Consideremos el ejemplo de un joven investigador televisivo que trabaja en una serie documental sobre la vida en instituciones integrales: una serie que examinará de qué manera dichas instituciones, en este caso, un monasterio, socializa a sus miembros en un nuevo modo de vida, una nueva regla, un nuevo orden.
Una idea inicial y el hecho de haber logrado convencer de su viabilidad al productor ejecutivo resultaron en un almuerzo con el abad, en un restaurante del Soho. ¿Podría el abad permitir al equipo de producción ingresar al monasterio para seguir a un grupo de novicios mientras se preparan para ser miembros de la comunidad? ¿Concedería a la televisión los derechos de representación?
El abad consideraría la posibilidad. Un programa anterior había sido evaluado como bastante menos que exitoso, pero ésta era una idea interesante y parecía haber entre los dos hombres cierta afinidad, suficiente para sugerir que el investigador visitara el monasterio con el objeto de seguir discutiendo.
Algunas semanas después, el investigador se encuentra en una sala con toda la comunidad monacal. Presenta la idea del programa y se ve sometido a un interrogatorio. Tal vez con inocencia, pero más probablemente con orgullo profesional, destaca lo que espera lograr en el programa y afirma que este retratará con fidelidad el modo de vida de los monjes, sin distorsiones, ni sensacionalismo. El investigador vivirá durante un tiempo en la comunidad. El film será objeto de una cuidadosa y rigurosa investigación. Se dará cabida a las propias voces de los monjes. Estos pueden confiar en que el investigador transmitirá la verdad. Es convincente. Se llega a un acuerdo. El investigador pasa dos semanas con los monjes y sigue su rutina. Habla y come con ellos y asiste a sus servicios.
Termina por respetarlos enormemente, pero no entiende su fe. Elige a dos novicios y analiza con ellos cómo se desenvolverán las cosas. El plan es que la película abarque un período de un año, a fin de seguir el progreso del noviciado.
El investigador vuelve a Londres e informa al director y al productor. Comienza el rodaje, que termina a su debido tiempo. Kilómetros y kilómetros de imágenes. Palabras y sonidos que es preciso armar en un texto coherente. El investigador, pese a haber realizado muchas de las entrevistas ante las cámaras, ya no interviene demasiado en el proceso de producción y aguarda mientras el mundo que él ha observado y el mundo, que, aunque imperfecta e incompletamente, ha llegado a entender, se reconstruye cuadro por cuadro.
Con creciente impotencia, contempla la producción institucional de sentido: la construcción de una narración; la creación de un texto que concuerde con las expectativas del programa, un texto que encaje en el casillero correspondiente del plan y demande una audiencia y un significado. Ve emerger una nueva realidad montada sobre la antigua, apenas reconocible, al menos para él. Pero cada vez mas alejada de lo que él investigador cree que los propios monjes conocerían y entenderían.
El programa se transmite en incluso de repite. Algún tiempo después el investigador encuentra en una ocasión social a uno de los miembros de la comunidad. ¿Qué piensa éste, qué piensan ellos? Tímida y un tanto afligida, la respuesta es suficientemente clara. Decepción. Pesar. Otro fracaso. Una oportunidad perdida. Tal vez haya sido un documental, pero no documentó, no reflejó, ni represento con precisión sus vidas o su institución. El investigador no está del todo sorprendido, ni pasmado, pero se siente desecho por la admisión del fracaso. ¿Es su fracaso? ¿Era inevitable? ¿Podría haber habido otro resultado?
Entretanto, millones de personas habrán visto el programa. Muchos lo habrán visto con placer y muchos otros habrán incorporado parte de su significado a su propia comprensión del mundo.