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Lo que trasciende las fronteras del alma.

Viracocha, el héroe dios, Surgió de las aguas y creó el cielo, la tierra, los animales y los hombres
a los que luego destruyó y volvió a crear a partir de la piedra, les enseñó técnicas y oficios y los
dispersó en las cuatro direcciones. Los Incas lo adoraban sin ofrecerle sacrificios ni tributos. Su
culto estuvo repartido por el sur andino y su vigencia está asociada con antecedentes religiosos
de las culturas Huari y Tiahuanaco. Tenía como compañero a un pájaro con forma de colibrí de
oro, que podía conocer el pasado y el porvenir. Las plumas del ave, mensajero de los dioses, se
usaban en la mascaypacha o corona del emperador Inca. A Viracocha lo representaban con dos
varas en las manos, como si fuesen jabalinas u hondas. Se dice que Viracocha siguió el camino
del sol, perdiéndose en el océano y estableciéndose después en el cielo.

El viaje me parecía aburrido, aquella caverna a la que entramos, un despropósito ¿Por qué
dedicar tanto tiempo a seres tan inferiores como los dioses? La piedra los conserva, mi memoria
los desecha, solo me apaciguaba el saber, que aquel viaje, repercutiría de manera positiva en
mis notas finales.

La cultura Inca, me parecía inferior, siempre hemos sido inferiores, si hasta nuestros dioses lo
eran ¿cómo no serlo nosotros? El guía, un arqueólogo escasamente memorable, nos advertía de
cuando en cuando de figuras que yacían en la roca, estas a mi juicio parecían elaboradas por
vulgares infantes, pero resultaban ser de maestría singular a los ojos de un estudioso del tema,
rogaba la salida de aquel lugar, yo, que me consideraba paciente, deseaba huir de aquel aburrido
suplicio; tras dos horas de inercia colectiva, salimos.

Cuando emergí de aquella caverna, sentí el abrazo del señor maestro del universo, Viracocha,
no supe explicarlo a mis compañeros, más bien no quería explicarlo, porque hacerlo me
rebajaría a la superstición, medité en aquel acontecimiento, no soy creyente, pero no podía
atribuir aquel sentimiento a la vana razón, no era una coincidencia, las coincidencias no calan
tanto, no era una alucinación, las alucinaciones no perduran en la memoria lúcida, era y yo lo
sabía, real, como nada, como todo.

Mientras me encontraba en ese trance, el guía comenzó a narrar aventuras fantásticas sobre los
dioses, de cómo peleaban junto a los seres humanos que en otro tiempo fueron su deshonra,
de cómo se movían por el espacio deformando la realidad recreando enormes monumentos ya
extintos, también, y estos fue lo que más me impactó, de cómo podían, a pesar de su majestad
y poder, entregar sus secretos y su ser a algún humano que obtuviera de ellos su aprobación o
que los afectara tanto que no fuesen capaces de negarle aquellos conocimientos, mi atención
ahora priorizaba aquellas historias, anhelaba saber más de aquellos entes primigenios que de
un momento a otro y por un acto sutil, pero abarcativo, se convirtieron en parte de mí, como si
siempre lo hubiesen sido, un abrazo crea lazos, los lazos crean memorias, y la mía reverberaba
en internas exclamaciones de júbilo hacia Viracocha y su historia.

Agradecí al guía por sus enseñanzas, todos me miraban perplejos, pero tampoco hacían, como
era natural, de eso, algo realmente trascendente, antes de irse, aquel guía y arqueólogo, escribió
algo en un papel y me lo dio luego de envolverlo con mucha delicadeza, “léelo cuando te sientas
acorralado” dijo y entonces partió en su auto, nosotros subimos al bus y regresamos a nuestros
hogares, esa noche traté de conocer más a Viracocha, leí relatos, consulté a maestros y fatigué
enciclopedias en su busca, todo demeritaba su existencia, mi razón no toleraba más mi
sentimentalismo, porque aquel sentimiento, que era razonable, se peleaba con todo y siempre
vencía.

Decidí detener el progreso de su influencia en mí o, más bien por el contrario, dependiendo del
resultado, magnificarlo; ¿cómo lo haría? Sencillo, recitaría aquella plegaria sagrada, que mis
ancestros vociferaban a su memoria para invocarlo, yo sabía que hacerlo quizá no me libraría,
porque en el fondo siempre buscaría una excusa a su ausencia, aun así y con la esperanza viva
de percibirlo, entrelacé mis manos y de rodillas clamé su favor, entonces el tiempo se detuvo,
mi habitación ya no era mi habitación, yo no era yo, todo era uno, yo era Viracocha, Viracocha
era yo, hablé palabras inefables que entendí, la paradoja era la norma en aquel estado etéreo,
en ocasiones, en mi día a día, hablaba solo, pero en aquella ocasión pude hablar conmigo mismo,
sentía que sabía lo que diría y a la vez no, las respuestas que me daba a mí mismo eran
espontaneas, aquel éxtasis no lo explicaría la razón , pues la razón desecha la verdad, no sentí
deseos de comunicar mi experiencia, no tenía sentido hacerlo, de alguna forma se los dije a
todos, si alguien conoce esta historia, es porque estuvo allí conmigo, danzando en el ocaso de
Viracocha.

Nunca supe como terminó, solo sé que amanecí acostado boca arriba en mi cama, y que al
hacerlo corrí a mi escritorio, abrí de nuevo la enciclopedia y el nombre viracocha me pareció un
nimiedad, ese nombre no podía abarcarlo, ni decirle amo del todo o creador de la realidad, le
alcanzaría, su magnitud me sobrepasaba, nos sobrepasaba, lo peor es que en mi memoria
cuando trato de rememorar su aspecto, veo un espejo infinito que refleja la innumerable
concatenación de efectos y causas que su sola sombra expone, cuando esto pasa, recito las
palabras urnush emerad acoenetem, las que me dio el arqueólogo y la calma me abriga, este se
convirtió en mi mantra, porque luego de aquella experiencia la razón ya no me alcanza y
continuamente siento el vértigo de la verdad, en ese estado adverso solo mi mantra me libera,
ya no hablo con nadie, vivo recluido en mi esfera, soy Viracocha.

-Siempre deja un espacio para la fantasía, nuca sabrás cuando esta te transforme y haga de
ti algo menos mundano-

Jefferson
Moreira.

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