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Prólogo

Li Ang (李昂), cuyo nombre real es Shi Shuduan (施叔端), nació en


1952 en el pueblo taiwanés de Lu Gang (鹿港). Su obra más conocida, y
con la que se ganó el reconocimiento internacional, es Matar al marido
(Sha fu, 殺 夫, 1983). Tanto en Matar al marido como en «Muñecas con
curvas», Li Ang manifiesta un interés claro por la temática sexual y por las
implicaciones políticas del género. Esta intención de explorar y plasmar por
escrito aspectos de la naturaleza humana históricamente constreñidos por
las normas sociales da lugar a una literatura provocadora que cuestiona
muchos de nuestros malestares actuales.
«Muñecas con curvas» es una de sus obras breves más arriesgadas,
sugestivas y profundas; y, quizá por eso, una de las que más ha incitado a
la reflexión. El texto, escrito a mediados de los ochenta, fue traducido al
inglés en 1987 por Howard Goldblatt y se editó en el mundo anglosajón
como una historia de deseo lésbico reprimido. Algunos académicos, como
la profesora Yenna Wu (吳燕娜), incluso encuentran en él muestras de un
«lesbianismo incipiente» que, según Wu, caracterizaría toda la obra de Li
Ang.
La clasificación bajo la taxonomía identitaria de lo LGTBI, que marcó
su recepción en Occidente, ha influido en la reflexión que el texto es capaz
de suscitar en el lector y la crítica anglosajona. Si bien es una buena
noticia que a partir de los noventa la rentabilidad editorial de lo LGTBI
creciera hasta el punto de que hoy en día el lector occidental (o al menos
el anglosajón) puede elegir entre un número aceptable de obras literarias
traducidas del chino, se plantea el peligro de que dicho lector termine
eligiendo libros como quien elige un plato en el menú de un restaurante
con nombre de buen augurio: apuntando con el dedo a una letra o una
foto. El auge de lo LGTBI en la literatura, que colocó a «Muñecas con
curvas» en distintas colecciones de relatos cortos LGTBI a lo largo de los
noventa y que podría parecer en principio una buena noticia para todos y
no sólo para el mundo editorial, se convierte en una práctica digna de
reflexión y crítica en cuanto descubrimos que hemos estado tratando con
un claro afán domesticador una literatura sinófona en la que aparecían
comportamientos sexuales no normativos. La intención de la versión
inglesa de desnudar el deseo lésbico reprimido de la protagonista termina

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por mostrar tanto como esconde. De hecho, si sólo se plantea esta lectura
hiperbólica de un deseo lésbico que nunca se hace explícito y que, por lo
tanto, se presupone reprimido, se termina por reducir la potencia
subversiva de la obra a poco más que una crítica aceptable para el círculo
intelectual occidental de los noventa, al que un fantasma de lo lesbiano
que nunca adquiere consistencia y que se representa en lo místico y lo
infantil no le suponía ninguna amenaza real.
Esta interpretación desde lo LGTBI de «Muñecas con curvas» sirve
para satisfacer a lectores hambrientos del buenismo agridulce de siempre,
pero reduce el potencial sugestivo y crítico de la obra al discurso
supuestamente emancipador de las identidades sexuales. En estas líneas,
quiero incitar a una lectura más amplia de este texto para poner en valor
las diferentes posibilidades que ofrece la imaginación de Li Ang. Vaciar
«Muñecas con curvas» de los significados precocinados de lo LGTBI da al
lector occidental la oportunidad de experimentar una lectura más ligera del
texto y posibilita una visión más sensible con sus implicaciones políticas.
Despegado de las políticas de representación identitaria LGTBI, «Muñecas
con curvas» adquiere volúmenes y texturas que enfrentan el inconsciente
con las ficciones de la cordura para plantear una crítica política y
económica. Éste es un mérito que excede con creces el de la
representación de un deseo lésbico reprimido que, además, para la crítica
anglosajona, únicamente queda al descubierto tras pasar por las manos
del editor, quien nos lo muestra infantilizado, en un estado casi preedípico,
incapaz de adquirir una forma adulta y siempre necesitado de metáforas de
objetos flotantes y muñecas de niñas para ganar consistencia, pero sin
referirse jamás a un cuerpo de mujer ni mostrándolo completo.
Este texto de Li Ang se ha visto atrapado en el gusto occidental por lo
exótico domesticado; sin embargo, en una lectura menos sesgada, es fácil
encontrar en él una invitación a acompañar a la protagonista en su huida a
los campos de caña de azúcar de su pueblo natal. Mientras que en el
mundo cuerdo y consciente del Taiwán de los ochenta el apetito
profesional y sexual del marido estructura la realidad y somete por medio
de la palabra y la vergüenza el deseo de la protagonista, desde las
sombras de los campos de caña, Li Ang nos permite divorciarnos de la
realidad e imaginar futuros alternativos con la seguridad que ofrece
situarse en el territorio que hay detrás de esta metáfora. Los campos de
caña nos señalan un lugar previo al milagro económico patriarcal que
revolucionó la vida de los taiwaneses en la segunda mitad del siglo XX; y la
protagonista, mientras negocia la rigidez del matrimonio heterosexual, la
maternidad y la soledad, fantasea con volver a ese «lugar dulce y oscuro,

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infinito, nunca tocado por la luz del sol, donde podría descansar y
esconderse». Desde allí, planea la huida y va poblando su habitación de
objetos flotantes, de ojos y colmillos que la invitan a entregarse a la lujuria
y que configuran un mundo alternativo a la violencia de una modernidad
que se impone como una suerte de platonismo ilustrado neoliberal que
ilumina, nombra y consume el cuerpo, la fantasía y el deseo.
Es imposible concluir que la carga sugestiva de este texto no tiene
como objetivo esconder y descubrir un deseo lésbico, pero podemos
arriesgarnos a lamentar que esta interpretación llegue a imponerse como
la única válida. Sobre todo, cuando la propia autora, teniendo la
oportunidad de hacerlo, no ha querido confirmarla. Lo que sí cabe
aventurar es que quien decida mirar en la penumbra de la protagonista
descubrirá que lo que moviliza toda su fantasía y termina por desdibujar las
fronteras del deseo heterosexual es algo que, al margen del nombre que
queramos darle, habla de una realidad y una cordura que nunca son
suficientes y de que, como ya intuyeron Charlotte Perkins (1860-1935) en
El papel pintado amarillo (1892) o Doris Lessing (1919-2017) en «La
habitación diecinueve» (1963), a la vida le falta algo y quizá ese algo esté
en algún lugar oscuro.

Alberto Poza

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Muñecas con curvas

Desde niña siempre había deseado tener una muñeca, una muñeca
con curvas. Pero la muerte prematura de su madre y el desinterés de su
padre, sumados a una mala situación económica, se lo impidieron. Pasó
una temporada espiando a escondidas a la hija de los vecinos y la gran
muñeca que ésta llevaba en brazos; le parecía raro que aquella niña fuera
dejándola en cualquier sitio y la tratara sin ningún cuidado. Desconcertada,
pensaba que si ella tuviera una muñeca, la trataría con cariño y la
abrazaría todo el tiempo.
Sus deseos de tener una eran inmensos y, un día, mientras dormía
abrazada a una colcha, se le ocurrió la forma de conseguir una muñeca a
la que poder abrazar contra su pecho. Agarró unos retales viejos, los ató y
luego apretó la cuerda con más fuerza cerca de uno de los extremos. Así
consiguió su primera muñeca.
Nunca olvidaría el ridículo que le provocó aquella primera muñeca. Lo
recordaba incluso mucho más tarde, desde la calidez y la comodidad de
los brazos de su marido. Cuando lo hacía, rompía en sollozos. Él le
rodeaba la cara con las manos y con una tranquilidad fingida que destilaba
impaciencia le decía:
—¡Otra vez esa muñeca de trapo!
Ella no tenía claro en qué momento su primera muñeca comenzó a
llamarse «muñeca de trapo». Pero debió de ser la noche en la que le habló
de ella por primera vez. No era aún noche cerrada, y él yacía a su lado,
recuperando el aliento después de hacerlo, mientras ella contemplaba con
los ojos bien abiertos cómo la luna se derramaba por la ventana y cubría
meticulosamente con una retícula el espacio situado a los pies de la cama.
De repente, decidió que debía confesarse, que debía hablarle de aquella
primera muñeca. Sonrojada y vacilante le contó cómo la había hecho,
cómo cada noche la había abrazado al dormir y cómo la había conservado
a pesar de que eso le había acarreado las burlas de sus compañeras de
juegos. Tras escucharla, su marido lanzó una carcajada y gritó:
—¡Tu muñeca de trapo!
¡Así debió de empezar a llamarse «muñeca de trapo»! Aunque ya no
lo recordaba con total exactitud, no tenía ninguna duda de que aquella
noche su marido había gritado ese nombre. Recordaba con claridad la risa

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que acompañó al grito y lo mal que le hizo sentir. A ella no le hacía
ninguna gracia, y hablar con él de ese asunto le había costado un enorme
esfuerzo. Su marido podía ser una persona muy brusca y descuidada.
Que ella no volviese a sacar el tema de su muñeca pudo deberse a
aquella risotada desconsiderada. Desde aquella noche, empezó a darle la
espalda, no podía soportar apoyarse contra aquel pecho cálido que tanta
seguridad le había aportado; el ancho y velludo pecho le parecía ya
repulsivo, como si en él faltase algo, aunque no supiera qué.
Las noches siguientes, comenzó a soñar con unos extraños objetos
transparentes que se dispersaban flotando, llenos de vida, en un espacio
gris divorciado de la realidad. No sabía lo que eran, ni que aquello fuera un
sueño. A menudo, cuando se despertaba, sólo se acordaba de haber
tenido un sueño, pero no recordaba en absoluto lo que ocurría en él.
Aquella sensación de familiaridad, de acercarse a algo y, sin embargo,
no saber a qué, la deprimía y le daba ganas de llorar. En varias ocasiones,
se le escaparon las lágrimas en el regazo de su marido y, cada vez que
esto pasaba, él siempre culpaba a aquella muñeca de trapo. «¡No es por la
muñeca de trapo!», le habría gustado gritar. Hacía ya mucho tiempo que la
muñeca de trapo la había abandonado, pero nunca se lo dijo, quizá porque
no quería darle unas explicaciones que tampoco llevarían a ninguna parte.
Los sueños continuaron, trayendo consigo un desasosiego cada vez
mayor. A menudo, se quedaba sentada durante horas meditando, siempre
sin éxito, sobre qué podían ser aquellos objetos transparentes que
flotaban. A veces creía poder alcanzarlos, pero cuando estaba a punto de
lograrlo, enseguida se desvanecían.
Su estado de abstracción no tardó en llamar la atención de su marido,
quien, después de haber sido rechazado sin miramientos en varias
ocasiones, empezó a impacientarse al ver cómo pasaban los días sin que
la situación en la cama mejorase y decidió llevarla al médico. Ella estaba
harta de su autoritarismo y del papel de protector que se adjudicaba, pero
aquellos sueños la impresionaban de una forma tan profunda que al final
terminó por ceder.
De camino a la consulta, abrumada por la densidad del aire en el
interior del autobús, se arrepintió de haber accedido. No quería abrirse
ante un médico y contárselo todo, y tampoco confiaba en que eso pudiera
ofrecerle ayuda alguna. Volvió la cabeza hacia su marido, que iba sentado
a su lado, pero vio en su cara la inutilidad de cualquier intento de
explicarse, así que lentamente se volvió de nuevo.
Sintió que alguien la rozaba en el autobús, alzó la vista y vio un par de
pechos colmados que se inclinaban hacia el suelo dentro de una blusa.

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Empezó a hilar imágenes mentales y concluyó que aquellos pechos debían
tener unos pezones como un par de fresas maduras, que rebozaban
líquido acumulado a la espera de que los succionara la boca de un niño.
De repente, deseó recostarse sobre aquellos pechos fértiles que se le
antojaban un lugar en el que poder descansar, cálidos y cómodos. Poco a
poco fue cerrando los ojos y visualizó la imagen ya conocida de las manos
del niño que, sin tapujos, toquetea juguetón los pechos de la madre.
Deseaba ser ese par de manos y poder así disfrutar del inocente
entusiasmo que produce la delicadeza de los pechos de una madre. Las
palmas de sus manos empezaron a transpirar; si la espera se alargaba
mucho más, no sabía cómo reaccionarían.
Unos brazos fuertes la rodearon, abrió los ojos y se encontró con la
expresión preocupada de su marido.
—Estás muy pálida —le dijo.
No recordaba cómo la había bajado del autobús, sólo sentía que el
abrazo de su marido le resultaba más confortable y cálido que de
costumbre. En el viaje de vuelta, continuó recostada sobre él,
acostumbrándose poco a poco a la musculatura de su pecho. Sin
embargo, recordaba una y otra vez aquellos senos delicados que permitían
a las manos jugar con ellos. Deseó que a su marido también le crecieran
unos pechos así, con unos pezones prominentes que ella pudiera
succionar. En aquel momento, comprendió qué era lo que le faltaba al
torso de su marido: unos pechos sobre los que poder recostarse a
descansar.
Para su propia sorpresa, tras aquella revelación, los objetos de sus
sueños empezaron a ganar consistencia. Lo que antes eran unos entes
vagos, transparentes y luminosos, que aparecían dispersos y
desordenados, se agrupaban ya formando un solo cuerpo de forma
curvilínea en el que destacaban dos protuberancias semejantes a unas
exuberantes mamas caídas bajo cuya piel se intuía el fluir de una leche
espesa. Era un cuerpo de mujer, eran las curvas de un cuerpo de mujer.
Su sorpresa fue tal que casi se le escapó en un grito.
Cuando despertó, sintió que una calidez desconocida brotaba de sus
pechos hacia el resto del cuerpo, como si la bautizara un río de leche
discurriendo lentamente, sin olas, por todas sus venas. Suspiró,
embriagada por la sensación de abundancia y bienestar. Abrió los ojos,
miró a su alrededor y vio a su marido profundamente dormido. En la calma
de la noche cerrada, la luz de la luna se vertía por la ventana sobre el
suelo como un torrente de leche en lo que parecía una señal de buen
augurio. Recordó entonces su segunda muñeca, una muñeca hecha de

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barro. Si a su primera muñeca, hecha con trapos, se la había llamado
muñeca de trapo, entonces esa segunda muñeca debía llamarse muñeca
de barro.
Le vino a la mente la escena tras la cual se le ocurrió hacerla. Fue un
día en el que, de repente, le habían entrado muchas ganas de abrazar la
muñeca de la vecina. Había caminado hasta plantarse frente a ella y,
pasados unos minutos, sin saber muy bien cómo expresar su deseo,
alargó la mano para agarrar el brazo de la muñeca. La hija de los vecinos
tiró de la muñeca con fuerza y, del empujón que ella le dio, cayó y se puso
a llorar. Al oírla, su madre salió y la abrazó, colocándole la cabeza entre
los pechos para consolarla.
A pesar de que la primera vez que había entrado en contacto con esos
objetos mullidos no había sabido nombrarlos, su deseo primario había sido
permanecer cerca de ellos, tocarlos. Así, su muñeca de trapo, que no tenía
en su cuerpo montículos como aquellos, pronto dejó de ofrecerle consuelo
y la empezó a aburrir. Se acordó de su madre y fue la primera vez en años
en que realmente la echó de menos. Jamás le había causado impresión
alguna, pero seguro que ella podría haberle ofrecido su pecho cálido y
seguro para que se recostara en él.
De nuevo tuvo aquel sentimiento: deseaba contarle a su marido todo
sobre la muñeca de barro, pero enseguida recordó la expresión de burla de
la vez anterior, rebosante de desprecio e indiferencia, la risa fea y llena de
una maldad incomprensible que había salido del pecho del marido. Lo miró
de reojo mientras dormía profundamente y le pareció un ser desconocido y
distante. La invadió una soledad tenue pero profunda que le hizo recordar
con fuerza a su muñeca de barro.
Por aquellos días llovía a menudo, el agua caía sobre un pequeño
montículo de barro que había en el vecindario y resbalaba por la superficie
arcillosa. Solía acompañar a sus amigos a cavar en el barro para hacer
figuritas, pero las suyas eran distintas a las de los demás, porque siempre
les moldeaba sobre el tórax dos bultos bien grandes y altos para que se
mantuvieran erguidos. Las frotaba con agua para darles un color cobrizo,
brillante y homogéneo, que las hacía resplandecer como si fueran de oro.
Mientras las acariciaba, deseaba que llegase el día en el que poder tocar
una piel tan brillante y homogénea como la de sus figuritas.
En realidad, la piel de su marido tenía una pátina cobriza de robustez
similar a la de aquellas figuritas; pero, cuando la acariciaba con cariño y se
encontraba de repente con un torso peludo, su mano retrocedía. ¡Cuánto
deseaba que pudiesen crecerle un par de pechos mullidos! Sumida en
aquel extraño deseo, se desabrochaba el pijama y colocaba su par de

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pechos abundantes, propios de una mujer casada, sobre el torso de su
marido y comenzaba a recitar su plegaria más sincera; deseaba transferirle
sus pechos.
El triste peso de los pechos despertaba al marido, que la excusaba
con la mirada y la abrazaba con fuerza.
No tenía intención alguna de darle explicaciones así que, cada vez
que eso ocurría, su marido la miraba con condescendencia, y ella se
limitaba a aceptar en silencio los movimientos que luego él hacía. Sólo
cuando sus pechos se tocaban la recorría una extraña intranquilidad, unos
inusuales escalofríos de repulsa surgían de su interior más oculto y le
hacían sentir que el cuerpo de su marido, que estaba sobre ella, era una
carga pesada. Le recordaba a las vacas viejas de su pueblo natal
avanzando a tropezones arrastrando la carreta.
Nunca se le había ocurrido que pudiera parecerse a una vaca vieja,
consumida y ajada de tanto cargar con un peso del que nunca podría
deshacerse. Su marido se había convertido en un pedazo de carne podrida
pegada a un esqueleto, tan fornido como ridículo, y del que se desprendía
un hedor ligeramente viciado que le invadía las fosas nasales. Su cuerpo
se había convertido en una tortura que la hacía sentirse como un pedazo
de carne en un mercado al por mayor.
Empezó a experimentar cierto miedo, el concepto de «marido» nunca
le había parecido algo tan fragmentado e incoherente. Antes de casarse, le
acariciaba casi con devoción los hombros por debajo de la camisa. Eran
fuertes, a pesar de tener la timidez y la rigidez propias de los hombres.
Podría decirse que eran los hombros de un hombre joven (desde luego no
pertenecían a un hombre adulto); y, aunque temblorosos, representaban
una complexión masculina firme y musculosa que la embriagaba. Después
de casarse, notaba al acariciarlo que aquellas aristas temblorosas se
suavizaban y toda la intranquilidad y la indecisión se desvanecían encima
de esos hombros. Cayó en un grave estado de indulgencia, en una
sensación de seguridad tan alta que casi alcanzaba la saturación, aunque
fuera algo puramente físico.
El miedo la ayudó a volver a amar el cuerpo de su marido. En ese
aspecto había triunfado; pero sabía que la tranquilidad no duraría y que un
día la acecharía de nuevo una sensación de tedio que le haría imposible
estar ante él. Necesitaba encontrar una manera de obtener una victoria
duradera y se convenció de que la solución consistía en que a su marido le
creciesen un par de pechos, un par de pechos que restaurasen la
sensación de novedad y seguridad.
A partir de ese momento, pasó los días rezando y esperando. Rezaba

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una y otra vez y esperaba día tras día con la firme convicción de que sobre
el torso de su marido crecerían dos tristes pechos que aguardarían a que
una boca de niño se acercase a succionarlos.
Su deseo era ser esa boca y poder alcanzar así la satisfacción que
proporciona succionar los pechos de una madre, quería sumergirse en
aquel goce del mismo modo que temblaba de felicidad al posar los labios
sobre las protuberancias de sus figuritas de arcilla. Aún recordaba con
claridad cómo entonces, siempre que tenía la oportunidad, se escondía en
el refugio antiaéreo y cubría de besos el cuerpo suave y brillante de su
estatuilla de arcilla. Parecía un topo, absorta en la felicidad de hallarse en
aquel agujero en el que nunca entraba la luz del sol. Ni su padre, ni la
muñeca de la hija de los vecinos, ni la misma madre de la vecina podían
ofrecerle aquella satisfacción.
Había todavía algo por aclarar: no sabía si la primera vez que besó la
estatuilla de arcilla había sentido rechazo. Le parecía recordar que una
vez, en casa, tras alzársela hasta los labios, la había arrojado con furia
contra el suelo y la había hecho añicos. Todos los pedazos quedaron
esparcidos por el suelo excepto los montículos de su pecho, que
permanecieron erguidos mirándola desafiantes.
Sin embargo, en su madriguera no tenía que preocuparse de que algo
así volviera a pasar; se sentía segura en ese espacio oscuro y alejado de
la superficie y besar la estatuilla era casi una obligación, no había que dar
explicaciones.
Deseaba que su casa tuviera un sótano, un lugar oculto que nadie
conociera, o al menos un rincón oscuro donde esconderse, pero no había
ninguno. En su casa todo estaba ordenado con gran esmero, los suelos
encerados y ni un solo ángulo muerto. De repente, recordó con gran
añoranza la inmensidad de los campos en su pueblo natal y los infinitos
escondrijos que ofrecían las plantaciones de caña de azúcar. Llena de
nostalgia, las lágrimas empezaron a fluir inadvertidamente por sus mejillas.
Decidió hacerle saber a su marido que necesitaba volver al pueblo. Él
la escuchó tumbado a un lado, con la cabeza apoyada en las manos y,
cuando ella terminó, frunció la frente.
—Soy incapaz de ver de dónde pueden venir esos pensamientos
tuyos, dijiste que bajo ningún concepto volverías a ese pueblo del demonio
—le espetó el marido.
—Eso era antes, ahora es distinto —respondió ella con entusiasmo,
sin hacer caso alguno al tono impaciente de su marido—. Ahora sólo
pienso en volver; de verdad, quiero volver.
—¿Por qué?

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—No hay por qué.
—¿Es ésa razón suficiente?
—No lo sé.
De repente sintió que sus respuestas eran inútiles, que hablaba en
vano y que no tenía ningún sentido, de modo que se dio la vuelta.
—¿Te has enfadado?
Los brazos de su marido la rodearon con delicadeza.
—No, no —respondió ella.
Realmente no estaba enfadada y dejó que su marido se le acercara;
pero, cuando apoyó la espalda contra el torso plano del hombre, de nuevo
aparecieron ante sus ojos las plantaciones de caña de azúcar,
extendiéndose sin fin de esquina a esquina de la cama. «Tienen que
crecerle pechos, es necesario», masculló mientras su marido, ignorante, le
desabrochaba los botones delanteros del pijama.
Como en anteriores ocasiones, las manos del marido hacían que se
sintiera sucia, dudaba de si no debían ser sus propias manos y no las del
marido las que acariciasen los pechos. La luz tenue de la habitación la
ayudaba a no ver con total claridad las manos del marido y por eso las
dejaba seguir jugueteando con sus pechos. Le resultaba gracioso que sólo
fuera consciente de las manos de su marido cuando estaban en la cama.
Eso no había sido siempre así. Cuando se conocieron, sus manos
representaban la capacidad de hacer cosas de manera efectiva y le hacían
sentir feliz y a salvo, como su torso. Después de casarse, le habían
brindado placeres nunca antes experimentados, pero ya sólo quería
escapar de ellas. Le parecía algo ridículo, hasta el punto de no poder
contener la risa.
Sabía que la única forma de evitar todo aquello era rezar para que a
su marido le crecieran un par de pechos. Debía rezar con más fuerza, la
estabilidad y la paz entre ambos dependían de ello.
Pensando en ello, resolvió que arrodillarse y suplicar no era la forma
de conseguir algo tan excepcional; se requería un tipo de rezo más
primitivo, algo radicalmente liberador. Por eso, al alba, cuando su marido
ya se había marchado al trabajo, se encerró en el dormitorio, corrió todas
las cortinas y de pie frente al espejo comenzó a desnudarse. Al fijarse en
su silueta desdibujada en el espejo sintió que no era ella quien se
desnudaba, sino que lo hacía una fuerza desconocida. Una vez sin ropa,
se arrodilló en el suelo, un suelo frío que no había templado el contacto de
ninguna criatura, y con las manos frente al pecho en posición de oración
comenzó a rezar. Recitó los nombres de todos los dioses que conocía y les
pidió que la ayudasen a conseguir que a su marido le crecieran unos

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pechos como los suyos o incluso que le ofrecieran una forma para
traspasarle los suyos. Estaba dispuesta a pagar cualquier precio a cambio
de una respuesta.
Los rezos le reportaban enormes placeres. Cuando tocaba la helada
superficie del suelo, un placer en forma de cosquilleo eléctrico le recorría el
cuerpo. Ansiaba esas sensaciones y la hacían sentirse más limpia que las
producidas por el enredo de sus miembros y los de su marido al acostarse
juntos. Las formas de rezar iban variando, a veces se arrastraba como una
serpiente por el suelo; otras, pensaba que era una araña preñada. Sin
embargo, el objetivo de los rezos era siempre el mismo.
Su marido seguía sin percatarse de nada y todo marchaba bien. Hubo,
de todos modos, un animal que se coló en sus oraciones y que al principio
sólo dejaba ver sus ojos ovalados, como rombos sin esquinas y del color
amarillo verdoso que tienen las hojas muertas en otoño; bajo los tenues
rayos de luz que iluminaban la habitación, examinaban cada parte de su
cuerpo desnudo. Serena y confiada, ella no le prestó atención y siguió
ofreciendo su cuerpo maduro al suelo. Los ojos de aquel animal,
inexpresivos y con un gesto extraño de incomprensión, no eran más que
los de un curioso de cuya existencia no estaba segura y no tuvieron el
menor efecto en el entusiasmo de su actuación, en la que abrazaba y
besaba el suelo frío, sumida en la confusión de que lo que abrazaba era la
estatua esculpida en mármol de un amante.
Los ojos cetrinos siguieron montando guardia, llenos ya de la pasión
destructiva y la crueldad propias de un animal salvaje. Al final, un día
descubrió sorprendida que de aquellos ojos emanaba una lujuria
aterradora que la subyugaba y a la cual cedía. Tras una larga oración, se
convenció de que aquella deidad pastoril, mitad hombre mitad animal, era
un enviado de los dioses y que su deber, si quería conservar la esperanza
de que sus súplicas fueran atendidas, era sacrificarse. Estremecida y
desposeída de su cuerpo, extendió sus extremidades y se abrió a aquel
hombre-bestia desconocido. Bajo la mirada atenta de aquellos ojos, se
estiró exponiendo todos los recodos de su cuerpo y se dejó envolver.
Completó así su nuevo bautizo.
Quizá era eso lo que había estado deseando, aquella emoción
superaba el amor que sentía por el amante de mármol y por los pechos
que debían crecer en el torso de su marido. Una profunda e imperceptible
felicidad la sacudía, como si fuera una ola, impactando contra ella y
transformaba los ojos cetrinos en un apacible lago en cuya superficie las
olas ondulaban con una cadencia armónica. Su felicidad se concentró
hasta formar una gota que cayó abruptamente en las aguas cetrinas de

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aquel lago y se esparció y diluyó en él, y todos los átomos de su ser se
tiñeron de aquel color. Después sintió que se recomponía y ascendía poco
a poco desde el fondo del lago. Al tocar la superficie, descubrió que era
una sirena cetrina, con una melena de algas secas ondeando a un viento
del mismo color. De pronto, las aguas cetrinas del lago se retiraron;
lentamente la envolvió la oscuridad y descubrió que el par de ojos cetrinos
habían desaparecido sin dejar rastro.
Lo primero que brotó en su mente fue un sentimiento de humillación,
despertó poco a poco del caos del inconsciente y al abrir los ojos descubrió
que su cuerpo, antes fuente ilimitada de seducción, se le antojaba ya
carente de utilidad; y, por primera vez en mucho tiempo, fue consciente de
que no era más que una mujer, igual que cualquier otra mujer destinada a
serlo, sin ninguna singularidad, ni más especial ni más humilde que las
otras. Se estiró en el suelo y comenzó a sollozar. De repente, pensó en los
pechos que había deseado para el torso de su marido y una tristeza
inefable le aceleró el llanto; creyó que todo había sido un sueño, que vivía
confundida en aquella nebulosa con objetos transparentes desconocidos y
borrosos. Era incapaz de recomponerlos y lo sabía; lo había intentado y
casi lo había conseguido, pero no había manera, sabía que jamás lo
conseguiría.
Dejó de llorar, se incorporó del suelo reticente, desconcertada y
ausente, y empezó a vestirse despacio y sin propósito, como por
obligación.

***

Permaneció acostada con el brazo bajo la nuca de su marido, que


seguía dormido junto a ella, y le abrazó la cabeza con cuidado. Se sentía
segura, la oscuridad de la habitación estaba ya libre de cualquier objeto,
sólo revelaba su propia dulzura, inmensa, profunda e inagotable. Se fijó en
las ojeras felices de su marido y no pudo evitar sonreír: conocía esa
sensación de felicidad y le consolaba haberla vuelto a sentir ella también.
Se sentía como una niña que tras deambular sola regresaba al cálido
regazo de su madre y estaba convencida de que, como cualquier niña que
volvía a casa, tendría derecho al pecho materno. Continuó sonriendo, con
la mente puesta en las satisfacciones que les esperaban a ella y a su
marido.
No recordó cuánto mantuvo aquella sonrisa, pero le pareció que fue
mucho tiempo. Tras abandonar el mundo abstracto y confuso de sus
sueños, la invadió un inusual entusiasmo que la hacía sentirse atraída por

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el pecho plano y robusto de su marido; se daba el capricho de disfrutarlo
acariciándolo, puesto que ya no le pesaba sobre los hombros la sensación
de suciedad y maldad. Cuando su marido se percató de ese cambio de
actitud, empezó a tratarla con más delicadeza. Para confirmar ante él su
pureza y su renacimiento, comenzó a desear un hijo.
Tenía una imagen confusa de lo que era un hijo; siempre había
evitado pensar en el tema porque le recordaba su propia infancia y esos
recuerdos le dolían como olas que rompían sobre ella y la iban enterrando.
Sin embargo, para demostrar que ya no necesitaba los pechos de una
madre y que ella misma podía serlo, debía tener un niño, un niño con la
única particularidad de que fuera un niño. No era necesario que tuviese
ninguna habilidad ni apariencia especial, tan sólo una boca con la que
mamar de sus pechos y un par de manitas con las que juguetear con ellos,
con eso bastaba. Sólo quería un niño que fuese un niño.
Decidió confesar aquellos deseos a su marido, quien, después de
escucharlos tumbado a su lado, dejó escapar una sonrisa.
—Mira qué ideas más raras que tienes —dijo.
Estas palabras le parecieron ridículas; ella podía, es más, ella debía
tener un hijo, el único raro era él. Aquélla era la primera vez que atisbaba
que su marido también tenía un lado irracional, que también tenía
pensamientos poco convencionales. La eterna imagen del marido que para
ella representaba la corrección y el sentido común se desmoronó poco a
poco y empezó a pensar que ya podía olvidarse por completo del
equilibrio, tan racional como su marido, por el que tanto se había esforzado
y que finalmente había conseguido. Le alivió pensar que ya sólo tenía que
rezar por el nacimiento de su niño.
Aunque él no compartía su entusiasmo y mostraba una notable
indiferencia, a ella no le importaba, embargada como estaba por la
felicidad de ser madre. Cada vez que se desvestía, permanecía descalza
sobre el suelo helado del cuarto de baño y se deleitaba con sus manos,
alternando caricias en uno y otro de sus henchidos y abundantes pechos;
se imaginaba que eran las manos de su hijo disfrutando de la absoluta
seguridad que representan los senos de una madre. Aquello le reportaba
una inmensa alegría, como si las manos de ese niño fueran las suyas; y
como si la madre, ese ser desconocido, misterioso y grandioso, fuera una
planicie infinita en cuyo pecho crecían dos montículos como dos colinas
para que ella se recostase y tuviera siempre donde descansar.
En realidad, estaba tan agotada que su mayor deseo era descansar,
acostarse y no despertar jamás; aunque las pesadillas ya no la atacaban
como antes, aún estaban presentes de otro modo. Una noche, despertó al

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marido con sus llantos y se dio cuenta de que tenía las mejillas
empapadas. Él la recostó con delicadeza sobre su pecho y la abrazó para
calmarla; ella, sintiéndose de repente conmovida, decidió contárselo todo,
¡necesitaba tanto esa calma en la que no preocuparse por nada! Así,
empezó a hablarle de su muñeca de barro, de cómo la hizo, de cómo le
frotaba aquellos pechos simbólicos. El marido, tras escucharla la miró
durante un buen rato con una calma sorprendente y tomó entre sus manos
cálidas las de ella, temblorosas y frías del sudor.
Un profundo agotamiento se extendió por todo su cuerpo y, exhausta,
cerró los ojos. El comportamiento de su marido la sorprendió, pues
pensaba que él se burlaría de ella como había hecho la vez anterior, pero
no fue así. En esa ocasión le dedicó una mirada extrañada, una mezcla de
aborrecimiento y frialdad, como si ante los ojos tuviera un animal lisiado.
Querría haber llorado, pero sabía que no era capaz, pensaba que sólo era
una estúpida haciendo algo absurdo y sin sentido.
Quizá en secreto deseaba que la respuesta de su marido hubiera sido
como la vez anterior en la que se había burlado de ella. Recordaba que
cuando le habló de la muñeca de trapo él se rio con malicia y, a partir de
ahí, la muñeca de trapo dejó de aparecer en sus sueños, se alejó para
siempre y, por primera vez, ella pudo sentir la felicidad de la tranquilidad.
En ese momento quería que su marido actuara como aquella vez y que,
con una risotada, expulsara a la muñeca de barro de su lado, que le
amputaran así ese miembro innecesario y pudiera recuperar su salud.
Se recostó de lado lentamente; la cara de su marido era
insoportablemente tensa. Cerró los ojos y, exhausta, esperó a dormirse.
En mitad de la confusión de sus sueños, se vio corriendo por una
planicie inmensa, sin ningún árbol y casi sin arbustos en su superficie, una
llanura de hierba que se extendía sin fin. Corría por la llanura buscando en
la distancia algún tipo de consuelo cuando vio emerger a lo lejos una
cordillera, unas rotundas semiesferas que presidían aquel lugar lejano.
Corrió hacia ella convencida de que allí encontraría consuelo. A ratos le
parecía que estaba muy cerca, pero seguía corriendo y continuaba sin
poder alcanzarla.
De pronto, despertó en mitad de su infructuosa carrera. La luz de la
luna goteaba como leche densa y blanca a los pies de la cama, la invadió
una extraña emoción. Deseaba alcanzar aquella cordillera de pechos, con
los ojos anegados de lágrimas se aferró a una esquina de la manta y
rompió a llorar desconsoladamente.
De repente, con las lágrimas brotando de los ojos, descubrió unos
objetos que se deslizaban en la oscuridad, se balanceaban inestables a

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través de ellas. Después, se hicieron más nítidos y se convirtieron en unos
rayos de luz que resplandecían con un tono cetrino. Sorprendida, se sentó
en la cama y cerró los ojos con fuerza mientras las lágrimas frías discurrían
por sus mejillas, como si acabase de emerger de bajo las aguas. Cuando
volvió a alzar los párpados, encontró aquel par de ojos acechando en la
oscuridad, cetrinos, afilados y taimados, sonriendo seguros y burlones.
«¡Oh, no!», quiso haber gritado, pero no pudo mover ninguna parte del
cuerpo. Se miraron fijamente y sumida en la oscuridad, sin ningún sentido
de la distancia, vio claramente cómo los ojos avanzaban hacia ella. El tono
cetrino se tornó cruel y se convirtió en una gigantesca presión que se
apoderó de ella, no podía escapar, no tenía margen de retirada, ni armas
con las que resistirse. Mientras tanto, su marido dormía de modo apacible
junto a ella.
No supo cuánto tiempo permanecieron allí mirándose. Los ojos
cetrinos no se arredraban, permanecían expectantes y de vez en cuando
daban vueltas alrededor de ella. La luz lechosa de la luna se había
espesado, y se había introducido lentamente en la habitación. En un punto
del recorrido que hacían los ojos en torno a ella, la luz de la luna hizo
visible algo más: una cola de animal cubierta de pelo suave y negro que
colgaba ágil y silenciosa. Sabía lo que tenía que hacer, extendió la mano
para alcanzar la lámpara de la mesilla. Los ojos cetrinos no se inmutaron,
siguieron observándola sin dejar de sonreír maliciosamente, como con el
gesto torcido. Al alcanzar el interruptor de la luz descubrió que carecía de
la valentía para pulsarlo.
Los ojos cetrinos lo sabían todo, aguardaban para liberar su
desenfreno mirándola en calma y con una sonrisa venenosa, mientras ella
se decía: «Sólo tienes que pulsar ese interruptor, será el arma que te hará
vencer», pero sabía que no podía, que no era capaz de hacerlo. Cuando
los ojos cetrinos decidieron que era hora de terminar con el juego,
parpadearon varias veces y desaparecieron poco a poco. En ese último
cruce de miradas, ella comprendió con claridad las señales de los ojos:
supo que volverían y que ella no tenía escapatoria, que no conseguiría
huir.
En las noches que siguieron, al despertarse de sueños que superaban
el límite de lo angustiante, se encontró a menudo con aquellos ojos
cetrinos. A veces, la esperaban tranquilos en la distancia; otras, se movían
flotando en el vacío. Parecía que tenían la misión de incrementar el peso
de sus remordimientos y, siempre que aparecían, su vida pasada le
penetraba el pecho con un dolor intenso. Necesitaba un nuevo tipo de
fuerza liberadora y empezó a desear el hijo con más ahínco.

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Ansiaba el mamar de la boca de un niño, sabía que sólo con esa
succión adherida a sus pechos dejarían de aparecer en la habitación
aquellos ojos cetrinos. Ansiaba el consuelo del renacimiento aportado por
una hilera de dientes infantiles mordisqueando los pezones, sin duda le
despertaría mayor interés que las demostraciones de amor de su marido
jugueteando con ellos. Tenía que tener un niño, un niño que demostrase a
los ojos cetrinos que podía ser madre y para conseguirlo debía recurrir a
poderes sobrenaturales; así recordó a la muñeca de madera.
Acariciaba el cuerpo de su marido, pero los pechos que había
imaginado creciéndole ya no le provocaban ninguna emoción. Sus
pectorales, que una vez le habían despertado un enorme deseo, ya no le
parecían más que un músculo humano, ordinario, sin nada de especial.
Recordaba los pechos que una vez quiso encontrar en su torso y le
parecía una idea cómica e inútil. Sabía que nadie le brindaría una ayuda
efectiva, sólo ella misma podía encontrar una salida.
Había buscado, con la ambición propia de una fanática convencida, un
par de pechos que le pertenecieran a ella, que no fueran inalcanzables
como los de la mamá de otra niña. Escondida en un refugio que había
permanecido abandonado desde los tiempos de la guerra, había
encontrado al fin una talla de madera de una mujer desnuda con un par de
pechos bien proporcionados en el torso, formados por dos semiesferas
curvas adheridas a la mitad superior de la mujer. Fue la primera vez que
reconoció la forma de aquellos pechos que tanto amaba; en el torso de la
muñeca de barro no eran más que montículos puestos de cualquier
manera. Acariciando la distinguida belleza de las curvas de la muñeca de
madera, experimentó un placer sensorial al que ya no querría renunciar.
De pie frente al espejo de cuerpo entero, observaba los suntuosos
pechos de su torso desnudo y de repente los encontró tan seductores que
empezó a desearlos. Cruzando los brazos, se los apretó hasta sentir dolor,
los quería, quería esa belleza despreocupada que escondían sus
contornos oscuros, quería recostar su cabeza sobre ellos, quería que sus
dientes pudieran mordisquear aquellos pezones afortunados. Inclinó la
frente hacia ellos, sólo para comprobar que jamás los alcanzaría.
Nunca olvidaría el goce que sintió la primera vez que tocó con los
labios los pezones de la muñeca de madera, unos pezones diminutos que
parecían hechos para ser succionados. Podía cubrir por entero con su
boca cada uno de ellos, podía poseerlos por completo. Rezó a la muñeca
de madera por unos pezones que succionar, o por una boca infantil que los
besara por ella.
Quería una boca que no contuviera lujuria, por lo que la conducta de

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su marido no le servía. Por ello, la siguiente noche en la que aparecieron
los ojos cetrinos, se incorporó despacio hasta sentarse en la cama y, con
gesto seguro, comenzó a desabrocharse los botones de la camisa del
pijama. Por primera vez, los ojos cetrinos se quedaron mirándola fijamente
mostrando sorpresa. Ella se desabrochó a continuación el sujetador y
jugueteó con sus pezones hasta que los ojos cetrinos cayeron seducidos y
se le aproximaron con sigilo. Unos colmillos grandes y pálidos
resplandecieron en la oscuridad. La embargó una sensación de felicidad,
producida por la satisfacción de la victoria.
Cuanto más se acercaban los ojos cetrinos, más visibles se volvían los
colmillos. Ella dejó de juguetear con los pezones y dejó caer los brazos; los
pechos quedaron totalmente descubiertos frente a los ojos que la miraban.
Imaginó aquel par de colmillos mordisqueándole los pezones; el placer que
producirían debía de ser parecido al de la boca de un niño succionándolos.
Sumida en la satisfacción producida por la felicidad extrema que sentía,
comenzó a gemir.
Asustados, los ojos cetrinos se recompusieron al instante, recuperaron
la actitud burlona y, tras una mirada larga y lasciva, se retiraron con
soltura.
Ella estaba convencida de que, con su deseo primitivo e implacable,
los ojos cetrinos podían proporcionarle libertad y felicidad; los quería, pero
para conseguirlos tenía que aceptar sus formas. Los infinitos campos de
caña de azúcar de su pueblo natal se extendieron a su alrededor, sombríos
y desconocidos.
Sabía que en los campos de caña habría cientos de miles de ojos
cetrinos observando su cuerpo, cientos de miles de colas rozándole las
extremidades, plumas blancas colmando sus genitales, colmillos blancos
mordiendo sus pechos; aquel era un lugar dulce y oscuro, infinito, nunca
tocado por la luz del sol, donde podría descansar tranquila y esconderse.
Lo quería, quería ser dueña de él, nada más le importaba. Deseaba su
pueblo natal y los recónditos bosques de cañas de azúcar. Despertó a su
marido con un zarandeo y, con gran agitación, le dijo:
—Quiero volver, quiero volver a mi pueblo.
Los adormilados ojos del marido se abrieron de repente y la miraron
con frialdad.
—¿Por qué?
—No hay por qué.
—Tendrás que darme alguna razón.
—No la entenderías.
—¡¿No será por esa muñeca tuya?! —preguntó su marido con

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intención de burlarse.
—Exacto, ya lo sabes.
A su marido le irritó aquella indiferencia.
—¿No has tenido ya suficiente? —preguntó indignado—. No dejaré
que te vayas.
—¿De verdad crees que quiero volver? Te digo que no tengo elección,
no hay nada que pueda hacer. No hay nada que hacer, tengo que volver.
Cerró los ojos lentamente, deseando no haber mencionado el tema.
En el lejano paisaje imaginario de sus sueños, sintió explotar sin motivo los
pechos de la madre de la niña; un líquido denso y blanco, como una garra
abierta, serpenteó lentamente hacia ella hasta atraparla. En mitad de la
confusión, quiso escapar corriendo, pero de inmediato descubrió que el
líquido denso y blanco ejercía una enorme fuerza de succión. Aquellas
terribles fauces blancas le fueron separando poco a poco las piernas y
trataron de succionarlas; sintió que sus pies quedaban inmóviles. El líquido
blanco avanzó serpenteando hasta sus pies y continuó subiendo por su
cuerpo. El frío ascendió reptando por él como una serpiente húmeda,
haciéndole sentir sobre la carne la elasticidad de sus formas redondeadas,
como si unos pechos muertos se restregaran contra su cuerpo. El líquido
siguió remontando su cuerpo hasta llegar a la boca y, cuando parecía que
iba a entrar por ella, se le enroscó con la sinuosidad de una serpiente. La
sensación de asfixia y dolor no pudieron con el profundo júbilo que sentía.
Comprendió que aquel eterno líquido blanco jamás fluiría en su boca,
que tendría que aguardarlo y buscarlo por siempre; sin embargo, quería
intentar atraparlo, creía que sólo en él encontraría algún tipo de consuelo,
algún tipo de verdad que le hiciera entregarlo todo. Partiría hacia él con los
primeros rayos de luz, sin importarle la oposición de su marido, convencida
de que era su única salida.
Al abrir los ojos, vio a su marido mirándola lleno de arrepentimiento.
—No dejes de esforzarte y algún día todo irá bien —dijo su marido.
—Puede ser —respondió ella—. Pero no será con tu método, tendré
que seguir el mío.
Aunque aquello sería al cabo de mucho tiempo. Se apoyó con
delicadeza en el pecho de su marido y se puso a pensar en un maniquí de
mujer sin ropa que había visto por la calle, en un escaparate. «Un día será
mía y entonces quizá la llame mi muñeca de cera», murmuró para sí.

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Título original: 有曲線的娃娃

Diseño de cubierta: Marc Valls, a partir de una imagen de Maria Llusà


Composición digital: JauJa
Lectura de pruebas: Maialen Marín Lacarta y Mireia Vargas Urpí
Edición 1.0 en formato digital: marzo 2020
© de traducción y prólogo: Alberto Poza
© ¡Hjckrrh!
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ISBN-13: 978-84-948648-4-1

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Índice
Prólogo 3
1 6
Créditos 21

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