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Según recientes estudios, quienes comen ciruelas son notoriamente más inteligentes que

quienes no lo hacen nunca. Semejante información me llevó no a la frutería, sino a mi


biblioteca, y allí encontré bastantes textos sobre ese fruto carnoso con una única semilla
rodeada de un endocarpo leñoso. Empecé por Oda a la ciruela, de Neruda, poema
levemente paupérrimo que, sin embargo, en parte, paso a transcribir: “Desde entonces, / la
tierra, el sol, la nieve, / las rachas/de la lluvia, en octubre, / en los caminos, / todo, / la luz,
el agua, / el sol desnudo, / dejaron/en mi memoria olor/ y transparencia/de ciruela: / la
vida / ovaló en una copa su claridad, su sombra, / su frescura. / Oh beso / de la boca / en la
ciruela, / dientes y labios llenos / del ámbar oloroso, / ¡de la líquida luz de la ciruela!”. En
fin. Repuesto ya de ese trago amargo, pasé a uno de los poemas más conocidos y
perfectos de William Carlos Williams, This Is Just to Say, de 1934, en el que vuelve sobre
la idea de la vida cotidiana como horizonte final, pero expresada como epifanía, nunca
como realismo. Hasta donde sé (que no es mucho: piensen que jamás probé una ciruela),
el título del poema ha sido traducido al castellano de diversas maneras (“Esto es solo para
decir”, y “Solo para decirte”, que me parece la más ajustado): “Solo para decirte / que me
comí / las ciruelas / que estaban en / la heladera // y que probablemente / guardabas / para
el desayuno // Perdóname / estaban deliciosas / tan dulces / tan frías”. 
Luego abrí, un poco al azar, pero con la sospecha de que algo allí podía haber, Poesía
clásica china (Cátedra, Madrid, 2002, traducción de Guojian Chen) y me encontré con La
aldea ciruela, de Wu Weiye, escrito hacia 1650: “Mi cabaña está rodeada / de una cerca
de madera / y de tupidos musgos. / Conseguí de un amigo / retoños de bambú / y semillas
de flores, / y los planté con cuidado. /No salgo de visita, / mas me gusta que vengan a
verme. /Por dedicar mucho tiempo a la lectura, / tardo en contestar las cartas. / Con el
libro abierto, / oigo, junto a la ventana, / el ruido de la lluvia. / Subo a la terraza / y, bajo
el solitario árbol, / contemplo las nubes. / Caen frutos de los ciruelos, / y el viento esparce
su aroma. / Las naranjas son una delicia, / y da gusto verlas. / Cojo la barquilla / anclada
cerca de la sala / y me voy de pesca”.
Dejando atrás la poesía, llegando a la narrativa, en pocas escritoras la comida aparece con
tanta precisión como en Agatha Christie. Por supuesto, también las ciruelas, como en La
puerta del destino, su última novela donde, obviamente, también aparecen por última vez
los detectives Tommy y Tuppence Beresford. En la antigua casona reciben de cenar
filetes de lenguado y budín de postre. Páginas más adelante, la conversación se vuelve
sobre una pastelería llamada Betterby, donde hacen tortas con una harina especial con
ingredientes secretos, junto a un tipo de ciruelas de la variedad claudias (o Reina
Claudia), a las que Christie califica de “típicas de esa región”. En otra de sus novelas, El
pudding de Navidad, buena parte de la intriga se resuelve con el consejo que le dan a
Poirot: “No coma esas ciruelas”. 
Por suerte (para ustedes) no soy poeta ni narrador, pero si lo fuera, escribiría un poema
sobre comprar ciruelas en un mercadito de un barrio al que, para llegar, tuve que cruzar
media ciudad, y cómo volví de allí flotando.

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