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MICHAEL WALZER
LAS ESFERAS
DE LA JUSTICIA
Una defensa del pluralismo y la igualdad
Titulo original:
Spheres o f Juslice. A Defense o f Pluralism an d Equality
© 1983, B asic Books, Inc.
ISBN 0-465-08189-4
ISBN 968-16-3865-4
Impreso en México
J osepu P. W alzer
(1906-1981)
el igu alitarism o p arece requ erir un sistem a p o lítico m ed iante el cual el E stad o sea
cap az d e m an ten er co n tin u am en te a raya a aqu ello s gru p o s sociales y o cu p acio n a-
les q u e, e n virtud d e su s capacid ades, d e su edu cación o d e sus atribu to s p erso
nales, p od rían d e o tro m od o (...) exigir una p articipación d esp ro p orcio n ad a en las
9
10 PREFACIO
2 Kart Marx, Economic and Plulasophical Mmitiseripts, en Early Wriiiugs, tr. al inglés de T. B.
Bottomore, Londres. 1963, p. 153.
12 PREFACIO
Hace unos años, al escribir sobre la guerra, me valí sobre todo de la idea de
los derechos, dado que la teoría de la justicia en la guerra puede generarse
de los dos derechos más importantes y ampliamente reconocidos en su más
pura enunciación negativa: no ser despojado de la vida o de la libertad.4 Lo
que es tal vez más importante, ambos derechos parecen fundamentar los
juicios morales que con mayor frecuencia hacemos en tiempos de guerra. En
realidad, desempeñan una función. Pero la ayuda que pueden prestar al re
flexionar sobre la justicia distributiva es sólo limitada. Los he de invocar
primordialmente en los capítulos acerca de la pertenencia y el bienestar, pero
incluso allí no calan hasta la sustancia de la cuestión. El afán de articular un
planteamiento completo de la justicia o una defensa de la igualdad mediante
la multiplicación de los derechos, pronto convierte en una farsa aquello que
va multiplicando. Decir que los individuos tienen derecho a poseer lo que a
nosotros se nos ocurra que deben poseer, no es decir gran cosa. Ciertamente,
los individuos poseen derechos no sólo acerca de la vida y de la libertad, pero
éstos no son resultado de nuestra común humanidad; son resultado de una
concepción compartida de los bienes sociales: su carácter es local y par
ticular.
Sin embargo, el principio de utilidad de Mili tampoco puede servir como
último recurso en una argumentación por la igualdad. La "utilidad en el
sentido más amplio" puede funcionar, supongo, de la manera que uno guste.
Mas el utilitarismo clásico parecería requerir un programa coordinado, un
plan central sumamente específico para la distribución de los bienes sociales.
Y aunque el programa podría producir algo parecido a la igualdad, no sería
como yo la he descrito, libre de toda clase de dominación, pues el poder de
los planificadores sería preponderante. Si hemos de respetar los significados
sociales, la distribución no puede ser coordinada en relación con la felicidad
general ni con ninguna otra cosa. La dominación se erradica sólo si los bienes
sociales son distribuidos por razones distintas e "internas". En el primer ca
pítulo he de explicar qué significa esto, y habré de mantener que la justicia
no es — como lo es el utilitarismo— una ciencia integrada, sino un arte de la
diferenciación.
Y la igualdad es sólo el resultado de este arte —al menos para nosotros, al
trabajar con los materiales a la mano— . En el resto del libro intentaré
describir esos materiales, las cosas que hacemos y distribuimos, una por una.
Intentaré aproximarme a lo que la seguridad y el bienestar, el dinero, los
cargos, la educación, el tiempo libre, el poder político y demás, significan
para nosotros; y de cómo figuran en nuestras vidas. Y cómo los podríamos
compartir, dividir e intercambiar si estuviéramos libres de toda clase de
dominación.
Prineeton, Nueva Jersey, 1982.
4 M ichacl W alzer, Jusl and Unjusl Wars: A Moral Argumcnt with Historical Uluslrations,
Nueva York, 1977, especialmente los caps. 4 y 8.
RECONOCIMIENTOS
15
16 RECONOCIMIENTOS
El p l u r a l is m o
17
18 LA IGUALDAD COMPLEJA
U na t e o r ía d e l o s b ie n e s
1 Véanse John RnwLs, A Tluvry o f ¡ustice (Cambridge, Mass., 1971) [hay edición del Fondo
de Cultura Económica]; Jürgen Habermas, Legitimalioii Criáis, trad, de Thomas McCarthy
(Boston, 1975), especialmente la p. 113; Bruce Ackerman, Soria! Juslice iit lite Liberal State (New
Haven, 1980).
20 LA IGUALDAD COMPLEJA
2 Robert Nozick formula un argumento similar en Anarchy, State and Utopia (Nueva York,
1974), pp. 149-150, pero de conclusiones radicalmente individualistas, lo que a mi parecer
violenta el carácter sodal de la producrión.
3 Ralph W aldo Em erson, "O d a ", en The Complete F.ssays and Other Writings, Brooks
Atkinson, comp. (Nueva York, 1979), p. 770.
LA IGUALDAD COMPLEJA 21
1. Todos los bienes que la justicia distributiva considera son bienes so
ciales. No son ni han de ser valorados por sus peculiaridades exclusivas. No
estoy seguro de que haya otra clase de bienes, pero me propongo dejar abier
ta la cuestión. Algunos objetos domésticos son apreciados por razones
privadas o sentimentales, pero sólo en culturas donde el sentimiento general
mente se añade a tales objetos. Una hermosa puesta de sol, el aroma del heno
recién cortado, la emoción por una vista urbana: se trata de bienes valorados
en privado, a pesar de que son también, y de manera más clara, objetos de
valoración cultural. Igualmente, los inventos más recientes no son valorados
de acuerdo con las ideas de sus inventores, sino que están sujetos a un
proceso más amplio de concepción y creación. Los bienes de Dios, cierta
mente, están exentos de esta regla, como se lee en el primer capítulo del
Génesis: "Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien." (1:31) Esta
valoración no requiere el consentimiento de la humanidad (cuyas opiniones
podrían diferir), o de una mayoría de hombres y mujeres, o de algún grupo
de individuos reunidos en condiciones ideales (si bien Adán y Eva en el
Paraíso tal vez lo ratificarían). No puedo encontrar otras excepciones más.
Los bienes en el mundo tienen significados compartidos porque la con
cepción y la creación son procesos sociales. Por la misma razón, los bienes
tienen distintas significaciones en distintas sociedades. La misma "cosa" es
valorada por diferentes razones, o es valorada aquí y devaluada allá. John
Stuart Mili se quejó cierta vez de que "la gente valora estando en masa", pero
no se me ocurre de qué otra manera nos puedan gustar o disgustar los bienes
sociales.4 Un solitario podría apenas comprender la significación de los
bienes o imaginar las razones para considerarlos agradables o desagradables.
Una vez que la gente valora en masa, es factible que los individuos se esca
pen apuntando a valores latentes o subversivos y opten por valores alter
nativos — incluyendo aquellos como la notoriedad y la excentricidad— . Una
desenfadada excentricidad ha sido en ocasiones uno de los privilegios de la
aristocracia: es un bien social como cualquier otro.
2. Los individuos asumen identidades concretas por la manera en que
conciben y crean —y luego poseen y emplean— los bienes sociales. "La línea
entre lo que yo soy y lo que es mío es difícil de trazar", escribió William
James.5 La distribución no puede ser entendida como los actos de hombres y
mujeres aún sin bienes particulares en la mente o en las manos. De hecho, las
personas mantienen ya una relación con un conjunto de bienes; tienen una
historia de transacciones, no sólo entre unas y otras, sino también con el
mundo material y moral en el que viven. Sin una historia tal, que principia
desde el nacimiento, no serían hombres y mujeres en ningún sentido reco
nocible, y no tendrían la primera noción de cómo proceder en la especialidad
de dar, asignar e intercambiar.
* John Stuart Mili, "Qn Liberty", en The Philosophy <f Jolm Stuart Mili, Marshall Cohén, comp.
(Nueva York, 1961), p. 255. Para un tratamiento antropológico del gusto o disgusto por los bie
nes sociales, véase Mary Douglas y Barón Isherwood, The World o f Goods (Nueva York, 1979).
5 William James, citado por C. R. Snydcr y Howard Fromkin en Uniqucitess: The Human
Pursuit ofDifferenee (Nueva York, 1980), p.106.
22 LA IGUALDAD COMPLEJA
* ¿Acaso no son los significados sociales, como Marx quería (The Germán Idcology, R. Pascal,
comp., Nueva York, 1947, p. 89), otra cosa que "las ideas de la clase dominante, las relaciones
materiales dominantes en tanto que ideas"? No creo que sean siempre sólo eso ni nada más que
eso, si bien los miembros de la clase dominante y los intelectuales patrocinados por ósta puedan
estar en condiciones de explotar o distorsionar los significadas sociales de acuerdo con sus
propios intereses. Al intentarlo, no obstante, deben contar con una resistencia enraizada
(intelectualmente) en los significados mismos. La cultura de un pueblo es siempre una produc
ción conjunta, incluso en el caso de no ser íntegramente cooperativa, y es siempre una pro
ducción compleja. La comprensión común de los bienes particulares trae consigo principios,
procedimientos, concepciones de la acción, que los gobernantes no eligirían de realizar su
opción ctt este momento, y provee de este modo las bases para la crítica social. Apelar a lo que he
de llamar principios "internos" en contra de la usurpación de individuos con poder es la forma
común del discurso crítico.
LA IGUALDAD COMPLEJA 23
P r e d o m in io y m o n opo uo
* Véase Alien W. Wood, "The Marxian Critique o f Justice", en Pltilosophy and Public Affairs
1 (1972), pp. 244-282.
LA IGUALDAD COMPLEJA 27
La ig u a l d a d s im p l e
hacen) "el grupo de los talentosos". Al cabo del tiempo, los miembros de este
grupo exigirán que el bien que controlan tenga predominio fuera de la
escuela: cargos, títulos, prerrogativas, incluso la riqueza, todo deberá ser
poseído por ellos. Es la carrera abierta a los talentos, en la que las oportuni
dades son iguales, y cosas así. Esto es lo que la equidad reclama; el talento
quiere predominar. En todo caso, las mujeres y los hombres talentosos in
crementarán los recursos disponibles para todos los demás. De esta manera
nace la meritocracia de Michael Yourtg, con cada una de sus desigualdades
inherentes.’
¿Qué hemos de hacer ahora? Es posible fijar límites a los nuevos esque
mas de conversión, reconocer pero restringir el poder monopolizador de los
talentosos. Pienso que éste es el propósito del principio de diferencia de John
Rawls, conforme al cual las desigualdades se justifican sólo si se orientan a
generar, y de hecho generan, el mayor beneficio posible a la clase social
menos aventajada.9101Más explícitamente, el principio de diferencia es una
restricción impuesta a los talentosos una vez que el monopolio de la riqueza
ha sido destruido. Funciona de la manera siguiente. Imaginemos a un ciru
jano que exija más de su parte proporcional sobre la base de las capacidades
que ha adquirido y de los certificados que ha ganado en la áspera lucha com
petitiva de los colegios y las escuelas médicas. Accederemos a la exigencia si,
y sólo si, el acceder resulta benéfico de las maneras especificadas. Al mismo
tiempo, actuaremos para limitar y regular la venta de la cirugía —es decir, la
conversión directa de la capacidad quirúrgica en riqueza.
Esta regulación tendrá que ser necesariamente obra del Estado, como lo
son las leyes monetarias y agrarias. La igualdad simple requeriría de una
continua intervención estatal para destruir o restringir todo incipiente mono
polio o reprimir nuevas formas de predominio. Pero entonces el poder mismo
del Estado se convertirá en el objeto central de la pugna competitiva. Grupos
de hombres y mujeres buscarán monopolizar y luego usar el Estado a fin de
consolidar su propio control de otros bienes sociales; o bien, el Estado será
monopolizado por sus propios agentes en arreglo a la férrea ley de la oligar
quía. La política es siempre el camino más directo al predominio, y el poder
político (más que los medios de producción) es acaso el más importante, y
desde luego el más peligroso bien en la historia humana.11 De ahí la necesidad
9 Michael Young, The Rise o f Mcritocmcy, 1870-2033 (Harmondsworth, Inglaterra, 1961), una
brillante obra de ficción social.
10 Rawls, A Tluvry o f Juslice (1], pp. 75 ss. [Los números entre corchetes se refieren a una
cita completa original de una referencia particular en cada capítulo.|
11 He de advertir aquí algo que habrá de delinearse mejor en adelante; a saber, que el poder
político es una especie particular de bien. Posee un doble carácter. En primer lugar, es como
cualquiera otra cosa que los individuos hacen, valoran, intercambian y comparten; a veces es
dominante, a veces es .ampliamente compartido, a veces es la posesión de unos cuantos. En
segundo lugar, no obstante, es distinto a cualquier otra cosa puesto que, comoquiera que se
posea y cualquiera que lo posea, el poder político es el agente regulador de los bienes sociales en
general. Se le utiliza para defender las fronteras de todas las esferas distributivas, incluyendo la
suya propia, y para hacer valer las nociones comunes de lo que los bienes son y para qué sirven.
(Sin embargo, obviamente, puede ser utilizado para invadir las diversas esferas y contravenir tal
LA ICUALDADCOM PLEJA 29
comprensión.) En este segundo sentido podríamos en verdad afirmar que el poder político es
siempre dominante — en las fronteras, mas no dentro de ellas— . El problema central de la vida
política consiste en mantener la distinción crucial entre "en " y "dentro". Sin embargo, dicho
problema no puede ser resuelto con arreglo a los imperativos de la igualdad simple.
12 Véase el comentario de Marx en su "Critique of the Gotha Program" de que la república
democrática es la "forma de Estado" dentro de ln cual la lucha de clases se librará hasta su
conclusión: la lucha se refleja de inmediato y sin distorsión en la vida política (Marx y Engels,
Selecta! Works [Moscú, 1951), vol. 11, p. 31).
30 LA IGUALDAD COMPLEJA
T ir a n ía e ic u a l d a d c o m p l e ja
Marx formuló un argumento similar en sus manuscritos juveniles, tal vez te
niendo esa pensée en mente:
Supongamos que el hombre sea hombre y que su relación con el mundo sea hu
mana. Entonces, sólo amor podrá darse a cambio de amor, confianza a cambio de
confianza, etc. Si alguno desea disfrutar del arte, tendrá que ser una persona
artísticamente cultivada; si alguno desea influir sobre otros, tendrá que ser alguien
realmente capaz de estimular y animar a otros. (...] Si alguien ama sin generar
amor para sí mismo, es decir, si no es capa?, de ser amado por la sola manifesta
ción de si mismo como persona amante, entonces este amor es impotencia e in
fortunio.14
les, la igualdad compleja significa que ningún ciudadano ubicado en una es
fera o en relación con un bien social determinado puede ser coartado por
ubicarse en otra esfera, con respecta) a un bien distinto. De esta manera, el
ciudadano X puede ser escogido por encima del ciudadano y para un cargo
político, y así los dos serán desiguales en la esfera política. Pero no lo serán
de modo general mientras el cargo de X no le confiera ventajas sobre V en
cualquiera otra esfera —cuidado médico superior, acceso a mejores escuelas
para sus hijos, oportunidades empresariales y así por lo demás—. Siempre y
cuando el cargo no sea un bien dominante, los titulares del cargo estarán en
relación de igualdad, o al menos podrán estarlo, con respecto a los hombres
y mujeres que gobiernan.
Pero, ¿qué sucedería si se eliminara el predominio, se estableciera la auto
nomía de las esferas y la misma gente se mostrara exitosa en una esfera tras
de otra, triunfara en cada actividad y acumulara bienes sin necesidad de
conversiones ilegítimas? Ello ciertamente daría lugar a una sociedad desi
gual, pero también mostraría del modo más contundente que una sociedad
de iguales no es una posibilidad factible. Dudo que algún argumento
igualitario sobreviva ante tal evidencia. He aquí a un individuo elegido libre
mente por nosotros (sin relación con sus vínculos familiares o su riqueza per
sonal) como nuestro representante político. Pero también es un empresario
audaz e inventivo. De joven estudió ciencias, obtuvo calificaciones sor
prendentemente altas en cada asignatura e hizo importantes descubri
mientos. En la guerra demostró una excepcional valentía y se hizo merecedor
a los más altos honores. Compasivo y admirado, es amado por cuantos lo
conocen. ¿Existen personas como éstas? Tal vez, pero yo tengo mis dudas. Es
posible narrar esta suerte de historias, pero las historias son ficciones: la
posibilidad de convertir poder, dinero o talento académico en fama legen
daria. En todo caso, no hay tantas de estas personas como para constituir una
clase gobernante que nos domine a los demás. Ni pueden ser exitosos en cada
esfera distributiva, ya que hay algunas esferas en las que la idea del éxito no
tiene cabida. Ni tampoco sus hijos, bajo condiciones de igualdad compleja,
tienen posibilidades de heredar su éxito. Con mucho, los políticos, empre
sarios, científicos, soldados y amantes más notables serán personas distintas,
y en la medida en que los bienes que posean acarreen la posesión de otros
bienes, no tenemos razón para temer sus logros.
La crítica del predominio y la dominación tiene como base un principio
distributivo abierto. Ningún bien social X ha de ser distribuido entre hombres y
mujeres que posean algún otro bien Y simplemente porque poseen Y sin tomar en
cuenta el significado de X. Éste es un principio que ha sido probablemente rei
terado, en alguna u otra época, para cada Y que haya sido predominante.
Pero no ha sido enunciado con frecuencia en términos generales. Pascal y
Marx han insinuado la aplicación del principio contra toda posible "y ", y yo
he de intentar desarrollar tal aplicación. No habré de preguntar, por consi
guiente, por los miembros de las compañías de Pascal — los fuertes o los
débiles, los hermosos o los menos agraciados—, sino por los bienes que ellos
comparten y dividen. El propósito del principio es el de captar nuestra aten
34 LA ICUALDADCOM PLEJA
T res p r in c ip io s d is t r ib u t iv o s
El intercambio libre
16 C/. Nozick en lo relativo a la "esquematización", Anarchy, Social State and Utopia |2|, pp.
155 ss.
LA IGUALDAD COMPLEJA 35
El merecimiento
La necesidad
J e r a r q u ía s y s o c ie d a d e s d e c a s t a s
0 más bien, consiste en rastrear un mundo social particular, toda vez que el
análisis que yo propongo es de carácter perentorio y fenomenología). No
producirá ni un mapa ideal ni un plan maestro, sino un mapa y un plan
adecuados a las personas para quienes es delineado y cuya vida común
refleja. El objetivo es, por supuesto, una reflexión especial que escoge aque
llas interpretaciones más profundas de los bienes sociales no necesariamente
reflejadas en la práctica cotidiana del predominio y el monopolio. Pero, ¿qué
tal si no existen tales interpretaciones? Todo el tiempo he dado por supuesto
que los significados sociales exigen la autonomía, o la relativa autonomía, de
las esferas distributivas, y así ocurre la mayoría de las veces. Sin embargo, no
es imposible imaginar una sociedad donde el predominio y el monopolio
no sean violaciones sino la observancia de los significados, donde los bienes
sociales son entendidos en términos jerárquicos. En la Europa feudal, por
ejemplo, la ropa no era una mercancía (como lo es ahora) sino un emblema
de rango. El rango dominaba la vestimenta. El significado de ésta se configu
raba a imagen del orden feudal. Vestirse con un refinamiento que a uno no le
correspondía era una clase de mentira, pues enunciaba un juicio falso acerca
de quién era uno. Cuando un rey o un primer ministro se vestían como un
sujeto común a fin de enterarse de las opiniones de sus súbditos, practicaban
una especie de engaño político. Por otra parte, las dificultades para hacer
valer el código de la vestimenta (las leyes suntuarias) sugieren que siempre
hubo un sentido alternativo al significado de aquélla. Uno puede empezar a
reconocer, al menos en algún punto, las fronteras de una determinada esfera
dentro de la cual la gente viste de acuerdo con lo que puede permitirse, de
acuerdo con lo que está dispuesta a gastar, o de acuerdo con la manera en
que quiere lucir. Las leyes suntuarias pueden ser todavía observadas, pero
hoy en día es posible dirigir argumentos igualitaristas en contra de ellas,
como de hecho lo hace la gente común.
¿Es posible imaginar una sociedad donde todos los bienes sean jerárqui
camente concebidos? Tal vez el sistema de castas de la antigua India haya
tenido esta forma (aunque tal suposición es muy amplia, por lo que sería
prudente dudar de su verdad, ya que, para empezar, el poder político parece
haber escapado siempre a las leyes de la casta). Nosotros entendemos a las
castas como grupos rígidamente segregados, y al sistema de castas como una
40 LA IGUALDAD COMPLEJA
'* ). H. Hutton, Coste in indio: lis Nature. Tunclum and (higins (4a. cd., Bombay, 1963), pp. 127-
128. También he consultado a Céléstin Bouglé, Essay oit the Coste System, tr. de D. F. Pocock
(Cambridge, Inglaterra, 1971), esp. la parte II, caps. 3 y 4; y a Louis Dumont, Hamo Hiemrchus:
The Coste System and lis Implieolions (ed. inglesa revisada, Chicago, 1980).
19 Hutton, Coste in India [17], p. 125.
LA IGUALDAD COMPLEJA 41
El e n t o r n o d e l p l a n t e a m ie n t o
20 Véase Charles Bcitz, Political Tlteoiy ami InUrnalioiml Relations (Princeton, 1979), parte III,
en un esfuerzo por aplicar el contractualismo ideal de Rawls a la sociedad internacional.
LA IGUALDAD COMPLEJA 43
M ie m b r o s y e x t r a ñ o s
44
LA PERTENENCIA 45
sitiados por los solicitantes como las universidades de élite. Estos países
tienen que decidir acerca de su tamaño y carácter. Con mayor precisión,
como ciudadanos de un país así tenemos que decidir a quién podríamos
admitir, si deberíamos dejar la admisión abierta, si podríamos escoger entre
los solicitantes, y cuáles serían los criterios adecuados para distribuir la
pertenencia.
Los pronombres en plural que he utilizado al formular estas preguntas
sugieren su respuesta convencional: nosotros, al ser ya miembros, efectua
mos la selección según nuestra propia noción de la pertenencia en nuestra
comunidad y de acuerdo con la clase de comunidad que deseamos tener. La
pertenencia es un bien social que se constituye por nuestras nociones; su
valor es determinado por nuestro trabajo y nuestra conversación; después,
nosotros mismos (¿quién más podría hacerlo, si no?) nos encargamos de su
distribución. Mas no lo distribuimos entre nosotros, al ya ser nuestro. Lo
otorgamos a los extraños. Por tanto, la selección es determinada también por
nuestra relación con aquéllos: no sólo por nuestra noción de tales relaciones
sino también por los contactos, conexiones y alianzas actuales que hemos
establecido; y por los resultados logrados más allá de nuestras fronteras. Yo
me he de concentrar en primer lugar en los extraños, en sentido literal; es de
cir, en aquellos hombres y mujeres con quienes, por así decirlo, nos topamos
por primera vez. No sabemos quiénes son ni qué piensan, aun así los reco
nocemos como hombres y mujeres. Son como nosotros, pero no son uno de
nosotros, de modo que cuando decidimos su pertenencia debemos conside
rarlos a ellos tanto como a nosotros mismos.
No trataré de volver a contar aquí la historia de las ideas occidentales so
bre los extraños. En una serie de lenguas antiguas, el latín entre ellas, el
extraño y el enemigo son designados con la misma palabra. Sólo con lenti
tud, a través de un largo proceso de prueba y error, hemos llegado a distin
guir uno del otro y a reconocer que, bajo ciertas circunstancias, los extraños
(y no así los enemigos) pueden tener derecho a nuestra hospitalidad, a
nuestro socorro y a nuestra buena voluntad. Este reconocimiento puede ser
formalizado como el principio de la asistencia mutua, que indica las obliga
ciones que debemos, como ha escrito Rawls, "no sólo a individuos definidos,
digamos a aquellos que cooperan en algún contexto social, sino a las per
sonas en g en eral".1 La asistencia mutua se extiende por medio de las
fronteras políticas (y también por medio de las culturales, religiosas y
lingüísticas). La fundamentación filosófica de este principio es difícil de
expl icitar; su historia proporciona su fundamento práctico. Dudo que Rawls
tenga razón al señalar que podemos establecerlo simplemente al imaginar
"cóm o sería la sociedad si esta obligación fuese ig n orad a",12 pues la
ignorancia no es tema dentro de una sociedad particular; la cuestión surge
1 John Rawls, A Tluvty o f Justic? (Cambridge, Mass., 1971), p. 115. Theodore M. Benditt ofrece
un útil análisis de la asistencia mutua como un posible derecho en Righls (Totowa, N. J., 1972),
cap. 5.
2 Rawls, A Tlunry a f Jiistice 111, p. 339.
46 LA PERTENENCIA
sólo entre los individuos que no comparten o no saben que comparten una
vida común. Quienes así lo hacen tienen obligaciones tanto más fuertes.
Es la ausencia de cualquier criterio de cooperación lo que dispone el
contexto para la asistencia mutua: dos extraños se encuentran en el mar o en
el desierto o, como en la historia del Buen Samaritano, al lado del camino. De
ninguna manera es claro qué debe el uno al otro, pero en tales casos solemos
decir que la asistencia positiva es necesaria si í) ésta es necesitada o urgen
temente necesitada por una de las partes; y 2) si los riesgos y los costos por
proporcionarla son relativamente bajos para la otra parte. Dadas estas
condiciones, habré de detenerme y socorrer al extraño en desgracia donde
quiera que lo encuentre, sea cual fuere su pertenencia o la mía. Ésta es nues
tra moral; supuestamente, también es la suya. Además, es una obligación
que puede ser promulgada en poco más o menos los mismos términos a un
nivel colectivo. Hemos de socorrer a los extraños menesterosos a quienes de
alguna manera descubramos entre nosotros o andando en el camino. Pero el
límite para los costos y los riesgos en tales casos es fijado con tixia claridad.
No llevaré al herido a mi casa, más que por un momento, y en realidad no
tengo que hacerme cargo de él ni asociarme a él para el resto de mi vida. Mi
vida no puede configurarse o determinarse por tales encuentros fortuitos. El
gobernador John Winthrop, argumentando en contra de la libre migración a
la nueva comunidad puritana de Massachusetts, insiste en que este derecho a
rehusarse se aplica también a la asistencia mutua colectiva: "Por lo que se re
fiere a la hospitalidad, esta regla no obliga más que en alguna ocasión par
ticular, no para efectos de una residencia continua."3 Sólo de manera gradual
podré definir si la posición de Winthrop es defendible o no. Ahora sólo quie
ro referirme a la asistencia mutua como a un (posible) principio extemo para
la distribución de la pertenencia, principio que no depende de la concepción
preponderante de la pertenencia dentro de una sociedad en particular. La
fuerza del principio es incierta, en parte por su propia vaguedad, en parte
porque a veces marcha en contra de la fuerza intema de los significados
sociales. Estos significados pueden ser especificados, y de hecho lo son, me
diante el proceso de toma de decisiones de la comunidad política.
Podríamos optar por un mundo sin significados particulares ni comunida
des políticas, donde nadie fuera miembro o "perteneciera" a un único Estado
global. Ambas son formas de la simple igualdad respecto a la pertenencia. Si
todos los seres humanos fueran extraños entre sí, si todos los encuentros
tuvieran lugar en el mar o en el desierto o en algún lugar junto al camino, en
tonces no habría pertenencia alguna para ser distribuida. La política de
admisiones no sería tema alguno. Dónde, cómo y con quién viviríamos,
dependerían primero de nuestros deseos individuales y más tarde de
nuestras relaciones personales y de nuestros negocios. La justicia no sería
otra cosa que no-coerción, buena fe y buen samaritanismo — una cuestión
íntegramente de principios externos— . Si por contraste todos los seres
3 John Winthrop, en PoUtical Ideas: 1558-1794, Edmund S. Morgan, comp. (Indianapolis, 1965),
p. 146.
LA PERTENENCIA 47
Er» parte, las políticas de admisión se planean de acuerdo con criterios acerca
de las condiciones económicas y políticas en el país anfitrión, en parte de
acuerdo con argumentos acerca del carácter y el "destino" del país anfitrión,
y en parte de acuerdo con criterios acerca del carácter de los países (comuni
dades políticas) en general. Estos últimos son los más importantes, al menos
en teoría, pues nuestra noción de los países en general determinará si algún
país en particular tiene el derecho que usualmente invoca: el de distribuir la
pertenencia según (sus propias) razones particulares. Pero muy pocos de
nosotros tenemos alguna experiencia directa de lo que un país es o de qué
significa ser miembro de él. A menudo tenemos fuertes sentimientos por
nuestro propio país, pero nuestras percepciones acerca de él son muy vagas.
Como comunidad política (más que como lugar) es, después de todo, invisi
ble; en realidad, sólo vemos sus símbolos, sus jerarquías y sus representantes.
Sospecho que lo comprenderemos mejor si lo comparamos con otras asocia
ciones más pequeñas cuyas dimensiones podemos concebir mejor, pues
todos somos miembros de grupos formales o informales de muchas clases y
conocemos sus procesos íntimamente. Todos estos grupos tienen, necesaria
mente además, políticas de admisión. Aunque nunca hayamos prestado ser
vicios como funcionarios estatales, ni hayamos emigrado de un país a otro,
todos tenemos la experiencia de haber aceptado o rechazado a extraños,
y todos tenemos la experiencia de haber sido aceptados o rechazados. Quie
ro apelar a tales experiencias. Mi argumentación se desarrollará mediante
una serie de someras comparaciones en el curso de las cuales el significado
de la pertenencia, me parece, habrá de hacerse cada vez más claro.
Consideremos entonces tres posibles analogías para la comunidad políti
ca: podemos pensar en tos países como vecindades, clubes o familias. La lista
desde luego no es exhaustiva, pero servirá para ilustrar ciertos aspectos
claves de la admisión y la exclusión. Las escuelas, las burocracias y las com
pañías, si bien poseen algunas características de los clubes, distribuyen status
social y económico lo mismo que pertenencia. Los tomaré por separado.
Muchas asociaciones domésticas son parasitarias para sus miembros al con
fiar en otras asociaciones para sus procedimientos: los sindicatos dependen
de las políticas de empleo de las compañías; las organizaciones de padres de
familia y maestros dependen de la apertura de las vecindades o de la selec
tividad de las escuelas privadas. Los partidos políticos son generalmente
como los clubes; las congregaciones religiosas son a menudo planeadas para
asemejarse a una familia. ¿A qué se deben parecer los países?
La vecindad es una asociación humana sumamente compleja; no obstante,
contamos con cierta noción de lo que ella es — noción al menos parcialmente
reflejada (aunque también crecientemente desafiada) por la ley contem
poránea estadunidense— . Es una asociación sin una política de admisión
organizada o legalmente obligatoria. Los extraños pueden ser bienvenidos o
no, mas no pueden ser admitidos o excluidos. Claro está que ser bienvenido
o no serlo es a veces lo mismo que ser admitido o excluido, pero la distinción
LA PERTENENCIA 49
serían extraños entre sí. En segundo lugar, el libre movimiento podría in
terferir con los esfuerzos por "elevar el nivel de vida de las clases más po
bres" de un país en particular, ya que tales esfuerzos no podrían ser efec
tuados con la misma energía y el mismo éxito en todo el mundo. Y en tercer
lugar, la promoción de la moral y de la cultura, y del trabajo eficiente de las
instituciones políticas, podría ser "derrotada" por la creación continua de
poblaciones heterogéneas.7 Sidgwick presentó estos tres argumentos como
una serie de consideraciones utilitaristas que pesan contra los beneficios de
la movilidad laboral y la libertad contractual. Los dos últimos argumentos
derivan su fuerza del primero, aunque sólo si éste es interpretado en térmi
nos no utilitaristas. Sólo si el sentimiento patriótico tiene alguna base moral,
sólo si la cohesión de la comunidad genera obligaciones y significados
compartidos, sólo si hay miembros lo mismo que extraños, es que los agentes
estatales tendrán alguna razón para preocuparse especialmente por el
bienestar de su propio pueblo (y de todo su propio pueblo) y por el éxito de
su propia cultura y políticas. Pues es al menos dudoso que el nivel promedio
de la vida de las clases más pobres en todo el mundo decline en condiciones de
perfecta movilidad laboral. Tampoco hay evidencia sólida de que la cultura
no pueda prosperar en ambientes cosmopolitas, ni de que sea imposible
gobernar conglomerados fortuitos de gente. Por lo que toca a éstos últimos,
la teoría política descubrió hace mucho tiempo que cierta clase de regímenes
—a saber, los autoritarios— prospera en ausencia de cohesión comunitaria.
La movilidad perfecta engendra autoritarismo, podría sugerir un argumento
utilitarista en contra de la movilidad; pero un argumento así sería efectivo
sólo si individuos de ambos sexos, libres de ir y venir, expresaran su deseo
por una forma distinta de gobierno, y es posible que no lo hicieran.
Sin embargo, la movilidad perfecta es quizá un espejismo, pues es casi
seguro que encontrará resistencia a nivel local. Los seres humanos, como he
dicho, suelen moverse considerablemente, pero no porque les encante
moverse. La mayoría tiende a quedarse donde está a menos de que su vida
allí sea muy difícil. Experimentan una tensión entre el amor a un lugar y los
inconvenientes de ese lugar determinado. Mientras algunos abandonan sus
hogares y se hacen extranjeros en nuevos países, otros permanecen donde
están y resienten a los extranjeros en el propio país. De modo que si los
Estados alguna vez llegan a convertirse en grandes vecindades, es verosímil
que las vecindades se conviertan en países pequeños. Los miembros se orga
nizarán para defender las políticas y la cultura locales contra los extraños.
Históricamente, las vecindades se han convertido en comunidades cerradas
o parroquiales (haciendo a un lado casos de coerción legal) siempre que el
Estado ha estado abierto: en las ciudades cosmopolitas de los imperios mul
tinacionales, por ejemplo, donde los agentes estatales no fomentan identidad
particular alguna sino permiten que los diversos grupos construyan sus
propias estructuras institucionales (como Alejandría en la Antigüedad), o en
los centros que reciben movimientos migratorios masivos (como Nueva York
7¡bid., p. 2% .
LA Í'EKTENENCIA 51
<>l comenzar el siglo xx), donde el país es un mundo abierto pero también
extraño — o, alternativamente, un mundo lleno de extranjeros— . El caso es
similar en donde el Estado no existe en absoluto o en aspectos donde no fun
ciona. Allí donde fondos de beneficencia sean reunidos e invertidos local
mente, como por ejemplo en una parroquia inglesa del siglo xvii, la población
local tenderá a excluir a los recién llegados con probabilidades de beneficiar
se por tales fondos. Sólo la nacionalización del bienestar (o la nacionalización
de la cultura y la política) abre las comunidades de vecinos a quienquiera
que decida entrar.
Las vecindades pueden ser abiertas sólo si los países, al menos potencial
mente, son cerrados. Las comunidades locales pueden adquirir forma como
asociaciones "indiferentes", determinándose exclusivamente por la preferen
cia personal y la capacidad de mercado, sólo si el Estado hace una selección
de los posibles miembros y garantiza la lealtad, la seguridad y el bienestar de
las personas que selecciona. Debido a que la elección individual depende en
buen grado de la movilidad local, ello parecería ser la configuración social
preferida en una sociedad como la nuestra. La política y la cultura de una de
mocracia moderna probablemente requieren la clase de amplitud y también
la clase de delimitación que los Estados proporcionan. No quiero negar el
valor de las culturas de sección ni el de las comunidades étnicas; sólo quiero
sugerir la rigidez que sería impuesta a ambas en ausencia de Estados protec
tores y con políticas favorables a la inclusión. Derribar los muros del Estado
no es, como Sidgwick insinuaba con preocupación, crear un mundo sin mu
ñís, sino más bien crear 1 000 fortalezas insignificantes.
Pero las fortalezas podrían ser también demolidas: todo lo que hace falta
es un Estado lo suficientemente pcxleroso como para arrollar a las comu
nidades locales. El resultado sería entonces el mundo de los economistas
políticos como Sidgwick lo describió: un mundo de hombres y mujeres radi
calmente desarraigados. Las vecindades podrán mantener cierta cultura
cohesiva sobre una base voluntaria por una o dos generaciones, pero los
individuos ¡rían y vendrían y así en ptxro no habría más cohesión. La pe
culiaridad de las culturas y los grupos depende de un ámbito cerrado, y sin
él la peculiaridad no puede ser concebida como un razgo estable de la vida
humana. Si ella es un valor, como muchas personas parecen creer (aunque
muchas de ellas defiendan la pluralidad de modo global y otras mantengan
su lealtad tan sólo a nivel local), entonces el ámbito cerrado debe ser per
mitido en algún lugar. A cierto nivel de organización política, algo semejante
al Estado soberano debe adquirir forma y reclamar la autoridad a fin de
elaborar su propia política de admisión, y a fin de controlar y en ocasiones
restringir el flujo de inmigrantes.
Pero este derecho a controlar la migración no incluye o lleva implícito el
derecho a controlar la emigración. La comunidad política puede dar forma a
su propia población de una manera, mas no de la otra: ésta es una distinción
que se repite de diferentes maneras a través del planteamiento de la per
tenencia. La restricción a entrar sirve para defender la libertad y el bienestar,
las políticas y la cultura de un grupo de gente comprometida entre sí y con
52 LA PERTENENCIA
8 C/. Maurice Cranston en tomo a la concepción común del derecho a moverse en Whnt are
Human Righls? (Nueva York, 1973), p. 32.
9 Véase la exposición que hace John Higham de estos debates en Strangers in the Ijuuí (Nueva
York, 1968).
LA PERTENENCIA 53
10 Winthrop definió claramente el problema: "Si hubiera una corporación establecida por
libre consentimiento, si el lugar donde habitamos nos perteneciera, entonces ningún hombre
tendría derecho a venir a nosotros 1...] sin nuestro coasentimiento." (Winthrop, Puntan PoHticaí
Ideas [3], p. 145.) Más tarde he de regresar a la cuestión del "lugar" (pp. 63 ss.).
54 LA PERTENENCIA
El t e r r it o r io
Podemos entonces pensar en los países como en clubes o familias. Pero los
países también son Estados territoriales. A pesar de que los clubes y familias
poseen propiedades, no requieren ni poseen jurisdicción (excepto en los
Estados feudales) sobre un territorio. Dejando a los niños aparte, no regulan
la localización física de sus miembros. El Estado sí la regula —aunque sólo
sea en bien de los clubes y familias y de los hombres y mujeres que los inte
gran—. De esta regulación se desprenden ciertas obligaciones. Las podemos
examinar mejor si consideramos una vez más la asimetría de la inmigración
y la emigración.
El principio de nacionalidad tiene un límite significativo, comúnmente
aceptado en teoría aunque no siempre en la práctica. Si bien el reconocimien
to de la afinidad nacional es una razón para permitir la inmigración, no
reconocerla no es una razón para la expulsión. Ésta es una cuestión de la ma
yor importancia en el mundo moderno, pues muchos nuevos Estados inde-
LA PERTENENCIA 55
11 Thomas Hobbes, Tlie ElatiaUs o f Law, Fcrdinnnd Tñnnies (2a. ed., Nueva York, 1969), p. 88
(parte!, cap. 17, §2).
56 LA PERTENENCIA
vez debiéramos negarles a los Estados nacionales, como les negamos a las
Iglesias y a los partidos políticos, el derecho colectivo a la jurisdicción
territorial. Tal vez debiéramos insistir en países abiertos y permitir un ámbito
cerrado sólo en grupos no territoriales. Vecindades abiertas junto a clubes y
familias cerrados: tal es la estructura de la sociedad doméstica. ¿Por qué no
podría, por qué no debería ser extendida a la sociedad entera?
Una extensión de este tipo fue de hecho propuesta por el socialista aus
tríaco Otto Gauer en relación con los imperios multinacionales de Europa
central y oriental. Bauer hubiera organizado a las naciones bajo la forma de
corporaciones autónomas facultadas a cobrar impuestos a sus miembros para
fines educativos y culturales, pero negando cualquier dominio territorial. Los
individuos estarían en libertad para moverse en el espacio político, dentro
del imperio, llevando consigo su pertenencia política de modo parecido a
como los individuos hoy en día se mueven en los Estados liberales y secula
res llevando consigo su pertenencia religiosa y sus filiaciones partidarias.
Como las Iglesias y los partidos, las corporaciones admiten o rechazan a nue
vos miembros de acuerdo con cualesquiera que sean las normas que sus anti
guos miembros encuentren apropiadas.12
La mayor dificultad aquí es que todas las comunidades nacionales que
Bauer quería preservar llegaron a existir, y sobrevivieron por siglos, sobre la
base de la coexistencia geográfica. No es una errónea comprensión de su
historia lo que lleva a las naciones recién liberadas del mandato imperial a
buscar un firme status territorial. Las naciones buscan países, puesto que en
un profundo sentido ya tienen países: el nexo entre el pueblo y la tierra es un
aspecto distintivo de la identidad nacional. Aún más, sus líderes compren
den que, al poder resolverse tantas cuestiones críticas (incluyendo asuntos de
justicia distributiva, tales como la beneficencia, la educación y otros por el es
tilo) dentro de unidades geográficas, el centro de la vida política no puede
establecerse en ningún otro sitio. Las corporaciones "autónomas" siempre se
rán anexos, y probablemente anexos parasitarios, de los Estados territoriales,
además de que renunciar al Estado es renunciar a toda autodeterminación
efectiva. Por ello las fronteras, y los movimientos de individuos a través de
las fronteras, son encarnizadamente disputados tan pronto el mandato
imperial cede y la nación comienza con el proceso de "liberación". De nueva
cuenta, anular el proceso o reprimir sus efectos exigiría una coerción masiva
a escala global. No hay manera de evitar la existencia de los países (y la
proliferación de países) como los conocemos en la actualidad. De ahí que la
teoría de la justicia deba consentir el Estado territorial, especificando los
derechos de sus habitantes y reconociendo el derecho colectivo a la admisión
y a la denegación de ésta.
El argumento, sin embargo, no puede detenerse aquí, pues el control del
territorio abre al Estado a la exigencia de la necesidad. El territorio es un bien
social en un doble sentido. Es espacio para vivir, tierra y agua, recursos mi
nerales y riqueza potencial, un recurso para los desposeídos y ios hambrien-
los. Y es espacio para vivir protegido, con fronteras y policía, un recurso para
los perseguidos y para aquellos sin patria. Estos dos recursos son distintos, y
piulemos llegar a conclusiones distintas según sea la clase de demandas que
••e hagan a partir de cada uno de ellos. Pero la cuestión debatida debe ser
formulada primero en términos generales. ¿Puede una comunidad política
excluir a los desposeídos y hambrientos, a los perseguidos y apátridas, a los
-en una palabra— menesterosos, simplemente porque son extraños? ¿Están
obligados los ciudadanos a aceptar extranjeros? Supongamos que los ciu
dadanos no tienen obligaciones fórmales; no los obliga nada más imperioso
que el principio de la mutua asistencia. El principio debe ser aplicado, sin
embargo, no directamente a individuos sino a ciudadanos tomados como
grupo, pues la migración es un asunto de decisión política. Si el Estado es de
mocrático, los individuos participan en la toma de decisiones, pero no deci
den para sí mismos sino en general para la comunidad. Y este hecho tiene
implicaciones morales. Remplaza la inmediatez por la distancia, y la in
versión personal de tiempo y energía por costos burocráticos impersonales.
A pesar de la pretensión de John W inthrop, la ayuda m utua es más
coercitiva para las comunidades políticas que para los individuos, en virtud
de que una amplia gama de acciones benévolas se abre a la comunidad, las
que únicamente afectarán marginalmente a sus miembros actuales consi
derados como un cuerpo, o acaso, con posibles excepciones, a uno por uno, a
familia por familia, o a club por club. (Pero la benevolencia tal vez afecte a
los hijos o a los nietos o a los bisnietos de los miembros actuales de maneras
no fáciles de medir o siquiera de determinar. No estoy seguro de hasta qué
punto consideraciones de este tipo pueden ser utilizadas para estrechar la
gama de las acciones requeridas.) Estas acciones probablemente signifiquen
la inclusión de extraños, pues la admisión a un país no confiere la clase de
intimidad que difícilmente puede ser evitada en el caso de los clubes y de las
familias. ¿No será entonces la admisión moralmente imperativa, al menos
para estos extraños sin lugar a dónde ir?
A un argumento tal, que convierte la asistencia mutua en una carga más
gravosa para las comunidades de lo que jamás podrá ser para los individuos,
subyace probablemente la suposición común de que el derecho a la exclusión
depende de la extensión territorial y de la densidad de población de un país
determinado. De esta manera, Sidgwick escribió que él no puede "conceder a
un Estado en posesión de grandes extensiones de tierra desocupada el
derecho absoluto a excluir elementos extranjeros".13 Desde su punto de vista,
tal vez puedan los ciudadanos hacer alguna selección entre los extranjeros
menesterosos, mas no pueden negarse íntegramente a aceptar extraños
mientras en su Estado exista (una considerable cantidad de) espacio libre. Un
13 Sidgwick, Llemmts o f Poli!íes |7], p. 295. Cf. la carta de John Stuart Mili a Henry George
acerca d e la em igración china a los Estados Unidos, citada por A lexander Saxton, The
Indispensable Enemy: Labor and the Anti-Chinese Masvnient ¡n California (Berkdey, 1971), p. 108.
58 LA PERTENENCIA
argumento mucho más sólido podría construirse desde el otro lado, por así
decirlo, si consideramos a los extranjeros menesterosos no como a sujetos de
beneficencia sino como a hombres y mujeres desesperados, capaces de obrar
por sí mismos. En el Leoiatán, Hobbes argumentó que si esos individuos no
pueden ganarse la vida en sus propios países, tienen derecho a trasladarse a
otros "no suficientemente poblados, donde con todo no han de exterminar a
quienes encuentren allí, sino obligarlos a vivir juntos más estrechamente, y
no han de desperdigarse por grandes extensiones de tierra con la finalidad
de apoderarse de lo que encuentren".14 Aquí los "samaritanos" no son acti
vos, sino que sobre ellos se ejerce una acción, y (como veremos enseguida) se
les imputa solamente una no-resistencia.
Los refugiados
Unidos, por ejemplo, que ofreciesen refugio a los stalinistas que habrían
huido de Hungría en 1956, de haber triunfado la revolución. Una vez más,
las comunidades deben tener fronteras, y si bien éstas se determinan en fun
ción del territorio y los recursos, dependen de un sentido de vinculación y
mutualidad en lo que se refiere a la población. Los refugiados deben respon
der a tal sentido. Uno les desea suerte, pero en casos concretos, respecto a un
Estado particular, podrían perfectamente no tener derecho a tener suerte.
Ya que la afinidad ideológica (mucho más que la étnica) es una cuestión
de mutuo reconocimiento, hay aquí mucho espacio para la opción política
—y de esta manera, para la exclusión tanto como para la admisión—. De ahí
que pueda decirse que mi argumentación no llega hasta la desesperación del
refugiado. Ni sugiere ninguna manera de vérselas con el enorme número de
refugiados que la política del siglo xx ha producido. Por una parte, cada
quien debe tener un sitio para vivir, y un sitio donde una vida razonable
mente segura sea posible. Éor otra parte, éste no es un derecho que se pueda
hacer cumplir contra Estados anfitriones específicos. (Tal derecho no puede
hacerse cumplir en la práctica hasta que haya una autoridad internacional
capaz de hacerlo cumplir; y de haberla, ciertamente haría mejor en intervenir
contra los Estados cuyas políticas brutales han forzado a sus propios
ciudadanos al exilio, y así permitirles regresar a casa.) La crueldad de este
dilema es mitigada en algún grado por el principio del asilo. Cualquier
refugiado que haya logrado escapar y no busque pero haya encontrado
refugio al menos temporal, puede pedir asilo — un derecho reconocido hoy,
por ejemplo, en la ley inglesa— y no podrá deportársele mientras el único
país al cual pueda ser enviado "sea uno al que él no esté dispuesto a regresar
debido al temor bien fundado de ser perseguido por razones de raza, reli
gión, nacionalidad, [...] o por opiniones políticas". A pesar de que es un ex
traño y está recién llegado, la regla en contra de la expulsión vale para él
como si ya hubiese llevado una vida en donde se encuentra, pues no hay
otro lugar donde pueda hacerlo.
Sin embargo, este principio fue establecido para el bien de personas indi
viduales, consideradas una por una, pues su número es tan pequeño que no
pueden tener un efecto significativo sobre el carácter de la comunidad po
lítica. ¿Qué sucede cuando el número no es pequeño? Consideremos a los
millones de rusos capturados o esclavizados por los nazis en la segunda
Guerra Mundial, y que se desperdigaron durante las ofensivas de los aliados
la inmigración es proteger el proceso en curso del diálogo liberal mismo" (las cursivas son de
Ackerman). (li. Ackerman, Social fuslice iu Ihe Liberal Stale. New Haven, 1980, p. 95.) Los sujetos
públicamente comprometidos con la destrucción del "diálogo liberal" pueden ser excluidos —o
tal vez Ackerman diría que pueden ser excluidos sólo si sus m iembros o la fuerza de su
compromiso representa un peligro real— . En cualquier caso, el principio enunciado de esla
m anera tiene validez sólo en los E stad os lib erales. Pero seg u ram ente o tras c la se s d e
comunidades políticas también tienen derecho a proteger el sentido que poseen sus miembros
acerca de lo que ellas son.
w E. C. S. Wade y C. Godfroy Phillips, Constiltilimial aml Atim'mistrative Law, 9a. cd., revisada
por A. W. Bradley (Londres, 1977), p. 424.
LA PERTENENCIA 63
E x t r a n je r iz a c ió n y n a t u r a l iz a c ió n
20 Véase Nikulai Tolstoi, The Secret Belrayal: 7944-1947 (Nueva York, 1977), acerca de la
horrible historia completa.
64 LA PERTENENCIA
21 Víctor Ehrenberg, The Peoplc o f Aristophanes (Nueva York, 1962), p. 153; me he apoyado en
toda la exposición sobre los extranjeros en la Atenas del siglo IV a.c.
22 David Whitehead, The Ideology o f Ihe Athcnian Metic, vol. suplementario núm. 4 (1977) de la
Cambridge Philologjcal Society, p. 41.
66 LA PERTENENCIA
23 Aristóteles, The Politics, 1275a y 1278a; he preferido la traducción de Eric Havelock en The
Libera/Temper in Crcek Politics (New Haven, 1957), pp. 367-369.
24 Isócrates, citado por Whitehead, Atheman Metic [211, pp. 51-52.
LA PERTENENCIA 67
pedes y anfitriones parece ser un buen negocio en todos sentidos, pues la du
reza de los días y los años de trabajo es temporal, y el dinero enviado a casa
cuenta allí de una manera que nunca podría contar en una ciudad europea.
Pero ¿qué hemos de decir del país anfitrión, entendido como una comuni
dad política? Los defensores del sistema de trabajadores huéspedes afirman
que económicamente el país es ahora una vecindad, aunque políticamente
aún sea un club o una familia. Como lugar para vivir, está abierto a cual
quiera que pueda encontrar trabajo; en cuanto foro o asamblea, como nación
o pueblo, está cerrado excepto a aquellos que puedan satisfacer los requisitos
fijados por los miembros actuales. El sistema es una síntesis perfecta de mo
vilidad laboral y solidaridad patriótica. Pero esta descripción de ninguna
manera consigue reflejar la situación de hecho. El Estado como vecindad,
como una asociación "indiferente" normada sólo por las leyes del mercado, y
el Estado como club o familia, con relaciones de autoridad y policía, simple
mente no coexisten como dos momentos distintos en la historia o en un tiem
po abstracto. El mercado para los trabajadores huéspedes, libre de las par
ticulares presiones políticas del mercado laboral doméstico, no está libre de
toda presión política. El poder del Estado desempeña un papel de máxima
importancia en su creación y posteriormente en el cumplimiento de sus re
glas. Sin la denegación de los derechos políticos y de las libertades cívicas y
la amenaza siempre presente de la deportación, el sistema no funcionaría.
Por consiguiente, los trabajadores huéspedes no pueden ser descritos mera
mente en los términos de su movilidad, como hombres y mujeres en libertad
para ir y venir. Mientras son huéspedes también son súbditos. Como los
metecos atenienses, son dirigidos por una banda de ciudadanos-tiranos.
Pero ¿acaso no están de acuerdo en ser dirigidos así? ¿No es efectivo aquí
el argumento contractualista, con estos hombres y mujeres que efectivamente
son admitidos bajo contrato y permanecen sólo por tantos meses o años?
Desde luego que llegan sabiendo a grandes rasgos qué esperar, y a menudo
regresan sabiendo más o menos qué esperar. Pero esta clase de consenti
miento, dado en un momento único, si bien es suficiente para legitimizar las
transacciones del mercado, no basta para la política democrática. El poder
político es precisamente la capacidad de tomar decisiones durante un
espacio de tiempo, de cambiar las reglas, de hacer frente a las emergencias;
no puede ser ejercido democráticamente sin el consentimiento continuo de
quienes están sujetos a él. Y entre éstos se cuentan toda mujer y todo hombre
que vivan dentro del territorio en el cual tales decisiones surten sus efectos.
Todo el sentido de llamar "huéspedes" a este tipo de trabajadores es, sin em
bargo, el de sugerir que ellos (realmente) no viven en el lugar donde tra
bajan. Si bien son tratados como sirvientes bajo contrato, de hecho no lo son.
Pueden renunciar a sus puestos, comprar boletos de tren o de avión y regre
sar a casa; son ciudadanos en otra parte. Si vienen voluntariamente, a traba
jar y no a establecerse, y si pueden marcharse cuando quieran, ¿por qué
habrían de concedérseles derechos políticos mientras permanezcan en el
país? El consentimiento continuo, podría argumentarse, sólo se requiere de
parte de los residentes permanentes. Aparte de lo previsto explícitamente en
LA PERTENENCIA 71
P e r t e n e n c ia y ju s t ic ia
P e r t e n e n c ia y n e c e s id a d
75
76 SEGURIDAD Y BIENESTAR
3Cf. David Hume, A Trm tiseof Human Nalurv, libro III, parle II, cap. 8.
4 No pretendo reiterar la distinción técnica que los economistas hacen entre bienes públicos y
bienes privados. La previsión general siempre es pública, al menos en las definiciones menos
rigurosas del término (el cual especifica solamente que los bienes públicos son aquellos que no
pueden proporcionársele a alguien excluyendo a los miembros de la comunidad). Asi son la ma
yoría de las formas de la previsión particular, pues incluso lo bienes otorgados individualmente
generan beneficios no exclusivos para la comunidad coasiderada como un todo. Las becas para
huérfanos, por ejemplo, son privadas respecto de los huérfanos, públicas respecto de la comu
nidad de ciudadanos dentro de la cual los huérfanos un día habrán de trabajar y votar. Pero los
bienes públicos de esta última especie, que dependen de distribuciones previas a individuos o
grupos particulares, han sido controvertibles en muchas sociedades. He diseñado mis categorías
de tal modo que sea posible examinarlas detenidamente.
SEGURIDAD Y BIENESTAR 77
5 La cito es del geógrafo griego Pausarías, en George Rosen, A History o f Public Heallh (Nueva
York, 1958), p. 41.
6 Simone Weil, The Needja r Raofs, tr. Arthur Wills (Boston, 1955), p. 21.
78 SEGURIDAD Y BIENESTAR
L a PREVISIÓN COMUNITARIA
9 Louis Cohn-Haft, The Public Physiciaus o f Ancient Crivcc (Smitli Collego Studies in History,
vol. 42, Northampton, Mass., 1956), p. 40.
80 SEGURIDAD Y BIENESTAR
10 ibid., p. 49.
u Aristóteles, La Constitución de A talas, en Aristotle and Xamphmt mi Democmcy and Oligarchy,
tr. J. M. Moaré (Berkcley, 1973), p. 170l
12 Aristóteles, Constitución [10], p. 191 (50.2).
SECURIDAD Y BIENESTAR 81
R epa rto ju s t o
¿Cuál es la parte que en justicia les corresponde? De hecho, hay aquí dos
cuestiones distintas. La primera se refiere a la gama de bienes que deberían
ser compartidos, a los límites de la esfera de la seguridad y el bienestar. La
segunda se refiere a los principios distributivos apropiados dentro de cada
esfera, los cuales intentaré distinguir a partir de los ejemplos griego y judío.
Podemos empezar muy bien con la máxima talmúdica según la cual el po
2 La defensa filosófica más potente de esta posición la aporta Robert Nozick, Aitarchy, State
and Utopia (Nueva York, 1974).
86 SEGURIDAD Y BIENESTAR
bre tiene que ser socorrido (el imperativo es importante) en proporción a sus
necesidades. Esto, supongo, es de sentido común, pero conlleva un impor
tante matiz negativo: no en proporción a cualidad personal alguna —atracti
vo físico, digamos, u ortodoxia religiosa— . Uno de los esfuerzos persistentes
de la organización comunitaria judía, nunca íntegramente exitoso, era la
eliminación de la mendicidad. El mendigo es recompensado por su ha
bilidad para contar una historia, por su pathos, a menudo —en las tradiciones
judías— por su audacia; y es recompensado de acuerdo con la bondad, la
importancia personal, la nottesse oblige de su benefactor, mas nunca simple
mente en proporción a sus necesidades. Pero si estrechamos el vínculo entre
la necesidad y la previsión, podemos liberar al proceso distributivo de todos
estos factores externos. Cuando repartimos alimentos, atenderemos direc
tamente al propósito del dar: el alivio del hambre. Las mujeres y los hombres
hambrientos no tienen que escenificar representación alguna ni aprobar un
examen ni ganar una elección.
Ésta es la lógica intema, la lógica social y moral de la previsión. Una vez
que la comunidad emprende el suministro de algún bien, debe proporcio
narlo a todos los miembros que lo necesiten en proporción a sus necesidades.
La distribución real se verá limitada por los recursos disponibles, pero todo
otro criterio más allá de la necesidad misma es percibido como una deforma
ción y no una limitación de los procesos distributivos. Por otra parte, los re
cursos disponibles de la comunidad son simplemente el producto pasado y
presente, la riqueza material acumulada por sus miembros —no un "superá
vit" de tal riqueza— . Usualmente se afirma que el Estado de beneficencia
"descansa sobre la disponiblidad de alguna forma de superávit econó
mico".24 Mas ¿qué puede significar esto? No podemos sustraer del producto
social total los costos de mantenimiento de hombres y máquinas, el precio de
la supervivencia social, y luego financiar el Estado de beneficencia con lo que
quede, pues ya habremos financiado el Estado de beneficencia con lo que ha
yamos sustraído. Ciertamente, el precio de la superviviencia social incluye
los gastos estatales por la seguridad militar, digamos, y por la salud pública
y la educación. Las necesidades socialmente reconocidas son el primer cargo
en contra del producto social: no hay superávit real alguno hasta que hayan
sido satisfechas. Lo que el superávit financia es la producción y el intercam
bio de mercancías fuera de la esfera de la necesidad. Las mujeres y los
hombres que se apropien de grandes sumas de dinero para beneficio perso
nal mientras las necesidades sigan sin ser satisfechas, actúan como tiranos,
dominando y deformando la distribución de seguridad y bienestar.
Debo otra vez hacer hincapié en que las necesidades no son meramente
fenómenos físicos. Incluso la necesidad de alimentación adquiere formas
distintas en condiciones culturales distintas. De ahí las distribuciones
generales de alimento antes de los días festivos religiosos en las comunida
des judías: se servía a un ritual y no a una necesidad física. Era importante no
solamente que los pobres tuvieran qué comer sino también que consumieran
24 Morris Janowitz, Social Control and W dfim State (Chicago, 1977), p. 10.
SEGURIDAD Y BIENESTAR 87
reducir los riesgos de la vida urbana. Con razón, podrían afirmar que para
esto existe la comunidad. Es posible formular un argumento similar respecto
•i la seguridad social. El éxito mismo de la previsión general en el terreno de
l.i salud pública ha extendido notablemente la duración de una vida humana
normal, y en consecuencia la duración de los años durante los cuales las mu-
lores y los hombres son incapaces de sostenerse a sí mismos, durante los
cuales están físicamente, pero a menudo no social, política o moralmente in
capacitados. Una vez más, el apoyo a los inválidos es una de las formas más
antiguas y la forma más común de la previsión particular. Tero ahora se la
necesita a una escala mucho mayor que nunca antes. Las familias se hallan
abrumadas por los gastos que implica la ancianidad, y buscan asistencia en
la comunidad política. Lo que deba hacerse, con exactitud, será motivo de
controversia. Términos como salud, peligro, ciencia, incluso ancianidad, tienen
significados muy distintos en diferentes culturas, no es posible una especi
ficación externa. Tero ello no significa que a las personas afectadas no les
resultará claro que algo —algún conjunto particular de cosas— deba ser
puesto en marcha.
Tal vez estos ejemplos sean demasiado fáciles. La enfermedad es una
amenaza general, la ancianidad, una probablidad general, mas no el desem
pleo o la pobreza, los que probablemente se hallen más allá del horizonte de
comprensión de muchas personas con recursos suficientes. Los pobres siem
pre pueden ser aislados, confinados en ghettos, culpados y castigados por su
propio infortunio. A estas alturas podría decirse que la previsión no puede
ser ya defendida invocando algo parecido al significado del contrato social.
Sin embargo, examinemos más de cerca los casos fáciles, pues sin lugar a du
das involucran todas las dificultades de los casos difíciles. La salud pública y
la seguridad social nos invitan a tener la comunidad política, en la frase de T.
H. Marshall, por "un club de beneficio mutuo".31 Toda previsión es recíproca
y sus miembros se turnan para contribuir y recibir, de modo análogo a como
los ciudadanos de Aristóteles se turnan para gobernar y ser gobernados. Éste
es un cuadro feliz y puede ser fácilmente interpretado en términos contrac-
tualistas. El caso es que no sólo los agentes racionales, quienes nada saben de
su situación específica, estarían de acuerdo con estas dos formas de previsión:
los agentes reales, los ciudadanos normales, en toda moderna democracia de
hecho han estado de acuerdo con ellas. Ambas caen, o parecen caer, dentro
de los intereses de la gente hipotética y real. La coacción sólo es necesaria en
la práctica porque una minoría de individuos concretos no entiende, o no en
tiende de una manera consistente, cuáles son sus intereses reales. Sólo el in
sensible y el imprudente necesitan que se les obligue a contribuir, y siempre
puede afirmarse que ellos se incorporaron al pacto social precisamente para
protegerse de su propia insensibilidad e imprudencia. No obstante, las
razones para coaccionar son mucho más profundas que lo anterior. La co
munidad política es algo más que un club de mutuo beneficio, y el alcance de
31 T. H. Marshall, Class, Cilizaiship and Social Dcvelopement (Carden City, Nueva York, 1965),
p. 298.
92 SEGURIDAD Y BIENESTAR
U n Esta d o d e b e n e f ic e n c ia e s t a d u n id e n s e
37 Louis Dumont, Homo Hierarchus: The Coste System and Its Implications (cd. inglesa rev.,
Chicago, 1980), p. 105.
SEGURIDAD Y BIENESTAR 95
habría de ser monopolizado por quienes hayan obrado mal —y hayan sido
encontrados culpables de ello (después de una defensa con recursos su
ficientes).
La asesoría legal no plantea problemas teóricos, dado que las estructuras
que la suministran existen ya, y así lo que se encuentra en discusión es sólo
la disposición de la comunidad a vivir de acuerdo con la lógica de sus pro
pias instituciones. Quisiera pasar ahora a un área donde las instituciones
estadunidenses se encuentran relativamente subdesarrolladas, y donde el
compromiso comunitario es problemático y objeto de continuos debates polí
ticos. Tero aquí el argumento en favor de una previsión más amplia debe
discurrir con mayor cautela. No basta con invocar un "derecho al tratamien
to". Tendré que referir algo acerca de la historia de la atención médica
entendida como un bien social.
mente debido a que aquélla no implica interferencia alguna con las prerro
gativas del gremio médico. Pero los comienzos de la previsión en el área del
tratamiento coincidieron en términos generales con las grandes campañas
públicas de higiene en las postrimerías del siglo xix, y ambas reflejaban
indudablemente la misma sensibilidad hacia los problemas de la super
vivencia física. Las licencias concedidas a los médicos, el establecimiento de
escuelas médicas estatales y clínicas urbanas, el encauzamiento de fondos re
caudados a partir de impuestos hacia los grandes hospitales de voluntarios:
tales medidas implicaban tal vez sólo interferencia marginal con la profesión
médica —algunas, de hecho, reforzaron su carácter gremial— . Con todo,
representan ya un considerable compromiso público.41 Representan un com
promiso que en última instancia sólo puede cumplir con sus metas convir
tiendo a los médicos, o a un número significativo de ellos, en médicos públicos
(como un pequeño número de ellos llegaron a convertirse en médicos de la
corte), y aboliendo o restringiendo el mercado de la atención médica. Antes
de que defienda esta transformación, quiero subrayar lo inevitable del
compromiso del cual aquélla se sigue.
Lo que ha ocurrido en el mundo moderno es, simplemente, que la enfer
medad misma, incluso si es más endémica que epidémica, ha llegado a ser
considerada como una plaga. Y como las plagas pueden ser controladas, la
enfermedad tiene que serlo. La gente no seguirá tolerando aquello que se
resiste a tolerar. El tratamiento de la tuberculosis, del cáncer o de las defi
ciencias cardiacas requiere, no obstante, un esfuerzo común. La investigación
médica es costosa, y el tratamiento de muchas enfermedades concretas está
más allá de los recursos de los ciudadanos comunes. De modo que la co
munidad tiene que salir al frente, y toda comunidad democrática de hecho lo
hará, de manera más o menos vigorosa, más o menos efectiva, dependiendo
de los resultados de batallas políticas concretas. De ahí el papel del gobier
no estadunidense (o de los gobiernos, pues gran parte de la actividad se
realiza a nivel estatal y local): subsidiar la investigación, capacitar personal,
proveer de hospitales y de equipo a la comunidad, regular los planes del
seguro voluntario, asegurando el tratamiento a los ciudadanos seniles. Todo
esto refleja la "invención de la sabiduría humana para proveer a las nece
sidades humanas". Y todo lo que se requiere para que sea moralmente
necesaria es el desarrollo de una "necesidad" tan amplia y profundamente
padecida, que pueda decirse que se trata de la necesidad no de esta o aquella
persona solamente, sino de la comunidad en general —una "necesidad hu
mana", si bien cultural mente modelada y puesta de relieve.42
41 Para una breve exposición de estos desarrollos véase Odin W. Anderson, The Uneasy
Equilibrium: Prwatc and Public Financing o f Health Services in tire United States, 1S75-1965 (New
Haven, 1968).
42 Objetando el argumento de Bemard Williams según el cual el único criterio adecuado para
la distribución de la atención médica es la necesidad médica (B. W illiam s, "T he Idea of
Equality", en Pmbh-nts o f the Sdf, Cambridge, Inglaterra, 1973, p. 240), Roberl Nozick pregunta
por qué entonces no se sigue "que el único criterio adecuado para la distribución de los servicias
del barbero es la necesidad de cortarse el cabello" (R. Nozick, "Anarchy, State and Utopia",
Nueva York, 1974, pp. 233-215). Tal vez sí se siga si uno atiende sólo al "objetivo interno" de la
SEGURIDAD Y BIENESTAR 99
44 Y también, supuestamente, una forma más barata de beneficencia: véase Colín Clark,
Poverty Befiire Politics: A Propasa/fo ra Reverse bicorne Tax (Hobart Paper 73, Londres, 1977).
102 SEGURIDAD Y BIENESTAR
entrañan. De ahí los tres principios, que pueden ser condensados en una ver
sión revisada de la famosa máxima de Marx: de cada quien según su ca
pacidad (o sus recursos); a cada quien según sus necesidades social mente
reconocidas. Tal es, pienso, el significado más profundo del contrato social.
Solamente queda trabajar los detalles —aunque en la vida cotidiana, los
detalles son todo.
N ota a c e r c a d e l a c a r id a d y l a d e p e n d e n c ia
Titmuss estudió los métodos mediante los cuales ciertos países recolectan
sangre para su utilización en hospitales, y se concentró sobre todo en dos
métodos distintos: la compra y la donación voluntaria. Su obra es una
defensa de la donación, ya sea porque es más eficaz (a través de ella se con
sigue mejor sangre), o bien, porque expresa e intensifica el espíritu altruista
comunitario. Su exposición es rica y gratificante, pero lo hubiera sido más si
Titmuss hubiera desarrollado una segunda comparación — para la cual, sin
embargo, no hubiese encontrado ningún ejemplo práctico— . Es posible ima
ginar otra forma de previsión: a saber, un impuesto a la sangre, requisito que
todos tendrían que cumplir contribuyendo con determinados centímetros
cúbicos al año. Así aumentarían mucho las existencias de sangre, pues se in
crementaría el número de los donantes y permitiría a las autoridades
médicas escoger entre ellos, recolectando la sangre sólo de los ciudadanos
más saludables, de manera análoga a como se admite en el servicio militar
únicamente a quienes demuestren aptitud física. Titmuss querría decir aún,
espero, que la relación del regalo es mejor, y no sólo porque el impuesto a la
sangre representaría —al menos dentro de nuestro mundo cultural— un
47 Richard Titmuss, The Gift Rclationihip: From Human Blood lo Social Policy (Nueva York,
1971).
104 SEGURIDAD Y BIENESTAR
w La afirmación citada figura en Social Work, Wcifarc and The State, Noel Parry, M ichad
Rustin y C arde Satyamurti, comps. (Londres, 1979), p. 168; para un tratamiento similar véase
Janowitz, Social Control |23J, pp. 132-133.
SECURIDAD Y BIENESTAR 105
vecinos. Uno podría considerar la relación del regalo como un tipo de polí
tica: al igual que el voto, la petición y el mitin, el regalo es una manera de
otorgar significado concreto a la unión de los ciudadanos. Y así como el
bienestar generalmente se orienta a superar el predominio del dinero en la
esfera de la necesidad, la participación activa de los ciudadanos en las
cuestiones relativas al bienestar (y asimismo en las relativas a la seguridad)
se propone asegurar que el predominio del dinero no sea simplemente susti
tuido por el predominio del poder político.
IV. DINERO Y MERCANCÍA
El a l c a h u e t e u n iv e r s a l
1 William Shakespeare, Timón o f Athciis, IV: 3, citado por Karl Marx en los Eamomieat and
Philosophical Manuscripls, Earli/ Writings, tr. y comp. por T. B. Bottomore (Londres, 1963), p. 190.
106
DINERO Y M ERCANCIA 107
El reclutamiento en 1863
pelear lejos de casa. La guerra contra México, por ejemplo, se realizó íntegra
mente con voluntarios. Pero la Guerra Civil fue una lucha a escala distinta;
ejércitos enormes fueron congregados para la batalla, el poder de artillería
fue más mortífero que nunca, las bajas fueron numerosas y la necesidad
de soldados creció conforme la lucha se hacía más larga. El Departamento de
Guerra y el presidente Lincoln consideraron que un alistamiento a nivel
nacional era la única manera de ganar la guerra.4 Se preveía que la medida
sería impopular merced a las tradiciones localistas de la política estaduni
dense y al profundo antiestatismo del pensamiento liberal (y a las dimen
siones y profundidad de los sentimientos antibélicos). De hecho, su ejecución
suscitó enconada y a menudo violenta oposición, sin embargo sentó un
precedente. La obligatoriedad fue definitivamente levantada a nivel local y
trasladada a nivel nacional, donde desde entonces se encuentra; el servicio
en el ejército federal, más que en la milicia local, fue consagrado como obli
gación de los ciudadanos. Una medida previsora del año 1863 sentó, no obs
tante, sólo un precedente negativo — la exención de cualquier individuo cuyo
nombre se obtuviese en el sorteo de reclutamiento, siempre y cuando estu
viese dispuesto y pudiese aportar 300 dólares para pagar un sustituto.
La exención podía adquirirse por 300 dólares. La práctica no era completa
mente nueva. Las milicias locales solían multar a quienes no aprobaran la
revista, y era motivo de ciertos resentimientos que los ciudadanos de buena
posición a menudo consideraran la multa como un impuesto en vez del ser
vicio militar (mientras que a los ciudadanos empobrecidos se les amenazaba
con cárcel por sus adeudos).56Pero para entonces la guerra y la sangre derra
mada en ella habían exacerbado el resentimiento. "¿Cree [Lincoln] que los
hombres sin recursos van a sacrificar sus vidas", preguntó un neoyorquino, "y
permitir que los ricos paguen 300 dólares a fin de quedarse en casa?"* No está
claro qué papel hayan desempeñado tales juicios durante las manifestaciones
en contra del alistamiento que sacudieron a Nueva York en julio de 1863,
después de haberse efectuado el primer sorteo. En todo caso, era una postura
reiterada en todo el país que los hombres sin recursos no debían sacrificar
sus vidas, y si bien la ley fue cumplida, nada parecido volvió a ser pro
mulgado después. ¿Era lícito tal negocio en la milicia cuando en ella lo más
que se hacía era marchar y efectuar ejercicios unas cuantas horas? Un po-
litólogo de la escuela de Rousseau diría que no, por supuesto, y en un tiempo
ello hubiera correspondido en gran medida con las convicciones republi
canas de los estadunidenses comunes. No obstante, el servicio militar se vio
drásticamente desprestigiado en los años anteriores a la Guerra Civil, y los
castigos al estilo de Rousseau por no incorporarse al ejército —ostracismo o
Intercambios obstruidos
7 ¡bid., p. 18.
DINERO Y MERCANCIA 111
entre la esfera del dinero y lo que él denomina "el dominio de los derechos".®
Los derechos son, por supuesto, una prueba en contra de la compraventa, y
Okun reinterpreta de manera reveladora la Declaración de Derechos como
una serie de intercambios obstruidos. Pero no sólo los derechos se hallan
fuera del nexo con el dinero en efectivo. Siempre que prohibamos el uso del
dinero, establecemos efectivamente un derecho —a saber, el de que este bien
particular sea distribuido de alguna otra manera—. Sin embargo, debemos
discutir el significado del bien antes de que podamos decir algo más acerca
de su justa distribución. Por ahora quiero diferir el grueso de mi argumenta
ción y simplemente proponer una lista de cosas que no pueden ser obtenidas
con dinero. La lista repite o anticipa otros capítulos, al ser una característica
del dinero colindar con otra esfera; por eso es importante determinar sus
fronteras. Los intercambios obstruidos fijan límites al predominio de la ri
queza material.
1. Los seres humanos no pueden ser comprados ni vendidos. La venta de
esclavos, incluso la de uno mismo como esclavo, está prohibida. Ello es un
ejemplo de lo que Okun denomina "prohibiciones de intercambios nacidos
de la desesperación".9 Hay multitud de tales prohibiciones, pero algunas
regulan nada más el mercado laboral, por lo que haré una lista de ellas sepa
radamente. Esta lista establece qué se debe o no se debe comercializar: no las
personas o la libertad de las personas, sino exclusivamente su poder laboral
y las cosas que ellas hacen. (Los animales pueden ser comercializados por
que los concebimos como carentes de personalidad, si bien la libertad es sin
lugar a dudas un valor respecto de algunos de ellos.) La libertad personal no
es, con todo, un argumento en contra del reclutamiento o del confinamiento
en prisión, sino sólo en contra de la compraventa.
2. El poder político y la influencia no pueden ser comprados ni vendidos.
Los ciudadanos no pueden comprar sus votos ni los funcionarios sus decisio
nes. El cohecho es una transacción ilegal. No siempre ha sido así; en muchas
culturas, los regalos de clientes y quejosos son una parte normal de la remu
neración de quienes ocupan algún cargo. La relación del regalo funcionará
aquí, sin embargo, sólo si el "cargo" no ha surgido completamente como un
bien autónomo y la línea divisoria entre lo público y lo privado es borrosa e
indistinta. No funcionará en una república que trace tal línea con claridad:
Atenas, por ejemplo, poseía un extraordinario conjunto de reglas planeadas
para reprimir el cohecho; mientras más cargos compartieran los ciudadanos,
más elaboradas se convertían las reglas.10
3. La justicia en materia criminal no está a la venta. No sólo jueces y jura
dos no pueden ser sobornados, sino que los servicios de los abogados defen
sores son materia de previsión comunitaria — una forma necesaria de
beneficencia dado el sistema de adversarios en las cortes estadunidenses.*
* Arthur Okun, Equality and Effidcitcy: The fíig Tradeoff (Washington, D. C., 1975), pp. 6 ss.
9 JW<f., p .20.
10Douglas M. MacDowell, The Lato m Classical Atltens (Ithaca, Nueva York, 1978), pp. 171-173.
112 DINERO Y M ERCANCIA
¿Cuál es la esfera propia del dinero? ¿Qué bienes sociales pueden ser legití
mente comercializados en el mercado? La respuesta obvia es también la
correcta, al apuntar hacia una gama de bienes que con toda probabilidad
siempre hayan sido comercializadles, al margen de cualquier otra cosa que lo
haya sido o no: todos esos objetos, mercancías, productos, servicios que no
son comunitariamente suministrados, que las personas sin embargo encuen
tran útiles o agradables: las usuales existencias de bazares, centros comer
ciales y centros de intercambio. Incluye, y tal vez siempre haya incluido,
lujos lo mismo que materias primas, bienes hermosos lo mismo que bienes
funcionales y durables. Las mercancías, incluso cuando son primitivas y
simples, son ante todo cómodas: son una fuente de bienestar, calidez y segu
ridad. Las cosas son nuestras anclas en el mundo.12 Pero si bien es cierto que
12 En tomo a la importancia de las "cosas" véase Mary Douglas y Barón Ishcrwood, The
World o f Coods (Nueva York, 1979), esp. el cap. 3; asimismo, Mikaly Csikszentmikalyi y Eugene
Rochberg-Halton. The Meaning o f Things; Domcslic Symbols and Ihe S elf (Cambridge, Inglaterra,
1981).
DINERO Y M ERCANCIA 115
Ocurre no sólo que los individuos se diferencien por la selección que hacen
dentro de la esfera del dinero y la mercancía, o que sus éxitos y fracasos en
esa esfera los diferencien. Es verdad que el mercado es un escenario para la
competencia, y de este modo distribuye ciertas clases de aprecio o desprecio
(mas no todas). Pero Rainwater quiere ¡r más lejos. A menos de que poda
mos gastar dinero y gozar de bienes ubicados más allá de lo necesario piara la
subsistencia, a menos de que dispongamos de tiempo libre y de las como
didades que el dinero puede comprar, sufrimos una pérdida más seria que la
pobreza en sí misma, un especie de pérdida de status, un descrédito socio
lógico. Nos convertimos en extranjeros en nuestra propia tierra —y a me
nudo en nuestro hogar—. No podemos desempeñar más nuestros papeles de
padres de familia, amigos, vecinos, socios, camaradas o ciudadanos. Esto no
es verdad en todas partes, pero actualmente en los Estados Unidos y en toda
sociedad donde el mercado triunfa, la mercancía gestiona la pertenencia. A
gualdades; los particulares acaban con más o con menos, con cantidades dis
tintas y con distintos tipos de posesiones. No hay manera de asegurar que
todos posean el conjunto de bienes, cualquiera que éste sea, que constituye al
"estadunidense promedio", pues un intento de esta naturaleza simplemente
elevará el promedio. He aquí una triste versión de la búsqueda de la feli
cidad: la previsión comunitaria persiguiendo sin cesar las demandas del
consumidor. Tal vez haya algún punto más allá del cual el fetichismo de la
mercancía pierda su asidero. Tal vez, más modestamente, exista algún punto
menos elevado en el cual los individuos se encuentren a salvo de toda pérdi
da radical de status. La última posibilidad sugiere el valor de las redistribu
ciones parciales en la esfera del dinero, incluso si el resultado queda algo
lejos de la igualdad simple. Pero también sugiere que debemos mirar fuera
de la esfera y fortalecer las distribuciones autónomas en otros sitios. Des
pués de todo, hay actividades más importantes para el significado de la
pertenencia que la posesión y utilización de mercancías.
Nuestro propósito es el de domeñar "la inexorable dinámica de una eco
nomía de dinero", el de hacerla menos dañina —o bien, asegurar que el daño
experimentado en la esfera del dinero no sea mortal, ni respecto de la vida ni
respecto de la posición social—. Sin embargo, el dinero sigue siendo una esfe
ra competitiva en la que el riesgo es común, en la que la disposición a correr
riesgos es a menudo una virtud, y en la que la gente gana y pierde. Un lugar
interesante: pues incluso cuando el dinero compra sólo aquello que debiera,
no deja de ser algo muy bueno de tener. Responde a ciertas cosas que nada
más puede responder. Y una vez que hayamos obstruido todo intercambio
erróneo y controlado el peso puro del dinero, no habrá motivo para preocu
pamos por las respuestas que el mercado proporciona. Los hombres y las
mujeres tendrán todavía motivos de preocupación, por lo cual intentarán
minimizar sus riesgos, o compartirlos, o atenuarlos; o se comprarán algún se
guro. En el régimen de la igualdad compleja, ciertas clases de riesgos podrán
compartirse de manera regular, dado que el poder de imponer riesgos sobre
otros individuos, de tomar decisiones con autoridad en fábricas y corpo
raciones no es un bien que pueda comercializarse en el mercado. Éste es sólo
un ejemplo más de un intercambio obstruido; más tarde habré de examinarlo
en detalle. Dadas las obstrucciones adecuadas, no hay nada como una mala
distribución de los bienes de consumo. Desde el punto de vista de la igual
dad compleja, no importa si usted posee un yate y yo no, o si el sistema de
sonido del equipo estereofónico de ella es inmensamente superior al de él, o
que nosotros compremos nuestras alfombras en Sears Roebuck mientras
ellos importan las suyas de Oriente. Las personas pondrán o no atención a
estos asuntos: se trata de un problema de cultura, no de justicia distributiva.
Mientras los yates, los equipos estereofónicos y las alfombras tengan sólo
valor de uso y un valor simbólico individualizado, su distribución desigual
no tiene importancia.15
E l MERCADO
16 Véase Luuis O. Kelso y Mortimer J. Adler, The Capitalist Manifestó (Nueva York, 1958), pp.
66-77, para una argumentación que asimila la distribución de la riqueza material con base en la
contribución a la distribución del cargo con base en el mérito. Economistas com o M illón
Friedman son más precavidos: no obstante, ésta es la ideología popular del capitalismo: el éxito
es la merecida recompensa para "la inteligencia, la determinación, el trabajo duro y el estar dis
puesto a correr riesgos" (Gcorge Cilder, Wcalth and Poverty (Nueva York, 1981], p. 101).
17 Véase la distinción de Robert Nozick entre el tener derecho a algo lenlitlcm enl] y el
merecimiento ¡desertj, en Anarchy, State and Utopia (Nueva York, 1974), pp. 155-160.
120 DINERO Y M ERCANCÍA
Por temor a equivocarme bien podría yo especificar, tal como está alegremente
especificado en el modelo y norma de estas visiones, un carácter práctico, cam
biante, mundano, productor de dinero e incluso materialista. Es innegable que a
nuestras granjas, tiendas, oficinas, lencería, carbón y abarrotes, ingeniería, cuentas
de dinero en efectivo, comerciantes, ganancias, mercados, etc., debería prestárseles
la más estrecha atención, y deberían de ser activamente buscados, tal como si
tuvieran una existencia real y permanente.18
18 Walt Whitman, Complete Poetiy and SeUxtcd Prose, James E. Miller, Jr., comp. (Boston, 1959),
p. 471n.
DINERO Y M ERCANCIA 121
dos! Ésta es otra de las desventuras de las cuales la teoría de la justicia distri
butiva no se ocupa.
El comerciante sirve de alcahuete a nuestros deseos. Pero mientras no esté
vendiendo seres humanos o votos o influencia política, mientras no acapare
el mercado de trigo en tiempos de escasez, mientras sus coches no sean tram
pas mortales y sus camisas no sean inflamables, se trata de un alcahueteo
inofensivo. Desde luego que intentará vendemos cosas que en realidad noso
tros no queremos, nos mostrará el mejor lado de su mercancía y nos ocultará
el lado oscuro. Nosotros tendremos que protegemos contra el fraude (tal
como él se protege contra el robo). Pero el intercambio es en principio una
relación de beneficio mutuo, y ni el dinero que el comerciante gana ni la acu
mulación de bienes por este o aquel consumidor representan inconveniente
alguno para la igualdad compleja —no si la esfera del dinero y la mercancía
ha sido adecuadamente demarcada.
Sin embargo, este argumento podrá servir sólo para la pequeña burguesía,
para el mundo del bazar y la calle, para la tienda de abarrotes de la esquina,
la librería, la boutíque, el restaurante (pero no para la cadena de restaurantes).
¿Qué hemos de pensar del exitoso empresario que se ha convertido en un
hombre de riqueza material y poder enormes? Debo subrayar que esta clase
de éxito no es la meta de todo propietario de tienda, no en el bazar tradicio
nal, donde el crecimiento a largo plazo, un "esquema de progreso lineal de
los andrajos a la opulencia", no figura en la cultura económica, y ni siquiera
en nuestra propia sociedad, donde de hecho figura.19 Existen recompensas en
hacer que las cosas rindan, en vivir cómodamente, en tratar por años con
mujeres y hombres conocidos. El triunfo empresarial es tan sólo uno de los
fines de los negocios. Pero es un bien febrilmente perseguido, y mientras el
fracaso no resulta problemático (los empresarios fracasados son aún ciu
dadanos con buena reputación), el éxito inevitablem ente sí lo es. Los
problemas son de dos órdenes: en primer lugar, la extracción del mercado no
sólo de riqueza material sino de prestigio e influencia; en segundo lugar, el
despliegue de poder dentro del mercado. Me propongo examinarlos en este
orden, considerando para empezar la historia de una empresa y enseguida
las políticas con respecto a algunas mercancías.
19 En lorno a la econom ía de bazar véase Clifford Geertz, P cddkrs and Princcs: Social
Dcvelopement and Economic Changa in Tuki Indonesian Towns (Chicago, 1963), pp. 35-36.
20 Ralph M. Hower, HiMory ofM acy's ofN ew York, 1858-1919: Cliaplers in Ihe Ewlulion o f tim
122 DINERO Y MERCANCIA
Ante todo, tiendas como Macy's proveen a la gente de lo que la gente quiere,
y de esa manera tienen éxito o no lo tienen, son útiles o no lo son, y en este
último caso fracasan. Mucho antes de convertirse en servidores públicos, los
empresarios han sido servidores privados que responden a las órdenes del
soberano consumidor. Tal es el mito del mercado. Pero no es difícil presentar
un cuadro distinto de las relaciones de mercado. Según un teórico social, el
francés André Gorz, el mercado es "un lugar donde una enorme producción
y oligopolios de venta [...] encuentran una multiplicidad fragmentada de
compradores, quienes dado su estado disperso son totalmente impotentes".
Por tanto, el consumidor no es y nunca podrá ser soberano. "Sólo es capaz de
escoger de entre la variedad de los productos, pero no tiene poder alguno
para influir en la producción de otros artículos, más adecuados a sus necesi
dades, en lugar de los artículos que se le ofrecen."2* Las decisiones cruciales
son tomadas por los propietarios corporativos, los gerentes o los comercian
tes al menudeo a gran escala: ellos determinan la gama de mercancías de
entre las cuales el resto de nosotros lleva a cabo su elección, de modo que
nosotros no obtenemos las cosas que (realmente) queremos. Gorz concluye
que estas decisiones deberían ser colectivizadas. No es suficiente que el
mercado sea limitado: tiene que ser efectivamente remplazado por políticas
democráticas.
Consideremos ahora algunos de los ejemplos de Gorz. Los artículos desti
nados a los particulares, razona él, son incompatibles con aquellos artículos
destinados a uso colectivo. "La lavadora privadamente poseída, por ejemplo,
opera contra la instalación de lavanderías públicas." Es necesario tomar una
decisión acerca de cuál de estas dos ha de ser fomentada. "¿Debe hacerse
hincapié en el mejoramiento de los servicios colectivos o en el suministro de
equipo individual (...]? ¿Debe haber un televisor de dudosa calidad en cada
apartamento, o una sala de televisión en cada edificio de apartamentos, con
un equipo de la más alta calidad posible?"25 Gorz piensa que estas preguntas
sólo pueden ser respondidas por los "productores asociados", quienes al
mismo tiempo son los consumidores —esto es, por un público democrático en
su conjunto— . Pero ésta parece ser una singular manera de localizar el poder
de decisión con respecto a bienes de esta índole. Si se convoca a una decisión
colectiva para este caso, yo pensaría que tal decisión podría tomarse mejor a
nivel del edificio de apartamentos o a nivel de la manzana. Dejemos que los
residentes decidan qué tipo de recinto público quieren pagar y pronto habrá
diversas clases de edificios de apartamentos, diferentes clases de vecindades,
respondiendo a gustos diferentes. Sin embargo, decisiones de esta índole
repercutirán en el mercado exactamente como una decisión individual:
efectivamente tendrán mayor peso. Si el peso es suficientemente grande, el
tipo adecuado de máquinas serán construidas y vendidas. Los fabricantes y
* André Gorz, SociaUsm and Rcvolution, tr. Norman Denny (GardenCity, 1973), p. 196.
“ M í., pp. 195-197.
DINERO Y M ERCANCIA 125
M Véase Albert E. Kahn, "The Tyranny of Small Decisions: Market Failures, Imperfections
and (he Limits of Economics", en KYKLOS: International R cvuctf Social Sciences, 19 (1966).
29 Gorz, Sociatism and Rexxtlution |24|, p. 195.
DINERO Y MERCANCIA 127
necesario discutir acerca del tamaño relativo de los subsidios a los automó
viles privados y al transporte público. Se trata, propiamente, de una decisión
política, no de una decisión de mercado, de modo que los ciudadanos que la
tomen deben ser iguales entre sí, y sus diversos intereses —como producto
res y consumidores, como inquilinos en un apartamento o propietarios de
una casa, como residentes en el centro de una ciudad o en sus suburbios—
tienen que ser representados en el proceso político.
La d e t e r m in a c ió n d e l s a l a r io
Dado que los votos no pueden ser negociados al igual que el dinero, los bie
nes y los servicios, la igualdad de los ciudadanos nunca será reproducida en
el mercado. Los recursos que la gente trae consigo al mercado son también
determinados, al menos en principio, por el mercado mismo. Los hombres y
las mujeres tienen que "hacer" dinero, y lo consiguen vendiendo su poder la
boral y sus destrezas adquiridas. El precio que reciban dependerá de la
disponibilidad de trabajo y de la demanda por mercancías específicas (no
pueden hacer dinero produciendo bienes que nadie quiere). Podríamos abolir
el mercado de trabajo de la misma manera que el mercado de mercancías:
asignando plazas de trabajo, o zapatos, mediante algún procedimiento polí
tico o administrativo. El argumento en contra de ello es el mismo en ambos
casos. Haciendo a un lado cuestiones de eficiencia, tal argumento versa sobre
la relación de los particulares con las plazas de trabajo y las mercancías, so
bre el significado que ambas poseen en sus vidas, y sobre cómo los particula
res las buscan, usan y disfrutan. Para la mayoría de nosotros, aunque nuestro
trabajo sea un medio que nos permita poseer cosas, es más importante que
cualquier conjunto de posesiones. Lo cual significa que la asignación del tra
bajo, más que la asignación de cosas, podrá ser vista como un acto de tiranía.
El caso sería distinto si el trabajo fuera asignado por nacimiento o rango, y
asimismo de modo distinto en cuanto a los bienes, pues en sociedades donde
el trabajo es hereditario y jerárquico, también lo es el consumo. A aquellos
hombres y mujeres a quienes se les permite llevar a cabo sólo ciertas clases
de trabajo, se les permite por lo general usar y exhibir también sólo ciertas
clases de mercancías. No obstante, hoy en día en los Estados Unidos es un
aspecto fundamental de la identidad individual, que si bien uno hace esto,
también podría hacer esto otro, que si bien uno tiene esto, también podría
tener aquello. Soñamos despiertos con nuestras opciones. Conforme enveje
cemos, los sueños tienden a desvanecerse, especialmente entre los pobres,
quienes paulatinamente llegan a darse cuenta de que carecen no sólo del
tiempo sino también de los recursos para explotar las oportunidades del mer
cado. V carecen de ellos, se les dice, a causa del mercado mismo. El precio de
su libertad es también el precio de su pérdida. No nacieron para ser pobres;
simplemente, no supieron hacer dinero.
De hecho, mientras más perfecto sea el mercado, más pequeñas serán las
desigualdades en el ingreso y menos frecuentes los fracasos. Si imaginamos
128 DINERO Y M ERCANCIA
32 Adolph Sturmthal, Workcrs Coundts: a Study o f Workpkce Organization on Bofh Sides o f ihe
¡ron Curtain (Cambridge, Mass., 1964), p. 106.
33 Martin Carnoy y Ferek Shearer, Zeonomic Democraeyi The Challenge o f ihe 1980s (White
Plains, 1980), p. 175.
130 DINERO Y MERCANCIA
si es voluntariamente llevado a cabo, porque en tal caso una persona equilibra ganan
cias probables y pérdidas, y arriesga su cerebro y su carácter por el éxito. Pero
cuando la mayoría de las personas son sirvientes contratados, no deciden los
riesgos que han de correr. Lo deciden por ellos sus amos. No ganan nada si la em
presa tiene éxito: no tienen ni responsabilidad en el esfuerzo ni orgullo en el logro;
simplemente padecen el sufrimiento del fracaso. No es de admirar que, mientras
ello sea así, ante todo deseen seguridad. (...) En tales circunstancias, el alegato de
que a los individuos se les conceda correr riesgos (...) es un ataque no a los es
fuerzos modernos por brindar seguridad al asalariado, sino al sistema salarial
íntegro.34
El sistema salarial íntegro tal vez sea una exageración. Si bien con las reglas
distributivas que Tawney apoyaba los trabajadores no venderían literalmen
te su poder laboral y sus destrezas adquiridas, aún así se presentarían ante el
jefe de personal, o ante el comité de personal de la fábrica local, con su poder
y sus destrezas en las manos. Las condiciones bajo las cuales serían admiti
dos en la cooperativa y el ingreso que percibirían serían aun determinados
en parte por las fuerzas del mercado —incluso si fuesen codeterminados por
medio de un procedimiento político democrático— . Tawney no proponía la
abolición del mercado laboral: intentaba, como yo lo he hecho, definir las
fronteras dentro de las cuales opera adecuadamente.
R e d is t r ib u c io n e s
Podemos concebir el mercado como una esfera sin fronteras, como una ciu
dad sin zonas —pues el dinero es insidioso y las relaciones del mercado son
expansivas— . Una economía de laissez-faire sería lo mismo que un Estado
totalitario: invadiría cualquier otra esfera y predominaría sobre todo un
proceso distributivo distinto. Transformaría cada bien social en mercancía.
Ello sería un imperialismo de rqercado. Supongo que es menos peligroso que
el imperialismo de Estado porque es más fácil de controlar. Los intercambios
obstruidos son tantos y tan controlados, observados no sólo por funcionarios
sino también por hombres y mujeres comunes que defienden sus intereses y
hacen valer sus derechos. Las obstrucciones, sin embargo, no siempre se
mantienen, y cuando las distribuciones del mercado no pueden ser conte
nidas dentro de límites adecuados, debemos sondear la posibilidad de redis
tribuciones políticas.
No me refiero ahora a las redistribuciones mediante las cuales financia
mos el Estado de beneficencia. Éstas provienen de un acopio de riqueza ma
terial, de "la riqueza material común", a la cual todos contribuyen de acuerdo
con sus propios recursos. De este fondo costeamos la seguridad física, el culto
comunitario, la enseñanza, la atención médica — sean cuales fueren los
vínculos inalienables que la pertenencia suponga para nosotros—. La riqueza
material privada viene después. Tanto histórica como sociológicamente el
acopiar y el compartir preceden al comprar y al vender.® Más tarde, la pre
visión comunitaria podrá irrumpir sobre el mercado. Éste es el argumento
esgrimido por los dirigentes de toda revuelta contra la tributación fiscal
desde los poujadistas franceses en la década de 1950 hasta los defensores
de la Proposición 13 en California: que el peso de la pertenencia ha subido en
exceso y que se restringen los goces lícitos, se limitan indebidamente los ries
gos y los incentivos, de la esfera del dinero y las mercancías.3536 Estas críticas
podrán ser justas, al menos en ocasiones, ya que ciertamente existen aquí
conflictos reales. Y opciones prácticas difíciles: pues si las restricciones y los
límites son demasiado severos, la productividad podrá caer y así habrá me
nos espacio para el reconocimiento social de las necesidades. Pero a cierto
nivel de tributación fiscal, si no necesariamente a los niveles imperantes, a la
comunidad política no podrá reprochársele invadir la esfera del dinero: sólo
estará reclamando la suya propia.
El imperialismo de mercado requiere otra clase de redistribución, que no
es tanto el hecho de establecer una demarcación como el de volverla a esta
blecer. Lo que está en discusión ahora es el predominio del dinero fuera de
35 Véase la discusión en torno a la creación de este tipo de fondos en Stone Age Economies
(Chicago, 1972), cap. S, de Marshall Sahlin. Debería yo subrayar que los fondos no necesaria
mente dan lugar a un reparto equitativo; véase Walter C. Nealo, "Reciprocity and Redistribution
in an Iridian Village: Sequel to Some Notable Discussions", en Trade and Markei in lite Early
Empircs, Karl Polanyi, Corvad M. Arensberg y Harry W., comps., Pearson (Chicago, 1971), pp.
223-228.
36 Robert Kuttner, Ret>oll cftlie Heves: Tax Rebcttitms and Hará Times (Nueva York, 1980).
132 DINERO Y MERCANCIA
37 Tal vez debiéramos entender el precio justo como otra forma de intercambio obstruido: el
precio es fijado por un proceso distinto al de la negociación, y todo intercambio a cualquier otro
precio es excluido. La gama de los bienes controlados de esta manera varía de manera notable a
lo largo de culturas y periodos históricos; sin embargo, el alimento es el bien más comúnmente
controlado. (Véase, por ejemplo, Henri Pirenne, Eamomical and Social Hislory o f Medieval Europe,
Nueva york, 1958, pp. 172-1/4.) Entre nosotros, el precio justo sobrevive en el caso de las utili
dades públicas, propiedad privada en la gran mayoría de los casos, cuyas tasas son fijadas, o se
supone que lo son, en relación no con lo que el mercado costeará sino con cierta noción común
de un "justo" dividendo, cuyos estándares son controlados de manera parecida.
* Benjamín Franklin, Poor Richard's Ahnanac, abril de 1735.
D IN E R O Y M E R C A N C IA m
R egalos y h e r e n c ia s
46 John P. Dawson, CiJIs and Promises; Conlinenlal and American Law Compared (New Hnven,
1980), pp. 48-50.
138 D IN E R O Y M E R C A N C IA
No sólo es propio de los capitalistas acaudalados legar una parte de sus fortunas
para el aprovisionamiento de instituciones nacionales, pues los particulares
contribuyen en vida con magníficas donaciones de dinero a los mismos fines. No
hay aquí normas obligatorias para la repartición equitativa de la propiedad entre
los niños, como en Francia, y, por otra parte, tampoco costumbre de mayorazgos o
de prímogenituras, como en Inglaterra, de modo que los opulentos se sienten en
libertad de compartir su riqueza material con los de su linaje y con el público.47*
47 John Stuart Mili, Principies o f Political Economy. libro II, cap. 2, secc. 5, en Collected Works o f
John Stuart M ili, vol. II, J. M. Robson, comp. (Toronto, 1965), p. 226n.
44 ¡bid, p. 225.
49 Ibid., p. 226.
D IN E R O Y M E R C A N C IA 139
50 m ., p. 223.
V. EL CARGO
La ic u a l d a d s im p l e e n l a e s f e r a d e l c a r g o
140
ELCARGO 141
1 Para una exposición de este proceso en uno de sus momentos decisivos, véase G. Tellen-
bach, Churcli, Slate and Saciely al Ihe Time a filie ínveslilure Cantes! (Oxford, Inglaterra, 1940).
2 Estado de Massachusetts, Civil Service Aimoimcemenls (1979), mimen. Frederick C. Mosher,
Democmcy and Ihe Public Service (Nueva York, 1968). El cap. 3 proporciona una útil historia de las
concepciones estadunidenses acerca de la ocupación de cargos.
142 ELCAKCO
El interés en este caso no tiene que ver con Dios o con la comunidad como
un todo, sino con todos los dientes, pacientes, consumidores de bienes y
servicios que dependen de la competencia de los individuos que ocupan car
gos. No nos sentimos inclinados a exponer a gente desvalida y necesitada a
funcionarios "selecdonados" por nacimiento o arbitrariamente patrocinados
por algún poderoso personaje. Tampoco nos sentimos inclinados a exponerla
a funcionarios "autoseleccionados", que no han surgido por medio de algún
proceso, más o menos elaborado, de capacitación y prueba. Tuesto que los
cargos son relativamente escasos, tales procesos deben de ser equitativos
para todo candidato, y deben ser considerados equitativos; tal equidad exige
también que la planeación de los procesos pmvenga de las decisiones de in
dividuos privados. Esta autoridad ha sido cada vez más politizada, es decir,
ha sido convertida en una cuestión de debate público, sujeta al escrutinio y
regulación gubernamentales. El proceso empezó con las profesiones, pero
recientemente se ha extendido hasta imponer restricciones a muchas moda
lidades de procedimientos de selección. Las leyes que fijan "prácticas de em
pleo justas" y las decisiones judiciales que requieren programas de "acción
afirmativa" surten el efecto de convertir todas las plazas a las cuales se
aplican en algo parecido a los cargos.
En estos últimos ejemplos, la justicia es el tema principal, no tanto la efi
ciencia o la competencia honesta, aunque estas dos tengan cabida en aqué
llos. Creo que es justo decir que el impulso actual tanto de la actividad políti
ca como de la filosofía política tiende hacia la reconceptualización —para
bien de la justicia— de cada plaza de trabajo como un cargo. Ésta es, en
efecto, la implicación de la parte final (y menos controvertida) del segundo
principio de la justicia en Rawls: "Las desigualdades sociales y económicas
han de ser corregidas de manera que sean [...] vinculadas a cargos y puestos
abiertos a todos bajo condiciones de justa igualdad de oportunidades."3
Cualquier puesto por el cual se compita, y en el que la victoria de uno consti
tuya una ventaja económica o social sobre otros, debe ser distribuido "justa
mente", de acuerdo con criterios públicamente conocidos y procedimientos
transparentes. Sería injusto si algún particular, por razones personales o por
ninguna razón públicamente conocida o aprobada, repartiera sin más cargos
y puestos. La meta es una perfecta merítocracia, la realización (¡por fin!) del
lema revolucionario francés: la carrera abierta a los talentos. Los revolucio
narios de 1789 pensaron que lo único necesario para lograr este objetivo era
la destrucción del monopolio aristocrático y la abolición de toda barrera legal
para el avance individual. Ésta era todavía la postura de Durkheim un siglo
después, al describir la buena sociedad como aquella que requería una divi
sión del trabajo "orgánica", donde "ningún obstáculo, de la naturaleza que
fuese, impide que los individuos ocupen el lugar en la estructura social (...]
compatible con sus facultades".4 No obstante, este resultado feliz exige de
5m .
6 William Shakespeare, H e n iy VI, part II, 1V:7.
144 ELCA RG O
7 Con respecto a Rousseau, véase Tlte G overnm ent o f Poland, tr. W illm oore Kendall
(Indianapolis, 1972), p. 20. En relación con Andrew Jackson, véase Mosher, Dentocrucy and Public
Service (2|, p. 62. Con respecto a Lenin, State and Rcvolution (Nueva York, 1932), p. 38; véanse
también las pp. 83-84.
' Véase Ying-Mao Kau, "The Urban Bureaucratic Elite in Communist China: A Case Stody of
Wuhan, 1949-1965", en Chínese Communist Politics in Aetiun, A. Doak Bamett, comp. (Seattle,
1969), pp. 221-260.
ELCA RGO 145
cargos, también se devalúa y se abre el camino para la tiranía del asesor po
lítico y el comisario.
La rotación en el cargo puede coexistir con un sistema de selección profe
sional. El moderno ejército de conscriptos es un ejemplo obvio, y no es difícil
imaginar configuraciones similares en muchas otras áreas de la vida social.
No obstante, como este ejemplo sugiere, es difícil prescindir completamente
de la selección. Los atenienses antiguos elegían a sus generales porque creían
que ello era un asunto donde la calificación era necesaria y los sorteos ina
decuados. Y cuando Napoleón dijo que cada cabo llevaba el bastón de un
mariscal en su mochila, no quiso decir que todo cabo podía llegar a mariscal.
Los cargos que requieren una larga capacitación o cualidades especiales de
liderazgo no pueden ser fácilmente universalizables; los cargos que sean
escasos pueden ser compartidos sólo entre un mimen) reducido de indivi
duos, y a menudo la rotación de aquéllos podría perturbar de manera con
siderable tanto la vida privada como la actividad económica. No todo
mundo puede ser director de un hospital, incluso si se desmoronara la rígida
jerarquía de los hospitales actuales. Y algo más importante: no todos pueden
ser doctores. No cualquiera puede ser el ingeniero en jefe de una fábrica,
incluso si ésta es dirigida democráticamente. Algo más importante todavía:
no todos pueden trabajar en las fábricas más exitosas y agradables.
En contra de las dos formas de la igualdad simple, quisiera defender un
conjunto más complejo de configuraciones sociales y económicas. Un servi
cio social universal tan sólo remplazaría el predominio del poder privado
por el predominio del poder estatal —y más tarde por el predominio del
talento o de la educación, o cualquiera que fuera la cualidad que los funcio
narios públicos consideraran importante para ocupar el cargo— . El problema
aquí es el de contener la universalización del cargo, atender con mayor mi
nuciosidad a la plaza de trabajo actual y a su significado social, establecer
una distinción (que tendrá que hacerse de una manera distinta en cada cultu
ra distinta) entre aquellos procesos de selección que la comunidad política
debe vigilar y aquellos que puede delegar en los particulares o en organis
mos colegiados. Nuevamente, la rotación en el cargo sólo funcionará para
ciertos propósitos, para otros no, y su extensión más allá de sus límites po
dría ser un fraude, una máscara para nuevas formas de dominación. El pro
blema aquí no es el de romper el monopolio de los individuos calificados,
sino el de fijar límites a sus prerrogativas. Sean cuales fueren las cualidades
que optemos por requerir —conocimientos de latín, habilidad para aprobar
exámenes, para dictar cátedra, para hacer cálculos de costo y beneficio—,
debemos insistir en que tales cualidades no han de convertirse en el funda
mento para demandas tiránicas de poder y privilegios. Quienes ocupen
cargos deben ser confinados con rigidez en los propósitos de sus respectivos
cargos. Así como requerimos contención requerimos también humildad. Si
ambas fueran adecuadamente comprendidas y hechas valer, la distribución
del cargo rondaría menos por el pensamiento igualitario de lo que actual
mente hace.
146 ELCA RGO
La m e r it o c r a c ia
Sin embargo, son siempre importantes los procesos mediante los cuales los
hombres y las mujeres son seleccionados para entrar a la escuela de medi
cina, digamos, o para este empleo en tal fábrica, y posteriormente para todo
nombramiento y promoción. Es mi propósito defender un sistema mixto de
selección, pero he de empezar concentrándome en los criterios y proce
dimientos que se podrían aplicar a un servicio civil universal. Es decir, he
de incorporar aquí el tratamiento de la meritocracia. Ésta es el argumento
fundamental en cualquier comunidad política donde la idea del cargo ha
arraigado, como en los Estados Unidos, no sólo en la Iglesia y en el Estado sino
también en la sociedad civil. Supongamos entonces que toda plaza de trabajo
es un cargo, que la distribución en última instancia está en manos de la co
munidad política considerada como un todo, y que cada miembro tiene dere
cho a una "justa igualdad de oportunidades". ¿Cómo debería ser el procese
distributivo? Debo subrayar al principio que hay puestos y empleos que no
caigan propiamente dentro de los alcances de la vigilancia política; pero será
más fácil saber cuáles son ésos una vez que haya yo descrito la lógica intema
(social y moral) de la distribución del cargp.
El principio que sustenta la idea de la meritocracia en la opinión de la
mayoría de sus propugnadores es simplemente éste: los cargos deben ser
ocupados por los individuos mejor calificados porque la calificación es un
caso especial del merecimiento. Los individuos podrán o no merecer sus cua
lidades, pero merecen aquellos puestos donde sus cualidades tengan cabida.
El propósito primordial de la abolición de la discreción privada es el de
distribuir el cargo de acuerdo con el merecimiento (el talento, los méritos, et
cétera).’ La verdad es que el problema es más complicado de lo que esta for
mulación sugiere. Para multitud de cargos se requieren sólo calificaciones
mínimas; un número muy grande de candidatos puede realizar el trabajo
perfectamente bien, y ninguna capacitación suplementaria los pondría en
condiciones de hacerlo mejor. Aquí la equidad parece exigir que el cargo sea
distribuido entre candidatos calificados de acuerdo con la regla: "se atiende
primero a quien llega primero" (o mediante un sorteo); por otra parte, mereci
miento es un término demasiado fuerte para describir la relación entre quien
ocupa el cargo y su correspondiente lugar. Sin embargo, otros cargos son
abiertos con respecto a la capacitación y la habilidad que requieren, y a
propósito de ellos es acertado decir que si bien cierto número de candidatos
poseen cualidades, los más calificados merecen el cargo. El merecimiento no
parece ser relativo en el sentido en que la calificación lo es; no obstante, el
verso de Dryden:9
9 Véanse Michael Young, The Rise o f the M erilocracy, í 870-2033 (Baltimore, 1961), para un
tratamiento Retido de la realización de este propósito; y Barry R. Cross, Discrimination in Reverse:
¡s Tumabout Fair Play? (Nueva York, 1978), para una defensa filosófica del mismo propósito.
ELCA RCO 147
10 John Dryden, tr. de la Geórgica IV de Virgilio., 136, en The Poelical Works o f Dryácn, George
Noyes, eomp. (Cambridge, Mass. 1950), p. 478.
148 ELCA RCO
se aplica para todos los cargos con excepción de los puramente honoríficos,
que son precisamente como los premios. (Debido tal vez a que todos los car
gos son en parte honoríficos, las nociones de merecimiento se filtran en nues
tra discusión acerca de los diversos candidatos.)
El contraste entre los premios y los cargos, el merecimiento y la califica
ción, puede ser agudizado si consideramos dos casos hipotéticos pero no atí
picos: 1) X ha escrito la que comúnmente se considera la mejor novela de
1980, pero un grupo de mujeres y hombres identificados con modalidades
literarias más experimentales que las usadas por X persuade a sus colegas
miembros del jurado de que otorguen el premio por la novela del año a Y,
quien ha escrito una novela inferior pero en la modalidad que ellos favo
recen. Coincidiendo en los méritos relativos de ambos libros, se conducen
empero de tal manera que estimulan la literatura experimental. Ello podrá
ser bueno o no, sin embargo han tratado injustamente a X. 2) X es el candida
to más calificado para la dirección de un hospital en el sentido de que posee
el talento gerencial comúnmente requerido para tal cargo a un grado su
perior al de todos los demás candidatos. No obstante, un grupo de hombres
y mujeres que quiere conducir el hospital por otra dirección convence a sus
colegas del comité de selección de que elijan a Y, quien comparte sus puntos
de vista. Podrán tener razón en lo que quieren hacer del hospital o no; sin
embargo, no han tratado a X injustamente.
Sin el "acuerdo común" que he explicitado, ambos casos podrían parecer
menos diferentes. Si hacemos controvertibles las ideas de merecimiento y
calificación, como en efecto lo son, entonces puede afirmarse razonablemente
que el premio y el cargo deberían otorgarse a quienes mejor satisfagan los
requisitos finalmente establecidos. Aun así, los miembros del jurado debe
rían de abstenerse de insertar su programa literario particular en la defi
nición de merecimiento, mientras que los miembros del comité de selección
no se encuentran obligados por ninguna estipulación de abstinencia similar
con respecto a sus argumentos en tomo a la calificación. De ahí que pueda
haber objeciones legítimas a propósito de la concesión de un premio literario
si el proceso ha sido abiertamente politizado — incluso si esta política es
"literaria"— . Sin embargo, en condiciones similares no puede haber objecio
nes legítimas con respecto a la elección de quien ocupa un cargo (a menos de
que la elección se haga con base en razones políticas no pertinentes, como
cuando los jefes de correos, por ejemplo, son elegidos merced a su lealtad
partidista, no por sus puntos de vista acerca de cómo debe funcionar la ofi
cina de corretís). Debido a su punto focal retrospectivo, el jurado tiene que
reflejar qué es lo mejor dentro de una tradición compartida de crítica litera
ria; el comité de selección es parte de un proceso continuo de definición
profesional.
La distinción que he intentado desarrollar parece, sin embargo, no ser vá
lida en todos aquellos casos en que distribuimos cargos con base en los resul
tados de un examen. Es verdad que el título de "doctor", por ejemplo, perte
nece a aquellos individuos que han obtenido cierto puntaje en los consejos
médicos. El test en sí mismo apenas determina quiénes y cuántos son estos
ELCA RG O 149
individuos. Y entonces tiene que ser cierto que cualquiera que estudie con
tenacidad, asimile el material necesario y apruebe los exámenes merece ser
doctor: sería injusto negarle el título. Mas no sería injusto negarle un cargo
de internista o la residencia en algún hospital. El comité de selección de un
hospital no necesita elegir al candidato con el puntaje más elevado; no sólo
mira hacia atrás, a sus exámenes, sino también hacia adelante, al rendimiento
aún no producido. Tampoco es injusto si mujeres y hombres se niegan a con
sultarlo acerca de sus problemas de salud. Su título apenas lo califica para
buscar un sitio y una práctica, no le confiere derechos sobre ninguno de ellos.
El examen que acredita al título es importante pero no es todo lo importante,
y sólo debido a ello le atribuimos la importancia que posee. Si los cargos pu
dieran ser merecidos, con toda su autoridad y prerrogativas, estaríamos a
merced de los merecedores. Al contrario, nos concedemos margen para la op
ción. Como miembros del cuerpo médico de un hospital (que informa a un
consejo directivo, el que al menos presumiblemente representa a la comu
nidad general), elegimos a nuestros colegas; como particulares en el merca
do, elegimos a nuestros consultores profesionales. En ambos casos, la opción
pertenece a quienes eligen en cierto modo que los veredictos no pueden
pertenecer a los miembros de un jurado.
Incluso el título de "doctor", aunque es como un premio que puede ser
merecido, es distinto a un premio en tanto que no puede ser merecido de una
vez por todas. Un premio es concedido merced a un rendimiento, y dado
que el rendimiento no puede ser "desrendido", el premio no puede ser reti
rado. Un subsiguiente descubrimiento de fraude podría conducir a retirar el
honor al ganador, pero mientras el rendimiento se mantenga, también se
mantiene el honor, al margen de lo que ocurra después. Por contraste, los tí
tulos profesionales están sujetos a continuo escrutinio público, y la referencia
al puntaje obtenido en el examen que proporcionara en un principio el título
no sirve de nada si el desempeño ulterior no se corresponde con los criterios
básicos públicamente establecidos. Tara ser más exactos, la descalificación
implica un proceso judicial o semijudicial, y nosotros nos sentiríamos indi
nados a decir que únicamente los individuos "merecedores" pueden ser, con
justicia, descalificados. Nuevamente, la remoción de un cargo específico es
una cuestión distinta. Los procedimientos pueden ser, y generalmente son, de
carácter político; el merecimiento no es necesariamente considerado. Con
respecto a ciertos cargos, vienen a cuento procedimientos tanto judiciales
como políticos: los presidentes, por ejemplo, pueden ser impugnados o de
rrotados para la relección. Supuestamente sólo pueden ser impugnados si se
lo merecen, mas pueden ser derrotados sin consideración a sus merecimien
tos. La regla común es que los títulos, io mismo que los cargos específicos, son
vigilados — los primeros en función de cuestiones de merecimiento, los
últimos en función de aquellas cuestiones que sean del interés de hombres y
mujeres interesados.
Si fuéramos a tomar en consideración todos los cargos como premios y si
distribuyéramos (y redistribuyéramos) títulos y puestos específicos de
acuerdo con un criterio de merecimientos, la estructura social que se deriva-
150 ELCA RCO
ría sería una meritocracia. Una distribución de esta especie, con este nombre,
es a menudo defendida por personas que se proponen, me parece, garantizar
sólo consideración a quienes estén calificados, no cargos a quienes tengan
merecimientos. Pero con la presuposición de que hay algunas personas com
prometidas en la instauración de una meritocracia en sentido estricto, vale la
pena detenemos un poco para examinar los méritos filosóficos y prácticos de
tal idea. No hay manera de instaurar una meritocracia si no es atendiendo
exclusivamente a la trayectoria de los candidatos. De ahí la estrecha relación
entre la meritocracia y los exámenes, pues el examen proporciona un histo
rial sencillo y objetivo. Un servicio civil universal exige un examen universal
del servicio civil. Nada parecido ha existido jamás; sin embargo, hay un
ejemplo que se le parece lo suficiente como para ser de utilidad.
dos sus efectos. No obstante, los hijos de provincianos, los Horatio Algers de la
antigua China, sí conseguían ascender la "escala del éxito", y la evaluación de
los exámenes era notablemente justa, al menos hasta la decadencia del sis
tema en el siglo xix. En una serie de casos famosos, los examinadores que ha
bían tratado de favorecer a sus parientes habían sido ejecutados — un castigo
al nepotismo jamás igualado en Occidente—. El resultado fue una movilidad
social que probablemente tampoco ha sido jamás igualada en Occidente, ni
siquiera en los tiempos modernos. Familias encumbradas y poderosas no po
dían subsistir después de una o dos generaciones de hijos ineptos.13
Ahora bien: ¿era el sistema chino realmente meritocrático? ¿Eran ocupados
los cargos por aquellos que "más merecían" desempeñarlos? Sería difícil
configurar un conjunto de dispositivos más adecuados para producir una
meritocracia, y aun así la historia de los exámenes sirve sólo para mostrar la
insignificancia del término. Durante el periodo más temprano (en la dinastía
Tang), los exámenes eran complementados y a veces sustituidos por un
sistema más antiguo en el cual a los funcionarios locales se les pedía recomen
dar a hom bres de mérito para el servicio gubernam ental. Existían 60
"méritos" clasificados que los funcionarios debían de buscar, "ampliamente
relacionados con el carácter moral, la preparación literaria, la habilidad
administrativa y el conocimiento de asuntos militares".14 Sin importar cuán
detallada fuera la lista, las recomendaciones eran inevitablemente subjetivas;
muy a menudo los funcionarios simplemente resaltaban los méritos de sus
amigos y parientes ante la atención de sus superiores. Los brillantes y ambi
ciosos jóvenes que el emperador quería no eran los que obtenía; los pobres
rara vez eran recomendados. Lentamente, a lo largo de un periodo de tiempo,
el sistema de exámenes se consagró como la principal, y virtualmente la úni
ca, vía de selección burocrática y de progreso. Era más objetiva y más justa.
Pero entonces los 60 "méritos" debieron de ser abandonados. Los exámenes
podían poner a prueba sólo una gama de talentos y habilidades mucho más
limitada.
No puedo describir aquí en detalle la evolución subsiguiente del sistema
de exámenes. Originalmente, fue elaborado para sondear el conocimiento de
los candidatos de los clásicos confucionistas y, más importante aún, su capa
cidad para pensar de una manera "confucionista". Las condiciones del exa
men eran siempre las condiciones especiales de un examen de masas, donde
la tensión era multiplicada por los riesgos. Encerrados en un pequeño com
partimiento, con una cajita de comida, los candidatos redactaban elaborados
ensayos y poemas acerca de los textos clásicos y también acerca de proble
mas contemporáneos de filosofía y política.15 Sin embargo, un largo proceso
de rutina, generado por una especie de colaboración entre los candidatos y
los examinadores, condujo a la larga hasta la supresión de las cuestiones más
especulativas. En cambio, los examinadores destacaban la memorización, la
13 IHti., cap. 4.
merecían un cargo. Ello sería sustituir mi propio juicio por el de los funciona
rios responsables. Y no cuento con una comprensión especial acerca del sen
tido general o universal del mérito mayor que la suya.
En la esfera del cargo, la labor que realiza el comité es de importancia
fundamental, hoy en día cada vez más, ya que el trabajo está sujeto a res
tricciones legales que se proponen asegurar la equidad y algo semejante a la
objetividad, esto es, igual consideración a candidatos igualmente serios. No
obstante, pocas personas se inclinan por eliminar totalmente los comités, dar
así el mismo examen a cada candidato (ya que no pueden recibir jamás la
misma entrevista), y hacer automática la ocupación del cargo a los candida
tos con un puntaje determinado. El comité es apropiado debido a su carácter
representativo. Después de todo, lo que se ofrece no es un cargo en abstracto
sino esta plaza, en este momento, en tal organización o agencia, donde tales
o cuales personas se encuentran trabajando ya, y donde estos temas se
someten a debate. El comité refleja el tiempo y el lugar, habla por otras
personas y es en sí mismo un foro para el debate continuo. Si bien restringida
por ciertos criterios universales, la elección efectuada por el comité es ante
todo de carácter particularista. Los candidatos no sólo son aptos o ineptos en
términos generales: también lo son con respecto al puesto que quieren ocupar.
Esta última cuestión es siempre objeto de un juicio, de modo que requiere la
existencia de un grupo de jueces que discutan entre sí. Algunos parámetros
para la aptitud en el sentido de "ser apto para" se excluyen, como habremos
de ver. No obstante, es siempre larga la lista de las cualidades pertinentes
—como los sesenta "méritos"— y ningún candidato las reúne todas del modo
más acabado. La particularidad del cargo encuentra su paralelo en la par
ticularidad de los candidatos: mujeres y hombres con fuerzas y debilidades
ampliamente divergentes. Incluso si creyéramos seleccionar a la única per
sona con merecimientos o méritos (a la "más merecedora" o con los "mejores
méritos") de entre la masa, no habría modo de identificar a tal persona. Los
miembros del comité de selección no convendrían en el equilibrio adecuado
entre las fuerzas y las debilidades, y no lo harían con respecto al equilibrio
real de cualquier individuo dado. Aquí también, comenzarían haciendo
juicios y acabarían efectuando una votación.
Los defensores de la meritocracia tienen en mente una meta simple pero
de largo alcance: un lugar para cada persona y cada persona en el lugar
correcto. Alguna vez se pensó que Dios ctxiperaba con estos propósitos, pero
hoy en día se necesita el concurso del Estado.
Sin em bargo, ésta es una concepción mítica del orden social, a la cual
escapan nuestras complejas nociones tanto de personas como de puestos.
Sugiere que, en principio, en vista de la información completa, toda selección
debería ser unánime, acordada no sólo por el comité de selección y los can
didatos exitosos sino también por los candidatos no exitosos —exactamente
como las decisiones judiciales, en las cuales incluso los delincuentes convic
tos deberían estar en condiciones de reconocer que han obtenido lo que me
recían— . Las selecciones no son así en la práctica, ni siquiera son así de un
modo ideal, a menos que imaginemos un mundo donde no sólo pudiéramos
predecir sino realmente prever el desempeño de todos los candidatos,
comparando el conocimiento verdadero con el conocimiento contraverda
dero de los años por venir. Incluso en tal caso, sospecho que los argumentos
de los comités de búsqueda diferirían de los argumentos de los jurados, aun
que la naturaleza precisa de tal diferencia sería más difícil de determinar.
E l S1CN1FICAIX) ÜE LA CALIFICACIÓN
tienen que ver con lo anterior, no puede decirse que se haya prestado aten
ción a su calificación. Si no fuésemos capaces de distinguir entre calificacio
nes y cualidades, no sabríamos jamás si los individuos han tenido oportu
nidad de calificar, ni sería posible para los individuos, como mi niño de cinco
años imaginario, fijarse objetivos por sí solos y trabajar de manera racional a
fin de lograrlos.
Sin embargo, al menos en términos generales sí sabemos qué cualidades
son pertinentes, pues éstas son inherentes a la práctica y han sido abstraídas
de la experiencia de la ocupación de cargos. Los comités de selección se con
sagran a la búsqueda de tales cualidades, es decir, se consagran a buscar los
candidatos calificados no sólo por justicia hacia los candidatos sino también
en beneficio de todas las personas que dependerán del desempeño de quien
ocupará el cargo calificado. Asimismo, su dependencia debe ser tomada en
consideración, aunque no necesariamente sus preferencias, ya sea acerca de
las cualidades o acerca de los candidatos mismos. El derecho a una conside
ración equitativa funciona como cualquier otro derecho: fija límites al ejerci
cio de las preferencias populares. Mas dentro de la gama de las cualidades
pertinentes, o dentro de la gama del legítimo debate acerca de la pertinencia,
las preferencias populares deberán contar: tendríamos que verlas representa
das en el comité de selección.
La amplitud de la pertinencia se entiende mejor considerando qué hay
más allá de ella: capacidades que no serán empleadas en el trabajo, caracte
rísticas personales que no afectarán el rendimiento, filiaciones políticas e
identificaciones de grupo más allá de la ciudadanía misma. No requerimos
candidatos que puedan saltar a través de aros, como los liliputienses de Swift.
No descartamos a mujeres y hombres pelirrojos, o con mal gusto cinemato
gráfico, o con pasión por el patinaje sobre hielo. Los rotarios, los adventistas
del séptimo día, los trotskistas, los miembros más antiguos del partido
vegetariano, los emigrantes de Noruega, Besarabía o de las islas del Mar del
Sur: ninguno de ellos ha de ser excluido de la ocupación de algún cargo. Tero
casos como éstos son fáciles. De hecho, las tres categorías —capacidades, ca
racterísticas y filiaciones— resultan problemáticas. Es evidente, por ejemplo,
que los exámenes chinos, sobre todo en su fase tardía, ponían a prueba capa
cidades que en el mejor de los casos sólo hubieran sido de pertinencia mar
ginal para los cargos en cuestión. Lo mismo puede decirse, con seguridad,
acerca de multitud de exámenes del servicio civil hoy en día. Son métodos
meramente convencionales para reducir el tamaño de los fondos de candida
tos; además, si los candidatos tienen la misma oportunidad para prepararse,
los exámenes no son necesariamente censurables. Con todo, en tanto su
utilización impida el ascenso a niveles más altos con base en la experiencia y
el rendimiento, deberían ser resistidos, pues lo que queremos es el mejor ren
dimiento en el trabajo, no en un examen.
Un conjunto de características personales plantea mayores dificultades;
tomaré la edad como ejemplo. Tara la mayoría de los cargos, la edad del
candidato no nos dice nada acerca del tipo de trabajo que desarrollará. Pero
sí nos dice, con aproximación, cuánto tiempo habrá de desarrollarlo. ¿Es ésta
ELCA RGO 1 57
19 Pero fue oficialmente condenada sálo hasta 1567 en la bula papal Adnmtct nos; véase The
N ao CathoUc Enciclopedia (1967), '‘nepotismo".
158 ELCARCO
La r e s e r v a c ió n d e l c a r g o
20 Para una útil discusión de este tema, véanse Alan H. Goldm an, Ju stice and Reverse
Discriminalion (Princcton, 1979); Robert K. Fullinwinder, The Reverse Discriminalion Conltwersy:
A M tral and Legal Analysis (Totowa, N. J., 1980); y Cross, Diserimination ¡n Reneme [9].
21 Véase el tratamiento de este argumento en Coldman, Reverse Discriminalion [20), pp. 188-
194. Cualquier argumento acerca de los derechos de los grupos —como por ejemplo el de Owen
Fiss, 'Groups and the Equal Protection Clause", en Pliilosopliyand PuMic Affairs 5 (1976), pp. 107-
177— parecería invitar al uso de la proporcionalidad como parámetro para la medición de la
violadón de los derechos o del fracaso de la protección igualitaria.
160 ELCARGO
22 Arend Lijphart, Denmcraq/ in Plural Sncietics: A Compamlivc Expkm tbn (New Haven, 1977),
pp. 38-41 y passim.
ELCA RCO 161
En este punto, en necesario ser lo más concreto posible. Los problemas inme
diatos son aquéllos de los negros estadunidenses, y surgen en el contexto de
una dolorosa historia. En parte se trata de una historia de discriminación
económica y educativa, de modo que el número de mujeres y hombres ne
gros con cargos dentro de la sociedad estadunidense ha sido más bajo de lo
que debiera ser (al menos hasta hace muy poco tiempo), dados los niveles de
calificación de los candidatos negros. Más importante aún es que se trata
de una historia de esclavitud, represión y degradación, de modo que la cul
tura vecinal negra y sus instituciones comunitarias no apoyan ningún esfuer
zo para calificar a i alguna cosa, como lo hubieran hecho de haberse podido
desarrollar en condiciones de libertad e igualdad racial. (Podemos afirmar
esto sin sostener que toda cultura y toda comunidad, incluso en condiciones
ideales, podría suministrar especies idénticas de apoyo.) El primero de los
problemas de los negros estadunidenses puede ser remediado insistiendo en
los detalles prácticos de la consideración equitativa: prácticas de empleo
justas, procedimientos de selección y búsqueda abiertos, extenso recluta
miento, serios esfuerzos por descubrir talentos incluso donde convencio
nalmente el talento no es desplegado, etc. El segundo problema exige, sin
embargo, un tratamiento más radical y de mayores alcances. Durante algún
tiempo —se ha sugerido— es preciso garantizar a los negros un número fijo
de cargos, fexia vez que sólo un número significativo de individuos con cargo,
interactuando con clientes y miem bros, puede crear una cultura más
vigorosa.
Quiero hacer hincapié en que el argumento ahora considerado por mí no
afirma que la comunidad negra deba ser atendida —o sólo pueda ser apro
piadamente atendida— por políticos, carteros, maestros o médicos negros, y
que toda otra comunidad debiera ser atendida en forma semejante por sus
propios miembros. La fuerza del argumento no depende de su capacidad
para ser generalizado. O mejor dicho, la generalización apropiada es la si
guiente: todo grupo similarmente en desventaja debería ser asistido de
manera parecida. El argumento se constituye y limita de forma histórica.
ELCARGO 1 63
P r o f e s io n a l is m o e in s o l e n c ia e n e l c a r g o
Aquello que hace tan importante la distribución del cargo es el hecho de que
con él (o con ciertos cargos) se distribuye mucho más: honor y status, poder y
prerrogativas, riqueza material y comodidades. El cargo es un bien dominan
te que trae consigo otros más. La exigencia de predominio es la "insolencia
en el cargo", y si pudiéramos encontrar la manera de controlar tal insolencia,
la ocupación del cargo empezaría a adquirir sus proporciones adecuadas.
Por consiguiente, necesitamos describir el carácter interno de la esfera del
cargo — las actividades, las relaciones y las recompensas que legítimamente
se siguen de ocupar un cargo— . ¿Qué viene después de la calificación y la
selección?
26 Es interesante que la política de preferencia a veteranos para el empleo dentro del servicio
civil parezca haber sido ampliamente aceptada, aunque haya habido cierta oposición política y
una serie de retos legales. Las proporciones de la aceptación pueden tener que ver con las di
mensiones del beneficio: los veteranos provienen de todas las clases sociales y de todos los
grupos raciales. O tal vez exista el consenso de que los veteranos han perdido de hecho artos en
teros de escolaridad o d e experiencia laboral mientras otros m iembros d e su generación
avanzaron, de modo que una política de preferencia restablece la igualdad entre los mismos
grupos que la conscripción hiciera desiguales. En la práctica, sin embargo, los veteranos son
socorridos a menudo a expensas de los miembros más débiles de la siguiente generación de
candidatos, quienes no disfrutan de ventaja alguna respecto a la capacitación o a la experiencia.
Incluso esto se justifica a veces como una expresión legítima de gratitud nacional. Con todo,
pagar con cargos estas deudas es, ciertamente, pagar con una falsa moneda. Los beneficios
educativos constituirían una mejor opción, ya que éstos son costeados efectivamente por la
nación —esto es, por el conjunto de los contribuyentes— y no por un subgrupo arbitrariamente
selecto. Si esto es cierto, la reparación y no la reservación sería una mejor manera de compensar
a los negros estadunidenses por los malos tratos que recibieron en el pasado. (Véanse Boris
Bittker, The Case fo r Black Reparations, Nueva York, 1973; y Robert Amdur, "Compensatory
Justice. The Qucstion of Costs", en Pólitiail Thcmy, 7,1979, pp. 229-244.)
166 ELCA RGO
El cargo es tanto una función social como una carrera personal. Exige el
ejercicio de talentos y habilidades para cierto fin. Quien ocupa un cargo se
gana la vida por su rendimiento, mas la primera recompensa es el rendi
miento mismo, el trabajo efectivo para el que se ha preparado, el que presun
tamente quiere desempeñar, y el que otros hombres y mujeres también
quieren desempeñar. El trabajo podrá ser absorbente, complicado, agotador;
sin embargo, conlleva una gran satisfacción. También es una satisfacción
conversar acerca de él con los colegas, crear una jerga, guardar secretos ante
los legos. La "plática de tienda" es seguramente más placentera para quienes
trabajan en una oficina que para quienes trabajan en una tienda. El secreto
fundamental es, desde luego, que el trabajo pueda ser fácilmente redistribui
do. Gran número de mujeres y hombres podrían hacerlo también, y disfru
tarían con él tanto como los individuos que de hecho lo llevan a cabo.
No pretendo negar el valor del conocimiento del experto —o la existencia
de los expertos— . El mecánico que repara mi auto sabe cosas que yo no, y
más aún, que son misteriosas para mí. Lo mismo el médico que cuida mi sa
lud y el abogado que me conduce a través de los laberintos de las leyes. Sin
embargo, en principio puedo aprender lo que ellos saben; otros lo han apren
dido, y todavía otros más han sacado algo de ello. Incluso en mis condiciones
puedo evaluar por mí mismo la asesoría que recibo de los expertos que con
sulto, y puedo auxiliarme aun hablando con mis amigos o leyendo un poco.
La distribución de conocimientos socialmente útiles no es una red sin agu
jeros, pero tampoco presenta huecos enormes. O más bien, a menos de que
sean artificialmente mantenidos, los huecos podrán ser llenados por diversas
clases de individuos que posean diversos talentos y habilidades, y diver
sas concepciones de la destreza.
El profesionalismo es una forma de mantenimiento artificial. Al mismo
tiempo es mucho más que eso; es un código ético, un vínculo social, un es
quema de regulación mutua y autodisciplina. No obstante, el propósito de la
organización profesional es ciertamente constituir un conjunto particular de
conocimientos como posesión exclusiva de un conjunto particular de hom
bres (y, más recientemente, de mujeres también).27 Se trata de la iniciativa de
quienes ocupan un cargo para beneficio de ellos mismos. Los motivos son, en
parte, materiales; se proponen limitar su número a fin de poder exigir altos
salarios y honorarios. Ésta es la segunda recompensa por ocupar un cargo.
Sin embargo, hay algo más que dinero en juego cuando quienes ocupan car
gos exigen un status profesional. El status mismo está en juego: es la tercera
recompensa. Las mujeres y los hombres profesionistas tienen interés en espe
cificar la naturaleza de su propio rendimiento, desembarazándose de tareas
que les parezcan inferiores al nivel de su capacitación y de sus certificados.
Buscan un lugar dentro de una jerarquía y afinan su labor para llegar hasta
las alturas que esperan alcanzar. Nuevas profesiones se configuran entonces
a fin de llenar la jerarquía, y cada nuevo grupo de profesionistas busca aislar
v T. H. Marshall, Oass, Citizciisliipaiid Social DcvtUyiemenl (Carden City, N. Y., 1965), p. 177.
168 ELC A R C O
Los miembros del equipo deben estar preparados para adaptar sus habilidades a
las necesidades de los pacientes en vez de enviarle» a otros trabajadores de la sa
lud como recurso de conveniencia profesional. El médico deberá estar listo y dis
puesto a asumir papeles de "enfermero" cuando se justifique, e inversamente la
enfermera deberá proporcionar tratamiento médico en caso de ser necesario.29
Esto puede o no ser una buena idea, pero la propuesta establece un criterio
útil. A menudo el desempeño convencional del trabajo no logra servir a los
fines del cargo, e incluso puede representar una conspiración en contra de la
finalidad del cargo. De modo que quien produzca un rendimiento tal debe
ser reducido a su tarea propia.
Pero además hay que darles la recompensa monetaria apropiada, aunque
no hay manera sencilla para determinar de qué tamaño haya de ser aquélla.
El mercado laboral no funciona bien aquí, sobre todo por el predominio del
cargo, aunque también por el carácter social del trabajo que desarrollan quie
nes ocupan cargos y por la necesidad de establecer licencias y certificados.
En especial, los individuos con cargos elevados han sido capaces de limitar el
tamaño del fondo de solicitantes, del cual colegas y sucesores son elegidos,
incrementando así su ingreso colectivo. Es indudable que tales fondos tienen
límites reales en relación con determinados cargos, incluso si se da un con
junto realista de calificaciones. Pero en definitiva no es sólo el mercado, o el
libre mercado, el elemento que actúa para fijar el salario de un cargp deter
minado.30 En ocasiones, quienes ocupan cargos simplemente no,s obstruyen.
Pero entonces nosotros tenemos todo el derecho a resistir —y buscar algún
contrapeso político contra el poder profesional— . Cuando está en juego una
tarea importante, como ha afirmado Tawney, "ningún hombre honorable
puede sobresalir por el precio. Un general no regatea con su gobierno por el
equivalente pecuniario exacto por su contribución a la victoria. Un centinela
que dé la voz de alarma a un batallón en reposo no pasa el día siguiente co
brando el valor capital de las vidas que ha salvado".31 Es verdad que ello es
demasiado optimista: los equivalentes comunes del general y el centinela en
ocasiones no pelean en absoluto y ni siquiera hacen sonar la alarma hasta no
haber visto claro su "precio". No obstante, nosotros no tenemos razón para
acceder a sus demandas; además, no existe evidencia alguna de que una
29 Tom Levin, Ameritan Health: Pntfcssioiwl Privilegc os. Public Need (Nueva York, 1974), p. 41.
30 Véase Henry Phelps Brown, The ¡nequality o f Pay (Bcrkeley, 1977), pp. 322-328.
31 R. H. Tawney, The Acquisitive Society (Nueva York, s. f.), p. 178.
EL C A R G O 169
cuando es medido así podemos referimos a él como algo que los individuos
merecen. Cuando es merecido, se trata de la recompensa más alta del cargo.
Hacer bien las cosas y ser reconocido por eso: seguramente ello es lo que mu
jeres y hombres más quieren de su trabajo. Por contraste, insistir en el honor
sin considerar el rendimiento es una de las formas más comunes de la inso
lencia de quienes ocupan cargos. "Si el abogado dispensara verdadera
justicia y los médicos estuvieran en posesión del verdadero arte de curar, no
necesitarían bonetes cuadrados [el símbolo de su oficio]", escribió Pascal,
quien ubicaba a la justicia y a la curación más allá de las simples fuerzas
humanas.37 Sin embargo, al menos podemos poner en tela de juicio si aboga
dos o doctores se acercan todo lo que pueden a nuestros ideales de justicia y
curación, y podemos negarnos a pagar el tributo a sus bonetes.
El poder de quienes ocupan cargos es más difícil de limitar (aquí he de
tratar el tema sólo brevemente, pero regresaré a él al examinar la esfera de la
política). El cargo es una importante razón para el ejercicio de la autoridad,
pero el imperio de profesionistas y burócratas, incluso si son calificados, no
es nada agradable. Siempre que puedan usarán sus cargos para extender su
poder más allá de lo que autoriza su calificación o requieren sus funciones.
Por ello es tan importante que los hombres y las mujeres sujetos a su autori
dad tengan voz y voto en la determinación de la naturaleza de sus funciones.
Tal determinación es en parte informal, moldeada en los encuentros diarios
entre quienes ocupan cargos y sus clientes. Uno de los principales propósitos
de la educación pública debería ser preparar a los ciudadanos para estos
encuentros, hacer más conocedores a los ciudadanos y menos misteriosos los
cargos. No obstante, también es necesario actuar de otras maneras para lle
nar los huecos en la distribución del conocimiento y el poder: desalentar el
monopolio de especialidades y especialistas, imponer esquemas de trabajo
más cooperativos y complementar la autorregulación de profesionistas
mediante uno u otro tipo de supervisión comunitaria (juntas de recapitu
lación, por ejemplo). Esto último es de la mayor importancia, especialmente
a niveles locales donde la participación popular es más realista. Aquí el
argumento de los burócratas de la beneficencia puede ser generalizado para
todo aquel que ocupe un cargo: sólo pueden hacer bien su trabajo si no lo
hacen solos. Por cierto que no tienen derecho a hacerlo solos, a pesar del
hecho de que su competencia ha sido certificada por las autoridades consti
tuidas, quienes presuntamente representan el conjunto de los clientes y con
sumidores. Pues éstos tienen mayor interés inmediato, y sus juicios colec
tivos acerca del rendimiento de quienes ocupan cargos son de importancia
fundamental para el trabajo que se esté realizando. La cuestión no está en
subordinar los "expertos" a los "rojos", sino quienes ocupan cargos a los ciu
dadanos. Sólo entonces resultará claro para todo mundo que el cargo es una
forma de servicio y no un pretexto más para la tiranía.
37 Blaisc Pascal, The Pensées, Ir. J. M. Cohén (Harmondsworth, Inglaterra, 1961), p. 62 (núm.
104).
ELCA RG O 171
La c o n t e n c ió n d e l c a r c o
Hay dos razones para la expansión del cargo. La primera tiene que ver con el
control político de las actividades y de los empleos vitales para el bienestar
de la comunidad; la segunda, con "la justa igualdad de oportunidades".
Ambas son buenas razones, pero ni juntas ni separadas exigen un servicio
civil universal. Lo que sí exigen es la eliminación o inhibición de la discreción
privada (individual y de grupo) en relación con ciertas clases de trabajo. Las
políticas democráticas tomarán el lugar de la discreción privada. Su mandato
puede ser ejercido directamente por burócratas o jueces, o indirectamente por
comités de ciudadanos que actúen según reglas públicamente establecidas;
pero la referencia capital es a la comunidad política en su totalidad, y el
poder efectivo corresponde al Estado. Cualquier sistema que siquiera se acer
que a un servicio civil universal está determinado a ser una operación centra
lizada. La tendencia inevitable de todos los esfuerzos para lograr el control
político y la igualdad de oportunidades es la de reforzar e incrementar el po
der centralizado. Al igual que en otras áreas de la vida social, el intento de
derrotar a una tiranía atrae el espectro de otras tiranías.
No todos los puestos, sin embargo, tienen por qué ser convertidos en car
gos. He dicho que los cargos pertenecen a los individuos que son servidos
por ellos: los cargos electivos y administrativos pertenecen a los individuos
en su conjunto; los cargos profesionales y corporativos a los clientes y consu
midores, quienes sólo pueden ser representados políticamente por medio del
aparato estatal. Con todo, hay cargos a los cuales esta descripción no se apli
ca útilmente o cuya aplicación sería más costosa de lo que de un modo ima
ginable podría ser su valor; además, existen plazas de trabajo que parecen
pertenecer a grupos más reducidos de gente, donde la política pertinente es
la política del grupo, no la del Estado. Si echamos un vistazo a algunos ejem
plos veremos rápidamente, me parece, que es posible formular un poderoso
argumento en contra de la idea del cargo y a favor de una búsqueda descen
tralizada y de procedimientos de selección.
Patrocinio fiolítico
Ig u a l d a d y dureza
Toda labor no intelectual, toda labor monótona, tediosa, toda labor que tenga qm*
ver con «isas sórdidas e implique condiciones desagradables, debe ser efectuada
por máquinas. Ellas deben trabajar en nuestro lugar en las minas de carbón y
encargarse de todos los servicios sanitarios, deben ser los carboneros de los
maquinistas y limpiar las calles, deben llevar mensajes en días lluviosos y hacer
cuanto sea tedioso y deprimente.1
Pero ésta ha sido siempre una solución impracticable, pues se requiere gran
cantidad de trabajo en los servicios humanos, y ahí la automatización nunca
fue prevista. Incluso donde se previó o se prevé todavía, la invención e
instalación de las máquinas necesarias es un asunto mucho más lento de lo
que una vez creimos. Más aún, las máquinas a menudo remplazan a perso
nas que realizan tareas que les gustan más que a otras que tienen a su caigo
labores "tediosas y deprimentes". Los efectos de la tecnología no establecen
distinciones morales.
Si hacemos a un lado la automatización, el argumento igualitario más co
mún sostiene que el trabajo debería ser compartido, alternado (como los car
gos políticos) entre los ciudadanos. Todos deberían hacerlo —con excepción
de los presidiarios, por supuesto, quienes deben ser excluidos a fin de asegu
rar que el trabajo no causará estigmatización alguna— . Éste es otro ejemplo
de igualdad simple. Su origen está, me parece, en las tareas peligrosas de la
guerra. Tal como reclutamos a jóvenes para pelear, suele decirse, así debería
mos reclutar a hombres y mujeres para todas aquellas tareas necesarias que
no han de atraer voluntarios. Un ejército de ciudadanos remplazará al ejér
cito de reserva del proletariado. La propuesta es atractiva, por lo cual quiero
reconocer su valor. Tero no puede sostenerse a lo largo de toda la gama de
durezas —ni siquiera a lo largo de la gama de peligros—. Por consiguiente,
tendré que considerar distribuciones más complejas. Los bienes negativos
tienen que repartirse no sólo entre individuos sino también entre esferas dis
tributivas. Podemos compartir algunos de ellos como compartimos los costos
del Estado de beneficencia, otros los podremos comprar y vender, si las con
diciones del mercado son aproximadamente igualitarias, y otros más requie
ren tratamiento político y una toma democrática de decisiones. Todas estas
formas tienen, no obstante, un aspecto común: la distribución marcha en
contra de la naturaleza del bien (negativo). Con excepción del caso en que el
trabajo duro es un castigo, no es posible combinar la distribución con el sig
nificado social del bien, puesto que no hay raza o sexo o casta ni algún con
junto supuesto de individuos a quienes se pueda marcar encargándoles el
trabajo duro en la sociedad. Nadie califica para él —no existe compañía pas-
caliana alguna—, de modo que todos nosotros, de maneras diversas y en
diversas ocasiones, tenemos que ponemos a la disposición.
1 Oscar Wilde, "The Soul of Man under Socialism " [hay edición del Fondo de Cultura
Económica!, reimpreso en The Artist as Critic: Critical Writings a f Oscar Wilde, Richard Ellman,
cornp. (Nueva York, 1969), p. 269.
TRABAJO DURO 179
T r a b a jo p e l ig r o s o
2 John Ruskin, The Cntwn ofV iild Olixr: Four Lectures im ¡ndustiy and War (Nueva York, 1874),
pp. 90-91.
V éase la discusión del sistema d e Fourier en Frank E. M anuel, The Prophets o f París
(Cambridge, Mass., 1962), p. 229.
180 TRABAIO DURO
4 George Orwell, The Ruad lo Wigan Pier (Nueva York, 1958), d. 44.
s JWd.,pp. 32-33.
TRABAJO DURO 181
T r a b a jo agotador
El punto de vista común es que los hombres y las mujeres son libres sólo
cuando eligen su propio trabajo. Los impuestos son el precio de la elección, y
la conmutación de los servicios de labor es tenida en todos lados por una vic
toria de la gente ordinaria. La postura de Rousseau es ciertamente radical,
pero está matizada por una vaguedad atípica. Rousseau nunca nos dice
cuánta labor comunitaria ha de ser compartida. ¿Sobre qué tipo de trabajos
se ha de extender la coroéet Podemos imaginar que se extenderá hasta incluir
todo tipo de trabajo duro. En tal caso, los ciudadanos tendrán que ser orga
nizados en algo parecido al ejército industrial de Trotski, y quedará así poco
espacio para la opción individual, además de que la estructura de mando del
ejército reproduciría con nuevas formas los viejos esquemas de la jerarquía y
la dependencia. Es casi seguro que Rousseau se proponía algo más modesto;
tal vez tenía en mente las clases de trabajo para las cuales la corvée había sido
históricamente utilizada, como la construcción de las carreteras del rey. Era
un compromiso parcial, entonces, que daba tiempo más que suficiente a fin
de que los pequeños propietarios y los artesanos, que poblaban la república
ideal de Rousseau, pudieran dedicarse a sus propios intereses. Podemos con
siderarlo como un compromiso simbólico (si bien el trabajo que compartirían
sería real).
Si esto es cierto, entonces la elección de los símbolos es muy importante,
de modo que debemos tener claros sus propósitos. La construcción de carre
teras era una buena elección para Rousseau, dado que era la forma típica de
trabajo forzado bajo el antiguo régimen. Los hombres de cuna noble, en
principio, estaban exentos de él y se imponía a los más pobres y débiles súb
ditos del rey, por lo cual se le tenía como la clase de trabajo más degradante.
Mas si el conjunto de los ciudadanos se hiciera cargo de él, liberarían a los
pobres no sólo de la labor física sino también de su estigmatización: el des
dén aristocrático y su imitación burguesa. Eso no significa que el trabajo en
las carreteras deje de ser un bien negativo para la mayoría de quienes lo lle
ven a cabo, fueran reclutas o voluntarios. Por agotador, opresivo y pesado
sugiere el segundo arquetipo de dureza. Con todo, el hecho de dedicarse de
tiempo completo a él dejaría de implicar el menosprecio de los propios com
pañeros. Y entonces el resto de las implicaciones negativas también podrían
cortarse gradualmente, pues quizá los ciudadanos estarán dispuestos a pagar
6 Jean-Jacqucs Rousseau, The Social ContraeI, libro III, cap. 15, en Social Contract and Discour-
ses, tarad. G. D. H. Colé (Nueva York, 1950), p. 93.
TRABAJO DURO 18 ?
por los caminos que necesiten, y los trabajadores estarán dispuestos a exigir
más paga. Todo esto podría pasar. Ahora bien, tenemos prueba de una trans
formación mucho más radical en las actitudes hacia el trabajo físico, que real
mente se ha dado, y asimismo en algo parecido a una comunidad como la
imaginada por Rousseau.
El kibutz israelí
Desde sus comienzos, el sionismo dio por sentada la creación de una clase
trabajadora judía, y una u otra forma de ideología marxista que exaltaba el
poder de los trabajadores fue siempre una tendencia significativa dentro del
movimiento. Pero hubo también desde el principio otra tendencia, filosófica
y políticamente más original, que exaltaba no el poder de los trabajadores
sino la dignidad del trabajo y que se orientaba a crear no una clase sino una
comunidad. El kibutz, o asentamiento colectivo, el producto de esta segunda
tendencia, representa un experimento en la transformación de los valores: la
dignificación del trabajo a través del compartimiento del trabajo. El credo de
los primeros pobladores era una "religión del laborar", en la cual uno comul
gaba trabajando en los campos. El trabajo más duro era también el más
edificante, espiritual y socialmente hablando.7*
Las primeras colectividades fueron establecidas a principios de siglo. Para
los artos cincuenta, cuando Melford Spiro publicó su clásico estudio Kibbutz:
Ventare in Utofiia, la transformación de los valores era tan exitosa que no era
necesario ya pedir a los miembros que compartieran la labor física de la co
lectividad. Todo aquel que podía trabajar quería hacerlo; una mano llena de
callos era una medalla de honor. Tan sólo las faenas con horarios incómodos
(lecheros, veladores) debían de ser alternadas entre los miembros. Por otra
parte, tenían que ser reclutados maestros de nivel medio, pues la enseñanza
era mucho menos honrada que el trabajo en el campo —hecho sorprendente,
dada la socialización cultural de los judíos europeos— .* (Menos sorpren
dente, sin embargo, el trabajo en la cocina también planteaba problemas, a
los cuales me referiré más adelante.)
De esencial importancia para el éxito del kibutz, me parece, era el hecho
de que cada asentamiento colectivo fuera asimismo una comunidad política.
El trabajo no era lo único compartido; también las decisiones relativas al tra
bajo. De ahí que los trabajadores fueran libres en el sentido, soberanamente
importante, que Rousseau denomina la "libertad moral": las cargas con las
cuales vivían se las habían impuesto ellos mismos. Todo aquel que no quisie
ra aceptarlas podía irse; todo aquel que rehusara aceptarlas era expulsado.
Los miembros sabían siempre que la rutina de la jomada diaria y la asigna
ción temporal de las tareas eran cuestión de decisiones comunitarias, y en ta
les decisiones tenían y tendrían una participación significativa. Por eso el
7 Melford E. Spiro, Kibbutz: Venturein Utopia (Nueva York, 1970), pp. 16-17.
* /Mi/., p. 77.
184 T R A B A JO D U R O
9 ¡bid. Para un análisis de la división del trabajo en el kibbutz por sexo, véase Joseph Raphael
Blasi, The Contrnuiial Futura; the Kibbutz and the Utopia» Dilcmma (Norwood, Pa., 1980), pp. 102-
103.
10 Spiro, Kibbutz [7], p. 69.
T R A B A JO D U R O 18$
el trabajo duro que debamos hacer. E incluso en el kibutz aparentemente,
unos cargan más con la maldición que otros.
T r a b a jo s u c io
u Bemard Shaw, The tnldligait Woman's Cuide ta Sochlism, Capitalista, Stmetisni and Fasrism
(Harmondsworth, Inglaterra, 1937), p. 106.
12 Harold R. Isaacs, ludia’s Ex-Untouciubles (Nueva York, 1974), pp. 36-37.
186 T K A B A IO D U K O
(•••]
Inventar un poco —algo ingenioso—, ayudar
en el lavado, en la cocina, en la limpieza,
y no tener, por desgracia, que meter las manos en
estas mismas cosas.13
Tal vez habría menos polvo que limpiar si, antes de hacerlo, todos supieran
que no pueden dejar que alguien más lo haga. No obstante, ciertas personas
—los pacientes de un hospital, por ejemplo— no pueden evitar que otros lo
hagan, además de que ciertos tipos de limpieza se organizan mejor a gran
escala. El trabajo de este tipo podría hacerse como parte de un programa de
servicio nacional. La guerra y los desperdicios parecen ser, por cierto, la ma
teria ideal para un servicio nacional: la primera, por los riesgos especiales
que involucra; los segundos, a causa del deshonor. Tal vez el trabajo deba ser
realizado por los jóvenes, no porque hayan de disfrutarlo sino debido a que
no está desprovisto de valor educativo. Tal vez se debiera permitir que cada
ciudadano escoja un momento de su vida para participar en la tarea. Pero es
apropiado, sin duda, que la limpieza de las calles de la ciudad, digamos, o de
los parques nacionales, sea un trabajo (a tiempo parcial) de todos los ciuda
danos.
Sin embargo, no es una meta adecuada a la política social que todo el tra
bajo sucio por hacerse sea compartido por todos los ciudadanos. Ello exigiría
un extraordinario grado de control estatal sobre la vida de cada quien, e in
terferiría radicalmente con trabajos de otra clase, algunos de ellos necesarios,
otros sencillamente útiles. He argumentado en favor de un compartimiento
parcial y simbólico: el propósito consiste en romper el nexo entre el trabajo
sucio y el desprestigio. En un sentido, la ruptura ya ha sido realizada, al
menos en lo esencial, a través de un largo proceso de transformación cultural
que empieza con el ataque moderno originario a la jerarquía feudal. Ante
Dios, pensaban los predicadores puritanos, t<xio oficio humano, todo trabajo
útil, posee el mismo valor.14 Hoy en día nos inclinamos a calificar las tareas
como más o menos deseables, no como más o menos respetables. La mayoría
de nosotros negaría que cualquier trabajo socialmente útil pueda o deba ser
denigrante. Aún así, a los conciudadanos que se las ven con el trabajo duro
les imponemos esquemas de comportamiento, rutinas de distanciamiento
que los colocan en una especie de limbo: actitudes de deferencia, órdenes ter
minantes, denegación de reconocimiento. Cuando un basurero se siente es
tigmatizado a causa del trabajo que realiza, escribe un sociólogo contem
poráneo, la marca se le nota en la mirada. Entra "en complicidad con
nosotros para evitar contaminamos con su bajo ser". Mira hacia otra parte, al
igual que nosotros. "Nuestras miradas no se encuentran. Él se convierte en
13 Walt Whitman, "Song of Exposition", en Complete Poetry and Scteeted Frase, ed. (ames E.
Miller, Jr. (Boston, 1959), p. 147.
14 Véase Michael Walzer, The Rmalntbn o f the Saints: A Study in lite Orígin o f Radical Polilics
(Cambridge, Mass., 1965), p. 214.
TRABAJO DURO 187
15 Stewart E. Perry, San Fmnciseo Scavcitgers: Di'r/y Work and lite Pride o f Ownership (Berke-
ley 1978),p.7.
14Shaw, tVomiM'sCiúif |l1|,p.l05.
17 ¡bid., p. 109.
188 T R A B A IO D U R O
Los asistentes y sirvientes tienen que vérselas por largas horas con situacio
nes con las cuales sus superiores institucionales se confrontan sólo esporá
dicamente, y con el hecho de que el público en general no se percate de todo
ello ni quiera percatarse. A menudo cuidan a mujeres y hombres a quienes el
mundo ha desechado (y cuando el mundo desecha, olvida pronto). Mal pa
gados y sobrecargados de trabajo, plantados en el más ínfimo de los niveles
del sistema de status, son con todo los últimos individuos que brindan alivio
a la humanidad —aunque supongo que a menos de que tengan vocación por
su trabajo, proveen de tan escaso alivio como el que ellos mismos reciben—,
Y a veces son culpables de esas nimias crueldades que aligeran un tanto sus
tareas, y que sus superiores —están convencidos firmemente— cometerían
con la misma facilidad en lugar de ellos.
"Hay todo un conjunto de problemas aquí", ha escrito Everett Hughes,
"que no pueden ser resueltos por el milagro de cambiar la selección social
de quienes son contratados para estas tareas".25 De hecho, si el cuidado de
enfermos y ancianos fuera compartido —si jóvenes mujeres y hombres con
diferentes antecedentes sociales se turnaran como asistentes y sirvientes— la
vida interna en hospitales, clínicas psiquiátricas y asilos de ancianos cambia
ría para bien. Tal vez un cambio de este tipo se organice mejor a nivel local
que a nivel nacional, de tal modo que se establezca un vínculo entre este tipo
de asistencia social y la ubicación vecinal; incluso podría ser posible, con un
poco de inventiva, atenuar la impersonalidad un tanto rígida del ambiente
en tales instituciones. Sin embargo, tales esfuerzos serán complementarios en
el mejor de los casos. La mayor parte de la labor deberá ser realizada por
personas que la han elegido como oficio, además de que la elección no será
fácil de estimular en una sociedad de ciudadanos iguales. Ya ahora tenemos
que reclutar a extranjeros para sacar adelante gran parte del trabajo duro y
sucio en nuestras instituciones de asistencia social. Si deseamos evitar tal
clase de reclutamiento (y la opresión que por lo común trae consigo), debe
mos transformar de nuevo el trabajo. "Tengo la impresión", dice Hughes,
"de que [...] el 'trabajo sucio' puede sobrellevarse con mayor facilidad si for
ma parte del desempeño de un buen papel, de un papel lleno de recompensas
para uno mismo. Una enfermera puede hacer algunas cosas con más gracia
que alguien sin autoridad para hacerse llamar enfermera, reconocida además
21W. H. Auden, "In Time o f W ar" (XXV), en The English Auden: Poems, Essays and Dramatic
WrHings 1927-1939, ed. Edward Mendelson (Nueva York, 1978), p. 261.
B Everett Hughes, The Sociotogical Eye (Chicago, 1971), p. 345.
TRABAJO DURO 193
)6 Ibid., p. 314.
” ¡b¡d.
24 Shaw, Woman's Cuide [11], p. 107.
194 T R A B A JO D U R O
El s ig n if ic a d o d e l o c io
1 Thorstein Veblen, The Thcory o f íhe Leisure Chus (Nueva York, 1953), p. 47. {Teoría de ht clase
ociosa. Fondo de Cultura Económica, la . ed., 1963.)
2 James Boswell, The U fé o f Samuel Johnson, ed. Bergen Evans (Nueva York, 1952), p. 206.
195
m tLTIEMPO UBRE
3 Véase la discusión de estos términos en Sebastian da Grazia, O fTim e, Work and Ltúsure
(Nueva York, 1962), p. 12; y en Martin Buber, Mases: T/k* Revclation and Ihc Covcnanl (Nueva
York, 1958), p. 82.
4 T. H. Marshall, Class, CHizenslup and Social Dcvelopment (Carden City, N. Y., 1965), p. 159.
s Alfred Zimmem, The Greek Commonwealtlt (Oxford, 1961), p. 271, parafrasea una pasaje de
G. Salvioli, Le Capitalisme dans le monde antique (París, 1906), p. 148.
6 Aristóteles, Ética a Nicómaco, X. 7.
E L T IE M P O U B R E 197
dinero o para ganar una cátedra vitalicia, ni siquiera fama eterna. Ideal
mente, la filosofía no posee objeto alguno; al menos no es perseguida por ese
objeto, rodemos advertir aquí la raíz (o tal vez sea ya un reflejo) del desdén
aristocrático por el trabajo productivo. Sin embargo, es una restricción, lo
mismo innecesaria que parcializante del significado del ocio, hacer de la no-
productividad su característica central. Que los pensamientos del filósofo no
corrompen el ocio, pero sí la mesa, el jarrón o la estatua del artesano, es una
concepción capaz de satisfacer sólo a los filósofos. Desde un punto de vista
moral, parece más importante que la actividad humana sea dirigida desde
dentro a que no tenga fin externo o resultado material alguno. Y si nos
concentramos en la autodirección del trabajo, una amplia variedad de acti
vidades con propósito pueden ser llevadas hasta el terreno de la vida del
ocio. El trabajo intelectual es con seguridad una de ellas, no porque sea inútil
—nunca podemos estar seguros de eso— sino porque los intelectuales por lo
común son capaces de definir, de acuerdo con sus propias especificaciones,
el trabajo que realizan. Pero otras clases de trabajo pueden ser también defi
nidas (planificadas, programadas, organizadas) por los trabajadores mismos,
ya sea individual o colectivamente; y entonces no es descabellado denominar
a esta tarea como "actividad libre", y como "tiempo libre" al tiempo impli
cado en ella.
Los seres humanos necesitan asimismo la "cesación del descanso", escri
bió Marx criticando la concepción del descanso en Adam Smith como la con
dición humana ideal, idéntica a la libertad y a la felicidad. "Ciertamente, la
medida del trabajo parece dada externamente por la meta que se va a lograr
y por los obstáculos para su logro", prosige Marx. "Pero Smith no concibe
que esta superación de obstáculos sea en sí misma un ejercicio de la libertad."
Marx quiere decir que ello en ocasiones puede ser un ejercicio de la libertad
—siempre que "los bienes extemos, dejando de aparecer meramente como
necesidades de la Naturaleza, se convierten en metas que el individuo escoge
para sí"— ? Lo que en parte se encuentra a discusión aquí es el control del
trabajo, la distribución del poder en el lugar de trabajo y dentro de la eco
nomía en general —cuestión a la cual regresaré en un capítulo posterior—.
Pero Marx también quería insinuar una magna transformación en la manera
como la humanidad se relaciona con la Naturaleza, un escape del reino de la
necesidad, una trascendencia de la vieja distinción entre trabajo y juego.
Entonces no tendremos que hablar, como yo lo he hecho, de una tarea efec
tuada a paso ocioso o incorporada en una vida de ocio, pues el trabajo sim
plemente será ocio y el ocio será trabajo: actividad productiva libre, la "vida
en especie" de la humanidad.
Para Marx, el gran fracaso de la civilización burguesa es la realidad de que
la mayoría de las mujeres y los hombres experimenten este tipo de actividad
sólo en momentos esporádicos y raros, como un pasatiempo, y no como el7
7 Kart Marx, citado por Stanley Moore, Marx and lite Chotee bctuxen Socialism and Communism
(Cambridge, Mass., 1980), p. 42. Véase The Gniiidrimse, ed. y ir. David McLellan (Nueva York,
1971), p. 124. [Hay edición del Fondo de Cultura Económica.]
1W E L T IE M P O L IB R E
Por otra parte, Marx también insiste —ello con un poco más de sensibili
dad— en que la fuerza puede decidir erróneamente:
En su pasión ciega e incontenible, en su hambre bestial por el superávit, el capital
ignora no sólo los límites morales del día laboral, sino incluso los meramente
físicos. Usurpa el tiempo para el crecimiento, el desarrollo y las actividades
saludables del cuerpo.10
8 Karl Marx, El capital (Nueva York, 1%7), vol. III, p. 820; cf. Moore, Choice [7J, p. 44.
9 Karl Marx, El capital [8], vol. I, pp. 234-235.
10 Ibid., vol I, pp. 264-265.
E L T IE M P O L IB R E 199
Los límites físicos existen con seguridad, sólo que son escalofriantemente
mínimos: "las pocas horas de reposo sin las cuales la capacidad de trabajo
rehúsa absolutamente prestar sus servicios otra vez".11 Si se requiere un tra
bajo minucioso o inventivo o máximamente productivo, los límites son más
severos; unas cuantas horas no bastan. La productividad se incrementa efec
tivamente con el descanso, al menos hasta cierto punto; y los capitalistas
razonables, precisamente a causa de su "hambre bestial", deberían encontrar
justificado este punto. Pero ello es cuestión de prudencia o de eficiencia, no de
justicia. Los límites morales son más difíciles de especificar, pues variarán
de una cultura a otra, dependiendo de la noción común de lo que es una vida
humana decorosa. Mas toda noción de la cual tengamos algún registro histó
rico incluye tanto al descanso como al trabajo, y Marx no tuvo dificultad para
denunciar la hipocresía de los propugnadores en Inglaterra de un día laboral
de 12 horas y una semana laboral de siete días —"¡y esto en un país de par
tidarios del Sabbat!"—. En verdad, enmarcada dentro de la larga historia del
trabajo y el descanso, entre las decádas 1840 y 1850 Inglaterra parece una
aberración infernal. Si bien el ritmo y la periodicidad del trabajo han sido
radicalmente distintos entre, digamos, labradores, artesanos y trabajadores
industriales, y si bien la duración de los días laborales en concreto manifiesta
grandes variaciones, el año laboral parece tener una forma normativa —al
menos una forma reiterada bajo una variedad de condiciones culturales— .
Cálculos hechos acerca de la antigua Roma, la Europa medieval y la China
rural antes de la revolución, por ejemplo, sugieren algo parecido a una razón
de 2:1 entre días laborales y días de descanso.1112 Y ahí es aproximadamente
donde nosotros nos encontramos hoy en día (cinco hábiles, dos semanas de
vacaciones y de cuatro a siete días festivos oficiales).
Los propósitos del descanso varían de manera aún más radical. La enu
meración de Marx es típica de liberales y románticos del siglo xix: "tiempo
para la educación, para el desenvolvimiento intelectual, para la realización
de funciones sociales y para el trato social, para el libre juego de [...] las
actividades físicas y mentales".13 La actividad política, que tan importante
papel desempeñaba en el tiempo libre del artesano griego, ni siquiera es
mencionada, y tampoco lo son las ceremonias religiosas. Tampoco aquí tiene
sentido algo que cualquier niño hubiera podido explicarle a Marx: el valor de
no hacer nada, de "pasar" el tiempo —a menos de que el "juego libre" se
proponga abarcar pensamientos casuales, contemplación de las estrellas y
otras fantasías— . Podríamos incorporar aquí la definición de ocio dada por
Aristóteles y decir que el no tener objetivos, ese estado de estar sin metas fi
jas, es uno de los propósitos característicos del ocio (pero solamente uno).
11 lbiii., 1,264.
12 De Grazia, Tim e [3], pp. 89-90; Neil H. Cheek y William Burch, The Social O rganizalion o f
Leisuiv in Human Society (Nueva York, 1976), pp. 80-84; William L. Parish y Martín King Whyte,
Village and Family in Contemporary China (Chicago, 1980), p. 274. Los cálculos en el caso de China
provienen de un opositor comunista a las formas tradicionales del ocio (véase infra, p. 315).
13 Marx, El capital [8], 1,264.
200 EL TIEMPO LIBRE
16 Ibid., p. 342.
17 De ¿razia, Time (3), p. 467 (cuadro 12).
'* Ibid., p. 66. Estoy en deuda con la exposición de De Crazia aquí y en las pp. 116ss.
202 E L T IE M P O U B R E
bien o no tan bien, y así tendrán más o menos dinero y tiempo que distribuir
entre sus miembros. Incluso para alguien como Shaw, la duración exacta de
sus "muchas semanas" de descanso y las condiciones en las cuales las pasa,
dependerán, quizá, tanto del éxito de sus piezas teatrales como de las exigen
cias de su musa. Por otra parte, tan pronto como las vacaciones se convierten
en un aspecto central de la cultura y la vida social — tal como se han
convertido en los Estados Unidos hoy en día—, se requiere cierta forma de
previsión comunitaria. No sólo es necesario asegurarse de que la distribución
no sea radicalmente dominada por la riqueza material y el poder, sino que es
necesario garantizar una gama de opciones y mantener la posibilidad real
del plan individual. De ahí, por ejemplo, la preservación de la fauna y la
flora, sin los cuales ciertos tipos de vacación dejan de ser posibles. Y de ahí
también el gasto de fondos obtenidos de la tributación riscal en parques, pla
yas, sitios para acampar y demás, a fin de asegurar que haya lugares a dónde
ir para quienes quieran "salir". Si bien la elección que se lleve a cabo —dón
de ir, cómo alojarse, qué clase de equipo llevar— no será idénticamente res
tringida en cada caso particular o familiar, cierta gama de opciones debe
estar abierta de manera universal.
No obstante, todo lo anterior da por supuesto el carácter central de las va
caciones, y es importante insistir ahora en que son una invención de una
época y un lugar determinados. No es la única forma del ocio: es más, a lo
largo de la mayor parte de la historia humana ha sido literalmente ignorada,
y otra forma sobrevive hoy, como alternativa, incluso en los Estados Unidos.
Se trata del día festivo. Cuando los antiguos romanos o los cristianos medie
vales o los campesinos chinos hacían una pausa en el trabajo, no era para
salir solos o con sus familias sino para participar en celebraciones comunita
rias. Una tercera parte del año —o más, incluso— se consagraba a conmemo
raciones civiles, festivales religiosos, onomásticos y demás. Tales eran sus
asuetos, días santos en su origen, y son, con respecto a nuestras vacaciones,
lo que la salud pública es con respecto al tratamiento individual, o el tráfico
masivo con respecto al auto privado. Se los suministraba a todos, de la mis
ma manera, al mismo tiempo, y eran disfrutados en compañía de otros. Aún
tenemos días festivos de esta especie, si bien se encuentran en franco decai
miento; reflexionando sobre ellos, será conveniente concentramos en uno de
los más importantes de estos supervivientes.
se llegó a afirmar que el trabajo para preparar el Sabbath también debía ser
compartido. ¿Cómo iría a descansar el pueblo sin antes haber trabajado?
"Incluso si uno es persona de muy alto rango y no acude habitualmente al
mercado ni efectúa otras tareas del círculo hogareño", escribió Maimónides,
pensando en primer término en los rabinos y los eruditos, "de todas maneras
deberá realizar una de estas tareas para la preparación del Sabbath. [...] En
verdad, cuanto más haga uno en tales preparativos, más digno de encomio
es".23 De esta manera, el universalismo del séptimo día fue extendido, al
menos, también al sexto.
No obstante, podría decirse que ello es sólo otro caso donde la igualdad y
la pérdida de la libertad marchan de la mano. Ciertamente, el Sabbath es
imposible sin el mandamiento general del descanso —o más bien, lo que so
brevive sin el mandamiento, sobre una base voluntaria, es algo menos que el
Sabbath completo— . Por otra parte, la experiencia histórica del Sabbath no es
una experiencia de privación de la libertad. El incontrovertible sentido
transmitido por la literatura judía, secular como religiosa, muestra que ese
día era ansiosamente esperado y recibido con gozo —justo como un día de
liberación, un día de esparcimiento y ocio—. Como Leo Baeck ha escrito,
estaba pensado "para proveer al alma de un espacio amplio y sublime", y
ello parece haberse conseguido.24*Ni duda cabe que este sentido de espaciosi
dad se perderá en las mujeres y los hombres que estén fuera de la comuni
dad de los creyentes pero que, en mayor o menor grado, se encuentren suje
tos a sus reglas. Mas no es su experiencia lo determinante aquí. El día festivo
es para los miembros, y los miembros pueden ser libres — la evidencia es cla
ra— dentro de los confines de la ley. Al menos pueden ser libres cuando la
ley es un acuerdo, un contrato social, si bien el acuerdo nunca se fragua indi
vidualmente.
¿Escogería la gente vacaciones privadas o días festivos? No es fácil ima
ginar una situación donde la opción se presentase en términos tan agudos y
simples. En cualquier comunidad donde los días festivos sean posibles, ya
existen. Serán parte de la vida común que configura a la comunidad, y darán
forma y significado a las vidas individuales de sus miembros. La historia del
término vacaciones insinúa cuánto nos hemos distanciado de esa vida común.
En la antigua Roma, los días en que no se celebraban festivales religiosos ni
juegos públicos eran denominados dies vacantes, es decir, "días vacíos". Los
días festivos, por el contrario, estaban llenos —de obligaciones pero también
de celebración, llenos de cosas que hacer, de festejos y danzas, de rituales y
representaciones,teatrales— . Entonces era cuando el tiempo maduraba para
generar los bienes sociales de la solemnidad y la efusividad compartidas.
¿Quién hubiera renunciado a días de ésos? Nosotros, sin embargo, hemos
perdido ese sentido de plenitud, y los días que ansiamos son días vacíos, que
23 Citado por Isadore Twcrsky, Inlroduction lo the C n ieof Mahnonides (New Haven, 1940), pp.
113-114.
24 Leo Baeck, The People Israel: The Meaniug o f ]eu>isli F.xistenee, tr. Albert H. Friedlander
(Nueva York, 1964), p. 138.
206 E L T IE M P O L IB R E
podemos llenar nosotros mismos, como nos dé la gana, solos o con nuestras
familias. En ocasiones experimentamos el miedo al vacío —el miedo al reti
ro, por ejemplo, ahora concebido como una sucesión indefinida de días va
cíos— .* Mas la plenitud que muchos jubilados ansian, la única que conocen,
es la plenitud del trabajo, no la del descanso. Sospecho que las vacaciones
necesitan el contraste del trabajo; es una parte fundamental de la satisfacción
que aportan. ¿Son lo mismo los días festivos? Tal era la opinión del príncipe
Hal, en el Henry IV, parte I, de Shakespeare:
como para los revolucionarios franceses en otro tiempo, no hay opción entre
el ocio público y el ocio privado, sino entre dos clases de asuetos públicos.
Mas esa opción podría ser mal interpretada. No es posible extraer días
festivos de un sombrero ideológico. En muchas aldeas, informan dos estu
diantes de la nueva China, "los tres principales días festivos [revoluciona
rios] representan poco más que una pausa del trabajo".29 Sin embargo, a
pesar de su identificación con el colectivismo, China podría ser empujada,
sin poder evitarlo, a la distribución del tiempo libre que fuera adoptada ori
ginalmente por la burguesía europea. Mas si las nuevas comunidades llegan
a desarrollarse allí o en otra parte, las nuevas clases de celebración pública se
desarrollarán con ellas. La ayuda de burócratas vanguardistas no será ne
cesaria. Los miembros de tales comunidades encontrarán sus propias mane
ras de expresar sus sentimientos de camaradería y de poner en práctica las
políticas y la cultura que comparten.
Los días festivos y las vacaciones son dos maneras diferentes de distribuir
el tiempo libre. Cada una tiene su propia lógica intema —o con mayor exac
titud, las vacaciones tienen una lógica única, mientras que cada día festivo
tiene una sublógica peculiar, la cual podemos leer a partir de su historia y
sus ritos— . Es posible imaginar una combinación de días festivos y vacacio
nes: algo semejante a lo que se conoció en el siglo pasado. Y aunque la com
binación parezca inestable, mientras dure permitirá con todo la opción entre
políticas distintas. Sin embargo, sería absurdo sugerir que tales opciones
sean restringidas por la teoría de la justicia. El Acuerdo Internacional para
los Derechos Económicos, Sociales y Culturales, de las Naciones Unidas,
incluye en su (muy larga) lista de derechos "días festivos periódicos y paga
dos" — es decir, vacaciones—.M Mas esto no es definir derechos humanos',
sino simplemente proponer un conjunto particular de medidas sociales, que
no es el mejor por fuerza, o lo mejor, para cada sociedad y cultura. El derecho
que requiere protección es, por completo, de otra especie: no ser excluido de
las modalidades de descanso central al propio tiempo y lugar de uno, disfru
tar de vacaciones (aunque no de las mismas vacaciones) si éstas poseen im
portancia especial, participar en los festivales que dan forma a la vida común
dondequiera que exista una vida común. El tiempo libre no tiene una única
estructura moral o justamente necesaria. Lo moralmente necesario es que
su estructura, sea cual fuere, no sea deformada por lo que Marx llamó las
"usurpaciones" del capital, o por el fracaso de la previsión comunitaria cuan
do ésta haya sido necesaria, o por la exclusión de esclavos, extranjeros y
parias. Libre de estas deformaciones, el tiempo libre será experimentado
y disfrutado por los miembros de una sociedad libre en todas las distintas
formas que ellos puedan inventar colectiva o individualmente.*
*lb id ., p.287.
30 Acuerdo Internacional para los Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Nacio
nes Unidas, parte I, art. 8o.; véase la discusión de Maurice Cranston, Whal Are Human Righls?
(Nueva York, 1973), cap. 8.
v m . LA EDUCACIÓN
T oda sociedad humana educa a sus niños, a sus miembros nuevos y futuros.
La educación expresa lo que tal vez sea nuestro deseo más profundo:
continuar, persistir, pervivir a pesar del tiempo. Es un programa para la su
pervivencia social, y de tal manera siempre se refiere a la sociedad para la
cual ha sido planeado. Según Aristóteles, el propósito de la educación es
reproducir en cada generación el "tipo de carácter" que habrá de mantener la
Constitución: un carácter especial para una Constitución especial.1 Esta
definición presenta sus dificultades. Es probable que los miembros de la
sociedad no convengan en lo que la Constitución, en su amplio significado
aristotélico, realmente sea, se esté convirtiendo o debiera ser. Es probable
también que no convengan en el tipo de carácter que sería mejor formar, ni
en el método para producir tal carácter. Las escuelas tendrán no sólo que
capacitar a sus alumnos, también tendrán que discriminar entre ellos, y éste
es un asunto ciertamente controvertible.
Así, la educación no es meramente relativa —o mejor, su relatividad no
nos dice todo lo que necesitamos saber acerca de su función normativa y sus
virtudes reales— . Si fuera cierto que las escuelas siempre han servido para la
reproducción de la sociedad tal y como ésta es —con las jerarquías estable
cidas, las ideologías prevalecientes, la fuerza de trabajo existente— y para
nada más, no tendría sentido hablar de una justa distribución de los bienes
educativos. La distribución aquí se equipararía con la distribución en otras
áreas, y no habría esfera independiente ni lógica interna alguna. Algo se
mejante bien podría ser cierto si no existiesen escuelas — cuando los padres
tienen que educar a sus hijos o adiestrarlos en sus oficios futuros—. La repro
ducción social es entonces directa y no mediada; el proceso de discriminación
es efectuado dentro de la familia sin necesidad de la intervención de la co
munidad, y no existe cuerpo de conocimientos o disciplina intelectual alguna
que se distínga de las crónicas familiares y de los misterios del oficio en arre
glo a los cuales la Constitución puede interpretarse, evaluarse y discutirse.
Sin embargp, las escuelas, los maestros y las ideas crean y llenan un espacio
intermedio. Suministran un contexto, no el único pero con mucho el más im
portante, para el desarrollo de la comprensión crítica y la producción y la
reproducción de la crítica social. Esto es un hecho de la vida en todas las
sociedades complejas; incluso los profesores marxistas reconocen la relativa
autonomía de las escuelas (y los estadistas conservadores se preocupan por*
* Aristóteles, The Peiitics, 1337a, tr. Emest Baker (Oxford, 1948), p. 390.
208
LA EDUCACIÓN 209
2 Véase Samuel Bowles y Herbcrt Cintis, Schooling in Capilalisl America (Nueva York, 1961),
p. 12.
3 John Dewey, Democracy and Educaticm (Nueva York, 1961), pp. 16-22.
210 LA EDUCACIÓN
selectos de las familias plebeyas), una más austera, más rigurosa y también
más intelectual. En escuelas especiales, anexas a recintos sacerdotales y
templos, "era enseñado todo el conocimiento de la época y de la nación: es
critura y lectura en caracteres pictográficos, adivinación, cronología, poesía y
retórica". Los maestros, "escogidos sin considerar a sus familias sino tan sólo
por su moralidad, sus prácticas, su conocimiento de la doctrina y la pureza
de sus vidas",6 provenían de la clase sacerdotal. No sabemos cómo eran
seleccionados los alumnos; en principio, al menos se exigían cualidades simi
lares, como quiera que de estas escuelas egresaban los sacerdotes mismos. Si
bien una educación de élite exigía sacrificios y autodisciplina, parece
probable que las plazas en tales escuelas hayan sido ávidamente buscadas,
en especial por los plebeyos ambiciosos. En todo caso, yo doy por supuesta
la existencia de las escuelas de este segundo tipo; sin ellas, las cuestiones dis
tributivas apenas si se plantearían.
Es posible afirmar que "la casa de los jóvenes" era, igualmente, una insti
tución intermedia. A menos de que fueran preparadas para ser sacerdotisas,
las jóvenes aztecas permanecían en casa la mayoría de las veces y aprendían
los oficios femeninos de las mujeres más viejas de la familia. Ambos son dos
ejemplos de lo mismo: la reproducción social en su forma directa. Las niñas
permanecerían en adelante en casa, mientras los niños se agruparían en ban
das para pelear en las interminables guerras contra las ciudades y los pue
blos vecinos. Pero la selección de un puñado de ancianas para la enseñanza
de las costumbres tradicionales en una "casa de las jóvenes" tampoco podía
constituir un proceso educativo autónomo. Para ello eran necesarios maes
tros capacitados y probados en el "conocimiento de la doctrina". Dando por
supuesto que hubiera tales maestros, ¿a quién enseñarían?
E s c o l a r id a d b á s ic a : a u t o n o m ía e ig u a l d a d
Para los fines de la educación, la masa de niños y niñas puede ser dividida
de diversas maneras. La más simple y común, de la cual la mayoría de los
programas educativos hasta bien entrados los tiempos modernos no han
sido sino variaciones, tiene esta forma: educación mediada para pocos, edu
cación directa para muchos. Ésta es la manera como las mujeres y los hom
bres han sido históricamente distinguidos en sus papeles convencionales
—dominadores y dominados, sacerdotes y legos, clases encumbradas y cla
ses plebeyas— . Y supongo que también reproducidos, si bien es importante
observar de nuevo que la educación mediada siempre puede producir escép
ticos y aventureros junto a sus productos más usuales. En cualquier caso, las
escuelas han sido la mayoría de las veces instituciones de élite, dominadas
por el nacimiento y la sangre, o por la riqueza material, el sexo, o el rango
jerárquico, dominando a su vez sobre cargos religiosos y políticos. Mas este*
* Jacques Soustelle, The Daily Life o f llie A zlecs, trad. Patrick O 'Brian (Harmondsworth,
Inglaterra, 1964), pp. 178,175, respectivamente. (Hay edición d d Fondo de Cultura Económica.]
212 LA EDUCACIÓN
hecho tiene poco que ver con su carácter interno, además de que, por cierto,
no hay manera fácil de hacer valer las distinciones necesarias desde el
interior de la comunidad educativa. Digamos que existe un cuerpo de doctri
na relacionado con el gobierno. ¿A quién se le ha de enseñar? Quienes deten
tan el poder reclaman la doctrina para ellos y para sus descendientes. Pero a
menos de que éstos se dividan de manera natural en dominadores y domina
dos, desde el punto de vista de los maestros parecería que la doctrina debería
ser enseñada a todo aquel que se presente y sea capaz de aprenderla. "Si
hubiese una clase en el Estado", escribió Aristóteles, "que sobrepasara a to
das las demás a la manera como los dioses y los héroes se supone sobrepasan
a los hombres", entonces los maestros podrían concentrarse con razón en tal
clase exclusivamente. "Mas ésa es una suposición difícil de sostener, y en la
vida real no tenemos nada como el abismo entre los reyes y sus súbditos que
Silax, el escritor, dice que existe en la India."7 Así pues, exceptuando a la In
dia de Silax, ningún niño puede ser excluido justamente de la comunidad
circunscrita donde la doctrina del gobierno es enseñada. Lo mismo es cierto
de otras doctrinas; no se requiere un filósofo para entenderlo.
* Véase el apéndice ("Selected Cases...”) en Ping-Ti Ho, The Ladder o f Suceess in Imperial
China: Aspeéis o f Social Mobility, 1368-1911 (Nueva York, 1962), pp. 267-318.
10 R. H. Tawney, The Radical Tmdiliou (Nueva York, 1964), p. 69.
u Aristóteles, The Pciilics 1332b M . p. 370.
214 LA EDUCACIÓN
12 De ahí que por lo común se afírme que el valor de la educación de nivel medio, digamos,
se "rebaje" cuando más ampliamente se distribuya; véase el útil análisis de David K. Cohén y
Barbara Neufeld, "The Failure of High Schools and the Progress of Education", en Daedalus,
verano de 1981, p. 79 yassim.
LA EDUCACIÓN 215
El ejemplo japonés
13 William Cummings, Eduatllon and F.qnaliti/ in Javan (I’rincetcin, 1980), pp. 4-5.
14 ibid., p. 273.
15 Ibid., p. 274; véase también la p. 154.
16 Aristóteles, The Pohtics 1337a [1|, p. 391.
216 LA EDUCACIÓN
Esc u e l a s e sp e c ia l iz a d a s
21 Bemard Shaw, 77* Iuldtigcnt Woman's Cuide to Socialista, Capitalista, Somctisin and Fascista
(Harmondsworth, Inglaterra, 1937), pp. 436-437.
72 Véase Ivan ÍUich, Deschoding Socicty (Nueva York, 1972), quien nada dice acerca de cómo
se llevaría a cabo la educación elemental en una sociedad "deseducada
LA EDUCACIÓN 219
24 Véase David Page, "Against Higher Education for Som e", en F.ducníion fo r fVmocraey,
David Rublnstein y Colin Stoneman, comps. (2a. ed., Harmondsworth, Inglaterra, 1972), pp.
227-228.
LA EDUCACIÓN 221
La educación de un caballero, escribió John Milton, deberá preparar a los
niños que la reciban a fin de "desempeñar justa, hábil y magnánimamente
todos los cargos, públicos y privados, en tiempos de paz o de guerra".25 En
un Estado democrático moderno, los ciudadanos adquieren las prerrogativas
y obligaciones de la civilización, pero su educación los prepara sólo para ser
votantes y soldados, o (tal vez) presidentes y generales; pero no para ase
sorar a los presidentes acerca de los peligros de la tecnología nuclear, ni para
asesorar a los generales acerca de los riesgos de tal o cual plan estratégico, ni
para recetar medicinas, diseñar edificios, enseñar a la generación siguiente,
etcétera. La comunidad política querrá asegurarse de que sus líderes —y
también sus miembros ordinarios— obtengan los mejores servicios y ase
sorías posibles. El cuerpo de maestros, por su parte, tiene un interés paralelo
en los estudiantes más sobresalientes. De ahí la necesidad de un proceso de
selección destinado a localizar dentro del conjunto de los ciudadanos futuros
un subconjunto de "expertos" futuros. La forma básica de este proceso no es
difícil de acuñar: el examen para el servicio civil universal, que ya he descrito
en el capítulo v, simplemente es introducido en las escuelas. Mas ello origina
grandes tensiones en el tejido de una educación democrática.
Cuanto más exitosa sea la escolaridad básica, más apto será el cuerpo de
los ciudadanos futuros, más intensa la competencia por las plazas avanzadas
en el sistema educativo, y más profunda la frustración de los niños que no
logren calificar.26 Probablemente, las élites establecidas habrán de exigir una
selección cada vez más temprana, de modo que el trabajo escolar de los no
seleccionados se convertirá en un entrenamiento para la pasividad y la resig
nación. Los maestros de las mejores escuelas se resistirán a tal pretensión, y
también los niños —mejor dicho, los padres de éstos, en la medida en que
sean capaces y estén políticamente prevenidos— . La igualdad en la con
sideración parecería exigir de hecho tal resistencia, pues los niños aprenden a
ritmos diferentes y despiertan intelectualmente a edades distintas. Cualquier
proceso "de una vez por todas" seguramente será injusto para algunos alum
nos, también para los jóvenes que hayan dejado de estudiar y comenzado a
trabajar. Por esta razón, debe haber procedimientos de reconsideración y,
más importante, procedimientos para el movimiento tanto lateral como as
cendente a las escuelas especializadas.
Con todo, presuponiendo un número limitado de plazas, estos procedi
mientos sólo multiplicarán el número de los candidatos definitivamente
frustrados. No es posible evitarlo, pero esto es moralmente desastroso sólo si
la competencia se refiere no a las plazas escolares y a las oportunidades edu
cativas, sino al status, al poder y a la riqueza material comúnmente vin
culadas con el nivel profesional. No obstante, las escuelas no tienen por qué
estar relacionadas con estas tres ventajas. Ningún aspecto del proceso
25 John Millón, "O f Education", en Complete Prese Works o f folm Milton, vol. 11, Em est Sirluck,
ed. (New Haven, 1959), p. 379.
“ Véase la exposición en Cummings, ¡apon (13), cap. 8, en torno al creciente número de
escolares japoneses que compiten por plazas universitarias.
222 LA EDUCACIÓN
w Ceorge Orwell, "Such, Such Were the Joys", en The Colhxled Essays. ¡ouriialisw and l eflcrs
o f George Orwell, Sonia Orwell e lan Angus, comps. (Nueva York, 1968), vol. III, p. 336.
v lbid„ p.343.
224 LA EDUCACIÓN
tienen para la educación de sus hijos. En caso de que escuelas como "Cross-
gates" fueran abolidas y legalmente prohibidas, aun así los padres podrían
contratar a instructores privados. O bien, si poseen los conocimientos su
ficientes, ellos mismos podrán instruir a sus hijos: serán profesionales y
titulares de cargos imbuyendo sus instintos de supervivencia y colocación;
serán los transmisores de las costumbres típicas de su clase social.
Sin separar a los hijos de sus padres, no hay manera de evitar algo seme
jante. Sin embargo, ello puede desempeñar un papel mayor o menor en la
vida social en general. El apoyo de los padres de familia a escuelas como
"Crossgates", por ejemplo, variará de acuerdo con lo escarpado de la jerar
quía social y con un número de puntos de acceso a la preparación especializa
da y a los puestos oficiales. A OrweII se le advertía que, o presentaba buenos
exámenes, o acabaría como un "insignificante office boy ganando 40 libras
anuales".30 Su destino habría de resolverse indefectiblemente a los 12 años. Si
esto es un testimonio fidedigno, entonces "Crossgates" parece casi como una
institución razonable —opresora tal vez, pero no irracional— . Supongamos,
con todo, que el cuadro fuera distinto. Supongamos que el desprecio con que
ese individuo pronunció la atroz frase: "office boy ganando 40 libras al año", y
el temblor con el cual el alumno la escuchó hayan sido injustificados. Supon
gamos que los cargos estuvieran organizados de manera distinta a como lo
eran en 1910, de modo que los "muchachos" pudieran moverse hacia arriba
(o en tomo) de esos mismos cargos. Supongamos que las escuelas públicas
fueran un medio (aunque no el único) de encontrar un trabajo interesante y
prestigioso. Entonces "Crossgates" empezaría a parecer poco atractivo a los
padres, tal como lo era para muchos de sus hijos. La "preparación" sería me
nos crítica, el examen menos atemorizante, y el espacio y el tiempo dispo
nibles para el estudio se incrementarían notablemente. También las escuelas
especializadas requieren alguna independencia ante la presión social si han
de cumplir con su cometido —y de ahí la necesidad de una sociedad organi
zada para permitir tal independencia— . Las escuelas no pueden nunca ser
íntegramente independientes, pero si han de poder serlo en su totalidad es
preciso que existan restricciones en otras esferas distributivas, restricciones
aproximadamente del tipo que ya he descrito, restricciones a lo que el dinero
puede comprar, por ejemplo, y a la extensión y a la importancia del cargo.
A s o c ia c ió n y se g r e g a c ió n
30 Ibiii., p. 340.
LA EDUCACIÓN 225
33 John E. Coons y Stephen D. Sugarmnn, Edttealioit by Chotee: The Case fi>r Family Control
(Berkeley, 1978).
LA EDUCACIÓN 229
34 Albert O. Hirschmann, Exil, Vmce and Liya/fy: Rrspanses lo Decline o f Firms, Organizalions
m d Slales (Cambridge, Mass., 1970).
230 LA EDUCACIÓN
El plan de los vales presupone participación activa por parte de los padres,
no en en la totalidad de la comunidad sino a escala más reducida, a beneficio
de sus propios hijos. El peligro más grande, me parece, reside en que
expondría a muchos niños a una mezcla de espíritu empresarial despiadado e
indiferencia familiar. Después de todo, incluso los padres diligentes a menu
do se encuentran ocupados en otros asuntos. En tal circunstancia, los niños
sólo podrán ser defendidos por los agentes estatales, inspectores guberna
mentales que hacen cumplir un código general. Los agentes, por cierto, ten
drán qué hacer incluso si los padres toman parte activa y se involucran, pues
la comunidad está interesada en la educación de los niños, tanto como éstos;
los niños no son representados adecuadamente ni por los padres ni por los
empresarios. Mas tal interés debe ser públicamente debatido y se le debe
otorgar una forma específica. Tal es la tarea de asambleas, partidos, movi
mientos y clubes democráticos. Y es el esquema de asociación necesario para
este trabajo aquello que la educación básica debe prever. Las escuelas priva
das no se encargan de eso. De esta manera, la previsión comunitaria de bienes
educativos debe adquirir una forma más pública —de lo contrario no contri
buirá a la preparación de los ciudadanos— . No creo que sea necesario un
asalto frontal a la opción de los padres, siempre y cuando su resultado
principal sea el de proporcionar una diversidad ideológica en los márgenes
de un sistema predominantemente público. En principio, los bienes educa
tivos no deberían ponerse a la venta, pero la venta es tolerable si no conlleva
(como sucede ahora en Inglaterra) enormes ventajas sociales. Aquí, como en
otras áreas de la previsión comunitaria, mientras más fuerte sea el sistema
público más tranquilos podemos estar con respecto al empleo del dinero den
tro de tal sistema. Tampoco hay muchos motivos para preocuparse por esas
escuelas privadas que ofrecen educación especializada, siempre y cuando
ofrezcan becas de manera abundante y existan rutas alternas hacia cargos
públicos y privados. Un plan de vales para la escolaridad especializada y la
capacitación impartida en el lugar mismo de trabajo tendrían mucho sentido,
pero ello no serviría para asociar a los niños de acuerdo con las preferencias
de los padres, sino que les permitiría a éstos seguir las propias.
Huellas de talento
nacional.37 Los niños serán educados para una ciudadanía más ideológica
que real. No hay razón para que el conjunto de la comunidad cargue con los
gastos de una educación de esta índole. Mas ¿qué tanto nos podemos desviar
de ella mientras sigamos respetando las asociaciones que los negros consti
tuirían incluso en una comunidad completamente democrática? Más aún:
¿cuánto nos podemos desviar de ella mientras sigamos respetando las asocia
ciones que otros grupos ya han constituido? Yo no sabría determinarlo, pero
me inclino a pensar que la proporcionalidad estricta lo haría bastante mal.
En una sociedad pluralista doy por supuesto que los adultos constituirán
diversas comunidades y culturas dentro de la comunidad política general,
siempre que puedan asociarse libremente. Lo harán así en un país de emi
grantes, pero también en otros sitios. Por ese motivo la educación de los ni
ños tiene que ser dependiente de los grupos —al menos en el sentido de que
la particularidad del grupo, representada concretamente por la familia, es
uno de los polos entre los cuales median las escuelas—. El otro polo es la co
munidad en general, representada concretamente por el Estado, el que
descansa sobre la cooperación e ¡nvolucramiento mutuo de todos los grupos.
De esta manera, en tanto las escuelas respeten el pluralismo, tendrán que
trabajar para reunir a los niños en arreglo a esquemas que dejen abiertas las
posibilidades para la cooperación. Ello es más importante cuando el esquema
pluralista es involuntario y se ve distorsionado. No es necesario que todas las
escuelas sean idénticas en cuanto a su composición social; lo importante es
que las diversas clases de niños se encuentren dentro de ellas.
En ocasiones esta necesidad exige la llamada (por sus impugnadores)
"transportación escolar forzosa" —como si la educación pública por alguna
razón pudiera prescindir del transporte público— . La aseveración es en
cualquier caso injusta, dado que tcxlas las tareas relativas a la escuela son de
carácter obligatorio. Por esa razón, también lo es la misma escolaridad: lectu
ra forzosa y aritmética forzosa. Podrá seguir siendo cierto que los programas
de transportación escolar planeados para satisfacer los requisitos de una pro
porcionalidad estricta representan un tipo de coacción incluso más manifies
to, una perturbación directa de los esquemas vitales cotidianos. Más aún, la
experiencia estadunidense muestra que las escuelas integradas por alumnos
que viven en entornos separados tienen escasas probabilidades de convertir
se en escuelas integradas. Incluso las escuelas fuertes corren el riesgo de fra
casar cuando se les obliga a resolver conflictos sociales generados fuera de
sus muros (los que, por lo demás, continuamente son reforzados en el exte
rior). Además, resulta claro que los funcionarios públicos han impuesto un
separatismo racial incluso cuando la situación de hecho en la vida cotidiana
pedía, o al menos permitía, diversos esquemas de asociación. Este tipo de
imposición exige enmienda, y la enmienda podrá exigir, ahora sí, trans
portación escolar. Sería absurdo prohibirla. Asimismo, esperaríamos un
37 Esto es especialmente claro atando los activistas locales hablan una lengua "extranjera”;
véase Noel Epstein, Language, F.lhnicity and tile Schnoh (Instituto for Educational Leadership),
Washington, D. C., 1977.
LA EDUCACIÓN 235
Escuelas vecinales
Las d is t r ib u c io n e s d e l a f e c t o
rrecto decir, entonces, que las reglas del parentesco no abarcan el mundo
social sino que delimitan el primer conjunto de fronteras dentro de él.
La familia es una esfera de relaciones humanas especiales. Los hijos son la
niña de los ojos del padre y la alegría de la madre, este hermano y esta her
mana se aman mutuamente mejor de lo que deberían, este tío otorga una
dote a su sobrina favorita: he aquí un mundo de pasión y de celos, cuyos
miembros a menudo buscan monopolizar el afecto de cada cual, si bien al
mismo tiempo todos ellos tienen algún derecho mínimo —en contraposición
a los extraños, quienes es posible que no tengan derecho alguno— . La dife
rencia entre los parientes y los extraños a menudo se establece de manera ta
jante: "la regla del altruismo prescriptivo" se aplica dentro, pero no fuera del
círculo familiar.7 De ahí que la familia sea una fuente perenne de desigual
dades. Ello no sólo por las razón usualmente aducida, a saber, que la familia
funciona (de manera distinta en distintas sociedades) como una unidad eco
nómica dentro de la cual la riqueza material es amasada y transmitida a
otros, sino también porque funciona como una unidad emocional dentro de la
cual el amor es amasado y transmitido a otros. Fixlríamos decir mejor que es
compartido por todos y después transmitido a otros, inicialmente al menos
por razones intemas. El favoritismo empieza en la familia —como cuando
José fue escogido de entre sus hermanos— y sólo después se extiende a la
actividad política y a la religión, a las escuelas, los mercados y a la escena
laboral.
La tesis igualitaria más radical, la vía más rápida hacia la simple igualdad es,
por consiguiente, la abolición de la familia. Al abordar la esfera de la educa
ción, donde la escuela ofrece una opción inmediata, he analizado ya tal tesis.
Mas la escuela, incluso la escuela totalmente circunscrita, deroga tan sólo la
relación especial de los padres con los hijos más allá de cierta edad; vale
la pena considerar una tentativa de abolición más radical.8 Imaginemos una
sociedad como la de los Guardianes de Platón, donde los miembros de cada
generación están emparentados como hermanos y hermanas que nada saben
de sus propios lazos sanguíneos y engendran, mediante una especie de in
cesto civil, nuevas generaciones de niños, de quienes son padres sólo de
manera general, nunca particular. El parentesco es universal, por tanto efec
tivamente inexistente, y es asimilado a la amistad política. Es posible prever
que la pasión y los celos también se abrirán paso hasta los corazones de los
hermanos universales. Mas sin un claro sentido de lo "m ío" y lo "tuyo", sin
lazos exclusivos con personas o cosas, afirma Platón, "un arranque pasional
no podrá convertirse en un pleito de consideración". El individuo, tal como
lo conocemos nosotros (y como Platón lo conoció), que "[carga consigo]
cualquier cosa que pueda agenciarse hasta un domicilio privado, donde vive
con una familia aparte que constituye un centro exclusivo de alegrías y
penas", no ha de existir más. En cambio, hombres y mujeres experimentarán
alegrías y penas como si fueran pasiones comunes, los celos de sus vidas
familiares serán sustituidos por un igualitarismo tanto emocional como ma
terial: el régimen del "sentimiento de camarada".’ Se trata del triunfo de la
ecuanimidad sobre la intensidad pasional.
Es, asimismo, el triunfo de la comunidad política sobre los lazos sanguí
neos, pues como Lawrence Stone ha escrito en su estudio acerca del desarro
llo de la familia contemporánea, "la distribución de los lazos afectivos [...] es
algo así como un juego de suma cero. [...] La familia altamente persona
lizada e introspectiva fue lograda en parte al costo de [...] una renuncia a la
rica e integrada vida comunitaria del pretérito".10 La misma renuncia parece
haber ocurrido también en otros tiempos más remotos. Tal vez la vida co
munitaria pretérita sea una edad de oro, y abolir todo aquello que la estorbe
una utopía perenne. En todo caso, el propósito de la abolición no es lograr
cierto equilibrio entre el parentesco y la comunidad, sino invertir el resultado
del "juego". Para ser más exactos. Platón impone su régimen igualitario sólo a
los Guardianes. Su objetivo no es el de producir un amotir social verdadera
mente universal o igualar la experiencia del amor (si bien concede un valor
real a la ecuanimidad); Platón quiere eliminar las consecuencias del amor en
la actividad política de la ciudad: "poner a salvo a los Guardianes, de la ten
tación de preferir los intereses familiares a los de la comunidad entera".11 Or-
well relata una situación similar en su novela 1984: la Liga Antisexo busca
obstaculizar todo lazo de parentesco entre los miembros del partido, a fin de
atarlos inevitablemente a él (y al Hermano Mayor). Sin embargo, los pro
letarios están en libertad de casarse y amar a sus hijos. Doy por supuesto que
un régimen democrático no podrá tolerar tal división, el parentesco tendría
que ser abolido íntegramente. No es accidental, sin embargo, que los filóso
fos y los novelistas que han imaginado tal abolición hayan pensado tan a me
nudo en una élite, cuyos miembros serían compensados a través de prerroga
tivas especiales por la pérdida de lazos afectivos especiales.
Se trata, en efecto, de una pérdida, a la cual la mayoría de las mujeres y los
hombres habrán de resistirse. Lo que podríamos considerar la forma más alta
de la vida com unitaria — una com unidad universal de herm anos y
hermanas— probablemente sea incompatible con cualquier proceso popular
de toma de decisiones. Lo mismo ocurre en la filosofía moral. Ciertos fiióso-*
* Platón, The ReptMic, tr. F. M. Comford (Nueva York, 1945), pp. 165-166 (V. 463-464).
10 Lawrence Stone, The Family, Sex and M aniage in Enghmd: 1500-1800 (Nueva York, 1979),
p. 426.
11 Platón, The Republic |10|, p. 155 (comentario de Comford).
242 F’ARENTESCO Y AMOK
fos han mantenido que la más alta forma de la vida ética es aquella donde la
"regla del altruismo prescriptivo" se aplica universalmente y no existen obli
gaciones especiales hacia las personas ligadas a nosotros por el parentesco
(ni hacia los amigos).1112 Orillado a la decisión de escoger salvar a mis propios
hijos o a los de otra persona de un peligro inminente y terrible, adoptaría yo
un proceso de decisión aleatorio. Por supuesto, sería más sencillo si no me
fuera posible reconocer a mis propios hijos o si no tuviera yo ninguno. Pero
esta forma más alta de la vida ética sólo es asequible a unos cuantos filósofos
de mente férrea, o a monjes, ermitaños y a los Guardianes platónicos. El res
to de nosotros tiene que conformarse con algo de menor valía, que posible
mente habremos de juzgar mejor: estableceremos la mejor distinción que
podamos entre la familia y la comunidad y viviremos con las intensidades
desiguales del amor. Ello significa que ciertas familias serán más cálidas y
otras más inanimadas. Algunos niños serán amados más que otros. Algunas
personas ingresarán a las esferas de la educación, el dinero y la política con
toda la confianza en sí mismas que el afecto paterno y materno puede gene
rar, mientras que otras avanzarán vacilando, llenas de dudas sobre su propia
valía. (Aun así, todavía podremos erradicar el favoritismo en las escuelas y
las "alianzas familiares" en el servicio civil.)
Si renunciamos al parentesco universal, ninguna configuración de los
lazos familiares parece ser necesaria en teoría o siquiera generalmente pre
ferible. No existe un conjunto único de vínculos emocionales que sea más
justo que otros conjuntos posibles. En ello convienen por lo general autores
que, no obstante, buscan una justicia muy específica y unitaria en otras
esferas. Pero el argumento es el mismo aquí como en otros contextos. No sa
bemos, por ejemplo, si la comunidad política debería hacer el teatro ase
quible por igual a todos sus miembros hasta saber qué significa el teatro en
ésta o en aquella cultura. No sabemos si la venta de armas debería ser un
intercambio obstruido hasta saber cómo se utilizan las armas en un país de
terminado. Y tampoco sabemos cuánto afecto o respeto se debe a los esposos
hasta conocer la respuesta a la pregunta con la cual Lucy Mair inicia su estu
dio antropológico acerca del matrimonio: "¿rara qué son los esposos?"13
Desde luego, en cada entorno particular existen principios objetivos,
algunas veces disputados, a menudo violados, pero entendidos de manera
común. Los hermanos de José se resintieron por el favoritismo de su padre,
ya que para ellos violaba los límites del arbitrio patriarcal. En tales casos
dejamos el cumplimiento de los principios pertinentes a los miembros de la
familia, por más que a menudo las consecuencias sean poco felices. Nos ne
gamos a que los funcionarios gubernamentales se inmiscuyan a fin de asegu
rar, pongamos por caso, que todos (o nadie) reciban un abrigo de colores. Sólo
cuando las distribuciones familiares menoscaban las ventajas de la pertenen
cia y la beneficencia comunitarias, se requiere de intervenciones, como en el
11 Véase Lawrence Kohlberg, "The Claim to Moral Adequacy of a Highest Stage of Moral
Development", Journal o f Pltilosopliy, 70 (1975), pp. 631-647.
13 Mair, Marriage [3J, p. 7.
PARENTESCO Y AMOR 243
F amiua y economía
Manchester, 1844
Engels tenía mucho qué decir acerca de las familias de la clase trabajadora en
su recuento de la vida en una fábrica en Manchester el año de 1844. Su relato
no es sólo una historia de miseria, sino de catástrofe moral: hombres, muje
res y niños trabajando de sol a sol, párvulos abandonados al encierro en mi
núsculos cuartos sin calefacción, el fracaso radical de la socialización, el co
lapso de las estructuras del amor y la mutualidad, la pérdida del sentimiento
de parentesco en condiciones que despojaban a tales sentimientos de espacio
y realización.15 Actualmente los historiadores sugieren que Engels subestimó
14 Véase Gordon J. Schochet, Palriarclulism in Política! Thongltf (Nueva York, 1975), caps. 1-3.
15 Frederick Engels, The Coiiditmn o f the Working Class in England (1844), en Karl Marx y
Frederick Engels, Callee led Works (Nueva York, 1975), vol. 4, esp. pp. 424-425 acerca del
244 PARENTESCO Y AM OR
"descuido de todas las tarcas domésticas". Véase también Stovcn Marcus, Engels, Manchester and
Ihe Working Class (Nueva York, 1974), pp. 238 ss.
14 Jane Humphries, "The Working Class Family: A Marxist Perspective", en Jcan Bethke
Elsthain, comp., The Family in Polilical Thonght (Amherst, Mass., 1982), p. 207.
1 Manifestó o f lite Commnnist Party, en K. Marx y F. Engels. Schxtcd Works (Moscú, 1951), vol.
L P»48:Si bien Engels insiste en el sufrimiento de los niños en su dramático recuento sobre la vida
de la d ase trabajadora en Manchester, sus visión de la familia reconstituida — y asimismo la de
Marx— parece limitarse a los adultos. A los niños se los cuidará comunitariamente, de modo
que el padre y la madre puedan participar en la producción soda!. El proyecto tiene mucho
sentido cuando la comunidad es pequeña y las relaciones humanas son estrechas, como en un
kibutz israelí. Pero dadas las condiciones de la sociedad de masas, es probable que ello ocasione
una gran pérdida de amor — pérdida que además será pagada, en primera instancia, por los
miembros más débiles—. Bajo una gran variedad de configuraciones, que aunque incluyen las
configuraciones convencionales de la sociedad burguesa van considerablemente más allá que
ellas (¿por qué no pueden participar los padres en la reproducción sodal?), la familia opera a fin
de evitar tal pérdida. (Véanse Frederick Engels, The Oright o f Ihe Family, Prívale Property, and lite
State, en Sclected Works, vol. II; y el análisis de Eli Zaretsky, Capitalism, the Family, and Personal
Life, Nueva York, 1976, pp. 90-97. Véase también el examen de los puntos de vista de Marx en
Phillip Abbaf, The Family ott Triol: Spedal Rdalionshws in Moilern Political Touglit, University Park,
Pa., 1981. pp. 72-85.)
PARENTESCO Y AMOR 245
El m a t r im o n io
intención, podría decirse, del sistema del parentesco tal como en la actua
lidad lo entendemos.
Con todo, Shaw sobrestimaba el poder del dinero. Su planteamiento exi
giría no sólo que ningún niño fuera educado en una familia con más dinero
que otras, sino también que ningún niño fuera educado en una familia con
más influencia política o un status social más elevado que otras. Nada de esto
es posible, me parece, a menos de que la familia misma sea derogada. Sin em
bargo, es posible llegar a los mismos efectos a través de la separación de las
esferas distributivas. Si la pertenencia familiar y la influencia política son
distintas por completo, si el nepotismo es prohibido, las herencias restrin
gidas, los títulos aristocráticos abolidos, etc., hay entonces mucha menos
razón para concebir el matrimonio como un intercambio o como una alianza.
En tal caso, hijos e hijas podrán buscar a compañeros que encuentren física o
espiritualmente atractivos (y lo harán). Mientras la familia estuvo integrada
dentro de la vida política y económica, el amor romántico tuvo su lugar afue
ra. Lo celebrado por los trovadores era, por así decirlo, una distribución mar
ginal. La independencia de la familia condujo a una reubicación del amor.
O, al menos, del romance: porque el amor, ciertamente, existió también en
la familia antigua, si bien se hablaba de él de una manera retóricamente des
lucida. Mas ello significa que los matrimonios son puestos fuera del control
de los padres y de sus agentes (los casamenteros, por ejemplo) y dejados en
manos de los hijos. El principio distributivo del amor romántico es la libre
elección; con todo, no quiero decir que la libre elección es el único principio
distributivo en la esfera del parentesco. Ello nunca puede ser así, pues si bien
yo elijo a mi cónyuge, no elijo a los parientes de mi cónyuge, además de que
las obligaciones posteriores del matrimonio siempre están cultural y no
individualmente determinadas. Sea como fuere, el amor romántico centra
nuestra atención en la pareja que se escoge entre sí. El hecho posee esta deli
cada implicación: el hombre y la mujer no sólo son libres, sino que son igual
mente libres. El sentir debe ser mutuo, se necesitan dos para bailar tango, y
también para otras cosas.
Por consiguiente, llamamos tiranos a los padres de familia que intentan
utilizar su poder económico o político para frustrar los deseos de sus hijos.
Una vez que éstos llegan a la mayoría de edad, los padres no tienen derecho
legal para castigarlos o reprimirlos; y aunque los hijos que se hayan casado
"por las malas" puedan ser aislados sin un solo centavo, como dice un re
frán, esta amenaza no es ya parte de los recursos morales de la familia (en
algunos países tampoco forma parte de sus recursos legales): en tales asuntos
los padres tienen escasa autoridad legítima. Tienen que manipular los
sentimientos de sus hijos, en caso de que puedan. Cuando algo así llega a
funcionar, recibe el nombre de "tiranía emocional". A mí, sin embargo, me
parece que la denominación es errónea —o bien, que es empleada en sen
tido metafórico, como la "servidumbre humana" a que se refería Somerset
Maugham—, pues la dinámica del sentimiento, el hecho de experimentar
una intensa emoción es intrínseco a la esfera del parentesco y no un elemento
ajeno a ella. La libertad de amar representa una opción hecha de manera
PARENTESCO Y AM OR 247
independiente a las presiones del intercambio y la alianza, no a las exigencias
del amor mismo.
El baile cívico
Si los hijos están en libertad de amar y casarse como les plazca, debe existir
un espacio social, un conjunto de configuraciones y prácticas dentro de las
cuales puedan efectuar sus opciones. Entre los teóricos políticos y sociales,
Rousseau ha reconocido lo anterior del modo más claro, y con esa extraor
dinaria clarividencia que tan a menudo distingue su obra describe lo que
habría de convertirse en la más común de las configuraciones a este respecto,
una especie particular del festival público: "el baile para los jóvenes en edad
casadera". En su Carta a D'Alcmbert sobre el teatro, Rousseau deseaba que no
existieran tantas "dudas escrupulosas" en tomo del baile entre los ginebrinos,
pues ¿qué mejor camino hay que este "grato ejercicio", en el cual mujeres y
hombres jóvenes pueden "exhibirse con los encantos y las deficiencias que
pudieran tener ante aquellos cuyo interés consiste en conocerlos bien antes
de estar obligados a amarlos"?21 Tara ser más exactos, Rousseau pensaba que
los padres (¡tanto como los abuelos!) deberían asistir a estos bailes como es
pectadores, no como participantes, lo cual —por mencionar lo menos— po
dría imponer cierta "gravedad" al acto. Aun así, el acontecimiento que él
describe ha desempeñado un papel importante en la vida romántica de los
jóvenes a lo largo de varios siglos. A menudo se organiza con arreglo a un
criterio de clase social —saraos en retiros campestres y fiestas de 15 artos—;
sin embargo, posee formas más democráticas, como el baile colegial, que trae
hasta nuestros tiempos los propósitos cuidadosamente expresados por Rous
seau: a saber, que "las inclinaciones de los hijos sean algo más libres; [su]
primera elección dependería algo más de sus corazones; el acuerdo acerca de
la edad, el temperamento, el gusto y el carácter serían valorados un poco
más, y se pondría menos atención a quienes tuvieran posición y fortuna".
Las relaciones sociales se tornarían menos difíciles y "los casamientos, menos
centrados en el rango, atenuarían [...] la desigualdad excesiva".22
La comparaciones implícitas al pasaje que acabo de citar se refieren al
sistema de los casamientos arreglados, al intercambio de hijos (e incluso de
bienes materiales) y a la alianza entre familias. El baile cívico de Rousseau se
propone facilitar y expresar el nuevo sistema de la elección libre. Los padres
están ante todo para manifestar su aprobación, pero también, no cabe duda,
para calificar la libertad de sus hijos de maneras sutiles o bien no tan sutiles.
La aprobación de la ciudadanía tiene otro propósito: confirmar la (parcial)
separación de la familia de la vida política y económica, y garantizar, o
proteger, cuando menos, la elección libre en el amor. De igual manera, los
magistrados de la ciudad podrían patrocinar una feria o un mercado y
21 Jean-Jacques Rousseau, Politics and the Arts: Ixtier lo M. D'Akmbert on llu- TUealrc, Ir. Alian
Bloom (Clencoe, 111., 1960), p. 128.
73 ¡bid., p. 131.
248 PARENTESCO Y AMOR
La idea de la "cita”
aunque en los años más recientes los ha distinguido una mayor igualdad e
intimidad en el intercambio: tanto la igualdad como la intimidad han sido las
consecuencias de la libertad en el amar. Muy a menudo, el proceso culmina
todavía con la visita familiar, la presentación a los padres y demás. Pero es
obvio que puede culminar de modo distinto, no en un casamiento sino en un
affair, un asunto privado, en cuyo caso la visita familiar bien podrá ser evi
tada —en vista de lo cual el vínculo entre el amor y el parentesco bien podrá
romperse por completo.
Tal vez debiéramos decir que hay una esfera de asuntos privados dentro
de la cual las mujeres y los hombres son libres de manera radical y donde
toda obligación de parentesco es experimentada como una clase de tiranía. En
efecto, no hay obligaciones —al menos no hasta que los jueces hagan su apari
ción para hacer cumplir una especie de parentesco artificial, exigiendo pen
siones alimenticias para la anterior pareja, por ejemplo—. La esfera del affair
es exactamente como el mercado de mercancías, a no ser por el hecho de que
en este caso la mercancía es dueña de sí misma: el regalo de sí mismo y el in
tercambio voluntario de la persona son las transacciones modelo. El amor, el
afecto, la amistad, la generosidad, la solicitud y el respeto son cuestiones de
elección individual no sólo al principio sino, de manera continua, en cual
quier momento. El mecanismo distributivo a través del cual tales elecciones
son realizadas no será el baile cívico o el paseo en la plaza pública sino algp
parecido al bar para solteros o los anuncios clasificados. Las distribuciones
que tengan lugar serán, por supuesto, sumamente desiguales, incluso si las
oportunidades son más o menos las mismas para todos; más aún, serán tam
bién muy precarias. Contrastándola con tal situación, podemos apreciar que
la familia es una especie de Estado de beneficencia que garantiza a cada
uno de sus miembros un mínimo de amor, amistad, generosidad, etc., y car
ga a sus miembros con un impuesto en bien de tal garantía. El amor familiar
es radicalmente incondicional, mientras que el affair es una transacción (buena
o mala).
Los hijos son, desde luego, una amenaza a la absoluta libertad del affair
—la que por cierto tiene una representación más perfecta en la amistad que
en el amor heterosexual—. Toda persona identificada con el affair tendrá
que encontrar el modo de liberar a los padres de los hijos, o de liberar a las
personas, en general, de la posibilidad de convertirse en padres. De ahí que
varias propuestas hayan sido planteadas, las más de las veces teniendo como
meta una u otra forma de institucionalización. Es un argumento cruel pero
verdadero que la integridad del affair exige una licencia de abandono. Así
pues, si algunos hijos son abandonados al cuidado burocrático, ¿por qué en
tonces mejor no todos, en nombre de la igualdad? Podríamos incluso ir más
lejos y liberar tanto a las mujeres de los hijos como a los padres del cuidado
de los hijos mediante la inseminación artificial de la siguiente generación,
por ejemplo, o mediante la adquisición de bebés de países subdesarrollados.24
Esto no significa la redistribución del amor de los padres, sino su abolición, y
24 Estos y otros ejemplos de "liberación" son atinadamente descritos por Abbott, Family on
T nil [20], esp. pp. 153-154.
250 PARENTESCO Y AMOR
La c u e s t ió n f e m e n in a
35 La cita proviene del Paradise Lost de John Milton, libro V, vers. 538.
PARENTESCO Y AMOR 251
vorece a algunos de sus miembros sino que también perjudica a otros. Re
produce las estructuras del parentesco en el mundo exterior, impone lo que
en general llamamos "papeles sexuales" sobre una gama de actividades en
las cuales el sexo no viene para nada al caso. Paralelo al nepotismo — ex
presión de preferencias por el parentesco donde éstas no tienen lugar ade
cuado alguno—, por mucho tiempo ha existido algo así como su opuesto:
una especie de misoginia política y económica —expresión de restricciones al
parentesco donde la restricción no tiene lugar adecuado alguno—. De ahí la
negativa al derecho al voto de las mujeres, o a ocupar cargos, o a poseer pro
piedades, o a entablar demandas en las cortes, y así sucesivamente. En cada
caso, las razones aducidas —si es que alguien se toma la molestia de dar ra
zones— se refieren al lugar de la mujer en la familia.26 De esta manera, los
esquemas del parentesco son dominantes fuera de su esfera. Y la liberación
comienza afuera, con una serie de demandas de que tal o cual bien social se
distribuya por razones propias, no por razones familiares
Consideremos unos cuantos ejemplos. En China, durante el siglo xix, una
de las exigencias clave de los rebeldes de Taiping era la de que lo mismo
hombres que mujeres pudieran ser candidatos a presentar los exámenes
para el servicio civil.27 ¿Cómo era posible que a las mujeres se les excluyera con
justicia de un sistema cuyo propósito era descubrir a individuos calificados y
de mérito? No cabe duda de que tuvieron que ocurrir profundas transfor
maciones culturales antes de que fuera posible siquiera formular tal pregunta.
Después de todo, hubo exámenes por un largo tiempo. Mas si éstos mismos
no hacen urgente la pregunta, al menos sí suministran su base moral. Si las
mujeres han de presentar los exámenes, entonces tiene que permitírseles pre
pararse para ellos, tienen que ser aceptadas en las escuelas y liberarse del
concubinato, de los matrimonios arreglados, de la práctica del sujetamiento
del pie y demás. La familia misma tiene que ser reformada de modo que su
poder no se extienda hasta la esfera del cargo.
El movimiento para el sufragio femenino en Occidente puede ser descrito
de manera similar. Sus líderes aprovecharon el significado de la ciudadanía
en una sociedad democrática. Para ser exactos, los líderes tenían mucho que
decir acerca de los valores especiales que las mujeres pondrían en juego en el
desempeño de su papel político, y éstos eran esencialmente ios valores de la
familia: maternidad, protección, afecto.28 Pero no era esta clase de razona
miento lo que hizo de sus demandas algo a lo cual, en definitiva, no se podía
dar respuesta. Por cierto, los contrargumentos de los opositores al sufragio
femenino pueden aún mostrar que están más cerca de la verdad: la par
ticipación a gran escala de las mujeres en política, decían, provocará nuevos
conflictos, nuevos cálculos de interés dentro del sistema del parentesco. Sos
pecho que en 1927, cuando por condescendencia con la sensibilidad
24 Éste es uno de los argumentos principales de Susnn Moller Okin, Wumai in Western
Politícal Thnught (Princeton, 1979); véase el comentario final, pp. 274-275.
27 Hugh D. R. Baker, Cltim'se Family and Kinship (Nueva York, 1979), p. 176.
21 Jean Bcthke Elsthain, Public Man, Prívate W<>man: Women in Western Political Thougbt
(Princeton, 1981), pp. 229-235.
252 PARENTESCO Y AM O R
30 Citado en Fortes, Kinship and Social Order (6), p. 79, por Elaine Cumm ing y David
Schneider, "Sibling Solidarity: A Property of American Kinship", en American Anlhropologisi, 63
(1961): pp. 498-507.
X. LA GRACIA DIVINA
2 John Locke, A Lcttcr Conccniing Toleralion, introd. de Patrick Romancll (Indianapolis, 1950),
p. 18; Lutero, Secular Authority, en Seleclioiis [1|, p. .185.
* Locke, Lcttcr [2], p. 17.
256 LA GRACIA DIVINA
La comunidad puritana
5 lbid.
6 CHiver Cromwell, OUver Cmmuvll's Lctters and Speed íes, Thomas Carlyle, comp. (Londres,
1893), p. 354 (discurso para el parlamento de los santos, julio 4 de 1653).
7 lbid., p. 355.
258 LA GRACIA DIVINA
do— sino también a libertinos que son los hijos y las hijas de los santos, y a
santos que son las hijas y los hijos de los libertinos. El dominio de la gracia
no podría sobrevivir a este resultado totalmente predecible e íntegramente
inesperado.
De manera alterna, el secularismo se infiltra a la comunidad puritana
también en la forma de la disidencia religiosa: cuando los santos disienten
acerca de los lineamientos necesarios para la vida etema, o cuando se niegan
unos a otros la santidad. Siempre es posible, por supuesto, reprimir la disi
dencia, exiliar a los disidentes, o incluso, como en la Europa de la Inquisición,
torturar y matar para bien de la propia salvación (y de la de todos los
demás). Tero también aquí hay dificultades comunes, me parece, a todas las
religiones que predican la salvación, las que ya he identificado dentro del
contexto del cristianismo. La idea de la gracia parece resistirse férreamente a
distribuciones coactivas. La afirmación de Locke de que "los hombres no
pueden ser obligados a salvarse",10 representaría la postura de un disidente o
incluso la de un escéptico, pero se funda en una noción de la salvación com
partida por muchos creyentes. Si ello es así, entonces el desacuerdo religioso
y la disidencia fijan límites al uso de la fuerza — límites que posteriormente
cobrarán la forma de una separación radical: el muro entre la Iglesia y el
Estado— . Y entonces los esfuerzos por derrumbar el muro, por imponer los
lineamientos o forzar el comportamiento que se supone conduce a la salva
ción, son propiamente llamados tiránicos.
1 Para una lograda síntesis de los restos de este sistema, véase "Armiger", Tilles and Forms o f
Address:A C uidetoThcirC orred líse(7a..ed., Londres, 1949).
2 Alexis de Tocqueville, Democntcy iit America, tr. George Lawrence (Nueva York, 1966),
p. 601. [Hay edición del Fondo de Cultura Económica.]
260
EL RECONOCIMIENTO 261
Pero ésta era una pregunta subversiva. La doctrina religiosa ratificó más a
menudo la jerarquía, y las instituciones religiosas rápidamente la duplicaron,
ambas confirmando los postulados fundamentales de un orden jerárquico.
Los reconocimientos defienden no de juicios independientes sino de prejui
cios sociales, consagrados en denominaciones como "gentilhombre", "escude
ro", "sir", "lord" (y "señor obispo"). Y qué realidad haya detrás de estas de
nominaciones es algo acerca de lo cual tenemos que abstenemos de hablar.
Pero si bien la lucha por el reconocimiento siempre está afectada por tales
prejuicios sociales, no está determinada completamente por ellos. Quienes se
hallan al margen de todo rango, preocupados a causa de sobajamientos, du
plican la insistencia en sus títulos; para ellos el título posee un valor indepen
diente, que defienden como si se lo hubieran ganado. Dentro de cada rango
están calculadas condiciones específicas de honor. Éstas parecerán arbitrarías
e incluso descabelladas a quienes se encuentren afuera, mas fijan los paráme
tros mediante los cuales los hombres y las mujeres en posesión de los mismos
títulos se distinguen unos de otros. Las distinciones son más enconadamente
controvertidas mientras menor sea el fundamento que parezcan tener.
Hobbes consideraba las disputas de los aristócratas de su tiempo, y en
especial el duelo, como una de las formas arquetípicas de la guerra de todos
contra todos. Los hombres ponían en peligro sus vidas por el honor, si bien
las causas por las cuales peleaban eran objetivamente de poca importancia:
"bagatelas, tales como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, y cual
quier otra señal de menosprecio".4
Tales luchas tienen lugar sólo entre iguales, dentro de categorías, no entre
ellos. Cuando las categorías inferiores desafían a las superiores, no conside
ramos esto como un duelo sino como una revolución. Es posible imaginar dis
tintas clases de revolución, pero aquí sólo he de considerar las revoluciones
democráticas de la época moderna, que representan un ataque a la totalidad
del sistema de prejuicios sociales y culminan con la sustitución de un título
único por la jerarquía de los títulos. El título que a fin de cuentas gana, aun
que no es el primero en ser elegido, proviene de la categoría más baja de la
aristocracia o del orden caballeresco. En la lengua inglesa, el título común es
el de master, condensado en Mr., que durante el siglo x v ii se convirtiera en "el
prefijo cerem onial acostum brado, antepuesto al nom bre de cualquier
hombre de nivel inferior al de caballero armado y superior a cierto nivel,
humilde pero indeterminado, en el status social. [...] Como ocurre con otros*
¿Por qué corremos? "No hay otra meta, ni otra guirnalda", escribe Hobbes,
"que la de ser el primero".12 Pero esta ambición concede demasiado crédito a
la experiencia de la antigua aristocracia. Pascal se muestra más penetrante en
uno de sus Pensées: "Nuestra presunción es tal, que nos gustaría ser conoci
dos por el mundo entero, incluso por gente que nacerá cuando nosotros no
seamos más: y somos tan vanidosos, que la opinión favorable de cinco o seis
en tomo nuestro nos deleita y satisface."13 Corremos para ser vistos, recono
cidos, admirados por algún subconjunto de personas. Si no hubiese victorias
11 Thomas Hobbes, The Elcments o f Laui (ed. Ferdinand Ton rúes |2" cd. Nueva York, 1969], pp.
47-48), parte I, cap. 9, §21. (He omitido algunas definiciones.)
12 íbiit. ,
13 Blaise Pascal, /YjisíVs, núm. 151, tr. J. M. Cohén (Harmondsworth, Inglaterra, 1961).
266 EL RECONOCIMIENTO
parciales todos desesperaríamos mucho antes de acabar. Por otra parte, la sa
tisfacción que describe Pascal no dura mucho. Nuestra presunción es
mitigada, reprimida, vuelve a nacer. Hay muy pocos individuos que esperen
con seriedad la gloria eterna; sin embargo, virtualmente todo el mundo
desea un poco más reconocí miento del que obtiene. La insatisfacción no es
permanente, pero sí continua. Nuestra ansiedad se alimenta tanto de nues
tros logros como de nuestros fracasos.
A pesar de que nos traten con cierto título, no recibimos el mismo grado
de reconocimiento. La carrera descrita por Hobbes es más movida y más in
cierta que la jerarquía: en todo momento, los corredores se encuentran en
orden, del primero al último, ganando o perdiendo dentro del conjunto de la
sociedad y dentro de su propio subconjunto. Tampoco existen excusas fáciles
para las derrotas, incluso si parecieran injustas o inmerecidas. La riqueza
material y la mercancía siempre pueden ser redistribuidas, acumuladas por
el Estado y repartidas nuevamente, de acuerdo con algún principio abstrac
to. Pero el reconocimiento es un bien infinitamente más complejo; en un pro
fundo sentido, depende por completo de actos individuales de honor y
deshonra, de consideración y desconsideración. Existe, desde luego, algo se
mejante al reconocimiento público o a la desgracia pública; más adelante ha
bré de decir algo acerca de ambos. Según una antigua máxima jurídica, "el
rey es la fuente del honor". Podríamos pensar en el buen nombre del rey, o
en la legitimidad del Estado, como una fuente de reconocimiento a partir de
la cual se distribuyeran tajadas a los individuos. No obstante, algo así no cau
sa gran impresión a menos de que sea ratificado y reiterado por mujeres y
hombres comunes. Mientras que el dinero tan sólo necesita ser aceptado, el
reconocimiento debe repetirse si ha de poseer algún valor. De ahí que el rey
haga bien en honrar sólo a aquellos a quienes ampliamente se tiene por per
sonas honorables.
Ninguna igualdad simple es posible en el reconocimiento; la sola ocurren
cia es una broma pesada. En la sociedad del futuro, dijo Andy Warhol cierta
vez, "todos serán mundialmente famosos por 15 minutos". De hecho, en el
futuro lo mismo que en el pasado, algunos individuos serán más famosos que
otros, y otros no lo serán en absoluto. Podemos garantizar la visibilidad de
todos (ante los funcionarios gubernamentales, digamos), pero no podemos
garantizar a todos la misma visibilidad (ante los conciudadanos). A manera
de principio, podemos insistir en que todos, a partir de Adán y Eva, sean ca
balleros; pero no podemos proveer a todos de la misma reputación de poseer
buenas maneras —esto es, maneras "espontáneas pero delicadas"—. La
posición relativa dependerá de los recursos que los individuos puedan do
minar en la lucha continua por el reconocimiento. Así como no podemos re
distribuir la fama misma, tampoco podemos redistribuir tales recursos, pues
no son otra cosa que cualidades, habilidades y talentos personales valorados
en un tiempo y lugar dados, en virtud de los cuales mujeres y hombres
determinados son capaces de suscitar la admiración de sus compañeros. Pero
no hay manera de determinar con antelación qué cualidades, habilidades y
talentos serán valorados o quién los poseerá. E incluso si de alguna manera
EL RECONOCIMIENTO 267
con el grado que imponen hoy en día, cuando cada uno es visto como un
paso decisivo en el camino hacia la riqueza material y el poder. ¿Qué respeto
podrían imponer, de manera independiente? No sabemos, de hecho, cómo
sería el mundo social si el honor de cada individuo dependiera en su
totalidad de los reconocimientos libremente otorgados o denegados sin
reservas por cada persona.15 Sin duda habría amplias variaciones culturales.
Pero incluso en nuestra sociedad no es difícil imaginar valoraciones muy di
ferentes a las que se dan por lo común — un nuevo respeto por un trabajo so
cialmente útil, digamos, o por el esfuerzo físico, o por la utilidad en el cargo
más que por el simple hecho de ocupar ese cargo— Una apreciación franca
generaría también, me parece, un sistema de reconocimientos mucho más
descentralizado, de modo que la clasificación general que Hobbes dio por
supuesta perdería importancia e incluso dejaría de ser discemible. Recorde
mos la queja de John Stuart Mili: "Manifiestan agrado estando entre la
masa." Así es, pero a pesar de eso sigue siendo posible distinguir los contor
nos de distintas ciases de masas, o al menos de modo elemental, distintos
parámetros para el agrado o el desagrado. Tales diferencias son suprimidas
para bien de la competencia general. No obstante, si la competencia general
fuera disuelta, si la riqueza material no implicara el cargo — y el cargo,
poder—, entonces los reconocimientos serían también sinceros.
Ésta sería la igualdad compleja en la esfera del reconocimiento, y cierta
mente redundaría en una distribución del honor y del deshonor muy dife
rente a la imperante. Aun así, las mujeres y los hombres serían honrados de
maneras distintas, y no estoy seguro si la competencia sería menos intensa
que en el mundo descrito por Hobbes. Si hay más ganadores (y una variedad
más amplia de victorias posibles), incluso así, inevitablemente, habrá algu
nos perdedores. Asimismo, la igualdad compleja no garantiza que los reco
nocimientos se distribuyan a individuos dignos de recibirlos en algún
sentido objetivo. Existen, desde luego, parámetros objetivos, al menos para
ciertas modalidades de reconocimiento. Hay novelistas, digamos, que me
recen atención de los críticos y otros que no. Liberados de las presiones de la
sociedad jerárquica y el mercado, los críticos bien podrían dedicarse a
valorar a los novelistas indicados. De modo más general, sin embargo, los
15 Por el momento (y por el futuro previsible), escribe Tilomas Nagel, "no tenemos modo de
divorciar el status profesional de la estima y la recompensa económica, al menos no sin un
aumento gigantesco del control social" (T. Nagel, Mortal Qiiistiuus, Cambridge, 1979, p. 104).
Pero no se trata aquí de un divorcio —o más bien, el divorcio y el aumento del control son requi
sitos de la igualdad sim ple, ya que no de la com pleja— . Obviam ente, el logro de status
profesional da derecho a cierto grado de estima social e incluso a una recompensa económica. El
resto de nosotros está dispuesto a reconocer la habilidad y el talento y a pagar (individual o
colectivamente) por los servicios prestados. Sin embargo, queremos poder reconocer una amplia
gama de habilidades y talentos y pagar por ellos sólo un precio de mercado, o en el caso de los
servicios prestados a través de un reclutamiento, un salario justo. Es únicamente la conversión
ilegítima de status profesional en estima y riqueza material lo que deberemos erradicar —y con
ellos las técnicas de conversión: acceso restringido, mistificación intelectual, etc., y para d io no
será necesario llegar a un "gigantesco aumento del control social".
** Parkin sostiene que tales valoraciones existen ya, si bien están subordinadas a otros
"sistemas de significados" (Class |14|, p. 97).
EL RECONOCIMIENTO 269
17 George Friedrich Hegel, The Phcnomenolagy o f Mind, tr. j. B. Baillie (Londres, 1949), p. 231.
[Fenomenología dei espíritu, Fondo de Cultura Económica, la. ed., 1966.]
270 EL RECONOCIMIENTO
los bienes sociales. Los individuos abstraídos de sus cualidades y los bienes
abstraídos de sus significados se prestan, desde luego, a distribuciones que
se corresponden con principios abstractos. Pero parece dudoso que tales
distribuciones puedan hacer justicia a los individuos tal y como ellos son, en
busca de bienes tal y como los conciben. No entramos en contacto con las
personas como si fueran moldes morales o psicológicos vacíos, como neutra
les portadores de cualidades accidentales. No se da el caso de que exista una
X y luego una serie de cualidades de tal X, de modo que yo puedo reaccionar
separadamente a lo uno y a lo otro. El problema que plantea la justicia es
precisamente cómo distribuir bienes a una legión de X mediante procedi
mientos que respeten sus personas concretas e integradas. Así es como la jus
ticia empieza con las personas. Más aún, empieza con personas en el mundo
social, con bienes en su mente lo mismo que en sus manos. El honor público
es uno de tales bienes, y no necesitamos pensar mucho o con profundidad
para darnos cuenta de que literalmente no puede existir como un bien a
menos de que haya mujeres y hombres con merecimientos. Éste es el único
lugar donde el merecimiento tiene que contar si es que ha de haber alguna
distribución en absoluto, o algún valor que llegue a ser distribuido.
Podríamos, desde luego, repartir honores públicos por razones utilitarias
para estimular acciones política o socialmente útiles. Tales razones siempre
desempeñarán un papel en la práctica de conferir honores, pero no veo por
qué hayan de ser las únicas. ¿Cómo hemos de saber a quién honrar a menos
de que nos empeñemos en conceder crédito al merecimiento personal?
Mientras el estímulo resulte efectivo, cualquier individuo servirá. Por cierto,
las autoridades pensarán que lo mejor sería inventar un nivel de rendimiento
y "forjar" a un individuo adecuado a ese nivel para asegurar que estimulan
con exactitud aquello que quieren estimular. Esta posibilidad (que refleja un
antiguo argumento en contra de la versión utilitarista del castigo) sugiere
que hay buenas razones para conservar la noción común de merecimiento
individual. De lo contrario, el honor existe sencillamente para su utilización
tiránica. Puesto que yo tengo poder, he de honrar así y así; no importa a
quién escoja, pues nadie en realidad merece ser honrado. Y no importa cuál
sea la ocasión, pues yo no reconozco conexión intrínseca (social) alguna
como tampoco ningún conjunto particular de rendimientos. Algo así no fun
cionará a menos de que el tirano permanezca lo suficiente en el poder como
para transformar la noción común de rendimiento honorable. Y ése es preci
samente su propósito.
para distinguirlo de entre el resto de los trabajadores, menos dotados que él,
quienes también trabajaban duro. (Y dada esta noción de arbitrariedad,
tampoco habría razón para distinguir a quienes trabajaran duro de quienes
sólo trabajaban.) Pero al elegir a Stajanov no sólo para ser condecorado sino
para servir como el símbolo viviente de honra socialista, Stalin aprobaba
supuestamente la idea del merecimiento. Stajanov merecía ser honrado por
hacer lo que hacía; ello era algo digno de honor. De hecho, es casi seguro que
Stalin no creía en la primera de estas proposiciones, y los compañeros de
Stajanov no creyeron en la segunda.
La idea del merecimiento supone cierta concepción de la autonomía hu
mana. Antes de que un individuo pueda cumplir de manera honorable, debe
ser responsable de su rendimiento: tiene que ser un agente moral, el desem
peño debe ser el suyo. En los años treinta había filósofos y psicólogos
soviéticos que mantenían una concepción semejante de la acción humana;
pero cuando Stalin anunció por fin su propio punto de vista en tales asuntos,
en el periodo que siguió inmediatamente a la segunda Guerra Mundial, lo
hizo asumiendo una postura muy diferente. Adoptó un pavlovianismo radi
cal, según el cual "el hombre es un mecanismo reactivo cuyo comportamien
to, incluidos todos los procesos mentales superiores, puede ser entendido de
manera exhaustiva a través del conocimiento de las leyes del condiciona
miento, y [...] controlado por medio de la aplicación de tal conocimiento".20
Ésta es sólo una de las teorías psicológicas que sustentan posiblemente la
negación del merecimiento individual, y hay que decir que la sustentan muy
bien. Es probable que Stalin haya tenido una opinión semejante en los años
treinta, cuando fue puesto en acción el experimento estajanovista. Pero si la
energía de Stajanov (dejaré ahora al margen su fuerza física) es el producto
de su condicionamiento, ¿entonces en qué sentido merece ser honrado por
ella? Stalin lo distinguió sólo por razones utilitaristas: el propósito del esta-
janovismo era el de condicionar a otros trabajadores a fin de que rindieran de
manera parecida —de modo que la cuota pudiera ser elevada, las líneas
de montaje se aceleraran, etc.—. El galardón estajanovista no era un recono
cimiento sino un incentivo, un acicate, una de esas ofertas que muy fácil
mente se convierten en amenazas —y eso es todo lo que un premio puede ser,
me parece, si no existe una teoría del merecimiento.
Desde luego, el resto de los trabajadores se opuso. Las utilidades que Sta
lin tenía en mente no eran las de los trabajadores. Sin embargo, la oposición
era más profunda, pues al margen de lo que pensaran de Stajanov mismo, era
evidente que no creían que sus sucesores, los estajanovistas de mediados de
los años treinta, merecieran ser honrados. Los ganadores del premio habían
trabajado duro (supongamos), pero también habían violado las reglas de su
clase, habían roto su solidaridad. En todos sentidos fueron considerados
unos oportunistas, unos renegados, el equivalente proletario del Tío Tom;
20 Robert C. Tucker, "Stalin and Psychology", en The Soviet PoUUcal Mind (Nueva York, 1963),
p.101.
274 EL RECONOCIMIENTO
21 Isaac Deutscher, Stalin: A Pótitical Riography (Nueva York, 1960), pp. 270-271.
22 Anders Ósterling, "The Literary Prize", en H. Schück et al., Nobel: The Man and His Prizes
(Amsterdam, 1962), p. 75.
EL RECONOCIMIENTO 275
debe fijarse más en las causas que en las proezas aisladas. Las verdaderas proezas
son aquellas que se efectúan con poco aparato. El comportamiento sostenido día a
día, las virtudes que un hombre practica en su vida privada y doméstica, el fiel
cumplimiento de los deberes aparejados a [su] condición [...] tales son las cosas
por las cuales un hombre merece ser honrado, más que por las proezas es
pectaculares que realizara sólo en una ocasión —las que por lo demás tendrán su
recompensa en la admiración pública— . Los filósofos ávidos de espectacularidad
son muy dados a actos ruidosos.24
La última afirmación puede ser verdadera, si bien no puedo ver razón algu
na para alterar la propia conducta a fin de evitar suscitar la admiración pú
blica por tal o cual "proeza espectacular." No obstante, Rousseau tiene razón
al insistir en la importancia de reconocer las virtudes de la gente común, es
pecialmente en un régimen democrático. Los premios estajanovistas de Stalin
son una deleznable parodia de lo que es necesario hacer, pero una parodia
donde la necesidad sigue siendo visible. Tal necesidad es satisfecha de la
manera más común en los ejércitos contemporáneos, donde el galardón al
honor más alto por algún desempeño heroico no impide que se rindan hono
res menores a desempeños menores. Tor otra parte, la necesidad no es satis
fecha en absoluto en tareas cuyo prestigio social es bajo: "el heroísmo en
ocasiones increíble del cual hacen gala mineros y pescadores", como escribie
ra Simone Weil, "apenas si despierta eco entre los mismos mineros y pes
cadores".25 El honor público en este orden de cosas es desde luego correctivo
—y educativo también: invita a los ciudadanos comunes a ver más allá de
sus prejuicios y a reconocer el mérito dondequiera que se encuentre, incluso
dentro de ellos mismos.
24 Jean Jacques Rousseau, G ownim ait o f Poíaiui, tr. Willmoore Kendall (índianapolis, 1972),
pp. 95-96.
25Simone Weil, The hhvd Jbr Roots, tr. Arthur Wills (Boston, 1955), p. 20.
EL RECONOCIMIENTO 277
26 Jean Bodin, The Six Books o f a Contmonwealc, Kenneth Douglas McRae, comp. (Cambridge,
Mass., 1962), p. 586.
27 Francis Bacon, Essays, núm. 29, "O f the True Greatness of Kingdoms and Estates".
J’ Bodin, Six Bwks [25], p. 586.
278 EL RECONOCIMIENTO
El c a s t ig o
El ostradsm o en Atenas
El exilio era una forma de castigo en el mundo antiguo, y a menudo era uti
lizado para los más graves delitos. Traía consigo la pérdida de la pertenencia
política y de los derechos civiles, de modo que no existe autor griego o roma
no que comparta el punto de vista de Hobbes, para quien "un simple cambio
de aires no es castigo".30 Este parecer pertenece a otra época, cuando el sen
tido del lugar y de la comunidad había perdido entusiasmo. Pero al menos
en Atenas, el exilio era un castigo sólo cuando se seguía de un juicio y un ve
redicto. El ostracism o era algo muy distinto, precisam ente porque el
ciudadano exiliado no era juzgado sino elegido por sus conciudadanos. El
procedimiento fue ideado muy al comienzo del régimen democrático a fin de
permitir que los ciudadanos se deshicieran de individuos poderosos o ambi
ciosos, quienes podrían proponerse la tiranía o cuyas intrigas amenazaban la
paz en la ciudad; de ahí que el ostracismo fuera una especie de derrota *
* Thomas Hobbes, Leriallun, parte II, cap. 28.
E L RECONOCIMIENTO 281
La detención preventiva
A utoestima y AUTORREsrETo
35 Jean Jacques Rousseau, A Disemine on Ihe Origins o f Inequaiity, en The Social Conlmct and
Disconrscs, tr. G. D. H. Colé (Nueva York, 1950), p. 266. Para una lograda discusión de la postura
de Tertuliano, véase Max Scheler, Ressenlimeni, ed. Lewis A. Coser (Nueva York, 1961), p. 67.
284 EL RECONOCIMIENTO
con un lord más poderoso se muda cerca de él. O podrá valorarse por vivir
de acuerdo con ciertos parámetros de caballerosidad: tal es el autorrespeto, y
si bien puede perderse, no creo que pueda ser disminuido. Ambas formas
reflexivas son engañosas, pero la autoestima se apega aun más al rango
jerárquico (incluso si los rangos inferiores cultivan en secreto una contraje
rarquía). Aristócratas y caballeros gozan de mayor autoestima que artesanos,
siervos o sirvientes. En todo caso, eso es lo que normalmente damos por su
puesto. Pero el caso es de nuevo diferente en relación con el autorrespeto,
que puede ser aprendido tan firmemente por los rangos inferiores como por
los superiores, si bien los parámetros mediante los cuales se miden a sí mis
mos sean diferentes. No obstante, los parámetros no son por fuerza diferen
tes. Epicteto, el esclavo filósofo, se medía a sí mismo con su concepción de
humanidad y mantenía el autorrespeto. El universalismo religioso provee
de tales medidas, las que sin duda dicen más a los esclavos que a los amos,
pero se aplican por igual a ambos. Con todo, en este orden de cosas me intere
sa más la manera en que las jerarquías generan diversos modelos de auto
rrespeto adecuados a cada rango: el orgulloso aristócrata, el honesto
artesano, el leal sirviente, etc. Se trata de estereotipos y sirven para mantener
la jerarquía. Aun así, no deberíamos apresuramos a despreciar tales autocon-
cepciones, incluso si tenemos la esperanza de sustituirlas por otras, como
quiera que han desempeñado un considerable papel en la vida moral de
la humanidad —un papel más importante, a través de una buena parte de la
historia humana, que sus contrapartes filosóficas o religiosas.
Así, el autorrespeto es asequible a cualquiera que tenga cierta noción de
su dignidad "propia" y cierta capacidad para ponerla en acción. Los pará
metros son diferentes según sea la posición social, y varían entre los rangos
de una jerarquía tal como varían entre las ocupaciones en la sociedad de los
señores. No obstante, en la sociedad posterior también se da una posición so
cial común, designada (para los hombres) con el título de "señor". ¿Cuál de
los parámetros es el adecuado en ese caso? Tocqueville pensaba que esta pre
gunta equivalía a la pregunta: ¿qué significa ser una persona que se respete
(una persona honorable)?
democracia, aquello que fija las normas del autorrespeto. Y conforme estos
parámetros se extienden por toda la sociedad civil, hacen posible un tipo de
autorrespeto que no depende de ninguna posición social particular, que tiene
que ver con la ubicación general de un individuo en la comunidad y con su
propio concepto de sí mismo, no simplemente como persona sino como una
persona eficaz en tal y cual entorno, como un miembro completo e igualita
rio, un participante activo.43
La experiencia de la ciudadanía exige el previo reconocimiento de que to
dos son ciudadanos — un forma pública de reconocimiento simple—. Tal vez
sea esto lo que significa la expresión "respeto igualitario". Podemos confe
rirle cierto sentido positivo: cada ciudadano posee los mismos derechos le
gales y políticos, el voto de cada ciudadano cuenta de la misma manera, mi
palabra en los tribunales posee el mismo peso que la tuya. Con todo, nada de
esto constituye una condición necesaria para el autorrespeto, comoquiera
que serias desigualdades en los tribunales y en la arena política persisten en
la mayoría de las democracias, cuyos ciudadanos empero están en condicio
nes de respetarse a sí mismos. Lo necesario es que la idea de la ciudadanía sea
compartida por cierto grupo de individuos que se reconozcan sus títulos
entre sí y propicien cierto espacio social dentro del cual el título pueda ser
ejercido. Análogamente, la idea de ser doctor como una profesión y la del
sindicalismo como un compromiso deben ser compartidas por un grupo de
individuos antes de que éstos puedan ser doctores o sindicalistas que se
respeten. O con mayor contundencia, "a efecto de que la necesidad del honor
sea satisfecha en la vida profesional, toda profesión [tiene que] tener cierta
asociación realmente capaz de mantener viva la memoria de toda la [...] no
bleza, todo el heroísmo, la generosidad y el genio desplegado en el ejercicio
de esa profesión".44 El autorrespeto no puede ser una idiosincrasia, no es
cuestión de voluntad. En cualquier caso sustantivo, es una función de la per
tenencia, aunque sea siempre una función compleja, y depende de un respe
to igualitario entre los miembros. Una vez más, aunque ahora con indicios de
una actividad más cooperativa que competitiva: "se reconocen a sí mismos
reconociéndose mutuamente".
El autorrespeto exige entonces una vinculación esencial al grupo de los
miembros, al movimiento que defiende la idea del honor profesional, de la
solidaridad de clase, o de los derechos ciudadanos, o a la comunidad en gene
ral dentro de la cual tales ideas están más o menos bien establecidas. Es por
esto que la expulsión del movimiento o el exilio de la comunidad pueden ser
un castigo tan grave: atacan a las formas externas y reflexivas del honor por
igual. El desempleo prolongado y la pobreza son análogamente amenazado
res: representan una especie de exilio económico, un castigo para el cual no
quisiéramos encontrar a alguien que lo merezca. El Estado de beneficencia es
un esfuerzo por evitar este castigo, por reunir exilios económicos, por garan-
4S Véase el argumento de Robert Lañe, según el cual el trabajo es más importante que la
actividad política en el sostenimiento de la "autoestima" ("Covernment and Self-esteem", en
roiitical Tluviy 10 (febrero de 1982J, p. 13).
290 EL RECONOCIMIENTO
los países, la mayor parte del tiempo, los líderes políticos funcionan de hecho
como agentes de esposos y padres, de familias aristocráticas, de poseedores
de grados, o de capitalistas. El poder del Estado se ve colonizado por la ri
queza material, el talento, la sangre o el sexo; y una vez colonizado, rara vez
tiene límite. De modo alternativo, el poder del Estado es en sí mismo impe
rialista, sus agentes son tiranos con plenos derechos: no velan por las esferas
de la distribución sino que irrumpen en ellas; no defienden los significados
sociales sino que los pisotean. Ésta es la forma más manifiesta de la tiranía, y
la primera que he de tratar. Las implicaciones inmediatas del término tirano
son políticas, los sentidos peyorativos provienen de siglos de opresión a ma
nos de jefes y reyes —y más recientemente, de generales y dictadores— . A lo
largo de la mayor parte de la historia humana, la esfera de la actividad po
lítica se ha construido con base en el modelo absolutista, donde el poder es
monopolizado por una sola persona, cuya energía se consagra a hacerlo do
minante no sólo en las fronteras de cada esfera distributiva, sino a través de
ellas y dentro de cada una de ellas.
Precisamente por tal razón, una gran parte de la energía política e intelectual
se ha consumido en un esfuerzo por limitar la convertibilidad del poder y li
mitar su empleo, por definir los intercambios obstruidos en la esfera política.
Así como hay cosas que, al menos en principio, el dinero no puede comprar,
así también nay cosas que los representantes de la soberanía, los funcionarios
estatales, no pueden hacer. O mejor, al hacerlas ejercen no el poder político
estrictamente hablando sino la mera fuerza: actúan impunemente, sin autori
dad. La fuerza es el poder utilizado violando su significado social. Que sea
utilizado así, por lo común, no debería ocultamos su carácter tiránico. Tho-
mas Hobbes, el gran defensor filosófico del poder soberano, argumentaba
que la tiranía no es sino la soberanía desagradable.' Ello no es inexacto en la
medida en que reconozcamos que el "desagrado" no es propio de una idio
sincrasia sino algo común en mujeres y hombres que crean y habitan una
cultura política particular; deriva de una noción compartida de lo que la
soberanía es y cuál es su finalidad. Esta noción siempre es compleja, posee
matices y es controvertible en multitud de aspectos, pero es posible exhibirla
en forma de una lista, parecida a la lista de los intercambios obstruidos. En
los Estados Unidos, hoy en día, dicha lista es algo como lo siguiente:
J. La soberanía no se extiende hasta la esclavitud; los funcionarios estata
les no pueden apoderarse de la persona de sus súbditos (quienes también
son sus conciudadanos), forzar sus servicios, encarcelarlos o matarlos —a
menos que haya un acuerdo previo con procedimientos acordados por los
súbditos mismos o por sus representantes y por razones que provengan de
nociones compartidas acerca de la justicia penal, el servicio militar y demás.1
1 Thomas Hobbes, Lcvialhnn, parto II, cap. 19.
EL PODER POLÍTICO 293
1 Véase el tratamiento por Lucy Mair de las tutelas monárquica y de jefatura en Marriage
(Nueva York, 1972), pp. 76-77.
294 EL l’ODER POLÍTICO
libertad sino también una afrenta a la igualdad, pues desafia la posición indi
vidual y contraviene las decisiones de padres de familia, clérigos, maestros y
alumnos, trabajadores, profesionistas y titulares de cargos, compradores
y vendedores, y las de los ciudadanos en general. Ello conduce a la subor
dinación de todas las compañías de hombres y mujeres a la compañía única
que posee y ejerce el poder estatal. Por tanto, la limitación del gobierno, así
como los intercambios obstruidos, es uno de los medios fundamentales al
servicio de la igualdad compleja.
Pero el gobierno limitado no nos dice nada acerca de quién gobierna. No de
fine la distribución del poder dentro de la esfera de la política. En principio,
al menos, los límites podrían ser respetados por un rey hereditario, un dés
pota benevolente, una aristocracia terrateniente, un comité ejecutivo capita
lista, un régimen de burócratas, o por una vanguardia revolucionaria. Existe,
por cierto, un argumento prudencial a favor de la democracia: que las diver
sas compañías de hombres y mujeres muy bien podrán ser respetadas si
todos los miembros de todas las compañías comparten el poder político. El
argumento es sólido; en su base esencial entronca estrechamente con nuestra
noción compartida de lo que es el poder y qué finalidad cumple. Pero no es
el único argumento que establece esa relación o pretende establecerla. En la
larga historia del pensamiento político, los planteamientos más comunes so
bre el significado del poder han sido de carácter antidemocrático. Quiero
examinar con cuidado tales planteamientos, comoquiera que no hay otro bien
social cuya posesión y uso sean más importantes que éste. El poder no es esa
clase de bien en el cual podamos deleitamos, o admirar en privado, como el
avaro su dinero, y las mujeres y los hombres comunes sus posesiones favori
tas. El poder debe ser ejercido para ser disfrutado, y al ser ejercido, el resto
de nosotros es dirigido, vigilado, manipulado, ayudado y lastimado. Ahora
bien, ¿quién debe poseer y ejercer el poder estatal?
Sólo hay dos respuestas a esta pregunta con una vinculación intrínseca a
la esfera política: primero, que el poder debe ser poseído por quienes sepan
usarlo mejor; segundo, que debe ser poseído, o al menos controlado, por
quienes experimenten sus efectos de la manera más inmediata. Los bien naci
dos y los ricos esgrimen los correctamente llamados argumentos extrínsecos,
que no se relacionan con el significado social del poder. Por eso ambos grupos
están en buenas condiciones de alcanzar, si pueden, para una u otra forma
del argumento del conocimiento —creyendo poseer, por ejemplo, una noción
especial de los intereses fijos y a largo plazo de la comunidad política—, una
noción no asequible a familias recién encumbradas o a hombres y mujeres
sin "intereses" en el país. El argumento de la instalación en el poder por vo
luntad divina es también un argumento extrínseco, salvo tal vez en aquellas
comunidades de creyentes donde toda autoridad es concebida como un re
galo de Dios. Incluso en tales lugares se piensa por lo común que cuando
EL PODER I’OLITICO 295
Dios escoge a sus representantes terrenales, los inspira también con el cono
cimiento necesario para gobernar a sus semejantes: de ahí que los reyes por
derecho divino hayan creído tener una comprensión única de los "misterios
del Estado", y los santos puritanos sistemáticamente hayan confundido la
luz interior con la inteligencia política. Todo argumento a favor de un gobier
no exclusivo, todo argumento antidemocrático, de tener alguna seriedad, se
funda en un conocimiento especial.
Los m arin eros se d isp u tan el m an d o d el tim ón; cada uno piensa q u e él d ebería
estar co n d u cien d o el navio, a p esar d e q u e nunca han ap ren d id o nav egación y no
pu ed en m en cionar m aestro algu n o con qu ien hu bieren realizad o su ap ren d izaje;
m ás aú n , afirm an q u e la nav egación e s a lg o q u e no pu ed e ser e n señ ad o en ab so lu
to y están d isp u esto s a h a ce r trizas a q u ien d ig a q u e s i s e p u ed e.
* Platón, The República, VI: 488-489; tr. F. M. Comford (Nueva York, iy45), pp. 195-196.
5 Renford Bambrough, "Plato's Política! Analógica'', en l'hilusophy, Pal¡lies and Society, Peter
Laslett, comp. (Oxford, 1967), p. 105.
EL PODER POLITICO 297
consentimiento.) La calificación decisiva para el ejercicio del poder político
no es un conocimiento especial de los fines humanos sino una relación
especial con un conjunto particular de seres humanos.
Cuando Platón abogó por dar poder a los filósofos, afirmaba estar expo
niendo el significado del poder —o mejor dicho, del ejercicio del poder, el
gobernar— en arreglo a una analogía con la manufactura de zapatos, la
actividad médica, la navegación y demás. Pero, en definitiva, no exponía el
significado común, las nociones políticas de sus conciudadanos atenienses,
pues éstos, o la gran mayoría de ellos, miembros practicantes de una demo
cracia, tienen que haber creído lo que rerieles afirmó en su Oración Fúnebre
y lo que Protágoras sostuvo en el diálogo platónico que lleva su nombre: que
el gobernar implica la elección de fines, "la decisión conjunta en el terreno de
la excelencia cívica"; y que el conocimiento necesario para ello era amplia
mente compartido.® "Nuestros ciudadanos comunes, si bien están ocupados
en los objetivos de la industria, son jueces justos en asuntos públicos."7 Dicho
con mayor fuerza, no hay ni puede haber mejores jueces porque el recto
ejercicio del poder no es otra cosa que la dirección de la ciudad de acuerdo
con la conciencia cívica o con el espíritu público de los ciudadanos. Para ta
reas especiales, por supuesto, es necesario encontrar a personas que tengan
conocimientos especializados. De este manera, los atenienses elegían a sus
generales y a sus médicos públicos en lugar de designarlos mediante un sor
teo, tal como habrían "mirado alrededor" antes de escoger a un zapatero o
contratar a un navegante. Todos estos individuos son agentes de los ciudada
nos, no sus gobernantes.
Institildones disciplinarias
8 Michel Foucault, Discipline and Punisli: The Birili o f the Frisan, tr. Alan Sheridan (Nueva
York, 1979), p. 223; de Foucault véase también Power/Ktiowledge: Selected Interviews and Oilier
Writings, 1972-1977, Colín Gordon, comp. (Nueva York, 1980), en especial los núms. 5 y 6.
EL PODER POLÍTICO 299
P ropiedad / poder
10 Véanse los útiles planteamientos de Steven Lukes, Power: A Radical Viav (Londres, 1974), y
de William E. Connolly, The Tirios a f Pdilical Discutirse (Lexington, Mass., 1974), cap. 3.
302 EL PODEK POI.Í riCO
11 Por ejemplo, víase Martin Camoy y Derek Shearer, Ecnnoniic üentocracy: The Challenge o f
lite 1980s (White Plains, Nueva York, 1980), pp. 360-361.
12 V íase Kobert Nozick, Anarchy, State and Utopia (Nueva York, 1974), pp. 79-81, para un
argumento en favor de la ¡dea de que deberíamos confiar más en el mercado y en las cortes que
en la gestión ejecutiva, legislativa; cf. al estudio al respecto de Mattltew Crenson, The Unpohtics o f
Air Pollution; A slndy o f Non-Decisioiiinakmg in Citles (Baltimore, 1971).
13 Víase Connolíy en lo relativo a las amenazas y las predicciones, Politiral Discoursc [10], pp.
95-96, para una posible complicación posterior.
E L PODER POLITICO 303
14 Hay una abundante bibliografía especializada en tomo al gobierno privado, en gran parte
obra de politólogos contemporáneos que se han extendido (con razón) hasta nuevos terrenos.
(Véase Grant McConnell, Prívate Power and American Deniocracy, Nueva York, 1966, para un
excelente comienzo.) Creo que lo decisivo fue escrito por R. H. Tawney en 1912: "Lo que quiero
dejar fuera de dudas es esto: que el hombre que da empleos gobierna, y tanto, que determina el
número de individuos por emplearse. Tiene jurisdicción sobre ellos, ocupa lo que realmente es
un cargo público. Tiene poder, no el de una trampa o el de la horca [,..) sino el poder del tiempo
extra y el del tiempo corto, el poder de las barrigas llenas y las barrigas vacías, el poder de la sa
lud y la enfermedad. La pregunta acerca de quién tiene este poder, de qué manera está califica
do para usarlo, cómo controla el Estado sus libertades (...) ésta es la pregunta que de veras
importa al hombre común hoy en día." (R. H. Tawney's Conmioitf/tace Book, J. M. Winter y D. M.
Joslin, comps. Cambridge, Inglaterra, 1972, pp. 34-35.)
15 Karl Marx, "O n thc Jewish Question", en Earty Wrilings, tr. T. B. Bottomore (Londres,
1963), pp. 12-13.
304 EL PODER POLITICO
sobre la cual la vida social se organiza en la actualidad. Por una parte están
las llamadas actividades "políticas", que comprenden el control de los des
tinos y los riesgos; por otra, las llamadas actividades "económ icas", que
comprenden el intercambio del dinero y de la mercancía. Pero si bien esta
distinción moldea nuestra noción de las dos esferas, no determina por sí mis
ma los sucesos que tienen lugar dentro de ellas. Ni duda cabe de que el go
bierno privado sobrevive en la economía posfeudal. La posesión capitalista
genera todavía poder político, si no en el mercado, donde los intercambios
obstruidos fijan límites al menos a los usos legítimos de la propiedad, sí en la
fábrica misma, donde el trabajo parece exigir cierta disciplina. ¿Quién impo
ne disciplina a quién? Una característica central de una economía capitalista
es que los poseedores imponen su disciplina a los que no lo son.
Se nos dice, por lo común, que lo que justifica esta pretensión es el correr
riesgos exigidos por la posesión, y el celo empresarial y la inventiva y la in
versión de capital merced a los cuales las empresas económicas son funda
das, mantenidas y desarrolladas. En tanto que la propiedad feudal se
fundaba, se mantenía y se desarrollaba gracias al poder de la espada (aunque
también era intercambiada y heredada), la propiedad capitalista se basaba en
formas de actividad intrínsecamente no obligatorias y apolíticas. La fábrica
moderna se distingue del señorío feudal debido a que mujeres y hombres
acuden voluntariamente a trabajar, atraídos por salarios, condiciones labora
les, perspectivas para el futuro y demás, ofrecidas por el poseedor, mientras
que en el señorío los trabajadores son siervos, son prisioneros de sus nobles
señores feudales. Todo esto es bastante cierto, al menos en ocasiones, pero no
separa de manera satisfactoria los derechos de la propiedad respecto del
poder político, pues todo lo que acabo de afirmar acerca de empresas y fábri
cas bien podría decirse de ciudades y pueblos, aunque no siempre de Estados.
Todos ellos son creados también por la energía empresarial, la iniciativa y el
hecho de correr riesgos; también ellos reclutan y sostienen a sus ciudadanos
—quienes están en libertad de ir y venir—, ofreciéndoles un lugar agradable
donde vivir. Aun así, debemos cuidamos de alegar derechos sobre una ciu
dad o un poblado; la posesión no es un fundamento aceptable para el poder
político dentro de ciudades y poblados. Si reflexionamos profundamente so
bre ello, tendremos que concluir, pienso yo, que en empresas o fábricas algo
así tampoco es aceptable. Lo necesario es una historia acerca de un empresa
rio capitalista que al mismo tiempo es un fundador político e intenta fincar
su poder sobre su propiedad.
George Pullman fue uno de los empresarios más exitosos hacia el final del
siglo xix en los Estados Unidos. Sus vagones cama, comedor y sala de estar
hicieron el viaje en tren mucho más cómodo de lo que antes había sido, y ello
a un precio sólo un poco mayor; sobre esta diferencia de grado, Pullman
fundó una compañía y una fortuna. Cuando decidió construir un nuevo
EL PODER POLITICO 305
Un forastero que llegue a Pullman se aloja en un hotel regenteado por uno de los
empleados del señor Pullman, visita un teatro donde todos los dependientes están
al servicio del señor Pullman, bebe agua y consume gas suministrados por obra
del señor Pullman, alquila uno de sus arreos con el administrador del establo del
señor Pullman, visita una escuela donde los hijos de los empleados del señor
Pullman son educados por otros empleados del señor Pullman, obtiene un billete
cobrado en el banco del señor Pullman, es incapaz de efectuar una compra de la
clase que sea si no es con algún inquilino del señor Pullman, y de noche es prote
gido por el departamento de bomberos, la totalidad de cuyos miembros —desde
el jefe hasta el último nivel— está al servicio del señor Pullman.17
Esta descripción apareció en un artículo del Nexo York Sun (el pueblo modelo
atrajo mucha atención), y es del todo exacta, con excepción del renglón acerca
de la escuela. De hecho, las escuelas de Pullman eran operadas, al menos de
manera nominal, por un comité escolar elegido en el distrito de Hyde Parle. El
pueblo estaba sujeto a la jurisdicción política del condado de Cook y del esta
do de Illinois; sin embargo, no había un gobierno municipal. Interrogado por
un periodista visitante acerca de cómo "gobernaba" el pueblo de Pullman,
Pullman replicó: "Nosotros lo gobernamos de igual manera que alguien
gobernaría su casa, su tienda o su taller. Todo es bastante sencillo."1* En su
opinión, el gobierno era un derecho de la propiedad, y a pesar del "nosotros"
16 Stanley Buder, Pullman: An Experimad in Industrial Ordcr and Community Platnting, 1880-
1930 (Nueva York, 1967).
17 Ibid., pp. 98-99.
'* Ibid., p 107.
m EL PODER POLITICO
ÍMrf., p. 95; véase también William M. Carwardine, Tlte Pullman Strike, intr. Virgii J. Vogei
(Chicago, 1973), caps. 8-10.
* Richard Ely, citado por Buder, Pullman [17], p. 103.
EL PODER POLITICO 307
nes. Por ejemplo, un hombre que decide ingresar a una orden monástica que
exige estricta y total obediencia parece estar escogiendo un modo de vida y
no un lugar donde vivir (o donde trabajar). No le mostraríamos el debido
respeto si nos negásemos a reconocer la eficacia de su elección. Su propósito
y su efecto moral son, precisamente, autorizar las decisiones de su superior,
y no puede retirar esa autoridad sin retirarse él mismo de la vida común que
la hace posible.
Sin embargo, no puede decirse lo mismo de un hombre o una mujer que
se unen a una compañía o entran a trabajar a una fábrica. En este caso, la vida
común no es tan omnicomprensiva y no exige la aceptación inobjetable de la
autoridad. Respetamos al nuevo trabajador sólo si presumimos que no ha
buscado sujeción política. Por supuesto que se enfrenta a los capataces y los
vigilantes de la compañía, tal como se lo esperaba, y puede ser que el éxito
de la empresa exiga su obediencia, de la misma manera en que el éxito de
una ciudad o de un poblado exige que los ciudadanos obedezcan a los fun
cionarios públicos. No obstante, en ninguno de estos casos querríamos decir:
si no están a gusto con estos funcionarios y con las órdenes que dan, te pue
des ir en cualquier momento (lo cual podríamos decirle al lego del monaste
rio). Es importante que haya opciones al hecho de tener que marcharse,
opciones vinculadas al nombramiento de los funcionarios y a la disposición
de las reglas que ellos hacen cumplir.
Otros tipos de organización plantean problemas más difíciles. Considere
mos un ejemplo que Marx empleó en el tercer volumen de El capital para
ilustrar la naturaleza de la autoridad en una fábrica comunista. El trabajo
cooperativo exige —escribió— "una voluntad que ordene", y él la comparó
con la voluntad de un director de orquesta.25 Éste preside la armonía de los
sonidos y así, Marx parece haber pensado, una armonía entre los músicos. Se
trata de una comparación chocante, debido a que los directores de orquesta a
menudo son unos déspotas. ¿De veras es ordenadora su voluntad? Tal vez
debiera serlo, ya que la orquesta tiene que expresar una interpretación única
de la música tocada por ella. Mas los esquemas del trabajo en una fábrica
tienden más a ser negociados. Y tampoco es el caso que los miembros de una
orquesta tengan que ceder a la voluntad del director en todos los aspectos de
la vida que comparten. Podrían exigir tener voz y voto considerables en los
asuntos de la orquesta, incluso si aceptan la voluntad ordenadora del
director al estar tocando.
Por lo demás, los miembros de una orquesta, como los trabajadores de
una fábrica, a pesar de pasar mucho tiempo unos con otros, no viven juntos.
Es posible que la línea divisoria de la actividad política respecto de la
actividad económica tenga que ver con la diferencia entre la residencia y el
trabajo. Pullman las juntó, y sometió a trabajadores y a residentes a la misma
regla. ¿Es suficiente que los residentes se gobiernen a sí mismos mientras que
25 Karl Marx, El capital (Nueva York, 1967), vol. III, pp. 383,386, [Hay edición del Fondo de
Cultura Económica.] Lenin repite el argumento, sugiriendo el “suave liderazgo de un director
de orquesta" como ejemplo de la autoridad comunista; véase "The Immediate Tasks of the
Soviet Government", en Selecteii Works (Nueva York, s. f.), vol VII, p. 342.
310 EL l’ODEK 1'OLlTICO
L a ciudadanía democrática
La lotería ateniense
Una manera de evitar este monopolio consiste en elegir a los titulares de car
gos mediante un sorteo. Esto es igualdad simple en la esfera del cargo, y ya
me he ocupado de alguna de sus versiones modernas. Pero vale la pena con
siderar brevemente el ejemplo ateniense, puesto que sugiere con claridad
cómo el poder político escapa a esta índole de igualdad. No se trata de una
negación del impresionante igualitarismo de la democracia ateniense. Una
amplia gama de funcionarios eran elegidos mediante un sorteo y luego se les
confiaban responsabilidades cívicas de envergadura. Desde luego, eran some
tidos a una especie de examen antes de permitírseles asumir tales responsa
bilidades. Las preguntas eran las mismas para todos los ciudadanos y para
todos los cargos, y sólo buscaban establecer que los potenciales titulares de
cargos fueran ciudadanos de buena reputación y que habían cumplido con
sus obligaciones políticas y familiares. El examen "en ningún sentido ponía a
prueba la capacidad [individual] para desempeñarse en el cargo para el cual
habían sido seleccionados mediante el sorteo".27 Se daba por supuesto que
todos los ciudadanos la poseían. Esta presunción parece haber sido justifi
cada; en cualquier caso, la comisión era llevada a cabo, y de modo eficaz, por
un ciudadano seleccionado al azar después de otro.
Con todo, los cargos más importantes —los que exigían la discreción más
amplia— no eran distribuidos de esta manera. Y lo más importante, las leyes
16 Thomas Hobbes, The Elm eiits o f law , ed. Ferdinand Tñnnies (2a. ed. Nueva York, 1969),
pp. 120-121 (parte 2, cap. 2, §5).
27 Aristotle and Xenophon o» Demoeracy and Oligarchy, tr. y comentarios J. M. Moore (Berkeley,
1975), p. 292 (la cita proviene del comentario de Moore).
EL PODER POLÍTICO 315
2>Jean Jacques Rousseau, The Social Contraet, tr. G. D. H. Colé (Nueva York, 1950), p. 56 (libro
III, cap. 1).
316 EL PODER POLÍTICO
ejercer mayor poder, aunque no por fuerza para su propio beneficio. Tiene
principios, ideas y programas, y coopera con hombres y mujeres de pare
ceres semejantes. Al mismo tiempo, se encuentra en un intenso y a menudo
amargo conflicto con otros grupos de mujeres y hombres con principios, ideas
y programas propios. Acaso disfrute con el conflicto, con el carácter "fiera
mente agonal" de la vida política, con la oportunidad para la acción pública.31
Su objetivo es ganar: es decir, ejercer un poder inigualado. En la persecución de
este fin, él y sus allegados explotan todas las ventajas que tengan. Hacen un
buen balance de su habilidad retórica y de su aptitud organizacional; sacan
provecho de la lealtad partidaria y los recuerdos de viejas luchas; buscan la
aprobación de individuos ampliamente reconocidos o públicamente honra
dos. Todo esto es íntegramente legítimo (siempre y cuando el reconocimien
to no se traduzca directamente en poder político: a los individuos a quienes
honramos no conferimos un doble voto o un cargo público). Mas no sería legí
timo, par razones que ya he expuesto, que algunos ciudadanos estuvieran en
condiciones de ganar sus luchas políticas por su fortuna personal o por contar
con el apoyo de individuos acaudalados o de amigos y parientes poderosos
en el gobierno establecido. Hay algunas desigualdades que pueden ser
explotadas en el curso de la actividad política, hay otras que no.
Aun más importante, no sería legítimo si, habiendo ganado, los triunfado
res usaran su desigual poder para coartar los derechos al voto y a la participa
ción política de la parte derrotada. Los ganadores pueden afirmar con razón:
dado que discutimos y nos organizamos, dado que convencimos a la asam
blea y celebramos elecciones, hemos de mandar sobre ustedes. Tero sería
tiránico afirmar: hemos de mandar sobre ustedes para siempre. Los derechos
políticos son garantías permanentes; sustentan un proceso que no tiene un
punto final, un debate sin conclusión definitiva. En la actividad política
democrática, todos los destinos son temporales. Ningún ciudadano puede
pretender haber convencido a sus semejantes de una vez por todas. Tara em
pezar, siempre hay nuevos ciudadanos, y los antiguos ciudadanos siempre
tienen derecho a reabrir el debate —o a adherirse a argumentos de los cuales
previamente se hubieran abstenido (o a inmiscuirse interminablemente des
de una posición marginal)—. Esto es lo que significa la igualdad compleja en
la esfera de la actividad política: no el poder compartido, sino las oportuni
dades y las ocasiones de tener acceso al poder. Cada ciudadano es un partici
pante potencial, un político potencial.
Tal potencialidad es la condición necesaria del autorrespeto del ciudada
no. Ya he dicho algo acerca de la relación entre la ciudadanía y el autorrespe
to, ahora quisiera concluir brevemente ese argumento. El ciudadano se
respeta a sí mismo como alquien capaz de sumarse a la lucha política, de
cooperar y competir en la persecución y el ejercicio del poder, si sus princi
pios así se lo exigen. Y también se respeta a sí mismo como alguien capaz de
resistirse a la violación de sus derechos, no sólo en la esfera política sino
también en otras esferas de distribución, dado que la resistencia es en sí1
11 Hannah Arendt, The Human CvmUlivii (Chicago, 1958), p. 41.
320 EL PODER POLITICO
322
TIRANÍAS Y SOCIEDADES JUSTAS 323
L a JUSTICIA EN EL SIGLO XX
* Véase por ejemplo Alvin W. Gouldncr, The Fiiltire o f lnU ikr litáis and llw Ríse o f lite N«i> Class
(Nueva York, 1979).
330 TIRANÍAS Y SOCIEDADES JUSTAS
7 Aristóteles, The Politics, 1283; tr. Emest Barker (Oxford, Inglaterra, 1948), p. 157.
ÍNDICE
Prefacio.......................................................................................................................... 9
Reconocimientos........................................................................................................ *5
ssi
332 ÍNDICE
V. El ca rg o ........................................................................................................ 140
La igualdad simple en la esfera del carg o ........................................... 140
La m eritocracia........................................................................................... 146
El sistema chino de exámenes, 150
El significado de la calificación.............................................................. 154
¿Qué tiene de malo el nepotismo?, 157
La reservación del ca rg o .......................................................................... 159
El caso de los negros estadunidenses, 162
Profesionalismo e insolencia en el c a rg o ............................................. 165
La contención del cargo............................................................................ 171
El mundo de la peqnefla burguesía, 171; El control de los trabajadores, 172;
Patrocinio politico, 173