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Martin Page

La apicultura según Samuel Beckett.


Título original: L'Apiculture selon Samuel Beckett
Traducido por: Horacio Pons
Edhasa
Primera edición en Argentina: marzo de 2015
Ciudad Autónoma de Buenos Aires – Argentina
ISBN 978—987—628—349—6
En un principio yo era prisionero de los otros.
Entonces, los abandoné. Después fui prisionero
de mí mismo. Era peor. Entonces, me abandoné.
S. B., Eleutheria
 
 
Nuestro corazón está donde están las colmenas
de nuestro conocimiento. Nosotros, que hemos
nacido alados y somos recolectores de miel
del espíritu, estamos siempre en camino
hacia ellas, y propiamente solo nos interesa
una cosa: llevar algo a casa.
Nietzsche, La genealogía de la moral
Introducción
 
 
 
En septiembre pasado se declaró un incendio en el exterior de un depósito
de los suburbios de Reading, Inglaterra, donde se conservaba uno de los más
importantes fondos de archivos dedicados a Samuel Beckett. Estos habían sido
mudados algunas semanas antes de su sala en la Universidad de Reading, debido a
la presencia de larvas de Attagenus comedoras de papel en los pisos y los
revestimientos de madera. Todos los manuscritos y documentos fueron sometidos
a una desinfección química en un autoclave y luego, guardados en cajas, se
almacenaron en el depósito. La sala quedó de tal modo liberada para un
tratamiento completo.
Fueron petardos encendidos por niños los que originaron el incendio. Este
se extinguió rápidamente gracias a la intervención de los bomberos de la Whitley
Wood Fire Station. Pero el agua lanzada sobre las llamas penetró en el edificio y
empapó las valiosas cajas.
Para nuestro gran alivio, los daños se revelaron superficiales. Como la
humedad favorece la aparición de moho y atrae a insectos ponedores de larvas, los
documentos se pusieron en bolsas de plástico y se congelaron (en una cámara fría
alquilada para la ocasión a Berkshire Meat Traders Ltd.), a la espera de la llegada
de los expertos. Estos, convocados por The International League of Antiquarian
Booksellers (sita en Sackville House, Londres), los sometieron uno por uno a una
escrupulosa liofilización. La operación duró nueve días y fue menester solicitar
donaciones para solventar los gastos no cubiertos por el seguro. Así, todos los
archivos pudieron volver a su sala de la Universidad de Reading en perfecto
estado.
En oportunidad de todas esas diligencias se descubrió el diario de un
hombre que se presenta como asistente de Samuel Beckett. Dicho diario, que
abarca el verano y comienzos del otoño de 1985, se refiere al proyecto de
representar Esperando a Godot en la prisión de Kumla, en Suecia, y a los
acontecimientos asociados a él. La historia es conocida, pero si el núcleo de ese
texto es verídico, lo esencial (la fantasía de los comportamientos atribuidos a
Samuel Beckett, su apariencia física y el episodio de los archivos) demuestra el
espíritu jocoso (o trastornado) de su autor.
Nadie (ni el propio Beckett, ni su mujer Suzanne, ni su editor Jérôme
Lindon) mencionó jamás la existencia de ese asistente. Sin embargo, allí está sin
duda el diario. El papel y la tinta son de la época, y algunos elementos son
auténticos. Por otra parte, ese documento formaba parte del lote número 75,
colección de archivos enviada a la Samuel Beckett International Foundation de la
Universidad de Reading en febrero de 1989. El comprobante de envío lleva la firma
de Samuel Beckett.
Pese al carácter insensato de estas páginas, nos pareció interesante
proponerlas a la sagacidad de los lectores, que deberán leerlas como lo que son:
una obra de ficción acerca de hechos reales.
Prof. Fabian Avenarius, Universidad de Reading
28 de junio
 
 
 
Hoy pasó algo sorprendente. Estaba contando las monedas y hurgando en
los bolsillos en la caja de la librería Le Divan, en la place Saint—Germain—des—
Prés, para ver si podía comprar unos libros de Jacob Burckhardt y Edward Tylor,
cuando el librero me preguntó si no me interesaría un trabajo. No lo dudé: acabo
de volver a Francia después de trabajar durante cuatro años como lector en la
Universidad de Boloña (se supone que debo terminar mi tesis de antropología este
año) y mis finanzas están en su punto más bajo. El librero me explicó que Samuel
Beckett necesitaba un asistente que lo ayudara a clasificar sus archivos.
Conozco la obra de Beckett, leí, Molloy y Godot (no vi ninguna
representación de esta pieza: debido a una espalda delicada y piernas
relativamente largas, los teatros son lugares prohibidos para mí), y no deja de
asombrarme que el azar (y sin duda mi aspecto miserable y la piedad que inspiré
en el librero ) me dé la posibilidad de trabajar para él.
Traté de no dejar traslucir mi entusiasmo. El librero marcó el número de
teléfono y me pasó el auricular. Beckett me respondió con voz ronca, y tosió. Le
dije que llamaba por el empleo. Me propuso que nos viéramos. Debemos
encontrarnos mañana a las dos de la tarde en el Petit Café del bulevar Saint—
Jacques.
Ni falta hace decir que después de ese episodio me fue difícil concentrarme
en mi trabajo. Comienzo este diario para no olvidar nada de la experiencia. ¡Voy a
conocer a Samuel Beckett! ¿Cómo se prepara uno para una entrevista laboral con
un escritor famoso? No tengo tiempo de leer sus libros; de todos modos, dudo que
me haga preguntas sobre su obra. Voy a abstenerme de toda lisonja.
Queda la cuestión de la ropa. He decidido ponerme algo sobrio, ni
demasiado compuesto ni demasiado informal. Y una corbata de tweed, roja y azul.
 
29 de junio
 
 
 
Llegué antes de tiempo. A la hora prevista, Beckett todavía no había
llegado. Pasaron algunos minutos. Creí que había cambiado de opinión. Pero no
estaba muy decepcionado; después de todo, tendría una historia para contar.
Pedí un café; iba a esperar un poco más. Aproveché para sacarme la corbata.
Después cambié de opinión y volví a ponérmela. Sonó el teléfono y el dueño del
café, instalado detrás del mostrador, lo atendió. Era Beckett y quería hablarme.
Tenía la voz más clara que el día anterior; me pareció que estaba irritado, pero,
consciente de esa irritación, intentaba mostrarse amable. No me atreví a pedirle
detalles. Haríamos la entrevista por teléfono.
Me dijo, con tono exasperado, que cada diez años se deshacía de sus
manuscritos, notas, libretas, pedazos de manteles de papel de restaurante, boletos
de metro garrapateados, y los ofrecía a la avidez de los investigadores. Necesitaba
ayuda; por sí solo no conseguiría poner orden en sus papeles. Le dije que estaba
interesado y que, gracias a mis estudios, tenía cierta práctica con los archivos. Me
hizo preguntas sobre mi tesis, mis pasiones, mi trayectoria. En total, todo eso no
llevó más de dos minutos (según el reloj de publicidad colgado encima del bar).
Me anunció que me contrataba por diez días (pagados al triple del mínimo legal).
"¿Cuándo puede empezar? Cuanto antes mejor, me gustaría que todo esté
arreglado antes de la vuelta de Suzanne. Está pasando unos días en casa de una
amiga."
Contesté que estaba libre y podía empezar en ese mismo instante. Pareció
encantado, y me asignó una primera misión: comprar cuatro cajas grandes de
cartón (debían tener el tamaño suficiente, me aclaró, para que una persona pudiese
arrodillarse dentro de ellas). Agregó al pedido un sándwich de pulpo. Anoté la
dirección de la casa de comidas griegas y la de su apartamento.
Menos de una hora después tocaba el timbre del apartamento del bulevar
Saint—Jacques. Beckett vino a abrirme. En un primer momento creí que me había
equivocado de puerta, porque frente a mí no estaba el hombre cuyo retrato había
visto en los diarios: este tenía pelo largo y barba. Llevaba una camisa de seda
floreada, un pantalón negro de algodón, pantuflas con motivos escoceses y un
gorro de capitán de barco mercante. Me estrechó vigorosamente la mano y, antes
de invitarme a entrar, me puso unos billetes en la mano (mi salario). Le di el
sándwich.
El considerable desorden del apartamento no carecía de encanto. Uno podía
creer encontrarse en la trastienda de un librero de viejo. Había una biblioteca en
cada una de las tres habitaciones (y una colección de obras de gastronomía en la
cocina), además de libros en el suelo, el sofá, el equipo de alta fidelidad. Parecían
ser los verdaderos muebles del apartamento. Beckett no tenía escritorio: trabajaba
en la mesa de la cocina o en la de la sala, cuyo ventanal daba a los tilos del bulevar.
Casi por doquier se elevaban montañas de papeles y libretas.
Mientras comía su sándwich (con tentáculos que sobresalían del pan, como
si el pulpo tratara de escaparse), Beckett se disculpó por no haber podido acudir a
la cita. "Un problema con una colmena." Advirtió mi mirada asombrada y me
explicó que tenía seis colmenas en el techo.
Nos instalamos en la mesa de la cocina. Es una mesita cubierta de cerámicas
pintadas en colores otoñales. Beckett se burló de las instituciones que se
disputaban sus archivos: era ridículo. Pero creo sobre todo que debía de fastidiarle
ser objeto de tamaña atención. Terminó su sándwich y me propuso compartir un
chocolate caliente. Puso la tercera parte de una tableta en una cacerola, agregó la
leche y luego una vaina de vainilla. Una vez caliente el chocolate, le añadió un
poco de leche fría. Bebimos en silencio. Beckett tenía crema en la barba. Le hice una
seña. Se la quitó con el dorso de la mano.
Dedicamos el resto de la tarde a clasificar sus papeles. Llenamos las cajas
destinadas a la Universidad de Reading (Gran Bretaña), el Harry Ranson Research
Center de la Universidad de Austin (Texas), el Trinity College (Dublín) y la
Universidad Washington de Saint—Louis (Misuri) de la manera más equitativa
posible (en cantidad y calidad). Interrumpimos el trabajo a las siete.
Acabo de volver a casa y todavía estoy lleno de la energía de esta tarde.
Vivo en un cuarto del último piso de un edificio de la rue de Maubeuge, cerca de la
estación del Norte (la calle no es linda, pero la ubicación es muy buena). Estoy a
gusto en él. El mobiliario se limita a un escritorio y un sofá cama. La ventana da al
cielo; como no tiene postigos, me despierto con la luz del día.
30 de junio
 
 
 
Terminamos a las cinco de la tarde. La rapidez de nuestro trabajo es un
problema para Beckett. Parecía fastidiado: "Le pagué por diez días".
Le dije que podía devolverle el dinero y llevé la mano al bolsillo.
"No, no. Pero es preciso que la cosa sea justa. No tiro el dinero por la
ventana."
Pensó en una solución. Se abotonó su grueso chaleco trenzado de lana
anaranjada, que le daba la apariencia de un hippie. Se tendió dos minutos en el
parqué. Después se levantó y sopesó varios objetos (una taza, una estatuilla de
grandes ojos, un diccionario, un disco), como si la solución se encontrara en su
peso. Parecía tener la necesidad de poner el cuerpo en acción para acompañar su
reflexión. Fue a cepillarse los dientes. Volvió a reunirse conmigo en la sala.
"¿Quieren archivos? Entonces voy a fabricarles algunos." En los labios se le
dibujó una sonrisa.
 
 
Así fue como Samuel Beckett me reclutó para su fabricación de archivos. Era
una farsa, me pagaban para participar en ella y me codeaba con un gran escritor.
¿Qué más podía pedir? Mi condición de antropólogo me asociaba a los
investigadores que recolectaban todos los documentos posibles relacionados con
él. Pero iba a jugar contra los míos y eso me hacía sentir feliz. Estaba del lado del
espécimen, un espécimen reacio y malicioso que tenía un papel activo frente a las
construcciones que de él harían en el futuro.
"En definitiva, ¿para qué sirve todo esto?", me preguntó señalando las
cuatro grandes cajas de cartón en medio de la sala.
Hablamos de la moda de las instituciones que se hacen con los archivos de
los escritores. Ya no tenía el mismo sentido que antes: cualquier escritor
principiante organiza conscientemente la memoria de lo que legará a los
investigadores (Beckett citó el ejemplo de Gide, que hacía una copia de los
mensajes que enviaba a sus corresponsales para una edición futura; yo hablé de
Freud, que destruía las cartas comprometedoras). La auto censura y la
manipulación son la norma de los archivos. Beckett pensaba que ese apetito por la
celulosa estaba desprovisto de todo valor científico. Era un puro deseo de
posesión, algo que tenía que ver con el fetichismo más que con la investigación
universitaria.
"Hay que tomar los archivos como una ficción construida por un escritor y
no como la verdad", dijo. "¿Y qué nos dice esa ficción? Ese es el trabajo de los
investigadores."
Me acordé de que él mismo había estado a punto de ser universitario.
Estudiante brillante, esa era la existencia a la que se destinaba. Conocía bien ese
mundo. Quise saber si no tenía miedo de perturbar la interpretación de su obra al
dar informaciones falsas sobre su vida.
"No se sabe nada de la vida de Hornero y poca cosa de la de Cervantes,
Shakespeare y Moliére, pero eso no impide que estos autores sean universales y
susciten libros críticos. La vida personal está muy sobrestimada."
Se acercó a la biblioteca. Su manera de moverse me recordaba a un gato
distraído, ágil en su torpeza, que tropieza y se rehace. Tomó Don Quijote y lo abrió
al azar para leer una o dos líneas, y luego volvió a ponerlo en su lugar.
"Lo que importa es la biografía de quienes leen mis libros, más que la mía.
Los universitarios harían mejor en investigar su propia vida si quieren entender
algo de mi obra."
Sus largos dedos atraparon un cigarrillo en el bolsillo de su chaleco. Lo
encendió con un fósforo y lo posó en el cenicero. No se abalanzó sobre él. Era
notorio que no tenía la intención de fumarlo.
"Estudiar mi vida es una manera de no ver lo que se juega en la de ellos, y
eso es lo que mis libros intentan revelar."
Comprendo su punto de vista, pero como antropólogo también veo en él un
mecanismo de defensa: sé cuánto le cuesta a la gente aceptar que les digan en qué
medida su vida y sus orígenes determinan lo que son y lo que hacen. En especial
los artistas, que tienen la fantasía de ser creadores increados. No digo que suceda
eso con Beckett. Al contrario, tengo la impresión de que sabe de dónde viene y, por
no tener la ilusión de ser impermeable a los determinismos, logra superarlos. Su
vida es una materia dada, la trabaja, no la fetichiza. En el cenicero, el cigarrillo se
consumía. Como iba a apagarse, Beckett lo sopló y lo dio vuelta. La combustión
prosiguió.
Yo dije: "Entonces usted está con Proust contra Sainte—Beuve".
"No estoy con nadie", me contestó. "No hace falta elegir. Proust se alzó
contra Sainte— Beuve y de ese modo se afirmó, se creó. Es mala fe, desde luego.
Pero nos enseñó una cosa importante: hay que desconfiar de las apariencias."
Me dijo que volviera mañana a las nueve.
 
 
Esta noche me voy a dedicar a la redacción del último capítulo de mi tesis.
Aunque ya está todo muy oscuro, mi jornada no ha terminado.
10 de julio
 
 
 
Hoy hemos hecho compras para crear los archivos inventados. La cuestión
era comprar cosas en el límite de lo excéntrico y lo verosímil. Que los
universitarios no sospechen la patraña, pero que de todos modos se sientan
confundidos.
Encontré a Beckett frente a la puerta de calle de su casa. Había preparado
sándwiches de aguacate para los dos y traía una cantimplora con agua. Tomamos
las calles al azar. Como todos los comienzos de verano, París se vaciaba. Algunas
tiendas estaban cerradas, con las persianas bajas y un letrero que indicaba la fecha
de reapertura. El aire tenía un aroma de vacaciones y aun en quienes se quedaban
y trabajaban se advertía una nueva ligereza. La caminata era agradable, hacía calor.
Beckett llevaba una camisa hawaiana roja con hojas de palmeras verdes y
amarillas, unos bermudas y zapatos de tela azul.
Pasamos delante de un sex—shop. Le dije que podíamos empezar por ahí.
Creo que estaba perdido en sus pensamientos. Cuando se dio cuenta de que tenía
frente a él un exhibidor de consoladores, tras un momento de ausencia estalló en
carcajadas. Hice como si tomara uno, pero él dijo "estará bromeando, supongo".
Parecía fascinado (yo no lo estaba menos) con ese mundo de colores, carnes en
exposición, los sexos, los pechos y las muñecas de plástico, los objetos lascivos
eléctricos y la colección de videos pornográficos. Señaló la videoteca y dijo: "Una
variedad tan grande para una cosa tan repetitiva. Es muy interesante". Después,
más bajo, al oído, para que la vendedora que estaba tras el mostrador no lo oyera:
"Esto tiene un aspecto de escaparate de carne, es trabajo en cadena; transforman a
esos jóvenes en carne picada en beneficio de las fantasías de los espectadores. El
capitalismo hasta en el culo. Es a tal punto lo contrario del cristianismo, que se le
parece. Las dos caras de una misma moneda".
Deambulamos unos diez minutos en torno de los anaqueles. Beckett no salía
de su asombro. Le interesaban sobre todo los gadgets sexuales. "Aquí hay juego, me
gusta. La imaginación puede apropiárselo. Está claro que no es para mí, pertenezco
a una generación demasiado conservadora. Pero si fuera más joven..." Finalmente
su elección se decantó por unos poppers y cuatro copias de una película erótica ("y
literaria", precisó: era una adaptación orgiástica de Romeo y Julieta). La vendedora
envolvió los artículos sin reconocer a Beckett. Su barba, el pelo largo y la ropa son
un camuflaje perfecto.
La aventura continuó. Mirábamos los escaparates de las tiendas en busca de
inspiración. De improviso, el rostro de Beckett se iluminó: iba a darles a los
investigadores material sobre sus viajes. "¡Mezclémosles las cartas!" En
consecuencia, la etapa siguiente fue la estación de Montparnasse. En la ventanilla
pidió pasajes como para una vuelta de Francia y otros de ida y vuelta a destinos
poco habituales (Millau; Guérande, Berck y Savigny—sur—Orge).
La recolección de falsos archivos era excitante. Yo tenía la impresión de que
estábamos pintando un cuadro, aplicando colores a una tela.
Beckett dijo:"Los universitarios comprenderán mejor mi obra gracias a todas
estas falsas informaciones".
Me parece que su punto de vista es muy optimista. Estoy bien situado para
saber que los intelectuales están dotados para no ver más que lo que les conviene.
Lo que no se ajusta a la idea que se hacen de su objeto de estudio es invisible para
ellos. Apuesto que no verán lo que Beckett haya añadido a sus archivos. O, en todo
caso, tendrán que pasar varios decenios después de su muerte para que lo hagan.
Ya frente a su casa, Beckett decretó que teníamos que ir a las Galerías
Lafayette. Se dirigió a una barrera de metal que hacía las veces de estacionamiento
para bicicletas y tomó una de ellas, un viejo modelo holandés con canasta.
"Usted use la bici de Suzanne." Me indicó una bicicleta roja y me arrojó la
llave del candado.
Sin refrescar, el cielo se había puesto gris. Me pareció que amenazaba
largarse un chaparrón. Finalmente, solo fue una llovizna. El aire era dulce y el
recorrido fue embriagador. La ciudad se convertía en un campo de juego. El
ambiente me recordaba el de mis años en Bolonia. Beckett revelaba ser un ciclista
prudente, que hacía señas con la mano para advertirme la cercanía de un
automóvil, un problema en la calzada o cualquier otro peligro. Cuando pasamos
cerca de la plaza Louvois me gritó: "¡Cierre la boca! Esto es una guarida de
mosquitas".Y, en efecto, varias se me pegaron a la cara.
Las Galerías Lafayette son sin duda la tienda más grande de Francia. En
cinco pisos hay todo lo que uno puede soñar y también cosas de cuya existencia no
tenía idea. Los recorrimos, llenando nuestras bolsas al capricho de los anaqueles y
la inspiración. Para Beckett, la tienda se parecía a una biblioteca. Compramos
libretas de dibujo, pasteles de colores, flores secas, un manual de ejercicios físicos
(L'Éducation physique on l'entraînement complet par la méthode naturelle, de Georges
Hébert), guías de conversación en hebreo, japonés, catalán y quechua, té ahumado,
bigotes postizos y esposas de plástico. Era, en parte, como estar de "compras de
Navidad". Luego nos detuvimos en un quiosco para comprar revistas de náutica,
decoración de interiores y juegos de roles.
Volvimos a eso de las cuatro de la tarde. Beckett insistió en que tomáramos
la merienda ("Cuatro comidas diarias, de lo contrario el día está perdido"): un
chocolate caliente (aun más delicioso que el de dos días antes, porque lo preparó
con la base ya elaborada) y tostadas con manteca salada. Me confesó, afligido, que
se le había acabado la miel. Pero la primera recolección del año no tardaría (las
colmenas del techo despiertan mi curiosidad).
(Hoy pasaron tantas cosas. Estoy embarcado en una experiencia que me
apasiona y me aturde. Tomo estas notas para asegurarme de que no he inventado
nada. La memoria es una cosa viva de la que hay que desconfiar.)
No bien terminamos la merienda, nos aplicamos a transformar en archivos
lo que habíamos comprado. Beckett abrió la caja de pasteles y dibujó cuerpos de
mujeres en las libretas, con cierto talento. Yo arrugué las revistas para simular que
se habían leído y subrayé algunos pasajes del manual de ejercicios físicos y los
métodos de lengua. Después sazonamos las cuatro cajas de cartón con nuestras
caprichosas compras. Había que mezclarlas bien con la masa de documentos
serios. Fue divertido. Beckett estalló en carcajadas varias veces (tiene talento para
reír, e incluso cuando habla en serio siempre se percibe una ironía y una burla de sí
mismo). Construir archivos no es cosa de una vida sino (si uno se organiza bien) de
algunos días.
Cerramos las cajas con cinta adhesiva. Ayudé a Beckett a llevarlas al correo.
Como eran varias decenas de kilos, tomamos prestado el remolque de la portera
(ella lo usa para pasear a su bello labrador paralítico). Cuando el cajero dijo cuánto
era el total de los gastos de envío, Beckett abrió la boca, visiblemente
desconcertado. Contempló las cuatro cajas cargadas en parte con falsos recuerdos y
cosas inventadas. Sonrió y debió de decirse que valía la pena. Sacó un fajo de
billetes del bolsillo de su chaqueta (Beckett detesta los bancos y a los banqueros,
por lo cual solo va a ellos una vez por trimestre a sacar dinero, con una pata de
conejo en el bolsillo para protegerse) y pagó. Eligió estampillas de animales. Como
la existencia de estampillas de colección no alcanzaba, hubo que completar con
estampillas comunes.
En el camino de vuelta, Beckett describió la reacción de los universitarios
que descubrieran nuestras pequeñas sorpresas. Eso lo hizo reír hasta las lágrimas.
Una vez en su casa, puso los tazones vacíos en la pileta de la cocina y me tendió mi
chaqueta. Me llamaría de vez en cuando para que pudiese terminar mi contrato.
No tuve que esperar mucho tiempo. Mientras me ponía la chaqueta y me
aprestaba a salir, sonó el teléfono. Beckett se quedó paralizado. Me indicó por
señas que atendiera.
 
 
Era Jan Jonson, un actor y director sueco (célebre, lo verifiqué hace un rato,
por haber montado Enrique VI de Shakespeare en la televisión y adaptado
discursos de Saint—Just para una comedia musical). El número se lo había dado
Carl Gustaf Birger Bjurstrom, traductor de Beckett que mantiene correspondencia
con el escritor y viene a verlo a París de tanto en tanto.
Después de comunicar el nombre y la función del importuno a Beckett, le
pasé el auricular del teléfono.
Si bien cortés, Beckett es poco elocuente en el teléfono. Creo que sabe que si
fuera más cálido, sus interlocutores verían en ello un pretexto para hacerle perder
tiempo. La distancia que pone es una mera cuestión de ecología personal. Él
resume esa actitud con esta fórmula: "Cuando uno es joven tiene tiempo pero no
dinero, y cuando es viejo es a la inversa. Y en todos los casos gasta, de un modo u
otro".
Jonson se presentó y le explicó su proyecto: deseaba montar Esperando a
Godot en una cárcel sueca. Eran el sitio ideal y los actores soñados. De vez en
cuando, su ruidoso entusiasmo obligaba a Beckett a alejar el auricular de su oído.
Su respuesta fue "mmm mmm". El director no sabía si eso equivalía a un
asentimiento. Tras un silencio, Beckett dijo: "Por qué no la cárcel".
Con eso quería significar (es mi hipótesis) que la cárcel no está fuera del
mundo y que no hay razón para que su pieza no pueda representarse en ella.
El director estalló de alegría, en inglés y en sueco. Beckett hizo una mueca.
Jonson contaba con todas las autorizaciones necesarias. El Estado sueco es
receptivo a las experimentaciones y los programas de reinserción. y además
Beckett es célebre. Lo debe también a ese premio Nobel que no fue a buscar hace
quince años. Es casi un hijo adoptivo de Suecia. Se espera que, sin duda, vaya a
Estocolmo. Que haga ese honor.
Al acompañarme a la puerta, Beckett me dijo que no tenía la más mínima
intención de hacerlo. Se mantiene a distancia, no dejará que se le acerque nadie que
lo considere un "personaje". La mayoría de sus amigos son personas a quienes
conoce desde hace décadas, con las que se vinculó en sus largos años de vacas
flacas. Las frivolidades mundanas lo horrorizan. Ha excluido a los parásitos. Tiene
a su mujer y sus amigos. Así está poblado el mundo.
En mi regreso a casa, salí del metro en Château—d'Eau para caminar un
poco. A esta altura el bulevar de Strasbourg es un barrio africano, con restaurantes,
peluquerías, tiendas de comestibles. Tomé algunas callecitas para ir hacia el norte y
di con una silla abandonada junto a unos cubos de basura. Me la llevé:
reemplazará con ventaja al taburete de mi estudio.
6 de julio
 
 
 
Beckett me llamó esta mañana a las ocho para pedirme que fuera a su casa
con medialunas de manteca. Desayunamos juntos. Tenía ganas de hablar. Me dijo
que apenas prestaría una lejana atención al proyecto de Jan Jonson. Había escrito la
pieza hacía tiempo y ahora le pertenecía al director; no tenía interés en meter las
narices en ella. La elección de una cárcel para representar la obra decía más sobre
Jonson y sobre Suecia que sobre Esperando a Godot. (No estoy de acuerdo con él en
este punto, pero no me atreví a contradecirlo.)
Jan Jonson había mandado una carta para mantenerlo al tanto del avance
del proyecto. Beckett me la leyó. Jonson habla en ella del día en que entró por
primera vez a la cárcel de Kumla, la emoción experimentada, al mismo tiempo que
la claustrofobia y el pánico. Al respecto, Beckett hizo una extraña observación: dijo
que había que tener coraje para ser un prisionero, "aun cuando no haya otra
alternativa, hace falta coraje: la cárcel no es simplemente la supresión de la libertad
de movimiento, es un cambio de la gravedad atmosférica y de la composición del
aire, como si los muros no se conformaran con rodearnos, sino que nos aplastaran
la piel y el pensamiento. Uno tiene a veces la impresión de estar a punto de
explotar y de no tener espacio para hacerlo". (Me pregunto de dónde saca Beckett
eso, cómo puede tener semejante percepción de algo que no ha vivido.)
En el sobre, Jonson había adjuntado unas fotos. De la cárcel: los muros
exteriores grises adornados con grafitis políticos, afiches de grupos de rock locales,
la gran puerta de metal claveteada, la lámpara redonda encima de la entrada. Del
alcaide de la cárcel: un gran hombre de amplia frente rectangular, cuyo escritorio
está ornamentado con reproducciones de Van Gogh y copas de triatlón. No sonríe,
parece serio y profesional. Había fotos del salón de esparcimiento donde se
representaría la pieza: paredes amarillas, techo bajo, y en él se ha montado un
estrado y se han dispuesto sillas.
 
 
Miro mi habitación bajo los techos y no puedo dejar de pensar en una celda.
Pero aquí la comodidad es más grande y tengo la libertad de salir. No estoy preso.
Es más bien la celda de un monje.
Es hora de volver a mi tesis. No creo que el hecho de ser el asistente de
Beckett me perturbe la concentración; al contrario, sé que enriquece mi trabajo
universitario y me siento con la mente más afilada. Creo que algunos seres
humanos tienen virtudes farmacológicas.
15 de julio
 
 
 
Beckett me pidió que lo ayudara a pegar las fotos. Ha recibido noticias, en
particular de los presos que van a interpretar la pieza. Las fijamos en la única
pared de la sala donde no hay una biblioteca. Todas esas fotos forman como una
ventana a Suecia y la cárcel de Kumla. Habría razón para estar satisfecho con un
proyecto humanista. Pero eso significaría no contar con el espíritu de contradicción
de Beckett.
"¿Y los otros prisioneros?"
(Siempre utiliza la palabra "prisioneros" en vez de "presos", como si esos
hombres hubiesen sido capturados en una guerra o a causa de actos de resistencia.
Un poco antes me había dicho que "los que llamamos condenados son ante todo
pobres, condenados a la pobreza: la cárcel es una pena que se suma a la pena".)
Como es obvio, había solo cinco actores porque no hay más que cinco
personajes (dos de los cuales son los protagonistas). Se había celebrado una
audición y el director los había elegido.
"Es una oportunidad más de exclusión", dijo Beckett. "Como si con eso no
bastara."
Si la idea de que su pieza se representara en la cárcel había terminado por
gustarle, tomaba muy a mal, en cambio, que el reparto implicara una selección.
"No es justo. Deberían actuar todos los que tengan ganas de actuar."
Pero ¿cómo hacerlo? ¿Establecer un orden, y que cada preso actuara en una
sola representación?
"Puedo agregar personajes. Sí, vaya hacer eso. Para que nadie se quede al
margen."
La idea de crear nuevos personajes lo obsesionó durante una buena hora.
Caminaba a lo largo y lo ancho de la sala buscándoles nombre: John, Simon, Fabio,
Gwen, Kyung Hong, Selim, Luciole, Jin Ha, Javier, Sven. Iba a agregar personajes a
su pieza como pasajeros clandestinos. Llamó a Jan Jonson para contarle su idea.
Pero Jonson se negó: quería montar el Esperando a Godot original. Beckett se irritó.
El director, sin embargo, replicó con un argumento al que él no podía oponerse:
ahora era su pieza. Era su barco, y él, su capitán. Beckett cedió.
 
 
Hay algo de perturbador en frecuentar a Beckett y comprobar que es una
persona normal. No habla como un libro, no se hace el escritor. La timidez que
pude sentir ya ha desaparecido por completo. Dejo por esta noche el diario;
todavía no cené y me muero de hambre. Recibí un llamado de mi director de tesis:
me recuerda que ya no tengo mucho tiempo.
28 de julio
 
 
 
Hacía casi dos semanas que no tenía noticias de Beckett. Empezaba a pensar
que ya no me necesitaba. Finalmente, mi teléfono sonó después del almuerzo. Por
una vez, estaba en casa de día (cosa que por lo común evito hacer: en una
habitación abuhardillada el calor se vuelve rápidamente difícil de soportar, pero
hoy el tiempo era agradable). Beckett me pidió que me reuniera con él en el techo
de su edificio. Yo todavía estaba en piyama, sumergido en mis libros de
antropología y mis notas. Me duché y vestí y corrí para alcanzar el autobús 38.
En el último piso, una puerta da a una escalera de caracol, angosta y
rechinante, que lleva al techo. Este, de zinc cubierto de huellas de óxido, es liso y
ancho. Las buhardillas nos protegían del viento. Debe de ser un lugar ideal para
meditar: desde él se tiene una bella vista de París. El color del cielo era azul
ultramar y el sol brillaba sin agresividad. Beckett llevaba un mono blanco y una
máscara de apicultor. Me señaló con el dedo mi uniforme. Me lo puse. Parecíamos
astronautas. Las seis colmenas formaban una calle en medio del techo. Me
adelanté. Beckett sacó un panal de una colmena. Centenares de abejas se paseaban
por él. Algunas volaban y se posaban sobre nosotros. Beckett me acercó el panal
para que pudiese observarlo. La miel centelleaba.
"Necesito abejas para recordar que las cosas maravillosas son posibles."
Había comprado esas colmenas ocho años atrás, en un momento en que
atravesaba un período depresivo. Ocuparse de otra cosa que no fueran sus escritos
y sus angustias lo había sacado de la astenia. La apicultura se había convertido en
una ética.
"Debemos estar a la altura de las abejas. Ser alquimistas y hacer nuestra
propia miel."
Me habló de las mujeres abejas, sacerdotisas del oráculo de las Trías (cuyo
señor era Hermes, el dios de los ladrones y los viajeros, el mensajero de los dioses
y el conductor de las almas a los Infiernos). El oráculo de las Trías no era tan
competente como el de Delfos: transmitía más intuiciones que soluciones y
predicciones. "Las abejas son las criaturas de Hermes, tenemos que aprender de
ellas. Todas las cosas son una flor de la que debemos hacer nuestra miel", dijo
Beckett.
Yo había comprobado un hecho extraño: sus colmenas proporcionaban miel
en cantidad, a pesar de estar en pleno centro de la ciudad. Esto lo había obligado a
mirar París de otra manera y a advertir que hay flores y plantas por doquier. Para
una abeja, la ciudad es la naturaleza (tanto más en razón de que no hay pesticidas).
Desde entonces, Beckett se sentía siempre un poco en el campo, aun en medio de la
multitud de los días de pago y la circulación de automóviles.
Terminó su inspección de las colmenas (que liberó de hojas y ramitas) y
bajamos. Una vez en la cocina, preparó un chocolate caliente y me dio las últimas
noticias.
Cáritas, una asociación humanitaria, había donado ropa para que los presos
—prisioneros utilizaran como vestuario. Ropa bien cortada y de buena calidad,
según se veía en las fotos enviadas por Jonson. Era paradójico, porque los propios
uniformes de los prisioneros habrían sido un mejor vestuario que esos trajes de
buen tono de los burgueses del lugar.
La cuestión del vestuario era importante para Beckett:
"¿Sabía que los actores ingleses recuperaron los trajes de los sacerdotes
católicos después de la ruptura de Enrique VIII con el papa? Un traje no es
inocente. Los actores habrían debido rechazar los hábitos eclesiásticos porque,
desde entonces, la religión irrumpió en el arte. La creencia, el talante de seriedad y
el dolorismo se convirtieron en nuestra maldición."
El chocolate amenazaba con desbordarse; Beckett cerró el gas y sirvió los
tazones. Esta vez lo había perfumado con canela. Acercamos el tazón a los labios.
Olía bien, pero estaba un poco caliente.
Beckett pensaba que era bueno regalar trajes de hombres libres a los
prisioneros. Pero, señaló, también eran trajes de cristianos, y temía esa influencia.
Tomó un sorbito de chocolate. Levantó la cabeza y dijo:
"Tengo una idea".
Empezó a desvestirse. Se desabotonó la camisa y se sacó los zapatos. Yo no
sabía cómo reaccionar. ¿Era un episodio de demencia senil? Tiró la camisa al suelo
y se quitó los pantalones. Se quedó en calzoncillos y medias.
"Voy a darles mi propia ropa."
Se fue de la sala. Oí que abría un ropero. Volvió con los brazos cargados de
trajes. Tenía la intuición de que eso era lo que había que hacer. Y por otra parte, le
parecían más sentadores que la ropa de los ricos culpabilizadores de Cáritas.
Llamó por teléfono a Jonson y le dijo que le despachaba los trajes: era imperativo
que los actores los usaran. El director aceptó. Percibió en la voz de Beckett que esa
exigencia era innegociable.
En el correo, Beckett desembolsó con alegría el dinero para pagar los gastos
de envío.
 
 
Volví a casa a finales de la tarde. Compré un paquete de fideos y una lata de
salsa de tomate en el Monoprix (estamos lejos de la calidad de los productos
italianos) y cené escuchando la transmisión radial de un concierto de Kurt Weill. Es
casi medianoche. Escribo estas líneas para no tener que abrir mis libros de
antropología. Este diario es mi pausa en el proceso agobiante de la escritura de la
tesis. Pero tengo la intuición de que lo que vivo, lo que oigo al frecuentar a Beckett,
influye en mí y me enriquece. Es una experiencia a la vez fascinante y de escala
humana. No quiero perder ni el más mínimo de sus detalles.
31 de julio
 
 
 
Beckett me hizo ir para ayudarlo a instalar la protección de las colmenas:
pronosticaban una fuerte tormenta para el mediodía. Nubes negras cubrían el
cielo.
Mientras ajustábamos las estacas y fijábamos el techo de bambú, Beckett me
contó que la iniciativa de Jonson había llegado a oídos de unos periodistas. Habían
intentado sacarle una entrevista. Se había negado, por supuesto: se mantenía a
distancia de los periodistas. En sus comienzos, estos lo habían ignorado y
despreciado ("¡Y durante veinte años!"), y hoy eran todo halagos y veneración. Que
se vayan al diablo. El periodista que lo llamó por teléfono había empezado a
discurrir sobre la cárcel como una metáfora. Eso irritaba a Beckett.
"No soporto ese discurso de que todos estamos en una cárcel, cada uno vive
en su celda, la libertad es una ilusión. Créame, la cárcel real es otra cosa, no es de la
misma naturaleza que nuestras prisiones mentales y sociales. Olvidado es una
abyección."
Y agregó: "El muy idiota trató de hacerme decir que mi 'celebridad' es una
cárcel. No se puede usar esa palabra a tontas y a locas. No se puede".
Ahora, el pelo le llegaba a los hombros y la barba había ganado volumen.
En son de broma, me hizo notar que se parecía a Papá Noel. Por mi parte,
consideraba que parecía un poeta. La barba le redondeaba el rostro. Tenía mucho
mejor facha que en las fotos para la prensa donde está imberbe y con el pelo corto.
Cuando debían sacarle una foto o tenía que asistir a una obligación social a
la que no podía escapar, se afeitaba la barba, se hacía cortar el pelo y se ponía ropa
sobria. Quienes conocen verdaderamente a Beckett saben que es muy diferente a la
imagen seria en blanco y negro que deja ver al mundo. Todo esto está
perfectamente pensado, me dije: construía una imagen estereotipada del "Samuel
Beckett escritor". Era una manera de jugar con el sistema. Beckett lanzaba una
imagen al ruedo de la fama. Para componérselas hay que ser conocido, y para ser
conocido hay que ser reconocido, es decir, identificable, ser un personaje, una
ficción. Esse est perapi. Pero uno no está obligado a ser su personaje: puede mentir y
sacarse el disfraz una vez vuelto a su casa. Me habló de Proust y de sus
dificultades para publicar, porque para mucha gente (Gide, en particular) era un
ser sin consistencia. Nadie imaginaba que pudiera crear una obra profunda. A
modo de conclusión, Beckett dijo:"Se nos juzga según nuestro renombre social,
nuestro aspecto físico y nuestro comportamiento, más que por lo que creamos".
Terminamos de instalar la protección para las colmenas y bajamos al
apartamento. (La tormenta estalla en el momento mismo en que escribo estas
líneas en la cama. Pienso en las abejas y me tranquiliza saber que están protegidas.)
Mientras Beckett guardaba los uniformes de apicultor en el ropero, vi que en este
había ropa de colores y sombreros extraños. Me explicó que le encantaban los trajes
y los disfraces. Pero era imposible revelar esa pasión cuando todavía era un joven
autor: no lo habrían tomado en serio si hubieran sabido que le fascinaba pasearse
con vestimenta tradicional coreana y que coleccionaba sombreros exóticos y
collares de perlas. Ahora, que lo consideraban un gran artista, ya era un poco
tarde. Había creado su personaje. Nadie tomaría en serio su fantasía.
"Después de mi muerte tal vez algunos comprendan que la excentricidad es
el corazón de mi obra."
Pensé que sería necesario mucho más que su muerte: haría falta la muerte
de todos los que lo han conocido, todos los admiradores enamorados, todos los
custodios del templo y sus alumnos. Habrá que olvidar a Beckett para
redescubrirlo y leerlo como debería leérselo, sin la contaminación de la fama y la
reputación que lo rodea en nuestros días. Todo artista es un secuestrado. Olvidarlo
con frecuencia, para posar una nueva mirada sobre su obra, es devolverle su
libertad.
7 de agosto

 
 
Hace algunas semanas que trabajo para Beckett y tengo la sensación de
conocerlo desde hace años. Se comporta como si fuéramos compañeros. No me
hago ilusiones: sé que no somos amigos y que nuestra relación solo va a durar el
tiempo de vigencia de mi contrato, pero él tiene la elegancia de conducirse
conmigo como si lo fuéramos. Jamás me crucé con Suzanne. Él debe considerar que
no es necesario. Ella hace visitas frecuentes a sus amigos; Beckett es más
sedentario.
Añoro Bolonia, y sobre todo a mis amigos de allí. Desde mi llegada a París
soy un solitario: aquí no conozco a nadie (provengo de los suburbios más lejanos y
no tengo ganas de volver a pisarlos) y mis talentos para entablar relaciones son
limitados. Necesitaré tiempo antes de tener amigos aquí. Sin embargo, me encanta
la vida en París. Hablo mi lengua materna y puedo caminar horas sin dejar de
sorprenderme por la belleza de la ciudad y su energía, mezclada con la dulzura de
vivir.
Cuando no estoy en lo de Beckett (o en el techo de su edificio), conversando
con él, trabajo en la biblioteca Sainte—Geneviève frente al Panteón, en la Biblioteca
Nacional de la rue Richelieu y en la biblioteca de antropología, cerca del Jardín
Botánico. También leo y escribo en cafés y cervecerías. Aún me queda parte del
dinero que me dio Beckett. De vez en cuando me regalo una cena en uno de los
restaurantes indios de la rue Philippe—de—Girard, pero hago las compras, sobre
todo, a la hora de cierre del mercado Barbès, cuando los puesteros liquidan las
frutas y verduras no vendidas. Mi alquiler es irrisorio (como el confort de mi
habitación). Es una vida que me conviene, una vida como en espera. Sé que pronto
voy a conocer gente, hacerme amigos, tener vida social. Por el momento aprovecho
este estado de ingravidez. Es una época encantada, y solo porque algún día ha de
terminar.
24 de agosto
 
 
 
Hoy me llamó Beckett, después de casi tres semanas sin noticias. Golpeé a
su puerta y me gritó que entrara. Lo encontré frente a la pared de la sala, mirando
las fotos de los prisioneros. Me hizo esta reflexión: "En Godot solo hay hombres. Era
lógico que la pieza se representara en uno de los contados sitios que no son mixtos.
Ahora que lo pienso, es obvio. Por eso, la ausencia de mujeres es aun más
importante".
Lo vi feliz por haber hecho ese descubrimiento. Jonson lo mantenía
informado del progreso de los ensayos (Beckett me entregó un paquete de cartas
para que las leyera) y del estado de ánimo de los actores. Según sus propias
palabras, estos volvían a la vida: se apoderaban de los personajes y las situaciones
para expresar cosas que había en ellos y que nunca habían expresado hasta
entonces.
Beckett tenía una visión menos idílica:
"Están felices porque hacen algo, en vez de no hacer nada. No porque
representen mi pieza. Si interpretaran una mala obra comercial, estarían
igualmente apasionados, porque se pondrían a sí mismos en los personajes. Mi
obra no tiene nada que ver. Lo que funciona es tratar a los hombres como hombres.
Es poco habitual, y es eso lo que hace milagros."
La extrema modestia es irritante. Tenía ganas de decirle que se equivocaba.
Tal vez tenía razón: no era del todo su obra la que permitía a esos hombres volver
a vivir, pero, no obstante, creo que no era ajena a ello (después de todo, había
hecho que un director sintiera ganas de representarla con presos). Por primera vez,
su obsesión por la justeza y el rigor me exasperó. Se lo dije:
"Podríamos hacer como si: como si fuera su pieza la que aporta algo a esos
hombres."
Beckett pensó un instante y sonrió: "Está bien: hagamos como sí".
28 de agosto
 
 
 
Esta tarde recolectamos miel. Las colmenas desbordaban. Los zapatos se nos
pegaban a la superficie del techo. Llenamos ciento veinte tarros. (Esta noche, a
pesar de una ducha, el pelo todavía me huele a miel y tengo la piel azucarada.)
En agradecimiento a las abejas, Beckett les regaló orquídeas. Repartidores
trajeron una docena de ramos. Las abejas se precipitaron zumbando hacia ellos.
Conservaré en la memoria la imagen de Beckett en mono blanco y máscara de
apicultor, rodeado de abejas en el día declinante. El aire estaba lleno del perfume
de las flores y la miel.
Era el momento oportuno, me pareció, para decirle que me encantaban los
libros suyos que había leído. Que me habían marcado. No vi su reacción, porque el
velo de la máscara le difuminaba el rostro. Me tomó del brazo y me agradeció.
Ordenamos los tarros de miel en los armarios de la cocina y la sala.
Ocuparon todo el lugar aún disponible. Beckett los regalará a sus allegados y sus
visitantes. Me dio siete (planeo degustarlos muy calmosamente, a lo largo de años
y décadas, y creo que siempre voy a guardar uno sin empezar). Me pidió que fuera
a comprarle papel y tinta. A mi regreso lo encontré escribiendo en la mesa de la
cocina, y entre las hojas y las lapiceras, una tostada con miel. Dejé las compras en
la sala y me marché.
 
 
Antes de conocerlo, como ya he dicho, solo había leído dos libros de Beckett:
Godot y Molloy. Me habían marcado, pero por extraño que parezca no llevé más
lejos el descubrimiento de sus escritos. No sé por qué. Quizá me intimidaba la
fuerza de sus palabras. Pero al conocerlo y frecuentarlo todo cambió. Pasé por la
Librairie de Paris, en la plaza de Clichy, y pedí todas sus obras. Cuando vi que la
librera traía pilas enteras, la atajé. Me dijo que la bibliografía de Beckett contenía
decenas de títulos. Era un mundo, rico y variado. Por desdicha, mis finanzas no me
permitían comprar todo hoy. Me llevé Mal visto, mal dicho, Fin de partida y La última
cinta.
Son casi las diez, escribo estas líneas sentado a mi escritorio, lleno de libros
y hojas, como una endeble embarcación después de un naufragio, perdida en el
océano. No sé si voy a empezar estos libros ahora. Beckett está demasiado
presente. Hay algo seguro (y que corrobora su pesimismo): al leerlos tendré
presente en la cabeza la imagen que tengo de él, su profundidad mezclada con
levedad y su excentricidad. Me costaría ver en ellos obras sombrías. Creo que si
hubiera sabido que él era así cuando descubrí sus libros, me habría atrevido a
sumergir me por completo en estos.
Me preparé una infusión de tomillo. Abrí uno de los tarros de miel y
saboreé una cucharada bien llena.
2 de septiembre
 
 
 
Hoy, despertar al alba: Beckett me llamó para pedirme que fuera a trabajar
con mi tesis en su casa. Pensaba que podríamos intercambiar "cosas". La migración
no fue muy descansada: tuve que llevar dos bolsas de libros.
Me prestó una máquina de escribir (una Selectric III: jamás había visto una
máquina de escribir de semejante belleza y modernidad; Beckett, por su parte,
tenía un modelo reciente de Corona Smith) y escribimos a la par. Era muy
estimulante. Él me leía páginas de lo que escribía y yo le leía partes de mi
investigación.
Mi tesis está casi terminada, estoy sumido en la fiebre de las últimas páginas
y la conclusión. Beckett me dijo: "Cuando un texto está terminado hay que redoblar
el esfuerzo: queda lo más duro por hacer. Releer, corregir, releer, corregir. Cien
veces". Hay algo de agradable en escribir frente a alguien que también escribe. Me
sentía tocado por una nueva energía. Y además (en mi caso no es desdeñable) está
la vigilancia recíproca que impide perder el tiempo en pausas y holgazanerías,
lecturas de novelas o revistas: uno quiere mostrar al otro que trabaja seriamente.
Almorzamos juntos. El día anterior Beckett había preparado un quingombó
con frutos de mar ("El secreto", me dijo, "es rehogar en aceite cada ingrediente por
separado y después mezclados en la olla"). Resultó delicioso. Beckett me habló del
libro de recetas que le encantaría escribir: no indicaría medidas exactas para los
ingredientes, sino que elaboraría una teoría práctica de la intuición. Enseñaría la
manera de familiarizarse con los productos y los utensilios. A partir de ese
momento, todo es posible.
Ese día fue una de mis más hermosas jornadas de trabajo. Al volver,
cargado con las pesadas bolsas de libros y papeles, me sorprendió comprobar que
las calles de París habían vuelto a llenarse, signo de que las vacaciones habían
terminado. Era la reanudación de la actividad. Hay algo eléctrico y jubiloso en esa
agitación. La hibernación se hace en verano y yo escapé a ella. Estoy borracho de
cansancio.
5 de septiembre

 
 
Fue un día a puro tabaco. Lo que voy a contar no lo conocen los
admiradores de Beckett ni, creo, sus amigos más cercanos.
Beckett dejó de fumar hace quince años (una bronquitis le recordó el interés
de tener pulmones no demasiado enmugrecidos), pero la compra de cigarrillos
sigue siendo un reflejo y un ritual (además, frente a los periodistas siempre
simulaba fumar). Esa espadita, esa jeringa, esa daga es para él un objeto familiar,
una estatuilla mágica. Le encanta el olor de su combustión. A menudo enciende un
cigarrillo y deja que se consuma en el muy kitsch cenicero con forma de volcán
(Vesubio grabado en un borde) que le regaló Jérôme Lindon.
Pero hoy quiso hacer algo mejor. Me llamó esta mañana a eso de las nueve.
Treinta minutos más tarde llamaba a su puerta. Sin una palabra, me escoltó hasta
la sala. Sobre la mesa había un paquete de cigarrillos, abierto a medias como si un
ratón hubiese tratado de deslizarse en él. Lo señaló con el dedo, como si me
mostrara algo a la vez atractivo y peligroso. Parecía dispuesto a sucumbir al
vértigo y el objeto .de su deseo. Me preguntó si podía hacerle el favor de fumar el
paquete. Tuve la impresión de que quería que yo matara a una fiera.
Por suerte, ya soy fumador. Empecé hace cuatro meses, en la fiesta de
despedida organizada por mis amigos de Bolonia. Había sido difícil resistirse al
ambiente de la Trattoria da Leonida y el Santunione: había tomado y comido
demasiado y fumar mis primeros cigarrillos fue como un gesto de desafío para
celebrar la amistad y mis hermosos años en esa ciudad. Tenía que tratar de hacer
algo nuevo, un poco loco. Le tocó al cigarrillo (por suerte: la cocaína afluía a
Europa y, contrariamente a algunos de mis compañeros, me había mantenido a
distancia de ella). Desde que estoy en París apenas fumo, dos cigarrillos diarios, y
cada vez que lo hago me acuerdo de Bolonia y mis días felices allí. Dulce nostalgia.
Pero calculo que no fumaré durante mucho tiempo, me cuesta caro y me inclino,
por temperamento, a cuidar la salud.
Le pregunté a Beckett por qué no se contentaba con encender los cigarrillos
y dejarlos quemarse en el cenicero como ya lo había visto hacerla. Me miró como si
yo fuera un niño retrasado:
"De tanto en tanto hay que vencer por completo al paquete, según las reglas
del arte. Si no, vuelve pronto. Hay que darle muerte."
Fumé entonces ese endemoniado paquete según las reglas del arte. Me llevó
todo el día. Y era imposible hacer trampa y dejar los cigarrillos por la mitad. Debía
depositar las colillas en el cenicero en forma de volcán, y Beckett las contaba. Fumé
mientras leía en el sofá de terciopelo verde de la sala, mientras me paseaba de
arriba abajo, mientras almorzaba (una feijoada, una especie de fabada brasileña),
mientras tomaba chocolate caliente, mientras examinaba su biblioteca, mientras
pensaba en mi tesis. Cuando fumaba, veía que la mirada de Beckett se velaba y sus
labios dibujaban una sonrisa. Así como a mí el cigarrillo me recordaba Bolonia, a
él, sin duda, le evocaba recuerdos y seres queridos. El humo que llenaba el
apartamento hacía aparecer fantasmas.
9 de septiembre
 
 
 
La semana pasada se celebró la primera representación de Godot. Jan Jonson
había invitado a Beckett y este, como es obvio, se negó a asistir. No le gustan los
viajes y, a modo de objeción, señaló que con su presencia se corría el riesgo de que
la atención se centrara en su persona, en desmedro del proyecto plasmado con los
prisioneros.
Esta mañana recibió un grueso sobre de Suecia: una carta de Jonson con el
relato del estreno y fotografías. Leí la carta en voz alta (tuve la impresión de ser un
actor, de pie en la sala con Beckett como único espectador, hundido en el sofá).
Jonson hablaba de la felicidad de los actores, de las reacciones del público, de los
intercambios luego de la representación. Entre los invitados estaban las familias de
los presos. También periodistas, artistas, políticos, gente importante y célebre.
Jonson era de la opinión de que los privilegiados que habían ido a la cárcel habían
tomado conciencia de una realidad hasta entonces ignorada. Por una velada, las
inmediaciones de la cárcel se habían asemejado a las de un suburbio de buen tono:
automóviles de lujo en el estacionamiento, hombres y mujeres bien vestidos que
acudían a un espectáculo inédito. Beckett pegó las fotos en la pared.
Era conmovedor ver a esos hombres que salían de su papel de presos, para
desplazarse por un estrado de contrachapado con manchas de pintura, que se
doblaba bajo su peso. Hombres rugosos, rotos, abotargados, prematuramente
envejecidos. Parecían tímidos y al mismo tiempo animados de una nueva pasión,
como adolescentes. Pero Beckett no compartía el entusiasmo de Jonson acerca de la
influencia de la representación sobre la buena sociedad.
"Los ricos llevan la riqueza a donde van: se han codeado con los prisioneros,
pero no han comprendido lo que eso significa verdaderamente. El dinero no es una
posesión, es una manera de ver. Cierta agudeza visual."
Y agregó:
"Los ricos son los verdaderos culpables. Es lógico que visiten el lugar que
debería acogerlos."
La jornada se anunciaba melancólica. Beckett propuso que fuéramos a hacer
una caminata por el cementerio de Montparnasse, "donde están los amigos".
Al pasar frente a un Monoprix, se detuvo. Entró al supermercado, y yo lo
seguí. Tomó un carrito y dijo:
"Un supermercado está lleno de muertos, pero es más colorido y bello que
un cementerio. Habría que pegar pequeñas etiquetas en los productos, con el
nombre de los muertos". Como no tenía etiquetas a mano, sacó un bolígrafo del
bolsillo. Escribió "Baudelaire" en una lata de ravioles en conserva, "Cortázar" en
una caja de cereales, "Jean du Chas" en una banana, "Durkheim" en un paquete de
pañuelos, "Maurice Leblanc" en un frasco de champú, "Simone de Beauvoir" en
una botella de leche, "Saint—Saens" en un melón, "Man Ray" en un envase de café.
No sé qué quería expresar con eso. Tal vez era una manera de reincorporar a los
muertos a nuestra cotidianeidad.
Seguimos paseándonos por los pasillos del supermercado sin poner nada en
el carrito. Beckett miraba con aire grave los alimentos apilados. La seriedad con
que fijaba la vista en las legumbres, las latas de conserva, los paquetes, la carne
envuelta en plástico, les daba una importancia y una belleza nuevas. Beckett
decidió que debíamos hacer una pausa. Dejó el carrito y tomó recipientes de lejía
para usados como asientos. Nos sentamos.
Dijo: "El teatro es un club privado para las clases medias y superiores cultas,
cuando debería estar en todas partes y ser para todos. ¿Qué pasó? ¿En qué punto
del camino nos perdimos para dividir de tal modo el mundo en dos? Por un lado,
está el teatro popular y, por otro, el teatro culto. Así no va. También quiero
conmover a los pobres. A los que no han estudiado. Quiero un teatro que
entusiasme. Escándalo, deseo, agitación y seducción".
Lamentó que los pobres solo tuvieran contacto con el teatro cuando estaban
encerrados: en escuelas, prisiones, hospitales psiquiátricos. Como si hiciera falta un
público cautivo que no pudiera escaparse. Esa situación no lo satisfacía. Tampoco
lo satisfacían la resignación ni el pesimismo. Quería actuar. Juró que haría algo.
Pasé por el cementerio de Montparnasse en mi camino de vuelta a casa.
Miré las tumbas grises, pero en los ojos tenía los colores robados a los alimentos
del supermercado. Me pregunto si el gusto de Beckett por la ropa excéntrica es una
manera de reivindicar esos colores, de luchar contra el gris y el negro que nos
imponen. Me viene a la mente la imagen de una abeja, con su bello vestido
amarillo, anaranjado o pardo.
15 de septiembre
 
 
 
Beckett tenía ganas de hablarme por teléfono. Me instalé sobre mi colchón
puesto directamente en el suelo, con una taza de café frío. Lo sentía emocionado y
excitado. Y, en efecto, tenía razones para estado:
"Me puse en contacto con Coluche. Cuando le dije mi nombre, creyó que era
una farsa y colgó sin más. Era muy irritante. No se imaginaba que alguien como yo
pudiera llamarlo. Es deprimente. Al final, por intermedio de un amigo de Jérôme
que conoce el show business, fui a verlo a su camerino después de un espectáculo en
el Bataclan. Conversamos. Un hombre encantador. Le propuse escribirle sketches.
Creyó que era otra broma. Me enerva la gente que piensa que soy gracioso cuando
soy serio, y que piensa que soy serio cuando trato de ser gracioso. Bueno, como
sea, aceptó. La idea es grandiosa, como él dijo. Tenemos prisa por poner manos a la
obra. En estos meses filma una película y actúa en el teatro: nos reservamos el
verano que viene. Alquilaremos una casa en el Morvan para escribir en calma."
Aunque viví en Italia algunos años, conozco a Coluche. En la actualidad es
el cómico más querido y respetado. Su humor es político, mordaz y también
grosero. Quiso presentarse en las elecciones presidenciales de 1981, pero desistió
debido a las presiones. Un espectáculo de Coluche escrito por Beckett parece algo
loco, pero si se piensa bien y se dejan caer las barreras, tiene sentido.
El futuro dirá si Beckett ha corrido un riesgo: el de perder a sus
espectadores habituales que podrían hacerse los finos frente a Coluche (lo mismo
en el caso de este: ¿su público no lo tildará de elitista por hacer un espectáculo
escrito por Beckett?). Pero es un riesgo sin riesgos para Beckett: es económicamente
independiente. Un cambio visto como radical solo perjudicará su reputación, cosa
de la cual se burla. Puede permitirse hacer algo que no se parezca a la opinión que
tienen de él para deshacerse, alegremente, de su reputación. Abandonarse.
16 de septiembre
 
 
 
Bowling en el club Montparnasse, cerca de la avenida de Maine. Beckett
llevó sus propios zapatos ("son los zapatos más cómodos del mundo, sería un
sueño no ponerme otra cosa"). El dueño del club lo llamó "Sam" y le estrechó la
mano. Estábamos en pleno horario laboral y no había mucha gente. Unos
estudiantes jugaban a tres pistas de la nuestra. Beckett pidió una Coca para cada
uno. Nos tomamos el tiempo de beber algunos tragos antes de empezar. El salón
olía a cera y al cuero de los zapatos. La iluminación era suave, las luces de neón se
reflejaban en el parqué. Unas pantallas mostraban los puntajes en cifras
fluorescentes. Beckett tenía el aspecto de estar en casa.
Jugamos durante dos horas. Beckett lanzaba su bola con determinación. Su
gesto era ágil, el pie se detenía en el límite. Se las arreglaba bien. Se advertía el
placer que sentía al derribar los palos. Al final de la primera partida, el camarero
(como si fuera un ritual) nos trajo una copa de helado a cada uno (castaña
confitada, avellana, arándano), cubierta de chantillí y confites de chocolate. Beckett
sacó de su alforja el paquete de diarios suecos que le había mandado Jonson. Había
fotos de él, del propio Jonson y de los presos. Sin saber sueco, me resultaba
evidente que los artículos eran elogiosos. Beckett pulía la bola contra sus muslos. El
entusiasmo de las reacciones lo irritaba:
"Como si hubiéramos salvado vidas. Es una tontería espantosa."
Una vez más, intenté contrapesar su pesimismo y dije que las obras de arte
podían salvar a la gente, hacerla cambiar, ayudarla.
"El arte no reemplaza a la política", replicó. "Se curan heridas y eso permite
que el sistema se sostenga. Querría que el arte fuera arte, la posibilidad de una
reapropiación personal y no una herramienta para fabricar niños modosos y
ciudadanos, o para reinsertar a los criminales. El arte social beneficia a los artistas.
El teatro no es un asilo para los desheredados, sino para los propios artistas. ¡Qué
hipocresía es ese comercio del humanismo! Nada reemplaza a la política, espero
que Jonson termine por entenderlo."
Se levantó, tomó impulso y lanzó la bola. El cuerpo de Beckett era
musculoso, con un poco de adiposidad, apenas, en el vientre. Un cuerpo que daba
una impresión de vida, fuerte y feroz. La bola cayó pesadamente sobre el parqué.
Derribó la mitad de los palos. Beckett se sentó y pidió otra Coca ("¡Sin sombrilla!",
gritó al camarero).
Le dije que lo veía pesimista. Me respondió que era realista: "Uno se deja
comprar demasiado fácilmente con palabras. Esas porquerías".
17 de septiembre
 
 
 
Me despertó el teléfono. En mi habitación, el timbre no es discreto:
imposible ignorarlo. Ayer trabajé hasta tarde y había estimado merecido quedarme
pegado a las sábanas (la cabeza bajo el plumón para protegerme de la luz). Un
fracaso. Descolgué. Era Beckett. "Buenos días, querido amigo. He decidido hacer
crêpes. "
Antes de subir a su casa tomé dos expresos en el mostrador del Petit Café.
Beckett me recibió con una sartén en la mano. El apartamento olía a manteca
quemada y pasta de crêpes. Ese olor me recordó la infancia, Bretaña y las
vacaciones en familia. Ya había algunos crêpes hechos. Beckett me pidió que leyera
la carta de Jonson que estaba sobre la mesa, entre las cáscaras de huevo y la harina.
En voz alta.
Me senté y la leí. Jonson escribía que su teléfono no había dejado de sonar
desde la representación. Lo felicitaban, querían entrevistado, le proponían
coordinar talleres. Pero eso lo incomodaba (Beckett levantó un pulgar en señal de
satisfacción). No quería convertirse en el héroe de los buenos sentimientos. Que
otros tomaran la antorcha. Él quería avanzar. Ir más lejos. Continuar su búsqueda.
Es cierto, lo que pasaba en el escenario repercutía en el conjunto de los presos,
señalaba Jonson (me alegraba escuchar que el arte podía tener beneficios para los
presos, ya que la postura de Beckett me parecía demasiado sombría). Los
enorgullecía. Redescubrían una energía y un deseo de vivir olvidados desde hacía
mucho, pero las cosas no eran tan simples. Todos hacían como si fuera un logro.
Pero ¿qué había logrado él? Las representaciones se terminarían y los presos
volverían a las celdas a purgar su condena. Y tal vez será peor, temía el director,
porque habrán saboreado algo nuevo y recuperado la esperanza. Habrán
cambiado, pero los muros de la cárcel seguirán en su lugar.
Beckett dijo: "Ah, ahí están las ilusiones que se derrumban. ¡Bravo, Jonson!".
El director, entonces, quería ir más lejos. Desplazar los muros. Y no tenía
mejor manera de desplazarlos que eliminarlos. Levanté la cabeza y miré a Beckett.
Él me devolvió la mirada, con los ojos llenos de malicia. Volvió a su crêpe y lo
salteó en la sartén. Dije: "¿Eliminar los muros?". Beckett me dijo que siguiera con la
lectura.
¿Y si, escribía Jonson, en vez de que el mundo exterior fuera a la cárcel, se
llevaba la cárcel al mundo exterior? Los presos afuera, y no los hombres libres en la
cárcel. Preguntaba: ¿Beckett tendría algún inconveniente en que se organizara una
gira?
Beckett me sirvió un crêpe y me preguntó qué pensaba. Le conteste: "Por que
no".
26 de septiembre
 
 
 
Ha llegado el otoño. El aire fresco me araña la piel. Me encanta su olor
cálido, abrasado y terroso.
Beckett me avisó que había llegado otra carta de Jonson. Fui a pie a su casa.
París es una ciudad ideal para caminar, uno puede ir casi a cualquier parte en
menos de una hora. Bajé por la rue del Faubourg—Poissonnière, pasé frente a la
iglesia de San Eustaquio y crucé el Sena. Todavía no estoy acostumbrado a vivir
aquí, la mirada no está ahíta. Me parece que me impregno de París.
Hoy Beckett llevaba un sherwani rojo y dorado, una especie de chaqueta
india, recta y cerrada hasta el cuello. Fuimos a la sala. Un cigarrillo se consumía en
el cenicero. Nos sentamos con el cenicero entre ambos. Me anunció que el nuevo
proyecto de Jonson había conquistado al alcaide de la prisión. El ministro de
Justicia había dado su autorización. Los directores de varios teatros habían
aceptado con entusiasmo recibir a la extraña compañía. La pieza se representaría
en primer lugar en Gotemburgo. Luego en Malmo, Uppsala, Orebro y Lund, para
terminar en Estocolmo. Beckett me mostró una nueva foto pegada en la pared: un
autobús policial reconvertido en camión de gira. Las ventanillas tenían rejas, mal
camufladas por cortinas rojo oscuro.
Lo veía ensimismado. Dividido entre la excitación de esa aventura y su
espíritu crítico que le decía que todo eso era demasiado lindo para ser cierto.
Además, esas historias carcelarias removían cosas personales en él.
Con el pretexto de aprovechar la luz rojiza que aparece en otoño, fuimos a
caminar al jardín del Luxembourg. Los árboles están amarillos, anaranjados y
rojos. Ya han caído algunas hojas. Después de un momento de silencio, Beckett me
habló del pasado remoto: de la guerra. Una gravedad nueva asomaba en su voz.
Me dijo que Suzanne había estado a punto de ser detenida por la Gestapo. Se había
salvado por un pelo. Ahora, todo eso le volvía a la memoria. El terror volvía a
embargarlo. La cárcel habría sido la antesala de la muerte. Él mismo podría haber
sido detenido. Esos años habían sido su verdadera escuela. Más que la Portora
Royal School, el Trinity College o la Escuela Normal Superior. Había dejado de
traducir y dactilografiar textos serios y literarios para traducir y dactilografiar para
la Resistencia. Descubrió entonces un mundo donde las clases sociales estaban
abolidas: el intelectual marchaba codo a codo con el obrero, el rico era cómplice del
pobre. En esa época, y quizá solo en esa época, había tenido la sensación de que la
comunicación era posible, de que la gente podía hablar y escucharse.
Comprenderse. No era nostalgia de la guerra y de la ocupación alemana, sino de
un tiempo en que la gente tenía conciencia de que la vida era preciosa y se jugaba a
cada instante, y de que no había tiempo que perder en remilgos sociales.
Desde entonces, solo podía sentirse cerca de personas que sabían que la
guerra no había terminado y nunca terminaría, personas que vivían en un clima
diferente de la mayoría. Personas ligeras y graves, confiables y apasionadas.
Nos sentamos en un banco. Madres que empujaban cochecitos de niños,
enamorados que se paseaban. Beckett metió la mano en el bolsillo de su abrigo y
sacó un trapo de fieltro beige. Lo puso entre nosotros, de modo que nadie lo viera.
Lo desplegó para mostrar un revólver. Negro, automático.
"Estoy listo. En caso de que vuelva a empezar."
Señaló con el mentón a un plácido policía que caminaba: "Ese hombre, de
aspecto tan simpático, con su gordura y sus mofletes, sirve al Estado. Si el Estado
vuelve a ser fascista, tal vez arreste a gente como nosotros. Tal vez acribille a tiros a
gente como nosotros".
Le pregunté si pensaba de veras que la barbarie podía volver.
"Los seres humanos son previsibles. Mire: los socialistas están en el poder
desde hace cuatro años y han dejado de ser de izquierda. Esos autos oficiales con
sus balizas giratorias, esos privilegios, el dinero, el olvido del pueblo y las
reverencias al capital. El descenso ha comenzado. Hace un tiempo le di un consejo:
relea y corrija lo que escribe. Muchas veces. Este es mi segundo y último consejo:
esconda armas en el campo, en los bosques y los sótanos. Envuélvalas en trapos
con un poco de grasa para que no se arruinen y guarde las balas dentro de una caja
en un lugar seco. Y haga reservas de comida. Un paquete de arroz, hoy, no le
parecerá nada. Pero es importante. Hay que haber pasado hambre para saber hasta
qué punto un paquete de arroz, una papa, un cuadrado de chocolate son cosas
magníficas. Entonces, amigo mío: esconda armas y chocolate."
5 de octubre
 
 
 
Nos encontramos en un restaurante alsaciano de la rue des Écoles. Empiezo
a engordar. Beckett tiene un apetito increíble, pero pese a ello no aumenta un
gramo ("La angustia", me dijo, "es el secreto de una silueta impecable"). Desliza el
último envío de Jonson hasta ponerlo frente a mí.
Lo primero que miré fueron las fotos. Eran de Gotemburgo. Muchos árboles
y plazas. La impresión de una gran ciudad, pero calma y agradable. El aire era de
una soberbia claridad. Pensé en ir. Sería una experiencia increíble. Pero no tengo el
dinero necesario. Y además, ya estoy viviendo una experiencia increíble. Apareció
el camarero y Beckett me dijo que confiara en él: pidió dos chucruts reales y una
botella de agua mineral sin gas.
Mientras esperábamos que nos sirvieran, leí la carta de Jonson en voz alta.
Hablaba de la cálida recepción del director del teatro de Gotemburgo, que había
querido saludar a los presos. Había habido un discurso y un banquete de pescados
ahumados y encurtidos (en vena irónica, Jonson había adjuntado fotos de la
comida, la coliflor al vinagre, los filetes de pescado, los escarbadientes plantados
en cubos de salmón y las zanahorias marinadas). Los presos se alojaban en un ala
de un buen hotel. No estaban esposados. Dos policías custodiaban el pasillo.
Aunque todavía no se había representado, la pieza ya era un éxito. Por
malos que fueran los actores, era indudable que le encantaría a todo el mundo; era
tan perfecto: Godot interpretado por presos. En la carta, Jonson decía sentir que el
proyecto se le escapaba para transformarse en modelo, ejemplo de un logro
artístico y social. Era una feria, y él tenía la impresión de ser un domador de osos,
el administrador de un circo ambulante con sus extraños actores. Eso lo deprimía.
Sus frases estaban llenas de tristeza.
Llegaron los chucruts y atacamos las salchichas. Dedicamos los minutos
siguientes a apreciar plenamente el plato. Beckett tenía las mejillas rosadas y
mordisqueaba las papas y el tocino.
Ya saciados, le hice una pregunta que me rondaba en la cabeza desde hacía
un rato y que todavía no me había atrevido a abordar: ¿no lo molestaba ser
conocido sobre todo por una sola obra, una pieza que tenía más de treinta años?
Me refería a Godot, desde luego, pieza que todo el mundo conocía aun sin haberla
visto o leído. Era omnipresente. Su condición de obra culta era tal que una parte
del público se conformaba con eso. Y cuando sentía la curiosidad de ver otras de
sus piezas, esperaba reencontrar en ellas el aroma de Godot. Yo suponía que Beckett
endurecería el gesto. Que frunciría el ceño. Pero me sonrió como si hubiera
adivinado mi aprensión.
"No hay que maldecir los milagros. Godot me dio a conocer y me permitió
pagar el alquiler. Es cierto que me hablan de esa obra todo el tiempo y que la
mayoría de la gente se limita a ella e ignora mis textos recientes. Godot es el chico
más popular de la cuadra. Es así. Hay que resignarse. Pero a una minoría de
lectores y espectadores le dio ganas de interesarse en mis otras obras. No está mal.
Hay maldiciones peores. Lo que uno no puede evitar, tiene que quererlo. Lo que
no puede cambiar, tiene que aceptado. Como esa etiqueta idiota que me han
pegado: el teatro del absurdo. Más vale reírse. Nada de eso es importante. No se
puede ganar contra la sociedad, contra la opinión pública o contra la prensa. Hay
que dejar de lado la idea de ser comprendido y bien leído. El malentendido es la
regla. Si en parte se puede vivir gracias a ese malentendido, tanto mejor. Esa es la
paradójica felicidad de los artistas."
7 de octubre
 
 
 
Al alba, Beckett recibió un llamado de Jonson, que le anunciaba que el día
anterior, a la noche, al término de la primera representación en Gotemburgo, los
prisioneros se habían evadido del hotel. Me pidió que fuera a su casa.
Había preparado una infusión de badiana. Llevaba una sahariana, un
pantalón beige y una bandana roja en torno del cuello. Me tomó por el hombro y
me dijo:
"Ese es el mejor espectáculo que podrían haber dado".
Se rió a carcajadas varias veces; por mi parte, confieso que el suceso me
alegraba. Pero, claro está, Beckett no se dejó invadir por el placer de esa noticia.
Una sombra le cubrió el rostro.
"¿Y después? Se evadieron, pero ¿hacia qué? ¿La clandestinidad? Van a
recapturar a la mayoría y les van a encajar un aumento de la condena. Eso no tiene
nada de gracia. Se evaden, pero hacia nada. No pueden escapar a su condición de
prisioneros. Es una linda historia. Pero ¿para qué sirve? ¿Cómo va a terminar?"
Estaba preocupado por los evadidos. Se había encariñado con ellos. Iban a
recapturarlos, de eso no había duda, y podía haber violencia. No se resolvía nada.
Beckett habría querido hacer algo para ayudarlos. Pero ¿qué? Le dio vueltas al
asunto durante un rato. ¿Él era responsable? Era obvio que le encantaba que su
trabajo influyera en quienes se confrontaban con él. Pero nunca había pensado en
una situación semejante. La cosa lo desconcertaba. Estaba dividido entre su punto
de vista de dramaturgo, subyugado por la extrañeza de esta historia, y su miedo a
las consecuencias para esos hombres.
"Los actores y los espectadores de mis piezas deberían ver en eso un
ejemplo: también ellos deberían salirse de cauce. Que mis palabras sean una
invitación a la acción, no a la depresión en pantuflas y la queja. Esos prisioneros
son un ejemplo, no hay que olvidar su gesto. El arte es una invitación a la acción.
Pero tengo miedo de que paguen un alto precio."
Miró la pared de la sala, cubierta de fotos. Había decenas, en colores, en
blanco y negro, de caras, de edificios, de presos libro en mano, la mirada febril,
Jonson sobre el estrado, policías, el alcaide de la cárcel, los trajes, los encurtidos, el
banquete. Beckett repasaba el desarrollo de los acontecimientos en busca de
comprender qué había sucedido, qué se había puesto en juego. Después, sin una
palabra, empezó a despegar las fotos como si bajara un telón, como si apelara a la
blancura de la pared para borrar esa historia. Puso las fotos y las cartas en una
bolsa de residuos y la llevó a la planta baja. Volvió a subir y se sentó en el sofá. Se
quedó así, en silencio. Me dijo "buenas noches" y me fui.
17 de octubre
 
 
 
Festejamos el aniversario del nacimiento de Oscar Wilde, compatriota de
Beckett. O mejor: Beckett lo festejó ayer, el día exacto; hizo una torta en forma de W
y comió una parte con Suzanne; hoy comimos el resto.
Nos instalamos a la mesa de la cocina. Era deliciosa: una masa de brioche con
polvo de almendras y fresas silvestres, más un glaseado levemente perfumado con
azahares. Beckett había hecho una infusión de flores de manzanilla. No hablamos
de los presos. Pero lo sentía preocupado. No tenía nada que decir: uno de estos
días habría noticias, a no dudar, y los prisioneros serían recapturados. Comprendí
que se había terminado. Que mi colaboración con Beckett concluía allí, en tanto
que la realidad, la necia y violenta realidad, había vuelto por sus fueros.
Beckett volvió a servir una porción de torta para cada uno. Comimos en
silencio. Él cortaba su porción en pedazos cada vez más pequeños. Apoyó la
cuchara sobre la mesa.
"Un día, un periodista me preguntó por qué escribía. Para sacármelo de
encima, contesté que solo era 'bueno para eso'. Y ahora lo recuerdo todo el tiempo,
como si fuera una fórmula genial, como algo valiente, sublime. Qué estupidez. Está
claro que no solo soy 'bueno para eso'. Pero hay una especie de veneración por la
incapacidad de los artistas para desempeñarse en otras actividades, un amor por la
especialización. Yo habría podido ser profesor, cocinero, vestuarista, traductor de
tiempo completo, apicultor. Sé hacer montones de cosas."
 
 
Beckett retornó su porción de torta cortada en pedazos minúsculos. Me
marché. La tristeza se había instalado entre nosotros. Sabíamos que era el final de
esa relación amistosa que no era una amistad.
 
 
Esta noche mi habitación me parece demasiado pequeña. El lado romántico
del asunto ya no me satisface. Tengo ganas de espacio y de un mínimo de confort.
Tengo ganas de liberarme de este lugar, de vivir, de conocer gente, de hacer
amigos. Es una necesidad imperiosa.
19 de octubre
 
 
 
Último día de mi trabajo con Beckett. Ha hecho la suma de las jornadas, las
medias jornadas y las horas pasadas con él. Superan un poco el tiempo previsto
por mi contrato. Ha insistido en pagarme el monto adicional. Tomé el dinero, con
el corazón oprimido. Es probable que nunca volvamos a vernos.
Llevaba un kimono de color pardo y marfil y una cinta de algodón negro
anudada en su largo pelo blanco. Nos sentamos en el suelo de la sala. Beckett no
mostraba ya el aire de gravedad de hace dos días. En la cara se le dibujaba una
sonrisa apacible. No hablamos de los presos. No tenía nada que decir. Su expresión
se animó: quería contarme algo.
"Antes de la guerra, gracias a un ataque, conocí a Suzanne. Avenida de la
Porte d'Orléans, un hombre me clavó un cuchillo en el pecho y Suzanne, que salía
de un concierto, me auxilió. Eso me llevó a pensar en el azar y los encuentros
necesarios. Una puñalada estuvo a punto de matare y, de hecho, trastrocó por
completo mi vida. Comprendí entonces que también el arte es un crimen, pero un
crimen contra la realidad. Por sus incesantes transformaciones, pone en entredicho
la integridad del mundo y de la sociedad, así como el asesinato pone en entredicho
la integridad del cuerpo de una persona. Una obra de arte corta el aliento, nos
acelera los latidos del corazón, cambia nuestra relación con las formas, los colores y
los sonidos. No cambiamos al extremo de morir. Pero la realidad conocida hasta
entonces muere para ser reemplazada por otra, más compleja, más extraña. Más
bella, asimismo."
"La policía detuvo al hombre que me había apuñalado. Le pregunté por qué
lo había hecho. N o sabía. Es terrible, ¿no le parece?"
Le pregunté cuál había sido la condena del hombre. Beckett me dijo que no
había presentado la denuncia.
"Se denuncia a la gente que sabe lo que hace. Este mundo no sabe lo que
hace, y tampoco voy a denunciarlo. Pero me voy a apartar, a ponerme un poco al
margen, para evitar los golpes y vivir con mi familia y mis amigos, ese paraíso que
uno se inventa y que se desvanece cuando uno muere."
Con estas palabras nos separamos. Me acompañó hasta la calle. Me estrechó
largamente la mano. Le brillaban los ojos, y la barba y el largo pelo blanco se
estremecían en la corriente de aire.
Este diario es un antídoto contra la amnesia. No tendré más que releer estas
páginas para volver a estar junto a Beckett, caminar por París con él, compartir una
comida, beber una copa en su compañía y, sobre todo, oírlo hablar. También
guardo imágenes y palabras en mí. Sé que hay algo que no se borrará: Beckett con
el traje de apicultor, en el techo, entre sus abejas bajo el sol de un verano parisino.
Mi tesis está terminada: releída y corregida, releída y corregida. Debo
defenderla dentro de dos meses. Una vez más, mi vida comienza y todo queda por
hacer.
Agradecimientos
 
 
 
Gracias a Manon Jollivet, Lili Mamath y Coline Pierré por su lectura y sus
observaciones.
Gracias a Hamed Taheri por nuestras conversaciones sobre Warburg, el
teatro, el trabajo de artista.
Este libro salió a la luz durante mi residencia en la Akademie Schloss
Solitude. Ese fue uno de los años más bellos de mi vida. Gracias a Marie Nimier y
Mircea Cartarescu, así como a Jean—Baptiste Joly y Silke Pfüger,
La timidez siempre fue mi mejor pasaporte para tener encuentros
importantes. Con personas, con libros. Hay lugares que son necesarios para que la
magia se produzca: las librerías y las bibliotecas. Nos dan armas para salvarnos.
Gracias a Jean—Paul Shafran de la librería Le Bouquiniste y a Virginie Sallé,
de la librería Louise Titi, por su apoyo y su fidelidad y por el entusiasmo y la
generosidad que ponen en su oficio. Un recuerdo, también, para los bibliotecarios
y libreros de mi juventud.
Gracias a Laurence Renouf y Patricia Duez. Un recuerdo para Alix.

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