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Para empezar el Año Nuevo con una sonrisa

Dos Cuentos Cortos

Eugenio Aguirre»
San Lunes
Indolente y bonachón, San Lunes es el
patrono de todos aquellos que se desmandan,
sobre todo en sus raciones etílicas, los fines
de semana; aunque quienes le manifiestan
mayor devoción son los albañiles y los
aficionados al pulque, los aguardientes de
caña de azúcar y los destilados de uva de la
más baja estofa, cuya ingestión les da pasaje
para visitar por unas horas el inframundo y les
ocasiona un severo envenenamiento,
bautizado en el argot patibulario con el
rasposo nombre de cruda o curda, según si se
es de origen mexicano u oriundo de la
península ibérica. Sus fieles le solicitan
auxilio mediante una gama indescriptible de
lamentaciones y quejidos expresados desde
la más rigurosa inmovilidad, misma que
llevan a los excesos de la resistencia pasiva
inspirada en el ejemplo de Mahatma Gandhi.
No se desprenden del sueño o intentan
movimiento alguno, así sus obligaciones les
puncen el cerebro, su mujer les menee la
cama, petate o hamaca donde yacen, o su
prole entone un infernal concierto en la escala
más aguda y estridente de los berridos y
reclamaciones. Se cuelgan, literalmente, del
manto del santo, y cobijan con él los estragos
físicos y mentales que les desguanzan el
cuerpo. Esperan, con dolor punzante, a que el
santo los toque con su dedo y les dé un respiro
para incorporarse e ir en busca de
advocaciones más eficaces.
San Lunes es pródigo en sus apariciones y las
realiza bajo el amparo de formas diferentes,
dependiendo de la calidad de su clientela. La
más generalizada, y que es reclamada
fervorosamente, es aquella que lo ofrece en
comunión envuelto en la espuma y las
burbujas rubias de la cerveza fría
embotellada. Es en esta beatífica presencia
donde su influjo opera de manera milagrosa
y produce cambios radicales de conducta
muy parecidos a la beatitud, ya que el
beneficiado manifiesta humildad y
contrición, si no es que llega al colmo del
arrepentimiento. También, San Lunes se deja
ver tendiendo sus piadosas manos entre las
zonas que rodean a los lamparones de grasa
de un caldo de pollo o asomándose tras los
granos de maíz cacahuacintle de un pozole
enrojecido por la túnica que forma el chile
piquín espolvoreado. Asimismo, se ostenta
con harta frecuencia en los trozos de carne de
borrego transformados en barbacoa después
de haber resucitado de su enterramiento en
tierra seca y de su sepulcro de pencas de
maguey u hojas de plátano o maíz serrano, si
su advocación reviste la forma de mixiote. Su
efectividad, en estos casos, es lenta pero
segura, y los fieles adquieren la certeza de que
vale la pena volver a pecar para recibir sus
beneficios .
Otras de sus expresiones milagrosas
conllevan complicidades térmicas que el
santo crea al asociar-se, por ejemplo, con la
inmensa variedad de chiles o ajíes cultivados
dentro de los cánones de la flora vernácula,
que producen sudoraciones espesas y
abundantes para cumplir con el proverbio
que reza:
cruda sudada, cruda pasada.
Estas apariciones pueden ser directas y
mandibularias, mediante la masticación del
chile seleccionado, o encubiertas bajo la
composición de salsas, guacamoles y otros
menjurjes que, amén de escaldar la lengua del
penitente, le ayudan a curarse con diarreas y
pedorreras cuya pestilencia ahuyenta a los
demonios e impide, así, cualquier
reclamación personal y embarazosa de las
huestes de Satán. Mas, si bien el auxilio
carnal de San Lunes le ha ganado millones de
devotos Urbi et Orbe, también es justo hacer
hincapié en sus dotes metafísicas que han
llegado a instituir tradiciones y precedentes
en el derecho consuetudinario. En su papel de
justificante por faltas o retardos laborales,
basta con que el infractor o infractora (aquí se
unen a la grey las sirvientas, mucamas,
chachas, galopinas o como quiera que se les
llame) apele a San Lunes para que la parte
patronal, sea cual fuese la naturaleza de la
fuente de trabajo, comprenda que la
infracción no ha sido voluntaria, sino el
ejercicio de una costumbre arraigada
tradicionalmente en la comunidad y, por
ende, sancionada como un derecho adquirido
que, si bien no ha sido consagrado en la
normatividad del derecho positivo, tiene la
misma validez jurídica que las sentencias de
los tribunales colegiados que sienta
jurisprudencia y determinan la legitimidad de
los laudos emitidos en controversias obrero-
patronales en beneficio de los acólitos de este
santo macanudo. Ni qué decir de su
aceptación como excluyente de
responsabilidad. Nadie en su sano juicio, ni
siquiera en los países más bárbaramente
desarrollados del planeta, se atrevería a
castigar a los profesantes del credo de San
Lunes. Santo polifacético, que igual se
aparece disfrazado bajo la imagen de
garnacha, memela, sope, chicharrón en
pipián verde, sopa de médula, caldo de
camarón, coctel de mariscos variopintos y
otras muchas representaciones, San Lunes ha
sido y es, desde los tiempos inmemorables
del Arca de Noé hasta nuestros días, uno de
los tutores más queridos y solicitados por la
humanidad. Por ello, se le invoca cada
semana y se le mantiene en un lugar
privilegiado en los altares.
San Nicho
El humo de ocote entreverado con la niebla
que baja de la serranía envuelve en una
especie de sudario las callejuelas del pueblo.
De algunos patios surgen, de vez en cuando,
los sonidos animales que los hombres han
sancionado en su vocabulario con el nombre
de onomatopeyas. En el atrio de la iglesia
están congregadas las personas que ostentan
cargos civiles y religiosos en la comunidad.
Los rodean, en actitud agresiva y vociferante,
todos los adultos sobre quienes recaen las
responsabilidades familiares, amén de los
ancianos y ancianas que se mantienen
expectantes. Una voz anónima, que sale del
gentío, maldice y expresa ¡Saquen a ese
pinche santo Braulio de la iglesia! ¡No sirve
para nada el cabrón, más que para sacarnos
gastos y muinas! ¡No cumple con loque le
pedimos! ¡Se hace buey, nomás! A esa voz se
unen otras hasta crear un murmullo que
tiembla y se sacude igual que una víbora
acosada. El Mayordomo golpea el suelo con
su bastón de mando y levanta un brazo. Su
puño está cerrado y brilla. La gente calla. ¡Ya
lo vamos a echar de nuestro templo y a
sembrar su figura de cabeza para que se vaya
mucho al Infierno, para que se tateme igual
que los santos mentirosos que hemos
venerado y que nada más nos han hecho
tontos! ¡Vamos a dejar ese nicho vacío!
¡Ningún santo volverá a ocuparlo! ¡No se lo
merecen! ¡Ya corrimos a la santa Eduviges, a
Catarino, a Lorenzo y a Polonia! ¡Ahora este
Braulio! ¡Que chinguen todos a su madre! La
multitud guiada por el Mayordomo entra en
el templo. Se dirigen hasta una pequeña
capilla lateral. Un peón trepa un peldaño para
llegar a donde está la escultura de San
Braulio, hermosa talla valenciana en madera
policroma y estofada, la toma y la arroja hacia
donde están los fieles, quienes se hacen a un
lado para que se estrelle y descascare contra
el granito del suelo. ¡Ora sí ya se chingó!,
pronuncia con entusiasmo una mujer
regordeta. El nicho queda vacío. Transcurren
cinco años. La vida del pueblo se arrulla en su
monótona rutina. Unos nacen y otros
mueren. A la iglesia sólo acuden las beatas
empedernidas y una que otra mujer
desconsolada, como Rutilia Tovar, presunta
hija ilegítima del patrón de la hacienda Santa
Rosa de Lima, quien sufre y se desespera
porque su hijo de cinco años de edad no
puede articular palabra alguna, ni siquiera
Mamá , y se ahoga constantemente con un
moquerío espeso y solferino que le da el
aspecto de una granada china apachurrada.
De nada han servido ungüentos y medicinas,
limpias y sahumerios. Vaya, ni siquiera
colgarle estampitas en su mameluco o
llevarlo con el chamán de Agua Hedionda
para que le soplase polvo de huesos en el
ombligo y en las partes blandas. ¡Este niño
está pasmado —sentenció una hechicera de
Barrio Viejo—, y sólo lo podrá curar la
divina voluntad del Señor o algún santo que
se apiade de la friega en la que está metido!
Sólo que en Chipotetlán no hay santo que
obre por iniciativa propia o que le haga de
intermediario con el Cielo, y Rutilia lo sabe
bien porque ella estuvo de mirona aquel día
que expulsaron a San Braulio del templo y se
sabe desamparada; sin embargo, conserva la
costumbre de ir a rezar para desahogarse de
sus cuitas y desatar ese nudo que le llena el
estómago con pelos cada vez que su Rafaelito
se asfixia y puja, puja y se caga. Las dos
bancas de madera carcomida están repletas
esa madrugada. No hay lugar ni siquiera para
descansar media nalga y concentrarse en la
letanía del novenario que se le reza a la
Virgen María. Rutilia busca un sitio en el piso
para arrodillarse. Las lozas de granito están
más frías que el interior del congelador de la
carnicería donde trabaja. Peligrosamente frías
como para colocar sobre ellas a Rafaelito, aun
con la protección del rebozo en el que lo lleva
envuelto. Busca dónde dejarlo. Advierte la
hornacina baldía que antes albergaba a los
santos y, después de hacer un bulto con el
chal para proteger a su hijo, lo deposita y se
enfrasca en sus oraciones. Rutilia pide y
repide por la salud del pequeño. Sabe que si
no se alivia, en cualquier momento lo va a
encontrar ahogado entre el caldo que fluye
por sus narices y más muerto que su abuelito
Tilón el día en que lo sepultaron. Recorre con
sus labios los nombres de todos los miembros
de la corte celestial que conoce y hasta
inventa otros que le suenan rimbombantes,
como Archí Papa de los romanos, y por lo
tanto influyentes y bien efectivos. Termina
sus jaculatorias una hora más tarde. Recoge a
su hijo, le quita el rebozo de la cabeza y
encara el milagro que la deja boquiabierta y
con el corazón cacareando. Rafaelito le dice:
Mamá, mamacita, tengo hambre, con unos
labios limpios de mucosidades, con una
lengua clara, cristalina, y una garganta de la
que han desaparecido las llagas, la tos y los
gruñidos cavernosos. La noticia del milagro
se esparce. Muchas madres al principio y
después todo aquél que pueda llegar al pie del
nicho y encaramarse colocan a sus vástagos o
arrumban su propia humanidad en la
oquedad bendita y obtienen la curación
anhelada, reclamada durante días, meses, o
años. La iglesia recobra su calidad de
santuario y el nicho es venerado con cirios,
velas, quinqués y lámparas de baterías, y
adornado con milagritos y retablos hechos y
pintados por manos preñadas de humildad
donde se le agradecen los favores recibidos.
Se crea la congregación de San Nicho y es la
misma Rutilia quien borda con hilo de plata
un paño carmesí y viste con él el santo hueco.
Hoy el templo de Chipotetlán semeja un
queso gruyere en su interior, debido a que un
cura con cierta imaginación y sentido
financiero escarbó una vasta cantidad de
nichos en sus muros, a los que agregó una
rendija que sirva como alcancía, sin que hasta
la fecha le hayan dado resultado; pues como
dice un lugareño: ¡San Nicho sólo hay uno y
ése nos hace los milagros gratis!

FIN

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