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Liceo Técnico de Valdivia

Depto. de Lenguaje y Comunicación


1º Medio

ANTOLOGÍA DE CUENTOS

Otro día más sin verte de Isabel Brinck

1/9 (miércoles) " ... chao."¿Chao? Matías no quiso decir chao, ¿o sí? Seguramente iba a decir "nos
vemos" o "estamos hablando". Se debe haber equivocado. Quiero decir, sé que terminamos y que
en el fondo me estaba pateando y todo, pero no por eso tuvo que ser tan tajante. Después de todo,
siempre fuimos amigos y terminar un pololeo no necesariamente significa terminar una amistad,
¿cierto? Y sin embargo lo dijo. Qué extraño. No se tiene que haber dado cuenta. Eso es; estaba
cansado, confundido; creo que entiendo.

2/9 (jueves) "Lo siento, mi amor."El sábado hay fiesta en la casa de la Titi, ahí se lo voy a
mencionar. Quiero que sepa no más. Ya sé lo que me va a contestar, no por nada llevamos casi un
año de pololeo. Me va a mirar con cara de "¿yo dije eso?" y después va a sonreír lentamente y a
hacer un gesto con la cabeza como contestándose a sí mismo diciendo "Ah, sí, de veras", luego va
a poner sus manos en mis codos, como cuando antes le decía que dejara de mirar a las otras
niñas, y me va a decir "Ay, ¿te lo tomaste tan en serio? Perdona, no me di cuenta de que te
molestaba." Y ahí va a quedar todo solucionado. Igual que antes. Bueno, con la excepción de que
antes estábamos pololeando... pero es casi lo mismo.

6/9 (lunes) "¿Pero cómo no va a estar si lo escucho hablando en el fondo?"Esto se está poniendo
más y más raro. El sábado fui a la casa de la Titi con todas las intenciones de escuchar lo que
Matías me diría por lo del miércoles, lo de despedirse así. Y no fue. 0 sea, de partida se despide de
una forma que encuentro nada que ver, luego no va a una fiesta donde sabe que voy a estar -
nunca me había dejado plantada antes-, y para colmo no contesta mi llamada ni da explicaciones
ni disculpas ni nada. No, si está muy raro Matías. Por eso decidí hablar con la Titi. Ella siempre
sabe qué hacer en estos casos. No sé por qué sabe tanto de hombres, pero cada vez que necesito
una respuesta, ella la tiene. Fui a su casa esta tarde para ver si ella podía ayudarme a entender. Y
lo más raro fue que me dijo que Matías no valía la pena. ¿Cómo no va a valer la pena? Pasé casi
un año con él y me dice que ya no vale la pena. Como sigo sin entender, decidí que por primera
vez en mi vida no le voy a hacer caso a la Titi. No hasta que me quede todo claro.

14/9 (martes) "No te metas con mis amigos."Ha pasado una semana desde que llamé a Matías y
sigue sin hablarme. Creo que está enojado. Hablé con su amigo Alfredo hoy. Estaba un poco
apurado cuando lo llamé, así que no alcanzó a decirme mucho, pero básicamente dijo que él lo
veía todo claro. Imagínate, me dice eso cuando la verdad es que no se entiende absolutamente
nada. Dice que Matías no entiende por qué yo sigo actuando de esta forma. No sé de qué forma
estará hablando porque yo estoy igual que antes. También dijo que Matías quiere que yo deje de
llamarlo. Pero si no hablamos, ¿cómo se va a solucionar el problema? No debí haber llamado a
Alfredo, lo enreda todo. Voy a arreglar esto yo misma. No voy a pedir más consejos porque es
obvio que nadie más entiende la situación. Está claro que Matías y yo seguimos siendo amigos. Si
no, él hubiera dicho algo al respecto, creo. Eso lo tengo a mi favor. El problema es que no me
quiere hablar, voy a tener que ver eso.

19/9 (domingo) "Andrea, terminamos. Ya No estamos pololeando, ¿entiendes?" Claro que entendí.
Matías cree que soy tonta o algo porque eso fue lo que me dijo cuando nos encontramos por
casualidad en la Bronx este fin de semana. Mejor lo cuento. Me invitó Juan Pablo, pero le dije que
no, porque encontré nada que ver ir con otro si la cosa con Matías seguía indefinida. Al final fui con
la Titi. El estaba con una niña que no conozco (seguro que era esa prima en segundo grado de la
que me había hablado). Fui a saludarlo e hizo algo que me molestó un poco. Ahí me di cuenta de
cómo andaba. Me vio, y nos íbamos a saludar, pero justo antes de que yo me acercara dio vuelta
la cara y le dijo algo a la niña. Fue por un solo segundo, pero igual lo encontré desubicado. Casi
como darme la espalda, encuentro yo. Total, nos saludamos y yo partí preguntándole por qué se
había despedido diciendo "chao". No actuó como yo pensaba, pero viéndolo ahora creo que fue
mejor. Me miró y me pareció que era una cara de cansancio. No sé. No me tomó de los codos
tampoco. Ni me sonrió. Me dijo que habíamos terminado, que ya no estábamos pololeando, como
si no fuera obvio. Pero lo que lo cambió todo fue cuando me preguntó si yo entendía. Fue como
mucho. No soy tonta, quizás él piensa eso y quizás fue por eso que me pateó -tonto-, pero no lo
soy. Nada me había dolido tanto como ese "¿entiendes?". De repente me acordé del miércoles en
que me pateó, de Alfredo, de la fiesta y de la Titi. Matías no vale la pena ¿Cómo no me di cuenta?
Como siempre, la Titi tenía toda la razón. Ahora, yo podría pasar un buen rato tratando de descifrar
lo que nos pasó, de entender por qué terminamos, pero eso ya no me interesa. Ya no me importa
lo que le pasa a Matías, no quiero saber quién era esa niña, no quiero saber nada. ¿Para qué me
puede interesar si ya hace casi un mes que terminamos? Ya NO estamos pololeando... entiendo,
perfectamente.

Roce Uno de Andrea Maturana


Nadia caminaba cansada por la calle. El cansancio se le nota en los ojos, en la mirada
torcida y en el andar sin norte; camina como si le hiciera falta equilibrio, como si no tuviera centro.
La lluvia le cae libremente por el pelo, escurriéndole hasta el abrigo. Cada cierto rato se sacude el
exceso de agua, sin poner en ello demasiada atención. Siente en la piel el dolor de haber sido
musa inspiradora de tantos hombres que nuca dieron la vida por ella, que nunca la hicieron sentir
placer, que no pudieron penetrarla. Ese dolor se le nota en el gesto de sobarse los brazos a sí
misma, como buscándose el contacto desconocido. En otro tiempo se habría sentido orgullosa. En
otros tiempos se sintió, efectivamente, orgullosa de ser el motivo del que partía el color en decenas
de cuadros, de ser personaje de novelas, de que su mirada (ahora torcida) fuera tema de
innumerables poesías. Ahora sólo le queda el dolor; a veces algo de rabia; también mucho de
soledad. Tiene todas sus cosas repartidas; su ropa circula entre los armarios de sus parientes y
bajo la cama de algunos amigos; sus sensaciones en bocas y pieles de otros; su cuerpo en
fotografías, telas y letras; sus ojos en los ojos de los que se inspiraron en ella; sus hijos en
cualquier parte, con cualquier hombre que no amó y que ya no recuerda bien.
Rodrigo camina lento, tratando de disimular que está triste. Se le nota en el no levantar la
vista y en la longitud de los pasos, que uno a uno parecen mantenerlo donde mismo. El pelo
mojado se le pega en las mejillas, pero no le incomoda. Piensa en todas las mujeres que se le
escurrieron de los brazos; piensa que ninguna se sintió hembra a su lado; que todas fueron madre
o hermana o amiga; piensa que el sexo le fue concedido siempre como un favor, y que nunca lo dio
él como un favor a nadie. No ha dejado jamás a una mujer. Ellas lo han dejado a él, calificándolo
de práctico, de concreto. Un tiempo caminó mirando como un perdido en todas direcciones, con la
esperanza de encontrar, en un gesto, a la mujer que pudiera tocarlo con propiedad y con fuerza, a
la que no le pidiera regalos ni palabras. Ahora ha dejado de buscar. Camina sin demasiado rumbo
sólo para hacer tiempo.
Nadia y Rodrigo se acercan poco a poco caminando en sentido contrario, sin saber el uno
de la existencia del otro. Nadia con la mirada torcida y Rodrigo con la vista baja, entre millones de
personas de gesto indistinguible. Por un segundo Rodrigo ve los pies de ella demasiado cerca, y
Nadia ve su figura o su pelo enfrente, pero llevan el impulso de miles de años y no alcanzan a
detenerse.
En el choque no se miran. Rodrigo siente en su pecho los pechos de Nadia. Los siente
firmes, vivos, reales. Siente en la cara el pelo de Nadia que se le entromete con el impulso en la
boca y en los ojos, siente uno de los brazos de ella que se adelantó y le rozo el costado, y que
podría quedarse ahí por un tiempo indefinido, que ese brazo lo sostiene, que ella es su igual. Nadia
esperaba que él hiciera alusión a su belleza, a sus ojos, a su incorporeidad. Pero él no la mira y
Nadia sólo percibe el contacto de su cuerpo, firme, ancho, abarcador. La pierna de Rodrigo entre
las dos piernas de Nadia abriéndole un espacio, la mano de Rodrigo en la cintura de Nadia para
detener el impacto. Permanecen así un momento, quietos, incrédulos, abrazando él una mujer con
cuerpo y abrazando ella un hombre que la incursiona sin mirarla. Permanecen así un momento con
la esperanza de que algo suceda que los congele ahí, mirando de frente el camino que deberían
tomar.
Después se separan, lentamente, en un afán de eternizar el encuentro; se ordenan las
ropas y las sensaciones y retoman de a poco el ritmo de los pasos, alejándose cada uno, del otro.
Rodrigo, con la vista baja, llora porque fue hermoso.
Nadia, con la mirada torcida, llora porque fue efímero.

La continuidad de los parques de Julio Cortázar


   
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes,
volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama,
por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir
con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que
miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que
lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda
acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria
retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó
casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo
rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto
respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales
danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva
de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento,
fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora
llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella
la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las
ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El
puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante
corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde
siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y
disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada
había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su
empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que
una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
     
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta
de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió
un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los
setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los
perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los
tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras
de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos
puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el
puñal en la mano. La luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la
cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Artemisa de Pía Barros

Por un instante sospechó que el espejo tenía memoria, que le devolvía una imagen antigua
para engañarla, para que estuviera orgullosa y feliz como antes, antes de la curva grosera, antes
del abatimiento y el rencor culpable. Pero no, se reconocía, era otra vez ella. Dejó que la mano
reptara sobre la piel, que el tacto le devolviera su vientre casi plano ya, la cintura breve y flexible.
Con los ojos cerrados ante el vidrio que la reflejaba, sonrío. Imaginó su piel adhiriéndose a otra,
deslizándose por esa otra más morena, su piel acariciada por otras manos, sin necesidad del
espejo para verificarse... Sería amada, venerada nuevamente.
Subió los dedos sonriendo. Pero eso estaba ahí. Aún ahí. La sonrisa se le erizó dura en los
labios. Abrió los ojos. Eso le cerraba el paso a su vida recuperada. Los ojos se le inundaron. Esas
dos moles redondas, inflamadas, le impedían la elegancia, la complacencia de las miradas
envidiosas de sus congérenes. Esas masa compactas, destilando el olor pastoso de la leche, la
convertían en una más, la vulgarizaban. La criatura se movió en la cuna y ella se acercó a
observarlo. Le sonreía estúpido, con ojos inexpresivos. Era pequeño, animalmente pequeño y
móvil.
Parecía un siglo, pero sólo dos meses antes se lo habían puesto en los brazos con un
"Felicidades, señora" y ella lo había rechazado con asco, encogiendo los brazos. "Lléveselo". La
enfermera insistió "Pero debe amamantarlo". La obligó a descubrirse y ella horrorizada tuvo que
soportar a ese bicho adosado succionándola. Le dolía y asqueaba. "Depresión post-parto, se le
pasará" dijo ella con la voz gangosa de profesional acostumbrada a estas lides y le dejó caer como
al descuido una mirada reprobatoria.
No se le iba a pasar nunca. Aún ahora su marido la sorprendía al llegar a casa con "Dale
de mamar a ese niño, ¿no ves que está llorando?" y ella como atontada, dejaba la seducción del
espejo para escuchar el llanto insistente, agotado ya, de la criatura. "¿Quieres comer algo? ¿un
café?" "Luisa, esto no puede seguir así, ¿No escuchas a nuestro hijo?" y ella repetía la mentira
gastada, "Acabo de darle, pero si tú quieres..." y él ordenaba con los ojos. Se desnudaba pausada,
a escondidas, como todo lo hecho en los últimos once meses. "Que no te avergüence, es hermoso
ver amamantar a un hijo" "No me veas" "Esta bien", decía él dándole la espalda. Apenas lo
acercaba y el niño ya se prendía al pecho atragantándose, tosiendo, "¿Ves? Ya no quiere más,
tomó suficiente" "No, es sólo que está ansioso" Y ella debía adherírselo nuevamente ante la mirada
vigilante.
Le era repulsivo verlo pegado a ella, chorreando por las comisuras el líquido que
desprendía de sus pezones antes rosados y hermosos, y ahora oscuros y grandes,
desmesurados... Luego el crío se hartaba y dormía sin desprenderse. Debía separarlo como a los
perros de su presa, introduciendo el índice por el costado de su boca. A veces, Marcos la
sorprendía a la hora del almuerzo (que ella se negaba a ingerir para recuperar su antigua forma).
"Vine a ver al heredero, ¿Ya está llorando? Este hijo mío tiene buenos pulmones" Y la tortura, la
pestilencia de la leche. Pero no estaba dispuesta a que la devorara más. El llanto le llegó de lejos,
como una nebulosa.
No, sería bonita otra vez, estilizada y sensual, no una matrona gruesa, deformada por la
complacencia. Que gritara fuerte, porque no se lo pondría al pecho como un vulgar ternero. Marcos
no iba a volver hasta dentro de tres días y era tiempo suficiente para educarlo. Todo era cuestión
de disciplina, biberones y fórmulas correctas. La criada se encargaría.
"Señora, se niega a tomar la mamadera, creo que tendrá que darle usted". "Le di una
orden, Angelina" "Pero señora..." "Obedezca, y lléveselo al otro cuarto, no soporto más los gritos"
La muchacha obedeció acunándolo. Lo malcriaba, estaba segura, pero ya prescindiría de ella
cuando Marcos estuviese más tolerante. Ahora no hacía caso de sus pedidos, pero en cuanto
recuperara su cuerpo, todo iría mejor.
Marcos llegó al siguiente día. Luisa le aguardaba con su mejor blusa y su actitud felina y
aniñada de los primeros tiempos. "Tengo todo preparado, amor, te esperaba", hizo ademán de ir a
llenar los vasos, pero fue interrumpida por "¿Y mi hijo?" "Está con Angelina, déjalo" "Primero veré
al niño, ven conmigo". La sonrisa se le congeló en el rostro, pero fue con él hasta el cuarto al que
no había entrado desde su partida. El niño estaba ojeroso, demacrado. "¿Qué le ocurre a este
niño, Angelina? Parece enfermo" Antes de responderle, Angelina se encontró con la mirada
llameante y guardó silencio. "Debo ser yo, querido, tal vez ya no deba darle más de mi leche..."
"Tonterías, la leche materna es lo más sano, seguro se trata de otra cosa. Póntelo, ya verás que
estará mejor... No habrás dejado de amamantarlo, ¿Verdad?" "No, por supuesto, es sólo que..."

El niño se prendió al pecho con desesperación. Ella lo veía como un animal frenético,
torpe. Ya le enseñaría los modales de caballero más adelante, ya vería. Cuando trató de retirarlo,
él se le aferró a la piel y succionó aire de sus costillas. Marcos reía. "Ves, tiene hambre, es un niño
muy comilón este hijo mío". La siguiente mañana el espejo le devolvió una pequeña protuberancia
bajo el pecho izquierdo. Un montículo casi inadvertido para otro ojo que no fuese el acucioso
denotador de cualquier imperfección que ella poseía. Le restó importancia.
Por la tarde, el niño se le adhirió con tal fuerza, que Marcos dijo que habría que llamar a un
médico, no era normal que un pequeño alimentado a sus horas tuviera esa ansiedad. Luisa se
negó rotunda; no estaba dispuesta a que la descubrieran. El sábado, él quiso que lo dejaran junto a
ellos en la cama. Hacia mediodía, el niño se arrastraba hacia ella. Con la pierna, lo empujó, pero él
chupó con ahínco su rodilla. Tuvo que dejárselo al pecho ante la mirada dulzona y estúpida de
Marcos.
Mientras lo alimentaba, observó que algo de líquido chorreaba de la protuberancia bajo su
seno izquierdo. Se alarmó. El lunes vería a un médico. Esa noche su marido la desvistió
cuidadoso, con una veneración que le desconocía. Ella tuvo cuidado de desviar las caricias para
que no notara la protuberancia goteante. En la mañana, despertó con el niño succionándole la
espalda. De un brinco estaba de pie, asustada. "Dale su desayuno, mujer. Recuerda que hoy sale
Angelina". La repulsión le hacía sentir ganas de golpear, romper, desmembrar a ese crío voraz y
dominante. No quería que Marcos la abrazara, porque podría descubrir ese montículo, el vestigio
feroz de la imperfección en su nueva vida.
Dijo que se sentía mal y se recostó. Las pesadillas la hacían dar vueltas y sumergirse en
un paraje desolado, donde el grito no traería ayuda. Una rama le chupó el costado, otra el cuello.
Corrió. Miles de arbustos sanguijuelas le iban devorando el cuerpo. Tenía todos los gritos
atrapados en la garganta. "No grites, Luisa, que asustas al niño", le decía Marcos con el chiquillo
en los brazos, sollozante y tembloroso. "Qué soñabas... estás temblando" "Nada, nada, pesadillas
¿grité?" "Sí, parecía que veías una escena de terror"
El atardecer se le hizo largo. "¿Qué tienes en el cuello?" y reía. "Parece una tetilla" Ella se
sobresaltó. Los dedos le devolvieron la forma redondeada, con un brote del tamaño de un
minúsculo pezón. Las lágrimas fluyeron incontenibles. "No te pongas así, es un lunar un poco más
grande, tal vez tengas una infección, Luisa, no llores, no sé qué hacer en estos casos... Sí, debe
ser eso, Max dijo que habría que cuidarte de la depresión post parto. Anda, acuéstate, yo veré al
niño y luego te lo llevaré para que lo amamantes". Luisa lloró hasta las convulsiones.
Dormía cuando Marcos lo dejó a su lado. El niño la buscaba, succionando cada trozo de la
piel a su paso. El padre sonreía divertido y puso la boca pequeña en el sitio correcto. Al amanecer,
Marcos observó el cuerpo de Luisa. Era algo serio, estaba seguro, debía tratarse de una peste
extraña, o algo así. Sin hacer ruido, se levantó, dejó al niño en la cuna que adosó a la cama para
que ella lo sintiera si despertaba, y se encaminó en busca de un doctor, al que seguramente
demoraría en encontrar en domingo.
Luisa despertó sola y horrorizada. Tenía el cuerpo cubierto de tetillas y de cada una
manaba leche. El niño mostraba su hambre revolviéndose inquieto en la cuna. La cama estaba
empapada. Trató de levantarse, pero se sentía a cada instante más débil y adormecida. El niño
lloraba junto a ella. Al girar para no contemplarlo, su cuerpo produjo el sonido de un chapoteo. A
breves pasos, el espejo le devolvía su figura macilenta y húmeda. Se fue sumiendo en la
inconsciencia, mientras la leche empezaba ya a mojar la cuna del niño, que chupeteaba la
almohada con ahínco.

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