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Ramón Tamames

Begoña G. Huerta

Estructura
económica
internacional

Ciencias Sociales
Alianza Editorial
Alianza
Editorial
manuales
Antropología
Arte
Biografías
Biología La presente edición, decimonovena, de
Ciencia política Estructura económica internacional, ha
supuesto un gran esfuerzo no sólo para
Crítica literaria actualizar datos y problemas, sino también
Economía para impregnar el libro de lo que son las
Educación corrientes globalizadoras de toda clase de
transacciones a escala mundial.
Filosofía Virtualmente no ha quedado ni un solo
Física capítulo sin modificaciones sustanciales.
Geografía La parte relativa a integración económica
ha sido objeto de notables innovaciones. Y
Historia como es lógico, se han enriquecido las
Lingüística otras áreas de la obra, relativas a
Matemáticas perturbaciones cíclicas, multinacionales,
energía, cuestiones demográficas, y
Música grandes potencias.
Psicoanálisis
Psicología Desde 1970 es autor de este libro Ramón
Tamames, catedrático de Estructura *
Química Económica de la Universidad Autónoma de
Sociología Madrid y catedrático Jean Monnet de la
UE. Para la presente edición ha contado
con la valiosa ayuda de Begoña González
Huerta, diplomada en Relaciones
Internacionales.
3491024
ISBN 8 4-206-8187-3

ni mu I ■
788420 681870
El libro universitaríi
Alianza Editorial
Primera edición: 1970
Undécima edición: 1987
Duodécima edición: 1988
Decimotercera edición: 1989
Decimocuarta edición: 1990
Decimoquinta edición: 1991
Decimosexta edición: 1992
Decimoséptima edición: 1993P
Decimoctava edición (primera edición en Alianza Universidad Textos): 1995
Decimonovena edición (primera edición en “Manuales”): 1999

Otros libros de Ramón Tamames en Alianza Editorial:

LB 90 Introducción a la Economía Española (23.a edición)


LB 785 Introducción a la Constitución Española (8.a edición)
AU 51 La República. La Era de Franco (12.a edición)
AU 137 Fundamentos de Estructura Económica (11edición)
AU 198 Ecología y desarrollo (7.a edición)
AUT 100 Estructura Económica de España (23.a edición)
AUT 116 La Unión Europea (4.a edición)
Diccionario de Economía y Finanzas (4.a edición)

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de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

€> Begoña González Huerta


© Alianza Editorial, S. A.; Madrid, 1970, 1972, 1974, 1975, 1978, 1980, 1982, 1984, 1985, 1986,
1987, 1988, 1989, 1990, 1991, 1992, 1993, 1995, 1999
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ISBN: 84-206-8187-3
Depósito legal: M. 4.158-1999
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Impresión: c o im o f ,s .a .
€ / Acero, 1. Polígono Industrial «Finanzauto»
28500 Arganda del Rey (Madrid)
Printed in Spaín
18. Fluctuaciones
económicas: 1929, 1973,
1989/93, 1998

18.1 Introducción

Desde 1970, multitud de economistas venían preguntándose sobre la posi­


bilidad de que en un inmediato futuro pudiera producirse una crisis como la
que azotó al mundo a partir del llamado «jueves negro» del 24 de octubre
de 1929. Esa fecha se considera que marcó el comienzo de lo que después
se denominó la Gran Depresión, que en realidad no terminó por una mejo­
ría definitiva de la situación económica a nivel general; por el contrario,
suele aceptarse que su fin se produjo, simbólicamente, el l de septiembre
de 1939, con el estallido de la Segunda Guerra Mundial.
En ese contexto de preocupaciones puede decirse, y así anticipamos par­
te de lo que podría ser una tesis poco optimista sobre el futuro, que el «jue­
ves negro» de nuestra época ya se ha producido. Concretamente, podría to­
marse como tai hito cronológico el 16 de octubre de 1973, cuando el precio
del petróleo, como consecuencia de la represalia árabe por la ayuda nortea­
mericana a Israel (en la Guerra del Ramadán o del Yon Kippur), aumentó
con carácter general de 3,5 a 5,5 dólares/barril. Después, el 1 de enero de
1974, se elevó aún más, a la cota de los 11 dólares/barril.
Empezaremos nuestro propio análisis de lo que hoy sucede y de qué po­
dría ocurrir en el futuro destacando la dificultad de hacer previsiones. Y,
asimismo, pondremos de relieve cómo tampoco es fácil apreciar en cada
momento la circunstancia exacta en que nos encontramos de cara al porve­
nir. Las dos citas siguientes son buena muestra de ello.
►JE

En diciembre de 1928, el presidente Calvin Coolidge, al dirigir su último


mensaje al Congreso de EE.UU. sobre el «Estado de la Unión», dio comien­
zo a su disertación con las siguientes palabras: «Ninguno de los Congresos
de EE.UU. que se han reunido hasta ahora lo han hecho con más placenteras
perspectivas que las actuales. En los asuntos domésticos hay tranquilidad y
satisfacción... pues se ha alcanzado el más alto récord de años de prosperi­
dad. En los asuntos extranjeros, existe paz y buena voluntad, que proviene de
la mutua comprensión»
En otras palabras, en el que normalmente se tiene por el informe más
completo sobre la situación económica, social y política de un gran país y
de los asuntos conexos del mundo, no se preveía que de inmediato fuese a
suceder nada grave para la economía. Sin embargo, apenas transcurridos
nueve meses desde el discurso del presidente Coolidge la situación general
empezaba a ser alarmante.
Y tan cierto como la imposibilidad o dificultad de prever una crisis glo­
bal a corto plazo, lo es el percatarse de su trascendencia, una vez que se ha
desatado. Así lo señala de hecho Arthur Koestler, el autor de Espartaco, El
Cero y el Infinito, y otras muchas obras, y que en su juventud fue uno de
los mejores cronistas de su tiempo. Concretamente, en el segundo volumen
de su Autobiografía, Koestler se refiere al momento crucial del comienzo de
la crisis de 1929 con palabras que no nos resistimos a reproducir. Sobre
todo al tener en cuenta que por entonces era corresponsal en París de la
principal cadena alemana de prensa: «El viernes negro (24 de octubre de
1929) [sic] cayó poco después de mi llegada a París. No comprendimos en
absoluto su significado. Sus repercusiones tardaron varios meses en hacer­
se sentir en Europa. En cuanto llegaron las primeras ondas fuertes de la de­
presión, los acontecimientos se sucedieron rápidamente. La desocupación
en Alemania llegó a la cifra de siete millones, un tercio de la cantidad total
de trabajadores ocupados. La fuerza del partido nacional-socialista aumen­
tó con la misma velocidad. Los cimientos estaban rajados, Europa lista para
el derrumbe. Sin embargo, en nuestros informes de París, el desastre de
Wall Street casi no figuraba. En la Rué Pasquier [donde estaba situada la
oficina de Koestler] creíamos que se trataba simplemente de una crisis fi­
nanciera más; no advertíamos que era el comienzo de la crisis de la huma­
nidad» 12.
A lo largo de las presentes páginas vamos a examinar primeramente
cuáles fueron los mecanismos básicos de la crisis de 1929, para ocupamos

1 Citado por John Kenneth Galbraith en The Great Crash, Penguin Books, Londres,
1970, pág. 30. La primera edición del libro de Galbraith apareció en 195$.
2 Arthur Koestler, El Camino hacia Marx, versión española, Alianza Editorial, Madrid,
1974, págs. 66 y 67. En realidad, Koestler incurre en una confusión, pues aunque el
crack bursátil se produjo el 24 de octubre, era Jueves y no Viernes. Por tanto, deberían
haber dicho el Jueves Negro (Black Thursday).
después de los rasgos principales de las situaciones evolutivas citadas en el
título de este capítulo 18.

18.2 La crisis de 1929

No existe consenso entre economistas e historiadores sobre cuáles fueron


los principales factores desencadenantes de la crisis de 1929. Como tampo­
co hay unanimidad en cuanto al efecto que tuvieron las medidas de política
económica que en cada momento fueron adoptándose en el intento de re­
solver los problemas críticos que paso a paso fueron afectando a la econo­
mía. Entre los puntos de vista de Galbraith y Friedman, por ejemplo, media
un verdadero abismo.
Los primeros atisbos de lo que después sería la crisis de 1929 se sitúan
normalmente, entre los economistas norteamericanos, en el llamado «boom
inmobiliario» de Florida. La prosperidad de los años 1922 a 1924, que dio
comienzo a la sociedad de consumo en masa en EE.UU., produjo un movi­
miento especulativo de gran amplitud en la compraventa de tierra en el Esta­
do de Florida, por ser ésta el área de clima más soleado y benigno en la pro­
ximidad de la Costa Este, en donde por entonces se situaba aún el centro de
gravedad indiscutible de la economía yanqui.
El boom inmobiliario de Florida duró escasamente dos años. Los precios
de la tierra se multiplicaron por más de diez, incluso por veinte en algunos
condados. Pero, a la postre, el cese de la entrada de nuevos fondos para se­
guir alimentando el movimiento especulativo (que no podía ser indefinido
por el gran desfase que se produjo entre tierra urbanizable y demanda efec­
tiva de ella) hizo que los altos precios alcanzados cayeran rápidamente. Se
produjo así un fuerte descalabro para los inversionistas grandes y pequeños
que habían entrado en la última fase del boom 3. Y el escarmiento de este
episodio hizo que, desde finales de 1926, la atención de los ahorradores as­
pirantes a obtener ganancias rápidas y sin esfuerzo se concentrase definiti­
vamente en el mercado de valores, especialmente en la Bolsa de Nueva
York.
En los círculos bursátiles volvió a repetirse el mismo fenómeno especu­
lativo observado con anterioridad en Florida. Era la consecuencia de un lar­
go período de prosperidad, cuando llega un momento en que no hay en qué
invertir el excedente generado. El agotamiento del propio proceso, por las
expectativas de disminución de la actividad económica y por el deterioro
previsible en los resultados de las empresas industriales, condujo al jueves

3 En cierto modo, puede verse aquí un paralelismo con el boom inmobiliario de las costas
españolas, empezado en los años sesenta y que con la crisis del turismo en 1973, y sobre
todo en 1974, empezó a ceder en fuerza, ocasionando no pocas quiebras y suspensión de
pagos entre urbanizadoras, hoteleros y fondos de inversión inmobiliaria.
24 de octubre de 1929 a la baja brusca y profunda en la generalidad de las
cotizaciones4.
En los siguientes días, la banca y los principales brokers intentaron dete­
ner el derrumbe de las cotizaciones. El presidente Hoover5 mantuvo con­
versaciones con los medios financieros a fin de restablecer la confianza.
Así, hacia mediados de noviembre el hundimiento se detuvo de momento, y
el índice bursátil del New York Times quedó el miércoles 13 de noviembre a
224 puntos, con un descenso del 58,87 por 100 en sólo dos meses y medio
(el 3 de septiembre estaba a 542).
Después, con el reforzamiento de los esfuerzos combinados para tran­
quilizar tanto a la opinión pública como a ios bolsistas, incluso se apreció
una cierta recuperación que duró de enero a abril de 1930. Pero esos es­
fuerzos perdieron su vigor ante las expectativas generales y la recesión
que se extendía por doquier. Así, las cotizaciones en la bolsa volvieron a
caer ininterrumpidamente, hasta el 8 de julio de 1932, que se situaron en
un índice de 58 según el New York Times; es decir, con una baja del 89,29
por 100 respecto a septiembre de 1929. Lo cual significa la ruina de mi­
llones de ahorradores y traducía la persistencia de la recesión. En 1933, el
año más profundo de ella, el Producto Nacional Bruto de EE.UU. fue 1/3
menor que en 1929.
Entre las causas que llevaron a la Gran Depresión habría que mencionar
un gran número. Sin embargo, seguramente la principal consistió en el he-
cho de que entre 1925 y 1929 había venido creándose una capacidad de
producción que cada vez resultaba más desmesurada en comparación con la
demanda. Este fenómeno de sobrecapacidad tendía a hacerse especialmente
agudo en los EE.UU., pero su carácter era de ámbito mundial, en gran me­
dida por la rigidez del sistema monetario internacional, agudizado desde la
vuelta al Patrón Oro. Tal decisión la habían adoptado países como el Reino
Unido (1925), Francia (1928) y otros, que a toda costa aspiraban a restaurar
el esquema de grandes potencias de la preguerra, a base de monedas sobre­
valuadas, que contribuyeron a ocasionar dificultades en las transacciones

4 Ese día cambiaron de manos 12.894.650 acciones, cuando generalmente no se supera­


ban los seis millones de compraventas en un solo día. Ya en las anteriores jomadas las
caídas habían sido importantes; pero el jueves, por una conjunción de factores, el pánico
se extendió, con problemas incluso de orden público en Wall Street y sus alrededores. A
un obrero que, a las 11.30 de la mañana, apareció en el tejado de uno de los edificios
próximos a la Bolsa para hacer unas reparaciones, se le tomó como un posible suicida, y
la multitud estuvo esperando — vanamente, desde luego— a que se arrojara a la calle.
También este episodio anecdótico contribuyó a arreciar las órdenes de ventas que llega­
ban a la Bolsa de Nueva York.
5 Herbert Hoover, republicano como Coolidge, fue el candidato ganador en noviembre
de 1928, y asumió la presidencia de EE.UU. en enero de 1929. En su discurso inaugural
previo un período de gran expansión.
internacionales y que marcaron el comienzo del paro en sus fronteras para
adentro.
La rigidez en el sistema monetario internacional provocó, pues, una pri­
mera contracción del comercio, y la crisis bursátil de 1929 de Nueva York
trastocó la situación previa de los «felices veinte», que ciertamente en gran
parte de Europa occidental, y sobre todo en Gran Bretaña, no fueron, ni
mucho menos, tan felices. Recordemos en este sentido los graves errores de
Winston Churchill como ministro de Hacienda (advertidos y criticados por
J. M. Keynes), pues la sobrevaluación de la libra esterlina tuvo nefastas
consecuencias al dificultar las exportaciones y al buscar el remedio a través
de las reducciones de los salarios reales. Ello fue precisamente lo que en
mayor medida desencadenó la huelga de 1926 en la minería del carbón, que
puso a prueba la economía británica y que sensibilizó a toda la opinión pú­
blica. La depresión, de facto, ya había empezado en la Gran Bretaña.
Pero tal vez más importante que todo lo anterior, como factor generali-
zador de la crisis desde EE.UU. al resto del mundo, fue el hecho de que el
crack bursátil de Nueva York alteró profundamente el circuito de fondos
que mantenía el nivel del intercambio y de la actividad económica en los
países occidentales. Planteado de manera muy esquemática, ese circuito era
el siguiente: Alemania (la República de Weimar) tenía necesidad de recur­
sos para atender el pago de las reparaciones de guerra a los países aliados.
Para financiarlas, recurría al mercado de capital de EE.UU., y con los re­
cursos así obtenidos iba reembolsando a Francia e Inglaterra, países que, a
su vez, con esos fondos atendían las deudas contraídas durante la guerra.
De esta forma el dinero que salía del mercado norteamericano volvía a él, y
en el curso de tales flujos se favorecía el mantenimiento del nivel de activi­
dad en los países europeos.
Al producirse la crisis bursátil de Nueva York, se creó una grave descon­
fianza en los medios financieros, sobre todo en la banca, que se vio acosa­
da por los depositantes reclamando sus ahorros. A la postre, la banca, por
toda una compleja serie de razones, se vio en la necesidad de suspender las
facilidades financieras que venia otorgando sistemáticamente a la Repúbli­
ca de Weimar.
Las consecuencias no se hicieron esperar: Alemania hubo de interrumpir
el pago de sus reparaciones de guerra y el circuito se rompió. En tales cir­
cunstancias, el pánico bancario de los EE.UU. que se generó en 1930 con la
quiebra del Bank o f the United States no tardó en pasar a Europa, donde en
1931 se produjo una cadena de quiebras bancarias (la más célebre de ellas la
del Credit Anstalt de Viena), con las lógicas consecuencias de incertidumbre
para todo el conjunto de la Economía. Lo cual significó la ruina de muchos
depositantes, menores facilidades de financiación de las empresas, que en
gran número entraron en un proceso de suspensiones de pagos y quiebras.
Los problemas financieros se agravaron hasta límites hoy difíciles de
imaginar. A principios de 1933, de los 12.000 bancos que en 1929 funcio­
naban en EE.UU. habían quebrado más de 6.000. No es extraño, pues, que
la primera medida importante que adoptó Franklin D. Roosevelt al asumir
la presidencia, en enero de 1933, fuese el envío al Congreso de un proyecto
de ley de reforma bancaria, para evitar que en lo sucesivo la debilidad de
los «microbancos» norteamericanos pusiera en dificultad al conjunto del
sistema6.

En Europa el panorama fue haciéndose de manera gradual parecido al


de EE.UU. ya desde 1930. Y la crisis, de carácter deflacionista, al genera­
lizarse, engendró una psicosis sincronizada de defensa de los sistemas pro­
ductivos nacionales frente a la caída de precios en el mercado internacio­
nal, que ya no podía contrarrestarse con los aranceles de aduanas por
entonces vigentes. El régimen liberal de comercio y cambios hacía alta­
mente vulnerables a los sistemas productivos.
El resultado final fue el propósito de defender, cada uno a su manera,
sus propias economías, con la erección por doquier de nuevas barreras
arancelarias y de obstáculos cuantitativos al comercio. En materia de adua­
nas, el comienzo de la gran carrera a un nuevo proteccionismo lo marcó la
Ley Smoot-Hawley, que en 1930 elevó de modo muy notable los derechos a
la importación en EE.UU. Los demás países industrializados no tardaron en
seguir el «ejemplo», y el Reino Unido, tras la Conferencia de Ottawa
(1932), pasó a aplicar a sus dominios y colonias los llamados «derechos
imperiales», creando así un área preferencial (según vimos en el capítu­
lo 5). En cuanto a las restricciones cuantitativas, Francia estableció los pri­
meros contingentes, que también habrían de servir de modelo para restrin­
gir las importaciones «más sensibles» a volúmenes concretos. Por último,
Alemania, desde 1932, comenzó a firmar acuerdos de clearing para evitar
los movimientos de divisas; más adelante, la manipulación de los cambios
y el racionamiento de las divisas se convirtió en operación normal en la
mayoría de los países.
Todo esto significó un verdadero colapso del comercio y de la actividad
económica a nivel mundial que — con otras complicaciones internas—
comportó el paro masivo y el agravamiento de las tensiones sociales y polí­
ticas a que antes nos referíamos al citar a Arthur Koestler.
Los efectos de la crisis de 1929 se prolongaron hasta 1939. En 1933, y
con referencia a un índice 1929= 100, los precios de los productos básicos
en el mercado internacional habían descendido a 68, lo que significaba una
contracción de un 32 por 100. La actividad medida por el índice de produc­
ción industrial en los principales países había bajado de 110 en 1929 a 69
en 1933, una caída, por consiguiente, del 38,3 por 100. El comercio inter­

6 Empezaba así la reforma del capitalismo en EE.UU., que proseguiría con la «National
Industrial Recovery Aet», el «Public Works Program» y otras tantas medidas del «New
Deal», actuaciones, todas ellas, a las que nos referimos en el capítulo 20.
nacional, de 100 en 1929, se colapso a 82 en volumen físico, a 48 en valor
del intercambio medido en libras esterlinas, y a 35 en valor oro7. El paro, la
variable más ostensible desde el punto de vista social, se extendió por casi
toda la faz del área capitalista, con marcada intensidad en EE.UU. (12 mi­
llones de parados en el momento en que el presidente Roosevelt asumió los
poderes en enero de 1933) y con siete millones de desocupados en Alema­
nia cuando, también en 1933, Hitler se convirtió en canciller de la moribun­
da República de Weimar.

En verdad, desde el propio comienzo de la crisis económica, desde que


se desencadenó en 1929, se intentó buscarle solución. Pero había un proble­
ma básico: tras el desmantelamiento del librecambio llevado a cabo con la
primera guerra mundial, y después de los intentos frustrados de restablecer­
lo con la vuelta al Patrón Oro, no se habían creado instituciones de coope­
ración a nivel internacional. Por lo menos mínimamente comparables a las
que después daría a luz el sistema de las Naciones Unidas.
Desde luego, a pesar de sus insuficiencias, la Sociedad de Naciones
(SDN) y las grandes potencias hicieron algunos esfuerzos, no desdeñables,
en pro de la cooperación. Se procuró comprimir las fluctuaciones y, sobre
todo, la baja de los precios de los productos básicos. De esta forma nacie­
ron los primeros acuerdos internacionales para el estaño y el azúcar en
1931, para el té y el trigo en 1933, para el cobre en 1936. No obstante, no
había una verdadera estrategia global, y la crisis fue acentuándose sin nin­
guna expectativa de que terminase; los mencionados acuerdos sirvieron de
poca cosa.
Otro tanto puede decirse de los arreglos a nivel privado, entre grandes
empresas o entre federaciones empresariales a nivel internacional en deter­
minados sectores (acero, potasa, etc.), que se manifestaron en un proceso
muy marcado de cartelización. Esos cárteles internacionales pudieron evitar
la ruina de no pocas grandes corporaciones industriales al sostener sus pre­
cios, mas no alcanzaron a impedir la caída general del intercambio y, en fin
de cuentas, de la propia actividad económica general.
También hubo un intento de resolver la crisis a nivel global. Para ello se
convocó la Conferencia Económica Mundial de Londres, que se prolongó
desde abril a julio de 1933. Pero ya para entonces, la mayoría de los países
industriales habían abandonado definitivamente el libre comercio para en­
trar en el sistema de aranceles altos, restricciones cuantitativas en frontera y
controles de cambio y acuerdos de clearing para liquidar los pagos interna-
cionales. El proteccionismo se hallaba, pues, consolidado y, en realidad, no
habría de ceder hasta 1948, al crearse la OECE que, como vimos en el capí­

7 Estos datos proceden de P. T. Ellsworth, Comercio Internacional, versión española,


3.a edición, México, 1955, págs. 345-350.
tulo 2, puso en marcha la multilateralización de pagos y la liberación del
comercio.

A partir de 1933, el New Deal del presidente Roosevelt en EE.UU. y la


política hitleriana de rearme y de construcción de autopistas en Alemania
supusieron un cierto alivio para la situación de desempleo en Norteamérica
y en Centroeuropa. Pero con ello no se resolvía el problema que significaba
el colapso económico internacional subsiguienté a la ruptura del librecam­
bio, que no había sido sustituido por nuevos mecanismos de cooperación
que permitiesen recuperar la anterior fluidez de intercambio mundial.
En realidad, las medidas propuestas por Keynes y por otros economistas
sobre la forma de mantener el pleno empleo a través de un mejor uso de las
medidas monetarias, fiscales, de gasto público, etcétera, apenas tuvieron
virtualidad en este período. Habría que esperar al Plan Marshall (1947)
para apreciar la instrumentación de una verdadera política keynesiana a ni­
vel internacional, pues (como ya vimos en el capítulo 2) no fue otra cosa el
llamado Plan de Recuperación Europea, que vino a significar una opera­
ción de «cebar la bomba de la economía» de los países arruinados primero
por la Gran Depresión y luego por la guerra. En otras palabras, con la siem­
bra de dólares prácticamente gratuitos que realizó EE.UU. en Europa occi­
dental pudo ponerse en marcha de nuevo su maquinaria económica; sólo así
fue capaz la economía europea occidental de generar sus propios impulsos
en la dirección de un desarrollo autosostenido.
En síntesis, la crisis que se desató en 1929, arreció en los años 30, se
convirtió en una conflagración mundial en 1939, y sólo en 1948 puede de­
cirse que comenzó a reconstruirse el comercio internacional. En suma, la
Gran Depresión se prolongó por veinte años, más de lo que muchas veces
se piensa cuando se cree — erróneamente— que la segunda guerra mundial
no tuvo nada que ver y que generó una situación distinta: cuando en reali­
dad cabe considerar que constituyó la fase culminante de la crisis8.

8 La bibliografía sobre el tema de la Gran Depresión es abundante. Sobre sus antece­


dentes puede verse el libro ya clásico de J. M. Keynes The Economic Consequences o f
the Peace (Londres, 1919) y su continuación, A Revission o f the Treaty (Londres,
1929), así como el trabajo de la Sociedad de las Naciones The Course and Phases o f the
World Economic Depression (Ginebra, 1931), y la recopilación de H. V. Hodson, Slump
and Recovery 1929-1937 (Londres, 1938). También son importantes las obras de P. T.
Ellsworth, International Economic («El Comercio Internacional», FCE, México, 1955)
y la fundamental obra de W. A. Lewis, Economic Survery 1919-1939 (Londres, 1949).
Entre los trabajos más recientes, el de A. G. Kenwood y A. L. Lougheed, Historia del
Desarrollo Económico Internacional, versión española, Ediciones Istmo, Madrid, 1973.
Milton y Rose Friedman, en Free to Choose, Harcourt, Nueva York, 1980, págs. 70 a
81, dieron su propia visión de los orígenes de la crisis.
18*3 El mecanismo de la crisis de 1973

¿Cuáles son los orígenes de la crisis que se inició en 1973? ¿En qué se parece
y en qué difiere de la que arrancó en 1929?
Ante todo, convendría expresar que la crisis de 1973 no fue, ni mucho
menos, un resultado exclusivo de los problemas energéticos que comenza­
ron a preocupar al mundo desde el 16 de octubre de 1973, cuando en pocas
semanas los precios del petróleo se multiplicaron casi por cuatro como con­
secuencia de la IV guerra árabe-israelí9.
El verdadero preludio de lo que sería la crisis económica internacional ini­
ciada en 1973 estuvo en el agravamiento de los problemas monetarios a nivel
mundial. Como tantas veces se ha dicho, el sistema del Fondo Monetario In­
ternacional (FMI) funcionó satisfactoriamente hasta 1960. Lo que no se ha in­
dicado tan a menudo es que ello resultó posible sólo porque los mecanismos
de Bretton Woods se reforzaron, de forma decisiva, por la distribución de fon­
dos que significó el Plan Marshall (recuérdese lo estudiado en el capítulo 2),
con el que se prestó una liquidez inmediata a los países europeos, que de otro
modo ni siquiera podrían haber empezado a observar la reglas del FMI.
En el capítulo 3 ya hemos estudiado con detenimiento los problemas del
sistema monetario internacional desde el comienzo de la década de 1960 y
la crisis definitiva que en él se manifestó desde 1971; por lo cual no vamos
a insistir aquí en el tema. Subrayemos, simplemente como analogía con
1929, que si el crac bursátil y el bancario de Nueva York significó la quie­
bra del circuito financiero de las reparaciones alemanas, en 1973 la crisis
energética superpuesta a la monetaria representó una fortísima elevación de
la «cuenta del petróleo», con lo que ello supuso de drenaje en la liquidez
internacional en la inmensa mayoría de los países importadores de crudo.
Desde 1960 ya se observaban debilidades en el funcionamiento del FMI.
Las reservas de oro de EE.UU. empezaron a ser insuficientes para respaldar
la convertibilidad oro de las existencias crecientes de dólares fuera de Nor­
teamérica. Esta nueva situación pudo resolverse transitoriamente por medio
de acuerdos entre EE.UU. y los bancos centrales europeos y de Japón, que
renunciaron de hecho a solicitar la convertibilidad del dólar en oro. De este
modo, sin ninguna formulación expresa, EE.UU. se convirtió en el banco
central de todo el mundo, y el ingenioso sistema del Patrón de Cambios
Oro del FMI se transformó de facto en un sistema de moneda fiduciaria,
concretamente de patrón dólar-papel. Todo eso ya había sido examinado in
extenso en el capítulo 3.

El funcionamiento del sistema en lo sucesivo se basó sólo en la credibi­


lidad]; en que hubiese una efectiva confianza de los miembros del FMI en el

9 Sobre Las Raíces Internacionales de la Crisis es interesante el artículo del mismo tí­
tulo de Jaime Requeijo, publicado en Papeles de Economía, n.° 1, págs. 68 a 75.
dólar. Confianza que se hacía cada vez más débil, a medida que las reser­
vas oro de EE.UU. disminuían, con lo cual el pacto de no convertibilidad
fue transformándose gradualmente en una imposición norteamericana cada
vez más ostensible. *
La situación, con el paso de los años 60, se agravó a consecuencia del
incremento de los gastos militares norteamericanos por la guerra del Viet-
nam, que crecieron de modo espectacular desde 1968. El aumento de las
actuaciones bélicas se simultaneó con el programa social que el presidente
Johnson puso en marcha para crear la «Great Society». La coincidencia de
ambas políticas — la social sin renunciar a la militar, y viceversa— se tra­
dujo en un fuerte déficit fiscal. Ello, unido a la continuidad de las inversio­
nes de las empresas multinacionales norteamericanas en Europa y en otras
áreas, comportó un fortísimo déficit de balanza de pagos en los EE.UU. El
resultado final fue un flujo de dólares en cantidades ingentes al resto del
mundo, que se transformaron en los célebres eurodólares.
El alto grado de liquidez que se generó entre los años 1968 y 1973 tuvo,
a su vez, como resultado un importante aumento en la actividad económica
general de los países industriales, cada vez más interpenetrados y sincroni­
zados en sus ciclos económicos. El efecto no fue otro que un gran «tirón»
en la demanda de materias primas, cuyos precios aumentaron en más de un
100 por 100 en el curso de los años 1972 y 1973. También por entonces, y
- a través de los acuerdos de Trípoli, Teherán, etcétera (recuérdese lo visto en
el capítulo 17), los países petroleros iniciaron sus primeras escaramuzas
desde la OPEP, para discutir a las grandes compañías y a los países consu­
midores de petróleo los precios de los crudos, que ciertamente se habían
mantenido con una estabilidad asombrosa a lo largo de los años 60. En esos
tres años, 1970-1973, el promedio del precio mundial por barril pasó de 2 a
3,5 dólares, es decir, un alza del 75 por 100.
Así las cosas, y a la vista del recalentamiento de la economía mundial
— por el auge cíclico sincronizado de los países industriales— , en la Asam­
blea del FMI en Nairobi (septiembre de 1973) la Comunidad Económica
Europea, de una parte, EE.UU. de otra, y en general todos los países miem­
bros de la OCDE, llegaron a la conclusión de que era necesario acordar una
serie de medidas para desacelerar la economía y frenar la fase ascendente
del ciclo, a fin de lograr un nuevo equilibrio, una cierta estabilidad.
Sin embargo, la crisis energética desencadenada en octubre de 1973, po­
cas semanas después de la Asamblea del FMI, vino a romper los propósitos
fijados en Nairobi. Se planteó una situación totalmente nueva, en la que ya
se vislumbró, por primera vez, la posibilidad de que las reservas internacio­
nales de los países industriales pudieran resultar insuficientes para afrontar
los desembolsos de divisas necesarias para pagar el petróleo. En otras pala­
bras, se adivinó el peligro de recesión y bancarrota de no pocos países in­
dustriales como consecuencia de la multiplicación casi por cuatro de los
precios de los crudos.
En 1971 y 1972 la producción a todos los niveles y por doquier estaba
en auge, como en 1927 y 1928. En 1973 se produjo el alza de los precios
del petróleo, que por sus secuelas de todo tipo amenazó con provocar la
reintroducción del proteccionismo, al igual que en 1929, aunque en ese año
lo que influyó fue el impacto del crac bursátil de Nueva York. Las causas
— 1929-1973— fueron diferentes; los efectos en términos de actividad eco­
nómica, paro y comercio exterior presentan indudables similitudes.
Por todo lo anterior, parece claro, pues, que el origen de la crisis estuvo en
el deterioro de la situación monetaria internacional. Cierto que a todo ello
vino a sumarse un factor totalmente nuevo, que en 1929 no estaba en el esce­
nario mundial: la crisis energética, que puso de relieve la enorme vulnerabili­
dad de las naciones industriales respecto a sus suministradores de crudo.
Mientras el Tercer Mundo petrolero soportó el semicolonialismo y el domi­
nio de las grandes compañías, el engranaje funcionó. Pero éste, con la insis­
tencia norteamericana en su apoyo al Estado de Israel, comenzó a fallar. Y
los países árabes — aliados a los otros países petroleros en la OPEP— acaba­
ron por sustituir el viejo engranaje por su propio «invento». En lo sucesivo,
sería la OPEP, sin negociaciones, la que decidiría los precios del petróleo. De
este modo, a la crisis no resuelta del SMI se superpuso la crisis energética. La
confluencia de ambas generó una situación extremadamente difícil.

Alterando ahora el ritmo histórico de la exposición del proceso de la


economía mundial, antes de entrar en la siguiente sección 18.4 — en la que
figuran otras apreciaciones sobre la crisis— , creo que será útil exponer
muy rápidamente cuál fue la marcha de los acontecimientos desde 1973.
Los efectos de la crisis en sus frentes principales — actividad económi­
ca, desempleo e inflación— es posible sintetizarlos así:

— Una caída importante de la actividad económica en 1974 y 1975,


con una recuperación pasajera en 1976, para de nuevo entrar en de­
clive en 1978.
— Un incremento notable del paro también en 1974 y 1975, con ten­
dencia a crearse una situación de amplio ejército de reserva perma­
nente.
— Una elevada tasa de inflación — célebre por sus «dos dígitos»— que
casi vio duplicado su ritmo entre 1973 y 1974, y que sólo en 1976
entró en una desaceleración, para en 1979 «volver a las andadas».
— Una recuperación apreciable desde 1983.

18.4 Las tres fases de la crisis

La crisis desatada en 1973 no fue un episodio nada novedoso. Hubo crisis


de larga duración en el pasado. Y en ese sentido han adquirido nueva rele-
vancia los planteamientos de Garvy y Kondratief, economistas norteameri­
cano y soviético, respectivamente, que en los años veinte anunciaron la teo­
ría de las ondas largas de la economía 10. Según la formulación hecha por
Kondratief, la evolución económica a largo plazo — así pudo contrastarse a
través de toda una serie de observaciones estadísticas en materia de precios,
comercio exterior, tipo de interés, etc.— , los períodos largos de 25 a 30
años de auge terminan más o menos súbitamente; en crisis que se caracteri­
zan por el hundimiento de la demanda, el estancamiento industrial, la caída
del comercio internacional, y la extensión del paro. A continuación sigue
todo un período, también de 25 a 30 años, de depresión. Todo ello sin per­
juicio de fluctuaciones de medio y corto plazo.
Sin pensar que los ciclos Kondratief tengan un valor hecho ineluctable,
lo cierto es que desde 1973 más que en una nueva crisis puntual se entró en
toda una larga crisis con tres fases: energética, industrial y financiera.
Como ya vimos en el capítulo 17, la crisis energética dio comienzo con
el súbito aumento del precio de los crudos, como consecuencia de la repre­
salia árabe frente a la ayuda norteamericana a Israel en la cuarta guerra ára­
be-israelí de octubre de 1973. Luego, la crisis energética de 1973-1974
tuvo su segunda secuencia en los años 1979-1981 con un nuevo alza de los
crudos, lo que se conoce con el nombre de «segundo choque petrolero»,
que llevó las cotizaciones del barril desde 14 a 34 dólares. Por último, en
los años 81 y 82 nuevamente se produjo una fuerte crispaeión del mercado,
esta vez no como consecuencia de la subida del precio nominal de los cru­
dos, sino por el alza del dólar ocasionada por la política monetaria restricti­
va del presidente Reagan; tan grave fue la incidencia, que incluso llegó a
hablarse de un «tercer choque petrolero».

Frente a la crisis energética hubo — también lo vimos en el capítulo


17— , por parte de los países industriales, una respuesta más contundente
de lo que por lo general se piensa en términos de medidas de ahorro ener­
gético, de conservación de la energía, de sustitución del petróleo por el
carbón, por la nuclear, etc. Gradualmente, los países de la OPEP vieron
cómo se les reducía la demanda. Y en 1982 esa reducción, al coincidir con
la primera caída de precios del crudo, generó la grave crisis financiera a
que nos referimos después. Pero no adelantemos acontecimientos. Lo que
ahora importa es destacar lo esencial de la segunda fase de la crisis, la in­
dustrial.
En los años 1976-1977 pudo apreciarse que la caída de la demanda de
muchos productos industriales no iba a ser pasajera. Y que a consecuencia
de ello, habrían de introducirse reajustes en la oferta para détener el creci­
miento de los stocks y eliminar las capacidades ociosas. En otras palabras,

10 Nikolai D. Kondratief y George Garvy, Las Ondas Largas de la Economía, versión


española, Revista de Occidente, Madrid, 1946.
se comprobó que ya no servían las medidas de stop and go, típicas del keyne-
sianismo, de alentar la inversión en los momentos de declive y de frenarla
cuando la economía se recalienta de manera excesiva generando brotes in-
flacionistas. Se apreció la necesidad de introducir reajustes a largo plazo;
en pocas palabras, lo que hoy se conoce con el nombre de reconversión in­
dustrial.

La tercera fa se de la crisis asumió un carácter fundamentalmente finan­


ciero. En los países industrializados se originó por las dificultades crecien­
tes de los sectores más golpeados por la caída de la demanda, destacando
los bienes de equipo, la construcción naval, la siderurgia, el automóvil, los
electrodomésticos, el textil, etc. Durante un tiempo, esas industrias recibie­
ron fondos a corto, medio y largo plazo de las entidades financieras, y así
pudieron resistir, sin grandes modificaciones estructurales, sólo a base de
endeudarse. Pero la imposibilidad de mantener los aportes financieros de
modo permanente en sumas tan elevadas acabó por generar quiebras, sus­
pensiones de pagos y cierres de industrias, que inevitablemente repercutie­
ron sobre las propias entidades financieras.
A nivel internacional, durante la primera parte de la depresión, entre 1974
y 1982, los excedentes de petrodólares de los países de la OPEP se reciclaron
a través de la banca internacional, dedicándose en buena parte a créditos a los
países menos desarrollados. En poco más de ocho años, la deuda externa de
los PMD creció de forma espectacular; si en 1973 no llegaba a los 100.000
millones de dólares, a finales del 82 se situó en más de 600.000 millones, con
una alta concentración en países como México, Brasil, Argentina y Venezue­
la, según vimos en el capítulo 4 de este mismo libro.
En 1982, como consecuencia de los ya comentados reajustes del consu­
mo energético introducidos progresivamente, no pudieron mantenerse los
altos precios de 34 dólares el barril para el petróleo, tanto como consecuen-
cia de la sobreproducción como por el propio alza del precio del dólar en
términos de las otras monedas. Aunque los acuerdos de la OPEP de bajar el
mínimo de 34 a 29 dólares por barril se tomaron en abril de 1983, ya en
1982 el panorama era muy serio para los productores de crudo. Los exce­
dentes de petrodólares desaparecieron, y el flujo de créditos antes descrito
para los PMD se interrumpió.
Al cesar las expectativas de alimentación continuada de las reservas de
los PMD a base de un endeudamiento que parecía no iba a tener fin, se ini­
ciaron las moratorias de iure o de facto, empezando por el «síndrome mexi­
cano». Gradualmente, fueron adoptando análoga posición países como Bra­
sil, Venezuela, Cuba, Argentina, Rumania, Hungría, etc. O encubrieron la
situación de impago virtual a base de solicitar nuevos créditos de refinan­
ciación.
En definitiva, el análisis de las tres fases de la crisis nos permite apre­
ciar que ésta tuvo su primer motor en los altos costes de la energía, a lo que
siguió su repercusión en el sistema industrial, para terminar con las ulterio­
res incidencias financieras de la lenta reconversión industrial y del endeu­
damiento del Tercer Mundo.

18.5 La naturaleza de la crisis

Claro que para comprender la crisis no basta con la distinción de sus fases.
Es preciso analizar sus principales características, en parte comparativa­
mente con el perfil de la Gran Depresión de los años 30.

18.5.1 Estanflación

La primera nota diferenciadora: estancamiento con inflación, es decir, lento


crecimiento e incluso declive, simultáneamente con una elevación sosteni­
da de precios. Es el fenómeno que se conoce con el nombre de estanfla­
ción.
Esa situación contrasta con los años treinta, cuando el estancamiento
coincidió con una fuerte deflación, sobre todo a nivel del comercio interna­
cional. Tal discrepancia es atribuible al hecho de que a partir de 1971 desa­
pareció la convertibilidad oro del dólar. Se perdió el último vestigio, ya
más hipotético que real, del encaje metálico de la moneda. A veces se olvi­
da que en los años treinta, en muchos países, abandonado el patrón oro, aún
se mantenía, sin embargo, el encaje metálico para la circulación fiduciaria.
En 1971 se abandonó ya el último engarce, al declarar EE.UU. la inconver­
tibilidad oro del dólar. Desde entonces, ya pudo inundarse el mundo de dó­
lares, tanto para financiar la guerra del Vietnam como para apoyar el desa­
rrollo de las empresas transnacionales. La consecuencia de ello fue una
inflación brutal a nivel mundial y una carrera de precios en las materias pri­
mas que no tardó en contagiar al petróleo, en octubre de 1973, en la forma
que ya tuvimos ocasión de ver en el capítulo 17.
Una segunda nota caracterizó a la depresión que se inició en 1973: el
mantenimiento de un nivel relativamente alto de libertad en el comercio
mundial, sin que en los años setenta y ochenta se produjera una oleada de
proteccionismo mínimamente comparable a la que se dio en los años trein­
ta. Lo cual, coincidiendo con un estancamiento de intercambio, no pudo
por menos de traducirse en una intensificación de la competencia.
Con la malla de organismos internacionales creados desde 1945 en tomo
a las Naciones Unidas (ya estudiados en este libro: FMI, BIRF, GATT y
UNCTAD), la necesidad de competir entre los distintos países para mante­
ner sus posiciones de comercio acentuó la búsqueda de productividades
cada vez mayores. El desarrollo tecnológico alcanzó, así, ritmos hasta en­
tonces desconocidos.
La diferencia con los años treinta se hizo espectacular. Por entonces, sin
apenas organismos internacionales de cooperación, cada país introdujo
unilateralmente los mecanismos proteccionistas que hoy se estudian en los
manuales; los altos aranceles, las restricciones cuantitativas físicas (con­
tingentes, cupos, etc.), el control de cambios, etc. Con los mercados cauti­
vos así formados, y con el proceso de cartelización que se produjo para el
subsiguiente reparto de los mercados internos, acabó por anularse la com­
petencia, desincentivándose la innovación tecnológica de hecho, se llegó a
una situación en la que algunos se atrevieron a anunciar que había termi­
nado la era de las invenciones para siempre. Con una ingenuidad que hoy
nos parece fantástica, se llegó a decir que ya estaba todo inventado: el telé­
grafo, el ferrocarril, el automóvil, el aeroplano — como entonces se de­
cía— , el teléfono y la radio (o telefonía sin hilos).
En la segunda depresión mundial del siglo — años 70 y 80— la situa­
ción resultó completamente distinta. El armamentismo y la competencia
en un mercado internacional cada vez más difícil hicieron que el desarro­
llo tecnológico, y sobre todo la microelectrónica, llegase a todos los secto­
res del sistema productivo de bienes y servicios. Se sustituyeron brazos
por máquinas, y cerebros por computadoras. La síntesis: los robots, los
«obreros de cuello de acero» (por contraste con los anteriores de «cuello
azul» en las fábricas o de «cuello blanco» en las oficinas), que duermen en
las factorías, que no tienen sindicatos, que no hacen huelgas, y que traba­
jan de forma automática. Así, dejó de funcionar una de las principales pro­
posiciones keynesianas; la inversión ya no genera empleo siempre, sino
que la informática y el desarrollo automatizador en las fábricas lo que ha­
cen es destruirlo, al menos en un primer movimiento en los países menos
innovadores.
Las consecuencias de la revolución microelectrónica son espectaculares.
El salto tecnológico tiende a reducir el volumen de trabajo utilizado, en
cantidad y calidad. Muchos piensan ya que es necesario repartir el trabajo
existente, sin confiar en que la propia dinámica del sistema económico se
encargue del reajuste. La reivindicación de la jomada de treinta y cinco horas
semanales se generaliza.

18.5.2 Los amortiguadores

La tercera diferencia entre la crisis iniciada en 1973 y la Gran Depresión ra­


dica en la existencia de importantes amortiguadores. En los años treinta se
llegó a niveles de desempleo próximos al 30 por 100 de la población activa
de los EE.UU., en tanto que en los años 80 no se superó el 11 por 100. Y en
la Alemania de Weimar los niveles de paro alcanzaron el 25 por 100, cuando
en la República Federal no se sobrepasó el 12 por 100. La más baja difusión
del paro, correspondiente a menores descensos en los niveles productivos, se
deben a los amortiguadores, que a nuestro juicio pueden ser de tres clases:
keynesianos, economía encubierta y estructura familiar.
Los amortiguadores keynesianos consisten en mecanismos que contribu­
yen a mantener la economía en un cierto nivel de actividad, a base de ma­
yor inversión pública, financiada con déficit, para sostener la demanda glo­
bal; fomentando, además, la inversión privada con toda clase de estímulos
fiscales y financieros; aceptando la plena implantación de los sindicatos y
la negociación colectiva, en contraste con las tablas salariales y el encua-
dramiento forzoso de los trabajadores a que condujo el intervencionismo
autoritario de los nazis y del fascismo en la Europa continental de los años
treinta. En definitiva, y aunque a muchos no les guste, hoy nos encontra­
mos con un verdadero Estado keynesiano, en el que la demanda global, a
pesar de la crisis, no pudo hundirse a los niveles de los años treinta.
Luego están los otros amortiguadores, no previstos por Keynes, catalo­
gabas como «economía sumergida» o «economía encubierta». Cabe siste­
matizar los diversos elementos de la economía oculta como sigue:

— Producción de bienes a domicilio o en talleres clandestinos.


— Producción de servicios a domicilio.
— Pluriempleo no declarado.
— Trabajos realizados por perceptores del seguro de desempleo.
— Actividad no declarada de pequeños empresarios, comisionistas y
trabajadores autónomos.
— Empleo extranjero ilegal.
— Propinas y gratificaciones.
— Evasiones impositivas.
— Robos de empleados en sus empresas (considerados como gastos por
éstas, y como renta por aquéllos).
— Juego clandestino.
— Prostitución.
— Tráfico de drogas.
— Tráfico ilegal de divisas y evasión de capitales.

Claro que debe hacerse una distinción entre las diversas actividades
consideradas como integrantes de la economía sumergida: las seis primeras
generan renta, mientras que el resto cumplen una función redistributiva. Por
ello, el papel de amortiguador de la crisis que aquí se atribuye a la econo­
mía sumergida corresponde básicamente a las seis primeras rúbricas.

Entre las causas del crecimiento de la economía sumergida, es posible


señalar las siguientes:

a) La alta intensidad de la regulación económica gubernamental incen­


tiva a las empresas a eludir los mayores costes de la regulación, des­
plazando una parte de sus actividades a la economía encubierta. De
igual forma, el incremento de la presión fiscal es técnicamente irre­
sistible para algunas empresas, que dejan de ser competitivas, en
igualdad de costes, respecto a las de otros países.
b) El alto coste del factor trabajo (salario y seguridad social) por las le­
yes de salario mínimo y los convenios.
c) La rigidez del mercado de trabajo, tanto por las regulaciones oficia­
les como por el sindicalismo.
d) La desconfianza en el Gobierno y la falta de una política económica
estable, lo que lleva a las empresas a reducir sus costes fijos, optan-
do por la subcontratación; ésta, a su vez, conduce a la proliferación
de las fábricas difusas.
e) Otras causas de menor importancia, como la atribuida por R. Klatz-
mann al pluriempleo masculino: «huir de la familia por las tardes,
los sábados y los domingos».

Por último, queda la tercera de las categorías de amortiguadores: los co-


nectables en la relación familiar, es decir, la prolongación de la edad de
educación (la «adolescencia forzosa» que ha llamado Alberto Moneada) y
la continuación, hasta edades antes impensables, de los hijos — muchas ve­
ces parados— viviendo en la casa de los padres.
El problema de los amortiguadores, tanto keynesianos como los demás,
estriba en que permiten, por así decirlo, que la sociedad se instale en la cri­
sis. En otras palabras, al tiempo en que se amortiguan los efectos de la de­
presión — paliando la inquietud social y evitando los brotes de fascismo de
los años treinta— se hace posible también que la crisis se prolongue indefi­
nidamente. Hay, pues, un alargamiento de la crisis. La sociedad acaba re­
signándose al paro masivo, a los fuertes contingentes de jóvenes que cada
vez en mayor número acceden con dificultad a un trabajo fijo.

18*5.3 El Tercer Mundo

La tercera característica de la depresión iniciada en 1973, por comparación


con los años treinta, es la transformación de las antiguas colonias y de los paí­
ses semicoloniales en un Tercer Mundo en fase de fuerte crecimiento demo­
gráfico, que aspira a alcanzar altos niveles de consumo en la senda del modelo
occidental, lo cual genera todas las disfimeiones típicas del crecimiento dual
(zonas pujantes en las grandes ciudades, junto a zonas de miseria). En su con­
junto, se trata de una auténtica bomba de relojería, tanto por la fuerte expan­
sión demográfica como por el hecho de que el Tercer Mundo ha entrado en la
espiral armamentista, lo que genera toda suerte de conflictos y de guerras.
Para los países menos desarrollados, se ha dicho, no existe un claro mo­
delo de desarrollo económico. Sin embargo, el prototipo existe en cierto
modo. Es el caso de Israel. Al margen de las, a nuestro juicio, correctas crí­
ticas que se hacen al Estado de Israel, por no cumplir las recomendaciones
de la ONU respecto a los legítimos derechos del pueblo palestino, Israel es
el único modelo de una zona comparativamente árida en que se ha produci­
do un verdadero desarrollo económico, con la conversión de zonas antes
desérticas en verdaderos vergeles.
Desde luego, ese proceso se debe en gran medida a la gran ayuda judía
internacional y sobre todo de EE.UU., tanto en términos económicos como
de transferencia de una tecnología rápidamente asimilada por una mano de
obra muy cualificada. En ese sentido, si los países del Tercer Mundo reci­
bieran una ayuda masiva (no sólo de los EE.UU., sino de todos los países
industrializados), sin necesidad de una occidentalización forzosa de sus es­
quemas sociales, podrían lograr el autoabastecimiento en materia alimenti­
cia y, en vez de desertificar su medio, podrían mantener y aun acrecentar el
potencial de sus recursos naturales.
Naturalmente, se tropieza con la hipocresía mundial, que afecta al prin­
cipio ya mencionado antes, en el capítulo 4 de este mismo libro: el discuti­
do en la UNCTAD en 1968, en Nueva Delhi, y según el cual los países in­
dustriales deberían transferir al Tercer Mundo el 0,7 por 100 del PIB como
ayuda oficial al desarrollo (AOD). Pero la verdad es que, salvo los países
escandinavos y ciertas naciones de la OPEP, nadie cumple ese propósito 11.
Sin embargo, es evidente que lo no transferido por una fórmula internacio­
nal pactada — con proyectos estudiados y financiados con organismos in­
ternacionales— luego acaba dándose por otro camino: el endeudamiento
mundial, de consecuencias muy distintas, con derroches, fugas de capital,
etcétera, y sin garantía posible de que con esos mecanismos se genere un
desarrollo equilibrador y autosostenido.

18.5.4 Limites al crecimiento

Queda, por último, una cuarta nota diferenciadora. Se trata del tema de los
límites al crecimiento. En este caso, finalmente empieza a aceptarse el
axioma (es decir, la proposición que por su evidencia no necesita demostra­
ción) de que el crecimiento infinito es imposible con recursos finitos. Nos
hallamos ante una situación en la que se ha invertido la más antigua rela­
ción del hombre con la Naturaleza. De ser un animal amenazado por las
fuerzas telúricas de los elementos, se ha convertido en un animal que ame­
naza a los grandes ecosistemas. Ello obliga a buscar una nueva fundamen-
tación, más ecológica, de las ciencias sociales. A este tema me he referido
extensamente en otro lugar12.

1' Recuérdese lo visto sobre la AOD y el CAD en 4.3.


12 «Utopía y Contrautopía. Diez claves para 1984», Plaza y Janés, Barcelona, 1984
Aquí sólo esquematizaré el punto de vista propio, recordando que en estos
temas de población y recursos biológicos y abióticos hay un cambio total de
perspectiva (si se acepta que vivimos a bordo del Navio Espacial Tierra, cuyo
largo viaje únicamente podrá continuar de manera indefinida si se respetan
los límites al crecimiento), con nuevas formas de entender el funcionamiento
del sistema económico. No podrá seguirse haciéndolo todo con una mentali­
dad productivista, ya sea desde el capitalismo más o menos voraz o desde el
socialismo realmente existente.
No puede tomarse por renta lo que es consumo de capital. La calidad de
vida no cabe ya mediarla por el PIB, sino por el bienestar económico neto,
es decir, detrayendo de las cantidades producidas todo lo que representa in­
corporación al armamentismo letal o deterioro por contaminación. Se trata,
en definitiva, de considerar a la Naturaleza como variable independiente
del modelo de desarrollo, reconociendo que tras los derechos políticos de la
burguesía y los derechos sociales de las clases trabajadoras hoy existen
unos derechos ecológicos de la sociedad en su conjunto. Y si cabe hablar
de la solidaridad sincrónica para referimos a la ayuda Norte-Sur, de los paí­
ses ricos a los menos ricos y a los pobres, también hemos de hablar de soli­
daridad diacrónica o, lo que es lo mismo, de las generaciones actuales con
las venideras. De todo ello nace una nueva ética: entender que los bienes
del planeta no son nuestros, sino a efectos de usufructo; toda esa propiedad
hemos de legarla a quienes vengan después. Y esa solidaridad diacrónica es
el origen mismo del importante movimiento de la paz.
La Conferencia de Estoeolmo de 1972, el Informe al Club de Roma del
mismo año (Los límites al Crecimiento), el Global 2000 (1980) como diag­
nóstico general promovido por Jimmy Cárter, el Informe Brundtland de 1987,
y la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo
(UNCED), celebrada en Río de Janeiro en junio de 1992 — y de la cual nació
en 1993 la nueva Comisión de Desarrollo Sostenible de la ONU— , han sido
los jalones de esa senda que lleva al respecto a los límites, vía desarrollo sos-
teniblen.

18.6 Recuperación e incertidumbre

La situación generada por la crisis de 1973 en su triple secuencia, que he­


mos repasado antes, comenzó a transformarse con los cambios introducidos
en la política económica norteamericana a raíz de la elección presidencial
de Ronald Reagan (noviembre de 1980), que asumió los poderes en enero
de 1981. La Administración Reagan, con asesores como Volcker en el Fed,13

13 Entre la abundante bibliografía sobre el tema me permito citar dos libros míos: Un
nuevo orden mundial, Espasa-Calpe, 3.a ed., Madrid, 1992; y La reconquista del paraí­
so. Más allá de la utopía, Temas de Hoy, 2.a ed, Madrid, 1993.
Stockman en el presupuesto y Baker en la tesorería, se manifestó económi­
camente en tres direcciones:

1. Economía del lado de la oferta. Más que en favor de una política


keynesiana de impulsar la demanda agregada, se propiciaron los medios
para hacer crecer la oferta; mediante la desrregulación (supresión de inter­
vencionismos públicos), la moderación salarial (congelación del salario
mínimo y neutralización del poder sindical), y la reducción de la presión
fiscal con el recorte de los impuestos directos.
De hecho, se siguieron las recomendaciones derivadas de la «curva de
Phillips» (no temer un fuerte aumento inicial del paro, a fin de bajar los sa­
larios reales) y de la «curva de Laffer» (aumentar los incentivos producti­
vos a base de disminuciones importantes en el impuesto sobre la renta).
2. Aumento de los gastos de defensa. En contra de la política de disten­
sión que ayudó a promover su predecesor Jimmy Cárter, Reagan asumió
desde un principio el compromiso de aumentar los gastos de defensa, pa­
sando del 5 al 7 por 100 del PIB; con programas de impulso tecnológico de
la envergadura de la iniciativa de defensa estratégica, más conocida como
«guerra de las galaxias». Se forzó así la demanda global vía contratos fede­
rales para el rearme, con lo que se denominó «keynesianismo de derechas».
3. Actitud de libertad comercial contra el proteccionismo. En una po­
sición muy favorable para las grandes multinacionales con implantaciones
en los NICs y en los PMD, la Administración Reagan frenó las aspiraciones
proteccionistas de la industria estadounidense, con el propósito de reducir
las tasas de inflación a base de un mercado más competitivo. Sólo las im­
portaciones japonesas — a través de los célebres acuerdos de autocontrol
«voluntario» para los automóviles, la electrónica, etc.— y los textiles (vía
Acuerdo Multifibras) se vieron con severas restricciones.
Durante 1983, 1984 y 1985 las pautas mencionadas se mantuvieron, be­
neficiadas, además, por el declinante precio de los crudos a partir de 1982
(según vimos ya en el anterior capítulo 17). Empezó entonces a hablarse,
por doquier, de recuperación económica. Ello propició, a su vez, un formi­
dable interés por los mercados de valores, ante las excelentes perspectivas
que abrían y al margen de cuál fuera la evolución — muy distinta— que
mostraran los países del Tercer Mundo aquejados por la deuda externa.
Las primeras inquietudes sobre la indefinida prosecución del proceso no
se hicieron esperar. Y los cada vez más voluminosos déficit fiscal y comer­
cial de EE.UU. contribuyeron a la desconfianza sobre la posibilidad de que
el dólar pudiera mantenerse en cotas tan elevadas de apreciación.

En septiembre de 1985 la situación empezó a mostrar dificultades. Se


intentó frenar el alza del dólar (acuerdo de El Plaza; recuérdese lo visto en
el capítulo 3). Y aunque EE.UU. solicitó que la R.E de Alemania y Japón
tomaran el relevo como «locomotoras internacionales»; ambos países prefi­
rieron mantener niveles de crecimiento comparativamente bajos, pero con
situaciones equilibradas de precios, presupuesto, y balanza de pagos.
En tales condiciones, la presión sobre el dólar se acentuó, y el acuerdo
de El Louvre de febrero de 1987 (recuérdese también lo visto en el capítu­
lo 3) no detuvo su deterioro sino transitoriamente. Ya por entonces eran
muy numerosas las sospechas sobre las posibilidades de continuación del
boom. Autores como Samuelson, Galbraith, Batra, etcétera, advirtieron so­
bre el futuro. Y todo sobrevino como con «el jueves negro» del 24 de oc­
tubre de 1929, de la manera más súbita: el 19 de octubre de 1987 — lunes
negro— , ante la noticia del déficit comercial de EE.UU. en agosto — 17.000
millones— y la desconfianza así generada para el dólar, se produjo una
caída de 505 puntos en el índice Dow Jones de la Bolsa de Nueva York,
que arrastró en su caída a los demás mercados bursátiles14.
La reacción oficial esta vez fue mejor que la de 1929. Se inyectó liqui­
dez en el sistema en EE.UU. para evitar situaciones de pánico. Se intervi­
nieron algunos mercados bursátiles con compras institucionales. Se llegó a
un nuevo acuerdo, esta vez «secreto», en diciembre de 1987, para intentar
sostener el dólar, y, sobre todo, se insistió en que la situación económica
general era básicamente sana, que la malla de organismos internacionales
era una garantía y que 1929 no se repetiría.

18.7 La Guerra del Golfo

Con la crisis del Golfo desencadenada en agosto de 1990, los más dramati-
zadores se preguntaron si llegaría a generarse una recesión mundial, al de­
teriorarse todo por un pánico generalizado en las bolsas. Pero en este extre­
mo también se aprendió bastante. Aparte de lo que hemos visto en 17.7 al
referimos a la energía, como acabamos de comprobar en esta misma sec­
ción, el crac bursátil de 19 de octubre de 1987 — «el lunes negro»— resultó
traumatizante, pero también fue una experiencia de útil aprendizaje. Así,
las bolsas de valores tiene hoy — a pesar de los big bangs de la informatiza-
ción— sus redes de seguridad. En EE.UU., el Fed está atento para evitar co­
lapsos; y en los países europeos y en Japón, vía bancarización bursátil y
con el respaldo de los bancos centrales, sucede casi otro tanto. Sin olvidar
que el 2 de agosto — al estallar la crisis del Golfo— los mercados de accio­
nes estaban supervalorados, siendo por lo tanto inevitable un reajuste a la
baja.

14 Sobre el funcionamiento de los principales mercados de valores y sus reformas reali­


zadas o en curso, de gran interés el capítulo 3 del trabajo del profesor José B. Terceiro
«Estudio sobre el mercado de valores», ESINEC, Madrid, 1988. *
18.8 La d ifícil recuperación de los años 90

La recesión que se inició con la Guerra del Golfo, y que se acentuó después
a escala internacional, con la caída de las expectativas de inversión y las
políticas económicas de enfriamiento, fue introduciéndose en las econo­
mías de todo el mundo; con la excepción de la orilla asiática de Pacífico y,
en parte, de ciertos países de Iberoamérica.
El aumento del paro en el Norte industrial, incluido el propio Japón, los
criterios de convergencia monetaria en la Comunidad Europea tendentes a
acentuar la recesión, y las políticas restrictivas para evitar los rebrotes infla-
cionistas, fueron fenómenos, todos ellos, origen o causa de una recesión de
la que, nadie tuvo muy claro cómo podría salirse.
De cara al futuro inmediato, y a diferencia de mediados de la década de
' los años 80, no había ninguna locomotora norteamericana a la vista, como
sucedió entonces con el programa de keynesianismo de derechas de Rea­
gan; cuando los gastos de defensa de EE.UU. subieron casi cuatro puntos
en términos de PIB, para replicar al «Imperio del Mal» con la guerra de las
galaxias y otros proyectos de rearme.
Por el contrario, la economía norteamericana a mediados de 1993 se en­
contraba aún en fase sumamente incierta. Y los programas expansivos de la
Clintonomics resultaron ser de muy poco tirón para la demanda del exte­
rior. En cuanto a Alemania, más que locomotora, se transformó en un por­
tentoso «agujero negro» de inversiones del exterior, como consecuencia de
todo el complejo proceso de la reunificación.
Por otro lado, lo que he denominado el efecto Europa, obviamente, no
iba a volver a producirse. En otras palabras, ya no se contemplaría lo que
sucedió durante la mencionada recuperación 85/87, que se debió, en buena
medida, al relanzamiento de la idea europeísta y de la incorporación de los
dos países ibéricos a la Comunidad, con fuerte revalorización de sus activos
inmobiliarios y financieros y con un espectacular flujo de inversiones forá­
neas.
El ciclo empezó a recuperarse primero en EE.UU. hacia 1993, anticipán­
dose al resto del mundo. Siguieron después el Reino Unido y los demás pa­
íses anglosajones, en tanto que los Estados de la Unión Europea iniciaron
su restablecimiento más tarde, en el 94/95; con mayor retraso en los casos
de Alemania y Francia.
Los años 96 y 97 ya fueron expansivos en casi todo el mundo, con gran
aumento del comercio internacional, hasta que en el verano del 97 comenzó
la crisis asiática a la que nos hemos referido con detalle en 3.15; que tuvo
serias implicaciones en Japón, según veremos en el capítulo 22, y en China
como podremos apreciar en el capítulo 23. La crisis también produjo un
formidable impacto en Rusia, convirtiéndose este país en verdadero deto­
nante global de otras ramificaciones, según pasamos a ver.
18.9 La crisis del 98

Es bien sabido que en el estado de California se especula continuamente


sobre el big one, haciéndose referencia con ello a lo que podría ser el ma­
yor terremoto de la historia en la costa del Pacífico; o por lo menos el más
destructor desde el de San Francisco de 1906. Por eso, al producirse un
temblor, por pequeño que sea, siempre se piensa en que ya viene el grande.
Algo parecido sucede en la Bolsa, sobre todo, cuando tanto se especula so­
bre el inevitable cambio de ciclo, del paso de una situación de auge (bullish), a
otra de depresión (bearish). De modo que cualquier altibajo de cierta conside­
ración en las cotizaciones del índice Dow Jones de la Bolsa de Nueva York, se
estima que podría ser el preanuncio de un colapso en la globalidad de los cen­
tros bursátiles, con graves consecuencias para toda la economía.
La predicción en temas de subibajas de acciones, sigue siendo muy difí­
cil, y precisamente a lo largo de 1998 hubo una amplia discusión sobre la
utilidad de los modelos econométricos al uso, que algunos ya ven con capa­
cidad para avisar a tiempo, lo cual normalmente, no es lo más usual. En
materia tan volátil, quien nunca se equivocó fue el célebre e irónico ban­
quero norteamericano J. P. Morgan, cuando dijo aquello tan acertado de que
«los mercados fluctuarán».
Otra cuestión muy discutida en 1998 fue si definitivamente vamos o no
a un ciclo sincrónico a escala universal, argumentándose para lo primero
que la Bolsa es un simple segmento de una economía que está en proceso
de globalización. En ese sentido, en mayo del 98 fue saludada con entusias­
mo la noticia de que nacía la Bolsa Europea, al establecerse la conexión en­
tre el mercado alemán de Francfort y el británico de la City londinense para
las quinientas sociedades principales. En esa misma línea, a los pocos me­
ses, en el agitado verano del propio 98, se adquirió conciencia de que en re­
alidad ya se estaba viviendo en una bolsa universal con centro en la ciudad
de los rascacielos.
El viernes 21 de agosto del 98, hubo la sensación de que el big one ha­
bía llegado a los mercados, pues, a lo largo del día, fueron produciéndose
grandes caídas en todos los centros de negociación. En un comentario que
el autor tuvo ocasión de hacer al día siguiente para los informativos de la
COPE, utilizó como referencia lo que el mismo viernes a primera hora de
la mañana se barruntaba sobre una posible crisis de gran magnitud en el pe­
riódico financiero más difundido de Europa, el Financial Times, donde fi­
guraban tres claras premoniciones:

— La subida del tipo de interés del Banco Central de la India, del 5 al 8


por 100, para frenar la caída de la rupia; como consecuencia de la
crisis bursátil y monetaria de Rusia de pocos días antes. Algo bas­
tante lógico, habida cuenta de las importantes relaciones comerciales
entre el subcontinente y la República cabecera de la antigua URSS.
— Más significativo aún: el hundimiento de la Bolsa de Caracas, con
una caída del 9 por 100; por temor a una devaluación del bolívar,
también esperable por el hundimiento del rublo, a causa de la impor­
tancia que para Venezuela tiene la exportación de petróleo (de ella
depende el 50 por 100 de los ingresos fiscales), y la necesidad de
competir con los rusos, que no aceptan las medidas restrictivas de la
OPEP.
— También resultó muy significativa en la edición del 21 de agosto del
Financial Times, la información sobre el excedente exportador de Ja­
pón en el anterior mes de julio, que se situó en 9.000 millones de dó­
lares; con el consiguiente impacto en el aumento del déficit comer­
cial de EE.UU., debiéndose recordar que ese indicador es uno de los
más importantes para prevenir cualquier quebranto bursátil, como
sucedió en el célebre lunes negro de octubre de 1987.

Las tres turbulencias comentadas, se relacionaban sobre todo con la cri­


sis asiática y sus ramificaciones; en especial las que estaban latentes en Ru­
sia desde muchos meses atrás, y que tuvieron un súbito agravamiento el 21
de agosto, cuando el rublo fue oficiosamente devaluado a una franja entre
el 6,5 y el 9,5 dólares, y la deuda pública de no residentes se puso en mora­
toria por tres meses; todo ello, en combinación con el Fondo Monetario In­
ternacional, que en poco más de un año comprometió con ese país créditos
por 26.000 millones de dólares.
El problema ruso — lo veremos en detalle en el capítulo 21— , es muy
serio, y no parece que vaya a tener fácil solución, porque está relacionado
con la descomposición del anterior sistema soviético, de modo que hoy por
hoy ya no existe la planificación de antes, ni funciona el mercado. Además,
todo el sistema productivo lo infiltraron las mafias ubicuas, a lo cual debe
agregarse la corrupción generalizada y el desánimo de la población, entre
los más altos niveles de amoralidad y desmoralización. Por lo demás, ¿qué
decir del Presidente Yeltsin..., que en algunos momentos decisivos ni si­
quiera ha podido tomar decisiones al encontrarse en estado catatónieo? Y
cómo apostillar las idas y vueltas de Chemomirdin tras el gobierno de tres
meses de Kiriyenko y el espectacular ridículo que hizo éste al dilapidar
3.800 millones de dólares — del tramo de los 4.500 recibidos del FMI el 20
de julio— , en la operación en principio fútil de impedir la devaluación del
rublo, cuando todos sabían que era inevitable.
Tampoco la situación en Japón — ya lo veremos en el capítulo 22— era
muy halagüeña en los trances que estamos reseñando, sobre todo por la in­
cógnita del verdadero estado de sus grandes bancos, intensamente relacio­
nados con la industria, y que en su conjunto podrían tener créditos dudosos
y fallidos por un equivalente a 400.000 millones de dólares. Esas entidades
niponas, en quiebra técnica, continuaban funcionando, pero sólo merced a
las inyecciones de liquidez del Banco de Japón. Mientras, el nuevo gobier­
no del Sr. Obuchi deshojaba la margarita respecto de las grandes reformas
en pro de un nuevo modelo de crecimiento, menos jerarquizado y más fle­
xible, para tener en cuenta la economía global en términos de apertura exte­
rior.
La cuestión japonesa se relaciona con la china, con Pekín en ardua lucha
durante todo el 98 por no devaluar el renminbi y el dólar de Hong Kong; en
medio de un atemorizado silencio porque si tal devaluación se produjera
— llegó a decirse— , arrastraría a las demás monedas asiáticas a una nueva
crisis cambiaría, y de la recesión se estaría pasando a la depresión (para
más detalles, el capítulo 23).
Un elemento adicional en el escenario en la última parte del verano del
98, fue la desconfianza psicológica de muchos inversores y operadores,
provocada en parte por el efecto Lewinsky y sus secuelas en términos ma-
cropolíticos, de las intervenciones de Clinton en Sudán y Afganistán. De
ese modo, se crearon nuevas dificultades para que los grandes centros fi-
nancieros pudieran serenarse. Y no es menos indispensable registrar aquí el
impacto de los avisos de Alan Greenspan, el presidente del Sistema de la
Reserva Federal de los EE.UU., contrario a euforias excesivas en los mer­
cados.
En tales circunstancias, al acentuarse las preferencias de los inversores y
operadores por tomar posiciones de liquidez, las Bolsas no pudieron por
menos de caer; a pesar de que muchos de los grandes inversores y operado­
res tenían capacidad para cubrirse (hedging) en los mercados de opciones y
futuros, también especialmente activos en la segunda parte del largo y calu­
roso estío del 98.
Y volvemos a lo que decíamos al principio: todas estas convulsiones
¿anunciaban la proximidad del big one? ¿O eran simplemente temblores
que en nada anticipaban una catástrofe generalizada? Para responder, podrí­
amos recurrir a un símil de la física cuántica, cuando se nos dice que la rea­
lidad también depende del observador. Y en el caso de la burbuja financie­
ra, los problemas no pueden sino depender de los agentes económicos:
market makers, bancos centrales, entidades financieras, gobiernos, e insti­
tuciones internacionales.
Nadie dudó de que algún tipo de correctivo era necesario cuando la céle­
bre burbuja estaba inflándose desde hacía años. Como tampoco pudo po­
nerse en tela de juicio que el propio viernes 21 de agosto hubiera ya una
fuerte inyección de liquidez a favor de los market makers de la Bolsa de
Nueva York, que cerró con una caída de sólo el 1 por 100. Eso significaba
el recuerdo de la lección de 1987, del lunes negro del 19 de octubre, cuan­
do la rápida entrada en acción del Sistema de la Reserva Federal permitió
contener lo que de otro modo podría haber sido un colapso bursátil de con­
secuencias más que graves.
Hay, por tanto, unas mallas de seguridad, la primera de las cuales radica
en los bancos centrales; pero también está la de los fondos de inversión de
todas clases que, en EE.UU., llegan a cifras astronómicas. Por lo cual no es
de extrañar que esos grandes operadores intenten mantener posiciones, y no
se lancen a una alocada carrera de ventas masivas, porque entre otras cosas
la valoración de sus activos caería dramáticamente; e incluso llegarían a no
tener compradores, originándose entonces el pánico entre los propios partí­
cipes.
Tampoco cabe duda de que el ciclo bursátil está sincronizándose, en fun­
ción de las pautas que marca el principal de sus mercados, el de Nueva
York; sobre el cual tienen gran incidencia los problemas japoneses, que de
esa forma globalizan sus efectos. Se crea así una interconexión de relacio­
nes en la que, volis nolis, también estamos la orilla asiática del Pacífico, la
UE, y el área iberoamericana.
En cualquier caso, es necesario un seguimiento continuo del ciclo, lo
que seguro ya está haciéndose por los sistemas de alerta creados — según
hemos ido viendo— por el Grupo de los Siete, el Fondo Monetario Interna­
cional, y la propia UNCTAD. Como también es seguro que esos y otros or­
ganismos deben jugar su papel, para reconducir el proceso; de manera que
sin pretender acabar con los ciclos — que por ahora parecen inevitables en
contra de lo que dicen los New Agers, según se verá en el capítulo 20— ,
pueda alumbrarse un mecanismo de moderación de las fluctuaciones, que
haga posible que inversores y operadores contribuyan a la recuperación.
Como hemos venido indicando, en agosto de 1998, la ya aludida deva­
luación súbita del rublo, más la suspensión del pago de la deuda rusa, pro­
vocó un verdadero colapso de las bolsas europeas y de EE.UU. Se creó así
la sensación de que a partir de la crisis del sudeste asiático contagiada des­
pués a Japón y China, recibiría un nuevo impulso con el nuevo y sorpren­
dente episodio moscovita; de modo que el virus se extendería a los países
iberoamericanos con mayores problemas de déficit público e inflación. A la
postre, anunciaron los más pesimistas, la economía mundial entraría en
fase de recesión, que al agudizarse por falta de soluciones, generaría un es-
cenario depresivo equiparable al de la década de 1930.
Afortunadamente, frente a los agoreros que no desaprovechan ocasión
para pintar el futuro con los más negros colores, y sin dejar por ello de re­
conocer la gravedad que tuvieron los sucesos arriba sintetizados, lo cierto
es que la cooperación entre países y organismos, y la consiguiente coordi­
nación de políticas, favoreció una evolución del panorama a tintes menos
dramáticos; como ya en octubre del 98 reflejaron los mercados financieros
y fundamentalmente la Bolsa.
La reunión de urgencia del Grupo de los Siete de finales de septiembre,
aunque se comentó que no había servido para nada, sin embargo fue el ver­
dadero punto de arranque de reflexiones bastante operativas: el Sistema de
Reserva Federal de EE.UU., considerando que no es sólo el instituto emisor
del dólar USA, sino que además tiene vastas responsabilidades mundiales
— puesto que gobierna la única moneda común de facto hasta que se im­
plante el euro— , bajó los tipos de interés; y otro tanto hicieron los Bancos
Centrales europeos. De ese modo se frenaron los premonitorios síntomas
de enfriamiento de la economía mundial, aliviándose al tiempo la presión
sobre las monedas más flaqueantes.
El siguiente paso fue la Asamblea Anual del Fondo Monetario Interna­
cional (FMI) y del Banco Mundial, celebrada en Washington D.C. a últi­
mos de septiembre del 98, con toda una serie de derivaciones en los prime­
ros días de octubre. El mensaje de Michel Camdessus, Director Gerente del
FMI, fue bien claro: los recursos de la institución estaban prácticamente ex­
haustos, y para prevenir una crisis de liquidez en los países con dificultades
más serias, era necesario que los socios del Fondo hicieran honor a sus
compromisos de ampliación de cuota y de nueva emisión de Derechos Es­
peciales de Giro (DEGs). Ambos exhortos tuvieron efecto, y a mediados de
octubre, EE.UU. se comprometió al desembolso inmediato de 18.000 mi­
llones de dólares. Y otro tanto hicieron algunos países más, entre ellos Es­
paña, que por medio de un Real Decreto Ley puso a disposición del FMI
2.670 millones de dólares con carácter inmediato; con la previsión de un
aporte adicional, bajo la coordinación del Fondo, por un monto de 3.000
millones de dólares; que en su mayor parte serán destinados a suministrar
liquidez a los países iberoamericanos.
Además de bajar los tipos de interés los bancos centrales, y de realimen­
tarse al FMI para proporcionar liquidez, a la mejora de la situación general
contribuyeron otros factores que rápidamente reseñamos: el compromiso de
las autoridades japonesas de hacer la reordenación bancaria tantas veces so­
licitada, a fin de sanear una situación de créditos dudosos insostenible; la
firmeza de China continental y Hong Kong en no devaluar, que evitó nue­
vas depreciaciones monetarias en toda la orilla asiática del Pacífico; y las
reformas en Iberoamérica, empezando por Brasil, donde el reelegido Presi­
dente Cardoso introdujo un severo plan de austeridad concertado con el
FMI.
En fin de cuentas, las mallas de seguridad ya comentadas funcionaron
razonablemente. Sin embargo, que nadie eche las campanas al vuelo, por­
que el enfriamiento económico se extendió por todo el mundo con conse­
cuencias difíciles de prever en el medio plazo.

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