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Apartado V:

Reproducción de partes de la obra, para la critica e investigación científica, literaria o artística.


GEOGRAFÍA HUMANA Y CIENCIAS SOCIALES
U na r e l a c i ó n r e e x a m in a d a

Martha Chávez Torres


Octavio M. González Santana
María del Carmen Ventura Patiño
Editores

El Colegio de Michoacán
EL ESPACIO Y OTROS ACTORES DE LA HISTORIA

Carlos Herrejón Peredo*

La historia -se dice- tiene sus dos ojos: uno de ellos es la cronología y otro
la geografía. En esa visión, el objeto de la historia no es ni el tiempo ni el
espacio sino el hombre en cuanto se coloca en un tiempo y lugar determina­
dos. A pesar de su importancia parece que tales coordenadas no dejan de ser
circunstancias de la historia; no pertenecen a su esencia. Parecen reducirse al
escenario en que figura el personaje como lo sustancial. El escenario puede
cambiar, sin que cambie el personaje y su drama.
Sin embargo, un análisis más detallado muestra la complejidad del
asunto. En cuanto al tiempo señalo que no puede ser sólo circunstancial al
objeto de la historia, que sin duda es el hombre, pero el hombre en cuanto
proceso temporal, no precisamente como el simple pasado del hombre. En
relación con el espacio, hoy trataremos de ponderarlo como algo mucho
más complejo que una mera coordenada de lugar, tanto más si abordamos
otros cuatro conceptos afines: la región, el territorio, el paisaje y la historia
ambiental.

El espacio

No hablamos de cualquier lugar físico ni del universo. Nos referimos al espa­


cio que tratan las ciencias sociales y humanas, incluida la geografía.

Una sociedad “construye” el espacio que ocupa; explota y transforma el modelo


en función de determinaciones que van de criterios de uso a su sistema de repre-

Centro de Estudios de las Tradiciones, El Colegio de Michoacán.


sentación del mundo. Toda sociedad imprime su marca sobre su espacio, y en
reciprocidad, el espacio aparece como un modo de manifestación o de expresión
de la sociedad (Cadoret 1991: 235-236).

Esa reciprocidad resultaría incompleta si el espacio se reduce a objeto


pasivo y a espejo del hombre. He aquí el punto central: el espacio también
actúa sobre el hombre. Podemos estar de acuerdo en que no siempre lo
determina fatalmente, pero siempre contribuye a formar su realidad en
diverso grado según los casos. “La acción sobre el espacio se expresa ante
todo en su modo de ocupación (hábitat) y de explotación de sus recursos.
La organización —económica y social- del espacio a menudo se expresa en
términos de relaciones entre un centro’ -único o múltiple y una o unas peri­
ferias” (ib id 235-236).
Además, tal organización es integración del espacio en cierta unidad,
lo que se puede verificar considerando los diversos tipos de espacio conforme
a la clasificación de A. Frémont (1976: 96-100), el espacio infralocal (indi­
vidual), el lugar (familiar), el espacio social (localidad, terruño), la región, el
gran espacio o dominio y toda la superficie del globo (A. Frémont. De todos
ellos tomamos la región como objeto que ha sido de numerosas considera­
ciones teóricas e investigaciones específicas.

L a r e g ió n

Hay diversas concepciones de región:

Que el concepto de región no es unívoco lo prueban los usos variados que le


han dado las diversas disciplinas. La arqueología tradicional y la etnología, sobre
todo cuando han estado influidas por las teorías evolucionistas de cufio boasiano,
hablan de áreas o regiones culturales para indicar la distribución espacial y el ritmo
de comunicación de ciertos rasgos (traits) y patrones (pattems) creados o utilizados
por un grupo humano durante cierta época u horizonte. Para los biólogos, el con­
cepto está inextricablemente unido al nicho ecológico y al de ecosistema; remite a
los procesos y combinaciones por los que un conjunto más o menos heterogéneo de
seres vivientes coexiste y se adapta en un territorio. Los economistas “regionalizan
un país al dividirlo en espacios caracterizados por formas distinguibles de organi­
zación de los recursos y de la población; el enfoque neoclásico ha creado, además,
una sofisticada “teoría de la localización” que pretende explicar las relaciones entre
población y recursos, y entre las zonas rurales y urbanas, a partir de criterios de
optimización. Los planificadores parten de las regiones económicas para establecer
sus niveles diferenciados de desarrollo y buscar, con mayor o menor ingenuidad,
remedios a las desigualdades; ellos mismos definen ‘regiones al futuro’, que supues­
tamente resultarían de organismos gubernamentales y planes de desarrollo.
Los geógrafos utilizan el concepto en forma más versátil. Han abandonado
-me refiero sobre todo a las tendencias francesas y británicas contemporáneas- la
rigidez de la “región natural” para insistir en la formación histórica de los territo­
rios, condicionada, pero no determinada, por factores fisiográficos. Recurren a las
ideas de ecólogos y economistas sin olvidar que los espacios son también percibi­
dos y realizados por quienes los habitan; ... pero fueron los antropólogos sociales
quienes desde hace mucho mostraron empíricamente que el concepto de espacio
es socialmente creado porque es socialmente vivido; ... Recogido este enfoque
por los geógrafos y yuxtapuesto a enfoques más “objetivizantes”, puede formularse
una definición compleja, aunque no real de región: “se presenta como un espacio
medio, menos extendido que la nación o el gran espacio de civilización, más vasto
que el espacio social de un grupo y a fortioñ que un lugar. Integra lugares vividos
y espacios sociales con un mínimo de coherencia y especificidad, que hacen de
la región un conjunto que posee una estructura propia” [A. Frémont 1976: 138]
(Peña 1991: 126-129).

Se trata de región en general, que abarca los variados tipos enuncia­


dos y otros. En cualquier caso, la región implica espacio medio, integración,
articulación y cierta unidad resultante, cuyas fronteras suelen ser fluidas.
Para entender estas notas veamos un tipo de región, la relativa a fac­
tores económicos, según lo aprecia Eric Van Young (1991: 101 y 102):

El concepto de región en su forma más útil es “la espacialización” de una región


económica. Una definición funcional muy simple sería la de espacio geográfico
con una frontera que lo delimita cuyas partes interactúan más entre sí que con los
sistemas externos. Por un lado la frontera no necesita ser impermeable, y por otro,
no es necesariamente congruente con las divisiones políticas o administrativas más
familiares y fácilmente identiíicables, o aun con los rasgos topográficos [y cita a
B. Berry:] “Es en el sistema de intercambio, a través del proceso de distribución,
donde aparecen juntas las ofertas de los productores y las demandas de los consu­
midores. En este sentido las interconexiones de la red de intercambio son los hilos
que mantienen unida a la sociedad” (ibid.: 108-110).
Por mi parte me parece que por encima de la simple interrelación,
sea económica o de otro tipo, la perspectiva histórica añade otra nota esen­
cial al concepto de región: la región siempre es el resultado de un proceso
temporal. Otro historiador, Pedro Pérez Herrero, aprovecha dos modelos
que la economía ha propuesto, para explicar la conformación de regiones del
virreinato durante su último siglo y las primeras décadas del México inde­
pendiente. Tales esquemas de regionalización son el dendrítico y el solar. El
esquema dendrítico se asemeja a un árbol con grueso tronco y ramificaciones
hacia el exterior: existe una gran ciudad capital administrativa económica
cultural, alto grado de concentración de la riqueza en una sociedad cuya
articulación interna se comprende fundamentalmente gracias a variables del
exterior; por lo mismo se da cierta atrofia de lazos mercantiles interregionales
internos, así como una simplificación del sistema social de estratificación.
El esquema solar parte

de la teoría económica del lugar-central, se caracteriza por la constitución de


(varios espacios polarizados), con una relativa complejidad en la jerarquización
urbana y en la estructura social y con la presencia de flujos comerciales internos.
Los factores de regionalización responderían así a variables internas (Pérez 1991:
208-210).

Pedro Pérez Herrero aplica ambos esquemas al México del siglo XVIII
y pondera otras variables como la demografía, la fuerza de trabajo y la renta­
bilidad. De tal suerte distingue alrededor de diez regiones; en una de ellas, la
del noroeste, aprecia cómo la minería, vinculada con la economía externa, se
constituyó en motor de arrastre para conformar la región, según el proceso
siguiente:
1. Entrada en el nuevo territorio;
2. fundación de misiones;
3. descubrimiento de yacimientos mineros;
4. desarrollo de los cinturones agroganaderos y establecimiento del
comercio a larga distancia;
5. fuerte inmigración;
6. formalización de la administración;
7. expansión territorial de la producción agroganadera con las consi­
guientes tensiones con las comunidades indígenas;
8. desestructuración de las comunidades indígenas, mestizaje de la
población y monetización de su economía;
9. agotamiento del yacimiento minero y hallazgo de otro más al norte
con la consiguiente repetición del ciclo {ibid.: 224-225).

Otra región que detecta y analiza es la del Bajío guanajuatense a la que


identifica con la intendencia de Guanajuato junto con la zona de la ciudad de
Querétaro: advierte primeramente cómo en las primeras décadas del XVIII la
producción de metales preciosos fue acompañada de un aumento demográ­
fico, que descendió a mediados de siglo y se recuperó a finales de la centuria,
pero entonces expulsó excedentes debido a la baja en la rentabilidad del sector
minero. Con todo, “los rancheros constituían el sector más importante y los
pueblos indígenas eran escasos, faltándoles aparentemente la suficiente cohe­
rencia para hacer frente a su asimilación” (ibid.: 217). Pérez Herrero señala
como uno de los cambios más importantes en la conformación de la región,
el de la cerealización: zonas antes dedicadas a la ganadería se fueron desti­
nando a lo largo del siglo XVIII al cultivo de granos, que se comercializaban
hacia la ciudad de México y aun más allá: “ [Este] proceso de cerealización
del Bajío ocasionó por su parte la dependencia de importaciones masivas de
lana de las haciendas del norte del virreinato para el surtimiento de la materia
prima necesaria en sus obrajes, produciendo un aumento en los costos de
producción por los gastos de transporte” (ibid.: 219).
Y concluye con algo que puede parecer obvio a quienes no creen
mucho en esquemas:

... no parece claro poder afirmar que la articulación regional de México a finales
de la época colonial y comienzos de la vida independiente fuera esencialmente den-
drítica o solar, ya alrededor de los reales de minas o ya en torno a los centros urba­
nos ... Tendríamos así una trama general con el epicentro en la ciudad de México
como centro administrativo-político, recaudador de impuestos, mercado aglutina­
dor de metales preciosos para su exportación y receptor de mercancías de importa­
ción y regionales para su redistribución ... y otras tramas regionales más reducidas
con epicentros en reales de minas y en núcleos urbanos ... por donde discurrían
mayoritariamente mercancías de producción agroganadera (ibid.: 235-236).
Llama la atención que Pedro Pérez Herrero en varios casos (Mi-
choacán, Guadalajara, San Luis Potosí, Oaxaca, Puebla, Veracruz) asume
como guía de la regionalización, la división política de las intendencias,
bien que algunas veces señala la vinculación de algunas de sus partes con
otras regiones. Conserva pues, como pauta general, la del territorio político,
dando por supuesta, algunas veces, una identificación de tal o cual intenden­
cia con una realidad regional económica y detectando, otras veces, dentro de
algunas intendencias, lo que llama “zonas”, que en realidad serían regiones.
En otras palabras, el autor no aprovecha suficientemente sus datos consisten­
tes y sus consideraciones plausibles para una franca redefinición del espacio
novohispano y novogalaico donde por encima de la división territorial se
privilegie, de entrada, esa hipotética división regional, no territorial, en tér­
minos de producción y de comercio, con los señalamientos ulteriores, claro
está, de relacionar las regiones con la división territorial y de considerar que
las fronteras de las regiones no son impermeables. El estudio de Pedro Pérez
Herrero nos lleva al concepto de territorio.

Te r r it o r io

Una noción difundida de territorio es la de que se trata de todo espacio deli­


mitado geográficamente por la autoridad que ahí se ejerce.

Los geógrafos han elaborado una tipología de las formas de territorio, distin­
guiendo formas yuxtapuestas, reticuladas y satelizadas a partir de un centro pero
sin yuxtaposición. Y los antropólogos han mostrado que el proceso de organiza­
ción territorial debe analizarse en dos niveles distintos ligados uno con otro según
una lógica que pertenece en propiedad a cada sociedad: el de la acción de los hom­
bres sobre los sustentos de su existencia y el de los sistemas de representación. El
territorio es a la vez objeto organizado y culturalmente inventado (Bourgeot 1991:
704-705).

Si comparamos el concepto de región con el de territorio tenemos


que el de región es más general; así, puede haber regiones políticas y admi­
nistrativas coincidentes con un territorio. De tal manera, una región especí- !
fica de carácter socioeconómico o cultural no coincide muchas veces con el
territorio. Por otra parte territorio y región participan de la doble dimensión
del concepto de espacio: es lo dado y construido objetivamente, así como lo
representado.
Algunos etnólogos como A. Bourgeot (1991: 704-705) insisten en
elementos culturales del territorio:

La manera como una sociedad organiza materialmente su territorio varía en fun­


ción de los principios de división sexual del trabajo, de las formas de estratificación
social o de las modalidades según las cuales se instituye la coexistencia entre etnias
diferentes ... La intervención humana sobre los componentes materiales del
medio no es sino un aspecto del proceso por el que una sociedad constituye en
territorio el espacio que ocupa. Éste es al mismo tiempo el producto de un sistema
de representaciones. El territorio es generalmente un elemento de mediación entre
los vivos, por una parte, sus ancestros y las fuerzas naturales, por la otra.

Lo singular del concepto de territorio en A. Bourgeot estriba en que


no pone de relieve el carácter de control en el concepto de territorio. Toda
su reflexión se dirige a percibirlo como el espacio dé anclaje de una cultura,
sobre el que se erige el control del espacio: “No es sino en ciertas condiciones
como la tierra se constituye en objeto puro de trabajo y como el territorio
llega a ser esencialmente político”. Otra concepción de territorio es precisa­
mente la que se orienta a la delimitación controlada del espacio:

La territorialidad se entiende como “el intento de un individuo o grupo de afectar,


influir o controlar gente, elementos y sus relaciones, delimitando y ejerciendo un
control sobre un área geográfica” ... Las delimitaciones generales llegan a conver­
tirse en territorios específicos solamente cuando sus fronteras se usan para afectar
el comportamiento de sus componentes controlando el acceso al mismo ... lo que
los geógrafos llaman zonas nodales, áreas de mercado o puntos centrales de regio­
nes alejadas de los centros urbanos, no son precisamente territorios específicos. Su
descripción puede indicar simplemente la medida de la actividad en dichos espa­
cios. Llegan a convertirse en territorios específicos, si sus límites son usados por
alguna autoridad para moldear, influir o controlar las actividades que se realizan
en ellos ... La territorialidad es la forma espacial primaria de poder (Sack 1991:
194-197).
Si llevamos a cabo una segunda comparación entre región y territo­
rio, advertimos ahora que la región implica principalmente la interrelación
como resultado del dinamismo propio de tal o cual economía o cultura, o de
otros elementos en los que puede o no destacar la voluntad de poder; en el
territorio, en cambio, lo específico consiste en la delimitación espacial como
signo de voluntad de poder para control de recursos.
Frente a aquella otra noción etnográfica de territorio, como anclaje
espacial de una cultura, la región puede o no coincidir con ella; en todo
caso, esa noción de territorio señala más la organización social y el sistema
de representaciones, mientras que en la región se pone de relieve la confor­
mación del espacio como resultado de procesos históricos interrelacionados.
Tales procesos son de dos tipos: de integración y de articulación, como
asienta Brigitte Boehm siguiendo a J. Steward. Ocurren simultáneamente
y se distinguen en que la integración camina hacia la homogeneización en
donde cada parte contiene elementos horizontales presentes también en las
otras partes, como las agencias estatales, financieras, eclesiásticas, etc. En
cambio la articulación es heterogénea, sus elementos son verticales, como
lealtades, clientelas, mercados, santuarios, etc.; estos elementos son exclusi­
vos y marcan la regionalidad (Boehm 1997: 35).

El p a i s a je

Más claro quedará el concepto de región si traemos a colación otro derivado


del espacio: el paisaje. Ha sido Bernardo García (2004: 41 y 42) quien esta­
blece la relación comparativa entre paisaje y región:

El paisaje es expresión visible de un sistema de organización espacial; la región


es manifestación funcional de ese sistema y no se hace necesariamente visible. El
paisaje es una expresión parcial relativa, que tiene gran peso en nuestra percepción
del espacio. La región es una expresión del sistema espacial en sí, y su significado
va más allá de la percepción: no refleja el rostro sino el funcionamiento de la
geografía. Las regiones surgen de la interacción entre los diversos elementos de un
sistema que funciona en un espacio dado ... Es posible describir la región como
un espacio histórico articulado sobre la base de un conjunto funcional de relacio­
nes espaciales y percibido como individual y discreto.
Trato de entender que el paisaje es sólo una expresión parcial relativa,
entre otras, de un sistema de organización espacial, puesto que la región, en
cambio, es la manifestación funcional de ese sistema. Mas no veo por qué
en el caso, manifestación y expresión no sean sinónimos. Y entonces la
región sería la expresión, en tanto que el paisaje sería una manifestación.
Esto sólo es la cáscara que soslaya el problema de fondo: mas qué decir que
la región no refleja el rostro sino el funcionamiento, ¿no habría que afirmar
que la región abarca tanto el funcionamiento como el rostro?, ¿no es acaso
el paisaje la materia necesaria de la región, pero que ciertamente sólo se
hace región por tal funcionamiento? En otras palabras, el funcionamiento
histórico, social, económico, etc., especifica el paisaje, el espacio; mas por
otra parte, ¿es posible el funcionamiento sin paisaje, sin espacio? Estimo así
que el paisaje, el espacio, no sólo es condición sino parte consustancial de la
región. Es verdad que el significado de región va más allá de la percepción
que se logra gracias a la lectura del paisaje, pero sin esta percepción sensible
no hay punto de partida ni comprensión adecuada de la región, que de otra
manera se queda en los conceptos -espíritu sin cuerpo- siendo realidad
integral en que lo visible y tangible no sólo es el inicio de la revelación del
funcionamiento sino un factor cambiante e interactuante con el funciona­
miento.
De aquí se deriva una consecuencia de trascendente valor metodo­
lógico: el acercamiento a la región desde el punto de vista de las ciencias
sociales ha de hacerse indispensablemente con un doble grupo de herra­
mientas: las que se refieren a la lectura del paisaje y las que tienen que ver con
la organización y el funcionamiento social tanto en perspectiva sincrónica
como diacrònica. Cae por su peso que por medio de la lectura del paisaje se
apreciará el carácter fluido y gradual de los linderos regionales, así como la
superposición de diferentes regiones en un mismo paisaje; y en particular
la inadecuación de las regiones con los límites territoriales, a menudo sujetos,
al menos en la intención, a líneas más definidas. Así las cosas, creo que esta­
mos en condiciones de abordar dos problemas: la crítica que han empren­
dido algunos historiadores frente a la historia regional y la contracrítica que
me permito plantear en nombre de la historia ambiental.
C o ntra la “ reg io n o lo g ía ”

Manuel Miño (2002: 867-897) formula recientemente la pregunta de si


existe la historia regional, a la vez que hace una revisión crítica del sustento
teórico y metodológico de trabajos de historia regional y estudios regionales,
de manera particular de aquellos “cuya preocupación central es la recons­
trucción central de parte o de todos los aspectos de la vida de una región”.
“La historia regional -agrega- no parece tener salida si se reduce a un costal o
saco al cual se le llena de multitud de conceptos, temas o líneas de investiga­
ción heterogéneas” {ibid.: 14). En especial llama la atención a este autor que
se lancen programas de estudios regionales y posgrados de historia regional
sin haber ponderado su inconsistencia conceptual.
Lo que más se objeta a la historia regional es el supuesto de que exista
una ciencia de la región, diríamos la “regionología”:

¿Pero la historia regional es una disciplina con sus propios métodos y conceptos?
Está claro que no es fundamentalmente el conocimiento histórico de una sociedad
localizada en un espacio determinado. En este caso muchos de los métodos denen
que ver con los de la historia y segundo con los de la economía, dejando lo regional
como un marco espacial secundario en donde se ubica y nada más [...] no es que
las regiones no existan, lo que no existe es la región como método para reconstruir
procesos absolutamente sociales (Miño 2002: 28, 42).

Por lo mismo, de acuerdo con el autor, es correcto hablar de la his­


toria económica de tal región, pero no de una historia regional en general
que puede o no abarcar la economía, como si la delimitación espacial bastara
por sí misma para generar el hilo conductor de esa historia. En la misma
línea que hemos señalado, Miño se pregunta y responde: “Qué es lo que
hace que una región sea étnica o económica, justamente no es el espacio
sino aquello que los antropólogos definen como ‘lo étnico’ y los economistas
como ‘lo económico’, es decir, un problema social” (ibid.: 21). Y lo corro­
bora siguiendo a Sergio Ortega: “El espacio regional está determinado por la
sociedad regional y no a la inversa” {ibid.: 24).
En su alegato, Miño plausiblemente incluye el rasgo propio de la
región como resultado de un proceso histórico. Para ello cita a Cariño-
Olvera: “Si hoy podemos distinguir una región homogénea por sus carac­
terísticas neoeconómicas y sociales, es presumible que dicho espacio sea el
marco de una sociedad con un proceso histórico particular. Es decir, si en la
actualidad existe una región particular, es que tiene una historia particular”
(ibid.: 25). En vista de lo dicho, Miño concluye: “No podemos hablar de
una historia regional como disciplina, porque no tiene ni tendrá definido un
cuerpo conceptual ni metodológico” (ibid.: 47).
Estoy de acuerdo con esta conclusión. Pero en lo que tengo dudas
y con lo que discrepa es en el exceso de una de sus premisas. En el afán
de atacar “la subordinación de los fenómenos históricos al espacio” (ibid.:
21). Miño y compañeros caen en el extremo de minusvalorar el espacio, al
reducirlo a simple marco o escenario de lo que verdaderamente es historia: el
hombre. Por ello afirma: “El espacio como geografía es una condición básica
de la historia. Sólo eso” (ibid.: 40). En la misma línea recordemos la frase
citada más arriba: “lo regional como un marco espacial secundario donde se
ubica [la historia] y nada más” (ibid.: 28).
Creo que para descartar la regionología no hay necesidad de arrinco­
nar el espacio. Ni es posible. El problema es que el espacio de Miño es una
abstracción. Ese espacio abstracto, como simple lugar, marco y escenario de
los actores humanos, no existe. El espacio que realmente existe se llama natu­
raleza, se llama medio ambiente y nunca ha estado ni estará inerte. La minus-
valoración del espacio naturaleza frente al hombre es herencia de la marcha
triunfalista del “progreso” decimonónico y los avances tecnológicos que iban
dominando a la naturaleza y reafirmando así, no sólo el antropocentrismo de
la historia sino relegando cada vez más a la naturaleza a la categoría de mero
espacio. La naturaleza ha sido afectada y dominada hasta cierto punto por el
hombre, pero ese espacio naturaleza tiene su propio dinamismo, reacciona a
la acción del hombre y, convidada o no al festín de la cultura y de la civiliza­
ción, lo sigue afectando aun en las condiciones más artificiales. Forma parte
activa de su historia. Hablemos, pues, de la historia ambiental.

Historia am biental

Aunque es frecuente que en estos días se empleen como sinónimos los términos de
“historia ecológica” e “historia ambiental”, será útil hacer entre ellos una distinción
... la ciencia de la ecología ha tendido a enfocar el estudio de la naturaleza como
el mundo no humano y a evitar un enfoque antropocéntrico; se ha propuesto
identificar y explicar la interrelación de todas las formas de vida y de no privilegiar
el factor humano ... En contraste, la historia ambiental suele entenderse como la
historia de la relación humana con el mundo físico, con el ambiente como objeto,
agente o influencia en la historia humana. Aquí la naturaleza figura desvergonza­
damente como hábitat humano... (Arnold 2000: 11).

En ambos enfoques, la naturaleza es mucho más que el escenario. Por


ello, dentro de la segunda perspectiva Stefania Gallini dice: “ [En la historia
ambiental] la naturaleza asume consecuentemente el papel de socio coope­
rante y deja de ser el contenedor frágil y vulnerado de la presión antropica,
el inerte telón de fondo sobre el que destacan las maravillosas gestas de los
hombres’, en palabras de Piero Bevilacqua” (Gallini 2005: 6).
La otra perspectiva, que pone en primer término a la naturaleza y
dentro de ella al hombre, es enunciada así por Germán Palacio (2006: 1):

La historia ambiental [mejor diría historia ecológica] pretende describir y analizar


las interacciones entre los elementos bióticos y abióticos de la naturaleza, inclu­
yendo en ella los seres humanos, quienes, con el objeto de sobrevivir, han trans­
formado la naturaleza a través de una estrategia particular denominada cultura.

Esta posición ha ocasionado que por su amor a la naturaleza no


pocos tiendan a distanciar a los humanos de ella. A este distanciamiento
de los naturalistas han correspondido no pocos historiadores, como hemos
visto, alejando a la historia humana de la importancia del espacio naturaleza.
Algunos de quienes rechazan ambos alejamientos y tratan de llevar de la
mano la historia del hombre y de la naturaleza, han llegado al extremo de
pretender anular la diferencia ontològica de ambos. Por mi parte estimo que
en la historia, el hombre ha figurado y seguirá figurando como protagonista,
pero si la historia semeja un drama entre los hombres, no podrá desenten­
derse de que el escenario también es actor.
A la mayor parte de los historiadores le puede parecer cosa de moda
y caer de sorpresa la historia ambiental, como en su momento les cayó de
sorpresa a los historiadores interesados en la historia política, que tomaran
relevancia la historia económica o la demográfica. Por ello recuerda Gallini
que la historia ambiental ha sido practicada por muy pocos historiadores
y que más bien han sido geógrafos, politólogos y ecólogos quienes se han
introducido en este campo: “La abdicación de los historiadores hacia el
medio ambiente y la ocupación de ese espacio por parte de otros estudiosos
indica la existencia de una inquietud a la que los historiadores no están res­
pondiendo, con consecuencias que llegan a ser sensibles” (Gallini 2005: 9).
Arnold (2000: 171) ya desde antes había abundado en el reclamo:

Los historiadores no han encontrado a la naturaleza fácil de manejar, ni como


concepto ni como influencia histórica. Muchos han reaccionado desentendiéndose
de ella calladamente, creyendo que el verdadero sujeto de la historia está en otra
parte -en el estudio de la humanidad sola, de suyo desprovista de adornos y sin
afectaciones-. Y sin embargo, la naturaleza, o el medio o el ambiente, como se
acostumbra llamarle hoy, no puede ser echada a un lado tan fácilmente. Les guste
o no les guste a los historiadores las ideas de la naturaleza han desempeñado parte
principal, hasta podría decirse que integrante, tanto del proceso de la historia como
de su interpretación. Además, en estos días de creciente conciencia ambiental, los
historiadores no pueden, ni deben, quedarse callados sobre un tema de interés tan
amplio y de legítimo interés público.

¿Por qué, entonces, historiadores reconocidos se han apartado no


sólo calladamente sino de manera expresa de la consideración de la natura­
leza? Desde luego porque tal vez no estén al tanto de la historia ambiental
y también porque algunos de ellos, en el legítimo afán de descalificar los
estudios regionales como una disciplina, cayeron en el extremo de reducir el
espacio a una abstracción, a un mero escenario, según hemos visto.
Pero creo que hay otras razones. Y es que la historia ambiental,
donde muestra su mayor sentido, quizá, no es en los espacios regionales ais­
lados ni en coberturas temporales de corta o mediana duración, dimensiones
frecuentes de muchas investigaciones históricas sino en amplios dominios de
la tierra, en fenómenos que abarcan varios continentes y que cubren tiempos
de larga duración, dimensiones que no trata la mayor parte de los historiado­
res. Otro motivo es que “cuando los escritores (no siempre historiadores) se
ocupan de asuntos históricos, dejan implícita, o adoptan inconscientemente,
alguna forma de determinismo geográfico o biológico” {ibid.\ 171-172),
cosa que naturalmente molesta a los historiadores.
Aparte, los no historiadores que hacen historia ambiental, bien cali­
ficados en sus disciplinas, no lo están en métodos y fuentes que les permitan
armar una historia “científica”. Y más que todo esto, en el fondo, como dice
Palacio, “la historia ambiental desafía tanto los subparadigmas de la historia
profesional, como los paradigmas de la ciencias naturales” (Palacio 2006:2).
El reto principal me parece que está en mostrar teórica y práctica­
mente la viabilidad de la historia ambiental, no sólo en los grandes domi­
nios espaciales ni en las amplias coberturas temporales sino en el ámbito
en que se mueven muchos historiadores y ecologistas: un ámbito inferior
a esas grandes dimensiones, pero superior al de las localidades, esto es, la
región. Pero se trataría de un tipo especial de región: la ambiental, que no es
precisamente la ecológica sino la resultante de la interactuación del hombre
y los nichos ecológicos: una interactuación que va conformando conjuntos
fluidos de espacios y tiempos de medianas dimensiones, que se insertan en
el dinamismo de la historia ambiental de grandes dominios, pero que tienen
rasgos propios, tal vez semejantes a los de otras regiones, y que refleja la gran
historia ambiental de manera distinta.
Se trata de algo parecido a lo que sucedió con la historia económica
en general y en particular con la regional. Llevó tiempo para que el gremio
de historiadores y los estudios universitarios de historia reconocieran su
importancia. En ambos casos, la geografía humana tiene mucho qué decir.

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