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SS 2007 Sem.

Judíos,
Judíos, Protestantes, Inquisición: Uriel da Costa, Espejo
Costa,  Espejo de una vida humana 1

ESPEJO DE UNA VIDA HUMANA


(EXEMPLAR HUMANAE VITAE)  ( Ed.
Ed. G. Albiac, Madrid: Hiperión,
1989)

Nací en Portugal, en la ciudad del mismo nombre, comúnmente [105]


llamada Oporto' tuve por padres a personas pertenecientes a ese género de
hidalguía que tomaba su origen en los judíos forzados en aquel reino a abrazar
la religión cristiana2. Mi padre era auténticamente cristiano 3, hombre celosísimo
5 de su honra y que ponderaba al máximo su honor. En su hogar fui
honestamente educado. No nos faltaban servidores, ni en las caballerizas un
noble corcel español con que practicar la equitación, disciplina ésta en la que
era mi padre particularmente diestro; y yo seguía, desde tiempos muy
tempranos, sus huellas. Una vez instruido en aquellas artes en que suelen serlo
10 los hijos de buena familia, me entregué a la jurisprudencia 4. En lo concerniente
al ingenio y afectos naturales, era yo de muy piadosa condición y tan propenso
a la misericordia que cuando se narraba el acaecimiento de alguna calamidad
ajena, en modo alguno podía contener las lágrimas. El pundonor era en mí
innato, hasta un punto tal que nada temía más que la infamia. El ánimo, en
15 modo alguno innoble ni desprovisto, llegada justa ocasión, para la ira. Era,
igualmente, por completo adverso a los soberbios e insolentes que, por
despectiva violencia, suelen perpetrar injusticias contra los demás, ardía en
deseos de apoyar las causas de los débiles y hacia ellos me inclinaba.
A causa de la religión, he sufrido en mi vida cosas inconcebibles. Fui
20 educado, de acuerdo con las costumbres de aquel reino, en la religión cristiana
pontificia; y, como quiera que ya desde adolescente temiera mucho la
condenación eterna, deseaba observarlo todo con escrúpulo. Me dedicaba a las
lecturas del Evangelio y de otros libros espirituales, recorría los manuales de
confesión5, y cuanto más me imbuía de ellos, mayor dificultad encontraba.
25 Finalmente, caí en [106] inextricables perplejidades, ansiedades y angustias. Me
consumía en la tristeza y el dolor. Llegué a la conclusión de que me era
imposible confesar al modo romano, de modo tal que pudiera solicitar con
dignidad la absolución, cumpliendo todas las condiciones requeridas; y, por
consiguiente, desesperé de mi salvación, si ésta dependía de tales cánones. Ya
30 que, en verdad, era difícil desertar de aquella religión a la que había sido
acostumbrado desde la cuna y que había echado ya en mí las hondas raíces de
la fe, me pregunté en la duda (por aquella época, accedí al vigésimosegundo
año de mi edad) si no podría suceder que aquello que se decía de la otra vida no
fuese, a fin de cuentas, verdadero,
verda dero, y si, por otra parte, la fe en tales cosas se
35 ajustaba correctamente a la razón; ya que esta razón me dictaba muchas cosas y
continuamente susurraba a mi oído algunas que le eran manifiestamente
contrarias. Una vez llamado mi ánimo a la duda,
du da, me calmé y, fuere lo que fuere,
me persuadí de no poder alcanzar la salvación del alma por semejantes vías.
Por aquella época, como ya dije, me dedicaba al Derecho, y, habiendo cumplido
40 los veinticinco años, al surgirme la ocasión, solicité un beneficio eclesiástico 6; la
dignidad de tesorero en una Iglesia Colegiata.
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Como quiera que no hallase la paz de ánimo en la religión cristiana


pontificia, y deseara adherirme a alguna, sabedor del grandísimo debate
existente entre cristianos y judíos 7, recorrí los libros de Moisés y de los profetas,
45 hallando en ellos algunas cosas que contradecían la nueva alianza en no poco, y
que ofrecían menos dificultades en todo cuanto, en ellos, era dicho por Dios.
Por lo demás, de la antigua alianza daban fe tanto judíos como cristianos,
mientras que de la nueva, los cristianos sólo. Juzgué, pues, creyendo en Moisés,
que debía atenerme a la ley, puesto que él aseguraba que toda la recibiera de
50 Dios, declarándose él un simple intermediario, por el mismo Dios llamado, o
más bien forzado, a tal sacerdocio (así se engaña a los niños). Llegado a esta
conclusión, dado que no era libre en aquel reino de profesar dicha religión en
modo alguno, maquiné cambiar de domicilio, abandonando los lares propios y
nativos. Con [107] este fin, no dudé en declinar, en provecho de otro, mi
55 beneficio eclesiástico, sin preocuparme de la utilidad u honor que de él derivan
conforme a los usos de aquellas gentes. E incluso abandoné la hermosa casa,
situada en el mejor sitio de la ciudad y que mi padre edificara 8. Y, así, nos
embarcamos, no sin gran peligro (puesto que no está permitido a quienes
descienden de la estirpe hebrea abandonar el reino sin permiso especial del rey),
60 mi madre y yo junto con mis hermanos 9, a quienes, movido por fraterno amor,
había comunicado aquellas cuestiones referentes a la religión que me parecían
más ciertas, aun cuando, acerca de algunas, yo mismo tenía mis dudas: todo lo
cual bien hubiera podido volverse en mi mayor perjuicio, tan peligroso es
hablar en aquel reino de cosas semejantes. Surcado el mar, llegamos a
65 Amsterdam10, en donde descubrimos judíos de libre ejercicio; y, para cumplir
con la ley, realizamos de inmediato el precepto de la circuncisión.
Al cabo de unos días, me di cuenta de que las costumbres y reglamentos
de los judíos apenas se ajustan a aquellos que fueron prescritos por Moisés. Si
realmente había de ser alguna vez la ley observada con la pureza que exige,
70 aquellos a quienes inadecuadamente llaman sabios de los judíos habían
inventado cosas que le son aborrecibles. Por ello, no pude contenerme, e incluso
consideré que haría algo agradable a Dios si defendiera libremente la ley 12.
Estos sabios judíos actuales, que mantienen sus costumbres e ingenio maligno
combatiendo duramente en favor de la secta e instituciones de los detestables
75 fariseos, no sin esperanza de lucro y, en modo similar a como antaño les fuera
 justamente imputado, para obtener los primeros asientos en el templo y los
primeros saludos en el foro, no aceptaron que disintiera de ellos ni en lo más
mínimo, sino que exigieron que siguiese dócilmente tras de sus huellas 13; si no
lo hiciere así, me amenazaban con la exclusión de la comunidad y de la relación
80 con todos los demás, tanto en lo concerniente a las cosas divinas, como a las
humanas. Como quiera que considerara ciertamente poco digno [108] que por
tal temor doblegara la espalda alguien que por la libertad había renunciado al
suelo natal y a tantos otros beneficios, y que someterse a unos hombres que ante
todo no tenían jurisdicción en tal causa 14, no era ni pío ni viril, decidí más bien
85 soportarlo todo y perseverar en mi opinión, y así fue excomulgado 15 por ellos
del contacto con todos, e incluso mis hermanos, cuyo preceptor fuera yo antes,
se cruzaban conmigo por la calle sin saludarme, tal era el miedo que les tenían.
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Llegado a este punto, proyecté escribir un libro l6 en el que mostrase la justicia
de mi causa y, de un modo explícito, probara, a partir de la propia ley, la
90 vanidad de todo aquello que los fariseos siguen y observan, y la repugnancia
que, respecto de la ley de Moisés, tienen sus tradiciones e instituciones. Luego
de iniciada mi obra, llegué incluso (preciso es que todas las cosas, del mismo
modo en que acaecieron, sean, lisa y llanamente, narradas) a sumarme, con
resolución y firme decisión, a la opinión de quienes defienden como temporales
95 los premios y castigos de la vieja ley, y apenas si se preocupan de la otra vida ni
de la inmortalidad de las almas. Y me fortifiqué, sobre todas las demás, en la
convicción de que la ley de Moisés guarda total silencio al respecto 17, no
ofreciendo a observantes y transgresores sino premio o pena temporales.
Mucho se regocijaron mis enemigos cuando supieron que había llegado a tal
100 conclusión, considerando que les proporcionaba una amplia defensa ante los
cristianos18 por el solo hecho de ser éstos adeptos a la creencia en esa
inmortalidad del alma, en la que creen y reconocen, de acuerdo con la especial
fe que se funda en la ley del Evangelio, en la cual se hace mención expresa de
los eternos bien y suplicio. Guiados por esta intención, y para bloquear por
105 completo mi palabra y hacerme odioso entre los propios cristianos, antes que el
libro por mí escrito fuese enviado a la imprenta, editaron un libelo, obra de
cierto médico19, cuyo título era De Immortalitate Animarum. En ese libelo, el tal
médico me zahería exhaustivamente, haciéndome pasar por un discípulo de
Epicuro20 (por esa época juzgaba yo mal a Epicuro, y contra alguien a quien
110  jamás había visto ni oído, temeraria[109]mente arremetía, a partir de los inicuos
relatos de otros; luego, cuando hube conocido el juicio que de él tienen algunos
amantes de la verdad y cuál era su doctrina, me afligí de haber llamado loco e
insensato a un tal varón, acerca del cual no puedo, sin embargo, aún hoy, dar
mi juicio preciso, ya que sus escritos siguen siéndome desconocidos), que
115 negaba, en efecto, la inmortalidad de las almas y a quien poco faltaba para
negársela a Dios. Los hijos de esa gente, adoctrinados por los rabinos y por sus
propios padres, me seguían en bandadas por las plazas y, a grandes voces, me
maldecían y con toda clase de injurias me importunaban, gritándome hereje y
traidor. De vez en cuando, incluso, se congregaban ante mis ventanas, tiraban
120 piedras y nada dejaban de intentar para perturbarme de tal modo que ni
siquiera en mi propia casa pudiera estar tranquilo. Luego que aquel libro contra
mí fuera editado, me apresté, de inmediato, a la defensa, y escribí otro
opúsculo21 contra él, impugnando la inmortalidad con todas mis fuerzas, para
lo cual recurrí a otros de aquellos pasajes en que los fariseos disienten de
125 Moisés. Apenas vio este libro la luz, cuando se reunieron senadores y
magistrados judíos y presentaron acusación contra mí ante el magistrado
público, diciendo que, al escribir semejante libro, en el que se negaba la
inmortalidad del alma, no sólo los ofendía a ellos, sino que también conculcaba
la religión cristiana. A raíz de esta delación suya, fui a dar en la cárcel y, tras
130 pasar allí ocho o diez días, fui liberado bajo fianza: el juez me exigió una multa
y fui condenado finalmente a pagar trescientos florines y a la desposesión de los
libros22.
Luego de pasado el tiempo, como quiera que la experiencia y los años
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mucho enseñan, cambiando consiguientemente el juicio de los hombres


135 (permítaseme, como ya dije, que hable libremente, ¿y cómo no tolerar que relate
la verdad de los hechos a quien está casi confeccionando su testamento 23, para
dejar a los humanos razón de su vida, y ejemplo verdadero de las calamidades
humanas en el umbral de la muerte?), caí en la duda de si la ley de Moisés
debiera [110] ser tenida por ley de Dios; muchas cosas me persuadían de lo
140 contrario, o, más bien, me forzaban a afirmarlo. Llegué, finalmente, a la
conclusión de que la ley no era de Moisés, sino uno de tantos inventos humanos
como en el mundo son 24. Mucho en ella está en conflicto con la ley natural, y no
podía ser que el Dios autor de la naturaleza fuese contradictorio consigo mismo;
y contradictorio sería proponer a los hombres hacer cosas contrarias a la
145 naturaleza, cuyo autor dice ser 25. Una vez llegado a esta convicción, me dije:
¿qué utilidad (y ojalá nunca hubiera acudido a mi ánimo tal pensamiento), hay
en perseverar en este estado hasta la muerte, separado de la comunidad de
estos patriarcas y de este pueblo, tanto más cuanto que extranjero soy en este
país y no tengo familiaridad con sus habitantes, cuya lengua ignoro? Más
150 sensato sería volver a la comunidad con ellos y seguir sus huellas, tal como lo
desean, actuando, según se suele decir, como mono entre los monos. Guiado
por esta consideración, volví a su comunidad, retractándome de mis
afirmaciones y suscribiendo sus opiniones cuando habían transcurrido ya
quince años desde que fuera separado. Fue también garante de aquel acuerdo
155 un primo mío. Al cabo de pocos días, fui delatado por cierto niño, hijo de mi
hermana, que vivía en mi casa, acerca de los alimentos, el modo de prepararlos
y otras cosas que demostraban que yo no era un judío. A causa de esta delación
emprendieron otra nueva y acerba guerra: pues aquel primo mío del que dije
que fuera garante del acuerdo, considerando que mi actuación lo hundía en el
160 oprobio, soberbio y arrogante como era, imprudentísimo y aún más impúdico,
lanzóse a una guerra abierta contra mí, valiéndose de su riqueza y arrastrando
en pos de sí a todos mis hermanos; nada dejó de intentar de cuanto pudiere
contribuir a la destrucción y mácula de mi honor, mi condición y, por tanto, mi
vida. Fue él quien impidió las nupcias que estaba a punto de contraer, ya que,
165 por aquel tiempo, había perdido a mi [111] esposa 26. Él consiguió que uno de
mis hermanos bloqueara mis posesiones que tenía en depósito, y destruyó las
relaciones que entre nosotros existían; lo cual, en el estado en que andaban mis
cosas, me ocasionó un daño que no sabría expresar. Baste, en suma, decir que
ha sido el más encarnizado enemigo de mi honor, mi vida y mis bienes. Luego
170 de aquella guerra doméstica de que acabo de hablar, estalló una guerra pública
con los rabinos y el pueblo, que concibieron nuevos odios contra mí e
impúdicamente me infligieron mil ultrajes, sólo comparables a mi desprecio.
Entre tanto, sucedió algo nuevo 27: una conversación totalmente casual que tuve
con dos hombres que habían llegado a la ciudad provenientes de Londres,
175 italiano uno, el otro ciertamente español, los cuales, siendo cristianos y de
origen no judío, tras de hacerme ver la miseria en que se hallaban, pidiéronme
consejo acerca de la conveniencia de integrarse en la comunidad judía y pasarse
a su religión. Yo les aconsejé que no hicieran tal y que, muy al contrario,
quedáranse como estaban: que no sabían el yugo que iban a echar sobre sus
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180 cervices. Advertíles que, en todo caso, no indicaran nada a los judíos en nombre
mío; y así me lo prometieron. Aquellos hombres malignos, con intención del
torpe lucro que esperaban recibir de inmediato a modo de agradecimiento,
fueron a contárselo a mis carísimos amigos los fariseos. De inmediato se
congregaron los príncipes de la Sinagoga, tronaron los rabinos y la turba
185 petulante gritó a grandes voces: crucifícalo, crucifícalo. Fui convocado al gran
consejo, me comunicaron qué era lo que tenían en mi contra, con voz sumisa y
triste, casi como si mi vida se hallase en juego, y, finalmente, sentenciaron que
yo debía, si era auténtico judío, aguardar su juicio y cumplir su sentencia, y que,
en caso contrario, quedaba nuevamente excomulgado. ¡Oh jueces egregios que
190 no lo sois sino para hacerme daño! Si realmente yo precisara de vuestro juicio
para que me librarais de alguna violencia e ileso me mantuvierais, no seríais ya
entonces jueces, sino los más viles de los siervos de un gobierno extranjero.
¿Cuál es ese juicio vuestro al que queréis que me someta? Fuéme entonces dada
lectura de un [112] escrito en el que se explicaba cómo, vestido de luto y
195 portando un cirio negro, debía entrar en la Sinagoga y vomitar ciertas palabras
por ellos dictadas, palabras deliberadamente infames, mediante las cuales
resonaran hasta el cielo las iniquidades por mí cometidas. Tras de lo cual debía
sufrir, en la Sinagoga, pública flagelación con látigo de cuero o palo,
extenderme luego sobre el suelo para que todos pasaran sobre mí y, finalmente,
200 guardar ayuno durante algunos días. Cuando me hubieron leído el decreto, me
ardieron las entrañas, y mi interior se desgarraba en una ira inextinguible;
reteniéndome, sin embargo, respondí, simplemente, que no podía cumplir tales
condiciones28. Una vez oída mi respuesta, decidieron excomulgarme
nuevamente, y, no contentos con esto, muchos de ellos me escupían al cruzarse
205 conmigo, cosa que también hacían sus hijos, por ellos adoctrinados; y si no fui
lapidado fue porque no entraba ello en su potestad. Duró esta lucha siete años,
durante los cuales sufrí lo indecible. Como se suele decir, luchaban contra mí
dos ejércitos; uno el del pueblo y otro el de mis parientes 29, que buscaban mi
ignominia para obtener venganza de mí. No pararon éstos hasta provocar mi
210 hundimiento. Dijéronse entre sí: nada hará a no ser coaccionado, debemos, pues,
coaccionarlo. Si caía enfermo, en soledad transcurría mi enfermedad. Que
cualquier nueva carga cayese sobre mí, era lo único que ellos esperaban. Si
proponía que algún juez de su propio medio resolviera nuestros pleitos, se
cerraban en banda. Intentar llevar tales negocios ante el magistrado, como traté
215 de hacerlo, era asunto muy ingrato. Largo era el camino a seguir por vía judicial,
ya que, además de muchas otras cargas, las dilaciones y retrasos le son
inherentes. Me dijeron reiteradamente: somos como padres para ti, no pienses
ni temas que podamos tratarte en modo infame. Dinos de una vez que estás ya
listo para cumplir todo cuanto te impongamos y deja el asunto en nuestras
220 manos, nosotros lo arreglaremos del modo más decente. A mí —lícito es tener
dudas sobre [113] esta cuestión —, tales sumisión y aceptación, obtenidas
mediante la violencia, me resultaban ignominiosas, pero para acabar de una vez
y comprobar el resultado con mis propios ojos, me sobrepuse a mí mismo,
dispuesto firmemente a aceptar y realizar todo lo que quisieran 30. Si me era
225 impuesto algo infamante y deshonroso, justificarían mi causa contra la suya y
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dejarían al descubierto cuál era el ánimo que contra mí mantenían y qué fe


podía tenerse en ellos. Y quedaría, finalmente, manifiesto cuan infames y
execrables son las costumbres de esas gentes que a los más honestos hombres
tratan casi con la misma infamia con que se abusa de los más viles esclavos. Así
230 pues, me dije, cumpliré todo cuanto me impongáis. Y ahora, prestadme
atención quienes seais honestos, prudentes y humanos, y con la penetrante
mirada de la mente pesad y sopesad qué juicio ejercieron sobre mí aquellos
hombres sometidos a otro poder y carentes de la potestad de juzgar 31, sin que
mediara pecado alguno por mi parte.
235 Entré en la Sinagoga 32, llena de hombres y mujeres que habían venido
como para un espectáculo, y, llegado el momento, subí a un estrado que hay en
medio de la Sinagoga para los sermones y demás oficios, y allí, con voz clara , leí
un escrito, redactado por ellos, en el que se contenía mi confesión: que yo era
digno mil veces de la muerte, pues había cometido desde la violación del
240 Sabbat y la no observancia de la ley hasta su misma violación, ya que había
disuadido a otros para que no se hicieran judíos 33, y que, para reparar todo ello,
estaba dispuesto a ejecutar sus órdenes y cumplir cuanto me fuere impuesto,
prometiendo, por lo demás, no reincidir en semejantes iniquidades y crímenes.
Acabada la lectura, bajé del estrado y, acercándoseme el Sumo Sacerdote 34,
245 susurróme al oído que me apartase hacia un ángulo de la Sinagoga. Así lo hice,
y díjome el portero 35 que me desnudara. Hícelo hasta la cintura, me até entonces
un lienzo en torno a la cabeza, quitéme los zapatos y extendí los brazos,
agarrándome con las manos a una especie de columna. Acercóse el portero
aquel y atóme las manos con una cuerda. Acto seguido, [114] llegó un sayón,
250 tomó unas correas y propinóme en la espalda treinta y nueve azotes, según es
tradición: pues está en la Ley que no debe excederse el número de cuarenta 36, y
como son hombres muy religiosos y observantes, cuídanse mucho, no vaya a
ser que pequen por exceso. Entre azote y azote, cantaban salmos. Cuando hubo
acabado, sentéme en el suelo, y llegó el predicador o sabio 37 (cuán ridiculas son
255 las cosas de los mortales) y me absolvió de la excomunión. Y hete aquí que de
nuevo se abrían para mí las mismas puertas del Paraíso, de cuyo umbral y
acceso me había sido vetado el paso con férreas cerraduras. Luego tomé mis
ropas y me postré en el umbral de la Sinagoga, y el custodio aquel sostenía mi
cabeza. Todos los que salían pasaban sobre mí, levantando un pie por encima
260 de la parte inferior de mis piernas; y esto hicieron todos, así niños como
ancianos (no hay monos que puedan exhibir actos más absurdos ni gestos más
grotescos a los ojos de los hombres) y, acabado todo, cuando ya nadie quedaba,
salí de aquel lugar y, una vez que el que me asistía húbome quitado el polvo (y
que nadie venga a decir ahora que no me trataron honorablemente, ya que, si
265 bien flagrantemente me golpearon, igualmente luego me compadecían y me
acariciaban la testuz), volví a casa. ¡Oh, impúdicos, los más entre los hombres!
¡Oh padres execrables, de quienes no debía temer indignidad alguna! ¿Que
nosotros te vayamos a golpear?, decían. ¡Ni se te ocurra pensarlo! Juzgue, pues,
quien esto ha oído, cuál debiera ser el espectáculo de ver a un hombre de edad 38,
270 de nada abyecto linaje, de natural por encima de todo pudoroso, en medio de la
asamblea pública, ante todos, tanto hombres como mujeres y niños, desnudo y
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azotado por mandato de los jueces, valientes jueces, más bien los más abyectos
de los siervos son que verdaderos jueces. Con cuán grande dolor, considérese,
caí a los pies de tan enconados enemigos, de quienes tantas desdichas e injurias
275 he recibido, y me prosterné en tierra para ser por ellos hollado. Piénsese (lo que
es aún peor: milagro portentoso, [115] horrenda monstruosidad cuya visión
indigna horroriza e incita a huir de ella) que mis naturales y carnales hermanos,
hijos de los mismos padre y madre y educados conmigo en la misma casa,
hicieron todo de su parte para ponerme en semejante trance, olvidando hasta
280 qué punto me fueran siempre dilectos, con un amor en mí innato, y
olvidándose de los muchos beneficios que de mí recibieron a lo largo de mi vida,
como sola retribución me devolvieron ignominias, perjuicios, males,
indignidades y abominaciones que me da vergüenza contar 39.
Dicen, mis nunca suficientemente detestados enemigos, haberme
285 infligido con justicia tales penas para que nadie, en adelante, ose oponerse a sus
designios, ni escribir contra sus sabios 40. ¡Oh, los más pérfidos de los mortales y
padres de todo engaño! Con cuánta mayor razón podría yo infligiros penas
ejemplares para que no osárais, en adelante, tales actuaciones contra los
hombres amantes de la verdad, enemigos de fraudes, amigos por igual de todo
290 el género humano, del cual sois los comunes enemigos, puesto que a todas las
demás naciones las estimáis en menos de nada y entre las simples bestias las
contáis, mientras desvergonzadamente os atribuís en exclusiva el acceso al
cielo41, halagándoos a vosotros mismos con mentiras, cuando es así que nada
tenéis de lo que en verdad podáis gloriaros, a no ser tal vez que gloria sea para
295 vosotros el estar desterrados, de todos sometidos al desprecio y el odio, a causa
de vuestras ridículas y rebuscadas costumbres, mediante las cuales buscáis
separaros de los demás hombres 42. Puesto que si quisiérais gloriaros de vuestra
sencillez de vida y justicia, ¡ay de vosotros!, cuán inferiores a otros muchos
apareceríais con toda transparencia. Digo, pues, que hubiera podido con
300  justicia, si hubiera tenido las fuerzas necesarias, tomar venganza por los
gravísimos males y atrocísimas injurias con que me abrumaron y tras de las
cuales he llegado a detestar mi vida 43. ¿Quién, en efecto, que aprecie su honor
podría sostener de buen grado el curso de una vida ignominiosa? Y, como
alguien bien dijera, conviene al noble linaje vivir bien o morir honestamente.
305 Tanto más justa es mi causa que la suya, cuanto superior es la verdad a la
mentira. En fa[116]vor de la mentira luchan ellos, que toman hombres y hacen
de ellos esclavos: mientras que yo lucho por la verdad y la libertad natural de
los hombres, a quienes conviene en el más alto grado liberarse de falsas
supersticiones y vanísimos ritos 44, para llevar una vida que no sea indigna de
310 los hombres. Confieso que me hubieran ido mejor las cosas si guardando desde
el primer momento silencio y sabiendo lo que pasa en el mundo, hubiera
optado más bien por callar; conviene saber, en efecto, lo siguiente a quienes
comparten el trato de los hombres sin aceptar, como es de uso, ni la opresión de
la multitud ignorante ni la de los tiranos injustos: que aquel que da oídos a su
315 comodidad, trata de oprimir la verdad y, tendiendo insidias a los más débiles,
pisotea la justicia. Pero, tras haber descendido, como un incauto, a la arena
frente a ellos, bajo el engaño de una vana religión, más sabio es cumplir con
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gloria, o al menos morir sin el dolor que es compañero, para los hombres de
honor, de la torpe huida o la inepta sumisión. Suelen ellos alegar en su favor el
320 número. Tú, que eres uno, debes ceder frente a nosotros que somos muchos.
Amigos, ciertamente que es útil que uno ceda ante la muchedumbre, si no se
quiere ser despedazado. Pero no todo lo que es útil es, al mismo tiempo, her-
moso. No es, ciertamente, hermoso batirse ignominiosamente en retirada y
dejar insignias y estandartes en manos de los violentos e injustos. Debéis, pues,
325 reconocer que es virtud digna de alabanza resistir a los soberbios cuanto sea
posible, para evitar que, actuando con maldad y obteniendo utilidad de su
malicia, ensoberbezcan cada día más. Hermoso es, sin duda, y digno de un
hombre pío y generoso, ser débil con los débiles, oveja con las ovejas; pero
también estúpido, culpable de ignominia y reprehensión, revestirse de la
330 mansedumbre de la oveja, cuando se combate con leones. Pues, si se considera
la más hermosa entre las cosas combatir por la patria hasta la muerte, ya que la
Patria es algo nuestro, ¿por qué razón no habría de serlo combatir por el propio
honor, que es personalmente nuestro y sin el cual no podemos vivir
buenamente, a no ser que nos revolquemos en el inmundísimo fango del lucro,
335 como los más inmundos de los cerdos? Pero dicen mis abominables burladores,
asentando todo su derecho sobre la muchedumbre: ¿qué puedes tú, uno solo,
[117] frente a tantos? Confieso, y deploro, que vuestra muchedumbre me ha
abrumado; pero, a medida que oigo esos pensamientos y sermones vuestros,
más fuerte hierve la ira en mis entrañas y clama que 5 impío es actuar
340 piadosamente con los impíos, soberbios, contumaces y testarudos. Sólo dije una
cosa: me faltan las fuerzas45.
Bien sé que para despedazar mi nombre ante la inculta plebe, suelen mis
adversarios decir: ése no tiene religión alguna, no es judío, ni cristiano, ni
mahometano46. Cuida de lo que dices, fariseo; estás ciego y, a pesar de tu
345 abundante malicia, como un ciego golpeas. Te ruego que me digas: si yo
hubiera sido cristiano, ¿qué habrías dicho? Evidentemente, según tus palabras,
yo sería el más inmundo de los idólatras y acreedor, junto al doctor de los
cristianos, Jesús Nazareno, de las penas impuestas por el verdadero Dios, del
cual habría desertado. Si fuera mahometano, todo el mundo sabe de cuáles
350 honores me habrías colmado. Así pues, jamás podré escapar a tu lengua,
quedándome, por tanto, un solo refugio, postrarme a tus rodillas y besar tus
inmundos pies, me refiero a tus abominables y vergonzosas instituciones. Te
ruego ahora que me instruyas: ¿no irás a conocer alguna otra religión además
de aquellas que mencionaste, y de las cuales tienes a las dos últimas por
355 corruptas, por lo que las llamas no tanto religiones cuanto alejamiento de la
religión? Ya te estoy oyendo proclamar que una sola religión conoces, por el
momento, que sea verdadera y por cuyo medio puedan los hombres agradar a
Dios. Si, en efecto, todas las naciones, salvo los judíos (preciso es que vosotros
os separéis siempre de los demás47, para que no os mezcléis con la plebe y la
360 gente innoble) cumplen los siete preceptos que, según vosotros, Noé
cumpliera48, como tantos otros que existieron antes de Abraham, esto les
bastaría para salvarse. Así pues, hay, según vosotros mismos, otra religión en la
que puedo apoyarme, aun cuando proceda por mi origen de los judíos: os
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suplico, pues, que soportéis que me mezcle con la demás gente, o bien, si no
365 obtengo esta licencia de parte vuestra, la tomaré por cuenta propia. ¡Oh, ciego
fariseo, que olvidando la ley primera, que fue desde un principio y [118]
siempre será, sólo haces mención de otras leyes surgidas con posterioridad, y a
todas las cuales condenas salvo la tuya, acerca de la cual, sin embargo,
quiéraslo o no, otros juzgan de acuerdo con la recta razón, que es verdadera
370 norma de la ley natural49 aquella de la que andas olvidado y que gustosamente
quisieras enterrar para imponer sobre las cervices de los hombres tu
pesadísimo y detestabilísimo yugo y perturbar su sana mente y transformarlos
en parejos a los locos! Pero ya que estamos en ello, conviene recordar un poco, y
no callar completamente, las alabanzas de esta ley primera. Digo, pues, que esa
375 ley es común e innata para todos los hombres, por el hecho mismo de ser
hombres. Ella liga a todos entre sí con mutuo amor, es ajena a la división, la cual
es causa y origen de todo odio y de los mayores males. Ella, la maestra del bien
vivir, discierne lo justo de lo injusto, lo abominable de lo bello. Lo mejor que
haya en la Ley de Moisés, como en cualquier otra, está todo perfectamente
380 contenido en sí por la ley natural; y en la medida misma en que uno se aparte
de esta norma natural, se inicia la disputa, se produce la división de los
espíritus y no puede hallarse la calma. Y si uno se aparta mucho de ella, ¿quién
sabrá compilar los males y horrendas monstruosidades que toman en esta
bastardía su origen y sus secuelas? ¿Qué tiene de mejor la ley de Moisés, o
385 cualquier otra, que incumba a la sociedad humana, para que los hombres vivan
buenamente entre sí y entre sí estén acordes? Ciertamente, lo primero es honrar
a los padres, después, no apoderarse de los bienes ajenos, ya residan estos en la
vida o en el honor o en otros bienes útiles para la vida. ¿Cuál, pregunto, de estas
cosas no está contenida en sí por la ley natural y la recta norma ínsita en la
390 mente? Por naturaleza amamos a los hijos, y los hijos a los padres, el hermano al
hermano, el amigo al amigo. Por naturaleza queremos que todo lo nuestro esté
salvaguardado, y sentimos odio contra aquellos que disturban nuestra paz y
contra quienes tratan de quitarnos lo nuestro mediante fuerza o [119] fraudes.
De esta voluntad naturalmente nuestra se sigue con toda evidencia que no
395 debemos cometer aquello que en los otros condenamos. Si, en efecto,
condenamos a los otros cuando violan nuestras propiedades, nos condenamos
ya a nosotros mismos en el caso de que violemos las propiedades ajenas. Y aquí
tenemos ya, con suma sencillez, lo que constituye lo principal de cualquier ley 50.
En lo concerniente a la alimentación, abandonamos esto a los médicos; éstos, en
400 efecto, nos enseñan bastante adecuadamente qué alimento es saludable, cuál,
por el contrario, nocivo. Pero, en cuanto concierne a los demás ceremoniales,
ritos, estatutos, sacrificios, diezmos (insigne robo, mediante el cual el ocioso
goza del trabajo ajeno), ay, ay, lloremos por ello, puesto que en innumerables
laberintos hemos sido arrojados a causa de la malicia de los hombres. Los
405 verdaderos cristianos que se han dado cuenta de esto, son dignos de gran elogio,
por haber mandado todas esas cosas a paseo, reteniendo tan sólo aquéllas que
se refieren al vivir moralmente bueno. No vivimos bien cuando hacemos caso
de numerosas vanidades, sino que vivimos bien cuando vivimos de acuerdo
con la razón51. Dirá alguno que tanto en la ley mosáica como en la evangélica se
SS 2007 Sem. Judíos, Protestantes, Inquisición: Uriel da Costa, Espejo de una vida humana 10

410 contiene un principio de más elevación y perfección: el de amar incluso a los


enemigos, que es desconocido por la ley natural. A esto respondo del mismo
modo que ya dije antes: si nos apartamos de la naturaleza y queremos ir más
allá de ella, de inmediato surge el conflicto, la calma se turba. ¿De qué sirve
imponerme tareas imposibles que no podré realizar? Nada bueno se sigue de
415 ello, salvo tristeza de espíritu, si se admite que es imposible por naturaleza
amar al enemigo. Ya que, si no es por completo imposible hacer naturalmente
bien a los enemigos (ello puede acaecer sin amor), es porque el hombre tiene, en
términos generales, tendencia natural a la piedad y la misericordia; por lo que
no teñemos por qué negar en términos absolutos que una tal perfección se halle
420 comprendida en la ley natural.
Veamos, pues, ahora cuantos males se originan cuando mucho nos
alejamos de la ley natural. Hemos dicho que existe un natural vínculo de amor
entre padres e hijos, hermanos y amigos. Tal vínculo es disuelto y hecho añicos
por la ley positiva, sea ésta la de [120] Moisés o bien cualquier otra, cuando
425 exige al padre, hermano, cónyuge o amigo que mate o abandone al hijo,
hermano, cónyuge o amigo a causa de la religión. Tal ley exige algo más grande
y elevado de lo que está en la mano de los hombres realizar; y, si fuere realizado,
se trataría de un crimen contra la naturaleza, puesto que ella tiene horror de
tales cosas. Pero, a qué seguir hablando de esto, cuando han llegado los
430 hombres a tal grado de sinrazón como para ofrendar en holocausto sus propios
hijos a los ídolos a los que estúpidamente adoraban, hasta tal punto
apartándose de la ley natural aquella y mancillando los naturales sentimientos
paternos. ¡Cuánto más amables serían las cosas si los mortales se restringiesen a
los límites naturales y no se hubieran dedicado jamás a inventar tan funestos
435 hallazgos! Y qué decir de los gravísimos terrores y ansiedades en que la maldad
de unos hombres ha arrojado a los otros; de los cuales cada uno de ellos estaba
libre tan sólo con haber escuchado a la naturaleza que ignora por completo
cosas tales. ¿Cuántos son los que de su salvación desesperan 52? ¿Cuántos los
que sufren mil martirios, obsesionados por divergentes opiniones? ¿Cuántos
440 los que, espontáneamente, llevan una vida por completo mísera, macerando
lastimosamente su cuerpo, buscando soledades y apartamientos de la común
sociedad de los demás hombres, perpétuamente autoinfligiéndose suplicios.
¡Como que se lamentan ya, como si estuvieran presentes, de los males que
temen puedan acaecerles en el futuro! Esto y otros innúmeros males los trajo
445 para los mortales una falsa religión maliciosamente inventada. ¿Y acaso no soy
yo mismo uno de los muchos que, engañados por semejantes impostores y
dándoles crédito, se descarriaron? Hablo por experiencia. Pero me replican que
si no existiera más ley que la natural, ni tuvieran los hombres que subsistir,
como establece la fe, en la otra vida, ni temieran los eternos castigos, ¿qué es lo
450 que les impediría empecinarse en el mal?53 Habéis concebido tales invenciones
(y acaso ello oculte algo más, se puede temer, en efecto, que por vuestro propio
beneficio sólo, queráis gravar a los demás), en esto semejantes a quienes, para
aterrar a los niños, simulan fantasmas o conciben cualesquiera otras palabras
atroces, hasta que los [121] crios, sacudidos por el miedo, se plieguen a su
455 voluntad, renunciando a la voluntad propia con hastío y profunda tristeza 54.
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Pero sólo sirven tales cosas mientras el niño es niño; tan pronto como abra, sin
embargo, los ojos de la mente, se reirá del engaño y ya no temerá al fantasma.
Igual de ridículos son vuestros planteamientos, sólo capaces de asustar a un
niño o a un estúpido; los demás, por el contrario, que conocen vuestras mañas,
460 se ríen de vosotros. Renuncio ahora a tratar acerca de la justicia de ese engaño,
ya que vosotros mismos, que tales cosas simuláis, tenéis entre las reglas de
vuestro derecho que no se puede hacer algo malo para conseguir algo bueno. A
no ser que no contéis entre los males el mentir en grave perjuicio de los demás,
dando ocasión de enloquecer a los débiles. Pues si hubiera en vosotros la
465 sombra sólo de una religión verdadera, o hubiera temor [de Dios] en vosotros,
fuera de duda está que deberíais inquietaros no poco, siendo así que habéis
expandido tales males sobre la faz de la tierra, tales conflictos excitado, tales
iniquidades e impiedades instaurado, hasta el punto de no haber dudado en
incitar impíamente a padres contra hijos e hijos contra padres. Sólo quisiera
470 preguntaros una cosa: si no es cierto que, al simular esas cosas contra la malicia
humana, para mantener a los hombres en el deber por medio de simulados
terrores, ya que de no ser así difícilmente saldríais victoriosos, no os vino a la
mente que érais iguales a los hombres repletos de malicia, puesto que nada
podéis hacer por el bien, nada que no sea perseguir eternamente el mal,
475 perjudicar a los demás y no ejercer con nadie la misericordia. Os estoy ya
viendo montar en cólera contra mí, que soy culpable de preguntaros tales cosas,
y a cada uno de los vuestros defender con denuedo la justicia de sus acciones.
Ninguno hay que no diga ser pío, misericordioso, amante de la verdad y la
 justicia. Así pues, o bien mentís cuando tales cosas decís de vosotros mismos, o
480 bien acusáis falsamente la maldad de todos los hombres, a quienes con vuestros
fantasmas y ficticios terrores pretendéis curar, injuriadores de Dios, a quien
presentáis como cruelísimo carnicero y horrible torturador ante los ojos de los
hombres, injuriadores de los hombres, a quienes pretendéis presentar como
nacidos para una tan deplorable miseria, que parece como si aquella que
485 encuentran a lo largo de la vida no fuera ya bastante. [122] Pero, sea: reconozco
que grande es la maldad humana, y vosotros mismos me sois prueba de ello,
como quiera que sois de una extrema maldad, a falta de la cual no hubiérais
pretendido imaginar tales ficciones. Buscad remedios eficacísimos que, sin
producir mayores lesiones, expulsen esa enfermedad para siempre de todos los
490 hombres, y dejaos de fantasmas que sólo sobre niños y estúpidos tienen fuerza.
Y si tal enfermedad es en verdad incurable en el hombre, dejaos de mentiras y
no prometáis, ineptos médicos, una cura que no podéis prestar. Contentaos con
instaurar entre vosotros leyes justas y razonables, con laurear con premios a los
buenos e infligir a los malos la pena merecida; liberad a aquellos que padecen
495 constricción por parte de los violentos, que no tengan que gritar que no se hace
 justicia sobre la tierra. Y que no hay quien arranque al débil de manos del más
fuerte. En verdad que si los hombres quisieran seguir la recta razón y vivir
según la naturaleza humana, todos mutuamente se amarían, todos
mutuamente se compadecerían. Cada uno, en la medida de sus posibilidades,
500 aliviaría la desdicha ajena o, al menos, nadie ofendería gratuitamente a su
prójimo. Todo lo que se haga contra esto, se hace contra la humana naturaleza;
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y mucho se hace en este sentido, puesto que los hombres han creado para sí
diversas leyes aborrecibles para la naturaleza y mútuamente se hostigan
haciéndose daño. Muchos hay que andan disfrazados y se fingen
505 extremadamente religiosos y engañan a los incautos con el envoltorio de la
religión, para, aprisionando a cuantos puedan, explotarlos. Puede con justeza
comparárselos al ladrón nocturno que insidiosamente ataca a quienes, vencidos
por el sueño, nada de tal sospechan. Estos suelen tener las siguientes palabras
en la boca: soy judío, soy cristiano, cree en mí, no te traicionaré, ¡Oh, bestias
510 malditas! Aquel que nada de todo eso dice y limítase a proclamarse hombre, es
mil veces mejor que vosotros. Así pues, si no queréis creer en él en tanto que
hombre, podéis guardaros de él; pero de vosotros, ¿quién podrá guardarse?, de
vosotros que, envueltos en el ficticio manto de la santidad, como nocturnal
ladrón, penetráis por los resquicios y miserablemente estranguláis a los
515 incautos y dormidos.
De una cosa entre muchas me admiro, y en verdad que es asom- [123]
brosa: cómo puedan hacer uso de tanta libertad los fariseos que actúan entre los
cristianos, hasta el punto de poder realizar juicios 55, y puedo, en verdad, decir
que si Jesús Nazareno, a quien los cristianos tanto veneran, predicara hoy en
520 Amsterdam y pluguiere a los fariseos azotarlo de nuevo a latigazos por haber
combatido sus tradiciones y señalado su hipocresía, podrían hacerlo con toda
libertad. Es ciertamente ignominioso esto, y algo intolerable en una ciudad libre
que declara proteger a los hombres en la libertad y la paz, y que, sin embargo,
no los protege de las injurias de los fariseos. Y cuando alguien no tiene ni
525 defensor ni vengador, nada tiene de asombroso que trate de defenderse por sí
mismo y de vengar las injurias recibidas. Aquí tenéis la verdadera historia de
mi vida; y el personaje que en este vanísimo teatro de la vida he interpretado a
lo largo de mi vanísima y siempre insegura vida ante vosotros lo exhibo. Juzgad
ahora rectamente, hijos de los hombres, y sin afecto alguno, libremente, emitid
530 un juicio verdadero. Es esto algo particularmente digno de los hombres que
realmente merecen ese nombre. Y si algo halláreis que os arrastre a la
conmiseración, reconoced la humana miseria y deploradla, puesto que de ella
misma sois partícipes. Para que nada falte, mi nombre, el cristiano que tuve en
Portugal, fue Gabriel da Costa. Entre los judíos, ojalá que nunca me hubiera
535 encontrado con ellos, ligeramente modificado, fui llamado Uriel56. [61]

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