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BORRADOR AL SOLO EFECTO DE ESTA PRESENTACIÓN – POR FAVOR NO

CITAR NI DIFUNDIR

La víctima en las modernas teorías de fundamentación del castigo

1. Introducción
Comenzaré esta ponencia de modo “negativo”: para evitar posibles equívocos
quiero, desde el inicio, aclarar qué temas no abordaré:
-No intentaré describir, desde un punto de vista sociológico, el papel que las víctimas
efectivamente cumplen en el diseño de las instituciones penales y/o de una determinada
política criminal;
-Tampoco pretenderé analizar el rol que la figura de la víctima cumple actualmente
en el derecho penal argentino, ni en ningún otro ordenamiento jurídico en particular.
Antes bien, esta presentación versará sobre una cuestión más abstracta o, si se
quiere, puramente filosófica: lo que me interesa discutir es cuál debería ser el papel
asignado a la víctima en lo que concierne a la justificación del castigo.
Tres aclaraciones previas son necesarias: la primera está relacionada con la palabra
“modernas” que figura en el título. Con tal calificativo pretendo señalar que me concentraré
en la discusión académica contemporánea acerca de la justificación del castigo: es decir, no
haré referencia a las posiciones de autores clásicos como Kant, Bentham, o Beccaria, sino
más bien la de aquellos que han desarrollado su obra a partir de la segunda mitad del siglo
XX. La segunda aclaración es que pondré el foco en los desarrollos teóricos que han tenido
lugar en el marco de la academia angloamericana, y no en la tradición
dogmática/continental. La tercera es que no pretenderé brindar un panorama exhaustivo
de las teorías acerca de la justificación del castigo que hacen referencia a la víctima –ello
llevaría una monografía entera—sino más bien plantear algunos interrogantes que se dan
en el marco de tal discusión, para que podamos reflexionar colectivamente.
Hechas estas precisiones, pasaré ahora al nudo de la cuestión.
2. ¿De qué hablamos cuando hablamos de “justificación del castigo”?
El castigo es una práctica que implica ocasionarle un daño, menoscabo, maltrato,
molestia, etc., de manera intencional a alguien. En particular, el castigo penal supone un
tipo de daño bastante severo: pensemos, por caso, en la pena de prisión que es impuesta a
quien es condenado en un proceso penal. Ahora bien, de acuerdo con lo que prescribe una
regla moral que comúnmente aceptamos, no deberíamos ocasionarle un daño deliberado
a otra persona. ¿Cómo es posible justificar entonces, a la luz de esa regla moral, el daño
deliberado que implica el castigo? En otras palabras: ¿por qué algo que normalmente es
inadmisible, como infligir un daño deliberado a otra persona, se vuelve admisible cuando
hacemos eso mismo a través del castigo?
Esa es la pregunta fundamental que interesa a quienes escriben acerca de la
justificación del castigo. El problema que se plantea es, por ende, cómo es posible -si es que
es posible en absoluto- justificar una práctica que supone la irrogación de un daño
deliberado a otra persona. Esa irrogación deliberada de un daño constituye, por lo tanto, la
base de demanda que exige o requiere una justificación; en otras palabras, se trata de
aquello que debe ser contestado si es que se pretende justificar el castigo.
Este, desde ya, no es el único problema que plantea el castigo. Por ejemplo, cuando
pensamos acerca de la institución del castigo penal, surge naturalmente la pregunta: ¿por
qué debiera ser el Estado quien se encarga de administrar el castigo? Podemos continuar
pensando en problemas adicionales, como por ejemplo los que plantean las preguntas: ¿es
posible justificar el castigo estatal en sociedades notablemente injustas y/o desiguales?
¿qué tipo de conductas pueden ser criminalizadas? ¿puede justificarse que el Estado
dedique recursos para el mantenimiento del sistema penal que podrían ser asignados a
otros bienes? Sin embargo, el problema más fundamental y básico, aquel que constituye el
núcleo de la discusión acerca de la permisibilidad moral del castigo es, como decía
anteriormente, el problema que supone justificar la irrogación deliberada de un daño a una
persona.
En la discusión contemporánea, se destacan dos líneas de respuesta frente a ese
problema: el retribucionismo y el consecuencialismo. Algunos autores creen que estas dos
teorías son conjuntamente exhaustivas: es decir, que ambas agotan el universo de posibles
respuestas al problema identificado. Para estos autores, las posiciones que suelen
presentarse como alternativas al retribucionismo y el consecuencialismo, son en realidad
alguna variante de una de esas dos teorías. Para otros, en cambio, tales posiciones
constituyen teorías autónomas (aquí uso el término “teoría” algo laxamente). Además, hay
quienes defienden teorías “mixtas”, las cuales combinan consideraciones retribucionistas y
consecuencialistas. No es necesario profundizar en esta discusión por el momento, por lo
que nos conformaremos con decir que el retribucionismo y el consecuencialismo son las
dos posiciones principales -es decir, las más difundidas y las que tienen más adeptos- en el
ámbito de la discusión acerca de la justificación del castigo.
3. Consecuencialismo. Breve descripción.
Para los consecuencialistas, el castigo se justifica porque produce consecuencias
beneficiosas. Típicamente, las consecuencias que se suelen invocar son la prevención de
delitos –lo que se produce gracias al mensaje disuasorio enviado al resto de la sociedad a
través del castigo del delincuente-, la mayor seguridad de la sociedad -aspecto que se logra
mediante la neutralización del delincuente-, o el propio bienestar del delincuente -lo que
se consigue a raíz de la “rehabilitación” que implica el castigo-. Si bien estas son las más
comunes, no son las únicas: el consecuencialismo, como teoría, es pluralista con relación al
estado de cosas beneficioso que se pretende obtener a través del castigo. Esto quiere decir
que cualquier cosa puede constituir el “bien” que se pretende maximizar a través del
castigo.
El consecuencialismo ve al castigo como un mal, en la medida que implica la
irrogación de un daño a una persona. Sin embargo, sus defensores sostienen que se trata
de un mal que, en ocasiones, se justifica porque conduce a un mayor bienestar general.
El atractivo del consecuencialismo es que parece recoger una intuición común,
relacionada con el carácter “útil” del castigo. Normalmente queremos, por ejemplo, que la
sociedad sea más segura y que haya menos delitos, y pareciera que el castigo de los
delincuentes es un medio adecuado para llegar a ese resultado. Además, los
consecuencialistas hacen hincapié en que el castigo se encuentra justificado siempre y
cuando conduzca a un bien: es decir, siempre y cuando mejore, de algún modo, el estado
del mundo. Ningún consecuencialista justifica, por ende, el castigo por el castigo mismo.
Sin embargo, esta corriente es objeto de dos poderosas objeciones. En primer lugar,
el consecuencialismo parecería incapaz de oponerse, de manera principialista, al castigo del
inocente, cuando ello generara consecuencias suficientemente beneficiosas. Imaginemos
que tenemos la certeza de que, si castigamos a una persona inocente, lograremos evitar
una masacre. Parecería que, desde un cálculo consecuencialista, el castigo de un inocente
es un pequeño costo que pagar para evitar una situación general que es mucho peor. En
tales casos, el consecuencialista debería estar dispuesto a castigar al inocente – algo que,
naturalmente, choca con nuestras más elementales convicciones acerca de la justicia. De
igual manera, el partidario del consecuencialismo debería aceptar que, en ocasiones, se
castigase de manera desproporcionada a un culpable si es que ello arrojara un saldo de
consecuencias positivo. Tal situación se daría, por ejemplo, si castigásemos con pena de
prisión perpetua a un sujeto que conduce bajo estado de ebriedad sin lesionar a nadie,
generando dicho castigo una disuasión general tan poderosa que los siniestros viales por
ebriedad disminuirían en un 50%. El problema que supone un caso así es que resulta
moralmente cuestionable que se sacrifique a una persona, a modo de chivo expiatorio, para
el bien de la sociedad.
En segundo lugar, el consecuencialismo supone tratar a quien recibe el castigo de
manera instrumental: es decir, como un mero medio para un fin. Tal tratamiento
instrumental resulta inconsistente con el respeto que nos debemos unos a otros. De
acuerdo con una lectura kantiana, cada persona posee una dignidad inviolable, que exige
que se la trate como un fin en sí misma y no como un mero medio.
Los consecuencialistas modernos intentan sortear estas dos objeciones: esto es,
intentan demostrar que es posible justificar el castigo en términos consecuencialistas sin
que ello implique tener que aceptar el castigo de un inocente ni el tratamiento instrumental
de quien es castigado. Requeriría otra ponencia determinar si esos intentos han sido
exitosos. Por lo pronto, es importante tener en cuenta que estas dos objeciones continúan
siendo el principal punto débil del consecuencialismo.
4. Retribucionismo. Breve descripción.
El retribucionismo no es una teoría uniforme, sino más bien una denominación con
la que se designa a una familia de teorías que comparten ciertos rasgos. Sin perjuicio de tal
diversidad, el elemento común a toda posición retribucionista es el énfasis puesto en la
noción de merecimiento.
Para los retribucionistas, el merecimiento cumple un rol fundamental en la
justificación del castigo: el castigo se justifica porque el ofensor lo merece. Ahora bien, uno
podría preguntarse: ¿cuándo alguien merece ser castigado? La respuesta habitual es que,
para que alguien merezca ser castigado, debe haber cometido una acción moralmente
objetable, y debe haberlo hecho culpablemente. Cuando se satisfacen esas dos condiciones,
el sujeto se vuelve merecedor de castigo.
La mayoría de los retribucionistas creen que el castigo de alguien que merece ser
castigado es un bien intrínseco. Es decir, cuando castigamos a alguien que lo merece,
estamos realizando una acción que es valiosa en sí misma, independientemente de las
consecuencias que pueda generar. Las consecuencias adicionales que pueda traer el castigo
-como la disminución del delito o la mayor seguridad de la sociedad- son entonces
irrelevantes, desde un punto de vista estrictamente retribucionista, para su justificación.
Por otro lado, los retribucionistas discrepan acerca de la fuerza normativa del
merecimiento. Es decir, algunos creen que el hecho de que una persona merezca ser
castigada implica que existe un deber de castigarla. Otros creen que el merecimiento genera
un mero permiso para castigar. Otros sostienen que el merecimiento provee una razón
derrotable en favor del castigo: es decir, una razón que favorece el castigo pero que puede
ser derrotada -dejada de lado- por otras razones que, en el caso particular, tengan un mayor
peso.
Las objeciones más comunes contra el retribucionismo son la objeción de la
venganza y la objeción que hace hincapié en el carácter liberal del Estado. Según la primera,
el retribucionismo implica hacer lugar a un deseo irracional de venganza, en la medida que
busca generar el sufrimiento del ofensor por el sufrimiento mismo. De acuerdo con esta
objeción, el mal causado al ofensor a través del castigo no deja de ser un mal por el hecho
de que este haya cometido una ofensa. Así, se suele decir que la sumatoria de un mal (el
del crimen) con otro (el del castigo) genera dos males, y no un bien. La segunda objeción
sostiene que, incluso si los ofensores merecieran ser castigados, no le corresponde a un
Estado liberal inmiscuirse en la distribución de merecimientos. Esto es, no le corresponde
juzgar moralmente la conducta de las personas a partir de un cierto ideal de excelencia.
Antes bien, el estado liberal debería limitarse a impartir coacción cuando ello resulte
necesario para evitar un mayor daño a la población.
Será necesaria otra oportunidad para analizar si estas objeciones son contundentes
o no. Lo importante, para situarnos en la discusión, es remarcar que siguen vigentes.
5. El rol de la víctima en el consecuencialismo
Hecha esta introducción, podríamos ahora preguntarnos: ¿y la víctima?
Después de todo, parece claro que la principal afectada por el delito es la víctima, y
esto implica que la respuesta al infractor debiera estar asentada, al menos parcialmente,
en los intereses de aquella.
Partiendo de la primera de las principales teorías acerca de la justificación de castigo
que mencioné, podríamos pensar en posibles formas en las que el consecuencialismo
podría incorporar la figura de la víctima.
Una primera modalidad posible guarda conexión con la idea de que el Estado ha
“expropiado” el conflicto entre víctima y victimario. Este razonamiento se basa en la idea
de que la razón de ser de la institución del castigo penal consiste en la monopolización en
manos del Estado de la respuesta punitiva, con el fin de evitar la justicia por mano propia.
Así, la función del castigo penal sería “reconducir” el interés vengativo de la víctima de un
modo organizado, de manera tal de evitar el caos que generaría la ausencia de una
respuesta punitiva centralizada. La racionalidad de este enfoque es claramente
consecuencialista, en la medida que la institución del castigo se justifica en tanto contribuye
a un estado de cosas preferible al que existiría si las víctimas pudieran vengarse de sus
victimarios de manera directa.
Una segunda posibilidad consiste en considerar que las consecuencias positivas
relevantes que se busca obtener a través del castigo incluyen, al menos en parte, la
satisfacción del interés de las víctimas. Recordemos que las teorías consecuencialistas son
pluralistas con relación a las consecuencias que persiguen. Así como algunos
consecuencialistas justifican el castigo apelando a la disminución de delitos, otros podrían
hacerlo apelando a la satisfacción del interés de las víctimas en ver a sus victimarios
castigados. Nuevamente: se trataría de una justificación del castigo consecuencialista, en
tanto pretendería justificar el castigo a partir de los efectos que su imposición podría
producir.
El problema de estas reconstrucciones es que resultan objetables por los mismos
argumentos dirigidos contra las versiones tradicionales del consecuencialismo. Pensemos,
por caso, en la objeción basada en el castigo del inocente. Imaginemos que la víctima A
desea que su victimario B sea castigado, pero este se encuentra prófugo. Sin embargo,
resulta perfectamente posible castigar a C -hijo de B- y de esta manera indirectamente
castigar a B. Presumiblemente, el castigo de C causaría a B tanto sufrimiento como si él
mismo resultara castigado. Si el castigo se justifica dado que permite satisfacer los deseos
de la víctima, ¿por qué entonces no castigar a C?
La respuesta que seguramente daríamos es que C es inocente, y no tiene por qué
ser castigado por los crímenes de su padre. Pero estas consideraciones resultan ajenas a la
lógica consecuencialista. Pareciera entonces que la interpretación del consecuencialismo
centrada en la satisfacción del interés de la víctima no es satisfactoria. Veamos cuál es la
suerte del retribucionismo.
6. El rol de la víctima en el retribucionismo
En un famoso intercambio, George Fletcher acusó a Michael Moore -el principal
autor retribucionista contemporáneo- de prestar poca atención a la figura de la víctima.
¿Cómo es posible -se preguntaba Fletcher- que en un libro majestuoso como Placing
Blame -la principal obra sobre el castigo de Michael Moore- no tenga casi referencias a la
víctima?
En su escrito, Fletcher argumenta que una adecuada reconstrucción del
retribucionismo debía asignar un papel más importante a la víctima. La manera en que ello
resultaría posible sería mediante una conceptualización del castigo como la anulación de la
dominación obtenida por el victimario sobre su víctima a raíz del crimen cometido. Fletcher
explica su posición a partir de una analogía con la obra de Hegel. Si para Hegel el castigo
implica la negación de la negación de la norma implícita en el acto ilícito -y, por ende, la
confirmación de la norma-, para él, el castigo es la negación de la dominación del victimario
sobre su víctima, y, por ende, el restablecimiento de la igualdad entre víctima y victimario.
En este sentido, la posición de Fletcher también resulta similar a la defendida por Hampton,
quien entiende el concepto de “retribución” como la reafirmación del valor de la víctima
implícitamente negado por la acción del victimario.
En su réplica, Moore sostuvo que la tesis de Fletcher, según la cual lo que justifica la
imposición del castigo para un retribucionista es la interrupción de la “dominación” ejercida
por el victimario con respecto a su víctima, resultaba o bien falsa, o hacía colapsar al
retribucionismo en el consecuencialismo, o estaba vacía de contenido. Si entendemos la
noción de “dominación” como una cierta relación de poder asimétrica entre víctima y
victimario sostenida en el tiempo, la idea resulta falsa, porque no es cierto que en todos los
casos el victimario adquiera tal dominio sobre la víctima. Muestra de ello resulta el crimen
de asesinato, en el cual la víctima deja de existir y, por lo tanto, no puede seguir siendo
dominada por su victimario.
La segunda replica es que, incluso si considerásemos que el delincuente adquiere
ese tipo de dominio sobre su víctima, la interrupción de esta relación no sería otra cosa que
una consecuencia del castigo; es decir, un efecto de su imposición. El carácter instrumental
del castigo, en tal escenario, resultaría incompatible con la conceptualización del castigo en
términos de un bien intrínseco que es constitutiva de la posición retribucionista.
Por último, si la idea fuera tan solo que el crimen del ofensor implica simbólicamente
una posición de dominación sobre su víctima que debe ser simbólicamente negada a través
del castigo, esto sería equivalente a decir, con otras palabras, que el ofensor merece ser
castigado, en virtud de su accionar, por un imperativo de justicia retributiva. Es decir, que
tal interpretación no agregaría nada a la versión tradicional del retribucionismo formulada
por Moore, a la cual Fletcher critica por no incorporar adecuadamente la figura de la
víctima.
Pero Moore no se limita a derribar los argumentos de Fletcher sino que, además, se
explaya acerca de cuál es el rol que él, como retribucionista, asigna a la víctima. En este
sentido, distingue dos niveles: uno “sustantivo” y otro “procesal”. El primero comprende la
pregunta: “¿Qué rol cumple la víctima en la justificación del castigo retributivo?”; mientras
que el segundo se interesa por la pregunta: “¿Qué papel debería ser asignado a la víctima
en el proceso penal?”
En cuanto al nivel “sustantivo”, Moore argumenta que la víctima ya se encuentra
considerada dentro de la justificación del castigo brindada por los retribucionistas, toda vez
que estos entienden que el castigo se justifica cuando su receptor lo merece. A su vez,
alguien merece ser castigado cuando ha cometido una acción indebida (wrongdoing) de
manera culpable. Pues bien, la mayoría de las acciones indebidas que interesan al derecho
penal presuponen la existencia de una víctima. Pensemos, por ejemplo, en el homicidio.
Alguien que ha cometido un homicidio ha llevado a cabo una acción incorrecta, y si lo ha
hecho de manera culpable, se vuelve entonces merecedor de castigo. Pero el punto que
aquí resulta relevante es que la incorrección de dicha acción radica precisamente en que
existe una víctima, pues ya el mismo concepto de homicidio implica la acción de matar a
otra persona. Para un retribucionista, los autores de homicidios, robos, violaciones, etc.,
deberían ser castigados porque lo merecen, y la razón por la cual merecen ser castigados
es que han victimizado a quienes han sufrido esos crímenes.
En cuanto al nivel “procesal”, Moore sostiene que, para un retribucionista, la víctima
particular de un caso no debería tener injerencia en el proceso penal: es decir, que no le
corresponde a la víctima decidir si se castiga o no al ofensor, ni cuánto se lo castiga. Esta
concusión se desprende, según Moore, del compromiso del retribucionismo con el ideal de
justicia retributiva. Para un retribucionista, existe un imperativo de justicia según el cual se
debe castigar a quienes lo merecen –imperativo que se vería violado si se suspendiera el
castigo de alguien que lo merece por decisión de su víctima. Pensemos, para ilustrar este
punto, en el siguiente caso. Juan tiene una extraña fascinación por lo macabro, y desea
morir siendo descuartizado. Pedro, por otro lado, siempre ha querido descuartizar a
alguien. Juan y Pedro se conocen por internet y pactan un encuentro para llevar adelante
sus respectivos deseos. Antes de morir, Juan graba un video diciendo que su decisión ha
sido perfectamente libre, y ruega que no se inicie un proceso penal en contra de Pedro.
Asimismo, pide a sus familiares que respeten su voluntad y no procuren que se castigue a
Pedro. Podemos estar entonces seguros de que Juan no siente ninguna indignación hacia
Pedro (es más, ni siquiera piensa que Pedro esté haciendo algo malo) y que, en su carácter
de víctima del homicidio, ha hecho expresa su voluntad de que no se castigue a Pedro. Sin
embargo, ningún retribucionista sensato estaría dispuesto a aceptar que la voluntad de
Juan prevaleciera sobre el imperativo de castigar a Pedro. Pedro ha cometido un crimen
terrible: ha realizado una acción indebida y lo ha hecho culpablemente, y por lo tanto
merece ser castigado, independientemente de los deseos de su víctima. Este ejemplo
intenta ilustrar que las víctimas pueden equivocarse: pueden recomendar un curso de
acción que resulta inconsistente con la justicia retributiva, y en tal caso un retribucionista
consecuente debería estar dispuesto a dejar de lado la posición de la víctima.
Creo que en este punto Moore tiene razón, pero solo parcialmente. Es cierto que, si
uno asume una posición retribucionista, debe estar dispuesto, en algunos casos, a insistir
en el castigo del ofensor, aún cuando la víctima se oponga. Ello ocurriría en el caso de Juan
y Pedro. Sin embargo, existen otro tipo de casos, en los que un retribucionista moderado o
sensato debería aceptar la posición de la víctima, aun cuando esta sea contraria al castigo
del ofensor. Imaginemos el siguiente ejemplo. Ana es dueña de un almacén. Una noche, un
ladrón entra en su negocio forzando la puerta, y roba una caja llena de alimentos. Al día
siguiente, Ana mira la filmación de la cámara de seguridad y logra identificar a Carlos, un
vecino del barrio, como el ladrón. Carlos es arrestado y, en el marco del proceso penal, pide
disculpas a Ana, le explica que robó para alimentar a su familia ya que recientemente perdió
su trabajo y no cuenta con dinero, y le ofrece reponer la mercadería que tomó. Ana acepta
las disculpas, solicita que se tenga por concluida la causa penal, y ofrece trabajo a Carlos.
En este supuesto, Carlos ha cometido una acción indebida y ha obrado culpablemente. Sin
embargo, la insistencia del retribucionista en “darle su merecido” a través del castigo
resultaría difícil de sostener, pues resultaría demasiado vengativa y simplista. Si la posición
de Moore condujera a tal escenario, deberíamos abandonarla o, por lo menos, revisarla.
Por suerte, tal revisión resulta posible. Pero ello nos exige volver al punto señalado
más arriba con relación a la “fuerza normativa” del merecimiento. Para Moore, el
retribucionismo conlleva el deber de castigar a quien lo merece. Esto implica que, cuando
no castigamos a quien lo merece, estamos incumpliendo ese deber, lo cual solo deberíamos
hacer en casos extremos (con relación a este punto, Moore desarrolla su teoría del “umbral
deontológico”, cuyo análisis deberá quedar para otra oportunidad). Pero si tomamos el
camino de los retribucionistas moderados, podremos decir que el hecho de que alguien
merezca ser castigado no impone un deber, sino que brinda una razón que favorece el
castigo, pero que no se trata siempre de la única razón en juego, ni de la más importante.
Así, podríamos llegar a la conclusión de que, en el ejemplo de Juan y Pedro, el grado de
incorrección de la acción llevada a cabo por Pedro es tan grande, que el imperativo de darle
su merecido desplaza – tiene más peso que – la voluntad de Juan de no castigar a Pedro.
Pero en el caso de Ana y Carlos, el perdón de Ana, la reconciliación entre ambos sujetos, y
la reparación del daño causado constituyen razones que desplazan a la retribución y
favorecen la no imposición del castigo.
El retribucionismo puede entonces resultar consistente con la consideración de la
víctima como una figura importante: tanto en la fundamentación del castigo (la dimensión
que Moore llama “sustantiva”) como también en cuanto al papel cumplido por la víctima
de un caso concreto en lo que hace a la determinación del castigo del ofensor (la dimensión
que llama “procesal”). Sin embargo, para que ello sea posible -para que no exista una
tensión irresoluble entre el interés de la víctima y la justicia retributiva- es necesario
conceptualizar al retribucionismo de un modo tal que no genere un deber de castigar a todo
aquel merecedor de castigo, sino una razón que favorece el castigo de quienes lo merecen
–razón que, en definitiva, habrá de competir con otras razones que resulten relevantes en
el caso concreto.

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