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SERIE ClÁSJCOS SANMARQUINOS

ESCRITOS POLÍTICOS Y MORALES (PERÚ: ... 1954-1965)


UNIVERSIDAD NACIONAL
MAYOR DE SAN MARCOS

-Fundada en 1551-

Dr. Juan Manuel Burga Díaz


Rector

Dr. Raúl Izaguirre Maguiña


Vicerrector Académico

Dra. Beatriz Herrera García


Vicerrectora Administrativa
Sebastián Salazar Bondy

Escritos políticos y morales


(Perú: 1954-1965)

Estudio introductorio de Mario Vargas Llosa

FONDO EDITORIAL
UNIVERSIDAD NACIONAL
MAYOR DE SA MARCOS
ISBN: 9972-46-213-7
Hecho el Depósito Legal: 1501052003-2027

© Herederos de Sebastián Salazar Bondy.


© Del estudio introductorio: Mario Vargas Llosa.
© De esta edición: Fondo Editorial de la UNMSM
Pabellón de la Biblioteca Central - Ciudad Universitaria,
Lima-Perú
Correo electrónico: fondoedit@unmsm.edu.pe
Página web: http:/ /www.unmsm.edu.pe/fondoeditorial/
Lima, abril de 2003

La Universidad es lo que publica

EDITOR GENERAL

José Carlos Bailón Vargas


EDITOR ADJUNTO

Odín Del Pozo Omiste


SELECCIÓN DE TEXTOS

Lucrecia Lostaunau de Garreaud


D!AGRAMACIÓN DE INTERIORES

Gino Becerra Flores


CORRECCIÓN DE PRUEBAS FINALES

Marco Pinedo Salazar


FOTOGRI\FÍAS
Archivo familiar
IMPRESIÓN
• Asociacion Gráfica Educativa
Tarea

Queda prohibida la reproducción parcial o total


sin permiso escrito del editor.
Índice

Sebastián Salazar Bondy y la vocación del escritor en el Perú,


por Mario Vargas Llosa 14

Sebastián Salazar por él mismo 37

EN LA REALIDAD Y SIN MITO

Manu: un símbolo peruano 45


Otro atentado en el Cuzco 47
Son, ante todo, niños 51
Niños, trabajo y porvenir 53
La juventud, triste pronóstico 55
La juventud y el delito 57
¿Rebelión gratuita o resentimiento? 61
¿Está el Perú en crisis? 63
¿Dónde está la crisis moral? 67
La autoridad contra la realidad 69
Los amueshas piden justicia 71
Fútbol y nacionalismo 73
La verdad contra la "zona rígida" 75
Nuestro déficit de lectura 77
La educación, un explosivo 79
Usted la mató 81
La guerra de las jugueterías 83
En la realidad y sin mito 85
RECUPERAR LA CIUDAD PERDIDA

"Ciudad-jardín", ¿ironía o alucinación? 89



El Perú contra el turismo 91
La ciudad que semeja al país 95
Sociedad, delincuencia, castigo 99
Un santo entre nosotros 101
Hoy 400 mil, mañana un millón 103
Un sacrificio humano en la prensa 105
Pinglo y nuestro pueblo 109
El coliseo, laboratorio de mestizaje 111
Recuperar la ciudad perdida 113

EL PERÚ QUE QUEREMOS

No es necesario un Mesías 117


El pleno nombre del Perú 119
Una apuesta sobre el país 121
Hacia una cultura sentimental 123
Narcisismo y emoción social 127
El heroísmo que nos falta 129
La juventud y el derecho a obrar 133
El hombre no es egoísta 135
"Hay, hermanos, muchísimo qué hacer" 137
Agitadores y agitados 141
El Perú: un destino previsible 143
El Perú que queremos 145

LA POLÍTICA COMO UN DEBER

Nueva conducta del intelectual 151


Una ideología en estado salvaje 153
La alternativa del burgués 155
La derecha y el resentimiento 157
El capitalismo fabrica hambre 159
La lucidez de los intelectuales 161
La verdad que ya viene 163

JO
Donde se lee la revolución 167
Fórmulas contra el destino 169
Una generación ante el conflicto 171
"Matanza libre" 173
Ideologías: nacionalidad y universalidad 175
Municipios y democracia 179
La política como un deber 181

Testamento ológrafo 185

11
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SEBASTIÁN SALAZAR BONDY Y
LA VOCACIÓN DEL ESCRITOR EN EL PERÚ

Mario Vargas Llosa


Al adversario valiente que mataban en buena o mala lid y al que hasta
entonces habían combatido sin desmayo, los iracundos héroes de las
novelas de caballerías rendían los más ceremoniosos honores. Hombre o
dragón, moro o cristiano, plebeyo o de alta alcurnia, el enemigo gallardo
era llorado, recordado, glorificado por los vencedores. Vivo, lo acosaban
implacablemente y a fin de destruirlo recurrían a dios y al diablo —a la
fuerza física, a las intrigas, a las armas, al veneno, a los hechizos—;
muerto, defendían su nombre, lo instalaban en la memoria como a un
familiar o a un amigo querido e iban, en sus andanzas por el mundo,
proclamando a los cuatro vientos sus méritos y hazañas. Esta costum-
bre, curiosa y algo atroz, se practica también en nuestros días, aunque
con más disimulo: los mudables vencedores son las burguesías, las víc-
timas rehabilitadas después de muertas son los escritores. Humillados,
ignorados, perseguidos o a duras penas tolerados, ciertos poetas, ciertos
narradores son luego, inofensivos ya en sus tumbas, transformados en
personajes históricos y motivos de orgullo nacional. Todo lo que antes
aparecía en ellos como reprobable o ridículo, es más tarde disculpado e
incluso celebrado por los antiguos censores. Luis Cernuda escribió pági-
nas bellamente feroces contra esta hipócrita asimilación a posteriori del
creador que realiza la sociedad burguesa y la denunció en uno de sus
mejores poemas, Birds in the night.
La burguesía peruana no ha incurrido casi en esta práctica falaz. Más
consecuente consigo misma (también más torpe) que otras, ella no ha sen-
tido la obligación moral de recuperar póstumamente a los escritores, esos
refractarios salidos con frecuencia de su seno. Vivos o muertos, los conde-
na al mismo olvido desdeñoso, a idéntico destierro. Hay pocas excepcio-
nes a esta regla y una de ellas es, precisamente, Sebastián Salazar Bondy.

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Yo no estaba en Lima cuando él murió pero he sabido, por los dia-
rios y las cartas de los amigos, que la noche que lo velaron la Casa de la
Cultura hervía de flores y de gente, que su entierro fue multitudinario y
solemne, que Lima entera lo lloró. Y he leído los homenajes que le tributó
la prensa unánime, los dolientes editoriales, los testimonios de duelo, y
sé que hubo discursos en el Parlamento, que autoridades y, como se dice,
“personalidades”, siguieron el cortejo fúnebre y manifestaron su pesar
por esta muerte que “enlutaba la cultura del Perú”. Poco faltó, parece,
para que pusieran a media asta las banderas de la ciudad. La simpatía
de Sebastián, con haber sido tan grande, no basta para explicar esas
demostraciones de reconocimiento y tampoco la obra que deja, pese a ser
indiscutiblemente valiosa, pues ella sólo pudo ser apreciada por los pe-
ruanos lectores o espectadores de teatro ¿que son cuántos? Yo creo que
se trata de otra cosa. Tal vez oscuramente esas coronas innumerables,
ese compacto cortejo no nos mostraban el dolor del Perú, de Lima, por el
hombre generoso que partía, ni su gratitud por el autor de poemas, dra-
mas, ensayos destinados a durar, sino, más bien, la admiración, el asom-
bro de este país, de esta ciudad, por quien había osado, durante años,
hasta el último día de su vida, librar con él, con ella, un áspero, indoma-
ble combate. Yo quisiera también exaltar al bravo y tenaz luchador que
fue Salazar Bondy, describiendo —breve, superficialmente— esa clan-
destina y, en cierto modo, ejemplar guerra sorda que libró.
Una guerra misteriosa, invisible, muy cruel, pero tan refinadamente
sutil que ni siquiera sabemos en qué momento comenzó. Debe haber sido
mucho tiempo atrás, quizá en la misma infancia de Sebastián y ahí, en
los alrededores de esa calle del Corazón de Jesús, donde había nacido en
1924, a poca distancia de la casa de otro guerrero solitario (aunque de
índole distinta): el poeta Martín Adán. ¿La crisis que trajo a su familia a
la capital y la convirtió, de acomodada y principal que era en Chiclayo,
en modesta y anónima en Lima, influyó en la vocación de Sebastián?
¿Comenzó a escribir cuando estaba en el Colegio Alemán, cuando pasó
al de San Agustín? Seguramente en 1940, al ingresar a la Universidad de
San Marcos, se sentía ya inclinado hacia las letras, aunque su vocación
no fuera entonces exclusivamente literaria. En 1955, Sebastián confesó
que “si en Lima hace diez años hubiera habido la misma actividad tea-
tral que hay hoy día, yo hubiera sido actor. Siempre sentí vocación por el
arte escénico, pero frustró esa ambición la carencia absoluta de vida
teatral en Lima cuando tenía la edad en que se concreta una vocación”.
Como ocurre generalmente, la literatura se fue imponiendo a él de una

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manera subrepticia, gradual, involuntaria al principio. Quizá fue decisi-
va la amistad, nacida en esa época, de un pintor, Szyszlo, y de dos poetas
de su edad, Sologuren y Eielson; tal vez contribuyó a despertar en él la
necesidad de escribir Luis Fabio Xammar, el único maestro que recorda-
ría más tarde con cariño: “No era un escritor notable —dijo—, ni tenía
una extraordinaria cultura, pero era, en cambio, el único profesor en
contacto vivo con los alumnos, a quienes ayudaba y animaba incansa-
blemente”. Sus primeros poemas (Rótulo de la esfinge, Voz desde la vigilia)
aparecieron en 1943 cuando era estudiante universitario. Terminó sus
estudios en la Facultad de Letras y ya había comenzado a enseñar en
diversos colegios, pero es evidente que en ningún momento pensó dedi-
carse a la carrera universitaria pues nunca llegó a graduarse (“un poco
por desidia, otro poco por haber planeado una tesis demasiado brillante
que sólo se quedó en proyecto”). No sería actor, tampoco profesor, ¿por
qué no bibliotecario? Sebastián no tomó su trabajo en la Biblioteca Na-
cional como un simple modus vivendi; Jorge Basadre, que dirigía esa
institución en aquella época, señala que tuvo en él a un colaborador
eficaz y aun apasionado: “¿Se acuerda usted, Sebastián, de nuestros
trabajos y de nuestras zozobras sin reposo al lado de un puñado de
gentes buenas y entusiastas en esa Biblioteca Nacional sin libros, sin
personal y sin edificio? ¿Recuerda usted cuando registrábamos los ana-
queles casi vacíos para hacer listas (por desgracia, jamás concluidas) de
obras que no debían faltar, dábamos vida a una escuela de biblioteca-
rios, hacíamos fórmulas para encontrar dinero y hasta nos convertimos
en agentes y productores de un noticiario?”. Sin embargo, en 1945 re-
nuncia a la Biblioteca Nacional para entregarse simultáneamente a la
política, en el Frente Democrático Nacional, y al periodismo, en La Na-
ción, diario de tendencia centrista que, según Basadre, su principal ani-
mador, pretendía rebelarse “contra el Perú tradicional de la vieja política
y contra el Perú subversivo también tradicional”. El periodismo, la polí-
tica partidista: su vocación era ya una vigorosa solitaria, firmemente
arraigada en sus entrañas, cuando estas dos actividades a la vez tan
absorbentes y disolventes no la desviaron ni mataron. Muy clara y elo-
cuente ya, pues en esos años publica nuevos poemas (Cuaderno de la
persona oscura, 1946), estrena su primera pieza teatral (Amor gran laberin-
to, 1947) y escribe un juguete escénico (Los novios, 1947), que sólo se
representaría mucho después. Cuando Salazar Bondy parte a la Argen-
tina, en 1947, para un exilio voluntario que duraría casi cinco años, no
hay duda posible: ha elegido la literatura como un destino.

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¿Qué quiere decir esto? Que a los 23 años, casi sin proponérselo, un
poco a pesar de sí mismo, Sebastián había aceptado entablar las silen-
ciosas hostilidades de las que hablábamos. Ni actor, ni profesor, ni bi-
bliotecario, ni periodista, ni político profesional: el escritor había ido
abriéndose paso a través de estos distintos, fugaces personajes, había
ido cobrando forma, imponiéndose a ellos, relegándolos. Sebastián aca-
baba de ganar una batalla pero la guerra sólo estaba comenzando y él no
podía ignorar, a estas alturas, que esa guerra que emprendía estaba, más
tarde o más temprano, fatalmente perdida.
Porque todo escritor peruano es a la larga un derrotado. Ocurren
muchas cosas desde el momento en que un peruano se elige a sí mismo
como escritor hasta que se consuma esa derrota y precisamente en el
trayecto que separa ese principio de ese fin se sitúa el heroico combate de
Sebastián.
La batalla primera consistió en asumir una vocación contra la cual
una sociedad como la nuestra se halla perfectamente vacunada, una
vocación que mediante una poderosísima pero callada máquina de
disuasión psicológica y moral el Perú ataja y liquida en embrión.
Sebastián venció ese instinto de conservación que aparta a otros jóvenes
de sus inclinaciones literarias cuando comprenden o presienten que aquí,
escribir, significa poco menos que la muerte civil, poco más que llevar la
deprimente vida del paria. ¿Cómo podría ser de otro modo? En una so-
ciedad en la que la literatura no cumple función alguna porque la mayo-
ría de sus miembros no saben o no están en condiciones de leer y la
minoría que sabe y puede leer no lo hace nunca, el escritor resulta un ser
anómalo, sin ubicación precisa, un individuo pintoresco y excéntrico,
una especie de loco benigno al que se deja en libertad porque, después de
todo, su demencia no es contagiosa —¿cómo haría daño a los demás si
no lo leen?—, pero a quien en todo caso conviene mediatizar con una
inasible camisa de fuerza, manteniéndolo a distancia, frecuentándolo
con reservas, tolerándolo con desconfianza sistemática. Sebastián no
podía ignorar, cuando decidió ser escritor, el estatuto social que le reser-
vaba el porvenir: una condición ambigua, marginal, una situación de
segregado. Años más tarde, en su ensayo sobre Lima la horrible, Sebastián
describiría la resistencia que tradicionalmente opusieron las clases diri-
gentes peruanas a la literatura y al arte: “Lo estético encuentra en Lima
un obstáculo obstinado: su aparente gratuidad. Sin valor de uso para el
adoctrinamiento o lo sensual, la belleza creada por el talento artístico no
tiene destino”. Así es hoy todavía. Esto no le impidió acatar su vocación.

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Pero, ya sabemos, la “juventud es idealista e impulsiva” y no es difícil
tomar una decisión audaz cuando se tiene veinte años; lo notable es ser
leal a ella contra viento y marea a lo largo del tiempo, seguir nadando
contra la corriente cuando se ha cumplido cuarenta o más. El mérito de
Sebastián está en no haber sido, como la mayoría de los adolescentes
peruanos que ambicionan escribir, un desertor.
No sería justo, por lo demás, condenar rápidamente a esos jóvenes
que reniegan de su vocación, es preciso examinar antes las razones que
los mueven a desertar. En efecto, ¿qué significa, en el Perú, ser escritor?
“No me encuentro en mi salsa”, dice en uno de sus poemas Carlos
Germán Belli. Nadie que tome en serio la literatura en el Perú se sentirá
jamás en su salsa, porque la sociedad lo obligará a vivir en una especie de
cuarentena. En el dominio específico de la literatura, aunque sus con-
temporáneos no lo lean, aunque deba superar dificultades muy grandes
para publicar lo que describe, aunque sólo se interesen por su trabajo y lo
acepten y discutan otros poetas, otros narradores, y tenga la lastimosa
sensación de escribir para nadie, el joven tiene siquiera el dudoso con-
suelo de ser descubierto, leído y juzgado póstumamente. Pero sabe que
su vida cotidiana transcurrirá como en un claustro asfixiante y será una
gris, irremediable sucesión de frustraciones. En primer lugar, claro está,
su vocación no le dará de comer, hará de él un productor disminuido y
ad honórem. Pero, además, el hecho mismo de ser escritor será un lastre
en lo que se refiere a ganarse el sustento. Si el joven siente auténticamente
la urgencia de escribir, sabe también que esta vocación es excluyente y
tiránica, que la solitaria exige a sus adeptos una entrega total, y si él es
honesto y quiere asumir así su vocación ¿qué hará para vivir? Ésta será
su primera derrota, su frustración inicial. Tendrá que practicar otros
oficios, divorciar su vocación de su acción diaria, deberá repartirse, des-
doblarse: será periodista, profesor, empleado, trabajador volante y múl-
tiple. Pero, a diferencia de lo que ocurre en otras partes, la literatura no es
aquí una buena carta de recomendación para aspirar a otros quehaceres,
entre nosotros ella es más bien un handicap. “Ése es medio escritor, ése es
medio poeta”, dice la gente y en realidad está diciendo “ése es medio
payaso, ése es medio anormal”. Ser escritor implica que al joven se le
cierren muchas puertas, que lo excluyan de oportunidades abiertas a
otros; su vocación lo condenará no sólo a buscarse la vida al margen de
la literatura, sino a tareas mal retribuidas, a sombríos menesteres ali-
menticios que cumplirá sin fe, muchas veces a disgusto. Pero el Perú es
un país subdesarrollado, es decir una jungla donde hay que ganarse el

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derecho a la supervivencia a dentelladas y a zarpazos. El escritor se
embarcará en obligaciones que, fuera de no despertar su adhesión ínti-
ma, muchas veces repugnarán a sus convicciones y le darán mala con-
ciencia. Y, además, absorberán su tiempo. Dedicará cada vez más horas
al “otro oficio” y por la fuerza de las circunstancias leerá poco, escribirá
menos, la literatura acabará siendo en su vida un ejercicio de domingos
y días feriados, un pasatiempo: ésa es también una manera de desertar o
de ser derrotado. Relegada, convertida en una práctica eventual, casi en
un juego, la literatura toma su desquite. Ella es una pasión y la pasión no
admite ser compartida. No se puede amar a una mujer y pasarse la vida
entregado a otra y exigir de la primera una lealtad desinteresada y sin
límites. Todos los escritores saben que a la solitaria hay que conquistarla
y conservarla mediante una empecinada, rabiosa asiduidad. Porque el
escritor, que es el hombre más libre frente a los demás y el mundo, ante su
vocación es un esclavo. Si no se la sirve y alimenta diariamente, la solita-
ria se resiente y se va. El que no quiere exponerse, el puro que adivina el
peligro que corre su vocación en la lucha por la vida, no tiene otra solu-
ción que renunciar de antemano a esa lucha. Si teme ser paulatinamente
alejado de lo que para él constituye lo esencial, debe resignarse a no tener
lo que la gente llama un “porvenir”. Pero es comprensible que muy po-
cos jóvenes entren a la literatura como se entra en religión: haciendo voto
de pobreza. Porque ¿acaso hay un solo indicio de que el sacrificio que
significa aceptar la inseguridad y la sordidez como normas de vida, será
justificado? ¿Y si esa vocación que pone tantas exigencias para sobrevi-
vir al medio no fuera profunda y real sino un capricho pasajero, un
espejismo? ¿Y si aun siendo auténtica el joven careciera de la voluntad,
la paciencia y la locura indispensables para llegar a ser de veras, más
tarde, un creador? La vocación literaria es una apuesta a ciegas, adop-
tarla no garantiza a nadie ser algún día un poeta legible, un decoroso
novelista, un dramaturgo de valor. Se trata, en suma, de renunciar a
muchas cosas —a la estricta holgura, a veces, al decoro elemental— para
intentar una travesía que tal vez no conduce a ninguna parte o se inte-
rrumpe brutalmente en un páramo de desilusión y fracaso.
Éstas son las perspectivas que se alzan frente al joven peruano que
se siente invadido por la solitaria. Sebastián mostró en “Recuperada”,
uno de los relatos de su libro Náufragos y sobrevivientes, cómo el medio
desbarata la vocación cultural. Eloísa, joven de clase media, alumna de
San Marcos, vacila entre continuar sus estudios o “casarse con Delmonte,
tener hijos, administrar una casa, declinar bajo esas sombras”. Su “in-

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quieto corazón” se resiste a aceptar el destino que “con tanta naturali-
dad” admitían “su prima Luz y su amiga Esmeralda: mujeres plácidas,
un poco gordas, tal vez dichosas, que vivían en casas más o menos pul-
cras, rodeadas de criaturas, y satisfechas del carácter trivial e invariable
de la existencia”. Una conversación de apariencia intrascendente, en los
patios de San Marcos, con Gustavo, un viejo amor, convence a Eloísa del
“absurdo que significaba tratar de ser diferente del modelo tradicional.
Filosofía, Historia, palabreo bonito [afirma Gustavo]... No dan plata, y la
vida es plata, plata... Ustedes son mujeres, pueden darse el lujo... Claro,
hasta que se casen... Las letras no sirven para la vida, y la vida es plata,
plata, hay que convencerse”. Eloísa comprende “que resultaba imposi-
ble intentar evadirse”, renuncia a su vocación y es “recuperada para la
normalidad”. Lo terrible es que Gustavo tiene razón: “las letras no dan
plata”; más todavía, son un obstáculo para vivir sin angustias materia-
les y en paz.
El caso de Eloísa se repite sinnúmero de veces; casi siempre, la voca-
ción literaria muere pronto, el converso cuelga los hábitos, desaloja de sí
a la solitaria como a un parásito dañino. Para medir en su justo valor el
coraje de Sebastián, su terquedad magnífica, habría que hacer un balan-
ce de su generación y entonces veríamos cuántos compañeros suyos que,
entre los años cuarenta y cuarenta y cinco, tenían lo que él llamó “mi
fosforescente vicio” e iban a ser poetas, dramaturgos, narradores, en-
mendaron el rumbo, acobardados por el porvenir que les hubiera tocado
de insistir. Habría que preguntarse cuántos de ellos, además de desistir,
traicionaron a la solitaria y adoptaron la indiferencia, el reservado des-
precio que siente por la literatura esa burguesía peruana en la que se
hallan ahora inmersos como corifeos o anodinos secuaces. Así compro-
baríamos cómo, por el solo hecho de haber sido un escritor, Sebastián
constituye en el Perú un caso de originalidad y de arrojo. Pero sus méri-
tos son, desde luego, muchos más.
Aquellos que no desertan, los que, como él, osan comprometerse con
esta desamparada vocación, deben desde un principio hacer frente a
innumerables escollos, esos audaces deben todavía encontrar la manera
de que la realidad peruana no frustre en la práctica sus ambiciones,
deben arreglárselas para cumplir consigo mismos y escribir. Sebastián
encaró este problema de una manera desusada y audaz.
A primera vista, las cosas parecen bastante simples: si la sociedad
peruana no tiene sitio para él, resulta forzoso que el escritor vuelva la
espalda al medio y haga su camino al margen: cada cual por su lado,

21
cada quien a sus asuntos. Por eso, el escritor peruano que no deserta, el
que osa serlo, se exilia. Todos nuestros creadores fueron o son, de algún
modo, en algún momento, exiliados. Hay muchas formas de exiliarse y
todas significan, en este caso, responder al desdén del Perú por el crea-
dor con el desdén del creador por el Perú. Hay, ante todo, el exilio físico.
El escritor peruano ha sentido tradicionalmente la tentación de huir a
otros mundos, en busca de un medio más compatible con su vocación, en
procura de una atmósfera de mayor densidad cultural, en pos de un
clima más estimulante. Sería moroso recordar a todos los poetas y escri-
tores peruanos que han pasado una parte de su vida en el extranjero, que
escribieron parcial o totalmente su obra en el destierro. ¿Cuántos murie-
ron fuera del Perú? Resulta simbólico en este sentido que los dos autores
más importantes de nuestra literatura y, sin duda, los únicos en plena
vigencia universal, Garcilaso y Vallejo, terminaran sus días lejos de aquí.
Hay, sin embargo, otra forma de exilio para la cual es indiferente
permanecer en el Perú o marcharse. La literatura es universal, qué duda
cabe, pero los aportes peruanos a ese universo son tan escasos y tan
pobres, que se comprende que el joven escritor aplaque el apetito de la
solitaria, en lo que a lectura se refiere, sobre todo con libros y autores
foráneos, que busque afinidades, consonancias, guía y aliento en la lite-
ratura no peruana. Nuestra realidad cultural no le deja otra escapatoria.
Si se contentara con beber única o preferentemente en las fuentes litera-
rias nativas, sería, tal vez, una especie de patriota, pero también y sin tal
vez, culturalmente hablando, un provinciano y un confuso. Por este ca-
mino se llega, sin desearlo, a ese exilio que llamaremos interior. Consiste,
en pocas palabras, en protegerse contra la pobreza, la ignorancia o la
hostilidad del ambiente, entronizando un enclave espiritual donde
asilarse, un mundo propio y distinto, celosamente defendido, elevando
un pequeño fortín cultural al amparo de cuyas murallas crecerá, vivirá,
obrará la solitaria. Ella acepta esta existencia claustral e, incluso, suele
desarrollarse así espléndidamente y dar frutos durables. Los escritores
peruanos que no se exilian a la manera de Vallejo, Oquendo de Amat,
Hidalgo, lo hacen sin salir del Perú como José María Eguren o Martín
Adán. Muchos practican a la vez estas dos formas de exilio. El caso
extremo del creador peruano exiliado es, seguramente, el del poeta César
Moro. Muy pocos sintieron tan íntegra y desesperadamente el demonio
de la creación como él, muy pocos sirvieron a la solitaria con tanta pa-
sión y sacrificio como él. Y esta devoción, esta dramática lealtad, perma-
neció ignorada por casi todo el mundo. Moro pasó muchos años de su

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vida en el extranjero, primero en Europa y luego en Méjico, y aquí, en el
Perú, donde transcurrieron sus últimos años, fue poco menos que un
fantasma. Vivió oculto, disimulando su verdadero ser tras un seudóni-
mo, tras un mediocre oficio, escribiendo en la más irreductible soledad,
en un idioma que no era el suyo. Él adoptó todos los exilios, levantó entre
su solitaria y el Perú la geografía, la lengua, la cultura, la imaginación,
hasta los sueños. Habitó entre nosotros escondiendo al creador escan-
daloso y fulgurante que había en él bajo la apacible máscara de un hom-
brecillo tímido y cortés que enseñaba francés y se dejaba atropellar por
los alumnos. Dejó esta imagen apócrifa al morir y quién sabe si algún día
la literatura del Perú resucitará al otro Moro, al verdadero y magnífico
que se llevó con él a la tumba.
Salazar Bondy fue también, en la primera parte de su vida de escri-
tor, un exiliado en estos dos sentidos. Su prolongada permanencia en
Buenos Aires, donde los primeros meses tuvo que luchar duramente para
vivir —trabajó como vendedor callejero de navajas de afeitar, fue redac-
tor de publicidad, corrector de pruebas y varias cosas más antes de in-
gresar en el suplemento literario de La Nación y al cuerpo de colaborado-
res de la revista Sur; ese reducto de evadidos—, revela una voluntad de
destierro. También, quizá, pensó apartarse físicamente del Perú por un
largo tiempo o para siempre cuando, en 1952, partió como asesor litera-
rio de la Compañía de López Lagar, con la que recorrió Ecuador, Colom-
bia y Venezuela. Pero esta segunda vez, aunque sin duda él no lo sabía
aún, aquella voluntad de evasión había comenzado a ceder el terreno a
una poderosa decisión de afincamiento en el Perú (quizá sería mejor
decir en Lima). En realidad, Sebastián no volvería a plantearse con serie-
dad la idea de vivir fuera de aquí. Ni el año que pasó en Francia (1956-
1957), becado, siguiendo cursos de dirección teatral junto a Jean Vilar y
en el Conservatorio de Arte Dramático de París, ni ninguna de sus múl-
tiples salidas posteriores al extranjero, significaron otro amago de rup-
tura material, nuevas tentativas de exilio geográfico. Él no quería recono-
cerlo, pero sus amigos comprendíamos que íntimamente era asunto re-
suelto: había decidido vivir y morir en el Perú. Yo lo sé muy bien, pues en
los últimos años, más precisamente desde su viaje a Cuba en 1962, alar-
mado por esa absurda vida que llevaba, por los trajines y afanes que
devoraban sus días y apenas si le dejaban tiempo para escribir, yo lo
urgía a partir. Él conocía a medio mundo y todos lo querían, yo sabía
que, pese a no ser fácil, él conseguiría instalarse en Europa y que allá
tendría la paz y las horas necesarias para realizar obras de aliento. Él me

23
engañaba —sí, ya vendría, que hablara con fulano, que averiguara las
condiciones de tal beca— y se engañaba a sí mismo porque hasta pedía
precios de pasajes y anunciaba por cartas el día del viaje. Puro cuento,
siempre había alguna razón para dar marcha atrás a último minuto,
siempre surgía (¿él la inventaba?) una complicación que lo llevaba a
postergar la fecha decisiva. En realidad, no quería, no podía partir, por-
que en la segunda etapa de su vida de escritor Sebastián había renuncia-
do definitivamente a separar el ejercicio de la literatura del contacto car-
nal con el Perú. Ambos constituían para él una indivisible necesidad
vital. El antiguo exiliado había cambiado de piel, el deseo de evasión de
su juventud se había transformado en obsesionante voluntad de arraigo.
Pero él no sólo fue un exiliado físico, al principio fue también un
exiliado espiritual. En un reportaje aparecido en noviembre de 1955,
poco después de una ruidosa polémica en la que Salazar Bondy defen-
dió la necesidad de una literatura americana, declaró que esta convic-
ción estética era producto “de una evolución” ya que él había sido parti-
dario, antes, de lo que se ha llamado, algo tontamente, una literatura
pura. “Tuve una posición esteticista —dijo— sobre la base de rezagos
dadás, surrealistas, es decir, de las llamadas corrientes de vanguardia.
Eso enseña que lo único que importa es crear una obra de arte, es decir,
algo bello. Posteriormente, es posible que a partir de mis lecturas de los
realistas norteamericanos, llegué a la conclusión de que una obra de arte
tiene validez en cuanto es reflejo de un momento histórico de la vida del
hombre y, precisamente, de la condición de estar limitada a una realidad
proviene su belleza”. La frontera entre ambas actitudes se sitúa aproxi-
madamente entre 1950 y 1952; el regreso de Salazar Bondy de Buenos
Aires a Lima coincidió con el fin de su exilio cultural. Así lo da a enten-
der él, en una nota sobre Luis Valle Goicochea a quien, dice, pese a haberlo
leído antes, sólo descubrió en 1950: “Todo en mí, por esas fechas, volvía
a mí. Me explico: la infección cosmopolita amenguaba en mi espíritu y la
convalecencia me obligaba a buscar, como tónico, lo más auténtico, no
me importa si simple, de mi contorno”. “Infección”, “convalecencia”:
conviene no tomar al pie de la letra esos términos despectivos, los cito
sólo como un indicio de ese cambio espiritual y de lo perfectamente cons-
ciente que de él fue Salazar Bondy. En todo caso, el mejor testimonio que
tenemos para verificar dicha mudanza está en sus obras, las que sólo
desde 1951 —año en que apareció uno de sus mejores libros de poesía,
Los ojos del pródigo— son realistas no sólo por su texto sino también por
su contexto y explícitamente vinculadas al Perú. Hasta entonces su tea-

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tro y sus poemas eran creaciones que expresaban un mundo interior, sin
raíces históricas ni sociales, cuyo único punto de apoyo en la realidad
objetiva era el lenguaje.
Salazar Bondy juzgaba severamente su poesía inicial. En su inter-
vención, poco antes de su muerte, en el encuentro de narradores perua-
nos celebrado en Arequipa en junio de 1965, declaró que sus primeros
poemas publicados lo avergonzaban, aunque no precisó si se refería
únicamente a su primer cuadernillo (Rótulo de la esfinge, publicado en
colaboración con Antenor Samaniego, en 1943), texto que nunca volvió a
citar en sus bibliografías, o a todos sus escritos poéticos de exiliado inte-
rior, el último de los cuales es de 1949 (Máscara del que duerme, Buenos
Aires). En todo caso, esta autocrítica es demasiado dura, aun para los
primeros poemas y no puede aceptarse sin reservas. No hay nada inde-
coroso, ni falso, ni irritante en esas cuatro recopilaciones poéticas y, más
bien (sobre todo enCuaderno de la persona oscura), se percibe en ellas maes-
tría formal, conocimiento de la tradición clásica española y de los gran-
des poetas modernos, soltura en el empleo del vocabulario y de los rit-
mos. Pero se trata de una poesía de un hermetismo glacial, que refleja
experiencias culturales más que vitales, lecturas y no emociones o pasio-
nes íntimas, que debe mucho al intelecto y a la destreza y poco al cora-
zón. La palabra poética parece aherrojada por densas y algo gratuitas
oscuridades retóricas que debilitan su poder comunicativo y a veces la
hielan. Incluso poemas tan logrados como “Muerto irreparable”, escrito
en homenaje a Miguel Hernández o el “Discurso del amor o la contem-
plación” no nos descubren la intimidad real del poeta, nos la velan con
una máscara verbal de contornos perfectos pero rígidos. Más que “cos-
mopolita”, como la denominó el propio Salazar Bondy, esta poesía mere-
cería denominarse abstracta. Su materia, exclusivamente subjetiva, se
disimula con atuendos de un barroquismo conceptual y plástico, rico, a
veces deslumbrante; pero tan recargado y enigmático que mantiene
siempre a distancia al lector. En La poesía contemporánea del Perú, antolo-
gía que publicó con Javier Sologuren y Jorge E. Eielson en 1946, los co-
mentarios de Sebastián en torno a los poetas elegidos para integrar el
libro, nos ilustran sobre lo que, en ese momento, significaba para él la
poesía, lo que apreciaba principalmente en el creador lírico y, por lo
tanto, sobre lo que ambicionaba hacer y ser él mismo. Luego de condenar
la “soterrada tradición de sentimentalismo vulgar” de la poesía peruana,
de reconocer a González Prada el mérito de haber descubierto “que la mo-
da del verso teórico, insuflado de pedantería y voceo, no constituía en

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ningún caso una expresión propia y valedera” y de fulminar a Chocano,
señala a Eguren como maestro de su generación con estas palabras reve-
ladoras: “Mas la misma permanencia soledosa de Eguren, que por eva-
sión renunció al ambiente, se hizo pueril y se enclaustró dentro de sí
hasta el punto de borrar toda frontera entre la realidad y la imaginación,
fue ejemplar modelo para quienes, jóvenes aún, fueron descubriendo
las afinadas calidades que tras sus versos, llenos de fantasía multicolor,
se escondían”. No se divisa rastro de influencia temática o formal de
Eguren en la primera poesía de Sebastián. Lo que a todas luces le parecía
“modelo ejemplar” en el autor de Simbólicas era su conducta frente al
mundo: la elaboración de una obra autónoma, independiente del con-
torno material, alimentada por fuentes exclusivamente interiores y que
expresara niveles de realidad situados “por bajo o, si se quiere, por cima
de las realidades evidentes”. Incluso cuando elogia a Vallejo, Salazar
Bondy se apresura a señalar que “por eso la peruanidad, si la hay, de la
poesía vallejiana es universal y rebasa cualquier ubicación geográfica”.
Más tarde, celebra el “altísimo y atormentado confinamiento” de Enri-
que Peña y de Oquendo de Amat dice que su poesía admirable nació bajo
“el signo de la intimidad y el recato cotidianos”.
Esta actitud de repliegue claustral, de desapego ante la realidad
exterior y concreta varía radicalmente en los últimos meses de la residen-
cia de Salazar Bondy en Buenos Aires. En 1950 publica un poema titula-
do “Tres confesiones”, testimonio inequívoco de ese cambio: “Es grato
oírse llamar por su nombre / y ser amigo de otros hombres y otras muje-
res / cuando retornan a la ternura / desde las islas en donde fueron
confinados”. Todo el poema describe la ambición del autor de salir para
siempre de su cárcel de “papeles y humo” y sumergirse en la vida de los
otros, en la “multitud / que es como un beso de mujer en la intimidad del
lecho”. El poeta no sólo descubre a los demás y a la realidad exterior,
sino también esa porción del mundo que lo rodea: “doblo la cabeza sobre
América dura y hostil, / sobre su oro y sus cadáveres, y retorno / del
viaje que hice...”. El poema forma parte de Los ojos del pródigo, libro pu-
blicado al año siguiente, que consolida definitivamente la nueva actitud
de Salazar Bondy e inaugura en su poesía ese tono confesional, directo,
impregnado de suave melancolía sentimental, que perdurará a lo largo
de su obra poética futura.
Los ojos del pródigo es un libro de expatriado que no soporta ya el
destierro y quiere librarse de él mediante un regreso figurado al hogar, a
la tierra ausentes. Enfermo de añoranza, el poeta recuerda “esos puertos

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que abandonó / porque vivir era sentirse extranjero” y abomina “su
soledad de pródigo”. Para adormecer la angustia que lo invade, evoca su
barrio de adolescente, su “pequeño país de amigos” distantes, adivina
la ceremonia familiar la noche de Navidad donde será recordado por los
suyos, habla con un viejo antepasado cuya presencia contempló en un
óleo “desde niño / y que de mayor, hasta este instante, olvidé” y rescata
de la memoria algunas imágenes de su ciudad: la plaza de Armas con su
“fuente de grifos eróticos”, los puentes del Rímac que “unen las dos
orillas familiares / con un salto frágil de tranvías”, un balcón encarama-
do sobre “los callejones del Chirimoyo / cuya miseria cede amargamente
fermentada”, una pordiosera limeña que juntaba perros y la misa de
nueve de Santo Tomás a la que acompañaba a su madre. Hay también
poemas dedicados a “América” y al “Cielo textil de Paracas”. Este regre-
so simulado, a través de la poesía, a su infancia, a su familia, a su ciu-
dad, a su país, marca el término del exilio espiritual de Salazar Bondy.
En adelante su obra tendrá como sustento primordial, no la vida interior
sino la exterior y en vez de reflejar, como hasta entonces, mundos imagi-
narios y oníricos, trasmitirá experiencias de una realidad objetiva que, a
menudo, será expresamente mencionada por el poeta. Hay que decir, de
paso, que a diferencia de lo que, a mi juicio, ocurre con su producción
dramática, esta segunda etapa enriqueció notablemente su poesía; en
ella alcanzó Salazar Bondy sus mejores momentos líricos. Existe, creo,
un desnivel estético entre su poesía del ciclo de exilio, inteligente, for-
malmente impecable, culta, pero descarnada, inmóvil, sin flujo vital, y la
que va de Los ojos del pródigo al Tacto de la araña, poesía confidencial y
directa, abierta al mundo, que canta con serenidad y elocuencia la me-
lancolía, la inquietud, el goce, el odio y el amor que inspiran al poeta esas
“realidades evidentes” que antes prefería ignorar.
El teatro de Salazar Bondy registra también las dos fases antagóni-
cas de su vida de escritor, pero no tan nítidamente como su poesía; en él
la línea divisoria es algo fluctuante. En el prólogo a Seis juguetes —libro
que reúne seis obras cortas, escritas entre noviembre de 1947 y abril de
1953—, afirma que estas piezas “intentan ser expresión del primordial
anhelo de recrear en el tablado hechos que, por su índole y sentido, son
manifestaciones de la realidad del hombre y su circunstancia de aquí y
ahora”. Esta profesión de fe a favor de un realismo inspirado en la cir-
cunstancia peruana conviene, sin duda, al propósito de obras como En el
cielo no hay petróleo (1954) y Un cierto tic tac (1956), pero no es válida para
las otras. Ni Los novios, ni El de la valija, ni El espejo no hace milagros, ni la

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pantomima La soltera y el ladrón (escritas entre 1947 y 1953) se hallan
física o anímicamente situadas. Su realismo es aparente, ficticio; perso-
najes, lenguaje y temas tienen un carácter, esta vez sí, cosmopolita, en
cuanto esto significa desarraigo histórico. Sin embargo, un año antes de
escribir una de estas piezas cosmopolitas, Salazar Bondy había estrena-
do un drama histórico, Rodil (1952), que rompía con su costumbre ante-
rior de prescindencia, en la elección de asuntos y personajes dramáticos
y, también, en la hechura del diálogo teatral, del mundo circundante.
Así, pues, Rodil ocupa en su teatro el mismo lugar limítrofe que Los ojos
del pródigo en su poesía y documenta un cambio profundo de actitud
respecto a las relaciones del creador con su sociedad. A partir de 1953, el
teatro de Salazar Bondy sigue un proceso de “descosmopolitización”, de
progresiva inmersión en el tema peruano. A Rodil siguen dos obras de un
realismo existencial (No hay isla feliz, 1954, y Algo que quiere morir, 1957),
luego esta tendencia adopta otra vez la forma de un drama histórico
(Flora Tristán, 1959) y se reduce más tarde espacial y temáticamente a la
circunstancia anecdótica limeña con una serie de comedias de costum-
bres (la primera, Dos viejas van por la calle, es de 1959 y la última, Ifigenia
en el mercado, de 1963). Curiosamente, la última obra dramática de Salazar
Bondy, El rabdomante (1964), drama simbólico, vinculado de modo muy
parabólico con el Perú y con la realidad objetiva, significa una ruptura
del proceso iniciado en 1952 y, en cierta forma, un retorno a la manera
dramática inicial. Hay, desde luego, grandes diferencias entre Amor, gran
laberinto (1947), farsa barroca y brillante, cuyos seres se mueven como
muñecos y actúan con gratuidad, y este drama áspero, impregnado de
símbolos y de metafísica, pero ambas piezas, cada una a su manera,
delatan una intención idéntica: esquivar lo que tiene la realidad de deco-
rativo y de actualidad pasajera para instalar la obra artística en una
zona más perenne y esencial a la que el creador puede acceder sólo vol-
viendo los ojos hacia adentro de sí mismo. Si el realismo y la sencillez
expresiva sirvieron para imprimir a la poesía de Salazar Bondy humani-
dad y belleza, yo pienso que la apertura sobre el mundo exterior y la
voluntad de dramatizar asuntos de “aquí y de ahora” debilitaron estéti-
camente su obra teatral. Sus ensayos, algunos valiosos, otros estimables,
otros discutibles, para crear un teatro realista peruano, me parecen me-
nos logrados desde un punto de vista artístico, que estas dos obras suyas
Amor, gran laberinto y El rabdomante —a las que habría que añadir esa
espléndida pieza corta de ritmo y diálogo delirantes, Los novios— en las
que se advierten una intuición penetrante de la “irrealidad” que contie-

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ne en sí el teatro como espectáculo, un lenguaje eficaz para la creación de
atmósferas insólitas o simplemente distintas a las conocidas por la expe-
riencia y una técnica hábil para dar a cada asunto el movimiento y la
estructura capaces de sacarles el mayor provecho dramático.
Esta breve incursión en la obra poética y teatral de Salazar Bondy
tenía por objeto mostrar que en ella se grabó fielmente su exilio espiritual
y que éste cesó en un periodo que abarca sus últimos meses de estancia
en la Argentina y los primeros de su retorno al Perú. Su obra narrativa es
posterior a este momento fronterizo: Náufragos y sobrevivientes (1954) y
Pobre gente de París (1958) nacieron cuando Sebastián había dejado atrás
aquella primera etapa e, incluso, el segundo de estos libros encierra una
dura sátira contra quienes huyen espiritual y físicamente de su mundo y
pretenden integrarse a otro, más sensible y adecuado a la vocación lite-
raria o artística. Esa pandilla de latinoamericanos frustrados y alienados
que desfila por los cuentos de Pobre gente de París nos informa de manera
veraz sobre el convencimiento a que había llegado Salazar Bondy de que
el exilio no era una solución o, más bien, de que esta solución entrañaba,
a la larga, el riesgo de una derrota más trágica que la de hacer frente,
como creador y como hombre, a la realidad propia, a la sociedad suya.
Cuando escribió estos relatos, Sebastián llevaba varios años empeñado
en probarse a sí mismo que un escritor peruano podía ejercer su voca-
ción sin necesidad de huir al extranjero o de parapetarse en su mundo
interior. Desde su regreso de Buenos Aires hasta su muerte, batalló calla-
damente por convertir en hechos este anhelo: ser leal a la literatura sin
dejarse expulsar (fuera del país o dentro de sí mismo), en cuanto escritor,
de la sociedad peruana; ser miembro activo y pleno de su comunidad
histórica y social sin abdicar, para conseguirlo, de la literatura. Esto
significó, para Sebastián, extender considerablemente el combate que ya
había iniciado al ponerse al servicio de la solitaria, emprender una ac-
ción mucho más ardua.
Porque el escritor peruano que no vende su alma al diablo (que no
renuncia a escribir) y que tampoco se exilia corporal o espiritualmente,
no tiene más remedio que convertirse en algo parecido a un cruzado o un
apóstol. Hablo, claro está, del creador, para quien la literatura constituye
no una actividad más sino la más obligatoria y fatídica necesidad vital,
del hombre en el que la vocación literaria es, como decía Flaubert, “una
función casi física, una manera de existir que abarca a todo el indivi-
duo”. El escritor es aquel que adapta su vida a la literatura, quien orga-
niza su existencia diaria en función de la literatura y no el que elige una

29
vida por consideraciones de otra índole (la seguridad, la comodidad, la
fortuna o el poder) y destina luego una parcela de ella para morada de la
solitaria, el que cree posible adaptar la literatura a una existencia consa-
grada a otro amo: eso es precisamente lo que hace el escritor que vende su
alma al diablo. Sebastián vivió para la literatura y nunca la sacrificó
pero, a la vez, en los últimos quince años de su vida, fue también y sin
que ello entrañara la menor traición a su solitaria, un hombre que luchó
por acercar a estos dos adversarios, la literatura y el Perú, por hacerlos
compatibles. En contra de lo que le decían la historia y su experiencia, él
afirmó con actos que se podía bregar a la vez por defender su propia
vocación de escritor contra un medio hostil y por vencer la hostilidad de
ese medio contra la literatura y el creador. Él no se contentó con ser un
escritor, simultáneamente quiso imponer la literatura al Perú. Hundido
hasta los cabellos en esta sociedad enemiga él fue, entre nosotros, el
valedor de una causa todavía perdida.
Recordemos someramente qué ocurría con la literatura en el Perú
hace quince años, qué hizo Sebastián cuando llegó a Lima. No había
casi nada y él trató de hacerlo todo, a su alrededor reinaba un desolador
vacío y él se consagró en cuerpo y alma a llenarlo. No había teatro (Jorge
Basadre recuerda, en el prólogo a No hay isla feliz, la desilusión del
crítico norteamericano Epstein que vino a Lima para estudiar el teatro
peruano contemporáneo y debió regresar a su país con las manos va-
cías) y él fue autor teatral; no había crítica ni información teatral y él fue
crítico y columnista teatral; no había escuelas ni compañías teatrales y
él auspició la creación de un club de teatro y fue profesor y hasta direc-
tor teatral; no había quién editara obras dramáticas y él fue su propio
editor. No había crítica literaria y él se dedicó a reseñar los libros que
aparecían en el extranjero y a comentar lo que se publicaba en poesía,
cuento o novela en el Perú y a alentar, aconsejar y ayudar a los jóvenes
autores que surgían. No había crítica de arte y él fue crítico de arte,
conferencista, organizador de exposiciones y hasta preparó, con el títu-
lo Del hueso tallado al arte abstracto una introducción al arte universal
para “escolares y lectores bisoños”. Fue promotor de revistas y concur-
sos, agitó y polemizó sobre literatura sin dejar de escribir poemas, dra-
mas, ensayos y relatos y continuó así, sin agotarse, multiplicándose,
siendo a la vez cien personas distintas y una sola pasión. Durante mu-
cho tiempo, con aliados eventuales, encarnó la vida literaria del Perú.
Yo lo recuerdo muy bien porque, diez años atrás y por esta razón, su
nombre y su persona resultaban fascinantes para mí. Todo, en el Perú,

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contradecía la vocación de escritor, en el ambiente peruano ella adopta-
ba una silueta quimérica, una existencia irreal. Pero ahí estaba ese caso
extraño, ese hombre orquesta, esa demostración viviente de que, a pesar
de todo, alguien lo había conseguido. ¿Quién de mi generación se atre-
vería a negar lo estimulante, lo decisivo que fue para nosotros el ejemplo
de Sebastián? ¿Cuántos nos atrevimos a intentar ser escritores gracias a
su poderoso contagio?
Sería torpe querer disociar, en Sebastián, al animador y al creador,
al nervioso propagandista y al autor. Lo sorprendente es que él fuera
indisolublemente ambas cosas y cumpliera con las dos por igual. Él
acometió esa arriesgadísima empresa plural de crear literatura, sirvien-
do al mismo tiempo de intermediario entre la literatura y el público, de
ser a la vez un creador de poemas, dramas y relatos y un creador de
lectores y de espectadores y, como consecuencia, un creador de creado-
res de literatura. No es difícil adivinar la tensión, la energía, la terque-
dad que ello le exigió. En una sociedad culturalmente subdesarrollada
como la nuestra cada una de esas funciones significa una guerra; él las
libró todas a la vez.
Pero, en la segunda etapa de su vida de escritor, al combate por la
literatura, Salazar Bondy añadió una acción política. Él fue un rebelde,
no sólo como escritor, también lo fue como ciudadano. Por cierto que
todo escritor es un rebelde, un inconforme con el mundo en que vive,
pero esta rebeldía íntima que precipita la vocación literaria es de índole
muy diversa. Muchas veces la insatisfacción que lleva a un hombre a
oponer realidades verbales a la realidad objetiva escapa a su razón; casi
siempre el poeta, el escritor es incapaz de explicar los orígenes de su
inconformidad profunda cuyas raíces se pierden en un ignorado trauma
infantil, en un conflicto familiar de apariencia intrascendente, en un
drama personal que parecía superado. A esta oscura rebeldía, a esta pro-
testa inconsciente y singular que es una vocación literaria se superpone
en el Perú casi siempre otra, de carácter social, que no es raíz sino fruto
de esta vocación. Crear es dialogar, escribir es tener siempre presente al
hypocrite lecteur, mon semblable, mon frère, de Baudelaire. Ni Adán ni,
Robinson Crusoe, hubieran sido poetas, narradores. Pero ocurre que en
el Perú los escritores son poco menos que adanes, robinsones. Cuando
Sebastián comenzaba a escribir (también ahora, aunque no tanto como
entonces), la literatura resultaba aquí un quehacer clandestino, un mo-
nólogo forzado. Todo ocurría como si la sociedad peruana pudiera pres-
cindir de la literatura, como si no necesitara para nada de la poesía, o del

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teatro, o de la novela, como si éstas fueran actividades negadas al Perú.
El escritor sin editores ni lectores, falto de un público que lo estimule y
que lo exija, que lo obligue a ser riguroso y responsable, no tarda en
preguntarse por la razón de ser de esta lastimosa situación. Descubre
entonces que hay una culpa y que ella recae en ciertos rostros. El escritor
frustrado, reducido a la soledad y al papel del paria, no puede, a menos
de ser ciego o imbécil, atribuir su desamparo, y la miserable condición de
la literatura, a los hombres del campo y de los suburbios que mueren sin
haber aprendido a leer y para quienes, naturalmente, la literatura no
puede ser una necesidad vital ni superficial porque para ellos no existe.
El escritor no puede pedir cuentas por la falta de una cultura nacional a
quienes no tuvieron jamás la oportunidad de crearla porque vivieron
vejados y asfixiados. Su resentimiento, su furor, se vuelven lógicamente
hacia ese sector privilegiado del Perú que sí sabe leer y sin embargo no
lee, a esas familias que sí están en condiciones de comprar libros y que
no lo hacen, hacia esa clase que tuvo en sus manos los medios de hacer
del Perú un país culto y digno y que no lo hizo. No es extraño, por eso,
que en nuestro país se pueda contar con los dedos de una mano a los
escritores de algún valor que hayan hecho causa común con la burgue-
sía. ¿Qué escritor que tome en serio su vocación se sentiría solidario de
una clase que lo castiga, por querer escribir, con frustraciones, derrotas y
el exilio? Por el hecho de ser un creador, aquí se ingresa en el campo de
víctimas de la burguesía. De ahí hay sólo un paso para que el escritor
tome conciencia de esta situación, la reivindique y se declare solidario
de los desheredados del Perú, enemigo de sus dueños. Éste fue el caso de
Salazar Bondy.
Al coraje de ser escritor en un país que no necesita de escritores,
Sebastián sumó la valentía de declararse socialista en una sociedad en
la que esta sola palabra es motivo de persecución y espanto. Esto no lo
condujo a la cárcel como a otros, pero sí le significó vivir en constante
zozobra económica, ser privado de trabajos, vetado para muchas cosas,
hizo más áspera su lucha cotidiana. Al igual que sus convicciones esté-
ticas, su posición política sufrió una transformación honda en la segun-
da etapa de su vida, se hizo más radical y enérgica. Entre el reformista de
1945 y el amigo de la revolución cubana que en Lima la horrible escribía
“el tiempo que deviene sin controversia pasatista pone en evidencia más
y más que la humanidad —y el Perú, y Lima— quiere y requiere una
revolución”, se extiende todo un proceso de maduración ideológica del
que dan fe la militancia de Sebastián en el Movimiento Social Progresis-

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ta, sus colaboraciones en el órgano de esta agrupación, Libertad, su con-
ferencia titulada significativamente Cuba, nuestra revolución, sus innu-
merables artículos políticos en la prensa internacional de izquierda
—como Marcha de Montevideo, la revista marxista norteamericana
Monthly Review, la revista francesa Partisans, etc.—, las palabras finales
de su ensayo sobre el mito de Lima y su intervención en el encuentro de
narradores de Arequipa en la que explicó su posición política. Para co-
nocer de manera cabal el pensamiento de Sebastián sobre la realidad
histórica, el sentido preciso de su adhesión al socialismo, el grado de
adhesión que lo ligó al marxismo, habría que revisar y confrontar dichos
textos. Pero, en todo caso, nadie puede poner en tela de juicio que, en la
dramática alternativa contemporánea entre capitalismo y socialismo, él
optó claramente por esta segunda opción. Una prueba elocuente de ello
es el homenaje que le rindieron los escritores revolucionarios cubanos en
la revista de la Casa de las Américas de la Habana —a cuyo consejo de
redacción pertenecía—, deplorando esa muerte “que nos arranca a un
amigo fraternal, a un maestro, a un compañero de las mejores batallas”.
Pero hay que decir también que —a diferencia de otros escritores
que, explicablemente exasperados por la postración del Perú y la injusti-
cia que lo avasalla, creen útil orientar su vocación por razones de efica-
cia revolucionaria—, Sebastián supo diferenciar perfectamente sus obli-
gaciones de creador de sus responsabilidades de ciudadano. Él no elu-
dió ningún riesgo como hombre de izquierda, pero no cayó en la ingenua
actitud de quienes subordinan la literatura a la militancia creyendo ser-
vir así mejor a su sociedad. Él no había sacrificado la literatura para ser
admitido en la injusta sociedad que le tocó, no había renunciado a escri-
bir para ser algún día influyente, rico, poderoso; tampoco abandonó la
literatura para hacer de la revolución una tarea exclusiva y primordial,
tampoco mató a la solitaria para dedicarse únicamente a luchar por un
país distinto, emancipado de sus prejuicios y de sus estructuras ana-
crónicas, donde fuera posible la literatura. Él supo comprometerse polí-
ticamente salvaguardando su independencia, su espontaneidad de crea-
dor, porque sabía que, en cuanto ciudadano, podía decidir, calcular,
premeditar racionalmente sus acciones, pero que, como escritor, su mi-
sión consistía en servir y obedecer las órdenes, a menudo incomprensi-
bles para el creador, los caprichos y obsesiones de incalculables conse-
cuencias, de la solitaria, ese amo voluntariamente admitido en su ser.
Como había defendido su vocación contra la iniquidad y la mezquina
sordidez, la defendió contra las tentaciones del idealismo y el fervor

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social. Ésa es la única conducta posible del escritor y lo demás es retóri-
ca: anteponer la solitaria a todo lo demás, sacrificarle el mal y el bien. Yo
no sé si Sebastián admitiría o rechazaría esta divisa; tal vez el generoso
incorregible que había en él diría que no, que en ciertos casos, cuando los
vacíos, las deficiencias, las heridas de una realidad lo reclaman, el escri-
tor debe abandonar parcial o enteramente el servicio de la solitaria para
entregarse a tareas más urgentes y de utilidad social más inmediata que
la literatura. Pero, aun cuando él no lo quisiera reconocer y lo negara, un
examen de su vida y de su obra, incluso rápido como éste, deja abruma-
doramente al descubierto esta verdad: en todo momento, aquí en el Perú
o en el exilio, en las circunstancias mejores o peores de su vida, en cual-
quier empresa o aventura de las muchas que intentó, cuando hacía pe-
riodismo, enseñaba o militaba, la literatura seguía ocupando el pri-
mer lugar y acababa siempre por oscurecer a cualquier otra actividad
con su sombra pertinaz. Ante y sobre todo, a pesar de su terrible bondad,
de su inagotable curiosidad por todas las manifestaciones de la vida y
su aguda percepción de los problemas humanos, Sebastián fue ese egoís-
ta intransigente que es un escritor, y de todos los combates que sostuvo,
el principal y sin duda el que motivó todos los demás fue el que tenía la
solitaria como ideal.
Es difícil, entre nosotros, hallar escritores que lo sean realmente, es
decir, que estén vivos como creadores, a la edad que tenía Sebastián
cuando murió. José Miguel Oviedo ha señalado con razón “esa triste ley
de la literatura peruana que ha condenado a sus poetas a la muerte
prematura —esto es, al silencio— al borde de los treinta años”. En efecto,
los poetas, los escritores peruanos lo son mientras son jóvenes; luego el
medio los va transformando: a unos los recupera, asimila; a otros los
vence y los abandona, derrotados moralmente, frustrados en su voca-
ción, en sus tristísimos refugios: la pereza, el escepticismo, la bohemia, la
neurosis, el alcohol. Algunos no reniegan propiamente de su vocación
sino que consiguen aclimatarla al ambiente: se convierten en profesores,
dejan de crear para enseñar e investigar, tareas necesarias pero esencial-
mente distintas a las de un creador. Pero ¿escritores vivos a la edad de
Sebastián? Vivos, es decir curiosos, inquietos, informados de lo que se
escribe aquí y allá, lectores ávidos, creadores en perpetua y tormentosa
agitación, envenenados de dudas, apetitos y proyectos, activos, incansa-
bles, ¿cuántos había al morir Sebastián, cuántos hay ahora mismo en el
Perú? Cuando van a la tumba, la mayoría de los escritores peruanos son
ya cadáveres tiempo atrás y el Perú no suele conmoverse por esas vícti-

34
mas que derrotó diez, quince, veinte años antes que la muerte. En
Sebastián, nuestra ciudad, nuestro país tuvieron a un resistente supe-
rior; la muerte lo sorprendió en el apogeo de su fuerza, cuando no sólo
soportaba sino agredía, con todas las armas a la mano, a su enemigo
numeroso y sutil. Los homenajes que se le rindieron, la conmoción que
su muerte causó, las múltiples manifestaciones de duelo y de pesar, esas
coronas, esos artículos, esos discursos, ese compacto cortejo, son el toque
de silencio, los cuarenta cañonazos, las honras fúnebres que merecía tan
porfiado y sobresaliente luchador.

Lima, abril de 1966

Publicado originalmente en Revista Peruana de Cultura, Lima, N.os 7-8 (junio de


1966), pp. 21-54. Posteriormente en Contra viento y marea (1962-1982), Seix Barral
Editores, Barcelona, 1983, pp. 89-113.

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Sebastián Salazar por él mismo

Me gusta el tono confesional que han adoptado estos prólogos, que con
tan agudo sentido de la importancia del mundo interior de un escritor,
han incluido como parte de estas lecturas los organizadores de este estu-
pendo Encuentro de Narradores Peruanos.(*) Y voy a continuar en ese
tono confesional.
Nací en la calle Corazón de Jesús, en el Barrio de la Chacarilla, en
Lima, al lado de la Iglesia de los Huérfanos, en el corazón de la ciudad.
Mi hogar fue un hogar de la clase media, un típico hogar de la clase
media, formado por familias que venían de la provincia, viejas familias
propietarias, pauperizadas por la invasión imperialista y, también, por
la vida de lujos, de pompa, de señorío aristocrático que habían llevado
en sus propias tierras natales. Y también desciendo de emigrantes fran-
ceses, posiblemente si los pruritos ideológicos de un primo mío no han
fracasado, de una familia judía del gueto de Praga. Mi padre, emigrado
del Norte, de Chiclayo, se hizo de una relativa posición social y económi-
ca en el comercio, que hizo crisis alrededor de 1933, con una quiebra y
con su muerte.
Aparte de un hermano de padre, con quien tengo las relaciones más
estrechas y cariñosas, de mi padre y mi madre somos dos: Augusto y yo,
y la vida de la infancia la veo siempre en profunda relación con este
compañero que es mi hermano. Yo creo que esa crisis económica, que

(*) “Texto de la improvisación” presentado en el Primer Encuentro de Narra-


dores Peruanos, Arequipa, 16 de junio de 1965. Publicado en Sebastián Salazar
Bondy, El tacto de la araña, Sombras como cosas sólidas, Poemas 1960-1965, Sebastián
Salazar por él mismo, Francisco Moncloa Editores S.A. 1966, segunda edición
bajo el cuidado de Emilio Adolfo Westphalen, pp. 63-68.

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hizo pasar a mi familia de la posesión de un automóvil, de la posesión de
ciertas comodidades, de la promesa de educación en Europa, a la reduc-
ción a una o dos piezas —el resto de la casa se dedicaba a pensión para
caballeros honorables, de preferencia extranjeros, con la cual se solven-
taba un poco mi hogar—, ese paso de una cierta comodidad, no de la
opulencia, a la estrechez económica, seguramente influyó muy podero-
samente en mi infancia y vi el mundo desde ese momento como dividido
en dos planos irreconciliables.
Coincidentemente con esta crisis económica sobrevino la muerte de
mi padre, que había intervenido en la política como partidario del gene-
ral Sánchez Cerro, y que se había rodeado de ciertas amistades podero-
sas, importantes. Desaparecido él, esas amistades se alejaron, y los gran-
des paquetes de regalo de los amigos poderosos en los días de Navidad
desaparecieron también. Estudiaba en aquel entonces en el Colegio Ale-
mán y la crisis significó igualmente un cambio de colegio. Pasamos al
Colegio San Agustín de Lima, un típico colegio de clase media (hoy es un
colegio de burguesía, pero en ese momento era un colegio de clase media,
a la altura de La Merced, de Santo Toribio) , en cuyas aulas y con cuyos
maestros conocí el mundo mágico de la vida religiosa, con el trance mís-
tico (ayudaba yo muy bien la misa, todavía recuerdo las primeras pala-
bras en latín), pero también conocí el mundo de las represiones, de las
inhibiciones, de las prohibiciones, de los prejuicios y conocí también un
mundo de humillaciones que consistía en aquello de “Salazar avísale a
tu hermano que debe dos meses, que si no paga esos dos meses no dan
examen”.
Es alrededor del quinto año de primaria, cuando tendría yo 10 u 11
años, cuando aparece en mí una necesidad de expresión que cumplí
escribiendo poesías y novelas ocultamente y que mis profesores no des-
cubrieron jamás. Siempre recuerdo, a los pocos años de salir del colegio,
estando yo en la universidad, haberme encontrado con el profesor de
literatura, para el cual la historia de la literatura se detenía en Campoamor
para continuar con una serie de detritus, hechos por gentes corrompi-
das, y la cara de perplejidad y de sorpresa al encontrarme un día en la
calle y decirme: “Así que eres escritor, poeta y rojillo”. Tenía razón.
Esa necesidad de expresión literaria estuvo acompañada de lectu-
ras muy precoces y un tanto caóticas que tuvieron una influencia positi-
va y una influencia negativa. La influencia positiva fue que cumplí con
mucha anticipación la etapa que otros cumplen después; y la negativa,
que por esa falta de presión del medio —que dice Héctor Velarde— pu-

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bliqué también muy prematuramente páginas que me avergüenzan y
que, sin embargo, reaparecen en las bibliotecas como fantasmas que me
obseden (sic).
Escribí poesía, sigo escribiendo; escribí teatro, escribí narración,
porque desde el primer momento tuve la intuición, confirmada después
con los hechos y con el pensamiento de algunos teóricos de la literatura,
que los géneros no son instituciones; son medios, son instrumentos, son
formas a las que hay que llenar y que uno emplea de acuerdo a lo que
tiene que decir y a la manera cómo tiene que decir; y que, en consecuen-
cia, la literatura que en mí era una necesidad de expresión, una necesi-
dad de liberación, una necesidad de nivelar ese brusco desnivel que fue
la crisis económica de mi hogar, la literatura —digo— fue para mí el
modo de expresión sin que se ciñera a un género, sin que eligiera un
género como único carril, como único camino a seguir.
Tuve mucha suerte, pues aparte de esta lectura prematura que muy
pronto fue en dos idiomas, en francés y en español, fue completada con
la amistad con dos escritores de mi generación, contemporáneos míos,
levemente mayores en uno o dos años, que son Jorge Eduardo Eielson y
Javier Sologuren, con cuya conversación me enriquecí enormemente, con
cuyo trato diario aclaré mis ideas, afirmé la conciencia de que mi voca-
ción era una vocación profunda, era un oficio que debía ejercerse como
oficio y que me permitió abandonar, con toda la posesión de la concien-
cia del acto que realizaba como una liberación, abandonar la Facultad
de Derecho, a la que me condenaba la rutina.
A esas amistades se sumaron otras: la de algunos pintores como
Fernando de Szyszlo, en la misma época; y otras de escritores mayores
que se encuentran entre los mejores de las letras peruanas de hoy: José
María Arguedas, que nos recibió en la Peña Pancho Fierro con una cor-
dialidad extraordinaria que por sí misma constituía un aliento; con la
amistad de Emilio Adolfo Westphalen, hombre aparentemente hosco pero
tierno, Con la amistad de Luis Fabio Xammar, que fue mi profesor en las
aulas de San Marcos y que facilitó siempre mi curiosidad con textos, con
libros; con la amistad de Manuel Moreno Jimeno, con la amistad de mu-
chos otros a quienes no nombro por no hacer de esto una relación de
personas, pero a quienes les debo —a todos— un poco de lo que puede
tener de mérito mi tarea.
No soy especialmente un narrador; por lo menos hasta ahora no soy
especialmente un narrador. He escrito algunos cuentos que no han teni-
do muchos elogios, pero creo que en ellos he puesto algo que me interesa-

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ba poner; esa pequeña mitología del mundo de la clase media, ese entre-
tejido sutil de relaciones, cosido, hilvanado con prejuicios y sentimien-
tos muy profundos, con ideas recibidas, heredadas y aceptadas
irracionalmente y con aspiraciones incumplidas, con esperanzas siem-
pre frustradas y con terrores al hundimiento en la masa anónima del
proletariado. Creo que he expresado esa situación de tensión, de polari-
zación tremenda que vive la clase media en general en el mundo entero y
en especial en un país subdesarrollado, donde los únicos que viven, las
únicas clases que viven vidas auténticas son la gran burguesía por la
posesión de todos sus medios económicos, de todos sus instrumentos de
poder, de toda la insolencia que da el dinero, y el proletariado que vive
resignado a su miseria, adecuado a ella, aceptándola y convirtiéndola
en una de sus fuerzas; [sí,] su pobreza en una de sus fuerzas.
Quienes viven la vida inauténtica son aquéllos a los cuales la histo-
ria, la realidad social y económica los arrastra hacia abajo y los sueños
tiran de ellos hacia arriba. Y están en una situación intermedia, en una
situación en la cual cualquier descuido los puede arrastrar al abismo,
que los aterroriza, del proletariado y cualquier traición los lleva como un
rayo hacia la prosperidad falaz de la burguesía. Este ha sido el mundo
que he descrito, porque es el mundo que conozco, porque es el mundo en
que vivo, porque creo además, que es un mundo, una clase socialmente
importante, pese a esta situación precaria. Es la clase que da a los intelec-
tuales, que da a los maestros, que da a los revolucionarios, a los líderes
de las revoluciones. Y creo que es una clase que crea el pensamiento,
consolida el pensamiento, la cultura de un país, que la hace consciente;
y creo que así como recibe del pueblo grandes lecciones en su folclor y en
su sabiduría, en su lucha tenaz por la vida, diaria, [así también] amena-
za a la burguesía con su ímpetu masivo, con su aspiración que a veces
destruye hasta las barreras raciales, que en estos pueblos son tan feroces.
Ese es el sentido último que tienen los cuentos reunidos en Náufra-
gos y sobrevivientes, especialmente en la segunda edición, donde hay tres
cuentos más que en la primera; y también de Pobre gente de París. Me
impresionó mucho cuando vivía en Francia la situación alienada de los
estudiantes que iban a vivir a París, de los artistas que iban a vivir a
París, porque París, según la frase de Hemingway, era una fiesta, y no era
tal fiesta; y cómo la sordidez de este desengaño, la inconfesable sordidez
que encontraban en esta vida, los hacía permanecer anclados, mentirse,
engañarse, enloquecer, podrirse, prostituirse, estupidizarse. Francia no
fabrica a los latinoamericanos imbéciles que viven allí. Francia, Europa

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en general, nos ha acuñado con su vieja sabiduría, con su vieja cultura,
ha acuñado muchas de las grandes mentalidades, las grandes ideas que
mueven a las masas de nuestros pueblos en este tiempo, pero el libro no
contaba la historia de esta gente, contaba la historia de los que en esta
aventura fracasan, de los que en esta aventura pierden la partida. Tam-
bién, pues, la clase media.
Fue con motivo del primer viaje que hice a Buenos Aires, donde viví
algunos años, cuando descubrí el Perú y no el Perú de los himnos, de los
símbolos, sino el Perú real. Fue allí donde descubrí los números estadís-
ticos, donde decían que éramos uno de los países más hambrientos del
mundo, uno de los países más colonizados, semicolonizados de Améri-
ca Latina, uno de los países de mortalidad infantil más alta, uno de los
países más tristes del universo. Pero además ahí supe que yo no podía
vivir sin ese país y que si tenía algún deber que fuera compatible con mi
vocación, con mi tarea de escribir, era escribir sobre ese país y usar de
mis palabras y de mi persona, en lo que ello tuviera de influencia, para
liberarlo. Por eso es que soy un hombre de izquierda, por eso es que soy
socialista, porque creo que la sociedad capitalista, sobre todo cuando el
capitalismo resulta insertado en un mundo marginal, abastecedor de
materias primas, con trabajo nacional mal pagado, con el “cholo barato
y el azúcar caro”, [hace del país] un país que está vencido moralmente,
en el que no hay defensa nacional. No se puede hablar de defensa nacio-
nal si se deja que la fuerza fundamental de un país, que es la fuerza
moral de su pueblo, su conciencia de nacionalidad, su soberanía, estén
sometidas, estén pisadas, estén escupidas. Entonces creí en el Perú, en
su pueblo, en su gente, en su historia y dejé de creer en todos los emble-
mas, las grandes palabras, las efemérides, los tatachines, etc.

41
EN LA REALIDAD Y SIN MITO

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Manu: un símbolo peruano

La historia de Manu es algo más que la pintoresca anécdota de una


ciudad que existía sólo en el papel, en el Presupuesto General de la Re-
pública. Es todo un símbolo del país. Porque el infortunio de esta patria
no es tanto ser de suyo compleja, por razones de la más variada índole
(desde topográficas hasta históricas), sino principalmente el haber sido
considerada por los muchos peruanos como una como una especie de
cantera, de cuyos dones, grandes o pequeños, había que sacar provecho
por cualquier medio. La nación ha tenido sentido para bastantes en cuan-
to constituía el centro de un convite, casi el manjar del cual uno se sirve
para su placer y beneficio exclusivo. Está bien reírse de que existiera un
pueblo con funcionarios oficiales, con maestra y jefe de correos, con par-
tida para obras públicas y autoridades municipales, pero sin asiento ni
población, sin realidad efectiva, en una palabra. Mas toda comedia, toda
farsa, tiene un envés trágico. La tragedia en el caso mencionado emana
de la verificación desconcertante de que el divorcio entre el país admi-
nistrativo y el país real es más abisal de lo que uno podía imaginárselo.
Alguien alguna vez creó el Manu. Lima aceptó la existencia de aque-
lla lejana ciudad selvática con la ligereza con que su espíritu burocrático
y perezoso acoge las sugestiones influyentes, las presiones que ejerce el
compromiso y la compadrería. Fuera o no fuera, nadie comprobó si la
remota villa constituía tal, o simplemente se trataba de un campamento
provisorio o una fugas reducción de pioneros. Subprefecto, alcalde, fun-
cionarios recibieron sus nombramientos. Y durante aproximadamente
medio siglo hubo gentes que asumieron dichos cargos y cobraron por
ellos sin hallar dónde ejercerlos. No tuvieron jurisdicción, pero tuvieron
sueldo. He ahí el aspecto triste de la historia. Es seguro que no habría
habido nadie que acogiera la jurisdicción sin el sueldo. Entre la tarea y la
remuneración, lo importante es lo segundo.

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Hay que preguntarse seriamente cuál es el carácter ético de quien es
objeto de una designación oficial como la de Subprefecto —que no el
sólo, por cierto, la de convertirse en el cancerbero gobiernista de una
zona provincial— y que, al dirigirse al punto señalado por ella, no la
encuentra y se queda tan tranquilo, cobrando cumplidamente su sueldo.
En 46 años no hubo un hombre capaz de retornar de su búsqueda y decir
sencilla y llanamente, conforme el más elemental deber de honestidad,
que Manu no existía, que era una mentira. ¿Por qué causas? Muy sim-
ples: siempre se ha creído que la patria sirve a cada uno, le procura una
posición o un salario, un negocio o un privilegio, y no que a ella es a
quien hay que servir, aun en desmedro personal. Y, de otra parte, porque
priva el inmundo concepto de que se está ante una alternativa definitoria:
se es zonzo o se es vivo. Sólo un zonzo —es la idea— desdeña una paga
de 1260 soles, más regalías, sólo porque se es Subprefecto de una ciudad
inexistente.
Por eso es simbólica la historia de Manu. El Presupuesto la consig-
naba, el Parlamento le acordaba ayuda económica, los escolares la reci-
taban en sus lecciones de geografía, figuraba en las estadísticas y había
quienes, a propósito de ella, vivían a costa del Estado. ¿Cuántos Manus
ha habido en el Perú? ¿Cuántos hay? Podríamos llamar en adelante Manu
a todo lo que significa prebenda. Manus chicos y grandes. Manus son
todos aquellos privilegios que permiten gozar a unos cuantos el esfuerzo
del resto, que consienten en provecho egoísta bajo la apariencia de labo-
res que no se ejercen, que constituyen el trozo de patria que algunos se
engullen en la creencia de que estamos en un banquete donde cada uno
debe servirse cuanto puede. En fin, ese nombre deberían llevar en lo
sucesivo las usurpaciones y los abusos con el caudal y la función públi-
cos, si es que, por no extender la acepción de dicho nombre, no se deno-
mina Manu a todo lo que separa el país burocrático, oficinesco, de pape-
leo e intriga, del país efectivo, un pueblo que resignadamente espera que,
algún día, alguien que lo represente verdaderamente lo gobierne.

Publicado en La Prensa, 25 de agosto de 1959, p. 10.

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Otro atentado en el Cuzco

Con pocas pero decididas palabras se ha anunciado que dentro de dos


meses será demolida la casa del Inca Garcilaso, reliquia histórica y ar-
quitectónica del Cuzco. Lo curioso, y ciertamente ambiguo de la noticia,
aparecida ayer en un matutino local, es que en ella se afirma que tal
destrucción se llevará a cabo con el fin de “dar comienzo a la reconstruc-
ción del inmueble en el que nació él cronista, indio...”. A todas luces, a
juzgar por lo que se desprende de la escueta información, se trata de un
atentado más contra la unidad de estilo de la antigua capital quechua,
tema sobro el cual hemos venido insistiendo en esta página desde hace
ya bastante tiempo. Demoler para reconstruir es lisa y llanamente adul-
terar, en especial si, como en el caso que comentamos se advierte que el
proyecto del nuevo edificio “se inspira en una genuina interpretación de
los motivos que ornan dicha casa solariega, con portadas de tipo colo-
nial y arquerías que armonizarán con el frontispicio del Hotel de Turis-
tas, al que corresponde su fachada, principal”. Lo que se va, a hacer es,
pues, levantar en el área que hoy ocupa la auténtica casa natal del clá-
sico peruano, una masa neocolonial, semejante a las que hoy infortu-
nadamente circundan la Plaza de Armas de Lima, carente de toda since-
ridad artística, falta de calidad plástica, y, sin duda, falsa porque es una
burda imitación de la expresión arquitectónica del pasado.
Sabemos muy bien a qué se llama “una genuina interpretación”. En
Lima, no sólo en el caso citado de la Plaza de Armas sino en muchos
otros lugares, se ha aplicado el mismo lamentable principio. Con mate-
riales propios de nuestro tiempo, con técnicos y procedimientos actua-
les, se ha hecho una parodia del barroco colonial. Algo que es práctica-
mente similar a la falsificación de cuadros. Si un pintor, al que se le ha
encarnado la restauración de una tela antigua, destruye el lienzo primi-

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tivo e imita luego sus características, se hace acreedor del más enérgico
rechazo. Nadie quiere tener ante sí una obra moderna, con aspecto preté-
rito, pues ello es pasar voluntaria y concientemente por tonto. Pero esto
que es tan obvio en lo que respecta al arte pictórico, es entre nosotros más
que oscuro con relación a la arquitectura. El arte es expresión de un
espíritu, de una sociedad, de una época y la manifiesta cabalmente. La
arquitectura es precisamente el arte que con más fuerza trasunta los
móviles que animan a una comunidad, y una construcción que constitu-
ye una mueca mímica de lo que antes fue un ademán con grandeza, es
prueba palpable de que los que la han hecho carecen de una emoción
legítima y, por ende, perdurable. “Fabricar” una casa de Garcilaso no
tiene objeto. Es, más bien, testimonio de nuestra impotencia expresiva, y
significa, en pocas palabras, que queremos cubrir con substitutos sin
valor lo que no supimos conservar como heredad inviolable.
El Cuzco es una dramática muestra de la despreocupación que pre-
valece en el Perú por todo aquello que representa la raíz más honda y
permanente de nuestro ser. Lentamente, a vista y paciencia de los pro-
pios cuzqueños, y a veces por desgracia con su complicidad, están ca-
yendo bajo la pica demoledora que blanden los intereses creados mu-
chos de los monumentos característicos de la ciudad. No son sólo los
sismos y las catástrofes los que amenazan la bella ciudad imperial, sino
también el mal gusto de muchos arquitectos que parecen no tener la más
elemental noción de lo que diferencia lo auténtico y lo falsificado. Ahí
están el nuevo Palacio de Justicia, el Cine Cuzco, el Hotel de Turistas,
etc., como documentos concretos de que se está mezclando sin la menor
responsabilidad la verdad y la mentira, a tal punto que es fácil prever
que dentro de algunos años quedará muy poco de todo lo que dio fama y
prestigio internacionales a la cabeza del imperio incaico. El Plan Piloto,
una obra tan seria y respetuosa del legado histórico, contempla la exis-
tencia de una zona que debe ser considerada invariable, por ser la que
encierra las creaciones artísticas dignas de ser conservadas. Sin embar-
go, dicho plan ha sido echado al olvido debido, en primer término, a la
influencia de quienes ponen sus intereses inmediatos y personales por
encima de los eternos y nacionales.
Si la casa de Garcilaso se halla en mal estado, es necesario restau-
rarla convenientemente, de la misma manera que lo fueron la iglesia de
Belén y la Catedral. Lo absurdo es echarla abajo y construir una que la
reproduzca, por más que ello se haga bajo la promesa de “una genuina
interpretación”. Hay en el Cuzco artesanos que trabajan la piedra con la

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técnica tradicional, hay operarios que tallan o forjan la madera o el hie-
rro con los mismos métodos que hace cientos de años. No se explica uno
por qué se va a recurrir al cemento armado —para lo cual hay que arra-
sar con la reliquia y abrir cimientos profundos en la tierra— y por qué
toda la ornamentación se va a falsificar mediante sistemas modernos
que no corresponden a las formas del barroco, típicas de un tiempo y de
unos hombres que no son los de hoy. Es de esperar que el Municipio y la
Junta de Reconstrucción, que han de emitir su dictamen sobre el proyec-
to de la casa de Garcilaso, no den aprobación a este nuevo atentado. De
otro modo, no habrá sino que aceptar esa idea que cada día se hace más
nítida en el pensamiento de los que aman el verdadero patrimonio del
pasado nacional: el Perú no merece el Cuzco, es decir, no merece su
historia. ¿Será esto cierto?

Publicado en La Prensa, 6 de julio de 1954, p. 8.

49
50
Son, ante todo, niños

A veces, ante ciertas noticias o ante la directa contemplación de ciertos


fenómenos callejeros —como ese de la mendicidad infantil organizada
en bandas que campean en determinado sector de la ciudad—, Lima se
nos revela como el Londres que retratara Charles Dickens, el gran nove-
lista, cuyos asuntos y personajes fueron tomados de la realidad. Y esto,
aunque resulte curioso, no es en absoluto regocijante. Dickens pintó en
sus abigarrados y patéticos folletines una honda y peligrosa crisis so-
cial. Pero la Inglaterra del periodo de la industrialización, cuando el
capitalista luchaba contra la tenaz resistencia de los últimos y podero-
sos bastiones feudales, sorteó una revolución sangrienta gracias a la
habilidad de sus políticos —no exentos, como la mayoría de los nues-
tros, de una aguda sensibilidad social— y gracias también, lo que no es
el caso peruano, a la contribución colonial que aligeró las cargas del
hombre británico. La ebullición levantisca del siglo XIX inglés fue conju-
rada a tiempo: esos mendigos, esos niños abandonados, esos desechos
humanos, ese aluvión urbano hambriento y resentido, fue asimilado por
la sociedad en un movimiento de sorprendente reacción.
¿No son estas criaturas que en Lima piden limosna por vicio, por
negocio, por simple deformación, verdaderas parvadas de delincuentes
futuros? ¿No son ellos producto del caldo de cultivo que, de suyo, es
nuestra desastrosa organización, en la que, además de la miseria, reina
el torcido ejemplo de la ambición lucrativa de los poderosos? ¿No se
alimentan tales almas tiernas con la lección diaria de la indiferencia
pública, que debiendo ser amorosa se torna despiadada en la persecu-
ción, inapelable en el castigo sórdido, en la exaltación de la pena capi-
tal? ¿Qué leen en los periódicos, qué escuchan por las radios, qué ven en
los cines, qué aprenden en las turbias revistas, que recogen de la conduc-

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ta de los mayores? Nuestros médicos, nuestros sociólogos, nuestros pe-
dagogos, lo viene diciendo: la proliferación de niños mendigos, de delin-
cuentes infantiles, de menores vagabundos, no es otra cosa que la flora-
ción característica de un terreno social abonado para el efecto, de una
atmósfera propicia para toda clase de desastres morales, de un medio
que posee todas las condiciones para el nacimiento y desarrollo del mal.
Los lectores de nuestro diario habrán leído horrorizados la historia
da ese “pájaro-frutero” apodado “Mapy”. A los doce años de edad, este
chico es ladrón, chavetero, proxeneta, homosexual y, sobre todo, caudi-
llo de una pandilla que, en El Porvenir (ése inmenso, imperdonable, in-
vernadero del crimen), domina los círculos del hampa como si se tratara
de una reyecía autónoma. Nada puede la policía contra él o sus émulos,
pues “Mapy” —y, por cierto, todos los “Mapys” presentes y futuros— no
es responsable de sus actos. La gran responsable de que esos niños exis-
tan y que sean, además, irrecuperables, es la sociedad que los lanzó a la
calle, que por omisión los obligó a usar de armas para su propia defensa,
para procurarse el pan, para ganar un desahogo en la vida. No tuvieron
hogar y no supo la comunidad procurárselos. Y lo que es peor, no lo
tendrán los de mañana porque ni una sola acción ha sido seriamente
emprendida por el Estado —cuya obligación, señalada imperiosamente
por el mandato constitucional, es velar por la niñez— para cubrir ese
peligroso vacío.
Los niños que nos tienden la mano en pos de unos centavos, en la
calle —estén organizados o no, sean o no comerciantes de la mendici-
dad—, son, ante todo, niños. Uno no puede, si tiene corazón, pararse a
reflexionar sí, al extender una moneda, da dinero a una “cooperativa” o
a un ser que tiene hambre, que carece de padres, que vive en una choza,
que no va al colegio, que padece de frío... Tornarse indiferente no es la
solución. Quizá la solución sea movilizar a la sociedad haciéndola to-
mar conciencia de su deber —y de su culpa—, pero, antes que nada,
reclamar del Estado una acción positiva, antes que ese depósito de mise-
ria, resentimiento y amoralidad estalle como una inmensa bomba. Que
haya ocurrido, en otros sitios —como lo deducimos por el gran testimo-
nio de Dickens, por ejemplo— es prueba de que el hombre es capaz de ver
más allá de su propio y egoísta presente, de sus exclusivos intereses, y
darse a los demás humanitaria, cristianamente.

Publicado en La Prensa, 5 de julio de 1958, p. 8.

52
Niños, trabajo y porvenir

Alguna vez el cronista ha hecho alusión al problema que en Lima cons-


tituye la proliferación callejera de niños que ofrecen, como un medio de
vida, diversos servicios, entre los cuales son característicos los lustrabo-
tas, esas réplicas criollas de los suscia italianos que el cine neorrealista
hizo, en una cinta memorable, sus héroes. Para tos dueños de bares,
cafés, restaurantes y otros establecimientos públicos, la presencia de es-
tas criaturas es, al parecer, detestable, y la práctica que siguen con ellos
es la de la persecución implacable. Si un parroquiano está tentado en
uno de aquellos lugares y se acerca a él un lustrabotas y el parroquiano
acepta el trabajo que aquél le ofrece, no tarda en aparecer un mozo que,
por orden del administrador o del propietario, obliga al pequeño a reti-
rarse. De grado o fuerza, la criatura debe abandonar su tarea. ¿Cuáles
son las razones que impulsan a los dueños de dichos locales a actuar así
con esos niños que se procuran el sustento por una vía honrada, en una
labor que no deja de ser dura y penosa? Tal vez la elegancia de su esta-
blecimiento, tal vez lo que suponen la tranquilidad de su clientela, tal
vez la higiene que creen ver campear en sus predios. En lo único en que
no piensan es en el drama social que implica la existencia de una huma-
nidad que en la edad de los juegos se ve prematuramente obligada a
ganarse el pan con el sudor de su frente.
Para los miopes, para los que creen que vivimos en el mejor de los
mundos porque individualmente han llegado a su ideal de vida, o están
en camino de alcanzarlo, la existencia de estos niños-paria no es otra
cosa que un problema policial, o un problema correccional, en el mejor
de los casos. Sin embargo, se trata de otra cosa. Una infancia vagabunda,
callejera, que no va a la escuela —que no se prepara, por ende, para una
adultez útil—, que está, en una palabra, dejada de la mano de Dios,

53
porque está dejada de las manos de la sociedad, no representa nunca
una cuestión que la resuelven campañas de arrestos y sanciones. Algo
quebrado, y gravemente quebrado, hay en una comunidad cuando los
niños no son niños, cuando la infancia, que es conducta gratuita, termi-
na en el momento en que el chico es hábil para desempeñar un quehacer
remunerable. Pero algo más grave aún sucede en el pueblo que así de-
sampara a sus hombres de mañana sí, además de permitir que la edad
dorada se interrumpa cruelmente, se impide también que esos impúberes
desempeñen el oficio gracias al cual contribuyen con una humilde suma
de dinero al precario presupuesto familiar, y esto es lo que sucede aquí.
Cualquiera de los lectores puede realizar por su cuenta una encuesta
cuyas conclusiones son pavorosas: cada vez que uno de esos chicos
lustrabotas se aproxime para brindarle su trabajo —o cuando se encuen-
tra ante esos pequeños comerciantes de hojitas de afeitar, loterías o ápi-
ces— pregúntele dónde vive, cuántos son en su familia, con qué cuentan
en su casa para el sostenimiento, etc.
Entonces, el lector podrá tener un panorama de esa realidad que la
ciudad, en su multiplicidad y fárrago, oculta. Y aunque no faltan espíri-
tus sensibles, o caritativos, o filantrópicos, que están empeñados en la
cruzada de llevar el bienestar a la gente que vive y padece en ese trasmundo
de miseria, la solución tiene evidentemente que ser otra. Quizá, para
evitar que, como una bola de nieve que se incrementa conforme transcu-
rre, el problema sea mayor cada día es preciso adecuar la organización
escolar a la situación real, haciendo programas en los, que la infancia,
no se mida con la amplitud de términos temporales con que hasta hoy se
ha medido y en los que, además, se proporcionen al educando los instru-
mentos necesarios para ser adulto antes de que llegue la adultez. Esto, y
también la reglamentación del trabajo infantil con un criterio realista:
obligando, por ejemplo, a los propietarios de bares y cafés a tener a su
servicio —lo que no incomodará a nadie— dos o más chicos lustrabotas,
tal como sucede en otras ciudades de Europa y América. Los pedagogos,
los sociólogos, los legisladores tienen la palabra.
No hay que olvidar que si un niño trabaja y se le impide el trabajo
—tal como lo hacen los encallecidos dueños de establecimientos públi-
cos— no se hace otra cosa que empujarlo al delito, pues el rechazo de lo
que es lícito equivale a una mala lección cuyas consecuencias en un
alma tierna pueden ser con los años socialmente trágicas.

Publicado en La Prensa, 17 de junio de 1958, p. 8.

54
La juventud, triste pronóstico

Hasta el escritorio del cronista están llegando numerosas cartas de lecto-


res que, de un modo u otro, expresan su inquietud por el desquiciamiento
de la juventud, problema del cual, a raíz de recientes sucesos callejeros,
él y otros articulistas se han venido ocupando últimamente. Es la corres-
pondencia el mejor testimonio que un periodista tiene de que un tema
cualquiera toca el interés de su público, y en el caso aludido la cantidad
es manifestación de la importancia que en la opinión general ha adquiri-
do la crisis juvenil del momento. Es cierto que hay quienes sostienen, con
razones más o menos serias, que la queja adulta contra los excesos de la
juventud ha sido siempre, y que el problema de hoy es solamente la
versión contemporánea de un problema tan viejo como la humanidad.
En verdad, si así fuera no es lógico cruzarse de brazos y resignarse. La
antigüedad de los males no los dignifica.
Lo cierto, sin embargo, es que nos encontramos ante la exacerbación
de aquellas fuerzas vitales características de la edad transitoria entre
la adolescencia y la adultez, cuando el ser comienza a adecuarse a la
realidad, y su encaminamiento hacia lo inútil, falso o negativo. El joven
—nadie podrá negarlo— siempre ha sido un haz de energías fulminantes,
prestas a estallar, pero ahora, como pocas veces antes, ante un horizonte
cerrado, sin cauces para darle sentido a la vida, hay menos posibilida-
des que nunca de que la integración de las fuerzas existenciales y la
realidad no sea conflictiva. Ante todo, como la mayoría de quienes han
escrito al cronista al respecto, faltan ejemplos dignos de ser imitados. La
vida se ha tornado peligrosamente hedonística y los incentivos para
emprenderla con fe y entusiasmo son mucho más de carácter material
que espiritual. Hace algunos años en estas mismas columnas dijimos
que el colegio y la universidad sólo brindan conocimientos abstractos y

55
que tales enseñanzas anquilosadas bien poco podían atraer a la imagi-
nación de un educando ansioso de hallar un sentido y una meta. Añádase
a ello la pobreza del mundo familiar, el auge de la frivolidad, la exalta-
ción del dinero y el poder habidos de cualquier manera, y se tendrá el
cuadro patético frente al cual un nuevo hombre tiene que elegir su destino.
El hombre es libre y, como lo ha proclamado la filosofía contemporá-
nea, escoge su camino. No se trata, entonces, de obligar a nadie a ser por
la fuerza santo o bueno. La misión de los mayores —padres, educadores,
dirigentes— es mostrar a los jóvenes la alternativa y hacerles ver cómo la
ruta creadora es la única que justifica la existencia, aunque esa ruta sea
dura y sacrificada. Mostrar eso no consiste, por supuesto, en explicar
una lección sobre una pizarra, sino evidenciar que la propia vida de los
adultos se ha desenvuelto tal como se aconseja a los aprendices a desen-
volverla. “Seamos mejores —es la sentencia de San Agustín que recuerda
un lector y que encarna bien este concepto educativo— y los tiempos
serán mejores”. El mismo corresponsal añade: “La escuela se ha comer-
cializado, el hogar familiar se ha despreocupado por la educación de los
hijos, los gobernantes han dado ejemplos desalentadores de corrupción,
los políticos sin moral ni sentimientos han dejado estelas de perversión
y mentira. Los resultados de este desquiciamiento social los estamos
palpando en carne propia en nuestros días... Nuestra juventud frente a
todo este caos se encuentra desorientada, indolente, apática. No hay
maestros que le sirvan de ejemplos vivos para conducirla por los cami-
nos de la vida en forma, digna y provechosa”. He ahí cómo ve alguien
desinteresado el panorama de la juventud peruana.
Sin duda alguna, no hay que rasgarse las vestiduras, pero tampoco
cabe encogerse de hombros y afirmar, como quien oculta la cabeza ante
la presencia del peligro, que ese “mal de la juventud”, como le llamara
un dramaturgo alemán, es eterno. Tal mal es, en último término, el mal de
la adultez, de la paternidad, y es ella misma la que debe reaccionar si no
aspira a que entre nosotros se establezca el reino concupiscente de la
explotación, el lucro, el abuso y la agresión, pues sembrar vientos es
cosechar tempestades. Y la tempestad que anuncia una juventud desmo-
ralizada es un triste pronóstico para una nación que apenas comienza a
marchar.

Publicado en La Prensa, 4 de febrero de 1958, p. 6.

56
La juventud y el delito

De un tiempo a esta parte se ha desatado en nuestro medio una ola de


delincuencia juvenil y sólo en los últimos casos la opinión pública ha
comenzado a presumir que, por debajo de los hechos, el fenómeno tiene
orígenes más profundos de los que a primera vista parece. Gentes que no
llegan a los treinta años, pertenecientes a hogares honorables, instrui-
dos en colegios generalmente caros, inclusive en vísperas de obtener un
título profesional, deciden de un momento a otro conseguir la riqueza
medio del crimen. No se necesita ser muy zahorí para adivinar más allá
de las consideraciones puramente policiales, existe latente en parte de la
juventud peruana la convicción de que es el dinero —ganado de cual-
quier manera y de una sola vez— el que procura la dicha y el que da
valor a una existencia. La entrega al trabajo, el esfuerzo tenaz y honrado,
el cumplimiento de las duras normas que impone la vida como aventura
del espíritu, son consideradas despectivamente y tenidas en general como
la aceptación de una servidumbre vergonzosa. El panorama no puede
ser más desolador. Conviene pensar que de subsistir una situación así y
de no ser corregidos a tiempo los errores educativos por los cuales este
nefasto concepto se incuba en las almas tiernas, pronto el delito juvenil
asumirá los caracteres de un verdadero drama nacional.

El becerro de oro

Por cierto, está bien que la justicia actúe con rigor contra este tipo de
delincuentes. Las circunstancias de ser individuos que no pueden ale-
gar a su favor el desamparo y la ignorancia, que no desconocen la grave-
dad de sus acciones y la dureza de la ley con respecto a los hechos en los
cuales intervienen, constituyen un elemento magnificador de la culpabi-

57
lidad. Sin embargo, el mal hay que atacarlo en su raíz. Es necesario revi-
sar pacientemente los principios que en el hogar, en la sociedad y en el
colegio se aprenden como normas para la vida. Es allí, en estos tres me-
dios, donde el niño recibe la impronta moral que en el futuro ha de ser la
regla de su conducta.
A nadie se le puede ocultar que la sociedad peruana —es posible
que se trate de un fenómeno universal, pero aquí lo estamos viendo en el
plano que directamente nos atañe— se ha adherido ya al cuidado del
becerro de oro. Desde pequeño, el niño entra en la complacencia del
dinero. Los uniformes escolares señalan, a veces con trazos bien nítidos,
las diferencias económicas y sociales. Existe, con el mismo nivel que él,
quien puede lucir un vestido elegante y quien tiene que resignarse al
burdo traje de pobre. En el aula nadie dice que la sociedad valora a los
hombres por su rendimiento y que la capacidad personal es el instru-
mento gracias al cual cualquiera puede alcanzar un lugar destacado y
prominente. La creación de complejos, inhibiciones y resentimientos se
realiza desde muy temprano.
Sin el auxilio de una doctrina esencial, sin el estímulo de ejemplos
vivos, testigo y víctima de los privilegios que a otros se conceden por la
ejecutoria de la riqueza, la gran masa infantil es educada en la nociva
idea de que es indispensable ser rico para ser feliz. El rastacuerismo
paterno —que sacrifica hasta el alimento para enviar a los hijos a un
“buen colegio”, dentro del cual el niño pobre no está en condiciones de
emular el lujo y el dispendio de sus condiscípulos— contribuye a abrir
en el alma del educando la primera fisura ética.

Placer y juego

En la calle, el niño —y, luego, el joven— no ve otra cosa que exaltación al


poder económico. Todo se valora en cifras: el deportista, el profesional,
el artista, etc., son elogiados en la medida de sus rentas, del dinero que
reciben por su labor. Mas no se dice, en los casos en que ello es evidente,
cuáles han sido los largos méritos a través de los cuales la prosperidad
económica ha sido obtenida por aquéllos. Las tentaciones del juego
—cuyo espejismo consiste en mostrar que un simple vuelco de la fortuna
torna a alguien de servidor en señor— lo solicitan a cada instante. Nada
impide que acuda al hipódromo, por ejemplo, y que allí pierda, además
de dinero, tiempo y energías. Basta verificar la cantidad de escolares
que se entregan semanalmente a la tarea de estudiar la “polla” dominical

58
—poniendo en eso, a vista y paciencia de padres y maestros, más empe-
ño que en sus obligaciones colegiales— para tener una noción de hasta
qué extremoso punto el azar se ha convertido en una pasión infantil. El
cine y la lectura —las revistas de historietas—, que glorifican el “gangs-
terismo” y hacen la apología de la vida sensual, de la diversión orgiástica,
del abuso y la guerra, ponen su grano de arena en la deformación ética
del menor.
Cuando llega la adolescencia, corrompido el espíritu, lo único que
busca un individuo así es el triunfo —lo que se entiende equivocada-
mente como triunfo—, es decir, el éxito, el placer, el ocio, la existencia sin
lucha. La consecución de bienes materiales promueve todos los actos de
la vida. Si no, para muestra, ahí está el patético culto al automóvil que
rinde actualmente un alto porcentaje de nuestra juventud. Todos los jó-
venes de la clase media, aún aquellos cuya situación económica está por
debajo de la del más alto proletariado, aspiran a poseer un carro como el
que los ricos de la misma edad, por imperdonable debilidad de los pa-
dres, detentan orgullosamente. Es cosa fácil hallar personas que, apenas
pasados los veinte años, viven bajo la amenaza de las deudas, ansiosas
únicamente de ser propietarias de un coche de modelo reciente a costa de
cualquier sacrificio.
Este es apenas un boceto del estado de nuestra niñez y nuestra ju-
ventud. Se está perdiendo el sentido heroico de la existencia —el verda-
dero sentido heroico—, el cual ha sido reemplazado por una sed insacia-
ble de confort, suntuosidad y hedonismo. Los delincuentes jóvenes son
culpables de sus crímenes, pero en ello nos va a todos una gran respon-
sabilidad. Es hora ya de buscar un radical remedio para esos males.

Publicado en La Prensa, 7 de mayo de 1955, p. 8.

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60
¿Rebelión gratuita o resentimiento?

La sociología contemporánea tiene un tema inquietante: la llamada “re-


belión gratuita” de cierta parte de la juventud, su instinto agresivo y
destructor. Ese tipo de adolescente —en Estados Unidos llamado rock
and roll; en Francia, sac de cuire; en España, gamberro; en Inglaterra, teddy
boy— que, de pronto, estalla violentamente y se dedica al vandalaje des-
piadado, está movido por un resorte extraño, de raíces sociales y psicoló-
gicas, que es necesario precisar para procurar a los daños que trae consi-
go una apropiada curación. En Suecia, donde el año pasado, con oca-
sión de la navidad, varios centenares de muchachones se dedicaron a
arrasar sin motivo el centro comercial de Estocolmo, se ha insinuado que
la causa de tal explosión puede ser la vida apacible, confortable y monó-
tona de una clase que ha eliminado, por la perfección de su sistema, todo
incentivo de lucha personal por un puesto dentro de la comunidad. Tal
vez, en el caso citado, el diagnóstico sea correcto, pero entre nosotros, ¿a
qué se debe que con un pretexto baladí —las localidades agotadas en el
Estadio Nacional con ocasión de un partido de fútbol más o menos inte-
resante—, la multitud juvenil se arroje contra los comercios, los automó-
viles, y las instalaciones del coliseo de José Díaz para acabar con ellos?
El hecho, para cualquier mente sensata, rebasa los términos de lo
policial. No es lógico que se proteste contra la estrechez de las tribunas
del estadio —y aun contra el evidentemente imperfecto funcionamiento
de las boleterías— atacando la propiedad privada, tratando de borrar
por la fuerza los signos de la prosperidad ajena. Sin duda alguna, este
delito colectivo requiere una sanción, pero no es menos cierto que aplica-
da ésta, no quede todavía por descubrir científicamente, yendo al meollo
mismo del problema, el mecanismo a que obedece tan brutal reacción.
Ojalá no se tome el rábano por las hojas, y las hojas son aquí las culpabi-

61
lidades individuales, las responsabilidades de aquellos a los cuales la
policía pescó con la piedra en la mano, porque debe de haber un común
denominador, un aglutinante de esa muchedumbre que, sin previa convo-
catoria ni consigna, comete tan inesperada e inexplicable tropelía.
Toda conjura al respecto, sin conocer la situación y los antecedentes
de cada acusado, puede pecar de arbitraria, pero objetivamente es posi-
ble señalar ciertos indicios reveladores del motor profundo del acto juz-
gado. Ante todo, a estar por la fotografía que nuestro diario publicó ante-
ayer con la información sobre los detenidos y la evaluación de los daños
causados en la refriega, los jóvenes y niños que la policía apresó pertene-
cen a lo que un triste eufemismo al uso denomina “clases menos favore-
cidas por la fortuna”, es decir, a ese sector marginal de la población
urbana que parece haber sido dejada por la sociedad, librada a su propio
destino, sin claras oportunidades para lograr en la existencia un lugar
estable, cuyo presente sea, con el estudio y el trabajo, una promesa de
buen porvenir. Funciona en dicha masa lo que Max Séller ha denomina-
do “resentimiento”, fuerza reprimida, amargura oscura e incierta, que
suele expresarse con el enceguecimiento de la desesperación y el odio. El
resentimiento —que es cobarde— espera para golpear la debilidad de
quien considera su enemigo, se oculta bajo el anónimo multitudinario y
ataca todo lo que toma irracionalmente como medida de su fracaso. Con-
tra esta energía, cuya manifestación es directamente proporcional a la
ira secretamente acumulada, no son suficientes los castigos y las penas.
Ellos son una presión más, y como tal la acrecientan.
A algún instituto universitario debiera encomendársele la investi-
gación de las hondas causas que determinan este fenómeno y de otros
que le son concomitantes, como, por ejemplo, la incivil y regular destruc-
ción de las casetas telefónicas, los carteles públicos, las cosas útiles de la
convivencia comunal. El caso en el Perú —quién lo duda— es diferente
del de Suecia o el de los estados Unidos, pues esa disponibilidad juvenil
y popular a la rebelión —que no es lógico llamar gratuita— puede aquí
ser pasto del desenfreno de cualquier demagogo, del cual ninguno de
nuestros países latinoamericanos —ahí están frescas todavía las leccio-
nes de la Argentina y Bolivia— se halla libre. Hay una terapéutica social:
no pedirle los paliativos de un mal semejante es preparar el colapso. Y el
colapso, en este orden de cosas, casi siempre significa retraso, caos, nau-
fragio nacional.

Publicado en La Prensa, 5 de diciembre de 1957, p. 10.

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¿Está el Perú en crisis?

Manuel Ulloa ha publicado en Caretas un artículo de tono gonzales-


pradiano —“La crisis del Perú” se titula— en el cual hace afirmaciones
—que el cronista considera controvertibles— sobre el país, su presente y
su destino. Vuelto recientemente a la patria después de algunos largos
años de ausencia, Ulloa ha sentido el momento actual como el acto cul-
minante de un drama, del drama peruano, y al parecer convencido de la
gravedad del mal íntimo de la nación, ha tratado de señalar lo que a su
juicio constituye la raíz de esa dolencia. Pero no es posible dejar de apre-
ciar en dicha nota que el articulista ha reparado del Perú sólo aquello
que por su carácter negativo procura el espejismo del retroceso o el estan-
camiento, y no lo mucho que, menos evidente por menos estrepitoso,
transcurre como fuerza poderosa en la vida profunda de nuestra comu-
nidad. Sus palabras vierten amargura y preocupación, poco comunes en
los hombres jóvenes de nuestra época, pero también revelan una injusta
interpretación de la realidad y ciertas erróneas generalizaciones sobre la
actualidad y el porvenir. Mostrarlas, con el ánimo amistoso de quien es
amigo y compañero de generación de Ulloa, es el propósito de estas líneas.
No son la crisis económica —y la consecuente crisis política, por
supuesto—, ni la ineficaz estructuración estatal del país, ni la capricho-
sa conformación geográfica del territorio, ni la compleja integración étnica
y cultural, ni todas las características trágicas que el Perú afronta como
parte de su aventura humana e histórica, las que denuncian el anquilo-
samiento que advierte Ulloa. Es al espíritu al que atañe, conforme lo
expresa, el trance. Y eso lo manifiesta Lima, Lima cuerpo y Lima carácter,
que permanece, a su entender, optimista, frívolo y débil, a pesar del con-
flicto irresuelto que vive el resto de la patria. Mas he aquí la primera falta
del análisis de Ulloa. Nuestra ciudad no es otra cosa que el país: lo

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representa no únicamente por su condición capital, sino por su esencia
de síntesis del ser peruano en el tiempo y en el espacio. Salvo en la clase
alta, la colectividad limeña es reconcentrada, profunda y fuerte. Los ru-
mores, las intrigas, las componendas —que para Ulloa son las aberra-
ciones del hombre de aquí— sólo se dan en los círculos de la fugaz poli-
tiquería. El interés individual —que según Ulloa carcome las institucio-
nes— no prevalece en la muchedumbre de la clase media y el pueblo, que
trabaja, se sacrifica y no está derrotada. Lo anecdótico y circunstancial
no rigen el diario vivir, que para esa masa es tenaz esfuerzo y fruto pro-
pio y real. ¿Pueblo que se ha rendido ante la inmensidad de la tarea?
¿Qué se ha sensualizado de poder y gloria? Ulloa confunde el país per-
manente con las camarillas, los grupos, la clase, que hasta hoy nos han
dirigido.
Es difícil hacer un análisis —o al menos una relación— de todo lo
que, al margen de los gobiernos, hace el auténtico Perú por salir de la
encrucijada: técnicos que, en la incuria, tratan de vencer a la tierra; estu-
diosos que, en la soledad, se enfrentan a los problemas teóricos de la
realidad; artistas que, en el desamparo, desbrozan la floresta de la confu-
sión tradicional; médicos, ingenieros, profesores, agricultores, mineros,
escritores, industriales, etc., forjan, en silencio y día a día, las bases abisales
pero efectivas de un mañana de bienestar y justicia. Lo que Ulloa llama
“mediocridad ambiente” es apenas una capa que cubre el rostro del Perú,
una máscara que inevitablemente caerá. Deducir una ley de esa impre-
sión es confundir esas dos instancias de la nación que Basadre tan
certeramente ha separado: el país oficial, externo, y el país real, profun-
do. La vida, aunque sus formas estén corruptas e inútiles, no se detiene,
y ella es, a la postre, la materia de que están hechos “los cimientos sobre
los que tan penosamente —como afirma Ulloa— se ha construido esta
nación”. Pero ¿se ha construido o se está construyendo desde hace algo
más de un centenar de años? He ahí el error de la perspectiva. Ulloa,
como tantos otros, se sitúa para mirar el Perú, en un punto desde el cual
es imposible tener una visión objetiva de los problemas. No se puede ver
al Perú desde Nueva York, París o Moscú. No se puede ver a América
Latina desde el otro confín de la historia. Tanto valdría contemplar a un
vacilante niño como el reposado ocaso del anciano culminante.
Atravesamos una suerte de prehistoria, ya que la historia no se defi-
ne, en una comunidad, por la eficiencia de sus prácticas, usos, costum-
bres, etc., sino sustancialmente por el estilo de su existencia, por el sello
exclusivo que imprime a todo lo que de ella emana, y eso es lo que el Perú

64
está buscando y, lo que es más alentador, en la obra individual de algu-
nos está apareciendo. Inclusive nuestros defectos contienen el embrión
de dicha impronta que, cuando sea madura, florecerá cabalmente. Ha-
blar de crisis total, de retroceso, de muerte, simplemente porque se verifi-
ca que el Estado funciona mal, que los dirigentes yerran, que las institu-
ciones se muestran desorganizadas e incompletas, haciendo una patéti-
ca generalización, es dar visos definitivos a lo pasajero y olvidar que el
tiempo prometido es infinito y que, en el hondón bullente de una colecti-
vidad, como en el cuerpo de un ser, siempre se elaboran las defensas
vitales que lo renovarán cuando la hora sea dada.

Publicado en La Prensa, 3 de septiembre de 1958, p. 10.

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¿Dónde está la crisis moral?

El caso de la niña de apenas ocho años que se halla encinta, en idénticas


condiciones y circunstancias que hace casi cuatro lustros la famosa Lina
Medina, ha puesto sobre el tapete de los debates, una vez más, el tema de
la crisis moral que afronta nuestro país. La proliferación de los deprava-
dos que registra regularmente la crónica policial, los abusos que se co-
meten contra menores de edad, la degeneración sexual que parece au-
mentar en proporción alarmante, son síntomas, sin duda, de que algo no
marcha bien entre nosotros. Y ante la realidad de estos hechos —que
algunos preferirían mantener ocultos, un poco a la manera del avestruz
que esconde la cabeza ante el peligro—, ciertas voces se levantan recla-
mando el más severo de los castigos para quienes son autores de tales
crímenes y desmanes. Aplicar sanciones drásticas cuando los delitos
son la expresión de un fenómeno social vasto y complejo, no alivia, en
verdad, nada. La actitud honrada es ir directamente a la raíz de los ma-
les, ahí donde se incuban y desarrollan.
Monseñor Vega Centeno ha dicho a nuestro diario el sábado último
lo que muchos peruanos pensamos al respecto: “La miseria material es
la causa de la miseria moral”. Se necesita padecer de una miopía irreme-
diable para no ver en nuestra organización social la abrumadora dife-
rencia entre el lujo de unos y la pobreza de las mayorías, y para no
atribuir a este abismo de fortuna la mayor parte de las tareas morales que
nos aquejan. Ante todo, es evidente que desde hace muchos años se ha
desatado entre nosotros una fiebre de lucro y enriquecimiento desmedi-
da, una especie de delirio cuya meta es la obtención de un lugar promi-
nente entre los ricos y los poderosos. Y a este objetivo son sacrificados, en
general, muchos valores espirituales. Las clases altas muestran una he-
lada indiferencia hacia los padecimientos del resto, entregadas como

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están a la adoración, manifiesta o secreta, del becerro de oro. Las clases
medias, de otra parte, vacilantes o inseguras, víctimas de un rastacuerismo
cándido, pugnan por abrirse paso a cualquier precio para alcanzar a
aquellas, a las que tienen por modelo supremo. En fin, las clases popula-
res contemplan estos ejemplos y tienden, aun inconscientemente, a so-
brevivir en la miseria a que han sido condenadas sin ninguna convic-
ción, precisamente porque saben que están olvidadas.
Los casos de violación que ahora determinan un efecto tan aireado
de parte de tantos, no son sino parciales testimonios de la crisis moral
por la que atraviesa nuestra sociedad. Hay otros cuya enumeración lle-
naría esta página íntegramente: delincuencia juvenil, prepotencia de los
privilegiados, rechazo de las vocaciones sacrificadas, idolatría de los
bienes estrictamente materiales (automóvil, diversión, ocio confortable,
etc.), culto al éxito fácil, desvergüenza y cinismo frente a las faltas, injus-
ticia en las recompensas, celebración de la picardía individual y, sobre
todo, falta de sensibilidad hacia el dolor de los demás. En suma, victoria
de esa innoble suerte de mérito nacional que se conoce con el nombre de
“viveza criolla”.
Y si quienes, por su formación y puesto dentro de la sociedad, están
obligados a dar ejemplo al resto, han trastocado la tabla de valores, ¿qué
podemos pedirles a quienes habitan las inmundas barracas de las urbani-
zaciones clandestinas? Ahí, y en otros puntos de la ciudad y el país entero,
está patéticamente expuesta la razón esencial de los horrores que la pren-
sa diariamente nos trae. Pobreza, hacinamiento, promiscuidad, hambre,
existencia sin salida, sin horizontes, sin esperanzas: tal es el cuadro de la
vida popular. Nadie puede alargar el dedo acusador contra nadie que de
allí proceda, porque todos, el cronista desde su máquina de escribir, el
banquero desde su escritorio aerodinámico, el gobernante desde su sillón
de rector, el educador desde su tribuna pedagógica, etc., no hemos hecho
nada todavía por llevar hasta esa masa desvalida el bienestar, y no como
caridad voluntaria, sino como deber social, como obligación para con el
hombre mismo, cuya dignidad ha sido rebajada. Pedir penas es cubrir con
carmín las mejillas de un enfermo y decir que está sano. Se impone otro
tipo de remedio, una cruzada nacional para reformar la estructura de
nuestra sociedad antes de que estalle violentamente. Porque la bondad y
la dicha nunca han provenido sino de la equitativa y justiciera distribu-
ción de lo que hace buenos y dichosos a todos.

Publicado en La Prensa, 19 de noviembre de 1957, p. 8.

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La autoridad contra la realidad

Hay problemas a los que la represión policial, lejos de solucionarlos,


suele hacer más patentes y graves. La realidad no acepta disimulos y
toda artimaña para colorear de rosa las mejillas del enfermo es, no sola-
mente pueril, sino, lo que es peor, nociva para la salud profunda de
quien padece el mal, en ciertas ocasiones el cuerpo social mismo. Tal el
caso de los vendedores ambulantes que pululan durante todo el año en
sectores comerciales de la ciudad y que se multiplican, merced al incre-
mento de la demanda, en las fiestas de diciembre. De nada sirve organi-
zar batidas contra ese hormigueante mercado de muchachos desocupa-
dos —y he ahí la clave del problema: la desocupación— con el fin de
desterrar la proliferación de estos días, pues su origen no es fortuito ni
caprichoso. Se trata, sin duda, de una forma de la mendicidad y la men-
dicidad es flor de las crisis económicas, de las situaciones falentes de un
pueblo. Nadie, salvo casos muy excepcionales, quiere ser pordiosero y
vivir extendiendo la mano en las calles, expuesto a la conmiseración
pública, pero también al desprecio y la humillación. Nadie tampoco pre-
fiere vender cualquier chuchería, cuya utilidad es insignificante, si pue-
de ganar un salario digno y regular en un empleo, un oficio o una activi-
dad decorosa.
Y como la realidad no admite disimulos, las autoridades conscien-
tes deben asumirla: si por falta de ocupación cientos —si no miles— de
jóvenes deciden ganarse unos soles para su sustento como vendedores
ambulantes, es preciso encausar esa fuente de trabajo dentro de normas
y disposiciones netas, aceptando que la situación efectiva provoca ese
fenómeno y procurando que su progresivo aumento no provoque el de-
sorden o el caos. Y ello como medida provisional, en tanto se investiga la
falla en la raíz de los hechos anómalos y se da la solución adecuada al

69
defecto esencial. Claro que a los ojos que no están cegados por el éxito
aparente de una política determinada, a los ojos de quienes anteponen
los intereses de la comunidad a los de las teorías financieras que culti-
van en provecho de sus particulares intereses; a los ojos, en suma, de
aquellos que saben que un país es resultado de un acuerdo, de un plan,
de una proyección al futuro, el caso de los vendedores ambulantes es
uno de los síntomas del patético subdesarrollo nacional. Este no se com-
bate, por supuesto, persiguiendo a esos centenares de parados que se
buscan el pan para sí y para los suyos ofreciendo juguetes, objetos do-
mésticos, baratijas de varia índole, pues al fin siempre reincidirán en
ello. A no ser que se hagan, azuzados por el hambre, delincuentes.
Es preferible la infinita multiplicación de los vendedores ambulan-
tes al aumento de las gentes al margen de la ley. Es preferible soportar la
grita de los buhoneros de diciembre al incremento de los hurtos, la va-
gancia, el crimen, alimentados por la desesperación. Es éste un razona-
miento sencillo que debían hacerse las autoridades cuyo afán por arra-
sar mediante la fuerza de la realidad lo que es la realidad monda y lironda,
parece un juego un poco absurdo y un poco ingenuo.

Publicado en El Comercio, 20 de diciembre de 1959, p. 2.

70
Los amueshas piden justicia

Un grupo de indígenas amueshas presidido por su cacique ha llegado


hasta Lima, desde sus lejanas tierras del Perené, para pedir justicia. El
territorio que ocupa esa tribu selvática está a punto de ser invadido por
esos inescrupulosos “colonizadores” que mercan con la propiedad de
los indefensos, de los olvidados por el centralismo, de los lanzados a la
selva virgen por el atropello de usurpadores y autoridades coludidos. Si
fuera este el único caso en que los autóctonos padecen el abuso blanco, el
problema no sería grave. Pero, por desgracia, los que ahora en un esfuer-
zo extraordinario emprenden la visita a la capital desde las verdes regio-
nes a las que fueron confinados son una simple muestra de un habitual
sistema de explotación que reina en esa zona a la que la mala literatura
ha llamado edén futuro. No hay tal paraíso si sus dueños sucumben a la
insaciable voracidad de los comerciantes de la vida humana y el difícil
pan que allá florecen. País descoyuntado el nuestro, en el cual la cabeza
limeña apenas si distingue detrás de la cordillera un paisaje general-
mente hechizo y de postal, la existencia de los indios selváticos parece
ser el de las colonias para la orgullosa metrópoli. Quienes remontan los
ríos, cruzan las montañas y descienden a la costa para pedir que no se
les arrebate lo que es suyo, son sólo, para el limeño los exóticos visitantes
de un mundo lejano. La opinión pública los ve pasar, indiferente, sin
otro gesto que el de una curiosidad turística. Sin embargo, esos hombres,
esos amueshas, vienen a solicitar amparo para su trabajo, para su hogar,
para sus hijos. Un derecho que cualquiera de nosotros, si la justicia falla,
haremos respetar inclusive con las armas, tan esencial lo consideramos.
El principio de la integración del indígena a la nación, que constitu-
ye el objetivo de una oficina ministerial, no se cumplirá nunca si antes de
hablar de educación, cultura, higiene, etc., no se habla de la solución del

71
problema económico que sobrelleva desde hace siglos. Incorporar a la
nación al habitante autóctono es, antes que nada, asegurarle el trabajo
de la tierra y defender sus derechos sin resquicios para que no sean
violados por aquel que, por apellido, vinculación con el poder, armas y
complicidad oficial, cree que todo es suyo. Despojar a los amueshas es
un delito que el gobierno debiera castigar, sobreponiéndose a toda ejecu-
toria individual, a todo influjo de familias o castas, con energía. No ten-
dría la comisión que llega a Lima desde tan distante mundo sino que
dirigirse a un organismo (y más justo aún sería que ese organismo fun-
cionara donde ocurre regularmente el abuso) para que esos “colonizado-
res” que trafican con lo ajeno recibieran la sanción drástica que, de acuerdo
a una ley rígida, merecen. Pero la realidad es otra: gestiones y gestiones,
papeles y papeles, desprecio y desprecio. El dinosaurio burocrático se
devora la justicia, y el crimen (no es otra cosa que crimen) se consuma.
Los conformistas que hasta hoy, por rutina o pereza, creen que esto
continuará ocurriendo porque ha ocurrido siempre no saben que ahora
con los amueshas como ayer con otros casos, un rencor se acumula, y
que este sentimiento puede alcanzarlos.

Publicado en El Comercio, 21 de agosto de 1961, p. 2.

72
Fútbol y nacionalismo

Cualquiera que sea el resultado de un partido de fútbol internacional, el


duelo o la exaltación de la mayoría sitúan el patriotismo en el desempe-
ño de los jugadores locales. Y he ahí una de las formas de nuestra anó-
mala concepción de patria, estimulada frecuentemente hasta el exceso
del fanatismo o hasta el defecto del derrotismo, por la crónica deportiva
sensacionalista, la que, además, opera como acomplejante de los pro-
pios deportistas. Quienes consideran el deporte como una justa de habi-
lidades y azares se niegan a aceptar que la honra colectiva e histórica de
una nación se reduzca a una eventualidad sujeta a diversas circunstan-
cias baladíes, intrascendentes y momentáneas, y tienen razón.

Goles que son nada

No se trata de negar que haya una dignidad patria, sino, por el contrario
de elevarla, en el concepto de la masa que se deja encandilar por el escán-
dalo de los grandes titulares periodísticos, de los frívolos terrenos del
deporte a los de otros, más altos, del destino plural. Mucho más esencial
que perder o ganar el derecho de asistir a un campeonato mundial es, sin
duda, depender de poderes extraños a los del país mismo, estar sujeto al
carro de un imperio y marchar de acuerdo a la ruta que trace, ceder las
riquezas que pueden servir de bienestar social a quienes, compulsi-
vamente, desde el exterior, las codician para sí, y dejar a los más en el
subdesarrollo, satisfechos egoístamente los menos con la propia opulen-
cia. Descuidar, buscando razones en la sinrazón, la salud moral de la
ciudadanía, sumiéndola en la mentira y la confusión, es llevarla a una
derrota real ante el porvenir. Al lado de la crisis que se incuba en el
espíritu mismo de las masas, alienadas por tantos sucedáneos del ver-
dadero nacionalismo, los goles más o menos son una nada.

73
La promesa peruana

¿Acaso no oímos de boca de ingenieros y obreros una consigna que difa-


ma al Estado —que es el país— negándole capacidad para manejar sus
propios bienes? ¿No alientan esta estocada articulistas y hasta hombres
de pensamiento? Permítaseme decir que esto sí es una “goleada” —para
usar los términos más gráficos— contra el Perú. ¿Y los que condenan al
hambre a las mayorías, movidas, de una parte, por su interés y, de otra,
por razones políticas, acaso no hieren la integridad moral del pueblo
haciéndolo víctima de un juego que, a la postre, va a afectar su fe en la
nacionalidad? Y esto, desde tribunas de papel de imprenta que impactan
la conciencia profundamente. Hay cientos de ejemplos como éstos. Lo
sabe el lector. Pues bien, ahí sí que se pone en la picota el honor patrio,
que no es un honor vacuo sino el compromiso de cumplir la promesa que
Basadre dice que el Perú, al surgir, empeñó al futuro.

Ni llanto ni regocijo

No se niega el deber de los órganos de prensa a destacar todo lo que la


popularidad del deporte merece. Pero no es posible olvidar que la gratui-
dad del juego pide una forma de expresión periodística de acuerdo a
ella, que tome los hechos como lo que son, como incidentes en un nivel
emotivo y hasta dramático, pero de ningún modo vital para la patria. En
un campo de fútbol nunca pasa nada por lo cual haga falta llorar hasta
la desesperación con lágrimas o tinta, o regocijarse hasta el punto de
creer que el Perú ha solucionado así todos sus problemas y ha cumplido
todos sus deberes históricos.

Publicado en Oiga, N.º 129, 19 de junio de 1965, p. 30.

74
La verdad contra la “zona rígida”

En esta misma columna dije hace menos de un mes que la ordenanza


municipal que expulsaba a los vendedores ambulantes del sector central
de la ciudad y creaba, con bombos y platillos, ciertas fronteras rígidas
para las actividades de los pululantes buhoneros, era absurda, y no por-
que estuviera mal tratar de eliminar las catervas impertinentes de comer-
ciantes de mil y una chucherías que asedian a los transeúntes, sino por-
que, en el fondo, la proliferación de tales pequeños mercaderes obedecía
a una razón socioeconómica fundamental: falta de trabajo, miseria, cri-
sis. Los hechos han demostrado que la autoridad municipal cometió el
error de creer que esos hombres, jóvenes y mayores, constituían una pla-
ga a la cual, a semejanza de las langostas, se podía barrer con una acción
violenta similar a la de los insecticidas en las plantaciones. Los vende-
dores han vuelto (los importadores que los abastecen tienen, como ellos
mismos, que vivir, detalle que nuestra comuna también olvidó) y, esca-
moteando a los guardias municipales, ocultando la mercadería bajo el
saco, usando varias artimañas propias del ingenio del criollo (¡y del
criollo con hambre!), han invadido de nuevo la famosa “zona rígida”.
Soy partidario de que se les deje trabajar libremente en tanto el Esta-
do sea incapaz, pese a sus promesas de “estabilización”, “techo y tie-
rra”, “saneamiento económico” y otras fórmulas al uso, de resolver el
problema básico del país: el subdesarrollo. Es síntoma de ese subdesa-
rrollo tanto la existencia de los pobres vendedores ambulantes cuanto la
dación de disposiciones que intentan pintar de carmín las mejillas del
país anémico y hético. El sistema de represión empleado en este caso, tal
vez por amor al ornato y a la buena presencia de la ciudad ante los
visitantes extranjeros, se asemeja a aquél que los funcionarios zaristas
aplicaban a la buena conciencia de su monarca mostrándole al progreso

75
de la Santa Rusia en la ficción de unas fachadas de cartón colocadas a
prudente distancia de su coche. O a un método usado en una nación de
cuyo nombre no quiero acordarme en donde, con oportunidad de una
feria anual, la policía encierra a los mendigos en la cárcel o el asilo para
que los turistas no se lleven una mala idea de la situación. La ordenanza
contra los vendedores ambulantes pertenece al mismo candoroso orden
de las siluetas de las falsas ciudades y de la razzia de mendigos. Al final,
por cierto, se impone, con la influencia que de suyo tiene, la verdad. Y la
verdad es, en relación con los comerciantes de baratijas de Lima, que se
quieren ganar el pan porque no hay otro modo, en nuestra economía de
“cuota de sacrificio” y liberalismo manchesteriano, de ganárselo. Salvo
mediante la delincuencia. Es difícil que nuestros concejales quieran que
del comercio esos hombres honestos pasen a las filas de los al margen de
la ley.
Una actitud racional, más propia de los gobernantes juiciosos y aten-
tos a la realidad, sería la de ordenar un registro de vendedores ambulan-
tes, señalarles jurisdicciones por grupos, tipos de mercadería a expen-
der, derechos y obligaciones de sus abastecedores y de ellos mismos, etc.
Vale decir, una legislación adecuada, que permitiera un control de la
licitud de esos menudos negocios y una tranquilidad consecuente para
los viandantes que se ven ahora, gracias a la prohibición de marras,
asaltados por los atemorizados ofertores de cosas domésticas, juguetes y
otras especies que no hay necesidad de nombrar. Todos los conocemos.
Sin embargo, formulo una profecía. La Municipalidad, para no ser me-
nos que el gobierno central, preferirá no hacer nada.

Publicado en El Comercio, 18 de diciembre de 1960, p. 2.

76
Nuestro déficit de lectura

Bien sabido es que Lima y el Perú entero constituyen muy pobres merca-
dos para el libro, no sólo del que sale de las prensas nacionales, sino aun
del que proviene de los grandes centros editoriales de habla hispana:
Argentina, Méjico, España. Sin embargo, cada vez que un editor extran-
jero nos repite esta verificación y nos plantea la intolerable verdad de
que proporcionalmente países más pequeños y ciudades menos impor-
tantes nos llevan, en cuanto al consumo de textos impresos, una consi-
derable ventaja, es imposible resistirse a la tentación de tratar de explicar
el fenómeno de algún modo racional, el cual nos permita arribar a una
solución factible. En el Perú se lee poco y no se leen obras de calidad, esa
es la realidad.
En primer término, por supuesto, a uno se le ocurre pensar que el
alto grado de analfabetos es la causa fundamental de esa grave crisis
cultural. Más de un 50% de la población carece del medio indispensable
para comunicarse con los libros y ello constituye un déficit abrumador
que mientras no sea combatido en forma global y merced a una acción
ejecutiva conspirará siempre, y cada vez con mayor gravitación, contra
la difusión de los conocimientos inclusive más elementales. En seguida,
tomada en cuenta la parte alfabeta de los habitantes de nuestro territorio,
hay que descontar en ella del contacto con la palabra impresa a quienes
por su lejanía de los centros urbanos y por su aislamiento social están
imposibilitados de acceder a cualquier bibliografía. Quedan, entonces,
únicamente los habitantes de las zonas urbanas y cercanas a las ciuda-
des —en la mayoría de las cuales sólo excepcionalmente hay librerías—
que, aparte de leer y escribir automáticamente, han aprendido a recono-
cer en sí el apetito intelectual y a satisfacerlo con algo más que cine, radio
o televisión.

77
La mayoría de esta clase de gentes carece desgraciadamente de ca-
pacidad de consumo para adquirir con cierta periodicidad un libro para
su solaz o su instrucción. Si bien éstos son individuos que aspiran a la
cultura (como lo demuestra su afluencia a las bibliotecas populares y la
demanda que, pese a la mengua del sistema, absorben las ediciones lla-
madas de “festival”), su salario no deja margen para un gasto que no es
enorme pero que tampoco es insignificante. Entre alimentos y libros no
cabe elección si se tiene hambre.
Queda el pequeño grupo de personas poseedoras de una economía
que, en diversos grados, permite el desembolso de dinero para el deleite
literario o la ilustración cultural. De él salen quienes son clientes de las
escasas librerías de Lima y provincias. El resto, no obstante su instruc-
ción secundaria, a veces su título profesional y en bastantes ocasiones el
ejercicio de una función que requiere una base de saber, no tiene el hábito
de leer porque no se lo han enseñado o porque lo perdió ganado por la
facilidad perezosa que representa “matar el tiempo” cuando éste parece
sobrar. Las revistas ilustradas, y los digestos, son todo su alimento inte-
lectual, aparte del diario que, precisamente por esta situación, ha de ser
entre nosotros el sustituto del libro, su correlato.
Alguien ha dicho que al mundo del libro viene en esta época a reem-
plazar el mundo de la imagen. Concluye —se dice— el Renacimiento,
con el crepúsculo de la imprenta y la aurora enceguecedora de las panta-
llas panorámicas, el cinerama y la televisión. ¿El problema del déficit de
lectores y lecturas en el Perú será manifestación temprana y galopante
de ese cambio? Si así fuera —cosa lamentable— iríamos a dar a una
nueva expresión sin haber pasado por aquella que dio al hombre todo lo
que hoy es su dominio, su grandeza, su fuerza.

Publicado en El Comercio, 28 de diciembre de 1960, p. 2.

78
La educación, un explosivo

Hay quienes atribuyen la situación educativa del país —analfabetismo,


escolares sin escuela, falta de maestros, docencia comercializada, universi-
dad sin rentas, y descontento juvenil a causa de todo ello— a un mero
defecto de organización o a la proverbial indiferencia de los poderes públi-
cos hacía un problema trascendental de la vida nacional, que empeña así su
futuro y frustra las esperanzas que cada generación cifra en la preparación
intelectual y profesional de la próxima. Se dice, más o menos, que por caren-
cia de un plan, por el desordenado gobierno de las cosas, por la entrega a
otros aspectos del orden nacional, etc., el Estado posterga u olvida el franco
encaramiento del deber de procurar el saber a todos y proporcionar la pre-
paración técnica y científica a los mejores. En resumen, se atribuye este
antiguo estigma a males psicológicos de nuestros gobernantes.
Es preciso mirar a fondo en estas aguas turbias. El conocimiento
libera al hombre, esclarece su conciencia, solidifica su espíritu, forma su
voluntad y despierta su inteligencia. Más escuelas, mejores universida-
des, más eficaz y completa enseñanza en todos los niveles, enciende en
las mayorías esa fuerza de superación que es signo visible de la libertad.
El oscurantismo, la superstición, las ideas anquilosadas, los ídolos im-
puestos como dioses omnipotentes, son como drogas. Remachan las ca-
denas del espíritu y hacen del ser humano un animal torpe, que se mue-
ve en el estrecho horizonte de la fatalidad. En los libros está la chispa que
desata el incendio del bosque, y el libro, más poderoso cuanto más hon-
do es su contenido, cuando más profundamente cala en la verdad
develando la mentira, constituye una suerte de arma silenciosa pero re-
novadora del universo. A los libros se deben las grandes transformacio-
nes del mundo: los filósofos griegos, el Evangelio, Copérnico, la Enciclo-
pedia, el iluminismo, Marx, Thoreau, Ghandi, Einstein, etc., desencade-
naron grandes revoluciones. Los hombres que pusieron esos explosivos
históricos usaron la palabra escrita y rara vez intervinieron en la acción
misma. Fueron las escuelas, las bibliotecas, las cátedras, los periódicos,
los libros, los escenarios, la educación, en una palabra, los que llevaron
esta pólvora libertaria a las masas alzadas en pos de libertad y justicia.

79
Los pensadores volaron esos fetiches que quienes usufructuaban de la
situación injusta habían colocado en el ara de las reverencias irracionales.
En la base de ese supuesto descuido de los gobernantes peruanos
hacia la educación (que alguna vez trataron de ocultar tras el monu-
mentalismo de la edificación escolar) está el propósito —no sé si cons-
ciente o inconsciente— de mantener a las masas en la ignorancia. Miles
de alumnos sin aulas, cientos de pueblos y ciudades sin bibliotecas ni
librerías, decenas de centros de educación superior sin medios de ense-
ñanza, no son un simple azar, ni se explican por la negligencia peculiar
de la llamada clase dirigente. En la raíz de este mal está la conspiración
oligárquica contra el pueblo trabajador. El lema es: que se eduquen los de
nuestra casta y los que aspiran a ser de nuestra casta. Para el resto, en
consecuencia, la idolatría ciega a las normas que el sistema ha impuesto
como invariables y fatales. No habrá, así las cosas, reforma total de la
educación, por más que los pedagogos conscientes intenten afanosa-
mente romper la estructura en la que se sustenta este plan de dominio de
unos cuantos sobre la mayoría. Y, como es lógico, la estructura o superes-
tructura educativa del feudalismo y el capitalismo peruanos reposa en
la estructura socioeconómica. Es a ésta a la que hay que atacar rotunda-
mente, sin vacilaciones. La cultura es el petardo que más teme la oligar-
quía. Su ingrediente es la verdad que, paso a paso, con dificultades y
fracasos, ha movido la marcha ascendente de las mayorías hacia el po-
der, desde el cual ellas establecen la paz, el bienestar, el progreso general.
Por eso los voceros oligárquicos extienden el principio del “libre co-
mercio” al campo de la educación y temen la intervención del Estado en
este aspecto de la organización nacional. Como complemento, difunden la
kirtch o falsa cultura de masas (la novela radio-teatral, el frívolo programa
de televisión, el juego de envite, la prensa amarilla, el libro rosa, la histo-
rieta y toda la inmundicia impresa industrializada) que contribuye a os-
curecer la mente, matar la imaginación, resignar al siervo, sensualizar su
alma para distraerlo de los grandes móviles de la existencia humana. No
se dude: el Perú popular ha sido condenado a la ignorancia porque la
ignorancia es la atadura gracias a la cual un grupo insaciable lo explota
para su placer y su ilimitado enriquecimiento. Ha llegado, sin embargo, la
hora de la rebelión contra esta conspiración, pues la revolución —es decir,
la inteligencia que obra— ya ha comenzado en América.

Publicado en Libertad, 28 de junio de 1961, p. 5.

80
Usted la mató

Póngase en el caso de un maestro o una maestra. Entre usted a ese “he-


cho” de Odría que se llama Ministerio de Educación Pública e intente
conseguir un traslado, un empréstito, un beneficio indispensable cual-
quiera. No es lo mismo, señor, que ir al club Villa, o al club Nacional, y
tomarse un whisky en las horas libres (que casi siempre, para usted, son
más que las ocupadas) y luego comerse un lomo a la Chautebriand , rocia-
do con vino francés. Muy distinto a su cuotidiano ocio es pugnar entre
mil desesperados ante una ventanilla tras la cual el burócrata —otro
desesperado más— tiene el gesto adusto, la camisa sucia, el bolsillo va-
cío y un inmenso deseo de mandar todo al diablo. “¡Que se lo coman
todo y acabemos”, debe pensar ese pobre profesor, o esa desdichada
profesora, y también el empleado, los dos con verso de Vallejo. Bien, pero
bien diferente, señor, es requerir unos cuantos soles (unos pocos, los que
cuesta el lomo con salsa de setas, el rosée y su traje de casimir inglés, se lo
aseguro) e ir por ellos hasta el edificio babilónico del general Mendoza,
si se está enfermo, se tiene deudas perentorias, o se está a punto del
desahucio.
Unos cuantos soles que ese servidor del Estado en las filas del ma-
gisterio pide a una mutualista ejerciendo un derecho, puesto que su tra-
bajo es un capital y una garantía, y que no consigue porque es preciso
poseer habilidad para moverse con éxito en la floresta de escritorios,
amanuenses, auxiliares, subjefes y jefes que rigen la educación pública
desde la inútil torre del Parque Universitario. Mil soles es una cifra muy
grande en el bolsillo de un modesto instructor de los niños de la patria.
Es probable que menos de la mitad sea para él una fortuna... Es decir, su
aperitivo, su almuerzo y su pousse-café, señor, en su club con lámparas
venecianas, alfombras persas, confortables ingleses y comedor parisiense.

81
Nada. Las puertas se cierran, la enfermedad avanza, los acreedores ame-
nazan, el desalojo está a punto de producirse despiadadamente. ¿Qué
hacer? ¿Se puede poner usted en ese caso? ¿Tiene usted la suficiente
imaginación? Si no lo han embotado su egoísmo, su vida sensualizada,
su materialismo, haga un esfuerzo y propóngase aquello que los psicólo-
gos han llamado “situación límite”.
La maestra que hace unos días fracasó en sus infructuosas gestio-
nes para conseguir, asediada por la miseria, un traslado o un préstamo
decidió terminar de una vez por todas. “¡Que se lo coman todo y acabe-
mos!” Y se arrojó del séptimo piso del “hecho” de Odría para segar su
vida. Señor, no todos optan por esa vía ante la alternativa. Hay otros que
deciden que no se lo coman todo, que deciden acabar con el enemigo. Y
tal como van las cosas en este país, gracias al sistema que a usted le
permite beber y comer en sus largas horas libres y a otros los acogota
hasta el ahogo, son cada día más, miles de miles, y tal vez millones,
quienes prefieren alinearse en la revolución. ¡En la revolución, sí señor,
que consiste en cambiar esta continua, invariable, profunda injusticia,
en una luminosa, definitiva y serena justicia!
Porque si usted es cristiano —que no lo es, aunque vaya o misa y dé su
limosnita y le haya alegrado mucho la canonización de Martín de Porras—
comprenderá que no es posible que una maestra —una trabajadora— no
pueda, tener lo que necesita y que usted, en cambio, además de lo que nece-
sita, tenga para derrochar como un pródigo, es decir, como un loco.
Póngase en el caso de la maestra que se suicidó hace unos días
porque necesitaba unos cuantos soles, señor. Y piense. Usted la mató.

Publicado en Libertad, 16 de mayo de 1962, p. 12.

82
La guerra de las jugueterías

Tal vez la más maravillosa de las artes sea el juego. Son los niños en ello
los mejores, los más completos creadores, porque para que los mayores
se decidan a jugar —y es tan raro un acto así de libertad, de poesía viva—
es preciso que se desprendan de infinitas convenciones, pudores y resis-
tencias íntimas y sociales. El niño, en cambio, aun solo, inventa el juego
y sus instrumentos, los fabrica con lo que tiene a la mano, porque son los
adultos los que han puesto en circulación el juguete industrial. Y la pro-
ducción, en este ramo, ha alcanzado una perfección abrumadora. Entrar
a una juguetería, para cualquiera que conserve más o menos intacta la
inocencia primordial, es ingresar a un mundo encantado, a tal punto
que un alto porcentaje de las cosas que ahí se venden parecen haber sido
hechas más para el regocijo de los padres que para el de sus hijos. Es
clásica la imagen del hombre que se dedica a entrenarse con el trencito
eléctrico ante la vista estupefacta de sus niños, a los que no se permite el
acceso a los complejos mecanismos del remedo ferroviario.
Habría que hacer una clasificación de los juguetes, porque los hay
abstractos, humorísticos, pedagógicos, intelectuales, mecánicos, etc. Y
en ellos un género al cual el cronista quiere llegar: los juguetes bélicos.
Son, además, los que más seducen la fantasía de los infantes, los que
provocan en ellos una reacción más entusiasta. Nuestra época los ha
consagrado como los reyes de la juguetería. Se dirá acertadamente que
siempre los hubo, que en los museos se conservan, por ejemplo, las pe-
queñas naves agresivas que los vikingos daban a sus herederos para
habituarlos a la vocación ferozmente conquistadora de aquel pueblo.
Pero no podrá negarse, sin embargo, que es este tiempo el que con mayor
empeño se ha propuesto iniciar, a los que comienzan a adaptarse al
mundo, en la práctica de la guerra, que es la práctica de la muerte. Es un

83
modo, es verdad, de adecuar las almas al espíritu del siglo, a su signo.
Los hijos de los franceses que decapitaron a los Capetos recibían como
aguinaldo amoroso el símbolo de aquella era: reproducciones fidedig-
nas de la guillotina, y seguramente era el dedo anular de aquellos chicos
el que en la ficción lúdica representaba al ajusticiado en el momento de
recibir el golpe de la revolucionaria cuchilla.
Tanques, revólveres, portaviones, ametralladoras, cohetes, etc., todo
el repertorio de la agresión está allí, en los escaparates de las jugueterías
de Lima y París, de Nueva York y Moscú, mezclados durante este mes de
diciembre a los pacíficos adornos de la Navidad, pinos y escarcha, esta-
blos e imágenes sagradas, Noeles y estrellas. ¡Y qué bien funcionan!
Tomar un cañoncito antiaéreo y apretar su gatillo es desear ardientemente
que surque el cielo del establecimiento para abatirlo un raudo avión
enemigo. Si el adulto asume esta actitud, cómo no la han de experimen-
tar quienes poseen la imaginación tan prestar a ver encantamientos y
alucinaciones al más insignificante de los estímulos mágicos. El juego
de la guerra se ha perfeccionado técnicamente tanto como la propia gue-
rra y, al mismo tiempo, ha ido desplazando a los otros entretenimientos,
a los que no postulan la destrucción, sino, por el contrario, avivan los
sentimientos fraternales, edificantes y constructivos que se hallan en
germen en el ánimo infantil. Esto es grave.
El juguete más antiguo, más ilustre y noble, es el antropomorfo. No
hay cultura, por elemental y primaria que sea, que no exhiba entre sus
creaciones la muñeca. La tuvieron también nuestros antepasados
prehispánicos. Ella enseñó a las mujeres a ser mujeres, a ser madres, y a
los hombres a considerar la forma humana como la más digna y respeta-
ble, es decir, a ser hombres. Inclusive los soldaditos de plomo eran una
imagen reducida y elocuente del hombre vivo como tal. Todos hemos
defendido alguna vez estos ejércitos de menudos y rígidos amigos como
seres existentes, dignos de consideración y amor. Y ya han sido sustitui-
dos por las armas. Un viejo cuento propone la idea de la animación
nocturna de las jugueterías, en que todo se mueve, dialoga, entra en cor-
dial relación y actúa libremente. Si ese prodigio sucediera esta noche en
cualquier almacén, la anécdota encarnada por los juguetes sería terrible.
Sería la guerra, la terrible guerra que se nos viene anunciando y tras la
batalla, entre la humareda y los desechos, campearía como victoriosa
una sola y tétrica muñeca: la de la muerte.

Publicado en La Prensa, 24 de diciembre de 1957, p. 10.

84
En la realidad y sin mito

La lectura de un artículo de J.E. Eielson —“Poesía y realidad de Améri-


ca”— publicado en un matutino local ha suscitado en el que esto escribe
una reflexión sobre el encuentro de América y Europa que tal vez sirva
para dejar establecido el pensamiento fundamental de quienes, para usar
las mismas palabras que nuestro amigo, “se quedan en casa, realizando
un trabajo más directo y concreto sobre la materia, digamos cuotidiana,
del continente”, en vez de fugar definitivamente, como otros, para tratar
de encontrar en el ámbito europeo los instrumentos que le hagan posible,
más tarde, pronunciar su palabra dentro de la espiritualidad occidental.
Europa, según Eielson, nos concibe en un estado mitológico y nosotros
nos empeñamos en mostrarnos con las vestiduras del progreso materia-
lista que ella nos ha proporcionado. En esto radica, a juicio de Eielson, la
dificultad del entendimiento.

No encubrimos un crimen

Los que nos hemos quedado en casa no solemos desdeñar aquella idea
mitológica sobre nuestra existencia: nos resulta pintoresco y hasta hala-
gadora. Sabemos, en cambio, que hoy el mundo es uno y que el adelanto
técnico y social no es una conquista de Occidente como tal sino, ante
todo, una victoria del hombre. Sería ridículo y entramada una traición
sin nombre que, en homenaje a nuestra condición de “humanidad virgi-
nal” nos diéramos al juego de fomentar nuestros rasgos primitivos, a
atizar, juntamente con los juegos poéticos que posee toda cultura mági-
ca, las miserias de una organización a la cual no han llegado los princi-
pios liberadores que hacen de todo hombre, cualquiera que fuere, su
condición, una entidad libre, con derecho a la vida y el bienestar. En
pocas palabras, nos negamos a admitir que por consideración al presti-
gio legendario sobreviva la barbarie.
De ahí que rechacemos la idea del intelectual puro, del individuo
solitario y satisfecho que se entrega a su obra divorciado de la realidad
burda de todos los días. Tenemos que vivir en el barro de la existencia

85
común, metiendo la mano en él sin temor a mezclar nuestros sueños con
la sustancia viva y caliente que constituye la vigilia terrestre.
No consideramos ofensivo que alguien afirme de un literato que
“tiene más ideas políticas que otra cosa” —como se ha dicho del que esto
firma, como crítica a sus afanes en pro de un compromiso más efectivo
con la comunidad—, porque escribir bellos poemas o pintar delicados
cuadros sin sentirse desgarrado ante la injusticia, el despojo, el hambre,
o la persecución dictatorial, y proponerse dar algo de sí para desterrarlos,
es hacerse cómplice o encubridor de un crimen. No interesa la imagen
ideal de América si, por detrás del encanto silvestre, está la tramoya de
un aparato de explotación y horror.

No somos remotos para nadie

No estamos dados a la tarea de crear una cultura regional, sino primera-


mente una cultura. El pasado nos lega un cúmulo de rasgos singulares
que aún inconscientemente están en nosotros. Las formas espirituales
prehispánicas nos pertenecen en la medida en que las sentimos nues-
tras, y así las comprendemos y amamos. Pero toda idea de restauración
es un propósito ilusorio, y pretender que nos presentemos a la cita con
Europa recubiertos única y exclusivamente de tales signos es, en el fon-
do, soñar con la ucronía más ingenua. Tenemos tractores, automóviles,
refrigeradoras, bulldozer, radios, etc., y nos hacen falta muchos más para
elevar el nivel de nuestra vida y hacernos dueños de la inmensa riqueza
que hemos heredado: el Perú.
Y el Perú será distinto, no obstante todos esos elementos de la “as-
fixiante marea materialista”, como la llama Eielson, por que la tierra, el
aire, los animales, la naturaleza toda, y la historia que también es natu-
raleza, lo conformarán de otra manera que a Europa. En el plano de la
misma época se realizará el encuentro de los dos mundos, y al fin se
desarraigará del pensamiento europeo —y del pensamiento de los ame-
ricanos que eligieron la evasión en beneficio de una presunta “estabili-
dad interior”— la idea de que somos un país, una sociedad, un conglo-
merado humano, remoto en el tiempo y en el espacio, una especie de
planeta nacido de la efusión de una nebulosa de recuerdos fabulosos.
Estamos construyendo un universo con todo lo que, de dentro y de fuera,
como materia y como herramienta, hemos conseguido.

Publicado en La Prensa, 23 de enero de 1956, p. 8.

86
RECUPERAR LA CIUDAD PERDIDA

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“Ciudad-jardín”, ¿ironía o alucinación?

Sólo a un satírico o a un visionario se le pudo ocurrir ponerle a Lima el


epíteto de “ciudad-jardín”, pues no hace falta ser un zahorí para darse
cuenta que a nuestra capital le hacen falta árboles y flores, es decir, aque-
llo que justificaría, de existir profusamente, el literato apelativo. Ya los
técnicos han hecho público el drama de la carencia de zonas verdes con
datos de la implacable estadística: para una población de más de un
millón de habitantes sólo se cuenta con un poco más de tres metros cua-
drados de área libre por persona, y de esos tres metros escasos sólo la
mitad se dedica a la recreación. Mida cada lector en torno de sí el espacio
florido que le toca y diga entonces si aquello de la “ciudad-jardín” no
pasa de ser una solemne tontería. (Un dato interesante: las normas apro-
badas por la National Playing Fields Association, de Londres, la máxima
autoridad en cuanto a parques y jardines públicos se refiere, señala que
como norma general es preciso que toda urbe moderna tenga un mínimo
de veinticinco metros cuadrados de verdor por individuo.)
El drama no queda ahí. Ayer hemos leído las declaraciones del co-
nocido floricultor Francisco Ruiz Alarco sobre la lenta y al parecer inevi-
table desaparición de algunas especies de árboles que servían de adorno
en calles y plazas limeñas, no por causa de ninguna peste maligna, sino
simplemente por la guerra que sus enemigos les han declarado. Cayeron
ya las palmeras de las plazas de Armas, Bolognesi e Italia, y caerán más
aún si la pasión arboricida no se detiene, y Ruiz Alarco levanta a propó-
sito su voz de protesta y advertencia. Las plantas públicas son cortadas
sin piedad porque, sedientas como están, buscan desesperadamente su
alimento líquido y rompen las veredas, o son podadas a destiempo, de
una manera torpe, porque sus ramas se elevan tras la luz, lo que equivale
a matarlas. En la avenida Santo Toribio, por ejemplo, los árboles han

89
sido devastados en el momento en que brotaban las yemas, segando en
ellas así la vida renovada. En cuanto a los que se lucen en la avenida
Wilson, la condena es peor: han sido constreñidos a un tan despiadado
aislamiento que apenas reciben la nutrición que requieren. Todo esto sin
contar que muchas veces hacen, aquí y allá, las veces de postes, pues
soportan los clavos que sostienen letreros, leyendas de tránsito, avisos
comerciales, cables eléctricos y telefónicos.
¿”Ciudad-jardín”? Apenas sirven los espacios de las casas particu-
lares, a veces egoístamente cercados con grandes y espesos muros, para
justificar el curioso mote, porque en lo que se refiere a las áreas verdes
públicas estamos entre las pocas ciudades del mundo que en lugar de
cuidarlas y aumentarlas se las ataca y disminuye. La Oficina Nacional
de Planeamiento y Urbanismo ha publicado un plano de Lima en que
figuran teñidos de negro los núcleos libres, para esparcimiento, con que
podemos contar los limeños que no tenemos jardín en casa. Aparte de
dos más o menos grandes —el Parque de la Reserva y el Olivar de San
Isidro, cada día menos proporcionado con respecto al tamaño urbano—
el resto de esas manchas son insignificantes. Hay un agravante: los que
existen no obedecen a ningún plan técnico, son fruto del azar, y por ende
no llenan su función estrictamente. A ellos tenemos que acudir para
reclamar nuestro metro y medio de césped y flores, nuestro trozo de natu-
raleza, cuando la fatiga citadina —cemento, polvo, gases tóxicos— nos
abruma. ¿Qué pasaría —cabe preguntarse— si mañana cada ciudadano
acudiera a los parques a pedir su pedacito de jardín? El resultado es
digno de una novela de Kafka, inenarrable.
Hay que reclamar enérgicamente una política municipal más con-
creta con relación a los parques y plazas. Hay que unir la voz a la del
floricultor Ruiz Alarco, uno de los pocos ciudadanos que en cada ocasión
en que los arboricidas se desmandan protesta públicamente. Todo esto
aunque sea para que lo de la “ciudad-jardín” no parezca una amarga
ironía, algo que alguien echó a correr con el fin de caricaturizar, o en caso
contrario la alucinación de quienes no ven de la realidad sino el nombre
que mentidamente la oculta. La actual autoridad municipal tiene con-
ciencia de sus deberes y ha de poner atención en este problema sobre el
cual, desde hace tantos años, se viene infructuosamente hablando.

Publicado en La prensa, 30 de octubre de 1957, p. 10.

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El Perú contra el turismo

Parece que todo estuviera organizado en el Perú para crear en el turista la


sensación de que su presencia entre nosotros es intolerable. Desde la
gestión por la visa consular —a la cual también nos tenemos que someter,
vergonzosamente, los propios peruanos que deseamos, hallándonos en
el exterior, volver a nuestra patria— Hasta la entrada en los lugares de
importancia natural, histórica o artística, proclaman que esa valiosa fuente
de recursos que es el turismo se halla sellada por la más reprochable falta
de visión. Viajar dentro del Perú es sufrir y nadie, por más excéntrico que
sea, abandona su casa para ser víctima de maltratos y desconsideracio-
nes. No obstante tal situación, aún vienen cientos de forasteros a admirar
nuestros paisajes, nuestros monumentos, nuestras riquezas pretéritas y
presentes. Pero lo que podría ser una industria próspera, un inagotable
manantial de divisas, constituye hoy, por suerte de las penosas condicio-
nes en que se le mantiene, una actividad ciertamente anémica.

No hay programa

Una sola razón explica la pobreza del turismo en el Perú: la falta de un


programa estatal al respecto que dé organización y aprovechable senti-
do a la afluencia internacional de visitantes. Inclusive, el turismo inte-
rior se ve gravemente afectado por la carencia de medios que lo faciliten.
La mayoría de países europeos y gran parte de los de nuestro continen-
te —Méjico es un ejemplo bien cercano y patente— han dispuesto las co-
sas de tal manera que, no sólo se trata de abrir las puertas hospita-
lariamente a quien llama a ellas, sino principalmente de despertar el
interés del posible turista en el lugar donde él reside y actúa. Oficinas
especiales irradian propaganda bien hecha con el objeto de invitar al

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hombre de la calle a salir de su rutina y ver un mundo maravilloso aun
cuando las maravillas que se prometen no sean tantas ni tan grandes
como se dice. Toda la técnica de la publicidad moderna se pone al servi-
cio de una causa que, siendo nacional, no deja de ser comercial. Se in-
vierte en el extranjero un capital que va a dar copiosas utilidades cuan-
do, tentado por los bellos ofrecimientos, el negociante, el rentista, el aho-
rrador, etc., compren un pasaje con rumbo al país que, con tanta habili-
dad, supo invitarlo.
En la Argentina, por ejemplo, esa situación del turismo alcanza
un carácter interior excepcional. En la capital, las provincias más impor-
tantes mantienen despachos situados en los sectores céntricos, en los
cuales se brinda toda clase de facilidades para viajar, alojarse, descan-
sar y gozar de los atractivos naturales de cada región. El propósito que
inspira esta política es tan vasto que dichas oficinas ofrecen terrenos en
venta y anuncian regalías especiales para todos aquellos que en la pro-
vincia construyan sus casas de veraneo. La eficacia del sistema es enor-
me. La prueba está en que muy pocos habitantes de Buenos Aires perma-
necen en la ciudad durante sus vacaciones y que es muy raro encontrar
un argentino que no haya vivido, durante algunas semanas por lo me-
nos, en Córdoba, Tucumán y Bariloche. ¿Cuántos limeños pueden decir
lo mismo de Arequipa, Cuzco o Iquitos? Para un peruano, viajar por el
interior de su país es someterse voluntariamente a una serie de pruebas
riesgosas cuando no infamantes. Y si nos desconocemos, nos desprecia-
mos. De ahí que exista una especie de gente negativa que, a más de igno-
rar al Perú, lo posponga sistemáticamente en su afecto.

Doble beneficio

Es sencillo suponer qué impresión lleva el turista extranjero que va a


Arequipa y se aloja en el hotel de Selva Alegre con el objeto de contem-
plar el Misti, hermoso espectáculo natural, y se encuentra con que nin-
guna de las habitaciones del edificio da hacia ese punto. Y no cuesta
trabajo imaginar qué concepto tiene del Perú el forastero que acude a
admirar Machu Picchu y tiene previamente que realizar el viaje hacia la
zona donde se hallan las ruinas en uno de los incómodos autovagones
que hacen la ruta y ascender hacia la cumbre en aquellas camionetas que
parece que van a ceder inesperadamente al peso de su carga e ir a dar con
ella al fondo del abismo. Poco esfuerzo de fantasía, en fin, es necesario
para suponer el efecto que hace al extranjero el escandaloso hecho que

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ninguna ventana del hotel de Puno se proyecte hacia el lago Titicaca,
principal señuelo de la visita a dicha ciudad.
No añadamos a esta relación la mala atención, los transportes
incómodos, las molestias burocráticas, el cúmulo de obstáculos que se
imponen entre el huésped y su destino. Digamos, más bien, que se impo-
ne la creación de un organismo que se dedique a trazar un plan encami-
nado a atraer hacia el Perú las grandes masas de turistas que anualmen-
te salen de los Estados Unidos y otros países ricos a los puntos de mayor
atracción: España, Cuba, Méjico, Italia, Francia, tienen establecidas enti-
dades que cumplen esa finalidad y no sería gran tarea imitar los progra-
mas que esos países poseen y aplicarlos a nuestra patria. Una vez más,
solicitemos mayor interés del estado por un campo que está por explotar
y del cual, a no dudarlo, puede esperarse un doble beneficio: el material,
constituido por la renta que representará, y el moral, determinado por el
prestigio que procurará al país en todo el mundo.

Publicado en La Prensa, 21 de junio de 1955, p. 8.

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La ciudad que semeja al país

El asfixiante centralismo en que ha vivido el Perú, durante casi toda su


historia, ha consolidado en la conciencia selecta del país provinciano,
una idea de reprobación y rechazo hacia Lima, la absorbente capital, y
ha fecundado, también, un correlativo resentimiento que, por estar justi-
ficado, a nadie puede considerar arbitrario. Mientras Lima ha crecido y
progresado, a costa sin duda de las energías robadas al trabajo y la pro-
ducción del resto de la patria, la República entera se ha sumido en el
ahogo que hoy, quizá mas que nunca, la abruma. Ha sido una entrega
total o un vasallaje, cuyo efecto negativo no es tanto la anémica condi-
ción de la economía provinciana, cuanto la opulencia parcial de esta
cabeza nacional, en la cual, al modo de un reducido centralismo urbano,
de la periferia hacia adentro, se distinguen los mismos escalones que
muestra toda la nación, los que van de la miseria sórdida e inhumana al
lujo desenfrenado y banal.
Y si en la mente sencilla del pueblo provinciano la imagen de Lima
se ofrece con los caracteres del mito paradisiaco, al que hay que acudir
para encontrar la dicha, en el pensamiento de las personas ilustradas
nuestra ciudad constituye el vientre tumefacto y siempre insatisfecho
que se nutre con la sangre de quienes de él dependen. Así se ha creado la
leyenda negra de Lima, que proclama que nuestra ciudad no es el Perú o,
peor aún, que es el anti-Perú. Sin embargo, tales definiciones sólo pue-
den explicarse como frutos del acerbo sentimiento que ha cuajado en el
corazón de los nacidos allí donde la prosperidad capitalina ha signifi-
cado, a contrapelo, desmedro y pobreza, opacidad y dolor, rutina y des-
trucción. Porque en el fondo, bien mirada la cuestión, Lima no sólo es
sección principal del Perú sino que representa su síntesis, especialmente
en lo que se refiere a la estructura social. Como todas las capitales del

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mundo, Lima es la ciudad de los provincianos, el lugar donde se reúnen,
como en una abigarrada y hormigueante ágora, gentes venidas de todos
los confines del amplio territorio peruano. Si no, que se interrogue a las
masas que ocupan sus calles, a la hora de la tarea o en la fiesta, por su
origen: se verá que aquí está el crisol de lo que el país, en su vórtice
actual, promete para mañana.
Y el provinciano, al mismo tiempo, así como recibe el impacto de la
metrópoli, así como cambia sus maneras y sus características, adopta, en
cambio, otras cosmopolitas o citadinas, entrega, por medio de una tácita
permuta, ciertos elementos propios y los incorpora a la personalidad de
la urbe, la cual en seguida los adquiere y particulariza. En su última
visita a nuestra capital, el famoso antropólogo francés Paúl Rivet afirma-
ba que veía con agrado y satisfacción que Lima se estuviera convirtiendo
en una población india. Y esto es cierto. La provincia ha traído aquí ésta
peruanísima contribución racial y ella se ha tornado limeña.
Un recorrido por la capital nos proporciona, además, el testimonio
patente de la situación de todo el Perú. Desde los barrios y urbanizacio-
nes clandestinas —en cuyos recovecos y callejuelas es posible distinguir
el remedo de la aldea andina, que el habitante naturalmente, al construir
su improvisada vivienda, ha evocado— hasta el centro, y de aquí a las
zonas residenciales —la Lima quizá propiamente dicha, por lo florida,
por lo pacífica, por lo conventual que se nos aparece— el itinerario nos
muestra la gama peruana: allá, en los cerros, el hombre del Ande, la
provincia campesina que ha emigrado en busca de un premio que no
halló; luego, en los barrios que ayer fueran el núcleo de la villa y que hoy,
venidos a menos, subsisten como refugio de los menesterosos, las razas
costeñas —mestizos, mulatos y negros—; más acá, en las urbanizacio-
nes modestas de la clase media, el compacto conjunto de la empleocracia
aspirante, en la que no hay distingos de procedencia y en la cual se
juntan y entremezclan, sin discriminaciones, las familias, sean chicla-
yanas, cuzqueñas o loretanas. El centro no es tampoco el predio de los
limeños: es el meollo de esta móvil y efervescente cita nacional. Tal vez,
como dijimos arriba, sean los sectores residenciales los que constituyen
la parte genuina de la ciudad, el bastión representativo del centralismo
que devora los productos del esfuerzo de los ciudadanos del Norte, el
Centro, el Sur y el Oriente patrios.
En recientes artículos, el autor de estas líneas comentó el expediente
urbano de nuestra capital, las cuestiones que su magnitud plantea a los
especialistas en los problemas metropolitanos. Dicha causa urbanística,

96
en pleno proceso, demuestra que Lima lleva un ritmo de crecimiento sin
pausa, a costa, por supuesto, de las demás regiones del país. Se trata de
un hecho que no puede condenarse con acusaciones, violentas y acres,
sino que merece estudio, meditación y fórmulas prácticas de solución.
Ante todo, la descentralización, pero la descentralización científica, y
luego la devolución a la provincia de todo aquello que le pertenece mate-
rial y espiritualmente. Así se retornará a la legítima comunidad, esa que
está levantada sólidamente sobre las bases de la recíproca admiración,
sin rencores ni escisiones, tal como destella en el símbolo peruano: firme
y feliz por la unión.

Publicado en La Prensa, 16 de febrero de 1956, p. 8.

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Sociedad, delincuencia, castigo

En la columna de cartas a este diario apareció hace unos días la extensa


misiva de un lector acerca del auge de la delincuencia en Lima en la cual
exponía sus puntos de vista sobre la manera de reprimirla. Con muy
buena intención y explicable alarma, nuestro amigo, que llamaba a los
ladrones y asaltantes que proliferan en ciertos barrios de nuestra ciudad
nada menos que “abortos de la naturaleza”, parecía entender el grave
problema a que aludía con una suerte de azarosa generación espontánea
a la cual había que combatir como la enfermedad en el cuerpo humano,
mediante la extirpación del órgano virulento y la extirpación de los gér-
menes que lo corroen. Proponía así contra “tanto zángano y depravado”
(con sus palabras) juicios sumarios, y tal vez meramente policiales, con-
finamiento en un penal de la selva por veinte años y trabajos forzados.
Otra de sus expresiones era que para alejar “el fantasma de los delin-
cuentes” era preciso el establecimiento de guardias perennes o serenazgos
en todas las esquinas.
Si se tomaran las medidas que este amigo lector sugiere estoy seguro
que la delincuencia no disminuiría, y ello por una sola y simple razón:
en el cuerpo social los males deben ser remediados merced a un sistema
distinto de la mutilación, pues el foco de la infección no está aquí o allá,
no radica en ciertos individuos o grupos humanos, no se expresa por
predisposición o instinto congénito a la naturaleza. Si los delincuentes
son abortos —para usar la fórmula del lector—, lo son de la sociedad
misma. Nadie nace estigmatizado por la criminalidad, nadie tiene un
destino moral preestablecido. Los franceses dicen que “el mal corre”, es
decir, que se contamina y propaga, y lo dicen pensando que no es posible
combatir la violencia con la violencia, puesto que la que se usa como
supuesto correctivo actúa a su turno como estímulo. Este es, de otra par-

99
te, el mejor argumento de los abolicionistas de la pena de muerte, que no
son pocos ni insignificantes en el mundo. Si se incrementa la delincuen-
cia en nuestro medio es porque hay miseria, no hay trabajo y la educa-
ción es poco menos que exclusiva de una parte de la población. El delin-
cuente, como quería Concepción Arenal, es digno de compasión. Es una
víctima del régimen social que predomina en una comunidad.
Pongámonos en el caso de un desdichado nacido en una de las
inmundas, pavorosas barriadas de esta capital. Pensemos en su infancia
hambrienta, callejera, tempranamente dedicada al penoso trabajo de lus-
trabotas, del cuidador de carros, del vendedor ambulante. Sin educa-
ción, sin cultura, ese individuo llegará a hombre carente de todo instru-
mento para ser útil a sí y a su comunidad. Si antes de la dolencia no ha
delinquido —y ello por necesidad—, lo hará en cuanto pueda, porque al
lado de su pobreza tendrá la diaria y pertinaz exaltación del lujo, de la
mesa desbordante, del placer. Para conseguir primero el pan y luego, en
un proceso de corrupción, los elementos de la concupiscencia que tantos
vehículos de expresión le ofrecen, robará y hasta matará. La cárcel no lo
puede intimidar, porque su juego es un juego de vida o muerte. ¿El Sepa?
¿Los trabajos forzados? ¿La represión drástica? Sólo harán más terrible,
más cruel, la organización de nuestra vida social. Por eso disentimos del
amigo lector y por eso también propugnamos —propugnamos, sí— una
reforma de la sociedad peruana que permita la creación de fuentes de
trabajo, de vivienda sana, de escuelas, de bienestar, en una palabra, en
donde las inmensas mayorías no reciban la existencia como una pugna
horrenda para sobrevivir de cualquier manera y a cualquier precio.

Publicado en El Comercio, 17 de enero de 1961, p. 2.

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Un santo entre nosotros

He aquí un santo. Hemos escuchado de sus labios, en los que se suceden


la dulce sonrisa y el rictus melancólico, palabras que son consignas,
advertencias que apuntan, según lo queramos, un futuro alegre o desdi-
chado; ideas en las cuales la certitud esplende sin contestación posible.
Su ademán es de amor, pero mueve su corazón también, como en los
profetas, el rigor de un mandamiento ineludible. El cronista ha estado
cerca de él, como un inmerecido privilegio, para oírlo y trasmitir, en sus
torpes palabras cuotidianas, el líquido mensaje que trae. En nuestra ciu-
dad frívola, que quiso hacerlo objeto sólo de su novelera y contingente
hospitalidad, su verbo parabólico se clavará como una flecha de fuego.
Ha descubierto la comedia en la que aquí se vive: el lujo y la comodidad
de unos cuantos y la carencia casi absoluta de los más. A éstos les ha
pedido que no pierdan la esperanza y a aquellos les ha señalado su
único y fatal deber de cristianos, de humanos. Esto es, dar. Y no dar la
migaja del banquete, sino dar con la plenitud generosa del que compren-
de que amar es arriesgarse, sacrificarse, sufrir con los que sufren. La
espuma de la sociedad peruana debe emplear su influencia, su poder, su
riqueza, para obtener el bienestar común, la paz colectiva. Esto ha dicho
el abate Pierre.
Nos ha hablado de la obra de Meaux. No se trata, en verdad, de una
institución de beneficencia a la manera tradicional, ni un sistema para
tranquilizar la conciencia atemorizada de los burgueses. Es una forma
de la encarnación en el dolor. Para explicarlo emplea la imagen del ár-
bol. Un árbol es tronco, ramas, hojas, flores y frutos. Todo ello, sin embar-
go, no viviría si no existiera la raíz. La raíz no tiene pompas, que está
dentro de la tierra, en el estiércol y la basura, extrayendo de ellos la savia
que infunde belleza a la planta. En la obra de Meaux nada tiene sentido

101
si no se dan los voluntarios que conviven con los pobres, que comparten
su dolor, que se empapan de la miseria, y en ese medio desdichado cons-
truyen y redimen al hombre. Los voluntarios constituyen esa raíz oculta
y esencial: el resto ha de ser, con la ayuda que preste, la parte visible y
externa de la obra. Hay necesidad, pues, de voluntarios que, durante un
plazo largo o corto, vayan al fondo mismo de la vida pobre y en ella inicien
lo que será poco a poco una movilización general contra la miseria.
El joven que haya estado cumpliendo este servicio, ¿no influirá en
su familia en el sentido de compartir sus bienes con los que no lo tienen?
En el gobierno, ¿faltará a sus obligaciones morales y políticas con res-
pecto a la comunidad? Mientras los amigos de Meaux cooperan, más que
con limosnas, con su actividad y su influencia, en la tarea de recupera-
ción, los voluntarios, en una suerte de compenetración práctica y mística
con la pobreza, por medio del trabajo, llevarán a cabo la revolución.
Porque se trata de una revolución sin violencia la que proclama el abate
Pierre.
La semilla inicial de los primeros voluntarios —que a Lima vendrán
de Suecia y de Francia, es una especie de ecumenismo promisor de una
total fraternidad futura— crecerá como creció en otros países, y el peque-
ño grupo de los amigos que lo respaldan y sostienen será también cada
vez mayor. Aquéllos harán su servicio vivo y paciente; éstos echarán las
bases de los talleres, las fábricas, las cooperativas, etc., en los cuales los
ricos que comprendan que es llegada la hora de dar sin interés mucho de
lo que les sobra, pondrán sus capitales a disposición de las mayorías.
Ha sonado el fin de la monedita en el cepillo, del mendrugo distribuido
en la puerta falsa, de la mezquina limosna. En la medida del sacrificio se
descubrirá el amor que recobra su reino entre los hombres.
Un santo ha estado entre nosotros. No es un santo contemplativo,
sumido en su visión iluminada. Es un santo de voz ardiente, que marcha
sobre la tierra urgido por un quehacer que sobrepuja sus fuerzas y que
no tiene contemplaciones para con los culpables del estado de cosas
actual. Si el dinero no está precedido por lo humano —ha dicho— es una
cosa abominable. ¿Cuántos peruanos han hecho de esa cosa abominable
su única devoción? Meditémoslo y hagámonos soldados de la lucha que
el visionario francés ha emprendido.

Publicado en El Comercio, 16 de agosto de 1959, p. 2.

102
Hoy 400 mil, mañana un millón

El fenómeno de las “barriadas” no es exclusivo de Lima y esta verdad es


el consuelo de muchos tontos que justifican los males sociales por su
abundancia en el mundo. El hecho de que en torno a una serie de gran-
des ciudades se haya creado semejante cinturón de miseria constituye
prueba irrebatible de que semejantes defectos de organización las apare-
jan y las hacen víctimas de semejantes problemas. El Fondo Nacional de
Salud y Bienestar ha dado a conocer los resultados de un censo sobre el
particular y ha revelado que 400 mil personas habitan esas urbanizacio-
nes clandestinas. La tercera parte, pues, de la capital se hacina en cho-
zas (muy pocas barriadas exhiben construcciones de material noble) y
existe en las precarias condiciones que son propias de una agrupación
humana que comienza como provisional y termina siendo definitiva. En
esto sí nuestra ciudad no puede apelar a ninguna identidad con otros
centros urbanos del mundo. Su índice de crecimiento de diez años a esta
parte muestra un ritmo acelerado que, de tener autoridades atentas, de-
bería haberse interpretado como manifestación de una crisis digna de
correctivos profundos y altamente eficaces. No es de esa índole, por cier-
to, la ley promulgada recientemente, que si bien procura a esas concen-
traciones algunas ventajas, favorables a su mejoramiento interno, no afec-
ta a la causa fundamental que las determina.
En verdad, como lo advirtiera el abate Pierre, no son ni leyes del
orden de aquélla ni un plan de construcciones que reemplace el tugurio
por la habitación medianamente higiénica y holgada los remedios de
esta neoplasia urbana. El éxodo provinciano, especialmente campesino,
a la ciudad no se produce por un mero capricho de los emigrantes. La
falta de trabajo, los salarios miserables, la vida chata y sin posibilidades
para el futuro, etc., que en países macrocéfalos hacen del poblado excén-

103
trico un desierto, empujan a las gentes a buscar esas “luces de la ciudad”
que, a la postre, también las defraudan. Nadie, sin embargo, emprende el
retorno. Una excelente película de Visconti nos ofrece en estos días el
caso de una madre y sus hijos a quienes Milán dispara hacia la tragedia.
La provincia es centrípeta, reúne el hogar en torno a la tradición pacífica
que le es característica. La gran ciudad, en cambio, es centrífuga: desco-
yunta la unidad hogareña y lanza a sus integrantes por diversos cami-
nos, algunos terribles. Mientras no se eleve el nivel de vida provinciano,
sobre todo el de la clase trabajadora, seguirán viniendo a Lima esas víc-
timas del espejismo urbano,, con desmedro no sólo del lugar natal de
cada uno sino, lo que es tan grave como aquello, con el descaecimiento
de la capital abrumada de parias desocupados y descontentos. El sedan-
te que el gobierno ha decidido aplicar —la Ley de Barriadas— será un
señuelo más para multiplicar la migración y, por ende, para complicar el
problema.
Una vez más habrá que referirse, con disgusto de los liberales que
nos abruman desde el poder, a la necesidad de un cambio de estructuras
en la organización socioeconómica del país. En tanto no se transforme el
fundamento de nuestra economía meramente exportadora e importadora,
es decir, en tanto no se industrialice el país, se eleve la capacidad de
consumo de las masas, se planifique el desarrollo nacional cabalmente,
no se acabará con este problema de las barriadas, en las que se alojan
hoy las 400 mil personas y en las cuales vivirán, tensas como la energía
inestable de un explosivo, un millón mañana. El que no entiende esto es
un incapaz y carece de lo intelectualmente esencial para dirigir la mar-
cha del país.

Publicado en El Comercio, 15 de junio de 1961, p. 2.

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Un sacrificio humano en la prensa

La prensa local ha abierto el vasto abanico de sus columnas —tan celo-


sas para la información que importe algo edificante para la sociedad—
al crimen de moda, que se ventila actualmente en los tribunales. Los
hechos del suceso, a los que se imbrican múltiples intimidades de los
personajes, precisamente de aquellas que atañen más bien al interés, de
la terapia psíquica, no son el objeto de esta nota, sino la desaforada
publicidad que ellos han merecido. Los mismos órganos de expresión
que suelen moralizar en editoriales de fondo, que suelen mostrarse par-
tidarios de la censura cinematográfica, que levantan su voz de alarma
ante la crisis juvenil, no han vacilado en imprimir, subrayándolas, las
confesiones sobre prácticas y relaciones sexuales de los actores del dra-
ma. Este doble rasero, esta gravísima contradicción, es consciente y, en
consecuencia, compromete la responsabilidad de los editores. En último
término, el sacrificio humano que diariamente se consuma en la infor-
mación y el comentario es ofrecido a un pequeño dios del periodismo
contemporáneo: la circulación.

Peor que el crimen

Es cierto lo que sostienen los devotos de esta deidad: los lectores recla-
man la minuciosa y si es posible ornamentada transcripción de los epi-
sodios del juicio, especialmente los que revelan, si lo hay, un fondo mor-
boso. La demanda no es siempre de la misma índole: proviene unas
veces de los curiosos, otras de los que anhelan excitaciones inhabituales,
bastantes de los que confirman sus propias inclinaciones. Pero que la
prensa esté dispuesta a abastecer el producto anómalo por ganar la com-
petencia —competencia en la cual, en un momento dado, se pierde toda

105
noción de las limitaciones— depende en esencia de que la noticia se ha
convertido en una mercadería, más solicitada cuanto más insólita, cuan-
to más extraña o brutal es. Ninguna persona, por más elemental que sea
su cultura, ignora que instintos y pasiones humanas suelen ser, con más
frecuencia de lo que se supone, deformes, pero que en tales casos no es la
exhibición escandalosa lo que los corrige sino el tratamiento sereno, re-
servado y sistemático de la ciencia. Un crimen que la justicia estudia
para dictar su sanción de acuerdo a las leyes, no puede juzgarse a puerta
cerrada, es verdad, pero si en los pliegues psicológicos y morales de
quienes lo cometieron y en los hechos que precedieron a los actos hay
situaciones que arrastran en su torrente la honra de unos, la inocencia
de otros, la dignidad o el prestigio otros más, hay un deber social de
evitar que se convierta en espectacularidad tenebrosa y negativo ejem-
plo. Mercar todo esto es tanto peor que el crimen mismo.

La deidad agradecida

En el caso que nos ocupa, de otra parte, hay un aspecto particularmente


condenable que se suma al ya repulsivo de la publicidad aparatosa que
no conoce el pudor ni la conmiseración. Es el de la formación de banderías;
éstos están por una de las partes, aquéllas por la otra. La información no
se constriñe, como debiera, a sintetizar las sesiones del tribunal sino que
procura inclinar la opinión a cada uno de los lados de esa balanza que
alegóricamente sostiene la divisa de los ojos vendados. A la postre, sin
piedad por la acusada, por la víctima, por los familiares de ambos (entre
los cuales hay dos niñas que hoy o mañana sufrirán las consecuencias
de esta historia), se da un carácter competitivo (y se podría decir “depor-
tivo” si la palabra no sonara a sarcasmo) a lo que es preciso que sea un
racional y objetivo análisis de los sucesos. También aquí la divinidad es
mercantil. La norma para ser: “Vendamos más papel aunque estampada
en sus pliegos sangre salpique a los lectores”. La sacra circulación lo
agradece en dinero.

Aprendices de brujos

Es cierto que el mundo contemporáneo se satisface fracturando la intimi-


dad ajena y que el comercio se incrementa ofreciéndola. Pero eso no es
fruto del azar sino de la estructura social que ha creado un hombre-
masa, un numero entre otros números, que aspira a individualizarse

106
individualizando a los demás, aunque sea mediante el escarnio de una o
más personas. Y los instrumentos de difusión, que deberían estar al ser-
vicio de la restitución de lo humano en su cabalidad —su obra positiva,
su mérito personal, su trascendencia histórica, su valor social— prefie-
ren sacar partido de esa ansiedad estimulando las tendencias oscuras y
equívocas. Desatan esa hambre victimaria y luego se justifican diciendo
que es la que prevalece y los hace a ellos mismos prevalecer. Como los
aprendices de brujos, sus poderes los dominan. Ahí están las columnas
de la prensa local en su loca carrera, y de nada han de servir, si la limita-
ción no emana de la autoridad, reflexiones como las que sacerdotes,
maestros y sociólogos han expresado recientemente a propósito del sa-
crificio humano que en el periodismo de estos días está realizándose.

Publicado en Oiga, N.º 126, 28 de mayo de 1965, pp. 8-9.

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Pinglo y nuestro pueblo

Ayer se cumplió el 25º aniversario de la muerte de Felipe Pinglo. Aquel


“Felipe de los pobres” —como le ha llamado Gonzalo Rose— supo, por
mera intuición, cómo quería que el pueblo mestizo que se expresaran su
vida interior, sus penas y sus amores. Y en las melodías que compuso, a
las que puso versos ingenuos, la gente de Lima halló su voz trémula, de
neblina y desolación. No fue el trovador encendido y pasional de un
conglomerado humano poseído por la alegría de vivir. Más bien se hizo
eco de las angustias de aquellos a quienes, por injusticia, una sociedad
egoísta colocó al margen de todo premio, de toda recompensa. El plebeyo
es una página que por haber sido cantada sin pausa y considerada así
una suerte de protesta, recibió esa consagración incontrovertible que es
la costumbre. Incorporada a la tradición —a esa parte de la tradición que
no se vincula a ninguna remembranza áurea de historia edulcorada, de
leyenda cortesana—, la música de Pinglo es algo que será imposible
separar de la idea de esta Lima de hoy, colmada de contradicciones a
veces patéticas, hormiguero de pompas vanas y miserias desgarradoras,
panal de mieles recónditas y, sin embargo, insuficientes para tanta ansia
de dicha como hay. Música de fondo de un filme tedioso en que rostros
desencajados, luces mortecinas y soledades se repiten como en un sueño
de inhibición.
Se ha anotado inteligentemente que el poeta popular evita, porque
quiere imitar al poeta culto, el lenguaje del pueblo. Los payadores argen-
tinos escribieron versos en los cuales ninguna palabra provenía del ha-
bla del campo, en tanto los gauchescos (Hernández a la cabeza), escrito-
res de oficio y generalmente con formación intelectual, transcribieron en
sus composiciones vocablos y giros del hombre rústico, del campesino,
procurando que su obra fingiera la creación colectiva. El caso de Pinglo

109
es exactamente el mismo: el sentimiento es popular, sí, pero su expresión
apuntaba a la forma ilustrada, al poema propiamente dicho. “La noche
cubre ya/con su negro crespón”, etc., intenta decir, con elegancia frus-
trada y metafóricamente, el soledoso monólogo del enamorado plebeyo
ante la amada inaccesible. De ahí su encanto, precisamente; su sabor
local y su gracia. La condición folclórica está más allá del compás del
vals, también culto, y de la forma pretenciosa que asume el mensaje.
Quizá lo más auténtico de la música criolla sea su inautenticidad previa.
El vals peruano es un género curioso, lleno de peculiaridad. No
tiene ese ritmo que enajena de lo negroide, en cierto modo universal,
pues el negro es universal, ni esa fuerza poseedora del jazz que se iden-
tifica con el espíritu de una cultura que se ha expandido y que ha termi-
nado por ser ecuménica. Nuestro vals tiene necesidad de un oído y un
gusto muy particulares. No se le entiende ni se le aprecia si no es limeño.
Y esto es complejo. Hay que compadecerse con todo lo positivo y lo nega-
tivo de nuestra ciudad, de nuestro carácter individual, de nuestra entra-
ña espiritual. Escuchando lejos, en un medio ajeno, donde resulta ines-
perado, es sencillamente lánguido, insignificante, absurdo. Sólo quien
lleva adentro la impronta de la ciudad india, negra, blanca, siente el
toque humano que lleva consigo, siente la vida que contiene. Es una
clave nuestra el vals criollo, una especie de comunicación secreta de
cosas melancólicas: garúa, calles desoladas, balcones vacíos, geranios o
buganvillas, y también pobrezas que se olvidan porque esa ha sido la
única manera de combatirlas. Pinglo alcanza esa tesitura como ningún
otro. Por eso es representativo.
El canto, el presente. No hizo, como está al uso, recuerdos de virre-
yes, tapadas y misturas, sino que vertió en su música y en sus versos su
dolor de aquí y ahora. Tampoco pretendió ser original inventando una
jerga o retratando cierta picardía original como humor. Fue lo que es el
pueblo limeño, simple, afectivo, emocional, resignado, dulce, cortés,
amable. Sus creaciones son todo eso y más aún. Merece, como ningún
otro cantor del pueblo, el homenaje que se le tributa, no el anual que
asume fechas, sino el diario que en el corazón del hombre anónimo lo
reconoce como su ideal, como su presencia por encima del tiempo y sus
transformaciones.

Publicado en El Comercio, 14 de mayo de 1961, p. 2.

110
El coliseo, laboratorio de mestizaje

El Mambo de Machaguay es hijo del mestizaje contemporáneo. En él lo


indio y lo negroide internacional se integran. Habrá quienes se horrori-
cen de ese híbrido del show radial y el fresco folclor campesino, pero las
realidades son y nunca se ha ganado ninguna batalla negando la pre-
sencia del enemigo.
Lima es hoy, como nunca antes, la retorta de una emulsión cultural
en la que el hombre de los Andes y su tradición se unen al hombre, las
costumbres, la moral y las formas sociales que han sedimentado, origi-
nales y postizas, en la capitalidad de nuestra ciudad.

Canta en puna

El proceso de mezcla puede verse domingo a domingo bajo la carpa de


los coliseos durante ocho horas, desde el comienzo de la tarde hasta la
medianoche, cinco mil constantemente renovados espectadores aprecian,
sobre un elemental tablado, el largo desfile de bailarines, cantantes,
músicos, cómicos y hasta acróbatas procedentes del norte, el centro y el
sur de la serranía peruana.
En seguida del conjunto de fresca autenticidad, que transporta al
escenario el canto y la melodía en estado puro, es posible oír a la soprano
“incaica” que escala fatigosamente las cuatro octavas de Ima Súmac, en
tanto un bailarín de tijeras —como el mitológico Rasu Ñiti de Arguedas—
alterna con un negrito currupantioso y avispado que refuta, con un
quechua artificioso, el dicho de que “gallinazo no canta en puna”.

Ni vencedor ni vencido

El empellón del “amor serrano” que arranca carcajadas unánimes, los


“charros” mejicanos que remedan en falsete la voz abierta de Jorge

111
Negrete, la graciosa mestiza que alterna el valseo criollo y la muliza de
Cerro, el arpa solitaria que entona el triste, están en desatinada confu-
sión, hirviendo en una infusión cuya substancia será, sin duda, la del
Perú de mañana, la del Perú de siempre. Pero no hay que olvidar que,
cubierta por el cielo de lona, esta muchedumbre que grita, palmea, silba
(despiadada), mastica, se mueve, ríe, queda en silencio, reclama el bis,
compra y vende golosinas y viandas, hora tras hora, participando como
en el teatro chino, a medias de sí misma y a medias del espectáculo. El
sentimiento y la rivalidad regionales aparecen de improviso en este ja-
leo, y viene la competencia entre un prodigioso danzarín del sur y otro
no menos hábil del centro. No hay vencedor ni vencido, pero los dos
bandos se han comunicado por medio de su arte bello y elemental.

Sabor de la tierruca

En Lima, en los coliseos, se puede medir el grado del amestizamiento


peruano. Los que aquí viven y bajo la carpa se divierten son de sus viejos
y lejanos pueblos y son al mismo tiempo, de la ciudad. Como el Mambo de
Machaguay, precisamente, en el cual se compenetran el oscuro río de la
raza de bronce y el aluvión incoloro y cosmopolita que se vierte por las
laderas de la vida urbana. Esa suma, mientras se haga bajo el signo
indígena, será obligadamente peruana. Tendrá el sabor de la tierruca, de
la patria varia y, sin embargo, una.

Publicado en Oiga, N.º 12, 12 de febrero de 1963, p. 9.

112
Recuperar la ciudad perdida

Raúl Porras Barrenechea ha contado, en una hermosa conferencia desti-


nada a los arquitectos y urbanistas, que Lima era en los tiempos colonia-
les una villa de alamedas, jardines y paseos arbolados. Cronistas y via-
jeros la describen como una población favorecida por las flores y las
plantas, de las cuales gozaban, en su trajín cuotidiano, los viandantes.
De aquella época a hoy, no obstante el escaso caudal de nuestro río,
mucha agua ha corrido bajo los puentes del Rímac, y hemos arribado a la
gran urbe uno de cuyos más graves problemas urbanos es la asfixia por
la falta de parques. Fácil resulta observar que las zonas de recreación
con que hoy contamos son obra del pasado y que de veinte o más años a
esta parte, excepto alguna que otra plazuela, no se ha trazado ninguna
área extensa para esparcimiento de los agobiados ciudadanos. Estamos,
pues, en camino de hacer de la antigua ciudad verde un grisáceo y mo-
nótono bloque de edificios y vías asfaltadas. Es decir, un verdadero in-
fierno, ya que el infierno ha de concebirse como la antinaturaleza.
El hombre de la ciudad moderna es un bicho particular y muchos de
sus defectos provienen, sin duda, de las deformaciones que la vida
clausurada le imprimen desde niño. Imaginemos al pequeño que nace en
un departamento de un edificio céntrico y ahí transcurre, sin otro hori-
zonte que el que le brindan de vez en cuando ciertas periódicas salidas
al campo o a la playa, la mayor parte de su infancia y adolescencia.
Habrá en él, en su psicología, la impronta del tráfago citadino, de la
estrechez de sus panoramas, del ahogo de su ámbito, lo que se expresará
en egoísmo, amargura, tensión e intolerancia. Sin pecar de deterministas,
se puede afirmar que el medio condiciona el espíritu de un ser, y el hom-
bre de la ciudad contemporánea, ese hombre masivo que es, a un tiempo,
muchedumbre y soledad, constituye el factor principal de la historia

113
presente, tan plena de contradicciones dolorosas, tan feroz y mezquina.
Los sociólogos no han dejado de considerar la importancia que tiene en
la vida humana esta carencia de espacio, y los urbanistas al día saben
que no se pueden planear ni viviendas ni centros habitados sin insertar
en ellos zonas de expansión en las cuales la naturaleza —vegetación,
agua, elevaciones del terreno, etc.— esté al alcance de todos.
Quien tiene jardín en su casa, o quien por fortuna vive cerca de uno
de los pocos parques que hay en Lima, no tiene conciencia de lo que
padece el que se aloja en uno de esos sectores urbanos —pongamos como
patético modelo el hosco barrio sarcásticamente llamado “El Porvenir”—
donde hallar un trozo verde es poco menos que un milagro. Lima está
situada en un oasis y en torno a ella, como bien lo sabemos, el arenal se
extiende con su inexorable uniformidad, con su abrumadora constancia
incolora. Si una madre quiere que sus hijos gocen un poco de la pureza
del aire limpiado por la vegetación, o un anciano desea transcurrir entre
la amable y acogedora sombra de los árboles, o un convaleciente aspira a
reponerse con la estimulante exhalación de la vegetación, no podrá ha-
cerlo sino a costa de esfuerzos extraordinarios. He ahí un pequeño dra-
ma, no por pequeño menos triste que los que llenan las páginas de las
novelas o las piezas de teatro. Vivirlo puede fecundar en el alma de
mucha gente tremendos resentimientos.
No es por un prurito sin fundamento que algunos levantan su voz
en pro de una mayor y mejor atención a este defecto de nuestra ciudad, a
la cual el progreso le ha pedido en pago el precio de su tradición de
ciudad de alamedas y parques arbolados. Si a París le exigieran como
retribución a cualquier favor, a cualquier don necesario, la supresión de
apenas un trozo de alguno de sus bosques, los parisienses dirían rotun-
damente que no, porque saben que ellos son como el pan para la vida.
Otro tanto sucedería en Nueva York, Londres o Buenos Aires. Nosotros,
que vendimos por un plato de lentejas la primogenitura continental, es-
tamos a tiempo de volver a ser esa villa de verdor que Raúl Porras
Barrenechea reconstruyera en su charla a los arquitectos y urbanistas y
que es uno de los más bellos recuerdos que guarda nuestra frágil memo-
ria. Tal vez esa reconquista sea posible: Quien la inicie será un benefac-
tor de Lima.

Publicado en La prensa, 3 de febrero de 1958, p. 8.

114
EL PERÚ QUE QUEREMOS

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No es necesario un Mesías

En el Perú como en pocas partes ha solido prosperar la idea mesiánica,


que consiste en reservar a un hombre o a una tendencia la misión de
“salvar” al país. No es sólo en política donde esta manía ha sido, y es,
habitual, sino aun en actividades en las que generalmente el progreso es
fruto de una lenta maduración o de un esfuerzo colectivo parsimonioso
y firme. Somos temperamental e históricamente proclives a entregar a
una persona todas nuestras esperanzas y, al mismo tiempo, aguardar de
ella la solución prodigiosa de nuestros problemas. Y cuanto más apasio-
nado y ansioso ha sido el anhelo de ver resueltos nuestros conflictos por
aquél o aquéllos en quienes pusimos la fe, tanto más doloroso fue nues-
tro desengaño. La reacción contra el que nos defraudó adquiere, enton-
ces, un grado de violencia a veces injusto porque siempre es intolerante.
El error nace de pensar que nos hace falta una, “salvación” y, por
ende, un “salvador”. Si bien es cierto que el país, desde su independen-
cia, no ha avanzado tanto cuanto debiera, es verdad incontrovertible que
no se trata de una nación perdida que requiera de un milagro para recu-
perar su destino. Hemos sido víctimas de la desorganización, de la tira-
nía, del abuso, del desorden y de otros males semejantes, pero podemos
jactarnos de que, pese a los sucesivos errores de los gobernantes, el fervor
por una vida mejor se mantiene intacto en el fondo de la ciudadanía, de
la multitud sufriente y generosa. Y ese fervor es un capital del cual es
tiempo de aprovechar honradamente dándole el empleo democrático que
merece.
Los regímenes ciegos, los gobiernos de índole autocrática, han basa-
do su fuerza en la idea errónea de que había que poner al Perú en marcha
por medio de los métodos caprichosos que los caracterizan. En la voz de
todos los mandones hemos escuchado, las mismas pretenciosas pala-

117
bras que expresaban el convencimiento de que la obra inconsulta se rea-
lizaba con el fin de llevar a cabo la tarea de dar al Perú el puesto que le
corresponde en la historia. Contra estos sistemas afortunadamente siem-
pre ha habido un despertar unánime, un clamor multitudinario, y a su
fin se ha repetido la promesa de devolver a la patria su legítimo signo
liberal. Sin embargo, muchas veces esa disponibilidad ha sido usada
para reemplazar el mesianismo personal por el mesianismo partidarista,
y a la postre hemos resultado maltratados por la imposición de una
ideología exclusiva e inflexible. Y a ésta se ha opuesto un remedio perni-
cioso: el caudillo, el hombre fuerte, nuevamente el dictador.
Quizá haya llegado la hora de romper la fatalidad de este círculo
vicioso. Ni el hombre ni la ideología salvadores se imponen en esta hora,
sino la labor solidaria de todos, cada uno desde su posición doctrinaria,
como gobernante o como oposición, en acuerdo o en desacuerdo, siem-
pre y cuando, en la adhesión o la divergencia, se tenga en cuenta que
nadie es infalible. Precisamente es en el juego democrático donde la rec-
tificación resulta un acto meritorio, por el cual, abriéndose paso en el
debate limpio, la verdad se revela noblemente. Hay un menor porcentaje
de posibilidades de errar cuando una opinión emana de la mayoría,
luego de que oportunamente se han puesto a juicio general los conceptos
de conveniencia e inconveniencia de cada decisión. Ante todo, la res-
ponsabilidad recae sobre el país entero, no sobre la voluntad de un solo
hombre, cuya figura, por la adulación y la obsecuencia, ha sido conver-
tida en intachable.
Los males que desde hace tanto tiempo ensombrecen al Perú tienen
solución. Quien no lo crea así será un derrotista. Pero dicha solución, en
uno y otro caso, no se puede encontrar instantáneamente, como suscita-
da por una varita mágica que halla agua en la dura roca del camino.
Será, primeramente, el efecto de una preocupación seria, consciente y
decidida de todos, empeñados en poner al Perú en movimiento, no en
“salvarlo” como antes se ha pretendido. Tal vez al secreto de nuestro
progreso futuro esté en rechazar a los genios mesiánicos, tanto los que
aprovechan el desorden para desenvainar la espada cuanto los que sur-
gen desde el sufragio y aparecen como apóstoles cívicos. El porvenir
dependerá de la manera cómo entendamos que somos una sociedad y
que en ella ninguna contribución, por modesta que sea, es desdeñable.

Publicado en La Prensa, 20 de marzo de 1956, p. 8

118
El pleno nombre del Perú

He aquí un prodigio: decimos Perú y evocamos, como a través de un


vertiginoso calidoscopio, el primigenio calor materno, la mágica infan-
cia de los juegos, el cielo terso o atormentado de los tiempos idos, el árbol
a cuya sombra alguna vez reposamos, la vieja melodía que emana de la
copiosa memoria, el río torrentoso descendiendo hasta los bosques, las
montañas nevadas cuya cima hiende la infinitud, el poema en cuyos
versos palpita nuestra esencial razón... Y más aún: un acto impetuoso,
un simple rubor, un idilio encantado, una pasión tenaz, una y mil vidas.
Perú podemos llamar, por eso, a todo lo que existe dentro y fuera de
nosotros y decir pan Perú, agua Perú, nube Perú, dolor Perú, amor Perú,
sin que mintamos.
El buido claro nombre de la patria es también una generosa invita-
ción. No lo concebimos como un bien exclusivo, del cual queremos gozar
sólo nosotros. Es un fruto abierto para todos los que aspiran a saciar su
ansia de paz y plenitud, y como refugio se lo ofrecemos a quienes quie-
ran, con el afecto, hacerlo suyo, tal cual alguna vez nuestros padres,
nuestros abuelos, nuestros antepasados, llegaron a su orilla como arri-
bando a la tierra firme de la esperanza. Lo amamos por propio y hospita-
lario, por nacional y humano, por americano y universal. Y queremos
saber que las gentes que sueñan con encontrar la casa y el cariño fami-
liar que perdieron, vendrán hacia este territorio de fuegos y hielos a po-
ner los cimientos de una nueva casa y a sembrar el afecto de una nueva
familia.
No ignoramos, sin embargo, que su nombre también es el hervor
inicial y que, debido a ello, incluye males que sólo la maduración lenta
de la historia irá desarraigando. En esos males, por cruentos que sean,
está latente el tiempo venidero, que será dichoso, porque la vida se fecun-

119
da con dolor y las lágrimas del nacimiento son el primer testimonio de la
existencia. En tanto, en el rigor de estos años, seamos héroes que luchan
por modificar la realidad, mejorándola, no suicidas que rehuyen el com-
bate y se abandonan a la muerte. Sólo así nuestra salud moral tendrá la
iniciativa, moverá lo inconmovible, transportará las montañas. Decimos
Perú con amor y nos declaramos anónimos y laboriosos pioneros que
construyen mientras caen para volver a levantarse.
Costa de soledosos perfiles en la que brotan inesperados los oa-
sis, Sierra de tajantes cuestas donde las aguas avanzan labrando su
propio lecho, Selva de abrumadoras florestas que plantas y animales
pueblan de belleza y horror, vienen en la palabra Perú, nombre que ha-
bla de fabulosos recuerdos y de grandiosas posibilidades. Ayer y hoy
son en él un sólo tiempo, y urbe, yermo, bosque, estepa o valle, un solo
espacio. Perú, puro, nombre sin fin ni confín. En él están el hombre de la
ciudad y el de la plantación, el balsero lacustre y el que traza la vía
forestal, el campesino de los andenes del Ande y el que bordea las islas
blancas. El mismo que urdiera la tela de Paracas, que torneara el vaso de
Nazca, que puliera la piedra de Machu Picchu, que tallara el púlpito de
San Blas, que pintara el Cristo cholo de los temblores, que siguiera a
Túpac Amaru, a Castilla, a Piérola. El mismo hombre que viera cómo era
derribado un imperio y cómo se alzara de sus restos otro, en un rito que
se repetirá, amasado con sangre y espíritu, mientras el mundo gira en los
espacios.
Porque entre un nacimiento y una muerte, el Perú es eso que aspira
por vez primera el cuerpo que acaba de nacer y eso que exhala la exte-
nuada carne que pasa a las tinieblas, una loca esperanza que todos los
días, al poseernos, proclama que estamos aquí, en este continente que
emanó de las aguas con su naturaleza brutal y delicada en la aurora de
historia, para realizar un nuevo experimento de dicha humana. Perú,
resurrección del hombre; Perú, amor; Perú, compromiso; Perú, deber; Perú,
vida y eternidad. Cumplir, todos y cada uno, nuestra tarea, la que el
nombre del Perú nos impone, será ser de verdad.

Publicado en La Prensa, 28 de julio de 1958, p. 14.

120
Una apuesta sobre el país

Para poner coto a la mendicidad —anuncia la Subprefectura de Lima—


se van a comenzar a aplicar drásticas medidas. Un brigadier de investi-
gaciones —abunda esa dependencia— llevará a cabo, para ese efecto,
batidas en los sectores de la ciudad. La información de nuestro diario en
que se dan a conocer estas decisiones dice, al mismo tiempo, que la madre
de los cinco chiquillos que, en forma de banda, ejercía la mendicidad en la
avenida Nicolás de Piérola, se halla en la miseria. Progenitora de diez
niños, esa mujer completaba el presupuesto familiar (220 soles producto
del trabajo del marido) con las sumas que diariamente los pequeños por-
dioseros ponían en su monedero. He aquí el cuadro de la realidad.
¿Quién hay que piense que las “drásticas medidas” y las “batidas”
terminarán con el problema? La inteligencia del mundo ha convenido
que, en lo que se refiere a ciertos problemas sociales cuya raíz es princi-
palmente económica, la persecución es una solución contraproducente.
El antídoto es tan malo como el veneno. Echemos mano a los niños que
deambulan por calles y plazas, prohibamos que alarguen el brazo hacia
nosotros por una moneda, impidamos que lustren zapatos o vendan
loterías, ¿qué lograremos la postre? Que hagan todo eso a escondidas (en
una especie de mercado negro de la caridad o el trabajo humilde) o que,
en su defecto, se lancen desesperadamente a la delincuencia, pues lo que
esos chicos necesitan es dinero para atender a sus más elementales y
premiosas necesidades.
Es cierto que las autoridades deben, en primer lugar, tratar de esta-
blecer concretamente la magnitud del problema. Un censo, un inventa-
rio, proveerá de antemano de los datos que son precisos para saber hasta
qué punto ese aluvión de criaturas que mendigan o se emplean en tareas
callejeras, a veces hasta altas horas de la noche, es grande. Para esto

121
quizá sirva una indagación policial. Pero el remedio al mal tiene que
provenir de un plan de reajuste social, que brinde trabajo a los padres,
que consolide la vida familiar, que facilite el acceso a la escuela a los que
están en edad de ir a ella, que ampare, en fin, a todos aquellos que viven
al margen de la protección comunitaria. Porque, mientras no se ataque la
enfermedad en su mismo foco, no nos tiene por qué llamar la atención
que aparezcan en serie alarmante monstruos, depravados, criminales.
Es nuestra organización la que prepara minuciosamente la proliferación
de tal clase de ex hombres. La “batida” que emprenderá la Subprefectura
de Lima —como la pena de muerte impuesta a los que, como culmina-
ción de una existencia dolorosa y hambrienta, llegan a los peores deli-
tos— estimulará el trasfondo justamente resentido de esa masa que care-
ce de techo, ropa y pan. Que carece, en suma del mínimo vital que todo
ser humano requiere para ser simplemente normal.
No nos llame la atención que, en cuanto el agitador acerca la llama
demagógica a la multitud, el polvorín que esta tiene en su fondo (el pol-
vorín que constituye la miseria, que la existencia de esa niñez desvalida
evidencia), se encienda violentamente. Ahí está, además, ese inexplica-
ble prurito que hay en nuestro pueblo de destruir todo lo que representa,
inclusive para él mismo, un servicio: los teléfonos públicos, el Estadio
Nacional, los asientos de los ómnibus, etc. Hablamos generalmente de la
incultura del pueblo peruano. ¿Por qué no pensar que esa supuesta “in-
cultura” es, antes que nada, odio fermentado en el corazón de una mayo-
ría que se siente ajena al progreso porque el progreso no equivale a la
propia mejoría?
No estaría de más que el gobierno formara un consejo, integrado por
sociólogos, pedagogos, juristas, economistas, sacerdotes, hombres y
mujeres, cuyas especialidades inciden directamente en este problema,
que estudiara la situación, elaborara un informe y señalara las pautas de
un procedimiento integral para acabar, a la larga, con la injusticia social
reinante. Sin demagogia, hay que apelar al corazón de la sociedad, a sus
instituciones y personas representativas, para paliar esta crisis y evitar
así que, al seguir creciendo, vaya a convertirse en una inmensa, inconte-
nible ola de destrucción. Los enemigos de la Democracia no pierden el
tiempo, y la única manera de conjurar su obra es adelantárseles y ser
más activos y eficaces que ellos. Se trata de un juego, por decir lo menos,
cuya apuesta es el país mismo.

Publicado en La Prensa, 7 de julio de 1958, p. 10.

122
Hacia una cultura sentimental

A mucha gente le gusta caracterizar al Perú y lo peruano con un clisé de


origen turístico: un indio que toca quena, al lado del cual hay una apaci-
ble llama. La composición es antipática debido al simple hecho de que,
por manida y superficial, no significa nada. Lo peruano es otra cosa, tal
como es otra cosa lo argentino con respecto al gaucho cebando mate en
medio de la pampa y lo mejicano al charro que, pistola en mano, no deja
vivo a ningún títere con cabeza. ¿Qué es lo peruano? El cronista no tiene
humos como para pretender dejar establecida, en una nota periodística,
la solución de un enigma tan problemático, pero puede señalar ciertos
rasgos que se le imponen como notorios en el temperamento y la conduc-
ta de la gente de acá.
Pongamos de lado, ante todo, lo que constituye mero signo pintores-
co: ropas, melodías, alimentos, costumbres, etc., y acerquémonos al fon-
do de la incógnita. Somos una comunidad humana, encerrada en un
territorio disímil y contradictorio, que reconoce, por encima de las dife-
rencias externas, un conjunto de íntimas manifestaciones comunes. Es
todo aquello que, mejor que nada, puede ser denominado historia. Histo-
ria, entonces, cualesquiera que sea la circunstancia que nos separe, es lo
que tenemos como suelo espiritual consabido, sobre el cual nos move-
mos y actuamos. Entre dos peruanos, como entre dos ingleses o dos chi-
nos, no necesitamos explicarnos ciertas cosas. Las sabemos de siempre,
pues se hallan como infusas en nuestro ser, tomadas las raíces en la
última instancia, la más honda, de la conciencia.
De ahí que todo lo que requiere una aclaración previa, pertenece a lo
exclusivamente individual. Por ejemplo, si nos encontramos, en algún
lugar extraño del mundo, con un compatriota que no considere a la amis-
tad, además de un sentimiento virtuoso, una verdadera alianza con rela-

123
ción a la cual sucumben las más radicales discrepancias, es evidente que
ese individuo carece de uno de los signos típicos de la personalidad
nacional. Porque, a decir verdad, el carácter institucional de la amistad
es en el Perú tácitamente acatado por todos los que intensamente confor-
man el país. Aquí se puede decir: “La amistad, como la nobleza, obliga”.
Dondequiera que ella se dé, siempre implica un deber genial. Se trata de
una especie de amor, y el amor acepta la penuria.
Y es que somos fundamentalmente sentimentales. Toda actitud ra-
zonadora, de cálculo rígido y fría previsión, no nos es natural. Nos gusta
dejar librado al azar de las emociones mucho de lo porvenir, porque en la
oscuridad la pasión, como el faro pirata de un auto nocturno, nos señala
inesperadamente un derrotero por sobre cuyos obstáculos, gracias a di-
cha luz, pasamos sin peligro. Y así como nuestro futbolista —para poner
un ejemplo popular—, por lo general desganado y lento, de pronto se ve
poseído por la fantasía y la intuición más esclarecedoras, cualquiera en
cualquier actividad prefiere esperar el repente milagroso, en vez de pla-
near, ante una realidad hostil o difícil, la conducta racionalmente ade-
cuada al momento. Un negocio, una novela, un acto político, etc., son
frutos de esta ráfaga mágica. Procedemos como los poetas, ayudados por
una angelical presencia que actúa en las tinieblas. El sentimiento nos
brinda así una regla, inestable, pero brillante. Encontrar un peruano que
no sea sentimental y que, por ende, no reserve a esta romántica fuerza
sus éxitos, es hallar, por eso, un personaje en cierto modo exótico.
La riqueza sentimental es obra del tiempo. No es este un país joven,
desaprensivo y regocijado, que vive como el ave que, por primera vez,
abandona el nido materno. Ha volado muy alto, ha caído y se ha vuelto
a reponer varias veces. De un lado, recibió la herencia de un pueblo
cuajado, que fue reducido a la esclavitud cuando pulía la piedra monu-
mental con refinado empeño y que soterró tras su austero silencio una
sabiduría que emana ahora gravemente dentro del pecho de sus descen-
dientes puros y mezclados. Y de otro, ha aceptado el legado de aquellos
que impetuosamente quisieron destruir el pueblo original y fueron ab-
sorbidos por él, con todo su arsenal de ideas y energías, hasta perder su
nacionalidad. De entrambos, en la violencia, surgió el nuevo rostro, tra-
sunto de una nueva alma, joven por insólita y anciana por la doble ver-
tiente experimental que formó su sangre de hoy, que será su sangre de
siempre. Un poco escéptico, un poco débil a la ternura, un poco de vuelta
de muchas aventuras en las que comprometió su existencia, el país —el
hombre del país, en fin— no confía mucho en las recetas tenidas como

124
infalibles, y parece preferir la libertad que permite lanzarse a una cum-
bre porque en ella adivina una sorpresa feliz, o quedarse quieto a la
espera de la oportunidad precisa para emprender esa conquista. La elec-
ción ante la alternativa queda reservada al poder de la intuición, esa
fuerza de que dispone el corazón cuando es maduro.
Desde muy antiguo se ha dicho que América —y en ella el Perú—
era el continente del instinto, la tierra húmeda donde prevalecían las
oscuras potencias de la creación, tal vez porque se confundía la energía
pasional, que tiene al amor como guía, con la violencia animal con la
que, a veces, aquélla se da. Aquí se está formando una suerte de fenóme-
no histórico que algún día admirará el orbe, el cual podrá ser llamado,
sin rubor y tal vez orgullosamente, cultura sentimental. Los clisés tradi-
cionales, entonces, serán reemplazados por una imagen universal que
simbolice el heroísmo.

Publicado en La Prensa, 6 de agosto de 1956, p. 6.

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Narcisismo y emoción social

Al escritor que no se haya enterado —dice Daniel Rops— que la miseria


existe, que hay hombres que sufren y no por su culpa, le faltara siempre
algo. “Torre de marfil, juego gratuito, la literatura, —añade el ensayista
francés— no podrá ser nunca tal cosa si se han visto correr lágrimas por
el rostro de un niño, si se han contemplado las hileras de desocupados a
las puertas de los asilos nocturnos”. El concepto se puede extender a la
idea del ejercicio de cualquier oficio: el médico, el abogado, el ingeniero,
etc., que carezcan de sentido social, que actúen en su campo impermea-
bles a los problemas genérales que afectan al hombre, serán seres mutila-
dos. Casi es inconcebible hoy un profesional o un técnico que viva y
trabaje abstraído de la existencia colectiva, porque ello sería hacer resu-
citar, con vestidura contemporánea, el vanidoso Narciso del mito.
Sin embargo, los hay. Conocemos alguna gente que se llama culta, que
exhibe en su despacho un diploma universitario, que cumple una función
pública y que, no obstante todo ello, se manifiesta indiferente al drama
social del mundo y, lo que es más grave, al de su país. Tal actitud se puede
atribuir a diversas causas. Primero, sin duda, a la educación. Si desde
joven, desde que fue formado, nadie le inculcó a cada individuo el princi-
pio de que la desgracia de los demás es, en cierto modo, la propia desgra-
cia, y si se le dijo que la meta final de todo esfuerzo es la riqueza, y el poder,
no importa en complicidad con quiénes se consigue, dicho individúe no
está en condiciones de encaminar sus propósitos a otro fin que el estable-
cido por la escuela en que se educó. Son los que hablan de la “lucha por la
vida” como asunto personal, los que sostienen la teoría de que ser rico o
pobre es cuestión de habilidad y azar, los que creen en la falacia del desti-
no o la fortuna trazado de antemano, quienes pertenecen a este género de
egoístas que levantan, habitan y defienden su torre, de marfil.

127
La insensibilidad social tiene un correlato de consecuencias nefas-
tas inmediatas: la indiferencia política. Quien cree que las cuestiones
que plantea la miseria no atañen a toda la comunidad, desde sus con-
ductores hasta las mismas víctimas de esa injusticia, concibe la política
en dos formas: como competencia deportiva, cuyo objetivo es obtener
una situación destacada en el plano del éxito mundano, o como desagra-
dable y peligrosa aventura, de la cual mejor es, para mantenerse cómodo
y satisfecho, no participar. Aquélla es la idea parasitaria de la política,
ésta la idea antiséptica. Ambas, cada una a su modo, implican el nocivo
efecto de que la convierten en algo ajeno al destino de bienestar común
que la política sana y positiva tiene.
Todo individuo debe poseer una opinión: esto es obvio. Una opi-
nión sobre religión, economía, arte, derecho, ciencia, etc. Y debe tener,
también, una opinión sobre la manera de gobernar el país del cual es y al
cual está ligado. Puede ser conservador o socialista, demócrata o fascis-
ta, ya que, si se es sincero, las denominaciones son relativas al método
que se prefiere para hallar el camino hacia el buen orden y el progreso.
Cuando las ideologías, en cambio, están determinadas por el interés per-
sonal, cuando son etiquetas que responden al objeto de mantener ciertos
privilegios, regalías o prebendas, comienzan a ser peligrosas. Y lo son
fundamentalmente cuando no anima a los idéales la emoción social, el
deseo de acabar con los abusos, la fe en la mejora material y espiritual de
los más necesitados. Derechista o izquierdista, el ciudadano que no se
siente desgarrado por el hambre, el abandono, el despojo y el dolor de las
mayorías, es un traidor.
De ahí que, así como Daniel Rops —y cientos como él— no concibe
al escritor que no pone su pluma al servicio de la gran causa humana,
sea imposible pensar en un profesional, en un creador de cualquier ín-
dole, que al realizar su obra personal no la lleve a cabo en el corazón
atento al beneficio de la sociedad en la cual ella va a estar. Si hay un
signo de esta época, un signo realmente magnífico, es que todo trabajo de
fines exclusivos, toda labor de carácter abstracto, toda suerte de narcisis-
mo, produce horror. La historia nos ha dejado por lo menos una lección:
somos todos los hombres un solo cuerpo, que es absurdo e inútil imagi-
nar fragmentado.

Publicado en La Prensa, 17 de febrero de 1956, p. 8.

128
El heroísmo que nos falta

Se suele oír decir que la precoz inteligencia del peruano se agosta prema-
turamente. La mayoría de nuestros hombres capaces —se insiste— pare-
ce no tener, salvo excepciones, una definida meta, entendida ésta como
la culminación victoriosa de una obra de sucesivo acendramiento. Cor-
tan la carrera de los intelectuales —y caben bajo esta denominación ge-
nérica todos aquellos que, desde el filósofo hasta el político, actúan mo-
vidos por el pensamiento creador— la temprana esterilidad y, conse-
cuentemente, el suicidio. Suicidio puede llamarse, por supuesto, el aban-
dono a que se echa el talento y sus disposiciones cuando un ser se hace
negativo, voluntariamente se da a la mediocridad próspera o depone su
rebeldía para ingresar en el vano juego de los conformes. Un modo más
de la eliminación de sí mismo es el destierro de la propia comunidad, la
huida real o imaginaria del propio origen.
El problema es un problema de confianza, de fe. Perdidas ésas, el
hombre que en su juventud alimentaba una idea optimista de la existen-
cia, se hunde en el derrotismo. Todos a los veinte años queremos hacer,
reformar, revolucionar. Bien pronto nos damos de manos a boca con la
realidad. Eso es más difícil de lo que creíamos. La turbiedad del mundo
en que vivimos, sus injusticias y dolores, nos envuelven, nos cierran el
paso, se oponen a nuestros proyectos constructivos. La barrera de intere-
ses, levantada a través de largos años, entra en conflicto con nuestros
ímpetus. Entonces, hay dos caminos: o se aceptan las cosas tal como son,
o no se aceptan.
El primer camino es el más fácil de emprender, pero es, al mismo
tiempo, el más humillante. Consiste en desarraigar de sí todo ánimo
levantisco y transformador, y rendirse con armas y bagajes a lo que, malo
o bueno —siempre más malo que bueno—, está ya establecido. Es la

129
decisión de los que permutan el talento por el bienestar material: un
puesto respetable, un negocio seguro, una situación destacada, a cambio
de la opinión, del inconformismo, de la libertad en una palabra. Enton-
ces, cuando al modo de la historia bíblica se ha vendido la primogenitu-
ra por el plato de lentejas, vemos que el joven impetuoso se torna en el
adulto cínico, en marcha hacia el anciano necio. Se trata de acatar todo lo
que, aun cuando en el fondo se juzga inconveniente, permite el goce de
los dones que tan cobardemente se han mercado. Surge el esclavo de las
circunstancias, el siervo de los compromisos, la víctima voluntaria de la
mentira hecha institución.
El otro camino se bifurca. Rechazar la realidad puede significar no
quererla ver, apartarse de ella, encaramarse en una torre distante, o lu-
char por el contrario en tierra, con los pocos medios con que se cuenta,
contra lo que anda defectuosamente, contra lo que hace daño, contra el
yerro consagrado. El evasivo —exquisitivo o maldiciente— tiene su dra-
ma y, por más que quiera disimularlo, lo lleva consigo como un estigma,
impreso en el rostro, en el alma y en la conducta. Él niega, pero se encoge
de hombros. “Aquí no hay nada qué hacer”, dice y repite, con el fin, es
evidente, de eximirse de las responsabilidades que en la intimidad sin
pausa lo corroen. Entre la afirmación y el rechazo, semeja una aguja
magnética inquieta, móvil, jamás detenida en un polo o en el otro, en el sí
o en el no. En tanto, el que asume su deber, el que se propone luchar en el
terreno vocacional y profesional por la destrucción del sistema reinante
y, en consecuencia, por el progreso de la comunidad, confronta una tra-
gedia que, paradójicamente, podemos llamar feliz. Tiene sentido, sabe
dónde va, y su conciencia le dice que cada paso que da, por insignifican-
te que sea, es una conquista. Esfuerzo tras esfuerzo —lo que vale decir
éxito tras éxito y derrota tras derrota— fractura el muro del error. Por la
pequeña fisura que en él abra, pasaren los que, detrás, vienen. Es éste el
verdadero creador.
Tenemos esbozadas tres trayectorias o para ser exactos tres desti-
nos. El primero es el de los que Basadre ha llamado, con implacable
rigor, los ventrales. Trasladan el espíritu al estómago y terminan
genuflexos ante las dictaduras, satisfechos ante la miseria, agradecidos
del “orden” que sustenta el interés particular sobre el dolor general. El
segundo es el de los aislados. Su suerte está echada: vivirán hechos una
zarza ardiente, buscando la soledad, pero rodeados, dentro de sí y fuera
de sí, de todo aquello que abominan por amor, y en las llamas de esa
zarza, inútiles, se consumirán. El alcohol, las drogas, el resentimiento o

130
la frivolidad, cualquier otra clase de horror físico o moral, será el último
refugio en donde hallarán su triste final. El tercer destino no merece un
especial apelativo: corresponde al hombre cabal. No es el del éxito visi-
ble, el del honor y la gloria oficiales, mas constituye, a la postre, una
simple y maravillosa simiente que florece, se multiplica, vuelve a florecer
y cunde.
Ninguna obra tiene sentido si no es constante, si no se suscita a sí
misma. El acierto de la mocedad carece de valor y trascendencia cuando
se queda en ello. Y en un país —y es un caso característico en toca Latino-
américa— en donde la precocidad es tan frecuente, lo que realmente hay
que agradecer y admirar es el empecinamiento de un hombre por ser
siempre tan natural y fresco como en los primeros años, tan limpio y
frutal como en el albor de los años, tan puro como cuando la inexperien-
cia le inspiraba el espejismo de que existir era dar y recibir sin ninguna
condición. He aquí el heroísmo que nos falta promover tenazmente.

Publicado en La Prensa, 23 de agosto de 1956, s/n.

131
132
La juventud y el derecho a obrar

El lugar común proclama que la juventud es una fuerza digna, de parti-


cipar, con su bagaje de entusiasmo e ímpetu vital, en la marcha del país.
Dicho tópico lo dicen y repiten todos aquellos que, generalmente por
rutina, escriben o hablan de política. No es reciente el uso de esa idea,
que tantas veces se nos ofrece como meramente adulatoria. La verdad es
que hay muy pocos que la expresen con la convicción de que es necesario
dar a los jóvenes una oportunidad de intervenir en la obra de gobierno,
la cual es, sin duda, la de crear una patria “firme y feliz por la unión”,
como lo decidieron los fundadores.
El hombre joven que escucha al político profesional afirmar la ur-
gencia que hay de que él entre en la liza de la política, sabe que le están
tendiendo una vieja trampa o, en el mejor de los casos, que están agitan-
do ante su vista un señuelo mañoso, a cuya tentación no está dispuesto
a ceder. Se ha preparado para la vida en una profesión o un oficio, ha
estudiado y leído con mayor o menor tesón con el fin de impedir en su
personalidad las fallas y lagunas de que padece la educación oficial, se
ha entregado a su labor con un sentido social que se acrecienta en el
ejercicio de las tareas específicas, y sin embargo, aunque sepa que está
listo para contribuir con sus conocimientos al mejoramiento de su comu-
nidad, es relegado o puesto al margen. Su condición de joven es, en sí,
sospechosa.
Para que la invitación que le hacen los politiqueros pueda ser acep-
tada, el joven sabe que hay condiciones. Una de ellas es adoptar la pos-
tura genuflexa que exigen los gobernantes tradicionales, la actitud con-
formista aun contra sus principios y conceptos, la rendición absoluta a
la voluntad del poderoso. Vender su juventud —que es primogenitura—
por el plato de lentejas. Si admite la oferta, se prohíbe, de hecho, el decir

133
no. Y una juventud que, cuando lo siente de veras, no sabe negar, ha
perdido su condición de tal, ha envejecido de pronto, como aquellos
personajes de Milton que, al trasponer la frontera de la ciudad sin muer-
te, se convertían en débiles centenarios.
Como no se le da ocasión a poner su contribución en la obra nacio-
nal y porque fermenta en él la rebeldía propia de la edad, el joven, enton-
ces, se hace “subversivo”, para usar la jerga de los comunicados oficia-
les. Pero ese término no significa, libre de sus implicaciones amenazado-
ras, otra cosa que descontento con un estado de cosas que sustancial-
mente lo excluye y excluye, por ende, a la capacidad, a la renovación, al
progreso, a la vida, en una palabra. Su situación de enemigo del orden
—es decir, de enemigo de las fórmulas vacías, de los procedimientos
inútiles, de los hechos falsificados— lo conduce, a ser un perseguido o
un indiferente.
Y esto es lo que es hoy la mejor juventud peruana: perseguida o
candidata a ser perseguida, o indiferente. Esto último por miedo, por
obligación o por angustia. Descontamos por cierto, a ese sector que ha
preferido olvidar sus derechos y sus obligaciones para darse de cuerpo
entero a los apetitos, a las diversiones, al lujo, gente que, también por
culpa de la exclusión, ha caído en una ciénaga de la cual es difícil librar-
se, Los “congelados”, los “podridos” y los “incendiarios” de que habla
Basadre, son las tres categorías de ciudadanos a las cuales, irremedia-
blemente, está condenada la juventud del país.
No creo que haya un solo joven consciente que suscriba la destructiva
frase de González Prada de “Los viejos a la tumba, los jóvenes a la obra”,
porque ella tiene un aire de resentimiento que el alma limpia natural-
mente rechaza. Cada cual se morirá a su tiempo y nadie tiene en sus
manos el poder de determinarlo de antemano. Pero sí es posible exigir,
porque la vida es un argumento incontrovertible, que a los jóvenes se les
otorgue la posibilidad de cumplir con una misión creadora, aun contra
la oposición de quienes la temen.

Publicado en La Prensa, 5 de enero de 1956, p. 8.

134
El hombre no es egoísta

Se sostiene que el hombre es esencialmente egoísta y, aunque no se de-


muestra semejante aserto, cometiendo una garrafal “petición de princi-
pio”, como califica la lógica dicho vicio del discurso, se concluye con aire
triunfal que el liberalismo es la doctrina perfecta y que la llamada econo-
mía libre es realista y humanamente eficaz. Salvo unos cuantos seres pri-
vilegiados —se dice—, capaces de ser santos, el resto de la especie es una
manada de lobos. El Estado, en consecuencia, está formado por tales fie-
ras, y si se le encomienda una tarea directriz y organizadora se transforma
en una jauría prepotente que termina por comerse a los demás. Por ende
—continúa el razonamiento del nuevo maniqueísmo—, la solución para
que el Estado-lobo no se coma a los ciudadanos-lobo es que toda la lobería
quede librada a su propia suerte y que, en dicha situación, cada cual se
devore a su gusto. La República-lobuna, entonces, será feliz. Habrá lobos
ricos, lobos medios, lobos pobres y lobos miserables. Éstos “contrapesa-
rán” con su terrible rencor de débiles la opulencia de los primeros, en tanto
los que están situados a medio camino servirán a algunos y harán la vista
gorda con los otros. Basado en el supuesto conocimiento de la naturaleza
y la realidad, este esquema —según el exegeta más calificado del liberalis-
mo en estado puro— se sustenta en el mefistofélico egoísmo que es el
meollo moral del hombre, cuya general gravitación funcionaría en la vida
económica y social del mundo.
Si aquello no hubiera sido, con otras palabras, dicho totalmente en
serio, se podría creer que el autor del mencionado diagnóstico le toma el
pelo a sus lectores. Lo que está difícil es que haya alguien que crea que el
ser humano es el monstruo devorador que se nos pinta en aquel cuadro
presuntamente verista. El hombre, en verdad, no es bueno ni malo: elige
el bien o el mal y se responsabiliza ante Dios, ante la sociedad y ante sí

135
por esa elección. Si se hace egoísta, es porque el éxito está condicionado,
debido a la estructura comunitaria, por la conducta cruelmente indivi-
dualista. El liberalismo no se funda en que el individuo vive sólo para
sí, sino que por el contrario, empuja a los humanos a ser cerrados, antiso-
ciales, mezquinos e indiferentes al bien común. Cuando se traza un boce-
to de la existencia como el que en el primer párrafo se expone, el partida-
rio del llamado libre economismo, por ignorancia o por malicia, mira el
proceso de revés y toma los resultados como principios. De ahí que sen-
tencie que el marxismo es “idealmente perfecto”, cosa que no es cierta,
para deducir luego, santurronamente, que es inaplicable.
Para el verdadero demócrata, para el demócrata humanista, que pien-
sa en una libertad que no conduce al abuso, liberalismo y marxismo son
siempre imperfectos. Ni que el estado se convierta en un policía que sólo
reprime los escándalos y las riñas, ni que el estado se torne en una ma-
quinaria que todo lo absorbe y tritura, son los extremos que quien ama de
veras la democracia y cree en su fuerza rechaza con igual energía. Un
demócrata humanista pone en primer término al hombre —ni ángel ni
demonio— y lo defiende de ser reducido a la nada por las oligarquías
egoístas o por el estatismo egoísta. Lo cual significa que vela porque sea
libre no sólo políticamente, sino también social y económicamente. Li-
bre, por igual, del aparato del partido único, de la ideología única, del
régimen único, y del sistema de los trust únicos, de los potentados úni-
cos, de los privilegiados únicos de casta, clase o camarilla. Si en el orbe el
péndulo de la crisis fluctúa entre ambos extremos, ello no significa que,
al fin, la solución no vendrá cuando la humanidad reconozca que son
los egoísmos los nefastos, en especial aquellos que proponen su propia
imagen como la real del hombre. Imagen falsa, pese a toda la elocuencia
con que se la defienda, quien sólo puede considerar verdadera quien la
ha extraído de su personal y lamentable introspección

Publicado en La Prensa, 9 de junio de 1959, p. 2.

136
“Hay, hermanos, muchísimo qué hacer”

Más de tres columnas abarcaba el domingo, en la primera plana de La


Prensa, la noticia de que Bertrand Flornoy ha descubierto en Tantamayo,
cerca de Huánuco, unas extraordinarias ruinas preincaicas, cuyo estu-
dio revelará fases hasta hoy desconocidas del pasado peruano. Somos
un país —puede decirse, a propósito, una vez más— colmado de posibi-
lidades creadoras para todo aquel que, en especial en el campo del cono-
cimiento, quiera entregarse seria y generosamente a una tarea fructífera.
Aquí no cabe ninguna disculpa que acuse mañosamente al sinsentido o
a la gratuidad de la existencia, pues a cada uno nos está reservada una
misión necesaria. Esa información, como otras tantas de otros días, pro-
clama a su modo la patética consigna de un memorable verso de César
Vallejo: “... hay, hermanos, muchísimo qué hacer”.
La conciencia de que a todo individuo corresponde entre nosotros
una obra es lo que, cuando se consolide nuestro ser nacional, nos hará
adultos. Por ahora, lamentablemente, sólo una minoría de los jóvenes
que egresan de los colegios y las universidades saben a ciencia cierta qué
puesto han de ocupar en la sociedad. La generalidad vaga en el vacío,
desorientada y triste, hasta que se asimila a la corriente vulgar de un
destino sin glorias. ¿Por qué? Tal vez, en primer término, a que no se
educa al adolescente en la idea de que nuestra imperfección es conse-
cuencia de nuestro propio desconocimiento. El juego de la vida se plan-
tea en términos demasiado hedonísticos: estudias para tener un título,
tienes un título para ganar dinero, tienes dinero, para ser feliz. ¿Qué es,
según esto, la felicidad? Sólo placeres, lujos, diversiones, etc., cuando no
el poder, esa especie de vara de Midas que convierte en oro todo lo que
toca. Las profesiones liberales o tradicionales, mercantilizadas como es-
tán, no son siempre un apostolado por la, justicia, la salud, el bienestar

137
social, sino una mercadería de cuya mañosa administración se saca el
mayor provecho.
Sin embargo, el país ofrece un vasto campo a innumerables profesio-
nes menos comunes y enormemente más indispensables. Prescindamos,
por ahora, de lo que atañe a la investigación científica —que el joven ha
aprendido a desdeñar en la falsa imagen del sabio que devora las hier-
bas que otro sabio arroja, conforme la famosa décima de Calderón— y
vayamos al terreno de la técnica. ¿Cuantos técnicos hacen falta aquí?
Cientos, miles, tal vez más... Las proporciones, no obstante, de quienes,
concluido el ciclo escolar, se dedican a carreras que importan a la indus-
tria, a la minería, a la agricultura, son ínfimas. Un mecánico —cuántas
veces más útil que un abogado que, traicionando sus votos, urde
trapacerías y leguleyadas para obtener un beneficio ilícito— carece de la
consideración social que merecen otros profesionales, cuya labor es ape-
nas visible y eficaz en la comunidad. Eso, simplemente porque a su nom-
bre no se antepone esa suerte de galardón nobiliario que es el “doctor”,
al cual hemos aprendido a reverenciar en sí y por sí.
En lo que respecta a la vocación que podríamos denominar de tipo
intelectual, ésa que se manifiesta por la inclinación hacia las tareas pu-
ras, especulativas —abarcan una gama que va desde el artista hasta el
entomólogo—, el panorama es negro. Valga, para demostrarlo, una anéc-
dota. Hace poco el cronista fue preguntado por la carrera que había esco-
gido cierto amigo. “’Estudia psicología”, respondió a la cuestión. Una
sonrisita escéptica y un gesto de desconfianza, fueron todo, el comenta-
rio de quienes indagaban. Lo mismo habría sucedido si la contestación
hubiera señalado cualquier otro oficio noble y positivo: etnólogo, filóso-
fo, bibliotecario, urbanista, sociólogo, etc. Hay una presión social, deter-
minada, por la general ignorancia, contra la afición a temas que no sean
los códigos, las dolencias, las construcciones o cualquier otro tenido
colectivamente como lucrativo. Se trata de una manera sorda y fatal de
crear gentes descontentas con su propia actividad, resentidas contra el
mundo y ansiosas de superarlo por el medio más rápido y menos escru-
puloso. En este orden, por supuesto, se halla la predilección espiritual
hacia el arte y la ciencia por sí mismas, hacia la sabiduría en suma, que
la mentalidad común concibe como el camino más corto a la miseria.
Quizá lo sea en un medio como el nuestro, pero como es imposible segar
dicha aspiración ahí donde ella se dé, urge imponer el principio de que
la dicha de un hombre radica principalmente en que se sabe en su cami-
no y rumbo a una meta, a pesar de los obstáculos y las penurias que para
alcanzarla tenga que vencer.

138
No es posible pensar que en el Perú del siglo XX haya personas que
digan, abrumadas por su inconformidad consigo mismas, que aquí no
tienen nada que hacer. La desadaptación —el cronista está convencido
de ello— tiene su origen, en primer lugar, en la frustración vocacional.
¿Acaso, si no, muchos peruanos no habrían querido la felicidad de que
Bertrand Flornoy, gran amigo de nuestra patria, ha gozado al descubrir
los bellos y valiosos monumentos de Tantamayo? Recordemos, como un
justo consuelo, que tal como esos restos del ayer hay en el cuerpo y en el
espíritu del Perú mucho oculto, a la espera de quién lo ponga a la luz.
Mucho, además, que a diferencia de dichas ruinas, no es testimonio de
un pretérito, que hay que conocer, sino creación del futuro, que hay que
conquistar.

Publicado en La Prensa, 18 de septiembre de 1956, p. 8.

139
140
Agitadores y agitados

Se oye hablar y se escribe ahora con frecuencia sobre la labor de los


agitadores. Existe, en verdad, gente al servicio de determinada doctrina
política cuya tarea es la remoción social. La hubo, quizá, siempre, antes
de que aparecieran las tácticas modernas de acción política, las luchas
partidistas, la estrategia revolucionaria. Agitar, en esencia, quiere decir
soliviantar a la ciudadanía, mover su fondo oculto de desagrado, rencor
o frustración para lanzarlo en cierta dirección y con un propósito defini-
do, a veces ajeno a los anhelos de la masa que reacciona favorablemente
al estímulo del propagandista. La referencia a esta clase de labor
socavadora de la estabilidad no está descaminada, pero se olvida gene-
ralmente al aludir a ella, que los agitadores carecen de importancia si no
hay agitados, individuos susceptibles de ser agitados. No hay explosión
si el fuego inocente de un fósforo no se acerca a un polvorín. No hay
agitación, por ende, si la palabra de rebeldía y protesta —interesada o
no— no se aproxima a una materia humana inflamable o, lo que es peor,
fulminante.
Y en el Perú los agitadores se hallan en su vergel por la simple y
llana razón de que el descontento pulula y se multiplica rápidamente.
No es, como pudiera pensarse, un descontento pasajero, fácil de solucio-
nar con medidas inmediatas y más o menos administrativas. Se trata de
algo más profundo y trascendental, imposible de remediar con la fórmu-
la de “pare usted la emisión de billetes, desbroce la burocracia, amarre
los pantalones de la mayoría y deje el campo liso para que cada cual se
libre a su juego”. La receta liberal que aconseja, a la postre, poner al
estado al margen, rechazar toda planificación —o planeamiento, que el
término expresa lo mismo, más allá de los pruritos casticistas— que pro-
ceda de él y entregar la marcha de la comunidad a los azares de la cari-

141
dad de los económicamente poderosos, es la fuente de los males que el
agitador desea para agitar.
¿Cómo se puede impedir, por Dios, que en un mercado de Lima o
cualquier otra ciudad peruana, ante la carestía de los víveres y la insufi-
ciencia de la moneda, ante el lucro de los intermediarios y la impotencia
de los consumidores, el agitador no sea escuchado y seguido? La autori-
dad pone preso al agitador, y aparece otro, y otro, y otro. Los agitados,
pese a la labor policial, continúan ahí, en donde está el campo propicio
al quehacer desquiciador. Se dice que planificar, lo cual equivale a orde-
nar, es exponerse a la corrupción de los funcionarios que controlan el
cumplimiento del plan, porque la naturaleza humana es egoísta. Aparte
de que esa afirmación es controvertible desde el punto de vista antro-
pológico, filosófico y aun religioso, ¿acaso dentro del sistema liberal (“de-
jar hacer, dejar pasar”) está el correlativo para aquel supuesto egoísmo
que hay que hacer, si tal vicio es innato a la persona humana, que invalida
la intervención estatal? Lo primero, en efecto, es vigilar que no se ejerza
en desmedro de los débiles y castigar a quien sea la parte del león en la
distribución de la prosperidad.
La libertad de los economistas liberales ha producido —y esto no lo
pueden negar sus abanderados a destiempo— los abismos sociales, que
son un abuso. Donde el liberalismo ha sido enmendado, no hay agitado-
res porque no hay agitados. En tanto, en donde tal ideología se ha adop-
tado con todos sus aderezos manchesterianos, la agitación halla su pa-
raíso. Las masas se dejan arrastrar por las arengas del propagandista
bajo consigna cuando esas arengas le tocan el corazón (o el estómago) y,
tras una verdad, que ellas sienten y comprenden, se lanzan a la aventura
del asalto, el saqueo o la mera destrucción gratuita. Al fin sirven causas
ajenas, pero ello no es de su responsabilidad. La responsabilidad toca a
los que crearon, ampliaron e hicieron estable una organización injusta.
Cambiemos la organización y eliminemos los posibles agitados, y la agi-
tación será un oficio absurdo.

Publicado en La Prensa, 3 de junio de 1959, p. 2.

142
El Perú: un destino previsible

Tal vez, la historia peruana de estos días sea vista por los hombres del
futuro como una suerte de vórtice de ardientes contradicciones. Ésa que
entrevemos como dichosa generación considerará al Perú de hoy como
resultado de un proceso que es, sin duda alguna, el de una lenta madura-
ción. Al pesimismo que en algunas voces expresa su desconfianza en el
logro final de la vida pacífica y feliz hay que contraponer la tenaz convic-
ción de que, aun en los más desalentadores desastres persiste el proyecto
de la patria intachable que anhelamos. Oponerse a la desazón que nos
ahoga cuando creemos estar ante un fracaso, es un deber. Y es, sobre todo,
un deber juvenil. El tiempo, la historia en verdad, parece correr ciegamen-
te, pero nuestra lucha, nuestro empecinamiento, nuestro sacrificio, dejan
un sedimento que se afirma sólidamente. Las contradicciones que hier-
ven en el crisol de la actualidad se funden y conjugan en un juego de
rechazo y atracción que no es otra cosa que la constancia inminente de
una vocación que tiene una insoslayable meta: la Democracia.
Cada peripecia política, y cada sorpresa que en sus hechos se da,
contiene la posibilidad de la última solución. No ha habido en la expe-
riencia humana, de otra parte, nacionalidad —y al decir nacionalidad se
dice cultura— que no haya costado el duro precio que a los peruanos nos
está costando el Perú. Eso, además, lo hace más nuestro, porque lo hace
emanar de nuestro dolor y de nuestra sangre. Tener la patria como pro-
pia es haberla obtenido así, no como préstamo sino por conquista vital. Y
los que nos extienden la factura son precisamente los que contradicen
ese destino, los que intenten retardarlo, los que se empeñan en hacer
subsistir los errores y los defectos que combatimos.
Ha tenido prosperidad insospechable la idea de que el Perú es un
país imprevisible. Aparte de que la historia no registra el caso de una

143
nación cuyos acontecimientos fundamentales hayan podido ser deter-
minados de antemano por medio de una clave, eso quizá sea legítimo en
lo anecdótico y contingente, mas no, por cierto, en lo esencial. En tal
orden, desde los orígenes de la República —y probablemente más atrás—
es posible descubrir cómo hay una cima que se trata penosamente de
alcanzar. Siempre hallaremos en la memoria del Perú el grito que recla-
ma una organización justa donde sea uno solo el punto de partida para
todos los ciudadanos en su quehacer por crear y dejar de herencia un
fruto útil. Ese es el grito de los libertadores: se llamaron Túpac Amaru,
Castilla, Piérola o Mariátegui, y tendrán otros nombres todavía, pero
siempre su actitud significará, por sobre todo, una pertinaz reclamación
de justicia y bienestar general. Estamos en condiciones de prever hacia
dónde marchamos.
Es dable dividir, por eso, a los peruanos en dos grandes grupos: los
que, consciente o inconscientemente, aceptan la falaz fatalidad del “país
que no tiene compostura”, y los que, por convicción o amor, saben que el
Perú, para usar una expresión semejante a la anterior, está componién-
dose contra todos los intentos negativos. Los primeros son aquellos que
mantienen, casi siempre por la fuerza, el estado de cosas injusto, la auto-
ridad intolerante, el rigor caprichoso, la voluntad individual por encima
de la colectiva. Los segundos son todos los que, en la derecha o en la
izquierda, buscan la realización del sino con que la patria nació. En esta
justa no puede haber otros vencedores que los que encarnan la verdad
peruana, y la verdad peruana se llama libertad.
Seguramente quienes hoy vivimos y actuamos no somos historia
propiamente dicha. El Perú no protagoniza el drama del mundo presen-
te. Mientras la humanidad debate otros conflictos, nosotros estamos en
la escena inicial. Aunque así sea, tenemos una obligación primordial:
intervenir en la existencia que nos ha tocado, sin vacilaciones, decididos
a llevar a la patria a su finalidad. Tal participación nos hará dar, en aras
del Perú, la seguridad, el provecho, la libertad y aun la vida. El precio es
bajo si por lo que nosotros perdamos nuestros hijos ganarán el premio de
un país enorgullecedor. La crisis que nos desgarra será contemplada
entonces como la nebulosa original de una gran promesa.

Publicado en La Prensa, 7 de mayo de 1956, p. 16.

144
El Perú que queremos

Pertenezco a una generación que ha tenido un signo político, pero que,


por los azares de la vida nacional de los últimos quince años, nunca
pudo expresar con amplitud y confianza su anhelo democrático, que, es
también, afirmación de fe en la posibilidad del bienestar y el progreso
dentro de la libertad. Salí del colegio —donde apasionados por el parti-
cular problema de su patria, algunos maestros trataron de inculcar a
varias generaciones el virus fascista— y llegué a la Universidad deso-
rientado y confundido, aunque, al igual que todos los que en ese tiempo
bordeábamos la veintena, cierta reserva vital nos defendiera de la crisis
y el fracaso moral.
En la Universidad, en cuyas cátedras prevalecía la rutina y el ocio,
tuvimos el primer campo de acción. Una fuerza consolidada y corpórea,
el aprismo, supo tentarnos con su programa de rebeldía y renovación,
como también algunos grupos nacionalistas, sin precisa definición, pero
con ánimo revolucionario, nos invitaron a participar de su inquietud.
Caíamos en uno u otro lado, porque ambas tendencias poseían el común
denominador de condenar la política vigente, de reprobar su mezquin-
dad, su conformismo, su inescrupulosidad, su indigencia ideológica.
Fuimos, me parece que unánimemente, antibenavidistas y antipradistas,
en cualquier bando en que nos hallásemos.
El fin de la guerra mundial, la derrota de los totalitarismos, el forta-
lecimiento de las democracias, todas las consecuencias benéficas de los
sucesos internacionales que culminaron con la paz, trajeron el aire salu-
dable que empezó a soplar en el segundo semestre de 1944. Hasta este
instante, en la vida estudiantil, en el contacto con la opinión mayor, en la
lectura de los libros nacionales y extranjeros que contenían una lección,
en la relación con la existencia corriente y dramática del pueblo, había-

145
mos estado aprendiendo todo aquello que la mayoría de los profesores
que ocupaba las tribunas de San Marcos no sabía o no quería decir: el
país, tal como está, es una falsificación, un fraude.

No nos equivocamos

El 45, por primera, vez, salimos a la calle formando parte de la multitud.


Ese año intervinimos en la lucha electoral, gritamos nuestros sentimien-
tos políticos, sacamos la cara contra las amenazas policiales, y votamos.
Votamos, por la Democracia. No creo que nos equivocamos. Fuimos víc-
timas aunque no lo notáramos, de un engaño, porque todo lo que se nos
había prometido —el APRA con su vocinglería, los políticos tradicionales
con su mentido acatamiento del resultado electoral, los políticos nuevos
con su ingenuidad— no se cumplió. Durante todo el tiempo que pudi-
mos, blandimos nuestra esperanza contra el terrorismo callejero, la deto-
nante demagogia, la politiquería mañosa, la amenaza dictatorial, hasta
que se produjo la quiebra del 48.
Lo que viene de ese año a hoy, lo sabemos demasiado bien. Pero, a
pesar de la peripecia, queda en nosotros, a quienes nunca se nos dio la
oportunidad de comenzar a construir el Perú que queremos, la fe inicial.
Fe que es, primero, en el destino del país, y, después, en la Democracia
como la mejor fórmula para la respetuosa y feliz convivencia de todos.
No es que nadie personalmente crea en la posibilidad de restaurar el
paraíso o establecer la vieja utopía de la comunidad perfecta, pero sí que
se trata de llevar a la patria por el verdadero camino, para emprender el
cual fue fundada.
Queremos, sin duda, un Perú sin miedo. Por cierto que mi genera-
ción sabe —tal cual lo saben otras anteriores y las que actualmente están
abriendo los ojos como la mía hace diez o quince años— que sobre su
cabeza pende el peligro de la persecución y la violencia a la manera de la
espada de Damocles que evocara un político del régimen presente para
designar precisamente el instrumento del terror. Y al querer un Perú sin
miedo, queremos un Perú con pensamiento libre, en el que ser rojo, negro
o blanco no signifique ser bueno o malo, social o antisocial, privilegiado
o víctima. Lo cual significa, también, un Perú con justicia.
Hemos sido amamantados con la visión de obras monumentales y
suntuosas, procurando satisfacer todos nuestros deseos con una esceno-
grafía cinematográfica, pero no nos ha sido difícil mirar detrás de esos
trastos y conocer al obrero explotado y al indio despojado, al paria popu-

146
lar viviendo en sus efímeros refugios, comiendo sus mendrugos, soportan-
do el peso de la ignorancia, sin perder su bondad, su hombría, su espíritu.
¿Es acaso necesario reflexionar mucho para llegar a la conclusión de que
la política ha sido hasta hoy un asunto de espaldas al país real?

Convivencia justa

Al pedir un Perú con justicia, pedimos un Perú con cultura. Y la cultura


no es, como algunos creen, un lujo que se puedan dar sólo los ricos y los
perezosos. Es absurdo que la educación termine en la escuela o el colegio
—para los que pueden llegar a la escuela y alcanzar el colegio— y que
culmine, como simple preparación profesional, en la Universidad, por-
que la cultura nunca termina de adquirirse. Ella es tanto los conocimien-
tos como la cordura para comprender que todos tienen derecho a pensar
y actuar siempre y cuando no rebasen, en lo segundo, los límites de lo
lícito. Todos, es decir, el pobre y el rico, el negro y el hijo de asiático, el
conservador y el aprista. Esta aceptación de la libertad ajena es fruto de
la cultura, fruto de lo que se lee en los libros, se ve en los cuadros o se oye
en los conciertos.
No demandamos un orden celestial, sino el orden que otras nacio-
nes semejantes a la nuestra han conseguido fácilmente: la convivencia
justa, serena, segura, emanada de la comunidad de intereses que mueve
a los ciudadanos de un país, los cuales, por más grande que sea su
egoísmo, saben en un momento dado deponer sus ambiciones persona-
les y anteponer a ellas el bienestar de la mayoría o la totalidad. Esto que
hasta hoy tan pocas veces hemos hecho los peruanos y que los políticos
del momento no han sabido realizar. No queremos que gobierno sea
repartición de prebendas y situaciones cómodas, sino, ante todo, celo
sacrificado y permanente por el presente y el futuro patrio. Que cada
generación entregue a la otra un legado con el compromiso de acrecen-
tarlo y fortalecerlo: he allí una consigna que anhelamos se imponga para
siempre.

Desde hace 134 años

En el fondo no clamamos por otra cosa que por el cumplimiento de aque-


lla “promesa” que Basadre ha descubierto en la vida peruana. Tal es lo
que ha pedido mi generación, esa que ahora paso los treinta años ya con
el temor de que no se le dará ocasión para rendir todo lo que es capaz, esa

147
que no ha encontrado un conducto para manifestar su voluntad de tra-
bajo a favor de la sociedad, esa que amaneció, por culpa de quienes
debieron conducirla, sin derrotero fijo; esa que el 45 levantó una bandera
limpia y sincera, que fue arriada por la debilidad de unos y la voracidad
de otros; esa que el 50 fue defraudada, esa que ha callado, pero no se ha
vendido; esa, en fin, que este 56 vuelve a agruparse para intentar de
nuevo el encauzamiento del Perú hacia una verdadera finalidad. Una
finalidad que no es otra que la que, hace más de 134 años, los Libertadores
vislumbraron en el humo y la pólvora de la primera guerra peruana
contra la autocracia.

Publicado en La Prensa, 2 de enero de 1956, p. 8.

148
LA POLÍTICA COMO UN DEBER

149
Nueva conducta del intelectual

Los propios intelectuales se reprocharon después del conflicto bélico


mundial estallado hace veinte años haber descuidado su compromiso
para con la sociedad, haber dado la espalda al hombre real por entre-
garse al mero juego de ideas, imágenes y símbolos del pensamiento abs-
tracto y la poesía pura, haber “traicionado” —ésa es la palabra usada
por Julien Benda— su misión esclarecedora, magisterial y didáctica y el
ministerio moral de su conducta pública. Aquél fue un examen de con-
ciencia, no la acusación de un fiscal en un proceso jurídico. El resultado
de dicha actitud no se le ha ocultado a nadie: los intelectuales, una ma -
yoría de los cuales fueron indiferentes ante el auge fascista, complacien-
tes con los aplausos del liberalismo capitalista, débiles ante las prome-
sas paradisíacas del comunismo, se alzaron, esta vez casi unánime-
mente, contra todo lo que en la política significara explotación humana,
avasallamiento de las conciencias, persecución del que piensa, y en lo
social y económico se definieron por la transformación de las estructu-
ras que el egoísmo y la codicia de los liberales por conveniencia habían
interesadamente confundido con la democracia. El intelectual engage de
hoy es una patente muestra del individuo que, con la razón o la inspira-
ción, no sólo crea y discurre sobre sus temas exclusivos, en vista a la
obtención de la belleza o de la verdad, sino que procede en su vida como
un ciudadano que milita en la causa popular y combate por un mundo
mejor, más justo.
Ignorar este vuelco de la posición del intelectual contemporáneo es
saber las cosas a medias. Y difundir esta ciencia incompleta a través de
un diario —de un diario cuyo planteamiento económico-social se dirige
a proteger privilegios y fortunas— es tratar de engañar. No se puede
afirmar, sin rubor por lo menos, que el intelectual se adhiere a las doctri-

151
nas sociales avanzadas porque es pedante, o ingenuo, o caprichoso. El
éxito es más fácil poniéndose al servicio de los poderosos, sirviéndolos o
adulándolos. Cientos de intelectuales en el mundo moderno sufren, en
cambio, por no ceder, la sospecha policial, la investigación de sus con-
ciencias, el desplazamiento de su talento, debido simplemente a que de-
nuncian, con idéntica valentía, que está mal discriminar a los negros,
ejercer el colonialismo, gobernar para unos cuantos, de un lado, y limitar
o impedir la libre expresión, enviar tanques para acallar una revuelta,
organizar campos de concentración y tortura, de otro. Son los intelectua-
les los que han advertido a los gobernantes del crimen sin igual que sería
una guerra atómica y los que les han reclamado el empleo de la energía
nuclear en beneficio de la humanidad entera. Con ese mismo espíritu
generoso, los intelectuales del mundo —y en especial los de los países
subdesarrollados por causa de la hegemonía terrateniente o el imperia-
lismo— se han definido contra el manchesterianismo pasado de moda,
que los políticos astutos pretenden siempre disfrazar de democracia.
Pero los intelectuales saben bien qué es la democracia. Saben, por
ende, que no es únicamente un sistema político representativo, sino una
equitativa organización social y una justa repartición de la riqueza. Todo
lo que diga el autor de Llegaron las lluvias (novela mediocre como todas
las que él firma), a quien se cita como una autoridad, y todo lo que resen-
tido segregue cierto vocero de los reaccionarios de Francia (¡que también
los hay!), a quien se acude en busca de munición contra la inteligencia
independiente, no destruirá una verdad tan cabal y rotunda. Una ver-
dad que se anunció en el albor de la cultura occidental, como principio
esencial del cristianismo, y que perdura como la más tenaz, heroica y
trascendental aspiración de quienes pensaron y piensan antes en el hom-
bre como espíritu en sí mismos como apetitos y concupiscencias.

Publicado en La Prensa, 20 de octubre de 1959, p. 2.

152
Una ideología en estado salvaje

Como dice Jean-Paul Sartre, hay países a los que mantiene en el atraso la
vigencia, ininterrumpidamente postulada, de una “ideología en estado
salvaje”. Se refiere a la existencia de uno o varios esquemas que propo-
nen la sujeción de la vida de un pueblo a cierta servidumbre fatal, sin la
cual el destino es el caos o la muerte. Se dice, por ejemplo, “sin estaño no
hay país”, o “sin azúcar no hay posibilidad de riqueza”, o algo semejan-
te. La repetición de la fórmula, bajo el disfraz de diversos textos, la intro-
duce en la conciencia colectiva de tal modo que lo que es una simple
teoría se torna un destino. Escapar de ese hechizo falaz, de esa especie de
encantamiento que traba la libertad, es —ha sido siempre— dar un paso
hacia la historia.
Nuestro país ha sido víctima de tales “ideologías en estado salvaje”
durante gran parte de su transcurso como nación. La independencia,
precisamente, significó la plena y concreta refutación de un pensamien-
to según el cual no estábamos preparados para funcionar como repúbli-
ca y cuya causa todavía no deja de golpearnos circunstancialmente. El
error de esa absurda tesis se ha demostrado con los hechos: pese a todas
sus peripecias, la república ha sido para nuestra patria, y para toda la
América Latina, un camino proyectado hacia la progresiva afirmación
de nuestra autonomía, de nuestra realidad como ser. Las ataduras colo-
niales han durado. Sacudirse de ellas no ha resultado fácil. Pero lamen-
tablemente, seguramente también, la nación ha vislumbrado su puesto
en el concierto mundial. La emergencia de otras comunidades en otros
continentes confirma el aserto de que liberarse es arrancar de la concien-
cia adormilada o engañada las ideas erróneas que mantienen a una co-
lectividad en el inmovilismo.

153
¿Cómo es posible —puede preguntarse— que haya quienes fomen-
ten la ideología que maniata a todo un pueblo? Viven de dicha falacia
grandes intereses y conveniencias, y su permanencia o duración consti-
tuyen el seguro de vida que a sí mismos se otorgan los privilegiados.
Para romper la fórmula que impide marchar se requiere de la denuncia a
viva voz, valiente y decidida, que despierta a la nación del sueño hereda-
do, del yerro recibido de generación en generación. A los países en los
cuales se afirma que sólo la exportación es fuente de progreso se debe
decir que el progreso está precisamente en la autosuficiencia económica
(que encarna la industria), en la independencia que decide que son los
consumidores los que producen y viceversa.
Una de las formas ideológicas que Sartre ha denominado “en estado
salvaje” es la que nos niega el derecho a creer y a querer que el petróleo
peruano sea del Perú. Son los beneficiarios del poder extranjero los que
contestan esa tesis nacionalista con la monserga de que en nuestras
manos la administración de esa riqueza será nociva y los que para impe-
dir la gran reconquista acuden a toda clase de artilugios, desde las enre-
vesadas disquisiciones de editorial hasta la calumnia desembozada. Hay,
sin embargo, una ley histórica que se cumple inevitablemente: los pue-
blos llegan un día a saber cuál es la verdad y van sin temores a ella. Se
puede, decía Lincoln, engañar a todos algún tiempo; pero jamás a todos,
todo el tiempo.

Publicado en El Comercio, 12 de septiembre de 1960, p. 2.

154
La alternativa del burgués

Hay gentes de la burguesía que se dan cuenta de que la injusticia en que


está fundada la sociedad no puede prevalecer y que la marcha ascenden-
te del socialismo, tal como están las cosas en la mayoría de los países
capitalistas y mucho más aún en aquellos de la periferia semicolonial,
resulta incontenible. Uno halla esa clase de personas con frecuencia. Se
interesan por conocer lo que postulamos los hombres de la izquierda, lo
que ocurre en los países en donde ha sido reemplazado el sistema libe-
ral, el futuro que le está reservado a la humanidad en evolución hacia las
formas comunitarias y colectivistas de vida. Sin embargo, las mismas
gentes, pese a esa conciencia secreta que asoma en la penumbra de sus
dudas, concluyen por soplar sobre la luz y existir a ciegas, a la espera del
fin que se prometen, como el pobre rey francés el diluvio, para después
de sus días.
En 1879, con el advenimiento de la burguesía, surgió la revolución,
la emergencia del pueblo. La toma del poder por los burgueses y, luego,
años más tarde, con el desarrollo industrial, su afirmación en la direc-
ción estatal para asegurar las grandes ganancias a costa de la miseria de
los trabajadores, ahogó en la clase que sustituyó a los señores feudales el
original espíritu libertario. En el siglo XIX, belle epoque de la burguesía
industrial e imperialista, en el corazón de los descendientes de aquellos
que echaron por tierra fueros y coronas se había instalado la misma
arbitrariedad conservadora, el mismo espíritu autocrático, el mismo
absolutísimo cerrado de los viejos señores del castillo propietarios de
vidas y haciendas. Vidas y haciendas que para las burguesías europeas
del siglo pasado se habían convertido en obreros baratos y productos
caros. Sin embargo, del meollo sano de esta clase, descrita siempre como
de obesos sibaritas e irresistibles cocottes, surgió su antítesis: la doctrina
socialista.

155
La burguesía europea se ha dado maña para aplazar, luego del esta-
llido popular de octubre de 1917 en Rusia, el ímpetu revolucionario. Se
ha vuelto flexible, ha hecho concesiones, ha maniobrado con una habili-
dad de sierpe. En los países del margen colonial y semicolonial, por la
condición subordinada de la burguesía criolla con respecto al poder
imperialista monopolizador, esos movimientos no han sido posibles.
Cualquier cesión de privilegios, cualquier actitud que admitiera la pre-
sión popular, cualquier apertura a la socialización, hubiera redundado
en una quiebra aparatosa de todo el sistema pues habría impedido aquel
mejoramiento de las masas trabajadoras en los países desarrollados, In-
glaterra, Francia, Estados Unidos, etc. Entre nosotros la burguesía se
mantuvo en la rígida actitud de explotador que tipificó a la de Europa en
la anterior centuria. Y parece que la situación no tiene remedio visible.
De las burguesías latinoamericanas, aun de los grupos que la inte-
gran que comprenden racionalmente —como lo hemos anotado al co-
menzar esta nota— que la injusticia sostiene la estructura que les es
congénita, no hay que esperar nada. La salida para aquel callejón se
llama revolución. Es decir, transformación total del sistema económico-
social, pasando del liberalismo al socialismo. Es lo que ha sucedido en
Cuba. Es lo que tendrá que suceder, en cada caso de acuerdo a las pecu-
liaridades de cada país, en todo el continente mestizo atado al grillete de
los yanquis. Las buenas personas que apagan en su intimidad la incerti-
dumbre no postergan la venida de la hora cero, hora de los pueblos, hora
de los trabajadores.
Así ha sucedido en buena parte de Asia. Así está sucediendo en
África. La encrucijada en que se encuentran los señores del azúcar, el
café, la banana, el cobre, el estaño, la carne, y los señores de la banca
agobiante y sus cuentes del gran comercio, no pueden dormir tranquilos.
Su alternativa es terrible: o se hacen el haraquiri, como los samuráis del
Japón feudal, deponiendo en absoluto, totalmente, sus privilegios, o la
ola de la historia se los llevará consigo mientras sus párpados embota-
dos fingen un paraíso artificial.

Publicado en Libertad, 28 de febrero de 1962, p. 5.

156
La derecha y el resentimiento

Se llama derecha, o sea, se denominan partidos del orden, a hombres


y agrupaciones que han dividido a la humanidad, con un criterio mani-
queo, en dos sectores: el del bien y el del mal. El carácter de ambos es
considerado absoluto. Tal absolutismo proviene de una rígida concep-
ción del mundo, de valores considerados absurdamente eternos e inva-
riables. Tras dichos “valores” se ocultan privilegios (de raza, de linaje,
de ventaja económica, de dominio político) a los cuales, dentro de una
escala inflexible, se les tiene por derechos. Toda suerte de rebeldía contra
dichos “valores” y contra privilegios y derechos consecuentes, de parte
de las mayorías explotadas, movidas por una nueva doctrina (como el
socialismo) o por una nueva conciencia (como el antiimperialismo o el
anticolonialismo) es calificada, desde el punto de vista de las camarillas
favorecidas por un sistema que excluye a las masas de la justicia y el
bienestar, como expresión del mal.
Ahora bien, la derecha política, económica y social tiene una especie
de comando: los empresarios, los latifundistas, los politiqueros, los bu-
rócratas de alto nivel, y posee también su cauda, compuesta por quienes
reciben, de la mesa del festín de los privilegiados, unas ciertas sobras,
que no por ser tal cosa dejan de implicar un premio en dinero y prerroga-
tivas con relación al nivel general del resto de un país. Hay, pues, dos
modos de llegar a ser derechista. El primero por pertenecer a las castas
adineradas. El segundo por depender de la “generosidad” de aquéllas.
El resentimiento de los que están incluidos, por nacimiento o asunción,
en las castas, se acuña en el miedo al cambio y a la pérdida de los privi-
legios y goces propios de su posición en la cúspide de la pirámide social.
La discriminación y la represión son los instrumentos que emplea la
derecha de ese nivel para combatir la emergencia popular dialéctica en

157
su esencia. “El cholo huele mal”, “el obrero es bruto”, “las masas sólo
entienden el lenguaje de los palos”, “quieren los izquierdistas el caos”,
etc., son algunas de las fórmulas con que se expresa el terror a la caída de
un orden que no es, por cierto, el Orden.
El resentimiento de los otros derechistas, los subordinados de los
primeros, se expresa en la ejecución de esa voluntad que segrega y casti-
ga toda negación del oprobioso sistema. Estos son los que acusan el mal
olor y quieren confinarlo; los que verifican la no demostrada inteligencia
del trabajador, los que redactan las leyes antipopulares, los que propi-
nan los palos, los que colocan los diques a la revolución (que no es caos,
sino renovación), y son, además, los que escriben en los periódicos con
pretensiones doctrinarias agitando las banderas falaces de la democra-
cia burguesa en apoyo de los regímenes arbitrarios, los que en los tribu-
nales trabajan para el beneficio de una empresa contra sus modestos
servidores, los que en el despacho ministerial se ocupan de detener con
la autoridad del Estado las reclamaciones que afectan la situación de los
plutócratas. Así hacen méritos para acceder a la casta, a la cual ingresa-
rán después de una amplia foja de servicios y una cuenta corriente, o
propiedades, o acciones.
El resentimiento de la derecha no admite conciliación. Es ambición,
es concupiscencia, es pánico, es por todo ello, crueldad. Los amos quie-
ren precaver sus intereses materiales, que aprecian como heredad o como
conquista de su esfuerzo, aunque reposen en el hambre de miles o millo-
nes, apelando a la falsa verdad absoluta. Los sirvientes, generalmente
incapaces para triunfar sin el padrinazgo de aquellos amos, aspiran a
que la falaz certeza del orden inamovible continúe para poder un día
alcanzarla. El resentimiento de un tipo y otro de derechismo es egoísta:
atiende sólo a la felicidad individual y prescinde de la sociedad y la
solidaridad en que su progreso uniforme se sustenta. Pertenece a la psi-
cología de la caverna, al esclavismo, a la humanidad anterior a la pre-
sencia de las masas como protagonistas de la historia. Por eso se la llama
retrógrada, no como insulto sino como definición.

Publicado en Libertad, 23 de agosto de 1961, p. 5.

158
El capitalismo fabrica hambre

La explosión demográfica en el mundo entero, pero en especial en los


países subdesarrollados, preocupa a los sociólogos. Josué de Castro, autor
de la Geografía del hambre y ex Presidente de la FAO, está entregado desde
hace muchos años al estudio de este problema y sus consecuencias, y a
la lucha contra el crecimiento, no tanto de la población universal, sino de
la subalimentación. Anuncia el estudioso brasileño el probable conflicto
entre las dos terceras partes hambrientas del orbe y el tercio bien nutrido.
Refutado el “malthusianiamo” (al cual denuncia como doctrina al servi-
cio del imperialismo inglés), se impone un solo remedio a esa guerra de
los estómagos vacíos y los estómagos repletos: la justa repartición del
pan, la reorganización socioeconómica de las estructuras capitalistas, la
incorporación de toda la humanidad a la mesa suficiente. El control de
la natalidad es un sistema inhumano y falaz. Los hindúes respondieron
a los británicos, cuando éstos les quisieron imponer esa limitación, con
una frase memorable: “Ustedes quieren que, para que no nos muramos
de hambre, dejemos de nacer”.
Pero Josué de Castro va más lejos aún. Sostiene, en sus últimas pu-
blicaciones y conferencias, que no es el aumento de la población el que
produce el hambre, sino que es el hambre, por el contrario, el que deter-
mina el aumento de la población. Son tres las razones que avalan este
aserto. La primera, de carácter biológico: una alimentación pobre en pro-
teínas crea, por diversos factores hormonales, una mayor fecundidad.
Los pueblos que se nutren de carne y pescado muestran un índice nor-
mal de natalidad (el caso de los esquimales es el que mejor ilustra la
situación). En segundo lugar se señala una razón psicológica: el hombre
cuyo nivel de vida es infranormal, que carece de toda clase de posibilida-
des fuera del hogar (generalmente una choza, una vivienda precaria, un

159
refugio que, siendo paupérrimo, es por lo menos cálido), se multiplica
movido por el instinto incontrolado, tal como se embriaga en la taberna.
Por último, se da la razón social: más hijos son más mano de obra, son
más salarios, son más esperanzas que se ensayan en el afán de salir de la
miseria. Detrás de todo está el hambre. Y detrás del hambre, el sistema
capitalista.
El Perú —bien lo sabemos— se halla entre esas dos terceras partes
del mundo que padecen del hambre. Se trata de un “hambre gris” o un
“hambre crónico”, que consiste en no ingerir el mínimun de proteínas,
carbohidratos, sales minerales, calorías, etc., necesarias para existir nor-
malmente, aunque el estómago se llene, como entre los indígenas de nues-
tra sierra, con cierto género de productos. Nadie muere directamente de
hambre. Todos, en cambio, agonizan, presas de la anemia, el raquitismo,
las enfermedades lentas, etc., en una especie de multitudinario estertor.
Hay dólares en el Banco de la Reserva, pero no hay pan para la inmensa
mayoría de los trabajadores y de los económicamente, por causa de la
estructura feudal que todavía persiste, inactivos. La población crece
indetenible. El alimento decrece. El Perú hambriento es un Perú indefen-
so, inerme, física y moralmente —no se olvide —debilitado. Los patriote-
ros no tienen argumentos contra esta verdad.
El censo, sin duda, nos dará una idea de hasta qué punto está carga-
da de dinamita la cuestión demográfica peruana. Los datos, que deberán
ser dados a conocer a la opinión pública en cuanto se hallen expresados
en cifras, deberán decirnos, como lo dice Josué de Castro —macartizado
también por la prensa reaccionaria de Lima—, cómo ha fracasado el
capitalismo aquí, coludido como está con el feudalismo colonial, con la
penetración imperialista, con el monopolio absorbente, con el aparato de
explotación que favorece a una minoría insensible a la desgracia ajena y
ciega para advertir los nubarrones que asoman en el horizonte.

Publicado en Libertad, 12 de julio de 1961, p. 5.

160
La lucidez de los intelectuales

La campaña de los liberales criollos se enfila ahora contra los intelectua-


les. Se les acusa, entre otras cosas, de querer mandar, de aspirar a orde-
nar el mundo de acuerdo a sus caprichos. El comentarista que hace algu-
nos días, en la página editorial del diario del régimen ha, fatigosamente,
redactado un artículo de refutación a la inteligencia, ha confundido la
previsión de los hombres de pensamiento con la voluntad de poder y las
ideas que evidencian la inevitable transformación del orden social con
arbitrariedades. No es extraño semejante caos en el juicio de quien perte-
nece a un grupo que es colono mental de su jefe periodístico y de quien,
por ende, no sabe pensar por cuenta propia. Los hechos de la historia lo
contradicen ampliamente. El candoroso articulista se pregunta, al pare-
cer parodiando un texto considerado por él como infalible, cómo es posi-
ble que hayan intelectuales que propugnen la planificación cuando no
hay un solo país en donde ésta haya producido resultados “compatibles
con la dignidad humana”, según sus propias palabras.
Aparte de que la afirmación es falsa (hay planificación en los países
escandinavos, en Francia, en Israel, en Costa Rica, etc.), abandonar las
ideas que esplenden con la luz de la verdad porque todavía no se han
impuesto es actitud contraria al espíritu. ¿Cómo sería la historia del
mundo si los cristianos, por ejemplo, hubieran dejado su fe simplemente
porque en un momento dado el cristianismo no se había impuesto en
ningún lugar de la tierra? ¿Qué habría sucedido si los enciclopedistas se
hubieran considerado errados por la razón de que, antes de la revolu-
ción, su ideología no era aplicada en ningún punto del orbe? ¿Cuál ha-
bría sido el destino de la humanidad, en fin, si ante cada trance del
transcurso humano los pensadores se hubieran planteado semejante
interrogante paralizador? El hombre ha avanzado porque, conducido

161
por sus intelectuales, ha conquistado, siempre contra los obstáculos del
dogma reaccionario, verdades que lo acercaron a la gran verdad, la de la
justicia y el bienestar general. Y contra la intolerancia, contra la
antiinteligencia, como Galileo, ha habido quien ha dicho: “¡Pero se mue-
ve!”. Nadie podrá condenar, porque los hechos darán la razón a las
ideas renovadoras, esta conducta valiente y precursora.
En cuanto a la dignidad humana, el colono mental de su jefe perio-
dístico es aún más ingenuo. ¿Puede alguna persona con dos dedos de
frente decir sin rubor que el liberalismo, la economía libre, el régimen del
dólar caro, etc., han producido resultados “compatibles con la dignidad
humana? Ahí están los millones de miserables, de hambrientos, de anal-
fabetos, de víctimas de condiciones infrahumanas de vida, como testi-
monio irrefutable de que el liberalismo ha ofendido, en primer lugar, la
dignidad del hombre. No se necesita ser intelectual para verificar esta
realidad concreta y trágica. Lo inteligente, por cierto, es ver más allá de
este triste estado de cosas y concluir que sólo organizando las naciones
dentro de un plan que ponga coto al enriquecimiento de unos pocos a
costa de las grandes masas puede lograrse la justicia que se ofrece como
meta de la existencia social. La lucidez de los intelectuales llevará al
mundo a ordenar la economía en el sentido de establecer el bien común.
Así ha sido siempre y, salvo los interesados en mantener una organiza-
ción explotadora o los que carecen de las facultades mentales indispen-
sables para remontarse por sobre el presente, así lo quiere la humanidad
que marcha hacia un día cuya fecha constituirá un triunfo del hombre y
una derrota del egoísmo humano.

Publicado en El Comercio, 17 de abril de 1960, p. 2.

162
La verdad que ya viene

La derecha —que carece de doctrina puesto que no es una interpretación


del mundo y el hombre sino simplemente la vociferación defensiva de
una clase— es, por esencia, incoherente. Su contradicción ideológica se
corresponde perfectamente con su inescrupulosidad, con su capacidad
de maniobra, con su disposición, para fingir, retroceder, simular, mentir,
traicionar, etc. No dirige su conducta ningún principio, ni filosófico ni,
por supuesto, moral. Es mercader en cuanto la mueve el lucro y la inspira
la codicia. Está formada por aquellos burgueses de los que León Bloy
—un católico, bueno es advertir— decía que temen morir como perros
pero no vivir como cerdos, y cuyo mejor elogio lo expresa esa frase que
denuncia la vehemencia posesiva de su índole: “hay que tener un cora-
zón de oro”. En el Perú, en América Latina, en el mundo subdesarrolla-
do, esa derecha y esa burguesía carecen inclusive del savoir vivre y el
refinamiento de los de la metrópoli europea. Son las nuestras sólo mino-
rías sensualizadas, corruptas, ignorantes. ¿Pruebas? Mirad su derro-
chadora entrega a los placeres cuando todo un país sufre, mirad su insa-
ciable sed de poder que sacrifica personas, valores, ideas, instituciones;
mirad, en fin, su absoluto desapego a la cultura integral y su devoción
por lo hechizo, sensiblero y fútil. En vano algunos críticos, que no han
calado hasta la raíz del problema, se quejan de que dichos millonarios
no tengan buenos cuadros en su casa, gocen con un cine y una televisión
chabacanas, no adquieran libros (si no es como adorno) ni lean textos de
ciencia o literatura. La burguesía es como es, y no la cambiará nada.
Pero, por sobre todo —repito— es incoherente. Y es en lo político
—y en la política electoral— donde mejor se distingue la falta de con-
gruencia de la derecha burguesa. Casi todos los sectores en los que se
alinea (desde el aprismo hasta el belaundismo) postulan el liberalismo

163
económico. Es decir, la libre empresa, ese antiprincipio que propone que
el tiburón capitalista o feudal se trague a la sardina trabajadora a la vista
y paciencia de un policía que dirige un transito abstracto, imaginario.
Pero todos esos sectores, al mismo tiempo, agitan mentirosamente las
banderas de la “reforma agraria”, por ejemplo, que es un rechazo tajante
del libreempresismo. Bien sabemos que cuando Odría o Cornejo, ponga-
mos por caso, se refieren a la “reforma agraria”, piensan en resguardar
las propiedades gamonales y latifundistas de los Gildemeister, los
Proaño, los Aspíllaga, los Grace, los De la Piedra, los Lomellini, etc., y
usan las palabras desollándolas de su contenido legítimo y embutiendo
en ellas un concepto falaz. Mas la incoherencia queda en pie: ¿cómo se
puede ser derechista y tocar, aunque sea levemente, en forma aún
tangencial, la propiedad agraria privada, nacida precisamente del con-
cepto del libre juego de las fuerzas económicas, es decir, propiciar una
intervención estatal en la competencia? No cabe semejante posición, ló-
gicamente hablando, pero impúdicamente la adoptan nuestros derechis-
tas en su baile electoral de disfraces. Lo mismo ocurre con la nacionaliza-
ción de la energía: Belaúnde, como Odría y Haya, pide, un poco temeroso
de agraviar al amo yanqui, la recuperación de los yacimientos, como si
los yacimientos no fueran, por derecho natural y constitucionalmente
peruanos, nacionales. Usan un término izquierdista —“nacionaliza-
ción”— para afirmar algo que no está en debate, y la mañosa incon-
gruencia intenta así ser contrabandeada. Los demócratas cristianos, li-
berales vergonzantes, añaden a esa falsedad el proyecto de la sociedad
mixta; esa especie de centauro en el que la parte del bruto terminará
comiéndose a la humana, y gracias a lo cual el país cederá a la usurpa-
ción y el latrocinio de la compañía imperialista.
Haya y sus seguidores escriben en las paredes, merced a equipos
bien rentados de pintores de brocha gorda con plantillas y todo, consig-
nas demagógicas que le será imposible cumplir desde su actual y defini-
tiva postura liberal y libreempresista: “educación gratuita”, “industria-
lización”, “vivienda popular” y, por supuesto, “reforma agraria”. ¿Todo
ello (se pregunta uno) con libre mercado de divisas, con términos de
intercambio perjudiciales al Perú, con monopolios financieros? Imposi-
ble. Belaúnde es más cauto; simula que dice algo, y no lo dice: “carretera
marginal”, “mestizaje de la economía”, “esperanto del crédito” y otras
fórmulas oscuras y no poco ridículas. Odría habla de hechos, pero para
ello se queda en las palabras. ¿Sus hechos? Seguridad Social —mencio-
na—, pero Seguridad Social que no apunta a la socialización de la medi-

164
cina y que es, por esto, una expresión que tras un postizo humanismo
denuncia su sentido limosnero, de escarnecedora beneficencia. En fin,
las aseveraciones parecen negar el derechismo fundamental de estas
candidaturas burguesas, y por tanto son embustes. La incoherencia de
que hablamos ha sido, en la mayoría de los casos, planeada con fines
inmediatos, para sembrar la confusión.
Sólo la izquierda —y en ella principalmente, el socialprogresismo—
enuncia objetivos básicos que emanan de la doctrina, que no se explican
sino por la doctrina, que constituyen la única realización de la doctrina.
Esta estricta correlación entre lo que se piensa y lo que se dice se llama,
además, revolución. Nos han contado que un oligarca, ante un grupo de
sus congéneres de clase, dijo: “No hay que jugar con los socialprogre-
sistas. Si llegan al poder, harán lo que dicen. Esos no bromean...”. Es
enorgullecedor ser políticamente aludido en estos términos. Los demás
bromean. Es decir, gesticulan, remedan, danzan, gritan, como el actor en
la comedia. Luego, terminada la función, se desempolvarán el rostro, se
quitarán los colores, se despojarán de sus ropajes de escena. Como los
histriones del tablado esos políticos son contradictorios, con la diferen-
cia de que cuando actúan no crean como aquéllos. Al contrario, destru-
yen o quieren destruir la verdad que ya viene.

Publicado en Libertad, 2 de mayo de 1962, p. 12.

165
166
Donde se lee la revolución

En la tempestad de informaciones periodísticas de estos días, tan ahíta


de malintencionadas vaguedades y de irresponsables conjeturas, una
tragedia, que arroja luz acerca de la tenebrosa realidad social en la que
vive el Perú, ha pasado si no inadvertida por lo menos amenguada en lo
que de testimonio sobre el país tiene. Una pobre mujer, abandonada por
su esposo, lanzó al abismo a sus tres hijos y luego se suicidó. Uno de
ellos, como ella misma, padecía de tuberculosis. Hay un elemento melo-
dramático y sentimental en el suceso, y es el que explotaron las crónicas
rojas. Pero hay ahí también una realidad honda y cruda. Esa desdichada
madre, víctima del hambre, la enfermedad, la desesperación y, por cierto,
por todo esto, del consecuente desequilibrio mental, representa clara-
mente, con las más negras tintas de la truculencia, hasta qué punto el
desamparo del ser humano es total y definitivo en esta sociedad hipócri-
ta, que se golpea el pecho en el templo y goza farisaicamente de las posi-
bilidades rentables de la pobreza popular, basada en el individualismo
y la democracia formal.
Si una mujer y tres hijos que han sido abandonados no encuentran
entre nosotros, no digo protección, sino simplemente trabajo, y quedaran
en la miseria librados a esa quiebra general del ser que lleva al filicidio y
al suicidio, los que dirigen esta comunidad están descalificados como
gobernantes. Existen cientos de casos semejantes, y existen los casos no
menos patéticos de los niños mendigos, de los ex hombres que arrastran
su degeneración, ya perdida toda dignidad; de los que eligen el propio
holocausto en el vicio y el crimen, de los que se sienten basura y conclu-
yen por ser —como acontece en las barriadas más sórdidas— basura
trashumante. La burguesía se contenta, y contenta eso que llama “con-
ciencia moral”, con la limosna centavera, con la beneficencia ridícula,

167
con la seguridad social burocrática, con su estúpida ideología de “la
vida es así” y “la ley natural” y “el premio para otro mundo”, etc., abas-
tecida por una doctrina a la que han sustraído el inconformismo y han
sumado la idolatría.
El que se esté quieto —o se mueva pero para acomodar su persona al
sistema que quita a todos los hombres lo que es de todos los hombres: los
medios que producen la riqueza y la riqueza misma— es cómplice de un
genocidio. Y el político que señala a aquellos que aspiran a transformar
la sociedad en una organización sin privilegiados, sacando de su horror
a los horrorizados y despojando a los holgados su holgura, como “peli-
grosos”, o “disociadores” o “comunistas”, es también un cómplice. No
hay “conciencia moral” que soporte esta culpabilidad más general, la
que convierte al indiferente, al mercader, al sensualizado, al ambicioso
de poder para sí y los suyos, en el asesino que empuja a la madre con sus
hijos al precipicio, que hambrea al niño vagabundo en las calles, que
pone el alcohol en boca del desengañado, etc.
Para ser socialista en el Perú, en América, en Asia, en África, no hace
falta leer libros, no. Los libros, en puridad de verdad, explican el cuadro
y proporcionan la única salida —la revolucionaria— para la situación.
Es preciso solamente mirar en derredor, detener la vista ante esas imáge-
nes dantescas que nos cercan, aproximarse un poco a la “corte de los
milagros” que el capitalismo colonialista funda vecina a sus pompas,
examinar al paso la deforme realidad que la burguesía egoísta despliega
en la ciudad y en el campo. Ahí escritos están los indicios del cataclismo,
que los titulares escandalosos y las informaciones de rutinario sadismo
ofrecen como episodios fugaces. El comienzo de ese adoctrinamiento
espontáneo es asco. Luego, rebeldía. Enseguida conciencia revoluciona-
ria. ¿Qué puede detener, señor Ministro de Gobierno, esta fuerza terrible
que, en el fondo, quiere restaurar un orden auroral, una justicia y un
bienestar que si no estuvieron al principió están necesariamente al cabo
de toda la pasión de la humanidad?

Publicado en Libertad, 9 de mayo de 1962, p. 12.

168
Fórmulas contra el destino

Una de las maneras más eficaces de confundir ideológicamente es echar


a rodar determinadas fórmulas o recetas generales que repetidas hasta el
cansancio, reiteradas al infinito, machacadas una y mil veces —y con-
vertidas así en clisés que, en las mentes perezosas, reemplazan a las
ideas—, ocultan totalmente la realidad de la cual ellas emanan, pues
ésta y aquéllas, como es lógico, son dinámicas, están en permanente
desarrollo, se condicionan a innumerables circunstancias de variadas
duración. El liberalismo criollo insiste, por ejemplo, en que “libre empre-
sa” es sinónimo de democracia y planificación de dictadura. A despecho
de la resplandeciente verdad histórica, la fórmula es todos los días repe-
tida, a propósito de cualquier cosa. No importa a quienes sustentan se-
mejante tesis sin fundamento la existencia de dictaduras acérrimas en
las que prevalece el principio de laissez-faire (en América y en Europa), ni
la presencia de una planificación económica amplia en democracias
indisputables. La técnica de la receta obstinada se basa en un principio
cierto y monstruoso: miente, miente, que algo queda.
El hecho no sería grave sino tuviera dos caracteres peligrosos: de un
lado, el abuso del poder suasorio de la letra impresa que cuotidianamente
el hombre común devora a primera hora, con las iniciales impresiones
del día, y de otro, el propósito que determina la campaña, o sea, lograr
que la ciudadanía acepte un estado de cosas social y económicamente
injusto y desconozca que el mecanismo de la “libre empresa” está ínte-
gramente concebido —en especial entre nosotros, en una comunidad
subdesarrollada— para el beneficio de una minoría todopoderosa y con-
cupiscente. Porque negar que sin planificación —el cronista prefiere el
uso de este supuesto barbarismo a la continuación de la barbarie social
que su concepto pretende destruir—, librado el país a las conveniencias

169
oligárquicas de índole totalmente egoísta, lo que se preserva son los prin-
cipios de fortuna. Los dos caracteres dañinos de la pertinacia en la difu-
sión de los slogans hacen a quienes los emplean responsables ante la
historia, cuyo tribunal es inapelable.
Claro que para quien rinde culto al presentismo esta última perspec-
tiva no interesa mayormente. Sólo una conciencia muy clara del deber
personal de cada uno ante su tiempo y su sociedad procura la noción de
que todo lo que uno hace en el orden público trasciende más allá del hoy,
de la esfera actual, porque la acción humana implica el espíritu. Y el
espíritu es eterno. No se diga que aquellas fórmulas proceden de convic-
ciones y que, por tanto, no comprometen este aspecto del ser. Son, ante
todo, contrarias a los hechos. Basta para verificarlo hacer unas pocas
preguntas: ¿con la economía de la “libre empresa”(en las democracias y
en las dictaduras que las practican), se ha destruido acaso esa miseria
desgarradora de las “barriadas”? ¿No se ha fomentado, por el contrario,
sobre todo en los países subdesarrollados, el goce hedonístico de bienes
infinitos por unos pocos y la carencia de lo más elemental para las ma-
sas? ¿No se ha dado pábulo con ese sistema económico-social a la sucia
mercantilización de servicios públicos de beneficio general como la edu-
cación, la vivienda, la salud pública, la alimentación, el transporte, etc.?
El Perú es, después de una década de liberalismo, un buen ejemplo de la
crisis a la que conduce la falta de un plan y de un estado serio que lo
emprenda.
Algún día las generaciones demandarán a los peruanos del presen-
te por lo que hicieron y por lo que dejaron de hacer. En esas fórmulas o
recetas hechizas que hoy un sector periodístico —el de la exportación—
difunde, hallarán esos hombres del mañana la explicación de muchas
de las frustraciones del país en esta época en la cual debiera, mediante la
organización renovadora, haberse puesto a la vanguardia del continen-
te, y ello por su libertad, por su felicidad, por su destino histórico.

Publicado en El Comercio, 7 de abril de 1960, p. 2.

170
Una generación ante el conflicto

Los hombres que hemos pasado los treinta años, y aun los que bordean
esa edad, hemos vivido, ahítos de esperanza, dos experimentos demo-
cráticos: el de 1945 y el de 1956. Generación angustiada la nuestra, su
sueño ha sido vario y complejo, y a cada paso, en la sordidez de la dicta-
dura y en el trance trémolo de la constitucionalidad, hemos padecido, y
padecemos, la prueba de querer vivir de acuerdo a nuestros principios,
contra las circunstancias externas que amenazan nuestras convicciones
y las instituciones que las encarnan. Además, hemos tenido temprana
conciencia de que el Perú, por causas de índole múltiple, no marchaba al
compás de la historia universal, y que la miseria, la injusticia, el padeci-
miento, la incultura y el caos social reinaban aquí por razón de la inca-
pacidad creadora de los políticos de oficio, cuyo mando emanó casi siem-
pre del favor de los poderosos y de los ricos. Dos experimentos democrá-
ticos nos encontraron, quien más, quien menos, en la primera línea de la
lucha contra el viejo régimen de la arbitrariedad y el capricho absolutistas.
No vamos ahora a analizar detenidamente el porqué del fracaso de
1945-48, pero podemos ponernos a pensar en lo que va de 1956 a la
fecha, ahora que —hay que decirlo claramente— cunde en la opinión la
idea de que la institucionalidad cruje. El sonido de esta crisis es la voz
que circula pronosticando, interesadamente o de buena fe, que la Demo-
cracia está a punto de frustrarse, que es preciso un cambio radical de
hombres y métodos. Para decirlo con expresión propia de la situación,
cuando el “golpismo” se manifiesta en una especie de tenaz convocato-
ria anónima. En 1956 parece haber habido dos tipos de libertadores:
unos que ansiaban simplemente una variación formal, de los nombres
de las personas que conducían al país, una especie de posta del poder
—para lo cual adoptaron frases y actitudes, programas y consignas, como

171
un disfraz de la ambición—, y otros que sinceramente elevaron su lema
de renovación radical como un llamado a la vida jurídica y al trabajo por
el progreso nacional, que es justicia y bienestar para todos. Entre los
primeros y los segundos hubo en aquella ocasión electoral, y hay, por
ello, ahora, diferencias en el enjuiciamiento del instante político.
Los que asumieron la actitud renovadora sólo con el objeto de obte-
ner una posición en el poder y no, repitámoslo, con el fin de recuperar el
régimen de derecho, dentro del cual es posible el bienestar y la cultura, lo
consiguieron o no lo consiguieron. Y al cabo de un tiempo he aquí el
saldo: políticos que aprovechan su investidura para medrar en provecho
propio, con olvido del país profundo que espera la transformación, y
políticos desplazados que intentan socavar las bases en que se susten-
tan sus adversarios para obtener lo que antes no pudieron, a los cuales
acompañan regocijadamente los servidores de las dictaduras, los favori-
tos de las camarillas de los mandones tradicionales. Y, en torno a éstos,
unos y otros, el clima de crisis económica y social que se agudiza y que
sólo será conjurada con la honestidad y entrega laboriosa de los gober-
nantes y la cooperación austera de los gobernados. He aquí las dos fuer-
zas entre las que nos encontramos los hombres de esta generación que,
tanto el 45 cuanto el 56, tomamos la bandera democrática con fe y calor
desinteresados.
¿Qué tenemos que hacer ante este conflicto? No podemos, de ningu-
na manera, hacernos partidarios del régimen actual, cuya esencia y sen-
tido está muy lejos del ideal que aspiramos; ni podemos, tampoco, su-
marnos al reclamo faccioso de quienes, paradójicamente, piden la des-
trucción de las instituciones. Y en tanto los dos bandos disputan, manio-
bran, trafican o conspiran, se incuba —¿quién no lo ve?— una tormenta
que el hambre, como un caballo apocalíptico, comanda. Ante este con-
flicto, los hombres de esta generación se han quedado perplejos: no par-
ticipan del convite politiquero, ni están a la espera del salto hacia el
poder. Confían aún en la Democracia y no son ciegos a la explosiva
miseria que reina por doquier. Estamos en un momento crucial y de la
decisión que tomemos —que no traicionará nuestros principios, si toda-
vía estamos limpios— dependerá nuestro lugar en la memoria de la pa-
tria, en la historia.

Publicado en La Prensa, 8 de septiembre de 1958, p. 8.

172
“Matanza libre”

Eso del establecimiento de la “matanza libre” es muy significativo. Sólo


faltaba la puntilla que, con las recientes alzas, se le acaba de aplicar al
pueblo peruano para que aquella expresión fuera el exacto calificativo
que merece la política económica que, desde la toma del poder por los
exportadores —a través de Odría—, viene hambreando a la mayoría na-
cional. ¿Para qué usar otro nombre y otra definición de los efectos que la
opresión oligárquica produce en el país? Ni “libre comercio”, ni “libre
economía”, ni “liberalismo”, etc., se adecuan mejor a lo que se han pro-
puesto los despiadados dirigentes de la plutocracia que la expresión
“matanza libre”. El apelativo les ha salido del fondo del alma.
Que la carne suba de precio, que la gasolina aumente en un cien por
ciento, que el pan se reduzca de tamaño, que la vida encarezca y los
salarios queden congelados, etc., no es otra cosa que “matanza libre”. A
eso aspiran los partidarios del descontrol: a que el pobre trabajador, el
sufrido empleado, el tesonero profesional, la ciudadanía productora en
suma, sean víctimas de una agresión que necesariamente ha de tener
carácter mortal. Porque el Perú —lo dicen las estadísticas, lo proclaman
los especialistas, lo reiteran los técnicos de aquí y de afuera— es un país
que padece de hambre, cuyo subdesarrollo está en pavorosa proporción
inversa al acrecentamiento acelerado de su población, y quien hambrea
al hambriento, basado en un falaz concepto de libertad, ejerce sin duda
la “matanza libre”.
¡Con cuánto regocijo los órganos del descontrolismo han celebrado
el establecimiento de la “matanza libre”, que no es sólo la entrega de la
carne a los caprichos de la especulación, sino, además, otra vuelta de
tuerca en el estómago del pobre ciudadano sin latifundios, sin minas, sin
dólares, que vive de su trabajo! Y no es para menos. Han culminado así la

173
obra que emprendieron hace diez años, cuando, tras el cuartelazo subsi-
diado, organizaron la economía del país en su exclusivo provecho. “Ma-
tanza libre” es la fórmula en que se ha hecho evidencia el objetivo final de
los teóricos del descontrol. Ellos mismos han bautizado su criatura.

Publicado en Libertad, 13 de agosto de 1959, p. 5

174
Ideologías: nacionalidad y universalidad

Ninguna falacia tan grande, entre las muchas que las candidaturas y
partidos ahora, en competencia electoral echan a rodar, que aquella
que atribuye a ideologías y doctrinas una nacionalidad. O al revés,
que recortan de aquello que es producto del pensamiento humano lo
que lo hace más trascendental: su universalidad. Universalidad, ade-
más, por sobre el espacio y el tiempo. Hablar de “ideas foráneas” y
“doctrinas importadas”, o referirse —lo que es lo mismo— a “El Perú
como doctrina” o a “lo nacional como sistema filosófico-político” cons-
tituye no sólo una negación de la ecumenidad de la mente humana y
sus lucubraciones, sino que es, de hecho, una trampa para que cai-
gan, mordiendo el anzuelo chauvinista, los intonsos. En ambos ca-
sos, el dirigente o intelectual que consiente con semejante embuste es
culpable de grave estafa moral.
La propia idea de nacionalidad es, en último análisis, una con-
vención. Si bien es cierto que hay pueblos y agrupaciones de pueblos
que tienen un origen común, coparticipan de costumbres y modos de
vida, tienen un destino que sólo puede realizarse mediante la coope-
ración, etc., el progreso intelectual y técnico del mundo ha comenza-
do a pasar por sobre las fronteras un borrador de comunicaciones
frecuentes e internacionalizantes. Lo que antes unía la lenta nave que
atravesaba, colmada de noticias que el puerto recibía ya rancias, los
vastos mares, está ahora tan cerca, como lo están la voz y el oído en la
directa transmisión de hombre a hombre. Así van de una antípoda a
otra la información de una catástrofe, de un éxito científico, de una
nueva droga contra el mal pertinaz. La historia, a la postre, ha con-
cluido por lograr que en Pekín y Lima, en París y Johannesburgo, en

175
Helsinki y Hawai, habiten los mismos hombres, los que tienen por
ideal al Hombre libre y dichoso. La nacionalidad será dentro de muy
poco solamente una jurisdicción administrativa.
Lo primero que siempre recorrió de un cabo a otro el orbe, incluso
antes de las galeras, fueron las ideas sistematizadas y teleológicas;
cuando Pablo de Tarso habló a los griegos del cristianismo es proba-
ble que sólo los estúpidos le reprocharan importar doctrinas extranje-
ras, y cuando Tomás de Aquino o Agustín de Hipona adecuaban
Aristóteles y Platón respectivamente al evangelio de Cristo, es induda-
ble que nadie —salvo algún bárbaro todavía en proceso de roma-
nización— se atrevió a considerarlos dos agentes de ideologías forá-
neas. Los ejemplos pueden multiplicarse: Adán Smith, Ricardo, Hume,
todo el filosofismo liberal, ¿no hicieron las democracias burguesas,
incluida la tan lamentable muestra? ¿Thoreau, con su “resistencia
civil”, y Gandhi con su “no-violencia”, norteamericano el uno, hindú
el otro, no influyen acaso en los postulados del moderno pacifismo?
¿Qué leen y difunden, si no son ideas francesas, Unanue y los “Aman-
tes del País” entre los inquietos criollos de nuestra independencia?
¿Qué inspira a Bolívar y San Martín en su gesta liberadora sino la
bibliografía del liberalismo norteamericano, las palabras de Jefferson,
Franklin y Payne? ¿No está Lincoln en el fondo de la acción de Castilla
y aun de la de Piérola, como Bakunin y Kropotkin se hallan en las
catilinarias de González Prada? .
Al belaundismo, a su jefe y a sus dirigentes pregunto si es hones-
to que ellos propongan ahora la historia del Perú, que es una crónica
—heroica y brillante, sí, pero crónica al fin y al cabo— como fuente de
doctrina, rechazando todo el resto, en una especie de autarquía ideo-
lógica fascista, como extraño a la realidad nacional. Ninguno de di-
chos señores ignora que tanto el socialismo cuanto en el zen budista,
el luteranismo cuanto el kantismo, el anarquismo cuanto el quietismo,
etc., son ideologías universales porque se ocupan del hombre, su vida,
su origen y su sentido, y que por consecuencia pueden regir (no digo,
¡atención!, que sean verdad ni que aporten una solución a la proble-
mática nacional y mundial) para el Perú y para la Indonesia.
Sé que es inútil en estos tiempos debatir nada en el terreno de los
principios, y menos aún con resentidos y fanáticos, pero corro el al-
bur y propongo el tema para una controversia pública. Los partida-
rios de la ideología local deberán exponerla, explicarla y defenderla
sin recurrir a ningún elemento ideológico “foráneo”. Les doy una ven-

176
taja: pueden usar la lógica formal (que no fue inventada en el Perú), el
idioma español que importaron al país los conquistadores y los ha-
llazgos arqueológicos y antropológicos sobre las culturas pre -
hispánicas descubiertos por estudiosos extranjeros (de Uhle a Bennett).
No creo que ganaré por sabio sino simplemente porque mis adversa-
rios —los difusos difusores de la falacia de las ideologías y las doctri-
nas con nacionalidad— no podrán en la discusión, abrir la boca.

Publicado en Libertad, 30 de mayo de 1962, p. 12.

177
178
Municipios y democracia

En la crisis de las instituciones peruanas hay un síntoma que evidencia


el profundo arraigo del mal: la eliminación del gobierno municipal. Nos
hemos acostumbrado a pensar los términos municipales como simple-
mente administrativos y a causa de esta falsa conceptuación atribuir a la
función legislativa la promoción de la obra edil. Se nos ha habituado a
pensar en el alcalde como en el señor (o la señora) que se ocupa de que la
ciudad esté limpia, la fuente tenga agua o el jardín florezca, lo cual no es
menos falaz que la absurda creencia de que el diputado debe interesarse
exclusivamente por la construcción del monumento al prócer o por el
reemplazo de la campana parroquial.
Y ni primero es la principal tarea municipal ni lo segundo es asunto
parlamentario. Los romanos llamaban municipium a la ciudad que no
obstante estar sometida al Imperio gozaba de los mismos derechos que la
capital y se regía por sus propias leyes. La etimología ilustra la semánti-
ca castellana del vocablo: la ciudad regida por sus propios pobladores,
gobernada por la voluntad de quienes la conforman. Si los gobernantes
municipales surgen por mandato de los ciudadanos, dichas propias le-
yes, dicha autonomía, se cumple a la posible perfección. Se trata, en últi-
mo término, de la democracia desde abajo. Escribo este “desde abajo” a
propósito de la democracia y sé que incurro en la repetición ociosa. Toda
democracia viene del fondo de la masa, del pueblo. Toda democracia, en
verdad, comienza por el municipio. Es lo que la ciencia política contem-
poránea denomina “gobierno local”.
¿Qué otro sentido, a fin de cuentas, tiene la palabra “provincia” que
el de la libre asociación de las ciudades, de los municipios? Pro vincere,
para vencer, decían los romanos, se unifican los gobiernos locales, los
pobladores de una zona y otra. Y en esa unión, el consentimiento lo da la

179
asamblea de los habitantes de una localidad pequeña o vasta, rica o
pobre, semejante o diferente a las demás. Desde el villorrio y la aldea
hasta la urbe, el régimen municipal establece la trama vital de una na-
ción, como imagen social del vegetal que absorbe por sus raíces el aliento
de su vida. Matar esa nutrición es matar el organismo, ahogarlo. El que
segó el régimen municipal en el Perú, segó, en su fuente misma la demo-
cracia y la consecuente institucionalización.
Es un deber inmediato subsanar este disturbio fundamental y resta-
blecer la verdadera municipalidad. Con el respaldo popular, dueño de
un mando, el concejo más insignificante podrá emprender, manco-
munadamente con el gobierno político central, la misión de desarrollo
que nadie duda es la primera que corresponde al régimen que se inicia el
próximo 28 de julio. En cada vocero municipal se oirá, ya no la voz del
funcionario obsecuente, temeroso de la subrogación ministerial y obliga-
do por ello a danzar al son que le tocan, sino la de sus electores de la base
auténticamente popular. Y en cada acto y cada actitud, el burgomaestre
o el concejal comprometerá la reafirmación o el repudio periódicos de los
suyos. La dignidad que da de una parte, la condición representativa, y la
directa responsabilidad, de otra, del representante ante su comunidad,
son los factores que garantizan la eficacia del edil de origen democrático.
Ya no más, pues, la alcaldía-adorno, la alcaldía-condecoración, la
alcaldía-lujo. Y no más, por supuesto, la alcaldía ocupada únicamente
en labores burocráticas y administrativas, estática o decorativa y tampo-
co, por lógica consecuencia, el escamoteo legislativo en la obra de ornato
pueblerino en que tantos parlamentarios distrajeron hasta hoy sus afa-
nes y sus celos. Municipio, Parlamento, Poder Ejecutivo, entonces, esta-
rán relacionados por la autoridad que en los tres proviene del mismo
manantial y, por tanto, se complementa en una suerte de tejido, al que sí
se puede llamar cosa publica, república.

Publicado en Oiga, N.º 29, 27 de junio de 1965, p. 5.

180
La política como un deber

Con motivo de un reciente premio literario un redactor de La Prensa se


acercó al autor de estas líneas. Con lo que resultó luego una fingida
gentileza, y aparentemente, por encima de la diferencia ideológica, ex-
presó su felicitación, pero añadió una frase de intención censoria: “Estás
en tu lugar... En la literatura”. Borró, pues, con el codo lo que hizo con la
mano. La posición de esta persona es digna de comentario. Plantea nue-
vamente el viejo tema de literatura y deber social, de literatura y vida, de
literatura y conducta. Si el que esto escribe está en la política no es, por
cierto, por vocación. Es por algo más obligatorio e ineludible: por deber.
Si fuera francés, o inglés, o norteamericano, no dejaría, como es lógico, de
tener una filiación, pero se dedicaría plenamente a la creación, que es el
llamado profundo y entrañable de su espíritu. En los países desarrolla-
dos, el escritor (novelista, poeta, dramaturgo) tiene un terreno propio:
dice en sus obras lo que piensa del mundo. En los países subdesarrolla-
dos, en donde reina la total miseria como hija de la explotación y en los
cuales, además, el poder extranjero penetra como una fuerza que niega
la independencia y niega, en consecuencia, la nacionalidad, ese terreno
es mucho más amplio pues todos los valores individuales y colectivos se
hallan directamente amenazados y en peligro. Debe denunciar, por eso,
la injusticia, aun a costa de su éxito intelectual, de su economía y su
libertad, de su dicha personal. Más que la razón, es la sensibilidad la que
clama en su sangre por la patria y el pueblo es su substancia.
Estoy en mi lugar, señor, no lo dude. Lo he querido estar siempre,
desde niño, cuando me di cuenta que algo marchaba mal y busqué ansio-
samente la causa de ese gran defecto que, en mí y en la mayoría de los
peruanos, frustraba tanta verdad limpia, tanta esperanza pura. Me equi-
voqué al principio, lo reconozco. Reconozco mis errores porque ésa es

181
una manera de salvarse. Pero siempre estuve con las causas que creí
nobles: contra la dictadura, contra el sistema capitalista, contra lo que
funda el miedo y la disolución (la miseria, la guerra, la indiferencia egoís-
ta, etc.). Luché por Bustamante y Rivero, pedí la amnistía contra los perse-
guidos y desterrados (guardo una carta de Manuel Seoane en que me
agradece un artículo publicado al respecto durante el régimen de Odría),
reclamé reiteradamente, donde pude, una mejor y más justa organización
social y económica. Cuando la dictadura asaltó La Prensa, en donde, yo
trabajaba sin haber abandonado en ningún momento el socialprogresismo,
al cual pertenecí desde su fundación (1955), fui a la cárcel enfrentándome
con los soplones cara a cara (lo consignó Caretas) y escribí pidiendo la
libertad de Beltrán. En ese artículo, desafiante para el gobierno de la épo-
ca, expresé meridianamente que era, como sigo siendo, izquierdista. Me
equivoqué con Beltrán, quien, caído Odría, su enemigo personal, mostró
el verdadero fin de su campaña: controlar el gobierno para ponerlo al
servicio de su clase. Pude quedarme en el diario de Baquíjano, ser uno de
los privilegiados de la “convivencia”, tragarme el horror como una píldo-
ra, y vivir bien. La literatura me ha dado muchas satisfacciones y me las
sigue dando. El Perú, América Latina, el mundo hambriento, son para mí,
sin embargo, motivos que justifican que continúe en la creación y esté, a la
vez, en la trinchera política. Mi conciencia está tranquila. Miro con la
frente alta y diviso, en el horizonte, el advenimiento del mundo socialista
humanista de paz, bienestar y progreso.
El que dijo la frase que aquí se comenta y el que firma este breve
artículo están en su lugar, no quepa de ello la menor duda. Fue aquél
dirigente universitario, huelguista de hambre e inconforme en su edad
estudiantil. Estuvo en la política siempre. Él es derechista; el cronista,
hombre de izquierda. No existen los indiferentes (abogados, escritores o
lo que fuere) porque, como dice un flamante aserto, “si uno no se ocupa
de la política, la política se ocupa de uno”. En el Perú, no obstante, la
posición que se adopte derecha o izquierda determina, al mismo tiempo,
comodidad o sacrificio respectivamente. Vendrá la hora de la verdad y
cada cual responderá ante la historia. Ésta nunca absolvió a los que
intentaron detenerla.

Publicado en Libertad, 13 de septiembre de 1961, p. 5.

182
I
Testamento ológrafo

Dejo mí sombra,
. '.
una afilada aguja que hiere la calle
y con tristes ojos examina los muros,
las ventanas de reja donde hubo incapaces amores,
el cielo sin cielo de mí ciudad.
Dejo mis dedos espectrales
que recorrieron teclas, vientres, aguas, párpados de miel
y por los que descendió la escritura
como una virgen de alma deshilachada.
Dejo mi ovoide cabeza, mis patas de' .araña,
mi traje quemado por la ceniza de los presagios,
descolorido por elfuego del libro nocturno.
Dejo mis alas a medio batir, mi máquina
que como un pequeño caballo galopó año tras año
.,
en busca de lafuente del orgullo donde la muerte muere.
Dejo varias libretas agusanadas por la pereza,
unas cuantas díscolas imágenes del mundo
y entre grandes relámpagos algún llanto
que tuve como un poco de sucio polvo en los dientes.

Acepta esto, recógelo en tuJalda como unas migas,


·- comer al olvido con tanfrágil manjar.
da de

(En El tacto de la amFía, 1965)


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SE TERMINÓ DE IMPRIMIR EN LOS TALLERES GRÁFICOS DE
TA•EA Asoc1Ac1ó:-; GRAFICA Eot'CATl\'A
PASAJE MARÍA AUXILIADORA 156 - BREÑA

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Correo e.: tareagrafica@terra.com.pe
TELÉF. 424-8104 / 332-3229 fAx: 424-1582
ABRIL 2003 LIMA - PERÚ
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caso de Salazar
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... La univer�idad es lo que publica

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