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Hace algunas semanas que trabajo para Beckett y tengo la sensación de
conocerlo desde hace años. Se comporta como si fuéramos compañeros. No me
hago ilusiones: sé que no somos amigos y que nuestra relación solo va a durar el
tiempo de vigencia de mi contrato, pero él tiene la elegancia de conducirse
conmigo como si lo fuéramos. Jamás me crucé con Suzanne. Él debe considerar que
no es necesario. Ella hace visitas frecuentes a sus amigos; Beckett es más
sedentario.
Añoro Bolonia, y sobre todo a mis amigos de allí. Desde mi llegada a París
soy un solitario: aquí no conozco a nadie (provengo de los suburbios más lejanos y
no tengo ganas de volver a pisarlos) y mis talentos para entablar relaciones son
limitados. Necesitaré tiempo antes de tener amigos aquí. Sin embargo, me encanta
la vida en París. Hablo mi lengua materna y puedo caminar horas sin dejar de
sorprenderme por la belleza de la ciudad y su energía, mezclada con la dulzura de
vivir.
Cuando no estoy en lo de Beckett (o en el techo de su edificio), conversando
con él, trabajo en la biblioteca Sainte—Geneviève frente al Panteón, en la Biblioteca
Nacional de la rue Richelieu y en la biblioteca de antropología, cerca del Jardín
Botánico. También leo y escribo en cafés y cervecerías. Aún me queda parte del
dinero que me dio Beckett. De vez en cuando me regalo una cena en uno de los
restaurantes indios de la rue Philippe—de—Girard, pero hago las compras, sobre
todo, a la hora de cierre del mercado Barbès, cuando los puesteros liquidan las
frutas y verduras no vendidas. Mi alquiler es irrisorio (como el confort de mi
habitación). Es una vida que me conviene, una vida como en espera. Sé que pronto
voy a conocer gente, hacerme amigos, tener vida social. Por el momento aprovecho
este estado de ingravidez. Es una época encantada, y solo porque algún día ha de
terminar.
24 de agosto
Hoy me llamó Beckett, después de casi tres semanas sin noticias. Golpeé a
su puerta y me gritó que entrara. Lo encontré frente a la pared de la sala, mirando
las fotos de los prisioneros. Me hizo esta reflexión: "En Godot solo hay hombres. Era
lógico que la pieza se representara en uno de los contados sitios que no son mixtos.
Ahora que lo pienso, es obvio. Por eso, la ausencia de mujeres es aun más
importante".
Lo vi feliz por haber hecho ese descubrimiento. Jonson lo mantenía
informado del progreso de los ensayos (Beckett me entregó un paquete de cartas
para que las leyera) y del estado de ánimo de los actores. Según sus propias
palabras, estos volvían a la vida: se apoderaban de los personajes y las situaciones
para expresar cosas que había en ellos y que nunca habían expresado hasta
entonces.
Beckett tenía una visión menos idílica:
"Están felices porque hacen algo, en vez de no hacer nada. No porque
representen mi pieza. Si interpretaran una mala obra comercial, estarían
igualmente apasionados, porque se pondrían a sí mismos en los personajes. Mi
obra no tiene nada que ver. Lo que funciona es tratar a los hombres como hombres.
Es poco habitual, y es eso lo que hace milagros."
La extrema modestia es irritante. Tenía ganas de decirle que se equivocaba.
Tal vez tenía razón: no era del todo su obra la que permitía a esos hombres volver
a vivir, pero, no obstante, creo que no era ajena a ello (después de todo, había
hecho que un director sintiera ganas de representarla con presos). Por primera vez,
su obsesión por la justeza y el rigor me exasperó. Se lo dije:
"Podríamos hacer como si: como si fuera su pieza la que aporta algo a esos
hombres."
Beckett pensó un instante y sonrió: "Está bien: hagamos como sí".
28 de agosto
Esta tarde recolectamos miel. Las colmenas desbordaban. Los zapatos se nos
pegaban a la superficie del techo. Llenamos ciento veinte tarros. (Esta noche, a
pesar de una ducha, el pelo todavía me huele a miel y tengo la piel azucarada.)
En agradecimiento a las abejas, Beckett les regaló orquídeas. Repartidores
trajeron una docena de ramos. Las abejas se precipitaron zumbando hacia ellos.
Conservaré en la memoria la imagen de Beckett en mono blanco y máscara de
apicultor, rodeado de abejas en el día declinante. El aire estaba lleno del perfume
de las flores y la miel.
Era el momento oportuno, me pareció, para decirle que me encantaban los
libros suyos que había leído. Que me habían marcado. No vi su reacción, porque el
velo de la máscara le difuminaba el rostro. Me tomó del brazo y me agradeció.
Ordenamos los tarros de miel en los armarios de la cocina y la sala.
Ocuparon todo el lugar aún disponible. Beckett los regalará a sus allegados y sus
visitantes. Me dio siete (planeo degustarlos muy calmosamente, a lo largo de años
y décadas, y creo que siempre voy a guardar uno sin empezar). Me pidió que fuera
a comprarle papel y tinta. A mi regreso lo encontré escribiendo en la mesa de la
cocina, y entre las hojas y las lapiceras, una tostada con miel. Dejé las compras en
la sala y me marché.
Antes de conocerlo, como ya he dicho, solo había leído dos libros de Beckett:
Godot y Molloy. Me habían marcado, pero por extraño que parezca no llevé más
lejos el descubrimiento de sus escritos. No sé por qué. Quizá me intimidaba la
fuerza de sus palabras. Pero al conocerlo y frecuentarlo todo cambió. Pasé por la
Librairie de Paris, en la plaza de Clichy, y pedí todas sus obras. Cuando vi que la
librera traía pilas enteras, la atajé. Me dijo que la bibliografía de Beckett contenía
decenas de títulos. Era un mundo, rico y variado. Por desdicha, mis finanzas no me
permitían comprar todo hoy. Me llevé Mal visto, mal dicho, Fin de partida y La última
cinta.
Son casi las diez, escribo estas líneas sentado a mi escritorio, lleno de libros
y hojas, como una endeble embarcación después de un naufragio, perdida en el
océano. No sé si voy a empezar estos libros ahora. Beckett está demasiado
presente. Hay algo seguro (y que corrobora su pesimismo): al leerlos tendré
presente en la cabeza la imagen que tengo de él, su profundidad mezclada con
levedad y su excentricidad. Me costaría ver en ellos obras sombrías. Creo que si
hubiera sabido que él era así cuando descubrí sus libros, me habría atrevido a
sumergir me por completo en estos.
Me preparé una infusión de tomillo. Abrí uno de los tarros de miel y
saboreé una cucharada bien llena.
2 de septiembre
Hoy, despertar al alba: Beckett me llamó para pedirme que fuera a trabajar
con mi tesis en su casa. Pensaba que podríamos intercambiar "cosas". La migración
no fue muy descansada: tuve que llevar dos bolsas de libros.
Me prestó una máquina de escribir (una Selectric III: jamás había visto una
máquina de escribir de semejante belleza y modernidad; Beckett, por su parte,
tenía un modelo reciente de Corona Smith) y escribimos a la par. Era muy
estimulante. Él me leía páginas de lo que escribía y yo le leía partes de mi
investigación.
Mi tesis está casi terminada, estoy sumido en la fiebre de las últimas páginas
y la conclusión. Beckett me dijo: "Cuando un texto está terminado hay que redoblar
el esfuerzo: queda lo más duro por hacer. Releer, corregir, releer, corregir. Cien
veces". Hay algo de agradable en escribir frente a alguien que también escribe. Me
sentía tocado por una nueva energía. Y además (en mi caso no es desdeñable) está
la vigilancia recíproca que impide perder el tiempo en pausas y holgazanerías,
lecturas de novelas o revistas: uno quiere mostrar al otro que trabaja seriamente.
Almorzamos juntos. El día anterior Beckett había preparado un quingombó
con frutos de mar ("El secreto", me dijo, "es rehogar en aceite cada ingrediente por
separado y después mezclados en la olla"). Resultó delicioso. Beckett me habló del
libro de recetas que le encantaría escribir: no indicaría medidas exactas para los
ingredientes, sino que elaboraría una teoría práctica de la intuición. Enseñaría la
manera de familiarizarse con los productos y los utensilios. A partir de ese
momento, todo es posible.
Ese día fue una de mis más hermosas jornadas de trabajo. Al volver,
cargado con las pesadas bolsas de libros y papeles, me sorprendió comprobar que
las calles de París habían vuelto a llenarse, signo de que las vacaciones habían
terminado. Era la reanudación de la actividad. Hay algo eléctrico y jubiloso en esa
agitación. La hibernación se hace en verano y yo escapé a ella. Estoy borracho de
cansancio.
5 de septiembre
Fue un día a puro tabaco. Lo que voy a contar no lo conocen los
admiradores de Beckett ni, creo, sus amigos más cercanos.
Beckett dejó de fumar hace quince años (una bronquitis le recordó el interés
de tener pulmones no demasiado enmugrecidos), pero la compra de cigarrillos
sigue siendo un reflejo y un ritual (además, frente a los periodistas siempre
simulaba fumar). Esa espadita, esa jeringa, esa daga es para él un objeto familiar,
una estatuilla mágica. Le encanta el olor de su combustión. A menudo enciende un
cigarrillo y deja que se consuma en el muy kitsch cenicero con forma de volcán
(Vesubio grabado en un borde) que le regaló Jérôme Lindon.
Pero hoy quiso hacer algo mejor. Me llamó esta mañana a eso de las nueve.
Treinta minutos más tarde llamaba a su puerta. Sin una palabra, me escoltó hasta
la sala. Sobre la mesa había un paquete de cigarrillos, abierto a medias como si un
ratón hubiese tratado de deslizarse en él. Lo señaló con el dedo, como si me
mostrara algo a la vez atractivo y peligroso. Parecía dispuesto a sucumbir al
vértigo y el objeto .de su deseo. Me preguntó si podía hacerle el favor de fumar el
paquete. Tuve la impresión de que quería que yo matara a una fiera.
Por suerte, ya soy fumador. Empecé hace cuatro meses, en la fiesta de
despedida organizada por mis amigos de Bolonia. Había sido difícil resistirse al
ambiente de la Trattoria da Leonida y el Santunione: había tomado y comido
demasiado y fumar mis primeros cigarrillos fue como un gesto de desafío para
celebrar la amistad y mis hermosos años en esa ciudad. Tenía que tratar de hacer
algo nuevo, un poco loco. Le tocó al cigarrillo (por suerte: la cocaína afluía a
Europa y, contrariamente a algunos de mis compañeros, me había mantenido a
distancia de ella). Desde que estoy en París apenas fumo, dos cigarrillos diarios, y
cada vez que lo hago me acuerdo de Bolonia y mis días felices allí. Dulce nostalgia.
Pero calculo que no fumaré durante mucho tiempo, me cuesta caro y me inclino,
por temperamento, a cuidar la salud.
Le pregunté a Beckett por qué no se contentaba con encender los cigarrillos
y dejarlos quemarse en el cenicero como ya lo había visto hacerla. Me miró como si
yo fuera un niño retrasado:
"De tanto en tanto hay que vencer por completo al paquete, según las reglas
del arte. Si no, vuelve pronto. Hay que darle muerte."
Fumé entonces ese endemoniado paquete según las reglas del arte. Me llevó
todo el día. Y era imposible hacer trampa y dejar los cigarrillos por la mitad. Debía
depositar las colillas en el cenicero en forma de volcán, y Beckett las contaba. Fumé
mientras leía en el sofá de terciopelo verde de la sala, mientras me paseaba de
arriba abajo, mientras almorzaba (una feijoada, una especie de fabada brasileña),
mientras tomaba chocolate caliente, mientras examinaba su biblioteca, mientras
pensaba en mi tesis. Cuando fumaba, veía que la mirada de Beckett se velaba y sus
labios dibujaban una sonrisa. Así como a mí el cigarrillo me recordaba Bolonia, a
él, sin duda, le evocaba recuerdos y seres queridos. El humo que llenaba el
apartamento hacía aparecer fantasmas.
9 de septiembre
La semana pasada se celebró la primera representación de Godot. Jan Jonson
había invitado a Beckett y este, como es obvio, se negó a asistir. No le gustan los
viajes y, a modo de objeción, señaló que con su presencia se corría el riesgo de que
la atención se centrara en su persona, en desmedro del proyecto plasmado con los
prisioneros.
Esta mañana recibió un grueso sobre de Suecia: una carta de Jonson con el
relato del estreno y fotografías. Leí la carta en voz alta (tuve la impresión de ser un
actor, de pie en la sala con Beckett como único espectador, hundido en el sofá).
Jonson hablaba de la felicidad de los actores, de las reacciones del público, de los
intercambios luego de la representación. Entre los invitados estaban las familias de
los presos. También periodistas, artistas, políticos, gente importante y célebre.
Jonson era de la opinión de que los privilegiados que habían ido a la cárcel habían
tomado conciencia de una realidad hasta entonces ignorada. Por una velada, las
inmediaciones de la cárcel se habían asemejado a las de un suburbio de buen tono:
automóviles de lujo en el estacionamiento, hombres y mujeres bien vestidos que
acudían a un espectáculo inédito. Beckett pegó las fotos en la pared.
Era conmovedor ver a esos hombres que salían de su papel de presos, para
desplazarse por un estrado de contrachapado con manchas de pintura, que se
doblaba bajo su peso. Hombres rugosos, rotos, abotargados, prematuramente
envejecidos. Parecían tímidos y al mismo tiempo animados de una nueva pasión,
como adolescentes. Pero Beckett no compartía el entusiasmo de Jonson acerca de la
influencia de la representación sobre la buena sociedad.
"Los ricos llevan la riqueza a donde van: se han codeado con los prisioneros,
pero no han comprendido lo que eso significa verdaderamente. El dinero no es una
posesión, es una manera de ver. Cierta agudeza visual."
Y agregó:
"Los ricos son los verdaderos culpables. Es lógico que visiten el lugar que
debería acogerlos."
La jornada se anunciaba melancólica. Beckett propuso que fuéramos a hacer
una caminata por el cementerio de Montparnasse, "donde están los amigos".
Al pasar frente a un Monoprix, se detuvo. Entró al supermercado, y yo lo
seguí. Tomó un carrito y dijo:
"Un supermercado está lleno de muertos, pero es más colorido y bello que
un cementerio. Habría que pegar pequeñas etiquetas en los productos, con el
nombre de los muertos". Como no tenía etiquetas a mano, sacó un bolígrafo del
bolsillo. Escribió "Baudelaire" en una lata de ravioles en conserva, "Cortázar" en
una caja de cereales, "Jean du Chas" en una banana, "Durkheim" en un paquete de
pañuelos, "Maurice Leblanc" en un frasco de champú, "Simone de Beauvoir" en
una botella de leche, "Saint—Saens" en un melón, "Man Ray" en un envase de café.
No sé qué quería expresar con eso. Tal vez era una manera de reincorporar a los
muertos a nuestra cotidianeidad.
Seguimos paseándonos por los pasillos del supermercado sin poner nada en
el carrito. Beckett miraba con aire grave los alimentos apilados. La seriedad con
que fijaba la vista en las legumbres, las latas de conserva, los paquetes, la carne
envuelta en plástico, les daba una importancia y una belleza nuevas. Beckett
decidió que debíamos hacer una pausa. Dejó el carrito y tomó recipientes de lejía
para usados como asientos. Nos sentamos.
Dijo: "El teatro es un club privado para las clases medias y superiores cultas,
cuando debería estar en todas partes y ser para todos. ¿Qué pasó? ¿En qué punto
del camino nos perdimos para dividir de tal modo el mundo en dos? Por un lado,
está el teatro popular y, por otro, el teatro culto. Así no va. También quiero
conmover a los pobres. A los que no han estudiado. Quiero un teatro que
entusiasme. Escándalo, deseo, agitación y seducción".
Lamentó que los pobres solo tuvieran contacto con el teatro cuando estaban
encerrados: en escuelas, prisiones, hospitales psiquiátricos. Como si hiciera falta un
público cautivo que no pudiera escaparse. Esa situación no lo satisfacía. Tampoco
lo satisfacían la resignación ni el pesimismo. Quería actuar. Juró que haría algo.
Pasé por el cementerio de Montparnasse en mi camino de vuelta a casa.
Miré las tumbas grises, pero en los ojos tenía los colores robados a los alimentos
del supermercado. Me pregunto si el gusto de Beckett por la ropa excéntrica es una
manera de reivindicar esos colores, de luchar contra el gris y el negro que nos
imponen. Me viene a la mente la imagen de una abeja, con su bello vestido
amarillo, anaranjado o pardo.
15 de septiembre
Beckett tenía ganas de hablarme por teléfono. Me instalé sobre mi colchón
puesto directamente en el suelo, con una taza de café frío. Lo sentía emocionado y
excitado. Y, en efecto, tenía razones para estado:
"Me puse en contacto con Coluche. Cuando le dije mi nombre, creyó que era
una farsa y colgó sin más. Era muy irritante. No se imaginaba que alguien como yo
pudiera llamarlo. Es deprimente. Al final, por intermedio de un amigo de Jérôme
que conoce el show business, fui a verlo a su camerino después de un espectáculo en
el Bataclan. Conversamos. Un hombre encantador. Le propuse escribirle sketches.
Creyó que era otra broma. Me enerva la gente que piensa que soy gracioso cuando
soy serio, y que piensa que soy serio cuando trato de ser gracioso. Bueno, como
sea, aceptó. La idea es grandiosa, como él dijo. Tenemos prisa por poner manos a la
obra. En estos meses filma una película y actúa en el teatro: nos reservamos el
verano que viene. Alquilaremos una casa en el Morvan para escribir en calma."
Aunque viví en Italia algunos años, conozco a Coluche. En la actualidad es
el cómico más querido y respetado. Su humor es político, mordaz y también
grosero. Quiso presentarse en las elecciones presidenciales de 1981, pero desistió
debido a las presiones. Un espectáculo de Coluche escrito por Beckett parece algo
loco, pero si se piensa bien y se dejan caer las barreras, tiene sentido.
El futuro dirá si Beckett ha corrido un riesgo: el de perder a sus
espectadores habituales que podrían hacerse los finos frente a Coluche (lo mismo
en el caso de este: ¿su público no lo tildará de elitista por hacer un espectáculo
escrito por Beckett?). Pero es un riesgo sin riesgos para Beckett: es económicamente
independiente. Un cambio visto como radical solo perjudicará su reputación, cosa
de la cual se burla. Puede permitirse hacer algo que no se parezca a la opinión que
tienen de él para deshacerse, alegremente, de su reputación. Abandonarse.
16 de septiembre
Bowling en el club Montparnasse, cerca de la avenida de Maine. Beckett
llevó sus propios zapatos ("son los zapatos más cómodos del mundo, sería un
sueño no ponerme otra cosa"). El dueño del club lo llamó "Sam" y le estrechó la
mano. Estábamos en pleno horario laboral y no había mucha gente. Unos
estudiantes jugaban a tres pistas de la nuestra. Beckett pidió una Coca para cada
uno. Nos tomamos el tiempo de beber algunos tragos antes de empezar. El salón
olía a cera y al cuero de los zapatos. La iluminación era suave, las luces de neón se
reflejaban en el parqué. Unas pantallas mostraban los puntajes en cifras
fluorescentes. Beckett tenía el aspecto de estar en casa.
Jugamos durante dos horas. Beckett lanzaba su bola con determinación. Su
gesto era ágil, el pie se detenía en el límite. Se las arreglaba bien. Se advertía el
placer que sentía al derribar los palos. Al final de la primera partida, el camarero
(como si fuera un ritual) nos trajo una copa de helado a cada uno (castaña
confitada, avellana, arándano), cubierta de chantillí y confites de chocolate. Beckett
sacó de su alforja el paquete de diarios suecos que le había mandado Jonson. Había
fotos de él, del propio Jonson y de los presos. Sin saber sueco, me resultaba
evidente que los artículos eran elogiosos. Beckett pulía la bola contra sus muslos. El
entusiasmo de las reacciones lo irritaba:
"Como si hubiéramos salvado vidas. Es una tontería espantosa."
Una vez más, intenté contrapesar su pesimismo y dije que las obras de arte
podían salvar a la gente, hacerla cambiar, ayudarla.
"El arte no reemplaza a la política", replicó. "Se curan heridas y eso permite
que el sistema se sostenga. Querría que el arte fuera arte, la posibilidad de una
reapropiación personal y no una herramienta para fabricar niños modosos y
ciudadanos, o para reinsertar a los criminales. El arte social beneficia a los artistas.
El teatro no es un asilo para los desheredados, sino para los propios artistas. ¡Qué
hipocresía es ese comercio del humanismo! Nada reemplaza a la política, espero
que Jonson termine por entenderlo."
Se levantó, tomó impulso y lanzó la bola. El cuerpo de Beckett era
musculoso, con un poco de adiposidad, apenas, en el vientre. Un cuerpo que daba
una impresión de vida, fuerte y feroz. La bola cayó pesadamente sobre el parqué.
Derribó la mitad de los palos. Beckett se sentó y pidió otra Coca ("¡Sin sombrilla!",
gritó al camarero).
Le dije que lo veía pesimista. Me respondió que era realista: "Uno se deja
comprar demasiado fácilmente con palabras. Esas porquerías".
17 de septiembre
Me despertó el teléfono. En mi habitación, el timbre no es discreto:
imposible ignorarlo. Ayer trabajé hasta tarde y había estimado merecido quedarme
pegado a las sábanas (la cabeza bajo el plumón para protegerme de la luz). Un
fracaso. Descolgué. Era Beckett. "Buenos días, querido amigo. He decidido hacer
crêpes. "
Antes de subir a su casa tomé dos expresos en el mostrador del Petit Café.
Beckett me recibió con una sartén en la mano. El apartamento olía a manteca
quemada y pasta de crêpes. Ese olor me recordó la infancia, Bretaña y las
vacaciones en familia. Ya había algunos crêpes hechos. Beckett me pidió que leyera
la carta de Jonson que estaba sobre la mesa, entre las cáscaras de huevo y la harina.
En voz alta.
Me senté y la leí. Jonson escribía que su teléfono no había dejado de sonar
desde la representación. Lo felicitaban, querían entrevistado, le proponían
coordinar talleres. Pero eso lo incomodaba (Beckett levantó un pulgar en señal de
satisfacción). No quería convertirse en el héroe de los buenos sentimientos. Que
otros tomaran la antorcha. Él quería avanzar. Ir más lejos. Continuar su búsqueda.
Es cierto, lo que pasaba en el escenario repercutía en el conjunto de los presos,
señalaba Jonson (me alegraba escuchar que el arte podía tener beneficios para los
presos, ya que la postura de Beckett me parecía demasiado sombría). Los
enorgullecía. Redescubrían una energía y un deseo de vivir olvidados desde hacía
mucho, pero las cosas no eran tan simples. Todos hacían como si fuera un logro.
Pero ¿qué había logrado él? Las representaciones se terminarían y los presos
volverían a las celdas a purgar su condena. Y tal vez será peor, temía el director,
porque habrán saboreado algo nuevo y recuperado la esperanza. Habrán
cambiado, pero los muros de la cárcel seguirán en su lugar.
Beckett dijo: "Ah, ahí están las ilusiones que se derrumban. ¡Bravo, Jonson!".
El director, entonces, quería ir más lejos. Desplazar los muros. Y no tenía
mejor manera de desplazarlos que eliminarlos. Levanté la cabeza y miré a Beckett.
Él me devolvió la mirada, con los ojos llenos de malicia. Volvió a su crêpe y lo
salteó en la sartén. Dije: "¿Eliminar los muros?". Beckett me dijo que siguiera con la
lectura.
¿Y si, escribía Jonson, en vez de que el mundo exterior fuera a la cárcel, se
llevaba la cárcel al mundo exterior? Los presos afuera, y no los hombres libres en la
cárcel. Preguntaba: ¿Beckett tendría algún inconveniente en que se organizara una
gira?
Beckett me sirvió un crêpe y me preguntó qué pensaba. Le conteste: "Por que
no".
26 de septiembre
Ha llegado el otoño. El aire fresco me araña la piel. Me encanta su olor
cálido, abrasado y terroso.
Beckett me avisó que había llegado otra carta de Jonson. Fui a pie a su casa.
París es una ciudad ideal para caminar, uno puede ir casi a cualquier parte en
menos de una hora. Bajé por la rue del Faubourg—Poissonnière, pasé frente a la
iglesia de San Eustaquio y crucé el Sena. Todavía no estoy acostumbrado a vivir
aquí, la mirada no está ahíta. Me parece que me impregno de París.
Hoy Beckett llevaba un sherwani rojo y dorado, una especie de chaqueta
india, recta y cerrada hasta el cuello. Fuimos a la sala. Un cigarrillo se consumía en
el cenicero. Nos sentamos con el cenicero entre ambos. Me anunció que el nuevo
proyecto de Jonson había conquistado al alcaide de la prisión. El ministro de
Justicia había dado su autorización. Los directores de varios teatros habían
aceptado con entusiasmo recibir a la extraña compañía. La pieza se representaría
en primer lugar en Gotemburgo. Luego en Malmo, Uppsala, Orebro y Lund, para
terminar en Estocolmo. Beckett me mostró una nueva foto pegada en la pared: un
autobús policial reconvertido en camión de gira. Las ventanillas tenían rejas, mal
camufladas por cortinas rojo oscuro.
Lo veía ensimismado. Dividido entre la excitación de esa aventura y su
espíritu crítico que le decía que todo eso era demasiado lindo para ser cierto.
Además, esas historias carcelarias removían cosas personales en él.
Con el pretexto de aprovechar la luz rojiza que aparece en otoño, fuimos a
caminar al jardín del Luxembourg. Los árboles están amarillos, anaranjados y
rojos. Ya han caído algunas hojas. Después de un momento de silencio, Beckett me
habló del pasado remoto: de la guerra. Una gravedad nueva asomaba en su voz.
Me dijo que Suzanne había estado a punto de ser detenida por la Gestapo. Se había
salvado por un pelo. Ahora, todo eso le volvía a la memoria. El terror volvía a
embargarlo. La cárcel habría sido la antesala de la muerte. Él mismo podría haber
sido detenido. Esos años habían sido su verdadera escuela. Más que la Portora
Royal School, el Trinity College o la Escuela Normal Superior. Había dejado de
traducir y dactilografiar textos serios y literarios para traducir y dactilografiar para
la Resistencia. Descubrió entonces un mundo donde las clases sociales estaban
abolidas: el intelectual marchaba codo a codo con el obrero, el rico era cómplice del
pobre. En esa época, y quizá solo en esa época, había tenido la sensación de que la
comunicación era posible, de que la gente podía hablar y escucharse.
Comprenderse. No era nostalgia de la guerra y de la ocupación alemana, sino de
un tiempo en que la gente tenía conciencia de que la vida era preciosa y se jugaba a
cada instante, y de que no había tiempo que perder en remilgos sociales.
Desde entonces, solo podía sentirse cerca de personas que sabían que la
guerra no había terminado y nunca terminaría, personas que vivían en un clima
diferente de la mayoría. Personas ligeras y graves, confiables y apasionadas.
Nos sentamos en un banco. Madres que empujaban cochecitos de niños,
enamorados que se paseaban. Beckett metió la mano en el bolsillo de su abrigo y
sacó un trapo de fieltro beige. Lo puso entre nosotros, de modo que nadie lo viera.
Lo desplegó para mostrar un revólver. Negro, automático.
"Estoy listo. En caso de que vuelva a empezar."
Señaló con el mentón a un plácido policía que caminaba: "Ese hombre, de
aspecto tan simpático, con su gordura y sus mofletes, sirve al Estado. Si el Estado
vuelve a ser fascista, tal vez arreste a gente como nosotros. Tal vez acribille a tiros a
gente como nosotros".
Le pregunté si pensaba de veras que la barbarie podía volver.
"Los seres humanos son previsibles. Mire: los socialistas están en el poder
desde hace cuatro años y han dejado de ser de izquierda. Esos autos oficiales con
sus balizas giratorias, esos privilegios, el dinero, el olvido del pueblo y las
reverencias al capital. El descenso ha comenzado. Hace un tiempo le di un consejo:
relea y corrija lo que escribe. Muchas veces. Este es mi segundo y último consejo:
esconda armas en el campo, en los bosques y los sótanos. Envuélvalas en trapos
con un poco de grasa para que no se arruinen y guarde las balas dentro de una caja
en un lugar seco. Y haga reservas de comida. Un paquete de arroz, hoy, no le
parecerá nada. Pero es importante. Hay que haber pasado hambre para saber hasta
qué punto un paquete de arroz, una papa, un cuadrado de chocolate son cosas
magníficas. Entonces, amigo mío: esconda armas y chocolate."
5 de octubre
Nos encontramos en un restaurante alsaciano de la rue des Écoles. Empiezo
a engordar. Beckett tiene un apetito increíble, pero pese a ello no aumenta un
gramo ("La angustia", me dijo, "es el secreto de una silueta impecable"). Desliza el
último envío de Jonson hasta ponerlo frente a mí.
Lo primero que miré fueron las fotos. Eran de Gotemburgo. Muchos árboles
y plazas. La impresión de una gran ciudad, pero calma y agradable. El aire era de
una soberbia claridad. Pensé en ir. Sería una experiencia increíble. Pero no tengo el
dinero necesario. Y además, ya estoy viviendo una experiencia increíble. Apareció
el camarero y Beckett me dijo que confiara en él: pidió dos chucruts reales y una
botella de agua mineral sin gas.
Mientras esperábamos que nos sirvieran, leí la carta de Jonson en voz alta.
Hablaba de la cálida recepción del director del teatro de Gotemburgo, que había
querido saludar a los presos. Había habido un discurso y un banquete de pescados
ahumados y encurtidos (en vena irónica, Jonson había adjuntado fotos de la
comida, la coliflor al vinagre, los filetes de pescado, los escarbadientes plantados
en cubos de salmón y las zanahorias marinadas). Los presos se alojaban en un ala
de un buen hotel. No estaban esposados. Dos policías custodiaban el pasillo.
Aunque todavía no se había representado, la pieza ya era un éxito. Por
malos que fueran los actores, era indudable que le encantaría a todo el mundo; era
tan perfecto: Godot interpretado por presos. En la carta, Jonson decía sentir que el
proyecto se le escapaba para transformarse en modelo, ejemplo de un logro
artístico y social. Era una feria, y él tenía la impresión de ser un domador de osos,
el administrador de un circo ambulante con sus extraños actores. Eso lo deprimía.
Sus frases estaban llenas de tristeza.
Llegaron los chucruts y atacamos las salchichas. Dedicamos los minutos
siguientes a apreciar plenamente el plato. Beckett tenía las mejillas rosadas y
mordisqueaba las papas y el tocino.
Ya saciados, le hice una pregunta que me rondaba en la cabeza desde hacía
un rato y que todavía no me había atrevido a abordar: ¿no lo molestaba ser
conocido sobre todo por una sola obra, una pieza que tenía más de treinta años?
Me refería a Godot, desde luego, pieza que todo el mundo conocía aun sin haberla
visto o leído. Era omnipresente. Su condición de obra culta era tal que una parte
del público se conformaba con eso. Y cuando sentía la curiosidad de ver otras de
sus piezas, esperaba reencontrar en ellas el aroma de Godot. Yo suponía que Beckett
endurecería el gesto. Que frunciría el ceño. Pero me sonrió como si hubiera
adivinado mi aprensión.
"No hay que maldecir los milagros. Godot me dio a conocer y me permitió
pagar el alquiler. Es cierto que me hablan de esa obra todo el tiempo y que la
mayoría de la gente se limita a ella e ignora mis textos recientes. Godot es el chico
más popular de la cuadra. Es así. Hay que resignarse. Pero a una minoría de
lectores y espectadores le dio ganas de interesarse en mis otras obras. No está mal.
Hay maldiciones peores. Lo que uno no puede evitar, tiene que quererlo. Lo que
no puede cambiar, tiene que aceptado. Como esa etiqueta idiota que me han
pegado: el teatro del absurdo. Más vale reírse. Nada de eso es importante. No se
puede ganar contra la sociedad, contra la opinión pública o contra la prensa. Hay
que dejar de lado la idea de ser comprendido y bien leído. El malentendido es la
regla. Si en parte se puede vivir gracias a ese malentendido, tanto mejor. Esa es la
paradójica felicidad de los artistas."
7 de octubre
Al alba, Beckett recibió un llamado de Jonson, que le anunciaba que el día
anterior, a la noche, al término de la primera representación en Gotemburgo, los
prisioneros se habían evadido del hotel. Me pidió que fuera a su casa.
Había preparado una infusión de badiana. Llevaba una sahariana, un
pantalón beige y una bandana roja en torno del cuello. Me tomó por el hombro y
me dijo:
"Ese es el mejor espectáculo que podrían haber dado".
Se rió a carcajadas varias veces; por mi parte, confieso que el suceso me
alegraba. Pero, claro está, Beckett no se dejó invadir por el placer de esa noticia.
Una sombra le cubrió el rostro.
"¿Y después? Se evadieron, pero ¿hacia qué? ¿La clandestinidad? Van a
recapturar a la mayoría y les van a encajar un aumento de la condena. Eso no tiene
nada de gracia. Se evaden, pero hacia nada. No pueden escapar a su condición de
prisioneros. Es una linda historia. Pero ¿para qué sirve? ¿Cómo va a terminar?"
Estaba preocupado por los evadidos. Se había encariñado con ellos. Iban a
recapturarlos, de eso no había duda, y podía haber violencia. No se resolvía nada.
Beckett habría querido hacer algo para ayudarlos. Pero ¿qué? Le dio vueltas al
asunto durante un rato. ¿Él era responsable? Era obvio que le encantaba que su
trabajo influyera en quienes se confrontaban con él. Pero nunca había pensado en
una situación semejante. La cosa lo desconcertaba. Estaba dividido entre su punto
de vista de dramaturgo, subyugado por la extrañeza de esta historia, y su miedo a
las consecuencias para esos hombres.
"Los actores y los espectadores de mis piezas deberían ver en eso un
ejemplo: también ellos deberían salirse de cauce. Que mis palabras sean una
invitación a la acción, no a la depresión en pantuflas y la queja. Esos prisioneros
son un ejemplo, no hay que olvidar su gesto. El arte es una invitación a la acción.
Pero tengo miedo de que paguen un alto precio."
Miró la pared de la sala, cubierta de fotos. Había decenas, en colores, en
blanco y negro, de caras, de edificios, de presos libro en mano, la mirada febril,
Jonson sobre el estrado, policías, el alcaide de la cárcel, los trajes, los encurtidos, el
banquete. Beckett repasaba el desarrollo de los acontecimientos en busca de
comprender qué había sucedido, qué se había puesto en juego. Después, sin una
palabra, empezó a despegar las fotos como si bajara un telón, como si apelara a la
blancura de la pared para borrar esa historia. Puso las fotos y las cartas en una
bolsa de residuos y la llevó a la planta baja. Volvió a subir y se sentó en el sofá. Se
quedó así, en silencio. Me dijo "buenas noches" y me fui.
17 de octubre
Festejamos el aniversario del nacimiento de Oscar Wilde, compatriota de
Beckett. O mejor: Beckett lo festejó ayer, el día exacto; hizo una torta en forma de W
y comió una parte con Suzanne; hoy comimos el resto.
Nos instalamos a la mesa de la cocina. Era deliciosa: una masa de brioche con
polvo de almendras y fresas silvestres, más un glaseado levemente perfumado con
azahares. Beckett había hecho una infusión de flores de manzanilla. No hablamos
de los presos. Pero lo sentía preocupado. No tenía nada que decir: uno de estos
días habría noticias, a no dudar, y los prisioneros serían recapturados. Comprendí
que se había terminado. Que mi colaboración con Beckett concluía allí, en tanto
que la realidad, la necia y violenta realidad, había vuelto por sus fueros.
Beckett volvió a servir una porción de torta para cada uno. Comimos en
silencio. Él cortaba su porción en pedazos cada vez más pequeños. Apoyó la
cuchara sobre la mesa.
"Un día, un periodista me preguntó por qué escribía. Para sacármelo de
encima, contesté que solo era 'bueno para eso'. Y ahora lo recuerdo todo el tiempo,
como si fuera una fórmula genial, como algo valiente, sublime. Qué estupidez. Está
claro que no solo soy 'bueno para eso'. Pero hay una especie de veneración por la
incapacidad de los artistas para desempeñarse en otras actividades, un amor por la
especialización. Yo habría podido ser profesor, cocinero, vestuarista, traductor de
tiempo completo, apicultor. Sé hacer montones de cosas."
Beckett retornó su porción de torta cortada en pedazos minúsculos. Me
marché. La tristeza se había instalado entre nosotros. Sabíamos que era el final de
esa relación amistosa que no era una amistad.
Esta noche mi habitación me parece demasiado pequeña. El lado romántico
del asunto ya no me satisface. Tengo ganas de espacio y de un mínimo de confort.
Tengo ganas de liberarme de este lugar, de vivir, de conocer gente, de hacer
amigos. Es una necesidad imperiosa.
19 de octubre
Último día de mi trabajo con Beckett. Ha hecho la suma de las jornadas, las
medias jornadas y las horas pasadas con él. Superan un poco el tiempo previsto
por mi contrato. Ha insistido en pagarme el monto adicional. Tomé el dinero, con
el corazón oprimido. Es probable que nunca volvamos a vernos.
Llevaba un kimono de color pardo y marfil y una cinta de algodón negro
anudada en su largo pelo blanco. Nos sentamos en el suelo de la sala. Beckett no
mostraba ya el aire de gravedad de hace dos días. En la cara se le dibujaba una
sonrisa apacible. No hablamos de los presos. No tenía nada que decir. Su expresión
se animó: quería contarme algo.
"Antes de la guerra, gracias a un ataque, conocí a Suzanne. Avenida de la
Porte d'Orléans, un hombre me clavó un cuchillo en el pecho y Suzanne, que salía
de un concierto, me auxilió. Eso me llevó a pensar en el azar y los encuentros
necesarios. Una puñalada estuvo a punto de matare y, de hecho, trastrocó por
completo mi vida. Comprendí entonces que también el arte es un crimen, pero un
crimen contra la realidad. Por sus incesantes transformaciones, pone en entredicho
la integridad del mundo y de la sociedad, así como el asesinato pone en entredicho
la integridad del cuerpo de una persona. Una obra de arte corta el aliento, nos
acelera los latidos del corazón, cambia nuestra relación con las formas, los colores y
los sonidos. No cambiamos al extremo de morir. Pero la realidad conocida hasta
entonces muere para ser reemplazada por otra, más compleja, más extraña. Más
bella, asimismo."
"La policía detuvo al hombre que me había apuñalado. Le pregunté por qué
lo había hecho. N o sabía. Es terrible, ¿no le parece?"
Le pregunté cuál había sido la condena del hombre. Beckett me dijo que no
había presentado la denuncia.
"Se denuncia a la gente que sabe lo que hace. Este mundo no sabe lo que
hace, y tampoco voy a denunciarlo. Pero me voy a apartar, a ponerme un poco al
margen, para evitar los golpes y vivir con mi familia y mis amigos, ese paraíso que
uno se inventa y que se desvanece cuando uno muere."
Con estas palabras nos separamos. Me acompañó hasta la calle. Me estrechó
largamente la mano. Le brillaban los ojos, y la barba y el largo pelo blanco se
estremecían en la corriente de aire.
Este diario es un antídoto contra la amnesia. No tendré más que releer estas
páginas para volver a estar junto a Beckett, caminar por París con él, compartir una
comida, beber una copa en su compañía y, sobre todo, oírlo hablar. También
guardo imágenes y palabras en mí. Sé que hay algo que no se borrará: Beckett con
el traje de apicultor, en el techo, entre sus abejas bajo el sol de un verano parisino.
Mi tesis está terminada: releída y corregida, releída y corregida. Debo
defenderla dentro de dos meses. Una vez más, mi vida comienza y todo queda por
hacer.
Agradecimientos
Gracias a Manon Jollivet, Lili Mamath y Coline Pierré por su lectura y sus
observaciones.
Gracias a Hamed Taheri por nuestras conversaciones sobre Warburg, el
teatro, el trabajo de artista.
Este libro salió a la luz durante mi residencia en la Akademie Schloss
Solitude. Ese fue uno de los años más bellos de mi vida. Gracias a Marie Nimier y
Mircea Cartarescu, así como a Jean—Baptiste Joly y Silke Pfüger,
La timidez siempre fue mi mejor pasaporte para tener encuentros
importantes. Con personas, con libros. Hay lugares que son necesarios para que la
magia se produzca: las librerías y las bibliotecas. Nos dan armas para salvarnos.
Gracias a Jean—Paul Shafran de la librería Le Bouquiniste y a Virginie Sallé,
de la librería Louise Titi, por su apoyo y su fidelidad y por el entusiasmo y la
generosidad que ponen en su oficio. Un recuerdo, también, para los bibliotecarios
y libreros de mi juventud.
Gracias a Laurence Renouf y Patricia Duez. Un recuerdo para Alix.