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Universidad Central «Marta Abreu» de Las Villas

Facultad de Ciencias Sociales

Departamento de Psicología

La Violencia de Género: un problema psicosocial y de salud

Gender Violence: a psychosocial and health problem

Lic. Arienny de la C. Prada Mier

Dr. C Dunia M. Ferrer Lozano


Edición: Miriam Artiles Castro
Corrección: Liset Manso Salcerio

Arienny de la C. Prada Mier y Dunia M. Ferrer Lozano, 2019

Editorial Feijóo, 2019

ISBN: 978-959-312-388-4

Arbitrada por pares académicos

Editorial Samuel Feijóo, Universidad Central «Marta Abreu» de Las Villas, Carretera a
Camajuaní, km 5 ½, Santa Clara, Villa Clara, Cuba. CP 54830
Resumen

Se exponen consideraciones teóricas que abordan la complejidad que encierra el


fenómeno. Se realiza un recorrido teórico acerca de los elementos configuracionales del
Género analizándose como mediador de las expresiones de la Violencia. Se logra
abordar la Violencia de Género como una problemática social, desde los procesos y
categorías que la transversalizan contribuyendo a su legitimación, naturalización e
invisibilización, además se analiza su repercusión en la salud. También se aborda la
importancia de desarrollar estrategias de intervención psicosocial para enfrentar dicha
problemática en la que emerge la sensibilización como una propuesta que favorece el
trabajo en este sentido.

Palabras clave: Violencia, Género, Sensibilización


Abstract

It presents theoretical considerations that address the complexity of the phenomenon. A


theoretical journey is made about the configurationals elements of the Gender analyzed
as a mediator of the expressions of Violence. Gender Violence is addressed as a social
problem, from the processes and categories that mainstream it, contributing to its
legitimization, naturalization and invisibility, as well as analyzing its impact on health.
It also addresses the importance of developing psychosocial intervention strategies to
address this problem in which awareness-raising emerges as a proposal that favors work
in this regard.

Keywords: Violence, Gender, Sensitization


ÍNDICE

Introducción .................................................................................................................... 6
Desarrollo ...................................................................................................................... 11
1.1 La Violencia, un problema psicosocial .............................................................. 11
1.2 El género como mediador en la expresión de la violencia ............................... 20
1.3 La violencia de género como problema de salud ............................................. 30
1.4 La Intervención en la prevención de la violencia. Actuación sobre la violencia
de género .................................................................................................................... 34
Conclusiones ................................................................................................................ 416
Introducción

La violencia de género, como plantea Silva (2017), es un problema social de


dimensiones preocupantes; no se trata de casos aislados, sino de situaciones que ocurren
de manera constante en todos los lugares del planeta, en algunos más que en otros, y lo
variable de la violencia son cuestiones que complejizan el problema. Es un fenómeno
que, por su alcance, se prevé como una pandemia en el siglo XXI.

Durante la 49ª Asamblea Mundial de la Salud celebrada en 1996, la Organización


Mundial de la Salud acordó que la violencia de género fuera una prioridad en salud
pública en todo el mundo, e instó a los Estados miembros a evaluar la dimensión del
problema en su territorio (OMS, 1996).

La violencia de género es considerada como un problema de salud pública que conlleva


a daños a la salud física y mental de las mujeres, y por tanto es un factor que demanda
de los servicios de salud, lo que representa un costo real para la sociedad. (Rodríguez-
Bolaños, Márquez-Serrano, Kageyama-Escobar, 2005).

A criterio de Medina, Landenberger, de Gómez, and Patrizzi (2015), Pérez and


Hernández (2009) la violencia de género tiene efectos fatales como: homicidio, suicidio,
mortalidad materna, heridas físicas, embarazos no deseados, abortos, complicaciones
ginecológicas, enfermedades de transmisión sexual (incluyendo HIV/SIDA), síndrome
de estrés post-traumático y depresión, y se asocia a condiciones crónicas.

Las investigaciones desarrolladas por Arredondo et al. (2012), Lozano et al. (2014),
Alemán et al. (2010), Coll-Vinent (2008) reportan que los profesionales de la salud
tienen dificultades a la hora de detectar y abordar esta problemática por lo que más del
70 % de los casos son invisibles ante los ojos sanitarios y como resultado no se logra
identificar el problema de violencia subyacente, aun cuando esta sea la raíz de los
problemas físicos o psicosomáticos por los que las víctimas demandan la atención.

Suárez (2017) plantea que hace más de dos décadas ya se evidenciaba la preocupación
desde el ámbito internacional por el fenómeno de la violencia de género, de ahí que las
Naciones Unidas declararon en 1991 que la violencia sobre la mujer era consecuencia
de la organización social, estructurada sobre la base de la desigualdad, y años más tarde
la Organización Mundial de la Salud, en 2003, reconoce que la violencia es una
violencia histórica y social que está influenciada por la cultura, mediada por valores y
normas sociales.

Se encuentran estudios que demuestran la magnitud del problema en distintas regiones.


En los Estados Unidos, entre dos y cuatro millones de mujeres son golpeadas
anualmente; 1 500 mientras son asesinadas cada año por su pareja o expareja. En
Francia, la violencia causa la muerte de seis mujeres por mes en manos de su pareja y
constituye la principal causa de femicidio. En Europa, una de cada cinco mujeres refiere
ser maltratada. Asimismo, la Organización Panamericana de Salud (OPS) estima que
entre el 20 % y el 60 % de las mujeres que viven en América sufren situaciones de
violencia. (Alemán et al., 2010).

Los años noventa del siglo pasado como plantean Proveyer and Romero (2017),
marcaron el inicio de los estudios sobre violencia de género en Cuba, a partir del
creciente interés y preocupación de la comunidad científica. Ello llevó al surgimiento de
la Cátedra de la Mujer en la Universidad de La Habana, y las Casas de Orientación a la
Mujer y la Familia, creadas por la Federación de Mujeres Cubanas (FMC).

Estas instituciones, y otras que se han sumado a lo largo del tiempo, se han dedicado a
profundizar en las causas y características con que se manifiesta la violencia contra la
mujer, con el fin de trazar estrategias para enfrentar el problema.

Proveyer (2014b) destaca al respecto que las investigaciones cubanas ofrecen como
evidencia la confirmación de la presencia de violencia contra la mujer en todas sus
manifestaciones, más allá de las diferencias socioeconómicas, etarias, educacionales u
otras. De acuerdo con la información que ofrecen las estadísticas disponibles y los
resultados de investigaciones, predominan la violencia psicológica y la emocional.
También evidencian la vinculación de los delitos de lesiones, homicidio y asesinato de
mujeres a la problemática de género y que la victimización femenina se produce en
esencia en la relación de pareja y en el ámbito doméstico.

En este sentido pudieran destacarse las investigaciones de Arredondo et al. (2012),


Lozano et al. (2014), Alemán et al. (2010), Coll-Vinent (2008), L. López (2009), Pría,
Louro, Fariñas, Gómez, and Segredo (2006), I. Hernández (2011), Proveyer (2014a), M.
I. Domínguez et al. (2018), Cala, Méndez, and Jiménez (2018), Peñate, Pérez, del Risco,
and Semanat (2018), (González, 2018), Proveyer and Romero (2017).

A pesar de estos esfuerzos, aún persisten estereotipos que limitan el pleno desarrollo de
las féminas en el país y marcan los destinos de hombres y mujeres.

El género debe ser entendido como una categoría que tiene su base material en un
fenómeno natural, que es el sexo, y se encuentra condicionado de manera social,
cultural, política, económica, psicológica, jurídica e histórica. En otras palabras, son
características y comportamientos que se le atribuyen y se consideran permitidos y
valorados para cada sexo, los cuales varían de acuerdo con contextos espaciales y
temporales; por lo tanto, es necesario entenderlo en su evolución histórica y no como
una categoría estática como plantea Alfonso (2018).

El género supone, al igual que la violencia, una construcción social y cultural


(simbólica) situada espacio-temporalmente, aunque las diferencias biológicas también
irradian como directrices constructoras. En esta medida, se cruza con otras categorías de
diferenciación social como la etnia, la raza, la clase social, la generación y la ubicación
en el orden global, así como el concepto de diferencia, en las relaciones intergenéricas e
intragenéricas

Asimismo, implica y se expresa en relaciones de poder, visto en términos procesales,


relacionales y con dimensiones institucionales y estructurales, no solo como atributo de
los individuos. Es decir, se trata de un sistema jerárquico que involucra jerarquías de
género, privilegios masculinos, estructuras que favorecen el dominio masculino o la
valoración de lo masculino, y fija límites que ponen en desventaja social, económica,
política y cultural a las mujeres y su ubicación en determinados espacios en la sociedad.

Entender el género sobre la base de estos elementos a criterio de Esquenazi, Rosales,


and Velarde (2017) implica asumirlo como una categoría dinámica y relacional,
expresada a través de relaciones sociales, donde se constituyen reglas, normas y
prácticas por medio de las cuales se asignan recursos, tareas y responsabilidades
diferenciadas, que tiene su expresión tanto en la base económica como en la
superestructura de una sociedad, por lo cual es transversal a todas estas esferas de
actuación.
Esta transversalidad impregna todas las relaciones sociales y tiene una enorme
influencia tanto en el desarrollo individual de las personas como en el de las relaciones
sociales e interpersonales que cada una de ellas establece dentro de los distintos
contextos en los que tiene lugar su proceso de socialización.

Como se ha planteado, la violencia y el género constituyen un binomio inseparable, ya


que la primera se utiliza en múltiples ocasiones como mecanismo para conseguir un
plus de presencia o influencia respecto a lo segundo.

De acuerdo con los criterios de D. Ferrer, Gevara, and Martín (2017), una de las
principales condiciones que contribuye a la reproducción de la violencia de una
generación a la siguiente, son las pautas de socialización sexistas, las cuales enseñan a
cada individuo a identificarse con los valores masculinos o femeninos (construidos
como excluyentes), y niegan la posibilidad de aspirar a todos. Estas pautas presionan
tradicionalmente para la identificación con los problemas: desde la falta de empatía, la
tendencia al uso de la fuerza y el control de los otros, en los hombres, y la dependencia,
sumisión o respuesta pasiva-reactiva en las mujeres. Esta dualidad contribuye a la
reproducción de un modelo de relación social, basado en el dominio y la subordinación,
que subyace en la mayor parte de la violencia que se produce en situaciones cotidianas.

Las construcciones tradicionales de género, como se aprecia, reflejan y crean


dicotomías por tratar a los sexos de manera diametralmente opuesta, y logran
convertirse en un hecho social tan arraigado que puede llegar a asumirse como algo
natural. Aun cuando desde la cultura se otorguen libertades y/o oportunidades diferentes
en función del sexo, no pudiera considerarse alguno de estos excluido de asumir altos
costos en lo individual por jugar el rol y el espacio que desde lo tradicional se propone.
Las mujeres viven el ser para los otros desde la sobrecarga de roles y el olvido del
autocuidado, mientras a los hombres el ser fuerte a toda costa les impone privaciones en
la expresión de su afectividad (solo por citar algunos costos).

Hombres y mujeres son víctimas de expropiaciones que los afectan negativamente a la


hora de establecer relaciones interpersonales en la vida cotidiana, al constituirse en
patrones o paradigmas fragmentadores que no permiten el descubrimiento, el desarrollo
y la expresión de cualidades y valores propios del ser humano, sin distinción de sexo.
Para el enfrentamiento a la violencia de género, como defienden Rodríguez and Cabalé
(2018) se debe comenzar por entender esta realidad a transformar, por aprehender el
sistema de relaciones que la vertebran, pues, de no cambiar estas, no desaparecerán la
relaciones de poder y desigualdad entre hombres y mujeres. Sin cambios en esta
realidad, los proyectos de solución podrían quedar en meros paliativos, en el mejor de
los casos.
Debido a la complejidad del fenómeno en el resto del cuerpo del trabajo se profundizan
los análisis al respecto.
Desarrollo
1.1 La Violencia, un problema psicosocial

La violencia es uno de los fenómenos más extendidos en la actualidad y su impacto se


advierte no solo en situaciones de abierto conflicto, también en la resolución de
problemas, a veces muy simples, de la vida cotidiana. En esa medida, se puede afirmar
con certeza, que muchas personas, en alguna etapa de sus vidas, han sido víctimas de
violencia (Quiñones, Arias, Delgado and Tejera, 2011 citado en E. L. Guevara, 2016).

Se concuerda con Ferrer y Suz (2014) cuando definen la violencia como el conjunto de
manifestaciones conductuales, aprendidas y utilizadas de forma consciente o no, en los
marcos de una estructura relacional jerarquizada (real o simbólica) para mantener el
poder mediante la producción de un daño a sí o a otros, apareciendo de modo
permanente o cíclico.

De acuerdo con los criterios de Martín-Baró (1990), en todo acto de violencia cabe
distinguir cuatro factores constitutivos: la estructura formal del acto, la ecuación
personal, el contexto posibilitador y el trasfondo ideológico.

En primer lugar, la estructura formal del acto, se trata de la conducta como forma
extrínseca, pero también de la formalidad del acto como totalidad de sentido. Todo acto
violento tiene una configuración caracterizada por la aplicación de un exceso de fuerza
sobre una persona o grupo de personas, sobre una organización o un proceso. Puesto
que se define el carácter del acto en cuestión, una diferencia fundamental estriba en
distinguir entre los actos de violencia instrumental y los actos de violencia terminal. Un
acto de violencia instrumental es aquel realizado como medio para lograr un objetivo
diferente, mientras que el acto de violencia final es aquel realizado por sí mismo, es
decir, el acto buscado como fin.

El segundo aspecto del acto de violencia es la llamada ecuación personal, es decir


aquellos elementos del acto que solo son explicables por el particular carácter de la
persona que lo realiza.

El tercer factor constitutivo de la violencia es el contexto posibilitador. Para que se


realice un acto de violencia o de agresión debe darse una situación mediata e inmediata,
en la cual tenga cabida ese acto. Tanto el desencadenamiento como la ejecución de la
acción violenta requieren de un contexto propicio. Ahora bien, es necesario distinguir
entre dos tipos de contextos: un contexto amplio, social, y un contexto inmediato,
situacional. Ante todo debe darse un contexto social que estimule o al menos permita la
violencia, o sea un marco de valores y normas, formales o informales, que acepte la
violencia como una forma de comportamiento posible e incluso la requiera. Se da, en
segundo lugar, un contexto inmediato de la acción violenta. Cabe decir, entonces, que
un contexto violento estimula a la violencia (ver Berkowitz, 1965/1976). En la medida
en que este contexto se encuentre institucionalizado, es decir, convertido en normas,
rutinas y medios materiales, la violencia podrá alcanzar cuotas mayores.

El cuarto y último elemento constitutivo de la violencia es su trasfondo ideológico. La


violencia exige siempre una justificación frente a la realidad a la que se aplica; y es ahí
donde la racionalidad de la violencia confluye con la legitimidad de sus resultados o con
la legitimación por parte de quien dispone del poder social. Lo que responde a los
intereses del poder establecido se encuentra ya legitimado o tiende a serlo. Así, la
justificación desde el poder de un acto violento lo legitima y lo hace racional al interior
del sistema establecido. Según Haber y Seidenberg (1978) la violencia es construida
socialmente, en el sentido de que cada orden social establece las condiciones en que se
puede producir la violencia de forma justificada.

Siguiendo esta idea la violencia es resultado de las formas sociales que norman y
regulan las relaciones en la sociedad, así como de las formas socioculturales que definen
nuestra interacción con la realidad (Yunes, 1993). Es en dichas interacciones, como
plantean J. Álvarez and Juárez (2013), donde se construyen relaciones de dependencia,
conformidad y sumisión, o bien de independencia, confianza y respeto a los demás.
Interacciones que son modeladas por el sistema de creencias, normas y valores de la
comunidad. Así, la violencia aparece como resultado de la dinámica social vigente y
debe ser reconocida como tal, y no como expresión individual o de clase. El contexto
sociocultural, el contexto estructural, más el desarrollo urbano, se conjugan y hacen de
la violencia expresión y signo que caracteriza lo cotidiano, potenciando los
comportamientos que ponen en riesgo la salud de la población.

Es por ello que Vaca and Rodríguez (2018) siguiendo los criterios de Serrano (1996)
exponen que la aproximación al significado de la violencia demanda la comprensión del
marco cultural y social en el que esta emerge. Es ahí donde los actores sociales
construyen su identidad, establecen vínculos y diferentes formas de interacción que
median su participación como miembros de cualquier comunidad.

En relación con ello Páez (2016) expresa que el condicionamiento social de la violencia,
en los diferentes ámbitos de interrelación hace posible la gestión de prácticas de
socialización y de formación de subjetividades, que colocan a los actores sociales en
situación de vulnerabilidad, según la posición en que se encuentren. Es decir, el
individuo actúa en correspondencia con el medio social que o rodea, por lo que ignorar
mediaciones culturales y especificidades sociales propias de los contextos, implica
obviar las dimensiones simbólicas de esa violencia y no poder determinar cuáles
códigos culturales argumentan sus niveles de legitimidad (en sus diversas
manifestaciones según los espacios geográficos que le sirven de fondo: sexual, física,
psicológica y económica).

Al respecto Klineberg (1981) considera que la violencia puede convertirse en una


manera de vivir, en una forma aceptada de conducta, respaldada por los hábitos
populares y la moralidad convencional; en otras palabras, una subcultura.

Al respecto Morales, Gaviria, Moya, and Cuadrado (n.d.) explican que, dentro de cada
sociedad, la cultura no es completamente homogénea, sino que coexisten distintos
códigos o formas de violencia. Esta diversidad pone de manifiesto el hecho de que
compartir un marco general de normas, valores y actitudes no es incompatible con la
existencia de subculturas más proclives a la violencia. De esta forma el término
subcultura de la violencia se refiere a la existencia, dentro de determinadas sociedades,
grupos, bandas o colectivos, de las condiciones, los códigos y las manifestaciones
específicas bajo las que el uso de la violencia o la agresividad está regulado, legitimado
e incluso ritualizado. Se han identificado diferentes fenómenos que se fundamentan en
una subcultura de la violencia, entre ellos la violencia de género, la violencia entre
bandas, y la participación en grupos terroristas.

En consonancia con los criterios de Villamañan (2016) comprender la violencia como


práctica social supone que está asociada al entramado social y al ámbito de las
relaciones sociales donde se genera. Así, la representación social de la violencia como
producto constituido y constituyente, refiere al entorno, a las relaciones sociales de
producción y a la posición social que ocupa el sujeto, así como a la actividad específica
que le da origen. Esto hace referencia al contexto social y a la cotidianidad en todas sus
manifestaciones. De esta manera, la representación social de la violencia, mediante los
procesos de objetivación y anclaje permite a nivel individual la interiorización,
naturalización y conformación de una visión subjetiva sobre este fenómeno social.

Es así que la objetivación consiste en la materialización de la palabra, la selección y


descontextualización de los elementos, formación del núcleo figurativo y naturalización.
Mediante la objetivación se cosifica y estructura el esquema conceptual del objeto
(Rateau & Lo Mónaco, 2013). El discurso generado en las prácticas sociales se
convierte en generalización que conforma la imagen figurativa en la representación
social. Mientras que, por otra parte, el proceso de anclaje es donde la representación se
liga con el marco de referencia de la colectividad y se conforma en instrumento para
interpretar la realidad y actuar sobre ella. Estos procesos mediatizan la dinámica social,
en tanto se le asigna un significado al objeto social representado y se operativiza su uso
en la práctica cotidiana. El vínculo inalienable práctica-representación social se halla
contenido en lo comunitario y en lo fragmentador, esquematizado como imagen a través
de la objetivación y utilizado en el anclaje, en los procesos de interacción como discurso
contenido en la actividad. La estructura de la representación social constituye una
interiorización de esquemas culturales. La conformación del nexo sentido-figura de
carácter significativo funciona como mediador social. Con la representación social, se
integran elementos vinculados a las condiciones históricas, sociológicas e ideológicas;
la memoria colectiva y el sistema de normas (núcleo central), así como su concreción en
las vivencias del individuo en un contexto inmediato (sistema periférico) (Abric, 2001
citado en Villamañan, 2016). La autora explica, además, que las representaciones
sociales funcionan como herramientas, en tanto cuentan con determinada funcionalidad
en la vida cotidiana de los grupos sociales (Restrepo, 2013). Entre sus funciones se
encuentran: conocimiento o saber (comprensión y explicación de la realidad), identitaria
(contextualización y asociaciones entre el espacio social y el sujeto, es decir, identidad
social), guía para el comportamiento (antelaciones, expectativas y prácticas sociales
acordes a las normas y nexos sociales) y justificativa (justificantes ulteriores de la toma
de decisiones y los comportamientos en las relaciones sociales). Estas funciones poseen
un discurso relativo a la lógica de las prácticas sociales en cuanto a relaciones de
simetría social. Mediante la reproducción de las representaciones sociales, y de las
prácticas a las cuales se asocia, se legitima el vínculo simétrico o asimétrico de lo
social, indistintamente. Por otro lado, expone que las representaciones sociales son
también transformadas por los miembros del grupo a los que ocupa el fenómeno en sí.

Las representaciones como producto del pensamiento generado en las prácticas sociales
(pero, ante todo, originados de la necesidad surgida en el medio respecto a un objeto o
fenómeno) son, a su vez, transformadas por los grupos sociales que las conforman. La
toma de conciencia crítica de una problemática y la búsqueda de soluciones incide en la
transformación de esta construcción sobre la realidad. Es decir, la representación social
implica a su vez la transformación social de productos de la sociedad y, por ende,
responder y vincularse a las necesidades que se gestan en ella.

Siguiendo los criterios de M. L. Sánchez, Lechuga, Aguilar, and Estrada (2018) es


necesario conocer lo que representa la violencia para el contexto con el cual se desea
trabajar, a través del estudio del significado; de aquellas pautas adquiridas a partir de las
experiencias personales y colectivas, que orientan la vida de las personas y que actúan a
manera de lentes perceptuales (Reidl, 2005) en los que convergen elementos
emocionales, sociales y culturales (Castellaro, 2011), que al integrarse al mundo interno
de las personas (García, De la Rosa y Castillo, 2012), mediante la cultura y el lenguaje
(Salas-Menotti, 2008) logran dar sentido a su conducta.

Llegado a este punto el análisis sobre lo que supone un acercamiento a la


conceptualización del fenómeno de la violencia como problemática social es necesario
referir algunos criterios que la vinculan con la agresión. Es válido destacar que en la
presente investigación se profundiza en el trabajo con la violencia desde una
comprensión que, aunque no niega la relación que posee con la agresión, reconoce las
diferencias entre ambas categorías.

La agresión y la violencia, debido a sus efectos en todos los niveles de la sociedad


donde aparecen, han sido estudiados desde muchas disciplinas tales como la psicología,
la genética, la sociología, la criminología, la neurología y la filosofía. Cada una de estas
pretende, según el método que les sea propio, la explicación y comprensión de sus
causas con el fin de que tales explicaciones ofrezcan propuestas para el control o la
erradicación de la agresión y la violencia. Una de las primeras consecuencias de la
diversidad de perspectivas como plantean Castellano and Castellano (2012) se evidencia
en las distintas concepciones de agresión y violencia utilizadas tanto en el habla común
como en las investigaciones realizadas.
La conducta agresiva es un comportamiento básico y primario en la actividad de los
seres vivos, que está presente en la totalidad del reino animal. Se trata de un fenómeno
multidimensional (Huntingford y Turner, 1987), en el que están implicados un gran
número de factores, de carácter polimorfo, que puede manifestarse en cada uno de los
niveles que integran al individuo: físico, emocional, cognitivo y social, citado en
Carrasco and González (2006).

Tres elementos parecen señalarse a criterio de Carrasco and González (2006) en la


mayoría de las definiciones de agresión recogidas:

a) Su carácter intencional, en busca de una meta concreta de muy diversa índole, en


función de la cual se pueden clasificar los distintos tipos de agresión.

b) Las consecuencias aversivas o negativas que conlleva, sobre objetos u otras


personas, incluido uno mismo.

c) Su variedad expresiva, pudiendo manifestarse de múltiples maneras, siendo las


apuntadas con mayor frecuencia por los diferentes autores, las de índole física y verbal.

A criterio de Boggon (2006) si bien en la violencia también se halla presente una


intencionalidad, ella será diferente. La motivación siempre tendrá que ver con el poder,
con la imposición de un sujeto sobre otro, finalmente con una imposición de
significados. La violencia es una forma de ejercicio del poder mediante el empleo de la
fuerza (ya sea física, psicológica, económica, política) e implica la existencia de un
arriba y un abajo, reales o simbólicos, que adoptan habitualmente la forma de roles
complementarios: padre-hijo, hombre-mujer, maestro-alumno.

La violencia siempre es utilizada para dominar a otro. Se reconoce en la base de todo


acto violento la presencia de la discriminación, y es en la búsqueda de eliminar esas
diferencias - por no poder soportarlas - que se acude a la violencia como solución. Si
bien con los actos violentos se puede causar daño, éste es solo un medio para conseguir
determinado fin, no es tomado como un fin en sí mismo, como sí lo es en las conductas
agresivas. Se entiende por daño cualquier tipo y grado de menoscabo a la integridad del
otro. (Sanmartín citado por Corsi, 2003) plantea que no hay violencia si no hay cultura.
Según el autor, la violencia es un resultado de la evolución de la cultura. Por este
motivo, debe interpretarse a la violencia dentro del marco social, aprendida en ese
ámbito, y no buscar determinantes en la composición biológica y/o hereditaria de cada
sujeto.

En su análisis Boggon (2006) refiere que existen diversas teorías que explican la
agresión en los seres humanos como una conducta instintiva, estas teorías pueden
dividirse en dos grupos principales: las teorías psicoanalíticas y las perspectivas
evolucionistas; dentro de las formulaciones teóricas alude a Sigmund Freud quien en su
libro Más allá del Principio del Placer (1920) introduce el término Pulsión de muerte.
La pulsión de muerte se dirige primeramente hacia el interior y secundariamente hacia
el exterior, manifestándose entonces en forma de pulsión agresiva o destructiva. La
definición de pulsión se diferencia de instinto debido a que la primera si bien persigue
un fin determinado no tiene un objeto fijo y ofrece también una explicación reactiva, es
decir, la agresión como respuesta del sujeto frente a una sensación de frustración.

Otro de los autores reconocidos dentro del medio psicoanalítico, Donald Winnicott en
Deprivación y Delincuencia (1984) entiende las raíces de la agresión como algo innato.
Refiere además que Darwin en su libro La Descendencia del Hombre (1871), anticipa la
definición de estos conceptos que luego adoptarían ciertos autores del psicoanálisis,
considerando al instinto como un impulso que lleva a los individuos a perseguir una
meta determinada, que no siempre es la evitación del dolor. Por otro lado, plantea que,
desde la etología, Lorenz sostuvo que las acciones instintivas estaban endógenamente
determinadas tanto en los animales como en los seres humanos, lo que llevaría a
considerarlos agresionistas innatos.

A criterio de Morales et al. (n.d.) las explicaciones fundamentales sobre agresión y


violencia se han centrado en tres aspectos:
a) aspecto genético de la violencia,
b) violencia o agresión como respuesta a la frustración,
c) agresión o violencia en función de patrones de aprendizaje.

En función de esto, las hipótesis del impulso o agresión como respuesta a la frustración
constituyeron los primeros intentos sistemáticos de definir la agresión como reacción a
situaciones ambientales, lo que se relaciona con lo planteado por Boggon (2006).
Aunque estas teorías han sido muy apoyadas, la única crítica que se mantiene es que no
explica cómo aprendemos a reaccionar de forma agresiva y a controlar cuando lo
hacemos.
Por otro parte, las teorías del aprendizaje social, que surgen en los años setenta,
solventaron esta crítica a las teorías del impulso. Dichas teorías afirmaron que los seres
humanos adquieren el comportamiento agresivo a través de la experiencia pasada u
observando las acciones de los demás. La frustración y la carga genética funcionarán
como potenciales del comportamiento agresivo, pero es la experiencia la que nos indica
(a) cuál es el objetivo adecuado de nuestra violencia, (b) qué acciones justifican la
respuesta agresiva, (c) cuándo podemos recibir recompensas y cuándo castigos por
nuestro comportamiento violento. Esta teoría sobre la agresión resulta eminentemente
cultural.

Es importante reconocer que la cultura marca lo que debe aprenderse ofreciendo


normas, estándares y modelos que emular. También la cultura ofrece refuerzos, y a
través de los valores, el contexto socioeconómico, religioso y moral anima algunas
conductas mientras que desanima otras (Segall,1988). Posteriormente, la experiencia
hace que se desarrolle un sentido sobre las reglas de conducta prescritas por la sociedad
que se convierten en guía de conducta. De este modo la agresión se internaliza y
controla y se generan una serie de guiones de conducta en función de escenarios, citado
en Morales et al. (n.d).

Dichos autores explican que no solo uno de los elementos relevantes (biología,
frustración o aprendizaje) va a ser capaz de provocar directamente un acto violento o
agresivo, sino que existen una serie de variables que aumentarán o disminuirán esa
probabilidad de actuación violenta.

Así, se encuentran estudios sobre la relación entre temperatura y agresión, la hipótesis


del calor desarrollada por el grupo Craig Anderson, que plantea que la temperatura
tendería a incrementar la probabilidad de realizar un acto violento de dos modos:
activaría pensamientos negativos en situaciones de temperatura extrema de frío o calor
(afecto negativo) o provocaría sentimientos hostiles y activación fisiológica
(preactivación) (Anderson, Andreson y Deuser, 1996). También se destacan estudios
sobre la relación entre agresión y la cultura del honor, la teoría propone que
determinadas normas culturales contribuyen a perpetuar y justificar la violencia. Según
estas normas, la violencia es empleada para disciplinar y controlar las relaciones
sociales, así como para controlar el hogar.
En este sentido, Morales et al. (n.d.) exponen que la cultura del honor produce actos
tanto positivos, en la medida en que el honor como virtud produce un profundo
heroísmo y generosidad, como negativos, puesto que el honor como afirmación de
estatus y búsqueda de una buena reputación a cualquier coste tiende a desencadenar
violencia (Cohen, Vandello y Rantilla,1998). Esta cultura del honor se mantiene y
perpetúa mediante procesos psicológicos que conservan la tradición y que ofrecen
resistencia a las fuerzas externas que intentan introducir modificaciones (Vandello y
Cohen, 2004 citado en Morales et al., n.d.).

Un aspecto importante que subyace a la hipótesis de la cultura del honor es el


relacionado con las normas ya que pueden tanto promover como restringir la agresión.
Por tanto, a criterio de Morales et al. (n.d.) toda conducta agresiva es objeto en
cualquier sociedad de interpretaciones en función de los juicios sociales que genere
sobre su mayor o menor grado de adecuación y también sobre la intencionalidad de
provocar daño o no. La dimensión normativa de la agresión es fundamentalmente
cultural, un elemento que aprueba esta afirmación es que las normas sociales imperantes
difieren entre culturas. Paralelamente, se habla de una subcultura de la violencia, es
decir, la inclinación de ciertos grupos sociales a emplear la violencia para resolver sus
problemas.

Puente-Martínez, Ubillos-Landa, Echeburúa, and Páez-Rovira (2016) explican que en


culturas masculinas tradicionales y del honor tiene lugar un proceso de idealización de
la violencia que la define como una forma deseable de conducta, como una manera de
manifestar la propia identidad, defender la autoestima personal y mantener la
superioridad del hombre dentro de la familia (Abramsky, Watts, García-Moreno, De-
vries, Kiss, Ellsberg, Ellsberg, Jasen y Heise, 2011; Jewkes, 2002). Las actitudes a favor
de la violencia la refuerzan.

La justificación de la violencia, la adaptación funcional, la tolerancia a la agresión y la


empatía hacia el agresor se han definido como los elementos básicos de esta (Martín,
1999).

En relación con ello, Morales et al. (n.d.) agregan que un conjunto de trabajos parten de
esta hipótesis de la cultura del honor para explicar la violencia de género y la existencia
de normas culturales que perpetúan la violencia y las diferencias en las relaciones de
género entre culturas; por ello el análisis entre violencia y género debe tener en cuenta
aspectos distintos. Por un lado, las diferencias de género en cuanto a la ejecución de
actos agresivos y violentos y, por otro, las diferencias de género por lo que se refiere a
la violencia contra las mujeres, siendo este segundo aspecto donde la cultura del honor
alcanza una importancia central.

1.2 El género como mediador en la expresión de la violencia

Esquenazi et al. (2017) plantean que la construcción teórica alrededor del concepto de
género es un proceso no concluido, un campo en desarrollo.

Siguiendo los criterios de Castañeda (2005) el género se caracteriza por ser relacional,
debido a que no se refiere a hombres y mujeres aisladamente, sino a las relaciones entre
unos y otros y a la manera en que se construyen socialmente; es histórico ya que se
nutre de elementos mutables en el tiempo y el espacio, por lo que es susceptible de
modificarse mediante intervenciones; es ubicuo porque permea la micro y la macro
esfera de la sociedad; es contextualmente específico porque se trata de una categoría
particular, que posee sus principios y se relaciona con las ciencias sociales, la historia y
la biología; por último, es jerárquico porque la diferenciación que se establece entre
hombres y mujeres, lejos de ser neutra, implica valoraciones que atribuyen mayor
importancia y valía a las características y actividades asociadas con los varones.

Por otro lado, Murgibe (2013) lo comprende como la construcción psico-social de lo


femenino y lo masculino. Desde esta perspectiva, el género es una categoría en la que se
articulan tres instancias básicas:

a) La asignación de género: se realiza en el momento en que nace la criatura, a partir de


la apariencia externa de sus genitales.

b) La identidad de género: es el esquema ideoafectivo más primario, consciente e


inconsciente, de la pertenencia a un sexo y no al otro. Se establece más o menos a la
misma edad en que la criatura adquiere el lenguaje (entre los dos y tres años) y es
anterior a su conocimiento de la diferencia anatómica entre los sexos. Una vez
establecida la identidad de género, cuando un niño se sabe y asume como perteneciente
al grupo de lo masculino y una niña al de lo femenino, esta se convierte en un tamiz por
el que pasan todas sus experiencias.
c) El rol de género: es el conjunto de deberes, aprobaciones, prohibiciones y
expectativas acerca de los comportamientos sociales apropiados para las personas que
poseen un sexo determinado. La tipificación del ideal masculino o femenino es
normativizada hasta el estereotipo, aunque en el desarrollo individual, la futura mujer u
hombre haga una elección personal dentro del conjunto de valores considerados propios
de su género. No obstante, los roles y estereotipos de géneros – tanto femeninos como
masculinos – están tan hondamente arraigados, que son considerados como la expresión
de los fundamentos biológicos del género.

Para M. L. Sánchez et al. (2018) es posible definir el género como la construcción


sociocultural en torno a las diferencias sexuales (Montecino, 2007). Esta construcción
está compuesta por ideas, representaciones, prácticas y prescripciones sociales en
relación con la diferencia anatómica entre hombres y mujeres, con la finalidad de
simbolizar lo que es “propio” de los hombres (lo masculino) y “propio” de las mujeres
(lo femenino) (Lamas, 2000). Por tanto, el género se integraría en la cultura, es decir,
sería parte de los significados socialmente compartidos por una comunidad humana que
originan formas de vivir juntos. La mente como actividad simbólica se conforma por
estos significados que llevan a los individuos a actuar e interpretarse a sí mismos en
función de ellos (Bruner, 1990). Así, la identificación de la persona con elementos del
género masculino y/o femenino moldeará su identidad de género y sus acciones.

En relación con ello dichas autoras destacan que, tradicionalmente, el contenido de las
construcciones de género es binario, oponiendo lo femenino y lo masculino (Conway,
Bourque y Scott, 2003). Es por ello que las creencias y atribuciones sobre cómo deben
ser y comportarse cada género corresponden a los denominados estereotipos de género.

En general, los estereotipos son simplificaciones dicotómicas que reflejan prejuicios


(Colín, 2013) y contienen expectativas que conforman roles. El rol femenino supone
atributos asociados con la maternidad, la expresión emocional, el cuidado y la sumisión.
Por su parte, el rol masculino destaca el dominio, la capacidad de decisión y el control
(Ragúz, 1996). Estos estereotipos son internalizados por medio de la socialización, que
es el proceso donde el individuo adquiere las creencias, normas y motivos apreciados
culturalmente (Guerrero, Hurtado, Azua y Provoste, 2011 citado en M. L. Sánchez et
al., 2018).
Salgado (2018) concuerda con los criterios de Rebecca Cook y Simone Cusack, quienes
definen el término estereotipo como “una visión generalizada o una preconcepción
sobre los atributos y características de los miembros de un grupo en particular o sobre
los roles que tales miembros deben cumplir”. Siguiendo a estas autoras, se entienden los
estereotipos de género como la construcción social y cultural de hombres y mujeres, en
razón de sus diferentes funciones físicas, biológicas, sexuales y sociales. En otras
palabras, hacen referencia a un grupo estructurado de creencias sobre los atributos,
características de la personalidad, comportamientos, roles, características físicas y
apariencia, ocupaciones o presunciones sobre la orientación sexual de hombres y
mujeres.

En este sentido destacan cuatro clases de estereotipos de género:

1. Los estereotipos de sexo, que describen una noción generalizada o preconcepción que
concierne a los atributos y características de naturaleza física o biológica que poseen los
hombres y las mujeres.

2. Los estereotipos sexuales, que dotan a los hombres y a las mujeres de características
y cualidades sexuales específicas que juegan un papel en la atracción y el deseo sexual,
la iniciación sexual y las relaciones sexuales, la intimidad, posesión y violencia
sexuales, el sexo como transacción, la cosificación y explotación sexual. Comprende la
forma en que las sociedades prescriben los atributos sexuales de las mujeres tratándolas
como propiedad sexual de los hombres y condenándolas por mostrar comportamientos
promiscuos, a la vez que los hombres no son responsabilizados por los mismos
comportamientos. Los estereotipos sexuales han sido usados para regular la sexualidad
de las mujeres y justificar y proteger el poder masculino en función de su gratificación
sexual. Los estereotipos sexuales demarcan las formas aceptables de sexualidad
masculina y femenina, privilegiando la heterosexualidad sobre la homosexualidad.

3. Los estereotipos sobre roles sexuales, describen una noción generalizada sobre los
roles o comportamientos que se consideran apropiados para hombres y mujeres.

4. Los estereotipos compuestos, que son aquellos en los que el género se intersecta con
otros rasgos como la edad, la raza o etnia, la discapacidad, orientación sexual, clase,
estatus como nacional o migrante.
Un punto fundamental según Salgado (2018) es que los estereotipos, en general, y los
de género, en particular, se encuentran muy arraigados en nuestro inconsciente, los
aceptamos sin ninguna crítica, como una manera inevitable de entender la vida. Esto
implica que nuestros encuentros cotidianos con los estereotipos son, frecuentemente,
invisibles y no los detectamos.

Para Moreno, Soto, González, and Valenzuela (2017) los mecanismos de socialización
mantienen las desigualdades que implican los estereotipos de género, los cuales son
exigentes y opresivos para mujeres y hombres, pero que dejan a quienes se les atribuye
el género femenino en un lugar de subordinación (Messina, 2001) que es mantenido
mediante prácticas sexistas (Colín, 2013). Aunque el proceso tradicional de
socialización ejerce una fuerte presión, los individuos pueden generar identidades de
género fuera de la norma (Giddens, 2002). Dado que las expresiones de género son
habitualmente naturalizadas por las personas y los mecanismos que las socializan
ocurren en varios contextos.

En este sentido, Bruel dos Santos (2008) plantea que, de manera general, la definición
social de hombre y mujer, como la definición social de los patrones de comportamiento,
considerados propios a cada uno, no se limita a establecer una diferenciación binaria
entre esas categorías sociales sino que establece, también, una diferencia asimétrica
entre ellas.

Dicha desigualdad se debe a una construcción social de los géneros (roles) diferenciados
y valorados según el sexo de las personas, construcciones que se erigen en
prescripciones sociales con las cuales se intenta regular la convivencia. Pese a que se ha
hecho más visible el debate social sobre las consecuencias de la convivencia desigual
entre hombres y mujeres, el problema dista mucho de estar resuelto y todavía queda
mucho camino por recorrer.

La diferencia entre los géneros es una brutal expresión de un sistema basado en el


poder de dominación (desigualdad, opresión, discriminación).Tradicionalmente fue
considerado un sistema que alejaba a la mujer del proceso de producción y la sometía a
un exclusivo papel de reproducción dentro del marco familiar. De ahí que la división del
trabajo haya confinado a la mujer durante siglos en el hogar.
A pesar de que la discusión acerca de la desigualdad de género no es un fenómeno
nuevo, su reconocimiento y visibilidad en el ámbito público forman parte de un debate
reciente que lo convierte en problema social.

La desigualdad entre hombres y mujeres es el origen de la violencia de género; dicho de


otro modo, “la violencia de género es la violencia que puede padecer cualquier mujer
por el mero hecho de serlo” (Sanmartín, 2002a, p. 16).

Esta definición demuestra que la violencia de género se instala dentro de una lógica
intergrupal cuando es ejercida en contra de una persona, en tanto que esta pertenece a la
categoría social de mujer. Dichos procesos se desarrollan de acuerdo con un modelo de
transmisión de valores que determina y mantiene un orden hegemónico que se propaga
a través de la historia.

Estas diferencias, que en los estereotipos sociales presionan de forma distinta al hombre
y a la mujer, hacen que ninguno esté libre de influencias negativas, porque ambos son
injustamente marcados en diferentes sentidos. (V. Pérez & Hernández, 2009).

Uno de los géneros se ve histórica y socialmente más privilegiado (género masculino),


mientras el otro se concibe desde la subordinación al primero (género femenino).
Partiendo de esto se plantea que en la mujer existe una identidad de género subordinada,
conformada y avalada por una larga historia de desigualdades sexuales; mientras que el
modelo de masculinidad dominante proyecta a los hombres como personas autónomas,
fuertes, potentes y proveedores.

Todas estas peculiaridades, que no guardan ninguna relación con predisposiciones


innatas, se vinculan directamente con el poder que se le ha adjudicado socialmente al
varón, y que se estimula desde un inicio en el ámbito familiar. (V. Pérez & Hernández,
2009).

De esta forma, los hombres, como portadores de ese poder, son impulsados a ejercerlo.
En la medida en que esa forma de ser hombre se transforma en natural, se hace invisible
el poder de los hombres sobre las mujeres.

Estas características distintivas de cada género, adquiridas durante el devenir histórico


social de la humanidad, conllevan a pensar este complejo proceso social en una
articulación proporcional en el fenómeno de la violencia, haciéndose evidente un
violentamiento desde lo social. Este violentamiento se traduce en el panorama científico
como violencia de género. (V. Pérez & Hernández, 2009).

El término violencia de género es una traducción del inglés gender violence y comenzó
a usarse de forma más generalizada a partir de los años noventa, coincidiendo con el
reconocimiento social de la gravedad y extensión de la violencia histórica contra las
mujeres. (Machado & Parra, 2011).

Tres importantes acontecimientos impulsaron su difusión: la Conferencia Mundial para


los Derechos Humanos en Viena, en 1993; la Declaración de Naciones Unidas sobre la
eliminación de la violencia contra la mujer, en 1994 y la Conferencia Mundial de
Mujeres en Pekín, en 1995. Precisamente es en la Conferencia de Pekín donde las
mujeres acuerdan utilizar el término «violencia de género» en los diferentes pueblos y
lenguas.

Así se reconoce que la violencia de género no fue nombrada como tal hasta hace muy
poco tiempo. Solo se visibilizaba cuando existían agresiones físicas en cuyos casos se
asociaban a actos agresivos aislados.

Fue la perspectiva feminista o teoría de género, la que analizó y conceptualizó lo que


hasta entonces se consideraban «casos individuales» de agresiones y esta
sistematización de lo que hasta entonces se consideraban «casos», permitió hacer visible
el carácter universal de esta violencia, con las dimensiones y gravedad que hoy se
reconoce. (Amorós, 2005 citado en Machado & Parra, 2011).

Morrison, Ellsberg, and Bott (2005) hacen referencia a la Declaración de las Naciones
Unidas sobre la eliminación de la violencia contra la mujer, Resolución de la Asamblea
General 48/104 del 20 de diciembre de 1993. A los efectos de la dicha Declaración, por
“violencia contra la mujer” se entiende todo acto de violencia basado en la pertenencia
al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico,
sexual o psicológico para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o
la privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la
vida privada. Partiendo de esto la violencia contra la mujer abarca los siguientes actos,
aunque sin limitarse a ellos:

a) La violencia física, sexual y psicológica que se produzca en la familia, incluidos los


malos tratos, el abuso sexual de las niñas en el hogar, la violencia relacionada con la
dote, la violación por el marido, la mutilación genital femenina y otras prácticas
tradicionales nocivas para la mujer, los actos de violencia perpetrados por otros
miembros de la familia y la violencia relacionada con la explotación.

b) La violencia física, sexual y psicológica perpetrada dentro de la comunidad en


general, inclusive la violación, el abuso sexual, el acoso y la intimidación sexuales en el
trabajo, en instituciones educacionales y en otros lugares, la trata de mujeres y la
prostitución forzada.

c) La violencia física, sexual y psicológica perpetrada o tolerada por el Estado,


dondequiera que ocurra.

Años más tarde, en 2005, la Organización Mundial de la Salud reconoció la violencia


de género como un serio problema psicosocial contra la mujer, que se presenta en la
relación de pareja, definida como“todo acto de violencia basado en la pertenencia al
sexo femenino que pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual,
psicológico o económico”, enmarcándose en una dinámica relacional abusiva,
permanente y estable, caracterizada por la presencia de un patrón de interacción que
produce daños.

En relación con ello Montañés and Moyano (2006) plantean que un análisis psicosocial
de la violencia de género requiere de modelos explicativos que tengan en cuenta
factores personales, sociales y culturales.

Silva (2017) agrega que para comprender mejor la violencia de género es indispensable
hacer referencia a la historia, a la construcción de los modelos políticos contemporáneos
y a las formas de resistencia frente a este fenómeno; y explica que, para el caso
específico de América Latina, el proceso de colonización introdujo valores religiosos,
culturales y económicos, que posteriormente incidirían de manera directa en las
violencias que sufrirían las mujeres de la región.

Es así que el término violencia de género ha sido acuñado para hacer referencia al
maltrato histórico al que ha estado sometida la mujer. Precisamente una de las bondades
de este término es que incluye las violencias en contra de otros colectivos, a menudo
invisibilizados, como los homosexuales, gay, lesbianas y transgeneristas.

De acuerdo con lo planteado por Silva (2017) se ha intentado explicar qué factores
inciden para que exista la violencia de género desde diferentes perspectivas: lo
biológico, lo psicológico y lo sociocultural; no obstante, no es posible indicar con
certeza qué factores son los que llevan a un individuo a agredir a una persona por su
condición sexual o de género.

A nivel individual, algunos estudios plantean que hay una mayor probabilidad de que
los hombres agresores sean dependientes, inseguros y con baja autoestima. A nivel
comunitario contextos como la masificación, la marginalidad y el desempleo,
incrementan las posibilidades de violencia; sin embargo, es importante mencionar que la
violencia de género se presenta en todos los niveles socioeconómicos. A nivel social,
los factores que influyen en este tipo de violencia tienen que ver con los patrones
estructurales que se reproducen; patrones normativos y culturales que refuerzan
estereotipos patriarcales donde la subordinación de la mujer se percibe como algo
natural (Novo y Seijo, 2009, p. 70-71).

Cuando se trabaja la violencia de género es fundamental trascender lo individual, es


decir, “las actitudes públicas hacia lo que es aceptable o inaceptable en las relaciones
íntimas que reflejan esas normas sociales y culturales” (Gracia, 2009, p. 77).

Los entornos sociales pueden incidir en la perpetuación, o no, de la violencia de género.


Cuando hay mayor tolerancia frente a este fenómeno, a los maltratadores les resulta
mucho más fácil ejercer el maltrato; esto significa que las prácticas estructurales, que
hacen parte de lo cultural, muchas veces están permitiendo que la violencia —no
solamente la física— no se reconozca como hecho cuestionable sino como un suceso
cotidiano y sin mayores implicaciones.

De acuerdo con (Gracia, 2009 citado en Silva, 2017), se pueden distinguir al menos
tres formas en las que reacciona el entorno social ante la violencia de género:

(a) una de las respuestas más comunes suele ser el silencio y la indiferencia; se
considera que cuando se escoge esta se perjudica a la víctima y se beneficia al agresor,

(b) ante una situación de violencia de género el entorno social decide actuar de
mediador; esta forma de respuesta prima en la sociedad pues generalmente se piensa
que las víctimas la prefieren y se considera que es adecuada cuando la violencia no es
extrema,
(c) Finalmente, es importante observar que a veces quienes hacen parte del entorno de la
víctima deciden dar aviso a las autoridades estatales.

Siguiendo esta lógica se encuentran los criterios de Filardo and Perales (2017) quienes
refieren que el origen de este tipo de violencia se presenta como consecuencia de
situaciones discriminatorias, desiguales y subordinantes que pueden surgir a partir de la
aplicación de los roles sociales que se pueden encontrar en una sociedad patriarcal
(Maqueda Abreu, 2006; Puleo, 2005).

La violencia de género y las creencias en las que se basa, perpetúa un problema de


fondo: una desigualdad estructural basada en el esquema dominante-subordinado que va
más allá del sexo pues afecta las condiciones sociales de las víctimas.

Las características apropiadas para cada género pueden variar dependiendo del periodo
histórico en el que nos encuadremos o la cultura en la que se construyan (Puleo, 2007).
Por tanto, se puede decir que la mujer sufre violencia derivada de las creencias y
estereotipos sociales que se han construido en torno a su sexo; algo que no está
necesariamente relacionado con sus características biológicas.

En el contexto cubano M. Álvarez, Franco, Palmero, Iglesias, and Díaz (2018) constatan
que se mantiene un conjunto de ideas estereotipadas sobre la feminidad y la
masculinidad, con predominio para ambos sexos.

Sus investigaciones revelan acuerdo en torno a que las mujeres no deben participar en
actividades que impliquen esfuerzo físico. Un 53,6 % de los hombres sigue pensando
que ellos son mejores para negociar que las mujeres y un 45 % piensa también que son
mejores para tomar decisiones. Los resultados muestran la persistencia de brechas de
género en la carga total de trabajo (CTT) de hombres y mujeres. Con respecto al trabajo
no remunerado, las mujeres dedican 14 horas más como promedio en una semana que
los hombres, pues ellas continúan asumiendo las tareas domésticas y de cuidados no
remunerados de manera preponderante, incluso cuando están ocupadas en la economía.

Existe una responsabilidad doméstica asumida principalmente por las mujeres donde
siguen siendo las principales responsables del cuidado, acompañamiento y atención
temporal y permanente de familiares dependientes. Todo ello sustentado por la
persistencia de un patrón tradicional de distribución de tareas que revela desigualdades
y que además es reproducido en la educación de los hijos e hijas desde edades
tempranas. Las mujeres tienen entonces menos tiempo libre para dedicarlo a actividades
personales de convivencia social como visitar amigos y familiares, las recreativas,
culturales y deportivas, lo que afecta su desarrollo personal.

La expresión de la violencia de género puede ser física, sexual, económica, psicológica.


La violencia física es entendida como toda lesión física o corporal no accidental,
ejercida contra la mujer que le provoque daño físico, lesiones o enfermedades. Se
incluyen bofetadas, empujones, golpes. (Campbell, Snow-Jones, Dienemann, Kub,
Schollenberger, O´Campo et al, 2002 citado en Fernández, 2007).

La violencia sexual se refiere a todo acto sexual que pretende obtener una relación
sexual, comentarios sexuales no deseados o amenazas, usando la coerción; ocurre en
cualquier espacio, pero no se limita al trabajo y al hogar. La violencia sexual incluye la
violación, definida como agresión física u otro modo de penetración en la vulva o el
ano, usando el pene u otras partes del cuerpo u objetos.

La violencia sexual puede incluir cualquier otra forma de asalto involucrando órganos
sexuales incluyendo el contacto forzado del cuerpo con la boca y el pene, la vulva o el
ano. (Bott, Morrison, & Ellsberg, 2005).

Por otra parte, Fernández (2007) define que el abuso emocional o psicológico está
vinculado a abusos u omisiones destinadas a degradar o controlar las acciones,
comportamientos, creencias y decisiones de la mujer por medio de la intimidación,
manipulación, amenazas directas o indirectas, humillación, aislamiento, o cualquier otra
conducta que implique un perjuicio a la salud psicológica, la autodeterminación o el
desarrollo personal. Son actos que conllevan a la desvalorización o sufrimiento en las
mujeres.

Se manifiesta en la exigencia a la obediencia, tratar de convencer a la víctima de que


ella es culpable de cualquier problema. Incluye expresiones verbales como insultos,
gritos, menosprecio a su vida pasada, a su persona, a la forma en que se viste. Se
expresa por omisión, por ejemplo, el victimario puede dejar de hablarle, mantener
silencios prolongados, fingir que no escucha o no entiende; puede utilizar como una
forma de violentar el lenguaje extraverbal a través de gestos de rechazo, miradas
agresivas y mediante la manifestación de los celos.
Otra forma de violencia es el abandono y la negligencia en los cuidados, dados por la
falta de protección y cuidados físicos, falta de respuesta a las necesidades afectivas,
descuido en la alimentación y atención médica. (Fernández, 2007).

La violencia económica, por otra parte, se refiere al manejo de los recursos materiales
como dinero, bienes, para controlar o someter a otra (s) persona (s). (T. Sánchez &
Hernández, 1999).

Las repercusiones nocivas de la violencia de género van desde el ámbito personal y


familiar hasta el social, con consecuencias de deterioro de la salud y de las relaciones
interpersonales.

1.3 La violencia de género como problema de salud


Dentro de las consecuencias que produce la violencia de género Quiñones, Arias,
Delgado, and Tejera (2011) plantean que es una de las causas más importantes de
incapacidad y muerte entre las mujeres en edad reproductiva. Genera desde desórdenes
emocionales, lesiones físicas y dolores crónicos hasta situaciones de muerte como el
suicidio y el homicidio. También es un factor de riesgo para muchas enfermedades que
afectan la salud física y sexual.

Otras consecuencias se enuncian de manera particular por (Bott, Morrison and Ellsberg,
2005 citado en Prada, 2016).

- Consecuencias fatales:
1. Suicidio

2. Muerte relativa al SIDA

3. Mortalidad materna.

- Otras consecuencias:

-Físicas:
1. Fracturas
2. Síndromes de dolor crónico
3. Fibromialgia
4. Deshabilitación permanente
5. Desórdenes gastrointestinales.
-Sexuales y reproductivas:
1. Infecciones de transmisión sexual (ITS), incluyendo el VIH.
2. Embarazos no deseados.
3. Complicaciones durante el embarazo.
4. Fístula ginecológica traumática.
5. Aborto espontáneo.

-Psicológicas y comportamentales:

1. Depresión y ansiedad.
2. Desórdenes de los hábitos del sueño y de la alimentación.
3. Abuso de drogas y alcohol.
4. Pobre autoestima.

Como se aprecia, la relación de la salud con la violencia es mucho más que el registro
de eventos. La violencia implica en sí misma una amenaza o negación de las
condiciones o posibilidad de realización de la vida y la propia supervivencia, que
produce un número creciente de lesiones y alteraciones no mortales, las cuales requieren
atención generalmente de urgencia, así como rehabilitación física y psíquica. (Del Valle,
Palú , Plasencia, Orozco, & Álvarez 2008).

La violencia es un factor de riesgo importante para la salud, el bienestar y el ejercicio de


los derechos humanos, incluidos los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres.
Particularmente, en relación con la salud, la violencia física, sexual y/o psicológica, en
cualquier etapa de la vida de las mujeres, trae como consecuencia un incremento en el
riesgo de desarrollo de problemas de salud subsiguientes. A partir de ello es necesario
asumir la violencia de género como un problema de salud.

La violencia de género produce efectos negativos en la salud mental, e incluye estrés


postraumático, ansiedad, fobias, disfunción sexual, depresión. También puede generar
pérdida de dignidad, seguridad y confianza en sí misma y en los demás, pérdida de la
capacidad para controlar el miedo, experimentación de impotencia y desesperación, baja
autoestima, daños en el resto de las formaciones motivacionales complejas, aislamiento,
enfermedades psicosomáticas, pérdida de grupos de pertenencia, y, por tanto, de su vida
social y hasta familiar, pudiendo perder hasta el vínculo laboral. (Quiñones et al., 2011).
Además, es una de las causas más importantes de incapacidad y muerte entre las
mujeres en edad reproductiva. Genera numerosas consecuencias que van desde
desórdenes emocionales, lesiones físicas y dolores crónicos hasta situaciones de muerte
como el suicidio y el homicidio. También es un factor de riesgo para muchas
enfermedades que afectan la salud física y sexual. (Quiñones et al., 2011) .

Por otra parte, limita la posibilidad de la mujer de negociar con su pareja el uso de
preservativos u otros métodos anticonceptivos, colocándola así en una situación de
mayor riesgo de embarazo no deseado y de infecciones de transmisión sexual (ITS),
incluso del VIH.

Asimismo produce un riesgo mayor de trastornos ginecológico, de aborto en


condiciones inseguras, de complicaciones durante el embarazo, de bajo peso al nacer y
de inflamación pélvica. (Quiñones et al., 2011).

La violencia sobre la mujer por su pareja fue declarada como un problema prioritario de
salud por la Organización Mundial de la Salud (OMS) en 1996 y por la Organización
Panamericana de la Salud (OPS) en 1998. Estos organismos le han reclamado a los
Estados miembros, la necesidad de preparar a los profesionales de la salud sobre la
detección temprana, el diagnóstico certero y la atención oportuna con calidad. (Ruíz,
López, & Hernández, 2012).

Cuba fue el primer país en firmar, y el segundo en ratificar, la Convención sobre la


Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer. (Alfonso, 2006
citado en M. López, 2011). Nuestro Gobierno ha realizado ingentes esfuerzos para
disminuir la incidencia de este problema a nivel social y se han logrado avances
relevantes en lo económico, educacional, político, en lo jurídico, y un ejemplo de ello,
es la ley 62 del Código Penal y la Legislación Administrativa de Régimen
Contravencional, creándose en 1997 el Grupo de Trabajo Nacional para la Atención y
Protección contra la Violencia Familiar. (Rubiera, 2010 citado en M. López, 2011).

Es importante destacar que la violencia de género puede producirse en cualquiera de los


ámbitos de la vida cotidiana y aunque suele ser más frecuente en las relaciones
familiares y de pareja, también puede manifestarse en otros espacios sociales como el
ámbito comunitario, laboral, así como en las instituciones escolares. Además, puede
asociarse a cualquiera de las clasificaciones ya expuestas en función del tipo de daño
que provoque.
Desde el punto de vista investigativo se ha privilegiado el espacio familiar y
especialmente la relación de pareja, dado el carácter privado de los vínculos que tienen
lugar; sin embargo, cada vez ganan mayor visibilidad espacios como el centro laboral,
de estudio y la comunidad (espacios públicos) dentro de este análisis.

A partir de la cotidianidad de la violencia esta se va volviendo imperceptible y se


despersonaliza, y llega a crecer del desprecio que requiere en la conciencia individual y
colectiva aunque con certeza se trata de una medida compleja que ante la posibilidad de
percibirla se ofrece resistencia y se dificulta pensar en ella. (Artiles, 2000 citado en E.
Guevara, 2012) .

Esta problemática no se manifiesta en un contexto en específico, sino que puede ocurrir


simultáneamente en más de uno, incluso abarcarlos todos, incorporándose a la
cotidianidad. En función del aumento del número de espacios implicados, se hace
mayor el sometimiento al que pudieran estar sujetas las víctimas.

Según el informe sobre violencia de género realizado por la Organización Panamericana


de la Salud (OPS) a inicios de 2013 «Violencia contra la mujer en América Latina y el
Caribe: Un análisis comparativo de datos poblacionales de 12 países», entre el 17 % y
53 % de las mujeres de doce países de América Latina y el Caribe han sufrido violencia
física o sexual por parte de sus parejas. (Proveyer, 2014b).

Además, el estudio documenta que entre 41 % y 82 % de las mujeres que sufrieron


abuso por parte de sus parejas experimentaron heridas físicas, desde cortes y moretones
a huesos rotos, abortos involuntarios y quemaduras. A pesar de esto, entre 28 % y 64 %
no buscaron ayuda ni hablaron con alguien acerca de esta experiencia. (Proveyer,
2014b).

Todo ello demuestra que la violencia de género es un fenómeno que reporta graves
daños para la salud de la víctima, generalmente del sexo femenino, y que la mayoría de
las veces no se denuncia, con lo que se contribuye a la perpetuación del fenómeno.

En coincidencia con los criterios de E. Domínguez and Castro (2015) se plantea que
esta problemática se caracteriza por su invisibilidad, su normalidad, y su impunidad.
Según se explica en un informe realizado en colaboración con la Organización de las
Naciones Unidas-Mujeres y el Instituto Nacional de las Mujeres, tal invisibilidad es un
producto de la norma cultural que todavía prevalece generalmente en la sociedad, en la
cual se percibe la violencia intrafamiliar, de pareja y los abusos sexuales de conocidos,
familiares o desconocidos, como sucesos que pertenecen al espacio privado, donde los
demás, incluso las autoridades, no deben meterse.

Por otra parte, la normalidad de la violencia hacia las mujeres consiste en la


justificación o autorización de la violencia cometida. La impunidad es el resultado de lo
anterior, es decir, si la violencia intrafamiliar o entre parejas es justificada como
“natural” o como un “asunto privado”, no puede ser juzgada como una violación de los
derechos de la mujer, y por ende no se considera condenable.

En un mundo en el que se aboga constantemente por la equidad social basada en los


principios de igualdad y justicia, en el que se intenta visibilizar la figura de la mujer
reconociendo que en el sistema de relaciones sociales del que forma parte persisten
conductas marcadas por los vestigios del patriarcado, emerge la necesidad de tratar la
problemática de la violencia de género desde una perspectiva que contemple la
importancia de la intervención.

Una intervención que genere satisfacciones y respuestas para las víctimas de este
fenómeno, una intervención que “comprenda” a cada una de ellas, comprometida con la
práctica social, que trascienda el asistencialismo, que sea capaz de identificar a los que
la padecen aun cuando no poseen marcas visibles de ella y no reconocen la existencia
del fenómeno, cuando han perdido las esperanzas de enfrentarlo porque desborda sus
recursos personales y desde las prácticas sociales no es reconocido por los “otros”, los
victimarios. Una intervención centrada, por encima de toda fundamentación teórico-
metodológica, sin negar su importancia, en el ser social; solo así, desde el punto de vista
de la autora, los cientistas sociales encomendados a visibilizar y atenuar la problemática
de la violencia de género estaremos haciendo, como expresaran Amalio Blanco y Sergi
Valera en 2007, una Psicología sin adjetivos.

1.4 La Intervención en la prevención de la violencia. Actuación sobre la violencia


de género

La intervención psicosocial desarrolla maneras de entender y actuar sobre algunas


problemáticas sociales, que se enmarcan en un conjunto de definiciones donde están
involucrados instituciones y agentes sociales, conocimientos y formas de acción que
afectan directamente las trayectorias de los sujetos que considera como centro de su
actuación (Galaz and Montenegro, 2015 citado en Galaz & Guarderas, 2016).

Al respecto a ello A. Sánchez and Morales (2002) plantean que la intervención


psicosocial es una de las fórmulas más recientes y eficaces diseñadas para que la acción
psicológica pueda enraizarse socialmente. Uno de sus rasgos definitorios es el intento de
integrar al psicólogo en el contexto en el que va a desarrollar su trabajo. El supuesto de
partida es que dicho trabajo será más eficaz si hay un compromiso del profesional, lo
que exige, a su vez, que este no sea ajeno al contexto.

La Psicología Social, vista como una ciencia que busca la comprensión científica de los
fenómenos humanos, la investigación/intervención con comunidades, siguiendo los
criterios de J. Álvarez and Juárez (2013), plantea una serie de exigencias metodológicas
que van más allá de las dificultades propias de cualquier trabajo en entornos naturales o
de laboratorio.

Para el científico abocado a la intervención comunitaria, el conocimiento y empleo de


una adecuada metodología y técnicas de investigación es el instrumento de análisis y
reflexión que le permite identificar lo que está en juego en su práctica, y a través de
ambas: la reflexión y la práctica, desarrollar una ética y eficaz intervención.

Así, en el diseño de una investigación psicosocial, el científico a cargo debe poseer una
fundamentada y continua asesoría metodológica que le guíe tanto en su jornada de
investigación como en su práctica comunitaria (Singelis, 1994).

De modo que la intervención en comunidades debe concebirse como un proceso


continuo de intervención/evaluación, donde cada fase se convierte en una intervención
en sí misma, destinada a alcanzar cada uno de los objetivos intermedios que preceden a
la consecución del objetivo global que anima la elaboración de los proyectos.

En términos generales, a criterio de Velásquez (2014) una intervención psicosocial


demanda el desarrollo de un conjunto de acciones que están encaminadas a atenuar o a
desaparecer los riesgos y procesos sociales problemáticos para un individuo y su grupo
social, a través de programas que buscan mejorar la calidad de vida y el bienestar, tanto
individual como colectivo.
Esta debe enfatizar su proceder en la aplicación de procesos participativos que,
mediante la reflexión, amplíen niveles de concientización y generen nuevas praxis
organizativas, que faciliten la viabilidad de las acciones, potencien los derechos y
deberes de la población y la construcción de articulaciones sociales que faciliten
procesos de transformación social. Desde donde el rol del profesional de la intervención
psicosocial en el campo comunitario está orientado a diseñar, ejecutar, y evaluar
programas que favorezcan cambios de actitud en la sociedad con respecto a los factores
que dificultan su integración y desarrollo, en gran medida mediante el incremento de la
sensibilización, concienciación y tolerancia social.

Para realizar una intervención psicosocial, primero se debe reconocer el hombre como
ser social, que crea y recrea la sociedad a la cual pertenece, la cual lo regula a través de
sus diferentes normas.

Al analizar la problemática social de la violencia de género, Bonino Méndez (2000)


refiere que las relaciones sociales suponen dominación, y esta puede sostenerse por
medio de la coerción y el castigo (violencia visible) o comportamientos de
subordinación entramados en la cotidianidad de los sujetos como formas “naturales” de
organización de la vida diaria, según los cuales sus propios protagonistas no tienen
conciencia o, si la tienen, le otorgan consenso precisamente porque son “naturales” (
violencia invisible).

La violencia invisible está implícita en los roles adscriptos asignados a la mujer en


razón de concepciones “naturalistas” y “esencialistas” de su condición de género,
desconociendo así el carácter de construcción cultural que este reviste. Agrega que el
proceso de invisibilización se da en los individuos desde la familia, porque es en esta
donde se inicia la socialización del género, donde se les enseña la diferencia entre el ser
hombre y mujer, además se da legitimidad al dominio de los hombres sobre la mujer; es
por eso que la invisibilización de la violencia de género está estrechamente relacionada
con la normalización de la violencia de género, ya que en la familia se normalizan
conductas dominantes de los hombres hacia las mujeres lo que causa que la violencia
pase invisible ante los ojos de la sociedad por ser un hecho natural. Explica, además,
que la socialización de los géneros es un proceso mediante el cual las personas aprenden
a comportarse de determinadas maneras, acordes con las creencias, valores, actitudes y
ejemplos de las sociedades en que viven. La dinámica de la sociedad sigue favoreciendo
la violencia de género, y las actitudes comunitarias tradicionales y contemporáneas que
protegen a los agresores son un aspecto clave al respecto, citado en Condega, Martínez,
Vivas, and Obregón (2017).

En esta lógica se incluye la perspectiva de Proveyer (2014a) para quien comprender que
la violencia que se ejerce contra las mujeres es un problema social del que no podemos
desentendernos, constituye una necesidad insoslayable, y su prevención y atención
deben convertirse en objetivo básico del quehacer de todas las instituciones y actores
sociales implicados. Desmontar los valores de la cultura patriarcal y cambiar las
prácticas sociales que los caracterizan, es un proceso que requiere sabiduría y voluntad
de cambios.

En relación con ello, Suárez (2017) plantea cómo hace más de dos décadas ya se
evidenciaba la preocupación desde el ámbito internacional por el fenómeno de la
violencia de género; de ahí que las Naciones Unidas declararon en 1991, que la
violencia sobre la mujer era producto de la organización social, estructurada sobre la
base de la desigualdad, y años más tarde la Organización Mundial de la Salud, en 2003,
reconoce que la violencia es una violencia histórica y social que está influenciada por la
cultura, mediada por valores y normas sociales.

En este sentido, Garzón (2015) expone que el tema de la violencia de género es uno de
los más analizados en la actualidad, debido a su gran reconocimiento como problema
social, su visibilización reciente y por su fuerte componente de desigualdad basada en
una construcción de géneros que responde a una estructura social patriarcal.

Aunque ha habido un acercamiento de la investigación psicológica a este asunto


mediante el intento de describir la violencia y qué proceso sigue, como por ejemplo
Walker (1979, 2006) con su explicación del ciclo de la violencia y del síndrome de la
mujer maltratada, la principal preocupación de la psicología ha sido la búsqueda de
intervenciones adecuadas con las mujeres maltratadas o con los maltratadores. A su vez,
es importante agregar que, en este tema, la psicología ha tenido un fuerte acercamiento a
la política, a través de la promoción de programas de prevención desde las políticas
públicas y el ámbito jurídico. También se ha buscado diagnosticar las repercusiones que
el maltrato produce en la mujer.
Siguiendo esta lógica Maturrell (2018) alude a que la Organización Mundial de la
Salud alertó en el año 2016 que “la violencia de género constituye un problema
de proporciones pandémicas”.

Y en efecto, A. Pérez and Barroso (2018) plantean que en la región de América Latina y
el Caribe hay cada día mayor conciencia sobre la violencia contra la mujer, y se han
hecho numerosos esfuerzos para ofrecer servicios a las víctimas e introducir sanciones
judiciales contra sus agresores; sin embargo, las acciones para su prevención y control
son todavía muy limitadas, ya que es uno de los problemas que en la actualidad afecta
con fuerza creciente las condiciones de salud de la población en todo el mundo. Su
intervención es necesaria en la prevención, detección y tratamiento de este complejo
problema, en el que es imprescindible un abordaje integral y coordinado.

En este sentido resultan importantes los criterios de J. Álvarez and Juárez (2013)
quienes exponen que es asumido que para hacer frente a la violencia de género desde
todas las perspectivas que implica se requieren actuaciones y recursos de ámbito y
carácter interdisciplinar, lo que implica, entre otras cosas, la necesidad de disponer de
información sobre este fenómeno, cuál es su incidencia y qué características presenta en
un entorno cultural determinado.

Al respecto Moreno et al. (2017) plantean la importancia de desarrollar la capacidad de


la crítica entre las personas con las que se trabaja en la investigación ya que, según
Brookfield (1987) las personas con pensamiento crítico se caracterizan por:

1. Tratar de identificar los supuestos que subyacen a las creencias y acciones, estar
conscientes del contexto.
2. Tener la capacidad para imaginar y explorar alternativas de maneras existentes
de pensar y vivir.
3. Ser escépticos de afirmaciones que aspiran ser “verdades universales”.

En relación con esta idea se consideran importantes los planteamientos de Proveyer


(2014a) cuando afirma que los especialistas, actores sociales e interesados en general en
la atención y la prevención de la violencia de género insistimos en la necesidad de
realizar estudios de prevalencia en nuestros contextos de intervención para acercarnos
con más exactitud a la dimensión real de la violencia de género, para poder aplicar
acciones y políticas de atención y prevención en correspondencia con la realidad, ya que
la mayoría de las investigaciones se realizan con universos parciales y en distintas
regiones sin criterios homogéneos.

Al respecto, de Guevara, Berrocal, and Tezón (2016) realizaron un estudio para analizar
la inclusión de la temática del género en investigaciones en Psicología en el período
comprendido entre 1990-2014 y refieren que en cuanto a la producción científica sobre
género, se evidencian diferencias entre países. Entre los que más se ha publicado al
respecto, se encuentran Colombia (23.5 %), Chile (21 %), Cuba (16 %) y Argentina
(13,6 %). Respecto a los estudios sobre Violencia de Género se encuentra que
precisamente en Cuba, Argentina y Colombia es donde se desarrollan
fundamentalmente.

Desde la perspectiva de la intervención numerosas son las experiencias en el ámbito


internacional, con predominio de las propuestas españolas. Algunos de los autores
comprometidos con el trabajo de la temática de la violencia de género son: de Amorós,
Rodrigo, Donoso, and Máiquez (2007), Rosser (2016), Vargas (2017), Albertín (2017)
y V. A. Ferrer, Ferreiro, Guzmán, and Bosch (2016) en España; Leiva and Lay-Lisboa
(2017) en Chile; de Alencar-Rodrigues and Cantera (2016) en Brasil; Gómez and
Hidalgo (2017) en Venezuela; Ibarra and García (2012), Daza and Páez (2018),
Camero, Pérez, and Galindo (2018) y L. M. López, Arboleda, López, Arango, and
Benjumea (2018) en Colombia; Guarderas (2014) en Ecuador; Otero (2009) en México;
Prato and Palummo (2013) en Uruguay y Condega et al. (2017) en Nicaragua.

De manera general, entre estos estudios se encuentra el trabajo de profesionales de las


ciencias sociales, médicas, así como de la educación, por lo que las propuestas son de
naturaleza variada.

Se aprecian alternativas que integran lo lúdico y lo reflexivo, las cuales incluyen


proyecciones de nuevas políticas públicas, legislaciones y cambios estructurales en los
servicios que beneficien a las víctimas.

Se materializan en forma de manuales, sistemas de acciones, así como entrenamientos


cognitivo-conductuales por solo citar algunos ejemplos. Se trabaja desde la perspectiva
de la de-construcción de estereotipos de género, la sensibilización sobre la problemática
y su prevención, la generación de alternativas para enfrentarla, en la que los principales
destinatarios son adolescentes y jóvenes.
Otras propuestas incluyen la atención a los victimarios sobre todo en el espacio
penitenciario; también se trabaja con las víctimas, así como con los profesionales que
enfrentan en su quehacer diario esta problemática. Dichos estudios son desarrollados en
los contextos comunitario y escolar/universitario fundamentalmente, tanto en espacios
rurales como urbanos. A pesar de los invaluables esfuerzos de estos investigadores
persisten dificultades en cuanto al carácter interdisciplinario en el momento de
intervenir.

Al realizar un acercamiento al contexto cubano se encuentra la labor de investigadores


como: Arredondo et al. (2012), Lozano et al. (2014), Alemán et al. (2010), Coll-Vinent
(2008), L. López (2009), Pría et al. (2006), I. Hernández (2011), Proveyer (2014a), M. I.
Domínguez et al. (2018), Cala et al. (2018), Peñate et al. (2018), (González, 2018),
Proveyer and Romero (2017), Alfonso (2018),A. Pérez and Barroso (2018).

En relación con estos estudios se distinguen elementos en común con los resultados de
carácter internacional referidos a los espacios rurales y urbanos en los que se trabaja, así
como la importancia de establecer políticas públicas locales que favorezcan a las
víctimas, sobre todo en el ámbito donde prima la ruralidad.

Aun cuando la mayor cantidad de propuestas emergen desde los profesionales de las
ciencias médicas debido a su quehacer diario y la importancia de su labor por el enclave
comunitario de los servicios de salud pública cubanos, existen alternativas donde
psicólogos, sociólogos, filósofos, comunicadores sociales y educadores vierten sus
esfuerzos para enfrentar la problemática de la violencia de género.

En este sentido las propuestas se dirigen sobre todo a mujeres víctimas, así como
adolescentes y jóvenes, por lo que se trabaja fundamentalmente en los contextos
escolar/universitario y comunitario donde se otorga un peso importante a la
manifestación de la violencia de género en las relaciones de pareja y al interior de la
familia; estos son elementos compartidos con la realidad del fenómeno a nivel
internacional.

Al realizar un análisis territorial sobre el comportamiento de dicha problemática en


Cuba, se aprecian diferencias en cuanto a las regiones, encontrándose mayor cantidad de
estudios en el oriente del país. Por otro lado, dentro de estas propuestas emerge la
relación del fenómeno con otras problemáticas sociales como la pobreza y la exclusión.
En comparación con el ámbito internacional, son escasas las propuestas interventivas en
nuestro archipiélago, sin embargo, existe una amplia producción teórica que desde el
punto de vista descriptivo se ha desarrollado dentro de la que se encuentran autores
como Arredondo et al. (2012), Lozano et al. (2014), Alemán et al. (2010), Coll-Vinent
(2008) citado en (Arredondo et al. (2012), Lozano et al. (2014), Alemán et al. (2010),
Coll-Vinent (2008) citado en Prada, 2016). Al respecto se destacan los resultados
obtenidos por M. Álvarez et al. (2018) desde el Centro de Estudios de la Mujer, que
refieren, en las consideraciones finales de la Encuesta Nacional sobre la Igualdad de
Género en Cuba, que como consecuencia de la persistencia de algún modelo sexista se
reiteran conductas y prácticas que sustentan y reproducen desigualdades de género,
como son: una distribución desigual de tareas y responsabilidades por sexo al interior de
la familia, la transmisión de valores sexistas a hijos e hijas, la existencia de violencia
contra la mujer, entre otras.

Dentro de las recomendaciones que ofrecen estas autoras se destaca la necesidad de


elaborar y difundir mensajes y materiales educativos que contribuyan a la
deconstrucción de concepciones tradicionales, mitos y estereotipos de género
constatados en la Encuesta Nacional sobre la Igualdad de Género.

Tomando en consideración dichas recomendaciones y teniendo en cuenta las


características de la comunidad en la que se desarrolla la presente investigación, se
considera que es importante visibilizar y generar la reflexión entre los pobladores de
Dobarganes respecto a la presencia de la violencia de género como resultado de
construcciones sociales compartidas en dicho contexto.

En este sentido se debe lograr que concienticen la prevalencia del fenómeno, con el
objetivo de develar las construcciones sociales que influyen en las relaciones sociales
que allí se establecen y contribuyen a la invisibilización y naturalización respecto a la
problemática abordada. Es la sensibilización una alternativa viable para la intervención
psicosocial en este espacio.

1.4.1 La sensibilización, una estrategia de intervención psicosocial para visibilizar


la violencia de género

Para Hijes (2006) la sensibilización es una herramienta de primer orden para


transformar paulatinamente la percepción y el discurso social. En líneas generales, la
finalidad última de las actuaciones de sensibilización es influir sobre las ideas,
percepciones, estereotipos, conceptos o actitudes de las personas y los grupos, con los
objetivos de:

a) aumentar el valor o la importancia que se da a un determinado fenómeno,

b) contribuir a una modificación de las conductas y prácticas.

Desde la concepción de F. Hernández (2003) la sensibilización puede definirse como un


proceso de influencia comunicativa a distintos niveles, individual, grupal y social,
donde el objetivo general es promover o ajustar actitudes o percepciones que faciliten
una reflexión generadora de cambios comportamentales, los cuales se conviertan en
actitudes favorables.

Añade que de esta visión de la sensibilización como un proceso de transformación se


derivan algunas consecuencias inmediatas que, a nivel práctico, es necesario tener en
cuenta en el planteamiento y desarrollo de iniciativas de sensibilización:

• El trabajo centrado en conseguir la transformación paulatina de percepciones,


actitudes, sentimientos, conductas y prácticas, no puede ser planteado
únicamente a nivel individual, se debe trabajar simultáneamente los planos
individual y colectivo.
• La sensibilización es algo más que la transmisión unidireccional de mensajes. Es
un proceso dinámico en el que han de intervenir los diferentes actores
implicados en el cambio y la transformación social.
• Este proceso dinámico ha de plantearse desde una óptica participativa en la que
el público destinatario ha de jugar un papel protagonista. La participación de los
sujetos es imprescindible porque ellos y ellas son quienes mejor conocen su
propia situación y necesidades.
• Partir de un análisis del entorno sobre el que se quiere incidir.
• Establecer objetivos ajustados al contexto social en que se trabaja que permitan
definir las estrategias y actuaciones necesarias para conseguirlos.
• Definir los indicadores más adecuados para evaluar en qué medida los objetivos
han sido alcanzados y cómo ello contribuye a la transformación del entorno.
Los procesos e iniciativas participativas de sensibilización pueden tener un efecto
colateral positivo, ya que contribuyen a una mayor difusión y conocimiento en el
entorno del trabajo que las organizaciones sociales realizan en el ámbito concreto de la
intervención: programas, servicios que se ofertan, colectivos a los que se dirigen.

El diseño de iniciativas y procesos de sensibilización no siempre resulta fácil debido a


una serie de condicionantes que pueden incidir negativamente en la puesta en marcha y
desarrollo de este tipo de iniciativas.

Siguiendo los criterios de Hijes (2006) y Tabueña, Muñoz, and Fabá (2016) en estos
condicionantes se mezclan cuestiones relacionadas con una cierta confusión respecto a
qué se entiende por sensibilización, con dificultades derivadas de un carácter secundario
que a veces, y de forma más o menos explícita, se concede a la sensibilización en el
marco de la intervención social. Algunos de estos condicionantes son:

- Cierta sobreutilización del término. Sensibilización es una palabra muchas


veces repetida en el ámbito de la actuación social. Pero, con frecuencia, su
contenido se convierte en una especie de “cajón de sastre” en el que se
incluyen las más diversas actuaciones, desde las grandes campañas
mediáticas hasta mini-talleres. En ocasiones esto puede dificultar el
establecimiento de unos mínimos planteamientos metodológicos.
- No es infrecuente que la sensibilización se identifique con la existencia de un
soporte concreto: un folleto, cartel, spot televisivo, olvidando que por sí
solos estos soportes no pueden alcanzar el objetivo de cambio que ha de
estar implícito en todas las iniciativas de sensibilización. Es necesario
planificar la dinamización de estos soportes y utilizarlos para generar
actividad con grupos sociales concretos.
- La sensibilización se concibe a partir de actividades puntuales y aisladas sin
la continuidad que necesita un proceso a medio y largo plazos. Esto dificulta
la obtención de resultados y puede favorecer la idea de que las iniciativas de
sensibilización son escasamente eficaces.
- En ocasiones, el desarrollo de iniciativas de sensibilización se ve
obstaculizado por sus propias fuentes de financiación.
- Las iniciativas de sensibilización se plantean con un carácter genérico, sin
que exista una identificación previa de cuál o cuáles son los públicos
destinatarios de estas. Se recurre a mensajes estándares, sin conocer cuál es
el punto de partida, actitudes, opiniones, prejuicios, estereotipos, de aquellas
personas o grupos a los que se quiere llegar.
- La sensibilización se plantea como algo aislado e independiente del trabajo
directo con las personas. La principal consecuencia es que se desaprovechan
sinergias que beneficiarían a ambas líneas, y se pierde la oportunidad de que
sensibilización e intervención directa se refuercen mutuamente.
- En ocasiones, se detecta una falta de reconocimiento de la importancia de la
sensibilización.
- Las iniciativas de sensibilización no siempre incluyen en su diseño y
planificación indicadores que permitan evaluar hasta qué punto se han
alcanzado los objetivos planteados. Esta ausencia de evaluación a través de
indicadores, cualitativos o cuantitativos, puede redundar en una falta de
confianza sobre la utilidad y el impacto del trabajo realizado.

Todos estos condicionantes no deben ser interpretados como obstáculos insalvables o


razones para descartar la puesta en marcha de iniciativas de sensibilización, sino como
alertas que pueden interferir en la eficacia de estas iniciativas y que es necesario tenerlas
presentes para intentar neutralizarlas y, en la medida de lo posible, conseguir una mayor
eficacia en nuestras actuaciones como investigadores que apostamos por propuestas de
intervención psicosocial donde se facilite que los sujetos puedan ejercer control y poder
sobre su ambiente individual y social para afrontar y solucionar problemáticas y lograr
cambios en su entorno social.

Siguiendo esta lógica se encuentran los criterios de Ramis (2018) para quien la
sensibilización coadyuva a que la violencia contra la mujer no permanezca oculta, por la
cual aborda el tema para su mejor conocimiento ante la sociedad para combatirla.

Desde su concepción sensibilizar no es tan solo informar, sino que se orienta a alcanzar
como resultado principal que los sujetos con que se trabaja se encuentren informados
adecuadamente para que asuman una posición crítica frente a la realidad y puedan
intervenir activamente para modificarla.

Es importante tener en cuenta la propuesta de F. Hernández (2003) para quien los


procesos e iniciativas de sensibilización se corresponden con una tipología que,
realizando analogías con la terminología aplicada a los procesos de aprendizaje,
denomina “Sensibilización Formal”, referida a aquellas iniciativas estructuradas, con
unos objetivos y destinatarios concretos, que se desarrollan conforme a una
planificación previa y a unos recursos y medios disponibles y “Sensibilización
Informal” , donde se incluyen las acciones de sensibilización que una persona puede
desarrollar de forma indirecta a través de sus actividades cotidianas tanto profesionales
como particulares; al referirse a esta última aclara que no se trata de añadir tareas a las
realizadas habitualmente, sino de reconocer que la vida cotidiana también es un marco
de actuación.

En relación con ello, agrega que los procesos de sensibilización se relacionan con la
comunicación interpersonal, por lo que las estrategias que se desarrollan cuando se trata
de la intervención psicosocial en el ámbito comunitario, pueden adoptar varias formas.

Algunas de las más útiles son:

- Acercamiento a la comunidad a través de reuniones y talleres con diferentes


grupos comunitarios.
- Encuentros con personas que intercambien información de experiencias propias.
- Reuniones con figuras significativas del ámbito local, que puedan respaldar las
iniciativas de sensibilización. Reuniones con docentes, educadores/as, agentes
comunitarios, líderes locales.

Recomienda que en el desarrollo de estrategias de sensibilización conviene tener en


cuenta los siguientes criterios:

- Priorizar los mensajes positivos frente a los mensajes “no-negativos”.


- Utilizar mensajes y argumentos que vayan más allá de la información objetiva.
Es necesario que los mensajes aludan también a elementos subjetivos más
vinculados con la esfera emocional.

Sensibilizar supone la entrega del investigador al proceso de intervención, supone un


análisis de proceso y de resultados, una relación participantes-problemática-contexto
donde el sujeto sea un actor fundamental para el cambio social. Generar alternativas de
intervención psicosocial a partir de estrategias de sensibilización para enfrentar la
problemática de la violencia de género en el contexto cubano actual demanda una
entrega y compromiso totales como investigadores comprometidos con el cambio y el
bienestar social.
Conclusiones
1. Se presentaron referentes teóricos que permitieron analizar la medicación de la
cultura en el fenómeno de la violencia, aludiendo a la construcción social de
esta; además se analizaron sus causas, manifestaciones y consecuencias. Todos
estos elementos permitieron desarrollar una mirada crítica de esta problemática
psicosocial y de salud.
2. Se profundizó en las construcciones sociales (estereotipos de género, roles,
creencias valores, normas) atribuidas en torno al género, las cuales
transversalizan el establecimiento de las prácticas violentas y contribuyen a su
legitimación, naturalización e invisibilización.
3. Se presentaron fundamentos teóricos acerca de la sensibilización como una
estrategia de intervención psicosocial viable para el enfrentamiento de la
problemática de la Violencia de Género.
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