Está en la página 1de 7

El sol recién se asoma en la carretera mientras el Bus interregional ha venido viajando toda

la noche repleto de pasajeros. La densidad de población se hace sentir en el aire que ha perdido su
habitual ligereza. Hay que decir, en todo caso, que el olor a conjunto parece molestar a nadie, pues
aparte del usual zumbido de fricción y movimiento propio de las cabinas de bus y uno que otro
ronquido, la nave va con los viajantes dormidos. Probablemente, vayan atontados por la
combinación somnífera del aire encerrado, el zumbido de la cabina y el relajante vibrar de los
Buses interregionales.
Vemos la hora en su celular. Son las 6:34 de la mañana, es decir, ha despertado un par de
horas antes de lo planeado. Su cuerpo reciente el sueño sentado y su aliento es prueba de que
efectivamente ha dormido. Además, ¿qué otra cosa puede hacer en ese lugar más que seguir
durmiendo? Contra su itinerario, haber despertado fue obra de un infame rayo de sol que desde
varios asientos más adelante encontró el ángulo preciso de entre las desteñidas cortinas, para
depositarse directamente en sus ojos. De primera, el rayo solar pareció un rival invencible que
hacía de volver a dormir algo lejano. De segunda, decidió echarle algo al estómago para alivianar la
situación, como si quisiera engañar con la digestión tan mal momento. Entonces, emprendió con
sus brazos y manos un viaje hacia la mochila que llevaba entre el asiento de adelante y sus pies. De
ella tomó un recipiente plástico, comúnmente conocido como caramañola, y lo llevó hacia su boca
con toda la impunidad que portan los inocentes y los ignorantes. Luego de un par de sorbos tapó la
botella y la volvió a guardar sin dejar rastro del refrigerio. En ese momento, un chispazo lo iluminó
y le hizo caer en cuenta de que la solución a su problema estuvo siempre ahí, frente a sus narices,
puesto que tan sólo bastaba con transformar su mascarilla en antifaz y problema resuelto: el rayo
solar perdía toda su anterior eficacia.
- ¿Joven? Despierte -le dice con prudencia el auxiliar del bus- Disculpe, debe colocarse bien la
mascarilla –pero el joven era de dormir pesado por lo que no fue lo suficientemente ágil en
distinguir que la voz que le hablaba venía de afuera y no de su sueño-
- ¿Joven? Necesito que se coloque bien la mascarilla –insiste el auxiliar con un poco más de
ahínco, pero aún sin lograr su objetivo.
La vecina de asiento del joven, una señora de años, cuerpo grueso y sueño delgado,
molesta por ser despertada de golpe, golpeó con su codo el hombro de su desconocido compañero
de asiento.
- Oiga, le hablan – pronunció brusca y sin éxito- ¡Despierte! -gritó finalmente y acompañó su
violencia con un portentoso zamarreo.
Desorientado y adormilado, el joven se saca la mascarilla de los ojos y mira a su vecina.
Ésta, escandalizada por caer en cuenta de que el aire que exhalaba el joven no estaba siendo
filtrado por tela alguna, lo increpó:
- ¡Se te ocurre andar sin mascarilla cabro irresponsable! ¡No ves que soy cardíaca! – le escupe
iracunda la señora -.
- Disculpe señora, no podía dormir porque el sol me pegaba en los ojos y se me ocurrió que podía
tapármelos con la mascarilla - le respondió asustado -
Pero las disculpas llegaban un poco demasiado tarde mientras la noticia se propagaba con
rapidez. Una a una y como piezas de dominó, despertaban las personas aledañas y corrían la voz
de que en el bus se había violado el protocolo sanitario. Los pasajeros, movidos por una mezcla de
responsabilidad cívica y alarmismo, se encargaban de informar a los menos atentos, incluso
despertándolos de ser necesario. Les era imperioso hacer de conocimiento público que dentro del
Bus interregional se había infringido el protocolo sanitario y que, por lo tanto, todos estaban en
peligro.
- ¡Mírenlo al perla! No podía dormir, así que nos contagia a todos - le vocifera el pasajero
de adelante que se había hincado sobre su asiento y volteado para unirse, ciudadanamente, al
escarnio-
- ¡Nos vamos a contagiar todos por culpa de este pendejo! – gritó uno un poco más atrás-
- ¡Cómo tan vaca el muy perla! – aulló otro bien lejano y a quien la información recibida
aseguraba que el sujeto en cuestión estaba efectivamente contagiado -
Fue tal la gravedad que cobró el asunto de la mascarilla-antifaz que algunos pasajeros,
coléricos, incluso intentaron manotearlo. Otros, un tanto más cautos, pedían que lo bajaran
inmediatamente del bus, y aunque ninguno de estas dos posturas representaban necesariamente
la opinión de la mayoría, la voz en el Bus interregional se esparcía y decía, en resumidas cuentas,
que un joven, ya bautizado como “El perla”, mediando ninguna consideración para con el resto de
los pasajeros había, egoístamente, resuelto sacarse la mascarilla de su boca para colocarla en sus
ojos y así poder dormir: “El perla”.
“El perla” ya no cabía en su asiento. Mientras alrededor suyo proliferaban insultos hacia su
persona, se iba reduciendo progresivamente a su mínima expresión corporal. Parecía no
comprender la trayectoria, o más bien, el estallido de un asunto que mostró ser mucho más
inflamable de lo que se hubiera imaginado en su peor pesadilla. Entre tanto, su vecina de asiento
acompañada de un puñado de pasajeros preocupados, se descargaba con el auxiliar del Bus
interregional. Éste, probablemente por vestir el uniforme de la compañía de transportes, se erigía
como la autoridad legitimada en el embrollo y, por lo tanto, el responsable de resolver las acciones
a tomar respecto de “El perla”. Su primera resolución fue enviar al infame personaje al baño y
mantenerlo ahí encerrado, cosa de controlar la propagación de la cólera entre los pasajeros y
cuidar al joven de lo que podría tornarse en un posible linchamiento. Desde el baño, “El perla”
escuchaba la discusión y despliegue de alegatos:
- Cabros indolentes oh, incapaces de empatía -propinó una señora deslizando una curiosa
pluralidad en su expresión - Se creen el centro del universo ¿y el resto qué? ¿Qué nos muramos no
más? Que rabia me da “El muy perla” -
- Mínimo que abran una ventana ahora poh, para que no nos sigamos ahogando en el virus.
Además, que está entera hedionda esta wea ¡pasao a pescao acá adentro! -expresó otro,
añadiendo un elemento nuevo al malestar general -
Efectivamente, tal y como lo denunciara el último pasajero, dentro del Bus interregional se
espesaba un hedor producto de 50 individuos encerrados viajando por 9 horas, más un
inesperado, pero notorio, olor a caldo marino. De hecho, es completamente posible que,
inconscientemente, el espesor del aire que respiraban haya ayudado a crear cierta disposición
belicosa entre los pasajeros y pueda ser considerado un antecedente que nos explique, en parte, la
vehemencia que despertó lo que en un principio pareció una ingeniosa solución a un problema
circunstancial por parte de “El perla”.
- Lo que dice la señora es muy cierto – remarca la robusta vecina de asiento – Encima, yo iba
sentada a su lado y mientras dormía escuché tosidos. Capacito venían de él y sin mascarilla,
encima soy cardíaca, población de riesgo me dijeron que era y que tenía que ser cuidadosa… - se le
comienza a quebrar la voz - Figúrese que no me atrevía a viajar, pero quiero ver a mi hija y mis
nietos, porque hace más de un año que no los veo ¿Ahora llego pa allá a morirme y a contagiarlos
sólo porque un indoliente no piensa en los riesgos? Mírenlo “El perla” – alegaba la vecina de
asiento en línea directa con el auxiliar
El sentido testimonio de la gruesa señora sensibilizó al resto de los presentes. Abundaban
expresiones en la línea del “!Que se baje!”, “¡No lo queremos en el bus!”, “!A la carretera “El
perla”!”. Afortunadamente para este último y para quien la continuidad en el bus pendía de un hilo
cada vez más fino, este no era el primer levantamiento popular que el auxiliar vivía en su recorrida
carrera y así lo demostró dando una muestra de experiencia y mesura.
- ¡Calma por favor! No nos apresuremos en lanzar piedras, nadie en esta vida está libre de pecado
– dijo con la elocuencia aprendida de años de asistencia dominical al templo y mientras se relamía
en histrionismo – En el peor de los casos el contagio ya se produjo y tendríamos que irnos todos a
la posta. En el mejor de los casos, el cabro no está enfermo y no habría razón de expulsarlo. Y, en
todos los escenarios ¡El señor nos protege! – finalizó en un movimiento conclusivo de su brazo
derecho.
Sin embargo, no era sólo piedad cristiana lo que conducía la resonante intervención del
auxiliar. No hay que ignorar que, de resolverse por el exilio de “El Perla”, en última instancia la
responsabilidad recaería en sus hombros y no en la turba colérica que clamaba por sangre. De este
modo, su plan consistió en dilatar lo máximo que pudiera el veredicto y acercarse lo más posible al
destino final del Bus interregional.
- Pero tiene que aprender a pensar en el resto. Un poco de empatía no les haría mal a estos
jóvenes ¡Lo que hizo no puede quedar así! - gritó desde atrás una voz masculina que reavivó el
enojo y la pluralidad en la audiencia - ¡Hasta cuando la juventud no se pega la cachá!
- Es cierto, no se puede andar por la vida siendo así. Tienen que aprender a respetar a sus mayores
- argumenta la vecina de viaje. Ella, por ser la más directamente afectada por la virulencia de “El
perla”, contaba ya con el respaldo popular que la legitimaba para hablar en representación de la
muchedumbre -
- Completamente de acuerdo – agrega el auxiliar buscando solidarizar con los descargos y amainar,
de este modo, la cólera pública – Yo hablé con él antes de ingresar al baño y lo noté muy
arrepentido. Deberíamos darle la oportunidad de ofrecer sus disculpas, pues como dice El señor en
Lucas 6:37 : “No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y
seréis perdonados” – predicó grandilocuente -
El auxiliar, que no era ajeno a distinguidos toques de teatralidad y a quien de niño vimos
improvisar prédicas frente al espejo de la pieza de su madre, se iba hallando cada vez más a gusto
en la posición de autoridad e intentaba pastorear ecuménicamente el deseo de sangre hacia los
pastos más elevados de la piedad. Esperaba que “El perla”, a quien ya había visto llorando y
temblando de miedo al momento de guarecerse en el baño, inspirara la suficiente cantidad de
patetismo como para transfigurar el estado emocional de la muchedumbre. Por lo tanto, finalizada
la cita bíblica dio media vuelta confiado y caminó certero hacia el baño para liberar al cordero.
Ni él podría haber anticipado la magnitud del lastimoso estado del joven; lo que salió del
baño era un animal ya sacrificado, de tal bajeza que situó a sus observadores en el terreno de la
altura moral, elevando y deleitando a todos con sus sentimientos más misericordiosos.
- Y… y... y... yo - tartamudeó sollozando a la salida del baño, con la mochila colgando lánguida del
hombro, su caramañola en la mano y los ojos hinchados de llanto – Yo no pensé que taparme los
ojos con la mascarilla les podría hacer daño. Les juro que no tengo el virus ¡ni he tosido tampoco!
Créanme por favor, prometo no volver a sacarme la mascarilla. Me voy metido en el baño si
quieren – finalizó, conmovedoramente, “El perla”-
Intuyendo que tan penosa demostración de sumisión correspondía al momento preciso
para tomar una resolución que permitiera continuar viajando sin más alboroto, el auxiliar propuso
que “El perla” se fuera bajo su custodia en la última fila. Felizmente, la Sra. cardiaca aceptó y con
ello también el resto de la muchedumbre. No sin antes, por su puesto, dedicar algunas frases
condescendientes y en tono de sermón: “que no se vuelva a repetir”, “ya estaba bueno un poco de
respeto”, “la juventud necesita aprender modales”, entre otras. Sin embargo, “El perla” se mostró
más que llano en aceptarlas y continuar el viaje sentado atrás con su salvador.
Y así pasaron 20 minutos en los que las cosas comenzaban a volver a la normalidad, es
decir, a que reinara el zumbido de la cabina por sobre las palabras de los pasajeros. Algunos,
incluso, alcanzaron a retomar el sueño donde lo habían dejado.
- Te salvaste cabrito - le susurra el auxiliar una vez sentados - En un momento la vi negra, pensé
que te ibas caminando lo restante.
- Yo entiendo que es estresante para la gente encerrarse 10 horas en un bus con 50 personas, –
prosigue el auxiliar ante el silencio de un interlocutor todavía pasmado por los eventos - pero
¡todos los viajes lo mismo! Eso sí, hiciste bien en agachar el moño. El otro día me tocó un pasajero
que no creía en las mascarillas y se armó mansa toletole. Tuvo menos suerte que tú sí, a ese lo
bajaron no más –le comentó el auxiliar a “El perla” -
- ¿En serio? –preguntó el joven abriendo grandes sus ojos-
- Sí, ahora son cada vez más comunes este tipo de situaciones. Es que la gente anda saltona y como
que se desahogan al primer desgraciado que les da la excusa. Ni que la mascarilla nos fuera a
proteger si alguien acá adentro estuviera contagiado. Lo único que queda es ir bien con el de arriba
– concluye sabiamente el auxiliar -
- En todo caso – complementó escueto “El perla”, al tiempo que abría la caramañola para beber de
su contenido.
Al abrirla, dejó salir por segunda vez un fuerte olor marino que se propagó con rapidez por
el bus. La primera persona en reaccionar, incluso antes que el auxilar a su lado, fue el pasajero que
antes ya había protestado por el estado del aire y que viajaba en el asiento de adelante. Éste,
volteó olfateando a través de la mascarilla que llevaba puesta, para removerla hacia abajo en el
momento que se hincaba sobre el asiento y sorprendía al joven succionando cual mamadera.
- ¿Qué llevai ahí cabrito? – le pregunta con tono golpeado mientras que cercioraba con la nariz que
la fuente del hedor era el infame joven -
- ¿Yo? – responde tímido “El Perla” -
- Sí, tú cabrito – continuó seco-
- El resto del caldillo que hizo mi mamá ayer… - responde balbuceante “El Perla”
- Pero, ¿vo eri enfermo conchetumadre? ¡Tení el bus pasado a pescao! – Le increpa agresivo el
pasajero -
Los gritos del sujeto devolvieron la atención sobre “El Perla”. Poco a poco se propagó entre
los viajantes olfatear el aire. En todos los casos el diagnóstico era el mismo: un fuerte olor a caleta
de pescadores invadía el ambiente que respiraban. Tal y como el primero, cada pasajero procedió a
olfatear, para luego de las primeras olisqueadas y en el absoluto olvido del virus, remover la
mascarilla bajo el mentón y obtener, así, un reporte más fidedigno de la condición atmosférica
dentro del bus. Incluso la Sra. Cardíaca, quién minutos antes había relatado con tanto candor su
testimonio, atreviose a respirar el aire que se presumía infectado sin la protección de la mascarilla.
Comenzaron, entonces, a aparecer nuevos aires de levantamiento popular en el Bus interregional.
“El perla” lograba, por segunda vez, convocar con su actuar a una multitud anónima y
transformarla en un grupo que, coordinados como un cardumen de peces, se plegaba
conjuntamente tras el deseo común de castigar su egoísmo. Esta vez, fue el pasajero que
descubriera in fraganti la fuente de la fragancia maloliente, quien tomara la vanguardia de la
ofensiva contra el incauto joven, propinándole un sonoro charchazo en el costado superior del
cráneo. Ante el recurso físico, “El perla” achicó su semblante hacia la posición fetal, mientras que a
su lado, el auxiliar, hombre de tamaño considerable, se paró con la mayor agilidad que le era
posible y con la palma abierta golpea, en señal de amedrentamiento, el pecho del furioso pasajero.
Este último, cayó de culo en el vacío entre su asiento y el respaldo del puesto de adelante,
quedando completamente inmovilizado. Con el actual cabecilla neutralizado, el resto de los
pasajeros bajó el tono de la protesta, pues, esta vez, los que estaban más cerca del epicentro
pusieron su atención en destrabar al hombre atrapado, abriendo un hiato en la primera línea de
alegatos.
A sabiendas de que el conflicto que se avecinaba sería, sin dudas, más complicado de
resolver que el alboroto de la mascarilla-antifaz, el auxiliar le indicó a “El Perla” que recogiera
todas sus pertenencias y se pusiera en marcha hacia la parte de adelante del bus. Sin chistar, “El
Perla” inició la procesión por el pasillo escoltado por el auxiliar. A los costados del camino y
durante los larguísimos segundos que les tomó atravesar el bus de rabo a cabo, la multitud
manifestaba acalorada su repudio con pifias y abucheos. No faltaron las carcajadas arrancadas por
los insultos más ingeniosos, que como en una competencia, eran premiados con risotadas y
efusivos aplausos. Sin embargo, el clímax de la algarabía por el eminente exilio del acusado, se
produjo a la altura del asiento 17, cuando procedente de un punto ciego cae sobre el cráneo de “El
Perla” el segundo charchazo del viaje, esta vez proveniente de un niño de unos 8 años
envalentonado por la efervescencia del momento. La precisión y sonoridad del guate, le
merecieron al mocoso fama y reconocimiento instantáneos que lo erigieron como el ganador del
escarnio público, para el orgullo de sus padres y el suyo propio, y haciendo del momento una linda
efeméride familiar.
Al llegar al final de la procesión, el auxiliar le dijo al chofer algo que no alcanzamos a oír,
pero que hizo que éste detuviera el bus sobre la berma. Sin esperanza y entregado a su destino, “El
Perla” bajó la escalera con el auxiliar tras él. Cuando sus pies tocaron el suelo, todos los pasajeros
del Bus, que en su mayoría estaban agolpados en las ventanas, festejaron con aplausos y vítores un
ajusticiamiento que se sentía justiciero. Ante el efusivo repudio, “El Perla” no levantó en ningún
momento su mirada del suelo, entregándole a los pasajeros una última imagen a enmarcar, pues lo
perdieron de vista para siempre al momento en que el auxiliar abría la compuerta del equipaje a
un costado de la carretera.
- Se lo merecía el cabro de miechica – dijo una -
- Es que ya era mucho dijo – replicó otro orgulloso –
- Demasiada falta de empatía el muy “Perla” – finalizó la última -
En cuanto el auxiliar se reintegró sin “El perla”, el chofer reanudó la marcha. Al rato, los
pasajeros volvían a sus asientos disolviendo rápidamente la cohesión que habían vivido en los
tiempos de protesta, atomizándose en lo que encontraran en las pantallas de sus teléfonos
celulares y en el olvido del infame personaje. Éste, por su parte y contrario a lo que pensaron todos
en el bus, no había sido desalojado ni dejado en la carretera. En cambio, ocurrió que mientras los
espectadores lo perdían de vista con la apertura de la compuerta del equipaje, el auxiliar, en una
última muestra de su sapiencia, lo ingresó como contrabando en el pequeño compartimento del
bus destinado al descanso del personal.
Completamente incomunicado y todavía muy nervioso, “El Perla” decidió buscar su pipa y
fumar un poco de la yerba que traía a modo de S.O.S. Sin embargo y para su infortunio, la mezcla
entre el efecto de la droga, el repudio sin precedentes recientemente vivido y el minúsculo espacio
en el que se encontraba, produjeron en él el efecto contrario y en vez de calmarse, vio exacerbado
un sentimiento claustrofóbico que le aceleró violentamente las pulsaciones y lo situó al borde de
un ataque de pánico. Afortunadamente, recordó oportuno que su mamá no sólo le había
empacado para su viaje las sobras del caldillo, sino que también, había tenido el reparo de darle
uno de sus Ravotriles, en caso de que no pudiera conciliar el sueño. A falta de otro líquido, no tuvo
más remedio que pasar la pastilla por su garganta con lo que quedaba en la caramañola,
demostrando una vez más su variada gama de recursos ingeniosos para resolver complicaciones
circunstanciales. Así, logró controlar la ansiedad que amenazaba con desbordarlo, cayó
profundamente dormido y pudo, por fin, descansar.
El sol recién se esconde en la carretera mientras el Bus interregional ha venido viajando
todo el día repleto de pasajeros. Una vez más, la densidad de población se hace sentir en el aire
que ha perdido su habitual ligereza. Hay que decir, en todo caso, que el olor a conjunto parece
molestar a nadie, pues aparte del usual zumbido de fricción y movimiento propio de las cabinas de
bus y uno que otro llanto de bebé, la nave va con los viajantes silentes. Probablemente, vayan
atontados por la combinación somnífera del aire encerrado, el zumbido de la cabina y el relajante
vibrar de los Buses interregionales.
Vemos la hora en su celular. Son las 6:34 de la tarde, es decir, ha despertado muchas horas
después de lo planeado. Su cuerpo resiente el sueño enclaustrado y su aliento es prueba de que
efectivamente ha dormido. Además, ¿qué otra cosa puede hacer en ese lugar más que seguir
durmiendo? Contra su itinerario, haber despertado fue obra de una agresiva necesidad de orinar.
De primera, la micción parecía un rival invencible. De segunda, decidió echarle algo al estómago
para alivianar la situación, como si quisiera engañar con la digestión tan mal momento. Entonces,
emprendió con sus brazos y manos un viaje hacia la mochila que llevaba sobre sus piernas
dormidas. De ella tomó su caramañola y la llevó hacia su boca vaciando el resto del contenido.
Luego tapó la botella. En ese momento, un chispazo lo iluminó y le hizo caer en cuenta de que la
solución a su problema estuvo siempre ahí, cerca de su entrepierna, puesto que tan sólo bastaba
con transformar la caramañola en pelela y problema resuelto: la imperiosa necesidad fisiológica
perdía toda su anterior amenaza.
- ¿Joven? ¡Despierta! - le dice sin ninguna prudencia el auxiliar del bus – No te bajaste en el destino
y ahora estamos de vuelta en Santiago – pero el joven era de dormir pesado por lo que no fue lo
suficientemente ágil en distinguir que la voz que le hablaba venía de afuera y no de su sueño-
- ¡Despierta cabrito! – insiste el auxiliar con un violento zamarreo logrando su objetivo – ¡No te
despertaste y viajaste de vuelta a Santiago!
Asustado, “El Perla” se secaba la baba de su boca, al tiempo que se incorporaba
lentamente a la vigilia. En el terminal, sus parientes habían esperado preocupados hasta que no
vieron más alternativa que dar aviso de su desaparición, por lo que a su regreso y abajo del Bus
interregional lo esperaban la policía y su madre montada en una cólera que ni ella ni él conocían
todavía. Esa noche y de vuelta en su casa, a “El Perla”, le esperaría bastante más que un charchazo.

También podría gustarte