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Bueno, ¿por dónde empezar?

Muchas circunstancias, entre ledas y lóbregas, nos han obligado


a soterrar nuestras antiguas costumbres y asumir nuevas posturas en torno a los retos que se
van revelando ante los ojos de quienes vivimos la época actual de la cerrazón intelectual, el
inimaginable concepto de la anticrítica y la infausta destrucción de los discursos posmodernos
de seguridad máxima, igualdad – equivalencia, identidad, semejanza – de género, necesidad
mínima de salud y postración indefinida de agentes políticos cedizos. Una pandemia – que
parece haber tomado un peldaño sumamente reconfortante ante la indigencia de demacrados
y plúmbeos gobiernos – hubo de ensañarse con la humanidad entera para comprender todos
que, aunque seamos verdaderos dioses creadores, somos mortales. Eso es: resultará como
expresión liminar adecuada la de “los dioses son mortales”. Pero, amén de conferirle
mortalidad a una divinidad, también es imperante adunarle los marbetes de “estúpido”,
“manipulable” y, por supuesto, “atípico nesciente de lo verdaderamente importante”. Y, claro
está, todo lo anterior recala en la manida frase sartreana “la estupidez es incuestionablemente
opresiva”. En efecto, fisgar cómo se elucubran soflamas dentro de partidos políticos
inescrupulosamente pueriles y nefelibatas hace creer a muchos que tienen la panacea
perentoria a los problemas sociales, económicos y políticos. ¡Era allí, pues, el concentro de los
temosos aspirantes a mandatario de la nación que teníamos!

No sorprende, presumo, que el 80 % de los planes de gobierno mostrados a la ciudadanía


tengan como carta madre la “reforma de la Constitución”, a la sazón de un discurso
simplemente utópico y hasta jacarandoso para quienes espetamos divergencias en cuanto se
presentan. Quisiera remusgar brevemente en este espacio el porqué de una proclama tan
audaz. Hace casi 24 años, reunida una Asamblea Constituyente, se aprobó el contenido de una
nueva Carta Magna, estableciente de nuevas disposiciones sobre el rumbo político,
económico, social y jurídico del país. Esta, no obstante, partía de la reflexión de los principios
de constituciones originarias (como sería la Constitución francesa de 1791, o la egregia
Constitución de los Estados Unidos de 1789 – la primera, a decir verdad, en ser formalmente
llamada como tal – ), cuyos fustes apuntaban a una defensa de la humanidad tan bien
cimentada como elaborada. Así, pues, el legislador tuvo la atinada precisión de endilgarnos
como artículo primero: “La defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad son el fin
supremo de la sociedad y del Estado”. Podrá advertirse un anacoluto al vincular “persona” y
“humana” como sustantivo y adjetivo, respectivamente. Sin embargo, esta atingencia
demuestra que estas dos expresiones se ubican en dos planos necesariamente
interdependientes. Véase: el sustantivo “persona” alude a la entidad pensante, sensible,
genérica, filosófica y fisiológicamente autónoma; no obstante, en ningún momento se alude a
su calidad “humana”1, ni a consideraciones sobre su respeto y consignación como fin kantiano,
de ahí que resulte necesario adjudicarle un término desasido de implicancias netamente
individuales2, porque no tendría necesidad fáctica el insertarse módulos activos de derechos
fundamentales si no existiesen hombres culturalmente emparejados y organizados en
sociedad. Luego, termina siendo irrelevante analizar lo restante de la frase, pues todo ello es
deducible de la anterior premisa. Ergo, ¿qué cosa se arguye para requerir un repensar de tal
afirmación? Previsible: ¿Por qué el Estado debe “defender” a la persona humana? ¿De quién lo
debe hacer? ¿Quién es enemigo del hombre? Como muy bien expresa K. Abel, citado por
Freud, términos como “enemigo” no pueden ser absolutamente comprendidos sin una
1
El DRAE define “humano” como
2
Como podría ser, pues, la concepción de “humano” como lo pasible de respetarse, honrarse y agotarse
como fin supremo de las diversas organizaciones sociales. Esto lleva a pensar que el término únicamente
puede ser consecuencia de una visión altamente estructurada de una sociedad perfectamente
cohesionada.
contraparte que signe y esclarezca la definición 3. Por ello, ¿qué debería erigirse como
definición de “aliado” para este sector opinante? Probablemente lo conciban como aquel
quien no te provoca daños y, al contrario, procura brindarte apoyo y amistad ante
circunstancias de riesgo. De este modo, pues, el Estado se adjudicaría tal rótulo para el
ciudadano, cosa que resulta inconcusa luego de revisar detenidamente el artículo 1 de la Carta
Magna. Volvemos con la misma disquisición: ¿Quién es el enemigo del cual nos debemos
resguardar y a quien el Estado debe asumir como hostil? Obviamente, de los otros hombres.
Esto queda, en mi percepción, perfectamente evidenciado en el sentido regulativo que rezuma
de cada norma. El hombre se halla a la vanguardia de nuevos métodos para resultar más
destructivo y limpio en esta faena, amén de serle muy sencillo agredir y lacerar a sus
semejantes, por lo que unas normas de conducta impiden en gran medida estos desafueros.

Dicho todo ello, ¿qué se propone como modificatoria en este artículo? Lo más descollante que
se pudo advertir para esta empresa fue la retrotracción a la antigua tipificación del artículo 1;
es decir, la que se hallaba inscrita en la Carta Magna de 1979, cuyo texto a la letra dice: La
persona humana es el fin supremo de la sociedad y del Estado. Todos tienen la obligación de
respetarla y protegerla.

3
De ahí que Abel esgrima con absoluta convicción la imposibilidad de entendimiento de ciertas palabras
si no es por comparación. Resulta imposible definir un estado como el de “día” sin hacer alusión a su
contrapartida “noche”; si no es de día, entonces es de noche, y viceversa; o algo que, en definitiva, no es
humano, entonces es cruento, y viceversa.

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