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PROGRAMA DE

ESTUDIOS GENERALES

HUMANIDADES

Literatura
y
Sociedad

Coordinador:

Camilo Fernández Cozman

2021-2

Este material de apoyo académico se reproduce para uso exclusivo de los alumnos de la Universidad de Lima y en
concordancia con lo dispuesto por la legislación sobre los derechos de autor: Decreto Legislativo 822.
SEGUNDA UNIDAD TEMÁTICA: IMAGINARIOS SOBRE EL AMOR 67
ÍNDICE

INTRODUCCIÓN 6 15. WARMA KUYAY (AMOR DE NIÑO) 68

16. CARA DE ÁNGEL 75


PRIMERA UNIDAD TEMÁTICA: MUNDOS REALES Y MUNDOS FANTÁSTICOS 7
17. COLORETE 81

18. EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL COLE 85


1. LA LITERATURA ES FUEGO 8
(CUENTOS SELECCIONADOS) 85
2. NO SOY UN ACULTURADO 11
19. POEMA 1 92
3. CON DÍAS Y OLLAS VENCEREMOS 13
20. POR MÁS QUE QUIERO (YARAVÍ) 93
4. NO OYES LADRAR LOS PERROS 17
21. POEMA 95
5. EL SUEÑO DEL PONGO 22
22. CUATRO BOLEROS MAROQUEROS 96
6. MONÓLOGO PARA JUTITO 27
23. CARDO O CENIZA 97
7. ETOY RONCA 29
24. EL DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA 98
8. UN SEÑOR MUY VIEJO CON UNAS ALAS ENORMES 30
25. SOY LA MUCHACHA MALA DE LA HISTORIA 115
9. CONTINUIDAD DE LOS PARQUES 35
26. TÍMIDA Y AVERGONZADA 116
10. LA NOCHE BOCARRIBA 37
27. LA MIGALA 117
11. LA CASA DE ADELA 42
28. ANTONIO 119
12. UN HOMBRE SIN SUERTE 52

13. SUI GENERIS 58

14. EL AGUA 64

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TERCERA UNIDAD TEMÁTICA: EL SUJETO JUVENIL 120 APÉNDICE: LECTURAS COMPLEMENTARIAS 196

29. DÍA DOMINGO 121 43. BESTIARIO 197

30. PUNTERO IZQUIERDO 137 44. LA ARAÑA 207

31. EL PRÍNCIPE 140 45. ENSAYOS ESCOGIDOS 208

32. EL TROMPO 150 46. EL VÁSTAGO 224

33. AMOR SOBRE RUEDAS 158 47. LAS FOTOGRAFÍAS 228

48. DIORAMA 232

49. FELICIDAD CLANDESTINA 235


CUARTA UNIDAD TEMÁTICA: LITERATURA Y POLÍTICA 163 50. FLAN DE CHOCOLATE 238

51. LOS CONEJOS BLANCOS 242


34. EL LLANO EN LLAMAS 164 52. LA DEBUTANTE 245
35. DE COLOR MODESTO 170 53. SELECCIÓN DE POEMAS ESCRITOS POR MUJERES 248
36. MI BUENOS AIRES QUERIDO 181 54. ¿QUÉ ES UN EDITOR? 260
37. TEXTOS SOBRE LAS DICTADURAS (MISCELÁNEA) 182 55. EL ABISMO ILETRADO DE UNOS SONIDOS 262
38. MATAR A UN PERRO 188

39. ARTE POÉTICA 191

40. ODA A LA TRISTEZA 192

41. ESTA ALEGRE NOCHE DEL APOCALIPSIS 193

42. CANTO PROLETARIO 194

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Primera Unidad Temática

INTRODUCCIÓN Mundos Reales y Mundos Fantásticos

EL TEXTO LITERARIO es un discurso en el que el material lingüístico supera su función rep-


resentativa y comunicativa y es reconocido por el lector como un producto artístico, según
diversos factores sociales y culturales que actúan como contexto. Adicionalmente la literatura
es un espacio privilegiado para la exploración de la realidad personal y social, el ejercicio de la
imaginación, la perspectiva crítica y el desarrollo de la creatividad y sensibilidad.
El presente conjunto de lecturas está dividido en cuatro unidades que giran en torno a ejes Objetivo general:
temáticos y que seleccionan una muestra significativa y plural de textos narrativos, poéti-
cos y ensayísticos de la literatura peruana y latinoamericana. No se trata de un acercamiento Analizar y comprender la realidad sociocultural del Perú y de América
histórico, sino de caminos que agrupan diversas propuestas estéticas y perspectivas para
abordar literariamente la realidad individual y social. Latina a través de sus principales manifestaciones literarias.

Las cuatro unidades desarrollan los temas siguientes: “Mundos reales y mundos fantásticos”,
“Imaginarios sobre el amor”, “El sujeto juvenil” y “Convulsiones sociales”. Como puede ob-
servarse, estas unidades exploran universos intimistas y colectivos y apelan a las preocupa- Objetivos específicos:
ciones de los estudiantes. Así, ellos percibirán al texto literario como una realidad estética que
los involucra emocionalmente y tendrán la oportunidad de acercarse crítica y reflexivamente 1. Analizar y comprender las dimensiones de lo real en la literatura peruana y lati-
a la literatura peruana y latinoamericana contemporánea.
noamericana a partir de la lectura de textos costumbristas y realistas.
Todas las unidades buscan reforzar el aprendizaje y la capacidad analítica e interpretativa de
los alumnos. Y se orientan a un aspecto que es esencial: despertar la sensibilidad y el gozo 2. Analizar las dimensiones de lo real en la literatura peruana y latinoamericana a
por la lectura. partir de la lectura de textos real maravillosos y fantásticos.

Temas de reflexión:
- América Latina
- Literatura y sociedad
- Literaturas costumbrista y realista
- Literatura fantástica y de lo real maravilloso

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1. LA LITERATURA ES FUEGO latinoamericano ha sido un hombre que libraba batallas sabiendo desde un principio que sería
vencido. Su vocación no era admirada por la sociedad, apenas tolerada; no le daba de vivir,
hacía de él un productor disminuido y ad-honorem. El escritor en nuestras tierras ha debido
Mario Vargas Llosa desdoblarse, separar su vocación de su acción diaria, multiplicarse en mil oficios que lo priv-
aban del tiempo necesario para escribir y que a menudo repugnaban a su conciencia, y a sus
Discurso de recepción del premio “Rómulo Gallegos” (agosto de 1967). En: http://www.litera- convicciones. Porque, además de no dar sitio en su seno a la literatura, nuestras sociedades
terra.com/mario_vargas_llosa/la_literatura_es_fuego/ han alentado una desconfianza constante por este ser marginal, un tanto anónimo que se
empeñaba, contra toda razón, en ejercer un oficio que en la circunstancia latinoamericana re-
sultaba casi irreal. Por eso nuestros escritores se han frustrado por docenas, y han desertado
su vocación, o la han traicionado, sirviéndola a medias y a escondidas, sin porfía y sin rigor.
HACE APROXIMADAMENTE treinta años, un joven que había leído con fervor los primeros es-
critos de Breton, moría en las sierras de Castilla, en un hospital de caridad, enloquecido de Pero es cierto que en los últimos años las cosas empiezan a cambiar. Lentamente se insinúa en
furor. Dejaba en el mundo una camisa colorada y “Cinco metros de poemas” de una delica- nuestros países un clima más hospitalario para la literatura. Los círculos de lectores comien-
deza visionaria singular. Tenía un nombre sonoro y cortesano, de virrey, pero su vida había zan a crecer, las burguesías descubren que los libros importan, que los escritores son algo
sido tenazmente oscura, tercamente infeliz. En Lima fue un provinciano hambriento y soñador más que locos benignos, que ellos tienen una función que cumplir entre los hombres. Pero
que vivía en el barrio del Mercado, en una cueva sin luz, y cuando viajaba a Europa, en Cen- entonces, a medida que comience a hacerse justicia el escritor latinoamericano, o más bien, a
troamérica, nadie sabe por qué, había sido desembarcado, encarcelado, torturado, convertido medida que comience a rectificarse la injusticia que ha pesado sobre él, una amenaza puede
en una ruina febril. Luego de muerto, su infortunio pertinaz, en lugar de cesar, alcanzaría una surgir, un peligro endiabladamente sutil. Las mismas sociedades que exilaron y rechazaron
apoteosis: los cañones de la guerra civil española borraron su tumba de la tierra, y, en todos al escritor, pueden pensar ahora que conviene asimilarlo, integrarlo, conferirle una especie
estos años, el tiempo ha ido borrando su recuerdo en la memoria de las gentes que tuvieron la de estatuto oficial. Es preciso, por eso, recordar a nuestras sociedades lo que les espera. Ad-
suerte de conocerlo y de leerlo. No me extrañaría que las alimañas hayan dado cuenta de los vertirles que la literatura es fuego, que ella significa inconformismo y rebelión, que la razón
ejemplares de su único libro, encerrado en bibliotecas que nadie visita, y que sus poemas, que del ser del escritor es la protesta, la contradicción y la crítica. Explicarles que no hay térmi-
ya nadie lee, terminen muy pronto trasmutados en humo, en viento, en nada, como la insolente no medio: que la sociedad suprime para siempre esa facultad humana que es la creación
camisa colorada que compró para morir. Y, sin embargo, este compatriota mío había sido un artística y elimina de una vez por todas a ese perturbador social que es el escritor o admite
hechicero consumado, un brujo de la palabra, un osado arquitecto de imágenes, un fulgurante la literatura en su seno y en ese caso no tiene más remedio que aceptar un perpetuo torrente
explotador del sueño, un creador cabal y empecinado que tuvo la lucidez, la locura necesarias de agresiones, de ironías, de sátiras, que irán de lo adjetivo a lo esencial, de lo pasajero a lo
para asumir su vocación de escritor como hay que hacerlo: como una diaria y furiosa inmol- permanente, del vértice a la base de la pirámide social. Las cosas son así y no hay escapatoria:
ación. el escritor ha sido, es y seguirá siendo un descontento. Nadie que esté satisfecho es capaz de
escribir, nadie que esté de acuerdo, reconciliado con la realidad, cometería el ambicioso desat-
Convoco aquí, esta noche, su furtiva silueta nocturna, para aguar mi propia fiesta, esta fiesta ino de inventar realidades verbales. La vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre
que han hecho posible, conjugados, la generosidad venezolana y el nombre ilustre de Rómulo con el mundo, de la intuición de deficiencias, vacíos y escorias a su alrededor. La literatura
Gallegos, porque la atribución a una novela mía del magnífico premio creado por el Instituto es una forma de insurrección permanente y ella no admite las camisas de fuerza. Todas las
Nacional de Cultura y Bellas Artes como estímulo y desafío a los novelistas de lengua españo- tentativas destinadas a doblegar su naturaleza airada, díscola, fracasarán. La literatura puede
la y como homenaje a un gran creador americano, no solo me llena de reconocimiento hacia morir pero no será nunca conformista.
Venezuela; también, y sobre todo, aumenta mi responsabilidad de escritor. Y el escritor, ya lo
saben ustedes, es el eterno aguafiestas. El fantasma silencioso de Oquendo de Amat, instalado Solo si cumple esta condición es útil la literatura a la sociedad. Ella contribuye al perfec-
aquí, a mi lado, debe hacernos recordar a todos -pero en especial a este peruano que ustedes cionamiento humano impidiendo el marasmo espiritual, la autosatisfacción, el inmovilismo,
arrebataron a su refugio del Valle del Canguro, en Londres, y trajeron a Caracas, y abrumaron la parálisis humana, el reblandecimiento intelectual o moral. Su misión es agitar, inquietar,
de amistad y de honores- el destino sombrío que ha sido, que es todavía en tantos casos, el de alarmar, mantener a los hombres en una constante insatisfacción de sí mismos: su función es
los creadores en América Latina. Es verdad que no todos nuestros escritores han sido proba- estimular sin tregua la voluntad de cambio y de mejora, aun cuando para ello deba emplear las
dos al extremo de Oquendo de Amat; algunos consiguieron vencer la hostilidad, la indiferencia, armas más hirientes y nocivas. Es preciso que todos lo comprendan de una vez: mientras más
el menosprecio de nuestros países por la literatura, y escribieron, publicaron y hasta fueron duros y terribles sean los escritos de un autor contra su país, más intensa será la pasión que
leídos. Es verdad que no todos pudieron ser matados de hambre, de olvido o de ridículo. Pero lo una a él. Porque en el dominio de la literatura, la violencia es una prueba de amor.
estos afortunados constituyen la excepción.
La realidad americana, claro está, ofrece al escritor un verdadero festín de razones para ser
Como regla general, el escritor latinoamericano ha vivido y escrito en condiciones excepcional- un insumiso y vivir descontento. Sociedades donde la injusticia es ley, paraíso de ignorancia,
mente difíciles, porque nuestras sociedades habían montado un frío, casi perfecto mecanismo de explotación, de desigualdades cegadoras de miseria, de condenación económica cultural y
para desalentar y matar en él la vocación. Esa vocación, además de hermosa, es absorbente moral, nuestras tierras tumultuosas nos suministran materiales suntuosos, ejemplares, para
y tiránica, y reclama de sus adeptos una entrega total. ¿Cómo hubieran podido hacer de la mostrar en ficciones, de manera directa o indirecta, a través de hechos, sueños, testimonios,
literatura un destino excluyente, una militancia, quienes vivían rodeados de gentes que, en su alegorías, pesadillas o visiones, que la realidad está mal hecha, que la vida debe cambiar. Pero
mayoría, no sabían leer o no podían comprar libros, y en su minoría, no les daba la gana de dentro de diez, veinte o cincuenta años habrá llegado, a todos nuestros países como ahora a
leer? Sin editores, sin lectores, sin un ambiente cultural que lo azuzara y exigiera, el escritor Cuba la hora de la justicia social y América Latina entera se habrá emancipado del imperio

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que la saquea, de las castas que la explotan, de las fuerzas que hoy la ofenden y reprimen. Yo 2. NO SOY UN ACULTURADO
quiero que esa hora llegue cuanto antes y que América Latina ingrese de una vez por todas en
la dignidad y en la vida moderna, que el socialismo nos libere de nuestro anacronismo y nues-
tro horror. Pero cuando las injusticias sociales desaparezcan, de ningún modo habrá llegado José María Arguedas
para el escritor la hora del consentimiento, la subordinación o la complicidad oficial. Su misión
seguirá, deberá seguir siendo la misma; cualquier transigencia en este dominio constituye, de Discurso de recepción del premio “Inca Garcilaso de la Vega” (octubre de 1968). En: http://
parte del escritor, una traición. www.servindi.org/actualidad/3252
Dentro de la nueva sociedad, y por el camino que nos precipiten nuestros fantasmas y demo-
nios personales, tendremos que seguir, como ayer, como ahora, diciendo no, rebelándonos,
exigiendo que se reconozca nuestro derecho a disentir, mostrando, de esa manera viviente y ACEPTO CON REGOCIJO el premio Inca Garcilaso de la Vega, porque siento que representa el
mágica como sólo la literatura puede hacerlo, que el dogma, la censura, la arbitrariedad son reconocimiento a una obra que pretendió difundir y contagiar en el espíritu de los lectores el
también enemigos mortales del progreso y de la dignidad humana, afirmando que la vida no arte de un individuo quechua moderno que, gracias a la conciencia que tenía del valor de su
es simple ni cabe en esquemas, que el camino de la verdad no siempre es liso y recto, sino a cultura, pudo ampliarla y enriquecerla con el conocimiento, la asimilación del arte creado por
menudo tortuoso y abrupto, demostrando con nuestros libros una y otra vez la esencial com- otros pueblos que dispusieron de medios más vastos para expresarse.
plejidad y diversidad del mundo y la ambigüedad contradictoria de los hechos humanos. Como La ilusión de juventud del autor parece haber sido realizada. No tuvo más ambición que la de
ayer, como ahora, si amamos nuestra vocación, tendremos que seguir librando las treinta y
volcar en la corriente de la sabiduría y el arte del Perú criollo el caudal del arte y la sabiduría
dos guerras del coronel Aureliano Buendía, aunque, como a él, nos derroten en todas.
de un pueblo al que se consideraba degenerado, debilitado o “extraño” e “impenetrable” pero
Nuestra vocación ha hecho de nosotros, los escritores, los profesionales del descontento, los que, en realidad, no era sino lo que llega a ser un gran pueblo, oprimido por el desprecio so-
perturbadores conscientes o inconscientes de la sociedad, los rebeldes con causa, los insur- cial, la dominación política y la explotación económica en el propio suelo donde realizó haz-
rectos irredentos del mundo, los insoportables abogados del diablo. No sé si está bien o si está añas por las que la historia lo consideró como gran pueblo: se había convertido en una nación
mal, solo sé que es así. Esta es la condición del escritor y debemos reivindicarla tal como es. acorralada, aislada para ser mejor y más fácilmente administrada y sobre la cual solo los
En estos años en que comienza a descubrir, aceptar y auspiciar la literatura, América Latina acorraladores hablaban mirándola a distancia y con repugnancia o curiosidad.Pero los muros
debe saber, también, la amenaza que se cierne sobre ella, el duro precio que tendrá que pagar aislantes y opresores no apagan la luz de la razón humana y mucho menos si ella ha tenido
por la cultura. Nuestras sociedades deben estar alertadas: rechazado o aceptado, perseguido siglos de ejercicio; ni apagan, por tanto, las fuentes del amor de donde brota el arte.Dentro
o premiado, el escritor que merezca este nombre seguirá arrojándoles a los hombres el es- del muro aislante y opresor, el pueblo quechua, bastante arcaizado y defendiéndose con el
pectáculo no siempre grato de sus miserias y tormentos. disimulo, seguía concibiendo ideas, creando cantos y mitos. Y bien sabemos que los muros
aislantes de las naciones no son nunca completamente aislantes.A mí me echaron por encima
Otorgándome este premio que agradezco profundamente, y que he aceptado porque estimo
de ese muro, un tiempo, cuando era niño; me lanzaron en esa morada donde la ternura es más
que no exige de mí ni la más leve sombra de compromiso ideológico, político o estético, y que
otros escritores latinoamericanos con más obra y más méritos que yo, hubieron debido reci- intensa que el odio y donde, por eso mismo, el odio no es perturbador sino fuego que impulsa.
bir en mi lugar -pienso en el gran Onetti, por ejemplo, a quien América Latina no ha dado aún Contagiado para siempre de los cantos y los mitos, llevado por la fortuna hasta la Universidad
el reconocimiento que merece- demostrándome desde que pisé esta ciudad enlutada tanto de San Marcos, hablando por vida el quechua, bien incorporado al mundo de los cercadores,
afecto, tanta cordialidad. Venezuela ha hecho de mí un abrumado deudor. La única manera visitante feliz de grandes ciudades extranjeras, intenté convertir en lenguaje escrito lo que era
como puedo pagar esa deuda es siendo, en la medida de mis fuerzas, más fiel, más leal, a esta como individuo: un vínculo vivo, fuerte, capaz de universalizarse, de la gran nación cercada y
vocación de escritor que nunca sospeché me depararía una satisfacción tan grande como la la parte generosa, humana, de los opresores.El vínculo podía universalizarse, extenderse; se
de hoy. mostraba un ejemplo concreto, actuante. El cerco podía y debía ser destruido; el caudal de las
dos naciones se podía y debía unir. Y el camino no tenía por qué ser, ni era posible que fuera
únicamente el que se exigía con imperio de vencedores expoliadores, o sea: que la nación
vencida renuncie a su alma, aunque no sea sino en la apariencia, formalmente, y tome la de
los vencedores, es decir que se aculture.Yo no soy un aculturado; yo soy un peruano que or-
gullosamente, como un demonio feliz habla en cristiano y en indio, en español y en quechua.
GUÍA DE LECTURA Deseaba convertir esa realidad en lenguaje artístico y tal parece, según cierto consenso más
1. ¿Por qué se afirma de Oquendo de Amat que representa“el destino sombrío o menos general, que lo he conseguido. Por eso recibo el premio Inca Garcilaso de la Vega con
que ha sido, que es todavía en tantos casos, el de los creadores en América regocijo.
Latina”? Pero este discurso no estaría completo si no explicara que el ideal que intenté realizar, y que
2. ¿Cuál es la condición que debe cumplir la literatura para que sea una tal parece que alcancé hasta donde es posible, no lo habría logrado si no fuera por dos princip-
actividad útil a la sociedad? Justifique su respuesta ios que alentaron mi trabajo desde el comienzo. En la primera juventud estaba cargado de una
3. ¿Por qué Vargas Llosa afirma que “la realidad americana (…) ofrece al escri- gran rebeldía y de una gran impaciencia por luchar, por hacer algo. Las dos naciones de las
tor un verdadero festín de razones para ser un insumiso y vivir descontento”? que provenía estaban en conflicto: el universo se me mostraba encrespado de confusión, de

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promesas, de belleza más que deslumbrante, exigente. Fue leyendo a Mariátegui y después a 3. CON DÍAS Y OLLAS VENCEREMOS
Lenin que encontré un orden permanente en las cosas; la teoría socialista no solo dio un cauce
a todo el porvenir sino a lo que había en mí de energía, le dio un destino y lo cargó aún más
de fuerza por el mismo hecho de encauzarlo. ¿Hasta dónde entendí el socialismo? No lo sé Ricardo Palma
bien. Pero no mató en mí lo mágico.No pretendí jamás ser un político ni me creí con aptitudes
para practicar la disciplina de un partido, pero fue la ideología socialista y el estar cerca de los En: Tradiciones peruanas: una antología de la emancipación. Lima: SM, 2010.
movimientos socialistas lo que dio dirección y permanencia, un claro destino a la energía que
sentí desencadenarse durante la juventud.
El otro principio fue el de considerar siempre el Perú como una fuente infinita para la creación.
Perfeccionar los medios de entender este país infinito mediante el conocimiento de todo cuan-
to se descubre en otros mundos. No, no hay país más diverso, más múltiple en variedad ter-
rena y humana; todos los grados de calor y color, de amor y odio, de urdimbres y sutilezas,
de símbolos utilizados e inspiradores.No por gusto, como diría la gente llamada común, se
formaron aquí Pachacámac y Pachacútec, Huamán Poma, Cieza y el Inca Garcilaso, Túpac Am-
aru y Vallejo, Mariátegui y Eguren, la fiesta de QoyllurRiti y la del Señor de los Milagros; los
yungas de la costa y de la sierra; la agricultura a 4.000 metros; patos que hablan en lagos de
altura donde todos los insectos de Europa se ahogarían; picaflores que llegan hasta el sol para
beberle su fuego y llamear sobre las flores del mundo.Imitar desde aquí a alguien resulta algo
escandaloso. En técnica nos superarán y dominarán, no sabemos hasta qué tiempos, pero en
arte podemos ya obligarlos a que aprendan de nosotros y lo podemos hacer incluso sin mov-
ernos de aquí mismo.Ojalá no haya habido mucho de soberbia en lo que he tenido que hablar;
les agradezco y les ruego dispensarme. A PRINCIPIOS DE JUNIO de 1821, y cuando acababan de iniciarse las famosas negociaciones
o armisticio de Punchauca entre el virrey La Serna y el general San Martín, recibió el ejército
patriota, acantonado en Huaura, el siguiente santo, seña y contraseña: Con días —y ollas—
venceremos.
Para todos, exceptuando Monteaguado, Luzuriaga, Guido y García del Río, el santo y seña era
una charada estúpida, una frase disparatada, y los que juzgaban a San Martín más cristiana y
caritativamente se alzaban de hombros murmurando: “¡Extravagancias del general!”.
Sin embargo, el santo y seña tenía malicia o entripado, y es la síntesis de un gran suceso
histórico. Yde eso es de lo que me propongo hoy hablar, apoyando mi relato, más que en la
tradición oral que he oído contar al amanuense de San Martín y a otros soldados de la patria
vieja, en la autoridad de mi amigo el escritor bonaerense don Mariano Pelliza, que a vuela plu-
ma se ocupa del santo y seña en uno de sus interesantes libros.

I
San Martín, por juiciosas razones que la historia consigna y aplaude, no quería deber la ocu-
pación de Lima al éxito de una batalla, sino a los manejos y ardides de la política. Sus im-
GUÍA DE LECTURA pacientes tropas, ganosas de habérselas cuanto antes con los engreídos realistas, rabiaban
mirando la aparente pachorra del general, pero el héroe argentino tenía en mira, como aca-
1. ¿A qué se refiere el autor cuando dice de sí mismo que no es “un aculturado”? bamos de apuntarlo, pisar Lima sin consumo de pólvora y sin, lo que para él importaba más,
Justifique su respuesta. exponer la vida de sus soldados; pues en verdad no andaba sobrado de ellos.

2. ¿Cuáles son los dosprincipios que, según confesión de Arguedas, alentaron su En correspondencia secreta y constante con los patriotas de la capital, confiaba en el entusi-
trabajo desde un comienzo? asmo y actividad de estos para conspirar, empeño que había producido ya, entre otros hechos
de importancia para la causa libertadora, la defección del batallón Numancia.
3. ¿Por qué al autor afirma que “Imitar desde aquí a alguien resulta algo escan-
daloso”? Justifique. Pero con frecuencia los espías y las partidas de exploración o avanzadas lograban interceptar
las comunicaciones entre San Martín y sus amigos, frustrando no pocas veces el desarrollo
de un plan. Esta contrariedad, reagravada con el fusilamiento que hacían los españoles de
aquellos a quienes sorprendían con cartas en clave, traía inquieto y pensativo al emprendedor
caudillo. Era necesario encontrar a todo trance un medio seguro y expedito de comunicación.

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Preocupado con este pensamiento, paseaba una tarde el general, acompañado de Guido y un Lima ha ganado en civilización, pero se ha despoetizado, y día por día
ayudante, por la larga y única calle de Huaura, cuando, a inmediaciones del puente, fijó su dis- pierde todo lo que de original y típico hubo en sus costumbres.
traída mirada en un caserón viejo que en el patio tenía un horno para fundición de ladrillos y
obras de alfarería. En aquel tiempo, en que no llegaba por acá la porcelana hechiza, era éste Yo he alcanzado esos tiempos en los que parece que, en Lima, la ocupación de los vecinos hu-
lucrativo oficio, pues así la vajilla de uso diario como los utensilios de cocina eran de barro biera sido tener en continuo ejercicio los molinos de masticación llamados dientes y muelas.
cocido y calcinado en el país, salvo tal cual jarrón de Guadalajara y las escudillas de plata, que Juzgue el lector por el siguiente cuadrito de cómo distribuían las horas en mi barrio, allá cuan-
ciertamente figuraban solo en la mesa de gente acomodada. do yo andaba haciendo novillos por huertas y murallas y muy distante de escribir tradiciones
y dragonear de poeta, que es otra forma de matar el tiempo o hacer novillos.
San Martín tuvo una de esas repentinas y misteriosas inspiraciones que
acuden únicamente al cerebro de los hombres de genio, y exclamó para sí: La lechera indicaba las seis de la mañana.
—Eureka! Ya está resuelta la x del problema. La tisaneray la chichera de Terranova daban su pregón a las siete en punto.
El dueño de la casa era un indio entrado en años, de espíritu despierto y gran partidario de los El bizcochero y la vendedora de leche-vinagre, que gritaba ¡a la cuajadita!, designaban las
insurgentes. Entendiose con él San Martín, y el alfarero se comprometió a fabricar una olla ocho, ni minuto más ni minuto menos.
con doble fondo, tan diestramente preparada que el ojo más experto no pudiera descubrir la
trampa. La vendedora de zanguito de ñajú y choncholíes marcaba las nueve, hora de canónigos.
El indio hacía semanalmente un viajecito a Lima, conduciendo dos mulas cargadas de platos y La tamalera era anuncio de las diez.
ollas de barro, que aún no se conocían por nuestra tierra las de peltre o cobre estañado. Entre
estas últimas y sin diferenciarse ostensiblemente de las que componían el resto de la carga, A las once pasaban la melonera y la mulata de convento vendiendo ranfañote, cocada, bocado
iba la olla revolucionaria, llevando en su doble fondo importantísimas cartas en cifra. El con- de rey, chancaquitas de cancha y de maní, y fréjoles colados.
ductor se dejaba registrar por cuanta partida de campo encontraba, respondía con naturali-
dad a los interrogatorios, se quitaba el sombrero cuando el oficial del piquete pronunciaba el A las doce aparecían el frutero de canasta llena y el proveedor de empanaditas de picadillo.
nombre de Fernando VII nuestro amo y señor, y lo dejaban seguir su viaje, no sin hacerle gritar
antes: “¡Viva el rey! ¡Muera la patria!”. ¿Quién demonios iba a imaginarse que ese pobre indio La una era indefectiblemente señalada por el vendedor de ante con ante, la arrocera y el al-
viejo andaba tan seriamente metido en belenes de política? fajorero.
Nuestro alfarero era, como cierto soldado, gran repentista o improvisador de coplas que, to- A las dos de la tarde la picaronera, el humitero y el de la rica causa de Trujillo atronaban con
mado por prisionero por un coronel español, este, como por burla o para hacerlo renegar de sus pregones.
su bandera, le dijo:
A las tres el melcochero, la turronera y el anticuchero o vendedor de bisteque en palito clam-
oreaban con más puntualidad que la Mari-Angola de la Catedral.
—Mira, palangana, te regalo un peso si haces una cuarteta con el pie forzado que voy a darte: A las cuatro gritaban la picanteray el de la piñita de nuez.
Viva el séptimo Fernando A las cinco chiflaban el jazminero, el de las caramanducas y el vendedor de flores de trapo, que
con su noble y leal nación. gritaba: ¡Jardín, jardín! ¿Muchacha, no hueles?

—No tengo el menor conveniente, señor coronel —contestó el prisionero—. Escuche usted: A las seis canturreaban el raicero y el galletero.

Viva el séptimo Fernando A las siete de la noche pregonaban el caramelero, la mazamorrera y la champucera.
con su noble y leal nación, A las ocho el heladero y el barquillero.
pero es con la condición Aun a las nueve de la noche, junto con el toque de cubrefuego, el animero o sacristán de la
parroquia salía con capa colorada y farolito en mano pidiendo para las ánimas benditas del
de que en mí no tenga mando... purgatorio o para la cera de Nuestro Amo. Este prójimo era el terror de los niños rebeldes para
acostarse.
Y venga mi patacón.
Después de esa hora, era el sereno del barrio quien reemplazaba a los relojes ambulantes,
cantando, entre piteo y piteo: ¡Ave María, Purísima! ¡Las diez han dado! ¡Viva el Perú, y sereno!
II Que eso sí, para los serenos de Lima, por mucho que el tiempo estuviese nublado o lluvioso, la
consigna era declararlo ¡sereno! Y de sesenta en sesenta minutos se repetía el canticio hasta
Vivía el señor don Francisco Javier de Luna Pizarro, sacerdote que ejerció desde entonces el amanecer.
gran influencia en el país, en la casa fronteriza a la iglesia de la Concepción, y él fue el patriota
designado por San Martín para entenderse con el ollero. Pasaba este a las ocho de la mañana Y hago caso omiso de innumerables pregones que se daban a una hora fija.
por la calle de la Concepción, pregonando con toda la fuerza de sus pulmones: ¡Ollas y platos!
¡Baratos! ¡Baratos!, que, hasta hace pocos años los vendedores de Lima podían dar tema para ¡Ah, tiempos dichosos! Podía en ellos ostentarse por pura chamberinada un cronómetro, pero
un libro por la especialidad de sus pregones. Algo más. Casas había en que para saber la hora para saber con fijeza la hora en que uno vivía, ningún reloj más puntual que el pregón de los
no se consultaba reloj, sino el pregón de los vendedores ambulantes. vendedores. Ese sí que no discrepaba pelo de segundo ni había para qué limpiarlo o enviarlo
a la enfermería cada seis meses. ¡Y luego la baratura! Vamos, si cuando empiezo a hablar de
antiguallas se me va el santo al cielo y corre la pluma sobre el papel como caballo desbocado.
14 15
Punto a la digresión y sigamos con nuestro insurgente ollero. 4. NO OYES LADRAR LOS PERROS
Apenas terminaba su pregón en cada esquina, cuando salían a la puerta todos los vecinos que
tenían necesidad de utensilios de cocina.
Juan Rulfo
III
En: El llano en llamas. Buenos Aires: Sudamericana, 2000.
Pedro Manzanares, mayordomo del señor Luna Pizarro, era un negrito retinto con toda la lisu-
ra criolla de los budingasy mataperros de Lima, gran decidor de desvergüenzas, cantador,
guitarrista y navajero, pero muy leal a su amo y muy mimado por este. Jamás dejaba de acudir
al pregón y pagar un real por una olla de barro; pero al día siguiente volvía a presentarse en la
puerta, utensilio en mano, gritando:
—Oiga usted, so cholo ladronazo, con sus ollas que se chirrean toditas... Ya puede usted cam-
biarme esta que le compré ayer, antes de que se la rompa en la tutuma para enseñarlo a no
engañar al marchante. ¡Pedazo de pillo!
El alfarero se sonreía como quien desprecia injurias, y cambiaba la olla.
Y tanto se repitió la escena de compra y cambio de ollas y el agasajo de palabrotas, soportadas
siempre con paciencia por el indio, que el barbero de la esquina, andaluz muy entrometido,
llegó a decir una mañana:
—Córcholis! ¡Vaya con el cleriguito para cominero! ¡Ni yo, que soy unpobre de hacha, hago tan-
ga alharaca por un miserable real! ¡Recórcholis! Oye, macuito. Las ollas de barro y las mujeres
que también son de barro, se toman sin lugar a devolución, y el que se lleva chasco, ¡contracór-
cholis!, se mama el dedo meñique, y ni chista ni mista y se aguanta el clavo, sin molestar con
gritos y lamentaciones al vecindario.
—Y a usted, so godo de cuernos, cascabelsonajero, ¿quién le dio vela en este entierro? —Con-
testó con su habitual insolencia el negrito Manzanares—. Vaya usted a desollar barbas y cas- —Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en
car liendres, y no se meta en lo que no le va ni le viene, so adefesio en misa de una, so chapetón
embreado y de ciento en carga... alguna parte.
Al oírse apostrofar así, se le envinagró al andaluz la mostaza, y exclamó ceceando:
—María Zantícima! Hoy me pierdo... ¡Aguárdate, gallinazo de muladar! —No se ve nada.
Y echando mano al puñalito o limpiadientes, se fue sobre Perico Manzanares,
que sin esperar la embestida se refugió en las habitaciones de su amo. ¡Quién sabe si la
camorra entre el barbero y el mayordomo habría servido para despertar sospechas so- —Ya debemos estar cerca.
bre las ollas; que de pequeñas causas han surgido grandes efectos! Pero, afortunada-
mente, ella coincidió con el último viaje que hizo el alfarero trayendo olla contrabandista,
pues el escándalo pasó el 5de julio, y al amanecer del siguiente día abandonaba el —Sí, pero no se oye nada.
virrey La Serna la ciudad, de la cual tomaron posesión los patriotas en la
noche del 9.
Cuando el indio, a principios de junio, llevó a San Martín la primera olla devuelta por el may- —Mira bien.
ordomo del señor Luna Pizarro, hallábase el general en su gabinete dictando la orden del día.
Suspendió la ocupación, y después de leer las cartas que venían en el doble fondo, se volvió a
sus ministros García del Río y Monteagudo y les dijo sonriendo:
—No se ve nada.
—Como lo pide el suplicante.
Luego se aproximó al amanuense y añadió:
—Pobre de ti, Ignacio.
—Escribe, Manolito, santo, seña y contraseña para hoy: Con días —y ollas— venceremos.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las
La victoria codiciada por San Martín era apoderarse de Lima sin quemar pólvora, y merced piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola som-
a las ollas que llevaban en el vientre ideas, más formidables siempre que los cañones mod-
ernos, el éxito fue tan espléndido, que el 28 de julio se juraba en Lima la Independencia y se bra, tambaleante.
declaraba la autonomía del Perú. Junín y Ayacucho fueron el corolario.

16 17
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda. Y el otro se quedaba callado.

—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a

si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detracito del monte. tropezar de nuevo.

Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio. —Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado
el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no
—Sí, pero no veo rastro de nada. quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?

—Bájame, padre.
—Me estoy cansando. — ¿Te sientes mal?

—Sí.
—Bájame.
—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doc-
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga
tor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para
de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no
que acaben contigo quienes sean.
hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
—Te llevaré a Tonaya.
— ¿Cómo te sientes?
—Bájame.
—Mal.
Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba.
Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies —Quiero acostarme un rato.
se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en —Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó
no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada
—¿Te duele mucho? entre las manos de su hijo.
—Algo —contestaba él. —Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su
Primero le había dicho: “Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré,
en cuanto me reponga un poco.” Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me
decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras
los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra. mortificaciones, puras vergüenzas.

—No veo ya por dónde voy —decía él. Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a
sudar.
Pero nadie le contestaba.
—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han
El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejan-
hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya
do una luz opaca. Y él acá abajo.
no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso...
— ¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte

18 19
que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que
le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al
y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si
a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. lo hubieran descoyuntado.
Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.” Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al
—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
me siento sordo. — ¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.
—No veo nada.

—Peor para ti, Ignacio.

—Tengo sed.

— ¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber
apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.

—Dame agua.

—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a
tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.

—Tengo mucha sed y mucho sueño.

—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.

Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya
te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que
con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que des-
canse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén.
No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si
ella estuviera viva a estas alturas.

Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y
comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza, allá
arriba, se sacudía como si sollozara.

Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.

— ¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo
usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos
retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los
mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a
quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?

20 21
5. EL SUEÑO DEL PONGO El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de un hombre
común. Todo cuanto le ordenaban hacer lo hacía bien. Pero había un poco como de espanto en

José María Arguedas su rostro; algunos siervos se reían de verlo así, otros lo compadecían. “Huérfano de huérfanos;
hijo del viento de la luna debe ser el frío de sus ojos, el corazón pura tristeza”, había dicho la
mestiza cocinera, viéndolo.
En: Obras completas. Lima: Editorial Horizonte, 1983.
El hombrecito no hablaba con nadie; trabajaba callado; comía en silencio. Todo cuanto le or-
denaban, cumplía. “Sí, papacito; sí, mamacita”, era cuanto solía decir.

Quizá a causa de tener una cierta expresión de espanto y por su ropa tan haraposa y acaso,
también, porque no quería hablar, el patrón sintió un especial desprecio por el hombrecito. Al
anochecer, cuando los siervos se reunían para rezar el Ave María, en el corredor de la casa—
hacienda, a esa hora, el patrón martirizaba siempre al pongo delante de toda la servidumbre;
lo sacudía como a un trozo de pellejo.

Lo empujaba de la cabeza y lo obligaba a que se arrodillara y, así, cuando ya estaba hincado, le


daba golpes suaves en la cara.

— Creo que eres perro, ¡ladra! —le decía.

— El hombrecito no podía ladrar.

— Ponte en cuatro patas —le ordenaba entonces.

UN HOMBRECITO se encaminó a la casa-hacienda de su patrón. Como era siervo iba a cumplir El pongo obedecía, y daba unos pasos en cuatro pies.
el turno de pongo, de sirviente en la gran residencia. Era pequeño de cuerpo miserable, de — Trota de costado, como perro —seguía ordenándole el hacendado.
ánimo débil, todo lamentable; sus ropas viejas.
El hombrecito sabía correr imitando a los perros pequeños de la puna.
El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo saludó
en el corredor de la residencia. El patrón reía de muy buena gana; la risa le sacudía todo el cuerpo.

—¿Eres gente u otra cosa? —le preguntó delante de todos los hombres y mujeres que estaban —¡Regresa! —le gritaba cuando el sirviente alcanzaba trotando el extremo del gran corredor.
de servicio.
El pongo volvía, corriendo de costadito. Llegaba fatigado.
Humillándose, el pongo no contestó. Atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie.
Algunos de sus semejantes, siervos, rezaban mientras tanto el Ave María, despacio rezaban,
— ¡A ver! —dijo el patrón— por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, como viento interior en el corazón.
con esas sus manos que parece que no son nada. ¡Llévate esta inmundicia! —ordenó el man-
dón de la hacienda. — ¡Alza las orejas ahora, vizcacha! ¡Vizcacha eres! —mandaba el señor al cansado hombrecito—.
— Siéntate en dos patas; empalma las manos.
Arrodillándose, el pongo le besó las manos al patrón y todo agachado, siguió al mandón hasta
la cocina. Como si en el vientre de su madre hubiera sufrido la influencia modelante de alguna vizcacha,
el pongo imitaba exactamente la figura de uno de estos animalitos, cuando permanecen quie-
***
tos, como orando sobre las rocas. Pero no podía alzar las orejas.

22 23
Golpeándolo con la bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el piso — ¿Y tú?
de ladrillos del corredor.
— No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo no puedo saber lo que valgo.
— Recemos el Padrenuestro —decía luego el patrón a sus indios que esperaban en fila.
— Bueno. Sigue contando.
El pongo se levantaba a pocos, y no podía rezar porque no estaba en el lugar que le corre-
— Entonces, después, nuestro Padre dijo con su boca: “De todos los ángeles, el más hermoso
spondía ni ese lugar correspondía a nadie.
que venga. A ese incomparable que lo acompañe otro ángel pequeño, que sea también el más
En el oscurecer, los siervos bajaban del corredor al patio y se dirigían al caserío de la hacienda. hermoso. Que el ángel pequeño traiga una copa de oro, y la copa de oro llena de la miel de
chancaca más transparente”.
— ¡Vete, pancita! —solía ordenar, después el patrón al pongo.
— ¿Y entonces? —preguntó el patrón.
***
Los indios siervos oían, oían al pongo, con atención sin cuenta pero temerosos.
Y así, todos los días, el patrón hacía revolcarse a su nuevo pongo, delante de la servidumbre.
Lo obligaba a reírse, a fingir llanto. Lo entregó a la mofa de sus iguales, los colonos1. — Dueño mío: apenas nuestro gran padre San Francisco dio la orden, apareció un ángel, bril-
lando, alto como el sol; vino hasta llegar delante de nuestro Padre, caminando despacito.
Pero... una tarde, a la hora del Ave María, cuando el corredor estaba colmado de toda la gente
Detrás del ángel mayor marchaba otro pequeño, bello, de suave luz como el resplandor de las
de la hacienda, cuando el patrón empezó a mirar al pongo con sus densos ojos, ese, ese hom-
flores. Traía en las manos una copa de oro.
brecito, habló muy claramente. Su rostro seguía un poco espantado.
— ¿Y entonces? —repitió el patrón.
— Gran señor, dame tu licencia; padrecito mío, quiero hablarte —dijo.
— “Ángel Mayor; cubre a este caballero con la miel que está en la copa de oro; que tus manos
El patrón no oyó lo que oía. sean como plumas cuando pasen sobre el cuerpo del hombre”, diciendo, ordenó nuestro gran
Padre. Y así, el ángel excelso, levantando la miel con sus manos, enlució tu cuerpecito, todo,
— ¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro? —preguntó.
desde la cabeza hasta las uñas de los pies. Y te erguiste, solo; en el resplandor del cielo la luz
— Tu licencia, padrecito, para hablarte. Es a ti quien quiero hablarte —repitió el pongo. de tu cuerpo sobresalía, como si estuviera hecho de oro, transparente.

— Habla... si puedes —contestó el hacendado. — Así tenía que ser —dijo el patrón, y luego preguntó:

— ¿Y a ti?
— Padre mío, señor mío, corazón mío —empezó a hablar el hombrecito—. Soñé anoche que
habíamos muerto los dos, juntos; juntos habíamos muerto. — Cuando tú brillabas en el cielo nuestro gran padre San Francisco volvió a ordenar: “Que de
todos los ángeles del cielo venga el de menos valer, el más ordinario. Que ese ángel traiga en
— ¿Conmigo? ¿Tú? Cuenta todo, indio —le dijo el gran patrón. un tarro de gasolina excremento humano”.
— Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos, los dos, juntos; desnu- — ¿Y entonces?
dos ante nuestro gran padre San Francisco.
— Un ángel que ya no valía, viejo, de patas escamosas, al que no le alcanzaban las fuerzas para
— ¿Y después? ¡Habla! —ordenó el patrón, entre enojado e inquieto por la curiosidad. mantener las alas en su sitio, llegó ante nuestro gran Padre; llegó bien cansado, con las alas
chorreadas, trayendo en las manos un tarro grande. “Oye viejo, —ordenó nuestro gran Padre,
— Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro gran padre San Francisco nos examinó con al pobre ángel—. Embadurna el cuerpo de este hombrecito con el excremento que hay en esa
sus ojos que alcanzan y miden no sabemos hasta qué distancia. Y a ti y a mí nos examinaba, lata que has traído; todo el cuerpo, de cualquier manera; cúbrelo como puedas. ¡Rápido!”. En-
pesando, creo, el corazón de cada uno y lo que éramos y lo que somos. Como hombre rico y tonces, con sus manos nudosas, el ángel viejo, sacando el excremento de la lata, me cubrió,
grande, tú enfrentabas esos ojos, padre mío. desigual, el cuerpo, así como se echa barro en la pared de una casa ordinaria, sin cuidado, Y
aparecí avergonzado, en la luz del cielo, apestando...

1
Indio que pertenece a la hacienda. 24 25
— Así mismo tenía que ser —afirmó el patrón— ¡Continúa! O ¿todo concluye allí? 6. MONÓLOGO PARA JUTITO
— No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente, aunque ya de otro modo, nos vimos jun-
tos, los dos, ante nuestro gran padre San Francisco, él volvió a mirarnos, también nuevamente, Antonio Gálvez Ronceros
ya a ti ya a mí, largo rato. Con sus ojos que colmaban el cielo, no sé hasta qué honduras nos
En: Monólogo desde las tinieblas. Lima: Peisa, 2000.
alcanzó, juntando la noche con el día, el olvido con la memoria. Y luego dijo: “Todo cuanto los
ángeles debían hacer con ustedes ya está hecho. Ahora ¡lámanse el uno al otro! Despacio, por
mucho tiempo”. El viejo ángel rejuveneció a esa misma hora; sus alas recuperaron su color
negro, su gran fuerza. Nuestro Padre le encomendó vigilar que su voluntad se cumpliera.

A TU EDÁ, JUTITO, ditingues lo pájaros po su canto y sabes quiárbole anidan. Decubrespo su


güella o po su guito lo animale venenosos que se econden entre la yerba. Sabes cómo traete
abajo un gavilán, de qué modo acallá perro embravecío, cómo sujetá mula terca, qué hacé
con un poíno movedizo, cómo aparejá bura preñá, de qué modo cargá lo serones, en qué sitio
sentase en un buro a pelo, qué yerbas ventean a las bestias, cómo apurá buro tardo, ónde-
ponele la pedrá a la víbora, cómo quemá paja al borde diunsembrao, con qué yerba se cura el
maldiojo, cómo matá sabandija, qué hacéfente a un perro que bota epuma, cómo aclará agua
turbia, qué hojas se queman contra lo zancudos, cómo enfriá buro alunao, óndeponé lo pies
en un cerco e brotes, de qué modo limpiá un arbocargao de arañas, qué hacé con la mancha
e pericos que llegan con el verano, cómo se tuece el pecuezo a un gallo, de qué modo pelá
un conejo, cómo decuatizá un cerdo, a quiora toman agua las bestias, qué palaibras se dicen
contra un pájaro malagüero, pa qué sirve la yerba de matagusano, cómo quitale el dijuerzo a
un animámachiembrao, de qué modo ditinguí el güevo e paloma del güevo e culeirba, cómo
hacé un collá con chiquititas flore de campanía... Miras pariba y sabes, Jutito, el tiempo o si va
a llové. Sabes póndecruzá el río, cómo cazácamarone, óndeencontrá la leña má seca, con qué
ramas se techa una casa, cómo se hace un epantapájaro, qué yerbas comen lo cuyes, de qué
modo curáanimalegüenos pal hombe, cómo hacédiun calabazo una cabeza e muñeco; de qué
modo cotácañabrava, ónde hay jruta juera e su tiempo, cómo engañá a un chaucato imitando
su canto, óndeencontrápierecita e colore, cómo se hace un pitito con hoja de ficu, qué hacé
con un nío e polluelo quia caído diunarbo en el camino... Pero tamién has aprendío, Jutito, a
asutate con cosas de la noche. Sioye en la ocuridá el guito diuna lechuza y crees quiunanimá
malagüero le ta anunciando a alguien la muete. Un coquito suelta en la noche su canto intem-

26 27
inable y piensas que te ta llamando pallevate a un lugádeconocío onde vive el miedo. Crees 7. ETOY RONCA
quiun aleteo o un trus-trus en la madrugá es diunaburja que llega a sembrá un daño incurable
y de burla. Entonce tiemblas con ese suto tan gande que sienten lo niños potoo lo que brota e
la ocuridá. A tu edá tan chiquita sabes cosas que tialegran y cosas de miedo que tiacen sufrí. Antonio Gálvez Ronceros
Pero te fartaaprendé mucho má. Cuando seas un hombe tendrás que enderezáelagua en lo En: Monólogo desde las tinieblas. Lima: Peisa, 2000.
surcos, darle tu juerza a la tiera, aventá con cuidao la semía, etarte atento al depuntá de lo
brotes, perseguí duramente la malayerba, llevá como de la mano a las plantas pa que anieg-
uen de jrutos la vida... Pero un día, Jutito, ya no podrás inclinate sobe la tiera y tendrás que
dejá a los májuertes tu lugá de plantas, se- mías y surcos. Lo que tiabrán ido entregando día POR UN CAMINO SOLITARIO iba una negra montada en una burra: trus, trus, trus, cuando de
a día po tu tabajo, se luabránllevá fácilmente los años, comuel viento se lleva las cosas qué repente “Ay, Jesú” gritó la negra dando un brinco junto con la burra: de las chacras vecinas
naa pesan. Entonce comprenderás que tas solo y pasarás lo días consumiéndote en silencio había entrado en el camino un negro montado en un burro. Pero en seguida la negra se dio
sobe una pieradialgún camino. O tal vez haya pa que arrees una yunta de bueye que jalen una cuenta que era su compadre y, abanicándose con la mano y al mismo tiempo resoplando, le
carreta, unos bueye casi ciegos y tan viejos quiabrán tenío que dejá igual que tú lo surcos. Con dijo:
unos cubos sobe la carreta, irás al pozo diagua hondo y ocuro y regresarás a la casa del dueño
de la carreta y los bueye: esa podrá sé una ocupación pa un hombeenvejecío. Y llevando ela-
- Qué sutomiadaouté, compaire.
gua, enderezándole el paso a los bueye o agarrándote dellospaenderezátelo tú, irás depaciopo
lo viejos caminos sin que nadie te apure, poque a la muete le da lo mimo que vaya depacio o
ligero un hombe que ya tamueto. - Hola, comairita, cómo etáuté…

Y montados sobre sus animales se fueron juntos por el camino

- Compaire- dijo más adelante la negra mirando al negro por el rabillo del ojo-, el camino ta
solito.

- Ujú – dijo el negro sin mirarla.

Siguieron avanzando y la negra nuevamente habló:

- Compaire, yo le tengo miedo a uté…

- ¿Ujú? –dijo el negro, esta vez también sin mirarla.

Al llegar donde el camino trazaba una curva prolongada, la negra volvió a hablar:

- Compaire, uté me quiedetumbá…

Entonces, el negro la miró y le dijo:

- Comairita, si yo la tumbo en ete camino, ¿uté grita?

- No, compaire, poquehata ronca etoy.

28 29
8. UN SEÑOR MUY VIEJO CON UNAS ALAS ENORMES solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que
lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una
mirada para sacarlos del error.
Gabriel García Márquez
— Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha
En: Todos los cuentos. Bogotá: Literatura Random House, 2014.
tumbado la lluvia.

Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne
y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran
sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo
a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de al-
guacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gal-
linero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando
cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sinti-
eron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para
tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras
luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor
devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una
criatura sobrenatural sino un animal de circo.

El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa
hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda
clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nomb-
AL TERCER DÍA DE LLUVIA habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo rado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general
tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos en el mar, pues el niño recién nacido había de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera
pasado la noche con calenturas y se pensaba que era a causa de la pestilencia. El mundo es- conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sa-
taba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de bios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido
la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y todavía pidió
lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a que le abrieran la puerta para examinar de cerca aquel varón de lástima que más parecía una
la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose
se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían
viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de
podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas. anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le
dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de impostura al comprobar
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba
que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto
poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron
de cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de
el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas
las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos ter-
unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa
restres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los
condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo
ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra
grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo
los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir
observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del as-
a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el
ombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó
elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho
en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron
menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a
por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago
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su obispo, para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final vini- de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial
era de los tribunales más altos. no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.

Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe,
rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por des-
llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la obedecer a sus padres. La entrada para verla no solo costaba menos que la entrada para ver
casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y
idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel. examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era
una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero
Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que
lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba
pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque
los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus
sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos
padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la
más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de
noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió
su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir porque lo
el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne
atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer
molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado
dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de
de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al
aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de
de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos mi-
cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la
lagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que
fila de peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.
no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar
El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba bus- pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las
cando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla,
y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron de que comi- habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó
era cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de
específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuer- Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos
zos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que ter- caminaban por los dormitorios.
minó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser
Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron
la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca
una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no
de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas
se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se
para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de
metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo
que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue
y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas
cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas ho-
satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras
ras de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua
más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció
hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de
atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior,
estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo.
no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba
Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces
como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuan-
se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un
do el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego
héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.
se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara
El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían
doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero
correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos
convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación
veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones,

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que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica 9. CONTINUIDAD DE LOS PARQUES
de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no
podía entender por qué no las tenían también los otros hombres.
Julio Cortázar
Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado
En: Cuentos completos. Barcelona: Alfaguara, 1996.
el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño.
Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina.
Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba,
que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que
era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de
anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le
quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y
le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y solo entonces advirtieron que pasaba la
noche con calenturas delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas
veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia
había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.

Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros
soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera,
y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras,
plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él
HABÍA EMPEZADO A LEER la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió
debía conocer la razón de estos cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por
y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir
mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que
que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la ventana, y sorprendió miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puer-
ta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano
al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco
izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos.
de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión
indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea
Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el
terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de
las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil.
los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por
Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y ad-
era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto quirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero
imaginario en el horizonte del mar. entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una
rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias,
no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de
hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad
agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se
sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo
del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de
otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles
errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble
repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empez-
aba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la
cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un

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instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y 10. LA NOCHE BOCARRIBA
los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa.
Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba.
Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban Julio Cortázar
las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombra-
da. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del En: Cuentos completos. Barcelona: Alfaguara, 1996.
salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de
Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
le llamaban la guerra florida.

A MITAD DEL LARGO zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y
sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería
de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El
sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando,
no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus
piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de
la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una
calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines
hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por
la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día
apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuan-
do vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya
era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquier-
da; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de de-
bajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó,
porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a
las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír
la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer,
tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba
hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños
en las piernas. “Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado...”;
Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo
dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde
pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un
shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una
cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para
beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El
vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. “Natural”, dijo él. “Como que me
la ligué encima...” Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó
buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas
hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó
estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital,
llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían
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cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan,
no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento. más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada
y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y ráp-
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta ida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba
sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios
y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez,
sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a
alguien parado atrás. Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embota-
das o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. “La calzada”, pensó. “Me salí
olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los temblader- de la calzada.” Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso
ales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose
oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada
huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de escond- estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a en-
erse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo contrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión
ellos, los motecas, conocían. de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los
labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dis-
pensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le
rebelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres
“Huele a guerra”, pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá
de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad
miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La
arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y
estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor
a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el
olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el
evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era inso-
la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpi- portable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de
taban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire
olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante. una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duode-
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo. no. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lám-
trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. para violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar
El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera es- fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería
tado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el
y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto
saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía
otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener
blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara an- tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez
terior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así?
lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco,
al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blanda- un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado
mente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sen-
dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar sación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más
que sin embargo en la calle es peor; y quedarse. bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas.
El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había
sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto,
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la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió
sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra,
Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los
en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado,
las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco. descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y
la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en
lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de humo perfumado, y de golpe vio la piedra
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban
cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpa-
a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad ab- dos, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez
soluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los
en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en
piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse,
arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los
filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al te- sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con
ocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno. luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zum-
baba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo,
también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era
boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el
grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras
mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocada-
mente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran
de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo
sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le
hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intoler-
able y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que
la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le
acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo
negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras
como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo
llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente
el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza.
Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que
por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las
estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo
no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero
todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no
quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón,
el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo
rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de
noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada
de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que
seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáne-
amente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto,
que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene
a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era
más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella
de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo

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11. LA CASA DE ADELA ba: el dolor, los gruñidos, el ruido de las mandíbulas masticando, la sangre manchando el pas-
to, mezclada con el agua de la pileta. Su padre lo había matado de un tiro; excelente puntería,
porque el perro, cuando recibió el disparo, todavía cargaba con Adela bebé entre los dientes.
Mariana Enríquez
Mi hermano no creía en esta versión.
En: Las cosas que perdimos en el fuego. Barcelona: Anagrama, 2016.
—A ver, ¿y la cicatriz dónde está?

Todos los días pienso en Adela. Y si durante el día no aparece su recuerdo —las pecas, los di- Ella se molestaba.
entes amarillos, el pelo rubio demasiado fino, el muñón en el hombro, las botitas de gamuza—,
—Se curó rebién. No se ve.
regresa de noche, en sueños. Los sueños con Adela son todos distintos, pero nunca falta la llu-
via ni faltamos mi hermano y yo, los dos parados frente a la casa abandonada, con nuestros pi- —Imposible. Siempre se ven.
lotos amarillos, mirando a los policías en el jardín que hablan en voz baja con nuestros padres.
—No quedó cicatriz de los dientes, me tuvieron que cortar más arriba de la mordida.
Nos hicimos amigos porque ella era una princesa de suburbio, mimada en su enorme chalet
—Obvio. Igual tendría que haber cicatriz. No se borra así nomás.
inglés insertado en nuestro barrio gris de Lanús, tan diferente que parecía un castillo, y sus
habitantes, los señores, y nosotros, los siervos en nuestras casas cuadradas de cemento con Y le mostraba su propia cicatriz de apendicitis, en la ingle, como ejemplo.
jardines raquíticos. Nos hicimos amigos porque ella tenía los mejores juguetes importados,
que le traía su papá de Estados Unidos. Y porque organizaba las mejores fiestas de cum- —A vos porque te operaron médicos de cuarta. Yo estuve en la mejor clínica de Capital.
pleaños cada 3 de enero, poco antes de Reyes y poco después de Año Nuevo, al lado de la —Bla blabla —le decía mi hermano, y la hacía llorar. Era el único que la enfurecía. Y, sin embar-
pileta, con el agua que, bajo el sol de la siesta, parecía plateada, hecha de papel de regalo. Y go, nunca se peleaban del todo. Él disfrutaba con sus mentiras. A ella le gustaba el desafío. Y yo
porque tenía un proyector y usaba las paredes blancas del living para ver películas mientras solamente escuchaba y así pasaban las tardes después de la escuela hasta que mi hermano y
el resto del barrio todavía tenía televisores blanco y negro. Adela descubrieron las películas de terror y cambió todo para siempre.
Pero, sobre todo, nos hicimos amigos de ella, mi hermano y yo, porque Adela tenía un solo
brazo. O a lo mejor sería más preciso decir que le faltaba un brazo. El izquierdo. Por suerte no
era zurda. Le faltaba desde el hombro; tenía ahí una pequeña protuberancia de carne que se * * *
movía, con un retazo de músculo, pero no servía para nada. Los padres de Adela decían que
había nacido así, que era un defecto congénito. Muchos otros chicos le tenían miedo, o asco. Se
reían de ella, le decían monstruita, adefesio, bicho incompleto; decían que la iban a contratar No sé cuál fue la primera película. A mí no me daban permiso para verlas. Mi mamá decía que
en un circo, que seguro estaba su foto en los libros de medicina. era demasiado chica. Pero Adela tiene mi misma edad, insistía yo. Problema de sus papás si la
dejan: ya te dije que no, decía mi mamá y era imposible discutir con ella.
A ella no le importaba. Ni siquiera quería usar un brazo ortopédico. Le gustaba ser observada y
nunca ocultaba el muñón. Si veía la repulsión en los ojos de alguien, era capaz de refregarle el —¿Y por qué a Pablo lo dejás?
muñón por la cara o sentarse muy cerca y rozar el brazo del otro con su apéndice inútil, hasta
humillarlo, hasta dejarlo al borde de las lágrimas. —Porque es más grande que vos.

Nuestra madre decía que Adela tenía un carácter único, era ardiente y fuerte, un ejemplo, una —¡Porque es varón! —gritaba mi papá, entrometido, orgulloso.
dulzura, qué bien la criaron, qué buenos padres, insistía. Pero Adela decía que sus padres —¡Los odio! —gritaba yo, y lloraba en mi cama hasta quedarme dormida.
mentían. Sobre el brazo. No nací así, contaba. Y qué pasó, le preguntábamos. Y entonces ella
contaba su versión. Sus versiones, mejor dicho. A veces contaba que la había atacado su perro, Lo que no pudieron controlar fue que mi hermano Pablo y Adela, llenos de compasión, me con-
un dóberman negro llamado Infierno. El perro se había vuelto loco, les suele pasar a los dóber- taran las películas. Y cuando terminaban de contarme las películas, contaban más historias.
man, una raza que, según Adela, tenía un cráneo demasiado chico para el tamaño del cerebro; No puedo olvidarme de esas tardes: cuando Adela contaba, cuando se concentraba y le ardían
por eso les dolía siempre la cabeza y se enloquecían de dolor, se les trastornaba el cerebro los ojos oscuros, el parque de la casa se llenaba de sombras, que corrían, que saludaban bur-
apretado contra los huesos. Decía que la había atacado cuando ella tenía dos años. Se acorda- lonas. Yo las veía cuando Adela se sentaba de espaldas al ventanal, en el living. No se lo decía.

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Pero Adela sabía. Mi hermano no sé. Él era capaz de ocultar mejor que nosotras. Mi hermano quiso saber más, pero mi madre no tenía mucho más para decir. La casa había
estado abandonada desde antes de que mis padres llegaran al barrio, antes del nacimiento
Él supo ocultar hasta el final, hasta su último acto, hasta que solamente quedó de él ese
de Pablo. Ella sabía que, apenas meses antes, se habían muerto los dueños, un matrimonio de
costillar a la vista, ese cráneo destrozado y, sobre todo, ese brazo izquierdo en medio de las
viejitos. ¿Se murieron juntos?, quiso saber Pablo. Qué morboso estás, hijo, te voy a prohibir las
vías, tan separado de su cuerpo y del tren que no parecía producto del accidente —del suicidio,
películas. No, se murieron uno atrás del otro. Les pasa a los matrimonios de viejitos, cuando
le sigo diciendo accidente a su suicidio—; parecía que alguien lo había llevado hasta el medio
uno se muere, el otro se apaga enseguida. Y desde entonces, los hijos se están peleando por la
de los rieles para exponerlo, como un saludo, un mensaje.
sucesión. Qué es la sucesión, quise saber yo. Es la herencia, dijo mi madre. Se están peleando
para ver quién se queda con la casa. Pero es una casa bastante chota, dijo Pablo, y mi mamá lo
retó por usar una mala palabra.
* * *
—¿Qué mala palabra?

—Sabés perfectamente: no voy a repetir.


La verdad es que no recuerdo cuáles de las historias eran resúmenes de películas y cuáles
eran inventos de Adela o Pablo. Desde que entramos en la casa, nunca pude ver una película —«Chota» no es una mala palabra.
de terror: veinte años después conservo la fobia y, si veo una escena por casualidad o por
error en la televisión, esa noche tomo pastillas para dormir y durante días tengo náuseas y —Pablo, por favor.
recuerdo a Adela sentada en el sofá, con los ojos quietos y sin su brazo, mientras mi hermano —Bueno. Pero está que se cae la casa, mamá.
la miraba con adoración. No recuerdo, es cierto, muchas de las historias: apenas una sobre
un perro poseído por el demonio —Adela tenía debilidad por las historias de animales—, otra —Qué sé yo, hijo, querrán el terreno. Es un problema de la familia.
sobre un hombre que había descuartizado a su mujer y había ocultado sus miembros en una
heladera y esos miembros, por la noche, habían salido a perseguirlo, piernas y brazos y tronco —Para mí que tiene fantasmas.
y cabeza rodando y arrastrándose por la casa, hasta que la mano muerta y vengadora mató al
—¡A vos te están haciendo mal las películas!
asesino apretándole el cuello —Adela tenía debilidad, también, por las historias de miembros
mutilados y amputaciones—; otra sobre el fantasma de un niño que siempre aparecía en las Yo creí que le iban a prohibir seguir viendo películas, pero mi mamá no volvió a mencionar el
fotos de cumpleaños, el invitado terrorífico que nadie reconocía, de piel gris y sonrisa ancha, tema. Y, al día siguiente, mi hermano le contó a Adela sobre la casa. Ella se entusiasmó: una
casa embrujada tan cerca, en el barrio, a dos cuadras apenas, era la pura felicidad. Vamos a
Me gustaban especialmente las historias sobre la casa abandonada. Incluso sé cuándo comen-
zó la obsesión. Fue culpa de mi madre. Una tarde, después de la escuela, mi hermano y yo la verla, dijo ella. Los tres salimos corriendo. Bajamos a los gritos las escaleras de madera del
acompañamos hasta el supermercado. Ella apuró el paso cuando pasamos frente a la casa chalet, muy hermosas (tenían de un lado ventanas con vidrios de colores, verdes, amarillos y
abandonada que estaba a media cuadra del negocio. Nos dimos cuenta y le preguntamos por rojos, y estaban alfombradas). Adela corría más lento que nosotros y un poco de costado, por
qué corría. Ella se rió. Me acuerdo de la risa de mi madre, de lo joven que era esa tarde de ve- la falta del brazo; pero corría rápido. Esa tarde llevaba un vestido con breteles; me acuerdo de
rano, del olor a champú de limón de su pelo y de la carcajada de chicle de menta. que, cuando corría, el bretel del lado izquierdo caía sobre su resto de bracito y ella lo acomoda-
ba sin pensar, como si se sacara de la cara un mechón de pelo.
—¡Soy más tonta! Me da miedo esa casa, no me hagan caso.
La casa no tenía nada especial a primera vista, pero, si se le prestaba atención, había detalles
Trataba de tranquilizarnos, de portarse como una adulta, como una madre.
inquietantes. Las ventanas estaban tapiadas, cerradas completamente, con ladrillos. ¿Para
—Por qué —dijo Pablo. evitar que alguien entrara o que algo saliera? La puerta, de hierro, estaba pintada de marrón
oscuro; parece sangre seca, dijo Adela,
—Por nada, porque está abandonada.
Qué exagerada, me atreví a decirle. Ella solamente me sonrió. Tenía los dientes amarillos. Eso
—No hagas caso, hijo.
sí me daba asco, no su brazo, o su falta de brazo. No se lavaba los dientes, creo; y, además,
—¡Decime, dale! era muy, pálida y la piel traslúcida hacía resaltar ese color enfermizo, como en los rostros de
las geishas. Entró en el jardín, muy pequeño, de la casa. Se paró en el pasillo que llevaba a la
—Me da miedo que se esconda alguien adentro, un ladrón, cualquier cosa.
puerta, se dio vuelta y dijo:

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—¿Se dieron cuenta? con la mente. Pasaban horas ahí, sentados, en silencio. La gente que pasaba por la vereda, los
vecinos, no les prestaban atención. No les parecía raro o quizá no los veían. Yo no me atrevía
No esperó nuestra respuesta.
a contarle nada a mi madre.
—Es muy raro, ¿cómo puede ser que tenga el pasto tan corto?
O, a lo mejor, la casa no me dejaba hablar. La casa no quería que los salvara.
Mi hermano la siguió, entró en el jardín y, como si tuviera miedo, también se quedó en el pasillo
Seguíamos reuniéndonos en el living de la casa de Adela, pero ya no se hablaba de películas.
de baldosas que iba de la vereda a la puerta de entrada.
Ahora Pablo y Adela —pero sobre todo Adela— contaban historias de la casa. De dónde las
—Es verdad —dijo—. Los pastos tendrían que estar altísimos. Mirá, Clara, vení. sacan, les pregunté una tarde. Parecieron sorprendidos, se miraron.

Entré. Cruzar el portón oxidado fue horrible. No lo recuerdo así por lo que pasó después: estoy —La casa nos cuenta las historias. ¿Vos no la escuchás?
segura de lo que sentí entonces, en ese preciso momento. Hacía frío en ese jardín. Y el pasto
—Pobre —dijo Pablo—. No escucha la voz de la casa. —No importa —dijo Adela—. Nosotros te
parecía quemado. Arrasado. Era amarillo y corto: ni un yuyo verde. Ni una planta. En ese jardín
contamos.
había una sequía infernal y al mismo tiempo era invierno. Y la casa zumbaba, zumbaba como
un mosquito ronco, como un mosquito gordo, vibraba. No salí corriendo porque no quería que Y me contaban.
mi hermano y Adela se burlaran de mí; pero tenía ganas de escapar hasta mi casa, hasta mi
Sobre la viejita, que tenía ojos sin pupilas pero no estaba ciega.
mamá, de decirle sí, tenés razón, esa casa es mala y no se esconden ladrones, se esconde un
bicho que tiembla, se esconde algo que no tiene que salir. Sobre el viejito, que quemaba libros de medicina junto al gallinero vacío, en el fondo.
Adela y Pablo no hablaban de otra cosa. Todo era la casa. Preguntaban en el barrio sobre la Sobre el fondo, igual de seco y muerto que el jardín, lleno de pequeños agujeros como madri-
casa. Preguntaban al quiosquero y en el club; a don Justo que esperaba el atardecer senta- gueras de ratas.
do en la puerta de su casa, a los gallegos del bazar y a la verdulera. Nadie les decía nada de
importancia. Pero varios coincidieron en que la rareza de las ventanas tapiadas y ese jardín Sobre una canilla que no dejaba de gotear porque lo que vivía en la casa necesitaba agua.
reseco les daba escalofríos, tristeza, a veces miedo, sobre todo miedo de noche. Muchos se
A Pablo le costó un poco convencer a Adela de que entrara. Fue extraño. Ahora ella parecía
acordaban de los viejitos: eran rusos o lituanos, muy amables muy callados. ¿Y los hijos? Al-
tener miedo: se turnaban. En el momento decisivo, ella parecía entender mejor. Mi hermano le
gunos decían que peleaban por la herencia. Otros que no visitaban a sus padres, ni siquiera
insistía. La agarraba del único brazo y hasta la sacudía. En el colegio, se hablaba de que Pablo
cuando se enfermaron. Nadie los había visto. Nunca. Los hijos, si existían, eran un misterio.
y Adela eran novios y los chicos se metían los dedos en la boca, hasta la garganta, haciendo
—Alguien tuvo que tapiar las ventanas —le dijo mi hermano a don Justo. gesto de vómito. Tu hermano sale con la monstrua, se reían. A Pablo y Adela no les molestaba.
A mí tampoco. A mí solamente me preocupaba la casa.
—Vos sabés que sí. Pero lo hicieron unos albañiles, no lo hicieron los hijos.
Decidieron entrar el último día del verano. Fueron las palabras exactas de Adela, una tarde de
—A lo mejor los albañiles eran los hijos. discusión en el living de su casa.
—Seguro que no. Eran bien morochos los albañiles. Y los viejitos eran rubios, transparentes. —El último día del verano, Pablo —dijo—. Dentro de una semana.
Como vos, como Adelita, como tu mamá. Polacos debían ser. De por ahí.
Quisieron que yo los acompañara y acepté porque no quería dejarlos. No podían entrar solos
La idea de entrar en la casa fue de mi hermano. Me lo sugirió primero a mí. Le dije que estaba en la oscuridad.
loco. Estaba fanatizado. Necesitaba saber qué había pasado en esa casa, qué había adentro.
Lo deseaba con un fervor muy extraño para un chico de once años. No entiendo, nunca pude Decidimos entrar de noche, después de la cena. Teníamos que escaparnos, pero salir de casa
entender qué le hizo la casa, cómo lo atrajo así. Porque lo atrajo a él, primero. Y él contagió a tarde, en verano, no era tan difícil. Los chicos jugaban en la calle hasta tarde en el barrio. Ahora
Adela. no es así. Ahora es un barrio pobre y peligroso, los vecinos no salen, tienen miedo de que les
roben, tienen miedo de los adolescentes que toman vino en las esquinas y a veces se pelean a
Se sentaban en el caminito de baldosas amarillas y rosas que partía el jardín seco. El portón tiros. El chalet de Adela se vendió y fue dividido en departamentos. En el parque se construyó
de hierro oxidado estaba siempre abierto, les daba la bienvenida. Yo los acompañaba, pero me un galpón. Es mejor, creo. El galpón oculta las sombras.
quedaba afuera, en la vereda. Ellos miraban la puerta, como si creyeran que podían abrirla

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Un grupo de chicas jugaba al elástico en medio de la calle; cuando pasaba un auto —circula- con forma semicircular. Algunos eran redondeados; otros más puntiagudos. No quise tocarlos.
ban muy pocos—, paraban para dejarlo pasar. Más lejos, otros pateaban una pelota y donde el
—Son uñas —dijo Pablo.
asfalto era más nuevo, más liso, algunas adolescentes patinaban. Pasamos entre ellos, desa-
percibidos. Sentí que el zumbido me ensordecía y me puse a llorar. Abracé a Pablo, pero no dejé de mirar.
En el siguiente estante, el de más arriba, había dientes. Muelas con plomo negro en el centro,
Adela esperaba en el jardín muerto. Estaba muy tranquila, iluminada. Conectada, pienso ahora.
como las de mi papá, que las tenía arregladas; incisivos, como los que me molestaban cuando
Nos señaló la puerta y yo gemí de miedo. Estaba entreabierta apenas una rendija. empecé a usar aparatos; paletas como las de Roxana, la chica que se sentaba delante de mí en
el colegio. Cuando levanté la cabeza para alcanzar a ver el tercer estante, se fue la luz.
—¿Cómo? —preguntó Pablo.
Adela gritó en la oscuridad, Mi corazón latía tan fuerte que me dejaba sorda, Pero sentía a mi
—La encontré así.
hermano, que me abrazaba los hombros, que no me soltaba. De pronto, vi un redondel de luz
Mi hermano se sacó la mochila y la abrió. Traía llaves, destornilladores, palancas; herrami- en la pared: era la linterna. Dije: «Salgamos, salgamos.» Pablo, sin embargo, caminó en direc-
entas de mi papá que había encontrado en una caja, en el lavadero. Ya no las iba a necesitar. ción opuesta a la salida, siguió entrando en la casa. Lo seguí. Quería irme, pero no sola.
Estaba buscando la linterna.
La luz de la linterna iluminaba cosas sin sentido. Un libro de medicina, de hojas brillantes,
—No hace falta —dijo Adela. abierto en el suelo. Un espejo colgado cerca del techo, ¿quién podía reflejarse ahí? Una pila
de ropa blanca. Pablo se frenó: movía la linterna y la luz sencillamente no mostraba ninguna
La miramos confundidos. Ella abrió la puerta, del todo y entonces vimos que adentro de la casa otra pared. Esa habitación no terminaba nunca o sus límites estaban demasiado lejos para ser
había luz. iluminados por una linterna.
Recuerdo que caminamos de la mano bajo esa luminosidad que parecía eléctrica, aunque en el —Vamos, vamos —volví a decirle, y recuerdo que pensé en salir sola, en dejarlo, en escapar.
techo, donde debería haber lámparas, sólo había cables viejos, asomando de los huecos como
ramas secas. Parecía la luz del sol. Afuera era de noche y. amenazaba tormenta, una poderosa —¡Adela! —gritó Pablo.
lluvia de verano. Ahí adentro hacía frío y olía a desinfectante y la luz era como de hospital.
No se la escuchaba en la oscuridad. Dónde podía estar, en esa habitación eterna.
La casa no parecía rara por adentro. En el pequeño hall de entrada estaba la mesa del teléfono,
—Acá.
un teléfono negro, como el de nuestros abuelos.
Era su voz, muy baja, cerca. Estaba detrás de nosotros. Retrocedimos. Pablo iluminó el lugar
Que por favor no suene, que no suene, me acuerdo de que recé así, de que repetí eso en voz
de donde venía la voz y entonces la vimos.
baja, con los ojos cerrados. Y no sonó.
Adela no había salido de la habitación de los estantes. Nos saludó con la mano derecha, parada
Los tres juntos pasamos a la siguiente sala. La casa se sentía más grande de lo que parecía
junto a una puerta. Después giró, abrió la puerta que estaba a su lado y la cerró detrás de ella.
desde afuera. Y zumbaba, como si vivieran colonias de bichos ocultos detrás de la pintura de
Mi hermano corrió, pero cuando llegó a la puerta, ya no pudo abrirla. Estaba cerrada con llave.
las paredes.
Sé lo que Pablo pensó: buscar las herramientas que había dejado afuera, en la mochila, para
Adela se adelantaba, entusiasmada, sin miedo. Pablo le pedía «esperá, esperá» cada tres pa-
abrir la puerta que se había llevado a Adela. Yo no quería sacarla: solamente quería salir, y lo
sos. Ella hacía caso pero no sé si nos escuchaba claramente. Cuando se daba vuelta parecía
seguí, corriendo. Afuera llovía y las herramientas estaban desparramadas sobre el pasto seco
perdida. En sus ojos no había reconocimiento. Decía «sí, sí», pero yo sentí que ya no nos habla-
del jardín; mojadas, brillaban en la noche. Alguien las había sacado de la mochila. Cuando nos
ba. Pablo sintió lo mismo. Me lo dijo después.
quedamos quietos un minuto, asustados, sorprendidos, alguien cerró la puerta desde adentro.
La sala siguiente, el living, tenía sillones sucios, de color mostaza, agrisados por el polvo. Con-
La casa dejó de zumbar.
tra la pared se apilaban estantes de vidrio. Estaban muy limpios y llenos de pequeños adornos,
tan pequeños que tuvimos que acercarnos para verlos. Recuerdo que nuestros alientos, juntos, No recuerdo bien cuánto tiempo pasó Pablo intentando abrirla. Pero en algún momento es-
empañaron los estantes más bajos, los que alcanzábamos: llegaban hasta el techo. cuchó mis gritos. Y me hizo caso.

Al principio no supe lo que estaba viendo. Eran objetos chiquitísimos, de un blanco amarillento, Mis padres llamaron a la policía.

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las ventanas, abiertas como ojos negros: la policía derrumbó los ladrillos que las tapiaban
hace quince años y así quedaron, abiertas. Adentro de la casa, cuando el sol la ilumina, se ven
* * *
vigas y el techo agujereado y basura. Los chicos del barrio saben lo que pasó ahí adentro. En
el suelo pintaron, con aerosol, el nombre de Adela, En las paredes de afuera también. ¿Dónde
está Adela?, dice una pintada, Otra, más pequeña, escrita con fibra, repite el modelo de una
Y todos los días y casi todas las noches vuelvo a esa noche de lluvia. Mis padres, los padres leyenda urbana: hay que decir Adela tres veces a la medianoche, frente al espejo, con una vela
de Adela, la policía en el jardín. Nosotros empapados, con pilotos amarillos. Los policías que en la mano, y entonces veremos reflejado lo que ella vio, quién se la llevó.
salían de la casa diciendo que no con la cabeza. La madre de Adela desmayada bajo la lluvia.
Mi hermano, que también visitaba la casa, vio esas indicaciones e hizo ese viejo ritual una no-
Nunca la encontraron. Ni viva ni muerta. Nos pidieron la descripción del interior de la casa. che. No vio nada. Rompió el espejo del baño con sus puños y tuvimos que llevarlo al hospital
Contamos. Repetimos. Mi madre me dio un cachetazo cuando hablé de los estantes y de la luz. para que lo cosieran.
«¡La casa está llena de escombros, mentirosa!», me gritó. La madre de Adela lloraba y pedía
«por favor, dónde está Adela, dónde está Adela». No me animo a entrar. Hay una pintada sobre la puerta que me mantiene afuera. Acá vive Ad-
ela, ¡cuidado!, dice. Imagino que la escribió un chico del barrio, en chiste o desafío. Pero yo sé
En la casa, le dijimos. Abrió una puerta de la casa, entró en una habitación y ahí debe estar que tiene razón. Que ésta es su casa. Y todavía no estoy preparada para visitarla.
todavía.

Los policías decían que no quedaba una sola puerta dentro de la casa. Ni nada que pudiera
ser considerado una habitación. La casa era una cáscara, decían. Todas las paredes interiores
habían sido demolidas.

Recuerdo que los escuché decir «máscara», no «cáscara». La casa es una máscara, escuché.

Nosotros mentíamos. O habíamos visto algo tan feroz que estábamos shockeados. Ellos no
querían creer siquiera que habíamos entrado en la casa. Mi madre no nos creyó nunca. Ni
siquiera cuando la policía rastrilló el barrio entero, allanando cada casa. El caso estuvo en
televisión: nos dejaban ver los noticieros. Nos dejaban leer las revistas que hablaban de la
desaparición. La madre de Adela nos visitó varias veces y siempre decía: «A ver si me dicen la
verdad, chicos, a ver si se acuerdan...».

Nosotros volvíamos a contar todo. Ella se iba llorando. Mi hermano también lloraba. Yo la con-
vencí, yo la hice entrar, decía.

Una noche, mi papá se despertó y escuchó que alguien intentaba abrir la puerta. Se levantó de
la cama, agazapado, pensaba que encontraría a un ladrón. Encontró a Pablo, que luchaba con
la llave en la cerradura —esa cerradura siempre andaba mal—; llevaba herramientas y una
linterna en la mochila. Los escuché gritar durante horas y recuerdo que mi hermano le pedía
por favor que quería mudarse; que si no se mudaba, se iba a volver loco.

Nos mudamos. Mi hermano se volvió loco igual. Se suicidó a los veintidós años, Yo reconocí el
cuerpo destrozado. No tuve opción: mis padres estaban de vacaciones en la costa cuando se
tiró bajo el tren, bien lejos de nuestra casa, cerca de la estación Beccar. No dejó una nota. Él
siempre soñaba con Adela: en sus sueños, nuestra amiga no tenía uñas ni dientes, sangraba
por la boca, sangraban sus manos.

Desde que Pablo se mató, vuelvo a la casa. Entro en el jardín, que sigue quemado y miro por

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12. UN HOMBRE SIN SUERTE Dejaron el coche junto a las ambulancias y se bajaron de inmediato. Sin esperarnos, mamá
corrió con Abi y entró en el hospital. Yo dudaba si debía o no bajarme: estaba sin bombacha y
quería ver dónde la había dejado papá, pero no la encontré ni en los asientos delanteros ni en
Samanta Schweblin su mano, que ya cerraba desde afuera su puerta.

En: Siete casas vacías. Madrid: Páginas de espuma, 2015. -Vamos, vamos —dijo papá.

El día que cumplí ocho años, mi hermana —que no soportaba que dejaran de mirarla un solo Abrió mi puerta y me ayudó a bajar. Cerró el coche. Me dio unas palmadas en el hombro cuando
segundo— se tomó de un saque una taza entera de lavandina. Abi tenía tres años. Primero son- entramos en el hall central. Mamá salió de una habitación del fondo y nos hizo una seña. Me
rió, tal vez por el mismo asco, después arrugó la cara en un asustado gesto de dolor. Cuando alivió ver que volvía hablar, daba explicaciones a las enfermeras.
mamá vio la taza vacía colgando de la mano de Abi, se puso tan blanca como ella. -Quedate acá —dijo papá, y me señaló unas sillas naranjas al otro lado del pasillo.
-Abi-mi-dios —eso fue todo lo que dijo mamá— Abi mi-dios —y todavía tardó unos segundos Me senté. Papá entró en el consultorio con mamá y yo esperé un buen rato. No sé cuánto, pero
más en ponerse en movimiento. fue un buen rato. Junté las rodillas, bien pegadas, y pensé en todo lo que había pasado en tan
La sacudió por los hombros, pero Abi no respondió. Le gritó, pero Abi tampoco respondió. Cor- pocos minutos y en la posibilidad de que alguno de los chicos del colegio hubiera visto el es-
rió hasta el teléfono y llamó a papá, y cuando volvió corriendo Abi seguía de pie, con la taza pectáculo de mi bombacha. Cuando me puse derecha el jumper se estiró y mi cola tocó parte
colgándole de la mano. Mamá le sacó la taza y la tiró en la pileta. Abrió la heladera, sacó la del plástico de la silla. A veces la enfermera entraba o salía del consultorio y se escuchaba a
leche y la sirvió en un vaso. Se quedó mirando el vaso, luego a Abi, luego el vaso y finalmente mis padres discutir. Una vez que me estiré un poquito llegué a ver a Abi moverse inquieta en
tiró también el vaso a la pileta. Papá, que trabajaba muy cerca de casa, llegó enseguida, y to- una de las camillas, y supe que, al menos ese día, no iba a morirse. Y todavía esperé un rato
davía le dio tiempo a mamá a hacer todo el show del vaso de leche una vez más, antes de que más. Entonces un hombre vino y se sentó al lado mío. No sé de dónde salió, no lo había visto
él empezara a tocar la bocina y a gritar. antes.

Mamá pasó como un rayo cargando a Abi contra su pecho. La puerta de entrada, la reja y las -¿Qué tal? —preguntó.
puertas del coche queda ron abiertas. Sonaron más bocinas y mamá, que ya estaba sentada Pensé en decir muy bien, que es lo que siempre contesta mamá si alguien le pregunta, aunque
en el coche, empezó a llorar. Papá tuvo que gritarme dos veces para que yo entendiera que era acabe de decir que la estamos volviendo loca.
a mí a quien le tocaba cerrar.
-Bien -dije.
Hicimos las diez primeras cuadras en menos tiempo de lo que me llevó cerrar la puerta del
coche y ponerme el cinturón. Pero cuando llegamos a la avenida el tráfico estaba práctica- -¿Estás esperando a alguien?
mente parado. Papá tocaba bocina y gritaba « ¡Voy al hospital! ¡Voy al hospital!». Los coches
que nos rodeaban maniobraban un rato, milagrosamente conseguían dejarnos pasar y un par Lo pensé. No estaba esperando a nadie o, al menos, no es lo que quería estar haciendo en ese
de coches más adelante, todo empezaba de nuevo. Papá frenó detrás de otro coche, dejó de momento. Así que negué y él dijo:
tocar bocina y se golpeó la cabeza contra el volante. Nunca lo había visto hacer una cosa así.
-¿Y por qué estás sentada en la sala de espera?
Hubo un momento de silencio y entonces se incorporó y me miró por el espejo retrovisor.
Entendí que era una gran contradicción. El abrió un pequeño bolso que tenía sobre las rodillas.
Se dio vuelta y me dijo:
Revolvió un poco, sin apuro. Después sacó de una billetera un papelito rosado.
-Sacate la bombacha.
-Acá está, sabía que lo tenía en algún lado.
Tenía puesto mi jumper del colegio. Todas mis bombachas eran blancas, aunque eso era algo
El papelito tenía el número 92.
en lo que yo no estaba pensando y no podía entender el pedido de papá. Apoyé las manos so-
bre el asiento para sostenerme mejor. -Vale por un helado, yo te invito —dijo.
Miré a mamá y ella gritó: Le dije que no. No hay que aceptar cosas de extraños.
-¡Sacate la puta bombacha! -Pero es gratis, me lo gané.
Y yo me la saqué. Papá me la quitó de las manos. Bajó la ventanilla, volvió a tocar bocina y sacó Miré al frente y nos quedamos en silencio.
afuera mi bombacha. La levantó bien alto mientras gritaba y seguía tocando, y toda la avenida
se dio vuelta para mirarla. La bombacha era chica, pero también era muy blanca. Una cuadra -Como quieras —dijo él, sin enojarse.
más atrás una ambulancia encendió las sirenas, nos alcanzó rápidamente y nos escoltó. Papá
siguió sacudiendo la bombacha hasta que llegamos al hospital. Sacó del bolso una revista y se puso a llenar un crucigrama. La puerta del consultorio volvió
a abrirse y escuché a papá decir «no voy acceder a semejante estupidez». Me acuerdo porque

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ese es el punto final de papá para casi cualquier discusión, pero el hombre no pareció es- -No te pongas quisquillosa, darling.
cucharlo.
Cruzamos la avenida y entramos en un shopping. Era un shopping bastante feo, no creo que
-Es mi cumpleaños —dije. mamá lo conociera. Caminamos hasta el fondo, hacia una gran tienda de ropa, una realmente
gigante que tampoco creo que mamá conociera. Antes de entrar él dijo «no te pierdas» y me
«Es mi cumpleaños —repetí para mí misma—, ¿qué debería hacer?». Él dejó el lápiz marcan- dio la mano, que era fría y muy suave. Saludó a las cajeras con el mismo gesto que les había
do un casillero y me miró con sorpresa. Asentí sin mirarlo, consciente de tener otra vez su hecho a las asistentes a la salida del hospital, pero no vi que nadie le respondiera. Avanzamos
atención. entre los pasillos de ropa. Además de vestidos, pantalones y remeras, había ropa de trabajo:
-Pero… —dijo y cerró la revista—, es que a veces me cuesta entender a las mujeres. Si es tu cascos, jardineros amarillos como los de los basureros, guardapolvos de señoras de limpieza,
cumpleaños, ¿por qué estás en una sala de espera? botas de plástico, y hasta algunas herramientas. Me pregunté si él compraría su ropa ahí y si
usaría alguna de esas cosas y entonces también me pregunté cómo se llamaría.
Era un hombre observador. Me enderecé otra vez en mi asiento y vi que, aun así, apenas le
llegaba a los hombros. Él sonrió y yo me acomodé el pelo. Y entonces dije: -Es acá —dijo.

-No tengo bombacha. Estábamos rodeados de mesadas de ropa interior masculina y femenina. Si estiraba la mano
podía tocar un gran contenedor de bombachas gigantes, más grandes que las que yo podría
No sé por qué lo dije. Es que era mi cumpleaños y yo estaba sin bombacha, y era algo en lo que haber visto alguna vez, y a solo tres pesos cada una. Con una de esas bombachas podían hac-
no podía dejar de pensar. Él todavía estaba mirándome. Quizá se había asustado, u ofendido, y erse tres para alguien de mi tamaño.
entendí que, aunque no era mi intención, había algo grosero en lo que acababa de decir.
-Esas no —dijo él—, acá. —Y me llevó un poco más allá, a una sección de bombachas más pe-
-Pero es tu cumpleaños —dijo él. queñas—. Mirá todas las bombachas que hay… ¿Cuál será la elegida, my lady?

Asentí. Miré un poco. Casi todas eran rosas o blancas. Señalé una blanca, una de las pocas que había
sin moño.
-No es justo. Uno no puede andar sin bombacha el día de su cumpleaños.
-Esta —dije—. Pero no tengo para pagar.
-Ya sé —dije, y lo dije con mucha seguridad, porque acababa de descubrir la injusticia a la que
todo el show de Abi me había llevado. Se acercó un poco y me dijo al oído:

Él se quedó un momento sin decir nada. Luego miró hacia los ventanales que daban al estac- -Eso no hace falta.
ionamiento.
-¿Sos el dueño?
-Yo sé dónde conseguir una bombacha —dijo.
-No. Es tu cumpleaños.
-¿Dónde?
Sonreí.
-Problema solucionado. —Guardó sus cosas y se incorporó.
-Pero hay que buscar mejor. Estar seguros.
Dudé en levantarme. Justamente por no tener bombacha, pero también porque no sabía si
él estaba diciendo la verdad. Miró hacia la mesa de entrada y saludó con una mano a las -Ok, darling —dije.
asistentes. -No digas «Ok, darling» —dijo él—, que me pongo quisquilloso. —Y me imitó sosteniéndome la
-Ya mismo volvemos —dijo, y me señaló. Es su cumpleaños. —Y yo pensé «por dios y la virgen pollera en la playa de estacionamiento.
María, que no diga nada de la bombacha», pero no lo dijo: abrió la puerta, me guiñó un ojo, y yo Me hizo reír. Y cuando terminó de hacerse el gracioso dejó frente a mí sus dos puños cerrados
supe que podía confiar en él. y así se quedó hasta que entendí y toqué el derecho. Lo abrió: estaba vacío.
Salimos al estacionamiento. De pie yo apenas le pasaba de la cintura. El coche de papá seguía -Todavía podés elegir el otro.
junto a las ambulancias, un policía le daba vueltas alrededor, molesto. Me quedé mirándolo y
él nos vio alejarnos. El aire me envolvió las piernas y subió, acampanando mi jumper; tuve que Toqué el otro. Tardé en entender que era una bombacha porque nunca había visto una negra. Y
caminar sosteniéndolo, con las piernas bien juntas. era para chicas, porque tenía corazones blancos, tan chiquitos que parecían lunares, y la cara
de Kitty al frente, donde suele estar ese moño que ni a mamá ni a mí nos gusta.
Él se volvió para ver si lo seguía y me vio luchando con mi uniforme.
-Hay que probarla —dijo.
-Mejor vamos pegados a la pared.
Apoyé la bombacha en mi pecho. El me dio otra vez la mano y fuimos hasta los probadores,
-Quiero saber a dónde vamos.
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que parecían estar vacíos. Nos asomamos. Él dijo que no sabía si podría entrar porque esos vergüenza que mis compañeros la vieran. Mirá que bombacha tiene esta piba, pensarían, qué
eran solo para mujeres. Que tendría que hacerlo sola. Era lógico porque, a menos que sea al- bombacha tan perfecta. Me di cuenta de que ya no podía sacármela. Y me di cuenta de algo
guien muy conocido, no está bien que te vean en bombacha. Pero me daba miedo entrar sola más, y es que la prenda no tenía alarma. Tenía una pequeña marquita en el lugar donde suelen
al probador, entrar sola o algo peor: salir y no encontrar a nadie. ir las alarmas, pero no tenía ninguna alarma. Me quedé un momento más mirándome al espe-
jo, y después no aguanté más y saqué el papelito, lo abrí y lo leí.
-¿Cómo te llamás? —pregunté.
Salí del probador y él no estaba donde nos habíamos despedido, pero sí un poco más allá, junto
-Eso no puedo decírtelo. a los trajes de baño. Me miró, y cuando vio que no tenía la bombacha a la vista me guiñó un
-¿Por qué? ojo y fui yo la que lo tomó de la mano. Esta vez me sostuvo más fuerte, a mí me pareció bien
y caminamos hacia la salida. Confiaba en que él sabía lo que hacía. En que un hombre ojeado
Él se agachó. Así quedaba casi a mi altura, o por ahí yo unos centímetros más alta. y con la peor suerte del mundo sabía cómo hacer esas cosas. Cruzamos la línea de cajas por
la entrada principal. Uno de los guardias de seguridad nos miró acomodándose el cinto. Para
-Porque estoy ojeado. él mi hombre sin nombre sería mi papá, y me sentí orgullosa. Pasamos los censores de la
salida, hacia el shopping, y seguimos avanzando en silencio, todo el pasillo, hasta la avenida.
-¿Ojeado? ¿Qué es estar ojeado? —Una mujer que me odia dijo que la próxima vez que yo diga
Fue cuando vi a Abi, sola, en medio del estacionamiento. Y vi a mamá más cerca, de este lado
mi nombre me voy a morir.
de la avenida, mirando hacia las esquinas. Papá también venía hacia nosotros desde el estac-
Pensé que podía ser otra broma, pero lo dijo todo muy serio. ionamiento. Seguía a paso rápido al policía que antes miraba su coche y en cambio ahora nos
señalaba. Pasó todo muy rápido. Papá nos vio, gritó mi nombre y unos segundos después el
-Podrías escribírmelo. policía y dos más que no sé de dónde salieron ya estaban sobre nosotros. El me soltó, pero dejé
unos segundos mi mano suspendida hacia él. Lo rodearon y lo empujaron de mala manera. Le
-¿Escribirlo? preguntaron qué estaba haciendo, le preguntaron su nombre, pero él no respondió. Mamá me
-Si lo escribieras no sería decirlo, sería escribirlo. Y si sé tu nombre puedo llamarte y no me abrazó y me revisó de arriba abajo. Tenía mi bombacha blanca enganchada en la mano dere-
daría tanto miedo entrar sola al probador. cha. Entonces, tanteándome, notó que llevaba otra bombacha. Me levantó el jumper en un solo
movimiento: fue algo tan brusco y grosero, delante de todos, que yo tuve que dar unos pasos
-Pero no estamos seguros. ¿Y si para esa mujer escribir es también decir? ¿Si con decir ella se hacia atrás para no caerme. El me miro, yo lo miré. Cuando mamá vio la bombacha negra gritó
refirió a dar a entender, a informar mi nombre del modo que sea? «hijo de puta, hijo de puta», y papá se tiró sobre él y trató de pegarle. Los guardias intentaron
separarlos. Yo busqué el papel en mi jumper, me lo puse en la boca y, mientras me lo tragaba,
-¿Y cómo se enteraría? repetí en silencio su nombre, varias veces, para no olvidármelo nunca.
-La gente no confía en mí y soy el hombre con menos suerte del mundo.

-Eso no es verdad, eso no hay manera de saberlo.

-Yo sé lo que te digo.

Miramos juntos la bombacha, en mis manos. Pensé en que mis padres podrían estar termi-
nando.

-Pero es mi cumpleaños —dije.

Y quizá lo hice a propósito, así lo sentí en ese momento: los ojos se me llenaron de lágrimas.
Entonces él me abrazó, fue un movimiento muy rápido, cruzó sus brazos sobre mi espalda y
me apretó tan fuerte que la cara me quedó hundida en su pecho. Después me soltó, sacó su re-
vista y su lápiz, escribió algo en el margen derecho de la tapa, lo arrancó y lo dobló tres veces
antes de dármelo.

-No lo leas —dijo, se incorporó y me empujó suavemente hacia los cambiadores.

Dejé pasar cuatro vestidores vacíos, siguiendo el pasillo y, antes de juntar valor y meterme
en el quinto, guardé el papel en el bolsillo de mi jumper, me volví para verlo y nos sonreímos.

Me probé la bombacha. Era perfecta. Me levanté el jumper para ver bien cómo me queda-
ba. Era tan, pero tan perfecta. Me quedaba increíblemente bien, papá nunca me la pediría
para revolearla detrás de las ambulancias e incluso, si llegara a hacerlo, no me daría tanta

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13. SUI GENERIS ­­— ¡Director Magnusson! Gracias por venir a estas horas.

Lo que el hombre creyó que era una pila de ropa frente a un ordenador, resultó ser el robusto
Alejandra Paredes y chaparro doctor Morris, desarreglado y un poco jorobado por la edad.
En: Antología crítica de la ciencia ficción peruana: siglos XIX a XX. Lima: Fondo Editorial de la
Universidad de Lima, 2018. — Nada de gracias, Morris, ¿qué otra cosa podía hacer si llamaste con semejante urgencia?
respondió Magnusson, abriéndose camino hasta el doctor ―Conociéndote, pensé que estabas
delirando por la falta de sueño y aire fresco. Otra vez.
El ascensor llegó a su destino luego de casi cinco minutos de descenso. Las puertas se de- — Oh, pero ésta va en serio, Magnus — Morris se paseaba, espídico, de un monitor a otro, re-
slizaron a los lados del cilindro de vidrio templado, y un hombre alto, de impecable traje y visando apuntes y consultando libros —. Este último proyecto me ha regresado, con creces,
cabello entrecano ingresó en el laboratorio. todo mi esfuerzo.
Era un ambiente que parecía no tener fin, bañado por una luz blanca azulada. El hombre hizo Magnusson suspiró con impaciencia.
un gesto de desagrado ante el olor a antiséptico y desinfectante, el lugar apestaba a limpio.
Perderse en ese laberinto níveo era fácil, pero él ya conocía el camino de memoria: de frente — Morris, las personas normales necesitamos dormir, ve al grano.
por el pasillo de súper computadoras, a la derecha en los monitores del colisionador de partíc-
El doctor asintió con una sonrisa frenética, yendo al mando al lado de la cápsula.
ulas, otra vez derecha en el gran rayo cuya función prefería desconocer, y seguir el río de ca-
bles hasta el olvidado almacén de suministros obsoletos. — Solo observa, Magnus.

Ya era muy tarde en la noche, así que nadie lo vería entrar y no salir, pues al fondo, en donde Morris accionó un botón y la cápsula empezó a abrirse. Por un momento, la habitación quedó
debería encontrarse solo la pared, había un panel oculto tras una loseta suelta, y el código de sumida en luz y vaho, hasta que Morris ajustó los controles y se pudo ver el contenido. Era ap-
acceso era conocido únicamente por él y el sujeto que lo esperaba del otro lado. enas metro y medio de un cuerpo delgado, de una palidez inhumana que parecía resplandecer,
al igual que su corto y fino cabello. Al abrir los ojos, mostró su inexpresiva mirada gris.
El doctor Morris parecía al borde de la histeria cuando lo llamó hacía media hora, dijo que
su experimento había sido un éxito, que revolucionaría el mundo, que cambiaría el curso de — Permíteme que te presente a A-001, “Ángel” para los amigos.
la historia de la humanidad. Hubo un tiempo en el que al hombre le hubiera importado más
Morris le dio una palmada en la espalda a su compañero, con el pecho hinchado de orgullo, y
la cantidad de ceros que tal experimento pudiese poner en su cuenta bancaria, pero eso fue
Magnusson necesitó de unos segundos para salir de su asombro.
antes de ver con sus propios ojos, y no solo en reportes, el colapso de la civilización por lo que
los ecologistas gustaban de llamar “les dijimos que los recursos del planeta no eran eternos, — Es… impresionante, Morris — dijo por fin.
malditos infelices”. Luego de eso, la humanidad se tornó un poco más interesante, sobre todo
—¡Por supuesto que lo es! Ángel es la máxima expresión de la manipulación genética, su ADN
porque su imperio de ingeniería biológica y física aplicada era uno de los pocos que aún se
está libre de enfermedades y defectos congénitos, resistente al noventa y nueve por ciento de
mantenían en pie.
bacterias y virus, y capaz de desarrollar inmunidad al uno por ciento restante; además, sus
Más le valía a Morris tener algo bueno. células están diseñadas para regenerarse cada cierto tiempo, dándole un lapso de vida inde-
terminado.
La palabra que mejor describía el cuarto al que accedió era “caótico”. El escritorio había sido
arrimado sin ceremonia contra la pared izquierda, sirviendo de estante para un montículo de El doctor se acercó a Ángel para realizarle los controles de rutina, mientras Magnusson recu-
libros y papeles, la pizarra de la derecha era un pandemonio de fórmulas, y varias piezas de peraba su porte.
equipo estaban esparcidas sin sentido por el suelo; al fondo se erguía una cápsula de unos dos
— Siempre te he dado luz verde sin cuestionar, Morris, porque sé que debajo de toda esa locu-
metros, con un sinfín de cables conectándola a la maquinaria.
ra hay genialidad, y ahora que lo veo… bueno, había empezado a dudar luego de tus últimos

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experimentos. Al acto, Magnusson salió del cuarto secreto y corrió por el laboratorio hasta los monitores,
con Morris y Ángel detrás de él. Una vez frente las pantallas, el director accedió a la red de
—¡Ah! — el doctor se le acercó hasta quedar a solo unos centímetros — Es porque mis anteri-
vigilancia interna y pudo ver a sus guardias sometidos por un gran grupo de vándalos con
ores experimentos intentaban ayudar a la humanidad desde adentro pero, así como el planeta,
pasamontañas, y armados con primitivas combas, fierros y palos que penetraban más y más
el banco genético humano ya no tiene nada que ofrecer. ¡La especie está condenada! Y es ahí
en las instalaciones.
donde Ángel entra en acción.
Magnusson, por segunda vez en lo que iba de la noche, no podía creer lo que veía.
Mientras Morris continuaba con sus apuntes, Magnusson se fijó en la creación una vez más.
Ángel estaba de pie, sin incomodidad alguna ante su propia desnudez. Fue entonces que el — Lo sabía — dijo Morris.
hombre reparó en un detalle.
—¿Sabías? ¿Qué? — en su desesperación, Magnusson tomó al doctor del cuello de su bata
— Ángel es andrógino. blanca —¡¿Qué sabías?!

— Casi, pero no. Es completamente asexuada, ni varón ni hembra. ¡La primera y la última! —¡¿Por qué crees que te pedí un laboratorio oculto?! Vengo trabajando en Ángel por más de un
año en el más absoluto secretismo, porque la envidia, Magnus, ¡la envidia!
—¿Cómo sabes que es mujer?
Magnusson no lo soltaba, pero su furia se transformaba poco a poco en desconcierto.
—¿Qué te acabo de decir? ¡No lo es! Elegí el sexo al azar, ¿prefieres el otro? De cualquier
forma, Ángel será el padre y la madre de un nuevo eslabón en la evolución humana. ¡Él es la — Mi proyecto se empezó a filtrar — continuó el doctor, con una sonrisa cada vez más maniaca
salvación de la especie! en el rostro —, y esos muchachitos — señaló la pantalla —, ellos deben de haberse enterado
de la fase tres. ¡Oh, Magnus, no podía arriesgar ser interrumpido por tontas investigaciones y
— Me da igual cómo la llames, preferiría que me explicaras cómo puede ayudarnos un ser
procesos inútiles! No te preocupes, viejo amigo, siempre puedes decir que no sabías nada, tuve
incapaz de reproducirse.
mucho cuidado de no mencionarte ni de usar ningún registro oficial de la compañía.
— Ángel es mi sujeto de pruebas, quiero asegurarme que todo le funcione a la perfección antes
El director lo soltó en cuanto empezó el ataque de risa de Morris, retrocediendo, presa ya del
de la fase dos. Las personas no pueden permitirse más errores genéticos.
miedo al ver al doctor desquiciado y escuchar a los invasores llegando al laboratorio. Gracias
—¿Fase dos? al precario estado de sus nervios, tuvo que contener un grito cuando fue sobresaltado por una
pequeña mano asiendo su muñeca.
Sacando la pizarra del camino, Morris reveló una gran pantalla que encendió, mostrando el
enajenamiento que gobernaba en el grueso de las otrora metrópolis. Magnusson fue al lado — Estarán aquí pronto — dijo Morris, pareciendo casi ansioso por el arribo de los revoltosos —.
del doctor y descubrió a Ángel haciendo lo mismo, mirando con inocencia el mundo al que Sabes lo que vale Ángel y lo que le harán si le ponen las manos encima, Magnus. Yo ya acepté
había sido traído. mi destino y he cumplido con mi misión al brindarle una buena nueva al mundo.

Magnusson podía ser frío y calculador en muchos aspectos de su vida, incluida su moral; no Morris fue presa de otra carcajada histérica pero, a pesar de la presión de la mano de Ángel,
obstante, sin importar su relevancia científica, lo que él veía en Ángel era una criatura. Así que temeroso ante la situación y el estado de su creador, Magnusson no atinaba a moverse, no aún.
se quitó el saco y se lo puso en los hombros, ganándose una sonrisa. Su pequeña figura se
—¿Q-qué es la fase tres?
perdía dentro de la rica prenda de diseñador. La voz de Morris lo trajo de nuevo a la realidad.
— Amigo Magnus, una vez que la nueva generación de humanos mejorados esté lista para
— Son injertos, Magnus. La fase dos es crear versiones masculinas y femeninas de Ángel, que
reclamar el control del mundo, ¿qué crees que se podría hacer con aquellos que no calificaron
procrearán con los mejores representantes de la especie humana, salvándola de la extinción.
para el programa de reproducción selectiva? — la mirada del doctor por poco le hace retroced-
Entonces sonó la alarma, resonando con fuerza en todos los ambientes y obligando a los pre- er otro par de pasos — Como dije, la humanidad no puede permitirse más errores genéticos.
sentes a cubrirse los oídos.

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Magnusson no tuvo oportunidad de expresar su repulsión ante el plan de Morris, ya que se- Uno de sus hombres alzó la voz.
gundos más tarde, escuchó la puerta siendo forzada. Sin pensarlo, el director tomó a Ángel en
—¿No puede hacerse de otra forma?Magnusson no era parte del plan, ¡seguro que todos aca-
brazos y corrió de vuelta a la habitación secreta.
baremos en la cárcel!
—¡Cuídala, Magnus! — escuchó el eco de la voz de Morris —¡Es la única que salvaguarda mi
—¡Es un pequeño precio a pagar por evitar que los poderosos sigan jugando a ser dioses!
trabajo!
La mayoría estuvo de acuerdo con el líder, y pronto a Magnusson se le heló la sangre cuando
La cacofonía de voces que repicó con la alarma le indicó a Magnusson que ya era muy tarde
vio sus preciosos equipos ser destrozados y sus archivos quemados. Estaban borrando toda
para Morris pero, con algo de suerte, el enredo que era el laboratorio les brindaría tiempo. El
huella del proyecto.
director cerró la puerta detrás de él y se recostó en ella, sudando con la respiración entrecor-
tada, tratando de pensar en qué hacer. Seguro que la policía estaba en camino, y era un hecho Su lucha se tornó real, movido por el horror de lo que estaba viendo, de lo que esos idiotas
que sus abogados necesitarían un aumento por el trabajo que les esperaba los siguientes me- estaban haciendo, de lo que significaba, pero de nada le sirvió; y fue con amarga resignación
ses. Sin embargo, en ese momento, su mente debía fijarse en ese pequeño ser que lo veía con que tuvo que presenciar cómo el magnum opus de Morris se perdía para siempre.
intensidad, confundido y asustado.
Una vez que estuvieron satisfechos con su obra, los maleantes comenzaron la retirada. Mag-
—¿Es cierto lo que dijo Morris? — preguntó, poniéndose de cuclillas frente a ella —¿Tú sabes nusson era poco más que un peso muerto al que tuvieron que llevarse a rastras. Vagamente
dónde está su investigación? captaba fragmentos de conversaciones, que los federales los esperaban afuera, que si era
una situación de rehenes, que los androides ya entraron… El director nunca creyó que llegaría
Quizás la fase tres haya sido inconcebible incluso para él, pero Magnusson debía reconocer la
el día en que no le importarían sus detrimentos millonarios, había perdido algo mucho más
brillantez detrás de la idea.
valioso.
Ángel asintió. Perfecto. Tenía que proteger esos datos, la mayor parte debía de estar en esa
Buscando el consuelo de saber que al menos Ángel se había salvado, el director alzó la mirada
habitación, pero Morris no confiaba en nada ni nadie, ni siquiera sus propios equipos (con algo
hacia el almacén. Parecía que la súbita calma le había indicado al sujeto de pruebas que era
de habilidad, cualquier hacker puede violarlos, solía decir) y, si confiaba en Magnusson, era
seguro asomarse, por lo que sus miradas se encontraron.
porque necesitaba un mecenas o, como en ese caso, un socio que continuara su obra. Así, solo
el ser que creó con sus propias manos había sido digno de saber dónde estaba todo. Magnusson no sabía qué reacción esperaba ver ante el descubrimiento de la investigación de
su creador borrada de la faz de la Tierra, pero ciertamente no era una sonrisa. Poco antes de
El hilo de sus pensamientos se perdió cuando escuchó el alboroto que se estaba llevando a
ser extraído del laboratorio, el director vio a Ángel asir el saco con una mano, ocultando su luz,
cabo. Estaban dispuestos a destruir el laboratorio, y el trabajo de Morris estaba oculto ahí
y posar el índice de la otra en sus labios, pidiéndole guardar el secreto, para luego, con una
afuera.
expresión pícara, llevar dicho dígito a su sien ydarse un par de toquecitos en la cabeza.
— No salgas por ningún motivo — le indicó a Ángel antes de retirarse del ambiente.
Con que, ahí estaba la investigación. Morris era un maldito genio.
Apenas tuvo tiempo de esconder el tablero detrás de la loseta antes de ser descubierto.
Los extremistas creyeron que el hombre había perdido la razón cuando estalló en carcaja-
—¡Miren lo que encontramos! — gritó uno de los perpetradores — Avísenle al jefe que el direc- das,volveré por ti, mascullaba, sintiendo los ojos llenársele de lágrimas, y casi podía escuchar
tor en persona estaba escondido en un armario, el muy cobarde. la voz de Morris en su cabeza.

Magnusson hizo toda una puesta en escena de su indignación, pero no opuso mayor resisten- ¿Ves? De una forma u otra, será el padre y la madre de la nueva humanidad.
cia cuando lo maniataron y se lo llevaron con ellos.

— Parece que llegamos a tiempo — anunció el que dirigía el atentado —. Nuestras fuentes re-
sultaron ser confiables, aún no habían empezado, pero no podemos correr riesgos.

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14. EL AGUA Por eso, alimentaba la imaginación de su hijo con historias de los salvadores, historias que Ja-
cinto solía escuchar con mucha concentración, imaginando cómo serían (“gente simpatiquísi-
ma, hijo, hablan otro idioma pero yo se hacerme entender”) y cómo cambiaría su vida cuando
Daniel Salvo al fin se encontraran con ellos.
En: El primer peruano en el espacio. Lima: Altazor, 2016.
Un día, cuando ambos estaban en búsqueda de provisiones, no muy lejos de su precario hogar,
encontraron un libro.

- Papá, ¿cuándo vendrán los salvadores? Era un libro de enseñanza escolar, al cual le faltaban muchas hojas. Jacinto no sabía leer – la
caída de la ciudad había ocurrido antes de que ingresara al jardín de infantes -, pero el libro,
Renato le sonrió a Jacinto, su hijo de once años, al mismo tiempo que colaba una masa de lodo acaso el primero que veía, le fascinó. Le pidió a su padre que le explicara su contenido.
a través de un trozo de tela. Era un método trabajoso, pero les permitía a él y su hijo contar
con algo de líquido para beber y cocinar, y de vez en cuando, asearse. No era la primera vez - Es un libro de ciencias naturales. Lo usaban en la escuela unos señores a quienes llamábamos
que Jacinto le hacía esa pregunta. Desde que su madre había muerto tras la caída de la ciudad, profesores o maestros, quienes daban clases con estos libros a niños como tú. Así aprendían
Renato no hacía otra cosa que contarle, una y otra vez, acerca de las comodidades y proezas sobre las plantas, los animales, el mar…
técnicas que él había disfrutado en su niñez, como el agua potable, la electricidad, los alimen-
- ¿Y por qué tenían que aprender esas cosas de un libro? Yo puedo coger plantas, cazar a los
tos frescos y tantas otras cosas que a veces al niño le costaba comprender, como la escuela,
animales, a veces vamos al mar…
los aviones y los amigos.
- Si, por supuesto. Pero recuerda que antes vivíamos de otra manera en la ciudad, no había
- Pronto hijo. Muy pronto.
mucho tiempo para hacer esas cosas, y tenían que enseñarlas mediante libros.
Todo eso se había acabado tras la caída de la ciudad, en la cual se resumía toda una serie de
- ¿Y esa otra parte del libro, que no trata de animales o de plantas?
eventos aparentemente inconexos: rumores primero y noticias después sobre algo que había
ocurrido en el hemisferio norte, luego los progresivos cierres de canales de televisión y el fin - Ah, es la forma de la Tierra, el mundo, que es redondo. Arriba el cielo y el aire, abajo la tierra,
de la internet, así como la censura de diarios y revistas. Recordó cuando las calles se llen- luego más tierra y piedras, hasta el centro de la Tierra, que está caliente.
aron de tropas del ejército que luego se desbandaron y se dedicaron al saqueo, cuando por
fincesó el suministro de flujo eléctrico y dejó de correr el agua por las tuberías. Pero sobre - ¿Y ese dibujo con nubes y lluvia?
todo, recordaba la noche cuando se observó un resplandor verdoso hacia el norte, por que al - Es el ciclo del agua… Se evapora del mar, forma las nubes y cae la lluvia. Pero a nosotros, nos
día siguiente, los cielos se volvieron grises para siempre, aunque ocasionalmente surcados llega a través de la acequia, por eso es agua sucia. Cuando vengan los salvadores, construirán
por relámpagos. Y luego los cientos, miles, acaso millones de personas que simplemente em- lugares para que el agua venga limpia. Y caliente.
pezaron a morir, entre ellas, la mamá de Jacinto. Padre e hijo tuvieron entonces que aprender
a arreglárselas solos en una ciudad tal vez desierta, en esa casonaque habían encontrado tras Una mañana, Renato despertó para descubrir que el niño se había levantado más temprano y
abandonar su departamento, cercana a una acequia cuyas aguas solían desbordarse, aguas había salido de la casa. En los últimos días, lo había notado algo raro, muy serio. Cosas de la
insalubres y llenas de lodo, pero imprescindibles para subsistir. edad, seguramente. Esperaba con toda su alma que los salvadores vinieran pronto, y así volvi-
eran a tener la oportunidad de empezar una nueva vida, de volver a estar con otra gente. Tarde
Renato no sabía qué había ocurridoen el mundo, aunque lo sospechaba. Y, sin embargo, Renato o temprano, tenían que venir. Ellos no podían estar en la misma situación.
aún tenía fe. Fe en que en algún país más desarrollado, en alguna de las potencias del hemi-
sferio norte, la civilización que él conocía estaba resurgiendo de sus cenizas, y que pronto sus La estentórea voz de Jacinto lo sacó de sus reflexiones. Lo llamaba pidiéndole que viniera a
emisarios, a los dio por llamar los salvadores, vendrían a su país, a salvarlos a él, a Jacinto y ver algo, en una de las zonas que ambos solían evitar, donde las aguas de la acequia venían
a los demás supervivientes; y que de nuevo habría electricidad, agua potable y escuelas. Así más sucias que el resto.
lo había leído en sus libros de historia, cómo era que siempre ellos vencían en las guerras o
Renato corrió al encuentro de Jacinto. Casi no pudo creer lo que veía: su hijo se encontraba
se sobreponían a cualquier desgracia, y ayudaban al resto del mundo. Estaba seguro que en
al lado de un chorrillo de agua que se filtraba detrás suyo, un chorrillo no más grueso que un
cualquier momento vería en los cielos un helicóptero del cual descenderían los salvadores,
dedo, pero indiscutiblemente, un chorrillo de agua, el agua más clara y limpia que Renato hu-
con ropas limpias, alimentos enlatados y bebidas de varios sabores. Seguramente dejarían
biera visto en años.
jugar a Jacinto con los controles de la nave, para luego partir con ellos hacia el progreso y la
felicidad. No podía ser de otra manera. Orgullosamente, Jacinto dijo:

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- ¿Te acuerdas de lo que salía en el libro, papá? ¿Los distintos tipos de tierras, de suelos? Acá Segunda Unidad Temática
el agua pasa por cada tipo de tierra, por fierros oxidados, y se ensucia… Pero yo los reemplacé.
Poco a poco puse retazos de tela, de sacos de yute, y capas de piedras… Pensé que no iba a Imaginarios Sobre el Amor
funcionar, venía a cada rato y nada, el agua no salía… Pero ya ves, ahí está… Claro, no es como
lo harían los salvadores, seguramente. Seguro se van a reir cuando vean esto…

Renato se sintió tentado de decirle que el agua probablemente no era potable, que con el tiem-
po la humedad acabaría por deshacer las telas y los sacos, y que las piedras se moverían…
Pero era el principio de algo, y, maldición, se podía mejorar, conseguir otras cosas… Tenían
tanto tiempo…
Objetivo general:
- ¿Sabes una cosa, hijo? No se reirán. Al contrario. Tú les enseñarás cómo se hace. Si es que
Analizar y comprender la naturaleza del amor a través de las principales
vienen… Y si no, ellos se lo perderán, ¿no? obras de la literatura peruana y latinoamericana.
Entonces, el niño sonrió. Y, por un instante, el brillo de su sonrisa fue capaz de iluminar los
Objetivos específicos:
cielos grises.
1. Analizar el tema del amor idealizado y el amor pasional en la literatura
peruana y latinoamericana.

2. Analizar el tema del amor y sus transgresiones a partir de obras escogi-


das de la literatura peruana y latinoamericana.

Temas de reflexión:
- El amor en la literatura
- Amor idealizado y amor pasional
- El amor y sus transgresiones

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15. WARMA KUYAY (AMOR DE NIÑO) La cholita se rió, mirando al Kutu; sus ojos chispeaban como dos luceros.
—¡Ay, Justinacha!
José María Arguedas
En: Obras completas. Lima: Editorial Horizonte, 1983. —¡Sonso, niño, sonso! —habló Gregoria, la cocinera.

Celedonia, Pedrucha, Manuela, Anitacha... soltaron la risa; gritaron a carcajadas.

—¡Sonso, niño!

Se agarraron de las manos y empezaron a bailar en ronda, con la musiquita de Julio, el cha-
ranguero. Se volteaban a ratos, para mirarme, y reían. Yo me quedé fuera del círculo, avergon-
zado, vencido para siempre.

Me fui hacia el molino viejo; el blanqueo de la pared parecía moverse, como las nubes que
correteaban en las laderas del Chawala. Los eucaliptos de la huerta sonaban con ruido largo
e intenso; sus sombras se tendían hasta el otro lado del río. Llegué al pie del molino, subí a la
pared más alta y miré desde allí la cabeza del Chawala: el cerro, medio negro, recto, amenaz-
aba caerse sobre los alfalfares de la hacienda. Daba miedo por las noches; los indios nunca
lo miraban a esas horas y en las noches claras conversaban siempre dando las espaldas al
cerro.

-¡Si te cayeras de pecho, taytaChawala, nos moriríamos todos!


NOCHE DE LUNA en la quebrada de Viseca.
Pobre palomita por dónde has venido,
En medio del witron , Justina empezó otro canto:
buscando la arena por Dios, por los suelos.

Flor de mayo, flor de mayo,


—¡Justina! ¡Ay, Justinita!
flor de mayo primavera,
por qué no te libertaste
En un terso lago canta la gaviota,
de esa tu falsa prisionera.
memorias me deja de gratos recuerdos.

Los cholos se habían parado en círculo y Justina cantaba al medio. En el patio inmenso, in-
—¡Justinay, te pareces a las torcazas de Sausiyok! móviles sobre el empedrado los indios se veían como estacas de tender cueros.

—¡Déjame, niño, anda donde tus señoritas! —Ese puntito negro que está al medio es Justina. Y yo la quiero, mi corazón tiembla cuando ella
se ríe, llora cuando sus ojos miran al Kutu. ¿Por qué pues me muero por ese puntito negro?

—¿Y el Kutu? ¡Al Kutu le quieres, su cara de sapo te gusta!


Los indios volvieron a zapatear en ronda. El charanguero daba vueltas alrededor del círculo,
dando ánimos, gritando como potro enamorado. Una paca-paca empezó a silbar desde un
sauce que cabeceaba a la orilla del río; la voz del pájaro maldecido daba miedo. El charangue-
—¡Déjame, niño Ernesto! Feo, pero soy buen laceador de vaquillas y hago temblar a los novillos ro corrió hasta el cerco del patio y lanzó pedradas al sauce; todos los cholos le siguieron. Al
de cada zurriago. Por eso Justina me quiere. poco rato el pájaro voló y fue a posarse sobre los duraznales de la huerta; los cholos iban a

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perseguirle, pero don Froylán apareció en la puerta del witron. —¡Mentira, Kutullay, mentira!

—¡Largo! ¡A dormir! Me abracé al cuello del cholo. Sentí miedo; mi corazón parecía rajarse, me golpeaba. Empecé
a llorar, como si hubiera estado solo, abandonado en esa gran quebrada oscura.
—¡Déjate, niño! Yo, pues, soy “endio”, no puedo con el patrón. Otra vez, cuando seas “abugau”,
Los cholos se fueron en tropa hacia la tranca del corral; el Kutu se quedó solo en el patio. vas a fregar a don Froylán.

—¡A ése le quiere! Me levantó como a un becerro tierno y me echó sobre mi catre.

Los indios de don Froylán se perdieron en la puerta del caserío de la hacienda, y don Froylán —¡Duérmete, niño! Ahora le voy a hablar a Justina para que te quiera. Te vas a dormir otro día
entró al patio tras ellos. con ella ¿quieres, niño? ¿Acaso? Justina tiene corazón para ti, pero eres muchacho todavía,
tiene miedo porque eres niño.

—¡Niño Ernesto! —llamó el Kutu.


Me arrodillé sobre la cama, miré al Chawala que parecía terrible y fúnebre en el silencio de la
noche.
Me bajé al suelo de un salto y corrí hacia él.
—¡Kutu, cuando sea grande voy a matar a don Froylán!
—Vamos, niño.
—¡Eso sí, niño Ernesto! ¡Eso sí! ¡Maktasu!
Subimos al callejón por el lavadero de metal que iba desmoronándose en un ángulo del witron;
sobre el lavadero había un tubo inmenso de fierro y varias ruedas enmohecidas, que fueron de
las minas del padre de don Froylán. La voz gruesa del cholo sonó en el corredor como el maullido del león que entra en el caserío
en busca de chanchos. Kutu se paró; estaba alegre, como si hubiera tumbado al puma ladrón.

Kutu no habló nada hasta llegar a la casa de arriba.


—Mañana llega el patrón. Mejor esta noche vamos a Justina. El patrón seguro te hace dormir
en su cuarto. Que se entre la luna para ir.
La hacienda era de don Froylán y de mi tío; tenía dos casas. Kutu y yo estábamos solos en el
caserío de arriba; mi tío y el resto de la gente fueron al escarbe de papas y dormían en la cha-
cra, a dos leguas de la hacienda. Su alegría me dio rabia.

Subimos las gradas, sin mirarnos siquiera; entramos al corredor, y teníamos allí nuestras ca- —¿Y por qué no matas a don Froylán? Mátale con tu honda, Kutu, desde el frente del río, como
mas para dormir alumbrados por la luna. El Kutu se echó callado; estaba triste y molesto. Yo si fuera puma ladrón.
me senté al lado del cholo.

—¡Sus hijitos, niño! ¡Son nueve! Pero cuando seas “abugau” ya estarán grandes.
—¡Kutu! ¿Te ha despachado Justina?

—¡Mentira, Kutu, mentira! ¡Tienes miedo, como mujer!


—¡Don Froylán la ha abusado, niño Ernesto!

—No sabes nada, niño. ¿Acaso no he visto? Tienes pena de los becerritos, pero a los hombres
—¡Mentira, Kutu, mentira! no los quieres.
—¡Ayer no más la ha forzado; en la toma de agua, cuando fue a bañarse con los niños!

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—¡Don Froylán! ¡Es malo! Los que tienen haciendas son malos; hacen llorar a los indios como Despreciaba al Kutu; sus ojos amarillos, chiquitos, cobardes, me hacían temblar de rabia.
tú; se llevan las vaquitas de los otros, o las matan de hambre en su corral. ¡Kutu, don Froylán
es peor que toro bravo! Mátale no más, Kutucha, aunque sea con galga, en el barranco de Cap-
itana.
—¡Indio, muérete mejor, o lárgate a Nasca! ¡Allí te acabará la terciana, te enterrarán como a
perro! —le decía.
—¡”Endio” no puede, niño! ¡”Endio” no puede!
Pero el novillero se agachaba no más, humilde, y se iba al witron, a los alfalfares, a la huerta
de los becerros, y se vengaba en el cuerpo de los animales de don Froylán. Al principio yo le
¡Era cobarde! Tumbaba a los padrillos cerriles, hacía temblar a los potros, rajaba a látigos el acompañaba. En las noches entrábamos, ocultándonos, al corral; escogíamos los becerros
lomo de los aradores, hondeaba desde lejos a las vaquitas de los otros cholos cuando entraban más finos, los más delicados; Kutu se escupía en las manos, empuñaba duro el zurriago, y les
a los potreros de mi tío, pero era cobarde. ¡Indio perdido! rajaba el lomo a los torillitos. Uno, dos, tres... cien zurriagazos; las crías se torcían en el suelo,
se tumbaban de espalda, lloraban; Y el indio seguía, encorvado, feroz. ¿Y yo? Me sentaba en un
rincón y gozaba. Yo gozaba.
Le miré de cerca: su nariz aplastada, sus ojos casi oblicuos, sus labios delgados, ennegrecidos
por la coca. ¡A éste le quiere! Y ella era bonita: su cara rosada estaba siempre limpia, sus ojos
negros quemaban; no era como las otras cholas, sus pestañas eran largas, su boca llamaba —¡De don Froylán es, no importa! ¡Es de mi enemigo!
al amor y no me dejaba dormir. A los catorce años yo la quería; sus pechos parecían limones
grandes, y me desesperaban. Pero ella era de Kutu, desde tiempo; de este cholo con cara de
sapo. Pensaba en eso y mi pena se parecía mucho a la muerte. ¿Y ahora? Don Froylán la había
forzado. Hablaba en voz alta para engañarme, para tapar el dolor que encogía mis labios e inundaba
mi corazón.

—¡Mentira, Kutu! ¡Ella misma, seguro, ella misma!


Pero ya en la cama, a solas, una pena negra, invencible, se apoderaba de mi alma y lloraba dos,
tres horas. Hasta que una noche mi corazón se hizo grande, se hinchó. El llorar no bastaba; me
vencían la desesperación y el arrepentimiento. Salté de la cama, descalzo, corrí hasta la puer-
Un chorro de lágrimas salió de mis ojos. Otra vez el corazón me sacudía, como si tuviera más ta; despacio abrí el cerrojo y pasé al corredor. La luna ya había salido; su luz blanca bañaba la
fuerza que todo mi cuerpo. quebrada; los árboles, rectos, silenciosos, estiraban sus brazos al cielo. De dos saltos bajé al
corredor y atravesé corriendo el callejón empedrado, salté la pared y llegué junto a los becer-
ritos. Ahí estaba Zarinacha, la víctima de esa noche; echadita sobre la bosta seca, con el hocico
en el suelo; parecía desmayada. Me abracé a su cuello; la besé mil veces en su boca con olor a
—¡Kutu! Mejor la mataremos los dos a ella ¿quieres? leche fresca, en sus ojos negros y grandes.

El indio se asustó. Me agarró la frente: estaba húmeda de sudor. —¡Niñacha, perdóname! ¡Perdóname, mamaya!

—¡Verdad! Así quieren los mistis. Junté mis manos y, de rodillas me humillé ante ella.

—¡Llévame donde Justina, Kutu! Eres mujer, no sirves para ella. ¡Déjala! —Ese perdido ha sido, hermanita, yo no. ¡Ese Kutu canalla, indio perro!

—Como no, niño, para ti voy a dejar, para ti solito. Mira, en Waylara se está apagando la luna. La sal de las lágrimas siguió amargándome por largo rato. Zarinacha me miraba seria, con su
mirada humilde, dulce.

Los cerros ennegrecieron rápidamente, las estrellitas saltaron de todas partes del cielo; el
viento silbaba en la oscuridad, golpeándose sobre los duraznales y eucaliptos de la huerta; —¡Yo te quiero, niñacha, yo te quiero!
más abajo, en el fondo de la quebrada, el río grande cantaba con su voz áspera.

Y una ternura sin igual, pura, dulce, como la luz en esa quebrada madre, alumbró mi vida.

* * *
* * *

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16. CARA DE ÁNGEL
A la mañana siguiente encontré al indio en el alfalfar de Capitana. El cielo estaba limpio y ale-
gre, los campos verdes, llenos de frescura. El Kutu ya se iba, tempranito, a buscar “daños” en
los potreros de mi tío, para ensañarse con ellos. Oswaldo Reynoso
En: Los inocentes. Lima: Peisa, 2005.
—Kutu, vete de aquí —le dije—. En Viseca ya no sirves. ¡Los comuneros se ríen de ti, porque
eres maula!

Sus ojos opacos me miraron con cierto miedo.

—¡Asesino también eres, Kutu! Un becerrito es como criatura. ¡Ya en Viseca no sirves, indio!

—¿Yo no más, acaso? Tú también. Pero mírale al taytaChawala: diez días más atrás me voy a ir.

Resentido, penoso como nunca, se largó a galope en el bayo de mi tío.

Dos semanas después, Kutu pidió licencia y se fue. Mi tía lloró por él, como si hubiera perdido
a su hijo.

Kutu tenía sangre de mujer: le temblaba a don Froylán, casi a todos los hombres les temía. Le
quitaron su mujer y se fue a ocultar después en los pueblos del interior, mezclándose con las
comunidades de Sandondo, Chacralla... ¡Era cobarde! I
FEBRERO (UN DÍA cualquiera).
Yo solo me quedé junto a don Froylán, pero cerca de Justina, de mi Justinacha ingrata. Y no fui 2 p.m.
desgraciado. A la orilla de ese río espumoso, oyendo el canto de las torcazas y de las tuyas,
yo vivía sin esperanzas; pero ella estaba bajo el mismo cielo que yo, en esa misma quebrada
que fue mi nido. Contemplando sus ojos negros, oyendo su risa, mirándola desde lejos, era Metió las manos en los bolsillos y fue más hombre que nunca.
casi feliz, porque mi amor por Justina fue un “warmakuyay” y no creía tener derecho todavía
sobre ella; sabía que tendría que ser de otro, de un hombre grande, que manejara ya zurriago, “El semáforo es caramelo de menta: exquisitamenta. Ahora, rojo: bola de billar suspendida en
que echara ojos roncos y peleara a látigos en los carnavales Y como amaba a los animales, el aire”.
las fiestas indias, las cosechas, las siembras con música y jarawi, viví alegre en esa quebrada
verde y llena de calor amoroso de sol. Hasta que un día me arrancaron de mi querencia, para El sol, violento y salvaje, se derrama, sobre el asfalto, en lluvia dorada de polvo.
traerme a este bullicio, donde gentes que no quiero, que no comprendo.
“Así me gusta: bajo el sol, triste, y con las manos en los bolsillos. (Sólo los viciosos tienen esa
costumbre).
* * *
¡Al diablo con la vieja! Con las manos en los bolsillos. Porque quiero. Porque me da la gana”.
Entró por Moquegua al Jirón de la Unión.
El Kutu en un extremo y yo en otro. Quizá habrá olvidado: está en su elemento; en un pueblecito
tranquilo, aunque maula, será mejor novillero, el mejor amansador de potrancas, y le respe- “Esa camisa roja que está en la vitrina es bonita, pero cara. Es marca B.V.D. Todas las vitrinas
tarán los comuneros. Mientras yo, aquí, vivo amargado y pálido, como un animal en los llanos
fríos, llevado a la orilla del mar, sobre los arenales candentes y extraños. deberían tener espejos. A la gente le gusta mirarse en las vitrinas. A mí, también, el color rojo
de la camisa haría resaltar la palidez de mi rostro. Estoy ojeroso: mejor. Tengo el cabello creci-
do: mucho mejor. Cara de Ángel: sí. Nunca: María Bonita. Ni mucho menos: María Félix. Que no
se les vuelva a ocurrir llamarme así; porque les saco la mierda. No tengo cara de muchachita.
Mi cara es de hombre. En mi rostro ya se vislumbra una pelusilla un poco dorada que, de aquí

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a tres meses, será barba tupida y, entonces, usaré gillete. Si los muchachos del billar supieran expone a burlas. Siempre tengo que trompearme para demostrarles que soy hombre. El otro
lo que hice con Gilda, la hermana de Corsario, nunca volverían a llamarme María Bonita. Se día, a las cinco de la tarde, me envió a comprar pan. No quise ir: la Collera estaba en la esquina.
prendió de mi cuello mordiéndome la boca. Por broma dije: Mi boca no es manzana dulce. En- (Colorete gritaba enfurecido). Protesté, pero al final, como siempre, se impuso la vieja. Saqué
tonces la mocosa refregó, violentamente, su cuerpo contra el mío. No quiso que le agarrara las la bici y, pedaleando a todo full, pasé por la esquina. Me vieron. Compré el pan. Al volver los
piernas. Tan sólo pude estrujarle los senos. Su ropa interior era de nailon: resbaladiza, tibia, vi en la puerta de mi Quinta. Cuando quise entrar, Colorete cogió la bici. Con sonrisa maligna
sucia, arrecha. Recuerdo que era roja como la camisa de la vitrina. (Rojo es color de serrano dijo: “Zafa, zafa, no te metas con hombres. Aquí nadies es niñito de casa. Carambola, di: ¿al-
dice Manos Voladoras, el afeminado de la peluquería, entornando los ojos). Con esa camisa guna vez has ido a la panadería mandado por tu vieja? No. Ves. Aquí sólo hay hombres. ¡Hasta
mi rostro estaría más pálido. Me compraría un pantalón negro. Me compraría gafas oscuras. cuando no te desahuevas!”. Quise pegarle, pero sin darme cuenta dije: “¿Acaso he comprado
Tendría pinta de trasnochador “dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias de una vida pan para mi casa? Es para mí. Me gusta comer pan. En las mañanas mi vieja compra para todo
intensa”, como dice Choro Plantado, el borracho de mi cuadra. Y mis diecisiete años, a lo mejor, el día”. Colorete, poniéndose serio, repuso: “A nosotros también nos gusta comer pan”. Y sin
se transforman en veinte. Ahorititita, le saco la mierda a ese viejo que simula ver la vitrina darme tiempo, tomó la bolsa y repartió el pan. Comimos, en silencio, sin mirarnos, como si
cuando en realidad me come con los ojos. Está mira que te mira que te mira. Pensará: camisa estuviéramos cumpliendo una tarea penosa, colegial, aritmética. Uno a uno los muchachos se
roja y pichón en cama. Simulo no verlo. Su mirada quema. Seguramente estoy sonrojado. Eso fueron. Al final, sólo quedó Colorete. Me asustó su mirada. Ya no había cólera ni burla en sus
le gusta: inocencia y pecado. Está nervioso. No se atreve a dirigirme la palabra. Clavo mis ojos ojos: había ternura, extraña, terrible. Cuando se dio cuenta que lo miraba, se avergonzó. Quise
en los suyos, como jugando para avergonzarlo. Desvía la mirada. Miro la camisa. Él me mira. darle la mano y decirle: “Te comprendo”. Pero qué difícil es sincerarse sin cebada. Sé que esa
Lo miro. Y, él, mira la camisa. Mejor hay que sonreír. Si me voy, él me sigue. Si me quedo, él me tarde Colorete quiso decirme algo, sin embargo, calló: tuvo miedo. Sin decir nada se fue. Esa
habla. ¡Esto es un lío! ¡Un lío! Hace días uno de esos me siguió más de veinte cuadras. No decía noche no pude dormir. Resonaban las palabras de la vieja, pobre vieja, pobre. “Ya no sé qué
nada. Iba detrás de mí: incansable, silencioso, avergonzado. Entré a mi casa. Comí. Salí al cine, hacer contigo. Toda la plata que te doy te la juegas. Eres un mal hijo. ¿Dónde está el pan? Me
con la vieja. Y él, triste, se perdió al llegar a una esquina. ¡Pobrecitos! Parecen perros hambri- vas matar a colerones”. Esa noche hubiera sido bueno llorar”.
entos, apaleados, corridos. Pero, ¡qué caray!, uno no puede ser carne de ellos. Por fin se acer-
ca. Habla. Contesto: Sí. Sí, me gusta la camisa... Pero, no lo conozco... ¿Qué? ¿Qué quiere ser mi Olor de gasolina en el viento sofocante.
amigo? ¿Para qué?... ¿Por gusto?, ¿simpatía? No, no lo creo... ¡ah ya! ¿Obsequiarme la camisa?
“En estas vitrinas hay relojes, chocolates, esclavas, pantalones americanos, camisas, tabas,
¿A cambio de qué?... Ya las paro. ¿A su casa? No, no señor, no, disculpe. Si desea le presento a
ropas de baño. Si uno tuviera plata... Y es bien fácil conseguir dinero. Lo único malo es que
un amigo... ¿conmigo? No... ¿A la playa? No, me hace daño el agua salada... ¿A los ojos? No, al
la vieja lo averigua todo. “¿De dónde sacaste esa camisa? ¿Quién te la dio?”. Y la cantaleta no
estómago... ¿Al cine? Tampoco. La oscuridad me ahoga. (Con Yoni, sí. Yoni, compañero de clase:
termina. Hace poco no más, los muchachos de billar, la collera del barrio, planearon el robo de
loquita: buenas piernas en la oscuridad con chocolate, con fruna. Las piernas de Gilda son me-
una moto. El trabajito salió como el ajo. El dinero que se consiguió tuvo que gastarse en cine,
jores. Uno de estos días se las toco). Pierde su tiempo conmigo. Ahí, nos vemos”.
en carreras, en cebada, en cigarrillos finos. No se puede comprar ropa, para no meterse en
Sacó las manos de los bolsillos. Bajó la cabeza. Dio una patada en el aire. Levantó un brazo pleitos con la vieja. El único que hace lo que le da la gana es Colorete. Grita y se impone y, si el
más arriba de la nuca. Se mordió las uñas. Esbelta y triste quedó su imagen, en relieve, contra viejo protesta, le saca en cara su negocio, su cantar: el viejo, su viejo, es cabrón. Por eso Colo-
el sol. Las tiendas del Jirón de la Unión permanecían cerradas. Poquísimas personas transit- rete no sólo roba, sino hasta se vive, públicamente, con un maricón, que dicen que es doctor”.
aban por el centro de la ciudad. El viento, opaco y caluroso, levantaba hojas de periódicos am-
Llega a la Plaza San Martín. El sol opaco y terrible cae sobre los jardines. Obreros, vagos, sol-
arillentas y sucias. La tarde –lenta, sudorosa, repleta de sonidos sordos y lejanos– se levanta
dados y marineros duermen en el pasto: sueño sudoroso, biológico, pesado.
niña. La ciudad soportaba el peso, salvaje y violento, del sol.
“Cómo quisiera estar en la playa: arena; gilas en ropa de baño; carpas de colores, como los
“Es una vaina venir por estas calles. Uno siempre se ha de encontrar con locas. Que lo miran.
circos; espuma; música; olor a mariscos; ojos sedientos de mi cuerpo delgado, elástico y pálido
Que lo siguen. Que le hablan. Que le ofrecen hasta el cielo. Y, ¿por qué siempre tienen que
dorado. ¿Y si la Plaza se transformara en playa...? Siento, en no sé dónde, una pereza blanda,
mirarme? Mi cara tiene la culpa: Sí: Cara de Ángel. Cuando gano plata en el billar mi vieja cree
como si fuera algodón. Ahora, sube por la garganta y no puedo contener un bostezo delicioso,
que ya estoy con uno de esos y, sin averiguar nada, me pega. Hoy me ha pegado. No me quiere.
esperado, que me hace lagrimear. Tengo sueño. Me parezco al gato de la señora vecina cuando
Para ella debo ser ensarte, triple ensarte”.
se echa, patas arriba, hambriento de gata, bajo el sol”.
Metió las manos en los bolsillos y quedó más hombre que nunca.
Mediodía. Plaza San Martín: bocinas, pitos, ultimoras, tranvías bulliciosos. El cielo, pesado y
Elástico y calmo, avanza por el Jirón de la Unión. ardiente, sofoca. La sangre arde. Cara de Ángel: tendido en el pasto.

“Siempre he sido un tonto. Siempre he querido ser hombre. Pero siempre he fracasado. Tengo “Y si la Plaza fuera un cementerio: cementerio ardiente, sin flores, con muertos enterrados,
miedo de ser cobarde. A los soldados –no sé dónde lo he leído–, antes de la batalla les dan verticalmente. Entonces, vendría el viento marino del Callao y dejaría a ras del suelo cráneos
pisco con pólvora para que sean valientes. En lugar de pólvora, que no puedo conseguir, como podridos; y los muertos en invierno se juntarían, para no sentir frío; y en verano se echarían en
fósforos y sigo siendo cobarde, sin embargo. Si uno quiere tener amigos y gilas hay que ser el pasto, para que el sol los caliente; y los autos tendrían miedo de atropellarlos; y el patrulle-
valiente, pendejo. Hay que saber fumar, chupar, jugar, robar, faltar al colegio, sacar plata a ro, de vez en cuando, les traería comida y emoliente; y en las noches brillarían con los avisos
maricones y acostarse con putas. He intentado todo, pero siempre me quedo en la mitad, ¿será luminosos: mar con botes de colores... Y si los muertos fueran los manifestantes de ayer;
porque soy cobarde? Mi vieja, también, tiene la culpa. Me trata como si aún continuara siendo hubiera sido formidable que anoche, el Jefe del Partido, encabezando el suicidio colectivo, se
niño de teta. Y lo peor del caso es que me trata así delante de los muchachos de la Quinta y me hubiera lanzado del balcón, una vez terminado su discurso, y todos, todos, hasta los policías se

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hubieran muerto y anoche un señor dijo que el Jefe hablaba para la juventud y no entendí nada –Ya maricón, ¡defiéndete! (Emplaza Colorete).
y a mi papá lo tomaron preso por meterse en política y mi mamá siempre dice que era bueno y
que la política lo mató y yo no sé nada de política no me interesa tampoco y quisiera cagar en Están frente a frente, midiéndose. (Gallitos feroces). Los demás hacen ruedo. (Gallinas atolon-
el palacio del Presidente por gusto por joder y el profesor de historia con la lata de la higuera dradas).
de Pizarro y que los almagristas lo mataron y que me daba sueño y que me hacía mojar la
–Éntrale, éntrale sin miedo, María Bonita.
cabeza y es peligroso dormir con la cara al sol uno quiere despertarse y no puede como si se
estuviera muerto y se quisiera resucitar estoy sudando y me gusta el olor de mi cuerpo el olor Todos ríen. Cara de Ángel sabe que su rival es cobarde y traidor, que sabe dar buenas chalac-
de las muchachas de mi barrio me arrecha sobre todo en verano tienen olor a pescado a fierro as, que tiene una zurda fuerte y mañosa, y que sabe defenderse la cara y otras cosas y que
en invierno no se lavan y apestan rico las manos de Gilda olían a marisco a mar las piernas además cuando se ve perdido, “acaricia con la uña” que siempre carga en el bolsillo.
de Gilda buenas buenasbuenas esta noche voy a México y no tendré miedo y el viejo si insiste
un poco más casi me lleva da asco con viejo pero la camisa roja bonita Colorete es cochino Hay cólera y odio animales en los ojos grandes y biliosos de Colorete. Transpira, cierra y abre
con Yoni tal vez quince días que no me lo toco y parece que revienta con el sol las bolas hacen los puños, desesperado. Escupe a un lado y a otro, nerviosamente. Cara de Ángel sigue pálido,
carambola jardinera dados gigantes que chocan contra el mar siempre siete siete cuando se con las manos en los bolsillos, esperando el ataque. Trata de explicarse el porqué de la bronca
pide los senos de Gilda con leche tibia y dulce playa mar ruido olas música azul con verde miel que le lleva Colorete. Busca en el recuerdo algún incidente ofensivo; pero lo único que recu-
helada en la lengua agua dulce retumba en ola en roca el mar roca en agua y ola tumbo en erda es que siempre fue bueno con Colorete. O a lo mejor, así como existe simpatía natural,
tumbo en roca amor en roca Gilda en roca cara sol Yoni mar en cine fruna en mar roca roca en espontánea; existe también odio instintivo, natural, espontáneo. De pronto algo se quiebra, se
tumbo cara roca mar marmarmarmarmarmar amar amaaaaar”. desmorona, en su interior y se duele por él, por sus amigos, por su mamá. En el pecho siente
un charco helado que lo hiere. Cómo quisiera que, de un momento a otro, Colorete le diera
la mano, que los muchachos dijeran: “No te asustes, Cara de Ángel, todo esto es un juego: te
II queremos”
–¡Desahuévate, María Bonita! ¡Éntrale!
4 p.m. del mismo día.
Colorete se avienta furioso, lo toma por la cintura y caen al piso. Ágil, con las piernas, le hacen
–Que no se escape. tenaza en el cuello. El rostro de Cara de Ángel se enrojece y las piernas de Colorete ajustan,
La collera del barrio, bulliciosa, en tropel (manada de cervatillos montaraces), llega al Paseo nerviosas. Sorpresivamente, Cara de Ángel le toma el brazo y se lo tuerce por la espalda; lib-
de la República. era el cuello y aprovecha para montarse sobre su rival. Colorete se encabrita y logra incorpo-
rarse botando al suelo a su enemigo.
–Cruza, cruza, rápido.
–Espérate, espérate, María Bonita, me voy a quitar la camisa.
Colorete sujeta el brazo de Cara de Ángel que es llevado a la fuerza.
Los dos contendores se quitan la camisa. Colorete, orgulloso, exhibe su pecho moreno y mus-
–Cuidado viene un auto. (Se agitan como patos). culoso; Cara de Ángel, pálido y delgado, se avergüenza. Nuevamente, se trenzan. Ahora, Cara
de Ángel está echado boca abajo y Colorete está jinete sobre él, torciéndole el cuello. Luego
Atraviesan la calle y se dirigen a la parte más tupida y oculta del Parque de la Reserva. (Pan- deja el cuello y con los brazos le rodea el pecho ajustando fuerte al mismo tiempo que ansioso,
talones negros, azules, celestes; camisas rojas, negras, amarillas se estremecen delirantes mete la cara por los sobacos de su rival y aspira con deleite. (Le gusta el olor de mi cuerpo,
entre ramas verdes). piensa Cara de Ángel). Voltea el rostro y lo mira. Los ojos de Colorete ya no tienen furia, tienen
un brillo extraño que asustan. Es el mismo brillo y la misma ansiedad que vio en los ojos de
–Sácale la mierda.
Gilda la noche que casi le toca las piernas. Cara de Ángel siente miedo desconocido y oscuro.
El cielo está nublado, sucio, triste. El calor es más intenso. Todos están ahí: Corsario, Nat- Hay un vacío vertiginoso en el estómago, como si se estuviera en el último piso del Ministerio
kinkón, el Príncipe, Colorete (el capazote de la collera), el Chino, el Rosquita, Cara de Ángel, de Educación y el asfalto negro de la calle atrajera, irresistiblemente. Desesperadas las manos
Carambola. se prenden al pasto y grita.

–Quítale la plata. –¡Estás armado, mostacero de mierda! ¡Déjame!

Los cuerpos parecen que tuvieran miel y las camisas se pegan, tibias. El olor agrio y ardiente Cara de Ángel se incorpora furioso. Los muchachos ríen y hacen cargamontón. Colorete sale
de las axilas se mezcla, violentamente, con el vaho húmedo y suave del césped. Hay furia. sudoroso y ordena que le quiten, a Cara de Ángel, el dinero que les ganó en el cracp. Lo apri-
Ganas de cagarse en la mitra del Papa. Cara de Ángel, pálido, no puede hablar: tartamudea. sionan y le hurgan los bolsillos, pero no encuentran plata. (Cuando fue al baño escondió entre
Sabe que colorete le lleva bronca. las medias tres libras).

–¡Desahuévalo! (Grita Carambola). –No hay nada.

Lejos: autos y tranvías pasan veloces. Cara de Ángel quiere correr, abrazar a su mamá y pedirle –Debe habérselas guardado en los zapatos.
perdón por todos los colerones.
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Cara de Ángel lucha desesperado, no por el dinero, sino porque tiene los pies sucios, las me- 17. COLORETE
dias están que apestan y le da vergüenza, y en pleno verano cuando todos se bañan y andan
limpios. Le preocupa la opinión de Colorete. Piensa: ahora, él, me odiará más, sabrá que soy
sucio, que no me gusta lavarme los pies. Por fin, lo dominan y le sacan los zapatos, luego las Reynoso, Oswaldo
medias y aparecen las tres libras húmedas y hediondas. El Rosquita las lava en la pila. Cara de
Ángel ha quedado tendido en el suelo, escondiendo los pies. Colorete lo mira con disimulada En: Los inocentes. Lima: Peisa, 2005.
ternura y expresivo asco.
–Cochino, sucio, sucio. Te creía limpio. Pero me gustas más así: un día de estos te agarro, de 9 DE LA NOCHE. Cantina del japonés. En la radiola la guaracha: «Marina».
verdad.
(Estoy enamorado de Marina
–Esta noche hay cebada. (Grita el Rosquita).
–Oye tú. Hasta ahora nadie me ha dicho mostacero. Tú acabas de decirlo y eso no lo perdono. una muchacha bella alabastrina
Saca los dados. Vas a ver quién es Colorete. Vas a jugar conmigo, conmigo, y quien pierde se como ella no hace caso de mis cuitas
la corre, aquí mismo.
y yo me vuelvo loco por su amor).
Cara de Ángel tiene que aceptar el desafío, de lo contrario, hablarán mal de él.
Humo. Luz naranja y guaracha. Cubiletes y cebada para todos. ¡Ay Juanita, Juanita, Juanita!
–Tira, tú primero. Número mayor gana. (Dice Colorete).
Estoy enamorado de Juanita. Una muchacha bella alabastrina. ¿Qué será alabastrina?
Cara de Ángel tomas los dados, les echa un poco de saliva y los mueve como si estuviera cel-
ebrando culto a una deidad misteriosa, sangrienta. Los deja caer suave; ruedan: marcan diez. (El día que la encuentre sola, sola

–¡Qué lechero! (Grita Natkinkón). entonces le diré lo que la quiero).

Colorete recoge los dados. Escupe a uno y otro lado. Cierra los ojos y tira los cubiletes: marcan Es su fiesta. Su cumpleaños. Y esta noche sin falta le caigo. De todas maneras. Sin pierde. Es
once. su fiesta.
–Córretela. (Ordena Colorete). (y por un beso que pondré en su boca
Cara de Ángel se tiende en el suelo de costado; quiere llorar. Piensa que ya no podrá ir a Méx-
sabrá que yo la quiero de verdad).
ico; quince días que se ha contenido: ¡para esto!
–Si quieres mira esta foto. (Dice Corsario). Bailaré con ella. Solo. Sola Y no podrá decir que no. ¿Quieres ser mi gila? Bueno. Beso. Sí. Su
Del bolsillo trasero del pantalón saca una foto y se la enseña. Se pelean por verla. Cara de guaracha preferida. Carambola lo contó. En ropa de baño guarachaba en Agua Dulce. «Caram-
ángel ve una mujer desnuda que está agarrándose los senos. Cierra los ojos y piensa en Gilda. bola, si supieras lo de recuerdos que me trae esta guaracha». Pero a mí, la guaracha me pone
triste. Pero triste de triste. Triste de no sé qué. Parece que las maracas revolvieran en el fondo
–Ya, de una vez, o te agarramos entre todos. (Grita furioso, Colorete). de mi pecho una culebra ardiente. Y luego una como espada de fuego se me clavara en la gar-
Todos quedan en silencio. Sólo se escucha, a lo lejos, el ruido de autos y tranvías y, de vez en ganta. Y apenas si puedo decir tu nombre: Juanita. Juanita. Juanita. Y lo digo como si tomara un
cuando, pitos; cerca: el respirar agitado de los muchachos. Cara de ángel siente una profun- poco de miel quemante. Juanita. Juanita. Pero la guaracha me pone triste. Sufrido.
didad dulce y una humedad turbulenta en la boca. Un olor a picante a madera, a manzana, lo
transporta a los brazos de Gilda. Corsario le mira el rostro arrebatado. El Chino como hipno-
(—Qué pasa, Colorete, te has comido la sin güeso?
tizado, no deja de mirarlo. Carambola, asustado, piensa en Alicia cuando baila; el Príncipe,
también piensa en Alicia y recuerda a Dora. Natkinkón, en cuclillas, sonriente, se come las
uñas. El Rosquita, gracioso y palomilla, da vueltas y no puede contener la risa pícara. Colorete, —Déjalo, que está templado.
solo, distante, con las manos en los bolsillos, sin camisa, con la espalda llena de pasto y su-
dor respira agitado sin dejar de ver a Cara de Ángel. La tarde se ha detenido. Colorete piensa
que está solo, absolutamente solo en el mundo y siente un dolor terrible en los testículos. De —Ves lo que te pasa por cirio.
pronto, gritan y aplauden; se empujan, unos a otros; miran el cuerpo de Cara de Ángel y se van
a la carrera. El Rosquita, por delante, sale del Parque de la Reserva, enseñando las tres libras.
—Colorete, chupa y di que es menta).
Cara de Ángel queda solo echado en el pasto. Los árboles recortan en pedazos el cielo nubla-
do, caluroso, sucio, sucio, sucio.

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Juanita. Juanita. Cuando te veo sufro. Cuando no, también. No sé qué hacer. Esta noche te saco No. No podré olvidar el día que por primera vez te vi. Tú eras nuevita en el barrio. Reciencito te
a bailar. Guaracha, no. Bolero. Bolero. Me apretaré a tu cuerpo. Te oleré de cerca. Y si puedo, te habías cambiado a la Quinta. De arriba abajo y de abajo arriba te la pasabas la tarde. Quince
beso. Palabra. años tenías. Un día alguien me trajo un recado. Un paquete pequeño. Al abrirlo encontré un
colorete y un papel escrito: «Te amo».
(Marina, Marina tu boca yo quiero besar).
Pucha, si casi me muero de alegría. Pero como siempre tuve miedo. Tan solo te miraba de le-
jos. Cómo no me declaré. Ya hubieras sido mi gila. Soy un cobarde. Cuando llegó el verano, con
Quiero ser como Carambola. O como Natkinkón. Ellos ríen y se alegran con guarachas. En
Juanita, con sus amigas y con la collera me fui a Agua Dulce. Juanita, risueña y escandalosa,
los tonos son de triana. En cambio yo me pongo corto. Tímido. Y me las paso chupando. Las
cantaba en el tranvía. Triste y callado, sufría de tan sólo mirarla. En la playa, no sé por qué,
muchachas arregladas y bonitas que van a los tonos me dan miedo. Meten miedo. Imposible
quise verla desnuda. Cuando entró a su carpa, me eché en la arena y, despacito, levanté la lona.
hablarles: tembladera y tartamudeo. Y si miran como diciéndome: ¿Por qué no me sacas a
¡Para todo tengo mala suerte! Se había venido con la ropa de baño puesta debajo del vestido.
bailar? Tiemblo y me escondo. Mi campo es la calle. La Collera... Ahí soy atrevido. En la calle
soy el capazote Colorete. Pero en los tonos me achico. Soy un cobarde.
En la playa, Juanita —dorada, color canela—, corrió y saltó sobre la espuma. Al fondo, el mar
verde. Y, aquí, sobre la arena caliente, sufría. Recuerdo que luego me puse de pie y entré a su
(Marina, Marina, Marina, contigo me quiero casar).
carpa. Cogí su ropa. Tenía un olor suave, húmedo. No sé qué recuerdo de infancia me tomó por
entero. Cerré los ojos y como un licor caliente sentí en mi cuerpo. Salí a la carrera, me metí en
(—Pucha, si estás en la luna. el mar. Al regresar, ya por la tarde, al barrio, no podía resistir sus ojos negros, negros, negros.

—¿Qué te pasa, Colorete? (—¿Jugamos la cebada?

—No le hagan caso. Antes de los tonos siempre se pone así). —¿Juegas, Colorete?

Esta noche no podrá decir que no. Estará alegre. Es su cumpleaños. Y estoy bien firme. Mi pe- —No, yo pago todo. Tengo plata).
luca está recortada. No hay caso, Manos Voladoras: un artista. Mis zapatos, de gamuza. Estre-
no pilcha azul y corbata de seda italiana bien bacán. La cara está que arde. Claro, si no había
Juanita, ahora, estás muy cambiada. Pero yo sé que sólo es cáscara. Estoy seguro que
nada que afeitar. Pero este señor, tuvo que afeitarse, para estar presentado. Le llevo un regalo.
basta una palabra mía para que seas la chicoquita de quince años. Ahora, siempre me ar-
Un prendedor de plata. Caro. Caro. El doctor ese es buena gente. Me dio mosca. Le dije: Para
rochas. Los muchachos dicen que te has vuelto planera. Pero planera con otros. Con los
mañana necesito azules. No es para mí, aclaré: es cumpleaños de mi gila. La próxima semana
que no son del barrio. Esta noche te abrazo. Te regalo el prendedor. Y te digo despacito:
tendré que ir a su casa. ¡Qué se le va a hacer!
¿Quieres ser mi gila?
(Mira cómo sufro tú debes amarme

no debes martirizarme (—Nos vamos?

que esto lo castiga Dios).


—A lo mejor ya no alcanzamos pato).

Juanita, Juanita, por qué me desprecias. No me hagas sufrir, que Dios lo castiga. No soy feo,
Baile. Baile. Baile. Vestidos de colores. Sudor y música. La habitación demasiado estrecha para
que digamos. Al contrario. Quién no quisiera tener mi pinta. Las gilas se me echan. Si vieras los
tanta gente. Los viejos están chupa que chupa. La cocina se llena de comadres acomedidas,
ojos que ponen cuando me miran de frente. Pero yo me burlo de ellas. Mirándolas, me muerdo
de vecinas intrusas, de gallinas en escabeche y de caldo de pollo. Humo de cigarro fino y bril-
los labios. Cierro los puños. Suspiro.
lantina. Perfume picante de axilas femeninas. Se baila alegre la guaracha. Triste, el bolero.
(Mira cómo sufro tú debes amarme Carambola está pegado a la mano de Alicia. El príncipe los mira de reojo y se va a la cantina. El
Rosquita, gracioso, como siempre, baila solo. Y Natkinkón dirige la orquesta del disco. Cara de
no debes martirizarme Ángel busca a Gilda. No pudo venir, está un poco indispuesta, le dicen, y queda triste. Colorete
espera a Juanita. Juanita sale del dormitorio del brazo de su tío.
No, no, no, no...)

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Japiverdituyú… 18. EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL COLE
Colorete se esconde. Terminan los aplausos y las vivas a la dueña del santo. Luego, solos, (CUENTOS SELECCIONADOS)
Juanita y su tío bailan un vals de Strauss. Colorete, sufre. Termina el vals y Colorete busca a
Juanita.
Lorenzo Helguero

—Feliz cumpleaños, Juanita. En: El amor en los tiempos del cole: Fiesta de promoción. Lima: Estruendo Mudo, 2008.

—Gracias, Colorete.

—Te regalo.

—Gracias, después lo veré. Guárdamelo, ¿ya?


Me enamoré de Betty Mármol

—Bai... bailamos?

—Disculpa, pero estoy cansada. ME GUSTABA SU PELO NEGRO y lacio, su cara blanca de helado de vainilla, sus pies descalzos
e increíblemente limpios, su voz nasal que besaba mis oídos con ternura.
—Pero si recién, es que yo, yo...
No me importaba que tuviera las piernas flacas o que nunca se cambiara de vestido. Lo que sí

—Luego nos vemos, Colorete. Que te diviertas. me molestaba era que se hubiese fijado en ese enano rubio que tenía por esposo. Era imposi-
ble no experimentar un arranque de celos cuando lo abrazaba entre sonrisas. Pero me basta-
Juanita, sobre un taco, dio una vuelta en redondo y coqueta y ágil se dirigió a Javier Montero, ba verla en primer plano para perdonarla y dejarle un beso silencioso en la pantalla.
estudiante de Derecho.
Jamás le fui infiel. Jamás me fijé en Wilma, por ejemplo. No porque no me gustaran las pelir-
—Javier, ¿me enseñas ese nuevo paso de tuiss? rojas, sino porque Betty resumía toda la belleza del mundo.

Mil veces quise sacarla del televisor para acercarla a mi vida. Me imaginaba con ella en el
parque, en el cine, besando sus ojos que debían saber a fresa. Por las noches quería soñar que
viajaba hasta ella para abrazarla y comer juntos una buena costilla de brontosaurio.

Betty se fue un día en que crecí y regresó cuando menos lo esperaba.

Mi esposa —hace un mes que nos casamos— tiene el pelo negro y lacio, y le gusta andar sin
zapatos. Yo soy feliz contemplando su rostro de crema de leche, besando su piel de dibujo
animado.

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Muñeca rusa Cuento

Dentro de tu cuerpo hay otro cuerpo. Un cuerpo de espiga madura que gobierna al viento con
Y colorín colorado este cuento ha terminado. Este cuento de hadas donde tú eras la princesa
su canto y lo ilumina. Y dentro, un cuerpo de río incandescente que corre y regresa y se funde
que nacía en mi sonrisa y yo el sapo asmático y azul oculto en la espesura del silencio.
en el mar de mi memoria. Y más adentro hay otro cuerpo. Una sucesión de pétalos de oro es-
cribiendo en el aire tu nombre de ángel o mariposa. Y más adentro todavía, hay otro. El último. Se acabó. Ningún hechizo, ningún brebaje podría volver a enlazar nuestros besos o nuestros
Un cuerpo, o más bien un jardín donde el silencio no existe. Donde la música no existe. Donde castillos de arena.
sólo tú y tu rocío y tus labios infinitos.
Ahora tú irás a enterrar mi nombre bajo las plantas más secas, a cantar en otros lenguajes, a
Caperucita Roja
pasear tu belleza en otros reinos.

Encontrarás seguramente un príncipe al que no le importe tu aliento gangoso, tu voz de ce-


—¿Y por qué tienes las manos tan grandes?
bolla, tu viruela picada por el rostro. Yo me encontraré —es un hecho— con el recuerdo, con el
desencanto,con la dulce soledad de las imágenes.
—Porque de tanto querer tocar lo imposible, mis dedos han crecido como ramas.

Viviremos ¿felices? comiendo perdices.


—¿Y por qué tienes los ojos tan grandes?

—Porque cuando me detengo a contemplar la inmensidad del mar, no puedo evitar el asombro.

—¿Y por qué tienes los pies tan grandes? Doctora Corazón

—Porque he recorrido todos los caminos buscando una rosa sin nombre.

Le escribo porque mi situación es bastante complicada y el día se acerca. Vea usted, nunca he
—¿Y por qué tienes la boca tan grande? tenido ni enamoradas ni amigas. Lo que siempre he tenido son problemas para relacionarme
con las mujeres. Mi colegio es solo de hombres y por eso no sé cómo acercarme a ellas. Por
—Porque mis labios han esperado por siglos un beso infinito.
mi barrio hay chicas muy bonitas, pero cada vez que intento iniciar una conversación se ríen
o no me responden nada. Sé que mi físico no ayuda mucho: soy un poco gordito y no muy alto
—¿Y por qué tienes una sonrisa tan grande?
que digamos. No crea que no he intentado bajar de peso, he hecho cantidad y cantidad de die-
tas, pero nunca nada ha funcionado. Para mí que es algo genésico (creo que así se dice), o sea
—Porque estás y eres y has llegado apagando los silencios y las sombras.
que como mis papás son medio gordos, yo también estoy condenado a serlo. Ni modo. Quizás

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si fuera flaco las chicas se fijarían en mí, pero no sé, no creo que lo de mi gordura sea todo ita (por lo del problema genésico, usted sabe) y con el vestido blanco que usa para ocasiones
el problema. Conozco a chicos más gordos que yo que tienen enamoradas súper simpáticas, especiales parece una teja. Yo me muero de ganas de ir a la fiesta con una chica más o menos
cómo se explica usted eso. En cambio yo nada, no encuentro ni una amiga siquiera. Y en ver- bonita; entrar de la mano y que todos mis compañeros digan qué simpática la pareja de Toño,
dad soy una buena persona, tengo buenos sentimientos, nunca le faltaría el respeto a ninguna por fin la hizo. O en todo caso que no sea tan bonita, pero que sea buena gente y sepa bailar.
chica. (Es algo muy triste, eso del gordito feliz no se lo crea, Doctora). Soy un poco tímido, ¿No tengo derecho a eso? Ese día todos la van a pasar muy bien con sus parejas y yo no quiero
pero siempre he vencido mi timidez para tratar de conocer a una chica (sin mucho resultado, ser la excepción. Le quería preguntar algo, Doctora... ¿No tendrá usted por casualidad una hija
como puede suponer). He hecho todo lo posible para tener amigas, se lo juro. Hasta me metí a con la que pueda ir a la fiesta?, ¿una Enfermerita Corazón que me sonría y me cure el alma?
la Alianza Francesa, no porque me interesara mucho aprender el idioma, sino para ver si ahí
podía conocer a alguien. Había una chica preciosa, Lucía. Trataba de conversar con ella, pero
nunca me daba bola, seguro que tenía enamorado. Una vez le dije para estudiar juntos para
una prueba que teníamos, pero me respondió que ella estudiaba mejor sola; le dije después
para ir a tomar un helado, pero me dijo que a ella no le gustaban los helados. Con las otras
chicas fue igual, todas me respondían más o menos lo mismo, que evidentemente era mentira, El Pollo
porque ¿a quién no le van a gustar los helados? Nunca más regresé a clases. Me metí después
a un taller de poesía, y la historia se repitió, como era de esperarse. Allí la más bonita era Ali-
ElPollo Arteaga estaba en mi promoción, pero no en mi clase. Por eso no era mi amigo. Por eso
cia, una chica de pelo negro larguísimo que se me metió en el corazón. Tanto, que le escribí un
y porque él estaba en el equipo de básquet y paraba con los más populares de la promoción. Yo
poema, el primero que hice:
en cambio era un perfecto desconocido, al igual que mis pocos patas con los que jugaba tiros al
Para mí, Alicia, arco en los recreos. La diferencia entre los dos mundos no podía ser más grande. Sin embargo,
sería una delicia esto empezó a cambiar por un hecho fortuito: el Pollo conoció a mi hermana en una fiesta y a
recibir tus caricias. los pocos días ya eran enamorados. Él iba a mi casa a ver a Fabiola y a veces alquilábamos una
película o nos íbamos juntos al cine. En el colegio, gente que jamás me había dirigido la palabra
No se lo llegué a entregar porque me dio vergüenza; si es que me hubiera dado bola, quizás me
me empezó a saludar. Pasé de ser prácticamente nadie a tener una relativa existencia. De vez
hubiese animado a dárselo, pero como no me aceptó la invitación a tomar helados, pensé que
en cuando el Pollo me pasaba la voz en los recreos para jugar fulbito con sus amigos. La pasaba
tal vez le iba a molestar que hubiese escrito algo de ella. Ahora tengo un montón de poemas,
bien. Me gustaba poder acercarme a ese mundo después de tantos años de ausencia involuntaria.
escribo siempre, y además tengo un diario donde apunto todas las cosas que pienso. ¿No cree
que a una chica le gustaría estar con alguien tan sensible como yo? El problema que tengo
ahora es que en dos semanas es mi fiesta de promoción y como no conozco a ninguna chica Faltaban dos semanas para la fiesta de pre-promoción. Fabiola estaba emocionadísima porque

no tengo a quién invitar. Hace dos meses pagué por la entrada, así que mi papá me ha dicho nunca había ido a una pre, y se sabía que las del Santa María eran las mejores. Íbamos a estar

que tengo que ir de todas maneras porque no se va a perder la plata así nomás. Dice que si no en una misma mesa: el Pollo con mi hermana, yo con una amiga de Fabiola, y otros patas más

consigo con quién ir que entonces vaya con Isabel, mi hermana. ¿Se imagina cómo se burlarían de la selección de básquet, que ahora ya se sabían mi nombre. Mis amigos se molestaron con-

de mí en el colegio si me presento a la fiesta con mi hermana? Además Isabel es un poco gord- migo porque inicialmente habíamos quedado en estar todos juntos en una misma mesa, pero

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no había nada que pudiera hacer, porque entre estar en la mesa del Pollo o en la de mis amigos ya no iba a jugar fulbito con sus amigos en los recreos, que iba a ser otra vez un perfecto de-
y sus parejas que iban a pasar tan desapercibidas como ellos, la elección era obvia. Pensaba sconocido.Pero no me importaba. Al final decidí no contarle a nadie, ni siquiera a Fabiola. Pero
que había que aprovechar la oportunidad que se me presentaba, porque esto no iba a durar el Pollo no lo supo. Pensé decirle en la fiesta que hiciera lo que mierda quisiera con su vida,
para siempre. Pero la verdad nunca pensé que durara tan poco. pero que no se metiera con mi hermana, pero no tuve oportunidad.

Supuestamente estaba prohibido ir al baño en horas de clases, pero los profesores hacían La fiesta de pre-promoción se canceló por duelo. El jueves 3 de diciembre, cuando todos
algunas excepciones. Como yo no tenía problemas de conducta y era buen estudiante, normal- dormían en su casa, el Pollo Arteaga (un chico tan deportista y lleno de vida, como dirían
mente me dejaban salir cuando quería. A veces no tenía por qué salir, pero me gustaba pasar después sus profesores) se metió un balazo en la cabeza con la pistola de su papá. Casi nadie
por los corredores vacíos, quedarme un rato disfrutando del silencio del baño. supo explicarse por qué.

Una mañana, harto de la clase de Química, le pedí permiso al profesor para salir, que era
urgente, y un minuto después ya estaba por el pasadizo, disfrutando del silencio de siempre.
Pero cuando entré al baño, supe en seguida que algo andaba mal: se escuchaban unos ruidos
raros, como una respiración más profunda, o algo así. Debajo de una de las puertas, había
cuatro pies, un par detrás del otro, los pantalones abajo. No soy homofóbico, pero eso era
demasiado. “Salgan, carajo!”, grité golpeando la puerta. No abrieron. Ya iba a volver a golpear,
cuando la puerta se abrió lentamente. Me resultaba difícil creer lo que estaba viendo: el Pollo
Arteaga y un chibolo de tercero salieron agachando la cabeza.

A la hora del recreo, el Pollo me fue a buscar para hablar de lo que había pasado.

—Yo no tengo nada que hablar contigo, maricón.

—Mira, yo solo te quería decir que...

—Nada, no tienes que decir nada.

—Espero que no le cuentes a Fabiola.

—¿Crees que no le voy a decir a mi hermana? A mi hermana y a toda la promoción. Ya te jodiste,


rosquete. Todo el colegio va a saber que eres un maricón de los grandes.

—Si dices algo te saco la mierda.

—Sácamela pues, pero igual no me voy a quedar callado.

En realidad no sabía si le iba a contar a todos. Quería decirle algo a Fabiola, pero era un poco
complicado. Pensé decirle que había visto al Pollo besar a otra chica, o algo parecido para que
terminara con él. Lo único cierto era que ya no iba estar en la mesa del Pollo en la fiesta, que

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19. POEMA 1 20. POR MÁS QUE QUIERO (YARAVÍ)

Pablo Neruda Mariano Melgar

En: Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Barcelona: Plaza & Janés, 1998. En: Poesías completas. Arequipa: Cuzzi y Cía., 2012.

Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,


te pareces al mundo en tu actitud de entrega. Por más que quiero
De la memoria
Mi cuerpo de labriego salvaje te socava Borrar la gloria
y hace saltar el hijo del fondo de la tierra. Que poseí;
Por todas partes
Cruel me persigue:
Fui solo como un túnel. De mí huían los pájaros Siempre me sigue,

y en mí la noche entraba su invasión poderosa. Siempre ¡ay de mí!


Para sobrevivirme te forjé como un arma,
Procuro en vano
como una flecha en mi arco, como una piedra en mi honda. No dar oído
A aquel sentido
Que un día oí
Pero cae la hora de la venganza, y te amo. Cuando mi prenda
Juró ser mía
Cuerpo de piel, de musgo, de leche ávida y firme.
Y me decía
Ah los vasos del pecho!Ah los ojos de ausencia! “Seré de ti”
Ah las rosas del pubis!Ah tu voz lenta y triste!
Su voz entonces
Fue mi contento
Su juramento
Cuerpo de mujer mía, persistiré en tu gracia.
Me hizo feliz.
Mi sed, mi ansia sin límite, mi camino indeciso! Mas sus recuerdos
Oscuros cauces donde la sed eterna sigue, Me son mortales
Y entre mil mares
y la fatiga sigue, y el dolor infinito. Llego a gemir

Por qué ha perdido


Su fiel firmeza
Y su promesa
Olvidó ruin?
Cuando yo fino
Más la quería
Me borró impía
Del pecho vil

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Esta inconstancia 21. POEMA
Cruel y severa
Calmar debiera
Mi frenesí. Carlos Germán Belli
Pero solo hace En: Los versos juntos 1946-2008. Sevilla: Fundación BBVA, 2008.
Que se acreciente
Mi llama ardiente,
¡Llama infeliz!

Amor infame Nuestro amor no está en nuestros respectivos


Dime hasta cuándo y castos genitales, nuestro amor
Quieres vil mando
Tener en mí? tampoco en nuestra boca, ni en las manos:
Borra esa ingrata
todo nuestro amor guárdasecon pálpito
Del pecho mío:
No más impío bajo la sangre pura de los ojos.
Me hagas morir.
Mi amor, tu amor esperan que la muerte

se robe los huesos, el diente y la uña,

esperan que en el valle solamente

tus ojos y mis ojos queden juntos,

mirándose ya fuera de sus órbitas,

más bien como dos astros, como uno.

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22. CUATRO BOLEROS MAROQUEROS 23. CARDO O CENIZA

Chabuca Granda
Antonio Cisneros
En: http://www.musica.com/letras.asp?letra=1600525
En: Antología poética. México: FCE, 2012.
Cómo será mi piel junto a tu piel 

1 Cómo será mi piel junto a tu piel 


Con las últimas lluvias te largaste Cardo, cenizas, cómo será 
y entonces yo creí
que para la casa más aburrida del suburbio
no habrían primaveras Si he de fundir mi espacio frente al tuyo 
ni otoños ni inviernos ni veranos. Cómo será tu cuerpo al recorrerme 
Pero no.
y cómo 
Las estaciones se cumplieron Mi corazón si estoy de muerte 
como estaban previstas en cualquier almanaque Mi corazón si estoy de muerte 
Y la dueña de la casa y el cartero
no me volvieron a preguntar
por ti. Se quebrará mi voz cuando se apague 
de no poderte hablar en el oído 
Y quemará mi boca salivada 
2
de la sed que me queme si me besas 
Para olvidarme de ti y no mirarte de la sed que me queme si me besas 
miro el viaje de las moscas por el aire
Gran Estilo
Gran Velocidad Cómo será el gemido y cómo el grito 
Gran Altura al escapar mi vida entre la tuya 

3 cómo el letargo 

Para olvidarte me agarro al primer tren y salgo al campo al que me entregue 


Imposible cuando adormezca el sueño entre tus sueños
Y es que tu ausencia
tiene algo de Flora de Fauna de PicNic.
Han de ser breves mis siestas 
Mis esteros despiertan con tus ríos 
4
Pero, pero cómo serán mis despertares 
No me aumentaron el sueldo por tu ausencia
sin embargo Pero cómo serán mis despertares 
el frasco de Nescafé me dura el doble Cada vez que despierte avergonzada 
el triple las hojas de afeitar. Cada vez que despierte avergonzada 
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24. EL DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA salía de un night club. América sintió un escalofrío. Pero los músicos no eran su género, ni
tampoco ese flaco con cara de estudiante de letras, que la veía pasar diariamente, rumbo
a la bodega de sus padres, en el jirón Huancavelica. Pero ese flaco no estaba esperándola
Alfredo Bryce Echenique hoy día, y a América le fastidió un poco no verlo.
En: Cuentos completos. Barcelona: Alfaguara, 2002. Hoy no la he visto pasar sin mirarme. Amor amoramor. Volverás. Vuelve amor vuelve. Con
seguridad de amor. Vuelve amor. Porque no la he visto pasar sin mirarme y voy a pedir un
café y no me estoy muriendo. Vuelve amor sentir amor amar sentir. Antes. Como antes.
Luchar por amar y no culos. Verla pasar amar. No culos. Sentir amor. Me ve. No me mira.
Me ve. Vuelve amor. café café. Nervios. Nervioso. Ya debe haber pasado. No se había para-
do a esperarla, y de acuerdo con su reloj ya debería haber pasado. Las cosas mejoraban:
había sufrido un poco al no verla. Estaba optimista. Quería amarla como amaba antes;
como había amado antes. «Es posible», se decía. «Es posible», y recordaba que una vez
se había desmayado al ver una muchacha demasiado todo lo bueno para ser verdad. «Es
posible.» Desde su mesa, en un café de las Galerías Boza, Manolo veía a Marta que se acer-
caba sonriente. «Marta la fea. Inteligente. Debería quererla. No.» Marta conocía a Manolo;
conocía también a América, y había aceptado presentársela. Pero antes quería hablarle;
aconsejarlo. Hablar al viento.

—Siéntate, Marta.

—Ya debe haber pasado.

—Hace cinco minutos. ¿Un café?

—Bueno, gracias. ¿Y, Manolo?


AMÉRICA ERA HIJA DE UN MATRIMONIO de inmigrantes italianos. Una de las muchachas
más hermosas de Lima. ¡Qué bien le queda su uniforme de colegiala! Su uniforme azul — ¿Mañana?
marino de colegiala. De colegiala que ya se cansó de serlo. De colegiala con mentalidad
—Estás loco, Manolo —dijo Marta, con voz maternal—. No sabes en lo que te metes.
preautomovilística, prelujosa, y prematrimonial. De colegiala que se aburre en las clas-
es de literatura, que jamás comprendió las matemáticas, y que piensa sinceramente que —La quiero, Marta. La quiero mucho.
Larra se suicidó por cojudo, y no por romántico. Era su último año de colegio, y no sabía
—No la conoces.
cómo ingeniárselas para que su uniforme pareciera traje de secretaria. Usaba las faldas
bastante más cortas que sus compañeras de clase, y se ponía las blusas de cuando esta- —Pero estoy seguro de lo que digo. No te rías, pero yo tengo una especie de poder, una
ba en tercero de media. ¡América! ¡América! Si no hubieras estado en colegio de monjas, cierta intuición. No sé cómo explicarte, pero cuando veo una cara que me gusta así, adivino
tus profesores te hubieran comprendido. Pero, ¿para qué?, ¿para quién?, esas piernas tan todo lo que hay dentro. Ya sé cómo es América. Me la imagino. La presiento.
hermosas debajo de la carpeta. Refregaba sus manos sobre sus muslos, y se llenaba de —Y te arrojas a una piscina sin agua. Ya lo has hecho.
esperanzas. Las refregaba una y otra vez hasta que sonaba el timbre de salida. Tomaba
—Tú y tus fórmulas.
el ómnibus en la avenida Arequipa, y se bajaba al llegar a la Plaza San Martín. Cruzaba la
Plaza San Martín y sentía un poco de vergüenza de caminar con el uniforme azul. Pero a —Ya lo has hecho.
los hombres no les importaba: «Así vestida de azul, la haría bailar», dijo un bongosero que
—Era otra cosa.
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—Terco como una mula —dijo Marta—. Te la voy a presentar. Después de todo, ¿por qué no? te dije que no es inteligente.
Allá tú.
—Confío en mi suerte, y en mi imaginación.
—¡Gracias, Marta! ¡Gracias!
—¿En tu imaginación?
—Pero es preciso que te diga que América es todo lo contrario de una chica inteligente.
—Ya verás —dijo Manolo, sonriente—. Si supieras todo lo que se me está ocurriendo.
—Uno no quiere a una persona porque es inteligente —dijo Manolo, desviando la mirada al
—Veremos. Veremos.
darse cuenta de que había metido la pata.
—Mañana me la presentas. Será cosa de un minuto. Después, todo corre por mi cuenta.
—¿Y con el cuerpazo de América? ¿Tú crees que eso es amor?
—Mañana no puedo, Manolo —dijo Marta—. Tengo cita con el oculista. Parece que además
—¡Nada de eso! —exclamó Manolo, fastidiado al comprobar que su mano no temblaba
de todo me van a poner anteojos.
mientras cogía la taza de café—. Nada de eso. Susojos. Su cara maravillosa.
—¿Entonces, cuándo? —preguntó Manolo, fingiendo no haber escuchado las últimas pal-
—Y esa blusita de su hermana menor... abras de Marta.

—¡Nada de eso! Como antes. —Pasado mañana. Espérame en la puerta del cine San Martín.

—¿Como qué antes? —Tú te encuentras con ella, y luego yo paso como quien no quiere la cosa. Me llamas, y ya
está.
—No podría explicártelo —dijo Manolo—, pero tú comprendes.
—No te preocupes —dijo Marta—. Será como tú quieras. Será fácil retenerla para que
—Me imagino que yo debo comprender todo.
puedas conversar un rato con ella.
Estas últimas palabras, pronunciadas con cierta tristeza y resignación, lo dejaron pensati-
—Sí. Sí. Tengo que ganar tiempo. Pronto empezarán los exámenes finales, y ya no vendrá
vo. Recordaba las veces que Marta lo había invitado a tomar té a su casa. ¿Cuántas veces
a clases.
le había mandado entradas para el teatro, o para el cine? ¿Y él? ¿Qué había hecho él por
Marta? Era la primera vez que la invitaba y la invitaba para que le presentara a otra chica. —Te pasarás el verano en Chaclacayo.
«Hay dos tipos de mujeres», pensó: «las que uno ama, y las Martas. Las que lo compren-
—¡El verano es mío! —exclamó Manolo, sonriente—. Eres un genio, Marta.
den todo». La miró: bebía su café en silencio. Una sola palabra suya, y la hubiera hecho
feliz; la hubiera pasado al grupo de las que uno ama. Pero Manolo había nacido mudo para —Bueno, Manolo. Este genio se va.
esas palabras. «Si un día termino con América», pensó. «América. América. Las piernas de —No te vayas —dijo Manolo, satisfecho al darse cuenta de que la partida de Marta lo apen-
América. No. No. Los ojos de América.» aba—. Vamos al cine.
—Toda la vida andas sin plata —dijo Marta. Y anunció—: A América le gustan los mucha- —No hay una sola película en Lima que yo no haya visto —dijo Marta, con voz firme.
chos que gastan plata.
Manolo se puso de pie para despedirse de ella. Había comprendido el mensaje que traían
—No importa —dijo Manolo—. Vive en Chaclacayo, y allá no hay en que gastar la plata. Sólo sus últimas palabras, y sabía que era inútil insistir. Como de costumbre, Marta había «olvi-
hay que gastar en cine o en helados, y tan pelado no estoy. dado» su paquete de cigarrillos para que Manolo lo pudiera coger. No sabía que decirle. Le
—¿Y qué vas a hacer con lo del automóvil? —le preguntó, mirándolo fijamente para ob- extendió la mano.
servar su reacción—. ¿Te vas a comprar uno? Sin automóvil ni te mirará.
—Adiós, Manolo. Hasta pasado mañana.
—Gracias por llamarla puta —dijo Manolo, indignado.
—Adiós, Marta.
—No la he llamado eso. Ni siquiera lo he pensado, pero América es una chica alocada, y ya
—¿Vendrás mañana a verla pasar? —preguntó Marta.

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—Es el último día que pasa sin conocerla —respondió Manolo—. ¿Tú crees que me voy a —¡Marta! —exclamó, asombrado. Marta estaba con América.
negar ese placer?
—¡Qué ha sido de tu vida, Manolo? ¿Qué haces allí parado?
—Loco.
—Espero a un amigo.
—Sí, loco —repitió Manolo, en voz baja, mientras Marta se alejaba. No era su partida lo que
—Ven, acércate —dijo Marta, sonriente—. Quiero presentarte a una amiga.
lo entristecía, sino el darse cuenta de que ya no tendría con quién hablar de América. Lla-
mó al mozo del café y le pagó. Luego, caminó hasta la calle Boza, y se detuvo a contemplar —Mucho gusto —dijo Manolo, acercándose y extendiendo la mano para saludar a América.
la vereda por donde diariamente pasaba América hacia la bodega de sus padres. «Sus Era una mano áspera y caliente, y Manolo no sabía en qué parte del cuerpo había sentido
caderas. No. No. Sus ojos. Mañana.» un cosquilleo. América, ahí, delante suyo, lo miraba sin ruborizarse, y era amplia y her-
América salía del colegio a las cinco de la tarde, y él salía de la Universidad a las cinco de mosa. El uniforme no le quedaba tan estrecho, pero era como si le quedara muy estrecho.
la tarde. Pero ella tenía que tomar el ómnibus, y en cambio él estaba cerca de la Plaza de Esa piel morena, ahí, delante suyo, era como la tierra húmeda, y él hubiera querido tocarla.
San Martín. Caminaba lentamente y estudiando las reacciones de su cuerpo: «Nada». Se Marta sonreía confiada, pero a Manolo le parecía que era una mujer insignificante y la odi-
acercaba a la Plaza San Martín, y no sentía ningún temblor en las piernas. El pecho no se aba. América también sonreía, y Manolo hubiera querido coger esa cabellera larga; esas
le oprimía, y respiraba con gran facilidad. No estaba muñequeado. Encendió un cigarrillo, crines de muchacha malcriada y sucia que no se peinaba para fastidiar a los hombres. Y
y nunca antes estuvo su mano tan firme al llevar el fósforo hacia la boca. Llegó a la Plaza su blusa se inflaba cuando sonreía, y a Manolo le parecía que sus senos se le acercaban, y
San Martín, y se detuvo para contemplar, allá, al frente, el lugar en que la esperaba todos era como si los fuera a emparar.
los días. Vio llegar uno de los ómnibus de la avenida Arequipa, y no sintió como si se fuera a —Vamos a tomar una Coca-Cola —dijo Marta.
desmayar. «Todavía es muy temprano», se dijo, arrojando el cigarrillo, y cruzando la plaza
—No puedo —dijo América—. Mis padres me esperan en la tienda (ella no la llamaba bo-
hasta llegar a la esquina de la calle Boza. Se detuvo. Desde allí la vería bajar del ómnibus,
dega).
y caminar hacia él: como siempre. Se examinaba. Le molestaba que América supiera que
la miraba. Hacía tanto tiempo que la miraba, que ya tenía que haberse dado cuenta. «¿Y —Yo tampoco —dijo Manolo—. Tengo que esperar a mi amigo (mentía porque quería huir).
si se hace la sobrada? ¿Si Marta no viene mañana? ¿Si me deja plantado? ¿Si cambia de
—¿Cuándo empiezan tus exámenes, América? —preguntó Marta tratando de retenerla.
idea? ¿Si decide no presentármela?». Estas preguntas lo mortificaban. «Te quiero, Améri-
ca.» Sintió que la quería, y sintió también un ligero temblor en las piernas. Sin embargo, —Dentro de veinte días —respondió—. No sé cómo voy a hacer. No sé nada de nada.
no sintió que perdía los papeles al ver que América bajaba del ómnibus, y eso le molestó: —En quinto de media no se jalan a nadie —dijo Manolo.
perder los papeles era amor para Manolo. América avanzaba. Distinguía su blusa blanca
—¿Tú crees? Ojalá.
entre el chalequillo abierto de uniforme. Sus zapatos marrones de colegiala. Su melena
castaña rojiza de domadora de fieras. Avanzaba. Veía ahora el bulto de sus senos bajo la
—No te preocupes, América —dijo Manolo—. Ya verás cómo no se jalan a nadie.
blusa blanca. Los botones dorados del uniforme. Se acercaba, y Manolo no le quitaba los
ojos de encima... Linda. Linda. Linda. Te quiero tanto. Te siento. Cerca. Más cerca. Yo te quie- —Y después, ¿qué piensas hacer?
ro tanto. Cigarrillo. ¿En qué momento encendido? Sus ojos. Buenas piernas. Pero sus ojos.
—Nada. Descansar.
La blusa. Marta. ¡Mierda! Mañana mañana ven ven. La falda con las caderas. Piernas. La
quiero. Como antes. Y América estaba a su lado. Pasaba a su lado, y su blusa se abultaba —¿Te quedas en Chaclacayo?
cada vez más al pasar de perfil, y ya no estaba allí, y él no volteó para no verle el culo, y
—Sí. ¿Qué voy a hacer? Es muy aburrido en verano, pero ¿qué voy a hacer?
porque la quería.
—Todo el mundo se va a la playa —dijo Manolo.
—¡Manolo! —llamó una voz de mujer, desde atrás. Manolo sintió que se derrumbaba. Le
costó trabajo voltear. —Yo sólo puedo ir los sábados y domingos.

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—¿Y la piscina de Huampaní? —preguntó Manolo. clacayo.

—Es el último recurso, aunque a veces vienen amigos con carro y me llevan a la playa. Amaba Chaclacayo. Amaba todo lo que estuviera entre Ñaña y Chosica. Recordaba su niñez,
y los años que había vivido en Chosica. No olvidaría aquellos domingos en que salía a pa-
—Yo tengo una casa muy bonita en Chaclacayo —dijo Manolo, ante la mirada de asombro
sear con su padre por el Parque Central. Caminaban entre la gente, y su padre lo trataba
de Marta, que sabía que estaba mintiendo—. Tiene una piscina muy grande —continuó—.
como a un amigo. Le costaba trabajo reconocerlo sin su corbata, sin su terno, sin su ropa
Hace años que no vamos y está desocupada. Si quieres, te puedo invitar un día a bañarnos.
de oficina, sin su puntualidad, y sin sus órdenes. No era más que un niño, pero se daba muy
—Nunca te he visto en Chaclacayo —dijo América. bien cuenta de que su padre era otro hombre. Un lunes, le hubiera dicho: «Anda a comer.
—Ya me verás. Estudia. Haz tus temas». Pero era domingo, y le preguntaba: «¿Quieres regresar ya? Nos
paseamos un rato más». Y él tenía que adivinar lo que su padre quería, y adivinar lo que su
América se despidió sonriente, y continuó su camino hacia la bodega de sus padres. Mano-
padre quería era muy fácil, porque siempre estaba de buen humor los domingos; porque
lo la miraba alejarse, y pensaba que esa falda no hubiera aguantado otro año de colegio
era otro hombre, como un amigo que lo lleva de la mano; y porque estaba vestido de sport.
sin reventar. Estaba contento. Muy contento. Con América todo sería perfecto, porque había
Llevaría a América a Chosica, le contaría todas esas cosas, y ella sería un amor como an-
perdido los papeles en el momento en que Marta se la presentó y cuando el perdía los
tes, como quince años. Ya vería Marta cómo América era la que él creía y él tampoco había
papeles, eso era amor. La amaba, y América sería como el amor de antes. Todo volvería.
cambiado a pesar de haber aprendido tantas cosas. Sólo le molestaba saber que tendría,
—Perdóname —dijo Marta—. Piensa que ya saliste de eso. Yo también ya salí de eso. que usar algunas tácticas imaginativas para lograr todo eso. Pero el sol de Chaclacayo, y el
sol de Chosica lo ayudarían. Sí. El sol lo ayudaría como ayuda a los toreros. Este mismo sol
—No estaba preparado —dijo Manolo—. ¿Por qué lo has hecho?
que mantenía vivos sus recuerdos, y que brilla todo el año (menos el día en que uno lleva a
—Quería verte sufrir un poco —respondió Marta—. Ya que tenía que hacerlo, por lo menos un extranjero para mostrarle que a media hora de Lima el sol brilla todo el año).
sacar algún provecho de ello. Y te juro que nunca olvidaré la cara de espanto que pusiste.
Entre el día tres de enero, en que Manolo visitó por primera vez a América, en su casa de
Era para morirse de risa.
Chaclacayo, y el día primero de febrero en que, sorprendido, escuchó que ella le decía: «Mi
—Te felicito —dijo Manolo, pero se arrepintió—: Gracias, Marta. Ahora ya todo es cosa mía. bolero favorito (Manolo sintió una pena inmensa) es que te quiero, sabrás que te quiero»,
—Avísame qué tal te va —dijo Marta, y se despidió. entre esas dos fechas, muchas cosas habían sucedido.

Manolo la veía alejarse. «Si me va bien, no volverás a saber de mí», pensó, y se dirigió a las
Bajó de un colectivo cerca a la casa de América y se introdujo sin ser visto en el baño de un
Galerías Boza para tomar un café. Al sentarse, escribió en una servilleta que había sobre la
pequeño restaurante. Rápidamente se vendó una de las manos, y se colgó el brazo en un
mesa: «El día 20 de noviembre, a las 5.30 de la tarde, Manolo conoció a América, y América
pañuelo de seda blanco, como si estuviera fracturado. Luego, se vendó un pie, y extrajo de
conoció a Manolo. Te amo». No mencionó a Marta para nada.
un pequeño maletín un zapato, al cual le había cortado la punta para que asomaran por ella
Los fines que perseguía Manolo al tratar de conquistar a América eran dos: el primero, los dedos. Traía también un viejo bastón que había pertenecido a su abuelo. Salió del baño,
muy justo y muy bello: «Amar como antes»; el segundo, menos vago, menos bello, pero bebió una cerveza en el mostrador, y cojeó entrenándose hasta la casa de América. Hacía
también muy humano: fregar a Marta. Sobre todo, desde aquel día en que lo encontró por mucho calor, y sentía que la corbata que le había robado a su padre le molestaba. El cuello
la calle, y le preguntó si América ya lo había mandado a rodar por no tener automóvil. excesivamente almidonado de su flamante camisa, le irritaba la piel. Sus labios estaban
Los medios que utilizaba para lograr tales fines eran también dos: su imaginación de es- muy secos mientras tocaba el timbre, y le temblaba ligeramente la boca del estómago.
tudiante de letras y la falta de imaginación (léase inteligencia) de América. Cada vez que «Como antes», pensó y sintió que perdía los papeles, pero era que América aparecía por
América decía una tontería, Manolo se inflaba de piedad, confundía este sentimiento con el una puerta lateral, y que él pensaba que algo en su atuendo podía delatarlo.
amor que tenía que sentir por ella, y odiaba a Marta.
—¡Manolo! ¿Qué te ha pasado?
Había dejado de verla durante los veinte días que estuvo en exámenes, durante la Navidad,
—Me saqué la mugre.
y el Año Nuevo. La extrañaba. Habían quedado en verse a comienzos de enero, en Cha-

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—¿Cómo así? —No. No importa, Manolo —dijo América, en quien parecía despertarse algo como el instin-
to maternal—. ¿Vamos al cine? Dan una buena película. Creo que es una idiotez, pero vale
—En una carrera de autos con unos amigos.
la pena verla. Cuando mejores, iremos a nadar.
—¡Te has podido matar! —Claro —dijo Manolo. La amaba.
«¿Y tú, cómo sabes?», pensó Manolo, un poco sorprendido al ver que las cosas marchaban Durante diez días, Manolo cojeó al lado de América por todo Chaclacayo. Diariamente venía
tan bien. Hubiera querido detener todo eso, pero ya era muy tarde. a visitarla, y diariamente se disfrazaba para ir a su casa. Sin embargo, tuvo que introducir
algunas variaciones en su programa. Variaciones de orden práctico: tuvo, por ejemplo, que
—Pudo haber sido peor —continuó—. Era un carro sport, y no sé cómo no me destapé el
buscar otro vestuario, pues los propietarios del restaurante en que se cambiaba, se dieron
cráneo.
cuenta de que entraba sano y corriendo, y salía maltrecho y cojeando. Se cambiaba, ahora,
detrás de una casa deshabitada. Y variaciones de orden sentimental: debido a la credulidad
—¿Y el carro?
de América. Le partía el alma engañarla de esa manera. Era increíble que no se hubiera
—Ese sí que murió —respondió Manolo, pensando: «Nunca nació». dado cuenta: cojeaba cuando se acordaba, se quejaba de dolores cuando se acordaba, y
un día hasta se puso a correr para alcanzar a un heladero. No podía tolerar esa situación.
—Y ahora, ¿qué vas a hacer? A veces, mientras se ponía las vendas, sentía que era un monstruo. No podía aceptar que
ella sufriera al verlo tan maltrecho, y que todo eso fuera fingido. ¿Y cuando se acordaba de
—Nada —dijo con tono indiferente—. Tengo que esperar que mis padres vuelvan de Eu-
sus dolores? ¿Y cuando la hacía caminar lentamente a su lado, cogiéndolo del brazo sano?
ropa. Ellos verán si lo arreglan o me compran otro. «No me creas, América», pensó, y dijo:
Era un monstruo. «Adoro su ingenuidad», se dijo un día, pero luego «¿y si lo hace por el
No quiero arruinarles el viaje contándoles que he tenido un accidente. De cualquier modo
automóvil?». «Y si cree que me van a comprar otro?» Pero no podía ser verdad. Había que
—«allá va el disparo», pensó—, no podré manejar por un tiempo.
ver cómo prefería quedarse con él, antes que ir a bañarse a la piscina de Huampaní. «Es
—Pero, ¿tu carro, Manolo? mi amor», se dijo, y desde entonces decidió que tenía que sufrir de verdad, aunque fuera
—Pues nada —dijo, pensando que todo iba muy bien—. El problema está en conseguir taxis un poco, y se introducía piedrecillas en los zapatos para ser más digno de la credulidad de
que quieran venir hasta Chaclacayo. América, y de paso para no olvidarse de cojear.

—Usa los colectivos, Manolo. («Te quiero, América.») No seas tonto. Durante los días en que vino cubierto de vendas, Manolo y América vieron todas las pelícu-
las que se estrenaron en Chaclacayo. Dos veces se aventuraron hasta Chosica, a pedido de
—Ya veremos. Ya veremos —dijo Manolo, pensando que todo había salido a pedir de boca—. Manolo. Fueron en colectivo (él se quejó de que no hubiera taxis en esa zona). Y se pasea-
¿Y tus exámenes? ron por el Parque Central, y recordaba su niñez. Recordaba cuando su padre se paseaba
—Un ensarte —dijo América, con desgano—. Me jalaron en tres, pero no pienso ocuparme con él los domingos vestidos de sport, y qué miedo de que le cayera un pelotazo de fútbol
más de eso. en la cabeza. Porque no quería ver a su padre trompearse, porque su padre era muy fla-
co y muy bien educado, y porque él temía que algunos de esos mastodontes con zapatos
—Claro. Claro. ¿Para qué te sirve eso? «¿Para ser igual a Marta?», pensó.
que parecían de madera y estaban llenos de clavos y cocos, le fuera a pegar a su padre.
—¿Vamos a bañarnos a Huampaní? Y entonces le pedía para ir a pasear a otro sitio, y su padre le ofrecía un helado, y le decía
—¡Bestial! —exclamó Manolo. Sentía que se llenaba de algo que podía ser amor. que no le contara a su mamá, y le hablaba sin mirarlo. Hubiera querido contarle todas
esas cosas a América, y un día, la primera vez que fueron, trató de hacerlo, pero ella no le
—¿Y tus lesiones? prestó mucha atención. Y cuando América no le prestaba mucha atención, sentía ganas de
—¡Ah!, verdad. ¡Qué bruto soy...! Es que cuando no me duelen me olvido de ellas. De todas quitarse las piedrecillas que llevaba en los zapatos, y que tanto le molestaban al caminar.
maneras, te acompaño. Recordaba entonces que un tío suyo, muy bueno y muy católico, se ponía piedrecillas en los

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zapatos por amor a Dios, y pensaba que estaba prostituyendo el catolicismo de su tío, y que tocó la puerta de casa de América, Manolo tenía la dirección en el bolsillo. —¡Manolo! —ex-
si hay infierno, él se iba a ir al infierno, y qué bestial sería condenarse por amor a América, clamó América al verlo—. ¡Como nuevo!
pero América, a su lado, no se enteraría jamás de esas cosas que Marta escucharía con
tanta atención. —Ayer me quitaron las vendas definitivamente. Los médicos dicen que ya estoy perfecta-
mente bien. (Había tenido cuidado de no hablar de heridas, porque le parecía imposible
—América —dijo Manolo. Era la segunda vez que iban a Chosica, y tenía los pies llenos de
pintarse cicatrices.)
piedrecillas.
Y durante más de una semana se bañaron diariamente en Huampaní. Por las noches,
—¿Qué? después de despedirse de América, Manolo iba a visitar a Miguel, quien lo paseaba por
toda la inmensa casa deshabitada. Se la aprendió de memoria. Luego, salían a beber unas
—¿Cómo habrá venido a caer este poema en mi bolsillo? cervezas, y Manolo le contaba que se había templado de una hembrita que no vivía muy
—A ver... lejos. Una noche en que se emborracharon, se atrevió a contarle sus planes, y le dijo que
tendría que tratarlo como si fuera el hijo del dueño. «Pendejo», replicó Miguel, sonriente,
Bajando el valle de Tarma, pero Manolo le explicó que en Huampaní había mucha gente, y que no podía estar a solas
Tu ausencia bajó conmigo. con ella. «Pendejo, niño», repitió Miguel, y Manolo le dijo que era un malpensado, y que
no se trataba de eso. «La quiero mucho, Miguel», añadió, pensando: «Mucho, como antes,
Y cada vez más los inmensos cerros... porque la iba a volver a engañar».

Llegaban a Huampaní.
Se detuvo. No quiso seguir leyendo: tres versos, y ya América estaba mirando la hora en su
reloj. Guardó el poema en el bolsillo izquierdo de su saco, junto a los otros doce que había —Mañana iremos a bañarnos a casa de mis padres —dijo Manolo—. He traído las llaves.
escrito desde que la había conocido. Poemas bastante malos. Generalmente empezaban —Hubiéramos podido ir hoy —replicó América, mientras se dirigía al vestuario de mujeres.
bien, pero luego era como si se le agotara algo, y necesitaba leer otros poemas para ter-
minarlos. Casi plagiaba, pero era que América... La invitó a tomar una Coca-Cola antes de Manolo la esperaba sentado al borde de la piscina, y con los pies en el agua. «Traje de baño
regresar a Chaclacayo. Él pidió una cerveza, y durante dos horas le habló de su automóvil: blanco», se dijo al verla aparecer. Venía con su atrayente malla blanca, y caminaba como si
«Era un bólido. Era rojo. Tenía tapiz de cuero negro, etc.». Pero no importaba, porque cuan- estuviera delante del jurado en un concurso de belleza. Avanzaba con su melena... Debería
do su padre llegara de Europa seguro que le iba a comprar otro, y «¿qué marca de carro te cortársela aunque sea un poco porque parece…, y sus piernas morenas más tostadas por el
gustaría que me comprara, América? ¿Y de qué color te gustaría? ¿Y te gustaría que fuera sol con esos muslos. Esos muslos estarían bien en fotografías de periódicos sensacional-
sport o simplemente convertible?». Y, en fin, todas esas cosas que iba sacando del fondo de istas. Sufriría si viera en el cuarto de un pajero la fotografía de América en papel periódico.
su tercera cerveza, y como América parecía estar muy entretenida, y hasta feliz: «¡Imbécil! América se apoyó en su hombro para agacharse y sentarse a su lado. Vio cómo sus muslos
Marta», pensó. se aplastaban sobre el borde de la piscina, y cómo el agua le llegaba a las pantorrillas.
Vio cómo sus piernas tenían vellos, pero no muchos, y esos vellos rubios sobre la piel tan
El día catorce de enero, Manolo llegó ágil y elegantemente a casa de América. No había
morena, lo hacían sentir algo allá abajo, tan lejos de sus buenos sentimientos... Qué pena,
olvidado ningún detalle: hacía dos o tres meses que, por casualidad, había encontrado por
parece de esas con unos hombres que dan asco en unos carros amarillos que quieren ser
la calle a Miguel, un jardinero que había trabajado años atrás en su barrio. Miguel le contó
último modelo los domingos de julio en el Parque Central de Chosica. Justamente cuando
que ahora estaba muy bien, pues una familia de millonarios lo había contratado para que
no me gusta ir al Parque de Chosica. Esos hombres vienen de Lima y se ponen camisas
cuidara una inmensa casa que tenían deshabitada en Chaclacayo. Miguel se encargaba
amarillas en unos carros amarillos para venir a cachar a Chosica.
también de cuidar los jardines, y le contó que había una gran piscina; que a veces, el hijo
millonario del millonario venía a bañarse con sus amigos; y que la piscina estaba siempre —No me cierra el gorro de baño.
llena. «Ya sabes, niño», le dijo, «si algún día vas por allá...». Y le dio la dirección. Cuando

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—No te lo pongas. así podía mirarla muy bien y sin que ella se diera cuenta. Salían a la superficie, tomaban
aire, y volvían a sumergirse. Ella se cogió de sus pies para que la jalara y la hiciera avanzar
—Se me va a empapar el pelo. pero Manolo giró en ese momento y se encontró con la cara de América frente a la suya.
La tomó por la cintura. Ella se cogió de sus brazos, y Manolo sentía el roce de sus piernas
—El sol te lo seca en un instante.
mientras volvían a la superficie en busca de aire. «Voy a descansar», dijo América, y se
alejó nadando hasta llegar a la escalerilla. Manolo la siguió. Desde el agua, la veía subir y
Había algo entre el sol y sus cabellos, y él no podía explicarse bien qué cosa era... Pero
observaba qué hermosas eran sus piernas por atrás y cómo la malla mojada se le pegaba
los tigres en los circos son amarillos como el sol y esa cabellera de domadora de fieras.
al cuerpo, y era como si estuviera desnuda allí, encima suyo. No salió. Desde el borde de
América le pidió que le ayudara a ponerse el gorro, y mientras la ayudaba y forcejeaba,
la piscina, ella lo veía pensativo, cogido de la escalerilla... No me explico cómo ese tipo que
pensaba que sus brazos podían resbalar, y que iba a cogerle los senos que estaban ahí,
me esperaba todos los días en la Plaza San Martín, y felizmente que ya acabó el colegio,
junto a su hombro, tan pálido junto al de América... Y por cojudo y andar fingiendo acci-
ni tampoco me importan los exámenes en que me han jalado, ni me dio vergüenza cuan-
dentes de hijo de millonario no he podido ir a mi playa en los viejos Baños de Barranco,
do me preguntó qué tal me fue en los exámenes. Allá abajo tan flaco no me explico pero
con el funicular y esas cosas de otros tiempos, cerca a una casa en que hay poetas. Esos
parece inteligente y sabe decir las cosas, pero tendré que darle ánimos y todo lo que dice
Baños tan viejos con sus terrazas de madera tan tristes. Pero América no quedaría bien
cuando habla del accidente me gusta, ese carro fue muy bonito rojo no me importa por qué
en esa playa de antigüedades porque aquí está con su malla blanca y las cosas sexys son
allá abajo tan flaco tan pálido me hace sentir segura. Pero mis amigas qué van a pensar
de ahora o tal vez, eso no, acabo de descubrirlas. No porque la quiero. América. No voy a
tengo buen cuerpo y con mi cara esperan algo mejor porque los hombres me dicen tantos
mirarle más los vellos, quiero tocarlos, son medio rubios. Me gustan sobre sus piernas,
piropos, tantas cochinadas, más piropos que a otras y cuando fui a Lima con Mariana tan
sus pantorrillas, sus muslos morenos.
rubia tan bonita me dijeron más piropos te gané Mariana, pero el enamorado de Mariana
«Al agua», gritó América, resbalándose por el borde de la piscina. Manolo la siguió. Nadaba es muy buen mozo pero Manolo se viste mejor, si paso un mal rato en una fiesta el carro
detrás de ella comoun pez detrás de otro en una pecera, y a veces, sus manos la tocaban mis amigas se acostumbrarán a que mi enamorado no es tan buen mozo. Me gusta mucho,
al bracear, y entonces perdía el ritmo, y se detenía para volver a empezar. América se me gusta más que otros enamorados no le he dicho he tenido, y algo pasa en mi cuerpo
cogió al borde, al llegar a uno de los extremos de la piscina. Manolo, a su lado, respiraba algo como ahora está allá abajo y siento raro en mi cuerpo, fue gracioso cuando me tocó la
fuertemente, y veía como sus senos se formaban y se deformaban, pero era el agua que cintura mejor todavía que cuando Raúl me apretaba tanto.
se estaba moviendo.
—¿Quieres sentarte en esa banca? —preguntó Manolo, que subía la escalerilla.
—Ya no tengo frío —dijo América.
—Sí —respondió América—. Ya no quiero bañarme más.
—Yo tampoco —dijo Manolo, pero continuaba temblando, y le era difícil respirar.
—Ven. Vamos antes que alguien la coja.
—Estás muy blanco, Manolo.
—Me molesta tanta gente. A partir de mañana tenemos que ir a tu casa.
—Es uno de mis primeros baños en este verano.
—Sí. Allá todo será mejor.
—Yo tampoco me he bañado muchas veces. Siempre soy morena. ¿Te gustan las mujeres
—¿Qué tal es la piscina?
morenas?

—Es muy grande, y el agua está más limpia que ésta.


—Sí —respondió Manolo, volteando la cara para no mirarla—. ¿Vamos a bucear?

—¿Nadie se baña nunca?


Buceaban. Le ardían los ojos, pero insistía en mantenerlos abiertos bajo el agua, porque

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—Me imagino que el jardinero se debe pegar su baño, de vez en cuando. «Es inmensa. El agua está cristalina», dijo América, parada frente a la piscina, en casa de
Manolo. «No está mal», agregó Manolo, cogiéndola de la mano, y diciéndole que la quería
—¿Y para qué la tienen llena? mucho, y que le iba a explicar muchas cosas. Estaba dispuesto a contarle todo lo que Marta
le había dicho sobre ella. Estaba dispuesto a decirle que entre ellos todo iba a ser perfecto,
—A veces, se me ocurría venir con mis amigos —dijo Manolo.
y que él creía aún en tantas cosas que según la gente pasan con la edad. Estaba decidido
a explicarle que con ella todo iba a ser como antes, aunque le parecía difícil encontrar las
—Qué tales jaranas las que debes haber armado ahí —dijo América, tratando de insinuar
palabras para explicar cómo era ese «antes». «Vamos a ponernos la ropa de baño», dijo
muchas cosas.
América. Manolo le señaló la puerta por donde tenía que entrar para cambiarse. Él se cam-
—No creas —respondió Manolo, con tono indiferente. Estaba jugando su rol. bió en el dormitorio de Miguel. «El tiempo pasa, niño», le dijo Miguel. «Está como cuete.»

Habían extendido sus toallas sobre el césped que rodeaba la piscina, América se había
—¡A mí con cuentos! —exclamó América, sonriente.
echado sobre la toalla de Manolo, y Manolo sobre la de América. Permanecían en silencio,
cogidos de la mano, mientras el sol les quemaba la cara, y Manolo se imaginaba que los
—América —dijo Manolo, con voz suplicante—. América...
ojos negros e inmensos de América lagrimeaban también como los suyos. Volteó a mirar-
—¿Qué cosa? Dime, ¿qué cosa? la: gotas de sudor resbalaban por su cuello, y sintió ganas de beberlas. Morena, América
resistía el sol sobre la cara, sobre los ojos, y continuaba mirando hacia arriba como si
—Nada. Nada... Estaba pensando... «Te quiero mucho. A pesar de...» nada la molestara. Había recogido ligeramente las piernas, y Manolo las miraba pensando
que eran más voluminosas que las suyas. Le hubiera gustado besarle los pies. Le acari-
—¿Qué cosa?, Manolo. ciaba el antebrazo, y sentía sus vellos en las yemas de los dedos. La malla blanca subía y
bajaba sobre sus senos y sobre su vientre, obedeciendo el ritmo de su respiración. Hubi-
—Nada. Nada. Creo que ya está bien de piscina por hoy. Regresemos a tu casa.
era querido poner su mano; encima, que subiera y bajara, pero era mejor no aventurarse.
En ese momento, América se puso de lado apoyándose en uno de sus brazos. Estaba a
—Vamos a cambiarnos.
centímetros de su cuerpo, y le apretaba fuertemente la mano. Con la punta del pie, le hacía
Estaba listo. Cuando América salió del vestuario con sus pantalones pescador a rayas cosquillas en la pierna, y Manolo sentía su respiración caliente sobre la cara, y veía cómo
blancas y rojas, Manolo recordó que ella le había contado que aún no había ido a Lima a sus senos aprisionados entre los hombros, rebalsaban morenos por el borde de la malla
hacer sus compras por ese verano. Los pantalones le estaban muy apretados, y ahora, al blanca como si trataran de escaparse. Le hablaría después. Era mejor bañarse; lanzarse
caminar por las calles de Chaclacayo, todo el mundo voltearía a mirarle el rabo: «¿Y por al agua. Pero se estaba tan bien allí... Se incorporó rápidamente, y corrió hasta caer en el
qué no?», se preguntaba Manolo. «Lista», dijo América y caminaron juntos hasta su casa. agua. América se había sentado para mirarlo. «¡Ven!», gritó Manolo. «Está riquísima.»
Nadie los molestaba. Sus padres estaban en la tienda (Manolo había aprendido a llamarla Tampoco ella tenía la culpa. Habían escuchado a Miguel cuando dijo que iba a salir un rato.
así), y la abuela, allá arriba, demasiado vieja para bajar las escaleras. Entraron a la sala. Él Habían nadado, y eso había empezado por ser un baño de piscina. No podrían decir en qué
sacó unos discos. Ella puso los boleros. La miró. Ella le dijo para bailar. El se disculpó dici- momento habían comenzado, ni se habían dado cuenta de que era ya muy tarde cuando el
endo que debido al accidente... Ella insistió. Cedió. Bailaban. Ella empezó a respirar fuerte- agua empezó a molestarlos. Porque iban a continuar, y todo lo que no fuera eso había de-
mente. Él empezó a mirarle los vellos rubios sobre sus antebrazos morenos, y a recordar... saparecido, y los había dejado tirados ahí, al borde de la piscina, sobre el césped. Y Manolo
Ella cerró los ojos. Él le pegó la cara. Ella le apretó la mano. Terminó ese disco. Ella le dijo la besaba y jugaba con sus cabellos, igual a esos tigrillos en los circos y en los zoológicos,
que su bolero favorito era “Sabrás que te quiero”. Le dijo que se lo iba a regalar, y se sentó. que juegan, gruñen, y sacan las uñas como si estuvieran peleando. Y América se reía, y se
Ella lo notó triste, y se sentó a su lado. Tuvo un gesto de desesperación. Ella le preguntó dejaba hacer, y colocaba una de sus rodillas entre sus piernas, y él sentía el roce de sus
si hacía mucho calor, y abrió la ventana. Le cogió la mano. Ella le puso la boca para que la muslos y paseaba sus manos inquietas por todo su cuerpo, hasta que ya había tocado todo,
besara. La iba a besar. Ella lo besó muy bien. y sintió que esa malla blanca que tanto le gustaba lo estaba estorbando. Era como si estu-

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vieran de acuerdo: no hablaban, y él no le había dicho que se iba a bajar, pero ella lo había 25. SOY LA MUCHACHA MALA DE LA HISTORIA
ayudado. Y entonces él había apoyado su cara entre esos senos como abandonándose a
ellos, pero América lo buscaba con la rodilla, y él se había encogido y había besado ese
vientre tan inquieto, donde la piel era tan y siempre morena. Luego, se había dejado caer
María Emilia Cornejo
sobre ese cuerpo caliente, y se había cogido de él como un náufrago a la boya, y no se había
En: En la mitad del camino recorrido. Lima: Flora Tristán, 1994.
podido incorporar porque América y sus muslos lo habían aprisionado. Y luego él debió
enceguecer porque ya no veía el césped bajo sus ojos, ni tampoco le veía la cara, ni veía las
plantas alrededor, pero sentía que todo se estaba moviendo con violencia y dulzura, y ya no
la escuchaba quejarse y entonces era como una suprema armonía, y el ritmo de la tierra y
Soy
del mundo bajo sus cuerpos, alrededor de sus cuerpos, continuó un rato más allá del fin.
la muchacha mala de la historia
Lloraba sentada mirándose el sexo, y cubriéndose los senos pudorosamente con los bra- la que fornicó con tres hombres
y le sacó cuernos a su marido.
zos. Pensaba en las monjas de su colegio, en sus padres, en la bodega y en sus hermanos.
Pensaba en sus amigas, y se miraba el sexo, y sentía que aquel ardor volvía. Hubiera que-
rido amar mucho a Manolo, que parecía un muerto, a su lado, y que sólo deseaba que las Soy la mujer
lágrimas de América fueran gotas de agua de la piscina. Trataba de no pensar porque esta- que lo engañó cotidianamente
por un miserable plato de lentejas,
ba muy cansado... Cuántos días. Soportar sin ver a Marta. Contarle. Todo. Hasta la sangre.
la que le quitó lentamente su ropaje de bondad
Contar que estoy tan triste. Tan triste. ¿Qué después? ¿Qué ahora? Marta va a hablar cosas hasta convertirlo en una piedra
bien dichas. Si fuera hombre le pego. Mejor se riera de mí para terminar todo. Ahí. Aquí. negra y estéril,
soy la mujer que lo castró
Anda, lávate. ¡Cállate, mierda! No gimas. Te he querido tanto y ahora estoy tan triste y tú
con infinitos gestos de ternura
podrás decir que fue haciendo gimnasia y ya no volveré porque te hubiera querido. Antes y gemidos falsos en la cama.
antesantes. Mandar una carta. Explicarte todo. Desaparecer. Matarme en una carrera con
mi auto nuevo. Simplemente desaparecer. Marta te cuenta todo. Cobarde. Decirte la ver-
dad. Sobre todo irme. Si supieras lo triste perdonarías pero nunca sabrás y esto también Soy
la muchacha mala de la historia.
pasará. Sí. No. Ándate. Ándate un rato. Vete. Cuando me ponga la corbata todo será distinto.
Te llevaré a tu casa. No te veré más. Tal vez te des cuenta en la puerta de tu casa, y mañana
irás a comprar ropa de verano y no veré tu ropa nueva más apretada. Culpa. Cansancio.
Se está vistiendo en ese cuarto de la casa. Soy amigo del jardinero ni mis padres están en
Europa. Tal vez te escribiré, América. Con mi corbata. Mi padre no está en Europa. Mentiras.
Culpa. Mi padre. Su corbata allá en el cuarto de Miguel. Te llevaré a tu casa, América. Tu
casa de tus boleros donde también he matado he muerto. Mi corbata tan lejos. Morirme.
Ser. To be. Dormir años. Marta. La corbata allá alláalláallá.

América se estaba cambiando.

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26. TÍMIDA Y AVERGONZADA 27. LA MIGALA

María Emilia Cornejo Juan José Arreola


En: En la mitad del camino recorrido. Lima: Flora Tristán, 1994. En: Confabulario. Bogotá: Oveja Negra, 1985

Tímida y avergonzada
dejé que quitaras lentamente mis vestidos,
desnuda
sin saber qué hacer y muerta de frío
me acomodé entre tus piernas
¿es la primera vez?
preguntaste,
sólo pude llorar.
oí que me decías que todo iba a salir bien
que no me preocupara,
La migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.
yo recordaba las largas discusiones de mis padres,
el desesperado llanto de mi madre El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di
y su voz diciéndome: cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor
que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.
“nunca confíes en los hombres”.
Comprendiste mi dolor Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio al-
y con infinita ternura gunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí
que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror
cubriste mi cuerpo con tu cuerpo,
que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso
tienes que abrir las piernas, murmuraste, a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar, con
y yo me sentí torpe y desolada. seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente
diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí
como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en
mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres.
La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un
cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde
entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la
araña, que llena la casa con su presencia invisible.
Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el
cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso
cosquilleante de la aralia sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin
embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se perfecciona.
Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha
muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner
frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces
el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que
son imperceptibles.

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Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, 28. ANTONIO
no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado
a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a
merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar César Moro
un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo. En: Prestigio del amor. Lima: PUCP, 2002.
Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala con la ANTONIO es Dios
certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo ANTONIO es el Sol
en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente
por el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y ANTONIO puede destruir el mundo en un instante
mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero. ANTONIO hace caer la lluvia
ANTONIO puede hacer oscuro el día o luminosa la noche
Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que
en otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible. ANTONIO es el origen de la Vía Láctea
ANTONIO tiene pies de constelaciones
ANTONIO tiene aliento de estrella fugaz y de noche
oscura
ANTONIO es el nombre genérico de los cuerpos celestes
ANTONIO es una planta carnívora con ojos de diamante
ANTONIO puede crear continentes si escupe sobre el mar
ANTONIO hace dormir el mundo cuando cierra los ojos
ANTONIO es una montaña transparente
ANTONIO es la caída de las hojas y el nacimiento del
día
ANTONIO es el nombre escrito con letras de fuego sobre
todos los planetas
ANTONIO es el Diluvio
ANTONIO es la época Megalítica del Mundo
ANTONIO es el fuego interno de la Tierra
ANTONIO es el corazón del mineral desconocido
ANTONIO fecunda las estrellas
ANTONIO es el Faraón el Emperador el Inca
ANTONIO nace de la Noche
ANTONIO es venerado por los astros
ANTONIO es más bello que los colosos de Memmón en
Tebas
ANTONIO es siete veces más grande que el Coloso de
Rodas
ANTONIO ocupa toda la historia del mundo
ANTONIO sobrepasa en majestad el espectáculo grandioso
del mar enfurecido
ANTONIO es toda la Dinastía de los Ptolomeos
México crece alrededor de ANTONIO

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Tercera Unidad Temática 29. DÍA DOMINGO
El Sujeto Juvenil
Mario Vargas Llosa
En: Los jefes – Los cachorros. Lima: PenguinRandom House, 2015.

Objetivo general:
Analizar y comprender las diversas configuraciones del sujeto juvenil
en la literatura peruana y latinoamericana.

Objetivos específicos:

1. Analizar la configuración del sujeto juvenil convencional a partir de


textos seleccionados de la literatura peruana y latinoamericana.

2. Analizar la configuración del sujeto juvenil popular y el sujeto juvenil


marginal a través de textos escogidos de la literatura peruana y latino-
americana.

Temas de reflexión:
- Sujeto juvenil en la literatura peruana y latinoamericana
- El sujeto juvenil convencional
- El sujeto juvenil popular y el sujeto juvenil marginal

CONTUVO UN INSTANTE LA RESPIRACIÓN, clavó las uñas en la palma de sus manos y dijo, muy
rápido: “Estoy enamorado de ti”. Vio que ella enrojecía bruscamente, como si alguien hubiera
golpeado sus mejillas, que eran de una palidez resplandeciente y muy suaves. Aterrado, sintió
que la confusión ascendía por él y petrificaba su lengua. Deseó salir corriendo, acabar: en la
taciturna mañana de invierno había surgido ese desaliento íntimo que lo abatía siempre en los
momentos decisivos. Unos minutos antes, entre la multitud animada y sonriente que circulaba
por el Parque Central de Miraflores, Miguel se repetía aún: “Ahora. Al llegar a la Avenida Par-
do. Me atreveré. ¡Ah, Rubén, si supieras cómo te odio!”. Y antes todavía, en la iglesia, mientras
buscaba a Flora con los ojos, la divisaba al pie de una columna y, abriéndose paso con los
codos sin pedir permiso a las señoras que empujaba, conseguía acercársele y saludarla en
voz baja, volvía a decidirme, tercamente, como esa madrugada, tendido en su lecho, vigilando
la aparición de la luz: “ No hay más remedio. Tengo que hacerlo hoy día. En la mañana. Ya me
las pagarás, Rubén”. Yla noche anterior habíallorado,porprimera vez en muchos años, al saber
que se preparaba esa innoble emboscada. La gente seguía en el Parque y la Avenida Pardo

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desierta; caminaban por la alameda, bajo los ficus de cabelleras altas y tupidas. “Tengo que Después, Rubén relataría a los pajarracos cómo él y su hermana habían planeado las circun-
apurarme, pensaba Miguel, si no me friego”. Miró de soslayo alrededor: no había nadie, podía stancias, el sitio y la hora. Martha habría reclamado, en pago de servicios, el derecho a espiar
intentarlo. Lentamente fue estirando su mano izquierda hasta tocar la de ella: el contacto le detrás de la cortina. La cólera empapó sus manos de golpe.
reveló que transpiraba. Imploró que ocurriera un milagro, que cesara aquella humillación.
-No seas así, Flora. Vamos a la matinée como quedamos. No te hablaré de esto. Te prometo.
“Qué le digo, pensaba, qué le digo”. Ella acababa de retirar su mano y él se sentía desampara-
do y ridículo. Todas las frases radiantes, preparadas febrilmente la víspera, se habían disuelto -No puedo, de veras -dijo Flora-. Tengo que ir donde Martha. Vino ayer a mi casa para invi-
como globos de espuma. tarme. Pero después iré con ella al Parque Salazar.

-Flora -balbuceó-, he esperado mucho tiempo este momento. Desde que te conozco sólo pi- Ni siquiera en esas últimas palabras una esperanza. Un rato después contemplaba el lugar
enso en ti. Estoy enamorado por primera vez, créeme, nunca había conocido una muchacha donde había desaparecido la frágil figurita celeste, bajo el arco majestuoso de los ficus de la
como tú. avenida. Era simple competir con un simple adversario, pero no con Rubén.

Otra vez una compacta mancha blanca en su cerebro, el vacío. Ya no podía aumentar la presión: Recordó los nombres de las muchachas invitadas por Martha, una tarde de domingo. Ya no
la piel cedía como jebe y las uñas alcanzaban el hueso. Sin embargo, siguió hablando, difi- podía hacer nada, estaba derrotado.
cultosamente, con grandes intervalos, venciendo el bochornoso tartamudeo, tratando de de-
Una vez más surgió entonces esa imagen que lo salvaba siempre que sufría una frustración:
scribir una pasión irreflexiva y total, hasta descubrir, con alivio, que llegaban al primer óvalo
desde un lejano fondo de nubes infladas de humo negro se aproximaba él, al frente de una
de la Avenida Pardo, y entonces calló. Entre el segundo y tercer ficus, pasando el óvalo, vivía
compañía de cadetes de la Escuela Naval, a una tribuna levantada en el Parque; personajes
Flora. Se detuvieron, se miraron: Flora estaba aún encendida y la turbación había colmado sus
vestidos de etiqueta, el sombrero de copa en la mano y señoras de joyas relampagueantes lo
ojos de un brillo húmedo. Desolado, Miguel se dijo que nunca le había parecido tan hermosa:
aplaudían. Aglomerada en las veredas, una multitud en la que sobresalían los rostros de sus
una cinta azul recogía sus cabellos y él podía ver el nacimiento de su cuello, y sus orejas, dos
amigos y enemigos, lo observaba maravillada murmurando su nombre. Vestido de paño azul,
signos de interrogación, pequeñitos y perfectos.
una amplia capa flotando a sus espaldas, Miguel desfilaba delante, mirando al horizonte. Le-
-Mira Miguel -dijo Flora; su voz era suave, llena de música, segura-. No puedo contestarte aho- vantada la espada, su cabeza describía media esfera en el aire: allí, en el corazón de la tribuna
ra. Pero mi mamá no quiere que ande con chicos hasta que termine el colegio. estaba Flora, sonriendo. En una esquina, haraposo, avergonzado, descubría a Rubén: se limit-
aba a echarle una brevísima ojeada despectiva. Seguía marchando, desaparecía entre vítores.
-Todas las mamás dicen lo mismo, Flora -insistió Miguel- ¿Cómo iba a saber ella? Nos veremos
cuando tú digas, aunque sea sólo los domingos. Como el vaho de un espejo que se frota, la imagen desapareció. Estaba en la puerta de su casa,
odiaba a todo el mundo, se odiaba. Entró y subió directamente a su cuarto. Se echó de bruces
-Ya te contestaré, primero tengo que pensarlo -dijo Flora, bajando los ojos. Y después de unos
en la cama: y luego Rubén, con su mandíbula insolente, y su sonrisa hostil: estaban uno al lado
segundos, añadió: -Perdona, pero ahora tengo que irme, se hace tarde.
del otro, se acercaban, los ojos de Rubén se torcían para mirarlo burlonamente, mientras su
Miguel sintió una profunda lasitud, algo que se expandía por todo su cuerpo y lo ablandaba. boca avanzaba hacia Flora.

-¿No estás enojada conmigo, Flora, no? -dijo humildemente. Saltó de la cama. El espejo del armario le mostró un rostro ojeroso, lívido. “No la verá; decidió.
No me hará esto, no permitiré que me haga esa perrada”.
-No seas sonso -replicó ella, con vivacidad-. No estoy enojada.
La Avenida Pardo continuaba solitaria. Acelerando el paso sin cesar, caminó hasta el cruce de
-Esperaré todo lo que quieras -dijo Miguel-, pero nos seguiremos viendo, ¿no? ¿Iremos al cine
la Avenida Grau; allí vaciló. Sintió frío: había olvidado el saco en su cuarto y la sola camisa no
esta tarde, no?
bastaba para protegerlo del viento que venía del mar y se enredaba en el denso ramaje de los
-Esta tarde no puedo -dijo ella, dulcemente-. Me ha invitado a su casa Martha. ficus con un suave murmullo. La temida imagen de Flora y Rubén juntos, le dio valor, y siguió
andando. Desde la puerta del bar vecino al cine Montecarlo, los vio en la mesa de costumbre,
Una correntada cálida y violenta, lo invadió y se sintió herido, atontado, ante esa respuesta dueños del ángulo que formaban las paredes del fondo y de la izquierda. Francisco, el Melanés,
que esperaba y ahora parecía una crueldad. Era cierto lo que el Melanés había murmurado, Tobías, el Escolar lo descubrían y, después de un instante de sorpresa, se volvían hacia Rubén,
torvamente, a su oído, el sábado en la tarde. Martha los dejaría solos, era la táctica habitual.
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los rostros maliciosos, excitados. Recuperó el aplomo de inmediato: frente a los hombres sí -Tengo llamitas en el estómago -dijo el Escolar-. ¿Nadie va a pedir una cerveza?
sabía comportarse.
El Melanés se pasó un patético dedo por la garganta:
-Hola -les dijo acercándose-. ¿Qué hay de nuevo?
-I have nomoney, darling -dijo.
-Siéntate -le alcanzó una silla el Escolar-. ¿Qué milagro te ha traído por aquí?
-Pago una botella -anunció Tobías, con ademán solemne-. A ver quién me sigue, hay que apa-
-Hace siglos que no venías -dijo Francisco. garle las llamitas a este baboso.

-Me provocó verlos -dijo Miguel, cordialmente-. Ya sabía que estaban aquí. ¿De qué se asom- -Cuncho, bájate media docena de Cristal -dijo Miguel.
bran? ¿O ya no soy un pajarraco?
Hubo gritos de júbilo, exclamaciones.
Tomó asiento entre el Melanés y Tobías. Rubén estaba al frente.
-Eres un verdadero pajarraco -afirmó Francisco.
-¡Cuncho! -gritó el Escolar-. Trae un vaso. Que no esté muy mugriento.
-Sucio, pulguiento -agregó el Melanés-, sí señor, un pajarraco de la pitri-mitri.
Cuncho trajo el vaso y el Escolar lo llenó de cerveza. Miguel dijo “por los pajarracos” y bebió.
Cuncho trajo las cervezas. Bebieron. Escucharon al Melanés referir historias sexuales, crudas,
-Por poco te tomas el vaso también -dijo Francisco-. ¡Qué ímpetus! extravagantes y afiebradas y se entabló entre Tobías y Francisco una recia polémica sobre fút-
bol. El Escolar contó una anécdota. Venía de Lima a Miraflores en un colectivo; los demás pasa-
-Apuesto a que fuiste a misa de una -dijo el Melanés, un párpado plegado por la satisfacción,
jeros bajaron en la Avenida Arequipa. A la altura de Javier Prado subió el cachalote Tomasso,
como siempre que iniciaba algún enredo- ¿O no?
ese albino de dos metros que sigue en primaria, vive por la Quebrada, ¿ya captan?; simulando
-Fui -dijo Miguel imperturbable-. Pero sólo para ver a una hembrita, nada más. gran interés por el automóvil comenzó a hacer preguntas al chofer, inclinado hacia el asiento
de adelante, mientras rasgaba con una navaja, suavemente, el tapiz del espaldar.
Miró a Rubén con ojos desafiantes, pero él no se dio por aludido; jugueteaba con los dedos so-
bre la mesa y, bajito, la punta de la lengua entre los dientes, silbaba LA NIÑA POPOF, de Pérez -Lo hacía porque yo estaba ahí -afirmó el Escolar-. Quería lucirse.
Prado.
-Es un retrasado mental -dijo Francisco-. Esas cosas se hacen a los diez años. A su edad no
-¡Buena! -aplaudió el Melanés-. Buena, don Juan. Cuéntanos, ¿a qué hembrita? tiene gracia.

-Eso es un secreto. -Tiene gracia lo que pasó después -rió el Escolar-. Oiga chofer, ¿no ve que este cachalote está
destrozando su carro?
-Entre pajarracos no hay secretos -recordó Tobías-. ¿Ya te has olvidado? Anda, ¿quién era?
-¿Qué? -dijo el chofer, frenando en seco. Las orejas encarnadas, los ojos espantados, el cach-
-Qué importa -dijo Miguel. alote Tomasso forcejeaba con la puerta.
-Muchísimo -dijo Tobías. Tengo que saber con quién andas para saber quién eres. -Con su navaja -dijo el Escolar-. Fíjese cómo le ha dejado el asiento.
-Toma mientras -dijo el Melanés a Miguel-. Una a cero. El cachalote logró salir por fin. Echó a correr por la Avenida Arequipa; el chofer iba tras él,
-¿A que adivino quién es? -dijo Francisco-. ¿Ustedes no? gritando: “Agarren a ese desgraciado”.

-Yo ya sé -dijo Tobías. -¿Lo agarró? -preguntó el Melanés.

-Y yo -dijo el Melanés. Se volvió a Rubén con ojos y voz muy inocentes- Y tú, cuñado, ¿adivinas -No sé. Yo desaparecí. Y me robé la llave del motor, de recuerdo. Aquí la tengo.
quién es? Sacó de su bolsillo una pequeña llave plateada y la arrojó sobre la mesa. Las botellas estaban
-No -dijo Rubén, con frialdad-. Y tampoco me importa. vacías. Rubén miró su reloj y se puso de pie.

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-Me voy -dijo-. Ya nos vemos. -Otras tres por cabeza.

-No te vayas -dijo Miguel-. Estoy rico, hoy día. Los invito a almorzar a todos. Después del primer vaso de la nueva tanda, Miguel sintió que los oídos le zumbaban; su cabeza
era una lentísima ruleta, todo se movía.
Un remolino de palmadas cayó sobre él, los pajarracos le agradecieron con estruendo, lo ala-
baron. -Me hago pis -dijo-. Voy al baño.

-No puedo -dijo Rubén-. Tengo que hacer. Los pajarracos rieron.

-Anda vete no más, buen mozo -dijo Tobías-. Y salúdame a Marthita. -¿Te rindes? -preguntó Rubén.

-Pensaremos mucho en ti, cuñado -dijo el Melanés. -Voy a hacer pis -gritó Miguel-. Si quieres que traigan más.

-No -exclamó Miguel. Invito a todos o a ninguno. Si se va Rubén, nada. En el baño, vomitó. Luego se lavó la cara, detenidamente, procurando borrar toda señal reve-
ladora. Su reloj marcaba las cuatro y media. Pese al denso malestar, se sintió feliz. Rubén ya
-Ya has oído, pajarraco Rubén -dijo Francisco-, tienes que quedarte.
no podía hacer nada. Regresó donde ellos.
-Tienes que quedarte -dijo el Melanés-, no hay tutías.
-Salud -dijo Rubén, levantando el vaso.
-Me voy -dijo Rubén.
“Está furioso”, pensó Miguel. “Pero ya lo fregué”.
-Lo que pasa es que está borracho -dijo Miguel-. Te vas porque tienes miedo de quedar en
-Huele a cadáver -dijo el Melanés-. Alguien se nos muere por aquí.
ridículo delante de nosotros, eso es lo que pasa.
-Estoy nuevecito -aseguró Miguel, tratando de dominar el asco y el mareo.
-¿Cuántas veces te he llevado a tu casa boqueando? -dijo Rubén- ¿Cuántas te he ayudado a
subir la reja para que no te pesque tu papá? Resisto diez veces más que tú. -Salud -repetía Rubén.

-Resistías -dijo Miguel-. Ahora está difícil. ¿Quieres ver? Cuando hubieron terminado la última cerveza, su estómago parecía de plomo, las voces de los
otros llegaban a sus oídos como una confusa mezcla de ruidos. Una mano apareció de pronto
-Con mucho gusto -dijo Rubén- ¿Nos vemos a la noche, aquí mismo?
bajo sus ojos, era blanca y de largos dedos, lo cogía del mentón, lo obligaba a alzar la cabeza:
-No. En este momento -Miguel se volvió hacia los demás, abriendo los brazos: -Pajarracos, la cara de Rubén había crecido. Estaba chistoso, tan despeinado y colérico.
estoy haciendo un desafío.
-¿Te rindes, mocoso?
Dichoso, comprobó que la antigua fórmula conservaba intacto su poder. En medio de la ruidosa
Miguel se incorporó de golpe y empujó a Rubén, pero antes que el simulacro prosperara, in-
alegría que había provocado, vio a Rubén, sentarse, pálido.
tervino el Escolar.
-¡Cuncho! -gritó Tobías-. El menú. Y dos piscinas de cerveza. Un pajarraco acaba de lanzar un
-Los pajarracos no pelean nunca -dijo obligándolos a sentarse-. Los dos están borrachos. Se
desafío.
acabó. Votación.
Pidieron bistecs a la chorrillana y una docena de cerveza. Tobías dispuso tres botellas para
El Melanés, Francisco y Tobías accedieron a otorgar el empate, de mala gana.
cada uno de los competidores y las demás para el resto. Comieron hablando apenas. Miguel
bebía después de cada bocado y procuraba mostrar animación, pero el temor de no resistir lo -Yo ya había ganado -dijo Rubén-. Este no puede ni hablar. Mírenlo.
suficiente crecía a medida que la cerveza depositaba en su garganta un sabor ácido. Cuando
Efectivamente, los ojos de Miguel estaban vidriosos, tenía la boca abierta y de su lengua chor-
alcanzaron las seis botellas, hacía rato que Cuncho había retirado los platos.
reaba un hilo de saliva.
-Ordena tú -dijo Miguel a Rubén.
-Cállate -dijo el Escolar-. Tú no eres un campeón, que digamos, tomando cerveza.

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-No eres un campeón tomando cerveza -subrayó el Melanés-. Sólo eres un campeón de natac- -Pura pose -dijo Miguel.
ión, el trome de las piscinas.
-Si ganas -dijo Rubén, te prometo que no le caigo a Flora. Y si yo gano, tú te vas con la música
-Mejor tú no hables -dijo Rubén-; ¿no ves que la envidia te corroe? a otra parte.

-Viva la Esther Williams de Miraflores -dijo el Melanés. -¿Qué te has creído? -balbuceó Miguel-. Maldita sea, ¿qué es lo que te has creído?

-Tremendo vejete y ni siquiera sabes nadar -dijo Rubén-. ¿No quieres que te dé unas clases? -Pajarracos -dijo Rubén, abriendo los brazos-, estoy haciendo un desafío.

-Ya sabemos, maravilla -dijo el Escolar-. Has ganado un campeonato de natación. Y todas las -Miguel no está en forma ahora -dijo el Escolar-. ¿Por qué no se juegan a Flora a cara o sello?
chicas se mueren por ti. Eres un campeoncito.
-Y tú por qué te metes -dijo Miguel-. Acepto. Vamos a la playa.
-Este no es campeón de nada -dijo Miguel con dificultad-. Es pura pose.
-Están locos -dijo Francisco-. Yo no bajo a la playa con este frío. Hagan otra apuesta.
-Te estás muriendo -dijo Rubén-. ¿Te llevo a tu casa, niñita?
-He aceptado -dijo Rubén-. Vamos.
-No estoy borracho -aseguró Miguel-. Y tú eres pura pose.
-Cuando un pajarraco hace un desafío, todos se meten la lengua al bolsillo -dijo el Melanés-.
-Estás picado porque le voy a caer a Flora -dijo Rubén-. Te mueres de celos. ¿Crees que no Vamos a la playa. Y si no se atreven a entrar al agua, los tiramos nosotros.
capto las cosas?
-Los dos están borrachos -insistió el Escolar-. El desafío no vale.
-Pura pose -dijo Miguel-. Ganaste porque tu padre es Presidente de la Federación, todo el mun-
-Cállate, Escolar -rugió Miguel-. Ya estoy grande, no necesito que me cuides.
do sabe que hizo trampa, sólo por eso ganaste.
-Bueno -dijo el Escolar, encogiendo los hombros-. Friégate, no más.
-Por lo menos nado mejor que tú -dijo Rubén-, que ni siquiera sabes correr olas.
Salieron. Afuera los esperaba una atmósfera quieta, gris. Miguel respiró hondo; se sintió mejor.
-Tú no nadas mejor que nadie -dijo Miguel-. Cualquiera te deja botado.
Caminaban adelante Francisco, el Melanés y Rubén. Atrás, Miguel y el Escolar. En la Avenida
-Cualquiera -dijo el Melanés-. Hasta Miguel que es una madre. Grau había transeúntes; la mayoría sirvientas de trajes chillones, en su día de salida. Hombres
cenicientos, de gruesos cabellos lacios, merodeaban a su alrededor y las miraban con codicia;
-Permítanme que me sonría -dijo Rubén.
ellas reían mostrando sus dientes de oro. Los pajarracos no les prestaban atención. Avanza-
-Te permitimos -dijo Tobías-. No faltaba más. ban a grandes trancos y la excitación los iba ganando, poco a poco.

-Se me sobran porque estamos en invierno -dijo Rubén-. Si no, los desafiaba a ir a la playa, a -¿Ya te pasó? -dijo el Escolar.
ver si en el agua también son tan sobrados.
-Sí -respondió Miguel-. El aire me ha hecho bien.
-Ganaste el campeonato por tu padre -dijo Miguel-. Eres pura pose. Cuando quieras nadar con-
En la esquina de la Avenida Pardo, doblaron. Marchaban desplegados como una escuadra, en
migo, me avisas no más, con toda confianza. En la playa, en el Terrazas, donde quieras.
una misma línea, bajo los ficus de la alameda, sobre las losetas hinchadas a trechos por las
-En la playa -dijo Rubén-. Ahora mismo. enormes raíces de los árboles que irrumpían a veces en la superficie como garfios. Al bajar
por la Diagonal, cruzaron a dos muchachas. Rubén se inclinó, ceremonioso.
-Eres pura pose -dijo Miguel.
-Hola, Rubén -cantaron ellas, a dúo.
El rostro de Rubén se iluminó de pronto y sus ojos, además de rencorosos, se volvieron arro-
gantes. Tobías las imitó, aflautando la voz:

-Te apuesto a ver quién llega primero a la reventazón -dijo. -Hola, Rubén, príncipe.

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La Avenida Diagonal desemboca en una pequeña quebrada que se bifurca: por un lado, ser- mento, decorados por estalactitas y algas.
pentea el Malecón, asfaltado y lustroso; por el otro, hay una pendiente que contornea el cerro
-La reventazón no se ve -dijo Rubén-. ¿Cómo hacemos?
y llega hasta el mar. Se llama “la bajada a los baños”, su empedrado es parejo y brilla por el
repaso de las llantas de los automóviles y los pies de los bañistas de muchísimos veranos. Estaban en la galería de la izquierda, en el sector correspondiente a las mujeres; tenían los
rostros serios.
-Entremos en calor, campeones -gritó el Melanés, echándose a correr. Los demás lo imitaron.
-Esperen hasta mañana -dijo el Escolar-. Al medio día estará despejado. Así podremos contro-
Corrían contra el viento y la delgada bruma que subía desde la playa, sumidos en un emo-
larlos.
cionante torbellino; por sus oídos su boca y sus narices penetraba el aire a sus pulmones y
una sensación de alivio y desintoxicación se expandía por su cuerpo a medida que el declive -Ya que hemos venido hasta aquí, que sea ahora -dijo el Melanés-. Pueden controlarse ellos
se acentuaba y en un momento sus pies no obedecían ya sino a una fuerza misteriosa que mismos.
provenía de lo más profundo de la tierra. Los brazos como hélices, en sus lenguas un aliento
-Me parece bien -dijo Rubén-. ¿Y a ti?
salado, los pajarracos descendieron la bajada a toda carrera, hasta la plataforma circular,
suspendida sobre el edificio de las casetas. -También -dijo Miguel.

El mar se desvanecía a unos cincuenta metros de la orilla, en una espesa nube que parecía Cuando estuvieron desnudos, Tobías bromeó acerca de las venas azules que escalaban el
próxima a arremeter contra los acantilados, altas moles oscuras plantadas a lo largo de toda vientre liso de Miguel. Descendieron. La madera de los escalones, lamida incesantemente por
la bahía. el agua desde hacía meses, estaba resbaladiza y muy suave. Prendido al pasamanos de hier-
ro para no caer, Miguel sintió un estremecimiento que subía desde la planta de sus pies al
-Regresemos -dijo Francisco-. Tengo frío...
cerebro. Pensó que, en cierta forma, la neblina y el frío lo favorecían, el éxito ya no dependía
Al borde de la plataforma hay un cerco manchado a pedazos por el musgo. Una abertura seña- de la destreza, sino sobre todo de la resistencia, y la piel de Rubén estaba también cárdena,
la el comienzo de la escalerilla, casi vertical, que baja hasta la playa. Los pajarracos contem- replegada en millones de capas pequeñísimas. Un escalón más abajo, el cuerpo armonioso de
plaban desde allí, a sus pies, una breve cinta de agua libre, y la superficie inusitada, gaseosa, Rubén se inclinó: tenso, aguardaba el final de la resaca y la llegada de la próxima ola, que venía
donde la neblina se confundía con la espuma de las olas. sin bulla, airosamente, despidiendo por delante una bandada de trocitos de espuma. Cuando la
cresta de la ola estuvo a dos metros de la escalera, Rubén se arrojó; los brazos como lanzas,
-Me voy si éste se rinde -dijo Rubén.
los cabellos alborotados por la fuerza del impulso, su cuerpo cortó el aire rectamente y cayó
-¿Quién habla de rendirse? -repuso Miguel-. ¿Pero qué te has creído? sin doblarse, sin bajar la cabeza ni plegar las piernas, rebotó en la espuma, se hundió apenas
y, de inmediato, aprovechando la marea, se deslizó hacia adentro; sus brazos aparecían y se
Rubén bajó la escalerilla de tres en tres escalones, a la vez que desabotonaba la camisa.
hundían entre un burbujeo frenético y sus pies iban trazando una estela cuidadosa y muy
-¡Rubén! -gritó el Escolar- ¿Estás loco? ¡Regresa! veloz. A su vez, Miguel bajó otro escalón y esperó la próxima ola. Sabía que el fondo era allí
escaso, que debía arrojarse como una tabla, duro y rígido, sin mover un músculo, o chocaría
Pero Miguel y los otros también bajaban y el Escolar los siguió. contra las piedras. Cerró los ojos y saltó y no encontró el fondo, pero su cuerpo fue azotado
En el verano, desde la baranda del largo y angosto edificio recostado contra el cerro, donde se desde la frente hasta las rodillas, y surgió un vivísimo escozor mientras braceaba con todas
hallan los cuartos de los bañistas, hasta el límite curvo del mar, había un declive de piedras sus fuerzas para devolver a sus miembros el calor que el agua les había arrebatado de golpe.
plomizas donde la gente se asoleaba. La pequeña playa hervía de animación desde la mañana Estaba en esa extraña sección del mar de Miraflores vecina a la orilla, donde se encuentran la
hasta el crepúsculo. Ahora el agua ocupaba el declive y no había sombrillas de colores vivísi- resaca y las olas, y hay remolinos y corrientes encontradas, y el último verano distaba tanto
mos, ni muchachas elásticas de cuerpos tostados, no resonaban los gritos melodramáticos que Miguel había olvidado cómo franquearla sin esfuerzo. No recordaba que es preciso aflojar
de los niños y de las mujeres cuando una ola conseguía salpicarlos, antes de regresar arras- el cuerpo y abandonarse, dejarse llevar sumisamente a la deriva, bracear sólo cuando se salva
trando rumorosas piedras y guijarros, no se veía ni un hilo de playa pues la corriente inundaba una ola y se está sobre la cresta, en esa plancha líquida que escolta a la espuma y flota enci-
hasta el espacio limitado por las sombrías columnas que mantienen el edificio en vilo y, en el ma de las corrientes. No recordaba que conviene soportar con paciencia y cierta malicia ese
momento de la resaca, apenas se descubrían los escalones de madera y los soportes de ce- primer contacto con el mar exasperado de la orilla que tironea los miembros y avienta chorros

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a la boca y los ojos, no ofrecer resistencia, ser un corcho, limitarse a tomar aire cada vez que Dejó de nadar, su cuerpo se hundió hasta quedar vertical, alzó la cabeza y vio a Rubén que
una ola se avecina, sumergirse -apenas, si reventó lejos y viene sin ímpetu, o hasta el mismo se alejaba. Pensó en llamarlo con cualquier pretexto, decirle por ejemplo “por qué no des-
fondo, si el estallido es cercano-, aferrarse a alguna piedra y esperar atento el estruendo sor- cansamos un momento”, pero no lo hizo. Todo el frío de su cuerpo parecía concentrarse en las
do de su paso, para emerger de un solo impulso y continuar avanzando, disimuladamente, con pantorrillas, sentía los músculos agarrotados, la piel tirante, el corazón acelerado. Movió los
las manos, hasta encontrar un nuevo obstáculo y entonces ablandarse, no combatir contra los pies febrilmente. Estaba en el centro de un círculo de agua oscura, amurallado por la neblina.
remolinos, girar voluntariamente en la espiral lentísima y escapar de pronto, en el momento Trató de distinguir la playa, cuando menos la sombra de los acantilados, pero esa gasa equívo-
oportuno, de un solo manotazo. Luego, surge de improviso una superficie calma, conmovida ca que se iba disolviendo a su paso, no era transparente. Sólo veía una superficie breve, verde
por tumbos inofensivos; el agua es clara, llana y en algunos puntos se divisan las opacas pie- negruzco y un manto de nubes, a ras del agua. Entonces, sintió miedo. Lo asaltó el recuerdo
dras submarinas. de la cerveza que había bebido, y pensó “fijo que eso me ha debilitado”. Al instante preciso
que sus brazos y piernas desaparecían. Decidió regresar, pero después de unas brazadas en
Después de atravesar la zona encrespada, Miguel se detuvo, exhausto, y tomó aire. Vio a Rubén
dirección a la playa, dio media vuelta y nadó lo más ligero que pudo. “No llego a la orilla solo,
a poca distancia, mirándolo. El pelo le caía sobre la frente en cerquillo; tenía los dientes apre-
se decía, mejor estar cerca de Rubén, si me agoto le diré me ganaste pero regresemos”. Ahora
tados.
nadaba sin estilo, la cabeza en alto, golpeando el agua con los brazos tiesos, la vista clavada
-¿Vamos? en el cuerpo imperturbable que lo precedía.

-Vamos. La agitación y el esfuerzo desentumecieron sus piernas, su cuerpo recobró algo de calor, la
distancia que lo separaba de Rubén había disminuido y eso lo serenó. Poco después lo alcan-
A los pocos minutos de estar nadando, Miguel sintió que el frío, momentáneamente desapare- zaba; estiró un brazo, cogió uno de sus pies. Instantáneamente el otro se detuvo. Rubén tenía
cido, lo invadía de nuevo, y apuró el pataleo porque era en las piernas, en las pantorrillas sobre muy enrojecidas las pupilas y la boca abierta.
todo, donde el agua actuaba con mayor eficacia, insensibilizándolas primero, luego endure-
ciéndolas. Nadaba con la cara sumergida y, cada vez que el brazo derecho se hallaba afuera, -Creo que nos hemos torcido -dijo Miguel-... Me parece que estamos nadando de costado a la
volvía la cabeza para arrojar el aire retenido y tomar otra provisión, con la que hundió una playa.
vez más la frente y la barbilla, apenas, para no frenar su propio avance y, al contrario, hendir
Sus dientes castañearon, pero su voz era segura. Rubén miró a todos lados. Miguel lo observ-
el agua como una proa y facilitar el desliz. A cada brazada veía con un ojo a Rubén, nadando
aba, tenso.
sobre la superficie, suavemente, sin esfuerzo, sin levantar espuma ahora, con la delicadeza y
la facilidad de una gaviota que planea. -Ya no se ve la playa -dijo Rubén.

Miguel trataba de olvidar a Rubén y al mar y a la reventazón (que debía estar lejos aún, pues -Hace mucho rato que no se ve -dijo Miguel-. Hay mucha neblina.
el agua era limpia, sosegada y sólo atravesaban tumbos recién iniciados), quería recordar
-No nos hemos torcido -dijo Rubén-. Ya se ve la espuma.
únicamente el rostro de Flora, el vello de sus brazos que los días de sol centelleaba como un
diminuto bosque de hilos de oro, pero no podía evitar que, a la imagen de la muchacha, sucedi- En efecto, hasta ellos llegaban unos tumbos condecorados por una orla de espuma que se
era otra, brumosa, excluyente, atronadora, que caía sobre Flora y la ocultaba, la imagen de una disolvía y, repentinamente, rehacía. Se miraron, en silencio.
montaña de agua embravecida, no precisamente la reventazón (a la que había llegado una vez,
-Ya estamos cerca de la reventazón, entonces -dijo, al fin, Miguel.
hacía dos veranos, y cuyo oleaje era intenso, de espuma verbosa y negruzca, porque en ese
lugar, más o menos, terminaban las piedras y empezaba el fango que las olas extraían a la su- -Sí, hemos nadado rápido.
perficie y entreveraban con los nidos de algas y malaguas, tiñendo el mar), sino, más bien, en
un verdadero océano removido por cataclismos interiores, en el que se elevaban olas desco- -Nunca había visto tanta neblina.
munales, que hubieran podido abrazar a un barco entero y lo hubieran revuelto con asombrosa -¿Estás muy cansado? -preguntó Rubén.
rapidez, despidiendo por los aires a pasajeros, lanchas, mástiles, velas, boyas, marineros, ojos
de buey y banderas. -¿Yo? Estás loco. Sigamos.

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Inmediatamente lamentó esa frase, pero ya era tarde, Rubén había dicho “bueno, sigamos”. quedes así.

Llegó a contar veinte brazadas antes de decirse que no podía más: casi no avanzaba, tenía la Lo abofeteó con fuerza y Rubén abrió los ojos; movió la cabeza débilmente.
pierna derecha semi-inmovilizada por el frío, sentía los brazos torpes y pesados. Acezando
-Grita, hermanito -repitió Miguel-. Trata de estirarte. Voy a sobarte el estómago. Ya falta poco,
gritó “¡Rubén!”. Este seguía nadando. “¡Rubén, Rubén!”. Giró y comenzó a nadar hacia la pla-
no te dejes vencer.
ya, a chapotear más bien, con desesperación, y de pronto rogaba a Dios que lo salvara, sería
bueno en futuro, obedecería a sus padres, no faltaría a la misa del domingo y, entonces, re- Su mano buscó bajo el agua, encontró una bola dura que nacía en el ombligo de Rubén y ocup-
cordó haber confesado a los pajarracos “voy a la iglesia sólo a ver una hembrita” y tuvo una aba gran parte del vientre. La repasó, muchas veces, primero despacio, luego fuertemente, y
certidumbre como una puñalada, Dios iba a castigarlo ahogándolo en esas aguas turbias que Rubén gritó: “¡no quiero morirme, Miguel, sálvame!”
golpeaba frenético, aguas bajo las cuales lo aguardaba una muerte atroz y, después, quizá,
Comenzó a nadar de nuevo, arrastrando a Rubén esta vez de la barbilla. Cada vez que un tum-
el infierno. En su angustia surgió entonces como un eco, cierta frase pronunciada alguna vez
bo los sorprendía, Rubén se atragantaba, Miguel le indicaba a gritos que escupiera. Y siguió
por el padre Alberto en la clase de religión, sobre la bondad divina que no conoce límites, y
nadando, sin detenerse un momento, cerrando los ojos a veces, animado porque en su corazón
mientras azotaba el mar con los brazos -sus piernas colgaban como plomadas transversales-,
había brotado una especie de confianza, algo caliente y orgulloso, estimulante, que lo protegía
moviendo los labios rogó a Dios que fuera bueno con él, que era tan joven, y juró que iría al
contra el frío y la fatiga. Una piedra raspó uno de sus pies y él dio un grito y apuró. Un momen-
seminario si se salvaba, pero un segundo después rectificó, asustado, y prometió que en vez
to después podía pararse y pasaba los brazos en torno a Rubén. Teniéndolo apretado contra
de hacerse sacerdote haría sacrificios y otras cosas, daría limosnas y ahí descubrió que la
él, sintiendo su cabeza apoyada en uno de sus hombros, descansó largo rato. Luego ayudó a
vacilación y el regateo en ese instante crítico podían ser fatales y entonces sintió los gritos
Rubén a extenderse de espaldas, y soportándolo en el antebrazo, lo obligó a estirar las rodil-
enloquecidos de Rubén, muy próximos, y volvió la cabeza y lo vio, a unos diez metros, media
las: le hizo masajes en el vientre hasta que la dureza fue cediendo. Rubén ya no gritaba, hacía
cara hundida en el agua, agitando un brazo, implorando: “¡Miguel, hermanito, ven, me ahogo,
grandes esfuerzos por estirarse del todo y con sus dos manos se frotaba también.
no te vayas!”
-¿Estás mejor?
Quedó perplejo, inmóvil, y fue de pronto como si la desesperación de Rubén fulminara la suya,
sintió que recobraba el coraje, la rigidez de sus piernas se atenuaba. -Sí, hermanito, ya estoy bien. Salgamos.

-Tengo calambre en el estómago -chillaba Rubén-. No puedo más, Miguel. Sálvame, por lo que Una alegría inexpresable los colmaba mientras avanzaban sobre las piedras, inclinados hacia
más quieras, no me dejes, hermanito. adelante para enfrentar la resaca, insensibles a los erizos. Al poco rato vieron las aristas de
los acantilados, el edificio de los baños y, finalmente, ya cerca de la orilla, a los pajarracos, de
Flotaba hacia Rubén y ya iba a acercársele cuando recordó, los náufragos sólo atinan a pren-
pie en la galería de las mujeres, mirándolos.
derse como tenazas de sus salvadores, y los hunden con ellos, y se alejó, pero los gritos lo
aterraban y presintió que si Rubén se ahogaba él tampoco llegaría a la playa, y regresó. A dos -Oye -dijo Rubén.
metros de Rubén, algo blanco y encogido que se hundía y emergía, gritó: “no te muevas, Rubén,
te voy a jalar pero no trates de agarrarme, si me agarras nos hundimos, Rubén, te vas a quedar -Sí.
quieto, hermanito, yo te voy a jalar de la cabeza, pero no me toques”. Se detuvo a una distancia -No les digas nada. Por favor, no les digas que he gritado. Hemos sido siempre muy amigos,
prudente, alargó una mano hasta alcanzar los cabellos de Rubén. Principió a nadar con el bra- Miguel. No me hagas eso.
zo libre, esforzándose todo lo posible para ayudarse con las piernas. El desliz era lento, muy
penoso, acaparaba todos sus sentidos, apenas escuchaba a Rubén quejarse monótonamente, -¿Crees que soy un desgraciado? -dijo Miguel-. No diré nada, no te preocupes.
lanzar de pronto terribles alaridos, “me voy a morir, sálvame Miguel”, o estremecerse por las
Salieron tiritando. Se sentaron en la escalerilla, entre el alboroto de los pajarracos.
arcadas. Estaba exhausto cuando se detuvo. Sostenía a Rubén con una mano, con la otra traz-
aba círculos en la superficie. Respiró hondo por la boca. Rubén tenía la cara contraída por el -Ya nos íbamos a dar el pésame a las familias -decía Tobías.
dolor, los labios plegados en una mueca insólita.
-Hace más de una hora que están adentro -dijo el Escolar-. Cuenten, ¿cómo ha sido la cosa?
-Hermanito -susurró Miguel-, ya falta poco, haz un esfuerzo. Contesta, Rubén. Grita. No te

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Hablando con calma, mientras se secaba el cuerpo con la camiseta, Rubén explicó: 30. PUNTERO IZQUIERDO
-Nada. Llegamos a la reventazón y volvimos. Así somos los pajarracos. Miguel me ganó. Ap-
enas, por una puesta de mano. Claro que si hubiera sido en una piscina, habría quedado en
ridículo. Mario Benedetti
En: Cuentos completos (1947-1994). Buenos Aires: Seix Barral, 1996.
Sobre la espalda de Miguel, que se había vestido sin secarse, llovieron las palmadas de felic-
itación.
A Carlos Real de Azúa
-Te estás haciendo un hombre -le decía el Melanés.

Miguel no respondió. Sonriendo, pensaba que esa misma noche iría al Parque Salazar; todo VOS SABÉS LAS QUE SE ARMAN en cualquier cancha más allá de Propios. Y si no acordate del
Miraflores sabría ya, por boca del Melanés, que había vencido esa prueba heroica y Flora lo campito del Astral, donde mataron a la vieja Ulpiana. Los años que estuvo hinchándola desde
estaría esperando con los ojos brillantes. Se abría, frente a él, un porvenir dorado. el alambrado y, la fatalidad, justo esa tarde, no pudo disparar por la uña encarnada. Y si no
acordate de aquella canchita de mala muerte, creo que la del Torricelli, donde le movieron el
esqueleto al pobre Cabeza, un negro de mano armada, puro pamento, que ese día le dio la loca
de escupir cuando ellos pasaban con la bandera. Y si no acordate de los menores de Cuchilla
Grande, que mandaron al nosocomio al back del Catamarca, y todo porque le habían hecho al
capitán de ellos la mejor jugada recia de la tarde. No es que me arrepienta, ¿sabés? de estar
aquí en el hospital, se lo podés decir con todas las letras a la barra del Wilson. Pero para pod-
er jugar más allá de Propios hay que tenerlas bien puestas. ¿O qué te parece haber ganado
aquella final contra el Corrales, jugando nada menos que nueve contra once? Hace ya dos años
y me parece ver al Pampa, que todavía no había cometido el afane pero lo estaba germinando,
correrse por la punta y escupir el centro, justo a los cuarenta y cuatro de la segunda etapa, y
yo que la veo venir y la coloco tan al ángulo que el golerito no la pudo ni pellizcar y ahí quedó
despatarrado, mandándose la parte porque los de Progreso le habían echado el ojo. ¿O qué te
parece haber aguantado hasta el final en la cancha del Deportivo Yi, donde ellos tenían el juez,
los líneman y una hinchada piojosa que te escupía hasta en los minutos adicionados por sus-
pensiones de juego, y eso cuando no entraban al fiel y te gritaban: ¡Yi! ¡Yi¡! ¡Yi! como si estuvi-
eran llorando, pero refregándole de paso el puño por la trompa? Y uno haciéndose el etcétera
porque si no te tapaban. Lo que yo digo es que así no podemos seguir. 0 somos amater o somos
profesional. Y si somos profesional que vengan los fasules. Aquí no es el Estadio, con protec-
ción policial y con esos mamitas que se revuelcan en el área sin que nadie los toque. Aquí si te
hacen un penal no te despertás hasta el jueves a más tardar. Lo que está bien. Pero no podés
pretender que te maten y después ni se acuerden de vos. Yo sé que para todos estuve horrible
y no preciso que me pongas esa cara de Rosigna y Moretti. Pero ni vos ni don Amílcar en-
tienden ni entenderán nunca lo que pasa. Claro, para ustedes es fácil ver la cosa desde el
alambrado. Pero hay que estar sobre el pastito, allí te olvidás de todo, de las instrucciones del
entrenador y de lo que te paga algún mafioso. Te viene una cosa de adentro y tenés que llevar
la redonda. Lo ves venir al jalva con su carita de rompehueso y sin embargo no podés dejárse-
la. Tenés que pasarlo, tenés que pasarlo siempre, como si te estuvieran dirigiendo por control

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remoto. Si te digo que yo sabía que esto no iba a resultar, pero don Amílcar que empieza a in- venía al trome porque jugando atrás ya no era el hombre-gol y no se notaría tanto si tiraba
flar y todos los días a buscarme a la fábrica. Que yo era un puntero izquierdo de condiciones, como la mona. Así y todo me mandé dos boleos que pasaron arañando el palo y estaba que-
que era una lástima que ganara tan poco, y que cuando perdiéramos la final él me iba arreglar dando bien con todos. Pero cuando me corrí y se la pasé al ñato Silveira para que entrara él y
el pase para el Everton. Ahora vos calculá lo que representa un pase para el Everton, donde ese tarado me la pasó de nuevo, a mí que estaba solo, no tuve más remedio que pegar en la
además de don Amílcar que después de todo no es más que un cafisho de putas pobres, está tierra porque si no iba a ser muy bravo no meter el gol. Entonces mientras yo hacía que me
nada menos que el doctor Urrutia, que ése sí es Director de Ente Autónomo y ya colocó en Tall- arreglaba los zapatos el entrenador me gritó a lo Tittarufo: «¿Qué tenés en la cabeza? ¿Moco?»
eres al entreala de ellos. Especialmente por la vieja, sabés, otra seguridad, porque en la fábri- Esto, te juro, me tocó aquí adentro, porque yo no tengo moco y si no preguntale a don Amílcar,
ca ya estoy viendo que en la próxima huelga me dejan con dos manos atrás y una adelante. Y él siempre dijo que soy un puntero inteligente porque juego con la cabeza levantada. Entonces
era pensando en esto que fui al café Industria a hablar con don Amílcar. Te aseguro que me ya no vi más, se me subió la calabresa y le quise demostrar al coso ése que cuando quiero sé
habló como un padre, pensando, claro, que yo no iba a aceptar. A mí me daba risa tanta delica- mover la guinda y me saqué de encima a cuatro o cinco y cuando estuve solo frente al golero
deza. Que si ganábamos nosotros iba a ascender un club demasiado díscolo, te juro que dijo le mandé un zapatillazo que te lo vogliodire y el tipo quedó haciendo sapitos pero exclusiva-
díscolo, y eso no convenía a los sagrados intereses del deporte nacional. Que en cambio el mente a cuatro patas. Miré hacia el entrenador y lo encontré sonriente como aviso de Rider y
Everton hacía dos años que ganaba el premio a la corrección deportiva y era justo que ascend- recién entonces me di cuenta que me había enterrado hasta el ovario. Los otros me abrazaban
iera otro escalón. En la duda, atenti, pensé para mi entretela. Entonces le dije el asunto es y gritaban: «¡Pa los contras! », y yo no quería dirigir la visual hacia donde estaba don Amílcar
grave y el coso supo con quién trataba. Me miró que parecía una lupa y yo le aguanté a pie con el doctor Urrutia, o sea justo en la banderita de mi córner, pero en seguida empezó a lle-
firme y le repetí que el asunto es grave. Ahí no tuvo más remedio que reírse y me hizo una garme un kilo de putiadas, en las que reconocí el tono mezzosoprano del delegado y la ron-
bruta guiñada y que era una barbaridad que una inteligencia como yo trabajase a lo bestia en quera con bíter de mi fuente de recursos. Allí el partido se volvió de trámite intenso porque
esa fábrica. Yo pensé te clavaste la foja y le hice una entradita sobre Urrutia y el Ente Autóno- entró la hinchada de ellos y le llenaron la cara de dedos a más de cuatro. A mí no me tocaron
mo. Después, para ponerlo nervioso, le dije que uno también tiene su condición social. Pero el porque me reservaban de postre. Después quise recuperar puntos y pasé a colaborar con la
hombre se dio cuenta que yo estaba blando y desembuchó las cifras. Craso error. Allí no más defensa, pero no marcaba a nadie y me pasaban otro. Difícil, dijo Cañete. La enfermera que me
le saqué sesenta. El reglamento era éste: todos sabían que yo era el hombre gol, así que los trata como al rey Farú y que tiene como ya lo habrás jalviado, su bruta plataforma electoral,
pases vendrían a mí como un solo hombre. Yo tenía que eludir a dos o tres y tirar apenas des- dice que tengo para un semestre. Por ahora no está mal, porque ella me sube aúpa para
viado o pegar en la tierra y mandarme la parte de la bronca. El coso decía que nadie se iba a lavarme ciertas ocasiones y yo voy disfrutando con vistas al futuro. Pero la cosa va a ser
dar cuenta que yo corría pa los italianos. Dijo que también iban a tocar a Murias, porque era un después; el período de pases ya se acaba, sintetizando, que estoy colgado. En la fábrica ya le
tipo macanudo y no lo tomaba a mal. Le pregunté solapadamente si también Murias iba a en- dijeron a la vieja que ni sueñe que me vayan a esperar. Así que no tendré más remedio que
trar en Talleres y me contestó que no, que ese puesto era diametralmente mío. Pero después bajar el cogote y apersonarme con ese chitrulo de Urrutia, a ver si me da el puesto en Talleres
en la cancha lo de Murias fue una vergüenza. El pardo no disimuló ni medio: se tiraba como una como me había prometido.
mula y siempre lo dejaban en el suelo. A los veintiocho minutos ya lo habían expulsado porque
en un escrimaye le dio al entreala de ellos un codazo en el hígado. Yo veía de lejos tirándose de
palo a palo al meyado Valverde que es de esos idiotas que rechazan muy pitucos cualquier
oferta como la gente, y te juro por la vieja que es un amater de órdago, porque hasta la mujer,
que es una milonguita, le mete los cuernos en todo sector. Pero la cosa es que el meyado se
rompía y se le tiraba a los pies nada menos que a Bademian, ese armenio con patada de burro
que hace tres años casi mata de un tiro libre al golero del Cardona. Y pasa que te contagiás y
sentís algo dentro y empezás a eludir y seguís haciendo dribles en la línea del córner como
cualquier mandrake y no puede ser que con dos hombres menos (porque al Tito también lo
echaron, pero por bruto) nos perdiéramos el ascenso. Dos o tres veces me la dejé quitar, pero,
¿sabés?, me daba un dolor bárbaro porque el jalva que me marcaba era más malo que tomar
agua sudando y los otros iban a pensar que yo había disminuido mi estándar de juego. Allí el
entrenador me ordenó que jugara atrasado para ayudar a la defensa y yo pensé que eso me
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31. EL PRÍNCIPE y tijeras. Abrió un frasco de perfume y aspiró, goloso, y, con disimulo coquetón, se miró en el
espejo. Don Lucho, entre tanto, prendió un inca. La claridad violeta de la peluquería se enturbió
con el humo denso de tabaco negro. Fuera, a pesar de ser casi las cinco de la tarde, hacía os-
curo: los días seguían nublados, irremediablemente. Después de muchos arreglos y aderezos
Oswaldo Reynoso de cirujano, Manos Voladoras se dispuso a trabajar.
En: Los inocentes. Lima: Peisa, 2005 – ¡Ay, don Lucho! yo nunca me equivoco. Siempre dije que el Príncipe era el más roc de los
muchachos del barrio.
.
– ¿Roc? -preguntó extrañado don Lucho.
– Rocanrolero, pues, don Lucho.
Corsario, desafiante y curioso, emplazó.
– Chismoso, qué hablas del Príncipe.
Manos Voladoras dejó tranquila la cabeza del dueño de “La Estrella” y dirigiéndose a Corsario,
en tono de falsete, dijo:
– Que si no fueras ignorantón y leyeras los comercios de la tarde no me preguntarías. (Volvió a
la cabeza de don Lucho). Es un fastidio trabajar en este barrio. Aquí, nadies, nadies, nadies lee.
Cuando trabajaba con Mario en San Isidro y…
– Déjate de esas historias, me las sé de memoria.
El amo de “La Estrella” interrumpió colérico.Entonces, Manos Voladoras, rápido y femenino,
tomó de la mesa del centro un periódico y se lo mostró:
– Entérese, don Lucho.
– ¡Qué desgracia para mi compadre!
Los conocidos del barrio salieron curiosos de su casi sueño dulce color naranja y miraron fi-
jamente a don Lucho.
6 DE AGOSTO. (VACACIONES de medio año).
– ¡Qué desgracia para mi compadre!
Con púdica delicadeza de niña, Manos Voladoras guardó el dinero y, en una cargada atmósfera
de miel de colonia, invitó: Corsario dejó el chiste y ansioso se acercó al gran sillón. Manos Voladoras lo espantó. (De se-
guro pensó: donde hay miel hay moscas).
– El que sigue, por favor.
– El Príncipe es el más roc de todos ustedes. (Corsario, dando vuelta al gran sillón, huía asus-
Don Lucho, el dueño del billar “La Estrella”, quitándose el saco, avanzó al gran sillón, a través tado de Manos Voladoras que, delicado, lo perseguía queriéndole meter la tijera en plena cara).
de reflejos azulinos. Tengo muy bien entendido, para que lo sepas y lo pregones, que ser roc no sólo es usar bluyins
y camisa roja: eso, es cáscara. Ser roc significa… bueno, por ejemplo, hacer lo que ha hecho el
– Corte alemán, como siempre. Príncipe.
Manos Voladoras con mirada provocativa y gesto resentido, contestó: – Pero Colorete lo gana. Repuso, pico a pico, Corsario.
– Ya lo sé, don Lucho. Conozco el gusto de mis clientes. – ¿Colorete? ¡Ay, ay, ayayayayay! No me hagas reír. Colorete es un antipático y un vividor, un-
vi-vidor.
Corsario levantó la cara por encima del chiste que estaba leyendo y con ojitos pícaros rió. Los
que esperaban turno sonrieron, deshonestos. – Vividor, ¿no? Ahora se lo digo para que te pegue. Amenazó Corsario.
– ¡Jesús con estos muchachos! Para ellos todo, todo, todo tiene doble sentido. – Díceselo, no le tengo miedo.
Diligente como dueña de casa desplegó un paño blanco, blanco. Limpió acomedido máquinas E1 señor omnipotente de “La Estrella”, con la cabeza medio rapada, gritó:

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– Termina con mi cabeza y déjate de ventilar en público tus sucios enredos. ¿Habrasevistotal- “La Tercera” en alto se desliza veloz, pidiendo perdón a señoritas asustadas. Manos Voladoras
descaro? estará hablando, hasta por los codos, de su pobre Príncipe. La ciudad despierta de la neblina
oscura y entra bulliciosa a la noche iluminada.
Manos Voladoras volvió a su faena. Corsario quedó pegado al espejo y no dejó de mirar “La
Tercera” que todavía permanecía en manos de Don Lucho.
– ¡Pobre mi compadre! -seguía lamentándose el amo de “La Estrella”. Espuma y oro líquido rielan y refulgen en mesas de metal. Radiola loca siete colores, siete
maracas. Cubiletes y carajos caen violentos sobre mesas llenas de cebada. Colorete baila solo
– ¡Pobre Príncipe, diría yo -contradijo Manos Voladoras mientras daba los últimos toques, rápi- frente a la radiola. Natkinkón, moreno empedernido, tamborilea en una silla. El Rosquita se
dos y precisos, a la cabeza de don Lucho. abraza a Carambola y en dúo acompañan al dúo del disco “Anliyuuu…” Cara de Ángel, vicioso él
por el juego, interviene gozoso en el cachito sabatino que se arma con “los de la eléctrica”. De
– ¡Pobre mi compadre! tener un hijo tan sinvergüenza. En lo que ha terminado ese muchacho.
pronto, desde la puerta del café, Corsario grita:
Eso sí, yo nunca permití que pisara mi billar. Se hace el mosquita muerta y es capaz de chu-
parle la sangre a su mismo padre. – El Príncipe en “La Tercera” con foto y todo.
– No, don Lucho, el sinvergüenza es el padre. No me diga que no; porque yo sin ser de la familia – A ver, luzmila para mi ojal – contesta gracioso
conozco las cosas de cerca, de-cer-ca.
– El Príncipe en “La Tercera”: ¡PENDEJO!
– Más respeto. No hable de esa forma de mi compadre.
Extienden “La Tercera” sobre la mesa y leen en silencio.
– No, don Lucho, yo no tengo pelos en la lengua. Yo siempre, siempre digo lo que pienso, lo-
que-pien-so-y-na-da-más.
Corsario, venenoso y burlón, intervino:
– Estás caliente con don Jorge, porque en mi delante te prometió darte una pateadura si llev- ////////////////////////////////// ROCANROLERO ASALTA Y ROBA ////////////////////////////
abas, otra vez, al Príncipe a tu jabe. ////
– Ve, don Lucho, qué mal pensada es la gente. El Príncipe ha dormido una sola vez en mi casa
y ni-siquiera-lo-he-mi-ra-do. Y durmió; porque su padre lo botó de su casa, lo-bo-tó-de-su-ca-
sa.
– Mi compadre no hace esas cosas.
– Desengáñese, don Lucho, usted, más que yo, sabe que don Jorge, desde que se le fue su
mujer, no puede dormir solo; le gusta pasar la noche en compañía de cualquier arrastradita. Y
como su casa es estrecha y su hijo duerme en el mismo cuarto y es un estorbo para sus aven-
turitas, lo manda al taller y mientras mi pobre Príncipe tirita el viejo sucio se revuelca calienti-
to con alguna polilla cochina. No, don Lucho. Un padre, un padre de verdad, un verdadero padre
no hace esas cosas y menos tratándose del Príncipe que es tan bueno, tan humilde.
Y mientras Manos Voladoras hablaba con ternura de mermelada de durazno de su pobre Prínc-
ipe, Corsario tomó el pulverizador. Palomilla, chisgueteó en los ojos de Manos Voladoras; ágil,
arranchó el periódico y, escurridizo, salió a la carrera. ////////////////////////////////////////////////////////////////////////////////////////////////
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Llueve, llueve, llueve fino. Llueve líquido algodón. Silueta azul, sudorosa y agitada, torea autos
y tranvías. Morado pálido el viento frío. Con “La Tercera” en la mano, como bandera, va salu- Ansiosos devoran la noticia y sorprendidos quedan en silencio.
dando a conocidos y cuñados. El asfalto brilla negro y el jebe de los zapatos amarillos resbala – Esto hay que celebrarlo.
en el cemento. La neblina se deshace en la boca como helado de leche. ¡Quién lo hubiera creí-
do!: el Príncipe con foto y todo en “La Tercera” y mañana, seguramente, en los comercios. Olor Cara de Ángel, que ha ganado en el cachito con “los de la eléctrica”, pide cuatro pomos. Caram-
a lluvia: transpiración densa de barro y cemento; vaho tibio de gasolina y asfalto. Colorete va bola pone “Ansiedad” y Corsario entusiasmado cuenta.
a tener envidia. El corazón está lleno de azúcar congelada. Autos y tranvías se aglomeran en
calles estrechas. Corre, corre apresurado, atropellando gilas, a propósito. Cara de Ángel se – Yo también he salido en los comercios, ¿recuerdan? Apenas tenía catorce años y ya estaba
quedará con la boca abierta. Ambulantes con carretillas impiden el paso. Pero Corsario con aburrido de mi casa: todos los días había correa. Y el espeso del Borrao, ese de Normas Edu-

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cativas, me llevaba bronca, me tenía asado. tante y callado, pensaba en la hazaña del Príncipe. Le tenía envidia. Él nunca había salido en
los periódicos. Todos tenían una historia que contar, menos él. Pero cómo le hería el recuerdo
– Ese desgraciao a mí también me tomó como punto -interrumpió Colorete. del Príncipe.
– Vendí mi bici y con esa mosca me fui al sur. En Toquepala no encontré ni agua. Los gringos – El Príncipe es un cojudo. (Gritó Colorete, borracho). Está bien lo del asalto y el robo del For;
son bien malditos. Entonces, lueguito me fui a Tacna. Ahí conocí a un chileno: ¡Pendejo el roto! pero es un cojudo al dejarse chapar tan suave. Lo han encontrado con el bollo. Cualquier inicia-
Le caí en simpatía y me consiguió un trabajito en un bulín. Serví como mozo por más de tres do en la materia sabe lo que hay que hacer con el producto de un robo Ahí, no le tenía al Choro
semanas. Putas: como mierda. Yo era cabrito, como dicen allá, y toditititititas las noches me Plantado; por qué no consultó con él.
acostaba con una meca diferente. Me aburrí.Tacna es bien triste: poca gente, pocos carros,
poquísimos cines y la gente parece gallina: antes de las nueve, todos ya están acostados. Está – ¿Qué, estás envidioso, no? -se atrevió a decir el Rosquita.
bien para unos días y nada más.
Colorete comprendió que su prestigio se deshacía como el hielo en verano: rápido, suave.
– Mentiroso e’mierda. ¿Cómo, si eras menor de edad te dejaban en el bulín? Contesta; ya –pre-
guntó desconfiado el Chino. – El Choro Plantado debe estar en el billar, preguntémosle qué opina del Príncipe.

– Yayayayayaaa, calla, calla. Zafazafazafazafa. Eres más espeso. Deja que te cuente. Está boni- Se pusieron de pie, pagaron la cuenta y se encaminaron, derechitos, a “La Estrella”.
to. Así fuera mentira, qué importa -protestó Natkinkón.
– Entonces me vine a Lima, ¿recuerdan? Ahí, en la esquina, tú, Colorete, di, ¿no me contaste
que me habían estado buscando como agua, que me buscaban por aquí, que me buscaban por
allá, que mi foto y mis señas personales salieron publicados en los comercios y que hasta por – Ya Don Lucho me habló del asunto -respondió Choro Plantado. Macizo, alto y medio achinado,
Radio Reló cada media hora pasaban la noticia de mi desaparición y que mi mamá y mi teclo movía distraídamente el taco, mientras, paciente, esperaba que su contrincante terminara la
estaban como locos? Ahí está Carambola que hasta me enseñó los comercios. Entonces recién bolada.
me entró el miedo de volver a mi casa. Pero Cara de Ángel me dijo: un día de cuera o todos los
días de hambre, escoge. Preferí el día de cuera. Llegué asustado a mi casa. Cuando el viejo me – Ese muchachito promete. A ver, Don Lucho, dos pomos, por favor. Hay que tener cojones para
vio se puso alegre y me abrazó. Mi viejita lloró y en la noche preparó arroz con pato. asaltar y robar un For, solito, sin ayuda, sin campana. ¡Qué carajo! Conozco al cobrador ese. No
es tan indefenso. Es bien fuerte. (Miró con calma, como si el tiempo no corriera, la colocación
Natkinkón no quiso quedarse atrás y bullicioso dijo: de las bolas. Se inclinó a la altura de la mesa y calculó con un ojo la posible trayectoria de
su bola. Calmo y paciente, echó tiza al taco y, preciso y fuerte, taqueó: carambola. Durante su
– Este zambo también ha salido en Te Ve y todititititos han visto mi cara en la pantalla del
volada de quince no dijo nada, luego…) … lo único que no comprendo, como dice Colorete, por
japonés.
qué mierda no escondió la mosca y por qué no me habló del For, se lo hubiera desmantelado, y
– Negro bruto. Por salir así te botaron a patadas del canal -dijo Corsario. ni san puta lo hubiera encontrado. Bonito bollo se nos ha escapado de los dedos. (Sin apresu-
rarse dejó el taco en la pared. Tomó una botella y sirvió, cuidadoso.) Salud contigo, Cara de
– Pero salí, ¡ah! Ángel. (Bebió y dejó el vaso en manos de Cara de Ángel. Despacio fue al tablero y apuntó su
bolada. Volvió tranquilo, siempre mirando la mesa)…. por la forma como ha trabajado se ve que
– ¿Cómo fue, ah? -preguntó el Chino. Entonces el Rosquita contó: es inteligente, que tiene sangre fría; pero, ¿por qué mierda se ha dejado chapar tan suave? No
lo comprendo. Quisiera hablar con él.
– De pronto, sin que nadies se diera cuenta este negro e’mierda comenzó a tocar gemelas.
Seguramente, en su familia hubo un músico: un tío, un abuelo, qué sé yo. Don Manuel, el del
conjunto “Los Tropicales” lo contrató para que lo acompañara en el programa de Te Ve que
tiene en el Canal 13. El día de su debut había que verlo al mono éste, vestido con bombacha de La collera, después de discutir el asunto hasta altas horas de la madrugada, se dispersó en
colores. El pelo lo tenía, al principio planchado y brillante; pero, ¡carajo! la pasa no se esconde, la puerta de La Quinta. La neblina resplandecía con la luz amarillenta de los postes y había
compadre. Tremenda bulla que se armó en el barrio. Todos los de la Quinta pidieron al japonés sueño; pero la foto del Príncipe como una herida le hincaba el pecho a Colorete. La hazaña del
que pusiera Canal 13, para ver a este Natkinkón en jodas. Salieron en la pantalla “Las Candel- Príncipe le quemaba, le mordía el corazón.
itas”, famoso dúo cubano, y, al fondo, como una mancha, en medio de más de diez músicos,
estaba este negro hediondo, moviéndose como una puta. De un momento a otro, avanzó y en
toda la pantalla apareció tremenda cara de mono y comenzó a saludar. Pucha, si es bruto mi
II
cuñao. Lo sacaron a patada limpia.
Mañana del 5 de agosto.
– Pero mi cara salió en Te Ve y ahora las gilas se me echan.
Desde el fondo de un canal negro se acerca una llamita naranja. Crece, crece y todo lo invade:
– Te creemos, te creemos, Natkinkón en jodas.
naranja, transparente con venas azules. Ahora, huevo oscuro con aluminosa; corona verde
El trago se terminaba y la guaracha de la radiola les metía fuego en la sangre. Colorete, dis- brillante se aleja en violeta y se pierde y se pierde en morado intenso. Círculos y estrellas
pequeñísimos nacen y mueren interminablemente. Este globo enanito, del fondo, nace rojo; se
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acerca grande, amarillo; gigante, verde, se aleja, se aleja; muere: puntito azul. Arena menudita – ¿Edad?
cae, violentamente, en silencio, como cataratas de piedras. Finísimos alfileres hierven en los
pies: hormigueo bullicioso. Cómo abrir los ojos, cómo mover los pies sin sentir las agujas que – Diecisiete años cumplidos, señor. Disculpe, señor; pero diecisiete se escribe la primera con
trepan como arañitas electrizadas. Frío en la espalda y en el pecho y en las manos y en los ce y la segunda con ese, y no las dos con ese, señor.
pies. Cómo abrir los ojos si una luz intensa los oprime. Y después de todo hoy no hay colegio.
– Yo sé cómo escribo. ¿En qué año estás?
Nuevamente el verde que se agita en las olas rojas y Alicia en la playa me ve y se va con Ca-
rambola. Quedo solo en medio de la calle: amanece. Lloro, lloro, inconsolablemente.Todo está – En Cuarto de Media, señor.
perdido. Estoy solo, solo, y tengo ganas de morirme. El nublado de la mañana enceguece. En
el fondo de uno mismo, más adentro del pecho, se agranda un puñal helado, ardiente. Y es im- -¿Padres?
posible contener el llanto y es imposible contenerlo. La misma sala de anoche, pero sin gente.
“Es peligroso que esté con los otros”, dijeron y tuve que pasar el resto de la noche sentado en – Mi mamá murió hace tiempo. Mi papá vive todavía, señor.
esta silla del Departamento de Delitos Contra el Patrimonio. Serán las siete, será más tarde: – Déjate de tanto señor.
lo mismo da. “Pero de todas maneras, López, mañana temprano hay que hacer ese parte”, dijo
el Jefe antes de irse, anoche. – Está bien, señ… -pícaro y palomilla, se tapó la boca.
– Diga el interrogado ¿cómo fue que asaltó al Sr. Arce?
Este López es bruto y flojo como mandado hacer. Ya van tres papeles arrugados en el canasto (Un cartapacio resbaló de las manos de un pasajero que se había quedado dormido. E1 ómni-
y no pasa del título del parte. Minucioso, aplicado y limpio como el chancón de la clase; pero bus de Matute se movía escandalosamente. Recuerdo que yo estaba en el estribo, gorreando.
animal. Coloca el papel: lo cuadra, revisa las copias, las endereza. Enciende un country. Busca De repente, el señor se despertó y, al no encontrar su cartapacio, armó tal bulla que el chofer
un cenicero. Lo encuentra. Tira otra chupada. Detiene el humo en la boca. Luego, hace argollas. tuvo que parar el vehículo.Pero al encontrarlo en el suelo se alegró y, en alta voz, dijo que
Las mira hasta que se deshacen en el techo. Se vuelve a sentar. Se quita el saco. Se arregla las ahí llevaba más de diez mil soles. Sorprendido, paré la oreja. Para colmo de mis males, el
mangas de la camisa. Mueve los dedos (para que se calienten, dice él). Mira el papel en blanco señor ese tenía que bajarse en la misma esquina en que yo tenía que apearme. Varias cuadras
y se queda en babia. De pronto se entusiasma y arremete valiente con las teclas. Se equivoca. caminé tras él. Se encontró con amigos y entraron a una cantina. Paciente, esperé fuera por
Rompe el papel. Y, nuevamente, se prepara. más de dos horas. Salió solo, los demás quedaron quemando. Ese tal Arce fue el culpable de
todo: porque si él, en el ómnibus, no dice que tiene diez mil tacos, no se me hubiera despertado
El Príncipe lo sigue con los ojos, lo examina, atentamente, y como una muchachita ingenua la ambicia y porque si se va derechito a su choza, sin quedarse en la cantina, no se me hubiera
está que se come la risa. Ya no recuerda que ha despertado llorando: mejor. Por fin, el enca- entrado la tentación. Pero eso no es nada, sino que se le antojó ir a casa de Gaby, la de las me-
bezamiento salió correcto, impecable, limpio, subrayado. cas. Ahí, la calle es bien oscura y casi no hay gente a esas horas. Me distancié un poco. Tomé
– Tu nombre completo. valor. Apreté la carrera. Lo atropellé. Y fino, le arranché el cartapacio. Corrí como loco. Llegué
a la Quinta. Debajo de las gradas conté el dinero.Mentiroso el viejo: apenas había cinco mil y
– Roberto Montenegro del Carpio. algunos cheques por cobrar que no alcanzaban a mil quinientos tacos. La ambicia, compadre,
que si yo rompo esos cheques, nadies me agarra. Y, por último, el tal Arce debe estar agrade-
– … d-e-l-C-a-r-p-i-o. A ti te dicen el Príncipe, ¿no? cido: que si cae en manos de maleantes, me lo cortan).
– Sí, señor. – Oye, ¿te has comido la lengua. No sabes hablar?
– ¿Por qué, ah? – Pero si los tiras están para averiguar el delito. Si yo lo cuento todo no hay gracia.
– No sé, ¿ah? – ¡Ah, carajo! ¿Dónde crees que estás? ¿Con quién crees que estás hablando, mocoso e’ mier-
da?
(Si Lima es Ciudad de los Reyes por algo será. Robertito, tú tienes toda la facha de un Príncipe.
Eres un auténtico hijo de Lima. -Y, ¿cómo sabes tú, cómo es la facha de un Príncipe? -le pre- El auxiliar López se puso en pie y le largó dos fuertes y sonoros sopapos. El Príncipe, sin
gunté asombrado a Manos Voladoras. Entonces, él, afeminado como siempre, con ese tonito perder su dignidad, con las mejillas sonrosadas, conteniendo las lágrimas y mordiéndose los
que me da risa, respondió:-No hay necesidad de ver príncipes de verdad para imaginarse labios, quedó en silencio, mirándolo con clase, resentido.
cómo son. Se les conoce por lo que dicen las novelas, por lo que se ve en el cine y por un poqui-
to de imaginación. Y, aunque vistas pobremente, disculpa la franqueza, porque no siempre el – Si quieres, contestas; si no, te jodes.
hábito trace al monje, tu estilo tan aristocrático de caminar, tu forma tan orgullosa de mirar, tu
manera tan afectuosa de dar la mano y, sobre todo, el color mate pálido de tu tez y tus ojos tan Dos brasas le quemaban el rostro. La boca la sintió amarga y tuvo ganas de tirarle el tintero por
grandes y tan altivos, tan negros y tan redondos denuncian, aunque no lo quieras, tu realeza, la cabeza. E1 auxiliar López, frío e indiferente, escribía: “el interrogado se niega a responder”.
tu sangre azul. In-dis-cu-ti-ble-men-te-e-res-un-Prín-ci-pe. To-do-un-Prín-ci-pe-.Y desde ese – Vamos con la otra pregunta. ¿Cómo es que robaste el auto?
día se le metió en la cabeza que yo era un Príncipe. Porque Lima, siendo Ciudad de los Reyes,
tenía que tener un Príncipe. Y me quedé con la chapa). (Al día siguiente del asalto, por la mañana, me fui al centro y en Marqueti me compré un pan-

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talón negro, americano, tres casacas bien rocanroleras, dos tabas, como la gran puta, de becer- ahora, qué raro, la quiero. No hay caso, estoy sufrido por ella. Templado hasta la remaceta).
ro importado. Compré también cuatro cajetillas de Salem. Y en Oesle, después de enamorar a
las vendedoras, le compré para la Alicia un vestido de lana). – ¿Parece que no te das cuenta de tu situación, ¿no?

– ¿Vas a contestar o no? – Si usted lo dice, será así.

(Cuando ya regresaba a mi casa, al cruzar la Avenida Tacna, vi un For. ¡Pucha si estaba bobo!: (Caliente me enchaté. Estuve solo en una cantina y toda la tarde puse boleros y guarachas en
lo habían dejado con la llave en el motor y con las ventanas abiertas. Se necesitaba ser muy la radiola.Ya en el anochecer me encontré con Manos Voladoras. Afeminado, como siempre,
gil para encontrar así un For y no choreárselo. Tranquilo y sereno abrí la puerta. Me senté bien me besó la mano. Entonces, le dije: Gracias, madán. Le hice una venia y lo mandé a la mierda.
cómodo, como si fuera mío el carro. Encendí el motor y allá me fui, despacito no más, para que ¡Pobrecito!)
el tombo no se diera cuenta).
– Diga el interrogado si el asalto y el robo lo cometió solo o acompañado.
– Lo robé no más, pues, señor.
– Yo solo me basto.
– Diga el interrogado cómo fue que aprendió a manejar automóvil.
– Sigues insolente, ¿no? Diga el interrogado ¿cómo fue que llegó a la casa de diversiones de
– Mi papá, que es dueño de un taller de reparaciones, me enseñó, señor. (Ves que trabajo todo Prolongación México?
el día y ni siquiera me ayudas. Desde mañana, sin falta, te enseño a manejar carro, para que
(Más bruto es este auxiliar López: llegué, pues, en coche, ¡carajo!).
puedas ayudar en el taller).
– Tan mocoso y tan sabido, ¿no?
– ¿Puedo hacerle una pregunta, señor?
(Desde las vacaciones de fin de año, cada quince días, voy a casa de Sabina a donde Dora.
E1 auxiliar López lo miró y siguió escribiendo.
Parece que Dora se enamoró de mí. Dora, pues. Esa chinita de 28 años, más o menos, que
– Me puede decir ¿por qué el señor ese del carro dejó la llave y las ventanas abiertas? baila suavesísimo y que se pega como lapa, la conoces, ¿no? Cuando estaba en su cuarto ella
misma me desvestía. Me daba vergüenza y le pedía que apagara la luz; pero Dora, caprichosa,
López quedó silencioso y recordó: (Sí, señor, como le digo, llegué apurado al Banco. Se me no hacía caso y me acariciaba, tierna, todo el cuerpo. Asustado, escondía mi cara en su pecho
vencía una letra, en último día. Ya iban a cerrar la oficina, así es que salí a la carrera del auto y me abrazaba fuerte, entonces, ella, suspendía mi rostro, me besaba dulcemente los ojos y
sin darme cuenta que había dejado las llaves. ¡Qué descuido, por Dios!). decía loca, triste y llorosa. -¡Mi muchachito, mi muchachito!-.Creo que la llegué a querer y creo
que ella también me quiso; porque nunca me cobró, al contrario, me invitaba cerveza).
– Diga el interrogado ¿cómo fue que pasó la tarde del robo y en qué invirtió el dinero robado?
– Diga el interrogado cómo fue que la fémina esa lo denunció y ¿por qué?
(Al llegar al barrio me encontré con Cara de Ángel y lo invité al carro Subió y nos fuimos al
Callao.Ahí almorzamos y tomamos vino. Cara de Ángel asustado me hizo varias preguntas (Apenas la vi le enseñé la plata, le obsequié el vestido y la saqué a la calle para que viera el
sobre la mosca y sobre el carro. Le dije que me había ganado plata en las carreras y que el For auto. Cuando regresamos al bulín, ella, triste y decepcionada, me dijo -Así, con plata, regalos,
era del taller de mi teclo.Como a eso de las tres de la tarde regresamos. Lo dejé en el billar y carro, ya no te quiero. Me gustabas como chicoquito pobre, abandonado. Andavete. No vuelvas
le regalé más de cien tacos de verdad). más por aquí. La agarré fuerte y ella creyó que le iba a pegar. Gritó y, en menos de un segundo,
hombres altos y morenos me rodearon. Hasta ahora no me explico en qué momento llegó el
– ¿Tampoco contestas a esta pregunta, no? Solito te estás jodiendo. patuto. E1 caso es que un sargento me llevó, casi en peso, hasta el For robado y, ahí, se des-
cubrió el pastel).
Mientras el auxiliar López escribía cuidadoso, el Príncipe se mordía las uñas y seguía atento
el vuelo de una mosca, que por fin salió por la ventana. – Hemos terminado el parte y casi nada has contestado. Fíjate, has robado más de cinco mil
soles y un auto y en menos de veinticuatro horas te hemos capturado con todo. No hay caso:
– ¿Qué hiciste después del robo, ah?
eres un cojudo.
(Rapidito me fui a casa de Alicia. Silbé. Salió. Y estaba bien rica: ojerosa y con olor a cama
(Sí, soy un cojudo, pero por culpa de Alicia y de Dora. Manos Voladoras también tiene la culpa.
sucia que arrechaba. La invité al cine. Me dijo que su mamá no la dejaba salir y que, además,
Siempre con la misma vaina: eres un Príncipe, eres un Príncipe. ¿Y cómo, en la Ciudad de los
tenía dolor de cabeza. Siempre lo mismo conmigo. Con Carambola es diferente. Para Carambo-
Reyes, un Príncipe sin auto y sin plata?: la hueva, compadre).
la no hay dolor de cabeza. Para Carambola, su mamá la deja salir hasta de noche. Y ¿por qué,
entonces, coquetea conmigo? Le enseñé el carro: se asustó; le di el paquete, lo abrió y, al ver el
vestido, casi se desmaya. -Pero Príncipe ¿qué has hecho? ¿De dónde has sacado carro y plata?
-repetí la historia que conté a Cara de Ángel. No me quiso creer. -No me comprometas. Eres un
ladrón. Déjame en paz-. Y se fue a la carrera. Si yo fuera Carambola, de seguro habría recibido
el vestido, y, más que seguro, hubiera subido al carro. Todo se fue al agua. Y yo que pensaba
llevarla al cine, invitarla a la Cremrica y en el anochecer ir con el auto hasta Chosica. Le hubi-
era besado las manos y nada más. En ese momento la odié, la quise ver muerta, muerta; pero,
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32. EL TROMPO -¡Pestaña que tiene uno, compadre!

Gran pestaña, famosa pestaña que un día le falló, desgraciadamente, como siempre falla, y
que costó una noche íntegra en la comisaría de donde salió con el orgullo inmenso de quien
José Diez Canseco tiene la experiencia carcelera que él sintetizaba en una frase aprendida de una crónica policial:

En: Narrativa completa. Lima: Fondo Editorial PUCP, 2004. -Yo soy un avezado en la senda del crimen...

I El grupo iba en silencio. El día anterior, Chupitos había perdido su trompo, jugando a la “cocina”
con Glicerio Carmona, ese juego infame y taimado, sin gallardía de destreza, sin arrogancia
SOBRE EL CERRO San Cristóbal la neblina había puesto una capota sucia que cubría la cruz de de fuerza. Un juego que consiste en ir empujando el trompo contrario hasta meterlo dentro de
hierro. Una garúa de calabobos se cernía entre los árboles lavando las hojas, transformándose un círculo, en la “cocina”, en donde el perdidoso tiene que entregar el trompo cocinado a quien
en un fango ligero y descendiendo hasta la tierra que acentuaba su color pardo. Las estatuas tuvo la habilidad rastrera de saberlo empujar.
desnudas de la Alameda de los Descalzos se chorreaban con el barro formado por la lluvia y
el polvo acumulado en cada escorzo. Un policía, cubierto con su capote azul de vueltas rojas, No era ese un juego de hombres. Chupitos y los otros sabían bien que los trompos, como todo
daba unos pasos aburridos entre las bancas desiertas, sin una sola pareja, dejando la estela en la vida, deben pelearse a tajos y a quiñes, con el puñal franco de las púas sin la mujeril ar-
fumosa de su cigarro. Al fondo, en el convento de los frailes franciscanos se estremecía la dé- teria del evangelio. El pleito tenía siempre que ser definitivo, con un triunfador y un derrotado,
bil campanita como un son triste. sin prisionero posible para el orgullo de los mulatos palomillas.

En esa tarde todo era opaco y silencioso. Los automóviles, los tranvías, las carretillas repar- Y, naturalmente, Chupitos andaba medio tibio por haber perdido su trompo. Le había costado
tidoras de cervezas y sodas, los “colectivos”, se esfumaban en la niebla gris-azulada y todos veinte centavos y era de naranjo. Con esa ciencia sutil y maravillosa, que sólo poseen los ini-
los ruidos parecían lejanos. A veces surgía la estridencia característica de los neumáticos ro- ciados, el muchacho había acicalado su trompo así como su padre acicalaba sus ajisecos y sus
dando sobre el asfalto húmedo y sonoro y surgía también solitario y escuálido, el silbido vaga- giros, sus cenizos y sus carmelos, todos esos gallos que eran su mayor y su más alto orgullo.
bundo del transeúnte invisible. Esta tarde se parecía a la tarde del vals sentimental y huachafo Así como a los gallos se les corta la cresta para que el enemigo no pueda prenderse y patear a
que, hace muchos años, cantaban los currutacos de las tiorbas: su antojo, así Chupitos le cortó la cabeza al trompo, una especie de perrilla que no servía para
nada; lo fue puliendo, nivelando y dándole cera para hacerlo más resbaladizo y le cambió la
¡La tarde era triste, innoble púa de garbanzo, una púa roma y cobarde, por la púa de clavo afilada y brillante como
una de las navajas que su padre amarraba a las estacas de sus pollos peleadores.
la nieve caía!...
Aquel trompo había sido su orgullo. Certero en la chuzada, Chupitos nunca quedó el último
Por la acera izquierda de la Alameda iba Chupitos, a su lado el cholo Feliciano Mayta. Chupitos y, por consiguiente, jamás ordenó cocina, ese juego zafio de empellones. ¡Eso nunca! Con los
era un zambito de diez años, con ojos vivísimos sombreados por largas pestañas y una jeta trompos se juega a los quiñes, a rajar al chantado y sacarle hasta la contumelia que en, en
burlona que siempre fruncía con estrepitoso sorbo. Chupitos le llamaron desde que un día, lengua faraona, viene a ser algo así como la vida. ¡Cuántas veces su trompo, disparado con su
hacía un año más o menos, sus amigos le encontraron en la puerta de la botica de San Lázaro fuerza infantil, había partido en dos al otro que enseñaba sus entrañas compactas de madera,
pidiendo: la contumelia destrozada! Y cómo se ufanaba entonces de su hazaña con una media sonrisa
pero sin permitirse jamás la risotada burlona que habría humillado al perdedor:
-¡Despáchame esta receta!...
-Los hombres cuando ganan, ganan. Y ya está.
Uno de los ganchos, Glicerio Carmona, le preguntó:
Nunca se permitió una burla. Apenas la burla presuntuosa que delataba el orgullo de su sabi-
-¿Quién está enfermo en tu casa? duría en el juego y, como la cosa más natural del mundo, volver a chuzar para que otro trompo
se chantase y rajarlo en dos con la infalibilidad de su certeza. Sólo que el día anterior, sin que
-Nadies...Soy yo que me ha salido unos chupitos... Y con “Chupitos” quedó bautizado el mocoso
él se lo pudiese explicar hasta este instante, cayó detrás de Carmona. ¡Cosas de la vida! Lo
que ahora iba con Feliciano, Glicerio, el bizco Nicasio, Faustino Zapata, pendencieros de la mis-
cierto es que tuvo que chantarse y el otro, sin poder disimular su codicia, ordenó rápidamente
ma edad que vendían suertes o pregonaban crímenes, ávidamente leídos en los diarios que
por las ganas que tenía de quedarse con el trompo hazañudo de Chupitos:
ofrecían. Cerraba la marcha Ricardo, el famoso Ricardo que, cada vez que entraba a un cafetín
japonés a comprar un alfajor o un comeycalla, salía, nadie sabía cómo, con dulces o bizcochos -¡Cocina!
para todos los feligreses de la tira:

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Se atolondró la protesta del zambito: Hasta que un día se armó la de Dios es Cristo y mueran los moros y vivan los cristianos.
Chupitos tenía ya siete años y se acordaba de todo. Sucedió que un día su mamá llegó como a
-¡Yo no juego a la cocina! Si quieres a los quiñes... las ocho de la noche. La carapulcra se enfriaba en la olla sobre el brasero con los tizones casi
La rebelión de Chupitos causó un estupor inenarrable en el grupo de los palomillas. ¿Desde apagados. Llegó con una oreja muy colorada y el revuelto pelo mal arreglado. El marido hizo
cuándo un chantado se atrevía a discutir al prima? El gran Ricardo murmuró con la cabeza la clásica pregunta:
baja mientras enhuaracaba su trompo: -¿A dónde has estado?... La comida está fría y yo... ¡espera que te espera! A ver, vamos a ver...
-Tú sabes, Chupitos, que el que manda, manda, así es la ley... Y, torpemente, sin poder urdir la mentira tan clásica como la pregunta, la zamba había respon-
Chupitos, claro está, ignoraba que la ley no es siempre la justicia y viendo la desaprobación dido rabiosamente:
de la tira de sus amigotes, no tuvo más remedio que arrojar su trompo al suelo y esperar, ar- -¡Caramba! Ni que fuera una criminal...
rimado a la pared con la huaraca enrollada en la mano, que hicieran con su juguete lo que les
daba la gana. ¡Ah, de fijo que le iban a quitar su trompo!... Todos aquellos compadres sabían lo Arguyó la impaciencia contenida del marido:
suficiente para no quemarse ni errar un solo tiro y el arma de su orgullo iría a parar al fin en la
-Yo no digo que tú eres una criminal. Lo que quiero es saber adónde has estado. Nada más.
cocina odiosa, en esa cocina que la avaricia y la cobardía de Glicerio Carmona había ordenado
para apoderarse del trozo de naranjo torneado, en que el zambito fincaba su viril complacen- -En la esquina.
cia y la orgullosa certidumbre de su fuerza. Y, sin decirlo naturalmente, sin pronunciar las
palabras en alta voz, Chupitos insultó espantosamente a Carmona pensando: -¿En la esquina? ¿Y qué hacías en la esquina?

-¡Chontano tenía que ser! -Estaba con Juana Rosa...

Los golpes se fueron sucediendo y sucediendo hasta que, al fin, el grito de júbilo de Glicerio Y dando una media vuelta que hizo revolar la falda, se fue a avivar los tizones y recalentar la
anunció el final del juego: carapulcra. La comida fue en silencio. Chupitos no se atrevía a levantar las narices del plato y
el padre apuraba, uno tras otro, largos vasos de vino. Al terminar, el zambo se lió la bufanda al
-¡Lo gané! cuello, se terció la gorra sobre una oreja, y, encendiendo un cigarrillo, salió dando un portazo.
Sí, ya era suyo y no había poder humano que se lo arrebatase. Suyo, pero muy suyo, sin apel- La mujer no dijo ni chus ni mus. Vio salir al marido y adivinó a dónde iba: ¡a hablar con Juana
ación posible, por la pericia mañosa de su juego. Y todos los amigos le envidiaban el trompo Rosa! Y entonces, sin reflexionar en la locura que iba a cometer, se envolvió en el pañolón, ató
que Carmona mostraba en la mano exclamando: en una frazada unas cuantas ropas y salió también de estampida dejando al pobre Chupitos
que, de puro susto, se tragaba unas lágrimas que le desbordaban los ojazos ingenuos sin
-Ya no juego más...
saber el porqué. A medianoche regresó el marido con toda la ira del engaño avivada por el
II alcohol; abrió la puerta de una patada y rabió la llamada:

¡Pero qué mala pata, Chupitos! Desde chiquito la cosa había sido de una pata espantosa. El -¡Aurora!
día que nació, por ejemplo, en el Callejón de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, una vecina
Le respondió el llanto del hijo:
dejó sobre un trapo la plancha ardiente, encima de la tabla de planchar, y el trapo y la tabla
se encendieron y el fuego se extendió por las paredes empapeladas con carátulas de revistas. -Se fue, papacito...
Total: casi se quema el callejón. La madre tuvo que salir en brazos del marido y una hermana
de éste alzó al chiquillo de la cuna. A poco, los padres tuvieron que entregarlo a una vecina El zambo entonces guardó con lentitud el objeto de peligro que le brillaba en la mano y mur-
para que lo lactara, no fuera que el susto de la madre se lo pasara al muchacho. Luego fue muró con voz opaco:
creciendo en un ambiente “sumamente peleador”, como decía él, para explicar esa su pasión
-Ah, se fue, ¿no?... Si tenía la conciencia más negra que su cara... ¡Con Juana Rosa!...¡Yo le voy
por las trompeaduras. ¿Qué sucedía? Que su madre, zamba engreída, había salido un poco
a dar Juana Rosa!...
volantusa, según la severa y acaso exagerada opinión de la hermana del marido, porque vol-
antusería era, al fin y al cabo, eso de demorarse dos horas en la plaza del mercado y llegar Su hermana había tenido razón: Aurora fue siempre una volantusa... No había nada que hacer.
a la casa, a los dos cuartos del callejón humilde, toda sofocada y preguntando por el marido: Es decir, sí, sí había qué hacer: romperle la cara, marcarla duro y hondo para que se acordara
siempre de su tamaña ofensa. Allá, en la esquina, se lo habían contado todo y ya sabía lo que
-¿Ya llegó Demetrio?
mejor hubiese ignorado siempre: esa oreja enrojecida, ese pelo revuelto, era el resultado de
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la rabia del amante que la zamaqueó rudamente por sabe Dios, o el diablo, qué discusión sin -Papá, regáleme treinta centavos, ¿quiere?
vergüenza... Ah, no sólo había habido engaño sino que, además, había otro hombre que tam-
-¿Treinta centavos? Come tu ajiaco y cállate la boca.
bién se creía con derecho de asentarle la mano... No, eso no: los dos tenían que saber quién era
Demetrio Velásquez... ¡Claro que lo iban a saber! El muchacho insistió levantando las cejas para exagerar su pena:
Y lo supieron. Sólo que, después, Demetrio estuvo preso quince días por la paliza que propinó -Es que me ganaron mi trompo y tengo que comprarme otro…
a los mendaces y quien, en buena cuenta pagó el pato fue el pobre Chupitos que se quedó sin
madre y con el padre preso, mal consolado por la hospitalidad de la tía, la hermana de Deme- -¿Y para qué te lo dejaste ganar?
trio, que todo el día no hacía sino hablar de Aurora.
-¿Y qué iba a hacer?
-Zamba más sinvergüenza... ¡Jesús!
La lógica paterna:
Cuando el padre volvió de la prisión el chiquillo le preguntó llorando:
-No dejártelo ganar...
-¿Y mi mamá?
Chupitos explicaba alzando más las cejas:
El zambo arrugó sin piedad la frente:
-Fue Carmona, papá, que mandó cocina y como tuve que chantarme... Déme los treinta chuyos,
-¡Se murió!... Y... ¡no llores! ¿quiere?...

El muchacho lo miró asombrado, sin entender, sin querer entender, con una pena y con un es- En la expresión y en la voz del muchacho el padre advirtió algo inusitado, una emoción que se
tupor que le dolían malamente en su alma huérfana. Luego se atrevió: mezclaba con la tristeza de una virilidad humillada y con la rabia apremiante de una venganza
por cumplir. Y, casi sin pensarlo, se metió la mano en el bolsillo y sacó los tres reales pedidos:
-¿De veras?
-Cuidado con que te ganen otro.
Tardó unos instantes el padre en responder. Luego, bajando la cabeza y apretándose las
manos, murmuró sordamente: El muchacho no respondió. Después de echar la cantidad inmensa de azúcar en la taza de té,
bebió resoplando.
-De veras. Mujeres con quiñes, como si fueran trompos... ¡Ni de vainas!
-¡Caray con el muchacho! ¡Te vas a sancochar el hocico!- rezongó la tía.
III
El zambito, sin responder, bebía y bebía, resopló al terminar, se limpió los belfos con el dorso
Fue la primera lección que aprendió Chupitos en su vida: mujeres con quiñes, como si fueran de la mano y salió corriendo:
trompos, ¡ni de vainas! Luego los trompos tampoco debían tener quiñes...No, nada de lo que
un hombre posee, mujer o trompo -juguetes- podía estar maculado por nadie ni por nada. Que -¿A dónde vas?
si el hombre pone toda su complacencia y todo su orgullo en la compañera o en juego, nada ni
-¡A la chingana’e la esquina!
nadie puede ganarle la mano. Así es la cosa y no puede ser de otra guisa. Esa es la dura ley de
los hombres y la justicia dura de la vida. Llegó acezando a la pulpería en donde el chino despachaba impasible a la luz amarilla del
candil de kerosene:
Y no lo olvidó nunca. Tres años pasaron desde que el muchacho se quedara sin madre y, en
esos tres años, sin más compañía que el padre, se fue haciendo hombre, es decir, fue apren- -¡Oye, dame ese trompo!
diendo a luchar solo, a enfrentarse a sus propios conflictos, a resolverlos sin ayuda de nadie,
sólo por la sutileza de su ingenio criollo o por la pujanza viril de sus puños palomillas. En las Y señalaba uno, más chico que el anterior, también de naranjo, con su petulante cabecita y su
tientas de gallos, mientras sostenía al chuzo desplumado que servía de señuelo a los gallos vergonzante púa de garbanzo. Pagó veinte centavos y compró un pedazo de lija con qué pulir
que su padre adiestraba, aprendió ese arte peligroso de saber pelear, de agredir sin peligro y el arma que le recuperase al día siguiente el trompo que fue su orgullo y la envidia de toda la
de pegar siempre primero. tira del barrio.

Ahora tenía que resolver la dura cuestión que le planteaba la codicia del cholo Carmona: ¡había Por la mañana se levantó temprano y temprano fue al corral. Allí escogió un clavo y comenzó
perdido su trompo! Y aquella misma tarde de la derrota regresó a su casa para pedir a su pa- toda la larga operación de transformar el pacífico juguete en un arma de combate. Le quitó la
dre después de la comida: púa roma y con el serrucho más fino que su padre empleaba para cortar los espolones de sus

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gallos, le cortó la cabeza inútil. Luego con la lija, pulió el lomo y fue desbastando el contorno esperando que las púas de los otros trompos se cebaran en su noble madera de naranjo. Y los
para hacerlo invulnerable. Dos horas estuvo afilando el clavo para hacer la púa de pelea, como golpes fueron llegando: Mayta le sacó una lonja y Faustino le hizo los quiñes de emparada.
las navajas de los gallos, y le robó un cabito de vela para encerarlo. Terminada la operación, Hasta que al fin le llegó el turno a Chupitos. ¿Qué podría hacer?
enrolló el trompo con la huaraca, la fina cuerda bien manoseada, escupió una babita y lo lan-
¡Los trompos con quiñes, como la mujeres, ni de vainas!... Nunca sería el suyo ese trompo
zó con fuerza en el centro de la señal. Y al levantarlo, girando como una sedita, sin una sola
malamente estropeado ahora por la ley del juego que tanto se parece a la ley de la vida...
vibración, vio con orgullo cómo la púa de clavo le hacía sangrar la palma rosada de su mano
Lenta, parsimoniosamente, Chupitos comenzó a enhuaracar su trompo para poner fin a esa
morena:
vergüenza. Ajustó ahora la piola y pasó por la púa el pulgar y el índice mojados en saliva; midió
-¡Ya está! ¡Ahora va a ver ese cholo currupantioso! la distancia, alzó el bracito y disparó con toda su alma. Una sola exclamación admirativa se
escuchó:
IV
-¡Lo rajaste!
¡La tarde era triste,
Chupitos ni siquiera miró el trompo rajado: se alzó de hombros y abandonando junto al viejo el
la nieve caía!... trompo nuevo, se metió las manos en los bolsillos y dio la espalda a la tira murmurando:

-Ya lo sabía...
En Lima, gracias a Dios, no hay nieve que caiga ni caído nunca. Apenas esa garúa finita de cala-
bobos, como dije al principio de este relato, chorreando su fanguito de las hojas de los árboles, Y se fue. Los muchachos no se explicaban por qué los dos trompos allí, tirados, ni por qué se
morenizando el mármol de las estatuas que ornan la Alameda de los Descalzos. Allá iban los iba pegadito a la pared. De pronto se detuvo. Sus amigos que lo miraban marchar con la ca-
amigotes del barrio a chuzar esa partida en que Chupitos había puesto todo su orgullo y su becita gacha, pensaron que iba a volver, pero Chupitos sacó del bolsillo el resto del clavo que
angustiada esperanza: le sirviera para hacer la segunda púa de combate, y arañando la pared, volvió a emprender su
marcha hasta que se perdió, solo, triste e inútilmente vencedor; tras la esquina esa en que, a
-¿Se lo ganaré a Carmona?...
la hora de la tertulia, tanto había ponderado al viejo trompo partido ahora por su mano:
Al principio, cuando Mayta, por sugerencia del zambito, propuso la pelea de los trompos, el
propio Chupitos opinó que en esa tarde, con tanta lluvia y tanto barro, no se podría jugar. Y -¡Más legal, te digo!...¡De naranjo purito!
como lo presumió, Carmona tuvo la mezquindad de burlarse:

-Lo que tienes es miedo de que te quite otro trompo.

-¿Yo miedo? No seas...

-Entonces, ¿vamos?

-Al tirito.

Y fueron al camino que conduce a la Pampa de Amancaes que todavía tiene, felizmente, tierra
que juegan los palomillas. Carmona se apresuró a escupir la babita alrededor de la cual todos
formaron un círculo. Mayta disparó primero, luego Ricardo, después Faustino Zapata. Carmona
midió la distancia con la piola, adelantó el pie derecho, enhuaracó con calma y disparó. Sólo
que fue carrera de caballo y parada de borrico porque cayó el último. Chupitos disparó a su
vez, inexplicablemente para él, su púa se hincó detrás de la marca de Ricardo quien resultó
prima. Desgraciadamente, así, en público, el muchacho no pudo sugerirle que mandase la co-
cina con que habría recuperado su trompo y Ricardo mandó:

-¡Quiñes!

El trompo que ahora tenía Carmona, el trompo que antes había sido de Chupitos, se chantó
ignominiosamente: ¡en sus manos jamás se habría chantado! Y allí estaba estúpido e inerte,

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33. AMOR SOBRE RUEDAS maricones. ¿Cursillos de filosofía, de poder mental, talleres literarios?: puros locos, huevones
trancados. No, no eran de esa onda. Para nada. 
Alberto Fuguet
El panorama era, entonces, desalentador, poco viable. Por eso habían llegado a la conclusión
En: Sobredosis. Santiago de Chile: Alfaguara, 2005 de que era más necesario salir al encuentro, tal como lo estaban haciendo hoy, porque si se
ponían a esperar a que llegara ese príncipe tan anhelado, lo único que iban a sacar en limpio
“And girls just wanna have fun…”
era que, aunque sonara siútico, el tren se fuera sin ellas.   
                                                               Cindy Lauper

Había sí un consuelo: no eran las únicas dedicadas a eso ni mucho menos. Cada vez que salían
de ronda, como esta extraña noche, se cruzaban en su camino con un buen número -un ater-
TODOS LOS FINES de semana, incluso los domingos después del Jappening o del fútbol, San-
rador número- de mujeres que buscaban lo mismo o quizás aún más, porque algunas de ellas
dra y Márgara se subían a un Toyota Célica azul-cielo y recorrían Apoquindo buscando tipos -o
iban a la pelea firmeza y Sandra y Márgara andaban en la onda tranquila, tratando de conocer
minos como decían ellas- con quienes pinchar. Era casi como un deporte, un verdadero hobbie,
tipos para después elegir al más adecuado, al más tierno del montón. La competencia, entonc-
pero a ellas les parecía bien, entendible, para nada un vicio denigrante como les habían dicho
es, era dura, sin compasión. Cada hembra necesitada, cada vieja en busca de carne joven, cada
por ahí. Cuando empezaron a salir los martes, sin embargo, tal como hoy, hasta ellas mismas
mina lateada, era una amenaza para las dos. 
se dieron cuenta de que quizás se les estaba pasando la mano. Pero nunca tanto. Total, pen-
saban ellas, peor era quedarse solas, cada una por su lado, pasándose películas, frustradas a
morir. Es difícil creer que dos mujeres jóvenes que salen a buscar hombres -tenían su tope en tipos
de treinta- no lleguen hasta el final. Tampoco atracaban. Y no era porque no lo desearan sino
simplemente por la fama. Santiago es, en el fondo, un pueblo chico y, tal como siempre lo repite
La que manejaba era Márgara, la dueña del Célica, que por esas cosas del destino no era la
la Márgara, la que se da el lujo de saltar de cama en cama, después lo paga. La idea, entonces,
que llevaba las riendas al momento de hacer la conquista. Las razones eran básicamente dos:
era conocer tipos en auto, aceptar a que las convidaran a tomar bebidas, decir que sí, estar un
debía preocuparse de guiar bien el auto (un choque sería vergonzoso, totalmente fuera de
rato, intercambiar teléfonos, a lo más ir a un mirador y casi nunca tener algún contacto mayor.  
lugar, como caerse mientras se baila un lento); y lo otro era que no le pegaba tanto al oficio de
engrupir como la Sandra, su amiga y copiloto, la cerebro del dúo, que era bastante atractiva,
como exótica, con el pelo largo que le tapaba un ojo, negro brillante con rayitos rubios, bien a la Como no eran tontas y sabían que era necesario cuidarse, aunque esta noche, esta noche era
moda. Juntas, Sandra y Márgara, que era más baja, entradita en carnes si se quiere, se juraban otra cosa, nunca aceptaban ir muy lejos. Tenían como ley no bajar más allá de Providencia de
las reinas del pinche sobre ruedas, las Cagney y Laceyde Apoquindo, aunque estaba claro que Lyon y no subir más allá del Tavelli de Las Condes. Otra regla era siempre seguir en el auto
eso era pura imaginación, porque había otras minas a las que les iba harto mejor en eso de la propio, así si los compadres se ponían hostigosos, se viraban y listo. Los tipos que conocían
conquista de auto a auto. generalmente eran pintosos (si no, no los saludaban a través de la ventana), de buen nivel,
con autos más o menos potables. Básico era que les gustara la música y que la tocaran bien
fuerte. Dependiendo de la emisora, Sandra y Márgara sabían la onda de los desconocidos y si
Sandra y Márgara eran buenas amigas, aunque igual se aserruchaban el piso a la hora de la
cumplían las exigencias mínimas. Típico resultaban ser estudiantes del Incacea o del Inacap,
verdad. Cada una por su lado y que gane la mejor si se la puede. Se conocían de toda la vida,
pocas veces les tocaban universitarios de la Católica, pero eso era pura mala suerte porque
compañeras de curso y de banco, con todo lo que eso implica. Algunas antiguas compañeras
ellas sabían que aburridos y parqueados había, y muchos, y que el hecho de ser inteligentes
de curso con las que se juntaban a tomar once, a pelar, les habían dicho, no mucho antes, que
no es sino una razón más para necesitar salir a buscar mujeres porque estaba súper probado
era decadente y triste eso de andar buscando hombres en la calle. Hasta peligroso. Ellas les
que mientras más capos los tipos, más imbéciles para ser felices.
respondieron, en cambio, lo que ya tenían asimilado: “¿De qué otra forma vamos a conocer
hombres?” Y, de alguna manera, era cierto. En sus respectivos institutos ya ubicaban -como
decía Sandra- al ganado masculino disponible. Sabían perfectamente quién era quién, o sea, En eso mismo están pensando las dos: en la dosis de suerte que se necesita para enganchar
que ninguno las inflaba demasiado. Los compañeros de curso eran sólo eso: compañeros. Y pareja. Quizás esta noche, noche bastante tibia para ser octubre, las cosas se den de otra man-
se acabó. Claro, podían meterse a alguna actividad, ¿pero cuál? ¿Gimnasia aeróbica?: puros era, esperan. Algo se intuye, incluso. La noche está distinta, trastocada. Rara.

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Apoquindo, la avenida más usada del barrio alto, con sus tres pistas para arriba y sus tres Los dos se detienen.
para abajo, tiene actividad para ser martes y casi parece sábado; esto las pone de buena y les
da ánimo mientras recorren esta parte de la ciudad. Sandra anda hecha una loca cantando a Ahora están uno al lado del otro. Sandra, que ya tenía su ventana abajo, está con el codo afuera
todo full (aunque no tiene ni idea de inglés, sólo sabe que David Bowie es como lo máximo), y mira de reojo la negra ventana. Vendería su alma con tal de poder ver quién está dentro. Y
moviendo todo su calentador cuerpo al ritmo de la radio, creyéndose estupenda y orgullosa de el deseo se cumple: las ventanas –todas las ventanas– comienzan a descender automática-
ser joven, de tener plata, de ser ella. mente. A medida que bajan, va saliendo cada vez más fuerte un rock cuyo ritmo asemeja el
del latido de un corazón. El interior del auto está iluminado y una extraña luz verde se escapa
Tal como se decidió, Sandra anda con una polera muy apretada, sin sostén, con sus tetillas er- a través de los espacios que dejaron. Adentro hay cuatro hombres, tipos de veinte, veinticinco
guidas detrás del algodón que tiene estampado un “Any time youwant” rojo. Márgara se puso, años. Los cuatro parecen sacados de una revista de modas masculina. Son perfectos, bellísi-
aunque en realidad no se la cree porque de femme fatale no tiene nada, una falda con dos tajos mos; sus pieles color maní emanan una fragancia espesa y atrayente que cruza de un auto
que según ella mata a cualquier tipo en menos de un minuto. Arriba un peto negro super bril- a otro. Cada uno es distinto, tienen peinados diferentes; lo mismo sus ropas, sus relojes, sus
loso que le queda medio suelto. Además se arregló el pelo para verse como si recién viniera rasgos. Pero los ojos los tienen iguales. O muy parecidos. La misma mirada fija, dura, atra-
saliendo de una cacha con tutti. Como sombra de ojos, una pintura canela que destella chis- pante. La estilización de sus rostros los hace verse falsos, fabricados, maniquíes vivientes que
pazos dorados. Las vestimentas de las dos no son de día martes. Son como para ir a la pelea. respiran, sudan, acechan.

Las nueve diez, relativamente temprano, aunque nunca tanto si se toma en cuenta que el toque Luz verde. Ambos parten. Márgara, sin saber por qué, cambia la radio y sintoniza la misma
es a las dos. Salen a Apoquindo, la calle sagrada, por El Bosque Norte, la de los restoranes que estación que la del auto negro. Ninguno de los dos se adelanta. Se mantienen paralelos. Los
ilustran las páginas de la Mundo Dinners; doblan hacia arriba, rumbo a El Faro, donde la taqui- tipos no las miran. Ellas no hacen otra cosa que contemplar con la boca abierta y húmeda a
lla se juntaba antes de que muriera por pasado de moda. Andan inquietas, como preparándose esos cuatro ejemplares soñados. Apoquindo parece más lenta, más vacía. Luz roja.
para la victoria, conversan puras tonteras y quizás por eso no se han dado cuenta de que hace
media hora que las siguen de cerca, bastante cerca, casi raspándoles el parachoques. Tanto Sandra infla un globo con su chicle rosado. Está que revienta de enojo y tensión. Los cuatro
parloteo y tanto mirar para los lados las hace olvidar lo que hay a sus espaldas: un auto negro, hombres aún no miran para el lado. Y están tan cerca. Bastaría con estirar la mano un poco
brillante y luminoso, que refleja las luces de toda la arteria. El auto es bajo, como una lancha, para acariciar ese mentón duro y serio, para revolver ese pelo a lo Sting, corto y castaño, em-
y avanza lentamente, casi sin tocar el pavimento, espiando a las dos mujeres que recorren las papado de gel. Pero el tipo mira quieto el vacío mientras golpea el volante con sus dedos. Los
calles buscando al hombre perfecto. otros tres tienen sus platinosos ojos fijos en el grupo de prostitutas de abrigos de piel sintética
y medias caladas que rondan por la esquina de Burgos. Márgara observa con envidia cómo las
Sandra enciende un cigarrillo. Lo aspira y suelta el humo, grácilmente. Mira a Márgara, que codiciadas miradas del auto negro se dirigen a esas minas de mala muerte y no hacia ellas que
parece decepcionada. Sus ojos tan maquillados se ven muertos, fijos en el tráfico que está están de miedo, listas para todo, rajas de caliente por esos cuatro gallos malditos de buenos,
adelante; no en el de atrás. Sandra sigue fumando; en la radio la Madonna canta feels so good enfermos de matadores. Luz verde. Partir.
incide y ambas saborean los labios. Pero así y todo no pasa mucho. No hay caso: mientras más
intentan pasarlo bien, peor la pasan. Quizás sería mejor volver a casa. Márgara acelera a fondo, haciendo rugir el motor, pero no parte. El auto negro sigue ahí, im-
pávido. Una vez más acelera, saca humo y para. Los tipos no responden. Siguen acelerando,
De pronto los ojos de la Márgara se encienden. Un antifaz de luz estalla en su cara. La ilumi- suelta, acelera y suelta, embraga: primera, pela forros y sale, segunda, volando, rajada, a con-
nación sale del retrovisor, como si hubiera reflectores invisibles colocados en el espejo. Rápi- cho, setenta, noventa, picando a todo dar, y el auto negro, refulgiendo como un jaguar oscuro
damente Sandra se da vuelta y ve las dos luces redondas resplandeciendo como panteras en electrificado, como las zumbas para arriba, pasando el letrero rojo de la Gente, el Bowling y su
su cara. El auto azabache disminuye su velocidad y comienza a quedarse atrás. Pero sólo por mundillo, dejando toda la taquilla atrás, alcanzándolas, colocándose a su lado, cerca, el viento
un instante. El señalizador se prende. Avanza, se coloca en la otra pista y acelera. Ya está al está fresco y fuerte, despeinando, removiéndolo todo y la Sandra que ya está casi afuera de la
lado de ellas. El azul del Célica se refleja en el elegante negro. Ambas están calladas, atónitas. ventana, eufórica y rayada, se agarra sus dos tetas con las manos y las aprieta hasta que por
Las ventanas del auto también son negras y relucen. No se ve nadie adentro. Están muy cerca, poco sus pezones atraviesan la tela y les grita con toda su fuerza ¿quieren hueveo, locos?
apenas unos centímetros de distancia. Ambos se desplazan a la misma velocidad. Luz roja.

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Y comienza a tirarle besos, a abrir su boca, a sacarse el rouge con la lengua. Márgara sigue Cuarta Unidad Temática
acelerando, ya van en ciento veinte, no puede parar, la radio ya revienta, there´ll be swinging,
swaying, music playing, dancing in thestreets y los tipos, cosa sorpresiva, comienzan a sonreír, Convulsiones Sociales
a tornarse humanos y les devuelven los besos, les gritan frases, garabatos, guiños de ojos,
vamos, Márgara, acércate, éstos sí que van a la pelea, yo me quedo con los de adelante, total,
una vez en la vida, qué te importa, huevona, si príncipes nunca vamos a encontrar, loca, una
buena cacha no le hace mal a nadie y los minos se van acercando, suave, lento, deslizándose
a su lado, ven, guapo, más cerca, así, para sentirte, cosa más rica, si supiera tu mamá, lindo,
ven, déjame chuparte, lamerte y... ¡mierda!, algo cambia, el auto comienza a enfurecerse, a
echar chispas, a tratar de arrollarlas, de sacarlas de la pista. Se inicia el encierro, la guerra, el
Objetivo general:
caos; el auto negro arremete contra el Célica, trata de chocarlo, de destruirle la puerta lateral
y la batalla sigue, a alta velocidad, solos, sin ningún auto cerca, solamente la avenida como Analizar y comprender la problemática de los conflictos sociales en Latino-
américa a través de su literatura.
campo de combate y Márgara acelera, lo más posible, mientras que los tipos del auto negro les
gritan garabatos, más garabatos, insultos, les lanzan escupos y pollos, se bajan los Wranglers Objetivos específicos:
y se largan a mear sobre el Célica, a juguetear con sus presas, a ofrecerlas, y ambas radios,
como si estuvieran conectadas, como si el auto negro ya dominara, emiten sinfonías crípticas, 1. Analizar el problema de la violencia social en el Perú y Latinoamérica a partir
sonidos bajos y densos, chirridos diabólicos y guitarra pesada, enervante, rock metálico, rock de textos literarios seleccionados.
satánico y la niebla, rara para octubre, una niebla verdosa y áspera, inicia su entrada a la calle,
2. Analizar y comprender la problemática de la violencia urbana en América Lati-
llenándola hasta las azoteas de los edificios, tapando toda la vía, bloqueando la vista, los sen-
na a partir de textos literarios escogidos.
tidos, paralizando los reflejos y el auto negro avanza sobre el colchón de niebla, circunda al
Célica hasta encerrarlo en un tornado púrpura y viscoso y, en medio de risotadas que se escu- Temas de reflexión:
chan a lo lejos, de caos metálicos que se escapan de las alcantarillas, desaparece por una calle
- Literatura y conflictos sociales
transversal, dejando como huella un temblor en los árboles y un estallido en la brisa.
- Conflictos sociales en Perú y Latinoamérica

Márgara y Sandra están sentadas en medio de Apoquindo con el auto parado. La calle está - Violencia urbana en Perú y Latinoamérica
vacía, sin gente, sin buses, sin nada. La niebla sigue y aumenta. Ambas respiran hondo y tratan
de olvidar lo recién vivido. La radio ya no funciona. Está muerta.

Se suben al auto, encienden el motor, dan vuelta, y comienzan a volver a casa en silencio,
tratando de no meter bulla. El trayecto se hace eterno, como si el pavimento se dirigiera en la
dirección contraria. La soledad de la avenida y el mutismo reinante no pierden su olor a com-
plicidad. Márgara mira por el espejo y ve dos luces a lo lejos que se vienen acercando rápido.
Acelera como nunca lo ha hecho antes.

De una esquina aparece un auto negro que rozando diagonalmente la calle se instala frente
a ellas, bloqueándoles la vía de escape. De la nada, dos autos negros se colocan uno a cada
costado. Márgara vuelve a mirar el retrovisor: otro auto negro está pegado a su cola. La radio
comienza a funcionar, remeciendo los vidrios. El motor se apaga. Los cuatro autos se detienen.
Una puerta se abre.

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34. EL LLANO EN LLAMAS La cerca de piedra culebreaba mucho al subir y bajar por las lomas, y ellos, la Perra y los
Cuatro, iban también culebreando como si fueran los pies trabados. Así los vimos perderse
de nuestros ojos. Luego volvimos la cara para poder ver otra vez hacia arriba y miramos las
ramas bajas de los amoles que nos daban tantita sombra. Olía a eso; a sombra recalentada
Juan Rulfo
por el sol. A amoles podridos.
En: El llano en llamas. Buenos Aires: Sudamericana, 2000
Se sentía el sueño del mediodía.
.
La boruca que venía de allá abajo se salía a cada rato de la barranca y nos sacudía el cuerpo
para que no nos durmiéramos. Y aunque queríamos oír parando bien la oreja, sólo nos llegaba
la boruca: un remolino de murmullos, como si se estuviera oyendo de muy lejos el rumor que
hacen las carretas al pasar por un callejón pedregoso.

De repente sonó un tiro. Lo repitió la barranca como si estuviera derrumbándose. Eso hizo que
las cosas despertaran: volaron los totochilos, esos pájaros colorados que habíamos estado
viendo jugar entre los amoles. En seguida las chicharras, que se habían dormido a ras del
mediodía, también despertaron llenando la tierra de rechinidos. —¿Qué fue? — preguntó Pedro
Zamora, todavía medio amodorrado por la siesta.

Entonces el Chihuila se levantó y, arrastrando su carabina como si fuera un leño, se encaminó


detrás de los que se habían ido.

— Voy a ver qué fue lo que fue — dijo perdiéndose también como los otros.

El chirriar de las chicharras aumentó de tal modo que nos dejó sordos y no nos dimos cuen-
ta de la hora en que ellos aparecieron por allí. Cuando menos acordamos aquí estaban ya,
mero enfrente de nosotros, todos desguarnecidos. Parecían ir de paso, ajuareados para otros
apuros y no para éste de ahorita.

Nos dimos vuelta y los miramos por la mira de las troneras. Pasaron los primeros, luego los
segundos y otros más, con el cuerpo echado para adelante, jorobados de sueño. Les relumbra-
Ya mataron a la perra, pero quedan los perritos
ba la cara de sudor, como si la hubieran zambullido en el agua al pasar por el arroyo.
Corrido popular
Siguieron pasando.

Llegó la señal. Se oyó un chiflido largo y comenzó la tracatera allá lejos, por donde se había
“¡VIVA PETRONILO FLORES!”. El grito se vino rebotando por los paredones de la barranca y ido la Perra. Luego siguió aquí. Fue fácil. Casi tapaban el agujero de las troneras con su bulto,
subió hasta donde estábamos nosotros. Luego se deshizo. de modo que aquello era como tirarles a boca de jarro y hacerles pegar tamaño respingo de la
vida a la muerte sin que apenas se dieran cuenta.
Por un rato, el viento que soplaba desde abajo nos trajo un tumulto de voces amontonadas,
haciendo un ruido igual al que hace el agua crecida cuando rueda sobre pedregales. Pero esto duró muy poquito. Si acaso la primera y la segunda descarga. Pronto quedó vacío
el hueco de la tronera por donde, asomándose uno, sólo se veía a los que estaban acostados
En seguida, saliendo de allá mismo, otro grito torció por el recodo de la barranca, volvió a re- en mitad del camino, medio torcidos, como si alguien los hubiera venido a tirar allí. Los vivos
botar en los paredones y llegó todavía con fuerza junto a nosotros: desaparecieron. Después volvieron a aparecer, pero por lo pronto ya no estaban allí. Para la
“¡Viva mi general Petronilo Flores!”. Nosotros nos miramos. La Perra se levantó despacio, quitó siguiente descarga tuvimos que esperar. Alguno de nosotros gritó: “¡Viva Pedro Zamora!” Del
el cartucho a la carga de su carabina y se lo guardó en la bolsa de la camisa. Después se ar- otro lado respondieron, casi en secreto: “¡Sálvame patroncito!¡Sálvame!¡Santo Niño de Atocha,
rimó a donde estaban. Los cuatro y les dijo: “Síganme, muchachos, vamos a ver qué toritos socórreme!” ‘Pasaron los pájaros. Bandadas de tordos cruzaron por encima de nosotros hacia
toreamos!”. Los cuatro hermanos Benavides se fueron detrás de él, agachados; solamente la los cerros.
Perra iba bien tieso, asomando la mitad de su cuerpo flaco por encima de la cerca. La tercera descarga nos llegó por detrás. Brotó de ellos, haciéndonos brincar hasta el otro lado
Nosotros seguimos allí, sin movernos. Estábamos alineados al pie del lienzo, tirados panza de la cerca, hasta más allá de los muertos que nosotros habíamos matado.
arriba, como iguanas calentándose al sol. Luego comenzó la corretiza por entre los matorrales. Sentíamos las balas pajueleándonos los

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talones, como si hubiéramos caído sobre un enjambre de chapulines. Y de vez en cuando, y Ya no había caballos, sólo estaba un burro trasijado que ya vivía allí desde antes que nosotros
cada vez más seguido, pegando mero en medio de alguno de nosotros, que se quebraba con un viniéramos. De seguro los federales habían cargado con los caballos. Encontramos al resto de
crujido de huesos. Corrimos. Llegamos al borde de la barranca y nos dejamos descolgar por los Cuatro detrasito de unos matojos, los tres juntos, encaramados uno encima de otro como si
allí como si nos despeñáramos. los hubieran apilado allí. Les alzamos la cabeza y se la zangoloteamos un poquito para ver si
alguno daba todavía señales pero no, ya estaban bien difuntos. En el aguaje estaba otro de los
Ellos seguían disparando. Siguieron disparando todavía después que habíamos subido hasta nuestros con las costillas de fuera como si lo hubieran macheteado. Y recorriendo el lienzo de
el otro lado, a gatas, como tejones espantados por la lumbre. arriba abajo encontramos uno aquí y otro más allá, casi todos con la cara renegrida.
“¡Viva mi general Petronilo Flores, hijos de la tal por cual!”, nos gritaron otra vez. Y el grito se — A éstos los remataron, no tiene ni qué —dijo uno delosJoseses.
fue rebotando como el trueno de una tormenta, barranca abajo.
Nos pusimos a buscar a la Perra; a no hacer caso de ningún otro sino de encontrar a la men-
Nos quedamos agazapados detrás de unas piedras grandes y boludas, todavía resollando tada Perra.
fuerte por la carrera. Solamente mirábamos a Pedro Zamora preguntándole con los ojos qué
era lo que nos había pasado. Pero él también nos miraba sin decirnos nada. Era como si se nos No dimos con él. “Se lo han de haber llevado —pensamos—. Se lo han de haber llevado para
hubiera acabado el habla a todos o como si la lengua se nos hubiera hecho bola como la de los enseñárselo al gobierno”; pero, aun así seguimos buscando por todas partes, entre el rastrojo’.
pericos y nos costara trabajo soltarla para que dijera algo. Pedro Zamora nos seguía mirando. Los coyotes seguían aullando.
Estaba haciendo sus cuentas con los ojos; con aquellos ojos que él tenía, todos enrojecidos,
como si los trajera siempre desvelados. Nos contaba de uno en uno. Sabía ya cuántos éramos Siguieron aullando toda la noche.
los que estábamos allí, pero parecía no estar seguro todavía, por eso nos repasaba una vez y Pocos días después, en el Armería, al ir pasando el río, nos volvimos a encontrar con Petronilo
otra y otra. Flores. Dimos marcha atrás, pero ya era tarde. Fue como si nos fusilaran. Pedro Zamora pasó
Faltaban algunos: once o doce, sin contar a la Perra y al Chihuila a los que habían arrendado por delante haciendo galopar aquel macho barcino y chaparrito que era el mejor animal que
con ellos. El Chihuila bien pudiera ser que estuviera horquetado arriba de algún amole, acosta- yo había conocido. Y detrás de él, nosotros, en manada, agachados sobre el pescuezo de los
do sobre su retrocarga, aguardando a que se fueran los federales. caballos. De todos modos la matazón fue grande. No me di cuenta de pronto porque me hundí
en el río debajo de mi caballo muerto, y la corriente nos arrastró a los dos, lejos, hasta un re-
Los Joseses, los dos hijos de la Perra, fueron los primeros en levantar la cabeza, luego el cu- manso bajito de agua y lleno de arena. Aquél fue el último agarre que tuvimos con las fuerzas
erpo. Por fin caminaron de un lado a otro esperando que Pedro Zamora les dijera algo. Y dijo: de Petronilo Flores. Después ya no peleamos. Para decir mejor las cosas, ya teníamos algún
Otro agarre como éste y nos acaban. tiempo sin pelear, sólo de andar huyendo el bulto; por eso resolvimos remontarnos los pocos
que quedamos, echándonos al cerro para escondernos de la persecución. Y acabamos por ser
En seguida, atragantándose como si tragara un buche de coraje, les gritó a los Joseses: unos grupitos tan ralos que ya nadie nos tenía miedo. Ya nadie corría gritando: “¡Allí vienen los
—¡Ya sé que falta su padre, pero aguántense, aguántense tantito! Iremos por él! Una bala dis- de Zamora!” Había vuelto la paz al Llano Grande.
parada de allá hizo volar una parvada de tildíos en la ladera de enfrente. Los pájaros cayeron Pero no por mucho tiempo.
sobre la barranca y revolotearon hasta cerca de nosotros; luego, al vernos, se asustaron, di-
eron media vuelta relumbrando contra el sol y volvieron a llenar de gritos los árboles de la Hacía cosa de ocho meses que estábamos escondidos en el escondrijo del Cañón del Tozín,
ladera de enfrente. allí donde el río Armería se encajona durante muchas horas para dejarse caer sobre la costa.
Esperábamos dejar pasar los años para luego volver al mundo, cuando ya nadie se acordara
Los Joseses volvieron al lugar de antes y se acuclillaron en silencio. de nosotros. Habíamos comenzado a criar gallinas y de vez en cuando subíamos a la sierra
Así estuvimos toda la tarde. Cuando empezó a bajar la noche llegó el Chihuila acompañado en busca de venados. Éramos cinco, casi cuatro, porque a uno de los Joseses se le había gan-
de uno de los Cuatro. Nos dijeron que venían de allá abajo, de la Piedra Lisa, pero no supieron grenado una pierna por el balazo que le dieron abajito de la nalga, allá, cuando nos balacearon
decirnos si ya se habían retirado los federales. Lo cierto es que todo parecía estar en calma. por detrás. Estábamos allí, empezando a sentir que ya no servíamos para nada. Y de no saber
De vez en cuando se oían los aullidos de los coyotes. —¡Epa tú, Pichón.! — me dijo Pedro Zam- que nos colgarían a todos, hubiéramos ido a pacificarnos.
ora—. Te voy a dar la encomienda de que vayas con los Joseses hasta Piedra Lisa y vean a ver Pero en eso apareció un tal Armancio Alcalá, que era el que le hacía los recados y las cartas a
qué le pasó a la Perra. Si está muerto, pos entiérrenlo. Y hagan lo mismo con los otros. A los Pedro Zamora.
heridos déjenlos encima de algo para que los vean los guachos; pero no se traigan a nadie.
Fue de mañanita, mientras nos ocupábamos en destazar una vaca, cuando oímos el pitido del
—Eso haremos. cuerno. Venía de muy lejos, por el rumbo del Llano. Pasado un rato volvió a oírse. Era como el
Y nos fuimos. bramido de un toro: primero agudo, luego ronco, luego otra vez agudo. El eco lo alargaba más
y más y lo traía aquí cerca, hasta que el ronroneo del río lo apagaba.
Los coyotes se oían más cerquita cuando llegamos al corral donde habíamos encerrado la
caballada. Y ya estaba para salir el sol, cuando el tal Alcalá se dejó ver asomándose por entre los sab-
inos. Traía terciadas dos carrilleras con cartuchos del “44” y en las ancas de su caballo venía
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atravesado un montón de rifles como si fuera una maleta. Se apeó del macho. Nos repartió las hasta que otros nos iban cercando poquito a poco, agarrándonos como a gallinas acorraladas.
carabinas y volvió a hacer la maleta con las que le sobraban”. Desde entonces supimos que a ese paso no íbamos a durar mucho, aunque éramos muchos.
Cuando los vivos comenzaron a salir de entre las astillas de los carros, nosotros nos retiramos
— Si no tienen nada urgente que hacer de hoy a mañana, pónganse listos para salir a San de allí, acalambrados de miedo.
Buenaventura. Allí los está aguardando Pedro Zamora. En mientras, yo voy un poquito más
abajo a buscar a los Zanates. Luego volveré. Al día siguiente volvió, ya de atardecida. Y sí, con Estuvimos escondidos varios días; pero los federales nos fueron a sacar de nuestro escondite.
él venían los Zanates. Se les veía la cara prieta entre el pardear de la tarde. También venían Ya no nos dieron paz; ni siquiera para mascar un pedazo de cecina en paz. Hicieron que se
otros tres que no conocíamos. nos acabaran las horas de dormir y de comer, y que los días y las noches fueran iguales para
nosotros. Quisimos llegar al Cañón del Tozín; pero el gobierno llegó primero que nosotros.
—En el camino conseguiremos caballos—nos dijo. Y lo seguimos. Faldeamos el volcán. Subimos a los montes más altos y allí, en ese lugar que le dicen el Cami-
Desde mucho antes de llegar a San Buenaventura nos dimos cuenta de que los ranchos es- no de Dios, encontramos otra vez al gobierno tirando a matar. Sentíamos cómo bajaban las
taban ardiendo. De las trojes de la hacienda se alzaba más alta la llamarada, como si estuviera balas sobre nosotros, en rachas apretadas, calentando el aire que nos rodeaba. Y hasta las pie-
quemándose un charco de aguarrás. Las chispas volaban y se hacían rosca en la oscuridad del dras detrás de las que nos escondíamos se hacían trizas una tras otra como si fueran terrones.
cielo formando grandes nubes alumbradas. Seguimos caminando de frente, encandilados por Después supimos que eran ametralladoras aquellas carabinas con que disparaban ahora so-
la luminaria de San Buenaventura, como si algo nos dijera que nuestro trabajo era estar allí, bre nosotros y que dejaban hecho una coladera el cuerpo de uno; pero entonces creímos que
para acabar con lo que quedara. eran muchos soldados, por miles, y todo lo que queríamos era correr de ellos.

Pero no habíamos alcanzado a llegar cuando encontramos a los primeros de a caballo que
venían al trote, con la soga morreada en la cabeza de la silla y tirando, unos, de hombres piala-
dos que, en ratos, todavía caminaban sobre sus manos, y otros, de hombres a los que ya se les
habían caído las manos y traían descolgada la cabeza. Los miramos pasar. Más atrás venían
Pedro Zamora y mucha gente a caballo. Mucha más gente que nunca. Nos dio gusto.

Daba gusto mirar aquella larga fila de hombres cruzando el Llano Grande otra vez, como en
los tiempos buenos. Como al principio, cuando nos habíamos levantado de la tierra como hu-
izapoles maduros aventados por el viento, para llenar de terror todos los alrededores del
Llano. Hubo un tiempo que así fue. Y ahora parecía volver. De allí nos encaminamos hacia San
Pedro. Le prendimos fuego y luego la emprendimos rumbo al Petacal. Era la época en que el
maíz ya estaba por pizcarse y las milpas se veían secas y dobladas por los ventarrones que
soplan por este tiempo sobre el Llano. Así que se veía muy bonito ver caminar el fuego en los
potreros; ver hecho una pura brasa casi todo el Llano en la quemazón aquella, con el humo
ondulado por arriba; aquel humo oloroso a carrizo y a miel, porque la lumbre había llegado
también a los cañaverales.

Y de entre el humo íbamos saliendo nosotros, como espantajos, con la cara tiznada, arreando
ganado de aquí y de allá para juntarlo en algún lugar y quitarle el pellejo. Ese era ahora nues-
tro negocio: los cueros de ganado.

Porque, como nos dijo Pedro Zamora: “Esta revolución la vamos a hacer con el dinero de los ri-
cos. Ellos pagarán las armas y los gastos que cueste esta revolución que estamos haciendo. Y
aunque no tenemos por ahorita ninguna bandera por qué pelear, debemos apurarnos a amon-
tonar dinero, para que cuando vengan las tropas del gobierno vean que somos poderosos.”
Eso nos dijo. Y cuando al fin volvieron las tropas, se soltaron matándonos otra vez como antes,
aunque no con la misma facilidad. Ahora se veía a leguas que nos tenían miedo.

Pero nosotros también les teníamos miedo. Era de verse cómo se nos atoraban los güevos en
el pescuezo con sólo oír el ruido que hacían sus guarniciones o las pezuñas de sus caballos
al golpear las piedras de algún camino, donde estábamos esperando para tenderles una em-
boscada. Al verlos pasar, casi sentíamos que nos miraban de reojo y como diciendo: “Ya los
venteamos, nomás nos estamos haciendo disimulados.” Y así parecía ser, porque de buenas
a primeras se echaban sobre el suelo, afortinados detrás de sus caballos y nos resistían allí

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35. DE COLOR MODESTO Alfredo no insistió pero mientras regresaba al bar se preguntó si esa alusión a los viejos ten-
dría algo que ver con su persona. Volvió a observarse en el espejo. Su cutis estaba terso aún
pero era en los ojos donde una precoz madurez, pago de voraces lecturas, parecía haberse
aposentado. “Ojos de viejo”, pensó Alfredo, desalentado, y se sirvió un cuarto vaso de ron.
Julio Ramón Ribeyro
Mientras tanto, la animación crecía a su alrededor. La fiesta, fría al comienzo, iba tomando
En: La palabra del mudo. Lima: Editorial Planeta, 2009. punto. Las parejas se soltaban para contorsionarse. Era la influencia de La música afrocubana,
suprimiendo la censura de los pacatos e hipócritas habitantes de Lima. Alfredo caminó hasta
la terraza y miró hacia la calle. En la calzada se veían ávidos ojos, cabezas estiradas, manos
aferradas a la verja. Era gente del pueblo, al margen de la alegría.

Una voz sonó a sus espaldas.

— ¡Alfredo!

Al voltear la cabeza se encontró con un hombrecillo de corbata plateada, que lo miraba con
incredulidad.

— Pero, ¿qué haces aquí, hombre? Un artista como tú...

— He venido acompañando a mi hermana.

— No es justo que estés solo. Ven, te voy a presentar unas amigas.

Alfredo se dejó remolcar por su amigo entre los bailarines, hasta una segunda sala, donde
se veían algunas muchachas sentadas en un sofá. Una afinidad notoria las había reunido allí:
LO PRIMERO QUE HIZO Alfredo al entrar a la fiesta fue ir directamente al bar. Allí se bebió dos eran feas.
vasos de ron y luego, apoyándose en el marco de una puerta, se puso a observar el baile. Casi
todo el mundo estaba emparejado, a excepción de tres o cuatro tipos que, como él, rondaban — Aquí les presento a un amigo —dijo, y sin añadir nada más, lo abandonó.
por el bar o fumaban en la terraza un cigarrillo. Las muchachas lo miraron un momento y luego siguieron conversando. Alfredo se sintió in-
cómodo. No supo si permanecer allí o retirarse. Optó heroicamente por lo primero pero tieso,
Al poco tiempo comenzó a aburrirse y se preguntó para qué había venido allí. Él detestaba sin abrir la boca, como si fuera un ujier encargado de vigilarlas. Ellas elevaban de cuando en
las fiestas, en parte porque bailaba muy mal y en parte porque no sabía qué hablar con las cuando la vista y le echaban una rápida mirada, un poco asustadas. Alfredo encontró la idea
muchachas. Por lo general, los malos bailarines retenían a su pareja con una charla ingeniosa salvadora. Sacó su paquete de cigarrillos y lo ofreció al grupo.
que disimulaba los pisotones e, inversamente, los borricos que no sabían hablar aprendían a
bailar tan bien que las muchachas se disputaban por estar en sus brazos. Pero Alfredo, sin las — ¿Fuman?
cualidades de los unos ni de los otros, pero con todos sus defectos, era un ser condenado a
fracasar infaliblemente en este tipo de reuniones. La respuesta fue seca:

Mientras se servía el tercer vaso de ron, se observó en el espejo del bar. Sus ojos estaban un — No, gracias.
poco empañados y algo en la expresión blanda de su cara indicaba que el licor producía sus
efectos. Para despabilarse, se acercó al tocadiscos donde un grupo de muchachas elegía ale- Por su parte, encendió uno y al echar la primera bocanada de humo, se sintió más seguro. Se
gremente las piezas que luego tocarían. dio cuenta que tendría que iniciar una batalla.

— Pongan un bolero —sugirió. — ¿Ustedes van al cine?

Las muchachas lo miraron con sorpresa. Sin duda se trataba de un rostro poco familiar. Las — No.
fiestas de Miraflores, a pesar de realizarse semanalmente en casas diferentes, congregaban
Aún aventuró una tercera pregunta:
a la misma pandilla de jovenzuelos en busca de enamorada. De esos bailes sabatinos en resi-
dencias burguesas salían casi todos los noviazgos y matrimonios del balneario. — ¿Por qué no abrirán esa ventana? Hace mucho calor.
— Nos gusta más el mambo —respondió la más osada de las muchachas—. El bolero está bien Esta vez fue peor: ni siquiera obtuvo respuesta. A partir de ese momento ya no despegó los
para los viejos. labios. Las muchachas, intimidadas por esa presencia silenciosa, se levantaron, y pasaron a

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la otra sala. Alfredo quedó solo en la inmensa habitación, sintiendo que el sudor empapaba su renta.
camisa.
Alfredo la miró: era una mujer morena, bastante provocativa y sensual. En el fondo de sus ojos
El hombrecillo de la corbata plateada reapareció. verdes brillaba un punto dorado, codicioso.

— ¿Cómo?, ¿sigues parado allí? ¡No me dirás que no has bailado! — Pero, entonces, ¿a qué te dedicas? —preguntó Corina.

— Una pieza —mintió Alfredo — Pinto.

— Seguramente que todavía no has saludado a mi hermana. Vamos, está aquí con su enamorado. — Pero... ¿de eso se puede vivir? —inquirió la morena, visiblemente intrigada.
Ambos pasaron a la sala vecina. La dueña del santo bailaba un vals criollo con un cadete de la
Escuela Militar. — No sé a qué le llamará usted vivir —dijo Alfredo—. Yo sobrevivo, al menos.

— Elsa, aquí Alfredo quiere saludarte. A su alrededor se creó un silencio ligeramente decepcionado. Alfredo pensó que era el mo-
mento de sacar a bailar a alguien, pero sólo tocaban la maldita música afrocubana. Se arries-
— ¡Ahora que termine la pieza! —respondió Elsa sin interrumpir sus rápidas volteretas. Al- gaba ya a extender la mano hacia la morena, cuando un hombre calvo, elegante, con dos puños
fredo quedó cerca, esperando, meditando uno de los habituales saludos de cumpleaños. Pero blancos de camisa que sobresalían insolentemente de las mangas de su saco, irrumpió en el
Elsa empalmó ese baile con el siguiente y en seguida, del brazo del cadete, se encaminó ale- grupo como una centella.
gremente hacia el comedor, donde se veía una larga mesa repleta de bocaditos.
— ¡Ya todo está arreglado, regio! —exclamó—. Mañana iremos a Chosica con Ernesto y Jorge.
Alfredo, olvidado, se acercó una vez más al bar. “Tengo que bailar”, se dijo. Era ya una cuestión Las tres hermanas Puertas vendrán con nosotros. ¿No les parece regio? Lo mismo que Car-
de orden moral. Mientras bebía el quinto trago, buscó en vano a su hermana entre los concur- mela y Roxana.
rentes. Su mirada se cruzó con la de dos hombres maduros que observaban lujuriosamente
a las niñas y de inmediato se vio asaltado por un torbellino de pensamientos lúcidos y lac- Hubo un estallido de alegría.
erantes. ¿Qué podía hacer él, hombre de veinticinco años, en una fiesta de adolescentes? Ya
había pasado la edad de cobijarse “a la sombra de las muchachas en flor”. Esta reflexión trajo — Te presento a un amigo —dijo Corina, señalando a Alfredo.
consigo otras, más reconfortantes, y lanzando la vista en tomo suyo, trató de ubicar alguna
chica mayor a quien no intimidaran sus modales ni su inteligencia. El calvo le estrechó efusivamente la mano.

Cerca del vestíbulo había tres o cuatro muchachas un poco marchitas, de aquellas que han —Regio, si quiere puede venir también con nosotros. Nos va a faltar sitio para Elsa y su prima.
dejado pasar su bella época, obsesionadas por algún amor loco y frustrado, y que llegan a la ¿Quiere usted llevarlas en su carro?
treintena sin otra esperanza que la de hacer, ya que no un matrimonio de amor, por lo menos
Alfredo se sintió enrojecer.
uno de fortuna.
— No tengo carro.
Alfredo se acercó. Su paso era un poco inseguro, al extremo que algunas parejas con las que
tropezó, lo miraron airadas. Al llegar al grupo tuvo una sorpresa: una de las muchachas era El calvo lo miró perplejo, como si acabara de escuchar una cosa absolutamente insólita. Un
una antigua vecina de su infancia. hombre de veinticinco años que no tuviera carro en Lima podría pasar por un perfecto imbécil.
La morena se mordió los labios y observó con más atención el terno, la camisa de Alfredo.
— No me digas que he cambiado mucho —dijo Corina—. Me vas a hacer sentir vieja —y lo pre-
Luego le volvió lentamente la espalda.
sentó al resto del grupo.
El vacío comenzó. El calvo había acaparado la atención del grupo, hablando de cómo se dis-
Alfredo departió un rato con ellas. Las cinco copas de ron lo frivolizaban lo suficiente corno
tribuirían en los carros, cómo se desarrollaría el programa del domingo.
para responder a la andanada de preguntas estúpidas. Advirtió que había un clima de interés
en tomo a su persona. — ¡Tomaremos el aperitivo en Los Ángeles! Luego almorzaremos en Santa María, ¿no les
parece regio? Más tarde haremos un poco de “footing”...
— ¿Ya habrás terminado tu carrera? —indagó Corina.
Alfredo se dio cuenta de que allí también sobraba. Poco a poco, pretextando mirar los cuadros,
— No. La dejé —respondió francamente Alfredo.
se fue alejando del grupo, se tropezó con un cenicero y cuando llegó al bar, escuchó aún la voz
— ¿Estás trabajando en algún sitio? del calvo que bramaba:

— No. — ¡Almorzaremos en el río, regio!

— ¡Qué suerte! —intervino una de las chicas—. Para no trabajar habrá que tener muy buena — ¡Un ron! —dijo a la chica que estaba detrás del mostrador.

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La chica lo miró enojada. pieza terminó, empezaron la siguiente. La negra aceptaba la presión de su cuerpo con una
absoluta responsabilidad.
— ¿No ha oído? ¡Un ron!
— ¿Tú trabajas aquí?
— Sírvaselo usted. Yo no soy la sirvienta —contestó, y se retiró de prisa.
— No, en la casa de al lado. Pero he venido para ayudar un poco y para mirar.
Alfredo se sirvió un vaso hasta el borde. Volvió a mirarse en el espejo. Un mechón de pelo
había caído sobre su frente. Sus ojos habían envejecido aún más. “Su mirada era tan profunda Terminaron de bailar esa pieza, entre cacerolas y tufos de comida. El resto de la servidumbre
que no se la podía ver”, musitó. Vio sus labios apretados: signo de una naciente agresividad. seguía trabajando y, a veces, interrumpiéndose, los miraban para reírse y hacer comentarios
graciosos.
Cuando se disponía a servirse otro, divisó a su hermana que atravesaba la sala. De un salto
estuvo a su lado y la cogió del brazo. — ¡Apagaremos la luz!

— Elena, vamos a bailar. — ¿Qué cosa hay allí? —preguntó Alfredo, señalando una mampara al fondo de la cocina.

Elena se desprendió vivamente. — El jardín, creo.

— ¿Bailar entre hermanos? ¡Estás loco! Además, estás apestando a licor. ¿Cuántas copas te — Vamos.
has tomado? ¡Anda, lávate la cara y enjuágate la boca!
La negra protestó.
A partir de ese momento, Alfredo erró de una sala a otra, exhibiendo descaradamente el es-
pectáculo de su soledad. Estuvo en la terraza mirando el jardín, fumó cigarrillos cerca del to- — Vamos —insistió Alfredo—. Allí estaremos mejor.
cadiscos, bebió más tragos en el bar, rehusó la simpatía de otros solitarios que querían hacer
observaciones irónicas sobre la vida social y por último se cobijó bajo las escaleras, cerca de Al empujar la mampara se encontraron en una galería que daba sobre el jardín interior. Había
la puerta que daba al oficio. El ron le quemaba las entrañas. una agradable penumbra. Alfredo apoyó su mejilla contra la mejilla negra y bailó despaciosa-
mente. La música llegaba muy débil.
Al segundo golpe, la puerta del oficio se abrió y una mucama asomó la cabeza.
— Es raro estar así, ¿no es verdad? —dijo la negra—. ¡Qué pensarán los patrones!
— Deme un vaso de agua, por favor.

La mucama dejó la puerta entreabierta y se alejó, dando unos pasos de baile. Alfredo observó — No es raro —dijo Alfredo—. ¿Tú no eres acaso una mujer?
que en el interior de la cocina, la servidumbre, al mismo tiempo que preparaba el arroz con
pato, celebraba, a su manera, una especie de fiesta íntima. Una negra esbelta cantaba y se
Durante largo rato no hablaron. Alfredo se dejaba mecer por un extraño dulzor, donde la sen-
meneaba con una escoba en los brazos. Alfredo, sin reflexionar, empujó la puerta y penetró en
sualidad apenas intervenía. Era más bien un sosiego de orden espiritual, nacido de la confian-
la cocina.
za en sí mismo readquirida, de su posibilidad de contacto con los seres humanos.
— Vamos a bailar —dijo a la negra.
Una gritería se escuchó en el interior de la casa.
La negra rehusó, disforzándose, riéndose, rechazándolo con la mano pero incitándolo con su
— ¡La torta! ¡Van a partir la torta!
cuerpo. Cuando estuvo arrinconada contra la pared, dejó de menearse.
Antes de que Alfredo se percatara de lo que sucedía, se encendió la luz de la galería, se abrió
— ¡No! Nos pueden ver.
la puerta del jardín y una fila de alegres parejas irrumpió, cogidas de la cintura, formando un
La mucama se acercó, con el vaso de agua. ruidoso tren, tocando pitos, gritando a voz en cuello:

— Baila no más —dijo-. Cerraré la puerta. ¿Por qué no nos vamos a divertir nosotros también? — ¡Vengan todos que van a partir la torta!

Los parlamentos continuaron, hasta que al fin la negra cedió. Alfredo tuvo tiempo de observar algo más; no habían estado solos en la galería. En las mesitas
cobijadas a la sombra de la enramada, algunas parejas se habían refugiado y ahora, sorpren-
— Solamente hasta que termine esta pieza —dijo. didas también, se despertaban como de un sueño.

Mientras la mucama cerraba la puerta con llave, Alfredo atenazó a la negra y comenzó a bailar. El ruidoso tren dio unas vueltas por el jardín y luego se encaminó hacia la galería. Al llegar
En ese momento se dio cuenta que bailaba bien, quizá por ese sentido del ritmo que el alcohol delante de Alfredo y de la negra, la gritería cesó. Hubo un corto silencio de estupor y el tren
da cuando no lo quita o simplemente por la agilidad con que su pareja lo seguía. Cuando esa se desbandó hacia el interior de la casa. Incluso las parejas, desde el fondo de los sillones, se

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levantaron y los hombres partieron, arrastrando a sus mujeres de la mano. Alfredo y la negra — ¡Va! No interesa.
quedaron solos.
— Mañana no se acordará de nada.
— ¡Qué estúpidos! —dijo sonriendo—. ¿Qué les sucede?

— Me voy —dijo la negra, tratando de zafarse.


Alfredo no respondió. Estaba otra vez al lado de su casa. Pasando su brazo sobre el hombro
— Quédate. Vamos a seguir bailando. femenino, se apoyó en el muro y quedó mirando por la ventana, donde su padre continuaba
leyendo el periódico. Alguna intuición debió tener su padre, porque fue volteando lentamente
Por la fuerza la retuvo de la mano. Y la hubiera abrazado nuevamente, si es que un grupo de la cabeza. Al distinguir a Alfredo y a la negra, quedó un instante perplejo. Luego se levantó,
hombres, entre los cuales se veía al dueño de la casa y al hombrecillo de la corbata plateada, dejó caer el periódico y tiró con fuerza los postigos de la ventana.
no apareciera por la puerta de la cocina.
— Vamos al malecón —dijo Alfredo.
— ¿Qué escándalo es éste? —decía el dueño, moviendo la cabeza.
— ¿Quién es ese hombre?
— Alfredo —balbuceó el hombrecillo—. No te la des de original.
— No lo conozco.
— ¿No tiene usted respeto por las mujeres que hay acá? —intervino un tercer caballero.
Esa parte del malecón era sombría. Por ahí se veían automóviles detenidos, en cuyo interior
— Váyase usted de mi casa —ordenó el dueño a la negra—. No quiero verla más por aquí. se alocaban y cedían las vírgenes de Miraflores. Se veían también parejas recostadas contra
Mañana hablaré con sus patrones. la baranda del malecón que daba al barranco. Alfredo anduvo un rato con la negra y se sentó
por último en el parapeto.
— No se va —respondió Alfredo.
— ¿No quieres mirar el mar? —preguntó—. Saltamos al otro lado y estamos a un paso del
— Y usted sale también con ella, ¡caramba! barranco.
Algunas mujeres asomaban la cabeza por la puerta de la cocina. Alfredo creyó reconocer a su
hermana que, al verlo, dio media vuelta y se alejó a la carrera. — ¡Qué dirá la gente! —protestó la negra.

— ¿No ha oído? ¡Salga de aquí! — ¡Tú eres más burguesa que yo!... Ven, sígueme. Todo el mundo viene a mirar el mar.

Alfredo examinó al dueño de casa y, sin poderse contener, se echó a reír. Ayudándola a salvar la baranda, caminaron un poco por el desmonte hasta llegar al borde del
barranco. El ruido del mar subía incansable, aterrador. Al fondo se veía la espuma blanca de
— Está borracho —dijo alguien. las olas estrellándose contra la playa de piedras. El viento los hacía vacilar.

Cuando terminó de reír, Alfredo soltó el brazo de la negra. — ¿Y si nos suicidamos? —preguntó Alfredo—. Será la mejor manera de vengarnos de toda
esta inmundicia.
— Espérame en la calle Madrid —y abotonándose el saco con dignidad, sin despedirse de na-
die, atravesó la cocina, la sala donde el baile se había interrumpido, el jardín, y, por último, la — Tírese usted primero y yo lo sigo —rió la negra.
verja de madera.
— Comienzas a comprenderme —dijo Alfredo, y cogiendo a la negra de los hombros, la besó
“Caballerísimo de mí”, pensó mientras se alejaba hacia su casa, encendiendo un cigarrillo. Al rápidamente en la boca.
llegar a su bajo muro se detuvo: por la ventana abierta de la sala se veía su padre, de espaldas,
leyendo un periódico. Desde que tenía uso de razón había visto a su padre a la misma hora, Luego emprendieron el retorno. Alfredo sentía nacer en sí una incomprensible inquietud. Es-
en la misma butaca, leyendo el mismo periódico. Un rato permaneció allí. Luego se mojó la taban saltando la baranda cuando un faro poderoso los cegó. Se escuchó el ruido de las porte-
cabeza en el caño del jardín y se encaminó a la calle Madrid. zuelas de un carro que se abrían y se cerraban con violencia y pronto dos policías estuvieron
frente a ellos.
La negra estaba esperándolo. Se había quitado su mandil de servicio y en el apretado traje de
seda su cuerpo resaltaba con trazos simples y perentorios, como un tótem de madera. Alfredo — ¿Qué hacían allá abajo?, ¡a ver, sus papeles!
la cogió de la mano y la arrastró hacia el malecón, lamentando no tener plata para llevarla al
cine. Caminaba contento, en silencio, con la seguridad del hombre que reconduce a su hembra. Alfredo se palpó los bolsillos y terminó mostrando su Libreta Electoral.

— ¿Por qué hace usted esto? —preguntó la negra. — Han estado planeando en el barranco, ¿no?

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— Fuimos a mirar el mar. — Puede llamar por teléfono para cerciorarse.

— Te están tomando el pelo —intervino el otro policía—. Vamos a llevarlos a la cana. Con una — Están prohibidos los planes en el malecón —prosiguió el oficial—. ¿Usted sabe lo que es un
persona de color modesto no se viene a estas horas a mirar el mar. delito contra las buenas costumbres? Hay un libro que se llama Código Penal y que habla de
eso.
Alfredo sintió nuevamente ganas de reír.
— No sé si será para usted delito pasearse con una amiga.
— A ver —dijo acercándose al guardia—. ¿Qué entiende usted por gente de color modesto? ¿Es
que esta señorita no puede ser mi novia? — En la oscuridad sí y más con una negra.

— No puede ser. — Estaban abrazados, mi teniente —terció un policía.

— ¿Por qué? — ¿No ve? Esto le puede costar veinticuatro horas de cárcel y la foto de ella puede salir en
Ultima Hora...
— Porque es negra.
— ¡Todo esto me parece grotesco! —exclamó Alfredo, impaciente—. ¿Por qué no nos dejan
Alfredo rió nuevamente. partir? Repito, además, que esta señorita es mi novia.

— ¡Ahora me explico por qué usted es policía! — ¡Su novia!

Otras parejas pasaban por el malecón. Eran parejas de blancos. La policía no les prestaba El oficial se echó a reír a mandíbula batiente y los policías, por disciplina, lo imitaron. Súbita-
atención. mente dejó de reír y quedó pensativo.

— Y a ésos, ¿por qué no les pide sus papeles? — No crea que soy un imbécil —dijo aproximándose a Alfredo—. Yo también, aunque uniforma-
do, tengo mi culturita. ¿Por qué no hacemos una cosa? Ya que esta señorita es su novia, sígase
— ¡No estamos aquí para discutir! Suban al patrullero. paseando con ella. Pero eso sí, no en el malecón, allí los pueden asaltar. ¿Qué les parece si van
al parque Salazar? El patrullero los conducirá.
Esas situaciones se arreglaban de una sola manera: con dinero. Pero Alfredo no tenía un cén-
timo en el bolsillo. Alfredo vaciló un momento.
— Yo subo encantado —dijo—. Pero a la señorita la dejan partir. — Me parece muy bien —respondió.
Esta vez los guardias no respondieron sino que, cogiendo a ambos de los brazos, los metieron — ¡Adelante, entonces! —rió el teniente—. ¡Llévenlos al parque Salazar!
por la fuerza en el interior del vehículo.
Nuevamente en el patrullero, Alfredo permaneció silencioso. Pensaba en la inclemente ilumi-
— ¡A la comisaría! —ordenaron al conductor. nación del par- que Salazar, especie de vitrina de la belleza vecinal. La negra buscó su mano,
pero esta vez Alfredo la estrechó sin convicción.
Alfredo encendió un cigarrillo. Su inquietud se agudizaba. El aire de mar había refrescado
su inteligencia. La situación le parecía inaceptable y se disponía a protestar, cuando sintió la — Tengo vergüenza —le susurró al oído.
mano de la negra que buscaba la suya. Él la oprimió.
— ¡Qué tontería! —contestó él.
— No pasará nada —dijo, para tranquilizarla.
— ¡Por ti, por ti es que tengo vergüenza!
Como era sábado, el comisario debía haberse ido de parranda, de modo que sólo se encontra-
ba el oficial de guardia, jugando al ajedrez con un amigo. Levantándose, dio una vuelta alrede- Alfredo quiso hacerle una caricia pero las luces del parque aparecieron.
dor de Alfredo y de la negra, mirándolos de pies a cabeza.
— Déjennos aquí no más —pidió a los policías—. Les prometo que nos pasearemos por el par-
— ¿No serás tú una polilla? —preguntó echando una bocanada de humo en la cara de la ne- que.
gra—. ¿Trabajas en algún sitio?
El patrullero se detuvo a cien metros de distancia.
— La señorita es amiga mía —intervino Alfredo—. Trabaja en una casa de la calle José Gálvez.
Puedo garantizar por ella. — Vigilaremos un rato —dijeron.

— Y por usted, ¿quién garantiza? Alfredo y la negra descendieron. Bordeando siempre el malecón, comenzaron a aproximarse

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al parque. La negra lo había cogido tímidamente del brazo y caminaba a su lado, sin levantar la 36. MI BUENOS AIRES QUERIDO
mirada, como si ella también estuviera expuesta a una incomprensible humillación. Alfredo, en
cambio, con la boca cerrada, no desprendía la mirada de esa compacta multitud que circulaba
por los jardines y de la cual brotaba un alegre y creciente murmullo. Vio las primeras caras
de las lindas muchachas miraflorinas, las chompas elegantes de los apuestos muchachos, Juan Gelman
los carros de las tías, los autobuses que descargaban pandillas de juventud, todo ese mundo En: http://www.los-poetas.com/c/gelman1.htm
despreocupado, bullanguero, triunfante, irresponsable y despótico calificador. Y como si se
internara en un mar embravecido, todo su coraje se desvaneció de un golpe.

— Fíjate —dijo—. Se me han acabado los cigarros. Voy hasta la esquina y vuelvo. Espérame un Sentado al borde de una silla desfondada,
minuto.
mareado, enfermo, casi vivo,
Antes de que la negra respondiera, salió de la vereda, cruzó entre dos automóviles y huyó
rápido y encogido, como si desde atrás lo amenazara una lluvia de piedras. A los cien pasos se escribo versos previamente llorados
detuvo en seco y volvió la mirada. Desde allí vio que la negra, sin haberlo esperado, se alejaba
por la ciudad donde nací.
cabizbaja, acariciando con su mano el borde áspero del parapeto.
Hay que atraparlos, también aquí

nacieron hijos dulces míos

que entre tanto castigo te endulzan bellamente.

Hay que aprender a resistir.

Ni a irse ni a quedarse,

a resistir,

aunque es seguro

que habrá más penas y olvido.

(De Gotán)

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37. TEXTOS SOBRE LAS DICTADURAS (MISCELÁNEA) *

LAS EDADES DE ANA


Eduardo Galeano
En: El libro de los abrazos (1989) y Patas arriba: la escuela del mundo al revés (1998) En sus primeros años, Ana Fellini creía que sus padres habían muerto en un accidente.

* Sus abuelos se lo dijeron. Le dijeron que sus padres venían a buscarla 


cuando se cayó el avión que los traía.

FUE LA SEÑAL, COMO LA TRAICIÓN contada en los evangelios: A los once años, alguien le dijo que sus padres habían muerto peleando contra la dictadura
militar argentina. Nada preguntó, no dijo nada. Ella había sido niña parlanchina, pero desde
—A la que yo dé un beso, esa es.  entonces habló poco o nada. 
Y a fines de 1977, en Buenos Aires, el Ángel Rubio besó, una tras otra, a Esther Balestrino, A los diecisiete años, le costaba besar. Tenía una llaguita bajo la lengua.
María Ponce y Azucena Villaflor, fundadoras de las Madres de Plaza de Mayo, y a las monjas
Alice Domon y LéonieDuquet.  A los dieciocho, le costaba comer. La llaga era cada vez más honda. 

Y se las tragó la tierra. El ministro del Interior de la dictadura militar negó que las madres A los diecinueve, la operaron. 
estuvieran presas y dijo que las monjas se habían ido a México, a ejercer la prostitución. 
A los veinte, murió. 
Después se supo que todas, madres y monjas, habían sido torturadas y arrojadas vivas al mar
desde un avión.  El médico dijo que la mató un cáncer a la boca. 
Y el Ángel Rubio fue reconocido. A pesar de la barba y de la gorra, fue reconocido, cuando los Los abuelos dijeron que la mató la verdad. 
diarios publicaron la foto del capitán Alfredo Astiz firmando, cabizbajo, la rendición ante los
ingleses. La bruja del barrio dijo que murió porque no gritó. 

Era el fin de la guerra de las Malvinas, y él no había disparado ni un tiro.  *

Estaba especializado en otros heroísmos. 


LA DESMEMORIA /2
*

El miedo seca la boca, moja las manos y mutila. El miedo de saber nos condena a la ignorancia;
RETRATO DE FAMILIA EN ARGENTINA el miedo de hacer, nos reduce a la impotencia. La dictadura militar, miedo de escuchar, miedo
de decir, nos convirtió en sordomudos. Ahora la democracia, que tiene miedo de recordar, nos
enferma de amnesia: pero no se necesita ser Sigmund Freud para saber que no hay alfombra
que no pueda ocultar la basura de la memoria. 
El poeta argentino Leopoldo Lugones proclamó: 
*
—¡Ha sonado, para bien del mundo, la hora de la espada!

Y así aplaudió, en 1930, el golpe de estado que instauró una dictadura militar. 

Al servicio de esa dictadura, el hijo del poeta, el comisario Polo Lugones, inventó la picana eléc- CRÓNICA DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES
trica y otros convincentes instrumentos que él ensayaba en los cuerpos de los desobedientes. 
A mediados de 1984, viajé al río de la Plata. 
Cuarenta y pico de años después, una desobediente llamada Pirí Lugones, nieta del poeta, hija
del comisario, sufrió en carne propia los inventos de su papá, en las cámaras de torturas de Hacía once años que faltaba de Montevideo; hacía ocho años que faltaba de Buenos Aires. De
otra dictadura.  Montevideo me había marchado porque no me gusta estar preso; de Buenos Aires, porque no
me gusta estar muerto. Pero ya en 1984 la dictadura militar argentina se había ido, dejando
Esa dictadura desapareció a treinta mil argentinos. 
a su paso un imborrable rastro de sangre y mugre, y la dictadura militar uruguaya se estaba
Entre ellos, ella.  yendo. 

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Yo acababa de llegar a Buenos Aires. No había avisado a los amigos. Quería que los encuentros FicoVogellus era el empresario que había financiado la revista Crisis, y no había puesto sola-
ocurrieran sin hacerlos. mente dinero, sino que había puesto alma y vida en aquella aventura, y me había dado ple-
na libertad para hacer la revista como yo quisiera. Mientras duró, tres años y pico, cuarenta
Un periodista de la televisión holandesa, que me había acompañado en el viaje, me estaba números, Crisis supo ser un porfiado acto de fe en la palabra solidaria y creadora, la que no es
entrevistando frente a la puerta de la que había sido mi casa. El periodista me preguntó qué ni simula ser neutral, la voz humana que no es eco ni suena por sonar. 
se había hecho de un cuadro que yo tenía en mi casa, la pintura de un puerto para llegar y no
para marcharse, un puerto para decir hola y no adiós, y yo empecé a contestarle con la mirada Por ese delito, por el imperdonable delito de Crisis, la dictadura militar argenti-
clavada en el ojo rojo de la cámara. Le dije que no sabía adónde había ido a parar ese cuadro, na había secuestrado a Fico, lo había encarcelado y torturado; y él había salvado la
ni adónde había ido a parar su autor, el negro Emilio, Emilio Casablanca: el cuadro y Emilio se vida por un pelo, gracias a que en pleno secuestro había alcanzado a gritar su nombre. 
me habían perdido en la niebla, como tantas otras gentes y cosas tragadas por aquellos años
de terror y lejanía.  La revista había caído sin agacharse, y nosotros estábamos orgullosos de ella. Fico tenía una
botella de no sé qué vino francés antiguo y querendón. Con ese vino brindamos, en Londres, a
Mientras yo hablaba, advertí que una sombra venía caminando por detrás de la cámara y se la salud del pasado, que seguía siendo un compañero digno de confianza.
quedaba a un costado, esperando. Cuando terminé, y el ojo rojo de la cámara se apagó, moví la
cabeza y lo vi. En aquella ciudad de trece millones de habitantes, el negro Emilio había llegado Después, algunos años después, se acabó la dictadura militar. Y en 1985, Fico decidió que Cri-
hasta esa esquina, por pura casualidad, o como se llame eso, y estaba en aquel preciso lugar sis debía resucitar. Y estaba en eso, otra vez dispuesto a quemar tiempo y dinero, cuando supo
en el instante preciso. Nos abrazamos bailando, y después de mucho abrazo Emilio me contó que tenía cáncer. 
que hacía dos semanas que venía soñando que yo volvía, noche tras noche, y que ahora no lo
podía creer.  Consultó a varios médicos, en varios países. Unos le daban vida hasta octubre, otros hasta
noviembre. De noviembre no pasa, sentenciaron todos. Él andaba cadavérico, tambaleándose
Y no lo creyó. Esa noche me llamó por teléfono al hotel y me preguntó si yo no era sueño o de operación en operación; pero un brillo de desafío le encendía los ojos. 
borrachera. 
Crisis reapareció en abril del 86. Y al día siguiente del renacimiento de Crisis, medio año más
* allá de todos los pronósticos, Fico se dejó morir. 

*
EL DESAFÍO

-No lograron convertirnos en ellos -me escribió el Caho El Kandri.  HABLEMOS CLARO

Corrían ya los últimos tiempos de las dictaduras militares en Argentina y Uruguay. Habíamos  
comido miedo al desayuno, miedo al almuerzo y a la cena, miedo; pero no habían logrado con-
vertirnos en ellos. 
El Primer Congreso Policial Sudamericano se reunió en Uruguay, en1979, en plena dictadu-
* ra militar. El Congreso decidió continuar su actividad en Chile, en plena dictadura militar, en
beneficio de los altos intereses que rutilan en la ruta de los pueblos de América, según dice la
resolución final. 
UN MÚSCULO SECRETO
En ese Congreso del 79, la policía argentina, también en plena dictadura militar, iluminó la
En el mediodía de la memoria, un mediodía del exilio. Yo estaba escribiendo, o leyendo, o abur- función de las fuerzas del orden en la lucha contra la delincuencia infanto-juvenil. El informe
riéndome, en mi casa de la costa de Barcelona, cuando sonó el teléfono y el teléfono me trajo, de la policía argentina llamó al pan, pan, y al vino, vino: Aunque parezca simplista diremos y
asombroso, la voz de Fico.  reiteraremos que el mínimo común es la realidad familiar, que poco tiene que ver con el as-
Hacía más de dos años que Fico estaba preso. Había salido en libertad el día anterior. El avión pecto socio-económico-cultural, para situarse en la raíz de la misma, en su esencia y substrato
lo había traído de la celda de Buenos Aires al aeropuerto de Londres. Desde el aeropuerto me vivificador de su dinámica y evolución... El adolescente carenciado trata de encontrar en otras
llamaba para pedirme que fuera, venite en el primer avión, tengo mucho que contarte, tanta sub-culturas hippie, del delito, etc. los modelos identificatorios, produciendo de esta manera
cosa que hablar, pero una cosa quiero decirte desde ya, quiero que sepas:  una incisión en el proceso de socialización... El mantenimiento del orden público trasciende lo
interindividual y replegándose en el intra-individuo, retoma esa única e indivisible realidad del
- No me arrepiento de nada.  ser individuo y ser social... Si algunos de los menores han manifestado conductas que podían
degenerar en comportamientos inadecuados que presenten peligro individual-social, han sido
Y esa misma noche nos encontramos en Londres.  fácilmente detectados, orientados y resueltos.
Al día siguiente, lo acompañé al dentista. No había remedio. Las descargas eléctricas en las  
cámaras de tortura le habían aflojado los dientes de arriba, y había que dar esos dientes por
perdidos. 

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*

EL CRIMEN Y EL CASTIGO  PUBLICIDAD 

La dictadura militar argentina tenía la costumbre de enviar a muchas de sus víctimas al fon-
A mediados de 1978, mientras la selección argentina ganaba el campeonato mundial de fútbol, do del mar. En abril de 1998, la fábrica de ropas Diesel publicó en la revista Gente un aviso
la dictadura militar arrojaba sus prisioneros, vivos, al fondo del océano. Los aviones despegab- que probaba la resistencia de sus pantalones a todos los lavados. Una fotografía mostraba
an desde Aeroparque, bien cerca del estadio donde ocurrió la consagración deportiva. a ocho jóvenes, encadenados a bloques de cemento en las profundidades del agua, y debajo
No es mucha la gente que nace con esa incómoda glándula llamada conciencia, que impide decía: «No son tus primeros jeans, pero podrían ser los últimos. Al menos dejarás un hermo-
dormir a pata suelta y sin otra molestia que los mosquitos del verano; pero a veces se da. so cadáver». 
Cuando el capitán Alfonso Scilingo reveló a sus superiores que no podía dormir sin lexotanil
o borrachera, ellos le sugirieron un tratamiento psiquiátrico. A principios de 1995, el capitán  
Scilingo decidió hacer una confesión pública: dijo que él había echado al mar a treinta perso-
nas. Y denunció que a lo largo de dos años habían sido entre mil quinientos y dos mil los pri-
sioneros políticos que la Marina argentina había enviado a las bocas de los tiburones. 

Después de su confesión, Scilingo fue preso. No por haber asesinado a treinta personas, sino
por haber firmado un cheque sin fondos. 
 

EL DIABLO ANDABA CON HAMBRE  *

El Familiar es un perro negro que echa llamas por las fauces y las orejas. Esos fuegos deam-
bulan, por las noches, en los cañaverales del norte argentino. El Familiar trabaja para el Diab- TAMARA VUELA DOS VECES
lo, le da de comer carne de rebeldes, vigila y castiga a los peones del azúcar. Las víctimas se
van del mundo sin decir adiós. 
Tamara Arze, que desapareció al año y medio de edad, no fue a parar a manos militares. Está
En el invierno del 76, tiempos de dictadura militar, el Diablo andaba con hambre. En la noche en un pueblo suburbano, en casa de la buena gente que la recogió cuando quedó tirada por
del tercer jueves de julio, el ejército entró en el ingenio Ledesma, en Jujuy. Los soldados se ahí. A pedido de la madre, las Abuelas de Plaza de Mayo emprendieron la búsqueda. Contaban
llevaron a ciento cuarenta obreros. Treinta y tres desaparecieron, nunca más se supo.  con pocas pistas. Al cabo de un largo y complicado rastreo, la han encontrado. Cada mañana,
Tamara vende querosén en un carro tirado por un caballo, pero no se queja de su suerte; y al
La dictadura uruguaya torturó mucho y mató poco. La argentina, en cambio, practicó el ex- principio no quiere ni oír hablar de su madre verdadera. Muy de a poco las abuelas le van ex-
terminio. Pero, a pesar de sus diferencias, las muchas dictaduras latinoamericanas de ese plicando que ella es hija de Rosa, una obrera boliviana que jamás la abandonó. Que una noche
período trabajaron unidas, y se parecían entre sí, como cortadas por la misma tijera. ¿Qué su madre fue capturada a la salida de la fábrica, en Buenos Aires... 
tijera? A mediados de 1998, el vicealmirante Eladio Moll, que había sido jefe de inteligencia
del régimen militar uruguayo, reveló que los asesores norteamericanos aconsejaban eliminar Rosa fue torturada, bajo control de un médico que mandaba parar, y violada, y fu-
a los subversivos, después de arrancarles información. El vicealmirante fue arrestado, por silada con balas de fogueo. Pasó ocho años presa, sin proceso ni explicaciones,
delito de franqueza.  hasta que el año pasado la expulsaron de la Argentina. Ahora, en el aeropuer-
to de Lima, espera. Por encima de los Andes, su hija Tamara viene volando hacia ella. 
Algunos meses antes, el capitán Alfredo Astiz, uno de los matarifes de la dictadura argentina, Tamara viaja acompañada por dos abuelas que la encontraron. Devora todo
había sido destituido por decir la verdad: declaró que la Marina de Guerra le había enseñado a lo que le sirven en el avión, sin dejar una miga de pan ni un grano de azúcar. 
hacer lo que había hecho, y en un alarde de pedantería profesional declaró que él era «el hom- En Lima, Rosa y Tamara se descubren. Se miran al espejo, juntas, y son idénti-
bre mejor preparado técnicamente, en este país, para matar a un político o a un periodista». cas: los mismos ojos, la misma boca, los mismos lunares en los mismos lugares. 
Por entonces, Astiz y otros militares argentinos estaban requeridos o procesados en varios Cuando llega la noche, Rosa baña a su hija. Al acostarla, le siente un olor lechoso, dulzón; y
países europeos, por el asesinato de ciudadanos españoles, italianos, franceses y suecos, pero vuelve a bañarla. Y otra vez. Y por más jabón que le mete, no hay manera de quitarle ese olor.
el crimen de miles de argentinos había sido absuelto por las leyes de borrón y cuenta nueva. Es un olor raro... Y de pronto, Rosa recuerda. Éste es el olor de los bebitos cuando acaban de
mamar: Tamara tiene diez años y esta noche huele a recién nacida. 
*

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38. MATAR A UN PERRO Topo sentado, esperándome en la misma posición en la que estaba antes, y sin embargo noto
abierto el baúl del Peugeot. El perro cae como un peso muerto y me mira cuando cierro el baúl.
En el auto, el Topo dice: si lo dejabas en el piso se levantaba y se iba. Sí, digo. No, dice, antes de
irte tenías que abrir el baúl. Sí, digo. No, tenías que hacerlo y no lo hiciste, dice. Sí, digo, y me
Samanta Schweblin arrepiento enseguida, pero el Topo no dice nada y me mira las manos. Miro las manos, miro el
volante y veo que todo está manchado, hay sangre en mi pantalón y sobre la alfombra del auto.
En: El núcleo del disturbio. Lima: Santuario Editorial, 2014. Tendrías que haber usado guantes, dice. La herida duele. Venís a matar a un perro y no traés
guantes, dice. Sí, digo. No, dice. Ya sé, digo y me callo. Prefiero no decir nada del dolor. Enciendo
el motor y el coche sale suavemente.
EL TOPO DICE: nombre, y yo contesto. Lo esperé en el lugar indicado y me pasó a buscar en
el Peugeot que ahora conduzco. Acabamos de conocernos. No me mira, dicen que nunca mira Trato de concentrarme, descubrir cuál de todas las calles que van apareciendo podría llevarme
a nadie a los ojos. Edad, dice, cuarenta y dos, digo, y cuando dice que soy viejo pienso que él al puerto sin que el Topo tenga que decir nada. No puedo darme el lujo de otra equivocación.
seguro tiene más. Lleva unos pequeños anteojos negros y debe ser por eso que le dicen el Quizá estaría bien detenerse en una farmacia y comprar un par de guantes, pero los guantes
Topo. Me ordena conducir hasta la plaza más cercana, se acomoda en el asiento y se relaja. de farmacia no sirven y las ferreterías a esta hora están cerradas. Una bolsa de nylon tampoco
La prueba es fácil pero es muy importante superarla y por eso estoy nervioso. Si no hago las sirve. Puedo quitarme la campera, enrollarla en la mano y usarla de guante. Sí, voy a trabajar
cosas bien no entro, y si no entro no hay plata, no hay otra razón para entrar. Matar a un perro así. Pienso en lo que dije: trabajar, me gusta saber que puedo hablar como ellos. Tomo la calle
a palazos en el puerto de Buenos Aires es la prueba para saber si uno es capaz de hacer algo Caseros, creo que baja hasta el puerto. El Topo no me mira, no me habla, no se mueve, man-
peor. Ellos dicen: algo peor, y miran hacia otro lado, como si nosotros, la gente que todavía no tiene la mirada hacia delante y la respiración suave. Creo que le dicen el Topo porque debajo
entró, no supiéramos que peor es matar a una persona, golpear a una persona hasta matarla. de los anteojos tiene ojos pequeños.

Cuando la avenida se divide en dos calles opto por la menos transitada. Una línea de semá- Después de varias cuadras Caseros cruza Chacabuco. Después Brasil, que sale al puerto. Vol-
foros rojos cambia a verde, uno tras otro, y permite avanzar rápido hasta que entre los edifi- antéo y entro con el coche inclinándose hacia un lado. En el baúl, el cuerpo golpea contra algo
cios surge un espacio oscuro y verde. Pienso que quizá en esa plaza no haya perros y el Topo y después se escuchan ruidos, como si el perro todavía tratara de levantarse. El Topo, creo que
ordena detenerse. Usted no trae palo, dice. No, digo. Pero no va a matar un perro a palazos si sorprendido por la fuerza del animal, sonríe y señala a la derecha. Entro por Brasil frenando,
no tiene con qué. Lo miro pero no contesto, sé que va a decir algo, porque ahora lo conozco, es las ruedas hacen ruido y con el coche de costado otra vez hay ruido en el baúl, el perro tratan-
fácil conocerlo. Pero disfruta el silencio, disfruta pensar que cada palabra que diga son puntos do de arreglárselas entre la pala y las otras cosas que hay atrás. El Topo dice: frená. Freno.
en mi contra. Entonces traga saliva y parece pensar: no va a matar a nadie. Y al fin dice: hoy Dice: acelerá. Sonríe, acelero. Más, dice, acelerá más. Después dice frená y freno. Ahora que el
tiene una pala en el baúl, puede usarla. Y seguro que, bajo los anteojos, los ojos le brillan de perro se golpeó varias veces, el Topo se relaja y dice: seguí, y no dice nada más. Sigo. La calle
placer. por la que conduzco ya no tiene semáforos ni líneas blancas, y las construcciones son cada vez
más viejas. En cualquier momento llegamos al puerto.
Alrededor de la fuente central duermen varios perros. La pala firme entre mis manos, la opor-
tunidad puede darse en cualquier momento, me voy acercando. Algunos comienzan a des- El Topo señala a la derecha. Dice que avance tres cuadras más y doble a la izquierda, hacia el
pertar. Bostezan, se incorporan, se miran entre sí, me miran, gruñen, y a medida que me voy río. Obedezco. Enseguida llegamos al puerto y detengo el auto en una playa de estacionamien-
acercando se hacen a un lado. Matar a alguien en especial, alguien ya elegido, es fácil. Pero to ocupada por grandes grupos de containers. Miro al Topo pero no me mira. Sin perder tiem-
tener que elegir quien deberá morir requiere tiempo y experiencia. El perro más viejo o el más po, bajo del auto y abro el baúl. No preparé mi abrigo alrededor del brazo pero ya no necesito
joven o el de aspecto más agresivo. Debo elegir. Es seguro que el Topo mira desde el auto y guantes, ya está todo hecho, hay que terminar pronto para irse. En el puerto vacío solo se ven,
sonríe. Debe pensar que nadie que no sea como ellos es capaz de matar. a lo lejos, luces débiles y amarillas que iluminan un poco unos pocos barcos. Quizá el perro ya
esté muerto, pienso que sería lo mejor, que la primera vez le tendría que haber pegado más
Me rodean y me huelen, algunos se alejan para no ser molestados y vuelven a dormirse, se fuerte y seguro ahora estaría muerto. Menos trabajo, menos tiempo con el Topo. Yo lo hubiera
olvidan de mí. Para el Topo, tras los vidrios oscuros del auto, y los oscuros vidrios de sus an- matado directamente, pero el Topo hace las cosas así. Son caprichos, traerlo medio muerto
teojos, debo ser pequeño y ridículo, aferrado a la pala y rodeado de perros que ahora vuelven hasta el puerto no hace más valiente a nadie. Matarlo delante de todos esos otros perros era
a dormir. Uno blanco, manchado, le gruñe a otro negro y cuando el negro le da un tarascón un más difícil.
tercer perro se acerca, ladra y muestra los dientes. Entonces el primero muerde al negro y
el negro, los dientes afilados, lo toma por el cuello y lo sacude. Levanto la pala y el golpe cae Cuando lo toco, cuando junto las patas para bajarlo del auto, abre los ojos y me mira. Lo suelto
sobre las costillas del manchado que, aullando, cae. Está quieto, va a ser fácil transportarlo, y cae contra el piso del baúl. Con la pata delantera raspa la alfombra manchada de sangre,
pero cuando lo tomo por las patas reacciona y me muerde el brazo, que enseguida comienza trata de levantarse y la parte trasera del cuerpo le tiembla. Todavía respira y respira agitado.
a sangrar. Levanto otra vez la pala y le doy un golpe en la cabeza. El perro vuelve a caer y me El Topo debe estar contando el tiempo. Vuelvo a levantarlo y algo le debe doler porque aúlla
mira desde el piso, con la respiración agitada, pero quieto. aunque ya no se mueve. Lo apoyo en el piso y lo arrastro para alejarlo del auto. Cuando vuelvo
al baúl a buscar la pala el Topo se baja. Ahora está junto al perro, mirándolo. Me acerco con
Lentamente al principio y después con más confianza junto las patas del perro, lo cargo y lo la pala, veo la espalda del Topo y detrás, en el piso, el perro. Si nadie se entera de que maté a
llevo hacia el auto. Entre los árboles se mueve una sombra, el borracho que se asoma dice que un perro nadie se entera de nada. El Topo no gira para decirme ahora. Levanto la pala. Ahora,
eso no se hace, que después los perros saben quién fue y se lo cobran. Ellos saben, dice, sa- pienso. Pero no la bajo. Ahora, dice el Topo. No la bajo ni sobre la espalda del Topo ni sobre el
ben, ¿entiende?, se sienta en un banco y me mira nervioso. Cuando voy llegando al auto veo al perro. Ahora, dice, y entonces la pala baja cortando el aire y golpea en la cabeza del perro que,
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en el suelo, aúlla, tiembla un momento, y después todo queda en silencio. 39. ARTE POÉTICA
Enciendo el motor. Ahora el Topo va a decirme para quién voy a trabajar, cuál va a ser mi nom-
bre, y por cuánta plata, que es lo que importa. Tomá Huergo y después doblá en Carlos Calvo,
dice. Javier Heraud
Hace rato que conduzco. El Topo dice: en la próxima frená sobre el lado derecho. Obedezco y En: Poesías completas y cartas. Lima: PEISA, 1973
por primera vez el Topo me mira. Bájese, dice. Me bajo y él se pasa al asiento del conductor. Me
asomo por la ventanilla y le pregunto qué va a pasar ahora. Nada, dice: usted dudó. Enciende
el motor y el Peugeot se aleja en silencio. Cuando miro a mi alrededor me doy cuenta de que
En verdad, en verdad hablando,
me dejó en la plaza. En la misma plaza. Desde el centro, cerca de la fuente, un grupo de perros
se incorpora, poco a poco, y me mira. la poesía es un trabajo difícil
que se pierde o se gana
al compás de los años otoñales.
(Cuando uno es joven
y las flores que caen no se recogen
uno escribe y escribe entre las noches,
y a veces se llenan cientos y cientos
de cuartillas inservibles.
Uno puede alardear y decir
“yo escribo y no corrijo,
los poemas salen de mi mano
como la primavera que derrumbaron
los viejos cipreses de mi calle”).
Pero conforme pasa el tiempo
y los años se filtran entre las sienes,
la poesía se va haciendo
trabajo de alfarero,
arcilla que se cuece entre las manos,
arcilla que moldean fuegos rápidos.
Y la poesía es
un relámpago maravilloso,
una lluvia de palabras silenciosas,
un bosque de latidos y esperanzas,
el canto de los pueblos oprimidos,
el nuevo canto de los pueblos liberados.
Y la poesía es entonces, el amor, la muerte,
la redención del hombre.

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40. ODA A LA TRISTEZA 41. ESTA ALEGRE NOCHE DEL APOCALIPSIS

Pablo Neruda Montserrat Álvarez

En: Odas elementales. Madrid: Cátedra, 1982 En: Zona dark. Lima: 1991
Tristeza, escarabajo de siete patas rotas, Cantamos al advenimiento del nuevo mundo.
huevo de telaraña,
Nuestra música es triste, como el Apocalipsis, y grandiosa.
rata descalabrada,
esqueleto de perra: En las tinieblas inhóspitas de la noche, hemos construido
Aquí no entras.
enormes fantasmas de acero y cemento, y los hemos poblado
No pasas.
Ándate. con una nueva raza de seres solitarios.
Vuelve Traemos con nosotros notas musicales jamás antes oídas,
al Sur con tu paraguas,
vuelveal Norte con tus dientes de culebra. humaredas azules y rojas para envolver nuestros cuerpos en la noche,

Aquí vive un poeta. luces en las cuencas de nuestros ojos.


La tristeza no puede
Esta noche se derrumba la vieja civilización entre los fuegos artificiales.
entrar por estas puertas.
Por las ventanas Esta alegre noche del Apocalipsis,
entra el aire del mundo,
no traemos con nosotros viejos códigos éticos,
las rojas rosas nuevas,
las banderas bordadas no traemos con nosotros ideales ni esperanzas:
del pueblo y sus victorias. somos la generación del fin del mundo.
No puedes.
Aquí no entras.
Sacude
tus alas de murciélago,
yo pisaré las plumas
que caen de tu manto,
yo barreré los trozos
de tu cadáver hacia
las cuatro puntas del viento,
yo te torceré el cuello,
te coseré los ojos,
cortaré tu mortaja
y enterraré tus huesos roedores
bajo la primavera de un manzano.

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42. CANTO PROLETARIO Todos los días son MAÑANA
para el obrero que los lleva apretados
al corazón

Magda Portal como la imagen de la madre

En: Obra poética completa. Lima: Fondo de Cultura Económica. 2010


¡L I B E R T A D!
¡estandarte del Hombre!
“la vida es de los felices”
amanece en todos los pregones callejeros el Sol espera la salida de la fábrica
rueda la mañana sobre el asfalto de desde el horizonte sus anchos brazos de luz
la tierra ululante y caliente saludan el dolor del obrero
vencedor de la Vida
al extremo de la ciudad
los árboles saludan al obrero
con sus ramas estremecidas
por la alegría del viento vagabundo
el gran libertario

como un dolor sigue la sombra


la silueta del hombre
que desemboca en la ancha
puerta de la fábrica
allí el humano acecido de las máquinas
el gemido de las poleas
bajo la presión del pensamiento humano

balcones a la eternidad
los ojos siguen la labor constructora
i toda la fábrica es una sola
maquinaria de empuje formidable
como un titánico organismo
que mueve “el motor maravilloso”
de los cerebros de 100 hombres unido.s
¡el hermoso espectáculo del cerebro
i el músculo en acción!

el sudor les decora la cara


como otra sonrisa
que se tuesta en los labios apretados

de anhelo
la fábrica lo es todo:
la ESPERANZA i la CÁRCEL

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43. BESTIARIO
Julio Cortázar
En: Cuentos completos. Barcelona: Alfaguara, 1996

Apéndice: ENTRE LA ÚLTIMA CUCHARADA de arroz con leche -poca canela, una lástima- y los besos an-
tes de subir a acostarse, llamó la campanilla en la pieza del teléfono e Isabel se quedó remolo-
Lecturas Complementarias neando hasta que Inés vino de atender y dijo algo al oído de su madre. Se miraron entre ellas
y después las dos a Isabel, que pensó en la jaula rota y las cuentas de dividir y un poco en la
rabia de misia Lucera por tocarle el timbre a la vuelta de la escuela. No estaba tan inquieta, su
madre e Inés miraban como más allá de ellas, casi tomándola como pretexto; pero la miraban.

-A mí, créeme que no me gusta que vaya -dijo Inés-. No tanto por el tigre, después de
todo cuidan bien ese aspecto. Pero la casa tan triste, y ese chico sólo para jugar con ella... 

-A mí tampoco me gusta -dijo la madre, e Isabel supo cómo desde un tobogán que la man-
darían a lo de Funes a pasar el verano. Se tiró en la noticia, en la enorme ola verde, lo de Funes,
lo de Funes, claro que la mandaban. No les gustaba pero convenía. Bronquios delicados, Mar
del Plata carísima, difícil manejarse con una chica consentida, boba, conducta regular con lo
buena que es la señorita Tania, sueño inquieto y juguetes por todos lados, preguntas, botones,
rodillas sucias. Sintió miedo, delicia, olor de sauces y la u de Funes se le mezclaba con el arroz
con leche, tan tarde y a dormir, ya mismo a la cama. 

Acostada, sin luz, llena de besos y miradas tristes de Inés y su madre, no bien decididas pero
ya decididas del todo a mandarla. Antevivía la llegada en break, el primer ayuno, la alegría de
Nino cazador de cucarachas, Nino sapo, Nino pescado (un recuerdo de tres años atrás, Nino
mostrándole unas figuritas puestas con engrudo en un álbum, y diciéndole grave: “Este es un
sapo y este un pes-ca-do”). Ahora Nino en el parque esperándola con la red de mariposas, y
las manos blandas de Rema -las vio que nacían de la oscuridad, estaba con los ojos abiertos y
en vez de la cara de Nino zas las manos de Rema, la menor de los Funes. “Tía Rema me quiere

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tanto”, y los ojos de Nino se hacían grandes y mojados, otra vez vio a Nino desgajarse flotando de pasarle el plato, y a veces el Nene lo interrumpía y lo llamaba filósofo. A Isabel le dolía que
en el aire confuso del dormitorio, mirándola contento. Nino pescado. Se durmió queriendo que Luis fuera filósofo, no por eso sino por el Nene tenía pretexto para burlarse y decírselo. 
la semana pasara esa misma noche, y las despedidas, el viaje en tren, la legua en break, el
portón, los eucaliptos del camino de entrada. Antes de dormirse tuvo un momento de horror Comían así: Luis en la cabecera, Rema y Nino en un lado, el Nene e Isabel del otro, de manera
cuando pensó que podía estar soñando. Estirándose de golpe dio con los pies en los barrotes que había un grande en la punta y a los lados un chico y un grande. Cuando Nino quería decirle
de bronce, le dolieron a través de las colchas, y en el comedor grande se oía hablar a su madre algo de veras le daba con el zapato en la canilla. Una vez Isabel gritó y el Nene se puso furioso
y a Inés, equipaje, ver al médico por lo de las erupciones, aceite de bacalao y hamamelisvirgíni- y le dijo malcriada. Rema se quedó mirándola, hasta que Isabel se consoló en su mirada y la
ca. No era un sueño, no era un sueño.  sopa juliana. 

No era un sueño. La llevaron a Constitución una mañana ventosa, con banderitas en los pues- Mamita, antes de ir a comer es como en todos los otros momentos, hay que fijarse si–Casi
tos ambulantes de la plaza, torta en el Tren Mixto y gran entrada en el andén. Número catorce. siempre era Rema la que iba a ver si se podía pasar al comedor de cristales. Al segundo día
La besaron tanto entre Inés y su madre que le quedó la cara como caminada, blanda y oliendo vino al living grande y les dijo que esperaran. Pasó un rato largo hasta que un peón avisó que
a rouge y polvo rachel de Coty, húmeda alrededor de la boca, un asco que el viento le sacó el tigre estaba en el jardín de los tréboles, entonces Rema tomó a los chicos de la mano y en-
de un manotazo. No tenía miedo de viajar sola porque era una chica grande, con nada menos traron todos a comer. Esta mañana las papas estuvieron resecas, aunque solamente el Nene
que veinte pesos en la cartera, Compañía Sansinena de Carnes Congeladas metiéndose por y Nino protestaron. 
la ventanilla con un olor dulzón, el Riachuelo amarillo e Isabel repuesta ya del llanto forzado,
contenta, muerta de miedo, activa en el ejercicio pleno de su asiento, su ventanilla, viajera
Vos me dijiste que no debo andar haciendo–Porque Rema parecía detener, con su tersa bon-
casi única en un pedazo de coche donde se podía probar todos los lugares y verse en los
dad, toda pregunta. Estaba tan bien que no era necesario preocuparse por lo de las piezas. Una
espejitos. Pensó una o dos veces en su madre, en Inés -ya estarían en el 97, saliendo de Con-
casa grandísima, y en el peor de los casos había que no entrar en una habitación; nunca más
stitución-, leyó prohibido fumar, prohibido escupir, capacidad 42 pasajeros sentados, pasaban
de una, de modo que no importaba. A los dos días Isabel se habituó igual que Nino. Jugaban
por Banfield a toda carrera, ¡vuuuúm! campo más campo más campo mezclado con el gusto
de la mañana a la noche en el bosque de sauces, y si no se podía en el bosque de sauces les
del milkibar y las pastilla de mentol. Inés le había aconsejado que fuera tejiendo la mañanita
quedaba el jardín de los tréboles, el parque de las hamacas y la costa del arroyo. En la casa era
de lana verde, de manera que Isabel la llevaba en lo más escondido de su maletín, pobre Inés
lo mismo, tenían sus dormitorios, el corredor del medio, la biblioteca de abajo (salvo un jueves
con cada idea tan pava. 
en que no se pudo ir a la biblioteca) y el comedor de cristales. Al estudio de Luis no iban porque
Luis leía todo el tiempo, a veces llamaba a su hijo y le daba libros con figuras; pero Nino los
En la estación le vino un poco de miedo, porque si el break... Pero estaba Ahí, con don Nicanor sacaba de ahí, se iban a mirarlos al living o al jardín del frente. No entraban nunca en el estudio
florido y respetuoso, niña de aquí y niña de allá, si el viaje bueno, si doña Elisa siempre guapa, del Nene porque tenían miedo de sus rabias. Rema les dijo que era mejor así, se los dijo como
claro que había llovido -Oh andar del break, vaivén para traerle el entero acuario de su anterior advirtiéndoles; ellos ya sabían leer en sus silencios. 
venida a los Horneros. Todo más a menudo, más de cristal y rosa, sin el tigre entonces, con don
Nicanor menos canoso, apenas tres años atrás, Nino un sapo, Nino un pescado, y las manos
Al fin y al cabo era una vida triste. Isabel se preguntó una noche por qué los Funes la habrían
de Rema que daban deseos de llorar y sentirlas eternamente contra su cabeza, en una caricia
invitado a veranear. Le faltó edad para comprender que no era por ella sino por Nino, un jug-
casi de muerte y de vainillas con crema, las dos mejores cosas de la vida. 
uete estival para alegrar a Nino. Sólo alcanzaba a advertir la casa triste, que Rema estaba
como cansada, que apenas llovía y las cosas tenían, sin embargo, algo de húmedo y aban-
Le dieron un cuarto arriba, entero para ella, lindísimo. Un cuarto para grande (idea de Nino, donado. Después de unos días se habituó al orden de la casa, a la no difícil disciplina de aquel
todo rulos negros y ojos, bonito en su mono azul; claro que de tarde Luis lo hacía vestir muy verano en Los Horneros. Nino empezaba a comprender el microscopio que le regalara Luis,
bien, de gris pizarra con corbata colorada) dentro de otro cuarto chiquito con un cardenal pasaron una semana espléndida criando bichos en una batea con agua estancada y hojas de
enorme y salvaje. El baño quedaba a dos puertas (pero internas, de modo que se podía ir sin cala, poniendo gotas en la placa de vidrio para mirar los microbios. “Son larvas de mosquito,
averiguar antes dónde estaba el tigre), lleno de canillas y metales, aunque a Isabel no la en- con ese microscopio no van a ver microbios”, les decía Luis desde su sonrisa un poco quemada
gañaban fácil y ya en el baño se notaba bien el campo, las cosas no eran tan perfectas como en y lejana. Ellos no podían creer que ese rebullente horror no fuese un microbio. Rema les trajo
un baño de ciudad. Olía a viejo, la segunda mañana encontró un bicho de humedad paseando un caleidoscopio que guardaba en su armario, pero siempre les gustó más descubrir micro-
por el lavabo. Lo tocó apenas, se hizo una bolita temerosa, perdió pie y se fue por el agujero bios y numerarles las patas. Isabel llevaba una libreta con los apuntes de los experimentos,
gorgoteante.  combinaba la biología con la química y la preparación de un botiquín. Hicieron el botiquín en
el cuarto de Nino, después de requisar la casa para proveerse de cosas. Isabel se lo dijo a
Luis: “Queremos de todo: cosas”. Luis les dio pastillas de Andreu, algodón rosado, un tubo de
Querida mamá tomo la pluma para–Comían en el comedor de cristales, donde se estaba más ensayo. El Nene, una bolsa de goma y un frasco de píldoras verdes con la etiqueta raspada.
fresco. El Nene se quejaba a cada momento del calor, Luis no decía nada pero poco a poco se le Rema fue a ver el botiquín, leyó el inventario en la libreta, y les dijo que estaban aprendiendo
veía brotar el agua en la frente y la barba. Solamente Rema estaba tranquila, pasaba los platos cosas útiles. A ella o a Nino (que siempre se excitaba y quería lucirse delante de Rema) se le
despacio y siempre como si la comida fuera de cumpleaños, un poco solemne y emocionante. ocurrió montar un herbario. Como esta mañana se podía ir al jardín de los tréboles, anduvieron
(Isabel aprendía en secreto su manera de trinchar, de dirigir a las sirvientitas). Luis casi siem- sacando muestras y a la noche tenían el piso de sus dormitorios lleno de hojas y flores sobre
pre leía, los puños en las sienes y el libro apoyado en un sifón. Rema le tocaba el brazo antes papeles, casi no quedaba donde pisar. Antes de dormirse, Isabel apuntó: “Hoja número 74:
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verde, forma de corazón, con pintitas marrones”. La fastidiaba un poco que casi todas las hojas ma mano dándole la taza de café al Nene, pero ahora eran las hormigas que le andaban por los
fueran verdes, casi todas lisas, casi todas lanceoladas.  dedos, las hormigas en vez de la taza y la mano del Nene apretándole las yemas. 
-Saque la mano, Rema -pidió. 
El día que salieron a cazar las hormigas, vio a los peones de la estancia. Al capataz y al may-
ordomo los conocía bien porque iban con las noticias a la casa. Pero estos otros peones, más
jóvenes, estaban ahí del lado de los galpones con un aire de siesta, bostezando a ratos y miran- -¿La mano?
do jugar a los niños. Uno le dijo a Nino: “Pa que vaj a juntar tó esos bichos”, y le dio con dos de-
dos en la cabeza, entre los rulos. Isabel hubiera querido que Nino se enojara, que demostrase
-Ahora está bien. El reflejo asusta a las hormigas. 
ser el hijo del patrón. Ya estaba con la botella hirviendo de hormigas y en la costa del arroyo
dieron con un enorme cascarudo y lo tiraron también adentro para ver. La idea del formicario
la habían sacado del Tesoro de la Juventud, y Luis les prestó un largo y profundo cofre de cris- -Ah. Ya se puede bajar al comedor. 
tal. Cuando se iban, llevándolo entre los dos, Isabel le oyó decirle a Rema: “Mejor que se estén
así quietos en casa”. También le pareció que Rema suspiraba. Se acordó antes dormirse, a la
hora de las caras en la oscuridad, lo vio otra vez al Nene saliendo a fumar al porche, delgado y -Después. ¿El Nene está enojado con usted, Rema?
canturreando, a Rema que le llevaba el café y él que tomaba la taza equivocándose, tan torpe
que apretó los dedos de Rema al tomar la taza, Isabel había visto desde el comedor que Rema
tiraba la mano atrás y el Nene salvaba apenas la taza de caerse, y se reían con la confusión. La mano pasó sobre el vidrio como un pájaro por una ventana. A Isabel le pareció que las hor-
Mejor hormigas negras que coloradas: más grandes, más feroces. Soltar después un montón migas se espantaban de veras, que huían del reflejo. Ahora ya no se veía nada, Rema se había
de coloradas, seguir la guerra detrás del vidrio, bien seguros. Salvo que no se pelearan. Dos ido, andaba por el corredor como escapando de algo. Isabel sintió miedo de su pregunta, un
hormigueros, uno en cada esquina de la caja de vidrio. Se consolarían estudiando las distintas miedo sordo y sin sentido, quizá no de la pregunta como de verla irse así a Rema, del vidrio
costumbres, con una libreta especial para cada clase de hormigas. Pero casi seguro que se otra vez límpido donde las galerías desembocaban y se torcían como crispados dedos dentro
pelearían, guerra sin cuartel para mirar por los vidrios, y una sola libreta.  de la tierra. 

A Rema no le gustaba espiarlos, a veces pasaba delante de los dormitorios y los veía con el
formicario al lado de la ventana, apasionados e importantes. Nino era especial para señalar Una tarde hubo siesta, sandía, pelota a paleta en la red que miraba al arroyo, y Nino estu-
en seguida las nuevas galerías, e Isabel ampliaba el plano trazado con tinta a doble página. vo espléndido sacando tiros que parecían perdidos y subiéndose al techo por la glicina para
Por consejo de Luis terminaron aceptando hormigas negras solamente, y el formicario ya era desenganchar la pelota metida entre dos tejas. Vino un peoncito del lado de los sauces y los
enorme, las hormigas parecían furiosas y trabajaban hasta la noche, cavando y removiendo acompañó a jugar, pero era lerdo y se le iban los tiros. Isabel olía hojas de aguaribay y en un
con mil órdenes y evoluciones, avisado frotar de antenas y patas, repentinos arranques de momento, al devolver con un revés una pelota insidiosa que Nino le mandaba baja, sintió como
furor o vehemencia, concentraciones y desbandes sin causa visible. Isabel ya no sabía que muy adentro la felicidad del verano. Por primera vez entendía su presencia en Los Horneros,
apuntar, dejó poco a poco la libreta y se pasaban estudiando y olvidándose los descubrimien- las vacaciones, Nino. Pensó en el formicario, allá arriba, y era una cosa muerta y rezumante,
tos. Nino empezaba a querer volver al jardín, aludía a las hamacas y a los petisos. Isabel lo un horror de patas buscando salir, un aire viciado y venenoso. Golpeó la pelota con rabia, con
despreciaba un poco. El formicario valía más que todo Los Horneros, y a ella le encantaba pen- alegría, cortó un tallo de aguaribay con los dientes y lo escupió asqueada, feliz, por fin de veras
sar que las hormigas iban y venían sin miedo a ningún tigre, a veces le daba por imaginarse bajo el sol del campo. 
un tigrecito chico como una goma de borrar, rondando las galerías del formicario; tal vez por
eso los desbandes, las concentraciones. Y le gustaba repetir el mundo grande en el de cristal,
ahora que se sentía un poco presa, ahora que estaba prohibido bajar al comedor hasta que Los vidrios cayeron como granizo. Era en el estudio del Nene. Lo vieron asomarse en mangas
Rema les avisara.  de camisa, con los anchos anteojos negros. 

Acercó la nariz a uno de los libros, de pronto atenta porque le gustaba que la consideraran; -¡Mocosos de porquería!
oyó a Rema detenerse en la puerta, callar, mirarla. Esas cosas las oía con tan nítida claridad
cuando era Rema. 
El peoncito escapaba. Nino se puso al lado de Isabel, ella lo sintió temblar con el mismo viento
que los sauces. 
-¿Por qué así sola? 
-Nino se fue a las hamacas. Me parece que ésta debe ser una reina, es grandísima.  -Fue sin querer, tío. 

El delantal de Rema se reflejaba en el vidrio. Isabel le vio una mano levemente alzada, con el
reflejo en el vidrio parecía como si estuviera dentro del formicario, de pronto pensó en la mis- -De veras, Nene, fue sin querer. 

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A Rema no quería preguntarle porque Rema parecía encontrar en eso algo tan obvio y necesa-
Ya no estaba.  rio; preguntarle hubiera sido pasar por tonta, y ella cuidaba su orgullo delante de otra mujer.
Nino era fácil, hablaba y refería. Todo tan claro y evidente cuando él lo explicaba. Sólo por la
Le había pedido a Rema que se llevara el formicario y Rema se lo prometió. Después charlando noche, si quería repetirse esa claridad y esa evidencia, Isabel se deba cuenta de que las ra-
mientras la ayudaba a colgar su ropa y a ponerse el piyama, se olvidaron. Isabel sintió la cer- zones importantes continuaban faltando. Aprendió pronto lo que de veras importaba: verificar
canía de las hormigas cuando Rema le apagó la luz y se fue por el corredor a darle las buenas previamente si de veras se podía salir de la casa o bajar al comedor de cristales, al estudio
noches a Nino todavía lloroso y dolido, pero no se animó a llamarla de nuevo, Rema hubiera de Luis, a la biblioteca. “Hay que confiar en don Roberto”, había dicho Rema. También en ella y
pensado que era una chiquilina. Se propuso dormir en seguida, y se desveló como nunca. en Nino. A Luis no le preguntaba porque pocas veces sabía. Al Nene que sabía siempre, no le
Cuando fue el momento de las caras en la oscuridad, vio a su madre y a Inés mirándose con un preguntó jamás. Y así todo era fácil, la vida se organizaba para Isabel con algunas obligaciones
sonriente aire de cómplices y poniéndose unos guantes de fosforescente amarillo. Vio a Nino más del lado de los movimientos, y en algunas menos del lado de la ropa, de las comidas, la
llorando, a su madre y a Inés con los guantes que ahora eran gorros violeta que les giraban hora de dormir. Un veraneo de veras, como debería ser el año entero. 
y giraban en la cabeza, a Nino con ojos enormes y huecos -tal vez por haber llorado tanto- y
previó que ahora vería a Rema y a Luis, deseaba verlos y no al Nene, pero vio al Nene sin los
anteojos, con la misma cara contraída que tenía cuando empezó a pegarle a Nino y Nino se iba ... verte pronto. Ellos están bien. Con Nino tenemos un formicario y jugamos y llevamos un her-
echando atrás hasta quedar contra la pared y lo miraba como esperando que eso concluyera, bario muy grande. Rema te manda beso, está bien. Yo la encuentro triste, lo mismo a Luis que
y el Nene volvía a cruzarle la cara con un bofetón suelto y blando que sonaba a mojado, hasta es muy bueno. Yo creo que Luis tiene algo, y eso que estudia tanto. Rema me dio unos pañuelos
que Rema se puso delante y él se rio con la cara casi tocando la de Rema, y entonces se oyó de colores preciosos, a Inés le van a gustar. Mamá esto es lindo y yo me divierto con Nino y don
volver a Luis y decir desde lejos que ya podían ir al comedor de adentro. Todo tan rápido, todo Roberto, es el capataz y nos dice cuando podemos salir y adónde, una tarde casi se equivoca y
porque Nino estaba ahí y Rema vino a decirles que no se movieran del living hasta que Luis nos manda a la costa del arroyo, en eso vino un peón a decir que no, vieras qué afligido estaba
verificara en qué pieza estaba el tigre, y se quedó con ellos mirándolos jugar a las damas. Nino don Roberto y después Rema, lo alzó a Nino y lo estuvo besando, y a mí me apretó tanto. Luis
ganaba y Rema lo elogió, entonces Nino se puso tan contento que le pasó los brazos por el anduvo diciendo que la casa no era para chicos, y Nino le preguntó quiénes eran los chicos y se
talle y quiso besarla. Rema se había inclinado, riéndose, y Nino la besaba en los ojos y la nariz, rieron, hasta el Nene se reía. Don Roberto es el capataz. 
los dos se reían y también Isabel, estaban tan contentos jugando así. No vieron acercarse al
Nene, cuando estuvo al lado arrancó a Nino de un tirón, le dijo algo del pelotazo al vidrio de su
cuarto y le empezó a pegar, miraba a Rema cuando pegaba, parecía furioso contra Rema y ella Si vinieras a buscarme te quedarías unos días y podrías estar con Rema y alegrarla. Yo creo
lo desafió un momento con los ojos, Isabel asustada la vio que lo encaraba y se ponía delante que ella... 
para proteger a Nino. Toda la cena fue un disimulo, una mentira, Luis creía que Nino lloraba por
un porrazo, el nene miraba a Rema como mandándola que se callara, Isabel lo veía ahora con
Pero decirle a su madre que Rema lloraba de noche, que la había oído llorar pasando por el
la boca dura y hermosa, de labios rojísimos; en la tiniebla los labios eran todavía más escar-
corredor a pasos titubeantes, pararse en la puerta de Nino, seguir, bajar la escalera (se estaría
lata, se le veía un brillo de dientes naciendo apenas. De los dientes salió una nube esponjosa,
secando los ojos) y la voz de Luis, lejana: “¿Qué tenés Rema? ¿No estás bien?”, un silencio, toda
un triángulo verde, Isabel parpadeaba para borrar las imágenes y otra vez salieron Inés y su
la casa como una inmensa oreja, después de un murmullo y otra vez la voz de Luis: “Es un
madre con guantes amarillos; las miró un momento y pensó en el formicario: eso estaba ahí
miserable, un miserable...”, casi como comprobando fríamente un hecho, una filiación, tal vez
y no se veía; los guantes amarillos no estaban y ella los veía en cambio como a pleno sol. Le
un destino. 
pareció casi curioso, no podía hacer salir el formicario, más bien lo alcanzaba como un peso,
un pedazo de espacio denso y vivo. Tanto lo sintió que se puso a buscar los fósforos, la vela ...está un poco enferma, le haría bien que vinieras y las acompañaras. Tengo que
de noche. El formicario saltó de la nada envuelto en penumbra oscilante. Isabel se acercaba mostrarte el herbario y unas piedras del arroyo que me trajeron los peones. Decile a Inés... 
llevando la vela. Pobres hormigas, iban a creer que era el sol que salía. Cuando pudo mirar uno
de los lados, tuvo miedo; en plena oscuridad las hormigas habían estado trabajando. Las vio
ir y venir, bullentes, en un silencio tan visible, tan palpable. Trabajan allí adentro, como si no Era una noche como le gustaba a ella, con bichos, humedad, pan recalentado y flan de sémola
hubieran perdido todavía la esperanza de salir.  con pasas de corinto. Todo el tiempo ladraban los perros sobre la costa del arroyo, un mambo-
retá enorme se plantó de un vuelo en el mantel y Nino fue a buscar una lupa, lo taparon con un
vaso ancho y lo hicieron rabiar para que mostrase los colores de las alas. 
Casi siempre era el capataz el que avisaba de los movimientos del tigre; Luis le tenía la mayor
confianza y como se pasaba casi todo el día trabajando en su estudio, no salía nunca no dejaba
moverse a los que venían del piso alto hasta que don Roberto mandaba su informe. Pero tam- -Tirá ese bicho -pidió Rema-. Les tengo tanto asco. 
bién tenían que confiar entre ellos. Rema, ocupada en los quehaceres de adentro, sabía bien lo
que pasaba en la planta alta y arriba. Otras veces nada, pero sin don Roberto los encontraba -Es un buen ejemplar -admitió Luis-. Miren como sigue mi mano con los ojos. El único insecto
afuera les marcaba el paradero del tigre y ellos volvían a avisar. A Nino le creían todo, a Isabel que gira la cabeza. 
menos porque era nueva y podía equivocarse. Después, como andaba siempre con Nino pega- -Qué maldita noche- dijo el Nene detrás de su diario.
do a sus polleras, terminaron creyéndole lo mismo. Eso, de mañana y tarde; por la noche era
el Nene quien salía a verificar si los perros estaban atados o sin no habían quedado rescoldo Isabel hubiera querido decapitar al mamboretá, darle un tijeretazo y ver qué pasaba. 
cerca de las casas. Isabel vio que llevaba el revólver y a veces un bastón con puño de plata. 

202 203
-Déjalo dentro del vaso -pidió a Nino-. Mañana lo podríamos meter en el formicario y estudiarlo.  Rema le tuviera lástima, le pasara finos dedos frescos por el pelo, por los párpados... 

El calor subía, a las diez y media no se respiraba. Los chicos se quedaron con Rema en el co- Ahora le alcanzaba una jarra verde llena de limones partidos y hielo. 
medir de adentro, los hombres estaban en sus estudios. Nino fue el primero en decir que tenía
sueño. 
-Llevásela...

-Subí solo, yo voy después de verte. Arriba está todo bien. -y Rema lo ceñía por la cintura, con
-Rema... 
un gesto que a él le gustaba tanto.

Le pareció que temblaba, que se ponía de espaldas a la mesa para que ella no le viese los ojos. 
-¿Nos contás un cuento, tía Rema?
-Otra noche. 
-Ya tiré el mamboretá, Rema. 
Se duerme mal con el calor pegajoso y tanto zumbar de mosquitos. Dos veces estu-
Se quedaron solas, con el mamboretá que las miraba. Vino Luis a darles las buenas noches,
vo a punto de levantarse, salir al corredor o ir al baño a mojarse las muñecas y la cara.
murmuró algo sobre la hora en que los chicos debían irse a la cama, Rema les sonrió al be-
Pero oía andar a alguien, abajo, alguien se paseaba de un lado al otro del comedor, llega-
sarlo. 
ba al pie de la escalera, volvía... No eran los pasos oscuros y espaciados de Luis, no era
el andar de Rema. Cuánto calor tenía esa noche el Nene, cómo se habría bebido a sorbos
-Oso gruñón- dijo, e Isabel inclinada sobre el vaso del mamboretá pensó que nunca había la limonada. Isabel lo veía bebiendo de la jarra, las manos sosteniendo la jarra verde con
visto a Rema besando al Nene y a un mamboretá de un verde tan verde. Le movía un rodajas amarillas oscilando en el agua bajo la lámpara; pero a la vez estaba segura de
poco el vaso y el mamboretá rabiaba. Rema se acercó para pedirle que fuera a dormir.  que el Nene no había bebido la limonada, que estaba aún mirando la jarra que ella le lle-
vara hasta le mesa como alguien que mora una perversidad infinita. No quería pensar en
-Tirá ese bicho, es horrible.  la sonrisa del Nene, su hasta la puerta como para asomarse al comedor, su retorno lento. 

-Mañana, Rema. -Ella tenía que traérmela. A vos te dije que subieras a tu cuarto. 

Le pidió que subiera a darle las buenas noches. El Nene tenía entornada la puerta de su Y no ocurrírsele más que una respuesta tan idiota: 
estudio y estaba paseándose en mangas de camisa, con el cuello suelto. Le silbó al pasar. 

- Me voy a dormir, Nene.  -Está bien fresca, Nene. 

- Oíme: decíle a Rema que me haga una limonada bien fresca y me la traiga aquí. Después Y la jarra verde como el mamboretá. 
subís nomás a tu cuarto. 
Nino se levantó el primero y le propuso ir a buscar caracoles al arroyo. Isabel casi no había
Claro que iba a subir a su cuarto, no veía por qué tenía él que mandárselo. Volvió al comedor dormido, recordaba salones con flores, campanillas, corredores de clínica, hermanas de cari-
para decirle a Rema, vio que vacilaba.  dad, termómetros en bocales con bicloruro, imágenes de primera comunión, Inés, la bicicleta
rota, el tren Mixto, el disfraz de gitana de los ocho años. Entre todo eso, como delgado aire
entre hojas de álbum, se veía despierta, pensando en tantas cosas que no eran flores, campa-
-No subás todavía. Voy a hacer la limonada y se la llevás vos misma.  nillas, corredores de clínica. Se levantó de mala gana, se lavó duramente las orejas. Nino dijo
que eran las diez y que el tigre estaba en la sala del piano, de modo que podía irse en seguida
al arroyo. Bajaron juntos, saludando apenas a Luis y al Nene que leían con las puertas abiertas.
-Él dijo que... Los caracoles quedaban en la costa sobre los trigales. Nino anduvo quejándose de la distrac-
ción de Isabel, la trató de mala compañera y de que no ayudaba a formar la colección. Ella lo
- Por favor.
veía de repente tan chico, tan un muchachito entre sus caracoles y su hojas. 
Isabel se sentó al lado de la mesa. Por favor. Había nubes de bichos girando bajo la lámpara de
carburo, se hubiera quedando horas mirando la nada y repitiendo: Por favor, por favor. Rema,
Volvió la primera, cuando en la casa izaban la bandera para el almuerzo. Don Roberto venía
Rema. Cuánto la quería, y esa voz de tristeza sin fondo, sin razón posible, la voz de la tristeza.
de inspeccionar e Isabel le preguntó como siempre. Ya Nino se acercaba despacio, cargando la
Por favor. Rema, Rema... Un calor de fiebre le ganaba la cara, un deseo de tirarse a los pies
caja de los caracoles y los rastrillos, Isabel lo ayudó a dejar los rastrillos en el porche y entra-
de Rema, de dejarse llevar en los brazos por Rema, una voluntad de morirse mirándola y que
ron juntos. Rema estaba ahí, blanca y callada. Nino le puso un caracol azul en la mano.
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44. LA ARAÑA
-Para vos, el más lindo. 

El Nene ya comía, con el diario al lado, a Isabel le quedaba apenas sitio para apoyar el brazo.
Luis vino el último de su cuarto, contento como siempre a mediodía. Comieron, Nino hablaba de César Vallejo
los caracoles, los huevos de caracoles en las cañas, la colección por tamaños o colores. Él los
mataría solo, porque a Isabel le daba pena, los pondría a secar en una chapa de cinc. Después En: Los heraldos negros. Madrid: Editorial Castalia, 2009
vino el café y Luis los miró con la pregunta usual, entonces Isabel se levantó la primera para
buscar a don Roberto, aunque don Roberto ya le había dicho antes. Dio vuelta al porche y cuan-
do entró otra vez, Rema y Nino tenían las cabezas juntas sobre los caracoles, estaban como Es una araña enorme que ya no anda;
en una fotografía de familia, solamente Luis la miró y ella dijo: “Está en el estudio del Nene”,
se quedó viendo cómo el Nene alzaba los hombros, fastidiado, y Rema que tocaba un caracol una araña incolora, cuyo cuerpo,
con la punta del dedo, tan delicadamente que también su dedo tenía algo de caracol. Después
una cabeza y un abdomen, sangra.
Rema se levantó para ir a buscar más azúcar, e Isabel fue detrás de ella charlando hasta que
volvieron riendo por una broma que habían cambiado en la antecocina. Como a Luis le faltaba
tabaco y mandó aNino a su estudio, Isabel lo desafió a que encontraba primero los cigarrillos y
salieron juntos. Ganó Nino, volvieron corriendo y empujándose, casi chocan con el Nene que se Hoy la he visto de cerca. Y con qué esfuerzo
iba a leer el diario a la biblioteca, quejándose por no poder usar su estudio. Isabel se acercó a
hacia todos los flancos
mirar los caracoles, y Luis esperando que le encendiera como siempre el cigarrillo la vio perdi-
da, estudiando los caracoles que empezaban despacio a asomar y moverse, mirando de pronto sus pies innumerables alargaba.
a Rema, pero saliéndose de ella como una ráfaga, y obsesionada por los caracoles, tanto que
no se movió al primer alarido del Nene, todos corrían ya y ella estaba sobre los caracoles como Y he pensado en sus ojos invisibles,
si no oyera el nuevo grito ahogado del Nene, los golpes de Luis en la puerta de la biblioteca,
los pilotos fatales de la araña.
don Roberto que entraba con perros, las quejas del Nene entre los ladridos furiosos de los per-
ros, y Luis repitiendo: “¡Pero si estaba en el estudio de él! ¡Ella dijo que estaba en el estudio de
él!”, inclinada sobre los caracoles esbeltos como dedos, quizá como los dedos de Rema, o era
la mano de Rema que le tomaba el hombro, le hacía alzar la cabeza para mirarla, para estarla Es una araña que temblaba fija
mirando una eternidad, rota por su llanto feroz contra la pollera de Rema, su alterada alegría,
en un filo de piedra;
y Rema pasándole la mano por el pelo, calmándola con un suave apretar de dedos y un mur-
mullo contra su oído, un balbucear como de gratitud, de innominable aquiescencia. el abdomen a un lado,

y al otro la cabeza.

Con tantos pies la pobre, y aún no puede

resolverse. Y, al verla

atónita en tal trance,

hoy me ha dado qué pena esa viajera.

Es una araña enorme, a quien impide

el abdomen seguir a la cabeza.

Y he pensado en sus ojos

y en sus pies numerosos...

¡Y me ha dado qué pena esa viajera!

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que estaba viendo el programa dijo: “A mí me gustan todas”. Mi hijo menor le preguntó a una
muchacha de su misma edad por qué habían matado a John Lennon, y ella le contestó, como
45. ENSAYOS ESCOGIDOS si tuviera ochenta años, “porque el mundo se está acabando”.
Así es: la única nostalgia común que uno tiene con sus hijos son las canciones de los Beatles.
Cada quien por motivos distintos, desde luego, y con un dolor distinto, como ocurre siempre
con la poesía. Yo no olvidaré nunca aquel día memorable de 1963, en México, cuando oí por
primera vez de un modo consciente una canción de los Beatles. A partir de entonces descubrí
que el universo estaba contaminado por ellos. En nuestra casa de San Angel, donde apenas si
teníamos dónde sentarnos, había sólo dos discos: una selección de preludios de Debussy y el
primer disco de los Beatles. Por toda la ciudad, a toda hora, se escuchaba un grito de muched-
umbres: Help, I needsomebody. Alguien volvió a plantear por esa época el viejo tema de que los
músicos mejores son los de la segunda letra del catálogo: Bach, Beethoven, Brahms y Bartok.
Alguien volvió a decir la misma tontería de siempre: que se incluyera a Bosart. Álvaro Mutis,
que como todo gran erudito de la música tiene una debilidad irremediable por los ladrillos
sinfónicos, insistía en incluir a Bruckner. Otro trataba de repetir otra vez la batalla en favor de
Berlioz, que yo libraba en contra porque no podía superar la superstición de que es un oiseau
de malheur, es decir, un pájaro de mal agüero. En cambio, me empeñé desde entonces en in-
cluir a los Beatles.
Emilio García Riera, que estaba de acuerdo conmigo y que es un crítico e historiador de cine
con una lucidez un poco sobrenatural, sobre todo después del segundo trago, me dijo por esos
días: “Oigo a los Beatles con un cierto miedo, porque siento que me voy a acordar de ellos por
todo el resto de mi vida”. Es el único caso que conozco de alguien con bastante clarividencia
para darse cuenta de que estaba viviendo el nacimiento de sus nostalgias. Uno entraba en-
La nostalgia sigue siendo igual que antes tonces en el estudio de Carlos Fuentes, y lo encontraba escribiendo a máquina con un solo
— Gabriel García Márquez dedo de una sola mano, como lo ha hecho siempre, en medio de una densa nube de humo y
En: Obra periodística (1927-2014). Bogotá: Norma, 2015. aislado de los horrores del universo con la música de los Beatles a todo volumen.
Como sucede siempre, pensábamos entonces que estábamos muy lejos de ser felices, y ahora
pensamos lo contrario. Es la trampa de la nostalgia, que quita de su lugar a los momentos am-
argos y los pinta de otro color, y los vuelve a poner donde ya no duelen. Como en los retratos
antiguos, que parecen iluminados por el resplandor ilusorio de la felicidad, y en donde sólo
vemos con asombro cómo éramos de jóvenes, y no sólo los que estábamos allí, sino también
la casa y los árboles del fondo, y hasta las sillas en que estábamos sentados. El Che Guevara,
Ha sido una victoria mundial de la poesía. En un siglo en que los vencedores son siempre los conversando con sus hombres alrededor del fuego en las noches vacías de la guerra, dijo al-
que sacan más votos, los que meten más goles, los hombres más ricos y las mujeres más bel- guna vez que la nostalgia empieza por la comida. Es cierto, pero sólo cuando se tiene hambre.
las, es alentadora la conmoción que ha causado en el mundo entero la muerte de un hombre En cambio, siempre empieza por la música. En realidad, nuestro pasado personal se aleja de
que no había hecho nada más que cantarle al amor. Es la apoteosis de los que nunca ganan. nosotros desde el momento en que nacemos, pero sólo lo sentimos pasar cuando se acaba un
Durante 48 horas no se habló de otra cosa. Tres generaciones —la nuestra, la de nuestros hijos disco.
y la de nuestros nietos mayores— teníamos por primera vez la impresión de estar viviendo Esta tarde, pensando todo esto frente a una ventana lúgubre donde cae la nieve, con
una catástrofe común, y por las mismas razones. Los reporteros de la televisión le pregun- más de cincuenta años encima y todavía sin saber muy bien quién soy, ni qué cara-
taron en la calle a una señora de ochenta años cuál era la canción de John Lennon que le gust- jo hago aquí, tengo la impresión de que el mundo fue igual desde mi nacimiento hasta
aba más, y ella contestó, como si tuviera quince: “La felicidad es una pistola caliente”. Un chico que los Beatles empezaron a cantar. Todo cambió entonces. Los hombres se dejaron cre-

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cer el cabello y la barba, las mujeres aprendieron a desnudarse con naturalidad, cambió
el modo de vestir y de amar, y se inició la liberación del sexo y de las drogas para soñar.
Fueron los años fragorosos de la guerra de Vietnam y la rebelión universitaria. Pero, so-
bre todo, fue el duro aprendizaje de una relación distinta entre los padres y los hijos, el
Botella al mar para el dios de las palabras
principio de un nuevo diálogo entre ellos que había parecido imposible durante siglos. — Gabriel García Márquez
El símbolo de todo esto —al frente de los Beatles— era John Lennon. En: Obra periodística (1927-2014). Bogotá: Norma, 2015.

Su muerte deja un mundo distinto poblado de imágenes hermosas. En Lucy in thesky, una de
sus canciones más bellas, queda un caballo de papel periódico con una corbata de espejos. En
Eleanor Rigby —con un bajo obstinado de chelos barrocos— queda una muchacha desolada
que recoge el arroz en el atrio de una iglesia donde acaba de celebrarse una boda. “¿De dónde
vienen los solitarios?”, se pregunta sin respuesta. Queda también el padre Mac Kensey escribi- A mis 12 años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que
endo un sermón que nadie ha de oír, lavándose las manos sobre las tumbas, y una muchacha pasaba me salvó con un grito: ¡Cuidado! El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse,
que se quita el rostro antes de entrar en su casa y lo deja en un frasco junto a la puerta para me dijo: «¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?» Ese día lo supe. Ahora sabemos, además,
ponérselo otra vez cuando vuelva a salir. Estas criaturas han hecho decir que John Lennon que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios es-
era un surrealista, que es algo que se dice con demasiada facilidad de todo lo que parece raro, pecial para las palabras.
como suelen decirlo de Kafka quienes no lo han sabido leer. Para otros, es el visionario de un
mundo mejor. Alguien que nos hizo comprender que los viejos no somos los que tenemos mu- Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo
chos años, sino los que no se subieron a tiempo en el tren de sus hijos. el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extin-
guirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto
alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas,
maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publi-
cidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos;
gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del
amor. No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas
lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos
de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje
global.

La lengua española tiene que prepararse para un oficio grande en ese porvenir sin fronteras.
Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino
por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de
expansión, en un ámbito propio de 19 millones de kilómetros cuadrados y 400 millones de
hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en Estados Uni-
dos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos
de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga 54 significados, mientras en
la República de Ecuador tienen 105 nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la
palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventa-
do. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada
paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de
un cordero dijo: «Parece un faro». Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un co-
cimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que don Sebastián de Covarrubias, en su
diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es «la color» de los

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enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana,
un pan que sabe a rincón, una cerveza que sabe a beso?

Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no cabe en su
pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario,
liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo venturo como Pedro por su
casa. En ese sentido me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la
gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos
sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen
todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos
y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los ge-
rundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeísmo parasitario, y devuélvamos al subjuntivo
presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de
cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía,
terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado
de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y
al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver. ¿Y qué
de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si
fueran dos y siempre sobra una?
Trench town rock
Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que
— Mario Vargas Llosa
le lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como
En: Piedra de Toque. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2013.
todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado
a tiempo aquella bicicleta providencial de mis 12 años.

Ante el irresistible avance de las fuerzas de Cromwell que invadieron Jamaica en 1655, los
colonos españoles libertaron a sus mil quinientos esclavos, que desaparecieron en la maleza.
Reaparecieron, en los turbulentos siglos sucesivos, adornados con el nombre de maroons (de-
sprendido de la voz “cimarrón”) y una aureola indómita. Dentro de esta bravía estirpe nació, en
1887, Marcos Garvey, apóstol de la “negritud” y del retorno de los negros de América al África,
sin el cual el culto Rastafari jamás hubiera trascendido las fronteras jamaiquinas y sin cuya
prédica Bob Marley no hubiera sido quien fue.

A Marcos Garvey se atribuye la profética advertencia (los historiadores lo discuten): “Mirad al


África, donde coronarán un Rey Negro. Él será el Redentor”. Años después, en 1930, en Etiopía,
Ras TafariMakonnen fue entronizado Emperador y proclamado Negus (Rey de Reyes). En los
árboles y techos de las aldeas y en los muros de los guetos de Jamaica, comenzaron a apare-
cer devotas reproducciones de la cara de Haile Selassie y el verde, el rojo y el oro de la bandera

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etíope. Los fieles de la nueva religión procedían de estratos humildes y su doctrina era simple: donde hay que rastrear las claves de Bob Marley. Sino en la barriada de Trench Town, en la
Jah (apócope de Jehová) guiaría en una hora secreta al pueblo negro de regreso a Etiopía, periferia occidental de la capital jamaiquina, pues fue en esas calles violentas y espirituales,
sacándolo de Babilonia (el mundo dominado por el blanco, el vicio y la crueldad). El momento en las que pasó su niñez y juventud, donde se hizo rasta y artista y donde aún ahora se respira
se acercaba, pues Jah había encarnado en el monarca de Addis Abeba. Los rastas evitaban el el humus social de su filosofía y su música. Las moscas y los altos de basuras, la abigarrada
alcohol, el tabaco, la carne, los mariscos y la sal y seguían el precepto levítico (25:5) de no cor- colección de desechos con que los miserables han construido las viviendas en las que malviv-
tarse los cabellos, las barbas ni las uñas. Su comunión y rito básico era la ganja o marihuana, en, son idénticas a las que cualquier villa miseria del Tercer Mundo.
planta sacramental ennoblecida por el Rey Salomón, en suya tumba brotó. La diferencia consiste en que, aquí, además de mugre, hambre y violencia, uno se topa tam-
La primera vez que Bob Nesta Marley vio un rasta fue en Nine Miles, caserío de la parroquia bién, a cada paso, con exhalaciones de esa “religiosidad en estado salvaje” que Claudel en-
de St. Ann, donde había nacido en 1945. Hijo de una negra y de un blanco que se casó con ella contraba en la poesía de Rimbaud. Ella transpira de la barbada faz del León de Judea y de los
pero inmediatamente la abandonó, el niño mulato escuchaba deslumbrado las historias me- colores abisínicos que asoman en tablas, parapetos y calaminas y en los gorros merovingios
dievales del Preste Juan con que entretenía a los campesinos el brujo del lugar, un inspirado con que se sujetan las trenzas los rastas que juegan al fútbol. De muchacho, antes de que el
contador de fábulas. La aparición del hombre que llevaba un nido de serpientes en la cabeza, guruMortimo Plano lo convirtiera y lo enrumbara por una senda mística que no abandonaría
una mirada brumosa y en vez de andar parecía flotar, asustó al niño, que, esa noche, soñó con jamás, el Bob Nesta Marley que se impuso en estas calles como pandillero, futbolista y matón
él. Su conversión al culto Rastafari ocurriría mucho después. debió ser una especie de Rimbaud: arcangélico y demoníaco, apuesto y bruto, crudo y genial.

Nine Miles no debe haber cambiado desde entonces. Es todavía una ínfima aldea, en lo alto de Como el culto rastafari, el reggae está amasado con el sudor y la sangre de Trench Town: en él
una abrupta cordillera a la que se llega después de recorrer una larguísima trocha de curvas se mezclan atávicos ritmos de las tribus de donde fueron arrancados los ancestros y traídos
y de abismos. La cabaña de tablas donde Bob Marley nació ya no existe. Los devotos están re- al mercado de esclavos del que es reminiscencia el muro que cerca la barriada, el sufrimiento
construyéndola, en cemento, y han plantado una mata de ganja en el umbral. Su sepulcro está y la cólera acumulados en siglos de servidumbre y opresión, una esperanza mesiánica nacida
más arriba, en otra cumbre que hay que trepar a pie y desde la cual, me dicen, el infausto día de una lectura ingenua de la Biblia, nostalgias de un África mítica revestida con las suntuosas
del entierro se podía percibir un hormiguero humano de muchos kilómetros. Allí está la piedra fantasías del Edén y un afán desesperado, narcisístico, de encontrarse y perderse en la músi-
donde solía sentarse a meditar y a componer y, allí, su guitarra. Un tapiz bordado por etíopes ca.
adorna el monumento fúnebre, al que se entra descalzo, y del que cuelgan, a manera de exvo- Bob Marley no inventó el reggae, que, en los años sesenta, cuando TheWailers graban sus
tos, fotografías, recortes de diarios, banderines y hasta el emblema de su automóvil, un BMW, primeros discos en el rústico Studio One de Kingston, promovido por TheSkatalites y otros
su marca preferida porque sus iniciales reunían las de su nombre y la del conjunto musical con conjuntos jamaiquinos y pese a la resistencia de las autoridades – que veían en las letras de
que se hizo célebre: TheWailers. sus canciones una incitación a la rebeldía y el crimen – ya se había impuesto como la música
El rasta que nos guía va al mismo tiempo comulgando y comulga también una pareja de nor- más popular, pero le imprimió un inconfundible sello personal y lo elevó a la dignidad de rito
teamericanos que se han colado en nuestra camioneta. La visita incluye un recorrido por un religioso y evangelio político. La poesía que le insufló removía las entretelas del alma de sus
extenso campo de plantas sagradas. Como, en teoría, la marihuana está prohibida en Jamaica, coterráneos, porque en ella reconocían sus tormentos, las mil y una injusticias de que estaba
pregunto al comulgante si no han tenido problemas con la policía. Se encoge de hombros: hecha la vida en Babilonia, pero, en ella, hallaban también razones optimistas, persuasivas,
“A veces vienen y las arrancan. ¿Y qué? Crecen de nuevo. ¿No son naturales, acaso?”. Lo de para resistir la adversidad: saberse los elegidos de Jah, los que estaban por superar la larga
la prohibición es una fórmula. Unos días antes, en un Reggae Bashi o concierto al aire libre, prueba, a punto de llegar a la tierra prometida, los inminentes redimidos.
en Ocho Ríos, la ganja se vendía, en fibras o liada en spliffs, a la vista de todo el mundo, y los Esa música los embriagaba pues era la suya tradicional, enriquecida con los ritmos modernos
vendedores la voceaban como las gaseosas y las cervezas. Y no creo haber estado en un lugar que venían de América, el rock, el jazz o el trinitario calipso, y los himnos y danzas de las igle-
público en Jamaica sin que me la ofrecieran o sin haber visto a alguien – y no sólo a los rastas sias. El lenguaje con que Bob Marley les hablaba era el patois jamaiquino, indescifrable para
– fumándola. el oído no avezado, y sus temas los de sus querellas, pasiones y chismografías callejeras, pero
Pero no es en Nine Miles, ni en la mansión de Hope Road, en Kingston, que le compró a su pro- arrebozadas de ternura, misticismo y piedad. La palabra “auténtico” tiene un peligroso retintín
ductor en el apogeo de su carrera y en la que funciona ahora un museo dedicado a su memoria, aplicada a un artista: ¿existe acaso la autenticidad? ¿No es esta un simple problema técnico
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para cualquier creador que domina su oficio? Para Bob Marley nunca lo fue: él volcó en las
canciones que compuso, por lo menos desde 1968, cuando gracias a sus pláticas con Mortimo
El arte de mecer
Plano asumió definitivamente la religión Rastafari, su vasta fe y su mística canaille, su sueño
— Mario Vargas Llosa
mesiánico al mismo tiempo que su sabiduría musical, su ardiente celo religioso y el denso,
En: Piedra de Toque. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2013.
selvático lamento de su voz.

Por eso, aunque en su época – los sesenta y los setenta – surgieron muchos compositores y
artistas de talento en el mundo, sólo él fue, además de inspirado y original, de una autenticidad
sin mácula, que resistió todas las tentaciones, incluso la más hechicera que es la de la vida,
Hay una práctica extendida en Perú, un deporte nacional. “Mecer” es mantener largo tiempo a
pues prefirió morir, a los treinta y seis años, antes de permitir que le amputaran el dedo del
una persona en la indefinición y en el engaño, pero de una manera amable y hasta afectuosa
pie roído por el cáncer, porque su religión se lo prohibía. Es verdad que murió riquísimo – dejó
treinta millones de dólares – pero él casi no disfrutó de esa fortuna, pues, cuando uno visita Esta mañana, a la hora del almuerzo, escuché a mi hija Morgana contar los cuentos que les

la casa de Hope Road, el único lujo que se permitió cuando su súbita fama lo hizo opulento, cuenta, a ella y a Stefan, su marido, la compañía de Cable Mágico para justificar su demora en
advierte qué pobrecito era ese lujo comparado con el que puede permitirse, hoy, cualquier instalarles el sistema de televisión por cable. Les juran que irán esta tarde, mañana, mañana
cancionista de mediano éxito. en la tarde, y nunca van. Hartos de tanto cuento, han decidido pasarse a la competencia, Direct
TV, a ver si es más puntual.
Él sólo disfrutó, en la gloria de sus años postreros como en la miseria de los primeros, en el
polvo y los detritus de Trench Town: pateando una pelota de fútbol, sumido en una misteriosa Lo ocurrido a Stefan y Morgana me ha tenido varias horas recordando la maravillosa historia
introspección de la que volvía al mundo eufórico o llorando, garabateando una canción en de “Ventilaciones Rodríguez S.A.” que viví y padecí cerca de 12 meses, aquí en Lima, hace la
un cuaderno de escolar, explorando una melodía en el rasgueo de su guitarra o tragando las broma de 30 años. Nos habíamos comprado una casa en el rincón de la ciudad que queríamos,
nubes agridulces de su cigarro de ganja. Fue generoso y hasta pródigo con sus amigos y ene- frente al mar de Barranco, y un arquitecto amigo, Cartucho Miró Quesada, me había diseñado
migos, y el día más feliz de su vida fue aquel en que pudo socorrer con su dinero a los parientes en toda la segunda planta el estudio de mis sueños: estantes para libros, un escritorio lar-
del defenestrado Haile Selassie, el déspota al que creía Dios. Cuando visitó el África descubrió guísimo de tablero muy grueso, una escuadra de sillones para conversar con los amigos, y una
que aquel continente estaba lejos de ser aquella tierra de salvación para el pueblo negro con chimenea junto a la cual habría un confortable muy cómodo y una buena lámpara para leer.
que lo mitificaban su credo y sus canciones y, desde entonces, estas fueron menos ‘negristas’,
Las circunstancias harían que la pieza más memorable del estudio fuera, con el tiempo y por
más ecuménicas y fue más intensa su prédica pacifista y su reclamo de espiritualidad.
imprevistas razones, la chimenea. Era de metal, aérea y cilíndrica y Cartucho la había diseñado
No hay que ser religioso para darse cuenta de que sin las religiones la vida sería infinitamente
él mismo, como una escultura. ¿Quién la fabricaría? Alguien, tal vez el mismo Cartucho, me
más pobre y miserable para los pobres y los miserables, y, también, de que los pueblos tienen
recomendó a esa indescriptible empresa de apelativo refrigerado: “Ventilaciones Rodríguez
las religiones que les hacen falta. Yo abominé de los pintorescos sincretismos teológicos de
S.A.”. Recuerdo perfectamente aquella tarde, a la hora del crepúsculo, en que su propietario y
los rastas, de sus comuniones marihuanas, de las horrendas recetas de su dietario y de sus
gerente, el ingeniero Rodríguez, compareció en mi todavía inexistente estudio para firmar el
pelambres inextricables cuando descubrí que un hijo mío y un grupo de amigos suyos del cole-
contrato. Era joven, enérgico, hablador, ferozmente simpático. Escuchó las explicaciones del
gio se habían vuelto catecúmenos de semejante fe. Pero lo que en ellos era sin duda pasajera
moda, versátil voluptuosidad de jóvenes privilegiados, en los luctuosos callejones de Trench arquitecto, auscultó los planos con ojos zahoríes, comentó dos o tres detalles con la seguridad

Town, o en la pobreza y el abandono de las aldeas de la parroquia de St. Ann me ha parecido del experto y sentenció: “La chimenea estará lista en dos semanas”.
una conmovedora apuesta por la vida del espíritu, en contra de la desintegración moral y la Le explicamos que no debía apurarse tanto. El estudio sólo estaría terminado dentro de mes
injusticia humana. Pido perdón a los rastas por lo que pensé y escribí de ellos y, junto a mi ad- y medio. “Ése es su problema”, declaró, con un desplante taurino. “Yo la tendré lista en quince
miración por su música, proclamo mi respeto por las ideas y creencias de Bob Marley. días. Ustedes podrán recogerla cuando quieran”.

Partió como una exhalación y nunca más lo volví a ver, hasta ahora. Pero juro que su nombre

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y su fantasma fueron la presencia más constante y recurrente en todos los meses sucesivos “Ay, usted no se imagina la desgracia terrible que ocurrió: el camión con su chimenea chocó y
a aquel único encuentro, mientras el estudio se acababa de construir y se llenaba de libros, ahora el chofer está con conmoción cerebral en el Hospital Obrero. Felizmente, su chimenea
papeles, discos, máquinas de escribir, cuadros, muebles, alfombras, y el hueco del techo seguía no tuvo ni un rasguño”.
allí, mostrando el grisáceo cielo de Lima y esperando a la chimenea que nunca llegaba. La historia duró más de un año. Cuando la chimenea llegó por fin a la casa de Barranco ya casi
Mis contactos con “Ventilaciones Rodríguez S.A.” fueron intensos, pero sólo telefónicos. En nos habíamos acostumbrado al hueco del techo por el que, un día, una paloma distraída se
algún momento yo llegué a contraer una pasión enfermiza por la secretaria del ingeniero extravió y aterrizó en mi escritorio. Lo más divertido -o trágico- del final de este episodio fue
Rodríguez, a quien tampoco nunca vi la cara ni conocí su nombre. Pero recuerdo su voz, sus que a la chimenea bendita sólo pudimos usarla una sola vez. Con resultados desastrosos: el
zalamerías, sus pausas, sus inflexiones, su teatro cotidiano, como si la hubiera llamado hace estudio se llenó de humo, todo se ensució y yo tuve un comienzo de asfixia. Nunca más inten-
media hora. Hablar con ella cada mañana, los cinco días hábiles de la semana, se convirtió en tamos encenderla.
un rito irrompible de mi vida, como leer los periódicos, tomar desayuno y ducharme. Aquella secretaria mitológica de “Ventilaciones Rodríguez S.A.” era una cultora soberbia de
“¿Qué cuento me va usted a contar hoy día, señorita?”, la saludaba yo. una práctica tan extendida en el Perú que es poco menos que un deporte nacional: el arte de

Ella nunca se enojaba. Tenía la misma irresistible simpatía de su jefe y, risueña y amable, se mecer. “Mecer” es un peruanismo que quiere decir mantener largo tiempo a una persona en la

interesaba por mi salud y mi familia antes de desmoralizarme con el pretexto del día. Confieso indefinición y en el engaño, pero no de una manera cruda o burda, sino amable y hasta afectu-

que yo esperaba ese instante con verdadera fascinación. Jamás se repetía, tenía un repertorio osa, adormeciéndola, sumiéndola en una vaga confusión, dorándole la píldora, contándole el

infinito de explicaciones para justificar lo injustificable: que pasaban las semanas, los meses, cuento, mareándola y aturdiéndola de tal manera que se crea que sí, aunque sea no, de mane-

los trimestres y la maldita chimenea nunca llegaba a mi casa. Ocurrían cosas banales, como ra que por cansancio termine por abandonar y desistir de lo que reclama o pretende conseguir.

que el señor de la fundición caía presa de una gripe con fiebres elevadas, o verdaderas catást- La víctima, si ha sido “mecida” con talento, pese a darse cuenta en un momento dado que le

rofes como incendios o fallecimientos. Todo valía. Un día, que yo había perdido la paciencia han metido el dedo a la boca, no se enoja, termina por resignarse a su derrota y queda hasta

y vociferaba en el teléfono como un energúmeno, la versátil secretaria me desarmó de esta contenta, reconociendo y admirando incluso el buen trabajo que han hecho con ella. “Mecer”

manera: es un quehacer difícil, que requiere talento histriónico, parla suasoria, gracia, desfachatez,
simpatía y sólo una pizca de cinismo.
“Ay, señor Vargas Llosa, usted riñéndome y amargándose la vida y yo desde aquí estoy viendo
el cielo, le digo”. Detrás del “meceo” hay, por supuesto, informalidad y una tabla de valores trastocada. Pero,
también, una filosofía frívola, que considera la vida como una representación en la que la ver-
“¿Cómo que viendo el cielo? ¿Qué quiere usted decir?”.
dad y la mentira son relativas y canjeables, en función, no de la correspondencia entre lo que
“Que se nos ha caído el techo, le juro. Anoche, cuando no había nadie. Pero no es ese accidente se dice y lo que se hace, entre las palabras y las cosas, sino de la capacidad de persuasión del
lo que me da más pena, sino haber quedado mal con usted. Mañana le llevamos su chimenea que “mece” frente a quien es “mecido”. En última instancia, la vida, para esta manera de actuar
sin falta, palabra”. y esta moral, es teatro puro. El resultado práctico de vivir “meciendo” o siendo “mecido” es que
Un día tuvo la extraordinaria sangre fría de asegurarme lo siguiente: todo se demora, anda mal, nada funciona y reina por doquier la confusión y la frustración. Pero

“Ay, señor Vargas Llosa, usted haciéndose tan mala sangre y yo viendo desde aquí su chimenea ésa es una consideración mezquinamente pragmática del arte de mecer. La generosa y artísti-

linda, nuevecita, partiendo en el camión que se la lleva a su casa”. ca es que, gracias al meceo, la vida es pura diversión, farsa, astracanada, juego, mojiganga.

Mentía tan maravillosamente bien, con tanto aplomo y dulzura, que era imposible no creerle. Si los peruanos invirtieran toda la fantasía y la destreza que ponen en “mecerse” unos a otros,

Al día siguiente, cuando la llamé para decirle que no era posible que el camión que me traía en hacer bien las cosas y cumplir con sus compromisos, éste sería el país más desarrollado

la chimenea se demorara más de veinticuatro horas en llegar de la Avenida Colonial de Lima del mundo. ¡Pero qué aburrido!

hasta Barranco (no más de 10 kilómetros) se sobrepasó a sí misma, asegurándome en el acto, * Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 21 de febrero de 2010
con acento afligido y casi lloroso:
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pasan por aquí. Esta ha sido su primera estación y, en incontables casos, la definitiva.
Es difícil, para el extraño, salir ileso de La parada. Puede llegar uno hasta Tacora, el merca-
do de ladrones, corriendo riesgos menores. A lo sumo, un robo, el arrebato de la cartera o
el reloj. Pero ir más adelante, detrás del mercado, a lo largo de la calle San Pablo y el cerro
San Cosme, linda con la pesadilla. Es el territorio de los parias y el hampa. Subiendo por San
Cosme, un cerro de edificación laberíntica, que mezcla en forma alucinante los tiempos y lati-
tudes ——hay callecitas que son Bombay y Karachi y recodos que desembocan al más sórdido
Medioevo——, entramos a la calle Gólgota, un nombre que es una advertencia dado que desde
ese punto se asciende al callejón de “Los bravos”, donde la policía, cuando ingresa, lo hace
en legión y armada de metralletas. Desde luego, no avanzamos más. “Hace rato que están en
suelo jodido”, nos dice un transeúnte que informa haber salido de Lurigancho el mes pasado.
Realizábamos la incursión tres fotógrafos y dos policías, vestidos de civil, prestados por la
30 Comisaría. Dos semanas atrás la Comisaría de San Cosme había dejado de funcionar. Un
ataque que dinamitero la hizo polvo.
Los bares, quintas, callejones y tugurios son el patrón arquitectónico. En ese caos se mimeti-
zan los burdeles, pequeños edificios que se hallan en casi todas las cuadras y que atienden las
veinticuatro horas. Se trata de prostíbulos clandestinos; pero algunos operan a la vez como
hoteles. Subsiste aún, en varios de ellos, la sección denominada “Camas calientes”. No se
alquilan cuartos, sino lechos que se apiñan para dormir por horas en turnos de acuerdo a las
posibilidades del cliente. A un cargador, por ejemplo, el jornal le alcanza para cuatro horas de
La parada y las niñas prostitutas sueño. Se las llama así porque el colchón y la ropa de cama, a causa del uso continuo, jamás
están fríos.
— Fernando Ampuero
El gentío —zambos, criollos, serranos achorados y recién bajaditos —semeja un hormiguero.
En: Gato encerrado. Lima: Debolsillo, 2015. El tránsito es lento. Cada día circulan dos mil camiones con carga agrícola y por lo menos
quinientos ómnibus. Los negocios y el delito, a pesar de todo, conviven sin estorbarse. Si al-
guien corre llevándose algo, nadie se mueve y no hay testigos. Cada cual protege lo suyo y
la victima es culpable de su descuido. El silencio, como en todo coto del hampa, es una ley.
Señalar al ladrón merece un tajo de cuchillo; informar sobre su refugio, un fatal zurcido de
puñaladas.
Aparecen en lugares insospechados. Veo a una en un quiosco de venta de carbón y, unos pal- Entablar dialogo, de otro lado, no es cosa fácil. La gente contesta con evasivas o simplemente
mos más allá, entre dos enormes camiones repletos de coliflores, asoma otra, persiguiendo enmudece. De treinta intentos de entrevista, fracasaron veinticuatro. Hay, además, dificulta-
a un perro, jugando todavía. Cabellos desgreñados, ropas livianas, aretes de fantasía y las des de lenguaje. Las palabras comunes sirven para hacer negocios legales. Abordar los otros
huellas de unas cicatrices antiguas. Aparecen con el paso de la gente que pasea, que está “negocios”, incluso para el entrevistador, exige un conocimiento del argot un metalenguaje
creciendo o muriendo en un olor pesado y opresivo, en el torbellino sin fin que es La parada, que cambia muy rápido a fin de mantener su mecánica en riguroso secreto. Términos como
dando vueltas obsesivamente, esquivando montículos de basura y borrachos caídos en el lodo. “bobo” (reloj) y “rieles” (zapatos), han caducado; ahora se dice, respectivamente, “luna” y “cal-
Aparecen con un rictus de seguridad y revelan un ánimo feliz, despreocupado. Todo cambia, lo”. Caminando al lado de un fotógrafo, que exhibía sus cámaras sobre el pecho, oí que alguien
sí, cuando un hombre se aproxima; dejan de reír, humedecen los labios y una luz fría enturbia decía: “¡Están tibios para ponerlos!”. Ni el fotógrafo ni yo nos dimos por aludidos. Creo que, por
sus ojos. un momento, pensé que se referían a las frituras de la vivandera. Lo que en realidad estaban
diciendo es: “Están fáciles para robarlos”.
La infancia, en muchas de esas niñas, concluye con un sabor a odio en la boca. Si no las ha en-
gañado un rufián, las violó un pariente o una pandilla de hampones. Comprenden, entonces, su El delincuente de La Parada, a diferencia de otros, nunca acumula un capital. Todo lo robado en
problema. Abandonan sus casas y aprenden a dominar una a una sus emociones: superando el día lo “revienta” en la noche, ya sea un montón de veinte mil soles o de un millón. El licor y las
el dolor físico, afrontando las noches en la calle y hasta llegando a comer sin que las perturbe drogas representan un doble estimulo. Son la compensación final, el fin de fiesta, y el acicate
la cercanía acechante de las ratas. Este rito de iniciación rinde frutos: vence los miedos, sep- para lanzarse a una nueva fechoría. En las escuelas de ladrones, que son muchas, el maestro,
ulta las lágrimas. Algunas se dedican a robar; otras, ejercen la prostitución. Así de sencillo. por lo común un hampón viejo o inepto por alguna herida que le impide trabajar, enseña que
Ver a esas niñas moverse o esbozar un gesto insinuante es sobrecogedor. La mayoría cuenta los robos salen mejor con un trago previo, Cuando se trata de planes audaces, recomiendan
apenas doce o trece años; pero también puede encontrarse a niñas de diez. un coctel de gasolina. Los cursos para ladrones novatos duran seis meses y se pagan con un
porcentaje del botín obtenido, En La Parada pululan los pájaros fruteros, los lanceristas (car-
Para entender este drama resulta fundamental explicar el entorno. La Parada está ubicada
teristas cuya rapidez y suavidad deslumbra) y el hampón (ratero que usa “punta” o cuchillo).
en el extremo sureste de Lima; empieza en la primera cuadra de la avenida Aviación y agluti-
Los monreros (escaladores de casas), que trabajan en “expedición” (barrios residenciales) y
na unas veinte manzanas. Gran parte de los provincianos que deciden afincarse en la ciudad
proveen a Tacora, suelen confundirse con los miles de vendedores ambulantes.

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No debe pensarse, en todo caso, que no existe gente honesta. Aparte de los mayoristas y mi- Ambas drogas son nocivas, pero este embuste tan banal ha movido a muchos niños a experi-
noristas, así como de los comerciantes que han fijado aquí su centro de trabajo, abundan los mentar con toda la línea de pegamentos y otros productos de ferretería. Los efectos del terocal
residentes. Pero éstos sean honrados o no, respetan las reglas del juego. El residente no es el hacen al niño retraído, hosco e increíblemente violento.
invasor de barriada. Este se establece, ocupa un terreno aspirando a una vida decente; aquél La influencia de las mafias también es considerable. Los cafichos y rufianes se encargan de
sobrevive en el tugurio intentando conservar la vida. persuadir a niñas con “condiciones”. E igual ocurre con algunas prostitutas adultas respecto
El drama de los niños en este sistema, no lo vemos a menudo. Los solícitos cuidadores de a sus hijas. Menos expuestas a maníacos y sádicos —aunque evidentemente el cliente es un
autos, los lustrabotas, no lo reflejan. El niño de La Parada tiene la piel dura. Escupir, insultar, desequilibrado—, protegida por los parientes, tales niñas trabajan en sus propias viviendas
burlarse y clavar miradas iracundas constituyen su urbanidad. La violencia supone una virtud y cooperan aliviando los gastos de la casa. En San Cosme conocimos uno de esos lupanares.
y una defensa. Obviar esos modales equivale a parecerse a un “gil” (una víctima en potencia). Otra forma de inicia con que parece haber cobrado muchas víctimas se origina en las fiestas
Muy pocos van al colegio. Las telenovelas y las series policiales suplen esa carencia Enrarecen chica. El baile, en esos locales termina siempre en grescas masivas. “Y ahora son más peli-
aún más su percepción del mundo. grosas con eso de las botellas de cerveza descartables”, dice un habitué. “¡Estas son fiestas
A eso hay que adicionar otros generadores de violencia: la promiscuidad, la desorganización donde se juega a la pega con botellas rota! Ya han cerrado dos locales oír peleas con saldo
familiar. El niño se vuelve entonces a la calle y cae en lo mismo. La violencia lo asedia en las de muertos. Así son los andinos, pues. En los pueblos de la sierra hacen fiestas donde todos
formas más diversas, en todo lo que ve. Peleas, robos, prostitución. Uno de estos niños me combaten a pedradas.”
confesó su entretenimiento predilecto: observar a una prostituta de ínfima categoría ejercien- Normalmente, en las fiestas, las niñas de doce a catorce años integran la mitad del público
do su oficio en una zanja para cambiar tubos de escape en la avenida Aviación. ¿Qué alterna- femenino. Van solas y, a la hora de salida las emboscan. A este tipo de práctica la llaman “tute”
tiva les resta? Sólo hacerse al ambiente, robar. Abandonado, fugado o expulsado de su casa, (violación en grupo) y la perpetuán pandillas de hampones en ciernes. “Ninguna chica le va a
adquiere astucia y ferocidad. Pronto tropieza con un enemigo: el policía. Desprecia al policía decir que le hicieron un tute”, dice otra niña. “Sienten vergüenza. Pero yo creo que casi toditas
corrupto, que lo extorsiona, y al policía honesto, que lo arrastra al albergue o al reformatorio. han pasado por eso. Yo estuve una vez a punto de mancar, pude esconderme debajo de un auto,
Las batidas policiales, que se dan a diario y hasta dos veces por día, las juzga una mera lucha per a mi amiga, que iba conmigo, se la plancharon como seis”. “¿A qué edad te tocó a ti?”, “A los
de poderes. Él preferiría identificarse con sus más próximos modelos de conducta, sus héroes, nueve. Un tío me abusó y me regalaba cosas. Me acostumbré rápido”, “¿Conoces a prostitutas
que son encarnados por los delincuentes avezados y publicitados por la prensa amarilla El de tu edad?”, “¡Uf, por todos lados!”.
circulo de violencia se cierra Ya no la sufre pasivamente; ahora también la administra.
“¡Pero las de La Parada no son las únicas!”, dice una prostituta adulta. “He sabido de niños en
Todas las historias de niñas prostitutas son similares. Empiezan con un engaño o una viol- la avenida Argentina. Dan pena, pobrecitos, Atienden de noche en los quioscos de las primeras
ación. “Yo perdí el pito (virginidad) a los diez”, dice una niña que ahora tiene trece. “Mi mamá cuadras”.
estaba enferma, metida en el hospital, y una noche entró un vecino a la casa, me tapó la boca y
me abusó”. Esta chica no trabaja regularmente. Lo hace sólo cuando necesita dinero urgente”. Estas afirmaciones no son, como hace pocos años, un rumor. Es una realidad cruel, la realidad
Pero dice conocer a otras que recurren a la prostitución para robar. Es el caso de una familia, de un mundo subterráneo, que va alcanzando magnitudes alarmantes. Las penurias económi-
la madre y tres niñas, que son asaltantes. Su método consiste en enviar a una niña de doce cas y, de hecho una crisis de valores, figuran entre las causas principales. A esos niños y niñas,
años como señuelo. Por lo general comienza yendo la niña sola a un bar. Se pasea, coquetea cuando los rescata la policía, rara vez los reclaman Si consiguen devolverlos, los abandonan
y observa a los parroquianos. Un rato después, elige a un hombre que ha bebido mucho y otra vez: reanudan la vagancia. Están ahí, con miradas sombrías, riendo a veces, en esas calles
aparenta cierta holgura económica. Lo seduce y se ofrece por siete mil soles (equivalente a un que son su escuela, su cama, su desconcierto.
dólar y medio). Llevándolo de inmediato a un callejón. Cuando el hombre está besándola, toda
la familia, oculta de antemano, le salta encima, poniéndole la madre un cuchillo en el cuello
mientras sus hijas lo “limpian”.
A las niñas prostitutas las cosas se les complican debido a su edad. Hay pocos hoteles que las
reciben. Éstos son, por lo general, los mismos que dan acceso a los homosexuales, y los preci-
os del cuarto, en comparación con lo que paga una prostituta adulta, resultan altísimos. Ellas
solucionan el problema agenciándose altillos, huecos en callejones o depósitos de comesti-
bles. Pero no todas están organizadas. Quienes acaban de ser abandonadas por sus padres y
han descubierto en eso un medio de vida, llegan a casos extremos terribles. “Algunas chicas
se acuestan con los hombres por un cuarto de pollo o un sándwich”, me dice un chiquillo que
se brinda a hacer de cicerone. Este niño, en varias partes del trayecto, me señalaría a sujetos
conocidos como violadores de niños que rondan impasibles en la zona. “Mire al negro ése;
tiene abusados como a treinta niños, entre chicos y chicas.” Más tarde, veríamos a otro. Un
individuo, cojo e invalido de un brazo, con el rostro cubierto de “chuzos” (tajos de cuchillo). Al
parecer, violó a la sobrina de un hampón y este se vengó del agravio.
Las tarifas de las niñas prostitutas oscilan entre los cinco y los quince mil soles. Algunos de
sus clientes, no obstante, para con droga. Y en eso también las engaña. Les entregan yeso
molido con terocal un pegamento de olor narcotizante, haciéndoles creer que es pasta básica.

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46. EL VÁSTAGO Pero volveré a recordar mi infancia, que sino fue alegre, fue menos sombría que mi pubertad.
Durante mucho tiempo creyeron que Labuelo era portero de la casa. A los siete años yo mismo
lo creía. En una entrada lujosa, con puerta cancel, donde brillaban vidrios azules como zafiros
Ocampo, Silvina y rojos como rubíes, un hombre, sentado en una silla de Viena, leyendo siempre algún diario,
en mangas de camisa y pantalón de fantasía raído, no podía ser sino el portero. Labuelo vivía
En: La furia y otros cuentos. Madrid: Alianza Editorial, 1982
sentado en aquel zaguán, para impedirnos salir o para fiscalizar el motivo de nuestras salidas.
Lo peor de todo es que dormía con los ojos abiertos: aun roncando, sumido en el más profundo
Hasta en la manía de poner sobrenombres a las personas, Ángel Arturo se parece a Labuelo; de los sueños, veía lo que hacíamos o lo que hacían las moscas, a su alrededor. Burlarlo era
fue él quien bautizó a este último y al gato, con el mismo nombre. Es una satisfacción pensar difícil, por no decir imposible. A veces nos escapábamos por el balcón. Un día mi hermano
que Labuelo sufrió en carne propia lo que sufrieron otros por culpa de él. A mí me puso Tacho, recogió un perro perdido, y para no afrontar responsabilidades, me lo regaló. Lo escondimos
a mi hermano Pongo y a mi cuñada Chica, para humillarla, pero Ángel Arturo lo marcó a él para detrás del ropero. Sus ladridos pronto me delataron. Labuelo, de un balazo, le reventó la ca-
siempre con el nombre de Labuelo. Éste de algún modo proyectó sobre el vástago inocente, beza, para probar su puntería y mi debilidad. No contento con este acto me obligó a pasar la
rasgos, muecas, personalidad: fue la última y la más perfecta de sus venganzas. lengua por el sitio donde el perro había dormido.

En la casa de la calle Tacurí vivíamos mi hermano y yo, hasta que fuimos mayores, en una sola -Los perros en la perrera, en las jaulas o en el otro mundo –solía decir.
habitación. La casa era enorme, pero no convenía que ocupáramos, según opinaba Labue- Sin embargo, en el campo, cuando salía a caballo, una jauría que manejaba a puntapiés o a
lo, distintos dormitorios. Teníamos que estar incómodos, para ser hombres. Mi cama, detalle rebencazos, iba a la zaga. Otro día, al saltar del balcón a la acera durante la siesta, me recalqué
inexplicable, estaba arrimada al ropero. Asimismo nuestra habitación, se transformaba, los un tobillo. Labuelo me divisó desde su puesto. No dijo nada, pero a la hora de la cena, me hizo
días de semana, en taller de costura de una gitana que reformaba, para nosotros, camisas de- subir por la escalera de mano que comunicaba con la azotea, para acarrear ladrillos amon-
formes, y los domingos en depósito de empanadas y pastelitos (que la cocinera, por orden de tonados, hasta que me desmayé. ¿Para qué amontonaba ladrillos?
Labuelo, no nos permitía probar) para regalos destinados a dos o tres señoras del vecindario.
La riqueza de nuestra familia no se advertía sino en detalles incongruentes: en bóvedas, con
Para mal de mis pecados, yo era zurdo. Cuando en la mano izquierda tomaba el lápiz para columnas de mármol y estatuas, en bodegas bien surtidas, en legados que iban pasando de
escribir, o empuñaba el cuchillo, a la hora de las comidas, para cortar carne, Labuelo me daba generación en generación, en álbumes de cuero repujado, con retratos célebres de familia;
una bofetada y me mandaba a la cama sin comer. Llegué a perder dos dientes a fuerza de en un sinfín de sirvientes, todos jubilados que traían, de cuando en cuando, huevos frescos,
golpes y, por esa penitencia, a debilitarme tanto, que en verano, con abrigos de invierno, tem- naranjas, pollos o junquillos, de regalo, y en el campo de Azul, cuyos potreros adornaban, en
blaba de frío. Para curarme Labuelo me dejó pasar toda una noche bajo la lluvia, en camisón, fotografías, las paredes del último patio, donde había siempre jaulas con gallinas, canarios,
descalzo sobre las baldosas. Si no he muerto, es porque Dios es grande o porque somos más que nosotros teníamos que cuidar y mesas de hierro con plantas de hojas amarillas, que siem-
fuertes de lo que creemos. pre estaban a punto de morir, como diciendo, mírame y no me toques.
Solo después del casamiento de Arturo (mi hermano), ocupamos, él y yo, diferentes habita- Cuando quise estudiar francés, Labuelo me quemó los libros, porque para él todo libro francés
ciones. Por una ironía de la suerte lograba con mi desdicha lo que tanto había esperado: un era indecente.
cuarto propio. Arturo ocupó una habitación, en los fondos más hospitalarios de la casa, con su
mujer (se me hiela la sangre cuando lo digo, como si no me hubiera habituado) y, yo otra, que A mi hermano y a mí no nos gustaban los trabajos de campo. A los quince años tuvimos que
daba, con sus balcones de estuco y de mármol, a la calle. Por razones misteriosas, no se podía abandonar la ciudad para enterrarnos en aquella estancia de Azul. Labuelo nos hizo trabajar
entrar en un cuarto de baño que estaba junto a mi dormitorio; en consecuencia yo tenía que a la par de los peones, cosa que hubiera resultado divertida si no fuera que se ensañaba en
atravesar, para ir al baño, dos patios. Por culpa de esas manías, para no helarme de frío en castigarnos porque éramos ignorantes o torpes para cumplir los trabajos.
invierno, o para no pasar junto a la habitación de mi hermano casado, orinando o jabonándome
Nunca tuvimos un traje nuevo: si lo teníamos era de las liquidaciones de las peores tiendas:
las orejas, las manos o los pies debajo del grifo, quemé dos plantas de jazmines que nadie
nos quedaba ajustado o demasiado grande y era de ese color café con leche que nos deprimía
regaba, salvo yo.
tanto; había que usar los zapatos viejos de Labuelo, que eran ya para la basura, con la punta

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rellena de papel. Tomar café no nos permitían. ¿Fumar? Podíamos hacerlo en el cuarto de El revólver, descargado, con mango de marfil, que Labuelo guardaba en el cajón del escritorio,
baño, encerrados con llave, hasta que Labuelo nos sacó la llave. ¿Mujeres? Conseguíamos también sirvió de juguete para Ángel Arturo. La fascinación que el revólver ejerció sobre él, le
siempre las peores y, en el mejor de los casos, podíamos estar con ellas cinco minutos. Bailes, hizo olvidar todos los otros objetos. Fue una dicha en aquellos días oscuros.
teatros, diversiones, amigos, todo estaba vedado. Nadie podrá creerlo: jamás fui a un corso
Cuando descubrimos por primera vez a Ángel Arturo jugando con el revólver, los tres, mi her-
de carnaval ni tuve una careta en las manos. Vivíamos en Buenos Aires, como en un claustro,
mano, Leticia y yo, nos miramos pensando seguramente en lo mismo. Sonreímos. Ninguna
baldeando patios, fregando pisos dos veces por día; en la estancia, como en un desierto, sin
sonrisa fue tan compartida ni elocuente.
agua para bañarnos y sin luz para estudiar, comiendo carne oveja, galleta y nada más.
Al día siguiente uno de nosotros compró en la juguetería un revólver de juguete (no gastábamos
-Si tiene dientes sin caries es de no comer dulces –opinaba la gitana que no tenía ninguno.
en juguetes, pero en ese revólver gastamos una fortuna): así fuimos familiarizando a Ángel Ar-
Labuelo no quería que nos casáramos y de haberlo permitido nuestra vestimenta hubiera sido turo con el arma, haciéndolo apuntar contra nosotros.
un serio impedimento para ello. Enfermó de ira por no poder adivinar nuestros secretos de
Cuando Ángel Arturo atacó a Labuelo con el revólver verdadero, de un modo magistral (tan
muchachos. ¿Quién no tiene novia en aquella edad? Labuelo se escondió debajo de mi cama
inusitado para su edad) este último rió como si le hicieran cosquillas. Desgraciadamente, por
para oírnos hablar a mi hermano y a mí, una noche. Hablábamos de Leticia. ¿La sordera o la
grande que fuera la habilidad del niño en apuntar y oprimir el gatillo, el revólver estaba des-
maldad le hizo pensar que ella era la amante de mi hermano? Nunca lo sabré. Al moverse,
cargado.
para no ser visto, se le enganchó parte de la barba a una bisagra del armario donde tenía
apoyada la cabeza, y dio un gruñido que en aquel momento de intimidad nos dejó aterrados. Corríamos el riesgo de morir todos, pero ¿qué era ese nimio peligro comparado con nuestra
Al ver que estaba a cuatro patas, como un animal cualquiera, no le perdí el miedo, pero sí el actual miseria? Pasamos un momento feliz, de unión entre nosotros. Teníamos que cargar el
respeto, para siempre. revólver: Leticia prometió hacerlo antes de la hora en que nieto y abuelo jugaban a los bandi-
dos o a la cacería. Leticia cumplió su palabra.
Amenazado por el juez y por los padres de Leticia que había quedado embarazada, en una de
nuestras más inolvidables excursiones a Palermo, en bañadera, mi hermano tuvo que casarse. En el cuarto frío (era el mes de julio), tiritando, sin mirarnos, esperamos la detonación, mien-
Nadie quiso escuchar razones. Por un extraño azar, Leticia no confesó que yo era el padre del tras fregábamos el piso, porque se había inundado, junto con Buenos Aires, el aljibe del patio.
hijo que iba a nacer. Quedé soltero. Sufrí ese atropello como una de las tantas fatalidades de Tardó aquello más que toda nuestra vida. ¡Pero aun lo que más tarda llega! Oímos la det-
mi vida. ¿Llegó a parecerme natural que Leticia durmiera con mi hermano? De ningún modo onación. Fue un momento feliz para mí, al menos.
natural, pero sí obligatorio e inevitable.
Ahora Ángel Arturo tomó posesión de esta casa y nuestra venganza tal vez no sea sino ven-
En los primeros tiempos de mi desventura, le dejaba cartas encendidas debajo del felpudo de ganza de Labuelo. Nunca pude vivir con Leticia como marido y mujer. Ángel Arturo con su
la puerta o esperaba que saliera de su cuarto para dirigirle dos o tres palabras, pero el terror enorme cabeza pegada a la puerta cancel, asistió, victorioso a nuestras desventuras y al fin de
de ser descubierto y Ángel Arturo que nos espiaba, paralizaron mis ímpetus. nuestro amor. Por eso y desde entonces lo llamamos Labuelo.

Cuando Ángel Arturo, nació, oh vanas ilusiones, creíamos que todo iba a cambiar. Como care-
cía de barbas y anteojos, no advertíamos que era el retrato de Labuelo. En la cuna celeste, el
llanto de la criatura ablandó un poquito nuestros corazones. Fue una ilusión convencional.
Mimábamos, sin embargo, al niño, lo acariciábamos. Cuando cumplió tres años, era ya un hom-
brecito. Lo fotografiaron en los brazos de Labuelo.

En la casa todo era para Ángel Arturo. Labuelo no le negaba nada, ni el teléfono que no nos
permitía utilizar más de cinco minutos, a las ocho de la mañana, ni el cuarto de baño clausura-
do, ni la luz eléctrica de los veladores, que no nos permitía encender después de las doce de la
noche. Si pedía mi reloj o mi lapicera para jugar, Labuelo me obligaba a dárselos. Perdí, de ese
modo, reloj y lapicera. ¡Quién me regalará otros!

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47. LAS FOTOGRAFÍAS tados habían quedado sin brazos, otros sin manos, otros sin orejas. “Mal de
muchos, consuelo de algunos”, dijo una viejita, refiriéndose a Rossi, que tiene
un ojo de vidrio. Adriana sonreía. Los invitados seguían entrando. Cuando llegó
Ocampo, Silvina Spirito, se destapó la primera botella de sidra. Por supuesto que nadie la probó.
Se sirvieron varias copas y se inició el larguísimo preludio al esperado brindis.
En: La furia y otros cuentos. Madrid: Alianza Editorial, 1982
En la primera fotografía, Adriana, a la cabecera de la mesa, trataba de sonreír
con sus padres. Dio mucho trabajo colocar bien el grupo, que no armonizaba: el
Llegué con mis regalos. Saludé a Adriana. Estaba sentada en el centro del patio, padre de Adriana era corpulento y muy alto, los padres fruncían mucho el ceño,
en una silla de mimbre, rodeada por los invitados. Tenía una falda muy amplia, sosteniendo en alto las copas. La segunda fotografía no dio menos trabajo: los
de organdí blanco, con un viso almidonado, cuya puntilla se asomaba al menor hermanitos, las tías y la abuela se agrupaban desordenadamente alrededor de
movimiento, una vincha de metal plegadizo, con flores blancas, en el pelo, unos Adriana, tapándole la cara. El pobre Spirito tenía que esperar pacientemente
botines ortopédicos de cuero y un abanico rosado en la mano. Aquella vocación el momento de sosiego, en que todos ocupaban el lugar por él indicado. En la
por la desdicha que yo había descubierto en ella mucho antes del accidente, no tercera fotografía, Adriana blandía el cuchillo, para cortar la torta, que llevaba
se notaba en su rostro. escrito con merengue rosado su nombre, la fecha de su cumpleaños y la palabra
FELICIDAD, salpicada de grageas.
Estaban la Clara, estaba Rossi, el Cordero, Perfecto y Juan, Albina Renato, María,
la de los anteojos, el Bodoque Acevedo, con su nueva dentadura, los tres pibes -Tendría que ponerse de pie –dijeron los invitados.
de la finada, un rubio que nadie me presentó y la desgraciada de Humberta. Es-
La tía objetó:
taban Luqui, el Enanito, y el chiquilín que fue novio de Adriana, y que ya no le
hablaba. Me mostraron los regalos: estaban dispuestos en una repisa del dor- -Y si los pies salen mal.
mitorio. En el patio, debajo de un toldo amarillo, habían puesto la mesa, que era
muy larga: la cubrían dos manteles. Los sándwiches de verdura y de jamón y las -No se aflija –respondió el amable Spirito–, si quedan mal, después se lo corto.
tortas muy bien elaboradas, despertaron mi apetito. Media docena de botellas Adriana hizo una mueca de dolor y el pobre Spirito tuvo que fotografiarla de
de sidra, con sus vasos correspondientes, brillaban sobre la mesa. Se me hacía nuevo, hundida en su silla, entre los invitados. En la cuarta fotografía, solo los
agua la boca. Un florero con gladiolos anaranjados y otro con claveles blancos, niños rodeaban a Adriana; les permitieron mantener las copas en alto, imitando
adornaban las cabeceras. Esperábamos la llegada de Spirito, el fotógrafo: no a los mayores. Los niños dieron menos trabajo que los grandes. El momento
teníamos que sentarnos a la mesa ni destapar las botellas de sidra, ni tocar las más difícil no había terminado. Había que llevar a Adriana al dormitorio de su
tortas, hasta que él llegara. abuela para que le sacaran las últimas fotografías. Entre dos hombres la car-
Para hacernos reír, Albina Renato bailó La muerte del cisne. Estudia bailes garon en la silla de mimbre y la pusieron en el cuarto, con los gladiolos y los
clásicos, pero bailaba en broma. claveles. Allí la sentaron en un diván, entre varios almohadones superpues-
tos. En el dormitorio, que medía cinco metros por seis, había aproximadamente
Hacía calor y había moscas. Las flores de las catalpas ensuciaban las baldosas quince personas, enloqueciendo al pobre Spirito, dándole indicaciones y acon-
del patio. Los hombres con los periódicos, las mujeres con pantallas improvisa- sejando a Adriana las posturas de que debía adoptar. Le arreglaban el pelo, le
das o abanicos, todo el mundo se abanicaba o abanicaba las tortas y sándwich- cubrían los pies, le agregaban almohadones, le colocaban flores y abanicos, le
es. La desgraciada de Humberta, lo hacía con una flor, para llamar la atención. levantaban la cabeza, le abotonaban el cuello, le ponían polvos, le pintaban los
Qué aire puede dar, por mucho que se agite, una flor. labios. No se podía ni respirar. Adriana sudaba y hacía muecas. El pobre Spirito
esperó más de media hora, sin decir una palabra; luego, con muchísimo tacto,
Durante una hora de expectativa en que todos nos preguntábamos al oír el
sacó las flores que habían colocado a los pies de Adriana, diciendo que la niña
timbre de la puerta de calle si llegaba o no llegaba Spirito, nos entretuvimos
estaba de blanco y que los gladiolos anaranjados desentonaban con el conjunto.
contando cuentos de accidentes más o menos fatales. Algunos de los acciden-

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Con santa paciencia, Spirito, repitió la consabida amenaza: larla le sopló algo al oído. Si no hubiera sido por esa desgraciada la catástrofe
no habría sucedido. Adriana estaba a punto de desmayarse, cuando la fotogra-
-Ahora va a salir un pajarito.
fiaron de nuevo. Todos me lo agradecieron. Destaparon las botellas de sidra;
Encendió las lámparas y sacó la quinta fotografía, que terminó en un trueno de las copas rebalsaban de espuma. Cortaron las dos tortas en tajadas grandotas,
aplausos. Desde afuera la gente decía: que se repartieron en cada plato. Estas cosas llevan tiempo y atención. Algunas
copas se volcaron sobre el mantel: dicen que trae suerte. Con la punta de los
-Parece una novia, parece una verdadera novia. Lástima los botines. dedos, nos humedecimos la frente. Algunos mal educados habían bebido ya la
La tía de Adriana pidió que fotografiaran a la niña con el abanico de su suegra, sidra antes del brindis. La desgraciada de Humberta dio el ejemplo, y le pasó la
en la mano. Era un abanico con encaje de Alenzón, con lentejuelas, y cuyas va- copa al rubio. No fue sino más tarde, cuando probamos la torta y brindamos a
rillas de nácar tenían pequeñas pinturas hechas a mano. El pobre Spirito no la salud de Adriana, que advertimos que estaba dormida. La cabeza colgaba de
juzgó de buen gusto introducir en la fotografía de una niña de catorce años un su cuello como un melón. No era extraño que siendo aquella su primera salida
abanico negro y triste, por valioso que fuera. Tanto insistieron, que aceptó. Con del hospital, el cansancio y la emoción la hubieran vencido. Algunas personas
un clavel blanco en una mano y el abanico negro en la otra, salió Adriana en la se rieron, otras se acercaron y le golpearon la espalda para despertarla. La
sexta fotografía. La séptima fotografía motivó discusiones: si se sacaría en el desgraciada de Humberta, esa aguafiestas, la zarandeó de un brazo y le gritó:
interior del cuarto o en el patio, junto al abuelo maniático, que no quería mov- -Estás helada.
erse de su rincón. La Clara dijo:
Ese pájaro de mal agüero, dijo:
-Si es el día más feliz de su vida, cómo no la van a fotografías junto al abuelo,
que tanto la quiere. –Luego explicó: –Desde hace un año esta niña se ha debati- -Está muerta.
do entre los brazos de la muerte, ha quedado paralítica.
Algunas personas alejadas de la cabecera, creyeron que se trataba de una bro-
La tía declaró: ma y dijeron:

-Nos hemos desvivido por salvarla, durmiendo a su lado en los pisos de baldosa -Como para no estar muerta con este día.
de los hospitales, dándole nuestra sangre en transfusiones, y ahora, en el día
El Bodoque Acevedo no soltaba su copa. Todos dejaron de comer, salvo Luqui y
de su cumpleaños, vamos a descuidar el momento más solemne del banquete,
el Enanito. Otros, disimuladamente, guardaban trozos de torta estrujada y sin
olvidando de ponerla en el grupo más importante, junto a su abuelo, que siem-
merengue en el bolsillo. ¡Qué injusta es la vida! ¡En lugar de Adriana, que era
pre fue su preferido.
un angelito, hubiera podido morir la desgraciada de Humberta!
Adriana se quejaba. Creo que pedía un vaso de agua, pero estaba tan agitada
que no podía pronunciar ninguna palabra; además, el estruendo que hacía la
gente al moverse y al hablar hubiera sofocado sus palabras, si ella las hubiera
pronunciado. Dos hombres la llevaron, de nuevo en la silla de mimbre, al pa-
tio y la pusieron junto a la mesa. En ese momento se oyó de un altoparlante la
canción ritual de Feliz cumpleaños. Adriana en la cabecera de la mesa, al lado
del abuelo y de la torta con velitas, posó para la séptima fotografía, con mu-
cha serenidad. La desgraciada de Humberta logró introducirse en el retrato en
primer plano, con sus omóplatos descubiertos y despechugada como siempre.
La acusé en público por la intromisión, y aconsejé al fotógrafo que repitiera la
fotografía, lo que hizo de buen grado. Resentida, la desgraciada de Humberta se
fue a un rincón del patio; el rubio que nadie me presentó la siguió y para conso-

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48. DIORAMA A veces evocaba el campo sembrado de anchos potreros de alfalfa: era en la
estancia de unos parientes de su madre, donde había ido a descansar hacía diez
años. A lo largo de su vida había cruzado por túneles obscuros de tristeza, con
ideas fugitivas de suicidio que habían desembocado en ese campo con potreros
Ocampo, Silvina de alfalfa. Recordaba mañanas felices como ninguna, sin otro motivo de ser
En: Viaje olvidado. Buenos Aires: Emecé, 2005. feliz que la transparencia del cielo. Recordó durante mucho tiempo su soledad
de entonces como una novia de quien se evoca el recuerdo, en el disco de un
fonógrafo o en un perfume. Una novia con olor a pasto recién cortado, cubierta
Anudaba la última vuelta de su corbata delante del espejo, con la ventana abier- de horizonte y de cantos.
ta. Las voces de los chicos subían de la calle sumergidas dentro del mar de una
playa lejana. Había mañanas en las cuales el mar se esperaba en la vuelta de
los caminos detrás de las casas modernas con olor a casilla de baño. El ascen-
sor bajaba más lentamente que de costumbre y la puerta daba lugar a quejas Se creyó curado, allí en esa estancia, gracias al zumbido de las abejas y de los
porque los portazos la incitaban a abrirse de nuevo. insectos que tejían sobre la copa más alta de los árboles, enrejados azules y
sedantes, junto con las palomas torcazas. Pero en cuanto volvió a la ciudad las
ideas suicidas se instalaron de nuevo en su cuerpo. Fue entonces cuando se
dedicó a la medicina y fueron los enfermos los que lo salvaron.
En la puerta de la calle, esa gran chapa lo llenaba de asombro; esa chapa que
llevaba un nombre desconocido: Afranio Mármol, Médico. No se acostumbraba
todavía a ver ese nombre, así expuesto, como un cartel insistente de alquiler. Volvía de las consultas de los hospitales como de un baño de sol.
Hasta hacía dos meses había sido un médico anónimo sin consultorio; ahora su
casa se había convertido en una sala de espera con olor a vendas, con estatu-
Había caminado tres cuadras, llamó un taxímetro. Pensaba que su mujer le
as de bronce, millares de revistas viejas, almohadones bordados con pastores
recomendaba caminar. Ese “No haces ejercicio”, “No haces ejercicio” con el cual
y mariposas sobre un fondo negro atravesado de hilos de oro, floreros con
lo despedía todas las mañanas, le había quedado en el oído como el fastidioso
penachos de flores monstruosas. Había soñado con un consultorio moderno y
vuelo de una mosca que lo cansaba de antemano. Subió al taxímetro, tenía que
claro, pero la fatalidad había intervenido; todo lo que sobraba en casa de su
estar a las doce en casa del paciente de la calle Tacuarí. Lo habían llamado por
madre habían ido mandándoselo como a un cajón de basura. Así habían ido
teléfono hacía cinco días, le habían pedido que fuese a casa del enfermo; un
apilándose los muebles inservibles y viejos en las salas donde esperaban los
golpe en la rodilla le impedía moverse. Ese hombre lo había citado a las seis
enfermos envueltos en tinieblas de impaciencia, elaborando enfermedades. Esa
de la tarde hacía cinco días. Cuando llegó a la casa el portero lo hizo pasar al
sala de espera lo hubiera asustado de chico como las salas de los dentistas.
vestíbulo y le dijo ceremoniosamente: “El señor no puede atenderlo, está con
Los médicos lo habían perseguido durante su infancia, los médicos armados
una señora y tenemos orden de no interrumpirlo”. Tuvo que insistir y hasta que
de termómetros, los médicos que tosen cuando firman las recetas, los médicos
extrajo su tarjeta como un revólver el portero se mantuvo inconmovible. De uno
que golpean los dedos como tambores sobre las barrigas. Ahora eran los enfer-
de los cuartos llegaba la voz altísima de un hombre, o la otra voz quizás habla-
mos quienes lo perseguían; las hojas de los árboles movidas por el viento eran
ba en secreto porque no se oía. El portero golpeó la puerta ladeando la cabeza
manos de pacientes atravesadas de venas; las mujeres que se cruzaban con él
atenta a escuchar. Las palabras se dispersaron. La puerta se abrió, volvió a
por la calle eran figuras descarnadas y luminosas, en donde había estudiado
cerrarse, después de un instante volvió a abrirse para dejarlo pasar delante del
anatomía; mapas atravesados de pulmones azules y venas ramificadas, centros
brazo estirado del mucamo.
nerviosos rojos, recorridos des relámpagos delgados.

El dormitorio no tenía facciones, parecía un dormitorio de vidriera. El dueño de


La mañana estaba traslúcida como en el borde del mar; brotaba de las plazas
casa, delgado, alto, de ojos hundidos, le tendió la mano. Se quejaba de un dolor
olor a pasto recién cortado, pero no respiraba sino el aire con olor a cloroformo
en el costado izquierdo. Se estiró sobre la cama, en mangas de camisa rayada
de los hospitales y de la morgue detrás de vidrios violetas y de frascos rojos,
y los dedos de Afranio Mármol empezaron a tocar el tambor sobre la barriga,
entre sonoridades de tapones y tenazas.
el estómago y la espalda de aquel hombre pálido. Todavía no podía dar su di-
agnóstico; el hígado estaba inflamado, pero no era para alarmarse. Entonces,
desviándose de las enfermedades cayeron en las confidencias. Esa mujer que

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estaba poco antes en el cuarto era su querida –lo venía a visitar todas las tar- 49. FELICIDAD CLANDESTINA
des desde hacía mucho tiempo–, no podía vivir con ella por razones sociales,
pero venía a verlo todos los días, lo cuidaba maternalmente, le ponía cataplas-
mas; en ese momento seguramente los estaba espiando por la puerta de vidrio;
levantaba despacito la cortina: “Doctor, mire, dése vuelta”. Afranio Mármol se Lispector, Clarice.
daba vuelta y no veía nada. “Es ella que ha arreglado las flores en ese florero”, En: Cuentos reunidos. Madrid: Alfaguara, 2002.
decía el hombre pálido levantándose de la cama y poniéndose el saco. Y así ter-
minó la consulta aquel día.
Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillen-
to. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos chatas.
Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los
El taxi llegaba a la calle Tacuarí, y el portero de tres días antes sonreía en la dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de his-
puerta un aire cómplice de visitas clandestinas. Esa vez lo hicieron pasar en torietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.
seguida. Las persianas cerradas pesaban en torno de ese cuarto iluminado con
luz eléctrica a las doce del día; no parecía el mismo cuarto de la vez anterior;
el papel floreado que cubría las paredes se había oscurecido de manchas, los No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cum-
muebles de vidriera no estaban tan flamantes. Un olor fuertísimo a encerrado pleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de
y a manchas de humedad le hacían insensiblemente mirar el techo en busca de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde
goteras. El paciente estaba en segundo plano, había que sanar primero el cuar- vivíamos, con sus puentes más que vistos.
to para después cuidarlo a él: “Señor, ¿por qué no abre las ventanas?” se sintió
fastidioso como cuando a él le decían: “ Tenés que hacer ejercicio”. El enfermo
le contestó: “Doctor; es que le molesta el sol”. “¿A quién le molesta el sol?” “A Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como “fecha natalicio” y “re-
ella”. cuerdos”.

Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba car-
El hígado estaba descongestionado, pero los dolores seguían; se habló de ra- amelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras,
diografías, de aplicaciones eléctricas para luego caer en las inevitables confi- que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció
dencias. Se trataba de una mujer casada. Los domingos y los sábados eran días su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba
dedicados a pasear con el marido, eran días mortales. Pero hoy, ¿qué día era? cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los
“No sé en qué día vivo”, dijo Afranio Mármol. El enfermo frunció las cejas: eran libros que a ella no le interesaban.
malos precedentes para un médico. Pero la mujer cantaba maravillosamente:
“¿No la oye, doctor ? ¿No encuentra que tiene una voz privilegiada?” El silencio
dobladillaba la casa, no pasaban coches por la calle. “No oigo nada”, dijo Afra- Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como
nio Mármol. “Ha estudiado en un conservatorio y ahora canta en las iglesias de al pasar, me informó que tenía Las travesuras de Naricita, de Monteiro Lobato.
campo, los domingos. Escuche las notas altas”. El silencio hacía crujir los mue- Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para
bles. Pasaron al escritorio, y esta vez el médico, recobrando su tos de médico,
comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me
sentado frente a una mesa levantó la cabeza del águila del tintero, tomó la plu-
dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
ma y escribió lentamente la receta. En ese momento el dueño de casa dio un gri-
to: “Venga, doctor, mi mujer no se siente bien”, y corriendo lo hizo entrar a otro
cuarto tapizado de rojo. La cama era grande y labrada con una espesa colcha Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esper-
verde. El hombre se arrodilló mirando ávidamente la almohada vacía, y después anza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban
incorporándose le dijo: “Doctor, esto no será nada, ¿verdad? Hágame el favor de
de un lado a otro.
auscultarla”. Afranio Márrmol pasó las manos sobre la cama y contestó: “No, no
es nada, no se aflija, no es nada”. Inclinó la cabeza sobre la almohada buscando
el corazón de la mujer hasta que el hombre se quedara tranquilo. Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamen-
to, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía,

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me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: “el tiempo que qui-
día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza eras” es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de
había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a sal- querer.
tos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no
me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro
serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí
en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como
una sola vez.
siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé
la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranqui-
la respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día
siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para
del “día siguiente” iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas
aquélla. maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más
aun yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el
libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más fal-
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni sos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre
uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré!
como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era Vivía en el aire… había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sor-
prendidos.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el
regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro:
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo si- era una mujer con su amante.
lenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la
presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió ex-
plicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras
poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no
entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con
enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni
siquiera querías leerlo!

Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de


ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio:
la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la
puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, reco-
brándose al fin, firme y serena, le ordenó a su hija:

–Vas a prestar ahora mismo ese libro.


Y a mí:
–Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido?

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50. FLAN DE CHOCOLATE de pulcras y limpias, y creen que soy un hombre negligente. Sus ojos me lo di-
cen.
Esbocé una sonrisa lo más amplia posible para evitar sospechas. Seguí son-
riendo durante caso toda la hora siguiente mientras escuchaba una disertación
Pilar Dughi acalorada de mi hijo mayor sobre el estado de la bolsa de valores. Una de mis
En Palo y astilla. Padres e hijos en el cuento peruano (antología a cargo de nueras me había servido un vaso de refresco que continuó intacto sobre la mesa
Jorge Eslava). Lima: Alfaguara, 2008 hasta el atardecer, cuando se fueron. En esas circunstancias yo no intervengo
en las conversaciones. De los viejos días algo ha quedado entre nosotros, flotan
en el ambiente breves entendimientos, jirones de memoria que murmuran pal-
Era domingo. El día más inquietante de la semana porque mi familia viene a abras familiares, intimidades que solo el azar despierta fugazmente, porque
almorzar a casa. No es que yo visite a uno de mis cuatro hijos. Tampoco ellos desde hace un tiempo he comprendido que ellos y yo nunca volveremos a cam-
me visitan a mí. Más bien llegan convertidos en un ejército invasor que planta inar juntos, entregados como están a sus propios cálculos y miserias, circun-
sus banderas de ocupación en mis jardines. Lo que supone que debo levantarme stancias que a mí, por lo demás, un extraño en mi propia casa, me tienen sin
temprano para recibirlos. Además tengo que exhibir una buena cara porque a la cuidado puesto que no suelo ingresar al escenario que ellos van disponiendo.
menor sospecha de desagrado, una de mis nueras o hijos, invariablemente, me
hacen la pregunta acostumbrada, ¿te pasa algo? En ese caso, he soñado muchas
veces en contestarles: sí, sí me pasa algo. Por ejemplo, detesto que mis cuatro Estaba yo absorto como nunca en mis propios asuntos porque había consegui-
nietos se envuelvan en la ropa de cama para ver televisión y la conviertan en un do, venturosamente, una cierta ubicuidad, quizás por mi sonrisa idiota y mi
montículo desordenado de frazadas y almohadones. Que ensucien las sábanas concentrada expresión de atención, cuando una de mis nueras, la esposa de mi
limpias. Que mis nueras ordenen el escritorio, que cambien de sitio mis doc- segundo hijo que estaba colocando los platos sobre la mesa del comedor, hizo
umentos y cartapacios, que echen a la basura los papeles que encuentran en un comentario con un tono de voz tan alto que nadie podía dejar de escucharlo.
el suelo sin dudas ni escrúpulos. O esa maldita costumbre de mi hijo mayor de
abrir el mueble del bar y elegir los vinos para el almuerzo sin consultarme. Sin
—¡Qué vajilla tan extraordinaria!
embargo, me callo. Soy un hombre de modales, lo que no es el caso de mis hijos,
nueras o nietos. Así que era domingo y pude darme cuenta de la dimensión de la
tragedia cuando llegaron mis nietos acompañados de tres primos de su misma La exclamación detuvo la conversación por un instante, pero nadie dijo nada al
edad, entre tres y seis años. Edades particularmente sobrecogedoras. Descu- respecto, y a los pocos segundos reanudaron las intervenciones. Yo continué
brirlos cruzando la entrada de la casa me anonadó de tal modo que no pude sonriendo con los ojos entrecerrados porque comenzaba a tener algo de sueño
levantarme del sillón donde acababa de terminar de leer los periódicos del día. y fatiga de verlos, o para ser más justos, de soportarlos, pero no soslayé la ex-
clamación. Miré con disimulo a la esposa de mi hijo mayor y observé su gesto
adusto, sus ojos turbios con la vista fija en el comedor, específicamente en la
Además los leo de prisa, antes de que ellos lleguen, porque mis hijos están en
figura de mi otra nuera, la que preparaba la mesa, la que levantaba sentimien-
muy mala situación económica y no los compran., sino que los leen en mi casa
tos de discordia disimulados en una capa de materia sólida hecha de dobles
y luego uno de ellos se lleva alguno al marcharse.
frases lanzadas al aire con propósitos codiciosos que solo algunos logramos
captar. En cualquier otra circunstancia, hubiera restado importancia a hechos
Mi hijo mayor tenía una cara dominguera. Festiva y alegre. Olía a colonia. Los tan banales como los anteriores. Pero desde la muerte de mi mujer, quien me
otros no desentonaban, lucían satisfechos, aunque no sé de qué, porque dos tie- enseñó, tardíamente, el valor de algunos pequeños detalles, no podía perman-
nen problemas en sus trabajos, temen ser víctimas de despidos intempestivos, ecer indiferente. La vajilla en mención, la única que tengo, fue adquirida por mi
y el menor hace tres años o más que anda con una amante; hasta donde estoy esposa en un remate hace muchos años. Está completa, tiene más de ochenta
enterado, su esposa no lo sabe. Yo continuaba sentado en el sillón. En la maña- piezas, es de porcelana inglesa y según he sabido en una casa de empeño re-
na me había levantado con grandes esfuerzos porque me sentía débil y resfria- cientemente, es de una firma antigua de gran prestigio que actualmente ya no
do. No tuve deseos de ponerme en pie para saludarlos. Fue una escena penosa, existe. No es tampoco la primera vez que suscita estas exclamaciones entre mis
lo es cada domingo, el estar acomodado en el sofá observando fuentes y fuentes nueras. La esposa de mi hijo mayor contó las piezas, una por una, hace ya un
de comida y bandejas de dulces desfilar ante mis ojos. Esas fuentes terminarán buen tiempo, alegando con delicadeza de anticuaria que había que mantenerlas
dejando pequeños desperdicios en las esquinas de los muebles de cocina, en- debidamente organizadas en el aparador del comedor. Sé que será un motivo
gordando a las cucarachas. Era descorazonador saber que esas fuentes me ob- de disputa entre mis hijos cuando yo muera, así que la venderé muy pronto. Es-
ligarían a regar con insecticida el piso de las alacenas al día siguiente, lo que pero con impaciencia el domingo en que regresen y descubran que el lugar de
inutilizaba completamente dos días, por lo menos. Y así es cada semana. Ya una la vajilla inglesa ha sido ocupado por otra más sencilla y barata, acorde con mi
vez había encontrado a un ratoncillo saltar alborozado entre las repisas de las situación de empleado retirado sin ambiciones de opulencia.
alacenas. Todavía debe estar por ahí. Mis nueras, sin embargo, se autocalifican

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El almuerzo ya estaba listo. Mis hijos lo traen, así que no hay más que calentar- la glotonería de sus cuerpos y a las mejillas mofletudas de mis nietos, señales
lo y servirlo. El tránsito de la sala hacia el comedor es uno de los momentos premonitorias de una salud que muy pronto estaría baldada por el sobrepeso.
más deseados por mí. Divide el día domingo en dos partes: la mañana, de ex- Cogí el dulce, me serví un pedazo de proporción regular, y deslicé suavemente
tensión interminable, y la tarde, generalmente más corta porque suelo ir a mi la bandeja hacia el suelo. Contemplé el flan de chocolate esparcido sobre las
dormitorio a echar una siesta, esperando, secretamente, un artificio mágico losetas. Algunas cerezas todavía rodaban velozmente en direcciones opuestas
que disuelva el paréntesis del encuentro entre el pasado sosegado de nuestra sobre la superficie de un ancho mar de crema y trozos de materia gelatinosa.
vida familiar y estas escenas descoloridas y ruinosas a las que uno asiste con
el decoro de un espectador cortés.
—¡El flan! —gritó una de mis nueras.

Mis nietos y sus respectivos primos, ignoro qué estaban haciendo en mi casa,
por qué habían venido, y si desde ese día en adelante se convertirían en nuevos Sí, el flan había estallado en miles de pedacitos. En ese momento todos me
visitantes, se habían sentado apretujados unos contra otros y gritaban entre miraron desconcertados. Algunos se agacharon a ver el espectáculo de despe-
sí con voces agudas. La perspectiva de las próximas horas y de los próximos dazamiento del dulce. Creo que los chicos, especialmente, no lo podían creer.
domingos me alteró un poco. Desde que llegaron, sus gritos resonaron por toda Me parece que a esa edad todavía piensan que los placeres son ilimitados. La
la casa ese día más que nunca, ya que el número de los pequeños bandoleros pérdida del postre disminuyó notablemente la excitación en la mesa. Casi todos
se había duplicado. Me pregunté si todavía sería posible dormir la siesta, pues- estaban un poco decepcionados y me miraban con reproche disimulado. Por
to que la casa es reducida, de una sola planta, y mi habitación queda a pocos mi parte, y así lo pensé en el momento, no tengo por qué ser bondadoso con el
metros de la sala. Tuve un ataque de tristeza y deseos de llorar. Mis ojos se género humano, llevo años contemplándolo y si no he visto mucho, por lo menos
humedecieron mientras me servía un pedazo de pan, el único que había queda- sí lo suficiente. Los adultos hicieron que los chicos se levantaran y se fueran
do después de que una docena de pares de manos arrasaran con el resto. Para a jugar a la sala. Yo continué comiendo mi pedazo de flan, el único que había
expresar mi protesta por lo que consideraba un atropello a mis derechos sobre sobrevivido al incidente. Una tetera humeante de café sustituyó el postre para
el pan, un molde de pan integral que yo había comprado el día anterior y que el resto. Me limpié los labios con una servilleta.
solo elaboraban en la panadería los días sábados y que además debía haberme
durado toda la semana, cogí la bandeja vacía y la miré largamente con pesad-
—Me disculpan —les dije a todos—, voy a tomar mi siesta.
umbre.

Como yo no tomo café porque sufro de taquicardia, ellos no insistieron en que


—Sírvase, abuelo —dijo la esposa de mi hijo, el que tiene una amante.
me quedara. No sé, en realidad, si es que les alivia verme partir. Lo que sí puedo
asegurar es que no expresan deseos de conversar conmigo sobre algún punto
Me colocó la sopera delante de mi plato, de una manera bastante ruda, de esas en particular. Los dejé ahí, todavía sentados alrededor de la mesa. Ya en mi
que, imagino, solo emplean los guardianes embrutecidos y cansados de las cuarto, cerré la puerta. Sobre mi mesa de noche, el reloj marcaba las tres. Si
cárceles cuando distribuyen las raciones, por lo que me serví cuatro grandes con un poco de suerte, me dije, me levantaba dos horas después, quizás ellos ya
cucharadas —aunque la sopa no es un plato que me guste— calculando que así estuvieran a punto de partir. Y esa es entonces la hora del domingo en que las
no alcanzaría para el conjunto de comensales. aguas mansas regresan a la casa y yo vuelvo a las contadas amenidades que me
pertenecen, colgándome de la vida que aún me queda.

Tomaba lentamente cuchara tras cuchara, sin perder de vista hacia dónde iba la
sopera. Observé que ellos se servían cada vez menos cantidad. A medida que la
sopa fue llegando a los niños, el volumen en los platos era cada vez menor. Con
el segundo plato no pude repetir el gesto. Era un detestable arroz con frejoles
y pedazos de carne, que es de los que producen gases y no debería comer, por
lo que me serví una cantidad diminuta. Pero el postre era un ostentoso flan de
chocolate coronado con docenas de cerezas y crema de leche.

Mis hijos habían terminado dos botellas de vino, y hablaban algo enardeci-
dos. Los pequeños estaban aburridos pero no por eso dejaban de gritar. Con-
templaban con ojos ambiciosos el flan de chocolate y sin considerar que ya
habían comido lo suficiente, continuaban por la ruta de los excesos acompaña-
dos de los adultos completamente ajenos a este alarde impúdico de comida, a

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51. LOS CONEJOS BLANCOS -En este momento, no -contesté, preguntándome si no estaría bromeando.
-¿Y tendrá para el fin de semana? Si fuera así, le agradecería inmensamente
que me la trajera.
Leonora Carrington A continuación volvió a meterse en el balcón vacío, y desapareció. El cuervo
alzó el vuelo.
De El séptimo caballo y otros cuentos. México, D.F.: Siglo XXI, 1992.
Mí curiosidad por la casa y su ocupante me impulsó a comprar un gran trozo de
carne a la mañana siguiente. Lo puse en mi balcón sobre un periódico y esperé.
Ha llegado el momento de contar los sucesos que comenzaron en el número 40 En un tiempo relativamente corto, el olor se volvió tan fuerte que me vi obligada
de la calle Pest. Parecía como si las casas, de color negro rojizo, hubiesen sur- a realizar mis tareas diarias con una pinza fuertemente apretada en la punta de
gido misteriosamente del incendio de Londres. El edificio que había frente a mi la nariz. De cuando en cuando bajaba a la calle a respirar.
ventana, con unas cuantas volutas de enredadera, tenía el aspecto negro y vacío
Hacia la noche del jueves, noté que la carne estaba cambiando de color; así que,
de una morada azotada por la peste y lamida por las llamas y el humo. No era
apartando una nube de rencorosas moscardas, la eché en mi bolsa de malla y
así como yo me había imaginado Nueva York.
me dirigí a la casa de enfrente.
Hacía tanto calor que me dieron palpitaciones cuando me atreví a dar una vuel-
Cuando bajaba la escalera, observé que la casera parecía evitarme.
ta por las calles; así que me estuve sentada contemplando la casa de enfrente,
mojándome de cuando en cuando la cara empapada de sudor. Tardé un rato en encontrar el portal de la casa. Resultó que estaba oculto bajo
una cascada de algo, y daba la impresión de que nadie había salido ni entrado
La luz nunca era muy fuerte en la calle Pest. Había siempre una reminiscencia
por él desde hacía años. La campanilla era de esas antiguas de las que hay que
de humo que volvía turbia y neblinosa la visibilidad; sin embargo, era posible
tirar; y al hacerlo, algo más fuerte de lo que era mi intención, me quedé con el
examinar la casa de enfrente con detalle, incluso con precisión. Además, yo
tirador en la mano. Di unos golpes irritados en la puerta y se hundió, dejando
siempre he tenido una vista excelente.
salir un olor espantoso a carne podrida. El recibimiento, que estaba casi a os-
Me pasé varios días intentando descubrir enfrente alguna clase de movimiento curas, parecía de madera tallada.
pero no percibí ninguno, y finalmente adopté la costumbre de desvestirme con
La mujer misma bajó, susurrante, con una antorcha en la mano.
total despreocupación delante de mi ventana abierta y hacer optimistas ejerci-
cios respiratorios en el aire denso de la calle Pest. Esto debió de dejarme los -¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? -murmuró ceremoniosamente; y me sor-
pulmones tan negros como las casas. prendió observar que llevaba un precioso y antiguo vestido de seda verde. Pero
al acercarse, vi que tenía la tez completamente blanca y que brillaba como si la
Una tarde me lavé el pelo y me senté afuera, en el diminuto arco de piedra que
tuviese salpicada de mil estrellitas diminutas.
hacía de balcón, para que se me secara. Apoyé la cabeza entre las rodillas, y
me puse a observar una  moscarda que chupaba el cadáver de una araña, a -Es usted muy amable -prosiguió, tomándome del brazo con su mano reluc-
mis pies. Alcé los ojos, miré a través de mis cabellos largos, y vi algo negro en iente-. No sabe lo que se van a alegrar mis pobres conejitos.
el cielo, inquietantemente silencioso para que fuera un aeroplano. Me separé Subimos; mi compañera andaba con gran cuidado, como si tuviese miedo.
el pelo a tiempo de ver bajar un gran cuervo al balcón de la casa de enfrente.
El último tramo de escalones daba a una alcoba decorada con oscuros muebles
Se posó en la balaustrada y miró por la ventana vacía. Luego meció la cabeza
barrocos tapizados de rojo. El suelo estaba sembrado de huesos roídos y crá-
debajo de un ala, buscándose piojos al parecer. Unos minutos después, no me
neos de animales.
sorprendió demasiado ver abrirse las dobles puertas y asomarse al balcón una
mujer. Llevaba un gran plato de huesos que vació en el suelo. Con un breve -Tenemos visita muy pocas veces -sonrió la mujer-. Así que han corrido todos a
graznido de agradecimiento, el cuervo saltó abajo y se puso a hurgar en su co- esconderse en sus pequeños rincones.
mida repugnante. Dio un silbido bajo, suave y, paralizada, vi salir cautamente un centenar de
La mujer, que tenía un pelo negro larguísimo, lo utilizó para limpiar el plato. conejos blancos de todos los agujeros, con sus grandes ojos rosas fijamente
Luego me miró directamente y sonrió de manera amistosa. Yo le sonreí a mi clavados en ella.
vez y agité una toalla. Esto la animó, porque echó la cabeza para atrás con co- -¡Vengan, bonitos! ¡Vengan, bonitos! -canturreó, metiendo la mano en mi bolsa
quetería y me dedicó un elegante saludo a la manera de una reina. de malla y sacando un trozo de carne podrida.
-¿Tiene un poco de carne pasada que no necesite? -me gritó. Con profunda repugnancia, me aparté a un rincón; y la vi arrojar la carroña a los
-¿Un poco de qué? -grité yo, preguntándome si me habría engañado el oído. conejos, que se pelearon como lobos por la carne.
-De carne en mal estado. Carne en descomposición. -Una acaba encariñándose con ellos -prosiguió la mujer-. ¡Cada uno tiene sus

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pequeñas costumbres! Le sorprendería lo individualistas que son los conejos. 52. LA DEBUTANTE
Los susodichos conejos despedazaban la carne con sus afilados dientes de ma-
cho cabrío.
-Por supuesto, nosotros nos comemos alguno de cuando en cuando. Mi marido Leonora Carrington
hace con ellos un estofado sabrosísimo, los sábados por la noche.
De La casa del miedo. Memorias de abajo. México, D.F.: Siglo XXI, 1992.
Seguidamente, un movimiento en uno de los rincones atrajo mi atención, en-
tonces me di cuenta de que había una tercera persona en la habitación. Al lle-
garle a la cara la luz de la antorcha, vi que tenía la tez igual de brillante que
ella; como oropel en un árbol de Navidad. Era un hombre y estaba vestido con En la época en que fui debutante, solía ir a menudo al parque zoológico. Iba tan a menudo que
una bata roja, sentado muy tieso, y de perfil a nosotros. No parecía haberse en- conocía más a los animales que a las chicas de mi edad. Era porque quería huir del mundo,
terado de nuestra presencia, ni del gran conejo macho cabrío que tenía sentado por lo que me hallaba a diario en el zoológico. El animal que mejor llegué a conocer fue una
hiena joven. Ella me conocía a mí también. Era muy inteligente. Le enseñé a hablar francés y a
sobre su rodilla, donde masticaba un trozo de carne.
cambio ella me enseñó su lenguaje. Así pasamos muchas horas agradables.
La mujer siguió mi mirada y rió entre dientes.
Mi madre había organizado un baile en mi honor para el primero de mayo. ¡Lo qué sufrí durante
-Ese es mi marido. Los chicos solían llamarlo Lázaro… noches enteras! Siempre he aborrecido los bailes; sobre todo los que se daban en mi honor.
Al sonido de este nombre, familiar, el hombre volvió la cara hacia nosotras; y vi
La mañana del uno de mayo de 1934, fui muy temprano a visitar a la hiena.
que tenía una venda en los ojos.
-¿Ethel? -preguntó con voz bastante débil-. No quiero que entren visitas aquí. –¡Qué asco! –le dije–. Esta noche me toca asistir a mi baile.
Sabes de sobra que lo tengo rigurosamente prohibido. –Tienes suerte –dijo ella–; a mí me encantaría ir. No sé bailar, pero en cambio sabría mantener
-Vamos, Laz; no empecemos -su voz era quejumbrosa-, no me puedes escatimar una conversación.
un poquitín de compañía. Hace veinte años y pico que no veía una cara nueva.
–Habrá muchas cosas de comer –dije–. He visto llegar a casa carros repletos de comida.
Además ha traído carne para los conejos.
La mujer se volvió y me hizo seña de que fuera a su lado. –Y aún te quejas –replicó la hiena con desaliento–. Mírame a mí: yo solo como una vez al día, y
me tienen jeringada con tanta bazofia.
-Quiere quedarse entre nosotros; ¿a que sí? -de repente me entró miedo y sentí
ganas de salir,  de huir de estas personas terribles y plateadas y de sus conejos Se me ocurrió una idea audaz; estuve a punto de echarme a reír.
blancos carnívoros.
–No tienes más que ir en mi lugar.
-Creo que me voy a marchar; es hora de cenar.
–No nos parecemos lo bastante; si no, con gusto iría –dijo la hiena un poco triste.
El hombre de la silla profirió una carcajada estridente, aterrando al conejo que
tenía sobre la rodilla, el cual saltó al suelo y desapareció. –Escucha –dije–, con las luces de la noche no se ve muy bien. Con que te disfraces un poco,
La mujer acercó tanto su cara a la mía que creía que su aliento nauseabundo nadie se fijará en ti en medio de la multitud. Además, tenemos casi la misma estatura. Eres mi
única amiga; anda, hazlo por mí. Por favor.
iba a anestesiarme.
-¿No quiere quedarse y ser como nosotros? En siete años su piel se volverá Se puso a pensar en esta posibilidad. Comprendí que estaba deseosa de aceptar.
como las estrellas; siete años tan solo, y tendrá la enfermedad sagrada de la
–De acuerdo –dijo de repente.
Biblia: ¡la lepra!
Eché a correr a trompicones, ahogada de horror; una curiosidad malsana me No había muchos guardianes cerca, dado lo temprano de la hora. Abrí rápidamente la jaula,
y en un instante estuvimos en la calle. Llamé un taxi. En casa, todo el mundo estaba aún en
hizo mirar por encima del hombro al llegar a la puerta de la casa, y vi que la
la cama. Una vez en mi cuarto, saqué el vestido que debía ponerme por la noche. Era un poco
mujer, en la balaustrada, alzaba una mano a modo de saludo. Y al agitarla, se le
largo, y la hiena andaba con dificultad con mis zapatos de tacón alto. Encontré unos guantes
desprendieron los dedos y cayeron al suelo como estrellas fugaces. con que ocultarle las manos, demasiado peludas para parecerse a las mías. Cuando el sol
iluminó mi habitación, la hiena dio varias vueltas alrededor, andando más o menos derecha.
Estábamos tan ocupadas que mi madre, que entró a darme los buenos días, estuvo a punto de
abrir la puerta antes de que la hiena se escondiera debajo de la cama.
–Esta habitación huele mal –dijo mi madre, abriendo la ventana–; antes de esta noche date un
baño con mis nuevas sales.

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–Por supuesto –le dije. Se había hecho de noche. Cansada por las emociones del día, cogí un libro y me senté junto a
la ventana, entregándome a la paz y el descanso. Recuerdo que estaba leyendo Los viajes de
No se entretuvo mucho. Creo que el olor era demasiado fuerte para ella. Gulliver, de Jonathan Swift. Al cabo de una hora, quizá, surgió el primer signo de inquietud.
Un murciélago entró por la ventana profiriendo grititos. Los murciélagos me dan un miedo
–No te retrases para el desayuno –dijo al irse.
espantoso. Me escondí detrás de una silla, castañeteándome los dientes. Apenas me había
Lo más difícil fue encontrar un disfraz para la cara de la hiena. Estuvimos buscando horas y arrodillado, cuando un gran ruido procedente de la puerta sofocó el batir de alas. Entró mi
horas: rechazaba todas mis sugerencias. Por fin dijo: madre, pálida de furia.

–Creo que he encontrado la solución. ¿Tenéis criada? –Acabábamos de sentarnos a la mesa –dijo–, cuando el ser ese que ha ocupado tu sitio se ha
levantado gritando: “Conque mi olor es un poco fuerte, ¿eh? Pues no como pasteles.” A contin-
–Sí –dije, perpleja. uación se ha arrancado la cara y se la ha comido. Después ha dado un gran salto y ha desapa-
recido por la ventana.
–Pues verás: vas a llamar a la criada; cuanto entre, nos lanzamos sobre ella y le arrancamos
la cara; llevaré su cara esta noche en lugar de la mía.
–No lo veo muy práctico –dije yo–. Probablemente se morirá en cuanto pierda la cara: alguien
encontrará su cadáver, y nos meterán en la cárcel.
–Tengo la suficiente hambre como para comérmela –replicó la hiena.
–¿Y los huesos?
–También –dijo–. ¿Te parece bien?
–Solo si me prometes matarla antes de arrancarle la cara. Si no, le va a doler demasiado.
–Bueno, eso me da igual.
Llamé a Marie, la criada, no sin cierto nerviosismo. Desde luego, no lo habría hecho si no odiara
tanto los bailes. Cuando entró Marie, me volví de cara a la pared para no verlo. Debo reconocer
que no tardó nada. Un breve grito, y se acabó. Mientras la hiena comía, estuve mirando por la
ventana. Unos minutos después, dijo.
–Ya no puedo más; aún me quedan los pies, pero si tienes una bolsa, me los comeré más tarde,
a lo largo del día.
–En el armario encontrarás una bolsa bordada con flores de lis. Saca los pañuelos que tiene y
quédatela.
Hizo lo que le había indicado. A continuación, dijo:
–Date la vuelta ahora y mira qué guapa estoy.
Delante del espejo, la hiena se admiraba con el rostro de Marie. Se lo había comido todo cuida-
dosamente hasta el borde de la cara, de forma que quedaba justo lo que le hacía falta.
–Es verdad –dije–; lo has hecho muy bien.
Hacia el atardecer, cuando la hiena estuvo completamente vestida, declaró:
–Me siento en plena forma. Me da la impresión de que voy a tener un gran éxito esta noche.
Después de oír un rato la música de abajo, le dije:
–Ve ahora, y recuerda que no debes ponerte junto a mi madre: seguramente se daría cuenta de
que no soy yo. Aparte de ella, no conozco a nadie. Buena suerte –le di un beso para despedirla,
aunque exhalaba un olor muy fuerte.

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53. SELECCIÓN DE POEMAS ESCRITOS POR MUJERES LADY’S JOURNAL

FÚTBOL Blanca Varela


En: Poesía reunida 1949-2000. Lima: CASA DE CUERVOS & SUR, 2016

Blanca Varela
El ratón te contempla extasiado
En: Poesía reunida 1949-2000. Lima: CASA DE CUERVOS & SUR, 2016
la araña no se atreve a descender ni un
milímetro más sobre la tierra
el café es un espectro azul sobre
la hornilla
Juega con la tierra dispuesto a desaparecer siempre
como con una pelota

oh sí querida mía
báilala
son las siete de la mañana
estréllala
levántate muchacha
reviéntala
recoge tu pelo en la fotografía
no es sino eso la tierra descubre tu frente tu sonrisa
tú en el jardín sonríe al lado del niño que se
mi guardavalla mi espantapájaros te parece
mi atila mi niño
oh sí lo haces como puedes
la tierra entre tus pies
y eres idéntica a la felicidad
gira como nunca
que jamás envejece
prodigiosamente bella

quédate quieta
allí en ese paraíso
al lado del niño que se te parece
son la siete de la mañana
es la hora perfecta para comenzar
a soñar

el café será eterno


y el sol eterno

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si no te mueves HUYO DE LA CASA...
si no despiertas
si no volteas la página
Dalmacia Ruiz Rosas
en tu pequeña cocina
frente a la ventana En Baile. Hipocampo Editores: Lima, 2000

huyo de la casa

mi refugio

sin imágenes ni color

mata a tu madre la tv

no otra interminable

jornada de familia silenciosa

y ella premio y castigo

fulgor de la droga cotidiana

la vida no está aquí

mientras la encuentro

salgo a contemplar la luna

pueden en el patio enmohecer los carros

subo a mi vehículo

la imaginación

lluvia en la cara

hasta ahogarme

de una manera indiferente

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POST COITUM DISCURSO

Mariela Dreyfus Patricia Alba

En Memorias de Electra. Lima: Orellana & Orellana Editores, 1984 En O un cuchillo esperándome. Lima: Editorial Colmillo Blanco, 1988

Descender las escaleras del hotel Basta ya de miradas tristes y parpadeos lentos

y que las cosas vuelvan a su antiguo espesor. Los tiernos ojos pronto pasarán

Este placer ya ha sido pagado: Dejando el terreno libre a la maldición de la locura.

todo es dinero todo se vuelve papel moneda Tendremos el tiempo insertado en la pupila

el goce es dejado sobre sábanas prestadas. Y sus formas no mirarán más con inocencia.

De nada sirve levantar los párpados y mostrar

Una lánguida mirada.

Frente al espejo de la entrada Ahora son necesarias las palabras gruesas

aliso mis cabellos/acomodo mis senos Los gritos desaforados, los movimientos

al lado de mi muchacho Y la provocación serán las armas.

tímido como siempre en el primer abrazo. Así, mientras estemos malditas

Podremos ventilar nuestros cuerpos al sol

Y los hombres gozarán como marranos

El regreso a casa es solitario Jugando encima de nosotras.

y debo esconder mis pasos, Ya no tendremos que ocultar lo maravilloso

el olor que sorprenda a mi madre Mientras estemos malditas.

mil veces violada y todavía virgen.

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DIARIO DE SEÑORITA RECIÉN CASADA y croo y canto, resuenan mis caries vacío

como una triste sanguijuela buscando al sol entre las

Rocío Silva Santisteban piedras.

En Ese oficio no me gusta. Lima: Ediciones Copé, 1987


La papa rallada sobre los párpados, compresas de jazmín,

té de la India,
Aquí estoy y busco el osobuco,
la fruta de las doce, toda la rutina,
la mirada, la fecha, no sé, las instrucciones
toser con elegancia, fumar con el pulgar en la papada
para no ahogar todo esto con una papeleta
y desvestirme como una puta cada noche.
o una pelea matinal por las tostadas.

Sangro por la nariz, las orejas, el ano bicéfalo,

sofoco mis nervios con agüita de tilo

rebuzno en las mañanas, a mediodía escupo

entre los árboles de moras de mi cuadra.

Ah tiempos idos. Levantarse sola y sola revolverse entre

las sábanas

limpiarse las legañas, el fondo del oído, las partes

íntimas, las telarañas.

Ah, tiempos que se van, que se escapan como agua

entre las manos

sin dejar marcas, ni fechas en las puertas,

ni óxido de navajas en los filos de los caños.

Ahora cada pose fetal resulta incómoda,

me despierto con fuerte dolor en la mandíbula

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PARADOJA DESCABEZO ESTATUAS

Montserrat Álvarez Rossella Di Paolo

En Zona Dark. Lima: Edición de la autora, 1991 En Piel alzada. Lima: Colmillo Blanco, 1993

Me canso de frotar una palabra con otra


Todo hombre bueno tiene dos ojos como dos peces
y hacer chispita
naufragando en un grueso mar de lentes atónitas
ya no quiero poner esta letra aquí,
Todo hombre bueno tiene una boca entreabierta

de la que se descuelgan (como hilos de baba esta tonta coma

—pero con sorprendente regularidad—)


Pido una zancadilla para que caiga de narices
consejos y consejos y consejos
el alto verso
Pero lo más repugnante de todo
Quiero sacar las palabras de mi casa
es que cada hombre bueno tiene dos manos húmedas

que lo auxilian en la emotiva tarea a empujones

de ganarse a alguna pobre criatura pecadora


y coger al pronombre por los pelos
mojándole la frente o las manos respectivas
hasta hacerle confesar la dirección del sustantivo
con su bondadosísima transpiración
para entrar a su línea dando voces
Y así todo hombre bueno genera —oh paradoja—

precisamente aquello que quiere destruir: para arrimarle un clavo entre los ojos

las más bajas pasiones, el odio más siniestro. para aplastar con mis pies a sus mansos adjetivos

para agarrármela a escobazos con los verbos conjugados

con los verbos no conjugados y con los adverbios

si me miran mucho

Quiero abrir las ventanas y que entre

una luz no escrita

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y apilar los libros en el patio BIEN DIFÍCIL

y colgar la máquina de escribir en la pared

como una cabeza de venado con su bala Giovanna Pollarolo

En Entre mujeres solas. Lima, Editorial Colmillo Blanco, 1991


limpiamente acertada entre la M y la N

antes de prender fuego a la casa


es ser la musa de un poeta en estos tiempos

y bailar con mis amigos sobre la lengua de Vallejo eres su mujer y él se aprovecha

sin tener después que juntar los pedazos de todas esas imágenes que lo asfixian

una casa una mujer unos hijos


y contarlo llorando en un poema.
y él hubiera querido alas

pero construyó una casa lee el periódico y hace el amor durante el día

cada vez con menos entusiasmo

por las noches escribe

habla mal de ti

y cuando te encuentras en esos poemas

quisieras borrarlos porque a romperlos no te atreves

eres sólo la musa de un poeta

que no canta que se aburre

aunque después explique que no es por ti

eres apenas el pretexto

para desencadenar viejos fantasmas

quizás hubieras querido ser la musa

de un poeta de otros tiempos

y aún esperas ese poema que un día soñaste

cuando no habían construido una casa.

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54. ¿QUÉ ES UN EDITOR? torno al libro y al escritor que lo firma, un verdadero mito. Conozco el caso de
una novela breve y nada extraordinaria a la cual el editor concedió, a través de
artículos ajenos, polémicas, carteles, rumores, conferencias y discusiones de
café, un prestigio tan grande que en la actualidad, con ser muy inferior a otras,
Sebastián Salazar Bondy
ha alcanzado la séptima edición y continúa siendo la piedra de escándalo de los
De La luz tras la memoria. Artículos periodísticos sobre literatura y cultura corrillos de una capital suramericana. En ciudades apartadas del hemisferio he
(1945-1965) (tomo 1). Edición de Alejandro Susti. Lima: Lápix Editores, 2014. visto librerías en cuyos escaparates la famosa novelita se anunciaba con térmi-
nos sensacionales. Porque el juicio crítico lo reserva el editor para la historia.
No le interesa, y está bien, si la obra es perdurable o no. Exige un nivel mínimo
Alguien, que intentara alguna vez establecer en Lima una empresa editorial, de calidad literaria, de oficio en el autor y de interés en el asunto, puesto que
se quejaba de su fracaso con más o menos estas palabras: “¿Cómo se pueden esta indiferencia por la permanencia del libro a través de los tiempos no sig-
publicar libros peruanos si el público no los compra? Uno elige un autor de nifica en modo alguno que preste su favor a cualquier mamarracho. El editor
prestigio y un título atrayente, procura que la impresión sea decorosa y que el hace el libro y lo difunde por los medios más modernos y activos de la propa-
precio de venta sea discreto, y el libro se queda en los depósitos y allí envejece ganda, tal como el fabricante de cualquier objeto anuncia a toda voz la bondad
irremediablemente… Esto no tiene remedio”. Y añadía, con abatido tono, que sus de su mercadería.
inversiones en este campo habían constituido una absoluta pérdida. Cualquier
No conozco un solo caso en que alguno de nuestros voluntariosos aprendices de
librero, al que se interrogue al respecto, responderá con palabras y conclu-
editor haya actuado en esta forma. Y creo indispensable, en consecuencia, que
siones semejantes. No se trata -a pesar de que no es el Perú un gran consumi-
los que en estos momentos, con espíritu optimista y auténtica vocación, se han
dor de lectura- de falta de interés por el libro. Cifras de importación crecientes
dado a la tarea de hacer el libro peruano, recuerden cuán importante es este
nos hablan con claridad meridiana del progresivo aumento de la demanda li-
aspecto de la industria que han emprendido con tanto fervor. Es necesario que
bresca y del cada día más animado interés del público por las publicaciones de
ese libro sea de grato aspecto exterior, de calidad intelectual y de un precio
la más variada índole.
que no lo convierta en un artículo de lujo, y es urgente también que en torno
¿Qué sucede, pues, con el libro peruano? Aparte la circunstancia del alto costo de a su aparición se suscite un debate vivo y provechoso. Es ejemplar, por lo que
la impresión y de la insuficiente calidad gráfica de la edición local, de las cuales enseña, el caso del comercio de pintura en Lima. Hace un lustro no había en
nos hemos ocupado hace poco, se puede afirmar que las ideas del frustrado esta capital una sola galería de arte, ni se sabía de la existencia de más de uno
industrial del libro, cuyas palabras se citan arriba, y la generalizada y pesimista o dos coleccionistas. Hoy, al cabo del esfuerzo de unos pocos, puede decirse
opinión con relación al escaso eco que los autores peruanos encuentran en los que se ha superado en tal orden a algunas capitales del continente y que se está
lectores, se basan en una experiencia que no puede considerarse definitiva. en camino de lograr un verdadero ambiente artístico
En primer lugar, porque ser editor no consiste en tomar un original, llevarlo a
Al argumento de aquel frustrado editor sobre la impasibilidad del público lo-
la imprenta, corregir las pruebas y entregarlo sin más a las librerías. Hechas
cal hacia el libro nacional puede refutarse aseverando que no basta con hacer
las cosas de este modo, fracasan no solo un libro sino también un jabón, una
libros. La misión del editor es también, y quizá principalmente, hacer lectores.
bebida gaseosa o cualquier clase de producto de primera necesidad. Nada se
Y a estos hay que convocarlos y multiplicarlos por intermedio de una campaña
puede lanzar al mercado en la idea de que solo, por su propia gravitación, ha de
intensa que les despierte la curiosidad y se las cultive. Es erróneo pensar que
reclamar la atención general y convertirse en objeto de la demanda.
el problema no tiene remedio. Por supuesto que el editorial no es un negocio
Los editores extranjeros han montado, además de una organización técnica que lucrativo de inmediato. Quien abra la brecha obtendrá, aparte de los beneficios
abarca desde la asesoría para la elección del libro hasta su distribución en materiales, una utilidad que no puede medirse con el rasero de las cifras: la de
el mercado más amplio, una verdadera oficina de publicidad. Al ojo de buen haber dado un impulso fundamental para la cultura del país.
cubero que el editor posee, añade una especie de facilidad para fabricar, en
La Prensa, Lima, 25 de febrero de 1954, p. 8.

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55. EL ABISMO ILETRADO DE UNOS SONIDOS su contrabando parlanchín. Como loras parloteando en esa

media lengua, en ese tonito del puis, intraducible en la página, en la letra impresa tan fundan-
te, tan organizada, tan universalista, tan pensante nuestra afiebrada cabeza occidental. Nues-
Pedro Lemebel tro logos egocéntrico que cree almacenar su memoria en bibliotecas mudas, donde lo único
En Poco hombre. Santiago: Ediciones UDP, 2013. que resuena es la palabra silencio escrita en un cartelito. Pero ese chsss no es silencio: para la
lengua indígena quizás ese chsss tiene que ver con un dolor de muelas y la “ese” es el abanico
queenfría la carie ardiente. A lo mejor, también ese chsss es la lluvia siseando sobre los techos
Cerca de Trujillo, en Perú, se encuentran las ruinas de Chan Chan, una ciudad preincaica que de paja, o el silbido de la serpiente cuando la pisan en celo. Cómo saberlo, cómo traducir en
duerme en sus vestigios erosionados por la brisa marina. Son construcciones de barro que letras para nuestro
a pesar de su precariedad material, atestiguan un cierto esplendor café rojizo que colorea el orgulloso entendimiento, la multiplicidad de significantes que acarrea un sonido.
adobe con el mismo tono de la piel indígena.
Ciertamente, estamos apresados por la lógica del alfabeto. La instrucción nos lleva de la mano
Al centro de esta urbe barrosa, se encuentra la plaza principal; un enorme rectángulo en cuyos por la senda iluminada del ABC del conocimiento. Pero más allá del margen hay un abismo il-
bordes se levanta un muro decorado por relieves de peces nadando en dirección opuesta. En etrado. Una selva llena de ruidos, como feria clandestina de sabores y olores y malas palabras
un punto de esta guarda, los cardúmenes se cruzan alternadamente. Este punto coincide con que siempre están mutando de significado. Palabras que se pigmentan sólo en el corazón de
la corriente de Humboldt, que frente a Trujillo, cruza las aguas del norte con el frío mar del sur. quien las recibe. Sonidos que se camuflan en el pliegue del labio para no ser detectados por
Sobre este muro de arcilla, los turistas y parejas de enamorados han escrito nombres, fechas, la escritura vigilante.
garabatos y panfletos políticos, imponiendo la escritura castellana sobre este alfabeto zoo- Más allá del margen de la hoja que se lee, bulle una Babel pagana en voces deslenguadas,
morfo, que en su mínima representación, describe una cartografía del ancho horizonte salado, ilegibles, constantemente prófugas del sentido que las ficha para la literatura.
en el chapoteo de los peces y el rumor ronco del Pacífico.
Aparentemente, la página contiene la voz y su deseo expresivo. Pero esta premisa se funda
Pero más allá de las teorías que hacen coincidir la ciencia con la magia de estos jeroglíficos, con la introducción de la escritura castiza y católica en América. Entre letra y letra hay un
estos signos hablan otro lenguaje difícil de transferir a la lógica de la escritura. Quizás más confesionario, entre palabra y palabra un mandamiento. Lo que se lee nos lee con el ojo de
que conceptos organizados por un pensamiento unidireccional, estos dibujos contengan rui- Dios; las sagradas escrituras tienen su firma. Esto Atahualpa no lo sabía, por eso confundió la
dos, voces apresadas en el barro, descripciones guturales de una geografía precolombina que Biblia con un caracol marino, y lo puso en su oreja para escuchar la letra parlante del creador.
des! umbró al hombre blanco, con la música colorida de su intemperie. Y ese caracol cuadrado y negro, no tenía ecos de mar ni susurros de montaña para hablarle
Así también, estas formas se podrían traducir como representaciones de un silabario sonoro, a Atahualpa, por eso lo tiró al suelo y dio pretexto a Fray Vicente de Valverde para justificar
o partituras de un temblor vital en el territorio mesoamericano. El habla y la risa en el ru- el genocidio de la conquista. Tampoco el inca sabía que años más tarde, el rey católico Carlos
moroso tumbar del corazón andino. La oralidad y el llanto en el entrechocar de la sangre por II iba a prohibir por decreto el uso de las lenguas nativas. Atahualpa había muerto antes de
los acantilados arteriales. La voz mimetizada con el entorno, como un pájaro ventrílocuo que aprender a leer y, analfabeto, siguió escuchando bajo la tierra el sonido de las mareas como
caligrafía su arrullo entre la foresta. Después vino la letra, y con ella el alfabeto español que un idioma interminable.
amordazó su canto.
Quizás el mecanismo de la escritura es irreversible, y la memoria alfabetizada es el triunfo de
Entonces, los códigos orales se hicieron gritos de alerta para prevenir a las tribus de la in- la cultura escrita representada por Pizarro, sobre la cultura oral de Atahualpa. Pero eso nos
vasión extranjera. Fueron sonidos de olas en las cumbres altiplánicas, a través de los pututos demuestra que leer y escribir son instrumentos de poder, más que de conocimiento. Es posible
o caracoles marinos, especie de trompetas moluscas que transmitían la voz de que la cicatriz de la letra impresa en la memoria, pueda abrirse en una boca escrita para re-
vertir la mordaza impuesta. Así lo demuestra el testimonio Si me permiten hablar de Domitila,
alarma por todo el Tiawantinsuyo. Así, fueran gritos de aves cuando la bota del cazador aplas- editado en 1977, y las crónicas de Felipe Guamán Poma de Ayala, publicadas en 1615. Estos
ta la maleza. O murmullos entre dientes que cuchichean hoy las indias en las aduanas de las y otros textos,ejemplifican cómo la oralidad hace uso de la escritura doblando su dominio, y
fronteras. Silabeos imprecisos que ponen nervioso al policía de guardia y las deja pasar con
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apropiándose al mismo tiempo de ella.

Muchos son los silencios impuestos por la cultura grafóloga a las etnias orales colonizadas,
pero aprender a leer esos silencios es reaprender a hablar. Usar lo que omiten, niegan o fab-
rican las palabras, para saber qué de nosotros se oculta, no se sabe o no se dice. Ese silencio
es nuestro, pero no es silencio; habla de la memoria para exorcizar las huellas coloniales y
reconstruye nuestra dignidad oral destrozada por el alfabeto.

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