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La historia de Carmencita es la historia de las naciones latinoamericanas.

Es relatada por
su cuerpo todos los días, como si en cada momento sus movimientos condensaran las diferencias
sociales, los golpes de estado, las matanzas y los desaparecidos, la tala del amazonas y los
asesinatos de activistas, el mal importado sueño de progreso y ese llanto melancólico por la
comunidad perdida. En el temblor de sus tobillos viven los pisoteados y sus migrañas esconden a
esa élite que siempre está a un líder comunista de tomar sus cosas y mandarse a cambiar, de
regreso a la tumba que es ese continente que extrañan y que antes que “viejo” debiese llamarse
“muerto”. En Carmencita vive, creemos, la expresión de todas esas miles de disputas que se han
alojado en aquellas tierras y con su existencia persiste la memoria olvidadiza de cuánto crimen se
ha cometido por allí.

Es que de forma similar al continente americano, Carmencita tampoco se dio cuenta


cuándo fue que envejeció, cuándo fue que tantas células habían pasado ya por su organismo, que
las nuevas que llegaban lo hacían agotadas y que por lo tanto, en una infinidad de locaciones su
cuerpo ya no se renovaba como cuando joven, y que tanto su piel como sus pensamientos se veían
rugosos frente al espejo y frente a los demás, que hacía mucho que no le acariciaban la piel, ni
escuchaban lo que tenía para decir, si es que alguna vez lo hicieron.

Son numerosas las maneras en que, sin que nadie más que nosotros lo note, ella a sus 6
décadas se iba pareciendo a los 6 siglos del mestizaje, la inmigración y la colonización de aquel
continente que ha sabido envejecer bajo la fúnebre sombra heredada de esa suerte de progenitor
bastardo, que es “el muerto continente”. Pero hoy no queremos hablar de Historia, eso
preferimos dejarlo a otros con menos interés por los vivos. Hoy, nuestro deseo está puesto en
Carmencita y aunque sepamos que mirarla a ella nos enseña también sobre otros asuntos,
tenemos muy claro que aquello sólo implica una ganancia secundaria respecto del espectáculo
que es verla diariamente circulando por el departamento.


Vive, desde que se casó hace unos 40 años, en el número 54 de un edificio que en sus
comienzos pareció prometedor, pero que el tiempo también ha vuelto viejo en aspecto y espíritu.
Los pasillos del 5to piso, por ejemplo, llevan la pintura de las paredes descascarada, el piso
cubierto con baldosas agrietadas, si es que no derechamente rotas y los números en las puertas
están, en el mejor de los casos, oxidados. Así mismo, al interior del departamento el panorama no
difiere demasiado de lo que hay fuera de él, y a pesar de que está siempre exhaustivamente
aseado, el tapiz de los muebles, las pantallas de las lámparas, la edad de los electrodomésticos y
las fotografías que cuelgan de las paredes, son todos signos del paso del tiempo y el semblante
propio de los lugares que le cantan a la retirada de una época de mayor júbilo que el presente. De
todas formas, siendo el departamento modestamente más grande que del tipo “caja de fósforos”,
ha logrado brindar por un tiempo gallardo el espacio suficiente para que cada día, Carmencita,
como añosa bolita de pinball, rebote dentro de él de esquina a esquina.

En ese pequeño callejón sin salida en el que habita, las jornadas amanecen temprano,
mucho antes de lo que podríamos considerar necesario para sus quehaceres, y finalizan tarde,
mucho después de lo que quisiera su cerebro exhausto. Sería justo decir que en el 54 todo se
mueve a destiempo y que nunca parecen coincidir cansancio con descanso, apuro con velocidad,
lentitud con paciencia, alegría con compañía, ni tristeza con soledad. Muy por el contrario, su
tristeza es cada día más pública y materia de conversación obligada entre sus cercanos, mientras
que en privado sentirla le es siempre esquivo; en sus apuros la agilidad se le vuelve cada vez más
errática; y en las noches, de forma mucho más usual de lo que ella desearía, la vigilia tarda
demasiado en dejarse derrotar por el cansancio.

El día de hoy, y como todos los días, el sujeto-nación Carmencita despertó antes de las 7
de la mañana, sintiéndose muy cansada y con esa familiar e ineludible sensación de nerviosismo
que siempre lleva por imagen la fisionomía de Miguel, su hijo menor. Sería un equívoco describir la
relación entre ellos como mala, pero así también sería definirla como buena. Habría que comenzar
por describirla como distante, aunque, en realidad, más que distancia se trata de evitación. Miguel
ha sabido desarrollar los movimientos más asombrosamente escurridizos vistos por la evolución
de las especies, pues, sabe deslizarse con insuperable agilidad por el departamento,
convirtiéndose en presa imposible para su madre, pues, para ella, la transición entre habitaciones
implica siempre procesos reposados, abarcativos y exhaustivos. De este modo, la desventaja
evolutiva en la que se encuentra Carmencita, hace que de Miguel sólo pueda capturar a su silueta
entrando y saliendo de la puerta del dormitorio, del baño, de la cocina y finalmente de la calle.

Hoy, y a pesar de haberse despertado hace un buen rato, Carmencita lograba sacarse de
encima la pesada y abundante ropa de cama recién a eso de las 7:45. Gran parte de su dificultad
para levantarse de la cama se debió a ese poco hospitalario microclima de ventanas empañadas
que provoca la relación prolongada entre el calorcito de su cuerpo y el imponente frío del aire.
Una vez en pie, se viste con esa vieja bata con la que hace años que deambula, como mínimo,
hasta antes de almorzar. Con pocas actividades que la soliciten, Carmencita nutre sus horas
mañaneras armada de su plumero y acorazada con el típico delantal de combate, para entregarse
a sacudir, lenta, encorvada e implacable, cada superficie y rincón del departamento.

A las 8:30 desayuna como por inercia, casi por compromiso. Hace bastante que el paso por
el psiquiatra la dejó con medicamentos cuyo mayor logro ha sido el ordenamiento de los días con
sus horarios de ingesta, pero cuya peor desgracia es haber causado el extravío del apetito y
convertir el comer en un acto anhedónico, y, que entonces, poco importe la marca o el sabor de la
mermelada, la ausencia o presencia de mantequilla, si es que el pan está fresco o el alto valor de la
palta que solía amar, pero que ahora no resiente en prescindir. Esta mañana, por ejemplo,
desayuna la mitad de una marraqueta en vías de añejamiento, adornada con un trozo de jamón
que no alcanzó a cubrir todo el pan y que no tuvo problema en rellenar con un poco de
mermelada.

A las 9:15 termina de desayunar y, plumero en mano, da inicio al recorrido sagrado con el
que desempolva por primera vez en el día el departamento. Avanza sacudiendo cada superficie
con la minuciosidad de un agente de la Gestapo, entregándose al muy particular placer de
descubrir las clandestinidades que se avoca a perseguir y erradicar. Nada más vigorizante para ella
que esta frenética cacería, pues todo lo demás la sitúa en un territorio alienado y una
temporalidad desajustada, como si sus capacidades fueran extemporáneas a las requeridas para
desenvolverse con éxito en este mundo. Lamentablemente, los pocos metros cuadrados en los
que vive hacen que, a pesar de su lentitud y torpeza motriz, en 45 minutos haya terminado con
todas las superficies del departamento, exceptuando la pieza de su hijo, aquel territorio inhóspito
y prohibido para ella. En aquel momento, el pronóstico matutino anuncia que, una vez derrotado
el polvo, Carmencita ha vuelto a quedarse consigo misma.

Lentamente, como si el tiempo transcurriera marcha arriba, logra llegar a las 10:30,
momento en el que se decide a ir a la cocina por una taza de té, así como para desviar la angustia
con una actividad manual y trocar con el sabor de la hierba la náusea matutina. Enfría el té a una
velocidad de 40 revoluciones por minuto, compás que afirma su mente a la tierra conocida de sus
preocupaciones. Una vez enfriado el té, volver a calentar lo que queda en la taza le dará a la
mañana una extensión a la cuerda floja por la que se viene balanceando desde que terminó de
sacudir el departamento. De pronto y cuando más desesperaba, escucha el estruendoso rugir del
calefón que le anuncia que Miguel finalmente ha despertado e ido directo a la ducha. Con la
expectativa en alza, se levanta del letargo en un movimiento casi ágil y, sin duda, peligroso si
consideramos la densidad de sus huesos y su escasa musculatura. Entonces, se dirige con apuro a
revisar si la puerta de aquella prohibida habitación ha perdido brevemente su hermetismo, como
sólo puede ocurrir durante las duchas de Miguel, único lapso en el que ella puede darle un
empujoncito y repasar con la vista el hábitat de sombras y desorden en el que habita aquel
enigmático animal que vive a oscuras en los horarios en que el mundo está iluminado ¡Qué no
daría ella por ingresar ahí con su plumero, abrir las cortinas de par en par, para que los rayos de
sol iluminen todo el polvo en suspensión y entregarse al placer de exterminarlo!

Para el momento en que Miguel salga de la ducha, Carmencita debe haberse inventado ya
una actividad que disimule la excitación que invade el preámbulo del saludo con su hijo. El
nerviosismo y el apuro, hacen que se afirme de su mejor y más fiel arma, por lo que una vez más,
plumero en mano, se dispone a actuar que sacude lo que acababa de limpiar como para que él la
vea haciendo algo. Cuando se encuentre con Miguel, éste hará un gesto que la ridiculice o bien,
derechamente, la increpará por estar limpiando lo limpio:

“Pero mami, ya está limpiando otra vez ¿por qué no hace otra cosa? ¡Parece una loca sacudiendo
todo el día y de paso me vuelve loco a mí!”

Por suerte, esta mañana cuando la vio pasándole el plumero a la cómoda del living, Miguel sólo
hizo un ruido con sus labios y movió la cabeza en desaprobación. Así, será mucho más fácil para
ella cuando él se haya ido, porque en caso de tener que entrar en un intercambio verbal con él,
sabemos que todo el resto del día, el sujeto-nación Carmencita hará del pecho una náusea y el
departamento-continente 54 se verá bañado de lluvias en cada rincón, aumentará la escala Richter
de los tobillos, suspirarán vientos huracanados en los umbrales de las puertas, y una masa errante
migrará con mayor violencia entre las habitaciones. Por suerte, nos decimos nosotros, hoy el
rechazo sólo tomó la forma olvidable de esos gestos que, si bien duelen a la larga, en el corto plazo
se pueden hacer desaparecer con el movimiento del plumero.

Como era anticipable, Miguel logró eludir todas las transiciones y atravesó todos los
umbrales con felina agilidad. En un movimiento entró a la cocina, en el siguiente asaltó el
refrigerador y antes de cerrar la puerta del mismo se había confeccionado un sanguche para llevar.
Con tanta prisa, no hubo tiempo para mucho diálogo, por lo que las preguntas de Carmencita
viajaron por el departamento y fueron contestadas desde la lejanía:
- ¡¿Miguel, vas a salir?! – grita Carmencita

- Voy a ir donde un amigo que vive por aquí cerca – responde Miguel con otro grito desde su pieza

- ¡¿Pero, cómo?! Si no se puede salir ¡estamos en cuarentena! – le recuerda su madre

- ¡No pasa nada mami! Todo el mundo lo hace. Vuelvo en la noche – finaliza Miguel dando un
portazo


Con la huida de su hijo, Carmencita vuelve a quedarse con ella misma. Es a penas el medio
día y le quedan tantas horas por delante, que vuelve a armarse del plumero para darle inicio a la
segunda barrida de la Gestapo. Es tan cercana a la anterior, que esta vez la policía no encuentra a
nadie y se ve obligada a acuartelarse. Entonces, enciende la televisión para palear la náusea
alimentándose con las tragedias ajenas que le ofrecen los matinales: historias de ancianos
abandonados, saqueos, alunizajes, jóvenes cuyas vidas se carcomen por la droga, gente a la que le
embargarán la casa, niños con enfermedades terminales, ancianos víctimas de estafas telefónicas,
accidentes fatales de tránsito, incendios forestales, sequías, alza de los combustibles y posible
escasez de alimentos. Se podría argumentar, sin caer en la calumnia, que desde hace un buen
tiempo que la tragedia televisada es un componente central de su dieta y que, para ser justos con
Carmencita, no es simplemente que la náusea le sea de su propiedad o que provenga sólo del
mundo doméstico. Y tampoco es que se llene la imaginación con mentiras y que lo mejor para ella
sería simplemente cambiar de dieta y “pensar positivo”, como le suelen recomendar sus cercanos,
pues todo este pesar, toda esta tragedia, son la única porción en la que ella está en sintonía con
esta época, en la que las 6 décadas están a tono con los 6 siglos, y son los otros, por una vez, los
que van a destiempo frente a los acontecimientos, incapaces de la sensibilidad necesaria para
percibir el polvo que deja el derrumbe de todo este orden en colapso.

Con su mirada prendada a la pantalla del televisor, el tiempo se le vuelve digerible y lo


suficientemente espeso para taponear la angustia en su garganta. Y así se queda hasta el sonido
de su celular. Le escribe la Sra. Luisa, su querida y antigua amiga del N°32, y con quien se han
acompañado a través de las catástrofes más icónicas de sus vidas: la viudez de ambas, el
terremoto de madrugada del 2010, el robo al N°27 que les obligó a abarrotar las ventanas, la
emancipación de Laura el 2013, el hallazgo del cuerpo muerto de tres días de la Sra. Augusta el
año 94’ y, la peor de todas, el lento encadenamiento de las horas que se han vuelto décadas. Sin ir
más lejos, Luisa es la persona encargada de notificarles a Laura y Miguel cuando pase lo peor, y la
única en conocimiento de las instrucciones de qué hacer con sus cosas cuando esto ocurra. En este
día en particular, la Sra. Luisa contactaba a Carmencita con la sincera beatitud de una bendición
sentida. Le compartía a su amiga una cadena de whatsapp en formato video, portadora de un
mensaje esperanzador y positivo, como creado por un angelito en algún lugar del mundo.
Carmencita, sin entusiasmo ni desgano, digita sobre las letras azules del link que le presentan una
secuencia de imágenes suplementadas con esa música manipuladora, transparente y sin copyright,
que acompaña a todos los buenos deseos propagados por la mensajería celular, ya sea que traten
de bricolaje, consejos de cocina, lifehacks, rutinas de ejercicio o cómo hacer negocios desde la
casa y también, como en este caso, los que se avocan en formato ppt al crecimiento espiritual. El
que recibía hoy decía así:

La buena salud mental y corporal está al alcance de todos

Tan sólo basta con transformar nuestros hábitos

Manteniendo pensamientos positivos y concentrándonos en nuestra respiración

Construimos nuestro camino a la autosanación

Con una actitud positiva podemos modificar hasta nuestro ADN

Es muy importante alejar de nuestras mentes las preocupaciones y el miedo

Porque cuanto más tiempo vivimos estresados, más nos enfermamos

Y cuanto antes nos inundamos de amor, antes nos sanamos a nosotros mismos

El mundo enferma porque todos buscan alguien más que los cure

Somos nosotros los que debemos hacerlo

¡Tú eres tu propio sanador!

El camino del amor y la sanación comienzan contigo

Únete a Nación SANA y se parte de la gran SaNación

www.sanación.org

Cuando el video terminó, Carmencita le agradeció en el alma a su amiga y empató los


buenos deseos igualando el contador de emoticones. Puso el celular a un lado y se quedó un rato
modificando su ADN con la respiración. No es que lo visto le resultara nuevo, ya varias veces le
habían deseado bendiciones similares, es sólo que a diario olvidaba autosanarse. De hecho, luego
de unos 3 minutos de pensamientos positivos, el programa que estaba viendo volvió de
comerciales y su ADN recuperó la forma usual. Lo que sí tuvo la potencia de romper su inercia y
despegarla definitivamente de la televisión, fue el siguiente mensaje que recibió. Era de Laura.
Hace 10 días que no sabía de ella, dato que no se olvida cuando la aplicación de mensajes registra
las horas y los días de las interacciones:


Esta vez, cuando puso el celular a un lado se le apretó el pecho y soltó un suspiro. Las 5 de
la tarde parecieron tan lejanas que no encontró más remedio que el conocido, por lo que se hizo
de su arma predilecta y convocó a una nueva inspección. La elevada ansiedad suscitada por la
eminente visita de Laura, hizo que esta vez y como nunca, la Gestapo fuera en serio. La guarida
entre el horno y el mueble de cocina sufrió una redada pocas veces vista. Igual suerte corrieron el
piso bajo el refrigerador y los cielos de las repisas del living. Esa tarde, no hubo mueble ni altura,
esquina ni recoveco, que no fuera alcanzado por el blando brazo de la limpieza. Sin embargo, la
mayor masacre ocurrió al final. Tuvo lugar bajo el pesado sillón del living, el que no había sido
sacudido ni levantado en más de una década. Carmencita, tomó aire profundo, plantó sus tobillos
temblorosos con la mayor templanza que podía, flectó su medianía y con sus brazos estirados,
logró agarrar con esos dedos artrosados el borde del vacío entre el mueble y el suelo. Presionó
fuerte sus piernas contra el piso e hizo palanca con torso y brazos hacia arriba. Un ruido gutural
escapó desde sus pulmones por su boca. Su espalda se resintió y también lo hicieron los dedos…
pero el sillón cedió y pudo abrir el espacio suficiente para sacudir allí después de tanto tiempo
¡que victoria olímpica! La magnitud del tesoro que se descubría ante ella se expresaba por la
transformación de su mirada. En un segundo, sus ojos perdían todo gobierno y se expandían fuera
de sus marcos, hipnotizados y frenéticamente atraídos por el néctar más elusivo y exquisito. El
suelo bajo el sillón marcaba con impecable precisión diferencias tajantes en la coloración, una
frontera entre dos mundos: uno sin polvo y otro donde éste había prosperado a sus anchas.

Las condiciones naturales exigidas por la operación que tenía frente a ella volvían
obsoletas las posibilidades de maniobra que le brindaba su amado plumero y la obligaron a
hacerse de armamento más sofisticado. Se dirigió a la armería tras la cocina, esa pequeñísima y
oscura habitación que olía a la combinación química de diversos detergentes en polvo y que
alojaba todo tipo productos de limpieza. Allí, en el fondo de la habitación y en una caja de cartón
cuyo diseño de fachada hacía tiempo que había perdido su tonalidad original, dormía la antigua
aspiradora que Carmencita recibiera como regalo de matrimonio. Eran extrañas las ocasiones en
las que se decidía a hacer alianza con un ser tan amenazante, híbrido entre arma de exterminio y
criatura lovecraftiana: con una turbina como cuerpo, el cuello como una serpiente de acordeón y
que terminaba en esa cabeza de tiburón martillo, con un agujero negro por boca que succionaba
sin discriminar lo que tuviera en frente. Con todo, la peor parte para Carmencita era el rugir de
aquella bestia, capaz de dejar el interior de su cráneo retumbando por horas, incluso hasta el día
siguiente.

Pero ni el miedo ni el sufrimiento que en ella causaban las tácticas de la aspiradora,


pudieron impedir que se maravillara con la succión definitiva que la cabeza de tiburón martillo
imprimía sobre el espacio rectangular habitado por el polvo. La simetría en la interacción de
ambos rectángulos generaba un espectáculo geométrico, en el que una fuerza devastadora y
homogeneizante avanzaba arrasando al color grisáceo del polvo y dejando tras de sí lo que,
acríticamente, se podría considerar el color natural del piso. Lo más apasionante, sin embargo,
probablemente fuera ese placer primitivo y visceral que le provocaba la desaparición instantánea
de una infinidad de partículas que aceleraban a velocidades subatómicas desde el reposo
milenario y hacia la nada. Aunque no era sólo polvo lo que arrasaba el tubo succionador, también
se llevaba para sí finísimas telas de araña, cadáveres de insectos, pelusas antiquísimas y más de
algún objeto que, por la rapidez con la que fue succionado, nunca sabremos si eran basura o de
valía. Pero, nada de eso importaba en ese momento, Carmencita era gobernada por una voluntad
sedienta y externa que la hacía capaz de movimientos propios de una agilidad pretérita.


A las 5 con quince llegó Laura. Tocó un par de veces la puerta sin obtener respuesta.
Preocupada, buscó entre su cartera la copia que mantenía de las llaves del continente. Al ingresar
vio a su madre tirada en el piso y debió haber pensado que ese momento que tantas veces había
anticipado estaba finalmente aquí, porque pegó un grito fuertísimo y corrió a auxiliarla. La tomó
en su regazo con un candor inusual y alienígena para ambas, pero breve, porque a medida que
Carmencita fue volviendo en sí, Laura tuvo tiempo de calcular la escena. Vio a su madre vestida
con el delantal de la Gestapo, vio la aspiradora suelta en las cercanías, el sillón corrido y
comprendió.

Había ocurrido que, exhausta al terminar de sacudir, Carmencita todavía tenía que
levantar el sillón una vez más para volverlo a su sitio, por lo que con mucho menos ímpetu que al
comienzo, repitió la contorsión. En el primer intento obtuvo un fallo, también lo hizo en el
segundo. Se preparó para el tercero y cuando comenzó la palanca, su nuca se votó a huelga y cayó
inconsciente de espalda al piso. Laura, al comprender la secuencia de eventos que llevaron a que
encontrara a su mamá tirada en el suelo, Laura rápidamente transformó el pavor en enojo,
haciendo que sus palabras tomaran el conocido tinte del sermón

- ¿!Qué hacías abajo del sillón mamá!? ¿No ves que te puedes lastimar? Imagínate yo no
hubiera venido hoy… Dios no lo quiera, que un día te pase algo y no haya nadie cerca –
golpeaba certera la hija -

Es impresionante la puntería de los seres queridos. Laura había asestado en el medio del
miedo ¿cómo no recordar con sus palabras al hallazgo del cuerpo inerte de la Sra. Augusta? Los
ojos de Carmencita buscaron un punto alejado de la cara de su hija y se llenaron de lágrimas.
Laura, por su parte, en el recuerdo de tantas horas en el diván hablando sobre su madre y
consciente ya de que, sin proponérselo, siempre que estaban juntas llegaba con tanta facilidad la
aspereza, se propuso recobrar algo de la sensibilidad anterior.

- No esté triste, mamá. Si parece que la reto es porque me preocupo. Quisiera verla feliz, alegre,
activa… - recula culposa-
- Yo sé, hija – la interrumpe Carmencita como queriendo recobrar aire -
- Si usted tiene todo de lo más importante en la vida. Gente que la quiere, una salud que,
dentro de todo, está bien, tiene a sus amigas del edificio, yo la he podido colaborar
económicamente y lo voy a seguir haciendo… - finaliza Laura estirando la oración -
- Si sé hija, si estoy muy agradecida de usted – le reafirma Carmencita - Soy yo la tonta que
quería tener el departamento limpio para cuando llegara.

Al tiempo que se sacuden sus ropas, Laura asiste a su madre y comienzan a ponerse de pie para
caminar hacia la cocina y así continuar con el plan inicial de tomar once juntas. Se sientan una
frente a la otra en la mesita que da a esa ventana de tantas mañanas y tardes. Laura se ve
frustrada, como si de entrada nada hubiera sido como planificaba, y otra vez el contacto con su
madre sólo conocía el camino del roce y se volvía doloroso.

- Cuénteme mamita, ¿está yendo a la psicóloga? - pregunta Laura buscando nuevos ángulos
desde los que conversar con su madre -
- Sí mijita… nos vemos por el zoom
- ¿Y qué le ha dicho ella?
- No mucho, no es muy dada a hablar la niña
- Tiene que sacarle el jugo, si pa eso es la terapia – agrega sin poder evitar el tono
condescendiente -
- Eso hago hija, pero como que no me avengo – dice con un vibrato que la traiciona y le obliga,
una vez más, a refugiar la mirada -
- Ya po mamita, tire pa’rriba. ¿Sabe qué?, hay que estar agradecidas – le dice su hija, intentado
reconfortarla -
- Si yo estoy agradecida - le reitera, interrumpiendo un discurso motivacional que había
escuchado mil veces -
- Mire usted, si no será este el mejor momento en la historia para estar una deprimida.
Imagínese las personas hace 100 años no más y con depresión… ¿Usted cree que habría tenido
una psicóloga que la ayude? ¿o un psiquiatra? ¿medicamentos? La Weli no tuvo nada de eso
- Tiene razón mija – le responde Carmencita, sin que su tono sustentara lo dicho -
- Figúrese que hoy en día hay cuánto tratamiento. Antes la gente se moría sin haberse
enterado, si quiera, que tenían depresión. En cambio, hoy día, el que no mejora es porque no
tiene ganas – decreta Laura en inconciencia de lo capacitista que eran sus palabras, pero
notando que eran resentidas por su madre, y continúa –
- Yo misma me meto a taller que pillo para aprender. Una tiene que moverse. Ahora, por
ejemplo, estoy aprendiendo técnicas de respiración sanadora. El año pasado hice reiki… –
inconcluye Laura, como para darle a su enumeración una infinitud que no poseía -
- Que interesante hija – complementa su madre como quien habla, pero no dice -
- Sí po mamita, también existen las flores de batch, la limpieza áurica… Me encantaría que
usted se inscribiera en algunos de estos cursos que dictan en su municipalidad – dice la hija
echando afuera, por fin, lo que traía entre manos -
- Yo no sé Laurita, no soy tan dada a esas cosas. Yo aquí tengo mis ocupaciones. Prefiero
quedarme aquí con lo mío – se defiende Carmencita ya contra las cuerdas -
- ¡Pero tiene que salir mamá! Hacer cursos, aprender cosas, hacer yoga, conocer gente… tiene
toda la vida por delante, todavía. Vamos a ir juntas a uno ¿le parece?
- Si la oigo Laurita… pero no sé, no me avengo no más – responde su madre desde la lona, lista
para que el plan de su hija logre el K.O. –
- Y, entonces mamá ¿qué propone que hagamos? – pero Carmencita ya no encuentra palabras
para responder y pega su vista en la ventana
- ¿Me acompaña entonces un día de estos a un curso de sanación? – remata Laura -

Acorralada y sin argumentos que contraponer a su hija, Carmencita se vio en la obligación de


aceptar la invitación. Es difícil para las viudas escapar de los tentáculos pegajosos del
individualismo místico-espiritual. Son muchas las instancias que hacen de ese tipo de soledad, el
terreno propicio para construir una piscina con el dolor propio y nadarse una hasta el fin de los
días.

Cuando se marchó, Laura se veía ligera, como si se hubiera desembarazado de un pesar. Al


otro lado de la puerta, en cambio, el cuerpo de Carmencita parecía derrotado. Sus tobillos
temblaban más activos que nunca y contagiaban a sus manos. Su cabeza empujaba en descenso y
aplastaba la verticalidad del cuello, provocando un efecto de placas tectónicas que levantaban un
monte en su espalda. Además, con todo el remesón vivido se hacía anunciar una migraña de esas
capaces de tumbar a un héroe, que la obligaría a ausentarse hasta un momento más propicio, por
lo que se recostó. Dado lo agitado de su ánimo y lo agotado de su temple cayó dormida,
milagrosamente, hasta el día siguiente bien entrada la mañana. Había olvidado cerrar los
ventanales, por lo que al despertar vio que, producto del progreso inmobiliario que trae consigo
esas enormes torres de “cajas de fósforo”, al departamento-continente 54 habían migrado una
infinidad de partículas de polvo. Felizmente enfadada, no pudo evitar pensar que al mínimo
descuido puede “una ser invadida por la suciedad”. Ante semejante urgencia, limpió la
desocupada agenda de la tarde, se acorazó con el delantal de la Gestapo, y plumero en mano, se
entregó a la vigorizante labor de expulsar cada partícula extranjera de sus tierras.

Fue una gesta que debió ser incluida en los anales de la historia, al lado de esas glorias
nacionales llenas de la épica fundadora que estas tierras tanto le envidian al continente muerto,
cuando de acumular mártires y estatuas se trata. Si supieran ellos, y de paso también Carmencita,
que lo que ella hace es todavía más heroico, todavía más enorme y épico que lo que hizo cualquier
prócer latinoamericano. Porque mientras ellos pelearon contra un rey allá lejos, Carmencita, tú te
enfrentas al polvo, y el polvo no es como los realistas que, una vez dada la orden del rey se
retirarán de América abandonando la trinchera. El polvo no se va, no se ha ido, ni se irá nunca.
Llegó antes que nosotros y seguirá cayendo cuando ya no estemos, porque tiene todo el tiempo
del mundo para hacer lo que hace, y que tú, con el plumero y el delantal, te enfrentes a él y lo
derrotes todas las mañanas y todas las tardes, y también entremedio del día, es una proeza que no
se veía desde hace miles de años, desde esa época en la que los mortales todavía luchaban contra
la eternidad.

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