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ESPAÑA Y LA CUESTIÓN MARROQUÍ A COMIENZOS DE

SIGLO (1898-1909)

Susana Sueiro Seoane (UNED) 1

La historia que aquí pretendo contar, la de las causas por las que

España se involucra a comienzos de siglo en Marruecos, empieza en la fecha

clave de 1898; fue entonces cuando Marruecos pasó a ocupar el lugar central

de la política exterior española. Hasta ese momento, las iniciativas africanistas

habían tenido en España un carácter marginal y con resultados muy escasos.

La humillante derrota de España de 1898 frente a Estados Unidos redujo

drásticamente el territorio bajo soberanía española. Despojada de los últimos

restos de su imperio ultramarino en América y Extremo Oriente, tras el

Desastre del 98, España era una nación debilitada y vencida. Pasó a ser una

potencia menor con el perentorio apremiante imperativo, además, de atender a

sus graves conflictos interiores, a su regeneración interna, lo que parecía

desaconsejar toda idea de intervención en cuestiones internacionales.

Sin embargo, ocurrió que, precisamente en aquel momento, en los

primeros años del siglo XX, el imperio marroquí o jerifiano, como se le llamaba

-sumido en una grave crisis que amenazaba con su desintegración- se convirtió

1
Este artículo está basado en la investigación realizada por la autora para su tesis doctoral, que se plasmó
en el libro España en el Mediterráneo. Primo de Rivera y la cuestión marroquí. Madrid, Uned, 1992, así
como en otros trabajos publicados posteriormente, entre los que destacan: “La política exterior de España
en los años veinte: una política mediterránea con proyección africana”, en Tusell, Avilés y Pardo (Eds.):
La política exterior de España en el siglo XX. Madrid, Uned/Biblioteca Nueva, 2000. “España, potencia
mediterránea (1898-1930)”, en Bulletin d’Histoire Contemporaine de l’Espagne, nº 27: “España, Europa
y el Mediterráneo”. Centre National de la Recherche Scientifique, Université de Provence, juin 1998, pp.
85-110. “Spanish Colonialism during Primo de Rivera’s Dictatorship”, en Raanan Rein (Ed.): Spain and
the Mediterranean since 1898. London, Frank Cass, 1999, pp.48-64. “La política mediterránea”, en F.
Portero (Ed.), La política exterior de España en el siglo XX, dossier de la revista Ayer, 49, 2003, pp. 185-
202.

1
en el centro de interés de las potencias coloniales que comenzaron a rivalizar

en su deseo de controlar los territorios de la ribera sur del Mediterráneo.

España fue literalmente arrastrada por el ímpetu colonialista de las grandes

potencias europeas, en un momento de fuerte redistribución colonial 2 , e

impelida a tomar parte en unas negociaciones internacionales relativas a un

territorio –Marruecos- que resultaba de vital importancia para ella.

¿Por qué era tan vital aquel territorio, por qué era tan importante para

España participar en el reparto colonial de Marruecos?. Había varias poderosas

razones. Una, muy importante, la necesidad de defender los pocos territorios

extra-peninsulares que aún permanecían bajo soberanía española, esto es, los

archipiélagos de Canarias y Baleares y las plazas que España tenía en África,

como Ceuta, Melilla o Fernando Poo. Algunas de esas posesiones africanas

venían siendo españolas desde hacía siglos, desde el siglo XV, pero tras la

destrucción de la marina de guerra en el fatídico año 98 resultaban

indefendibles en caso de agresión externa. El proceso de desintegración

territorial sufrido en 1898 no tenía precedentes desde 1825 en que perdió el

grueso de su imperio americano, y era difícil prever cuáles serían sus límites.

No puede olvidarse, además, que el modelo biológico darwinista se

aplicó también a las sociedades humanas –el llamado darwinismo social, muy

en boga por entonces, así como a la filosofía internacionalista, según la cual

sólo los pueblos fuertes podían sobrevivir, y las razas superiores se imponían a

las inferiores, una filosofía que de forma diáfana y brutal expuso Lord Salisbury,

primer ministro y secretario del Foreign Office de Gran Bretaña, en un famoso

discurso pronunciado en 1898, tres días después de la derrota naval de

2
Véase, José Mª Jover Zamora: Teoría y práctica de la redistribución colonial. Madrid, Fundación
Universitaria Española, 1979.

2
España en Cavite, en Filipinas, en el que estableció una división de naciones

entre “living nations” y “dying nations”, naciones vivas y naciones moribundas.

No hacía falta ser muy sagaz para saber en cuál de las dos categorías

quedaba incluida España 3 . Como en su día puso de relieve el profesor Jover

en un brillante ensayo, una aguda sensación de inseguridad e indefensión se

apoderó de la clase política española ante la evidencia del dramático contraste

entre el patrimonio estratégico que aún seguía manteniendo España y su total

impotencia para defenderlo tras la destrucción de su marina de guerra 4 . De

modo que, en aquel momento de máximo apogeo del imperialismo y de

desenfrenada carrera de las distintas potencias por el enriquecimiento

territorial, una de las principales razones que impulsó a España a participar en

las negociaciones sobre Marruecos fue la de encontrar una garantía de

salvaguarda de su propia integridad territorial y de seguridad de su frontera

meridional con el continente africano. Estar en Marruecos era, después del

descalabro del 98, como señaló Jover Zamora, una cuestión de defensa

nacional 5 .

Otra razón, muy unida a la anterior, fue el convencimiento por parte de

los gobernantes españoles de que la política aislacionista por la que España

había optado en el último cuarto del siglo XIX, la política de retraimiento

3
Véase, Rosario de la Torre del Río: “La prensa madrileña y el discurso de Lord Salisbury sobre las
“naciones moribundas” (Londres, Albert Hall, 4 de mayo de 1898), en Cuadernos de Historia Moderna y
Contemporánea, VI, 1985, Universidad Complutense.
4
Véase, José María Jover Zamora: “Después del 98. Horizonte internacional de la España de Alfonso
XIII”, en La España de Alfonso XIII. El Estado y la política (1902-1931), vol.1.: De los comienzos del
reinado a los problemas de la posguerra, 1902-1922, tomo XXXVIII de la Historia de España Menéndez
Pidal. Madrid, Espasa Calpe, 1995, pp. IX-CLXIII. Véase también, Sebastian Balfour: “Spain and the
Great Powers in the Aftermath of the 1898 Disaster”, en S. Balfour y P. Preston (eds.), Spain and the
Great Powers in the Twentieth Century. Londres, Routledge, 1999.
5
Véase, J. Mª Jover Zamora, op. cit. Esto mismo había dicho de forma muy explícita en su día el
embajador español en París, León y Castillo, que negoció el nonato tratado franco-español de 1902:
“Marruecos para nosotros no es simplemente una cuestión de honor, sino un asunto de seguridad nacional
y fronteriza” (Mis tiempos. Madrid, 1921, vol.2., p. 126).

3
exterior y de repulsa de alianzas internacionales promovida por Cánovas, había

resultado nefasta en la coyuntura del 98. El trauma experimentado con la

pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas convenció a la clase política española

de la necesidad de superar ese aislamiento canovista y volver al juego de

alianzas de las potencias europeas, más aún si lo que se ventilaba era el

reparto del norte de África. España necesitaba negociar en Europa su

presencia en Marruecos para no permanecer aislada del mundo.

Otra razón, fundamental para que España decidiera hacer valer sus

“derechos históricos” en Marruecos, es decir, los derechos que le daba el haber

estado desde hacía siglos en posesión de plazas en aquel territorio, fue la de

evitar quedar “emparedada” por la vecina y potente Francia, a la que ya tenía

en el norte –tras los Pirineos- y ahora amenazaba con tener también en el sur,

oprimiendo y encerrando a España en Melilla y Ceuta si, como parecía

pretender, se acababa adueñando de Marruecos. Esa posibilidad de

emparedamiento se consideraba muy real desde el momento en que Francia

no ocultaba sus ansias expansionistas en el Magreb. En Francia existía

entonces un potente e influyente partido Colonial, un poderoso grupo de

presión, cuyo reconocido objetivo era lograr un gran imperio africano francés

unificado. El mito de que el Mediterráneo debía atravesar Francia, como el

Sena atravesaba París, capturaba entonces la imaginación de los llamados

“colonistas” o colonialistas franceses. Así pues, el ímpetu colonial de Francia

en el imperio jerifiano fue un acicate que impulsó a España a no quedarse atrás

y a reclamar también un papel colonial en aquel territorio.

El escenario que España tenía ante sí a comienzos del siglo XX era el

de una fuerte competición colonial en el área del Estrecho, a las mismas

4
puertas de España, entre las dos potencias mediterráneas hegemónicas de la

época: Gran Bretaña y Francia. El Estrecho de Gibraltar era un escenario

geoestratégico fundamental en aquella época, vital para la comunicación de

Francia y Gran Bretaña con sus respectivas colonias. Gran Bretaña era la

potencia mediterránea más importante en virtud, sobre todo, de su posesión del

Peñón de Gibraltar. Francia, por su parte, una vez instalada en Argelia y Túnez,

señaló Marruecos a principios de siglo como su próximo y prioritario objetivo,

empeñada en el dominio del Magreb. El fracaso de Francia en Fashoda en

1898 truncó sus aspiraciones sobre Sudán y el Valle del Nilo en beneficio de

Inglaterra de modo tal que, a partir de aquel momento, para Francia su máxima

ambición colonial fue conseguir conectar sus posesiones de África occidental

con las mediterráneas y dominar total o parcialmente Marruecos 6 .

Con este objetivo, Francia se lanzó a una política de pactos secretos con

las demás potencias coloniales llevada a cabo por el ministro de Negocios

Extranjeros, Théophile Delcassé. De Italia consiguió en 1900 vía libre en

Marruecos a cambio de libertad de acción de Italia en Tripolitania, la actual

Libia. Eliminada la competencia italiana, el siguiente paso fue ofrecer a España,

en 1902, la firma de un tratado para repartirse Marruecos, en unas

negociaciones secretas llevadas a cabo entre el titular del Quai d’Orsay,

Delcassé, y el embajador español en París, León y Castillo. Sin embargo,

España, en concreto un gobierno Silvela, no se atrevió a suscribirlo a espaldas

de Gran Bretaña por temor a la reacción británica. Este nonato convenio de

1902 es importante porque, a pesar de no haberse suscrito, o precisamente por

eso, llegaría a ser tremendamente famoso en España donde siempre se

6
José Luis Villanova: El Protectorado de España en Marruecos. Organización política y territorial.
Edicions Bellaterra, 2004, p. 42.

5
recordaría, con enorme añoranza, como la gran ocasión perdida. El territorio

que en aquel tratado Francia estaba dispuesta a ofrecer a España incluía

fértiles regiones agrícolas, la cuenca del río Uarga, por ejemplo, así como

importantes ciudades como Taza y sobre todo Fez, capital política y religiosa

del imperio jerifiano. También se reconocía a España una zona meridional, en

el litoral atlántico, que incluía la ciudad de Agadir. Jamás volvería España a

tener una oportunidad así.

No deja de ser una ironía que la negativa española a suscribir un trato a

espaldas de Inglaterra impulsara a Delcassé a buscar a continuación

secretamente un acuerdo franco-inglés. Francia, en efecto, decidió entonces

entenderse directamente con Gran Bretaña y ambas acordaron en 1904 el

reparto de África del norte, y más en concreto de Marruecos y Egipto, territorios

vitales ambos porque desde uno y otro se dominaban las dos puertas del

Mediterráneo, el Estrecho de Gibraltar y el Canal de Suez. Aquel tratado de 8

de abril de 1904 reconoció el predominio de Inglaterra sobre Egipto y de

Francia sobre Marruecos, con la única salvedad en este último territorio de

mantener el libre comercio y ceder a España “una cierta extensión de territorio

marroquí adyacente a Melilla, Ceuta y demás presidios” para evitar que Francia

controlara el territorio marroquí situado frente al peñón de Gibraltar. Inglaterra,

en efecto, no podía admitir un control francés del Estrecho y utilizó a España,

una potencia menor, como mero tapón para contener al colonialismo francés en

un área esencial para sus intereses estratégicos 7 . Pero, aunque por empeño

inglés, se concedía a España una franja septentrional en Marruecos, lo cierto

es que aquel tratado franco-inglés se gestó totalmente a espaldas de España y,

7
Florentino Portero, “España, entre Europa y América: un ensayo interpretativo”, en F. Portero (Ed.): La
política exterior de España en el siglo XX, dossier de la revista Ayer, 49, 2003, p. 207.

6
más aún, se hizo público sin ni siquiera habérselo comunicado previamente.

España quedaba totalmente al arbitrio de estas dos grandes potencias

mediterráneas que durante mucho tiempo iban a ser las protagonistas del

sistema europeo. Aquel decisivo tratado de 1904 ponía final a una rivalidad de

veinte años entre Francia y Gran Bretaña y marcaba el inicio de la famosa

alianza conocida como “Entente Cordiale”, que se convirtió en un sólido pilar de

la política exterior de ambas naciones y que iba a dominar las Relaciones

Internacionales durante la mayor parte del siglo XX.

Tras el acuerdo con Gran Bretaña, Francia se hallaba frente a España

en una posición negociadora mucho más fuerte que dos años antes y estaba

por consiguiente dispuesta a ofrecer mucho menos. A partir de entonces,

Francia ya sólo estuvo dispuesta a ceder a España en Marruecos el mínimo

territorial necesario para que Inglaterra no se opusiese. Fue así como el tratado

entre España y Francia de 3 de octubre de 1904 redujo muy sensiblemente la

superficie de la zona adjudicada a España que, además, se quedaba sin los

territorios más fértiles anteriormente atribuidos. No sólo la zona finalmente

adjudicada a España representaba sólo la vigésima parte de la francesa sino

que era, además, un territorio muy accidentado, en su gran mayoría montañoso

y árido, debido a su escasez hidrográfica y, peor aún, muy inhóspito al estar

habitado por tribus tradicionalmente indómitas.

España era una pequeña potencia y, como tal, su margen de maniobra

para negociar con el resto de las potencias era escaso. Bien es verdad que, en

la política de equilibrio y neutralización de fuerzas diseñada por Gran Bretaña,

España jugaba un valioso papel como contrapeso de las ansias expansionistas

francesas. En realidad, fue sólo gracias al interés de Gran Bretaña por limitar el

7
expansionismo francés por lo que a España le fue atribuida una zona de

influencia en Marruecos, que quedó reducida a un territorio de unos 20.000 km.

cuadrados, en su mayor parte abrupto, pobre y habitado por unas tribus

bereberes muy hostiles, con un fuerte espíritu de resistencia, no ya a cualquier

intento de penetración u ocupación extranjera de su territorio, sino también

frente al Majzén o gobierno central marroquí que, para afirmar su autoridad y

cobrar impuestos, se veía obligado a enviar destacamentos armados. Era

básicamente bled es-siba, territorio “siba”, que significa país de la anarquía, sin

gobierno, o sea, un territorio no sometido al Majzén o poder central.

Tras aquel tratado con España, la posición de Francia se vio muy

afianzada, pero aún tendría que hacer frente a las reclamaciones de una cuarta

potencia interesada en el escenario africano, Alemania, que desencadenó una

importante crisis internacional en 1905 cuando el káiser Guillermo II

desembarcó en Tánger como medida de presión frente a la creciente influencia

francesa en la cuestión marroquí. Sin embargo, paradójicamente, la

intervención alemana acabó saldándose con un reforzamiento de la posición

francesa y, por consiguiente, un debilitamiento de la española. En los sucesivos

convenios internacionales suscritos a propósito de Marruecos –recordemos la

Conferencia de Algeciras de 1906 o las Declaraciones de Cartagena de 1907-

España tuvo que aceptar que la superficie de su zona se viese gradualmente

reducida. Por ejemplo, la ciudad y puerto de Tánger, con un gran valor

comercial y estratégico por ser, junto con Gibraltar, llave del Estrecho, quedó

definitivamente fuera de la zona de influencia de España cuando, tras la

indefinición inicial, se decidió que le sería concedido un estatuto internacional

en el que, por supuesto, Francia acabaría teniendo una posición privilegiada.

8
Así pues, el enclave más importante situado geográficamente en la zona

española quedaba definitivamente fuera de la influencia de España.

Aquellos sucesivos tratados, hasta el de constitución del Protectorado en

1912, significaron, además, una paulatina disminución del rango colonial de

España por lo que respecta a su estatus jurídico, debido al creciente grado de

subordinación que sufrió con respecto a Francia. Francia no sólo se quedó con

la mayor parte y la más rica y fértil de Marruecos, sino que adquirió en aquel

territorio una supremacía que fue internacionalmente aceptada. El principio

clave en el que Francia se basó para conseguir esa supremacía fue el de la

soberanía del Sultán sobre un Marruecos único e indivisible. La supremacía de

Francia iba a quedar legitimada una vez que el Sultán aceptó ser su protegido;

Francia, en su calidad de protectora, debía ejercer su influencia sobre todo el

Imperio jerifiano. Garante de la unidad de ese Imperio, cedía una parte a

España para que la administrara de modo que España quedaba relegada a un

papel de mera “subarrendataria”. El genio constructor de este andamiaje sobre

el que se edificaría a partir de 1912 el protectorado francés fue el todopoderoso

mariscal Lyautey, gran militar pero también agudo político 8 , que había

acumulado una amplia experiencia colonial, primero en Asia y luego en Argelia,

y que, en paralelo a la diplomacia secreta emprendida en Europa por el

ministro Delcassé, llevó a cabo desde territorio argelino una política de lenta y

discreta penetración en Marruecos, de progresiva infiltración, de “mancha de

aceite”. Lyautey contaba para ello con el firme y decidido apoyo del potente

partido Colonial francés, cuya influencia en la política francesa contrastaba

8
Véase, Daniel Rivet: Lyautey et l’institution du protectorat français au Maroc, 1912-1925. París,
L’Harmattan, 1988, 3 vols. Sobre su época primera, en Indochina y Madagascar, véase Pascal Venier:
Lyautey avant Lyautey. París, L’Harmattan, 1997. Véase también, Arnaud Teyssier: Lyautey: Le ciel et
les sables sont grands. Perrin, 2004. En inglés puede verse, Douglas Porch: The Conquest of Morocco.
Londres, J. Cape, 1982

9
vivamente con la inconsistencia e ineficacia del llamado “africanismo” español.

De hecho, en muchas ocasiones Lyautey, aupado por los colonialistas

franceses, actuó con una enorme autonomía, sin haber recibido órdenes e

incluso contraviniendo abiertamente las órdenes París, informando al gobierno

de la metrópoli sólo cuando sus planes ya habían sido ejecutados, o bien no

tenían ya posibilidad de marcha atrás 9 . Cuando por fin se estableció el

protectorado con el tratado franco-español de 1912 y se encomendó la

organización de la parte francesa a Lyautey como Residente General en Rabat,

máxima autoridad de Francia en la zona, su poder era ya enorme, y lo sería

aún más en los siguientes trece años de permanencia en el cargo.

España, al hacerse cargo de su zona, trataría de imitar el modelo

colonizador de Francia y buscaría inspiración en las ideas colonizadoras de

Lyautey, creyendo ser compañera o socia de Francia en Marruecos, en una

tarea colonial común. Pero Francia, imbuida de un gran ímpetu colonial, no iba

a perder ocasión de recordar a España la posición subalterna y subordinada,

de clara inferioridad, que debía conformarse con desempeñar. Las relaciones

entre Francia y España en Marruecos fueron desde el principio complicadas.

Cuando se firmó en 1912 el convenio que establecía el protectorado franco-

español sobre Marruecos, Francia no hizo sino consolidar una supremacía que

había ido adquiriendo en años anteriores. La actitud displicente de Francia

hacia España como potencia colonial acabó creando en la clase política y en la

opinión pública españolas un sentimiento de orgullo herido y de impotente

antagonismo ante lo que sentían como una humillación. Pero el estallido de

este sentimiento francófobo se producirá después del desastre de Annual de

9
Váese, Germain Ayache: Les origines de la guerre du Rif. Publications de la Sorbonne, 1981, pp. 87-89.

10
1921, ya en los años veinte, de modo que no nos extenderemos sobre ello ya

que queda fuera del ámbito cronológico que nos interesa hoy aquí.

Si nos situamos a comienzos de siglo y hasta 1909, hay que señalar que

los gobernantes españoles no tenían aún ninguna certeza ni sobre la negativa

actitud de Francia hacia España en Marruecos ni sobre las durísimas e

intrínsecas peculiaridades de la zona española. No obstante, hubo ya entonces

algunos políticos clarividentes que anticiparon desde el principio que la

aventura colonial de España en Marruecos iba a convertirse en una pesada y

agobiante carga. Por cierto que entre los más pesimistas y que más alertaron

sobre los potenciales riesgos de la empresa marroquí estuvo el líder del partido

Conservador, Antonio Maura. Gran paradoja pues él sería el responsable en

1909 de la decisión de envío de contingentes militares peninsulares a

Marruecos que iba a desencadenar la Semana Trágica y su caída en medio de

una brutal campaña de descrédito de su figura.

Por desgracia para España, los peores augurios se cumplirían ya que la

llamada cuestión marroquí se convertiría, como es sabido, en un terrible

embrollo, en un “avispero” (en expresión, que hizo fortuna, de un periodista), en

una auténtica pesadilla para los sucesivos gobiernos del reinado de Alfonso

XIII, no ya por la sangría de dinero para las arcas del Estado sino, mucho peor,

por la sangría de vidas humanas. Fue un cáncer que exacerbó los conflictos

internos, que aceleró el proceso de crisis del régimen liberal de la

Restauración, que provocó un grave desprestigio del sistema y de su máxima

figura, el rey, y que acabó precipitando el golpe de estado del general Miguel

Primo de Rivera en septiembre de 1923 y, con él, el final del régimen

11
constitucional liberal. Pero la cruda realidad en que se convertiría la presencia

de España en Marruecos no iba a mostrarse con tanta claridad al principio.

De hecho, si nos situamos, como he dicho, en los primeros años del

siglo XX hasta el año 1909, marco cronológico de estas jornadas, debemos

destacar que en aquel entonces la participación de España en el reparto de

Marruecos se consideró de forma bastante generalizada como un éxito

diplomático que confirmaba su tan esperada vuelta al concierto internacional de

potencias; se vio de forma positiva como la superación del aislamiento exterior.

Si hasta 1904 España no se había atrevido a optar entre las dos grandes

potencias rivales, Francia y Gran Bretaña, al establecerse la “Entente Cordiale”

su opción estuvo clara: la adhesión a la órbita de la entente franco-británica fue

desde entonces y hasta la guerra civil el eje de la política exterior española.

España, al hacerse un sitio (un hueco) en el reparto de Marruecos

consiguió integrarse en la política internacional de alianzas, superar su

aislamiento diplomático, ser reconocida como una potencia regional valiosa

para salvaguardar el equilibrio de potencias en el Mediterráneo; y, más

importante aún, conseguía evitar que el territorio al otro lado del Estrecho, a

muy pocos kilómetros de Andalucía, fuese francés y obtener una garantía

exterior de seguridad con respecto a los territorios que aún permanecían bajo

su soberanía.

Había otra razón que se esgrimió también para argumentar la necesidad

de estar en Marruecos, aunque de importancia bastante menor a las que acabo

de señalar: el incentivo de las supuestas enormes riquezas mineras de la zona.

Como luego se demostró, había bastante de mito e ilusión en aquella

pretendida riqueza. El hierro, con una pureza del 65 % de término medio, fue el

12
único mineral rentable para un pequeño grupo de capitalistas privados que

constituyeron compañías, como la famosa Compañía Española de Minas del

Rif, las cuales fueron las principales beneficiarias de la ocupación española del

Rif. Se puede concluir a este respecto que, si bien determinados grupos

económicos privados dedicados sobre todo a la minería, aunque también a los

ferrocarriles, la electrificación, la colonización agraria, el comercio, etc.,

obtuvieron sustanciosos beneficios, el Estado español no obtuvo beneficios

materiales sino que, por el contrario, la aventura marroquí supuso un muy

considerable gasto para el Tesoro.

Todos aquellos acuerdos coloniales internacionales sobre Marruecos de

principios de siglo acabaron por sumir al imperio jerifiano en un caos ya que el

Sultán, acorralado y presionado por las potencias europeas y desprestigiado

entre la población, perdió la autoridad que aún poseía y las revueltas se

generalizaron. Ya hemos mencionado cómo Francia, a través de Lyautey,

comenzó una lenta política de penetración en Marruecos, siempre con la

excusa de restablecer el orden y defender la seguridad de los connacionales

allí establecidos. Lo cierto es que, en más de una ocasión, se provocaron

revueltas indígenas para poder justificar la ocupación. En ocasiones el pretexto

no fue ya castigar una agresión indígena sino prevenirla 10 . A partir de 1907 la

intervención militar adquirió nuevos bríos. Aprovechando la excusa del

asesinato de un médico francés, aquel año los franceses ocuparon Uxda y

poco después también Casablanca, asegurando que se trataba sólo una

ocupación provisional o temporal aunque, con ironía, Lyautey aseguraba en su

correspondencia que “esa provisionalidad durará más que nosotros”.

10
Véase, G. Ayache, op. cit., p. 66 y ss, 87 y 89.

13
España, por su parte, abrumada por el empuje colonial francés, se vio

arrastrada a hacer lo propio en su zona. Con el apoyo del jefe local El Roghi (El

Pretendiente), que se había rebelado contra el Sultán aspirando a sustituirle en

el trono de Marruecos, con quien negoció contratos de explotación minera a

cambio dinero, España comenzó los trabajos en las minas del Rif y la

construcción del ferrocarril, e inició una lenta penetración. Utilizando excusas

similares a las de Francia, ocupó en 1908 La Restinga y Cabo de Agua, y al

año siguiente unos territorios próximos a Melilla al objeto de proteger unos

trabajos mineros que estaban siendo hostigados por las tribus marroquíes

vecinas. La afluencia de dinero europeo por los contratos mineros, y las nuevas

oportunidades de trabajo que las minas generaron en una región tan pobre

como aquélla, exacerbó la división y las rencillas entre las tribus, contribuyendo

a la desestabilización del área. Una vez que las tribus marroquíes vecinas a

Melilla se liberaron del dominio del Roghi, que perdió su autoridad y finalmente

huyó, entraron cada vez más en un estado de agitación que suponía una

amenaza para la presencia de los españoles. El ataque el 9 de julio de 1909 a

unos obreros españoles en las proximidades de Melilla iba a ser el detonante

de la llamada “campaña de Melilla” con la que se inició la guerra del Rif, una

campaña que se desarrolló junto a los límites de la ciudad, en las faldas del

monte Gurugú, hasta el punto de que los melillenses subían a las partes altas

de Melilla para presenciar los combates y algunos resultaron heridos al

acercarse demasiado a la línea de fuego 11 . Aquella agresión rifeña a los

obreros de las minas, que ocasionó la muerte de seis de ellos, iba a ser

también el detonante de los graves sucesos de la Semana Trágica de

11
Juan Díez Sánchez, “Melilla 1909. Álbum gráfico”, en Aldaba. Revista del Centro Asociado de la
Uned, año 8, nº 15, 1990, p. 127.

14
Barcelona de la que mucho hablaremos aquí en los próximos días. Comenzó

entonces una guerra hispano-rifeña de nefastas consecuencias para España.

¿Por qué le fue a España tan mal en tierras marroquíes a partir de aquel

momento, sobre todo en comparación con Francia, la otra potencia presente en

Marruecos?

Bien, yo creo que hay un factor de indudable importancia y es que, en

contraste con las fértiles llanuras y los relativamente pacíficos moradores de la

zona francesa, las condiciones del territorio y de los habitantes de la zona

española no facilitaban en absoluto la colonización sino que, por el contrario,

hacían más que probable una escalada militar. La tortuosa e intrincada zona

norte de Marruecos era inmejorable para las tácticas guerrilleras de las que las

tribus rifeñas llegaron a ser expertas conocedoras. De hecho, es probable que

las tribus del Rif fuesen por entonces los mejores guerrilleros del mundo, no

sólo por ser jinetes y montañeros expertos sino porque eran capaces de

sobrevivir días y días sólo con higos y algo de pan. Conocían el terreno palmo

a palmo, se movían en él con extraordinaria facilidad, eran capaces de seguir

los pasos del enemigo durante todo el día, sin que éste les viera,

escondiéndose entre rocas y arbustos, a la espera de la mejor oportunidad

para atacar. Además, “sus creencias religiosas les aseguraban que si morían

luchando contra el infiel, irían al paraíso” 12 . Las tropas españolas, por el

contrario, solían desconocer el terreno, dada la falta de mapas e información

topográfica, y con mucha frecuencia se desorientaban y caían víctimas de

emboscadas y ataques por sorpresa. Con mucho, el peor de todos aquellos

ataques durante la guerra del Rif, el que se estudia en todos los manuales de

12
Véase, Sebastian Balfour: Abrazo mortal. De la guerra colonial a la Guerra Civil en España y
Marruecos (1909-1939). Barcelona, Península, 2002, p. 53.

15
historia y el que más bibliografía ha generado, fue el de Annual en julio de

1921, una inmensa catástrofe para España que perdió a 10.000 soldados y aún

pudo haber sido peor ya que las harkas rifeñas acaudilladas por Abd el-Krim

llegaron a las mismas puertas de Melilla. Pero mucho antes del tristemente

célebre “desastre de Annual”, en 1909, hubo otro ataque que se hizo

tristemente famoso y que presagió las graves dificultades que España

encontraría en su zona marroquí: el del Barranco del Lobo, ocurrido por cierto

también en un mes de julio, el día 27, del que nos corresponderá hablar aquí.

En terreno quebrado y duro, en los múltiples barrancos y crestas del macizo

montañoso del Gurugú, encontraron fácil refugio los francotiradores rifeños, los

cuales consiguieron que los soldados españoles cayeran a una emboscada

que les costó 180 muertos y 600 heridos. En definitiva, pues, la zona que los

tratados internacionales habían adjudicado a España salía claramente

desfavorecida con respecto a la francesa, tanto por la belicosidad de las tribus

como por lo escarpado del terreno, factores ambos que dificultaron

enormemente la colonización. Dado el permanente estado de guerra de las

cabilas rifeñas contra los colonizadores españoles, la administración de la zona

española tuvo siempre un carácter predominantemente militar 13 . Sin llegar a la

exageración de algunas descripciones que, en parte para justificar los pésimos

resultados de la labor colonial de España, harían luego diversos autores

españoles sobre lo impracticable e incontrolable de su zona, descrita como una

región salvaje, no cabe duda, en cualquier caso, de que existía un agudo


13
El ejército tuvo siempre en el Marruecos español una clara preeminencia. No se estableció un
verdadero régimen de Protectorado, que comportaba la obligación de la potencia colonial de respetar las
instituciones, leyes, usos y costumbres de los marroquíes, sino un gobierno directo en el que el control
efectivo estuvo, aún incluso una vez acabada en 1927 la guerra del Rif, en manos de los militares. Véase,
José Luis Villanova: El Protectorado de España en Marruecos. Organización política y territorial.
Edicions Bellaterra, Barcelona, 2004. Puede verse también, su tesis doctoral (Universitat de Girona,
2003), La organización política, administrativa y territorial del Protectorado de España en Marruecos
(1912-1956). El papel de las Intervenciones.

16
contraste con las ricas tierras de cultivo de la zona francesa, que era en gran

parte territorio Majzén, esto es, controlado por el Sultán y su gobierno.

Otra diferencia sustancial entre el caso español y el francés fue la

respuesta de la opinión pública de uno y otro país a la acción colonial. Mientras

que Francia pudo disponer de un eficaz ejército colonial compuesto por

norteafricanos, senegaleses y mercenarios extranjeros de modo tal que las

fuerzas de choque francesas fueron básicamente tropas indígenas procedentes

de las diversas partes del imperio francés, España, por el contrario, careció de

un verdadero ejército colonial así que fueron los reservistas españoles los que

fundamentalmente combatieron y murieron en tierras marroquíes. Esta

diferencia hizo que, mientras la opinión pública francesa mostró, bien su apoyo,

o bien su indiferencia, hacia la política colonial de su país, en cambio, en

España la aventura africana suscitó un gran rechazo popular que, de hecho,

fue el chispazo que hizo prender la mecha de la Semana Trágica de Barcelona.

Todas las fuerzas de la oposición, apoyándose en una sensibilidad popular en

carne viva, se lanzaron en 1909 a una radical campaña contra la guerra. Los

cada vez más importantes partidos obreros, en rápido ascenso en la primera

década del siglo XX en paralelo al aumento del descontento social, no podían

sino rebelarse contra el injusto y clasista sistema de reclutamiento vigente, que

eximía de ir a filas a los que podían pagar la “redención en metálico” y, en

cambio, convertía a los obreros sin recursos en carne de cañón de la aventura

colonial marroquí. Sólo ellos, los trabajadores pobres, no podían pagar al

Estado la suma necesaria para eludir el servicio militar. Cuando en 1909 el

gobierno Maura tomó la decisión de enviar refuerzos desde la Península, hubo

masivas protestas y disturbios en los puertos y estaciones de donde partían las

17
tropas. Los reservistas eran en muchos casos hombres casados y con familias

que mantener. Presas del cólera y la angustia, las mujeres, ya fuesen esposas

o madres de los llamados a filas, se tumbaban en los raíles de las estaciones

para impedir la salida de los trenes que llevarían a sus hombres a la guerra 14 .

Conscientes de la tremenda impopularidad de la guerra colonial, que

suscitaba el rechazo radical de un movimiento obrero cada vez más

organizado, los gobiernos españoles iban a intentar desarrollar una “acción

política”, civil, de atracción, colaboración y establecimiento de pactos y alianzas

con las cabilas, a cuyos jefes “pensionaban”, es decir, asignaban pensiones o

subvencionaban con sumas de dinero mensuales, a veces sumas muy

considerables. El problema era que la lealtad de las cabilas “amigas” no era

nunca segura ni estable, sino circunstancial. El ejemplo más paradigmático es

el de la prestigiosa familia El-Jattabi, durante años amiga de España. Abd-el-

Krim, el futuro líder de la resistencia, trabajó para España en Melilla 15 , y su

hermano estudió en Madrid en la prestigiosa Escuela de Minas. Al concluir la

Gran Guerra europea, sin embargo, ambos regresaron al Rif y ya no volvieron

a España. Desde entonces, acaudillaron la resistencia anti-española.

La combativa actitud anticolonialista y antimilitarista de los partidos de la

izquierda antidinástica española fue contemplada con satisfacción por Francia.

Algún historiador ha llegado a afirmar que desde el Quai d’Orsay y los medios

colonialistas franceses se instigaron las revueltas populares españolas contra

14
Véase, Víctor Ruiz Albéniz: El Rif. Madid, Juan Pueyo, 1912, p. 159, citado por Andrée Bachoud: ,Los
españoles ante las campañas de Maruecos. Espasa Calpe, 1988, p. 167.
15
Mohamed ben AbdelKrim el-Jattabi llegó incluso a ser condecorado en 1913 con la Orden de Isabel la
Católica, lo que, como señala C.R. Penell, “no deja de resultar bastante irónico, dado el testamento de la
reina Isabel pidiendo la conquista del norte de África y las actividades posteriores del joven cadí” (Véase,
C. Richard Pennell: A country with a Government and a Flag: The Rif War in Morocco, 1921-1926.
Cambridge, 1986 (Edición revisada y aumentada: La guerra del Rif. AbdelKrim el-Jattabi y su Estado
rifeño. La Biblioteca de Melilla, 2001, p. 91).

18
la guerra de Marruecos que originaron la Semana Trágica 16 . Sería interesante

indagar en esta línea de investigación que pueda proporcionar más y más

fidedignos datos sobre las posibles implicaciones de determinados elementos

colonialistas franceses que, en cualquier caso, es seguro que vieron con

buenos ojos las dificultades de España ya que una desestabilización de la zona

española podía favorecer su objetivo último de controlar todo el norte de África.

Yo no he estudiado la documentación archivística relativa a esta primera época

de la guerra del Rif pero sí la del periodo de los años veinte y puedo afirmar

que, tras el desastre de Annual y la aparición en escena del carismático y

prestigioso líder rifeño Abd el-Krim, las autoridades del Protectorado francés en

Rabat, y en concreto el mariscal Lyautey, adoptaron en el conflicto hispano-

rifeño una política benévola hacia los rifeños y una actitud de no colaboración

con España, que claramente benefició y sirvió de estímulo a Abd el-Krim en su

lucha contra los españoles 17 .

No cabe duda, desde luego, que la labor colonial de España se vio

dificultada también por los vaivenes propios de la inestable situación política

española durante el reinado de Alfonso XIII. La debilidad interna de España, la

falta de medios y recursos financieros y la situación de creciente crisis política

del sistema de la Restauración, tuvieron un papel destacado. Los gobiernos de

la monarquía alfonsina demostraron una indudable dosis de inconsistencia en

16
Véase, Carlos Seco Serrano, Introducción al libro de A. Bachoud, op. cit., pp. 9-23.
17
Véase, Susana Sueiro Seoane: España en el Mediterráneo. Primo de Rivera y la “cuestión marroquí”,
1923-1930. Madrid, UNED, 1993. Algún autor, como el historiador marroquí Germain Ayache, ha
afirmado que los rifeños acaudillados por Abd el-Krim encontraron en la actitud francesa un apoyo sin el
cual no hubieran podido resistir a los españoles tan fieramente y durante tanto tiempo. Véase, de este
autor, “Les implications internacionales de la guerre du Rif, 1921-1926”, Hésperis-Tamuda, vol. XV,
1974, pp. 181-224 y “Les relations franco-espagnoles pendant la guerre du Rif”, en Españoles y franceses
en la primera mitad del siglo XX. Casa de Velázquez, Madrid, 1986, pp. 287-293. Sobre las conflictivas
relaciones de Francia y España en Marruecos y la política de las autoridades francesas de Rabat, puede
consultarse también, Daniel Rivet: Lyautey et l’institution du Protectorat Français au Maroc, 1212-1925.
París, 1988; Matthieu Séguéla: Pétain-Franco. Les secrets d’una alliance. París, 1992.

19
su política marroquí, ensayando continuos cambios de estrategia. Los estudios

más recientes sobre la colonización española de Marruecos ponen el énfasis

en esa política errática e incoherente, y, más aún, creen que esa política se

debió fundamentalmente a la incompetencia e ignorancia de los españoles

sobre la situación marroquí 18 . Nos describen la acción de España en

Marruecos con los más negros tintes, nos recuerdan el lamentable estado del

Ejército español, con una desorbitada inflación de oficiales que obligaba a

gastar la mayor parte del presupuesto en pagar sueldos y no, en cambio, en

modernizar el equipamiento o mejorar la instrucción; un ejército en el que

cundía la desidia y la falta de disciplina, y unos mandos, animados de un

espíritu de conquista y jaleados por el rey Alfonso XIII, que acabaron

imponiendo en Marruecos sus decisiones.

Sin negar lo mucho que hay de verdad en esta negativa visión, sin

minusvalorar el creciente militarismo de la vida política española, así como las

múltiples deficiencias de la organización y administración colonial, creo, sin

embargo, que el análisis de la desastrosa realidad colonial de España en

Marruecos nos debe llevar a prestar atención a otros muchos factores,

incluyendo algunas circunstancias objetivas que hicieron muy difícil, si no

imposible, la labor colonial de España. Los españoles se enfrentaron en las

escarpadas montañas del Rif a una guerra sin fin. Su impotencia radicó en que,

por un lado, la presencia en Marruecos era la condición para que España

tuviese un papel en la política internacional pero, al mismo tiempo, constituyó,

18
Entre las obras más conocidas y que han tenido, además, relativo éxito de lectores, cabe citar: Juan
Pando: Historia secreta de Annual. Temas de Hoy, Madrid, 1999; Sebastián Balfour: Abrazo mortal. De
la guerra colonial a la guerra civil en España y Marruecos, 1909-1939. Ediciones Península, 2002;
María Rosa de Madariaga: Los moros que trajo Franco. La intervención de tropas coloniales en la
guerra civil. Ediciones Martínez Roca, 2002. De esta última autora, véase también: España y el Rif.
Crónica de una historia casi olvidada. La Biblioteca de Melilla, 1999.

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cada vez más, una intolerable sangría de recursos humanos y materiales. La

tentación de desembarazarse de un territorio que suponía una pesada carga

iba a ser recurrente. Fueron muchos los que creyeron que la empresa marroquí

carecía de sentido por ser la zona española un territorio ingobernable y

carísimo de mantener. Pero cualquier gobernante sabía también que España

no podía abandonar sin más Marruecos puesto que ello sería una humillante

declaración de impotencia de cara a las demás naciones de Europa y

acarrearía al país un grave desprestigio. El dilema que aprisionó desde 1909 a

todos aquellos que tuvieron competencias en la “cuestión marroquí” fue la

imposibilidad de eludir sin desdoro la tarea colonizadora a la que España se

había comprometido en diversos tratados internacionales y, al mismo tiempo, la

evidencia de las tensiones, difícilmente tolerables, que la sangría marroquí

generaba en la vida nacional.

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