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1
En el Prólogo del Quijote de 1615, el lector “desocupado” se transforma en “ilustre” o “plebeyo”.
2
Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, T. I, ed. de Luis Andrés
Murillo, 5ª ed., Castalia, Madrid, 1987, p. 73. En adelante sólo indico parte y capítulo, entre paréntesis y
a renglón seguido.
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368 “AQUELLAS SONADAS SOÑADAS INVENCIONES QUE LEÍA”
naje, a la actio del hidalgo gracias a la cual sus numerosas lecturas devienen verda-
des y certezas que, desde el punto de vista del narrador, son síntomas de locura.
La paronomasia “sonadas soñadas invenciones” se halla en la primera edición
de Juan de la Cuesta, pero no en la segunda, de 1605, ni en la tercera, de 1608, en
las que leemos, a secas, “soñadas invenciones”. Tal vez los impresores de la segun-
da edición percibieron como errata por duplicación lo que era una figura retórica y,
ante la alternativa de omitir o agregar tildes, es decir, ante las lecciones “sonadas
sonadas” o bien “soñadas soñadas”, se decidieron por simplificar esta última bajo el
criterio según el cual las invenciones caballerescas eran más oníricas que sonoras.
Roger Velpius, en su edición de Bruselas (1607), y Bautista Sorita (Barcelona,
1617) reproducen la amputación practicada por Cuesta. Buen número de ediciones
modernas que he consultado, sin que medie alguna explicación, dan por buena la
“corrección” de aquél. En cambio, restituyen lectio princeps (“sonadas soñadas”)
Schevill y Bonilla, Mendizábal, Riquer, Murillo, Allen y Sevilla Arroyo. La dis-
yuntiva generada por Cuesta debe resolverse, en mi opinión, atendiendo a la pro-
puesta de lectura literal que hace Maurice Molho:
La lectura literal ha de atenerse, pues, al texto príncipe sin contar con variantes
posteriores. Lo que no debe consentirse es la falsa comodidad de una lectura bizca,
que consistiría en leer el Quijote príncipe con miras a ediciones todavía inexisten-
tes con variantes increadas3.
3
Maurice Molho, De Cervantes, Editions Hispaniques, París, 2005, p. 497.
4
Véase Michel Moner, Cervantès conteur. Écrits et paroles, Casa de Velázquez, Madrid, 1989.
5
“Alonso Quijana representa el “nuevo” lector, característico de la “galaxia Gutenberg” hasta nues-
tros días, el que lee a solas y en silencio”. James Iffland, “Don Quijote dentro de la “Galaxia Guten-
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—[...]. [C]uando es tiempo de la siega, se recogen aquí, las fiestas, muchos se-
gadores, y siempre hay algunos que saben leer, el cual coge uno de estos libros en
las manos, y rodéamonos dél más de treinta, y estámosle escuchando con tanto
gusto, que nos quita mil canas; a lo menos, de mí sé decir que cuando oyo decir
aquellos furibundos y terribles golpes que los caballeros pegan, que me toma gana
de hacer otro tanto, y que querría estar oyéndolos noches y días.
berg”. (Reflexiones sobre Cervantes y la cultura tipográfica)”, Journal of Hispanic Philology, 14 (1989),
pp. 27 y 39. José Manuel Martín Morán, “Cervantes: el juglar zurdo de la era Gutenberg”, Cervantes, 17
(1997), p. 122, parece hacerse eco del artículo anterior cuando afirma que don Quijote “tal vez sea el
primer ejemplo de hombre alienado por la nueva tecnología”, una de cuyas características es “la lectura
solitaria y silenciosa”. Margit Frenk, Entre la voz y el silencio. La lectura en tiempos de Cervantes,
Fondo de Cultura Económica, México, 2005, p. 158, cita a Iffland para apoyar este par de conclusiones:
“frente al leer sonoro de tantos personajes, el Caballero de la Triste Figura evidentemente lee en silencio
[...] [y] en silencio leía, seguramente, Miguel de Cervantes”.
6
Paul Zumthor, Introducción a la poesía oral, trad. María Concepción García-Lomas, Taurus, Ma-
drid, 1991, pp. 114-115 [1ª ed. en francés, 1983].
7
James Iffland, art. cit., p. 27.
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mente”, “en voz alta”, etc.)8 no figura la palabra “silencio” o alguna perífrasis con
significado análogo. El propio Cervantes utiliza la perífrasis “sin mover los labios”
(perífrasis que refleja lo inusitado del hecho) cuando quiere referir la ausencia
completa de voz9. No obstante, se podría pensar que la fórmula “leer para sí” indica
silencio. Más adelante volveré sobre esto. De momento, baste afirmar que Quejana
es el único personaje, de entre quienes leen “para sí” en la novela, que lo hace en
soledad, de manera privada, lo cual, insisto, no implica ausencia de voz10.
Los modos más opuestos en la historia de la transmisión literaria en Occidente
son la recitación emotiva, oralizada y gesticulante de los narradores orales en el
aquí y ahora de la plaza pública y la escritura tipográfica dirigida al lector pura-
mente ocular, quien, carente de contexto existencial11, se adentra en el análisis de
los posibles significados de un libro inmóvil y mudo, que no gesticula ni entona las
frases. En medio de ambos extremos se hallan los diferentes lectores y lecturas
descritos en el Quijote, situados en la encrucijada de una cultura oral todavía vigo-
rosa, pero en descenso, y una cultura tipográfica-ocular, incipiente y en ascenso.
Dicha encrucijada puede resumirse así: durante los Siglos de Oro españoles buena
parte de las obras literarias salieron de las novedosas prensas para ser transmitidas,
las más de las veces, a la vieja usanza: de la boca del lector a los oídos del audito-
rio.
James Iffland observa con perspicacia que Quejana enloquece porque interiori-
za hasta reducir al absurdo la nueva tecnología comunicativa: es capaz de comprar
numerosos libros, abaratados por estar impresos, lee durante periodos de hasta
cuarenta y ocho horas seguidas, cosa impensable en un contexto comunal de lectu-
ra, y comienza a “vivir” o “actuar” sus libros, golpeando con una espada contra las
paredes, impulso éste impracticable en público. Recordemos que el ventero no llega
a las manos cuando escucha los “furibundos y terribles golpes” propinados por los
caballeros, sólo “toma gana de hacer otro tanto”. Iffland da un paso más y conclu-
8
Margit Frenk, ob. cit., pp. 157-162.
9
Agradezco a Michel Moner indicarme el siguiente pasaje del Persiles (III, 5): “Pero lo que más es
de ponderar fue que, puesta de hinojos y las manos puestas y junto al pecho, la hermosa Feliciana de la
Voz, lloviendo tiernas lágrimas, con sosegado semblante, sin mover los labios ni hacer otra demostra-
ción ni movimiento que diese señal de ser viva criatura, soltó la voz a los vientos, y levantó el corazón al
cielo, y cantó unos versos que ella sabía de memoria, los cuales dio después por escrito”. Miguel de
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, ed. de Juan Bautista Avalle-Arce, 2ª ed., Castalia,
Madrid, 1987, p. 306 (las cursivas son mías). Nótese pues que Feliciana de la Voz no ‘canta para sí’.
10
Margit Frenk, ob. cit., p. 46, no obstante que atribuye al personaje la manera moderna de leer (ais-
lada e inaudible), entiende bien la diferencia: “[o]tras veces se trata de corregir equiparaciones injustifi-
cadas, como la de [...] la lectura silenciosa con la lectura privada”.
11
Véase Walter J. Ong, Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra, trad. de Angélica Scherp,
Fondo de Cultura Económica, México, 1999, 1ª ed. en inglés, 1982, p. 105.
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12
James Iffland, art. cit., pp. 25, 27 y 39.
13
Véase ““Lectores y oidores”. La difusión oral de la literatura en el Siglo de Oro”, en Actas del
Séptimo Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, Vol. 1, Bulzoni, Roma, 1982, pp.
101-123; reeditado en Entre la voz y el silencio. La lectura en tiempos de Cervantes, pp. 48-85.
14
Fernando de Rojas, Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea, ed. de Peter E. Russell, Casta-
lia, Madrid, 1991, p. 344.
15
Francisco Delicado, La Lozana Andaluza, ed. de Claude Allaigre, Cátedra, Madrid, 1985, p. 382.
16
Viaje de Turquía, ed. de Fernando García Salinero, Cátedra, Madrid, 1980, p. 498.
17
Lope de Vega, La Dorotea, ed. de Edwin S. Morby, Castalia, Madrid, 1980, p. 305.
18
Antonio de Nebrija, Gramática de la lengua castellana, ed. de Antonio Quilis, Editora Nacional,
Madrid, 1984, p. 135.
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Sigamos de cerca al personaje. Está “ocioso” casi todo el año. Lee inicialmente
con “afición y gusto” libros de caballerías. Eso le lleva a descuidar la caza y la
administración de la hacienda. Después –nótese la gradatio– lee con “curiosidad y
desatino”. Quejana se nos ha vuelto adicto, pues de los incumplimientos domésti-
cos pasa a vender “muchas hanegas de tierras de sembradura” para llevar a casa
“todos [los libros de caballerías] cuantos pudo haber dellos”. Así las cosas, se da
tiempo para discutir con el cura de su lugar “cuál había sido mejor caballero”. Más
adelante se “enfrasca” tanto en los libros que se le pasan “las noches leyendo de
claro en claro, y los días de turbio en turbio”. Tal ritmo de lectura alcanza.
En el mismo capítulo primero, el narrador cambia de punto de vista y describe
al personaje desde la intimidad de las potencias del alma. De tal manera, nos in-
forma que se le llena la “fantasía” de “encantamentos [...] pendencias, batallas,
desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles”. Esta
amplificación enumerativa, además de reproducir el ritmo trepidante de las imáge-
nes acumuladas en la memoria de Quejana, muestra un incipiente orden argumental
de acciones y pasiones exacerbadas y percusivas, más aptas para la somatización
que para el discernimiento intelectual.
Por último, el narrador resume una suerte de diálogos del hidalgo con sus
héroes novelescos, sin aclarar si son diálogos mentales o soliloquios, si son simul-
táneos a la lectura, la interrumpen o la suceden: “[d]ecía él que el Cid Ruy Díaz
había sido muy buen caballero”; “[m]ejor estaba con Bernardo del Carpio”;
“[d]ecía mucho bien del gigante Morgante”; “[p]ero, sobre todos, estaba bien con
Reinaldos de Montalbán”. La doble alternancia dialógica de “decir” / “estar bien”
se resuelve en un deseo que anuncia el talante de su locura, puesto que amaga con
mezclar los diálogos fantasiosos con su mundo extra-libresco: “[d]iera él por dar
una mano de coces al traidor de Galalón, al ama que tenía y aun a su sobrina de
añadidura”.
En el quinto capítulo son los personajes quienes completan el retrato de Queja-
na en cuanto lector. El ama recuerda “haberle oído decir muchas veces, hablando
entre sí, que quería hacerse caballero andante, e irse a buscar las aventuras por esos
mundos”. La sobrina da el toque final al retrato:
—[...] [M]uchas veces le aconteció a mi señor tío estarse leyendo [...] dos días
con sus noches, al cabo de los cuales arrojaba el libro de las manos, y ponía mano
a la espada, y andaba a cuchilladas con las paredes, y cuando estaba muy cansado
decía que había muerto a cuatro gigantes como cuatro torres, y el sudor que sudaba
del cansancio decía que era sangre de las feridas que había recebido en la batalla.
El testimonio de la ama alude a una glosa que Quejana hace de sus propias lec-
turas (“hacerse caballero andante”) vía una actio (“hablando entre sí”) análoga a la
fórmula “leer para sí”. En cambio, el testimonio de la sobrina da cuenta de la última
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etapa de la experiencia del hidalgo como lector: se trata de una performance jugla-
resca, aunque solipsista y sin público.
En resumen: el hidalgo lee sin tregua, inscribe las imágenes percusivas de los
libros en su propia fantasía, conversa sobre sus héroes y dialoga con ellos, colige
una vida ejemplar caballeresca y, por último, la imita, todo ello leyendo “para sí”
en soledad. ¿Es la suya una manera sui generis de leer? No, en cuanto Quejana lee
al modo de los monjes medievales.
Durante el siglo VI d. C., con la Regla de san Benito, el monacato adquirió su
forma más estable. El objetivo primordial de las comunidades religiosas fue con-
vertirse en “una escuela del servicio divino”, “la obra de Dios”, opus Dei. Maestros
espirituales del monacato primitivo –entre ellos san Pacomio y san Jerónimo– otor-
garon a la lectura un puesto relevante. Se le llamó lectio divina porque se concen-
traba en la Sagrada Escritura, la cual indicaba al monje el camino de su diálogo con
Dios19. Según la Regla de san Benito, “La ociosidad es enemiga del alma; por eso
han de ocuparse los hermanos a una horas en el trabajo manual, y a otras, en la
lectura divina”20. En este punto comienzan las analogías entre la lectura monacal y
la de Quejana, quien del ocio llega a la lectura abismada e incesante.
La lectio divina no se concibió como actividad intelectual o doctrinaria. Por el
contrario, los monjes se evadían místicamente del texto para buscar en su memoria
analogías ocultas. “Tal lectura no se proponía llegar a ninguna parte y no terminaba
nunca, salvo quizá en las lágrimas porque, según [...] san Jerónimo, ‘la tarea del
monje no consiste en leer sino en llorar’”21. Los monjes lectores deseaban expresar
con las palabras de la Escritura sus propios sentimientos; se proponían entablar un
diálogo con la palabra divina, por ello tenían la impresión –como Quejana– de
conversar y recibir directamente la sabiduría. Según Dom Delatte, “‘la lectio divina
[nos habitúa] a mirar lo invisible’”22. Piénsese en los encantadores de don Quijote.
En cuanto a la performance juglaresca o somatización del libro practicada por el
hidalgo y advertida por la sobrina, tiene también antecedente en la cultura monacal.
Hasta Hugo de san Víctor (siglo XII), se
consideró la lectura como actividad motora y corporal, descrita con frecuencia me-
diante los movimientos del cuerpo. Si al monje se le encontraba constantemente
leyendo o meditando en un murmullo o en voz alta, se debe a que era el heredero
19
Sergio Pérez Cortés, La travesía de la escritura. De la cultura oral a la cultura escrita, Taurus,
México, 2006, pp. 154-155.
20
“Otiositas inimica est animae, et ideo certis temporibus occupari debent fratres in labore ma-
nuum, certis iterum horis in lectione divina”. La Regla de san Benito (48), ed. bilingüe, trad. Iñaki
Aranguren, Biblioteca de Autores Cristinanos, Madird, 2006, p. 147.
21
Sergio Pérez Cortés, ob. cit., p. 158.
22
Íd.
374 “AQUELLAS SONADAS SOÑADAS INVENCIONES QUE LEÍA”
23
Ibíd., pp. 160-161. La lectura y la meditación fueron una actividad mental indisociable del movi-
miento corporal. En el “Comentario” de la edición citada de la Regla, el monje benedictino García M.
Colombás escribe: “[p]ara el monacato antiguo, como para los judíos, la melete o meditatio consistía
sobre todo en repetir oralmente textos bíblicos aprendidos de memoria, o también el hecho de aprender-
los a base de repetirlos. Era un ejercicio en que intervenía el hombre entero: el cuerpo, ya que la boca
pronunciaba el texto; la memoria, que lo retenía; la inteligencia, que se esforzaba en penetrar su signifi-
cado; la voluntad, que se proponía llevar a la práctica sus enseñanzas” (p. 381). En cuanto a la relación
entre vocalización y movimiento corporal, característica de las comunidades hebreas, Walter J. Ong, ob.
cit., p. 71, hace referencia a la recitación actual de El Talmud por judíos ortodoxos, quienes balancean el
torso hacia adelante y hacia atrás.
24
“[P]ost sextam autem surgentes a mensa pausent in lecta sua cum omni silentio, aut forte qui vo-
luerit legere sibi sic legat ut alium non inquietet [...]”. La Regla de san Benito (48), p. 147. En el “Co-
mentario” del pasaje citado de la Regla, Colombás observa que “[e]n teoría, la lectio divina era una
lectura apacible, reposada, rumiada, saboreada. Más que aprender mucho, se trataba de estar leyendo, de
buscar un contacto vivo y vivificante con la Palabra de Dios, de gozar de este contacto una vez hallado”.
Y más adelante agrega: “[t]al vez a algunos monjes no les apetece dormir, acaso otros quieren privarse
del descanso por ascetismo; los tales están autorizados para leer, con tal que no lo hagan en voz alta y no
molesten a los que duermen. El hombre antiguo tenía la tendencia a pronunciar lo que leía. Esta nota
parece significar que todos los monjes, durmieran o leyeran, debían permanecer en el dormitorio” (pp.
379 y 382).
25
Sergio Pérez Cortés, ob. cit., p. 160.
TUS OBRAS LOS RINCONES DE LA TIERRA DESCUBREN (VI CINDAC) 375
26
Paul Saenger, “La lectura en los últimos siglos de la Edad Media” en Guglielmo Cavallo y Roger
Chartier, Historia de la lectura en el mundo occidental, trad. Fernando Borrajo, Taurus, Madrid, 1998 [1ª
ed. en francés, 1997], p. 211, n. 85. La recitación religiosa en voz baja viene de antiguo; el libro de Los
Salmos inicia así: “¡Dichoso el hombre que no sigue / el consejo de los impíos, / ni en la senda de los
pecadores se detiene, / ni en el banco de los burlones se sienta, / mas se complace en la ley de Yahveh, /
su ley susurra día y noche!”.
27
Ibíd., p. 221.
28
Véase Jacqueline Hamesse, “El modelo escolástico de la lectura” en Guglielmo Cavallo y Roger
Chartier, Historia de la lectura en el mundo occidental, pp. 160-161.
29
Sergio Pérez Cortés, ob. cit., p. 162.
30
“Y unos monjes ‘toman a Isaías y con él conversan; otros hablan con los apóstoles’”; “[l]os mon-
jes se aplicaron, con infatigable energía, a poner en práctica el precepto de tener las palabras de Dios en
la boca en todo lugar y en todo tiempo”. “Comentario” de La Regla de san Benito, pp. 380 y 381.
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pública con la privada, la oral con la ocular31, vía la técnica del murmullo, nada
impide suponer que la lectura ensimismada de Quejana, por murmurante y solitaria,
haciendo sonar invenciones caballerescas y llevando a soñar con ellas, exprese un
proceso similar, aunque posterior, en el ámbito de la literatura vulgar, más resisten-
te al cambio de técnica en el proceso de transmisión y recepción de textos manus-
critos e impresos.
Sin embargo, el panorama se complica cuando tomamos en cuenta que en Es-
paña la murmuración o maledicencia, coloquialmente conocida como habla “entre
dientes”, fue una costumbre social arraigada al punto de motivar a fray Hernando
de Talavera a componer un tratado en el que la concibe como pecado mortal y
universal cuya práctica pone en riesgo al linaje humano32. En otros estudios33 he
mostrado que diversidad de autores, desde el Arcipreste de Hita hasta Cervantes, y
de manera señalada Fernando de Rojas, asimilaron el habla “entre dientes” a la
pronunciación de hablas clandestinas.34 Se trata de una técnica de transmisión cuya
31
Fue en las bibliotecas “encadenadas” del siglo XIII en donde se exigió la lectura en silencio. Esta
exigencia se halla en los estatutos de la biblioteca de la Sorbona, redactados a fines del siglo XV, los
cuales reflejan prácticas más antiguas. Paul Saenger, ob. cit., pp. 212-213.
32
“Aún el murmurar y mal decir es grand pecado, porque es muy universal, ca apenas hay quien
deste mal pecado se puede escapar, tanto que dice la Escriptura que por este pecado en especial peligra
poco menos todo el linaje humanal [...]. [L]a Sancta Escritura del Viejo y del Nuevo Testamento se
denuesta y amonesta huir deste pecado; ca así llama pecador al murmurador como si no hoviesse otro
pecado ó como si éste fuese el mayor, diciendo: No seas criminador ni susurrón en los pueblos”. Her-
nando de Talavera, “Tractado muy provechoso contra el común é muy continuo pecado que es detraher
ó murmurar y decir mal de alguno en su absencia” en Escritores místicos españoles, Bailly-Bailliére,
Madrid, 1911 (Nueva Biblioteca de Autores Españoles, 16), pp. 47-48.
33
Véase Gustavo Illades, “Observaciones sobre la actio del lector. (De La Celestina a la sátira anóni-
ma novohispana)”, Escritos, Revista del Centro de Ciencias del Lenguaje, Benemérita Universidad Autó-
noma de Puebla, 26 (julio-diciembre de 2002), 13-35; “Arte y pecado de mal decir en el Quijote de 1605”
en Gustavo Illades y James Iffland (editores), El “Quijote” desde América, Benemérita Universidad
Autónoma de Puebla-El Colegio de México, México, 2006, pp. 163-182.
34
En el Libro de buen amor hay varios casos de hablas clandestinas, alusivas todas a la sexualidad
ilícita. Cito del “Enxienplo de lo que conteçió a don Pitas Payas, pintor de Bretañia” la didascalia implí-
cita (decir “entre dientes”) que guía la actio del juglar a la hora de dar voz a la mujer polígama (c. 487):
“Diz la mujer entre dientes: ‘Otro Pedro es aquéste, / más garçón e más ardit qu’el primero que ameste
[...]’”. Arcipreste de Hita, Libro de buen amor, Vol. 1, ed. de Jacques Joset, Espasa-Calpe, Madrid,
1974, p. 186. En La Celestina, las hablas encubiertas se codifican como “apartes entreoídos” oralizables
entre dientes; dichas hablas, irónicamente, expresan con franqueza los sentimientos e ideas de los locu-
tores por la vía de enmascararlos hipócritamente, pues sus interlocutores no oyen el discurso, sólo lo
entreoyen. Veamos un caso del Primer Auto. Calisto entreoye estas palabras del criado: “No me engaño
yo, que loco está este mi amo”. Calisto replica: “¿Qué estás murmurando, Sempronio?”. Murmurar y
hablar entre dientes son todo uno según el Tesoro de Covarrubias. Al responder la pregunta de Calisto,
el criado corregirá sus palabras, encubiertas gracias al cuchicheo. Así entonces, el “aparte entreoído”
contiene una didascalia gracias a la cual el lector oral transformaría el insulto dicho por lo bajo en aserto
ambivalente, cómico-serio, aceptable, por risible, para el auditorio. En las fábulas literarias de la socie-
dad estamental española un criado quizá no disponía de otro recurso para, en la cara, decirle “loco” al
TUS OBRAS LOS RINCONES DE LA TIERRA DESCUBREN (VI CINDAC) 377
finalidad fue dar voz por lo bajo a personajes de los bajos fondos sociales (en el
Coloquio de los perros, Cervantes nos ofrece una perspectiva crítica sobre la mur-
muración, desde su genealogía hasta sus vínculos con otros géneros discursivos).
Atrapados en la encrucijada de la cultura oral y la tipográfica, aquellos que leían
“para sí”, como Quejana, susurraban al modo de los monjes abismados en la Sagra-
da Escritura y, al susurrar, adoptarían o adaptarían la actio “entre dientes” del habla
social y de los “apartes entreoídos” de los murmuradores fabulados, actio clandes-
tina como esas primeras lecturas que, “apartadas” del público, acometían la agónica
empresa de “entreoír” el libro.
Téngase en cuenta que la propagación de las obras impresas convirtió de súbito
al oyente experimentado en lector inexperto. Alterada la centenaria distinción entre
oralizar y escuchar, el nuevo lector debió encarnar en cuerpo y mente todas las
funciones comprometidas en la transmisión de los textos: se leía a sí mismo y a un
tiempo se escuchaba murmurar35. Es a este lector a quien se dirige el Prólogo del
Quijote de 1605. “Leer” novelas de caballerías podía conducir a la locura porque la
inverosimilitud de las aventuras se tornaba verdad e historia cierta sólo gracias al
conjunto de implicaciones que comportaba leer o murmurar para uno mismo.
Consciente al máximo de los riesgos incubados en la nueva técnica de lectura, pero
incapaz de modificarla, Cervantes probó a lo largo de la novela todo un sistema de
recursos de distanciamiento con la finalidad de convertir al “desocupado lector” en
lector crítico: desdobló la autoría, interrumpió los relatos, mezcló géneros discursi-
vos, recurrió al humor, la ironía, la parodia y la intertextualidad explícita, en fin,
entrecruzó la realidad de lectores u oyentes y el mundo de los personajes.
Visto así, el caso de Quejana viene a ser un extenso apólogo de la lectura susu-
rrante y solitaria. Adherido a los libros, el hidalgo manchego, en lugar de “tomar la
pluma” y dar fin a la historia de don Belianís, se arma caballero. Lector menos
devoto o más precavido, el alcalaíno elige escribir el Quijote.
La restitución de la paronomasia “sonadas soñadas invenciones” hace resonar
una honda inquietud, una generosa advertencia cervantina cuya novedad e impor-
tancia no pudo entender Juan de la Cuesta.
amo. Fernando de Rojas, Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea, ed. de Peter E. Russell, Casta-
lia, Madrid, 1991, p. 218.
35
No es infrecuente encontrar en las calles a “locos” que ‘conversan para sí’ escuchándose murmu-
rar sus propias palabras.