuelas. Mas ello origina
grandes tensiones en el tejido de una educación democrática.
Cuanto más exitosa sea la escolaridad básica, más apto será el cuerpo de
los ciudadanos futuros, más intensa la competencia por las plazas avanzadas
en el sistema educativo, y más profunda la frustración de los niños que no
logren calificar.26 Probablemente, las élites establecidas habrán de exigir una
selección cada vez más temprana, de modo que el trabajo escolar de los no
seleccionados se convertirá en un entrenamiento para la pasividad y la resig­
nación. Los maestros de las mejores escuelas se resistirán a tal pretensión, y
también los niños —mejor dicho, los padres de éstos, en la medida en que
sean capaces y estén políticamente prevenidos— . La igualdad en la con­
sideración parecería exigir de hecho tal resistencia, pues los niños aprenden a
ritmos diferentes y despiertan intelectualmente a edades distintas. Cualquier
proceso "de una vez por todas" seguramente será injusto para algunos alum­
nos, también para los jóvenes que hayan dejado de estudiar y comenzado a
trabajar. Por esta razón, debe haber procedimientos de reconsideración y,
más importante, procedimientos para el movimiento tanto lateral como as­
cendente a las escuelas especializadas.
Con todo, presuponiendo un número limitado de plazas, estos procedi­
mientos sólo multiplicarán el número de los candidatos definitivamente
frustrados. No es posible evitarlo, pero esto es moralmente desastroso sólo si
la competencia se refiere no a las plazas escolares y a las oportunidades edu­
cativas, sino al status, al poder y a la riqueza material comúnmente vin­
culadas con el nivel profesional. No obstante, las escuelas no tienen por qué
estar relacionadas con estas tres ventajas. Ningún aspecto del proceso

25 John Millón, "O f Education", en Complete Prese Works o f folm Milton, vol. 11, Em est Sirluck,
ed. (New Haven, 1959), p. 379.
“ Véase la exposición en Cummings, ¡apon (13), cap. 8, en torno al creciente número de
escolares japoneses que compiten por plazas universitarias.
222 LA EDUCACIÓN

educativo requiere el vínculo entre la educación superior y el rango jerár­


quico. Tampoco hay razón para creer que el más apto de los estudiantes ha de
renunciar a su educación si el vínculo se rompiese y a los futuros titulares
de cargos se les pagaran, digamos, "salarios de obreros". Ciertamente, de al­
gunos estudiantes saldrán mejores ingenieros, físicos nucleares y demás, que
de otros. Es tarea de las escuelas especializadas encontrar tales estudiantes,
proveerles de alguna noción de lo que pueden hacer y ponerlos en camino.
La educación especializada es necesariamente el monopolio de los talen­
tosos, o al menos, de aquellos estudiantes más capaces al momento de des­
plegar sus talentos. Mas el monopolio es legítimo. Las escuelas no pueden
evitar establecer distinciones entre sus estudiantes, promoviendo a unos,
rechazando a otros, pero las diferencias que hallen y hagan valer deben ser
intrínsecas al trabajo, no al status del mismo trabajo. Deben referirse al logro,
no a las recompensas económicas y políticas del logro, deben estar orien­
tadas interiormente, al tratarse de cuestiones de elogio y orgullo dentro de
las escuelas y luego dentro de la profesión, pero de valor incierto en ámbitos
más amplios. De valor incierto, pues el logro podrá todavía implicar, con un
poco de suerte, no riqueza material ni poder, sino autoridad y prestigio. Yo
no describo escuelas para santos, sino tan sólo centros de aprendizaje un tan­
to más aislados, que en la actualidad, de la preocupación de "hacerla".

La vida escolar de George O m ell

A estas alturas podría ser útil considerar un ejemplo negativo. En la vasta


literatura sobre las escuelas y la escolaridad no hay ejemplo más perfecta­
mente negativo que el relato de Orwell sobre la \my school, la escuela inglesa
de preparación a que asistiera en la primera década del siglo xx. Se han
suscitado dudas acerca de la exactitud de tal relato, mas en sus aspectos más
pertinentes para mi exposición me parece que podemos presuponer su vera­
cidad.27 El "Crossgates" de Orwell tenía la misión de preparar a los estudian­
tes para el ingreso a escuelas como Harrow e Eton, donde los servidores
públicos ingleses de las clases acomodadas y los profesionistas más sobresa­
lientes eran formados. Una pre¡) school es por definición un centro no autóno­
mo de enseñanza, y la dependencia de "Crossgates" se veía reforzada por el
hecho de que no sólo era una empresa educativa sino también comercial
— una más bien deficiente en tal orden de cosas—. Siendo así, sus propieta­
rios adaptaban su labor, por un lado, a los requisitos de Harrow e Eton, y por
otro, a los prejuicios y ambiciones de los padres de sus alumnos. La primera
de estas fuerzas externas moldeaba el plan de estudios. "La tarea", escribe
Orwell, "era la de aprender exactamente aquellas cosas que dieran al exami­
nador la impresión de que uno sabía más de lo que en verdad sabía, y evitar
todo lo posible por sobrecargar los sesos con cualquier otra cosa. Las asigna­
turas que carecían de valor para los exámenes [...] eran casi totalmente igno-
27 Bernard Crick, Ceiirge Oruvll: A Ufe (Boston, 1980), cuyo capítulo 2 reseña el relato.
LA EDUCACIÓN 223

radas". La segunda fuerza externa determinaba la dirección de la escuela y el


carácter de las relaciones sociales dentro de ella. "Todos los muchachos que
fueran muy ricos eran favorecidos más o menos veladamente. [...] Dudo
que Sims [el prefecto] haya azotado alguna vez a alguno de los muchachos
cuyos padres tenían percepciones anuales superiores a las 2 000 libras."28 Así,
el sistema de clases era reproducido en "Crossgates", ingenuamente por
parte de los jóvenes, deliberadamente por parte de los maestros.
Estas fuerzas externas — las escuelas públicas de élite y los padres que pa­
gaban— no siempre operaban para el mismo fin. "Crossgates" tenía que pro­
porcionar una preparación académica seria, y su éxito en tal misión tenía que
ser exhibido si quería atraer alumnado; por consiguiente, necesitaba no sólo
muchachos ricos sino también listos. Y dado que los padres con los mayores
recursos no necesariamente engendran a seres humanos con las mayores ap­
titudes para desempeñarse bien en los estudios, los propietarios de "Cross­
gates" invertían dinero en un reducido número de alumnos parcial o total­
mente exentos de colegiaturas, buscando a cambio ganancias bajo la forma
de prestigio académico. Orwell era uno de ellos. "Si me hubiera ido 'de pin­
ta', como los muchachos prometedores hacen a veces, me imagino que [Sims]
se hubiera deshecho de mí rápidamente. Resulta que, llegada la hora, obtuve
de él dos becas, y sin duda las aprovechó plenamente en su folletena."28 De
este modo, en el entorno profundamente antintelectual de la y>rep school se
preparaban unos cuantos intelectuales potenciales, jóvenes intranquilos, a
ratos agradecidos, a ratos resentidos y en ocasiones rebeldes. Tolerados por
su capacidad, estaban expuestos a cientos de mezquindades a fin de que
aprendieran aquello que los otros muchachos veían como lo más natural:
que nadie contaba en realidad a menos de que fuera rico, y que la mayor
virtud no era la de ganar dinero sino únicamente la de tenerlo. A Orwell se le
invitó a que calificara para la superación educativa y más tarde para un
cargo burocrático o profesional — pero sólo dentro de un sistema donde la
más alta calificación era hereditaria—. Si bien los padres adinerados com­
praban ventajas para sus hijos, a éstos se les enseñaba a exigir tales venta­
jas como si se tratara de sus derechos. No se les enseñaba mucho más. Tal y
como Orwell lo ha descrito, "Crossgates" es la perfecta ejemplificación de la
tiranía de la riqueza material y la clase social en la esfera de la educación.
Sospecho que cualquier escuela de preparación planeada como empresa
comercial será un instrumento de tiranía —de una de estas tiranías especia­
les, por cierto—, pues él mercado no puede ser jamás un ambiente cerrado:
es (y debería ser) un sitio donde el dinero cuenta. De ahí, otra vez, la impor­
tancia de una "preparación" común para todos los alumnos en escuelas fuer­
tes e independientes. Pero ¿cómo evitar que los padres de familia inviertan
su dinero en la preparación adicional de sus hijos? Aunque todos percibieran
los mismos ingresos, unos estarán más dispuestos que otros a utilizar lo que

w Ceorge Orwell, "Such, Such Were the Joys", en The Colhxled Essays. ¡ouriialisw and l eflcrs
o f George Orwell, Sonia Orwell e lan Angus, comps. (Nueva York, 1968), vol. III, p. 336.
v lbid„ p.343.
224 LA EDUCACIÓN

tienen para la educación de sus hijos. En caso de que escuelas como "Cross-
gates" fueran abolidas y legalmente prohibidas, aun así los padres podrían
contratar a instructores privados. O bien, si poseen los conocimientos su­
ficientes, ellos mismos podrán instruir a sus hijos: serán profesionales y
titulares de cargos imbuyendo sus instintos de supervivencia y colocación;
serán los transmisores de las costumbres típicas de su clase social.
Sin separar a los hijos de sus padres, no hay manera de evitar algo seme­
jante. Sin embargo, ello puede desempeñar un papel mayor o menor en la
vida social en general. El apoyo de los padres de familia a escuelas como
"Crossgates", por ejemplo, variará de acuerdo con lo escarpado de la jerar­
quía social y con un número de puntos de acceso a la preparación especializa­
da y a los puestos oficiales. A OrweII se le advertía que, o presentaba buenos
exámenes, o acabaría como un "insignificante office boy ganando 40 libras
anuales".30 Su destino habría de resolverse indefectiblemente a los 12 años. Si
esto es un testimonio fidedigno, entonces "Crossgates" parece casi como una
institución razonable —opresora tal vez, pero no irracional— . Supongamos,
con todo, que el cuadro fuera distinto. Supongamos que el desprecio con que
ese individuo pronunció la atroz frase: "office boy ganando 40 libras al año", y
el temblor con el cual el alumno la escuchó hayan sido injustificados. Supon­
gamos que los cargos estuvieran organizados de manera distinta a como lo
eran en 1910, de modo que los "muchachos" pudieran moverse hacia arriba
(o en tomo) de esos mismos cargos. Supongamos que las escuelas públicas
fueran un medio (aunque no el único) de encontrar un trabajo interesante y
prestigioso. Entonces "Crossgates" empezaría a parecer poco atractivo a los
padres, tal como lo era para muchos de sus hijos. La "preparación" sería me­
nos crítica, el examen menos atemorizante, y el espacio y el tiempo dispo­
nibles para el estudio se incrementarían notablemente. También las escuelas
especializadas requieren alguna independencia ante la presión social si han
de cumplir con su cometido —y de ahí la necesidad de una sociedad organi­
zada para permitir tal independencia— . Las escuelas no pueden nunca ser
íntegramente independientes, pero si han de poder serlo en su totalidad es
preciso que existan restricciones en otras esferas distributivas, restricciones
aproximadamente del tipo que ya he descrito, restricciones a lo que el dinero
puede comprar, por ejemplo, y a la extensión y a la importancia del cargo.

A s o c ia c ió n y se g r e g a c ió n

La educación básica es materia de coacción. En sus niveles inferiores, al me­


nos, las escuelas son instituciones a las cuales los niños tienen que acudir:

El escolar gimiente, con su mochila


y el rostro reluciente de mañana, arrastrándose como caracol,
indispuesto hacia la escuela

30 Ibiii., p. 340.
LA EDUCACIÓN 225

es un personaje típico en muchas diversas culturas.31*En la época de Shakes


peare, el factor que impelía al muchacho indispuesto hacia la escuela era la
voluntad de sus padres; el Estado no hacía obligatoria la asistencia. La edu­
cación de los niños dependía de la riqueza material, la ambición y la cultura
de los padres. Ello nos parece una dependencia errónea: en primer lugar,
porque la comunidad en su conjunto tiene interés en la educación; en segun­
do, porque se presupone que los niños mismos tienen tal interés, si bien no
puedan entenderlo aún. Ambos intereses miran hacia el futuro, a lo que los
niños llegarán a ser y al trabajo que realizarán, y no, o no únicamente, a lo
que sus padres son, ni a su posición social ni a su riqueza material. La previ­
sión comunitaria satisface del mejor modo estos intereses, pues ésta también
mira hacia adelante y se propone incrementar la competencia de los indivi­
duos y la integración de los (futuros) ciudadanos. Mas se trata necesariamente
de una previsión de índole especial, cuyos destinatarios no son matriculados
sino reclutados. Aboliendo el reclutamiento, los niños se verán limitados no
a sus propios recursos, como mantienen los defensores de la "desescolariza-
ción", sino a los recursos de sus padres.
Dado que son sujetos a reclutamiento, los escolares son como soldados y
prisioneros, y se diferencian así de los ciudadanos ordinarios, quienes deci­
den por sí mismos lo que han de hacer y con quiénes se han de asociar. No
obstante, no conviene recurrir demasiado ni a tal similitud ni a tal diferen­
cia.33 Los prisioneros son "reformados" en ocasiones, y el entrenamiento que
reciben es útil a veces para la vida civil, pero nos engañaríamos si creyéra­
mos que tal educación es el propósito principal de las prisiones o los ejérci­
tos. Estas instituciones se conforman según los propósitos de la comunidad,
no según los de los individuos que se ven arrastrados a ellas. Los soldados
cumplen sirviendo a su país, los prisioneros "cumplen" un periodo. Mas los
escolares cumplen sirviéndose a sí mismos en un importante aspecto. La dis­
tribución de las plazas en la prisión, y en ocasiones las plazas en el ejército, es
una repartición de males, sufrimientos y riesgos sociales. Tero no es mera­
mente una ficción de los adultos que las plazas escolares son bienes sociales.
Los adultos hablan de su propia experiencia cuando afirman eso, y anticipan
los puntos de vista que los niños algún día mantendrán. Y desde luego, los
adultos también recuerdan que los niños, en las horas después de la escuela,
son libres de una manera que ellos no pueden menos que envidiar a causa de
que nunca habrán de recuperarla.
De todas maneras, la asistencia a la escuela es obligatoria; debido a esta
obligatoriedad no solamente se distribuyen las plazas: los niños mismos son
distribuidos entre las plazas disponibles. Las escuelas públicas no poseen
existencia a priori sino que tienen que ser constituidas y recibir alumnos a
través de decisiones políticas. Un principio de asociación es necesario por

31 William Shakespeare, As Yon Ukr U, 11:5.


31 Véase la exposición de Michael Foucault del 'continuo carcelario", que comprende a las
prisiones, los ejércitos, las fábricas y las escuelas, en Discipline and Puniste The Birth o f ihe Prisión,
tr. Alan Sheridan (Nueva York, 19^>), pp. 293-308. Foucault abusa de las analogías.
226 LA EDUCACIÓN

consiguiente. ¿Quién asistirá a la escuela y con quién? Se trata de una cues­


tión distributiva en dos sentidos: primero, porque el contenido de los planes
de estudio varía de acuerdo con el carácter de sus destinatarios. Si los niños
son asociados como futuros ciudadanos, se les enseñarán la historia y las
leyes de su país. Si son asociados como creyentes de tal o cual religión, estu­
diarán cánones y teología. Si son asociados como trabajadores futuros,
recibirán una educación "vocacional"; si como profesionistas futuros, una
educación "académica". Si se reúne a los estudiantes brillantes, se les ense­
ñará según cierto nivel; a los mediocres se les enseñará según otro. Los ejem­
plos pueden ampliarse indefinidamente para hacerlos corresponder con el
sistema de las diferencias humanas y sociales prevalecientes. Incluso si
suponemos, como he venido haciendo, que los niños son asociados como
ciudadanos y se les provee de una educación común, sigue siendo cierto que
no pueden estudiar todos juntos, por lo cual debe segregárseles en escuelas y
en salones de clase. Cómo haya de lograrse esto sigue siendo un problema
distributivo, puesto que, en segundo lugar, los niños son los recursos de ellos
mismos: son camaradas y rivales desafiándose y ayudándose mutuamente,
construyendo lo que bien podrán ser las amistades decisivas de sus vidas
adultas. El contenido del plan de estudios probablemente sea menos impor­
tante que el ambiente humano dentro del cual debe ser cumplido. No es
extraño entonces que la asociación y la segregación sean los temas discutidos
en forma más vehemente dentro de la esfera de la educación. Los padres
desarrollan un interés mucho más vivo en los camaradas que en los textos
escolares de sus hijos. Hacen bien —y no sólo en el sentido cínico de "importa
más a quién conozcas que cuánto sepas", pues debido a que gran parte de lo
que sabemos lo aprendemos de nuestros compañeros, "quién" y "cuánto"
siempre van de la mano.
El azar es el principio distributivo más elemental. Si hemos de reunir a los
niños sin considerar las ocupaciones y la riqueza material de sus padres, sin
considerar sus identidades políticas o religiosas, y si, más aún, hemos de
reunirlos en internados, donde el diario contacto con sus padres tiene que ser
interrumpido, entonces deberemos construir comunidades educativas per­
fectamente autónomas. El maestro podría así confrontarse con sus alumnos
como si ellos no fuesen nada más que alumnos, sin un pasado y un futuro
abierto —sea cual fuere el futuro que la educación les haya de posibilitar— .
Este tipo de asociación ha sido propuesto en ocasiones por grupos izquier­
distas a nombre de la igualdad (simple), y bien podría ser que lograra su
objetivo. Verdad es que la oportunidad para calificar para una preparación
especializada sería más equitativamente distribuida aquí que mediante
cualquier otro procedimiento alterno. Pero la asociación aleatoria represen­
taría un triunfo no sólo para la escuela sino también para el Estado. El niño
que no es más que un alumno no existe: tendría que ser creado, y ello sólo po­
dría lograrse, sospecho, en una sociedad tiránica. En todo caso, la educación
se define de mejor manera como la preparación de individuos específicos,
con identidades, aspiraciones y vidas propias. Esta particularidad es
representada por la fam ilia y defendida por los padres. Las escuelas
LA EDUCACIÓN 227

autónomas son instituciones mediadoras, y mantienen una relación de ten­


sión con los padres (pero no sólo con ellos). Al derogar la educación obliga­
toria se pierde la tensión; los niños se convierten en meros objetos de sus
familias y de la jerarquía social donde sus fam ilias están inmersas. Al
derogar a la familia la tensión se perderá también, y los niños se convertirán
en meros objetos del Estado.
El problema distributivo más grave en la esfera de la educación es el de
hacer de los niños destinatarios comunes de la enseñanza sin destruir lo que
no es común entre ellos, sus particularidades tanto sociales como genéticas.
Yo he de sostener que dadas ciertas condiciones sociales, existe una solución
preferencial a este problema, una forma de igualdad compleja que mejor se
aviene con el modelo normativo de la escuela, por una parte, y con los requi­
sitos de la actividad política democrática, por la otra. Mas no existe una
solución única. El carácter de una institución mediadora puede determinarse
sólo con referencia a las fuerzas sociales entre las cuales media. Siempre ha de
perseguirse un equilibrio, distinto según el tiempo y el lugar.
Al examinar algunas de las posibilidades tomaré mis ejemplos de la so­
ciedad estadunidense actual, considerablemente más heterogénea que la
sociedad inglesa de Orwell y la sociedad japonesa de la posguerra. Aquí, con
mayor claridad que en ninguna otra parte, las exigencias de la educación
básica y las de la igualdad en la consideración entran en contradicción con
situaciones de hecho suscitadas por pluralismos éticos, religiosos y raciales,
por lo cual los problemas de la asociación y la segregación adquieren un
cariz especialmente agudo. No obstante, quiero subrayar de antemano que
tales problemas poseen también una forma general. Los autores marxistas
han manifestado a veces que el advenimiento del comunismo acarrearía el
fin de todas las diferencias enraizadas en la raza y en la religión. Tal vez sea
así. Sin embargo, ni siquiera los padres comunistas habrán de compartir una
filosofía única de la educación (sin importar qué otros valores compartan).
Disentirán acerca de los tipos de escuela que sean mejores para la comunidad
en general o para sus propios hijos, de modo que permanecerá el problema
de si los niños cuyos padres tengan filosofías educativas distintas deberían
asistir a las mismas escuelas. Ésta es, por cierto, una cuestión de envergadura
hoy en día, si bien está oscurecida por diferencias menos intelectuales.
Si nos ubicamos dentro de la escuela, ¿qué principios asociativos parecen
ser los más adecuados? ¿Cuáles son nuestras razones para reunir a este gru­
po particular de niños? A menos de que se compruebe una incapacidad literal
para aprender, no hay razones para la exclusión que tengan que ver con la
escuela en cuanto tal. Las razones para la inclusión son correlativas a las
asignaturas académicas. Las escuelas especializadas reúnen a alumnos califi­
cados, con intereses y capacidades especiales. En el caso de la educación bá­
sica, la razón para reunirlos es la necesidad (dando por supuesto interés y
capacidad). Lo fundamental aquí es la necesidad de cada niño de crecer den­
tro de esta comunidad democrática y tomar su lugar como ciudadano com­
petente. De ahí que las escuelas deban buscar un esquema de asociación que
anticipe el de las mujeres y los hombres adultos en una democracia. Éste es el
228 LA EDUCACIÓN

principio que mejor se adecúa al propósito central de la escuela, pero se trata


de un principio muy genérico. Excluye el azar, pues podemos estar segu­
ros de que los adultos no se asociarán al azar (por definición, en ninguna
comunidad), sin considerar sus intereses, ocupaciones, relaciones sanguíneas
y demás. Pero más allá de eso, hay un número de esquemas de asociación y
formas institucionales que al menos parecen compatibles con la educación de
ciudadanos democráticos.

Escuelas privadas y vales educativos

Ni la educación obligatoria ni un plan común de estudios exige que todos los


niños vayan a los mismos tipos de escuelas o que todas las escuelas guarden
la misma relación con la comunidad política. Es una cualidad del liberalismo
estadunidense que a los empresarios de la educación, a padres de familia con
criterios similares y a organizaciones religiosas se les permita patrocinar
escuelas privadas. Tal vez aquí el principio asociativo se defina mejor como
el interés y la ideología de los padres —aunque debe suponerse que implican
un interés en la posición social y una ideología de clase— . Lo exigido es que
los padres puedan obtener lo que quieren, exactamente lo que quieren, para
sus hijos. Esto no elimina necesariamente el papel mediador de la escuela, a
pesar de que el Estado puede otorgar licencias a escuelas privadas y debido
a eso fijar requisitos comunes para el plan de estudios. Pero los padres tam­
poco quieren siempre para sus hijos exactamente aquello que pueden brin­
darles. Tal vez sean social o intelectual o incluso religiosamente ambiciosos, y
estén ávidos de que sus hijos se vuelvan más prominentes, más refinados o
más devotos de lo que ellos mismos son. Además, los maestros en muchas es­
cuelas privadas poseen un sólido sentido de identidad corporativa y de su
misión intelectual (del cual los maestros de Orwell paladinamente carecían).
De cualquier manera: ¿acaso no se asocian los adultos exactamente de esta
manera, en arreglo a su clase social, o a sus aspiraciones de clase, o a sus con­
vicciones religiosas (o a sus ideas acerca de cómo educar a sus hijos)?
Sin embargo, las escuelas privadas son caras, de modo que los padres no
son igualmente capaces de asociar a sus hijos del modo que más les plazca.
Esta desigualdad parece errónea, sobre todo si las asociaciones se proponen
ser benéficas: ¿por qué habrían de negárseles a niños y niñas tales beneficios
sólo por su nacimiento? Con apoyo público, los supuestos beneficios pueden
ser distribuidos mucho más ampliamente. Tal es la intención del "plan de los
vales", la propuesta de que fondos provenientes del fisco, disponibles para
propósitos educativos, sean entregados a los padres en la forma de vales que
puedan ser empleados en el mercado.” A fin de absorber estos vales serían
fundadas nuevas escuelas de todo tipo, las que se adecuarían a la gama total

33 John E. Coons y Stephen D. Sugarmnn, Edttealioit by Chotee: The Case fi>r Family Control
(Berkeley, 1978).
LA EDUCACIÓN 229

de los intereses y las ideologías de los padres de familia. Algunas escuelas


favorecerán todavía intereses de clase, exigiendo pagos de colegiatura
independientemente y por encima de los vales, a fin de asegurar a los padres
opulentos que sus hijos se asociarán sólo o principalmente con miembros de
su clase social. Por lo demás, haré a un lado esta cuestión, toda vez que existe
un remedio legislativo eficaz para ella. Lo más importante es que el plan de
los vales garantizaría que los niños fueran a la escuela con niños cuyos pa­
dres, al menos, son muy parecidos a los suyos.
El plan de los vales es una propuesta pluralista, pero implica un pluralis­
mo de signo especial, pues mientras el plan bien podría vigorizar institucio­
nes tradicionales como la Iglesia católica, el objeto para el cual específica­
mente se pondría en marcha es la organización de padres cuyos criterios sean
similares. El plan se orienta a la creación de una sociedad donde no existiera
ninguna base geográfica sólida ni una lealtad fincada en las costumbres, sino
más bien una considerable variedad de grupos ideológicos —o mejor dicho,
de grupos de consumidores reunidos por el mercado—. Los ciudadanos se­
rían altamente móviles, desarraigados, y transitarían con facilidad de una
asociación a otra. Sus movimientos equivaldrían a sus elecciones, de modo
que evitarían las interminables discusiones y concesiones de la actividad po­
lítica democrática, cuyos participantes están más o menos permanentemente
compenetrados entre sí. Los ciudadanos en posesión de vales podrían elegir
siempre, en la terminología de Albert Hirschmann, la "salida" en vez de la
"voz".34
Dudo de que pudiera existir entre los ciudadanos una comunidad sufi­
ciente de ideas y sentimientos como para sustentar el plan de los vales —el
que, después de todo, es una forma de previsión comunitaria— . Incluso, un
Estado de beneficencia mínima exigiría relaciones más profundas y fuertes.
En cualquier caso, la experiencia real que los niños tendrían en escuelas
libremente escogidas por sus padres apenas prevé el desarraigo y la fácil
movilidad. Para la mayoría de ellos, la elección de los padres significa casi
con seguridad menos diversidad, menos tensión, menos oportunidades para
el cambio personal, de las que encontrarían en escuelas a las cuales fueran
adscritos mediante una política determinada. Sus escuelas serían más bien
como sus casas. Tal vez una medida como el plan de los vales prevé sus pro­
pias elecciones futuras, pero apenas prevé la amplitud completa de sus
contactos, relaciones de trabajo y alianzas políticas en una sociedad demo­
crática. La elección de los padres podría atravesar las demarcaciones étnicas
y raciales de una manera usualmente vedada a las asignaciones políticas.
Pero incluso esto es incierto, dado que lo étnico y lo racial seguramente serían,
como hoy en día, dos de los principios en arreglo a los cuales las escuelas pri­
vadas son organizadas. Aunque fueran principios aceptables, en la medida
en que no fuesen los únicos en una sociedad pluralista, hay que resaltar que
para ciertos niños en especial sí serían los únicos.

34 Albert O. Hirschmann, Exil, Vmce and Liya/fy: Rrspanses lo Decline o f Firms, Organizalions
m d Slales (Cambridge, Mass., 1970).
230 LA EDUCACIÓN

El plan de los vales presupone participación activa por parte de los padres,
no en en la totalidad de la comunidad sino a escala más reducida, a beneficio
de sus propios hijos. El peligro más grande, me parece, reside en que
expondría a muchos niños a una mezcla de espíritu empresarial despiadado e
indiferencia familiar. Después de todo, incluso los padres diligentes a menu­
do se encuentran ocupados en otros asuntos. En tal circunstancia, los niños
sólo podrán ser defendidos por los agentes estatales, inspectores guberna­
mentales que hacen cumplir un código general. Los agentes, por cierto, ten­
drán qué hacer incluso si los padres toman parte activa y se involucran, pues
la comunidad está interesada en la educación de los niños, tanto como éstos;
los niños no son representados adecuadamente ni por los padres ni por los
empresarios. Mas tal interés debe ser públicamente debatido y se le debe
otorgar una forma específica. Tal es la tarea de asambleas, partidos, movi­
mientos y clubes democráticos. Y es el esquema de asociación necesario para
este trabajo aquello que la educación básica debe prever. Las escuelas priva­
das no se encargan de eso. De esta manera, la previsión comunitaria de bienes
educativos debe adquirir una forma más pública —de lo contrario no contri­
buirá a la preparación de los ciudadanos— . No creo que sea necesario un
asalto frontal a la opción de los padres, siempre y cuando su resultado
principal sea el de proporcionar una diversidad ideológica en los márgenes
de un sistema predominantemente público. En principio, los bienes educa­
tivos no deberían ponerse a la venta, pero la venta es tolerable si no conlleva
(como sucede ahora en Inglaterra) enormes ventajas sociales. Aquí, como en
otras áreas de la previsión comunitaria, mientras más fuerte sea el sistema
público más tranquilos podemos estar con respecto al empleo del dinero den­
tro de tal sistema. Tampoco hay muchos motivos para preocuparse por esas
escuelas privadas que ofrecen educación especializada, siempre y cuando
ofrezcan becas de manera abundante y existan rutas alternas hacia cargos
públicos y privados. Un plan de vales para la escolaridad especializada y la
capacitación impartida en el lugar mismo de trabajo tendrían mucho sentido,
pero ello no serviría para asociar a los niños de acuerdo con las preferencias
de los padres, sino que les permitiría a éstos seguir las propias.

Huellas de talento

La carrera abierta al talento es un principio caro al liberalismo estaduni­


dense, y a menudo se ha afirmado que las escuelas deberían adaptarse a las
exigencias de tal carrera. A los niños que puedan avanzar con rapidez debe
permitírseles que lo hagan, mientras que el trabajo de los alumnos más len­
tos debería ajustarse al ritmo de su propio aprendizaje. Éstos y aquéllos
estarán más contentos, afirman quienes piensan de esta manera, y en su caso
los niños encontrarán a sus auténticos y futuros amigos —y, por cierto, tam­
bién a sus probables cónyuges—. En el curso de sus vidas seguirán asocián­
dose con personas que tendrán aproximadamente la misma inteligencia. Los
padres que crean tener hijos muy inteligentes se inclinarán por este tipo de
LA EDUCACIÓN 231

segregación, en parte a fin de que establezcan los contactos "correctos", en


parte para que no se aburran en la escuela, y en parte también porque piensan
que la inteligencia reforzada es aun más aguda. Con todo, exactamente por
esta razón a menudo se establece una contraexigencia: a saber, que los niños
inteligentes sean distribuidos en toda la escuela a fin de que estimulen y
refuercen a los demás. Ello parecería que utilizamos a los alumnos brillantes
como un recurso auxiliar para los menos brillantes: tratarlos más como
medios que como fines; algo muy parecido al trato que damos a esos jóvenes
saludables y fuertes que sometemos a reclutamiento a fin de que defiendan a
los ciudadanos ordinarios. Pero tal trato parece erróneo si se refiere a alum­
nos cuya educación, se supone, ha de servir a sus propios intereses tanto
como a los de la comunidad. Con todo, si la distribución de los más brillantes
equivale a su utilización, eso depende de nuestra noción del punto de par­
tida natural de su reclutamiento. Si el punto de partida es el domicilio y el
juego cotidianos, por ejemplo, entonces la segregación de alumnos brillantes
puede criticarse plausiblemente, por cuanto que parecería una depaupera­
ción deliberada de la experiencia educativa de los otros alumnos.
En los momentos más críticos de la Guerra Fría, inmediatamente después
de que la Unión Soviética lanzara al espacio su primer cohete, se fomentó la
búsqueda de talentos como una especie de defensa nacional: el reclutamiento
temprano a gran escala de científicos y técnicos, de mujeres y hombres capaci­
tados a quienes necesitábamos o creíamos necesitar. Mas si la comunidad que
queremos defender es una democracia, entonces ninguna forma de recluta­
miento puede preceder al "reclutamiento" de ciudadanos. Ciertamente, los
ciudadanos requieren hoy en día una moderna educación científica; sin ella
apenas estarán preparados para "todos los cargos, tanto públicos como priva­
dos, en tiempos de guerra o paz", y es de suponer que esta educación alentará
a algunos de ellos a proseguir con una u otra especialización científica; por
otra parte, si se necesitaran muchos individuos con tales características, po­
drían ofrecerse alicientes suplementarios. No obstante, no hay necesidad de
separar a los futuros especialistas tan temprano; tampoco hay que darle a
cada uno su denominación adecuada, por así decirlo, antes de que los otros
hayan tenido oportunidad de inspirarse. Hacerlo así es, sencillamente, reco­
nocer la derrota antes de que el "reclutamiento" de ciudadanos haya avan­
zado siquiera a la mitad —reclutamiento al cual se opondrá resistencia en las
escuelas grandes, sobre todo en el nivel de la primaria, como sugiere el ejem­
plo japonés.
Tampoco es cierto que las huellas de talento anticipen los esquemas
asociativos de los ciudadanos adultos. El mundo de los adultos no está
segregado por la inteligencia. Toda clase de relaciones de trabajo, en cual­
quier sentido dentro de la jerarquía del status, exige cierta mezcla; más aún,
la actividad política democrática la exige también. No podríamos concebir
organizar una sociedad democrática sin reunir a individuos con todo tipo y
grado de talentos, o bien carentes de él — no sólo en ciudades y en pueblos
sino también en partidos y en movimientos (para no hablar de burocracias y
ejércitos)— . El hecho de que la gente sea proclive a casarse a su nivel intelec-
232 LA EDUCACIÓN

tual es de escaso interés, debido a que la educación pública en una sociedad


democrática sólo por accidente constituye una capacitación para el matrimo­
nio o para la vida privada en general. Si no hubiera vida pública, o si la ac­
tividad política democrática se viera drásticamente deteriorada, la búsqueda
de talentos sería más fácilmente defendible.
Con todo, es razonable consentir en un empleo más limitado de la segre­
gación, incluso entre los ciudadanos futuros. Existen razones educativas para
separar a niños que tengan dificultades especiales con las matemáticas, pon­
gamos por caso, o con una lengua extranjera. Mas no hay razones educativas
ni sociales para establecer tales distinciones de modo irrestricto y crear
escuelas radicalmente distintas para distintos tipos de alumnos. Cuando algo
así es llevado a cabo, y en especial cuando se trata de una fase temprana del
proceso educativo, no se prevén las asociaciones de los ciudadanos sino que
se reitera el sistema de clases poco más o menos en su forma actual. Los ni­
ños son reunidos principalmente en arreglo a su socialización preescolar y al
ambiente hogareño. Esto es una negación del reclutamiento de la escuela.
Hoy, en los Estados Unidos tal negación bien podrá producir una jerarquía
no sólo de clases sociales sino también de grupos raciales. La desigualdad se
ve redoblada: y ello, como nosotros tenemos razones para saber, es peligroso
en especial para la actividad política democrática.

Integración y transfiortación escolar

Sin embargo, no evitaremos la segregación racial asociando a los niños de


acuerdo con su domicilio o sus juegos, toda vez que en los Estados Unidos los
niños de diversas razas rara vez viven y juegan juntos. Tampoco reciben una
educación común. Estos hechos no son causados principalmente por las dife­
rencias en la cantidad de dinero invertida en su educación o en la calidad de
la enseñanza o el contenido del plan de estudios; tienen sus orígenes en el
carácter social y en las expectativas de los niños mismos. En el ghetto y en es­
cuelas de barriada los niños son preparados, y se preparan unos a otros, para
la vida en el ghetto o en la barriada. El reclutamiento nunca es lo suficiente­
mente estimable como para protegerlos de sí mismos y de su entorno inme­
diato. Son etiquetados y se les enseña a etiquetarse mutuamente por su
ubicación social. La única manera de cambiar todo esto, se afirma con fre­
cuencia, consiste en cambiar la ubicación, separar las escuelas de los vecin­
darios. Ello puede hacerse mudando a los niños del ghetto y de la barriada
fuera de sus escuelas locales, o trayendo otros a niños a éstas. De cualquier
manera, lo que cambia es el esquema de asociación.
La meta es la integración de los ciudadanos futuros, pero no es fácil espe­
cificar qué nuevos esquemas son necesarios para este objetivo. La lógica nos
empuja hacia un sistema público donde la composición social de cada escue­
la sea exactamente la misma — una asociación proporcional, no una aleato­
ria— . Diversas clases de niños serán mezcladas en la misma proporción en
cada escuela ubicada en determinada área, y tal proporción variará según la
LA EDUCACIÓN 233

zona y según el carácter de la población en todas partes. Mas ¿cómo hemos


de identificar las áreas pertinentes? Y ¿cómo hemos de separar a los niños: de
acuerdo con la raza exclusivamente, o de acuerdo con la religión, el grupo
étnico o la clase social? Una proporcionalidad perfecta parecería exigir áreas
que incorporaran la gama más amplia posible de grupos y enseguida la más
detallada separación de sus miembros. Empero, los jueces federales que deci­
dieron tales cuestiones en los años setenta centraron exclusivamente su aten­
ción en unidades políticas establecidas (ciudades y pueblos) y en la inte­
gración racial. "En Boston", declaró el juez William Garrity en una decisión
que exigía una extensa transportación escolar dentro de la ciudad, "la pobla­
ción de las escuelas públicas es aproximadamente dos tercios blanca y un
tercio negra; de manera ideal, cada escuela tendría las mismas proporcio­
nes".35 Ni duda cabe que hay buenas razones para detenerse en este punto;
con todo, vale la pena subrayar que el principio de la asociación proporcio­
nal requeriría una argumentación mucho más elaborada.
Por otra parte, ninguna forma de asociación proporcional prevé las opcio­
nes de los ciudadanos democráticos. Consideremos, por ejemplo, el argumen­
to de multitud de activistas negros dentro y en tomo al movimiento de los
derechos civiles. Incluso en una comunidad política libre de toda mácula de
racismo, insistían, la mayoría de los negros estadunidenses optarían por vivir
juntos, por configurar sus propios vecindarios y dirigir sus instituciones
locales. La única manera de prever tal esquema sería estableciendo de
inmediato el control local. Si las escuelas fueran dirigidas por profesionales
negros y apoyadas por padres de familia negros, el ghetto dejaría de ser un
lugar de desaliento y derrota.36 Según este punto de vista, lo que la igualdad
exige es que la asociación de niños negros con otros niños negros implique
el mismo reforzamiento mutuo que la asociación de niños blancos con otros
niños blancos. Optar por la proporcionalidad es admitir que tal reforzamiento
es imposible —y admitirlo (de nueva cuenta) antes de que haya habido algún
esfuerzo serio por hacerlo funcionar.
Éste es un poderoso argumento, pero actualmente en los Estados Unidos
se le opone una enorme dificultad. La segregación domiciliaria de negros
estadunidenses se distingue en gran manera de la segregación de otros gru­
pos: es mucho más extensiva y mucho menos voluntaria. No prevé el plu­
ralismo en la misma medida en que prevé el separatismo. No es el esquema
que esperaríamos encontrar entre ciudadanos democráticos. En tales con­
diciones, el control local bien podrá frustrar los objetivos de la mediación
educativa. Triunfando los activistas locales, la escolaridad se convertirá en
un medio para la implantación de una muy fuerte identidad de grupo, algo
muy semejante a lo que sucede en las escuelas públicas de un nuevo Estado
35 Véase la discusión crítica de la decisión de Garrity y la "paridad estadística" en general, en
Nathan Clazer, Affimmtive Discrimimliou: Flliuic liwqiiality and Public Paticy (Nueva York, 1975),
pp. 65-66.
34 Congreso de la Igualdad Racial (co re : Congress o f Racial Equality], "A Proposal for
Community School Districts" (1970), en The Creal Schaul Búa Omtnmcrsy, Nicotaus Mills, comp.
(Nueva York, 1973), pp. 311 -321.
234 LA EDUCACIÓN

nacional.37 Los niños serán educados para una ciudadanía más ideológica
que real. No hay razón para que el conjunto de la comunidad cargue con los
gastos de una educación de esta índole. Mas ¿qué tanto nos podemos desviar
de ella mientras sigamos respetando las asociaciones que los negros consti­
tuirían incluso en una comunidad completamente democrática? Más aún:
¿cuánto nos podemos desviar de ella mientras sigamos respetando las asocia­
ciones que otros grupos ya han constituido? Yo no sabría determinarlo, pero
me inclino a pensar que la proporcionalidad estricta lo haría bastante mal.
En una sociedad pluralista doy por supuesto que los adultos constituirán
diversas comunidades y culturas dentro de la comunidad política general,
siempre que puedan asociarse libremente. Lo harán así en un país de emi­
grantes, pero también en otros sitios. Por ese motivo la educación de los ni­
ños tiene que ser dependiente de los grupos —al menos en el sentido de que
la particularidad del grupo, representada concretamente por la familia, es
uno de los polos entre los cuales median las escuelas—. El otro polo es la co­
munidad en general, representada concretamente por el Estado, el que
descansa sobre la cooperación e ¡nvolucramiento mutuo de todos los grupos.
De esta manera, en tanto las escuelas respeten el pluralismo, tendrán que
trabajar para reunir a los niños en arreglo a esquemas que dejen abiertas las
posibilidades para la cooperación. Ello es más importante cuando el esquema
pluralista es involuntario y se ve distorsionado. No es necesario que todas las
escuelas sean idénticas en cuanto a su composición social; lo importante es
que las diversas clases de niños se encuentren dentro de ellas.
En ocasiones esta necesidad exige la llamada (por sus impugnadores)
"transportación escolar forzosa" —como si la educación pública por alguna
razón pudiera prescindir del transporte público— . La aseveración es en
cualquier caso injusta, dado que tcxlas las tareas relativas a la escuela son de
carácter obligatorio. Por esa razón, también lo es la misma escolaridad: lectu­
ra forzosa y aritmética forzosa. Podrá seguir siendo cierto que los programas
de transportación escolar planeados para satisfacer los requisitos de una pro­
porcionalidad estricta representan un tipo de coacción incluso más manifies­
to, una perturbación directa de los esquemas vitales cotidianos. Más aún, la
experiencia estadunidense muestra que las escuelas integradas por alumnos
que viven en entornos separados tienen escasas probabilidades de convertir­
se en escuelas integradas. Incluso las escuelas fuertes corren el riesgo de fra­
casar cuando se les obliga a resolver conflictos sociales generados fuera de
sus muros (los que, por lo demás, continuamente son reforzados en el exte­
rior). Además, resulta claro que los funcionarios públicos han impuesto un
separatismo racial incluso cuando la situación de hecho en la vida cotidiana
pedía, o al menos permitía, diversos esquemas de asociación. Este tipo de
imposición exige enmienda, y la enmienda podrá exigir, ahora sí, trans­
portación escolar. Sería absurdo prohibirla. Asimismo, esperaríamos un

37 Esto es especialmente claro atando los activistas locales hablan una lengua "extranjera”;
véase Noel Epstein, Language, F.lhnicity and tile Schnoh (Instituto for Educational Leadership),
Washington, D. C., 1977.
LA EDUCACIÓN 235

ataque más directo a distribuciones tiránicas en las esferas de la vivienda y el


empleo, que no pueden ser enmendadas con ninguna medida educativa.

Escuelas vecinales

Como ya he mostrado, en principio las vecindades no tienen políticas de


admisión. Ya sea que se constituyan originalmente con individuos y familias
que se apiñan unas con otras, o por decisiones administrativas, o de acuerdo
con la ubicación de caminos, la especulación de tierras, el desarrollo indus­
trial, las rutas de autobuses y trenes subterráneos y demás, al correr del
tiempo, prohibiéndose el uso de la fuerza, llegarán a ser una población hete­
rogénea — "no una selección sino más bien una muestra de la vida en su
conjunto", o al menos de la vida nacional en su conjunto—. Por consiguiente,
una escuela vecinal no —o no por mucho tiempo— será suficiente para un
grupo dado de individuos que mutuamente se hayan elegido como vecinos.
Pero en la medida en que los diversos grupos lleguen a considerar la escuela
como algo propio, su existencia servirá para reforzar los sentimientos comu­
nitarios. Éste era uno de los objetivos de la escuela pública desde sus inicios:
cada escuela habría de ser un pequeño catalizador, y la convivencia vecinal
el primero de sus productos en el camino hacia la ciudadanía, por así decirlo.
Se dio por supuesto que distritos escolares geográficamente establecidos
fomentarían la mezcla social y que los niños que se congregaran en el salón de
clase provendrían de estratos sociales y étnicos muy diversos. En virtud
de acuerdos de protección, leyes de confinamiento en zonas y la manipula­
ción de distritos escolares con fines políticos, ello nunca se cumplió de modo
consistente en ciudad o pueblo alguno; no estoy seguro de que en la actua­
lidad ello se cumpla más o todavía menos que en ese entonces. No obstante,
en relación con la mezcla racial, los testimonios son incontrovertibles: las
escuelas vecinales mantienen separados a los niños negros de los blancos.
Por esta razón, el principio asociativo de la vecindad ha sido severamente
criticado.
Con todo, es el principio preferido, pues la actividad política siempre tie­
ne una base territorial: la vecindad (o el distrito, el pueblo, la municipalidad,
el "fin" del pueblo: el conjunto de vecindades contiguas) es históricamente la
primera base para la actividad política democrática. La gente tiende a ser
más abierta al conocimiento y más consciente, más activa y eficaz, cuando se
encuentra cerca de casa, entre amigos y enemigos conocidos. La escuela de­
mocrática, por tanto, debería ser un ámbito circunscrito dentro de una
vecindad: un ámbito especial dentro de un mundo conocido, donde los niños
se reúnan como alumnos tal como algún día se reunirán como ciudadanos.
En este entorno, la escuela realiza del modo más expedito su papel media­
dor. Por una parte, los niños acuden a las escuelas que sus padres habrán de
entender y apoyar; por otra, las decisiones políticas acerca de las escuelas son
tomadas por un diverso grupo de padres y no-padres, dentro de los límites
fijados por el Estado. Y tales decisiones serán puestas en práctica por los
236 LA EDUCACIÓN

maestros, formados (la mayoría de las veces) fuera de la vecindad y res­


ponsables tanto profesional como políticamente. Se trata de una confi­
guración hecha para el conflicto —de hecho, la política escolar en los Estados
Unidos ha sido probablemente el tipo de política más animado y el que
mayor participación suscita— . Pocos padres estarán por completo satis­
fechos con sus resultados, y los niños seguramente habrán de encontrar en la
escuela un mundo distinto en absoluto al que conocen en casa. La escuela es
al mismo tiempo una "casa de las mujeres y los hombres jóvenes", un lugar
con una disciplina intelectual característica.
Los padres a menudo tratan de relajar esta disciplina, y los maestros no
siempre son lo bastante fuertes para mantenerla. La distribución actual de la
escolaridad se configura de manera significativa a través de luchas políticas
locales para decidir el tamaño y el gobierno cotidiano del distrito escolar, la
asignación de fondos, la búsqueda de nuevos maestros, el contenido es­
pecífico de los planes de estudio, etc. Las escuelas vecinales nunca serán las
mismas a lo largo de distintas vecindades. De ahí que la igualdad simple: un
niño/una plaza en el sistema educativo, manifiesta tan sólo un aspecto par­
cial de la historia de la justicia en la educación. Sin embargo, creo que es
acertado decir que cuando las vecindades son abiertas (cuando la identidad
racial o étnica no predomina sobre la pertenencia y el lugar), y cuando cada
vecindad tiene su propia escuela fuerte, la justicia se ve realizada. Los niños
son iguales dentro de un complejo conjunto de configuraciones distributivas.
Reciben una educación común, incluso si hay variaciones en el plan de es­
tudios (y en la forma como los maestros destacan u omiten tal o cual aspecto
dentro del plan de estudios) de un lugar a otro. La cohesión del cuerpo de
maestros y el celo cooperativo o crítico de los padres variará también, pero se
trata de variaciones intrínsecas al carácter de una escuela democrática, rasgos
inevitables de la igualdad compleja.
Lo mismo puede decirse de los esquemas de asociación de alumnos.
Algunos distritos escolares serán más heterogéneos que otros, algunos con­
tactos entre grupos serán más tensos que otros. Los conflictos de demarca­
ción, endémicos a una sociedad pluralista, serán encarados en cada escuela, a
veces de manera suave, otras veces acremente. Requiere un extraordinario
celo ideológico o de una gran obsesión insistir «ai que tengan que ser encara­
dos en su forma más cruda en todo tiempo y lugar. Por cierto, podríamos
disponer que así fuese, pero sólo mediando el despliegue radical del poder
estatal. Sin embargo, el Estado tiene mucho que ver con la educación. Exige
la asistencia a la escuela, establece el carácter general del plan de estudios,
supervisa los procesos de certificación. Si, pese a ello, las escuelas han de
tener alguna fuerza interna en absoluto, es necesario que existan límites a la
injerencia estatal: lím ites fijados por la integridad de las cuestiones
académicas, por el profesionalismo de los maestros, por el principio de la
consideración equitativa y por un esquema asociativo que prevea la acti­
vidad política democrática pero que no sea dominada por los poderes que
puedan llegar a constituirse o por las ideologías prevalecientes. Tal y como el
éxito en la Guerra Fría nunca fue motivo para hacer otra cosa que no fuera
LA EDUCACIÓN 237

mejorar la calidad y el atractivo de las escuelas especializadas, así la meta de


una sociedad integrada nunca ha sido razón para ir más allá de los correcti­
vos necesarios que pongan fin a una segregación arbitraria. Cualquier subor­
dinación adicional de la escolaridad a fines políticos menoscaba la fuerza de
la escuela, el éxito de su mediación, y con ello el valor de la escolaridad como
un bien social. En última instancia, que los alumnos y los maestros se vean
sometidos a la tiranía de la política, redunda en un deterioro de la igualdad,
ya que no en su mejoría.
IX. PARENTESCO Y AMOR

Las d is t r ib u c io n e s d e l a f e c t o

C o m ú n m e n t e se piensa que ios lazos de parentesco y las relaciones sexuales


constituyen un dominio más allá del alcance de la justicia distributiva. Se les
juzga con otras categorías, o bien se nos enseña que no pueden ser objeto de
juicio alguno. Los individuos aman lo mejor que pueden y sus sentimientos
no pueden ser redistribuidos. Podría ser verdad, como Samuel Johnson dijo
una vez, que en general, "los matrimonios podrían ser tan felices, y a menu­
do más que eso, si estuvieran hechos por el Señor Canciller".1 Pero nadie ha
propuesto seriamente extender el poder del Señor Canciller a tal grado, ni si­
quiera a fin de hacer mayor la felicidad (en tal caso, ¿por qué no a fin de
lograr igual felicidad?). Sin embargo, sería un error pensar que el parentesco
y el amor integran una esfera distinta a las otras, una zona sagrada, como el
Vaticano en la república italiana, exenta de toda crítica filosófica. De hecho,
se encuentra estrechamente ligada a otras esferas distributivas, es altamente
vulnerable a su influencia y a la vez extensamente influyente por sí misma.
Sus fronteras deben ser defendidas con frecuencia, si no contra el Señor Can­
ciller, sí contra otras clases de intervenciones tiránicas —el acuartelamiento
de tropas en domicilios privados, por ejemplo, o el trabajo infantil en fábricas
y minas, o contra las "visitas" de trabajadores sociales, funcionarios sin que­
hacer, policías y otros agentes del Estado moderno— . Otras esferas tienen
que defenderse contra intromisiones provocadas por el parentesco y el amor:
el nepotismo y el favoritismo son obstruidos como actos de amor en nuestra
sociedad, aunque en ningún caso en todas.
Un conjunto de importantes distribuciones se llevan a cabo dentro de la
familia o a través de alianzas entre familias. Dotes, regalos, herencias, pensio­
nes alimentarias en caso de divorcio, ayuda mutua de diversas clases: todo
ello está sujeto a costumbres y reglas de carácter convencional que reflejan
nociones profundas pero no permanentes. Más aún, el amor mismo, el matri­
monio también, el interés patemo-matemal, y el respeto filial están afectados
por análoga sujeción y son análogamente reflectivos. "Honra a tu padre y a
tu madre" es una regla distributiva. También lo es la máxima de Confucio
acerca de los hermanos mayores,12 y la multitud de ordenamientos descubier­
tos por los antropólogos, según los cuales los niños se vinculan a sus tíos
matemos, por ejemplo, o las esposas a sus suegras. Estas distribuciones tam­
bién dependen de nociones culturales que cambian al paso del tiempo. Si las
personas aman y se casan libremente, como se supone que nosotros lo
1 James Boswell, The Life o f Samuel Johnson, Bergen Evans, comp. (Nueva York, 1952), p. 285.
2 The A nuláis qfConfucins, tr. Arthur Waley (Nueva York, s. f.), p. 83 (1:2).
238
PARENTESCO Y AM OR 239

hacemos, ello se debe al significado del amor y el matrimonio en nuestra


sociedad. Pero tampoco somos totalmente libres, a pesar de una serie de
luchas por la liberación. El incesto está prohibido: "La permisividad sexual
del mundo occidental contemporáneo no ha suprimido esta restricción."3 La
poligamia no está menos prohibida. El matrimonio homosexual sigue care­
ciendo de reconocimiento legal y es motivo de controversias políticas. El
matrimonio entre miembros de razas distintas trae consigo castigos sociales,
aunque ya no legales. En cada uno de estos (muy distintos) casos, la "libera­
ción" sería un acto redistributivo, una nueva constelación de identificaciones,
obligaciones, responsabilidades y alianzas.
A lo largo de la mayor parte de la historia humana, el amor y el matri­
monio han estado mucho más regulados de lo que actualmente están en los
Estados Unidos. Las reglas del parentesco son una fiesta antropológica, ma­
ravillosamente diferentes y altamente matizadas. Hay cientos de maneras
para formular y responder a la pregunta distributiva básica: ¿Quién? ¿Con
quién? ¿Quién puede acostarse con quién? ¿Quién puede casarse con quién?
¿Quién debe respetar a quién? ¿Quién es responsable de quién? Las respues­
tas a tales preguntas constituyen un elaborado sistema de reglas, y es una
característica de la más antigua noción de poder político considerar tiranos a
los jefes o príncipes que violen estas reglas.4 La concepción más profunda de
la tiranía probablemente se encuentre aquí: el predominio del poder sobre el
parentesco. El matrimonio es rara vez lo que John Selden ha denominado
"un contrato social y nada más".5 Forma parte de un sistema más amplio, del
cual los legisladores se ocupan por lo general sólo en sus aspectos marginales,
o después de consumado el hecho, a fin de regular el aspecto moral y tam­
bién el espacial de la vida "privada": casas, alimentos, visitas, obligaciones,
manifestaciones de sentimientos y transferencia de bienes.
En muchos tiempos y lugares, las determinaciones del parentesco poseían
una amplitud incluso mayor, conferían forma a la actividad política y fijaban
el status legal y las oportunidades de vida de los individuos. De hecho, cierta
concepción de la historia humana quiere que todas las esferas de las relacio­
nes interpersonales y de la distribución, todas las "compañías" de hombres y
mujeres, giren en tomo a la familia, de modo análogo a como el conjunto to­
tal de los cargos y las instituciones estatales giran en torno a la casa real. Mas
la oposición entre parentesco y política es muy antigua, tal vez primordial.
"Toda sociedad", ha escrito el antropólogo contemporáneo Meyer Fortes,
"[...] comprende dos órdenes básicos de relaciones sociales, [...] el dominio
familiar y el dominio político-jurídico, parentesco y gobierno civil".6 Es co-
3 Lucy Mair, Morriage (Nueva York. 1972), p. 20.
4 Véase la exposición de Eugene Víctor Walter acerca d e las exigencias impuestas por el
parentesco en el poder político en Terror and Resinante: A Slndy o f Política! Vidence, uáhl Case
Stndies o f Sonic Primitivc African Cammnnities (Nueva York, 1969), cap. 4; asi como su descripción
del ataque al parentesco por Shaka, el "déspota terrorista" de los zulúes, especialmente en las
pp. 152-154.
5 John Selden, Tablc Talk, Frederick Pollack, comp. (Londres, 1927), p. 75.
6 Meyer Fortes, Kinship and the Social Order: The Legacy ofLcw is Hcniy Morgan (Chicago, 1969),
p. 309.
240 PARENTESCO Y AMOR

rrecto decir, entonces, que las reglas del parentesco no abarcan el mundo
social sino que delimitan el primer conjunto de fronteras dentro de él.
La familia es una esfera de relaciones humanas especiales. Los hijos son la
niña de los ojos del padre y la alegría de la madre, este hermano y esta her­
mana se aman mutuamente mejor de lo que deberían, este tío otorga una
dote a su sobrina favorita: he aquí un mundo de pasión y de celos, cuyos
miembros a menudo buscan monopolizar el afecto de cada cual, si bien al
mismo tiempo todos ellos tienen algún derecho mínimo —en contraposición
a los extraños, quienes es posible que no tengan derecho alguno— . La dife­
rencia entre los parientes y los extraños a menudo se establece de manera ta­
jante: "la regla del altruismo prescriptivo" se aplica dentro, pero no fuera del
círculo familiar.7 De ahí que la familia sea una fuente perenne de desigual­
dades. Ello no sólo por las razón usualmente aducida, a saber, que la familia
funciona (de manera distinta en distintas sociedades) como una unidad eco­
nómica dentro de la cual la riqueza material es amasada y transmitida a
otros, sino también porque funciona como una unidad emocional dentro de la
cual el amor es amasado y transmitido a otros. Fixlríamos decir mejor que es
compartido por todos y después transmitido a otros, inicialmente al menos
por razones intemas. El favoritismo empieza en la familia —como cuando
José fue escogido de entre sus hermanos— y sólo después se extiende a la
actividad política y a la religión, a las escuelas, los mercados y a la escena
laboral.

Los Guardianes de Platón

La tesis igualitaria más radical, la vía más rápida hacia la simple igualdad es,
por consiguiente, la abolición de la familia. Al abordar la esfera de la educa­
ción, donde la escuela ofrece una opción inmediata, he analizado ya tal tesis.
Mas la escuela, incluso la escuela totalmente circunscrita, deroga tan sólo la
relación especial de los padres con los hijos más allá de cierta edad; vale
la pena considerar una tentativa de abolición más radical.8 Imaginemos una
sociedad como la de los Guardianes de Platón, donde los miembros de cada
generación están emparentados como hermanos y hermanas que nada saben
de sus propios lazos sanguíneos y engendran, mediante una especie de in­
cesto civil, nuevas generaciones de niños, de quienes son padres sólo de
manera general, nunca particular. El parentesco es universal, por tanto efec­
tivamente inexistente, y es asimilado a la amistad política. Es posible prever
que la pasión y los celos también se abrirán paso hasta los corazones de los

7 La afirmación citada es de Fortes, Kinsltip and Social Ordo-jó), p. 232.


* Cierto hincapié en la abolición es común en el pensamiento igualitario, incluso entre auto­
res a quienes la idea provoca ostensible inquietud. John Knwls, por ejemplo, señala que ")...) el
principio de la igualdad d e oportunidades sólo puede realizarse imperfectamente, al menos
mientras exista en alguna forma la familia". Q. Rawls, A Tluvry o f Justicie, Cambridge, Inglaterra,
1971, p. 74.) El argumento se repite (Ibid., p. S il), mas no es desarrollado. Podemos suponer que
Rawls no quiere ver la distribución del amor paterno-materno y sus cuidados dirigida por un
segundo principio de justicia. Entonces, ¿de acuerdo con qué principio debería ser dirigida?
PARENTESCO Y AM O R 241

hermanos universales. Mas sin un claro sentido de lo "m ío" y lo "tuyo", sin
lazos exclusivos con personas o cosas, afirma Platón, "un arranque pasional
no podrá convertirse en un pleito de consideración". El individuo, tal como
lo conocemos nosotros (y como Platón lo conoció), que "[carga consigo]
cualquier cosa que pueda agenciarse hasta un domicilio privado, donde vive
con una familia aparte que constituye un centro exclusivo de alegrías y
penas", no ha de existir más. En cambio, hombres y mujeres experimentarán
alegrías y penas como si fueran pasiones comunes, los celos de sus vidas
familiares serán sustituidos por un igualitarismo tanto emocional como ma­
terial: el régimen del "sentimiento de camarada".’ Se trata del triunfo de la
ecuanimidad sobre la intensidad pasional.
Es, asimismo, el triunfo de la comunidad política sobre los lazos sanguí­
neos, pues como Lawrence Stone ha escrito en su estudio acerca del desarro­
llo de la familia contemporánea, "la distribución de los lazos afectivos [...] es
algo así como un juego de suma cero. [...] La familia altamente persona­
lizada e introspectiva fue lograda en parte al costo de [...] una renuncia a la
rica e integrada vida comunitaria del pretérito".10 La misma renuncia parece
haber ocurrido también en otros tiempos más remotos. Tal vez la vida co­
munitaria pretérita sea una edad de oro, y abolir todo aquello que la estorbe
una utopía perenne. En todo caso, el propósito de la abolición no es lograr
cierto equilibrio entre el parentesco y la comunidad, sino invertir el resultado
del "juego". Para ser más exactos. Platón impone su régimen igualitario sólo a
los Guardianes. Su objetivo no es el de producir un amotir social verdadera­
mente universal o igualar la experiencia del amor (si bien concede un valor
real a la ecuanimidad); Platón quiere eliminar las consecuencias del amor en
la actividad política de la ciudad: "poner a salvo a los Guardianes, de la ten­
tación de preferir los intereses familiares a los de la comunidad entera".11 Or-
well relata una situación similar en su novela 1984: la Liga Antisexo busca
obstaculizar todo lazo de parentesco entre los miembros del partido, a fin de
atarlos inevitablemente a él (y al Hermano Mayor). Sin embargo, los pro­
letarios están en libertad de casarse y amar a sus hijos. Doy por supuesto que
un régimen democrático no podrá tolerar tal división, el parentesco tendría
que ser abolido íntegramente. No es accidental, sin embargo, que los filóso­
fos y los novelistas que han imaginado tal abolición hayan pensado tan a me­
nudo en una élite, cuyos miembros serían compensados a través de prerroga­
tivas especiales por la pérdida de lazos afectivos especiales.
Se trata, en efecto, de una pérdida, a la cual la mayoría de las mujeres y los
hombres habrán de resistirse. Lo que podríamos considerar la forma más alta
de la vida com unitaria — una com unidad universal de herm anos y
hermanas— probablemente sea incompatible con cualquier proceso popular
de toma de decisiones. Lo mismo ocurre en la filosofía moral. Ciertos fiióso-*

* Platón, The ReptMic, tr. F. M. Comford (Nueva York, 1945), pp. 165-166 (V. 463-464).
10 Lawrence Stone, The Family, Sex and M aniage in Enghmd: 1500-1800 (Nueva York, 1979),
p. 426.
11 Platón, The Republic |10|, p. 155 (comentario de Comford).
242 F’ARENTESCO Y AMOK

fos han mantenido que la más alta forma de la vida ética es aquella donde la
"regla del altruismo prescriptivo" se aplica universalmente y no existen obli­
gaciones especiales hacia las personas ligadas a nosotros por el parentesco
(ni hacia los amigos).1112 Orillado a la decisión de escoger salvar a mis propios
hijos o a los de otra persona de un peligro inminente y terrible, adoptaría yo
un proceso de decisión aleatorio. Por supuesto, sería más sencillo si no me
fuera posible reconocer a mis propios hijos o si no tuviera yo ninguno. Pero
esta forma más alta de la vida ética sólo es asequible a unos cuantos filósofos
de mente férrea, o a monjes, ermitaños y a los Guardianes platónicos. El res­
to de nosotros tiene que conformarse con algo de menor valía, que posible­
mente habremos de juzgar mejor: estableceremos la mejor distinción que
podamos entre la familia y la comunidad y viviremos con las intensidades
desiguales del amor. Ello significa que ciertas familias serán más cálidas y
otras más inanimadas. Algunos niños serán amados más que otros. Algunas
personas ingresarán a las esferas de la educación, el dinero y la política con
toda la confianza en sí mismas que el afecto paterno y materno puede gene­
rar, mientras que otras avanzarán vacilando, llenas de dudas sobre su propia
valía. (Aun así, todavía podremos erradicar el favoritismo en las escuelas y
las "alianzas familiares" en el servicio civil.)
Si renunciamos al parentesco universal, ninguna configuración de los
lazos familiares parece ser necesaria en teoría o siquiera generalmente pre­
ferible. No existe un conjunto único de vínculos emocionales que sea más
justo que otros conjuntos posibles. En ello convienen por lo general autores
que, no obstante, buscan una justicia muy específica y unitaria en otras
esferas. Pero el argumento es el mismo aquí como en otros contextos. No sa­
bemos, por ejemplo, si la comunidad política debería hacer el teatro ase­
quible por igual a todos sus miembros hasta saber qué significa el teatro en
ésta o en aquella cultura. No sabemos si la venta de armas debería ser un
intercambio obstruido hasta saber cómo se utilizan las armas en un país de­
terminado. Y tampoco sabemos cuánto afecto o respeto se debe a los esposos
hasta conocer la respuesta a la pregunta con la cual Lucy Mair inicia su estu­
dio antropológico acerca del matrimonio: "¿rara qué son los esposos?"13
Desde luego, en cada entorno particular existen principios objetivos,
algunas veces disputados, a menudo violados, pero entendidos de manera
común. Los hermanos de José se resintieron por el favoritismo de su padre,
ya que para ellos violaba los límites del arbitrio patriarcal. En tales casos
dejamos el cumplimiento de los principios pertinentes a los miembros de la
familia, por más que a menudo las consecuencias sean poco felices. Nos ne­
gamos a que los funcionarios gubernamentales se inmiscuyan a fin de asegu­
rar, pongamos por caso, que todos (o nadie) reciban un abrigo de colores. Sólo
cuando las distribuciones familiares menoscaban las ventajas de la pertenen­
cia y la beneficencia comunitarias, se requiere de intervenciones, como en el

11 Véase Lawrence Kohlberg, "The Claim to Moral Adequacy of a Highest Stage of Moral
Development", Journal o f Pltilosopliy, 70 (1975), pp. 631-647.
13 Mair, Marriage [3J, p. 7.
PARENTESCO Y AMOR 243

caso de los niños desamparados, digamos, o de las esposas maltratadas. La


distribución de la riqueza material de la familia también es regulada
legalmente, pero estas disposiciones bien pueden representar, como ya he
sugerido al considerar los regalos y las herencias, el cumplimiento externo de
principios originariamente intrínsecos a cierta noción particular de los lazos
familiares.

F amiua y economía

En el pensamiento político primitivo, la familia es denominada a menudo un


"pequeño Estado" en el que a los niños se les enseñan las virtudes de la obe­
diencia y se les prepara para la ciudadanía (o más frecuentemente, para la
sujeción) dentro del Estado en general y en la comunidad política en su
totalidad.14 Ello suena a fórmula de integración, pero también tenía otro pro­
pósito. Si la familia es un pequeño Estado, entonces el padre es un pequeño
rey, y el reino sobre el cual domina es un territorio que el rey mismo no pue­
de invadir. Estos pequeños Estados confinaban con uno más grande —y lo
contenían—, del cual también eran parte. Análogamente, podemos concebir
a la familia como una unidad económica en parte integrada a la esfera del
dinero y la mercancía, pero también constitutiva de ella; desde luego, una
vez que la integración fuese perfecta. El término griego del cual proviene
nuestra economía significa simplemente "administración del círculo casero", y
alude a una esfera única y distinta de la política. Sin embargo, siempre que la
economía adquiere un carácter independiente y origina la compañía no de
los parientes sino de los extraños, siempre que el mercado remplaza a la ad­
ministración casera autosuficiente, nuestra noción del parentesco fija límites
a los alcances del intercambio, estableciendo un espacio donde las normas
del mercado no tengan aplicación. Podemos apreciar esto de manera más
clara si consideramos un periodo de rápidos cambios económicos, como ocu­
rriera al comenzar la Revolución industrial.

Manchester, 1844

Engels tenía mucho qué decir acerca de las familias de la clase trabajadora en
su recuento de la vida en una fábrica en Manchester el año de 1844. Su relato
no es sólo una historia de miseria, sino de catástrofe moral: hombres, muje­
res y niños trabajando de sol a sol, párvulos abandonados al encierro en mi­
núsculos cuartos sin calefacción, el fracaso radical de la socialización, el co­
lapso de las estructuras del amor y la mutualidad, la pérdida del sentimiento
de parentesco en condiciones que despojaban a tales sentimientos de espacio
y realización.15 Actualmente los historiadores sugieren que Engels subestimó

14 Véase Gordon J. Schochet, Palriarclulism in Política! Thongltf (Nueva York, 1975), caps. 1-3.
15 Frederick Engels, The Coiiditmn o f the Working Class in England (1844), en Karl Marx y
Frederick Engels, Callee led Works (Nueva York, 1975), vol. 4, esp. pp. 424-425 acerca del
244 PARENTESCO Y AM OR

la fuerza y la capacidad de recuperación de la familia y el socorro que es


capaz de ofrecer a sus miembros en cualquier circunstancia, incluso en las
peores.16 No obstante, a mí no me interesa tanto la exactitud del relato de En-
gels — que es bastante exacto— cuanto lo que revela acerca de las intenciones
de los primeros autores y activistas del socialismo. Ellos veían en el capita­
lismo un ataque a la familia, la disolución tiránica de los vínculos domés­
ticos: "todos los lazos familiares entre los proletarios se ven desgarrados, y
sus hijos transformados en simples artículos de comercio e instrumentos de
trabajo".17Contra esta tiranía se manifestaron los socialistas.
Tal como Engels la describió, Manchester es otro ejemplo de la ciudad sin
demarcaciones, donde el dinero domina por doquier. Así, los niños son con­
denados a las fábricas, las mujeres a la prostitución: la familia "se disuelve".
No hay sentido del hogar ni de la casa, no hay tiempo para la convivencia
dom éstica ni para celebraciones fam iliares, no hay descanso, no hay
intimidad. La relación familiar, escriben Marx y Engels en el M anifiesto, se
"reduce [...] a la mera relación de dinero". El comunismo, prosiguen, traerá
consigo la abolición de la familia burguesa. No obstante, dado que la familia
burguesa desde su punto de vista representaba ya la abolición del parentesco
y el amor —la esclavitud de los niños y de "la comunidad de las mujeres"—>
lo que ellos en realidad querían es algo más parecido en sus consecuencias
posibles a una restauración. Mejor dicho, afirmaban que cuando la produc­
ción fuera final y socializada por completo, la familia surgiría por primera
vez como una esfera independiente, como una esfera de relaciones persona­
les, fincada en el amor sexual y completamente libre de la tiranía del dinero
—y también, pensaban, de la tiranía, muy relacionada, de los padres y los
esposos.18

"descuido de todas las tarcas domésticas". Véase también Stovcn Marcus, Engels, Manchester and
Ihe Working Class (Nueva York, 1974), pp. 238 ss.
14 Jane Humphries, "The Working Class Family: A Marxist Perspective", en Jcan Bethke
Elsthain, comp., The Family in Polilical Thonght (Amherst, Mass., 1982), p. 207.
1 Manifestó o f lite Commnnist Party, en K. Marx y F. Engels. Schxtcd Works (Moscú, 1951), vol.
L P»48:Si bien Engels insiste en el sufrimiento de los niños en su dramático recuento sobre la vida
de la d ase trabajadora en Manchester, sus visión de la familia reconstituida — y asimismo la de
Marx— parece limitarse a los adultos. A los niños se los cuidará comunitariamente, de modo
que el padre y la madre puedan participar en la producción soda!. El proyecto tiene mucho
sentido cuando la comunidad es pequeña y las relaciones humanas son estrechas, como en un
kibutz israelí. Pero dadas las condiciones de la sociedad de masas, es probable que ello ocasione
una gran pérdida de amor — pérdida que además será pagada, en primera instancia, por los
miembros más débiles—. Bajo una gran variedad de configuraciones, que aunque incluyen las
configuraciones convencionales de la sociedad burguesa van considerablemente más allá que
ellas (¿por qué no pueden participar los padres en la reproducción sodal?), la familia opera a fin
de evitar tal pérdida. (Véanse Frederick Engels, The Oright o f Ihe Family, Prívale Property, and lite
State, en Sclected Works, vol. II; y el análisis de Eli Zaretsky, Capitalism, the Family, and Personal
Life, Nueva York, 1976, pp. 90-97. Véase también el examen de los puntos de vista de Marx en
Phillip Abbaf, The Family ott Triol: Spedal Rdalionshws in Moilern Political Touglit, University Park,
Pa., 1981. pp. 72-85.)
PARENTESCO Y AMOR 245

La respuesta de los sindicatos y reformadores a las condiciones descritas


por Engels fue más que defensiva. Querían "salvar" a la familia y tal es el
propósito de buena parte de la legislación fabril en el siglo xix. Las leyes para
el trabajo infantil, la jomada laboral más corta, las restricciones al trabajo que
las mujeres pudieran realizar: todo ello fue pensado para proteger los lazos
familiares ante el mercado, para delimitar cierto espacio, para liberar cierto
tiempo mínimo en beneficio de la vida doméstica. En tales esfuerzos subya­
cía una concepción muy antigua de lo doméstico. El espacio y el tiempo se
destinaban sobre todo a la madre y a los niños, el hogar era visto como el
centro de ambos, mientras que el padre era un protector un tanto más distan­
ciado que se protegía a sí mismo a fin de proteger a quienes dependían de él.
De allí que "las mujeres fueran excluidas por lo común de los sindicatos y los
sindicalistas varones exigieran salarios con qué poder mantener a sus fami­
lias enteras".1’ La esfera doméstica era el lugar de la mujer, los niños se
congregaban en tomo de ella, seguros bajo su cuidado fortalecedor. La senti-
mentalidad victoriana es una creación tan proletaria como burguesa. La
familia sentimental es la primera forma que adquiere la distribución del pa­
rentesco y el amor, al menos en Occidente, una vez que el ámbito doméstico
y la economía fueron separados.

El m a t r im o n io

Pero el establecimiento de la esfera doméstica empieza mucho antes de la


Revolución industrial y tiene consecuencias a largo plazo muy distintas a las
sugeridas por el término domesticidad. Son más claramente perceptibles en
las clases sociales altas; brotan de un proceso doble de definición de límites,
no sólo entre el parentesco y la vida económica sino también entre el paren­
tesco y la política. Las familias aristocráticas y haute bourgeoises de la época
moderna más temprana eran pequeñas dinastías. Sus matrimonios eran
complejos asuntos de intercambio y alianza, planeados con gran cuidado y
negociados con detalle. Una costumbre así persiste en nuestros tiempos, si
bien las negociaciones hoy en día rara vez son explícitas. Supongo que el
matrimonio siempre tendrá esta faceta mientras las familias estén ubicadas
de modo diverso en los mundos social y político, y existan negocios familia­
res y redes bien establecidas de parientes. La igualdad simple eliminaría el
intercambio y las alianzas eliminando las diferencias familiares. "Si cada
familia fuera educada al mismo costo", escribió Shaw, "todos deberíamos
tener los mismos hábitos, maneras, cultura y refinamiento, y la hija del ba­
rrendero podría casar con el hijo de un duque con la misma facilidad con que
el hijo de un comerciante casa con la hija del director de un banco".1920 Todos
los matrimonios serían vínculos de amor —y tal es por cierto la tendencia, la

19 Zaretsky, Capitalista [191, PP- 62-63.


20 Bernard Shaw, Tlur lutelligenl Wtmtan's Cuide lo Socialista, Capitalista, Sainetista and Fascism
(Harmondsworth, Inglaterra 1937), p. 87.
246 PARENTESCO Y AM OR

intención, podría decirse, del sistema del parentesco tal como en la actua­
lidad lo entendemos.
Con todo, Shaw sobrestimaba el poder del dinero. Su planteamiento exi­
giría no sólo que ningún niño fuera educado en una familia con más dinero
que otras, sino también que ningún niño fuera educado en una familia con
más influencia política o un status social más elevado que otras. Nada de esto
es posible, me parece, a menos de que la familia misma sea derogada. Sin em­
bargo, es posible llegar a los mismos efectos a través de la separación de las
esferas distributivas. Si la pertenencia familiar y la influencia política son
distintas por completo, si el nepotismo es prohibido, las herencias restrin­
gidas, los títulos aristocráticos abolidos, etc., hay entonces mucha menos
razón para concebir el matrimonio como un intercambio o como una alianza.
En tal caso, hijos e hijas podrán buscar a compañeros que encuentren física o
espiritualmente atractivos (y lo harán). Mientras la familia estuvo integrada
dentro de la vida política y económica, el amor romántico tuvo su lugar afue­
ra. Lo celebrado por los trovadores era, por así decirlo, una distribución mar­
ginal. La independencia de la familia condujo a una reubicación del amor.
O, al menos, del romance: porque el amor, ciertamente, existió también en
la familia antigua, si bien se hablaba de él de una manera retóricamente des­
lucida. Mas ello significa que los matrimonios son puestos fuera del control
de los padres y de sus agentes (los casamenteros, por ejemplo) y dejados en
manos de los hijos. El principio distributivo del amor romántico es la libre
elección; con todo, no quiero decir que la libre elección es el único principio
distributivo en la esfera del parentesco. Ello nunca puede ser así, pues si bien
yo elijo a mi cónyuge, no elijo a los parientes de mi cónyuge, además de que
las obligaciones posteriores del matrimonio siempre están cultural y no
individualmente determinadas. Sea como fuere, el amor romántico centra
nuestra atención en la pareja que se escoge entre sí. El hecho posee esta deli­
cada implicación: el hombre y la mujer no sólo son libres, sino que son igual­
mente libres. El sentir debe ser mutuo, se necesitan dos para bailar tango, y
también para otras cosas.
Por consiguiente, llamamos tiranos a los padres de familia que intentan
utilizar su poder económico o político para frustrar los deseos de sus hijos.
Una vez que éstos llegan a la mayoría de edad, los padres no tienen derecho
legal para castigarlos o reprimirlos; y aunque los hijos que se hayan casado
"por las malas" puedan ser aislados sin un solo centavo, como dice un re­
frán, esta amenaza no es ya parte de los recursos morales de la familia (en
algunos países tampoco forma parte de sus recursos legales): en tales asuntos
los padres tienen escasa autoridad legítima. Tienen que manipular los
sentimientos de sus hijos, en caso de que puedan. Cuando algo así llega a
funcionar, recibe el nombre de "tiranía emocional". A mí, sin embargo, me
parece que la denominación es errónea —o bien, que es empleada en sen­
tido metafórico, como la "servidumbre humana" a que se refería Somerset
Maugham—, pues la dinámica del sentimiento, el hecho de experimentar
una intensa emoción es intrínseco a la esfera del parentesco y no un elemento
ajeno a ella. La libertad de amar representa una opción hecha de manera
PARENTESCO Y AM OR 247
independiente a las presiones del intercambio y la alianza, no a las exigencias
del amor mismo.

El baile cívico

Si los hijos están en libertad de amar y casarse como les plazca, debe existir
un espacio social, un conjunto de configuraciones y prácticas dentro de las
cuales puedan efectuar sus opciones. Entre los teóricos políticos y sociales,
Rousseau ha reconocido lo anterior del modo más claro, y con esa extraor­
dinaria clarividencia que tan a menudo distingue su obra describe lo que
habría de convertirse en la más común de las configuraciones a este respecto,
una especie particular del festival público: "el baile para los jóvenes en edad
casadera". En su Carta a D'Alcmbert sobre el teatro, Rousseau deseaba que no
existieran tantas "dudas escrupulosas" en tomo del baile entre los ginebrinos,
pues ¿qué mejor camino hay que este "grato ejercicio", en el cual mujeres y
hombres jóvenes pueden "exhibirse con los encantos y las deficiencias que
pudieran tener ante aquellos cuyo interés consiste en conocerlos bien antes
de estar obligados a amarlos"?21 Tara ser más exactos, Rousseau pensaba que
los padres (¡tanto como los abuelos!) deberían asistir a estos bailes como es­
pectadores, no como participantes, lo cual —por mencionar lo menos— po­
dría imponer cierta "gravedad" al acto. Aun así, el acontecimiento que él
describe ha desempeñado un papel importante en la vida romántica de los
jóvenes a lo largo de varios siglos. A menudo se organiza con arreglo a un
criterio de clase social —saraos en retiros campestres y fiestas de 15 artos—;
sin embargo, posee formas más democráticas, como el baile colegial, que trae
hasta nuestros tiempos los propósitos cuidadosamente expresados por Rous­
seau: a saber, que "las inclinaciones de los hijos sean algo más libres; [su]
primera elección dependería algo más de sus corazones; el acuerdo acerca de
la edad, el temperamento, el gusto y el carácter serían valorados un poco
más, y se pondría menos atención a quienes tuvieran posición y fortuna".
Las relaciones sociales se tornarían menos difíciles y "los casamientos, menos
centrados en el rango, atenuarían [...] la desigualdad excesiva".22
La comparaciones implícitas al pasaje que acabo de citar se refieren al
sistema de los casamientos arreglados, al intercambio de hijos (e incluso de
bienes materiales) y a la alianza entre familias. El baile cívico de Rousseau se
propone facilitar y expresar el nuevo sistema de la elección libre. Los padres
están ante todo para manifestar su aprobación, pero también, no cabe duda,
para calificar la libertad de sus hijos de maneras sutiles o bien no tan sutiles.
La aprobación de la ciudadanía tiene otro propósito: confirmar la (parcial)
separación de la familia de la vida política y económica, y garantizar, o
proteger, cuando menos, la elección libre en el amor. De igual manera, los
magistrados de la ciudad podrían patrocinar una feria o un mercado y

21 Jean-Jacques Rousseau, Politics and the Arts: Ixtier lo M. D'Akmbert on llu- TUealrc, Ir. Alian
Bloom (Clencoe, 111., 1960), p. 128.
73 ¡bid., p. 131.
248 PARENTESCO Y AMOR

garantizar el libre intercambio. Sin embargo, en ningún sentido la ciudadanía


compensa el poder perdido de los padres. Rousseau incluso proponía que
una "Reina del baile" fuera elegida por un grupo de jueces. Pero los magis­
trados no pueden votar, y tampoco los ciudadanos, para decidir quién se
casa con quién.

La idea de la "cita”

Me propongo insistir un poco en tomo de los mecanismos para la distribu­


ción del amor y el matrimonio debido a que desempeñan un papel tan
decisivo en la vida cotidiana y figuran muy rara vez en los estudios sobre la
justicia distributiva. Los concebimos casi en un lenguaje de libertad: repre­
sentan el derecho de los individuos a hacer lo que les plazca dentro de cierto
marco moral y legal (el que, en esencia, establece los derechos de otros indi­
viduos). De ahí que las viejas leyes en contra del coito, el sexo extramarital,
sean entendidas simplemente como violaciones a la libertad individual. Y
en efecto lo son, al menos para nosotros; por lo demás, nos inclinamos a creer
que son promulgadas de manera exclusiva con tal fin por legisladores retró­
grados a quienes molesta el placer de otros. Mas tales leyes — o mejor, el
sistema de restricciones morales y legales del cual no son más que los despo­
jos— se elaboran teniendo en mente metas más amplias. Se hacen muchos
esfuerzos por defender los bienes sociales: el "honor" de una mujer y su fami­
lia, por ejemplo, o el valor del matrimonio o el del intercambio o alianza del
cual el matrimonio es depositario. Tales bienes se tornan tiránicos sólo cuan­
do el amor físico es públicamente concebido (no tengo duda de que siempre
haya sido concebido en lo privado) como un bien en sí mismo. O en su defec­
to, cuando es concebido como un buen instrumento para la elección libre en el
matrimonio: "un ejercicio grato" mediante el cual los jóvenes "se exhiben [...]
ante aquellos cuyo interés consiste en conocerlos bien antes de estar obligados
a amarlos". Si no fuera útil con respecto al amor marital (al menos en oca­
siones), sospecho que nos preocuparíamos más de lo acostumbrado por los
encuentros privados de las parejas, donde los hijos son libres por completo y
la presencia de los padres desaparece.
La versión domesticada del encuentro privado es la "cita", tal vez la forma
más común del cortejo hoy en día en Occidente. La historia primitiva de la
cita es bastante parca. Podemos apreciar algo de ella, sin embargo, en el si­
guiente relato sobre el cortejo en la España rural: "Allá, los jóvenes escogen a
sus chicas en la plaza el domingo por la tarde, cuando todos los solteros del
pueblo circulan juntos. El pretendiente camina primero con su chica por la
plaza, luego se va con ella a la esquina de la calle, y finalmente se comprome­
te pidiéndole que le permita visitarla en su casa."23 Aquí la plaza es una es­
pecie de mercado; los jóvenes, en especial las muchachas, son los bienes; y el
caminar juntos es la tentativa de un intercambio. Estos procedimientos gene­
rales han mostrado una extraordinaria estabilidad al paso del tiempo,

23 Mair, Marriagc [3], p. 92.


PARENTESCO Y AM OR 249

aunque en los años más recientes los ha distinguido una mayor igualdad e
intimidad en el intercambio: tanto la igualdad como la intimidad han sido las
consecuencias de la libertad en el amar. Muy a menudo, el proceso culmina
todavía con la visita familiar, la presentación a los padres y demás. Pero es
obvio que puede culminar de modo distinto, no en un casamiento sino en un
affair, un asunto privado, en cuyo caso la visita familiar bien podrá ser evi­
tada —en vista de lo cual el vínculo entre el amor y el parentesco bien podrá
romperse por completo.
Tal vez debiéramos decir que hay una esfera de asuntos privados dentro
de la cual las mujeres y los hombres son libres de manera radical y donde
toda obligación de parentesco es experimentada como una clase de tiranía. En
efecto, no hay obligaciones —al menos no hasta que los jueces hagan su apari­
ción para hacer cumplir una especie de parentesco artificial, exigiendo pen­
siones alimenticias para la anterior pareja, por ejemplo—. La esfera del affair
es exactamente como el mercado de mercancías, a no ser por el hecho de que
en este caso la mercancía es dueña de sí misma: el regalo de sí mismo y el in­
tercambio voluntario de la persona son las transacciones modelo. El amor, el
afecto, la amistad, la generosidad, la solicitud y el respeto son cuestiones de
elección individual no sólo al principio sino, de manera continua, en cual­
quier momento. El mecanismo distributivo a través del cual tales elecciones
son realizadas no será el baile cívico o el paseo en la plaza pública sino algp
parecido al bar para solteros o los anuncios clasificados. Las distribuciones
que tengan lugar serán, por supuesto, sumamente desiguales, incluso si las
oportunidades son más o menos las mismas para todos; más aún, serán tam­
bién muy precarias. Contrastándola con tal situación, podemos apreciar que
la familia es una especie de Estado de beneficencia que garantiza a cada
uno de sus miembros un mínimo de amor, amistad, generosidad, etc., y car­
ga a sus miembros con un impuesto en bien de tal garantía. El amor familiar
es radicalmente incondicional, mientras que el affair es una transacción (buena
o mala).
Los hijos son, desde luego, una amenaza a la absoluta libertad del affair
—la que por cierto tiene una representación más perfecta en la amistad que
en el amor heterosexual—. Toda persona identificada con el affair tendrá
que encontrar el modo de liberar a los padres de los hijos, o de liberar a las
personas, en general, de la posibilidad de convertirse en padres. De ahí que
varias propuestas hayan sido planteadas, las más de las veces teniendo como
meta una u otra forma de institucionalización. Es un argumento cruel pero
verdadero que la integridad del affair exige una licencia de abandono. Así
pues, si algunos hijos son abandonados al cuidado burocrático, ¿por qué en­
tonces mejor no todos, en nombre de la igualdad? Podríamos incluso ir más
lejos y liberar tanto a las mujeres de los hijos como a los padres del cuidado
de los hijos mediante la inseminación artificial de la siguiente generación,
por ejemplo, o mediante la adquisición de bebés de países subdesarrollados.24
Esto no significa la redistribución del amor de los padres, sino su abolición, y
24 Estos y otros ejemplos de "liberación" son atinadamente descritos por Abbott, Family on
T nil [20], esp. pp. 153-154.
250 PARENTESCO Y AMOR

sospecho que produciría una especie de mujeres y hombres incapaces


incluso para el compromiso que requiere el affair. La fuerza de la familia
yace, otra vez, en la garantía del amor. Dicha garantía no siempre es efectiva,
pero al menos para los hijos nadie ha producido todavía un sustituto.
La esfera del affair no puede ser jamás un lugar estable. El mercado de las
mercancías funciona porque las mujeres y los hombres que las intercambian
están vinculados en otros sitios (muy a menudo con sus familias). Pero aquí
hombres y mujeres se intercambian a sí mismos, y son como sujetos flotando
con libertad, radicalmente desvinculados. Es un modo de vida que la mayo­
ría de las personas escogerán si tienen la opción, pero sólo por un tiempo.
Desde el punto de vista de la sociedad en su conjunto, el affair es marginal y
parasitario para el matrimonio y la familia. Salvo en aspectos de importancia
secundaria, la vida no se concibe útilmente como un affair privado. Se centra
en la familia, incluso cuando este hecho sea tenso y provoque conflicto. Afir­
mar esto no es en manera alguna defender las intervenciones políticas en los
asuntos privados. "Dado que amamos con libertad, sea que queramos amar
o no", todas esas intervenciones están prohibidas: representan un ejercicio de
poder fuera de sus esferas.2-11 Sólo quiero reiterar que las exigencias del pa­
rentesco, si bien a veces pesadas y estrechas, no son injustas por tal motivo.
En virtud de lo que las familias son, la libertad en el amar rara vez puede ser
algo más que una aceptación libre de (un conjunto particular de) exigencias
domésticas.

La c u e s t ió n f e m e n in a

La libertad de amar altera de modo radical la posición de la mujer, mas no


—y mucho menos automáticamente— pone fin a su opresión, pues ésta se
encuentra de manera parcial dentro de la familia. Debido a que se trata de
una pequeña economía y un pequeño Estado, gobernado por un padre-rey,
la familia ha sido por largo tiempo el entorno para la dominación de las
esposas y las hijas (y también de los hijos). No es difícil reunir testimonios
del maltrato físico del cual han sido objeto, o describir las prácticas usuales y
los ritos religiosos encaminados ante todo, al parecer, a quebrantar el espíritu
de las jóvenes. Al mismo tiempo, la familia ha sido desde hace mucho el
lugar de la joven: aquélla era absolutamente necesaria para su existencia y
para su bienestar; en la mayoría de las culturas, en cierto nivel la mujer tenía
que ser considerada un miembro valioso. Dentro del ámbito hogareño,
aunque sólo fuese allí, poseía a menudo un poder considerable. La domina­
ción real de las mujeres tiene menos que ver con el lugar familiar que con su
exclusión de otros lugares. Se les ha negado la libertad en la ciudad, se les ha
marginado de procesos distributivos y bienes sociales fuera de la esfera del
parentesco y el amor.
El nepotismo es la forma de dominación familiar que se entiende más
fácilmente, pero no es ni con mucho la más importante. La familia no sólo fa-

35 La cita proviene del Paradise Lost de John Milton, libro V, vers. 538.
PARENTESCO Y AMOR 251

vorece a algunos de sus miembros sino que también perjudica a otros. Re­
produce las estructuras del parentesco en el mundo exterior, impone lo que
en general llamamos "papeles sexuales" sobre una gama de actividades en
las cuales el sexo no viene para nada al caso. Paralelo al nepotismo — ex­
presión de preferencias por el parentesco donde éstas no tienen lugar ade­
cuado alguno—, por mucho tiempo ha existido algo así como su opuesto:
una especie de misoginia política y económica —expresión de restricciones al
parentesco donde la restricción no tiene lugar adecuado alguno—. De ahí la
negativa al derecho al voto de las mujeres, o a ocupar cargos, o a poseer pro­
piedades, o a entablar demandas en las cortes, y así sucesivamente. En cada
caso, las razones aducidas —si es que alguien se toma la molestia de dar ra­
zones— se refieren al lugar de la mujer en la familia.26 De esta manera, los
esquemas del parentesco son dominantes fuera de su esfera. Y la liberación
comienza afuera, con una serie de demandas de que tal o cual bien social se
distribuya por razones propias, no por razones familiares
Consideremos unos cuantos ejemplos. En China, durante el siglo xix, una
de las exigencias clave de los rebeldes de Taiping era la de que lo mismo
hombres que mujeres pudieran ser candidatos a presentar los exámenes
para el servicio civil.27 ¿Cómo era posible que a las mujeres se les excluyera con
justicia de un sistema cuyo propósito era descubrir a individuos calificados y
de mérito? No cabe duda de que tuvieron que ocurrir profundas transfor­
maciones culturales antes de que fuera posible siquiera formular tal pregunta.
Después de todo, hubo exámenes por un largo tiempo. Mas si éstos mismos
no hacen urgente la pregunta, al menos sí suministran su base moral. Si las
mujeres han de presentar los exámenes, entonces tiene que permitírseles pre­
pararse para ellos, tienen que ser aceptadas en las escuelas y liberarse del
concubinato, de los matrimonios arreglados, de la práctica del sujetamiento
del pie y demás. La familia misma tiene que ser reformada de modo que su
poder no se extienda hasta la esfera del cargo.
El movimiento para el sufragio femenino en Occidente puede ser descrito
de manera similar. Sus líderes aprovecharon el significado de la ciudadanía
en una sociedad democrática. Para ser exactos, los líderes tenían mucho que
decir acerca de los valores especiales que las mujeres pondrían en juego en el
desempeño de su papel político, y éstos eran esencialmente ios valores de la
familia: maternidad, protección, afecto.28 Pero no era esta clase de razona­
miento lo que hizo de sus demandas algo a lo cual, en definitiva, no se podía
dar respuesta. Por cierto, los contrargumentos de los opositores al sufragio
femenino pueden aún mostrar que están más cerca de la verdad: la par­
ticipación a gran escala de las mujeres en política, decían, provocará nuevos
conflictos, nuevos cálculos de interés dentro del sistema del parentesco. Sos­
pecho que en 1927, cuando por condescendencia con la sensibilidad
24 Éste es uno de los argumentos principales de Susnn Moller Okin, Wumai in Western
Politícal Thnught (Princeton, 1979); véase el comentario final, pp. 274-275.
27 Hugh D. R. Baker, Cltim'se Family and Kinship (Nueva York, 1979), p. 176.
21 Jean Bcthke Elsthain, Public Man, Prívate W<>man: Women in Western Political Thougbt
(Princeton, 1981), pp. 229-235.
252 PARENTESCO Y AM O R

campesina (de mujeres y hombres) Mao Tse-Tung intentó suavizar el ataque


comunista a la familia tradicional, tuvo que reprimir a algunos de sus
camaradas, quienes ambicionaban introducir la lucha de clases en la esfera
doméstica. "La abolición del sistema de clanes, de las supersticiones [el culto
a los antepasados], y de la desigualdad entre hombres y mujeres", escribió,
"se seguirá como una consecuencia natural de la victoria en las luchas po­
líticas y económicas". Y advertía contra intervenciones "crudas y arbitrarias"
en el cauce diario de la vida familiar.29 Es de suponerse que las mujeres
actuarán como hombres en política: es decir, usarán el poder que puedan
acaparar para sus propios fines —no sólo como miembros de su sexo (o de
sus familias), sino como miembros de otros grupos, y también como indivi­
duos— . Es justamente por esta razón que la democracia no suministra fun­
damento alguno para su exclusión.
Por último, es el mismo caso con las demandas contemporáneas para la
"acción afirmativa" en la esfera económica. Aunque a veces parecen deman­
das por trato preferencial, su propósito más profundo es el de establecer el
lugar de la mujer en el mercado libre. Así como no debería permitirse que las
fuerzas del mercado perturbaran los lazos familiares, tampoco debería
permitirse que un conjunto particular de lazos familiares restringiera el juego
de las fuerzas del mercado. En este orden de cosas también, entre las femi­
nistas ha existido cierta idea de que las mujeres cambiarían (o que deberían
cambiar) las reglas del juego: reduciendo las presiones de la competencia,
por ejemplo, o transformando la disciplina de un puesto de tiempo completo
o la identificación implicada hasta ahora por el hecho de hacer carrera. Sin
embargo, lo más importante ahora mismo es que el mercado, tal como fun­
ciona en la actualidad y tal como nosotros entendemos su funcionamiento,
no erija barreras internas a la participación de la mujer. El mercado se centra
en la calidad de los bienes y en la habilidad y energía de las personas, no en
la posición otorgada por el parentesco o el sexo —a menos de que sea sexo lo
que se esté vendiendo: si la mercantilización del sexo y la sexualidad será
coartada por el incremento de la presencia femenina en el mercado, o si úni­
camente se hará más variada, es una cuestión que permanece abierta— . En
cualquier caso, la compañía del mercado, como la del foro, es una compañía
mixta.
La familia será, por cierto, un espacio distinto cuando deje de ser el es­
pacio exclusivo de la mujer y las estructuras del parentesco no se repitan más
en otras esferas distributivas. Arrojada a sus propios recursos, la familia bien
podrá resultar ser una asociación más frágil que los grupos de afinidad de
otras y más viejas sociedades. Aun así, la esfera de las relaciones personales,
la vida doméstica, la reproducción y la crianza de los niños, siguen siendo,
incluso para nosotros, el núcleo de distribuciones de enorme importancia. La
"regla del altruismo establecido" no es una condición a la cual la mayoría de
los individuos renunciará por su voluntad; compartir la riqueza material
de la familia (con la parte correspondiente a la mujer ahora asegurada) es
29 Citado en Baker, Clónese Family |29|, p . 182.
PARENTESCO Y AM O R 253

una salvaguarda decisiva, incluso en el Estado de beneficencia. La tasa de


divorcios sugiere tal vez que el vínculo del amor, sin el antiguo reforzamien­
to del poder y el interés, no conduce a la estabilidad social. Pero nos encon­
tramos en una etapa tan temprana en la historia de la familia independiente,
el espacio tanto del hombre como de la mujer, que resultaría desatinado
proyectar las tendencias actuales. No obstante, como ya he afirmado, el amor
libremente elegido no es el único fundamento ni siquiera de la familia con­
temporánea. El amor de los hermanos, por ejemplo, es también importante, y
si bien todas las fuerzas de la vida moderna contribuyen a menoscabarlo, de
modo que "la solidaridad de los hermanos pareciera [...] tener pocas
probabilidades de sobrevivir a la primera infancia [...], las pruebas muestran
que permanece como una fuerza afectiva dominante para la mayoría de las
personas a lo largo de la vida".30 Por otra parte, el cuidado y la educación de
los hijos centran la atención de la familia de una nueva manera: los padres
hoy en día bien podrán sentirse más orgullosos por los logros de sus hijos
que éstos por el status de sus padres (o por el status de los antepasados de sus
padres). Esto también es producto de la separación de la familia respecto de
la política y la economía, la decadencia de las dinastías nacionales y locales, y
el triunfo de la igualdad compleja. Hoy en día protegemos a nuestros hijos lo
mejor que podemos, los preparamos para la escuela, los exámenes, el ma­
trimonio y el trabajo. Pero no podemos determinar o garantizar sus carreras,
asignando el ámbito doméstico y la maternidad a las hijas, por ejemplo, y la
Iglesia, la jurisprudencia o el campo a los hijos. Ellos hacen su propio
camino, soportando los pesos desiguales de las expectativas de los padres y
la gracia desigual del amor de los padres. Estas últimas desigualdades no
pueden ser eliminadas; por cierto, la familia existe y seguirá existiendo,
precisamente, para hacerles un lugar.

30 Citado en Fortes, Kinship and Social Order (6), p. 79, por Elaine Cumm ing y David
Schneider, "Sibling Solidarity: A Property of American Kinship", en American Anlhropologisi, 63
(1961): pp. 498-507.
X. LA GRACIA DIVINA

L a c r a c ia es presuntamente el don de un Dios bondadoso. Lo otorga a quien


le place, a quienes lo merezcan (como si lo reconociera un jurado de ángeles)
o a quienes Él hace merecedores por razones que sólo Él conoce. Nosotros no
sabemos nada acerca de estos dones. En la medida en que los hombres y las
mujeres llegan a creerse salvados, u otros les hacen creer que se han salvado,
son los destinatarios de un bien social, cuya distribución es mediada por una
organización eclesiástica o por una doctrina religiosa. Éste no es un bien que
exista en todas las culturas y civilizaciones, y tal vez no exista en la mayoría
de ellas. Pero ha sido tan importante en la historia de Occidente que debo
ocuparme de él aquí. La gracia ha sido a menudo un bien disputado, no por­
que sea necesariamente escaso ni porque al poseerlo yo disminuya las posi­
bilidades de que otros lo consigan, sino por dos razones distintas: en primer
lugar, en ocasiones se piensa que su disponibilidad depende de configura­
ciones públicas específicas; en segundo lugar, con frecuencia se piensa que
poseyéndolo ciertas personas (y no otras) obtienen con ello determinadas
prerrogativas políticas. Ambas ideas son negadas por lo común hoy en día,
mas en varias épocas de la historia fue necesario cierto valor para negarlas y
después resistirse a su implantación coactiva.
Lo que en la actualidad facilita tanto la negación de tales ideas es la con­
vicción, ampliamente sostenida, de que la búsqueda de la gracia (y su distri­
bución por un Dios omnipotente) es necesariamente libre. La versión extrema
de ello es la concepción protestante de las relaciones entre el individuo y su
Dios —el pronombre posesivo es importante— como un asunto íntegramen­
te privado. "Cada quien está solo en lo que se refiere a la promesa divina",
escribió Lutero. "Es necesaria la propia fe. Cada quien tiene que responder
por sí mismo."1Tero incluso si imaginamos que la gracia depende de la prác­
tica social de la comunión, de todas maneras se piensa que la comunión debe
ser libre, un asunto de elección individual. Tal vez resida aquí el ejemplo
más claro, en nuestra cultura, de lo que es una esfera autónoma. La gracia no
puede ser adquirida ni heredada, tampoco puede ser obtenida mediante
coacción; no puede ganarse pasando un examen ni ocupando un caigo. No es
ya una cuestión de previsión comunitaria, como lo era antes.
Esta autonomía no llegó fácilmente. Desde luego, en Occidente siempre
hubo líderes políticos que afirmaban que la religión constituía una esfera
aparte —y así, que los sacerdotes no deberían intervenir en política— . Pero
incluso aquellos líderes advirtieron que era útil controlar, si podían, la ma­
quinaria mediante la cual la comunión y la garantía de la salvación se
1 Martin Lutero, The Pagau Servilude o f Ihe Church, en Martin Luther: Sdeeiions from His
Writings, John Dillenberger, comp. (Carden City, Nueva York, 1%1), p. 283.
254
LA GRACIA DIVINA 255

distribuían. Otros líderes, tal vez más piadosos (y también depositarios de la


gracia) o dúctiles a la voluntad de los sacerdotes que sí intervenían en po­
lítica, insistían en que era su deber organizar de tal manera lo político, que el
don de Dios pudiera ser asequible, e incluso igualmente asequible, a todos
sus súbditos, hijos de Él. Dado que estos líderes eran hombres y mujeres
mortales, no podían hacer más; y dado que se abrían paso con la espada se­
cular, podían hacer lo que hicieran con considerable efectividad, regulando
la enseñanza de la doctrina religiosa y la administración de los sacramentos,
exigiendo la asistencia a la iglesia, etc. No pretendo negar que era su deber
hacer esas cosas (aunque sí espero trazar la línea divisoria mucho más acá
que la quema de herejes). Si era su deber es algo que dependía de las inter­
pretaciones de la gracia y del poder político que compartían con sus súbditos
(y no, debe subrayarse, de sus interpretaciones privadas).
Sin embargo, desde el principio, la coacción y la doctrina cristiana se
avenían mal. La gracia podría alcanzarse a través de obras buenas libremente
elegidas o podría llegar sólo por medio de la fe, pero nunca pareció ser algo
con lo cual los príncipes tuvieran mucho que ver. De ahí que los príncipes
que interfirieran con el culto de sus súbditos eran a menudo llamados tiranos
—al menos por quienes padecían a causa de la intromisión— . Protestantes
de diversas sectas, que defendieron la tolerancia religiosa en los siglos xvi y
xvil, recurrieron a concepciones latentes pero profundas de lo que el culto, las
buenas obras, la fe y la salvación realmente significaban. Cuando Locke en
su Carta acerca d éla lolerenáa insistía en que "de querer, ningún hombre puede
adecuar su fe al dictamen de otro", tan sólo reiteraba la afirmación de san
Agustín, citada a su vez por Lutero, según la cual "nadie puede ni debe ser
obligado a creer".2
La doctrina cristiana se formuló con arreglo a aquella norma distributiva
que dice: "Al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios" (Mateo
22:21). A menudo pisoteada por los ímpetus del Imperio o de los cruzados, la
norma era reafirmada con regularidad siempre que conviniese a los intereses
de los servidores de Dios o a los del César. Y bajo una forma u otra, sobrevi­
vió para servir a los fines de los primeros adversarios modernos de la perse­
cución religiosa. Dos "entregas", dos jurisdicciones, dos esferas distributivas:
en una presiden los magistrados, "procurando, preservando y haciendo
avanzar", como Locke señala, los intereses civiles de sus súbditos;3en la otra
Dios mismo preside con Su poder invisible, dejando avanzar en sus intereses
espirituales a quienes lo buscan y sirven lo mejor que puedan, asegurándose
algún favor divino. Para tales propósitos pueden organizarse de la manera
que ellos gusten y someterse, si les place, a obispos, sacerdotes, presbíteros,
clérigos, y demás. Mas la autoridad de todos estos ministros se deposita en la
Iglesia, tal como la autoridad de los magistrados reside en la comunidad,
"porque la Iglesia [...] es algo absolutamente separado y distinto de la

2 John Locke, A Lcttcr Conccniing Toleralion, introd. de Patrick Romancll (Indianapolis, 1950),
p. 18; Lutero, Secular Authority, en Seleclioiis [1|, p. .185.
* Locke, Lcttcr [2], p. 17.
256 LA GRACIA DIVINA

comunidad. Las fronteras de ambos lados son fijas e inamovibles. Quien


mezcle estas dos sociedades [...] revuelve el cielo con la tierra".4

El muro entre la Iglesia y el Estado

Un siglo depués de ser escrita, la Carta de Locke encontró expresión legal en


la primera enmienda a la Constitución de los Estados Unidos: "El Congreso
no habrá de hacer ley alguna respecto al establecimiento de la religión o
prohibiendo su libre ejercicio." Esta simple aseveración descarta cualquier
tentativa de previsión comunitaria en la esfera de la gracia. El Estado renun­
cia a cualquier interés por curar almas. Los ciudadanos no pueden ser obliga­
dos o reprimidos —ni a curar sus propias almas ni a curar las almas de los
demás— . Los oficiales estatales ni siquiera pueden regular la actividad
empresarial en la esfera de la gracia; absteniéndose de comentarios, deben
observar la constante proliferación de sectas que ofrecen la salvación a bajo
precio, o tal vez en forma más excitante, a costa de un enorme gasto de dine­
ro y esfuerzos espirituales. Los consumidores no pueden ser protegidos
contra fraudes, toda vez que la Primera Enmienda prohíbe que el Estado
reconozca los fraudes (además de que el fraude no es fácil de descubrir en la
esfera de la gracia, donde, según se dice, los individuos más insólitos bien
pueden estar haciendo la obra de Dios).
A todo esto se le llama libertad religiosa, pero también se trata de un igua­
litarismo religioso. La Primera Enmienda es una regla de igualdad compleja.
No distribuye la gracia igualmente, y de hecho no la distribuye en absoluto.
Con todo, el muro que erige genera delicados efectos distributivos. Desde la
perspectiva religiosa, conduce al sacerdocio de todos los creyentes, es decir,
deja a todos los creyentes a caigo de su propia salvación. Pueden reconocer la
jerarquía eclesiástica que quieran, mas otorgar o denegar tal reconocimiento
depende sólo de ellos, no se les impone legalmente ni los obliga a nada. Des­
de la perspectiva política, el muro favorece la igualdad entre los creyentes y
los no creyentes, entre santos y libertinos, entre los redimidos y los condena­
dos: todos son igualmente ciudadanos, y poseen el mismo conjunto de dere­
chos constitucionales. La política no predomina sobre la gracia ni la gracia
sobre la política.
Quiero hacer hincapié en la segunda de estas proposiciones negativas. Los
estadunidenses son muy sensibles a la primera. La disposición a tolerar la
objeción de conciencia (religiosa) tiene su origen en tal sensibilidad y sugiere
una significativa abstención por parte de las autoridades políticas. Las perso­
nas que creen que la seguridad de sus almas inmortales depende de evitar la
participación en actividades bélicas, están exentas del reclutamiento militar.
Si bien el Estado no puede garantizar la inmortalidad, al menos se abstiene
de retirarla; el Estado no alimenta a las almas, pero tampoco las mata. Sin
embargo, la segunda proposición negativa prohíbe una especie de predomi-
4 foM ,p.27.
LA GRACIA DIVINA 257

nio acerca del cual nadie habla en la actualidad, al menos en Occidente, de


modo que bien podemos haber olvidado su significación histórica. Para Lo-
cke, en el siglo xvu, era todavía de importancia crítica negar que "el predo­
minio se funda en la gracia".5 Esta pretensión había sido apenas formulada
en aquel entonces y con vehemencia considerable, en el curso de la re­
volución puritana. El primer parlamento de Cromwell, "el parlamento de los
santos", fue por cierto una tentativa de conferirle eficacia política. Cromwell
abrió la primera sesión afirmando precisamente aquello que Locke quería
negar: "Dios manifiesta que éste sea el día del poder de Cristo; a través de
tanta sangre y de tantas pruebas, como las que han sido puestas a estas
naciones, hizo que éste sea uno de los grandes propósitos del mismo: que Su
pueblo sea llamado ante la autoridad suprema."6

La comunidad puritana

Cromwell reconocía la desigualdad de esta "llamada". Sólo los santos eran


invitados a compartir el ejercicio del poder. No hubiera tenido mucho sen­
tido someter a los santos a una elección democrática, ni siquiera —lo cual hu­
biera sido más probable en la Inglaterra del siglo xvu— convocar a elecciones
a los titulares masculinos de propiedades. En ningún caso "Su pueblo"
hubiera ganado la mayoría de los votos. Cromwell esperaba el día en que las
elecciones fueran posibles, es decir, esperaba el día en que el pueblo mismo,
en su totalidad, fuera elegido por Dios. "Quisiera que todos estuvieran pre­
parados para la llamada." Pero, "¿quién sabe qué tan pronto Dios querrá hacer
capaz al pueblo para algo así?"7 Mientras tanto, era necesario buscar los signos
externos de la luz interior. De ahí que los miembros del parlamento fueran
seleccionados por un comité de búsqueda y no por un electorado, y así Ingla­
terra fue gobernada por monopolizadores de la gracia.
El argumento de Locke, que caló en la Constitución de los Estados Uni­
dos, sostiene que los santos tienen la libertad para sustentar su monopolio y
gobernar cualquier sociedad (o cualquier Iglesia y secta) que ellos mismos
establezcan. La gracia es, por supuesto, un gran privilegio, pero no hay ma­
nera de repartirla entre aquellos que dudan de su existencia, o entre quie­
nes adoptan posturas radicalmente distintas a la de los santos, o entre quienes
asumen la misma postura pero con menos fervor; tampoco hay forma de im­
poner a los santos una noción más igualitaria de su don especial. De cual­
quier manera, el monopolio de los santos es bastante inocuo mientras no se
extienda hasta el poder político. No tienen derecho a gobernar un Estado que
no hayan establecido ellos mismos, y para cuyo necesario funcionamiento las
seguridades divinas no representan calificación alguna. El propósito del

5 lbid.
6 CHiver Cromwell, OUver Cmmuvll's Lctters and Speed íes, Thomas Carlyle, comp. (Londres,
1893), p. 354 (discurso para el parlamento de los santos, julio 4 de 1653).
7 lbid., p. 355.
258 LA GRACIA DIVINA

muro constitucional es la contención de la gracia, ya que no su redistri­


bución.
Aun así, el Estado podría ser concebido de una manera distinta, no como
un ámbito secular sino como un ámbito religioso: los intereses civiles po­
drían concebirse también como los intereses de Dios. Después de todo, el
muro entre la Iglesia y el Estado es una construcción humana; podría ser
demolido o, como en el Islam, podría no ser construido jamás. El gobierno de
los santos tendría entonces un aspecto algo distinto: ¿quién —si no Su pue­
blo— habría de gobernar en un ámbito para el cual Dios mismo ha legislado?
Más aún, podría darse el caso de que sólo los santos puedan establecer los
lineamientos sociales cotidianos que hicieran asequible una vida buena, y
posteriormente la vida eterna, al resto de la población, comoquiera que tales
lineamientos tal vez tengan que ser interpretados de la Escritura, y es la luz
interior lo que ilumina al mundo. El argumento tiene fuerza real, dada una
identificación lo suficientemente extendida con la doctrina religiosa subya­
cente a él. Pero si hay un número suficiente de individuos que se identifiquen
con el gobierno de los santos, entonces los santos no tendrían dificultades
para ganar las elecciones.
En todo caso, la fuerza del argumento decae tan pronto como la identifica­
ción flaquea. Los puritanos de Nueva Inglaterra ofrecen un buen ejemplo de
ello. El sistema educativo en su conjunto se plegó a la tarea de la conversión
religiosa. Su fin principal era reproducir en la segunda generación la
"experiencia de la gracia" que los fundadores habían conocido. Al principio
se dudaba de que todo esto fuera posible. "Dios ha establecido de esta mane­
ra la elección", escribió Increase Mather, "la que en su mayor parte atraviesa
los ijares de los padres divinos."8 Los maestros tenían poco que hacer aparte
de vivificar el espíritu latente. Mas el don de la vivacidad espiritual no se
transmite así de fácil, ni por medio de los ijares ni a través de las escuelas: ni
la naturaleza ni la crianza, al parecer, pueden garantizar la herencia. A los
ojos de sus mayores —y a sus propios ojos también— la segunda generación
de puritanos estadunidenses, como muchas otras segundas generaciones, re­
sultó ser deficiente en la gracia. De ahí la concesión del Half-Way Covenant
del año 1662, que autorizaba a los hijos de los santos, incluso si carecían de
experiencia en la gracia, a mantener algún nexo informal con la Iglesia a fin
de beneficiar a los nietos. Pero esto era sólo para diferir la obvia dificultad.
Considérese, escribe un erudito moderno, "la ironía de una situación en la
que las personas elegidas no pueden encontrar a personas elegidas en núme­
ro suficiente como para prolongar su existencia".9 El secularismo se infiltra
en la comunidad puritana bajo la forma del desaliento religioso, pues la
pertenencia en la comunidad se transmite por cierto a través de los ijares de
ios padres divinos y no-divinos. Y así la comunidad comprende pronto no
sólo a santos y libertinos —y en la que el primer grupo gobierna al segun-
* Increase Mather, Pray fo t Ihe Rising Generalipil (1618), citado por Edmund S. Morgan, The
Punían Family (Nueva York, 1966), p. 183; v éase el estudio de J. R. Pole, The Pursuit o f Equalilty in
American Wstory (Berkeley, 1978), cap. 3.
9 Alan Simpson, Puritanim in Oíd and New England (Chicago. 1961), p. 35.
LA GRACIA DIVINA 259

do— sino también a libertinos que son los hijos y las hijas de los santos, y a
santos que son las hijas y los hijos de los libertinos. El dominio de la gracia
no podría sobrevivir a este resultado totalmente predecible e íntegramente
inesperado.
De manera alterna, el secularismo se infiltra a la comunidad puritana
también en la forma de la disidencia religiosa: cuando los santos disienten
acerca de los lineamientos necesarios para la vida etema, o cuando se niegan
unos a otros la santidad. Siempre es posible, por supuesto, reprimir la disi­
dencia, exiliar a los disidentes, o incluso, como en la Europa de la Inquisición,
torturar y matar para bien de la propia salvación (y de la de todos los
demás). Tero también aquí hay dificultades comunes, me parece, a todas las
religiones que predican la salvación, las que ya he identificado dentro del
contexto del cristianismo. La idea de la gracia parece resistirse férreamente a
distribuciones coactivas. La afirmación de Locke de que "los hombres no
pueden ser obligados a salvarse",10 representaría la postura de un disidente o
incluso la de un escéptico, pero se funda en una noción de la salvación com­
partida por muchos creyentes. Si ello es así, entonces el desacuerdo religioso
y la disidencia fijan límites al uso de la fuerza — límites que posteriormente
cobrarán la forma de una separación radical: el muro entre la Iglesia y el
Estado— . Y entonces los esfuerzos por derrumbar el muro, por imponer los
lineamientos o forzar el comportamiento que se supone conduce a la salva­
ción, son propiamente llamados tiránicos.

10 Locke, Lrtler (21, p. 35.


XL EL RECONOCIMIENTO

L a LUCHA TOR EL RECONOCIMIENTO

Una sociología de los títulos

En una sociedad jerárquica como la de la Europa feudal, el título es la deno­


minación de un rango aparejado al nombre de una persona. Llamar a una
persona por su título es colocarla en el orden social y, dependiendo del lugar,
honrarla o deshonrarla. Los títulos proliferan comúnmente en las categorías
superiores, donde establecen finas distinciones y sugieren la intensidad y la
importancia de la lucha por el reconocimiento, Las categorías inferiores reci­
ben títulos de manera más burda, y las mujeres y los hombres de más bajo ni­
vel no tienen títulos en absoluto sino que son llamados por sus nombres de
pila o mediante algún apelativo general despectivo ("esclavo", "muchacho",
"muchacha", etcétera). Para dirigimos a todos y a cada uno de los individuos
existe una manera apropiada; ésta establece el grado de reconocimiento al
cual una persona tiene derecho y al mismo tiempo se le confiere justo en ese
grado.1 A menudo, el uso del título debe acompañarse de gestos convencio­
nales como hincarse, inclinar la cabeza, quitarse el sombrero: representan
una extensión del título, son una mímica del título, por así decirlo, y sirven a
un doble propósito. Análogamente, las personas pueden ponerse sus títulos
— terciopelo o mezclilla, pantalón corto o sans-culottes—, de modo que el
vestirse es una especie de reconocimiento reflexivo, y el caminar por la calle
es una exigencia de respeto o una aceptación de inferioridad. Si conocemos
los títulos de todos, entonces conocemos el orden social: sabemos a quiénes
tenemos que mostrar deferencia y quiénes nos tienen que mostrar deferencia,
estamos preparados para todos los encuentros. La gran conveniencia de una
sociedad jerárquica reside en que esta clase de conocimiento es fácil de
conseguir y se encuentra ampliamente difundido.
Los títulos son reconocimientos instantáneos. En la media en que existe un
título para cada quien, todo individuo recibe reconocimiento, y así no existen
hombres invisibles. Esto es lo que Tocqueville quiere decir al afirmar que en
las sociedades aristocráticas "nadie puede ni esperar ni temer no ser visto.
No hay nadie con una posición social tan baja como para no tener un escala­
fón propio, y nadie puede evitar el elogio o la censura a causa de su oscuri­
d a d ".12 Pero Tocqueville, desde luego, describe de modo deficiente la

1 Para una lograda síntesis de los restos de este sistema, véase "Armiger", Tilles and Forms o f
Address:A C uidetoThcirC orred líse(7a..ed., Londres, 1949).
2 Alexis de Tocqueville, Democntcy iit America, tr. George Lawrence (Nueva York, 1966),
p. 601. [Hay edición del Fondo de Cultura Económica.]

260
EL RECONOCIMIENTO 261

posición de los esclavos en las aristocracias esclavistas;3 probablemente esté


equivocado acerca de los siervos y los sirvientes, quienes de ninguna manera
poseen un sólido escalafón propio, y bien puede estarlo a propósito de los
mismos aristócratas. Tocqueville señala que hay parámetros para cada
rango, incluso para los más bajos; con mayor razón, entonces, para los más
elevados. También afirma que los hombres y las mujeres que fracasen tratan­
do de vivir de acuerdo con tales parámetros podrán perder el honor de sus
títulos. Pero los hombres y las mujeres de la aristocracia no pueden sufrir
precisamente esa pérdida. Acerca de la cúspide de la jerarquía podemos
decir lo que lord Melboume dijo, con admiración, acerca de la Muy Noble
Orden de la Jarretera: "No hay ningún mugroso mérito en ella." El elogio y
la censura son irrelevantes; no hay nada que poner a prueba y nada que
demostrar.
Desde luego, aristócratas y caballeros pueden portarse mal, y a menudo lo
hacen, y sus inferiores sociales bien podrán advertirlo y comentarlo entre
ellos. Pero no pueden comentarlo en círculos más amplios, no pueden reme­
darlos en situaciones públicas. Lejos de poder rebelarse u organizar una
revolución, no les queda otra que ceder ante el honor, el respeto y la deferen­
cia que por costumbre son debidos a los aristócratas, sean buenos o malos.
La frase: 'T ú no eres un caballero", no podría ser pronunciada por un siervo
ante su señor o por un sirviente ante su patrón. En una sociedad jerárquica,
podemos elogiar o censurar a iguales y a inferiores, pero el reconocimiento a
los superiores tiene que ser simple y llano.
Por tanto, la categoría predomina sobre el reconocimiento. Si los títulos
son hereditarios, la sangre predomina sobre el rango; si pueden ser adquiri­
dos, el dinero prevalece; si están en manos de los gobernantes del Estado, el
poder político predomina. En ninguno de estos casos el elogio y la censura son
otorgados libremente. (En ninguno de ellos, por cierto, el amor y el odio
son libremente otorgados, o los gustos y los disgustos libremente expresados,
y ello bien puede ser más importante; con todo, en este orden de cosas me in­
teresa algo más: el respeto más que el amor, el desprecio más que el odio, la
forma en que los individuos valoran y la forma en que son valorados por
la sociedad en su conjunto.) Es probable que el predominio de la categoría y
la sangre, ya que no el de la riqueza material y el poder, pueda ser tan fuerte

3 Toda la razón de ser de la esclavitud, ha indicado Orlando Patterson, es degradar y deshon­


rar radicalmente al esclavo, negarle un lugar social, un "escalafón propio". A los ojos de sus
amos, los esclavos son bajos, irresponsables, desvergonzados, infantiles. Podrán ser flagelados o
mimados, pero no elogiados ni escarnecidos en el estricto sentido de tales términos. Su valor es
el predo que alcanzan en la subasta y cualquier otro valor o reconocimiento de valor les es nega­
do. Sin embargo, ellos mismos no participan en esta negación. "En los abundantes y sórdidos
anales de la esclavitud", escribe Patterson, "no existe en absoluto prueba alguna para sugerir
que algún grupo de esclavos haya hecho consdente la concepción de degradadón sustentada
por sus amos". Esclavos y amos no habitan en un mundo de significados compartidos. Ambos
grupos se encuentran simplemente en guerra, como Hegel afirma, y la moralidad de su encuen­
tro se entiende mejor a través de la teoría de las guerras justas e injustas, no a través de la teoría
de la justicia distributiva. (O. Patterson, Slavcry and Social Dcath. A Comparativo Stiuty, Cambrid­
ge, Mass., 1982, p. 97 y cap. 3.)
262 EL RECONOCIMIENTO

que sea imposible incluso concebir un reconocimiento libre. Sin embargo, en


el mundo judeocristiano, tal concepción ha sido siempre posible porque Dios
ofrece un modelo juzgando a hombres y mujeres sin tomar en cuenta su
posición en el mundo, e insinuando cierto escepticismo social:

Cuando Adán cavaba y Eva hilaba,


¿quién era entonces el caballero?

Pero ésta era una pregunta subversiva. La doctrina religiosa ratificó más a
menudo la jerarquía, y las instituciones religiosas rápidamente la duplicaron,
ambas confirmando los postulados fundamentales de un orden jerárquico.
Los reconocimientos defienden no de juicios independientes sino de prejui­
cios sociales, consagrados en denominaciones como "gentilhombre", "escude­
ro", "sir", "lord" (y "señor obispo"). Y qué realidad haya detrás de estas de­
nominaciones es algo acerca de lo cual tenemos que abstenemos de hablar.
Pero si bien la lucha por el reconocimiento siempre está afectada por tales
prejuicios sociales, no está determinada completamente por ellos. Quienes se
hallan al margen de todo rango, preocupados a causa de sobajamientos, du­
plican la insistencia en sus títulos; para ellos el título posee un valor indepen­
diente, que defienden como si se lo hubieran ganado. Dentro de cada rango
están calculadas condiciones específicas de honor. Éstas parecerán arbitrarías
e incluso descabelladas a quienes se encuentren afuera, mas fijan los paráme­
tros mediante los cuales los hombres y las mujeres en posesión de los mismos
títulos se distinguen unos de otros. Las distinciones son más enconadamente
controvertidas mientras menor sea el fundamento que parezcan tener.
Hobbes consideraba las disputas de los aristócratas de su tiempo, y en
especial el duelo, como una de las formas arquetípicas de la guerra de todos
contra todos. Los hombres ponían en peligro sus vidas por el honor, si bien
las causas por las cuales peleaban eran objetivamente de poca importancia:
"bagatelas, tales como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, y cual­
quier otra señal de menosprecio".4
Tales luchas tienen lugar sólo entre iguales, dentro de categorías, no entre
ellos. Cuando las categorías inferiores desafían a las superiores, no conside­
ramos esto como un duelo sino como una revolución. Es posible imaginar dis­
tintas clases de revolución, pero aquí sólo he de considerar las revoluciones
democráticas de la época moderna, que representan un ataque a la totalidad
del sistema de prejuicios sociales y culminan con la sustitución de un título
único por la jerarquía de los títulos. El título que a fin de cuentas gana, aun­
que no es el primero en ser elegido, proviene de la categoría más baja de la
aristocracia o del orden caballeresco. En la lengua inglesa, el título común es
el de master, condensado en Mr., que durante el siglo x v ii se convirtiera en "el
prefijo cerem onial acostum brado, antepuesto al nom bre de cualquier
hombre de nivel inferior al de caballero armado y superior a cierto nivel,
humilde pero indeterminado, en el status social. [...] Como ocurre con otros*

* Thomas Hobbes, Leoiatlum, parte I, cap. 13.


EL RECONOCIMIENTO 263

títulos de cortesía, el límite inferior para su aplicación ha ido en continuo


descenso".5 En los Estados Unidos, aunque no en Inglaterra, no existe límite
superior alguno para su aplicación. Incluso en Inglaterra, este título universal
ha sido adoptado por hombres poderosos: "Mr. Pitt como Mr. Pym", escribió
Emerson, "pensaron que el título de M ister valía ante cualquier rey en
Europa."4 Durante el primer Congreso estadunidense se hicieron ciertas
propuestas para conferir al presidente de los Estados Unidos algún título
superior que proviniera del pasado aristocrático, aunque se decidió que la
denominación de su cargo bastaba; directamente apelado, él es "Mr. Presi-
dent".7 En toda Europa el resultado fue el mismo: monsieur, Herr, signor,
señor, y todos ellos se corresponden con el masler/Mr. inglés. En cada caso, el
título de honor, aunque no de honor máximo, fue convertido en título gene­
ral. Los títulos revolucionarios alternativos — "hermano", "ciudadano", "ca­
marada"— representan un rechazo a tal generalización; más tarde he de
regresar a este asunto.
En una sociedad de señores, la carrera está abierta al talento, los reconoci­
mientos a cualquiera que los pueda ganar. Parafraseando a Hobbes, la
igualdad de los títulos genera una igualdad de esperanzas y luego una
competencia general. La lucha por el honor, que estalló entre los aristócratas
y desempeñara un papel tan importante en la temprana literatura moderna,
se ha extendido ahora al hombre común y corriente. Sin embargo, no es el
honor aristocrático lo perseguido por el hombre común. Conforme la lucha
se extendía, así también se diversificaban los bienes sociales en cuestión,
multiplicándose sus nombres. Honor, respeto, estim ación, elogio, prestigio,
status, reputación, dignidad, rango, consideración, adm iración, valía, distinción,
deferencia, hom enaje, aprecio, g loria, fam a, celebridad: las denominaciones
representan una acumulación a través del tiempo y fueron usadas originaria­
mente en distintos entornos sociales y para distintos fines. Con todo, pode­
mos captar su elemento común. Son las denominaciones de reconocimientos
favorables, desprovistos de toda especificación de clase. Sus opuestos son, o
reconocimientos desfavorables (deshonra), o bien no-reconocimientos (descon­
sideración). Tocqueville pensaba que los no-reconocimientos eran imposibles
bajo el antiguo régimen —y también innecesarios: se podía sobajar a un in­
dividuo haciéndole saber (que uno conocía cuál era) su lugar—. En el nuevo
régimen nadie tiene un lugar fijo; es posible sobajar a un individuo negando
que existe, que posee en absoluto un lugar, rehusándonos a reconocer su per­
sonalidad o su existencia moral o política. No es difícil entender que ello
podría resultar peor que ser "situado" en el nivel más bajo posible. Ser un in­
tocable es (tal vez) menos atroz que ser invisible. No hace mucho, en ciertas
comarcas de la India "un intocable tenía que gritar como advertencia antes
de entrar a una calle a fin de que el pueblo menos vil pudiera apartarse de su
5 Oxford English Dictionary, véase "M r". Véase también el apartado 'T illes of Honour" en
la Encyclopaedia Britannica (lia . ed., 1911).
6 Ralph Waldo Emerson, Cvndnct o f Ufe, en The Complete Essays and Otlicr Writings o f Ralph
Waldo Emerson, Brooks Atkinson, comp. (Nueva York, 1940), p. 729.
7 H. L. Menken, The American Language (4a. ed. Nueva York, 1938), p. 275.
264 EL RECONOCIMIENTO

presencia contaminante".8 Apenas puedo imaginarme qué situación provo­


caría un alarido tal, pero al menos la persona que lo profiere tiene una
formidable presencia, y podrá encontrar cierta satisfacción a) ver cómo los
demás huyen temerosos a su paso. Al hombre invisible le está vedada esta
satisfacción. Por otra parte, tan pronto se despoja de su status de extranjero o
de paria, entra en la sociedad no con tal o cual categoría inferior, sino como
alguien que compite por el honor y la reputación en igualdad de condicio­
nes. Y anuncia su entrada diciendo: "Llámenme señor."
Esta persona redama para sí el título general y entra a la lucha general.
Dado que no tiene categoría fija alguna, dado que nadie sabe adónde per­
tenece, debe establecer su propio valor, y sólo puede lograrlo ganándose el re­
conocimiento de sus compañeros. Cada uno de ellos intenta lograr lo mismo,
de ahí que la competencia no tenga fronteras sociales, a no ser las nacionales;
tampoco tiene límite temporal alguno. La competencia sigue sin interrupción
y los participantes pronto se dan cuenta de que el honor de ayer sirve de poco
en el mercado del hoy. No pueden descansar ni dormirse en sus laureles,
deben estar alertas a cualquier desaire. "Cada individuo cuida que su compa­
ñero lo valore de acuerdo con la medida que él se ha fijado para sí mismo",
escribe Hobbes, "y ante cualquier signo de desprecio o de menosprecio, natu­
ralmente que se esfuerza, tanto como pueda atreverse, para sacar mediante
extorsiones un mayor valor por parte de aquellos que lo desaíran".9 Sin
embargo, hablar solamente de extorsión es demasiado radical. Puesto que las
formas del reconocimiento son diversas, así también los métodos para adqui­
rirlas. Los competidores especulan en el mercado, intrigan en contra de sus
rivales cercanos y transigen a fin de lograr pequeñas ganancias —yo te ad­
miro si tú me admiras también—; despliegan poder, gastan dinero, exhiben
bienes, hacen regalos, propagan chismes, se exhiben a sí mismos como lo ha­
rían en un escenario —todo ello por el reconocimiento—. Y habiéndolo hecho
una vez, lo vuelven a hacer de nuevo, contabilizando sus pérdidas y ganan­
cias diarias a la vista de sus compañeros, como los financieros al leer el perió­
dico por la mañana.
Con todo, por más compleja que sea la lucha, la "extorsión" mencionada
por Hobbes capta a fin de cuentas uno de sus rasgos principales. Los recono­
cimientos deben ser ganados por individuos que, al pensar en sus propias
demandas, son reacios a dar. Sospecho en verdad que la mayoría de nosotros
quiere e incluso necesita dar y recibir reconocimiento: necesitamos héroes,
hombres y mujeres a quienes podamos admirar sin restricciones y sin inhi­
biciones. Pero nos cuidamos de encontrar a tales personas entre nuestros
amigos y vecinos. Tales descubrimientos son difíciles porque desafían nues­
tro propio valor y obligan a incómodas comparaciones acerca de nosotros
mismos. En una sociedad democrática, los reconocimientos son más fáciles a*

* Harold R. Isaacs, ¡ndia's Ex-Untouchables (Nueva York, 1974), pp. 27-28.


9 Hobbes, brviathan, parte I, cap. 13.
10 Éste es uno de los principales argumentos de The CelebnUion o f Héroes: Prestige as a Social
Control System de William J. Goode (Berkeley, 1978).
EL RECONOCIMIENTO 265
distancia. Los reconocimientos temporales son fáciles también: de ahí las
estrellas de un día creadas por los medios de comunicación. Nuestra emo­
ción ante el surgimiento de tales figuras se incrementa por la anticipación de
su caída. ¿Quiénes son, después de todo, sino mujeres y hombres como usted
y yo, tal vez con un poco más de suerte? No poseen un sitio permanente, y
nadie sabe si nos acordaremos de ellos el día de mañana. Los medios de
comunicación hacen que el reconocimiento parezca un bien que existe de ma­
nera abundante, su reparto será inestable, pero en principio es ilimitado. En
la práctica, sin embargo, el bien escasea. Nuestras comparaciones cotidianas
producen el efecto de transformar la ganancia de un individuo en la pérdida
de otro individuo, incluso cuando no se pierda más que una posición rela­
tiva. En la esfera del reconocimiento, la posición relativa es de suma im­
portancia.
Debe haber ocasiones en que anhelemos el consuelo de un lugar fijo. Una
sociedad de señores es un mundo de esperanza, esfuerzo y ansiedad intermi­
nables. La imagen de una carrera, que Hobbes esbozara por primera vez en
el siglo xvii,n ha sido desde entonces una característica importante de nuestra
conciencia social. Se trata de una carrera democrática, una carrera participati-
va: no existen espectadores, todos tienen que correr; además, todos nuestros
sentimientos, acerca de nosotros mismos y acerca de otros, son indicativo de
lo bien que estemos corriendo:

Pensar que están atrás, es la gloria


Pensar que están adelante, es humildad
Estar con alientos, esperanza
Estar abatido, desesperanza
Esforzarse por alcanzar al siguiente, emulación
Perder terreno a causa de pequeños obstáculos
pusilanimidad
Caer de repente, disposición al llanto
Ver caer a otro, disposición a la risa
Ser siempre superado es miseria
Superar siempre al de adelante, es gozo
Y abandonar la carrera es morir.

¿Por qué corremos? "No hay otra meta, ni otra guirnalda", escribe Hobbes,
"que la de ser el primero".12 Pero esta ambición concede demasiado crédito a
la experiencia de la antigua aristocracia. Pascal se muestra más penetrante en
uno de sus Pensées: "Nuestra presunción es tal, que nos gustaría ser conoci­
dos por el mundo entero, incluso por gente que nacerá cuando nosotros no
seamos más: y somos tan vanidosos, que la opinión favorable de cinco o seis
en tomo nuestro nos deleita y satisface."13 Corremos para ser vistos, recono­
cidos, admirados por algún subconjunto de personas. Si no hubiese victorias
11 Thomas Hobbes, The Elcments o f Laui (ed. Ferdinand Ton rúes |2" cd. Nueva York, 1969], pp.
47-48), parte I, cap. 9, §21. (He omitido algunas definiciones.)
12 íbiit. ,
13 Blaise Pascal, /YjisíVs, núm. 151, tr. J. M. Cohén (Harmondsworth, Inglaterra, 1961).
266 EL RECONOCIMIENTO

parciales todos desesperaríamos mucho antes de acabar. Por otra parte, la sa­
tisfacción que describe Pascal no dura mucho. Nuestra presunción es
mitigada, reprimida, vuelve a nacer. Hay muy pocos individuos que esperen
con seriedad la gloria eterna; sin embargo, virtualmente todo el mundo
desea un poco más reconocí miento del que obtiene. La insatisfacción no es
permanente, pero sí continua. Nuestra ansiedad se alimenta tanto de nues­
tros logros como de nuestros fracasos.
A pesar de que nos traten con cierto título, no recibimos el mismo grado
de reconocimiento. La carrera descrita por Hobbes es más movida y más in­
cierta que la jerarquía: en todo momento, los corredores se encuentran en
orden, del primero al último, ganando o perdiendo dentro del conjunto de la
sociedad y dentro de su propio subconjunto. Tampoco existen excusas fáciles
para las derrotas, incluso si parecieran injustas o inmerecidas. La riqueza
material y la mercancía siempre pueden ser redistribuidas, acumuladas por
el Estado y repartidas nuevamente, de acuerdo con algún principio abstrac­
to. Pero el reconocimiento es un bien infinitamente más complejo; en un pro­
fundo sentido, depende por completo de actos individuales de honor y
deshonra, de consideración y desconsideración. Existe, desde luego, algo se­
mejante al reconocimiento público o a la desgracia pública; más adelante ha­
bré de decir algo acerca de ambos. Según una antigua máxima jurídica, "el
rey es la fuente del honor". Podríamos pensar en el buen nombre del rey, o
en la legitimidad del Estado, como una fuente de reconocimiento a partir de
la cual se distribuyeran tajadas a los individuos. No obstante, algo así no cau­
sa gran impresión a menos de que sea ratificado y reiterado por mujeres y
hombres comunes. Mientras que el dinero tan sólo necesita ser aceptado, el
reconocimiento debe repetirse si ha de poseer algún valor. De ahí que el rey
haga bien en honrar sólo a aquellos a quienes ampliamente se tiene por per­
sonas honorables.
Ninguna igualdad simple es posible en el reconocimiento; la sola ocurren­
cia es una broma pesada. En la sociedad del futuro, dijo Andy Warhol cierta
vez, "todos serán mundialmente famosos por 15 minutos". De hecho, en el
futuro lo mismo que en el pasado, algunos individuos serán más famosos que
otros, y otros no lo serán en absoluto. Podemos garantizar la visibilidad de
todos (ante los funcionarios gubernamentales, digamos), pero no podemos
garantizar a todos la misma visibilidad (ante los conciudadanos). A manera
de principio, podemos insistir en que todos, a partir de Adán y Eva, sean ca­
balleros; pero no podemos proveer a todos de la misma reputación de poseer
buenas maneras —esto es, maneras "espontáneas pero delicadas"—. La
posición relativa dependerá de los recursos que los individuos puedan do­
minar en la lucha continua por el reconocimiento. Así como no podemos re­
distribuir la fama misma, tampoco podemos redistribuir tales recursos, pues
no son otra cosa que cualidades, habilidades y talentos personales valorados
en un tiempo y lugar dados, en virtud de los cuales mujeres y hombres
determinados son capaces de suscitar la admiración de sus compañeros. Pero
no hay manera de determinar con antelación qué cualidades, habilidades y
talentos serán valorados o quién los poseerá. E incluso si de alguna manera
EL RECONOCIMIENTO 267

pudiéramos identificarlos y reunirlos en partes iguales, instantáneamente


dejarían de suscitar admiración (merced a la igualdad).
Mas si en la lucha por el reconocimiento no puede haber igualdad de
resultados, sí puede haber igualdad de oportunidades —yo he estado escri­
biendo como si la hubiera— . Tal es la promesa de la sociedad de los señores.
Aun así, ¿ha sido cumplida en alguna sociedad actual? El status, razona
Frank Parlón, es indicativo de un lugar, de una profesión o de un cargo, no
de reconocimientos especiales por logros especiales.14 La abolición de los
títulos no es la abolición de las clases. Las concepciones del honor son ahora
más controvertibles de lo que eran bajo el antiguo régimen; no obstante, las
distribuciones todavía se rigen y son dominadas por la ocupación más que
por la sangre o el rango. De ahí, por una parte, la insolencia del cargo, y por
otra, la degradación de los hombres y las mujeres que sacan adelante el
trabajo duro y sucio de la sociedad. En la carrera de Hobbes, muchos corre­
dores corren en un lugar, incapaces de abrirse paso contrarrestando la pre­
sión del esquema general, y no ayuda mucho considerar ese esquema como
el producto de sus propias valoraciones, una especie de abreviatura social
para el reconocimiento de los individuos. Existe, por cierto, tal abreviatura;
sin embargo, deriva de la ideología dominante y es en sí misma indicativa de
cargo y poder —de modo que quienes ocupan cargos suscitan respeto tal y
como exigen altos salarios, sin tener que probar su valor ante sus colegas o
sus clientes.
Con todo, esta ideología dominante no es más que la carrera de Hobbes,
entendida ahora como la lucha por puestos e ingresos más que por prestigio
y honor. O, más bien, la tesis es que ambas luchas son en realidad una: una
competencia general por los bienes sociales en la cual el mérito, la ambición,
la suerte o lo que sea, gana a fin de cuentas. Honramos a las personas de
acuerdo con sus victorias porque las cualidades necesarias para ganar la
competencia general son grosso modo las mismas que nosotros, muy proba­
blemente, habremos de admirar de cualquier manera. Y si se trata de cua­
lidades admirables que no llegan a desempeñarse en la competencia general,
entonces estamos en libertad de admirarlas accesoriamente, por así decirlo,
de manera incidental, parcialmente, dentro de tal o cual subconjunto. De este
modo, podremos respetar la gentileza del vecino sin dejar que tal respeto
interfiera en los cálculos más precisos del status social.
El status (la posición en la carrera) predomina sobre el reconocimiento.
Esto es muy distinto al predominio del rango jerárquico, pero no es aún la
libre apreciación de cada persona por cada persona. La libre apreciación
exigiría el desmembramiento de los bienes sociales, la autonomía relativa del
honor. No es fácil definir exactamente de qué autonomía se trataría, porque
el honor está estrechamente ligado a otras clases de bienes. Acompaña a la
conquista de un cargo, por ejemplo, o al logro de un alto puntaje en los comi­
tés médicos, o al establecimiento exitoso de un nuevo negocio. Probablemen­
te, estos tipos de logro siempre impondrán respeto, pero no siempre lo harán
14 Frank Parkin, Class, lucquaUty and Poliliail Ordir (Londres, 1972), pp. 34-44.
268 EL RECONOCIMIENTO

con el grado que imponen hoy en día, cuando cada uno es visto como un
paso decisivo en el camino hacia la riqueza material y el poder. ¿Qué respeto
podrían imponer, de manera independiente? No sabemos, de hecho, cómo
sería el mundo social si el honor de cada individuo dependiera en su
totalidad de los reconocimientos libremente otorgados o denegados sin
reservas por cada persona.15 Sin duda habría amplias variaciones culturales.
Pero incluso en nuestra sociedad no es difícil imaginar valoraciones muy di­
ferentes a las que se dan por lo común — un nuevo respeto por un trabajo so­
cialmente útil, digamos, o por el esfuerzo físico, o por la utilidad en el cargo
más que por el simple hecho de ocupar ese cargo— Una apreciación franca
generaría también, me parece, un sistema de reconocimientos mucho más
descentralizado, de modo que la clasificación general que Hobbes dio por
supuesta perdería importancia e incluso dejaría de ser discemible. Recorde­
mos la queja de John Stuart Mili: "Manifiestan agrado estando entre la
masa." Así es, pero a pesar de eso sigue siendo posible distinguir los contor­
nos de distintas ciases de masas, o al menos de modo elemental, distintos
parámetros para el agrado o el desagrado. Tales diferencias son suprimidas
para bien de la competencia general. No obstante, si la competencia general
fuera disuelta, si la riqueza material no implicara el cargo — y el cargo,
poder—, entonces los reconocimientos serían también sinceros.
Ésta sería la igualdad compleja en la esfera del reconocimiento, y cierta­
mente redundaría en una distribución del honor y del deshonor muy dife­
rente a la imperante. Aun así, las mujeres y los hombres serían honrados de
maneras distintas, y no estoy seguro si la competencia sería menos intensa
que en el mundo descrito por Hobbes. Si hay más ganadores (y una variedad
más amplia de victorias posibles), incluso así, inevitablemente, habrá algu­
nos perdedores. Asimismo, la igualdad compleja no garantiza que los reco­
nocimientos se distribuyan a individuos dignos de recibirlos en algún
sentido objetivo. Existen, desde luego, parámetros objetivos, al menos para
ciertas modalidades de reconocimiento. Hay novelistas, digamos, que me­
recen atención de los críticos y otros que no. Liberados de las presiones de la
sociedad jerárquica y el mercado, los críticos bien podrían dedicarse a
valorar a los novelistas indicados. De modo más general, sin embargo, los
15 Por el momento (y por el futuro previsible), escribe Tilomas Nagel, "no tenemos modo de
divorciar el status profesional de la estima y la recompensa económica, al menos no sin un
aumento gigantesco del control social" (T. Nagel, Mortal Qiiistiuus, Cambridge, 1979, p. 104).
Pero no se trata aquí de un divorcio —o más bien, el divorcio y el aumento del control son requi­
sitos de la igualdad sim ple, ya que no de la com pleja— . Obviam ente, el logro de status
profesional da derecho a cierto grado de estima social e incluso a una recompensa económica. El
resto de nosotros está dispuesto a reconocer la habilidad y el talento y a pagar (individual o
colectivamente) por los servicios prestados. Sin embargo, queremos poder reconocer una amplia
gama de habilidades y talentos y pagar por ellos sólo un precio de mercado, o en el caso de los
servicios prestados a través de un reclutamiento, un salario justo. Es únicamente la conversión
ilegítima de status profesional en estima y riqueza material lo que deberemos erradicar —y con
ellos las técnicas de conversión: acceso restringido, mistificación intelectual, etc., y para d io no
será necesario llegar a un "gigantesco aumento del control social".
** Parkin sostiene que tales valoraciones existen ya, si bien están subordinadas a otros
"sistemas de significados" (Class |14|, p. 97).
EL RECONOCIMIENTO 269

reconocimientos recaerán en individuos considerados valiosos por cierto


número de compañeros suyos, y estas consideraciones serán sinceras. Hon­
raremos, respetaremos, estimaremos y valoraremos a aquellos hombres y
mujeres que nos parezcan merecedores de ello —y en ocasiones valoraremos
a mujeres y hombres exactamente como los amamos, sin considerar en abso­
luto el merecimiento objetivo— . De este modo, el pobre merecedor estará
aún con nosotros. Parafraseando a Marx, si un individuo no es capaz, me­
diante la manifestación de sí como persona valiosa, de convertirse en una
persona valorada, entonces su valor es impotente y un infortunio. Tales
infortunios no serán ya el monopolio de una clase particular, de una casta o
de un grupo ocupacional. No obstante, contra su incidencia en general, no
puedo imaginar forma alguna de seguro social.
Con todo, tal vez cierto respeto mínimo sea de hecho una propiedad co­
mún en la sociedad de los señores. Podríamos distinguir con provecho lo que
llamaré el reconocitniento sim ple respecto de las modalidades más complejas
del reconocimiento de esto o lo otro. El reconocimiento simple es hoy en día un
requisito moral: tenemos que reconocer que toda persona a quien lleguemos
a conocer es digna, al menos en potencia, de honor y admiración; se trata de
un competidor, tal vez hasta de una amenaza. La indicación "llámenme
señor" implica una demanda, no de un grado particular de honor, sino de la
posibilidad de ser honrado. He aquí a alguien a quien no conocemos y quien
aparece ante nosotros sin los distintivos del nacimiento y el rango. Aun así,
no podemos sacarlo del juego. Es digno, al menos, de nuestra apreciación, y
nosotros somos vulnerables a la suya. Estos hechos de nuestra vida social
añaden a las modalidades contemporáneas de la cortesía cierta suspicacia, lo
cual origina inquietud. La ansiedad de los estadunidenses por desechar el
mister y usar sus nombres de pila proviene del deseo de reducir el nivel de
inquietud, de encontrar cierta manera de tranquilizarse un poco. Juzgamos
insincera la ansiedad siempre que sabemos que ninguno de los bandos en
realidad se propone descansar. Esta intención negativa representa un respeto
mínimo y básico. "Se reconocen a sí mismos", escribió Hegel, "como recono­
ciéndose mutuamente".17Y ello puede ser un asunto muy tirante.

H onor público y merecimiento individual

He estado escribiendo acerca de la esfera del reconocimiento como si se tra­


tara de un sistema de libre empresa. Los honores son como las mercancías:
circulan entre los individuos a través del intercambio, la extorsión y el
regalo; el suministro responde torpe e inadecuadamente a la demanda. No
hay un Estado de beneficencia, no hay redistribución de la riqueza material,
no hay un mínimo garantizado (más allá del mero reconocer que cada sujeto
es un competidor), esta parece ser la mejor de las configuraciones posibles.

17 George Friedrich Hegel, The Phcnomenolagy o f Mind, tr. j. B. Baillie (Londres, 1949), p. 231.
[Fenomenología dei espíritu, Fondo de Cultura Económica, la. ed., 1966.]
270 EL RECONOCIMIENTO

Más a menudo, el flujo del reconocimiento se ve perjudicado por el pre­


dominio de otros bienes y el monopolio de familias antiguas, castas y clases.
Si nos libramos de tales perjuicios, nos encontramos en una versión más floja
de la carrera de Hobbes. En el mejor de los casos, seremos empresarios en la
esfera del reconocimiento —algunos pasaremos por opulentos, otros por in­
digentes.
Todo esto es cierto, pero es sólo una parte de la verdad, pues además de
las individuales hay una variedad de distribuciones colectivas: recompensas,
premios, medallas, certificados al mérito, ramos de laurel. Los honores públi­
cos, como ya he dicho, podrán ser ineficaces a menos de que se apeguen a los
parámetros de los individuos concretos. Con todo, es importante hacer notar
ahora que los individuos fijan parámetros algo más rigurosos para los reco­
nocimientos otorgados a su favor que para los otorgados por ellos mismos.
El parámetro fundamental para el honor público es el merecimiento. No el
merecimiento casual o estrechamente entendido, no el merecimiento de ami­
gos y enemigos personales: el honor público es otorgado y confirmado por
individuos privados sólo si éstos juzgan que se apega a una medida objetiva.
De ahí que sea distribuido por jurados cuyos miembros emiten no una opi­
nión sino un veredicto — un "discurso veraz" acerca de las cualidades de los
destinatarios de tal honor—. Y para los jurados el veredicto no es libre, está
determinado por pruebas y reglas. Lo que se necesita es un juicio absoluto.
Cuando la Iglesia designa a sus santos o el Estado a sus héroes, las preguntas
se plantean a fin de ser respondidas mediante un s( o un no. El milagro ocu­
rrió o no ocurrió, la acción valerosa fue ejecutada o no lo fue.
El propósito del honor público es identificar no al pobre con merecimien­
tos sino simplemente a quien tenga merecimientos, al margen de que sea
pobre o no. La búsqueda arrojará hombres y mujeres cuyos actos heroicos,
logros singulares o servicios públicos han pasado inadvertidos, sea cual fu e -.
re la razón, por sus compañeros. De ahí que sea en cierto sentido una dis­
tribución-remedio —no porque empareje el equilibrio del honor sino porque
corrige la desproporción— . Los agentes de la distribución (en un caso ideal)
están más estrechamente ligados que los individuos privados a los paráme­
tros que apoyan. Desde luego, el honor público es distribuido por razones
públicas, pero éstas, a diferencia de las privadas, salen a relucir sólo cuando
escogemos las cualidades que son dignas de honor, no cuando escogemos a
los individuos. Si los funcionarios estatales seleccionan de manera sistemá­
tica a mujeres y hombres a quienes era políticamente oportuno honrar,
devalúan los honores que distribuyen. De ahí el fenómeno de la distribución
mixta, en la que unos cuantos individuos con merecimientos son incorpora­
dos a la lista de honores a fin de disimular a quienes son honrados por razo­
nes políticas; el artificio no funciona casi nunca.
No son sólo los funcionarios estatales quienes distribuyen el honor públi­
co, sino también sociedades privadas, fundaciones y comités. Toda clase de
logros son o pueden ser honrados: los que son útiles al Estado, los que son
socialm ente útiles, y los que de verdad son memorables, importantes,
distinguidos o emocionantes. Siempre que la elección se apegue a cierta
EL RECONOCIMIENTO 271

medida objetiva, siempre que no sea cuestión de la voluntad o el capricho


individuales, podemos considerarla propiamente como una modalidad de
honor público. El parámetro es el merecimiento, y lo que se recompensa es el
mérito: éste o aquel rendimiento, realización, buena acción, trabajo bien he­
cho o fina obra atribuida a un individuo o a un grupo de individuos.18
En la distribución de la mayoría de los bienes sociales, el merecimiento de­
sempeña un pequeño papel. Incluso en el caso del cargo y la educación, figura
sólo mínima e indirectamente. Respecto de la pertenencia, la riqueza material,
el trabajo duro, el ocio, el amor familiar y el poder político, no importa para
nada (y respecto de la gracia divina no sabemos cuánto importe). Sin embar­
go, el merecimiento no es descartado debido a que el adjetivo merecedor no
pueda aplicarse o no se aplique adecuadamente a hombres y mujeres indivi­
duales: puede y lo hace. Los partidarios de la igualdad a menudo se han
sentido obligados a negar la realidad del merecimiento.19 Las personas a
quienes llamamos merecedoras sólo tienen buena suerte. Nacieron con ciertas
capacidades, fueron criadas por padres amorosos, exigentes o estimulantes,
y así se encuentran viviendo, en gran medida por pura suerte, en un tiempo y
un lugar donde sus capacidades particulares, tan cuidadosamente fomen­
tadas, son también valoradas. Por nada de ello pueden exigir crédito; en el
sentido más profundo, no son responsables de sus propios logros. Incluso los
esfuerzos que hacen, la pesada preparación a que se someten, no evidencian
mérito personal alguno, pues la capacidad de hacer un esfuerzo o soportar
rigores es, como el resto de sus capacidades, tan sólo el don arbitrario de la
Naturaleza o de la crianza. Por lo demás, el argumento es extraño, pues si
bien se propone dejamos con personas de iguales derechos, apenas si nos deja
con ¡lersonas en absoluto. ¿Qué hemos de pensar de esos hombres y mujeres
una vez que lleguen a advertir que sus capacidades y logros son como acce­
sorios accidentales, como sombreros y abrigos que por casualidad traen
puestos? Más aún, ¿qué han de pensar ellos de sí mismos? Las modalidades
reflexivas del reconocimiento, la autoestima y el autorrespeto, nuestras pose­
siones más importantes, a las cuales me he de referir sólo al final de este ca­
pítulo, tienen que parecer insignificantes a los individuos cuyas cualidades no
son sino suerte en un sorteo.
El impulso que opera aquí está estrechamente relacionado con aquel que
conduce a los filósofos contemporáneos a ignorar el significado concreto del
l* Pero, ¿merecen los individuos las recompensas que provienen no de algún logro sino de
cierto estado de ser? ¿Es honrada la ganadora de un concurso de belleza? Los organizadores
de los actuales concursos de belleza parecen tener la oscura y bochornosa impresión de que la
ganadora no sería honrada si fuera elegida sólo por sus atributos natu rales, pues han
introducido una diversidad de criterios de "talento". El honor es (para nosotros) el reconoci­
miento de una acción; y exhibir la belleza física personal, o lo que es lo mismo, anunciar la noble
cuna y la sangre azul que uno posea, no pasa por ser una acción en sentido estricto. Es preciso
emplear los atributos personales de un modo socialmente reconocido. Con todo, obviamente no
es difídl imaginar sociedades fundadas en concepciones distintas del honor.
19 Véase John Rawls, A T/iíwy o f Juttiiee (Cambridge, Mass., 1971), pp. 103-104; también pp.
72-74. Los argumentos de Rawls constituyen aquí mi interés principal. En parte, sigo la crítica de
Robert Nozick, Anarehy, State and Utopia (Nueva York, 1974), pp. 213-216 y 228.
272 EL RECONOCIMIENTO

los bienes sociales. Los individuos abstraídos de sus cualidades y los bienes
abstraídos de sus significados se prestan, desde luego, a distribuciones que
se corresponden con principios abstractos. Pero parece dudoso que tales
distribuciones puedan hacer justicia a los individuos tal y como ellos son, en
busca de bienes tal y como los conciben. No entramos en contacto con las
personas como si fueran moldes morales o psicológicos vacíos, como neutra­
les portadores de cualidades accidentales. No se da el caso de que exista una
X y luego una serie de cualidades de tal X, de modo que yo puedo reaccionar
separadamente a lo uno y a lo otro. El problema que plantea la justicia es
precisamente cómo distribuir bienes a una legión de X mediante procedi­
mientos que respeten sus personas concretas e integradas. Así es como la jus­
ticia empieza con las personas. Más aún, empieza con personas en el mundo
social, con bienes en su mente lo mismo que en sus manos. El honor público
es uno de tales bienes, y no necesitamos pensar mucho o con profundidad
para darnos cuenta de que literalmente no puede existir como un bien a
menos de que haya mujeres y hombres con merecimientos. Éste es el único
lugar donde el merecimiento tiene que contar si es que ha de haber alguna
distribución en absoluto, o algún valor que llegue a ser distribuido.
Podríamos, desde luego, repartir honores públicos por razones utilitarias
para estimular acciones política o socialmente útiles. Tales razones siempre
desempeñarán un papel en la práctica de conferir honores, pero no veo por
qué hayan de ser las únicas. ¿Cómo hemos de saber a quién honrar a menos
de que nos empeñemos en conceder crédito al merecimiento personal?
Mientras el estímulo resulte efectivo, cualquier individuo servirá. Por cierto,
las autoridades pensarán que lo mejor sería inventar un nivel de rendimiento
y "forjar" a un individuo adecuado a ese nivel para asegurar que estimulan
con exactitud aquello que quieren estimular. Esta posibilidad (que refleja un
antiguo argumento en contra de la versión utilitarista del castigo) sugiere
que hay buenas razones para conservar la noción común de merecimiento
individual. De lo contrario, el honor existe sencillamente para su utilización
tiránica. Puesto que yo tengo poder, he de honrar así y así; no importa a
quién escoja, pues nadie en realidad merece ser honrado. Y no importa cuál
sea la ocasión, pues yo no reconozco conexión intrínseca (social) alguna
como tampoco ningún conjunto particular de rendimientos. Algo así no fun­
cionará a menos de que el tirano permanezca lo suficiente en el poder como
para transformar la noción común de rendimiento honorable. Y ése es preci­
samente su propósito.

Los estajanovistas de Stalin


Stajanov no fue un invento, aunque bien pudo serlo. Era un minero con una
fuerza y energía descomunales que extraía más carbón de lo que la cuota ofi­
cial exigía. Sin duda, en una sociedad socialista, en un Estado proletario, este
hecho representaba un rendimiento honorable. No menos cierto, la fuerza y
la energía de Stajanov eran, de acuerdo con una opinión contemporánea, "ar­
bitrarias desde un punto de vista moral", es decir, no constituían una razón
EL RECONOCIMIENTO 273

para distinguirlo de entre el resto de los trabajadores, menos dotados que él,
quienes también trabajaban duro. (Y dada esta noción de arbitrariedad,
tampoco habría razón para distinguir a quienes trabajaran duro de quienes
sólo trabajaban.) Pero al elegir a Stajanov no sólo para ser condecorado sino
para servir como el símbolo viviente de honra socialista, Stalin aprobaba
supuestamente la idea del merecimiento. Stajanov merecía ser honrado por
hacer lo que hacía; ello era algo digno de honor. De hecho, es casi seguro que
Stalin no creía en la primera de estas proposiciones, y los compañeros de
Stajanov no creyeron en la segunda.
La idea del merecimiento supone cierta concepción de la autonomía hu­
mana. Antes de que un individuo pueda cumplir de manera honorable, debe
ser responsable de su rendimiento: tiene que ser un agente moral, el desem­
peño debe ser el suyo. En los años treinta había filósofos y psicólogos
soviéticos que mantenían una concepción semejante de la acción humana;
pero cuando Stalin anunció por fin su propio punto de vista en tales asuntos,
en el periodo que siguió inmediatamente a la segunda Guerra Mundial, lo
hizo asumiendo una postura muy diferente. Adoptó un pavlovianismo radi­
cal, según el cual "el hombre es un mecanismo reactivo cuyo comportamien­
to, incluidos todos los procesos mentales superiores, puede ser entendido de
manera exhaustiva a través del conocimiento de las leyes del condiciona­
miento, y [...] controlado por medio de la aplicación de tal conocimiento".20
Ésta es sólo una de las teorías psicológicas que sustentan posiblemente la
negación del merecimiento individual, y hay que decir que la sustentan muy
bien. Es probable que Stalin haya tenido una opinión semejante en los años
treinta, cuando fue puesto en acción el experimento estajanovista. Pero si la
energía de Stajanov (dejaré ahora al margen su fuerza física) es el producto
de su condicionamiento, ¿entonces en qué sentido merece ser honrado por
ella? Stalin lo distinguió sólo por razones utilitaristas: el propósito del esta-
janovismo era el de condicionar a otros trabajadores a fin de que rindieran de
manera parecida —de modo que la cuota pudiera ser elevada, las líneas
de montaje se aceleraran, etc.—. El galardón estajanovista no era un recono­
cimiento sino un incentivo, un acicate, una de esas ofertas que muy fácil­
mente se convierten en amenazas —y eso es todo lo que un premio puede ser,
me parece, si no existe una teoría del merecimiento.
Desde luego, el resto de los trabajadores se opuso. Las utilidades que Sta­
lin tenía en mente no eran las de los trabajadores. Sin embargo, la oposición
era más profunda, pues al margen de lo que pensaran de Stajanov mismo, era
evidente que no creían que sus sucesores, los estajanovistas de mediados de
los años treinta, merecieran ser honrados. Los ganadores del premio habían
trabajado duro (supongamos), pero también habían violado las reglas de su
clase, habían roto su solidaridad. En todos sentidos fueron considerados
unos oportunistas, unos renegados, el equivalente proletario del Tío Tom;

20 Robert C. Tucker, "Stalin and Psychology", en The Soviet PoUUcal Mind (Nueva York, 1963),
p.101.
274 EL RECONOCIMIENTO

fueron sobajados, reducidos al ostracismo y vejados en el trabajo.21 El honor


conferido por Stalin era ocasión de deshonras individuales y comunitarias.
Sin duda, el deshonor tenía en parte el cometido de ser un contraincentivo,
pero sospecho que los trabajadores también hubieran afirmado que ellos
respondían al carácter deshonroso del rendimiento estajanovista y al de
quienes así se desempeñaban. Esto es, hubieran afirmado que creían dar a los
individuos aquello que (realmente) merecían.
Pero es un problema difícil si eso es posible. Incluso si rechazamos el
"¿Quién escaparía a la flagelación?", de Hamlet y supusiéramos que hay
ciertos individuos merecedores de honor público, queda aún por ver si
hay manera de encontrar a los individuos indicados. ¿Pueden los jurados
realmente pronunciar veredictos que no sean meras opiniones? ¿No serán to­
davía arbitrarios los premios incluso si estamos de acuerdo en que las reali­
zaciones no lo son? En este orden de cosas es importante no fijar muy alto
nuestros parámetros. No somos dioses y nunca sabemos lo suficiente para
hablar con perfecta veracidad acerca de las cualidades y el desempeño de
otros seres humanos. Sin embargo, lo que cuenta es la aspiración. Lo que pre­
tendemos son veredictos, no opiniones, y formulamos ciertos procedimien­
tos a fin de conseguir este objetivo. De ahí (otra vez) el jurado: una compañía
de hombres y mujeres que han jurado buscar la verdad. En ocasiones la
verdad está más allá de su alcance, y entonces advierten que tienen que ele­
gir entre aproximaciones en competencia; en ocasiones cometen errores; en
ocasiones algunos miembros son corruptos o parciales; en ocasiones los desa­
cuerdos son tan grandes que no es posible un veredicto; en ocasiones los
miembros simplemente efectúan una transacción. Con todo, la crítica a la
cual a veces sometemos a los jurados sirve para ratificar su propósito, pues lo
que decimos es que debieron haber hecho un mejor papel, no que no haya
nada que se pueda hacer. En principio, al menos, el discurso veraz es posible.

El Premio Nobel de Literatura

Consideremos ahora uno de los honores públicos más respetados y contro­


vertidos. En su testamento, Alfred Nobel estableció en 1896 un premio a la
realización literaria, pero sus instrucciones eran breves y en modo alguno
íntegramente claras. El premio habría de concederse a "la persona que haya
producido en el terreno de la literatura la obra más sobresaliente dentro de
una tendencia idealista".22 Los jurados sucesivos han tenido que decidir
cómo constituir "el terreno de la literatura" para los fines del premio y cómo
entender el "idealismo" en relación con tal terreno; luego han tenido que
elegir entre una extraordinaria diversidad de candidatos, quienes escriben en
géneros diversos, en lenguas distintas y dentro de distintas tradiciones

21 Isaac Deutscher, Stalin: A Pótitical Riography (Nueva York, 1960), pp. 270-271.
22 Anders Ósterling, "The Literary Prize", en H. Schück et al., Nobel: The Man and His Prizes
(Amsterdam, 1962), p. 75.
EL RECONOCIMIENTO 275

literarias. ¿Cómo podrían los jurados siquiera acercarse a un veredicto? "Es


absolutamente imposible", escribió Cari David af Wirsén, el miembro líder
del primer jurado, "decidir si un dramaturgo, un poeta épico o un poeta
lírico, [...] un autor de baladas o un hombre de ideas ocupa el sitio más emi­
nente. Es como decidir acerca de los méritos relativos del olmo, del tilo, del
roble, de la rosa, del lirio o de la violeta."23 Aun así, el historial de las reunio­
nes del jurado indica que Wirsén tenía criterios muy definidos acerca de
quién debería obtener el premio. Pero los críticos de los jurados subsiguien­
tes —y hubo muchos críticos— no han recalcado la ¡dea de la imposibilidad.
Si, por una parte, parece absurdo siquiera intentar una clasificación de todos
los escritores del mundo, por otra parte parece casi natural reconocer un nú­
mero muy reducido de autores preeminentes. En tal caso, críticos y lectores
parecen pasar con facilidad a ventilar argumentos en tomo a quién es en
realidad el mejor.
Supongo que nunca hay una sola respuesta a tal pregunta. No obstante,
durante cierto tiempo bien podría haber una serie de respuestas que más o
menos agote el tema; el propósito de los jurados subsiguientes era el de su­
ministrar tal serie. El hecho de que Tolstoi, Ibsen, Strindberg, Hardy, Valéry,
Rilke y Joyce nunca recibieran el premio insinúa que no eran íntegramente
exitosos. Sin embargo, los críticos no tienen grandes dificultades para nom­
brar las omisiones que constituyen los fracasos del jurado. Desde luego,
tenemos la ventaja de poder mirar retrospectivamente; además, es importan­
te recordar que el premio es, y debería de ser, un reconocimiento inmediato a
un escritor a quien sus contemporáneos tienen por preeminente, no un esfuer­
zo por registrar los juicios de la historia. Aun así, Tolstoi, Ibsen, Strindberg,
Hardy, Valéry, Rilke y Joyce eran considerados preeminentes por muchos de
sus contemporáneos... Tal vez los miembros del jurado se sientan a veces
presionados por factores políticos; tal vez piensen que los premios tienen que
reflejar cierta distribución geográfica, de modo que se deslizan hasta el papel
de un comité de búsqueda, buscando candidatos para llenar los huecos.
Entonces, la crítica común señala que hubiera sido mejor que se comportaran
como jurado. En cualquier caso, es posible comportarse como un jurado; por
lo demás, la historia del Premio Nobel, y de las controversias que lian rodea­
do a determinados premios, sugiere vigorosamente que todos nosotros
creemos que hay escritores que merecen ser honrados.
Sin embargo, no es necesario (haciendo a un lado lo estipulado por Alfred
Nobel en su testamento) que busquemos nada más la "más sobresaliente" de
las realizaciones; podemos, sencillamente, buscar todas las realizaciones
sobresalientes. Ésta es la forma más común del honor público en las socieda­
des modernas, donde el elenco de honores es siempre publicado, donde la lis­
ta de honor siempre se pasa, con excusas implícitas a quienquiera que haya
sido excluido de ella de modo inadvertido. Existe tal vez cierta tensión entre
una lista ampliada y un gran premio. En su Gobierno de Polonia, Rousseau
utilizó esta tensión para demostrar una tesis democrática. Describió una
23 ¡lid., p. 87.
276 EL RECONOCIMIENTO

Junta de Censores que "elaboraría listas completas y exactas de individuos


de todo rango que se hubieren comportado de una manera que ameritara al­
guna distinción o recompensa"; y prosiguió indicando que la Junta

debe fijarse más en las causas que en las proezas aisladas. Las verdaderas proezas
son aquellas que se efectúan con poco aparato. El comportamiento sostenido día a
día, las virtudes que un hombre practica en su vida privada y doméstica, el fiel
cumplimiento de los deberes aparejados a [su] condición [...] tales son las cosas
por las cuales un hombre merece ser honrado, más que por las proezas es­
pectaculares que realizara sólo en una ocasión —las que por lo demás tendrán su
recompensa en la admiración pública— . Los filósofos ávidos de espectacularidad
son muy dados a actos ruidosos.24

La última afirmación puede ser verdadera, si bien no puedo ver razón algu­
na para alterar la propia conducta a fin de evitar suscitar la admiración pú­
blica por tal o cual "proeza espectacular." No obstante, Rousseau tiene razón
al insistir en la importancia de reconocer las virtudes de la gente común, es­
pecialmente en un régimen democrático. Los premios estajanovistas de Stalin
son una deleznable parodia de lo que es necesario hacer, pero una parodia
donde la necesidad sigue siendo visible. Tal necesidad es satisfecha de la
manera más común en los ejércitos contemporáneos, donde el galardón al
honor más alto por algún desempeño heroico no impide que se rindan hono­
res menores a desempeños menores. Tor otra parte, la necesidad no es satis­
fecha en absoluto en tareas cuyo prestigio social es bajo: "el heroísmo en
ocasiones increíble del cual hacen gala mineros y pescadores", como escribie­
ra Simone Weil, "apenas si despierta eco entre los mismos mineros y pes­
cadores".25 El honor público en este orden de cosas es desde luego correctivo
—y educativo también: invita a los ciudadanos comunes a ver más allá de
sus prejuicios y a reconocer el mérito dondequiera que se encuentre, incluso
dentro de ellos mismos.

Triunfos romanos 1/de otras especies

Esta clase de distribución no es políticamente neutral. Si la democracia parece


exigirla, otros regímenes la toleran al precio de correr ciertos riesgos. En mo­
narquías y oligarquías, el merecimiento es un principio subversivo, y ello es
verdad incluso cuando se trata tan sólo de "proezas espectaculares". Éste
es un viejo argumento en teoría política, pero vale la pena retomarlo ya que
nos ayuda a entender por qué la autonomía de las esferas distributivas siem­
pre es relativa. El parámetro básico es el triunfo romano, "el más alto nivel
de honor", ha escrito Jean Dodin, "al cual un ciudadano romano podía aspi­
rar. [...] Quien triunfaba, hacía su entrada con más honores que un rey al

24 Jean Jacques Rousseau, G ownim ait o f Poíaiui, tr. Willmoore Kendall (índianapolis, 1972),
pp. 95-96.
25Simone Weil, The hhvd Jbr Roots, tr. Arthur Wills (Boston, 1955), p. 20.
EL RECONOCIMIENTO 277

entrar a su reino". Vestido de violeta y oro, coronado con hojas de laurel,


conduciendo una carroza a la vanguardia de su ejército, sus prisioneros
detrás de él, el victorioso comandante desfilaba hasta el Capitolio "cautivan­
do los corazones de todos los hombres, en parte con increíble gozo, en parte
con sorpresa y admiración". El triunfo sólo le viene bien a un Estado popular
(con un fuerte sentido de la virtud ciudadana). Por contraste, un rey tiene
que sentir celos del honor; él es una fuente avariciosa, un monopolista de la
gloria. No puede permitir que nadie más que él cautive los corazones de su
pueblo. "Y por tanto", prosigue Bodin, "nunca vemos que monarcas, y mu­
chos menos tiranos, permitan triunfos y entradas honorables a sus súbditos,
sea cual fuere la victoria que hubieren logrado a costa del enemigo [...] el
honor de la victoria siempre se debe al príncipe, aunque el día de la batalla
haya estado ausente".26 Francis Bacon insiste en lo mismo en sus Ensayos:
"Pero el honor [del triunfo] tal vez no sea adecuado a las monarquías, salvo
en la persona del monarca mismo o en la de sus hijos."27
Como Bodin sugiere, el argumento vale incluso de manera más contun­
dente para los tiranos. Es por ello que gobernantes como Stalin y Mao siem­
pre reclamaron para sí el honor de las grandes realizaciones, no sólo en la
guerra sino en las ciencias, en la lingüistica, la medicina, la poesía, la agri­
cultura, y así sucesivamente. Por ello el desafortunado de Stajanov no podía
ser honrado por algo que sus compañeros consideraran honorable, no fuera
que "la carnada del honor, que trastorna dulcemente", lo impulsara a buscar
un papel representativo o de liderazgo. Los tiranos dispensan honores por
motivos caprichosos p de manipulación, de modo que menoscaban el valor
del obsequio. Pero ellos mismos exigen que se les honre por sus supuestos
merecimientos. Ciertamente, en épocas primitivas los reyes eran honrados
por su nacimiento o su sangre o por su reinado: cosas honorables en sí mis­
mas. Ni Bodin ni Bacon formulaban sus demandas en tales términos: sus
argumentos son llamadas a la prudencia política. Para ellos, como para noso­
tros, el honor pertenece a individuos con merecimiento. El honor del rey es,
por lo tanto, una mentira política. Si bien Bodin y Bacon jamás hubieran
dicho eso, todo rey es un usurpador y un tirano, "pues [...] el honor, la única
recompensa para la virtud, les es retirado, o al menos restringido, a aquellos
que lo merecen".28 El reconocimiento de mujeres y hombres con merecimien­
to, y el de todos los hombres y todas la mujeres, es posible sólo en una
democracia.
Y como sabemos, el reconocimiento obra maravillas. Las democracias tie­
nen más héroes, más ciudadanos emprendedores, más cuidadanos dispues­
tos a sacrificarse por el bien común que cualquier otro régimen —cada uno
trastornado, según Bodin, por la jugosa carnada del honor— . Al mismo
tiempo, el honor nunca debe ser tan ampliamente distribuido como para que

26 Jean Bodin, The Six Books o f a Contmonwealc, Kenneth Douglas McRae, comp. (Cambridge,
Mass., 1962), p. 586.
27 Francis Bacon, Essays, núm. 29, "O f the True Greatness of Kingdoms and Estates".
J’ Bodin, Six Bwks [25], p. 586.
278 EL RECONOCIMIENTO

se devalúe. Los filósofos del igualitarismo afirman, por lo regular, que en


una comunidad democrática los ciudadanos tienen derecho a un respeto
igualitario* Más tarde habré de intentar encontrar algún sentido en el cual
tal exigencia se justifique; pero dentro del contexto de mi exposición hasta el
momento, tendría más sentido negarlo. La ley no respeta a personas. Cuando
los ciudadanos formulan peticiones a sus gobiernos, tienen derecho a una
atención igualitaria; cuando hay cargos diponibles, a una consideración
igualitaria; y cuando la riqueza material es distribuida, a un interés también
igualitario. Pero cuando se trata del respeto, "la estima deferencial", la consi­
deración especial, la eminencia ritual, no tienen derecho a nada hasta que se
les considere merecedores de ello.
Este punto de vista, para ser más exactos, es distinto al "punto de vista" del
mercado y al de la carrera imaginada por Hobbes, ya que en principio está
líbre de toda clase de transacción y extorsión. El honor público no es un rega­
lo o un soborno sino un discurso veraz acerca de la distinción y el valor. Pero
los valores afirmados en el discurso deben ser comprensibles a los participan­
tes comunes en el mercado y en la carrera, y las distinciones que mantenga
tienen que ser distinciones que ellos se inclinen a hacer. El honor público no
puede ser más igualitario, entonces, de lo que el honor privado puede serlo
—no al menos en cualquier sentido simple de este término— . Incluso cuando
hombres y mujeres comúnmente ignorados alcanzan reconocimiento y honor
—por la junta de censores de Rousseau, digamos—, lo hacen por alguna reali­
zación o por un historial de realizaciones que, de ser ampliamente conocido,
en cualquier caso hubiera traído consigo la admiración de sus conciudadanos.
Reconocer que tal honor puede ser merecido por quienes no son honorables
de manera convencional, es un rasgo decisivo de la igualdad compleja, pero
no reduce ni anula la singularidad del honor.

El c a s t ig o

El caso es el mismo con el castigo, el ejemplo más importante del deshonor


público. Todo ciudadano es ¡nocente hasta que se demuestre su culpabilidad,
pero esta máxima no llama al respeto universal sino a la ausencia universal
de la falta de respeto. La ley no falta al respeto a las personas. No prejuzga (o
no debería) prejuzgar a los individuos porque sean bien nacidos u ostenten
un título nobiliario o tengan mucho dinero o sostengan tal o cual conjunto de
opiniones políticas. El castigo exige un juicio específico, el veredicto de un ju­
rado, y ello indica que castigamos a alguien sólo cuando merece ser castiga­
do. El castigo, como el honor, es una distinción. Por cierto, el castigo es más
como un gran premio que como una lista de honores en el sentido de que
castigamos acciones únicas (y de manera especialmente radical "proezas 29

29 Véase el argumento de Ronald Dworkin según el cual la justicia en RawLs descansa en


última instancia en la demanda de que "todos los hombres y todas las mujeres" tengan derecho
a un respeto igualitario (Takittg Righls Strioualy [Cambridge, Mass., 1977J, cap. 6).
EL RECONOCIMIENTO 279

espectaculares"), pero no una mala vida. Podría establecerse un paralelismo


con el honor según Rousseau, cierta clase de reconocimiento público por ac­
ciones censurables no delictivas, pero nada semejante al papel que desem­
peña —hasta donde yo sé, jamás ha desempeñado papel alguno— en la
institución del castigo.
El castigp es una estigmatización poderosa, pues deshonra a su víctima.
Según el relato bíblico, Dios señaló a Caín a fin de protegerlo, pero como la
señal lo estigmatizó como asesino, se trataba de un castigo; es cierto que to­
dos agradeceríamos la protección divina, pero nadie querría llevar la señal
de Caín. No hay modo de castigar sin señalar y estigmatizar a quienes son
castigados; ello vale tanto para los castigos utilitarios como para su redistri­
bución. Independientemente del propósito del castigo y cualquiera que sea
su justificación, el efecto distributivo es el mismo. Si nuestro objetivo es el de
castigar para impedir que los individuos cometan delitos, no podemos ha­
cerlo sin marcar a un delincuente determinado; impedir el delito exige
ejemplos y los ejemplos deben ser específicos. Si nuestro objetivo es el de
condenar ciertas clases de actos, no podemos hacerlo sin condenar al actor; la
expresión debe ser concreta si ha de ser comprendida. Si nuestro objetivo es
reformar al hombre o a la mujer que hayan violado la ley, no podemos ha­
cerlo sin considerarlos individuos que necesitan ser reformados. En el prime­
ro de estos casos (no así en el tercero), podríamos escoger a alguien al azar,
maquinar la pruebas e imputarle el delito que quisiéramos evitar o condenar.
Si las personas no fueran responsables por su carácter y su conducta, no im­
portaría a quién escogiéramos. Sin embargo, el problema de una justa
distribución no se presentaría, comoquiera que las personas sin respon­
sabilidad no están propiamente sujetas a la justicia. Tero el castigo de esta
clase, si todos lo entendemos de acuerdo con lo que es, no sería deshonroso
en ningún sentido. Por otra parte, siendo deshonroso el castigo, como de he­
cho lo es, entonces debe ser verdad que ciertos hombres y mujeres merecen o
no merecen ser deshonrados. En tal caso, reviste importancia crítica que
encontremos a los individuos indicados, que pongamos la señal de Caín en
Caín. Una vez más, no somos dioses y no podemos estar seguros en absoluto,
por lo cual deberemos planear instituciones distributivas a fin de aproximar­
nos a esa seguridad todo lo que se pueda.
Hay una especie de desasosiego moral que deriva de la práctica del
castigo y que probablemente se refiere tanto al deshonor como a la coacción
y al dolor ocasionado por el castigo. La coacción y el dolor son también
característicos del servicio militar, aunque no generan la misma ansiedad ni
exigen que busquemos a mujeres y hombres con merecimientos. Con todo, el
servicio militar no es deshonroso, y no es ni debería ser un castigo. Tratamos
de distribuirlo justamente, pero lo hacemos, y podemos hacerlo, sin preo­
cupamos para nada del merecimiento. El reclutamiento no se funda en una
serie de veredictos. Por analogía, el castigo no se funda en la designación de
un grupo con edad; no escogemos prisioneros mediante un sorteo o exenta­
mos a individuos con asma o várices. Sometemos a reclutamiento a mujeres
y hombres físicamente aptos, a quienes se considera con capacidad para so-
280 EL RECONOCIMIENTO

portar los rigores de la guerra. Pero castigamos sólo a quienes lo merezcan;


no a quienes tengan mayor capacidad para ostentar la estigmatización, o a
algún grupo integrado al azar, sino a quienes debieran ostentarla. Nos
proponemos una precisión tan extraordinaria como difícil.
Decidimos quiénes son los individuos indicados mediante el mecanismo
del juicio, una indagación pública acerca de la verdad de un acto específico.
Organizados de modo distinto en distintas culturas, el juicio es una institu­
ción muy antigua; la encontramos en casi todos lados, distinguiéndose siem­
pre por ser un procedimiento especial cuyo fin no es una opinión común ni
una decisión política sino la enunciación de un juicio, una prueba, un vere­
dicto. Salvo en el País de las Maravillas de Alicia, el castigo sigue al veredicto
y es imposible sin éste. Podemos incluso decir que el veredicto es el castigo,
pues trae consigo la estigmatización, simbolizada y materializada en la
coacción y el dolor subsiguientes. Sin el veredicto, la coacción y el dolor no
son sino malevolencia, y dando por supuesto que la malevolencia sea cono­
cida, no implica estigmatización alguna. De modo similar, si el juicio es frau­
dulento, las víctimas serán más bien honradas que deshonradas por su
"castigo".
Si distribuyéramos el castigo de manera diferente, no sería castigo en
absoluto. Podemos apreciar mejor esto considerando dos mecanismos distri­
butivos distintos, que denominaré la "elección" y la "búsqueda". Podríamos
someter a votación a qué individuos hemos de castigar, tal como se hacía en
la antigua Atenas cuando se designaban candidatos al ostracismo, o podría­
mos buscar a los candidatos más calificados, como a los defensores contem­
poráneos de la detención preventiva les gustaría que se hiciera. Ambos son
lincamientos eminentemente prácticos, pero en la medida en que distribuyen
deshonra, lo hacen, me parece, tiránicamente.

El ostradsm o en Atenas

El exilio era una forma de castigo en el mundo antiguo, y a menudo era uti­
lizado para los más graves delitos. Traía consigo la pérdida de la pertenencia
política y de los derechos civiles, de modo que no existe autor griego o roma­
no que comparta el punto de vista de Hobbes, para quien "un simple cambio
de aires no es castigo".30 Este parecer pertenece a otra época, cuando el sen­
tido del lugar y de la comunidad había perdido entusiasmo. Pero al menos
en Atenas, el exilio era un castigo sólo cuando se seguía de un juicio y un ve­
redicto. El ostracism o era algo muy distinto, precisam ente porque el
ciudadano exiliado no era juzgado sino elegido por sus conciudadanos. El
procedimiento fue ideado muy al comienzo del régimen democrático a fin de
permitir que los ciudadanos se deshicieran de individuos poderosos o ambi­
ciosos, quienes podrían proponerse la tiranía o cuyas intrigas amenazaban la
paz en la ciudad; de ahí que el ostracismo fuera una especie de derrota *
* Thomas Hobbes, Leriallun, parte II, cap. 28.
E L RECONOCIMIENTO 281

política, uno de los riesgos de la política democrática. No estaba implícito


que los individuos elegidos merecieran el exilio, sino tan sólo que, desde el
punto de vista de los ciudadanos, era mejor para la ciudad si se marchaban.
No había acusación ni defensa. La ley llegaba incluso a prohibir designacio­
nes y debates —tal vez con el propósito consciente de evitar cualquier cosa
que semejase un juicio— . Los ciudadanos simplemente escribían sobre un
pedazo de vasija o sobre una teja el nombre de la persona que deseaban su­
friera el ostracismo (miles de estos objetos han sido encontrados por arqueó­
logos contem poráneos), y quien recibiera la mayoría de los votos era
desterrado, sin apelación, por 10 años. De este procedimiento se desprendía,
como dice Finley, que el ostracismo era un "exilio honorífico [...] sin pérdida
de propiedad y sin desgracia social".31*
Pero cuando la práctica del ostracismo fue abandonada a fines del mismo
siglo v, prosigue Finley, "el exilio común por cargos delictivos, seguía siendo
posible".33 Esto es, era posible utilizar el sistema de jurados para ocasionar la
misma derrota política a un oponente o a un rival, pues el jurado ateniense
era una pequeña asamblea cuyos miembros sumaban miles y el proceso pe­
nal se vio rápidamente politizado. Pero cuando se consignaba a rivales o a
oponentes y no a delincuentes, y se les enviaba a algo que ya no podía lla­
marse "exilio honorífico", la consignación era palm ariamente un acto
tiránico. Dado que yo tengo poder político y puedo obtener votos suficientes,
te voy a castigar. La distinción entre ostracismo y castigo estableció una
nítida separación entre la opinión popular y el veredicto de un jurado, entre
la derrota política y el merecimiento penal, lo cual constituye una prove­
chosa lección. Si el descrédito social ha de ser distribuido justamente, tiene
que seguirse de un veredicto, tiene que ser indicativo de merecimiento.

La detención preventiva

Tal como los atenienses sometían al ostracismo a ciudadanos peligrosos, a


nosotros se nos aconseja meterlos en prisión. Si hubiera una forma de "pri­
sión honorífica", sería un lineamiento pertinente. Pero en la actualidad no
existe tal lineamiento, y los propugnadores de la detención preventiva no han
conseguido plantear nada que se diferencie de la prisión común al igual que
el ostracismo se diferenciaba del exilio común. Las posibilidades tampoco
son promisorias, pues lo que ellos tienen en mente es un peligro no político
sino delictivo. Además, no es fácil ver cómo podríamos detener honorífica­
mente a hombres y mujeres a quienes ya hemos identificado como delin­
cuentes potenciales.33
31 M. 1. Finley, Tlw Aitciail Grccks (Harmondsvvorth, Inglaterra, 1977), p. 80. Para un relato de
la historia y los procedimientos del ostradsmo, véase Arlstotlo and Xenoplton on Danocracy and Oli-
garchy, tr. y comentarios de J. M. Moore (Berkeley, 1975), pp. 7.41-244.
■^Finley, Grccks |30], p. 80.
33 Véase el útil examen de la "peligrosidad" como razón para el encarcelamiento, en Norval
Morris, Tlw Futuro v f Imprisonmcnt (Chicago, 1974), pp. 63-73.
2 82 EL RECONOCIMIENTO

La idea de fondo en la detención preventiva es la de que deberíamos lle­


nar las prisiones mediante la búsqueda de candidatos calificados — mujeres
y hombres que probablemente obrarán mal—, tal como llenamos los cargos a
través de la búsqueda de mujeres y hombres que probablemente obrarán
bien. Lo que se pide no es un juicio sino una predicción y, por tanto, un
comité de búsqueda y no un jurado. Tal vez el comité tenga que atribuirse
conocimientos especializados (los jurados no se hacen tal atribución), o al
menos tendrá que consultar a especialistas. Si las predicciones son precisas,
entonces deberá ser posible detener a individuos antes de que se haga
necesario arrestarlos, de modo que la seguridad de la vida cotidiana se vería
notablemente incrementada. Desde luego, una predicción no es lo mismo
que un veredicto, aunque alguien podría objetar, en vista de los caprichos de
los jurados y la supuesta competencia de los comités de búsqueda, que tanto
el veredicto como la predicción bien pueden constituir un "discurso veraz".
Sin embargo, a la objeción se le escapa la diferencia fundamental entre ambos.
Una vez que obramos de acuerdo con una predicción, es imposible llegar a
saber si constituía un discurso veraz o no. La frecuencia del delito bien podría
caer drásticamente una vez que un programa de detención preventiva haya
sido puesto en práctica —y caer, por cierto, si se detiene a suficientes indivi­
duos— . Pero nunca sabremos si este individuo en particular, encerrado aho­
ra, habría cometido algún delito o no.
Toleramos esta clase de incertidumbre en el caso de los cargos porque no
tenemos otra opción. No hay modo de saber si este candidato fallido se hu­
biera desempeñado mejor que este otro candidato exitoso. El desempeño
exigido por el cargo, a diferencia del desempeño presupuesto por el casti­
go, tiene lugar sólo después de que se ha hecho la distribución. Ni qué decir
tiene que cierto grado de honor acompaña al cargo antes de haya tenido lu­
gar cualquier rendimiento, si bien he tratado de demostrar que en con­
diciones de igualdad compleja los más altos honores recaerán solamente en
los titulares de cargos que se desempeñen bien. Tero el castigo es un honor
negativo, no un cargo negativo: se sigue de actos, no de calificaciones: casti­
gamos a individuos que ya se han desempeñado mal. Sería posible defender
esta concepción del castigo haciendo referencia al valor de la libertad: incluso
los hombres y las mujeres de quienes se puede decir que tal vez cometerán
algún delito, tienen el derecho a escoger por sí mismos si efectivamente obra­
rán así o no.34 Creo, sin embargo, que es más acertado formular el argumento
de una manera algo distinta. Si valoráramos menos la libertad, idearíamos
una forma de detención honorífica, como la cuarentena para las personas con
enfermedades contagiosas, para la cual los individuos podrían calificar (si
bien damos por supuesto que preferirían no calificar). Debido a que no
hemos hecho algo así —no hemos decidido hacerlo, no hemos podido hacer­
lo—, la detención preventiva es injusta. Las mujeres y los hombres detenidos
son castigados por razones incompatibles con nuestra noción común de lo31

31 H. L A. Hart, Ptuusltnient and RisptmsabñUy (Oxford, Inglaterra, 1968), pp. 21-24.


EL RECONOCIMIENTO 28 3

que el castigo es y de cómo debería ser distribuido. Por consiguiente, la de­


tención es un acto tiránico.

A utoestima y AUTORREsrETo

El honor y la deshonra son de especial importancia debido a que adquieren


con tanta facilidad una forma reflexiva. De hecho, un viejo argumento quiere
que las concepciones del yo no sean sino juicios sociales que han sido interio­
rizados. No hay conocimiento del yo sin la ayuda del otro. Nos vemos a no­
sotros mismos en un espejo formado por sus ojos. Nos admiramos a nosotros
mismos cuando la gente a nuestro alrededor nos admira. Esto es verdad, pero
debe añadirse: no sólo cuando ello ocurre, y ni siquiera lo hacemos siempre.
El círculo del reconocimiento es problemático. Consideremos a alguien en­
greído o pagado de sí mismo, alguien que se admira a sí mismo más que el
resto de nosotros. Consideremos a alguien más con un abrumador complejo
de inferioridad, alguien que se cree inferior a los demás. Acaso alguna vez el
primero fue idolatrado y el segundo humillado. Aun así, el círculo no es uni­
forme y se nos debería poner sobre aviso en torno a las dificultades de la
forma reflexiva. Lo que nos distribuimos unos a otros es estima, no autoesti­
ma, respeto y no autorrespeto, ni derrota, ni el sentimiento de la derrota; la
relación entre el primero y el segundo términos en cada uno de estos bino­
mios es indirecta e incierta.
La autoestima bien puede ser mayor en las sociedades jerárquicas — salvo
en el nivel más bajo de la jerarquía— . Los miembros de todos los otros nive­
les, al mirar "más hacia abajo que hacia arriba", como dice Rousseau, gozan
de la deferencia que se les muestra más de lo que les disgusta la deferencia
que tienen que mostrar. En este sentido, las sociedades reiteran una y otra
vez, en cada nivel sucesivo con excepción del último, el gozo que, según Ter­
tuliano, los santos sentirán al mirar los sufrimientos de los condenados. No
se trata nada más de un gozo sensible sino también de uno intelectual, una
autoestima amplificada que tiene que ver con las alturas sociales (o espiritua­
les) que los santos creen haber alcanzado. Dejarían de estar felices, como dice
Rousseau refiriéndose a los ricos y a los poderosos, en el momento en que los
individuos que están debajo de ellos "dejaran de ser miserables".35 Pero la
miseria de quienes están abajo no siempre o no por fuerza se refleja en una
disminución de la autoestima. Los niveles inferiores imitan a los superiores y
buscan alguna ventaja com parativa. Según ciertos antropólogos con­
temporáneos, los barrenderos hindúes reconocen su lugar dentro del sistema
jerárquico, pero también "asocian su trabajo [...] a una reciedumbre que
admiran lo mismo en hombres que en mujeres, con beber y comer sustancias
'picantes', carne y licores fuertes. Aunado a ello está su creencia de que son

35 Jean Jacques Rousseau, A Disemine on Ihe Origins o f Inequaiity, en The Social Conlmct and
Disconrscs, tr. G. D. H. Colé (Nueva York, 1950), p. 266. Para una lograda discusión de la postura
de Tertuliano, véase Max Scheler, Ressenlimeni, ed. Lewis A. Coser (Nueva York, 1961), p. 67.
284 EL RECONOCIMIENTO

de sangre caliente y muy libidinosos".36 Podemos llamar compensación a


todo esto, si así lo deseamos, como para decir que sólo posee valor subjetivo:
pero de todas maneras se trata de un valor. Desde sus propias alturas, los
barrenderos miran hacia abajo, a la pálida abstinencia de las clases "su ­
periores".
No quiero insinuar que los barrenderos no tendrían una mayor autoesti­
ma si la jerarquía fuese abolida. Supongo que así sería. Sin embargo, pudiera
ser que, de poder medirse, la cantidad total de autoestima sería menor (esto
no es un argumento en favor de la jerarquía). En la sociedad de los señores,
esperaríamos hallar una especie más uniforme de autoestima, poseída más
ampliamente pero también con mayor inseguridad, de modo que hombres y
mujeres aprovecharían cualquier oportunidad para distinguirse a sí mismos
de los demás. "Es imposible, en las condiciones de nuestra sociedad", escribió
Thackeray en la década de 1840, "no ser a veces un snob".37 El esnobismo es el
orgullo de quienes no están ya seguros de dónde están situados, y por eso
se trata de un vicio peculiarmente democrático. De un esnob, decimos que "se
cree mucho" y que "se da aires de grandeza". Actúa como si fuera un aristó­
crata, luce un título que nó tiene. Es difícil precisar cómo podría evitarse una
actitud así, incluso si, conforme la memoria de la aristocracia vaya borrán­
dose, comenzara a adquirir formas algo distintas (si bien, sorprendentemen­
te, no muy distintas) a las que Thackeray describió. Si eliminamos el rango
como fundamento del esnobismo, entonces los individuos serán snobs fun­
dándose en la riqueza material, en el cargo, la educación o la cultura. Si no es
una cosa, es otra, pues mujeres y hombres se valoran a sí mismos — tal como
ellos son valorados— al compararse con otros. "Las manifestaciones del con­
traste", escribe Norbert Elias, "increm entan la alegría de v iv ir".3* La
autestima es un concepto relativo. En condiciones de la igualdad compleja, el
esquema de las relaciones humanas se soltará y se liberará del predominio
del rango y la riqueza material, las alegrías especiales de la aristocracia serán
abolidas, el esnobismo con un fundamento u otro será universalmente ase­
quible; pero la autoestima seguirá siendo un concepto relativo.
No obstante, el caso es distinto en lo tocante al autorrespeto. Esta diferen­
cia se advierte con claridad en nuestro lenguaje, aunque a menudo ha sido
desatendida en la obra de los filósofos contemporáneos. Según el diccionario,
la autoestima es "una apreciación u opinión favorable de nosotros mismos",
en tanto que el autorrespeto es "una adecuada consideración a la dignidad
de la propia persona o de la propia posición".39 El segundo de estos concep­
tos, y no el primero, es un concepto normativo que depende de nuestra no-

36 Mary SearleChatterjee, "The Potlutcd Idcnlity of Work: A Study o f llenares Sweepers", en


Sandra Wattman, comp., The Social Atilhropology o f Work (Londres 1979), pp. 284-285.
37 William Makepeace Thackeray, The BookvfSmibs (Carden City, N. Y., 1961), p. 29.
* Norbert Elias, The Civilizing Proceses The Hishny o f Manners (Nueva York, 1978), p. 210;
véase también Nozick, Aiiorchi/118|, pp. 248-244.
* Oxford Etiglish Diciioiuiiy, véase "self-esteem", "sclf-respect". David Sachs es uno de los po­
cos filósofos contemporáneos que ha escrito acerca de esta distinción; véase "How to Distinguish
Self-Respcct firom Self-Esteem", Philasophyaiid Public Affairs, 10 (otoño de 1981), pp. 846-360.
EL RECONOCIMIENTO 28 5

ción moral acerca de la gente y de las posiciones. La misma diferencia no se


manifiesta en las formas irreflexivas, en la estima y el respeto simples. Estos
dos últimos términos pertenecen al mundo de las comparaciones interperso­
nales, pero el autorrespeto pertenece a un mundo aparte. El concepto del
honor, como el del "buen nombre", parece pertenecer a ambos mundos. Yo
me respeto a mí mismo no en relación con otros individuos sino en relación
con un parámetro; al mismo tiempo, otros individuos pueden juzgar, con el
mismo parámetro, si yo tengo derecho a respetarme a mí mismo.
Consideremos un ejemplo propuesto en mi exposición sobre la escolari­
dad. "Satisfacer las necesidades educativas sin considerar la vulgar irrele­
vancia de la clase social y el ingreso", escribió R. H. Tawney, "es parte del
honor del maestro" (véase la p. 213). Aquí se hace un llamado a cierta noción
compartida de lo que un maestro es, a un código profesional (implícito). Del
maestro individual se espera que comprenda su honor en función de tal có­
digo: no podrá respetarse a sí mismo a menos de que su conducta se adecúe a
ese código. Y si no lo hace, debería hacerlo. El significado es el mismo que el
de versos como éstos:

Ningún doctor que se respete trataría así a un paciente.


Ningún sindicalista que se respete firmaría un contrato así.

Lo que se encuentra en juego es la dignidad de la posición y la integridad de


la persona que la ocupa. Ésta no deberá rebajarse por alguna ventaja perso­
nal, ni devaluarse, ni tolerar tal o cual afrenta. Y lo que valga como persona
irrebajable, iniievahtable o tolerante dependerá del significado social de un
papel y de un trabajo. Ninguna exposición profunda del autorrespeto será al
mismo tiempo una exposición de amplitud universal.
Con todo, es íntegramente posible que cada maestro, cada doctor y cada
sindicalista rehúsen rebajarse, menospreciarse y demás, expresando por el
hecho mismo una consideración adecuada a su persona y posición. La norma
de la consideración adecuada puede suscitar disputas, por supuesto, y las
disputas pueden generar comportamientos competitivos. No obstante, la
práctica de respetarse a sí mismo no resulta competitiva. Una vez que sabe­
mos cuál es la norma, nos ajustamos en arreglo a ella; y mi impresión (o la
impresión de otros individuos) de estar a la altura, aunque pueda aguijonear
la conciencia del otro y hacerlo sentirse incómodo, no menoscaba su éxito, y
su éxito tampoco disminuye el mío. Supongo que es posible ser demasiado
escrupuloso con tales medidas. El autorrespeto engendra a gente quisquillo­
sa al igual que la autoestima engendra snobs. Pero los valores que la persona
quisquillosa exagera pueden ser compartidos, a diferencia de los exagerados
por los snobs. El autorrespeto es un bien que todos podemos tener —y aun
así, vale mucho la pena tenerlo.
En una sociedad jerárquica hay distintas normas y distintas medidas para
cada rango. Un caballero podrá valorarse por sus vastas posesiones territo­
riales o su cercana relación con un gran lord: tal es su autoestima, la que de
inmediato se ve disminuida si alguien con más tierras que él o relacionado
286 EL RECONOCIMIENTO

con un lord más poderoso se muda cerca de él. O podrá valorarse por vivir
de acuerdo con ciertos parámetros de caballerosidad: tal es el autorrespeto, y
si bien puede perderse, no creo que pueda ser disminuido. Ambas formas
reflexivas son engañosas, pero la autoestima se apega aun más al rango
jerárquico (incluso si los rangos inferiores cultivan en secreto una contraje­
rarquía). Aristócratas y caballeros gozan de mayor autoestima que artesanos,
siervos o sirvientes. En todo caso, eso es lo que normalmente damos por su­
puesto. Pero el caso es de nuevo diferente en relación con el autorrespeto,
que puede ser aprendido tan firmemente por los rangos inferiores como por
los superiores, si bien los parámetros mediante los cuales se miden a sí mis­
mos sean diferentes. No obstante, los parámetros no son por fuerza diferen­
tes. Epicteto, el esclavo filósofo, se medía a sí mismo con su concepción de
humanidad y mantenía el autorrespeto. El universalismo religioso provee
de tales medidas, las que sin duda dicen más a los esclavos que a los amos,
pero se aplican por igual a ambos. Con todo, en este orden de cosas me intere­
sa más la manera en que las jerarquías generan diversos modelos de auto­
rrespeto adecuados a cada rango: el orgulloso aristócrata, el honesto
artesano, el leal sirviente, etc. Se trata de estereotipos y sirven para mantener
la jerarquía. Aun así, no deberíamos apresuramos a despreciar tales autocon-
cepciones, incluso si tenemos la esperanza de sustituirlas por otras, como­
quiera que han desempeñado un considerable papel en la vida moral de
la humanidad —un papel más importante, a través de una buena parte de la
historia humana, que sus contrapartes filosóficas o religiosas.
Así, el autorrespeto es asequible a cualquiera que tenga cierta noción de
su dignidad "propia" y cierta capacidad para ponerla en acción. Los pará­
metros son diferentes según sea la posición social, y varían entre los rangos
de una jerarquía tal como varían entre las ocupaciones en la sociedad de los
señores. No obstante, en la sociedad posterior también se da una posición so­
cial común, designada (para los hombres) con el título de "señor". ¿Cuál de
los parámetros es el adecuado en ese caso? Tocqueville pensaba que esta pre­
gunta equivalía a la pregunta: ¿qué significa ser una persona que se respete
(una persona honorable)?

Las determinaciones del honor serán |...| no tan numerosas en un pueblo no


dividido en castas como en cualquier otro. Si llegan a existir naciones donde sea
difícil descubrir un rastro de las distinciones de clase, el honor se limitará entonces
a unos cuantos preceptos, y éstos se apegarán cada vez más a las leyes morales
aceptadas por la humanidad en general.40

Pero esta sugerencia se desplaza demasiado aprisa, me parece, desde la clase


y la nación hasta la "humanidad en general". Tenemos, por cierto, alguna
¡dea de lo que significaría ser una persona que se respete —un "hombre", un
mensch,* un ser humano— . Pero la noción carece de concreción y especifici­
dad. Por sí misma es demasiado vaga, como en general la moralidad cuando
40 Tocqueville, Dcmocracy íh America [2], p. 599.
* En yiddish, persona admirable sobre todo por su fortaleza y su firmeza. [N. del E.)
EL RECONOCIMIENTO 287

se le abstrae de los papeles, de las relaciones humanas y de las prácticas so­


ciales. Por ello el título de "señor" es susceptible de una definición competiti­
va y ha llegado a representar algo más que la mínima posición en la compe­
tencia general. Los revolucionarios que desafiaron el antiguo orden no se
llamaban a sí mismos "señores"; además, una humanidad igualitaria tam­
poco fue su demanda más inmediata, sino una pertenencia igualitaria. Ellos
hubieran comprendido la afirmación de Simone Weil de que "el honor tiene
que ver con un ser humano no simplemente considerado como tal, sino desde
el punto de vista de su entorno social".4142*Los revolucionarios prefieren títulos
como "hermano", "ciudadano", "camarada". Tales denominaciones fueron
utilizadas, por supuesto, para referirse a personas que se respetan, pero al
mismo tiempo conferían a la referencia un significado más específico.
Imaginemos ahora —tomando la denominación más fácil de ellas— una
sociedad de ciudadanos, una comunidad política. El autorrespeto de los ciu­
dadanos es incompatible, me parece, con los tipos de autorrespeto existen­
tes en la jerarquía de las categorías. El sirviente que se respeta, que conoce su
lugar y se porta a la altura de las circunstancias (y persevera en su dignidad
cuando el patrón se porta mal), bien podrá ser un personaje agradable, pero
no es probable que de él salga un buen ciudadano. Ambos pertenecen a
mundos sociales distintos. En un mundo de patrones y sirvientes, la ciuda­
danía es impensable; en un mundo de ciudadanos, el servicio personal es
rebajador. La revolución democrática insiste en el concepto de autorrespeto
aun más de lo que insiste en distribuir la ciudadanía, ligándolos, como su­
giere Tocqueville, a un conjunto único de normas. Desde luego que todavía
es posible ser un profesor, un doctor, un sindicalista que se respete —y tam­
bién un barrendero, un lavaplatos, un ayudante de hospital que se respete;
estos papeles ocupacionales proporcionan tal vez la experiencia más inme­
diata del autorrespeto— . Pero la experiencia está vinculada ahora a un
concepto de la capacidad personal para determinar y supervisar el trabajo (y
la vida) que compartimos con otros. De ahí que:

Ningún ciudadano que se respete tolerará tal tratamiento de manos de funciona­


rios estatales (o de funcionarios corporativos, patrones, supervisores o capataces).

La ciudadanía democrática es un status radicalmente independiente de toda


clase de jerarquía. Hay una norma de consideración adecuada para toda la
población ciudadana. Las mujeres y los hombres que se propongan una ver­
sión más rigurosa de la ciudadanía —aconsejándonos renunciar a cualquier
placer privado y, en palabras de Rousseau, a "volar a las asambleas públi­
cas"—44 se parecen a los quisquillosos y a los snobs. Intentan hacer más rígi­
dos los parámetros mediante los cuales los ciudadanos se miden a sí mismos
y a los otros. Pero son los parámetros mínimos, intrínsecos a la práctica de la

41 Weil, Nrt’ifjbr Roots [24|, p. 19.


42 Jean Jncques Rousseau, The Social Contrae!, libro III, cap. 15, en Social Conlracl and Discourses
(34), p. 93.
288 EL RECONOCIMIENTO

democracia, aquello que fija las normas del autorrespeto. Y conforme estos
parámetros se extienden por toda la sociedad civil, hacen posible un tipo de
autorrespeto que no depende de ninguna posición social particular, que tiene
que ver con la ubicación general de un individuo en la comunidad y con su
propio concepto de sí mismo, no simplemente como persona sino como una
persona eficaz en tal y cual entorno, como un miembro completo e igualita­
rio, un participante activo.43
La experiencia de la ciudadanía exige el previo reconocimiento de que to­
dos son ciudadanos — un forma pública de reconocimiento simple—. Tal vez
sea esto lo que significa la expresión "respeto igualitario". Podemos confe­
rirle cierto sentido positivo: cada ciudadano posee los mismos derechos le­
gales y políticos, el voto de cada ciudadano cuenta de la misma manera, mi
palabra en los tribunales posee el mismo peso que la tuya. Con todo, nada de
esto constituye una condición necesaria para el autorrespeto, comoquiera
que serias desigualdades en los tribunales y en la arena política persisten en
la mayoría de las democracias, cuyos ciudadanos empero están en condicio­
nes de respetarse a sí mismos. Lo necesario es que la idea de la ciudadanía sea
compartida por cierto grupo de individuos que se reconozcan sus títulos
entre sí y propicien cierto espacio social dentro del cual el título pueda ser
ejercido. Análogamente, la idea de ser doctor como una profesión y la del
sindicalismo como un compromiso deben ser compartidas por un grupo de
individuos antes de que éstos puedan ser doctores o sindicalistas que se
respeten. O con mayor contundencia, "a efecto de que la necesidad del honor
sea satisfecha en la vida profesional, toda profesión [tiene que] tener cierta
asociación realmente capaz de mantener viva la memoria de toda la [...] no­
bleza, todo el heroísmo, la generosidad y el genio desplegado en el ejercicio
de esa profesión".44 El autorrespeto no puede ser una idiosincrasia, no es
cuestión de voluntad. En cualquier caso sustantivo, es una función de la per­
tenencia, aunque sea siempre una función compleja, y depende de un respe­
to igualitario entre los miembros. Una vez más, aunque ahora con indicios de
una actividad más cooperativa que competitiva: "se reconocen a sí mismos
reconociéndose mutuamente".
El autorrespeto exige entonces una vinculación esencial al grupo de los
miembros, al movimiento que defiende la idea del honor profesional, de la
solidaridad de clase, o de los derechos ciudadanos, o a la comunidad en gene­
ral dentro de la cual tales ideas están más o menos bien establecidas. Es por
esto que la expulsión del movimiento o el exilio de la comunidad pueden ser
un castigo tan grave: atacan a las formas externas y reflexivas del honor por
igual. El desempleo prolongado y la pobreza son análogamente amenazado­
res: representan una especie de exilio económico, un castigo para el cual no
quisiéramos encontrar a alguien que lo merezca. El Estado de beneficencia es
un esfuerzo por evitar este castigo, por reunir exilios económicos, por garan-

43 Véase la exposición de Kawls sobre estas cuestiones, si bien bajo el encabezado de


"autoestima" (Tluviyofjusticc [18], p. 234).
44 Weil, Nirri fo r Rciols (24), p. 20.
EL RECONOCIMIENTO 289

tizar un pertenencia efectiva.45 Tero incluso cuando lo lleva a cabo de la


mejor de las maneras posibles, satisfaciendo necesidades sin degradar a las
personas, no garantiza el autorrespeto; tan sólo lo hace posible. Cuando todos
los bienes sociales, desde la pertenencia hasta el poder político, son distri­
buidos por las razones justas, entonces las condiciones del autorrespeto serán
establecidas de la mejor manera posible. Con todo, aun habrá hombres y mu­
jeres que sufrirán por carecer de autorrespeto.
A fin de disfrutar de la autoestima tal vez tengamos que convencemos a
nosotros mismos (incluso a riesgo de engañarnos) de que la merecemos, y no
podemos hacerlo sin una pequeña ayuda de nuestros amigos. Somos los jue­
ces de nuestro propio caso: seleccionamos el jurado lo mejor que podemos de
modo que nos favorezca, y falseamos el veredicto cuando quiera que poda­
mos. Nadie se siente culpable por cosas así, tales juicios son demasiado
humanos. Pero el autorrespeto nos acerca más al núcleo del problema: se ase­
meja más al sistema del honor y a la deshonra públicos que la carrera de
Hobbes. La conciencia es ahora el tribunal, y la conciencia es un conocimien­
to compartido, una aceptación interiorizada de los parámetros comunitarios.
Los parámetros no son demasiado altos: se nos exige que seamos hermanos y
ciudadanos, no santos ni héroes. Pero no podemos ignorarlos, ni podemos
adulterar el veredicto. O estamos a la altura o bien no lo estamos. Estar a la
altura no es cuestión de éxito en tal o cual empresa, tampoco es cuestión del
éxito relativo o de la reputación de tener éxito. Es más bien una manera dé
ser en la comunidad, es el mantener la cabeza en alto (que es muy diferente a
"creerse mucho").
A fin de gozar de autorrespeto, debemos creer que somos capaces de estar
a la altura, y tenemos que aceptar la responsabilidad por tos actos que cons­
tituyen el hecho de estar a la altura o de no estarlo. Por consiguiente, el auto-
rrespeto depende de un valor más profundo que yo llamaré "autoposesión":
el ser dueño no del propio cuerpo sino del carácter, las cualidades y los actos
propios. La ciudadanía es una modalidad de la autoposesión. Nos considera­
mos a nosotros mismos responsables y somos considerados responsables por
nuestros conciudadanos. De esta mutua consideración se derivan la posibili­
dad del autorrespeto y la del honor público. Con todo, estos dos elementos
no siempre van juntos. Si yo creo haber sido injustamente deshonrado, no
obstante puedo conservar respeto por mí mismo. También puedo conservar
mi autorrespeto aceptando honrosamente la deshonra, "pagando por" mis
propios actos. Lo que a fin de cuentas resulta deshonroso es el reproche por
irresponsabilidad, la negación de la autoposesión. No es que el ciudadano
que se respete nunca deje de cumplir las obligaciones de la ciudadanía, sino
que reconoce sus omisiones, se reconoce a sí mismo como capaz de cumplir
sus obligaciones y queda comprometido a hacerlo. La autoestima es un
asunto relacionado con lo que Pascal llamara las cualidades "prestadas":

4S Véase el argumento de Robert Lañe, según el cual el trabajo es más importante que la
actividad política en el sostenimiento de la "autoestima" ("Covernment and Self-esteem", en
roiitical Tluviy 10 (febrero de 1982J, p. 13).
290 EL RECONOCIMIENTO

vivimos en la opinión del otro.46 El autorrespeto es cuestión de nuestras pro­


pias cualidades y, por tanto, de conocimiento y no de opinión, de identidad y
no de posición relativa. Tal es el significado más profundo de las palabras de
Marco Antonio:

[...] Si pierdo el honor


me pierdo a mí mismo.47

El ciudadano que se respete es un individuo autónomo. No quiero decir


autónomo en el mundo, pues no sé qué implicaría eso. Es autónomo en su
comunidad, un agente libre y responsable, un miembro participativo. Lo
imagino como el sujeto ideal de la teoría de la justicia. Está en casa aquí, y
conoce su lugar, "reina en su propia [compañía], no en otra parte", y no "de­
sea poder sobre el mundo entero". Es todo lo opuesto al tirano, quien utiliza
su noble cuna, su riqueza material o su cargo, incluso su celebridad, para
reclamar bienes que no ha ganado y respecto de los cuales no tiene derecho
alguno. En términos psicológicos, Platón representaba al tirano como un
sujeto dominado por una pasión maestra.48 En los términos de la economía
moral que he estado describiendo, el tirano es un sujeto que explota un bien
maestro para dominar a los hombres y a las mujeres en tomo suyo. No con­
tento con la autoposesión, por medio del dinero y del poder se hace de las
personas de los demás. "Soy feo fiero me puedo comprar a la más hermosa
de las mujeres. Por consiguiente, no soy feo, pues el efecto de la fealdad [...]
se ve anulado por el dinero. [...] Soy detestable, deshonesto, sin escrúpulos y
estúpido, pero al dinero se le honra y a su poseedor no menos."49 No quiero
insinuar que un hombre detestable que se respete nunca buscaría un honor
así —aunque una idea semejante bien puede encontrarse tras cierta especie
de orgullosa misantropía— . De manera más general, el ciudadano que se
respete no buscará lo que no pueda conseguir honorablemente.
Pero, por cierto, buscará el reconocimiento de los otros corredores en la ca­
rrera imaginada por Hobbes (no es alguien que se dé por vencido) y el honor
público de sus conciudadanos. Se trata de algo que vale la pena tener: son
bienes sociales y el autorrespeto no puede suplirlos. No podemos abolir ni la
relatividad del valor ni la relatividad del movimiento. Con todo, yo me incli­
no a creer que el autorrespeto nos llevará sólo a desear los reconocimientos
espontáneamente otorgados y los veredictos honestos de nuestros semejantes.
En este sentido, ésta es una manera de reconocer el significado moral de la
igualdad compleja. Y al mismo tiempo podríamos presumir que la experien­
cia de la igualdad compleja generará autorrespeto, aunque no puede garan­
tizarlo nunca.

46 Pascal, PtnsVs [13], núms. 145,306.


47 William Shakespeare, Anthony and Cleopatra, III, p. 4.
48 Platón, The Rrpublic IX, pp. 571-576.
49 Karl Marx, Eeonnmical and Phtlosophiatl Manuscripts, en Early Writings, tr. T. B. Bottomore
(Londres, 1963), p. 191.
XII. EL PODER POLÍTICO

S oberanía y gobierno limitado

He de empezar con la soberanía, el mando político, la toma de decisiones con


autoridad —los fundamentos conceptuales del Estado moderno— . La sobe­
ranía no agota en manera alguna el terreno del poder, pero sí concentra
nuestra atención en la forma más significativa y peligrosa que el poder pue­
de adquirir, pues no se trata simplemente de uno más entre los bienes que
hombres y mujeres pueden buscar; como poder estatal es también el medio en
virtud del cual cualquier otra búsqueda, incluida la del poder mismo, es
regulada. Se trata de la operación fundamental de la justicia distributiva, la
que vigila las fronteras dentro de las cuales cada uno de los bienes sociales es
distribuido y utilizado. De ahí las iniciativas simultáneas para que el poder
sea mantenido e inhibido, para que se movilice, divida, controle y balancee.
El poder político nos protege contra la tiranía, pero puede convertirse en po­
der tiránico. Por estas dos razones, el poder es tan deseado y tan disputado.
Muchas de estas disputas no son oficiales: se trata de las escaramuzas gue­
rrilleras de la vida cotidiana por medio de las cuales nosotros (los ciudadanos
comunes) defendemos o luchamos por revisar las fronteras de las diversas
esferas distributivas. Intentamos evitar interferencias ilegítimas, formulamos
acusaciones, organizamos protestas, a veces incluso intentamos lo que podría
llamarse, en regímenes democráticos establecidos, un "paro ciudadano". Pero
nuestro hincapié principal en todos estos casos, dejando de lado la revolución,
tiene como objeto el poder del Estado. Nuestros líderes políticos, los agentes
de la soberanía, tienen mucho trabajo que hacer (y que deshacer). Dentro de
su competencia oficial están activos por doquier, y tienen que estarlo. Dero­
gan títulos hereditarios, reconocen a héroes, pagan por la persecución —pero
también por la defensa— de los delincuentes; resguardan la barrera entre la
Iglesia y el Estado, regulan la autoridad de los padres, suministran el matri­
monio civil, arreglan los pagos por pensiones alimenticias; definen la juris­
dicción de la escuela y exigen la asistencia de los niños a ésta; establecen y
cancelan días de asueto públicos; deciden cómo se ha de reclutar el ejército;
garantizan la equidad del servicio civil y de los exámenes profesionales; obs­
truyen los intercambios ilegítimos; redistribuyen la riqueza material; facilitan
la organización sindical; fijan la amplitud y el carácter de la previsión comu­
nitaria; aceptan y rechazan solicitudes de pertenencia; por último, en todas
sus actividades, restringen su propio poder sometiéndose a los límites cons­
titucionales.
O deberían hacerlo. En apariencia, actúan en favor nuestro e incluso a
nombre nuestro (con nuestro consentimiento). No obstante, en la mayoría de
291
2 92 EL PODER POLÍTICO

los países, la mayor parte del tiempo, los líderes políticos funcionan de hecho
como agentes de esposos y padres, de familias aristocráticas, de poseedores
de grados, o de capitalistas. El poder del Estado se ve colonizado por la ri­
queza material, el talento, la sangre o el sexo; y una vez colonizado, rara vez
tiene límite. De modo alternativo, el poder del Estado es en sí mismo impe­
rialista, sus agentes son tiranos con plenos derechos: no velan por las esferas
de la distribución sino que irrumpen en ellas; no defienden los significados
sociales sino que los pisotean. Ésta es la forma más manifiesta de la tiranía, y
la primera que he de tratar. Las implicaciones inmediatas del término tirano
son políticas, los sentidos peyorativos provienen de siglos de opresión a ma­
nos de jefes y reyes —y más recientemente, de generales y dictadores— . A lo
largo de la mayor parte de la historia humana, la esfera de la actividad po­
lítica se ha construido con base en el modelo absolutista, donde el poder es
monopolizado por una sola persona, cuya energía se consagra a hacerlo do­
minante no sólo en las fronteras de cada esfera distributiva, sino a través de
ellas y dentro de cada una de ellas.

Usos obstruidos del poder

Precisamente por tal razón, una gran parte de la energía política e intelectual
se ha consumido en un esfuerzo por limitar la convertibilidad del poder y li­
mitar su empleo, por definir los intercambios obstruidos en la esfera política.
Así como hay cosas que, al menos en principio, el dinero no puede comprar,
así también nay cosas que los representantes de la soberanía, los funcionarios
estatales, no pueden hacer. O mejor, al hacerlas ejercen no el poder político
estrictamente hablando sino la mera fuerza: actúan impunemente, sin autori­
dad. La fuerza es el poder utilizado violando su significado social. Que sea
utilizado así, por lo común, no debería ocultamos su carácter tiránico. Tho-
mas Hobbes, el gran defensor filosófico del poder soberano, argumentaba
que la tiranía no es sino la soberanía desagradable.' Ello no es inexacto en la
medida en que reconozcamos que el "desagrado" no es propio de una idio­
sincrasia sino algo común en mujeres y hombres que crean y habitan una
cultura política particular; deriva de una noción compartida de lo que la
soberanía es y cuál es su finalidad. Esta noción siempre es compleja, posee
matices y es controvertible en multitud de aspectos, pero es posible exhibirla
en forma de una lista, parecida a la lista de los intercambios obstruidos. En
los Estados Unidos, hoy en día, dicha lista es algo como lo siguiente:
J. La soberanía no se extiende hasta la esclavitud; los funcionarios estata­
les no pueden apoderarse de la persona de sus súbditos (quienes también
son sus conciudadanos), forzar sus servicios, encarcelarlos o matarlos —a
menos que haya un acuerdo previo con procedimientos acordados por los
súbditos mismos o por sus representantes y por razones que provengan de
nociones compartidas acerca de la justicia penal, el servicio militar y demás.1
1 Thomas Hobbes, Lcvialhnn, parto II, cap. 19.
EL PODER POLÍTICO 293

2. Los derechos feudales a la tutela y al matrimonio, temporalmente usur­


pados por los reyes absolutistas, se encuentran fuera de la competencia legal
y moral del Estado. Sus funcionarios no podrán ejercer control sobre los
matrimonios de sus súbditos, ni interferirán en sus relaciones personales o
familiares, ni regularán la crianza doméstica de sus hijos,*2 tampoco podrán
registrar ni incautar sus efectos personales, ni acuartelar tropas en sus casas
—a menos que haya un acuerdo previo con procedimientos acordados,
etcétera.
3. Los funcionarios estatales no pueden violar las nociones compartidas de
culpa e inocencia, corromper el sistema de la justicia penal, convertir el casti­
go en un medio de represión política, ni emplear castigos crueles o insólitos.
(Asimismo, se encuentran limitados por las nociones compartidas de equili­
brio y desequilibrio mental y deben respetar el significado y el propósito de
las terapias psiquiátricas.)
4. Los funcionarios estatales no pueden vender el poder político ni subas­
tar decisiones concretas; tampoco pueden usar su poder para beneficiar a sus
familias o distribuir cargos gubernamentales entre parientes o amigos
"íntimos".
5. Todo súbdito/ciudadano es igual ante la ley, de modo que los funciona­
rios estatales no pueden actuar de manera discriminatoria contra grupos ra­
ciales, étnicos o religiosos, ni degradar o humillar a la gente (a no ser que ello
se siga de un proceso penal); tampoco pueden aislarla de ninguno de los bie­
nes suministrados comunitariamente.
6. La propiedad privada está protegida contra confiscación y cargas tri­
butarias arbitrarias; los funcionarios estatales no pueden interferir en los in­
tercambios libres ni en la repartición de regalos dentro de la esfera del dinero
y la mercancía una vez que esta esfera haya sido debidamente delimitada.
7. Los funcionarios estatales no pueden ejercer control sobre la vida reli­
giosa de sus súbditos ni intentar regular de alguna manera las distribuciones
de la gracia o, lo que es lo mismo, de los favores y estímulos eclesiásticos o
provenientes de organizaciones religiosas.
8. Si bien pueden crear, por legislación, un plan de estudios, los funciona­
rios estatales no pueden interferir en la enseñanza actual en arreglo a tal plan
de estudios ni limitar la libertad académica de los maestros.
9. Los funcionarios estatales no pueden regular ni censurar los debates en
curso, no sólo en la esfera política sino en cualquier otra, acerca del significa­
do de los bienes sociales y las demarcaciones distributivas adecuadas. De ahí
que tengan que garantizar el discurso libre, la prensa libre, la reunión libre,
en suma: las libertades civiles comunes.
Estos límites establecen las demarcaciones del Estado y de cualquiera otra
esfera ante el poder soberano. Tor lo regular entendemos tales límites en tér­
minos de libertad, y con razón, pero también surten poderosos efectos igua­
litarios: el despotismo de los funcionarios no sólo es una amenaza a la1

1 Véase el tratamiento por Lucy Mair de las tutelas monárquica y de jefatura en Marriage
(Nueva York, 1972), pp. 76-77.
294 EL l’ODER POLÍTICO

libertad sino también una afrenta a la igualdad, pues desafia la posición indi­
vidual y contraviene las decisiones de padres de familia, clérigos, maestros y
alumnos, trabajadores, profesionistas y titulares de cargos, compradores
y vendedores, y las de los ciudadanos en general. Ello conduce a la subor­
dinación de todas las compañías de hombres y mujeres a la compañía única
que posee y ejerce el poder estatal. Por tanto, la limitación del gobierno, así
como los intercambios obstruidos, es uno de los medios fundamentales al
servicio de la igualdad compleja.

C onocim iento / toder

Pero el gobierno limitado no nos dice nada acerca de quién gobierna. No de­
fine la distribución del poder dentro de la esfera de la política. En principio,
al menos, los límites podrían ser respetados por un rey hereditario, un dés­
pota benevolente, una aristocracia terrateniente, un comité ejecutivo capita­
lista, un régimen de burócratas, o por una vanguardia revolucionaria. Existe,
por cierto, un argumento prudencial a favor de la democracia: que las diver­
sas compañías de hombres y mujeres muy bien podrán ser respetadas si
todos los miembros de todas las compañías comparten el poder político. El
argumento es sólido; en su base esencial entronca estrechamente con nuestra
noción compartida de lo que es el poder y qué finalidad cumple. Pero no es
el único argumento que establece esa relación o pretende establecerla. En la
larga historia del pensamiento político, los planteamientos más comunes so­
bre el significado del poder han sido de carácter antidemocrático. Quiero
examinar con cuidado tales planteamientos, comoquiera que no hay otro bien
social cuya posesión y uso sean más importantes que éste. El poder no es esa
clase de bien en el cual podamos deleitamos, o admirar en privado, como el
avaro su dinero, y las mujeres y los hombres comunes sus posesiones favori­
tas. El poder debe ser ejercido para ser disfrutado, y al ser ejercido, el resto
de nosotros es dirigido, vigilado, manipulado, ayudado y lastimado. Ahora
bien, ¿quién debe poseer y ejercer el poder estatal?
Sólo hay dos respuestas a esta pregunta con una vinculación intrínseca a
la esfera política: primero, que el poder debe ser poseído por quienes sepan
usarlo mejor; segundo, que debe ser poseído, o al menos controlado, por
quienes experimenten sus efectos de la manera más inmediata. Los bien naci­
dos y los ricos esgrimen los correctamente llamados argumentos extrínsecos,
que no se relacionan con el significado social del poder. Por eso ambos grupos
están en buenas condiciones de alcanzar, si pueden, para una u otra forma
del argumento del conocimiento —creyendo poseer, por ejemplo, una noción
especial de los intereses fijos y a largo plazo de la comunidad política—, una
noción no asequible a familias recién encumbradas o a hombres y mujeres
sin "intereses" en el país. El argumento de la instalación en el poder por vo­
luntad divina es también un argumento extrínseco, salvo tal vez en aquellas
comunidades de creyentes donde toda autoridad es concebida como un re­
galo de Dios. Incluso en tales lugares se piensa por lo común que cuando
EL PODER I’OLITICO 295

Dios escoge a sus representantes terrenales, los inspira también con el cono­
cimiento necesario para gobernar a sus semejantes: de ahí que los reyes por
derecho divino hayan creído tener una comprensión única de los "misterios
del Estado", y los santos puritanos sistemáticamente hayan confundido la
luz interior con la inteligencia política. Todo argumento a favor de un gobier­
no exclusivo, todo argumento antidemocrático, de tener alguna seriedad, se
funda en un conocimiento especial.

La nave del Estado

De esta manera el poder es asimilado al cargo, y a nosotros se nos convoca a


buscar a individuos calificados, a escoger a líderes políticos por medio de una
opción conjunta más que por medio de una elección, confiando en comités
de búsqueda y no en partidos, campañas o debates públicos. Hay una an­
tigua asimilación del poder al cargo que expresa a la perfección la esencia del
argumento fundado en un conocimiento especial: la concepción de Platón
acerca de la política como una tcchné, un arte o destreza similar a la especiali-
zación común de la vida social, aunque infinitamente más difícil que cual­
quiera de ellas.3 Así como adquirimos nuestros zapatos de un artesano hábil
en la manufactura de calzado, deberíamos recibir nuestras leyes de un arte­
sano hábil para gobernar. En este orden de cosas hay también "misterios de
Estado" — donde el misterio se refiere al conocimiento secreto (o al menos no
fácilmente asequible) que subyace a una profesión o a un oficio, como en la
frase "arte y misterio", fórmula común en los certificados de aprendizaje—.
Con todo, se trata de misterios conocidos a través del ejercicio o la educación
más que a cierta inspiración. En la actividad política, como en la manufactu­
ra de zapatos, la medicina, la navegación y demás, nos vemos en la necesi­
dad de buscar a los pocos que conocen los misterios, no a la multitud que los
ignora.
Consideremos el caso de un piloto o navegante al timón de un navio, di­
rigiendo su curso (nuestro término "gobernante" proviene de una traducción
latina del término griego "tim onel"). ¿A quién deberíamos escoger para
hacerse cargo de tal papel? Platón imagina un barco democrático:

Los m arin eros se d isp u tan el m an d o d el tim ón; cada uno piensa q u e él d ebería
estar co n d u cien d o el navio, a p esar d e q u e nunca han ap ren d id o nav egación y no
pu ed en m en cionar m aestro algu n o con qu ien hu bieren realizad o su ap ren d izaje;
m ás aú n , afirm an q u e la nav egación e s a lg o q u e no pu ed e ser e n señ ad o en ab so lu ­
to y están d isp u esto s a h a ce r trizas a q u ien d ig a q u e s i s e p u ed e.

Se trata de un navio donde es peligroso permanecer, por un par de razones:


debido a la pugna física por el mando, la que no tiene fin obvio ni cierto,
y debido a la probable ineptitud de cualquiera de los triunfadores (momen-
1 Los textos clave en Platón son La república, I: 341-347, IV: 488-489; Corgias, 503-508;
Pmlágttras, 320-328.
2% EL PODER POLÍTICO

táñeos). Lo que los marineros no entienden es "que el auténtico navegante


sólo puede capacitarse para dirigir un barco mediante el estudio de las esta­
ciones del año, de los cielos, las estrellas y los vientos, y que todo ello per­
tenece a su destreza propia".4 El caso es el mismo con la nave del Estado. Los
ciudadanos democráticos se disputan el mando del Estado poniéndose con
ello en peligro, siendo que deberían ceder el mando a aquella persona que
posea el conocimiento especial que "pertenece" al ejercicio del poder. Una
vez que entendamos lo que el timón es, y cuál es su finalidad, podemos pasar
más fácilmente a una determinación del piloto ideal; y una vez que entenda­
mos lo que el poder político es y cuál es su finalidad, podemos pasar con ma­
yor facilidad (como en La república) a la determinación del gobernante ideal.
Con todo, mientras más profundamente consideremos el significado del
poder, más nos inclinaremos por rechazar la analogía de Platón, pues nos
pondremos en las manos del navegante sólo hasta después de haber decidido
dónde queremos ir. Esto, y no tanto la aplicación de un curso determinado,
constituye la decisión que ilumina mejor el ejercicio del poder. "La verda­
dera analogía", escribe Renford Bambrough en un análisis muy conocido del
planteamiento de Platón, "se da entre la elección de un curso de acción polí­
tica por un políticoy la elección de un destino por el propietario o los pasa­
jeros de un barco."5’ El piloto no escoge el puerto; su teduté es simplemente
irrelevante para la decisión que los pasajeros tienen que tomar, la que se
refiere a sus objetivos individuales o colectivos y no a "las estaciones del año,
los cielos, las estrellas y los vientos". En caso de emergencia, claro está, se
guiarán por el principio: "a cualquier puerto en caso de tormenta", y ense­
guida por el juicio del piloto en torno al sitio más accesible. Pero incluso en
un caso tal, si la elección es difícil y los riesgos complican la medida, la deci­
sión bien podrá dejarse a los pasajeros. Y una vez que la tempestad haya
amainado, ciertamente querrán ser llevados de su refugio obligado al destino
que han escogido.
La actividad política se refiere a los destinos y a los riesgos, y el poder es
sencillamente la capacidad para definir estos asuntos, no sólo para uno mis­
mo sino para otros. Desde luego, el conocimiento posee importancia funda­
mental para tal definición, pero no es ni puede ser determinante. La historia
de la filosofía, la techrté de Platón, es una historia de los planteamientos en
tomo a los destinos deseables y a los riesgos moral y materialmente acepta­
bles. Se trata de planteamientos formulados ante los ciudadanos, por así
decirlo; solamente los ciudadanos pueden decidirlos con autoridad. Por lo que
se refiere a curso de acción política, los políticos y pilotos necesitan saber
qué quieren el pueblo o los pasajeros. Y aquello que les confiere poder para
obrar de acuerdo con tal saber es la autorización del pueblo o de los pasa­
jeros mismos. (El caso es el mismo con los fabricantes de zapatos: no pueden
reparar mis zapatos por el simple hecho de que saben cómo hacerlo, sin mi*

* Platón, The República, VI: 488-489; tr. F. M. Comford (Nueva York, iy45), pp. 195-196.
5 Renford Bambrough, "Plato's Política! Analógica'', en l'hilusophy, Pal¡lies and Society, Peter
Laslett, comp. (Oxford, 1967), p. 105.
EL PODER POLITICO 297
consentimiento.) La calificación decisiva para el ejercicio del poder político
no es un conocimiento especial de los fines humanos sino una relación
especial con un conjunto particular de seres humanos.
Cuando Platón abogó por dar poder a los filósofos, afirmaba estar expo­
niendo el significado del poder —o mejor dicho, del ejercicio del poder, el
gobernar— en arreglo a una analogía con la manufactura de zapatos, la
actividad médica, la navegación y demás. Pero, en definitiva, no exponía el
significado común, las nociones políticas de sus conciudadanos atenienses,
pues éstos, o la gran mayoría de ellos, miembros practicantes de una demo­
cracia, tienen que haber creído lo que rerieles afirmó en su Oración Fúnebre
y lo que Protágoras sostuvo en el diálogo platónico que lleva su nombre: que
el gobernar implica la elección de fines, "la decisión conjunta en el terreno de
la excelencia cívica"; y que el conocimiento necesario para ello era amplia­
mente compartido.® "Nuestros ciudadanos comunes, si bien están ocupados
en los objetivos de la industria, son jueces justos en asuntos públicos."7 Dicho
con mayor fuerza, no hay ni puede haber mejores jueces porque el recto
ejercicio del poder no es otra cosa que la dirección de la ciudad de acuerdo
con la conciencia cívica o con el espíritu público de los ciudadanos. Para ta­
reas especiales, por supuesto, es necesario encontrar a personas que tengan
conocimientos especializados. De este manera, los atenienses elegían a sus
generales y a sus médicos públicos en lugar de designarlos mediante un sor­
teo, tal como habrían "mirado alrededor" antes de escoger a un zapatero o
contratar a un navegante. Todos estos individuos son agentes de los ciudada­
nos, no sus gobernantes.

Institildones disciplinarias

Perides y Protágoras exponen la interpretación democrática del poder, que


por lo común se concentra en lo que he llamado —anacrónicamente en la
actualidad cuando nos referimos a los atenienses— "soberanía": el poder es­
tatal, el poder civil, el mando colectivo. En este sentido, el poder está consti­
tuido por la capacidad de los ciudadanos para tomar decisiones, por la con­
junción de sus voluntades. Éstas promulgan leyes y políticas que son sim­
plemente las expresiones del poder. La efectividad de tales expresiones sigue
siendo un problema sin resolver, y de manera creciente en estos últimos días
se alega que el conocimiento genera cierto tipo de poder que la soberanía no
puede controlar. Ello es retomar el argumento de Platón en una forma nueva
(y muy a menudo con un ánimo distinto). Platón afirmaba que los indivi­
duos versados en las artes y en los misterios tenían derechos sobre el poder;
los hombres y las mujeres se inclinarían ante su autoridad. Hoy en día se
afirma que el conocimiento tecnológico mismo constituye un poder por enci­
ma y en contra de la soberanía, ante el cual todos nos tenemos que inclinar,*
* Platón, Protigoras 322; véase la traducción y discusión de este pasaje en Eric A. Havelock,
The Ubcml Tempcr ¡n Creek Política (New Haven, 1957), p. 169.
7 Tuddides, Histoiy o f thc Pdoponcsiait War, tr. Richard Crawley (Londres, 1910), página 123
(II; 40).
298 EL PODER POLÍTICO

incluso si somos ciudadanos democráticos y compartimos supuestamente la


"autoridad constituida" del Estado. En tomo a lo que Michel Foucault llama
"la cara oculta de la ley", la filosofía al fin se ha salido con la suya —o la
ciencia pura y las ciencias sociales se han salido con la suya— y nos vemos
gobernados por expertos en estrategia militar, medicina, psiquiatría, peda­
gogía, criminología y demás.8
Cuando quieren justificarse, los expertos esgrimen argumentos platónicos,
pero no exigen gobernar el Estado (de hecho no son filósofos platónicos); les
basta gobernar el ejército, los hospitales, los asilos, las escuelas y las prisio­
nes. En lo tocante a estas instituciones, parece que los fines —o al menos al­
guna mínima parte de estos fines— se encuentran ya establecidos, de modo
que los expartos contemporáneos son como pilotos de barcos cuyo destino ya
ha sido determinado; durante emergencias que llegaran a exigir un cambio
de curso, ellos se encuentran al mando. Pero los ejércitos, los hospitales, las
prisiones, etc., tienen esta característica especial: que sus miembros o huéspe­
des, aunque por razones diversas, se ven impedidos de participar activamen­
te en la toma de decisiones, incluso (o sobre ttxJo) en casos de emergencia. Las
decisiones tienen que ser tomadas en su lugar por los ciudadanos en general,
quienes no tienen mucho parecido con los posibles pasajeros, y quienes muy
probablemente no habrán de consagrar mucho tiempo al asunto. De ahí que
el poder de los expertos sea especialmente grande, de manera muy parecida
a los reyes-filósofos de Platón, quienes se relacionan con sus súbditos como
los maestros con los alumnos o, como en otra de las analogías de Platón,
como los pastores con las ovejas.
La distribución del poder en ejércitos, hospitales, prisiones y escuelas
(Foucault incluye fábricas, pero las pretensiones al poder en éstas se basan en
última instancia no en el conocimiento sino en la propiedad, de rmxio que las
estudiaré aparte) es distinta a la exigida en un Estado democrático. El conoci­
miento tiene que desempeñar un papel distintivo; necesitamos a individuos
calificados y los encontramos mediante una búsqueda más que mediante
una elección. En el curso de la búsqueda, nos fijamos en la educación y en la
experiencia, que son los equivalentes institucionales del conocimiento por
parte del timonel de las estaciones, los cielos, las estrellas y los vientos. Sin
duda, es cierto que las mujeres y los hombres preparados y experimentados
se encuentran parcialmente a cubierto de las críticas de los neófitos. Mientras
más recóndito y misterioso sea su conocimiento, como he mostrado en el ca­
pítulo v, más efectiva es tal protección, y ello es un poderoso argumento a
favor de la educación democrática, cuyo propósito, sin embargo, no es hacer
de cada ciudadano un experto sino fijar los límites a la destreza conferida por
conocimientos especializados. Si el conocimiento especializado conduce al
poder, no conduce a un poder ilimitado. En este orden de cosas hay también
usos obstruidos del poder, que derivan de las razones que tengamos para

8 Michel Foucault, Discipline and Punisli: The Birili o f the Frisan, tr. Alan Sheridan (Nueva
York, 1979), p. 223; de Foucault véase también Power/Ktiowledge: Selected Interviews and Oilier
Writings, 1972-1977, Colín Gordon, comp. (Nueva York, 1980), en especial los núms. 5 y 6.
EL PODER POLÍTICO 299

formar ejércitos, hospitales, prisiones y escuelas, y de nuestras nociones


comunes en tomo de las actividades propias de los encargados de ellas.
El acuerdo en tomo al destino que deja al timonel con el mando de la nave
fija límites también a lo que puede hacer: a fin de cuentas debe conducir la
nave a tal o a cual lugar. De igual manera, nuestra noción del propósito de
una prisión (y del significado del castigo y de los papeles sociales ae jueces,
directores y guardias penales) fija límites al ejercicio del poder dentro de sus
muros. Estoy seguro de que tales límites son violados a menudo. En el mejor
de los casos, la prisión es un sitio brutal, la rutina diaria es cruel, y los direc­
tores y los guardias a menudo se sienten tentados a aumentar la crueldad. Al
hacerlo, en ocasiones expresan sus propios temores; en otras, dan expresión a
una modalidad especialmente violenta de insolencia en el cargo, pues los
mismos muros que encierran a los convictos les dan a ellos libertad. No obs­
tante, nosotros podemos reconocer las violaciones. A partir de un informe
actual de las condiciones en una prisión, podemos determinar si el director
ha abusado de su poder. Y cuando los prisioneros afirman que lo ha hecho,
apelan al soberano y a la ley, y en última instancia, a la conciencia cívica de
los ciudadanos. El conocimiento especializado del director del penal no es un
argumento en contra de tal apelación.
El caso es similar, tratándose de hospitales y escuelas. Pacientes y alum­
nos serían especialmente vulnerables al ejercicio del poder por parte de un
profesionista competente que afirmara, no sin razón, estar actuando a favor
de ellos, a favor de sus intereses, de su bien (futuro), etc. Tal o cual corriente
médica o pedagógica bien podría exigir una disciplina severa y desagra­
dable, un régimen en apariencia caprichoso, un control estricto del paciente o
del alumno. En este orden de cosas también se fijarían límites merced a nues­
tra firme convicción de que la terapia sería la curación de una persona (no
sería, por ejemplo, como reparar una máquina), y la educación significaría la
preparación de un ciudadano. Las leyes que exigen el consentimiento de los
pacientes, o que hacen disponibles a los alumnos los historiales académicos,
constituyen tantos esfuerzos por hacer valer tales convicciones. Obligan a los
profesionistas a tener una noción más rigurosa de su vocación. De este
modo, las ciencia puras y las ciencias sociales generan una especie de poder,
útil e incluso necesario en determinados entornos institucionales; no obstan­
te, tal poder se ve siempre limitado por la soberanía, y es generado e
informado en sí mismo por un conocimiento más amplio de los significados
sociales. Médicos y maestros (y directores de penal e incluso generales) son
sometidos a la "disciplina" de los ciudadanos.
O deberían (otra vez) serlo. Un Estado honorable, cuyos ciudadanos y
funcionarios se comprometen con la igualdad compleja, obrará para mante­
ner la integridad de sus diversos entornos institucionales a fin de asegurar
que sus prisiones sean sitios para la reclusión penal y no para la detención
preventiva o la experimentación científica; a fin de que las escuelas no sean
como cárceles; a fin de que los centros psiquiátricos alojen (y cuiden) a los
enfermos mentales y no a los disidentes políticos. Por contraste, un Estado
tiránico reproducirá la tiranía en todas sus instituciones. Tal vez distribuya el
300 EL PODER POLÍTICO

poder entre individuos inadecuados, y será más probable que permita y, de


hecho, fomente el empleo del poder fuera de sus límites. En un momento u
otro de nuestras vidas, todos sentimos estar sujetos a profesionistas conoce­
dores, todos somos neófitos ante la destreza del conocimiento especializado
de otros. Ello no sólo se debe a una debilidad política —incluso los ciudada­
nos acaudalados en una sociedad capitalista son estudiantes, pacientes,
soldados, dementes y (si bien con menos frecuencia que otros individuos)
prisioneros—; esto tampoco provoca necesariamente una pérdida perma­
nente de poder. La mayoría de las veces, la experiencia de estar sujetos tiene
una duración ñja y un punto final conocido: la graduación, la recuperación,
etc. Además, la autonomía nos protege de los diversos entornos instituciona­
les donde ello tienen lugar. La imitación a lo largo de los entornos, como en
el "continuo carcelario" de Foucault, donde todas las instituciones disci­
plinarias semejan cárceles, borran las distinciones que conducen a la libertad
y a la igualdad. Lo mismo ocurre con la coordinación de arriba abajo por
parte de los funcionarios estatales. Tanto la imitación como la coordinación
hacen que el dominio tiránico influya en la vida cotidiana de un modo pe­
culiarmente intenso.9 Sin embargo, el conocimiento especializado no es en sí
mismo tiránico.

P ropiedad / poder

La posesión es correctamente entendida como cierta especie de poder sobre


las cosas. Como el poder político, consiste en la capacidad de determinar los
destinos y los riesgos —esto es, de dar cosas o intercambiarlas (dentro de
ciertos límites) y también de conservarlas y usarlas o abusar de ellas, deci­
diendo libremente acerca de los costos que ocasione su deterioro— . Pero la
posesión también puede traer consigo diversas especies y grados de poder
sobre las personas. El caso extremo es la esclavitud, que excede con mucho a
las formas usuales del mando político. A mí, sin embargo, me interesa, en
este orden de cosas, no la posesión de hecho sino el control de las personas
— mediado por la posesión de cosas— . Esta especie del poder es estrecha­
mente análoga a la ejercida por el Estado sobre sus súbditos y por las institu­
ciones disciplinarias sobre sus miembros y huéspedes. La posesión produce
también efectos que no llegan hasta la sujeción. Las personas se involucran
unas con otras, y también con instituciones, en todas las modalidades que
reflejan la desigualdad momentánea de sus posiciones económicas. Yo poseo
tal o cual libro, por ejemplo, y tú quieres tenerlo; yo estoy en libertad de
decidir si te lo vendo, presto o regalo o si me quedo con él. Organizamos una
comuna de fábricas y llegamos a la conclusión de que tales o cuales destrezas
no son adecuadas para la pertenencia a ella. Tú reúnes a quienes te apoyan y
me derrotas en la competencia por la dirección de este hospital. La compañía
de ellos presiona a la nuestra en el concurso por un contrato urbano. Éstos
son ejemplos de encuentros breves. No veo manera de evitarlos si no es a
9 Foucault, Discipline and I’wiisli [8], pp. 293-308.
EL PODER POLITICO 301

través de una configuración política que sustituya sistemáticamente los


encuentros de mujeres y hombres por lo que Engels llamó una vez "la admi­
nistración de las cosas" — una áspera respuesta a lo que, después de todo,
son sucesos normales en las esferas del dinero y del cargo—. Pero lo que la
soberanía trae consigo y lo que la posesión a veces logra (fuera de su esfera)
es el control sostenido sobre los destinos y los riesgos de otros individuos, y
ello es un asunto más grave.
No es fácil determinar el momento preciso en que el libre uso de la pro­
piedad se convierte en un ejercicio de poder. Hay problemas difíciles dentro
de este contexto y grandes controversias políticas y académicas.10 Dos ejem­
plos más, muy semejantes a los expuestos por la literatura especializada,
ilustrarán algunos de esos problemas.
1. Acorralados por fracasos en el mercado, decidimos cerrar o reubicar
nuestra fábrica, que funciona como una cooperativa, causando con ello consi­
derables daños a los comerciantes locales. ¿Estamos ejerciendo poder sobre
los comerciantes? No de manera sostenida, me parece, si bien nuestra deci­
sión puede traer graves consecuencias en sus vidas. Ciertamente, no contro­
lamos su respuesta a las nuevas condiciones que hemos creado (y las nuevas
condiciones no son íntegramente creación nuestra: nosotros no decidimos
fracasar en el mercado). Aun así, dada nuestra identificación con la actividad
política democrática, puede afirmarse que debimos haber incluido a los co­
merciantes en nuestra toma de decisiones. La idea está a tono con la máxima
medieval, muy favorecida por los demócratas modernos, según la cual lo que
afecta a todos debe decidirse entre todos. No obstante, una vez que comencemos
a incluir a todos los que son afectados por una decisión dada, y no sólo a los
individuos cuya actividad diaria es dirigida por ella, es difícil saber dónde
parar. Sin duda, los comerciantes de los diversos poblados donde la fábrica
podría reubicarse tienen que ser también incluidos. Y toda la gente afectada
por el bienestar de todos ios comerciantes, y así sucesivamente. De esta ma­
nera, el poder se escurre de las asociaciones y comunidades y pasa cada vez
más a residir en una asociación que incluye a toda la gente afectada —a sa­
ber, al Estado (y en última instancia, si seguimos con la lógica del "afectar", al
Estado global)— . Con todo, el argumento sólo sugiere que el hecho de afec­
tar a otros no puede ser base suficiente para distribuir derechos de inclusión.
No equivale ai ejercicio del poder en el sentido político pertinente.
Por contraste, la decisión del Estado de reubicar las oficinas de distrito de
alguna de sus dependencias burocráticas, en caso de ser controvertida, tiene
que debatirse a través del proceso político. Se trata de cargos públicos, pa­
gados con fondos públicos, que proveen de servicios públicos. De ahí que la
decisión sea a todas luces un ejercicio de poder sobre mujeres y hombres
sujetos al régimen tributario de donde provienen tales fondos, quienes por
otra parte dependen de tales servicios. Una firma privada, al margen de que
sea de propiedad individual o colectiva, es un caso distinto. Las relaciones

10 Véanse los útiles planteamientos de Steven Lukes, Power: A Radical Viav (Londres, 1974), y
de William E. Connolly, The Tirios a f Pdilical Discutirse (Lexington, Mass., 1974), cap. 3.
302 EL PODEK POI.Í riCO

con sus clientes se convierten más bien en encuentros breves. Si tratásemos


de controlar esas relaciones, insistiendo por ejemplo en que toda decisión de
reubicarse tendría que ser debatida políticamente, la esfera del dinero y la
mercancía sería efectivamente eliminada, junto con las libertades propias de
ella. Cualquier intento de esta clase está más allá de los alcances justificados
del gobierno (limitado). Pero ¿qué ocurre si nuestra fábrica es la única o, con
mucho, la más grande en la localidad? En tal caso, nuestra decisión de cerrar
o reubicamos bien podría traer consecuencias devastadoras, y en cualquier
democracia auténtica las autoridades políticas se verán forzadas a intervenir.
Podrían intentar alterar la condiciones del mercado (subsidiando a la fábrica,
por ejemplo), o nos la podrían comprar, o tratarían de encontrar la manera
de atraer nuevas industrias al poblado.11 Con todo, estas opciones se refieren
más a la prudencia política que a la justicia distributiva.
2. Operamos nuestra fábrica de tal modo que contaminamos el aire en
gran parte del pueblo donde estamos ubicados y ponemos en peligro la sa­
lud de sus habitantes. Día a día hacemos correr riesgos a nuestros conciuda­
danos, y decidimos, por razones técnicas y comerciales, qué nivel de riesgos
les haremos correr. Pero hacer correr riesgos, o por lo menos riesgos de esta
clase, es precisamente ejercer poder en el sentido político del término. Las
autoridades tendrán que intervenir ahora en defensa de la salud de la ciu­
dadanía, o insistiendo en su derecho a determinar, a nombre de tales ciuda­
danos, el nivel de riesgos que ellos aceptarán.112 No obstante, incluso aquí las
autoridades no se involucrarán de manera sostenida alguna en la toma de
decisiones sobre fábricas. Sencillamente, fijarán o volverán a fijar los límites
dentro de los cuales las decisiones son tomadas. Si nosotros (los miembros de
la comuna de la fábrica) pudiéramos impedir que lo hicieran —amenazando
con reubicarnos, por ejemplo—, de modo que mantuviéramos una capacidad
ilimitada de contaminar, entonces se justificaría el hedió de llamamos tira­
nos. Estaríamos ejerciendo poder violando la noción común (democrática) de
lo que el poder es y cómo ha de ser distribuido. ¿Sería distinto si no nos pro­
pusiéramos mantener nuestros márgenes de ganancia sino que sólo luchára­
mos por mantener la fábrica a flote? No estoy seguro; tal vez estaríamos
obligados, de cualquier manera, a informar a las autoridades locales sobre
nuestra condición financiera y a aceptar sus puntos de vista acerca de los
riesgos aceptables.13
Se trata de casos difíciles, el segundo más que el primero, y no intentaré
aquí resolverlos al detalle. En una sociedad democrática, la frontera de las
esferas del dinero y la mercancía bien podrá ser fijada, aproximadamente,

11 Por ejemplo, víase Martin Camoy y Derek Shearer, Ecnnoniic üentocracy: The Challenge o f
lite 1980s (White Plains, Nueva York, 1980), pp. 360-361.
12 V íase Kobert Nozick, Anarchy, State and Utopia (Nueva York, 1974), pp. 79-81, para un
argumento en favor de la ¡dea de que deberíamos confiar más en el mercado y en las cortes que
en la gestión ejecutiva, legislativa; cf. al estudio al respecto de Mattltew Crenson, The Unpohtics o f
Air Pollution; A slndy o f Non-Decisioiiinakmg in Citles (Baltimore, 1971).
13 Víase Connolíy en lo relativo a las amenazas y las predicciones, Politiral Discoursc [10], pp.
95-96, para una posible complicación posterior.
E L PODER POLITICO 303

entre los dos, de modo que se incluya al primero pero no a la segunda. Yo he


simplificado radicalmente la exposición de los casos al imaginar una fábrica
poseída por cooperativistas. Ahora debo considerar con mayor amplitud el
ejemplo más común de la posesión privada. En este caso, los trabajadores de
la fábrica no son ya agentes económicos con licencia para tomar un conjunto
de decisiones, sólo los poseedores son agentes de esa especie; los trabajado­
res, al igual que los habitantes del poblado, se ven amenazados por los
fracasos de la fábrica y por la contaminación que provoca —y ni siquiera son
"alcanzados", más o menos con seriedad: a diferencia de los habitantes del
poblado, son miembros de la empresa que produce estos efectos, están obli­
gados por sus reglas—. La posesión constituye un "gobierno privado" y los
trabajadores son sus súbditos.14 De modo que tengo que analizar de nuevo,
como antes en mi tratamiento de la determinación del salario, el carácter de
la actividad económica.
El entorno clásico del gobierno privado fue el sistema feudal, donde la
propiedad de la tierra se concebía de tal modo que confería a su propietario
el derecho a ejercer directamente poderes disciplinarios (judiciales y policia­
cos) sobre los hombres y las mujeres que vivieran en sus tierras, quienes
aparte de ello estaban impedidos de abandonarla. Estos individuos no eran
esclavos, pero tampoco eran residentes, su mejor denominación es la de "súb­
ditos". El terrateniente era también su señor y les imponía tributo e incluso
los sometía a reclutamiento en su ejército privado. Fueron necesarios largos
años de resistencia local, de engrandecimiento real y de actividad revo­
lucionaria antes de que llegara a definirse una clara frontera entre los bienes
raíces y el reino, entre la propiedad y el gobierno civil. Sólo hasta 1789 la
estructura formal del derecho feudal fue abolida y el poder disciplinario de
los señores feudales socializado de manera efectiva. La tributación, la adju­
dicación y el reclutamiento fueron borrados de nuestra concepción del sig­
nificado de la propiedad. Como Marx escribiera, el Estado se emancipó de la
economía.15 Las prerrogativas que derivaban de la posesión fueron definidas
de tal manera que se excluían ciertos tipos de toma de decisión, los que, se
pensaba, sólo podían ser autorizados por la comunidad política en su con­
junto. Esta redefinición introdujo una de las distinciones fundamentales

14 Hay una abundante bibliografía especializada en tomo al gobierno privado, en gran parte
obra de politólogos contemporáneos que se han extendido (con razón) hasta nuevos terrenos.
(Véase Grant McConnell, Prívate Power and American Deniocracy, Nueva York, 1966, para un
excelente comienzo.) Creo que lo decisivo fue escrito por R. H. Tawney en 1912: "Lo que quiero
dejar fuera de dudas es esto: que el hombre que da empleos gobierna, y tanto, que determina el
número de individuos por emplearse. Tiene jurisdicción sobre ellos, ocupa lo que realmente es
un cargo público. Tiene poder, no el de una trampa o el de la horca [,..) sino el poder del tiempo
extra y el del tiempo corto, el poder de las barrigas llenas y las barrigas vacías, el poder de la sa­
lud y la enfermedad. La pregunta acerca de quién tiene este poder, de qué manera está califica­
do para usarlo, cómo controla el Estado sus libertades (...) ésta es la pregunta que de veras
importa al hombre común hoy en día." (R. H. Tawney's Conmioitf/tace Book, J. M. Winter y D. M.
Joslin, comps. Cambridge, Inglaterra, 1972, pp. 34-35.)
15 Karl Marx, "O n thc Jewish Question", en Earty Wrilings, tr. T. B. Bottomore (Londres,
1963), pp. 12-13.
304 EL PODER POLITICO

sobre la cual la vida social se organiza en la actualidad. Por una parte están
las llamadas actividades "políticas", que comprenden el control de los des­
tinos y los riesgos; por otra, las llamadas actividades "económ icas", que
comprenden el intercambio del dinero y de la mercancía. Pero si bien esta
distinción moldea nuestra noción de las dos esferas, no determina por sí mis­
ma los sucesos que tienen lugar dentro de ellas. Ni duda cabe de que el go­
bierno privado sobrevive en la economía posfeudal. La posesión capitalista
genera todavía poder político, si no en el mercado, donde los intercambios
obstruidos fijan límites al menos a los usos legítimos de la propiedad, sí en la
fábrica misma, donde el trabajo parece exigir cierta disciplina. ¿Quién impo­
ne disciplina a quién? Una característica central de una economía capitalista
es que los poseedores imponen su disciplina a los que no lo son.
Se nos dice, por lo común, que lo que justifica esta pretensión es el correr
riesgos exigidos por la posesión, y el celo empresarial y la inventiva y la in­
versión de capital merced a los cuales las empresas económicas son funda­
das, mantenidas y desarrolladas. En tanto que la propiedad feudal se
fundaba, se mantenía y se desarrollaba gracias al poder de la espada (aunque
también era intercambiada y heredada), la propiedad capitalista se basaba en
formas de actividad intrínsecamente no obligatorias y apolíticas. La fábrica
moderna se distingue del señorío feudal debido a que mujeres y hombres
acuden voluntariamente a trabajar, atraídos por salarios, condiciones labora­
les, perspectivas para el futuro y demás, ofrecidas por el poseedor, mientras
que en el señorío los trabajadores son siervos, son prisioneros de sus nobles
señores feudales. Todo esto es bastante cierto, al menos en ocasiones, pero no
separa de manera satisfactoria los derechos de la propiedad respecto del
poder político, pues todo lo que acabo de afirmar acerca de empresas y fábri­
cas bien podría decirse de ciudades y pueblos, aunque no siempre de Estados.
Todos ellos son creados también por la energía empresarial, la iniciativa y el
hecho de correr riesgos; también ellos reclutan y sostienen a sus ciudadanos
—quienes están en libertad de ir y venir—, ofreciéndoles un lugar agradable
donde vivir. Aun así, debemos cuidamos de alegar derechos sobre una ciu­
dad o un poblado; la posesión no es un fundamento aceptable para el poder
político dentro de ciudades y poblados. Si reflexionamos profundamente so­
bre ello, tendremos que concluir, pienso yo, que en empresas o fábricas algo
así tampoco es aceptable. Lo necesario es una historia acerca de un empresa­
rio capitalista que al mismo tiempo es un fundador político e intenta fincar
su poder sobre su propiedad.

El caso Pullman, Illinois

George Pullman fue uno de los empresarios más exitosos hacia el final del
siglo xix en los Estados Unidos. Sus vagones cama, comedor y sala de estar
hicieron el viaje en tren mucho más cómodo de lo que antes había sido, y ello
a un precio sólo un poco mayor; sobre esta diferencia de grado, Pullman
fundó una compañía y una fortuna. Cuando decidió construir un nuevo
EL PODER POLITICO 305

grupo de fábricas y un poblado alrededor de ellas, insistió en que se trataba


sólo de otra iniciativa de negocios. No obstante, sus expectativas iban clara­
mente más allá: Pullman soñaba con una comunidad sin desequilibrios
políticos ni económicos —con trabajadores contentos y una planta libre de
huelgas—.,6 Por eso Pullman pertenece sin duda a la gran tradición de los
fundadores políticos, sobre todo si, a diferencia de Solón de Atenas, no llevó a
cabo sus planes para luego marcharse a Egipto, sino que se quedó para dirigir
el pueblo que había planeado. ¿Qué otra cosa podía hacer si él era el propie­
tario?
Pullman, Illinois, fue edificado sobre poco más de 1600 hectáreas de tierra
a lo largo del lago Calumet, exactamente al sur de Chicago, adquiridas (por
medio de 75 transacciones separadas) a un precio de 800 (XX) dólares. El po­
blado fue fundado en 1880 y concluido en lo esencial, en arreglo a un plan
único y concreto, en dos años. Pullman (el dueño) no sólo erigió fábricas y
dormitorios —como se había hecho en Lowell, Massachusetts, unos 50 años
antes—, sino que mandó construir casas privadas, hileras de casas y aparta­
mentos para unas 7 000 u 8000 personas, tiendas y oficinas (alojadas en
elaborados portales), escuelas, establos, áreas de juego, un mercado, un hotel,
una biblioteca, un teatro, e incluso una iglesia: en resumen, un pueblo mode­
lo, una comunidad planificada. Y cada piedra de ella le pertenecía.

Un forastero que llegue a Pullman se aloja en un hotel regenteado por uno de los
empleados del señor Pullman, visita un teatro donde todos los dependientes están
al servicio del señor Pullman, bebe agua y consume gas suministrados por obra
del señor Pullman, alquila uno de sus arreos con el administrador del establo del
señor Pullman, visita una escuela donde los hijos de los empleados del señor
Pullman son educados por otros empleados del señor Pullman, obtiene un billete
cobrado en el banco del señor Pullman, es incapaz de efectuar una compra de la
clase que sea si no es con algún inquilino del señor Pullman, y de noche es prote­
gido por el departamento de bomberos, la totalidad de cuyos miembros —desde
el jefe hasta el último nivel— está al servicio del señor Pullman.17

Esta descripción apareció en un artículo del Nexo York Sun (el pueblo modelo
atrajo mucha atención), y es del todo exacta, con excepción del renglón acerca
de la escuela. De hecho, las escuelas de Pullman eran operadas, al menos de
manera nominal, por un comité escolar elegido en el distrito de Hyde Parle. El
pueblo estaba sujeto a la jurisdicción política del condado de Cook y del esta­
do de Illinois; sin embargo, no había un gobierno municipal. Interrogado por
un periodista visitante acerca de cómo "gobernaba" el pueblo de Pullman,
Pullman replicó: "Nosotros lo gobernamos de igual manera que alguien
gobernaría su casa, su tienda o su taller. Todo es bastante sencillo."1* En su
opinión, el gobierno era un derecho de la propiedad, y a pesar del "nosotros"

16 Stanley Buder, Pullman: An Experimad in Industrial Ordcr and Community Platnting, 1880-
1930 (Nueva York, 1967).
17 Ibid., pp. 98-99.
'* Ibid., p 107.
m EL PODER POLITICO

se trataba de un derecho poseído y ejercido por una sola persona: Pullman


era un autócrata en su pueblo. Tenía ideas firmes acerca de cómo debía vivir
la población, y nunca dudó de su derecho a conferir a tales ideas una fuerza
práctica. Debo subrayar que su interés se refería al aspecto y al comporta­
miento de la población, no a sus creencias. "A nadie se le exigía suscribir nin­
gún conjunto de ideas antes de mudarse a [Pullman]." No obstante, una vez
allí, se les exigía vivir de cierta manera. Podía verse a los recién llegados
"holgazaneando sobre los escalones de la puerta de su casa, el marido en
mangas de camisa fumando una pipa, su desarreglada mujer zurciendo, y
los niños jugando semidesnudos alrededor de ellos". Pronto se les ponía
sobre aviso de que cosas así eran inaceptables, y que si no se corregían, "los
inspectores de la compañía los visitarían con la amenaza de una multa".19
Pullman rehusaba vender terrenos o casas —a fin de mantener "la armo­
nía del diseño del pueblo" y también, es de suponer, el control sobre la po­
blación— . Todo aquel que viviera en Pullman (Illinois) era un inquilino de
Pullman (George). El remozamiento de las casas era estrictamente supervisa­
do, los arrendamientos podían ser cancelados con aviso de 10 días. Pullman
incluso evitaba que católicos y luteranos suecos construyeran iglesias propias,
no porque se opusiera a esos cultos (se les permitía alquilar cuartos), sino
debido a que su concepción del poblado exigía una iglesia más bien fastuosa,
cuyo alquiler sólo podían permitirse los presbiterianos. Por razones algo
distintas, si bien con un similar celo por el orden, exclusivamente en el único
hotel del poblado podían conseguirse bebidas alcohólicas, en un bar más
bien suntuoso, donde no era posible que los sencillos trabajadores no se sin­
tieran incómodos.
He subrayado la autocracia de Pullman; también podría subrayar su bene­
volencia. El alojamiento que él proporcionaba era considerablemente mejor
que el asequible a los trabajadores estadunidenses en la década de 1880, las
rentas eran razonables (los márgenes de ganancia eran de hecho bastante ba­
jos), los edificios eran mantenidos en buenas condiciones y así con lo demás.
Pero lo importante es que todas las decisiones, benévolas o no, dependían de
un individuo, gobernador lo mismo que dueño, quien no había sido elegido
por la población que gobernaba. Richard Ely, quien visitó el poblado en 1885
y escribió un artículo acerca de éste para el Harpcr’s M onthly, lo llamó un
"feudalismo nada estadunidense, benévolo y bien intencionado".20 Esta de­
nominación sin embargo no era del todo exacta, pues las mujeres y los hom­
bres de Pullman tenían completa libertad para ir y venir. Asimismo, tenían la
libertad de vivir fuera del pueblo y trasladarse a su trabajo en las fábricas del
pueblo, y en tiempos difíciles, los inquilinos de Pullman eran al parecer los
últimos en ser despedidos. La mejor manera de considerar a estos inquilinos
es como súbditos de una empresa capitalista que sencillam ente se ha

ÍMrf., p. 95; véase también William M. Carwardine, Tlte Pullman Strike, intr. Virgii J. Vogei
(Chicago, 1973), caps. 8-10.
* Richard Ely, citado por Buder, Pullman [17], p. 103.
EL PODER POLITICO 307

expandido desde la manufactura hasta los bienes raíces, duplicando en el


poblado la disciplina de la tienda. ¿Qué hay de malo en ello?
Planteo la pregunta de una manera retórica, pero tal vez valga la pena ex­
presar su respuesta. Los pobladores de Tullirían eran trabajadores huéspe­
des, y éste no es un status compatible con la actividad política democrática.
George Pullman alquilaba una población de metecos en una comunidad
política donde el autorrespeto estaba estrechamente ligado a la ciudadanía y
donde las decisiones acerca de los destinos y los riesgos, incluso (o en espe­
cial) los locales, eran supuestamente compartidas. Pullman era, por tanto,
más como un dictador que como un señor feudal; gobernaba por la fuerza. El
hostigamiento de los habitantes por parte de sus inspectores era una intru­
sión, una medida tiránica, y apenas es posible que haya sido experimentada
de otra manera.
Ely afirmaba que la posesión del poblado por parte de Pullman hacía de
sus habitantes algo menos que ciudadanos estadunidenses: "Uno cree estarse
mezclando con un pueblo servil y dependiente." Al parecer, Ely no barruntó
la gran huelga de 1894, ni el valor ni la disciplina de los huelguistas;21 escri­
bió su artículo en un momento temprano de la historia del pueblo. Tal vez
los pobladores necesitaban tiempo para asentarse y aprender a confiar unos
en otros antes de que se atrevieran a oponerse al poder de Pullman. Pero
cuando se lanzaron a la huelga, lo hicieran tanto contra su poder en las fábri­
cas como contra su poder en el poblado (por cierto, los capataces de Pullman
eran incluso más tiránicos que los agentes e inspectores). Se antoja extraño
estudiar la doble disciplina del poblado modelo y condenar sólo la mitad de
ella. Aun así, ésa era la noción convencional de la época. Cuando la Suprema
Corte de Illinois ordenó en 1898 (Pullman había fallecido un año antes) que
toda propiedad no empleada con propósitos de manufactura fuera depuesta
por la Pullman Company, alegó que la posesión de un poblado, no así la de
una compañía, "era incompatible con la teoría y el espíritu de nuestras
instituciones".22 El poblado tenía que ser gobernado democráticamente —no
tanto debido a que la posesión hiciera servil a la población, sino debido a que
los obligaba a luchar por derechos que ya poseían como ciudadanos estadu­
nidenses.
Es verdad que la lucha por los derechos en las fábricas era una lucha más
nueva, aunque sólo fuera debido a que las fábricas eran instituciones aun
más nuevas que las ciudades y los poblados. No obstante, quiero afirmar que
en lo relativo al poder político, las distribuciones democráticas no pueden
detenerse ante las puertas de las fábricas. Los profundos principios son los
mismos para ambas clases de institución. Esta identidad es la base moral del
movimiento laboral: no del "sindicalismo de los negocios", que posee otra
base, sino de toda exigencia de progreso hacia una democracia industrial. De
estas exigencias no se desprende que las fábricas no puedan ser poseídas; los
opositores del feudalismo tampoco afirmaban que la tierra no pudiera ser

21 Ibid; véase también Carwardine, Ptúlman Strike (20], cap. 4.


22 Carwardine, PuUman Strike (20], p. xxxiü.
308 EL PODER POLÍTICO

poseída. Es incluso concebible que todos los habitantes de un (pequeño) po­


blado paguen renta, mas no pleitesía al mismo terrateniente. Lo esencial en
todos estos casos no es la existencia sino las implicaciones de la propiedad.
Lo exigido por la democracia es que la propiedad no tenga connotación
política, que no sea convertible en cosas como soberanía, mando autorizado,
control sostenido de hombres y mujeres. Después de 1894, al menos, la ma­
yoría de los observadores parece haber estado de acuerdo en que la posesión
del poblado por parte de Pullman era antidemocrática. Pero, ¿era distinta su
posesión de la otra, relacionada con la compañía? La desacostumbrada yux­
taposición de ambos conduce a una interesante comparación.
No eran distintas, dada la visión empresarial, energía, inventiva y demás
cualidades que habían sido aplicadas en la contrucción de los vagones dor­
mitorio, comedor y sala de estar por parte de Pullman, cualidades que
también habían sido aplicadas en la construcción del poblado. Pullman, por
cierto, se jactaba de ello: su "sistema, exitoso en la transportación ferrovia­
ria, se aplicaba ahora a los problemas del trabajo y el alojamiento".23 Y si tal
aplicación no daba lugar al surgimiento de poder político en un caso, ¿por
qué habría de hacerlo en el otro?24
Tampoco son distintas, dada la inversión de capital privado en la compa­
ñía. Pullman también invirtió en el poblado, sin adquirir con ello el derecho
de gobernar a sus habitantes. El caso es el mismo con las mujeres y los hom­
bres que compran bonos municipales: no por eso llegan a ser dueños de la
municipalidad. A menos de que vivan y voten en el poblado, ni siquiera pue­
den participar en las decisiones acerca de cómo ha de ser gastado el dinero.
No tienen derechos políticos, mientras que los residentes sí los tienen, sean o
no inversionistas. No parece haber razón para no hacer la misma distinción
en las asociaciones económicas, separando a inversionistas de participantes,
lo cual es una ganancia justa del poder político.
Por último, la fábrica y el pueblo no son distintos, dado que hombres y
mujeres acuden de manera voluntaria a la fábrica, con pleno conocimiento
de sus reglas y reglamentos. También llegan voluntariamente a vivir al
poblado, y en ninguno de los casos tienen pleno conocimiento de las reglas
hasta no haberlas experimentado en alguna medida. De cualquier manera, la
residencia no significa estar de acuerdo con reglas despóticas, sobre todo si a
éstas se les conoce con anticipación; por lo demás, una rápida partida tampo­
co constituye la única manera de expresar oposición. En realidad, existen
algunas asociaciones en que bien podrían invertirse estas últimas proposicio-

23 Buder, Pullman 117], p. 44.


24 Con todo, tal vez haya sido la destreza de Pullman, no su visión, energía y demás, lo que
justificaba su mando autocrático. Tal vez las fábricas no deban ser asimiladas en la categoría de
las instituciones disciplinarias ni ser operadas por gerentes científicos. No obstante, el mismo
argumento puede formularse en lo concerniente a los poblados. De hecho, a menudo los conce­
jos de poblados contratan a gerentes profesionales; sin embargo, tales gerentes están sujetos a la
autoridad de las concejales elegidos. Los gerentes de fábricas están sujetos, aunque a menudo de
modo ineficaz, a la autoridad de los dueños. De modo que persiste la pregunta: ¿por qué los
dueños y no los trabajadores (o los representantes que ellos han elegido)?
EL PODER POLITICO 309

nes. Por ejemplo, un hombre que decide ingresar a una orden monástica que
exige estricta y total obediencia parece estar escogiendo un modo de vida y
no un lugar donde vivir (o donde trabajar). No le mostraríamos el debido
respeto si nos negásemos a reconocer la eficacia de su elección. Su propósito
y su efecto moral son, precisamente, autorizar las decisiones de su superior,
y no puede retirar esa autoridad sin retirarse él mismo de la vida común que
la hace posible.
Sin embargo, no puede decirse lo mismo de un hombre o una mujer que
se unen a una compañía o entran a trabajar a una fábrica. En este caso, la vida
común no es tan omnicomprensiva y no exige la aceptación inobjetable de la
autoridad. Respetamos al nuevo trabajador sólo si presumimos que no ha
buscado sujeción política. Por supuesto que se enfrenta a los capataces y los
vigilantes de la compañía, tal como se lo esperaba, y puede ser que el éxito
de la empresa exiga su obediencia, de la misma manera en que el éxito de
una ciudad o de un poblado exige que los ciudadanos obedezcan a los fun­
cionarios públicos. No obstante, en ninguno de estos casos querríamos decir:
si no están a gusto con estos funcionarios y con las órdenes que dan, te pue­
des ir en cualquier momento (lo cual podríamos decirle al lego del monaste­
rio). Es importante que haya opciones al hecho de tener que marcharse,
opciones vinculadas al nombramiento de los funcionarios y a la disposición
de las reglas que ellos hacen cumplir.
Otros tipos de organización plantean problemas más difíciles. Considere­
mos un ejemplo que Marx empleó en el tercer volumen de El capital para
ilustrar la naturaleza de la autoridad en una fábrica comunista. El trabajo
cooperativo exige —escribió— "una voluntad que ordene", y él la comparó
con la voluntad de un director de orquesta.25 Éste preside la armonía de los
sonidos y así, Marx parece haber pensado, una armonía entre los músicos. Se
trata de una comparación chocante, debido a que los directores de orquesta a
menudo son unos déspotas. ¿De veras es ordenadora su voluntad? Tal vez
debiera serlo, ya que la orquesta tiene que expresar una interpretación única
de la música tocada por ella. Mas los esquemas del trabajo en una fábrica
tienden más a ser negociados. Y tampoco es el caso que los miembros de una
orquesta tengan que ceder a la voluntad del director en todos los aspectos de
la vida que comparten. Podrían exigir tener voz y voto considerables en los
asuntos de la orquesta, incluso si aceptan la voluntad ordenadora del
director al estar tocando.
Por lo demás, los miembros de una orquesta, como los trabajadores de
una fábrica, a pesar de pasar mucho tiempo unos con otros, no viven juntos.
Es posible que la línea divisoria de la actividad política respecto de la
actividad económica tenga que ver con la diferencia entre la residencia y el
trabajo. Pullman las juntó, y sometió a trabajadores y a residentes a la misma
regla. ¿Es suficiente que los residentes se gobiernen a sí mismos mientras que
25 Karl Marx, El capital (Nueva York, 1967), vol. III, pp. 383,386, [Hay edición del Fondo de
Cultura Económica.] Lenin repite el argumento, sugiriendo el “suave liderazgo de un director
de orquesta" como ejemplo de la autoridad comunista; véase "The Immediate Tasks of the
Soviet Government", en Selecteii Works (Nueva York, s. f.), vol VII, p. 342.
310 EL l’ODEK 1'OLlTICO

sólo los trabajadores son sometidos al poder de la propiedad, si los residentes


son ciudadanos y los trabajadores son metecos? Ciertamente, el autogobier­
no de los residentes es considerado por lo común como un asunto de máxima
importancia. Por ello un terrateniente tiene mucho menos poder sobre sus
inquilinos que el dueño de una fábrica sobre sus trabajadores. Las mujeres y
los hombres tienen que controlar colectivamente el lugar donde viven a fin
de tener seguridad en sus propios hogares. El hogar de una persona es su casti­
llo. Supondré que esta antigua máxima expresa un imperativo genuinamente
moral. Pero lo que la máxima exige no es tanto un autogobierno político sino
la protección legal de la esfera doméstica —y no sólo ante intervenciones
económicas sino también contra intervenciones políticas— . Necesitamos un
espacio para retiramos, para descansar, para la intimidad y (en ocasiones)
para la soledad. De la misma manera en que un barón feudal se retira a su
castillo para cavilar sobre desprecios públicos, así yo me retiro a mi hogar.
Sin embargo, la comunidad política no es un conjunto de lugares para la
cavilación, o no sólo eso. Es también una empresa común, un lugar público
donde juntos discutimos acerca del interés público, donde decidimos acerca
de los objetivos y debatimos sobre los riesgos aceptables. Todo ello hacía falta
en el poblado modelo de Pullman, hasta que el American Railway Union, el
sindicato ferrocarrilero estadunidense, suministró un foro para trabajadores
y residentes por igual.
Desde esta perspectiva, la empresa económica se parece mucho a un po­
blado, aunque —o, en parte, porque— se parece muy poco a un hogar. Es un
lugar no de descanso e intimidad sino una acción cooperativa. Es un lugar no
para el retiro sino para la decisión. Si los terratenientes con poder político
habrán de entrometerse en las familias, así los dueños con poder político ha­
brán de coaccionar a los individuos. Es probable que lo primero sea peor que
lo segundo, aunque esta comparación no distingue a unos y otros de manera
fundamental: simplemente les otorga un grado. Tanto la intromisión como la
coacción son permitidas por una realidad más profunda: la usurpación de
una empresa común, el desplazamiento de la toma de decisiones colectiva
por el poder de la propiedad. Por este motivo, ninguna de las justificaciones
al uso parece ser adecuada. Pullman exhibió sus debilidades al afirmar que
mandaba en el pueblo del cual era el dueño, exactamente como mandaba en
las fábricas que le pertenecían. Ni duda cabe que ambas clases de mando son
semejantes entre sí, y ambas se asemejan a lo que comúnmente entendemos
por actividad política autoritaria. El derecho a imponer multas hace lo que la
tributación fiscal; el derecho a desalojar a inquilinos o a despedir a trabajado­
res hace (en parte) lo que el castigo. Las reglas son promulgadas y hechas
cumplir sin debate público por funcionarios comisionados, no elegidos. No
existen procedimientos judiciales establecidos, no existen formas legítimas de
oposición, no existen canales para participar, ni siquiera para protestar. Si
algo así es injusto en poblados, entonces también lo es en compañías y en
fábricas.
Imaginemos ahora la decisión de Pullman o de sus sucesores de reubicar
la fábrica/poblado. Habiendo recuperado la inversión inicial, ven que hay
EL PODER POLÍTICO 311

mejores oportunidades en otros sitios, o les atrae un nuevo proyecto, un me­


jor modelo para un poblado modelo, y quieren ponerlo a prueba. La decisión,
afirman, sólo es de ellos, ya que la fábrica/poblado es sólo de ellos; ni los
pobladores ni los trabajadores tienen nada que decir. Pero, ¿cómo es posible
que esto sea verdad? Ciertamente, desmantelar una comunidad significa
provocar una migración a gran escala, despojar a la gente de hogares donde
ha vivido por muchos años: se trata de acciones políticas, y acciones de índo­
le más bien extrema. La decisión es un ejercicio de poder, y si los pobladores
simplemente se sometieran, pensaríamos que son ciudadanos que no se res­
petan. Pero, ¿qué hay de los trabajadores?
¿Qué tipo de configuraciones políticas buscarían los trabajadores? El
mando político implica cierto grado de autonomía, pero no está claro que la
autonomía sea posible en una única fábrica, ni siquiera en un grupo de ellas.
Los ciudadanos de un poblado son también los consumidores de los bienes y
servicios que el poblado suministra y, con excepción de visitantes ocasiona­
les, son los únicos consumidores. Pero los trabajadores de una fábrica son los
productores de bienes y servicios, a veces sólo son consumidores y nunca son
los únicos. Más aún, han sido encerrados dentro de estrechas relaciones eco­
nómicas con otras fábricas a las cuales surten o de cuyos productos dependen.
Los dueños privados se relacionan unos con otros a través del mercado. En
teoría, las decisiones privadas no son políticas, y están coordinadas sin la
intervención de la autoridad. En la medida en que esta teoría sea verdadera,
las cooperativas de trabajadores se ubicarían simplemente dentro de la red
de las relaciones de mercado. Sin embargo, a la teoría de hecho se le escapar»
los contubernios entre los dueños y su capacidad colectiva para solicitar el
apoyo de los funcionarios estatales. La reubicación adecuada es ahora una
democracia industrial organizada tanto en el plano nacional como en el local.
Pero, ¿cómo puede ser precisamente distribuido el poder de modo que se
tome en cuenta lo mismo la necesaria autonomía que la conexión práctica de
las compañías y las fábricas? El problema es planteado a menudo y recibe so­
luciones diferentes en la investigación acerca del control de los trabajadores.
No habré de intentar resolverlo una vez más, y tampoco me propongo negar
su dificultad; sólo quiero insistir en que los tipos de configuración que exige
una democracia industrial no son tan distintos de los necesarios en una de­
mocracia política. A menos que sean Estados independientes, las ciudades y
los poblados nunca son totalmente autónomos, no poseen autoridad absolu­
ta ni siquiera sobre los bienes y servicios que producen para el consumo
intemo. En los Estados Unidos hoy en día, los encuadramos dentro de una
estructura federal y regulamos sus posibles alcances en las áreas de la educa­
ción, la justicia penal, el uso ambiental, etc. Fábricas y compañías tienen que
ser encuadradas análogamente y análogamente reguladas (y también someti­
das a la tributación fiscal). En una economía desarrollada como en un gobier­
no civil desarrollado, decisiones distintas serán tomadas por distintos grupos
de individuos ubicados en distintos niveles de organización. La división del
poder en ambos casos es sólo en parte una cuestión de principio: también es
cuestión de circunstancias y de conveniencia.
312 EL l’ODEK 1'OLlTICO

El argumento es semejante en relación con las configuraciones constitucio­


nales dentro de fábricas y compañías. Habrá muchas dificultades para esta­
blecerlas, habrá comienzos en falso y experimentos fallidos tal como los ha
habido en la historia de las ciudades y los poblados. Tampoco debemos espe­
rar hallar una única configuración apropiada. La democracia directa, la
representación proporcional, las fracciones de miembros únicos, los repre­
sentantes con mandato y los representantes independientes, las legislaturas
bicamarales y unicamarales, los alcaldes urbanos, las comisiones regulado­
ras, las corporaciones públicas, en suma: la toma de decisiones políticas se
organiza y seguirá organizándose de muchas maneras diferentes. Lo impor­
tante es que sabemos que el ejercicio del poder es político, no el libre uso de
la propiedad.
Hoy en día hay muchos hombres y mujeres presidiendo empresas en las
que cientos y miles de conciudadanos suyos se encuentran implicados, diri­
giendo y controlando la vida laboral de sus semejantes, justificándose exacta­
mente como George Pullman lo hiciera. Yo mando sobre esta gente, afirman,
del mismo modo en que una persona manda sobre las cosas que le pertenecen.
Quienes hablan de esta manera están en un error. Entienden erróneamente
las prerrogativas de la posesión (y de la fundación, la inversión y el correr
riesgos). Reclaman una índole de poder sobre el cual no poseen derecho
alguno.
Afirmar lo anterior no significa negar la importancia de la actividad em­
presarial. Tanto en compañías como en poblados buscamos a individuos
como Pullman: llenos de energía e ideas, dispuestos a innovar y a correr ries­
gos, capaces de organizar ingentes proyectos. Sería una torpeza crear un
sistema que no los estimulara. No son de ninguna utilidad si sólo cavilan en
sus castillos. Sin embargo, nada de lo que hagan puede conferirles el derecho
de mandar sobre el resto de nosotros, a menos de que puedan ganarse nues­
tro consentimiento. En cierto momento en el desarrollo de una empresa, por
consiguiente, ésta debe ceder por completo el control empresarial, tiene que
ser organizada o reorganizada de alguna manera política, en arreglo a las
concepciones (democráticas) prevalecientes sobre la distribución del poder.
A menudo se afirma que los empresarios inversionistas no se arriesgarán a
menos de que en el futuro puedan ser los dueños de la compañía que funden.
Pero ello es como afirmar que nadie buscaría la gracia o el conocimiento di­
vinos si no estuviera seguro de llegar a poseer hereditariamente una iglesia o
una "santa comunidad", o que nadie fundaría nuevos hospitales o escuelas
experimentales sin la posibilidad de legarlas a sus hijos, o que nadie patroci­
naría la renovación y la reforma políticas si no tiene posibilidades de adue­
ñarse del Estado. La posesión no constituye el objetivo de la vida política o
religiosa, pero sigue habiendo metas atractivas y estimulantes. Por cierto, si
Pullman hubiera fundado un mejor poblado, se hubiera ganado el tipo de
honor público que mujeres y hombres en ocasiones han considerado como el
fin más alto de la acción humana. Si deseaba poder, al mismo tiempo, debió
meterse de alcalde.
EL PODER POLÍTICO 313

L a ciudadanía democrática

Una vez que hemos ubicado la posesión, el conocimiento experto, el cono­


cimiento religioso y demás en sus sitios adecuados, y que hemos establecido
su autonomía, no hay alternativa para la democracia dentro de la esfera
política. Lo único que puede justificar formas de gobierno no democráticas es
una concepción indiferenciada de los bienes sociales —aproximadamente de
la clase que los teócratas y los plutócratas podrían mantener—. Incluso un
régimen militar, que al parecer sólo se sostiene por el ejercicio de la fuerza,
debe sustentar una pretensión más profunda: que la fuerza militar y el poder
político en el fondo son lo mismo, que hombres y mujeres sólo pueden ser go­
bernados mediante amenazas y coacción física, y que por consiguiente el
poder debe otorgarse a los soldados más eficientes (en el caso de que éstos
no lo detenten aún). Éste es también un argumento que se apoya en un cono­
cimiento especial, pues no se trata de que cualquier soldado obtenga el poder,
sino aquel que mejor sepa organizar sus tropas y usar sus armas. Pero si en­
tendemos la fuerza militar de manera más rigurosa, como Platón, que subor­
dinaba los guardianes a los filósofos, entonces también podemos fijar límites
al mando militar. El mejor de los soldados manda en el ejército, no en el
Estado. Análogamente, si entendemos la filosofía de modo más riguroso que
Tlatón, concluiremos que los mejores filósofos, con todo y que mandan sobre
nuestras reflexiones, no pueden mandar sobre nuestras personas.
Los ciudadanos tienen que gobernarse a sí mismos. "Democracia" es el
nombre de esta forma de gobierno, pero el término no alude a nada que se
parezca a un sistema simple, y tampoco se identifica con la igualdad simple.
El hecho de gobernar, por cierto, nunca puede ser absolutamente igualitario,
pues en cualquier momento dado alguien o algún grupo tiene que decidir
ésta o aquella cuestión y luego hacer cumplir la decisión, y alguien más o
algún otro grupo tiene que aceptar ia decisión y acatar su cumplimiento. La
democracia es una manera de asignar el poder y legitimar su uso — o mejor
dicho, es la manera política de asignar el poder— . Toda razón extrínseca es
descartada. Lo que cuenta es la argumentación entre los ciudadanos. La de­
mocracia otorga preeminencia al discurso, a la persuasión, a la habilidad
retórica. En un contexto ideal, el ciudadano que formule la argumentación
más convincente —es decir, el argumento que realmente convenza al mayor
número de ciudadanos— es quien se sale con la suya. Pero no puede usar la
fuerza, o hacer valer el rango, o distribuir dinero: debe discutir los temas que
sean propuestos. Y todos los otros ciudadanos tienen que hablar también, o
al menos tienen oportunidad de hablar. No obstante, no sólo la indusividad
fomenta el gobierno democrático. De igual importancia es lo que podríamos
denominar el gobierno de la razón. Los ciudadanos acuden ai foro sin otra
cosa que sus argumentos. Cualquier otro bien no político tiene que ser deja­
do afuera: armas, billeteras, títulos y grados.
Según Thomas Hobbes, la democracia "no es sino una aristocracia de ora­
dores, a quienes en ocasiones interrumpe la monarquía temporal de un solo
314 EL PODER POLITICO

orador".14 Hobbes pensaba en la asamblea ateniense y en Pendes. Bajo con­


diciones modernas tendríamos que prestar atención a una variedad mucho
mayor de entornos —comités, conventículos, partidos, grupos de intereses, y
demás— e incluso a una mayor variedad de estilos retóricos. El gran orador
ha perdido desde hace mucho el predominio. Con todo, Hobbes sin duda
tenía razón al insistir en que los ciudadanos individuales siempre participan
en la toma de decisiones a un grado mayor o menor. Algunos de ellos son
más eficaces o tienen más influencia que otros. Por cierto que si ello no fuera
así, si todos los ciudadanos tuvieran literalmente la misma cantidad de
influencia, es difícil ver cómo se podría llegar alguna vez a decisiones con­
tundentes. Si los ciudadanos han de darse a sí mismos la ley, entonces sus
argumentos de alguna manera tienen que ser emitidos en una ley. Y si bien
dicha ley puede reflejar una multitud de concesiones, en su forma final tam­
bién estará más cerca de algunos ciudadanos que de otros. Una decisión
perfectamente democrática podrá corresponderse lo mejor posible con los
deseos de aquellos ciudadanos que tengan las habilidades políticas más so­
bresalientes. La actividad política democrática es el m onopolio de los
políticos.

La lotería ateniense

Una manera de evitar este monopolio consiste en elegir a los titulares de car­
gos mediante un sorteo. Esto es igualdad simple en la esfera del cargo, y ya
me he ocupado de alguna de sus versiones modernas. Pero vale la pena con­
siderar brevemente el ejemplo ateniense, puesto que sugiere con claridad
cómo el poder político escapa a esta índole de igualdad. No se trata de una
negación del impresionante igualitarismo de la democracia ateniense. Una
amplia gama de funcionarios eran elegidos mediante un sorteo y luego se les
confiaban responsabilidades cívicas de envergadura. Desde luego, eran some­
tidos a una especie de examen antes de permitírseles asumir tales responsa­
bilidades. Las preguntas eran las mismas para todos los ciudadanos y para
todos los cargos, y sólo buscaban establecer que los potenciales titulares de
cargos fueran ciudadanos de buena reputación y que habían cumplido con
sus obligaciones políticas y familiares. El examen "en ningún sentido ponía a
prueba la capacidad [individual] para desempeñarse en el cargo para el cual
habían sido seleccionados mediante el sorteo".27 Se daba por supuesto que
todos los ciudadanos la poseían. Esta presunción parece haber sido justifi­
cada; en cualquier caso, la comisión era llevada a cabo, y de modo eficaz, por
un ciudadano seleccionado al azar después de otro.
Con todo, los cargos más importantes —los que exigían la discreción más
amplia— no eran distribuidos de esta manera. Y lo más importante, las leyes

16 Thomas Hobbes, The Elm eiits o f law , ed. Ferdinand Tñnnies (2a. ed. Nueva York, 1969),
pp. 120-121 (parte 2, cap. 2, §5).
27 Aristotle and Xenophon o» Demoeracy and Oligarchy, tr. y comentarios J. M. Moore (Berkeley,
1975), p. 292 (la cita proviene del comentario de Moore).
EL PODER POLÍTICO 315

y las políticas tampoco eran determinadas de esta manera. Nadie sugirió


jamás que a cada ciudadano se le permitiera "proponer" un curso político de
acción o esbozar una ley para una lotería general. Ello hubiera parecido un
procedimiento irresponsable y arbitrario para determinar las metas y los
riesgps de la comunidad. En lugar de ello, la asamblea discutía diversas ini­
ciativas, o más bien, la aristocracia de los oradores las debatía, y el grueso de
los ciudadanos escuchaban y votaban. El sorteo distribuía poder administra­
tivo, pero no poder político en sentido estricto.
El poder político en una democracia se distribuye mediante la discusión y
la votación. Pero, ¿acaso no es el voto mismo una especie de poder, distribui­
do por el gobierno de la igualdad simple? Una especie de poder, tal vez, pero
un tanto lejos de la capacidad para determinar los destinos y los riesgos. He
aquí otro ejemplo de cómo el gobierno en arreglo a la igualdad simple deva­
lúa los bienes que gobierna. Como pensaba Rousseau, un voto único repre­
senta una proporción de 1/n de la soberanía.” Se trata de una proporción
considerable en una oligarquía; en una democracia, en especial una moderna
democracia de masas, es por cierto muy pequeña. El voto es, sin embargo,
importante porque sirve tanto para simbolizar la pertenencia como para
conferirle un significado concreto. En la esfera de la actividad política, "un
ciudadano/un voto" es el equivalente funcional del gobierno opuesto a la
exclusión y a la degradación en la esfera de la riqueza material; es el equi­
valente del principio de la consideración equitativa en la esfera del cargo, y
de la garantía de una plaza escolar para cada niño en la esfera de la edu­
cación. Se trata del fundamento de toda actividad distributiva y del marco de
referencia ineludible dentro del cual las opciones tienen que hacerse. Pero
éstas tienen que ser hechas todavía, y dependen no de votos aislados sino de
la acumulación de votos: por consiguiente, de la influencia, la persuasión, la
presión, la negociación, la organización, y así sucesivamente. Y es a través de
su participación en actividades como éstas como los políticos, actúen ya como
líderes o como intermediarios, ejercen el poder político.

Partidos y elecciones primarias

El poder "pertenece" a la capacidad de convencer, y por tanto los políticos


no son tiranos siempre y cuando sus alcances sean limitados adecuadamente
y su capacidad de convencer no se constituya mediante el "lenguaje del dine­
ro" o como deferencia hacia el nacimiento o la sangre. Con todo, los demó­
cratas siempre han abrigado recelos ante los políticos y por largo tiempo han
buscado alguna manera de hacer que la igualdad simple sea más eficaz en la
esfera de la actividad política. Podríamos, por ejemplo, poner obstáculos a
nuestros conciudadanos más persuasivos limitando el número de veces que
puedan intervenir en los debates, o exigiendo que al tomar parte en las

2>Jean Jacques Rousseau, The Social Contraet, tr. G. D. H. Colé (Nueva York, 1950), p. 56 (libro
III, cap. 1).
316 EL PODER POLÍTICO

reuniones se pongan pequeñas piedras en la boca, como Demóslenes al


ejercitarse en la playa.29 O, en realidad, podríamos eliminar del todo las
reuniones y prohibir clubes y partidos que los políticos organizaran a fin de
hacer eficaz su capacidad de convencer. Tal es el propósito del argumento
de Rousseau, según el cual los ciudadanos siempre podrán llegar a una
buena decisión si, "provistos de información adecuada [...] no tienen comu­
nicación entre sí". Entonces, cada individuo pensará "sólo sus propios pensa­
mientos". Y no habrá espacio para la persuasión ni para la organización, no
habrá la preeminencia de la habilidad para pronunciar discursos ni la pree­
minencia de las habilidades de un comité; en lugar de una aristocracia de
oradores, una democracia de ciudadanos irá cobrando forma.30 Tero, ¿quién
suministrará la información necesaria? ¿Y qué ocurrirá si se suscitan desa­
cuerdos en relación con el tipo de información "adecuada"?
De hecho, la actividad política es inevitable y los políticos son también
inevitables. Incluso si no nos hablamos los unos a los otros, alguien tiene que
hablar con todos nosotros, no tan sólo aportando datos y cifras sino también
defendiendo posiciones. La tecnología moderna permite algo así, llevando a
los ciudadanos a entablar contacto directo (o a algo que parezca tan bueno
como el contacto directo) con las decisiones sobre los cursos de acción políti­
ca y con los candidatos a los cargos. De esta manera, podríamos organizar
referendos sobre cuestiones fundamentales con sólo oprimir un botón: los
ciudadanos permanecerían en la sala de sus hogares, viendo la televisión, y
discutirían sólo con sus cónyuges, sus manos agitándose sobre sus máquinas
para votar. También podríamos organizar designaciones y elecciones na­
cionales exactamente de la misma manera: mediante un debate televisivo y
una votación secreta instantánea. Algo así sería la igualdad simple en la
esfera de la política (hay, desde luego, esas otras personas discutiendo por
televisión). Pero, ¿en esto consiste el ejercicio del poder? Yo me inclino a afir­
mar en vez de ello que es tan sólo otro ejemplo de la erosión del valor, una
modalidad falsa y en última instancia degradante para compartir la toma de
decisiones.
Comparemos por un momento las elecciones primarias y la convención
de partidos, dos métodos muy diferentes para elegir a los candidatos presi­
denciales. Los partidarios de la democracia y el igualitarismo han presionado
a fin de que se lleven a cabo más elecciones primarias, más elecciones prima­
rias abiertas (donde los votantes tienen la libertad de seleccionar el partido
electoral en el cual participarán), y enseguida han insistido en que se
celebren elecciones primarias regionales o nacionales más que elecciones
primarias estatales. En este caso, el propósito también consiste en minimizar
la influencia de las organizaciones partidistas, de las máquinas, de ios políti­
cos abusivos, y demás, y maximizar la influencia de los ciudadanos indivi­
duales. Lo primero, ciertamente, se ha logrado. Una vez que las elecciones
primarias nan sido establecidas, las organizaciones estatales y locales

29 Jane J. Mansbrigde, Bcyond Advcnary Democracy (Nueva York, 1980), p. 247.


30 Rousseau, Social Conlmcl [28], p. 27 (libro II, cap. 3).
EL PODER POLÍTICO 317

pierden su influencia. El candidato lleva a efecto su llamado no por medio de


una estructura articulada sino por medio de los medios masivos de comuni­
cación. No negocia con líderes locales, no habla con gente de los comités, no
forma alianzas con grupos de interés. En lugar de ello, por así decirlo, solicita
votos, uno por uno, entre todos los votantes registrados sin atender a su filia­
ción con el partido, la lealtad a sus programas, o la disposición para trabajar
por el éxito del mismo. A su vez, los votantes se relacionan con el candidato
sólo con la pantalla de televisión, sin mediación política. La votación es su­
primida del contexto de los partidos y las plataformas; esto se parece más al
impulso de comprar que a la toma de decisiones políticas.
Una campaña de elecciones primarias en los Estados Unidos hoy en día es
el ataque sorpresa de un comando. El candidato y sus colaboradores perso­
nales, junto con un grupo de profesionistas adjuntos, publicistas, artistas del
maquillaje para el rostro y la mente, llegan a un estado, libran una breve
batalla y se marchan cuanto antes. No son necesarios vínculos locales; las
organizaciones de votantes y el apoyo de gente notable son igualmente su­
perítaos. El asunto íntegro es enormemente exigente para unas cuantas
personas, quienes están aquí y luego desaparecen, mientras que los residen­
tes de un estado son simples espectadores y después, milagrosamente, sobe-
ranos-ciudadanos que escogen a sus favoritos. Por contraste, la actividad
política de los partidos no es como un ataque sino una lucha a largo plazo. Si
bien se ve acentuada por las elecciones, tiene un paso más regular que la
campaña de elecciones primarias y requiere identificación y resistencia.
Involucra a más individuos por un lapso mayor, y sólo las personas que se
involucran toman las decisiones clave, escogen a los candidatos del partido y
planean su plataforma por medio de comités y de convenciones. Las personas
que se quedan en casa están excluidas. La actividad política de los partidos
es cuestión de reuniones y discusiones, y acudir a las reuniones y tomar
parte en las discusiones es fundamental; los ciudadanos pasivos entran al
proceso sólo después, no para designar candidatos sino para escoger entre
los candidatos designados.
Las reuniones de comité y las convenciones son consideradas por lo co­
mún menos igualitarias que las elecciones primarias, pero este parecer está
lejos de la verdad absoluta. De hecho, las formas más intensas de la par­
ticipación política reducen la distancia entre líderes y seguidores, y sirven
para mantener la importancia central de los debates —sin la cual la igualdad
política se convierte rápidamente en una distribución sin sentido— . Los can­
didatos escogidos en comités y convenciones casi con seguridad serán mejor
conocidos a un mayor número de gente que los candidatos escogidos en las
elecciones primarias, pues los primeros, ya que no los últimos, habrán sido
vistos de cerca y sin maquillaje; habrán trabajado en distritos y en regiones,
habrán sostenido debates, se habrán comprometido de una manera deter­
minada con mujeres y hombres determinados. Su victoria será la victoria del
partido y ejercerán el poder de una manera más colectiva, no tanto sobre sus
seguidores sino junto con ellos. Las reuniones de comité y las convenciones
son el entorno decisivo para las negociaciones que dan forma a este esfuerzo
318 EL PODEK POLITICO

común y concillan los esfuerzos divididos del partido —personalidades no­


tables, máquinas, sectas, grupos de apoyo— dentro de una unión más gran­
de. En el peor de los casos, se trata de un actividad política de jefes locales
(más que de celebridades nacionales, exigidas y producidas por el sistema de
las elecciones primarias); en el mejor de los casos, es la actividad política
de los organizadores de partidos, de activistas y militantes que acuden a las
reuniones, debaten propuestas, hacen tratos. Las elecciones primarias son
como las elecciones en forma: cada ciudadano es un votante y cada votante
es igual a los demás. Pero lo que todos los votantes hacen es... votar. Las reu­
niones de comité y las convenciones son en general como partidos: los ciu­
dadanos acuden con el poder que pueden reunir y la reunión de poder los
involucra más profundamente en el proceso político de lo que el mero hecho
de votar puede lograr alguna vez. El ciudadano/votante es fundamental
para la superviviencia de la actividad política democrática. Pero el ciudada-
no/político es fundamental para su empuje e integridad.
El argumento en favor de las modalidades más fuertes de participación
política es un argumento en favor de la igualdad compleja. Sin duda alguna,
la participación puede dispersarse ampliamente, como sucede por ejemplo
en el sistema de jurados. Pero a pesar de que los jurados son seleccionados
mediante un sorteo, y si bien cada miembro tiene un voto —y sólo uno—, el
sistema opera más como una reunión de comité o una convención que como
elecciones primarias. La sala del jurado es más como un entorno para el ejer­
cicio desigual del poder. Algunos de sus miembros poseen mayor habilidad
retórica, o encanto personal, o fuerza moral, o simplemente más terquedad
que otros, y éstos tienen mayores probabilidades de determinar el veredicto.
Podemos tener a tales individuos por "líderes natos" en el sentido de que su
ligerazgo no depende de su riqueza material, de su nacimiento, ni siquiera
de su educación; se trata de algo intrínseco al proceso político. Si los miem­
bros del jurado nunca se reunieran o conversaran entre sí, sino que simple­
mente escucharan los argumentos de los abogados, se involucraran en sus
propios pensamientos y luego votaran, los líderes natos nunca aparecerían.
El poder de los miembros del jurado más pasivos, ciertamente, se vería
incrementado por tal procedimiento, pero no tengo ¡dea de si los veredictos
serán mejores o peores; no obstante, sospecho que el sistema de jurados en
su conjunto se vería devaluado y que los miembros individuales valorarían
menos sus propios papeles, pues pensamos por lo común que la verdad sur­
ge de una discusión —-de la misma manera en que pensamos que un curso
de acción política surge a partir de un debate donde damos y tomamos— .
Por lo demás, es mejor y más gratificante participar en las discusiones y en
los debates, incluso de manera desigual, que abolírlos a beneficio de la
igualdad simple.
La democracia exige derechos iguales, no igual poder. En este orden de
cosas, los derechos son oportunidades garantizadas para ejercer un poder
menor (derechos a votar) o para intentar ejercer un poder mayor (derechos al
discurso, a la asamblea y a la petición). Los teóricos democráticos conciben
por lo común al buen ciudadano como alguien que constantemente intenta
EL PODER POLITICO 319

ejercer mayor poder, aunque no por fuerza para su propio beneficio. Tiene
principios, ideas y programas, y coopera con hombres y mujeres de pare­
ceres semejantes. Al mismo tiempo, se encuentra en un intenso y a menudo
amargo conflicto con otros grupos de mujeres y hombres con principios, ideas
y programas propios. Acaso disfrute con el conflicto, con el carácter "fiera­
mente agonal" de la vida política, con la oportunidad para la acción pública.31
Su objetivo es ganar: es decir, ejercer un poder inigualado. En la persecución de
este fin, él y sus allegados explotan todas las ventajas que tengan. Hacen un
buen balance de su habilidad retórica y de su aptitud organizacional; sacan
provecho de la lealtad partidaria y los recuerdos de viejas luchas; buscan la
aprobación de individuos ampliamente reconocidos o públicamente honra­
dos. Todo esto es íntegramente legítimo (siempre y cuando el reconocimien­
to no se traduzca directamente en poder político: a los individuos a quienes
honramos no conferimos un doble voto o un cargo público). Mas no sería legí­
timo, par razones que ya he expuesto, que algunos ciudadanos estuvieran en
condiciones de ganar sus luchas políticas por su fortuna personal o por contar
con el apoyo de individuos acaudalados o de amigos y parientes poderosos
en el gobierno establecido. Hay algunas desigualdades que pueden ser
explotadas en el curso de la actividad política, hay otras que no.
Aun más importante, no sería legítimo si, habiendo ganado, los triunfado­
res usaran su desigual poder para coartar los derechos al voto y a la participa­
ción política de la parte derrotada. Los ganadores pueden afirmar con razón:
dado que discutimos y nos organizamos, dado que convencimos a la asam­
blea y celebramos elecciones, hemos de mandar sobre ustedes. Tero sería
tiránico afirmar: hemos de mandar sobre ustedes para siempre. Los derechos
políticos son garantías permanentes; sustentan un proceso que no tiene un
punto final, un debate sin conclusión definitiva. En la actividad política
democrática, todos los destinos son temporales. Ningún ciudadano puede
pretender haber convencido a sus semejantes de una vez por todas. Tara em­
pezar, siempre hay nuevos ciudadanos, y los antiguos ciudadanos siempre
tienen derecho a reabrir el debate —o a adherirse a argumentos de los cuales
previamente se hubieran abstenido (o a inmiscuirse interminablemente des­
de una posición marginal)—. Esto es lo que significa la igualdad compleja en
la esfera de la actividad política: no el poder compartido, sino las oportuni­
dades y las ocasiones de tener acceso al poder. Cada ciudadano es un partici­
pante potencial, un político potencial.
Tal potencialidad es la condición necesaria del autorrespeto del ciudada­
no. Ya he dicho algo acerca de la relación entre la ciudadanía y el autorrespe­
to, ahora quisiera concluir brevemente ese argumento. El ciudadano se
respeta a sí mismo como alquien capaz de sumarse a la lucha política, de
cooperar y competir en la persecución y el ejercicio del poder, si sus princi­
pios así se lo exigen. Y también se respeta a sí mismo como alguien capaz de
resistirse a la violación de sus derechos, no sólo en la esfera política sino
también en otras esferas de distribución, dado que la resistencia es en sí1
11 Hannah Arendt, The Human CvmUlivii (Chicago, 1958), p. 41.
320 EL PODER POLITICO

misma un ejercicio de poder, y la actividad política es la esfera a través de la


cual todas las demás son reguladas. El ejercicio casual o arbitrario del poder
no generará autorrespeto; por eso la participación del tipo "oprima usted un
botón" conduciría a una actividad política moralmente insatisfactoria. El
ciudadano tiene que estar listo y ser capaz, llegado el momento, de deliberar
con sus compañeros, de escuchar y ser escuchado, de asumir la responsabili­
dad por sus palabras y actos. Estar listo y ser capaz: no sólo en estados, ciu­
dades y en poblados, sino allí donde el poder sea ejercido, en empresas y en
fábricas también, en sindicatos, facultades y en profesiones. Privado de
modo permanente del poder, ya a nivel local, ya a nivel nacional, se ve pri­
vado también de la conciencia de sí mismo. De ahí la contraparte a la má­
xima de lord Acton, atribuida a un sinnúmero de políticos y escritores del
presente siglo: "El poder corrompe, pero la carencia de poder corrompe ab­
solutamente."32 Ésta es una intuición posible a mi parecer sólo en un entorno
democrático, donde la misma idea del poder potencial puede ser reconocida
como una forma de salud moral (más que como una amenaza de subversión
política). Los ciudadanos sin autorrespeto sueñan con una venganza tiránica.
Actualmente, la modalidad más común de la impotencia en los Estados
Unidos proviene del predominio del dinero en la esfera de la actividad
política. El interminable espectáculo de la propiedad/poder, las historias del
éxito político de los ricos, ocurridas una y otra vez en distintas esferas socia­
les, surten a la larga profundos y amplios efectos. Los ciudadanos sin dinero
llegan a compartir la profunda convicción de que la actividad política no les
ofrece esperanza en absoluto. Se trata de un tipo de conocimiento práctico
que aprenden de la experiencia y que transmiten a sus hijos. De tal conoci­
miento surgen pasividad, sumisión y resentimiento.33 Pero debemos cuidar­
nos otra vez de cerrar el círculo muy estrechamente —desde la impotencia
hasta la pérdida del autorrespeto y de ahí hasta una pérdida cada vez más
profunda de poder, y así sucesivamente, pues la lucha contra el predominio
del dinero, contra la riqueza material corporativa y el poder, es tal vez la
expresión más fina del autorrespeto en la actualidad—. Y los partidos y los
movimientos que organizan la lucha y la llevan adelante son criaderos de
ciudadanos que se autorrespetan. La lucha es en sí una negación de la impo­
tencia, una cristalización de la virtud ciudadana. ¿Qué la hace posible? Una
racha de esperanza, generada tal vez por una crisis social o económica, una
noción compartida de los derechos políticos, un impulso hacia la democracia,
latente en la cultura (mas no en toda cultura).
Sin embargo, no puedo decir que la victoria sea la garantía del autorrespe­
to. Podemos reconocer derechos, podemos distribuir poder o al menos las
oportunidades de tener acceso al poder, mas no podemos garantizar la enal­
tecedora actividad que los derechos y las oportunidades hacen posible. La
actividad política dem ocrática, una vez que hem os desechado todo
32 La atribución más usual, de acuerdo con el Oxford Diclioimiy of Quotations. 3a. ed. (1979), es
a Adlai Stevenson.
33 Véase John Gaventa, Puwcr and Poitvrtcsmncss: Quiesccnce and Rcbettion in an Appalacltian
Valhy (Champaign, 111., 1982).
EL PODER POLITICO 321

predominio injusto, es una invitación imperiosa a actuar en público y a co­


nocerse a sí mismo como ciudadano capaz de escoger destinos y aceptar ries­
gos para sí y para otros, y capaz también de vigilar el respeto a las fronteras
distributivas y de mantener una sociedad justa. Pero no hay manera de
asegurar que usted o yo o quien sea aprovechará la oportunidad. Supongo
que esto es la versión secular de la afirmación de Locke según la cual a nadie
se le puede forzar a ser salvado. Mas la ciudadanía, a diferencia de la sal­
vación, sí depende de ciertas configuraciones públicas, que yo he intentado
describir. Además, la soberanía de la ciudadanía, a diferencia de la ciudada­
nía de la gracia (o del dinero, o del cargo o de la educación, o del nacimiento
y de la sangre), no es tiránica: es el fin de la tiranía.
XHI. TIRANÍAS V SOCIEDADES JUSTAS

La relatividad y la no - relatividad de la justicia

El m ejor tratamiento de la justicia distributiva es un tratamiento de sus


partes: los bienes sociales y las esferas de distribución. No obstante, quisiera
decir algo acerca del conjunto: en primer lugar, en lo concerniente a su carác­
ter relativo; en segundo lugar, en lo concerniente a la forma que adquieren
en nuestra propia sociedad; y en tercer lugar, en lo concerniente a la estabili­
dad de tal forma. Estos tres aspectos concluirán mi planteamiento. No inten­
taré considerar aquí el problema de si las sociedades donde los bienes son
justamente distribuidos son también sociedades justas. Ni duda cabe de que
la justicia es mejor que la tiranía; pero no tengo manera de determinar si una
sociedad justa es mejor que otra sociedad justa. ¿Existe acaso una noción de­
terminada (y con ello una distribución determinada) de los bienes sociales
que sea simplemente buena? En este libro no me he referido a tal cuestión.
Como concepción singular, la idea del bien no rige nuestra argumentación
acerca de la justicia.
La justicia es relativa a los significados sociales. Por cierto, la relatividad
de la justicia se desprende de la clásica definición no-relativa: dar a cada
quién lo suyo, como de mi propuesta: distribuir los bienes por razones "in­
ternas". Se trata de definiciones formales que requieren un complemento
histórico, como me he empeñado en mostrar. No podemos decir que esto se
le debe a tal o a cual persona hasta que sepamos cómo se relacionan estas
personas entre sí por medio de las cosas que hacen y distribuyen; el adjetivo
justo no determina la vida esencial de las sociedades que describe, tan sólo la
modifica. Hay un número infinito de vidas posibles, configuradas por un
número infinito de culturas, religiones, lincamientos políticos, condiciones
geográficas, etc., posibles. Una sociedad determinada es justa si su vida
esencial es vivida de cierta manera —esto es, de una manera fiel a las nocio­
nes compartidas de sus miembros— . (Cuando los individuos disienten acerca
del significado de los bienes sociales, cuando las nociones son controvertidas,
entonces la justicia exige que la sociedad sea fiel con la disensión suminis­
trando canales institucionales para expresarla, mecanismos de adjudicación
y distribuciones alternativas.)
En una sociedad donde los significados sociales sean integrados y jerár­
quicos, la justicia vendrá en auxilio de la desigualdad. Consideremos otra
vez el sistema de castas, del cual me he servido ya como una prueba de
coherencia teórica. He aquí un resumen de una detallada relación acerca
de la distribución de granos en una aldea hindú:

322
TIRANÍAS Y SOCIEDADES JUSTAS 323

Cada aldeano participaba en la división del cúmulo de granos. No había regateos


y tampoco se pagaba por la prestación de servicios específicos. No había con­
tabilidad; aun así, cada contribuyente a la vida de la aldea tenía derechos sobre sus
productos, y toda la producción era fácil y exitosamente dividida entre los al­
deanos.1

Se trata de una aldea organizada como una comuna, un cuadro idealizado


pero no absurdo. Sin embargo, si cada quien tiene derechos sobre el cúmulo
de granos comunitario, algunos tendrán mayores derechos que otros. Las
porciones de los aldeanos eran desiguales y de modo significativo; por lo de­
más, las desigualdades se añadían a otra larga serie de desigualdades, todas
ellas justificadas de acuerdo con reglas establecidas por la costumbre y por
una doctrina religiosa que todo lo penetra. Las distribuciones eran públicas y
"fácilmente" realizadas, de manera que no puede haber sido difícil reconocer
las adquisiciones y los embargos injustos, no sólo de granos. Un propietario
de tierras, por ejemplo, que trajera mano de obra alquilada para remplazar a
los miembros de la casta inferior en la comunidad aldeana estaría violando
sus reglas. El adjetivo justo, aplicado a esta comunidad, prohíbe toda viola­
ción de tal índole. Pero no prohíbe la desigualdad de las porciones: no puede
exigir una nueva y radical planificación de la aldea en contra de las nociones
compartidas de sus miembros. Si lo hiciera, la justicia misma sería tiránica.
Con todo, tal vez debiéramos dudar de que las nociones que rigen la vida
en la aldea sean en realidad compartidas. Tal vez los miembros de la casta
más baja hayan estado descontentos e indignados (si bien reprimían tales
sentimientos), incluso cuando los propietarios de tierras tomaban sólo por­
ciones "justas". Si ello fuera así, entonces sería importante buscar los princi­
pios que originaban su descontento e indignación. Tales principios tienen
también que desempeñar un papel en la justicia de la aldea; si eran conocidos
entre las castas inferiores, no eran desconocidos para las castas superiores.
Los significados sociales no tienen por qué ser armoniosos; en ocasiones
suministran solamente la estructura intelectual dentro de la cual las distribu­
ciones son sometidas a debate. No obstante, se trata de estructuras necesa­
rias. No existen principios externos o universales que puedan sustituirlas.
Todo tratamiento sustancioso de la justicia distributiva es un tratamiento
local.2
A estas alturas será de utilidad regresar a una de los problemas que hice a
un lado en mi prefacio: ¿en virtud de qué características somos iguales unos
respecto de otros? Una característica, sobre todo, es fundamental para mi
planteamiento. Somos (todos nosotros) criaturas que producen cultura: ha-
1 Walter C. Neale, "Reciprocity and Redistribution in the Indian Village: Sequel to Some
Notable Discussiorts", en Traite mui Markct in Ear/y Empircs, Karl Polanyi, Conrad M. Arensberg
y Harry W. Pearson, comps. (Chicago, 1971), p. 226.
2 Al mismo tiempo, como sugiero en el capítulo I, puede darse el caso de que ciertos princi­
pios internos, ciertas concepciones de los bienes sociales, son repetidos en muchas sociedades
humanas, si no es que en todas. Ello es una cuestión empírica. No puede ser zanjada mediante
argumentos filosóficos entre nosotros, ni siquiera mediante un argumento filosófico entre cierta
versión ideal de nosotros.
324 TIRANIAS Y SOCIEDADES IUSTAS

cemos y poblamos mundos llenos de sentido. Dado que no hay manera de


clasificar y ordenar estos mundos en lo concerniente a sus nociones de los
bienes sociales, hacemos justicia a las mujeres y a los hombres reales respe­
tando sus creaciones particulares. Ellos reclaman justicia y se oponen a la
tiranía al insistir en el significado de los bienes sociales entre sí. La justicia
está enraizada en las distintas nociones de lugares, honores, tareas, cosas de
todas clases, que constituyen un modo de vida compartido. Contravenir tales
nociones es (siempre) obrar injustamente.
Supongamos ahora que los aldeanos hindúes efectivamente aceptan las
doctrinas que apoyan el sistema de castas. Un visitante podría no obstante
tratar de convencerlos — un acto íntegramente respetable— de que las doc­
trinas son falsas. Podría afirmar, digamos, que hombres y mujeres han sido
creados igual no sólo a través de múltiples encamaciones sino dentro de los
límites de una determinada: a saber, ésta. Si tiene éxito, una variedad de nue­
vos principios distributivos saldrían a flote (dependiendo de cómo se recon­
ceptuarían las ocupaciones a fin de que se correspondieran con la nueva
noción de las personas). De modo más simple, la imposición de una moder­
na burocracia estatal sobre un sistema de castas introduce de inmediato
nuevos principios y criterios de diferenciación. La pureza ritual no se integra
ya a la ocupación de cargos. La distribución de tareas estatales trae a cuento
criterios diferentes, y si los parias —digamos— se ven excluidos, podemos
empezar a hablar de injusticias porque ellos mismos empezarán a hablar de
injusticias. Esta manera de hablar posee por cierto una forma conocida (en la
India hoy en día), pues incluye argumentos acerca de la reservación de car­
gos determinados, los que algunos individuos consideran una mutación en
el sistema de castas, y otros un remedio necesario a aquél.3 Cómo se ha de es­
tablecer una diferenciación exacta entre las viejas castas y la nueva burocra­
cia, es un asunto que ha de suscitar disputas; sin embargo, una vez que la
burocracia ocupe su lugar, alguna diferenciación tendrá que hacerse.
Así como es posible describir un sistema de castas que cumpla con los
parámetros (internos) de la justicia, es posible describir un sistema capitalis­
ta que cumpla con la misma finalidad. Pero en este caso la descripción tendrá
que ser considerablemente más compleja, pues los significados sociales no
habrán de integrarse de la misma manera. Puede ser verdad, como afirma
Marx en el primer tomo de El capital, que la creación y el apropiamiento de la
plusvalía "es una peculiar buena fortuna para el comprador [de capacidad
de trabajo], pero en modo alguno una injusticia para el vendedor".4 Sin em­
bargo, éste no es en manera alguna todo el cuadro de la justicia y la injusticia
en la sociedad capitalista. Será también de importancia decisiva si esta plus­
valía es convertible, si adquiere privilegios especiales en las cortes, en el siste­
ma educativo o en las esferas del cargo y de la actividad política. Ya que el

3 Harold R. Isaacs, htdia's Ex-Untnuchables (Nueva York, 1974), caps. 7 y 8.


4 Karl Marx, El capital, ed. Frederick Engeis (Nueva York, 1967), p. 194; yo he seguido la tra­
ducción e interpretación de Alien W. Wood, "The Marxian Critique of Justice", en Pltilosophy and
Public Affairs, 1 (1972): 263 as.
TIRANÍAS Y SOCIEDADES JUSTAS 325
capitalismo desarrolla en su curso y de hecho fomenta una considerable dife­
renciación de bienes sociales, ningún tratamiento de la compra y la venta,
ninguna consideración del intercambio libre puede zanjar la cuestión de la
justicia. Tendremos que aprender mucho acerca de otros procesos distri­
butivos y acerca de su autonomía relativa de o su integración en el mercado.
El predominio del capital fuera del mercado hace injusto al capitalismo.
La teoría de la justicia ha de poner sobre aviso acerca de las diferencias y
hacemos sensibles respecto de las demarcaciones. Con todo, no se sigue de
esta teoría que las sociedades sean más justas si son más diferenciadas. La
justicia simplemente tiene mayor amplitud en tales sociedades porque hay
más bienes distintos, más principios distributivos, más agentes, más procedi­
mientos. Y mientras más amplitud tenga la justicia, más cierto será que la
igualdad compleja será la forma que la justicia asuma. La tiranía también
tiene mayor amplitud. Vista desde fuera, desde nuestra propia perspectiva,
los brahmanes hindúes parecen mucho a tiranos —y en eso se convertirán si
las nociones sobre las cuales se basa su alta posición dejan de ser comparti­
das—. Desde dentro, no obstante, las cosas les llegan naturalmente, por así
decirlo, en virtud de su pureza ritual. No necesitan convertirse en tiranos
para gozar de la amplitud total de los bienes sociales. Y cuando en efecto se
convierten en tiranos, únicamente explotan las ventajas que ya poseían. Pero
cuando los bienes son distintos y las esferas distributivas son autónomas, ese
mismo disfrute exige extorsión, intrigas y violencia. Éste es el signo funda­
mental de la tiranía: un continuo apropiarse de cosas que no llegan de mane­
ra natural, una lucha implacable por mandar fuera de la propia compañía.
La forma más alta de la tiranía, el totalitarismo moderno, sólo es posible en
sociedades altamente diferenciadas, pues el totalitarismo es la Gleicnschaltung,
la coordinación sistemática de los bienes sociales y de las esferas de vida que
deberían estar separadas, y su terror específico deriva de la fuerza de tal "de­
berían" en nuestras vidas. Los tiranos contemporáneos se encuentran intermi­
nablemente ocupados. Es mucho lo que tienen que hacer si han de lograr que
su poder sea dominante en todos lados: en la burocracia y en las cortes, en
mercados y en fábricas, en partidos y en sindicatos, en escuelas y en iglesias,
entre amigos y amantes, entre los parientes y los conciudadanos. El tota­
litarismo da origen a nuevas y radicales desigualdades, y tal vez sea el único
aspecto justificativo de tales desigualdades que la teoría de la justicia nunca
puede ir en ayuda de ellas. La injusticia adquiere aquí una especie de perfec­
ción, como si hubiéramos concebido y creado una multitud de bienes sociales
y establecido las demarcaciones de sus esferas propias sólo para provocar e
incrementar las ambiciones de los tiranos. Con todo, al menos podemos reco­
nocer la tiranía.

L a JUSTICIA EN EL SIGLO XX

Entendida como lo opuesto a la tiranía, la justicia alude a las experiencias


más atroces del siglo xx. La igualdad compleja es lo opuesto al totalitarismo:
326 TIRANÍAS Y SOCIEDADES JUSTAS

la máxima diferenciación contrapuesta a la máxima coordinación. El valor


especial de la igualdad compleja para nosotros, aquí y ahora, radica en que
hace clara tal oposición, como quiera que la meta de nuestra actividad polí­
tica no puede ser la igualdad a menos de que la concibamos de tal modo que
nos proteja en contra de la moderna tiranía de la política, contra el predo­
minio del partido/Estado. Por consiguiente, es necesario que me concentre
en cómo funciona tal protección.
Las formas contemporáneas de la actividad política igualitaria tienen su
origen en la lucha contra el capitalismo y contra la especial tiranía del dinero.
Ni duda cabe de que en los Estados Unidos hoy en día la tiranía del dinero es
lo que con mayor claridad llama a la resistencia: propiedad/poder en lugar
del puro poder. Mas es un argumento común que sin propiedad/poder el
puro poder es muy peligroso. Los funcionarios estatales serán tiranos, se nos
dice, siempre que su poder no esté balanceado por el poder del dinero. Se
supone entonces que los capitalistas serán tiranos siempre que la riqueza
material no esté balanceada por un gobierno fuerte. O bien, en la metáfora al­
terna de la ciencia política estadunidense, el poder político y la riqueza mate­
rial deben mantenerse a raya entre sí: dado que ejércitos enteros de mujeres y
hombres ambiciosos presionan hacia adelante desde uno de los lados de la
demarcación, lo que necesitamos son ejércitos similares que presionen hacia
adelante desde el otro lado. John Kenneth Galbraith desarrolló a partir de
esta metáfora la teoría de los "poderes de valencias contrarias".5 Existe tam­
bién un argumento contrario de acuerdo con el cual a la libertad se le sirve
sólo si los ejércitos del capitalismo se encuentran siempre y en todos lados
sin oposición. Pero este argumento no puede estar en lo cierto, pues no es
sólo la igualdad sino también la libertad lo que defendemos cuando obstrui­
mos un considerable número (de entre el gran número) de posibles intercam­
bios. Asimismo, la teoría de la contravalencia tampoco está en lo cierto sin
una cierta calificación. Las demarcaciones tienen que ser defendidas desde
ambos lados, por supuesto. El problema con la propiedad/poder es que a
pesar de todo representa de antemano una violación a las demarcaciones, un
apropiamiento de terreno perteneciente a la esfera de la actividad política. La
plutocracia es un hecho consumado no sólo cuando hombres y mujeres ricos
mandan en el Estado sino también cuando mandan en la compañía y en la
fábrica. Cuando estas dos clases de mando van de la mano, por lo común es el
primero el que sirve a los fines del segundo: el segundo tiene la preeminen­
cia. Entonces, la Guardia Nacional es convocada para salvar el poder local y
la genuina base política de los dueños y los gerentes.
Aun así, la tiranía del dinero es menos temible que las clases de tiranía cu­
yos orígenes residen del otro lado del binomio dinero/política. Ciertamente,
la plutocracia es menos temible que el totalitarismo; la resistencia es menos
peligrosa. La razón principal de la diferencia es que el dinero puede comprar
poder e influencia, así como puede comprar cargos, educación, honores y
demás, sin coordinar radicalmente las diversas esferas distributivas y sin
5 John Kenneth Galbraith, American Capilalism (Boston, 1956), cap. 9.
TIRANÍAS Y SOCIEDADES JUSTAS 327

eliminar acciones y procesos altemos. El dinero corrompe las distribuciones


sin transformarlas, y entonces las distribuciones corruptas coexisten con las
legitimas, como la prostitución con el amor conyugal. No obstante, es de to­
dos modos una tiranía, y puede conducir a severas formas de dominación.
Además, si la resistencia es menos heroica que en los Estados totalitarios, es
apenas importante.
En un momento dado, la resistencia exigirá una concentración de poder
político que se corresponda con la concentración de poder plutocrático —de
ahí que un movimiento o un partido se apodere del Estado, o al menos lo uti­
lice—. Pero una vez que la plutocracia sea derrotada, ¿decaerá el Estado? No
lo hará, ni siquiera a pesar de todas las promesas de los líderes revoluciona­
rios, y tampoco tiene por qué. El problema decisivo se refiere como siempre
a las demarcaciones dentro de las cuales opera la soberanía, y éstas depende­
rán del compromiso doctrinal, de la organización política y la actividad prác­
tica del movimiento o partido exitoso. Ello significa que el movimiento tiene
que reconocer en su actividad política cotidiana la autonomía real de las esfe­
ras distributivas. Una campaña en contra de la plutocracia que no respete la
amplitud total de los bienes y los significados sociales va por buen camino
rumbo a la tiranía. No obstante, otras clases de campañas son posibles. Con­
frontados con el predominio del dinero, lo que después de todo queremos es
la declaración de una independencia distributiva. En principio, los movi­
mientos y el Estado son agentes de independencia, y lo serán en la práctica si
los ciudadanos que se respeten los tienen con firmeza en sus manos.
Mucho depende de los ciudadanos, de su capacidad para defender sus de­
rechos a lo largo de la gama de los bienes y para defender su propia noción
de significado. No quiero insinuar que no haya configuraciones institucio­
nales que pudieran facilitar la igualdad compleja (si bien nunca puede ser
tan "fácil" como el sistema de castas). Las configuraciones apropiadas en
nuestra sociedad son a mi parecer las de un socialismo descentralizado de­
mocrático: un Estado de beneficencia fuerte, operado, al menos en parte, por
funcionarios locales y am aleurs, un mercado restringido, un servicio civil
abierto y desmistificado, escuelas públicas independientes, el compartimien­
to del trabajo duro y del tiempo libre, la protección de la vida religiosa y fami­
liar, un sistema de honores y deshonores públicos libre de toda consideración
de rango o clase social, el control por parte de los trabajadores de compañías
y fábricas, la actividad política de partidos, movimientos, reuniones y debates
públicos. Sin embargo, las instituciones de este tipo son de poca eficacia a
menos de que sean ocupadas por hombres y mujeres que se sientan en casa
dentro de ellas y estén dispuestos a defenderlas. Podría afirmarse, en contra
de la igualdad compleja, que algo así exigiría una férrea defensa — una
defensa que comienza mientras la igualdad se encuentra aún en estado de
gestación— . Pero ello es también un argumento en contra de la libertad. La
vigilancia eterna es el precio de ambas.
328 TIRANÍAS Y SOCIEDADES JUSTAS

ÍCUALDAD Y CAMBIO SOCIAL

La igualdad compleja parecería más segura si pudiéramos describirla más


como la armonía que como la autonomía de las esferas. Pero las distribucio­
nes y los significados sociales son armónicos sólo en este sentido: cuando
entendemos por qué un bien tiene cierta forma y es distribuido de cierta ma­
nera, también entendemos por qué otro bien tiene que ser diferente. Precisa­
mente debido a estas diferencias, el conflicto entre demarcaciones es un
conflicto endémico. Los principios adecuados a las distintas esferas no armo­
nizan unos con otros, y tampoco los esquemas de conducta y de sentimiento
que generan. Los sistemas de beneficencia y los mercados, los cargos y las
familias, las escuelas y los Estados son operados en arreglo a distintos
principios, y así deberían serlo. Los principios tienen que encajar entre sí de
alguna manera dentro de una única cultura, tienen que ser comprensibles a
lo largo de las diversas compañías de hombres y mujeres. Esta regla, sin
embargo, no descarta profundas tensiones ni yuxtaposiciones paradójicas. La
China antigua era gobernada por un emperador hereditario con derechos
divinos y una burocracia meritocrática. Es preciso narrar una complicada
historia a fin de explicar esta índole de coexistencia. La cultura de una co­
munidad es la historia que sus miembros nos narran de modo que todas las
distintas partes de su vida social tengan sentido. La justicia es la doctrina que
distingue tales partes. En toda sociedad diferenciada, la justicia conducirá a
la armonía sólo si conduce a la separación. Buenas verjas hacen sociedades
justas.
Nunca sabemos con exactitud dónde colocar las verjas, pues no tienen una
localización natural. Los bienes que distinguen son artefactos; tal como fue­
ron hechos, pueden ser vueltos a hacer. Por consiguiente, las demarcaciones
son vulnerables a los cambios de los significados sociales, y no tenemos otra
opción que la de vivir con los continuos ensayos y modificaciones a través de
los cuales tales cambios cobran forma. Por lo común, los cambios son como
variaciones en el mar: muy lentos, como en la historia que narré en el capí­
tulo III acerca de la curación de las almas y la curación de los cuerpos en el
Occidente medieval y en el Occidente moderno. Pero la verdadera revisión
de demarcaciones, de llegar, suele llegar de repente, como en la creación de
un servicio de salud nacional en Inglaterra después de la segunda Guerra
Mundial: en un año los médicos eran profesionistas y empresarios, al año
siguiente eran profesionistas y servidores públicos. Es posible diseñar un
programa para tales revisiones basándonos en la noción vigente de los bie­
nes sociales. Podemos oponemos, como yo lo he hecho, a las formas impe­
rantes del predominio. Pero no podemos anticipar los profundos cambios en
la conciencia, en nuestra propia comunidad y tampoco en cualquier otra. El
mundo social será algún día distinto a lo que es hoy en día, y la justicia
distributiva asumirá un carácter distinto del que posee para nosotros. La
vigilancia eterna no es garantía alguna de eternidad.
Con todo, no es inverosímil que nosotros (o nuestros hijos o nietos) haya­
mos de vivir a través de cambios a tal escala que pongamos en duda el hecho
TIRANÍAS Y SOCIEDADES JUSTAS 329
de la diferenciación y los argumentos en favor de la igualdad compleja. Las
formas del predominio y de la dominación, los modos específicos con los
cuales la igualdad es conculcada podrán cambiar. Entre los teóricos sociales
de la actualidad es, por cierto, un argumento común sostener que la educa­
ción y el conocimiento técnico son, de modo creciente, los bienes dominantes
en las sociedades modernas, remplazando al capital y suministrando una
base práctica para una nueva clase dominante de intelectuales.6 El argumento
puede ser erróneo, pero muy bien sugiere la posibilidad de transformaciones
a gran escala que aún así dejarán intacto el campo de acción de los bienes y
los significados sociales. Incluso si el conocimiento técnico adquiere una nue­
va importancia, no veo razón para pensar que será tan fundamental como
para obligamos a prescindir de cualquier otro proceso distributivo en el que
actualmente no desempeña papel alguno —y en tal caso someter a la gente a
exámenes, por ejemplo, antes de permitirle fungir como jurados, o criar ni­
ños, o irse de vacaciones, o tomar parte en la vida política— . Por lo demás, la
importancia del conocimiento tampoco será tan grande como para garantizar
que sólo los intelectuales puedan ganar dinero, o recibir la gracia divina, o
ganarse el respeto de sus conciudadanos. Podemos suponer, me parece, que
el cambio social dejará más o menos intactas las diversas sociedades de hom­
bres y mujeres.
V ello significa que la igualdad compleja seguirá siendo un posibilidad
viva incluso si nuevos adversarios de la igualdad remplazan a los anteriores.
Para todo propósito práctico, la posibilidad es permanente... y también la
oposición. El establecimiento de una sociedad igualitaria no será el fin de
la lucha por la igualdad. Todo lo que ptxlemos esperar es que la lucha se sua­
vice un poco, conforme mujeres y hombres aprendan a vivir con la autono­
mía de las distribuciones y reconozcan que resultados diferentes para
individuos diferentes en esferas diferentes hacen justa a una sociedad. Hay
cierta actitud mental que se encuentra en la teoría de la justicia y que debería
ser fortalecida por la experiencia de la igualdad com pleja: podem os
considerarla como un respeto honorable por las opiniones de la humanidad.
No las opiniones de tal o cual individuo, las que bien podrían merecer una
brusca réplica; me refiero a aquellas opiniones más profundas que son las
reflexiones de las mentes individuales, moldeadas también por el pensa­
miento individual, sobre los significados sociales que constituyen nuestra
vida común. Para nosotros, y para el futuro previsible, estas opiniones
conducen a distribuciones autónomas, de modo que toda forma de predomi­
nio es, por consiguiente, un acto de falta de respeto. Para argumentar en
contra del predominio y su secuela de desigualdades sólo es necesario
prestar atención a los bienes en juego y a los entendimientos compartidos de
tales bienes. Cuando los filósofos hacen esto, cuando escriben movidos por
un respeto por los entendimientos que comparten con sus conciudadanos,
persiguen justamente la justicia y fortalecen la búsqueda común.*

* Véase por ejemplo Alvin W. Gouldncr, The Fiiltire o f lnU ikr litáis and llw Ríse o f lite N«i> Class
(Nueva York, 1979).
330 TIRANÍAS Y SOCIEDADES JUSTAS

Aristóteles argumenta que la justicia en una democracia exige que los


ciudadanos manden y sean mandados a su vez; los ciudadanos se turnan go­
bernándose unos a otros.7 Éste no es un cuadro probable en una comunidad
política compuesta por decenas de millones de ciudadanos. Algo así podrá
ser posible para muchos de ellos si gobiernan no sólo el Estado sino también
las ciudades, los poblados, las empresas y las fábricas. Sin embargo, dado el
número de ciudadanos y la brevedad de la vida, sencillamente no alcanza
el tiempo, incluso si la voluntad y la capacidad fueran suficientes, para que a
cada uno le llegue su tumo. Si consideramos la esfera de la actividad política
en sí misma, es inevitable que aparezcan desigualdades. Políticos, oradores,
activistas y militantes —esperamos que sometiéndose a los límites cons­
titucionales— ejercerán más poder que el resto de nosotros. Pero la actividad
política es sólo una (aunque tal vez la más importante) entre muchas esferas
de la actividad social. Una concepción más amplia de la justicia exige no que
los ciudadanos manden y sean a su vez mandados, sino que manden en una
esfera y sean mandados en otra —donde "mandar" no significa ejercer poder
sino disfrutar de una porción mayor que otros individuos, sea cual fuere el
bien distribuido— . A ios ciudadanos no se les puede garantizar un "tum o"
en todas partes. De hecho, sospecho que no se les puede garantizar un
"turno" en ninguna parte. Pero la a.utonomía de las esferas conducirá a
un compartimiento mayor de los bienes sociales de lo que ocurriría con cual­
quier otra configuración imaginable; distribuir la satisfacción de mandar más
ampliamente y solucionar lo que hoy en día siempre es un problema; la
compatibilidad entre ser mandado y respetarse a sí mismo. El mando sin
dominio no es ninguna afrenta a nuestra dignidad, no es ninguna negación
de nuestra moral o nuestra capacidad política. El respeto mutuo y el auto-
rrespeto compartido son las fuerzas más poderosas de la igualdad compleja,
y son también la fuente de su posible duración.

7 Aristóteles, The Politics, 1283; tr. Emest Barker (Oxford, Inglaterra, 1948), p. 157.
ÍNDICE

Prefacio.......................................................................................................................... 9

Reconocimientos........................................................................................................ *5

I. La igualdad com pleja.......................................................................................


El pluralismo.................................................................................................. 17
Una teoría de los bien es.............................................................................
Predominio y monopolio........................................................................... 24
La igualdad sim p le...................................................................................... 27
Tiranía e igualdad compleja...................................................................... 30
Tres principios distributivos..................................................................... 34
El intercambio libre, 34; El merecimiento, 36; La necesidad, 38
jerarquías y sociedades de castas............................................................ 39
El entorno del planteam iento................................................................... 41

II. La perten encia.................................................................................................. 44


Miembros y extraños................................................................................... 44
Analogías: vecindades, clubes y fam ilias............................................... 48
El territorio..................................................................................................... 54
La Australia Blanca y la exigencia de la necesidad, 58; Los refugiados, 60
Extranjerización y naturalización............................................................ 63
Los metecos atenienses, 65; Los trabajadores huéspedes, 68
Pertenencia y ju sticia.................................................................................. 73

III. Seguridad y bienestar...................................................................................... 75


Pertenencia y necesidad............................................................................. 75
La previsión comunitaria............................................................................ 78
Atenas en los siglos v y IV a. c ., 79; Una comunidad judia medieval, 82
Reparto justo.................................................................................................. 85
Los alcances de la previsión...................................................................... 89
Un Estado de beneficencia estadunidense............................................. 94
El caso de la atención médica, 96
Nota acerca de la caridad y la dependencia........................................ 102
Los ejemplos de la sangre y el dinero, 103

IV. Dinero y m ercancía........................................................................................ 106


El alcahuete universal............................................................................... 106

ssi
332 ÍNDICE

Lo que el dinero no puede com prar..................................................... 108


El reclutamiento en 1863,108; Intercambios obstruidos, 110
Lo que el dinero sí puede com prar....................................................... 114
El mercado.................................................................................................... 119
La tienda departamental más grande del mundo, 121; Lavadoras, televisores,
zapatos y automóviles, 124
La determinación del salario................................................................... 127
Redistribuciones......................................................................................... 131
Rega los y herencias..................................................................................... 134
El intercambio de regalos en el Pacifico occidental, 134; El regalo en el Código
napoleónico, 136

V. El ca rg o ........................................................................................................ 140
La igualdad simple en la esfera del carg o ........................................... 140
La m eritocracia........................................................................................... 146
El sistema chino de exámenes, 150
El significado de la calificación.............................................................. 154
¿Qué tiene de malo el nepotismo?, 157
La reservación del ca rg o .......................................................................... 159
El caso de los negros estadunidenses, 162
Profesionalismo e insolencia en el c a rg o ............................................. 165
La contención del cargo............................................................................ 171
El mundo de la peqnefla burguesía, 171; El control de los trabajadores, 172;
Patrocinio politico, 173

VI .T rabajo duro.................................................................................................... 176


Igualdad y dureza...................................................................................... 176
Trabajo peligroso........................................................................................ 179
Trabajo agotador........................................................................................ 181
El kibutz israelí, 183
Trabajo sucio................................................................................................ 185
Los barrenderos de San Francisco, 188

VII. El tiempo lib re................................................................................................ 195


El significado del o cio ............................................................................... 195
Dos formas de descanso............................................................................ 198
Breve historia de las vacaciones, 201; La idea del Sabbath, 203

VIII. La educación................................................................................................... 208


La importancia de las escuelas................................................................ 208
La "casa de los jóvenes" aztecas, 210
Escolaridad básica: autonomía e igualdad......................................... 211
Hillel sobre el tejado, 212; El ejemplo japonés, 215
ÍN D IC E 333

Escuelas especializadas............................................................................ 217


La vida escolar de George Orweil, 222
Asociación y segregación........................................................................ 224
Escuelas privadas y vales educativos, 228; Huellas de talento, 230; Integración
y transportación escolar, 232; Escuelas vecinales, 235

IX. Parentesco y am or...................................................................................... 238


Las distribuciones del afecto................................................................... 238
Los Cuardianes de Platón, 240
Familia y economía.................................................................................... 243
Manchestcr, 1844,243
El m atrim onio............................................................................................. 245
El baile cívico, 247; La idea de la “cita", 248
La cuestión femenina................................................................................. 250

X. La gracia d iv in a............................................................................................. 254


El muro entre la Iglesia y el Estado, 256; La comunidad puritana, 257

XI. El reconocim iento........................................................................................... 260


La lucha por el reconocimiento.............................................................. 260
Una sociología d e los títulos, 260
Honor público y merecimiento individual.......................................... 269
Los estajanovistas de Stalin, 272; el Premio Nobel de Literatura, 274; Triunfos
romanos y de otras especies, 276
El castigo....................................................................................................... 278
El ostracismo en Atenas, 280; La detención preventiva, 281
Autoestima y autorrespeto............................................................... 283

XII. El poder p olítico............................................................................................. 291


Soberanía y gobierno limitado................................................................ 291
Usos obstruidos del poder, 292
Conocimiento/poder................................................................................. 294
La nave del Estado, 295; Instituciones disciplinarias, 297
Propiedad/poder........................................................................................ 300
El caso Pullman, Illinois, 304
La ciudadanía dem ocrática.................... 313
La lotería ateniense, 314; Partidos y elecciones primarias, 315

XIII. Tiranías y sociedades justas..................................................................... 322


La relatividad y la no-relatividad de la ju sticia................................. 322
La justicia en el siglo ................................................................................. 325
Igualdad y cambio social.......................................................................... 328

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