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Daniel Quiroz
Editor
Patricio Toledo
Editor Asociado
ETNOGRAFÍAS MÍNIMAS
Registro de Propiedad Intelectual Nº 161642
© Daniel Quiroz
ISBN 956-310-606-0
Diseño Gráfico y Diagramación: Rodrigo Muñoz, Cristian Pasciani, Matías Quiroz.
Impreso en xxxxxxxxx
Santiago de Chile
2007
COLECCIÓN ETNOGRAFÍAS DEL SIGLO XXI
ETNOGRAFÍAS MÍNIMAS
Daniel Quiroz
Editor
2007
Contenidos
NAVEGANTES-EMPRESARIOS-AGRICULTORES DE CHILOÉ 13
Carlos Munizaga
LAS ARAUCARIAS MUEREN DE PIE: ANOTACIONES EN EL ALTO BÍO BÍO O UN VISTAZO 109
AL ACTO DE OBSERVAR
Leonardo Piña
UNA ETNOGRAFÍA EN MEDIO DEL AGUA: LIMPIEZAS E IMPUREZAS ENTRE LOS TENEEK 157
DE SAN LUIS POTOSÍ, MÉXICO
Alejandra Carreño
ETNOGRAFÍAS MÍNIMAS:
Una breve (mínima) introducción
Daniel Quiroz
La etnografía ha sido la niña bonita de la antropología en las últimas décadas. Se han escrito
innumerables páginas y todavía no existe un acuerdo sobre sus posibles virtudes y defectos.
Su naturaleza algo esquizofrénica (como escritura/como trabajo de campo), le ha agregado
algo más de confusión al tema. Pienso que la etnografía queda mejor representada por ese
proceso que incluye lectura/trabajo de campo/escritura y luego, siga, siga, siga (esa frase
que los árbitros de fútbol usan cuando quieren agilizar el juego). Nunca debemos olvidar las
lecturas, nuestras lecturas, que nos acompañan tanto en el campo como en la casa.
Una etnografía mínima es una etnografía breve pero intensa, es decir, una etnografía redu-
cida por/con sentimiento. Como tantas otras cosas, este concepto es un préstamo. Bajo la
forma de Minima Ethnographica lo usó Michael Jackson (por supuesto no el cantante sino
un antropólogo) como título de un libro donde analiza la dialéctica entre lo particular y lo
universal, tal como aparece en la vida interpersonal de las gentes con las que trabajó en Sie-
rra Leona y Australia (1998). La relación de lo particular con lo universal parece ser un buen
objetivo para la práctica etnográfica. Incluso el abogado D. Westbrook ha planteado que la
etnografía como una “antidisciplina”, es “un santuario académico para los conocimientos fu-
gitivos que resisten las gramáticas empobrecidas del mercado globalizado” (Holmes, Marcus
y Westbrook 2005).
Hace un par de años estábamos planeando con J.C. Olivares realizar algunas reuniones con
aquellos antropólogos interesados en la etnografía. Aunque la reunión nunca se realizó, hi-
cimos un pequeño cartel que decía:
Etnografías Mínimas
Los invitamos a un congreso de cómplices…
Se requiere llevar unos pocos textos/imágenes/sonidos
(mínimos)
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Colección Etnografías del Siglo XXI
aspecto fundamental para los logros de la disciplina. El mismo Marcus señala que la colabo-
ración se realiza entre dos extraños (el antropólogo y su socio) en relación a la construcción
de un objeto de común interés que requiere de investigación especulativa entre imaginarios
disponibles… estos imaginarios son la forma de conocimiento negociada entre el antropólo-
go y su socio epistémico como materia prima de la etnografía (2006). Es menos problemá-
tico si ambos socios son o quieren ser antropólogos.
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Etnografías Mínimas
En este libro hemos reunido un grupo grande de antropólogos, algunos con años de disci-
plina, otros recién iniciándose, con los que queremos mostrar la diversidad de enfoques,
conceptos y estilos que configuran en la actualidad la práctica del oficio etnográfico. Algunas
de las etnografías son descriptivas, otras reflexivas, otras poéticas (disculpen, pero por ahora
no quiero definirlas). La mayoría de los textos corresponde, sin embargo, a mezclas de estos
ingredientes, cada uno en diversos porcentajes.
Escogimos comenzar publicando un breve fragmento de un libro inédito escrito por Don
Carlos Munizaga entre 1965 y 1967 sobre Chiloé, considerado por la mayoría de nosotros
como el verdadero iniciador de la etnografía como práctica disciplinaria en Chile. Nos mues-
tra la cultura de los navegantes-empresarios-agricultores de los archipiélagos interiores de
Chiloé. Sirva su publicación como nuestro homenaje, algo tardío (tengo algo de culpa en eso)
a un verdadero maestro.
Le siguen ocho textos, cuatro escritos por los organizadores del ya mítico Encuentro Antro-
pología, Representación, Poética, F. Gallardo, P. Mege, J.C. Olivares y D. Quiroz, realizado en
Ancud entre el 26 y 29 de Marzo de 1998 y otros cuatro por algunos de los colaboradores del
libro Diarios de Viaje/de Campo (Quiroz 2001): A. Gahona, R. Prieto, P. Toledo y Y. Jeria. En
estos textos ya se encuentran representados los diversos estilos que manifiesta la escritura
etnográfica contemporánea.
Después, viene el despliegue: los textos de L. Campos, F.M. Salinas, V. Zúñiga/L. Gutiérrez,
M. Osorio, G. Carreño, S. Boye/F. Gallegos, D. Flores, L. Piña y A. Rojas nos confirman la
naturaleza compleja y diversa de las etnografías Made in Chile.
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Colección Etnografías del Siglo XXI
Este libro pretende ser el inicio/motivación de una colección de textos etnográficos, de-
nominada Etnografías del Siglo XXI, que intenta cubrir un vacío en la literatura antro-
pológica chilena. Son muchos los escritos etnográficos que permanecen inéditos por una
serie de motivos, siempre atendibles, pero injustificables. Basta con señalar que la primera
obra de la etapa fundacional de la antropología social chilena escrita a fines de los años 60,
Reconocimiento Cultural de Chiloé (Isla Grande) de Carlos Munizaga, ha sido publicada sólo
parcialmente. Esta colección busca ofrecer una oportunidad para que los buenos trabajos
etnográficos sean conocidos y apreciados por la comunidad antropológica nacional y por
todos aquellos interesados en nuestras temáticas. Con la ayuda de ustedes nuestra intención
será una realidad.
Los invitamos a recorrer las páginas que siguen. Se encontrarán con agradables sorpresas.
Se los aseguro.
Referencias bibliográficas
HOLMES, D., G. MARCUS y D. WESTBROOK (2005) Intellectual vocations in the City of Gold. PoLAR:
Political and Legal Anthropology Review, 29(1): 154–179.
JACKSON, M. (1998) Minima Ethnographica. Chicago: The University of Chicago Press.
MARCUS, G. (2001) From rapport under erasure to theaters of complicit reflexivity. Qualitative Inquiry, 7(4):
519-528.
MARCUS, G. (2006) Collaborative imaginations in globalizing systems. En Culture in Context: pragmatics,
industries, technologies, geopolitics. Taipei: Academia Sinica, Institute of Ethnology. http://www.ioe.sinica.
edu.tw/chinese/r2711/060916/XMarcus.pdf (consultado el 18-11-2006).
QUIROZ, D. (ed.) (2001) Diarios de Viaje/de Campo. Santiago: Museo Chileno de Arte Precolombino-Fondo
Matta.
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Etnografías Mínimas
NAVEGANTES-EMPRESARIOS-AGRICULTORES DE CHILOÉ
Carlos Munizaga
Generalidades1
En efecto, cada una de estas fajas (OCCIDENTAL, CENTRAL y ORIENTAL) presenta rasgos
propios de ecología y de organización socioeconómica. Por ejemplo, la mediana propiedad
que predomina en la faja CENTRAL, el latifundio en la OCCIDENTAL y el minifundio pre-
dominante en la ORIENTAL. Pero, sin duda, falta estudiar y profundizar sus formas concre-
tas, de vida social y queda abierta la posibilidad de descubrir nuevas formas. Estimamos útil
en este capítulo presentar, como ejemplo, una descripción que ilustra una categoría o forma
de vida (la que denominamos como NAVEGANTES-EMPRESARIOS-AGRICULTORES) pro-
pia de la faja ORIENTAL.
Esta faja ORIENTAL se caracteriza porque sus grupos humanos están ubicados en la costa
del fiordo interior o en las islas. Predominan los pequeños propietarios (minifundios). Pero
3
la economía es mixta: pesca, extracción de mariscos, transporte marítimo . La gente de esta
1. Nota del Editor: Este texto corresponde a una parte del capítulo VII “La Subcultura del archipiélago oriental
(economía marina, “personalidad marina”, siete entrevistas a navegantes)” de un libro inédito (1967) de Carlos
Munizaga titulado Reconocimiento Cultural de Chiloé (Isla Grande), producto de las investigaciones
realizadas entre 1964 y 1965 en el marco de un Convenio entre la Universidad de Chile y la Corporación de
Fomento de la Producción. Hemos respetado la redacción del texto original, introduciendo muy pequeñas co-
rrecciones. Lo que en el texto aparece subrayado lo hemos transcrito en cursiva.
2. En este informe no deseamos reproducir características provinciales (geográficas, económicas, etc.) ya que
están bien analizadas y difundidas en trabajos publicados, tales como Paz Andrade 1953, CORFO 1965, e
Informe de ICA (1964). En cuanto a Mattelart y Garretón (1965) es de especial importancia la elaboración
tipológica de los autores, para
la orientación global en el estudio de algunas características sociales como las del presente ejemplo.
3. La pesca y extracción de mariscos es uno de los pilares de la economía de Chiloé, que parece factible de
desarrollar. Una síntesis de las referencias bibliográficas acerca de la situación general de este rubro, recursos
humanos, organización social, etc., se encuentra en ICA (1965, Tomo I, Cap. IV). ICA señala elementos para
establecer una tipología general de los trabajadores del mar y con respecto a la organización de ellos, se refiere
principalmente a la existencia de cooperativas pesqueras y de un sindicato profesional. El área de cooperativas
es objeto de atención de un plan especial de cooperativismo por parte del Convenio Universidad de Chile-
Corfo, en Chiloé.
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Colección Etnografías del Siglo XXI
zona oriental ha desarrollado una portentosa movilidad marítima causada seguramente por
la escasez de tierra y recursos, que los ha constituido en intermediarios. Es interesante esta-
blecer aquí posibles paralelos con observaciones como las de Sol Tax en Centro América, en
cuanto a que los más pobres en tierra son los que viajan más lejos para vender y que “algunas
personas ricas murieron sin haber siquiera visitado pueblos cercanos, aunque había medios
de transporte, no tenían necesidad de conocer pueblos distantes” (Tax 1964).
Esta orientación móvil les asigna a la gente de la faja ORIENTAL un papel actual y potencial
importante en el desarrollo cultural y económico en las comunicaciones. La palabra “cam-
pesino” tiene pues en esta faja una significación cualitativamente diferente. Pero no convie-
ne mirar a esta gente con la perspectiva de una absoluta homogeneidad en su orientación
marítima. En efecto, entre los hombres orientados al mar hay gente especializada sólo en el
transporte y comercio de maderas, que no se interesan en la pesca, a la cual estiman poco
productiva. En cuanto a la navegación, hay algunos navegantes “más cobardes” que sólo se
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atreven a guiar sus chalupones en verano. En cambio otros navegan en todo tiempo , y otros
aún hacen expediciones de larga distancia, cada una de las cuales es una verdadera hazaña
marítima. De estos últimos nos preocuparemos en este capítulo.
Otro aspecto importantísimo que debemos tomar en cuenta en el análisis de estas catego-
rías de gente orientada al mar, es que ellos detentan valores tradicionales como el amor a la
tierra y a la familia que aparentemente no resultan incompatibles con su orientación hacia la
movilidad económica, la modernización mecánica, etc. Debemos, pues, poner mucha aten-
ción a las posibilidades de que estructuras o valores pre-industriales puedan desempeñar
un papel instrumental positivo para el desarrollo, cuando los grupos tienen ciertos recursos
y posibilidades a su disposición.
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Etnografías Mínimas
Significado
En primer lugar, es ésta una categoría que comprende posiblemente un número considerable
de personas. Por ejemplo, según nuestros informantes en la aldea de Curanué habrían 24
chalupones que corresponden al tipo de NAVEGANTES que aquí describimos.
En segundo lugar los lazos de parentesco, en base a los que estos navegantes organizan su
trabajo, merecen una discusión especial y más extensa […]. Los chalupones a vela y remo
sin motor, son tripulados generalmente por miembros de una familia o por miembros de
varias familias ligadas por parentesco. Tal sistema constituye una verdadera organización
de sociedades de trabajo o comunidades basadas en el parentesco. En el caso de la familia
A.V. estudiada por nosotros, por ej., la tripulación estaba constituida por el padre y tres de
sus hijos; dos de estos hijos de más de 30 años de edad, a su vez también casados, tenían
familias independientes. En consecuencia, el chalupón representaba los siguientes grupos
familiares de la aldea:
5. Las evidencias empleadas para formular esta categoría se apoyan en el trabajo realizado en julio de 1965: a)
observaciones y entrevistas con familias de Curanué, que se encontraban fondeadas en la bahía de Castro, re-
cién llegados de su expedición a Chiloé Continental; b) tres entrevistas profundas a la familia A.V. de Curanué,
acerca de los detalles de viajes, sistema de extracción, aspectos psicológicos, etc., c) entrevistas a la familia G.
de Tranqui. Se complementó con: 1) fotografía de la familia A.V. y Ch. de Curanué y sus chalupones, 2) ruta
de navegación y sus accidentes, hecha por la familia A.V. sobre la base de la cartilla 1:250.000 de Chiloé (Ins-
tituto Geográfico Militar). Hay detalles de la entrevista, embarcación, etc., en el manuscrito original. Tuve el
agrado de obsequiar a estos navegantes varias fotos que les tomé en su embarcación, con lo cuál establecieron
contactos muy agradables. Ellos mostraron gran interés por el material gráfico, mapas y por conocer las notas
que había tomado.
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Colección Etnografías del Siglo XXI
Por otra parte, algunas investigaciones de antropólogos como Bennet y Despress (1960:
254), han señalado la importancia que tienen organizaciones basadas en los sistemas de
parentesco consanguíneos o ficticios, propios de formas pre-industriales, para organizar
todo tipo de actividades políticas y económicas de orientación moderna.[…] El parentesco,
en algunas sociedades no occidentales, es crucial para determinar el curso del cambio, pero
además puede ser un instrumento mediante el cual el cambio político y económico puede
ser introducido. […] ha[n] puesto especial énfasis en la necesidad de poner a prueba y tomar
con beneficio de inventario la idea de que los sistemas de parentesco extendido son incom-
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patibles con las necesidad de una sociedad industrial .
En el caso de estudio, teóricamente, las estructuras de parentesco pueden ser negativas para
el desarrollo, pero es posible también que sean funcionales para el desarrollo en ciertas cir-
cunstancias.
Tercero, esta categoría se caracteriza por una producción considerable de mariscos, suscep-
tible según ellos de ser incrementada.
Cuarto, la experiencia marítima en largas travesías, sus contactos con diversos centros de
poblaciones, dan a esta categoría de navegantes cierta flexibilidad social, cultural y personal,
que no aparece incompatible con su amor a la tierra. Ellos se muestran prontos a incremen-
tar, según las situaciones, sus labores de extracción de marisco o de pesca, elaboración de
ahumados, o para abordar las empresas de comercio y cabotaje.
6. Nota del Editor: Este párrafo ha sido ligeramente modificado para lograr una mejor comprensión respecto
del tema en cuestión.
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Etnografías Mínimas
Características Generales
5. La tripulación constituye una sociedad o comunidad familiar y de hecho reparte las utili-
dades por partes iguales. La embarcación es de propiedad común.
6. Desarrollan un ciclo de trabajo marítimo y otro agrícola (de agosto hasta septiembre).
8. Están dispuestos a adquirir motor y redes y tienen una idea clara de las cantidades en que
pueden incrementar su producción (con estos elementos).
9. Es importante que estiman que con motores y redes pueden ampliar su temporada de
trabajo en Chiloé Continental, y lo que es muy importante, incorporar más hombres a estas
tareas, duplicando o triplicando las tripulaciones. Consideran que así sería posible estable-
cer campamentos de industria más permanentes en Chiloé Continental. Posiblemente la
estructura de parentesco de la comunidad puede facilitar esta incorporación de gente a la
actividad.
10. Estiman que pueden aumentar su radio de acción marítimo. Y, como ellos mismos trans-
portan sus productos y los distribuyen, consideran que pueden mejorar las tareas de distri-
bución.
11. La economía mixta en que se apoyan, su amplio radio de acción, sus contactos sociales y
comerciales variados, parecen contribuir a un tipo de personalidad y actitudes flexibles que
los torna en elementos favorables de cambio.
Mayor Investigación
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Colección Etnografías del Siglo XXI
[Se esá consultando] sobre la importancia asignada por pescadores-campesinos a las rela-
ciones de parentesco; sobre las actitudes y disposición de ellos para organizarse y solicitar
7
cooperación técnica “en cuanto grupo de parientes” . Se están acumulando materiales de
entrevistas personales y de “observación participante” sobre otras categorías de navegantes-
campesinos.
Es de particular interés una evaluación económica de la faja ORIENTAL que aborde la signi-
ficación de esta tupida red de comunicación marítima, en relación con la planificación de la
economía regional.
Referencias bibliográficas
BENNET, J. W. y L. A. DESPRES (1960) Kinship and instrumental activities: a theoretical inquiry. American
Anthropologist, 62(2): 254-268.
CORFO (1965) Geografía Económica de Chile. Santiago: Editorial Universitaria S.A.
ICA (1964) Plan de Desarrollo de la Isla Grande de Chiloé e islas adyacentes. Santiago: Convenio ICA-COR-
FO.
MATTELART, A. y M. A. GARRETÓN (1965) Integración Nacional y Marginalidad. Santiago: Editorial del
Pacífico.
LEONARD, O. E. (1966) El cambio económico y social en cuatro comunidades del altiplano de Bolivia. Méxi-
co: Instituto Indigenista Interamericano.
PAZ ANDRADE, V. (1953) Principios de Economía pesquera. Santiago: FAO-Centro Latinoamericano de
Capacitación Pesquera.
TAX, S. (1964) El Capitalismo del Centavo: una economía indígena en Guatemala. Guatemala: Ministerio de
Educación Pública.
7. Cuando este informe ya estaba redactado, recibimos una carta de la familia A.V. en la cual nos solicita que
facilitemos el monto para adquirir una red y un motor. Lo interesante es que la carta y la solicitud la subscriben
conjuntamente los tres jefes de las familias enumeradas en el cuadro […] y el hijo soltero. Esto es un ejemplo
concreto del sistema de parentesco consanguíneo como elemento para adaptarse a la vida moderna industrial
(El original de la carta está en el archivo del Centro de Estudios Antropológicos, Proyecto Chiloé).
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Etnografías Mínimas
Francisco Gallardo
Dedicado a Iris Aguilar Ayata´ain y a todas las mujeres del paraíso wayuu.
A nuestros “tíos” y al doctor Julio César Carrillo
Los brazos enjoyados abrazan la cruz de cemento. Su rostro de mujer no es visible, pero se
intuye el dolor, los gritos y el llanto, el dolor. En la guajira colombiana los vivos deben afe-
rrase a la muerte, deben abrazarla con furia para no olvidar el ligero nexo que une la carne, la
sangre y el espíritu. Los wayuu no temen a sus muertos, les apena su indefección, el lastre
que los mantiene cerca de su gente y su tierra ¿Acaso el llanto y el hueso limpio descarnado
ayuda a que cumplan su destino y regresen de una vez como lluvia?
1. El desierto wayuu
Wayuu
Yo nací en una tierra luminosa.
Yo vivo entre luces, aún en las noches.
Yo soy la luz de un sueño antepasado.
Busco en el brillo de las aguas, mi sed.
Yo soy la vida hoy.
Yo soy la calma de mi abuelo Anapure,
que murió sonriente...
Más allá de las altas cordilleras andinas y el humo espeso que como neblina cubre las tierras
altas de Colombia, se extiende un territorio desértico que se interna como una lengua seca
en el azul del Caribe, caliente, viscoso y salado. La guajira es la tierra del pueblo wayuu, un
desierto donde los matices de la luz diurna se multiplican en los tejidos y camisones que las
mujeres wayuu exhiben con un refinamiento natural.
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Colección Etnografías del Siglo XXI
El avión planea sobre las olas transparentes del Caribe y desciende ganándole al viento de la
costa. Junto a la pista se acumulan los restos de los aviones que como los elefantes supieron
encontrar un lugar donde morir y yacer. Las aves negras planean con sus alas extendidas
protegiendo la guajira y sus extensiones de matorrales bajos como espinos. El plano muerde
el horizonte y se funde en el calor sofocante del desierto.
Las mujeres wayuu nos reciben y nos invitan a seguirlas. Iris nos mira con suavidad y sin
esfuerzo alguno parece saber nuestros secretos. La camioneta nos espera y Elizabeth wayuu
que derrocha alegría nos indica el camino, que en la guajira es uno y de las mujeres.
Desde la ventanilla el mismo paisaje. Los árboles crecen agachados, como aplastados por
la mano de un dios fabuloso de sueños y estrellas, y cactus como finas copas tratando de
llenarse con algo de cielo.
***
Los caminos y las huellas se abren paso en el desierto, se dirigen hacia los claros despejados
donde se levantan las rancherías y los cementerios wayuu, el entorno real y verdadero de esa
vida que tan sólo por su belleza inmensa nos sobrevivirá. Poco más allá y cerca de la fron-
tera con Venezuela, están las pequeñas ciudades de perdición erigidas como monumento al
americano civilizado, al dinero, a la violencia, al cemento y la desesperación. Maicao es una
ciudad en estado de sitio y corrupción, pero afortunadamente se halla en los extramuros del
sueño wayuu, del refugio que da la hamaca o chinchorro, las mujeres y este palacio vegetal
que ahora habito sobre la arena.
El cielo de la guajira te arroja bajo los techos de paja y la mano suave de las hojas secas. En-
tonces ella me mira, sonríe y se recuesta sobre mí para luego olvidarme. Estoy solo y mien-
tras el chinchorro se mece suavemente, pienso que el tiempo es sinónimo de tranquilidad
y es un instante propicio para el sueño que revela una palabra vacía, y la calma se vuelve un
habitar en la conciencia. Cierro los párpados livianos y, aunque no duermo, las imágenes
adquieren la blancura del sol...
Me pregunto. ¿Sueñan los blancos arijunas? ¿Saben de sueños? ¿Conservan sus sombras?
que aquí son el reflejo del alma, o como extranjeros sólo pierden el rumbo a medio camino
de la vida, en el umbral de la muerte. Entonces, me distraigo y recuerdo al ganado que abreva
en el jagüey casi seco, interrumpiendo la brusquedad de trupillos y cactus. Miro la página
y comprendo que hoy es totalmente imposible escribir. Ya no puedo dibujar las palabras.
Prefiero mirar a Francia wayuu que va de un lado a otro, y dejo al viento el trabajo que yo no
puedo debido a la flojera.
***
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Etnografías Mínimas
El viento aligera el trupillo y las hojas muertas, caen al suelo sembrado de cactus como tu-
nas. Agita su vastedad de bosque liviano en cuyos claros se ocultan las rancherías wayuu, las
castas de mujeres, los cementerios sólidos e impermeables eternos, y los cantos del piache,
el chamán que en sueños oyó la voz de su hermano muerto, y que ahora vuelve una y otra
vez con sus cantos y palabras indecibles para ayudar a sanar el alma y la carne. El viene de las
estrellas para intervenir en los sueños de los guajiros que en un buen augurio se despiertan
a medianoche oyendo la lluvia, dios del cielo, sueño Juya.
Y al final los arijunas fuimos expulsados del paraíso wayuu, de Makú el reino de las mujeres
y los sueños. Ahora sólo queda el recuerdo miserable de las palabras que se atascaron en el
transcurso del tiempo y la experiencia. Historias para contarles a los niños.
El sol atrapado en el horizonte derrama algo de su luz mezclándose con los restos de la no-
che que se retira detrás de la luna. Hay gran agitación en la ranchería y debemos trasladar
las provisiones hasta el cementerio comunal. Hoy estaremos de fiesta, fiesta triste, alegre
segundo funeral. Entre alcohol y suculentos pedazos de cabra asada, las mujeres llorarán a
gritos con verdadero y fingido dolor. Hoy el alma ensombrece, pierde su luz para unirse a la
noche y el sueño.
El cementerio bulle de actividad, la leña arde en un rincón donde se acumulan las ollas y el
trajín de la cocina que durará todo el día. Afuera están los hombres desangrando a las cabras
y las mujeres cuelgan chinchorros bajo las ramadas que nos ayudarán a rehuir el sol de la
tarde.
Miro a Iris bajo la cubierta de ramas y zinc desvencijado y la veo tranquila y firme con los
hombres, ella tiene la autoridad y su decisión debe ser respetada. Entonces despierto de la
inquietud y oigo claro el sonido seco del martillo sobre la losa de cemento. Un viejo wayuu,
“tío” nuestro según la costumbre, libera al sobrino de su encierro de diez años. Con lentitud
aparece el féretro de madera ahora vieja y seca por el clima austero de este desierto tropi-
cal.
Hoy termina para él un recorrido en el cual su vida ha sido plegada delicadamente para no
dejar rastro alguno entre los vivos, para recoger la memoria en el olvido de una existencia
cuyo brillo y esplendor es como el de las estrellas que ya han desaparecido.
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Colección Etnografías del Siglo XXI
El cuerpo ahora está al descubierto, y exhibe sus tejidos como cueros. No hay lluvia en la mi-
rada. Sólo lágrimas en las mejillas de las mujeres. Su rostro fue cubierto con una tela blanca,
para que no vea la mano y la nube y sólo oiga el llanto. Y la carne seca al recuerdo de diez
años fue extraída de los huesos con pulcritud quirúrgica, con el entrenamiento piadoso de
aquel que reconoce en ella un desperdicio del alma. Los wayuu no se reconocen hermanos
de sangre. Ellos son hermanos en la carne. Por esto su vínculo con los muertos es tan fuerte
mientras el difunto no se deteriora definitivamente (Perrin 1993).
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Etnografías Mínimas
El chirrinchi quiere robarle al sol el fuego que se guarda en el estomago, y así queriendo vo-
mitar soles permanezco suspendido en el más alto espacio y movimiento diurno.
No hubo ceremonias al atardecer y la carne fue enterrada en un lugar cualquiera del cemen-
terio. Esa alma fue liberada de su carga, ahora sólo huesos descansan en la urna de greda,
hueso limpio y llanto es lo único que queda del difunto antes de viajar hasta su última mo-
rada, que es la misma de su madre y su linaje. Otro cementerio acogerá sus restos, allí donde
sus huesos reposen junto a los antepasados que resguardan imperecederos el territorio de
los vivos. Allí descansará en el despojo de lo que fue, a otros caminos está destinada el alma,
a la sombra y el sueño nocturno de la guajira cubierta de trupillos.
¿Cuáles son los sueños que en el desierto guajiro revelan las presencias? ¿El contorno de una
sombra que se cruza sin motivo por tu camino? ¿La vida misma? El mundo de los muertos
está demasiado vivo, penetra el mundo real como sabueso imperceptible. Ellos siguen de
cerca las pisadas esperando que desaparezcan para invitarnos en los sueños. Ellos están aquí
y nosotros no sabemos qué es lo real o verdadero. ¡Arijuna chirrinchi! Todos vamos a Jepirra,
cruzando las estrellas, recogiendo una a una las pisadas que han quedado en el mundo como
improntas del ser en la vida.
El Jepirra es un trecho angosto de suaves montañas apenas cubiertas de pastos que luchan
por crecer entre las piedras. Lengua seca y páramo desierto que adentra la tierra de los muer-
tos en el agua. Jepirra, el mar proveerá.
Camino por el Cabo de la Vela, veo mi sombra recortarse en el mar abajo del acantilado, sigo
mis pies hasta el faro y mi sombra se confunde entre las peñas y el cascajo. Aquí los wayuu se
disuelven como noches y noches para más tarde regresar como lluvia, como cielo encarnado
en el desierto.
Hay que estar atentos a los sueños, para cultivarlos en su riqueza, interrogarlos colectiva-
mente por la mañana durante el desayuno. En el reparador descanso que ofrece el chinchorro
bajo un cielo de hojas secas que al viento evocan sonidos de lluvias, uno está preparado para
iniciar el ciclo infinito del sueño que indica el camino de la vida. Cuando el sol se ha con-
sumido en el océano, la olas arrastran las sombras hasta la costa y luego hacia el interior de
la guajira. La oscuridad viene cargada de sueños, imágenes premonitorias del día siguiente
y cada hora de la vida. Con los ojos cerrados y el cuerpo adormecido por la tibieza nocturna
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Colección Etnografías del Siglo XXI
aprendes a conocer los misterios irresueltos de este mundo que no es posible retener dentro
de uno, pero que a través de la memoria y cierta lucidez pueden ser arrancados para extraer
el sueño a la vida, no para quedar atrapados entre las nubes de acontecimientos que trepanan
la oscuridad, sino más bien para encontrarle un lugar en el espacio diurno donde todo es res-
plandor ligero y sabiduría. El sueño es un servidor atento de la vida wayuu, porque siempre
se adelanta a la vida. El sueño es una visión a destiempo, un desfase temporal delicado y leve
que señala el rumbo que acomoda la vida a las personas, corrigiéndola para no desperdiciar
la carne que te hace reconocible en el mundo de las mujeres donde las sombras de los ante-
pasados son perceptibles como señales, como rápidos cambios de penumbra sobre un plano
iluminado cualquiera, como señales wanulu, ausencia de luz y materia sueño.
Cae el sol
en el desierto como nubes
espuma de silencio y sombras
Damos vuelta al universo
y las estrellas
ya no son las mismas
***
***
Camino por el monte claro y sigo las huellas del ganado sobre la arena.
La piel transpira y avanzo dejando mis propias huellas.
Es de noche en Makú y los murciélagos que habitan la casa vuelan hasta el cielo, quizás
hambrientos de estrellas.
Referencias bibliográficas
APÜSHANA, V. (1992) Contrabandeo sueños con aríjunas cercanos. Riohacha: Gobernación de La Guajira/
Universidad de La Guajira/Secretaría de Asuntos Indígenas.
PERRIN, M. (1993) El camino de los indios muertos. Caracas: Monte Avila.
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Etnografías Mínimas
SHAMANES EN LA GARÚA:
Antropología poética del Jesús Nazareno de Isla Caguach, Archipiélago de
Chiloé
1. Forasteros en la noche
Entonces, cuando no hubo ningún otro lugar en el mundo donde poder ir, carentes de refugio
nos quedamos allí, esperantes en la fría noche. En la cúpula de la torre de la iglesia de Santa
María de Achao, arañando gritos de socorro en la mejilla dura de las campanas, jinetes en la
tormenta.
Al rielar luz de madrugada en el candil de las olas, esperanzados los llenos de gozo, escucha-
mos voces en la lejanía de las aguas adentro.
A plena luz de día supimos ciertamente de ellas. Desde la niebla, soberanas emergieron las
proas de las lanchas, los navíos enteros pintados de amarillo, rojoazul, lanchas de otro mun-
do que venían desde isla Caguach.
Entonces, pareció que podría haber un lugar en aquella otredad para nosotros, una tierra de
garúas en medio del océano.
Antes de anochecer, habilitados cruzamos el umbral del agua, entramos en nuestro asombro,
sentados en la cubierta de la lancha marina del capitán Alberto Ruiz.
En la rampa de Santa María de Achao, River Phoenix contemplaba las cartas náuticas traza-
das en el cieno del fondo.
El capitán busca en las aguas el cadáver de su hermano muerto en el naufragio del último in-
vierno. Una muchacha herida de muerte lanza por la borda la fotografía del amado ausente.
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Colección Etnografías del Siglo XXI
3. Luz de brujos
Embarcados en la lancha Gina II, una noche de lluvias cruzamos Pasaje, el angosto canal
que separa isla Quenac de isla Caguach. Luces de brujos titilan en la oscuridad queriendo
engañar a los navegantes de la noche, el resplandor de la muerte que amenaza a los viajeros
que retornan a casa.
El fotógrafo enfoca los cristales de la Rolleiflex. El viento del noroeste arremete el ojear de
Mariana Matthews, arrastrando sobre el asfalto de su memoria las hojarascas descoloridas
del mundo para siempre perdido. En un recodo de la ruta, su amado Ricardo Mendoza se
toma un copete de chicha cocida con Gabriel García Márquez.
Esas mujeres, las otras descalzas con sus atavíos y estandartes de color púrpura esperando
a orillas de las aguas, sobre los arenales grises, las morenas mirando el horizonte rumbo de
isla Apiao, son las mujeres de la Hermandad de la Virgen.
Ellas, con sus pies mojados por la espuma de la marejada, una al lado de la otra, esperando.
A los hermanos del pueblo de Apiao, esperando.
Una mañana, los hombres jóvenes de isla Caguach, arribanos y abajinos, vinieron a la iglesia
todavía vacía a ungir sus vidas tocando el manto del Nazareno poderoso. Entonaron cánticos,
fueron bendecidos.
Esperantes del regreso, atisbamos el adentro de las aguas en la escafandra de vidrio del fotó-
grafo. Lejanas embarcaciones aparecieron sigilosas, desplegaron su envergadura hasta doble-
gar los pastos del viento de travesía, se acercaron agitando sus alas de tablazones de ciprés.
26
Etnografías Mínimas
Pudimos tocarles su casco maltrecho, escuchar el estallido del agua helada en la piel de los
remeros.
Las mujeres de las Cofradías de la Virgen y Nazareno poderoso, alegres agitaron sus manos
saludando a los benditos en arribo, a sus hermanos de Apiao, los primeros en llegar.
7. Mediadores
Saltaron a tierra los patrones de imágenes, los últimos shamanes de las islas. Benditos ilu-
minados que resguardan la santería. Ellas frágiles, en su amparo se guarecen de todas las
inclemencias, incluso del olvido que les arranca la pintura & del tiempo que corroe sus an-
tiguas estructuras de madera.
En los negros ojos de Juan Andrés Millalonco aún se divisan las velas cangrejeras de las an-
tiguas navegaciones para el acarreo de la santería.
Hurgando en los bolsillos de su paletó podremos hallar, plegada en silencio, la antigua pa-
pelería de los mapas confeccionados con el polvo fugaz de las estrellas, susurros que desde
siglos orientan a los navegantes de los archipiélagos interiores.
8. Imágenes
Sin prisa, uno de los patrones de imagen venidos de isla Apiao arrastró desde los arenales
grises de la playa - hasta la rampa - una antigua caja de madera de alerce desembarcada de la
chalupa. Allí quedó ella, sobre el cemento humedecido, inmóvil, la caja de madera. Miramos
en silencio, sentíamos que el viento amainaba.
9. Ofrendas
En la iglesia, a los pies del poderoso, encendieron cirios los devotos promesantes. Los tri-
pulantes del pesquero de alta mar, valdivianos, también pusieron sus ofrendas. Agradecidos
los andantes.
Blancas velas vemos arder durante días. Cae la esperma sobre la piel de la Margarita Huen-
chur Ainol. Los huairavos vuelan a ras de las aguas. Velas encendidas, lágrimas para iluminar
la crucificada oscuridad de la noche.
El día de procesión, los músicos de Banda Caguach, sobre el barro, caminan en círculos al-
rededor de la iglesia, persiguiendo una misteriosa canción que habita en la garúa. Trazan el
andar a golpes de bombo, tocan & tocan. Trasparentados de júbilo, entonan pasacalles a su
poderoso Nazareno. La memoria de los músicos de Banda Caguach está repleta de pájaros.
Desde siglos, las partituras de todos los vuelos anidan en el barro de los pantanos. Tienen
cuerda para rato.
27
Colección Etnografías del Siglo XXI
Con su humanidad desparramada sobre el patio, el chancho parece una ballena a la deriva,
una bestia que ha soltado anclas, un vagabundo de las islas.
Valorado en los arenales de la tarde, el animal se estremece, estalla su quilla, se rompen las
cuadernas, los estanques dejan escapar oleadas de sangre. Agoniza. La sala de máquinas se
inunda del aliento soberano de la muerte. Muere. En el cristal óptico de la Rollieflex vemos
cruzar fantasmas. La flor amarilla del espinillo emerge desde el otro lado del invierno, victo-
riosa proclamando el advenimiento. El Jesús Nazareno de Caguach abre sus ojos, otra vez.
El filo del cuchillo acerado asoma sus labios en el cuero duro. La carne fatigada muestra su
mejilla al resplandor del acero. El beso de la muerte es una promesa que nadie olvida. En las
penumbras de la cocina fogón, el desguace de la estructura vacía. La carne pende de una viga
enhollinada. El ruido de los motores aceitosos de las lanchas que se alejan de Caguach, es un
fósil en los estratos de la noche. Aquella muchacha morena que cruzamos en isla Teuquelín,
llorando se ha marchado para nunca más volver.
Sin fatiga, los cuchillos rebanan el músculo, la fibra rota & la vena vacía. El fuego derrite la
caparazón destazada del animal, hierve la grasa en el perol de fierro fundido, sudan los hom-
bres. En un pequeño tacho enlozado, beben chicha cocida con azúcar. Beben & beben. En una
panera, las roscas dulces que acompañan a los chicharrones.
Muerte & reitimiento de chancho en el inicio de la festividad del poderoso de Caguach. Víc-
tima sacrificial, bestia sagrada entregada en cuerpo & alma al temple de acero & el ardor del
fuego. Clamor para decirle al poderoso que sus amados hijos están pronto a llegar.
Juego de banderas en el viento de travesía después de la garúa. Juego sólo de los fiscales &
patrones de los pueblos de Apiao, Tac & Caguach. Festividad de mediadores que se vuelven
a encontrar sobre el pasto de la explanada frente a la torre de la iglesia. Girar & girar las ban-
deras de colores al compás de la música de la banda.
Alegres en su fiesta, patrones & fiscales, hijos de la Santísima Trinidad, se inclinan para
saludarse, se miran reconocidos. Se tocan, se besan. Luego se apartan, estallan. Fragmentos
de infinito que vuelven a ojearse desde los bordes sagrados, como se si mirasen de una isla
a otra.
Tuburcio Tureuna, el habitante antiguo de la isla Apiao, durante los días de la fiesta, no
duerme. En la penumbra de la iglesia vacía, permanece en vigilia junto al Nazareno. Enciende
las velas, junta la esperma, habla bajito. Tiburcio Tureuna no tiene apuro en alcanzar la ma-
ñana. Es un poeta que instaló el crucificado para acompañarse en la desolación de la noche.
28
Etnografías Mínimas
Buceando en el follaje puro de los renovales, durante días las mujeres rastrearon el fondo
del bosque. Infatigables & diligentes reunieron las hojas siempre verdes del avellano & las
hebras largas del boqui. Luego, bajo la atenta mirada de su poderoso bienamado, envueltas en
su reboso de lana negra & repletas de amor, se sentaron una tarde completa en el interior de
la iglesia a tejer guirnaldas. Las manos acostumbradas a tejer canastos, ligeras fueron entre-
lazando las hojas en el amarre de boqui. Al crepúsculo, desde el cielo de la bóveda hasta los
pilares de la nave central, colgaron las olorosas trenzas.
En la Iglesia
El Cristo en Procesión
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Colección Etnografías del Siglo XXI
Fuera de la Iglesia
[Las tres imágenes presentadas son del fotógrafo ancuditano Rodrigo Muñoz Carreño. Mis agra-
decimientos por su generosidad]
15. Procesión
El viento norte hace crujir la techumbre de la iglesia repleta de fieles. A pesar de la violencia
del temporal, los tarugos de canelo mantienen sujeto el envigado de la estructura. Es el no-
veno día, el apocalipsis, el inicio de la procesión.
El relámpago que profundo hiere los ojos de los promeseros, es la imagen del Jesús Nazareno
de Caguach. Su rostro de madera policromada cruzado de sangre, es el mascaron de proa de
la eternidad.
Banda Caguach recorre la explanada, gira. El pasacalle se propaga como un trueno rasgando el
delicado velamen de la memoria. Nuestra cabeza se repleta de recuerdos. Buscando el ángulo
apropiado, el fotógrafo hunde su periscopio en la estratósfera del pasado.
Sentado entre las bancas de mañio de la iglesia, River Phoenix ofrece Lucky Strike sin filtro
a una muchacha que llora.
Al crepúsculo, el gentío camina silencioso sobre el pastizal húmedo. Las imágenes son lle-
vadas en andas, se agitan sus ropajes de colores, gotas de agua resbalan sobre las mejillas de
madera. Bernardo Vera Mancilla, el ciego del pueblo, restriega sus ojos en el manto púrpura
del Nazareno. Los pescadores, los arrepentidos, los fieles promeseros de todos los pueblos,
las primorosas princesas de las congregaciones, todo el gentío congregado, en silencio se
inclinan frente al Jesús de Caguach crucificado en el aguacero.
30
Etnografías Mínimas
Una noche tuve un sueño: bajo mis párpados cerrados, la oscuridad se quebró con el golpe
del resplandor de un muro de fuego en el horizonte. Fuego en toda la profundidad de las
islas interiores & sobre las ardientes aguas, un hombre caminaba en dirección de nuestras
embarcaciones. Sin un lugar donde recibirle, en plena noche, salimos a buscar un puerto
apropiado para su arribo. Hambrientos & trastornados, errantes anduvimos de marea por el
archipiélago. A la madrugada, el anuncio: escuchamos el croar de las ranas.
Entonces, para que todo aquello que se ha narrado pudiese existir, instalé ojos de vidrio en
el rostro ciego del poderoso Nazareno.
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Etnografías Mínimas
LA UTOPÍA GUGGENHEIM:
Los paraísos evocados de la Oficina María Elena
Pedro Mege
La planificación de una manera de convivir, es decir de trabajar y descansar, tuvo en las Ofi-
cinas Salitreras una de sus formas más radicales de expresión. El carácter necesariamente
aislado de la explotación salitrera a principios del Siglo XX, el campamento como oasis,
provocó en sus habitantes una manera particular de convivencia. La manera de organizar
esa convivencia, hasta en sus más mínimos detalles, estaba sustentada por una idea de lo
que era la explotación minera. Esta idea supuso instalar un orden de las cosas, las palabras y
los hombres. Ese orden de la utopía industrial de comienzos de siglo vive en María Elena, la
última Oficina Salitrera, creando una memoria y un imaginario: una cultura.
Introducción
Lo abrumador y colosal del entorno, la gran energía que hay que invertir para poder sobre-
vivir en el, la enorme riqueza que genera, su contraste básico de imágenes entre amigables y
hostiles, su fuerza, su enorme fuerza. Esta condición superlativa del paisaje produce en las
mentes imágenes intensas, desproporcionadas, y por eso, la necesidad, o la compulsión de
fijarlas. La técnicas de producción mecánica y, o digital permiten canalizar esta necesidad
expresiva en la realización de un gran cantidad de fotografías, compulsión del registrar este
espacio del límite, de la sobrevivencia extrema.
María Elena, el último campamento minero nacido y preservado por y para la extracción del
salitre, se fundó a partir de una mentalidad, una racionalidad de la industria, de la eficiencia,
basado en la eficacia del rendimiento y para la generación de riqueza. Es una campaña en
contra del desierto, sacarle sus riquezas con astucia, con una astucia planificada, conciente
en toda su grandeza invasiba y depredatoria: la llamaremos empresarial.
Pero sus constructores no eran ingenuos, como los primeros explotadores del salitre, no se
guiaban por una intuición de mercader, por la improvisación, se dirigían orientados por una
idea de planificación integral de la actividad extractiva, fabril y comercial; en donde todos
los elementos que intervenían en el proceso productivo estuvieran vigilados y dirigidos.
Celo planificador que iba desde las fiestas religiosas y la prostitución, hasta la ingeniería
extractiva más sofisticada existente en ese momento en el mundo. Todos los aspectos del
trabajo estaban reglamentados y calculados, regulando el trabajo, se controlaba la vida de los
habitantes del campamento.
33
Colección Etnografías del Siglo XXI
Lo sorprendente es que este proyecto inicial sufre una corrección en sus estrategias y plani-
ficación, una reorientación profunda en los fundamentos de su orden racional, empresarial,
esta segunda vuelta de turca industrial se llamó el Sistema Guggenheim de Explotación. La
familia norteamericana de los Guggenheim afinó la propuesta de una manera tan precisa,
1
en sus ajustes productivos, que podríamos llamar maníaca , obedeciendo al nuevo espíritu
industrial “americano”.
María Elena, que recibe su nombre de una hija muerta, hija del director de la Compañía
Anglo –Lautaro. María Elena, nombre de amor y de muerte, muerte de la hija querida, naci-
miento del campamento minero más moderno de Chile en ese momento, la Oficina de María
Elena, muerte en la naturaleza, la destrucción moderna de la naturaleza y nacimiento del
esfuerzo civilizador por la muerte de la naturaleza.
El sueño amurallado
Una cultura del desierto, como la persa, llama así a su paraíso, lleno de fuentes, baños y de
verde vegetación, a su Jardín del Edén, yannat adn, de yanna, jardín y de adn, delicias; sería
entonces, el Jardín de las Delicias. La oficina salitrera de María Elena posee, como carac-
terística diferenciadora en comparación a otras, jardines, fuentes y baños (piscinas), todos
elementos asociados a las actividades del ocio y del placer, de las delicias: una oficina de las
delicias.
¿Puede una utopía instalarse en el imaginario pretérito de una cultura?, sí, puede, y se llama
paraíso perdido. Y se vive siempre con la esperanza de recuperarlo algún día. Se ha vivido en
él, y se quiere volver a vivir en él. Son los relatos interminables de los habitantes de María
Elena sobre su pasado que nos evocan este Jardín del Edén, perdido: memorizado.
1. Hemos llamado en otra parte a esta empresa y contexto colosal como la Siberia Caliente, por su analogía
a las condiciones de la hazaña civilizatoria en Siberia, imagen inversa, la del desierto del frío. (Rodríguez,
Miranda y Mege 2002).
34
Etnografías Mínimas
Oficina Salitrera
Universo amurallado Límite cultural: barrera y muro.
Universo de orden vegetal Personas, animales y plantas: sectores gerentes,
empleados, obreros, pulpería, recreacionales.
Universo de orden aislado Oasis, límite naturalmente = pampa).
Más allá de del muro o de la isla - en definitiva es una a-isla, un lugar donde no hay
agua, rodeada de sequedad - hay un espacio donde uno muere de sed y no ahogado.
El sueño planificado
El pensamiento utópico está dominado por un afán de orden. Un poderoso ímpetu utópico debe
salvar el mundo de toda confusión y desorden que sea posible. La utopía es un sueño de orden, de
calma y quietud (George Kateb, 1971).
Requisito fundamental para la construcción de esta Oficina Salitrera de principios del Siglo
2
XX , es su carácter moderno, es decir, planificado: una razón consciente dibujando los espa-
cios y ordenado los elementos que la constituyen: minerales, plantas, animales y personas.
Volviendo a los persas y su jardín: “En esta dimensión se ha señalado el jardín como lo con-
trario de la selva, en un símbolo de una floración consciente en medio de un océano salvaje”
(Anónimo 2001). Este elemento de floración conciente, lo podemos traducir al moderno de
construcción conciente: Alá es conciencia pura, orden de lo divino; el diseño de ingeniería
de la oficina salitrera, orden conciente -racional- de los medios y la fuerzas productivas
planificados (taylorismo).
Lo que queda fuera del jardín paradisíaco es el fuego, el nar, “como lugar eterno que envuelve
a aquellos que “han negado los signos” (ibid, 2001). Al igual que quedar fuera de la Oficina,
por no respetar o no tener un lugar en su orden (“han negado los signos”), significa la muer-
te, es morir de sed, quemado por la pampa; o la locura, extraviarse en un paisaje infinito de
sequedad total.
Curiosa semejanza entre este jardín persa y una Oficina Salitrera, ambos en medio del de-
sierto. La Oficina se constituye a partir de signos de la eficiencia, es decir, una estrategia de
planificación, en un orden en donde sus habitantes lo tienen todo, hasta una de las fantasías
más extremas: agua potable, baños, jardines verdes y piscinas. Este orden cultural, se llama
35
Colección Etnografías del Siglo XXI
el Sistema Guggenheim de Explotación del Nitrato, que subvierte el salvajismo del desierto,
en su interior, de su organum, dentro del perímetro de la Oficina, ordenando a los elementos,
siguiendo un destino claro: el enriquecimiento, más que la salvación.
La contradicción utópica
En María Elena, última oficina salitrera activa, que nace y sobrevive gracias a la flamante
ingeniería Guggenheim, se vivió en la utopía, la utopía que está, por supuesto, en el pasado,
y es la esperanza del futuro, que no es nada más que la esperanza que esta no muera en la
actualidad.
Se estuvo en ella, se disfrutó de ella, que se pierde lentamente como forma de vida y se relega
a la nostalgia utópica de un pasado, en un incierto futuro, a un futuro improbable, dirigido
por futuras reglas impredecibles (contratistas); gobernado por los nuevos Directores, los
nuevos gringos, los Gringos del Mapocho.
Tal vez la Utopía Guggenheim nunca fue tan ideal (quiero decir, paradisíaca, y como todo
paraíso, ya lo dijimos, guiado por una idea, por los signos de un ideal), como la recuerdan
sus antiguos moradores. Lo único prohibido, era la subversión de las maneras y la idea pro-
puestas por el proyecto productivo. Pensar y paraíso no se conjugan, y la insolencia de su
instauración, lleva al dolor y a la muerte. Los movimientos sindicales son reprimidos con
feroz fuerza, como lo testifica la última Matanza Obrera de fines de los sesenta.
La utopía evocada
Es una utopía que ha quedado atrás, que la memoria reífica, todo paraíso queda fuera de la
historia, no tiene historia, es sólo el relato sobre la salitrera. La Oficina, está fuera de la his-
toria, porque obedece a su propio tiempo, y a sus propias reglas, las reglas del imaginario de
sus actuales habitantes, a las particulares relaciones económicas, sociales y culturales que
recuerdan.
Las relaciones entre las personas están fijadas por una férrea jerarquía, que se despliega
en el plano de la Oficina. Todo espacio dentro del plano, del mapa de la planificación, está
predeterminado por una racionalidad de la diferencia jerárquica: el lugar de los obreros (“los
pata de lija”), la de los empleados, y la de los gringos (“los de ojos azules”). El espacio de
los empleados y de los gringo esta marcado por una cerca y una barrera con guardias, es un
espacio clausurado de tránsito restringido. Dentro de este espacio restringido, está la casa
del director, amurallada, con una segunda barrera, al cual acceden sólo un grupo de elegidos
(y naturalmente la servidumbre).
36
Etnografías Mínimas
Este orden jerárquico debía ser respetado, en la actualidad asume, en el imaginario de los
eleninos, el carácter de una forma de veneración. El Gringo estaba muy sobre los pampinos,
pero organizaba la vida de una manera integral e “inteligente”.
Toda actividad fue realizable siempre bajo un régimen de orden y control. Los habitantes de
la Oficina podían hacer cualquier cosa, si estaba debidamente regulada y vigilada.
El obrero era definido –suponemos, por el celo en los mecanismos de vigilancia- como un
salvaje, sujeto del exceso. Ésto obligaba a la jefatura a un control total de la actividad del tra-
bajador, que va desde su sexualidad (familia y prostitución), a sus formas expresivas estéti-
cas más refinadas, como eran el arte (música, pintura, teatro). El Gringo era el canalizador, el
encauzador, de esa energía bruta del obrero, la dirigía a objetivos constructivos y claramente
definidos: bienestar, salud y muy especialmente, educación. Una educación diseñada para
mantener la reproducción del sistema de explotación salitrero, se educa para la empresa.
Todo proceso en la Oficina es circular, se desarrolla para volver a la propia Oficina. Si se es-
tudia es para la empresa, si se hace deportes es para mayor gloria de la empresa, si se divierte,
es para la felicidad de los que habitan en la Gran Empresa. Sistema que se refuerza constan-
temente a partir de sus propios objetivos, se enaltece a partir de sus propios fines.
En el horizonte emerge un nuevo paraíso, la de un futuro Hotel para los Obreros, un nue-
vo orden de lo social y productivo, pero sobre todo, cultural. Es el advenimiento no de la
abundancia y la seguridad dentro de las paredes, sino que, el del confort y el lujo. Confort,
37
Colección Etnografías del Siglo XXI
concepto cabal, que involucra todos los aspectos de la vida, en el trabajo, la familia y la co-
munidad, escualizado por un lujo relativo.
Este Hotel ya no será un campamento, ya que un campamento es por definición una unidad
cerrada, un hotel, es así mismo, una unidad abierta, un campamento selecciona, un hotel
solo discrimina. Además, no hay jefe de campamento, sino que un conserje, la rigurosa aus-
teridad de acero y hormigón de los Ingenieros y Planificadores WASP, la acerada ética de la
Utopía Guggenheim, es reemplazada por la estética de ventanales de aluminio y plantas de
interior, y la ética del ordenador, de la jefatura virtual, de un Miami de pacotilla...
Agradecimientos: Este artículo es producto del Proyecto FONDECYT 1010325, Memoria e imaginación en
María Elena, el último pueblo salitrero de Chile.
Referencias bibliográficas
ANÓNIMO (2001) El jardín como reflejo del paraíso. www.webislam.com (consultada el 08-08-2004)
KATEB, G. (1971) Utopía. New York: Atherton.
RODRÍGUEZ, J.C., P. MIRANDA y P, MEGE (2002) La Siberia Caliente. Una nota metodológica sobre un estu-
dio en María Elena, el último pueblo salitrero. Estudios Atacameños, 22: 105- 126.
38
Etnografías Mínimas
Daniel Quiroz
Un tema recurrente en las primeras conversaciones que sostuve durante el verano del 90
con los habitantes de Isla Mocha eran relatos sobre las antiguas cacerías de lobos marinos
realizadas durante la primera mitad del siglo XX y probablemente también en la segunda
mitad del siglo XIX. La caza de lobos marinos era, en esos años, una de las actividades más
significativas desarrollada en la Isla como complemento importante de sus trabajos agrope-
cuarios. Era recordada por todos y cantada por algunos, en forma de valses, polcas y cuecas,
como un ejemplo de heroísmo y valentía. Conversar sobre este tema les era muy grato y no
había que realizar grandes esfuerzos para obtener la información necesaria que permitiera
“reconstruir” la cacería de lobos marinos. Incluso algunos me buscaban para entregarme un
dato que se les había olvidado en conversaciones anteriores.
[Este texto recoge y reúne los fragmentos surgidos durante estas conversaciones, “constru-
ye” un discurso que “reconstruye” una actividad desaparecida. Hace algunos años escribí
una versión preliminar (Quiroz 1992) que les gustó mucho cuando se las mostré, sobre todo
un dibujo que allí aparece. En este texto señalo siempre con iniciales el “responsable” de la
información, aunque reconozco toda mi responsabilidad en el texto].
1. La cacería
Las costas chilenas estuvieron sujetas, desde mediados del siglo XVIII hasta mediados del
siglo XIX, a la caza indiscriminada de mamíferos marinos, distinguiéndose durante esa épo-
ca dos ciclos: el lobero (1784-1803), llegándose a extraer más de cinco millones de pieles de
lobos desde las costas chilenas, y luego el ballenero (1791-1850), llevados a cabo por barcos
ingleses y principalmente norteamericanos (Pereira Salas 1971, Ramírez Morales 1991). Las
incursiones norteamericanas fueron descritas magistralmente por Herman Melville en su
novela Moby Dick, incursiones seguidas por otras de diversas nacionalidades, incluidas las
chilenas.
Las cacerías de lobos se inician tempranamente en Isla Mocha (en cuyas aguas la ballena
Mocha Dick, más conocida como Moby Dick, reinara en la primera mitad del siglo XIX), tal
vez hacia fines del siglo XIX: “cincuenta, cien años atrás, ya se mataban lobos, cuando llegamos
acá, en 1936, se vivía nada más que de eso” (CB, 1990); y finalizaron recién en la década de los
60 “como en el 50 y tanto ya no hubo cacería, ahora lo que está haciendo el lobo es harto perjuicio
a la gente, los lobos se enredan y la lamentación es grande” (AC, 1992).
Muchos de los mochanos recuerdan hoy con nostalgia su participación como loberos en las
expediciones realizadas a los distintos islotes que rodean la Isla (El Trabajo, Quechol, entre
otros).
39
Colección Etnografías del Siglo XXI
2. El apronte
La caza de lobos de mar estaba muy bien estructurada. Iba a cargo de un capitán de pesca,
elegidos por los propios loberos, con dos ayudantes, obedecidos en todo por los demás:
“entre los capitanes que había aquí estaba Segundo Riffo y después Félix Durán y Gregorio Parra,
esos eran los capitanes antiguos, los mejores capitanes” (AH, 1990). No todos los participantes
en la cacería (que en algunas oportunidades llegaban al centenar de personas) desarrollaban,
como veremos más adelante, las mismas tareas.
“Y en realidad era una forma tremenda de disciplina la que había que tener para ser lobero. Las
cacerías de lobo, o el personal lobero, siempre era mandado por un capitán de pesca. Este capitán
de pesca era elegido por todo el personal lobero que había, siempre se buscaba el hombre más
capacitado, con más criterio, más serio para sus cosas, con mejor manera de pensar. Y también se
reelegía todas las veces que fuera necesario o se botaba de inmediato cuando hacía una maniobra
que no estaba de acuerdo a lo que era la cacería del lobo. Si pues, a veces era culpa del capitán que
el lobo se fuera todo, todo” (AC, 1993).
La primera misión del capitán de pesca era convocar la cacería, cuestión que ocurría nor-
malmente una o dos semanas antes de su realización: “el lobo se iba a matar cuando era el
tiempo, porque el lobo subía arriba al planchón que había en Quechol y ahí se espera, ahí se espera
el tiempo cuando puede ir a matar, hay un señor que está nombrado para que ordene la cacería,
entonces, cuando es tiempo, este mismo señor manda avisar o él mismo avisa que tal día hay que
ir a la cacería, eso era lo que se hacía, no era cosa de ir a matar no más, para eso hay órdenes y las
órdenes son para obedecerlas” (PA, 1991). El capitán de pesca organizaba su equipo, nombraba
ayudantes, y con ellos dirigía la cacería: “el capitán tenía sus ayudantes, siempre eran elegidos
dos ayudantes. Estos ayudantes le servían desde el momento que comenzaba a mandar y comen-
zaba a mandar desde que se decide que en 15 o 10 días más, vamos a ir a la cacería del lobo. Así
comenzábamos a prepararnos, se preparaban las embarcaciones, se venían a dejarlas al sur, las
herramientas, todo” (AC, 1993).
3. La espera
Las principales agrupaciones de lobos marinos están en el sur, a tres millas de la costa,
son las loberías del Islote del Quechol. La Caja de Colonización Agrícola “nos había sacado
la concesión de los islotes y playas de la Isla Mocha a todos nosotros y pagábamos un derecho por
esto a la Capitanía de Puerto de Talcahuano” (CB, 1990), por lo que sólo los mochanos podían
ir a cazar lobos a Quechol.
La gente se trasladaba desde sus casas pues la mayoría vivía en el norte hasta la costa sur. La
gente se congregaba en un lugar preestablecido, en el lado sur de la isla. Desde ese momento
quedaban todos bajo las órdenes del capitán de pesca: “ese hombre, el que iba a cargo de toda
la patota, de unos cien loberos pongámosle, era el responsable y lo que pasara le caía a él la Capi-
tanía de Puerto, así, el hombre era muy enérgico y tenía que ser así” (AH, 1990); “estábamos bajo
las órdenes del capitán, a veces se nos ocurría a nosotros salir de noche desde los ranchos donde
estábamos ubicados, pero que no supiera el capitán ni por na’ que uno había estado afuera del
recinto” (AC, 1993).
40
Etnografías Mínimas
Familias completas se instalaban en el sur: “nos preparábamos, se llevaba lo mejor que había
para el sustento, el pollo, los corderos, el chancho se llevaba, nadie iba sin llevar carne, y llegá-
bamos al lado sur en carreta, todos iban con sus familias, no quedaba nadie en las casas. Y así
llegamos al lado sur, y a todos con su familia los ranchos que le llamábamos los hacíamos debajo
de los árboles” (AC, 1993). Hoy todavía familias enteras se trasladan hacia el sur aunque su
propósito no sea ya la caza de lobos marinos sino la recolección de algas.
4. La partida
La cacería se iniciaba con “la vuelta de la luna”, es decir cuando el capitán “veía las condicio-
nes que reunía el mar, las bajas mareas, en menguante o crecientes, con viento sur, pues así el lobo
no se daba cuenta de la llegada de nosotros” (CB, 1990). “Se partía ya para la cacería, siempre se
andaba buscando la vuelta de la luna que le llamamos nosotros el lobero, llámese la menguante,
terminación de la menguante, porque con las bajas más grandes, porque el lobo en la marea alta se
va haciendo más arriba del islote, entonces cuando la marea es grande la baja también es grande,
entonces había que aprovechar las abajas” (AC, 1992). Una vez que se tenían las condiciones
ambientales necesarias, el capitán de pesca ordenaba embarcarse hacia Quechol.
5. La matanza
En la noche anterior, se juntaba “el capitán, con la gente que había, unos llevaban una lanza
y otros que eran los más nuevos llevaban un palo lobero” (AC, 1992). De esta manera, “cada
lancero iba cuidado por un palero… ese era el personal que se distribuía en tierra” (AC, 1992).
Llegando al islote, el capitán “decía que saltáramos a la playa y nos dividíamos en dos grupos, unos
corrían por un lado y otros por el otro, para encerrar a los lobos” (AH, 1990). Para encerrarlos
“pasábamos corriendo y los llevábamos a una parte angosta, para que pasaran juntos todos los
lobos” (PA, 1991).
En ese lugar se realizaba la matanza: “el capitán ordenaba ir a lancear y meta palo y meta lanza”
(AH, 1990); “con un palo o una lanza usted mata el lobo que quiere; con el palo le pega en la
nariz al lobo, que es la parte más delicada, y el hombre con la lanza la entierra por abajo, en el
corazón, tiene que ser muy rápido porque el lobo se parece a la lechuza” (CB, 1990).
La matanza se ordenaba, entonces, en parejas, con un lancero y un palero: “usted iba a lancero
y el palero atrás, cuidándole el cuerpo a usted, porque a veces se está lanceando y el lobo lo puede
pescar de atrás lo manda al suelo, y usted para lancear al lobo tiene que traer la lanza abajo, sin
tirársela, ensartándolo” (PA, 1991).
El lobo muchas veces no moría porque estaba lanceado o apaleado sino que “moría asfixiado,
porque los primeros lobos son los que van haciendo el taco adelante y los de atrás van siguiendo,
a veces habían montones de lobos de tres metros de altura” (AC, 1993).
Se mataban cerca de 2000, 3000, lobos en cada cacería, “buenas llamábamos nosotros esas ca-
cerías en las que matábamos más de 4000 lobos” (CB, 1990), aunque a veces, “se iban en banda,
porque el lobo se arrancaba antes de que nosotros llegáramos a la isla” (AC, 1993).
41
Colección Etnografías del Siglo XXI
6. El rito
La primera vez que me lo contaron, no lo creí. Después de escucharlo varias veces, terminé
por aceptarlo, pero siempre temiendo que se estaban burlando de mí, como a menudo lo ha-
cían con los nuevos loberos. Los loberos tenían un rito de iniciación: “el lobero cuando va por
primera vez, tiene un bautizo, se le hace un bautizo al lobero, no se cómo decirlo, se trataba que el
lobero nuevo tenía que hacerle el amor a una loba, claro por supuesto que la loba estaba muerta,
habían dos persona que se encargaban de hacer todas estas bromas, pero nunca le ponían una loba
al lobero nuevo, sino que le ponían un lobo. Claro, entonces habían algunos que eran nuevos, que
venían del continente, tomaban en serio el asunto y entonces todos se cagaban de la risa, y a veces
venía gente de afuera, el jefe de retén, un marino, y tenían que hacerle el amor a la loba no más,
aunque reclamaban y alegaban que no iban a pelar el lobo, que no eran loberos” (AC, 1993).
7. La pelada
Cuando los lobos están muertos el capitán de pesca ordenaba ir a pelar: “el capitán ponía en
fila a la gente, que no hiciera lo que se le ocurriera, y luego les gritaba, ¡ya, a pelar!, ahí partíamos
todos, agarrar un lobo, darlo vuelta para acá y vamos corriendo cuchillo, el lobo no se parte y se
pela redondo, con el cuero y la grasa pegados, la carne queda pegada en el cuerpo, sale muy poca
en el cuero, ve que el lobo se pela redondo” (PA, 1991). Ir a pelar era sacar las bolsas del lobo,
dos por cada lobo, una adelante y otra atrás (AH, 1990). Se llamaban bolsa al cuero completo
del lobo con la grasa adherida.
Una vez pelado el primer lobo, “ya ahí tiene un lobo, tiene que pelar otro, y otro, que no le gane
nadie, todos a pelar lo que pueden, cada uno pela lo suyo” (PA, 1991). Los loberos sacaban 30,
40 hasta 60 bolsas cada uno.
8. Las herramientas
El palo lobero era una gran masa de madera de boldo, de unos dos metros de largo: “era un
palo con una cachorra atrás, lo hacía de una rama de boldo y de la parte que da al tronco sale ahí
altiro con el coco aquí pegado, le hacían ahí una especie de pelota” (AH, 1990). El palo lobero
“es un palo natural con una maceta en la punta a punta en el tronco se saca del árbol, y ese es el
palo lobero” (AC, 1992).
La lanza lobera tenía una punta de fierro, “en forma de hoja de peumo, de unas 14 pulgadas de
largo, ensartada en un palo de unos 2 metros de largo” (CB, 1990). La lanza debía estar muy
bien afilada, “como navaja de barbero, porque el capitán la tanteaba y si no estaba muy buena, se
la botaba y mandaba afilarla” (AH, 1990). La lanza “es un fierro de unos 20 centímetros y con un
mango aproximadamente de tres metros” (AC, 1992). En el Museo de Cañete se conservan dos
ejemplares de estas puntas de fierro, donadas por descendientes de antiguo loberos.
42
Etnografías Mínimas
9. La salida
Cuando se terminaba la faena de pelar lobos, la gente “iba a sacar sus huellas, y a echarlas al
bote, a su bote, había que cargar los botes rápido y el capitán decía la cantidad de carga que debía
llevar cada bote” (AH, 1990). Se llamaba huella a las bolsas amarradas, 20, 30, las que cada
lobero sacara: “por si viene peligrando, entonces usted bota las bolsas al agua no más entonces
quedan flotando las bolsas” (AH, 1990).
Una vez cargadas las embarcaciones se regresaba al lugar de partida: “el capitán nos traía,
de un bote a otro, y de ahí a la casa; se veía el mar, se perdía, le tiritaban los lomos a uno, medio
mojado y tonto que venía y la barra era muy mala, la llegada a tierra, llegábamos por donde Mario
Hahn, a la playa, cuando estaba muy mala la mar agarrábamos la lancha y nos dábamos vuelta no
más” (AH, 1990).
10. El vals
I
Desolado en esta Isla me encuentro,
y rodeado de este inmenso mar,
esperando que salga la luna
para ir a Quechol a cazar,
esperando que salga la luna
para ir a Quechol a cazar.
Estribillo
A bogar, a bogar,
sin dejar de remar
que llegando a la piedra el consuelo
que felices nos vamos a encontrar,
que llegando a la piedra el consuelo
que felices nos vamos a encontrar.
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Colección Etnografías del Siglo XXI
II
El islote repleto de lobos,
que de tierra podemos mirar,
que teniendo el lobo en la fortuna,
de seguro vamos a matar,
que teniendo el lobo en la fortuna,
de seguro vamos a matar.
Estribillo
III
Los lanceros y paleros están listos,
esperando orden del capitán
¡alistad los cuchillos muchachos,
los lobitos vamos a descuerar!,
¡alistad los cuchillos muchachos,
los lobitos vamos a descuerar!.
Estribillo
IV
Terminada ya la cacería
sacaremos la cuenta el total,
¡alistad los bolsillos muchachos,
que Arancibia nos viene a cobrar!,
¡alistad los bolsillos muchachos,
que Arancibia nos viene a cobrar!.
Estribillo
11. El ocaso
En la década de los 60 comenzó el ocaso de la caza de los lobos de mar en Isla Mocha: según
algunos porque “cuando salieron los tractores, salieron los nylon, cosas así, los cordeles, porque
los tractores sirven como bueyes, la agricultura no necesitó más de coyundas y ahí para nosotros
se terminó lo de los lobos” (CB, 1990); según otros porque “no llegan los lobos ahora, porque
el lobo tiene las narices para escuchar desde muy lejos el olor y se manda a cambiar” (PA, 1991) o
simplemente porque “el lobo dejó de subirse no más al islote” (AC, 1993).
La caza de los lobos de mar era “una verdadera guerra, la primera vez costaba, pero después uno
se acostumbraba” (AH, 1990), “uno se sabía ya las tretas, por eso abusábamos con los pobres lo-
bos, muchas veces hicimos una cacería de lobos, matamos ahí unos 4000 lobos y quedaron como
50 durmiendo a pata suelta, y después los matamos a ellos, porque uno tiene que ser, en cierto
44
Etnografías Mínimas
sentido, un poco hereje con el lobo, porque por donde pasa un lobo, pasa toda la manada y si uno
deja arrancarse un negrito, un lobito chico, o lo que sea, se perdía toda la cacería” (CB, 1990).
Para algunos el mercado, el cruel mercado, terminó definitivamente con esta guerra, esta
verdadera guerra, para otros, los lobos simplemente no quisieron más pelea.
Agradecimientos: Un recuerdo agradecido para mis cómplices en este relato: Carlos Brendel, Alfredo Herrera,
Pedro Aguirre, Alfredo Cid, todos ellos descansando en alguna parte fuera de este mundo.
Referencias bibliográficas
PEREIRA, E. (1971) Los primeros contactos entre Chile y los Estados Unidos 1778-1809. Santiago: Andrés
Bello
QUIROZ, D. (1992) Lanza con los lobos: la caza de lobos marinos en Isla Mocha. Museos, 14: 12-14.
RAMÍREZ, F. (1991) Apuntes para una historia ecológica de Chile. Cuadernos de Historia, 11: 149-196.
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Etnografías Mínimas
Alfredo Gahona
Aguadulce
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Pastos largos
***
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Colección Etnografías del Siglo XXI
***
Herrumbres
***
Pueblo hundido
***
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Etnografías Mínimas
Huamanga
Las tardes despiden a los soles del hombre solo en el umbral de los templos piedra,
sobre las montañas asoman los dioses y los hombres cada vez más pequeños,
descolgándose de una historia olvido.
Allí no había nadie,
las sombras reemplazando grietas
y las voces imitando al viento
***
Cuestecilla
***
Oropolvo
***
49
Colección Etnografías del Siglo XXI
Torno Zapatos
Sierralquimia
El Sol de la tarde calurosa, alumbra los rostros de la sierra y los hombres se pierden tras
recorrer las huellas. En el avance, otro hombre barrena a mano, trabaja el punto, mientras da
gas a su lámpara. La cuchara limpia, la saca va p’ah fuera, si es piedra se bota, si es metal se
deja en la cancha, la carretilla tira la piedra, hace su viaje entre frente y desmonte.
Hay un chiflón dorado desparramado en la piedra, hay un minero solo siguiendo un sueño.
Es el mundo tenue de los pirquineros. Al silencio le sigue la tronadura y los avances llenos
de polvo. Aclara y unas manos fuertes limpian otro tiro p’ah quemarlo luego. Es labor que
sigue, barrenando y dando vuelta, se va cortando la tarde.
Por la escalera de patilla sube un apir y su capacho, cada paso esfuerzo y resuello. Unos sa-
cos llenos, apilados en la cancha, esperan por la maquila. El martillo trabaja con la muestra,
la poruña carga el fino de la palla, el agua aconcha los metales, y las manos inician la danza
de los elementos, en la alquimia diaria de la sierra. Los ojos fijos en el cacho, la mueca feliz
como conjuro, contiene la ilusión poderosa del hallazgo.
Cae la noche sobre los cerros y los que más descansan en sus rucos, con sus recuerdos y sue-
ños. Es día de bajada. Alegres los hombres que van bajando, los demás, restaran a sus vidas,
otro día en el laberinto de las minas, entre piques y socavones.
50
Etnografías Mínimas
Rafael Prieto
[El subtítulo de este trabajo es una paráfrasis de texto de Georges Perec, Tentativas para
agotar un lugar parisino, y fue escrito originariamente para un trabajo académico en conjunto
con los arquitectos Lía Karmelic y Gustavo Herrera]
***
La imagen del viajero que inaugura las modernidades, aquel que emprende sin conocer puer-
to ni acontecimientos ciertos, en contraposición de aquel propio de la ‘sobremodernidad’,
usando el concepto utilizado por Augé, en donde lo que se recorre es el consumo de derro-
teros diseñados, predigeridos, reciclados, consolidados; nos entrega en esta retroalimen-
tación, una posibilidad no exclusiva ni omnicomprensiva de entender (volver a pasar en
palabras) la experiencia de Santiago a través de uno de sus recorridos posibles.
***
El extrañamiento frente a las ‘cosas’ suele ser uno de los caminos predilectos para construir
texto, y sin embargo, en muchos casos, lo que ocurre es justamente el viaje contrario. Cuan-
do el texto constituye realidad, el extrañamiento puede pasar a ser condición ‘sine qua non’
de la experiencia vital. Los instrumentos, o por lo menos aquello que elaboramos (por no
decir creamos), son en este sentido, tanto, prolongación activa en tanto agente interventor
en el mundo, como depositarios (contenedores mnemotécnicos) de ‘uno’ o del uno en un
nosotros.
***
Mapas y Recorridos
“Entre el siglo XV y el XVII, el mapa se vuelve autónomo. Sin duda la proliferación de las
figuras “narrativas” que lo han adornado durante mucho tiempo (navíos, animales y perso-
najes de todo tipo) tiene todavía como función indicar las operaciones –viajeras, guerreras,
constructoras, políticas o comerciales- que hacen posible la fabricación de un plano geo-
gráfico. Lejos de ser “ilustraciones”, comentarios icónicos del texto, estas imágenes, cual
fragmentos de relatos, marcan en el mapa las operaciones históricas de donde éste resulta.
51
Colección Etnografías del Siglo XXI
De esta forma, el velero pinta sobre el mar la expedición marítima que ha permitido la
representación de las costas. Equivale a un descriptor de tipo “recorrido”. Pero el mapa se
impone progresivamente sobre estas imágenes; coloniza su espacio; elimina poco a poco las
imágenes pictóricas de las prácticas que lo producen. Transformado por la geometría eucli-
diana luego descriptiva, constituido en conjunto formal de lugares abstractos” (De Certeau,
2000: 133).
En un sentido más abstracto que el mapa, en cuanto se aleja de los criterios geométricos-
geográficos (aquellos que apelan a lugares específicos o a las representaciones de escenogra-
fías para este caso urbanas) y curiosamente más emparentado a una lógica de descriptores de
recorrido (“¿cuántas estaciones faltan para bajarme?”, “tomo la línea 1 y luego la 5”), el con-
1
cepto del diagrama diseñado por Harry Beck en 1931 (el London Underground Tube map ) y
adoptado por las mayorías de los trenes subterráneos a partir de entonces, incluido el Metro
de Santiago, aporta a un diálogo mapa-recorrido particularizando la forma de experienciar
la ciudad, traduciéndola (‘traicionándola’), sometiendo el ‘exterior’, a los parámetros propios
del servicio. Tiempo-eficacia.
Podría decirse que se produce en esta traducción representacional de la ciudad (el diagrama
beckiano), por parte del Metro (y los trenes subterráneos en general), una relación con-
céntrica (es la ciudad la traducida en función del Metro) y por otra parte una relación de
independencia de éste con respecto a la urbe y su geografía, como si fuese un sistema, un
universo propio. Bajo esta última óptica, la oposición adentro-afuera, opera notoriamente
y es experimentada no tan sólo por los usuarios sino que también por quienes laboran en el
servicio, como una suerte de aislamiento temporal, sólo franqueable por la lectura de indi-
cios, cuando se da el caso (“se sabe que afuera llueve por la ropa de la gente y el piso moja-
do”), sin embargo las noticias, por ejemplo, aquellas endosables a ‘lo que ocurre en el mundo
2
–exterior-’ o la información disponible, corresponde a un producto envasado (nuevamente
la referencia a un circuito cerrado), no inmediato, atemporal o no pertinente a la o las his-
torias en curso, y por sobre todo desindivualizada, anónima y rotativa (“deje bajar antes de
subir”, “ no traspase la línea amarilla”, “más de un millón de pasajeros nos ven a diario” –pa-
neles publicitarios-), cuestión que, se entiende, es operativa para la concepción funcional del
servicio. Sin embargo, eso también crea la concepción o la conciencia que todos los lugares,
o más bien la forma de experienciarlos (lo que constituye el espacio) es más o menos igual.
En palabras de Marc Augé: “un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad
ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar” (Augé, 1998 : 83). Al respecto, por
1. Previo al diagrama de Beck, las líneas de trenes subterráneos eran dibujadas geográficamente, a menudo
sobrepuestas en un mapa caminero. Beck tuvo la idea que los pasajeros del sistema no estaban muy interesados
en la precisión geográfica, sino que lo estaban más en cómo ir de una estación a otra y dónde hacer los cambios
de líneas. De esta manera es que dibujó su famoso diagrama, más parecido a un esquema eléctrico que a un
mapa real, donde todas las estaciones más o menos equidistaban entre sí.
2. Ya que el Metro es un continum no noticioso por sí mismo (nada debe perturbarlo), solo alterado esporádi-
camente por interrupciones del tipo corte eléctrico o suicidios rápidamente silenciados.
52
Etnografías Mínimas
ejemplo, Javier Pinto (Director Ejecutivo Corporación Cultural Metro Arte), -en una entre-
vista concedida en Julio de 2006- planteaba su sorpresa, luego de una reunión en la estación
Quinta Normal (la más grande del sistema y convertida en emblemática por el gobierno de
Lagos), al darse cuenta que habían Jefes de Estación que no la conocían. Luego, la pregunta
posible es: ¿necesitaban conocerla (en su calidad de habitantes del Metro)?
“Objeto de una posesión suave, a la cual se abandona con mayor o menor talento o convicción,
como cualquier poseído, saborea por un tiempo las alegrías pasivas de la desidentificación y el
placer más activo del desempeño de un rol. En definitiva, se encuentra confrontado con una ima-
gen de sí mismo, pero bastante extraña en realidad. En el diálogo silencioso que mantiene con el
paisaje-texto que se dirige a él como a los demás, el único rostro que se dibuja, la única voz que
toma cuerpo, son los suyos: rostro y voz de una soledad tanto más desconcertante en la medida que
evoca a millones de otros. El pasajero de los no lugares sólo encuentra su identidad en el control
aduanero, en el peaje o en la caja registradora. Mientras espera, obedece el mismo código que los
demás, registra los mismos mensajes, responde a las mismas apelaciones. El espacio del no lugar
no crea ni identidad singular ni relación, sino soledad y similitud” (Augé 1998 : 106-107).
Hay, por otra parte, en esta situación de universo cerrado, el germen metafórico o literario
(no por ello menos real) de ver al Metro como una presencia latente (subterránea), que puede
ser en parte reflejo de la otra (la del exterior) o de sus aspiraciones. En ésta nadie sube sin
pagar ni pidiendo ‘permiso’ –no existe tal arbitrariedad-, todo es cosa de tiempo, el ticket es
la impunidad (Augé, 1998). El Metro es la parte de la ciudad que funciona de manera orde-
nada, regular, estable, limpia, controlada, segura, eficiente, tecnológicamente moderna, con
coberturas extendidas (territorialmente hablando), dignas y diversas (ciegos, minusválidos,
tercera edad); y que no es propiedad exclusiva ni restrictiva de un sector de la sociedad, sino
de la ciudad en su conjunto o globalidad. Opera en ese sentido como un espejo de la ciu-
dad aspirada, supongamos, en cuanto conjunto de características definidas positivamente,
por el perfil de sociedad a que alude, y gobernable por sus rasgos de estabilidad y control.
53
Diagramas de Beck: arriba, Metro de Londres; abajo izquierda, Metro de Santiago; abajo derecha, Metro
de Montreal.
Etnografías Mínimas
Cuánto de positivo o negativo tenga, dependerá de quién lo sueñe, sus aspiraciones de so-
ciedad.
Viaje
“¿Cómo se puede pensar un cuarto de hora en un minuto y medio?. (…) viajar en el metro es como
estar metido en un reloj. Las estaciones son los minutos, comprendes, es ese tiempo de ustedes, de
ahora; pero yo sé que hay otro, y he estado pensando, pensando…” (Cortázar, 1979 : 300-301).
Retrucando la metáfora de Cortázar, ‘las estaciones son los minutos’, él (su personaje en el
relato) la plantea para un pasajero en tránsito, absolutamente acorde a la idea de los isócro-
nos. Sin embargo, quisiéramos con ella hacer alusión, también, al tiempo de espera en las
estaciones, a la inmovilidad previa a la partida en velocidad. Dos minutos, cien palabras,
medida relativa para el avisoramiento de un trozo (‘lugar’ o su fragmento) de ciudad(es)
4
recorrida(s) a retazos . Fragmentos, vitrinas, cuadros, diseños arquitectónicos expuestos a
una lectura y composición aleatoria que puede dar por suma una singularidad (alteración,
inflexión en el recorrido a modo de los ‘comentarios icónicos’ citados previamente en re-
lación a los antiguos mapas) o simplemente más de lo mismo. Uno mismo, la estación de
destino, los otros, la espera y el tiempo.
Salir, Emerger
Comúnmente ocurre, en los accesos de las estaciones, sentir el golpeteo metálico de las
puertas de salida, una ráfaga de aire cálido encajonarse por los pasillos hacia el exterior,
sumado eso a un chirrido de frenada y a una voz en código en los altoparlantes (quién sabe
bien para quién va dirigido). La estrechez de los pasillos de salida quizás pretendan impri-
mir velocidad (o evitar por lo menos el detenimiento) en el tránsito. Las aglomeraciones
molestan. En la mezzanina hay quienes han encontrado su mejor ubicación para esperar su
acompañante, las boleterías en las mayorías de las estaciones sirven de punto de referencia
para los encuentros. En las escaleras un mendigo, un repartidor de volantes, un vendedor o
repartidor de diarios. Circular por la derecha es algo que se respeta relativamente. Las esca-
leras mecánicas, cuando las hay, puede que representen uno de los primeros focos de curio-
sidad e innovación tecnológica incorporada a la ciudad. En las salidas, un kiosco o un carrito
de dulces. Teléfonos públicos, juegos de azar (lotería), ruido de microbuses, la calle, el cielo,
polución ambiental. Se reactiva el ‘sensor anti robo’ (‘lanzazos’) que hemos incorporado,
como una segunda conciencia, en nuestro deambular por la ciudad. Aquí no estas impune,
sino que personalmente expuesto a las arbitrariedades, contractualidades y solidaridades
propias de ser y estar entre personas con motivaciones distintas, en tanto se ingresa a un
4. “Su brevedad, sus 100 palabras no son una determinación arbitraria de los organizadores del concurso; esa
es la extensión máxima que puede ser leído en los dos minutos que hay entre tren y tren, en los veinte segundos
promedio en que los vagones están detenidos en cada estación” (Mujica 2005). Alude al concurso: ‘Santiago
en 100 palabras’ (Metro, Revista Plagio, Minera Escondida) cuyo premio es la publicación en gigantografías en
las estaciones del Metro de relatos de dicha extensión.
55
Colección Etnografías del Siglo XXI
espacio social con dinámicas, personajes y estructuras propias del lugar. (¿Es ahí donde se
ingresa a la ciudad?, ¿alguna vez se sale de ella?). ¿Contar, ficcionar, relatar desde una mez-
zanina versus hacerlo desde una calle?. ¿Será lo mismo que imaginarse trabajar en un Mac
Donalds?. La experiencia de uno te da, por una repetición infinita, la gama de experiencias
de todos. Y sin embargo, ¿acaso no existen singularidades? Por las historias, los lugares se
tornan habitables. Habitar es narrativizar (De Certeau, Girad y Mayol, 1999: 145).
En fin, “cada grupo de personas transita, conoce, experimenta pequeños enclaves, en sus
recorridos (…) pero son recorridos muy pequeños en relación con el conjunto de la ciudad.
De ahí que se pierda esta experiencia de lo urbano, se debilite la solidaridad y el sentido de
pertenencia” (García Canclini, 1997: 82). Esto último, sin negar asertividad a la cita, bajo el
supuesto que lo que se vivencia pueda llegar a ser (o pueda alguna vez haber llegado a ser)
una ciudad y no, simplemente, sus recorridos.
Referencias bibliográficas
AUGÉ, M. (1998) Los ‘no lugares’. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad. Barce-
lona: Gedisa.
CORTÁZAR, J. (1979) El perseguidor y otros relatos. Barcelona: Bruguera.
DE CERTEAU, M. (2000) La invención de lo cotidiano.Artes de hacer. México: Universidad Iberoamericana,
Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente.
DE CERTEAU, M., L. GIRARD, y P. MAYOL (1999) La invención de lo cotidiano. Habitar, cocinar. México:
Universidad Iberoamericana, Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente.
GARCÍA CANCLINI, N. (1997) Imaginarios Urbanos. Buenos Aires: Eudeba.
MUJICA, M.C. (2005) Santiago en 100 palabras: escenas y fragmentos de la memoria. Eure, XXI (92): 123-
130.
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Etnografías Mínimas
Patricio Toledo
Uno1
Cañete está soleado y algo desolado. Son aproximadamente las tres de la tarde. Una vez más
estoy sentado en la plaza de Cañete. No por nostalgia. No por el simple hecho de volver a un
lugar. Aquí estoy, tratando de desentrañar el enigma que me plantea la fotografía mapuche.
Tal vez por eso el motor que guía mis pasos es la voz que habla de algunos acontecimientos,
la palabra que narra recuerdos. En este afán de conocimiento la memoria se convierte, me
parece, en un resplandor, en un fugaz destello que ilumina trozos del pasado que nos per-
miten traer de vuelta pequeñas historias atrapadas en las fotografías. Un ejercicio que tiene
como protagonista relatos e imágenes de los propios mapuche y a nosotros permitirnos
participar en ese acercamiento a la vida, que es recordar.
Dos
Donde comienza el camino, aparece también lo extraño. En la ruta que une Cañete con Tirúa,
los olores y colores se transforman en un espectáculo para alguien tan citadino como yo. La
carretera se introduce en una gran cantidad de verdes que el paisaje se vuelve sobrecogedor.
Demasiado verde para estos ojos acostumbrados al gris.
La casa de los padres de Daniel Lincopi bordea el camino de lo que será la Carretera de la
Costa. Es una casa acogedora, amplia, con mucho terreno de cultivo, el camino nuevo lo corta
en dos. La visita es de cortesía y de descanso, después de varios días de viajes y para con-
tinuar varios más. Saludamos a la familia, incluido los perros. Nos recibe Ana, hermana de
Daniel, ella sabía de nuestra visita y nos esperaba. Nos cuenta de cada uno de los integrantes
de la familia, de la enfermedad del papá y de otras cosas para entrar en confianza.
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Colección Etnografías del Siglo XXI
Ana nos cuenta de su vida en Santiago y de los necesarios viajes a Tirúa a la casa de sus
padres. Ella emigró a Santiago hace 15 años, en la migración tradicional de un indígena a la
capital: a trabajar. Allá tiene su casa, sus hijos y aprovecha las vacaciones de invierno y de
verano para venir a la casa de sus padres. Ana tiene una hija de 9 años, que estudia en la
capital, en San Bernardo porque allá los colegios son mejores, nos dijo desde la puerta de la
cocina con los paltos servidos.
El almuerzo estuvo bien, fue una cazuela de pollo, con papas y harto arroz, ensalada de
lechugas y un tecito al final. La conversación de sobremesa gira en torno a los padres, las
enfermedades, mientras la hija de Ana se pasea por el comedor jugando con un pájaro, que
tiene una pata amarrada con un hilo. Entra y sale de la casa con el pájaro revoloteando medio
muerto.
Por fin llega Daniel, nos cuenta que tuvo un accidente, la camioneta que manejaba chocó en
el nuevo camino. El accidente no fue grave pero la conmoción mucha y las contusiones va-
rias. Después de esperarlo un buen rato, nos tendimos en el pasto del patio de la casa a tomar
el sol y conversar de muchas cosas: del accidente, de sus actividades en la organización de
estudiantes mapuches, de su hermano dirigente, de la nueva carretera de la Costa, de nuestro
trabajo con las fotografías, hasta la hora de la despidida y la vuelta a Cañete por la noche.
Tres
Parece que su publicidad fue efectiva porque nos llevamos varias fotografías de machis para
organizar nuestro plan de acción del trabajo de campo.
***
58
Etnografías Mínimas
mapuches, con sus vestidos típicos, aros y adornos de plata. La señora Juana tenía de joven
“toda su vestimenta típica: vestido, reboso, delantal y todos los adornos de plata -resalta-, pero
poco a poco los fue vendiendo y ahora no tiene ni siquiera un aro y no le gusta mucho usar-
los”.
Sentados en el comedor, al lado de la cocina, junto a don Ignacio, le mostramos una selec-
ción de fotografías mapuche de finales del siglo XIX y principios del XX, realizadas por el
fotógrafo Gustavo Milet, la mayoría son retratos de mujeres en actividades doméstica como
tejer, cuidar a los hijos, preparar alimentos, entre otras.
Don Ignacio las ve, las examina, las compara durante varios minutos. Luego de un largo si-
lencio nos dice, “Éstos son de Temuco, se nota altiro,[ ... ] por el color de la ropa, por el modo”.
[...] Ese modo es de los mapuche de Temuco ¨[...] no de aquí”.
Cuando le pregunto a don Ignacio por el modo, (en el sentido más antropológico posible,
como categoría distintiva que estable fronteras culturales en un grupo étnico lingüístico),
obtengo por respuesta simplemente el ¡¡el modo!! Después de una larga conversación me
aclara que el modo es la postura, el talante, esa forma de ser que trasciende y diferencia a un
mapuche de otro mapuche. Así de simple (la explicación fue mejor que cualquier clase en la
escuela de Antropología).
Desde la cocina la señora Juana, mientas pela papas, nos cuenta que sus abuelos antes se
vestían así como ellas con los adornos y las joyas de plata, con camisas blancas, reboso, pero
sin el rosetón. “Los abuelos, nos dice, fueron embarcados a Europa [...] en un barco por un señor,
según cuentan para bailar y cantar en un museo o algo así por el estilo [...] para mostrar sus ri-
tuales y sus vestimentas. Llevaron a varios [...] Pero después el señor que los llevó [...] los dejaron
botados. Mis abuelos se conocieron allá y se casaron. Si salieron hasta en los diarios, cuentan [...]
estaban con los puesto allá ellos y en Italia [...] creo, los trajeron para acá [...] como pudieron
llegaron”.
Después de los relatos nos tomamos un té con Magali y don Ignacio, la señora Juana prepara
el almuerzo apurada, porque en la mañana tuvo que ir al pueblo y ya es tarde. Nosotros se-
guimos conversando de modos, abuelos y recuerdos. Don Ignacio nos comenta que no tie-
nen fotos de ellos en la casa. Las que habían juntado durante su vida, las tiene su nieta, la tía
Paty del Jardín Infantil, ella las tiene guardá’ no sé para qué, nos señala mientras terminamos
de toma el tazón de té.
A mis abuelos sólo los conocí por unas fotos pintadas, con esos marcos grandes de madera
dorada, que estaban colgadas en la casa de mis padres. Recuerdo que mi papá guardaba, en
una caja azul de su velador, algunas fotos de su madre, tal vez como único recuerdo de ella.
Recuerdo, memoria, volver a pasar por el corazón. Toda la conversación ha estado relaciona-
do con cosas y personas que ya no están. La fotografía ejercita constantemente la memoria
sobre la muerte. Tal vez sucede porque los muertos dejan de pertenecer al mundo de la
palabra, han quedado fuera del diálogo y sólo podemos traerlos de vuelta re-viviéndolos a
59
Colección Etnografías del Siglo XXI
Las imágenes son nuestras reliquias, las atesoramos celosamente. Son artilugios que nos
hablan de nosotros mismos y de nuestro pasado, de viejas tradiciones y costumbres, de
abuelos y abuelas. De los muertos que ya no están, pero siguen siendo parte del mundo a
través de nuestros ritos familiares. Los transformamos, material y simbólicamente y se les
añade ese algo terrible que hay en toda fotografía: el retorno de lo muerto (Barthes, 1997: 39).
Cuatro
Dina, es una amiga de Magali, trabaja como cocinera en el Jardín Infantil de Ponotro. Esta-
mos en su casa que está frente de la playa de Quidico. Es una mediagua ubicada en un sitio
prestado por una hermana. No tiene luz ni agua potable. Vive con sus tres hijos. Mientras la
escuchamos, nos vamos introduciendo en forma silenciosa pero impecable en su vida. Todo
bullicio, ruido, todo eco va desapareciendo y sólo queda el sereno tono de su voz, mediante
el cual se acerca a nosotros, para presentarse así misma. El silencio se transforma en con-
trapeso a la solidez de su relato. Todo esto es vida y en la vida está incluida el recuerdo, el
silencio y la muerte. No hablamos principalmente de fotografías sino de ella, de su vida, de
sus hijos, de sus penas y esperanzas pero siento que hay una extraña relación entre ambas
cosas.
Cinco
El mismo camino, las mismas interrogantes, la misma ropa, el mismo niño pidiendo plata
en la plaza.
Don Juan Yevilao, el dueño de casa, habla tranquilamente. El es hijo de estos lares. El tuvo
varios hijos con Aída Herrera. En su juventud trabajó como peón de fundo, en explotación
de bosques, cuidando animales en lo que viniera. Hoy vive con una de sus hijas y su nieto, y
su salud no es muy buena, sus 80 años no han pasado en vano. Pero sin embargo, ésto no es
impedimento para ocuparse de la producción de sus tierras y la crianza de algunos animales
y aves.
Dentro de la casa un amplio afiche de Mario Ríos, candidato a senador de R.N por la zona,
es la única imagen de la habitación donde estamos, el resto sólo madera desnuda, una tabla
sobre otra. Afuera el viento sopla fuerte.
Le mostramos las fotos que llevamos, las de Gustavo Milet y las postales que compramos
a nuestro Milet-cañetino, don Rubén. Según don Juan las primeras, son oscuras como con
humo, porque son muy antiguas. Son mapuche de Temuco al interior, nos dice.
En cambio las otras fotografías, las en colores les gustan más porque aparecen sus malguenas.
Se ven muy bonitas con los colores, que así son los mapuche de Arauco. La diferencia está,
nos planeta en la vestimenta “los mapuche de Temuco se visten de otra manera, no como aquí en
la Costa. Son más educados, se visten con corbatas y chaquetas. Aquí no, pues”.
60
Etnografías Mínimas
La señora Aída nos ofrece mate y tortilla. Tomamos mate, mucho mate. Nos dice que a ella
le gusta vestirse como mapuche, “me vestiré así hasta que me muera. Ahora las mujeres no usan
ni falda, sólo usan pantalones [...] a veces sólo para los nguillatunes, utilizan la vestimenta tradi-
cional”. Nos señala que las fotos son bonitas porque “nos muestran como somos”. “Así debería
ser, de mostrar a los demás como somos nosotros [...] como nos vestimos, como hablamos. Si hasta
hablamos distinto que los mapuche de Temuco [...] así a través del ideoma, se puede conservar la
tradición mapuche [...] en los colegios a los niños no les enseñan el ideoma, y así van dejando sus
costumbres, sus vestimentas. [...] Algunas malguenas sólo usan ropa mapuche para los nguillatu-
nes, pero siempre son los más viejos”.
La señora Aída vuelve después de un rato con una fotografía en la mano. Es la de uno de
sus dos hijos, que ha muerto. Nos cuenta que lo mató un pariente por problemas de tierras.
Mientras nos muestra la fotografía nos cuenta los detalles de la muerte y el dolor. Una vez
más la trilogía: fotografía, recuerdos y muerte, pienso.
La muerte y los muertos ocupan un lugar importante en nuestras vidas. Las personas al mo-
rir, no dejan de estar entre nosotros. Socialmente ocupan un lugar importante, los vivos nos
sentimos obligados a recordarlos de una u otra manera, es casi una responsabilidad moral.
Siempre tenemos de ellos, entre otras cosas, unas fotografías, para mostrar y recordar cómo
eran. Los muertos ocupan un lugar central, más allá del cementerio, entre nuestros efectos
y afectos personales. Me acuerdo con esto de una provocativa y necesaria frase de un libro
Francisco Gallardo, “por qué no olvidar de una vez. ¿Qué debemos recordar?. El olvido sabe mejor
cuando es transformado en un corto e intenso instante de conmoción...” (Gallardo 1995: 51).
Tal vez sea mejor olvidar para recordar aquellos precisos, pero a veces dolorosos, instantes
de conmoción. Tal vez tenga que olvidar. Sencillamente olvidarla.
Seis
No resulta fácil concluir este viaje. Las despedidas siempre están asociadas de alguna mane-
ra a la comida. Por lo menos, eso me parece con la invitación de la señora Juana y don Ignacio
Ancalao. La comida demuestra cierta gratitud, una exquisita gratitud, difícil de olvidar.
Las despedidas, también están relacionadas con pequeñas promesas de volver en una nueva
oportunidad. Tal vez sea una de las más difíciles de cumplir.
Las despedidas, en antropología están asociadas al recuerdo. Releer notas, recordar nombres,
lugares, imágenes, frases para luego ordenarlas según uno recuerda.
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Colección Etnografías del Siglo XXI
Referencias bibliográficas
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Etnografías Mínimas
Yuri Jeria
Introito
El pueblo Colla está formado, en la actualidad, por una población que se caracteriza por su
estrecho vínculo con la Cordillera y el Altiplano de la Tercera Región. Fuertemente ligados a
actividades como la mineria, y la crianza de ganado, caprino y ovino, con patrones de crianza
y pastoreo estacionales que los obliga a llevar una vida transhumante, los Collas indiscuti-
blemente tienen un conocimiento bastante acabado de su entorno.
Esta cultura y su gente, hasta hace muy poco tiempo ignorada, se encuentra en los territorios
1
precordilleranos y cordilleranos desde finales del siglo XIX. Las primeras familias habrían
llegado a la cordillera de Atacama, a partir de fines de la década de 1870. Es por esas fechas
que habrían llegado las familias Cruz, Quispe, Jerónimo, Ramos y Marcial a Potrerillos, en la
década de 1880 lo habrían hecho las familias Quiroga y Araya al sector de Quebrada de Pai-
pote, y los Cardozo en Quebrada San Andrés. Otras familias, como los Palacios, Cruz y Rojas,
habrían llegado a fines del siglo XIX a la zona de Río Jorquera y sus tributarios.
Dentro de los efectos de la promulgación de la Ley 19.253, llamada Ley Indígena el 5 de octu-
bre de 1993, se encuentra el reconocimiento de la existencia, por parte del Estado de Chile,
de un conjunto de etnias indígenas, entre las que se cuenta el pueblo Colla. Este hecho ha
significado el punto de partida a un proceso de configuración y reconfiguración identitaria
que aún no tiene, a mi juicio, un panorama definitivo. Uno de los aspectos más interesantes
de este proceso se relaciona con la ritualidad, y los espacios y elementos con que esta se de-
sarrolla. A través de este trabajo se pretende mostrar algunas experiencias en este sentido.
Cuando hablamos de artefactos, pensamos en objetos, tomándolos como ingenios que son
propios de un grupo o una cultura, sin pretender dar un carácter peyorativo al término. En
este sentido, al hablar de artefactos, fundamentalmente, haré relación con objetos, y fun-
damentalmente, lugares, realizados a partir de un imaginario aun en construcción, y por lo
tanto, disímiles y variables.
63
Colección Etnografías del Siglo XXI
Apacheta
En algunos sectores Collas encontramos unos promontorios de piedra que sirven como luga-
res de rogativa a la Pachamama, llamados Apachetas. Estas son descritas por Alfredo Gahona
como un “promontorio de piedras y rocas. (…) Este altar simboliza a la Naturaleza y ha sido
objeto de amplia difusión entre las culturas precolombinas” (Gahona, 2000: 7).
3
En la cuenca del Río Jorquera , en el sector de Cuestecilla, sobre una loma de pendiente
discreta, ubicada al costado del camino internacional hacia Pircas Negras, y a más de 2400
mts de altura, se encuentra una Apacheta. Esta Apacheta es el lugar en donde realizan sus
ceremonias los miembros de la “Comunidad Indígena Colla Río Jorquera y sus Afluentes”.
Fue para la celebración del año nuevo indígena del año 2002, en que tuve la oportunidad de
concurrir a Cuestecilla a participar de dicha celebración. Fue ahí en donde pude observar una
rogativa en la Apacheta. En la noche del sábado 22 de junio, vi a Zoilo Gerónimo dirigir la
rogativa a la Pachamama por el éxito de la comunidad.
Dos años después, visité la Apacheta, y al participar de la rogativa, hecha esta vez al atar-
decer, me encontré con algunos cambios en ella. Tres círculos concéntricos, hechos con
piedras la rodeaban, el primero de color rojo, el segundo amarillo y el tercero blanco. Nolfa
Palacios, en ese entonces presidenta de la comunidad, y artífice de esta “innovación” nos
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Etnografías Mínimas
dice que “los tres círculos son impar… los tres círculos para mí, para mi gente representa que al
tener 3 círculos estamos quedando impar, y como en todo orden de cosas, tres son mejor que dos, y
al estar dentro del primer círculo es como que tú tienes el respeto a la petición que tú mismo vas
a hacer, que ahí va a estar la persona indicada para hacer la ceremonia, para hacer la petición…
la persona que hace las rogativas… en conjunto, es don Zoilo Gerónimo conmigo… al estar dentro
del círculo rojo tenemos que reconocernos antes de entrar que somos personas comunes, y que a
la vez con mucho respeto podemos hacer una rogativa… y el color rojo, que es de este círculo…
con el color rojo mismo es que estamos nosotros como avivando la energía que necesitamos en el
momento para hacer la rogativa, y a la vez el amarillo nos protege en el segundo círculo, de las
personas que están… en ese círculo van a estar apoyándonos, van a estar con respeto y recibiendo
la energía que estamos dando a través del círculo amarillo que queremos, entre paréntesis, como
bajar los colores del sol. Bueno, y al estar todos dentro del círculo blanco… estamos manifestando
de que al estar dentro de ese círculo estamos con pureza, con respeto, con seriedad y que en este
momento ponemos el corazón de lleno a la madre tierra para que nos escuche y nos pueda proteger
y cubrirnos con su viento… el sol con sus rayos, y ella misma en su seno”.
De vuelta en el sector El Bolo, a fines del 2005, Juan Pérez Bordones y Humberto Bordones,
integrantes de la comunidad, me mostraron su apacheta, la cuál domina sobre el lugar en
donde se realizan sus rituales las gentes de la comunidad. Esta apacheta es diferente a la
anterior. Consiste en un pequeño promontorio de piedras, pero con un espacio interior, en
donde se depositan las ofrendas. Juan Pérez Bordones me explica que “la apacheta es un lugar
donde se hace ofrendas, se piden y se dejan cosas en el medio del podríamos decirlo en el centro de
la apacheta. Hay cosas, como decir hay dos formas como pedirlo la apacheta, uno deja su ofrenda y
pide para uno o lo pide a voz alta que todos sepan lo que uno está implorado, es más que nada una
iglesia. Yo creo, o sea para mí, para mí la apacheta yo creo que es como una devoción de una, de un
Santo, de una virgen, o algo así, así lo creo yo. La apacheta, por que esto es algo de nosotros, nos
dijeron como eran y yo las he visto posteriormente, he visto la de Potrerillos, he visto las que están
al otro lado, como ser en la Laguna Santa Rosa, las apachetas existen, pero las apachetas son algo,
creencia de uno y es algo espiritual, ya algo espiritual que como que concentra su espíritu y lo deja
y como que lo maneja, entonces uno llega a la apacheta, no se si fijaron, es según como tome las
cosas, si lo toma con agrado, con respeto, porque siempre va tener ese agrado y ese respeto y si lo
va a tomar como una chacota y como una charla, y siempre va a ser como una charla y no es nada,
pero para mi la apacheta es algo muy sagrado”.
Apacheta
65
Colección Etnografías del Siglo XXI
66
Etnografías Mínimas
Es innegable que la devoción hacia los seres queridos ya fallecidos es un hecho de tremenda
trascendencia para los vivos. Los Collas no escapan a esta tradición. Desde antes del inicio
del proceso de constitución de las comunidades, en 1994, los Collas recuerdan el día de Di-
funtos como una de sus tradiciones más importantes. Así lo evoca Margarita Bordones, de
la “Comunidad Colla Comuna de Copiapó”, quien dice que aparte del Floreo y la Señalada,
en su niñez, “celebrábamos solamente el asunto para el 1º de noviembre, si uno no puede ir al
cementerio, a Paipote… si no bajaba uno, le prende velas a las ánimas no más, a sus antepasados”.
Esta costumbre de encender velas a las ánimas, al no poder bajar al cementerio en Paipote,
genera hoy un fenómeno curioso y poderoso en esta comunidad Colla.
Resulta curioso que tras mucho tiempo de no haber cementerio en el sector, de tener que ir
a Paipote a visitar a sus difuntos, hoy en día se disponga de un cementerio y además sólo sea
ocupado por las gentes de la Comunidad Comuna de Copiapó. Candelaria Cardozo, viene en
nuestra ayuda y nos aclara que “cementerio no va a encontrar, le digo altiro, hay un cementerio
(…) entonces arriba hay un cementerio, a mí no me gusta la mentira, hay un cementerio donde no
hay un… este… muertos, una piedra acá con una coronita con un nombre escrito, pero eso es ima-
ginario, no hay ninguna persona ahí, no hay ningún huesito ahí, entonces eso yo encuentro de que
es un cementerio… para mí es falso, yo soy de allá, hay mucha gente ahí mismo con sus nombreci-
tos, ahí que puede estar hasta mi papá lo han colocado pero yo no voy y lamentablemente es eso lo
que hay. Yo nunca le preguntado (a Juan Pérez), pero no sé cual es la idea, porque si bien es cierto
ellos van para allá, ellos hacen ceremonia para el 1º de noviembre y la van a hacer ahí, no si será
su forma para conectarse con los espíritus, pero para conectarse con los espíritus no necesitas un
cementerio donde no hay nada, donde hay puros nombres, para mí no es eso. Porque si yo necesito
conectarme con mi padre o quien sea, tengo que hacerlo en otra forma, para mi manera de ser es
de otra forma, eso no lo entiendo, no lo entiendo, no sé”.
Extraña forma de evocar y dialogar con los difuntos la que críticamente nos muestra la Sra.
Candelaria. Juan Pérez Bordones, unos de sus artífices, nos entrega el sentido que para ellos
tiene. Cuando le pregunté a don Juan quiénes eran las personas que estaban enterradas,
me dijo que “no, no hay nadie ya, el cementerio es una cosa recordatoria, nosotros hemos hecho
ese cementerio pensando en que tenemos todas las almas, las tenemos aquí, todas las almas las
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Colección Etnografías del Siglo XXI
tenemos ahí nosotros, aunque estén sepultadas por allá, en distintos lados pero nosotros espiri-
tualmente los tenemos ahí, vamos les hacemos ceremonias, rogativas… siempre lo hemos hecho,
en ese cementerio, desde que se hizo el cementerio, en el año 1998, todos van. Jesús Cardozo, ella
como es la guía espiritual, dirige la ceremonia. Ella invita a todos los espíritus que están ahí, en
una mesa grande almorzamos todos juntos, y le servimos a ellos en un plato y cada cual le convida
a ellos, después al final de la ceremonia eso se entierra en una parte sagrada, en la tierra, hay todo.
Después ayudamos a tapar, porque todos estamos cooperando en despedir a los espíritu, ahí ella
les da la soltura, no se van a dejar allá pero si ella les da la libertad, me voy a desviar un poquito,
donde vivimos cierto el aniversario del fallecimiento de mi tío Paulino, fuimos primero al cemen-
terio, fuimos allá y allá la Jesús hizo la ceremonia y lo invitó para que viniera acá para hacerle una
ceremonia, en el aniversario de su fallecimiento y son así las cosas, entonces todas esas cosas que
uno las aprende. A mi me conversaba mi señora, de que su abuelita de ella, (…) dice que le hacia el
día 1º de noviembre a la animita o si había alguna animita ahí, dice que le hacia, una casita, una
casuchita así y ahí le servia los platitos con comida, y ahí quizá le pedía y le prendía velitas así que
así lo hacia y ella estaba chica también, es que esas son tradiciones de toda una vida”.
Finale
Referencias bibliográficas
BENGOA, J. (comp.) (2004) La Memoria Olvidada. Historia de los pueblos indígenas de Chile. Santiago: Cua-
dernos del Bicentenario, Mideplan.
GAHONA, A. (2000) Pastores en los Andes de Atacama: Collas del Río Jorquera. Museos, 24: 6-9.
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Etnografías Mínimas
Luis Campos
Presentación
El área de estudio comprende hacia el Océano Pacífico la llamada Costa Chica de los estados
mexicanos de Oaxaca y Guerrero y más específicamente a las poblaciones consideradas ne-
gras en los límites costeros del Estado de Oaxaca. El inicio de esta investigación se remonta a
mi llegada a México donde comencé mi trabajo de campo con indígenas Mixtecos de Oaxaca,
conducente a mi tesis doctoral. Patrocinado por el Instituto Nacional de Antropología e His-
toria (INAH), me incorporé al Proyecto sobre Configuraciones Etnopolíticas y Autonomías
Indígenas, coordinado por Miguel Bartolomé y Alicia Barabas. Entre otros aspectos, este
proyecto contemplaba una visión etnográfica de los 14 grupos étnicos indígenas del Estado
de Oaxaca, más una monografía sobre los Negros de la Costa, que pocas veces habían sido
contemplados a la par con las poblaciones indígenas y con similares padrones de análisis.
Este cuestionamiento académico y comprometido acerca de las autonomías centraba su ob-
jeto en la búsqueda de padrones culturales específicos a cada uno de los grupos étnicos.
Se debía pesquisar sobre la relación de las poblaciones con determinados territorios, las
formas rituales, de organización política, cada grupo étnico entendido como grupo etnolin-
güístico, con supuestas homogeneidades culturales que podrían o no sustentar propuestas
69
Colección Etnografías del Siglo XXI
Para salir del enredo me dispuse a etnografiar el mismo proceso de “etnografiar buscando
identidades”. De acuerdo con mi propio proyecto de doctorado que cuestionaba las identi-
dades mediante un análisis de la relación actual existente entre las categorías étnicas, sus
clasificadores y las poblaciones que estaban siendo aludidas a través de su uso, me propuse
hablar sobre los negros, según me había sido encomendado, procurando desde el inicio el
contraste entre las visiones externas y presumiblemente internas a los mismos negros. El
problema es que, como mostraré más adelante, la misma idea de negro mexicano y oaxaque-
ño era la que se estaba construyendo y trabajos como el mío estaban muy a tono por un lado
con una intención estatal de definir más precisamente a ese extraño universo ahora visibi-
lizado, y por el otro, estaban a la par con las nuevas organizaciones surgidas y con algunos
individuos “negros” que estaban comenzando a levantar una identidad de Negros o Morenos
de la Costa Chica de Oaxaca.
Los esclavos africanos llegan a México con el mismo Cortés en 1519, estando registrado que
fue un negro que venía con viruelas el que habría provocado la primera gran epidemia que
diezmó a la población nativa. Siendo el país indígena y mestizo por excelencia, no hubo en
los inicios de la República Mexicana el espacio para aceptar lo que Gonzalo Aguirre Beltrán
70
Etnografías Mínimas
denominará en los años 50 la Tercera Raíz de un Estado Nación, hasta entonces considerado
como una sociedad dual compuesta por indios y ladinos (Aguirre Beltrán 1991: 120). Y ésto
no fue porque el volumen de población negra africana y caribeña fuera reducido, ya que de
los dominios españoles, México fue el país que más población negra esclava recibió, sobre
todo a partir de la unificación de los reinos de España y Portugal y el traspaso del estanco
(monopolio del tráfico) a los tratantes portugueses y sus conexiones comerciales en el África
Bantú.
De esta manera, sólo a finales del siglo XX México comienza a pensar que el poseer herencia
africana es algo que puede ser rescatado identitariamente por el grupo que detenta el poder.
Las condiciones de modernidad estimulan el reconocimiento de componentes multicultu-
rales en cada Estado-Nación, sobre todo en México, que desde 1994 con el alzamiento de
Chipas, se había visto obligado de mirar su lado indígena. Para esta tarea se diseña una polí-
tica en donde el Instituto Nacional Indigenista (INI) y el Instituto Nacional de Antropología
e Historia, además de las instituciones estatales encargadas de la cultura, como el Instituto
Oaxaqueño de Cultura, comienzan a promover esta nueva identidad, vinculada a aspectos
folklóricos que vendrían a reafirmar la identidad, en este caso del mismo Estado de Oaxaca y
abrir así otra fuente de turismo, a la fecha el segundo ingreso que tenían después del dinero
que enviaban los migrantes en los EEUU y otros estados de México.
En este sentido, los discursos reivindicativos levantados por y para los indígenas llevan a
México a querer ver no sólo a los negros como formadores desaparecidos de su nación, sino
también como componentes actuales de este pluriétnico y paradisíaco lugar de relaciones
interétnicas, lo que debe confrontarse con el estereotipo que tenían hasta ese entonces el
hablar de negros y que se refería a mujeres exóticas y voluptuosas, calientes, según un mix-
teco de las zonas altas. También habla de basquetbolistas y futbolistas brasileños. Se los
considera alegres, pero violentos y en general en México no existían ese tipo de personas. En
1998, además, se estaba jugando la Copa del Mundo de Francia y era evidente que la pobla-
ción afrodescendiente estaba presente en muchas selecciones, lo que llevaba a la población
de estudio a preguntarse el por qué México no los incorporaba a su selección, sobre todo
cuando era vinculado con éxitos deportivos.
De esta manera, el Estado de Oaxaca y también México comienzan a interesarse por esta
nueva configuración etnopolítica que regionalmente puede tener un gran peso si es que al-
guna vez se aglutina la variable raza + cultura negra como un buen estandarte político. Por
ahora el Instituto Nacional Indigenista para cierto tipo de beneficios económicos que entre-
ga considera, por lo menos formalmente, a los negros como si fueran indios y los identifi-
ca como población afromestiza. Fueron los negros que comparten municipios con indios y
mestizos los que primero reivindicaron que ciertos beneficios debían ser ampliados a ellos,
la gente morena. En cuanto a los negros de la Costa Chica de Oaxaca, la mayoría de los mexi-
canos desconoce su existencia. Ya a nivel del Estado de Oaxaca comienzan a aparecer en los
bailes representativos de las zonas costeñas y son rápidamente incorporados en el folklore
regional. De pronto una identidad regional viene a incorporar a esta oculta cara mexicana
de contrabando a través de sus danzas y canciones, pero a diferencia de lo que sucede en
Veracruz, en que la identidad de Jarocho se sobrepone a las razas fundadoras, en Oaxaca el
71
Colección Etnografías del Siglo XXI
En fin, la ideología del mestizaje en México proponía la disolución de las identidades origi-
narias en la fusión de la raza cósmica, el Mexicano Mestizo y en la fusión de las tres razas.
Con esto México pretendía lograr imponer su ansiada homogeneidad racial y cultural. En
1997, además, la zona costera fue azotada por el Huracán Paulina causando muchos destro-
zos en los pueblos de negros. Fue sólo en ese momento que en todo México comienzan a
aparecer las caras morenas y los cuerpos sudorosos, según describía un periódico con moti-
Arriba, Niños en la Escuela; abajo Seminario sobre la situación de los afroamericanos en México,
a la derecha el autor del texto
72
Etnografías Mínimas
El ser costeño se formó por un aislamiento geográfico que produjo una sociedad pluriétnica.
El negro es visto muchas veces con el imaginario que proviene desde el mismo Estado-Na-
ción al que hice referencia. En la vida cotidiana de un Costeño (de la Costa Chica de Oaxaca
y de Guerrero) indígena o mestizo, siempre aparece un “moreno o negro”. Viven en deter-
minados pueblos de las planicies costeras o en sus lagunas, venden el pescado y cuidan de
las vacas. Las negras o morenas hacen el queso, aceite de coco, venden huevos de tortuga,
mascan tabaco en los zaguanes de sus casas y para tiempo de muertos y otras fechas rituales
danzan y se ponen máscaras, montan en caballos y bailan “chilenas”. En ese lugar la mayoría
de las personas no habla de “negros”. Ellos hablan más bien de morenos cuando se quieren
referir a los habitantes de sus propias localidades, lo que por un lado suaviza el africano
originario y por el otro vincula a estas poblaciones con la identidad genérica de muchos pue-
blos mesoamericanos que se dicen gente morena en contraste con los gachupines o güeros,
aquellos descendientes de los españoles o vinculados a las actuales poblaciones europeas y
estadounidenses.
En general se dice en la zona que los negros son flojos, que no hacen nada productivo para
vivir y que su economía consiste en obtener al momento lo que necesitan para su sobrevi-
vencia, sea pescar, bajar un coco o comer una banana. En general se piensa que ellos están
todo el día durmiendo en sus hamacas o bebiendo cerveza, lo que no deja de ser extraño al
ser pueblos pescadores que trabajan generalmente por la noche y descansan de día. Y aunque
mestizos e indios comen pescado fresco todos los días, continúan pensando que los negros
no hacen nada. Esto obedece claramente a la manera de conceptualizar la relación con el
trabajo y con el territorio, que es donde los tres grupos se diferencian. Los negros no están
atados a la tierra como los indios y eso, permite una mayor movilidad que ha determinado
un cuerpo de localidades que se podría decir son vistas regionalmente como habitadas por
negros o morenos. Los indios viven dedicados a sus ancestrales instituciones que marcan
también una diferencia étnica importante. Tienen mayordomías, representantes oficiales
(incluso en los municipios) y sistema de cargos, ejercen trabajo comunitario, se visten di-
ferentes y cultivan la trilogía mesoamericana. Los indios son vistos algunas veces como
blancos por los negros, lo que tampoco extraña si se piensa en las alianzas de los primeros
conquistadores hispanos en Tututepec con la nobleza entonces reinante que se cristianiza a
partir de 1522. Esos bien pueden ser los ancestros de los “indios blancos”, una categoría raras
veces encontrada.
La región se nutre por lo tanto de una experiencia de diálogo entre los descendientes de las
antiguas castas y produce además de los intercambios comerciales y alianzas matrimoniales
ocasionales, algunos meta-diálogos a través de bailes que representan a los otros de manera
ridícula y burlesca. Existe así, una constante referencia a los tipos puros de indios, negros y
mestizos y, si bien ellos saben que no existe nadie totalmente puro, construyen el imaginario
regional en las diferencias entre los tres grupos.
73
Colección Etnografías del Siglo XXI
Los negros identitariamente aparecen por primera vez como grupo organizado en 1822 cuan-
do demandan apoyo a sus reivindicaciones, fundamentalmente por tierras, a cambio de ser-
vir a la causa independentista. Antes de eso, en La Colonia, los negros sirvieron de ejecuto-
res de la violencia de los blancos contra los indios sobre todo como capataces, y hace sólo
50 años atrás fueron protagonistas de la violencia entre los “caciques” de la zona y el resto
de la población. Los negros vistos como feos, sudorosos, cargando un machete, con las ropas
harapientas es una imagen tan arraigada que hasta en sus mismos bailes ellos se represen-
tan de esa manera. No es sólo una transferencia o incorporación de una imagen externa del
negro ya que efectivamente eran parte de cuadrillas y brozas de asaltantes famosas hasta
la actualidad. Es esta población la que en los años de mi etnografía se hacía conocida por
sus músicas y bailes, reivindicando una identidad de negros a través de una asociación civil
coordinada por un padre negro de Trinidad y Tobago, quien ha sido fundamental para la ges-
tación y desarrollo de este movimiento identitario. Este padre cuando llegó a México hace
unos 20 años atrás fue destinado a una Agencia Municipal conformada principalmente por
afrodescendientes. Tanto por interés de su diócesis, como por intereses personales, se esti-
mó conveniente su presencia puesto que permitiría una mejor llegada de las ideas cristianas
y de la acción misionera en una zona increíblemente aislada del resto de la sociedad. Una
comunidad de negros, precisamente porque era negro. Sorprendentemente el Cura Glynn no
es aceptado en un la Agencia Municipal de destino, puesto que para ellos (los negros), no
existían curas negros. Producto de ésto, y sin abandonar su proyecto, se instala en un pueblo
cercano desde donde va a comenzar su trabajo misionero que ayudará bastante al surgimien-
to comprometido de la etnicidad afrodescendiente. Hoy en día organiza junto con gente de
todas las localidades la reivindicación de un espacio como pueblos negros, basado en toda la
ideología del panafricanismo caribeño. Si bien este llamado está teniendo repercusiones im-
portantes, siempre ellos, se autoidentificaron como Morenos y como Negros denominaban
a los “primitivos”. Y es que el imaginario de ellos mismos coloca en los más oscuros a los
más primitivos y en general son los del pueblo siguiente. Sus historias hablan no de África
originaria y sí de naufragios, a veces se reivindican como descendientes de los olmecas y
toltecas y reclaman porque no hay negros en la selección mexicana de fútbol.
Conclusiones
El juego identitario se dio en el diálogo de todas estas posturas que fui encontrando en mi
etnografía. Hablé con mestizos, indios y negros y les pregunté por sus categorías, asistí a
conferencias sobre las identidades negras que muchos amenazaban inventar y, sobre todo,
encontré a muchas voces que podían y efectivamente estaban entrando en diálogo directo
para intentar redefinir al Negro dentro de los nuevos cánones del indigenismo mexicano,
o mejor dicho ahora, de la pluralidad de culturas en que se quiere convertir México. En mi
caso, además, fui tratado con especial deferencia, puesto que mi calidad de chileno les pro-
vocaba interesantes respuestas. Desde principios del S. XIX habían llegado los bailes que
hoy se conocen como chilenas, al parecer una adaptación de la cueca de nuestro país. Des-
pués de casi doscientos años los bailes estaban plenamente incorporados en la ritualidad de
la zona, por lo que la llegada de un chileno era vista como la de una persona que venía desde
74
Etnografías Mínimas
los mismos orígenes míticos de la danza. Fui convidado a sus casas, se realizaron comidas en
mi honor y en general mi relación fue bastante satisfactoria lo que ayudó a la realización del
trabajo de campo. Al principio fui pasando de poblado en poblado buscando a los Negros de
Oaxaca, mientras que ellos me decían que en realidad eran Morenos y que los negros esta-
ban en el poblado siguiente. De esta forma, en una etnografía que se trasladaba en búsqueda
de su oscuro objeto, recorrí prácticamente toda la región, volviendo al punto de partida sin
haber encontrado Negros autoreconocidos. Todos era morenos, no obstante mi propia per-
cepción de la racialidad que como chileno cargo, me indicaba que desde el primero hasta el
último eran claramente afrodescendientes. En los dos años que duró mi estadía en México
visité varias veces los municipios y ya hacia fines de 1998 la situación estaba cambiando y
la identidad era más claramente negra. En conclusión, llegué a la Costa Chica por encargo de
proyecto del INAH. El INAH se informó de algunos eventos a través del INI y de proyectos
de difusión cultural. Me contacté con el encargado de cultura que me llevó al sacerdote de
Trinidad Tobago y a los pueblos negros. Otros investigadores estaban realizando sus pesqui-
sas y comenzaron a apoyar al movimiento negro y finalmente se produjo una interrelación
entre nuestras propuestas escritas y las necesidades de organización y visibilización que
ellos necesitaban. Incluso en algún momento mi propio accionar se vio directamente vincu-
lado a sus reivindicaciones, puesto que si yo recopilaba informaciones interesantes acerca de
su identidad, debía entregárselas de manera tal que estos datos fueran fuente futura de sus
propias reivindicaciones y demandas. Se llegó incluso a preguntarme por cual día sugería yo
para instaurar la celebración anual de los negros, recordando algún evento que fuera digno
de rememoración. En otro instante y luego del Huracán Paulina, me tocó vivir con ellos
ese gran desastre y luego viajar desde la capital del Estado con apoyo en comida y ropa que
fuimos dejando de poblado en poblado. Ellos me apoyaron porque vieron la posibilidad de
tener en una visión monográfica acerca de lo que ellos mismos querían representar. El INAH
como representante del Estado mexicano también cumplía su objetivo y, por último, los an-
tropólogos conseguíamos fraguar nuestros proyectos personales sin sólo hacer formas aca-
démicas. En suma, una etnografía cuyos sujetos de estudios estaban más allá de las propias
comunidades de estudios y en donde todos, incluyendo al antropólogo chileno, cooperaban
para la definición identitaria y los nuevos marcos del multiculturalismo mexicano.
Referencias bibliográficas
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Colección Etnografías del Siglo XXI
CAMPOS, L. (1999) Negros y morenos. La población afromexicana de la Costa Chica de Oaxaca. En Barabas,
A. y M.A. Bartolomé (eds) Configuraciones Étnicas en Oaxaca. Vol. II: 145-182, México: CNCA/INI-INAH.
CARDOSO DE OLIVEIRA, R. (1976) Identidade, Etnia e Estrutura Social. São Paulo: Pionera.
MARCUS, G. (1991) Identidades passadas, presentes e emergentes: requisitos para etnografía sobre a moder-
nidade no final do século XX ao nível mundial”. Revista de Antropologia, 34: 197-221.
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Etnografías Mínimas
INOCENCIA INTERRUMPIDA
O LA ANTROPOLOGIA AT HOME EN CASA
Desde hace varios años, las oficinas de la Escuela de Antropología en Santiago de la Uni-
versidad Bolivariana están ubicadas en el segundo piso de una vieja casa del barrio Yungay.
Las dos plantas tienen techos bastante altos, como suelen encontrarse en edificaciones de
la época, por lo que para acceder al segundo piso (si no se intenta hacerlo escalando las
paredes) es necesario subir por una larga escalera de madera -de verdadera y real madera
arbórea-, lo que no constituye mayor obstáculo para nuestros visitantes (si se está en buenas
condiciones de salud), afortunadamente, en algunos casos y desafortunadamente en otros.
Así, durante el transcurso de una investigación sobre los habitantes de hospederías del ba-
rrio, uno de los sujetos del estudio subió e interpeló a los antropólogos co-laborantes. Que-
ría ser entrevistado. Esa vez, pues, en lugar de ir los entrevistadores tras los entrevistados,
como es más frecuente en antropología, uno de éstos iba en pos de aquéllos. En vez de ir tras
1
los hechos, los hechos venían a los antropólogos o, más bien, se precipitaban sobre ellos .
Según escriben los que saben, algunos “informantes” lo son porque, no formando parte de la
corriente principal en sus comunidades, consideran que su colaboración, complicidad o cer-
canía con los investigadores foráneos puede reportarles algún beneficio, no necesariamente
económico (salario) sino en términos de prestigio local. Otros motivos eran, como luego se
descubrió, los que guiaban la conducta de ese voluntarísimo entrevistado: necesitaba avales
para ser admitido, en estado de semi intemperancia, en un centro de atención de salud y
los “tíos” (léase antropólogos) parecían cumplir con los requisitos, tal como él los entendía.
Los recursos sociales y materiales (uno de los tíos disponía de un vehículo, que terminó
haciendo las veces de taxi-ambulancia) eran, para el presunto sobrino, parte de los recursos
del mundo, al alcance de quien pusiera un pequeño esfuerzo; en cierto modo, eran como las
hospederías, la residencia en las cuales es esporádica para los habitantes de la calle.
1. El examen de este caso fue expuesto por Leonardo Piña y Rodrigo Maturana, dos de los protagonistas, como
ponencia en el V Congreso Chileno de Antropología de 2004. Leonardo Piña escribío un artículo sobre el
mismo tema, inédito.
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Colección Etnografías del Siglo XXI
La etnografía, en tanto trabajo de campo, desbordó sus lugares establecidos –calles, plazas,
hospederías del barrio y alrededores- traspasando los límites e instalándose, querámoslo o
no, en las áreas de gabinete.
El segundo cuento fue aún menos voluntario por parte de quien esto escribe; al menos, no
formaba parte, directamente, de una investigación determinada. Indirectamente, sin embar-
go, se relacionó con dos actividades que en ese tiempo estaba llevando a cabo: una investi-
gación y la lectura de un libro en cuyo lanzamiento sería presentadora.
Había mantenido una conversación relativamente extensa con una alumna; luego, retomé la
lectura del texto a presentar. Al poco rato, en lo que podría ser concebido como el equilibrio
de las cosas, casualmente me tocó recibir la visita de un nuevo interlocutor, un dirigente in-
dígena. Dejando otra vez de lado el libro, me dispuse a atenderlo, ya que el colega con quien
él quería contactarse no se encontraba en la oficina. Le ofrecí un té de hierbas (mi cortesía),
que finalmente no tomó (su cortesía quizás llegaba hasta aceptarlo), lo que me proporcionó
la oportunidad de conversar.
Entre otros temas, hablamos sobre hierbas. Regalándome un puñado de hojas de coca, me
contó acerca de un seminario internacional al que había asistido, donde se habían discutido
sus numerosas propiedades y los problemas que ha acarreado la visión externa, especial-
mente de USA, en su versión negativa de clorhidrato de cocaína, que oscurecía la versión
positiva alimentaria, de salud, sacra, propia de los pueblos andinos. Fue ocasión de recibir
una clase magistral acerca de la planta y sus beneficios, desde la perspectiva indígena y
científica, explicándome yo esta última apelando a una aún vigente concepción de la ciencia
como criterio legitimador del discurso. Porque, para mí, obviamente su percepción interna
era suficiente validación.
De este tema relativamente neutro, pasamos a un tópico bastante más delicado, según resul-
tó: la relación pueblos indígenas – Estado chileno – globalización. Dado que estas vincula-
ciones son de mi interés en general, y en particular debido a la lectura y a la investigación en
marcha, insistí, planteando algunas preguntas y comentarios. En ese momento, la conversa-
ción casual empezó a correrse en el espectro, tendiendo aceleradamente hacia la entrevista
etnográfica. Son sesgos y debilidades profesionales.
El asunto se fue poniendo espinudo, y me temo que las espinas del asunto sólo me tocaron
a mí. Mientras iban surgiendo y expresándose las ideas, mi informal entrevistado fue apro-
piándose del espacio, con amplios movimientos de brazos que parecieron agrandarse hasta
alcanzar la extensión de las alas del cóndor –subtema que, de alguna manera también se
tocó-, y con su voz, que fue creciendo en volumen e intensidad. Y si cuando llegó su estatura
era aproximada a la mía, paulatinamente había ido aumentando en la misma medida en que
yo había ido encogiéndome en mi silla. El corazón empezó a latirme cada vez más fuerte, se
me fue agolpando la sangre en los oídos, comencé a notar un estrechamiento del campo de
la visión. Como pude, sacando fuerzas de flaqueza, intenté una débil defensa: si bien él tenía
razón en lo que decía, yo no sólo no era conquistadora española ni colonizadora ni miembro
del Estado represor (vía la elite gobernante) sino que, además, tenía a mi favor unos salvado-
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Etnografías Mínimas
res parientes indígenas, parientes políticos en verdad, pero parientes al fin. Porque la falta de
identidad de los chilenos -no indígenas- que pasaba por el no reconocimiento de los paren-
tescos indígenas ancestrales que todos tenemos y por el propósito de ser una copia infeliz
de Europa, no podía serme achacada así tan fácilmente, ya que suponía disponer de antepa-
sados indígenas indoamericanos y negroafricanos, aunque no tenía manera de probarlo en
ese instante, pero otra cosa eran esos parientes de absolutamente reconocido linaje indígena.
Sin embargo, mi defensa fue insuficiente e, incluso, peor que si me hubiese quedado callada.
Estos parentescos fueron desechados con un simple movimiento de la mano = no valen nada.
No resistían la comparación con la pertenencia directa a un pueblo imperial, que dominó
hasta Chiloé por el sur, “y cuyas obras sólo son comparables con las de los grandes imperios de la
Antigüedad mundial y con las de los demás imperios americanos”. No se pueden comparar peras
con manzanas; no, no se pueden comparar manzanas con bolitas de dulce, o con lo que sea
que se ponga en el otro extremo de la comparación. Mis indígenas eran insignificantes. Va-
gamente, con la mente convertida en una especie de nube, pensé en lo polémicas que podrían
ser estas opiniones en una reunión entre miembros de pueblos originarios.
Después de eso, apabullada, poco y nada me quedaba por decir. La conversación se transfor-
mó en un monólogo y mi participación se limitó a escuchar y asentir, cuando me era posible.
Pero el papel del antropólogo es justamente ése, de acuerdo a los manuales que, por otra
parte, no suelen mencionar las violentas emociones que pueden dejarnos sin piso cuando,
inocentemente, nos dejamos arrastrar por la exuberante pasión por conocer, en una desvia-
ción etnográfica en que el terreno se ubica dentro de nuestra oficina.
Una vez tratados los tópicos que parece había que desarrollar -en la mejor tradición de la
entrevista espontánea no dirigida (al menos, no dirigida por esta etnógrafa)-, la visita ter-
minó. El visitante volvió a adquirir su estatura y volumen iniciales, recuperé los míos, me
dejó su tarjeta y se fue.
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Etnografías Mínimas
INSTANTÁNEAS DE CUASIMODO:
Una Etnografía de la fiesta en la comuna de Pudahuel
La fiesta de Cuasimodo o Correr a Cristo, es una antigua tradición que se lleva a cabo una se-
mana después del Domingo de Resurrección, día que pone fin a la Semana Santa. El domin-
go de Cuasimodo, el sacerdote sale acompañado de huasos a caballo a entregar la comunión
a los enfermos impedidos de asistir a la parroquia.
La Partida
Al fin llega para los cuasimodistas el ansiado día. Luego de meses de reuniones, rifas, charlas
pastorales y los siempre presentes conflictos, se agrupan en el exterior de la parroquia San
Luis Beltrán. Es el comienzo de una larga jornada que terminará pasadas las 18:00 horas.
Oficialmente Cuasimodo “arranca” con la celebración de la misa a las 8:30 horas. Sin em-
bargo, desde la madrugada los cuasimodistas llegan hasta las puertas de la iglesia junto a
sus caballos, carretones, bicicletas, autos, camionetas, amigos, familiares y vecinos. Ocupan
todo la calle San Pablo, sorprendiendo a los pocos automovilistas que pasan a esa temprana
hora del día domingo. La actual parroquia San Luis Beltrán -construida en el año 1940 a una
1
costado del antiguo camino a Valparaíso , hoy avenida San Pablo- abre las puertas y los
feligreses ingresan al recinto. Los más devotos organizan rápidamente el rosario. En silencio,
los cuasimodistas pasan a la iglesia; sobresalen con el traje de huaso, el pañuelo en la cabeza
reemplazando al sombrero y la esclavina sobre los hombros. El sonar de las espuelas irrumpe
en el templo, mientras escuchamos los misterios gloriosos del rosario: “Ave Maria Purísima,
sin pecado concebida…”.
Al llegar la hora señalada para la misa, un grupo de cuasimodistas ingresa al templo y otro
espera en el exterior, arreglando los aperos, terminado de adornar los carruajes y conversan-
do con los amigos de la larga jornada que se avecina. Los niños y niñas juegan alegremente en
las bicicletas adornadas con los colores papales -blanco y amarrillo-, mientras los últimos
vecinos aceleran el paso para llegar a ceremonia religiosa.
1. El terreno donde se emplaza la iglesia, era una antigua cancha de carreras de caballos donado por la familia
de Pedro Farias al párroco Abdón Silva en la década de 1940.
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Colección Etnografías del Siglo XXI
Bendición en el Altar
La celebración comienza con la misa. A través de esta ceremonia se imprime el sello religioso
que inspira y guía la festividad. En silencio y con respeto, quienes corren a Cristo escuchan
las palabras del sacerdote respecto a su deber como católicos al recorrer las calles y senderos
llevando la comunión a los enfermos y ancianos, portando cruces y banderas papales.
El sacerdote, encargado de transportar el cáliz con las hostias consagradas y entregar la co-
munión, puede delegar sus funciones en un asesor pastoral o ministro de comunión, quien
enfrenta esta misión con gran solemnidad, recibiendo la bendición del sacerdote, para que
la jornada se desarrolle sin inconvenientes. Tomando entre sus manos, cuidadosamente, el
copón dorado envuelto en un delicado pañuelo blanco, inicia el trayecto.
El Recorrido
Alrededor del carruaje que lleva al Santísimo, se forma un grupo de seis a siete cuasimodis-
tas, cada uno con funciones y tareas especificas. El coche berlina tiene más de un siglo y es
conducido por Pablo Portugués por cerca de 30 años. A su lado el librea, responsable en las
detenciones de abrir y cerrar la puerta del coche, ayuda a quienes van en el interior. Hay dos
rezadores, que constantemente elevan la voz y agitan una campanilla, para decir la oración:
“Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos; llenos están los cielos de la majestad de vuestra
gloria”; y los demás contestan: “Gloria al Padre, Gloria al Hijo, Gloria al Espíritu Santo”. El
presidente de los cuasimodistas y dos jefes de grupo, serán los responsables de chequear el
ritmo que llevará la comitiva y confirmar las visitas a los enfermos. Constantemente, avan-
zan y retroceden, para velar por el transcurso normal de la ceremonia.
Recorre la procesión la calle El Tranque, que separa el sector antiguo y nuevo de la comuna,
Al oriente, las poblaciones Cooperativa Alberto Cañas, Villa Santa Laura, Santa Teresita y
por el poniente, El Comendador. En la Villa Santa Laura, algunos vecinos señalan “toda la
vida se ha juntado aquí la gente a recibir a Cuasimodo”. El ministro de comunión comenta al
llegar a una vivienda, cuya familia ha levantado un altar: “Yo había venido a encontrarme con
algún enfermo. ¿Nadie?, Entonces les damos una bendición a todos, ¿está bien? Para todos ellos
pido a nuestro Señor Jesucristo que nos acompañe, Señor todopoderoso, bendice a estas señoras,
bendice a toda esta familia que se ha encontrado acá”. Posteriormente, ingresa a la población
San Pablo, con estrechas calles, viviendas de fachadas continuas y deterioradas por el paso
del tiempo, reciben las constantes jaculatorias que pregonan los jinetes ¡Viva Cristo Rey¡,
¡Viva Cristo Rey¡.
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Colección Etnografías del Siglo XXI
Diversos altares tienen las viviendas que visita el ministro de comunión. En uno de ellos, un
vecino cuenta “el altar del frente es de la Virgen, ahí bendicen a la virgen y a las guaguitas, antes
había una abuelita que organizaba todo, pero falleció, sólo están los retratos”.
La decoración de los altares queda supeditada sólo a la imaginación de quienes los hacen,
encontrándose algunos muy atiborrados de iconografías y otros más sencillos. En general,
pueden dividirse los adornos en tres tipos: religiosos, folklóricos y objetos personales. Los
primeros corresponden a imágenes de santos, cruces, retratos de Jesús, la Virgen, el Papa,
así como a los símbolos propios de la liturgia: la Biblia, el pan, el vino, el agua. En el segundo
caso, los elementos folklóricos se relacionan, en esencia, con la presencia de banderas chile-
nas, remitiendo al origen rural de la celebración, a la tradición del huaso y a todo aquello que
identifica a Cuasimodo como una fiesta propia del campo chileno. Finalmente, en algunos
altares puede observarse fotografías familiares, recuerdos de bautizos, primeras comunio-
nes. Estos objetos hablan de la tradición religiosa de quienes participan en la festividad, de
su pertenencia natural a la familia católica que se reúne en torno a la resurrección de Cristo.
Un vecino comenta sobre la celebración: “Es más que nada por la resurrección de Cristo, porque
es una manera de agradecerle a Dios el haberlos salvado a todos de la maldad…”.
La Comunión
La columna entra a la calle Luis Beltrán e inmediatamente comienzan los ritos de Cuasimo-
do. La comitiva se desvía hacia un altar, el cual anuncia que el coche debe detenerse. En el
exterior de una vivienda, tres mujeres esperan desde temprano la visita. Acompañadas de un
sencillo altar, constituido por una mesa, una Biblia, un crucifijo y un cirio encendido, la más
anciana recibe la comunión de la jornada y agradece la visita efectuada.
Unas calles más allá, un hombre de unos 40 años abre la puerta de una modesta vivienda
en calle Victoria. En su interior, una mujer anciana, en actitud de respeto y recogimiento,
recibe la comunión. Rápidamente, se retira el ministro de comunión, en busca del próximo
enfermo, mientras los rezadores, pregonan: “Santo, Santo, Santo es el Señor de los Ejércitos;
llenos están los cielos de la majestad de nuestra gloria”.
A las 18: 00 horas los cuasimodistas marchan por avenida San Pablo y detienen la comitiva
frente a la Virgen de los viajeros, ubicada en la calle San Luis con San Pablo. Esta antigua
imagen, protegía a quienes hacían el trayecto Santiago-Valparaíso, señalando que estaban en
la aldea Las Barrancas, próximos a la parroquia San Luis Beltrán. El ministro de comunión
desciende del coche y realiza la bendición de la Virgen.
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Etnografías Mínimas
DIARIOS DE MELINKA
Mauricio Osorio
El ejercicio de redactar notas de campo, que dan cuenta de mi experiencia como observador
de los “estilos de vida” de pueblos y localidades (como nos invitó a decirles el antropoeta Juan
1
Carlos Olivares), lo he comenzado no hace mucho tiempo . No pretenden estas notas formar
parte de trabajos de campo sistemáticos y dirigidos por alguna pauta investigativa, aunque
muchas de ellas se centran en temas que me interesan como antropólogo: la construcción
de los espacios destinados a los muertos, los discursos sobre la identidad, las estéticas y
tecnologías locales en el ámbito de la creación. Temas diversos, desconectados a primera
vista, pero que en determinados momentos (el tiempo se nos aparece) o en lugares precisos
(el espacio interviene) se encuentran y entremezclan, se potencian, se anulan quizás.
Los invito a conocer retazos de cotidianos regionales, que recogen acontecimientos parti-
culares: el vuelo de un alma que abandona a los vivos, los gestos de un grupo de mujeres,
los gritos de niños(as). Otros quedaron ocultos o simplemente dejaron de existir (pero les
aseguro que existieron, porque estuve allí, como dicen los etnógrafos, aunque en ellos no
existí).
1.Cabe mencionar aquí que tal referencia temporal alude al año 1999.
2. Melinka se ubica en el Archipiélago de las Guaitecas, extremo noroeste de la XI Región de Aisén. Es la ca-
pital de la comuna de Guaitecas y una de sus dos localidades.
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Colección Etnografías del Siglo XXI
destrozos de parte de animales y de los vivos también. Algunas tumbas son relativamente
recientes: 1993 ó 1995 por ejemplo. El recinto tiene un cierre perimetral de malla con una
puerta metálica en el límite sur. El cerco que cierra el cementerio por su costado oriental es
de calamina y colinda con una multicancha de básquetbol y baby fútbol.
Ya instalado en el pueblo, consulto a algunas personas sobre el panteón, y me dicen que fue
abandonado como lugar de sepultura a causa de las subidas de la marea que lo tapaba casi
por completo durante la época invernal. “No es posible enterrar más gente porque los deudos no
pueden ir a visitar las tumbas después” me comenta una mujer.
Sin embargo, creo que podría haber otras razones también, porque al hacer la misma pre-
gunta al locutor de la radio que por todas las referencias que traía desde Coyhaique, debería
conocer relativamente bien la historia y el acontecer del pueblo, me respondió en un tono
misterioso que “no sabía” la causa del abandono de este cementerio. Tomo 4 fotografías
aunque ya no recuerdo bien, quizás fueron más.
Para los melinkanos (así decido denominarlos a partir de los términos que le he escuchado
a mi amigo y colega Gonzalo Saavedra), el pueblo se organiza espacialmente en tres sectores
que mencionaré siguiendo una orientación Este a Oeste:
Sector Arena: desde la margen Este de la isla hasta la calle Lagreze o la rampla Este del pue-
blo (¿será la rampla principal?). Otras personas lo delimitan en calle Taumapu por el Oeste.
Y desde la costanera Huilliches y Sur hasta calle Leucayec al Norte. En este sector está el
cementerio sin uso (27 de agosto de 2005: debería aquí decir en desuso).
Sector Centro o Central: entre calle Lagreze y calle Coquimbo de Este a Oeste y desde la
margen Sur de la isla hasta el sector alto recientemente poblado.
Sector Estero: entre calle Coquimbo y calle Estero Álvarez de Este a Oeste y desde la margen
Suroeste de la isla hasta el final del estero hacia el Norte, bordeándolo en su ribera Este. El
cementerio oficial del pueblo se ubica en dicho sector. Actualmente está colapsado, y los
muertos se apiñan –me imagino- dentro de sus tumbas. “Todos parientes pues señor”.
Hoy a las 10:00 am hubo una muerte en “faena” de mar (se le denomina así a la jornada de
extracción de mariscos o pesca fuera de Melinka. Puede durar entre 20 días a 1 mes. La faena
ahora corresponde a la extracción de erizo). Era un joven buzo mariscador.
La lancha que traía el cuerpo recaló en la rampla de Costanera Huilliches como a las 4:20 más
o menos. Llegué al lugar, motivado por una escena de dolor protagonizada por una mujer que
lloraba desconsoladamente acompañada y sostenida por dos mujeres más. Y luego escuché
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Etnografías Mínimas
a unos niños comentando mientras corrían: “¡en la rampla hay un muerto chicos!”. El cuerpo
estaba en la cubierta de la lancha, tapado con una frazada y una lona amarilla... comenzaba
a llover sobre la isla.
***
Estoy en la Posta. Deben ser las 18:30 hrs. y comienza a oscurecer. Tres personas, dos muje-
res y un hombre, conversan sobre la muerte del joven. El hombre dice que la noche anterior
(quizás en la madrugada del martes) cantó insistentemente un gallo en alguna casa. Esa
situación era un anuncio claro de una desgracia, que las tres personas asumían tácita, pero
naturalmente como correspondiente a esta muerte.
Luego, una de las mujeres comenta que esa misma noche soñó que otra mujer (al parecer
pariente del difunto) se encontraba rodeada de flores. El sueño lo comentó con su pareja. En
la conversación que estoy relatando, la mujer asoció concretamente su sueño a la muerte.
Sueño premonitorio de desgracia.
El joven muerto se llama Leonel Lepio Maripillan, tenía 36 años y sus compañeros lo apoda-
ban “Mickey”. Era buzo mariscador y la causa de su muerte habría sido infarto bajo el agua
(entre los 6 y 15 metros de profundidad, según el decir de algunos hombres). Muchas perso-
nas sin embargo, comentaban que el joven había estado tomando mucho los días anteriores
y que se había embarcado borracho, por lo que es posible que se haya puesto a bucear todavía
con la caña.
10 de la noche. Viene llegando la lancha con el cadáver del joven fallecido, que aún después
de muerto, viajó de ida y vuelta a Quellón cruzando el temido Golfo de Corcovado, pues
debían realizarle la autopsia de rigor. Hay mucha gente en la calle y en la rampla. La noche
está muy oscura y mientras la lancha recala, la gente está expectante. Todavía está el arco
de ramas que recibió a San Pedro durante la procesión del 29 de junio. -Ahora recibirá al di-
funto -pienso. El ataúd es trasladado a una camioneta (municipal al parecer). La iglesia toca
sus campanas. Las mujeres familiares del joven lloran tras la camioneta, acompañadas por la
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Colección Etnografías del Siglo XXI
gente del pueblo. La camioneta rodea el arco de ramas de San Pedro pasando por el costado,
y enfila por calle costanera hacia la iglesia, donde el “fiscal” católico (que es un laico encarga-
do de las misas y las actividades religiosas, en ausencia de un cura, por ser una comunidad
pequeña) celebrará una “paraliturgia” para el difunto, antes de ser llevado a casa de su familia
donde será velado. Fueron dos días y dos noches de velorio.
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Etnografías Mínimas
Gastón Carreño
Un diario -en sentido estricto- es un relato fragmentario; cruza frases, dudas, lamentos de
soledad y, entre otras cosas, nombres y direcciones que se deben recordar. A veces este par-
ticular texto se complementa con otros registros como fotografías, videos y cintas de audio.
Gracias a todo ello se genera una ilusión de viaje, de un volar a través de las experiencias
del otro.
Arribamos a la isla Santa María con el objetivo de investigar la ballenera que existió en ese
lugar a principios del siglo pasado. Sólo tenemos información sobre unas ruinas de la planta
ballenera, vamos a la deriva. A mediodía tenemos datos de los últimos balleneros que aun
viven en la isla: Mauricio Moya y Pedro Villegas. Según sus palabras, esta actividad se inicia
con Juan Macaya y sus 10 hijos, quienes aprenden el oficio de un portugués de apellido Da
Silva. En los primeros años, la caza de ballenas se hacía de manera bastante artesanal, ya que
se realizaba a través de chalupas (o botes balleneros). Estas embarcaciones tenían de 5 a 6
metros de largo, con una tripulación de 6 personas, cada una de las cuales cumple su función
dentro del bote. Hay un piloto, que se encarga de controlar el bote con el timón. También
va el trancador, quien arponea a la ballena en uno de sus costados. Los cuatro restantes son
remeros, encargados de acercarse o alejarse de la presa, gracias a la fuerza de sus brazos.
La cacería se iniciaba con el avistamiento de las ballenas, tarea encargada a un vigía, quien
se situaba en el punto más alto de la isla (los farellones de Puerto Norte). Posteriormente
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Colección Etnografías del Siglo XXI
salían los botes en dirección a los cetáceos, y desde una distancia prudente, se los arponea-
ba. En la habilidad del piloto (de alejarse lo antes posible) descansa la vida del resto de los
tripulantes.
Si todo salía bien, la ballena moría entre los 15 y 45 minutos, periodo en que luchaba con
el arpón, arrastrando a la chalupa. Una vez muerta, la ballena era llevada –en estos botes a
remo- hasta la isla Santa María. Eso podía durar varias horas, incluso días. Una vez en la
playa, el enorme cuerpo del animal era sacado del agua con yuntas de bueyes. Después de
ésto, la ballena era trozada con largos cuchillos, tarea que demandaba el trabajo de varias
personas. Al final los grandes tocinos pasaban a los quemadores, donde la grasa se convertía
en el preciado aceite.
¿Y si las cosas salían mal? Pedro Villegas nos comenta que la ballena podía golpear con la
cola y destruir la chalupa, y de paso, matar a sus tripulantes. O bien se podía hundir y apa-
recer furiosamente desde las profundidades, causando el mismo resultado, una tragedia para
los cazadores.
Los balleneros entrevistados nos cuentan que este tipo de accidentes eran comunes en esa
época, pero los muertos eran más bien pocos, ya que muchas veces la gente quedaba sólo
herida. La mayoría de las personas, una vez recuperadas, volvía a la peligrosa cacería. De
hecho, Chito Moya nos cuenta que tuvo uno de estos terribles encuentros con la cola de una
ballena, salvando apenas su vida (cinta Isla Santa María 6).
Después de 7 horas en el agua (aferrados a los restos de madera de las chalupas), son res-
catados por otros balleneros de la isla, pero que habían salido en otra dirección. Cuando
llegaron a la isla Santa María, tres de los náufragos venían inconscientes. A las dos semanas
murieron como consecuencia de este desencuentro.
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Etnografías Mínimas
Al mirar los grabados sobre estas antiguas cacerías (del siglo XIX principalmente), resulta
evidente que el motivo de la chalupa destruida por la ballena es recurrente. Este hecho no
es menor, pues en general, los grabados que obtenemos provienen de una tradición ballenera
norteamericana. Si bien en esta tradición utilizaban la técnica de caza en chalupas, estas
operaban en mar abierto, puesto que se adosaban en los costados de grandes barcos a vela,
los que a su vez, llevaban a estos balleneros por los mares del mundo. Incluso llegaban a las
costas de Chile (hay relatos de tripulantes chilenos en estos barcos balleneros). Desconoce-
mos si hay grabados sobre la cacería de ballenas en la isla Santa María. En ninguna de las dos
temporadas de trabajo de campo logramos obtener imágenes, ni siquiera fotografías.
Imposible no pensar en ese duelo de las chalupas y las ballenas, un precario equilibrio, que
no siempre estaba del lado del arpón. Sin embargo, este equilibrio se rompe cuando la cacería
de industrializa, apareciendo los barcos a motor, que dotados de poderosos arpones mecá-
nicos, arrasan con grandes poblaciones de ballenas. La consecuencia ya la sabemos; ballenas
en el límite de la extinción.
Algunas ideas sobre grabados con el motivo de la embarcación destruida por la ballena.
Grabado 12. Realizado por William Page en 1835 (Cohat 1990). Cacería de cachalote, una de
las ballenas más preciadas por la calidad de su aceite. En este dibujo se puede ver en detalle
los peligros de la cacería. Una chalupa destruida por la cola de la ballena y sus hombres en
Grabado 12
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Colección Etnografías del Siglo XXI
el agua. Hay una segunda embarcación, ubicada al costado del animal. Tiene 6 tripulantes,
lo que es coincidente con los relatos de la Santa María, cuando Chito Moya y don Pelluco
describían estos botes y la forma en que las ballenas eran arponeadas (cintas Isla Santa María
5-6). Imagen y palabra se funden, otorgan sentido a muchas cosas.
Por otro lado, destaca el velero que aparece en el fondo, un barco ballenero por excelencia
[la descripción de estos barcos balleneros aparece en el texto de Cohat]. Tiene bandera de
EE.UU, lo que supone que provenían de Nantucket o New Bedford, los grandes puertos balle-
neros de norteamérica. Ver este grabado evoca las palabras de Mario Flores, quien me cuen-
ta que su padre se embarcó en uno de estos barcos balleneros en el puerto de Talcahuano
(cercano a Chome). Desde este puerto navegaron hasta Ecuador, una vez completada la caza,
regresaron por la costa (cinta Chome 4).
Grabado 18. Se pueden apreciar detalles claves de la chalupa ballenera. Por ejemplo las ti-
nas, recipientes de madera donde se colocaba la cuerda que sujetaba al arpón. También es
Grabado 18
Esta imagen aparece en una antigua edición de Moby Dick (1930). La ilustración fue realizada
por Rockwell Kent, destacado artista norteamericano. No es posible saber si el dibujo fue
realizado a partir de la descripción que se hace en el libro. Los relatos de los balleneros de
la isla Santa María toman forma en esta imagen. Evoca la desproporción de tamaño entre
cazadores y presa.
94
Etnografías Mínimas
Grabado 24. Este dibujo aparece en el texto de Thomas Beale, quien a los 22 años realiza un
viaje de tres años a bordo de un barco ballenero inglés (en realidad viaja en dos, en el Kent
hasta las islas Bonin y de regreso en el Sara y Elizabeth). Era el médico de los veleros, quizás
Grabado 24
por ésto realiza una importante descripción de la anatomía del cachalote (Sperm Whale).
Junto a eso, detalla notablemente la cacería, así como las tripulaciones y las embarcaciones.
El libro de Beale (1839) fue usado por Herman Melville en la escritura de Moby Dick, publi-
cada originalmente el 1851.
Sobre la autoría del dibujo no hay referencias. Bajo la imagen aparece el título “botes atacan-
do ballenas”. Un plano general que evoca la magnitud de la cacería. En un costado aparece
una chalupa partida en dos por la cabeza de una ballena. En el mano a mano, a veces el arpón
era derrotado.
Referencias bibliográficas
BEALE, T. (1839) The Natural history of the sperm whale. London: Van Voorst
COHAT, Y. (1990) Vida y muerte de las ballenas. Madrid: Aguilar
MELVILLE, H. (1930). Moby Dick. Chicago: Lakeside Press.
95
Etnografías Mínimas
Introducción
¿Cuál es el componente social o experiencial que genera el llamado a realizar la Quema del
Judas en los cerros de Valparaíso? ¿Por qué es de las tradiciones porteñas la que más se
mantiene viva cada año? ¿Por qué ésta y no otra? ¿Es su carácter lúdico? ¿Tiene un sentido
transformador el experimentar el sacrificio? ¿Cuál es ese sentido? ¿Existe en sus personajes
cierta representación social, o es el hecho pueril de limosnear, y en este caso es un empo-
deramiento infantil de la quema? ¿Sería el ejercicio de recolección, tal como el Halloween,
que tan fácil hemos adoptado, donde se mezclan elementos que se podrían comparar como
la recolección de un objeto de poca importancia, pero atractivo por su ingenua abundancia?
¿Se hace como un acto comunitario -acto a través del cual se participa del misterio, de un
acontecer humano y divino-, donde el que entrega expía algo de si? ¿Qué expresa el ejercicio
de ponerle un nombre al pelele?
Estas son parte una serie de preguntas que alimentaron el interés por comprender esta rea-
lidad festiva que toma forma cada año en Valparaíso.
En esta ciudad, la Quema del Judas es una tradición que se transmite oralmente y se celebra
sin libreto físico que ordene el ritual popular, ajustándose más bien a la oferta creativa y libre
de la diversidad cultural disponible.
Se trata de una herencia cultural que la gente vive sin cuestionamientos y más allá de sus
recuerdos, demostrando con ello no sólo su vigencia, sino también su carácter espontáneo
y el espíritu regenerativo en los casos de silenciamiento popular del pasado como tratan
de demostrar desde Playa Ancha, en una abierta toma de posesión de los espacios públicos
olvidados.
La Quema del Judas, no obstante, se hace a si misma en la mayoría de los casos. No hay una
igual a la otra y la mayoría de ellas surge por la sola convicción popular de que siempre se
ha celebrado de la misma manera. Es posible por lo mismo, encontrarse todos los Domingo
de Semana Santa, en los más insólitos rincones de la ciudad a un grupo de niños dándose
a la tarea de sacrificar a un muñeco vestido de trapos y lleno de monedas, después de una
acuciosa lectura de un testamento.
Las “etnográficas locales” no pretenden ser una respuesta a las preguntas iniciales, sino un
breve acercamiento a algunos momentos de esta celebración, llamando la atención sobre sus
características y sobre quienes se han dado a la tarea de fortalecer lo frágil de la memoria
con la fuerza de la cultura.
97
Colección Etnografías del Siglo XXI
La Recuperación
La tradición es vivir lo olvidado – y Jaques Pouillon diría que “la tradición no vive más que
cuando es ignorada por los que la siguen” (1996: 711) -, aunque en Playa Ancha la tarea parece
consistir en revivir lo olvidado, haciendo alusión a los silencios que hubo que asumir en el
pasado…
“En la historia del Centro, lo que viene a marcar la reflexión dentro de este colectivo, cuando se
ocupa esta casa (actualmente Centro Cultural de Playa Ancha), un grupo de actores que ocupa
esta casa, que venían viajando por Chile, empiezan a preguntarse acerca del tema de la cultura. En
un momento constatan que la dictadura mata algo fundamental que es el tema de la espontanei-
dad en la cultura y la transición lo mata más todavía. Cuando se termina la gira, se establecen en
Valparaíso ocupando esta casa. Y la idea fue ocupar y recuperar espacios públicos para la cultura
y se ocupó la plaza. Ahí empieza el tema de las fiestas populares” (Alejandro Muñoz, Cerro Playa
Ancha).
La Espontaneidad
En el autónomo Centro Cultural de Playa Ancha realizan la fiesta desde hace 10 años y ya
se ha vuelto un espectáculo popular y callejero que atrae a toda la comunidad, incluyendo
niños, abuelos y hasta extranjeros.
“…a mi me dijeron ¡ya tú estay a cargo del Judas! y no me gustó. Me puse rebelde y no hice na’, y
al final se hizo igual. ¡Fue algo espontáneo! Llegaron los chicos de afuera y del mismo colectivo;
estaban los franceses y venezolanos, y entre todos se armó un muñeco” (Alejandro Muñoz, Cerro
Playa Ancha).
“…es espontáneo, el que lo hace lo hace y los demás cooperan” (Nancy Miranda, Cerro Maripo-
sa).
El Ajusticiamiento
“Yo creo que la gente viene por la fiesta popular. Pero fíjate que hay algo que se viene repitien-
do todos los años, que es cuando el Judas se esta quemando, la gente tira piedras y después se
pone eufórica. Creo que de alguna manera da esto como de ajusticiamiento, liberar alguna cosa y
quemarla. No sé, hay elementos culturales invisibles de repente” (Alejandro Muñoz, Cerro Playa
Ancha).
“Claro, el año pasado se quemó la Guerra de Irak, hay un tema con darle sentido a eso” (Alejandro
Muñoz, Cerro Playa Ancha).
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Etnografías Mínimas
“Los niños -por ejemplo-, pidieron mone’as con la cabeza del mono, y le pasaron las mone’as a una
chica que es bien responsable. O se juntan las mone’as y se van a jugar a los flippers. Estuvieron
todas las tardes y yo creo que juntaron como 20 lucas; y en otro lugar se tomaron la plata” (Ale-
jandro Muñoz, Cerro Playa Ancha).
La Organización
En el Cerro Castillo, en la ciudad de Viña del Mar, se realiza la Quema a medio día. Todo lo
que ahí sucede es parte de una prolija organización que cuida detalles que hacen del evento
igualmente un importante encuentro comunitario.
“El hijo de un maestro carpintero que fue Popeye, el hace el cuerpo y la Victoria lo viste, y la cara
la hace el hermano de Victoria, antes lo hacia don Víctor el pintor. Esta fiesta tiene una connota-
ción religiosa y es para quemar todas las cosas malas. Es para desecharse de todas esas cosas. A los
niños se les pone una mesa donde ellos escriben todas las cosas malas que quieren quemar. Esto es
de hace 50 años que los niños pasean al Judas. El año pasado lo pasearon en un triciclo y la gente
le grita Judas traidor y la gente le tira moneditas, pero primero se pasea al Judas; este año se saco
en camión” (Blanca Villaroel, Cerro Castillo).
“Los cabros no lo hacen –al Judas-, lo hizo un joven, que ahora lo vamos a ir a conocer, yo no me
hago cargo por que después dicen que es uno el que se queda con las monedas del Judas, y resulta
que uno no recibe lo que es un peso del Judas” (Luis Aros, Cerro Placeres).
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Colección Etnografías del Siglo XXI
“Aquí se hace testamento y consiste en puras tallas, tallas pa’ todo. Que es bolsero, pa’l que lo
creó” (Blanca Villarroel, Cerro Castillo).
De existir un guión para esta celebración, seguramente estaría dado por la historia a través
del relato de sus orígenes. Esta nos inspira en la recreación del rito que se instaló en la me-
moria colectiva de la ciudad con la llegada de los españoles hace ya 470 años, pero revive
simultáneamente el espíritu ancestral y regenerativo de las culturas nativas del continente,
que responden con ritos de renovación a los cambios estacionales de la naturaleza. El for-
mato es culturalmente sincrético y popular, y activa en la gente la necesidad de recordar y
respetar mediante un rito la tradición, que se define en último término como lo que persiste
del pasado en el presente, donde sigue actuando y siendo aceptada por los que la reciben, y
al hilo de las generaciones, la transmiten. Pouillon agregaría que “de una tradición viva no
se habla. Inconsciente pero activa, no se manifiesta más que al extraño y luego solamente a
uno mismo y gracias a él cuando nos pregunta sobre las razones de lo que se hace sin pensar”
(1996: 711).
“Lo que hacemos nosotros es una fiesta popular, y pa’ la gente también lo es, la gente viene y espera
el espectáculo y a los músicos” (Alejandro Muñoz, Cerro Playa Ancha).
“…hay mecanismos ocultos que uno podría pensar, como la relación con el fuego, que es una tra-
dición milenaria que tenemos ¿cachai?, que te acerca, te convoca. La fogata gigante, la tribu, tal
100
Etnografías Mínimas
vez. Hay una relación de esos procesos mágicos que son importantes como sociedad, como tribu y
que los hemos perdido por la racionalidad de ahora, pero se resisten a morir y los trasladamos a
donde nuestra racionalidad los acepte pero sigue siendo un pase mágico un ritual necesario de la
sociedad, ¡el quemar algo! Y ahora parte todo de nuevo, ¿cachai o no?” (Alejandro Muñoz, Cerro
Playa Ancha).
Referencias bibliográficas
POUILLON, J. (1996) Tradición. En Pierre Bonte y Michael Izard, (eds.) Diccionario Akal de Etnología y An-
tropología, Madrid: Akal, p. 711.
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Etnografías Mínimas
ETNOGRAFÍA ESFÉRICA:
Estadio Villa Sur, Pedro Aguirre Cerda (Mayo de 1996)
Daniel Flores
(Andrés Cáceres)
El Fútbol tiene ese no sé qué de esencia en blanco y negro, de esa nostalgia también amarilla
donde aparece tu padre, joven, tomando free, sentado a tu lado y gritando gol. O contiene esa
otra nostalgia, esa que es la peor de todas: la que no llegó a ser, la que no guarda recuerdos .
Esos encontrones escalofriantes hacen ver todo aquí dentro cargado de otoño, sentado en
una de las 2 tribu-nas que enmarcan un vértice de esta cancha. Cancha suelta de tierra y
líneas nerviosas, que cubre de Fútbol 100 metros de largo por 80 metros de ancho.
Las tribunas que enmarcan el lado Noreste de la cancha, consisten en su parte lateral de 3 ta-
blones, y en la superior de 5 tablones, todos escamosamente superpuestos y resecos de tanta
no lluvia. El resto de la cancha está rodeada por panderetas blancas y sucias, y sobre ellas un
cielo grisáceo, sobre un horizonte irregular, cargado de casas, torres y cables eléctricos.
Las tribu-nas y la cancha están separadas y protegidas por una, membrana tejida de acero.
El público no es mucho y se agrupa según clanes y edad en distintos sectores. Así, general-
mente, en el extremo oeste de la galería norte, se agrupan los jóvenes hinchas del club “La
Línea”; y en el extremo sur de la galería oeste “Los Once Estrellas”, más maduros y especta-
dores sedientos, encabezados por el Director Técnico del equipo, que libretita y cerveza en
mano, pone escasa atención al encuentro.
Pero además de estos clanes bien definidos, existe un matiz también expectante de ante-
pasados comunes, viejitos de harapos, transistores pegados en la oreja, y diarios “La Cuar-
103
Colección Etnografías del Siglo XXI
ta” abiertos en las páginas deportivas. Este sector de hinchas, asumidamente nostálgicos,
amantes del Santiago Morning, del Audax, de la Unión y del mítico Magallanes, se sienten
mudos y atragantados con sabor a mar en las gargantas:
Existen dentro del estadio además, sectores instigantes de interacción social; como el del
kiosco naranja puesto al lado de la puerta de entrada, donde doña Chelita vende sus ricas
sopaipillas, maní y golosinas; y el del enladrillado baño-camarín, sector estratégico impor-
tantísimo, donde se escuchan al fin del partido, las reconvenciones, recriminaciones y a
veces hasta felicitaciones de los actores responsables.
Hay también un sector inanimado, de construcción rectangular y 2 piezas (al parecer), que es
la casa del cuidador (recordado ex jugador del Audax).
Pero es en la cancha donde se ven los gallos, y es allí donde los jugadores realizan la praxis de
su visión de mundo, y asumen según ésto, de acuerdo a su posición, un tipo de acción social
(de la tipología creada por Weber en Economía y Sociedad (1968):
Preciosistas y lujosos, entregan el sentido de su acción a la jugada más que al gol; Mara-
donas, Pelés, Valencias, Sierras, todos se mueven regidos, eminentemente, por una acción
racional con arreglos a valores.
Entre Los Lilas (el equipo más carismático), su número 10, un joven de unos 17 años es la
estrella, un zurdo de enganches sublimes que provocan el murmullo de las tribu-nas.
La delantera
Prácticos, casi nunca intentan jugadas estéticas si no son estrictamente necesarias, siempre
con el arco en la retina y esperando los eternamente efectivos “centro-atrás” para convertir
un gol; ellos representan en la cancha lo más cercano a una acción racional con arreglos a
fines.
La defensa
Y en especial el líbero, sobre todo en estos partidos de arbitraje insuficiente, son también
una representación especial de una acción racional con arreglos a fines: “o pasa el jugador, o
pasa la pelota, pero nunca los dos.”
104
Etnografías Mínimas
El arquero
Árbitros
En el equilibrio de estas relaciones sociales futbolísticas aparecen los “seres con pito”, la je-
rarquía sonora de la autoridad rigurosamente negra: “los árbitros”. Personajes “poncherudos
y pelones”, que deben enfrentar uno de los problemas más dramáticos -enfrentado también
por las ciencias sociales y en especial la Antropología- y que al mal asumirlos (con excep-
ciones bien olvidadas) se les considera inherentemente infames y saqueros. Lo fundamental
es lo que nos plantean Bestard y Contreras (1987), Augé (1987) o Bronislaw Malinowski, por
ejemplo, en Los Argonautas del Pacífico Occidental:
“lo que siempre me ha cautivado mas, e inspirado el auténtico deseo de penetrar en otras culturas
y entender otros tipos de vida, es la posibilidad de ver el mundo y la cultura ‘desde los distintos
ángulos peculiares de cada cultura (1975: 504)
1.- Si actúa como protagonista y participa como actor importante, convirtiéndose él en una
especie de “Show Fascista”.
Pero si logra equilibrar estas dos posibilidades de función y poder, como dice el mítico y loco
“Loco Gatti”: “No quedar pegado bajo los palos, ni salir muy afuera en el achique” conseguirá
la complementación perfecta y pasará inadvertido (meta también en el terreno antropoló-
gico):
Y es justamente por mal asumir este principio que el árbitro de éste partido, en extremo per-
misivo y muy afuera de las acciones, ha motivado la reacción y el enjuiciamiento de la sabia
y grandilocuente tribu-na: “¡Árbitro culiao, no sabí ni arbitrar ni las bolitas!”. Fue la conclusión
de la galería Lila (Club la Línea)
105
Colección Etnografías del Siglo XXI
Es justamente este sector, la tribu-na, la que sirve de motor totémico para la concepción del
rito futbolístico y el milagro esférico del Gol. De sus gritos desganados sale ese combustible
implacable que emana de la relación social (Durkheim, 1968) Y la pelota, que al romper la
barrera dimensional provoca este desenfreno. La praxis totémica sería el Gol.
Pero acá, lo reducido de la barra, provoca a veces la desmotivación de los jugadores, y entre
los barristas, surgen destacados maestros y caudillos maleables del principio totémico. En
Los Lilas (barra más comprometida con el desarrollo de las acciones) el “Carrasco chico” es
el líder que aprueba con su carcajada o desaprueba con su silencio las tallas del resto de los
integrantes:
“El Carrasco chico que es güeno p’al güeveo” rumoreaban alrededor mío un par de personas. Ellos, gente ya
adulta, ven en esto problemas políticos y éticos para la mantención de la fuerza totémica, producto de los
problemas surgidos por una ya asumida crisis de “nueva mentalidad”:
- Estos cabros tienen otra mentalidad, nosotros nos güeviávamos, pero estos güeones se echan garabatos y se
ofenden…
- No están ni ahí con el partido los cabros.
-No vienen a apoyar, vienen a agarrar p'al güeveo al equipo .
El partido termina con un empate a 4 goles y un rumor ovacionante para “el zurdito” número
10 de Los Lilas…
La cancha se desocupa rápido, y ahora sólo se escucha el murmullo polémico en las duchas,
combinación de agua, estrategias y recriminaciones.
La cancha vacía rescoldo de otoño bien afirmado de los árboles, nostálgica de estadio lleno,
“Chaguito” y “Magallanes”. Los viejos de surcos pronunciados dicen:
Pero nadie escucha. Los jóvenes no encuentras sus chuteadores en los camarines.
El fútbol podría ser un resumen dramático de nuestra realidad. O viceversa. Sus penas, sus
vergüenzas, su alegría. La globalización endocultural que habla de “cancha de fútbol” en una
mezcla de Quechua inglesa inconsciente. Para salir, el mismo portón negro, que al no atisbar
por fuera ninguna señal de Fútbol, entrega al recinto una atmósfera de “cofradía pichangue-
ra”.
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Etnografías Mínimas
Referencias bibliográficas
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Etnografías Mínimas
Leonardo Piña
En principio, éramos casi la Escuela entera la que acudiría a la zona del Alto Bío Bío a, de
alguna manera, “conocer y analizar el impacto que causa el abandono de las tierras ancestrales en
1
las familias pehuenche que viven hoy en el área de inundación de la represa Ralco” . Luego, por
lo estresante de la fecha escogida para aquello (diciembre, época de la más cruenta examina-
ción final), buena parte de nosotros se bajó del buque decidiendo permanecer en Santiago.
Finalmente, unos pocos –no tan pocos como la cordura etnográfica podría recomendar para
2
situaciones de investigación como ésta – reunimos bártulos y añoranzas, preconcepciones
y buenos deseos, anhelos íntimos y otros más públicos, toda una mezcolanza de ingredien-
tes varios que sabíamos y no sabíamos que nos acompañaban y no nos acompañaban.
Como fuere, las mochilas cargadas, solos, con lecturas o sin ellas, nos dimos cita en un ilu-
minado terminal de buses para partir hacia nuestra búsqueda/objetivo. Era domingo y no llo-
vía. Los semblantes expectaban. Atrás quedaban jornadas de discusión, tardes preparatorias,
la idea oculta de que la modernidad, esa misma que nos despedía con sus ojos encendidos de
neón, más temprano que tarde terminaría por extinguir lo poco que quedaba de la maltrecha
cultura pehuenche (la avasalladora carrera por el progreso hidroeléctrico dependiente de
nuestra sociedad, bastaba para casi confirmárnoslo).
Si era o no óptimo ir en masa al encuentro del otro, si ello era ética y/o metodológicamente
correcto, no parecía relevante entonces. Era hora de averiguar otras cosas, de poner en juego
nuestras capacidades de investigadores privados/públicos de lo público/privado. Y era hora,
también, de asomarnos al vórtice de un huracán que parecía convocarnos más como activis-
tas que como aprendices de etnógrafos. Y ello, aunque no nos lo confesáramos, hacía parte
1. Este trabajo corresponde al Informe Final presentado en Junio de 1997 como resultado de un trabajo de
campo efectuado en Quepuca Ralco, Alto Bío Bío, VIII Región, en diciembre de 1996. En cursiva se presenta el
objetivo general original del Proyecto de la Escuela de Antropología Social de la Universidad Bolivariana.
2. La lista incompleta de nombres que aún se logra retener, a pesar del tiempo y la desmemoria, señala en Tra-
pa-Trapa, Ralco Lepoy y Quepuca Ralco, a una cachorrita, doña Nastassja de Mattos, tres antropólogos, los
señores Bernardo Arroyo, Antonio Castro Nilo y Alejandro Elton, además de treinta y un aprendices de tales, a
saber, José Miguel Abarca, Cristian Beck, Oscar Bustamante, Valeria Brugnoli, Alejandra Cornejo, Alejandro
Fierro, José Antonio Garay, Cristina Guerra, Pablo Jara, Marcelo Lankin, Ana María Lemus, Cristian León,
Andrea Manríquez, Paula Manríquez, Hilary Martínez, Alfonso Martorell, Rodrigo Maturana, Claudia Muri-
llo, Pablo Pérez de Arce, Alejandro Pino, Leonardo Piña, Alejandro Reyes, Carolina Rodríguez, Daniela Rojas,
Tatiana Rojas, Fernando Sanhueza, Patricia Soto, Sergio Valencia, Viviana Vicencio, Hugo Villavicencio y
Peter Wild.
109
Colección Etnografías del Siglo XXI
de nuestras interrogantes como cada vez más lo fue siendo la pregunta por la posibilidad de
una aproximación en grupo.
Con los días, sin embargo, y como en otras ocasiones similares, la proximidad del trabajo de
campo se encargó de comunicarnos eso y, con ello, la búsqueda de respuestas, muchas de
ellas personales, fue abriéndose camino en nos. Saber quiénes éramos, qué nos dibujaba el
rostro en el carné de identidad, por qué nos creíamos antropólogos y no otra clase de logo,
cada vez fue pareciendo más importante. Ya no solamente actuaba en nos la colectiva nece-
sidad de, uno, identificar la relación de la gente con la tierra; dos, conocer las valoraciones que
al entorno eran asignadas (de estatus, simbólicas, de poder, u otras); tres, indagar en la opinión
de las personas, su juicio con respecto a la relocalización; y, finalmente, cuatro, comparar desde el
punto de vista de las creencias, sus opiniones acerca de las tierras que ocupaban, frente a las que
3
habrían de habitar en el futuro si la relocalización llegaba a producirse . También era sustantiva
la autoprospección, la delimitación del yo, la tasación de sus intereses y motivaciones, toda
vez que aunque a veces se nos olvidara, sabíamos que por su través realizábamos la acción
de mirar como también a través suyo, paradojas de la observación, en ocasiones podíamos
tener conciencia del doble y triple juego de observarnos mirando y/o siendo objeto de otros
ojos haciendo lo propio.
Como sea, la doble condición de ser simultáneamente ‘yo’ y ‘nosotros’ en las tierras del otro,
rondaba las cabezas. La posibilidad de conocer (siquiera de poder intentarlo), mediatizada
concretamente por esa doble articulación, irrumpía repleta de dudas: cuando observáramos,
¿desde qué lugar lo haríamos?; cuando lo hiciéramos desde uno u otro sitio, ¿cuánto de
la otra perspectiva habría en ello?; y, por último, individualidad y colectividad, ¿existirían
verdaderamente diferenciadas, o sólo serían variables, las dos caras reconocibles, de una
ilusión, esa que escribiendo unidad con las mismas letras, al leerlas puede deletrearlas de
forma distinta y, en ocasiones, también opuesta? Unidad como conjunto y unidad como sin-
gularidad, ¿cuál de ellas seríamos y con cuál, frente a nos, nos encontraríamos?
El otro, entonces, el otro culturalmente diferente, en qué rincón se estaría: dónde sus abs-
tracciones, dónde sus materializaciones, qué lugar en nos ocuparía. ¿Sería importante? ¿Da-
ríamos con el punto? ¿Estaríamos, siquiera, a la altura? Contrapuesta la repetida imagen de
una cultura jamás vista abrochándose los zapatos, tomando sus alimentos o caminando por
las calles, versus aquella otra que pone tras sus huellas caravanas de abstracciones, muchas
de las cuales perdieron la vida, se extraviaron o simplemente no regresaron de sus búsque-
das, la nuestra no aparecía como una empresa finamente pulida, afiatada en sus partes y/o
preparada para su cometido.
Nosotros sabíamos, por distintas fuentes, que un grupo de personas de una comunidad
estaba siendo amenazada en su supervivencia, dignidad y diversidad, por otro grupo de per-
sonas de otra comunidad y muchas eran las situaciones, fuera de aquélla, que nos ocupaban.
Negarlo era imposible. Había que viajar con ello. Además, sabíamos que ni siquiera seríamos
gravitantes en lo que de todo ello resultara.
3. Objetivos específicos originales del Proyecto de Investigación en el Alto Bío Bío, Escuela de Antropología
Social, Universidad Bolivariana.
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Etnografías Mínimas
Al descender, ya era lunes y esta vez sí llovía. No obstante, no alcanzaba para mojarse y va-
rias de las mochilas estaban más livianas (el viaje, larga noche entre dos puntos, como luego
aprenderíamos, era más que un bus o una pieza más del armado y presupuesto de un proyec-
to). Santa Bárbara, por su parte, seguía antojándosenos como un pueblo fantasma, un sitio de
paso, un habitáculo de combinaciones matinales y corta estadía; Ralco, mientras tanto, era
otra cosa, era la entrada al far west chileno, el soñado acceso a los láricos poemas de Teillier.
Allí estaba el viento con aroma a terneros mojados, allí las praderas manchadas de vacas y
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girasoles. Y allí podían apreciarse los mapuches sentados en la cuneta de la Calle Principal .
5
Daban ganas de buscar la casa vacía del único hojalatero que el pueblo jamás conoció . Sí que
daban ganas, por cierto.
Uno podría haberse quedado por ello (quizás una parte sí lo hizo). Uno podría haberse que-
dado a tejerse otra historia porque a pesar del frío, en Ralco, en ese matinal Ralco de co-
mienzos de diciembre, se estaba al abrigo de los vientos. Uno podría haberse quedado. Sin
embargo, ello no se hizo. Otra micro conoció de esas dudas, otra nos llevó más al este. Otra
borroneó el mugir de sus praderas, con los días, otra más nos devolvió hacia el norte. Pero
fue tal la situación que a bordo se vivió, tal la inseguridad de adolescentes tímidos, que más
de alguien quiso retornar sus pasos y bajarse de la micro. Tal el brío del camino, que más
de alguien sintió en su espalda las piedras del trayecto y, más de alguien también, no pudo
encontrar rápido soporte para sus apuradas convicciones. Curvas cerradas y otras que lo eran
todavía más, la patente fisonomía del precipicio –¿desarraigo del etnógrafo?– abriéndose
a la vista de los viajantes, planteó francos recelos en torno a las aptitudes de la ruta y a las
6
propias respecto de tales situaciones. Doce seríamos los advenedizos en Quepuca Ralco ,
doce las bocas preguntando, pero bien pudimos haber sido menos. Desertar estuvo así de
cerca, vaya que lo estuvo (además, como casi no dice el refrán, aprendiz de etnógrafo que
huye, sirve para otro terreno).
En Quepuca Ralco fuimos doce. No los 12 de Quepuca. Ninguna historia retuvo nuestros
7
nombres y ninguna los condenó. De hecho, Pangue sigue entroncándose al SIC y Ralco
4. “A los mapuches les gustan las canciones mexicanas del Wurlitzer de la única Fuente de Soda./ Las escuchan
sentados en la cuneta de la Calle Principal./ Van a la vendimia en Argentina y vuelven con terno azul y tran-
sistores./ Ha llegado la TV./ Los niños ya no juegan en las calles./ Sin hacer ruido se sientan en el living para
ver a/ Batman o películas del Far West./ Mis amigos están horas y horas frente a la pantalla.// Tengo ganas
de que lleguen los Ovnis” (Teillier 1994: 126).
5. “El único hojalatero que quedaba en el pueblo/ fue a buscar trabajo a Lonquimay./ No ganó mucha plata
pero contempló la Cordillera./ El no tiene Leica ni Kodak/ así que se dedicó a dibujarla/ para que sus nueve
hijos la conocieran de verdad” (Teillier 1994: 125)
6. Además del suscrito, en la llamada Zona de Inundación estuvieron Alejandra Cornejo, Alejandro Elton, Ale-
jandro Fierro, Marcelo Lankin, Cristian León, Alfonso Martorell, Andrea Manríquez, Alejandro Pino, Carolina
Rodríguez, Sergio Valencia y Hugo Villavicencio.
7. Sistema Interconectado Central. Se refiere al sistema mediante el cual se transporta, a lo largo del país, la
energía eléctrica que se produce y consume en él.
111
Colección Etnografías del Siglo XXI
casi no se discute. De ese entonces a esta parte, no poca agua ha pasado bajo el puente (en
rigor, detenido en su pretil): la Presidencia de la República no tardó en dar sus bendiciones
al proyecto, parte importante de la Dirección Nacional de Conadi fue removida, la Junta de
Accionistas de Endesa ha sacado alegres cuentas públicas y la maquinaria hidroeléctrica no
ha cesado de trabajar. Así las cosas, no parece desmesurado pensar que la relocalización en el
fundo El Barco sea cosa de tiempo y el ‘problema’ que todo ello suscitó, sólo una cosa del pa-
sado: el coincidente manejo informativo del tema de la sequía en los medios, además de las
publicitadas ventajas de la ‘limpia’ energía hidroeléctrica, llama a no engañarse al respecto.
En todo ello, asimismo, la opinión de los afectados directos de esta situación cada vez más
ha ido apareciendo menos preponderante. Prescindible, en otras palabras. Su igualación a
la condición de niños frente a un autoasumido y sabelotodo adulto los ha ido marginando
de toda decisión y, discurso de Frei mediante, en la prensa se los pone como carentes de
cualquier ánimo de progreso: un conjunto de personas a las cuales se debe rescatar de la
más dura pobreza (sin que ello sea hecho, claro). Desdibujado el rostro y expropiados de
todo rasgo culturalmente distintivo, los pehuenche son vistos como hombres y mujeres de
segundo o tercer orden, un grupo de personas que obstaculiza el camino hacia el desarrollo
económico de todo un país que, en un escenario así configurado, pasaría por la posesión de
un patrimonio energético hidroeléctrico capaz de sostener toda la economía. Y de enfrentar,
de una buena vez, su carencia. Un pilar, las columnas de Heracles afirmando el mundo, el
feble poste de nuestra consumida dependencia.
Éramos chicos. Éramos abismantemente chicos. No teníamos siquiera los cordones abrocha-
dos, la mamadera se nos caía del bolsillo perro y aún vestíamos de corto. Recién salíamos
de casa y pretendíamos en siete días dar alcance a nuestros objetivos. Informa el Génesis
de la tradición cristiana que Dios tardó siete días en moldear y descansar el mundo a sus
anchas. Nosotros queríamos conocer una parte de él en igual tiempo y ello apenas si nos lo
confesábamos. Vaya que éramos chicos, no alcanzábamos a empinarnos por sobre nuestras
testas, ¡y queríamos ver otras!
Pero ahí estábamos. Aguardando. Queriendo alcanzar nuestros objetivos: pequeños y aco-
tados, vastos e inconmensurables. Igualmente abordables y jabonosos, era todo un mar de
información irreductible en una libreta. Por sus 20 ó 30 páginas se paseaban la expresión
indecible de su geografía, todo el grueso de una tradición no escrita en cientos de años. Era
imposible, no cabían, porque no sólo era la represa y la inundación resultante, o la reloca-
lización y su efecto en la percepción del entorno, o las creencias que de la relación con el
medio se desprendían, sino también una larga historia de arrinconamientos y persecuciones,
la singular forma en que se fue despojando a la cultura pehuenche de sus tierras y certidum-
bres, su actual reducción a objeto de interés diverso, fuese éste político, económico, turísti-
co, ecológico o académico, antropológico inclusive.
Entre medio, también era la familia Gallina mirándonos, respondiendo nuestras preguntas
y haciéndonos las suyas propias. Eran ellos recibiéndonos en su propiedad, ayudando a ins-
112
Etnografías Mínimas
talar nuestro campamento e incluyéndonos en su cocina. Con ellos, largas sesiones de mate
fueron y, con ellos, las situaciones problema predefinidas, las circunstancias específicas que
nos movían, tuvieron rostro y lo mutaron: muchos ojos habían en el otro y no todos miraban
donde mismo.
Además, nosotros también éramos otros. La nuestra también era una condición observable,
una otra experiencia de vida, un conjunto de respuestas a sus también muchos requerimien-
tos. La palpación en carne propia de este enroque, la oportunidad única de uno ser el otro en
la tierra del otro, esto es, de ser su otro culturalmente diferenciado y no ya el espejo de los
contrastes sino los contrastes de su espejo. Tal cuestionamiento, el hecho de estar (o creerse,
más bien) siempre de uno y no del otro lado, o de ser siempre el punto desde el cual se ex-
plica y califica lo diferente (no de serlo), suponía un reto, crítico y doloroso, de permitirnos
que el otro –al menos por una vez, y esto en la propia experiencia– ocupare a cabalidad el
sitio de su propia existencia, estando uno (nos, sus otros) en el margen, en la obscuridad de
la generalidad y el desconocimiento, casi no existiendo. Entonces, y sólo entonces, conju-
gándose en uno, cualquier uno, el entredicho, la negación, otras preguntas podrían surgir y el
acto cognoscente, quizá, ser comenzado. Que se llegara con él a algún lugar, otro asunto era;
que ello efectivamente fuese posible, lo mismo.
Aún así, todavía relevaban otras cosas. Importaba el hecho de que si la identidad adquiría
forma y fondo en la diferencia, y dado que ésta, desde la perspectiva del poder, se muestra
escurridiza o es negada culturalmente al otro (sólo una represa bastará para probarlo), a la
vez que la posibilidad de ser su/el otro pavoriza, ¿qué habría de ocurrir si la homogenización
–discurso del terror y la museificación en la era de la globalización– fuese completada: des-
aparecerían las distinciones y, con ellas, los unos y los otros? Si al anularse las distinciones
sucedía lo propio con el que las efectuaba, si ello sería la entropía total como expresión de
la eliminación del orden que expone lo diverso, vale decir, como productora de desorden, era
un asunto que también nos importaba, que también ocupaba nuestro tiempo y energía en
el terreno.
Fue mucha información y, a la vez, muy poca. Hablaron don Juan Pablo Gallina y su esposa,
doña Olga. Hablaron sus hijos Gerardo, Ricardo y Juan Carlos. Habló su hija María Olga. Ha-
bló Juan Hermosilla y un señor Augusto. Habló un capataz y cerca de una veintena de opera-
rios de un aserradero aguas arriba del Quepuca. Habló el auxiliar de la micro y unos cuantos
pasajeros. Hablaron unos paisanos. Habló también Cristián Soto, un periodista de Santiago
renegado de su condición de tal que por esos días estaba entre escondido y adoptado por la
familia Gallina. Hablaron los estudiantes aprendices de etnógrafo. Habló mucha gente.
113
Colección Etnografías del Siglo XXI
Se escuchó el relato de la muerte de Gabriel Levi y, de igual modo, se escucharon caer lá-
grimas por él. Se escuchó la historia del fundo El Barco y de cómo dos hermanas se habían
adentrado en su sitio hasta que a una se la llevó un barco y, a la otra, la encantó una roca
donde estaba llorando su desaparición. Se escuchó que aunque ya no lloraba, aún podía vér-
sela sobre aquella roca y que el barco estaba quieto en medio de la laguna. A lo lejos, creyó
escucharse los gritos de su padre buscándolas y, a lo lejos también, algo se pudo escuchar
de la pugna entre Carmelo Levi y Antolín Curriao acerca del porvenir. Ya no tan distante,
se escuchó el rápido andar de las camionetas de la Fundación Pehuén y se escuchó a algu-
nos paisanos disputar respecto de su prodigalidad. Se escuchó la casi absoluta ausencia de
la autoridad gubernativa central. Se escuchó el dolor. Se escuchó el click de las máquinas
fotográficas tras el paisaje: se escucharon las preguntas de los estudiantes aprendices de
etnógrafo. En fin, muchas historias se escucharon y otras muchas más, no se alcanzaron
siquiera a contar.
Se dijo que el lugar era hermoso, que Santiago no tenía más verde que el verde de los pacos,
que era terrible. Se dijo que la antropología pretendía conocer, que lo suyo era el entendi-
miento de las gentes y de sus estilos de vida; que el mundo era diverso en mente, cuerpo y
espíritu, y que eso había que aprehenderlo. Se dijo que estábamos ahí porque la enseñanza,
porque el aprendizaje, porque las salidas de terreno. Se dijo que lo estábamos porque la di-
ferencia, porque la otredad, porque la mismidad. Se dijo que proveníamos de Santiago, La
Florida, Las Condes y Ñuñoa; se dijo que éramos de Independencia, Maipú y Cerro Navia. Se
dijo que nos importaban, que estaba bueno el mate, que los indios no eran flojos. Se dijo que
quizá en qué iba a terminar todo, que volveríamos, que ojalá algún día pudiésemos volver.
Entre tanto, la vista quedó anegada de colores y, por su través, pudo verse un imponente
bosque de araucarias y cómo el tiempo pasaba por ellas. Se vieron sus verdes y húmedas
barbas, se vieron los esqueletos de su historia, se vio la regeneración de sus nuevos brotes.
Se vio la grande enseñanza de su vida, se vio cómo siempre aquélla se abría camino y cómo
siempre la muerte era aguardada de pie. Sin embargo, con pavura se vio la peligrosa cercanía
de un aserradero y con pavura, otra vez, se vio la casi absoluta ausencia de la autoridad gu-
bernativa central. No se pudo ver el fundo El Barco ni las faldas de la represa Pangue, pero
se vio un entierro: se vio la lluvia en los dolidos rostros, se vieron los kilómetros de río
fluyendo. Se vio la presa. Se vieron los estudiantes aprendices de etnógrafo, se vio el grafito
de sus ojos corriendo tras la huella de un informe.
Se especuló que todo eso podía ser un abandono, la negación, el olvido. Se especuló que ello
era el pago de Chile, un aprovechamiento. Se especuló que esperar que el tema de la hidro-
electricidad reflotara otros, era una torpeza, un acto de ceguera como tantos, una ingenuidad;
que ya antes ahí habían estado el impacto del turismo, la tala de los bosques, las camionadas
de desatención nacional. Se especuló que la llegada de Endesa era previsible y que, hasta un
cierto punto, tampoco era extraño que la respuesta pehuenche no fuese de total rechazo, mal
que mal el abandono, mal que mal la negación, mal que mal el olvido, porque más allá de sus
intereses económicos –‘malditos intereses económicos’, se leyó en una libreta de alguno de los
aprendices de etnógrafo– fue ella la que construyó caminos, dijo crear empleo, los incorporó
a su agenda de políticas privadas que pudieron (o debieron) haber sido públicas.
114
Etnografías Mínimas
Se concluyó poco y nada de todo ello, y muy poco y nada de ello fue tajante. Se tuvo que no
era posible saber si la cultura pehuenche habría de sobrevivirle a las muchas presiones que
la circundaban, y tampoco si una eventual relocalización terminaría por acabarla. No pudo
concluirse si todo ello sería o no fatal para los pehuenche, sin embargo, más o menos pudo
establecerse que la despreocupación e intolerancia frente al otro, no sólo su desaparición,
era grave y que ello lo era, también, para nos, los otros, aquella parte de nuestra sociedad que
olvida que al perderse otra parte de sí misma, también ella se pierde. Irremediablemente de
un modo. Terriblemente de otro.
Como Pangue, hoy Ralco es un hecho. Ya inaugurada, bajo sus aguas han quedado unas 300
hectáreas de la comunidad de Ralco Lepoy y otras 200 de Quepuca Ralco (Moraga 2001).
En total, aproximadamente quinientas hectáreas de rica historia pehuenche desconocida e
ignorada por la ceguera de un país que tarde se ocupó del tema. Ocho veces más grande que
Pangue, los 155 metros de altura por 370 metros de extensión de su muro, contienen unos
mil 222 millones de metros cúbicos de agua capaces de generar, según se estima, una energía
promedio anual de 3.100 GWH pero de obscurecer, con la luminosidad de una inversión cer-
cana a los US$ 474 millones para la central y otros US$ 12 para su conexión al SIC, una larga
pugna capaz de movilizar, en su momento, a un importante sector de la población indígena
y no indígena de nuestro país.
El embalse, entonces, desde el kilómetro 50, cerca de Lonquimay, hasta el 185, al lado de la
carretera Panamericana, de concretarse la construcción completa de la serie hidráulica que
sobre el Bío Bío se ha proyectado, no solo supondrá una cadena de presas de 135 kilómetros
de largo, la inundación de unas 22 mil hectáreas o la relocalización de 600 familias indígenas
y cerca de 900 campesinos chilenos más el traslado de 400 pehuenche por obras anexas sino
115
Colección Etnografías del Siglo XXI
En relación, por último, con los observadores, con el tiempo sabríamos que la preocupación
por la generación de conocimiento y la incidencia del investigador en lo que del acto de
observar pudiera derivarse, hacían parte del llamado giro reflexivo de la antropología con-
temporánea. Por entonces, menos preocupados de tales cuestiones ante la urgencia de lo que
en el Alto Bío Bío estaba ocurriendo, ello si bien era parte de nuestros apuntes y ocupaba
un importante sitio en nuestras conversaciones, no alcanzaba a gravitar teórica o metodo-
lógicamente a la hora de diseñar nuestros acercamientos y calibrar, retornados del campo,
nuestras lecturas de lo ahí vivido. No, al menos, en términos formales. Ignorantes de ello,
después sabríamos reconocer los nombres de Rosana Guber o Renato Rosaldo, entre otros,
como exponentes de este interés y después, incluso, nos llevaría algún esfuerzo recuperar-
nos de la impresión de aceptar, tal como ha dicho Maturana, que “las explicaciones científicas
no explican un mundo independiente, [sino que] ellas explican la experiencia del observador, y éste
es el mundo que él o ella vive” (1997: 37). Entonces, ingenuidad mediante, la posibilidad de
conocer asépticamente, aunque no nos convencía cabalmente, igual esperábamos ser capaces
de realizarla.
Referencias bibliográficas
BARTOLOMÉ, M. (1992) Presas y relocalizaciones de indígenas en América Latina. Alteridades, 2(4): 5-15.
CLASTRES, P. (1981) Investigaciones en antropología política. Barcelona: Gedisa.
MATURANA, H. (1997) La objetividad. Un argumento para obligar. Santiago: Dolmen Ediciones.
MORAGA, J. (2001) Aguas turbias. La Central Hidroeléctrica Ralco en el Alto Bío Bío, Santiago: Observatorio
Latinoamericano de Conflictos Ambvientales.
TEILLIER, J. (1994) Los dominios perdidos. Santiago: F.C.E.
TEILLIER, J. (2003) Para un pueblo fantasma. Valparaíso: Ediciones Universitarias de Valparaíso.
8. Según Clastres, por etnocidio puede entenderse “la destrucción sistemática de los modos de vida y de pen-
samiento de gente diferente a quien lleva a cabo el proceso” (1981: 56).
116
Etnografías Mínimas
Alexis Rojas
Desperté entre rocas y algas, una nativa feroz dice que las aguas me dejaron en esta playa de
la Caleta Incertidumbre, era luna nueva, la mar estaba muerta, los cangrejos se dejaban coger.
La nativa vuelve a la carga, pregunta de dónde vengo. Entre asombro, espasmos, le narro, mis
labios aún tiemblan por la sal que he explotado de su piel.
Recuerdo una sala, son las nueve de la mañana, las nubes ahorcan al sol, ella aún no llegaba,
pasaban los minutos, sólo ansiaba volver atizar el simulacro emergente de alteridad que deje
reposando en casa. La hoja de la lista no alcanza a ser firmada pues entra ella, el papel en
blanco queda como vestigio de la libertad condicional que no se consiguió este martes.
¿Por qué me haces hablar, Nativa?, crees que las palabras aún dicen algo en este tiempo, si
ya todo se enterró, los centinelas del discurso se han naturalizados, los tengo dentro, soy mi
más fiero vigilante, desenvolverse “prolijo” en la caja de huevos que es la vida para el esclavo
que vive de prestado.
Aquí tienes mi corazón, ayer de jade, hoy de dolor, pero ¿realmente ese dolor, existe? Dime
si hay algo que aún pueda ser purgado. Por qué hablar, me recuerdo quien era, ¡oh, si!, si que
si, gran diosa del roquerío, bastante energía he gastado por mantener la identidad.
Todo signaba el naufragio, sólo con recordar que por la calle de Trizano -el sicario de la
pacificación- llegaba a la facultad de artes y humanidades, pues aquí, en la frontera, la antro-
pología se ha fugado de la facultad de ciencias sociales y derecho.
Último martes, la resaca me llevaba lento, subo al segundo piso, miro la pizarra, veo como
vienen llegando mis contemporáneos de etnografía.
(Distanciamiento.procedencia)
Los colegas como derrotados prometeos se encadenaban a la silla, los titanes de la noche
serán adiestrados por los dioses diurnos.
117
Colección Etnografías del Siglo XXI
Cada uno está exiliado de su telaraña de símbolos. Al principio, sólo desarraigo. El dormir
era la mejor anestesia, este último martes al amanecer estoy derrumbado en una pequeña
pieza, tan estrecha que la soledad quedaba fuera; antes de estar operativo para la jornada
hay un intersticio delicioso, entre que el cerebro despierta y los párpados aún permanecen
cerrados, en el precioso umbral hay un dolor, siento la resaca azul.
Por la “ebriedad azul”, la lección de hoy la voy a perder, pues comienzo con las nauseas ante
el encerado positivista de las tablas del piso, la ciencia me va a gatillar una esquizofrenia,
pienso, tiemblo. La capa tectónica de mi conciencia recibe un portazo, la tradición hace
ingreso a la sala, se funda una nueva realidad, y los micromundos que convergen en el aula
-expresión de lo heterogéneo de la vida- se velan en un silencio.
Sentados en el silencio. Un pequeño golpe al vidrio, y hacen ingreso en pequeñas naves los
Otros, que luego de noches con sueños embriagadores aparen con sus pequeñas naves, que
traspasaban las ventanas, los otros, los desaparecidos, que rendían pequeños cultos esotéri-
cos a su héroe, José María Arguedas.
Los heraldos de la tradición no los sentían, pues estaban sentados, acurrucados descifran-
do la voz del oráculo de Delfos, la voz de la sacerdotisa. Estos heraldos, protectores de la
sabiduría, deben cumplir con el rito para que continúe el mito. Pasan de a uno al sitial del
sacrificio, donde la sacerdotisa junto a sus monjes levanta su voz como un puñal, para que
se vierta la sangre. Esa sangre necesaria para que el piso tome consistencia, la sangre que
funda la realidad.
La cultura es resultado de un orden orgiástico, expresión de las distintas fuerzas que de-
sean dar significado a la vida. Lo que vemos a diario es la guerra por el sentido. Los agentes
desean fundar un mundo, es el deseo de la vida. Y el rito que da continuidad al mito, es el
anhelo de la eternidad. Continuar el rito hasta la llegada del Apocalipsis.
¡Es necesario traer el orden al caos!, que los reglamentos se acaten para que la vida prevalez-
ca. La norma es el primer mandamiento de la sociedad secular, la reificación de lo sagrado
en la dominación, ¡nihilistas, asesinos delicados, expulsen esta última presencia de dios!. El
vulgo sostiene la norma por la desesperación ante de la nada. Ex nihilo nihil.
118
Etnografías Mínimas
El sitial, debajo de la pizarra espera a otro, es hora que cumpla mi parte en el rito, de nada
sirvió huir de los métodos, de la ciencia como un proceso de investigación, como una em-
presa, como decía Heidegger, yo no quiero dominar el mundo, no deseo representarlo. Y es
así como formo parte de la secta ignominiosa heideggeriana y sentenciamos que la ciencia
es metafísica, y que los poderes fácticos que dirigen los hilos del proyecto de la modernidad
la han fraguado. Pero seré procesado por la empresa, me levanto, voy al sitial y mi voz tiene
que levantar una idea, una idea cartesiana, sigo en los ensueños y sólo puedo decir:
“Lilith un hilo azul atraviesa mi sangre, y es tu cuerpo que reposa en el orgasmo”, otra voz,
y grito “la antropología es la lectura que hace el hombre o mujer de sí mismo, cada sujeto
en sí es una etnia, al ser creaciones libertarias de sus habitus”, y otro estrato de mi dice: “¿oh
realidad cómo estas?, en algún charco me refugio a esperar a que florezca alguna flor”.
Extasiado, sólo veo la gotera que está en la sala, una gotera que viene de tiempos antiguos,
y que nadie ha sido capaz de arreglar o tapar, porque esta gotera es hija de una vertiente que
está viva, las gotitas de la gotera se mueven como un pequeño mosquito en la pared o como
una araña en el techo, pero las gotitas no son negras, sino invisibles, tienen la capacidad de
ser un prisma en los días de lluvia. Es desde ahí de donde nacen los arcoiris (no le vayan
a decir a nadie, porque nadie la anda buscando, pues a nadie le gustan los arcoiris). Lo más
asombroso de esta gotera, es que ella cree ser una ola, que fue elevada por los vientos. La
gotera cree que los humanos son rocas, que están en cierta orilla que ella no conocía, ella
se esfuerza de ajustar con sus gotitas a las rocas-humanas, y convertirlas en arena. Y es
así como estas gotitas van transformando en arena a los monjes-sacrificadores-cabalistas,
que de a uno son barridos en las tardes de domingo. Es así como fueron desapareciendo mis
compañeros.
(Retorno)
Busco salvar una historia, pero estoy siendo poseído por los discursos, soy una ola... olas
que vienen y van, no te marches Maruchita... que te voy a extrañar. Voy por esos viajes, que
Juan Carlos Olivares u otro le susurraba en un bar -lugar de con-fabulación, nada de confe-
sionario, sino de sedición- a uno de la secta, que hay viajeros que parten, y ven por el ojo del
Aleph el jardín secreto de los laberintos que se bifurcan y que lo llevará donde Safo, y pueden
no volver nunca del viaje, quedando atrapado en el espejo.
Atrapado entre las sombras del espejo, sin lograr distanciarme, no cumpliendo el ir y volver,
ahogado en la inflexión, sin producir ya cantos, sólo veo mi aleteo, entro en mí, lector entra
conmigo, la etnografía es producción, crear mundos, por qué hacerlo como un burócrata si
puedo hacerlo como un demiurgo, nuestro hacer ya lo intuyó Vicente Huidobro (1916) en su
Arte Poética:
119
Colección Etnografías del Siglo XXI
(Desarraigo en el retorno)
Vuelvo, sólo he sido testigo de los juegos dialécticos de los pensamientos de mis hermanos
de clase, como la metafísica de la conciencia ya no corre, sólo puedo ver como ellos transpi-
raron, como él guardó silencio, y como el otro habló, ¿ qué parte de él habló?, ¿qué discurso
ha ganado la batalla discursiva?. Las manos imprimieron sudor a la mesa, su pequeña nave
heterotópica de un sin tiempo.
Hablar del otro, escribir del otro, intentar revelar sus significados, hablar de sus emociones
en el contexto. Ellos vivieron el curso, yo viví el curso. Nuestras vidas se desplegaron en el
universo que creamos. Los yo se funden en un nosotros. Un nosotros homogéneo, con roles
sociales que jugamos para ocultar la identidad. ¿O la identidad se adapta a los roles?. Los
conceptos y categorías ocultan al ser. Ese ser que necesita desenvolverse, pero cae en la ca-
rrera de buscar significado y sentido, y se funde en las estructuras. ¿Cómo recobrar la vida,
como fundar vida en la estructura?. Conversando, recuperando nuestra historia, mi historia,
tú emoción, nuestra emoción. Como demiurgo que soy de este texto, he liberado estos pen-
120
Etnografías Mínimas
samientos hechos con polvo de tiza y que he recogido del suelo de madera, ese polvo de tiza
que es una ouija académica. El universo se expande en el vacío. La cultura se expande al vacío
con sus seres. La cultura se vuelve asombrosa, enigmática con sus múltiples significados y
sentidos que se chocan y se abrazan. Pero no vimos lo que la tiza deseaba decirnos. Cuánto
enigma y misterio se oculta en la consumación continua de un rito. Cuántas emociones se
cruzaron, nos sonrojamos, transpiramos, nos ofuscamos para finalmente hablar en el vacío.
El desafío, hacer un mapa de las emociones, con sus batallas y derrotas.
Las culturas son redes cerradas de conversaciones, es decir, redes cerradas de coordinaciones
recursivas de haceres y emociones. Sin embargo, es la configuración de emocionalidad que se
realiza en la red cerrada de conversaciones que se constituye la cultura, lo que da propiamente su
carácter, no las conductas particulares realizadas por sus miembros
El acto de citar autores reconocidos socialmente, que nos quitan la voz, tiene un doble juego,
nos afirma en lo que decimos, como también nos estimula a entrar en confrontación con él.
Refrencias Bibliográficas
121
Etnografías Mínimas
Dagoberto Ramírez
Qué es la etnografía: ¿La descripción científica de una cultura? Eso es el deber ser o el resul-
tado de la etnografía. Entonces, entramos a la dimensión no siempre escrita de la etnografía,
es decir, a la suerte y desgracia de un etnógrafo por alcanzar un conocimiento antropológico.
En sumas y síntesis, la etnografía es aprendizaje de la vida cultural y en ese espejo cultural,
nuestra imagen resalta en las concepciones de una persona/etnógrafa; posiciones íntimas
que se encausan en una autorreflexión onto/psico/biológica, pues en ella el Ser (persona/an-
tropóloga) en su dimensión psicológica- cultural, hace aparecer inclinaciones emocionales,
determinantes en muchos casos, que afectan la mirada etnográfica, y que repercuten al
momento de establecer relaciones humanas.
Sobre estos asuntos, hago presente el terreno de mis propios aprendizajes en una sociedad
que me ha servido bidimensionalmente: del aprendizaje de la vida lafkenche, y el conoci-
miento de mi propia vida.
Enrique Lihn en su poema Porque escribí, señala maravillosamente “pero escribí, y el crimen
fue menor…”. La escritura etnográfica es la salida a un crimen aún mayor (el ocultamiento
de lo que se siente, se piensa, se cree o se rechaza en el encuentro cultural, y también lo
que los otros piensan de uno), y probablemente algunos crímenes se cometan en relación a
la verdad, pero mostrarse como persona con historia frente al mundo es un alivio, y aunque
De las palabras se retira el Ser, como diría el mismo Lihn, el esfuerzo en antropología frente
a la impotencia del signo es permitirnos la posibilidad de escribir, rozar, y evocar a ese
Ser y concedernos una invitación para que retorne a su alcoba, sin antes, eso sí, haberlo
vivenciado en la etnografía.
¿Cómo he llegado aquí? Hacerse esta pregunta sin recorrer mi propia vida que está hinchada
de emociones, que cuando expulso el humo de mi cigarro, luego, en ese momento de silen-
cio, aun suelo oír la garganta marina de la costa de Antiquina que me reclama una y otra vez
sinceridad.
123
Colección Etnografías del Siglo XXI
Fue un verano que dejaba de ser como todos los veranos de mi tímida vida citadina. Fui
invitado a participar en un estudio para el Ministerio de Obras Públicas, en la dirección de
1
Vialidad correspondiente a la VIII Región .
Muchas cosas aprendí en ese trabajo, buenas y malas, y posterior a ella, muchos aciertos y
también errores, y desde esta experiencia mi vida se encausaría en el aprendizaje de la vida
lafkenche.
Y llegué a Antiquina, donde se ubicaba una de las últimas comunidades donde debería hacer
mi estudio, fue ahí y desde ahí, donde retomo mis notas etnográficas para salir del anonima-
to, y esforzarme para retrotraer el olor del humo, el zumbido del aire, el quebrar del agua, el
peso de una rubia gavilla de trigo montés y el chedungún emborrachado de las ceremonias
2
sagradas que he vivenciado junto a los linajes del sol .
Han pasado tres años desde ese encuentro. Y desde ahí mis relaciones con Jaime Millán
(presidente de la comunidad Juanico Antinao de Antiquina), don Alberto Huenupi (lonko
de la comunidad), doña Rosa Ñanco (mi madre postiza), doña Antonia Kalluhan (Machi de
la comunidad), don José Meñaco (Ngen machi), y muchos jóvenes, adultos y ancianos han
pasado por mí en síntomas de euforia, amor, desencuentros, y reencuentros.
Muchas veces practiqué una etnografía del silencio, muchas veces experimenté la mayor de
las “conversaciones”, donde la realidad no se jugaba en el lenguaje, sino en la presencia, en el
ser, en la compañía muda de un tiempo junto al fuego en la ruka del lonko, junto a él, junto
a ese silencio no estaba solo. Nada decía yo, nada decía el lonko, hasta que un: ¡ahh, ehh! Y
unas sobadas de mano me hacían interpretar que era hora de irme a dormir. Sin embargo,
salía del lugar sin ninguna sensación de pérdida de tiempo, de fracaso etnográfico, ¡diablos!
124
Etnografías Mínimas
Ese silencio me hacía sentir que estaba vivo. En las noches pensaba en mis sueños y deseos
antropológicos: Haré mi tesis en este lugar.
Don Alberto siempre me decía que un trabajo periodístico sólo es superficial, pero un trabajo
de verdad para conocer la cultura Mapuche, tenía que llevar al hombre a hacerse como un
niño. Era por eso que muchas veces caminando por sus tierras me hablaba en su lengua y
luego me decía: “tiene que aprender a contar, tiene que aprender a nombrar las cosas de la casa,
aprender a saludar, tiene que aprender como un niño que aprende hablar”, solía decirme.
Rememorando estas experiencias, sin el orden cronológico solicitado para estos efectos, en
una oportunidad llevé a una muchacha que venía de España, porque quería conocer la reali-
dad Mapuche. Aprovechamos una invitación que Jaime Millán me había hecho por motivo
de una fiesta de Bautismo donde él sería el padrino. Recuerdo la noche de celebración, las
mesas servidas, la música y los bailes. Don Alberto cada vez que quería ir al baño me invi-
taba a ir con él. La verdad es que no había baño, era al aire libre y aprovechábamos de ir a
tomar unos tragos al fondo de la ramada. Aquella noche, también estaban los dirigentes de
la comunidad, y de un momento a otro me vi en medio de una discusión entre dirigentes
antiguos y los actuales. Hasta que acusé recibo de una desconfianza, de una duda sobre mi
persona. Se palabrearon en su lengua, y se escuchaba: ¡winka… winka…! Don Alberto que se
había mantenido al margen irrumpe con su voz cansada hablando en su lengua, y recuerdo
sus palabras en español que me apelaron: “Él, cuando lo probé demostró ser distinto a los otros
chilenos, él junto a sus amigos cumplieron sus promesas. Además, está aprendiendo la cultura”.
La conversación siguió para largo, al otro día supe que la cosa había ido a mayores, pero todo
se había controlado.
Doña Antonia Kalluhan es la machi de la comunidad. Ella fue el impacto de mi vida, la conocí
cuando estaba haciendo el trabajo para el MOP, llevaba asumida como machi en ese tiempo,
tan sólo meses. Me interesé en su historia, y ése fue el motivo que me hizo volver a visitar
la comunidad. Fue así que el año 2004 teníamos que realizar el terreno anual para la Escuela
de Antropología de nuestra universidad. Planteé la posibilidad de hacer un video etnográfico
a mis compañeros, tuvimos muchos inconvenientes, siendo el mayor la solicitud formal de
la comunidad. Teníamos dos posibilidades de planteamiento a la, siendo sus objetivos los
siguientes: 1) Reconstruir lo que fue para la comunidad no haber tenido machi por más de
setenta años; 2) Y describir el proceso de la preparación de su machi. Ahora bien, las dos
posibilidades tenían que ver con una cuestión metodológica: podríamos hacerla sin ella, es
decir, una reconstrucción a partir de los miembros de la comunidad; la otra era incluyéndola
a ella como una parte esencial y deseada por nosotros.
Partimos a hacer pre-terreno con Alonso Mella (compañero de escuela), llegamos a la co-
munidad hablar con Jaime Millán (al lonko aún no lo conocíamos), le compartimos nuestras
intensiones, él escuchaba mirándonos mientras le exponíamos nuestros cálculos metodo-
lógicos. “No depende de mí”, fue su respuesta, “yo no puedo autorizar algo sagrado para
125
Colección Etnografías del Siglo XXI
nosotros”. Pero insistíamos que entonces a ella no la incorporaríamos en el trabajo, que sólo
reconstruiríamos la historia a partir de segundas o terceras interpretaciones. “No depende
de mí, yo no puedo autorizar esto porque: ¡si se me enferma la machi qué hago yo!” Ahí
entendíamos lo delicado, y cómo esta mujer ausente en la discusión regulaba, incluso, las
relaciones exteriores de la comunidad. “Vayan hablar con el lonko a ver qué les dice”, fue su
última palabra. Partimos esa tarde de lluvia en dirección al lonko, dimos con su casa, nos in-
vita a pasar, y con la experiencia anterior creíamos haber aprendido la lección, de este modo,
le expusimos nuestra solicitud. Nos miró, y comienza hablar en su lengua materna, después
de dos minutos, habiéndonos hecho sentir nuestra incapacidad, nuestra ignorancia, nuestra
condición de extranjero, nos habló golpeado en español: “¡A mí me torturaron en la dictadura!
yo no quiero saber nada de los tipos de derecha, yo he dado la lucha por mi comunidad y sé cómo
es la cosa con las Universidades que vienen a sacar fotos, y después lucran con ellas”. Silencio, no
dijimos ni una sola palabra. Nos dimos por vencidos, y mirábamos nuestro reloj para saber
si alcanzaríamos a tomar la micro para regresar. “Bueno- dijo el lonko-, esto no lo resuelvo yo,
debo planteárselo a la comunidad, al dueño de la machi y a la machi. Mándenme una carta donde
señalen sus intensiones, y después les responderemos”, comentó.
Pasaron semanas, y ya habíamos mandado por encomienda la carta. Llegaba el día para lla-
mar por teléfono y saber la respuesta. Vengan, los esperamos acá, dijo el lonko… No lo po-
díamos creer.
Todo listo para viajar, y ese día de septiembre llegábamos a Antiquina, ya mi amigo Juan
Millanao nos había prestado su sede social para hospedarnos, dejamos las cosas allí y par-
timos a Antiquina. Trémulos, no sabíamos a dónde ir primero, si donde Jaime el presidente
de la comunidad, o donde el lonko. Llegamos donde Jaime, partí a conversar con él mientras
el grupo esperaba más atrás. La sorpresa fue enorme, él no sabía mucho sobre la resolución
comunitaria de nuestra venida. Es más, se sintió molesto. La primera cosa extraña, él mismo
nos había mandado a hablar con el lonko para que él decidiera, entonces ya nos sentíamos
siendo parte de un conflicto político. En buen chileno, pensábamos que él dejaría que otros
se quemen en esta decisión. No obstante, fuimos donde el lonko, y su recepción fue distinta.
Nos dijo: “Esto que ustedes van hacer es algo delicado, pero nosotros hemos conversado estos
asuntos con los miembros de la comunidad, y pensamos que es importante que quede un regis-
tro de esta historia para nuestra gente, para cuando nosotros ya no estemos, entonces, los niños
aprendan de los mayores sobre su historia, su lengua, y sobre las cosas que han pasado acá”. Es-
tábamos extasiados, aunque igual incómodos por lo que habíamos vivido con Jaime Millán,
no aguantamos más y se lo comentamos a modo de preocupación, porque no queríamos ser
provocadores de conflictos o articuladores de antiguas rencillas: “No se preocupe, él estaba en
conocimiento sobre esto, lo que pasa es que no sabía cuándo llegarían ustedes- nos dijo-, además,
estuvimos fortaleciendo a la machisita la otra noche, y ella contó que había tenido un sueño donde
los espíritus autorizaban su venida y su trabajo, pero prohibieron grabarla a ella en los momentos
cuando los negüen la toman”.
Él nos abrió el camino, su relación era armoniosa y tierna sobre todos nosotros. Así, nos fue
presentando a las personas que participaron en la “colocación de la machi”, y tendríamos,
nos comentó, la primera reunión esa misma tarde para presentarnos a la comunidad, y aun-
que no lo dijo, para negociar todos los aspectos del video.
126
Etnografías Mínimas
Recordábamos los antiguos parlamentos mapuches, ahí estábamos junto al lonko, su señora
y otras papai que llegaron a conocernos. Estábamos en la casa de la machi, nos saluda don
José Meñaco (Ngen machi, que es dueño o protector de machi), que es el esposo de doña
Antonia, y poco a poco empiezan a llegar los dirigentes, pero no entraban al círculo ubicado
frente al rewe, se notaban incómodos, hasta que el lonko los invita a pasar. Nos permiten
grabar esta reunión. Uno a uno los dirigentes comienzan, implícitamente, a dar a conocer sus
desconfianzas y así mismo fueron cambiando su parecer. Era el lonko el que se esforzaba por
hacer amable el diálogo, usaba la broma constantemente para formar un ambiente cordial.
Nos presentamos cada uno de nosotros y les explicamos nuestro proyecto y nuestro com-
promiso: el video volvería a sus manos, no lo usaríamos para fines publicitarios a favor de
ninguna institución, en definitiva, entregaríamos las copias de todo a ellos, y las copias
que ellos quieran para el recuerdo de su comunidad. Explicamos, también, los objetivos de
nuestro estudio, e increíblemente ya tenían todo acordado; lo que se mostraría, lo que se
diría y favorablemente lo que se quiso mostrar y contar estaba muy de acuerdo con nuestros
objetivos.
Tres fueron las reuniones, la primera fue para saber qué valor tiene la machi en una co-
munidad, y cómo fue no haber tenido machi por tantos años; la segunda fue sobre cómo
3
vivieron el llamado, la preparación y la consagración de la machi ; la tercera reunión fue un
machilun, que es una ceremonia donde la machi es fortalecida tal como el día cuando ella
fue asumida.
Haber usado estos medios de registro, sentíamos, nos colocaba en una relación admirable,
deseada, pero también de desconfianza. Luego del plazo de edición, de presentación de los
resultados en la universidad, partimos a dejar las copias del video a la comunidad. Se invitó
a ver el video a la casa del lonko, llegaron algunas familias, entre ellas la machi Antonia, su
esposo y otros líderes comunitarios.
Habíamos cumplido nuestra palabra, el lonko nos agradeció nuestro compromiso cumplido.
Desde ese día, empezamos a ser incluidos en la comunidad como amigos, como winkas de
buen corazón como alguna vez dijera la machi en una ceremonia comunitaria.
3. Sorprendentemente acá habla doña Antonia en su lengua materna, y sin pedirle que contará la intimidad de
cómo vivió su proceso, lo describe con lágrimas y mucha emoción. Al tiempo después entenderíamos: lo que
ella cuenta ahí no era para nosotros, sino para su comunidad, porque ella nunca había tenido la oportunidad
pública de contar su experiencia.
127
Colección Etnografías del Siglo XXI
De esa experiencia anterior, persistimos en el contacto tan sólo tres personas; éramos invi-
tados a las fiestas, a las cosechas, y otras ceremonias. Participando en el mingaco del Ngen
machi, y en muchos otros trabajos comunitarios, apoyábamos en las labores de siembra de
papas, cosecha de trigo -cortar el trigo a mano y hacer las gavillas sí que cuesta-, en las
preparaciones de wetrupantu, del palín, y de celebraciones especiales de la machi, en todas
ellas nos fuimos sintiendo unos privilegiados, el rapport funcionaba de maravillas.
128
Etnografías Mínimas
Los lazos se fueron estrechando,y el estigma de universitario solía desaparecer, salvo en los
requerimientos de grabación audiovisual. En algún momento llegaba a sentirme como un
miserable fotógrafo de matrimonios. De este modo, para los dirigentes era como que está-
bamos disponibles para viajar a Cañete a grabar videos, tomar fotos y después editar, revelar
fotos, etcétera, todo saliendo de nuestro bolsillo… pero lo aceptábamos con esa extraña sen-
sación de ser parte íntima de una comunidad. Seamos sinceros, éramos instrumentales y esa
relación también venía de nuestra parte, más fácil, es sólo reciprocidad.
Y en una de esas vueltas el lonko nos compartió en su ruka que quería desarrollar un trabajo
de recuperación cultural para los niños y jóvenes -a esa altura yo llevaba cuadernos enteros
sobre parentesco de los antiguos linajes, procesos históricos de la reducción, reforma agra-
ria, y conflictos locales- interpretamos esa conversación como el sueño del antropólogo en
función de la autonomía lafkenche.
El FONDART regional era nuestra oportunidad de financiamiento, por tales trámites sostu-
vimos reuniones con el lonko y los dirigentes. Finalmente las cartas estaban autorizadas, y
el proyecto fue enviado.
El dilema comenzaba puesto que poco a poco el proyecto tomó otros rumbos: ¿Dónde que-
daría el lugar para construir un espacio comunitario? El presidente de la comunidad se tomó
el proyecto muy a pecho, lo comunicó a la comunidad en una reunión, había esperanza, pero
luego empezó a venir el conflicto político: Presidente de la comunidad y secretario de la mis-
ma, se disputaban el lugar para la construcción. La justificación era que la antigua reducción
(cuando fueron arrinconados por el Estado, y sus tierras habían sido entregadas a unas her-
129
Colección Etnografías del Siglo XXI
manas francesas) había vivido por muchos años en lo que hoy es la propiedad del presidente
y secretario de la comunidad.
El lonko había retrocedido en esta disputa y el proyecto había sido apoderado por Jaime Mi-
llán (presidente de la comunidad). Siempre las relaciones con Jaime habían sido malas, siem-
pre desconfiaba de nosotros, la verdad es que habíamos sido los regalones del lonko. Pero
estaba cambiando, ahora Jaime nos tomaba en cuenta. En una oportunidad, siendo hospeda-
dos en su casa, nos cuenta sus luchas comunitarias: cómo él también había sido reprimido
en la dictadura de militar, en síntesis, nos estaba señalando que él también tenía historia,
que también había dado la pelea por su comunidad… él también era un hombre importante.
Nos dejamos seducir por su liderazgo, era aparentemente un triunfo en el rapport, uno im-
portante para nuestras pretensiones proto-profesionales.
Y seguía el conflicto por dónde construir- ahora no era un espacio de encuentro comunitario
donde difundir la cultura y desarrollar planes de recuperación, ahora le llamaban museo- y
mientras seguía la disputa, a don Alberto lo observaba distante, y nada decía.
No ganamos el FONDART, se nos vino el mundo abajo, estábamos derrotados y los miem-
bros de la comunidad habían puesto su esperanza en “universitarios competentes”, aun así
la dirigencia de la comunidad nos pidió que realizáramos la investigación de base para lograr
los insumos necesarios para el espacio comunitario.
El tiempo transcurría y, entre paréntesis, recuerdo aquel wetrupantu que marcaría mi vida.
Fuimos a participar cariñosamente invitados por la machi. Más de ciento cincuenta perso-
nas vinieron a la ceremonia. Los lleu-lleuche llegaron invitados por las líneas de parentesco,
líderes y lonkos de otras comunidades también llegaron. Aquella noche y a mi haber con
ciertas derrotas, presenciamos la otredad, pero algo incomodaba mi ser, algo no me hacía
feliz, veía cómo llegaban camionetas y camionetas de gerentes de forestales, directores de
ONG, de la CONADI, etcétera, todos ellos eran acogidos en las mejores ramadas que yo
mismo había ayudado a construir. Observaba aquella noche las relaciones políticas, todo se
articulaba en una puesta en escena donde, al menos yo dejaba de ser “importante”. ¿Acaso
es síntoma de que ya me consideran como uno más dentro de la comunidad? No lo quise
considerar así. Las mejores ramadas eran para los linajes prominentes, sólo algunos usaban
el baño de la casa de la machi, los más humildes iban detrás de los árboles. Crisis. La so-
ciedad igualitaria se me deshacía junto al sueño de querer ser parte de la comunidad. Se me
olvidaba el rapport, se me hacía que ya no éramos funcionales, escuchaba a mis colegas des-
potricar contra los otros winkas que, así se pensaba, sólo venían para la foto; que no tenían
mayor sensibilidad con la vida social donde el mapuche se juega el pellejo cada día. Fue todo
extraño, de pronto me sentí celando a la otredad…Era un juego simbólico del que me restaba
a participar. Con sinceridad, sentía que aparecíamos como estudiantes que poco tenían para
retribuir a la comunidad… pasábamos a segundo plano.
Me dio vueltas por la cabeza ese sentimiento celoso por la otredad. Me cuestioné toda la
noche y en ese despecho fui a buscar otras dimensiones de la realidad local, ahí donde el po-
der no está cómodo, donde está el último de la comunidad. Tomé distancia de la comunidad,
más bien de sus líderes comunitarios y resentido por habérseme quitado ese sutil estatus,
regresé a Santiago cuestionándome mi legitimidad interventora en la comunidad.
130
Etnografías Mínimas
Pero el proyecto se iba a realizar sí o sí por requerimiento de Jaime Millán. Así, ajustamos
los tiempos para empezar el acercamiento y trabajo con los jóvenes. Acordamos en la casa de
un dirigente reunirnos y ver los videos que habíamos hecho con la comunidad. Pero bastó el
lenguaje, ese que sale por los poros, ese que persuade desde una razón occidental, para una
nueva crisis: Es importante que ustedes participen en este estudio, les servirá muchísimo,
decíamos a los jóvenes y por nuestra parte, comenté: es un desafío, un crecimiento pro-
fesional que haremos con mucho cariño… Interrumpe el dirigente: “¡pero digamos las cosas
como son, ustedes también se van a beneficiar!” No se necesitó mayor interpretación, era un
juicio a nuestro etnocentrismo, a nuestra calidad de dador de conocimiento. Me sobrevino
una ira incontenible, pensé en todos los viajes, dinero, tiempo… un nuevo golpe al etnocen-
trismo que me hizo ver como un predicador callejero tratando de ofrecer la salvación eterna
a los perdidos. Me comí la ira y pronuncié un par de frases para la contención, sin dejar de
decir que esto era reciprocidad…
A estas alturas, sentía muchísimo la pérdida del lonko en estos asuntos, porque las tensio-
nes políticas me sobresaltaban. En la noche comentábamos este nuevo suceso, no sabíamos
hasta dónde podíamos llegar con esta situación. Todo se había hecho complejo, esperába-
mos valoración a nuestro esfuerzo y sólo conseguíamos agudizar una crisis que nos hacía
cuestionar nuestro sueño antropológico. El proyecto era bonito, así lo asumíamos, pero no
encajaba, no hacía sentido.
Y tuvimos que volver con la cola entre las piernas al ideólogo del plan de recuperación
cultural, que tan sólo quería darle utilidad a su ruka y que sólo demandaba de nosotros
acompañamiento y motivación para los jóvenes. Nunca, en su inicio, se había hablado de
museo, nunca en la lógica del mapudungún se había hablado de tanta occidentalización. Don
Alberto andaba en sus tierras trabajando, el viejo nos ve llegar y suelta una risa única, un
saludo en su lengua, un abrazo fraternal. Nos confesamos en nuestros errores, de cómo ésto
se había tornado difícil, y de que los dirigentes aún seguían discutiendo sobre dónde iba a
construirse el “museo”. Algo que aún no existía ya estaba causando tanto problema y sobre
eso no estaríamos dispuesto a continuar, le pedimos disculpas y el viejo (antiguo dirigente
campesino, lonko respetado), nos miró con ternura como diciéndonos: Acá tuvieron que vol-
ver. El hombre sabio nos supo consolar, y nos pidió tiempo para acercar este proyecto desde
su liderazgo a los antiguos de la comunidad.
Entendimos, lo nuestro no sería más que una aculturación que favorecería sólo el prestigio
de una dirigencia política, se necesitaba, entonces, mecanismos del para sí de la sociedad de
Antiquina, es decir, mecanismos propios para la autoconservación de su identidad, donde
ni museo ni espacio de exhibición tendrían sentido puesto que harían constancia de una
sociedad muerta. Ante esto, tendría que ser la propia identidad de la comunidad quien de-
cidiera el nombre, obra y proyecto que querrían ejecutar, y en eso no sólo era necesaria la
dimensión política, también la espiritual. Don Alberto nos dijo: “Lo conversaré con el dueño
de la machi, la machisita, los dirigentes y los miembros de la comunidad…”. El paso que debería
haber sido el primero.
131
Etnografías Mínimas
EL FIGURADOR:
No espero entenderlo todo, sólo lo insignificante
Katherine Fritis
Soy provinciana en la capital. De todas formas hice de guía turística para unos amigos es-
tudiantes de Arqueología de Iquique que venían del Congreso de arqueólogos realizado en
Valdivia hacía algunos días, cual Pericos Trepando por Chile. Largo trayecto del extremo sur
al extremo norte que merecía una detención en la Capital de Chile. Y ahí estaba yo, recibién-
dolos una vez más con los brazos abiertos en mi hogar. Visitamos el Museo Chileno de Arte
Precolombino, del cual habían escuchado bastante y querían conocer. Nos enteramos que
estaba en el fin de su montaje la exposición “Gorros del Desierto” y que se abría al público la
semana entrante. La simpática señora Erika, que al parecer trabajaba en biblioteca y atendía
al público ese día, dejó pasar a los cuatro muchachos para que conocieran la exhibición, ya
que continuaban ruta al día siguiente. A mí no me hizo pasar, pero me invitó a la inaugura-
ción para que viera el montaje terminado.
Supuse que podría asistir sin mayor problema, puesto que estaría abierto a todo el público
de forma gratuita y además me habían convidado amablemente. Me equivoqué. Al llegar a la
puerta el día y hora señalada, no tenía “Tarjeta de Invitación” y la dama a la entrada me dijo
de forma muy cordial que me retirara. Yo mentí muy sofisticadamente que la había perdido,
pero que de todas formas la señora Erika me estaba esperando adentro. Para evitar el taco
humano que produje, me hizo pasar -menos mal que nadie pudo acompañarme ese día-.
Estaba ansiosa porque los iquiqueños me habían hecho muchos comentarios del montaje,
buenos y malos. Eché un vistazo a los de la fila y después miré mi ropa, de pronto quise huir,
no me había preparado para la ocasión, todos vestían formalmente. Mi curiosidad estaba al
límite y decidí seguir. Entré al primer patio y un muchacho vestido de mozo -que parecía de
mi edad- me entregó un catálogo a todo color con fotos y datos históricos de “Los Gorros del
Desierto” en versión bilingüe, español-inglés. Pasé al segundo patio, el lugar estaba vestido
elegantemente de fiesta, como nunca antes lo había visto; luces bajas, mesas con blancos
manteles y sobre ellas, arreglos florales naturales y ceniceros, un podio con micrófono en el
centro y música envasada de fondo, muy suave, mozos y mozas repartiendo jugos natura-
les, copas de vino y champagne. Ahí estaban los “invitados”, todos saludándose, entablando
conversaciones y armando grupos, vestidos de gala, incluso lentejuelas brillando, aunque
los hippies nunca faltan, sobre todo en este ambiente culturaloide –concluí-. La mayoría era
de más edad que yo, calculé que eran desde los treinta en adelante. Los que bordeaban los
veinte y tanto eran mozos, quise preguntarle a ellos para conseguir trabajo en eso, pero algo
interior me impidió hacerlo. Seguí mi recorrido por el patio. Pude distinguir que algunas
personas andaban con unos gorritos de cartón de color en la cabeza y reían, supuse que esta-
ban imitando a los que estaban en exposición, miré mi preciado catálogo y ahí estaban, eran
los mismos. Ellos –los de gorro- se paseaban de grupo en grupo saludando a los invitados,
tal vez eran los anfitriones del evento.
133
Colección Etnografías del Siglo XXI
Los aplausos me hicieron aterrizar, aplaudí y de pronto todos venían en dirección a mí. De-
trás se abrieron las puertas, me di media vuelta y entré. Tuve el placer de ser de las primeras
en entrar, recorrí la muestra y muy cerca de mí, vitrina tras vitrina, oí lo que comentaban el
curador con el hombre de corbata…
Y juntos posaban para las fotos, sendos flash permitidos sólo en esa oportunidad, supuse,
ya que las veces anteriores en que yo había visitado el museo, no dejaban utilizar cámaras
porque el flash daña las piezas. Pero era evidente, era la “inauguración” en donde todo estaba
permitido, en donde todos esos gorros presenciaron en sus rejas de vidrio como las luces de
las cámaras los cegaban a cambio de imágenes de personas delante de ellos que tal vez apare-
cerían al próximo día en algún medio periodístico cultural on line que seguramente nadie lee
–al menos yo que no tengo internet. Avancé rápidamente, no quise presenciar las sonrisas.
Llegué al final de la exposición, había una pantalla gigante y tres corridas con seis sillas cada
una. Se exhibían algunos extractos de documentales relacionados con la fabricación y uso de
gorros. Me senté, exhalé. Con gusto ví dos veces todos los cortos, en suma cada ronda duraba
unos quince minutos, quizás más. Durante todo ese lapso, presencié cómo la gente llegaba,
miraba, algunos se sentaban un momento y se iban. ¿Acaso a nadie le interesaba ver esas
valiosas imágenes en donde se aprecian los gorros con vida, fabricados y utilizados por sus
creadores?, ¿De qué se trata la inauguración de una muestra museográfica a la cual se accede
sólo con invitación? Me retiré queriendo entender este embrollo.
Al salir me encontré con un maravilloso “cóctel” que incluía extravagancias como ají de ga-
llina, camarones ecuatorianos y ceviche, servidos en elegantes cucharas de loza, brochetas
de carnes y frutas, mango sour, dulces y chocolates, entre otros. Para no desaprovechar la
oportunidad, me paré en una esquina, comí a destajo y sin vergüenza… nadie me conocía y
era gratis.
134
Etnografías Mínimas
Pedí un cigarro a una señora que estaba cerca de mí, ella entendió mal, pensó que yo le pre-
guntaba si le molestaba el humo. Repetí la pregunta y me dijo que no tenía. Me quedé con
las ganas de -por lo menos- fingir que fumaba un cigarrillo en mi soledad. Le metí conversa
luego de un silencio y resultó ser la esposa del sonidista; me habló del montaje de los equi-
pos, de cuanto le pagaban por las pegas, que su marido trabajaba para la Municipalidad de
Santiago hace 26 años y que ya estaba acostumbrada a ese tipo de eventos, además le en-
cantaban los cóctel, aunque le caía mal el pisco sour y por eso tomaba tinto a diferencia de
mí. Yo le hablé de mi situación de paracaidista y que en realidad no conocía a nadie, que era
mi primera vez en un acontecimiento así. Se acercó sigilosamente un hombre a conversar
con nosotras, estaba vestido muy elegantemente. Quise saber qué relación tenía él con esta
fantástica inauguración. Antes que yo dijese una palabra, la señora le explica que yo soy uno
de “ellos”, el se rió y nos dijo; ¡somos todos cómplices entonces!, y engulló un ají de gallina.
Supuse que él también era encargado del sonido, entonces me habla de su profesión; “soy
figurador”.
Con la confianza que le produjo mi condición de invitada de piedra, me explica con mucho
detalle a lo que se dedica; me cuenta que su abuela era pintora de La Victoria y que se rela-
cionaba con personajes como Nicanor Parra y José Balmes, por eso él, como heredero de esa
farándula criolla, lo invitaban a ese tipo de eventos para “figurar”. En eso vino una mujer -yo
ya la había visto hace rato, me llamaron la atención unos accesorios divertidos que llevaba-
y el figurador comienza a improvisar hablándome de la famosa exposición de los Gorros
del Desierto; ¡estaban bien bonitos! ¿Cierto? Le respondo asintiendo con mi cabeza y me
presenta a la dama; ¡Ella es mi hermana!, saludo de beso en la mejilla, ella pide fuego a su
hermano, enciende su cigarrillo y se devuelve a su grupo a conversar con otras mujeres -no
me atreví a pedirle un cigarro-. Resultó ser que todas ellas, por diversos motivos, también
figuraban. Decidí ir al baño, me excusé. En mi mente comenzó el juego de ideas y culpé al
pisco sour. Al volver al cóctel de pronto ví a toda la gente como una masa, todos hablaban
y sentí la bulla ambiente de muchas conversaciones a la vez, empecé a imaginar que todos
eran figuradores. Una sensación de vacío me estremeció el cuerpo. ¿Será que todas las inau-
guraciones poseen estos grandes detalles?, ¿Quiénes saben que de los invitados muchos son
figuradores? ¿Cuál es la importancia de los figuradores en estos eventos?
135
Colección Etnografías del Siglo XXI
preciso instante era de calidad media, para nada sofisticado, ya que los cócteles de los polí-
ticos eran lejos los más “cuicos”. De pronto aparecieron los dulces, lo que indicaba –para el
figurador- que el cóctel estaba llegando a su fin. Vino un mozo a ofrecernos en su bandeja
una variedad de deleites para mi gusto y sin ponernos de acuerdo, entre los tres dejamos la
bandeja casi vacía, el mozo rió, la señora se justificó; ¡son para los niños! El mozo se alejó y
comentamos lo maravilloso que es comer gratis.
Ya se había hecho de noche, era hora de marcharse. Me despedí de mis nuevos amigos, la se-
ñora del sonido me regaló una tarjeta de su marido por si algún día necesitaba amplificación,
el figurador me abrazó y me deseó suerte en la vida, me dijo; ¡ojalá nos veamos en el próximo
cóctel del museo, claro que sólo si te invitan! Reímos juntos otra vez.
En el camino a casa pensé en lo que había experimentado y después de haber vivido cinco
años en esta ciudad, disfruté mucho en mi primera inauguración porque no tuve que hablar
de Antropología en una instancia en donde iba predispuesta a ello. Me sentí muy bien, con
un aire nuevo, con la comodidad de no pertenecer a los círculos que se mueven delante de
mis ojos, de los cuales alguna vez quise ser partícipe y quedé a un lado del camino por ser
aún estudiante. ¿Qué me queda para el futuro?, no lo sé, pero al menos en ese momento
estuve feliz de conocer en ese teatro de la cultura local capitalina lo más fascinante para mí,
esos otros círculos intrascendentes que me representan y permiten deambular sin ser vista.
Llegué a casa, metí las manos en mi bolsillo para sacar las llaves y sentí las cucharas de loza
que me había traído de recuerdo, para no olvidar que nunca espero entenderlo todo.
136
Etnografías Mínimas
Mauricio Cortez
Luego de haber avanzado un poco, caminando por la carretera, encontré a algunas personas
que portaban bolsos. Eran cuatro, dos mujeres y dos hombres. No hacía frío y estaba nublado
como suele ocurrir en las costas de Chile a esas horas. Nadie más estaba en pie y divisaba las
arenas despejadas camino abajo. El mar, como siempre, se extendía hasta siempre.
Subí el cierre de mi chaleco mientras pasaba y pasaba el tiempo. Un bus venía y luego otro,
ninguno me servía y comenzaba a aburrirme, por lo que decidí oír las conversaciones de mis
vecinos –práctica que repetiría muchas veces durante el viaje.
Mientras tanto pensaba en el itinerario que haría para llegar a Chungungo (el destino final
del viaje): El Quisco-Valparaíso-La Serena-La Higuera-Chungungo. (¡Vaya uno a saber los
motivos para tanto lugar discontinuo….!)
[Octubre, 2006. Duao] Personalmente, creo no tener mucho conocimiento sobre antropología y
mucho menos talento etnográfico. Considero, por cierto, ciertos aprendizajes teóricos, poco trata-
dos e inacabados, así como una mejora notable en cuanto a mi desempeño en “el campo”.
Continúo en la ruta:
Una vez abajo del bus recorrí los lugares de venta de pasajes. Y nada. Solo uno, carísimo, dos
horas después, a mediodía en punto, saldría rumbo a la Cuarta Región. Durante una hora es-
peré viendo como la gente iba y venía, iba y venía, miraban, algunos iban de a dos, otros de a
muchos, algunos solos, todos con bolsos, serios, contentos, de todo un poco. El reloj apenas
avanzaba y no sabía si salir a visitar Valparaíso o seguir allí, acompañado por mi reloj, que no
avanzaba, incluso retrocedía, a veces, cuando quería, como el mar porteño, que desde allí no
veía, ni escuchaba ni nada. Decidí, más por aburrimiento que por curiosidad, salir de allí. No
podía ir muy lejos, por el tiempo y por el peso de la mochila, así que fui en busca de un café;
el tiempo, frío y estático, lo ameritaba y es, por lo demás, lo que se hace en la Universidad
para distraerse.
No es mucho lo que puede decirse sobre un viaje en bus, sólo tal vez recordar a las personas
de los asientos cercanos, sus conversaciones, sus tonos de voz, etc. Un joven estaba al lado,
nunca habló y poco se movía. Más allá hablaban dos mujeres sobre trabajo y viajes a Europa,
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Colección Etnografías del Siglo XXI
ambas rubias, en el primer asiento –tal como yo- , de unos treinta o cuarenta años, de per-
fecta dicción y fuerte carácter: una de ellas alegaba al chofer (argentino o uruguayo, por el
acento) por el recorrido, pues pasaríamos por Ovalle, lo que –según ella, yo no tenía idea- no
estaba en el programa inicial. Nos retrasaríamos una hora y media.
Pasaron las horas, llovía, el cielo estaba hasta la tierra lleno de nubes blancas. El viaje demo-
raba más de lo pensado.
[Octubre, 2006, Duao] Ha escrito Juan Carlos Olivares, un conocido antropólogo chileno, que:
“Es cruce de culturas el camino a recorrer, un abismo en el espejo roto del tiempo, Kerouac”. Creo
que un viaje, desde el extrañamiento que bien supone esta disciplina, al ser un distanciamiento de
todo, mientras se aproxima a lo incierto, puede ser tan grato como maldito, o beat, pero renueva
todo, sin duda renueva y esa es la experiencia en donde el sí mismo y lo otro se retuercen por esca-
par de las divisiones, y entonces vale lo mismo el poema que el canto, la etnografía que quedarse
callado.
Llegué a La Serena a eso de las nueve de la noche. Ya no llovía, es más, el clima era agradable.
Bajé, tomé mi mochila y salí del Terminal. Pregunté a tres personas sobre el modo de llegar
a la Higuera y todos decían algo distinto. Ciertamente, como es de suponer ante mi suerte,
no había movilización directa a Chungungo. Creí, al final, en un hombre que parecía seguro
de lo que decía.
Seguí adelante, unas tres o cuatro cuadras, ya en el límite de la ciudad, pues sólo había ca-
rretera y más carretera. Hacia el otro lado estaba el Terminal que acababa de dejar y el Mall,
que pronto cerraría. Un poco nervioso, o mejor dicho, decepcionado del viaje por el radical
cambio de planes, caminé hasta donde encontré a un grupo de personas, con bolsos, hacien-
do “dedo” o esperando algún bus. La mayoría iban a Vallenar, otros a Iquique. Eran cerca de
seis hombres, a veces llegaban otros tantos y unas pocas mujeres. Se iban, uno y después
el otro. Buses paraban y los llevaban a sus destinos. Ante mi pregunta de si -¿me deja en la
Higuera?, los buses cerraban la puerta y partían. Esperé, los camiones pasaban y ninguno
paraba, lo cual, sumado a los tres buses que habían rechazado llevarme, me hacían pensar
que era mejor resignarme y buscar un lugar para pasar la noche. Lo primero que vi, no tan
lejos, era una estación Copec.
Eran ya las once de la noche y me preparaba para dejar la ruta, frustrado, con muchas ganas
de no estar allí. No sabía si volver a Santiago, si ir a la estación de servicio o quedarme allí
parado y seguir intentando hacer parar algo, lo que fuera.
Finalmente, ocurrió lo que sigue: un bus distinto a todos los demás, vacío por completo –al
contrario de los otros que pasaron, llenísimos- se detuvo en la ruta. Al parecer los hombres
que esperaban y la gente del bus (el chofer más dos acompañantes, todos hombres) se co-
nocían. Cuando se detuvo yo estaba como a treinta metros. Me llamaron y corrí. Pregunté,
como por sexta vez en esa noche, -¿me deja en la Higuera?- todavía con esperanza. Lo pensó
y dijo:- ya. Me indicó que bajara la puerta del equipaje. Lo intenté, pero estaba muy dura,
así que concentré fuerza y la bajé de un golpe. Quebré la puerta, pero de todas formas cerró.
138
Etnografías Mínimas
Subí, me senté, y suspiré aliviado, al menos no estaba en la carretera. Eran las once y trein-
ta.
El descanso duró poco, pues no sabía bien dónde iba y todo afuera estaba oscuro. Nada de
luz, ni casas, ni postes. La gente a mi alrededor se disponía a dormir, hablaban con sus fami-
liares por celular, reían.
A las doce con treinta minutos paró. Alguien tocó mi hombro y dijo:- ya flaco, la Higuera-.
Mientras me bajaba noté que allí había nada de nada. Pregunté, entre angustiado y resigna-
do, por el pueblo. El hombre me dijo que no sabía y me ayudó a buscar con la mirada. Lejos,
arriba, entre la oscuridad, se distinguían unas pequeñas luces.
Saqué la linterna pues no veía camino que me llevara hasta esas luces. El bus se iba. Al cabo
de unos segundos sólo había silencio, la luz de la linterna se prendía y apagaba mientras yo
la golpeaba para que funcionara y una enorme extensión de arbustos y cerros…
Encontré un camino de cemento a unos metros de donde me encontraba. Mis ojos, acostum-
brados a la tenue luminosidad natural de la noche, no requerían de la intermitente linterna.
La apagué, comí una galleta que estaba racionando –comiendo poco a poco, más un sorbo
de agua-, y caminé.
Avanzaba y me cansaba algo, avanzaba más y nada sonaba alrededor, sólo mis pasos y un
broche de la mochila que golpeaba al mecerse. Algo cansado me detuve, unas cuatro o cinco
veces En esos momentos todo parecía estar muy quieto y tranquilo, incluso agradable, pese
a la situación. Comenzaba a acostumbrarme a la novedad constante, a lo poco que valían mis
planes, al cambio que significa estar en un lugar distante, con cero certezas y más voluntad
que ánimo.
[Sin fecha, Duao] Tomamos café, destapamos el baño, cortamos zanahorias ¿tiene que ver con
religión o secularización infantil? Pura postmodernidad. Impura modernidad. Desarrollismo al fin
y al cabo, su subproducto, nosotros. Gestión local, destapar el baño, identidad. Pescadores capita-
listas. Nueva ruralidad. Postmodernidad y nosotros comiendo empanadas de queso. Universidades
privadas, desarrollo local: turismo por montón. Duao. Y nosotros registrando su paso de gigante
al tiempo que el sentido de la vida está en la estufa y en el ron. Niños tele-seculares. Todo in-
trascendente menos El Dato ¿qué es un dato? ¿Sirve para algo más que para turistear el turismo?
Patrimonio, desarrollo local, técnicos en gestión local. Nosotros.
A la una de la madrugada llegué a una plaza, delimitada por bloques de cemento de unos
cincuenta centímetros. Hacía frío y el pasto estaba mojado, se habían acabado las galletas, la
botella aún tenía bastante agua. Me conformé con la música de mi personal, esperando que
durara mucho, o que el tiempo pasara rápido. Pese a todo, extrañamente, me sentía muy bien,
algo así como acostumbrado por completo a la falta de planes, libre para acudir a cualquier
destino...Chungungo ya no era tan importante.
139
Colección Etnografías del Siglo XXI
Una leve presión en el hombro me despertó, traté de reaccionar rápido, miré; oí y pedí que
me repitieran la pregunta.
Me paré mientras contestaba a su breve interrogatorio. Les conté que venía del Quisco, que
se había casado una prima, que estudiaba antropología, que tenía veintiuno, que mis compa-
ñeros ya estaban en Chungungo. Finalmente, pasadas las presentaciones de uno y otro lado,
nos sentamos en la calle, en la cuneta. Tomé mi recién servido y regalado vaso y bebí a la
salud de ellos.
Enseguida vino el segundo. Eran cuatro mujeres, de entre treinta y cincuenta años aproxi-
madamente y un hombre de treinta y tantos, tal vez. La más joven se llamaba Johanna, era
muy bonita, cantaba, atendía un negocio frente a la plaza y se reía de todo el mundo, por lo
que me decía. Todos contaban chistes, me hablaban del pueblo, de lo fome que eran todos, al
contrario de ellas, que carreteaban todos los días, ahí mismo donde yo estaba sentado.
Me reía mucho mientras me contaban de sus vidas: todas tenían esposos; él, una mujer que
dormía en casa. Me decían que no había nada que hacer en La Higuera, todo muy lento, pero
tranquilo.
Pasó el rato y ya me sentía muy bien allí, hubiese querido que no acabase el carrete, sin em-
bargo, a ellos les dio sueño, a eso de las cinco. Se miraron y concluyeron que me irían a dejar
a la comisaría, pues en sus casas no había espacio y no me podía quedar en la plaza.
Golpeé la puerta y un carabinero abrió. Le hice la pregunta de rigor y dijo que sí, podía que-
darme bajo techo. Entré mientras me despedía del grupo con el que había compartido. Me
senté en un sillón, puse mi mochila al lado y volví a contar toda la historia del por qué me
encontraba en esa situación.
A las siete desperté, el carabinero limpiaba, abría puertas y caminaba de un lado a otro. Al
parecer ya tenía que irme. Como siempre, tenía frío, hambre y además estaba algo encaña-
do.
Salí, agradecí y me dirigí a la plaza, supuse, que de ahí saldría algo que me llevara a Chungun-
go. Pregunté en un negocio a un anciano, quien negó la posibilidad de aquello. Me dijo que
debería volver a la carretera y hacer dedo hasta el cruce de Chungungo, y que luego, ahí, ten-
dría que hacer dedo hacia el pueblo mismo, pues no quedaba cerca. Hacer dedo no me había
resultado antes, por lo que no tenía muchas esperanzas, al menos, era de día y muy de día.
140
Etnografías Mínimas
Mientras esperaba en la plaza y escuchaba las conversaciones de algunos hombres que es-
peraban movilización para ir a sus trabajos a La Serena (en su mayoría camionetas), un au-
tomóvil de carabineros se detuvo a unos cinco metros. El copiloto bajo su ventanilla y grito:
-¡flaco!-, mientras hacía un gesto con su mano que acompañaba sus palabras Tomé mi
mochila y corrí.
No había visto a ninguno de ellos antes, pero de seguro el primer carabinero les había dicho
algo. Pregunté todo lo que tenía que preguntar acerca de cómo llegar a Chungungo, mientras
miraba cómo avanzábamos tan rápido por la misma calle que la noche anterior me había
parecido eterna.
Llegamos a la carretera, me bajé y agradecí, sin embargo, el conductor me hizo un gesto que
interpreté como ¡espera! Me quedé parado viendo como él se ponía un chaleco de esos para
dirigir el tránsito y se decía en voz alta:- ¡ah, me voy a poner el gorro mejor!-. Caminó hacia
la carretera e hizo parar un auto, yo no entendía qué pasaba. Le dijo al hombre del auto:- Aquí
un joven universitario necesita movilización hasta el cruce de Chungungo, ¿tiene algún in-
conveniente con llevarlo?- El hombre asintió y la mujer que lo acompañaba procuró cederme
espacio. Subí, agradecí, otra vez, y cerré la puerta. Atrás quedaba la Higuera.
[Sin fecha, Duao] Viajes. Solitarios y en desuso los caminos se van abriendo, precipitándose,
torpes y lentos, entre las asperezas láricas que los convocan, reúnen y absorben. Unos rodando
entre materia inerte, otros divagando entre canciones pasadas. Algunos, los más, entre gestos
marítimos, rocosos, boscosos. Otros, los escondidos, asintiendo al oleaje, la dureza y la humedad.
Solitarios y en desuso, pues, todos los caminos se desgranan hacia todas las direcciones de este
mundo, vagando entre archipiélagos de caras y montes, transparencias y lamentos. El viaje es un
puente desde la espesura del yo y el otro, hacia la penumbra siempre ardiente del retorno total,
Rimbaud.
Caminar hacia Chungungo, treinta y tantos kilómetros, desde donde había sido dejado en la
carretera, podría resumirse en una línea o trazo de tinta, pese a que lo experimentado duró
mucho más…
141
Etnografías Mínimas
LIKANTATAI
Recreando el paisaje de los abuelos
Anita Carrasco.
Caminando por la polvorienta calle que lleva hacia la comunidad de Likantatai encontré a
una mujer y le pregunté si era Lila. Ella respondió con un no tajante y me aclaró de inmediato
que la mujer a quien buscaba era mucho más morena que ella. En ese momento supe de in-
mediato que parecer indígena era tan importante como no parecerlo y me propuse averiguar
el porqué.
Este trabajo constituye una reflexión sobre la emergencia de una nueva patología contem-
poránea entre grupos indígenas discriminados y desplazados hacia la ciudad: la enfermedad
de la ansiedad étnica. En la medida en que las políticas estatales hacia grupos vulnerables
continúan promoviendo nociones esencialistas de los pueblos indígenas, o de las mujeres, o
de los pobres continúa habiendo mayor marginalización sumada a la ansiedad generada por
cargar con el peso de tener que “ser” lo que precises ser para poder concretar las reivindica-
ciones generadas por la ‘necesidad’.
“En los estatutos oficiales de la comunidad decimos que nosotros como atacameños debemos tener
agua y tierra. Esa es la creencia entre los indígenas, sin tierra y agua no somos nada. Necesitamos
territorio para poder practicar nuestras costumbres y realizar nuestros rituales, todo lo que viene
de nuestra cultura necesita un espacio para ser desarrollado y hacer nuestras actividades y agri-
cultura y criar animales que es la forma en que vivíamos en nuestros pueblos de origen. Esto es la
razón por la que demandamos títulos de tierra, y pienso que toda la gente que se instaló aquí tenía
el mismo tipo de pensamiento porque no se sentían cómodos en la ciudad” (Diciembre 2005).
Tomando ese objetivo como base, los comuneros de Likantatai han elaborado un discurso
específico sobre lo que para ellos conforma una identidad indígena legítima; y, sumado a su
discurso han desarrollado ciertas acciones para construir aquello que conciben refleja dicha
identidad.
Un elemento de contexto clave en los resultados de los procesos identitarios entre indígenas
urbanos en el país, es la forma en que han funcionado las relaciones entre el Estado chile-
no y las poblaciones indígenas. Una primera observación es que dichas relaciones pueden
considerarse sesgadas. La razón es que éstas han sido orientadas principalmente hacia los
problemas enfrentados por comunidades indígenas rurales. Desafortunadamente, la mayoría
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Colección Etnografías del Siglo XXI
de los programas y políticas estatales y especialmente la Ley Indígena nº 19.253, han sido
diseñados pensando en la imagen estereotipada de las poblaciones indígenas en el mundo
rural. Este sesgo no considera el hecho de que casi un 80% de las poblaciones indígenas del
país residen en zonas urbanas (Valenzuela, 2003: 28) y han enfrentado el problema de promo-
ver y adaptar sus significados y valores comunitarios en espacios urbanos que resultan ser
muy hostiles con la cultura que los migrantes traen desde sus contextos rurales de origen
(históricos o míticos). Esta situación hace surgir las siguientes preguntas respecto a las difi-
cultades que ha tenido que enfrentar la comunidad indígena urbana de Likantatai.
Concretamente, en el año 1991 un grupo inicial de 16 familias (hoy suman 35) de atacameños
migrantes de varios pueblos del interior (Ayquina, Caspana, Cupo, Toconce, Chiu-Chiu, San
Pedro de Atacama, Toconao, Socaire, Solor, Río Grande, etc.), presionados por las condicio-
nes marginales en las cuales vivían en la ciudad, decidieron hacer una petición de tierra al
Ministerio de Bienes Nacionales y se asentaron en el sector Cerro Negro. Se trataba de una
tierra eriaza sin agua ni infraestructura habitacional; de esta manera, las familias tuvieron
que, literalmente construir un espacio habitable desde cero. Sólo 9 años más tarde de su
emergencia formal, obtuvieron finalmente sus títulos de dominio de manos del Estado, en
el año 2001.
“Una vez tuve la oportunidad de escucharlo hablar en Caspana. Él siempre nos decía que nos
teníamos que organizar, que estábamos siendo calificados de indios, que nosotros los indios tenía-
mos que ser fuertes, que nosotros los indios éramos los herederos de estas tierras y porque nosotros
los indios no nos organizábamos y luchábamos por nuestros derechos. De esa manera, de una vez
por todas reconocerían que nosotros los indios éramos muy trabajadores y que estas tierras nos
pertenecen a nosotros” […] “El nos habló de un proyecto grande en el cuál el Estado tendría que
reconocer nuestros derechos y darnos dinero por quitarnos nuestra agua, por quitarnos nuestra
tierra y luchar por eso. Para ser honesta contigo, en ese entonces, pensábamos que estaba loco”
(Diciembre 2004).
Este hombre corrió la voz de la existencia de una tierra en las afueras de Calama, que iba a
ser entregada a un grupo de gente. Él comenzó a conversar con sus amigos de los pueblos.
Los amigos que él conocía y tenían animales y necesitaban un espacio para criarlos. Aque-
llos migrantes que aspiraban a seguir cultivando la tierra como lo hicieron en sus pueblos
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Etnografías Mínimas
de origen. Pero el dilema era ¿cómo cultivar la tierra y criar animales en la ciudad rodeado
por cuatro paredes? Más aún, la mayoría de ellos no era dueño de una casa y estaba vivien-
do de allegado en casa de algún pariente sintiéndose incómodos. Todos los integrantes de
Likantatai están de acuerdo en que la primera vez que escucharon sobre la oportunidad de
tener un espacio propio, estaban ansiosos y recobraron la esperanza. Finalmente, su sueño se
estaba convirtiendo en realidad: poder cultivar la tierra y criar animales como lo hacían en
los pueblos de origen antes de verse forzados a migrar. La historia minera de la región está
fuertemente ligada a los procesos de migración atacameña, en la medida en que las presio-
nes generadas por la economía minera forzaron migraciones rurales-urbanas. El agua para
la agricultura se volvió escasa; y el crecimiento de las ciudades y los servicios de transporte
tornó la contribución atacameña a la economía regional en irrelevante. Sencillamente, no
pudieron competir.
La idea de Likantatai constituía un sueño hecho realidad. El grupo de las dieciséis familias
se comenzó a reunir en forma regular para conversar y discutir en cómo iban a dar comienzo
a dicho sueño:
“conversamos sobre la idea de tener más reuniones y comenzar a poner cuotas para comenzar un
pequeño pueblo como los pueblos de los que veníamos, pero comenzarlo en la ciudad. Todos tenía-
mos el problema en común de dónde tener nuestros animales y cultivar la tierra” (Enero 2005).
En sus quince años de existencia como comunidad han conseguido una serie de logros eco-
nómicos e infraestructura. Algunos de estos logros son títulos de dominio, agua potable,
electricidad, una sede de reuniones, una iglesia y derechos de agua para irrigación. Los dos
objetivos que les han causado las mayores dificultades han sido la obtención de los títulos
de dominio y los derechos de agua para irrigación. Atravesaron tremendas luchas para con-
seguir ambos objetivos. Estas luchas van desde cosas sencillas tales como escribir cartas
hasta eventos más complicados como la toma del edificio de la Gobernación en la ciudad de
Calama. En el caso del agua para irrigación, tuvieron que regar sus cultivos con aguas servi-
das que robaban de la tubería cercana al sector de la comunidad.
“Comenzamos a mirar las aguas servidas que pasaban cerca, mirando eso y también observando a
un grupo de vecinos del sector Cerro Negro, nosotros observamos cómo es que usaban aguas ser-
vidas, ese era el sistema de irrigación de ellos, y nosotros los imitamos. La cosa era, como puedo
decírtelo, bueno básicamente robando agua, robar agua de otros” (Enero 2005).
145
Colección Etnografías del Siglo XXI
El año agrícola 2004 fue un ciclo agrícola perdido. Simplemente no lograron regar sus tie-
rras. El año agrícola de 2003, arrendaron canales a vecinos por un período de seis meses
durante los cuales lograron traer agua desde el río. De acuerdo a los cálculos estimativos de
un agricultor local, en un año bueno, cuando la comunidad regaba con aguas servidas (1991-
2001) alcanzaban un ingreso anual de $ 1.200.000 pesos. En el año 2003, cuando solamente
pudieron regar durante seis meses, el ingreso anual bajo a $ 500.000 pesos. Durante el año
2004 trabajaron durísimo en la construcción de la obra de regadío y no pudieron regar en
todo el año de manera que el ingreso agrícola bajó a $ 0 pesos.
“La diferencia entre Likantatai y otras organizaciones es el estilo de trabajo que es trabajos comu-
nitarios y eso es algo que heredamos de nuestros abuelos” (Enero 2005).
Con la finalidad de enriquecer el análisis, quisiera señalar que existen comunidades en dife-
rentes partes del mundo enfrentando procesos identitarios similares a los vividos en Likan-
tatai. Para ilustrar ésto quisiera establecer una comparación entre indígenas Atacameños
urbanos y el caso de indígenas urbanos de las islas Trobriand, hoy descendientes de aquellos
indígenas que alguna vez conversaron con Malinowski.
De acuerdo a John Noel, indígena urbano e informante clave de Debbora Battaglia, “el ori-
gen es Kilivila, inclusive si naces aquí. La nostalgia te arrastra de regreso al lugar originario
(Valu). En el trabajo diré me voy a la casa, no a mi hogar. En Port Moresby, uno adquiere un
sentido de lugar (Valu) cultivando chacras. Has levantado la tierra y la has trasladado hacia
acá. Es lo que haces para convertir tu tierra en algo propio lo que te da ese sentimiento”
(Battaglia, 1995a:80).
Las circunstancias en la urbe hacen del cultivo de chacras o del cultivo de la tierra y crianza
de animales algo bastante problemático. A pesar de las complicaciones, tanto cultivar la
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Etnografías Mínimas
tierra, como criar animales se han convertido en las dos “prácticas nostálgicas” (Battaglia,
1995b) principales entre los atacameños urbanos de Likantatai. De la misma manera, en que
Battaglia describe dicho proceso entre los indígenas trobriandeses; los atacameños también
construyen retazos nostálgicos para una identidad basada en una noción de un origen, cuya
finalidad es establecer un punto estable de retorno.
“Me siento y miro mi rostro todo el día y lloro. Tengo un gran hoyo en medio de mi cara que
asusta a la gente inclusive a mi misma […] Que hice para merecer un destino tan terrible?
Aunque hubiese hecho cosas malas para merecer ésto, no hice ninguna antes del año de edad
y nací de esta manera. […] Debería suicidarme? (West, 1962 citado en Goffman, 1963).
La niña de Nathaniel West, esa pequeña sin nariz, evoca con dolor la experiencia vivida por
muchas de las personas indígenas en Chile. Hasta la promulgación de la Ley Indígena en
1993, que promovió la diversidad dentro del país, las tendencias pasadas fueron de negación
y ocultamiento de la identidad indígena por el estigma asociado a ser indio. Tiempo atrás un
hombre atacameño me relató una historia de su infancia (vivida en la época de la presidencia
de Eduardo Frei Montalva). Su historia refleja la carga colectiva que enfrentan personas de
147
Colección Etnografías del Siglo XXI
“Cuando era un niño pequeño siempre me agarraba a combos con los niños en la escuela porque
me insultaban y me llamaban indio. Una vez estaba muy enojado con mi papá y llegué a la casa
llorando y le dije que lo odiaba por no haberme hecho alto, de ojos azules y rubio. Mi papá, me
pegó una cachetada en la cara; me dijo que algún día iba a entender lo equivocado que estaba, pero
que por ahora debía saber que uno nunca debe avergonzarse de su origen” (Diciembre 2002).
Interesa discutir cómo todos estos conceptos convergen hacia el proceso que Battaglia lla-
ma retórica de la construcción del Yo (Self). Battaglia argumenta que la construcción del
Yo, al que se refiere como “Self”, es un proyecto crónicamente inestable que en situaciones
específicas puede ser llevado a algún estado de orden, acomodado a algún objetivo, en forma
consciente o de otra manera, en prácticas sociales indeterminadas (Battaglia, 1999: 116). Si
revisamos el problema de la “posición” del sujeto y la cuestión de la “identidad”, entonces
deberíamos preocuparnos de la posición que ocupan los sujetos dentro de la red cultural-
mente tejida y socialmente constituida de poderes diferenciales.
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Etnografías Mínimas
ticamente aclamando un orden moral diferente en su lucha por una identidad. Esto último
provee la posibilidad para el desarrollo de manipulaciones burocráticas enmarcadas dentro
de procesos de fronteras maleables. Es decir, si el Estado es capaz de identificar las fronteras
de un sujeto, puede ejercitar el poder a través de un dar y quitar recursos en la medida en que
el “ciudadano” contribuya con estabilidad, fijación y delimitación de su identidad.
El tercer concepto de desplazamiento guarda estrecha relación con lo que ocurre con el diá-
logo etnográfico ya que éste también juega un papel importante en la formación de iden-
tidades. Los diálogos etnográficos y su contextualización en el “momento etnográfico”, y el
compromiso que le debe la antropología al contexto en que se produjo dicho diálogo, pro-
mueven una situación en la cual los enunciados, idealmente proferidos en el momento de
trabajo de campo, pueden elicitar contra enunciados, en vez de la inscripción de dominios
fijos de conocimiento y poder (Battaglia, 1999:120). Esta situación se ve alterada cuando el
diálogo es desplazado por la textualidad y la producción de “escritura”.
Esto es así porque los textos escritos son desprendibles y transferibles de sus contextos ori-
ginarios de uso. De esta manera, en contraste con el diálogo, tales textos corren el riesgo de
cerrar el flujo de intercambio de conocimiento; su repetición los puede hacer aparecer como
hechos eternos o verdades estables a lo largo del tiempo y el espacio. Inclusive pueden hacer
aparecer a los sujetos como fijos e inalterables.
149
Colección Etnografías del Siglo XXI
El último concepto clave que ayuda a comprender la lucha por la identidad en Likantatai es
el concepto del desprendimiento de los nombres. No solo la posibilidad de desprendimiento
de la persona física de un nombre pero también la posibilidad de desprendimiento de un
valor político. Todo lo anterior, sugiere la importancia de un análisis de contexto de los
actos de nombrar y de des-emplazamiento en general. Para una política del uso de nombres,
lo relevante es identificar cuáles nombres tienen valor y significado y para quién(es). En el
caso de la gente de Likantatai, 15 años atrás no se referían a si mismos utilizando el apelativo
“indígena”. Hoy sí hacen uso de dicho nombre. Esta política de la identidad forma parte del
nuevo sujeto que ha sido y está siendo creado. Ha habido una re-valorización del nombra-
miento como un imán de recursos para personas marginalizadas que les ha ayudado a des-
marginalizar sus diversas posiciones y crear sus propias herramientas de usos de nombres
para establecer identidad y alteridad. Estos asuntos de nombramiento nos pueden ayudar a
entender cómo personas indígenas que no han crecido en los lugares de origen ejercitan un
modelamiento del Yo (Self) junto con un ejercicio de auto-exotismo. Dicho de otro modo,
han desarrollado “practicas nostálgicas” que son motivadas tanto personal como política-
mente. En otras palabras, los asuntos de nombramiento son claves a la hora de enmarcar el
juego de identidad que está teniendo lugar en Likantatai. A grandes rasgos, ese juego identi-
tario depende de una clara distinción de quién pertenece y quién no pertenece; quién merece
más y quién merece menos el apelativo ‘atacameño’.
150
Etnografías Mínimas
La importancia de los rituales aumenta en un contexto urbano dado que los ritos no sola-
mente sirven como medios para el reforzamiento de valores comunitarios sino que como
medios para asemejarse a los ancestros. En el proceso de “actuar como” [acting like] los
ancestros, miembros de la comunidad de Likantatai presentan aquello que consideran como
su identidad esencializada y legítima.
La curiosa paradoja es que el contexto urbano requiere de una noción de sujeto-abierto que
supera las posibilidades de una identidad indígena exotizada. Es interesante observar como
los juegos identitarios revelan esta ambigüedad en el proceso de construcción del Yo practi-
cado por miembros de la comunidad de Likantatai. Por ejemplo, cuando partes significativas
de un ritual o un ritual completo es dejado fuera, esto no solamente revela las imperfecciones
humanas, también muestra cómo los miembros de la comunidad indígena del presente son
muy diferentes de los ancestros. En Likantatai mucha gente mencionó que se disgustaban
de la manera como ciertos rituales eran practicados en tal o cual pueblo de origen. Es muy
común escuchar comentarios criticando la práctica incorrecta de un ritual, que están mez-
clados o contaminados. Este tipo de queja forma parte del discurso de que existe una manera
correcta de hacer las cosas: a la manera de los ‘ancestros’. En Likantatai la ausencia del ritual
de la limpia de canales o Tálatur, es concebido en forma explícita como una falla ritual por
parte de los involucrados. Creen que mientras no incorporen este ritual en su conjunto de
prácticas culturales, su identidad no estará completa. Estas son el tipo de interpretaciones
culturales locales que ilustran los procesos involucrados en las formas en cómo el Yo (Self)
atacameño está siendo construido. “Hasta el punto en que dichas fallas son asumidas por
los involucrados, y no son ignoradas como accidentales, tienen la consecuencia de desafiar
la certeza de un orden cultural dado. Ya sea abiertamente o no, exponen el elemento humano
en cualquier declaración de un valor esencial o “costumbre auténtica”” (Battaglia, 1999:127).
Como tinta en contacto con el agua…un temor constante revelado en las conversaciones con
indígenas urbanos es la angustia generada por la neurosis de la representación de su cultura
(performance cultural). De alguna manera, llevar a cabo rituales se convierte en una de sus
principales armas en contra de su ansiedad étnica ante su temor por el desvanecimiento y
desintegración de su cultura. Llevar a cabo rituales en la ciudad, también se convierte en el
principal síntoma de aquello que he denominado como ansiedad étnica.
151
Colección Etnografías del Siglo XXI
deseo del Estado de crear una identidad claramente delimitada, en el sentido que, como co-
munidad han esencializado su identidad más allá en el juego creativo. Sin embargo, la clave
de su éxito recae en su entendimiento de la necesidad de un sujeto-abierto: han sido capaces
de ser lo que necesitan ser de acuerdo a las dificultades particulares que han enfrentado en
los distintos contextos en los cuales han representado sus diferentes sujetos.
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152
Etnografías Mínimas
Hasta el más mínimo instante puede ser un viaje. Basta tan sólo darle el tiempo necesario
para que sea recuerdo –re.cordis-, es decir, para que vuelva a pasar por el corazón y se con-
vierta en algo preciso (y precioso) de ser compartido.
Un antropólogo no deja nunca ser viajero, errante y amante. Algo tras sus ojos nos revela el
movimiento, indicio de un sutil desconsuelo de aquel que hace camino al andar, mezclado
con el anhelo del que busca un instante que detenga el tiempo y el espacio. Buscando con
conciente indiferencia ese instante mínimo que trascienda en el recuerdo, aquel que logre
inundar la aventura con sucesos impensados, creando así un puente entre el sueño y la vigi-
lia. Entre el viajero y el antropólogo.
Suele ocurrir que lo más trascendental de un viaje es aquello con lo que ni siquiera soñaste,
lo que ni la imaginación y ni las ansias pudieron revelar, aquello que los libros no supieron
enseñar y que ningún otro pudo antes vivenciar. Son estos instantes a los que nos referimos
como espacios en blanco; lo que no existía antes de emprender el vuelo, ni lo hará después
del mismo modo. No es blanco por no tener colores, sino por ser la fusión de todos ellos en
su máxima expresión luminosa. Instantes mínimos que parecen ser un zoom a los impercep-
tibles detalles de la pasión.
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Colección Etnografías del Siglo XXI
Una vez nosotras vivimos entre locos y estrellas -quizás día a día lo hacemos también-, pero
aquella vez el mar era público y director, de una escena en particular. No podemos hablar
de aquella etnografía sin que se nos transforme en un viaje, en el instante que une el deber
y el placer. Es ese el puente que hace vívido el recuerdo, el que acorta las distancias entre el
trabajo y el campo.
Chungungo era el escenario. Lejanos a la libertad del viajero, la rigurosidad del antropólogo
nos había llevado a un punto en particular del mapa y con un objetivo en la mira. La extrac-
ción del loco, junto a otros beneficios del mar, era aquí matriz de una realidad cotidiana, que
lo hacia pasar de protagonista culinario, a organizador de un orden social, de vidas y fami-
lias, de personas habitantes de un pueblo, refugiados de la historia en un pasado que es sólo
escombros. Un día nos perdimos en el largo trecho que hay entre el dicho y el hecho. Vimos
cambiadas así las entrevistas y la observación participante por una expedición al desconoci-
do despoblado del silencio, caminando hacia el norte –pero con ningún norte-, a Chungun-
go viejo, playa cuyo mito había inundado nuestros oídos, pero jamás mojado nuestros pies.
Motivados por historias de changos ancestrales y aguas cristalinas escapamos del “deber
ser”, y quisimos sólo ser. Nos adentramos en un serpenteante camino lleno de reptiles hui-
dizos y flores del desierto contenedoras de aguas y colores, que parecían burlarse de nuestro
incierto andar. Cuando ya creímos que era más mito que realidad, el callejón de cerros se
abrió abruptamente ante una abismante mezcla de espuma, graznidos y arena. Por fin la
playa imaginada superó a la imaginación, y nos recibió cual hoja en blanco que espera una
historia que la haga inolvidable.
154
Etnografías Mínimas
En ese momento se nos regaló un instante, surrealista, mágico, uno de esos mínimos segun-
dos robados al tiempo. Caímos a la playa -y aunque nadie lo hizo de cabeza- vimos estrellas.
Sin pensar que era el cielo en la tierra, la orilla de la playa estaba estrellada. Tal cual los anti-
guos navegantes su existencia determinó nuestro destino y encamino nuestros pasos.
Como si algo mágico hubiera sucedido, y una fuga masiva de un ejército de patas se cruzara
en nuestro camino, cada ola traía más estrellas que se negaban a dejar el suicidio de la seca
y calurosa arena. Intentamos con esfuerzo, pero sin buenos resultados, convencerlas de que
habían perdido el camino, incluso des-esperamos y las arrojamos con furia lo más lejos de la
orilla, pero la playa continuó siendo la tumba de millones de estrellas, que tenían su historia
escrita antes de nosotros pretender cambiar dicho destino. Así quedo en nuestro propia bi-
tácora un infortunado salvataje, y en la de ellas unos locos viviendo un instante mínimo.
Estrellas estrelladas
Valorar instantes como estos hacen más vívido el recuerdo, más tangible el “estar ahí” y más
fácil poder expresarlo y crear un nexo entre la escritura y la aventura. La intención no es nu-
blarse por subjetividades y autoreferencias, sino instrumentalizar la pasión y la ilusión para
conseguir la verdadera misión de una etnografía: lograr que otros viajen sin moverse, que sean
capaces de ver con los ojos cerrados, hasta el más mínimo detalle.
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Colección Etnografías del Siglo XXI
Poco de ésto pudimos nombrar en nuestra etnografía “oficial”, y quizás cuantos instantes se
han perdido por seguir formalidades que nos deforman, que nos amputan esos momentos
que llenan de movimiento y gracia nuestro andar por remotos parajes. Sin embargo, aún
cuando se pueda ver coartada la expresión de nuestros espacios mínimos, lo fundamental es
nunca olvidarlos. El combustible para un viajero es siempre soñar aquellos mínimos instan-
tes que nos siguen dando alas, y el de un antropólogo, recordarlos.
Cada instante vivido puede disfrutarse como una remota y soleada isla, soñarse naufrago
y héroe en el mar de los recuerdos; pero cuando el tiempo que une dos instantes no es una
frontera sino un camino, logramos entender que estamos compuestos de viajes, y ellos a la
vez de nosotros. Cuando puedes resumir todo tu viaje en un instante, es porque ese instante
fue el viaje. Porque al final todos estamos un poco locos, y alguna vez hemos pensado en
brillar como estrellas y guiar el camino de algún navegante.
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Etnografías Mínimas
Alejandra Carreño
Buscadora de agua
Las preguntas etnográficas pueden gestarse por casualidad, por inquietudes biográficas o
esperar tiempo infinito sin poder encarnar. Esta etnografía fue una contingencia, algo que
aun no logro descifrar como accidente o casualidad, el resultado del deseo algo insensato
de partir. Y es que la pregunta era tan extraña como su llegada, el agua y sus vínculos con
la salud indígena, salud, cuerpo y agua ¿qué es lo que he de preguntarle a una relación llena
de limpias e higiénicas obviedades? Recuerdo el encanto de lo obvio y trato de desentume-
cer el frío que paraliza el pensamiento frente a una propuesta desplegada sobre la imagen
de indígenas mexicanos que soy incapaz de pronunciar. Teneek, nahuas, Xi’oi. La huasteca
potosina.
El comienzo de la etnografía devuelve a la niñez, donde todo es pregunta, donde las angus-
tias y la incertidumbre operan sobre cualquier racionalidad, donde la nostalgia se asoma en
los sueños, se comienza a vivir en muchos tiempos y lugares a la vez, la cabeza voladora se
desplaza entre el hogar abandonado, los rostros amados y el terreno del viaje, sus tiempos,
sus sentidos, sus estados.
157
Colección Etnografías del Siglo XXI
Ahí estaban
caminando dulcemente, acompasados
con las piernas negras, barrosas y firmes
la piel partida y las blusas de colores
el pelo envuelto en lanas luminosas parecidas a un turbante,
rosas, naranjas, amarrillas, negras.
hombres vestidos de riguroso blanco con sombreros de alas ancha
Son los teneek, herederos de los huastecos mayenses que habitan aquí desde hace muchos años,
reconozco lo difícil que va a ser la tarea.
158
Etnografías Mínimas
Tancanhuitz —el lugar de las flores en legua teneek—, es un lugar caliente y lleno de música,
guapangos, comida y pájaros, que vivía como si los días fueran todos iguales. Por su peque-
ño centro se asomaban silenciosos los indígenas que bajaban desde las comunidades de los
al rededores buscando compradores para los productos de su tierra, café, frijoles, calabazas,
hierbas medicinales, condimentos, quesos, tamales, bocoles, hojas de papatla, flores y na-
ranjas. Siguiendo sus pasos, fui buscando intuir cómo estaban organizadas las comunidades,
cuáles eran los referentes que usarían para explicar caminos y senderos, comprendí el tiem-
po, las horas que había que calcular para desplazarse de un lugar a otro. Surgió la sospecha
sobre la extensión y disposición de las casas, el poder protector de los techos de palma
contra la lluvia, la fantasía de buses que no estaban y nunca partían, la forma en que debía
aprender a esperar, cambié mis incómodas botas por sus huaraches, más frescas y flexibles
para escalar sobre el barro. Aprendí a caminar bajo esta nueva lluvia.
La ansiedad del lugar perfecto consumía las horas; elegir según algún criterio distinto a la
casualidad, a la coincidencia del encuentro, a las intuiciones del espíritu. Nuevamente la
biografía, nuevamente me rindo. Las elecciones etnográficas también son del corazón y con
él palpitando galopado de emoción y cansancio, llegué a San Isidro Tampaxal, la comunidad
teneek de buscadores de agua.
Buscadores de agua
La Huasteca está llena de agua. Hay ríos, pozas, termas, cuevas, lluvia; mucha lluvia, cada
gota cae como si quisiera hacer estallar el piso, a veces truena, el cielo se oscurece como una
acuarela manchada y todo se moja. Las fronteras entre lo seco y lo húmedo se confunden,
todo es vaporoso, los cerros desaparecen bajo nubes sombrías. San Isidro se encuentra en
la zona alta de la Sierra de Aquismón, el municipio vecino a Tancanhuitz, llegar hasta allá
exige un par de horas de camino desde la vía principal, hay planes de pavimentar, pero la
lluvia siempre derriba las rocas, en la sierra, como en otros lugares indígenas, sólo sirven
las piernas.
159
Colección Etnografías del Siglo XXI
A las seis de la mañana, cuando sale el sol y los niños del albergue que me aloja ya están en
pie listos para asear el lugar, el cielo de San Isidro se cubre de golondrinas; las habitantes del
sótano que se encuentra en el interior del cerro, un profundo socavón donde por las noches
duermen las aves en compañía de los restos de ofrendas que en otros tiempos arrojaron los
abuelos. Y es que junto a los pájaros vive el mam lab, el dios del rayo. Lavamos la ropa miran-
do la mancha negra que dejan las aves cantoras y el amanecer luminoso que augura un buen
día. Algunas niñas van por más agua a la pila que tiene el albergue, hay que lavar los baños
y acarrear agua para hervir los frijoles del desayuno, juntar para más tarde fregar los trastes
y llenar las cubetas. Es la única pila de la comunidad y ya se acaba el agua, habrá que pedir
más a la cabecera municipal.
-Neneek,
-Buenas tardes, yo soy…
Las manos se aprietan suavemente, se rozan, sin importar demasiado a quién para seguir
la plática en lengua nativa. Las mujeres cargadas de niños susurran y se ríen con los ojos, a
veces me hablan: “¿usted nos va a traer agua señorita? ¿Viene del gobierno?”, nuevamente esa
sensación, no, no voy a traer agua, sólo vengo a hablar, a estar, a buscar, a encontrar.
En las casas hay trastos en que se acumula el agua de la lluvia, barriles, baldes, ollas, la gente
se baña con cubetas frías, los niños sobre la artesa. De los techos de palma caen gotas que
golpean el piso de tierra apisonada.
-¿Hay que hervir el agua?, sí claro, en la clínica siempre dicen que debemos hervirla.
También hay que cargar la leña desde lejos, cada día quedan menos árboles; en ello trabajan
a diario niños, hombres, mujeres, la espalda doblada, el cuello rígido, diez kilos para los me-
nores, cuarenta los grandes. “¡Neneek!”, el saludo no debe perderse, hay que recoger el café,
ir a la milpa, trabajar el campo, cuidar a los animales, cocinar para la prole. Por el camino
recogemos naranjas y espantamos los famélicos perros que se asoman buscando robarnos
algo de comida. ¡Canijos! les gritan.
El consultorio queda a una hora de camino hacia el centro del ejido, ahí trabajan un joven
médico y dos enfermeras indígenas formadas en la Cruz Roja. Todo se habla en teneek, salvo
lo que se le dice al médico que viene de fuera, no conoce la lengua, llegó hace pocos meses,
y me pregunta si vengo a desinfectar el agua. Está lleno de mujeres y niños que lloran con
sus vacunas y vitaminas, hay mucha desnutrición en la zona, por eso la principal población
objetivo son las mujeres indígenas, responsables “obligadas” de la salud de sus hijos.
Es que “hay gente muy sucia, toman agua de la lluvia y no la hierven, dicen que sí, pero no es
verdad”, hace poco un médico les dijo en la asamblea que eran unos cerdos, por eso en el con-
160
Etnografías Mínimas
sultorio están preocupados por la higiene de las comunidades pero hay mucho trabajo para
poder visitar, de modo que son las redes de los “comités” los que llegan a las comunidades.
San Isidro tiene un comité, don Eusebio, quien da pastillas y toma la presión, otras mujeres
pasan “fiscalizando” si sus vecinas tienen los hábitos de limpieza que exige el gobierno a
cambio de un bono social, afortunadamente todos pasan la prueba.
Vuelvo a la comunidad, al entrar a las casas la luz cambia, los niños se esconden, las mujeres
guardan silencio y se peinan sus negros pelos lisos, sólo los hombres atienden a la “mucha-
1
cha ushum lab ”, he de ser paciente y encomendarme a que las confianzas ya vendrán.
Los delgados conductos no funcionan, el agua viene de una peña de otro barrio donde la usan
los mestizos, la ensucian, por eso es agua mala la de la tubería, no hierve los frijoles, deja el
pelo sucio, no hace espuma, viene de lejos. Se sufre por el agua cuando falta, “pero ahorita no,
porque está la lluvia”. La lluvia es buena, es el agua más limpia porque viene del cielo y moja
todo. Desde Febrero en adelante todo se seca y hay que comenzar a rezar, ir a los pozos, po-
ner cruces, hacer la novena de San Isidro, ofrecer los tamales, el pan, ir a rogar a las cuevas,
para que venga el agua, para que venga la salud, para que no se seque la vida.
Antes, cuando el municipio no les traía agua en temporada de sequía la gente de San Isidro
tenían que bajar a las cuevas a buscarla, debían turnarse y llegar a lo más hondo de la tierra,
en regiones oscuras a las que debían ir debidamente protegidos, con cruces pintadas en el
cuerpo, en el cuello, en la frente, para que el trueno no se enojara y lograran salir con vida y
agua, dicen que hubo gente que bajó al sótano de las golondrinas, incluso gente que murió en
el camino. Surgen recuerdos, a veces tristes como accidentes y enfermedades, pero también
nostálgicos al rememorar caminos y fuentes que sólo algunos conocen y que diseñan los
senderos de una geografía acuática llena de secretos.
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Colección Etnografías del Siglo XXI
Es que el agua también es peligrosa, a veces llama a la muerte, por eso hay que andar con
cuidado por los pozos para evitar caer, a los niños siempre se los lleva el agua, por eso tie-
nen cruces, es que ahí también vive el dios rayo, el mam lab, está en todas las aguas pero
sobre todo en la lluvia, porque es un dios masculino que viene de arriba hacia la tierra, es
un hombre que se enoja y provoca enfermedades, por eso los curanderos lo saludan y de-
dican oraciones, por eso habita en las cuevas de Xumunxú, las más famosas de la región a
las que acuden médicos, músicos y danzantes a buscar el don, a pedir la curación, a desatar
embrujos.
Al recoger estos secretos se va anudando la confianza, los días pasan y no hay partidas,
acompaño, sigo y espero, comienzo a entender mejor sus palabras, los cuestionamientos
hablan más bajo en mi cabeza doliente de tanta pobreza. Por fin hablamos del mal, del mie-
do, del dolor, del cuerpo y de la muerte. Hablamos de otras enfermedades, las que dan por
tristeza, por el daño que hace la palabra caliente de la envidia, por los sueños, por la nostalgia
de los que se fueron, por el susto que echa a volar el espíritu que escapa por la cabeza, el
mal aire que agarra al cuerpo al andar sola por ahí. Discutimos sobre los partos y las formas
de sanar la fiebre, sobre las propiedades curativas de las plantas, descubro que los hombres
también saben curar a los hijos. Me enseñan que cada mariposa tiene un nombre, recorro los
caminos de flores que preparan Xantoro, el día de muertos.
162
Etnografías Mínimas
Pregunta por los sueños, por la familia, por los últimos acontecimientos, ruega en una re-
tahíla de oraciones en teneek y en español. Marca el cuerpo enfermo, el antebrazo, la nuca,
las rodillas, los talones, la coronilla, los espacios por los que se cuela el mal y se escapa el
espíritu. Asperja el agua ardiente sobre el cuerpo y sobre cada esquina del cuarto, frota el
cristal y el huevo sobre el cuerpo y con ellos quita el mal, el objeto invasor que había roto
el equilibrio.
-Ya está, tómese esta hierbita, que esta agüita hace bien, le va a ayudar a volver a su casa, a volar
en su avión donde su familia, ¿no le da miedo?
¿Miedo a volar? no, más miedo me da no saber qué hacer con todo esto, volver a mi isla y
seguir soñando con ustedes. Vamos a rezarle un rosario a los muertos que están en su día,
a ver si así, de una vez por todas, aprendo a partir. Tiene razón, el agua de la lluvia es bien
sabrosa.
163
Etnografías Mínimas
¿Y LA ANTROPÓLOGA NO SE CONFIESA?
Vivian Lay
Ese día llovió como pocas veces en Santiago. Yo tiritaba y ese temblor corporal no era sólo
de frío. Toqué el timbre. No se atiende entre las 9:00 y las 14:00 horas. Por favor, no insista.
Así versaba el cartel. Tarde. Ya había tocado. Tarde. Eran casi las 13:30.
Miré su hábito gris. Pensé en los marrones de las carmelitas. Salté entre los charcos.
13:35
Su rostro inconmovible, su llanto de lluvia y la transparencia que sólo tienen los santos
salieron a mi encuentro. La estatua de la Virgen me aseguraba que estaba en el lugar indi-
cado.
Seguí tiritando por un rato. Pero la sopa caliente que me dieron las hermanas me ayudó a
recuperarme. Era mi primera visita al convento de las Carmelitas Misioneras. Un círculo de
calor rodeaba el comedor. El resto de la casa, seguía imbuido en los fríos del invierno. Y esa
temperatura me parecía una afrenta a la calidez de su recibimiento.
II
Trato de recordar el momento exacto, pero ya no sé cómo fue que quise adentrarme a cono-
cer a las monjas. A estas o a cualquier otra. Algunos me dicen que fue el destino, otros, el
llamado de Dios. Yo prefiero el silencio.
Si otros buscan la otredad en los indígenas, en el campo, en los pobres, en las islas, yo me
sorprendí buscándola entre estas mujeres que se nos vuelven cada vez más invisibles, más
lejanas del discurso, de lo decible, para intentar comprender cuáles son los sentidos que las
guían y ser una testigo del paso del espíritu por sus vidas. Quería caminar con ellas, recorrer
a su lado sus experiencias y el sentido más íntimo de la consagración; sin embargo, sabía que
una mirada más desde la racionalidad y el cientificismo nada de nuevo me diría. De mi som-
brero, el único artefacto que me ayudaría en mis afanes sería la conmoción. Pero siento que
me arriesgo. Porque es todo el cuerpo el que viaja a terreno, ya no sólo mi pauta de entrevis-
tas y la batería de formas de entrar a mundos ajenos aprendida en los años de estudiante, ya
165
Colección Etnografías del Siglo XXI
no era una grabadora ni un cuaderno de campo. Era yo, ataviada de todos esos objetos, más
mis propias ansiedades, miedos, aprehensiones, de decir lo correcto, de hacerlo bien.
Por otra parte, el imaginario popular es especialmente prolífico en tejer historias en los con-
ventos. Yo parada en la puerta, entrando a un lugar misterioso, con las preguntas que toda
ajena podría cargar hacia un mundo otro. Sentía que cada espacio allí dentro sería sagrado y
que mi sola presencia profanaría la quietud. Ahora que ha pasado casi un año, me doy cuenta
que no ha sido sólo para mí la sorpresa de mi irrupción en sus vidas, y que cada día que las
visitaba, iba perdiendo mis temores y ansiedades.
Dicen por ahí que todas las investigaciones son pertinentes con el observador, aunque sea
inconscientemente. Una labor no menos grande que internarme en estos mundos, fue atre-
verme a pensar -al menos intuir- qué había de monja en mi inconsciente. Por ahora, me
respondo: el compromiso, la fe sin preguntas y la entrega total es lo que me sorprende de las
religiosas. Características escasas en nuestros días, en que el principio dubitativo parece el
único principio.
III
Nunca aprendí muchos rezos durante mi niñez. Tampoco tuve una mayor cercanía con los
altares. Siento que lo que me condujo a las carmelitas sólo se entiende cuando se renuncia al
pensamiento. Por eso, me he tenido que acostumbrar a transitar en dos aguas.
IV
Cuando camino por el convento, los pasos resuenan. No quiero interrumpir el silencio que
tan bien me acoge. Cuando me aventuro a salir de la biblioteca, recorro los pasillos que me
son permitidos. Una y otra vez. Entonces veo cómo las paredes se ensanchan entre un día y
otro; como esa casa se expande bajo mis pasos. Y descubro entre tantas oscuridades de cor-
tinas cerradas, entre tantos silencios de lugares vacíos, la luz de miradas que buscan a Cristo,
el llamado susurrante de un destino encarnado y la calidez de gestos, de aquellas mujeres
que se atreven a vivir una intuición. Cautivas del amor de Dios.
Camino y choco con la cocina. Desde la biblioteca escuchaba sonido de ollas, frituras y hue-
vos que se baten por las manos de pan, siempre cálidas de la hermana Macrina. Ella convierte
el frío de esa cocina en el horno que cuece las ansias de vida de las hermanas. Camina rápi-
do, arremangada, tiene dos o tres ollas en el fuego. No importa, parece que maneja el frío y el
calor. En una química perfecta emergen manjares para el deleite de las demás. Era verdad eso
de la mano de monja. Como un mago en sus dominios, la hermana Macri convierte lo crudo,
seco y frío en un alimento que nutre más que los estómagos de las monjas de la casa.
166
Etnografías Mínimas
Después de fregar los platos, el acto ha concluido. La cocina brillante y blanca, deja entrar
los hielos. Es el escenario vacío de un hecho milagroso, convertir en dadora a una mujer que
guarda las experiencias de años entre cantos, Ave Marías y ollas humeantes.
Ahora, cada vez que me asomo, creo que voy a encontrar los ojos claros de la hermana Macri.
Aunque haya vuelto a la Península.
Y así como de lejos, las monjas parecen frías prisioneras de sus hábitos negros, esta casa y
sus moradoras me enseñan a descreer de lo que dicen que dicen, de ciertas monjas, de un
lugar determinado y en tiempos sin nombres.
Yo solía confiar en las palabras. Pero me he encontrado con algunas paredes. El amor de Dios
y el amor de las religiosas por Dios, no ha podido ser definido con todas las palabras que he
aprendido, ni las que ellas han utilizado en su vida, ni la que otros -santos, místicos y poe-
tas- han tenido en sus manos. Lo inefable me juega chueco, se resiste a que lo aprehenda, a
que lo formalice. Y si ni ellas, las portadoras de ese amor, quedan conformes con lo dicho al
respecto ¿qué más podría decir yo? Inefable y media muda ante lo INEFABLE.
Así que empiezo a hilar las sílabas que recojo de sus experiencias, intento hacer encajar las
piezas de una imagen que sé no reconstituiré, porque nunca la he visto. Pero al menos lo in-
tento, ellas me ayudan y todas estas letras son un primer esbozo. Me doy la tarea y el desafío
de tomar prestados lenguajes para poder componer un relato con sentido: el de ellas, y el que
alcanzo a ver, desde el rincón en que las miro. Un lenguaje que diga del sentir, de lo vivido y
que no se quede corto de significado.
VI
vlp: ¿cómo han sido estos años de vida religiosa, hermana?
Carmelita Misionera: han sido 15 años -¡15 años ya!-... desafiantes... difíciles y determinantes
de la vida. Desde que empecé a hacer el discernimiento cuando tenía 24 hasta hoy, cada día se me
da como un desafío. A veces pienso ¿cómo pude pasar estas etapas? entonces me doy cuenta que
es Dios… Él es el que me llamó. Pero sobre todo porque soy feliz.
En estos años, dos cosas han sido como un termómetro para mí: sentirme vocacionada -sentir que
ésto es lo que Dios quiere para mí- y ser feliz. Sentir que me explayo, que en todo lo que hago estoy
yo, que me siento plena. Porque cuando hice el discernimiento, una de las cosas que me hizo pen-
sar en que ésto podría ser lo mío era la felicidad. Yo no me imaginaba teniendo 45 años ó 50 años
siendo infeliz o haciendo infeliz a otros, por ejemplo con un matrimonio e hijos. Era demasiada
infelicidad. Porque si eres infeliz sola está bien, pero si además haces infeliz a otros, es trágico.
En este estilo de vida hay mucho riesgo, uno al principio no tiene todo tan claro, yo hice un año de
acompañamiento y cuando entré al convento me morí de susto. Fue como tirarte al vacío y confiar.
Tenía una intuición, pero sentía miedo. “¿Y si fueras monja?, ¿si en lugar de ser para un núcleo
pequeñito fueras para mucha gente?” y el corazón salta como una locomotora, y se asusta…
Yo me asusté, pero era más fuerte el sentimiento que tenía dentro.
167
Colección Etnografías del Siglo XXI
VII
Cuando leí a Santa Teresa de Jesús por primera vez, sentí aquello que llaman conmoción. De
un amor que no cabe en el cuerpo y debe ser expresado, comunicado… compartido. Encontré
a una mujer que era capaz de vivir por otro. De entregar su vida –y las minucias que conlle-
va- a un sentido de la divinidad cada vez menos compartido.
Las palabras de la religiosa que aquí reproduzco me conmueven. Porque he visto en ellas una
entrega total, una renuncia a todos los placeres con que la modernidad nos ha envilecido.
Recuerdo una imagen que vi en algún lugar, la Virgen que con sus manos inmaculadas desata
los nudos. Dejar la familia y el dedo toma la cuerda, negarse la descendencia y el nudo parece
atarse nuevamente, quizás más fuerte. Prescindir de los bienes, se me enreda la cuerda. Pero
las presencias silenciosas de Jesús y el Espíritu son suficientes para ellas. Para no encariñar-
se con el lecho que las recibe cada noche, ni con la casa, ni el clima de un lugar; menos, con
las labores o los proyectos personales. Dios tiene sus caminos y el de ellas, es escuchar Su
voz. Amar como si fuera el último día y aprender a amar en cada comienzo permanente.
Quizás lo que finalmente me une a ellas, es el deseo por su labor. Yo aspiro a conservar las
ansias por adentrarme en mundos ajenos, quizás tanto como ellas la misión. Porque siento
que aquello llamado “trabajo de campo”, es arriesgar la piel, los sentidos y los afanes vitales
ante un otro que embriaga. Si no fuera así, me sería muy difícil conservar mi recién estre-
nada chapita de etnógrafa.
VIII
Quizás me estoy creyendo una creadora yo también, ¡qué pretenciosa! Pero observo cómo se
van acumulando recuerdos, palabras, gestos, papeles, el cuaderno de campo, voces conge-
ladas, risas, pálpitos, y veo cómo todos esos trozos tienen que ser zurcidos por mis manos
aprendices. Para darle un soplo de vida a este cuerpo de arcilla, que se dibuja, que por mo-
mentos se deshace entre mis manos rabiosas y otras, parece caminar en torno mío, silen-
cioso, por las noches.
168
Etnografías Mínimas
Voy construyendo a fuerza de voz y susurros donde antes había silencio. Y como hay tanto
que decir, siento que debo gritarlo todo, o la nada puede volverse presencia. Entonces corro
peligro de quedarme afónica de tanto gritar, y de sentir que hay tanto que pronunciar, y de
gritar entonces, y de saber que cosas gritar y gritar!….
IX
Partí con la diferencia, porque allí me sentía más cómoda. Yo era una etnógrafa, ellas las
monjas. Yo quería conocerlas en lo profundo y tejer redes invisibles que me permitieran un
saber. Ellas rezaban, usaban hábito y tenían un escapulario. Yo tenía un cuaderno y una gra-
badora. Me creció una amistad enorme y un cariño sincero por mis “nativas”.
Cuando las acompañé a misionar en el verano, el cura del pueblo me preguntó: ¿y la antro-
póloga no se confiesa?
Semejanza
El Señor tiene caminos misteriosos. Las religiosas me dicen que no me cierre a las posibili-
dades. Yo siempre pensé que por muy mimético que fuera nuestro trabajo, nunca tendría la
oportunidad de convertirme en un “otro.” Aún lo pienso.
Diferencia
No conozco el rostro de este cuerpo de arcilla. Pero sé que he aprendido más de lo profundo
y de los velos que lo cubren, al compartir con las religiosas. Entonces lo miro y le zurzo los
atavíos que le he construido: hilos de sentido y varios géneros de silencios. Lo miro y cada
vez parece más vivo.
169
Etnografías Mínimas
EL PATIO 29:
Lo mínimo material, el pleno sentido
Javiera Bustamante
Todas las mañanas me pregunto cuándo podré decirle a las personas que soy antropóloga.
Eso soy, la “inseguridad” cotidiana de una pendiente profesional. Si para preocuparme y
contribuir en el trabajo sobre los derechos humanos, tema pendiente y fundamental que
con inseguridades y distancias logré vincular en mi trabajo, tengo que decir y mostrar mi
diploma, pues bueno, diré que soy Licenciada de Antropología Social de la Universidad de
Chile, heredera de una tradición tesística eterna. Diré también que el patrimonio cultural
está en mi pensamiento, que en mi tesis he intentado desarticular su sentido tradicional e
interpretarlo desde otro lugar, confesando este artefacto cultural desde un ángulo más “an-
tropológico” que técnico. Por último, soy quien vio el pasado junio la noticia sobre el error
de identificaciones del Patio 29, lo cual me inspiró, bajo un poco de angustia y decepción, a
interpretar y comprender los sentidos de su declaración.
El Patio 29 está ubicado en el Patio Común o Patio de Tierra del Cementerio General. Cada
cinco años las osamentas no visitadas, no saldadas, son exhumadas para que nuevos suje-
tos lejos ya de la vida terrenal sean sepultados. Los testigos de las memorias de familiares,
pueden descansar aún por cinco años en … ¿paz?. En dictadura, parte de estos patios fueron
utilizados para sepultar cuerpos de disidentes políticos y de dobles NN, despojados de causa
política, inscritos en un doble desconocimiento. Eran sujetos que hoy aún transitan nuestras
calles, las cárceles, los centros de salud mental, los boliches de chicha y pipeño anual. En
1991 el Servicio Médico Legal identifica a noventa y ocho cuerpos sin nombres, sin registro.
Quince años después, súbitamente, los chilenos nos enteramos que cuarenta y ocho cuerpos
han sido erróneamente identificados, realidad que abre un nuevo dolor, anula un luto, reivin-
dica la rabia y el odio, aumenta la vergüenza, doblega la paciencia, mutabiliza la espera...
El ejercicio de denuncia es dirigido por el Estado, cuerpo institucional al que se culpa por
el asesinato y la falta de castigo contra los asesinos de las víctimas de derechos humanos.
Escena nocturna del horror, debe ser declarado entonces patrimonio, nuestro patrimonio de
dolor, como forma simbólica de narrar nuevamente una historia pero ahora desde la reivin-
dicación de la política del terror.
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Colección Etnografías del Siglo XXI
Movilizada por la duda del por qué recordarlo en tanto acto patrimonial, visité el Patio 29
del Cementerio General, con el deseo de presenciar las evidencias periodísticas, televisivas,
radiales, faranduleras, que abundaban por el mes de abril en los poderosos medios de co-
municación 2006. En un acto casi litúrgico, decido enfrentar la espantosa imagen que me
provoca lo que conozco de este cementerio, de esos muros, flores y rejas grises que nombran
historias, accidentes, amores, nostalgias, jerarquías, injusticias, destinos, dolores, muertes
anticipadas. Así, oficiar este trabajo implica un doble desafío; uno más teórico, podría de-
cirse, y otro estrictamente personal. Dentro de este último, la muerte como experiencia
próxima y la dictadura representan lugares y certidumbres extranjeras a mi vida; su evasión
ha estado de manera presente en mi historia. Simplemente le temo a la muerte, no me gus-
ta, asimismo, no sufrí en “carne propia” el dolor y abuso dictatorial. Mis padres lo hicieron
parcialmente y por tanto, no me siento con el derecho a intrusear en la delicadeza emocional
que este lugar contiene.
Sin duda, etnografiar el Patio 29 implica la congregación de tres desafíos que de manera
errónea y dificultosa fui lentamente dilucidando.
En un afán de observar “de manera tangible” lo ocurrido, de clausurar la primacía de las lec-
turas noticiosas y teóricas, voy al Cementerio a conocer el lugar dónde se muere dos veces
muerte. ¿Caballero, dónde está el Patio 29?, siga derechito por O’Higgins y va a llegar. Mientras
me sumerjo en una experiencia próxima con la muerte (lo que me incomoda profundamen-
te), voy observando los carteles referenciales. Un largo recorrido concluye en Av. O’Higgins,
Patio 29. Al bajar la vista, la imagen no coincide con mi representación fotográfica del lugar.
El resultado de esta mirada no es más ni menos que la incertidumbre, un sentimiento de
dislocación del sentido premeditado. Este no es el Patio 29 que busco. El signo del olvido,
del error y el dolor no están presentes en este lugar de memoria institucional, formal, del
orden y registro de cuerpos políticamente insurrectos, pero legítimamente sepultados. Yo
busco el “hoyo negro de la memoria”, aquel territorio metáfora de la amnistía amnesia chi-
lena fenómeno de la impunidad.
Gracias.
Esta dificultad para deslizar nuestros ojos de manera ligera por el Patio 29 no es un acto fa-
llido ni casual, sino un acto simbólico consciente de la des-memoria, pues se desvía su visita
delimitando una frontera mediante la doble denominación, nombramiento que confunde,
172
Etnografías Mínimas
bifurca su posible llegada. La sospecha se confirma al llegar finalmente al patio 162, patio
de errores y horrores. Este territorio de lo implacablemente mínimo desde el punto de vista
material, recuerda la soledad, el abandono, el paso del tiempo evidenciado en sus cruces me-
tálicas oxidadas. Es el patio de tierra de los callados en su acepción literal, se impone como
un territorio “minimalista” pero profundamente cargado emocional, política y socialmente.
El anonimato se enfatiza en las cruces de nombres corroídos por lluvias e inviernos, gene-
rando un relato de la ausencia, donde una etnografía de lo mínimo debe realizarse con sus
flores, pasajeros que no abordan el lugar. Aunque las etnografías se definen por la escritura
sobre las personas y sus comportamientos, creencias, conversaciones, relaciones, decep-
ciones, disputas, etc., este lugar no me lo permite. Las circunstancias me invitan a escribir
sobre las sensaciones que me provoca este lugar emblema del vacío pero pleno de sentido,
como también hablar de las consecuencias de un error humano, sobre un modo de proceder
en dictadura, representado de manera clara en este lugar, proceder que deviene en trauma,
memoria rota, dolida, disgregada.
Sentada aquí, me gustaría hablar de las memorias subjetivas de los conocidos y descono-
cidos, pero como las memorias rara vez pueden ser hechas desde fuera, sin comprometer a
quienes las hacen, sin incorporar la subjetividad de sus productores, o en el mejor de los ca-
sos, de quiénes conocen y tienen un vínculo afectivo con los que viven y recuerdan, me veo
imposibilitada pues aquí literalmente no hay nadie sobre la tierra. Quisiera saber de las ex-
periencias, desarrollar una etnografía de los compromisos, creencias, emociones vinculantes
a las historias aquí de las vidas sepultadas, que alguien me contara de ello, pero lo mínimo es
implacable, y por tanto, las herramientas de que dispongo son igualmente mínimas.
En este territorio de disputas, que también podría ser pensado como un no lugar, no habitan
sujetos sino que emociones, flores silvestres, restos, tréboles, cruces. Mil cuatrocientas cru-
ces cuidadas por la religiosidad no oficial, cuarenta y ocho sepulturas sin identidad. ¿Cómo
desarrollar estudios antropológicos que buscan dilucidar la identidad de un grupo si aquí la
noción de identidad ha sido transgredida? “Olvidar a los muertos es matarlos de nuevo; es
negar la vida que ellos vivieron, la esperanza que los sostenía, la fe que los animaba” (Wiesel
1996: 11).
Examinar este territorio de disputas políticas desde la frontera, donde nadie pasa, el reojo se
transforma en el modo, en el proceder, en el signo que repudia el enfrentamiento cara a cara.
La vida circula alrededor como en un circo, los patios cientos y algo festejan dolorosamente
las muertes y más allá del encubrimiento con tierras que no permitirán la vuelta a la super-
ficie de los cuerpos, la liturgia es realizada.
173
Colección Etnografías del Siglo XXI
flores silvestres. La naturaleza se encarga de dar color, vida a este lugar, la visita humana ha
sido reemplazada por la “divina” de la tierra y sus humedades que impulsan la germinación
de flores amarillas, naranjas, que no requieren de floreros para imponerse al olvido.
El Patio 29, sitio arqueológico de restos humanos y restos de cosas; la basura estratigráfica
adorna el lugar, los símbolos del capitalismo presentes: Coca Cola, El Mercurio, Luchetti,
Escudo, las tumbas como pasillos de supermercados anuncian la presencia silenciosa que
deja rastros de deterioro, la deconstrucción de un lugar doloroso, la reconstrucción del dolor.
Una abeja poliniza una flor en la superficie de la desmemoria, lo mínimo de lo acostumbrado,
las risas, los pasos, los saludos, los aniversarios ausentes de un lugar incompleto.
Me gustan los colores de este patio, me gusta como la vida ante el límite del olvido social
crece en un acto consciente de liturgia espontánea; me gusta como se manifiesta ante la des-
ocupación de la responsabilidad, de respeto...: ¡mamá!, ¿aquí están los tatas?. No mijito, aquí
hay puros hoyos... En esos hoyos no sólo hay detenidos desaparecidos, también descansan
cuerpos de NN que fallecieron por el frío y el hambre, personas que no murieron intentando
cambiar el sistema sino perpetuar su propia subsistencia. Todos ellos son cuerpos que han
dejado de vaciarse en contorsiones violentas, fuera de control. En este verde patio de tierra,
cada osamenta ahí sepultada, nos hace pensar que la inquisición sigue presente, que los gri-
tos de la muerte medieval no han cesado, que los eventos sacrificiales devienen en matanzas,
dictaduras, hambre, cesantía.
¿Cómo se resuelve tamaño error?, ¿Qué explicación hemos recibido? Apelando a la ausencia
de legalidad, de justicia efectiva, el Patio 29 deviene en Monumento Histórico, evidenciando
el coqueteo reciente entre patrimonio y reconciliación simbólica. ¿Cómo reconstruimos un
mito distinto, por medio de qué ritual reenfocamos este lugar como lugar de una memoria
quebrada, rota, traumada?. Como un salvavidas respetado y muy bien posicionado, llenare-
mos de contenido este gran olvido con una declaratoria, que en primera instancia nos ase-
gurará que ese lugar ha pasado del olvido al recuerdo. Ante la crisis de memoria y de justicia
permanente aún después de diecisiete años de democracia, las personas sepultadas bajo esta
tierra serán reivindicadas, en medio del anonimato, como patrimonio del dolor, y así, podrán
ser recordadas. El Estado se confiesa en tribuna simbólica, pide ser perdonado en una placa,
en un monolito, en un museo.
Ante estos hechos, el Patio 29, los Hornos de Lonquén o Londres 38, asalta de inmediato
una pregunta intrusa sobre si para reconocer el valor de lugares de muerte política, si para
que no sean vendidos, debe ocurrir un desequilibrio, una negligencia, una aberración. Si
el Patio 29 nos dice algo de cómo Chile actúa respecto del patrimonio, pareciera ser que la
respuesta es la crisis, la noción de peligro, sacralizamos espacios nombrándolos patrimonio
para volver a pedir perdón. Para que este Patio de Tierra no siga oxidándose, para que las
personas reconozcan en él importancia y valor político, debe ser activado como monumento
nacional. Los monumentos nos permiten narrar historias, educar para el futuro, elaborar
memorias disgregadas, descascaradas por el olvido. Estos lugares permiten socializar datos e
historias fundamentales. ¿Qué se contará sobre este patio y cómo?, ¿se contará nuevamente
una memoria oficial, elaborada desde quienes por diecisiete años nos han tranquilizado con
promesas eternas de reconciliación?
174
Etnografías Mínimas
Referencias bibliográficas
WIESEL, E. (1996) Prefacio. En UNESCO, ¿Por qué recordar?, Madrid: Gránica.
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Etnografías Mínimas
ENCARNADORAS DE QUINTAY
Paula de la Fuente
Madre: ¿Que qué hacemos las encarnadoras? Bueno, nosotras encarnamos y extendemos
los espineles poh. A ver, mire, este es el espinel. Ésta grande es la piola, piola madre le dicen
también. Y estos de nylon, donde van los anzuelos, son los reinales.
Espinel extendido
Los espineles que nosotras encarnamos tienen mil anzuelos, después con el tiempo quedan
de ochocientos o novecientos. ¡Los espineles duran harto! Al no perderlos duran harto, por-
que a veces quedan en la mar y no pueden sacarlos, así que quedan allá no más y tienen que
hacer otros, porque estos espineles los hacen los pescadores.
Encarnar es ponerle carnada a cada anzuelo. Los espineles que encarnamos son pa’ los con-
grios. Pa’ los congrios se usa cualquiera carnada, jibia, ¿cuánto se llama el otro? Jurel. Tam-
bién la caballa, todo eso. Antes se encarnaba con sardina, parece que ahora no hay y si hay
está muy cara. Por eso ahora estamos usando jibia. Como hay harta les conviene, porque la
jibia no paga, es mucho trabajo y no pagan bien por ella.
177
Colección Etnografías del Siglo XXI
Hija: Cuando está el anzuelo pasa’o quedó mal encarnado. O sea, cuando la punta del anzue-
lo se sale un poco y no está bien tapada con la carnada, eso es el anzuelo pasa’o. Entonces,
los pescadores al calar el espinel se pueden pescar un dedo. Eso está mal encarnado, la punta
tiene que estar bien tapada, así ellos lo tiran no más. Si te queda mal, los mismos pescadores
te alegan “¡qué te equivocaste! ¡Qué la lesera!”. De repente se enojan “te quedó mal, te quedó
pasa’o”, entonces si no les gusta le dicen a otra que le encarne los espineles.
Madre: Mire acá, tenemos esta vara que tiene un alambre. En el alambre tenemos extendidos
los anzuelos. Cuando encarnamos, lo que hacemos es poner la carnada a cada anzuelo del
espinel y los vamos dejando en la vara. Después viene el patrón, lo echa al canasto y se lo
lleva pa’ calarlo.
El congrio lo sacan todo el año, pero se cala más cuando hay oscurana, cuando no hay
luna. Aunque algunas veces se pierde ¡Es que no quiere comer no más! No quiere comer el
pesca’o... algunas veces llevan sus cinco mil anzuelos ¡pa’ pillar diez congrios! A veces no
ganan ni pa’ la bencina y otras les va bien. Ahora mismo uste’ ve que pillaron ciento diez,
ciento veinte kilos de congrio, que no está mal, pero es poco pa’ la cantidad de espineles ¡si
llevaron cinco mil anzuelos!
Madre: La diferencia pa’ que uno sea más caro es que uno es más jugoso y el otro más seco.
Pero el congrio negro y el colora’o se pillan igual, son distintos porque uno tiene la guata
colorada y el otro tiene la guata negra. El congrio negro es más rico pa’ uno, pero la gente de
afuera, en los restoranes, piden más el colora’o.
178
Etnografías Mínimas
Los botes salen en la tarde, como a las ocho, y van afuera a calar los espineles. Ahí lo dejan
cala’o toda la noche y después vuelven al otro día, como a las seis de la mañana o antes, a
buscarlos a la mar.
Hija: Salen sólo ellos al mar. En otras caletas, como en Algarrobo, San Antonio, algunas ve-
ces va la señora, pero aquí no. Acá son machistas. De repente te llevan, dos o tres veces a lo
máximo. Pero después ya no, porque piensan que a una le va a pasar algo. Yo he salido con
ellos, salía con mi papá a veces. Allá miro, miro como calan los espineles. Los van sacando
de a uno del canasto y lo van tirando al mar con el bote andando, despacito no más, no tan
fuerte. Cuando terminan con un espinel amarran la punta del otro y se va tirando otra vez.
Así con todos los espineles, a veces llevan cuatro o cinco y hacen lo mismo.
Madre: Cuando llega el bote, a la mañana siguiente como a las diez, diez y media, le llevan
el canasto a donde uno encarna, entonces principiamos a extender el espinel en el alambre.
Tenemos que ir sacando los anzuelos uno por uno, e ir poniéndolos en el alambre, limpios,
sin carnada, sin nada. Porque a veces vienen con el buche, que se llama a las tripas del con-
grio, otras veces quedan las agallas del congrio. Entonces hay que limpiarlos.
En encarnar y extender nos demoramos casi lo mismo, unas horas. Aunque a veces extender
es más lento, porque para extender uste’ tiene que ir desenredando el anzuelo, tenemos que
ir sacándole los nudos al reinal. Hay que ir desenredándolo y poniéndolo bien estiradito en
el alambre. Cuando viene enredado uno se demora, si viene facilito se demora un ratito no
más.
Hija: ¡Mira el canasto! Así de repente salen los espineles, ese es un enredo.
179
Colección Etnografías del Siglo XXI
Madre: Uno tiene que desenredarlo. Es que hay unos bichos en el fondo, las morenas o
anguilas, que se comen la carnada, se dan vueltas y al final le echan nudo al reinal. A veces
el mismo congrio lo enreda. Desenredar es lo que se demora, pero se acostumbra uno, se
acostumbra.
Hija: Además, ellos, los pescadores, cuando sacan los espineles lo pescan así no más. Sacan
el congrio del anzuelo al tiro y el espinel lo echan al canasto y tú tienes que desenredarlo.
Aquí es cuando tienes que tener paciencia.
Madre: Mientras nosotras extendemos, ellos cortan la carnada y después encarnamos otra
vez.
Hija: Esta es la pega que hacemos: encarnar y extender. Hay otras que lo hacen completo,
lo encarnan, lo extienden y lo echan al canasto. Hacen el trabajo completo. Yo por ejemplo.
Como te dijo mi mamá, cuando terminamos de encarnar viene el patrón y él lo echa al ca-
nasto, eso casi siempre lo hacen los hombres. Pero algunas sabemos hacerlo también. Echar
al canasto es ir poniendo los anzuelos ahí, pero hay que ponerlos así, con la piola madre a
un lado del canasto y los anzuelos encarnados al otro. Tiene que quedar bien para que no se
enrede y salga fácil cuando lo calen.
180
Etnografías Mínimas
Echar al canasto es una pega distinta de extender y encarnar. Se paga aparte también. Por
encarnar y extender se paga $3.000. Ahora si tú sabes echar al canasto, tú le dices “¿te pue-
do echar al canasto?” y si están apurados o cansados y no tiene quien lo haga te dicen que
sí. Por echar al canasto yo pido $1.500, serían $4.500 que te estás ganando con el trabajo
completo.
Encarnar y extender es el trabajo de la mujer. Ellos echan al canasto, ponen el reinal y noso-
tras encarnábamos y extendíamos, nada más. Después como se pusieron más pitucos, tienes
que hacerle todo.
Tú mirando aprendes. Aprendes a poner el reinal, el anzuelo, echar al canasto, todo eso. Mi-
rando se aprende y también te van enseñando como tienes que hacerlo. Por ejemplo echar
al canasto, yo miraba a mi papá y él decía “Ya, ¿quieren aprender?” y ahí nos enseñaba. Todo
eso lo sabemos hacer por mi papá y por mi abuelo que nos enseñaban.
Madre: Es que desde niñitas que venían a la parejita con uno a trabajar. Igual que yo, de la
edad de 7 años que mi mamá nos hacía encarnar. Mi papá era pescador, cría’o en la mar, de
chico en los botes. Igual que mi marido. Y mi mamá, ella nos enseñaba cuando éramos chi-
quititas, porque ella también fue encarnadora y así nos enseñó a nosotras. Es que éramos
tres hermanas y no tuvimos un hermano hombre, así que de niñitas ayudábamos en todo:
1
acarreábamos agua para que mi mamá lavara la ropa de la ballenera , íbamos a la leña, ama-
rrábamos cochayuyo y trabajábamos en los espineles. Mi mamá y mis tías también de niñi-
tas trabajando. Mi tía se acuerda que le pagaban cinco pesos por la encarnada, ¡pero cinco
pesos de esos antiguos!
Yo después les enseñé a mis hijas, también ellas aprendieron a encarnar. Venían a la parejita a
2
trabajar con una. Y así nos ganábamos la vida, porque antes no estaba el Complejo , entonces
toda la gente que podía encarnar, la que quería trabajar, trabajaba en los espineles. Me gusta
a mí, eso sí que es matador, porque uno tiene que estar parada todo el rato, pero uno está
acostumbrada a ese trabajo. He trabajado toda mi vida encarnando. Antes éramos más las
que encarnábamos, éramos hartas, pero ahora ya muchas se han muerto, otras se han ido de
aquí, así que quedamos pocas.
Hija: Algunas ya no pueden encarnar, otras se han casado y los maridos no les permiten
trabajar. Pero nosotras no. Nosotras empezamos de cabritas poh... Llegábamos de la escuela
y nos íbamos a la caleta a ayudar, ahí estábamos todo santo el día, ¡de cabrita trabajando en
los espineles!
Madre: Ahora no más que estamos encarnando en la casa. Pero se encarna allá abajo, en la
caleta.
1. Planta terrestre de la Compañía Industrial Sociedad Anónima INDUS. Funcionó en Caleta Quintay desde
1º de diciembre de 1943 hasta 1965.
2. A principios de los ’90, con la construcción del Complejo Turístico Fundo Santa Augusta, algunas mujeres
de Quintay comenzaron a trabajar en él como empleadas domésticas y otras labores afines.
181
Colección Etnografías del Siglo XXI
Hija: A veces nos traen las cosas pa’ arriba, pa’ que una no baje. Porque como las señoras
están acá arriba, es más fácil. Pero antes, años atrás ¡buh! Allá abajo no más. Nos quedá-
bamos allá abajo todo el día. Almorzábamos, tomábamos once y nos veníamos en la tarde
pa’ acá, pa’ arriba. Mi abuela hacía el almuerzo y lo llevaba para la caleta, y en los mismo
cuartos nos poníamos a almorzar. ¡Estábamos todo el santo día! Después nos bañábamos
cuando salían los botes ¡se pasaba bien! Bueno, yo lo pasaba bien...
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Etnografías Mínimas
Soledad Martínez
No nací en Valparaíso ni he vivido ahí. Jamás escuché hablar de “la quema del Judas”. No
hasta hace unos pocos años atrás. Algo sabía de la celebración de este rito, aunque pese la
palabra, en otros países latinoamericanos.
Un monigote hecho de trapos y viejas prendas cuelga de una cuerda en medio de la calle. La
cuerda encuentra suspensión entre dos ventanas enfrentadas y un poste del alumbrado pú-
blico. La gente va formando un círculo a su alrededor. Expectantes, lo aprisionan; lo acechan.
La locomoción sigue pasando por en medio de las filas y el público: el círculo se deforma y
vuelve a armarse en vaivenes discontinuos.
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Colección Etnografías del Siglo XXI
El tránsito jamás se desvía. Cuando llega la hora de los hechos –la quema- simplemente es-
pera. Largas filas de vehículos esperando termine la arremetida que se consuma en medio de
la oscuridad (escarmiento y venganza sólo pueden desatarse escamoteadas por las sombras).
Un teatro emplazado en las aceras. Un anfiteatro, digo: las laderas hacen de gradas.
Travesía por entre los cerros. En uno Judas transfigurado en pedófilo, en otro, en dictador;
cada cerro un Judas, cada esquina un Judas. Hay quemas que se hacen entre grupos peque-
ños y otras que logran mayor convocatoria. En el Cerro Cordillera, frente al afamado “chalet
1
picante” han montado un escenario. Estuve aquí en la quema del año pasado (“el tiempo
cíclico”, el tiempo del rito). La gente aprovecha de animarse con un espectáculo a cargo de
los niños del vecindario, a la espera de los hechos: el juicio y el castigo –el repudio público.
Cada cerro recrea el rito aportando elementos propios. En este cerro, aparece un personaje
que no he visto en otro de los recorridos de esta noche: “la esposa del Judas”. Ella defiende
al condenado y resguarda los bienes que le corresponden por herencia: las monedas que al
ser quemado se desprenden del cuerpo del Judas. Persigue a carterazos a los niños que se
pelean por recogerlas. En otros cerros –me cuentan- se recrea un juicio a viva voz, previo a
la quema. Las acusaciones que se presentan hablan de sucesos ocurridos entre los vecinos o
también en el ámbito público nacional (sería interesante ahondar en ellas, en sus formas y
contenidos pues la acusación apunta, pone en aviso: explicita los límites entre lo aceptable
y lo repudiable).
El Judas recibe la cara de los nuevos traidores. El pueblo condena, así, nuevamente al Judas
quién, según relatan las escrituras, se arrepintió arrojando sus monedas en el santuario para
luego quitarse la vida ahorcándose. Ahora es colgado, es quemado, le son devueltas sus mo-
nedas, su culpa –no lo redimen, no hay redención para el Judas– es condenado cada vez, lo
hacen tomar nuevos rostros: los rostros de la traición. Desgraciado Judas…. vuelve a arrojar
sus monedas… sin embargo ya todos aclaman su sacrificio: borran el gesto liberador del sui-
cidio para darle muerte a manos propias; la venganza.
1. Fue este el punto de referencia que nos permitió dar con el lugar de la celebración. El “chalet picante” es sin
duda uno de los hitos espaciales de este cerro.
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Etnografías Mínimas
La venganza se enciende en los ojos de todos. Son los niños los protagonistas del espec-
táculo, son ellos los que se desviven el día entero rescatando las monedas perdidas en los
recodos de la historia, -si es que existe tal historia- las traen de vuelta, remontan siglos con
un tarro de lata y un conjuro: “una moneíta pal Juuudas”, las devuelven al traidor para poder
condenarlo. Le dan cuerpo al Judas con ropas viejas y desgastadas que también recolectan los
días previos. De alambres y tablas construyen su esqueleto, rellenando el vacío con trapos
y monedas.
No lo dejan descansar, su mácula sigue ahí, en medio de los trapos, los alambres y las ta-
blas.
El Judas ha sido quemado. Se lo hizo oscilar y prodigar su fuego de un lado a otro de la calle.
Las miradas lo siguieron, lo apuntaron. Judas vuelve a lanzar, en gesto agónico, sus monedas.
El traidor intentó zafarse de su culpa. El dictador, el senador… pero tarde, ardía ya. El infierno
había venido por él. Los niños se lo habían traído.
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Colección Etnografías del Siglo XXI
El bulto yace irreconocible en la calle, olvidado, exuda parafina y vapores. Ya no hay culpa,
ha sido pagada. Las monedas brillan limpias desperdigadas en el suelo, ardientes aún de su
expurgación. Los niños se las pelean: el objeto de la traición recogido por manos de niños.
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Etnografías Mínimas
Andrea Cabezas
De pronto veo unas cincuenta fotos de quién sabe quién. Pequeñas -de 11,5 x 8 centímetros
la mayoría-, reveladas en blanco y negro. Son antiguas: esos peinados, ropas y sombreros.
El pie de algunas dice que fueron publicadas en periódicos de la Araucanía en junio de 1903,
pero casi todas parecen retratos sacados de colecciones familiares. Me dice Daniel –profe-
sor, mecenas y maestro- que se trata de fotografías de colonos holandeses llegados a Gorbea
a principios del siglo pasado. Fueron traídos a Chile por el gobierno para ocupar las tierras
salvajes del sur, dominios que por aquél entonces, creo, estaban siendo desalojados de ma-
puches que fueron llevados a reducciones. El profesor partió su investigación sobre este
proceso hace varios años, publicó algunas cosas y (me) guardó otras. Me propone retomar
ese trabajo, acepto encantada.
Retratos. De izq. a der.: 1.Adriana Bakx Warrens, gentileza Adriana Tolhuijsen Bakx. 2. Heinje Le Clerq,
gentileza Teodora Vligenthart Le Clerq. 3. Guillermo Scherppenise y Teodora Vliegenthart, gentileza TVLC.
4. Philomina Warrens, gentileza ATB. 5. Matrimonio no identificado, gentileza AT. 6. Mateo Vligenthart,
gentileza TVLC. 7. Jan Tijmes, gentileza de su tataranieta.
Al ver las fotos por primera vez me parecen todas las imágenes iguales y todos los persona-
jes distintos. Puro anonimato. Imposible asociar una foto a otra, descubrir la misma cara en
dos retratos, solo entiendo que fueron tomadas hace tiempo y que no tengo ninguna fami-
liaridad con ellas. Daniel me cuenta lo que sabe de cada una: apellidos, parentescos, lugares,
algunos años, algunos títulos honoríficos, propiedades, tragedias. Nada de esto me parece
conocido, nunca había escuchado sobre colonos holandeses, la Guerra de los Boers quedó
anotada en un cuaderno de los que tenía cuando usaba uniforme.
Se me ocurre organizar todas estas imágenes en un álbum (¿no se guardan así las fotos?).
Me parece la colección de una familia antigua, con cientos de fotografías pegadas en páginas
gruesas y oscuras. Quisiera abrir este libro y recorrerlo acompañada por una voz vieja que me
cuente sus recuerdos, entender el valor de cada imagen y conocer la historia de estos rostros
aun paralíticos. No tiene sentido por el momento ordenar las fotos ni tratar de descifrar de
qué fiesta o acontecimiento trata cada una, hay que darles voz, cargarlas de sentidos como
dijo un autor. Verlas puestas en un álbum no me dice nada, faltan las palabras del relato.
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Colección Etnografías del Siglo XXI
Se aprueba la idea del álbum, de construir un artefacto que contenga las fotos y que per-
mita registrar lo que se sabe de ellas, articular lo que descendientes y conocedores puedan
decir, decirme, decirles. La forma del artefacto dio la idea de fichas: en cada página cabe
una foto y una tarjeta de papel, la que se irá cambiando para cada entrevistado. A veces veo
con claridad cuál es mi trabajo: buscar palabras para llenar algunos vacíos de la colección.
Con esto también aparecen las labores y los métodos más típicos de los antropólogos y eso
me tranquiliza. Intentar una entrevista (¿a quién?), viajar (¿dónde?), buscar historias, datos,
informaciones (¿cuáles?), todo (¿qué?); buscar nuevas fotos, juntarlas todas. De algún modo
intuyo lo que se puede hacer con este “material” desde mi lugar “antropológico”.
***
No ha sido fácil encontrar y además perseguir a los informantes (no me gusta llamarles así,
tampoco son nativos, en fin...), la guía de teléfonos es en estos momentos la principal fuen-
te de consulta. Llamarlos, explicarles, escribir correos a desconocidos, no tener respuesta.
Hasta ahora sólo una entrevista concertada: el próximo jueves 9 de junio a las 16:00 horas
en casa de la señora Adriana Tolhuijsen (la cita promete tecito según Daniel, él la conoció
hace años). Luego de llamarla por tercera vez, pude ser directa y más práctica, le dije que
mientras ella consigue otras fotos podemos avanzar en que nos cuente lo que sabe de las que
ya tenemos. En un comienzo Adriana entendió que mi único interés era conseguir más fotos
y realmente se ha esforzado en esto: ¡está buscando retratos de algunos colonos en África!,
pero ahora le quedó más claro por qué es importante para mi ver esta colección junto a ella.
Pienso en cómo tomar notas de este encuentro:
Plan A: ¿Grabarla? No. Me deja un rol pasivo, me tienta a relajarme y sentarme a escuchar
sin interrumpir. Además, puede no querer ser grabada. No la he visto nunca y no llevo una
pauta de preguntas, tampoco es el alcalde o el experto del programa de desarrollo. Tengo la
esperanza y el deseo de que ésta sea la primera de muchas visitas.
Plan B: ¿Recordar lo que me dijo? La poca experiencia me dice que en las entrevistas sin
medios de registro (cuadernos, grabadoras, cámaras) es más probable escuchar secretos y eso
es lo que quiero. Además, podría ver el álbum con la voz vieja resonando en la cabeza. Pero
es arriesgado, se me confundiría todo, olvidaría la mitad.
Plan C: ¿Ir sacando fichas y anotar según avancemos? Eso es más factible, compartir la
visión de la foto y de la ficha, que me indique cada personaje y que me corrija mientras es-
cribo. Eso me gusta. Ensayaré la escritura de algunos apellidos para no parecer torpe.
Tengo ansias porque me cuente mucho, no se qué, pero que aparezcan nombres, lugares,
anécdotas. Revisaré lo que ya leí, confirmaré ciertos datos históricos. Quiero conocerla,
¿cómo será?. Al teléfono se escucha una mujer segura y con carácter, que entiende perfecta-
mente de qué se trata esto de una “investigación” (cosa que hasta para mi resulta ambigua).
Daniel irá conmigo y me invade el pudor al pensar que mis experiencias de terreno son tan
pocas, ansiosas y guiadas por el instinto. ¿Cuándo me enseñaron a hacer etnografías? Me
siento como aprendiz de un artesano que enseña su oficio dejándose ver.
188
Etnografías Mínimas
El profesor me espera en una plaza varias cuadras antes de la casa de Adriana. Mientras
caminamos, recuerda el barrio, describe el pasaje y la casa que conoció, da la impresión que
todo sigue igual. Adriana abre la puerta y se saludan dos viejos amigos. Pocas palabras, caras
alegres, familiares que también quieren saludar y no saben qué más decir. Presentaciones:
-Bueno, ella es Andrea, está trabajando con las fotos de los colonos- dice el profesor, pero
eso no importa ahora. Entramos, nos sentamos y lo más importante es saber cómo Daniel y
Adriana han estado en estos años, quiénes murieron, qué se ha sabido de fulano. El marido
de la mujer falleció, lo cuenta con tristeza y solemnidad, alcanzo a entender que lo respetaba
profundamente. Hertha –otra de las antiguas informantes y pariente de Adriana- tampoco
está viva. Rodrigo, su hijo, se nota atento a la conversación. Después supe que hace quince
años él no tenía el mismo interés que ahora.
Recuerdos. Arriba, de izq. a der.: 1. Johannes Fredrik Tolhuijsen, abuelo de Adriana, gentileza AT. 2. Familia
Bout Van Weezel, tíos de Adriana. Gentileza Herta Bout Van Weezel. 3. Matrimonio Weisser Bakx, tíos de
Adriana. Gentileza AT. Abajo: 4. Adriana y su familia vestidos de domingo. De pie: Juan, Cristina, Antonio,
Adriana y Carlos Tolhuijsen Bakx. Sentados: Juan Tolhuijsen Walther y Juana Bakx Warrens. Gentileza AT.
Al primer vacío de palabras saco el álbum de la mochila, me es arrebatado con los ojos, con
las manos. Adriana lo abre en cualquier página y vuelven las palabras al living, lo que me
confirma que no importa el orden de las fotos porque esta historia se guarda fuera de crono-
logías. Daniel me da una mirada que dice apúrate, escribe. Rodrigo nos cuenta que Adriana
perdió sus fotografías entre tantas cajas, se da cuenta de mi apuro por encontrar el lápiz y
entiende que su madre va muy rápido. Él mismo la guía al principio y le pide que me espere.
Sin pararme del sillón en que estoy, confirmo que ella está lista para empezar por donde yo
quiero, sin embargo no procede aplicar ninguno de los planes pensados ya que el álbum no
está siendo compartido ni estoy junto a Adriana. Improviso el Plan D: imito a mi entrevista-
da y abro un cuaderno en cualquier página, escribo N° 1 y confirmo que también estoy lista.
189
Colección Etnografías del Siglo XXI
Con la cara y la voz llenas de alegría, la mujer reconoce a sus primos, avanza y encuentra a
sus padres, a veces se topa con su niñez. Siempre está hablándole a Daniel y él me mira para
ver si anoté todo, entonces ella se acuerda de que estoy ahí y me mira también.
Una, dos, veinte, treinta fotos y quedan más, de todas ha dicho algo. Se detiene a pensar
en nombres. No sé de dónde aparece en la sala su hermana mayor, Cristina, todavía más
arrugada y vieja. Adriana le pregunta algunas cosas y se enoja porque la hermana no re-
cuerda con su mismo rigor. Cristina sube los hombros y le dice que no sabe. Adriana se
contesta sola y sigue mirando las fotos sin mostrárselas a nadie porque se las ha apropiado.
Lo mismo ha hecho con la historia de sus abuelos y de sus padres, nos la revela pensando
en fines magníficos. Ella espera que se publique un libro, que se haga honor a su pueblo y se
reconozca el enorme esfuerzo por levantar el pueblo de Gorbea. Es tanto su apego al pasado
de los colonos que no duda en afirmar que su abuelo paterno era -¡el hombre más guapo de
Ámsterdam!-. Lo debe haber conocido cuando éste tenía unos 60 años. Adriana nació en
Chile veinte años después de la llegada de los boers a la Araucanía. Sin embargo, todas sus
afirmaciones me hacen entender que no importa tanto que ella haya sido testigo de todas las
peripecias de los colonos, sino que en este momento valen más los contenidos enraizados
en su memoria y el modo en que ella los vierte sobre estas fotografías que son suyas sólo
porque las reconoce como parte de su propia biografía.
A ratos puedo mirar la casa en que estoy, el tapiz bordado de las sillas y el sofá, la foto en-
marcada de una preciosa novia; un poco más allá, en la misma muralla, la foto de un karateca.
En la del comedor, unos trenes bordados. La luz del día, nunca suficiente en junio, ya casi se
ha ido por completo y hay que encender las lámparas. Llevamos un par de horas ahí senta-
dos, estoy deslumbrada de los largos recuerdos que no deja de contarnos esta mujer tan viva:
ríe cuando se acuerda de su madre y hasta yo llego a recordarla entre los detalles y la postura
que toma Adriana para referirse a ella. Los años avanzan y retroceden, personas van y vienen:
-El hijo de tal se casó con... Y el hijo mayor de su hijo menor tuvo un accidente terrible hace
unos años. Éste de acá está emparentado con el famoso diseñador-. El ritmo de ver fotos,
recordar y anotar va aletargándose porque al fin llegamos a las más antiguas donde no apa-
recen caras conocidas y parece que la informante va perdiendo todo entusiasmo. -¡Gracias a
Dios!-, pienso. Yo también me cansé de escribir y de poner atención. Comienza el revés del
interrogatorio y Daniel se encarga de responder -¿Quiénes son ellos?¿En qué año fundaron
la escuela? ¿Él sacó esta foto?-. Me detengo un momento. La memoria de Adriana, si bien
es vasta, deambula por tiempos intermitentes que la anteceden o que a veces la pasan por
alto. Es siempre presente e individual. De ella solo puedo recoger palabras que nacen en el
momento de comunicar recuerdos, los que por esta vez nacen a partir del álbum, pero que de
ningún modo son ajenos al recorrido biográfico y social vivido por esta mujer. No pretendo
escribir con sus palabras la historia de los colonos holandeses, sino que actualizar una de las
semánticas posibles para estas fotografías.
190
Etnografías Mínimas
ha encontrado para nosotros, más fotografías y vuelta a anotar porqué éstas si que son an-
tiguas, lindas y condensadas.
Nos invitan a pasar a la mesa, está llena de tazas, platillos, küchen, palta y distintos panes,
así se cumple el supuesto de Daniel. El fuero del etnógrafo para evadir preguntas personales
y quitar la atención de los otros por nosotros se acaba en esta instancia. Aprendo cómo res-
ponder frente a la curiosidad de los informantes: al parecer, hay que articular las preguntas
que tenemos como investigadores, nuestra curiosidad de algún modo académica, con aque-
llas experiencias de nuestra propia historia. Tal como Adriana estuvo recordando toda la
tarde, el profesor responde evocando momentos de su vida, de sus ascendientes españoles y
así conversamos nuevamente de la colonización. Cuando yo soy interrogada, aplico el mis-
mo ejercicio. Les cuento que a mi padre le llamó la atención el apellido Van Weezel porque
en Los Sauces, el pueblo donde nació, uno de los pocos vehículos que circulaba en los ‘50
era la camioneta de Federico Van Weezel Tolhuijsen, primo de Adriana. En ella llevaron de
urgencia a mi abuela a Angol antes de morir. La conversación se vuelca sobre ese colono y
su familia.
***
Después de este encuentro, puedo sacar en limpio algunas cosas. Lo más claro, el álbum ha
crecido tras la visita, las nuevas fotos no sólo son preciosas sino que también muy revela-
doras de la vida de colonia, de cómo los holandeses compartían con los alemanes llegados
a la misma región, de las actividades propias según la edad: la banda instrumental de los
niños, las reuniones de mujeres en torno al té, el Coro Alemán compuesto en gran parte por
hombres holandeses. Muchos de los retratos han adquirido nombres y no pocos también
tienen algo de personalidad. Siento que en esta visita he conocido a Adriana, pero también
a su madre – Johanna Bakx- que además era tan simpática; a Federico Bout, cuyo noviazgo
con Ferri Romunde aun es un secreto a voces; a Thomas Domisse, colono que en su vejez
se aferró a los padres de Adriana; a su tía Antonia, quién a pesar de ser pretendida por uno
de los Beijnen, fue aconsejada de no romper su compromiso con otro colono porque sería
mal visto, además su futuro esposo la quería mucho. Los retratos ya no significan para mi un
vacío o una confusión de apellidos. A través de los recuerdos de Adriana, los colonos fueron
dotados de sentimientos e individualidad. De a poco se podrían armar varios relatos parti-
culares unidos por el denominador común de ser colonos holandeses.
191
Colección Etnografías del Siglo XXI
Novedades. De arriba abajo: 1.Viaje a Chile en el Vapor Oropesa, 1903. 2. Familia Van Weezel Bruijn, 1900.
3. Té en casa de la Sra. Gartsman
Más que a los colonos, es Adriana, su memoria y su vida las que recojo. Mientras vamos de
regreso, Daniel me dice que se notan los años desde que dejó de verla, ciertamente no es
la misma, los colonos tampoco. Sin embargo, ella vuelve a ser portavoz de las fotografías,
la re- presentante de las caras que hasta hace unas horas no significaban para mi más que
un nombre holandés. Desde su actualidad, con su vejez, nostalgias y olvidos, Adriana dio a
conocer a sus parientes y amistades, fue la maestra de ceremonia de esta presentación. Los
colonos son por el momento lo que ella dice. Otras memorias se entrelazarán y habrá que
incluir más novedades a este álbum.
192
Etnografías Mínimas
TRASNOCHADO Y ENTUMIDO
Gerardo Mora
Prado Huichahue
10.abril.005
Trasnochado y entumido,
así me pilló la machi,
yo sólo iba por un mate,
ella me trató como antropólogo.
193
Etnografías Mínimas
ESCRITURAS AUXILIARES
Notas sobre una estadía hospitalaria
Sonia Montecino
Tarde en el hospital
195
Colección Etnografías del Siglo XXI
El escritor y el enfermo es alguien que tiene que renunciar al miedo al ridículo y a las fronteras del
1
pudor. En cualquier consulta, a cualquier hora. tiene que desnudarse .
Ingreso a las 10 de la noche a la Urgencia luego del diagnóstico –realizado por el doctor
2
V - de trombosis venosa profunda en la pierna izquierda. R y mi amiga S, doctora del hos-
pital, me acompañan. No he tenido que esperar mucho gracias a S. Debo aguardar en un box
mientras una enfermera me toma la presión, la temperatura y el ritmo cardíaco. Luego de un
tiempo razonable, el doctor de turno, G, entra al box. Es un hombre bajo y moreno, de ojos
oscuros, apurado. Observa la ecotomografía de la extremidad con el diagnóstico de V.
-Señora, estoy haciendo una pequeña encuesta ¿en qué línea viajó?
-En Lan- respondo y veo desaparecer su rostro de la cortina.
196
Etnografías Mínimas
Los techos nunca son tan visibles como cuando se está en una camilla. Esperamos a que
llegue el especialista que está de turno esa noche. Se asoma con una aprendiz a quien le va
indicando, muy rápido, como ingresar los datos en un computador. No hay caso, se verifica
el diagnóstico. El auxiliar ha desaparecido y el especialista se molesta y alega que no le co-
rresponde llevar mi camilla hasta la puerta. Llama por teléfono para que me regresen al box
de urgencia.
De la camilla paso a la cama del pensionado. Es el segundo pasaje: tengo una pieza y una
pulsera con un número. R se ha ido, son pasadas las 12 de la noche. La enfermera jefe del
piso donde estoy se encarga de preparar el porta suero en el cual se colocará la heparina que
goteará durante seis días en la vena de mi brazo derecho. A su lado una auxiliar bosteza. Es
la segunda punzadura, la que me atará a esa pieza: la mariposa se posa en mi antebrazo. He
quedado ligada al trípode que sostiene a la heparina por un cordón umbilical plástico. La
que bosteza me informa con tono mecánico donde está el timbre para llamar, como usar el
control de la televisión, como levantar la cama.
Tengo prohibición de levantarme hasta que el vascular periférico que me asignen como mé-
dico tratante lo indique. La enfermera y la auxiliar desaparecen. Hace calor, bajo la sábana
hay una cubierta de plástico, traspiro y siento que me ahogo en esa pieza cerrada. Toco el
timbre para que abran un poco la puerta. La rendija me permite observar los escasos movi-
mientos y escuchar los quejidos de las habitaciones contiguas. No puedo evitar pensar en
todos(as) los(as) que han usado esa cama y esas sábanas, los(as) que han salido y los(as) que
pasaron de ahí directo al otro lado de la vida.
Recuerdo los relatos que algunas amigas mapuches me hacían de sus estadías en el Hospital
de Temuco, de “los alientos de los muertos” que se quedaban adheridos a las paredes y a los
artefactos y que las asustaban por el contagio mimético (koneu). “Yazgo en cama”. No duer-
mo hasta muy entrada la madrugada.
II
Casi amanece y una enfermera me despierta para el examen de sangre que mide el INR (ín-
dice de coagulación de la sangre), y que me será practicado tres veces al día. Las venas de la
mano izquierda serán la fuente de la succión. Mis malas venas de las que se quejan otra vez,
muy delgadas, poco visibles. Me pincha dos veces hasta dar con un hilo que mana suficiente.
Respiro hondo ante cada arremetida de la vampira.
-
197
Colección Etnografías del Siglo XXI
¡Ya, mi reina!, ¡coopere! - irrumpen dos auxiliares apresuradas, como trombas, pienso -¿se
puede bajar de la cama?- deben ser las 7 de la mañana.
Una de las mujeres lee las indicaciones escritas al pie del lecho y le informa a la otra: “trom-
bosis venosa, no puede moverse”. En un abrir y cerrar de ojos movilizan mi cuerpo de un lado
a otro, me sacan la camisa mojada de transpiración, me ponen una chata y lavan mi vulva
con un chorro de agua y un algodón, antes me dicen que si deseo orinar u “obrar” lo haga.
Me soban el cuerpo con una toalla húmeda. Me preguntan si tengo colonia, jabón, cremas.
No tengo nada.
Una de las auxiliares es muy pequeña, semejante a la Damiana del Obsceno Pájaro de la
Noche de José Donoso. La Damiana que lavaba el sexo del Mudito convertido en el niño-
imbunche de la Casa de la Encarnación de la Chimba, pero que también puede ser la Peta
Ponce, la perra amarilla. La otra es de estatura normal, usa mechas rubias y la ropa ceñida,
maquillada toda su cara. Mientras me toman la presión, el pulso, la temperatura y terminan
de ordenar la cama, me colocan una nueva camisa. Hablan de una reunión que tendrán al me-
diodía. Estoy segura que como trabajan muy rápido y con tanta conversa entre ellas pueden
equivocarse en las anotaciones que hacen en mi hoja. S me había dicho que se rumoreaba
una huelga. Les pregunto por sus demandas gremiales y un poco admiradas de que sé de sus
reivindicaciones me contestan que pertenecen al sindicato 2 y que les toca negociar. Se van.
No se han demorado más de 8 o 10 minutos en hacer su trabajo.
Al poco rato una nutricionista me saluda y pregunta por mis hábitos alimenticios. Me entero
que hay un servicio externalizado de las comidas en el Hospital, por ello debo dejar clara
mis necesidades con tiempo. Por cierto muy poco de mis hábitos podrán ser mantenidos.
Me traen el desayuno. Una bandeja triste: todo de plástico, un trozo de pan de molde blan-
co doblado a presión y envuelto en una de las más baratas servilletas de papel, un jugo en
envase de cartón, una cajita de mermelada de durazno. La frialdad de la alimentación hecha
en serie e industrializada, aséptica e insípida como comida de hospital, pero que parece más
gélida en su serialización y en su materialidad de mercado. Sólo bebo un té con leche apenas
entibiado por el microondas. No estoy en una sala común –me digo- estoy pagando una
pieza sola en el pensionado de un Hospital privado, pertenezco a la clase media chilena, soy
una privilegiada.
Una nueva auxiliar entra y rauda hace el aseo. Mira con ojos que me parecen hambreados
todo lo que he dejado del desayuno. Es muy delgada. Le digo que se coma lo que no he to-
cado.
198
Etnografías Mínimas
S ya me había hablado de esos mendigos y de sus perros. Todos los restos se botan.
La pequeña auxiliar nos indica que ya viene la ronda médica. Percibo (huelo) que en el pasillo
se respira una atmósfera distinta. Es como si se aproximara una fuerza poderosa. Se abre por
completo la puerta de mi cuarto y un doctor de rostro amarillento y ojos achinados, escolta-
do por dos jóvenes internos que guardan respetuosa distancia tras él, camina y se detiene a
los pies de mi cama. Los internos observan atentos al doctor desde el dintel de la puerta.
Preguntamos por el significado de esta trombosis, las consecuencias, el tiempo que debo
permanecer en el hospital. El doctor LM responde a cada pregunta con voz gangosa y lapi-
daria:
-En el 50% de los casos si el trombo migra al pulmón, es mortal; si migra hacia zonas del
cerebro puede dañar algunas funciones; mínimo seis días de hospital, con tratamiento de
heparina y luego oral con neozintron. Cuando se lo indique podrá levantarse, pero con la
pierna vendada, para ir al baño.
III
Empiezo a enterarme de la vida cotidiana del hospital. Las trabajadoras, enfermeras, auxi-
liares, todas mujeres, están molestas. Muy pocas tienen gestos amables, sus rostros lucen
siempre tensos, amargados, siempre apuradas, cumpliendo sus labores como un deber ago-
biante y desagradable. Las acoso de preguntas. Eso calma mi propia ansiedad, sobre todo la
de estos primeros días. No sé cual es la rutina. Nadie explica nada, no hay un manual que
diga que a tal hora ocurrirá esto, que a tal esto otro. Me pregunto si esto sucederá igual en
los países donde reina el logos y los enfermos son sujetos de derechos. Aquí la enferma tiene
que aceptar las irrupciones constantes, las eternas manipulaciones de su cuerpo (lavados,
pinchazos, exámenes, frotaciones, fisgoneos de la intimidad por otras(os) que no conoce y
a las(os) cuales quizás nunca más verá, pero que han penetrado en los recodos más íntimos
de su piel), aceptar las mismas preguntas todos los días (obró, durmió, comió), someterse
199
Colección Etnografías del Siglo XXI
a los horarios de comida (cuatro veces al día las bandejas de plástico y las carnes secas y
sinsabores que dicen son de pavo, pollo o pescado, geométricas, con lechuga picada tan fina
que es imposible saber si es eso o repollo, los té de la peor marca, los panes friogorizados,
las galletas de vino, las mermeladas industriales), someterse a la buena o mala voluntad de
las(os) trabajadores del hospital. Como las normas no son explícitas hay que adivinarlas,
dejarse llevar como cordero por los ritmos impuestos. Me doy cuenta que ni la oralidad ni
la escritura funcionan acá. En el cajón del velador hay un escrito forrado en plástico donde
más que un manual del funcionamiento semeja las indicaciones de un hotel: como usar
el teléfono, los cobros, los horarios de visita, las obligaciones de salida (ningún paciente
puede retirarse del hospital sino es en silla de ruedas) Entonces -concluyo- acá sólo vale la
experiencia y la docilidad. Es mi tercer pasaje: me he convertido en una paciente, no tengo
ánimos de resistir, sino de acatar.
Paciente y dependiente por ello de la ronda matutina del doctor LM -que todas las mañanas
aparece a horas disímiles, con el mismo séquito de internos aprendices- y que más que en-
trar a la habitación siempre está como saliendo de ella pues no demora más de tres minutos
en responder a las preguntas que ya he aprendido a anotar en mi agenda (es tan breve su
visita que para no olvidarlas, las apunto la noche anterior). LM y su breve parafernalia –me
digo- quieren decir que literalmente su tiempo vale oro.
Algunas auxiliares permanecen conmigo un lapso más prolongado -mientras me lavan y to-
man los exámenes de rigor–, se detienen ante mis cuestiones y me cuentan sobre sus mise-
rables sueldos, de su rabia con los médicos, del poder de los internos, de la vida de tensiones
que llevan, de sus apremios. La dupla que conforman la Damiana y Miss Hospital -como he
bautizado a la auxiliar de mechas rubias- es la más amistosa y locuaz.
El doctor G ese que le tocó en la Urgencia -me cuenta Miss Hospital- es un perro. Fíjese
que después de un turno habíamos ido a celebrar un cumpleaños con varios compañeros y
compañeras a una parrillada y yo me tomé mis pisquitos con coca cola, un poquito de vino,
en fin, nada fuera de lo común y de pronto me desmayo. Me caigo sobre la mesa. No supe
más de mí hasta recobrar el conocimiento en la Urgencia. Ese perro de G me dijo: “¡Borracha!
eso es lo que le pasó a usted, anda con la mona no más, ¡¡váyase!!. Me sentí tan humillada.
Pasaron los días, y cada día me sentía más mal, andaba apenas, era un espectro. Le dije a
otro doctor, uno bien bueno que hay, que me sentía morir. Me hizo exámenes y al final me
tuvieron que sacar todo el útero. Imagínese, mi reina, tenía los medios miomas. No tengo
útero, pero estoy re bien, a pura hormona. Si hubiera sido por el perro de G, me moría no
más. Cuando lo veo me hierve la sangre.
-Bueno, pero al menos tendrán descuentos y trato preferencial por ser funcionarias del hos-
pital –replico
-¡No! mi reina, ¡se le ocurre! es igual que cualquiera no más, hasta cheque en garantía te-
nemos que dejar. Si aquí todo es puro comercio no más, nos han dando unas capacitaciones
donde tenemos que dejar de decir pacientes y decir clientes y ¡el cliente manda! ¿dónde se
ha visto?
200
Etnografías Mínimas
Las trombas rutinarias y sus rápidos tiempos de quehaceres corporales, médicos y domés-
ticos cesan cuando se inicia el horario de visita. El alivio de estar con la familia, con los pa-
rientes queridos y los (as) amigos(as), las conversaciones, la sonrisa de SB hoy muy tempra-
no (tuvo que operar y me visitó), se apodera de mi ánimo; pero la calidez de estar con parte
del “afuera” desparece a las 8 en punto. Suena un timbre y una voz magnetofónica indica que
se termina el horario de visita. Se acaba la compañía afectiva. Algunas luces de los edificios
de Marcoleta se encienden. El cielo se apaga lento. Emerge el silencio. Las trabajadoras del
turno de noche se deslizan por el pasillo empujando un carro, una silla de ruedas. Las chupa-
sangre se desplazan de cuarto en cuarto. Cae la noche (“para espantar la tristeza, duermo”).
IV
Tengo permiso de levantarme al baño con una venda tipo imbunche. Damiana-Peta me en-
señó ayer a envolverme de modo correcto la pierna. Me autonomizo y no llamo a ninguna
auxiliar para que desenchufe el trípode porta suero, pues hay que esperar demasiado y no
me hacen bien sus rostros agrios. Arrastro entonces el cordón umbilical hasta el baño. Es
el primer día que me levanto de la cama, me mareo y siento naúseas. Hace mucho calor en
el baño (la calefacción permanece ahí siempre encendida), pero resisto respirando hondo y
regreso sola al lecho, arrastrando el cordón de lágrimas venenosas. Damiana ha entrado justo
cuando intento poner el enchufe.
201
Colección Etnografías del Siglo XXI
-La enfermera jefe, los internos, cualquiera que nos tenga pica. Aunque si se siente bien,
hágalo no más.
Entiendo que Damiana-Peta está agotada, que cualquier paciente que se autonomice signi-
fica un alivio a su trabajo. Ella va a jubilar pronto.
-Quizás a comienzos del 2007 -me cuenta con voz esperanzada. Llevo más de treinta años
en este hospital y lo único que quiero es irme, aunque mi pensión será una porquería. Pero
¿sabe? Tengo un hijo en Australia y él me mandará plata para viajar. Cuando jubile viajaré y
viajaré con los beneficios de la tercera edad. Ya fui una vez al Vaticano, él me ayudó, fui en
un tour a visitar al Papa y conocí otras ciudades de Italia. ¡Qué bonito! Pero lo más bonito
es encontrarse con los chilenos por allá. ¡Se echa mucho de menos Chile! Una vez íbamos
subiendo unas escaleras en esas ruinas romanas y vimos a un grupito que iba con la bandera
chilena, nosotros también la teníamos y nos cruzamos, nos abrazamos, todos nos pusimos a
llorar y a cantar la canción nacional. Fue para mí lo más lindo del viaje.
La diminuta auxiliar mira hacia el “inmenso paisaje” del cielo que se asoma en mi ventana.
Damiana-Peta y las auxiliares se fijan en los libros que tengo sobre el velador, los hojean,
leen las revistas que me regalan las amigas. Alaban la belleza de las flores que adornan la
pieza (son varios los floreros-botellas que me rodean). Ya me tratan como “la profesora”.
Comparto con ellas el mal pago por el trabajo de responsabilidad que realizamos. He es-
tablecido complicidades femeninas. Ansiosas se apoderan de los diarios, las revistas, todo
lo que pueda darles es para ellas un tesoro. Las que tienen hijos en el colegio se llevan los
periódicos y los suplementos pues ellos necesitan recortes para sus tareas. A Miss Hospital
le gustan las revistas para enterarse de las copuchas de la farándula y admirar el look de las
modelos. Todo lo que me traen de “afuera” se los regalo, los dulces, los chocolates, las frutas,
los jugos del desayuno. Son como aspiradoras. Llegan temprano y otean las nuevas cosas que
me han regalado el día anterior. Reparto alfajores y bombones. Hasta los papeles de regalo
y las cintas son guardados en los bolsillos de sus delantales. Ahora me complacen en lo que
les pido y apenas toco el timbre hay alguna pronta a preguntar qué deseo.
Me visitan seguido para “limpiar” la habitación y para contarme de sus vidas. La profesora
las escucha sin necesidad ya de inquirir tanto como al comienzo. Me hablan de la protesta
que realizarán al mediodía cuando salgan del turno. Están hastiadas.
VI
202
Etnografías Mínimas
Damiana-Peta, siendo auxiliar tiene, según ella, mejor mano que las enfermeras tituladas.
Las auxiliares tienen conciencia plena de ser un estamento diferente al de aquellas, y al de
los médicos, y al de los tecnólogos, en la rígida estructura de la institución de salud. Incluso
negocian en sindicatos distintos; pero en su interior también hay gradaciones, prestigios y
“poderes”: las que hacen el aseo (las chateras), las que se ocupan de los pacientes, las que
toman los exámenes de rutina. Se saben las más numerosas y las que dominan por pasillos
y habitaciones, las que conocen y reinan en los laberintos de esa suerte de Casa de Encar-
nación de la Chimba que me parece el Hospital Clínico de la Universidad Católica. Una casa
de Encarnación a la que la “modernización de la gestión” llegará indefectiblemente –pues la
externalización de muchos servicios ya ha sido anunciada (amenazando) a las auxiliares, a
esas mujeres que son las que se conectan más estrechamente con la enferma y cuyas vidas
he ido conociendo. Muchas residen en Maipú o La Florida, se levantan muy temprano, ge-
neralmente antes de salir ya sea a sus turnos de noche o día, dejan sus casas impecables, la
comida preparada; varias sostienen el hogar, como Miss Hospital que está constantemente
preocupada por su hijo y por su madre -¡qué tiene un cuero, mi reina, si parece de 40! que
no la dejo ir de compras porque quizás qué le pueda pasar ¿no ve que los hombres están muy
malos?-; de otra que era muy pobre y que parió a su hija cuando estaba en el colegio y los
padres la obligaron a casarse, lleva 30 años con el mismo marido:
-Y nos ha costado mucho surgir, él ha hecho una Pyme con un hermano –me cuenta- y
esperamos que la Betty termine su carrera de tecnóloga en la Usach, le va muy bien, pero
al más chico, se le han puesto que quiere estudiar historia, lee y lee, es bien cabezón, ¿pero,
para qué servirá estudiar eso, digo yo? A ese niño yo no lo quería tener, porque para salir de
la pobreza no se puede tener muchos chiquillos. Nosotros fuimos ocho hermanos y ¡puchas
que nos ha costado surgir! Después que lo tuve hablé con un doctor de acá que me conocía
harto y le dije que quería operarme para no quedar más embarazada; pero me dijo “¡No!
¿Estás loca?, eso no se puede hacer, eso está prohibido acá, acá somos católicos”. Claro que
después me citó a verlo a otro hospital donde también trabaja y allí me operó y menos mal
que no he tenido más cabros.
Las auxiliares son como los verbos, actúan y actúan sin cesar, no pueden detenerse el resorte
de la sobrevivencia las empuja. Muchas no quieren estar aquí, han sido empleadas domésti-
cas, vendedoras ambulantes, aseadoras municipales, algunas apenas terminaron la secunda-
ria, muchas piensan que han subido de estatus, pero el dinero que ganan no les “cunde”. La
más acongojada es Miss Hospital que cuando joven había postulado a las fuerzas armadas y
habiendo quedado seleccionada no pasó el chequeo médico: la artritis de su mano derecha
le impidió seguir la carrera de las armas.
VII
Anoche me desperté sobresaltada por los gritos de un hombre que vociferaba: ¡Puta! ¡Déja-
me tranquilo! ¡No me toques! ¡Esta puta me quiere matar! No sé cuanto tiempo duraron esos
203
Colección Etnografías del Siglo XXI
aullidos transformados luego en gemidos que se apagaron lentamente. Percibí como regresó
la calma al pasillo y distinguí, cuando reinó el silencio, las risas de un grupo de mujeres. Le
pregunté a la enfermera, esa que me succiona la sangre al alba, qué había sucedido.
-Lo de siempre –me contestó- los viejos cuando los operan y vuelven de la anestesia están
pérdidos, extraviados. Y éste era uno grande que me atacó, me quería pegar, y no le podía
inyectar el medicamento. Pero ¡lo domamos! ¡varias me ayudaron! Me vengué del viejo, mire
que tratarme de puta ¡si hasta me quería pegar! Pero lo dejé bien dormido después…
Sonríe con satisfacción mientras me golpea las venas del brazo y se molesta porque no apa-
rece la adecuada, me amarra fuerte la negra liga de goma para hacer presión, empuño ya casi
con rabia. No hay caso. Ataca las venas de la mano, las que más me duelen. Logra lechar y
se va.
Me levanto al baño antes que aparezcan las trombas que cambian las sábanas. Me lavo, arras-
tro mi cordón porta suero. Ya puedo sentarme en el water. La chata, ese nombre que se le da
a la bacinica, es muy poco práctica para las necesidades de “obrar”. Miss Hospital y Damiana
están felices, pueden hacer su trabajo libres de mi cuerpo, sin hacer fuerzas y sin tener que
“asearme”. Damiana-Peta vaticina que me iré luego a casa, sus 30 años de servicio le indican
que las hospitalizaciones por trombosis a la pierna no se extienden mucho. Sin embargo,
ayer, L.M. y sus internos mantenían las incertezas. “Puede que sí, puede que no, todo de-
pende del INR”. He comenzado a ingerir el tratamiento oral, pero el cordón umbilical con “mi
veneno” todavía se mantiene . La pastilla de neozintron me ha provocado dolores de estó-
mago, nauseas, ácidez. Para paliar esos malestares me dan otro fármaco. (Pienso: el remedio
–el hospital, el compuesto “sanador”- es peor que la enfermedad).
Hoy le pedí a Miss Hospital que me bañara, y aun cuando no teníamos “permiso” de L.M. lo
hicimos, raudas. Sin embargo, un interno lo supo y la reprendió. Me repite todo el diálogo
que tuvo con el odioso interno, pero me dice que le da lo mismo, total, el sindicato ha vo-
tado la huelga y algo se logrará. Tiene esperanzas porque es más joven que Damiana y otras
auxiliares con las que he hablado. La ducha me ha revivido. Pude por fin comenzar a sacarme
la transpiración adherida a mi pelo y a mi piel como pellejo de enferma. Es el quinto día y
sólo aspiro a irme ¡ya! de la Casa de Encarnación de la Chimba.
Por suerte L.M. me ha anunciado temprano, con su voz arrastrada y gangosa: mañana sale.
Mañana es Primero de Noviembre. Mi última noche en el hospital, mi último vínculo a
las lágrimas de heparina (que caen “gráciles, leves”), mi último sometimiento a las rutinas
del micro Chile Casa de la Encarnación, al submundo conflictivo, tensionado y transicional
(como todo el país) que vive encerrado en las paredes de este hospital clínico.
VIII
Anoche dormí poco por la ansiedad de salir de esta pieza, por dejar sus “contagios”, por no
204
Etnografías Mínimas
escuchar más los gemidos y quejidos nocturnos, ni el “agua que cae mustia”. R ha venido a
buscarme temprano, pero no está aún la orden médica que certifica mi egreso de la institu-
ción. Como es feriado, todo es aún más lento. Damiana- Peta me desconectó ayer por la tar-
de de las lágrimas del porta suero. Pero, ha dejado puesta la mariposa: “Para matar el chun-
cho”, me advierte. “Así no la pinchamos otra vez si tiene que quedarse”. Pedí que la mariposa
me fuera cambiada antes, gracias a que mi amiga D –experta ya en lides hospitalarias- me
informó que debían hacerlo cada tres días, pues se podían infectar. Al escuchar las palabras
de Damiana me acongoje y la verdad me aterré (¿cabrá la posibilidad que deba quedarme?).
Afortunadamente, la orden llega y la pequeña auxiliar desprende la mariposa, último esla-
bón que me ata al Hospital Clínico de la Universidad Católica ¡He matado el chuncho!
Al poco rato aparece la secretaria de L.M. quien me inviste de una nueva identidad: me en-
trega un carnet, el Tag (Tratamiento Anticoagulante), que debo portar siempre conmigo. Allí
debo anotar las dosis y tomar los resguardos que se indican en la pequeña libretita, similar a
los antiguos carnet de baile que portaban las señoritas de la burguesía, pero ¡claro! este baile
es otro. La secretaria también nos explica las formas del cobro de mi estadía y tratamiento.
Me visto, me cuelgo el amuleto de la guanaca embarazada. Mas, hay que esperar y esperar
pues no hay un auxiliar que me lleve hasta el primer piso en silla de ruedas.
Pasan y pasan los minutos y por fin la mujer diminuta aparece con una silla, alega que está
contraviniendo todas las órdenes, que si la sorprenden en eso la amonestarán, pero com-
prende que no hay más que hacer, es difícil que suba un auxiliar.
Cuando por fin arribo a la puerta de salida el Primero de Noviembre me recibe con nubes
grises, pero siento felicidad pues mis ojos ven la luz del “afuera” y respiro aire fresco. Llevo
fuertemente apretada en mis manos la agenda con mis apuntes. Recuerdo en esos momen-
tos una conversación con Carlos Munizaga, sobre la etnografía y sus lindes con la literatura,
sobre recintos cerrados y enfermedades mentales. Pienso que mis escrituras hospitalarias
guardan algo de ese diálogo. No es extraño tampoco que los personajes de José Donoso estén
en mis notas. Antropología, literatura y enfermedad no sólo se cruzan sino que se imbrican
una en la otra como el trenzado que hizo Susan Sontag en la Enfermedad y sus metáforas.
Cada sociedad construye una narrativa de sus dolencias y una explicación de las mismas.
3
Pezoa Véliz padeció tuberculosis y Sontag cáncer, y de manera lúcida ambos escribieron, se
desnudaron, superaron las “fronteras del pudor”.
Damiana-Peta Ponce, acaricia a una perra amarilla vagabunda que quiso subirse a la camio-
neta y partir conmigo, me hace adiós con sus manitas. La perra amarilla trepó a la silla de
ruedas y Peta la conduce hasta la Urgencia. G sigue de turno.
3. EC me ha contado que en el pasado la tuberculosis se auscultaba bajo la imagen de una caverna que gotea-
ba.
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