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Belinda Starling
La encuadernadora de libros
prohibidos
Para Mike
«Se supone que las encuadernadoras de
libros son genios por naturaleza que
recuperarán el viejo orden de las cosas.
Quienes crean esto se verán
desilusionados: somos mucho más.»
vol. 7, 1892-1893,pág. 7
PRÓLOGO
Éste es mi primer libro, y me siento bastante orgullosa
de él a pesar de sus evidentes defectos. El cuero rojo de
Marruecos reviste de manera irregular las cubiertas, las
esquinas están mal plegadas, y hay una mancha de hierba
sobre la portada de color azul claro. En el lomo puede leerse
el título BANTA BIBLLA, y sobre las bandas de cuero se
entrelazan letras impresas en una rama botánicamente
imposible, donde las piñas brotan entre hojas de roble,
bellotas y hiedras. Lo hice cinco años atrás, cuando temía
las consecuencias del fracaso. Hoy he cortado y recorrido
sus páginas, descubriendo que al menos pasan fácilmente
gracias a que los pliegos están bien unidos entre sí, y a que
la gasa es flexible pero firme. Ahora escribo en él, y también
será el primer libro que haya escrito.
Ya llueve, ya llueve,
en el bote hay
mermelada,
y todas las
muchachas
recogen la colada.
—Lluvioso, ¿no?
—Lluvioso es la palabra.
Una vez, cuando tenía cinco años, los que tiene ahora
Lucinda, fui a visitar al viejo Georgie Tanner con mi madre.
Más que a mi abuelo, recuerdo a otro anciano en cuclillas
frente a su cama, tirando de las sábanas, gritándole:
—¿Sí?
—¿Y si Dios no me cuida esta noche y pasa algo malo?
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo sé.
—¿Porque tú no lo permitirás?
—Exacto. No lo permitiré.
Porque ahora sus dedos eran como los puros que antes
fumaba al final de la jornada, antes de pasarse a la pipa.
Como llevaba la camisa arremangada vi también la
hinchazón de sus puños y sus brazos. Apenas se distinguían
las articulaciones. Me entró la necesidad de pincharlo con
una de mis agujas de coser; no por malicia, sino porque
estaba segura de que un pinchazo liberaría los litros de
líquido atrapados bajo su piel y calmaría su sufrimiento.
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preguntó Azucena.
Un codillo de ternera,
respondió su compañera.
preguntó Tomás.
Es suficiente,
dijo Vicente,
y todos se fueron
rápidamente.
—¡Señora Eeles!
—Ya sé.
—¿Mamá?
—¿Sí?
Yo estaba boquiabierta.
—Cuatro peniques.
—Nada.
—Tres chelines.
A mi bebé y a mí
nos cocinaban en la
empanada,
al panadero por la
empanada,
trepamos fuera del
recipiente.
—La... la...
—Una semana.
—¿Cómo?
Me miró sorprendido.
Por fortuna, el resto de los escaparates entre la
imprenta y el negocio del señor Diprose eran menos
llamativos: pilas de libros nuevos y viejos, láminas de calles
de la ciudad o de paisajes rurales idílicos, panfletos médicos
y científicos, periódicos y tabloides, ropa de segunda mano
y muebles viejos. Tampoco podía evitar mirarlos, pero por
razones más físicas: los comercios exhibían sus productos
en la acera, y yo debía rodear las pilas de libros y esquivar
las bamboleantes hileras de ropa vieja.
—Sí, claro.
—Yo...
—¿Dónde?
Duérmete, mi niño,
duérmete, mi bien.
a moler el trigo.
Duérmete en la cuna,
—Quizás.
—Efectivamente —respondió.
Entonces cogí la parte manchada de hierba de la falda,
corté un trozo del tamaño adecuado y lo acomodé sobre las
tapas, para luego colocar el cuero sobre el lomo y las
junturas. Lo alisé y redondeé, y lo volví a alisar y a
redondear, pero seguía estando lleno de bultos, y así
descubrí lo inepta que era para realizar mi propio plan. Me
molestaba que Peter se negase a ayudar. ¿Acaso para él era
más importante confirmar que yo, en tanto que mujer, era
incapaz de realizar este trabajo que librarnos de nuestras
deudas?
—¿Busca algo?
le diré a papá
Si ganó un penique,
cuatro se gastó:
mi abriguito nuevo
agujereó.
—Santa Biblia.
—Ahora, el lomo.
—¿No, señor?
—¿Sí?
—¿Puedo pasar?
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—Sí, señor.
—Excelentes noticias. En la encuadernación, siempre
surgen problemas cuando hay división del trabajo. Es como
si la inteligencia se perdiese en la brecha entre el dibujante
y el realizador. ¿Sería correcto afirmar, señora Damage, que
usted brinda la misma atención a una encuadernación
simple que a una compleja?
—¿Y la paga?
Tragué saliva.
—Prudencia —solté.
Lo miré inexpresiva.
—¿Fantasmas?
Por otra parte, debo mencionarle con cierto ennui que nuestra
visita a Berkeley Square no pasó inadvertida a lady Knightley, quien
trabaja con la ilusión de que las actividades de su marido no le son
ajenas. Me ha enviado una nota pidiéndome conocer a la encuadernadora
con tanta sensibilidad en los ojos y en las manos. Supongo que se trata de
una invitación inocente que no tiene nada que ver con la celosa
desconfianza que una mujer de baja alcurnia desplegaría por un esposo
menos amante que el suyo, pero es evidente que usted es una mujer, y
me permito sugerirle que sería contra bonos mores no responder lo más
rápidamente posible a su invitación. Ella suele recibir los martes y jueves
por la tarde. Sinceramente suyo,
Charles Diprose
Adjuntos:
2 onzas de oro.
—¿Billy?
—Impecables.
—¿Y si no lo hacen?
—Vamos, pequeña.
—En la taberna.
— Nocturuns
— Labor Bene
— P. cinis It.
— Monachus
— Vesica Quartus
— Beneficium Flumen
— Praemium Vir
— Clementia
— R. Equitavit
— Osmundanus
— Clericus
— Scalp-domus
Sinceramente suyo,
Charles Diprose
—¿Tarjeta?
—¿Nombre?
—¡Señora Damage!
—¿Perdone?
—¿Sí, señora?
—Mossie —respondió.
—¿Usted disculpe?
Luego asintió.
—Recostarte. ¿Y lo haces?
—A veces.
—¿Es seguro?
—Aquí, mira.
—Rahat lokum.
—¿Perdone?
—¿Le gusta?
—¡Tráeme mi brebaje!
—¿Trajo libros?
—¿Para qué?
—¡Consigue algo!
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—A su padre.
—Ajá. Entonces...
Hice como que recorría la lista de nombres latinos, y
esperé un rato para que fuese Peter quien lo descubriera.
—Siguiente.
—Un clérigo.
—Clementia.
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—Señora Damage.
—Dinnnn.
—Trabajaba made'a.
—¿Qué hacías?
—¿Eras bueno?
—¿Qué más?
—Ésa no es la cuestión.
—Sería difícil.
—¿Por qué?
—¿Cómo dice?
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negro vestido,
encaje de plata.
—¡Llévatelo!
—Peter, mi amor, déjame presentarte a...
—¡Llévatelo!
Al día siguiente era sábado, y yo estaba lista para
hablar con Din, no sobre por qué había salido una hora
antes, sino para encontrar algún medio de comprometerlo
con Encuadernaciones Damage. Mis preguntas no estaban
motivadas por la conversación con el señor Diprose;
confieso que sentía mucha curiosidad por la vida que había
vivido antes de que unas damas ricas conspirasen para
dejarlo frente a mi puerta.
—¿Quién es tu casera?
—En un antro.
—¿Perdona?
—¿Y te gusta?
—Donde podía.
—¿Cómo?
—En la calle. O en los emba'caderos, o en el campo.
Llegué a Londres lo más rápido que pude, seño'a. Llegué a
casa de mi benefactora, pero se había puesto enfe'ma y
murió.
—¿Le encontraste?
—Sí, seño'a.
—¿Te atraparon?
—Sí, seño'a.
—Catorce, seño'a.
Quería aclarar lo que estaba oyendo, y averiguar más
cosas, pero estaba entrando en terreno pantanoso, y Din no
revelaba nada que yo no preguntase. Cogí la pluma y
reanudé lo que pretendía ser una investigación en toda
regla.
—Encantao, seño'a.
—Catorce, seño'a.
—¿Tu padre?
—Sí. Papá era ministro de la Iglesia metodista. Mamá
era enfermera. Vivíamos en las afueras de Baltimore, con
mis hermanos y hermanas. Entonces, íbamos a Washington.
Iba a toma'nos dos días llegar hasta allí, pero unos
cazadores nos prepararon una emboscada. Nos llevaron al
sur y nos vendieron en Virginia —dijo con calma.
—¿ Quién te compró ?
—¿Os separaron?
—No.
—¿En serio?
—¿La...?
—¡P-p-por la b-bo-boca!
—¿Sabes?
—¿Y tu traducción?
—Sufre y resiste, porque algún día tu dolor te será
beneficioso.
—Tu madre.
—¿Din? No lo entiendo...
—Qué afortunado.
Parece que haya pasado mucho tiempo desde la primera vez que
nos vimos. ¡Qué tediosa se ha vuelto mi vida desde entonces! Jossie ha
estado tremendamente pesado sobre mi embarazo; según él, debo
descansar todo el día. Me he perdido todo lo que merecía ser visto este
verano, y temo perderme la representación de La cabaña del tío Tom en el
teatro Phoenix si el bebé no nace antes de Navidad. Aun así, tengo la
suerte de estar casada con el mejor médico de Londres, y me acerco al
final de mi confinamiento con la mayor elegancia de la que soy capaz
—Yo también.
—¿Cómo, Din?
Se encogió de hombros:
—¿Y no te molesta?
Su actitud cambió.
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¿ Cuántos kilómetros hay hasta
Babilonia?
—¿En aquélla?
—No creo.
—¿Puedo? ¿Puedo?
—Señora Damage.
—Buenos días, señor Pizzy.
—Señora Damage...
—Señor Diprose...
—¿Cómo?
—¡No!
—La ofenden.
—Sí. Me ofenden.
—No.
—No.
—Porque...
—Porque la ofenden. Discúlpeme, señora Damage, pero
no veo qué tiene eso que ver.
—¡Basta!
—Ya llega.
—Lo juro.
—¿Cuáles le mostró?
—Contactos.
—¿Dónde?
—Dora, Dora... ¡Es una pena que casos como éste casi
ya no vayan a juicio!
—Puede que sí, puede que no. ¡Pero los juicios son un
deporte tan divertido! Según lo establece la ley, cada uno
de los objetos obscenos debe ser clasificado y descrito, y
leído al igual que la lista de acusaciones. Primer objeto: un
falo de arcilla, de estilo pompeyano. Segundo objeto:
daguerrotipo de mujer desnuda en la cama con un caballo.
Objeto tres: ilustración de Hiperión follándose un sátiro por
el culo. Realmente, escuchar esas palabras en el tribunal, en
boca de un representante de la ley, alegra el corazón de
cualquier obsceniteur. ¿No es ésa la cuestión? ¿No hemos
triunfado, entonces?
—Señor Pizzy...
—¿Sí, Dora?
—Sí.
—¿Había alguno de mis trabajos?
—¿Entonces me lo pagarán?
—Te daré dos chelines. Nadie sabrá que fuiste tú. Mira,
romperé esta ventana y podrás decir que eran ladrones. O
polis.
—Lord Glidewell.
—¡Dora!
—Dora...
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Oye, muchacho,
la vela se ha apagado,
y mi joven sirvienta se ha
marchado;
ensilla al puerco,
y tráela a mi lado.
—Pansy.
—¿Hacías Biblias?
—¿Los dos?
—En Navidad. En Navidad hacen trabajar los dos
turnos. O cuando lo necesitan.
—Ah. Cosía.
—¿Y en Remy?
—Cosía.
—¿Cuánto te pagan?
oh hijas de Jerusalén.
—¿Quién es ella?
—¿Quién es ella?
—¿Pansy qué?
—No lo sé.
—¿Familia?
—¿Padre?
—¿Edad?
—No lo sé.
—¿Anterior empleo?
Pizzy asintió.
—Pansy, cariño, estos caballeros son clientes del taller.
No vienen de Remy, ni de Lambard ni de ningún lugar como
ésos. Sólo quieren hacerte algunas preguntas sobre ti, para
saber quién está ayudando en el taller donde traen sus
libros.
—¿Apellido?
—Smith.
—¿Dirección?
—¿Cuántos sois?
—Trece.
—¿Quiénes?
—En Remy.
—¿Por qué te fuiste?
Pizzy estaba de pie más tieso que una estaca, con los
puños cerrados a los lados del cuerpo. Casi me daba pena
verle: a los hombres no les gusta que los atrapen haciendo
cosas malas, sobre todo si se las hacen a una mujer, y si los
descubre una mujer. Increíblemente, me encontré pensando
en cómo facilitarle las cosas. Nuestras madres nos han dado
una educación impecable para ser buenas anfitrionas.
También conocemos la cólera de un hombre que ha sido
puesto en evidencia, por lo general mucho peor que un
simple enojo, así que no era raro temer lo que vendría a
continuación.
—Buenos días.
—Buenos días.
—¿Americano?
—Le conozco.
—¿Un peleador?
—¿Ablandador?
—¿Con el látigo?
—¿El qué?
—¿Pero es legal?
—¿Peter? —le susurré. Estaba tirado en la cama, con
los ojos vidriosos fijos en el techo—. Peter, tenemos que
levantarte de la cama. Pansy quiere cambiarte las sábanas.
—Le hablaba despacio, confiando en que comprendiese algo
—. Peter... no te has levantado de la cama en cuatro días.
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—Lo sé.
—¿Cuáles?
No respondió.
—¿Contento, seño'a?
Ya no podía detenerme.
—¿Bocho'nosos, seño'a?
—¿Dónde estamos?
—¿Puedo?
—¡Entonces controladlo!
—¿Vas a obligarme?
No había nadie.
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—¿Din?
—¿Sí, seño'a?
—Pero no puedo...
—Por supuesto que puede. Insisto.
—¿Sí, Dora?
—¿Todo esto... no lo encuentra sospechoso?
—¿Sospechoso?
—¿Din?
—¿Sí, seño'a?
—Señora...
17
He visto un barco en
el mar,
el barco venía
cargado,
había golosinas en la
cabina,
y manzanas en la
bodega;
Valentine G.
—Cuénteme, Lizzie.
—¡Diez años!
—¿Quién?
18
Adiós, mi bebé.
mi bebé no lloraba.
y nadie lo cuida,
—Venga conmigo...
—¿Cómo?
—¿Fátima?
—¿Cuánto tiene?
—Una semana.
—¿Sí, señora?
—Lástima.
Pansy reflexionaba.
—Siete días.
—¿Está vendada?
Asintió.
19
El negrito juguetón
tu padre es un
cornudo,
tu madre me lo contó.
—¿Alcurnia?
—Ajá —confirmó.
—Sí.
—Sí.
—Pues a la dama le gustan las lanzas.
Din asentía.
—O ambas.
—¿De verdad?
Din rió.
—¿Qué significa?
—No significa ná. Pero cada vez que me escapaba
decían: «¿A dinde se ha ido?».
—Un ruido.
—Puede ser...
—¿No te rebaja al nivel de los perros, osos o gallos?
—O menos...
—No.
—Au naturel, sin duda. Pero hay otra cosa, Dora. Usted
no trabajará propiamente con el libro.
—No comprendo...
Tres guineas.
—¿Lo es?
20
—¿Una faja?
Y entonces se fue.
—¡Detente!
—Dora, mírame.
—Yo también.
—Y no te disculpes.
—Lo siento.
—¿Aprisionarías al amor?
—No, no lo soy.
—¿Cómo?
—¿Te ha dolido?
—¡Sí!
—Lo siento.
—Exacto.
—¿Qué?
—¿Tú y yo?
—Sí.
—¿Ovidio?
—Ser libre.
21
a, a, a, b, c, c, d, e, f, h, i, i, i, m, n, o, o, p, r, r, r, s,
u
n, c, o, a, r, b, c, s, d, u, h, i, m, a, i, o, p, e, r, i, a,
r, f
Las palabras de dos letras eran fáciles: es, no, en, de,
mi, un... Creía recordar que el tipo que había utilizado al
inicio de la frase era una d, pero no estaba segura. Al no
haber usado mayúsculas, no sabía con qué letra comenzaba
el texto.
Me di por vencida.
Cogí mi libro de cuentas, que prometía ser una
distracción más sensata, y me ocupé de los números del
negocio.
—¿Qué? —interrumpí.
—¿Que es...?
—¿Y la deserción?
—Din-din-da-dindin...
—¿Qué es esto?
—¿De cordero?
—¿Cómo dices?
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Timbi-dimbi-pimbi-dano,
mi vestido se gastó,
timbi-dimbi-pimbi-dano.
—¡Sylvia!
—No entiendo...
—A Nathaniel —susurré.
—¡Sylvia!
—Sí —susurré.
—Pues ya no.
—¿Se ha ido?
—¿Adónde?
—¿Tan rápido?
«Te diría por qué te rechacé a causa del miedo, por qué
no me acerqué a ti en busca de apoyo. Te diría por qué tenía
sangre en las manos, ya que acababa de sostener en ellas
la epidermis seca de una inocente. Te diría que no soy una
asesina, sólo la involuntaria asistente del asesino. Te diría
todo esto...»
—¿Eso crees?
—Eso creo.
Sylvia suspiró.
Vi un martillo de marfil.
Y luego silencio.
23
Un cerdo de rabo
largo,
o un cerdo de rabo
corto,
o un cerdo de rabo
cortado;
híncale el diente,
—¿Qué, Charles?
—Pero deshacerse...
—¿Dónde está?
—No lo sé —respondí.
—Pagaré un taxi.
—No lo estoy.
—No te comprendo...
—Sir Jocelyn no está seguro de la paternidad de
Nathaniel. ¿Tienes algo que decir al respecto?
—No —respondió.
—¿Cómo le encontraste?
Una vez más, nos quedamos en silencio, esperando.
Imaginé a Din en el local del artista japonés, y a éste
gesticulando y farfullando, con su minúscula y arrugada
esposa haciendo reverencias a su lado. Recé para que Din
tuviera razón, que fuera allí donde yo había estado, y que
pudiesen indicarle el paradero de Lucinda. Y mientras
rezaba me descubrí haciendo ruidos extraños, y comprendí
que sollozaba, y que el dorso de la mano que me había
pasado por los ojos estaba húmedo.
—¿Está viva?
Miré a mi alrededor.
24
—Dora... —dijo.
—A Nathaniel.
—No comprendo...
—1828.
—¿Dónde?
—¿Y su padre?
—No.
—Soy un híbrido.
EPÍLOGO
PALABRAS FINALES
AGRADECIMIENTOS
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rianlondon.org
, es una excelente compilación de fuentes, y tiene tanta
información sobre las minucias de la vida del Londres en
1860 que, en algunos momentos, lo consultaba a diario.
También quiero dar las gracias a Malcolm Shifrind por su
proyecto sobre los baños turcos en la época victoriana,
www.victorianturkishbath.org
Febrero de 2007