Está en la página 1de 2

El desaliñado césped se sentía bajo James como si estuviese sentado encima de trampas para

ratones. Nunca había conseguido relajarse en lugares como aquel, recordatorios constantes de Su

presencia. Llevaba años intentándolo pero la sensación no lo abandonaba, como si en el fondo supiese

que allí no era bienvenido. Sin embargo, si le preguntásemos por qué seguir intentándolo su sarcasmo

defensivo se activaría y nos diría que junto a Chas se veían mejor las estrellas que desde el edificio

más alto de Liverpool y, desde luego, mejor que desde la pocilga ruinosa que tenía alquilada en un

viejo motel.

Sacó de su raída gabardina una caja de cigarrillos y colocó uno entre sus agrietados labios.

Con un chasquido hizo de su mano un pedernal y una pequeña llama bailó sobre su dedo índice.

James la observó con fingido interés durante unos segundos, como si esperase ver en su interior algo

que sabía imposible que estuviese. Tras encender su cigarro agitó la mano y volvió a quedarse a

oscuras, con nada que observar excepto el estrellado cielo nocturno.

Las estrellas eran una parte importante del oficio de James Atwood, así como de cualquier

“maestro de lo oculto” que se precie. Hasta el más insustancial vistazo del lienzo celeste por parte de

un alma instruida permite conocer las nuevas de la milenaria guerra por el trono de las ardientes

laderas y cumbres del infierno. Esbozó una leve sonrisa y observó su camisa, cubierta de más sangre

de la que debería haber fuera de las venas y arterias de cualquier cuerpo humano. Parecía que por fin

su pequeña trifulca callejera con los sirvientes de Astaroth había causado cierta agitación en las

bestias del zoológico infernal. El paso de un pequeño cometa informó a Atwood de que la recompensa

por su alma acababa de aumentar significativamente.

La sonrisa de James desapareció poco a poco, sustituida por una profunda melancolía. Él y

Chas solían competir por ver quien jodía a más demonios y juntaba una cifra más abultada debajo de

su nombre. Sin embargo, la recompensa por Chas hacía tiempo que había sido olvidada y John tenía

que saltar una valla todas las noches con tal de poder estar con él.

Llegó a la parte final del cigarro y dio una profunda calada que llenó sus pulmones de lo más

parecido a gas mostaza que podía comprar en el Salsbury de la esquina. Sentía que el césped lo
juzgaba más que nunca, como si en cualquier momento fuese a abrirse y obligarlo a reunirse con Chas

antes de lo previsto. Sentarse allí cubierto de sangre no había sido una idea muy brillante, Él siempre

había sido muy remilgado con esas cuestiones en sus dominios, así que se levantó e hizo aparecer

entre sus manos una única rosa blanca donde antes había habido solo ceniza y una colilla. La colocó

sobre la losa de mármol del mismo color y se dirigió renqueando hacia la verja.

James podía curar cualquier mal que atormentase el alma pero un tumor manchando el hígado

de su mejor amigo quedaba un poco lejos de sus capacidades. Durante meses Chas acudía de visita al

hospital varias veces por semana, hasta que un día decidieron darle residencia permanente en el lugar.

James no dejó de visitarlo ni un día hasta que una tarde, poco antes del final Chas dijo:

- Gracias, James. Por todo lo malo que representas y todo el bien que haces. Búscame cuando

hayas acabado de salvar el mundo.

Tras ese día no volvió a pisar el hospital y no se atrevió a asistir al funeral. Salvar el mundo

había sido el sueño de ambos cuando empezaron a leer los grimorios medio quemados del viejo Alan

y fantasear con cada nuevo truco que conseguían dominar, como si con un chasquido pudiesen

eliminar la mitad de los males del mundo. Pero esos días habían quedado atrás hace mucho y sería

otro el que recogiese el relevo algún día, aunque la edad hacía que James fuese cada vez más

escéptico sobre la idea de que alguien, en algún lugar, quisiese cumplir el sueño de dos jóvenes

inexpertos y estúpidos.

Él se conformaba con leer las estrellas con Chas, sabiendo que el nombre de su amigo ya no

aparecería en ellas, pues se encontraba en un lugar mucho mejor que el fuego que aceptaba que algún

día abrasaría sus pies. Mientras pasaba la pierna por encima de la oscura valla metálica y volvía la

vista hacia las enormes filas blancas que surcaban el césped como carreteras en la noche una última

vez, James notó como una nueva gota manchaba su camisa, pero no le hizo falta bajar la mirada para

saber que esta no dejaría una marca roja sobre la tela, pues provenía de una herida que no daba al

exterior.

También podría gustarte