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Título de la obra: A cuestión de tormento y otras

historias del tiempo amurallado


Índice

A cuestión de tormento ................................................................ 1


La codicia de un fraile ................................................................ 20
Indio de una sola palabra ........................................................... 26
Las penas del gallinazo ............................................................... 32
La rebelión de un esclavo de buena ley ...................................... 38
Tormenta sobre las murallas ...................................................... 44
Santo Patuleco ............................................................................ 47
El último recibo de un rescate de Francis Drake ....................... 56
El precio de una espada por la ciudad........................................ 67
El último viaje en el tren de los imperialistas .............................. 75
“¡Escoba, trapero, pala!” ............................................................. 83
Nunca se muere sin esperanza ................................................... 88
La caída de la plaza .................................................................... 93
A cuestión de tormento

Sólo al tercer día de estar preso, el licenciado Luis


Henríquez de Fonseca pudo ver las cosas que ocurrían fuera
de la celda. Lo llevaban atado a la primera audiencia, por los
soleados patios de la Inquisición.
En el despacho, a pesar de la poca luz que había en el
interior, notó que dos de ellos eran laicos y el otro religioso,
pero a los tres los unió por el hábito y el pesado crucifijo de
oro que llevaban en el pecho. Dio dos pasos al interior,
como los de un animal acorralado, y no sabía cómo dar los
buenos días.
El inquisidor mayor le respondió de la manera más amable,
lo contrario el escribano que no le dijo nada, sino que
prendió la vela para afilar la pluma, y el secretario que lo
miró desde la penumbra con aquellos ojos de indulgencia
como si le dijera, “no temas, señor Henríquez, que todo lo
que hacemos aquí es por tu bien”, y de severidad, “en todo
caso tú nos perteneces y nosotros somos tu juez”.
El inquisidor le pidió al alcaide que le quitara la cuerda para
que pudiera persignarse y decir las oraciones, las que recitó
con notable precisión.
Sin embargo, el secretario fue insistente en la pronunciación
de ciertas palabras en latín, sobre las que el licenciado se
comprometió en mejorarlas. El notario lo llamó para que
jurara sobre la Biblia, para que dijera la verdad y guardara

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secreto de todas las cosas que iban a ocurrir a partir de ese
momento, durante el encierro y el proceso.
Luego el inquisidor encendió su vela y le pidió que se sentara
en el banquillo, uno a ras del piso, y comenzó a interrogarlo
con preguntas que sacaba de un manual. Eran sencillas,
como nombre, edad, quién le enseñó a leer y escribir,
nombre de los padres y parientes por línea paterna y
materna, y si alguno de ellos había sido procesado,
condenado o quemado por el Santo Oficio, y si era cristiano
viejo o cristiano nuevo, con quién se había bautizado y
confirmado, cuándo se confesó la última vez, si había visto u
oído sobre la existencia de algún libro prohibido, y si sabía
o presumía la causa de su encierro.
Cuando terminó de transcribir la última respuesta el
escribano, el inquisidor se quitó los lentes y por primera vez
regañó al licenciado en los siguientes términos:
―¡Es importante que sepa una cosa, señor Henríquez, y es
que aquí no acostumbramos a encerrar a nadie sin que
tengamos suficiente información de lo que han visto u oído
decir otras personas!
Y lo amonestó de parte de Dios y su bendita Madre.
***
En la pequeña celda, el licenciado sólo podía abrir la cama
en el muro occidental y tener la mesa en el muro oriental.
Encima de la cabecera tenía un crucifijo y sobre la mesa un
pequeño altar de la Virgen y el Niño. Más arriba, la claraboya
por donde pasaban la luz, los sonidos y los olores del día.
Esa mañana, como de costumbre, regaron el patio con el

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agua del aljibe dejando el agradable olor a tierra mojada en
la celda, hasta que el sol comenzó a calentar las cosas. Al
mediodía le llevaron la comida, y por el olor, sabía que no
era de su casa. Sólo a las cuatro la celda se refrescó con la
fresca, pero a las siete lo sorprendieron los mosquitos contra
los que no tenía candela, sábana ni toldillo para protegerse.
Desesperado, pidió audiencia, la que sin embargo se la
concedieron a la medianoche. Pero en ella, no se atrevía a
hablar de las últimas cosas que le pasaban, ni sobre su causa,
lo que contrarió al inquisidor que lo presionó para que
mirara a los ojos del inquisidor general pintado en un cuadro
en la pared y se preguntara qué había en ellos que todo buen
cristiano aceptaría dichoso pero que todo hereje esquivaría.
El licenciado miró por un rato el cuadro que le señalaban
con la lámpara, pero volteándose preguntó:
―En razón de que vengo padeciendo de una pena que no
es mía, quisiera saber la causa de mi prisión…
―¿La causa? ¡Vaya pregunta, señor Henríquez! ―le
respondió el inquisidor, todo irónico―. ¡Esa la sabes tú! ¡Y
si no la dices! ¿Cómo podemos ayudarte?
Y lo amonestó por segunda vez de parte de Dios y su bendita
Madre.
***
Pasó la semana, y en la tercera audiencia las cosas parecieron
fáciles al licenciado: fue un repaso de la primera y la segunda
audiencia. Pero en la cuarta las cosas tomaron un cariz
distinto. Cuando iban a llegar al mismo punto de la segunda
audiencia, el inquisidor fue más puntual con las preguntas y

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comenzó a preguntarle por detalles de su profesión, dónde
la había aprendido, con quién, y si su tutor era judío y a
cuántos había circuncidado; y como no le pudo sacar más
información, le hizo contemplar el estandarte de la fe,
explicándole el significado de los colores y las cosas que
había ahí, como el negro, el luto que cargaba la Iglesia por la
contumacia de los herejes…
Como no lo pudo doblegar, le hizo acercarse al papel que
estaba garabateando y le preguntó qué letra seguía después
de la primera del alfabeto hebreo, a lo que el licenciado,
acorralado, sólo atinó a responderle que no sabía nada sobre
ese tipo de escritura, que la única que sabía era la romana,
como el idioma que hablaba y las oraciones en latín.
***
Esa noche, como nunca, comenzó a repasar las caras de los
que hacían parte de la carda y los encontró falsos y
envidiosos aun en los días del gran arrepentimiento. Quiso
dar con el informante que debió delatarlo, sin importar el
grado de lealtad que hubiera manifestado a la carda, y pensó
en el limosnero que se le identificó con una de las
contraseñas de su nación en la calle, y en la paisana que lo
amenazó con echarle el guante del Santo Tribunal si no le
avaluaba con un precio razonable el cargamento de esclavos
que le había secuestrado la Inquisición a su esposo…
A los nueve días el inquisidor lo citó de nuevo y le recordó
las cuatro amonestaciones que llevaba encima con las que
podía comprometer incluso su propia causa. En esas
apareció el fiscal con el escrito de acusación, y después de

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jurar sobre la Biblia, lo acusó en primera instancia de
apóstata, observante de la ley de Moisés, fautor y perjuro.
―¡Soy cristiano viejo desde que nací como mis antepasados!
―lo interrumpió el licenciado desafiante.
―¡Señor! ―lo interrumpió el inquisidor― ¡Te hemos
amonestado cuatro veces, por mal cristiano que eres, ahora
quieres sabotearnos la audiencia!
―¡No soy apóstata, mosaico, fautor ni perjuro! ―exclamó
el licenciado fuera de sí― ¡Soy cristiano viejo, como mi
familia paterna y materna, y nunca he dejado de cumplir con
los preceptos de la Santa Madre Iglesia Católica!
Sabía que esos delitos lo podían llevar a la hoguera, por lo
que el inquisidor lo mandó a callar de nuevo si no le
mandaba a aplicar la mordaza. El licenciado estaba de pie,
sudoroso, con las piernas adormecidas por el tiempo que
estuvo sentado a ras del piso, y lo obligaron a que escuchara
formalmente la acusación que le hacía el fiscal en forma
confusa y difusa, sin revelarle detalles como el nombre de
las personas que lo atestiguaron, el sitio y la fecha de los
hechos.
De nuevo el fiscal leyó la acusación, pero esta vez para que
la pudiera refutar por capítulos.
―Capítulo uno: “Un testigo dijo que hacía juntas de
sinagoga en casa con escándalo y murmuración, con puertas
y ventanas cerradas, aparentando jugar a los naipes, cuando
en realidad estaban platicando sobre la observancia de la ley
mosaica hasta entrada la noche…”

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―¡Juro por Dios que eso es falso! ―respondió en el acto el
licenciado― ¡Sólo entiendo la ley de Cristo como la única
que salva!
―Capítulo dos: “Un testigo dijo que tenía imaginación de
derribar la cruz puesta de humilladero en la plaza donde
vive, porque esa cruz era tan muerta como sus mil seiscientos
y tantos años de existencia…”
―¡Juro por Dios Trino y Uno que eso es falso! ¡Nunca he
dejado de venerar las imágenes!
―¡Señor! ―lo interrumpió el inquisidor calmadamente―
¿Por qué jura por Dios Trino y Uno que eso es falso y no
por Dios Uno que eso es verdadero?
―¡Por el dogma de la Trinidad!
―¿Por el dogma de la Trinidad?
―¡Sí, por el dogma de la Trinidad! ¡Dios, en esencia, existe
en forma simultánea en tres personas distintas, Padre, Hijo
y Espíritu Santo!
―Capítulo tres: “Un testigo dijo que siendo el mayordomo
de la cofradía del Santísimo Sacramento en la procesión del
Corpus, que por derecho propio la debe encabezar con el
guion, tenía puesto el sombrero en la cabeza y alguien le dijo:
‘Quítese el sombrero, vuestra merced, que aquí viene
Jesucristo’; y éste le respondió: ‘No se meta en esto, que aquí
no viene ningún Jesucristo, y menos de carne y hueso’; a lo
que uno de los acompañantes, ofendido, se le acercó por un
costado y lo amenazó con chuzarlo con la punta del asta si

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no lo hacía, porque en esas procesiones hasta los reyes se
quitaban el sombrero.”
El licenciado iba a responder en el acto, pero se contuvo, lo
que aumentó la tensión en el despacho. Le hervía la sangre,
pero tenía que medir sus palabras. Humilde dijo:
―Pidón perdón a este Santo Tribunal por el horrible acto
de soberbia que cometí, porque fue el pecado de la soberbia
el que me asaltó. ¡Me retracto y pido clemencia a vuestras
señorías!
***
A los tres días compareció de nuevo. Le habían dado copia
del proceso para que lo leyera y dijera si tenía algo que
agregar, quitar o cambiar. Respondió que no, y llamaron al
abogado de los reos del Santo Oficio que juró defenderlo en
derecho hasta el final. Era la última oportunidad que tenía
el licenciado de salvarse si lograba identificar a los
informantes y demostrar que eran sus enemigos a título
personal, pero debía contar con el apoyo del mismo
abogado que debía corroborarlo fuera de la celda. Una cosa
que le sorprendió de él, fue la forma como le pidió que
dijera la verdad para el bien del proceso.
―Con esto ―le decía el abogado―, te libras de un proceso
largo y costoso.
―¡Soy inocente de lo que vuestra merced sospeche de mí!
―lo cortó en el acto.
Entonces, el abogado le pidió al escribano que le diera papel
y tinta a su cliente para que pudiera redactar las defensas en

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su solitaria celda en el término de tres días, como lo dictaban
las normas.
***
Cinco meses después, y con cinco amonestaciones a cuesta,
el licenciado vivía angustiado por el resultado de las
defensas. Había imaginado toda suerte de situaciones en
caso de que fallaran, como la de guardar silencio, decirles la
verdad, entrar en rebelión, escaparse, vencer el tormento o
en el peor de los casos ahorcarse. Le sorprendieron los
primeros villancicos desde la plaza de la Inquisición, por lo
que marcó debajo de la tabla del altar el primer día de su
fiesta de Luces, que en ese entonces coincidía con Navidad,
y comenzó a recordar su infancia en el reino de Portugal, a
su madre preparando la comida en forma especial y a su
padre terminándole de tallar la tradicional pirinola de cuatro
caras, el “dreidel de Janucá”. Y comparó su suerte con la
pirinola cuando lo perdía todo, pero en este caso eran sus
bienes con la Inquisición, por lo que quiso vengarse de ella
encendiéndole la primera vela de su fiesta de Luces a la
imagen de la Virgen y el Niño.
***
Pasaron el día de Reyes, fiestas de la Virgen y Carnavales, y
de nuevo la ciudad entró en sopor con la llegada de
Cuaresma. Sólo para finales de febrero, comenzó a agitarse
con la llegada del inquisidor general, por lo que los
inquisidores comenzaron a agilizar los procesos pendientes,
entre ellos el del licenciado.

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Lo citaron para marzo. Le preguntaron si tenía algo que
agregar.
―¡Nada, vuestras señorías! ―le respondió el licenciado
ante la expectativa de que le hubieran favorecido las
defensas.
―Entonces, ¿quieres dar por terminada la etapa de
probanza, señor Henríquez?
―¡Pues sí, vuestra señoría, estoy listo para ella!
Sin saberlo, y sin que lo supiera jamás, había acertado con el
nombre de los informantes, no como enemigos a título
personal, sino como compañeros de carda, lo que dio pie a
los inquisidores a arrancarle la verdad por medio del
tormento.
―Aquí tenemos ―lo inculpaba el fiscal―, a un reo que se
comporta de manera tranquila y sin remordimientos, grave
indicio de que es culpable, porque si fuera inocente, estaría
inquieto y buscaría incluso la manera de reconciliarse con la
Iglesia.
―¡Vuestra señoría! ―lo cortó el licenciado― ¡Soy inocente
de todo lo que se me inculpa!
―¡Señor! ―lo interrumpió de nuevo el inquisidor―
¡Todas tus defensas se han agotado, y toca sacarte la verdad
por otros medios!
Los inquisidores, más el teólogo que entró a calificar el
delito, y el ordinario en representación del obispo, votaron
en conformidad para que lo sometieran a cuestión de
tormento todo el tiempo necesario hasta que se testificara

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contra sí mismo y contra los demás, y así pudiera purgar la
probanza que era muy sólida. Si quedaba muerto, lisiado o
con profusión de hemorragia, le advertían, era por su culpa,
pues habían sido muy condescendientes con él.
El licenciado se estremeció de pies a cabeza. Era el mismo
temblor que experimentaba desde cuando un familiar lo
sacó a escondidas de Lisboa para que no viera la ejecución
de sus padres en la hoguera y se hiciera bautizar con otro
nombre cristiano y confirmar con el obispo de Sevilla. De
pronto, el licenciado entró en pánico, le temblaba la boca,
pero así lo obligaron a contestar.
―De nuevo pido clemencia a vuestras señorías... ―les
decía― Pues soy inocente de todo lo que se me acusan...
No encubro a nadie… No perjuro… No he faltado a la
verdad en ningún momento...
―¡Señor! ―lo detuvo el inquisidor con su poderosa voz―
¡Debes tener claro que el Santo Oficio no es el que
atormenta, sino el siglo, y que hemos sido condescendientes
contigo todo el tiempo que ha durado el proceso, pero no te
dejaste ayudar!
El licenciado estaba pálido y no sabía qué hacer. Sin
embargo, reaccionó como con ganas de desafiarlos:
―¡Pues sí, vuestras señorías! ¡Que se haga a la voluntad del
Señor!
***
Para su Pascua, el licenciado cayó en estado de conmoción.
Acostado, sus pensamientos se dividían entre negar o
confirmar su secreta vida. Decidió arriesgarse un poco más,

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movido por la honradez de su mentira. “Entonces”, se decía,
“callaré mis lecturas en la sinagoga, mi desprecio por las
imágenes, mi aborrecimiento por los hermanos del
Santísimo Sacramento, los ritos que practico en secreto, los
libros que mantengo escondidos y las veces que profané los
lugares.” Se dirigió a la pared oriental para elevar sus propias
oraciones, y balaceándose, se dijo: “¡Sé que estoy perdido y
es menester que sufra un poco más, porque este sufrimiento
no es nada al que tuvo mi pueblo en Egipto!”
Se apartó de la pared para secarse el sudor de la cara y se
preguntó por la hora. Venía orando en esa misma posición
desde que lo encerraron en la celda, pero esta vez se dirigió
a su impronunciable Dios, no para saber si existía, sino para
que lo ayudara a salvarse del proceso. Quería preguntarle si
le permitiría abjurar de su fe en la próxima audiencia a fin
de salvar su vida, y eso lo inquietaba, por lo que se puso a
caminar de un lado a otro, repitiendo los mismos pasos de
siempre. Se arrimó a la pared para meditar cabizbajo y se
preguntó hasta qué punto podía resistir, y si era preferible el
tormento o la hoguera, porque en el primero diría cosas que
no debería decir, mientras que en el segundo el humo lo
asfixiaría y no sentiría las llamas de la hoguera. En todo caso,
se decía, tarde o temprano iba a ser cadáver, y eso lo
consolaba.
Se acostó para conciliar el sueño, pero no pudo. Se dijo:
“¡Heme aquí en prisión tal como lo estuvieron mis padres!”,
y dirigió sus plegarias arriba, para que le tuvieran abiertas las

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puertas del Cielo y le enviaran al arcángel Miguel, con el que
se vengaría de todo lo que le habían hecho los inquisidores.
A la hora, y con la vela apagada, comenzó a recitar el servicio
de la tarde. Eran las siete de la noche según las campanas de
la Iglesia Mayor. No sabía si agregarle o no más palabras al
servicio, pero prefirió ahorrarlas para la nueva audiencia,
porque quería estar agradecido por la forma como lo había
desgraciado su impronunciable Ser. En ese instante oyó las
pisadas de alguien, luego el ruido de la puerta que se abría y
se cerraba, y la voz de alguien que se le sentaba a su lado y
le pedía calmarse. De entrada le propuso enfrentarse el
tormento sin dolor, sin daños a sus miembros, en forma
fingida, en el que los mismos inquisidores lo aprobarían con
su silencio.
Creerle o no, fue lo primero que pensó el licenciado. ¿No
sería acaso una trampa de los mismos inquisidores? Pidió
que lo dejara pensar, que viniera al día siguiente, porque
estaba seguro de que esas cosas eran indebidas. El visitante
lo acosó diciéndole que ésa era su última oportunidad,
porque si no, lo más probable era que quedara lisiado o
muerto en el tormento. “El verdugo es temible con las
cuerdas y tú estás enflaquecido”, lo asustó el visitante al oído.
―Entonces, ¿qué tengo que hacer?
―Nada, aparte de la gratificación que nos vas a dar con este
papel, pues sólo tienes que firmar aquí.
El licenciado no se atrevió a preguntar por la suma de su
hipoteca, pues la supuso alta, y concluyó de qué le iba a

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servir ese bien que le ocultó al secuestre de la Inquisición, si
no fuera para salvar su vida.
Firmó el papel al final de la hoja, a oscuras, tal como se lo
pedía el visitante, y este le pidió guardar el secreto.
***
Con el corazón agitado, se levantó con el toque del ángelus.
Miró a la claraboya, hacia un día aún a oscuras, en medio
del repique de todas las campanas. Así percibió la oscuridad
de su alma, acosado por el repicar de las campanas. Se lavó
las manos, dio las gracias por el nuevo día, y sintiéndose
limpio se acercó al muro oriental para vencer su soledad.
“Entiendo que sólo me esperan las llamas del quemadero de
la plaza del Perdón”, se decía, “pero te sigo amando, mi
inasible Creador, aun cuando soy objeto de vergüenza”.
Cuando oyó acercarse por el corredor las pisadas de los
funcionarios de la Inquisición, aceleró la oración, pero tuvo
que interrumpirla cuando le quitaron la cadena de la puerta
de un solo golpe.
El inquisidor le advirtió muy amable:
―Es importante que sepa una cosa, señor Henríquez, y es
que este proceso está visto por personas de rectas
conciencias, y no nos queda otra opción que someterte al
tormento si no nos dice la verdad.
Y lo llevaron a la Cámara del Tormento, un recinto apenas
iluminado por la lámpara del escribano. Era largo, de techo
abovedado, a la izquierda había un largo cepo en el que se
podían fijar al mismo tiempo cinco pares de piernas, y a la
derecha otro en el que se podían fijar las manos y la cabeza

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de un reo. Las paredes estaban pintadas de escenas en
referencia a las diversas clases de herejía, sobre todo las de
la hechicería. El licenciado dio tres pasos al interior, con el
techo sobre la coronilla, y con los ojos sobre la mesa adonde
lo iban a atormentar.
Era el potro, de madera gruesa y basta. A un lado estaba el
verdugo con su vestido y su capuchón rojo, por cuyos
orificios saltaban sus inquietantes ojos. “¿Serán los mismos
que me visitaron en la celda?”, se preguntó de repente el
licenciado.
Llamaron al médico que al entrar regaló un poco de luz y
aire fresco al recinto, y que al final determinó que el reo
estaba en condiciones de recibir el tormento.
El licenciado cerró los ojos y se entregó a su divina coraza.
Pero el inquisidor lo interrumpió:
―¡Señor! ¡Para nosotros es más fácil que te reconcilies con
la Iglesia a que te mandemos a desnudar!
La sola idea de desnudarlo le aterró al licenciado.
El fiscal atacó:
―¡Por lo que veo, al señor Henríquez no le interesa la
reconciliación sino el sufrimiento!
El licenciado, de pie, respiró hondo y quiso reventar las
cuerdas que le ataban las manos. El verdugo le quitó el
camisón, los zapatos, los calzones, y lo acercó al potro,
contra el instinto del licenciado de ocultar sus partes
vergonzosas.
―¡Señor! ―le insistía el inquisidor― ¡Aún estás a tiempo
de confesar si no quieres que te mandemos a atar al potro!

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El licenciado trató de calmarse, recordando la promesa que
le había hecho el visitante. Respondió:
―¡Aquí estoy a la voluntad del Señor!
El verdugo lo acostó en el potro, empujándolo por el pecho,
y lo ató por la cintura contra los deseos del licenciado de
taparse las partes vergonzosas. Luego le amarró las manos y
los pies en forma separada sobre la rústica superficie de la
mesa.
―¡Señor! ―se le acercó el inquisidor por un lado― ¡Aún
estás a tiempo de confesar si no quieres que te mandemos a
dar la primera vuelta!
El verdugo le rodeó la muñeca con el cordel de cañamazo.
Al principio, la ligadura parecía inofensiva, pero su fuerza
radicaba en el retorcimiento de los hilos. Le dio la primera
vuelta, haciéndole saltar las arterias del antebrazo, y el
licenciado, apretando la cara, repetía mentalmente su
profesión de fe cada vez que le daban la primera vuelta a la
otra muñeca y los pulgares de los pies.
A los cinco minutos el inquisidor le preguntó si estaba
dispuesto a confesar para no darle la segunda vuelta.
―¡He dicho la verdad! ―respondió el licenciado, sudoroso.
Le dieron la segunda vuelta, pero la cuerda de un pie se
rompió. El inquisidor se enfureció y le pidió al verdugo que
le cambiara todas las cuerdas que tenía apretadas por otras
nuevas.
Vino la vuelta perdida, y en la segunda, el licenciado se quejó
de un dolor en la muñeca. Tenía la mano amoratada como
un lirio y se puso a recitar mentalmente los salmos. En la

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tercera, ya no sentía la mano, e imaginó esa parte de su
cuerpo como si no existiera.
En la cuarta, el dolor fue tan intenso que estremeció el potro.
Comenzó a gemir:
―Soy cristiano viejo… Cristiano por la gracia de Dios…
Enemigos que me delatan… Enemigos que darán cuenta a
Dios… Mirad, vuestras señorías, soy inocente de todo lo que
se me acusa… Ay pasión de Dios, decidle que no me
maten… Que se apiaden de mí… Que no me atormenten…
Oh, Cristo Redentor, tened misericordia de mí…
―¡Señor! ―interrumpió el inquisidor al lado del potro―
¡Aún estás a tiempo si no quieres que te den la quinta vuelta!
En la quinta, el licenciado gritó de dolor:
―¡El cordel! ¡El cordel! ¡Dios de...!
―¿Dios de qué? ¿De Abraham? ¿De Isaac? ¿De Jacob?
―remató el inquisidor triunfante― ¿A cuál de ellos
invocas?
Pero el licenciado sintió que los delgados hilos le habían
cercenado la muñeca e hizo señas de que le aflojaran el
cordel.
El inquisidor, sin dar muestra de apuro, se le acercó un poco
gracioso, lo contrario del escribano que se apuraba con la
pluma para registrar todos los ayes que oía. El inquisidor le
miró la muñeca, la vio sangrante, con la mano amoratada,
por lo que le pareció estar en contra de las normas de la
Inquisición de que era preferible la dosificación del dolor

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que la tortura por sí misma, pero primero quiso sacarle la
promesa de que iba a confesar en la próxima audiencia.
***
A los pocos días, las cosas se le fueron complicando al
licenciado. La muñeca se le hinchó. El médico recomendó
amputársela. El licenciado sabía que esa era la única forma
que tenía de salvarse y aceptó con resignación. Pero el
inquisidor lo conminó a que confesara primero lo que había
prometido. El licenciado cambió de estrategia y confesó.
Delató al limosnero y a la paisana. Sin embargo, la alegría de
ese momento no le mitigó el sentimiento de tristeza cuando
sabía que lo iban a amputar. Había amputado brazos,
piernas, prepucios, pero nunca que lo irían a amputar.
Conocía el procedimiento, y le aterraba la idea de que le
fueran a cortar el hueso, cortarle el colgajo de piel y
cauterizarle el muñón con alquitrán. Pero se consolaba con
la idea de pertenecer al pueblo más infeliz.
A la semana de estar amputado, no obstante las ganas de
luchar se le acabaron, cuando se dio cuenta de que el muñón
seguía inflamándose. Llamaron al médico que dictaminó
encontrarse en riesgo de muerte. El licenciado lo sabía, y
sabía que el único procedimiento para salvarse era
amputarle el antebrazo un poco más arriba y esperar el
milagro. Pensaba en sus parientes escondidos y en los bienes
que aún no había secuestrado la Inquisición. “Por el
pecado”, se decía cuando se le acercó el confesor a la cama,
pues sabía que su presencia sólo le garantizaría la salvación
de una parte de sus propiedades confiscadas y de que no

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muriera achicharrado en el Quemadero de la plaza del
Perdón.
En eso apareció el inquisidor para que le ratificara las
deposiciones que había dicho en el tormento. El licenciado
las ratificó ad perpetuam, a sabiendas de que si moría, su
declaración condenaría en definitiva a los que había
delatado. Le preguntaron por el dinero que iba a aportar a
la cofradía de San Pedro Mártir, y si quería constituir un
fondo pío para los reos de las cárceles secretas, pero no
alcanzó a responderles pues una oleada de contracciones lo
hizo fallecer. Le fijaron la quijada con un pañuelo, lo
amortajaron con la saya de un franciscano, le cerraron los
ojos con cera y lo metieron en un ataúd alquilado, en el más
absoluto secreto. Era jueves Santo, día de Pascua para el
finado, y a la medianoche lo cruzaron a escondidas por la
plaza de la Inquisición, y lo introdujeron por la puerta del
Perdón de la Iglesia Mayor, la misma que el licenciado
maldecía y escupía las veces que pasaba por allí.
***
A los tres meses, la población concurrió al auto de fe en la
misma plaza por donde pasaron el cuerpo del licenciado, la
plaza de la Inquisición. La celebraron con las fiestas del
Corpus, con pólvora y artillería. En la procesión apareció el
inquisidor general y más atrás, en la fila de los penitenciados,
el nombre del licenciado cosido en la prenda penitencial de
un esclavo negro. Los hermanos de la cofradía del Santísimo
Sacramento no salían de su asombro y comenzaron a hablar
de sus bondades y su entrega para organizar las fiestas del

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Corpus y la Virgen, en las que solía llevar la insignia, y de sus
grandes conocimientos sobre el latín y el Evangelio, con los
que llegó a ser su mayordomo.
Pero se desencantaron cuando supieron que los hermanos
de la cofradía de la Inquisición, San Pedro Mártir, su
competencia, se habían quedado con el dinero de los
responsos y las futuras misas, con el que pensaban
administrar para ayudarlo a salir cuanto antes de las penas
del Purgatorio, y así pudiera ganar la gloria eterna.

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La codicia de un fraile

Eso no fue lo único que me contó el fraile. Me contó muchas


cosas más, entre ellas, su inquebrantable deseo de expulsar
al demonio de las Indias Occidentales. Desde que vino de
la Península, me decía, había visto que los naturales de estas
tierras aún seguían aferrados a sus creencias, lo que no era
saludable para la evangelización. Eso le preocupaba, como
el hecho de que los nativos hacían parte de otros pueblos
que aún respetaban al Demonio, desde cuando bajó al Edén
a engañar a Eva...
Y me lo decía nada menos que el perilustre fraile don
Francisco Rodríguez de Ugarte, portador de dos cédulas
importantes, cédula de nobleza y cédula de limpieza de
sangre, y con grandes posibilidades de ocupar la vacancia
obispal. Se ponía rojo de la rabia cuando le hablaban del
Demonio, al que atacaba con fuertes términos en latín, con
crucifijo y agua bendita. Yo me asustaba, porque a veces
sentía ese extraño olor a azufre en el despacho parroquial, y
me daba la sensación de que él tenía el don de la
clarividencia para saber en qué sitio se encontraba el
Demonio, como la vez que lo desafió detrás de la puerta de
la sacristía.
Había que expulsarlo, continuaba, echarlo como a un perro,
por lo que había aprendido la lengua de los karamairi para
hacerles llegar el Evangelio sin sobresaltos. Pero había un
inconveniente, no había recursos para llevar a cabo la

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evangelización, y menos para sostenerla, por lo que soñaba
con encontrar un entierro indígena que le permitiera
financiar las misiones, y así pacificar a los naturales de estas
tierras.
Duró un tiempo indagando sobre ese tipo de noticias, hasta
el día que encontró a alguien que le habló de un alguacil que
ocultaba la existencia de un entierro dedicado al último
mohán de los canapotes, y que lo tenían de intermediario de
la diosa Sirex.
Contento con la noticia, citó al alguacil a la parroquia, a
donde lo conminó en estado de confesión a que le dijera la
verdad so pena de excomunión e Inquisición. El alguacil
asustado no tuvo otra opción que revelarle el secreto y
prometerle guardar secreto de todo lo que había dicho y
oído decir, sobre todo a las autoridades civiles que también
buscaban un entierro.
A partir de ese momento, el fraile ideó un plan para
capturarlo. Todos los días se ponía a cazar cerca de la
ranchería de los canapotes para irlos acostumbrando con su
presencia. Cazaba un venado y lo abandonaba cerca de los
sembrados de maíz. Cazaba un ganso y lo hacía volar sobre
los palenques de caña brava. Así los fue acostumbrando,
hasta el día en que puso en acción el siguiente plan. Pidió a
su gente a que le trajese madera para sembrar varias cruces
en el camino de la ranchería, y arriba, en el altozano, mandó
a sembrar la más grande, una que pudiera verse desde la
ciénaga. Comenzó a traer a su gente todos los días, a que
rezasen, quemasen incienso y tocasen la campanita, hasta el

21
día en que pasó al siguiente plan. Era de noche, con la luna
a punto de estallar su luz, y el fraile revestido de estola,
hisopo y agua bendita, pidió que encendiesen más hachas y
rezasen con más fervor a cada una de las cruces en el
camino, como en una estación, mientras se ocultaba en el
monte para tratar de unos asuntos con Dios, porque los
canapotes iban a caer en pecado de herejía con la adoración
del cangrejo.
Estando cerca de los bohíos, se subió a la ceiba de los
canapotes y desde allí vio al cacique preparando su infusión
en una olleta de barro. Lo llamó por su nombre, imitando
la voz de los mohanes.
»―Aquí estoy, mi señor ―le respondió el cacique dándole
la espalda al árbol.
»―Vengo de parte de la diosa Sirex para darte ciertas
instrucciones.
»―Aquí estoy para escucharlas, mi señor.
»―Quiero que salves el entierro del mohán de las manos
cristianas.
»―Aquí estoy para salvarlo, mi señor.
»―La diosa Sirex va a salir esta noche en luna llena, y va a
bañarse sobre las sagradas aguas de la ciénaga. Es menester
que tu gente la honre en la orilla con la danza del cangrejo.
»―Sí, mi señor, la diosa Sirex se va a quitar la sombra gibosa
para bañarse en la ciénaga, y es menester honrarla con la
danza del cangrejo.

22
»―Y los cristianos la quieren detener con la cruz que van a
prender esta noche en el altozano, para que no haya nuevo
mohán.
»―Sí, mi señor, sé que esas cruces tienen magia y pueden
meterse con la diosa Sirex. Y, ¿qué me toca hacer?
»―Vas a hacer lo que yo te diga. En silencio, y sin que nadie
se dé cuenta, vas a cambiarle el puesto al entierro. Lo vas a
sacar de la ciénaga.
»―Sí, mi señor, lo voy a sacar de la ciénaga. Y, ¿a dónde
tengo que llevarlo, mi señor?
»―A un sitio donde los cristianos nunca más lo puedan
encontrar.
»―¿A dónde, mi señor?
»―A la cueva del puma.
»―¿A la cueva del puma, mi señor?
»―Sí, a la cueva del puma, a donde ningún cristiano lo
pueda encontrar, porque haré que ese sitio esté protegido
por los espíritus del puma. Y lo haces solo, sin la ayuda de
nadie, y cuando estés allá, haré sonar la caracola para que la
diosa Kiu Tiki, con su poderoso viento, apague la cruz del
altozano y tú puedas realizar la labor.
»―Sí, mi señor, lo haré solo, sin la ayuda de nadie, justo en
el momento en que la cruz del altozano se apague.
»―Y lo harás inmediatamente, para que tengas tiempo de
regresar a la orilla para la ceremonia del cangrejo.
»―Sí, mi señor, lo haré inmediatamente.
»―Y vendrás aquí a darme cuenta de ello.

23
El fraile se bajó del árbol y se escondió entre los matorrales
llenos de grillos y ranas. Todo era oscuro, como el hábito
que llevaba puesto. Lo vio que se acercó a la ciénaga, dio las
primeras instrucciones y se alejó y en la canoa. Se alejó a
paso de remo, apenas hiriendo las tranquilas aguas de la
ciénaga hasta que nadie más lo pudo ver. El fraile corrió al
montículo donde lo pudo ver con los binóculos. Sonó la
caracola que tenía en sus manos, y de inmediato fueron
apagadas las luces de la cruz grande. La falda del cerro se
oscureció en el acto hasta que dejaron de brillar los pabilos
de las hachas y comenzaron a brillar las luces de los cocuyos.
El fraile lo vio cruzar cinco veces la ciénaga, el número de
veces que debía emplear para mudar el cuerpo y las ollas de
barro desde el islote, hasta que lo vio de regreso a la orilla.
Se le adelantó hacia la ceiba y esperó a que bebiera la
infusión y entrara en estado de alucinación. Después lo oyó
cantando la diligencia que acababa de realizar, lo felicitó y le
recordó no revelarle el secreto a ninguno de los suyos.
Luego lo vio acercarse a la ceremonia del cangrejo en la
ciénaga, y regresó a la senda donde estaba su gente, y les
pidió que se volviesen a la ciudad mientras trataba de otros
asuntos con Dios.
Dentro de los matorrales se encontró con los tres jinetes que
había hecho esperar, y desde allí se fueron a la cueva del
puma bordeando la ciénaga. Encontró dentro de la cueva el
cuerpo del mohán embalsamado en una hamaca, en medio
de las luces de los cocuyos y el canto de los grillos, y las ollas
de barro llenas de oro, plata y piedras preciosas.

24
Contento, esa misma noche declaró ante las autoridades
coloniales el hallazgo de un entierro jamás encontrado en las
Indias Occidentales, avaluado en diez mil pesos de oro, pero
lo que no sabía el fraile era que los indios canapotes nunca
enterraban los mohanes con una olla de barro, sino con
cuatro, porque cada una de ellas era una ofrenda para el dios
Sol, la diosa Luna, la diosa de la Tierra y la diosa de los
vientos.

25
Indio de una sola palabra

―¡Nuestros límites, más allá de las islas del Mohán, nos


traería un nuevo enfrentamiento con los tolux! ―dijo uno
de los ancianos en la asamblea del plenilunio.
Y se hizo un breve silencio. El anciano mayor, presidiendo
la asamblea desde un extremo del tocón, y los de menor
edad, cerrándola sobre el piso de hierba, esperaban a que el
ponente continuara, lo que hizo echándose hacia adelante,
mientras lo iluminaba el resplandor de la fogata.
Dijo:
―¡Entonces Kon nos alejaría los peces de la orilla! ―y
cansado hizo señas de que había terminado, por lo que los
ojos de los asambleístas se dirigieron al tercer anciano en
rango.
Este tomó la palabra y dijo:
―¡Debo recodarles que nosotros somos un pueblo de
guerreros, y que nunca le tuvimos miedo a la muerte! ―y se
hizo un profundo silencio. Prosiguió―: ¡Entonces la diosa
Sirex nos respaldará, ganaremos la guasábara, y en su honor
le levantaremos un altar en el cerro de Tigua!
De pronto, el anciano se puso de pie contraviniendo las
reglas de la asamblea. Su rostro, de gruesos pómulos y
pintado de murciélagos, estaba aún más descompuesto por
el reflejo de la fogata. El anciano mayor le pidió que se
sentara y se calmara, y cuando se apoyó sobre la lanza para

26
sentarse, su cuerpo no parecía soportar ni siquiera el peso
de sus plumas en la cabeza. Sin embargo refunfuñó:
―¡No le tengan miedo a la guasábara! ¡Es el único medio
que disponemos para vivir de la cosecha y contener los
demonios de esos parajes!
El anciano mayor le quitó la palabra y le pidió de nuevo que
se sentara como lo estaban todos. Pero obstinado continuó:
―No sólo tendremos tierras, también agua dulce y cosechas.
Hemos sufrido mucho, hemos pasado mucho trabajo, y no
podemos entrar en desobediencia con los dioses de la
guasábara. ¿Quién estaría contra de mí, si lo que se trata es
de luchar por nuestra propia existencia?
Pero todos tuvieron que acomodarlo en el piso de hierba.
Entonces se hizo un breve silencio que aprovechó el anciano
mayor para darle la palabra al cuarto anciano en rango. Pero
este, bajando la cabeza, no quiso tomarla, sino que se la
cedió al siguiente que tampoco quiso tomarla y así
sucesivamente hasta que el resto de ancianos pidieron llevar
a votación las propuestas. Las brisas del mar empezaron a
chisporrotear los leños de la fogata, y el anciano mayor llamó
a sus súbditos para que le levantaran una pantalla de ramas
contra las brisas. Hubo golpes de macanas cortando las
ramas de un mangle y ruido de obsidianas cortando las hojas
de una palmera. Cuando desviaron los vientos, el anciano
mayor comenzó a someter a votación las dos ideas que se
habían expuesto en la asamblea, la del tratado de amistad y
la guasábara. Repartió a cada uno de los ancianos un grano
de maíz de color blanco y otro de color contrario.

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Alzó la mano para reverenciar a la diosa Sirex desde lo alto
de los cielos, y centenares de caracolas comenzaron a oírse
en el reino de los karamairi. Vino una pausa y el ulular de
los nativos espantando los malos espíritus de la selva. Cada
uno echó el grano de maíz dentro de una vasija de totuma
pintoreteada de animales, la que después el anciano mayor
elevó en ofrecimiento a la diosa Sirex. La agitó y la volteó
sobre el tocón.
Hubo un empate, y las caracolas se encargaron de transmitir
el resultado a cada uno de los diez cacicazgos. Nunca antes
la comunicación fue tan efectiva como en ese plenilunio de
cambios en la vida de los karamairi. Hubo otro empate, y
sólo en la tercera votación convocaron al mohán para que
rompiera la igualdad.
Esa misma noche el mensajero, con la piel untada de oro,
partió hacia el cerro de Kon en las islas del Mohán. Partió
en canoa, atravesando el canal que lo separaba de la isla de
Varux. La luna, con su intensa luz, lo acompañaba en el
trayecto, y el mensajero comenzó a subir por los atajos del
cerro ya con los primeros rayos de Kon. Trepaba descalzo,
en medio de la niebla matutina, con el hacha en la mano, el
brazalete en la muñeca y ondeándole la cabellera atrás. Al
pisar la cumbre, lo recibieron el resplandor de una fogata
agonizante que pareció arrancarle pequeños reflejos de luz a
la piel cubierta del fino polvo de oro y el sonido de diez
caracolas.
Después lo recibió el mohán que llevaba un penacho en la
cabeza, un collar de caracoles en el pecho y una falda de

28
cuero de venado. A pesar de su delgada contextura y su baja
estatura, se veía atlético, musculoso, y el magro pecho estaba
pintado con la figura de una lechuza.
El mensajero lo reverenció:
―¡Oh, gran mohán, que aleja los demonios de estos parajes,
y tiene la mirada del águila y la observación de la lechuza,
vengo con un mensaje del asamblea del plenilunio!
―¡Lo sé! ―lo cortó el mohán con un gesto― ¡Lo sé a través
de mis pájaros mensajeros!
Abrió los brazos hacia la diosa Sirex a punto de desaparecer
detrás del ocaso y entró en trance con ella. El astro parecía
devolverle la oración con ráfagas de luz desde la misma raya
marina. El mohán se volteó para responderle al mensajero:
―Anoche tuve un sueño. Un sueño que nunca olvidaré por
su profundo mensaje. Una tribu vivía en paz, en armonía.
Vivía compartiendo la misma tierra, la misma agua, los
mismos animales, los mismos peces, las mismas plantas y las
mismas conchas marinas con la tribu vecina, mientras que la
otra, más distante, vivía en guasábara con los vecinos,
peleando por todas las cosas que deseaba y no deseaba
compartir con los vecinos…
***
A los pocos días, llegó la gente de Tolux a la isla de Varux.
Llegaron en canoa, en unas que le habían enviado en señal
de amistad los varux. Al principio hubo desconfianza entre
las partes, y para superarla, los varux se acercaron a la playa
desarmados y empeñando las palabras a los dioses de una y
otra tribu, lo que motivó a que los tolux también se

29
presentaran desarmados en la arena. Los caciques de una y
otra tribu se saludaron a la usanza y se reunieron en la grande
choza. Hablaban de los logros de cada pueblo. Los tolux
tenían experiencia en siembra, sementara y almacenamiento
de agua, mientras que los varux la tenían en pesca y
fabricación de canoas impulsadas a vela.
Después de contarse historias sobre el pasado y presente de
sus tribus, en medio de una tinaja llena de chicha de maíz,
llegó el mediodía y las partes se dieron a un banquete de
pescado. Se dieron a la siesta, algunos en hamacas, otros
debajo de las sombras de los árboles, mientras se
ablandaban los rayos solares. Transcurrió media tarde, y los
dos caciques, sobrios, destaparon la siguiente tinaja. Pero no
había tiempo para consumirla esa misma tarde, por lo que
comenzaron a competir en forma secreta quién aguantaba
más, hasta que cayó el cacique Tolux y comenzó a vomitar
entre los matorrales. El cacique Varux lo acompañó, lo trajo
a la choza, y dentro, le pareció el momento de pedirle la
cesión del cerro de Tigua.
El cacique Tolux reaccionó, y aún atontado, trató de hablar,
pero no pudo, y entre hipos mantuvo la audiencia en
suspenso. Harto de chicha, y con los ojos vidriosos, al fin
miró al cerro en cuestión y con la mano alzada hizo un gesto
de consentimiento que no dejó ninguna duda entre los
presentes.
Los varux estallaron de alegría, no los tolux, que
consternados, se llevaron al cacique a la canoa. La diosa Kiu
Tiki arreció en esos momentos agitando las aguas del mar,

30
lo que se interpretó como la hora de partida para los tolux.
Pero estos se despidieron con una extraña mirada, lo que
hizo pensar a los varux de que quizás tenían problemas para
manejar las velas.
Cuando cruzaron las islas del Mohán, los tolux se dirigieron
a la caleta del cerro de Tigua. Y asaltado por la duda, el
cacique Tolux preguntó sobre lo último que había tratado
con su contraparte. Y conociéndolo su gente como hombre
de una sola palabra, se entristecieron cuando le contaron lo
que había sucedido. Le recordaron el consentimiento que le
había dado al cacique Varux con sólo decirle que ese cerro
era de ellos, a cambio de nada, pues pensaban pedirle el
farallón donde vivían los espíritus de la pesca.
El cacique Tolux, avergonzado, se sentó en la playa para
pensar en lo que había hecho, dándole puños a la arena,
saltando de un lado al otro, ululando al monte, lanzando
piedras al farallón, para después decirles que fueron los
sonidos de la caracola lo que lo habían confundido, y no la
borrachera que había tenido, pues ya no tenía forma de
cambiar la palabra que había dado.

31
Las penas del gallinazo

A poco de haber recibido el agua, el padre quiso hacerles


una serie de preguntas sobre los puntos que les había
enseñado sobre la Creación. En ese punto uno de los indios
propuso hacerle una inclusión a la forma como Dios creó al
gallinazo. El padre lo rechazó y fue enfático en decirle que
las cosas dichas por la Palabra no podían ser cuestionadas
por ningún ser humano, por el contrario, debían ser tomadas
como las únicas verdaderas.
De nuevo el indio le pidió un poco de su atención, lo que
puso furioso al padre que le pidió guardarle respeto y
distancia sobre todo con un hombre al servicio de Dios, y lo
amenazó con hacerle perder la salvación en ese mismo
instante si persistía en cambiar la versión oficial, o en
añadirle algún elemento de su tribu.
Pero uno de los asistentes, perilustre y padrino de varios
indios recién bautizados, le pidió al padre calmarse un poco
y poner en práctica uno de los principios de la nobleza,
como el de escuchar a los demás, aun cuando a los indios se
les consideraran seres de mediano entendimiento y
embrutecidos por el consumo de maíz.
Entonces el indio se sintió contento y pidió a los presentes
que escucharan con atención lo que iba a decir, porque era
importante y tenía que ver con el pasado de su pueblo, y que
en ningún momento contradecía la doctrina, y esperó a que
el traductor transmitiera el mensaje a los asistentes.

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El padre, como doctrinero de indios, no tuvo otra opción
que escucharlo, y después justificó su intervención como una
forma de impedir un posible levantamiento de ellos contra
la nueva iglesia que habían construido de bahareque sobre
el desmontado palenque de los indios. También destacó la
conciliación que se debía tener con los naturales de esas
tierras, como premio por el cambio de actitud que habían
tenido para aprender el cultivo de nuevas plantas, la
domesticación, la asimilación de nuevas costumbres y el
idioma como lengua superior y de la salvación.
La reunión tomó otro rumbo, a un lado estaban los indios,
al otro los perilustres e ilustres padrinos y madrinas, al frente
las autoridades civiles y eclesiásticas, y atrás los esclavos que
preparaban el chocolate y tocaban la música a los indios
recién bautizados.
El indio, en ese momento el centro de atención, se puso a
un lado del altar bautismal y dijo:
«Fue en uno de esos días de la Creación, cuando apareció el
gallinazo en el Jardín. Los animales esperaban la orden de
comer, mientras el Creador terminaba con los últimos
detalles de la obra. El gallinazo estaba impaciente, no sabía
qué hacer, y sentía una gran curiosidad por la comida que le
iban a dar. Voló hacia la copa del árbol más alto, y desde allí
pudo ver a los animales del Jardín. A un lado los animales
de tierra, al otro los animales de agua y arriba los animales
de aire. Vio a la oveja dormida en un claro de la sabana, y la
vio sola, sin la compañía del carnero, contra lo que no debía
ser, si desde ese entonces todos los animales andaban en

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pareja. Hasta ese momento no existía la muerte, y el
gallinazo se preguntaba de qué se iban a alimentar los
primeros animales del Jardín.
»Entonces descendió a donde estaba la oveja, pero no tuvo
el valor de acercársele. Meditaba sobre lo que debía ser la
carne, y pudo más la curiosidad que la quietud del
momento. Se le acercó de un salto y comenzó a picotearle
los ojos. El animalito no se defendía, sólo se movía de un
lado al otro porque en ese momento no existía el dolor ni la
maldad, sólo se escuchaba el canto de los pájaros y el
murmullo de los primeros arroyos. Le sacó los ojos y se los
comió lleno de curiosidad, y después le picoteó la cara y el
cuello. Y sintiéndose el buche lleno, trató de volar, pero no
pudo, y se dirigió al sitio donde colgaban los primeros
bejucos sin comprender lo que había hecho, y se dio cuenta
de que su pecho estaba sucio de una extraña sustancia color
rojo, y regresó a esconder el animalito entre los matorrales
del arroyo. Algo le indicaba que había hecho algo mal, y trató
de quitarse la mancha del pecho con las cantarinas aguas del
arroyo, pero en la orilla regurgitó una bola de lana y carne,
que supuso era lo que había comido. Se sintió aliviado de la
carga que llevaba adentro, y sacudiéndose el agua, voló a la
copa del árbol donde empezó a observar el comportamiento
de los animales en el Jardín, y que en ningún momento
variaba. Cuando Dios se había desocupado de los
quehaceres del día e iba a dar de comer a los animales de
tierra, se dio cuenta de que le faltaba la oveja. Era su
consentida, pero nadie daba razón de ella.

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Se le ocurrió un plan. En un acto sencillo, en el que no
perdió su majestuosidad, convocó a los animales de aire para
decirles: “Haya comida”, y la comida se hizo en el acto.
Luego le preguntó al gallinazo por qué no estaba comiendo
como las demás aves, y este, bostezando, no le respondió,
sino que le habló de la última vez que vio la ovejita en la
sabana.
Entonces Dios se dio cuenta de su mancha en el pecho, por
lo que le impuso el primer castigo:
“¡Andarás vestido de negro por el resto de tu vida!”
Pero nadie sabía cómo era el color negro, menos en el
plumaje de un ave, por lo que Dios, haciéndose
comprender, explicó lo que era el color de la noche cuando
no había luna ni estrellas.
Pero al gallinazo poca cosa le pareció la explicación y se
mantuvo disfrutando del aroma de las primeras flores del
jardín, por lo que Dios le lanzó el segundo castigo:
“¡Andarás hediondo por el resto de tu vida!”
Sin embargo, el gallinazo seguía entretenido con las flores,
cantándoles con mucho entusiasmo, hasta que Dios le
impuso el tercer castigo:
“¡Perderás el trino por el resto de tu vida!”
A partir de ese momento, la muerte y el dolor habían
entrado al Jardín por el pecado de Adán y Eva, y todos los
animales empezaron a pelearse por la comida. Dios se dio
cuenta de que el gallinazo era rápido en la competencia,
incluso le ganaba al animal más rápido de la selva. Y para

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que no se apropiara de la comida de esa manera, le impuso
el cuarto castigo:
“¡Y comerás carne putrefacta por el resto de tu vida!”
Al darse la primera generación de aves sobre la Tierra, los
pájaros se vieron obligados a enseñar a sus hijos la manera
como debían ganarse la comida por su cuenta. Lo propio
hacía el gallinazo con su cría, y avergonzado le explicó que
el animal debía encontrarse muerto y en estado de
descomposición. Y sobrevolando los árboles, la selva, las
montañas, los matorrales, las sabanas, los ríos, los arroyos,
las marismas, los descampados, los mares, le enseñó la
forma como debía identificar la presa desde esa altura, con
los ojos y los cornetes bien abiertos, en donde el más fuerte
era el primero en romper el pellejo de la presa muerta.
Fue en uno de esos vuelos, en el que la cría le preguntó a su
padre por qué no lo invitaban al festival que tenían los
pájaros allá abajo. En el descampado, los pájaros alababan a
Dios por el nuevo día que les había regalado, con cantos y
trinos, y con la quema de millo, maíz y nueces de marañón.
El gallinazo no sabía qué responderle, y por primera vez bajó
el pico de tristeza. Y a partir de ese momento se dio cuenta
del daño que le había hecho a su especie, pues sus crías,
después de haber nacido con un plumaje suave y blanco,
pasaban a tener otro áspero y negro. Sin embargo le explicó:
“Hijo, no podemos bajar allá porque estamos condenados a
no cantar y a gorjear de tristeza, y a que no apreciemos los
colores ni los olores de las flores. Estamos condenados a
vestir de luto todo el tiempo. A alimentarnos de animales

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putrefactos aunque en el Jardín haya animales de carne
fresca y limpia. A permanecer con las patas cubiertas de
nuestros propios excrementos y no limpias como las tienen
ellos. Incluso, estamos condenados a no tener un nido
decente, a no tener gracia para las cosas, a estar hediondo
todo el tiempo, a vivir separado de los demás pájaros…
”Desde entonces, estamos condenados a cargar todas estas
penas por el resto de la vida.

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La rebelión de un esclavo de buena ley

Era víspera de Pentecostés, cuando un barco negrero llegó


al puerto más importante de las Indias Occidentales. La
ciudad se despertó con el clamor de las campanas, y el
primero en recibir el cargamento de esclavos fue el fraile
Salvador de Enhorabuena y Benavides. Les decía: “¡Dentro
de poco seréis bautizados en Espíritu!”, y el mensaje era
traducido a setenta y siete lenguas sospechosas de
encontrarse allí, mientras los salpicaba con agua bendita.
Los que entendieron, no ocultaron su alegría al haber
escuchado los sonidos de su propia lengua lejos de sus
tierras, y miraban al compañero de al lado para saber si era
el mismo mensaje traducido en la otra lengua. Estaban
engrillados, las mujeres con blusón y los hombres con
taparrabos, y ninguno de ellos perdía la atención a las voces
y las pisadas que se daban en la cubierta.
El fraile los organizaba por grupos, a un lado las mujeres y
al otro los hombres, y les preguntaba si alguna vez habían
visto al Hombre de la Cruz. Satisfecho, los salpicaba de agua
de azahar y los dejaba bajar al puerto para luego recibir al
otro grupo que sacaban de las armazones. Entonces, atendió
al último grupo y se dirigió al escotillón para saludar a los
esclavos que se encontraban en la sentina. Estaban abajo, en
medio de la inmundicia y los excrementos, apenas
iluminados por las luces que les metían por la trampilla. Un
cautivo congo se quejaba de los grilletes que le herían las

38
manos. Otro, lucumí, de la muerte de su compañera de
viaje, una rata intermediaria de los Orisha. Otro, carabalí,
del sangrado de encía que le hizo perder los dientes recién
cortados en la aldea. Otro, arará, de las llagas que le dañaban
el tallado de la piel en el cuello. Otro, popó, de los agujeros
infectados en las orejas. Mientras les prometía curarlos en
cuanto pasaran a las manos del nuevo dueño, el más rebelde
de los cautivos, el de origen mandinga, lo sorprendió con un
pedido de clemencia en la lengua portuguesa.
El fraile no supo qué hacer y aprovechó el momento para
pedirle un poco más de paciencia mientras lo sacaban de allí,
y le preguntó de dónde era, él le respondió que de Gambia,
de qué puerto venía, de los grandes ríos, dónde lo habían
apresado, en una feria de esclavos de la isla de Cabo, pero
el fraile le hablaba de su feliz llegada a una tierra donde
podía asegurar la salvación, a pesar de su prendimiento
ilegal, y prometió liberarlo de las cadenas de la esclavitud en
cuanto se motivara a recibir el catecismo e hiciera parte de
la real e ilustre hermandad de los cautivos de Nuestro Jesús
Nazareno.
Comenzaron a subirlo en una espuerta, bajo la radiante
Luna y con el ruido las poleas, y ante la mirada de todos lo
pusieron sobre el piso en donde el fraile se agachó para
atenderlo, y se sorprendió cuando descubrió debajo de su
piel su maltratado aspecto señorial. Pero lo encontró frío,
con el pulso débil, y comenzó a reanimarlo con la quema de
hierbas y la imposición de manos.

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Poco a poco el mandinga comenzaba a recuperar el
semblante, a acostumbrarse a los sonidos de la nave, al
movimiento de los faroles, al bochorno de la noche, y a
relacionar los parecidos términos entre el castellano y el
portugués. Miró arriba y vio encima de la muralla el toque
de una banda de pífanos y más allá la cúpula de la iglesia
Nuestra Señora de los Buenos Cautivos bañada por los rayos
de la luna. Miró al muelle y vio al tumulto de gente
regateando el precio de las piezas de esclavo frente a los
portales de la Aduana. Miró al sitio donde aparecía la estrella
del norte y vio que era la misma que empleaban los
navegantes para guiarse sobre las oscuras aguas del océano.
Miró a Levante y vio la Luna sobre los cerros de la bahía, la
misma que venía viendo desde su travesía de nueve semanas,
y que por su fase pudo constatar el natalicio del profeta
Mahoma en su calendario, pero sin saber que a la
medianoche se iba dar el Pentecostés de los cristianos. Se
puso contento y comenzó a respirar el sopor de las aguas
muertas del surgidero, y se le quejó al fraile del dolor que
tenía en el pecho y la espalda y que no lo dejaban incorporar.
El fraile lo recostó al pie del palo mayor para mirarle los
sitios donde le indicaba el cautivo, primero encima de la
tetilla, donde lo marcaron con el hierro del amo, después en
la espalda, donde lo cruzaron con el látigo, y se los limpió
con una suave friega de aceite de palma que lo hizo sufrir
por un rato. Después le dio la jarrita de agua para calmarle
la resequedad de la boca y la sal de la garganta, y una galleta
remojada de vino para mitigarlo de los calambres del

40
estómago. Era la primera vez que el mandinga rompía con
la dieta de toda la travesía, entre escudillas de arroz y trozos
de ñame, y pedacitos de carne en salmuera, y la copita de
vino para reanimarlo, aunque estuviera entre sus
prohibiciones.
El fraile le pidió que se lavara el rostro con vino y le entregó
una manta para que se cubriera el torso desnudo. Después
lo asperjó de esencias olorosas mientras le explicaba las
primeras normas de comportamiento con los blancos, y al
final le recomendó dejar a un lado las disputas teológicas con
los nuevos dueños de su destino, porque en la ciudad había
Inquisición.
Lo que no sabía el fraile, era que el mandinga lo asociaba a
los padres que lo hicieron cautivo en la última feria de
esclavos en Cabo Verde, todos ellos de sotana, con crucifijo
de oro y rosario de piedras preciosas, y comenzó a
preguntarle dónde estaba, qué iban a hacer de su vida y si en
verdad los huesos lo iban a convertir en pólvora y la grasa en
aceite de lámpara, y qué significaba ser esclavo de los
blancos, y si su prendimiento fue legal o no, pero el fraile le
insistió en lo bueno que era conocer el Evangelio, que si lo
había oído alguna vez de los portugueses de esa isla, por lo
que lo invitó a experimentar los cambios en su vida si se
convertía.
Pero el golpeteo de las anclas contra el casco lo transportó a
los sonidos de la aldea, al tang-tang de los tambores, al bamp-
bamp de los morteros, y a todo lo que tenía que ver con el
natalicio del Profeta, como a la alegría de las mujeres

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preparando el cuscús, el cacahuete y la torta de arroz con
miel, como a la convocatoria del almuecín para el servicio
del nuevo día.
El fraile le preguntó si alguna vez había sido bautizado, a lo
que el mandinga no le quiso revelarle los nombres que había
recibido hasta ese momento, Mangalonga en su aldea,
Abdalah en su fe y José en su cautiverio. Siguió callado,
pensando en la forma como podía escapar, quizás con los
forzados del rey que distinguió al otro lado de la bahía donde
se encontraban las barracas y las galeras, que por lo general
eran remadas por los moros de su fe, y se le volteó al fraile
para mostrarle las heridas que aún le supuraban en la
espalda, y en esa posición buscó con los ojos la alquibla entre
los cerros de la bahía por donde subía la luna, hacia donde
dirigió las primeras oraciones de rigor a La Meca en su
perfecto y silencioso idioma árabe, pero se desfalleció
cuando respiró los vapores del vinagre caliente con que los
grumetes limpiaban la sentina.
El diácono lo acomodó sobre la estera para que se
recuperara, le subió la cabeza sobre una suave almohada de
pétalos de rosa, pero temiendo el fraile que se fuera a morir
de un momento a otro, le dio un poco de aguardiente en la
boca para que se reanimara, mientras le anunciaba con
urgencia los misterios de la fe, el de la Trinidad, con un
pañuelo que abría y doblaba en tres partes iguales, el de la
Encarnación, con las estampas de la Crucifixión…
Le preguntó al oído si quería ser cristiano, pero como no le
respondió, lo abofeteó tres veces para saber si estaba

42
muerto, y ante la certidumbre de que iba a morir, lo bautizó
de manera condicional con el nombre de Antonio.
Contento porque al menos le había ganado otra batalla al
demonio, sobre todo en víspera de Pentecostés, se dirigió al
amo para decirle que acababa de salvarle de una muerte
segura a su más preciada y costosa pieza de ébano, la cual
recomendaba de semental para el negocio de esclavos, pero
en esas hubo una conmoción en la cubierta cuando varios
tripulantes agarraron al mandinga en el momento en que se
iba a lanzar a las oscuras aguas del surgidero.
El fraile intervino en el acto, y le pidió al maestre aplazar el
castigo para otra ocasión, y le preguntó al mandinga por qué
se iba a escapar de esa forma si había ganado el pasaporte a
la nueva vida, contra lo que el cautivo sólo le respondía con
los rugidos de un león, hasta que se desfalleció sobre el palo
mayor.
El diacono lo iluminó con la lámpara para ver si respiraba,
pero en esos momentos el amo se le quejaba al fraile del mal
comportamiento de su nueva cabeza de esclavo, a pesar de
ser de ser una pieza de buena ley, los más alegres, los más
hermosos, los más fieles, los más dados al trabajo y las
nuevas costumbres, por lo que al fraile le tocó pedirle al
capitán que se lo llevara cuanto antes al claustro, porque le
iba a expulsar el demonio que se había metido en el cuerpo
del esclavo.

43
Tormenta sobre las murallas

No había doblado la equina, cuando un ventarrón comenzó


a golpearme. Traía consigo el olor de la lluvia, y quise ver
los efectos de un aguacero sobre el mar. Doblé la esquina, y
no entré al colegio como lo hubieran esperado, sino que
continué calle arriba, contra los vientos, y protegiéndome de
la tierrecilla con el maletín del colegio. Sentí las primeras
gotas de lluvia sobre la cara y los brazos, eran frías y
punzantes, y crucé la plaza del baluarte, revoloteada de
papeles.
Y comencé a contemplar desde de la garita el encuentro de
esas dos aguas, la lluvia con el mar. Los vientos eran fuertes,
arrancando las piedrecillas de las murallas y la arena de la
playa.
El sol no lo veía por ninguna parte, sin saber si ese cielo era
de mañana o de tarde, y sobre el horizonte las nubes se
amontonaban las unas sobre las otras. Las había de todas las
formas y colores, grises cuando empezaban a oscurecerse y
plateadas cuando brillaban con los relámpagos. Parecían
estar ocupadas por seres gigantes de grandes pisadas, lo que
quizás tomaron los primeros pobladores de esta ciudad
como a sus verdaderos dioses.
De pronto el mar se agitó, formando repentinos picos de
olas sobre extensos valles de agua. El mar rugía, bramaba,
nada era estable, y pensaba en la suerte de los mismos peces

44
contra los espolones de piedras, y de los mismos cangrejos
entre las piedras, y todo se volvió oscuro.
Cayeron los primeros rayos, los primeros truenos, y así me
imaginé las tantas veces que tuvieron que enfrentarse los
habitantes de este puerto a los horrores de una tormenta a
través del tiempo. En un santiamén la lluvia se intensificó
como aplanadora de metrallas, ametrallando el tejado
vecindario, y los vientos comenzaron a silbar y a tronchar los
cocoteros. Entonces recordé los ritos de mi abuela cuando
había tormenta, pues asustada cerraba las puertas y las
ventanas de la casa, tapaba los espejos, apagaba la radio, se
alejaba de las cosas metálicas y le encendía una velita a la
patrona de las tormentas, a santa Bárbara bendita. Y recordé
la piedra de rayo que una vez cayó en la plaza principal y que
con ella ablandaban la carne y pisaban la tapa del caldero de
arroz.
Empecé a entender las palabras del profesor de historia de
que las murallas, no sólo protegieron la ciudad de piratas y
corsarios, sino también de las inclemencias del dios
Huracán. De pronto la masa de lluvia me tapó la garita,
apagándome la visibilidad del faro a pocos pasos de mí. Ya
no veía las casas ni el trazado de las calles, sólo oía el repicar
de las gotas, y la lluvia me arropaba con su particular olor. Y
se dio lo que tanto temía, la caída de un rayo que todo lo
iluminó y todo lo estremeció. La boca se me electrizó en el
instante y me sentí atraído por una rara masa de aire. Entré
en pánico, y como pude, me devolví a la calle a donde

45
quedaba mi colegio, la calle de Nuestra Señora de los
Buenos Temporales, en esos momentos inundada.
Mojado, y temblando de frío, entré chapoteando al colegio,
en donde todo el mundo se sobrecogía del aguacero en el
interior de la capilla.

46
Santo Patuleco

Cierto día, llegó al puerto un rico mercader de Las Antillas.


Llegó con otra identidad, porque era prófugo de la justicia
real y se había juntado con los filibusteros de la isla de La
Tortuga para vengarse de todo lo que tenía que ver con la
Corona. Esta vez llegó al puerto no para asaltar, cobrar
rescates o burlarse de las imágenes como solía hacerlo
durante los asaltos, sino para intercambiar bacalao por
mercancía. Y de paso, para aprovisionarse de víveres y agua
fresca. Llegó en carabela, bajo la patente que había
comprado a las mismas autoridades para el tráfico de
esclavos en esa parte de las Indias, y atracó como nunca, en
medio de una nube de pájaros que olieron el cargamento de
bacalao, pero un repentino dolor de pecho lo hizo cambiar
de planes.
En el hostal, el médico lo vio sin posibilidades de salvarse
por lo que le recomendó confesarse cuanto antes. El
mercader se llenó de pesar, y pensando en todas las cosas
que iba a dejar, trazó un plan. Contrató los servicios de un
escribano y la asistencia de un confesor.
Este último era lo más importante, porque le aterraba la idea
de que le descubrieran su verdadera identidad, y su cuerpo
fuera arrastrado por las calles y tirado a los perros como a
los hereje que morían sin haberse reconciliado con la Iglesia.
Eran las fiestas del Corpus Christi, cuando el escribano le
testó las naves a los tripulantes y el bacalao para los gastos

47
del entierro, y el confesor, el de mayor conocimiento sobre
Escritura en esa parte de las Indias, llegó con el viático.
―¡No te preocupes! ―lo detuvo en el momento en que se
iba a erguir de la cama― ¡Es suficiente que lo adores desde
allí!
El mercader se confundió, y después de hacerse la señal, con
voz pausada le dijo:
―Acósame, padre, de ser el pecador más impenitente…

Pero el padre le acercó el viático para que lo adorara. Le dijo


:
―¡Este es el cuerpo de Cristo! ―y le pidió que besara la
custodia―. ¡El único que nos salva de todos los pecados!
El mercader, desconcertado, se puso de todos los colores
cuando vio delante de sus ojos la reluciente pieza de oro,
plata y piedras preciosas, de las que nunca pudo capturar
una en su vida durante los asaltos, y la besó tal como se la
pidió el padre, hasta que se la quitó, y el padre la puso sobre
el pequeño altar destinado para la ocasión.
Luego le pidió que rezara junto con él el padrenuestro con
dirección a la reliquia en forma de sol y que tuviera el mayor
temor de Dios, porque en ese momento se iba a dar la
confesión más grande de su vida.
Le preguntó:
―¿Cuándo fue tu última confesión?
El mercader se echó a la cama y le dijo:

48
―Antes de partir de la isla, pero acostumbro hacerlo con
frecuencia…
―Pues ―proseguía el padre bastante animado―, es poco
lo que tengo que confesarte, aparte de los pecados que hayas
cometido durante la travesía. Sin embargo, comencemos por
lo primero, tu última estancia en la isla. Siempre hay pecados
que uno olvida, que no se confiesa, por lo que no está de
más recordarlos y borrarlos del corazón…
El mercader cruzó las manos en el pecho en una rara actitud
piadosa, y pálido dijo:
―Por un pecado que haya cometido… No sé, padre… Y que
lo haya olvidado… Tampoco, padre…
―Que lo hayas cometido y no lo has confesado aún por
cualquier motivo…
―No sé, padre. No me acuerdo de ninguno de ellos… Ni
en el pasado ni en el presente…
―Que hayas cometido por acción u omisión…
―Tampoco, padre…
El padre lo ayudó:
―Por omisión, es porque no te diste cuenta, pero que de
cualquier manera ofendiste a Dios. ¿Me explico?
El mercader asintió con la cabeza, pero no sabía qué hacer.
Lamentaba su trágico final y el médico que lo desahució.
Después dijo:
―Me da miedo hablar de estas cosas, padre.
―Dilo, que yo te escucharé con atención.

49
―¡Me acuerdo de uno, cuando pequeño, y me apena
decirlo! ¡La vez que vi a mi madre in púribus!
―¡Santo Dios! ―exclamó el padre un poco impaciente―
¡Eso no es pecado! ¡A no ser que haya malicia en ello!
―No, no la hubo, padre, ni en pensamiento ―suspiró el
mercader.
El padre atacó:
―Quiero oír algo así como, “¡padre, me robé tal cosa!”,
“¡padre, aposté en el juego de las cartas!”, “¡padre, juré por
el santo nombre!”, “¡padre, forniqué en tal puerto!”, “¡padre,
maltraté a un esclavo, también hijo de Dios!”
―¡Ya sé! ―exclamó el mercader―. ¡Recuerdo uno que
nunca supe si era pecado o no, la vez que me comí un mango
en el patio de la casa vecina!
―¡Eso no es pecado!
―¡La vez que le saqué la lengua a mi madre!
―¡Eso tampoco!
―¡Padre! ―lo cortó con la mano el mercader―, entiendo
que a Dios le agradan las cosas buenas y santas, y estos
pecadillos me siguen atormentando...
―Te comprendo ―se acercó el padre al mercader―, pero
hay otros de carácter condenatorios. Te ayudo. ¿No has
caído alguna vez en tentación de carne?
―¡Nunca, padre! Ni en los puertos que he visitado, ni en
este, el más importante de las Llaves de las Indias, porque
prefiero mortificar la carne que arriesgar mi salvación…

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―Lo pregunto porque no es raro entre capitanes acostarse
con mujeres en todos los puertos… ¿No has tenido apego a
las cosas materiales?
―¿A las cosas materiales?
―Sí, a las cosas materiales.
―¿Cómo a qué?
―A los bienes que hayas adquirido por herencia, por
negocio…
―¡Nunca, padre! ¡Siempre he sido caritativo y pío durante
mi vida! Lo puedo probar con el testamento que dejé a mis
compañeros de mar y la capellanía a los hermanos de las
congregaciones. ¿Acaso me lo pregunta por las carabelas
que tengo en el surgidero? Pues bien, las heredé de mis
antepasados en el negocio de caña de azúcar. La hacienda
que me dejaron la vendí, y con el producido ayudé a los
pobres en Cristo y el resto lo invertí en el mar, por lo que
Dios me hizo próspero…
―¡Bien! ―se animó el padre desde la silla― ¡Recuerdo que
me han dicho que eres mercader! ¿No has intentado
quedarte con algo que no es tuyo?
―¿Como qué, padre?
―Una mercancía, un esclavo, una nave…
―¡Nunca, padre! ―lo cortó triunfante el mercader. Pero al
cabo se retractó y dijo―: ¡Miento, padre! Una vez, después
de venderles un cargamento de harina a varios comerciantes
en una feria, alguien me pagó de más y no supe de quién
era… Al año siguiente regresé con el dinero de más, y como

51
no encontré a nadie que lo reclamara, lo repartí entre los
limosneros de la isla...
―¡Bien! ―lo cortó el padre satisfecho.
Pero cuando iba a darle la absolución, el mercader lo
detuvo:
―¡Era sábado santo, hora nona, cuando me lavé la cara!
―¿Cuando me lavé la cara?
―Cuando me lavé la cara para elevar las oraciones y me
dijeron que eso era malo. La otra vez escupí cerca de la
iglesia.
―Eso no es pecado.
―La vez que bostecé y eructé dentro de la iglesia.
―Tampoco, porque nosotros, hombres de Dios, también
bostezamos y eructamos ―y la confesión pareció perder
impulso.
Desde afuera, pregonaban la venta de un lote de esclavos en
los portales de la plaza, lo que en cierta forma emocionó al
mercader por su condición de tratante de esclavos. Pero al
cabo se puso a llorar, recordando el día en que perdió la
pierna tras su caída en la nave y el día en que perdió la salud
tras su travesía, y en los ratos en que trataba de retomar la
confesión, de repente recordó un pecado que ni el mismo
Dios, en su infinita misericordia, lo perdonaría.
Sin embargo, el padre lo consoló:
―¡Hijo, todos los pecados se pueden perdonar! ¡Siempre y
cuando haya arrepentimiento de ellos!

52
Entonces el mercader se secó los ojos con la camisa y se
volteó para reiterarle:
―¡Es demasiado grande, padre! ¡Demasiado grande!
―¿Cuál?
―¡Uno que me hace perder la salvación!
―¡Dilo, que yo rezaré por ti!
El mercader se aclaró la garganta, y mirando al Santísimo
dentro de la custodia, se preguntó:
―¿Habrá alguien que rece por mí?
―¡Claro! ―le respondió el padre.
―¡Blasfemé contra mi madre!
―¿Contra tu madre?
―¡Sí, contra mi madre!
―¿Cómo?
―¡Un demonio se me metió en el corazón!
―¿Un demonio?
―¡Sí, un demonio!
―Eso no es grave, si hablamos de las blasfemias contra la
Madre.
Pero el mercader se puso a llorar con el rostro tapado y el
padre se las quitó para consolarle:
―No llores, hijo ―y le administró el viático de una vez.
Tras las oraciones, en las que el mercader perdía el aliento
y el color de la piel, logró que el padre lo enterrara en la
Orden.
Murió, y el padre, revestido de alba y capa pluvial, y
acompañado de ministros y personas devotas, encabezó las

53
exequias en latín y con la cruz adelante por las calles del
arrabal.
La procesión se hizo numerosa, sobre una calle pavimentada
de pétalos de rosa, mientras cantaban los responsos con una
vela en la mano a cambio de un real. Se dieron los
dramáticos cantos a las ánimas en pena y se multiplicaron
los dobles en la ciudad.
Y todos llegaron al atrio, donde tumbaron al padre en el piso
de piedra.
Este, parándose con el báculo, empezó a gritarles con furia:
―¡Vosotros, hijos del demonio, que blasfemáis contra el
Señor y su divina Madre, y contra los santos! ¿Por qué tanta
hipocresía para honrar el cadáver de este santo varón?
Entonces la multitud comenzó a corear la palabra “santo”, y
el coro se hizo tan intenso que atravesó las murallas, y desde
las afueras llegaron a alabarlo y a besarle los pies y las manos
en el catafalco. Empezaron a llevársele de reliquia uñas,
pelo, medias, incluso el sudor que recogían con pañuelos.
Otro le quitó el anillo de la salvación, otro el rosario
bendecido por el papa y el resto despedazó la mortaja con
una espada.
La mortaja, era del hábito de un monje de oración perpetua
que había muerto hacía poco. Y los que conseguían al menos
una hebra de la mortaja, se la pasaban por las partes
enfermas de sus cuerpos, y no contentos con ellas,
rompieron la perfumada almohada de pétalos de rosa en
pedazos.

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Como era difícil pronunciar el nombre del difunto, y no
había manera de ponerse de acuerdo, todos recordaron la
mañana en la que el mercader llegó al puerto patituerto, por
lo que todos comenzaron a llamarlo “Santo Patuleco”.

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El último recibo de un rescate de Francis Drake


Sic Parvis Magna.”
S
ir Francis Drake, 1586
Era un día soleado, cuando apareció sobre la avenida de
playa un jinete. Venía del norte, a todo galope, bordeando
los esteros y enfrentándose a las brisas que le herían los ojos
y le ondeaban la capa atrás. Llegó a los límites de la ciudad,
y por la forma como cabalgaba, los habitantes dedujeron la
llegada de una escuadra de piratas. Y llegó a donde el
gobernador, donde lo calmaron con un vaso de agua.
La noticia se regó como pólvora y la población se preparó
para las defensas. Enviaron los niños, las mujeres y los
ancianos a la parte continental, como los tesoros, las Cajas
Reales, el vino, el aceite y la harina.
Sin embargo, la nave se acercó a la costa, lo que obligó a la
población a ponerse sobre las armas. A menos de una milla
lanzó las primeras señales de amistad, lo que tampoco
convenció a todos los que estaban en la playa. Lo habían
hecho los piratas en el pasado, se decían, cuando se robaban
las señales de identificación de la nave capturada.
La nave se acercó a la orilla para que pudieran confirmar la
forma como estaba construida, y el gobernador dio la orden
de que la dejaran pasar hacia el sur de la península, hasta
que dobló por el canal que lo comunicaba con el interior de
la bahía. En esa dirección, la población atravesó la ciudad

56
para enterarse de las últimas noticias enviadas por el rey.
Apenas recibieron la correspondencia, la ciudad entró en
conmoción. Detrás venía la temida escuadra pirata, y de
nuevo regresaron la población, las caja reales y los tesoros a
la parte continental.
El obispo, por su parte, aceleró las confesiones y la
imposición de la ceniza de ese fatídico miércoles de Ceniza,
y mandó a esconder todos los objetos sagrados, Entonces
comenzó a aparecer la Escuadra sobre el horizonte, con el
pabellón de banderas negras, y cuando se acercó a la playa,
sonaron la salva de la muerte y desenrollaron los escudos de
armas sobre la borda, de todos los caballeros que iban a
bordo y que a partir de ese momento le declaraban la guerra
contra la noble y leal ciudad, entre ellos el temible escudo
del comandante general.
Después se puso a tiro de cañón para que las brisas
arrastraran los primeros insultos, y desde la playa los
artilleros les respondieron con otros insultos. Pero el
gobernador, con un catalejo, trataba de encontrar el nombre
de la tan mencionada nave que había circunnavegado el
globo terráqueo, “Golden Hind”, pero no lo encontró, sólo
el nombre del buque insignia “Elizabeth Bonaventure”, lo
que le produjo cierta confusión.
Alguien, vestido de negro y con catalejo, bajó a un ligero
bajel para acercarse a la orilla y burlarse de las imágenes y
los crucifijos que tenía en la mano, lo que levantó la ira de
los defensores y los clérigos que lo desafiaron a un duelo de
espada en la playa.

57
***
A la medianoche, la Escuadra se dividió en dos. Una que
desembarcó en la península y la otra que continuó al interior
de la bahía. Cuando desembarcaron, lo primero que
hicieron fue abrazar y besar la tierra, unirse a las oraciones
mostrando la Biblia traducida y el Libro de Oración Común
al estrellado cielo, y después refrescarse la garganta con agua
de coco.
―¡Hermanos! ―gritaba el comandante de la Escuadra―.
¡Este es el momento de mayor gloria de nuestra expedición!
―y mil quinientas once voces lo aclamaron con vivas a la
reina y al comandante―. ¡Por fin tocamos tierra! ¡La tierra
más rica de las Indias Occidentales! ―y las voces de nuevo
lo aclamaron―. ¡No hay Luna, la marea está baja, los indios
están retirados y los defensores siguen desanimados por la
falta de paga y estipendios, y por el poco matalotaje y la poca
aguada que les dan! ―y se hizo un profundo silencio―.
¡Habrá premios para los valientes! ―y hubo un estallido de
alegría―. ¡Y horca para los cobardes! ―y se hizo otro
silencio, pero de miedo, lo que aprovechó para señalar la
soga colgada en el buque insignia.
***
En la madrugada, se dieron los primeros enfrentamientos
por tierra. El primero fue con los indios que habían
envenenado las playas con puyas. El segundo, con los
defensores de La Caleta con fuego de arcabuz. Entonces la
columna se partió en dos, y el clarín de la retaguardia pidió

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reorganizarse atrás, mientras que el clarín de la vanguardia
pidió avanzar hacia la trinchera.
En la trinchera, se dieron los primeros enfrentamientos,
volando por los aires las armas y los escudos.
―¡Viva el rey! ―se defendían los infantes.
―Hurrah for the Queen! ―cargaban los ingleses.
Aparecieron los jinetes desde el interior de la ciudad,
guiados con las luces de las antorchas, y cargaron contra los
ingleses.
Gritaban:
―¡Santiago y cierra España!
En el combate, había gritos, relinchos, juramentos,
maldiciones y blasfemias en todos los idiomas, mientras
volaban por los aires partes de sus cuerpos.
Los ingleses se reagruparon desde atrás, y cargaron contra
los defensores.
Gritaban:
―God and Saint George!
Pero en el surgidero la batalla era diferente. Era entre los
buques de la Armadilla y los buques de la Escuadra. Cada
disparo iluminaba un pedazo de la bahía y la llenaban de
ecos a lo largo y ancho. Un cañón de la Armadilla explotó y
levantó una columna de humo y hombres. Y la explosión
arrasó a los otros buques de la Armadilla.
***
A los pocos días, la ciudad se llenó de gente rubia que
reparaba las naves en el muelle y utilizaba la Iglesia Mayor
para los oficios religiosos. Le habían quitado las imágenes

59
para dirigir sus propias misas, su propio tedeum, sus propios
entierros, como su propio miércoles de Ceniza según el
calendario juliano. Las insignias de la monarquía fueron
reemplazadas por las insignias de la reina, y después de
haber esculcado vino, víveres y joyas, Drake mandó al
trompeta para negociar el rescate de la ciudad.
Y los recibió en el mismo despacho del gobernador. Los
recibió amablemente, con el casco y la cota puestos, y con la
espada al cinto. Había cambiado el dosel de la Real
Audiencia por el escudo de armas, y sobre el escritorio había
organizado las banderas reales de su país y la Marina, como
el globo terráqueo, la carta de marear, el catalejo, la Biblia
traducida y el frasco de fragancias regalo de la reina Isabel, y
que nunca abandonaba durante las travesías.
Brindó por el feliz desenlace de las negociaciones,
empleando para ello el ritual de la jarra y los vasos con el
mismo pan y el mismo vino que había decomisado.
Pero atacó:
―¡Decidme! Decidme, ¿por qué la Inquisición quema vivo
a nuestros marineros, si lo único que hacen es creer en lo
que dice la Escritura y no en vuestros malditos credos? ―y
le extendió al obispo la Biblia traducida al castellano.
El obispo se estremeció de terror, como todos los que lo
acompañaban, pues se trataba de un acto de herejía, de un
libro que no debía permanecer intacto por lo menos en
tiempo de Cuaresma, y cuando se lo iba a devolver con
aquellas manos sudorosas y temblorosas, Drake lo obligó a
leer ciertos puntos controversiales del Antiguo Testamento.

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De entrada, el ambiente se hizo tenso, de rabia contenida
entre los anfitriones, por lo que en cierta forma los
convocados se encontraron en desventaja como para
negociar el rescate de la ciudad.
Drake siguió atacando:
―¡Mientras haya paz entre Inglaterra y España, habrá guerra
entre Drake y la Inquisición! ―pero nadie le respondió.
Sin embargo, el gobernador lo miraba cuando iba de un lado
a otro insultando con su poderosa voz de trueno la
Inquisición, y cuando se quitó el morrión para secarse el
sudor de la frente, le pareció perder la apariencia de ser el
hombre más alto y fuerte de la reunión, por lo que se atrevió
a decirle:
―En razón de que vivimos en una ciudad pobre… Sin la
riqueza que en el pasado la hicieron famosa… Quisiéramos
saber el monto del rescate… ―y se hizo un profundo
silencio que nadie se atrevió a romper.
Pero Drake le dijo que continuara.
―Esta tierra es pobre… Salina… Sólo abastecida con el agua
de los jagüeyes… No prosperan el cultivo ni el ganado… Por
lo que las Cajas Reales son pobres ―pero Drake lo cortó en
el acto:
―¡Sólo habláis de pobreza y el Papa nadando en riquezas,
y yo no vine aquí a quitarme la sal de la garganta! ―y sacó
de los rollos del despacho una cédula en la que el rey
advertía a las autoridades la presencia de un astuto y vulgar
pirata sobre los mares del Caribe. Y afectando la voz delante

61
de los presentes, continuaba―: ―¡Yo! ¡Francis Drake!
¡Amo y señor de los siete mares! ¡El primero en dar la vuelta
al mundo, en descubrir la naturaleza geográfica de Tierra del
Fuego, en llegar a los mares más meridionales y fríos del
globo! ¡Y armado caballero con el título de “Sir” por Mi
Graciosísima Majestad! ¿Pirata?
Pero nadie le decía nada.
―¡Pues bien! ¡Soy un simple marinero que de la nada se
hizo caballero! ―y enseñó a los presentes la divisa al pie del
escudo de armas, corroborando lo dicho anteriormente,
“Sic Parvis Magna”. Gritó―: ¡Soy Sir! ¡Soy Sir! ¡Soy Sir! ―y
llamó al gobernador para que leyera en voz alta la divisa que
coronaba el escudo encima del globo terráqueo.
El gobernador leyó el contenido de la divisa con su virtuoso
latín, “Tu primus circumdedisti me, auxilio divino”, lo que
naturalmente hizo a reír a los invitados para adentros pues
en realidad había otro que lo había circunnavegado sesenta
años atrás a través del estrecho de Magallanes, Juan
Sebastián Elcano, y de nuevo los hizo reír para adentros
cuando Drake les habló del descubrimiento que hizo de
Tierra del Fuego, de que no era una península, sino un
conjunto de islas.
Sin embargo, continuaba con su propio discurso de
navegante y descubridor, de que había nacido en el mar,
había sido criado en la bodega de una vieja nave, se hizo
marino al entrar a la adolescencia, se había enfrentado a la
tormenta más larga de su vida, una de cuarenta y dos días en

62
el estrecho de Magallanes, y se jactó diciendo que a ese sitio
le había regalado su nombre para la eternidad.
Bramó y pateó el piso con rabia para luego quitarse el peto
y mostrarles las heridas que había recibido en el pecho
diecinueve años atrás en el fuerte de San Juan de Ulúa, en
una de sus pocas batallas perdidas, cuando en ese entonces
se dedicaba al tráfico de esclavos.
Después de haber despotricado contra la Inquisición, llamó
al paje con una campanilla de plata para que le ayudara a
ponerse la parte de la armadura que le resguardaba el tronco
y estaba cubierta de finas láminas de oro y plata, y labrada
con la figura de dragones y animales fabulosos.
***
Pasaron los días, y sintiéndose los dirigentes consternados
por la poca perspectiva que daba Drake de irse de la ciudad,
llegaron al despacho con otra propuesta.
―¿Veinticinco mil ducados por una ciudad que ostenta las
riquezas de El Dorado?
Pero nadie se atrevía a hablarle.
―¿Veinticinco mil ducados por una ciudad que se beneficia
de la plata del Perú?
Todo era silencio.
―¿Veinticinco mil ducados por los veintiocho muertos que
tuve que enterrar en tierra ajena?
El silencio continuaba.
―¿Veinticinco mil ducados por la osadía de desafiarme en
la playa? ―y asustó a los presentes con la palaba “peste”,

63
contra la que todos se santiguaron en el acto, sobre todo el
obispo que rezó en silencio. Continuó―: ¿Eso es todo lo
que me proponéis? ¡Por supuesto, Santo Domingo me pagó
veinticinco mil pesos de oro después de haberle pedido cien
mil, pero se la incendié! ¡Se la incendié! ¡Y se la incendié
como lo dice esa cédula real! ¡Y mirad en lo que ha quedado!
¡En cenizas! ¡Y ahora os voy a pedir seiscientos mil ducados!
¡Ni uno menos! Y el despacho entró en conmoción.
***
Llegó domingo de Ramos, y un enviado propuso entregarle
treinta mil ducados. Drake los rechazó de inmediato, y para
presionar ordenó la quema de varias casas en el arrabal, la
destrucción de las imágenes que habían quedado en las
iglesias y la conversión de los esclavos al protestantismo.
De inmediato, le propusieron cien mil ducados que sin
embargo rechazó, si bien con ello podría tributarle a la reina
la suma de treinta y tres mil trescientas treinta y tres libras
esterlinas…
De nuevo los amenazó con el incendio de más casas, sobre
las que el enviado le adicionó diez mil ducados más, pero el
disparo de una culebrina derrumbó los arcos de la Iglesia
Mayor. Llegaron las primeras remesas de Turbaco, y el en
puente de San Francisco los españoles y los ingleses parecían
estar en una feria donde regateaban a brazo partido el precio
de cada transacción. Cuando empezaron a pesar las joyas,
los españoles trataban de ponerles el precio más alto, hasta
que Drake se molestó y exigió su pago en monedas de oro.

64
Pero les rebajó tres mil pesos de oro por los daños causados
a la Iglesia y la estadía en la casa del gobernador. Pero las
cosas se fueron complicando, cuando recordó no haber
incluido en el rescate los cañones de bronce que tenían en
El Boquerón, La Caleta y la trinchera, como tampoco la isla
del arrabal…
Asustados, los franciscanos entregaron mil coronas
florentinas por el convento del arrabal, lo que sin embargo
molestó al gobernador porque no incluyeron el Matadero…
***
Después de haber celebrado su propio domingo de Pascua
en la Iglesia Mayor y recibido el rescate de los sembrados de
mamey, zapote y níspero de la península, como el rescate de
los galeotes moros y de un ilustre aprehendido, Drake sintió
la necesidad de irse lo más pronto posible. El temor
provenía por los repentinos brotes de calor y los amagos de
lluvias que podían enfermar a sus hombres, por lo que le
pidió al escribano la redacción de un último recibo que
reemplazaría a todos los que había entregado en forma
provisional, uno que incluyera el nombre de la ciudad, el
nombre del gobernador y la fecha según el calendario de los
españoles, por la suma de ciento siete mil ducados, en
números y letras.
Y lo firmó con su gruesa mano llena de cicatrices,
anteponiendo la palabra “Sir” a su nombre latinizado, y lo
selló con la figura de su escudo de armas sobresaltando las
palabras “Sic Parvis Magna”.

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Era el recibo que necesitaban los dirigentes para entregar las
cuentas de las Cajas Reales al rey.

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El precio de una espada por la ciudad

Un extraño incidente ocurrió en la plaza,


y fue la caída del castillo de Boca Chica.
Real Audiencia de Santa Fe, 1697.
Eran las doce del día, cuando el paje del
castillo de San Luis de Boca Chica consultó la hora
con el reloj de sol en el patio interno del fuerte y se
la cantó a la guarnición.
De igual forma lo hizo el grumete de la nave
capitana Saint Louis, quien la consultó con la
brújula y se la cantó a la tripulación.
Los dos, sin embargo, se encomendaron al
mismo santo, Luis. El primero, por el triunfo de las
armas españolas, el segundo, por el triunfo de las
armas francesas. Y la hora no hubiera sido de total
modorra, si el Saint Louis no se hubiera lanzado al
primer ataque desde las turbulentas aguas del mar.
El castellano, presionado, de inmediato
comenzó a dirigir las defensas. Pero ocho cañones
explotaron en el acto, lo que bajó la moral a los
defensores, sobre todo a los esclavos obligados a
defender el castillo. Y el ataque prosiguió toda la

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tarde, hasta que cayó la noche y el castellano
mandó a pedir refuerzos a la plaza.
Sin embargo, los franceses terminaron de
desembarcar en la isla y se apoderaron de los
hornos de cal, donde izaron la bandera, y de la
explanada, donde construyeron la trinchera, lo que
nunca hubiera esperado el castellano. Y al día
siguiente se dio llegó lo que tanto temía, el primer
toque de parlamento. Dos hombres se acercaron al
foso para pedirle la rendición y la entrega del fuerte
a cambio de ciertos privilegios como a ningún
prisionero de guerra, pero le respondió:
“¡Pido a Vuestra Paternidad!”, se refería al
religioso que habían hecho prisionero los
franceses, “!Que le diga a ese señor que le envía,
que hago mal en entregar lo que no es mío, que
tengo mucha gente para defenderlo, y que si lo
quiere poseer, que venga a tomarlo!”
El barón, contrariado, no tuvo otra opción
que traer más hombres de la ensenada para montar
los primeros morteros en la explanada. Cuando
comenzaron a lanzar las primeras cargas
explosivas de cuarenta libras contra el castillo al

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amanecer, se dio lo que tanto esperaban los
expedicionarios, la gloire française en ese pequeño
pedazo de tierra de las Indias Occidentales,
mientras el castillo se partía en pedazos y los
buques atacaban por los flancos de playa.
Por la tarde, el vigía de la cofa informó sobre
la falta de defensores en la plataforma, lo que
aprovechó el barón para avanzar desde el
montículo. Avanzaron con el ruido de los tambores
y el fuego de los mosqueteros, y los que llegaban
al foso, lanzaban las primeras granadas al castillo.
Todo era confusión, hasta que una granada explotó
y el humo tomó la figura de un cetro, lo que se
interpretó como la primera señal divina de que su
amado rey santo, san Luis, los estaba apoyando.
El castellano, acorralado, no tuvo opción que
era asomarse por la escalera del patio interno y
gritar a los que estaban en las troneras a que
cargaran los cañones, pero no le hacían caso.
Gritaba, mientras veía al enemigo orillarse al foso
seco, y viendo que las bajas eran de su parte,
prometió a los defensores riquezas e indulgencias
plenarias para los que cargaran los cañones, y

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como no lo hizo ninguno, entonces los amenazó
con quitarles la vida en el acto. Sólo lo hicieron
unos cuantos, pero cayeron bajo el fuego de los
mosqueteros.
A partir de ese momento, se dio cuenta de
que la pelea estaba perdida, tal como se lo
explicaba el alférez, y perdió el control de las
tropas. Varios socorristas subieron a la plataforma
a pedir cuartel. Y lo pidieron, agitando las banderas
con fuerza. Era la señal de rendición, a la que los
franceses comenzaron a detener el fuego en forma
escalonada hasta que se hizo un silencio profundo,
un silencio sólo profanado por el distante rumor de
las olas. Y por primera vez, los dos comandantes
se vieron cara a cara en medio del foso seco.
El castellano gritaba desde arriba:
“¡Excelencia! ¡Yo soy el castellano del
castillo! ¡Y no estoy pidiendo cuartel a nadie! ¡Y
los que lo pidieron, son malos vasallos, gente vil y
sin ninguna obligación con el rey!”
Cuando el barón mandó a traer las escalas de
asalto, los socorristas de nuevo pidieron cuartel,
pero el barón se los condicionó a cambio de que le

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arrojaran las armas al foso. Cuando le tocó el turno
al castellano, este lo pensó varias veces, y después
de desenvainar la espada del cinto, y por primera
vez en sus veinticinco años de servicios al rey y la
plaza, la rompió y la arrojó al foso para después
retirarse al interior del castillo. A los quince
minutos recibió el tercer recado del barón, con la
amenaza de pasarlos a cuchillo si no le abrían la
puerta.
Los defensores comenzaron a quitarle los
obstáculos, bajo el grito de los franceses. Cuando
la abrieron, comenzaron a atacar con las espadas.
De nuevo se dio el encuentro de
comandantes, esta vez en el patio interno. El
castellano no tuvo otra opción que entregarle la
llave del castillo, lo que fue entregarle la llave de
la plaza más importante de las Indias.
“¡Excelencia!”, le decía, “¡Ni me rindo ni
pido cuartel! ¡Los que lo pidieron son unos infames
que no quisieron pelear por el rey!”
Sorprendido el barón, le prometió darle la
libertad junto con sus esclavos en cuanto se
apoderara de la ciudad, y consultando a los

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oficiales lo mal que se veía un castellano sin armas,
le pidió la espada a uno de ellos.
“¡Un caballero como vos!”, le gritaba, “¡No
puede estar sin armas!”, y se la entregó en el acto.
El castellano, aduciendo no servirle de nada,
pues le era más humillante recibirla que rendirse,
en últimas se la recibió como parte de su futura
defensa ante una posible causa en la Real
Audiencia de Santa Fe.
Y abriéndose paso el barón entre los arcos,
los escombros, los heridos y los muertos, pasó
revista a los cuarteles hasta llegar a la capilla en
donde se encontró con los primeros prisioneros
heridos.
Preguntó:
“¿Es esta la gente, de ce peti-château-fort de
Carthagène, la que pensaba detener mi Armada de
veinte mil hombres?”
Pero se hizo un profundo silencio.
Luego insultó al alférez y mandó a traer al
castellano al que por primera vez, y en forma
despreciativa, lo llamó por su nombre de alcurnia,
“Don Sancho Jimeno de Orozco”.

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“Pues sí, Excelencia”, le respondió el
castellano un poco animado, “no era falta
defenderme con pocos como si fuesen muchos, y si
no le parece otra cosa, pues aquí estoy a vuestra
merced.”
Por la noche, otro recado le llegó pidiéndole
las llaves de los almacenes y las municiones para
el nuevo castellano, a lo que le respondió:
“¡Decidle a Vuestra Excelencia! ¡Que yo no
puedo entregar nada de lo que no es mío, pues el
cuidado de ello está a cargo de un artillero que se
encuentra en capilla!”
Al día siguiente, el barón invitó al castellano
a su primer rancho en tierra. En el campamento,
todo era alegría, música, bufonadas, chistes, y en
medio de las ollas donde preparaban el convite,
apareció el castellano vestido de civil. Y los
franceses, disfrutando de las botellas de vino, se
rieron de sus manos, de unas manos que nunca
estuvieron en un campo de batalla, hasta que el
barón les hizo señas de que se lo acercaran a la
mesa. Y lo honró con el primer puesto a la derecha,

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al lado de los oficiales de mayor rango, y delante
de una mesa totalmente decorada.
Atrás dejaron el aburrido fiambre de la
travesía por una comida calientita y fresca, y la
conversación giró en torno a las dos potencias
enfrentadas en ese momento en la mesa, en un
continente ajeno a sus procedencias, y el barón le
habló del futuro de la plaza española con
gobernador y presidio francés.
Agregó:
“¡Excelencia! ¡La nación francesa nunca
deja de apreciar a las personas que desprecian a los
que faltan al deber!”
Estas palabras reconfortaron tanto al
castellano que las incluyó en la relación de
descargos ante la Real Audiencia de Santa Fe,
como el incidente de la espada, la cual consideró
no tener el precio de la ciudad que defendía, sino el
de un doblón por su puño de cobre.

74
El último viaje en el tren de los imperialistas

Sonó el silbato. El sonido fue profundo y se encogió en un


breve eco dentro de la estación. Los pasajeros comenzaron
a despedirse de los acompañantes, y la locomotora trepidó,
lanzó un chorro de agua caliente por uno de sus costados y
se cubrió con una nube de vapor mezclada con el humo de
la calderilla.
De nuevo sonó el silbato.
Toda la noche había llovido, pero eso no impidió que el tren
fuera cargado con las primeras luces del día. Lo cargaron de
café, del último barco de vapor que arribó al puerto fluvial
desde las templadas fincas del interior. Los sacos habían
impregnado con su aroma el muelle, como si con ello
hubiera levantado el ánimo de los adormilados braceros de
la compañía.
Tocaron la campanilla, y la estación se agitó de nuevo.
―¡Mira! ―insistía uno de los pasajeros a su compañero de
silla― ¡Todo lo que se mueve aquí se lo debemos a los
americanos, que incluso nos compran el café para vendernos
el tren!
Todo parecía un chiste, hasta que el pasajero de atrás, atento
a las palabras de los pasajeros de adelante, pensó lo
contrario, y amargado se dijo: “¡Lo que le debemos a los
americanos, es colonización!”
Adentro, todo era angustiante por el cierre de las ventanillas
por la lluvia. El calor sofocaba el ánimo de los pasajeros

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inmersos en la vaga oscuridad del vagón, mientras esperaban
las primeras campanadas de la partida.
Sintieron el chorro de arena debajo del piso de la
locomotora y el tirón de los cilindros de vapor que movían
las ruedas. El tren se movía despacio, triturando la arena
sobre los rieles humedecidos, y salió reluciente por la puerta
del muelle. Tomó la anegada calle del Comercio llena de
curiosos que veían la forma como esa fabulosa máquina de
vapor partía para siempre al distante puerto marítimo.
―¡Nunca más lo vamos a ver! ―se decían entre sí los
curiosos, con los ojos llorosos y despidiéndolo con un
pañuelo.
Subió la primera loma, traqueteando la estructura de hierro,
y atrás fueron quedando el puerto, el campanario, la fábrica
de ron, las bodegas de carga, los buques de vapor y el vuelo
de un hidroavión sobre el río.
Entonces soltó un lastimero quejido de vapor por encima
del techo de la cabina, para luego bajar con el peso de sus
propios vagones hacia la hondonada. Tras el impulso, la
marcha se daba sobre unos rieles extendidos a lo largo de un
camino apisonado de grava. Por arriba, cruzaban los cables
del telégrafo, y por los costados, las cercas de los potreros.
Ya no se sentía el aroma del café, sino el olor de los potreros
y la exótica región húmeda. La llovizna persistía por todas
partes, intranquilizando los espejos de agua, y en los espacios
donde no había lluvia los pasajeros bajaban las ventanillas
para coger un poco de aire fresco. Y cuando el tren tomaba

76
un trayecto en línea recta, el humo parecía ser el penacho de
esa larga máquina de vagones.
El pasajero de la ventanilla se preguntó por la velocidad con
que iban viajando, a lo que el pasajero de al lado se la calculó
por el número de traqueteos que daba la máquina de vapor
en un minuto, y le añadió a manera de información el
caballaje de la locomotora, el número de vagones que podía
arrastrar, el nombre de la fábrica donde la construyeron y el
tiempo en que tardarían en llegar al destino final.
El pasajero de la ventanilla comenzó a mirar con alegría los
cortes de la selva, y le hablaba de lo divertido que era
escuchar al mono colorado desde los árboles, pero de lo
negativo que eran esas tierras para la salud y la revolución
industrial.
El pasajero de atrás, que no dejaba de escuchar la
conversación, se contrarió y quiso decirles sobre la mala
influencia que tendrían los americanos explotando las
riquezas de esas tierras.
―Mi hermano se llevó un mono colorado a Nueva York, y
eso fue la sensación ―le comentó el pasajero de la ventanilla
al de al lado.
―¿A Nueva York?
―¡Sí, a Nueva York! Se lo llevó en el buque de los cafeteros.
Un circo de allá quiso comprárselo, después un zoológico y
varios investigadores.

77
―¡Los americanos se impresionan con los animales de la
selva, nosotros con sus fábricas! ―y rio como un niño el
pasajero de al lado.
“¡Pero con sus fábricas nos vienen a colonizar!”, se dijo el
pasajero de atrás, exasperado.
―¡Que vengan a cortar estas selvas como en El Canal, para
que entre el progreso! ―exclamó el pasajero de al lado,
emocionado.
―¡Tendríamos fábricas de automóviles! ¡Fábricas de
bombillas! ― rio el pasajero de la ventanilla.
―¡Y tendríamos fábricas de chicle! ¡Fábricas de chocolate!
¡Y un rascacielos! ―lo cortó el pasajero de al lado aún más
emocionado.
Los dos enumeraban una lista de cosas que podían hacer los
americanos en esas tierras, además de que acabarían con el
mosquito, el paludismo y las plagas, lo que contrarió aún
más al pasajero de atrás que quiso verles las caras para
gritarles imbéciles, y más cuando el sol comenzaba a calentar
los vagones de ese lado.
El tren comenzó a bajar la velocidad por la cercanía de un
puente.
―¡Eso es lo que me gusta de los americanos, venden los
puentes hasta por catálogos! ―exclamó el pasajero de la
ventanilla, muy emocionado.
La estructura del puente parecía reventarse a pedazos, hasta
que el tren bajó a la primera estación de La Línea. Cuando
se detuvo, dos monjas pararon las oraciones para darle paso

78
al ruido de los vendedores que vendían comida por la
ventanilla.
Al rato, varios pasajeros subieron con los productos que iban
a vender en la ciudad, con el ruido y el olor de los marranos
y las gallinas…
―¿Qué será de esta gente cuando desaparezca el tren? ―se
preguntó el pasajero de al lado, conmovido.
El pasajero de la ventanilla calló, lo contario del pasajero de
atrás que los miró con pesar y le echó la culpa al gobierno
por su falta de acción para comprarles el tren a los
americanos. Se dijo: “¡Fuera los imperialistas de estas
tierras!”
El tren se llenó de aire fresco en el arranque, y a la salida se
encontró con los campesinos que lo despedían a lado y lado
con la mano y las herramientas de trabajo. Algunos lo hacían
de pie, otros en bestias, pero todos estaban ensombrerados
y vestidos con la ropa de monte, y a los veinte minutos los
pasajeros comenzaron a respirar las mieles de la caña de
azúcar. El olor provenía de las ricas haciendas con tanques
de guarapo.
―¡Eso se lo debemos a los ingleses que reemplazaron los
trapiches por molinos! ―comentó el pasajero de la
ventanilla, refiriéndose a los grandes molinos importados
que sonaban como atronadoras cascadas.
“¡Dulce amargura!”, pensó el pasajero de atrás. “¿Acaso no
tenemos inteligencia para construir nuestros propios
molinos?”

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Atrás fueron quedando los pueblos de La Línea, hechos de
casas de bahareque y calles de barro, y sin las posibilidades
de recuperar el tren. En el trayecto, el tren se alargó con
otros vagones de carga, uno de ganado, otro de plátano y uno
más de azúcar, ron y panela. Cuando apuntó el itinerario a
la antigua aldea de los indios nativos, todo se volvió lento. La
subida era empinada, cayendo la velocidad, y si la
locomotora hacía poco respiraba con calma los tranquilos
aires de la sabana, ahora jadeaba entre nubes de vapor.
Arriba iba apareciendo el tanque del acueducto como el
mayor logro de ingeniería de ese pueblo.
―¡Hasta los tanques de acueducto lo venden por catálogos
los americanos! ―exclamó el pasajero de al lado.
El tren luchaba por su logro, subiendo el último trecho
empinado, hasta que aparecieron los campanarios de la
iglesia sobre la densa vegetación. Y a los quince minutos bajó
a un descampado de piedra caliza, donde se encontraba la
estación y desde donde podían ver la panorámica de la
ciudad.
―¡Allá está el barco de los cafeteros! ―exclamó el pasajero
de al lado con el dedo.
Los pasajeros miraron hacia allá, acumulando el peso de sus
cuerpos en ese lado. Se veía diminuto, entre barcos,
planchones y grúas, y bajo un sol que espejeaba las tranquilas
aguas de la bahía.
El tren comenzó a bajar entre frenos y silbatos, apartando las
mariposas y las telarañas, al lado de un arroyo que susurraba

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sobre las piedras. A la media vuelta apareció el cementerio
de los ingleses.
―¡Hasta cementerio tienen los americanos! ―comentó el
pasajero de al lado.
―¡Cómo lo cuidan! ―exclamó el pasajero de la ventanilla.
“¡Idiotas!”, reaccionó el pasajero de atrás, “¿Cómo iban a
permitir los curas de aquí que les enterraran protestantes en
sus cementerios?”
A menos de tres millas, el tren se detuvo para aprovisionarse
de agua y leña. El agua, cuando salía de la manguera, parecía
calmar la aridez del lugar. Y la máquina reanudó la marcha
con el frenético toque de campana. En el camino se
encontró con la primera gente que lo despedía y más
adelante con el canto de cientos de colegialas. A medida que
avanzaba, la ciudad lo despedía con miles de banderitas, y el
personal de los talleres, en donde lo iban a desguazar,
hicieron sonar la sirena de la llegada y la sirena de la
despedida final.
Atravesó el antiguo boquete de las murallas hasta que se
detuvo en la estación principal atestada de gente. En ese
instante, la torre del reloj dio las diez y quince, y los pasajeros
comenzaron a bajarse en medio del silbido del vapor, como
los tres que salieron por la misma puerta y que nunca se
preguntaron siquiera por los nombres.
Comenzaron a desenganchar los primeros vagones, y la
gente, previniéndose del fogaje de la calderilla, rodeó la
locomotora para pasarle por última vez el dedo sobre la
pintura translúcida y moteada de polvo e insectos.

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De repente, el altavoz pidió a los curiosos a que se pusieran
a un lado de la vía, lo que aprovechó el maquinista para
inyectar la primera carga de vapor a las ruedas. Estas se
movieron en el acto, trepidando la pesada máquina y
lanzando un poderoso chorro de vapor con la figura de un
caballo al galope, lo que se interpretó como el regreso al
tiempo de los animales de carga. Atravesó el último tramo
de vía que lo conducía al muelle, sobre la cual lanzaba
lastimeros sonidos de despedida que luego se estrellaban
contra las viejas murallas y se multiplicaban en ecos sobre la
soleada bahía.
“¡Por fin se acabó el tren de los imperialistas!”, se dijo
contento el pasajero de atrás, no sin antes de mirar con
tristeza su desaparición detrás del muelle. “¡Es tiempo de
que lo nacionalicen!”, concluyó, optimista.

82
“¡Escoba, trapero, pala!”

A la memoria del “Mono Loma”, Pedro Nel Hernández


Elguedo.
Era una hermosa mañana de febrero, de sol radiante, marea
alta y olas grandes.
Pedro y Pablo salieron a ganarse el día, y nunca se sintieron
tan optimistas para ese día dedicado a la Virgen de la
Candelaria.
Cuando desembarcaron en los playones del mercado
público, lo primero que hicieron fue guardar los debidos
respetos a la imagen de la Virgen. Cruzaron la puerta del
fuerte, y en medio del tumulto de vendedores y
compradores, se dirigieron al taller de escoba, trapero y pala.
El taller quedaba en la misma esquina del antiguo arrabal de
esclavos, y lo primero que hicieron fue surtirse de escoba,
trapero y pala. Se llevaron la carga al hombro y desayunaron
en la misma acera donde vendían fritos. Doblaron por la
calle del pozo, transitada de lado y lado, y llegaron a la plaza
principal. Ya no oían el ruido del mercado ni sentían el olor,
las calles estaban solas, pero engalanadas para la fiesta de la
Virgen.
El padrastro iba adelante y gritaba:
“¡Escoba, trapero, pala!”, y el hijastro, atrás, le cerraba el
paso con el resto de mercancía sobre el hombro.
La voz del padrastro era chillona, ahuecada, pero nadie le
compró en esa calle.

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“¡Escoba, trapero, pala!”, gritó, antes de abandonar la calle.
Doblaron la esquina y se encontraron con dos carretillas de
vendedores. El padrastro saludó al vendedor de gas y
después gritó:
“¡Escoba, trapero, pala!”, y una vecina le compró.
El padrastro se hizo la señal de la cruz con los billetes en la
mano, pues había hecho el nombre de Dios, y a los pocos
pasos gritó:
“¡Escoba, trapero, pala!”, y saludó más adelante al vendedor
de carbón ennegrecido con los sacos de fique.
Pero nadie le compró en esa calle.
“¡Escoba, trapero, pala!”, y en la otra calle saludó al
vendedor de frutas y verduras que se anunciaba con planazos
de machete sobre la carretilla.
Era la calle más sucia del arrabal, y las cunetas estaban llenas
de aguas negras.
Una casera le compró una escoba y le preguntó si le podía
encargar para el día siguiente un paquete de estropajo y una
bolsa de semillas de jaboncillo.
El padrastro continuó:
“¡Escoba, trapero, pala!”, y saludó al vendedor de pescado
que descamaba uno a un cliente.
Pero nadie más le compró en esa calle.
Aún con el olor del pescado encima, saludó al vendedor de
plátano que salía del corralón.
Entraron al patio del corralón, y el vecindario apenas se
despertaba con el estallido de la pólvora a la Virgen y el
ladrido de los perros. El padrastro gritó en la primera calle,

84
“!Escoba, trapero, pala!”, y una casera le compró una pala, y
en la fuente de la plazoleta una escoba, pero nadie más salió
de los inquilinatos.
Y se dirigieron al barrio de los ricos. Cruzaron el caño en
canoa y entraron por el boquete de la muralla de la antigua
plaza militar. Las calles y las plazas estaban arborizadas y
visitadas de pájaros.
El padrastro gritó:
“¡Escoba, trapero, pala!”, y saludó al cochero del notario en
la primera calle.
Una casera le compró los tres artículos.
“¡Escoba, trapero, pala!”, y su voz se cruzó con la del
vendedor de periódico.
Otra casera le compró una escoba.
“¡Escoba, trapero, pala!”, y le hizo una venia al cochero del
gobernador que entraba por la esquina.
El coche era grande, y llenó la calle con el ruido de los
cascos, el chirrido de las ruedas, el chasquido del látigo y las
flatulencias del caballo.
El padrastro, de calle en calle, gritaba:
“¡Escoba, trapero, pala!”, y le hizo una venia al cochero del
alcalde.
“¡Escoba, trapero, pala!”, otra al cochero del juez.
“¡Escoba, trapero, pala!”, otra al cochero del obispo.
“¡Escoba, trapero, pala!”, otra al cochero del médico.
Y una última al cochero del almirante.
Era poco lo que tenía Pedro sobre los hombros, lo que
animó al padrastro a vender lo último en la plaza de la Mar.

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Una casera le compró dos escobas.
Otra, una pala.
Otra, un trapero.
Otra, una escoba.
Y una última, los tres artículos.
Llegaron al sector donde las casas ya no eran de una sola
planta, sino de dos y tres, algunas de ellas ocupadas en el
pasado por condes y marqueses. Las calles estaban limpias,
adoquinadas y engalanadas de papeles multicolores. Los
balcones estaban decorados con faroles y macetas, y desde
arriba les bajaban la plata en una canastilla. Alguien le
compró a Pedro el resto de mercancía que llevaban y le
encargó un rastrillo y un machete para la finca que tenían en
tierra firme.
Contentos los dos, Pedro y Pablo llegaron a los límites de las
murallas para bordearlas de regreso. Venían sonrientes,
pues habían quedado con las manos vacías, sólo con los
bolsillos llenos, y cruzaron la puerta del baluarte con los
vientos de espalda. Atravesaron el estropeado puente de
madera y se detuvieron a comprar raspado al lado del
muelle. Hacía calor, a pesar de las refrescantes brisas, y el
vendedor le cepilló el pedazo de hielo sobre la carretilla.
Apenas les echó el sirope a los raspados, también llegaron a
comprarle desde los alrededores el vendedor de gas, el
vendedor de carbón, el vendedor de víveres, el vendedor de
plátano, y un poco retirado, el vendedor de pescado que
acababa de tirar las tripas a los pájaros del muelle.

86
Desde el arrabal comenzaron a estallar la pólvora de la
procesión de la Virgen, y todos los vendedores se dirigieron
al corralón para guardar las carretillas. Pedro y Pablo se
dirigieron al pozo donde se refrescaron con un cubo de
agua, y con las caras chorreadas, se fueron a comprar caña
de azúcar.
El mercado estaba animado con el paso de la cabalgata, en
ese momento todo era música, licor, baile, flores, velas, paso
de caballo, voladores, y a la distancia aparecieron las mujeres
más hermosas de la antigua plaza militar. Venían en caballo,
ensombreradas y saludando a la multitud con besitos al aire,
y detrás de ellas venía el fragor de una papayera.
Pedro se sumó al festejo con la primera botella de ron y
Pablo con la primera vareta de caña de azúcar que mascaba
y chupaba con fuerza en la procesión, mientras la tarde se
hacía más hermosa con el sol reposado y la brisa refrescante,
con la marea baja y las olas acariciando los muros de la
antigua plaza militar.

87
Nunca se muere sin esperanza

“No había ya una brizna de hierba.


Todo estaba consumido y desolado”.
Pablo de Morillo, 1815
A los pocos días de haber huido el resto de la población a
mar abierto, dos defensores se quedaron en el baluarte hasta
el final del sitio. De vez en cuando disparaban los cañones
desde diferentes flancos, para hacer creer al enemigo que en
la plaza aún había gente en pie de lucha. Pero no había
comida por ninguna parte, pues la última provisión de
víveres que había llegado se había agotado, y no había
posibilidades de que los vivanderos de las ricas despensas
del sur se acercaran a las murallas por el bloqueo que habían
impuesto los españoles por tierra y mar. Tampoco había
carne, pues, aparte de la que ofrecían las ratas, hacía poco
habían sacrificado el último caballo que tenían de medio de
transporte.
Tampoco había quien doblara las campanas, pero alguien,
desde el corazón de la plaza, echó al vuelo la campana mayor
de la Catedral. El tañido fue melodioso y solemne, de la
misma campana que utilizaron el día anterior para el último
entierro ilustre y la última misa de los que escaparon a las
Antillas, pero ahora era para recordar la llegada de Adviento.
El tañido se esparció por los alrededores de la urbe, a mar
abierto y hacia la parte continental, recordando las semanas
que faltaban para Navidad. El oficial se alegró de ello, y más
cuando se consideraba como el único oficial vivo tras la

88
muerte de los últimos compañeros de armas en el baluarte.
En ese instante, empezó a soñar cosas que nunca irían a
suceder en las postrimerías de su vida, como el reñido
combate cuerpo a cuerpo con el jefe de las fuerzas
expedicionarias. No lo podía hacer en ese momento, pues
no tenía fuerzas ni para empuñar la espada, por lo que ese
duelo se lo imaginó en el mismo baluarte donde se
encontraba, en el mismo sitio donde quería morir luchando
contra unas fuerzas que nunca dieron la cara, sino que
estrangularon la plaza en silencio.
Primero buscó ese rincón del cielo adonde iría a descansar
su alma, y lo encontró pintado con los colores de un
atardecer luctuoso.
“¡Si no aceptas el reto, te trataré de vil canalla!”, lo
sorprendió la voz de alguien que subía por la rampa.
El oficial reaccionó, y se asomó por la rampa para decirle:
“¡Ven, canalla! ¡Acércate a medir fuerzas conmigo!”
Todo ocurría en el mismo sitio donde quería morir. Azuzó
el corcel con las espuelas, le dio la vuelta al baluarte y lo
frenó en seco para medir sus reflejos. Por la rampa aparecía,
lentamente, el comandante de las fuerzas expedicionarias.
Todo en él brillaba, bacinete, coraza, brazales, faldares. Lo
mismo que la armadura del animal, testera, capizana, bardas.
Arriba, encabritó el corcel y dijo:
“¡Maldito insurrecto! ¡Tú no sabes con quién te has metido!”
El oficial le respondió:
“¡No estoy aquí para oír tus insultos! ¡Estoy para defender la
patria!”

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El comandante se enfureció y dijo:
“¡Calla, maldito insurrecto, que te atravesaré la garganta con
la espada, a fin de que no puedas divulgar tus obcecadas
ideas!”, y la alzó, gritando: “¡Pídeme perdón, que te partiré
la cabeza en dos!”
“¡Viva la patria!”, respondió el oficial.
Y sus partidarios aclamaron.
“¡Viva el rey!”, gritó el comandante.
Y sus partidarios aclamaron.
Hubo ruido de cascos y el oficial comenzó a rodearlo con el
corcel.
El comandante gritaba:
“¡Aquí te espera mi espada! ¡Pídeme perdón, si quieres vivir
unos instante más!”
“¡Nunca pido perdón a los verdugos!”, le respondió el
oficial.
“¡Dime, insurrecto! ¿Quién eres tú para desafiarme?”
“¡Si quieres saberlo! ¡Acércate para acabar con tu tono
sultánico!”
El comandante se alejó sobre un extremo del baluarte, dio
la vuelta y le pidió que se preparara al ataque.
“¡En guardia estoy!”, le respondió el oficial.
Y los dos se bajaron el ventalle.
Cada bando animaba a su representante:
“¡Viva el rey!”
“¡Viva la revolución!”
El comandante se encaminó al oficial con la espada en línea,
pero el oficial la paró en seco, y la espada voló por los aires

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y cayó en el foso seco con mucho ruido. Todos miraron
abajo.
El comandante continuó veinte pasos adelante y volvió
grupas. Estaba desarmado. El oficial, con la espada en línea,
picó el animal, gritó y se dirigió a herirlo. El comandante
daba vueltas con el corcel, con la presión de la rodilla, al
tiempo que cuidaba el animal de una estocada en la cabeza
que lo podía desmontar en el acto.
Sus partidarios animaban:
“¡Viva el rey!”
Pero la rueda del oficial se hizo vertiginosa, y el corcel del
comandante perdía espacios para la maniobra. El oficial,
recordando los secretos de su orden de caballería, lo estocó
por debajo de la axila, y el comandante, herido, lanzó un
rugido de dolor, al tiempo que levantaba un lastimoso
clamoreo entre sus partidarios. Perdía fuerzas por
momentos y se agarraba a la capizana con los ojos vidriosos,
hasta que cayó con el estropicio de la armadura metálica.
La sangre corría por el piso de piedra.
“¡Viva la patria!”, gritaban los partidarios del oficial.
Pero el oficial, en vez de darle el golpe de gracia como se lo
pedían a gritos, se dobló del corcel para reclamarle la victoria
al comandante.
Le decía:
“¡Te vencí, vil canalla!”
Alguien le pidió que lo traspasara con la espada, pero el
oficial se volvió y le dijo que ese no era su estilo. Y esperó a
que las cosas se dieran por sí mismas, y después de haber

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comprobado la muerte de su rival, se dirigió a la tronera para
animar a los presentes por el triunfo de las fuerzas sitiadas,
pero uno de los hombres del comandante, oculto en la
garita, y en contra de los protocolos de la caballerosidad, le
disparó por detrás y cientos de voces condenaron el acto.
El tañido de la campana “Bon” dejó de sonar, y el oficial,
herido por la espalda, caía con los ojos al atardecer.

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La caída de la plaza

“El hambre y las enfermedades se apoderaron de vosotros…


Vuestros jefes huyeron y os dejaron como víctimas…”
Pablo de Morillo, 1815
Un anciano, de aspecto cadavérico, estaba en el sitio más
seguro de la fortificación, el Reducto. De rodillas rezaba las
preces de la agonía a un miliciano, después que trató de
revivirlo con una copa de vino.
En ese momento, la plaza estaba a punto de caer, y mi
misión era entregar el último informe sobre el estado de las
defensas de las murallas del arrabal.
Pero poco pareció importarle al anciano mi presencia, más
cuando todo estaba perdido y solamente contábamos con
una última nave para escapar a las Antillas.
―¿De dónde vienes?― me preguntó de repente el anciano,
pero sin mirarme a la cara.
―¡Del Cuartel! ―le respondí.
Al final, el anciano lo llamó tres veces al oído, por lo que lo
consideró hombre muerto. Lo cubrió con el estandarte de
la plaza, y se dispuso a rezarle el responsorio con un rosario
que resplandecía con el fulgor de sus piedras preciosas.
Dirigía las oraciones hacia la sombría cúpula de la Catedral,
iluminada por un extraño ocaso de nubes violáceas y
rodeada de un extraño silencio de muerte. Durante la
oración, continué con mi labor de inteligencia tratando de
detectar el mínimo avance del enemigo sobre la bahía en una
de las tardes más grises del sitio, y me alegré cuando vi con

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el catalejo el estandarte de la plaza sobre el fuerte del lado
izquierdo, pero me entristecí cuando vi el estandarte del
monarca del lado derecho. De espaldas le pregunté al
anciano por qué no se iba con nosotros al extranjero, si con
la caída de la plaza se iba a dar el peor ajuste de cuentas con
los sobrevivientes, pero no me dijo nada.
Le expliqué la situación en que nos encontrábamos,
bloqueados por todas partes, por tierra, por mar, y sin la
posibilidad de que nos ayudasen desde las Antillas o las
hermanas repúblicas del interior, pero tampoco me dijo
nada, sólo me respondió que no se iba por los muertos.
Era latente el sentido de solidaridad de ese anciano por los
muertos, sobre todo con el que tenía a su lado, porque para
él había que salvar el mayor número de almas que hubiera
partido sin la debida confesión.
―¿A qué congregación perteneces?
―¡A las Ánimas Benditas! ―me respondió con la capucha
levantada, pero yo tenía que concentrarme con mi trabajo de
inteligencia.
El anciano se puso a cantar el “Subvenite”, lo que era
recordarles a los santos la subida de esa alma en su azaroso
viaje al más allá.
A la izquierda, vi una avanzada del enemigo aproximarse a
la puerta del revellín y empecé a detallarla con el catalejo.
Era un piquete de húsares que tendían un puente sobre el
caño del revellín. Más atrás aparecía la infantería a paso
veloz, tocando trompeta, coreando y cargando con los
estandartes del monarca.

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Entonces, el foco de tensión se concentró en la puerta del
revellín, a cien yardas de mí, y podía oír el ruido de las
trancas reforzando la puerta por detrás. Un teniente, a voz
en cuello, pidió a los defensores que le abrieran la puerta so
pena de pasarlos a cuchillo. De repente, la puerta se abrió, y
en el acto se armaron los primeros grupos de lucha cuerpo
a cuerpo, con cuchillos y picas.
―¡Maestro! ―grité― ¡Acaba de caer la plaza!
Era principios de diciembre, el hambre y las enfermedades
habían acabado con nosotros, y no había quien enterrara los
últimos muertos ni quien doblara las campanas. Un viento
arrastró el olor de los cadáveres en descomposición, y la
poderosa espada de fuego que tantas veces habíamos pedido
en las oraciones, no bajó, ni siquiera para acallar los ruidosos
tambores de la expedición.
De esa escena, sin embargo, nunca pude olvidar el final del
anciano. No lo vi por ninguna parte, ni en el fuerte, ni en las
murallas, ni en el arrabal. Sólo veía al miliciano muerto en
el mismo sitio donde había caído con el saco de pólvora. El
tiempo se me agotaba, y perdí la posibilidad de regresar al
Cuartel por los bártulos, por lo que a oscuras bajé por el
muro del fuerte.
Cuando caí, no sentí el dolor de las piernas hinchadas ni el
calambre del estómago, y me metí sobre las tranquilas aguas
de la bahía, en medio del silencio de los gallinazos. A ciento
cincuenta yardas soltó las velas la última nave que nos iba a
llevar a Las Antillas, y con la ayuda de un tronco la alcancé,

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pero, arriba, me encomendaron la labor de romper el cerco
con los cañones a estribor.
Pero una carga de cañones destrozó la nave, haciendo
explotar los comportamientos de pólvora, y en medio de los
gritos de dolor de mis compañeros, y enredado con los
cables de la jarcia, por fin pude agarrarme a la primera tabla
que flotaba sobre la bahía.

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