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LA ÚLTIMA CARTA

En Arica, a las ocho de aquella mañana de 6 de junio de 1880, se


improvisó el altar sobre la cureña de un cañón y a la sombra de la
bandera nacional que flameaba en el mástil del morro, se celebró
la santa misa.

Un recogimiento sublime enmarcó la ceremonia. Todos los


soldados con las miradas florecidas de recuerdos elevaron sus
oraciones al cielo; sus pensamientos volaron al pago lejano
cubierto de nieves, allá donde quedaban los seres queridos a los
que, estaban seguros, jamás volverían a ver. Cuando el sacerdote
elevó la hostia, los estandartes se humillaron reverentes; los
oficiales elevaron sus espadas con los filos señalando los cielos, los soldados presentaron armas al son de una
marcha militar y tras entonar la Canción Nacional se prosternaron con las rodillas en tierra y, bajando la
cabeza, miraron dentro de sí mismos. Todos comulgaron. Fue conmovedoramente hermoso aquel momento
que vivieron los combatientes.

En el almuerzo se sirvió un rancho extraordinario y abundante que, jefes oficiales y


soldados, apuraron con excelente apetito.
Resguardándose del bombardeo que iniciaron los chilenos, de una a cuatro de la tarde,
se dedicaron a preparar su armamento para el combate final. Inmediatamente
después, con manos temblorosas, redactaron las que serían las últimas cartas de sus
vidas. Una de aquellas, es ésta que el subteniente de la cuarta compañía, Alejandro
Monfort, hiciera llegar a su señora madre.

Gracias a la plausible entrega del Ejército de Chile pudo llegar a su destino y fue
publicada en los diarios cerreños de entonces. Ésta es…La Carta.

Arica, 6 de junio de 1880


Señora
Amelia viuda de Monfort
Cerro de Pasco

Inolvidable madre mía:

Por fin puedo escribirle las líneas que le debo hace mucho tiempo. En primer lugar, para
agradecerle las cartas que me ha enviado, todas ellas cargadas de amor, de comprensión, de
aliento. Recibirlas, madre mía, no obstante la tristeza de encontrarme a centenares de leguas
de distancia, muy lejos de usted, de mi novia y de mi tierra adorada, ha servido para
mantener vigente mi ánimo y mi entusiasmo,

Aquellos hermosos días de paz transcurridos en mi niñez y mi juventud, me parecen muy


distantes. Mañana cumpliré exactamente trece meses de servicio activo en nuestro Ejército.
Trece largos meses en los que aprendí muchísimas cosas. ¡¡Ahora sé que la guerra es el
mismísimo infierno!!. ¡Debería abolirse la guerra que no es sino una cruel y salvaje matanza
entre seres humanos que deben amarse. La guerra, entre otras infamias, nos aleja de nuestros
hogares. Todos los hombres que me acompañan viven suspirando por encontrarse
nuevamente con los suyos. Desde que salí de mi tierra, multitud de paisajes he visto desfilar
delante de mis ojos. Tierras semejantes a mundos ignotos y extraños; inmensidades que
jamás sospeché siquiera que existieran (No me castigue Dios, pero no quiero volver a ver un
arenal en lo que me quede de vida). He caminado por los inmensos desiertos de esta parte del
planeta, en medio de un implacable sol que por momentos nos hacía ver alucinaciones y
espejismos, en noches tan cerradamente oscuras que, a ratos, esperábamos caer en un abismo
negro y eterno y que en nuestra desesperación, nos parecía que era mejor así; que era
preferible morir, a seguir sufriendo aquella abominable pesadilla. He sentido los labios
descomunalmente hinchados por la sed. Aquí el agua es la bendición que muchas veces
estuvo muy lejos de nuestros labios. También he aprendido a orar, a trabajar y a combatir. He
aprendido a vivir con exaltación, con plenitud, con ímpetu. Han sido necesarios estos largos
meses de preparación y de luchas para comprender lo que es un soldado, un hombre. Hoy lo
sé muy bien. He mirado a los valientes de nuestra Columna luchar con un valor sin límites,
sin una queja, sin una lamentación, no obstante sus heridas, y me he sentido plenamente
orgulloso de ellos. He visto a mis hermanos cerreños morir con la sonrisa en los labios, en
cuyas pupilas llameaba la luz del heroísmo, mientras la vida les duraba. Y he llorado, madre,
he llorado como un niño, al cerrar sus párpados fríos, sin vida, benditos. ¡Diles a nuestros
paisanos que la Columna Pasco ha cumplido!. En las faldas del cerro San Francisco, por
ejemplo, yo también he sentido la muerte, cuando nos ametrallaban y cañoneaban por todos
lados, y mientras el fuego graneado caía en derredor, haciendo que la muerte juegue con
nosotros, sentí que algo me protegía. Ahora sé que sus oraciones, que la bendición que me
dio usted, me hacían invulnerable. ¡Dios la bendiga, madre mía!.

Hasta ahora el Señor me ha conservado la vida; presiento que será por poco tiempo. Ahora
estoy convencido que un hombre que ha recibido este tremendo bautismo de sangre, fuego y
dolor, sólo busca en su Salvador la luz eterna de la verdad. Nunca pude pensar que hubiera
tantos hombres buenos en nuestra tierra. En estos trece meses de guerra he conocido más
hombres generosos y abnegados que en todo el resto de mi vida. He visto a los integrantes de
la Columna Pasco, hermanos de mi alma, único consuelo en mi soledad y tristeza, combatir y
morir como héroes. Estoy seguro que mañana siete de junio también sabrán luchar como
fieras.

En estos momentos, acá en Arica, acaba de finalizar el bombardeo terrestre y naval que nos
han dirigido los chilenos, felizmente sin ninguna consecuencia. Han tratado de asustarnos.
Hoy más que nunca estamos confiados en la grandeza de nuestros jefes. Imagínese. El
coronel que ya peina canas, contestó al parlamentario chileno que vino a pedir nuestra
rendición, que pelearemos “Hasta quemar el último cartucho”. Todos los jefes y oficiales lo
respaldaron. Nosotros también, claro está. Sabemos que la muerte nos aguarda, pero tenemos
que cumplir nuestra palabra. Estamos sitiados y abandonados a nuestra suerte. Todos lo
sabemos. Mañana atacarán, pero los estaremos esperando. Tenemos conocimiento que las
faldas del morro se están sembrando de minas explosivas; por allí tendrán que pasar los
chilenos. Tenemos que valernos de todo, madre, de todo. Ellos son más de seis mil hombres
muy bien armados y bien alimentados; nosotros no somos más de mil quinientos (cuatro a
uno).

Yo, como sabe usted, conjuntamente con todos mis hermanos de la Columna Pasco, nos
hemos aglutinado en el Batallón Tarapacá que está al mando del coronel Ramón Zavala -rico
salitrero tarapaqueño… Ah! le contaré que hasta hace unos pocos días nuestra alimentación
dejaba mucho que desear, pero el coronel Alfonso Ugarte Vernal, un oficial tarapaqueño que
es muy acomodado, ha dispuesto un gran banquete para jefes, oficiales y tropa.

En este momento todos estamos escribiendo. Avíseles a las madres y a las novias de mis
amigos que ellas también tienen sus cartas; especialmente la “Ñahuirona” Clotilde a quien el
“loco” Landaver le está escribiendo un testamento. No es para menos. El sabe que habremos
de morir, pero quiere alegrar el corazón de su novia. Lo mismo ocurre con Aníbal; le está
escribiendo una hermosa carta a su mamita; la señora Panchita. ¡Madre!. Yo quiero rogarle
que cuando pase lo que tenga que pasar, acompañe a la ancianita. ¡Es tan viejecita, la pobre!.
También si pudiera entrevistarse con la madre del “cholo” Fermín Eusebio, quisiera que le
diga que su hijo es un hombre extraordinario. Con su trompeta nos ha alentado y animado
aquí en las trincheras. Todos lo queremos. Tiene que ubicarla, madre. Ella es la lavandera de
los Campillo y de otros españoles más. Vive en Diputación. Finalmente, le pido con todo mi
amor que consuele a Margarita. A ella también le estoy escribiendo, pero sé que de todas
maneras va a sufrir mucho. Usted sabe que cuando partí de allá, de nuestra tierra, le prometí
que a la vuelta de la guerra nos casaríamos. Que me perdone. Dios no ha querido depararme
esa felicidad. Ella habría sido una magnífica esposa. Pídale que me comprenda; que la patria
nos exige esta dolorosa separación. Ella sabe que la quiero con todas las fuerzas de mi alma.
Que ella es la única mujer a la que he querido en mi vida, pero no pudo ser. Que me perdone
y que sea muy feliz.

Esta noche voy a confesar, madre. Estoy esperando mi turno. Ya casi todos lo han hecho;
hasta los Candiotti…¡Imagínese!. El padre Rojas está atareado alcanzándonos la absolución
por nuestros pecados. El también será el encargado de hacer llegar esta carta a sus manos.

Madrecita mía: Estoy consciente que me quedan muy pocas horas. Sé que en cualquier
momento, a partir de este instante, la muerte vendrá a arrebatarme la vida que usted me ha
dado. Por eso, cuadrando mi emoción en palabras, le escribo mis últimas letras. No se
imagina el esfuerzo sobrehumano que tengo que hacer para mantener mi pulso firme. No
sabe cómo he rogado a Nuestro Señor que me dé presencia de ánimo para resistir la angustia.
¡Despedirse es lo mismo que morir!… ¡Y yo me estoy muriendo, madre!!. Sin embargo,
armándome de coraje y pidiéndole a usted que haga lo mismo, le dedico los últimos instantes
de mi vida.

Tengo que terminar esta carta. Voy a ocupar mi emplazamiento de combate. Nos ha
correspondido una represión de la parte norte del morro de Arica. Allá vamos. Mis últimas
palabras son para usted, madrecita, para usted, como lo serán mis postreros pensamientos.
Tenga la seguridad que a donde vaya, la estaré aguardando. Sólo tomaré la delantera. Estoy
segura que me veré con mi padre con quien la estaremos esperando. Le pido a usted con todo
mi amor, que vaya a la tumba de mi padre y ponga en ella, no una, sino dos flores, que serán
mis lágrimas de despedida.

Madre mía, le pido, le ruego, le imploro, que tenga mucho coraje para soportar esta prueba
que nos da el destino. Ruéguele también al Señor, porque el valor no me abandone jamás, en
esta última prueba. Usted reciba junto con mi bendición, el último beso de su hijo
moribundo.

¡Que Dios la bendiga, madre mía!…¡Viva el Perú!.

Su hijo que la adora


Alejandro.

//BibliotecaNacional:L105

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