Está en la página 1de 38

Prólogo

Estas páginas intentan formular, de un modo claro y directo, una versión


del sistema de pensamiento conocido tradicionalmente como ética de la
ley natural 1• Los orígenes de esta tradición se remontan a diversas ideas
formuladas inicialmente por Sócrates, Platón, Aristóteles y los estoicos.
Más tarde, muchas de esas ideas fueron adoptadas por el pensamiento
ético judeocristiano y han llegado hasta nuestros días como parte de so­
fisticados sistemas de conocimiento moral. El más destacado artífice de
esta doctrina fue Santo Tomás de Aquino. Su visión, así como la de algunos
tomistas actuales, fue mi principal fuente de inspiración.
Aunque no pretendo negar la deuda contraída con mis fuentes inme­
diatas o remotas2, me propuse reducir a un mínimo las referencias histó­
ricas en el cuerpo de la obra. Mi intención es discutir la verdad de ciertas
afirmaciones éticas, con prescindencia del contexto en que fueron conce­
bidas o en el que antaño fueron aceptadas y defendidas.
En consecuencia, este libro ofrece una reconstrucción contemporá­
nea de una teoría ética tradicional. Ésta es una doctrina que el autor ha lle­
gado a considerar altamente plausible, aunque de ningún modo perfecta
ni exenta de debilidades.
Esta obra fue escrita en primera instancia para aquellas personas que,
en medio de la confusión actual y sin ser especialistas en filosofía, sientan
la necesidad de darle a su propio pensamiento una estructura conceptual
bien fundada. Sin un entramado razonablemente firme de convicciones

1
En el Apéndice se explica el sentido que el término "ley natural" tiene en este libro.
2
Un listado exhaustivo de las fuentes aparece en el Apéndice.

1
7
I LOS BIENES HUMANOS. Ética de la ley natural

éticas resulta prácticamente imposible dirigir la propia vida manteniendo


una cierta coherencia entre los propósitos generales y las múltiples deci­
siones concretas.
Creo sinceramente que si las razones que presento resultan ser con­
vincentes y si alguien logra llevar una vida de exitosa búsqueda y apropia­
ción de los bienes básicos, esa persona podrá acceder a una vida realizada
y plena, al menos en cuanto es posible para quienes habitamos un mundo
imperfecto donde la enfermedad, la vejez y la muerte ponen en peligro el
goce de cualquier bien.
Introducción

Un paradigma de pensamiento ético: El Critón de Platón


Uno de los ejemplos más antiguos, claros y hermosos de pensamiento
ético se encuentra en un breve diálogo platónico llamado Critón. Éste
transcurre cuando Sócrates, condenado a muerte por un tribunal ate­
niense bajo los cargos de impiedad (no honrar a los dioses de la polis) y
de corromper a la juventud, está ya en prisión. En su discurso de defensa
(tal como fue re­creado por Platón), Sócrates había intentado mostrar que
era víctima del prejuicio generalizado de los atenienses en contra de los
intelectuales, y que los cargos que se le imputaban no sólo eran falsos sino
también malintencionados. No obstante, Sócrates no logró persuadir al
jurado de su inocencia, y éste lo sentenció a la pena máxima.
Ya en la cárcel, entonces, mientras espera el cumplimiento de su con­
dena, sus amigos elaboran detallados planes para que escape y huya de
Atenas. Uno o dos días antes de la ejecución, Critón ­viejo amigo de Sócra­
tes­ viene a decirle que ya está todo dispuesto para la huida. Pero como
Critón conoce bastante bien a su amigo, sabe que deberá darle razones
para que acepte escapar: tendrá que presentarle argumentos que lleven a
la conclusión de que Sócrates tiene el deber de evitar ser ejecutado.
No nos interesan ahora los argumentos concretos de Critón, sino el
hecho de que Sócrates exija argumentos, puesto que él es, según sus mis­
mas palabras, "del tipo de persona que sólo obedece al argumento (lagos)
que, habiendo reflexionado, le parece el mejor'".

J Gritón 46b.

11
\ LOS BIENES HUMANOS. Ética de la ley natural

Ésta es una primera restricción que Sócrates impone a su diálogo con


Critón. Posteriormente añade otra: el asunto de su huida no se deberá
considerar en términos de costo, opinión pública o consecuencias para
sus hijos, sino exclusivamente en términos de si es o no justo ­es decir,
moralmente correcto­ que él huya4.
Este escenario es el que hace que el Gritón sea un caso paradigmático
de discusión ética, y en la medida en que invoca principios o normas éti­
cas generales, también un paradigma del ejercicio de la filosofía moral. En
este punto sería interesante que el lector o la lectora leyera el Gritón para
ver si los argumentos de Sócrates le resultan convincentes. Su decisión de
quedarse en la prisión y morir zes una locura o se trata de una decisión
razonable y sabia? Estas preguntas son sin duda pertinentes. No obstante,
en este contexto, prefiero centrar mi análisis en la estructura misma de la
conversación, para extraer de allí algunas inferencias acerca de la práctica
o ejercicio de la filosofía moral en general.
A veces, cuando se le pide a alguien que responda a una pregunta ética
(por ejemplo, si un determinado acto es correcto o incorrecto), hay gente
que tiende a decir: "Pero équíén puede decidir si algo está bien o mal?". No
es raro que además se establezca un contraste entre lo moral y lo legal: en
materias legales, los tribunales tienen autoridad para resolver; en materias
morales, en cambio, no hay ninguna institución con una autoridad aná­
loga. Y los que están verdaderamente convencidos de que en lo ético no
hay autoridad que valga, dan todavía otro paso: "Por lo demás, équién eres
tú para decirme (o imponerme) lo que yo debo hacer? Tú decide lo que
está mal para ti, y yo decidiré lo que está mal para mí". En otras palabras,
se asume rápidamente que la ética es un asunto esencialmente privado y
que, además, es relativo a cada individuo.
Ahora bien, en el Gritón ninguno de los dos amigos tendría dificultad
alguna para aceptar que el dominio legal y el dominio moral son distintos.
Ninguno duda de que el tribunal ateniense resolvió la cuestión legal sobre
Sócrates; pero la cuestión moral, sin embargo, no es tratada aquí como si
fuera algo meramente privado y subjetivo. Sócrates no le dice a Critón: ''A
ti te parece correcto que yo escape, a mí me parece que no lo es. Para ti es
correcto, para mí es incorrecto. Punto final".
Todo lo contrario. Frente a la pregunta "¿Quién decide una cuestión
ética?" el Gritón da una repuesta clara y firme: "Nosotros". Lo ético no es

4
Critón 48h­c.
I ntrod ucción I

algo que se pueda decidir desde la perspectiva de la primera persona sin­


gular, sino desde la primera persona plural. No es lo que me parece a mí
lo decisivo, sino lo que tú y yo acordemos es lo correcto. La ética implica
acuerdos.
Puesto que Critón y Sócrates no están de acuerdo, tendrán que iniciar
un diálogo en el que cada uno intentará convencer al otro. Para persuadir
a alguien como Sócrates (o, en rigor, a cualquier persona razonable) no
se podrá apelar a consideraciones propias de la primera persona singular.
Decir, por ejemplo, "Porque tengo ganas de hacerlo (aunque quizás tú
no)" o "Porque me produce agrado hacerlo (aunque quizás a ti no)", no
serán justificaciones aceptables. Este tipo de respuesta revelaría, más bien,
la voluntad de abandonar el esfuerzo por persuadir. Se estaría declarando
la intención de retirarse de la conversación.
Para seguir participando hay que proporcionar justificaciones que
vayan más allá de los sentimientos subjetivos (que son hechos privados)
y que apelen a algo que sea accesible para ambos (y para todos.) La argu­
mentación del Critón, como todo razonamiento moral serio, es pública, lo
que equivale a decir que cualquier persona que la considere detenidamen­
te encontrará razones, más allá de sus sentimientos subjetivos, para acep­
tar o rechazar sus conclusiones. La justificación ética, por consiguiente, en
cuanto está dirigida a otras personas (en cuanto es interpersonal), debe
apelar a razones objetivas.
No sólo es inadmisible dentro del diálogo ético el recurso a los senti­
mientos subjetivos. Tampoco lo es el apelar exclusivamente a la autoridad
del que habla. "Esto es correcto (o incorrecto) porque lo digo yo" es un
pronunciamiento inaceptable no porque ofrezca razones equivocadas,
sino porque en rigor no ofrece razón alguna. No presenta nada al interlo­
cutor que éste pueda considerar para llegar justificadamente a creer o no
creer el juicio ético en cuestión.
A pesar de lo imponente que debe haber sido su personalidad, Só­
crates no quiere que su amigo conceda nada en lo que no crea de verdad
(es decir, basado únicamente en la autoridad de quien lo dice)". Sócrates
espera que Critón presente objeciones y piense por sí mismo. La conver­
sación ética, de hecho, refleja una actitud fundamentalmente igualitaria.
Todas las personas que participan en ella deben hacerlo en el mismo pie, y

5 Critón 49d.

1
13
I LOS BIENES HUMANOS. Ética de la ley natural

nadie puede reclamar para sí la posesión de autoridad basada en un acceso


privilegiado a la verdad.
Por otra parte, y aunque en el Gritón apenas se sugiere, de este ca­
rácter igualitario de la conversación se puede todavía extraer otra conse­
cuencia: el resultado o la conclusión del diálogo será generalizable. Si para
Sócrates está mal escapar, también lo estará para Critón o para cualquiera
en esas mismas circunstancias. Exceptuarse a uno mismo de esta conse­
cuencia equivaldría, una vez más, a reclamar algún tipo de privilegio o de
rango superior incompatible a la supuesta igualdad de todos los partici­
pantes. La igualdad, entonces, conduce a la exigencia de que el resultado
que arroje el debate ético se aplique a cualquier persona enfrentada a la
misma elección.
Aunque no se la mencione en el Gritón, hay otra consecuencia inte­
resante del hecho de que de las discusiones morales se puedan extraer
principios generales. Se trata de la llamada Regla de Oro de la Moral: "No
hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti". Si para mí fuera correcto
robar tu billetera o tu cartera, entonces, en virtud de la generalización im­
plícita en este principio, también para ti sería correcto hacer lo mismo con­
migo. Sin embargo, como yo tengo razones para oponerme a que tú me
robes, debo conceder que tampoco sería correcto que yo te robara a ti.
Creo que en cuanto extiende los rasgos igualitarios del diálogo, nadie
objetaría la Regla de Oro en esta etapa de la conversación. Tampoco Só­
crates o Critón, si la hubieran considerado, habrían tenido razones para
rechazarla.
Así, la lección que obtenemos del Gritón es que el paradigma de la
práctica de lafilosofia moral es un diálogo idealizado, donde dos o más
individuos se ofrecen mutuamente razones (del tipo adecuado), en un
intento por llegar a un acuerdo acerca de si cierta clase de acciones son
moralmente correctas o incorrectas. Todos los participantes admiten,
además, que el resultado será, imparcialmente, obligatorio para todos.
Debemos recordar, sin embargo, que Platón, el autor de este texto,
mandó hacer copias de éste para que circularan entre sus amigos de Ate­
nas y de otras ciudades. Esta decisión permitió a otras personas participar
también en la conversación privada que supuestamente tuvo lugar en la
celda de Sócrates a comienzos del siglo rv a.c. Los lectores griegos pu­
dieron entender y evaluar estos argumentos; quizás no todos lo hicieron
favorablemente.
introducción I

De este modo la conversación inicial trascendió los estrechos muros


de la cárcel de Atenas, y se hizo accesible a individuos distantes en el espa­
cio y en el tiempo. Si pensamos que actualmente el Criton puede ser leído
en español o en cualquier idioma contemporáneo, podemos afirmar que
el escenario paradigmático del ejercicio de la filosofía moral está abierto a
todo tipo de participantes.
¿Quiénes son, en principio, los que están incluidos, y quiénes están
excluidos de esta práctica o actividad llamada "filosofía moral"? Obviamen­
te la conversación no se limita a los griegos de la Antigüedad. A través de
traducciones adecuadas, los argumentos del texto platónico son accesibles
a personas de cualquier tiempo y lugar. Sería un error, también, creer que
como en el diálogo no hay personajes femeninos, la filosofía moral debe
restringirse sólo a los hombres. Las mujeres han leído con provecho el
Gritón y sin duda lo seguirán haciendo. Las minorías tampoco pueden
excluirse. En principio, los miembros de cualquier grupo étnico o lingüís­
tico son capaces de comprender los argumentos de Sócrates, y por ello
pueden participar legítimamente en la discusión.
Tampoco se puede dejar fuera a nadie por sus convicciones religiosas.
A quienes profesan alguna religión se les pedirá que no introduzcan afir­
maciones basadas en su fe (o en pronunciamientos de individuos con au­
toridad para enseñar dicha fe), y que argumenten limitándose a premisas
accesibles a cualquiera. Cuando en una discusión se parte de una premisa
aceptada por fe (por ejemplo: "Dios creó al ser humano a su imagen y se­
mejanza"), se genera otro tipo de práctica o conversación, específicamen­
te la llamada "teología moral". De ésta, sin embargo, no trataremos en este
libro porque no todas las personas comparten su punto de partida.
Por otra parte, están definitivamente excluidos de este diálogo los pe­
rros, los gatos, los delfines o los elefantes del zoológico más cercano. En
la medida en que estos seres no pueden leer el Gritón ni participar en una
discusión crítica de sus argumentos, y en que tampoco pueden reconocer
deberes ni responsabilidades por sus acciones, no podemos incluir a los
animales (ni a los árboles ni a la materia inorgánica) como interlocutores
válidos en nuestras prácticas de filosofía moral.
Con todo, actualmente existe una tendencia a conceder a los animales
­al menos a los mamíferos superiores­ el mismo status moral que a los
seres humanos6. Pero como uno de los máximos defensores de los dere­

6
Singer (1975).

1
15
I LOS BIENES HUMANOS. Ética de la ley natural

chas de los animales reconoce, "Ellos no son agentes morales y no pueden


tener los deberes y responsabilidades propios de los agentes morales:".
Las cuestiones morales sólo se pueden discutir con agentes morales, por­
que la "agencia moral" ­es decir, la capacidad de actuar guiados por los
conceptos de lo moralmente recto y lo incorrecto­ está indisolublemente
unida a la capacidad de comprender estos conceptos abstractos y de acep­
tar o rechazar las proposiciones en las que aparecen.
¿y qué diremos de los niños y de los seres humanos con discapacidad
mental grave? La condición de los niños es sin duda diferente de la de
los animales. En circunstancias normales, los niños pequeños llegan a ser
adultos, y llegan, por ello, a ser capaces de entrar en el diálogo ético. Mien­
tras crecen, sin embargo, es razonable que estén sujetos a la autoridad
moral de sus padres y tutores, pues todavía no pueden comprender por sí
mismos las razones que se exponen en la conversación moral. Pero como
el escenario paradigmático de la filosofía moral no está limitado en el tiem­
po, la inclusión de los niños en el ejercicio de dar y recibir justificaciones
interpersonales en realidad consiste en tomar en cuenta las respuestas y
objeciones que éstos, en principio, podrían dar más tarde, es decir, cuan­
do lleguen a ser adultos.
El caso de las personas con discapacidad mental es distinto. A diferen­
cia de los niños, ellos no son sólo transitoriamente inmaduros, sino per­
sonas con una seria deficiencia con respecto a una característica humana
básica. Pero tal como no es lícito excluir por principio a un analfabeto que
nunca haya leído el Gritón pero que podría hacerlo si sus circunstancias
económicas y sociales cambiaran, también los discapacitados, en caso de
que fueran seres humanos normales, podrían en principio unirse a nuestra
conversación. Con los animales no sucede lo mismo. Si un perro con una
severa deficiencia en alguna de las características caninas básicas fuera un
perro normal, pese a ello no podría formar parte de la conversación moral.
Pero una persona con discapacidad mental merece tanta consideración
en el debate moral como un campesino analfabeto de Nigeria o Malasia,
aunque, por desgracia y en razón de sus especiales circunstancias, nunca
pueda participar efectivamente en esta actividad. En los casos de analfa­
betismo y discapacidad estamos frente a una deficiencia medida desde la
normalidad humana. En concreto, tener "consideración por estas personas
en el debate moral" significa básicamente no aceptar como moralmente
lícita ninguna acción que un discapacitado habría en principio rechazado,

­ Regan (1983), 357, citado en Regan (1993), 352.

116
Introducción I

en el caso de haber tenido la capacidad normal para discutir con nosotros.


Podemos estar de acuerdo en que dañar o perjudicar a un discapacitado es
ilícito porque es algo que esa persona no aceptaría si alcanzase la normali­
dad requerida para ofrecernos un argumento racional.
Nuevamente, équién decide una cuestión moral en el sentido de llegar
a una conclusión con respecto a la verdad de las respuestas posibles? So­
mos nosotros los que tenemos que decidir, y aquí el "nosotros" se refiere
en primer lugar a usted, lector o lectora, y a mí, el autor, así como también
a otras personas que lean este libro, y en general a cualquier ser humano
capaz de entender predicados éticos y de usarlos en la formulación de
juicios morales. La práctica de la filosofía moral es entonces una conver­
sación imaginaria en la que tratamos de justificarnos mutuamente ciertas
afirmaciones éticas mediante razones objetivas.

Plan de la obra
Aunque nuestro objetivo último es lograr un acuerdo en materias concre­
tas de ética, hay un cierto trecho que recorrer antes de alcanzarlo. Hay
que comenzar por los fundamentos. El tratamiento de esta área previa y
fundante se realizará entre los Capítulos 1 y 5 del libro.
En el Capítulo 1 se introduce un principio muy general para la acción
humana, que se debe mantener siempre presente. El Capítulo 2 propone
una lista de bienes (no se trata de bienes morales, como veremos) que en
conjunto definen la plenitud humana o felicidad, que es la meta última de
todas nuestras acciones. El Capítulo 3 intenta responder algunos asuntos
controvertidos que habrán ido apareciendo en el capítulo anterior. Luego,
en el 4 se formulan ciertas pautas o estrategias para el logro efectivo de
los bienes, algunas de las cuales proporcionarán el nexo entre este ámbito
fundamental y otro específicamente moral.
El Capítulo 5 interrumpe el curso de la conversación para examinar
algunas cuestiones importantes en vistas a comprender una acción huma­
na concreta. A pesar de que esta explicación es una tarea eminentemente
descriptiva, ella contribuye de modo decisivo al pensamiento ético en
cuanto proporciona un blanco o foco en el cual concentrar la mirada al
emitir un juicio moral. Y como para emitir estos juicios se requiere tam­
bién de normas morales, en el Capítulo 6 se presenta un esquema de éstas
y una estrategia para justificarlas a partir del material fundacional expuesto
al inicio. Los Capítulos 7 y 8 aplican las normas ya justificadas a clases de
acciones de intenso debate en la actualidad: a ciertas acciones que afectan

1
17
I LOS BIENES HUMANOS. Ética de la ley natural

el comienzo y el fin de la vida. Por último, en el epílogo (Capítulo 9) se in­


tenta mostrar con claridad las diferencias entre el sistema aquí presentado
y las teorías morales utilitarista y libertaria.
Hay autores que señalan en sus libros qué capítulos se pueden omitir
sin pérdida significativa para el lector. Este texto, sin embargo, constituye
un único y extenso razonamiento, por lo que cada paso es importante. Así
y todo, es justo señalar que si alguien ya leyó el libro una vez y ahora sólo
quiere repasar los elementos centrales de esta teoría, convendría que vol­
viera a leer los Capítulos 1, 2, 4 y 6.
Procedamos ahora al punto de partida de nuestra conversación.

1
18
Capítulo 1
Un primer principio

Cualquier intento de razonar con alguien tiene que partir de algún punto.
Si la proposición Q se sigue claramente de la proposición P, y logro que
alguien esté de acuerdo conmigo en que Pes verdadera, entonces estoy en
condiciones de persuadirlo de que Q también lo es. En este caso, nuestro
acuerdo sobre P sería un buen punto de partida.
Los razonamientos en las conversaciones siguen por lo general este
modelo, y así también ocurre en el Critón. Para lograr que Critón aceptara
su conclusión (que no debía escaparse), Sócrates tuvo antes que conseguir
que aprobara una serie de premisas de las que esa conclusión se seguía.
El propósito de este capítulo, entonces, es invitar al lector o lectora a
convenir conmigo en algo ­un punto de partida­ para que podamos se­
guir avanzando. Si no concordamos en nada, no podemos razonar juntos
y habría que cerrar este libro.
Tal vez estamos de acuerdo en que, por lo general, tiene sentido no co­
mer alimentos que huelen mal. Cuando algo tiene mal olor es porque pro­
bablemente está podrido, y la gente suele no querer enfermarse. También
podríamos acordar ­aunque en la vida real seamos de los que no mueven
un dedo­ en que conviene hacer ejercicio en forma regular. Se podría
además preguntar "¿Por qué conviene hacer ejercicio?", y posiblemente,
responderíamos: "Porque es bueno para la salud".
Parece, entonces, que estamos empezando a concordar en dos cosas:
Primero, en que es malo estar enfermo y es bueno estar sano; y segundo,
en que es razonable evitar enfermarse y tratar de mantenerse sano.

19
I LOS BIENES HUMANOS. Ética de la ley natural

Pero la enfermedad no es el único mal, ni la salud tampoco el único


bien. Estamos rodeados de muchas cosas buenas y muchas cosas malas, de
modo que la actitud que tenemos frente a la salud y la enfermedad puede
razonablemente adoptarse también frente a muchas otras cosas.
Por eso sugiero llegar a un acuerdo en la siguiente afirmación, que
llamaré "El Principio Formal" (PF):
Se debe perseguir lo bueno, y se debe evitar lo malo.

Antes de continuar, hay que agregar varias cosas sobre este principio.
Lo primero es que los verbos "perseguir" y "evitar" representan aquí una
amplia gama de acciones. "Perseguir", por ejemplo, se podría reemplazar
por "tratar de obtener", "asegurar", "hacer", "promover", "realizar", etc.; y
"evitar", por "abstenerse de", "eludir", "evadir", "arrancar de", etc. Todos
estos verbos describen acciones que nosotros, los seres humanos, realiza­
mos deliberadamente como resultado de nuestra actitud positiva o nega­
tiva frente a algo. Las razones de esta actitud, por su parte, de este hacer o
dejar de hacer algo, están encapsuladas en las palabras "bueno" y "malo",
respectivamente.
¿Cómo se están usando aquí los términos "bueno" y "malo"? Ellos son,
sin duda, términos evaluativos. Si alguien valora algo, dice que es bueno;
en caso contrario, dice que es malo. La evaluación que por ahora estamos
considerando es la evaluación común, no la específicamente moral: Lasa­
lud y la enfermedad no son cosas moralmente buenas o malas. Cada vez
que exhortamos a alguien, por ejemplo, a postular a una buena universi­
dad, a evitar sacarse malas notas, a comprar un par de buenas zapatillas o
deshacerse de un auto malo, apelamos implícitamente a este principio.
El PF, entonces, no es un principio moral sino un principio general de
la racionalidad práctica. En ausencia de otras especificaciones, no nos dice
si una acción es moralmente buena o mala. Además, por su generalidad,
deja también abierta la cuestión acerca de los bienes de quién deben per­
seguirse y cuándo. A veces será racional para mí tratar de obtener mi bien,
y otras veces puede serlo el esforzarme por obtener el bien de otro. El
principio no me pide que persiga activamente todos los bienes en todas las
ocasiones en que se me presentan. Lo único que rechaza, en términos am­
plios, es perseguir algo malo (para cualquiera) y omitir deliberadamente
algo bueno (para cualquiera.) Pero tomado por sí mismo, el PF no resuelve
los conflictos prácticos.

l 20
Capítulo 1

El término "práctico" no está siendo utilizado aquí en su acepción


habitual (donde significa "útil" o "capaz de ser usado inmediatamente").
Me apoyo más bien en las raíces griegas de esta palabra, donde el adjetivo
"práctico" deriva de praxis, el término griego para "acción". De allí que en
filosofía se lo use para señalar "lo que pertenece al ámbito de la acción hu­
mana". "La razón práctica", entonces, se refiere específicamente a nuestra
capacidad de utilizar la razón para guiar nuestro obrar, en contraste con el
uso de la razón para fabricar algo o para comprender algo sin ninguna in­
tención ulterior de actuar. A estos otros dos usos de la razón Aristóteles los
llamó "razón productiva" y "razón teórica", respectivamente". Se trata, por
cierto, de distintos usos de una única capacidad humana fundamental.
Por otro lado, decir que ya hemos formulado un principio de racio­
nalidad práctica no significa que todas las acciones humanas de hecho se
ejecuten en conformidad con él, sino, más bien, que toda acción humana
debería realizarse en conformidad con ese principio. La búsqueda y apro­
piación de cosas que no son buenas y el evitar otras que sí lo son, no sólo
es posible sino que también muy común, aunque de suyo sea irracional.
Si fumar es malo para la salud, por ejemplo, de acuerdo con este princi­
pio básico de racionalidad práctica fumar sería, en general, irracional. Si
contaminar un río es perjudicial para quienes viven cerca de él, hacerlo es
habitualmente irracional. Sin embargo, puede haber casos particulares en
los que tenga sentido revisar el cargo de irracionalidad, como cuando se
obtiene un bien que compensa el mal que se realiza (por ejemplo, la clá­
sica alternativa "si no fumo no me relajo nunca", o bien "si no contamino
tendré que cerrar la fábrica y todos los que viven cerca del río quedarán
sin empleo").
¿Podemos, a pesar de todo, estar de acuerdo en que este principio de
racionalidad práctica es verdadero?
Examinemos primero lo que estamos haciendo. No pretendemos
decir que el principio es verdadero porque estamos de acuerdo con él.
Dos personas pueden estar de acuerdo en que Montevideo es la capital
de Brasil, pero esta afirmación es falsa y ni el más amplio consenso puede
hacerla verdadera.
La estrategia de los acuerdos se justifica precisamente al revés. Es
decir, idealmente concordamos en algo porque eso es verdadero. Nues­
tros esfuerzos en buscar acuerdos, entonces, deben apuntar a encontrar

H Aristóteles: Metafísica 6.1.1025h25.

1
21
I LOS BIENES HUMANOS. ÉUca de la ley natural

razones que nos permitan pensar que aquello en lo que acordamos es de


hecho verdadero. Si dudamos en aceptar que Montevideo es la capital de
Uruguay, por ejemplo, podemos intentar averiguar otras cosas, como si su
idioma oficial es el portugués o el español.
¿Qué razones tenemos para pensar que la proposición que dice que
debemos perseguir lo bueno y evitar lo malo es verdadera? No pueden ser
razones que procedan de la observación empírica, puesto que la proposi­
ción no es empírica: no se refiere al mundo ni a nuestra experiencia de él.
En efecto, una proposición es empírica si podemos saber que es verdadera
(o falsa) a partir de la observación y la experimentación. La química, por
ejemplo, postula proposiciones empíricas, y los estudiantes de química
deben hacer experimentos y observar sus resultados para corroborarlas.
En ética, en cambio, no se usan laboratorios.
El primer principio de la razón práctica, entonces, no dice nada sobre
la naturaleza, ni sobre las ciudades o sus roles institucionales dentro de
un país. No pretende afirmar absolutamente nada acerca de cómo es el
mundo. El principio se limita a decir algo acerca de cómo debemos actuar.
Afirma que si algo es bueno, es racional tratar de obtenerlo; y si algo es
malo, es racional evitarlo. Nada más.
¿y qué pasa si una persona niega este principio y dice que aunque
X sea malo para ella, igual debe perseguirlo? Hay varias opciones que lo
pueden explicar:
(1) Es posible que X sea malo para ella pero que X también lleve a Y,
algo que sí sea bueno para ella. Por ejemplo, aunque es malo para
alguien que le amputen una pierna, cuando ése es el único modo
de salvarle la vida, lo racional es amputarla. Vista aisladamente,
una amputación es mala para cualquiera. Pero tomando en con­
sideración todos los elementos del caso, y debido a la condición
particular de esa pierna, la amputación no es realmente mala. De
hecho, es instrumentalmente buena. Entonces el Principio Formal
no se ha rechazado: la acción de este ejemplo es perfectamente
racional de acuerdo con los requerimientos del PF.
(2) Otra posibilidad es que la persona que niega este principio tenga
algún tipo de alteración mental. Como este principio entrega un
criterio de racionalidad, su rechazo (junto a una serie de otros
síntomas) puede revelar precisamente que la persona no está en
su sano juicio. Perseguir lo que es malo para uno, o elegir perma­
nentemente lo que es autodestructivo, constituye aquel tipo de

1
22
Capítulo 1

comportamiento que estudia la psiquiatría. No se nos ha mostrado


que el principio sea falso, sino sólo que su violación constante es
señal de un desorden psicológico serio. La no conformidad oca­
sional del propio comportamiento con el PF, en cambio, es bas­
tante común. No es extraño que hagamos elecciones irracionales,
pero ello no implica que neguemos la verdad del principio. Sólo
muestra que el principio es normativo y no descriptivo.
(3) La tercera explicación de por qué alguien puede creer que es ra­
cional esforzarse por obtener algo malo puede no parecer muy
plausible, aunque, como veremos, apunta en la dirección correcta.
Dos de los diversos términos griegos para las palabras "bueno" y
"malo" son kalón y kakón, respectivamente. Como estas palabras
se parecen, podemos fácilmente imaginar a un estudiante de grie­
go confundiéndolas en sus primeras lecciones, y diciendo "X es
kakón" cuando, en rigor, quería decir justo lo contrario. Pero en
este caso, nuevamente, el principio no se ha negado, pues "X es
kakón y debes perseguir X" no es, dado lo que este estudiante
realmente quería decir con kakón, un contraejemplo para el prin­
cipio.

La explicación de por qué el estudiante hace una afirmación paradójica


( confunde dos adjetivos en griego) nos da la clave para entender por qué
es absurdo decir que es racional perseguir lo que es malo, cuando eso es
realmente lo que queremos decir.
La paradoja se produce por el hecho de que en español el término
"malo" (como sus equivalentes en todos los demás idiomas) se utiliza pre­
cisamente para calificar aquello que conviene evitar. Asimismo, "bueno" se
utiliza para recomendar aquello que conviene obtener. En consecuencia,
negar el principio de racionalidad práctica es una contradicción en los tér­
minos, algo tan absurdo como decir que un soltero es un hombre casado.
Por lo tanto, el primer principio de la razón práctica es verdadero en
virtud del significado de sus términos. Cualquier persona que entienda
de qué hablamos cuando decimos (en cualquier idioma) que algo es bue­
no, puede darse cuenta de que el principio es verdadero y no tendrá obje­
ciones para que lo situemos como punto de partida de la filosofía moral.
Con todo, si la verdad del principio es equivalente a la de la afirmación
de que un soltero es un hombre que no se ha casado, podemos inmediata­
mente ver que, por sí mismo, no nos resulta de gran utilidad. Saber que los
solteros son los hombres que no se han casado no sirve de nada a una mu­

1
23
I LOS BIENES HUMANOS. Ética de la ley natural

jer, que en una fiesta, quiere saber cuál de los tres galanes que le conversan
es efectivamente soltero. Del mismo modo, saber que las cosas buenas son
aquéllas que conviene tratar de obtener no nos dice nada acerca de qué
cosas son de hecho buenas para mí y para los demás.
Para llamar la atención sobre esta insuficiencia dije que éste era un
principio formal. Con esto me refiero a que no provee ningún criterio
concreto para determinar qué cosas son buenas. Es como si dijera que si
lo que diviso nadando al costado del barco es una ballena, entonces es un
mamífero. Aunque esta proposición indudablemente es verdadera, no me
dice si lo que está nadando a corta distancia es efectivamente una ballena
o no.

1
24
Capítulo 2
Principios complementarios
de la racionalidad práctica:
Los bienes humanos básicos

En el esfuerzo por iniciar esta conversación llamada "filosofía moral" ya he­


mos dado un primer paso: estamos de acuerdo en un Principio Formal de
racionalidad en la acción, y lo estamos porque nos parece que hay razones
para pensar que es verdadero. Analizando el significado de sus términos
nos convencimos de que el PF no puede ser falso; pues si utilizamos el
término "bueno" para designar aquello que conviene tratar de obtener, no
puede ser falso que, en cuanto seres racionales, tenemos una justifición
para perseguirlo.
Tras este acuerdo, sin embargo, empezarán a surgir espontáneamente
muchas preguntas: ¿Qué cosas son buenas? ¿cómo se puede distinguir
entre algo bueno y algo malo? Y también: mueno para quién?
Éstas son preguntas difíciles de responder. Ya en tiempos de Sócrates
o incluso antes se debatían intensamente. Todos queremos saber lo que es
o resultará ser bueno para cada uno de nosotros. Si supiéramos de ante­
mano que un viaje va a ser desastroso, obviamente no lo emprenderíamos.
Si supiéramos cuál va a ser el número ganador de la lotería, iríamos directo
a comprarlo (y en cada uno de estos casos estamos ajustando nuestros
actos al PF, naturalmente).
Un primer obstáculo que hay que enfrentar en la identificación de los
bienes, entonces, es nuestra ignorancia sobre lo que ocurrirá en el futuro.
Podemos apostar por ciertos resultados, podemos proyectar en base a la
experiencia pasada, podemos preocuparnos de seguir todos los pasos
prescritos para lograr el fin que deseamos, pero nunca podremos estar
totalmente seguros.

1
25
I LOS BIENES HUMANOS. Ética de la ley natural

Otro obstáculo que se presenta en nuestro camino ya fue mencionado


antes: estamos rodeados de una gran cantidad de bienes. De hecho, casi
todas (o tal vez todas) las cosas tienen algún aspecto bueno. Siempre hay
algo que las hace atractivas, aunque esa atracción termine a veces siendo
sobrepasada por los inconvenientes que le siguen, como quien se enferma
del estómago tras un suculento almuerzo. Otras veces las cosas son de­
rechamente engañosas, como esa "pomada" que me intentan vender: un
vistoso y elegante automóvil rojo que se me desarmará antes de la primera
cuadra.
Por tanto, muchos bienes son sólo "bienes aparentes": su aspecto
atractivo esconde sus defectos. Pero nosotros buscamos bienes reales,
bienes que no sólo parezcan buenos, sino que verdaderamente lo sean.
La distinción entre los bienes reales y los aparentes se opone de lleno
a una tesis muy popular en nuestros días, aunque ya era conocida por los
griegos antiguos. Me refiero a una posición que anuncié en el primer ca­
pítulo. En relación con los bienes, la Tesis Subjetivista (TS) se formularía
así:
Si a un individuo A le parece que X es bueno, entonces X es bueno
(beneficioso) para A.

A primera vista esta posición resulta atractiva, pues se centra primor­


dialmente en lo que a cada cual le concierne, y da la impresión de preser­
var también la valiosa autonomía individual. Por "autonomía" entenderé
aquí el privilegio que tienen los individuos de determinar y elegir por sí
mismos su bien, sin la interferencia paternalista de otros.
Más adelante analizaré el aspecto "electivo" de la autonomía ("capa­
cidad de elegir por sí mismos ... "), ya que la TS sólo alude a su aspecto
"determinativo" ("capacidad de determinar por sí mismo su propio bien"):
yo determino lo que es bueno para mí, y tú determinas lo que es bueno
para ti. "No quiero que nadie me imponga lo qué es bueno para mí" es una
expresión que escuchamos (o decimos) con frecuencia. Y aunque quizás
suene como una aconsejable máxima individualista, la verdad es que no lo
es. Puesto que no soy infalible y puedo equivocarme, no todo lo que me
parece bueno para mí es necesariamente bueno para mí. En efecto, uno
de los ámbitos donde el autoengaño es más notorio es precisamente el
ámbito del propio bien. Cuando deseo con gran vehemencia alguna cosa
no me cuesta nada autoconvencerme de que es para mi propio bien. Basta
mirar la cantidad de personas que tiende a comprar cualquier "pomada"
que le vendan.

1
26
Capítulo 2

Es cierto que en muchos casos los demás pueden estar en una peor
posición que yo para determinar lo que es bueno para mí. Puede ser que,
en general, yo sea el mejor situado para emitir este tipo de juicios. Sin em­
bargo, cualquiera que admita que su propia opinión puede estar equivo­
cada ( es decir, que lo que a alguien le parece bueno para sí no es siempre
necesariamente lo que de verdad es bueno para él), ya ha admitido, en la
práctica, la falsedad de la TS.
'Iodavía se podría señalar con una cierta actitud de autosuficiencia que
aunque me equivoque en mi juicio, al menos será mi equivocación. Pero lo
que la racionalidad me pide es que busque lo que es bueno, no lo quepa­
rece bueno. Por eso es que una vez que admito que me puedo equivocar,
comprendo que la racionalidad exige que busque y corrija cualquier error
que pueda estar cometiendo.
¿Qué puedo hacer para evitar los errores en este ámbito tan impor­
tante de la vida? i.Cómo puedo discernir entre el bien real y el bien sólo
aparente?
Lo que necesitamos es un "criterio", y uso esta palabra como metáfora
para referirme a cualquier cosa que haga las veces de cedazo o de colador,
es decir, que funcione como esos instrumentos que sirven para separar lo
pequeño de lo grande o lo líquido de lo sólido.
¿será realista confiar en encontrar un criterio (y sólo uno) para distin­
guir las cosas buenas de las malas, especialmente tomando en cuenta que
éstas últimas a veces también aparentan ser buenas? Ciertos autores han
dicho que sí, y han propuesto algún candidato. El filósofo británico Jeremy
Bentham, por ejemplo, sostuvo que el placer en sí mismo era el único
bien, y que por tanto era también el criterio adecuado para determinar qué
otras cosas podían, derivadamente, ser buenas. Así, para Bentham, si X es
en sí mismo placentero, o si es causa o instrumento de placer, entonces, y
sólo entonces, X es bueno o valioso.
Esta concepción, sin embargo, tiene que enfrentar varios problemas,
el más importante de los cuales tiene que ver con el concepto mismo de
placer. Más adelante abordaremos de lleno este tema. Ahora sólo quiero
sembrar cierta eluda acerca de la posibilidad de encontrar un criterio único
de bondad. Si miramos alrededor nuestro, vemos que hay muchas cosas
buenas y que son bastante distintas entre sí. Hay autos buenos, clases
buenas, amigos buenos, vacaciones buenas y museos que también son
buenos. Al decir que estas cosas son buenas expresamos nuestra aproba­
ción respecto de ellas. Pero si nos preguntaran por qué el Museo de Arte

1
27
I LOS BIENES HUMANOS. Ética de la ley natural

Románico de Barcelona es un buen museo, o por qué un Mercedes­Benz


es un buen auto, nuestras respuestas serían muy diferentes. Decir que son
buenos porque nos dan placer es una respuesta demasiado vaga e insatis­
factoria. En el primer caso posiblemente mencionaríamos algunas de las
colecciones que allí se exponen, y en el segundo, la calidad de su motor.
El sentimiento placentero que experimentan quienes visitan el museo o
quienes conducen el auto no nos dice en forma específica en qué consiste
la bondad de éstos.
Los criterios de bondad (nótese ahora el plural) difieren ampliamente
entre una clase de objetos y otra. No existe un criterio único de bondad
para todo tipo de objeto. Por lo mismo, no hay tampoco ninguna razón
para suponer que los bienes humanos fundamentales puedan descubrirse
aplicando un único criterio. De aquí que mi estrategia de argumentación
será asumir primero que hay una pluralidad de criterios, y sólo en un se­
gundo momento cuestionaré la postura que dice que todos ellos se pue­
den reducir a uno.
Habitualmente los criterios se articulan en proposiciones generales que
sirven como premisas para hacer inferencias. Por ejemplo, "Todo número
divisible por 2 es un número par". Esta proposición sirve como punto de
partida para la siguiente inferencia: "El número 6 es un caso particular de
un número divisible por 2; por lo tanto, el 6 es un número par".
Propongo adoptar un patrón similar para los criterios que nos per­
mitan distinguir los bienes reales de los aparentes. Este patrón o Criterio
General (CG) será el siguiente:
X es un bien humano básico, y si Y es una instancia o caso particular
de X, entonces Y es un bien real.

El desafío será encontrar los sustituciones apropiadas para X. Tendrán


que ser términos generales que denoten aquellas cosas que consideramos
componentes esenciales de la felicidad o plenitud humana. Un bien huma­
no básico es a la vida buena o plena algo así como las pastas a la comida
típica de Italia. La pasta es un ingrediente clave, y puede aparecer de dis­
tintos modos en los distintos platos: como spagbetti.fettucine, tortellini,
etc. Pero tal como una comida sin pastas no puede ser un plato típico de
Italia, una vida sin bienes humanos básicos tampoco puede llamarse una
vida plena o de alta calidad.
Iré presentando mis candidatos a bienes básicos, y cada uno verá si
está o no de acuerdo con mi lista. Ofreceré razones para que haya acuer­

1
28
Capítulo 2

do, como lo exige la naturaleza de la filosofía moral entendida como una


discusión racional entre iguales. Las razones no serán del todo fáciles de
encontrar, puesto que, en la mayoría de los casos, no es posible apelar a
algo más universal que estos bienes básicos. Ocasionalmente acudiré en­
tonces a la noción habitual de "prosperar" o "medrar", aunque procuraré
no hacerlo en los casos más controvertidos o cuando no sea esperable un
asentimiento generalizado.
Por otra parte, y a diferencia de la justificación dada para el PF, invocar
ahora el significado de los términos para probar la verdad de los principios
sería claramente ilegítimo. La situación vuelve a ser como Jade la mujer en
la fiesta. Ella sabía, por el significado de los términos, que un soltero es un
hombre no casado. Pero para tomar una decisión entre sus tres candidatos
requería de otra premisa, como. por ejemplo: "Este hombre encantador
que me está ofreciendo un trago es soltero". Esta afirmación puede ser o
no verdadera, pero si efectivamente lo fuera, ciertamente no Jo sería en
virtud del significado de las expresiones "soltero" y "este hombre encanta­
dor que me está ofreciendo un trago". Las razones para creer en Ja verdad
o falsedad de la nueva premisa tienen que ser extralingüísticas. Tal vez es
el único de los tres sin anillo matrimonial, o quizás un amigo común le
aseguró que éste no estaba casado. En cualquier caso, aquí no basta con el
mero significado de las palabras.
Ya sabemos, entonces, cómo no debemos argumentar. Cómo sí debe­
mos hacerlo se mostrará mejor haciéndolo. Empecemos por algo verda­
deramente fundante:
{P.1) La vida es un bien humano básico.

Por "vida" entiendo aquí la vida humana a nivel biológico, la que se


manifiesta en las funciones típicas de un organismo humano como la
nutrición, división celular, crecimiento, etc. Que un organismo sea hu­
mano, por su parte, dependerá de que tenga el conjunto completo de los
cromosomas humanos normales, o bien alguna desviación de éste que se
considere una anormalidad genética humana, como la trisomía que cau­
sa el síndrome de Down. Un óvulo o un espermatozoide, por sí solo, no
constituye un organismo humano. Ninguno de ellos, como sabemos hoy,
posee el conjunto completo de cromosomas. Otro requisito para que sea
humano es que sea un organismo completo y no sólo una parte de un
organismo. Un dedo, un tumor o algunas gotas de sangre tienen células
humanas con el conjunto requerido de cromosomas, pero no constituyen
un organismo completo.

1
29
I LOS BIENES HUMANOS. Ética de la ley natural

No soy biólogo, y estas definiciones son probablemente vagas e in­


adecuadas para un estudio científico riguroso, sin embargo bastan para
entender qué pasa cuando alguien muere. En ese momento cesan las
funciones biológicas básicas del individuo, y como consecuencia de ello
cesan también todas las funciones superiores. Nuestra vida humana está
sustentada sobre un maravillosamente complejo (y frágil) sistema de fun­
ciones corporales, que en su mayor parte se realizan sin que siquiera nos
demos cuenta.
Todas estas afirmaciones son descriptivas y, por lo mismo, no son es­
trictamente parte de la filosofía moral. Para transitar hacia ella debemos
situar estas mismas consideraciones bajo los conceptos de bueno y malo.
-Acepraría usted ­ahora, mientras lee esta página­ que le quitaran la
vida? Presumo que no. Es posible que piense, como yo, que la muerte es
algo horrible, tanto su propia muerte como la de su novio, novia, esposo,
hijo, madre o ... la lista puede ser interminable. Tal vez estaremos de acuer­
do en que incluso la ejecución de un asesino es algo terrible; y en caso de
estar a favor de la pena de muerte usted agregará que algo tan terrible es
exactamente lo que un sujeto como ése se merece. La muerte, con su na­
tural implicancia de nuestra disolución final, es el mayor mal, aquello que
más ardientemente deseamos evitar.
En contraste con ella, la vida se nos aparece como un bien digno de ser
disfrutado y celebrado, como lo demostramos cada vez que festejamos un
cumpleaños, sea el nuestro o el de otros.
La vida no es el único hien (podemos tener muchos otros hienes apar­
te del mero estar vivos), pero es sin duda el primero. Sin ella no podemos
gozar de ningún otro hien. En este sentido, la vida es el bien fundante, es el
fundamento de los demás bienes. Pero su valor no es sólo instrumental, la
vida es también valiosa por sí misma: es bueno estar vivo. En este sentido
la vida es como la salud: no estar enfermo es bueno porque nos permite
perseguir otros bienes, sin embargo estar sanos es también un bien en sí
mismo. En otras palabras, reconocer el valor instrumental de un bien no
implica negar su valor intrínseco.
Estoy seguro de que muchos presentarán aquí la objeción ­muy popu­
lar en EE.UU. porque permitiría justificar la eutanasia voluntaria y al suici­
dio asistido­ de que hay personas para quienes la vida es simplemente un
mal. Más adelante exploraremos la moralidad de la eutanasia. Por ahora lo
que importa es establecer si es que es verdad que la vida es un bien, aun­
que haya unas pocas personas para quienes parezca ser un mal.

30
Capítulo 12
¿Por qué esas personas ven su vida como un mal? ¿Por qué hay gente
que desea la muerte? Una vida puede ser mala por diversas razones, entre
ellas: una enfermedad crónica, un dolor físico permanente, pobreza ex­
trema o indigencia, soledad y abandono por parte de familiares y amigos,
la toma de conciencia de que se ha cometido un crimen horrible ( como
Edípo, quien mató a su padre y se casó con su madre), un amor no corres­
pondido o una depresión severa. Una o más de estas razones, o cualquier
otra que se quiera agregar, podrían volver indeseable una vida.
Pero aunque esta lista no es exhaustiva, es necesario hacerla, pues sin
la referencia explícita a este tipo de hechos no se podría entender cómo
es que alguien puede ver su vida como un mal. Si tuviéramos una varita
mágica y elimináramos la enfermedad, el dolor, la pobreza, etc., que afec­
tan a una persona ésería sensato seguir diciendo que la vida en sí misma
es un mal para ella? Obviamente no, porque, en rigor, no es la vida la que
es mala (salvo que "vida" se entienda en forma distinta y no en sentido
estrictamente biológico), sino la enfermedad, el dolor, la pobreza, etc. La
vida como tal es algo distinto de esos males, por lo que no es lícito deducir
de ellos que la vida, por sí misma, sea un mal.
Pero quizás la vida no sea más que algo neutral cuyo valor o disvalor
depende totalmente de otros bienes. Si quisiéramos probar que B tiene
un valor derivado o instrumental, habría que mostrar primero que Bes un
medio para obtener A y que A tiene valor intrínseco. Supongamos, por otra
parte, que B es también un medio para la obtención de C. Si C es malo, B
sería en este caso instrumentalmente malo. En consecuencia, B sería tanto
instrumentalmente bueno como instrumentalmente malo, aunque en sí
mismo no sería ninguna de estas dos cosas. Esto es exactamente lo que
"neutral" significa.
Ahora bien, écómo se puede persuadir a alguien de que algo tiene va­
lor intrínseco? Si tenemos razones para admitir que G es intrínsecamente
bueno, y que O, E y F no son extrínsecos ni instrumentalmente condu­
centes a G, sino que son constitutivos internos de G, entonces tenemos
razones para pensar que también son intrínsecamente valiosos. Sin duda
todos estamos de acuerdo en que la felicidad o la vida buena es el fin úl­
timo del ser humano, es decir, aquello que valoramos por sí mismo y no
porque nos conduzca a otro bien. La vida ciertamente no es ni externa ni
instrumental respecto de la vida buena. La vida buena no es un producto
ni una consecuencia de la vida, sino la misma vida plenamente realizada.
De aquí que la vida, como un componente clave aunque no el único de la
vida buena, sea valiosa por sí misma. La vida no es neutral, como la muerte

31
I LOS BIENES HUMANOS. Ética de la ley natural

tampoco lo es. La muerte es totalmente incompatible con el fin último de


los seres humanos.
Por lo demás, la creencia de que la vida es un bien humano básico
subyace a muchas de nuestras convicciones morales ordinarias, tales como
que el asesinato es el crimen más grave, independientemente de quién o
cómo sea la víctima. De hecho, desde siempre y hasta nuestros días, el
valor de la vida ha sido históricamente la piedra angular de todos nuestros
valores.
Esta visión de las cosas está bastante extendida. Vivimos rodeados
de instituciones, edificios, vehículos e instrumentos que sólo se pueden
entender sobre la base de una convicción colectiva de que la muerte es
el mal extremo para cualquiera, y de que la vida es el primer bien. Si no
fuera así, équé sentido tendrían los servicios de urgencia en los hospitales,
las ambulancias, los helicópteros de rescate, los tubos de oxígeno y todas
esas cosas?
Como acabo de mencionar, hay un bien que está estrechamente unido
a la vida y en cierto modo es análogo a ella: el bien de la salud. Este bien,
a su vez, se manifiesta en valiosas operaciones físicas tales como percibir,
sentir, y la capacidad de moverse por sí mismo.
No obstante, el bien de la salud no tiene el rol de fundamento que
tiene la vida. Se puede estar enfermo y disfrutar de otros bienes, como por
ejemplo de la amistad de aquéllos que nos cuidan con devoción y cariño.
Pero no hay duda, tampoco, de que una vida vivida con buena salud será
siempre mejor que otra con largos periodos de enfermedad. Para la mayo­
ría de las personas, que la salud sea algo bueno es una verdad axiomática.
Por "axiomática" quiero decir "similar a los axiomas de la geometría", esto
es, aquellas proposiciones que se aceptan como verdaderas sin necesidad
de demostración.
En efecto, antes de introducir el Principio Formal de la racionalidad
práctica en el primer capítulo, apelé a las intuiciones comunes respecto de
la salud y la enfermedad. Es tan evidente que la enfermedad causa impe­
dimentos, disgustos, gastos y otros problemas, que cualquier persona ra­
zonable concederá que, al menos por su valor instrumental, se está mejor
cuando se está sano.
Pero también parece haber un cierto valor intrínseco, difícil de negar,
en la salud. Ella, por sí misma, es ya un componente valioso de la vida
plena. Podemos apuntar nuevamente a las facultades de medicina, los hos­

l 32
Capitulo 1 2

pitales, las farmacias o las prohibiciones de fumar, para mostrar el compro­


miso social que existe por el bien de la salud.
Cercano a la salud y en parte coincidente está también el bien de la
integridad física, ese bien que es violado cuando alguien golpea, hiere o
abusa del cuerpo de una persona. Es bueno vivir libre de este tipo de in­
terferancias o agresiones.
Por otra parte, y más allá de la preservación de la vida, de la promoción
de la salud, y del resguardo de la integridad física, casi todos estarán de
acuerdo en que la transmisión de la vida es también algo valioso. La reali­
zación de este bien nos lleva entonces a un segundo elemento en nuestra
lista de bienes básicos:
(P.2) La familia es un bien humano básico.

Ahora entramos en un tema complejo y controvertido. La familia se


ha vuelto una cuestión problemática por la impresionante cantidad de
matrimonios que actualmente fracasa. También se la acusa de ser una insti­
tución patriarcal, inevitablemente dominada por el hombre en detrimento
del bienestar de la mujer, y que puede ser perfectamente reemplazada
por un nuevo tipo de organización como la de los hogares uniparentales
o abiertamente homosexuales. También oímos con cierta frecuencia de
padres que han sufrido mucho por causa de sus hijos y de hijos que han
sufrido bastante por causa de sus padres. ;.cómo puede la familia, enton­
ces, ser un bien?
También se puede desafiar desde otro ángulo la idea de poner a la fa­
milia entre los bienes básicos. Existe mucha gente que, de hecho, no tiene
una familia, y sin embargo parece ser razonablemente feliz. Hay religiosos
católicos, hombres y mujeres, que a pesar <le aceptar una ética perfecta­
mente compatible con la que aquí presento, renuncian voluntariamente a
formar una familia.
Pero no perdamos de vista nuestra estrategia, y hagamos las preguntas
evaluativas, no sólo las fácticas. rns mejor que un niño se críe en un orfa­
nato o en una familia? rnstá mejor un adulto que se casa con alguien que
lo quiere, con quien lleva una vida sexual activa, tiene hijos, compañía, se
divierte y hace proyectos, o es mejor estar solo? ¿Es mejor para una ancia­
na tener una hija cariñosa que la lleve a la quimioterapia, o tener que ir por
sus propios medios a pesar de los dolores y las náuseas?
Lo que hace que la familia sea un bien básico es que en la hipotética
ausencia de estos lazos ­cuando se carece del amor de un cónyugue o de

33
I LOS BIENES HUMANOS. Ética de la ley natural

padres o de hermanos o de parientes cercanos, en el caso de una vida que


comienza en un orfanato y termina en la soledad de un asilo­ difícilmente
puede hablarse de una vida plena. Lo que hace que la familia sea un bien
básico, entonces, es su contribución a la vida buena. Y tal como el hecho
de que a veces estemos enfermos no contradice el que la salud sea un
bien básico, el fracaso en la vida familiar o simplemente no tenerla (sea
por elección o por las circunstancias de la vida) no significa que no sería
bueno haberla tenido.
La reflexión acerca de los fracasos familiares descubre otro aspecto
importante de este bien que analizamos. La vida familiar fracasa cuando
otros bienes faltan, especialmente cuando falta aquella excelencia propia
de las comunidades que Aristóteles llame') pbilia, "amistad". Sí los esposos
no son buenos amigos y amantes; si los padres no son buenos amigos de
sus hijos y los hijos de sus padres, o si los hermanos y hermanas no lo son
entre sí, la familia termina por quebrarse. La amistad familiar es a la familia
lo que la salud al cuerpo. Se puede sobrellevar la enfermedad o la falta
de amor, pero sin duda se estaría mejor en las circunstancias opuestas a
éstas.
La familia, entonces, con sus ingredientes de amor, vida sexual, pro­
creación, maternidad, paternidad, interacción con los parientes y apoyo
mutuo, es un bien básico a cuya posesión todos tenemos buenas razones
para aspirar.
Sin embargo, no vivimos sólo en familia. Cuando una persona de pro­
vincia, por ejemplo, parte a la universidad, deja a su familia e ingresa a otro
tipo de comunidad o de comunidades. Dejar la casa, naturalmente, no es
rechazar a la familia. El estudiante de provincia, la becada en el extranjero
o el profesional joven que decide empezar a vivir por su cuenta, siguen
siendo miembros de su familia; todos seguimos formando parte de nues­
tras familias aunque estemos en el otro extremo del mundo. ¿y qué pasa
si todos nuestros parientes mueren? Sería una experiencia sumamente do­
lorosa, pero nos ayudaría a darnos cuenta de la importancia de otro bien
humano: la amistad.
Por lo tanto, el próximo principio que propongo es éste:
(P.3) La amistad es un bien humano básico.

9
Aristóteles, Ética Nicomaquea, Libros VIII y IX.
Capítulo 12
Este bien, como ya hemos visto, inevitablemente comparte fronteras
con el anterior, pero ahora transcendemos explícitamente los angostos
confines familiares.
Por lo general en la universidad la gente se inscribe en algún equipo
deportivo, trabaja en voluntariados, participa en trabajos de verano o
desarrolla proyectos con com paneros de la misma carrera. Todas estas
actividades, que son esenciales en la vida universitaria, son asociaciones o
comunidades unidas por un objetivo común.
¿cómo se está mejor, dentro o fuera de estos grupos? Depende. Ha­
bría que examinar en cada caso cuán dedicado se está al grupo y cuánto a
los estudios, pues a veces la búsqueda de un fin determinado exige pos­
tergar o renunciar a otros fines. Por eso es que hay que examinar todo el
contexto, ya que puede haber muchos otros bienes reclamando simultá­
neamente nuestro tiempo. Saber discernir entre ellos es también un bien
que más adelante estudiaremos.
Por ahora, y para situarnos sobre un terreno más seguro, considere­
mos una forma más estrecha de relación personal: aquélla que coincide
con lo que entendemos por amistad en un sentido más preciso. Me refiero
al tipo de relación que se desarrolla entre una persona y un número limi­
tado de otras personas, con las cuales le gusta verse a diario y salir juntas;
a las cuales está dispuesta a ayudar, y a quienes acude cuando necesita
ayuda. Con estas personas nos abrimos; compartimos nuestra intimidad;
les contamos lo que nos pasa, y las llamamos cuando tenemos una buena
noticia. Éstas son las personas a las que de verdad llamamos "amigos" o
"amigas".
Este tipo de relación tiene tres ingredientes centrales. En primer lugar,
tiene que haber afecto (aunque no un afecto erótico e intenso). A uno le
tienen que gustar esas personas, uno tiene que sentirse bien con ellas.
Luego, tiene que haber reciprocidad. A mí me puede caer bien alguien
pero si esa persona no me presta atención o no está dispuesta a pasar un
rato conmigo o no me cuenta sus cosas, difícilmente podré decir que es mi
amiga. Por último, los amigos son individuos que se desean mutuamente
lo mejor y que apuntan en definitiva al bien del otro. Pedir favores y no
retribuirlos, o tener francamente mala voluntad hacia la otra persona son
signos inequívocos de que la amistad ya no existe o de que tal vez nunca
la hubo.
Este tercer elemento permite que el acuerdo en que la amistad es un
bien humano sea mucho más fácil de obtener que en los demás casos. Si

1
35
LOS BIENES HUMANOS. Ética de la ley natural

un amigo es quien me desea lo mejor, quien quiere que yo obtenga lo bue­


no y no me pase nada malo, ¿cómo negar que la amistad es un bien para
mí? Además, ¿cómo podría no ser bueno tener amigos, simplemente por­
que son amigos, incluso si no tienen muchas oportunidades para hacerme
el bien que desearían?, ¿es posible pensar por un momento en la amistad, y
negar que es tanto intrínseca como instrumentalmente buena? Los amigos
son un componente decisivo de la vida plena, y son también un recurso
importante para asegurar algunos de nuestros fines más inmediatos.
Dado que la amistad requiere más de una persona e implica una buena
voluntad mutua, se sigue que la amistad es también un bien para toda la
comunidad. Las formas y los rituales de la amistad pueden variar de una
cultura a otra (por ejemplo, hay lugares en que se requiere una declara­
ción formal para el establecimiento de una nueva amistad), pero su efecto
benéfico es común a todas ellas.
Sin amistad, las relaciones dentro de la comunidad descenderían al
nivel de la mera justicia, es decir, al estricto respeto por los derechos del
otro y sin gran entusiasmo por su bienestar. La pérdida del afecto implícito
en la amistad es la pérdida de algo importante. Cuando hasta la justicia
se pierde ­cuando el engaño, la traición, la rivalidad, la discriminación,
la voluntad de dominio o el odio son lo que prevalece­ las comunidades
tienden a desintegrarse y sus miembros salen dañados. Esto es distinto
de la disolución de una comunidad cuando la meta común ya no se busca
activamente. Un club de tenis puede liquidar sus activos si los socios ya no
quieren seguir jugando, pero a veces una comunidad se destruye a pesar
de que sus miemhros siguen interesados en la meta común. Un exitoso
estudio de abogados, por ejemplo, cuyos socios quisieran seguir juntos, se
disuelve por una disputa entre algunos de ellos.
En su acepción más estrecha, entonces, la amistad es indudablemen­
te un bien. Pero también nos beneficiamos cuando la amistad prevalece
dentro de las comunidades más amplias en que participamos, incluso en
la comunidad política (los griegos pensaban que la pérdida de la amistad
cívica era uno de los peores males de su tiempo.) Y, en esta misma línea,
habría que incluir también a la comunidad internacional, pues las guerras,
lo diametralmente opuesto a las relaciones amistosas entre países, no son
un bien para nadie (ni siquiera, yo diría, para quienes se hacen ricos fabri­
cando armas).
Las comunidades también se relacionan con otros dos bienes básicos
que pueden considerarse en conjunto:

! 36
Capítulo 2

(P.4) El trabajo y el juego son bienes humanos básicos.

Por "trabajo" me refiero al conjunto de actividades mediante las cuales


los seres humanos producimos bienes y servicios, y nos ganamos así la
vida. El trabajo, en nuestra cultura y en todas las demás, puede tomar una
gran variedad de formas. El mendigo que pide limosna en la esquina no
está trabajando, pero la niña que toca guitarra puede estarlo. Si su música
es buena, la gente que pasa le dará algunas monedas: ella presta un servi­
cio y los transeúntes lo retribuyen.
A menudo el trabajo no es muy placentero. Muchas personas incluso
odian su trabajo. Algunos trabajos son mal pagados y uno quiere encontrar
otra cosa. Casi todos añoramos las vacaciones. ¿(ómo se puede calificar al
trabajo, entonces, como un bien humano básico?
Tal como con los otros bienes, conviene examinar este asunto desde
el extremo opuesto. rns bueno para alguien ser despedido o estar mucho
tiempo cesante?
En la mayoría de los casos el desempleo implica dejar de tener ingre­
sos. Eso es ya algo malo, pues los seres humanos necesitamos de una bue­
na dosis de cosas materiales para vivir, sin hablar siquiera de comodidades.
Si uno es soltero y asceta militante, igual necesita dinero para el transporte
y la comida, y no tenerlo será malo. Pero si uno tiene una familia que man­
tener, carecer de lo mínimo y ver sufrir a los seres queridos es realmente
terrible.
Si esto es así, el verdadero mal pareciera ser más bien la pérdida de
ingresos que el desempleo mismo. En un país donde hay subsidios de ce­
santía (no son muchos los países donde existen), éserá mejor estar cesante
que trabajando? No me parece. El ingreso es importante, pero no es el
factor decisivo. Todos hemos oído o leído de las fuertes depresiones que
afectan a millonarios, que no tienen ninguna necesidad de trabajar, y que
por lo mismo no están obligados a buscar una actividad significativa.
El elemento clave que hace que el trabajo (y el estudio, por cierto)
sea un bien humano, es la experiencia de logro y de autorrealización que
constituye su núcleo central. El trabajo actualiza al menos algunos de
nuestros talentos, y eso ya es una fuente de satisfacción personal. Como
el trabajo voluntario también contribuye de este modo a la autoestima, se
puede decir que la remuneración no es algo esencial para la bondad del
trabajo, aunque para la mayoría de los mortales el cheque a fin de mes sin
duda que lo es.

1
37
I LOS BIENES HUMANOS. Ética de la ley natural

Otro aspecto importante del trabajo es que nos vincula con nuestras
comunidades. o trabajamos solos. Casi todos los empleos se insertan
dentro de instituciones ­empresas, reparticiones públicas, pequeños
negocios, equipos de fútbol profesional o facultades de filosofía­, y has­
ta el artesano más solitario tiene que venderle sus productos a alguien.
Sus obras deben ser apreciadas por otros seres humanos. Así, el trabajo,
nos pone en contacto con distintas comunidades. Contribuimos a ellas y
obtenemos algo a cambio: un sueldo, honorarios o, al menos, gratitud y
reconocimiento. Los "voluntarios" sólo reciben gratitud, pero eso no los
priva del aspecto nuclear del bien del trabajo.
Podemos estar de acuerdo en que el trabajo es bueno y el desempleo
es malo. Sin embargo, i.no es exagerado hacer del trabajo el valor supremo
de nuestras vidas", «Iebernos acaso sentir admiración por los obsesivos y
fanáticos rrabajólicos? No lo creo.
También es valioso el esparcimiento, el hacer algo sólo por divertirse.
La calidad de vida se torna dudosa si uno nunca deja de trabajar, si no se
da tiempo para juntarse con los amigos, para ir al cine o a la playa, para
elevar un volantín con un sobrino, para ... la lista puede ser muy larga. En
todo caso, la idea que quiero capturar con ella la resumiré con el término
"juego".
Si las formas de la amistad pueden variar de una cultura a otra, las
de los juegos muchísimo más. La variedad de juegos que ha inventado la
raza humana es de verdad impresionante. Algunos implican competencia,
otros no; algunos están estrictamente reglados (como el ajedrez), otros
dejan gran espacio a la espontaneidad; algunos son serios, otros implican
humor y risa. Toda persona que realice con placer algo de suyo improduc­
tivo (un grupo de vecinos montando una obra de teatro o compañeros de
oficina bailando salsa) está, propiamente, "jugando".
Pero esa enorme variedad de formas no debe desviarnos de lo esen­
cial: que el juego es un bien humano básico, que representa un aspecto
importante de la plenitud humana. Aunque el juego pareciera oponerse al
trabajo, termina siendo su complemento natural. Una vida de trabajo sin
juego, no es una vida atractiva. Pero otra de juego sin trabajo, tampoco lo
es. Sin trabajo, el juego probablemente pierde su función de esparcimien­
to, de relajación, y pierde con ello una razón fundamental para querer
jugarlo.
Hay quienes en su trabajo y en su juego aspiran a un objetivo que nos
lleva al siguiente bien humano básico: la producción de belleza.

1
38
Capitulo 12
(P.5) La experiencia de la belleza es un bien humano básico.

Nuevamente nos encontramos frente a un dominio muy amplio. Exis­


te, por cierto, la producción activa de belleza (encargada primordialmente
a los artistas) y el goce pasivo de la experiencia estética (una actividad
abierta a cualquiera).
La belleza aparece de tantas maneras, tanto en la naturaleza como en
las obras humanas, que es simplemente imposible revisar todas sus mani­
festaciones. En realidad, cualquier objeto, gesto, colorido o melodía puede
ser bello, aunque muchas veces no lo descubramos sino tras una segunda
mirada. En este sentido, la historia del arte es como un progresivo des­
cubrimiento de belleza allí donde antes nadie la había visto. Por ejemplo,
hasta que los primeros fotógrafos empezaron a mostrar las sorprendentes
cualidades estéticas del cemento y las máquinas, las tuberías y las torres
de alta tensión, casi todo lo que había producido la revolución industrial
se consideraba feo. Algo similar se puede decir de la música: de la clásica
a la romántica o a la contemporánea, del jazz al rock, etc. (El "etc." en este
caso revela mis limitaciones en el área, pero el lector sabrá sin duda reem­
plazarlo por sus ritmos y grupos favoritos).
Como las posibilidades en este campo son infinitas, mi invitación res­
pecto de la belleza es simplemente acordar que la vida se enriquece con la
experiencia de la belleza (en cualquiera de sus manifestaciones), y que sin
ésta se vuelve menos deseable.
A veces la experiencia estética se obtiene casi en el nivel de la mera
percepción, como cuando viajamos en auto y de pronto, tras una curva,
aparece un valle maravilloso. Es difícil no sentir una satisfacción inmediata
al contemplarlo. Otras veces, sin embargo, la experiencia estética requiere
de un arduo trabajo previo. Llegar a gozar con Hornero en griego, con
Dostoevsky en ruso o incluso con Cervantes en su español algo distante al
nuestro, sólo es posible para quienes han invertido tiempo y energía en el
estudio y ejercicio que les permitirá capturar la belleza de la obra de estos
genios.
Saber más de un idioma, entonces, también parece ser un bien, en
cuanto nos posibilita el acceso al bien de la experiencia estética. Pero no
es necesario llegar a tanto detalle. Casi todos tenemos ya suficiente belleza
que experimentar en nuestra propia lengua. Sin embargo, ¿se puede tener
una vida plena sin poseer algún tipo de conocimiento?

39
LOS BIENES HUMANOS. Ética de la ley natural

Como siempre, comenzaré con una generalización y después intenta­


ré justificarla.
(P.6} El conocimiento es un bien humano básico.

El fin que persigue la investigación y, en general, el conocimiento es la


verdad. Si usted está leyendo este libro con ojo crítico ­si husca errores, si
quiere saber si lo que afirma es o no verdadero­ ya está concediendo que
la verdad es valiosa, que es un hien.
Los estudiantes son una especie de buscadores profesionales de la ver­
dad. Pero no todo el mundo tiene la suerte de poder estudiar, y para los
que no lo hacen, Wene alguna importancia el conocimiento y la verdad?
Quizás no tengan ningún interés en comprender una abstrusa teo­
ría matemática o en lo que tal profesor dice sobre la política exterior de
Francia o de Irán. Pero esto no significa que no les importe en absoluto el
conocimiento o que éste no tenga ningún valor para ellos.
Debemos recordar que, tal como en la discusión previa de los otros
bienes, estamos hablando en un alto nivel de generalidad. Que el trabajo,
el juego y la belleza sean bienes en cualquier cultura implica que no he­
mos puesto restricciones respecto de las formas que éstos pueden tomar.
El trabajo y el juego pueden ser totalmente distintos para un campesino
del Tíbct y para un joven programador recién egresado del Politécnico de
Monterrey. El punto es simplemente que ambos viven mejor cuando dedi­
can parte de su tiempo al trabajo y parte de su tiempo al juego.
En relación con el conocimiento, y aunque podemos llegar a saber
muchas cosas (especialmente tras la explosión informática de nuestra
era tecnológica), no estamos igualmente interesados en todos los temas
posibles. Deseamos saher más sohre algunas cosas que sobre otras. Pero
si intentáramos identificar aquello que más nos interesa a todos, probable­
mente diríamos que es saber qué es bueno y qué es malo para nosotros.
Una vez más, este interés es claramente transcultural.
La razón por la que todos consideramos valioso saber qué nos benefi­
cia y qué nos daña es que los seres humanos somos "agentes": actuamos.
No podernos sentarnos y no hacer nada. Tenemos que hacer cosas, y
tenemos que elegir entre hacer X o hacer Y Además, como hemos visto,
nuestras elecciones serán racionales en la medida en que elijamos aquello
que hayamos correctamente identificado como un bien para nosotros.
Puesto que nos podemos equivocar y sufrir las consecuencias ele
nuestro error, nos interesa saber si efectivamente X (o Y) es bueno para
Capitulo 1 2

nosotros. Este conocimiento de los bienes en vistas de la acción, expresa­


do mediante proposiciones evaluativas, es lo que se llama "conocimiento
práctico". Por consiguiente, ya podemos afirmar justificadamente que:
(P.Ga) El conocimiento práctico es un bien humano básico.

Éste es un bien volcado hacia otros bienes. Razonamos con la razón


práctica para identificar el resto de los bienes humanos, tanto en general
como en particular, y para desarrollar estrategias tendientes a obtenerlos.
Un ejemplo de conocimiento práctico podría ser el darse cuenta de lo
importante que es la amistad en la vida, y desarrollar un "buen ojo" para
elegir a los amigos verdaderos de entre la multitud de nuestros conocidos.
Mantener una amistad ya existente también requiere de algún tipo de polí­
tica, como estar dispuesto a posponer las gratificaciones inmediatas cuan­
do un amigo nos necesite. Comprender esto, y actuar consecuentemente,
también es tener inteligencia práctica.
Pero a veces queremos saber cosas que no se relacionan directamen­
te con nuestras decisiones. Sería bueno saber más sobre la historia de la
India, o sobre los últimos descubrimientos en biología molecular (quizás
no particularmente para mí, pero sí en general). Al mismo tiempo sé que
siempre va a haber muchas ciencias y teorías que estarán definitivamente
fuera de mi alcance, sé que el campo del saber teórico es prácticamente
infinito. Por ello volveré a utilizar mi estrategia de comenzar el análisis
desde el extremo opuesto: rnstaría mejor como persona si fuera ignorante,
si mis ideas del mundo, sus estructuras básicas y su gran variedad de ma­
nifestaciones fueran todas falsas? mi conocimiento teórico (tenga o no un
impacto posterior en la tecnología) no es acaso algo que da plenitud a los
seres humanos? Si así fuera, entonces:
(P.Gb) El conocimiento teórico es un bien humano básico.

Este postulado, como todos los anteriores, es bastante general. Enten­


demos aquí el conocimiento teórico de un modo amplio y en oposición
al práctico, incluyendo todo tipo de conocimientos descriptivos, desde el
de los hechos particulares hasta el de las ciencias más abstractas. La clave
para distinguirlo del conocimiento práctico es que el teórico lo queremos
por sí mismo, mientras que el otro lo queremos para actuar. Comúnmente
las proposiciones teóricas nos dicen algo acerca de cómo es el mundo,
mientras que las prácticas incluyen componentes evaluativos o normativos
(expresados por términos como "bueno", "correcto", etc.) que son los que
les dan la fuerza requerida para dirigir la acción.

1
41
LOS BIENES HUMANOS. Ética de la ley natural

Ahora bien, no todas las instancias de conocimiento teórico serán,


para mí, un objeto o fin razonable de perseguir, pues dado el poco tiempo
de que dispongo y la escasez de mis recursos puede haber otros bienes,
más urgentes, que me reclamen. A veces tendré que contentarme con sa­
ber que sería bueno conocer cosas que nunca llegaré a conocer ( como los
últimos descubrimientos en astrofísica).
¿y si alguien negara que el conocimiento (el teórico, al menos) es
un bien humano? Esa persona estaría atrapada en una paradoja, pues si
niega que el conocimiento es un bien, afirma que el conocimiento no es
un bien. Y esto implicaría que no le interesa la verdad ni desea salir del
error, pues valorar la verdad más que al error es, precisamente, creer que
el conocimiento es bueno. De hecho, cualquier juicio veritativo que uno
haga (juicio en el que se afirme que yo estoy en lo correcto y el otro está
equivocado), es una afirmación que supone la bondad del conocimiento.
Un desafío más serio a mi posición es el de quienes admiten que en
general el conocimiento es bueno, pero que existen casos concretos en
que es mejor no saber que saber, pues el conocimiento sería doloroso. Un
caso típico es el del médico que descubre la enfermedad terminal de un
paciente: ¿es bueno que se lo diga o no? Mi opinión es que saber que uno
está enfermo, y tener también algún conocimiento de los diversos aspec­
tos y etapas de la enfermedad, es siempre mejor que la ignorancia. Y no
sólo porque se satisface la curiosidad, sino sobre todo por sus implicancias
prácticas. Si conocemos nuestra enfermedad tendremos menos miedo
que si permanecemos en la incertidumbre. Tendremos también tiempo
para revisar y dejar dispuestas muchas cosas: hablar con ciertos amigos,
limar diferencias, buscar reconciliaciones. El conocimiento teórico o des­
criptivo de la enfermedad hace:'. posible la realización ele todas estas cosas
que, a mi entender, son bienes para el ser humano.
Otro caso típico en el que se prefiere no saber es el del amigo o ami­
ga, o el esposo o esposa engañada. Nuevamente, sugiero que a pesar del
sufrimiento y el dolor, siempre se estará mejor conociendo la verdad de
los hechos que permaneciendo en total oscuridad. Si uno sabe que fue
engañado, puede volver a empezar. Es cierto que los engaños tienden a
envenenar las relaciones, y también que en estos casos es muy común no
querer saber nada del tema y auroengañarse. Sin embargo, paradójicamen­
te, el deseo de no saber la verdad procede de esa misma verdad. Para no
querer saber algo específico, se debe al menos tener una sospecha o una
intuición acerca de lo que está pasando. Si así no fuera, équé razón habría
para querer permanecer ignorante de ese evento o esa serie de eventos?,
Capítulo 1 2

éno sería mejor enfrentar los hechos en vez de renunciar a la propia inte­
gridad fingiendo no saber lo que, en el fondo del corazón, uno sabe?
Por consiguiente, este conocimiento no­evaluativo de hechos, even­
tos, objetos y aspectos del mundo, parece ser bueno tanto en sí mismo
como por sus consecuencias. Pues aunque no todos los temas posibles de
conocimiento teórico sean igualmente valiosos ( en general y en relación
con cada uno), sí es claro que los estados de ignorancia y de error, como
tales, no son deseables; como tampoco lo es una vida comunitaria donde
no se valore la verdad. Es bueno saber, incluso en caso de que uno no vaya
a actuar sobre la base de ese conocimiento, en qué están nuestros políti­
cos, cuál será el precio del cobre, qué pasó la noche en que tal persona fue
asesinada. El público no siempre logra saber la verdad, pero reconocer ese
fracaso equivale a afirmar el valor de aquello que no se consiguió.
Tal como existe el autoengaño a nivel individual, puede haber tam­
bién una tendencia colectiva a no querer ver la verdad. Son múltiples los
ejemplos de gente que cierra los ojos ante hechos que pasan frente a sus
narices: el genocidio sistemático, la tortura, la discriminación o la violen­
cia doméstica. La descripción de los hechos los obligaría a admitirlos y a
emprender algún tipo de acción. Y eso es precisamente lo que esa gente
trata de evitar. El autoengaño es un índice de falta de integridad, porque
se fracasa en la unificación de lo que uno pretende no saber y lo que uno,
de modo velado, sí sabe.
La referencia al autoengaño nos conduce a un nuevo elemento de
nuestra lista pues nos llama la atención sobre la posibilidad de ignorar
parcialmente algún bien básico o de enfatizar otro exageradamente, lle­
gándose a una cierta discordancia en el conjunto de bienes a los cuales un
agente aspira. En consecuencia, se produce una falta de armonía dentro ele
la persona y eso no es bueno.
{P.7) La armonía interior es un bien humano básico.

Lo que este principio intenta identificar es un bien algo distinto de los


demás pues no consiste en una actividad más sino en la coordinación, den­
tro de uno mismo, de la búsqueda y apropiación de los diversos bienes. La
persona que organiza su vida tratando de unificar en forma consciente su
participación en la enorme diversidad de instancias de los bienes básicos
posee este bien.
La armonía interior es alcanzada mediante la aplicación del conoci­
miento práctico a nuestras elecciones concretas. En este sentido no es una

43
LOS BIENES HUMANOS. Ética de la ley natural

mera consecuencia de la obtención de otros bienes sino que es también


un bien alcanzable por decisión propia. El simple darse cuenta de que se­
ría bueno, por ejemplo, renunciar a un aumento salarial para poder estar
más tiempo con la familia, no basta para generar una armonización de los
bienes en la propia vida. Hay que actuar en consecuencia. Por su misma
naturaleza el conocimiento práctico exige actuar, de modo que difícil­
mente diríamos que una persona alcanzará una armonía real si en su lista
completa de las cosas buenas para ella incluye unos bienes básicos y deja
otras de lado otros.
Tal como hicimos en el caso de los demás bienes, aludimos a la ar­
monía interior en forma muy general pues no existe una manera única de
alcanzarla. No sólo hay muchas realizaciones posibles de los bienes sino
que también hay una gran variedad de talentos y de rasgos personales que
determinan por su parte variadas formas de autorrealízación. En el próxi­
mo capítulo volveremos sobre este tema.
Con esta breve referencia al bien de la armonía interior cerramos la
lista de los bienes cuyas instancias particulares constituyen una vida de
buena calidad, una vida lograda y feliz.
Hay sin embargo pensadores dentro de la tradición expuesta en estas
páginas que sostienen que se debe agregar otro bien a la lista de bienes
humanos básicos: la religión.

La religión
Quienes incluyen a la religión entre los componentes de una vida plena,
suelen apoyarse en el pensamiento de Cicerón y de muchos autores me­
dievales que, dentro de la historia de la filosofía, pertenecen a una época
anterior a la crítica moderna de la posibilidad de probar racionalmente la
existencia de Dios.
Ahora bien, si Dios no existiera, entonces la religión ­a pesar de los
beneficios psicológicos que tiene la esperanza de la salvación y la alegría
de compartir actos comunitarios­ sería un bien ilusorio. En su núcleo con­
tendría la promesa de algo que no puede cumplir. Además, hay una corta
distancia entre esta idea y la de afirmar que en realidad la religión es más
bien perjudicial para los seres humanos, porque tiende a generar fanatis­
mo, intolerancia e hipocresía.
Por otra parte, si Dios sí existe pero no hay argumentos satisfactorios
para probarlo, se estaría todavía lejos de poder mostrar en forma auto­evi­
Capitulo 12
dente que la religión es un bien humano básico. Hay que recordar que en
el punto de partida los bienes fundamentales deberían ser auto­evidentes,
es decir, que deberían aceptarse tal como aceptamos, sin más, que la amis­
tad es un bien básico. Nos hasta con recurrir a nuestra experiencia y a un
análisis simple de su naturaleza para afirmar que efectivamente la amistad
es un componente insustituible de una vida plena.
La falta de auto­evidencia no cambiaría incluso si se encontrara una
demostración racional de la existencia de Dios, pues ésta consistiría en
un argumanto metafísico de alta complejidad que demandaría para su
comprensión una avanzada formación profesional, sobretodo en lógica y
teoría de la probabilidad. Sus conclusiones difícilmente serían accesibles
para todos, y por ende la bondad de la religión sería más oscura, para la
mayoría de las personas, que la demostración metafísica misma. En este
sentido el bien de la religión sería distinto del resto de los bienes de la lista,
porque esperamos que ellos puedan ser admitidos por cualquier persona
que los considere atentamente, sin necesidad (ni posibilidad) de recurrir
a pruebas metafísicas.
Naturalmente alguien podría decir que la fe es la que garantiza la exis­
tencia de Dios y por ende la bondad de la religión. De acuerdo, pero ese
postulado sitúa nuestra discusión fuera de los límites de la filosofía moral.
Sería una incursión en la teología, un área del conocimiento cuyas premi­
sas no son accesibles a todo el mundo.
Por consiguiente, haremos bien en considerar la armonía interior de
las personas humanas como el último componente de nuestra lista de bie­
nes básicos, aquellos que cualquier persona puede aceptar tras un mínimo
de reflexión.

1
45
Apéndice
Explicaciones y fuentes

Ley natural
El primer punto que requiere explicación es por qué un libro que preten­
de ser una introducción a la ética de la ley natural no contiene ninguna re­
ferencia a la naturaleza en general, ni a la naturaleza humana en particular,
para justificar sus proposiciones normativas. En efecto, la imagen más di­
fundida de esta doctrina pareciera exigir una estrategia de fundamentación
de la ética a partir de una descripción de la naturaleza del ser humano>'.
La razón que explica esa omisión es que a la base de este libro hay
una concepción diferente del proceso de fundamentación de la ética. En
primer lugar sostengo que la expresión "ley natural" del subtítulo busca,
más que nada, subrayar el contraste con la noción de "ley civil?" o, más
ampliamente, "ley humana"?".
En la Antigüedad, una ciudad­estado (en griego polis, en latín, civitas)
dictaba leyes que parecían necesarias para su propio bienestar. Sus leyes
eran civiles ­esto es, peculiares para una ciudad determinada y coercitivas
dentro de su territorio­. Pero no obligaban en ningún otro lugar.
Los distintos estados, antiguos o actuales, promulgan leyes distintas,
pero todas ellas se originan exactamente de la misma manera: son hechas

Wolheim (1967).
'' Esta comprensión ele la terminología debe mucho a los juristas romanos cuya visión
está resumida en las primeras secciones del Digesto del Emperador Jusciniano (siglo
vi) (Corpus Iuris Ci11ilis). Ver también Ansróteles, Retórica l.13.1373b4­6. Para las
fuentes antiguas y medievales, ver Ricken (1994).
"' Tomás de Aquino, Summa Tbeologiae l­Il, q. 90, a. 3.

1
163

También podría gustarte