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Departamento de Psicología
ISBN: 978-959-312-388-4
Editorial Samuel Feijóo, Universidad Central «Marta Abreu» de Las Villas, Carretera a
Camajuaní, km 5 ½, Santa Clara, Villa Clara, Cuba. CP 54830
Resumen
Introducción .................................................................................................................... 6
Desarrollo ...................................................................................................................... 11
1.1 La Violencia, un problema psicosocial .............................................................. 11
1.2 El género como mediador en la expresión de la violencia ............................... 20
1.3 La violencia de género como problema de salud ............................................. 30
1.4 La Intervención en la prevención de la violencia. Actuación sobre la violencia
de género .................................................................................................................... 34
Conclusiones ................................................................................................................ 416
Introducción
Las investigaciones desarrolladas por Arredondo et al. (2012), Lozano et al. (2014),
Alemán et al. (2010), Coll-Vinent (2008) reportan que los profesionales de la salud
tienen dificultades a la hora de detectar y abordar esta problemática por lo que más del
70 % de los casos son invisibles ante los ojos sanitarios y como resultado no se logra
identificar el problema de violencia subyacente, aun cuando esta sea la raíz de los
problemas físicos o psicosomáticos por los que las víctimas demandan la atención.
Suárez (2017) plantea que hace más de dos décadas ya se evidenciaba la preocupación
desde el ámbito internacional por el fenómeno de la violencia de género, de ahí que las
Naciones Unidas declararon en 1991 que la violencia sobre la mujer era consecuencia
de la organización social, estructurada sobre la base de la desigualdad, y años más tarde
la Organización Mundial de la Salud, en 2003, reconoce que la violencia es una
violencia histórica y social que está influenciada por la cultura, mediada por valores y
normas sociales.
Los años noventa del siglo pasado como plantean Proveyer and Romero (2017),
marcaron el inicio de los estudios sobre violencia de género en Cuba, a partir del
creciente interés y preocupación de la comunidad científica. Ello llevó al surgimiento de
la Cátedra de la Mujer en la Universidad de La Habana, y las Casas de Orientación a la
Mujer y la Familia, creadas por la Federación de Mujeres Cubanas (FMC).
Estas instituciones, y otras que se han sumado a lo largo del tiempo, se han dedicado a
profundizar en las causas y características con que se manifiesta la violencia contra la
mujer, con el fin de trazar estrategias para enfrentar el problema.
Proveyer (2014b) destaca al respecto que las investigaciones cubanas ofrecen como
evidencia la confirmación de la presencia de violencia contra la mujer en todas sus
manifestaciones, más allá de las diferencias socioeconómicas, etarias, educacionales u
otras. De acuerdo con la información que ofrecen las estadísticas disponibles y los
resultados de investigaciones, predominan la violencia psicológica y la emocional.
También evidencian la vinculación de los delitos de lesiones, homicidio y asesinato de
mujeres a la problemática de género y que la victimización femenina se produce en
esencia en la relación de pareja y en el ámbito doméstico.
A pesar de estos esfuerzos, aún persisten estereotipos que limitan el pleno desarrollo de
las féminas en el país y marcan los destinos de hombres y mujeres.
El género debe ser entendido como una categoría que tiene su base material en un
fenómeno natural, que es el sexo, y se encuentra condicionado de manera social,
cultural, política, económica, psicológica, jurídica e histórica. En otras palabras, son
características y comportamientos que se le atribuyen y se consideran permitidos y
valorados para cada sexo, los cuales varían de acuerdo con contextos espaciales y
temporales; por lo tanto, es necesario entenderlo en su evolución histórica y no como
una categoría estática como plantea Alfonso (2018).
De acuerdo con los criterios de D. Ferrer, Gevara, and Martín (2017), una de las
principales condiciones que contribuye a la reproducción de la violencia de una
generación a la siguiente, son las pautas de socialización sexistas, las cuales enseñan a
cada individuo a identificarse con los valores masculinos o femeninos (construidos
como excluyentes), y niegan la posibilidad de aspirar a todos. Estas pautas presionan
tradicionalmente para la identificación con los problemas: desde la falta de empatía, la
tendencia al uso de la fuerza y el control de los otros, en los hombres, y la dependencia,
sumisión o respuesta pasiva-reactiva en las mujeres. Esta dualidad contribuye a la
reproducción de un modelo de relación social, basado en el dominio y la subordinación,
que subyace en la mayor parte de la violencia que se produce en situaciones cotidianas.
Se concuerda con Ferrer y Suz (2014) cuando definen la violencia como el conjunto de
manifestaciones conductuales, aprendidas y utilizadas de forma consciente o no, en los
marcos de una estructura relacional jerarquizada (real o simbólica) para mantener el
poder mediante la producción de un daño a sí o a otros, apareciendo de modo
permanente o cíclico.
De acuerdo con los criterios de Martín-Baró (1990), en todo acto de violencia cabe
distinguir cuatro factores constitutivos: la estructura formal del acto, la ecuación
personal, el contexto posibilitador y el trasfondo ideológico.
En primer lugar, la estructura formal del acto, se trata de la conducta como forma
extrínseca, pero también de la formalidad del acto como totalidad de sentido. Todo acto
violento tiene una configuración caracterizada por la aplicación de un exceso de fuerza
sobre una persona o grupo de personas, sobre una organización o un proceso. Puesto
que se define el carácter del acto en cuestión, una diferencia fundamental estriba en
distinguir entre los actos de violencia instrumental y los actos de violencia terminal. Un
acto de violencia instrumental es aquel realizado como medio para lograr un objetivo
diferente, mientras que el acto de violencia final es aquel realizado por sí mismo, es
decir, el acto buscado como fin.
Siguiendo esta idea la violencia es resultado de las formas sociales que norman y
regulan las relaciones en la sociedad, así como de las formas socioculturales que definen
nuestra interacción con la realidad (Yunes, 1993). Es en dichas interacciones, como
plantean J. Álvarez and Juárez (2013), donde se construyen relaciones de dependencia,
conformidad y sumisión, o bien de independencia, confianza y respeto a los demás.
Interacciones que son modeladas por el sistema de creencias, normas y valores de la
comunidad. Así, la violencia aparece como resultado de la dinámica social vigente y
debe ser reconocida como tal, y no como expresión individual o de clase. El contexto
sociocultural, el contexto estructural, más el desarrollo urbano, se conjugan y hacen de
la violencia expresión y signo que caracteriza lo cotidiano, potenciando los
comportamientos que ponen en riesgo la salud de la población.
Es por ello que Vaca and Rodríguez (2018) siguiendo los criterios de Serrano (1996)
exponen que la aproximación al significado de la violencia demanda la comprensión del
marco cultural y social en el que esta emerge. Es ahí donde los actores sociales
construyen su identidad, establecen vínculos y diferentes formas de interacción que
median su participación como miembros de cualquier comunidad.
En relación con ello Páez (2016) expresa que el condicionamiento social de la violencia,
en los diferentes ámbitos de interrelación hace posible la gestión de prácticas de
socialización y de formación de subjetividades, que colocan a los actores sociales en
situación de vulnerabilidad, según la posición en que se encuentren. Es decir, el
individuo actúa en correspondencia con el medio social que o rodea, por lo que ignorar
mediaciones culturales y especificidades sociales propias de los contextos, implica
obviar las dimensiones simbólicas de esa violencia y no poder determinar cuáles
códigos culturales argumentan sus niveles de legitimidad (en sus diversas
manifestaciones según los espacios geográficos que le sirven de fondo: sexual, física,
psicológica y económica).
Al respecto Morales, Gaviria, Moya, and Cuadrado (n.d.) explican que, dentro de cada
sociedad, la cultura no es completamente homogénea, sino que coexisten distintos
códigos o formas de violencia. Esta diversidad pone de manifiesto el hecho de que
compartir un marco general de normas, valores y actitudes no es incompatible con la
existencia de subculturas más proclives a la violencia. De esta forma el término
subcultura de la violencia se refiere a la existencia, dentro de determinadas sociedades,
grupos, bandas o colectivos, de las condiciones, los códigos y las manifestaciones
específicas bajo las que el uso de la violencia o la agresividad está regulado, legitimado
e incluso ritualizado. Se han identificado diferentes fenómenos que se fundamentan en
una subcultura de la violencia, entre ellos la violencia de género, la violencia entre
bandas, y la participación en grupos terroristas.
Las representaciones como producto del pensamiento generado en las prácticas sociales
(pero, ante todo, originados de la necesidad surgida en el medio respecto a un objeto o
fenómeno) son, a su vez, transformadas por los grupos sociales que las conforman. La
toma de conciencia crítica de una problemática y la búsqueda de soluciones incide en la
transformación de esta construcción sobre la realidad. Es decir, la representación social
implica a su vez la transformación social de productos de la sociedad y, por ende,
responder y vincularse a las necesidades que se gestan en ella.
En su análisis Boggon (2006) refiere que existen diversas teorías que explican la
agresión en los seres humanos como una conducta instintiva, estas teorías pueden
dividirse en dos grupos principales: las teorías psicoanalíticas y las perspectivas
evolucionistas; dentro de las formulaciones teóricas alude a Sigmund Freud quien en su
libro Más allá del Principio del Placer (1920) introduce el término Pulsión de muerte.
La pulsión de muerte se dirige primeramente hacia el interior y secundariamente hacia
el exterior, manifestándose entonces en forma de pulsión agresiva o destructiva. La
definición de pulsión se diferencia de instinto debido a que la primera si bien persigue
un fin determinado no tiene un objeto fijo y ofrece también una explicación reactiva, es
decir, la agresión como respuesta del sujeto frente a una sensación de frustración.
Otro de los autores reconocidos dentro del medio psicoanalítico, Donald Winnicott en
Deprivación y Delincuencia (1984) entiende las raíces de la agresión como algo innato.
Refiere además que Darwin en su libro La Descendencia del Hombre (1871), anticipa la
definición de estos conceptos que luego adoptarían ciertos autores del psicoanálisis,
considerando al instinto como un impulso que lleva a los individuos a perseguir una
meta determinada, que no siempre es la evitación del dolor. Por otro lado, plantea que,
desde la etología, Lorenz sostuvo que las acciones instintivas estaban endógenamente
determinadas tanto en los animales como en los seres humanos, lo que llevaría a
considerarlos agresionistas innatos.
En función de esto, las hipótesis del impulso o agresión como respuesta a la frustración
constituyeron los primeros intentos sistemáticos de definir la agresión como reacción a
situaciones ambientales, lo que se relaciona con lo planteado por Boggon (2006).
Aunque estas teorías han sido muy apoyadas, la única crítica que se mantiene es que no
explica cómo aprendemos a reaccionar de forma agresiva y a controlar cuando lo
hacemos.
Por otro parte, las teorías del aprendizaje social, que surgen en los años setenta,
solventaron esta crítica a las teorías del impulso. Dichas teorías afirmaron que los seres
humanos adquieren el comportamiento agresivo a través de la experiencia pasada u
observando las acciones de los demás. La frustración y la carga genética funcionarán
como potenciales del comportamiento agresivo, pero es la experiencia la que nos indica
(a) cuál es el objetivo adecuado de nuestra violencia, (b) qué acciones justifican la
respuesta agresiva, (c) cuándo podemos recibir recompensas y cuándo castigos por
nuestro comportamiento violento. Esta teoría sobre la agresión resulta eminentemente
cultural.
Dichos autores explican que no solo uno de los elementos relevantes (biología,
frustración o aprendizaje) va a ser capaz de provocar directamente un acto violento o
agresivo, sino que existen una serie de variables que aumentarán o disminuirán esa
probabilidad de actuación violenta.
En relación con ello, Morales et al. (n.d.) agregan que un conjunto de trabajos parten de
esta hipótesis de la cultura del honor para explicar la violencia de género y la existencia
de normas culturales que perpetúan la violencia y las diferencias en las relaciones de
género entre culturas; por ello el análisis entre violencia y género debe tener en cuenta
aspectos distintos. Por un lado, las diferencias de género en cuanto a la ejecución de
actos agresivos y violentos y, por otro, las diferencias de género por lo que se refiere a
la violencia contra las mujeres, siendo este segundo aspecto donde la cultura del honor
alcanza una importancia central.
Esquenazi et al. (2017) plantean que la construcción teórica alrededor del concepto de
género es un proceso no concluido, un campo en desarrollo.
Siguiendo los criterios de Castañeda (2005) el género se caracteriza por ser relacional,
debido a que no se refiere a hombres y mujeres aisladamente, sino a las relaciones entre
unos y otros y a la manera en que se construyen socialmente; es histórico ya que se
nutre de elementos mutables en el tiempo y el espacio, por lo que es susceptible de
modificarse mediante intervenciones; es ubicuo porque permea la micro y la macro
esfera de la sociedad; es contextualmente específico porque se trata de una categoría
particular, que posee sus principios y se relaciona con las ciencias sociales, la historia y
la biología; por último, es jerárquico porque la diferenciación que se establece entre
hombres y mujeres, lejos de ser neutra, implica valoraciones que atribuyen mayor
importancia y valía a las características y actividades asociadas con los varones.
En relación con ello dichas autoras destacan que, tradicionalmente, el contenido de las
construcciones de género es binario, oponiendo lo femenino y lo masculino (Conway,
Bourque y Scott, 2003). Es por ello que las creencias y atribuciones sobre cómo deben
ser y comportarse cada género corresponden a los denominados estereotipos de género.
1. Los estereotipos de sexo, que describen una noción generalizada o preconcepción que
concierne a los atributos y características de naturaleza física o biológica que poseen los
hombres y las mujeres.
2. Los estereotipos sexuales, que dotan a los hombres y a las mujeres de características
y cualidades sexuales específicas que juegan un papel en la atracción y el deseo sexual,
la iniciación sexual y las relaciones sexuales, la intimidad, posesión y violencia
sexuales, el sexo como transacción, la cosificación y explotación sexual. Comprende la
forma en que las sociedades prescriben los atributos sexuales de las mujeres tratándolas
como propiedad sexual de los hombres y condenándolas por mostrar comportamientos
promiscuos, a la vez que los hombres no son responsabilizados por los mismos
comportamientos. Los estereotipos sexuales han sido usados para regular la sexualidad
de las mujeres y justificar y proteger el poder masculino en función de su gratificación
sexual. Los estereotipos sexuales demarcan las formas aceptables de sexualidad
masculina y femenina, privilegiando la heterosexualidad sobre la homosexualidad.
3. Los estereotipos sobre roles sexuales, describen una noción generalizada sobre los
roles o comportamientos que se consideran apropiados para hombres y mujeres.
4. Los estereotipos compuestos, que son aquellos en los que el género se intersecta con
otros rasgos como la edad, la raza o etnia, la discapacidad, orientación sexual, clase,
estatus como nacional o migrante.
Un punto fundamental según Salgado (2018) es que los estereotipos, en general, y los
de género, en particular, se encuentran muy arraigados en nuestro inconsciente, los
aceptamos sin ninguna crítica, como una manera inevitable de entender la vida. Esto
implica que nuestros encuentros cotidianos con los estereotipos son, frecuentemente,
invisibles y no los detectamos.
Para Moreno, Soto, González, and Valenzuela (2017) los mecanismos de socialización
mantienen las desigualdades que implican los estereotipos de género, los cuales son
exigentes y opresivos para mujeres y hombres, pero que dejan a quienes se les atribuye
el género femenino en un lugar de subordinación (Messina, 2001) que es mantenido
mediante prácticas sexistas (Colín, 2013). Aunque el proceso tradicional de
socialización ejerce una fuerte presión, los individuos pueden generar identidades de
género fuera de la norma (Giddens, 2002). Dado que las expresiones de género son
habitualmente naturalizadas por las personas y los mecanismos que las socializan
ocurren en varios contextos.
En este sentido, Bruel dos Santos (2008) plantea que, de manera general, la definición
social de hombre y mujer, como la definición social de los patrones de comportamiento,
considerados propios a cada uno, no se limita a establecer una diferenciación binaria
entre esas categorías sociales sino que establece, también, una diferencia asimétrica
entre ellas.
Dicha desigualdad se debe a una construcción social de los géneros (roles) diferenciados
y valorados según el sexo de las personas, construcciones que se erigen en
prescripciones sociales con las cuales se intenta regular la convivencia. Pese a que se ha
hecho más visible el debate social sobre las consecuencias de la convivencia desigual
entre hombres y mujeres, el problema dista mucho de estar resuelto y todavía queda
mucho camino por recorrer.
Esta definición demuestra que la violencia de género se instala dentro de una lógica
intergrupal cuando es ejercida en contra de una persona, en tanto que esta pertenece a la
categoría social de mujer. Dichos procesos se desarrollan de acuerdo con un modelo de
transmisión de valores que determina y mantiene un orden hegemónico que se propaga
a través de la historia.
Estas diferencias, que en los estereotipos sociales presionan de forma distinta al hombre
y a la mujer, hacen que ninguno esté libre de influencias negativas, porque ambos son
injustamente marcados en diferentes sentidos. (V. Pérez & Hernández, 2009).
De esta forma, los hombres, como portadores de ese poder, son impulsados a ejercerlo.
En la medida en que esa forma de ser hombre se transforma en natural, se hace invisible
el poder de los hombres sobre las mujeres.
El término violencia de género es una traducción del inglés gender violence y comenzó
a usarse de forma más generalizada a partir de los años noventa, coincidiendo con el
reconocimiento social de la gravedad y extensión de la violencia histórica contra las
mujeres. (Machado & Parra, 2011).
Así se reconoce que la violencia de género no fue nombrada como tal hasta hace muy
poco tiempo. Solo se visibilizaba cuando existían agresiones físicas en cuyos casos se
asociaban a actos agresivos aislados.
Morrison, Ellsberg, and Bott (2005) hacen referencia a la Declaración de las Naciones
Unidas sobre la eliminación de la violencia contra la mujer, Resolución de la Asamblea
General 48/104 del 20 de diciembre de 1993. A los efectos de la dicha Declaración, por
“violencia contra la mujer” se entiende todo acto de violencia basado en la pertenencia
al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico,
sexual o psicológico para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o
la privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la
vida privada. Partiendo de esto la violencia contra la mujer abarca los siguientes actos,
aunque sin limitarse a ellos:
En relación con ello Montañés and Moyano (2006) plantean que un análisis psicosocial
de la violencia de género requiere de modelos explicativos que tengan en cuenta
factores personales, sociales y culturales.
Silva (2017) agrega que para comprender mejor la violencia de género es indispensable
hacer referencia a la historia, a la construcción de los modelos políticos contemporáneos
y a las formas de resistencia frente a este fenómeno; y explica que, para el caso
específico de América Latina, el proceso de colonización introdujo valores religiosos,
culturales y económicos, que posteriormente incidirían de manera directa en las
violencias que sufrirían las mujeres de la región.
Es así que el término violencia de género ha sido acuñado para hacer referencia al
maltrato histórico al que ha estado sometida la mujer. Precisamente una de las bondades
de este término es que incluye las violencias en contra de otros colectivos, a menudo
invisibilizados, como los homosexuales, gay, lesbianas y transgeneristas.
De acuerdo con lo planteado por Silva (2017) se ha intentado explicar qué factores
inciden para que exista la violencia de género desde diferentes perspectivas: lo
biológico, lo psicológico y lo sociocultural; no obstante, no es posible indicar con
certeza qué factores son los que llevan a un individuo a agredir a una persona por su
condición sexual o de género.
A nivel individual, algunos estudios plantean que hay una mayor probabilidad de que
los hombres agresores sean dependientes, inseguros y con baja autoestima. A nivel
comunitario contextos como la masificación, la marginalidad y el desempleo,
incrementan las posibilidades de violencia; sin embargo, es importante mencionar que la
violencia de género se presenta en todos los niveles socioeconómicos. A nivel social,
los factores que influyen en este tipo de violencia tienen que ver con los patrones
estructurales que se reproducen; patrones normativos y culturales que refuerzan
estereotipos patriarcales donde la subordinación de la mujer se percibe como algo
natural (Novo y Seijo, 2009, p. 70-71).
De acuerdo con (Gracia, 2009 citado en Silva, 2017), se pueden distinguir al menos
tres formas en las que reacciona el entorno social ante la violencia de género:
(a) una de las respuestas más comunes suele ser el silencio y la indiferencia; se
considera que cuando se escoge esta se perjudica a la víctima y se beneficia al agresor,
(b) ante una situación de violencia de género el entorno social decide actuar de
mediador; esta forma de respuesta prima en la sociedad pues generalmente se piensa
que las víctimas la prefieren y se considera que es adecuada cuando la violencia no es
extrema,
(c) Finalmente, es importante observar que a veces quienes hacen parte del entorno de la
víctima deciden dar aviso a las autoridades estatales.
Siguiendo esta lógica se encuentran los criterios de Filardo and Perales (2017) quienes
refieren que el origen de este tipo de violencia se presenta como consecuencia de
situaciones discriminatorias, desiguales y subordinantes que pueden surgir a partir de la
aplicación de los roles sociales que se pueden encontrar en una sociedad patriarcal
(Maqueda Abreu, 2006; Puleo, 2005).
Las características apropiadas para cada género pueden variar dependiendo del periodo
histórico en el que nos encuadremos o la cultura en la que se construyan (Puleo, 2007).
Por tanto, se puede decir que la mujer sufre violencia derivada de las creencias y
estereotipos sociales que se han construido en torno a su sexo; algo que no está
necesariamente relacionado con sus características biológicas.
En el contexto cubano M. Álvarez, Franco, Palmero, Iglesias, and Díaz (2018) constatan
que se mantiene un conjunto de ideas estereotipadas sobre la feminidad y la
masculinidad, con predominio para ambos sexos.
Sus investigaciones revelan acuerdo en torno a que las mujeres no deben participar en
actividades que impliquen esfuerzo físico. Un 53,6 % de los hombres sigue pensando
que ellos son mejores para negociar que las mujeres y un 45 % piensa también que son
mejores para tomar decisiones. Los resultados muestran la persistencia de brechas de
género en la carga total de trabajo (CTT) de hombres y mujeres. Con respecto al trabajo
no remunerado, las mujeres dedican 14 horas más como promedio en una semana que
los hombres, pues ellas continúan asumiendo las tareas domésticas y de cuidados no
remunerados de manera preponderante, incluso cuando están ocupadas en la economía.
Existe una responsabilidad doméstica asumida principalmente por las mujeres donde
siguen siendo las principales responsables del cuidado, acompañamiento y atención
temporal y permanente de familiares dependientes. Todo ello sustentado por la
persistencia de un patrón tradicional de distribución de tareas que revela desigualdades
y que además es reproducido en la educación de los hijos e hijas desde edades
tempranas. Las mujeres tienen entonces menos tiempo libre para dedicarlo a actividades
personales de convivencia social como visitar amigos y familiares, las recreativas,
culturales y deportivas, lo que afecta su desarrollo personal.
La violencia sexual se refiere a todo acto sexual que pretende obtener una relación
sexual, comentarios sexuales no deseados o amenazas, usando la coerción; ocurre en
cualquier espacio, pero no se limita al trabajo y al hogar. La violencia sexual incluye la
violación, definida como agresión física u otro modo de penetración en la vulva o el
ano, usando el pene u otras partes del cuerpo u objetos.
La violencia sexual puede incluir cualquier otra forma de asalto involucrando órganos
sexuales incluyendo el contacto forzado del cuerpo con la boca y el pene, la vulva o el
ano. (Bott, Morrison, & Ellsberg, 2005).
Por otra parte, Fernández (2007) define que el abuso emocional o psicológico está
vinculado a abusos u omisiones destinadas a degradar o controlar las acciones,
comportamientos, creencias y decisiones de la mujer por medio de la intimidación,
manipulación, amenazas directas o indirectas, humillación, aislamiento, o cualquier otra
conducta que implique un perjuicio a la salud psicológica, la autodeterminación o el
desarrollo personal. Son actos que conllevan a la desvalorización o sufrimiento en las
mujeres.
La violencia económica, por otra parte, se refiere al manejo de los recursos materiales
como dinero, bienes, para controlar o someter a otra (s) persona (s). (T. Sánchez &
Hernández, 1999).
Otras consecuencias se enuncian de manera particular por (Bott, Morrison and Ellsberg,
2005 citado en Prada, 2016).
- Consecuencias fatales:
1. Suicidio
3. Mortalidad materna.
- Otras consecuencias:
-Físicas:
1. Fracturas
2. Síndromes de dolor crónico
3. Fibromialgia
4. Deshabilitación permanente
5. Desórdenes gastrointestinales.
-Sexuales y reproductivas:
1. Infecciones de transmisión sexual (ITS), incluyendo el VIH.
2. Embarazos no deseados.
3. Complicaciones durante el embarazo.
4. Fístula ginecológica traumática.
5. Aborto espontáneo.
-Psicológicas y comportamentales:
1. Depresión y ansiedad.
2. Desórdenes de los hábitos del sueño y de la alimentación.
3. Abuso de drogas y alcohol.
4. Pobre autoestima.
Como se aprecia, la relación de la salud con la violencia es mucho más que el registro
de eventos. La violencia implica en sí misma una amenaza o negación de las
condiciones o posibilidad de realización de la vida y la propia supervivencia, que
produce un número creciente de lesiones y alteraciones no mortales, las cuales requieren
atención generalmente de urgencia, así como rehabilitación física y psíquica. (Del Valle,
Palú , Plasencia, Orozco, & Álvarez 2008).
Por otra parte, limita la posibilidad de la mujer de negociar con su pareja el uso de
preservativos u otros métodos anticonceptivos, colocándola así en una situación de
mayor riesgo de embarazo no deseado y de infecciones de transmisión sexual (ITS),
incluso del VIH.
La violencia sobre la mujer por su pareja fue declarada como un problema prioritario de
salud por la Organización Mundial de la Salud (OMS) en 1996 y por la Organización
Panamericana de la Salud (OPS) en 1998. Estos organismos le han reclamado a los
Estados miembros, la necesidad de preparar a los profesionales de la salud sobre la
detección temprana, el diagnóstico certero y la atención oportuna con calidad. (Ruíz,
López, & Hernández, 2012).
Todo ello demuestra que la violencia de género es un fenómeno que reporta graves
daños para la salud de la víctima, generalmente del sexo femenino, y que la mayoría de
las veces no se denuncia, con lo que se contribuye a la perpetuación del fenómeno.
En coincidencia con los criterios de E. Domínguez and Castro (2015) se plantea que
esta problemática se caracteriza por su invisibilidad, su normalidad, y su impunidad.
Según se explica en un informe realizado en colaboración con la Organización de las
Naciones Unidas-Mujeres y el Instituto Nacional de las Mujeres, tal invisibilidad es un
producto de la norma cultural que todavía prevalece generalmente en la sociedad, en la
cual se percibe la violencia intrafamiliar, de pareja y los abusos sexuales de conocidos,
familiares o desconocidos, como sucesos que pertenecen al espacio privado, donde los
demás, incluso las autoridades, no deben meterse.
Una intervención que genere satisfacciones y respuestas para las víctimas de este
fenómeno, una intervención que “comprenda” a cada una de ellas, comprometida con la
práctica social, que trascienda el asistencialismo, que sea capaz de identificar a los que
la padecen aun cuando no poseen marcas visibles de ella y no reconocen la existencia
del fenómeno, cuando han perdido las esperanzas de enfrentarlo porque desborda sus
recursos personales y desde las prácticas sociales no es reconocido por los “otros”, los
victimarios. Una intervención centrada, por encima de toda fundamentación teórico-
metodológica, sin negar su importancia, en el ser social; solo así, desde el punto de vista
de la autora, los cientistas sociales encomendados a visibilizar y atenuar la problemática
de la violencia de género estaremos haciendo, como expresaran Amalio Blanco y Sergi
Valera en 2007, una Psicología sin adjetivos.
La Psicología Social, vista como una ciencia que busca la comprensión científica de los
fenómenos humanos, la investigación/intervención con comunidades, siguiendo los
criterios de J. Álvarez and Juárez (2013), plantea una serie de exigencias metodológicas
que van más allá de las dificultades propias de cualquier trabajo en entornos naturales o
de laboratorio.
Así, en el diseño de una investigación psicosocial, el científico a cargo debe poseer una
fundamentada y continua asesoría metodológica que le guíe tanto en su jornada de
investigación como en su práctica comunitaria (Singelis, 1994).
Para realizar una intervención psicosocial, primero se debe reconocer el hombre como
ser social, que crea y recrea la sociedad a la cual pertenece, la cual lo regula a través de
sus diferentes normas.
En esta lógica se incluye la perspectiva de Proveyer (2014a) para quien comprender que
la violencia que se ejerce contra las mujeres es un problema social del que no podemos
desentendernos, constituye una necesidad insoslayable, y su prevención y atención
deben convertirse en objetivo básico del quehacer de todas las instituciones y actores
sociales implicados. Desmontar los valores de la cultura patriarcal y cambiar las
prácticas sociales que los caracterizan, es un proceso que requiere sabiduría y voluntad
de cambios.
En relación con ello, Suárez (2017) plantea cómo hace más de dos décadas ya se
evidenciaba la preocupación desde el ámbito internacional por el fenómeno de la
violencia de género; de ahí que las Naciones Unidas declararon en 1991, que la
violencia sobre la mujer era producto de la organización social, estructurada sobre la
base de la desigualdad, y años más tarde la Organización Mundial de la Salud, en 2003,
reconoce que la violencia es una violencia histórica y social que está influenciada por la
cultura, mediada por valores y normas sociales.
En este sentido, Garzón (2015) expone que el tema de la violencia de género es uno de
los más analizados en la actualidad, debido a su gran reconocimiento como problema
social, su visibilización reciente y por su fuerte componente de desigualdad basada en
una construcción de géneros que responde a una estructura social patriarcal.
Y en efecto, A. Pérez and Barroso (2018) plantean que en la región de América Latina y
el Caribe hay cada día mayor conciencia sobre la violencia contra la mujer, y se han
hecho numerosos esfuerzos para ofrecer servicios a las víctimas e introducir sanciones
judiciales contra sus agresores; sin embargo, las acciones para su prevención y control
son todavía muy limitadas, ya que es uno de los problemas que en la actualidad afecta
con fuerza creciente las condiciones de salud de la población en todo el mundo. Su
intervención es necesaria en la prevención, detección y tratamiento de este complejo
problema, en el que es imprescindible un abordaje integral y coordinado.
En este sentido resultan importantes los criterios de J. Álvarez and Juárez (2013)
quienes exponen que es asumido que para hacer frente a la violencia de género desde
todas las perspectivas que implica se requieren actuaciones y recursos de ámbito y
carácter interdisciplinar, lo que implica, entre otras cosas, la necesidad de disponer de
información sobre este fenómeno, cuál es su incidencia y qué características presenta en
un entorno cultural determinado.
1. Tratar de identificar los supuestos que subyacen a las creencias y acciones, estar
conscientes del contexto.
2. Tener la capacidad para imaginar y explorar alternativas de maneras existentes
de pensar y vivir.
3. Ser escépticos de afirmaciones que aspiran ser “verdades universales”.
Al respecto, de Guevara, Berrocal, and Tezón (2016) realizaron un estudio para analizar
la inclusión de la temática del género en investigaciones en Psicología en el período
comprendido entre 1990-2014 y refieren que en cuanto a la producción científica sobre
género, se evidencian diferencias entre países. Entre los que más se ha publicado al
respecto, se encuentran Colombia (23.5 %), Chile (21 %), Cuba (16 %) y Argentina
(13,6 %). Respecto a los estudios sobre Violencia de Género se encuentra que
precisamente en Cuba, Argentina y Colombia es donde se desarrollan
fundamentalmente.
En relación con estos estudios se distinguen elementos en común con los resultados de
carácter internacional referidos a los espacios rurales y urbanos en los que se trabaja, así
como la importancia de establecer políticas públicas locales que favorezcan a las
víctimas, sobre todo en el ámbito donde prima la ruralidad.
Aun cuando la mayor cantidad de propuestas emergen desde los profesionales de las
ciencias médicas debido a su quehacer diario y la importancia de su labor por el enclave
comunitario de los servicios de salud pública cubanos, existen alternativas donde
psicólogos, sociólogos, filósofos, comunicadores sociales y educadores vierten sus
esfuerzos para enfrentar la problemática de la violencia de género.
En este sentido las propuestas se dirigen sobre todo a mujeres víctimas, así como
adolescentes y jóvenes, por lo que se trabaja fundamentalmente en los contextos
escolar/universitario y comunitario donde se otorga un peso importante a la
manifestación de la violencia de género en las relaciones de pareja y al interior de la
familia; estos son elementos compartidos con la realidad del fenómeno a nivel
internacional.
En este sentido se debe lograr que concienticen la prevalencia del fenómeno, con el
objetivo de develar las construcciones sociales que influyen en las relaciones sociales
que allí se establecen y contribuyen a la invisibilización y naturalización respecto a la
problemática abordada. Es la sensibilización una alternativa viable para la intervención
psicosocial en este espacio.
Siguiendo los criterios de Hijes (2006) y Tabueña, Muñoz, and Fabá (2016) en estos
condicionantes se mezclan cuestiones relacionadas con una cierta confusión respecto a
qué se entiende por sensibilización, con dificultades derivadas de un carácter secundario
que a veces, y de forma más o menos explícita, se concede a la sensibilización en el
marco de la intervención social. Algunos de estos condicionantes son:
Siguiendo esta lógica se encuentran los criterios de Ramis (2018) para quien la
sensibilización coadyuva a que la violencia contra la mujer no permanezca oculta, por la
cual aborda el tema para su mejor conocimiento ante la sociedad para combatirla.
Desde su concepción sensibilizar no es tan solo informar, sino que se orienta a alcanzar
como resultado principal que los sujetos con que se trabaja se encuentren informados
adecuadamente para que asuman una posición crítica frente a la realidad y puedan
intervenir activamente para modificarla.
En relación con ello, agrega que los procesos de sensibilización se relacionan con la
comunicación interpersonal, por lo que las estrategias que se desarrollan cuando se trata
de la intervención psicosocial en el ámbito comunitario, pueden adoptar varias formas.
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