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DOMINGO DE PASCUA
Hay algunas situaciones en la vida, en las que nos resulta natural usar la palabra
resurrección o resucitar. Busquemos ahora recordar algunas, porque ellas nos pueden
introducir en el mensaje de la fiesta mejor que muchos razonamientos.
Una persona ha pasado por una grave enfermedad o por el temor de tenerla. La ha
superado o aquel temor se ha revelado infundado y ahora vuelve a su trabajo y a
frecuentar a sus amigos. Decimos: ¡Ha resucitado! Un hombre político o un atleta ha
sufrido una grave derrota. Todos lo dan por acabado. Pero, he aquí que tiene una
vuelta o regreso de vigor y en la próxima ocasión obtiene un éxito clamoroso.
Decimos asimismo de él: ¡ha resucitado!
Tolstoj ha escrito una célebre novela titulada Resurrección. Detrás del mismo título de
la palabra Resurrección hay aquí una historia de redención sobre el mal. Un hombre
sacrifica su posición social y la carrera para reparar el mal hecho en la juventud a una
muchacha.
No es difícil imaginar qué es lo que sucedió después de estas palabras. Las mujeres
se precipitan corriendo hacia abajo por la colina y recogiéndose las faldas con la
mano para no tropezar. Entran jadeantes en el cenáculo y, antes aún de que
comiencen a hablar, cada uno de los presentes ya entiende, sólo mirándoles su rostro
y sus ojos, que algo inaudito ha sucedido. Todas a la vez, confusamente, se ponen a
gritar: «El Maestro, el Maestro, Jesús, Jesús» « ¿Jesús, qué?» « ¡Ha resucitado, está
vivo! La tumba, la tumba) « ¿La tumba, qué?» « ¡Está vacía, vacía!»
Los apóstoles debieron chillarles para que se calmasen y hablasen una detrás de otra.
Pero, mientras tanto un escalofrío había r corrido por el cuerpo de todos los
presentes; el sentido de lo sobre natural había llenado de golpe la sala y el corazón de
cada uno. La noticia de la resurrección comenzaba así su carrera a través de la
historia, como una ola calmada y majestuosa que nada ni nadie podrá parar jamás
hasta el fin de mundo.
Esta ola sonora llega, ahora, hasta nosotros. Nosotros posiblemente hemos comprado
esta mañana el periódico; pero, llegados la tarde, todas las noticias están ya
superadas y mañana habrá otras, que harán olvidar a las de hoy. No es así esta
nuestra noticia; pasado veinte siglos y todavía resuena hoy, límpida y fresca, como la
primera vez: « ¡Jesucristo, el Crucificado, ha resucitado de los muertos!»
Pero, para convencernos de la verdad del hecho hay asimismo que hacer una
observación general. En el momento de la muerte de Jesús, los discípulos se habían
dispersado; su caso había sido dado por concluido: «Nosotros esperábamos que sería
él el que iba a librar a Israel...», dicen los discípulos de Emaús (Lucas 24,21).
Evidentemente, ya no lo esperan más. Y he aquí que, imprevistamente, ven estos
mismos hombres proclamar unánimes que Jesús está vivo, afrontan por este
testimonio procesos, persecuciones y, en fin, uno detrás de otro el martirio y la
muerte.
¿Qué ha podido determinar un cambio tan general, sino es la certeza de que él había
verdaderamente resucitado? No pueden haber sido engañados, porque han hablado y
comido con él después de la resurrección; y, además, eran hombres prácticos, todo lo
contrario que fáciles a exaltarse. Ellos mismos dudan ante las primeras noticias y
oponen no poca resistencia a creer. Ni siquiera pueden haber querido engañar a los
demás, porque si Jesús no hubiera resucitado, los primeros en ser traicionados y a
restablecerse (la misma vida!) eran precisamente ellos. Sin el hecho de la
resurrección, el nacimiento del cristianismo y de la Iglesia llegaría a ser un misterio
aún más difícil de explicar que la misma resurrección.
Éstos son algunos argumentos históricos y objetivos; pero, ¡la prueba más fuerte de
que Cristo ha resucitado es que está vivo! Vivo, no porque nosotros lo tengamos
hablándonos en la vida sino Porque él nos tiene en vida a nosotros, nos comunica el
sentido de su presencia, nos hace esperar. «Toca a Cristo quien cree en Cristo»,
decía san Agustín; y los verdaderos creyentes tienen la experiencia de la verdad de
esta afirmación.
«Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le
resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Romanos 10,9).
«La fe de los cristianos es la resurrección de Cristo» (san Agustín). Todos creen que
Jesús haya muerto; también, los paganos; los agnósticos lo creen. Pero, sólo los
cristianos creen que igualmente ha resucitado y no se es cristiano si ello no se cree.
Resucitándole de la muerte es como si Dios avalara lo realizado por Cristo, le
imprimiese su sello, «dando a todos una garantía al resucitarlo de entre los muertos»
(Hechos 17,31).
¿La muerte de cruz no hubiese sido suficiente para garantizarnos que Jesús es
verdaderamente el Mesías, el enviado de Dios? No; ¡no hubiese sido suficiente!
Muchos son mártires por una causa errada o hasta inicua. Pensemos en
determinados extremistas, que se inmolan, arrastrando consigo en la muerte a
decenas y decenas de personas inocentes. Su muerte ha servido para demostrar que
creían en su causa, no que su causa (o, al menos, la manera de defenderla) fuese
justa. La muerte de Cristo nos garantiza su amor, su caridad (porque «nadie tiene
mayor amor que el que da su vida por sus amigos»: Juan 15, 13); pero, sólo la
resurrección atestigua, también, su verdad, la autenticidad de su causa.
De san Serafín de Sarov, un monje que vivía en Rusia en el Ochocientos, se lee que
cuando las personas iban a buscarle en su monasterio para confiarle sus penas, él iba
a su encuentro y, todavía lejos, les saludaba con gran entusiasmo, gritando: «¡Alegría
mía, Cristo ha resucitado!» En los labios del santo, aquellas palabras tenían tal fuerza
que, sólo al oírlas, los visitantes sentían caerles la pena del corazón y renacer a la
esperanza.